La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

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Cartas al Rey
Juan de Palafox y Mendoza

Cartas al Rey
Juan Palafox y Mendoza

Carta de presentación, al Rey, de la «defensa canónica»
SEÑOR
Despertaron los religiosos de la Compañía de Jesús de la Nueva
España muchas y graves diferencias contra la jurisdicción
eclesiástica ordinaria de la Puebla de los Angeles, que no han
ocupado poco los tribunales de Su Santidad, y de Vuestra Majestad.
Pidióse en su decisión al oráculo universal de la Iglesia, Vicario
de Cristo nuestro señor en la tierra, y él auxilió a Vuestra
Majestad como a protector de su fe y de los apostólicos decretos.
Aquellos santos religiosos, ni condenada su causa por la Apostólica
Sede en sus pretensiones, ni auxiliada ésta por Vuestra Majestad con
sus Reales Cédulas, se rinden a estas decisiones sagradas. Desde el
año de cuarenta y ocho, que se decretó el Breve por la Santidad de
Inocencio Décimo y se paso repetidamente por el Real Consejo de las
Indias, lo han resistido con varios y extraordinarios medios, aun
después de notificado y de haberlo recibido en sus manos auténtico.
Han hecho diversos memoriales y alegaciones, con los presupuestos
que han menester a su intento.
Viendo esto la jurisdicción episcopal, y reconociendo, que
aunque el poder de esta grave y docta religión es inferior al de la
Sede Apostólica, y Real de Vuestra Majestad, pero muy superior a un
Prelado, que solo y sin más armas, que su báculo y pluma y la
justificación de su causa, defiende su mitra y dignidad, y en ella
toda la de los Prelados de la Iglesia Católica, por ser universales
los decretos. Viendo también que aquellos padres de las Indias,
unidos con interiores lazos entre sí de amor y de profesión con los
de España, Italia, Francia, Flandes, Alemania y otras partes, hacen
una poderosa oposición a la ejecución de este santo Breve y a las
razones de su decisión, derramando por todas partes diversos
tratados, alegaciones jurídicas, discursos, apologías e invectivas,
y otro número grande de escritos, que pueden confundir y
desacreditar la verdad de lo sucedido y determinado, y obrar (en
grave daño de las almas y del bien público) los contrarios efectos
de lo que han resuelto su Santidad, y Vuestra Majestad.
Ha parecido no sólo conveniente sino necesario compilar y
reducir a menos volúmenes las alegaciones y memoriales, que por la
eclesiástica jurisdicción se han hecho y presentado a la Sede
Apostólica y a Vuestra Majestad, para que sea notoria su razón en
una causa que está pendiente, no por haber faltado sentencias al
proceso, ni decretos a la diferencia, sino por la porfía y
repugnancia grande con que presente el poder de la parte condenada
ser superior al de los mismos decretos, que la condenaron;
desacreditando unas veces la justicia con negar las sentencias,
resucitando otras la causa después de acabada. Volviendo a la pelea
estos padres vencidos, con el mismo calor y confianza que pudieran
victoriosos. Y cuando todos los ánimos de los litigantes se quietan
con las sentencias, con ellas mismas afilan los suyos y los
encienden, para volver con mayor fuerza a la misma contienda.
Las causas, Señor, que se tratan en estas alegaciones, son
gravísimas, todas ellas sacramentales y jurisdiccionales, claras y
decididas no sólo por la Apostólica Sede, en los Breves expresos de
esta causa, sino en los Decretos de los Sumos Pontífices anteriores,
en los Concilios generales y provinciales, en las Congregaciones de
los eminentísimos Cardenales, y en la contestación universal de los
doctores; los cuales todos claramente conspiran en dar por santo lo
resuelto por su Santidad y lo defendido y amparado por Vuestra
Majestad.
Siendo así pues, que esta causa en su justificación es
evidentísima, en su importancia gravísima, en sus efectos utilísima,
obligada se halla la jurisdicción episcopal a no omitir todos
cuantos medios conducen a la precisa ejecución de lo determinado;
porque en estos casos, Señor, volver las espaldas a tan importante
obligación el Prelado, es arrojar la mitra de la cabeza y el báculo
de la mano, y volverse mercenario, debiendo ser pastor que dé la
sangre por sus ovejas a imitación del eterno Pastor.
La dignidad episcopal, Señor, es la muralla constante de la fe;
postrada ella, ésta es vencida. Cristo, bien nuestro, fundó su
Iglesia en el Pontífice como cabeza, y en los obispos como
principales miembros. Ni sin cabeza puede subsistir la Iglesia, ni
ella, ni la cabeza sin ellos. Vuestra Majestad, principal protector
de la católica religión, brazo derecho de la Iglesia, hijo
primogénito de la Apostólica Sede, debe defender estas grandes
dignidades, porque en ellas defiende a la fe y a los apóstoles, que
las establecieron con su sangre, y a todos sus sucesores, que la han
propagado, siguiendo con la misma dignidad el mismo ejemplo y
doctrina.
Entre todos los mortales tienen el primer lugar los
eclesiásticos, y entre éstos los obispos. Llámanse sumos sacerdotes,
porque no sólo los crían, sino que los gobiernan, excediéndolos en
jurisdicción y dignidad. El Pontífice sumo es obispo, porque no le
falte con la jurisdicción suprema la mayor orden de la Iglesia.
Estos son los generales del ejército de Dios, que postran las
herejías en los concilios, pastores mayores del rebaño de Cristo,
que apartan los lobos, ya con el báculo de la jurisdicción, ya con
el silbo de la santa y verdadera doctrina.
San Símaco Papa, hablando con el Emperador le dice: Tanto
excede la episcopal dignidad a la imperial, cuanto a lo temporal lo
divino. Tú, oh Emperador, recibes el bautismo de tu obispo, te
concede los sacramentos, le pides oraciones, te arrodillas a su
bendición, ruegas por su absolución; finalmente, él administra lo
divino y tú lo humano.
El gran Constantino no quiso asentarse en el Concilio Niceno,
hasta que se lo rogaron los obispos, a quien amparó este heroico
príncipe con la protección y honró con la reverencia. Enrico
Emperador, habiendo de hablar a los padres del sínodo
francofordiense, para mayor demostración de lo que veneraba esta
grande dignidad, se postró en tierra de donde no se movió, hasta que
el arzobispo maguntino, que presidía, le levantó por la mano.
Costumbre fue antigua de la corona católica y de sus
esclarecidos reyes godos postrarse en entrando en los concilios
toledanos, y no levantarse hasta que los mismos obispos los rogaban
y les daban la mano para ello, teniéndose por mayores los reyes
postrados por Dios, con piedad tan insigne a tan altas dignidades,
que postrando con la espada y piedad naciones enteras. San Esteban,
rey de Hungría., dijo a Emérico, su hijo y sucesor en la corona:
Defiende, hijo, a los obispos, como a las niñas de tus ojos, porque
a éstos señaló Dios por ángeles de los hombres y sin ellos poco
duran nuestros reinos. Al sínodo séptimo escribieron los monjes de
Palestina, que el establecimiento del imperio consistía en la
veneración de los obispos. Y el parisiense testificó que más se
establecen los imperios con la veneración de tan altas dignidades,
en la paz, que no con las victorias en la guerra. El primer rey que
se coronó de orden de Dios fue por mano de un sacerdote, prendando
desde entonces la dignidad sacerdotal a la real para su defensa y
amparo. Por esta causa manda la Iglesia que la mano consagrada del
obispo dé la unción y la corona a los reyes, porque una y otra
dignidad se ministren: la real el amparo al sacerdote, y las
influencias del espíritu el sacerdote a la real.
A los reyes godos tomaban el juramento los obispos y en sus
manos confirmaban, en el principio de su reinado, las leyes y
privilegios; y así dijo Ervigio a los padres del Concilio Toledano,
que sus bendiciones tenían grato a su imperio. Por eso no quiso el
rey Wamba comenzar el gobierno de sus reinos sin la aprobación y
bendición de los obispos, para hacerlo más dichoso.
