Alfonsina Storni


¡Adiós!


Las cosas que mueren jamás resucitan,
las cosas que mueren no tornan jamás,
se quiebran los vasos y el vidrio que queda
¡es polvo por siempre y por siempre será!

Cuando los capullos caen de la rama
dos veces seguidas no florecerán...
Las flores tronchadas por el viento impío
¡se agotan por siempre, por siempre jamás!

Los días que fueron, los días perdidos,
los días inertes ya no volverán.
¡Qué tristes las horas que se desgranaron
bajo el aletazo de la soledad!

¡Qué tristes las sombras, las sombras nefastas,
las sombras creadas por nuestra maldad!
¡Oh, las cosas idas, las cosas marchitas,
las cosas celestes que así se nos van!

¡Corazón... silencia!... ¡Cúbrete de llagas!...
—de llagas infectas—¡cúbrete de mal!
¡Que todo el que llegue se muera al tocarte,
corazón maldito que inquietas mi afán!

¡Adiós para siempre mis dulzuras todas!
¡Adiós mi alegría llena de bondad!
¡Oh, las cosas muertas, las cosas marchitas,
las cosas celestes que no vuelven más! ...

 


¡Ven, dolor!

¡Golpéame, dolor! Tu ala de cuervo
bate sobre mi frente y la azucena
de mi alma estremece, que más buena
me sentiré bajo tu golpe acerbo.

Derrámate en mi ser, ponte en mi verbo,
dilúyete en el cauce de mi vena
y arrástrame impasible a la condena
de atarme a tu cadalso como un siervo.

No tengas compasión. ¡Clava tu dardo!
De la sangre que brote yo haré un bardo
que cantará a tu dardo una elegía.

Mi alma será el cantor y tu aletazo
será el germen caído en el regazo
de la tierra en que brota mi poesía.

 


Dos palabras


Esta noche al oído me has dicho dos palabras
comunes. Dos palabras cansadas
de ser dichas. Palabras
que de viejas son nuevas.

Dos palabras tan dulces, que la luna que andaba
filtrando entre las ramas
se detuvo en mi boca. Tan dulces dos palabras
que una hormiga pasea por mi cuello y no intento
moverme para echarla.

Tan dulces dos palabras
que digo sin quererlo—¡oh, qué bella, la vida!—
Tan dulces y tan mansas
que aceites olorosos sobre el cuerpo derraman.

Tan dulces y tan bellas
que nerviosos, mis dedos,
se mueven hacia el cielo imitando tijeras.

Oh, mis dedos quisieran
cortar estrellas.

 


Bajo tus miradas

Es bajo tus miradas donde nunca zozobro;
es bajo tus miradas tranquilas donde cobro
propiedades de agua; donde río, parlera,
cubriéndome de flores como la enredadera.
Es bajo tus miradas azules donde sobro
para el duelo; despierto sueños nuevos y obro
con tales esperanzas, que parece me hubiera
un deseo exquisito dictado Primavera:
tener el alma fresca, limpia; ser como el lino
que es blanco y huele a hierbas. Poseer el divino
secreto de la risa; que la boca bermeja
persista hasta el silencio postrero, bella, fuerte,
¡y libe en la corola suprema de la Muerte
con su última abeja!

 


Triste convoy


¡Esta torpe tortura de vagar sin sosiego!
Tierra seca sin riego,
Ojos miopes del Ego,
Viento en medio del fuego,
Y la muerte: «¡voy luego!...»
...Esta torpe tortura de vagar sin sosiego...
Me cortaran la lengua, me sacaran los ojos,
me podaran las manos, me pusieran abrojos
bajo el pie: no sintiera tanta lúgubre pena,
tanta dura cadena,
tanto diente de hiena,
tanta flor que envenena.
Amo flor: fruto soy.
Amo el agua: soy hielo.
Tierra soy;
amo el cielo.
Ese triste convoy
polvoriento yo soy.

 

Presentimiento


Tengo el presentimiento que he de vivir muy poco.
Esta cabeza mía se parece al crisol,
purifica y consume,
pero sin una queja, sin asomo de horror.
Para acabarme quiero que una tarde sin nubes,
bajo el límpido sol
nazca de un gran jazmín una víbora blanca
que dulce, dulcemente, me pique el corazón.

 


Viaje


Hoy me mira la luna
blanca y desmesurada.
Es la misma de anoche,
la misma de mañana.
Pero es otra, que nunca
fue tan grande y tan pálida.
Tiemblo como las luces
tiemblan sobre las aguas.
Tiemblo como en los ojos
suelen temblar las lágrimas.
Tiemblo como en las carnes
sabe temblar el alma.
¡Oh! la luna ha movido
sus dos labios de plata.
¡Oh! la luna me ha dicho
las tres viejas palabras:
«Muerte, amor y misterio...»
¡Oh! mis carnes se acaban!
Sobre las carnes muertas
alma mía se enarca.

