La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

 

La tierra nueva

Miguel Arteche

 

Océano en la noche. Parece que es un ruido

de voces ignoradas; las flores de la espuma

desaparecen; se hunden los pétalos salados;

las hojas crecen blancas hacia la muerte.

Fría

luna se mueve, llama.

En esta enorme tierra

todo parece mar: y hay gritos en las islas:

despedazados signos de volcanes: ciudades

fantasmales, risibles -tan pronto levantadas

al soplo matemático del martillo perpetuo,

tan pronto amenazadas por los huesos ruinosos

del cemento-: aceros aplastados, mordidos

por los truenos de rocas y temblores: cimientos

vasallos, derrotados por la sal que carcome

las playas, inestables babeles irrisorias.

Bajo la vasta noche americana un hálito

de cenizas agónicas vuela sobre los hombres

marcando sus gargantas.

En tinieblas de nuevo

siento voces marinas.

Trepa el agua a mi boca.

Sobre el pan sopla el Ojo; las mareas del sueño

dejan llover la luna en las habitaciones

de la nieve y los páramos, en los bosques sombríos

de los lechos.

Descansan las frentes solitarias

construyendo futuros sin pasados.

Las telas

lunares cubren muertos; la maraña que teje

el planeta desciende con los ríos bermejos

de las vidas fugaces.

¡Sopla, llave nocturnal!;

¡fluye, llanto del año!; ¡azota, voz, las costas!;

¡tenuemente recorre, sueño, todos los ojos!:

¡llave, llanto, 1nnrea del sueño, luz insomne

corren bajo los cielos de América y se hunden

en la terrible mano que no tiene principio!

¡Te buscamos, enorme silencio de los panes

y del vino marcado, cuando solos vagamos

en las calles de otoño, tras las huellas de junio!;

¡te buscamos, partimos a los barcos lejanos!

¿Dónde, en qué parte tu rostro aparecía?:

¿cuándo, cómo pedimos por el agua fulgente,

por tu amor, por tus ojos?

Tú eres ese silencio

que en la noche se escucha pero que nadie oye:

y tu palabra cae muda bajo los cielos

dilatados. Algunos desterrados te hallaron

porque buscaron algo que amar: y era un principio

para entender tus voces.

¡Y así subieron solos!

Fría luna se mueve, desciende en las corrientes,

roza, se alza, sumerge su rostro. Tiembla sola

una lágrima ingente de suelo ensangrentado.

El Árbol está lleno de sangre: sus raíces

sólo sacan arroyos moribundos. Los dedos

lunares iluminan las ramas cenicientas

que se mueven terriblemente solas. El viento

sopla muerto y retorna. Y mientras todos duermen

el amor agoniza en el Árbol. Entonces

con insolencia negra el agua delirante

movió del mar las valvas, la vastedad que el tiempo

explora entre las playas de este rincón del mundo.

Los sonidos lejanos de cuernos neblinosos

bajaron a las rocas. ¿Fuimos creados sólo

para un día? ¿Avanzamos en la noche cantando

para un día tan sólo? ¡Es el rincón extremo

el que nos llama, grita, es un eco impetuoso,

una boca que arroja la palabra, la sílaba,

sin encontrar respuesta!

¿Cuándo fuimos nosotros,

cuándo fuimos entonces, en el ayer?

De ayer

a hoy pasan mil años y mil años se hunden

en el oscuro pozo de un instante.

Las vidas

tienen en nuestras costas ancianidad de tiempo

y eternidad de infancia: y en el presente somos

hijos, frutos sin padre perdidos en las costas

rocosas del Pacífico.

Diariamente morimos

moviéndonos, viviéndonos en esta tierra donde

todo es extraño y solo.

Todo lo que sabemos

de tu matriz es esto: recuerdos de un momento

en que te conocimos, y desde entonces otro

instante en que cambiaste y nos dejaste un rostro

distinto, nuevo. Entonces, ¿qué vamos a decirte,

si ya eres otra -¡otra!- cuando apenas comienzas a ser?

El pestilente tremedal se coloca

entre nosotros para separarnos, dejarnos

solitarios, ajenos.

Es otra noche: sombra

distinta en que no se abren ventanas, las bahías

con el batir del ala rutilante.

Es el vaho

mefítico.

Lejanos los alientos destruyen

las nubes derrotadas.