Llaman los maestros de la eclesiástica historia y erudición, a
la dignidad episcopal y a los obispos, los jueces sagrados de la
voluntad divina, sucesores de los apóstoles, capitanes espirituales
de los fieles, legisladores de las verdades cristianas, enemigos de
toda mala doctrina, amados de todos los buenos, a quien sólo
aborrecen los malos. Los que amparan los oprimidos, socorren los
pobres, consuelan los afligidos, pastores de las gentes, padres de
la fe, predicadores de las cosas celestiales. Maestros de la virtud,
directores del espíritu, espejo de las almas, freno y censura de lo
malo, ejemplo y aprobación de lo bueno. Ellos son la hermosura de la
Iglesia, soles del mundo, luz de la fe, la sal de la tierra, por
quien dice en su consagración el espíritu divino: Que los que los
bendicen quedarán benditos, y los que los maldicen, malditos.
Finalmente, son las columnas de la cristiandad; puertas del cielo al
suelo por donde entran los cristianos a la fe con los sacramentos;
puertas del suelo al cielo por donde entran a la gloria por la
absolución. Ellos son los tesoreros de la sangre de Jesucristo, los
que reparten los grados de la Iglesia, consagran los sacerdotes, los
que dividen y forman la jerarquía militante, imagen de la
triunfante. Los príncipes los reconocen por padres, los Pontífices
por hermanos, las religiones por protectores, el clero por prelados
y los seglares por comunes maestros de su estado. Finalmente, debajo
de la mano del Pontífice Sumo, con los universales directores de las
almas, en cuya conservación consiste la Iglesia y sin ellos no
subsiste.
A estas dignidades, Señor, a estos sacros y santos ministerios
y ministros debe asistir el poderío real; porque aquéllos,
conteniendo sus súbditos espirituales en virtud, los conservan en
obediencia a las leyes, y en sujeción y rendimiento a los reyes.
Vuestra Majestad, Señor, más que todos los príncipes del mundo,
es no sólo heredero, sino excelente propagador de esta importante
atención con sus obras austríacas y religiosas acciones, causando
emulación santa a la de sus ascendientes augustísimos. Vive en
Vuestra Majestad repetidamente ejercitada, la heroica religión del
gran Rodolfo I, que acompañó al sacerdote que llevaba al Eterno
Sacerdote, habiendo dado su caballo y siguiéndole a pie, dándole
Dios a su valor el Imperio y a sus sucesores tantos reinos, cuantos
pasos iba dando su insigne celo de piedad.
La religión de la Compañía del Santo Nombre de Jesús es un
instituto admirable, docto, útil, santo y digno de grande amparo, no
sólo de Vuestra Majestad sino de los mismos prelados de la Iglesia.
Ha más de cien años que son útiles operarios de los obispos y el
clero, y con muy señalados servicios lucen entre las demás
religiones; ya que no excediéndolas, imitándolas, ejercitando el
ilustre empleo de su santa profesión.
Pero, Señor, este amparo merecerá siempre, conteniéndose en sus
términos, humillándose a la Apostólica Sede sus hijos y a la
autoridad real, en lo que a cada uno toca, reverenciando los obispos
por escrito y de obra y de palabra, como lo dejó encomendado su
fundador santísimo, y como lo han hecho aquellas primeras columnas
de su religión.
Pero si pasa de sus límites, si en esta causa se viese que ni
los apostólicos decretos, ni las cédulas reales, ni la veneración
debida a la episcopal dignidad, ni la fuerza de la razón, ni la
autoridad del derecho rinde su poder ni templa su resistencia;
entonces todo el amparo de Vuestra Majestad se debe ir a donde
asiste la justicia; y el mayor bien que se puede hacer a tan santos
religiosos es encaminarlos a que se manifiesten inferiores en la
obediencia de quien son inferiores en el derecho.
Porque el poder, Señor, en los súbditos, es como la sangre en
los cuerpos humanos, que nunca están más cerca de la corrupción y de
la muerte, que cuando ella excede de lo bastante y llega hasta lo
superfluo. Es el poder desmesurado, flaqueza y todo aquello que
parece crédito es exceso. No dura en la Iglesia de Dios lo grande,
sino lo humilde. Sólo los humillados se levantan ensalzados, los
levantados caídos.
La tribu de Benjamín se hizo tan poderosa, que siendo la menor
de las tribus en su nacimiento, era ya la mayor en la opulencia.
Llegó a ser formidable a sus hermanas, la que en más moderados
términos fue amable. Hubo tiempo en que era toda la alegría de
Israel y después toda su congoja y embarazo. Crecióle con el poder
una secreta ansia de dominar. Unas veces apartaba de sí, como con
codos de hierro, a sus compañeras, otras aspiraba a sujetarlas. A
las que debía tener por madres, fue tratando como a siervas.
Parecíale que bastaba para todas, cuando no bastaba toda ella para
sí. Unió la necesidad a las tribus, que tenía dividida la
sinceridad. Sucedió el insulto de la juventud de Benjamín en la
esposa del levita. Andaban insolentes los mozos y dormían los
viejos. Divididos los miembros de aquella infeliz mujer, unió la
venganza a las tribus. Apartóse Dios del poder, acercóse a la
justicia. Cayó y murió Benjamín de exceso de tanta sangre, porque
fue su potencia impotentísima y su soberanía corrupción de su salud.
Dejó este ejemplo Dios al mundo de que todo el poder inmoderado es
la ruina de sí mismo.
¿Por qué, Señor, habiéndose decretado por la Apostólica Sede
esta diferencia, oídas las partes el año de 48 y mandándose
ejecutar, oídas las mismas partes por Vuestra Majestad en su real
Consejo de las Indias, en donde concurren tan claros varones, ha de
estar por obedecer en el de 52, con una perpetua instancia de la
jurisdicción ordinaria, solicitando la obediencia, con una perpetua
oposición de estos padres, defendiéndose con la repugnancia? ¿Ha de
poder más la resistencia que la justicia? ¿Ha de poder más la propia
voluntad de los súbditos que la mano y autoridad de los superiores?
¿Han de poder más los excesos que las leyes? ¿Por ventura hay a
quien apelar de las dos potestades, pontificia y real, que son las
dos manos, los dos brazos de todo lo temporal y espiritual? Si este
Breve reformara a los obispos, habían de obedecerlo; ¿por qué no
estos padres con menor dignidad y no menor profesión en la
obediencia?
¿Puede haber más luz que la del sol y la luna (que la participa
del sol), que nos han alumbrado en estas dudas? ¿Podemos ver con
otros ojos que los de la misma Iglesia, que en una gravísima
congregación de cardenales y prelados, por dilatado espacio de
tiempo, con varias juntas y conferencias, oyendo prolijamente a las
partes, consultado con el Pontífice romano, canal y oráculo del
Espíritu Divino, han determinado esta causa? Si a esto se resiste,
¿a qué se asiste? ¿Y qué no se ha de expugnar, si esto se impugna?
¿Cómo puede, Señor, disimular y callar el prelado que defiende
esta causa con estos fundamentos y derechos? ¿Cómo puede volver las
espaldas a su dignidad y ver caído el báculo (esto es la cruz) que
debe estar erigida en su diócesis? ¿Cómo puede dejar de temer que
será prelado de impuros labios, si calla, y que no llegue algún día
en que diga: Vae mihi, quia tacui, quia vir pollutus labiis ego sum?
¿Cómo puede dejar de ladrar como fiel animal del Señor, y que
defienden su servicio, por que no le diga la eterna censura: Vae,
canis mute, non valens latrare? Qué importa, Señor, la persecución,
el gasto, el disgusto, la pena que se padece, respecto de aquello
que se puede padecer? Todo lo transitorio es pequeño, sólo aquello
eterno es grande.
Lo dulce de la jurisdicción a la naturaleza es mandar y dominar
en el clero, dar limosnas, administrar sacramentos, encaminar, guiar
y dirigir las almas por lo temporal a lo eterno. Lo amargo es
defender la jurisdicción eclesiástica, pugnar por la observancia de
sus decretos, mantener las reglas sacramentales, poner en crédito
las morales, hacer obedientes los súbditos a los prelados y
superiores. ¿Hemos de dejar este amargo y abrazar sólo lo dulce?
