Manuel José Quintana

 

El Duque de Alba


La casa de Alba, una de las más preeminentes de Castilla, se
hallaba á principios del siglo XVI en su más alto acrecentamiento,
debido en parte á recompensas dadas por los Reyes en premio de sus
señalados servicios, y en parte tambien á adquisiciones granjeadas
con el mayor acierto y diligencia por sus poseedores inmediatos.
Hallábase entónces á la cabeza de ella D. Fadrique de Toledo,
segundo Duque de Alba, el primero de los próceres del Estado en
dignidad y en influjo, áun cuando no lo fuese en riquezas ni en
poder. Él habia sido uno de los generales más acreditados en la
conquista de Granada (1492); él mandó despues las armas españolas en
el Rosellon (1503), cuando se hizo levantar el sitio de Rosas á los
franceses; él, en fin, ganó para Castilla el Reino de Navarra
(1512), y le defendió contra las tentativas que los enemigos
hicieron para recuperar tan rica adquisicion. Á estos importantes
servicios en la guerra añadió en la paz otros no ménos
sobresalientes, y quizá más aceptos al Rey Católico, cuya confianza,
aunque tan difícil de ganar, habia sabido granjearse. Porque como
despues de fallecida la Reina Doña Isabel los Grandes de Castilla se
dividiesen en opiniones sobre la gobernacion del Reino, y los más
siguiesen el partido del Rey Don Felipe, el Duque de Alba se mantuvo
sólo de parte del Rey de Aragon, y siguiéndole en aquella poco
decorosa retirada con que salia de Castilla, ofreciéndole su persona
y queriendo acompañarle hasta Nápoles, supo dar á entender que
valian más con él los respetos de su amistad antigua y de su
agradecimiento al prudente y anciano Monarca, que las esperanzas
fundadas por otros en un Príncipe inexperto y jóven, y en una córte
nueva. No le permitió el Rey que le acompañase á Italia, ántes bien
le persuadió que debia volverse á Castilla donde su presencia le
seria más útil para la conservacion de sus respetos y defensa de sus
intereses. Él lo hizo así; y si bien en los principios tuvo que
sufrir los desaires y temer las consecuencias de su adhesion á un
partido que se creia arruinado para siempre, la imprevista y
temprana muerte del Rey de Castilla volvió á restablecer las cosas
en el estado que ántes tenian. El Duque, contribuyendo muy
principalmente á la restauracion y vuelta del Rey Católico al Reino,
se halló de nuevo en la cima del poder y en el lleno del influjo,
sin que tan favorable mudanza de la fortuna le hiciera más arrogante
ó más soberbio que ántes le habia abatido el vuelco dado en su daño.
Esta entereza y gravedad de ánimo fueron, por desgracia,
puestas despues á mayor prueba. Su hijo primogénito y heredero, D.
García, deseoso de entrar y señalarse en la carrera que habia dado
tanta gloria á sus progenitores, solicitó y consiguió ser nombrado
para acompañar al Conde Pedro Navarro en la guerra que se hacia
entónces en la costa de África á los moros. Acababa el Conde de
ganarles á Trípoli y Bugía, y se disponia á atacar la isla de los
Gelbes, creida fácil presa de sus armas vencedoras. Entónces fué
cuando se le unió D. García de Toledo con quince navíos y más de
cuatro mil hombres, con los cuales se acrecentó sobremanera el ánimo
del ejército, y dieron al instante la vela para los Gelbes.
Desembarcaron sin resistencia en uno de los últimos dias de Agosto
(1510), ordenándose la gente en escuadrones luego que desembarcaba,
y marchando por los arenales á buscar á los enemigos. Ninguno de
ellos parecia: el sol, la hora, la arena, y la misma confianza y
descuido peleaban contra los españoles. Sedientos y abrasados,
pudiendo apenas marchar con la fatiga, cayendo algunos sofocados, y
empezados á desordenar los más, atravesaron los arenales contíguos á
la playa, despues unos palmares, y entrando por los olivares
espaciosos que estaban más adelante descubrieron unos pozos de agua
cerca de algunas ruinas antiguas. Á ellos se arrojaron con la
impaciencia y la irritacion rabiosa de la sed que les encendia,
desordenándose del todo, y áun peleando unos con otros por quién
habia de beber primero. Tal era el punto que aguardaban los sagaces
africanos que salieron de improviso de entre las ruinas con grandes
alaridos y comenzaron á alancearlos á todo su placer. Iba en la
vanguardia D. García, que habia querido en aquella primera prueba de
sus armas tener el puesto de mayor peligro. Viendo el desconcierto
de los suyos, comenzó con voces y ademanes á llamarlos y darles
ánimo; pero faltábale pericia y experiencia para contenerlos y
volverlos á ordenar(1). Ellos huian, y él, tomando el partido que le
aconsejaban su nobleza y valor, se apeó del caballo, y cogiendo del
suelo una pica cargó con tal denuedo á los moros, acompañado de
algunos pocos españoles, que les hizo arredrar gran trecho. Mas este
valiente arrojo no bastó, ni á contener á los fugitivos, ni á
restablecer el combate: los bárbaros revolvieron con doblada furia
sobre aquellos pocos valientes, y los hicieron pedazos, entre ellos
á D. García, que se les defendió como un leon, hiriendo y matando á
muchos de ellos ántes de caer. Tenia entónces 23 años, y su muerte
fué lo que más se sintió en aquel revés que llenó de luto á
Castilla(2)
. Cuando el Duque de Alba entreoyó la fatal nueva, sin preguntar por
la vida de su hijo y cuidando sólo de su honra, dijo: ¿Y García, qué
hizo en ese estrago? -¡Oh, señor! respondió hábilmente el mensajero:
¿Y en dónde estuviera el honor de España, si el señor Don García
ántes de morir no hubiera hecho con su pica y espada un monton de
moros sobre los cuales cayó? -¡Oh buen hijo! exclamó entónces el
Duque; y el dolor paternal cedió por un momento en su corazon al
entusiasmo de la honra y de la patria(3).
Quedábale un consuelo en su nieto D. Fernando, de cuya vida
vamos á tratar, hijo del malogrado Don García y de Doña Beatriz
Pimentel. Era nacido en Piedrahita tres años ántes de esta
catástrofe, en 1507(4). Su índole, su forma, sus dichos y sus juegos
daban ya á conocer lo que habia de ser despues. El venerable abuelo,
que consideraba cifradas en él la gloria y esperanzas de su casa,
tomó el mayor empeño en darle la mejor educacion, llevando por
máxima en ella que ni por sobrado estudiosa fuese afeminada, ni por
ajena de las letras enteramente ruda. Dióle por ayo al célebre
Boscan, tan sonado en los fastos de nuestra poesía por la parte que
tuvo en la introduccion de los ritmos italianos, pero más señalado
todavía entre sus contemporáneos como un dechado de virtud
igualmente que de cortesanía y discrecion. Pensó tal vez para
maestro en Luis Vives, príncipe á la sazon de nuestros filósofos y
humanistas(5); pero ésto, ó por manejo de los religiosos dominicos,
que tenian mucha mano con el Duque, ó porque Vives no se prestase á
ello, no llegó á verificarse, sin embargo que por dos veces hubo de
hacerse eleccion para este encargo. El primer preceptor que tuvo D.
Fernando fué un dominicano mesinés llamado Fr. Bernardo Gentil,
diestro humanista, buen poeta latino, mencionado con aprecio en los
escritos de Marinéo Sículo y de Antonio de Lebrija. Este religioso
se encargó de enseñar al jóven D. Fernando la lengua latina, las
humanidades y la historia. Mas no debió durar mucho tiempo en tal
comision, porque fué sucedido en ella por un monje benedictino,
siciliano y poeta latino tambien, que se llamaba el P. Severo.
Garcilaso, que no habla de Gentil, habla con mucho aprecio de
Severo; el cual obtuvo despues el encargo de escribir la Historia de
España, por muerte de Lebrija, disposicion que no llevaron muy á
bien nuestros humanistas de aquel tiempo(6).
Con estos dos preceptores aprendió prontamente Don Fernando la
lengua latina, y adquirió en las letras y en las nobles artes
aquella aficion sana é ilustrada que para la magnificencia y la
elegancia sienta tan bien á un político y á un guerrero. Pero los
elementos del arte militar, el amor á la gloria y al servicio del
Estado, que en D. Fadrique se identificaron siempre con el servicio
del Príncipe, quiso el Duque enseñárselos á su nieto por sí mismo.
En esta parte el ardor y los progresos del alumno se anticipaban á
las esperanzas y áun á los deseos del maestro. Porque su índole, su
presencia, sus dichos y sus ademanes mostraban, áun desde la niñez
primera, lo que habria de ser despues. Sus conversaciones no eran
más que de guerra; sus juegos batallas campales simuladas con los
otros niños de su edad y su mayor placer oir empresas, hazañas,
peligros y combates. Contemplaba con una curiosidad ansiosa y
manoseaba las armas ántes de poderlas vestir, y trotaba y subia en
los caballos ántes de tener peso para montarlos, ni fuerza ni arte
para dirigirlos. Ya grandezuelo, y viendo que á pesar de sus ruegos
y áun de su llanto no le permitia su abuelo el Duque ir á la guerra
que á la sazon se hacia en Castilla por la discordia civil de las
Comunidades, quiso aprovechar el latin que habia aprendido y dióse á
leer á Vegecio y á estudiar en él aquella institucion militar con la
cual el pueblo romano, superior en armas á todos los demás, supo
enseñorearse del mundo. Deleitábase mucho en esta lectura, y
empezaba ya á formarse en él aquel espíritu de combinacion y de
espera que constituye la parte más alta y noble de la profesion
militar, que da más al arte y pericia que al arrojo, y no deja á la
fortuna nada de lo que puede asegurar ventajosamente la prudencia.
