La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

 

 

Contigo pan y cebolla
Manuel Eduardo de Gorostiza

Contigo pan y cebolla
Manuel Eduardo de Gorostiza

PERSONAJES

DON PEDRO DE LARA, padre de
DOÑA MATILDE
DON EDUARDO DE CONTRERAS, su novio
BRUNO, criado de DON PEDRO
LA MARQUESA, amiga de DOÑA MATILDE
EL CASERO
LA VECINA

La escena pasa en Madrid

Contigo pan y cebolla
Manuel Eduardo de Gorostiza

Copyright (c) Universidad de Alicante, Banco Santander
Central Hispano 1999-2000

Contigo pan y cebolla
Manuel Eduardo de Gorostiza

Acto primero
Una sala bien amueblada, aunque algo a la antigua, de la casa que
habita don Pedro

ESCENA I
Doña Matilde y Bruno (Sale Bruno.)
DOÑA MATILDE. -¡Bruno!
BRUNO.-¡Jesús, señorita! ¿Ya se levantó usted?
DOÑA MATILDE. -Sí, no he podido cerrar los ojos en toda la
noche.
BRUNO.-Ya, se habrá usted estado leyendo hasta las tres o las
cuatro, según costumbre...
DOÑA MATILDE.-No es eso...
BRUNO. -Se le habrá arrebatado el calor a la cabeza...
DOÑA MATILDE. -Repito que...
BRUNO. -Y con los cascos calientes ya no se duerme por más
vueltas que uno dé en la cama.
DOÑA MATILDE. -Pero hombre, ¿qué estás ahí charlando sin
saber?...
BRUNO. -¿Conque no sé lo que me digo? Y en topando cualquiera
de ustedes con un libraco de historia o sucedido, de ésos que tienen
el forro colorado, ya no ha de saber dejarlo de la mano hasta apurar
si don Fulano, el de los ojos dormidos y pelo crespo, es hijo o no
de su padre, y si se casa o no se casa con la joven boquirrubia que
se muere por sus pedazos, y que es cuando menos sobrina del
Papamoscas de Burgos: todo mentiras.
DOÑA MATILDE. -¿Acabaste?
BRUNO. -No, señora, porque es muy malo, muy malo leer en la
cama...
DOÑA MATILDE. -¡Aprieta!
BRUNO. -Sin contar que, el día menos pensado, nos va a dar
usted un susto con la luz y la cortina.
DOÑA MATILDE. -Mira, Bruno, que estás muy pesado.
BRUNO. -Siempre las verdades pesan, señorita, amargan y se
indigestan.
DOÑA MATILDE. -¡Qué disparate, que anoche cabalmente ni
siquiera hojeé un libro! Buena estaba yo para lecturas.
BRUNO. -¿Estuvo usted mala, eh? Y ¿cómo no quiere estar usted
mala con ese maldito té que ha dado usted en tomar ahora en lugar
del guisado y de la ensalada, que todo cristiano toma a semejantes
horas? Yo no digo por eso que el té no sea saludable... Cuando
duelen las tripas, o cuando... pero al cabo no pasa de ser agua
caliente; sólo podía habernos venido de Inglaterra, que como allí
son herejes, ni tendrán vino, ni bueyes, cebones, ni... ¿Qué está
usted curioseando por esa ventana?
DOÑA MATILDE. -Nada, miraba si... ¿Qué hora será?
BRUNO. -Las siete dieron hace rato en San Juan de Dios.
DOÑA MATILDE. -¿Y no ha venido nadie?
BRUNO. -Nadie... ¡ah, sí!, vino el aguador con su esportilla y
su...
DOÑA MATILDE. -¿Qué tengo yo que ver con el aguador ni con la
esportilla?
BRUNO. -¿Esperaba usted acaso otra visita a las siete de la
mañana?
DOÑA MATILDE. -No... Sí... (Sentándose.) ¡Válgame Dios, qué
desgraciada soy!
BRUNO. -¡Desgraciada! ¿Qué dice usted?
DOÑA MATILDE. -¡Oh, muy desgraciada, muy desgraciada!
BRUNO. -Pues, señor, ¿qué ha sucedido... acaso su papá de
usted...?
DOÑA MATILDE. -No, papá duerme todavía, y estará sin duda bien
lejos de soñar o de pensar que el terrible momento se aproxima en
que va a decidirse para siempre el porvenir de su hija única y
querida... ¡para siempre! ¡Ay, Bruno!, si tú pudieras comprender
toda la fuerza y la extensión de esta palabra ¡para siempre!
BRUNO. -¡Vaya, y qué tonto me hace usted! ¿Conque no comprendo
lo que quiere decir para siempre? «Para siempre» es lo mismo que
decir a uno «hasta que te mueras».
DOÑA MATILDE. -Decía sólo que si tú pudieras discernir bien y
avalorar las sensaciones de diferente naturaleza que semejante
palabra excita, fomenta, inflama...
BRUNO. -No, en efecto, todo eso para mí es griego.
DOÑA MATILDE. -...y pone en combustión, entonces es cuando
estarías en estado de... ¿Pero quién anda en la antesala?
BRUNO. -Será quizá el gato que habrá olfateado ya su pitanza.
DOÑA MATILDE. -Él es, él es.
BRUNO. -¿Quién había de ser? Minino, minino...

ESCENA II
Don Eduardo, doña Matilde y Bruno (Sale don Eduardo.)
DOÑA MATILDE. -¡Eduardo!
DON EDUARDO. -¡Matilde!
BRUNO. -¡Calle, pues no era el gato!...
DOÑA MATILDE. -Creí que no acababa usted de llegar nunca.
DON EDUARDO. -Amanece todavía tan tarde... y a no haber venido
sin afeitarme...
DOÑA MATILDE. -¡Oh, eso no! Hubiera sido imperdonable en un día
tan solemne, como lo es éste, el que usted se hubiera presentado con
barbas.
DON EDUARDO. -Y, sobre todo, hubiera sido poco limpio.
DOÑA MATILDE. -Si usted hubiera tenido que viajar en posta tres
o cuatro días con sus noches... como a otros les ha sucedido... para
poder llegar a tiempo de arrancar a sus queridas del altar en que un
padre injusto las iba a inmolar... ya era otra cosa... y aun cierto
desorden en la toilette, hubiera sido entonces de rigor; pero como
usted viene sólo de su casa...
DON EDUARDO. -Que está a dos pasos de aquí, en la calle de
Cantarranas.
DOÑA MATILDE. -Por lo mismo ha hecho usted bien en afeitarse y
en... Mas a lo menos trataremos de recuperar el tiempo perdido.
¿Bruno?
BRUNO. -¿Señorita?
DOÑA MATILDE. -Anda y dile a papá que el señor don Eduardo de
Contreras desea hablarle de una materia muy importante.
BRUNO. -No creo que el amo se haya despertado todavía.
DOÑA MATILDE. -¿Qué sabes tú?
BRUNO. -Porque nunca se despierta antes de las nueve, y
porque...
DON EDUARDO. -Quizá valga más entonces que yo vuelva un poco
más tarde.
DOÑA MATILDE. -No, no. ¿A qué prolongar nuestra agonía? Anda,
Brunito, anda, si es que mi felicidad te interesa.
BRUNO. -Bueno, iré; pero lo mismo me ha dicho usted en otras
ocasiones, y luego la tal felicidad se vuelve agua de borrajas.
DOÑA MATILDE. -¡Bruno!
BRUNO. -Iré, iré, no hay que atufarse por eso.

ESCENA III
Doña Matilde y don Eduardo
DOÑA MATILDE. -¡Estos criados antiguos, que nos han visto
nacer, se toman siempre unas libertades!...
DON EDUARDO. -En justo pago de las cometas que nos han hecho, o
de las muñecas que nos han arrullado. Y éste me parece además muy
buen sujeto.
DOÑA MATILDE. -¡Oh, muy bueno!... ¡Si viera usted la ley que
nos tiene... y lo que le queremos todos! ¡Pobre Bruno! Cuando estuvo
el invierno pasado tan malo, ni un instante me separé yo de la
cabecera de su cama.
DON EDUARDO. -¡Con qué gusto oigo a usted eso, Matilde mía!
DOÑA MATILDE. -Nada tiene de particular; sin embargo, una cosa
es que sus vejeces me desesperen tal cual vez, y otra cosa es que...
¡Ay, Dios, y qué temblor me ha dado!
DON EDUARDO. -¿Está usted sin almorzar?
DOÑA MATILDE. -Por supuesto.
DON EDUARDO. -Entonces es algún frío que ha cogido el estómago
y...
DOÑA MATILDE. -Entonces también temblaría usted, porque es bien
seguro que tampoco habrá usted tomado nada.
DON EDUARDO. -Sí, por cierto; he tomado, según mi costumbre,
una jícara de chocolate, con sus correspondientes bollos y pan de
Mallorca.
DOÑA MATILDE. -¡Chocolate y pan de Mallorca en un día como
éste!
DON EDUARDO. (Sonriéndose.) -¿Es requisito acaso el pedir la
novia en ayunas?
DOÑA MATILDE. -No, ciertamente que no... Con todo, hay
ocasiones en que uno debe estar tan absorbido que necesariamente
olvida cosas tan vulgares como el almorzar y el comer. A lo menos yo
hablo por mí, y puedo asegurar a usted que ni siquiera ha pasado
esta mañana por mi cabeza el que había cacao en Caracas.
DON EDUARDO. -Así se ha llenado usted de flato.
DOÑA MATILDE. -¡De flato! Vaya que viene usted hoy muy poco
fino.
DON EDUARDO. -Pero hija, ¿no puede usted tener flato?
DOÑA MATILDE. -No, señor, no puedo tener flato. A mi edad, con
mi sensibilidad y en las circunstancias tan terribles en que me
hallo, no se tiene nunca flato; y si una tiembla es de inquietud, de
zozobra, de miedo. ¡Ay, Eduardo, está usted demasiado tranquilo!
DON EDUARDO. -No veo el por qué había yo de estar fuera de mí
cuando me lisonjeo con la esperanza de que su padre de usted, que es
íntimo amigo de mi tío, me concederá esa linda mano, en cuya
posesión se cifra toda mi felicidad.
DOÑA MATILDE. -¿Y si se la niega a usted?
DON EDUARDO. -Si usted hubiera permitido alguna vez que la
informara de mi posición, de mi familia, como en varias ocasiones lo
he intentado en balde, comprendería usted ahora si tengo o no motivo
para no temer sobre el éxito de mi negociación; pero nunca me ha
dejado usted hablar en esta materia, no sé por qué, y así...
DOÑA MATILDE. -Porque ni entonces quise, ni ahora quiero oír
hablar de intereses ni parentescos. Eso queda bueno cuando se trata
de esos monstruosos enlaces que se ven por ahí, en donde todo se
ajusta como libra de peras, y en donde se quiere averiguar antes si
habrá luego qué comer, o si habrá con qué educar los hijos que
vendrán o que quizá no vendrán. ¿Y yo había de pensar en eso? No,
Eduardo, no; yo le quiero a usted más que a mi vida, pero sólo por
usted, créame usted, por usted sólo.
DON EDUARDO. -¡Matilde mía!

ESCENA IV
Bruno, don Eduardo y doña Matilde (Sale Bruno.)
BRUNO. -¡Vaya que estaba su papá de usted como un tronco de
dormido!
DOÑA MATILDE. -¿Y qué ha respondido?
BRUNO. -Ni oste ni moste: oyó mi relación, se sonrió y echó
mano a los calzoncillos.
DON EDUARDO. -¿Se sonrió?
BRUNO. -¡Pues!, como quien dice «ya sé lo que es».
DOÑA MATILDE. -Dios sabe, además, lo que tú le dirías.
BRUNO. -Ésta es otra que bien baila. Le dije sólo que usted me
había mandado le anunciase que el señor don Eduardo...
DOÑA MATILDE. -¿Ves cómo al fin habías de hacer alguna de las
tuyas?
BRUNO. -¿Con que usted no me mandó?
DOÑA MATILDE. -Sí, pero no había necesidad de decir que era yo
la que te enviaba, ni de añadir, como sin duda habrás añadido, que
había hablado antes o me quedaba hablando con este caballero.
BRUNO. -Ya se ve, que le dije también entrambas cosas. Y ¿qué
mal hubo en ello?
DOÑA MATILDE. -Que ya papá no se sorprenderá, y que la escena
pierde por lo mismo una gran parte de su efecto.
BRUNO. -Ande usted, señorita, que desde aquí a la hora de la
cena, muchos fetos puede haber todavía.
DOÑA MATILDE. -¡Jesús, qué hombre!
DON EDUARDO. -En cuanto a mí, le protesto a usted, Matilde, que
me alegro mucho de que Bruno haya en cierto modo preparado a su papá
de usted para lo que voy a decirle; porque ahora tendré menos
cortedad y podré desde luego entrar en materia.
DOÑA MATILDE. -Bueno... Si a usted le parece así, mejor...
BRUNO. -Ya siento al señor en la escalera.
DOÑA MATILDE. -¡Ay, Dios... qué susto!... ¡No sé lo que por mí
pasa!... ¿Me he puesto muy pálida? Me voy, me voy a mi cuarto... a
suspirar, a llorar... a ponerme un vestido blanco... Ven tú también,
Bruno... y el pelo a la Malibrán... ¡Oh, y qué crisis! Allí esperaré
a que mi padre me llame... ¡La crisis de mi vida!... porque siempre
me llama en tales casos. Ánimo, Eduardo... valor... resignación...
Si habrá planchado anoche la Juana mi collereta a la María
Estuardo... Sobre todo confianza en mi eterno cariño.
(Vase, llevándose tras sí a Bruno.)
BRUNO. -¡Señorita, señorita, que me desgarra usted la solapa!

