La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

 

 

'Hot line'
LUIS SEPÚLVEDA

CAPÍTULO 1 / Gatillo ligero
E1 detective George Washington Caucamán dio el grito de ¡quietos, al que me mueva le vuelo las verijas! y los jinetes se detuvieron en seco. En un movimiento coordinado por los años de práctica combatiendo el cuatrerismo en los pasos cordilleranos de la P -George Washington Caucamán -dijo el comisario.
-Usted dirá, jefe -se limitó a responder el aludido sin ocupar la silla que le habían indicado, y no por recato, sino porque tenía las botas y los pantalones embadurnados de boñigas. Qué diablos. La vida de un policía que combate el cuatrerismo no es prec -Te has metido en un pozo de mierda, muchacho.
-Llevo 15 años con la mierda hasta el cuello, jefe. Usted sabe que aquí los casos no se resuelven desde el escritorio. Yo huelo las boñigas de una vaca y sé cómo se llamaba la abuela del ganadero.
El comisario cruzó las manos sobre el expediente y asintió con la cabeza. Tenía por delante a uno de esos policías que llegan hasta el final de cada caso sin importarles si terminan con una medalla al mérito colgada del pecho, o ellos colgando de un solit Volvió a abrir el expediente, y antes de leer por centésima vez las paparruchadas legales allí consignadas miró detenidamente al detective. Medía poco más de un metro setenta, su cuerpo tenía la contextura de un tronco centenario partido por un rayo, defi -George Washington Caucamán. Fui tu instructor en la escuela de detectives y siempre te hablé claro. Te dije que ser mapuche en este país de mierda era casi tan malo como ser negro en Alabama. Te dije que nunca, jamás te ofrecerían una plaza de servicio d -Con todo respeto, jefe. Yo sólo me limité a cumplir con mi deber.
El comisario reconoció que una vez más el enmierdado policía tenía razón. Los buenos policías tienen algo de suicidas y eso los impulsa a llegar con el cumplimiento del deber hasta las últimas consecuencias -meditó- y enseguida leyó del expediente:
-"...y como resultado de la desafortunada intervención policial. El ciudadano Manuel Canteras recibió una perdigonada doble, del calibre 14, en los glúteos, lo que conllevó a una posterior amputación de la nalga derecha en un cien por ciento, y de la nalg Lo siento, jefe. Sé que el general es un pez gordo, pero el expediente olvida mencionar que el jovencito comandaba un grupo de facinerosos que arreaban un rebaño de cuarenta vacas Holstein con rumbo a la Argentina. Vacas robadas a la estancia E1 Rosario. E1 comisario encendió un cigarrillo, arrugó la nariz y siguió leyendo:
-"Manuel Canteras hijo se encontraba realizando una excursión en compañía de un grupo de amigos, todos ex miembros de las Fuerzas Armadas, amantes de la naturaleza y las bellezas regionales, los que, tras toparse sorpresivamente con un rebaño de reses ext -Pura paja, jefe. ¿Qué piensa hacer conmigo?
-Lo sensato sería obedecer los deseos del general Canteras, expulsarte del servicio para que sus hombres luego se encarguen de ti, pero yo me juego por mis hombres que el culo del hijo de un milico nunca valdrá lo mismo que la vida de un policía.
-Hable claro, jefe.
-He conseguido que el psicólogo del cuerpo te declare sometido a una fuerte fatiga, consecuencia del duro servicio, lo que te ha llevado a actuar de forma temeraria.
-No entiendo ni una palabra, jefe.
-¡Que estás medio chalado, huevón! Y que eso te ha convertido en un policía de gatillo ligero. ¡No digas ni una palabra! Tengo que sacarte de aquí y mandarte a un nuevo destino, en la capital. Este condenado país tiene casi cinco mil kilómetros de fronter La capital. A George Washington Caucamán estas palabras le sonaron como bofetadas. ¿Qué diablos podría hacer en la capital? Tenía más de quince años combatiendo cuatreros y contrabandistas y su elemento natural eran los cerros. Podía dormir plácidamente s -¿La capital? Jefe, no puede hacerme esto.
-Lo siento, muchacho. No hay otra solución, y afírmate los pantalones porque aún no te he dicho lo peor: Por culpa del retorno de la democracia la dirección está empeñada en arreglar la imagen del cuerpo y ninguna comisaría quiere tipos con antecedentes d -Sí, jefe. ¿Qué tiempo hace en la capital?
-Frío, muchacho. Agosto es siempre muy frío.
George Washington Caucamán necesitó varias botellas de aguardiente para reponerse de tan brutal sorpresa, y borracho como una cuba terminó abrazado a su caballo, llorando el llanto sin estridencias de los antiguos caciques, mordiéndose los labios hasta ha Despertó de la borrachera con la úlcera gástrica de todos los detectives a punto de enloquecerlo, y sólo con la ayuda de tres papelillos de bicarbonato consiguió ponerse nuevamente de pie frente a la vida.
