La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

Italo Calvino

Historias de Marcovaldo

El libro Marcovaldo o sea las estaciones en la ciudad se compone de veinte relatos. Cada
relato se dedica a una estación; el ciclo de las cuatro estaciones se repite por tanto en el libro
cinco veces. Todos los relatos tienen el mismo protagonista, Marcovaldo, y presentan más o
menos un esquema idéntico.
El volumen se publicó por primera vez en 1963, en Turín, por las ediciones de Einaudi, con
ilustraciones de Sergio Tofano. El texto de presentación (probablemente escrito por el autor)
dice: "En medio de la ciudad de cemento y asfalto, Marcovaldo va en busca de la Naturaleza.
Pero ¿existe todavía la Naturaleza? La que él encuentra es una Naturaleza desdeñosa,
contrahecha, comprometida con la vida artificial. Personaje bufo y melancólico, Marcovaldo es
el protagonista de una serie de fábulas modernas'', que —dice más adelante la misma
presentación—"se mantienen fieles a una clásica estructura narrativa: la de las historietas con
tiras de ilustraciones de los periódicos infantiles".
Las características del protagonista se insinúan apenas: es un espíritu sencillo, es padre de
familia numerosa, trabaja de peón o mozo en una empresa, es la última encarnación de una
serie de cándidos héroes pobrediablos a lo Charlot, con una particularidad: la de ser un
"Hombre de la Naturaleza", un "Buen Salvaje" exiliado en la ciudad industrial. Desde qué lugar
ha venido a la ciudad, cuál sea ese "altero ubi" que le pone nostálgico, no se nos dice; cabría
definirlo como "inmigrado", si bien esta palabra no comparece nunca en el texto; quizá la
definición resulte acaso impropia, porque todos en estos cuentos parecen "inmigrados" en un
mundo extraño al que no pueden hurtarse.

