La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

 

EL PUEBLO

Jaime Hagel

 

Llegamos al caserío ya de noche. Estaba nublado y caía una que otra gota de
lluvia. Junto con introducirnos al pueblo entramos en medio de la narración,
pues en este pueblecito apacible se estaba llevando a cabo la cacería humana
más descabellada y cruel posible y, por lo tanto, la más triste de todas.
Espantos hay muchos, lector, pero nada más espantoso que el hombre. Armados de
pistolas, rifles y escopetas de caza, grupos y parejas corrían torpemente por
las callecitas precariamente alumbradas. Perseguían para darle muerte lo antes
posible a un oficinista con el cual habían compartido muchas cosas. Juntos
habían pescado en el río, jugado a las bolitas, al trompo y al volantín. Las
fogatas habían iluminado sus rostros durante la adolescencia mientras fumaban
marihuana y cantaban al son de guitarras esas canciones de las que ya nadie se
acuerda. Juntos se habían enamorado de Ana, la hermana de Juan, el compañero
desaparecido y vuelto a aparecer veinte años después vestido de vagabundo y
con una barba hirsuta, ojos carbunclosos y un intranquilizante mutismo.
Hacía veinte años que Ana esperaba a su hermano Juan. A Juan no lo querían.
Era el jovencito calavera que con el aspecto de salir de una película
americana venía a pasar las vacaciones con sus ex-amiguitos de la infancia, de
esos tiempos en que no había diferencias entre hijos de empleados, hijos de
obreros ni él, hijo del patrón. Entonces jugaban todos unidos y todos eran
iguales y se dirigían los mismos insultos y se saludaban igual con ese "cumpa"
acompañado de un levantamiento de cejas. Después él se fue a estudiar y los
otros se quedaron ocupando los puestos de los viejos y los puestos nuevos, la
empresa crecía, florecía con ese patrón amargado y empecinado que trabajaba y
hacía trabajar como si el trabajo fuese la panacea universal.
Juan se había ido una madrugada. Ana lo escuchó. "Juan, ¿qué pasa? ¿Adónde vas
tan temprano?" El gesto del hermano no era el del excursionista o del que sale
a pasear. "Me voy, Ana, adiós". Le dijo muy serio y muy suave. Ella no estaba
acostumbrada a verlo tan serio y no pudo contener la risa. Pero él se fue por
la ventana sin llevar nada más que lo puesto y no volvió en veinte años que es
casi lo mismo que no volver. Ana lo esperó todo el día. En la noche, a la hora
de comida, le preguntó a su padre por el paradero de Juan. "Olvídate de que
tienes un hermano" fue la respuesta.
Así supo que algo había ocurrido. Aunque ella, como mujer, ya había notado que
algo pasaba entre Juan y los demás del pueblo. Había sido un grupo unido y
alegre hasta que su padre le regaló a Juan, cuando cumplió los quince, una
motocicleta, la primera y única que hubo en el pueblo. Allí comenzó a
segregársele y él a salir con muchachas sin importarle si eran novias y ella,
Ana, a admirarlo. Luego había entrado a la Facultad de Economía. Volvió para
las primeras vacaciones hecho un pije asantiaguinado vestido de polera,
pantalones y mocasines como los modelos en la propaganda de la lavanda
Atkinsons.
Quedó en claro que él era el hijo del dueño de la empresa, lo que era decir
del dueño del pueblo y de todos sus destinos. Y cuando Rodríguez se robó la
remesa con los sueldos y salarios de todos, el único sospechoso fue el loco de
Juan que tenía llaves e intruseaba, Juan por su casa, por donde le daba la
gana. Al principio, sólo tres o cuatro sabían quién realmente había sido el
hechor, pero Rodríguez era como ellos, un simple, sencillo empleado, un
oficinista; el otro, Juan, un risueño señorito rubio, hijo de millonario que
vestía con casaca amarilla y les robaba las novias. Sin ponerse mayormente de
acuerdo todos contribuyeron a acumular pruebas en contra de Juan. Es que era
todo tan obvio.
En la víspera de su huida, incluso su padre había dejado de hablarle y evitaba
su mirada. Tenía apenas dieciocho años ese amanecer en que se había ido por la
ventana muy serio, con un cigarrillo sin encender en los labios, preocupado,
pero decidido.
El dinero no apareció nunca. Se supuso que Juan lo había ocultado. Buscaron
incluso en el estanque de bencina de su moto. Aparentemente, nadie dudó en lo