Habia, sin embargo, en él la lozanía de la edad: tenia ya diez
y seis años; la guerra se hacia entre franceses y españoles en las
fronteras de Navarra, y su abuelo no le permitia todavía entrar en
el servicio, en consideracion á sus tiernos años, poco oportunos aún
para las fatigas guerreras. Pero él, impaciente, escuchando el
consejo de sólo su bizarría, comete entónces una travesura que en
otros suele ser sólo por aturdimiento ó por amores, y seguido de
unos pocos asistentes á quienes confió su secreto, marcha á largas
jornadas y se presenta de improviso en el campo castellano que
sitiaba á Fuenterrabía, de que se habian apoderado los franceses en
la campaña anterior. Mandaba allí las armas españolas el Condestable
D. Íñigo de Velasco, tenido entónces por el mayor hombre de guerra
que habia en Castilla. Recibió al jóven voluntario con el honor y
agasajo que se debian á su familia y á sus buenos deseos; dió aviso
al instante al cuidadoso abuelo del paradero de su nieto; hizo que
le perdonase la travesura, y le tuvo en su compañía con el afecto de
padre y con la estimacion de amigo. Deseaba D. Fernando señalarse, y
ansioso de reputacion se exponia en todas las ocasiones como el
último de los soldados. El Condestable, atento á que no se
desgraciase y no queriendo que la fortuna privara al viejo Duque de
aquel consuelo de su vejez, le prohibió rigurosamente que saliese á
pelear sin órden suya y le mandó estar siempre cerca de su persona.
Privado de pelear, no podian estorbarle á lo ménos el anhelo de
aprender: dióse, pues, á estudiar todo el mecanismo del servicio y
las reglas y secretos de la disciplina militar, con el mismo ardor y
teson que si se tratase de combatir. Y cierto que no podia hacer
este aprendizaje en mejor ocasion ni con mejor guia, puesto que el
Condestable era un insigne maestro de milicia. Seguíale á todas
partes, meditaba todas sus órdenes y disposiciones, escuchaba todas
sus palabras. Era entónces invierno, y asperísimo de nieves y de
frios. Los soldados, fatigados con el trabajo y yertos con el rigor
de la estacion, se manifestaban á veces tardos y torpes en las
fatigas que exigian las tareas del sitio: ayudaba á su desaliento la
tierra, que endurecida con el hielo no se dejaba romper ni manejar.
El Condestable entónces solía coger el azadón y empezaba a herir el
suelo y hacer el oficio de gastador: imitable en ese trabajo D.
Fernando, y el General solía decir, viendo a los perezosos, que si
no se avergonzaban de poder menos que un viejo y un muchacho; con lo
cual estimulados volvían al trabajo con nuevo ardor y más firme
constancia. Aladease a estas prendas de aplicación y de valor la
facilidad festiva de su trato, con que se hacia querer de oficiales
y soldados; la modestia de su porte en su persona y en sus
equipajes; una liberalidad sin límites para asistir a heridos y a
menesterosos, y por último, la más laudable y franca sinceridad en
aplaudir y recomendar toda acción valiente y virtuosa. Pero en medio
de esta amable conducta, que decía tan bien con su juventud y su
estado, empezaban ya a manifestarse en él otras prendas menos
populares y gratas: sobrada gravedad, tesón incontrastable, excesivo
desagrado contra cualquiera falta de disciplina, ahínco poco
generoso en promover su castigo. Dirías que ya se presentaba desde
entonces lo que se hacia de llamar después la severidad inflexible
del Duque de Alba.
Rindióse, en fin, por capitulacion Fuenterrabía y se hizo la
entrega formal de ella al ejército español en fines de Setiembre del
mismo año de 1524(7). El Condestable, manifestando lo mucho que
estimaba los servicios de D. Fernando y el grande concepto en que le
tenia, le encargó el mando de la plaza cuando se retiró de ella
llamado de Cárlos V; y aunque jóven aquel de 17 años, no fué juzgado
inferior a una comision de tanta confianza. Mas no duró mucho en
ella. Los negocios domésticos le llamaron al lado del Duque, quien
tal vez trataba entónces de darle estado para asegurar la sucesion
de la casa y templar algun tanto con nuevas obligaciones aquella
impetuosidad juvenil. En efecto, D. Fernando se casó en 1529 con su
prima Doña María Enriquez, hija del Conde de Alba de Liste(8), dama
de la primera nobleza, de superior hermosura, y que realzaba tan
altas dotes con los dones de bondad, virtud y discrecion que en ella
resplandecian. Establecido así su nieto, el respetable D. Fadrique
falleció a 18 de Octubre de 1531(9), dejándole con la magnífica
sucesion de sus títulos y casa la obligacion de conservar y
acrecentar la gloria y esplendor a que él habia sabido elevarla.
El nuevo Duque se presentó inmediatamente en la córte a
instalarse en los honores y prerogativas que como tal le competian,
y a prestar los obsequios a que era obligado, ofreciendo su persona
al servicio del Monarca. Cárlos V se hallaba entónces en Alemania
haciendo los preparativos de guerra contra Soliman II, que habia
entrado con poderoso ejército en Hungría. Y como hubiese dado órden
de que le asistiesen en la jornada los Grandes de Castilla, el Duque
de Alba, ansioso de señalarse, se arrancó de pronto a las delicias
de la córte, donde se hacia notar igualmente por su gala y bizarría
que por su gravedad y compostura, y voló al servicio de la guerra
ansioso de participar de los peligros y la gloria de una empresa que
llevaba consigo el interés y la atencion de toda la cristiandad
(Enero de 1532).
Tuvo, sin embargo, que detenerse algun tanto en su camino por
un accidente que manifiesta demasiado su carácter tenaz y
consecuente, para pasarle en silencio. Acompañábale en el viaje
Garcilaso de la Vega, el favorito de las Musas castellanas, con
quien entónces el Duque tenia estrecha amistad muy honorífica a los
dos. Llegados a Tolosa, se presenta al poeta el Corregidor de la
villa a hacerle ciertas preguntas judiciales sobre un negocio
doméstico que le tenia puesto en desgracia de la Emperatriz,
Gobernadora del Reino a la sazon. Poco satisfecho el Juez de las
contestaciones de Garcilaso, intimóle que no saliese de Tolosa hasta
que S. M. proveyese, y dió cuenta de todo a la córte. Reclamó por su
parte Garcilaso contra aquella detencion, y reclamó tambien el Duque
rogando a la Emperatriz que mandase poner en franquía a su amigo,
añadiendo resueltamente que sin él no pasaria adelante. Como el
Duque iba llamado por el Emperador, túvose respeto a su protesta y
se le contestó que no era razon que Garcilaso, fiado en su
proteccion, se negase a responder como debia, y que él debia
mandarle declarar cuanto supiese en el particular sobre que era
preguntado. Hízolo así Garcilaso, y fué sentenciado por el
Corregidor a destierro del Reino y a no presentarse en la córte del
Emperador. Los dos amigos continuaron su viaje por Francia, y a la
dilacion ya experimentada se añadió la dolencia que sobrevino al
Duque en Paris, que tambien le detuvo algunos dias. Así es que
cuando llegaron a Ratisbona, donde se hallaba a la sazon el
Emperador teniendo la Dieta del Imperio para deliberar sobre los
medios de resistir la invasion de los turcos, ya se les habian
anticipado los siniestros informes remitidos a España contra
Garcilaso, que fué de pronto desterrado a una de las islas del
Danubio. El Duque no cesó en protegerle con su crédito y en
auxiliarle con sus recomendaciones de un modo tan constante y eficaz
que no dejaba lugar al olvido ni a la desatencion, y pudo, en fin,
volverle a la gracia del Príncipe y lograr que siguiese sirviendo en
el ejército(10).
La guerra en que el Duque iba a hacer sus segundas armas debia
presentar el mayor interés é inmensa perspectiva de gloria a un
espíritu belicoso como el suyo. No se trataba, como en el sitio de
Fuenterrabía, de una operacion subalterna confinada a un rincon
oscuro de la Europa y disputada entre tropas no muy numerosas y
hasta entónces poco señaladas. La contienda que se iba a empeñar en
Hungría era entre las tropas más aguerridas del mundo capitaneadas
por los dos mayores Príncipes que se conocian en él. De una parte
Soliman, vencedor de los húngaros en Mohatz donde les mató su Rey,
conquistador de Rodas, de Buda y de Belgrado, que, a duras penas
repelido de los muros de Viena en el año anterior, venia al frente
de trescientos mil hombres a inundar y desolar la Alemania en
venganza de aquel desaire. De la otra el Emperador de Occidente,
ilustre ya con las victorias conseguidas por sus generales en Roma y
en Pavía, que considerando dignos de su propio esfuerzo aquel
conflicto y aquel adversario ponia a peligro su persona en defensa
de la cristiandad contra su más formidable enemigo. Acudieron a su
llamamiento los guerreros más célebres de Italia, España, Flandes y
Alemania, y el ejército que se reunia en Ratisbona, fuerte de más de
cien mil infantes y treinta mil caballos, era el mayor y más
brillante que hasta entónces se habia juntado contra los bárbaros de
Oriente. Cárlos V, por su capacidad, por su espíritu y su valor, era
bien digno de mandarle.
