Nikolai V. Gogol
La
Feria de Sorochinetz
Me aburre vivir en la choza; llévame fuera de casa,
allá donde reina el alboroto, donde las jóvenes
bailan y los mozos se divierten.
(De una vieja leyenda ucraniana.)
¡Qué embriagador y espléndido es un día de
verano en Ucrania!... ¡Qué languidez y qué bochorno el de
sus
horas cuando el mediodía fulge entre el silencio y el sopor, y
el azul e inconmensurable océano, inclinado sobre la
tierra como un dosel voluptuoso, parece dormir sumergido en ensueños
mientras ciñe y estrecha a la hermosa con
inmaterial abrazo! No hay una nube en el cielo, ni una voz en el campo.
Todo parece estar muerto. Solo allá, en lo
alto, en la inmensidad celeste, tiembla una alondra, cuyo canto argentino
vuela por los peldaños del aire hasta la
tierra amante, y resuena en la estepa el grito de una gaviota o el estridente
reclamo de una codorniz. Indolentes y
distraídos, como paseantes sin rumbo, álzanse los robles
rozando las nubes, y el golpe cegador de los rayos solares
prende pintorescos manojos de hojas, proyectando sobre algunas de ellas,
a las que un fuerte viento salpica de oro
una sombra oscura como la noche. Las esmeraldas, topacios y ágatas
de los insectos del éter se derraman sobre los
huertos multicolores que los girasoles Circundan majestuosos. Los grises
haces de heno y las doradas gavillas de
trigo formadas en la estepa, vagan errantes por su inmensidad. Las amplias
ramas de los cerezos, de los manzanos,
de los ciruelos y de los perales, se vencen bajo el peso del fruto. Fluye
el río, límpido espejo del cielo, en su verde y
altivo marco... ¡Cuán pleno de sensualidad y de dulce dicha está
el verano en Ucrania ! ...
Con una magnificencia semejante fulguraba en un día caluroso de
agosto de 1800... Sí. Hará unos treinta años que
el
camino, a unas diez leguas del pueblecito de Sorochinetz parecía
un hervidero de gente acudiendo presurosa de los
alrededores y de las lejanas aldeas a la feria. Desde muy de mañana
arrastraban su paso, en interminable caravana,
buhoneros cargados de sal y pescado. Montañas de ollas sobre una
carreta, aburridas, sin duda, de su encierro en la
oscuridad y envueltas en heno, avanzaban lentamente. Solo de cuando en
cuando alguna jofaina, decorada con
dibujos chillones, asomaba jactanciosamente bajo la paja trenzada y apilada
a gran altura sobre la carreta, atrayendo
la mirada conmovida de los admiradores del lujo. Muchos transeúntes
contemplaban envidiosos al alfarero de alta
estatura, poseedor de aquellas riquezas, que caminaba lentamente tras
su mercancía, envolviendo cuidadoso con
aquel heno tan odiado a sus petimetres y a sus coquetas. Solitaria a un
lado de la carretera, avanzaba una carreta
arrastrada por fatigados bueyes, atestada de sacos cáñamo,
piezas de hilo y enseres domésticos, a la que seguía su
propietario ataviado con una limpia camisa de lino y unos sucios pantalones
de igual lienzo. Con mano perezosa
enjugábase el sudor que corría a chorros por su rostro tostado
y hasta por sus largos bigotes empolvados por aquel
implacable peluquero, que acude sin ser llamado, tanto en busca de la
bella como del monstruo, empolvando por la
fuerza, desde hace varios miles de años, a todo el género
humano. A su lado y atada a la carreta, caminaba una yegua de manso continente,
revelador de su ancianidad. Muchos de aquellos con quienes tropezaba a
su paso, sobre todo los jóvenes, llevaban la mano a su gorro, aunque
este gesto no fuera dirigido a nuestro mujik, ni a su bigote canoso ni
a la majestad de su porte. Bastaba con alzar ligeramente los ojos para
descubrir la causa de aquel respeto En la carreta se hallaba sentada su
lindísima hija, de redondeadas mejillas y negras cejas, arqueadas
sobre los ojos de claro color castaño, de rosados labios y despreocupada
sonrisa, en cuya encantadora cabecita, junto a las largas trenzas, cintas
rojas y azules, y un ramillete de flores del campo, descansaban como una
corona.
¡Todo, al parecer, la divertía!... ¡Todo le resultaba asombroso
y nuevo, y sus lindos ojos, sin cesar, pasaban de un
objeto a otro! ¿,Y cómo no encontrar diversión en todo ?.
. . Era la primera vez que iba a la feria..., y una muchacha
de dieciocho años por primera vez en la feria... Sin embargo, ninguno
de los transeúntes sabía cuánto le había
costado persuadir a su padre de que la llevara, bien que con toda el alma
se hubiera alegrado él de hacerlo; la
oposición solamente partía de la mala madrastra, habituada
a manejarle con la misma destreza con que él manejaba
las riendas de la cansina yegua, que se arrastraba ahora, rumbo a la feria,
para ser vendida en premio a los antiguos
servicios prestados.
En cuanto a la fastidiosa cónyuge... Olvidamos que esta se hallaba
también sentada en lo alto de la carreta, ataviada
con una vistosa blusa verde de lana sobre la cual—como sobre el armiño—aparecían
cosidas pequeñas colitas rojas,
y una rica falda a cuadros, agolpados como en un tablero de ajedrez, y
tocada con un gorro de percal de color, que
prestaba cierto aspecto imponente a su rostro carnoso y rojizo, por el
que fluía algo tan desagradable..., tan salvaje...,
que cuantos la veían se apresuraban a desviar la mirada sobresaltada
para posarla sobre la alegre carita de la hija.
Los ojos de nuestros viajeros columbraron Psiol.
Desde lejos llegaba una brisa particularmente agradable tras el lánguido
y agobiante bochorno; por entre las hojas
verde oscuro y verde claro de los álamos y abedules, esparcidas
al descuido por el prado, brillaban ardientes chispas.
Mientras, la bella del río descubriendo con magnífico gesto
su pecho de plata sobre el que descendían suntuosos los
verdes rizos de los árboles, se contemplaba a sí misma en
las estáticas horas en que el fiel espejo apresaba envidioso
la frente plena de orgullo y deslumbrante brillo, los níveos hombros
y el marmóreo cuello sombreado por las ondas
desprendidas en que se deshacía desdeñosamente de unas joyas
para sustituirlas por otras. (Y sus caprichos—como
los de toda beldad—no tendrán fin..., casi todos los años
cambia de alrededores, elige una distinta y se rodea de
variados paisajes.) La hilera de molinos alzaba con sus pesadas ruedas
las anchas olas, arrojándolas fuertemente a un
lado y salpicándolas como polvo sobre los caminos de las cercanías.
La carreta en que viajaban nuestros viajeros alcanzaba en este momento
el puente, y la vista del río, como un cristal
unido, se les ofreció en toda su hermosura y grandiosidad. El cielo,
los bosques verdes y azules, los hombres, las
carretas con ollas los molinos..., todo aparecía invertido y cabeza
abajo sin caer, no obstante, en el azul y
maravilloso abismo. Nuestra hermosa joven, pensativa, contemplaba la magnificencia
del paisaje, y olvidándose
hasta de comer semillas de girasol, ocupación que la había
entretenido mucho durante el trayecto, cuando de pronto
la cogieron de improviso estas palabras:
—¡ Vaya mocita !
Volviéndose, divisó a un grupo de jóvenes sobre el
puente, uno de los cuales, el más rumbosamente vestido, con
casaca blanca y gorro de piel, contemplaba con los brazos en jarras y
en vigorosa actitud a cuantos pasaban por el
camino.
No podía la bella muchacha dejar de fijarse en aquel rostro de
amable expresión, tostado por el sol, cuyos ardientes
ojos parecían penetrarla y bajó los suyos pensando que quizá
había sido él quien había pronunciado aquellas
palabras.