PRIMAVERA
1. SETAS EN LA CIUDAD

EL viento, viniendo de sabe dónde a la ciudad, le trae regalos inesperados, de los que tan sólo
se aperciben algunas almas sensibles, como las sujetas a la fiebre del heno, a las cuales hace
estornudar el polen de flores de otras tierras. Un día, a la tira de tierra de un paseo ciudadano
llegó, a saber cómo, una ráfaga de esporas, y se formaron hongos. Nadie se dio cuenta salvo
el peón Marcovaldo, que precisamente allí tomaba cada mañana el tranvía.
Tenía este Marcovaldo un ojo poco adecuado a la vida de la ciudad: carteles, semáforos,
escaparates, rótulos luminosos, anuncios, por estudiados que estuvieran para atraer la
atención, jamás detenían su mirada que parecía vagar por las arenas del desierto. En cambio
una hoja que amarilleara en una rama, una pluma que se enredase en una teja, nunca se le
pasaban por alto: no había tábano en el lomo de un caballo, taladro de carcoma en una mesa,
pellejo de higo escachado en la acera que Marcovaldo no notase, y no hiciese objeto de
cavilación, descubriendo las mudanzas de las estaciones, las apetencias de su ánimo y la
miseria de su existencia.
Así fue que una mañana, esperando el tranvía que le llevaba a la compañía Sbav donde servía
como mozo, notó una cosa insólita cerca de la parada, en la tira de tierra estéril y costrosa que
sigue el arbolado del paseo: de vez en cuando, al pie de los árboles parecía que se formaban
chichones, alguno de los cuales se abría y dejaba asomar redondeados cuerpos subterráneos.
Se agachó a atarse los zapatos y miró con atención: ¡eran hongos, verdaderas setas, que
estaban brotando precisamente en plena ciudad! A Marcovaldo pareció que el mundo gris y
mísero que le circundaba se hiciese de pronto pródigo en riquezas ocultas, y que de la vida
aún se pudiera esperar algo, además del salario-base, la contingencia, el subsidio familiar y el
plus de carestía de vida. Durante el trabajo estuvo más distraído que de costumbre; no se le
quitaba del pensamiento que mientras él permanecía allí descargando paquetes y cajones, en
la oscuridad de la tierra los hongos silenciosos, lentos, que sólo él conocía, iban madurando
su pulpa porosa, asimilaban jugos subterráneos, rompían la costra de los terrones. "Bastaría
con que lloviera una noche—se dijo, y ya estarían a punto." Y no veía la hora de hacer
partícipes del descubrimiento a su mujer y a los seis hijos.
—¡Una cosa os diré!—anunció durante el menguado almuerzo—. ¡Antes de una semana
comeremos setas! ¡Un buen plato de ellas! ¡Os lo aseguro!
Y a los hijos más pequeños, que ni sabían qué fueran las setas, explicó con auténtico
transporte la hermosura de sus muchas especies, la delicadeza de su sabor, y cómo había que
cocinarlas; tanto, que interesó en el debate a su esposa Domitilla, que hasta entonces se había
mostrado más bien incrédula y distraída.
—¿Y dónde andan esas setas?—preguntaron los chicos—¡Dinos dónde crecen!
A cuya pregunta el entusiasmo de Marcovaldo se vio frenado por un razonamiento receloso:
"Suponte que se lo explique, ellos van a buscarlas con la consabida banda de arrapiezos, se
corre la voz en el barrio, ¡y las setas acaban en las cazuelas de los demás!" De modo, que un
hallazgo que al momento le había embargado de amor universal el pecho, ahora le llevaba al
frenesí de la posesión, le envolvía en un temor celoso y desconfiado.
—El lugar de las setas me lo sé yo, y sólo yo —dijo a los vástagos—, y ¡ay de vosotros si se