Una semana más tarde, el detective George Washington Caucamán, vestido como para un casamiento y sin rastros de boñigas en su indumentaria, trepaba la escalerilla del avión que lo conduciría a Santiago.
-Bueno, allá vamos -se dijo ya en el aire, y cerró los ojos para no ver el paisaje de prados, lagos, cerros, vacas y más vacas, pensando qué ciertos eran esos versos que decían que las penas son de nosotros y las vaquitas ajenas.
CAPÍTULO 2 / Garrapatas
El oficial administrativo de la dirección de Investigaciones, la policía criminal chilena, revisó la documentación del recién llegado y luego lo observó con atención de antropólogo.
-Así que gatillo ligero. ¿Por qué se metió a investigaciones y no al cuerpo de carabineros?
-¿Tengo que responder a esa pregunta?
-Si quiere. No abundan los mapuches entre nosotros. A ustedes les gustan los uniformes y por eso prefieren meterse a carabineros.
-Debo ser la oveja negra que confirma la regla.
-También se dice que ustedes son gentes de pocas palabras.
-Y borrachos y flojos. También fuimos sifilíticos.
Terminado el fraterno intercambio de opiniones, el oficial lo mandó a la dirección de personal. Allí, el encargado le cambió la tosca placa de detective rural por una enmarcada en un libretín de cuero, y le entregó las herramientas del oficio: un par de e -Una vez vi una película de Clint Eastwood. Él era un policía de Tejas que llegaba a Nueva York y se veía muy raro. Más o menos como usted -dijo.
-¿Me encuentra parecido a Clint Eastwood?
-No. Es que él venía de provincia y era un vaquero. Los del servicio rural también son vaqueros, ¿no?
El detective de provincia no respondió y rápidamente leyó el folio con instrucciones que le habían preparado. No eran muchas y sugerían un negligente arréglatelas como puedas.
-Fue muy sonado lo que le hizo al joven Canteras. El pobre chico tendrá que conseguirse un donante de culo para volver a sentarse. Cuide la munición, gatillo ligero -dijo el encargado y le guiñó un ojo, pero George Washington Caucamán prefirió ignorarlo. -Aquí pone que tengo cuarto en una pensión. ¿Queda cerca de aquí?
-A ver. Barrio San Joaquín. Queda al sur, creo.
-¿A cuántas leguas?
El detective de provincia se marchó, y dejó al encargado discutiendo con otros dos funcionarios respecto de cuántos metros medía una legua.
La ciudad le resultó enorme, fría y agreste. Era difícil respirar y también costaba orientarse, porque el sol brillaba en algún lugar incierto del cielo, más arriba de la capa pringosa de gases que cubría Santiago. Caminó una media hora hacia el sur, hast -No se juega con los gases -se dijo, y detuvo el primer taxi que pasó.
-Conozco la pensión. Está en la calle Copiapó. En quince minutos estamos allá -dijo Anita Ledesma, y el detective descubrió que estaba en manos de una conductora.
Los débiles rayos de un sol lejano aumentaban los tonos grises de la ciudad. George Washington Caucamán se dijo que no quería ni vivir ni morir en Santiago, y que haría lo posible para largarse cuanto antes. Un frasco azul junto al asiento de la chófer ll -¿Tiene chanchos, señorita?
-¿Yo? Ojalá los tuviera. Abriría una charcutería -respondió Anita Ledesma con toda la gracia de sus cuarenta años bien parapetados tras la barricada de la esperanza.
-Ese frasco es un desparasitador de chanchos.
-Me lo vendieron para el perro. Tiene garrapatas.
-¿Blancas o marrones?
-No lo sé. Nunca se las he mirado. Sólo lo veo rascarse.
-Marrones. Las blancas no producen escozor. Ese producto le matará al perro, es muy fuerte, para chanchos, porque la piel porcina es gruesa y la capa de grasa impide que las toxinas entren en el organismo. Hierva medio kilo de ortigas en un litro de vinag -Llegamos, amigo. Y no me debe nada -dijo la taxista.
-¿Es por la receta? Los secretos del campo no se cobran -alegó el detective con un billete en la mano.
También se la agradezco, pero yo le debo una gran alegría: vi su foto en los periódicos, usted le voló el culo al hijo pequeño de un tremendo hijo de puta -exclamó dichosa la taxista entregándole una tarjeta con el número de su celular y la seguridad de q George Washington Caucamán bajó del taxi preguntándose si tal vez el paisaje de la ciudad lo componían las gentes.
