Joaquín Dicenta

 

Infanticida


- I -
Los Méndez-Urda componen ejemplar familia. De modelo sirven á
los buenos vecinos y aun á los malos, que doña Torcuata, la del
ocho, madre de la picos pardos Juanita, dice, cuando ve por su
frente al hijo mayor de los Urda:
- Como éste quisiéralo para mi niña y no el granujón de
Melquiades que, sobre mantenerse con las ganancias de ella, me la
pone á parir en cuanto se le enciende el humor.
El jefe de los Méndez-Urda es alto funcionario, ya retirado del
oficinesco trajín, con buena cesantía, una sarta de cruces y su
miaja de cupón á cortar. Nadie le gana en puntos de honra y en no
sufrir mácula en la suya y en las ajenas. Respetos sociales, deberes
religiosos, leyes humanas y divinas, tienen en D. Antonio fiel
custodio é inquebrantable paladín. Antes pasará por rueda de tortura
ó por corbatín de garrote que por acción contraria á las costumbres,
usos, prejuicios y ortodoxias en que sus padres le educaron.
Ha por compañera de tálamo á una cincuentona señora, casi ciega
de ojos y ciega, sin casi, de intelecto. Reparte ella sus días, por
mitad, entre la casera obligación y los deberes que, muy á su gusto
le imponen, misas, rogativas, confesorio y novenas. En los
quehaceres de la casa ayudan á doña Bibiana tres criados; en los de
su beatería, el confesor, Dios y una ristra de santos que vuelven
Congreso celestial la alcoba de la vieja. Teníalos antes en un
gabinetito á la alcoba contiguo. Al cumplir los cincuenta, en la
alcoba instaló á sus imágenes, segura de no molestarlas ni
ofenderlas con su próxima vecindad.
Frutos hubo este matrimonio en número de cinco: tres varones y
dos mujeres.
El mayor de aquellos entró, casi niño aún, á hacer méritos en
la oficina de su padre.
Muchos y rápidos debieron ser los méritos porque ascendió como
la espuma. Mientras ascendía, aprendió dos idiomas, un algo de
contabilidad, otro algo de expedientes y un todo del arte adulador
con que se conquista á personajes y ministros. Hoy, á los treinta y
seis de edad, ocupa el destino de que su padre cobra aún la cesantía
y de que su madre seguirá cobrando la viudedad al fallecimiento de
Méndez-Urda si la muerte no lo remedia, llevándose á la mujer antes
que al marido.
El hijo segundo es fraile en tierra de misiones; el menor ciñe
espada, por él bravamente esgrimida cuando el caso justo ó injusto
lo requiere. El cumple su deber militar yendo donde le mandan. No
discute de justicias y de injusticias; la disciplina se lo veda.
De las dos hijas, una, la menos joven, vive fuera del paterno
solar, casada con cierto ricachón, cacique máximo en un castellano
distrito. Algunas temporadas viene con sus padres á Madrid. No son
ellas muy largas; hecha á triunfar de reina en su pueblo, no le
gusta pasear la corte de súbdita.
Hortensia, la hija menor, el último vástago de los Méndez-Urda,
es encantadora; cumplió los diez y ocho años, y desde los quince
trae cautivo el mirar codicioso de los varones y el mirar celoso de
las hembras.
Alta, rubia, esbelta sin llegar á la delgadez, tiene en sus
andares gentileza; melancolías de leyenda en el azul de sus grandes
ojos; transparencias provocativas en los ventanillos de su griega
nariz; ansias de amor en los bermejos labios; en la sonrisa, luz; en
el talle, languideces románticas. Sus pies son breves; sus manos, de
puntiagudo remate. Cuando peina la cabellera y sube ésta retorcida
desde la nuca, parece un casco de oro; si cae deshecha por la
espalda, una lluvia de sol.
Educa fué, como sus restantes hermanos, en los principios más
severos. Durante su internado con las monjas del Sagrado Corazón de
Jesús sólo buenos ejemplos hubo ó debió de haber á lo menos.
De su hogar no vale decir; los tertullos eran escogidos,
pasados por tamiz. Nadie entraba en casa de los Urda que no llevase
«marchamos» de honorabilidad. El círculo de sus relaciones también
pertenecía á lo más honesto y remirado de Madrid.
No hubiera temor de que en tal círculo topara la joven con mal
ejemplo ó con amistad perniciosa,
No entraban por la vivienda libros de esos cuyos autores, á
titulo de apóstoles, de voceros de un mejor mundo, siembran en las
conciencias la rebeldía ó la impudicicia.
Si asistía Hortensia al teatro, hacíalo para ver funciones
previamente consultadas y autorizadas por el confesor de su madre.
Al paseo iba acompañaba de doña Bibiana ó de respetables y
seguras personas. Como en vitrina se conservaba aquella virgen
aguardando su hora, es decir, la hora en que la divina voluntad y el
buen consejo de sus padres la esposaran con un hombre de bien.
¡Ah! ¡Los Méndez-Urda! Celosos eran como nadie del honor de sus
hembras.
Siempre recordaba Hortensia, á este propósito una conversación
de sus padres, hermanos y hermana Concha, conversación sorprendida
por la doncella por entre los pliegues de un cortinaje, donde se
paró á oír en un impulso de curiosidad inconsciente.
Hablábase de Julia Fuertes, antigua compañera de Hortensia en
el Corazón de Jesús.
- Julia - llevaba la voz doña Biblana -, aquella huérfana
confiada á la tutela de una parienta añosa, se enamoró de un hombre
y se dió á él, confiada en sus engallosos prometimientos. Quedó en
cinta; el sujeto la abandonó, y ella... Ella -aquí subía de tono y
acusaba aires de sorpresa la voz de la dama-, ella, á cuenta de
avergonzarse, de esconder su falta, aguardó el momento del parto. Al
advenir éste, toda la vecindad lo supo. Pasada la convalecencia,
Julia se plantificó «en la del Rey», con el muñeco en brazos,
paseándoselo por las narices á la gente. ¡Ah, la poca vergüenza!
Malo, imperdonable era hacerse manceba de un hombre, pero la
exhibición del hijo de la prueba de su deshonra, acrecía el crimen.
¡Al menos ocultarlo! ¡No perder del todo el pudor!... Pues qué, ¿no
hay Inclusas? Y sin Inclusas, ¿no puede darse la criatura á criar en
un pueblo? ¿No se puede y se debe esconder la falta bajo siete
estados de tierra? ¡La muy perdida!... Andaba por las calles
arrogante, alta la cabeza, con el rorro en muestra, ostentándolo
como un trofeo... Por supuesto, que todas sus amistades le volvían
la espalda.
- No faltaba sino que fuéramos á ella con los brazos tendidos -
exclamó Concha, haciendo un mohín de asco -. No podía parar en bien.
El marido de la tía de Julia, su difunto tutor, era un
renuevamundos, un ateo. Con tal maestro y con tal maestra - la
tutora es por el estilo -, ¿qué habla de ocurrir? lo que ocurre.
Otra perdis por esas calles y otra inquilina más para la caldera del
diablo.
- Menos mal que es rica - añadió el mayor de los Urda -. A no,
pronto daría el salto.
- ¡Qué dolor para esa familia! -interrumpió el padre,
cubriéndose con las manos la cara-. Líbrenos la suerte de una
desgracia así. Afortunadamente nosotros somos de otra hechura. En
hipótesis hablo, pero si en mi casa ocurriera, me moriría de
vergüenza.
- Yo - gritó el militar - no me moriría. Mataría al seductor
como primera providencia; y á ella también. ¡Quién nos mancha la
honra que lo pague en el cementerio!
El hermano fraile - de paso entonces por Madrid- murmuró:
- ¡La carne, la maldita carne es culpable de todo! Grave la
falta de esa pecadora; pero el escándalo que ofrece todavía es más
grave. La hipocresía es á veces virtud. Dios la ampare y nos libre
de tentaciones.
- Hortensia se alejó de puntillas, con las lágrimas en los
ojos.
- ¡Pobre Julia! ¡Pobre compañera suya de infancia y mocedad! Ya
no volverían á hablarse. Como si hubiera muerto. ¡Tan buena, tan
noble como fué con todas sus compañeras del Sagrado...! Y Hortensia
lloraba á su amiga, enterrada por y para los Urda, en el diálogo
familiar.
Infanticida
Joaquín Dicenta

