Tía
Babette
Tía Babette hizo otra profunda inspiración. El sol de la mañana guiñó,
como un
nieto díscolo, a través de las cortinas de tul inundadas de blancos reflejos,
cogió el
rayo más largo, rodeó, como con una pluma de oro, el blanco gorro de dormir
y la
frente muelle de la anciana, luego se estremeció y vibró sin cesar alrededor
de los
ojos, de los labios y de la nariz hasta que la tía hizo esa profunda inspiración
y
volvió tímidamente sus ojos enrojecidos y asombrados hacia la ventana:
¡Ah! Hizo
un bostezo de bienestar y se estiró. A pesar del gesto perezoso, había
en el sonido
de ese bostezo algo de resuelto y concluyente: se hubiera dicho el rasgo
que se
trazara al pie de un trabajo acabado y logrado. ¡Ah. . . !
Volvió a cerrar los ojos y permaneció tendida con la expresión de alguien
que
acaba de tragar una cucharada de café azucarado o de decir una maldad
que ha
tocado. La pieza era clara y tranquila. El sol precipitaba allí más y
más rayos, los
clavaba como dardos vibrantes en las claras maderas del piso, en los
resplandecientes veladores imperio, y algún trasgo se los devolvía, desde
el fondo
del espejo, en plena cara.
Como una lejana música de batalla, una orquesta de moscardones bordoneaba
en
las ventanas, acompañando el claro vaivén de ese gayo lanzador de dardos;
el
ligero susurro penetraba en el semisueño de la buena tía, y las frescas
ondas de un
reflejo de primavera borraban poco a poco las arrugas con rasgos sonrientes.
Parecía verdaderamente joven en el momento en que se erguía asaz enérgicamente
en sus almohadas, y miraba a su alrededor en la habitación. Todas las
cosas tenían
no se sabía qué de brillante, de nuevo, y se regocijaba con ello. Un delicado
perfume de jacintos se elevaba de las flores, que guarnecían la ventana
y se
mezclaba a un relente de lavanda que subía de sus almohadas. La vieja
señorita
echó una mirada rápida a la imagen de la virgen cuyas sombras tenían en
pleno día
reflejos verdes. Sus manos magras y duras describieron una rápida señal
de la cruz
e, inmediatamente después, regañó al canario dormido cuya jaula estaba
suspendida sobre la ventana y que a pesar de la hermosa mañana no se decidía
a
cantar. Regresando de la ventana, sus miradas quedaron pegadas al canapé.
Allí
había, alineados cuidadosamente, un sombrero negro, con un ancho velo
de
crespón que caía a lo largo del respaldo como un torrente nocturno, un
par de
guantes negros, cada uno de su lado, como separados por alguna irremediable
enemistad, un antiguo libro de plegarias más negro aún, y, más lejos,
dos pañuelos
muy blancos brillaban en medio de todo ese duelo como una pareja de caballos
blancos enganchados a la carroza fúnebre de una muchacha.
La tía contempló esos objetos con una mirada sorprendida, y todas las
arrugas
reaparecieron, como sombrías orugas, en su viejo rostro. Calculó: lunes
12, martes
13, miércoles 14, jueves 15, viernes 16. Y con un meneo de cabeza laso
y
resignado comprobó: hoy justamente, 16 de abril, viernes, es el séptimo
aniversario de mi difunto hermano, el inspector de finanzas Johann August
Erdmanner. Él tenía tres años más que ella y al morir en el rigor de los
cincuenta,
munido de los santos sacramentos, había dejado una viuda inconsolable
y dos
hijos menores. Había muerto por la tarde, a las cuatro, en el preciso
instante en que
todos habían salido para ir a tomar una taza de café. Y la habitación
iluminada por
un rayo de sol se desvaneció en los ojos de la vieja señorita. Recordó
al excelente
Johann, magro y reseco, y la joven viuda que había vivido apenas cinco
años a su
lado, y el doctor de cara purpúrea. (Y Herminia, la viuda, que osaba pretender
que
ese no bebía!) ¡Y la religiosa, que también entendía de tirar las cartas,
en cruz !