En la pensión le mostraron un cuarto de inventario espartano. Aceptó, y luego de asentir sin palabras a las recomendaciones de la patrona en el sentido de no meter personas del sexo opuesto a la habitación, se tendió en la cama y cerró los ojos hasta que Salió y se metió a la primera cantina que encontró en el camino. Mientras esperaba a que le sirvieran, pensó con nostalgia en sus compañeros de la Patagonia. Estarían asando un costillar de cordero, luego tomarían mate y se contarían chistes picantes. Tri -Así que tú eres el indio de mierda -dijo uno.
-De mierda no, de Loncoche -corrigió.
-Somos amigos de Manuel Canteras y te vamos a volar los huevos -dijo el otro, tamborileando con los dedos sobre la mesa.
-Puede ser, pero no con esa garra -respondió el detective clavando el tenedor en la mano del tipo.
Con el 38 de reglamento empuñado los vio salir. Uno repetía siniestras amenazas y el otro daba alaridos tratando de quitarse el tenedor que le traspasaba la mano.
Cuando estuvo seguro de que los tipos se habían largado guardó el arma y echó mano a un papelillo de bicarbonato. El alivio efervescente llegó rápido y se llevó los retorcijones intestinales. Al sacar dinero para pagar la cuenta con el tenedor incluido en -¿Anita? Soy el que le dio la receta contra las garrapatas.
-Esperaba su llamada. ¿Se metió en problemas?
-¿Cómo lo sabe?
-Su cara salió en la prensa, amigo, y en Santiago hacen nata los tipos rencorosos. Dígame dónde está y paso a recogerlo en unos minutos.
Acomodado en el taxi de Anita se repitió que no quería ni vivir ni morir en Santiago.
-¿A la pensión? Lo llevo a cualquier parte, amigo.
-Demos una vuelta por la ciudad. Tengo que pensar.
El auto se puso en marcha y la taxista respetó el silencio del detective. Encendió discretamente la radio. Las noticias hablaban del futuro esplendoroso que se abría ante el país con el auge de las exportaciones. Una media hora más tarde pasaban frente a -El cerro Santa Lucía. Lindo y vacío -dijo Anita.
-Los mapuches lo llamaban "huelén" y era un lugar sagrado -comentó el detective.
-Hasta que llegó Valdivia, los españoles, y a sus pies levantaron esta ciudad de mierda -agregó Anita.
CAPÍTULO 3 / Casos y cosas
A las ocho de la mañana, el detective George Washington Caucamán entraba a un remozado edificio de la calle Agustinas. Una placa de acrílico indicaba que en el segundo piso atendía la comisaría de investigación de delitos sexuales. Al abrir la puerta, pen -Es un piso más arriba -dijo una de las mujeres.
-¿Qué es un piso más arriba?
-La fotocopiadora. ¿No viene de la Xerox?
El detective de provincia preguntó por la comisaria. Una morena de lentes que se empeñaba en tipear un documento lo llamó a su escritorio. George Washington Caucamán le entregó la orden de incorporación a la comisaría.
-Vaya vaya. Chicas, ¿saben a quién tenemos aquí? Al Charles Bronson de la Patagonia.
Las mujeres policías lo observaron con atención de entomólogas, de hombro a hombro, de pies a cabeza, y no economizaron risitas.
-¡Qué look! La última vez que vi un terno como ése fue en la película El halcón maltés -dijo la que se notaba más joven.
-Intentaré corromperme para vestir trajes de Armani -respondió el detective.
-George Washington Caucamán. Debe ser descendiente de ingleses. Mi abuelo se llamaba Evans y era galés. De pronto hasta somos parientes -comentó otra.
-No lo creo. Pero mi bisabuelo conoció galeses en la Patagonia. Les ayudó a despiojarse. Y ahora, si son tan amables me gustaría saber cuál será mi lugar de trabajo y qué debo hacer.
-Le daremos un escritorio y lo demás será esperar -dijo la comisaria.
Recibió un escritorio en el pasillo, bastante alejado de las mujeres policías. El detective supuso que lo confundirían con el conserje del edificio o con el responsable de objetos perdidos, pero no discutió. El escritorio tenía tres cajones tan vacíos com A media mañana luchaba con los bostezos. Había visto entrar y salir a varias mujeres, algunas de ellas con ojos a la funerala, otras pálidas y demacradas, unas muy jóvenes, otras maduras, y en medio de tal tedio la comisaria se acercó hasta su escritorio. -Hacer de mueble cansa -comentó el detective.
-Mejor para usted y para todos. Mire, no tenemos nada personal en su contra, pero nos han informado que usted es uno de esos polis de gatillo ligero y aquí trabajamos con otros métodos.
-Entiendo. Intentaré enmendarme, dejaré el 38 en el escritorio y cargaré una asistente social en la sobaquera.
-No se pase, detective. Pronto le traerán materiales de escritorio y un teléfono con grabadora. Conforme al reglamento se deben registrar todas las denuncias.
