MARCOS
SASTRE
CONSEJOS DE ORO
SOBRE LA EDUCACIÓN
DEDICADO A LAS MADRES DE FAMILIA Y A LOS INTITUTORES
Los consejos que os ofrezco, serían de un bajo metal si fuesen
míos. Los he sacado de tres libros, después de un estudio
dilatado: El libro de la Religión, el libro de la Ciencia, y el
libro de la Naturaleza.
Marcos Sastre.
CONSEJOS A LAS MADRES
Madres amorosas, que tanto anheláis la felicidad de vuestros hijos:
oíd los documentos que os enseñarán a dirigir sus
corazones desde los primeros días de su existencia.
Seréis verdaderas madres, no solamente porque ellos son el fruto
de vuestro seno, sino por haberlos criado a vuestros pechos y haberles
inspirado las virtudes.
Tales son los deberes de la maternidad, derivados de la naturaleza y sancionados
por la religión.
No consistáis, pues, que nunca una extraña os arrebate las
primeras caricias de un ser que os cuesta tanto cuidados y dolores. Vosotras,
oh madres, gustaréis la recompensa deliciosa de sus primeras sonrisas
y de sus gracias hechiceras; solo vosotras recibiréis de vuestros
hijos el dulce nombre de madre, y ninguna otra mujer tendrá derecho
para llamarlos sus hijos. Y así como se alimentan en vuestro regazo
con la leche de vuestro seno, así también se nutrirán
sus almas con los efectos más puros y los buenos sentimientos que
sabéis inspirarles.
Ellos os amarán, no porque oigan decir que es un deber amar a sus
padres, sino porque vuestro cariño y vuestros cuidados maternales
les habrán inspirado una adhesión irresistible, un amor
eterno; y la razón despertará luego en sus almas un sentimiento
profundo de veneración y gratitud hacia una madre que miró
como un deber sagrado criarlos y educarlos por sí misma, y que
no los desamparó un solo instante en el período delicado
de su primera edad.
La infancia es la época más importante para la educación,
en que se desenvuelven todas las facultades humanas, y germinan los sentimientos
primeros, que son los elementos de la moralidad futura. Debéis
pues esmeraros en darles desde temprano una dirección saludable.
La Providencia inspira a toda madre el medio de influir sobre sus hijos,
aún recién nacidos; pues que consiste en amarlos.
Porque también en el infante la primera manifestación con
que se revela su alma es el amor, expresado por un simpatía indefinible,
que desde los primeros días de su vida establece ya una correspondencia
de afectos entre él y su cariñosa madre; y en el sentimiento
del amor se encierran todos los sentimientos afectuosos que se desenvuelven
y crecen al dulce calor de la ternura maternal. Así es como el
corazón de vuestros hijos recibirán desde vuestros brazos
una feliz impulsión al bien.
Alejad de su cuna los vicios de la cólera, la indocilidad y la
impaciencia, que allí suelen tener su principio cuando se accede
a todos los antojos del infante, o no se resiste oportunamente al poder
de sus lágrimas ¿Qué se puede esperar de aquellas
madres indiscretas que no tienen reparo en inspirar a sus hijos sentimientos
de furor y de venganza, haciéndoles castigar el mueble u objeto
en que han llegado a herirse? ¿ Se puede inventar una lección
más propia para formar un corazón iracundo, rencoroso y
vengativo? Y sin embargo es una lección que vemos repetida a cada
instante; y luego se calumnia a la naturaleza, imputándole las
malas pasiones del hombre, cuyo primer desarrollo es la obra exclusiva
de una educación corruptora.
Otro tanto sucede con la inclinación a la mentira, hábito
ruin y desagradable, que tiende a inutilizar el don de la palabra. También
esta propensión tan general en los niños, es el fruto de
mil ejemplos y lecciones de falsedad y engaño que reciben desde
el regazo materno. Se les incita a mentir, haciéndoles preguntas
necias, se celebra en ellos la ficción como una gracia; y engañar
a un niño para apaciguar su llanto, es uno de los funestos efugios
de la educación vulgar. Pero ¡cuán caro cuesta esa
ventaja pasajera! El miente y engaña a su vez, y desaparece para
las madres uno de los medios más necesarios para dirigir la conducta
de los niños: la sinceridad.