—Una joven bonita—continuó el mozo de la casaca blanca sin apartar
de ella los ojos—. Daría cuanto tengo en mi
casa por besarla. Pero, ¡mirad!..., en el pescante viaja el diablo.
Por todas partes estalló la risa. Solo a la emperejilada compañera
del campesino, que avanzaba despacio, no agrad
mucho aquel saludo. Sus rojas mejillas adquirieron el color del fuego
y descargó un torrente de escogidas palabras
sobre la cabeza del atrevido mocetón.
—¡Ojalá te atragantes con algo..., grosero insolente! ... ¡Que
a tu padre le caiga una olla en la cabeza!... ¡Que resbale
en el hielo!... ¡Que el diablo le queme la barba!
—¡Miradla cómo insulta!—exclamó el mozo, cuyos ojos parecían
saltársele de las órbitas, y un tanto desconcertado
por aquella violenta explosión de inesperados saludos—. ¡Pensar
que a esa bruja centenaria no le duele la lengua de
pronunciar esas palabras!...
—¡Centenaria!—repitió la jamona—. ¡Lávate la cara primero...,
desdichado! ... ¡ Miserable holgazán! ¡No he visto a
tu madre pero sé que es una basura ! . . ., ¡ y tu padre otra!...,
¡y tu tía también!... ¡Centenaria! ¡Todavía no se
te ha
secado la leche en los labios y ya...!
Aquí la carreta empezó a descender del puente haciendo imposible
distinguir las últimas palabras pero el mozo no
quería al parecer darlo todo por terminado. Sin pensarlo mucho
cogió un puñado de barro y se lo arrojó a la vieja.
El
golpe fue más certero de lo que hubiera podido preverse. El nuevo
gorro de percal resultó salpicado de barro y las
risotadas de los bullangueros holgazanes duplicáronse con renovada
fuerza. El rostro de la emperejilada coqueta se
arreboló deira: pero la carreta se había ya alejado mucho
en este tiempo y su venganza solo pudo concentrarse en la
inocente hijastra y el lento cónyuge, que, habituado desde largo
tiempo a tales escenas, guardaba un obstinado
silencio y acogía con sangre fría los turbulentos discursos
de su airada esposa. A pesar de ello, la incansable lengua
de ésta continuó agitándose en su boca hasta la llegada,
primero a los alrededores del pueblo, luego a la casa de un
viejo amigo y compadre, el cosaco Zibulia.
El encuentro de ambos compadres, que no se veían hacía mucho
tiempo, alejó un tanto de la cabeza de la madrastra
aquel desagradable incidente, obligando a nuestros viajeros a hablar de
la feria y a descansar después del largo
camino...
II
¡ Dios mío! ¡ La de cosas que había en aquella
feria! Ruedas, cristales, correas, brea, tabaco, cebolla, toda clase de
vendedores... Así es que, aun teniendo treinta rublos en el bolsillo,
no se hubiera podido comprar toda la feria.
(De una comedia ucraniana.)
Ustedes habrán oído seguramente el rumor de alguna lejana
cascada cuando el estruendo invade los inquietos
alrededores y como un torbellino pasa ante nosotros el caos de maravillosos
y vagos sonidos. ¿Verdad que idénticos
sentimientos se apoderan de nosotros en el torbellino de la feria, cuando
toda la muchedumbre se funde en un solo y
enorme monstruo que mueve su corpachón en la plaza y en las angostas
calles gritando... rezongando? El ruido, los
juramentos, el mugido, los balidos y bramidos.... todo se funde en un
rumor discordante. Los sacos, los bueyes, los
gitanos, las ollas, los campesinos, las tortas, los gorros..., ¡todo!
se apresura en brillante, deforme y abigarrado
montón ante los ojos. Distintas voces se ahogan unas a otras, y
ni una sola palabra se salva de aquel diluvio y ni un
solo grito resuena claro. Lo único que se oye por todas partes
son las palmadas con que los feriantes ultiman sus
acuerdos. Se rompe una carreta, rechina el hierro, y la mareada cabeza
no sabe dónde mirar.
Abríase camino a codazos, seguido de su hija de negras cejas, nuestro
campesino recién llegado. Acercábase a una
carreta, tanteaba en otra para averiguar los precios, y mientras tanto,
sus ideas giraban incesantemente en torno a los
diez sacos de trigo y a la vieja yegua que trajera para la venta. En el
rostro de su hija podía notarse que no le
agradaban mucho aquellas detenciones junto a las carretas de la harina
y el trigo. Ella hubiera querido acercarse a los
sitios donde, bajo tiendas de lona, se veían cintas encarnadas,
pendientes, cruces de cobre y de plomo. Sin embargo,
también allí encontraba abundante materia de observación.
Hacíanle reír mucho los golpes en las manos que se
propinaban el gitano y el campesino al chocarlas sobre algún acuerdo,
profiriendo a veces gritos de dolor; ver cómo
un judío borracho daba de puntapiés a una campesina y cómo,
enfadados, dos feriantes se arrojaban alternativamente insultos y cangrejos,
y cómo un mercader, mientras se alisaba con una mano las barbas
de chivo, con la otra...
Pero he aquí que de pronto sintió que alguien tiraba de
la manga bordada de su blusa. Volvióse y vio ante ella al
joven de la casaca blanca y los ardientes ojos. Sus venitas temblaron
y el corazón le palpitó con una fuerza como
nunca le había sentido palpitar ni en la alegría ni en la
pena. Le pareció esto algo raro y hermoso, aunque ella misma
no podía comprender lo que le pasaba.
—No temas, corazoncito, no temas—le dijo en voz baja cogiéndola
de la mano—. No voy a decirte nada malo.
—Puede que sea cierto—pensó la bella para sí— pero siento
algo raro. Debe de ser el diablo. Una misma sabe que
hace mal, pero no tiene fuerza para retirarle la mano.
En aquel momento se volvió el campesino, queriendo decir algo a
su hija; pero oyó cerca de él la palabra trigo.
Palabra mágica que le obligó a acercarse a dos mercaderes
que conversaban en voz alta, no pudiendo ya nada
distraer su atención de ellos.
He aquí lo que hablaban los negociantes:
III
¡Mira qué mozo! ¡No se dan muy a menudo hoy en
día! Bebe el aguardiente como una esponja
(KOMLIARIEVSKY: La Eneida.)
—¿De modo que, según tu opinión, paisano, nuestro trigo
se venderá mal?—decía un hombre con aspecto de
comerciante de algún pueblecillo, que lucía unos pantalones
bombachos manchados de alquitrán y de grasa, a otro
vestido con casaca azul remendada y mostrando un enorme chichón
en la frente.
—¡Qué duda cabe! ¡Que me cuelguen de este árbol como a la
salchicha en la jata (1) antes de Navidad, si logramos
vender una sola medida de trigo!
—¿Qué estás diciendo, paisano? Nosotros somos los únicos
que traemos trigo.
Bueno...—pensó nuestro conocido, a quien no escapaba una sola palabra
de la conversación de los comerciantes—.
Ustedes dirán lo que quieran, pero yo tengo diez sacos reservados.
—El caso es que si el diablo se mete de por medio no se puede esperar
mucho provecho.
—¿Qué diablo?—replicó el de los bombachos—¿Has oído
lo que comenta la gente?—continuó el del chichón,
fijando de soslayo en él sus ojos huraños.
—¿Qué?. . .
—...Pues que el alcalde ha puesto la feria en un lugar maldito donde uno
no puede vender un solo grano aunque
reviente. ¿Ves aquel cobertizo viejo y desvencijado que está al
pie de la montaña?
Aquí el padre de la bella, curioso, se acercó más
aun, volviéndose, al parecer, todo oídos.