os escapa ni una palabra!
A la mañana siguiente, Marcovaldo, conforme se aproximaba a la parada del tranvía, estaba
lleno de aprensión. Inclinándose sobre el lugar respiró al ver los hongos algo crecidos,
aunque no mucho, todavía casi enteramente ocultos por la tierra.
Seguía en esa posición, cuando se dio cuenta de que había alguien a su espalda. Se enderezó
de golpe y trató de adoptar un aire indiferente. Era un barrendero que no le quitaba ojo,
apoyado en su escobón.
El tal barrendero, en cuya jurisdicción se hallaban los hongos, era un joven cuatro ojos y alto
como una pértiga. Se llamaba Amadigi, y a Marcovaldo siempre le resultó antipático, tal vez
por culpa de aquellas gafas que escrutaban el asfalto de las calles en busca del menor vestigio
natural para borrarlo a escobazos.
Era sábado y Marcovaldo pasó la media jornada libre rondando con fingida indiferencia aquel
lugar, acechando de lejos al barrendero y los hongos, y echando la cuenta del tiempo que a
éstos faltaba para estar en sazón.
Aquella noche llovió: como los campesinos tras meses de sequía se despabilan y saltan de
júbilo al susurro de las primeras gotas, así Marcovaldo, único en toda la ciudad, se incorporó
en la cama, llamó a los suyos. "Aquí está la lluvia, aquí está la lluvia", y aspiraba el olor a
polvo mojado y moho fresco que llegaba de la calle.
Al amanecer—era domingo—, en unión de los niños, con un cesto que le prestaron, corrió
escapado a los árboles. Allí estaban las setas, tiesas sobre su pie, con los sombreritos bien
levantados sobre la tierra aún rezumante de agua.—¡Viva!—y se lanzaron a cosecharlas.
—¡Papá, mira ese señor cuántas se lleva!—dijo Michelino, y el padre levantando la cabeza
vio, en pie junto a ellos, a Amadigi, también él cargado con un cesto lleno de hongos.
—Ah, ¿también ustedes las buscan?—soltó el barrendero—. ¿De modo que se pueden
comer? Yo me he hecho con unas cuantas, pero no me acababa de fiar... Ahí abajo, en la
avenida, las hay todavía más grandes... Bien, ahora que lo sé, voy a avisar a mis parientes que
están allí discutiendo si es cosa de llevárselas o no.. —y se alejó a buen paso.
Marcovaldo no pudo articular palabra: setas todavía más gordas, y que él no se hubiera dado
cuenta, una cosecha que ni soñada, y se las llevaban tan ricamente, en sus propias narices. Por
un momento se sintió como petrificado de ira, de rabia; luego—según sucede a veces—los
vapores de aquellas pasiones individuales se transformaron en un arranque generoso. A
aquellas horas, mucha gente estaba esperando el tranvía, con el paraguas colgado del brazo,
porque el tiempo seguía húmedo e inseguro.
—¡Eh, vosotros! ¿Os queréis comer un buen plato de setas esta noche?—gritó Marcovaldo a
la gente agolpada en la parada—. ¡Se han hecho setas aquí, en el paseo! ¡Venid conmigo!
¡Hay para todos!—y salió en pos de Amadigi, seguido por un nutrido cortejo.
Todavía hallaron setas para todos y, a falta de cestos, las ponían en los paraguas abiertos.
Alguien propuso:—¡No estaría mal que hiciéramos una comida todos juntos!—Sin embargo,
cada cual se quedó con sus setas y se marchó a su propia casa.
Pero pronto se volvieron a ver; es más, aquella noche, en la misma sala del hospital, después
del lavado gástrico que a todos ellos salvó del envenenamiento; nada grave, porque la
cantidad de hongos que comió cada cual fue bastante poca.
Marcovaldo y Amadigi tenían próximas las camas y se miraban de mal ojo.