Que vuestros hijos jamás oigan sino la pura verdad de vuestros
labios; no permitáis que nadie los engañe, ni para su bien;
todo sea inmolado a la verdad. Nunca pongáis a prueba su veracidad
cuando conozcáis que el amor propio, o la vergüenza, los compele
a negar alguna de sus faltas. Haced que la verdad sea respetada hasta
en sus juegos. Que se acostumbren a mirar el embuste con la misma aversión
y repugnancia que el hurto; vicios que tanto perjudican y envician a la
sociedad y al individuo.
Las ficciones de los juegos infantiles en nada se oponen a la veracidad;
pues los mismos niños las inventan como remedos o farsas para su
entretenimiento.
No suscitéis en vuestros hijos una emulación peligrosa,
madre del rencor y de la envidia. Conservad entre ellos el cariño
y la indulgencia fraternal, siendo juez imparcial, aún en sus más
pequeñas diferencias, y dándoles a todos una parte igual
en vuestro corazón.
¡Que inhumano pasatiempo el de aquellas personas que se complacen
en producir entre los hermanos la pasión de los celos y la envidia,
ya manifestando preferencia al uno y desapego al otro, ya encomiando a
aquel y deprimiendo a este! Eso es herir cruelmente en lo más vivo
la sensibilidad infantil. ¡cuántas veces se han visto criaturas,
llenas de vigor y de alegría, languidecer hasta morir, por el desvío
del cariño maternal, como se ahila y parece una tierna planta privada
de la luz.!
E1 amor, la caridad es la luz, es el aire vital del alma principio, el
móvil, el sentimiento dominante en el corazón del niño,
como en todo corazón puro, es el deseo de amar a ser amado, tan
innato e inextinguible en el alma humana, como el sentimiento moral y
el sentimiento religioso.
Estos divinos dones, unidos a las plegarias de la niñez son los
que elevan de la tierra una sublime armonía en que se complace
el mismo Dios. Que los labios balbucientes de vuestros hijos aprendan
a pronunciar el nombre del Señor. Que la piedad religiosa no tenga
en sus afectuosos corazones más origen que el amor y gratitud para
con un Dios de bondad, creador de todas las cosas, y padre común
del género humano.
El amor a nuestros semejantes y todas las afecciones tiernas y generosas
son sentimientos inherentes a la naturaleza humana, que solo necesitan
el alimento del ejemplo, y adquiere un nuevo realce y vigor con las ideas
religiosas. ¿Qué corazón nuevo hay que no rebose
en afectos de humanidad y sensibilidad al relato de una acción
generosa o benéfica, o al aspecto de la desgracia y el dolor? ¿Que
no se inflame de un santo entusiasmo de caridad con el ejemplo divino
de la vida del Salvador de los hombres? Tales son las lecciones con que
una madre prepara el corazón de sus hijos para la práctica
de todas las virtudes.
El hábito de la obediencia se debe empezar a formar desde los primeros
meses, como el más necesario para la educación; pues que
por su medio se pueden destruir o formar según convengan, todos
los demás hábitos.
Aunque hay en los niños cierto instinto de la independencia; los
sentimientos de simpatía y de imitación, también
naturales, los disponen a la docilidad, mayormente sino encuentran debilidad
ni inconsecuencia en el ejercicio de la autoridad de sus padres.
El mayor obstáculo para obtener tan importante condición,
es la falta de unanimidad en las personas que gobiernan, y aun en las
demás que están cerca del niño. Si uno reprueba lo
que el otro hace, si el uno acaricia cuando el otro reprende, es perdido
todo el fruto de la enseñanza.
