La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

 

El traje del prisionero

Naguib Mahfuz

 

El Buche, el cerillero, llegaba antes que nadie a la estación de al-Zagazig
cuando iba a pasar el tren. Recorría los andenes incomparablemente
ligero, ojeando a los clientes con sus ojos pequeños y expertos. Si alguien
hubiese preguntado al Buche por su trabajo, el Buche habría echado
pestes de él. Porque el Buche, como la mayoría de la gente, estaba harto
de su vida, descontento con su suerte. Si hubiese sido dueño de elegir,
hubiera preferido ser chófer de algún rico y vestir ropa de effendi y comer
lo mismo que el bey y acompañarle a sitios selectos en todo tiempo, una
manera de ganarse la vida que parecía diversión, placer. Tenía además
otros motivos particulares y razones sutiles para desear un trabajo como
aquel; lo deseaba desde un día en que vio cómo el Fino, el chófer de uno
de los Importantes, paraba a la Nabawiyya, la criada del comisario, y la
requebraba, descarado y seguro. Incluso, una vez, oyó que le decía
frotándose las manos satisfecho: "Pronto vendré con el anillo..." Y vio que
la joven sonreía con arrumaco mientras levantaba el borde de la milaya
como si lo estuviese arreglando (lo que quería es que se viera su pelo
negrísimo y abrillantinado). Vio aquello y el corazón se le inflamó y los
celos le mordieron dolorosamente; los ojos de ella eran sus dolores y sus
enfermedades. La siguió a poca distancia y en una calleja le salió al paso
aquí y allí e hizo volver a sus oídos lo que le había dicho el Fino: "Pronto
vendré con el anillo". Pero ella torció la cabeza, frunció la frente y dijo
desdeñosa: "Mejor cómprate unos zuecos". Y él se miró los pies como si
fueran una sima de significados misteriosos, su galabeyya sucia, su
taqiyya mugrienta y se dijo: "Este es el motivo de mi miseria y el ocaso de
mi estrella", y envidió al Fino, su trabajo y su suerte... Sólo que estas
esperanzas, en lugar de apartarle de su oficio le hacían enfrascarse en él
con mayor afán y satisfacer sus esperanzas con sueños.
Aquella tarde subió a la estación con su caja a atender al tren del
crepúsculo que todavía no era más que una nube de humo en el
horizonte, pero que avanzaba, se acercaba. Ya se distinguían las distintas
unidades y se percibía el estrépito; ya está parado junto a los andenes...
Al lanzarse a los vagones vio el Buche con sorpresa que en las puertas
había centinelas y que por las ventanillas asomaban caras extrañas con
ojos ausentes, rotos. Preguntó y le enteraron de que eran prisioneros
italianos que habían caído a montones en manos del enemigo y que les
conducían a campos de concentración.
El Buche se quedó perplejo pasando los ojos por los rostros polvorientos,
y luego le tomó la desilusión; cuando estuvo cierto de que aquellas caras
pálidas, hundidas en la miseria y la necesidad difícilmente podrían saciar
su ansia de cigarrillos... Se dio cuenta de que devoraban su caja y les
repelió con una mirada irritada y desdeñosa. Pensaba darles la espalda y
volver por donde había venido cuando oyó que una voz le gritaba en árabe
con acento europeo: "cigarrillos". Le echó una mirada sorprendida y
desconfiada, luego frotó el dedo índice con el pulgar: "¿hay dinero?". El
soldado comprendió y contestó afirmativamente con la cabeza. El Buche
se acercó cauteloso y se detuvo fuera del alcance de las manos del
soldado, El soldado se quitó calmosamente la guerrera y le dijo
mostrándosela: "Este es mi dinero". El Buche quedó deslumbrado y
escudriñó la guerrera gris con botones dorados entre sorprendido y ávido.
Le había ganado el corazón, pero como no era un cándido ni un palurdo
disimuló lo que se había levantado en él para sacar ventaja de la avidez
del italiano. Con estudiada parsimonia exhibió una cajetilla y extendió el
brazo para recoger la chaqueta. El soldado frunció la frente y le gritó:
"¿Una cajetilla por la guerrera?... ¡Diez!" El Buche dio un respingo y se
echó para atrás; su deseo recedió. Iba a irse por otro lado, pero el soldado
le gritó: "Una cosa razonable... nueve... ocho..." El Buche sacudió la