¿Sólo hemos de seguir a Cristo en los resplandores del Tabor,
dejándolo en los pasos dolorosos del Calvario? En esto amargo
consiste, sobre el mayor mérito, la mayor importancia, y en ella la
mayor corona. Todo aquello que es dulce, amable y útil y necesario
en las almas, no puede ejercitarse sin esto.
Es la jurisdicción eclesiástica y las reglas de los sacramentos
y mandamientos divinos. Son los decretas de la Apostólica Sede, el
árbol que produce aquella fruta. Las buenas obra dependen de los
buenos preceptos. No habrá ejercicio de virtudes en los inferiores,
si no se conservan constantes y claras las reglas de los superiores.
Torcidas las canales, se desvía el agua; rotas, se derrama.
Arriésgase Betulia con derribar Holofernes sus conductos. Arroja el
golpe la segur a la ruina de la Iglesia, cuando tira nuestra
repugnancia a derribar las reglas o resistirlas. Aquí es, Señor,
donde se ha de pugnar y pelear. Aquí derramar la sangre los obispos,
aquí desenvainar su celo los reyes. El mal de los individuos se
puede curar con el acierto de las reglas; pero en descaeciendo
éstas, todo anda perdido y sin remedio.

Esto, Señor, es en cuanto a la necesidad de poner en manos de
Vuestra Majestad y de sus ministros estas alegaciones, por la
justificación de la materia, y la utilidad de la causa; pero en
cuanto al modo. se ha procurado guardar todos los términos de una
justa y eclesiástica defensa, no obrando el celo sin la paciencia,
ni la fuerza de la razón y el estilo sin una templada y honesta
moderación. Hase llegado hasta lo bastante negándose a lo superfluo;
sintiendo más el dolor ajeno que el propio, y recibiendo con más
gusto las injurias y estimándolas más que el causarlas. Procúrase
ceñir el discurso a la materia y no salir de ella, sino necesitados
del ajeno discurso, usando de la defensa natural, de tal suerte, que
guardando las leyes de la naturaleza, no se ofendan las civiles,
cuanto menos las sagradas.
Hase probado a ver si con la templanza del estilo, ya que no se
puede quitar el dolor a la parte, se le puede por lo menos quitar la
razón del dolor. No es fácil esto de conseguirse, pero puede
asegurar la episcopal jurisdicción, que ha sido su deseo procurarse;
y si hallara medios mas suaves para la defensa de su causa, esos
solicitará, escribiendo con más gusto con la pluma del amor, que la
del celo, por lo que ama esta santa religión y desea el consuelo de
sus hijos.
Pero como quiera que los santos y padres de la Iglesia,
aquellos gloriosos defensores de la fe, los Atanasios, Crisóstomos,
Naciancenos, Jerónimos y Augustinos, por menores causas han escrito
apologías insignes con gran libertad eclesiástica, nos dejaron
ejemplo y doctrina de que podemos y debemos los obispos levantar el
estilo, cuanto fuere superior la razón. No ha de ser más larga la
espada de lo injusto o la de aquél que repugna las leyes, que de
aquel que las defiende y propugna; ni mayor aquélla que esta fuerza.
La religión de la Compañía, entre otras excelencias que tiene,
es la de ser maestros de la elocuencia de estos tiempos. No puede
ser ni es justo que sea remiso el estilo que ha de oponerse a sus
elegantes discursos. Sus diligencias son eficaces al embarazar la
ejecución de este Breve Apostólico ¿por qué han de ser dormidas las
nuestras? Sus tratados ardientes, ¿por qué apagados los nuestros? Al
paso de la guerra ofensiva ha de ser la defensiva; si fuerte la
ofensa, fuerte la defensa; si remisa, remisa.
El intento no es ofender a un instituto santísimo, y que, entre
tanto que sus profesores se contuvieren dentro de los términos que
les señaló la Apostólica Sede, es y será utilísimo. Nuestro intento
sólo se extiende a defender, no a ofender. Se extiende a que las
almas sean administradas en el fuero penitencial con las reglas y
jurisdicción que manda la Iglesia. A que no sean las catedrales
despojadas con la usurpación de los diezmos, pues sin la renta que
resulta de ellos, caen por el suelo los pobres, las catedrales e
iglesias. Se extiende a que no se diga misa sino en altares
consagrados; a que no se casen los fieles sino por sus legítimos
párrocos. Se extiende a que los que pueden ser conservadores, lo
sean de los privilegios merecidos de tan santa religión; pero no
ruina de la eclesiástica jurisdicción y sagradas decisiones del
Concilio santo de Trento. Se extiende a que promuevan, no a que
perturben la paz. Esto, Señor, conviene a la misma Compañía, porque
de esta suerte se conserva en compañía y unión con los demás estados
de la Iglesia, que es para lo que la formó su excelente fundador San
Ignacio. A esto aspira la jurisdicción eclesiástica de la Puebla; a
esto miran sus alegaciones y escritos, y al mayor servicio de
Vuestra Majestad, que consiste en que con reglas determinadas y
ciertas obremos los eclesiásticos y seculares lo justo, y que
sujetándonos a las de los superiores, así en lo espiritual como en
lo temporal, seamos humildes y obedientes súbditos espirituales de
la Apostólica Sede, y fieles y rendidos vasallos de Vuestra
Majestad. Cuya católica persona guarde nuestro Señor para defensa de
la Iglesia y conservación de la fe, como la cristiandad ha menester.
Madrid, a 15 de agosto de 1652.
Humilde Capellán y vasallo de Vuestra Majestad.
El Obispo de la Puebla de Los Ángeles
Cartas al Rey
Juan de Palafox y Mendoza

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Cartas al Rey
Juan de Palafox y Mendoza

Carta al Rey Nuestro Señor, con la «Satisfacción al memorial de los
religiosos de la Compañía del nombre de Jesús, de la Nueva-España»
Una continua fatiga es, Señor, la obligación pastoral, vida
llena de tribulaciones, penosa en lo que obra, peligrosa en lo que
omite. Nace esta congoja de la misma eminencia del estado, porque
cuanto pide en sí de perfección, tanto ofrece de cuidados. En todos
los demás se contenta la Iglesia con que guarden los preceptos; y en
la profesión religiosa (que con más alta vocación sigue los santos
consejos del Señor) sólo con que aspire a ella. Pero en los obispos,
pretende que sea comprensión y posesión lo perfecto; y lo que en los
otros es camino, ha de ser en ellos fin. ¡Empresa ardua, obligación
dificultosa! y tan grande, que hace esta carga formidable a los
hombros de los ángeles.
Por eso el Señor, luego que asignó los doce apóstoles por
piedras angulares de su Iglesia, les señaló los trabajos, como
propia y natural renta de tan altas dignidades. Llevólos consigo al
campo, en donde los heredó de tantas penas y tribulaciones, cuantos
pasos habían de dar en su pastoral oficio; y porque no desmayasen a
su vista, les expuso ocho bienaventuranzas, premio de tantas
fatigas. También por eso frecuentemente les decía que obrasen,
porque su Padre y Él siempre obraban: Pater meus usque modo
operatur, et ego operor. Y San Pablo llama al ministerio pastoral,
Bonum opus, porque todo es obrar, y su mayor exceso es omitir. El
obrar no puede ser sin trabajo; y así San Pablo dice a su discípulo
Timoteo: In omnibus labora, opus fae evangelistae. Y de sí mismo
cuando se despedía de su oficio: Bonum certamen certavi, cursum
consummavi. Y en otro lugar: In labore, et in fatigatione, nocte, et
die operantes. Que todo significa ejercicio, obra, operación,
eficacia y un perpetuo movimiento de mirar, velar, atender,
prevenir, padecer por las almas que Cristo Señor nuestro redimió con
su sangre y dio vida con su muerte.