más mínimo de la culpabilidad de Juan, hasta que cuatro o cinco años después,
cuando ya todo era agua pasada, uno de los amigos de Rodríguez cometió una
infidencia en una de las fiestas del club, pero no tuvo mayor efecto, pues, al
parecer, el secreto no era tal, se sabía y se daba por olvidado. Nadie volvió
a hablar de eso, no interesaba ya. Además, Rodríguez no supo invertir la
considerable suma hurtada y a los dos años ya no le quedaba más que una
descuidada casita de madera en la playa después de, claro, haber pasado dos
vacaciones a todo trapo con ruleta, morena y whisky de doce años, totalmente
convencido de que se estaba divirtiendo en grande. Por otro lado, el compadre
Rodríguez no cambió. Siguió siendo el viejo amigo conversador amable como lo
fue desde cabro chico, una buena persona querido por todos. Y Rodríguez no era
un ladrón. Aquello fue una oportunidad, mejor dicho, un momento de descontrol,
de irreflexión. Aparte de que no le hizo daño a nadie. Y hacía tanto tiempo de
eso. Es que habían ocurrido tantas otras cosas. Ese accidente que había
costado tres vidas, por ejemplo. Cosas así marcan, quedan como los escándalos
de la viuda de Pérez, una hembra desatada que hubo que echar con los
carabineros del pueblo. O el intento de huelga cuando el viejo don Juan
amenazó con cerrar la empresa y punto. Fue un instante de pánico. No creo en
el infierno, compadre, creo en la cesantía. Todos volvieron al trabajo,
calladitos. No, la vida no dejaba de ser intensa en el pueblo de mierda.
Durante algunos años, cada dos o tres meses, apareció en los diarios un aviso
enviado por el viejo don Juan: "Hijo, vuelve. Todo aclarado. Perdónanos..."
Firmado con el nombre del pueblo.
¿Qué si lo leyó Juan? No importa, lector. Si lo hubiese
leído, nada habría cambiado. Lo abandonó todo. Se hizo vagabundo y por nada
del mundo dejaría de serlo. Era un converso. En su espíritu, la cosa no estaba
muy clara, le parecía algo así como un descubrimiento emocionante. Conversaba
con otros vagos, pedía limosna y tenía la impresión de que era aún un niño.
Ayudaba, ocasionalmente, en trabajos en forma muy pasajera. En verdad, sólo el
frío molestaba a veces. No conoció nunca el hambre. Sabía dónde recoger
alimentos, dónde pedirlos y dónde robarlos sin problemas. El mundo estaba
rebosante de frescas y exquisitas sobras de alimentos y ropa vieja. Una vez
por limpiar un patio le regalaron un abrigo de diplomático oloroso aún a
lavanda.
En los inviernos se dirigía al norte por las playas. Comía hígados y huevos de
merluza que los pescadores regalaban junto con las cabezas. Bebía leche de
cabra en los cerros. Casi nunca faltaba la compañía de otros que habían
elegido vivir como él. Varias veces durmió en calabozos de donde salía con la
barriga llena de cazuela o carbonada y, en ocasiones, hasta con un cigarrito.
Perdió, porque no le interesaba, la noción de los años que pasaban. Sólo su
nariz le indicaba el cambio de las estaciones. Entonces, era hora de caminar
al sur o al norte. Caminar muy lentamente, pues, en el fondo, ya había
llegado. El mundo era de él.
Una noche en que se había embriagado, lo llevaron a una comisaría a pasar la
mona. ¡Habría bastado tan poco para que no ocurriera nada! El azar había
querido que lo llevaran preso justo una semana después de que su padre muriera
abrazado a un sweater de su hijo y murmurando el nombre de Juanito. Su hija
Ana, que durante veinte años dejó abierta la ventana por donde se había ido su
querido hermano, se ocupó junto con el gerente de la empresa de mandar avisos
a la policía, investigaciones, diarios, estaciones de televisión, etc.
anunciándole a Juan o a quien lo conociera que había heredado una empresa, una
fortuna enorme, todo un pueblo.
Escucha, lector, Juan no era un amargado. Y si él hubiese estado en
condiciones de analizar los más profundos abismos de su mente, habría
descubierto, ¡oh lector!, que no se arrepentiría de nada. Por el contrario, le
había parecido que su vida anterior de "hombre normal", esa vida que dejó
atrás una mañana muy temprano, no había sido otra cosa que una comedia boba y
se sorprendería de haber podido llevar una vida semejante.
Miró indiferente al carabinero que lo despertó con los modales de un ayudante
