La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

 

LA FUGA

Jaime Hagel

A la hora de once nos dieron como de costumbre pan con miel con hormigas y
leche aguada. Metí el pan al bolsillo de mi chaqueta de cuero y miré a Carrión
que me cerró un ojo.
Después de un breve recreo nos formamos para la hora de estudios en la cual
hacíamos las tareas. Como pensaba arrancarme del internado a las seis de la
mañana del día siguiente no hice ninguna. Dibujé en el cuaderno de matemáticas
aviones y barcos, luego, un intercambio de balas entre ambos grupos, ganaron
los aviones. En seguida, una batalla de tanques mientras Herr Murer retaba a
varios compañeros que no se concentraban en sus quehaceres como lo hacía yo.
Carrión, con el que me había puesto de acuerdo en no hablarnos ni juntarnos
para no despertar sospechas, se palpó el bolsillo de su chaqueta de cuero
donde había guardado el billete de cien pesos que me había llegado ese día en
una carta de mis padres. Carrión se dio unos golpecitos en el bolsillo
mirándome con complicidad. Le respondí mostrándole seis dedos para luego
sumirme en mi batalla de tanques y volar a lo que es cañonazo las
fortificaciones de los ingleses. El billetito de cien pesos había precipitado
nuestros sueños convirtiéndolos en planes y a los veinte minutos en
decisiones.
Yo tenía nueve años, Carrión, no sé, pero él estaba en segundo año de
humanidades y era de los grandes, de los que se corrían la paja y, por lo
tanto, uno de los respetados. Corría el año 43. Como se trataba de un
internado alemán no había más de treinta alumnos. La fuga sería hacia el
norte. Bajo mi colchón tenía la honda junto con un hacha de piedra (una piedra
filuda amarrada a un palo de guindo). Dormía en una pieza con Carrión y el
guatón Pérez, un matón que cuando me encontraba solo me tiraba al suelo para
sentarse sobre mi estómago y proceder a apretarme el cuello hasta dejarme sin
aliento. No teníamos una meta muy determinada, pero los dos contábamos con
parientes en La Serena, aunque la idea era más o menos la de tratar de vivir
en los bosques. Tras la piscina habíamos practicado con el hacha de piedra
arrojándola contra las plantas, imaginándolas conejos que luego asaríamos al
palo. Era un hacha estupenda.
Sentado en su cama, Carrión dio aparatosamente cuerda a su formidable reloj—
cronómetro que, según él, era de capitán de tanque. Me acosté pensando en que
no había hecho las tareas, ni el problema de matemáticas, ni la de alemán, ni
el resumen de historia. En cambio había arruinado los cuadernos con las
batallas, los dejaría sobre la cama para fastidiar a los profesores. A las
nueve, pasó Herr Murer apagando las luces.
Me desperté muy temprano. No tenía reloj. Carrión se estaba vistiendo con el
mayor sigilo. Comencé a hacer otro tanto. Le sonreí a mi amigo cuando saqué de
debajo del colchón la honda y el hacha. Me susurró que dejara esas huevadas
ahí, pero no le hice caso. Sobre el velador de Carrión quedó abandonado un
membrillo mordido. Para salir por la ventana, teníamos que pasar por sobre la
cama del guatón Pérez. No bien Carrión pisó la cama del guatón, éste se
despertó. Quedarnos paralizados. El guatón se sentó a mirarnos con curiosidad.
Estábamos despeinados y con la camisa afuera de los pantalones. "Vamos a sacar
membrillos" musitó mi compañero de fuga. Nos recuperamos de nuestra
petrificación y salimos. El guatón se quedó mirándonos. "Cierra la ventana",
le ordenó Carrión desde el patio. Entonces, el guatón gritó a todo lo que
daban sus pulmones, que harto grandes los tenía: "Se van a robar los
membrillos". Nosotros emprendimos la carrera, Carrión adelante y yo pegado a
sus talones, a cuanto daban nuestras piernas, hacia el portón del internado.
Carrión, que no se había abrochado los zapatos, se pisó los cordones y cayó al
suelo. Yo tropecé con su cuerpo y caí sobre él. Mientras nos incorporábamos me
sacó la madre sobándose la cintura donde casi se le había incrustado la piedra