 


Alma desnuda


Soy un alma desnuda en estos versos,
alma desnuda que angustiada y sola
va dejando sus pétalos dispersos.
Alma que puede ser una amapola,
que puede ser un lirio, una violeta,
un peñasco, una selva y una ola.
Alma que como el viento vaga inquieta
y ruge cuando está sobre los mares
y duerme dulcemente en una grieta.
Alma que adora sobre sus altares
dioses que no se bajan a cegarla;
alma que no conoce valladares.
Alma que fuera fácil dominarla
con sólo un corazón que se partiera
para en su sangre cálida regarla.
Alma que cuando está en la primavera
dice al invierno que demora: vuelve,
caiga tu nieve sobre la pradera.
Alma que cuando nieva se disuelve
en tristezas, clamando por las rosas
con que la primavera nos envuelve.
Alma que a ratos suelta mariposas
a campo abierto, sin fijar distancia,
y les dice: libad sobre las cosas.
Alma que ha de morir de una fragancia,
de un suspiro, de un verso en que se ruega,
sin perder, a poderlo, su elegancia.
Alma que nada sabe y todo niega
y negando lo bueno el bien propicia
porque es negando como más se entrega.
Alma que suele haber como delicia
palpar las almas, despreciar la huella,
y sentir en la mano una caricia.
Alma que siempre disconforme de ella,
como los vientos vaga, corre y gira;
alma que sangra y sin cesar delira
por ser el buque en marcha de la estrella.

 


Frente al mar


Oh mar, enorme mar, corazón fiero
de ritmo desigual, corazón malo,
yo soy más blanda que ese pobre palo
que se pudre en tus ondas prisionero.
Oh mar, dame tu cólera tremenda,
yo me pasé la vida perdonando,
porque entendía, mar, yo me fui dando:
«Piedad, piedad para el que más ofenda».
Vulgaridad, vulgaridad me acosa.
Ah, me han comprado la ciudad y el hombre.
Hazme tener tu cólera sin nombre:
ya me fatiga esta misión de rosa.
¿Ves al vulgar? Ese vulgar me apena,
me falta el aire y donde falta quedo.
Quisiera no entender, pero no puedo:
es la vulgaridad que me envenena.
Me empobrecí porque entender abruma,
me empobrecí porque entender sofoca,
¡bendecida la fuerza de la roca!
Yo tengo el corazón como la espuma.
Mar, yo soñaba ser como tú eres
allá en las tardes que la vida mía
bajo las horas cálidas se abría...
Ah yo soñaba ser como tú eres.
Mírame aquí, pequeña, miserable,
todo dolor me vence, todo sueño;
mar, dame, dame el inefable empeño
de tornarme soberbia, inalcanzable.
Dame tu sal, tu yodo, tu fiereza.
¡Aire de mar!... ¡Oh tempestad! ¡Oh enojo
Desdichada de mí, soy un abrojo
y muero, mar, sucumbo en mi pobreza.
Y el alma mía es como el mar, es eso,
ah, la ciudad la pudre y la equivoca;
pequeña vida que dolor provoca,
¡que pueda libertarme de su peso!
Vuele mi empeño, mi esperanza vuele...
La vida mía debió ser horrible,
debió ser una arteria incontenible
y apena es cicatriz que siempre duele.

 


Pudiera ser


Pudiera ser que todo lo que en verso he sentido
no fuera más que aquello que nunca pudo ser,
no fuera más que algo vedado y reprimido
de familia en familia, de mujer en mujer.
Dicen que en los solares de mi gente, medido
estaba todo aquello que se debía hacer...
Dicen que silenciosas las mujeres han sido
de mi casa materna... Ah, bien pudiera ser...
A veces en mi madre apuntaron antojos
de liberarse, pero, se le subió a los ojos
una honda amargura, y en la sombra lloró.
Y todo esto mordiente, vencido, mutilado,
todo esto que se hallaba en su alma encerrado,
pienso que sin quererlo lo he libertado yo.