—En ese cobertizo hace sin cesar sus jugarretas el maligno y ni una sola
feria montada en este sitio ha salido de él
sin desgracia. Ayer, a última hora de la tarde, cuando pasaba por
allí el escribiente del Ayuntamiento, asomó por la
ventana el morro de un cerdo y gruñó de tal modo que el
escribiente sintió un hormigueo en todo el cuerpo. Puede
esperarse que de un momento a otro aparezca la casaca roja.
—¿Qué casaca roja es esa?
Al llegar a este punto, a nuestro oyente se le erizaron los cabellos.
Volvióse aterrorizado y vio a su hija y al mozo en
pie, plácidamente abrazados, murmurándose no se sabe qué
cuentos de amor y olvidados de todas las casacas del
mundo. Esto disipó el terror del campesino, devolviéndole
su anterior despreocupación.
—¡ Eh! ... ¡Eh..., paisano! ¡Por lo visto eres un maestro en abrazar!
¡Y yo que no aprendí a abrazar a mi difunta
Jveska hasta el cuarto día de casados, y eso gracias a mi compadre,
que me enseñó!...
El mozo advirtió al instante que el padre de su adorada no era
hombre muy despejado, y se trazó un plan para
inclinarle a su favor.
Seguramente, buen hombre, no me conoces pero yo te he reconocido a ti
en seguida.
—¿ Reconocido?... Puede...
—Si quieres, puedo decirte tu nombre y tu apodo y todo lo que se te ocurra.
Te llamas Solopii Crezevik. Mírame a
mí bien. .. ¿No me conoces ?
—No, no te conozco. No lo tomes a mal, pero ¡he visto tantas carotas en
mi vida, que ni el diablo podría recordarlas!
—¡Es una lástima que no recuerdes al hijo de Golopupenkov!
—¿No serás por casualidad el hijo de Ojrimov?
—¿Y quién si no?
Aquí los amigos echaron mano a las gorras y empezaron a besarse.
Pero nuestro hijo de Golopupenkov, sin perder
tiempo, resolvió poner sitio a su nuevo conocimiento.
—¡Ya ves, Solopii! ... Tu hija y yo nos hemos enamorado de tal manera
que tenemos que vivir juntos eternamente.
—¿Y tú, qué... Paraska?—dijo Cherevik, volviéndose
hacia su hija y riendo—. Quizá podáis..., en efecto...,
como
suelen decir..., pacer en los mismos pastos. ¿Qué?... ¿Chocamos
las manos? ¡Vamos tú..., nuevo yerno..., convídame
a festejarlo!
Y los tres Se fueron al conocido restaurante de la feria, cuyas estanterías
se hallaban ocupadas por una numerosa
flotilla de botellas y fraseos de todas clases y edades.
—¡Hola! ¡Así me gustan los hombres!—dijo Cherevik, algo achispado,
al ver cómo su futuro yerno llenaba una jarra
de medio cuartillo de vino y la apuraba entera sin pestañear, tirándola
luego al suelo, donde quedó hecha añicos.
—¿Qué me dices, Paraska? ¡Mira el novio que te he proporcionado!
¡Fíjate..., fíjate bien en la lindeza con que sorbe
la espuma!...—y riéndose y tambaleándose, encaminóse
con su hija hacia la carreta.
Nuestro mozo empezó a inspeccionar las filas de carretas con mercancías
de calidad donde, hasta de Gadiach y
Mirgorod, dos famosas ciudades de la región de Poltava, había
comerciantes, en busca de una hermosa pipa de
madera, elegantemente guarnecida de cobre, un pañuelo de variados
colores sobre fondo rojo y un gorro que
sirvieran de regalos de boda para el suegro y para todos a quienes correspondiera
regalar.
IV
Aunque al hombre no le agrade, pero si a la mujer se le
antoja..., no hay más remedio que complacerla.
(KOMLIARIEVSKY.)
—Bueno, mujercita... Yo ya le he encontrado novio a la hija.
—¡Pues vaya !... ¡Cómo si fuera este el momento para buscar novios
! ¡Tonto !... ¡Más que tonto ! Lo eres y es
seguro que lo seguirás siendo siempre. ¿Dónde has visto
y oído que un hombre como es debido corra detrás de los
novios ? Mejor sería que pensaras en la manera de vender trigo...
¡Bueno será ese novio!... ¡Me figuro que el más
harapiento de los mendigos !
—¡Oh..., nada de eso !... ¡Si vieras qué mozo ! Solamente la casaca
vale más que tu blusa verde y tus botas
encarnadas. ¡Y cómo empina el codo bebiendo vino! ¡Que el diablo
nos lleve a ti y a mí si he visto jamás a un mozo
capaz de beberse medio cuartillo sin pestañear !
—Eso... Si es un borrachín y un vagabundo, ya es de tu gusto. Apostaría
a que es el mismo granuja que se nos pegó
en el puente. ¡Lástima no haber tropezado con él hasta ahora
! ¡Yo sí que le hubiera hecho saber !...
—Vamos, Jivria... ¿Y si fuera el mismo ?... ¿Por qué iba a ser
un granuja ?...
—¿Por qué ? ¿Que por qué es un granuja ?... ¡Ah, cabeza
sin sesos !, ¿me oyes ? Conque, ¿por qué es un granuja ?...
¿Dónde estaban tus estúpidos ojos cuando pasamos por el
puente ?... ¡Aunque afrenten a tu esposa ante tus propias
narices... ; esas narices sucias de tabaco..., te da igual !
—Pues yo no veo en eso nada de malo. El mozo vale la pena. Lo único
que se puede decir contra él es que en un
momento te empastó la cara de estiércol.
—¡Está bien! ¡Por lo que veo, no me dejas decir ni una palabra
siquiera! ¿Y eso qué significa? ¿Cuándo te ha pasado
algo parecido? ¡Seguro que ya habrás tenido tiempo de echar un
trago sin haber vendido nada!
Aquí nuestro Cherevik, advirtiendo que había hablado más
de la cuenta, defendióse al momento la cabeza con las
manos pensando que, sin duda, su airada esposa no tardaría en clavarle
las conyugales garras en el pelo.
"Al diablo todo ello... ¡Pues sí que estamos lucidos con la boda!—pensó
esquivando a su mujer, que avanzaba de un
modo amenazador—. Habrá que rechazar a un buen hombre porque sí.
¡Dios mío!... ¿Qué habremos hecho de
malo?... ¡Pecadores que somos! ¡Tanta basura como hay en el mundo, y por
si fuera poco, nos has llenado la tierra
de esposas!"
V
¡No te inclines, árbol, que aún eres verde!
¡No te entristezcas, cosaco, que aún eres joven!
(Canción ucraniana.)
Sentado junto a la carreta, el mozo de la blanca casaca contemplaba distraídamente
la muchedumbre, que con sordo
ruido se movía en torno suyo. Después de haber ardido con
singular constancia durante su medio día y su mañana, el
fatigado sol se alejaba del mundo, y agonizante, la jornada sonrojábase
de un modo brillante y fascinador. Los techos
de las blancas tiendas, tocados por una ígnea rosada y apenas visible
luz, brillaban con deslumbrante fulgor. Los
vidrios de las ventanas, donde hallábanse acumuladas pilas de objetos,
ardían. Los verdes frascos y jarras sobre las
mesas de las tabernas parecían de fuego, y las montañas
de melones, sandías y calabazas, de oro y oscuro cobre. La conversación
languidecía visiblemente y se hacía más apagada,
y las cansadas lenguas de los compradores, de los mujiks y de los gitanos
se movían cada vez con mayor pereza y lentitud. En alguna que otra
parte empezaba a brillar una luz, y un grato olor a Galushki (2) se extendía
por las calles silenciosas.