ESCENA V
Don Eduardo y luego don Pedro
DON EDUARDO. -¡Muchacha encantadora! Es lástima, por cierto,
que haya leído tanta novela, porque su corazón... (Sale don
Pedro.)
DON PEDRO. -Buenos días, señor don Eduardo muy buenos días, ¡y
qué temprano tenemos el gusto de ver a usted en ésta su casa!
DON EDUARDO. -En efecto, señor don Pedro, la hora es bastante
inoportuna, y bien sabe Dios que no sé cómo disculparme con usted.
DON PEDRO -¿De qué, amigo mío?
DON EDUARDO. -Por una visita realmente demasiado matutina e
inesperada.
DON PEDRO. -¿Y quién le dice a usted que yo no esperaba esta
misma visita?
DON EDUARDO. -¿Que me es...?
DON PEDRO. -Hoy precisamente, no; pero sí en una de estas
mañanas porque ya había yo notado ciertos síntomas... Ya se ve, a
ustedes los enamorados se les figura que un padre cuando juega en un
rincón al tresillo, o que una madre cuando está más enfrascada en la
letanía de las imperfecciones de su cocinera, no piensa en otra cosa
sino en el codillo que le dieron o en las almondiguillas que se
quemaron, y de consiguiente que no notan las ojeadas de ustedes, ni
oyen los suspiros, ni se enteran de las peloteras... Pues no, señor,
están ustedes muy equivocados; ni el padre ni la madre pierden ripio
de cuanto va pasando...
DON EDUARDO. -Nada más natural, ciertamente.
DON PEDRO. -Y llevan también libro de entradas y salidas, como
si hubieran sido toda su vida horteras.
DON EDUARDO. -Así, señor don Pedro, usted habrá ya observado...
DON PEDRO. -Sí, señor, ya sé que usted está muy prendado de mi
Matilde.
DON EDUARDO. -Entonces adivinará usted también que el objeto de
mi visita es...
DON PEDRO. -El de pedirme su mano. ¿No es ése?
DON EDUARDO. -Ése mismo. Y si fuera yo tan dichoso que reuniera
a los ojos de usted aquellas circunstancias...
DON PEDRO. -Muchas reúne usted, por vida mía, señor don
Eduardo: nacimiento ilustre, mayorazgo crecido, educación, talento,
moralidad.
DON EDUARDO. -¡Usted me confunde, señor don Pedro!
DON PEDRO. -Y el ser sobre todo sobrino y heredero de mi mejor
amigo... De ahí, que yerno más a mi gusto sería muy difícil que se
me presentase.
DON EDUARDO. -¿Entonces puedo esperar?...
DON PEDRO. -Pero mi hija es la que se casa, yo no; ella es,
pues, la que ha de juzgar si usted...
DON EDUARDO. -¡Oh, señor don Pedro, y qué feliz soy! La amable,
la hermosa Matilde, me corresponde, no lo dude usted, y está en el
secreto, y...
DON PEDRO. -Tanto mejor, amigo mío, y ahora vamos a verlo,
porque, con el permiso de usted, la haré llamar. En presencia de
usted consultaremos su gusto y su voluntad.
DON EDUARDO. -No deseo otra cosa, y cuanto más pronto...
DON PEDRO. -Ahora mismo... (Llamando.) ¿Bruno? Que ella venga y
se explique, y si dice que sí, entonces... (Vuelve a llamar.)
¿Bruno?
BRUNO. (Desde adentro.) -Mande usted.
DON PEDRO. -Porque si dice que no... ya ve usted... un buen
padre no debe nunca violentar la inclinación de sus hijos.
DON EDUARDO. -Repito a usted que ella misma...

ESCENA VI
Bruno, don Eduardo y don Pedro
BRUNO (Saliendo.) -¿Llama usted?
DON PEDRO. -Sí. ¿Dónde está la niña?
BRUNO. -En su cuarto... representando, a lo que parece, algún
paso de comedia.
DON PEDRO. -¿Qué entiendes tú de eso?... Dile que venga.
BRUNO. -O de tragedia, ¿qué me sé yo?... Ello es que se la oye
hablar alto... que está sola... (Yéndose.) y que a no haber perdido
la chaveta...

ESCENA VII
Don Pedro y don Eduardo
DON PEDRO. -Pues y como le iba a usted diciendo, señor don
Eduardo, yo soy demasiado buen padre para pretender... Luego, ya voy
a viejo, estoy viudo, no tengo más que esta hija... a la que quiero
como a las niñas de mis ojos... No soy, además, amigo de lloros ni
tristezas dentro de casa, y en suma...
DON EDUARDO. -Sí, tiene usted en todo mil razones.
DON PEDRO. -Y en suma, ella hará lo que quiera, como lo hace
siempre; aunque eso no quita el que la chica sea muy dócil y muy
bien criada y muy temerosa de Dios...
DON EDUARDO. -¡Y es tan bonita!
DON PEDRO. -Y el que es muy buena hija, y será muy buena mujer
propia.
DON EDUARDO. -¡Oh, excelente, excelente!
DON PEDRO. -Y si llega a ser madre.
DON EDUARDO. -Por supuesto ¿no quiere usted que llegue?
DON PEDRO. -Tendrá hijos a su vez y será también muy buena
madre, no lo dude usted, señor don Eduardo...
DON EDUARDO. -¡Qué he de dudar yo eso, señor don Pedro! ¡Poco
enamorado estoy a fe mía para dudar ahora de nada!
DON PEDRO. -Es que no crea usted que es el primero a quien le
digo yo todo esto, no señor, y otro tanto, sin quitar ni poner, le
dije a mi sobrino Tiburcio hará ahora unos cuatro meses, cuando se
quiso casar con su prima.
DON EDUARDO. -Que fue sin duda la que se opuso al enlace, ¿eh?
DON PEDRO. -¡Quién había de ser! Y por más señas que, aunque no
estuvo el tal enlace tan adelantado como el que seis meses antes
tuvimos entre manos, lo estuvo sin embargo lo bastante para dar
después mucho que hablar a la gente ociosa.
DON EDUARDO. -¿Y dice usted que hubo otro seis meses antes que
lo estuvo más?
DON PEDRO. -Cien veces más, con el vizconde del Relámpago, un
caballero andaluz, maestrante de la de Ronda... con no sé cuántos
millares de pinares, pegujares y lagares... hombre muy bien nacido,
y que yo... (Dirigiéndose hacia la puerta por la que aparecerá doña
Matilde.) Ven, hija mía, y nos dirás si...

ESCENA VIII
Doña Matilde, don Pedro y don Eduardo (Sale doña Matilde.)
DOÑA MATILDE. -¡Ah, padre mío, y qué criminal debo de aparecer
a los ojos de usted! Ya sé que debía consultarle antes de
comprometerme; ya sé que debía después...
DON PEDRO. -Cierto, muy cierto, mas ahora...
DOÑA MATILDE. -... haber seguido humilde los consejos de su
experiencia, de su cariño; pero ¡ay!, que no pude, porque arrastrada
por una pasión irresistible...
DON PEDRO. -Si no es eso...
DOÑA MATILDE. -... que como una erupción volcánica...
DON EDUARDO.-Pero, Matilde, si su papá de usted...
DOÑA MATILDE. -Calle usted; no me distraiga... se apoderó de mi
pobre corazón, que estaba indefenso... que no había hasta entonces
amado...
DON PEDRO. -Si me dejarás meter baza...
DOÑA MATILDE. -Con todo, padre mío, no crea usted que trato de
rebelarme contra su autoridad, y si el hombre de mi elección no
mereciese, como me temo, el sufragio de usted...
DON EDUARDO. -Dígole a usted que...
DOÑA MATILDE. -Entonces... no seré nunca de otro... eso no...
pero gemiré en silencio sin ser suya o iré a sepultarme en las
lobregueces del claustro.
DON PEDRO. -¡Tú, quedarte soltera! ¡Jesús, qué desatino!
Primero te casaría con un bajá de tres colas, cuando más que el
señor don Eduardo es muy buen partido por todos títulos...
DOÑA MATILDE. -¿Qué dice usted?
DON PEDRO. -De familia muy noble...
DOÑA MATILDE. -Eso para mí es tan indiferente como el que fuera
inclusero.
DON EDUARDO. (Aparte.) -Para mí, no.
DON PEDRO. -Y que será muy rico cuando herede a su tío...
DOÑA MATILDE. (Aparte.) -¡Será rico! ¡Qué lástima!
DON PEDRO. -De quien supongo que heredará también el título que
aquél tiene de alguacil mayor de...
DOÑA MATILDE. (Aparte.) -¡Alguacil mayor! ¡Elegante título por
vida mía!
DON EDUARDO. -¡Sí, señor, si es de mayorazgo!
DOÑA MATILDE. (Aparte.) -¡También mayorazgo!
DON PEDRO -Así, hija mía, puedes tranquilizarte, porque
elección más juiciosa, más a gusto mío, más a gusto de todos...
DOÑA MATILDE. (Aparte.) -¡Lo que engañan las apariencias!
DON PEDRO. -Vamos, era imposible hacerla mejor... y ya verás lo
que se alegra tu tía Sinforosa, y las primas Velasco y tu padrino el
señor Deán y...
DOÑA MATILDE. (Aparte.) ¡Y todo el género humano, y sólo porque
es rico! ¡Gente sórdida!
DON EDUARDO. -¡Ah! ¡Señor don Pedro, tanta bondad! ¿Cómo podré
yo pagar nunca...?
DON PEDRO. -Haciéndola feliz, señor don Eduardo.
DON EDUARDO. -¡Lo será! ¿Cómo quiere usted que no lo sea?
Adorada por su marido, mimada por sus parientes, respetada por sus
amigos, pudiendo disfrutar de todo, sobrándole todo...
DOÑA MATILDE. (Aparte.) -¡Y eso se llama ser feliz!
DON EDUARDO. -¿Pero qué tiene usted, Matilde mía? ¿Por qué se
ha quedado usted tan callada?
DON PEDRO. -La misma alegría que la habrá sobrecogido... ¿No es
eso, hija?
DOÑA MATILDE. -Pues... en efecto... y también ciertas
reflexiones... Ya ve usted, la cosa es muy seria... se trata de un
lazo indisoluble, de la dicha o de la desgracia de toda la vida...
DON PEDRO. -Como ya obtuviste mi consentimiento, que era lo que
te tenía con cuidado...
DON EDUARDO. -Y queriéndote tanto como nos queremos...
DOÑA MATILDE. -No digo que no... y yo agradezco a usted
infinito el que me quiera... Ciertamente es una preferencia que me
debe lisonjear mucho y que... sin embargo, esto de casarse no es
jugar a la gallina ciega, y no es extraño que yo me arredre y
titubee, y...
DON EDUARDO. -Bien sabe Dios, Matilde, que no entiendo...
DON PEDRO. -Vaya, vaya, esos escrúpulos se quitan con señalar
un día de esta semana para que se tomen los dichos.
DOÑA MATILDE. -Perdone usted, padre mío, yo no puedo en la
agitación en que estoy ni decidir ni consentir en nada... Quédese la
cosa así... Yo lo pensaré... Yo me consultaré a mí misma... No digo
por esto que este caballero deba perder toda esperanza... no tal...
aunque por otra parte... en fin, dentro de tres o cuatro días
saldremos de una vez de este estado de incertidumbre... Entre tanto
permítanme ustedes que me retire... y... (A don Eduardo.) beso a
usted la mano... (Aparte.) ¡Mujer de un alguacil mayor! ¡No faltaba
más! (Vase.)

ESCENA IX
Don Pedro y don Eduardo
DON EDUARDO. -¡No sé lo que pasa por mí!
DON PEDRO. -A la verdad que yo no me esperaba tampoco... La
niña, como le dije a usted, es muy dócil, eso es otra cosa, y muy
bien criada, pero...
DON EDUARDO. -Pero señor, por la Virgen Santísima, si ella
apenas hace un cuarto de hora...
DON PEDRO. -Se lo parecería a usted quizá, señor don Eduardo,
porque como ella es tan afable... ¿Quién sabe también si usted
interpretaría?
DON EDUARDO. -Eso es lo mismo que decirme que soy un fatuo,
presuntuoso, que...
DON PEDRO. -No, señor, cómo había yo de decirle a usted eso en
sus barbas, sino que a veces los amantes... Vea usted, ni mi sobrino
Tiburcio, ni el marqués del Relámpago eran fatuos ni presuntuosos, y
también se imaginaron que Matilde...
DON EDUARDO. -Ya, pero ellos no oirían, como yo oí de sus
propios labios... Vaya... lo mismo me he quedado que si me hubiera
caído un rayo.
DON PEDRO. -Así se quedó cabalmente el marqués del Relámpago
cuando...
DON EDUARDO. -Y le juro a usted que si no la quisiera tan
sinceramente...
DON PEDRO. -Además, no está todo perdido... Ella no ha dicho
todavía que no, señor don Eduardo.
DON EDUARDO. -Pero tampoco ha dicho que sí, señor don Pedro.
DON PEDRO. -Es verdad, no lo ha dicho, mas quizá lo diga...
Tenga usted paciencia... Tres o cuatro días se pasan en un abrir y
cerrar de ojos... y... Conque, señor don Eduardo, a la disposición
de usted... Bueno será que yo vaya a ver lo que hace la chica. Y no
dude usted que si puedo influir...
DON EDUARDO. -Quede usted con Dios, señor don Pedro, y mil
gracias de todos modos.
DON PEDRO. -No hay de qué, amigo mío, no hay de qué...
(Vase.)
DON EDUARDO. -Ya sé que no hay mucho de qué... ¡Caramba y qué
chasco! Lo peor es que conozco que estoy enamorado de veras. ¡Ah,
Matilde!... y ¿quién pudiera presumir...? En fin, ¡paciencia!... y
esperaré a estar más de sangre fría para determinar lo que me queda
que hacer... ¡Ah, Matilde, Matilde!
Contigo pan y cebolla
Manuel Eduardo de Gorostiza

Copyright (c) Universidad de Alicante, Banco Santander
Central Hispano 1999-2000

Contigo pan y cebolla
Manuel Eduardo de Gorostiza

Acto segundo
El mismo decorado del acto anterior

ESCENA I
Don Pedro y Bruno (Sale Bruno.)
BRUNO. -Aquí tiene usted una carta del señor don Eduardo.
DON PEDRO. -Bueno. Déjala aquí.
BRUNO. -¡Qué! ¿No la lee usted?
DON PEDRO. -¿Para qué? Si ya sé, poco más o menos, lo que dirá.
Que las... lamentaciones... Como si uno pudiera remediar el que
Matilde no le haya querido al cabo.
BRUNO. -Y vea usted, cualquiera hubiera dicho al principio
que...
DON PEDRO. -También me lo creí yo... y sólo cuando ella me hizo
escribirle ayer aquella carta que tú le llevaste, fue cuando acabé
de desengañarme.
BRUNO. -Valiente trabucazo fue la tal carta.
DON PEDRO. -¿Qué había de hacer?... Decirle la verdad... Que mi
hija no se quería casar con él, y que yo lo sentía mucho... Porque,
en efecto, me pesa de ello por mil y quinientas razones... Ya ves
tú... ¿Qué dirá su tío?... y luego... no se encuentra así comoquiera
un partido tan ventajoso.
BRUNO. -Pero, señor, ¡qué pero le puede poner la señorita a don
Eduardo! Él es lindo mozo... muy afable...
DON PEDRO. -Y muy callado.
BRUNO. -Y siempre que entraba o salía me apretaba la mano.
DON PEDRO. -Y nunca me hablaba de dote.
BRUNO. -Como que es un caballero.
DON PEDRO. -¡Oh! Todo un caballero.
BRUNO. -¡Si las muchachas hoy día no saben lo que quieren!
DON PEDRO. -Ni quieren tampoco.
BRUNO. -No, lo que es querer... con perdón de usted... lo mismo
que las de antaño... sino que se las figura allá yo no sé qué cosas
del otro jueves, y... y con nada se satisfacen.
DON PEDRO. -Quise indicar que no tienen al parecer tanta gana
de casarse como tenían las de nuestros tiempos.
BRUNO. -Yo diré a usted, las nuestras pasaban sus días y sus
noches haciendo calceta... lo que no pide atención... y podían
pensar entre tanto en el novio y en la casa... y... Pero las de
ahora, como todas leen la Gaceta y saben dónde está Pekín, ¿qué
sucede? Que se les va el tiempo en averiguar lo que no les
importa... y ni cuidan de casarse, ni saben cómo se espuma el
puchero.
DON PEDRO. -Tienes mucha razón, Bruno, mucha... aquéllas eran
otras mujeres.
BRUNO. -Y éstas no son aquéllas, señor don Pedro.
DON PEDRO. -También es verdad... en fin... ¡Cómo ha de ser! La
cosa ya no tiene remedio... así...
BRUNO. -Así, yo me vuelvo a mi antesala... a darle sus
garbanzos a la cotorrita... que si me gusta por algo es porque de
todas las del barrio es la única que no picotea el gabacho.