 


Domingos


En los domingos, cuando están las calles
del centro quietas,
alguna vez camino, y las oscuras,
cerradas puertas
de los negocios, son como sepulcros
sobre veredas.
Si yo golpeara en un domingo de esos
las frías puertas,
de agrisado metal, sonido hueco
me respondiera...
Se prolongara luego por las calles
grises y rectas.
¿Qué hacen en los estantes, acostadas,
las negras piezas
de géneros? Estantes, como nichos,
guardan las muertas
cosas, de los negocios adormidos
bajo sus puertas.
Una que otra persona por las calles
solas, se encuentra:
un hombre, una mujer, manchan el aire
con su presencia,
y sus pasos se sienten uno a uno
en la vereda.
Detrás de las paredes las personas
¿mueren o sueñan?
Camino por las calles: se levantan
mudas barreras
a mis costados: dos paredes largas
y paralelas.
Vueltas y vueltas doy por esas calles;
por donde quiera,
me siguen las paredes silenciosas,
y detrás de ellas
en vano saber quiero si los hombres
mueren o sueñan.

 


Letanías de la tierra muerta

A Gabriela Mistral


Llegará un día en que la raza humana
se habrá secado como planta vana,
y el viejo sol en el espacio sea
carbón inútil de apagada tea.
Llegará un día en que el enfriado mundo
será un silencio lúgubre y profundo:
una gran sombra rodeará la esfera
donde no volverá la primavera;
la tierra muerta, como un ojo ciego,
seguirá andando siempre sin sosiego,
pero en la sombra, a tientas, solitaria,
sin un canto ni un ¡ay! ni una plegaria,
sola, con sus criaturas preferidas
en el seno cansadas y dormidas
(madre que marcha aún con el veneno
de los hijos ya muertos en el seno).
Ni una ciudad de pie... Ruinas y escombros
soportará sobre los muertos hombros.
Desde allí arriba, negra, la montaña
la mirará con expresión huraña.
Acaso el mar no será más que un duro
bloque de hielo, como todo, oscuro.
Y así, angustiado en su dureza, a solas
soñará con sus buques y sus olas
y pasará los años en acecho
de un solo barco que le surque el pecho.
Y allá, donde la tierra se le aduna,
ensoñará la playa con la luna,
y ya nada tendrd mis que el deseo,
pues la luna seri otro mausoleo.
En vano querrá el bloque mover bocas
para tragar los hombres, y las rocas
oír sobre ellas el horrendo grito
del náufrago clamando al infinito.
Ya nada quedará; de polo a polo
lo habrá barrido todo un viento solo:
voluptuosas moradas de latinos
y míseros refugios de beduinos;
oscuras cuevas de los esquimales
y finas y lujosas catedrales;
y negros, y amarillos y cobrizos,
y blancos, y malayos y mestizos
se mirarán entonces bajo tierra
pidiéndose perdón por tanta guerra.
De las manos tomados, la redonda
tierra circundarán en una ronda
y gemirán en coro de lamentos:
—¡Oh cuántos vanos, torpes sufrimientos!
La tierra era un jardín lleno de rosas
y lleno de ciudades primorosas;
se recostaban sobre ríos unas,
otras sobre los bosques y lagunas.
Entre ellas se tendían finos rieles
que eran a modo de esperanzas fieles,
y florecía el campo, y todo era
risueño y fresco como una pradera;
y en vez de comprender, puñal en mano
estábamos, hermano contra hermano;
calumniábanse entre ellas las mujeres
y poblaban el mundo mercaderes;
íbamos todos contra el que era bueno
a cargarlo de lodo y de veneno...
Y ahora, blancos huesos, la redonda
tierra rodeamos en hermana ronda.
Y de la humana, nuestra llamarada,
¡sobre la tierra en pie no queda nada!

*

Pero quién sabe si una estatua muda
de pie no quede aún, sola y desnuda,
y así surcando por las sombras, sea
el último refugio de la idea.
El último refugio de la forma
que quiso definir de Dios la norma
y que, aplastada por su sutileza,
sin entenderla, dio con la belleza.
Y alguna dulce, cariñosa estrella,
preguntará tal vez: —¿Quién es aquella?
—¿Quién es esa mujer que así se atreve,
sola, en el mundo muerto que se mueve?
Y la amará por celestial instinto
hasta que caiga al fin desde su plinto.
Y acaso un día, por piedad sin nombre
hacia esta pobre tierra y hacia el hombre,
la luz de un sol que viaje pasajero
vuelva a incendiarla en su fulgor primero
y le insinúe: —Oh fatigada esfera,
¡sueña un momento con la primavera!
Absórbeme un instante: soy el Alma
universal que muda y no se calma...
¡Cómo se moverán bajo la tierra
aquellos muertos que su seno encierra!
¡Cómo pujando hacia la luz divina
querrán volar al que los ilumina!
Mas será en vano que los muertos ojos
pretendan alcanzar los rayos rojos.
¡En vano! ¡En vano!... ¡Demasiado espesas
serán las capas, ay, sobre sus huesas!...
Amontonados todos y vencidos,
ya no podrán dejar los viejos nidos,
y al llamado del astro pasajero
ningún hombre podrá gritar: ¡Yo quiero!...