—¿Por qué estás tan melancólico, Grizko ?—gritó
a nuestro mozo un gitano alto, de bronceado rostro, al tiempo que
le daba una palmada en el hombro.
—Qué... ¿Me das los bueyes por veinte rublos?
—Tu no piensas más que en los bueyes. Para los de tu tribu solo
existe la codicia. Lo importante es atrapar a un buen
hombre y embaucarle.
—¡Diablos!... Por lo que veo, lo has tomado en serio... ¿No será
que te fastidia haber cargado voluntariamente con
una novia?
—No. No acostumbro a arrepentirme. Cumplo mi palabra. Lo hecho, está
hecho. El que no tiene conciencia, por lo
visto, es ese bestia de Cherevik. Dio su palabra y ahora se vuelve atrás.
Bueno..., después de todo, no hay que
culparle... Es un alcornoque y nada más. Todo esto son maniobras
de la vieja bruja, aquella a quien insulté hoy,
yendo con los muchachos por el puente. ¡Ay, si yo fuera rey o algún
gran señor!... ¡Haría ahorcar a todos los
imbéciles que se dejan ensillar por las mujeres!
—¿Me darás los bueyes por veinte rublos si obligamos a Cherevik
a darte a Paraska?
Grizko le miró perplejo. En las bronceadas facciones del gitano
había algo maligno, mordaz, ruin y, al mismo
tiempo, altanero. Bastaba mirarle para advertir que en aquella alma extraña
hervían grandes virtudes de esas que solo
podían merecer por recompensa en la tierra la horca. Una boca completamente
perdida entre la nariz y la afilada
barbilla e iluminada siempre por una sonrisa punzante, los ojos y aquellos
relámpagos reveladores de sus proyectos y tentativas sucediéndose
incesantemente en su rostro, todo parecía requerir cierta singular
vestimenta. Una vestimenta semejante a la que usaba. Aquel kaftán
marrón oscuro que parecía había de reducir a polvo
el mero contacto, la cabellera negra, cayendo en guedejas sobre los hombros;
los zapatos calzando unos pies tostados y desnudos... Todo,
por lo visto, adherido a él y pareciendo formar parte de su naturaleza.
—Te los daré por quince rublos, no por veinte —contestó
el mozo sin apartar del gitano los ojos escrutadores.
—¿Por quince?... De acuerdo. Está bien... No se te olvide, pues:
¡por quince! Aquí tienes este billete de señal.
—¿Y si me mintieras?
—Si miento, la señal será para ti.
—Conforme, chócala.
—Venga.
VI
¡Qué contratiempo! Allí viene Román,
y ¡menuda paliza me va a dar! Y a usted, Pan Foma,
tampoco le aguarda nada bueno!
(De una comedia ucraniana.)
—¡Por aquí, Afanasii Ivanovich. Aquí la tapia es más
baja. Alce la pierna y no tema. El estúpido de mi marido se ha
marchado a pasar la noche debajo de las carretas para cuidar de que los
buhoneros no se lleven algo—así alentaba
cariñosamente la terrible cónyuge de Cherevik al sacristán
que con aire temeroso trepaba por la tapia como un largo
y horrendo fantasma, y que después de haber calculado a ojo dónde
le convendría saltar, se derrumbó ruidosamente
sobre el musgo.
—;Qué desgracia! ¿No se habrá lastimado? ¿No se habrá
roto el cuello? ¡No lo quiera Dios!—balbució la diligente
Jivria.
—¡Chitón! . . . Nada. . . No me he hecho nada amabilísima
Javronia Nikiforovna—dijo levantándose el sacristán con
voz susurrante y lastimera—, exceptuando un pinchazo de las zarzas, esas
malignas, parecidas a la serpiente, como
decía el difunto arcipreste...
—Vamos ahora a la jata. Allí no hay nadie. Ya estaba empezando
a creerle enfermo, Afanasii Ivanovich. Enfermo o
que se había dormido. Le esperaba a usted, y usted sin venir...
¿Cómo se encuentra?... He oído decir que al pope le
han regalado de todo.
—Tonterías, Javronia Nikiforovna. En toda la Cuaresma solo recibió
el pope quince sacos de centeno..., unos cuatro
de avena y un centenar de empanadas. En cuanto a las gallinas, si las
contamos, no llegan a cincuenta, y los huevos...
la mayor parte están podridos. Las ofrendas realmente exquisitas
son únicamente las que se pueden recibir de usted,
Javronia Nikiforovna—contestó el sacristán con tierno arrobamiento,
arrimándosele más.
—Tome usted la ofrenda, Afanasii Ivanovich—dijo ella depositando sobre
la mesa unas fuentes llenas de pastelillos,
bollos y otras delicadezas, y abotonándose remilgadamente la blusa,
que se le había entreabierto, al parecer por mero azar.
—Apostaría a que lo han hecho las manos más diestras de
toda la descendencia de Eva dijo el sacristán, dedicándose
a los pastelillos y acercándose los bollitos con la otra mano—.
Pero mi corazón, Javronia Nikiforovna, ansía un
manjar más dulce que todos los pasteles y bollos del mundo .
—Ahora sí que no sé qué manjar pretenderá
usted, Afanasii Ivanovich—dijo la coqueta jamona, fingiendo no
comprender.
—Hablo, naturalmente, de su amor, incomparable Javronia Nikiforovna—murmuró
el sacristán, agarrando con una
de sus manos un pastelillo y rodeando con la otra el ancho talle.
—¡Por Dios! ¡Qué ocurrencia! ... ¡Afanasii Ivanovich!—dijo Jivria,
bajando pudorosamente los ojos—. Quién sabe
si a lo mejor se le ocurrirá a usted besarme...
—Respecto a eso, le diré algo... que me concierne...—continuó
el sacristán—. En mis tiempos..., pongamos por
caso..., estando en el seminario, lo recuerdo como si fuera hoy...
En este momento se oyeron ladridos en el patio y golpes en la puerta.
Jivria salió corriendo y volvió palidísima
—Bueno, Afanasii Ivanovich; estamos perdidos. Hay mucha gente ante la
puerta y me parece haber oído la voz del
compadre.
El pastelillo se le atragantó al sacristán y los ojos se
le salieron de las órbitas, como si se le hubiera aparecido un
visitante de ultratumba.
—Métase aquí—gritó la asustada Jivria, señalando
dos tablas colocadas en la proximidad del techo y bajo este, sobre
las cuales se hallaban amontonados toda clase de enseres domésticos.
Después de recobrarse un poco el sacristán, saltó
sobre el camastro y de allí trepó hasta las tablas mientras
Jivria
corría alocada hacia la puerta ya que el ruido se repetía
con mayor fuerza e impaciencia.
VII
Pero, Señor, ¡qué milagros suceden aquí!
(De una vieja comedia ucraniana.)
En la feria ocurrió un extraño suceso. Se difundió
el rumor de que en alguna parte, entre las mercancías, había
aparecido la casaca roja. A la vieja vendedora de rosquillas se le antojó
haber visto a Satanás, que bajo la forma de
un cerdo se inclinaba sin cesar sobre las carretas como si buscara algo.
Esto propalóse velozmente por todos los
rincones del silencioso campamento, y todos juzgaron criminal mostrar
incredulidad a pesar de que la vendedora de
rosquillas, cuyo tenducho ambulante se hallaba junto a la taberna, se
pasaba el día haciendo reverencias sin ninguna
necesidad y dibujando con los pies un facsímil perfecto de su sabrosa
mercancía. Añadíanse a esto las noticias,
corregidas y aumentadas, sobre el milagro visto por el escribiente del
Ayuntamiento en el cobertizo en ruinas, de
modo que al anochecer apretujábanse todos unos contra otros, destruida
su tranquilidad e impidiéndoles el miedo
cerrar los ojos. Aquellos resueltamente valientes que disponían
de albergue nocturno en las jatas se marcharon a sus
casas. Entre estos últimos figuraba Cherevik, con su compadre y
su hija, que, acompañados por otros huéspedes, por
sí solos invitados, eran los causantes del ruido que tanto había
asustado a nuestra Jivria. El compadre estaba ya un
poco alegre, según podía deducirse del hecho de recorrer
dos veces el patio con la carreta hasta encontrar la casa.