INVIERNO
4. LA CIUDAD PERDIDA EN LA NIEVE

AQUELLA mañana lo despertó el silencio. Marcovaldo saltó de la cama con la sensación de
que algo extraño había en el aire. No acertaba a calcular la hora, pues la luz entre las tablillas
de la persiana no recordaba la de ninguna hora del día o de la noche. Abrió la ventana: de la
ciudad ni rastro, había sido sustituida por una hoja en blanco. Aguzando la mirada distinguió,
entre tanto blanco, algunas líneas casi borradas que correspondían a las de la vista habitual:
las ventanas y los tejados y farolas de los alrededores, pero perdidas bajo la enormidad de
nieve que les había caído encima durante la noche.
— !Nieve! —gritó Marcovaldo a su mujer, es decir intentó gritar, porque la voz le salió
embotada. Al igual que sobre líneas y colores y perspectivas, la nieve había caído sobre los
ruidos, incluso sobre la posibilidad misma de hacer ruido; los sonidos, en aquel espacio
acolchado, no vibraban.
Se dirigió a pie al trabajo; los tranvías no circulaban a causa de la nieve. Por el camino,
abriendo él mismo su pista, se sintió libre como en ningún otro momento. En las calles de la
ciudad cualquier diferencia entre acera y arroyo había desaparecido, vehículos no iban a
transitar, y Marcovaldo, si bien se hundía hasta media pierna a cada paso que daba, notando
cómo la nieve se le metía por los calcetines, era muy dueño de andar por el centro de la calle,
de pisar los, arriates, de cruzar fuera de las líneas prescritas, de avanzar en zigzag.
Las calles y avenidas se abrían inmensas y desiertas como blancos desfiladeros entre
montañas a pico. La ciudad escondida bajo aquel manto, ¿sería la de siempre o acaso, durante
la noche, la habrían cambiado por otra? ¿Quién sabe si bajo aquellos montículos blancos se
hallaban todavía los postes de gasolina, los quioscos, las paradas del tranvía o si no eran más
que sacos y más sacos de nieve? Anda que te anda, Marcovaldo soñaba que se perdía en una
ciudad distinta: pero sus pasos le conducían precisamente al lugar de su trabajo cotidiano, al
almacén de costumbre, y, no más cruzar el umbral, el peón se sorprendió al verse de nuevo
entre aquellas paredes siempre iguales, como si la mudanza que había anulado a todo el
mundo exterior hubiese respetado tan sólo a su empresa.
Lo que allí le esperaba era una pala, más alta que él. El jefe de almacén, el señor Viligelmo,
tendiéndosela, dijo:—Quitar la nieve en la acera frente a la empresa corre de cuenta nuestra,
es decir tuya.—Marcovaldo empuñó la pala y volvió a salir.
Quitar la nieve a paladas no es cosa de juego, en particular para quien anda ligero de
estómago, pero Marcovaldo veía en la nieve una amiga, un elemento que anulaba la jaula de
paredes en que estaba presa su vida. Y se puso con ahínco a la tarea, haciendo volar grandes
paladas de nieve desde la acera al centro de la calle.
También el parado Sigismondo estaba más que agradecido a la nieve, porque habiéndose
apuntado aquella mañana entre los paleadores municipales, se le ofrecía finalmente la
perspectiva de unos cuantos días de trabajo asegurado. Pero este sentimiento suyo,
contrariamente a las vagas fantasías de Marcovaldo, se traducía en cálculos muy precisos de
cuántos metros cúbicos de nieve había de remover para desembarazar tantos metros
cuadrados; aspiraba, en una palabra, a quedar bien ante el capataz; y —su secreta ambición—
a hacer carrera.
Sigismondo se da vuelta, ¿y qué es lo que ve? El trozo de arroyo recién despejado volvía a
cubrirse de nieve con las paladas sin orden ni concierto de un tipo que se afanaba en la acera
inmediata. Casi le dio un síncope. Corrió a plantarle cara, poniéndole su pala llena de nieve
contra el pecho.—¡Alto, tú! ¿No serás el que lanzas allá la nieve?
—¿Eh? ¿Cómo? —se sobresaltó Marcovaldo, pero ya admitía—: Ah, tal vez sí.
—Bien, o te la recoges al momento con tu palita o te la hago comer hasta el último copo.
—Pero yo tengo que limpiar la acera.
—Y yo la calle, ¿y qué más?
—¿Dónde la pongo?
—¿Eres del Ayuntamiento?
—No. De la sociedad Sbav.
Sigismondo le enseñó a amontonar la nieve en el bordillo y Marcovaldo le volvió a limpiar
aquel trecho. Satisfechos, con las palas plantadas en la nieve, se detuvieron a contemplar el
trabajo realizado.
—¿Tienes alguna colilla?—pidió Sigismondo.
Estaban encendiendo el cigarrillo que se habían partido, cuando un coche quitanieves recorrió
la calle alzando dos grandes olas blancas que volvía a caer a los lados. Cualquier ruido
aquella mañana era apenas un susurro: cuando ambos levantaron la vista, todo lo que
llevaban limpiado estaba otra vez cubierto de nieve.—¿Qué sucede aquí? ¿Ha vuelto a
