José
Asunción Silva
TRANSPOSICIONES
CARTA ABIERTA
Señora:
Hace dos años, en una larga temporada que pasó usted en el campo, llevando
una vida
apacible y tranquila, consagrada a la pintura, me hizo usted el honor
de invitarme a almorzar
una vez en su casa. Las horas que pasé allí me parecieron breves, como
nos parece breve
todo lo que es muy grato. Antes de que nos sentáramos a la mesa nos mostró
usted su último
estudio de pintura en pleno aire, acabado en la semana anterior; era aquella
figura la de una
muchacha campesina, perdida en un trigal y que lleva en las manos unos
manojos de yerba y
unas flores; un cuadro lleno de luz y de aire de campo. Después del almuerzo,
a tiempo del
champaña que hervía en las copas, y del café negro aromático como una
esencia, nos
propuso usted que diéramos una vuelta por las cercanías y todos aceptamos
alborozados su
idea.
Adelante íbamos usted y yo, y nuestra conversación fue una larga confidencia
mutua de
nuestra adoración a la Belleza. Me hablaba usted de los incomparables
goces que el arte le ha
proporcionado en su vida; de la serenidad que esparció en su alma la contemplación
de los
mármoles antiguos; de la fascinación que ejercen sobre usted la ingenuidad
inefable de las
Vírgenes de los Primitivos, la sonrisa misteriosa de las figura de Vinci,
la claridad que dora las
tinieblas rojizas de Rembrandt, la diáfana luz extraterrestre en que baña
Murillo sus
aspiraciones; me contaba usted que la música de algunos maestros, la hace
a usted olvidarse
de sí misma y sentir la tristeza, la alegría, los matices de sentimiento
que interpretan las
sinfonías inmortales. Con frases ardientes, y sin dominar mi entusiasmo
de fanático, le decía
a usted que en las obras de los grandes sacerdotes de la palabra, ésta
acumula todos los
medios de que disponen las otras partes para recrear la vida, agregándole
el alma de artista;
le contaba cómo me desvanece el olor de los cadáveres, de aquella ciudad
que agoniza en el
último canto del poema de Lucrecio; le contaba que de entre la muchedumbre
que gesticula y
ama y odia y mata y muere en los dramas de Shakespeare, salen a veces
a hablar conmigo, el
pálido príncipe que conversa con los sepultureros y el judío ávido que
reclama su libra de
carne; le decía a usted que los poetas son compasivos con los que los
aman, que Musset les
da a beber a sus íntimos el champaña ardiente de su sensualismo gozador;
que Vigny, un
brebaje negro que procura la resignación; Shelley, un haschich sutil que
lo hace sentirse a
uno hermano de las plantas que florecen en el jardín encantado; Longfellow,
el agua de las
fuentes campesinas en que se mojan los helechos y se refleja el cielo,
y Baudelaire y Poe, un
opio enervante que puebla el cerebro de sombras alucinadoras, entre cuya
oscuridad brillan
los ojos de Lady Ligeia y vibran unas campanas fantásticas, y aletea el
cuervo y suenan
quejidos de inexplicable angustia.
En los silencios de nuestros diálogos oíamos atrás las voces de nuestros
compañeros que
discutían el alza de las acciones de un ferrocarril en construcción; que
ponderaban la
honradez y la habilidad de un ministro recién posesionado, de quien se
prometí maravillas;
que pronosticaban la cosecha venidera como muy abundante y calculaban
en coro el alza
segura del papel moneda. Nosotros, perdidos en nuestra conversación, ellos,
discutiendo sus
graves cuestiones económicas, y sin que ninguno sintiera la distancia
al caminar paso entre
paso por la vereda sombreada de salvios oscuros y de lánguidos sauces,
fuimos a dar al
pueblecito vecino.
Para mí se fundieron en una sola, penetrante, fina y sutilmente voluptuosa,
las impresiones
del paseo, la temperatura tibia del aire y la claridad de la hora, la
expresión aristocrática de la
fisonomía de usted y los detalles exquisitos de su vestido; la quietud
adormecida del paisaje
y el olor de White Rose que emanaba del pañuelo de batista que tenía usted
en la mano
enguantada de piel de Suecia; la luz sonrosada en que la envolvía a usted,
al tamizar los
rayos verticales del sol, su sombrilla de crespón rojo; la sonrisa desencantada
que asomaba a
sus labios y la música de su voz al contarme las dificultades con que
había luchado al pintar
su último cuadro.
Hoy en unas horas perdidas, mientras que la llovizna monótona extiende
sus cortinas grises
por el horizonte y enloda las calles y lo entenebrece todo, como un pianista
desconfiado que
antes de preludia una sinfonía toca interminables escalas para adueñarse
de los secretos de
la práctica y dominar el teclado sonoro, me he entretenido en hacer ejercicios
de estilo, para
lograr que las palabras digan ciertas impresiones visuales. Es así como
he escrito estas
Transposiciones. Mientras las escribía recordaba las hora que pasé aquel
día en casa de
usted y se me impuso la idea de suplicarle que aceptara estas páginas
en recuerdo de ellas y
de nuestra plática de Arte.