ESCENA II
Don Pedro
DON PEDRO. (Se sienta junto a la mesa, tomando la carta.)
¡Pobre don Eduardo!... ¿Quizá pida respuesta? ¡Qué disparate! Lo que
pedirá será lo que yo no le puedo otorgar... que hable a Matilde...
que me empeñe... que la obligue... cosas imposibles... ¿Dónde habré
puesto las antiparras? Cosas que no pueden hacerse sin ruidos... Ya
las encontré... Veamos sin embargo. (Lee.) «Señor don Pedro de Lara,
etcétera, etc. Nada de lo que usted me escribe me ha sorprendido y
yo ya estaba preparado para semejante fallo.» Más vale así, porque
unas calabazas exabrupto son difíciles de digerir... «Lo que sí me
ha llenado de satisfacción y de gratitud hacia usted son las finas
expresiones con que se sirve manifestarme lo que siente este
desenlace...» Como que le decía que hubiera dado un ojo de la cara
por poder anunciarle un resultado favorable... no podía estar más
expresivo... «y siendo aquéllas, en mi concepto, sinceras, me animan
por lo mismo a solicitar de usted un favor...» Ya apareció el
peine... «un favor de que va a depender la felicidad de toda mi
vida...» ¡Si conoceré yo a mi gente! «la felicidad, quizá de su
propia hija de usted, y es que cuando me presente otra vez en su
casa me reciba usted lo peor...» ¿Qué ha puesto aquí, este
hombre?... «lo peor que le sea posible» ¡Peor dice, y bien claro!
«lo peor que le sea posible, esto es, que me trate desde hoy con el
mayor despego, que murmure de mí en mi ausencia, que se burle sin
rebozo de mi familia y circunstancias, que me calumnie, si fuese
necesario, y finalmente...» Vaya, está visto, hay que atarlo... «Y
finalmente, si Matilde algún día cediere a mis votos y consintiere
en recompensar con el don de su mano tanta constancia y cariño, que
usted nos niegue entonces y después su licencia, por más que ella lo
solicite, y por más que usted mismo lo apetezca, hasta tanto que yo
se la pida a usted en papel sellado.» ¡Repito que se le fue la
chaveta... «Si usted accede, pues, a mi súplica y me promete bajo su
palabra de honor, hacer bien su papel y no confiar el secreto a
nadie, en este caso nada me quedará que desear y estoy seguro que
muy pronto se podrá firmar su obediente hijo el que ahora sólo se
dice de usted atento y seguro servidor: Eduardo de Contreras.» Si
comprendo una jota de toda esta jerigonza... «Posdata.» ¿Todavía le
quedaron más disparates en el buche...? «Ya le explicaré a usted mi
proyecto cuando pueda hacerlo a solas y sin dar qué sospechar; entre
tanto me urge el saber si usted me concede lo que tanto anhelo, y
para ello iré dentro de una hora a su casa y le haré entrar recado
por Bruno de que deseo hablarle; usted entonces hágame decir
secamente por él mismo que no me quiere recibir, y yo entonces
interpretaré esta repulsa a mi favor. ¡Por Dios, señor don Pedro,
que no logre yo el ver a usted!...» ¡Ah, con que es un proyecto!...
que luego me explicará... y a fe que buena falta me hace... y yo
entre tanto sólo tengo que hacer... pero... muy poco es lo que tengo
que hacer: no recibirle, encerrarme en mi cuarto para mayor
seguridad... la cosa no es difícil... pero, y si tropiezo con él
antes de que pueda ponerme al corriente... entonces... no le miraré
a la cara, ahuecaré la voz... y le volveré pronto las espaldas...
Tampoco esto es muy difícil... Con todo no sé yo si podré... y por
otra parte me parece tan extravagante...

ESCENA III
Bruno y don Pedro (Sale Bruno.)
BRUNO. -El señor Eduardo desea con mucho ahínco hablar con
usted.
DON PEDRO. (Aparte.) ¡Jesús! Tan pronto...
BRUNO. -Dice que es materia muy grave...
DON PEDRO. (Aparte.) ¡Qué compromiso!
BRUNO. -Y que despachará en un santiamén.
DON PEDRO. (Aparte.) -¡Pero cómo puedo yo negarle un favor tan
barato!
BRUNO. -Yo le he asegurado que usted tendría mucho gusto en
recibirle.
DON PEDRO. -Has hecho muy mal.
BRUNO. -¡Como usted le estima tanto!
DON PEDRO. -¿Quién te ha dicho eso?
BRUNO. -Usted mismo, no hace un credo, por más señas que...
DON PEDRO. -Qué señas ni qué berenjenas... Siempre has de
meterte en camisa de once varas.
BRUNO. -Ya las quisiera yo de tres y media.
DON PEDRO. (Aparte.) -Pero yo, ¿qué arriesgo en darle gusto?
BRUNO. -Conque, por fin, ¿qué le digo?
DON PEDRO. -Dile que... no le quiero recibir... anda.
BRUNO. -Bueno... le diré que había usted salido por la puerta
falsa y que...
DON PEDRO. -No, no; que estoy en casa y que no le quiero
recibir.
BRUNO. -Ya estoy, que siente usted mucho no poderle recibir,
porque...
DON PEDRO. -¡Habrá mentecato igual con sus malditos
cumplidos!... No que no puedo, sino que no quiero recibirle, que no
quiero; sin preámbulos ni sentimientos ni... ¿Lo entiendes ahora?
BRUNO. -Pero eso no se le dice a nadie en sus bigotes.
DON PEDRO. -Pues tú se lo vas a decir en los suyos... ¡Y
cuidado que no se lo digas!... Que no quiero recibirle, ni más ni
menos... (Aparte.) No dudará ahora de mi amistad. (Vase.)

ESCENA IV
Bruno y luego don Eduardo
BRUNO. -¡Qué mosca le habrá picado! Jamás le vi tan fosco... La
carta traería sin duda alguna pimienta y... pero esto no quita que
yo trate de dorar la píldora... no sea también que se enfade y que
yo vaya a pagar lo que no debo.
DON EDUARDO. (A la puerta.) -¡Lo que tarda este Bruno! Ya me
falta la paciencia... Aquí está, solo... ¡Dios mío, si no se lo
habrá dicho todavía!
BRUNO. -Nadie puede responder de un primer pronto y...
DON EDUARDO. (Entrando.) -Bruno, le dijo ya usted a su amo...
BRUNO. -Perdone usted, señor don Eduardo, si no he vuelto tan
luego como... me entretuve aquí en...
DON EDUARDO. -No importa, no importa; y ¿qué ha contestado su
amo de usted?
BRUNO. -Ya ve usted... el amo puede salir por la puerta trasera
sin que nosotros lo sintamos...
DON EDUARDO. -¡Había salido!... Y bien, esperaré a que vuelva;
¡cómo ha de ser!...
(Se sienta.)
BRUNO. -No digo que haya salido, sino que...
DON EDUARDO. -¿No me quiere recibir? Acabe usted. (Se
levanta.)
BRUNO. -A veces, con la mejor voluntad del mundo, hay momentos
tan ocupados en que no se puede...
DON EDUARDO. -En que no se quiere recibir, ¿querrá usted decir?
BRUNO. -En que no se puede...
DON EDUARDO. -En que no se quiere... ¿a qué andar con rodeos?
BRUNO. (Aparte.) ¡También es empeño el de los dos!
DON EDUARDO. -Vaya... ¿no es cierto que don Pedro no quiere
recibirme?
BRUNO. (Aparte.) -Estoy por cantar de plano.
DON EDUARDO. -Ea, no tenga usted empacho... ¿no es cierto?...
BRUNO. -Cierto... ya que usted exige absolutamente...
DON EDUARDO. -¡Oh! ¡Qué fortuna!
BRUNO. -¡Fortuna!
DON EDUARDO. -La de no morirme aquí de repente al oír semejante
desengaño.
BRUNO. (Aparte.) -¡Qué lástima me da!
DON EDUARDO. -¿Y don Pedro, por supuesto, se serviría de
palabras agrias y malsonantes?
BRUNO. -¡Oh, no señor! El amo es incapaz de...
DON EDUARDO. -Pero al menos se expresaría... así... con cierta
sequedad... ¿eh?
BRUNO. -Oiga usted, no necesita uno humedecerse mucho la boca
para decir «no quiero».
DON EDUARDO. -¡Y bien, tanto mejor!
BRUNO. -Si es a gusto de usted...
DON EDUARDO. -Porque es bien claro que lo que más importa a un
desgraciado es llegar a serlo tanto, que ya no pueda serlo más.
BRUNO. -¿Eso llama usted claro?
DON EDUARDO. -¿No ve usted que así se pierde toda esperanza y
toma uno al cabo su partido?
BRUNO. -Cuando hay partido que tomar, no digo que no.
DON EDUARDO. -Ahora quisiera yo que usted, mi querido Bruno...
BRUNO. (Aparte.) -¡Su querido Bruno!...
DON EDUARDO. -Me concediera una gracia que le voy a pedir y que
será probablemente la última que le pediré en mi vida.
BRUNO. -Si está en mi arbitrio...
DON EDUARDO. -Lo está, y consiste sólo en que usted me
proporcione una conferencia de dos minutos con su señorita.
BRUNO. -Pero ¿cómo quiere usted que yo?...
DON EDUARDO. -Aquí mismo, en presencia de usted... dos minutos
tan sólo.
BRUNO. -¡Así podré oír!
DON EDUARDO. -Cuanto hablemos... que yo no soy partidario de
misterios ni de cosas irregulares... Lo único que solicito es ver
todavía otra vez a doña Matilde... y probarla con sólo tres palabras
que yo no soy enteramente indigno del tesoro que codiciaba.
BRUNO. -¿Quién puede dudarlo?... Y muy digno que era usted. Con
todo, ¿yo qué puedo hacer?; decírselo cuando más a la señorita...
pero si ella sale con lo que su padre... entonces...
DON EDUARDO. -Entonces, tendremos los dos paciencia... y no la
volveré a importunar más.
BRUNO. -Siendo así, voy, pues, y Dios haga que no la coja de
mal talante. (Vase.)

ESCENA V
Don Eduardo y luego Bruno
DON EDUARDO. -¡Qué miedo tenía que don Pedro no quisiera
prestarse a mi proyecto sin saber antes!... y también que el buen
Bruno... pero hasta aquí todo va viento en popa; ahora sólo falta el
que Matilde venga y que me dé ocasión para entablar la comedia...
porque si no consigo hablarla, entonces no sé cómo podré...
BRUNO. (Entrando.) -Pues... lo mismo que su padre.
DON EDUARDO. (Aparte.) ¡Malo!
BRUNO. -Me echó con cajas destempladas, y...
DON EDUARDO. -¿Tampoco quiere verme?
BRUNO. -Tampoco.
DON EDUARDO. (Aparte.) -Voto va... ¿qué haré? Si tuviera papel
y tintero... quizá cuatro renglones... bien torcidos, como si me
temblara mucho el pulso... y cuatro expresiones bien
campanudas...bien misteriosas...
BRUNO. -Dijo que nada tenía que añadir ni quitar a lo que la
carta rezaba...
DON EDUARDO. (Se dirige a la mesa.) -Allí creo hay uno y otro.
BRUNO. -Y que de consiguiente era inútil que ustedes se
hablasen.
DON EDUARDO. -En efecto, aquí hay papel... (Sentándose.) Y
también pluma... Escribamos. (Escribe.) «Matilde...» sin adjetivo;
cuando uno está muy agitado deben dejarse los adjetivos en el
tintero.
BRUNO. -¿Qué escribirá?
DON EDUARDO. -«¡¡Matilde!!» Dos signos de admiración... «No
tema usted que la importune, no...» Este segundo «no» vale un Perú.
«Ya sé que las condenas de amor no admiten apelación, y que no es
culpa de usted el que yo no haya sabido agradarla;» punto y coma...
«pero al menos que la vea yo a usted hoy, que la vea a usted
siquiera otra vez, antes que nos separe para siempre el océano...»
¡No vaya a parecerla todavía poco el océano!... «el océano o la
eternidad.» Ahora sí que hay tierra de por medio... Nada de firma...
ni de sobre... Bruno, entregue usted este papel a doña Matilde.
BRUNO. -Sí.
DON EDUARDO. -Entréguelo usted por la Virgen.
BRUNO. -Cuando...
DON EDUARDO. -Mire usted que me va la vida.
BRUNO. -¡Santa Margarita! (Vase precipitadamente.)

