La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

 

De «Omeros» (fragmentos)

Derek Walcott

Libro I
Capítulo I

I
"Así es como al amanecer, cortamos las canoas".
Filoctetes sonríe a los turistas que tratan de arrebatarle
el alma con sus cámaras. "Una vez que el viento trae las nuevas
a los laurier-canelles, sus hojas comienzan a temblar
el minuto en que el hacha de los rayos del sol golpea los cedros,
porque podían ver las hachas en nuestros ojos.
El viento levantaba los helechos. Suenan como el mar que nos alimenta,
pescadores de toda la vida, y los helechos asentían : 'Sí,
los árboles tienen que morir'. Así, con los puños cerrados en nuestra chaqueta,
porque en las alturas hacía frío y nuestro aliento fabricaba plumas
como la bruma, pasábamos la ronda del ron. Cuando volvía,
nos daba ánimo para convertirnos en asesinos.
Levanto el hacha y ruego tener la fuerza en mis manos
para herir el primer cedro. El rocío llenaba mis ojos,
pero disparo otro ron blanco. Entonces avanzamos".
Por algo extra de plata, bajo un mar almendrado,
les muestra una cicatriz hecha por una ancla oxidada,
subiéndose una pierna del pantalón con el quejido ascendente
de una concha. Se ha plegado como la corola
de un erizo marino. No explica su curación.
"Tengo algunas cosas -sonríe- que valen más de un dólar".
Ha dejado a una catarata locuaz
verter su secreto hasta La Sorcière, ya que
cayeron los altos laureles, para que el canto nupcial de las palomas de tierra
pasen su nota a las azules, tácitas montañas
cuyos habladores arroyos, llevándolo al mar,
se conviertan en ociosas lagunas donde saltan las claras carpas
y un airón acecha su presa entre las cañas con un grito herrumboso
al apuñalar y apuñalar el lodo con una pata levantada.
Entonces el silencio es aserrado por una libélula
mientras las anguilas firman sus nombres a lo largo de la clara arena del fondo,
cuando el sol naciente ilumina la memoria del río
y olas de enormes helechos mueven sus cabezas asintiendo al sonido del mar.
Aunque el humo olvida la tierra de la que asciende,
y las ortigas custodian los hoyos donde fueron asesinados los laureles,
una iguana oye las hachas, nublando cada lente
sobre su nombre perdido, cuando la jorobada isla era llamada
"Iounalao", "Donde se encuentra la iguana".
Pero, tomado su tiempo, la iguana escalará

la jarcia de las enredaderas en un año, su papada extendida como abanico,
sus codos en jarra, su cola deliberada
moviéndose con la isla. Las vainas partidas de sus ojos
maduradas en una pausa que duró siglos,
que se elevó con el humo de los Aruac hasta que una nueva raza
desconocida por el lagarto se alzó midiendo los árboles.
Estos fueron sus pilares que cayeron, dejando un espacio azul
para un solo Dios donde habían estado antes los antiguos dioses.
El primer dios era un gommier. El generador
comenzó con un gemido, y un tiburón, con mandíbula lateral,
hizo volar los trozos como las macarelas sobre el agua
entre las trémulas malezas. Ahora detuvieron la sierra,
todavía caliente y trémula, para examinar la herida
que había hecho. Removieron raspando su musgo gangrenoso, luego rasgaron
la herida despejándola de la red de lianas que todavía la ataba
a esta tierra, y asintieron. El generador como un látigo
volvió a ejecutar su función, y los trozos volaron mucho más rápido
que el mordisqueo de los dientes del tiburón. Cubríanse los ojos
del nido de astillas que saltaban. Ahora, sobre las pasturas
de bananas, la isla alzaba sus cuernos. El sol naciente
caía en gotas en sus valles, la sangre salpicada en los cedros,
y la arboleda inundada con la luz del sacrificio.
Un gommier crujía. Sus hojas un enorme
encerado sin el caballete. El crujiente sonido
hizo saltar atrás a los pescadores cuando el mástil pescador
se inclinó lentamente hacia la hondonada de helechos ; luego el suelo
se sacudió bajo los pies en ondas, después las ondas pasaron.