Nuestros compañeros que conversaban esa mañana del ferrocarril en construcción,
de la
habilidad del ministro, de la cosecha mirífica y de la baja del cambio,
han tenido después
decepciones crueles y han renegado de sus entusiasmos de entonces; el
ferrocarril está
inconcluso y las acciones no tienen cotización; el ministro resulto un
imbécil, las sementeras
se perdieron y el papel moneda bajó veinte por ciento.
Usted y yo no hemos tenido desengaños acerca de los entusiasmos que motivaron
nuestro
diálogo de ese día; sigue usted con más amor que nunca, fijando en sus
cuadros las poesía
eterna del color, de la luz y de la sombra; sigo yo leyendo mis poetas
y tratando de dominar
las frases indóciles para hacer que sugieran los aspectos precisos de
la Realidad y las formas
vagas del Sueño; cuando se sienta usted a su piano Weber y pasa los dedos
ágiles y finos
sobre el teclado de marfil, las sonatas de Beethoven la hacen entristecerse
más suavemente
que entonces; cuando abro yo mi ejemplar de los poemas de Bourget, tirado
en papel de la
China y empastado por Thibaron en pasta llana de marroquí rojo de Levante,
con filetes de
oro, siento una emoción más profunda al releer la Meditación sobre una
calavera, o las
estrofas penetrantes y musicales de la Noche de estío; cuando los ojos
de usted, fatigados
por la policromía de la paleta, se detienen en la Ninfa de Clodión, aprecian
mejor el moldeado
blando del seno y las curvas armoniosas de las piernas gráciles; cuando
vuelve usted a mirar
la copia del Angelus hecha por sus manos, siente más a fondo la poesía
sencilla y grandiosa
del lienzo magistral, y se deja invadir lentamente por la melancolía que
flota en la claridad
moribunda de aquel cielo de crepúsculo y que cae con la sombra sobre la
tierra ennegrecida y
sobre las figuras de los labriegos.
Es que usted y yo, más felices que los otros que pusieron sus esperanzas
en el ferrocarril
inconcluso, en el ministro incapaz, en la sementera malograda o en el
papel moneda que
pierde su valor, en todo eso que interesa a los espíritus prácticos, tenemos
la llave de oro con
que se abre la puerta de un mundo que muchos no sospechan y que desprecian
otros; de un
mundo donde no hay desilusiones ni existe el tiempo; es que usted y yo
preferimos al
atravesar el desierto, los mirajes del cielo a las movedizas arenas, donde
no se puede
construir nada perdurable; en una palabra, es que usted y yo tenemos la
chifladura del arte,
como dicen los profanos, y con esa chifladura moriremos.
Señora, déjelos usted que nos llamen chiflados, que se burlen de nuestra
inocente manía. Ya
ve usted cómo al cabo de dos años nosotros adoramos con más fervor lo
que queríamos
entonces, y ellos han perdido sus ilusiones. Ríase usted de ellos, señora,
si su bondad
inefable se lo permite, y si no, compadézcalos. Los dos hemos escogido
en la vida la mejor
parte, la parte del ideal, la parte de María, y mientras que Marta prepara
el banquete y lava las
ánforas, nosotros, sentados a los pies del Maestro, nos embelesamos oyendo
las parábolas.
Es fácil que algunos instantes de desabrimiento y de acedía le impidan
gozar de éxtasis de las
fruiciones estéticas; que las tentaciones del mundo vengan a turbar la
paz del espíritu de
usted, y que la muselina de Siriganor de un vestido de baile salido de
las manos de Worth, o
el oriente rosado de las perlas de un collar que tengan en el estuche
de raso negro la marca
de Braugrand Rivir le parezcan a usted más deseables que el claro oscuro
exacto de un
esbozo difícil o que la interpretación sincera de una mediatinta fugitiva;
yo he tenido días de
esos en que desesperado de lograr la armonía de un período o la música
de una estrofa, y
olvidado de mis poetas, he pecado gravemente, y he perdido mi fervor,
sin fuerzas para
resistir las tentaciones vertiginosas del oro. Aconsejado en esas horas
de aridez espiritual
por mi confesor laico, un viejo psicólogo que tiene en su celda, por todo
adorno, una copia de
la Melancolía, de Alberto Durero, y que posee a fondo los secretos sutiles
de la dirección de
las almas, he alcanzado grandes consuelos y he restablecido la paz interior
leyendo y
meditando mucho aquellos versículos suavísimos de la imitación: Excedunt
enim spintuales
consolationes, omnes mundi delicias et carnis voluptatis.
Nam omnes mundance aut vanae sunt turpes. (*)
(De Imitat, Lib. II, cap. X).
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Que al leer ud. estas páginas sienta algo del encanto que tuve al escribirlas,
y al recordar la
mañana clara y tibia en que caminamos juntos por la vereda que lleva a
la casa de campo
donde pasó ud. horas tan apacibles retirada del mundo y distraída de las
preocupaciones
mezquinas del diario, por el sortilegio misterioso del Arte.
* Porque las consolaciones espirituales superan todas
las delicias del mundo y la
voluptuosidad de la carne. Porque todas las cosas mundanas son vanas o
torpes.
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