Rubén Darío
Huitzilopoxtli
Leyenda mexicana
Tuve que ir, hace poco
tiempo, en una comisión periodística, de una ciudad frontera
de los Estados Unidos, a un
punto mexicano en que había un destacamento de Carranza. Allí
se me dio una recomendación y un salvoconducto
para penetrar en la parte de territorio dependiente de Pancho Villa, el
guerrillero y caudillo militar formidable. Yo
tenía que ver un amigo, teniente en las milicias revolucionarias,
el cual me había ofrecido datos para mis
informaciones, asegurándome que nada tendría que temer durante
mi permanencia en su campo.
Hice el viaje, en automóvil, hasta un poco más allá
de la línea fronteriza en compañía de mister John
Perhaps,
médico, y también hombre de periodismo, al servicio de diarios
yanquis, y del Coronel Reguera, o mejor dicho, el
Padre Reguera, uno de los hombres más raros y terribles que haya
conocido en mi vida. El Padre Reguera es un
antiguo fraile que, joven en tiempo de Maximiliano, imperialista, naturalmente,
cambió en el tiempo de Porfirio Díaz
de Emperador sin cambiar en nada de lo demás. Es un viejo fraile
vasco que cree en que todo está dispuesto por la
resolución divina. Sobre todo, el derecho divino del mando es para
él indiscutible.
—Porfirio dominó decía—porque Dios lo quiso. Porque así
debía ser.
—¡No diga macanas! —contestaba mister Perhaps, que había estado
en la Argentina.
—Pero a Porfirio le faltó la comunicación con la Divinidad...
¡Al que no respeta el misterio se lo lleva el diablo! Y
Porfirio nos hizo andar sin sotana por las calles. En cambio Madero...
Aquí en México, sobre todo, se vive en un suelo que está
repleto de misterio. Todos esos indios que hay no respiran
otra cosa. Y el destino de la nación mexicana está todavía
en poder de las primitivas divinidades de los aborígenes.
En otras partes se dice: «Rascad... y aparecerá el...». Aquí
no hay que rascar nada. El misterio azteca, o maya, vive
en todo mexicano por mucha mezcla social que haya en su sangre, y esto
en pocos.
—Coronel, ¡tome un whisky! dijo mister Perhaps, tendiéndole su
frasco de ruolz.
—Prefiero el comiteco— respondió el Padre Reguera, y me tendió
un papel con sal, que sacó de un bolsón, y una
cantimplora llena de licor mexicano.
Andando, andando, llegamos al extremo de un bosque, en donde oímos
un grito: «¡Alto!». Nos detuvimos. No se
podía pasar por ahí. Unos cuantos soldados indios, descalzos,
con sus grandes sombrerones y sus rifles listos, nos
detuvieron.
El Viejo Reguera parlamentó con el principal, quien conocía
también al yanqui. Todo acabó bien. Tuvimos dos
mulas y un caballejo para llegar al punto de nuestro destino. Hacía
luna cuando seguimos la marcha. Fuimos paso a
paso. De pronto exclamé dirigiéndome al viejo Reguera:
—Reguera, ¿cómo quiere que le llame, Coronel o Padre?
—¡Como la que lo parió! — bufó el apergaminado personaje.
—Lo digo— repuse— porque tengo que preguntarle sobre cosas que a mi me
preocupan bastante.
Las dos mulas iban a un trotecito regular, y solamente mister Perhaps
se detenía de cuando en cuando a arreglar la
cincha de su caballo, aunque lo principal era el engullimiento de su whisky.
Dejé que pasara el yanqui adelante, y luego, acercando mi caballería
a la del Padre Reguera, le dije:
—Usted es un hombre valiente, práctico y antiguo. A usted le respetan
y lo quieren mucho todas estas indiadas.
Dígame en confianza: ¿es cierto que todavía se suelen ver
aquí cosas extraordinarias, como en tiempos de la
conquista?
—¡Buen diablo se lo lleve a usted! ¿Tiene tabaco?
Le di un cigarro.
—Pues le diré a usted. Desde hace muchos años conozco a
estos indios como a mí mismo, y vivo entre ellos como si
fuese uno de ellos. Me vine aquí muy muchacho, desde en tiempo
de Maximiliano. Ya era cura y sigo siendo cura, y
moriré cura.
—¿Y... ?
—No se meta en eso.
—Tiene usted razón, Padre; pero sí me permitirá que
me interese en su extraña vida. ¿Cómo usted ha podido ser
durante tantos años sacerdote, militar, hombre que tiene una leyenda,
metido por tanto tiempo entre los indios, y por
último aparecer en la Revolución con Madero? ¿No se había
dicho que Porfirio le había ganado a usted?
El viejo Reguera soltó una gran carcajada.
—Mientras Porfirio tuvo a Dios, todo anduvo muy bien; y eso por doña
Carmen...
—¿Cómo, padre?
—Pues así... Lo que hay es que los otros dioses...
—¿Cuáles, Padre?
—Los de la tierra...
—¿Pero usted cree en ellos?
—Calla, muchacho, y tómate otro comiteco.
—Invitemos —le dije— a míster Perhaps que se ha ido ya muy delantero.
—¡Eh, Perhaps! ¡Perhaps!
No nos contestó el yanqui.
—Espere— le dije, Padre Reguera; voy a ver si lo alcanzo.