 

II

Aquiles contempló el hueco que había dejado el laurel.
Vio el agujero sanando silenciosamente con la espuma
de una nube como una ola rompiente. Luego vio el vencejo
cruzando la resaca de nubes, una cosa pequeña, lejos de su hogar,
confundido por las olas de las colinas azules. Una enredadera espinosa cogió
su talón. La arrastró hasta liberarse. Alrededor de él otros barcos
se estaban formando con la sierra. Con su machete hizo
un rápido signo de la cruz, su pulgar tocó sus labios
mientras que la altura resonaba con las hachas. Balanceó de nuevo la hoja
y macheteó las piernas del dios muerto, nudo tras nudo,
dislocando las venas cortadas del tronco mientras rezaba :
"¡Árbol! ¡Tú puedes ser una canoa! ¡O bien no puedes! "
Los barbudos mayores soportaron que diezmaran
su tribu sin proferir una sílaba
de aquel lenguaje que habían proferido como nación,
el habla enseñada a sus retoños : desde la imponente balbuceo
del cedro a las verdes vocales del bois-capêche.
El bois-flot contuvo su lengua con el laurier-canelle,
el campeche de piel roja soportó las espinas en su carne,
en tanto que el patois de los Aruac crepitaba en el olor
de una fogata resinosa que ponía las hojas color café

con lenguas que se enroscaban, luego la ceniza, y su lenguaje se perdía.
Como bárbaros que pasan sobre columnas que han derribado,
los pescadores gritaban. Los dioses habían caído finalmente.
Como pigmeos cortaban los troncos de los gigantes encogidos
para canaletes y remos. Trabajaban con la misma
concentración de un ejército de hormigas rojas.
Pero molestos por el humo y la denigración de su selva,
saetas de mosquitos agujereaban el tronco de Aquiles.
Se frotó ron blanco en ambos brazos, al menos,
aquellos que había aplanado en asteriscos morirían borrachos.
Arremetieron contra sus ojos. Los circundaban con ataques
que lo hacían llorar cegadoramente. Luego el anfitrión retrocedió

hasta un alto bambú como los arqueros de los Aruac
huyendo de los mosquetes de leños crijientes, guiados
por el estandarte del fuego y la inmisericorde hacha
que cortaba sus ramas. Los hombres ataron los grandes leños primero
con cáñamo nuevo y, como hormigas, los hicieron rodar hasta un acantilado
lanzándolos a través de altas ortigas. Los leños juntaron aquella sed
de mar con que habían nacido sus propios cuerpos enredaderados.
Ahora los troncos con la avidez de convertirse en canoas
surcaban rompientes de matorrales, haciendo rudos agujeros
de piedras, sin sentir la muerte en ellos, sino el uso...
para techar el mar, para ser vainas. Luego, en la playa
se ponían carbones en los surcos cavados por la azuela.
Un camión de remolque plano había transportado sus cuerpos atados por cuerdas.
Los carbones, ardiendo sin llama, cavaban las piraguas por días
hasta que el calor ensanchaba la madera lo suficiente como para colocar las costillas de la borda.
Bajo su golpeteante cincel Aquiles sintió sus cavidades
exhalando el toque del mar, arremetiendo hacia la niebla
de islotes impresos por aves, picos de sus partidas proas.
Luego todo calzaba. Las piraguas inclinadas en la arena
como sabuesos con ramitas en sus dientes. El sacerdote
las rociaba con una campana, luego hacía la señal del vencejo.
Cuando sonreía a la canoa de Aquiles, Confeamos en Dios, (1)
Aquiles dijo : "¡Déjelo! Es la ortografía de Dios y mía".
Después de Misa un amanecer las canoas penetraron en las depresiones
de los sobrepellizcados bajos, y sus asentientes proas
concordaron con las olas para olvidarse de sus vidas como árboles ;
una serviría a Héctor y otra a Aquiles.

 

III

Aquiles meó en la oscuridad, luego trancó la semi-cerrada puerta.
Estaba herrumbada por las ráfagas de viento marino. Levantó la olla para cocer pescado
con el cangrejo en una mano ; en el agujero bajo la choza
ocultó el peldaño de concreto. Al acercarse a la bodega,
la brisa del amanecer lo saló viniendo de la calle gris
pasando por casas en profundo sueño, bajo las barras de sodio
del alumbrado público, hasta el seco asfalto raspado por su pies ;
contó las pequeñas chispas azules de estrellas separadas,
Frondas de bananos movían sus cabezas a la ondulante
ira de los gallos, sus cantos chillaban como tiza roja
que dibuja colinas en un pizarrón. Como su maestro, esperando,
la resaca seguía frotando al ritmo de su paso deliberado.
Cuando se encontraron en el muro del cobertizo de concreto
la estrella de la mañana se había retirado, odiando el olor
de las redes y tripas de pescados ; la luz era dura encima
y había un horizonte. Puso la red junto a la puerta
de la bodega, luego se lavó las manos en la palangana.
La resaca no alzó su voz, incluso los huesudos sabuesos
en torno a las canoas estaban tranquilos ; una botella de ajenjo
era pasado entre los pescadores que emitían sonidos de placer gustativo
y se sacudían con la amarga corteza de que está hecho.
Esta era la luz bajo la cual Aquiles se sentía lo más feliz.
Cuando, antes de que sus manos asieran las bordas, se erguían
delante de la anchura del mar al que entrarían, sintiendo que su día comenzaba.