nevar?—y alzaron los ojos al cielo. La máquina, sin parar sus escobones, ya estaba doblando
la bocacalle.
Marcovaldo aprendió a amontonar la nieve formando un murete compacto. Si seguía
haciendo muretes de esos, se podría abrir calles para él solo, calles que condujeran donde
sabría sólo él, y en las que los demás se extraviarían. Rehacer la ciudad, apilar montañas
como casas, que nadie sería capaz de distinguir de las casas de veras. Si es que a estas horas
todas las casas no se habían convertido en nieve, por dentro y por fuera; toda una ciudad de
nieve con los monumentos y los campanarios y los árboles, una ciudad que se podía deshacer
a palazos y volverla a hacer de otro modo.
Junto a la acera, en un determinado punto, había un montón de nieve bastante considerable.
Marcovaldo se disponía ya a nivelarlo a la altura de sus muretes, cuando advirtió que se
trataba de un automóvil: el lujoso coche del presidente del consejo de administración, el
comendador Alboino, enteramente cubierto de nieve. En vista de que la diferencia entre un
auto y un montón de nieve era tan escasa, Marcovaldo, con su pala, se puso a modelar la
forma de un coche. Le salió bien: la verdad es que entre ambos no había modo de saber cuál
fuera el verdadero. Para dar los últimos toques a su obra, Marcovaldo se valió de algunas
cosillas que se le venían a la pala: un bote mohoso caía que ni pintado para modelar la forma
de un faro; con un cacho de grifo la portezuela tuvo su tirador.
Hubo un general desgorrarse por parte de los porteros, ordenanzas y repartidores, y el
presidente, comendador Alboino, salió del portón. Miope y eficiente, arrancó decidido a
llegar al momento a su automóvil, empuñó el grifo que sobresalía, tiró, bajo la cabeza y se
metió hasta el cuello en el montón de nieve.
Marcovaldo había doblado la esquina y estaba dando paladas en el patio.
Los chicos del patio habían hecho un monigote de nieve.—¡Le falta la nariz!—dijo uno de
ellos—. ¿Que le ponemos? !Una zanahoria!—y corrieron a sus respectivas cocinas a buscar
entre las legumbres.
Marcovaldo contemplaba el hombre de nieve. De modo que, bajo la nieve, no se distingue lo
que sea de nieve y lo que sólo esté cubierto. Salvo en un caso: el hombre, pues está claro que
yo soy yo y no eso de ahí."
Absorto en sus meditaciones, ni se dio cuenta de que, desde el tejado, dos hombres gritaban
—¡Eh, don usted, échese a un lado!—Eran los que limpiaban de nieve las tejas. Y de pronto,
una carga de tres quintales de nieve se le vino exactamente encima.
Los chiquillos regresaban con su botín de zanahorias.—¡Oh! ¡Han hecho otro hombre de
nieve!—En mitad del patio había dos monigotes idénticos, próximos.
—¡Les pondremos nariz a los dos!—y hundieron sendas zanahorias en las cabezas de los dos
hombres de nieve.
Marcovaldo, más muerto que vivo, notó, a través de la envoltura que lo tenía sepultado y
hecho un sorbete, que le llegaba comida. Y masticó.
—¡Virgen santa! ¡La zanahoria ha desaparecido!—Los chicos se asustaron de veras.
El más valiente no se amilanó. Tenía una nariz de recambio: un pimiento; y se la colocó al
hombre de nieve. El hombre de nieve la engulló como la anterior.
Entonces probaron con un trozo de carbón, de esos en forma de bastoncito. Marcovaldo lo
escupió con todas sus fuerzas.—¡Socorro! ¡Está vivo! ¡Está vivo!—Los chiquillos salieron de
estampía.
En un rincón del patio había una reja por la que salía una nube de vapor. Marcovaldo, con
torpe paso de hombre de nieve, hacia allá se encaminó. La nieve se disolvió a escape, corría
en cien riachuelos por su ropa: reapareció un Marcovaldo tumefacto y embotado por un
resfriado colosal.
Tiró de pala, sobre todo para calentarse, y se puso a trabajar en el patio. Tenía un estornudo
que se había detenido en lo alto de la nariz, voy, no voy, y no se decidía a salir. Marcovaldo
daba a la pala, los ojos cerrados a medias, y el estornudo seguía encaramado en lo alto de la
nariz. De pronto: el " ¡Aaaaa. . . " fue casi un movimiento sísmico, y el "...chússs!" más recio
que el estallido de una mina. A causa del desplazamiento de aire, Marcovaldo fue a botar
contra la pared.
Vaya con el desplazamiento: era una auténtica tromba de aire lo que el estornudo había
provocado. Toda la nieve del patio se levantó en un remolino como de tormenta, y aspirada
desde arriba se pulverizó en el cielo.
Cuando Marcovaldo pudo abrir los ojos después de su desvanecimiento, el patio estaba
enteramente expedito, sin el menor copo de nieve. Y a los ojos de Marcovaldo volvía a
presentarse el patio de siempre, sus paredes grises, los cajones del almacén, las cosas de cada
día esquinadas y hostiles.