No exigiendo sino lo que es racional y justo; acompañando algunas
veces vuestros mandatos con las razones que los motivan; no comprometiendo
jamás vuestra autoridad con ordenarles lo que juzguéis que
no han de cumplir; haciéndoles siempre observar lo mandado; y sin
valeros de amenaza, sin más resorte que la previsión y la
persuasión de vuestra parte, y de la de ellos el cariño
y el temor de desagradaros, los haréis contraer el hábito
de la obediencia
Después, la idea del deber, la voz de la conciencia y la religión,
acabarán de roborar la virtud de la sumisión y el respeto
filial; y conservaréis siempre sobre su corazón la dulce
autoridad de una madre querida.
La severidad y aspereza repugnan a la dulzura que caracteriza vuestro
sexo. Ninguna madre rígida y violenta espere ver en sus hijos la
bondad que no ha sabido inspirarles, ni el amor a la virtud que no puede
insinuarse en el corazón sino presentándola con formas atractivas.
Pero tampoco incurráis en el extremo opuesto de excesiva lenidad
y complacencia. Manifestándoles, sin irritación, vuestro
disgusto y sentimiento por sus faltas, no dejará de aparecer en
sus pechos sensibles un sincero arrepentimiento. Las madres que saben
amar a sus hijos, observarán que siempre en ellos se trasluce un
afectuoso temor de incurrir en desagrado de su querida mamá.
Los cariños pueden ser un instrumento útil de educación
cuando tienen el carácter de aprobación. Una demostración
cariñosa es el premio de más valor para el niño.
Sólo los procedimientos bondadosos tienen poder para desarrollar
su inteligencia.
Con el rigor se podrá conseguir que den pruebas de un ejercicio
precoz de la memoria; pero no de los progresos de su entendimiento.
Los castigos dolorosos podrán alguna vez servir para reprimir la
violencia de una índole viciada por una mala dirección:
pero siempre son innecesarios y aun perniciosos como medios de educación.
Mostrarse a los niños con indiferencia en todos sus pequeños
contratiempos; animarlos al sufrimiento sin acariciarlos, cuando se hieren
o padecen algo; complacerlos, sin esperar sus instancias, siempre que
se les pueda conceder sin inconveniente lo que desean; y no concederles
lo que se les hubiere rehusado, son medios infalibles para que adquieran
la paciencia, se habitúen a la resignación, se acostumbren
a soportar las privaciones y a reprimir sus deseos. El secreto de la virtud
está en saber vencerse a sí mismo, y el de la felicidad
en la resignación.
La firmeza de carácter en los niños, que proviene del sentimiento
ingénito de la justicia y de la dignidad e independencia de su
espíritu, la confundimos con la pertinacia, la indocilidad o la
soberbia cuando nos empeñamos en doblegarla a nuestro antojo, sin
consultar la razón, o contrariando las propensiones propias de
la puericia, y cuando, extraviados pro falsas ideas de educación,
nos empeñamos en dar a sus inclinaciones una dirección violenta.
Entonces la coacción del precepto y la resistencia del niño
no es más que la lucha del error con la naturaleza; porque está,
en todas las cosas, repele constantemente toda fuerza que tienda a contrariarla.
Conciliar el miramiento debido a aquella firmeza de carácter, con
la necesidad de obtener la obediencia, es una dificultad que desaparece
cuando la razón, la dulzura y la entereza rigen el imperio maternal.
La dichosa alegría de la primera edad y aquella serenidad de alma,
don reservado a la inocencia, no sean jamás perturbadas por las
impresiones del miedo y el espanto con que muchas madres tienen la crueldad
de llenar de angustias y amarguras el espíritu de sus hijos. Para
hacerse obedecer, o para librarse de alguna importunidad, se les atemoriza
con ideas e invenciones pavorosas; siendo, muchas veces, un motivo de
diversión para las personas insensatas, lo que causa en el alma
de una inocente la más crueles congojas y una ansiedad terrible,
que pueden destruir su salud, o hacerlo para siempre tímido, pusilámine
y cobarde. ¡Cuántas veces la imbecilidad, la demencia y la
epilepsia tiene este solo origen!
Si no se amedrentase a los niños, no conocerían el miedo
ni experimentarían en la virilidad los vanos terrores, tan indignos
del hombe.