En medio de los grandes objetos que aquel estruendo militar
presentaba a la curiosidad é instruccion del Duque, y entre tantos
famosos y experimentados capitanes como allí concurrieron, nada
llamó tanto su atencion ni en nadie puso los ojos con más cuidado y
reverencia que en el húngaro Tomás Nadasti, defensor contra Soliman
en el año anterior de la fortaleza de Buda. Es verdad que el Sultan
se apoderó de ella al fin; pero fué porque la guarnicion, compuesta
de setecientos tudescos, indigna del caudillo que tenia, y tan
pérfida como villana, viendo que Nadasti no queria ceder a sus viles
sugestiones de rendirse, le ató de piés y manos y le entregó con la
plaza al enemigo, sacando por condicion que se les perdonase las
vidas. No supo el turco de pronto lo que aquellos soldados habian
hecho con su caudillo; mas luego que fué sabedor de ello, irritado
de traicion tan infame los hizo pasar todos a cuchillo y mandó
quitar las prisiones a Nadasti. Convidóle a que se pusiese de parte
de sus intereses políticos en Hungría; mas viéndole firme en la
causa y partido que hasta allí habia defendido, le dejó ir
libremente al Rey Don Fernando, con las demostraciones más solemnes
de respeto a su valor y a su virtud. Este homenaje caballeroso y
noble hecho por el Príncipe turco a la virtud de Nadasti alimentó
entre los cristianos el concepto que de él se tenia, elevándolo a
una especie de reverencia. Nadie le tributaba más respetos que el
Duque de Alba: y como el guerrero húngaro estuviese tan instruido en
la fuerza y disciplina militar de los turcos, con quienes habia
guerreado tantos años, a él preguntaba el Duque y con él se instruia
de todo lo que anhelaba saber respecto de aquella gente, tenida
entónces por la más guerrera y poderosa del mundo. Correspondia
Nadasti a esta preferencia de Don Fernando, no sólo con las noticias
y consejos que le daba, sino con el aplauso y recomendaciones que de
él hacia; y admirado de sus precoces disposiciones, en el fuego que
en él advertia y en la penetracion y capacidad que ya resaltaban en
él, anunciaba a todos los capitanes del Emperador el grande hombre
que allí se preparaba para las armas y glorias españolas.
Pero aquellos formidables preparativos con que los dos grandes
adversarios se previnieron para el conflicto de que al parecer iba a
depender la suerte de la cristiandad, produjeron, como suele suceder
muchas veces, un respeto y circunspeccion igual de una y otra parte.
Soliman no quiso comprometer sus fuerzas con las de Cárlos: contento
con los daños que habia hecho en Hungría y con el temor que habia
inspirado, torció su camino hácia Constantinopla y dejó respirar la
Alemania. El Emperador, aunque fatigó su retaguardia con algunos
cuerpos ligeros que le hicieron daño considerable, no juzgó tampoco
prudente empeñar una accion decisiva con tan formidable enemigo.
Bastaba para su gloria en la primera campaña que personalmente
dirigia, haber ido a encontrarse con un guerrero como Soliman y
obligádole a huir delante de sí. Dícese que el Duque, en los
consejos de guerra que entónces se tuvieron, fué siempre de dictámen
que se persiguiese eficazmente y de cerca al enemigo; que vertia
lágrimas porque no se le permitió ir en su seguimiento con las
tropas ligeras que a esto se enviaban, y que decia abiertamente a
los que le representaban los peligros de esta clase de guerra, que
en qué mejor ocasion podia él perder y aventurar la vida que
persiguiendo al enemigo de la cristiandad. El Emperador, sin
embargo, no quiso permitírselo; y retirado ya de todo punto Soliman,
puso muestra de su ejército en Viena, deshizo su campo y tomó la
vuelta de Italia, llevando consigo al Duque de Alba, que en aquella
marcha mandaba ya la retaguardia de las tropas que acompañaban al
Príncipe, compuesta de la caballería española y de la infantería
tudesca. Ajustadas las cosas de Italia a su satisfaccion, Cárlos V
regresó a España en Abril de 1533 y con él tambien vino el Duque.
A la jornada de Alemania se siguió dos años despues la
expedicion sobre Túnez. Al frente de una armada de más de quinientas
velas y de cincuenta mil hombres, de los cuales sobre treinta mil
eran tropas regulares y aguerridas, quiso Cárlos V ir en persona a
arrojar de aquel Reino a su usurpador Barbarroja. Parece a primera
vista poco decoroso al Príncipe más grande de la cristiandad y de la
Europa ir a probar su persona y sus fuerzas con un pirata. Pero este
pirata era uno de los primeros hombres de aquel siglo, tan fecundo
en grandes caracteres. A fuerza de valor, de actividad y de fortuna
habia sabido alzarse desde la condicion más baja hasta una altura
bastante grande para llamar la atencion del poderoso adversario que
venia sobre él: ollero al principio, despues corsario, comandante de
allí a poco de escuadras que se hacian temer, émulo de Andrea Doria
en el mar, vencedor de él a veces, vencido en otras, jamás destruido
ni desalentado, Almirante del Gran Señor, Rey de Argel, usurpador y
dominador de Túnez, terror de las costas de Italia, de España y de
Sicilia, donde nadie estaba a cubierto de su atrevimiento y de sus
robos, él, en fin, era el instrumento más útil de los proyectos
hostiles de Soliman sobre Italia; y la escuadra formidable que
mandaba y los puntos que ocupaba en Berbería no podían ménos de
considerarse como la avanguardia del ejército otomano. Deber era del
Emperador quitarse este importuno enemigo de delante, y defender sus
costas y sus mares contínuamente infestados por aquel hombre tan
arrojado y cruel. Fué, pues, sobre él con todo su poderío; pero lo
que Soliman no se atrevió a hacer en Hungría dos años ántes, lo hizo
Barbarroja en Túnez, y esperó denodadamente a su enemigo. Contando
con las fuerzas militares que tenia, con la disposicion del terreno
y con el clima y los elementos, se propuso, no sólo sostenerse
contra las grandes fuerzas que venian sobre él, sino repelerlas y
arrancarles la victoria.
Acompañó tambien el Duque de Alba en esta empresa a su
Príncipe, llevando consigo a su hijo D. Fadrique que aún no habia
cumplido seis años. Ni los ruegos y lágrimas de la madre, ni las
reconvenciones de sus amigos pudieron retraerle de esta áspera
determinacion. Queria que su hijo se habituase desde aquella tierna
edad a la descomodidad de las marchas y de los campos, al estruendo
de las armas, al azoramiento de los peligros, al aplauso y algazara
de la victoria; y que familiarizado con estos objetos desde su
primera infancia, le fuesen despues tan indiferentes como los demás
actos comunes de la vida, sin extrañarlos nunca y mucho menos
temerlos.
Las historias particulares, ó más bien panegíricos del Duque,
dan a sus hechos en esta expedicion una importancia tan grande, que
parece consistir en ellos el dichoso éxito con que fué coronada. Mas
las relaciones generales y auténticas del tiempo no están acordes de
todo punto en esta parte con los historiadores del Duque. Resulta,
sí, que su asistencia a la jornada fué provechosa; que él, como el
señor español más distinguido de cuantos allí concurrieron, fué en
todas las ocasiones de aparato y solemnidad honrado con la
consideracion que a fuer de tal se le debia, y que sus servicios y
sus hechos no desdijeron de las esperanzas que se tenian concebidas
así de su valor como de la pericia que pudo adquirir en sus dos
anteriores campañas(11). Pero su influjo personal en la direccion de
las operaciones y en el logro de la victoria no era posible que
tuviese el lugar y la importancia que sus panegiristas pregonan. El
Emperador, que mandaba la expedicion, el Marqués del Vasto, su
primer General, el célebre Hernando de Alarcon, el Marqués de
Mondéjar, los dos Generales de mar Andrea Doria y D. Alonso Bazan,
padre del famoso Marqués de Santa Cruz, tantos otros oficiales, en
fin, distinguidos por sus largos servicios, sus proezas y su
experiencia en las guerras de Italia y Francia, no dejaban por
entónces otro camino a la juventud y valor del Duque que el de
servir y señalarse por su persona en las facciones y puestos que se
le encomendasen, y aprender de aquellos grandes militares lo que le
faltaba aún que saber en el arte y ejercicio de la guerra.
Estas reflexiones, que en nada disminuyen la gloria del Duque,
nos excusan de entrar en la relacion menuda de aquella célebre
expedicion tan generalmente sabida. Tomóse primero por asalto la
Goleta, a pesar de la bizarra defensa que hizo su guarnicion, y
despues el ejército se puso en marcha para embestir a Túnez. Don
Fernando en aquel dia (20 de Julio de 1535) llevaba el mando de la
retaguardia, compuesta de la infantería visoña española reforzada
con doscientos caballos pesadamente armados. Barbarroja, sin caer de
ánimo por el gran descalabro de la Goleta, donde habia perdido una
gran parte de sus galeras, armas y municiones, salia con todas sus
fuerzas a encontrar el ejército cristiano y decidir la suerte de la
guerra en una batalla campal. El número de sus tropas era bien
grande; pero más que con ellas contaba con tres auxiliares
poderosísimos en aquella region, el sol, los arenales y la sed. Hubo
de hecho bastante desórden en el ejército imperial luego que los
soldados, entrado el dia y acabados los refrescos que llevaban, se
encontraron hostigados del calor, encendidos por el sol abrasador, y
mucho más cuando avistaron unos pozos de agua dulce donde podian
mitigar algun tanto la rabiosa sed que los devoraba. Pero la pericia
y diligencia de los capitanes veteranos que los mandaban, y el
ejemplo y las palabras del Emperador mismo, restablecieron
prontamente el órden. Los bárbaros que acometian por diversas partes
al ejército fueron en todas ellas rechazados, tomada su artillería,
los pozos, en cuyas cercanías habian puesto sus mejores tropas,
ganados a la fuerza, y todos ellos dispersos y obligados a huir, los
unos por los campos convecinos, los otros constreñidos a encerrarse
con Barbarroja en Túnez. La retaguardia, donde iba el Duque, fué
tambien embestida por un escuadron de alárabes a caballo, con
intento de desbaratarla. Pero D. Fernando hizo luego alto, y los
españoles, aunque visoños en gran parte, ordenados y dirigidos por
su capitan, resistieron el ataque y los rebatieron de modo que les
hicieron volver las espaldas. Así la victoria fué completa: todas
las divisiones del ejército tuvieron parte en ella, y para dicha
mayor apenas costó veinte cristianos.