Libro VI
Capítulo XLVIII (fragmento)

 

I
Bajo las gruesas hojas de la foresta hay una vida
más intrincada que la nuestra, con nuestros votos de amor,
que bulle bajo el velo de la araña en la hoja mojada.
Hay una raza de escarabajos cuya naturaleza es sangrar
la propia fuente que los nutre, hasta que el anfitrión
es un caparazón cascabeleante ; lentamente se van
hacia un compañero fecundo, montando el seco fantasma.
No, no hay tal insecto, pero hay criaturas
con dos patas solamente, pero con tenazas en sus ojos,
y brazos que agarran y nos estrechan ; cuelgan como sanguijuelas
en las lianas más verdes, desde las venas del paraíso.
Y a menudo, en la hembra, lo que puede parecer voluntarioso
asemejará felicidad, ese éxtasis espasmódico
que eyecta el ácido fatal del cual los hombres caen
como una hoja disecada ; y esta historia natural
no está confinada a la hembra de la especie,
depende de quien gane la compra, ya que el macho,
como el escarabajo estiercolero que guarda heces secas,
puede dejar a su pareja exhausta histérica, pálida.
Ésta es la sucesión, se oculta bajo un leño,
repta sobre una flor sacudida, y entonces ambos
se abrazan y olvidan ; luego el epílogo usual
ocurre, donde uno yace llorando, lo cual el otro odia.
Todo lo que he logrado lo he merecido, ahora vi esto,
y aunque tuve desprecio a mí mismo por mi propio profundo dolor,
yazgo exánime en el lecho, con el mismo corazón seco
que hice de otros, hasta que me llegue el turno de nuevo.
No pudo levantar las pesadas agonías que sentí
por los vagabundeos sin padre de mis propios hijos,
pero algunas penas son como piedras y nunca se derriten,
aunque nuestras lágrimas lluevan y las estríen, y las otras,
los matrimonios disueltos como arena entre los dedos,
el per mea culpa que había vaciado toda esperanza
de las alacenas donde queda algún aroma de felicidad
en el alcanfor, en una horquilla perdida encostrada con jabón ;
el amor por el que fui bueno pareció haber sido sólo
el amor de mi arte y naturaleza ; sí, fui bondadoso,
pero con tal certeza que hizo a otros solitarios,
y con tal torcida industria que me hizo ciego.
Fue un grito que llamaba desde la roca, alguna agua
que la corriente marina cruzó sola, y el llamado quedó
como el ronco eco en la concha ; me llamaba desde la hija
y el hijo, me llamaba desde mi lecho al amanecer en la oscuridad
como un pescador que camina hacia el ruido blanco
del papel, luego en su hueca nave pone los remos.
Fue lo que Aquiles aprendió bajo el oscuro cielo raso
de las uvas marinas goteando con la lluvia que arrugaba la arena :
que no hay error en el amor, de sentir
el amor equivocado por la persona equivocada. La quieta isla
sazonó la herida con su sal ; él vertió el balde
y vació la sentina con sus hojas de manzanillo,
pensando en la herida cosida, suturada que a Filoctetes
le dio el mar, pero cómo también el mar podía sanar
la herida. Y eso fue lo que Ma Kilman enseñó.
Ella atisbaba los dioses en las hojas, pero con sus rasgos oscurecidos
por la incansable luz y sombra, aquellos momentáneos
guardianes, como las espinas del campeche de su Señor,
o ese dorado anfitrión nombrado para su madre, María,
a través de un océano más rápido que la veloz, numerosa
y ruidosa migración de las golondrinas africanas
o los murciélagos que circundan un árbol de algodón al ocaso
cuando su vista es poderosa y las ramas sostienen la casa
del cielo ; así las deidades pululaban en la espesura
de la arboleda, esperando que se las conociera por su nombre ; pero ella
nunca los había aprendido, aunque sus sonidos estaban dentro de ella,
subyugados en los ríos de su sangre. Erzulie,
Shango y Ogun ; sus rasgos desvaneciéndose, haciéndose más tenues
como se atenuaba la creencia en ellos, así que todo su poder,
sus raíces y sus rituales estaban concentrados
en la verticilada corola de esa fétida flor.
Todos los dioses insepultos, muertos por tres profundos siglos,
pero de cuyo linaje, como si las venas de ella fueran las raíces de ellos,
ululaban sus brazos, alzando las ramas
de un árbol llevado a través del Atlántico al que le brotan
hojas frescas cuando su tronco muerto reverbera en nuestras playas.
Ellos estaban allí. Ella los invocó. Habían anudado los gritos
en su garganta como una enredadera. Eran los murciélagos cuyos chillidos
son más agudos que los que oye un perro. Ma Kilman escuchó

