La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

 

 

Cuesta abajo
Leopoldo Alas

Cuesta Abajo
Leopoldo Alas «Clarín»

7 de enero de 18... A las cinco de la tarde Ambrosio Carabín,
portero segundo o tercero (no lo sébien) de esta ilustre escuela
literaria, cerraba la gran puerta verde de la fachada oriental, y,
después de meterse la llave en el bolsillo, se quedaba contemplando
al propietario de la cátedra de Literatura general y española, que
bajaba, bien envuelto en su gabán ceniciento, por la calle de Santa
Catalina. Carabín, es casi seguro, pensaba a su manera- -¡Y que este
insignificante, que ni toga tiene, me Zligue a mí, con mis treinta
aflos de servicios, a estar de plantón toda la tarde porque a él se
le antoje tener clase a tales horas en vez de madrugar como hacen
otros que valen cien veces más, según lo tienen acredítado!
Si el propietario de la cátedra de Literatura general y
española hubiera oído este discurso probable de Carabín, se hubiera
vuelto-a contestarle: -Amigo Ambrosio, reconozco la justicia de tus
quejas; pero si yo madrugara ¡qué sería de mí! Déjame la soledad de
mis maflanas en nú lecho si quieres que siga tolerando la vida. Me
has Hamado insignificante. Ya sé que lo soy. ¿Ves este gabán? Pues
así, del mismo color, soy todo yo por dentro: cemza, gris. Soy un
filósofo, Carabín. Tú no sabes lo que es
esto: yo tampoco lo sabía hace algún tiempo cuando estudiaba
filosofía y no sabía de qué color era yo. Pues sí: soy un filósofo y
casi casi un naufragio de poeta (no te rías)... Y por eso no puedo,
no debo madrugar. En cuanto a que mi cátedra te estorba, te molesta,
lo admito: me lo explico. También me estorba, también me molesta a
mí. Intriga con el Gobierno para que me paguen sin poner cátedra, y
habrás hecho un beneficio al país, a ti mismo y al propietario de
esta asignatura, que ni tú, ni yoy ni los estudiantes sabemos para
qué sirve. Pero el no madrugar es indispensable: por eso, por eso es
por lo que debían pagarme a mí. No creas que en la cama no hago más
que dormir. No, Carabín: medito, siento, imagino, leo, escribo...
Justamente ahora doy principio a una obra, si no te parece ambiciosa
la palabra, a una obra muy interesante para el curioso lector, que
soy yo mismo, yo solo. Ea, con Dios, Ambrosio: queda con Dios, y no
me desprecies demasiado. Y en último caso, despréciame mucho... pero
no me man-es madrugar.
El que habría hablado de esta suerte al portero,de haberle
oído, es el principal personaje de estas memorias, el que tiene el
honor de dirigirse la palabra, el autor-uyo D. Narciso Arroyo. Tengo
treinta y séis años ', nin n- cana, pocos desengaños, ninguno de
esos personales que llegan al corazón; creo haber amado bastante, he
creído lo suficiente, no me remuerde la conciencia por ninguna gran
picardía de acción o de omisión; y no emigro de España porque cuando
sueño que estoy lejos de la patria me dan amagos de disnea, allá
entre pesadillas. Además, por lo que he visto de la tierra en los
periódicos ilustrados y en Le Tour du monde, todo viene a ser lo
mismo'. Toda la humanidad,se ha retratado, y ya no quedan más que
dos tipos: o se trae corbata o se enseña el ombligo:
a se sujetan con el corsé las sagradas fuentes de la vida
a se dejan resbalar languideciendo. Otrosí, estoy enamorado de
esa torre, estoy enamorado de ese monte. ¡Ay, sí! ¡Bien enamorado,
mucho más de lo que yo sabía! Ayer pasó junto a mí Elvira (como yo
soy el lector de estos apuntes, no necesito explicarme más; Elvira:
demasiado sé yo. quién es Elvira). ¡Qué vieja! Sí, esto pensé: ¡qué
vieja! Estos ojos suyos no son ya aquellos ojos míos. ¿Se le
apagaron a ella, o se me han apagado a mí? A ella, a ella sin duda.
Y, si no, veamos. Ahí están la torre, el monte, que no han
engordado, que no palidecen. Y no e que no se gasten... sí se gastan
algo, el monte sobre t o.
-Está más triste, más comido por las canteras; se va quedando
algo calvo de robles y de castaños; pero, con todo, son los mismos,
y yo siento por ellos más, mucho más que sentía hace veinte años y
hace diez, y veo en ellos lo que entonces no veía. Tienen, de esto
que sigo llamando mi alma, mucho más de lo que yo pensaba. ¡Y el
cristianismo, el santo cristianismo, que me ordena amar más a D.
Torcuato, el primer teniente alcalde, que a esa torre y que a esa
montaña! Es que el cristianismo no conoce bien a D. Torcuato. ¡D.
Torcuato Angulo! Parece hecho por el diablo para probar que no hay
Dios. ¡D. Torcuato! Nunca le perdonaré el susto de la otra noche.
Fue como sigue. Estaba yo acostado. Iba a dormirme, ya apagada la
luz, cuando de repente recordé que Angulo había dicho de mí, en la