Mas el espíritu de Barbarroja era mayor que su mala fortuna.
Como su pérdida en hombres tambien habia sido corta, todavía se
proponia reunir los alárabes desbaratados, y al frente de ellos y de
las tropas regulares que le quedaban, salir a hacer rostro segunda
vez al Emperador, y en el caso de nuevo descalabro encerrarse en
Túnez y sufrir un sitio. Contaba con el rigor de la estacion, sabia
que las enfermedades empezaban a picar en el ejército enemigo, y
esperaba, no sin fundamento, que alargando de aquel modo la guerra,
los cristianos, fatigados, se cansarian de su empresa y la
abandonarian. En este plan de resistencia entraba tambien la idea de
degollar todos los cautivos que habia en la plaza para que no se
alzasen con ella cuando él con el ejército estuviese fuera. El
pensamiento, si bien inhumano y atroz, era en aquel caso
desgraciadamente necesario, pues a haberlo llevado a ejecucion
evitára el bárbaro su ruina, ó la dilatára por lo ménos.
Contuviéronle, no tanto las consideraciones debidas a la humanidad,
cuanto los respetos del Gran Señor, cuyos intereses se perjudícaban
con el exterminio de tantos millares de cautivos que podian
reputarse como suyos. No bien salió de Túnez, cuando seis mil
cautivos que habia en la Alcazaba se alzaron con ella y empezaron a
hacer ahumadas en señal de victoria, para que el ejército cristiano
se apresurase a sostenerlos. Entónces el pirata, despues de intentar
en vano cobrar el castillo, no hallándose seguro en Túnez salió de
la plaza con sus compañeros de armas, llevándose en camellos todas
sus riquezas, y dirigiéndose a Bona donde tenia parte de sus
galeras, para armarlas de pronto, echarlas a la mar y seguir con
ellas el trato de sus piraterías.
El Emperador entró triunfante en Túnez (miércoles 21 de Julio),
restableció en su trono a Muley-Hacen, desposeido por Barbarroja, é
hizo con él un tratado ventajoso, quedándose con la Goleta para
tener en respeto aquellas costas. De resultas de este tratado veinte
mil cautivos de toda la cristiandad, que gemian en aquellas
mazmorras, fueron puestos en libertad; y vestidos y auxiliados por
su libertador volvieron a sus países engrandeciendo y bendiciendo el
nombre del gran Monarca a cuyo valor y munificencia debian tan alto
beneficio(12). No pudo Túnez, a pesar de los ruegos de Hacen,
librarse de las violencias del saqueo. Los cristianos vencedores se
llenaron de despojos. Tocó a nuestro Duque uno que, por su calidad y
por los recuerdos que en él excitaba, tenia inestimable valor: tal
fué la armadura de su padre D. García, el que murió en los Gelbes,
guardada allí desde entónces, que contemplada por él con lágrimas de
admiracion y dolor, y de satisfaccion tambien, fué despues
trasladada a las armerías de la casa para ser allí trofeo perpétuo
de gloria y de virtud a sus descendientes.
Los lauros conseguidos en tan dichosa expedicion fueron
enlutados con la muerte de su hermano D. Bernardino de Toledo, que
habia servido con él en aquella guerra y falleció de calenturas en
Trápana, a poco de haber llegado allí con la armada vencedora
(últimos de Agosto de 1535). Era mancebo de grandes esperanzas, muy
querido de su hermano el Duque, a quien Garcilaso escribió una
elegía para consolarle, perpetuando así el cariño y la amistad que
le unian con uno y otro(13). Sintió D. Fernando aquella pérdida, no
tan sólo de un buen hermano, sino tambien como la del mejor de los
amigos; y dadas las lágrimas que debia a su temprana muerte, buscó
distraccion y consuelo en los grandes negocios de política y de
guerra a que su condicion, su carácter y sus servicios
exclusivamente le llamaban.
Pasó a Italia el Emperador desde Sicilia, y con él el Duque a
quien iba cada dia dando más lugar en su confianza y llamaba
continuamente a su consejo. Ya cuando estalló la nueva guerra entre
Cárlos V y el Rey de Francia (1536), mandaba toda la gente de armas
de Nápoles y Flandes, puesto de los más distinguidos en el ejército
y en que él empezó a mostrar lo que habia de ser despues en el
gobierno y mando de las armas. Mas aunque ya su opinion fuese
bastante atendida en el consejo, no era todavía bastante para
contrapesar la de Antonio de Leyba, que contra el voto del Duque y
de todos los Generales de Cárlos se empeñó en que la campaña habia
de abrirse por el sitio de Marsella. Siguió desgraciadamente el
Emperador su dictámen; y a pesar de las formidables fuerzas con que
entró en la Provenza y se puso sobre Marsella, hallándose con una
resistencia mayor de lo que se esperaba, y entre dificultades no
previstas, tuvo al fin que abandonar el sitio y retirarse otra vez a
Italia con pérdida de reputacion y de gente.
Sucedieron a esta campaña desgraciada (1538) las treguas de
Niza y las vistas de Aguas Muertas. Notorio es que apenas surgió
allí el Emperador, en la vuelta que daba por mar a España, cuando el
Rey Francisco, que se hallaba cerca, dándole una prueba generosa de
franqueza y confianza se metió en un barco, acompañado de unos pocos
cortesanos, y caminó derecho a la galera del Emperador. Quisiera
éste excusar tal visita en aquellos términos; pero no pudo
estorbarlo, porque el Rey se entró alegremente en la galera: los dos
se abrazaron, se besaron y estuvieron hablando algunas horas con
muestras de amistad y alegría. Ido el Rey a tierra, se trató en
consejo si el Emperador deberia ó nó corresponder a su visita é ir
tambien a verle a tierra. La mayor parte de los cortesanos, leyendo
en el semblante del Príncipe el poco gusto con que se prestaba a
estas amistosas demostraciones de su rival, unos decian que no
convenia que se pusiese en sus manos, otros no se atrevian a
manifestar opinion, cotejando, como dice un historiador, el peligro
con la honra. Sólo el Duque de Alba fué el que se atrevió a dar el
consejo que convenia a la gloria y reputacion del Monarca. Él hizo
ver que mostrar desconfianza de un Príncipe que se habia venido tan
noblemente a poner en poder del Emperador, era mostrarse inferior a
él en bizarría, en valor y en generosidad; que el Rey, resentido
justamente de aquel no merecido desaire, llenaria el orbe de sus
quejas y cerraria para siempre el pecho a todo linaje de
reconciliacion, y que el Emperador seria responsable a los ojos de
la cristiandad y del mundo de todos los males públicos que de aquel
resentimiento iban inmediatamente a seguirse. Las palabras con que
expresó estas ideas debieron ser igualmente fuertes que ellas,
puesto que el Emperador resolvió al dia siguiente saltar en tierra
acompañado de pocos de los suyos, entre los cuales iba el Duque, y
pasó con su émulo aquel dia en fiestas y banquetes donde a su
regocijo particular se añadia el regocijo público, cifrado en la
esperanza de una paz larga y firme entre Príncipes que tantas
muestras de amor y estimacion se hacian. Despues de muchas palabras
afectuosas y de ricas dádivas que hubo de una parte y otra, el
Emperador volvió otro dia a su galera, contento y satisfecho de
haber procedido como correspondia a un gran Monarca y caballero como
él, y llamando al Duque a boca llena el conservador de su honra.
Llegados a España, mientras que el Emperador caminaba
lentamente recibiendo los obsequios y festejos de las ciudades por
donde iba, el Duque, impaciente ya por ver a su familia, caminó
derecho a largas jornadas a Alba a abrazar a su esposa y a sus
hijos. Allí, en el seno de su familia, gozó algunos dias el descanso
debido a tanta ausencia y fatigas, y se ocupó en arreglar los
negocios de su casa que se resentian de su falta, y en dar estado a
sus hermanas. Mas no tardó mucho en presentarse en la córte con la
duquesa a asistir al Emperador con su consejo y con sus servicios.
Quizá contribuyó en gran parte a ello la necesidad de hallarse en
las famosas Córtes que se tuvieron en Toledo a fines de aquel año
(1538). Fueron convocadas y se reunió allí un número muy
considerable de grandes y caballeros, mayor que el que nunca habia
asistido a tales concurrencias. Pretendia el Emperador que se le
auxiliase para las necesidades públicas con el tributo de la sisa,
que su Consejo consideraba como el más productivo para el objeto y
ménos gravoso en su pago. Pero la Junta de los Señores no lo
consideró así; y en vez de otorgarla, despues de algunas
altercaciones con la córte se resumieron en que lo más conveniente
para remediar las necesidades era que S. M. procurase al reino la
paz universal y residiese en él, una vez que sus viajes y sus
guerras eran la ocasion principal de tantos gastos. Señalábase a la
cabeza de esta oposicion el Condestable de Castilla, el mismo que
veinte años ántes habia defendido y vengado la autoridad real de la
audacia y tentativas de las Comunidades, y por lo mismo su celo no
podia ser tachado de tibio ni su opinion de parcial. El Duque de
Alba, el del Infantado y otros diez y siete señores, propusieron un
término medio para que el Monarca no se creyese enteramente
desamparado de la nobleza, y fué que en lugar de la sisa podrian
cargarse algunos derechos sobre la extraccion de mercaderías del
reino. Si la sisa era un arbitrio muy malo, el del Duque y sus
compañeros era seguramente peor, y la Junta no acordó nada sobre él.