¡Sí, ciertamente, las cartas le enseñaban todo a esa! ¡Y todo había sido
tan
hermoso al día siguiente! Aquellas columnas enteras en los diarios, y
las visitas:
todos esos rostros graves y bañados de lágrimas, la mezquina corona del
avaro del
propietario y todas las demás bellas; coronas. ¡Sí, había tenido un magnífico
entierro el señor inspector de finanzas Johann August Erdmanner! Y se
conmemoraba dignamente cada año el aniversario de su muerte. A las diez,
toda la
familia, con gran duelo, se reunía en la iglesia de la Asunción, con guantes
negros,
mejillas pálidas y ojos enrojecidos. Y durante todo el día, todos hablaban
en voz
baja y ronca, como ahogada, y se hacían solemnes signos de cabeza. Cuando
penetraban en la cavernosa iglesia, agradecían a las viejas que tenían
las hojas de
la puerta, con una voz alterada por la emoción, y sumergían tan largamente
sus
guantes negros en el agua bendita que cada señal de la cruz dejaba al
punto marcas
negras sobre sus rostros sobresaltados y resignados. Los pañuelos blancos
bajo los
dedos doblados tenían el aire de asechar el momento de ser llevados a
los ojos
desbordantes de lágrimas. Tenían frecuente ocasión para ello. En el fresco
rostro
del propio sacerdote se dibujaban algunas arrugas dolorosas alrededor
de los
labios hartos, y se hubiera dicho que recogía con lengua recalcitrante
las últimas
gotas de un brebaje agrio. Cuando, un poco más tarde, descendía las gradas
del
altar obscuro y su silueta se recogía abajo, como un pudding frustrado,
y,
acompañado por la voz del rojo oficiante, exclamaba con una voz hueca:
"¡Oremos, hermanos míos!", de toda la compañía sólo quedaba una confusa
madeja de crespón y paño negro. La emoción había pasado como un tren sobre
los
sobrevivientes en duelo; estaban dispersos, entre los bancos lustrosos,
como
mutilados entre los rieles.
Todo eso habíase repetido seis años seguidos, y la vieja tía, sobre su
almohada
perfumada de lavanda, sabía que el hecho se reproduciría por séptima vez,
exactamente igual.
Echó sobre el cuadrante de nácar del pequeño reloj imperio de péndola
una mirada
tan desesperada como si las agujas hubieran marcado su propia hora final.
Quiso
levantarse; pero tras un gesto brusco sus manos se deslizaron sin fuerza
a lo largo
del blanco edredón, como bajo el peso de un formidable iceberg. Sintió
de nuevo
en los riñones y en la espalda los dolores violentos que se manifestaran
pocas
semanas antes. Un estremecimiento recorrió su espalda; su cabeza estaba
pesada y
floja.
Palideció y gimió. Si, justamente así era como había muerto su padre;
en una
hermosa mañana, después de una mala noche. Y la anciana recordó de pronto
que
ella tampoco había pegado los ojos durante la noche última. No, no había
pegado
los ojos, estaba bien segura de ello. Un sudor helado brotó por todos
sus poros. Y
recordó que la buena hermana que tiraba tan bien las cartas había tenido
que
enjugar tantas veces, al acercarse la agonía, la frente de su pobre padre
difunto.
¿Habíale llegado verdaderamente su turno? Con un gesto convulsivo, juntó
las
manos sobre el cobertor blanco.
El canario reanudaba sus trinos incesantes. Los jacintos parecían ya lasos,
y el día
claro y puro, se estiraba, ancho y frío, sobre el piso de madera.
Tía Babette sentíase soñolienta. Se preguntó de pronto: ¿cómo había muerto
su
padre? El esfuerzo que hacía para recordarlo arrugó su frente. Respiró:
justamente
así, lo habían traído. Había caído en síncope en la calle. Y ella pensó:
no obstante
es una gracia... así... en su lecho... Y no se movió más.
F I N
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