y los vio cuando sus alas con costuras entrecruzadas
se desdibujaban en los intersticios de las hojas, fabricando una telaraña por encima,
una red que le penetraba en los nervios y su piel le cosquilleaba
como si la azotaran con una ortiga. Ella buscaba afanosamente algún signo
del pinchante matorral, y se revolvía por el pecado
de dudar de sus nombres antes de que pudiera comenzar la cura.

Libro VII
Capítulo LXIV

I
Canté del apacible Aquiles, hijo de Afolabe,
quien nunca subió en un ascensor,
quien no tenía pasaporte, ya que el horizonte no lo necesita,
nunca mendigó ni pidió prestado, no fue sirviente de nadie,
cuyo fin, cuando venga, será muerte por agua
(que no es para este libro, que permanecerá desconocida
y no leída por él). Canté de la única matanza
que le traía deleite, —y que era de la necesidad—
de los peces, canté de las estrías de su espalda en el sol.
Canté de nuestro vasto país, el Mar Caribe.
Quien odiaba los zapatos, cuyas suelas estaban tan agrietadas como una piedra,
quien era gentil con las cuerdas, quien tenía un solo traje,
a quien nadie osaba insultar y que no insultaba a nadie,
cuya sonrisa era una ola blanca creciendo, pero cuyo entrecejo
era el trueno que se desata, cuyo puño de hierro
me haría un más grande honor si sostuviera
las manijas de mi ataúd en vez de que yo alce el suyo
cuando ambas anclas sean echadas en la isla,
pero ahora el idilio muere, la copa se ha roto,
y la lluvia corre por las marrones mejillas de un cántaro
de arcilla de Choiseul. ¡Tanto que dejó sin hablar
mi gorjeante pico! Y mi puerta terrena está entreabierta.
Yazgo envuelto en una vela de saco de harina. Los terrones golpean
en mi canoa con cabos bajados. Palas raspantes rascan
una lluvia seca de suciedad en su cala, pero volved la cabeza,
cuando el almendro marino cascabelee o la uva de hojas de herrumbe
de las conchas de mi pirámide no faraónica,
hacia el papel picado por el viento y esparcido
como gaviotas blancas que separan sus nombres de la espuma
y mueven la cabeza asintiendo a un pescador con su perro kaki
que escapa de las olas rompientes, luego fruncid el ceño a su forma
por un rápido segundo. En su seno terrenal, mi piragua
con sus toletes de hierro navega. No desde ellos
sino con ellos, con Héctor, con Maud al ritmo
de sus lechos emparejados con llana, con un leño remolineando
alzando su cabeza musgosa de la mar ; que el himno profundo
del Caribe continúe mi epílogo ;
que las olas remuevan sus chales cuando mis deudos se vayan a casa
a sus herrumbadas aldeas, con zapatos buenos en una mano,
cruzándose con un muchacho que camina a través de la ignorante espuma,
y que veía una vela saliendo o entrando,
y observaba asteriscos de lluvia arrugando la arena.