Poco acostumbrado el Monarca a hallar oposicion a sus deseos, se
manifestó mal satisfecho de la voluntad de los Grandes, disolvió la
Junta y no dejó de mostrar su resentimiento al Condestable en su
sobrecejo y razones desabridas(14).
Si el Condestable perdió algun tanto del favor del Monarca por
la entereza de su conducta, el Duque de Alba debió ganar por la
docilidad de la suya. No era él por cierto muy dócil ni obsequioso
por carácter; pero el respeto a la prerogativa real lo llevaba hasta
el último extremo, y los subsidios que tenian por objeto el
sostenimiento de la guerra llevaban siempre consigo su justificacion
y disculpa para un genio marcial y ambicioso de gloria como el suyo.
De cualquier modo que esto fuese, Cárlos V siguió dando pruebas de
la confianza que ya ponia en la capacidad y pericia militar del
Duque, fiando a su cuidado las cosas más importantes de la guerra y
de la defensa del reino. Él iba de Capitan general de las fuerzas
españolas que se embarcaron en Barcelona en las galeras de D.
Bernardino de Mendoza para unirse con las del Emperador en la
expedicion de Argel (1541), reunion que no llegó a verificarse por
la prontitud con que los temporales deshicieron los intentos y
armamento de Cárlos V, que, dispersada su armada y su ejército, tuvo
primero que recogerse a Caller, en Cerdeña, y de allí volver a
España. Despues en el año siguiente (1542), cuando se volvió a
encender la guerra con Francia, él fué quien se encargó de atender a
la defensa de las fronteras amenazadas. Acudió primero a Navarra y,
visto el estado en que se hallaba Pamplona, dejó al Marqués de
Cañete, que mandaba allí como Virey, una instruccion muy menuda de
todas las disposiciones que debia tomar para poner la plaza y el
reino en estado completo de defensa(15). De allí pasó al Rosellon,
donde amagaba invadir el Delfin Enrique, enviado por su padre el Rey
Francisco con un poderoso ejército a embestir a España por aquella
parte. Dirigíanse los esfuerzos de los franceses a tomar a Perpiñan.
Pero el Duque supo fortificar aquella plaza, pertrecharla y
guarnecerla de tal modo, puso en ella soldados tan aguerridos y la
encomendó de tal suerte a dos capitanes veteranos, Cerbellon y
Machicao, que no quedó en su ánimo duda alguna de la insuperable
dificultad que hallarian allí los enemigos para embestirla y
ganarla. Tomadas estas disposiciones, se salió de la plaza y se fué
a apostar en Gerona con un cuerpo de tropas escogidas, para atender
desde allí y acudir a donde fuese menester hostigar y fatigar al
enemigo para romper y burlar sus intentos. Sentian los naturales de
Perpiñan esta ausencia, atemorizados como estaban de la próxima
venida de los franceses y áun de la invasion que se temia por mar de
parte de las armadas de Soliman, que se decia venian en su ayuda.
Manifestaron al Duque sus temores y le rogaron que se mantuviese en
Perpiñan. Pero entónces les respondió, con tanto denuedo como
franqueza, que él sabría atender mejor a su seguridad desde fuera
que desde dentro, y tuviesen entendido que su corazon no le daba
encerrarse en aquella plaza ni en ninguna, pues un general no
deberia nunca quedar reducido, ó por la falta de los hombres ó por
el rigor de la fortuna, a tener que recibir la ley de la guarnicion,
del vecindario ó del enemigo. No presumió en vano de la seguridad
con que habia pertrechado la plaza. El Delfin llegó, la embistió y
la tuvo cercada algunos dias; pero la vigorosa resistencia de la
guarnicion, la falta de Barbarroja que no vino como se pensaba, la
vigilancia del Duque y la fama que corria de las fuerzas que el
Emperador traia de Castilla para socorrerles, desalentaron a aquel
Príncipe; el cual, perdidas sus esperanzas y abatido el vuelo de sus
designios, levantó el sitio y se volvió con su padre el Rey que
estaba en Mompeller.
Por esta serie de pruebas y de servicios llegó ya el Duque a
obtener el concepto de el primer militar que habia en España, y
puede decirse tambien que del imperio, puesto que ya el Marqués del
Vasto, único General que quedaba a Cárlos V de los formados en
Italia, habia declinado con la edad y con las desgracias.
Considerábalo así aquel Príncipe cuando al partir de España en el
año de 1543 para atender a los negocios de Italia y Alemania,
dejando por Gobernador del Reino al jóven D. Felipe su hijo, nombró
por Capitan general de todo él, de sus costas y fronteras y de toda
la gente de guerra al Duque de Alba para cuidar de la defensa de
estos Reinos, como persona en quien concurrian todas las calidades
precisas de autoridad, prudencia, experiencia y opinion pública. Ya
le tenia nombrado Mayordomo mayor de Palacio, y parecia que con este
cargo queria darle una autoridad en las cosas domésticas del
Príncipe que pudiera servirle de guia y consejo en su juventud. Pero
probablemente la Mayordomía mayor fué una recompensa de los
eminentes servicios del Duque y una demostracion de aprecio a la
alta calidad de su casa, más bien que una prueba de confianza
privada. Si se ha de creer a una carta que se dice escrita por el
Emperador a su hijo desde Palmaor, ántes de embarcarse, aunque
expresamente califica al Duque del mejor estadista y general de
España, no se manifiesta muy satisfecho de su carácter, y advierte
al Príncipe que use de reserva con él(16). Inútil seria aquí tratar
de justificar ó de censurar estas sospechas de Cárlos V; pero ellas
nos hacen ver cómo el Duque fué más estimado que querido de estos
dos Príncipes, padre é hijo; y que las comisiones y altos encargos
que le dieron uno y otro, fué más por la necesidad que tenian de sus
talentos que por inclinacion que le tuviesen.
Él como Capitan general llenó los deberes que su cargo le
imponia visitando las fronteras, reparando las plazas fuertes,
cuidando con el mismo ahinco que en sus mandos anteriores de
corregir todos los abusos que se habian introducido en la disciplina
militar y en la parte administrativa del ejército. De este modo las
plazas y fronteras nada tenian que temer del enemigo en caso de
invasion por el excelente estado de defensa en que las puso, y las
tropas conducidas y amaestradas con su rigor y sus lecciones, podian
arrostrar cualesquiera empresas por dificultosas y arriesgadas que
fuesen. Diriase que presintiendo ya las grandes ocasiones que le iba
a presentar la fortuna, preparaba y acariciaba los instrumentos de
sus hazañas y de su gloria. No tardaron estas ocasiones en
presentarse: el Emperador meditaba hacer la guerra en persona a los
protestantes de Alemania, y conociendo cuán útil le habia de ser el
brazo y consejo del Duque en aquella empresa, llamóle a sí desde
Flandes (Enero de 1546), condecoróle con el collar del Toison de oro
en el capítulo que celebró en Utrech(17), y se le llevó consigo a
Ratisbona para donde tenia convocada la Dieta del Imperio.
Cuando treinta años ántes empezaron a cundir en Alemania las
nuevas doctrinas de Lutero, Cárlos V, que por aquella época recibió
la corona imperial, trató de impedir su propagacion por los medios
que entónces parecieron acomodados a las circunstancias. El mal aún
no era grande ni en extension ni en malicia, y creyóse que cederia a
remedios blandos y prudentes. Mas léjos de ser así, sucedió todo al
revés; porque enconado con las disputas, avivado por la novedad y
hecho apacible con la indiferencia, el contagio creció con una
rapidez prodigiosa, ganando a Príncipes, ciudades, provincias,
Estados enteros. En vano en algunas Dietas se pensaron y áun
decretaron providencias más severas y rigorosas: los moradores
protestaban contra ellas, y fuertes con su número y su poder hacian
rostro firme a sus contrarios, y ni cedian ni temian. Las cosas en
tal estado amagaban cada dia estallar en una guerra civil. Ya desde
1530 los protestantes, considerando que de sola su union dependia su
seguridad y el triunfo de su causa, se habian confederado
solemnemente en Smalkalda obligándose todos a la defensa comun
contra cualquiera agresor. Entraron en esta liga los potentados más
poderosos del Imperio, señaladamente el Elector Juan Federico, Duque
de Sajonia, y Felipe, Landgrave de Hesse, y catorce ciudades libres
ó imperiales, a cuyo número se fueron agregando otras, segun que los
nuevos principios iban prevaleciendo en ellas. Un cuerpo así
organizado en medio de la Alemania se hacia formidable por su fuerza
y peligroso por sus intenciones. No entraba, por cierto, ni podia
entrar en los principios religiosos de Cárlos V, y mucho ménos en su
política, sufrir por mucho tiempo esta excision escandalosa, que
ponia en peligro la integridad de la fe y la unidad del Imperio.
Pero Cárlos, como todos los Príncipes que reunen en su dominio
Estados diferentes y distantes, podia mucho ménos de lo que él
pensaba y sus enemigos temian. Sus intereses y objetos eran tantos,
tan complicados, y a veces tan contradictorios, que no podia dar a
su accion y a sus miras toda la unidad y consecuencia que eran
menester para conseguir lo que intentaba. Las frecuentes invasiones
de Soliman en Hungría, sus contínuas guerras y rivalidades con el
Rey de Francia le ponian en la necesidad de contemporizar con los
Estados y Príncipes de Alemania, para sacar de ellos fuerza con que
resistir a los turcos y sostener sus pretensiones contra los
franceses. De aquí la alternativa de severidad y templanza, de
encono y de indulgencia con que eran tratados los protestantes, y a
cuya sombra ellos crecieron y se multiplicaron. Pero en la época en
que nos hallamos, la paz ajustada con la Francia en Crespy, las
treguas convenidas con Soliman y un tratado estrecho de alianza que
estaba para concluirse con el Papa, dejaban a Cárlos lugar para
atender exclusivamente al estado de la religion en Alemania, y con
la destruccion de la confederacion protestante vengar a un tiempo
las injurias hechas a la fe católica y los insultos y desprecios a
su dignidad.