ESCENA VI
Don Eduardo y luego doña Matilde y Bruno
DON EDUARDO. -Si esto no la ablanda, digo que es de piedra
berroqueña... ¡Pobre de mí, y a lo que me veo obligado para obtener
a Matilde!... ¡A engañarla, a fingir un carácter tan opuesto al
mío!... ¡Oh, si yo no estuviera tan convencido como lo estoy de que
Matilde me prefiere a pesar de pesares... y que me deberá su futuro
bienestar... jamás apelaría!... ¡Pero ella es!... Pongámonos en
guardia... (Se sienta como absorto en una profunda meditación.)
(Salen Bruno y doña Matilde.)
BRUNO. (A doña Matilde.) -Allí le tiene usted hecho una
estatua.
DOÑA MATILDE. -No nos ha sentido... y, en efecto, le encuentro
muy desmejorado... retírate un poco... No, no tan lejos.
BRUNO. -¿Si se habrá dormido?
DOÑA MATILDE. -He consentido, caballero... (Aparte.) No me oye.
DON EDUARDO. -¡Ay!
DOÑA MATILDE. (A Bruno.) ¿Suspira?
BRUNO. (A doña Matilde.) -Ya lo creo... y de mi alma.
DOÑA MATILDE. (Acercándose.) -He consentido, señor don
Eduardo...
DON EDUARDO. -¿Quién?... ¡Ah! Perdone usted, Matilde, si
absorto en mis tristes meditaciones... perdone usted... La desgracia
hace injusto al mísero a quien agobia... y yo ya me había rendido al
desaliento, persuadido a que usted persistiría en su cruel negativa.
DOÑA MATILDE. -Quizá hubiera sido más prudente; porque... ya ve
usted, antes de tomar un partido irrevocable he debido pesar todas
las circunstancias y... no soy ninguna niña de quince años.
BRUNO. -Como que tiene usted ya sus diecisiete.
DOÑA MATILDE. -Dieciocho son los que tengo, si vamos a eso.
BRUNO. -Diecisiete.
DOÑA MATILDE. -Dieciocho. ¡Habrá pesado igual!
BRUNO. -Pero hija, si nació usted el día de los innumerables
mártires de Zaragoza, que cayó en viernes en el mes pasado, y
entonces hizo usted los diecisiete.
DOÑA MATILDE. -Bueno, diecisiete, y lo que va desde entonces
acá ¿no lo cuentas? Si sabré yo que tengo dieciocho años.
DON EDUARDO. -¡Indudablemente! Dieciocho años tiene usted, y
más bien más que menos, edad, por mi desgracia, en que ya se calcula
y se tiene la experiencia necesaria para conocer lo que se quiere y
lo que conviene. Por eso, Matilde, no tema usted que la importune
con mis súplicas ni la entristezca con el relato de mis
padecimientos... no por cierto... ¿De qué serviría? Usted ha hecho
lo que ha debido... cerciorarse primero de que no me amaba, y
quitarme luego de una vez toda esperanza... Nada más natural ni más
de agradecer... Otro más afortunado que yo habrá quizá obtenido...
DOÑA MATILDE. -¡Oh, no!, por lo que es eso puede estar usted
bien satisfecho... ni siquiera me he vuelto a acordar de que hay
hombres en este mundo, desde ayer que creí necesario el desengañar a
usted.
DON EDUARDO. -Siempre es ése un consuelo... aunque, por otra
parte, si usted podía ser dichosa con otro hombre, ¿por qué no me
había de alegrar? ¡Ah, Matilde!, su felicidad de usted es la única
idea que me ha preocupado siempre, y si algún día, en medio de los
países remotos en que voy a arrastrar mi mísera existencia, me
llegara por acaso la noticia...
DOÑA MATILDE. -¡Qué! ¿Se va usted tan lejos?
DON EDUARDO. -¡Oh, sí, muy lejos!
DOÑA MATILDE. -Arrima unas sillas, Bruno... ¿Y dónde? Esto es,
si usted no tiene interés en callarlo.
DON EDUARDO. -Apenas lo sé yo todavía... Cualquier país me es
indiferente, con tal que sea bien agreste y selvático.
BRUNO. (Aparte.) ¿Si se irá a Sacedón?
DON EDUARDO. -He titubeado algún tiempo entre California y la
Nueva Holanda; pero al cabo puede ser que me decida por la isla de
Francia.
DOÑA MATILDE. -¡Allí nacieron Pablo y Virginia!
DON EDUARDO. -Y el negro Domingo también.
DOÑA MATILDE. -En efecto... Siéntese usted, siéntese usted.
DON EDUARDO. -Es que temería...
DOÑA MATILDE. -No, no; siéntese usted... y como iba diciendo,
allí fue donde pasó toda su trágica historia, que tengo bien
presente.
DON EDUARDO. (Aparte.) Más la tengo yo, que la leí anoche de
cabo a rabo.
DOÑA MATILDE. -¡Y aquella madre, señor, aquella madre tan cruel
que se empeñó en que su hija había de ser rica!
BRUNO. -Más cruel me parece a mí que hubiera sido si se hubiera
empeñado en lo contrario.
DON EDUARDO. -Luego hallaré en dicha isla todo cuanto puedo
apetecer en mi posición actual: cascadas que se despeñan, ríos que
salen de madre, precipicios, huracanes...
BRUNO. (Aparte.) ¡No iré yo a la tal isla!
DON EDUARDO. -Y bosques inmensos de plátanos, cocoteros y
tamarindos, con cuyos frutos podré sustentarme, o a cuya sombra
podrán reposar tal cual vez mis fatigados miembros.
DOÑA MATILDE ¡Y qué! ¿No tendrá usted miedo de los negros
cimarrones?
BRUNO. (Aparte.) ¿Quiénes serán esos demonios?
DON EDUARDO. -¿Y por qué quiere usted que les tenga yo miedo?
¿Qué me pueden quitar por ventura? ¿La vida, que es lo único que me
queda?
BRUNO. (Aparte.) ¿Y es grano de anís?
DON EDUARDO. -¡Ah, Matilde, si viera usted qué poco vale la
vida cuando se vive sin deseos, ni porvenir!
DOÑA MATILDE. -¡Pobre Eduardo!
DON EDUARDO. -¿Se enternece usted?
BRUNO. -También a mí me empiezan a escocer los ojos, si vamos a
eso.
DOÑA MATILDE. -Ciertamente que no puedo menos de agradecer y
admirar el que vaya así a exponerse por mi causa a tantos peligros
un joven de tales esperanzas, tan rico...
DON EDUARDO. -¿Yo rico?
DOÑA MATILDE. -Contando con la herencia del tío...
DON EDUARDO. -No hay duda que he podido ser rico, pero...
DOÑA MATILDE. -¿Pero qué?
DON EDUARDO. -Nada, nada.
DOÑA MATILDE. -Explíquese usted.
DON EDUARDO. -Son cosas mías, que ya no pueden interesar a
usted.
DOÑA MATILDE. -Oh!, sí, sí... hable usted... lo quiero... lo
exijo...
DON EDUARDO. -Bueno, sepa usted que cuando el señor don Pedro
creía que mi tío aprobaba nuestro proyectado enlace, éste me instaba
a que me casase con la hija única del conde de la Langosta...
BRUNO. (Aparte.) -Familia muy noble en tierra de Campos.
DOÑA MATILDE. -¿Y bien?
DON EDUARDO. -Y que mi tío me ha desheredado en seguida, porque
no he querido darle gusto.
DOÑA MATILDE. -¿Le ha desheredado a usted?
DON EDUARDO. -Así me lo anuncia en una carta que recibí ayer
suya, dos o tres horas antes que Bruno me entregara la de su padre
de usted.
DOÑA MATILDE. -¿Le ha desheredado a usted?
DON EDUARDO. -Pues, y por lo mismo nada sacrifico, en punto a
bienes de fortuna, al desterrarme para siempre de mi patria.
DOÑA MATILDE. -¿Y había de consentir yo en ese destierro?
BRUNO. -Perrada fuera.
DOÑA MATILDE. -¡Yo, que tengo la culpa de todas las desgracias
de usted!
DON EDUARDO. -Pero ¿qué remedio?...
DOÑA MATILDE. -No, jamás se realizará tan terrible
separación... si es cierto que usted me quiere...
DON EDUARDO. -¿Lo duda usted todavía?
DOÑA MATILDE. -¡Desheredado por mí! ¡Y yo he podido, Dios mío,
desconocer un instante tanto mérito!
DON EDUARDO. -¡No llore usted, por mi vida, Matilde mía!
DOÑA MATILDE. -¡Sí, hace usted bien en llamarme suya... que de
usted soy y seré... que de usted he sido siempre; porque ahora lo
conozco, y no tengo vergüenza en confesarlo!
BRUNO. -¡Pobrecita, qué ha de hacer más que conocerlo y
confesarlo!
DON EDUARDO. -¡Puedo creer tamaña dicha!
DOÑA MATILDE. -¡Ojalá estuviera aquí mi padre, para que en su
presencia...!

ESCENA VII
Don Pedro, Bruno, don Eduardo y doña Matilde (Aparece don Pedro.)
DON PEDRO (Aparte.) -¿Si se habrá ya ido?
DOÑA MATILDE. -Papá, papá, aquí está don Eduardo.
DON PEDRO. (Risueño.) -¡Hola! Conque...
DON EDUARDO. (Tosiendo.) -¡Hum!
DON PEDRO. (Aparte.) -¡Canario!, que se me olvidaba el
encargo...
DOÑA MATILDE. -Y ya nos hemos explicado cierto quid pro quo que
había... y... nos hemos mutuamente satisfecho... y...
DON PEDRO. (Risueño.) ¡Oh, pues si se han satisfecho ustedes!
Entonces...
DON EDUARDO (Tose.) ¡Hum!
DON PEDRO. (Aparte.) ¡Maldita carraspera!
DOÑA MATILDE. -¿No es verdad, papá, que usted se alegra de ello
y que...?
DON EDUARDO. (Estornuda fuerte.) -¡Achís!
BRUNO. -Dominus tecum.
DON PEDRO. -No, hija mía, no me alegro de semejante cosa ni
tampoco puedo aprobar... porque... después de todo, y... en fin...
yo me entiendo, yo me entiendo.
DOÑA MATILDE. -Yo soy la que no entiendo a usted, papá mío,
porque...
DON EDUARDO. -Su papá de usted, Matilde mía, se habrá irritado
al verme aquí en conversación con usted, cuando me había hecho decir
que no quería recibirme.
DON PEDRO. -Precisamente.
DON EDUARDO. -Y creerá que en esto le hemos faltado al respeto.
DON PEDRO. -Cabal.
DON EDUARDO. -Y que nuestra conferencia clandestina es contra
las leyes del decoro.
DON PEDRO. -Sí, señor, clandestina, y contra las leyes del
decoro.
DON EDUARDO. -Y al notar yo el furor de sus miradas y el calor
con que se expresa, le protesto a usted, empiezo a temer además que
ya no quiera atender a otras razones, que nos quiera separar, y aun
para separarnos más pronto que la coja ahora mismo del brazo y se la
lleve a su gabinete.
DON PEDRO. (A doña Matilde.) -Eso es, eso es, ni más ni menos,
lo que voy a hacer... Vente conmigo.
DOÑA MATILDE -¿Pero, papá?...
DON PEDRO (Llevándola como por fuerza.) -¡Vente conmigo!
DON EDUARDO. -Pero, señor don Pedro...
DON PEDRO. (Volviéndose para oír lo que va a decir.) -¡Eh!
DON EDUARDO. -Decía que yo también me retiraba para no ofender
a usted más con mi presencia.
DON PEDRO -Bien hecho. (A doña Matilde.) Vamos.
DOÑA MATILDE. -Adiós, Eduardo.
DON EDUARDO. -Adiós, Matilde.
DON PEDRO. -¡Vamos, repito!
DOÑA MATILDE (Al entrarse.) -Fíate en mi constancia.
DON EDUARDO. (Yéndose.) -Ya me fío.
DOÑA MATILDE. (Desde dentro.) -Adiós.
DON EDUARDO. -Adiós. (Vase.)
BRUNO. -¡Cómo se quieren! Como dos tortolillos... y el amo, a
pesar de eso y sin saber por qué, los separa y los... Vaya, no
hiciera otro tanto Herodes el ascalonita.
Contigo pan y cebolla
Manuel Eduardo de Gorostiza

Copyright (c) Universidad de Alicante, Banco Santander
Central Hispano 1999-2000

Contigo pan y cebolla
Manuel Eduardo de Gorostiza

Acto tercero
El mismo decorado de los dos primeros actos

ESCENA I
Don Pedro y doña Matilde
DOÑA MATILDE. -Por Dios, papá, déjese usted ablandar.
DON PEDRO. -No, no; nunca consentiré en semejante bodorrio.
DOÑA MATILDE. -¿Pues no lo aprobaba usted antes?
DON PEDRO. -No sabía entonces lo que sé ahora.
DOÑA MATILDE. -¿Pero qué sabe usted?
DON PEDRO. -Mil cosas... Sé en primer lugar que tu don Eduardo
no tiene un ochavo.
DOÑA MATILDE. -¿Y ése es acaso un gran defecto?
DON PEDRO. -No te lo parece a ti ahora, que te sientas, por
ejemplo, a la mesa, y si hay tortilla comes tortilla, sin informarte
siquiera de a cómo va la docena de huevos; pero cuando seas ama de
casa y veas volver a Toribio con la esportilla vacía, porque tu
marido no dejó una blanca con qué llenarla, ya verás entonces si se
te cae la baba por la gracia.
DOÑA MATILDE (Aparte.) ¡Qué preocupación!...
DON PEDRO. En fin, te repito que no me acomoda el yerno que me
quieres dar... ni yo sé tampoco lo que te prenda en él porque
fisonomía menos expresiva...
DOÑA MATILDE. -¡Calle usted, señor, y tiene dos ojos como dos
carbunclos!
DON PEDRO. -Lo dicho, dicho, Matilde; no cuentes jamás con mi
licencia... Si te quieres casar con ese hombre y morirte después de
hambre... cásate enhorabuena y buen provecho te haga, con tal que yo
no te vuelva a ver en mi vida... Esto es lo único y lo último que te
digo... Adiós... (Aparte.) Bueno será que me vaya antes que empiecen
los pucheros. (Vase.)
DOÑA MATILDE. -¡Que me case y que no lo vuelva a ver en su
vida!... Y él mismo me lo indica... ¡Dios mío, qué entrañas tienen
estos padres! ¡Que me case!... ¡Si sospechará alguna cosa de lo que
Eduardo y yo tenemos tratado para cuando ya no haya otro recurso! ¿Y
queda ya alguno por ventura? ¡Que me case!... Y bien, sí... me
casaré... me casaré con el hombre de mi elección, con el único
mortal que me es simpático y que puede proporcionarme la mayor
felicidad posible en este mundo... la de amar y ser amada; porque o
yo no sé en lo que se cifra el ser una mujer dichosa o ha de
consistir necesariamente en estar siempre al lado de lo que ella
ama; en jurarle a cada instante un eterno cariño; en respirar el
aire que él respire... ¿Y cuesta acaso algo de esto dinero? No,
no... por fortuna todo esto se hace de balde, por más que digan lo
contrario... y todo esto lo haré con mi Eduardo... Con él pasaré mi
vida en un continuo éxtasis, y cuando una misma losa cubra al cabo
de muchos años nuestras cenizas, todavía inseparables, que vengan
entonces a echarme en cara si lo que comí en vida fue potaje de
lentejas o si mi esposo tenía un miserable arriero por tatarabuelo.