del hacha que yo llevaba sujeta en mi correa. Seguimos corriendo mirando cada
cuatro pasos hacia atrás hasta llegar al portón por el que Carrión trepó como
un gato. "Espérame, ¡no tan rápido!", le imploré, pues me daba miedo la altura
del portón. Cuando al fin me encontré en la carretera, Carrión corría treinta
metros más adelante, a campo traviesa, desapareciendo a ratos entre los
espinos. Lo alcancé en la línea del tren donde se había detenido jadeando.
Descansamos un rato comiendo pan untado con miel con hormigas. Nuestros
zapatos y calcetines estaban mojados por el rocío.
Un compañero de curso me había explicado que en un día de lluvia, con la vía
férrea bien mojada, uno se podía poner de cuatro patas sobre los rieles con un
jabón mojado bajo cada mano y cada pie, entonces, si alguien le daba a uno una
patada en el poto, uno se deslizaba por los rieles y no paraba hasta Copiapó.
Pero ahí no teníamos jabón ni tampoco estaba lloviendo.
Acababa de amanecer. El pasto y los rieles estaban cubiertos de rocío. Las
diucas, loicas, tordos y gorriones volaban piando, mezclados en bandadas
multicolores.
Caminamos pisando los durmientes rumbo a la estación de Villa Alemana. Mi
amigo avanzaba algo más rápido, lo que me obligaba a correr de trecho en
trecho para mantener la distancia. En la estación no se veía ni un alma.
Apoyada delante de la puerta de la oficina, una bicicleta. Carrión, con una
seguridad pasmosa, actuó como si fuera de él. "Esto se hace así, muchacho" me
dijo con apenas contenida euforia mientras llevaba la bicicleta a la calle.
—Llévame en el fierro—le indiqué. Me miró airado.
—Hasta cuándo me vas a joder, ¿ah?, ¿hasta cuándo?
Di un paso hacia atrás. Me sentí culpable. Su barbilla estaba amoratada, con
gotitas de sangre. Se subió a la bicicleta. Consultó su formidable reloj—
cronómetro y partió. Cuando estuvo a unos veinte metros dio vuelta su cabeza y
me sonrió entusiasmado. Esto se hace así, muchacho.
Me quedé solo en la calle. Pasó una carreta donde al lado del cochero iba un
niño de mi edad que al sorprender mi mirada me hizo un ademán agresivo.
Escondí el hacha bajo mi chaqueta de cuero.
Entonces apareció aquel auto lleno de faroles y brillantes adornos de cromo.
Se detuvo a mi lado. Al volante, un señor enorme, elegante y muy bien peinado.
A su lado, con un paquete lleno de barras de chocolate, una señora cariñosa
como un hada.
—¿Dónde queda el famoso internado alemán? —me preguntó el caballero
alegremente. Su mirada era vagamente familiar, sus ojos brillaban con un sí es
no de malicia.
—Siga derecho—le indiqué.
El hombre sonrió divertido.
—¿Seguirá igual ese colegio?—me preguntó risueño—. ¿Servirán todavía ese
asqueroso porridge todas las noches? ¿Y el pan con miel con hormigas? ¿Y esas
tareas interminables?
—Igual.
—Me alegro de haberme arrancado de ahí—me dijo, mientras yo no le quitaba el
ojo a los suculentos chocolates de la señora—. Me arranqué cuando tenía tu
edad, con Carrión, un gran tipo, un tipazo. Bien, le echaremos un vistazo
después de tanto tiempo a ese maldito lugarejo.
Y el auto desapareció por la carretera.
Yo no hallaba adónde ir ni qué dirección tomar. No conocía la ciudad. Volví a
la estación y me senté en un banco. Olor a grasa y hollín. Comencé a sentir
frío. Del pan no quedaba nada. Un enorme reloj colgaba de la pared, pero yo no
sabía ver la hora. Seguido de un ordenanza, se bajó de uno de los carros de
primera un general de aviación, alto, grande. Se me aproximó. Tenía la cara
llena de cicatrices. Sonreía con un brillo malicioso en las pupilas. Me
pareció cordial y familiar. Irradiaba confianza. Un morralito verde con
galletas se bamboleaba al lado de su espada.
—Oye, muchacho—me preguntó con su voz áspera y agradable—, ¿dónde está el
colegio alemán que hay por aquí?
—Hacia allá.
Llevaba un reloj—cronómetro que me quedé mirando.
—Un lugar insoportable. Pero, ¿qué miras, muchacho?
—Ese reloj es, es...
—Ah, este viejo reloj—me explicó con su voz ronca— me lo regaló un amigo con