Pero como le conviniese disimular todavía, arte en que era tan
gran maestro, presentóse en Ratisbona con sola su guardia ordinaria
de quinientos caballos, y las proposiciones de la Dieta fueron
templadas al principio, sin mezcla ninguna de hostilidad ni de
encono contra el partido que se proponia combatir. Entretanto, con
el mayor secreto que podia, dió comisiones a algunos coroneles para
que levantasen tropas en diferentes puntos de Alemania; llamó el
tercio de españoles que servia en Hungría bajo el mando de D. Álvaro
de Sandy; ordenó que viniesen de Flandes diez mil infantes y tres
mil caballos, conducidos por el Conde de Buren; y ajustado ya su
tratado con el Papa, esperaba de Italia doce mil hombres que el
Pontífice debia enviarle, y otros diferentes cuerpos que estaban
derramados en Nápoles y Milan y serian tambien llamados
La reunion de todas estas fuerzas,situadas en partes tan
distintas y lejanas, presentaba dilaciones y dificultades que él se
proponia vencer con su industria y buena fortuna. Pero los
confederados de Smalkalda estaban ya de antemano recelosos de sus
intenciones. Los más de ellos no habian querido concurrir
personalmente a Ratisbona, y enviaron diputados que los
representasen en la Dieta. En ésta los católicos tenian una gran
mayoría, y las resoluciones que empezaron a tomarse, todas
contrarias a los intereses del partido protestante, no dejaban duda
a los confederados de las intenciones de sus adversarios y de la
necesidad en que ya estaban de precaverse y asegurarse. Hicieron,
pues, sus diputados una representacion al Emperador reclamando las
seguridades que se les tenian dadas sobre el libre ejercicio de su
religion, ínterin las cuestiones controvertidas se decidian por un
concilio libre y nacional celebrado en Alemania. Y habiendo
posteriormente rastreado las comisiones secretas dadas a los
coroneles para el levantamiento de tropas, preguntaron tambien el
objeto de aquellos preparativos, ofreciéndose a venir al Emperador
en caso de guerra, como lo habian hecho otras veces. Cárlos recibió
la reclamacion con la risa del desprecio, y contestó a la pregunta,
que sus preparativos se dirigian a castigar y reducir al deber a
algunos rebeldes del Imperio.
Entónces los diputados, ciertos ya de la suerte que aguardaba a
sus comitentes, se retiraron de la Dieta; y los confederados
inmediatamente tuvieron una junta en Ulma, donde conociendo que no
les quedaba otro recurso que la guerra, si habian de defender su
creencia y las libertades germánicas, acordaron hacerla con todos
los medios que su confederacion les proporcionaba. La diligencia y
actividad con que se prepararon a ella excede a toda ponderacion.
Pues, sin embargo de que no todos los confederados acudieron con los
contingentes de tropa y de dinero a que estaban obligados, el resto
de ellos levantó en pocas semanas un ejército de setenta mil
infantes, nueve mil caballos, cien piezas de artillería y demás
pertrechos militares, poniéndose al frente de estas formidables
fuerzas los dos más poderosos Príncipes de la Liga, el Landgrave de
Hesse y el Elector de Sajonia.
No faltaba ciertamente valor y capacidad a estos generales, ni
a sus tropas tampoco mucha parte de las cualidades que constituyen
los buenos soldados; y a conducir las primeras operaciones con la
presteza y resolucion con que habian realizado su armamento, el
honor de la campaña era suyo, y acaso tambien la fortuna de la
guerra. Mas ni ocuparon las plazas que guarnecian los desfiladeros
del Tirol, cerrando así la entrada en Baviera a las tropas
imperiales que habian de venir de Italia, ni aprovecharon la gran
superioridad que tenian para embestir de pronto a Ratisbona, donde
el Emperador, a la sazon sin ejército ni artillería, no podia
resistirlos y hubiera tenido para salvarse que escapar rio abajo por
el Danubio. Lo primero no lo acertaron; a lo segundo no se
atrevieron. Porque aunque los vecinos de Augsbourg, acaudillados por
un valiente y experimentado oficial llamado Sebastian Schertel,
rompiendo los primeros las hostilidades corrieron hácia el Tirol y
se apoderaron de pronto de Chiessa y Fiessen, no pudieron tomar del
mismo modo a Inspruk, plaza todavía más importante que las otras dos
para su intento, y tuvieron que volverse a su ciudad, dejando
abierto el camino a sus enemigos para entrar despues en Baviera y
juntarse con el Emperador. Schertel, ó de su propio acuerdo, ó por
órden de los Generales de la Liga, ocupó luego con los soldados de
su mando a Donawest, plaza que, situada cerca de la confluencia del
Lech y del Danubio, a 14 leguas de Ratisbona, y comunicándose por
medio de aquellos rios con Ulma, Augsbourg, Ingolstad y otras
ciudades confederadas, era el punto más importante para asentar el
gran campo de la Liga y ser el centro y base de sus operaciones
ulteriores. Así es que Donawest por su posicion, y su nombre lo
significa, era tenida por la llave y defensa del Danubio. Allí
condujeron el Elector y el Landgrave el grueso de sus huestes,
distinguidas con sus diferentes enseñas y banderas, segun el Estado
ó pueblo a que pertenecian, y todos llevando en aquellas insignias
motes ó lemas que explicaban sus deseos, designios y esperanzas.
Eran generalmente textos de la Escritura. Los dos caudillos dieron
muestra de la diferencia que habia en sus caracteres con los que
eligieron para sus estandartes. El Elector, por ejemplo, más devoto
y circunspecto, habia puesto en uno de los suyos: Domine in nomine
tuo salvum me fac. El Landgrave, al contrario, más audaz, más
arrogante, manifestaba su confianza y su soberbia en esta sentencia
insolente y fanática: Jam securis ad indicem arboris est; omnis
igitur arbor, non faciens fructum bonum, excidetur, et in ignem
conficietur. Los sucesos nos dirán bien pronto si esta confianza era
fundada, y quiénes estuvieron más cerca de ser echados al fuego, en
caso de que el vencido debiera llevar esta pena.
No bien el Emperador y su General se vieron con alguna
apariencia de ejército, compuesto de los españoles que les vinieron
de Hungría, de algunas tropas reclutadas en Alemania y de la
artillería que les vino de Viena, cuando resueltos a no dejarse
sitiar en Ratisbona salieron de allí y se dirigieron a Landshut. Era
esta plaza paso necesario para los refrescos de Italia, que habian
de venir por Inspruck a reunirse con ellos, y por eso les era de
mucha importancia tenerla a su devocion y asegurar su territorio.
Asentóse, pues, el campo Imperial cerca de ella, y los confederados,
que por la misma razon anhelaban ocuparla, no podian ya hacerlo sin
dar una batalla que no entraba en su plan, ni acaso en su osadía.
Hallábanse, por los diferentes movimientos que habian hecho desde
Donawest, a seis leguas no más de distancia. Desde allí enviaron un
paje y un trompeta que llevaban colgado del asta de una pica, segun
la costumbre germánica, el cartel de desafío y declaracion de guerra
a Cárlos de Gante, que así empezaban ya, por vilipendio, a llamar al
Emperador. El Duque de Alba, ante quien, como Capitan general,
fueron llevados estos mensajeros, les dijo con su severidad
acostumbrada, que si no los mandaba ahorcar, como merecian, era por
no ser los principales culpados en el desacato. Y mandándolos salir
del campo al instante, les hizo llevar en cambio del cartel que
habian traido, el edicto impreso del Emperador, en que los Príncipes
coligados eran puestos en el bando del Imperio; lo cual equivalia a
proscribir sus personas, y confiscar sus Estados en beneficio del
primero que los ocupase. Empezaron en aquellos dias a llegar
las tropas de Italia (10 de Agosto de 1546): primero las del Papa,
mandadas por Octavio Farnesio, nieto del Pontífice y yerno del
Emperador; despues las de Nápoles y Lombardía, y últimamente las que
aún faltaban de algunos puntos de Alemania, que no pudieron llegar
más pronto por los rodeos y combates parciales que habian tenido que
dar en su camino. Ya el ejército venia a tener forma de tal; pues
aunque faltaba la mayor parte de la caballería y no eran venidas las
tropas flamencas que debia conducir el Conde de Buren, se contaban
en el campo sobre treinta y cuatro mil hombres de la mejor
infantería(18), y tres mil caballos entre hombres de armas y
jinetes. Teniendo ya a su disposicion estas fuerzas, el Emperador
volvió a Ratisbona a tomar su artillería, y salió desde allí a
buscar a sus enemigos, que andaban campeando en las cercanías de
Ingolstad. Su intento era estrecharlos y tenerlos más sujetos
acampando junto a ellos, combatirlos si le daban ocasion de hacerlo
con ventaja, y en todo caso proteger la marcha del Conde de Buren,
que debia venir por allí. Pasó, pues, con sus tropas el Danubio por
Neustad, sobre el puente de la villa y otros dos portátiles que
llevaba consigo, y fué a asentar su campo más allá de Ingolstad, en
un sitio elegido de antemano por él y su general, como el más a
propósito para su intento. Tenian la ciudad a la espalda, a la mano
izquierda el Danubio, a la derecha un pantano y al frente la
campaña. Los enemigos, acampados en un lugar no ménos fuerte,
estaban a seis millas de allí; y para manifestar lo poco en que
tenian a sus adversarios, movieron al instante su campo y se
colocaron a tres millas de distancia sobre unas montañuelas, cuya
disposicion era tal, segun un militar práctico de entónces, que el
mismo sitio ayudaba a defenderse.