También los invitados se hallaban con ánimo dispuesto a
la jarana y entraron sin ceremonias precediendo al amo de
la casa. La cónyuge de nuestro Cherevik estaba sobre ascuas cuando
los invitados empezaron a husmear por todos
los rincones de la jata.
—¿Y qué..., comadre?...—preguntó el compadre, que acababa
de entrar—. ¿Todavía te dura la fiebre ?
—Sí; no me siento bien...—contestó Jivria, intranquila,
y mirando de cuando en cuando a las tablas colocadas debajo
del techo.
—Vamos, mujer..., bájanos la barrica de la carreta—le dijo el compadre
a su esposa—. Tomaremos un trago con
esta buena gente. Las malditas mujeres de la aldea nos han asustado de
un modo que hasta da vergüenza decirlo.
Porque la verdad, hermanos, es que hemos venido aquí por un quítame
allá esas pajas...—dijo, mientras continuaba
bebiendo de una jarra de arcilla—. Apuesto una gorra nueva a qué
las mujeres se han propuesto burlarse de nosotros.
Bueno..., ¿y si en efecto fuera Satanás?... ¿Y qué?... ¿Qué
es Satanás? ¡Escúpanle ustedes en la cabeza! ... Aunque
en
este mismo momento se le ocurriera aparecérseme.... por ejemplo...
Sería yo un hijo de perro si no le diera un
puñetazo debajo de la misma nariz.
—¿Por qué palideces tanto de repente?—gritó uno de los invitados
que les llevaba a todos la cabeza y procuraba
siempre pasar por un valiente.
—¿Yo?... ¡Dios te guarde! ;Estás soñando!
Los invitados sonrieron. Una sonrisa satisfecha apareció en el
rostro del oportuno valentón.
—¿Palidecer? ¡Si lo que han hecho sus mejillas es encenderse como una
amapola! ¡Ahora no es una cebolla, sino
una remolacha!... ¡Mejor dicho..., la propia casaca roja, que tanto ha
asustado a la gente!
La barrica rodó por la mesa, alegrando aún más a
los invitados. Aquí nuestro Cherevik, al cual la idea de la casaca
roja torturaba hacía tiempo y que ni por un momento daba reposo
a su espíritu curioso, acosó al compadre.
—¡Vamos, compadre. . ., sé bueno! ... ¡Te estoy pidiendo que cuentes
esa historia de la casaca roja, y no consigo
oírla!
—¡Ay compadre! ¡No conviene contar esas cosas de noche...; pero, en fin!...
¡Solo por complacerte y por complacer
a esta buena gente... (al decir esto se volvió hacia los invitados)
que tienen tantos deseos como tú de escuchar esta
rareza!... Bueno, pues escuchen (aquí el orador se rascó
el hombro, se secó la boca con el borde del kaftdn colocó
ambos codos sobre la mesa y empezó a contar):
—«En cierta ocasión y por un pecado..., que, a fe mía, no
sé cuál era..., echaron a un diablo del infierno.»
—¡Vamos, compadre! ...—interrumpió Cherevik—. ¡Como va a ser eso
de que a un diablo le echen del infierno!
¡Qué le vamos a hacer, compadre! Le echaron así, como suena.
Le echaron como un mujik echa a su perro de la jata.
Puede que se le hubiera ocurrido hacer una buena obra..., pero el caso
es que le enseñaron la puerta. El pobre diablo
empezó a sentir tanta..., tanta nostalgia del infierno, que hasta
le entraban ganas de ahorcarse. ¿Qué hacer? De pena
se entregó a la bebida, anidó en el cobertizo desvencijado
que está al pie de la montaña y junto al cual no pasa ahora
ningún hombre decente sin protegerse santiguándose, y se
convirtió en un juerguista como igual no se hubiera
podido encontrar entre los mozos de la aldea. Todo el tiempo, de la mañana
a la noche, se lo pasaba en la taberna
(aquí el severo Cherevik volvió a interrumpir al orador).
—Pero, ¡por Dios! ¿Qué es lo que estás diciendo, compadre?
¿Cómo es posible que alguien deje entrar al diablo en
una taberna?... ¡EI diablo, a Dios gracias, tiene pezuñas en los
pies y cuernecillos en la cabeza !
—¡Pues ahí está el busilis! ¡Que el diablo llevaba gorra
y manoplas! Y ¿quién iba a poder reconocerlo?...
Francachela tras francachela, terminó por beberse todo lo que tenía.
El tabernero le dio crédito durante largo tiempo,
pero luego dejó de dárselo, y el diablo tuvo que empeñar
su casaca roja casi por el tercio de su valor a un tabernero
judío, que trabajaba entonces en la feria de Sorochinetz. La empeñó
y le dijo: «Mira, judío: vendré a buscar la casaca
dentro de un año, exactamente dentro de un año. Cuídamela»,
y desapareció como si se lo hubiera tragado el agua. El
judío examinó la casaca concienzudamente. El paño
era de esos que no se consiguen ni en Mitgorod, y el color rojo,
ardiente como el fuego, tanto, que uno no se cansaba de mirarlo. Pero
hete aquí que al tabernero le aburrió esperar el
vencimiento del plazo, se rascó las patillas, y obtuvo de un ricachón,
que estaba de paso, cinco rublos de oro por la
casaca. Ya se le había olvidado el plazo por completo, cuando he
aquí que en cierta ocasión, al anochecer, se le
presentó un hombre diciéndole: «¡Vamos, judío; devuélveme
mi casaca!» El judío no le reconoció al principio, y
luego, después de haberle mirado con ojos penetrantes, fingió
no haberle visto jamás. «¿Qué casaca?... Yo no tengo
ninguna casaca ni sé nada sobre tu casaca.» El otro se marchó,
pero al llegar la noche, cuando el judío, después de
haber cerrado su cuchitril y contado el dinero de diversos baúles,
se echó la sábana por encima y empezó a rezar sus
plegarias como lo hacen los judíos, se oyó un crujido....
miró..., y vio que por todas las ventanas aparecían morros
de
cerdo.
En este preciso momento oyóse un rumor sordo muy parecido al gruñido
del cerdo, y todos palidecieron. El sudor
brotó del rostro del narrador.
—¿Qué?—dijo con espanto Cherevik.
—Nada—respondió el compadre, temblando de pies a cabeza.
—Decías...—dijo uno de los invitados.
—No.
—Entonces..., ¿quién es el que ha gruñido?
—¡Sabe Dios de qué nos hemos asustado! ¡No hay nadie!
Todos empezaron a mirar a su alrededor con aire temeroso y a hurgar en
los rincones. Jivria estaba más muerta que
viva.
—¡Pues sí!... ¡Vaya unas mujercillas!... ¿Y son ustedes los que
pretenden ser hombres y cosacos? ¡Lo que debería
hacerse es darles una rueca! A lo mejor, alguno..., con perdón
de ustedes..., ¡un banco le habrá crujido debajo a
alguien y los demás se han sobresaltado de miedo!
Esto avergonzó a nuestros valentones y les infundió ánimo.
El compadre bebió un trago de la jarra y prosiguió su
narración:
—El judío se quedó de piedra, pero los cerdos, que tenían
unas patas altas como zancos, penetraron por las ventanas,
rodeándole y haciéndole volver en sí a golpes de
látigos trenzados y le obligaron a bailar con unos brincos más
altos
que estas vigas. El tabernero se hincó de rodillas y lo confesó
todo, pero ya era imposible recuperar pronto la casaca.