de cámara para con un príncipe. Así era la vida. Un día le daban a uno un par
de patadas en el culo y al otro, una olla con cuatro presas de pato asado.
Tomó sus zapatos, lo primero que te chupan cuando vistes harapos es el
calzado, pero él, aún borracho, se los amarraba al brazo con los cordones.
"Pase", le dijo el carabinero y casi agregó "señor". El vagabundo pestañeó.
Aquello iba en serio. Tan en serio como el desayuno con pan amasado con queso
que le sirvieron en la sala de guardia, mientras el teniente hablaba
nerviosamente por teléfono. Algo estaba pasando. ¿Lo estarían relacionando con
algún crimen o robo?
—Su señorita hermana está al teléfono—le dijo algo más tranquilo el teniente.
No sólo le entregó el fono, sino que se levantó y le cedió su silla tras el
escritorio.
¿Hermana? ¿Es que tenía una hermana? Muchas veces había tratado a vagas y
prostitutas de hermana. Pero una hermana... tan lejos no llegaba su memoria.
Es que había franqueado una barrera invisible y se encontraba en otra
dimensión, en otro mundo. Hacía veinte años que había despertado en otra
tierra y dejado de pensar, olvidado totalmente la anterior. El teniente le
quitó suavemente el fono y dijo:
—Aquí está su hermano, señorita, no corte, por favor.
—Juan, Juan —dijo una voz de mujer que luego comenzó a sollozar.
Sin siquiera levantar las cejas, Juan subió al auto, un coche americano
grande, y se dejó conducir por ese hombre tan elegante que manejaba con los
ojos muy abiertos. Una vez le habían regalado un abrigo casi sin uso, pero
pasado de moda, y otro vagabundo le había dicho que parecía un embajador.
Suelen pasar cosas así.
El pretérito era una nebulosa. Un sueño del que apenas se recuerdan retazos
desvaídos e inconexos. Había ido a un colegio y su mamá, tenía entendido,
había muerto cuando él era muy niño. No estaba acostumbrado a pensar mucho y
menos a recordar. Casi se rió al acordarse que una vez un caballero le había
regalado una moto. Había más gente, todos sonreían, y velitas en una torta. En
otra oportunidad, un risueño joven rubio lo había llevado en el asiento
trasero de su motocicleta un largo trecho rumbo al norte, al calor. Era un
joven de casaca amarilla que se reía al hacer patinar las ruedas. ¿Su papá?
No, no se acordaba. Pero era divertido que un caballero le hubiese regalado
una moto.
Pasaron por una ciudad y el notario detuvo el auto y le preguntó si quería
cambiarse de ropa. Como no obtuviera respuesta, le dijo directamente que
deseaba comprarle ropa nueva y limpia.
—Zapatos, sí—fue la respuesta.
El notario no se atrevió a llevarlo a una zapatería. Sin duda, los calcetines,
¡si tenía!, estaban hechos pasta.
—¿Qué número calza?
El vagabundo le ofreció una leve sonrisa. ¡Cómo iba a saber su número de
zapatos!
El viaje continuó por la amplia carretera. Se detuvieron dos veces. En una, el
notario se bajó frente a una posada y volvió con sandwiches y una botella de
cerveza para su pasajero. La segunda detenida fue a instancias del vagabundo,
que deseaba orinar. Lo hizo sobre la rueda trasera derecha del vehículo y no
se habría sorprendido en lo más mínimo si el auto hubiese arrancado sin él.
Y por segunda vez entramos, el narrador y el lector, al pueblo. Ahora
acompañando el auto del notario con su silencioso pasajero. Pero teniendo bien
en claro que la primera vez fue la segunda en el orden de la historia, que no
siempre tiene que ser el orden de la narración.
El auto aminoró la velocidad al entrar al apacible caserío arbolado y limpio.
Para Juan aquello era otro pueblito más. Todos eran iguales. Se detuvieron
ante una casa—para nosotros, lector, la más grande y bonita de todas— que Juan
miró largamente. Como el notario se bajó, él también lo hizo y cerró la puerta
con un portazo enorme que hizo sobresaltarse al dueño del vehículo.
Tenía sólo cuarenta y ocho años, pero representaba sesenta. Arrugado por la
vida a la intemperie, las manos algo temblorosas, larga y despeinada su mata
de pelo sucio como su desordenada barba casi blanca, vistiendo harapos de
prendas irreconocibles y algo aturdido por el largo viaje, se apoyó con su
mano ennegrecida por el sol en la reja de la puerta del jardín por el que
venía caminando como una sonámbula, una mujer delgada y hermosa a pesar de los