el que me arranqué del colegio ese. Nos separamos aquí mismo, en esta
estación. Él se fue en una bicicleta y no lo volví a ver más. Pero dos años
después, me mandó un paquete sin carta ni nota alguna, adentro estaba el
reloj, lo reconocí en el acto. Desde entonces no he usado otro. Es un reloj—
cronómetro formidable.
Y desapareció seguido de su fiel ordenanza que iba armado de un fusil
ametralladora.
El jefe de estación se me acercó con paso tranquilo.
Se veía soñoliento. En la mano llevaba un feroz pan con queso y dulce de
membrillo. Me miró con ojos maliciosos:
—Te arrancaste—me dijo casi sin tono de pregunta.
—Sí. No aguantaba más.
—Tampoco yo lo pude aguantar.
Era un tipo bastante grande, ancho de espaldas. De su cinturón, sobre su
costado derecho, colgaban una linterna, una llave inglesa y una pistola
automática.
—Me fugué—arrugaba la frente para recordar mejor— con un gran amigo. Yo me
quedé aquí y me emplearon en la estación. Comencé de mozo. Luego fui
ascendiendo. He viajado por todos los rincones. ¿Te gustan los trenes?
—Si—dije—, sin quitarle los ojos al reloj—cronómetro que llevaba en la muñeca.
Sonrió al ver la dirección de mi mirada.
—Era de mi mejor amigo—me contó—. No lo vi nunca más, pero me lo envió muchos
años después. Él sabia que me gustaba. Yo le mandé mi hacha de piedra, un
hacha magnifica.
Luego apareció otro hombre. No tan grande ni elegante. Era Herr Murer que me
llevó de vuelta al internado en su auto. El camino estaba completamente
solitario. No nos pasó ni nos cruzamos con ningún otro coche. Las bandadas de
pájaros aparecían y luego se esfumaban entre los espinos y árboles disfrutando
de la hermosa mañana. Algún día viviría entre los bosques.
Herr Murer abrió la gran reja aún húmeda de rocío. Entramos. Mis compañeros
estarían recién levantándose. Pensé en mis cuadernos y en las tareas. Me
esperaban días duros, tardes sin jugar, tareas de castigo, sin recreo ni
paseos por una eternidad. La fuga había terminado. De Carrión y de mis cien
pesos jamás volvimos a saber, pero su nombre se convirtió en mito. No hubo
aventura, ni hazaña que no se le atribuyese. Se llegó a decir que estaba en
Alemania, de piloto de caza, combatiendo contra los ingleses.
Decir: "treinta años después", es decir: "treinta siglos después". Salí a la
calle acompañado de unos amigos a los que acababa de visitar. Era de noche, de
modo que nos sorprendimos ante la súbita aparición de una vagabundo barbudo y
harapiento que se abalanzó sobre nosotros gesticulando y hablando sin parar en
voz bastante alta:
—... todos somos iguales, es el destino, señor, señorita, que nos tira a unos
para allá y a otros para acá, el que tiene, el que pide, el que roba, señor,
señora, yo podría robar, pero soy de los que pide, es el destino, señorita,
señor, que juega a la pelota, sí, señor, a la pelota con nosotros, son los
hilos, señor, los hilos...
La luz de la inteligencia había huido de sus ojos. De sus labios salían
incoherencias con el objeto de obtener algo para comer. Extrañamente, no olía
a vino sino que a membrillo, un olor a membrillo maduro que me turbó e hizo
esfumarse mi sonrisa condescendiente. El tipo era porfiado, sabía que
molestaba y el precio por dejarnos tranquilos era darle cualquier cosa. Saqué
mi billetera y extraje un billete de cien pesos que él cogió con sus manos
temblorosas y así fue como pude ver su reloj. Un reloj que habría reconocido
en cualquier parte a pesar de los treinta años pasados. Extraje una buena
cantidad de dinero y, ante el asombro de mis amigos, se la pasé sin dejar de
mirar su reloj. El vagabundo no lo podía creer, casi se le cayeron los
billetes de las manos, pero, no obstante su emoción, se percató de mi mirada
fija en su muñeca, en su reloj. Me miró a los ojos mientras se lo sacaba. Me
lo dio ensayando, sin conseguirlo, una sonrisa. Tomé el reloj caliente y
seboso que aún palpitaba. No sé cuánto rato lo contemplé, pero al levantar la