A Timoteo le dice que no sólo sea oportuno, sino importuno en
este santo ejercicio: Insta oportune: argue, obsecra, increpa in
omni patientia, et doctrina: Palabras eficaces que no dejan un junto
de sosiego. ¿Pues, Señor, importunos hemos de ser los obispos? Sí,
importunos, porque hay casos en que es la prudencia remisión,
cobardía la templanza y oportuno lo importuno. Nace esto de que el
cuidado de los pastores es la vida de las ovejas; su desvelo, su
remedio; su sueño, todo su peligro y muerte.
Cuando Dios quiso manifestar a Ezequiel las miserias de su
pueblo, después de haber corrido la cortina a gravísimos excesos,
liviandades, insultos, idolatrías, le dijo: Mira, hijo del hombre,
otra maldad mayor que ésta. ¿Cuál, Señor? En mi templo, entre el
vestíbulo y el altar, cerca de veinticinco hombres, vueltas las
espaldas al altar y el rostro hacia el oriente, al nacimiento del
sol; los cuales entretanto que mi pueblo anda perdido, se están
oliendo unos ramilletes. No apartaré los ojos de esta maldad; sobre
ellos ha de caer mi furor; no he de aplicar a sus quejas mis oídos;
no han de lograr mi piedad.
¡Terrible lugar es éste! Pues Señor, ¿qué hacen estos pobres
viejos sacerdotes de Israel? ¿Descansar? ¿Tomar el fresco? ¿Oler
unos ramilletes? ¿Sobre esto ha de caer la saña de la justicia
divina? ¿Un inocente descanso? ¿Una honesta ociosidad? ¿Una ligera
conversación? ¿Esto sólo causa a Dios quejas tan vivas? ¿Justicia
sin remisión? ¿Ira sin aplacación y castigo sin clemencia? ¿Y la
piedad? ¿Y esa inmensa misericordia?
Por ventura es cosa leve, dice Dios: Numquid leve est, arder mi
pueblo en idolatrías, vicios y sensualidades; y que se estén mis
sacerdotes (que son todo el freno de Israel) oliendo unos
ramilletes, las espaldas al altar, el rostro y el corazón al
descanso. No los oiré pues no oyen; no los veré pues no miran. He de
derramar sobre ellos toda mi saña y furor. Sus flores son espinas;
su ociosidad mi fatiga; su sueño la misma muerte. ¿He de ver yo mis
ovejas devoradas y sus pastores durmiendo? ¿Enmudecidos los perros y
los lobos despedazando el ganado, ya por su culpa perdido?
Fuerte ponderación, es, Señor, ésta, de lo que acusa Dios y le
ofende la omisión de los obispos en llegando a la obligación de
obrar. Este exceso (que se llama no hacer nada y parece ligerísimo,
teniendo las entrañas llenas de corrupción y miseria) es mayor
cuanto por él desamparan los prelados las reglas y los decretos de
la Iglesia; porque esto es dejar caer las murallas de la religión
cristiana y que desde sus cimientos tiemble todo el edificio. Son
las reglas del Señor inmaculadas y aquéllas que purifican las almas:
Lex Domini immaculata. Son las que aseguran su salvación: convertens
animas. Fieles testimonios del Señor: testimonium Domini fidele. Son
las que alumbran los fieles: sapientiam praestans parvulis. Son las
vigas maestras que unen y traban entre sí toda la fábrica universal
de la Iglesia; son el nivel de las acciones humanas; son las líneas
sobre las cuales han de escribir los cristianos; son las luces con
que miran, direcciones con que obran. En estas reglas se funda el
remedio de las almas, la unión de los fieles, la seguridad de la
religión, la exaltación de la fe, la reformación de lo malo, la
justa calificación y aprobación de lo bueno. Finalmente, en ellas
consiste la suma de las cosas; por éstas se ha de pugnar; con ellas
se ha de vivir y morir.
Aunque estas reglas sean todas, Señor, venerables, pesan más
las que descienden de mayor soberanía. Mucho deben obedecer los
fieles los decretos de los concilios sinodales; pero con mayor
atención los provinciales; más que éstos los nacionales; sobre ellos
los generales. Más que todos los de la Sede Apostólica, maestra de
la fe, órgano del Espíritu Divino, canal de las verdades católicas,
cátedra de la enseñanza cristiana, a la que prometió Dios la
infalible censura de lo que determinase. A estos decretos santos y
sagrados debe servir la obediencia; a éstos ministrar el rendimiento
y obedecer postrada la humildad y sumisión; a estos santos
apostólicos decretos defienden los príncipes de la tierra; a éstos
promueven y propugnan los obispos; a éstos, con la pluma, con la
voz, con el ejemplo, defienden las religiones; y por ellos viven y
con ellos los comunes estados de la Iglesia universal.
Cuatro años ha y más, Señor, que la santidad de Inocencio
Décimo, vicario de Jesucristo en la tierra, definió veintiséis
decretos sacramentales, jurisdiccionales, y eclesiásticos
importantísimos, a instancias de la religión de la Compañía y de la
Dignidad episcopal, que uniformemente concurrimos en consultar al
oráculo divino, en el Pontífice Romano. Su Beatitud, oídas las
partes, resolvió lo conveniente: redujo a bula apostólica estas
santas determinaciones; expidióse de conformidad; presentóse en el
Consejo supremo de las Indias, para que (como es costumbre) tuviese
con el amparo real seguro efecto en la Nueva España.
Reclamaron en él los religiosos jesuitas resistiéndose que
pasase. Causaron admiración a los que veían oponerse en el tribunal
seglar a la apostólica bula, que ellos mismos pidieron a la potestad
suprema y espiritual. Consultóse la materia con Vuestra Majestad,
por ser tan grave aunque no se acostumbraba. Mandó que se
obedeciese. Tantas veces lo ha pasado este supremo senado, cuantas
lo contradijeron; pero ellos mal contentos volviendo las espaldas a
este desengaño y luz del tribunal superior, recurrieron (caso nuevo)
al inferior. Pidieron en las Indias la retención a la Audiencia que
no pudieron conseguir en el Consejo. Suspendieron, a viva fuerza de
diligencias, dos años la ejecución de estos sagrados decretos.
Buscaban la obediencia y hallaban la repugnancia. Repitiéronse las
cédulas para que se obedeciese; pudo más que no ellas la oposición,
creciendo la porfía con el tiempo. Finalmente volvió al Consejo este
Breve, después de cuatro años resistido, que había de volverse el
primero día a la parte venerado.
Entretanto, todos aquellos efectos utilísimos, que estos santos
decretos habían de producir, están suspendidos y pidiendo el remedio
los escándalos. Porque las almas están turbadas, las conciencias
confusas, gobernadas por incierta jurisdicción en puntos
sacramentales. Las censuras de la Iglesia despreciadas, las órdenes
reales desestimadas, las apostólicas reglas ofendidas, la
jurisdicción eclesiástica vulnerada, y con general escándalo de
aquellas provincias, una y otra soberana potestad despreciada.
Añaden a esto, como circunstancia agravante a tanto exceso, el
escribir los contrarios memoriales lastimando la jurisdicción
episcopal y con ella a los que la defendemos, con nunca vistas
injurias. Siguen y aun inventan un estilo nunca hasta hoy
acostumbrado, siendo aún más ofensivo el modo que no la ofensa;
porque todas aquellas frases con que se defiende la inocencia se las
usurpa la culpa; y aquella superioridad con que puede hablar en una
causa justa, santa y necesaria la razón; con aquélla habla el
exceso, exponiendo al mundo el daño en figura de inocente, y de reos
los remedios.
Mandar, Vuestra Majestad, Señor, una cosa, y recurrir al
Pontífice un vasallo, para que como padre de los fieles, interceda
en lo temporal o mande en lo espiritual, es tolerable. Mandar el
Vicario de Jesucristo una cosa y que el vasallo afligido recurra a
Vuestra Majestad, para que como hijo primogénito de la Iglesia,
columna firmísima de la religión católica, interceda, pida y ruegue
a Su Santidad, ya se ha visto.