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Infanticida
Joaquín Dicenta

- II -
Entre las personas que con mayor intimidad recibían en su
domicilio los Urda, contábase D. Juan Crisóstomo del Valle, marqués
de Pedrañera. Era hombre ya maduro, de cuarenta cumplidos, pero aún
daba planta de galán y llamaba la atención de las hembras, no
obstante las canas que salpicaban sus cabellos castaños y las
arruguillas que araban su rostro, descarándose con más hondo surco
en el ángulo de los párpados y en la piel de la frente.
Ayudaban al marqués en esta prolongación de su juventud, á más
del cuerpo, erguido y moceril, de la apostura prócer y del bien
cuidado trajeo, unos ojos claros que de veinte años parecían, un
bigote á la borgoñona rizado, y una sonrisa, abierta por bajo del
bigote para descubrir la completa y blanquísima dentadura.
Fué el padre de D. Juan Crisóstomo, personaje influyente en la
política española, quien ayudó á Antonio MéndezUrda en sus gateos
burocráticos. Dicho se está que el hijo gozaba, por los favores de
su padre y por los que hizo personalmente, gran respeto en la casa.
A más, y de algunos meses á entonces, el respeto se había afirmado
merced á una simpatía dolorosa, á una admirativa compasión que las
desgracias del marqués provocaban entre sus amigos y hasta en
quienes, sin conocerle, sabían el dramático lance.
Dió éste mucho ruido.
La marquesa de Pedrañera, hermosa y arrogante mujer de treinta
años, en quien hasta entonces no pudo la murmuración incar diente,
fué sorprendida por su esposo en brazos de un amante.
Era éste un artista de fama, en pleno disfrute de su juventud y
su gloria. Alma generosa, abierta de par en par á la belleza y al
amor, frecuentaba el domicilio de los aristócratas desde que pintó
para la marquesa un retrato, que valió al joven en la Exposición de
pinturas primera medalla. Grandemente ayudó el modelo á su triunfo.
Sobre el fondo rojo del lienzo destacaba la hermosa mujer como
evocación mahometana, con su cabellera de azabache, con sus negros
ojos sombríos, con su corta y sensual nariz, con sus labios rojos,
donde sonreía la bondad y temblaba el beso. Desnuda la garganta,
flexionaba dulcemente hacia atrás descubriendo las morbideces de la
carne morena; el alto seno parecía temblar á los embites del
suspiro; el cuerpo se rendía contra un diván persa; triunfaban los
brazos por las anchurosas mangas de la bata de encaje; cruzábanse
las manos sobre las rodillas y los ojos, los negros ojos de sultana
se perdían tristes, sofiadores, en pos de un algo que allá lejos,
muy lejos, en los espacios del ensueño, debía flotar impreciso,
esbozado, aguardando la hora de volverse realidad.
Fué un gran éxito la exposición de aquel retrato; mayor el
logrado, sin pretenderlo, sin quererlo, por el artista en el alma de
la marquesa. Amor les empujó, y una tarde, una noche, fueron uno del
otro y acaso en tal hora hízose realidad el ensueño que los negros
ojos de sultana perseguían soñadores y tristes en las lejanías del
retrato.
La marquesa lo olvidó todo, su rango; su virtud, hasta aquel
punto inaccesible, sus hijos, tres ángeles, el menor de los cuales
aún balbuceaba torpemente el habla de los hombres, por este nuevo
amor.
Decían las personas bondadosas ó fáciles en disculpar pasiones,
que la marquesa de Pedrañera venía siendo años y años víctima de D.
Juan Crisóstomo; que este D. Juan Crisóstomo, no obstante sus
caballerosas apariencias, su correcto vivir, su cédula social
intachable, era un mal sujeto, un canalla, que trataba á su esposa
en esclava y desamparaba á ella y á sus hijos, dilapidando su
fortuna, ultrajando la dignidad de la madre y la esposa, haciéndola
su víctima y encubriendo su infamia con habilidades hipócritas.
Murmuraciones eran sin prueba plena; tal vez disculpas
improvisadas en beneficio de la dama que, creyendo á sus defensores,
harta de abandonos y ultrajes, necesitada de airear su corazón con
un afecto noble, se había entregado al artista. Lo cierto es que el
marqués sorprendió á los adúlteros, y que en el trance se condujo
como cumplido caballero.
Con la hembra, con el ser débil é indefenso, ni un ademán
brusco, ni una violenta frase. Un gesto lleno de altanería y un
«para siempre» dicho en baja voz con aristocrática frialdad. Al
artista una inclinación de cabeza, y este anuncio hecho con toda
cortesía:
- Dentro de una hora recibirá usted á mis padrinos. Excusado me
parece, entre nosotros, añadir que el duelo será á muerte. Uno de
los dos sobra. A sus órdenes.
Supo la marquesa que su marido - suprema bondad, según unos,
según otros, manera hábil de quitarse de encima estorbos - la dejaba
los hijos á condición de que viviera en perpetuo retiro, en los
picos de la montaña donde asentaba el solar nobiliario. Nada de
jueces y divorcios. Ello era de mal tono. Separación amistosa, pero
de por vida.
El duelo se verificó en duras condiciones: á espada. Era D.
Juan Crisóstomo sobresaliente esgrimidor y en el tercer encuentro
agujereó con su acero aquel gran corazón de artista. El matador
recibió también una herida. Sin aguardar á que la curaran partióse
de Madrid. A ella regresó iba para unos meses y en ella hacía
retirado vivir, mostrándose poco á las gentes y poniendo en sus ojos
y en su sonrisa, cuando con las gentes hablaba, una dulce tristeza,
una grave resignación que daban realce á su aventura.
Las mujeres decían de él: «Es un hombre ideal»; los hombres:
«Es un perfecto caballero», y el perfecto caballero, el hombre ideal
triunfaba en la corte como una resurrección de los andantes
paladines, mientras su esposa, recluida en la casona montañesa,
vivía para sus hijos y para: la memoria del pintor muerto á golpe de
hierro por el brazo experto del marqués.
Fué éste, apenas regresado á Madrid en visita á casa de los
Méndez-Urda. Recibiéronle con extremos grandes, sin hacer, por
expresa prohibición del prócer, alusiones á lo pasado. El quería
olvidarlo, enterrarlo y que le ayudaran al sepelio aquellos
excelentes amigos.
¡El pasado!.. Al acudir este nombre á los labios de D. Juan
Crisóstomo, desaparecía de ellos la melancólica sonrisa, los ojos se
nublaban; un gran suspiro alzaba su pecho y el cuerpo se desplomaba
aplastado por las pesadumbres del dolor y. de la vergüenza.
Acompanábanle en su pena las oraciones de dona Biblana, los
consejos y seguridades amistosas de D. Antonio, los viriles
apretones de manos del Urda militar las efectuosas adulaciones del
Urda burocrático.
Hortensia, callada, recoleta, ponía sus hermosos ojos azules en
aquel gran señor tan cruelmente tratado por la suerte, tan sin razón
herido en su alma por una mala mujer que debiera haberle adorado.
- ¿Qué mayor felicidad podía, apetecer la marquesa de
Pedrañera? Por caminos derechos se la había otorgado el cielo en
aquél varón, que reunía á su-riqueza, á su rango, á súber claras
luces, presencia gallarda, trato exquisito y bravo corazón.
La marquesa, de quien abominaba todo el mundo en la casa y
fuera de. la casa también, no tenía para Hortensia disculpa. Menos
la encontraba en el resto de la familia. Por satisfacer una
liviandad había manchado su honra, entenebrecido el porvenir de sus
criaturas y roto la existencia de un hombre sin tacha. Ya lo
paga:ría. No en balde se quebrantan leyes sociales y morales.
Abandonada de su esposo, descalificada por las personas de honradez,
con el querido muerto y con la juventud á punto de finar, acaso
pronto á sus -hijos se encargarían de poner rúbrica á la sentencia.
En la tierra no encontraría indulto. Diéraselo en el cielo Dios que
es misericordia suprema.
De ser ella «la otra», decía Hortensia para sí, sólo venturas y
leales cariños hubiese hallado en su corazón él marqués, el noble y
entristecido caballero que posaba frente á ella contemplándola
afectuosamente con sus claros ojos tristes y melancólicos por lo
común; de vez en cuando relampagueantes, quizá esperanzados en un
mejor y más placentero por venir.
¡Porvenir!... ¿Cuál digno de él hallar? Su vida estaba rota.
Los hijos eran muy pequeños aún para endulzar y sostener las
angustias del padre. En perdones, en avenencias con la adúltera no
cabía pensar. Tenía puesto muy en alto el marqués su honor para
rebajarlo estrechando con sus brazos el cuerpo que otro hombre
disfrutara. Muerto estaba el hombre, á manos del ofendido esposo;
pero su sombra se alzarla siempre entre la marquesa y D. Juan
Crisóstomo como un infranqueable muro. ¡Y él era joven! Todavía
tenía derecho á amar y á ser amado, á gozar de un cariño que no
fuese el mercenario, el vil; del cariño de una mujer honrada que se
entregara á él noblemente, que con él rehiciera el hogar y la dicha
que manos crueles le robaron. Pero, ¿dónde hallar tal mujer? Ninguna
habría capaz de pagar con su deshonra la felicidad que él buscaba.
Ni él se lo pidiera tampoco. ¿Verdad que era horrible su situación?
¡Solo, solo! ¡Vacía para siempre su alma! ¡Ni ventura, ni amor, ni
hogar!
Al decir esto, los ojos del marqués se detenían en Hortensia;
apartábalos luego como azorado y temeroso. La joven inclinaba los
suyos; una ola de rubor enrojecía sus facciones, y allá, contra el
pecho, golpeaba su corazón á golpes desiguales...
Infanticida
Joaquín Dicenta