vista el loco había desaparecido.
—Ahora, sí que creo—dijo mi anfitriona, divertida. Salí de mi aturdimiento y
me despedí de mis risueños amigos. Era ya bastante tarde. Subí a mi Chrysler
descapotable y partí y viajé el resto de la noche. ¿Y por qué no? No tenía
ninguna obligación que cumplir, pero sí unas ganas locas de volver a ver esos
lugares. El colegio. La estación. Los rieles por donde había pasado cuando
muchachito asustado y rebelde, prófugo de esa maquinaria represiva donde nos
alimentaban con engrudos de avena y ese pan con miel con hormigas que
devorábamos como si fuera ambrosía.
Es grato manejar un auto nuevo. Fue hermoso ver amanecer en medio de ese
paisaje que fue testigo de parte de mi infancia. Me embargaba una enorme
ternura por ese niñito de nueve años que yo había sido y que ya nada tenía que
ver conmigo. El sol cubría de dulces colores el campo y hacía brillar las
gotas de rocío. El camino estaba solitario. Bandadas de pájaros volaban de
espino en espino.
Los judíos visitan los KZ, las barracas, los hornos crematorios. ¿Qué los
impulsa? ¿Qué buscan allí? Yo tenía unas ganas enormes de volver a ver todo
aquello. No obstante, a medida que me acercaba, se me endurecía el estómago y
se me agitaba la respiración. Había sido un año de vida perdido, estafado a mi
infancia, hambre, puñetes, todas las pedradas, correazos, cachetadas, los
castigos humillantes de mi vida, estaban concentrados allí, en ese internado.
Pero me había fugado—el recuerdo me hizo sentir ligeramente orgulloso—o por lo
menos lo había intentado, ¡joder! Y ahora, empujado por algo que no sabría
definir, volvía, volvía. ¿Estaría todavía allí? ¿Seguirían dando ese porridge?
¿Y la estación? Qué ganas de abrazar a ese niñito que fui y sentir palpitar su
corazón, él no se dejaría, claro, nunca le gustaron esas efusiones, pero me
permitiría pasarle la mano, los dedos, por su mata de pelo, sintiendo su
cabecita dura. Volvería a caminar entre esos rieles, pisando los mismos
durmientes de entonces cuando iba como un perrito mojado tras las rápidas
zancadas de Carrión. Carrión. ¡Cómo lo había admirado al desgraciado hijo de
putas! ¡Pero qué tipo más fenomenal era! Tenía la mirada arrojada del
deportista antes de saltar al vacío con sus esquíes en esos trampolines.
El pueblo de Villa Alemana aún aprecia dormir, salvo una señora gorda que
estaba abriendo un quiosco de diarios que me miró entre preocupada y
sonriente.
—Un paquete de galletas,—le pedí—de esas bañadas en chocolate.
—¿Estas?
—Sí, pero ese paquete más grande, por favor, déme dos.
Abrí uno de los paquetones con todo cuidado y, masticando la primera galleta,
volví al auto. Estacioné mi descapotable en la estación. Pasó una carreta, un
niño que iba sentado al lado del cochero me hizo un además obsceno. Bajé y me
dirigí al andén. Curiosidad y nostalgia. Debían de ser las siete. Estaba
bastante fresco. Aparentemente, la estación estaba solitaria aún. Con un
paquete de galletas en el bolsillo y el otro, abierto, en la mano, aspiré
profundamente el aire, los olores de la estación. El rocío cubría los rieles.
Caminé lentamente reprimiendo la emoción. Era la misma hora. Todo estaba
igual. El reloj colgado en la pared. Los carros. Un muchachón casi me
atropella con su bicicleta. Se me cayó el paquete de la mano que, por
supuesto, recogí. No sé de dónde había salido. Lo miré mientras se alejaba. El
sol hizo destellar su reloj pulsera durante un segundo. Una bandada de
gorriones, tordos y loicas salió disparada de una mata de espino. Sentí, sin
reaccionar, cómo caían las galletas del paquete abierto al suelo. Sentado en
un banco, un niñito de chaqueta de cuero, despeinado y con la camisa afuera,
contemplaba abriendo enormes ojos mis paquetes de galletas. Con un cariño que
se me salía por los poros, me acerqué sonriendo.
—Conque te arrancaste. ¿Eh?—le dije.
Su mirada se apartó de las galletas y se detuvo en mi reloj—cronómetro.

F I N

 

 

 

Retornar a catalogo