Pero que unidas estas dos supremas potestades, en un sentir, en
un creer, en un resolver y decretar, se resistan los apostólicos
decretos y las cédulas reales cuatro años, en diferentes reinos y
regiones, por diversos tribunales y senados, con gravísimos gastos,
escándalos y disgustos, con desconsuelo general de los fieles, con
ruina y perdición de las almas, nunca ha sucedido hasta ahora en
esta católica monarquía. Hacer reputación de defenderse con esta
desmedida porfía, ¿cuándo se ha visto? ¿Se ha de hacer crédito en la
ley cristiana y más entre eclesiásticos del poder o de la
obediencia, de la humildad o de la repugnancia? El Vicario de Cristo
determina una cosa, un rey tan católico la defiende; qué hay sino
postrarse por el suelo, rendirse y obedecer?
¿Cómo Señor, un prelado puede en este caso dejar de instar,
pedir, suplicar, argüir, rogar, oportuna e importunamente, la
ejecución y obediencia de este apostólico Breve? ¿Cómo puede volver
las espaldas al altar y mirando al oriente de la vida y no al
occidente de la muerte y de la cuenta, tomar el fresco, entretenerse
y holgarse, pasar el tiempo, y estarse oliendo sus flores y
ramilletes, clamando entretanto sus ovejas? ¿Puede sosegar un punto
el pastor habiendo de dar de ellas delgada cuenta al eterno Pastor?
¿Oirále Dios, si él no oye? ¿Mirarále, si no mira? ¿Podrá esperar de
aquella misericordia, si no tiembla su justicia?
No hay duda, Señor, que el instituto sagrado de la Compañía del
nombre de Jesús es santo, ejemplar, devoto, útil, perfecto; ¿pero
por eso en este caso puede desamparar un obispo las reglas sagradas,
que los hijos de este instituto impugnan; siendo ellas santas,
determinadas, claras, importantes, necesarias, dimanadas del
Pontífice Romano? ¿Defendidas por un rey católico, pío, grande,
religioso, como Vuestra Majestad? ¿Con qué color de razón ni de
vergüenza, puede un prelado desistir de una causa tan santa y tan
necesaria? ¿Cómo puede dejar de dudar la constancia en un prelado,
cuanto durare en ellos la repugnancia? Si teniendo por sí al
Pontífice Romano y a un rey tan grande como Vuestra Majestad, suelta
el báculo y se rinde un obispo, ¿cuándo se atreverá a defender su
dignidad y en ella a las almas de su cargo?
¿Qué importan las injurias que padece en estos ofensivos
escritos y libelos que se arrojan contra él? ¿Que embaraza la
difamación con todas las naciones, por donde impresos repetidamente
corren? Bien conozco Señor, que no es buen político el prelado que
no cede a tan inmenso poder; que no se sujeta a estos religiosos,
eficaces, poderosos, introducidos en el mundo por su opinión, por
sus letras y eficacia. Claro está que ha de padecer en todo, una
abierta oposición; y que cada paso en ésta y en otras causas, ha de
costar un suspiro.
Pero, Señor, ¿hemos de ser políticos o pastores los obispos?
¿Hemos de preferir lo temporal a lo eterno? ¿Por esto caduco y
transitorio ha de desampararse lo honesto, lo santo, lo sagrado, lo
necesario a las almas? ¿Y Dios y su poder? ¿No es mayor? Si él ayuda
a la razón, ¿qué puede todo lo grande del mundo? Herido de lepra Job
y sobre un poco de estiércol y desnudo, con una teja en la mano,
desafía a todo humano poder, diciendo a Dios: Pone me juxta te, et
cujusvis manus pugnet contra me. Como quien dice: Con Dios y con la
razón, todo lo demás es menos. Si Job desnudo y en la mano una teja,
con la razón de su parte, desafía a todo el mundo, ¿no podrá un
obispo tenerse en pie con la Compañía, vestido de su razón, afirmado
sobre su báculo, con una bula apostólica en la mano? ¿Será una bula
apostólica algo más que no la teja? ¿Quién puede atreverse ni
oponerse a lo que manda el Pontífice Romano? ¿A lo que resuelve el
más católico rey? ¿A lo que seguido da vida, camino y luz? ¿A lo que
quieta, encamina y guía a sus ovejas por las sendas más seguras,
verdaderas e infalibles para alcanzar y servir al que es vida,
camino, verdad y luz?
¿Por el recelo de padecer la vergüenza de vivir en el mundo
deslucido, con este tropel de injurias y retardados ésos que llaman
aumentos, se ha de dejar la razón? ¿Se ha de acobardar un prelado?
Ni el temor ni la vergüenza han de aprisionar el celo, cuando Dios
dijo: Qui me erubuerit, et meos sermones; hunc Filius hominis
erubescet cum venerit in majestate sua. No tengas vergüenza de
defenderme, porque me avergonzaré de verte y de mirarte en el día de
la cuenta. Como quien dice: por vergüenza y por recelo me dejas;
siendo el dejarme la mayor osadía y desvergüenza.
En este caso, Señor, es menester padecer y sufrir. Es menester
exponerse el obispo a la censura del mundo por evitar la eterna
censura y reprobación. En este caso ha de padecer un pastor la pena
de defender su razón, su mitra y su dignidad, y las almas de su
cargo, que es la mayor de las penas del prelado. En este caso ha de
pugnar y aun escribir con el báculo en la mano, peleando por afuera
y padeciendo por adentro: Foris pugnae, intus timores. Ha de padecer
la pena de escribir defendiendo, lo que quisiera antes vencer y
ganar llorando. Ha de padecer la congoja de no saber cuándo acierta:
si defiende, porque habla, si lo deja, porque calla, si escribir
animosamente, se aflige la caridad; y si más templadamente, gime el
celo y lo siente la razón. Ha de padecer el ser fábula del mundo,
para unos risa, descrédito para otros, y comúnmente para todos,
embarazo. Ha de padecer el ser tenido por revolvedor de pueblos,
sedicioso, bullicioso y todo aquello que se impuso al Redentor de
las almas, cuyas causas, apremiado y atribulado de esta suerte
solicita.
Pero esto y mucho más, Señor, merece y se debe a la verdad, a
la razón, a la obligación, a lo eterno, a las almas, por quien
padeció el Señor; y por miserable, perdido y pecador que yo sea, no
permita Dios (ni Vuestra Majestad permitirá), que añada esta culpa
gravísima a las demás, de desamparar las ovejas de mi cargo, las
reglas sagradas, las órdenes reales, el seguro ejercicio de los
santos sacramentos de mi diócesis.
Esto es, Señor, en lo que mira a la obligación de defender la
dignidad episcopal en puntos tan sustanciales; pero cuanto a la
persona y opinión ultrajada ocho años ha, con repetidos escritos
injuriosos, se ha obrado con espacio y lentitud. No porque ignore
que puede y debe darse tal vez la vida por el honor (pues como
enseña San Agustín: vita nobis necessaria est, fama omnibus, y el
Espíritu Santo nos amonesta diciendo: no descuides de tu fama; curam
habe de bono nomine. Y a este intento se podrían traer muchos
lugares de la sagrada y profana erudición, y ejemplos grandes de
santos), sino por parecer que la profesión cristiana y más en los
eclesiásticos, pide antes el sufrir que no el pelear; el padecer las
injurias que causarlas y acusarlas.
Veo a Cristo señor nuestro, muchas veces padeciendo y
tolerando, y pocas satisfaciendo. Dos no más con el azote en la
mano, pero muchos azotado, abofeteado, escupido. Veo que
repetidamente enseña que padezcamos; raras que nos defendamos. No
porque no sea lícita y tal vez necesaria la defensa; sino porque de
la manera que es para el mundo grande cosa el dominar, es en su ley
para el cielo grande cosa el padecer. ¿Quién no tiembla al
defenderse, si ve penar a Dios sin defensa? ¿Quién no tiembla viendo
que aquel Cordero inocente, siendo Dios, se deja crucificar como
hombre? Y del poder, cuando es Dios hombre, sólo toma el padecer, lo
que sólo pudiera padecer siendo hombre Dios.