confitería, que yo era ateo. La conciencia clara, clarísima, de que
valgo más que Angulo, de que éste es un ser miserable hasta el asco,
me dio remordimientos y me arrojó en los tiquis míquis de los
escrúpulos de vanidad, soberbia, falsa filosofía, unción superficial
y puramente artística con que suelo atorinentarme en cuanto tomo la
postura supina si no he trabajado con intensidad durante el día. En
vano buscaba, en el fondo de esto que llamo el alma, actos de
humanidad y caridad para quedar tranquilo, dormirme y acabar de una
vez. Nada: la obsesión persistía. D. Torcuato no era digno de ser
amado: ni metiéndole en la cuenta del gran todo, sumándole con lo
Infinito para que Pasara sin ser notado, conseguía yo hacer
tolerable a aquel gandulazo. Y no había modo de doÍmir. Nada, una de
dos: si yo no encontraba el lugar armónico que o la realidad y en mi
corazón ocupaba necesariamente Angdo, no había tal realidad una, ni
yo era un verdadero pensador, ni una persona decente: había que amar
a D. Torcuato y explicárselo. Por poco me vuelvo loco. Claro: aquel
ir y venir de argumentos en que el suelo se venía abajo de minuto en
minuto y se volvía arriba, aquel círculo de contradicciones y
aquella angustia metafísica, trojeron, como siempre, la excitación
nerviosa, las náuseas, J miedo a la enajenad6n mental, y el sueño
triste y lleno de visiones desanimadoras, que es lo peor que saco de
estas campañas estériles. ¡Y todo por culpa de D. Torcuato! Ahora
que estoy bien despierto, y el sol alegrellega hasta besar la
blancura de- esta sábana, y tengo el torso vertical, y no hay miedo
al hígado ni al cerebro; ahora, apoyado en los estribos del buen
sentido, santo, del mediodía, ahora
grito: -íMala centella parta a D. Torcuato Angulo! -Y sigo-. No
sé si he dicho que soy viudo: lo soy. No se crea que me acuerde
ahora de e§to porque m¡mujer me la haya matado D. Torcuato, no:
capaz sería, pero no fue él. No estoy seguro de no haber sido yo.
Pero bien sabe Dios que si contribuí a su muerte fue sin querer,
Culpa, ninguna. Por eso estoy tranquilo. Aunque no siempre del todo.
Porque hay horas también en que tengo remordimientos, a pesar de no
creerme responsable de los actos en que esos remordimientos se
fundan. Por ejemplo, cuando hablo en cátedra de las tres unidades de
acción, lugar y tiempo `, y digo que para el artista moderno ya no
hay tales trabas, no estoy seguro de decir la verdad. Tal vez las
tres unidades dramáticas son esenciales. Vaya V. a saber. Pero ahora
lo corriente es 4cír que se puede prescindir de algunas de ellas y
se prueba. No se prueba del todo, pero se prueba. ¿Voy yo a reñir
con todo el mundo? ¿Voy a declararme paladín de las unidades? No:
andas ¡no tendría yo que discurrir poco que corra la bola. Pue para
averiguar el fondo último de la verdad en este punto, Tendría que
emplear toda la vida en averiguar eso... Y me quedaría a oscuras. De
modo que ¡abajo las unidades y caiga el que caiga! ¿Qué culpa tengo
yo? Bien, pues así y todo me remuerde la conciencia. ¡Ay' Bien
piensa Carabín: siempre seré un ¡insignificante.
Pero voy a mí asunto. Yo, Narciso Arroyo, catedrático de la
facultad de Filosofía y Letras, viudo, de treinta y séis años,
domiciliado en la calle de Santa Catalina, número nueve, he decidido
escribir las memorias de mi vida en variedad de metros como quien
dice, y sin respetar gran cosa las tres unidades. Pienso ser unas
veces predominentemente épico, como yo digo muy serio en cátedra,
porque hay que vivir; y otras veces me inclinaré visiblemente a
lo lírico. Días habrá en que todo lo que guarde de aquellas
veinticuatro horas mi libro de memorias no será más que una canción.
íDías felices aquellos en que el alma fue no más una cuerda de la
lira, y la conciencia
una vibración sonoral- ¡Quién le diría a mi compañero, el de
Literatura griega y latina, que yo sé explicarme tan poéticamente!
¡El, que me cree seriamente preocupado
con el origen de los versos leoniños! ¡Mi buen D. Heliodoro!
íEl ve a Grecia a través del director de Instrucción Pública, y
jamás se le ha ocurrido imaginarse la cara que pondría Friné si le
presentaran a Gil y Zárate ` y viceversa!
Hoy, pasada la Epifanía, se reanuda el curso, comienza el año
nuevo... en cátedra, y quiero que hoy también se inauguren mis
Memorias. Cuesta abajo, es decir, camino del hoyo. SÍ, no hay que
forjarse ilusiones: ya no hay más horizonte; doblé la cumbre y voy
descendiendo ya al otro lado de la montaña. Sólo podré ver la
vertiente que dejo atrás con los ojos del recuerdo. Mientras yo bajo
por este lado, las Memorias volverán a subir por el otro; pero,