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Infanticida
Joaquín Dicenta

- III -
Doña Bibiana, entregada á sus devociones, pasaba fuera del domicilio
un mucho de las tardes; enteras don Antonio, que al ajedrez las
dedicaba en el Casino; y casi enteras el mayor de los Urdas, que
entre oficina y visiteos oficiales dejaba llegar la hora de comer.
Ausente en la guerra el Urda militante, y el fraile en tierra
de misiones, bien se puede decir que Hortensia quedaba sola en el
hogar, siquiera la acompañase doña Jesusa, una parienta pobre, que
dedicada á cuidarlo todo, nada cuidaba como no fuera el sueño que en
cualquier sillón, diván ó cama la cogía. Era sueño de estatua el
suyo. Cuando se adueñaba de la buena señora, ni á cañonazos abría
ésta los ojos. Creyérasela muerta á no ser por el trompetazo de sus
ronquidos.
De raro en raro á los comienzos de su estancia en Madrid, más
frecuentemente después, presentábase al caer la tarde, Pedrañera en
casa de los Urda. Hacíalo al principio casi coincidiendo con el
retorno de la beata. Minutos de adelanto no más solía llevar á ésta.
Tales minutos los empleaba en diálogos cortados és insignificantes
con Hortensia. Mayores eran las pausas que los diálogos. Durante
aquéllas humedecíanse los ojos del marqués para ponerse sobre la
joven; suspiros acompañaban el empañamiento de los ojos y un
desesperanzado gesto crispaba la boca haciendo temblar las guías de
los borgoñones mostachos.
Caídos los párpados, ruborosa la faz, trémulo el aliento,
recogía Hortensia las miradas y los suspiros de don Juan Crisóstomo.
La tristeza de éste se adueñaba del espíritu de la doncella
llevándola hacia él por impulsos de noble compasión y de acendrada
simpatía. En sus entresueños compartía la compasión dona Jesusa; y
toda la familia de Hortensia durante las veladas, en que era el
marqués obligado tertulio.
No había noche, luego de partir Pedrañera, en que no se
dedicara buen espacio de tiempo al comentario de sus malas andanzas
y á elogiar la nobleza de su carácter, las excelencias de su trato,
su desengañada altivez, que le traía apartado del vivir de las
gentes, para hacer única excepción en aquella familia.
Ceñido por esta aureola, que el afecto de los Urda enlucía á
diario, mostrábase don Juan Crisóstomo ante las pupilas de
Hortensia, primero que el sueño las entoldara con sus manos de
niebla, y, aun después de entornadas, seguía mirándole por entre las
nieblas del sueño.
Aparecíasele entonces el marqués como figura legendaria, como
imagen de épocas fenecidas, como ser de leyenda que á ella venía en
traje de caballero andante para arrodillarse á sus pies y
suplicarle, con las lágrimas en los ojos, los sollozos en la
garganta y la reverencia en el alma, que le acudiese en su desdicha
y fuera ángel redentor de sus desengaños. Ella, en sueños,
naturalmente, llegábase hasta el caballero de los ojos claros y los
borgoñones bigotes; alzábale de tierra; alegraba su dolor con una
sonrisa y, juntos los dos, encaminábanse hacia jardín de
vejetaciones exóticas, para ocupar un trono endoselado por cortinas
de tenue azul, las cuales iban sobre ellos espesándose, hasta
ocultarlos, hasta hacerlos desaparecer bajo una nube que subía y
subía en dirección del infinito, acompañada por el canto de los
pájaros y los besos del aire.
Dé estos sueños despertaba Hortensia quebrantada, sin voluntad,
esclava de sus nocturnales visiones, repugnando todas las horas de
su día, salvo aquellas pasadas cerca del marqués.
¡Ay, que no duraran más los breves minutos en que Pedrañera, á
solas con la joven, la miraba en silencio con sus ojos llenos de
tristeza, y enviaba á ella el eco de sus largos suspiros! ¡Ojalá que
los minutos en siglos se cambiaran! ¡Ojalá que los sueños de la
doncella no hubiesen despertar!...
De alargar los minutos de sus estancias en la casa, con
Hortensia y doña Jesusa, cuidábase el marqués, adelantando poco á
poco y como al distraído, sus arribos. De aportar materiales para
los sueños de la niña, cuidábase también en sus parrafeos y en las
pausas que abría entre un párrafo y otro.
A la media hora, y aun á los tres cuartos, subían los adelantos
hechos por el marqués en sus visitas, al retorno de doña Bibiana y
el reingreso de don Antonio y de Francisco. En el gabinete inmediato
al jardín aguardábales con Hortensia y con doña Jesusa que,
desplomada contra un butacón, daba al espacio la música de sus
ronquidos.
No á mal, á bien, y mucho, tomaban los Urda la presencia y las
asiduidades del noble Pedrañera. Como de la familia era éste. Podía
entrar y salir á su gusto en la casa. ¡Sirviérale ella de oasis en
el desierto de su pena, y Dios hiciera que entre todos fueran
devolviendo calma y alegría á aquel atormentado espíritu! A querer
el prócer, le hubiesen puesto habitación en el hotel. Por su edad y
por su estado, según ellos, no podía ser objeto de murmuraciones y
hablillas.
No llegó Pedrañera á aceptar lo del convivir con los Urda; pero
sí apretó los lazos de su intimidad, siendo muchos los días en que
se quedaba á comer con ellos, y todas las noches, durante las cuales
y hasta mediar ellas, permanecía en su compaña jugando al tresillo
con Francisco, con don Antonio y con un señor de la vecindad,
ensalzando las religiosidades de doña Bibiana y distrayéndose en las
jugadas para recrearse con la contemplación de Hortensia, que
frontera á él bordaba en seda y oro un manto, ofrecido por su madre
á la Virgen.
Cuando el marqués terminaba de dar las cartas y jugaban los
otros, solía acercarse á la joven para ver de cerca los progresos de
su obra. Algunas veces, al inclinarse sobre el bastidor, rozaba con
sus retorcidos bigotes aquel pelo rubio que, como otra madeja de
oro, se desovillaba sobre una nuca competidora de los nácares.
En sus diálogos solitarios hablaba el marqués con Hortensia de
su felicidad perdida, de su desventura presente, del hogar dichoso,
que hubiera sabido conservar de por vida, á tropezarse con una mujer
digna de comprender su amor y de honrar su nombre.
- ¡Qué existencia comparable á la suya y á la de la esposa,
objeto de su amor en el hogar aquel!... Su compañera, el alma de su
alma, la elegida de su corazón, rodeada de atenciones, de
comodidades, de caricias, reverenciada como una imagen, adorada como
una diosa. Todas las horas de él, dedicándose á labrar la ventura de
ella, todas las de ella, á realizar la dicha de él. El mundo
abriéndose ante los dos como un paraíso del cual pasarían al de la
eternidad sin darse cuenta, como quien va de una flor á otra en
hermoso jardín. He aquí el porvenir con que soñaba él cuando era
libre, cuando no había entregado á nadie su persona y su nombre.
Ahora...
Tras éste ahora venían la pausa melancólica, el enmatecimiento
de los ojos, el entrecortado suspiro, el silencio elocuente, más
elocuente á veces por un dulce apretón que daban, en la blanca y
fina de Hortensia, las manos del marqués. Hortensia, sin voluntad
para retirarla, dejaba su mano entregada á aquella caricia. Una vez
el prócer alzó lentamente la manecita virginal hasta la altura de
sus labios y la rozó con ellos, sin que el beso llegara á ser. De
pronto la soltó y se alejó del gabinete, en fuga, reprimiendo
sollozos.
Y pasaron los días y vinieron los de la sensual primavera; y
fué en un cálido atardecer de Mayo, cuando, tras una pausa más larga
que todas las hechas en sus diálogos anteriores, las manos de
Pedrañera, cogieron nuevamente por la mufleca los brazos de la
joven. Temblaba ésta como las hojas en los árboles al impulso del
viento.
El marqués la atrajo hacia sí, hasta levantarla de su asiento,
hasta ponerla, en pie, frente á él, cerca, muy cerca de él. Una de
sus manos, desprendiéndose del brazo de la joven, rodeó su cintura,
ciñó á la hembra contra la carne del varón, la empujó lentamente,
mimosamente, camino del jardín, y la hizo caer sobre el banco de un
cenador, que tupidas y altas madreselvas trocaban en cámara nupcial.
Sonó el beso ardiente, húmedo, repretado. Hortensia, desvanecida, en
éxtasis, desplomó su cabeza contra el hombro de Pedrañera, perdido
el concepto de la realidad,. creyendo ascender por la atmósra
envuelta en una espesa nube azul- La acompañaban en su deleitoso
viaje el trino de los ruiseñores y los cuchicheos amoiosos del
céfiro...
Doña Jesusa cabeceaba en el gabinete, sobre un ancho sillón de
mimbres.
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Joaquín Dicenta