Hállase también, Señor, en la paciencia, mucha más comodidad y
mayor fuerza a la ofensa; porque más suavemente y con mayor eficacia
y menos pena quebranta el silencio las injurias que las expugna el
valor; por ser más caro y costoso convencerlas que sufrirlas. La
fortaleza del ánimo unas veces consiste en el pelear, y otras sólo
en padecer. Más fuertes eran los mártires padeciendo que los
gentiles matando. Esta era la flaqueza en figura de valor; aquél era
inexpugnable valor en figura de flaqueza. El silencio, la paciencia
y la esperanza vencen la persecución: In silentio, et spe erit
fortitudo vestra. Generoso modo de vencer, el callar; limpio modo de
satisfacer, el padecer.
Parecíame, también, que las sentencias y decretos apostólicos y
reales, y las alegaciones de derecho que ha formado la dignidad
episcopal, reducida a volúmenes enteros, satisfaciendo a las suyas,
eran defensa de la causa y la persona; y que en lo que ellas no
hablaban, la modestia salvaba el crédito y la opinión. ¿Por escrito?
¿En papeles imprelado, que perseguido con la cruz sobre los hombros;
y más cuanto es infalible que cuanto descuidare de sí el hombre;
cuando él defiende las causas de Dios, tanto más seguro tiene su
amparo. Cuida de mí, (le dijo a una alma muy santa) que yo cuidaré
de ti. Su bondad vuelve por los sacerdotes que padecen por su causa;
si no siempre en esta vida atribulada y caduca, en la eterna. Y un
adarme de aumento en la celestial, pesa más, que cuanto se pierde en
esta temporal y transitoria.
También, Señor, me ha embarazado en estos ocho años una natural
vergüenza de defender un prelado su persona y opinión. ¿Por escrito?
¿En papeles impresos arrojados a la censura común? ¿Haber de
manifestar un hombre al mundo su ejecutoria, y juzgando de sí
bajamente (como debe) parecer que siente, como no es razón, de sí?
¿Cronista de sí mismo, quien hay que lo quiera ser? ¿Cuánto más pena
causa, que la injuria, este trabajo?
Santos ha habido que, necesitados del honor, y la verdad, de la
honra y gloria de Dios, parece que se alababan. Pero tan santos, que
al mismo tiempo se despreciaban, y sólo a Dios ensalzaban, en
aquello que les dio. ¿Pero quién conoce su flaqueza y su miseria, y
quien ve que lo mejor que obra es inmundo en la cara del Señor?:
Quasi pannus menstruatae universae justitiae nostrae. Son como el
paño asqueroso nuestros mayores aciertos (esto es, se hallan llenos
de imperfección y miseria), ¿cómo puede defenderse? Si los aciertos
son tales, ¿cómo serán los errores, las culpas y desaciertas?
Veintiséis años ha que sirvo a Vuestra Majestad, y he dado por
su servicio a la ocupación el tiempo, la vida al riesgo; el honor a
la censura; a la fatiga el sudor; todo el cuidado al oficio según mi
fragilidad. La grandeza de Vuestra Majestad, y el celo de su Consejo
por quien son, han honrado, y aprobado mis merecimientos cortos. Y
con todo eso reconozco que no sólo no han alcanzado mis fuerzas a
mis deseos, ni el caudal a los aciertos; sino que no hay acción
alguna en que no toque con las manos y vea con mis ojos mi flaqueza;
ni a la cual pueda mi confianza decir: esta es buena. Aunque bien
pueda decir que aspiró mi voluntad a que cada una lo fuese. Por eso
renuncié a mis defensas en la residencia de Virrey de aquellos
reinos, considerando que no podía justificar ni asegurar mis
acciones, y que sólo podía asegurar y defender mis deseos. Y los
deseos, Señor, en el juicio riguroso de los hombres no son descargo
de las acciones.
Siendo esto cierto, Señor, ¿qué mayor puede ser la congoja y
vergüenza de un prelado, que hablar de sí, aunque sea defendiéndose?
¿Cuánto es mejor padecer la pena de las culpas que hacerlas mayores
con la defensa?
A estos motivos se añadía otro, no menos fuerte por penoso y
desabrido; que era lastimar con la defensa a aquellos que ofendían
con la injuria. Natural es, decía un filósofo gentil, el herir al
defenderse: Natura insitum est cum laesus fueris repercutere. Con la
espada de la defensa en la mano, no puede fácilmente contenerse el
pulso hasta lo bastante; y llega sin quererlo a lo superfluo. Las
cuchilladas de la inculpada tutela decía un docto jurisconsulto, no
siempre se pueden dar con suma regla y medida; tal vez sale de
catorce puntos la que bastaba de siete. Y aunque en tal caso debe
imputarse al agresor la destemplanza del invadido inocente; pero
bien se ve, Señor, cuál será la pena del que quisiera coronar de
aplausos al que se halla obligado a lastimarlo con heridas sin
medida.
¿Qué sentirá el corazón de un prelado, que amando a esta grave
y sagrada religión, se halla obligado a pleitear, si no con su
instituto, con sus hijos? ¿Qué sentirá entristecer necesariamente
defendiéndose, a algunos claros varones, doctos, píos y modestos,
que no aprueban en sus hermanos escritos tan injuriosos? Que
reprueban la oposición poderosa que hacen a este apostólico breve.
Que extrañan la resistencia a las cédulas reales. ¿Quién no ha de
pleitear con desconsuelo con los hermanos de aquéllos, que es
verosímil que detesten estos pleitos? Pero vemos que callan los
inocentes, y pelean los culpados; unos lloran, otros hieren. Los
súbditos escriben, los superiores, consienten. Con esto parece
licencia la tolerancia, y entretanto padece la razón y perece la
justicia y anda en mi diócesis la causa de Dios perdida y por el
suelo, y es forzoso defenderla y levantarla.
Estos y otros motivos honestos, han contenido la pluma ocho
años, padeciendo gustosamente en silencio este género de penas. No
se ha escrito, sino por mi dignidad, y por ella, unas alegaciones o
canónicas defensas, ceñidas al derecho en el modo y la sustancia;
gobernando la pluma al defender la verdad, el celo y la razón; y al
defender la persona, el sufrimiento y paciencia. Más ha de seis años
que tengo en mi poder, en folio entero, aquel insigne libelo y
memorial, que ha corrido sin castigo y corre por Europa de
cuartilla; y con estar sembrado de gravísimas injurias, hasta el de
cincuenta y dos me he dejado labrar de aquel fuerte y duro escoplo.
Cuando llegué a esta corte, hallé hecha por estos religiosos
una cama de espinas durísimas para un prelado y ministro; porque
después de haber servido diez años en las Indias con buen celo y
mejor dicha, entré en ella padeciendo la emulación de un poder tan
desmedido. Hallé que habían dado a Vuestra Majestad estos religiosos
y derramado por la corte, entre otros, un memorial tan libre y ajeno
a la verdad de los hechos, cuanto de la modestia cirstiana. Era
injurioso, cruel, calumnioso y atrevido, hablando con la misma
libertad de un prelado y ministro conocido, que pudieran de un
hombre plebeyo y vil. Infamaba de tal suerte la opinión que he
deseado adquirir o merecer en los puestos que he servido, que si la
grandeza de Vuestra Majestad y su justificación, no fuera superior a
las calumnias, naufragara el crédito para siempre. Y con todo eso
pasé en silencio éstas y otras ofensas. Guardé y guardo el memorial,
y en él las injurias para mí, la defensa para Dios. Finalmente, a
innumerables escritos como éstos, y otros que han repetido en verso
y prosa, en las Indias y en España, y en Roma y en todas las partes,
desde que salí a defender mi dignidad en puntos tan importantes; ha
sido mi defensa la paciencia, toda mi espada, su escudo.
De esta suerte y con esta lentitud he procedido hasta que he
visto, Señor, que la causa de mi iglesia padece por la persona. Veo
que tiran a ésta para deslucir aquélla. Que hombros doctos y
eminentes en letras, espíritu y religión, no sólo aconsejan esta
eclesiástica defensa, sino que admiran y censuran mi omisión.
Ponderan que es ya remisión la tolerancia, y que puede parecer
consentimiento el silencio. Que estos religiosos frecuentan y
repiten injurias y memoriales impresos, y con ellos llevan el mundo
tras si. Forman quejas sin razón; equivocan los hechos, y los
derechos; confunden lo sucedido; afectan persecuciones, persiguiendo
e hiriendo y atropellando; piden la lástima para sí. A un mismo
tiempo ultrajan la justicia y la persona, e intentan echar por el
suelo el pleito y el litigante.