ESCENA II
Doña Matilde y Bruno
BRUNO. (Entreabriendo la puerta.) -¿Está usted sola?
DOÑA MATILDE. -Sí, ¿qué hay?
BRUNO. -¿Qué hay?... lo de siempre... que el señor don Eduardo
está ya ahí con ganas de parleta y que yo, como me han hecho
ustedes, velis nolis, su corre ve y dile, me adelanto a reconocer el
campo.
DOÑA MATILDE. -¿Dónde le dejas?
BRUNO. -En el descanso de la escalera.
DOÑA MATILDE. -Que suba... y tú, oye.
BRUNO. (Hacia fuera.) -Suba usted caballerito... y yo, oigo.
DOÑA MATILDE. (A Bruno.) -Es necesario que te pongas en el
cancel de esa puerta y que nos avises de cualquier ruido que
adviertas en el cuarto de papá, no sea que salga y nos sorprenda.
(Bruno va a la puerta y se queda allí.)

ESCENA III
Doña Matilde, Bruno y don Eduardo
DON EDUARDO. (Saliendo.) -¿Qué tenemos, Matilde mía?
DOÑA MATILDE. -Nada bueno, Eduardo; papá me acaba de asegurar
que jamás me dará su consentimiento.
DON EDUARDO. -¡Será posible!
DOÑA MATILDE. -Y tanto como lo es... Me ha dicho también mil
horrores de usted...
DON EDUARDO. -¡De mí!
DOÑA MATILDE. -En primer lugar, y según costumbre, que era
usted pobre...
DON EDUARDO. -Pero usted le habrá respondido, según
costumbre...
DOÑA MATILDE. -Lo bastante para indicarle que ésta es la mayor
perfección que usted tiene a mis ojos.
DON EDUARDO. -Muchas gracias.
DOÑA MATILDE. -En seguida se ha ensangrentado con la familia de
usted... con su persona... Vamos, le aborrece a usted con sus cinco
sentidos... ¡Ya ve usted si es injusticia!
DON EDUARDO. -¿Y ya ve usted si me lo parecerá a mí?
DOÑA MATILDE. -Así, confieso que ya no me queda esperanza
alguna.
DON EDUARDO. -Ni a mí tampoco... verdad es que nunca la tuve...
De ahí que no me haya dormido, y que si usted quiere...
DOÑA MATILDE. -Explíquese usted.
DON EDUARDO. -Sepa usted que si bien es cierto que he gastado
hasta el último real que poseía, también lo es que ya tengo todo
listo para nuestro casamiento... Dispensa, cura, testigos, cuarto en
qué vivir, un poco alto sin duda... como que está en un quinto
piso... pero en buena calle... en la calle del Desengaño... en fin,
nada falta... sino que usted se decida... y dentro de media hora...
DOÑA MATILDE. -¡De media hora!
DON EDUARDO. -Nos sobra aún tiempo, porque ni usted necesita
más de diez minutos para prepararse, ni yo más de veinte para dar
mis últimas órdenes, volver a esta calle, aprovechar el primer
momento en que no pase gente, avisar a usted de ello con tres
palmadas, recibirla cuando baje y conducirla en dos brincos a la
iglesia, cuya puerta, por fortuna, tenemos casi enfrente de esa
reja.
DOÑA MATILDE. -No decía yo eso, sino que tanta precipitación...
estas cosas, Eduardo, necesitan siempre pensarse algo.
DON EDUARDO. -¡Al revés, Matilde! Estas cosas, si se piensan
algo no se hacen nunca... porque... ya ve usted... a cada paso
ocurren nuevas dificultades. Se trasluce entretanto el proyecto...
se suscitan persecuciones... hay encierros a pan y agua en calabozos
subterráneos, hay vapuleo no pocas veces... y si desgraciadamente
hubiera esto para nosotros, no sé yo luego cómo nos habíamos de
casar.
DOÑA MATILDE. -¡Oh! Eso es muy cierto... dígalo si no Ofelia...
la del castillo negro.
DON EDUARDO. -Y Malvina y Etelvina y Carolina y otras mil
víctimas desventuradas de la injusticia paternal, a quienes han
enterrado con palma por andarse con miramientos.
DOÑA MATILDE. -No, lo que es Etelvina murió de parto, si es que
no he olvidado su historia.
DON EDUARDO. -Llámelo usted hache... de parto o emparedada...
allá se va todo... Ello es que Etelvina debió hacer mala sangre con
los disgustos que le dieron para que... Con que vamos, Matilde mía,
¿qué resuelve usted? Mire usted que cada instante que se pierde...
DOÑA MATILDE. -No sé lo que haga... salirse una así de su casa
sin...
DON EDUARDO. -Pues si no ¿qué otro camino tenemos? A menos que
usted, arredrada con los peligros que pueden amenazarnos, no se
arrepienta de sus juramentos y...
DOÑA MATILDE. -¡Yo arredrada! ¡Yo arrepentida! No creía yo que
me calumniara usted de ese modo, Eduardo, después de tantas pruebas
como le tengo a usted dadas de mi amor...
DON EDUARDO. -No es que yo dude... ¿ni cómo había de dudar...
cuando esta misma mañana... allí... delante de aquel cuadro de Atala
moribunda, me prometió usted casarse conmigo y seguirme, aunque
fuera al fin del mundo? Sino que... haciendo una hipótesis casi
imposible, decía...
DOÑA MATILDE. -Dichoso usted que tiene la cabeza para
hipótesis... No me sucede a mi otro tanto... y si al cabo cedo a las
instancias de usted...
DON EDUARDO. -¿Cede usted a mis instancias? ¡Oh, qué ventura!
DOÑA MATILDE. -Sí, hombre injusto, y para ceder mejor a ellas
cierro los ojos sobre todas las consecuencias... Diga usted ahora
que soy tímida o que soy...
DON EDUARDO. -Digo, Matilde, que es usted una hembra
extraordinaria... una verdadera heroína de novela... y arrojándome a
sus pies protesto...
BRUNO. (Sin dejar su puesto.) -Que el amo bosteza.
DON EDUARDO. -¡Caramba! Si se fastidia de estar solo y sale...
No, no... (Levantándose.) Aprovechemos los momentos... Ahora son las
ocho de la noche... conque así, Matilde, a las ocho y media me tiene
usted al pie de aquella reja.
DOÑA MATILDE. -Bueno, entonces ya me tendrá usted también
pronta.
DON EDUARDO. -No olvide usted la seña, tres palmadas mías.
DOÑA MATILDE. -Me parece mejor que intercale usted entre la
segunda y la tercera un gran suspiro para que no sea tan fácil el
que yo pueda equivocarme, si acaso hubiera otra intriga amorosa en
la calle.
DON EDUARDO. -Observación muy prudente... suspiraré entre la
segunda y la tercera.
DOÑA MATILDE. -Pues lo demás déjelo a mi cargo, que Bruno y yo
dispondremos el cómo burlar la vigilancia de mi padre.
DON EDUARDO. -No hay más que hablar. Adiós, bien mío.
DOÑA MATILDE. -Adiós.
DON EDUARDO.-¡Ah!, se me pasaba el recomendar a usted que no
traiga consigo alhaja alguna, ni dinero ni cosa que lo valga, porque
dirían que yo...
DOÑA MATILDE. -Pierda usted cuidado... Una muda o dos cuando
más, con las cartas que usted me ha escrito, el retrato de Atala, la
sortija de alianza y la rosa que usted me dio en el primer rigodón
que bailamos juntos, y que conservo en polvo, envuelta en un papel
de seda. Esto es todo lo que pienso llevar.
DON EDUARDO. -Ni necesita usted más. Adiós otra vez.

ESCENA IV
Doña Matilde y Bruno
DOÑA MATILDE. -Adiós... (Llamando.) ¿Bruno?...
BRUNO. -¿Señorita?
DOÑA MATILDE. -¿Te enteraste de lo que hemos tratado?
BRUNO. -Ni jota... como tenía que atender a lo que pasaba por
allá adentro...
DOÑA MATILDE. -Pues has de saber... pero antes jura que no lo
has de decir a nadie.
BRUNO. -Digo que no se lo diré a nadie.
DOÑA MATILDE. -Júralo.
BRUNO. -Cuando prometo yo una cosa...
DOÑA MATILDE. -Bueno... escucha ahora.
BRUNO. (Con curiosidad.) ¿Qué es ello?
DOÑA MATILDE. -¿Me quieres, Bruno?
BRUNO. -Toma ¿y para eso tantos aspavientos?
DOÑA MATILDE. -Es que si tú no me quieres... (y mira, Bruno,
que me has de querer mucho) de lo contrario es inútil que te refiera
nada, porque ni me ayudarías ni... conque así, responde: ¿me quieres
mucho, Bruno?
BRUNO. -¿Que si la quiero a usted? Buena pregunta, cuando la he
visto a usted nacer, como quien dice, y la he arrullado y la he dado
papilla y la he...
DOÑA MATILDE. -Tienes razón... y por lo mismo me decido ahora a
confiarte que me caso esta noche con don Eduardo.
BRUNO. -¡Oiga! Su padre de usted consintió al cabo...
DOÑA MATILDE. -No tal; antes al contrario, se opone a ello.
BRUNO. -¿Y dice usted que se casa?
DOÑA MATILDE. -Dentro de media hora... ahí está el misterio.
BRUNO. -No puede ser eso entonces, niña.
DOÑA MATILDE. -Te digo que sí... Don Eduardo lo ha arreglado ya
todo, y me vendrá a buscar dentro de media hora para llevarme a la
iglesia.
BRUNO. -No será el hijo de mi madre el que le abrirá la puerta.
DOÑA MATILDE. -No importa, porque precisamente tengo decidido
el salir por la ventana.
BRUNO. -¿Por la ventana?
DOÑA MATILDE. -Por esa reja, quise decir, cuya llave tienes tú,
y que está tan baja que con la ayuda de una silla cualquiera
puede...
BRUNO. -Según eso, ¿usted cree que yo le voy a dar la llave?
DOÑA MATILDE. -¿Por qué no?
BRUNO. -¿Y también quizá que yo mismo le pondré la silla para
encaramarse?
DOÑA MATILDE. -¿Quién había de ser?
BRUNO. -¿Y quién la sostendrá de los brazos hasta que el señor
don Eduardo la recoja en los suyos?
DOÑA MATILDE. -Sí.
BRUNO. -Pues se engañó usted de medio a medio.
DOÑA MATILDE. -¡Cómo!
BRUNO. -Y ahora mismo voy a noticiar al amo todo este fregado.
(Hace que se va.)
DOÑA MATILDE. -¡Detente!
BRUNO. -No faltaba más... ¡Una niña bien nacida pensar en
semejante gitanada!
DOÑA MATILDE. -¡Bruno!
BRUNO. -¡Y proponérmela a mí, que he comido treinta y cinco
años el pan de su padre!
DOÑA MATILDE. -Pero escucha, por Dios...
BRUNO. -Ni por la Virgen... Todo lo sabrá el señor don Pedro.
DOÑA MATILDE. -Recuerda que prometiste...
BRUNO. -Si prometí fue en la suposición de que sería cosa
inocente...
DOÑA MATILDE. -¿Qué hará luego mi padre?
BRUNO. -¿Qué? Encerrar a usted bajo llave si no desiste...
DOÑA MATILDE. -¡Encerrarme... a mí!...Bruno, está visto... me
quieres precipitar... Pues bien... lo lograrás... ¿Ves este papel?
BRUNO. -¿Y qué hay en ese cucurucho?
DOÑA MATILDE. -Píldoras.
BRUNO. -¿De Jalapa?
DOÑA MATILDE. -De rejalgar.
BRUNO. -¡Jesús mil veces!
DOÑA MATILDE. -Que don Eduardo me trajo esta mañana.
BRUNO. -¡Habrá bribón!
DOÑA MATILDE. -A petición mía... porque una mujer desgraciada
no puede estar sin un poco de veneno en su ridículo.
BRUNO -Maldita la necesidad que veo yo de eso...
DOÑA MATILDE. -A grandes males, grandes remedios... Así...
tenlo por cierto... si das otro paso hacia la puerta con tan vil
propósito, ni una píldora dejo de todo el cuarterón que no me
trague.
BRUNO. ¡Condenadas boticas!
DOÑA MATILDE. -Y me verás caer aquí redonda, lo mismo que si me
hubieras dado un trabucazo.
BRUNO. -No haga usted tal... Tenga usted compasión de su pobre
padre y de mí...
DOÑA MATILDE. -Tenla tú de la desventurada Matilde.
BRUNO. -Yo... sí... pero...
DOÑA MATILDE. -¿En fin, qué determinas?
BRUNO. -Vaya... no diré nada, con tal que me dé usted esas
píldoras para...
DOÑA MATILDE. -¿Y me ayudarás también?
BRUNO. -Eso no, porque...
DOÑA MATILDE. -Que me las trago.
BRUNO. -Sí, sí, ayudaré... haré todo lo que usted quiera...
pero vengan esas píldoras, repito.
DOÑA MATILDE. -¡Qué desatino!... ¿No ves que me desarmaría si
te las diera?... Lo que haré será guardarlas en donde las guardaba
antes, para el caso en que intentes todavía venderme.
BRUNO. -Paciencia!
DOÑA MATILDE. -Ahora paso a decirte lo que exijo de ti, y es
que si papá viene a esta sala, en tanto que yo entro en mi cuarto a
recoger algunas frioleras, trates de alejarle de aquí con cualquier
pretexto.
BRUNO. (Aparte.) -Ojalá viniera.
DOÑA MATILDE. -Que cuides de que no haya luz...
BRUNO. -En soplando las que están encendidas...
DOÑA MATILDE. -¡Y que la reja esté abierta para cuando yo
vuelva!
BRUNO. -Sí sé dónde puse la llave, que me...
DOÑA MATILDE. -Ya la encontrarás... No se te olvide nada... ¿Lo
entiendes? Y yo me voy a lo que dije... ¡Cuidado que es menester que
una mujer tenga cabeza para atar tantos cabos! (Vase.)