- IV -
Fueron de encantamiento para Hortensia los días siguientes á la
entrega total que hizo de su cuerpo y de su alma. Las promesas del
marqués, encaminadas á jurarle pronto y amoroso retiro en un
ignorado lugar, donde vivirían siempre, siempre, adorándose, lejos
de la gente y sus murmuraciones, alejaban de ella los temores que
pudiera sentir por el enojo de sus padres y por las censuras del
mundo.
¿Temores? ¿Por qué y á qué tenerlos? ¿No estaba allí su Juan,
para hacer frente á todos? Los brazos que con tanto amor la sabían
acariciar, con bravura sabrían defenderla. ¿Sus padres? ¡Qué
remedio!... Le amaba. No fué culpa de ella si otra mujer, unida
legalmente á su Juan, tras de herir á éste, le impedía casarse con
la que, en leyes de verdad y justicia, era su verdadera esposa y
como á tal se le habla entregado. ¿El mundo? Lejos de él, oculta de
él y libre de sus juicios, iba á hallarse muy pronto en compañía del
queredor.
¿A qué, temblar, y dudar, y temer entonces? Mientras Juan fuera
suyo, mientras Juan no la abandonara, por nada y por nadie debía
ella sentir arredros. No la abandonaría nunca. Se lo había jurado.
Aun el juramento sobraba. ¿Qué prenda de seguridad comparable al
cariño de los dos? Luego él, tan leal, tan caballeroso, tan
noble!... Ofensa grave constituía ponerle en entredicho.
- ¡Perdóname!, ¡perdóname! - exclamaba Hortensia algunas veces,
apretándose contra el corazón de su amante -.Esta noche, á mis
solas, durante esos minutos en que, ya entre dormido el cuerpo,
voluntad y juicio se pierden, he dudado de ti. ¿Verdad que me
perdonas?
El marqués sonreía, y murmuraba entre dos caricias:
- ¡Niña, más que niña!... ¿Es que no me conoces?... Déjate de
recelos. Tu Juan está junto á su Hortensia. No habrá quien la dañe,
mientras junto á ella esté.
Fueron así pasando días, semanas y meses sin que disminuyeran
la pasión de los amantes, la confianza de los Urdas y los letargos
de la buena doña Jesusa.
Cierta noche, á solas en su alcoba, cuando, ya desnuda, á punto
de meterse en la cama, recogía frente á un espejo su cabellera
rubia, sintió Hortensia una sacudida, un sordo estremecimiento en su
vientre: era el hijo.
La joven palideció hasta quedar lívida; sus grandes ojos se
abrieron estupefactos enfrente del cristal; sus labios temblaron; su
cuerpo, apenas encubierto por la camisa, erizó las sedas del cutis.
Inmóvil, comprimiendo la respiración, permaneció algunos segundos.
Otra sacudida de la entraña le dió certidumbre del hecho. Ya no era
posible dudar: el hijo estaba allí, saludando á la engendradora con
el latido primero de su sangre, presentándose, denunciándose á ella,
poniéndose bajo el amparo y la fianza de su amor.
La palidez de Hortensia convirtióse en rubor, en oleada bermeja
que empurpuró su rostro y se extendió por toda su carne como un
brochazo color rosa. ¡Su hijo! ¡Un hijo de los dos!...
Una sonrisa entreabrió los labios de la hembra; dos lágrimas,
luego de esmaltar, sus pestañas, descendieron por los carrillos y
resbalaron por la garganta para evaporarse en los pechos, cuyos
encendidos botones abriría la maternidad. Andando de espaldas, sin
apartar del espejo las pupilas azules, retrocedió la joven hasta
tropezar con el lecho. En él se arrojó sollozando, hundiendo en los
almohadones el rostro, dejando á su cabellera caer suelta,
ondulante, al largo de la espalda, como un velo ritual.
Quedó, muy quedó, apoyándose en su hombro, tapándole con las
manos los ojos para no ser mirada de él, poniendo la boca en su
oído, se lo dijo en el cenador donde Juan la hizo suya, donde
Hortensia cayó en sus brazos.
Sin dejarla casi concluir, don Juan Crisóstomo, el noble
marqués de Pedrañera, separó bruscamente las manos de la joven,
esquivó á su confesión el oído, y murmurando: «¡Un hijo!», apretó
los puños mientras su faz se contraía y el borgoñón mostacho se
erizaba contra su boca.
- ¡Un hijo, sí!... ¡Nuestro hijo! - interrumpió la madre-. ¡Si
vieras! Anoche, al sentirlo, al escuchar dentro de mí su primer
sacudida, gozo y espanto se mezclaron en mi alma. ¿Sabes por qué el
espanto, Juan? Por temor á mis padres, á mi familia, al mundo. A mis
padres que me maldecirían, que me arrojarían de este hogar, que me
matarían acaso; al mundo que me haría víctima de su desprecio, de su
encono... ¡Fué un instante de horrible angustia!.. Pero á seguida
pensé en ti y ya todo fué gozo; contigo á mi lado ¿á qué espantos?
¿A qué temores? A mi lado estás para hacer la felicidad de los dos.
Por eso hablo tranquila y son de alegría mis lágrimas, por eso
siguen sonriendo estos labios á quienes enseñaron los tuyos á dar
besos de amor. Él, tú y yo. ¿Quién más hace falta encima de la
tierra? ¿Verdad Juan, que nadie?
- Verdad, mujer, verdad. Y ahora, sosiégate. Sobre todo,
reserva; muchísima reserva, hasta que determine yo.
No tardó mucho en determinar el ilustre marqués de Pedrañera,
el noble don Juan Crisóstomo del Valle, el calderoniano vengador de
su honra, el espejo de hidalgos, que mientras un gran artista pudría
tierra á golpe de su acero y una mujer, y tres chiquillos vivían en
retiro por pragmática de su buen nombre, secuestraba doncellas y
obtenía en la corte título de caballero sin mancilla y sin tacha.
Su resolución fué tan fácil como inmediata: hacer la maleta,
embarcar para el extranjero y dejar á Hortensia y á la criatura de
Hortensia abandonadas á su destino. Otra más á la cuenta y á seguir
luciendo por el mundo su apostura gallarda. Así como así, el mundo
es ancho.
Infanticida
Joaquín Dicenta