Que vuestros hijos no contraigan las preocupaciones y la absurda credulidad
que se posesionan de su alma a la sombra de falsas ideas religiosas; que
la luz de la religión prevenga con tiempo su razón contra
las funestas impresiones de la superstición.
La tendencia a la imitación y la curiosidad que se observa en la
niñez, son las más felices disposiciones para estudiar sus
inclinaciones, para formar sus costumbres y para instruirla. Aprovechaos
de estas propensiones naturales, secundando las sabias miras de la Providencia,
lejos de contrariarlas como lo hacen los que se empeñan en refrendar
la actividad de los niños, los que reprueban sus ocupaciones inocentes,
y los que oyen con impaciencia o contestan con despropósitos las
repetidas preguntas de su curiosidad.
Suministrar un pávulo continuo a la actividad de la infancia, y
satisfacer a sus cuestiones con claridad y verdad, es en resumen toda
la educación; es el medio más eficaz para desenvolver sus
facultades físicas y hacer progresar su inteligencia.
Nada hay sin consecuencia; todo es importante en la infancia. De las más
ligeras impresiones se forman los sentimientos, los defectos, los vicios,
las virtudes, las preocupaciones. En la educación influye todo
cuanto ve, cuanto oye, cuanto siente el niño; todo cuanto lo circunda.
La principal y constante tarea de una madre debe ser el preservar a sus
hijos de los malos ejemplos e influencias exteriores. Si no fuera por
este inconveniente, no habría cosa más fácil que
formar al hombre. Verdaderamente, que siendo tan necesaria la educación
era menester que fuese un arte al alcance de todas las madres; y así
lo es en efecto.
II
CONSEJOS A LOS INSTITUTORES
La disciplina es la base necesaria de la enseñanza. Hay buena disciplina
en un establecimiento de educación, cuando la enseñanza
marcha con regularidad y sin confusión; cuando el director y sus
auxiliares están incesantemente ocupados en enseñar y dirigir
a los alumnos; cuando cada uno de estos últimos se contrae a su
tarea sin perturbar a los demás; si observan los reglamentos, si
son obedecidos los maestros, si es general la aplicación, si reina
el orden.
E1 orden y la aplicación se sostienen recíprocamente, y
de uno y otra resultan la moralidad, el hábito al trabajo, los
adelantos, el contento de los discípulos, y el mayor alivio de
los maestros.
El orden ante todo, porque sin él nada se adelanta en la dirección
de una escuela. Los medios más eficaces para sostener el orden
son: primero, el ejemplo del preceptor en la asistencia puntual y en la
constancia en el trabajo; segundo la buena distribución del tiempo
y de las tareas de la escuela tercero, la vigilancia incesante sobre todos
los alumnos; cuarto, que no haya para ningún niño un solo
instante en que no tenga ocupación.
Un institutor animado de sentimiento de amor, estimación e imparcialidad
para con sus discípulos, ejercerá sobre ellos una influencia
poderosa; las correcciones, la idea del deber, la voz de la conciencia
y la religión fortalecerán después en sus tiernos
corazones las virtudes de la obediencia y el respeto; y la aprobación,
las honrosas recompensas y el conocimiento de su propio bien, acabarán
de inspirarles el amor al trabajo y al desempeño de sus obligaciones.
Como de la desaplicación resulta la ociosidad, madre del desorden
y de todos los vicios, se habrá, conseguido todo en la dirección
de una escuela, desde que se consiga que los niños estén
constantemente ocupados. La desaplicación de un niño, que
no es otra cosa que la pereza engendrada por la repugnancia a la tarea
que se le impone, proviene generalmente del aliento que le han inspirado
las lecciones fastidiosas de un método, o el áspero tratamiento
del maestro.
La desaplicación o pereza de los niños se corrige adoptando
métodos sencillos y expeditivos; haciendo que las tareas no sean
muy largas ni uniformes, y que las lecciones de memoria sean cortas, pero
diarias; aplaudiendo sus pequeños esfuerzos, y recompensándolos
con premios proporcionados excitándolos con el ejemplo de la aplicación
de otro niño su misma sección; animándolos con exhortaciones
amistosas; finalmente, corrigiendo sus faltas con reprensiones y penas
suaves, pero indefectibles.