Tan cerca ya así unos de otros, no podian dejar de venir
forzosamente a las manos. Los reales del Emperador aún no estaban
suficientemente fortificados, y la inferioridad numérica de sus
tropas le ponia en la necesidad de evitar un combate todavía
sobradamente arriesgado y desigual. Pero estas mismas razones debian
sacar a los enemigos de la irresolucion que hasta entónces no les
habia sido ni honrosa ni útil, y hacerles aprovechar el momento
favorable que tenian (29 de Agosto de 1546). Salieron, pues, de su
real formados en batalla; la caballería primero, la artillería
despues, y a lo último la infantería que desplegó sus líneas por
todo el llano que habia entre los dos campos. Su intento era forzar
a su enemigo a salir a pelear con ellos ó desalojarle a cañonazos.
Acércanse al campamento, y luego que estuvieron a tiro comenzaron a
hacer fuego con su formidable artillería. Los imperiales los
esperaron dentro de sus trincheras, colocada la caballería en las
partes más fáciles de entrarse, formados en batalla segun la ocasion
y el puesto daban lugar, resueltos allí a defenderse si eran
acometidos, respondiendo a su fuego con el suyo, y molestando sus
baterías con bandas de arcabuceros que salian de cuando en cuando de
las líneas. Veíase al Duque de Alba en el puesto más avanzado y
peligroso, conteniendo a los soldados y dándoles ejemplo de teson
inflexible y de imperturbable valor, mientras que Cárlos V, entónces
bien digno de su gloria, montado en un poderoso caballo y vestido de
todas armas, corria de unas partes a otras, y mostrando en aquel
encarnado penacho que le ondeaba sobre el yelmo, y se veia de lejos,
que arrostraba el peligro y la fatiga como el menor de sus soldados.
Hablábales a cada uno en su lengua; llamaba a los unos hijos, a los
otros camaradas, padres a los veteranos; y todos esforzándose a
seguir su ejemplo, no hubo nadie que moviese el pié del puesto en
que fué colocado, ni los ojos siquiera, deseando mejor lugar. El
cañoneo se hacia cada vez más terrible: el campo se llenaba de las
balas que caian en él como lluvia, y los hombres eran heridos y
muertos junto al Duque y el Emperador, sin que ni el estrago ni el
peligro los apartasen un punto del designio y plan que se habian
propuesto. Nueve horas seguidas duró el fuego, a cuyo tiempo los
enemigos, no conociendo en el real señal ninguna de flaqueza, y
viendo la dificultad de su intento, tocaron a retirada y se
volvieron a sus líneas. Aquella noche el Landgrave, cenando con los
oficiales, y fastuoso segun costumbre, tomó una copa de vino, y
dirigiéndose a Schertel: brindo, dijo, por los que hoy hemos muerto
con nuestra artillería. -Yo, señor, no sé, respondió franca y
militarmente aquel oficial, los que habremos muerto hoy; pero lo que
sé es, que los vivos no han perdido un pié del puesto que ocupaban.
Entre tanto el Duque de Alba, bien ajeno de perder las horas en
brindis y banquetes, cuidaba de fortificar su campo, y concluyendo y
alzando lo que faltaba para ello a las trincheras comenzadas, puso
el real aquella noche fuera de todo insulto ulterior. Tres veces
repitieron los enemigos su cañoneo en diferentes dias; pero siempre
con ménos efecto, porque tenian que colocar su artillería a
distancia mayor. Las líneas del campo imperial, que a fuerza de
incesante fatiga se adelantaban cada dia, no les dejaban usar de sus
medios de ataque con la facilidad y extension que al principio. Los
dos campos estaban ya a cuatrocientos pasos uno de otro, y los
confederados que ántes se jactaban de tener sitiados y como cogidos
con redes a su enemigo, eran ya los embestidos y sitiados en
realidad, no cesando de hostigarlos los imperiales, cortándoles sus
convoyes, inquietándolos contínuamente, de noche con encamisadas, de
dia con escaramuzas.
Ejercitábase en ellos a competencia el ardor belicoso de
italianos y españoles. Pero no siempre las consentian el Duque y el
Emperador, principalmente cuando podian dar ocasion a un empeño
general, que era a lo que los enemigos aspiraban, y por eso no podia
convenir a los nuestros. Un dia (31 de Agosto de 1546), entre otros,
que fué el del segundo cañoneo, se habia prohibido bajo pena de
muerte que nadie saliese a escaramuzar fuera de los fosos y
trincheras. Presentóse entónces delante de nuestras líneas, como lo
tenian de costumbre en aquellos dias, un tudesco membrudo y
arrogante, provocando con ademanes y palabras a que saliese alguno a
probarse en armas con él. Estaban apostados en aquella parte los
arcabuceros españoles del tercio de Don Álvaro de Sandi, que oian al
arrogante aleman con impaciencia, pero no se atrevian a romper el
freno que les imponia el edicto. Disparaban sobre él los arcabuces,
y ningun tiro le acertaba; y él, atribuyendo su circunspeccion a
timidez, redoblaba en fueros y en denuestos, llamándolos a gritos
viles y cobardes. Un español ménos sufrido que los demás, teniendo a
mengua que el bárbaro se fuera riendo de la burla, cogió una pica de
uno de sus compañeros, y gateando con manos y piés por la empalizada
y el foso salió al campo y enderezó para el tudesco. Era de las
montañas de Oña y se llamaba Martin Alonso de Tamayo. El Emperador,
avisado de aquella novedad, mandó que le diesen voces para que se
volviese atrás, y él, ó no las oia, ó no las quiso obedecer, y se
acercó a su contrario que ya a pié firme le esperaba. Diéronse de
pronto diferentes botes que uno y otro rebatieron; pero al fin el
español, más diestro ó más dichoso, metió la pica por la barbada del
morrion de su contrario, y redoblando el empuje cayó al suelo el
aleman, sobre el cual se puso al instante Martin Alonso y le cortó
la cabeza con su misma espada. Despojóle de cabeza, armas y dinero,
y ya se volvia al real, cuando cargando algunos caballos enemigos
por aquella parte, tuvo que dejar la cabeza y despojos para correr
mejor y salvarse. La arcabucería contigua al foso puso en respeto a
aquellos caballos y los hizo retirar: entónces el vencedor volvió
por la cabeza y despojos del tudesco, y entró en el campo seguido
del aplauso de sus compañeros y abrazado de soldados y capitanes.
Esta especie de triunfo le dió aliento para presentarse al
Emperador con la cabeza y despojos habidos en la lid, y se le puso
de rodillas pidiendo indulto de su desobediencia. El Príncipe
enojado mandó que se dispusiese a morir y que le cortasen la cabeza.
Él, ménos abatido con la sentencia que irritado de la ingratitud,
volvió a coger la cabeza y despojos de su muerto, y marchó al lugar
del suplicio mostrando a todos aquellos testimonios de su valor, y
convidándolos a que viesen la recompensa que allí se daba a quien
con tanto celo y fortuna habia vengado al ejército de los denuestos
é insultos de aquel hereje bestial. Veíanle ir los soldados, y se
estremecian é indignaban; mientras ante el Emperador el Nuncio del
Papa, Octavio Farnesio, el Príncipe de Saboya y el de Hungría
solicitaban clemencia y no la podian conseguir. El Duque de Alba
guardaba silencio, sin acriminar ni interceder.
Mas cuando el reo llegó cerca de los españoles y ellos le
vieron atar las manos y cubrir los ojos para degollarle, entónces la
compasion y la ira, no pudiéndose contener, prorumpieron en gritos
sediciosos y declararon furiosamente que Martin Alonso no habia de
morir. Detuviéronse los verdugos de miedo, ó de respeto, ó de
compasion: las voces se aumentaban cada vez más, y nueve mil
españoles armados se hacian entónces respetar y oir. Cárlos,
informado de la causa de aquel tumulto, ó temiendo los excesos a que
podrian llevarle, ó que ya más templado cediese de su rigor, salió
del extremo en que se hallaba, con su acostumbrada presencia de
ánimo y discrecion, diciendo que los españoles tenian razon en su
queja, pues que él se habia mezclado en sentenciar un caso que,
segun las leyes militares, sólo debia ser juzgado por el General del
ejército. Así que él lo dejaba todo al arbitrio y prudencia del
Duque de Alba. Éste comprendíó en estas palabras el decreto de
clemencia, y corriendo a donde estaban amotinados los españoles,
concedió la vida al reo; pero les reprendió ásperamente su falta de
respeto y sumision. Todo quedó así tranquilo. Mas Tamayo, viéndose
despues mirar con ojos siniestros por el Emperador, como sucede
siempre a los que son ocasion de desaires a la autoridad, nada
atendido, y no considerándose seguro, dejó el servicio al acabarse
aquella campaña, y se retiró a su patria llevando consigo más
celebridad por su peligro que por su trofeo(19).