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Infanticida
Joaquín Dicenta

- V -
El abandono del marqués fué para Hortensia como un mazazo en
pleno espíritu. Durante un mes vivió aplastada, embrutecida, sin
darse cuenta cabal de su desventura. Al llegar la hora de sus
entrevistas con Pedrañera, se encaminaba al cenador, de puntillas,
dando atrás el rostro, procurando no hacer crujir la arena,
guardando precauciones iguales á las de aquel, para siempre
desvanecido entonces.
Caída contra el banco de césped, que sirviera de almohadón á su
rendimiento, contaba los segundos; valíase para ello del tic-tac de
su corazón. Poco á poco su cabeza iba desmayando en el pecho, la luz
se apagaba en sus ojos, la esperanza en su espíritu. Dos lágrimas,
cuajando entre los párpados, se tendían, sobre ellos, para
transparentar la contracción dolorosa de las pupilas. Después se
recogían, oscilaban en el pestañal y caían de golpe.
Otras dos lágrimas cuajaban lentamente en el espacio que las
caídas dejaron libre.
En presencia de sus padres y hermanos, Hortensia permanecía
abstraída, sin proferir frase, con pretexto de lectura ó de labores.
Temía que la delataran sus ojos, que la denunciara su palidez, que
la verdad brotase impulsivamente por su boca, en borbotones de
palabras.
Las noches eran de crueles insomnios, de visiones que se
abocetaban en la obscuridad de su alcoba, con desdibujos
espectrales.
Ya surgía en un ángulo, encogiendo los hombros, mofándose de su
credulídad, la figura de Pedrañera, con sus claros ojos y su bigote
borgoñón. Tendía ella los brazos en ademán de retenerle, y Pedrañera
se eclipsaba, dejando tras su sombra el eco de una burlona risa.
Otras veces era el hijopor nacer quien se la aparecía; pero no
pequeño, sonrosado, gentil, con trazas de ángel, sino monstruoso,
enorme, enderezando hacia la madre sus brazos amenazadores,
engarfiando en ella sus uñas y arrastrándola al borde de un abismo,
en cuyo fondo hormigueaba una multitud rencorosa, aguardando su
caída para cebarse en ella. En otros momentos, eran sus hermanos,
sus padres, quíenes avanzaban á su encuentro, execrándola,
maldiciéndola, pidiéndole cuentas de su culpa, condenándola sin
apelación al abandono y á la infamia.
Y la condenarían en la realidad como en visión la condenaban.
¡Pobre de ella si su falta llegaba á descubrirse!... ¿Cómo evitarlo?
¿A quién acudir en demanda de apoyo?
¿A su familia? Fuera adelantar el castigo. ¿A sus amistades?
Fuera anticipar los desprecios y las repulsas. Estaba sola, ¡sola!
Entregada á sí misma. Quien debió protejerla había huido; el
protector convirtióse en verdugo. ¡Infame!... Y el hijo del infame
seguía golpeando en el vientre de la hembra abandonada, tomando
carne y vida, disponiéndose á venir al mundo.
Pensando así Hortensia sentía apoderarse de su alma un espanto
invencible, que traía aparejado un odio, invencible también, á la
criatura en formación. ¡Ah si pudiera hacerla desaparecer! Pero
¿cómo? Estaba bien cogida á la entraña. Disimular hasta que el
momento llegase, era el recurso único de Horten sia. Cuando el
momento llegase ya resolvería. ¡Hasta entonces!... Menos mal que su
hermana Concha estaba ausente en un viaje por el extranjero, del que
tardaría en volver; menos mal que los ojos de su madre, casi del
todo ciegos, compliceaban el engaño. Los hombres... Con ellos no es
difícil el disimulo. ¡Ay si ella tuviera á quién dirigirse, á quién
volverse en demanda de caridad y auxilio!...
A nadie tenía. Buena prueba de ello alcanzó una tarde en que,
obligada por los suyos, hubo de salir á paseo. Acompañabanla sus
padres, doña Jesusa y el hermano mayor.
Llegados al Retiro, tomaron padres y hermano asiento en un
banco inmediato á una plazoleta.
Hacia la plazoleta se encaminó Hortensia, acompañada de doña
Jesusa, y por la plazoleta vio desembocar á una señora que
correteaba tras un chicuelo de dos años.
El chiquillo tropezó con las faldas de Hortensia y dio con su
cuerpecito en el suelo. Alzóle Hortensia, llegó á ella la madre del
rapaz en actitud de gracias, y al enfrontarse, al reconocerse, las
dos mujeres exclamaron:
- ¡Julia!
- ¡Hortensia!
¡Fué irreflexivo impulso en las antiguas condiscípulas del
Sagrado Corazón de Jesús. Con el recuerdo de su niñez
relampagueándoles en los ojos y en la sonrisa, cayeron la una en
brazos de la otra.
Doña Jesusa, con el asombro pintado en su fisonomía imbécil,
retrocedió hasta el banco donde asentaba la familia.
- ¡Hortensia... Hortensia!... - murmuró
- ¿Qué? -preguntó Francisco.
Véanla ustedes. Está allí. Abrazada con doña Julia... Vamos,
con aquella Julita...
A un tiempo se pusieron en pie los dos hombres y la madre de
Hortensia. Don Antonio, avanzando hasta el grupo que formaban Julia
y Hortensia, gritó á ésta con voz dura:
- ¡Hortensia! ¡Pronto!... Ven aquí. Ese no es tu sitio.
- Sí, vé, vé - exclamó Julia-. Y gracias por este momento de
sincera amistad. Vé con los que ni olvidan, ni perdonan, ni
entienden.
Y cogiendo en brazos á su hijo, le alzó en alto y le hizo
ondear en el aire, como una bandera de amor.
- ¿Has olvidado - decía entretanto á su hija don Antonio, con
asentimiento de los demás -, has olvidado que esas mujeres no deben
ser tratadas, ni aun miradas por la gente de honor? Eso está fuera
de la sociedad; eso no merece más que desdén y afrenta. A quienes
hacen lo que Julia, se las vuelve la espalda y se las deja pasar de
largo. Maldita ella y cuantas como ella proceden.
No era en aquellos padres, en aquellos hermanos, en aquella
sociedad suya en los que hallaría Hortensia acogimiento y,
compasión. Estaba sola. Perdida para todos y para todo.
Y la joven, dejándose caer en el diván que decoraba su
antealcoba, rompió á llorar y apretó con rabia los puños en el hueco
de sus caderas.
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Joaquín Dicenta