-O sea que me incorpora al trabajo. Gracias.
No puedo evitarlo, sin embargo, no se hará cargo de ningún caso. Le repito que no tenemos nada en su contra y sí mucho contra el imbécil que lo destinó a nuestra comisaría. Usted sabe que ninguna mujer agredida confiaría en un hombre, y menos aún en un ma -Los indios somos optimistas, comisaria. Le aseguro que pronto aparecerá un camionero violado por una banda de hermanas de la caridad y ése será mi caso.
Al mediodía, con el teléfono ya conectado, las mujeres policías decidieron que él se quedaba de guardia durante el turno de comer, y lo dejaron solo. No protestó, y en cuanto las escuchó bajar la escalera, marcó el número de Anita Ledesma.
-¿Cómo va todo? -consultó la taxista.
-Maravillosamente. Tengo un teléfono lleno de botones rojos.
-Si se mete en líos no dude en llamarme.
-Anoche cené solo y no me gustó.
-Acepto. Llámeme a eso de las nueve.
Apenas había colgado y el teléfono sonó por primera vez en su escritorio.
-Anoche te escapaste jabonado, pero no te preocupes, vas a pagar lo que le hiciste a Manolito -amenazó una voz ronca, como de fumador empedernido.
-Si tus amigos van por la cantina que devuelvan el tenedor -alcanzó a decir el detective antes de que colgaran.
Que a uno lo persigan por volarle la cabeza a un prójimo, vaya y pase -meditó el detective-, pero hacer tanto escándalo por un culo no es serio.
No pudo seguir divagando, porque en ese preciso instante vio a la mujer que indecisa caminaba a su encuentro.
-¿No están las señoritas?
Era una mujer corpulenta, de unos sesenta años, con un vigoroso moño anudado a la nuca y no venía sola. De su brazo derecho colgaba un bolso de piel imitación cocodrilo, y del izquierdo un cónyuge que a todas luces se movía contra su voluntad.
-No, pero yo soy uno de ellas -respondió el detective.
-Querida. Los trapos sucios se lavan en casa- dijo el cónyuge.
-Siéntese, Hipólito. Y hable nada más cuando se lo permita el detective -ordenó la mujer.
Hipólito empezó a morderse las uñas mientras la mujer abría la cartera y buscaba algo, hasta que finalmente dio con una hoja de papel.
-Mire esto.
Era una factura de teléfono y bastante abultada. Había por lo menos dos meses de sueldo de un detective en esa cuenta. Hipólito comenzó a sollozar.
-Es bastante dinero -opinó el detective.
-Más que eso. Fíjese en el detalle de las llamadas.
El detective volvió a revisar la cuenta. Estaban detalladas las llamadas de un mes. La mayoría eran breves, un par de minutos, pero había tres que se llevaban la mejor tajada de la torta.
-¿Comprende lo que ha hecho este marrano? -dijo la mujer amenazando con meterle un capirotazo a Hipólito.
El detective alzó los hombros.
-Lo han engatuzado, esquilmado, estafado. Este miserable, buscando en otro lugar lo que tiene gratis en casa, frecuenta mujerzuelas por teléfono.
-¿Usted hace eso, Hipólito? -dijo sencillamente por decir algo, porque el regreso de las mujeres policías le inhibió la carcajada.
-Y bien. ¿Qué espera para ir a detener a esas putas?-preguntó desafiante la mujer.
-Señora, ésta es una reclamación para el comité de defensa del consumidor, siempre y cuando su esposo declare que lo han estafado, que los servicios recibidos no se correspondieron con la oferta. Además, no hay ninguna ley que impida a Hipólito cascársela La mujer salió como una tromba, maldiciendo a los indios de toda América, con el cónyuge colgado de su brazo izquierdo, y el detective se echó a la boca un papelillo de bicarbonato.
-¿Qué es eso? ¿Coca? -preguntó la comisaria.
-Coca de los pobres. ¿Quiere probar? -respondió el detective con la boca llena de espuma.
-No muerda. Y ya que le cayó la primera cosa revise estas otras, quién sabe si se convierten en un caso -dijo entregándole varias carpetas.
Todas estaban tituladas "Hot Line". George Washington Caucamán mató el día revisando facturas telefónicas de muchos onanistas con problemas de pago.
LUIS SEPÚLVEDA

CAPÍTULO 4 / El precio del placer
Así como las loterías y las tragaperras fomentaron la ludopatía con licencia estatal para solaz de los bancos y de los usureros, las líneas calientes reivindicaban una práctica sexual antigua como la humanidad, rescatándola de la condena eclesiástica y de -Las confusiones del sexo, Anita -comentó el detective George Washington Caucamán a su compañera, mientras ésta le revisaba los maltratados pies.