El ricachón había sido robado en la carretera por un gitano,
y éste le había vendido la casaca a una ropavejera. La
ropavejera volvió a traerla a la feria de Sorochinetz, pero desde
entonces ya nadie le compró nada. La ropavejera se
sentía muy asombrada y, finalmente, adivinó que, sin duda,
la culpa de todo la tenía aquella casaca roja. No en balde
sentía al ponérsela que algo la oprimía. Sin pensarlo
mucho la arrojó al fuego y vio que la satánica prenda no
llegaba
a arder. «Hola... Este es un regalo del diablo», se dijo. Después
lo pensó bien y metió la casaca en la carreta de un
mujik que venía a vender manteca. El muy tonto se alegró,
pero a partir de entonces nadie volvió ni siquiera a
preguntarle por su manteca. «¡Ay—pensó—, unas manos impías
fueron las que metieron en mi casa la casaca!»
Agarró un hacha y la hizo trizas, pero de pronto vio que un pedazo
se arrastraba hacia el otro y que reaparecía la
casaca entera. Después de santiguarse, el mujik volvió a
agarrar el hacha y volvió a descuartizar la casaca, tiró
los
pedazos por aquel paraje y se fue. Pero a partir de entonces, todos los
años, y precisamente por la época de la feria,
el diablo, con cara de cerdo, se pasea por la plaza del pueblo, gruñe
y recoge los trozos de su casaca. Dicen que
ahora ya solo le falta la manga izquierda. Desde entonces los hombres
rehuyen ese sitio y ya hace diez años que no
se ha celebrado allí la feria. Pero ahora el alcalde ha tenido
la desdichada idea de...
La otra mitad de la frase quedó petrificada en los labios del orador.
La ventana se abrió con estrépito, saltaron
tintineando los vidrios y en el marco apareció una espantosa cabeza
porcina, que movía los ojos de un lado a otro
como preguntando: «¿Qué hacen ustedes aquí, buena gente?...»
VIII
Cual un perro le metió el rabo entre las patas,
quedó presa de temblor, como Cain, y de su
nariz cayó un chorro de tabaco.
(KOMLIARIEVSKY: La Eneida.)
El terror inmovilizó a todos cuantos se encontraban en la jata.
Con la boca abierta, el compadre quedó petrificado.
Los ojos se le salían de sus órbitas, como queriendo disparársele,
y los separados dedos de la mano se le quedaron
rígidos en el aire. El alto fanfarrón, preso de invencible
pánico, saltó al camaranchón, bajo el tejado, pero
al darse un
golpe en la cabeza contra la viga, resbalaron las tablas y el sacristán
voló a tierra con terrible estruendo
—¡Ay! ... ¡Ay! ... ¡Ay! ...—gritó alguien desesperadamente, dejándose
caer sobre el banco en un acceso de terror y
agitando brazos y piernas
—¡Socorro!—vociferó otro tapándose con el abrigo. El compadre,
arrancado de su inmovilidad por el segundo
susto, se arrastró en una crisis de convulsiones hasta ocultarse
bajo la falda de su mujer. El fanfarrón escaló el techo
del horno, y Cherevik, como si le hubieran escaldado y encasquetándose
en la cabeza una olla en lugar del sombrero,
se precipitó hacia la puerta, echando a correr por las calles como
un loco y sin ver dónde pisaba. Sólo la fatiga le
obligó a aminorar la rapidez de su carrera. El corazón le
latía con furioso ritmo y el sudor chorreaba por su
semblante. Agotado, iba a desplomarse en el suelo, cuando le pareció
de pronto que alguien le perseguía. Se quedó
sin aliento.
—¡El diablo! ... ¡El diablo!—gritó medio desvanecido ya, e intentó
correr triplicando las fuerzas. Un minuto después
caía al suelo sin sentido.
—¡El diablo! ¡El diablo!—gritó alguien en pos de él, pero
Cherevik sólo acertó a oír, antes de perder el sentido,
que
algo se le abalanzaba ruidosamente... Aquí le abandonaron sus sentidos,
y como si fuera el terrible morador de un
estrecho ataúd, quedó mudo e inmóvil en medio del
camino.
IX
Por delante no está mal, pero por detrás,
a fe mía, que parece un diablo.
(De un cuento popular ucraniano.)
—¿Has oído, Vlas?—dijo, incorporándose en las tinieblas
de la noche, uno de los hombres que dormían en la
calle—. Cerca de nosotros alguien ha mentado al diablo.
—Y a mí, ¿qué?—refunfuñó, estirándose
el gitano que dormía a su lado—. Por mí podría mentar
a toda su familia.
—¡Es que gritaba de un modo!... ¡Como si le estuvieran aplastando!
—¡El hombre miente tanto cuando está a medio despertarse! ...
—Lo que quieras, pero hay que ver qué es. Da lumbre.
Refunfuñando el otro gitano para su coleto, se puso en pie, produciendo
dos o tres veces, para alumbrarse, unas
cuantas chispas que parecieron relámpagos; sopló sobre la
yesca, y con la clásica lamparilla ucraniana en las manos,
un recipiente roto lleno de grasa de carnero, se adelantó iluminando
el camino.
—¡Espera!... Aquí hay algo en el suelo. ¡Alumbra !
En ese momento varios hombres se unieron a ellos.
—¿Qué es lo que está ahí echado, Vlas?
—Se diría que son dos hombres tendidos uno encima de otro.
—Yo he oído perfectamente que alguien gritaba no se qué
del diablo—dijo uno de los recién llegados.
—Yo también—afirmó otro.
—Pero ¿cuál será el diablo de esos dos?
Vlas, que había acercado la lámpara, murmuró:
—Yo creo que es el que está encima...
—¿No es una mujer?
—Por eso creo que es el diablo.
Todos se echaron a reír a carcajadas, despertando a toda la calle.
—Miren, hermanos—dijo otro, enarbolando un resto de la olla de la cual
solo una mitad continuaba sobre la cabeza
de Cherevik—, ¡vaya gorro que se había puesto ese valiente!
La risa creciente y el estrépito hicieron volver en sí a
nuestros muertos: Solopii y su mujer, que, dominados aún por
el susto recién experimentado contemplaron durante largo rato con
terror e inmóviles ojos los rostros cetrinos de los
gitanos. Iluminados por una luz que ardía con llama incierta y
trémula, parecían un salvaje cónclave de gnomos
rodeados de pesados vapores subterráneos en medio de las tinieblas
de una noche cerrada.
X
¡Apártate, fuerza maligna!
(De una comedia ucraniana.)
Sobre los habitantes de Sorochinetz, recién despiertos, se cernía
la frescura de la mañana. Todas las chimeneas
lanzaban torrentes de humo hacia el sol, que acababa de aparecer. Comenzaban
a oírse los ruidos de la feria. Balaban las ovejas relinchaban
los caballos y en todo el campamento volvía a oírse el grito
de los gansos y el de los
vendedores, mientras los terroríficos relatos sobre la casaca roja,
que tanto intimidaron a la gente en las misteriosas
horas del anochecer, se esfumaban como por encanto.
Bostezando y estirándose, dormitaba Cherevik en casa del compadre,
bajo el techo cubierto de paja del cobertizo,
entre los bueyes, los sacos de harina y de trigo, y sin tener, al parecer,
el menor deseo de despedirse de sus ensueños, cuando oyó
repentinamente una voz tan conocida para él como el refugio de
su pereza, esto es, el bendito techo de la estufa de su jata o la taberna
de una parienta lejana que se encontraba a diez pasos apenas de su umbral.
—¡Levántate! ... ¡Levántate!—le decía al oído
la voz cascada de su tierna esposa.
Cherevik, en vez de contestar, infló sus mejillas y manoteó,
simulando un redoble de tambores.