Del pantano profundo

arriban los insectos; los élitros fulguran

con tonos espectrales; palúdicas espaldas

se agitan en el limo cargando las monedas;

garras cruzan sombrías arañando la orilla

de la selva, el desierto, la sabana, la pampa;

dientes furiosos muerden los témpanos antárticos.

Es la legión sin número. Sobre el pantano un hálito

caliente envía miasmas sobre las caras hoscas.

Llueve de nuevo. Llueve.

Siento un hueco en el año.

Duermen todos; descansan las frentes.

Y el planeta

camina oscuramente, trabaja en la penumbra.

El río americano fluye extraño a los mares

que ignora.

Sobre el cielo viene ahora el silencio:

confusamente nace por todos los principios

de la tierra; es el mismo que arderá hasta que estalle

la copa de la nieve por la mano del fuego.

Así fue descubierta tu matriz; la primera

bandera fue clavada con terrible silencio.

El Atlántico espera las proas.

En las calles

de Europa indiferentes, desamparado estabas,

desvalido, insultado; y aquí entonces supiste

-para ti, ¡oh viajero!, para ti, ¡oh encontrado

que en tu lengua traías la derrota destierro

de la muerte, y alzabas las manos temblorosas

de la Reina. ¡Trajiste la palabra y los peces,

y con ellos quitaste, dividiste la muerte,

desatando el sepulcro encadenado.

Luego

llegaron otros. Pero no fue todo cumplido.

Solloza el río. Llora. No duerme nadie, nadie.

En la orilla hay monedas de búfalos plateados

que beben lentamente las aguas desoladas.

A veces la Paloma se paraba en los valles

sanguinolentos, hoscos; a veces ascendía

jubilosa hacia el Árbol.

Dos lágrimas nacieron

de su sollozo. Palas cavaron.

En la noche

pasa el mar. No es la sal: es un ruido de llantos

y de puertas que cierran violentamente. ¡Gritos

pueblan el suelo!

¡Se oye caer la sangre!

¡Plata

de yataganes se hunde en la garganta anónima!;

¡el oro rueda insomne sobre la mano nueva!;

¡se abren ciudades muertas!; ¡sangra el tráfico oscuro!;

¡colocan en los mapas las muertes y las vidas!;

¡catalogan, registran!; ¡un aliento de máquinas

cruza el cielo de fuego destruyendo las calles!

¡Huid, huid, avaros, el tiempo está en peligro,

llorad en las miserias que os amenazan: toda

vuestra riqueza gime comida del orín!;

¡por la polilla caen vuestros vestidos!;

¡los segadores gritan y el grito llega al cielo!

¡Huid a las montañas: el fuego viene!

Oigo

el mar en la distancia. Son las alas sulfúreas;

se preparan los rostros bestiales, y los sacos

de oro vuelan furiosos sobre las calles nuevas.

¡Cayó el amor: el Árbol se estremece en la noche!:

¡se derrumba el costado en los hombros del mundo!:

¡qué gran desierto negro, qué montaña purpúrea

para el amor, qué trazo de ternura arrojado

en el pozo de estiércol!, ¡qué ausencia de las alas!,

¡qué nacimiento lúgubre de un sueño descubierto

a la vejez del tiempo!

Canta el río.

De nuevo

las puertas de raíces se movieron; las manos

de los muertos -abuelos de las semillas hoscas

del nuevo continente, de la nube y el trueno-

asomaron pidiendo el fin del enemigo.

El viento sopla frío y soledad: mareas

cubren muertos, fugaces vidas bajo los ríos.

¡Te buscamos, inmenso silencio de los trigos,

en las calles perdidas, tras los bancos helados!;

¡te buscaron, partieron a los pozos lejanos!

¡Y así subían solos!

Llueve desde la ausencia.

El Árbol tiembla enorme bajo la lluvia; nubes

amenazantes borran el horizonte frío.

Sólo hay sed y abandono.

No duerme nadie, nadie.

¡Clavan, clavan aullando, danzan enloquecidos

alrededor del Árbol, escupen de los dientes

los cenicientos viernes!

¡Clavan, clavan el beso

de la ternura!

Sangre.

Sólo hay sed y abandono,

y sed abandonada. No duerme nadie. Nadie.

El mundo está desierto. Rueda el mar.

En el Árbol

se oye girar la muerte.

Un diente negro roe

los cimientos del polvo.

Desde el fondo del tiempo

oigo toda la noche caer sobre la tierra.

 

 

 

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