Llevando con exactitud un buen sistema de libros de registro; observando
con puntualidad los reglamentos y los métodos para los diferentes
ramos de enseñanza establecidos, y guiándose por las máximas
de estos Consejos, logrará el maestro no solo ver establecida en
su escuela la mejor disciplina, sino también desterrada la ociosidad,
corregida la pereza, y promovida una saludable emulación en los
alumnos.
Si el premio y el castigo son los resortes más poderosos de la
educación, también son los más funestos agentes de
perversión, si no se saben elegir y aplicar debidamente.
No hay necesidad de emplear medios extraordinarios para estimular la niñez
a la aplicación. Los premios de mucho valor, los honores exagerados,
las condecoraciones y todo el aparato acostumbrado de ceremonias y funciones
públicas, tienden directamente a desnaturalizar los sentimientos
más puros de un corazón nuevo, fomentando en él la
presunción y el orgullo; al paso que los que no logran esas gloriosas
demostraciones, caerán fácilmente en e1 desaliento, la aversión
al trabajo, los odios y la envidia.
Felizmente desde las más tierna infancia se manifiestan en el niño
las disposiciones más favorables para facilitar su educación.
La inclinación a imitar y el deseo de conocer las cosas, son móviles
tan activos en el niño, que las lecciones, siendo dirigidas por
un buen método, tienen por sí solas sobrado aliciente para
interesarlo y excitar su aplicación; y es tan sensible su corazón
a las manifestaciones de cariño y aprobación que el menor
signo de afecto, una palabra de elogio de parte del maestro, es para el
niño la más lisonjera y estimulante recompensa.
La satisfacción interior, o sea la alegría que siente el
niño por sus adelantos, se puede considerar como la primera palanca
de la enseñanza; y por lo tanto es necesario tratar ese precioso
sentimiento con mucha circunspección; no debilitarlo, ni menos
aumentarlo hasta tal grado que degenere en vanidad y soberbia. El contento
que inspiran a un niño sus propios progresos será siempre
puro, si no hubiese personas indiscretas que le hacen producir innobles
sentimientos con prodigalidad de los elogios y, lo que peor es, ensalzando
su mérito sobre el de sus condiscípulos. Por esta razón
es tan peligrosa la alabanza en boca de los que no están iniciados
en el arte de educar.
No se han de dar premios ni tributar elogios a aquellos alumnos que por
su mayor talento y despejo, o más detenida instrucción se
desempeñen bien, si les falta la aplicación, única
base moral del mérito. Para premiar o elogiar a un niño
debe atenderse más al esfuerzo de su voluntad, que al lucimiento
y perfección de su trabajo. Así podrán aspirar a
alabanzas y recompensas los niños de menos talento, y bien los
más principiantes, por sus pequeños adelantos, debidos a
su aplicación más que a su capacidad.
Conviene recompensar los esfuerzos del alumno con algunos objetos de poco
valor y adecuados a su instrucción y gustos inocentes; haciéndole
entender que se le dan, no por que valen, sino como una demostración
de la aprobación que ha sabido merecer.
El preceptor debe tener entendido, y hacerlo comprender a los niños,
que los premios no son aplicados al mero cumplimiento de 1os deberes,
sino al que hace más de lo que es de estricta obligación.
Así pues, no serán premiada las lecciones buenas sino las
óptimas, ni los trabajos regulares sino los ejecutados con especial
esmero, según las aptitudes de cada uno.
En la adjudicación de cualquier premio, y aun del más simple
vale, debe el preceptor proceder con la más severa justicia e imparcialidad
si no quiere hacer infructuoso este medio de educación, y perder
la estimación de sus discípulos y aun pervertir sus sentimientos.