Anita Ledesma vivía en una pequeña casa del barrio San Isidro y todo su mobiliario era muy funcional y práctico, como ella misma.
-Mire, amigo -le dijo en el café en que se habían citado-, yo creo en los astros, y ellos dicen que usted y yo terminaremos en la cama, de tal manera que evitemos la inútil ceremonia de la conquista y empecemos a conocernos de la mejor manera. En casa ten -Supongo que llegó la hora de tutearnos -respondió Caucamán.
Entre los dos sumaban ochenta años, y tal cúmulo de tiempo predispone al amor sincero, libre de aspavientos, proezas o disculpas, y, como no hay nada que perder, el resultado final es una enorme ganancia.
-¿De verdad crees que el sexo se presta a confusiones? -preguntó Anita pasándole una escofina por los callos.
-A veces. Recuerdo una historia que me contaron unos arrieros en la Patagonia. Hace dos años, un frente de mal tiempo interrumpió las maniobras que un regimiento de infantería realizaba en la frontera con Argentina. Treinta días y treinta noches lloviendo George Washington Caucamán despertó alegre esa mañana. Anita le había dejado un termo de café y tostadas junto a la cama. Se levantó de un salto y sintió que sus pies libres de durezas podían llevarlo a cualquier parte.
-Cosa o caso, ésos tienen un problema que también le compete -dijo la comisaria, indicándole a una pareja que esperaba frente a su escritorio.
-¿Usted es el experto en líneas calientes? -preguntó el hombre.
-He seguido pistas calientes durante quince años -respondió el detective, recordando los vuelcos de corazón que tantas veces sintió al palpar unas boñigas blandas y humeantes en un sendero de monte.
Les ofreció asiento. La mujer no era muy alta, tendría unos cuarenta y cinco años y, pese a la preocupación que marcaba su semblante, mostraba la seguridad de saberse atractiva, en lo mejor de la vida y con deseos de prolongarla. Se sentó con movimientos -¿El señor se pasó con la cuenta telefónica? -dijo el detective para romper el hielo.
-No. Al contrario. Por primera vez en la vida, estamos libres de números rojos -precisó el hombre.
-Me gustaría tener esa clase de problemas.
-No es eso. Se trata de una historia confusa y será mejor que sea yo quien la explique -dijo la mujer buscando sus cigarrillos.
George Washington Caucamán le acercó el cenicero y cogió la libreta de apuntes.
-Me llamo María Lombardi y mi compañero se llama Sergio Téllez. No estamos casados pero vivimos juntos desde hace veintitrés años. Entre el setenta y cinco y el ochenta y nueve vivimos en el extranjero, en el exilio. Éramos actores y luego del golpe milit George Washington Caucamán anotaba, e íntimamente se preguntaba cómo diablos funcionaban las líneas calientes. Siempre había usado el teléfono para los fines que Graham Bell previó al inventarlo. Tal vez esos dos tenían algo que ver con el drama de Hipóli -Y todo marchó de maravillas, hasta hace un par de días -agregó el hombre.
-¿Clientes que se niegan a pagar las facturas porque las consideran excesivas?
-No. Nunca hemos tenido quejas al respecto. Nos hicimos de clientes fieles y siempre quedaron conformes con el servicio -indicó la mujer.
Línea caliente. Hot Line. George Washington Caucamán les pidió que le detallaran el funcionamiento del negocio, y la mujer asumió la parte pedagógica.
Es como un prostíbulo virtual. Sin espejos, sin salones rojos, sin casa. Al atender un servicio no vendemos nuestros cuerpos, ofrecemos imaginación y estimulamos la fantasía erótica del cliente. Por ejemplo: un señor llama y quiere saber cómo estoy vestid -¿Y el señor? ¿Atiende llamadas de señoras?
-Al principio lo intentamos, pero la liberación femenina es enemiga del negocio -filosofó el hombre-, se puede decir que soy el técnico de sonido. Hay tipos que la quieren en la ducha o en el jacuzzi, entonces yo dejo caer agua de una regadera en un lavat -Todo esto es muy instructivo, pero quiero saber por qué diablos están aquí. Ésta es la comisaría de investigación de delitos sexuales -precisó el detective.
-Hace más o menos una semana empezamos a recibir la llamada de un tipo extraño. No paga por escuchar, sino para que nosotros le escuchemos.
-En materia de gustos no hay nada escrito. Y mientras les pague, no veo de qué se quejan.
-Es que nos persigue. Hemos cambiado dos veces de número, pero es inútil. Y es horrible lo que hemos oído -dijo la mujer, enjugando dos lágrimas que desconcertaron al detective.
Desde alguna parte de la ciudad le llegó el inconfundible hedor del estiércol, y se dijo que estaba frente a un caso.