cabeza negando tercamente. "Entonces, siete." Pero él sacudió la cabeza
como antes y fingió que se iba. El soldado se dio por satisfecho con seis y
luego bajó a cinco. El Buche hizo un gesto con la mano: nada que hacer.
Se volvió hacia un banco y se sentó. El soldado le gritó enloquecido:
"Ven... me conformo con cuatro..." Ni se dio por aludido, y para demostrar
su falta de interés encendió un cigarrillo y se puso a fumar paladeándolo
pausadamente. La desazón del soldado aumentó, se puso rabioso,
parecía que el único fin de su existencia era conseguir cigarrillos. Bajó su
demanda a tres, luego a dos. El Buche siguió sentado, dominando sus
violentas ganas y su dolorosa impaciencia. Pero cuando el soldado hubo
bajado a dos no pudo evitar un movimiento delator. El soldado, nada más
verlo, extendió la mano con la guerrera: "Toma", y el Buche no tuvo más
remedio que levantarse, acercarse al tren, recoger la guerrera y dar al
soldado las dos cajetillas. Escudriñó la guerrera con ojos alegres y
satisfechos y rompió sus labios una sonrisa triunfante. Dejó la caja en el
banco y se puso la guerrera y la abotonó. Le quedaba ancha, pero no le
importó.
Estaba maravillado, feliz. Recogió la caja y empezó a cortar el andén orgulloso, transportado. Evocó la imagen de
Nabawiyya envuelta en su milaya y murmuró: "Si me viese ahora". Sí, a partir de ahora no me evitará ni me apartará
la cara con desdén, y el Fino no tendrá motivo de qué presumir delante de mí. Aquí recordó que el Fino llevaba
uniforme completo, no una simple guerrera. ¿Cómo conseguir los pantalones? Caviló un tiempo, luego echó una
mirada de inteligencia a las cabezas de los prisioneros que asomaban por las ventanillas del tren. El deseo le jugaba
en el corazón y le inquietaba el alma cuando casi la tenia satisfecha. Se lanzó al tren pregonando decidido:
"Cigarrillos, cigarrillos. Un pantalón la cajetilla si no hay dinero. Un pantalón la cajetilla". Repitió el pregón por
segunda y tercera vez. Temiendo que no comprendiesen lo que pretendía, señaló la guerrera que llevaba puesta y
mostró una cajetilla. Su gesto produjo el efecto apetecido: un soldado no vaciló en quitarse la guerrera. El Buche
corrió hacia él y le hizo gestos de que fuese despacio y le indicó los pantalones. El soldado se encogió de hombros
desdeñoso, se quitó los pantalones y el cambio se completó. La mano del Buche se engarfió en los pantalones; casi
volaba de gozo. Volvió al banco de antes y se puso los pantalones en un santiamén: estaba hecho todo un soldado
italiano... ¿o le faltaba algo?... Era una auténtica pena que estos soldados no llevaran tarbús... ¡Pero llevan botas! Las
botas le son indispensables para estar a la altura del Fino, que le amarga la vida. Cargó con la caja y se abalanzó al
tren gritando: "Cigarrillos... un par de botas la cajetilla". Como la otra vez, se ayudaba de gestos... Pero antes de que
diera con un cliente el tren hizo oír su pito; iba a arrancar. Se produjo una ola de agitación entre los centinelas. El
manto de la sombra había cubierto los rincones de la estación; el pájaro de la noche planeaba en el espacio. El Buche
se detuvo desconsolado, en los ojos una mirada de aflicción y rabia. Cuando el tren se puso en marcha le vio el
centinela del vagón delantero y la exasperación apareció en su cara. Le gritó, primero en inglés, luego en italiano:
"Sube ligero. Tú, preso, al tren". El Buche no entendió lo que decía y quiso consolarse remedándole, seguro de que
no podía hacerle nada. El centinela gritó otra vez mientras el tren se alejaba lentamente: "Sube, te lo advierto, sube".
El Buche apretó los labios desdeñoso y le volvió la espalda dispuesto a marcharse. El centinela crispó el puño que
esgrimió amenazante, apuntó su fusil contra el inocente Buche y disparó. A la detonación, que atronó los oídos,
sucedió un grito de dolor y de espanto. El cuerpo del Buche perdió el movimiento, la caja se le cayó de las manos y
se desparramaron las cajetillas de cigarros y cerillas. Luego, la cara del Buche se mudó en la de un cuerpo exánime.

 

 

 

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