La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

Robert Hill Long

La obra del arco

De su carcaj de piel de cerdo levanté la flecha
para ajustarla en la cuerda del arco hasta que
su pluma tocó mi mejilla, entonces apunté en un arco
hacia el matadero al otro lado del campo.
Tenía nueve años y estaba en guerra,
con la cintura sumergida en las llamas
del sorgo. Los soldados chinos morían en oleadas,
me imaginaba, sonaban como débiles gritos
saliendo del deslustrado ladrillo de cenizas de los cimientos.
Mi abuela me tocó el cuello y yo solté la flecha:
el asta de metal, una brillante astilla en el azul
y desvaneciéndose. Que se vaya ésa, dijo,
y me llevó de vuelta al patio lleno de manzanas
frente al blanco de la pantera negra. Mi abuelo
la había pintado especialmente para mi visita
y había dejado este arco, tan grande como yo.
Lamentaba que había tenido que quedarse en su estudio
a terminar una Destrucción de Babilonia muy grande.
Le hice orificios a la pantera hasta que oscureció.
Mi abuela empastaba su periódico
—cuatro páginas semanales, distribución en todo el condado—
y hacía llamadas acerca de quién salió elegido Maestro
en la Granja del Valle del Amor, quién condujo la última
hora de prédica en la Iglesia Metodista de Union Grove.
Sábado, llovía: el camino de arcilla roja como jamón
demasiado resbaloso para que el Studebaker me condujera
a la matiné. Me desanimé. Los libros del abuelo
cogí, eran pesados y llenos de prédicas.
Mi abuela me arrojó uno delgado de tela verde
Elegía de una parroquia de campo. Léelo
en voz alta, ordenó, o ponte a pelar manzanas
para el pastel de la noche. El poema era largo
y difícil de recitar ; siempre que alzaba la vista,
seguía lloviendo. Colocó el pastel
en el horno. Ahora, dijo, intentémoslo con John Donne.
En el frío del estudio oscurecido por la lluvia ella recitó
Una Valedicción : Lamentación Prohibida.
Vale significa adiós ; dicción son palabras.
Los poemas, decía ella, son los adioses que decimos
a nosotros mismos cuando sabemos que nadie nos está escuchando.
Traté de que mi movimiento de cabeza pareciera un sí,
pero el cuarto seguía oscureciéndose ; el sofá se puso blando.
En el marco de la ventana, los cerezos silvestres
golpeaban con húmedas ráfagas.
Los poemas perduran, decía. Pero su voz se deslizó
en el sonido de las páginas que se volvían, más lejana, más débil,
en un solo sonido, de lluvia en la oscuridad.
Veinte años más tarde cuando murió sentí
las 50 libras de tensión del arco poniéndome rojas las mejillas
y el zumbido de la flecha, una astilla que se iba, se fue.
Me incliné sobre el ataúd, con flores de cerezo silvestre
en mi bolsillo. Tuve la intención de esparcirlas
sobre la reluciente madera, pero no lo hice.
En el vuelo de regreso a Colorado metí la mano
en mi chaqueta para pagar un whisky y saqué
pétalos blancos... arrugados, todavía húmedos.
Ama, mejor, lo que muere, quiso decir ella, que lo que
puede matar. Duro trabajo, aprender los sonidos imperecederos
del adiós humano, memorizar la valedicción
para nadie : una elegía está dirigida a un oyente
que se muere de oírla. Sumergido en los sorgos,
murmurándose a sí mismo, el niño
pone todo su fuerza en una sola flecha
y la suelta. Detrás de él, siguiendo
el vuelo de la flecha, está su blanco de cabellos canos.

 

 

 

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