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Joaquín Dicenta

- VI -
Por su cuenta faltaban dos meses para que el suceso arribara;
y, sin embargo, aquella noche, ápoco de acostarse, sobre la una de
la madrugada, experimentó Hortensia un extraño desasosiego, una
convulsión en todo su organismo á la que siguieron sordos y
espaciados dolores.
¿Sería...? Pero ¿cómo tan pronto? Ella pensaba en resolver, en
determinar alguna cosa que salvara el conflicto. Sólo que había
imaginado disponer de más tiempo. Si ello ocurría ahora, el
conflicto resultaba más grave. ¡No: no era posible!... No podía
haberse equivocado á tal punto.
¿Posible? Cierto era. La criatura se adelantaba en dos meses al
tiempo natural. Las presiones, fajamientos y artes empleados por
Hortensia para disimular su falta, aceleraban el advenimiento del
infante. No como en claustro, como en cárcel vivió éste; sentía que
le trataban mal, que no era amado en su nido de carne y se daba
prisa á dejarlo, á buscar espacios nuevos donde vivir más querido y
más libre.
Para conseguirlo desgarró la entraña maternal. Hortensia ahogó
entre sus dientes un grito que se le encaramaba por la garganta
arriba. El miedo la hizo fuerte; el terror, heroica. Aferrándose con
las manos convulsas á los barrotes de la cama; mordiendo las sábanas
para amordazar ayes; contrayendo fieramente los músculos para avivar
el lanzamiento; á obscuras, sin ruido, buceando con los ojos la
sombra, en criminal que realiza un atentado, no en madre que cumple
un ministerio augusto, esperó el último dolor, el desgarramiento
postrero.
Este advino con un crujimiento bárbaro de los huesos, con un
brutal empujón de la entraña. El instinto obligó á la hembra á
desprender de su carne al hijo, á darle cédula de criatura libre.
Algo rodó sobre la cama. La mujer recoleta, inmóvil, puso hacia
fuera la atención. Allí estaban sus enemigos; los que serían sus
verdugos á descubrirse el hecho. Nada oyó; un gran silencio venía de
los interiores de la casa; en el jardín cimbreaban, á impulsos del
viento, las ramas de los árboles; la luna cabeceó por entre dos
nubes. El tallo de un rosal trepador golpeaba contra la vidriera de
la alcoba.
Súbito, un quejido tenue apenas perceptible, rompió el silencio
de la noche. Era la criatura saludando á la vida. El quejido aquél,
acentuándose gradualmente, se convirtió en sollozo. El chiquillo
rompió á llorar.
Hortensia, al oír este llanto, saltó sobre la cama, trémula,
dominada por el espanto. No tuvo en aquel segundo más que un
pensamiento: hacer que el niño enmudeciera. ¿Cómo? De cualquier
modo.
- ¡Qué no llore! ¡Qué no llore más! ¡Qué no le escuchen!
Esta era la idea fija, incrustada á golpe de miedo en el
cerebro de la madre; para lograrlo comprimió con mano nerviosa,
terrible en el minuto aquel, la boca del recién nacido. Este procuró
defenderse llorando con más fuerza. Hortensia, temiendo que oyeran
sus padres el llanto, que éste la denunciara, apretó con la mano que
le restaba libre la garganta del pequeñuelo. Fiebre y terror la
enloquecían á la vez. Apretó, apretó con furia, con rabia, con
frenesí de tigre que desgarra su presa. Sus uñas penetraban en la
carne infantil, agujereándola, rompiéndola.
De pronto el niño cesó de llorar. Un rayo de luna que penetraba
por el cristal de la ventana y caía sobre el infantito como una
plegaria de nieve, se lo mostró á la madre.
La asfixia le había ennegrecido el rostro. Sus ojos protestaban
desde unas pupilas desmesuradamente dilatadas, de aquella muerte que
le sorprendía al nacer; sus labios se plegaban hacia los extremos de
la boca, salpicados por una sanguinolenta espuma. Dos lágrimas -
toda su vida - surcaron sus mejillas para caer como acerbo reproche
sobre las manos de su madre.
Hortensia no se dió cuenta de estas lágrimas. Vio sólo que su
falta se trocaba en delito, y, como procurara ocultar la primera,
procuró borrar el segundo.
Ciñó al cuerpo una bata, envolvióse con un amplio mantón,
ocultó bajo el mantón al muerto y, con paso febril, cauto é
irregular, atravesó un pasillo. Cruzó la alcoba-dormitorio de doña
Jesusa, abrió bruscamente la puerta de cristales que guiaba al
jardín y echó á andar por éste, huyendo los rayos de la luna,
deslizándose por un paseo embovedado con árboles, de hoja perenne.
Así, con marcha espectral, con vaguedades de fantasma, llegó
hasta el cenador donde fué el hijo concebido. En un segundo de cruel
desfallecimiento dejóse caer la hembra en el banco de césped donde
se adueñaron de su virginidad los brazos del varón. Pronto se
repuso; la fiebre y el miedo la empujaban. Casi á la carrera salvó
el espacio que hasta la verja conducía. Descorrió el cerrojo, dio
vuelta a la llave y se plantó en la calle desierta. No muy lejos, al
volver de la esquina próxima, había un descampado, y á su fondo un
muladar, un estercolero. Allí arrojaría su carga. Después... Después
estaba libre. Nadie sabría de su culpa: ni sus padres, ni el mundo.
No fué marcha, fué carrera ciega la suya. El mantón flotábale
sobre los hombros, abriéndose en dos anchos pliegues. Tomáraselos
por dos enormes alas negras que iban y venían azotando el
cuerpecillo del infantito muerto.
Dos guardias y el sereno, que platicaban en la esquina, al
distinguir aquel bulto que á saltos locos la doblaba, avanzaron
hacia él. Hortensia quiso huir, ocultar su carga. Fué inútil. Los
aprehensores la obligaron á detenerse; el niño muerto pasó á sus
manos desde los brazos de la madre, y ésta, lanzando un grito, cayó
desmayada, de bruces, contra las piedras de la calle.
El pelo de oro, deshecho por el frenesí de la carrera, se extendía
sobre la mujer, envolviéndola, ensudariándola...
Infanticida
Joaquín Dicenta