VERANO
10. UN VIAJE CON LAS VACAS

Los ruidos de la ciudad, que en las noches de verano entran por las ventanas abiertas en las
habitaciones de quienes no pueden dormir por el calor, los verdaderos ruidos de la ciudad
nocturna se empiezan a oír cuando a determinada hora el anónimo estruendo de los motores
se enrarece y calla, y del silencio surgen discretos, nítidos, graduados a tenor de la distancia,
un paso de noctámbulo, el susurrido de la bici de un guarda nocturno, un acallado y lejano
alboroto, y también el roncar de los pisos de arriba, el gemido de un enfermo, un viejo reloj
de pared que sigue dando a cada hora sus campanillazos. Hasta que empieza, al amanecer, la
orquesta de los despertadores en las casas obreras, y por los rieles pasa un tranvía.
Así una noche Marcovaldo, entre la mujer y los críos que sudaban en el sueño, permanecía
con los ojos cerrados escuchando cuanto de ese polvillo de tenues sonidos se filtraba de las
baldosas de la acera y por los bajos ventanos hasta el fondo de su semisótano. Percibía el
tacón jovial y veloz de una mujer a deshora, la suela desclavada del recogedor de colillas, con
sus irregulares paradas, el chiflido de quien se siente solo, y de vez en cuando un truncado
baturrillo de palabras de un diálogo entre amigos, lo bastante para adivinar si hablaban de
deporte o de cuartos. Pero en la noche calurosa aquellos sones perdían todo resalte, se
desleían como amortiguados por el bochorno que colmaba el vacío de las calles, y sin
embargo parecían quererse imponer, sancionar su propio dominio sobre aquel reino
deshabitado. En cada presencia humana Marcovaldo reconocía tristemente a un hermano,
como él encadenado, incluso en época de vacaciones, a aquel horno de cemento recocido y
polvoriento, por las deudas, el peso de la familia, el salario escaso.
Y como si la idea de la imposible vacación le hubiese abierto de pronto las puertas de un
sueño, le pareció oír a lo lejos un sonar de cencerros, y el ladrido de un perro, e incluso un
corto mugido. Pero estaba con los ojos abiertos, no soñaba: y trataba, afinando el oído, de
recibir mayor confirmación de tan vagas impresiones, o un mentís; y la verdad es que le
llegaba un murmullo como de centenares de pasos, lentos, disparejos, sordos, que se
aproximaba y sobresalía sobre cualquier otro ruido, a excepción precisamente de aquel
sonsonete herrumbroso.
Marcovaldo se levantó, se puso la camisa, los pantalones.
—¿Adónde vas? —dijo la mujer, que dormía sólo con un ojo.
—Está pasando una vacada por la calle. Voy a ver.
—¡Yo también! ¡Yo también! —coreaban los niños, que sabían despertarse en el momento
oportuno.
Era una vacada como suelen cruzar de noche la ciudad, a principios de verano, camino de las
montañas para la alzada. Al subir a la calle con los ojos todavía medio pegados por el sueño,
los chicos vieron el río de grupas pardas y cárdenas que invadía la acera, y se estregaba contra
las paredes cubiertas de carteles, los cierres echados, los postes de las señales de prohibición
de estacionamiento, los surtidores de gasolina. Tentando con prudente pezuña el escalón en
las bocacalles, los hocicos a salvo de cualquier sobresalto de curiosidad y pegados a los
lomos de las que les precedían, las vacas llevaban consigo su fragancia de heno y de
florecillas campestres y leche y el lánguido son de los cencerros, y la ciudad parecía no
tocarlas, absortas ya en su mundo de prados húmedos, nieblas y montañas y vados de riachos.
Impacientes, en cambio, como si no las tuvieran todas consigo ante el empaque de la ciudad,
se mostraban los vaqueros, quienes se afanaban en breves, inútiles carreras por el flanco de la
columna, alzando las varas y estallando en voces aspiradas y rotas. Los perros, para quienes
nada de lo humano es ajeno, afectaban desenvoltura avanzando resueltamente,
campanilleando, muy pendientes de su tarea, pero se comprendía que también ellos andaban
intranquilos y envarados, pues de lo contrario se hubieran distraído por cualquier cosa a y
empezarían a olisquear esquinas, farolas, manchas en el empedrado, que es el primer
pensamiento de todo perro ciudadano.
—Papá —dijeron los niños—, ¿las vacas son como los tranvías? ¿Tienen paradas? ¿Dónde
está el final de trayecto de las vacas?
—Nada tienen que ver con los tranvías—explicó Marcovaldo—. Van a la alta montaña.
—¿Usan esquíes?—preguntó Pietruccio.
—Van a los pastos, a comer hierba.
—¿Y no les ponen multa si estropean los prados?
Quien no hacía preguntas era Michelino, pues, mayor que los demás, tenía ya sus ideas sobre
las vacas, y ahora sólo trataba de comprobarlas, de observar los apacibles cuernos, los lomos
y papadas de vario color.