Estos escritos los venden públicamente, y con ellos compran y
acrecientan soberanía y autoridad desmedida; y de ahí pasan a ser
recelados y temidos. Mucho pueden (dicen todos), y no les falta
razón los que así desprecian a los obispos. Mucho deben Ser en la
Iglesia, los que así combaten las columnas de la Iglesia. Es
menester temblar de tan gran poder, y tener por imposible el
defenderse de aquéllos, que pasando lo posible, llegan hasta lo
imposible. ¿Quién puede resistir a tan formidable mano? Todo es
preciso que ceda a quien tiene unido en sí con eminencia, el
crédito, la prudencia, la autoridad y el poder. No basta ni aún
Hércules contra dos; ¿quién bastará contra tantos? Todos animosos,
todos diligentes, eficaces, unidos y poderosos.
No es bueno, Señor, que obligue tanto poder en la Iglesia a
tales temores; pero no es mala del todo la deducción, ni sin gran
causa el recelo. ¿Pues quién ha de haber que se atreva a defender
las eclesiásticas reglas, si ha de costar el honor? No es fácil en
la flaqueza humana entrar peleando con este riesgo, dura guerra en
la que comienza el soldado perdiendo el crédito y la opinión, y eso
en los primeros pasos, que con mucha sangre se suele conseguir en
los postreros. ¡Que cueste a un obispo una muy sencilla alegación,
muchas sátiras infames! ¡Que cueste una defensa modesta, una ofensa
desmedida! ¡Que a precio de gravísimas injurias, se haya de defender
y propugnar la episcopal dignidad! ¡Que ni baste la razón, ni el
derecho, ni la constancia cristiana, ni los decretos pontificios y
reales, para vencer una causa tantas veces resuelta y determinada!
¡Que cueste sangre del alma el seguirla! ¡El proseguirla! ¡El
vencerla! ¡Y todavía no pueda tenerse en pie lo justo contra lo
injusto! ¿Qué es todo esto, sino poner lazos y embarazos al remedio
de las cosas en la Iglesia universal? De esta suerte puede quedar en
ella la injuria poderosa y dominante, y el celo afligido y oprimido.
De esta suerte espantados los remedios, han de crecer sin freno
alguno los daños.
A esto se añade el ser de gran cuerpo las injurias, dignas de
reprobación en lo escrito y de reformación en lo obrado; y tales que
pueden ocasionar en los fieles graves escándalos, juzgando y
concibiendo de los prelados y obispos de suerte que, o sigan su mal
ejemplo, o ultrajen su dignidad. ¿Para qué es bueno con estos
injuriosos memoriales lastimar la opinión de los pastores mayores de
las almas? ¿Para qué es bueno llenar el mundo de mal olor?;
difamando a estas santas dignidades, cuando debemos ser a los fieles
santo y buen olor de Cristo? Christi bonus odor sumus, decía el
Apóstol de las gentes. ¿Para qué es bueno afrentar la ilustre y
santa memoria de aquel insigne varón en letras, espíritu y dignidad,
el Cardenal Silíceo, arzobispo de Toledo, cuyos venerables huesos,
ni en lo sagrado de su sepulcro escondidos, han podido eximirle de
estas plumas destempladas? ¿Qué se consigue con amancillar el honor
del doctísimo maestro D. Fr. Melchor Cano, gloria de la orden
sagrada de Santo Domingo, y Obispo de las Canarias, excelente en
virtud, letras y espíritu?
¿Qué se mejora en las almas, en que anden por el mundo
difamados en éstos y otros escritos muchos prelados, que han sido y
son luces clarísimas de la Iglesia? ¿Qué gana la religión de la
Compañía, qué lucimiento, qué honor en que publiquen y proscriban
sus hijos, por sur enemigos, de este ilustrísimo instituto, a estos
varones perfectos, doctos, adornados de letras y fama de santidad?
¿Qué efecto bueno puede causar este vapor infame en los fieles? ¿Qué
provecho el pensar de los obispos que son enemigos de la Iglesia, y
de la Compañía de Jesús; siendo las columnas de la Iglesia y con
esto también de esta religión, pues se halla, por la divina bondad
dentro de la misma Iglesia? ¿Qué utilidad a los pueblos de retratar
escándalo de los fieles a los obispos, que son toda su luz y
enseñanza? ¿Émulos de las sagradas religiones, a los que son toda su
defensa y protección? ¿Tristeza de la religión cristiana a los que
son todo su remedio, en consuelo y alegría? ¿Cómo les han de
obedecer sus súbditos, si así sienten de sus superiores, que se
respete a los prelados de la siástica si anda por el suelo la
veneración debida a los públicos censores y maestros de la fe.
Claman las eclesiásticas reglas, los cánones sagrados, los
decretos conciliares, que se respete a los prelados de la Iglesia;
los escritos, de estos religiosos los afrentan y desprecian. Ordenan
aquellos, que se encubran a los fieles nuestros defectos; éstos, no
sólo lo manifiestan, sino que los fingen, los imponen y suponen. Con
su capa imperial, decía el gran Constantino, que cubriría las culpas
de los obispos, pasando por la indecencia real, por no faltar a la
decencia sagrada. Estos escritos, no sólo como Cam, son irreverentes
a los padres de la fe, sino que por todo el mundo en memoriales
impresos publican los defectos, que no tienen. Indígnanse los
Pontífices romanos con aquéllos que procuran deslucir a estos
comunes maestros de la religión cristiana y malquistarlos y
descomponerlos con los príncipes del mundo. Estos escritos
injuriosos procuran derramar amargura en los príncipes del mundo,
ira y furor en los comunes estados contra los prelados, que
sencillamente defienden su mitra y jurisdicción. Procuran en sus
memoriales, con un ardor destemplado encender en fuego vivo de enojo
y discordia al clero y las religiones, sembrando esta cizaña infeliz
en la heredad del Señor.
¿Qué diligencias no hacen en los mismos memoriales? ¿Cuáles
serán las de afuera para mover a disgusto el piadosísimo ánimo de
Vuestra Majestad, y de sus ministros, como si fuera posible turbar
esa templanza invencible, esa constancia y serenidad real? ¿Qué
fuego no arrojan al sencillo pecho de las santas religiones,
persuadiéndoles que es contra ellas este apostólico breve, cuando
sólo a ellos modera? Procuran hacer la causa común, y dividir con
esto la paz y unión constante de entrambos cleros, secular y
regular. Solicitan universalmente oído contra un prelado que
cordialmente las ama, y sigue necesitado una causa santa y justa. Y
todavía estos religiosos persuaden al mundo, que es contra el clero
lo que es favorable a las religiones; y contra las religiones lo que
es favorable al clero. Y cuando el Pontífice Romano, padre común de
los unos y de los otros, con sus santos decretos nos concierta, nos
compone, pacifica y endereza; ellos contra sus decretos nos dividen,
separan y descomponen; y si no lo consiguen, lo intentan y
solicitan.
¿Qué sinrazones son éstas? ¿Quién hizo contrario a lo
diferente? ¿Por ventura es lo mismo ser opuesto que diverso? Porque
no es brazo derecho el izquierdo, ¿son contrarios los dos brazos? Si
lo diverso contraría a lo diferente, todo ha de pleitear entre sí.
Nunca habrá paz en el mundo. Pelearán la cabeza con sus miembros,
los miembros unos contra otros; será ira, furor y discordia entre
los hombres, lo que es concordia y conservación.
¿Qué son las religiones sagradas, sino ramas gloriosas y
celestiales, de este árbol universal de la Iglesia? ¿Qué es el clero
sino un robusto tronco y raíces de aquellas ramas? ¿Cuándo se ha
visto pelear las ramas con las raíces, ni el tronco con las ramas?