¡Cuán funesto ejemplo el de un educador que para recompensar,
hace acepción de personas; que da el premio al alumno que no lo
merece, o lo niega al que lo ha merecido! El maestro que para acordar
distinciones o premios, atendiese a otra consideración que la del
mérito del niño, merecería ser depuesto en el acto,
como corruptor de la educación.
Un corazón que se trata de nutrir con elevados sentimientos para
formarlo para el honor y la libertad, no debe ser ajado con castigo alguno
de aquellos que la opinión ha señalado con la marca de la
infamia, de la afrenta o de la ignominia; lo contrario, sería degradar
al hombre, envilecerlo a sus propios ojos, hacerlo insensible al deshonor
y la vergüenza, e impelerlo a la bribonería y al crimen. Los
frutos de penas humillantes y del excesivo rigor con la juventud, son
la simulación, la hipocresía, la bajeza y la impudencia.
Debe pues abolirse toda pena corporal, y el uso de todo instrumento de
castigo doloroso. Tampoco debe imponerse penitencia que sea humillante,
bochornosa, o irrisoria; como exponer al niño a la vergüenza,
ponerlo de rodillas, fijarle letreros, signos afrentosos, etc. El castigo
en público hace perder a los niños el sentimiento de su
propia dignidad, que tanto importa cultivar en la infancia.
Tampoco se han de emplear el terror y el miedo como medios de educación
aunque con ellos, como con los crueles tratamientos, se obtenga hasta
cierto punto contener al niño en sus deslices; más al fin
llegan a corromper su carácter y abatir su espíritu, haciéndolo
débil cobarde y medroso.
El infundir miedo a los niños con cuentos de duendes, brujas, fantasmas,
espectros, etc., es imbuirles ideas supersticiosas; es enervarlos con
la pusilanimidad de que se sentirán dominados, aun en la edad viril;
es hacerlos incapaces de muchos actos de virtud y de heroísmo que
requieren valor e impavidez .
El hacer uso de la mentira para conseguir que hagan la voluntad de sus
padres o maestros, es una costumbre detestable. En ningún caso
le es permitido al preceptor engañar a sus discípulos, aunque
se proponga obtener de ellos el mayor bien. Además de la inmoralidad
que en sí encierra el uso del engaño o la mentira en una
obra tan santa como la educación moral del hombre, será
una lección de falsía y embuste que, desde el momento que
fuere apercibida por el niño (y lo será tarde o temprano),
lo inducirá a faltar a la verdad, a engañar a su vez, aun
a sus mismos padres y maestros, y se perderá así la sinceridad,
tan necesaria para dirigir el corazón del niño.
El respeto a la verdad debe observarse por el institutor en todo cuanto
hable delante de sus discípulos. Nunca les prometa cosa alguna
que no esté resuelto a cumplir; y una vez hecha una oferta, cúmplala
religiosamente; de lo contrario, la veracidad y el cumplimiento de la
palabra, serán nombres vanos para ellos.
Jamás los amenace con castigos que no haya de imponer y aplíqueles
sin falta las penas señaladas.
Los castigos o penas son más eficaces por la certezas y justicia
de su aplicación, que por su severidad. No se debe dejar pasar
ninguna falta, advertida por el maestro, sin su represión, pena,
o nota correspondiente.
La menor injusticia del preceptor puede arrebatarle siempre la estimación
de su discípulo y rebelar su voluntad para la sucesivo. Debe persuadirse
el preceptor de que no hay cosa que más entorpezca la marcha de
la educación de un niño, que un proceder injusto de parte
de los que la dirigen.
Por pequeño que sea el niño, se advierte que posee el sentimiento
de la justicia, y que, en cuanto alcanza su débil comprensión,
aprueba lo justo y desaprueba lo injusto; así es que se exalta
e irrita cuando se le imputa lo que no ha hecho, cuando se le reprende
sin razón, o cuando el maestro, por capricho o ligereza, le impone
alguna pena que no ha merecido.