Al efecto, seguía a la vacada trotando a su vera como los perros de ganado.
Pasado el último hatajo, Marcovaldo tomó de la mano a los niños para volver a la cama, pero
echó en falta a Michelino. Descendió a la habitación, preguntó a su mujer: —¿Michelino ha
vuelto ya?
—¿Michelino? ¿No estaba contigo?
"Se ha puesto a seguir a la vacada y a saber dónde andará", pensó, y volvió disparado a la
calle. Ya la vacada había dejado la plaza y Marcovaldo se afanó buscando la calle que
habrían tomado. Diríase que aquella noche varias vacadas estuvieran atravesando la ciudad,
cada una por una calle distinta, derecha cada cual hacia su valle. Marcovaldo encontró y dio
alcance a una vacada, pero al instante comprendió que no era la suya; en un cruce vio que
cuatro calles más allá otra vacada pasaba en sentido paralelo y corrió a su encuentro; allí los
vaqueros le advirtieron que habían encontrado otra que marchaba en sentido opuesto. De esta
suerte, hasta que el último eco de cencerro se diluyó a la luz del alba, Marcovaldo continuó
dando vueltas y más vueltas inútilmente.
El comisario a quien acudió para denunciar la desaparición de su hijo, comentó: —¿En pos
de una vacada? Habrá ido a la alta montaña, a pegarse un veraneo; dichoso él. Verás cómo
vuelve gordo y moreno.
La opinión del comisario fue confirmada días después por un empleado de la empresa en que
trabajaba Marcovaldo, y que regresaba del primer turno de vacaciones. En un puerto de
montaña se topó con el chico: estaba con la vacada, mandaba saludos al padre, y se
encontraba bien.
Marcovaldo, en el polvoroso achicharradero ciudadano, volaba con el pensamiento a su hijo
afortunado, que ahora sin duda se pasaba las horas a la sombra de un abeto, chuflando con
una ramilla en la boca, contemplando allá abajo a las vacas moverse lentas por el prado, y
oyendo en la sombra del valle un murmullo de aguas.
La madre, en cambio, no veía la hora de que volviese:—¿Vendrá en tren? ¿Vendrá en coche
de línea? Lleva ya una semana... Ha pasado el mes... Tendrá mal tiempo...—y no se
tranquilizaba, no obstante que el tener uno menos a la mesa cada día era ya un alivio.
—Dichoso él, toma el fresco y se hincha de mantequilla y queso—decía Marcovaldo, y cada
vez que en el fondo de una calle se le aparecía, velado apenas por la calina, el recorte blanco
y gris de las montañas, se sentía como sumergido en un pozo, a cuya luz, allá en lo alto, le
parecía ver centellear espesuras de arces y castaños, y zumbar abejas silvestres, y Michelino
allí arriba, galbanoso y satisfecho, entre la leche y la miel y las moras de bardal.
Pero también él esperaba el regreso de su hijo una tarde y otra, si bien no pensara, como la
madre, en horarios de trenes y autobuses: de noche estaba a la escucha de los pasos de la
calle, como si el ventano de la habitación fuese la boca de una caracola que trajera el eco, al
aplicar el pabellón de la oreja, de los ruidos montanos.
Hasta la noche en que, incorporándose de golpe para quedar sentado en la cama, no se trataba
de una ilusión, oyó aproximarse por el empedrado aquel inconfundible zapalear de pezuñas
hendidas, unido al repique de los cencerros.
Se precipitaron a la calle, él y toda la familia. Regresaba la vacada, lenta y grave. Y por entre
ella, a horcajadas sobre el lomo de una vaca, agarrado a la collera, bailoteándole la cabeza a
cada paso, venía, medio dormido, Michelino.
Lo tomaron en volandas, le abrazaron y besaron. Él estaba medio aturdido.
—¿Cómo estás? ¿Era bonito?
—Oh... sí...
—Y a casa, ¿tenías ganas de volver?
—Sí. . .
—¿Es bonita la montaña?
Estaba en pie, frente a ellos, con el ceño fruncido, dura la mirada.
—Trabajaba como un mulo—dijo, y escupió con rabia. Se le había puesto cara de persona
mayor—. A la caída de la tarde desplazar los cubos a los ordeñadores, de un animal al otro,
de un animal al otro, y vaciarlos luego en el bidón, aprisa, cada vez más aprisa, y así hasta las
tantas. Y por la mañana temprano arrastrar los bidones hasta los camiones que los bajan a la
ciudad... Y contar, contando siempre: los animales, los bidones, y guay si te equivocabas...
—¿Pero en los prados podías estar? ¿Cuando los animales pacían...?
—Nunca te daba tiempo. Siempre había algo que hacer. Que si la leche, que si el esquilmo, o
el fiemo. ¿Y todo para qué? Con la excusa de que no tenía contrato de trabajo, ¿cuánto me
han pagado? Una miseria. Pero si os figuráis que voy a daros algo, estáis muy equivocados.
Ea, vámonos a dormir que me caigo a pedazos.
Se encogió de hombros, respiró fuerte y entró en la casa.
La vacada continuaba alejándose por la calle, llevándose consigo las engañosas y lánguidas
fragancias de heno y sones de cencerros.

