La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

Robert Hill Long

El río nos separó

La lluvia se apoza en el techo de la galería del museo,
cava entre las tejas, encuentra su caminito adentro :
un arroyuelo baja por la pared entre un Seurat
y un Monet. Muy pronto los guardias lo verán,
descolgarán las pinturas, cerrarán esta ala.
A mi modo de ver, el arroyito no amenaza
a ninguna pintura. Me lo guardo para mí.
El Monet es el tercer día de creación, inhumano,
lotos y luz embadurnando las quietas aguas,
el mundo antes de las pinturas y museos ;
los árboles de Seurat son puntos infinitesimales
de luz de agosto fríamente analizada. Bajo ellos
la silueta de una mujer se alza mirando hacia abajo de una colina
alguna cosa que nosotros no vemos. Seurat
no estaba más interesado en su punto de visión
que en el sudor que bordeaba su bonete y corriía
bajándole por las axilas y costillas por debajo de la inmensa florescencia
de la ropa interior. Bajo su chaqueta y sombrero de paja
el mismo sudor se aposaba, y el sudor se desvanecería.
La enterró en la memoria, podando el río
que ella contemplaba. En el estudio agregó un mono
en cuatro patas al lado de la mujer. Con la cola arqueada
perfectamente. El mono haría que la gente mirara.
Pero lo que retiene a mujer allí es la manera
en que su esposo está encorvado sobre una débil vara de caña
que tira y suelta, dependiendo de la resaca.
Humo de pipa se alza por sobre su calva bronceada por el sol.
Su hija menor se ahogó en ese lugar,
y él intenta todo el tiempo coger un relicario de oro que contiene
un fino cabello que cortó de la cabeza de la niña
en su bautizo. Religioso, creyente de los misterios,
quiere el último jalón que significa que la piedad angelical
le devuelva esta postrera fruslería a sus manos.
Su esposa contempla su espalda que se adelgaza. Por un mes
le ha traído y dejado a su lado pan y queso,
y lo ha visto endurecerse sin tocar hasta que la última luz
amarillea las torres de Montparnasse. Por último
lo lleva río abajo y se lo arroja en trozoz grandes
a un ganso blanco lisiado. El ganso ahora abandona el río
al sonido tenue, agobiado de su voz, la deja
acariciar su cuello como una vez acarició a su hija
y como nunca volverá a tocar a su marido. Vio
al hombre que fingía no pintarla más temprano :
tenía la mirada tormentosa, superior, de un burlador.
A los hombres los enloquecen los milagros. Si no se produce un milagro,
se mofan. Este ganso, piensa, es el
ángel que ella espera. El río no se vacia
en el cielo. Su hija se ha disuelto
en los lirios y agualuz y se ha elevado
a las nubes que no son prueba del aliento de Dios.
Corriente arriba, su marido da a su pregunta
otro tirón y la acostumbrada oscuridad se alza
del río, pero no para responder algo.

 

 

 

Retornar a catalogo