LUIS SEPÚLVEDA

CAPÍTULO 5 / Voces del tiempo
El detective George Washington Caucamán tipeó el escueto parte que detallaba la visita de la pareja de actores reconvertidos al sexo telefónico, y finalizó indicando que acudiría esa tarde al estudio -quiso poner prostíbulo virtual- para ser testigo de la La comisaria leyó, comentó que lo verdaderamente inquietante sería que a esos cerdos les rezaran el rosario por teléfono, y le preguntó si sabía conducir, porque tenía derecho a usar una de las patrulleras.
-Los detectives rurales sabemos conducir autos, camiones, caballos, botes con motor fuera de borda y pilotear avionetas. Pero yo prefiero caminar, si no le importa.
Anita lo recogió al mediodía. Portaba una cesta con sandwichs, un termo de café y unas naranjas. Llovía sobre la ciudad y el olor a humedad tornaba casi respirable el aire.
-Vamos a un lugar cerca del cielo -dijo Anita y puso el auto en marcha.
En la cumbre del cerro San Cristóbal se sintieron alegremente solos. A unos cientos de metros más abajo los faldeos del cerro desaparecían, se hundían en la nube de gases que lo cubría todo. Sabían que por ahí, abajo, estaba el parque zoológico, la enotec -Me gusta este lugar -dijo el detective.
-A mí también. Vengo cada vez que puedo. Imagino que de pronto soplará un fuerte viento desde el Pacífico, se llevará la nube de smog, y al bajar encontraré la ciudad que perdí en el setenta y tres -confidenció Anita pelando una naranja.
-Vaya. También eres del bando perdedor.
-Y perdí mucho. Un compañero, por ejemplo. Se llamaba Moisés Panquilef, mapuche, como tú. ¿Qué quieres decir con eso de que también soy del bando perdedor?
-Hoy conocí a una pareja de actores, exiliados que retornaron a una ciudad que los desconoció. Siento lo de tu compañero.
-Y yo. Nos conocimos en la facultad de pedagogía, luego vivimos juntos cinco años, hasta que un día de noviembre del setenta y tres lo sacaron de la escuela donde enseñaba y desapareció. Y tú, George Washington Caucamán, ¿quién eres tú?
-Soy el hijo de un panadero mapuche que leía el Selecciones. De ahí mi nombre. Y tengo un hermano que se llama Benjamín Franklin Caucamán. Un día el viejo decidió que los mapuches sólo sobreviviríamos si nos colocábamos del lado de la ley. Así que me hice Llovía, y se estaba bien en el auto, aislados del mundo, protegidos por la cortina de agua que se deslizaba por el parabrisas. Anita metió una cinta de Los Panchos en la casetera y sirvió dos jarras de café.
Me gustaría escuchar algo -dijo el detective sacando de un bolsillo la cinta que le dieran los actores.
El tiempo tiene mil voces y muchas de ellas son crueles. Esta voz del tiempo se presentaba masculina, ronca, segura, se dirigía a los homosexuales, a las putas, a los curas rojos, asegurando que muy pronto pagarían por la inmoralidad y las traiciones a la Anita arrancó la cinta de la casetera.
-¡Espera! No la rompas -dijo el detective.
-¿Qué degenerado ha hecho esto? -Se preguntó a sí misma, con la mueca del llanto deformándole el rostro.
George Washington Caucamán buscó un papelillo de bicarbonato y se lo echó a la boca. Mientras el milagro efervescente hacía efecto, recordó ciertas palabras del comisario rural, dichas unos dos años luego del golpe militar. Con ellas le aseguraba que se i -Me la dieron los dos actores de quienes te hablé.
-¿Sabes qué son esos gritos?
-Lo supongo. Puede ser un montaje.
-¡No! Son gritos de gentes que están siendo torturadas. Yo conozco esos gritos porque pasé por el infierno. Estuve dos meses en Villa Grimaldi -gritó Anita sin preocuparse por las lágrimas, y el auto se tornó estrecho, pues todos los fantasmas del miedo s -Eso ya pasó, Anita -dijo abrazándola, y de inmediato se avergonzó de sus palabras. Sólo le faltaba decir "ahora estamos en democracia y debemos perdonar a los que nos hicieron daño".
-¿Qué harás con la cinta? -preguntó Anita secándose las lágrimas.
-Es una prueba legal. Pertenece al sumario, si lo hay.
-No lo habrá. Los milicos son intocables.
Había dejado de llover. Un ave de rapiña cruzó la pequeña porción de cielo enmarcada por el parabrisas. Volaba alto, tanto, que George Washington Caucamán no logró identificarla. Podía ser un águila, o un chimango, o un halcón de los Andes. Fuera lo que f -¿Dónde podemos hacer una buena copia de la cinta? -preguntó el detective.