 

II

Podéis ver a Helena en el Halción. Está vestida
con el traje nacional : corpiño blanco, corto,
cinta de vuelos en el cuello, sólo una partidura en el seno
para los parroquianos cuando ella toma los pedidos
en los escudos de las mesas. Ellos pueden adivinar el resto
bajo la falda de madrás con sus bordes dorados
y el flirteante nudo del tirante del madrás.
Se detiene entre las mesas, sosteniendo una bandeja
sobre el estómago para ocultar el suspiro redondeado como ola
de su preñez. Hay algo demasiado remoto
respecto a su quietud. Las mujeres estudian su belleza,
pero le vuelven el rostro si sus miradas se cruzan,
como una talla de ébano. Pero si se vuelve de súbito
esa silueta cincelada del metal del mar
como un perfil en un escudo, su cuello sinuoso
alargándose como el de una palmera, podríais recordar aquel combate
por el cual nombraron una isla o el naufragio
del Ville de Paris que se alza en su corpiño de vuelos de espuma,
o sólo pensar, "¡Qué bella mujer local !" y su
cabeza girará cuando hagáis sonar los dedos, aproximándose
con ojos lentos con el ocio de una pantera
a través de las mesas blancas con quitasoles de hierro verde-palmera,
junto a los niños que vadean la laguna con salvavidas,
y África cruza de un tranco, no Hellas de alabastro,
y medio mundo está abierto para mostrar su perla negra.
Ella espera vuestro pedido y vosotros bajáis los ojos
desviándolos de los de ella que nunca han cargado los despojos
de Troya, que nunca traicionaron al cornudo Menelao
o atraparon a Agamemnón con sus iris.
Mas el nombre Helena había cogido mi muñeca en su prensa
para arrojarlo en una página espumante. Por tres años,
auditor fantasma, estuve vagando al sonido de una voz
más dura que el eco del invierno en la garganta de un ánfora !
Como la herida de Filoctetes, este lenguaje lleva su cura,
su aflicción radiante ; renuente ahora,
como la de Aquiles, mi nave desliza la cadena de su ancla,
atada a su cruz al dejarla ; su proa asiente
simplemente a las letras, con cuadernas de nuestra madera nativa,
surcando estos últimos atormentados versos ; su ritmo concuerda
que todo lo que olvidó un vencejo lo hizo recordar
desde aquel amanecer de hachas y laureles,
hasta los carbones del ocaso, lentamente hasta una brasa.
Y el mismo Aquiles había sido uno de esos niños
cuyas voces son resaca bajo un techo galvanizado ;
ovejas balando en el patio de la escuela ; un Caribe
cuyas crestas lanudas eran los lomos del rebaño de los Cíclopes,
con el hombre astuto bajo la panza de una. Historias tristes
recitábamos como niños levantados con la roca
de Polifemo. De un Omeros de yeso
el humo y las bufandas de colas de yeguas,
fantasmas de tiza continuamente asociados a través de nuestro propio cielo.

 

III

Fuera de su elemento, la macarela se sacudía
golpeaba, de plata, luego de plomo. Las escalas bermellones
de tortugas se desvanecían como el sol poniente. Los húmedos
abanicos de mar cubiertos de musgo coralino que batían las algas en el agua alambrada
se ponían tiesos como un laso de hueso, y los zarcillos goteantes
de un pulpo encogían sus manos ante la matanza
de los cuchillos destripadores. Aquiles desuturó las entrañas
y las arrojó a la arena para los perros mestizos con costillas de palmera
y las picadoras moscas. Tan avezados como hienas
trotaron los perros, luego se detuvieron, ladeando los hocicos
para devorar con patas trémulas y luego levatar la nariz
a más despojos. Un Aquiles triunfante
con las manos enguantadas de sangre se encaminó a las otras canoas
cuyos cascos latían de pescados. En la red de arrastre
las macarelas plateadas multiplicaban el ruido
de monedas en una vasija. Las balanzas de cobre, oscilando
eran balanceadas por una lágrima de hierro ; luego había paz.
Lavaban sus cuchillos cortos, enrollaban las velas de sacos de harina,
luego ayudaban a arrastrar al En Dios Confeamos de nuevo a su lugar,
colocando troncos bajo su quilla. Él sentía sus músculos
desanudarse como una cuerda. Las redes estaba cerrando los ojos
combándose en postes de bambú cerca de la bodega de concreto.
En el tubo del depósito de agua de la arenosa pileta el adolorido Aquiles
se lavaba la arena de sus talones, luego apretaba el tapón de bronce
hasta la última gota. Un inmenso vacío lila
aquietaba el mar. Husmeó su nombre en una axila.
Se sacó las escamas secas de sus manos. Le gustaban los olores
del mar en él. La noche abanicaba su brasero
desde una estrella que se encendía. El Sin Dolor alumbró sus puertas
en la aldea. Aquiles puso el trozo de delfín
que había guardado para Helena en la oxidada lata de Héctor.
Una luna llena brillaba como una tajada de cebolla cruda.
Cuando dejó la playa el mar todavía proseguía.

 

 

 

 

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