En la averiguación de las culpas graves, debe el preceptor proceder
con calma y circunspección. Siempre se ha de escuchar al niño
acriminado; y si no confesase el hecho, debe averiguarse la verdad por
todos los medios que dicte la prudencia y el amor a la justicia. No se
debe estar dispuesto a creer delincuente al niño, aunque haya otras
veces incurrido en la misma falta de que se le acusa; ni imponerle pena
alguna, sino cuando la certeza de las pruebas ponga al culpable en el
caso de no poder negar su delito.
Es un defecto muy común entre los preceptores obligar al niño
a una confesión expresa, aun cuando haya dado una prueba suficiente
de la verdad de la falta con su silencio y confusión.
El rubor que ocasione una falta cometida, debe considerarse como la primera
flor de la moralidad, que se debe procurar cuidadosamente no marchitar;
y por eso no se debe hablar más de la falta cometida, desde el
momento en que se manifiesta la vergüenza del niño en el sonroseo
de su semblante. Sin embargo, esto no obstará para que se le castigue
en casos graves; pero se debe evitar hablar mucho acerca de la acción
y del castigo impuesto.
Más no se tenga el bochorno por indicio seguro de la culpabilidad
del niño si este insiste en sincerarse; pues también suelen
salir los colores al rostro cuando advierte que se sospecha de su inocencia,
o bien por efecto de su natural cortedad.
Es una cosa horrible burlarse de un niño que se ruboriza; y no
se puede menos que calificar como un acto inmoral el reprocharle su rubor
como una necedad digna de risa.
En las reprensiones, aun de las culpas más graves, no usará
jamás el preceptor los epítetos de "pícaro,
canalla, ruin, malvado, vicioso", ni otras calificaciones semejantes.
Sea el preceptor claro y breve en sus reprensiones; no exagere la fealdad
de las faltas, ni inculque demasiado en las leves; y aunque la penitencia
de un alumno, o la gravedad de la culpa lleguen, a exaltar su celo, no
se propase jamás a improperarlo o injuriarlo .
No tenga el preceptor la pretensión de hacer desaparecer las faltas
en su escuela; es una perfección imposible en la niñez.
No haga nunca reconvenciones generales por las faltas leves de los niños,
por más que se repitan diariamente, y sea indulgente con ellos,
limitándose a aplicarles con constancia pequeñas penas establecidas,
para la conservación del buen orden en la escuela.
E1 institutor debe hacer comprender a sus discípulos que las castigos
o penas no consisten solamente en la mortificación o privaciones
del que los sufre, sino muy particularmente en el desagrado que causa
a los maestros y padres el mal comportamiento del niño; y que hay
otros castigos y consecuencia peores, que debe temer el culpado, si no
se arrepiente y enmienda; como son: el disgusto interior y los remordimientos
de la conciencia; el desprecio y el descrédito general que se acarreará
con su mal proceder; las ventajas que perderá por no saber aprovecharse
de la enseñanza; los males que le sobrevendrán si llegando
a ser hombre, se encuentra lleno de ignorancia o de vicios; y por último,
el castigo de la justicia de los hombres a que se expone si no corrige
con tiempo sus malas inclinaciones y los más terribles castigos
de la justicia de Dios.
Ese sentimiento tan puro de probidad y de justicia que existe en el alma
del niño, debe ser fomentado por sus maestros con el ejemplo de
un proceder recto, imparcial, eminentemente justo. El les facilitará
el hacer comprender al niño, como debe respetar los derechos de
los demás, y la relación que hay entre sus obligaciones
para con los otros y las obligaciones de los para con él, entre
el deber y el derecho, haciéndoles frecuentes aplicaciones de la
gran regla: no hagas a otro lo que no quisieras que te hiciesen a ti.
Con esta máxima le será fácil al preceptor atacar
el egoísmo, le envidia, la soberbia, la avaricia, la crueldad,
y todas las pasiones opuestas a la caridad y la justicia.
Los vicios de la murmuración, la maledicencia y la calumnia se
estirparán de raíz en una casa de educación, si no
permite el director que los alumnos refieran dichos o hechos ofensivos
del prójimo, ni consiente que ningún niño acuse o
denuncie a otro, si no en el caso de que reciba alguna ofensa o sea escandalizado.