La casa de Radio Tierra estaba a los pies del cerro San Cristóbal. Era una emisora de mujeres, hecha y mantenida por mujeres, y se encargaba de recordarles a las mujeres que también pertenecían al género humano. Anita saludaba y recibía muestras de cariño -Es más nítida que el original. Quité los ruidos parásitos del grabador -dijo al entregarla.
Anita retornó a su oficio de cazar pasajeros por las calles ya oscuras de la ciudad, y el detective marchó hasta el estudio o prostíbulo virtual de los actores.
Le ofrecieron asiento en una sala de estar como la de cualquier piso. Un sofá, dos sillones, muchos cojines, una reproducción del Guernica, un estante con libros y chucherías, y en la mesa de centro el teléfono conectado a una grabadora con amplificador. -¿Para qué son esas planchas metálicas? -Consultó.
-Con ellas hago ruido de truenos. Hay tipos que la quieren desnuda y corriendo bajo una tormenta -informó el hombre.
La mujer vestía un chándal azul y llevaba el cabello recogido en una cola que caía sobre su espalda. No se veía precisamente erótica. Le indicó que se sentara en uno de los sillones cuando sonó el teléfono.
-¿Aló? Ernesto, ¿tú de nuevo? Vicioso. Ayer me dejaste casi muerta Ernesto. ¿Quieres que lo hagamos de nuevo? Eres mi macho, mi hombre, sí, te siento, la tienes enorme, me das miedo, me vas a dejar deforme, espera, que me quito las bragas, ahora sí, Ernes El tal Ernesto estuvo unos tres minutos al teléfono. Con un bolígrafo atravesado en la boca, la mujer le pedía que la dejara respirar, que su polla la ahogaba, y lo conminaba a no correrse todavía, hasta que un sonido gutural dio a entender que a Ernesto -Tres minutos. Sirve para cigarrillos -comentó el hombre.
-¿Escuchó la cinta? -consultó la mujer.
-Creo que todos sabemos de qué se trata -respondió el detective, pero no pudo seguir porque el teléfono sonó de nuevo.
-Las nueve. Siempre llama a las nueve -dijo el hombre.
-¿Qué tal, mariconazo? Y tú, putilla comunista. ¿Esperaban mi llamada? -dijo la voz masculina, recia, ronca, decidida-, me gustan las sorpresas, pero unos pinganillas como ustedes no pueden sorprenderme. Sé que me denunciaron y tienen ahí a un indio de mi CAPÍTULO 6 / La hora de los basureros
La reacción de la pareja de actores fue histérica. Sin cesar de repetir que nada había cambiado en ese país de mierda, que todo, la casa, la policía, el aire mismo estaba controlado por los militares, mal llenaron un par de maletas y se fueron sin tomarse El detective George Washington Caucamán se quedó solo, abriendo lentamente un papelillo de bicarbonato, y pensando que el dueño de la voz acababa de cometer un importante error. Pero luego de la recompensa efervescente se dijo que tal vez ese hombre tenía Desde un teléfono público llamó a Anita Ledesma.
-Deja lo que estés haciendo y vete a la radio. Creo que es el único lugar seguro -dijo el detective.
-Ya estoy aquí -respondió Anita con tono apesadumbrado.
-¿Tuviste visitas en casa?
-Degollaron al perro y le metieron unas ramas en el cuerpo.
-De hojas muy lisas y alargadas. No te muevas de ahí.
Ramas de canelo, el árbol sagrado de los mapuches. El mensaje era muy claro; no había poder que pudiera protegerlo.
Desde la cabina telefónica vio el auto detenido a una docena de metros. Podía caminar simulando que no los había descubierto y tras doblar la primera esquina largarse a correr hasta despistarlos, pero sería inútil. Con seguridad habría otro vehículo en la El detective George Washington Caucamán recordó con cariño a los bandoleros de la Patagonia. Cuando el silencio les entregaba la certeza de que los estaban rodeando, disparaban sus armas hacia los cuatro puntos cardinales. Nunca faltaba el policía nervios Salió de la cabina y echó a andar hacia el vehículo. El frío de la noche permitía ver nítidamente el chorro azul saliendo del tubo de escape. A seis pasos de distancia comprobó que el conductor tenía un acompañante. A cuatro pasos vio que en el asiento tr -¿Conduces, sí o no? -preguntó el detective empujando el revólver.
Dos tiros en una calle vacía que seguía vacía. Dos cuerpos sobre el asfalto recibiendo el adiós de las ventanas que se cerraban, de las luces que se apagaban impulsadas por las manos del miedo.
-No me mates -murmuró el gordo limpiando la sangre del volante con la corbata.
-Como bajes de ochenta por hora, ya sabes.