—¡Loco!—gritó ella, esquivando un movimiento de su brazo que había
estado a punto de rozarle la cara.
Cherevik se levantó, se frotó un poco los ojos y miró
en torno suyo.
—¡Que el maligno me lleve si no se me apareció tu cara bajo la
forma de un tambor, paloma mía. Un tambor sobre el
que hacían redoblar esas mismas jetas de cerdo que, como dice el
compadre. . .
—¡Basta de decir tonterías! ¡Anda..., llévate la yegua y
trata de venderla pronto! Haremos que la gente se ría de
nosotros. ¡Pensar que hemos venido a la feria y todavía no hemos
vendido ni un puñado de cáñamo!
—¡Pero mujer!—replicó Solopii—. ¡A esta hora!, se burlarán
de nosotros.
—¡ Anda..., ve..., ve...! De ti se ríen de todos modos.
—¡Sí, como ves, todavía no me he levantado! —continuó
Cherevik bostezando, rascándose las espaldas y tratando
de ganar tiempo para su pereza.
—¡Qué antojo más inoportuno de estar limpio!...
¿Desde cuándo se te ocurren esas cosas? Ahí tienes una jofaina,
lávate la carota.
En este momento la comadre agarró algo que estaba enrollado y lo
tiró a un lado con horror. ¡Era una solapa de
casaca roja!
—¡Anda! ¡Vete! ¡Haz lo tuyo! ...—repitió, después de cobrar
ánimos, a su marido, viendo que a éste el terror le
había arrebatado el uso de las piernas y que le castañeteaban
los dientes.
—¡Ahora sí que tendremos venta!...—gruñó para sí
Cherevik, desatando la yegua y llevándosela a la plaza—. Por
algo sentía yo tanta pesadez en el alma... ¡Como si al ir a esa
maldita feria llevara al hombro una vaca muerta! ¡Hasta
los propios bueyes se volvieron dos veces como queriendo regresar a casa!
El caso es que..., ahora lo recuerdo..., ya
no salimos en lunes. Ahí está lo malo. Ese maldito diablo
es insaciable. ¡Bien podía usar la casaca sin una manga y
dejar en paz a la gente decente! Si yo fuera diablo, pongamos por caso,
¡y Dios me libre de ello!, ¿vagaría de noche
buscando esos malditos jirones?
Aquí el filosofar de nuestro Cherevik vióse interrumpido
por una voz gruesa y áspera. Ante él se hallaba un gitano
de
elevada estatura.
—¿Qué vendes, buen hombre?
El vendedor guardó silencio. Le miró de pies a cabeza y
dijo con aire tranquilo, sin detenerse y sin dejar escapar las
riendas de sus manos:
—Tú mismo puedes ver lo que vendo.
—¿Correas ?—preguntó el gitano mirando a la rienda que tenía
en la mano Cherevik.
—Correas, sí. Si es que una yegua se parece a unas correas...
—¡Pero...! ¡Diablos, paisano! ¡Se diría que la has alimentado con
paja!
—¿Con paja?
En este momento quiso Cherevik tirar de la rienda para, haciendo avanzar
a su yegua, probar palmariamente la
mentira de su desvergonzado ofensor, pero la mano de aquel, con extraordinaria
ligereza le dio un golpe en la
mandíbula. Luego, al mirar, vio, y sus cabellos se le erizaron,
que de su mano pendía una rienda cortada y que a la
rienda estaba sujeta..., ¡oh espanto!..., un pedazo de manga de casaca
roja.
Después de haber escupido, santiguándose y haciendo aspavientos
con los brazos, Cherevik huyó corriendo del
inesperado regalo y desapareció entre la multitud más velozmente
que lo hubiera hecho un muchacho del pueblo.
XI
Hice bien, y encima me pegaron.
(Proverbio ucraniano.)
—¡A ese! ... ¡A ese! ... ¡Cogedlo!—gritaron varios mozos desde el extremo
más angosto de la calle Cherevik se
sintió aferrado de pronto por robustos brazos.
—¡Amarradle! ¡Es el mismo que le robó la yegua a un buen hombre!
—Pero, ¡por Dios!, ¿por qué me cogen ustedes?
—¿Y lo preguntas? ¿Por qué le robaste tú la yegua a Cherevik,
el mujik recién llegado?
—¿Se han vuelto ustedes locos? ¿Dónde se ha visto que un hombre
se robe a sí mismo?
—¡Vieja treta la tuya!..., ¡vieja treta!... ¿Por que corrías a
toda velocidad como si te persiguiera el propio Satanás?
—¡Qué remedio!... Aunque no quieras tienes que correr si el ropaje
de Satanás...
—¡Bueno, palomito!... ¡Vete a engañar a otro! ¡Ya te dará
una buena lección el alcalde para que no vuelvas a asustar
a nadie con cosas del demonio!
—¡Atrápenlo! ¡Atrápenlo!—se oyó gritar al otro extremo
de la calle—. ¡Ahí está..., ahí está el fugitivo
!
Y ante los ojos de Cherevik se presentó el compadre, en el más
lamentable estado, con las manos atadas a la espalda y conducido por varios
lugareños.
—Están ocurriendo cosas fantásticas—dijo uno de ellos—.
Es cosa de oír lo que dice ese bribón, en el que se
descubre al ladrón con solo mirarle a la cara. Cuando le preguntaron
por qué había echado a correr como un loco,
dijo: «Metí la mano en el bolsillo, porque quería oler un
poco de tabaco y en vez de la tabaquera, saqué un pedazo
de la casaca del diablo, de la que salía un fuego rojo.... y entonces
puse pies en polvorosa.»
—¡Ajá!... Son dos pájaros del mismo nido. Que los aten juntos.
XII
«¿De qué soy culpable, buena gente? ¿Por qué
me atormentáis?—exclamó nuestro
pobre hombre—.
¿Por qué os burláis así de mí? ¿Por qué,
por qué?...»
Y agarrándose por los costados, prorrumpió en amargo llanto.
(ARTEMOVSKY GULAK: El pan y el perro.)
—¿No habrás pescado realmente algo ajeno compadre?—preguntó
Cherevik cuando se vio tendido y amarrado junto
al compadre debajo del techo de paja.
—Tú también sales con lo mismo, compadre. ¡Que se me sequen
las manos y los pies si alguna vez he robado algo!
¡Salvo... puede que en alguna ocasión a mi madre un poco de vareniki
(3) y de crema... y eso cuando no tenia más
que diez años!
—¿Por qué nos habrá tocado en suerte semejante infortunio?...
Lo tuyo, después de todo, no es nada... Te culpan de
haber robado algo ajeno.... pero ¿cómo se entiende que a mí
me acusen, ¡desdichado de mi!, de haber robado mi
propia yegua? ¡Por lo visto, compadre, en nuestro destino está
escrito el no tener suerte!
—¡Qué desgracia la nuestra, pobres huérfanos!
Y ambos compadres empezaron a sollozar convulsivamente.
—¿Qué te pasa, Solopii?—dijo Grizko, que acababa de entrar—. ¿Quien
te ha amarrado?
—¡Ay Golopupenko, Golopupenko!...—gritó alborozado Solopii—. Aquí
tienes, compadre, al mozo de que te he
hablado. ¡Que me parta un rayo aquí mismo si no se bebió
en mi presencia una jarra tan grande como tu cabeza y sin
pestañear una sola vez!
¿Y por qué no has complacido a tan buen mozo, compadre ?
—Como ves—prosiguió Cherevik volviéndose hacia Grizko—,
parece que Dios me ha castigado por haberme
portado mal contigo. Perdóname buen hombre... A fe mía que
bien hubiera querido hacer todo lo posible por ti, pero
¿qué quieres?... En la vieja está el propio diablo
—No soy rencoroso, Solopii... Si quieres te libertaré—aquí
Grizko hizo un guiño a los lugareños y los mismos que
estaban custodiándoles se abalanzaron a desatarlos—. Tú
a tu vez debes hacer lo debido, o sea una boda, y festejarla
de tal manera que durante todo el año nos duelan los pies de tanto
bailar el hopak (4).