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Infanticida
Joaquín Dicenta

- VII -
Restablecida de una fiebre que la tuvo en trance de morir, pasó
Hortensia á la cárcel.
En ella aguardó, abandonada totalmente de su familia y de su mundo,
la hora del juicio de los hombres.
Los Méndez-Urda renegaban en absoluto del vástago podrido que
trajo la deshonra á su hogar. La compasión de una parienta que sin
visitarla, está claro, fué menos cruel, atendía los gastos
materiales de Hortensia. Su hermano menor fué un día, un solo día,
para preguntarle el nombre del amante, del burlador de su honra. Al
menos se cobraría en él. Hortensia calló.
¿A qué denunciar á Pedrañera? Repugnábale manifestar que se
había entregado á un hombre tan vil. Además, ¿qué importaba el
hombre?
Una sola visita recibió, para consuelo de su espíritu: Julia,
su antigua compañera en el Sagrado Corazón de Jesús.
- ¡Pobre! ¡Pobre! - exclamaba Julia acariciando fraternalmente
á Hortensia -. ¡Desventurada niña! Todos los prejuicios del mundo,
todas las losas del ambiente pesaron sobre ti. No tuviste valor para
sustraerte á ellos, y te aplastaron sin piedad. Ánimo; todavía hay
en ti juventud para sostener la lucha con la vida, bondad para
dignificar la tuya con un noble arrepentimiento. ¡Ánimo, pobre
Hortensia! Cuenta conmigo. Ya hallaremos quien te defienda. Hasta
entonces, firmeza. No pierdas la esperanza, y no pierdas tampoco la
resignación.
La resignación no la perdía; lo que perdía era la esperanza de
obtener gracia para un delito común de la tierra y en los interiores
del cielo.
- Había sido mala, muy mala. Había asesinado á su hijo. Ni aun
siquiera la detuvo el ejemplo de maternal amor que le ofrecían
diariamente las bestezuelas del corralillo de su hotel, los pájaros
que revoloteaban en los árboles del jardín.
¡Los pajarillos del jardín!...
A su memoria venía entonces, para torturar su conciencia, la
imagen de un árbol que se alzaba en aquel jardín, frente á la
ventana de la alcoba á que la joven, en su despertar de virgen,
solía asomarse con la bata á medio cerrar sobre el pecho y la
cabellera rubia abriéndose en haces de oro sobre la carne de su
espalda.
En aquel árbol levantaron dosjilgueros un nido.
Las ramas inferiores del árbol alzábanse como un metro sobre la
arena del jardín, al alcance de las manos de Hortensia.
Dueño de un lugar modestísimo, fabricado sobre tales ramas, con
pajas, plumas y hojas secas, era el alado matrimonio. Hojas, pajas y
plumas servían á las crías de lecho.
Los padres revoloteaban sobre Hortensia. El macho vestía traje
pardo con festones amarillos y rojos.
Era muy galán. Tenía el vuelo señorial, el cántico amoroso y
dulce.
La hembra, más recogida de figura, menos rica en los matices
del plumaje, estaba casi siempre en el nido. El cuidado de los
pequeñuelos absorbía sus horas.
Los hijos eran cuatro. Aún no habían soltado el plumón. Todo en
ellos era pescuezo y boca. Los ojos brillaban con glotona codicia.
Los picos estaban siempre abiertos. Los pescuezos se estiraban como
si hechos de goma fueran.
Hortensia fué trabando poco á poco amistad con la voladora
familia.
Al principio, cuando vieron á Hortensia acercarse á su
domicilio, pasaron los inquilinos un mal rato.
Las crías piaban angustiosamente. Los padres echaron á volar.
Luego dieron vueltas y más vueltas en torno á la joven, con los
picos amenazantes y las garrillas en tensión. La tomaban por un
enemigo, por un animalucho rapaz que iba á robarles su libertad y su
existencia.
Hortensia les sacó de su error. Prendada de aquel grupo
hechicero, quiso ganar sus simpatías.
Para lograrlas pasó un día y otro por cerca del árbol, cada vez
por más cerca, haciéndose la indiferente, sin indicar propósito
alguno de aproximación á las crías.
Recostada unas veces contra el banco de piedra puesto cerca del
árbol, inclinada otras sobre su labor, miraba al espacio con
distraídas pupilas ó seguía el correr de la aguja por el tirante
cañamazo.
Los padres de los jilguerillos, viendo que el animalote humano
no se ocupaba de ellos, fueron tomando confianza.
Huían del árbol cuando llegaba Hortensia, pero cada hora más
convencidos de que no quería hacerles mal, se acercaban al nido,
pasaban revoloteando por cima de la joven, y se cernían, trinadores,
sobre las temerosas crías.
Más brava la hembra, acabó por meterse noblemente en el nido.
El macho se hizo firme, durante la primer semana, en los altos del
árbol. Sólo al caer la noche se juntaba á su compañera.
Acabaron por ser los mejores amigos del mundo.
El macho daba á Hortensia los buenos días con sus trinos; la
hembra la saludaba sacudiendo las alas; las crías piaban al mirarla
llegar y engullían las migajas de pan con que ella solía atender su
apetito insaciable.
Ocasiones hubo, durante las cuales el jilguero macho se posaba
sobre los cabellos rubios de Hortensia ó paseó triunfalmente por las
flores y los realces del bordado que lucía en el bastidor.
La joven puso bajo la bandera de su protección á la familia
jilgueril. ¡Pobre de quien la molestara!... ¡Ay del chiquillo que
tubiera la mala ocurrencia de encaramarse por el árbol, de atentar á
la estabilidad y salud del nido!...
Era muy curioso el vivir de los pájaros. Curioseándolo pasaba
Hortensia largas horas. Encantábale aquella familia que se
balanceaba sobre una rama, al borde del estanque.
Ahora, en las tristezas de su celda, en las negruras de su
crimen, se le aparecían, revoloteando sobre su conciencia, como un
remordimiento.
Para aquellos jilgueros del jardín, el universo estaba
encerrado en ellos y en sus crías. Se amaban; los amaban. Buscaban
el sustento común por matas y arbustos; cantaban junto al nido el
himno de la paternidad y calentaban con su plumaje el sueño de los
hijos.
Cumplieron á su tiempo las leyes del amor, persiguiéndose de
árbol en árbol, de ráfaga en ráfaga de aire. Ahora cumplían las
leyes de la paternidad sin regatear al cumplimiento nada.
Para formar su nido rebuscaron en la campiña los más preciosos
materiales; para mullirlo, arrancaron plumas á sus pechos. Al nacer
las crías, ni el padre las desconoció, ni la madre se apartó de
ellas.
El macho cantaba cerca de la hembra para que ésta sobrellevara
la crianza en arrullo; la hembra endulzaba con sus piares los
desvelos y fatigas del macho.
Uno á otro se substituían en el nido para que no faltara á los
huevos calor. Cuando éstos se abrieron, cuando los jilguerillos
asomaron por entre la cáscara, como un rebuio de algodones, hacia
ellos se inclinaron los padres juntos; juntos prorrumpieron también
en triunfales gorjeos.
Después á cuidarlos, á que no faltara alimento á sus bocas, á
sus cuerpos abrigo. Durante el día á buscar, á conquistar la
existencia de todos. Al llegar la noche á posarse en el nido, á
volverse edredón sobre los pequeñuelos, á que los pequeñuelos
durmieran mientras los padres no más entredormían, atentos al más
leve rumor, prevenidos á la más remota asechanza.
Este fué el ejemplo que Hortensia, virgen aún, aprendió de
aquella madre, para
cuando la maternidad golpeara contra su vientre de mujer.
Este fué el ejemplo. Y, cuando la maternidad se hizo sobre un
lecho carne viva de hijo, ¿cómo procedió?, ¿cómo respondió al
ejemplo, al mandato, que por acciones de dos pajarillos le daba la
naturaleza?
¡Cómo procedió! ¡Asesinando al hijo! ¡Estrangulándolo con dedos
vueltos y garras! Corriendo á tirarlo después de estrangulado, como
si fuera una carroña, en un muladar.
Ni para esto fué noble; y eso que aun para esto le dieron
ejemplo los pájaros también.
Lo recordaba; como presente lo veía.
Uno de los jilguerillos murió.
Los padres aleteaban al borde del nido, sin entrar en él,
contemplando con ojuelos tristes el cadáver minúsculo, acariciándolo
con sus picos.
Al fin lo cogieron entre los dos picos, dulcemente,
cuidadosamente, apenas tocándole; lo empuiaron sobre la rama, y el
pajarillo cayó como en una tumba de cristal, en las aguas del
estanque, que se abrieron para recogerlo.
La madre, acurrucada sobre el nido, piaba con angustia...
Al evocar esta imagen de dolor y amor maternal, Hortensia,
llorando sin ayes y sin voces, se dejaba caer de rodillas sobre las
losas de la celda; extendía los brazos en dirección de la techumbre
y pronunciaba estapalabra única:
- ¡Perdón!
¿Á quién se lo pedía?
A la criaturilla muerta que flotaba por la atmósfera de la
celda, no acardenalada, no con los ojos de par en par abiertos, no
con sanguinolentas espumas en la comisura de los labios sonrientes,
llena de vida, posando sus manitas de ángel sobre la cabeza de la
madre en señal de misericordia.
Infanticida
Joaquín Dicenta