Aféeles la costumbre de acusar o delatar cuando no se tiene encargo
de vigilar sobre los otros; y castigue ejemplarmente a los calumniadores,
hasta expulsarlos, porque la calumnia es un crimen que supone un corazón
depravado. Pínteles con sus verdaderos colores los males causados
en la sociedad por la murmuración, los chismes y las calumnias;
cómo perturban la paz de los pueblos, dividen las familias, introducen
la discordia, alimentan los rencores, engañan a las autoridades,
promueven las persecuciones, y muchas veces hacen perder la reputación,
el bienestar y aun la vida, haciendo sufrir a un inocente el castigo de
un criminal.
La enseñanza de la religión es el fundamento de toda enseñanza
y el mayor beneficio que puede dispensarse al hombre. Sin la educación
moral no hay educación posible, y la religión es el único
sostén indestructible de la moral. Cuando el niño asiste
a la escuela, ha empezado ya el desarrollo del sentimiento religioso y
las nociones del dogma por las creencias y ejemplos de la madre y de la
familia. Al institutor le incumbe continuar con la inteligencia la obra
comenzada en el hogar domestico. Encaminar al niño por el sendero
de la virtud, por medio de la enseñanza de las verdades y de las
prácticas piadosas, es el deber principal y más importante
del director de una casa de educación. Para llenarlo debidamente,
es condición indispensable, que el mismo esté animado de
una fe viva e ilustrada, porque convencido de las verdades que enseña,
ilustrará fácilmente el alma de los discípulos; mientras
que en el caso contrario, su frialdad y mal ejemplo harán infructuosas
sus lecciones.
La instrucción religiosa y moral no debe limitarse a las horas
de clase que le están destinadas, ni solamente al estudio de los
libros con que se la auxilia; cada día y en todas las oportunidades
de exhortar o corregir; de encomiar o premiar sea privada o públicamente,
debe el institutor emplear los documentos de la moral evangélica
para formar el corazón de sus alumnos.
La educación moral y religiosa, no solamente es de la mayor importancia
para el grande objeto de mejorar las costumbres, sino porque ella predispone
al niño a recibir con aprovechamiento toda otra instrucción
y enseñanza. Un espíritu ilustrado y fortalecido con las
luces de una sana filosofía y con todos los auxilios que la religión
ofrece; habituado a reflexionar y reportarse, y poseído del deseo
de ser cada mejor y más útil, recibe con ardor y con fruto
las diversas enseñanzas; al modo que una tierra bien preparada
hace fructificar las semillas con más vigor y abundancia .
Haga el institutor comprender a sus alumnos la dignidad del hombre, su
propia importancia como hijos de Dios y miembros de la gran familia humana;
elévelos a sus propios ojos observándoles que son racionales,
esto es, dotados de alma inteligente, espiritual e inmortal, creada a
imagen y semejanza de Dios; que ellos forman parte de una sociedad culta,
en que algún día, según sus aptitudes, instrucción
e inclinaciones, tendrán que desempeñar las funciones serias
y elevadas del defensor de la patria, del padre de familia, del sacerdote,
del magistrado, y dedicarse en fin a las diferentes profesiones, artes
u oficios, en que se verán tanto más honrados, favorecidos
y aventajados, cuanto más moral sea su conducta, más cultivada
su razón, más activo y completo su desempeño.
Para que el institutor pueda dirigir con acierto la educación de
la juventud, debe estar penetrado de esta gran verdad: "No siendo
el fin del hombre los goces terrenos, sino el encaminarse a la felicidad
eterna por la práctica del bien, el objeto de la educación
debe ser colocar a cada individuo en la mejor aptitud posible de ser útil
a la sociedad y a si mismo, cumpliendo su alto destino de marchar a una
vida inmortal por el sendero de la virtud".
El hombre está pues en la obligación de trabajar incesantemente
en mejorarse, en acercarse a la perfección; esta es la grande obra
que debe ser comenzada, y no abandonada jamás por la educación.
El presente libro ha sido digitalizado por
Norberto G. Ruiz Vázquez
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