El auto avanzó por calles desiertas, silenciosas. Sólo el "víbora dos, responda, ¿qué pasa, víbora dos?, responda" saliendo intermitentemente del equipo de radio rompía la monotonía del viaje.
-¿Hacia dónde vamos? -preguntó el detective.
-Hacia el este, a la cordillera -respondió el gordo.
-Diles que me siguen rumbo a la Estación Central.
Con un cuarto de cañón metido en una oreja, el gordo respondió a víbora uno. Al llegar a un parque de árboles altos y gruesos, el detective ordenó detener el auto.
-Quítate el saco.
-No me mates. Por Dios, no me mates.
-Limpia la sangre del parabrisas, imbécil. ¿O quieres que tengamos un accidente? ¿Llevas un teléfono? ¿Qué es esa luz blanca allá arriba?
-Atrás hay un celular. Ésa es la Virgen del cerro San Cristóbal. No me mates.
-¿Qué esperas? Al cerro.
Más calles y avenidas desiertas. Tan sólo unos perros vagabundos se atrevían a romper la normalidad del miedo. Llegaron hasta los faldeos del cerro.
-¿Hay vigilantes a la entrada?
-A esta hora, no.
Empezaron a subir la estrecha carretera flanqueada por árboles tan antiguos como la ciudad. Una triste llovizna hacía difícil el avance, las ruedas se aferraban mal al terreno, pero el 38 en la oreja del gordo hizo de él un piloto de fórmula uno.
Ya en la cumbre, ordenó bajar al gordo y lo esposó abrazado a un árbol. Luego de comprobar la batería del celular llamó a Anita.
-Escúchame sin hacer preguntas. Repetí nuestro paseo y aquí me quedaré. Necesito mucha gente a las siete de la mañana, que todos traigan radios portátiles sintonizadas en vuestra estación, y que los técnicos estén preparados para grabar una conversación y -Comprendo. Te quiero, indio.
-Adiós. Yo también te quiero, huinca.
El detective George Washington Caucamán renovó la carga de su 38, revisó los bolsillos del gordo, encontró cigarrillos y una petaca con whisky.
-La noche será larga, gordo. Trata de dormir.
Y así fue. Una noche larga, fría y lluviosa. George Washington Caucamán encendió todas las velas que encontró a los pies de la Virgen, que muy arriba abría los brazos para bendecir una ciudad maldita.
A las seis de la mañana, el gordo dormía de rodillas, abrazado al árbol. Lo despertó de una patada y se dirigió hasta el auto. Cogió el micrófono y dijo:
-Aquí víbora dos. Víbora uno, responda.
-¿Indio? No tienes escapatoria. Te arrepentirás hasta de haber nacido -ladró víbora uno.
-Que se ponga el general Canteras, o tendrán un tercer muerto -ordenó apuntando al gordo con el 38.
¿Cómo te atreves?, indio de mierda -ladró entonces la misma voz ronca, recia y masculina de la primera llamada intimidatoria, la misma voz del presentador de las cintas del horror.
-Lo sé todo, general. No fue difícil reconocer su voz de cabrón y hay dos cintas en poder de la prensa. Negociemos. Lo espero en una hora bajo la Virgen del San Cristóbal. Ni un minuto más.
-Estás loco, indio. El general te matará apenas te vea -dijo el gordo.
Los minutos que separan la vida de la muerte se suceden veloces. A las siete menos cinco vio avanzar el Mercedes Benz del general. Una tímida luminosidad diurna se insinuaba sobre las copas de los árboles. El general Manuel Canteras bajó del auto. Vestía -Ahora, Anita, empiecen a grabar -dijo el detective metiendo el celular en el bolsillo superior del saco.
-Ya eres mío, indio -saludó el general.
-Sé perder. Los indios siempre hemos perdido. ¿Me llevará con los demás torturados para incluirme en su programa?
-Así es. Ellos son mi botín de guerra. Aníbal, César, Hitler, Franco, todos los grandes soldados incluyeron prisioneros en su botín. Franco los empleó para construir el Valle de los Caídos. Yo los uso para mantener el respeto al poder.
El general Canteras interrumpió su discurso para volver la cabeza. Desde el bosque circundante avanzaban mujeres, docenas de mujeres con las cabezas cubiertas por pañuelos blancos y los retratos de sus parientes desaparecidos.
-¿Qué pasa? -ladró a sus guardaespaldas.
A una señal de George Washington Caucamán, las mujeres encendieron las radios, y el general escuchó su confesión multiplicada.
-Maldito indio. Pude matarte en cualquier momento.
Varios carabineros somnolientos y confusos se acercaban trotando. El detective mostró su placa a la luz de la mañana y gritó a todo pulmón:
-¡Policía! ¡Está detenido, general!
Amanecía sobre Santiago, y, como siempre a esa hora, la basura era retirada para sugerir un poco de decencia.

 

 

 

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