El Pontífice Romano, padre universal de los fieles, los cardenales,
los primados, los patriarcas, los arzobispos y obispos, las
catedrales, los rectores de las almas, los sacerdotes, los diáconos
y subdiáconos con las santas religiones (que se visten también de
estas órdenes y dignidades sagradas y siguen su santo instituto)
componen esta orden jerárquica de la Iglesia; a ésta ilustran, a
ésta adornan, a ésta hermosean. ¿Qué no confiesan deber las
religiones al clero? En sus brazos nacieron, con sus favores
crecieron, con su protección conservan y logran su santo espíritu y
vocación. Léanse sus admirables anales y crónicas, que no ha habido
religión que en su nacimiento no haya tenido (a más del Pontífice
Romano) por protector algún prelado, obispo, arzobispo o cardenal.
¿De dónde, sino del clero y sus catedrales salieron al estado
regular tantos ilustres fundadores y propagadores de él? San
Jerónimo, San Bruno, San Norberto, Santo Domingo, San Jacinto, San
Raimundo, San Antonio, San Nicolás de Tolentino, San Ignacio, San
Francisco Javier y otros muchos sacerdotes, que unos fundaron, otros
ilustraron estas órdenes sagradas? ¿Quién defendió y acreditó estos
celestiales institutos (por el Espíritu Santo concedidos a su
Iglesia) con la pluma, con la imitación y el amparo, como aquellos
ilustres obispos y arzobispos del oriente y occidente, San Basiliol
San Gregorio Nacianceno, San Juan Crisóstomo, San Agustín, San
Hilario, San Ambrosio, San Martín, San Remigio y otro numero grande
de prelados, que en todos tiempos han sido toda su protección y
defensa? Y finalmente ¿quién las ampara y defiende, sino tantos
eminentes cardenales que toman a su cuidado en Roma las religiones,
que les asigna su Santidad; y siendo sus protectores, son como
angeles de su guarda?
¿Y qué no confiesa deber el clero a las religiones? Sus hijos
lo han ilustrado, gobernando sus iglesias, heroicos pontífices
regulares, cardenales, arzobispos, obispos, han sido maestros de la
religión católica; su ejemplo ha mejorado las almas, sus milagros
acreditado la fe. Sólo San Gregorio Magno basta para honrar toda la
Iglesia de Dios. Finalmente. no habrá quien pueda contra los
innumerables prelados, que ha dado al clero el estado regular,
insignes en letras y en santidad, admirables en espíritu. ¿Vemos
otra cosa que innumerables varones santísimos, que salen de sus
celdas a reformar las iglesias con su perfección? ¿Otros a dar luz a
las almas con su doctrina? ¿Otros a llevárselas a Dios con el
ejemplo? Si el fin de todos es uno ¿por qué estos religiosos de la
Compañía ponen discordia en los medios?
Compara la mejor púrpura que vistió la Compañía esta militante
iglesia a un ejército de Dios. Lo grueso de este ejército es el
clero, que gobierna las almas en todo el mundo; y las armas, y
escuadrones auxiliares son las religiones, que ayudan a este santo
ministerio. Es el capitán general el Pontífice Romano, visible
cabeza y vicario universal de Jesucristo en la tierra. Los
cardenales, los obispos, prelados y prebendados, los rectores de las
almas, finalmente todo el clero con los seglares componen este gran
cuerpo de ejército; unos son cabos, mayores, menores otros, y los
demás son soldados de esta iglesia militante, que camina peleando a
la triunfante. Las religiones sagradas, desasidas, perfectas,
místicas y penitentes, son los escuadrones volantes, y las armas
auxiliares, que ayudan al Pontífice y obispos, que con ellos, y
ayudándoles a ellos, guían a Dios a los seculares.
¿Quién se atreve, Señor, a poner división en esta unión? ¿Quién
las armas, que han de pelear con unidad, contra el común enemigo,
las vuelve contra sí, y entre sí opuestas, divididas y enemigas?
¿Por qué ha de ser emulación una natural defensa de su estado y
profesión en la Iglesia? ¿Por qué ha de ser imperfecto que el
provincial defienda su religión, y el obispo su mitra y su dignidad?
Ley tenemos de amarnos los cristianos y no hay ley de no pleitear.
Señal es que podemos defendernos y amarnos; andar diversos los
entendimientos, unidas las voluntades. Es limitado el caudal humano,
no siempre acierta con la razón. Muchas veces es justa la guerra de
entrambas partes. Dure el pleito hasta su fin; quiétese con la
sentencia y nunca falte el amor.
Todo lo contrario vemos en estos injuriosos memoriales que
impugnamos. Porque repugnan a las sentencias, y donde todos se
quietan, se embravecen. Del puerto, que es la sentencia, vuelven a
arrojarse a un mar inquieto de pleitos; y en ellos, contra todo
honesto estilo, salen de la causa. Y ofenden a las personas. Juzgan
que su derecho consiste en la afrenta del contrario, y no sólo
arrimados al proceso, lastiman vencidos la dignidad; sino que, con
las injurias se alejan de la materia infinito, y éstas son tan
desmedidas, que es imposible que pueda tolerarlas la razón, ni
dejarlas sin satisfacción el celo.
Injurias hay, dice San Jerónimo, que es menester oponerse
rostro a rostro, frente a frente con ellas, porque no sea escándalo
de la Iglesia tolerado, lo que será su enseñanza convencido: Ex quo
discimus (dice el santo sobre Ezequiel) interdum gratiae Dei esse
imprudentiae resistere et frontem fronte concutere; hoc autem
tribuitur, ne nostra verecundia, aut humanus pudor pertimescat
insidias aemulorum.
Nadie hay, dice en otra parte, que no se deba lavar si lo
manchan con injurias tan horribles que tocan en las materias de la
fe, por la cual debe morir el cristiano. Y entonces, tenga paciencia
el malévolo, si le arrojan el agua sucia a la cara: Non est vox
hominis, neque ad hominem, aliquem, haereseos accusari, et non ei
liberum relinquere, ut se catholicum esse probet; lutatamque faciem
haeretico foetore conspersam simplici saltem aqua diluere, ne
accusatum,convincere videatur injuria.
Tal vez, Señor, es necesario que sea escoba la pluma, y que
limpie la Iglesia de este género de escritos; y ya que no puede, ni
le toca prohibirlos a un prelado, tocarále por lo menos convencerlas
y purificar con eso los conceptos de los fieles, manchados y heridos
con tal veneno.
Estos motivos, Señor, me han obligado con grandísimodolor a
tomar la pluma en favor de la verdad, y poner a los ojos de Vuestra
Majestad este último Memorial de los de la Compañía, respondido, (y
en cuanto alcanzo), satisfecho y convencido; y con ser de los menos
destemplados que han escrito, está tal, que merece, (como en él se
manifiesta) censura y reformación. Mi intento, Señor, no es deslucir
un instituto tan santo, ni entristecer a sus hijos, por mucho que
ofendan a mi dignidad; así por lo que amo a su santa madre, la
Compañía, como porque creo que no es lo suyo, tampoco, que ellos
escriban semejantes memoriales. Es solamente defender mi jurisdición
episcopal, a la cual, en este caso, defienden los apostólicos breves
y las cédulas reales. Es atender al bien de las almas de mi cargo.
Es poner en esta causa en crédito la verdad, que ha de ser ley de
los pleitos, y suplicar a Vuestra Majestad, postrado a sus reales
pies, que mande encaminar a estos religiosos, para que con la
obediencia debida a los decretos apostólicos y reales, se sosieguen
y compongan, dando ilustre ejemplo al mundo de obediencia a estas
dos soberanas potestades. Porque con esto, sobre remediarse las
almas que padecen por no hacerlo, también los ánimos y las plumas,
que se ocupan en estas no necesarias contiendas y diferencias,
tratarán sólo de defender la religión y la fe, y aumentar y promover
la paz y la caridad, y emplearse todas en el servicio de Dios y de
Vuestra Majestad. Cuya católica persona guarde Nuestro Señor, como
la cristiandad ha menester. Madrid 1 de Noviembre, día de Todos los
Santos, de 1652.
Humilde capellán y vasallo de Vuestra Majestad.
El Obispo de la Puebla de los Ángeles.
Cartas al Rey
Juan de Palafox y Mendoza

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