años y de la emoción.
Ana, con los ojos nublados por las lágrimas, pronunciaba, temblando entera, su
nombre: "Juan, Juan, Juanito, Juanito..." No acertaba a abrir la puerta de
reja. Fue el notario quien lo hizo.
La mujer abrazó al vagabundo y lo besó en las mejillas que olían a tabaco
viejo. Lo condujo de la mano, mareada de cariño y emoción, a la que había sido
su pieza y le mostró la ventana abierta. Entonces, Juan se tambaleó, apoyó su
espalda encorvada contra la pared y musitó maravillado:
—Ana—como si recordara algo que había soñado una vez, hace mucho tiempo.
Entonces, irrumpió otra persona en la pieza, el gerente de la empresa, que
sobreponiéndose a duras penas a la sorpresa que le produjo la facha del recién
llegado, le lanzó el saludo que tenía preparado:
—Cumpa del alma. Al fin llegaste, grandísimo pecador —y lo cogió por los
hombros zamarreando a su compañero de colegio que lo miraba perplejo.
—Déjenmelo—pidió el gerente a Ana y al notario que salieron inmediatamente de
la pieza.
—Ahora, compadre, un buen baño y etc., etc....—le dijo el gerente a Juan
mientras abría un closet lleno de prendas deportivas pasadas de moda.
Pero en este momento, lector, la narración está en el pueblo, más exactamente
en la plaza, frente al club. En los momentos en que se llenaba la tina y el
entusiasmado ex-compañero y ahora gerente bombardeaba a preguntas al amigo, al
parecer, no definitivamente resucitado, que se dejaba más mal que bien sacar
sus harapos, la gente, sobre todo los empleados y las señoras de los
empleados, comenzaba a inventar otra historia y a recordar otra olvidada.
Juan había vuelto. El hombre que prácticamente habían echado del pueblo. El
inocente, volvía como dueño y señor. La venganza era de él. Y parece que la
vida no lo había tratado bien. Tenía mirada de loco. Venía a cobrárselas. Sin
duda que cerraría la empresa. Y tenía razón. Todos se habían confabulado en su
contra. Incluso antes del robo lo habían tenido entre ojos. Conforme, pero
había un culpable. La solución sería pedir perdón y entregar al culpable. ¿Y
entregarlo a la justicia para que lo juzgaran y dejaran libre al segundo día
por falta de méritos? No, eran ellos los únicos que podían hacer justicia. La
justicia que pedía y merecía el inocente perseguido. Veinte años de oprobio
para un pobre muchacho por culpa de un ladrón. Y por ese ladrón nos van a
echar a todos. Es el delincuente el que debe pagar. Y no nosotros. Nuestros
hijos. Yo no quiero la miseria para los míos.
Después del baño, el primero de su vida, pues no recordaba otro, aunque sonrió
empujando la esponja sobre la superficie del agua como si se acordara de algo,
hubo que sacarlo y llevarlo a tropezones a la cama donde, al tenderse, abrió
los ojos sorprendido por la blandura de aquel confortable colchón, y los cerró
para quedarse profundamente dormido ignorando que los habitantes del pueblito
a su alrededor se habían puesto de acuerdo para entregarle, en la mañana
siguiente, un cadáver.
La poblada, una cuarentena, pues también obreros de la empresa se habían
sumado a los victimarios, se había dividido en patrullas para buscar y matar a
Rodríguez. Pasaron por la cancha donde habían jugado volleyball con el
perseguido, por la puerta del colegio donde se juntaban cuando niños a las
cinco de la tarde para decidir qué hacer con el resto del día, pero, por
supuesto, nadie se acordó de eso ni tampoco de la fiesta de despedida de
soltero del ahora condenado cuando pasaron por el club de la empresa.
Fueron cuatro los que lo encontraron porque estos cuatro iban con perros.
Ninguno se atrevió a tirar, pero lo corretearon gritando y disparando al aire
hacia la placita del pueblo, lugar adonde convergieron todos. Allí, acosado
por los perros, Rodríguez hizo un último intento y echó a correr por la
llamada calle principal como un velocista, a cuanto daban sus piernas en medio
de gritos, pedradas, ladridos y disparos, uno de los cuales le dio en el
centro de la espalda y lo hizo morder el polvo antes de expirar.
Se despertó temprano. Se extrañó al no encontrar los zapatos amarrados a su
brazo derecho. Su barba estaba blanda, el pelo asombrosamente suave. Se
deleitó palpándolo un rato. Abrió el closet y se vistió de blue jeans con