 


Versos a la tristeza de Buenos Aires


Tristes calles derechas, agrisadas e iguales,
por donde asoma, a veces, un pedazo de cielo,
sus fachadas oscuras y el asfalto del suelo
me apagaron los tibios sueños primaverales.
Cuánto vagué por ellas, distraída, empapada
en el vaho grisáceo, lento, que las decora.
De su monotonía mi alma padece ahora.
—¡Alfonsina!—No llames. Ya no respondo a nada.
Si en una de tus casas, Buenos Aires, me muero
viendo en días de otoño tu cielo prisionero
no me será sorpresa la lápida pesada.
Que entre tus calles rectas, untadas de su río
apagado, brumoso, desolante y sombrío,
cuando vagué por ellas, ya estaba yo enterrada.

 


Dolor


Quisiera esta tarde divina de octubre
pasear por la orilla lejana del mar;
que la arena de oro, y las aguas verdes,
y los cielos puros me vieran pasar.
Ser alta, soberbia, perfecta, quisiera,
como una romana, para concordar
con las grandes olas, y las rocas muertas
y las anchas playas que ciñen el mar.
Con el paso lento, y los ojos fríos
y la boca muda, dejarme llevar;
ver cómo se rompen las olas azules
contra los granitos y no parpadear;
ver cómo las aves rapaces se comen
los peces pequeños y no despertar;
pensar que pudieran las frágiles barcas
hundirse en las aguas y no suspirar;
ver que se adelanta, la garganta al aire,
el hombre más bello, no desear amar...
Perder la mirada, distraídamente,
perderla y que nunca la vuelva a encontrar;
Y, figura erguida, entre cielo y playa,
sentirme el olvido perenne del mar.

 


Yo en el fondo del mar


En el fondo del mar
hay una casa
de cristal.
A una avenida
de madréporas
da.
Un gran pez de oro,
a las cinco,
me viene a saludar.
Me trae
un rojo ramo
de flores de coral.
Duermo en una cama
un poco más azul
que el mar.
Un pulpo
me hace guiños
a través del cristal.
En el bosque verde
que me circunda
—din don... din dan—
se balancean y cantan
las sirenas
de nácar verdemar.
Y sobre mi cabeza
arden, en el crepúsculo,
las erizadas puntas del mar.

 


Una vez más el mar


Piel azul que recubres las espaldas del mundo,
y atas pies con cabeza de la endiablada esfera;
huidiza y multiforme culebra mudadera,
puñal alguno puede clavársete profundo.
Esponja borradora tu fofa carne helada,
la proa que te corta no logra escribir paso,
ni a hierro marca el pozo, cuando horada tu vaso,
el redondel de fuego de la estrella incendiada.
A tu influjo terrible, mi más terrible vida
llovió sobre tus brazos su lluvia estremecida;
te lloró en pleno rostro sus lágrimas y quejas.
Si te quemó las olas no abrió huella el torrente:
fofa carne esmeralda, te alisaste la frente,
destrenzaste al olvido tus azules guedejas.

 


Sugestión de un sauce


Debe existir una ciudad de musgo
cuyo cielo de grises, al tramonto,
cruzan ángeles verdes con las alas
caídas de cristal deshilachado.
Y unos fríos espejos en la yerba
a cuyos bordes inclinadas lloran
largas viudas de viento amarilloso
que el vidrio desdibuja balanceadas.
Y un punto en el espacio de colgantes
yuyales de agua; y una niña muerta
que va pensando sobre pies de trébol.
Y una gruta que llueve dulcemente
batracios vegetales que se estrellan,
nacientes hojas, sobre el blando limo.

 


Un lápiz


Por diez centavos lo compré en la esquina
y vendiómelo un ángel desgarbado;
cuando a sacarle punta lo ponía
lo vi como un cañón pequeño y fuerte.
Saltó la mina que estallaba ideas
y otra vez despuntólo el ángel triste.
Salí con él y un rostro de alto bronce
lo arrió de mi memoria. Distraída
lo eché en el bolso entre pañuelos, cartas,
resecas flores, tubos colorantes,
billetes, papeletas y turrones.
Iba hacia no sé dónde y con violencia
me alzó cualquier vehículo, y golpeando
iba mi bolso con su bomba adentro.

 


A una rosa


Grata flor que te destacas
sobre el verde de las hojas,
cual la sangre de una herida,
roja... roja...
Tú parodias esos labios
purpurinos, que entreabiertos
se dirían de caricias
do sedientos
han copiado de tus hojaas
el color de su bandera
los campeones avanzados
de la idea.
Y por eso yo te adoro,
bella flor, que de las hojaas
sobre el verde, te destacas
roja... roja...