ESCENA V
Bruno
BRUNO. -Más cabeza se necesita para desatarlos... y a fe que la
mía no acierta el cómo... ello sin las malditas píldoras... Bastaba
con que yo cantara de plano... pero si la chica... que se ha echado
el alma atrás... lo sospecha y en un abrir y cerrar de ojos...
zas... se engulle media docena de los tales confites... ¡Vea usted
entonces qué desgracia!... ¡Qué sentimiento para todos!... Y que es
capaz de hacerlo lo mismo que lo dice... sí, señor, lo mismo, porque
hay mujeres que por salirse con lo que se les pone entre ceja y ceja
comerán... no digo yo rejalgar, sino... ¿Por otra parte, puedo yo
callarle a mi pobre amo una cosa que tanto le interesa? Que tanto
interesa al honor de la familia... imposible... y mucho más cuando
quizá su merced encontraría algún medio término... alguna
estratagema... Calle ¡una palmada junto a nuestra reja! ¡otra! Si
pudiera atisbar... ¡San Bruno y qué suspiro! ¡Suspiro de alma en
pena!... ¡Tercera palmada!... si será nuestro perillán... (Se asoma
a la ventana.) Cabalito... él es... (Habla con don Eduardo, que está
en la calle.) ¡Eh!, ¡eh!, don Eduardo... soy yo... el mismo que
viste y calza... ¿Qué? No, no está todavía aquí... tenga usted un
poco de paciencia... En efecto, van a dar las ocho y media... Ya veo
que es una pistola lo que usted me enseña... Ésta es otra que bien
baila; que se levantará la tapa de los sesos si al dar la campanada
de la media no está ya doña Matilde en la calle. ¡Qué diablura! Diga
usted, don Eduardo... diga usted... sí. Se marchó renegando a la
esquina opuesta... pues por Dios... que estamos frescos... veneno
por aquí... pistoletazo por allá, y a todo esto el amo metido en su
aposento...

ESCENA VI
Don Pedro y Bruno (Sale don Pedro.)
DON PEDRO. (Aparte.) -Necesito no descuidarme si he de llegar a
tiempo de ponerme junto a un confesionario sin que me vean...
BRUNO. -¡Ah! ¡Señor don Pedro de mi vida!... ¡Algún ángel le ha
traído a usted tan a punto!
DON PEDRO. -No me entretengas, Bruno, que estoy muy de prisa.
BRUNO. -Dos palabras tan sólo.
DON PEDRO. -Ni media.
BRUNO. -Sepa usted...
DON PEDRO. -No quiero saber nada, déjame.
BRUNO. -Que la señorita...
DON PEDRO. -Ya me lo dirás cuando vuelva... ¡suelta!
BRUNO. -Es que cuando usted vuelva ya no quedará mucho que
decir, porque doña Matilde...
DON PEDRO. -¡Suelta, suelta, o vive Dios...!
BRUNO. -Ya suelto, pero luego no se queje usted...
DON PEDRO. -Luego me las pagará todas juntas el que haya
contribuido a ofenderme.
BRUNO. -¡Oídos que tal oyen!
DON PEDRO. -Y para eso hice afilar el otro día mi espadín de
acero.
BRUNO. -Y por eso cabalmente quiero yo hablar ahora, y contar a
usted...
DON PEDRO. -Calla.
BRUNO. -Pero si no me deja usted hablar, ¿cómo quiere usted...?
DON PEDRO. -Calla, y hasta después que ajustaremos cuentas.
(Aparte.) Pobre Bruno, no le queda mal susto en el cuerpo.
(Vase.)

ESCENA VII
Bruno y después doña Matilde
BRUNO. -No sabía yo lo de la afiladura del espadín! Con esto, y
con que después se le antoje el que yo tuve arte o parte en el
negocio... y me atraviese como un palomino... Dígole a usted que...
vamos, por más que lo miro y lo remiro... no hay escapatoria...
tiene que acabar en tragedia... porque a la altura en que estamos...
es claro que o se matan ellos o los mata don Pedro, o me mata éste a
mí... o se mata él... o nos morimos todos de pesadumbre... lo
dicho... tiene que haber muertes... tiene que haberlas
necesariamente... a menos que un milagro.
(Aparece doña Matilde.)
DOÑA MATILDE. -¿Salió mi padre?
BRUNO. (Aparte.) -Adiós con mi dinero... ya está aquí doña
Matilde.
DOÑA MATILDE. -¿No me respondes si salió mi padre?
BRUNO. -Salió, y como un rehilete... No sé yo lo que podía
urgirle tanto... pero... ¿qué hace usted?...
DOÑA MATILDE. -Lo que tú has olvidado... apagar las velas...
BRUNO. -¿Qué, es de rigor en tales aventuras el andar a
tientas?
DOÑA MATILDE. -Es prudencia por lo menos para evitar el que la
vecina de enfrente fisgonee lo que va a pasar en este cuarto.
BRUNO. (Dase con la cabeza contra la pared.) -¡Ay!
DOÑA MATILDE. -¿Qué es eso?
BRUNO. -No es cosa, un chichón que debo a la vecina de
enfrente.
DOÑA MATILDE. -¡Y todavía no has abierto la reja!
BRUNO. -¿Para qué? Si se ha de ir usted al cabo, ¿no vale más
el que se salga usted por la puerta?
DOÑA MATILDE. -No lo creas... eso cualquiera lo haría... y es
también menos dramático.
BRUNO. -¿Menos qué?
DOÑA MATILDE. -Vaya, despáchate en abrir la reja... mira que
creo que ya ha dado la media.
BRUNO. -Qué había de dar, no, señora... ni por pienso... Dios
nos libre de que hubiera dado.
DOÑA MATILDE. -¿No abres?
BRUNO. -Aquí tengo la llave; pero antes reflexione usted, hija
mía, la pesadumbre que va usted a dar a su padre con este
escándalo... y lo que...
DOÑA MATILDE. -¿Oyes ahora la media?
BRUNO. -¡Virgen del Tremedal!... (Corriendo a la ventana y
gritando a don Eduardo.) ¡Allá va, allá va!...
DOÑA MATILDE. -¡Cómo! ¿A quién gritas?
BRUNO. -Nada, nada.
DOÑA MATILDE. -¡Ah traidor, ya te entiendo!... pero antes que
vengan a sorprendernos apelaré a mi último recurso. (Hace como que
saca las píldoras.)
BRUNO. -Tenga usted el brazo. (Corriendo a doña Matilde.) Tire
usted esas píldoras, que es a don Eduardo a quien yo avisaba...
(Vuelve a la ventana.) ¡Allá va, allá va!... (Vuelve a doña
Matilde.) ¡Ay qué sudor frío me ha entrado!
DOÑA MATILDE. -¿Pues por qué no me decías que don Eduardo
estaba ya esperándome?
BRUNO. -Porque... porque... bueno estoy yo ahora para decir el
porqué de nada, y si me sangraran...
DOÑA MATILDE. -En suma, ¿quieres o no quieres abrir la reja?
BRUNO. -En este instante... (Aparte.) Empecemos al menos por
salvar dos vidas... ¡Qué premiosa está!
DOÑA MATILDE. -Pon luego una silla.
BRUNO. -Pongo una silla.
DOÑA MATILDE. -¿Y está ya don Eduardo?
BRUNO. -Le estoy tocando con la mano la copa del sombrero.
DOÑA MATILDE. -Entonces... ¿dónde dejaré la carta para papá?...
y muy contenta que estoy con ella... ¡Oh!, me ha salido muy tierna y
muy respetuosa... mucho más tierna que la de Clari en la ópera...
Aquí la pondré sobre la mesa... ahora, vamos... No, me falta todavía
que implorar al cielo, y rogar también por mi padre. (Se pone de
rodillas.)
BRUNO. -¡Si la tocara Dios en el corazón!
DOÑA MATILDE. -Ahora quiero besar la poltrona (Se levanta) en
que duerme papá la siesta... la mesa... la jaula de la cotorra...
adiós, muebles queridos... adiós, paredes que me guarecisteis
durante mis primeros... mis más dichosos años... y que quizá no
volveré a ver más... Dame la mano, Bruno... adiós, Bruno... que seas
feliz... que me vengas a ver... ¡ay, que me caigo!
BRUNO. -No tenga usted cuidado... y déjese usted ir... ¡Maldito
alfiler!
DOÑA MATILDE. -Que consueles a mi padre.
BRUNO. -¡A buena hora mangas verdes! Téngala usted, don
Eduardo... así... ya llegó al suelo... Y corren como gamos... y ya
llegan a la iglesia... y ya entran... y... Dios los haga buenos
casados... Quitémonos ahora de la reja... cerrémosla... y cuidemos
antes de todo esconder el espadín de acero.
Contigo pan y cebolla
Manuel Eduardo de Gorostiza

Copyright (c) Universidad de Alicante, Banco Santander
Central Hispano 1999-2000

Contigo pan y cebolla
Manuel Eduardo de Gorostiza

Acto cuarto
Un cuarto muy miserable, y en donde habrá sólo una mala cama, dos o
tres sillas de paja vieja, un brasero de hierro, etc.

ESCENA I
Doña Matilde y don Eduardo
DOÑA MATILDE. -¡Lo que tarda en encenderse esta lumbre!
DON EDUARDO. -Si no soplas derecho...
DOÑA MATILDE. -Será culpa del fuelle.
DON EDUARDO. -Mira cómo se va el aire por los lados.
DOÑA MATILDE. -¡Ay, que no puedo más!
DON EDUARDO. -¡Vaya, se conoce que éste es el primer brasero
que enciendes en tu vida!... Dame, dame el fuelle.
DOÑA MATILDE. -Tómalo, enhorabuena... y despáchate, por Dios,
que me siento muy débil.
DON EDUARDO. -Ya lo creo; no cenaste anoche.
DOÑA MATILDE. -¡Qué descuido el tuyo!... No tener siquiera un
bocado de pan en casa.
DON EDUARDO. -Como nunca tienes apetito en semejantes días...
DOÑA MATILDE. -Ya, pero... ¿y tú?
DON EDUARDO. -¡Oh!, lo que es por mí no te inquietes, y si no
te enfadaras te confesaría...
DOÑA MATILDE. -¿Qué?
DON EDUARDO. -Que por lo que podía tronar, me forré el estómago
con un buen par de chuletas antes de ir a buscarte.
DOÑA MATILDE. -¡Pues estuvo bueno el chiste!
DON EDUARDO. -Ya pienso que puedes arrimar la chocolatera al
fuego.
DOÑA MATILDE. -¡Y qué enorme armatoste!
DON EDUARDO. -¿Sabrás hacer chocolate?
DOÑA MATILDE. -Creo que se echa primero el chocolate partido a
pedazos...
DON EDUARDO. -No me parece que es eso...
DOÑA MATILDE. -Entonces echaré primero el agua...
DON EDUARDO. -Tampoco.
DOÑA MATILDE. -Pues no hay más que echar las dos cosas a un
tiempo.
DON EDUARDO. -Dices bien... y una onza entera, otra partida...
así podemos errar de mucho... pon más agua.
DOÑA MATILDE. -¡Si le he puesto cerca de un cuartillo!
DON EDUARDO. -¡Y qué es un cuartillo para dos jícaras!... Llena
la chocolatera, llénala.
DOÑA MATILDE. -¡Hombre!
DON EDUARDO. -Llénala, y no empecemos con economías.
DOÑA MATILDE. -Ya lo está.
DON EDUARDO. -Divinamente. Y volviendo a lo de anoche.
¿Creerás, Matilde, que todavía me río al recordar lo asustada que
estabas durante la ceremonia?
DOÑA MATILDE. -Pues mira, mayor fue si cabe mi congoja al subir
esta eterna escalera a tientas, al tardar diez minutos en acertar
con el agujero de la llave, al encontrarme después sola y sin luz en
este aposento desconocido y frío, sin atreverme a dar un paso por no
tropezar con algún mueble, hasta que volviste con el candelero que
te prestó la vecina...
DON EDUARDO. -¡Bendita vecina!... Por ella nos escapamos anoche
sin un chichón cada uno cuando menos, y a fe que hubiera sido de mal
agüero.
DOÑA MATILDE. -Ya empieza a hervir el agua.
DON EDUARDO. -Y también deduzco del gesto que hiciste
involuntariamente al entrar yo con la luz y recorrer tú con la vista
el cuarto en que te hallabas, que te sorprendió en gran manera su
pelaje.
DOÑA MATILDE. -¡Qué disparate!
DON EDUARDO. -Vaya, la verdad. ¿No esperabas hallar otra cosa?
DOÑA MATILDE. -¡Oh!, lo que es eso...
DON EDUARDO. -¿No esperabas el que los muebles, aunque pocos y
sin embutidos, fueran siquiera de caoba y nuevos? ¿El que hubiera
cortinas de muselina blanca, aunque sin guarniciones ni flecos?
DOÑA MATILDE. -No, eso no... Ya sé yo que la caoba y la
muselina no se han hecho para casas pobres... pero hay muebles
bastante bonitos de cerezo o de nogal... hay cortinas muy baratas de
percal o de zaraza... Y si juntas a eso unas paredes recién
blanqueadas, unos pisos muy fregados, unas ventanas con sus
correspondientes tiestos de flores, y otras bagatelas semejantes que
cuestan poco o nada, resultará de todo cierta elegancia en la misma
pobreza, que...
DON EDUARDO. -Dime, Matilde, ¿has entrado en muchas casas
pobres?
DOÑA MATILDE. -En la de la vieja de la Alameda...
DON EDUARDO. -Ya me lo sospechaba yo...
DOÑA MATILDE. -Y además he leído mil descripciones muy
verídicas y por ellas...
DON EDUARDO. -Que se va el chocolate!
DOÑA MATILDE. -¿Qué dices?
DON EDUARDO. -Quítalo presto de la lumbre.
DOÑA MATILDE. -¡Ay!
DON EDUARDO. -¿Te quemaste?
DOÑA MATILDE. -Todo el dedo meñique.
DON EDUARDO. -¡Qué desgracia!
DOÑA MATILDE. -No es eso lo peor, sino que como me dolía solté
la chocolatera, y...
DON EDUARDO. -¿Y se habrá apagado el fuego?
DOÑA MATILDE. -Completamente.
DON EDUARDO. -¡Cómo ha de ser! En encendiéndolo otra vez...
DOÑA MATILDE. -¡Otra vez!
DON EDUARDO. -Aquí tengo las dos onzas restantes...
DOÑA MATILDE. -¡Pero eso de soplar otra hora y media!...
DON EDUARDO. -¿Qué remedio tienes? A menos que no prefieras el
que cada cual se coma cruda la onza que le corresponde...
DOÑA MATILDE. -Ello todo es chocolate.
DON EDUARDO. -Y en bebiendo luego un buen vaso de agua...
DOÑA MATILDE. -Así tendremos también más lugar para hablar de
nuestras cosas.
DON EDUARDO. -Para establecer desde luego nuestro método de
vida.
DOÑA MATILDE. -Y el empleo de las horas del día.
DON EDUARDO. -Y de la noche... hasta que nos vayamos a acostar.
DOÑA MATILDE. -Ea, pues, venga mi onza, y sentémonos.
DON EDUARDO. -Tómala y sentémonos... ¿En qué piensas?
DOÑA MATILDE. -En nada... en que papá estará ahora
desayunándose, y...
DON EDUARDO. -También nosotros... más frugalmente... pero...
DOÑA MATILDE. -¡Oh!, lo que es por eso... en estando a tu
lado... y la ventaja de no tener criados que nos murmuren ni
sibaritas que nos importunen con sus visitas...
DON EDUARDO. -¿Qué habíamos de tener?
DOÑA MATILDE. -Disfrutando en cambio de independencia y de
tranquilidad.
DON EDUARDO. -Por supuesto.
DOÑA MATILDE. -Y esto de vivir tranquilos, Eduardo, esto de que
nadie venga a desencantarnos con su odiosa presencia en uno de
aquellos momentos deliciosos.
DON EDUARDO. -¡Calla! ¿Llamaron?
DOÑA MATILDE. -Creo que sí.
DON EDUARDO. -Habla bajo.
DOÑA MATILDE. -Pero ¿qué...?
DON EDUARDO. -Más bajo.
DOÑA MATILDE. -¿Quieres que abra?
DON EDUARDO. -No, no... pero ve de puntillas y mira si por la
rendija puedes atisbar quién es.
DOÑA MATILDE. -Voy... Es un viejecito barrigoncito, con
calzones de pana y medias rayadas.
DON EDUARDO. -¡Él es!
DOÑA MATILDE. -¿Quién dices?
DON EDUARDO. -¡El diablo!
DOÑA MATILDE. -¡Jesús mil veces!
DON EDUARDO. -O el casero, que es lo mismo... ¿Dónde me
esconderé?
DOÑA MATILDE. -¡Esconderte!
DON EDUARDO. -Allí... debajo de la cama... y tú abre luego y
dile que he salido muy temprano y que no volveré hasta la noche.
DOÑA MATILDE. -¡Eduardo!...
DON EDUARDO. (Al meterse debajo de la cama.) -Abre ya... antes
que nos rompa la puerta.
DOÑA MATILDE. -Pero, Eduardo, no entiendo...
DON EDUARDO. -Abre, abre. (Se mete enteramente.)
DOÑA MATILDE. -¡Dios mío! ¿Qué querrá decir esto?