Ya los confederados, perdida la esperanza de forzar a su
enemigo al combate ó de lanzarle del puesto que ocupaba, movieron su
campo con direccion a Neobourg, donde estuvieron dos dias, y despues
se pasaron a Donawest. Podíase recelar que intentasen oponerse con
todas sus fuerzas al Conde de Buren, que venia desde el Rhin a
largas marchas a juntarse con el ejército imperial. Bastante
poderoso contra los diferentes cuerpos que habia apostados contra
él, no lo era tanto que pudiese resistir a todo el ejército de la
Liga si le salia al encuentro en el camino. Dióle, pues, aviso el
Emperador del movimiento de los confederados para que evitase el
combate mudando de direccion; pero su marcha no fué interrumpida del
modo que se recelaba. Superando con una inteligencia superior y con
un valor heróico cuantos estorbos encontró, llegó por fin al campo
Imperial (14 de Setiembre de 1546) al frente de veintidos mil
infantes y siete mil caballos, unos que habia sacado de Flandes, y
otros que se le habian unido en el camino. Cárlos, acompañado de sus
Príncipes y capitanes, le salió a recibir, y todos le congratulaban
por su habilidad y buena fortuna.
Con este considerable refuerzo, ya las operaciones del ejército
pudieron ser más activas. Por manera, que fuera por sorpresa, y
parte por inteligencias, diestramente aprovechadas, las plazas más
importantes puestas a las dos márgenes del Danubio y rios que en él
desembocan vinieron a poder del Emperador. De este número fueron
Neobourg, Dilligen, Donawest, Nordlingen y otras, y el campo se vió
así más provisto de vituallas, en que ántes escaseaba, y tuvo más
oportunidad y ensanche a sus movimientos. La facilidad con que estas
ventajas se consiguieron inspiraba a soldados y oficiales una
confianza excesiva; pedian a voces ser llevados al enemigo, y
murmuraban a boca llena de la circunspeccion con que procedian el
Emperador y su general, que evitaban el empeño de una accion
decisiva mientras no hallaban la ocasion de darla con una
superioridad incontestable. Descontentáronse más cuando vieron que
se perdió el momento de romper a los confederados cuando se alojaron
entre Giengen y el Prens, donde dieron una ventaja muy considerable
sobre sí en la marcha que hicieron aquel dia. Despues de una ligera
escaramuza, las tropas imperiales se volvieron a su campo sin
haberse empeñado la accion como entre los soldados se creia. El
descontento fué general, y hubo palabras harto mal sonantes en los
corrillos de la tropa: tanto, que el Conde de Buren llegó a decir
delante de la infantería española: Yo no soy luterano, ni he dado
motivo jamás a que tal se me crea; pero segun el espacio con que
llevan las cosas el Emperador y el Duque de Alba, tarde creo yo que
acabarán la guerra. Doime, pues, al diablo por quince dias y no he
de hacer en ellos más que comer y beber para no pensar en cuidados.
Pero estas libertades soldadescas no movian un punto de su
propósito a los dos jefes, bien persuadidos de que el campo de los
confederados se vendria a deshacer por sí mismo, con sólo pasar
tiempo sobre ellos y aguardar el efecto inevitable de su
incertidumbre, de su lentitud y de sus pasiones. Esperaban ellos lo
mismo del ejército imperial, de quien sabian que, a pesar del país
que dominaba, escaseaba en provisiones, estaba totalmente falto de
dinero, y, atacado de las enfermedades consiguientes al clima y a la
estacion del frio, que ya empezaba, disminuia todos los dias con el
estrago que causaban en italianos y españoles.
Este equilibrio en las cosas no podia durar mucho tiempo, ni
era difícil prever a cual partido se inclinaria al fin la balanza,
atendidas las diferentes circunstancias de unos y otros
contendientes. Los coligados, aunque constantemente superiores en
número y hábiles sin duda alguna en muchas partes del arte
militar(20), no eran regidos por una voluntad fuerte y resuelta que
supiese aprovechar las ventajas que tenian. De sus dos generales, el
más respetado y estimado, que era el Elector, irresoluto,
circunspecto en demasía, perdia las ocasiones por asegurarlas, al
paso que el Landgrave, más intrépido y arrojado, y al mismo tiempo
vano é inconstante en sus designios, no dejaba madurar ninguno. Este
inconveniente en los caracteres de los dos caudillos, se reforzaba
con la naturaleza de sus tropas, diversas en ánimo y costumbres,
recogidas de diferentes Estados, y nada propias a formar la unidad
compacta que hace sólida é invencible la masa de un ejército. No así
el del Emperador, donde, aunque para las deliberaciones el dictámen
del Duque tuviese un lugar muy preferente, todo al fin se mandaba y
hacia a nombre del Monarca, y no habia en realidad más consejo y
voluntad que la suya. Sus tropas eran las mejores del mundo en
disciplina y valor, exaltadas en sus magnas victorias, y
acostumbradas a seguir y obedecer a Cárlos V, no sólo con la
docilidad del respeto y de la obediencia, sino con la ciega
confianza del entusiasmo y de la adoracion.
Duró la campaña seis meses, en los cuales los confederados, a
pesar de su destreza en el arte de la guerra y de las fuerzas
superiores con que la empezaron, ni pudieron forzar a su enemigo a
una accion general, ni tampoco sostenerse en campo contra él. Cuatro
veces fueron desalojados, ya por arte, ya por fuerza, en Ingolstad,
Donawest, Norlinguen y Giengen, y desconfiando de poderse sostener
en aquel país, agotado por la guerra, se dirigieron a Franconia,
provincia descansada y abundante, donde pensaron rehacerse de gente,
dinero y vituallas. Mas la infatigable diligencia del Emperador les
privó tambien de este recurso; porque marchando rápidamente a
Rottembourg, que era la defensa de la tierra y ocupándola ántes que
ellos, les defendió así la entrada de Franconia y les obligó a
retirarse con grandes rodeos por el Ducado de Wirtemberg, y al fin a
dividir sus fuerzas y separarse. El Duque de Sajonia y el Landgrave
partieron con sus fuerzas a defender sus Estados, amagados é
invadidos por los aliados del Emperador. Las ciudades, privadas del
apoyo de aquellos Príncipes, retiraron tambien sus fuerzas, y el
campo formidable de la Liga, que aspiró y pudo dar la ley a la
Alemania, se vió solo y deshecho en pocas semanas, sin esperanza
alguna de volverse jamás a rehacer.
Entónces ya, desesperando de poder resistir cada cual solo al
que juntos no habian podido vencer, los Príncipes y las ciudades que
habian compuesto la confederacion vinieron sucesivamente a rendir
vasallaje y obediencia al Monarca victorioso, con el mismo ahinco y
porfía con que ántes se colocaron contra él. El Elector Palatino y
el Duque de Wurtemberg solicitaron su perdon de rodillas, y las
ciudades, por medio de sus diputados, sujetándose a la misma
humillacion, se sometieron a las condiciones que él quiso imponerles
para recibirlas a su gracia. Estas condiciones, si bien gravosas y
humillantes, no fueron a la verdad sanguinarias ni crueles:
renunciar a la Liga de Smalkalda, recibir guarniciones imperiales,
entregar todas sus municiones y pertrechos militares, y pagar
gruesas multas cada ciudad, segun su poder y sus medios. Nada se
habló de religion en estos conciertos, aunque la religion fuese el
pretexto y la ocasion de aquella contienda. Acaso el Emperador no
quiso llevar al extremo del rigor en materia tan delicada a gentes a
quienes con tanta dificultad acababa de someter. Por otra parte, le
era preciso no descontentar a los Príncipes y ciudades germánicas
que, aunque sectarias de las nuevas doctrinas, se mantenian a su
devocion y le eran necesarias aún. Porque si bien la confederacion
estaba deshecha, la guerra no estaba terminada: manteníanse todavía
en pié y armados los dos Príncipes más poderosos, verdaderos jefes
de la Liga, el Elector y el Landgrave. Cárlos, que ya los tenia
proscritos por su edicto de Ratisbona, no queria admitirlos a
concierto ni a perdon, y ellos, tenaces en su propósito y confiados
en su fuerza, ni le esperaban ni le pedian.
Iban entónces las cosas en bonanza, dirigidas por su
inteligencia y ayudadas de la fortuna. Cuando el Elector se separó
del ejército de la confederacion, sus Estados estaban invadidos y
casi ocupados todos por el Príncipe Mauricio de Sajonia y el Rey de
Hungría Ferdinando. Era Mauricio primo del Elector, yerno del
Landgrave, y tenia además opinion de ser un celoso protestante. Pero
estos vínculos, al parecer tan sagrados, no fueron bastantes para
que dejase de inclinarse al partido del Emperador. Éste era sin duda
el camino más seguro para contentar sus miras ambiciosas, cifradas
en la destruccion y ruina de su pariente. Declaróse, pues, en su
daño y se encargó de la ejecucion del bando del Imperio fulminado
contra él, despues de haber agotado cuanta sagacidad tenia en dorar
a los ojos del mundo su escandalosa conducta con una serie de viles
artificios, que la política del mundo llama habilidades y la
rectitud supercherías.
La presencia del Elector restableció las cosas en Sajonia; y no
sólo arrojó a sus enemigos de aquel Estado, sino que ocupó casi
todos los de Mauricio, y empezó a perturbar los del Rey de Romanos
con sus inteligencias y sus correrías. Incapaces de resistirle los
dos confederados, enviaron mensaje sobre mensaje al Emperador
instándole a que viniese a su socorro, si queria evitar la entera
destruccion de Mauricio y asegurar la tranquilidad de la Bohemia.
Prometiólo Cárlos y se dispuso a marchar contra el Elector, pero con
fuerzas ya muy inferiores. Pocos dias ántes habia despedido al Conde
de Buren con sus flamencos, dejándoles ir a su país, y por el mismo
tiempo el Papa, no muy satisfecho del Emperador por motivos de
política y de interés, habia retirado las tropas que le tenia
enviadas al mando de Octavio Farnesio.
Sólo, pues, con sus alemanes y españoles, el Emperador marchó
al Elba. Siguióle tambien como General de su ejército el Duque de
Alba en esta campaña, donde le hizo servicios igualmente señalados
que en la del Danubio.