PRIMAVERA
13. DONDE ES MÁS AZUL EL CIELO

SE vivía en un tiempo en que los más sencillos alimentos encerraban insidiosas amenazas y
fraudes. No pasaba día sin que algún periódico no hablara de descubrimientos horrorosos en
las cosas de la compra: el queso lo hacían con plásticos, la mantequilla con la estearina de las
velas, en la fruta y verdura el arsénico de los insecticidas estaba concentrado en proporción
mayor que las vitaminas, a los pollos, para engordarlos, los atiborraban de no sé qué píldoras
sintéticas capaces de transformar en gallinácea a quien se comiera tanto así. El pescado fresco
lo habían pescado el año anterior en Islandia y le pintaban los ojos para que pareciera de ayer.
En algunas botellas de leche había aparecido un ratón, no se sabe si vivo o muerto. De las de
aceite no manaba el dorado jugo de las olivas, sino el sebo de viejos mulos,
convenientemente destilado.
Marcovaldo en el trabajo o en el café oía contar semejantes cosas y cada vez sentía algo así
como una coz de mulo en el estómago, o la carrerilla de un ratón por el esófago. En casa,
cuando su mujer Domitilla volvía de la compra, la sola vista del capazo que en otros tiempos
le llenaba de gozo, con el apio, las berenjenas, el papel basto y poroso de los cucuruchos de la
tienda de comestibles y paquetes del tocinero, ahora le infundía un como miedo de que se
infiltrasen presencias enemigas entre los muros domésticos.
"Todos mis esfuerzos deben tender—se prometió—, a conseguir para la familia
alimentos que no hayan pasado por las manos arteras de los especuladores." De
mañana, camino del trabajo, no era raro cruzarse con individuos provistos de
cañas y con botas de agua, en dirección al paseo del río. "Ese es el sistema", se
dijo Marcovaldo. Pero el río en el trecho de la ciudad, que recogía basuras,
desagües y cloacas, le inspiraba una profunda repugnancia. "He de buscar un
sitio—se decía—, en que el agua sea verdaderamente agua, los peces verdaderos
peces. Allí echaré el anzuelo."
Los días se iban haciendo más largos: con su velomotor, al salir del trabajo, Marcovaldo se
alargaba a explorar el río aguas arriba de la ciudad, y los riachuelos que a él afluían. Le
interesaban en especial los trechos en que el agua corría más lejos de la carretera asfaltada.
Tomaba por los senderos, entre los grupos de sauces, a lomos del motociclo, hasta donde
podía; luego—dejándolo en una mata—a pie, hasta llegar a la vera del agua. En una ocasión
se perdió: rodaba por los riscos enzarzados y abruptos, y no daba con la menor senda, ni sabía
ya por dónde caía el río: de pronto, al apartar unas ramas, vio, a pocas brazas allá abajo, el
agua silenciosa—era un remanso del río, como un pequeño y calmo fondeadero—, de un
color azul que recordaba un laguito de alta montaña.
La emoción no le impidió escrutar por entre las leves encrespaduras de la corriente. ¡Y al fin
su obstinación se veía premiada! Un latido, el regate inconfundible de una aleta en el filo de
la superficie, y luego otro, otro más; una felicidad como para no dar crédito a sus ojos: allí era
el lugar en que se congregaban los peces de todo el río, el paraíso del pescador, tal vez
desconocido todavía para todos, salvo él. De regreso (estaba oscureciendo) se detuvo a grabar
señales en la corteza de los olmos, y a amontonar piedras en determinados puntos para dar
otra vez con el lugar.
Ya sólo le faltaba hacerse con el equipo adecuado. En realidad, lo tenía bien estudiado: entre
los vecinos de la escalera y el personal de la empresa había localizado una decena de
apasionados de la pesca. Con medias palabras y alusiones, a cada uno de ellos prometiendo
indicarle, en cuanto él se cerciorara, un sitio lleno de tencas y que sólo él conocía, consiguió
que un poco de éste y otro poco de aquél le prestaran un arsenal de pescador como jamás
viera más completo.
A estas alturas no le faltaba nada: caña, sedal, anzuelos, cebo, red, botas de agua, capacha,
una hermosa mañana, dos horas de tiempo—de las seis a las ocho—antes de ir al trabajo, el
río con las tencas... ¿Cómo no pescarlas? Así fue: bastaba lanzar el sedal y hacía presa; las
tencas picaban libres de sospechas. En vista que con la caña resultaba tan fácil, probó con la
red: eran tencas tan bien dispuestas que se precipitaban de cabeza en la red.
Cuando fue la hora de marchar, su capacha estaba llena. Buscó un camino, río arriba.
—¡Eh, usted!—en un recodo de la ribera, entre los chopos, se mantenía erguido un tipo con
gorra de guarda y gesto de pocos amigos.
—¿Yo? ¿Qué pasa?—dijo Marcovaldo advirtiendo no sé qué amenaza para sus tencas.
—¿Dónde los ha pescado, todos esos peces? Dijo el guarda.
—¿Eh? ¿Por qué?—y Marcovaldo tenía ya el corazón en un puño.
—Si los ha pescado ahí, ya los está tirando: ¿no ha visto la fábrica río arriba?—y le indicaba
en efecto un edificio largo y bajo que ahora, doblado el recodo, se vislumbraba más allá de
los sauces, y que arrojaba al aire humo y en el agua una nube densa de un increíble color
entre turquesa y violeta—. ¡Por lo menos el agua, de qué color es, lo habrá visto! Fábrica de
pinturas: el río está envenenado a causa de ese azul, y los peces lo mismo. ¡Arrójelos en el
acto, o si no se los confisco! Marcovaldo, por su gusto, los hubiera arrojado lo más lejos
posible y al instante quitárselos de encima, como si sólo el olor bastara a envenenarle. Pero
en presencia del guarda no quería hacer semejante papelón.
—¿Y si los he pescado más arriba?
—Esto es otro cantar. Se los confisco y le pongo multa. Río arriba de la fábrica hay un coto
de pesca. ¿No ve el cartel?
—Yo, a decir verdad—se apresuró a contestar Marcovaldo—, llevo la caña porque sí, para
presumir con los amigos, pero los peces se los he comprado al pescadero de ese pueblo de ahí
al lado.
—Nada hay que objetar, entonces. Sólo falta pagar los consumos: aquí estamos fuera del
fielato.
Marcovaldo había abierto la capacha y la estaba vaciando en el río. Alguna de las tencas
debía de estar todavía viva, porque se escabulló más que contenta.

 

 

 

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