—No vaya— me contestó mirando al fondo de la selva . Tome su comiteco
El alcohol azteca había puesto en mi sangre una actividad singular.
A poco andar en silencio, me dijo el Padre:
—Si Madero no se hubiera dejado engañar...
—¿De los políticos?
—No, hijo; de los diablos...
—¿Cómo es eso?
—Usted sabe.
—Lo del espiritismo...
—Nada de eso. Lo que hay es que él logró ponerse en comunicación
con los dioses viejos...
—¡Pero, padre...!
—Sí, muchacho, sí, y te lo digo porque, aunque yo diga misa,
eso no me quita lo aprendido por todas esas regiones
en tantos años... Y te advierto una cosa: con la cruz hemos hecho
aquí muy poco, y por dentro y por fuera el alma y
las formas de los primitivos ídolos nos vencen... Aquí no
hubo suficientes cadenas cristianas para esclavizar a las
divinidades de antes; y cada vez que han podido, y ahora sobre todo, esos
diablos se muestran.
Mi mula dio un salto atrás toda agitada y temblorosa, quise hacerla
pasar y fue imposible.
—Quieto, quieto— me dijo Reguera.
Sacó su largo cuchillo y cortó de un árbol un varejón,
y luego con él dio unos cuantos golpes en el suelo.
—No se asuste —me dijo—; es una cascabel.
Y vi entonces una gran víbora que quedaba muerta a lo largo del
camino. Y cuando seguimos el viaje, oí una sorda
risita del cura...
—No hemos vuelto a ver al yanqui le dije.
—No se preocupe; ya le encontraremos alguna vez.
Seguimos adelante. Hubo que pasar a través de una gran arboleda
tras la cual oíase el ruido del agua en una
quebrada. A poco: «¡Alto!»
—¿Otra vez? — le dije a Reguera.
—Sí —me contestó—. Estamos en el sitio más delicado
que ocupan las fuerzas revolucionarias. ¡Paciencia!
Un oficial con varios soldados se adelantaron. Reguera les habló
y oí contestar al oficial:
—Imposible pasar más adelante. Habrá que quedar ahí
hasta el amanecer.
Escogimos para reposar un escampado bajo un gran ahuehuete.
De más decir que yo no podía dormir. Yo había terminado
mi tabaco y pedí a Reguera.
—Tengo —me dijo— , pero con mariguana.
Acepté, pero con miedo, pues conozco los efectos de esa yerba embrujadora,
y me puse a fumar. En seguida el cura
roncaba y yo no podía dormir.
Todo era silencio en la selva, pero silencio temeroso, bajo la luz pálida
de la luna. De pronto escuché a lo lejos como
un quejido largo y aullante, que luego fue un coro de aullidos. Yo ya
conocía esa siniestra música de las selvas
salvajes: era el aullido de los coyotes.
Me incorporé cuando sentí que los clamores se iban acercando.
No me sentía bien y me acordé de la mariguana del
cura. Si seria eso...
Los aullidos aumentaban. Sin despertar al viejo Reguera, tomé mi
revólver y me fui hacia el lado en donde estaba el
peligro.
Caminé y me interné un tanto en la floresta, hasta que vi
una especie de claridad que no era la de la luna, puesto que
la claridad lunar, fuera del bosque era blanca, y ésta, dentro,
era dorada. Continué internándome hasta donde
escuchaba como un vago rumor de voces humanas alternando de cuando en
cuando con los aullidos de los coyotes.
Avancé hasta donde me fue posible. He aquí lo que vi: un
enorme ídolo de piedra, que era ídolo y altar al mismo
tiempo, se alzaba en esa claridad que apenas he indicado. Imposible detallar
nada. Dos cabezas de serpiente, que
eran como brazos o tentáculos del bloque, se juntaban en la parte
superior, sobre una especie de inmensa testa
descarnada, que tenía a su alrededor una ristra de manos cortadas,
sobre un collar de perlas, y debajo de eso, vi, en
vida de vida, un movimiento monstruoso. Pero ante todo observé
unos cuantos indios, de los mismos que nos habían
servido para el acarreo de nuestros equipajes, y que silenciosos y hieráticamente
daban vueltas alrededor de aquel
altar viviente.
Viviente, porque fijándome bien, y recordando mis lecturas especiales,
me convencí de que aquello era un altar de
Teoyaomiqui, la diosa mexicana de la muerte. En aquella piedra se agitaban
serpientes vivas, y adquiría el
espectáculo una actualidad espantable.
Me adelanté. Sin aullar, en un silencio fatal, llegó una
tropa de coyotes y rodeó el altar misterioso. Noté que las
serpientes, aglomeradas, se agitaban; y al pie del bloque ofídico,
un cuerpo se movía, el cuerpo de un hombre Mister
Perhaps estaba allí.
Tras un tronco de árbol yo estaba en mi pavoroso silencio. Creí
padecer una alucinación; pero lo que en realidad
había era aquel gran círculo que formaban esos lobos de
América, esos aullantes coyotes más fatídicos que
los lobos
de Europa.
Al día siguiente, cuando llegamos al campamento, hubo que llamar
al médico para mí.
Pregunté por el Padre Reguera.
—El Coronel Reguera— me dijo la persona que estaba cerca de mí—está
en este momento ocupado. Le faltan tres
por fusilar.
F I N
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