ESCENA II
El Casero, doña Matilde y don Eduardo (Doña Matilde abre la
puerta. Entra el Casero.)
EL CASERO. -¡Vaya, y qué dormida estaba usted!
DOÑA MATILDE. -No señor, sino que...
EL CASERO. -¿Y el señor don Eduardo?
DOÑA MATILDE. -Acaba de salir...
EL CASERO. -¡Calle! Y me había prometido que me pagaría por la
mañana el mes adelantado!
DOÑA MATILDE. -Es que...
EL CASERO. -¡Mal principio... muy malo, a fe mía! ¿Y cuándo
estará de vuelta?
DOÑA MATILDE. -Me dijo que volvería al anochecer, y que
luego...
EL CASERO. -¡Al anochecer!... Salir en un día de tornaboda a
las ocho de la mañana y no volver hasta el anochecer, dígole a usted
que no me da buena espina.
DOÑA MATILDE. -Puede que vuelva más pronto, y...
EL CASERO. -Pues no crea que a mí me ha de traer como a un
zarandillo... Y lo que son los trastos no valen ni treinta reales.
DOÑA MATILDE. -Caballero, mi marido es incapaz de...
EL CASERO. -¡De pagar a su casero, eh!
DOÑA MATILDE. -No digo eso, sino que aunque somos pobres somos
personas de honor y que...
EL CASERO. -Sí, sí, personas de honor sin dinero... Eso es lo
que yo me temía... y ésos son los peores inquilinos.
DOÑA MATILDE. (Aparte.) -¡Qué insolencia!
EL CASERO. -Pero repito que no se juega conmigo... Dígaselo
usted así, y que si esta noche no me baja los tres duros, mañana
pongo a ustedes en la calle con todos sus cachivaches... (Vase.)

ESCENA III
Doña Matilde y don Eduardo
DOÑA MATILDE. -¿Tratar de ese modo a una señora?
DON EDUARDO. (Asomando la cabeza.) -¡Matilde! ¿Se fue ya?
DOÑA MATILDE. -Ya se fue.
DON EDUARDO. -Pues entonces prosigue aquello que decías
(Saliendo de debajo de la cama) de que era gran cosa el poder vivir
tranquilos y sin que nadie...
DOÑA MATILDE. -Sí, buena es la tranquilidad que vamos
disfrutando por cierto.
DON EDUARDO. -¡Toma, ya te desanimas!
DOÑA MATILDE. -No, pero sí extraño cómo has tenido paciencia
para oír tanta grosería.
DON EDUARDO. -En efecto, merecía el gran vinagre que le hubiera
tirado los tres duros a la cabeza.
DOÑA MATILDE. -Y ¿por qué no lo has hecho?
DON EDUARDO. -En primer lugar porque no tenía los tres duros.
DOÑA MATILDE. -Podías haberle castigado de otro modo.
DON EDUARDO. -No, hija, que para castigar con dignidad a un
acreedor que se insolenta hay siempre que empezar por pagarle.
DOÑA MATILDE. -¡Siempre!
DON EDUARDO. -¿No ves que si no, se puede creer que uno ha
querido zafarse a un mismo tiempo del acreedor y de la deuda?

ESCENA IV
La Vecina, doña Matilde y don Eduardo (Sale la Vecina.)
LA VECINA. -Buenos días, vecinita... ¿Qué tal se ha dormido?...
¿Oyeron ustedes los truenos a eso de las cuatro?... La encajera que
vive en la guardilla dice que ha caído un rayo en Santa Bárbara...
pero yo no lo creo... porque basta que la encajera diga una cosa
para que yo no la crea...
DOÑA MATILDE. -Nosotros no hemos oído...
LA VECINA. -Ya lo supongo... ¡qué habían ustedes de oír!... si
es una grandísima embustera... muy tonta y muy presumida... sin que
yo sepa en qué se funda... porque al cabo ¿qué ha sido antes de
casarse? ¿Doncella en casa de un consejero? Y bien, también yo he
sido doncella, si vamos a eso... en casa de un covachuelista... y un
consejero y un covachuelo allá se van... Los dos tienen usía...
Conque diga usted, vecina, ¿acabó usted con mi candelero?
DOÑA MATILDE. -Sí, señora, aquí está... y muchas gracias...
LA VECINA. -Jesús, señora, no hay de qué... entre vecinas y
amigas, hoy por ti, mañana por mí... ¡Y nosotras que vamos a ser tan
amigas!... como que vivimos en el mismo piso... porque aquí en esta
casa, como en todas, con el vecino de al lado es con quien se
trata... y nadie quiere bajarse... ni subir escaleras... Muy bien
hecho... cada oveja con su pareja... la marquesa con el canónigo en
el piso principal... en el tercero, el agente de negocios con la
viuda del coronel... Así en los demás pisos... Por eso también nadie
trata con la encajera... Verdad es que no hay más guardilla que la
suya... y luego ya le dije a usted que es muy necia y muy vana...
Pero voyme corriendo, que dejé la sartén a la lumbre, no sea que se
me queme la salchicha... (A don Eduardo), porque ha de saber usted
que mi marido almuerza todos los días salchicha.
DON EDUARDO. -¡Hola!
LA VECINA. -Como usted lo oye... y a fe que lo acierta... Para
eso es casi un empleado... con siete reales y lo que cae... guarda
de a caballo, para servir a usted y a Dios... Ea, quédense ustedes
con él.
DON EDUARDO. -¿Con su marido de usted?
LA VECINA. -No, señor, con Dios... decía que se quedasen
ustedes con Dios... Vaya, que según veo me parece usted pieza... Ah,
vecina, se me olvidaba, ¿necesita usted de una lavandera?
DOÑA MATILDE. -Precisamente iba yo...
DON EDUARDO. (Bajo a doña Matilde.) -Di que no.
DOÑA MATILDE. -No, señora, ya tenemos una...
LA VECINA. -Lo siento, porque mi hermana lava muy bien... como
que lava a todas las colegialas de Loreto... y si no fuera por
cierta desgracia que tuvo... ya se lo contaré a usted otro día...
porque ahora estoy de prisa... agur... ¿Pues no me huele a salchicha
quemada?
(Vase.)

ESCENA V
Doña Matilde y don Eduardo
DON EDUARDO. -¡Qué maravilla!
DOÑA MATILDE. -¡Y qué mujer tan ordinaria!
DON EDUARDO. (Sonriéndose.) -¡Así hablas de tu amiga!
DOÑA MATILDE. -¡Pobre de mí si no tuviera otras amigas!
DON EDUARDO. (Sonriéndose.) -¿Cuáles?
DOÑA MATILDE. -Toma, las mismas que tenía anteayer.
DON EDUARDO. (Sonriéndose.) -¿Viven todas ellas en quinto piso?
DOÑA MATILDE. -¿Qué sabe esa mujer lo que dice? Amigas tengo
yo, con quienes me he criado en las Salesas, que si me vieran
pidiendo limosna...
DON EDUARDO. (Sonriéndose.) -Te la darían quizá.
DOÑA MATILDE. -Se gloriarían entonces de llamarse tales, más
que si me vieran habitando en palacios de cristal.
DON EDUARDO. (Sonriéndose.) -O, lo que es lo mismo, en casa de
un vidriero.
DOÑA MATILDE. -Ya, si no crees tampoco en aquellas amistades
que se engendran en la edad preciosa...
DON EDUARDO. -En que no se sabe todavía lo que se quiere.
DOÑA MATILDE. -¡Qué terrible estás, Eduardo!
DON EDUARDO. -¿Pero no conoces que te estoy embromando? ¿De
otro modo pudiera yo contradecirte en materias tan evidentes?
DOÑA MATILDE. -Eso era lo que me confundía... pero ahora que me
acuerdo... ¿por qué me hiciste responder a la vecina que no
necesitábamos de su lavandera?
DON EDUARDO. -Porque como no nos había de lavar de balde...
DOÑA MATILDE. -Alguien ha de lavar lo que emporquemos, sin
embargo.
DON EDUARDO. -Preciso... pero lo harás tú.
DOÑA MATILDE. -¡Yo!
DON EDUARDO. -¿Quién quieres que lo haga en tanto que no
tengamos con qué pagar a otra mujer?
DOÑA MATILDE. -Se me pondrán las manos partidas.
DON EDUARDO. -Es más que probable.
DOÑA MATILDE. -¡Y se me llenarán de grietas!
DON EDUARDO. -Como que no hay cosa peor que el jabón y el agua
caliente... Mas puedes estar segura, Matilde mía, que con la misma
ilusión con que tu Eduardo te besa ahora esta mano tan suave y
blanca, con la misma te la besará cuando la tengas áspera como una
lija y colorada como un tomate.
DOÑA MATILDE. -No lo dudo, Eduardo; pero... pero ello de todos
modos es muy desagradable... ¡Y mi pobre papá que tenía tanta
vanidad con mis manos!... ¿Qué buscas?
DON EDUARDO. -Di, Matilde, ¿has visto por ahí algún cepillo?
DOÑA MATILDE. -¿Para qué?
DON EDUARDO. -Quisiera cepillarme un poco antes de salir,
porque el polvillo del carbón...
DOÑA MATILDE. -¿Que vas a salir?
DON EDUARDO. -Ya te dije que el apoderado de mi tío, que es
escribano del consejo, me ha ofrecido emplearme en su despacho como
copiante... Cuando tenga qué copiar, se entiende... y voy a ver si
me adelanta cien reales, a cuenta de mis futuros garabatos, para
pagar al casero y para ir viviendo.
DOÑA MATILDE. -Y ¿qué me he de hacer yo entretanto, sin libros,
sin piano...?
DON EDUARDO. -En efecto, no tienes hoy mucho que trabajar...
DOÑA MATILDE. -¡Que trabajar!
DON EDUARDO. -Sólo levantar la cama, barrer el cuarto y... pero
lo que es desde mañana, ya me dirás si te queda tiempo para
fastidiarte.
DOÑA MATILDE. -¿También tendré que barrer mañana?
DON EDUARDO. -Todos los días ¡a ti que te gusta tanto la
limpieza! Y tendrás asimismo que guisar, fregar, jabonar, planchar,
coser, remendar y hacer, en fin, todo aquello que hace una mujer
casada sin criada.
DOÑA MATILDE. -¡Ay, Eduardo! ¿Sabes que es dinero muy bien
gastado el de los salarios?
DON EDUARDO. -¿Quién dice que el dinero no sirve alguna vez de
algo? Pero no muy a menudo... y si uno va a considerar todos sus
inconvenientes, crees tú que... ¿No son éstas que dan las nueve?
¡Cáspita y qué tarde!... Con esto y con que haya salido ya mi
escribano y nos quedemos también sin comer... ¡Adiós, vida mía,
abrázame!
DOÑA MATILDE. -Anda con Dios.
DON EDUARDO. -¡Otro abrazo... otro... es tanto lo que te
quiero! Adiós.

ESCENA VI
Doña Matilde
DOÑA MATILDE. -¡Ay, no sé lo que tengo... pero... no, no me
siento muy buena!... ¡Ay! ¡Si se pudiera lavar con guantes de
encerado! ¡Qué se ha de poder! ¡Luego cásese usted para estar todo
el día sola! ¡Paciencia! ¡Pícaros autores, dejarse precisamente en
el tintero lo que las pobres habían tenido que trabajar entre sus
cuatro paredes!... Y ello, ninguna tenía criada... como yo... y
habían tenido todas que empezar cada mañana por levantar sus
camas... como yo voy a levantar la mía... Porque si yo no la
levanto... vamos allá... ¡Aquella Juana sí que despachaba en casa
estas cosas en un santiamén! Como que estaba acostumbrada... y yo,
desgraciadamente, no lo estoy... ¡Lo que pesa el colchón! (Lo pone
en el suelo.) ¡Pues el jergón!... (Ídem.) ¡Ay, descansemos un poco!
(Se sienta sobre uno de ellos.)