parches de cuero, zapatillas americanas y una polera con insignia en el pecho.
Se conservaba tan delgado como hacía veinte años. Esta comparación la hago yo,
el narrador, porque lo que es Juan no sabía siquiera que esas prendas habían
sido suyas y que habían despertado más de un comentario cuando las usó por
primera vez. Pero sí se orientó a la perfección, automáticamente, en la casa.
Sin equivocarse ni vacilar ante ninguna puerta, llegó a la cocina. Su hermana
estaba preparando el café al lado de la empleada.
—Ana.
—Juan.
Había esperado toda su vida a ese hermano ahora tan callado. Había tiempo
demás. Un buen café y después a caminar con el hermano, a conversar.
Recuperaría su sonrisa, lo sabía, su locuacidad. Y se cortaría esa barba.
Juan se sentía en un entorno sin significado. A un nivel preconsciente sabía
que él no era de allí, que ya no pertenecía a ese medio, que quizás jamás
había pertenecido a ese mundo.
El gerente volvió a irrumpir mientras desayunaban. Ella le estaba diciendo a
Juan, extasiada de amor, cómo debía tomar la taza. De la oreja, y no
envolviéndola con las dos manos.
—Juan —la voz del gerente sonaba agitada—, tienes que venir inmediatamente.
Parece que hay una huelga o algo parecido. Están todos en la plaza.
Estaban todos en la plaza guardando un tenso silencio. Se podía escuchar el
piar de los gorriones. Rostros serios, feos. Bocas crispadas. El discurso
preparado para Juan había huido de sus mentes hacía rato, para ser exacto,
tres horas. Hacía tres horas que habían llegado los carabineros. Nunca había
habido tanto uniformado en el pueblo. Una o dos veces al mes aparecía una
pareja de carabineros que deambulaban por las soñolientas calles rodeados por
niños chicos. Pero jamás una docena y armados de fusiles.
Cuando Juan y el gerente llegaron, al silencio se sumó la inmovilidad. Aquello
pareció, durante un momento, una gigantesca fotografía. Hasta que una mujer
indicó al hombre barbudo de ropa estrafalaria, y gritó histérica:
—Ese es. Él lo mandó a matar. Ahí lo tienen.
Otros gritos le hicieron coro. "Es el dueño y se cree Dios que manda a matar a
la gente". "Dijo que o su cadáver o nos echaba a todos". "Él ordenó matarlo,
mi teniente". "Bajo amenaza". "Quería vengarse". "A eso vino, a vengarse ".
Delante de Juan y el gerente, el gentío dejaba un largo y angosto espacio,
como un pasillo, al final del cual yacía el cadáver ensangrentado del
oficinista Rodríguez. Un carabinero corrió el cerrojo de su carabina, y el
seco ruido metálico de esta maniobra se escuchó hasta en la casa de Ana.
Juan había estado encerrado en comisarías por una noche, máximo por dos días.
Sabia lo que les pasaba a los sospechosos de homicidio. El maltrato, la
inmovilidad sin límite de tiempo, el horror, la noche caería sobre él para
siempre. El frío se haría inevitable. La crueldad sin sentido. El sadismo. El
cautiverio doloroso sin sol ni caminos . . .
El espanto de quizás qué visiones hizo que Juan levantara una mano con la
palma hacia adelante como si estuviese deteniendo al demonio. Un gutural
"aaah" salió de su garganta. Dio media vuelta y echó a correr. El miedo de la
poblada se convirtió en un alarido de rabia y odio. Como en una pesadilla, las
figuras estáticas de la enorme foto cobraron movimiento.
—Atrás—gritó un carabinero al ser atropellado por la gente enfurecida.
Los policías dispararon al aire, no así alguien de la muchedumbre, pues Juan
cayó muerto igual que Rodríguez, de boca e inmóvil para siempre a pesar de las
patadas y escupitajos que cayeron sobre su cuerpo.
El entierro de Rodríguez fue impresionante por la cantidad de flores y la
devoción de todo un pueblo.
Ana tuvo que llevar los restos de Juan al cementerio de un poblado vecino,
pues la gente no permitía que se enterrara a un criminal en el mismo
camposanto donde reposaría un amigo querido por el cual hubo muchas y sinceras
lágrimas de congoja.
Después de enterrar a su hermano vagabundo, Ana volvió sola a su casa. Esa
noche cerró definitivamente la ventana que había estado abierta por veinte
años, esperando el regreso de su único amor.
Ahora, vámonos, lector, que está comenzando a llover. Además, el resto es
silencio.

F I N

 

 

 

Retornar a catalogo