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Infanticida
Joaquín Dicenta

- VIII -
La multitud invadía « la Sala». Como cuña á mano era menester
introducirse en el público para ganar las primeras filas. Los
asientos de preferencia estaban ocupados por gente de buen tono. Al
fin y á la postre no era en carne vulgar en la que iba á recaer
sentencia.
La luz del sol, cernida por las sucias vidrieras, penetraba en
«la Sala» hecha polvo gris. Este polvo formaba niebla en el espacio.
Una gran tristeza bajaba con la niebla de la artesonada techumbre.
Al fondo, sobre el estrado, asentaban los jueces. Un Cristo de
metal fijo en el centro de la mesa daba espalda á los juzgadores,
encarándose con el banquillo, donde una mujer de cabellos rubios y
ojos azules, enmatecidos por la pena contemplaba á la imagen, con la
barba en el puño y el codo sobre las rodillas.
Aquella mujer era Hortensia. Su defensor la animó con una
sonrisa de esperanza. Otra sonrisa fué también recogida por los ojos
de la infeliz: la sonrisa de Julia. Hortensia bebió aquellas dos
sonrisas como bebería dos gotas de agua un agonizante de sed.
En torno á los jueces tomaron asiento los jurados. Un murmullo
sordo circulaba por la estancia sombría. El murmullo cesó al
comenzar el interrogatorio del presidente á la acusada.
Ésta se puso en pie; su rostro, pálido y convulso, reflejaba la
angustia; su pecho se alzaba y se deprimía con violencia; dió
algunos pasos, y extendiendo las manos en dirección del Cristo,
exclamó con acento donde temblaba el llanto y se estremecía el
sollozo:
- ¡Tuve miedo!... ¡Miedo del mundo, de mis hermanos, de mis
padres!... ¡Estaba loca de miedo! ¡Ahora no sé nada! Sólo una cosa
sé: ¡que he matado á mi hijo y que quiero morir!
Un grito ronco brotó por su garganta, y tambaleándose,
oscilando pesadamente, cayó sobre el banquillo. Oculto entre las
manos quedó el rostro, por los dedos resbalaban las lágrimas
irisándose á los reflejos de la luz.
El fiscal examinó los hechos con rigidez escrupulosa;
ateniéndose á ellos y al Código reclamó la pena consiguiente, y sin
ensañarse con la culpable terminó su oración, fría y seca como los
párrafos de un texto legal.
Tocó su vez al defensor. Era este un mozo joven, de frente
espaciosa, ojos firmes y ademanes resueltos.
- Yo -dijo, luego de rebatir con breves frases los argumentos
del fiscal - no voy á hablaros, señores jurados, de la ley escrita.
Según ella, acaso y sin acaso hallaréis en mi defendida culpabilidad
suficiente para un fallo condenatorio. Es á vuestra conciencia á
quien recurro en tribunal de apelación; haced de vuestra conciencia
Código, y de acuerdo con ella, juzgad, después de oirme, á la mujer
que llora enfrente de vosotros.
»Esta mujer ha dado muerte á su hijo. El hecho es indudable. Ni
ella lo niega, ni yo he de negarlo tampoco. ¡Una madre que mata á su
hijo!... ¡Qué horrible! ¿Verdad-?.. Parece imposible que tales
horrores sucedan. Sin embargo, ahí está uno de ellos palpable, vivo,
representado por esa mujer, por esa joven, hasta su culpa, modelo de
virtudes; hoy, ejemplo para vosotros, con sus lágrimas y con sus
frases últimas, de arrepentimiento hondo y de desventura incurable.
»Ahí está. Y yo me pregunto y os pregunto: ¿Es posible que la
naturaleza yerre hasta convertir el más santo de los amores en el
más cruel de los odios? ¿Puede el más perfecto y mejor organizado de
los seres incurrir por su propio influjo y con no interrumpida
frecuencia en crueldades ajenas á seres de más ínfima
representación? La mujer, que fué siempre la imagen más acabada de
la bondad y de la dulzura, la más completa encarnación de la
maternidad, ¿puede, sin causas externas que la obliguen y que la
empujen, contrariar esa su más alta significación y ese su más
arraigado y noble afecto? ¿Cabe pensar que la mujer sea la menos
madre de todas las madres?
»No; no es posible. Suponerlo valdría tanto como negar el
perfeccionamiento ascendente de los seres; tanto como decir que el
hombre, el organismo más remiso en su desarrollo, el que más
atenciones y mayores cuidados precisa, es el más expuesto á no ser
atendido por la ternura maternal. Esto es absurdo; esto no puede
ser. La madre humana, por sí propia, por su esencia material y
moral, es la más amante, la mejor de todas las madres. Si delinque,
si atenta á la vida del hijo, hay que buscar los orígenes de su
proceder en causas á su naturaleza ajenas; causas que, influyendo
sobre esa naturaleza por modo invencible, llegan á modificarla,
ápervertirla, á endurecerla, transformando el cariño en odio, la
ternura en miedo, el amor, que vivifica y salva, en vergüenza que
estrangula y destruye.
»Esas causas existen. Son producto de una organización social
raquítica, antinómica, defectuosa, llena de contradicciones y
anacronismos; organización aún rudimentaria, que se juzga perfecta
en sus leyes, que olvida las imposiciones de la naturaleza y - por
olvidarlas - crea conflictos y provoca crímenes de los cuales hace
responsable al individuo, mientras ella colectivamente se exculpa.
»Ahí tenéis á esa mujer acusada de un horrible delito. Esa
mujer ha nacido y se ha desarrollado en una atmósfera artificial,
falsa, que vosotros, nosotros, todos creamos en nuestra ignorancia,
en nuestro mal entendido concepto del deber y de la honra. Esa mujer
ha oído repetir una vez y otra y otra á sus padres, á sus hermanos,
á sus amigos, á la sociedad entera, que cuando la hembra se da á un
varón, sin cumplir tales ó cuales requisitos, está deshonrada; que
lo reputado en la mujer casada como santo y glorioso, es afrentoso é
imperdonable en la mujer soltera; como si el matrimonio, ese
matrimonio que los hombres instituyeron, fuese una consecuencia
humana y no un accidente social, Esa mujer amó á un hombre, y
llegado un momento, una circunstancia, un impulso que las leyes
sociales no pueden impedir, se entregó á él, obedeciendo á
exigencias de su organismo, á mandatos de la naturaleza, porque la
mujer ha nacido para ser madre y no para ser virgen.
»Aquel hombre la abandonó sin dar importancia á su abandono.
Estos abandonos se estiman hecho natural y corriente. Apenas exigís
responsabilidades al hombre que abandona; en cambio, seguís
arrojando sobre la mujer abandonada vuestras preocupaciones,
vuestros odios y vuestros estigmas.
»La mujer abandonada tuvo vergüenza, miedo; vió la social
censura caer á plomo sobre su fama; comprendió que según prejuicios
- la humanidad gestante en su vientre era un padrón, de futura
ignominia; temió á sus padres, temió al mundo, y cuando su hijo
vino, impulsada por ese temor, asesinó á su hijo, creyendo que
desaparecido el hijo, el testigo, el vocero de su ignominia,
recobraba la honra, esa honra que la sociedad exige á las mujeres
solteras para cedularlas de respetables.
»Sé que alguien me respondería: «Esa mujer lo pudo arrostrar
todo por su hijo.» Verdad. Sólo que para sufrir el escarnio, la
afrenta, el latigazo en el alma, mil veces más doloroso que en el
cuerpo, precisa heroísmo de mártir ó fortaleza de rebelde. Los
mártires y los rebeldes son excepciones humanas. No abundan encima
de la tierra.
»Esta mujer cometió un delito. Es cierto; no cabe negarlo. Pero
hay que estudiar los móviles que la impulsaron al delito. Recordad
sus palabras últimas, las que ha pronunciado ante vosotros: «Tuve
miedo.» ¿De quién? De la sociedad, que escarnece y ultraja á la
mujer que se entrega por amor libremente, como si el amor no fuese
un afecto que está por encima de todas, absolutamente de todas las
leyes sociales y legales.
»El delito que esta mujer ha cometido es grande. Urge evitar
que otros de índole semejantes ocurran. Para ello es preciso que
vosotros, entidades sociales, hombres serios, jueces sabios,
muchedumbres curiosas, no abofeteéis con vuestro desprecio á la
mujer caída; que le tendáis la mano; que amparéis su desdicha; que
si esto no basta, modifiquéis vuestras leyes por impotentes y por
defectuosas; que cuando una mujer o enseñe á su hijo no preguntéis
cómo le tuvo y que, ajenos á toda ofensa, respetando á la madre
porque es madre y. sólo porque es madre, os inclinéis ante su paso
en reverencia.
»Si no hacéis, si no hacemos esto, serán muchas las madres que
maten á sus hijos. Habrá que conducirlas á presencia del juez. Habrá
también que castigarlas.
»Pero, obrando en justicia, sería justamente preciso coger por
el cuello á la sociedad toda entera y sentarla de golpe en el
banquillo de los acusados.
» Ahora, juzgad y sentenciad.»
Murmullos en que se mezclaban admiración y asombro acogieron el
discurso del defensor de Hortensia.
Ésta continuaba llorando. De su cabeza, hundida entre las manos
temblorosas, sólo quedaba al descubierto la cabellera rubia; en ella
se reflejaba con áureos cambiantes la luz cernida por los vidrios.
Acaso bajo aquellos oros, el pensamiento de la infanticida se
encaminaba hacia un futuro en el cual, libre de temores y de
prejuicios, arrepentida y fuerte, podría mostrarse á los ojos del
mundo, ó por lo menos á los ojos de Dios, como una buena madre de
hijos.