ESCENA VII
La Marquesa y doña Matilde (Aparece la Marquesa.)
LA MARQUESA. -¿Vive en este cuarto una mujer que lava
encajes?... Pero ¿qué ven mis ojos? ¡Matilde!
DOÑA MATILDE. -¡Clementina!
LA MARQUESA. -¡Tú aquí!
DOÑA MATILDE. -¡Oh, qué gusto tengo en verte!
LA MARQUESA. -¡Y yo!... Pero ¿qué haces en este desván?
DOÑA MATILDE. -Ya te diré... es que... Y tú ¿estás todavía en
las Salesas?
LA MARQUESA. -¡Qué, si me casé hace cinco meses y vivo
precisamente en el cuarto principal de esta misma casa!
DOÑA MATILDE. -Cuánto me alegro... así estaremos todo el día
juntas y... pues me habían dicho que era una marquesa la que...
LA MARQUESA. -Ésa soy yo.
DOÑA MATILDE. -Entonces no te has casado con aquel cadete de
Algarbe...
LA MARQUESA. -¡Qué disparate! Una cosa es hacer telégrafos por
entre las ventanas y otra cosa es casarse.
DOÑA MATILDE. -Pero supongo que siempre te habrás casado
enamorada de tu marido.
LA MARQUESA. -No lo creas... ni le vi hasta que todo estaba
tratado y firmado.
DOÑA MATILDE. -¿Y eres dichosa?
LA MARQUESA. -Así, así... Tengo coche... dos mil reales al mes
de alfileres... y en cuanto a mi marido... es como todos los
maridos, ni feo, ni bonito, ni... Tu suerte, Matilde, es la que no
me parece muy envidiable.
DOÑA MATILDE. -Al contrario... Ayer me casé con el hombre que
adoraba.
LA MARQUESA. -¡Calla! ¿Serías tú acaso la novia que estuvo a
pique de acostarse anoche a oscuras?
DOÑA MATILDE. -Verdad es que...
LA MARQUESA. -¡Ja, ja!... y que no tuvo qué cenar...
(Riéndose.) ¡Ja, ja!... Vaya, quién me hubiera dicho cuando las
criadas me contaban al desnudarme tu fracaso, ¡ja, ja!...
DOÑA MATILDE. -¡Clementina!
LA MARQUESA. -Perdona, Matilde, pero es un lance tan
gracioso... ¡Ja, ja! ¡Tan inesperado!
DOÑA MATILDE. -Inesperado no, y acuérdate que siempre te juré
que no me casaría sino a gusto mío, y con quien no tuviera nada.
LA MARQUESA. -Sí, es cierto... También yo lo juré, si mal no me
acuerdo, y ya ves cómo lo he cumplido... ¡Pobre Matilde!
DOÑA MATILDE. -¡Me compadeces!
LA MARQUESA. -Criada con tanto regalo y obligada ahora a tener
que ganar tu vida cosiendo o bordando, o... Porque algo tendrás que
hacer para ayudar a tu marido... que por su parte también trabajará
sin duda...
DOÑA MATILDE. -Un escribano le ha dicho que le dará qué
copiar... cuando tenga.
LA MARQUESA. -Pues... a dos reales el pliego... y tres o cuatro
pliegos al día escribiendo corrido... ¡Buena ocupación, por vida
mía!... Pero dime, y tu padre, ¿está furioso, eh?
DOÑA MATILDE. -Ya ves habiéndome casado sin su
consentimiento...
LA MARQUESA. -Y tiene mucha razón... Ningún padre puede aprobar
el que su hija se case con un perdulario.
DOÑA MATILDE. -¡Perdulario mi Eduardo! ¡y se ha dejado
desheredar de diez mil ducados de renta a trueque de casarse
conmigo!
LA MARQUESA. -Entonces tu Eduardo es un loco de atar, porque...
DOÑA MATILDE. -Basta, Clementina... tu marquesado no te
autoriza para que me insultes porque me ves ahora pobre... y mucho
más cuando nada pienso pedirte.
LA MARQUESA. -Harás muy mal... que si no se pide a las amigas
cuando no se tiene qué llevar a la boca, no sé yo cuándo se ha de
pedir... y yo lo he sido tuya, Matilde... no de las íntimas...
pero... pero siempre te he querido bien... ya lo sabes... y te lo
voy a probar ahora mismo... Allí tengo en casa cuatro docenas de
camisas de batista sin hacer del agua, y te las enviaré...
DOÑA MATILDE. -No, Clementina, mil gracias, pero...
LA MARQUESA. -Sí, te las enviaré... para que las bordes... y
para que... lo que había de ganar otra... Tú bordabas muy bien.
DOÑA MATILDE. (Aparte.) -¡Qué humillación!

ESCENA VIII
La Vecina, la Marquesa y doña Matilde (Sale la Vecina.)
LA VECINA. -Vecinita, perdone usted que me entre así de
rondón... como la puerta estaba abierta y como somos uña y carne
quería enseñar a usted cierta cosa... ¡Mas oiga! Si tendré
telarañas... ¡Su señoría la marquesa aquí! ¡Subir una marquesa ocho
tramos de escaleras!
LA MARQUESA. (A doña Matilde.) -¿Quién es esta buena mujer?
DOÑA MATILDE. -Es una vecina que...
LA VECINA. -Soy la Nicolasa, señora... la mujer del guarda de a
caballo... que vive en ese otro cuarto... Ya se ve... su señoría no
se acordará de mí... porque nunca me ha visto... o por mejor decir
nunca me ha mirado a la cara, cuando me ha encontrado al subir o
bajar del coche... aunque yo saludo siempre... Pero doña Manuela, la
doncella, me conoce muy bien... y le habrá hablado de mí a su
señoría... Toma si le habrá hablado muchas veces... como que por
ella me tomó su señoría el otro día aquella pieza de batista.
LA MARQUESA. -¡Ah! Ya caigo... usted es la que suele
proporcionar ropa y géneros de lance.
LA VECINA. -Cabalito... como mi marido es guarda...
LA MARQUESA. -¿Y tiene usted ahora algo de nuevo?
LA VECINA. -Sí, señora, y de bueno... A eso venía, a enseñar a
la vecinita un corte de vestido de punto de Flandes... como es
recién casada... y como nada cuesta el ver... pero, con permiso de
su señoría, cerraré la puerta... no sea que la encajera lo olfatee y
vaya con el chisme... porque la tal encajera es capaz de todo... y
si yo fuera a contar...
LA MARQUESA. -No, no; mejor será que veamos ese corte.
LA VECINA. -Aquí está... ¡cosa superior! Y por un pedazo de
pan... ochocientos reales... ni un ochavo menos.
DOÑA MATILDE. -¡Qué bonito!
LA MARQUESA. -¡Precioso!
DOÑA MATILDE. -¡Y qué punto tan igual!
LA MARQUESA. -¿Y la cenefa?... También es de mucho gusto.
DOÑA MATILDE. -Y de las más anchas...Sobresaldrá mucho sobre un
viso caña... ¿No te parece?
LA MARQUESA. -En efecto, y me irá muy bien, como tengo bastante
color... y luego como tú... en tus circunstancias, no puedes soñar
en comprarlo...
LA VECINA. -¡Oh, es caro bocado para un estudiante!
LA MARQUESA. -No te debe importar el que yo lo tome... y que al
fin lo tomaré... ¿Qué he de hacer? Son tentaciones que...
LA VECINA. -¿Y para qué es el dinero, señora, sino para
gastar?... Como dijo el otro... y Dios le dé a su señoría mucho...
porque lo sabe emplear y porque no regatea... como otras usías de
medio pelo que conozco yo, y que...
LA MARQUESA. -Así, Nicolasa, baje usted y le haré dar los
cuarenta duros... Adiós, Matilde, ya nos veremos... Ya te avisaré
alguna vez cuando esté sola... y diré que te suban entretanto las
camisas.
DOÑA MATILDE. -No, Clementina, no... te lo agradezco... pero no
tengo tiempo ahora.
LA MARQUESA. -Como quieras... por ti lo hacía... mas si lo
tienes a menos... (Aparte.) ¡Pobrecilla, me da mucha lástima! (A
la Vecina.) Ella siempre fue un poco tiesa... pero ya amansará, ya
amansará...
(Vanse.)

ESCENA IX
Doña Matilde y luego Bruno
DOÑA MATILDE. -¿Sueño por ventura? ¡Es ésta aquella Clementina
tan sentimental, de cuya amistad estaba yo tan segura! ¡Cómo me ha
tratado con su aire de protección!... ¡Peor que el casero con su
grosería! Y compró el vestido sólo por darme en ojos... porque vio
que me gustaba y que... ¡Ah, si yo hubiera tenido ochocientos
reales! Sí, ¿cuándo volveré yo a tener ochocientos reales? Lo que
tendré serán trabajos... y humillaciones... y enjabonaduras... ¡Ah,
Eduardo, mucho te quiero, muchísimo, pero si hubiera sabido!...
(Sale Bruno.)
BRUNO. -¡Señorita!
DOÑA MATILDE. (Corre a abrazarle.) ¡Bruno!
BRUNO. -¡Pobrecita mía! Metida en esta pocilga.
DOÑA MATILDE. -¿Y papá? ¿Cómo está papá? Pobre papá, ¡cómo le
he ofendido!
BRUNO. -Está bueno... No tenga usted cuidado... Y él es quien
me ha dicho dónde vivían ustedes.
DOÑA MATILDE. -¡Papá! Pues ¿cómo sabía...?
BRUNO. -¿Qué sé yo?... algún duende... Lo cierto es que ahora
me llamó y me dijo que le siguiera hasta aquí... que subiera solo...
y que le avisara si don Eduardo estaba fuera de casa, para que su
merced entonces...
DOÑA MATILDE. -¡De veras! ¿Será posible que me quiera ver?
BRUNO. -Si estaba desde anoche como si tuviera hormiguillo... Y
aunque no descosía sus labios, se le conocía a la legua que... pero
voy a abrirle.
DOÑA MATILDE. -Sí, corre, despáchate. ¿Adónde vas? Por allí
está la escalera.
BRUNO. -No hay necesidad de que yo baje... que su merced se
quedó de centinela en la puerta principal de los Basilios, y así con
una seña que yo le haga desde aquella ventana con el pañuelo...
DOÑA MATILDE. -Con el pañuelo no, que quizá no lo advierta...
toma esta sábana...
BRUNO. -Venga.
(Vanse los dos a la ventana.)

ESCENA X
Don Eduardo, Bruno y doña Matilde
DON EDUARDO. (Al salir y aparte.) -Apretemos otro poco el
tornillo. ¡Maldito sea el primer escribano que pisó los consejos!
¡Negarme a mí la miseria de cien reales! (Sale ahora, tira el
sombrero y se pasea como muy agitado.) Es una infamia.
DOÑA MATILDE. (Quitándose de la ventana.) -¡Válgame Dios! ¿Qué
es esto?... ¿Qué te ha sucedido?
DON EDUARDO. -¡Déjame en paz!... Bribón... tunante. Estoy por
volver y por...
DOÑA MATILDE. -Pero, Eduardo... tranquilízate, por la Virgen.
DON EDUARDO. -¡Te digo que me dejes!
DOÑA MATILDE. -Mira que te va a dar algo.
DON EDUARDO. -No será indigestión a buen seguro; pero, mujer,
¿qué has hecho en todo este tiempo? ¿Cómo tienes todavía así el
cuarto? Vaya, que no es mala porquería.
DOÑA MATILDE. -Yo... si... ¡ay, Eduardo, cómo te puedes enfadar
tanto conmigo!
(Llora.)
DON EDUARDO. -No, Matilde mía, yo no me enfado contigo... ¿Cómo
había yo de enfadarme contigo? Vamos, no llores... ¿quién no tiene
un momento de mal humor? Sobre todo cuando vuelve uno a su casa sin
una blanca y...
BRUNO. (Quitándose de la ventana.) -Y por eso se dijo que casa
donde no hay harina...
DON EDUARDO. -¡Calle!... ¿Aquí estaba Bruno?

ESCENA XI
Don Pedro, don Eduardo, Bruno y doña Matilde (Sale don Pedro.)
DON PEDRO. -¡Hija de mis entrañas!
DOÑA MATILDE. -¡Papá, papá de mi vida...!
(Se quiere arrodillar.)
DON PEDRO -¿Qué haces? Levántate.
DON EDUARDO. (Aparte.) -¡Qué pronto ha venido este demonio de
hombre!
DOÑA MATILDE. -No, señor, déjeme usted que le pida de rodillas
que me perdone.
DON PEDRO. -Todo está ya perdonado y olvidado con tal que me
jures que no nos volveremos a separar en la vida.
DOÑA MATILDE. -Oh, nunca, nunca.
DON PEDRO. -¿Y qué, no me abraza usted, señor don Eduardo? Ea,
déme usted uno bien apretado y salgamos pronto de este
camaranchón... que se me va la cabeza sólo de acordarme...
DON EDUARDO. -Pero, señor don Pedro, me parece que usted no ha
comprendido bien a Matilde... Ella se alegra, como buena hija, de
que la vuelva a su gracia... pero... por lo demás, está muy
satisfecha con su suerte, ahí donde usted la ve... y lejos de querer
dejar su casa...
DON PEDRO. -No, no; vivirán ustedes conmigo.
DOÑA MATILDE. (A su padre, en voz baja.) -Sí, sí, con usted,
papá, con usted.
DON EDUARDO. -Y si no... con permiso de usted, señor don Pedro.
Oye, Matilde. (Se la lleva a un lado de la escena.) ¿No es cierto
que lo que a ti te acomoda es vivir tranquila en un rincón como
éste, y comer conmigo un pedazo de pan y cebolla?
DOÑA MATILDE. -Si la cebolla no me recordara siempre que la
como... luego, Eduardo, hazte cargo... ¿Podemos acaso desairar a
papá cuando se muestra tan bondadoso?
DON EDUARDO. -Según eso te resignarías y...
DOÑA MATILDE. -¿Qué hemos de hacer?
DON EDUARDO. -El caso es que cada cual tiene su amor propio...
y para mí... la verdad... no puede ser plato de gusto el entrar en
tu familia como un pobretón.
DOÑA MATILDE. -¿Qué importa eso?
DON EDUARDO. -A mí mucho... y se me caería la cara de
vergüenza.
DOÑA MATILDE. -Pero, hombre, ¿no ves que tu tío te tiene, por
fuerza, que perdonar también pronto?
DON EDUARDO. -Y ¿crees tú que me volverá a nombrar su heredero?
DOÑA MATILDE. -Como tres y dos son cinco.
DON EDUARDO. -Es que entonces tendríamos la dificultad del
alguacilazo y...
DOÑA MATILDE. -Tanto mejor, es un título muy distinguido...
casi tanto como maestrante.
DON PEDRO. -Vaya, hijos, ¿qué sale de esta consulta?
DOÑA MATILDE. -Que nos vamos con usted.
DON PEDRO. -¡Alabado sea Dios!
DON EDUARDO. -Y que mi Matilde, sólo por vivir con su padre y
por disfrutar a su lado de las ruines comodidades de la vida,
sacrifica magnánima todos los placeres de la indigencia, que por más
que digan aquéllos que los han conocido sin buscarlos... ni
merecerlos... tienen con todo mucho mérito a los ojos de... las
jóvenes de diecisiete años que leen novelas.
Contigo pan y cebolla
Manuel Eduardo de Gorostiza

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