—Lo bueno atrae a lo bueno—dijo Solopii, dando una palmada—. Ahora estoy
tan contento como si a mi vieja se la
hubieran llevado los chalanes...
—Bueno..., ¿y a qué tanto pensar si el mozo vale o si no vale?...
Que hoy mismo sea la boda y que no se hable más
del asunto.
—Entonces, recuérdalo, Solopii: dentro de una hora estaré
en tu casa. Y ahora vete allí, que te esperan los
compradores de tu yegua y de tu trigo.
—¡Como!... ¿Han encontrado a mi yegua?
—La han encontrado.
Petrificado de alegría quedó Cherevik mientras miraba alejarse
a Grizko.
—Bueno, Grizko..., ¿qué?... ¿Hemos arreglado mal este asunto?—dijo
el gitano de elevada estatura al mozo
apresurado—. ¿Son míos ahora los bueyes ?
—Tuyos, tuyos.
XIII
«No temas, madrecita, no temas. Cálzate las botitas
encarnadas y pisotea a tus enemigos para
que suelten tus espuelas y se callen...»
(Canción nupcial.)
Con el codo apoyado sobre la mesa y pensativa en la soledad de la jata
estaba Paraska. Muchos ensueños flotaban
sobre su rubia cenicienta cabeza. Por momentos, repentinamente, una leve
sonrisa rozaba sus labios rojos y un
sentimiento de alegría la hacía enarcar las oscuras cejas,
aunque a veces la nube del pensamiento volvía a inclinarla
sobre sus ojos garzos y claros.
—¿Y si no sucediera lo que él dijo?—murmuraba la joven con cierto
aire de duda—. ¿Y si no me casara con él?...
¿Y si...? No, no. Eso no será. Mi madrastra hace todo lo que se
le antoja. ¿Por qué no he de hacerlo yo también?
Terquedad no me faltará. ¡Qué guapo es!... ¡Qué magníficamence
brillan sus ojos negros!... ¡Qué hermosa manera la
suya de decir: «Paraska..., palomita»! ¡Y qué bien le cae la casaca
blanca! Solo le falta un cinturón de un color más
vivo. Yo se lo trenzaré cuando vayamos a vivir en la nueva jata.
¡Cómo me alegra pensar!...—continuó mientras
sacaba de su escondite del pecho un espejito revestido de papel rojo que
había comprado en la feria y se
contemplaba en él con secreto placer—. Cuando la encuentre en alguna
parte no la saludaré, aunque la vea reventar.
No..., madrastra mía... Basta de pegar a tu hijastra. Antes nacerá
el trigo sobre la piedra y como el sauce se doblegará
el roble sobre el agua que inclinarme yo ante ti. ¡Ah!... ¡Se me olvidaba!...
Voy a probarme la ochipok (5). Aunque
es de mi madrastra, vamos a ver qué tal me sienta.
Aquí, la bella se levantó con el espejito en la mano y la
cabeza inclinada sobre él y empezó a andar con trémulo
paso
por la jata, como temiendo caerse al ver reflejado delante de sí,
en vez del suelo, el techo, con sus tablas
adicionales—de donde cayera poco antes el sacristán—y los estantes
repletos de ollas.
—En realidad, soy como una criatura—exclamó riéndose—; me
da miedo dar un paso—y al decir esto empezó a
golpear el suelo con los pies, y cuanto más avanzaba, más
audaz se sentía. Finalmente, su mano izquierda descendió,
apoyándose sobre la cadera, y la joven se puso a bailar con el
espejo ante sí, taconeando y canturreando su canción
favorita.
En este instante se asomó Cherevik por la puerta, y al ver a su
hija bailando ante el espejo, se detuvo. La miró largo
rato, riéndose del nunca visto capricho de la muchacha, que, abstraída
en sus pensamientos, parecía no darse cuenta
de nada; pero al escuchar los conocidos sonidos de la canción,
las venillas de Cherevik comenzaron a agitarse, y con
los brazos orgullosamente en jarras, se adelantó y se puso a bailar
en cuclillas, olvidando todos sus asuntos.
La sonora risa del compadre hizo estremecerse a ambos.
—¡Vaya!... ¡El padre y la hija celebrando la boda! ¡Vengan, pues, pronto!
¡Ha llegado el novio!
Al oír estas palabras, Paraska se sonrojó hasta ponerse
de un color más rojo vivo que el de la cinta encarnada que le
ceñía el cabello, y su despreocupado padre recordó
el motivo que le traía.
—Vamos, hija... vamos pronto. Jivria, de alegría por haber vendido
la yegua—dijo mirando con temor a ambos
lados—, ha ido corriendo a comprarse telas y collares de todas clases;
de manera que debemos terminarlo todo antes
que vuelva.
Apenas hubo franqueado Paraska el umbral de la jata, sintió que
la cogían los brazos del mozo de la casaca blanca,
que estaba esperándola en la calle con una multitud de gente.
—¡Bendíceles, Dios mío!—dijo Cherevik juntándoles
las manos—. ¡Que vivan como se trenzan las coronas!
En este momento se oyó ruido en la calle.
—¡Reventaré antes de permitirlo!—gritaba la cónyuge de Solopii,
a quien rechazaba la multitud entre grandes
risotadas.
—No te enfurezcas, mujer, no te enfurezcas—decía tranquilamente
Cherevik, viendo cómo una pareja de robustos
gitanos la tenían agarrada por las manos.
—Lo hecho queda hecho. No me gusta cambiar...
—No..., no... Eso no será—gritaba Jivria sin que nadie le hiciera
caso. Varias parejas rodeaban a los novios,
formando en torno de ella un infranqueable muro bailarín.
Un sentimiento extraño, inexplicable, habría de dominar
al espectador al ver cómo por un solo golpe de arco del
violinista, de largos bigotes retorcidos, vestido de casaca, todo se convertía
en movimiento unánime y armonioso.
Hombres en cuyos rostros no parecía haber flotado una sonrisa en
el espacio de un siglo taconeaban con los pies,
imprimiendo un rítmico temblor a sus hombros. Todo volaba. Todo
danzaba. Pero un sentimiento más extraño aún,
indescifrable, habría de despertarse en el fondo del alma al ver
a las viejecitas, sobre cuyos arrugados rostros flotaba
la fría indiferencia de la tumba, moverse entre los hombres nuevos,
vivos y reidores. A pesar de su indolencia
carentes incluso de la alegría más ingenua, de la chispa
más insignificante, a quienes solo la borrachera, como motor
de su automática vida, les obligaba a ejecutar algo que pareciera
humano, aquellas mujeres movían silenciosamente
sus ebrias cabezas siguiendo con los pies el compás de la danza
de la gente que se divertía, sin volver siquiera los
ojos hacia la joven pareja. El estrépito, las risas y los cantos
se oían más y más apagados. El arco del violín
moría
debilitándose y dejando perder sus vagos sonidos en el vacío
del aire. Todavía se escuchaba en alguna parte un
pataleo semejante al murmullo de un lejano mar. Pero no tardó ya
todo en volverse vacío y sordo.
¿No es así como vuela, alejándose de nosotros la alegría,
precioso y voluble huésped? ¿Y no es vano esperar que el
sonido de la nota solitaria pueda expresar regocijo? En el eco que escuchamos
se percibe ya la tristeza y la soledad.
¿No es así como se pierden por el mundo los alegres amigos de la
turbulenta y libre juventud, uno por uno, dejando,
finalmente, solo a su viejo hermano?... ¡Qué tristeza la del abandonado!
El corazón se llena de dolor y de pesar, y
nada puede ayudarle.
F I N
|