¡ay!, el espíritu que las dicta va cuesta abajo. ¡Qué diferencia de
vivir a volver a vivir! Si se pudieran hacer las cosas dos veces
¡qué mal las haríamos la segunda vez! Esta segunda vida sería obra
del hombre, y la -primera es obra de Dios. Tal creo.
8 de enero de 18... Si, como quieren ciertos filósofos
modernos, el hombre es un compuesto inestable, yo a los diez y siete
años era un compuesto inestable... Y sin novia. No tenía más novia
que la Virgen Santísima. Alabada sea ella de todos modos. Nunca le
perdonaré a Renan lo poco que dice de María. A los diez y siete anos
yo no sabía de Renan más que por una, traducción de Los Apóstoles
que publicaba en el folletín un periódico republicano que con motivo
de la revolución triunfante quería arrancar a España de las garras
del fanatismo, aunque fuera descalabrando el idioma de nuestros
intolerantes antepasados. Además, ahora que me acuerdo, había visto
una traducción, mala también, de la Vida de Jesús `, en
la maleta de un americano muy rico y muy bruto, que quería
educar a sus hijos a la moderna, y para ello se preparaba leyendo El
Evangelio del Pueblo, del Sr. Henao y Muñoz', y llevando consigo a
todas partes el libro de Renan, aunque sin leerlo, porque no estaba
escrito en estilo cortado, como El Evangelio de Henao y los
artículos de los periódicos satíricos que también deletreaba, y,él.
los períodos largos no los entendía.
Tenía yo, en consecuencia, por un hombre de malas entrañas y
mal gusto, por filósofo superficial y por historiador embustero, al
insigne bretón; y eso que no sabía entonces, como supe después, que
los oradores del Ateneo de Madrid, que el tal Renan todo lo copiaba
de los Alemanes, menos la cháchara poética. No por ser tan injusto
con el autor de San Pablo era yo en aquel entonces tan mentecato
como parece deducirse del contexto. Hay que acostumbrarse a
distinguir de facultades, porque unas se desarrollan antes y otras
después, y algunas nunca, y no por eso deja de haber elementos
dignos de aprecio en las almas de ese modo incompletas. Ni hay que
suponer que ciertos espíritus, encerrados en la letra de una fe
quieta, estancada, no puedan tener sus grandes anhelos poéticos de
esperanzas insaciables, de abnegación metafísica, de idealidad
independiente, y también los sentimientos y arranques anejos. No es
lo más frecuente, pero los hay que tienen todo eso. También es
verdad que cada día hay menos, y que las almas completamente
sinceras y de cierto temple, casi todas son libres, en el sentido de
que no las sujeta ningún dogma histórico. Pero vuelvo a mis diez y
siete años. Acababa de pasar una gran fiebre nerviosa. Me encontré
del lado de acá de la adolescencia en poder de una tristeza
milenaria, suavemente apocalíptica. El mundo se había hecho viejo de
repente; las cosas, todas pálidas, apenas tenían más que la
superficie; el sol no era tan claro como antes; y entre mis ojos y
las nubes entre mis ojos y el mar lejano, aparecían enjambres jé
puntos, de circulillos opacos, como una vía láctea de estrellas
apagadas. Aquello era para mí lo más doloroso y el símbolo de la
ruina universal y, sobre todo, de mi propia ruina. del ruina era
inmensa: aquel velo de puntos que había entre mis ojos y el mundo me
decía que la hermosa vida, que ya no era hermosa, no era para mí. Yo
venía a ser un príncipe, más, un emperador del ancho mundo, a quien
habían destronado durante una enfermedad peligrosa. Como Gil Blas se
levantó del lecho sin sus doblones', yo me levanté sin mis ensueños
de rapaz ambidoso y fantaseador. Por eso no tiene nada de particular
que cuando me ponía a escribir versos los dejase siempre sin
concluir, aun sin mediar; porque tanta desesperación había en las
primeras estrofas, tanto anhelo del aniquilamiento universal, que ya
no había nada más que decir en este sentido, no cabía apurar más la
gradación del desencanto, y no merecía en el mundo cosa alguna el
esfuerzo de seguir buscando consonantes no vulgares, única clase que
yo admitía; trabajillo que acaso entraba por algo en el abandono de
todas mis tentativas rítmicas. Mientras fui niño, proximus intantik
primero y proximus pubertali después, fui absolutamente épico en mis
lecturas y épico y dramático en mis escritos y en mis aspiraciones:
leía novelas de aventuras y de pasión, historia, política, viajes y
su poquito de filosofía; poemas y versos clásicos que no entendía;
hacía alarde de mi erudición y de la imaginación siempre exaltada;
contaba a mis amigos cuentos que yo iba discurriendo según los
contaba, y escribía comedias y dramas a docenas, alguno de los
cuales tepresentábamos en teatritos caseros, en las guardillas y
desvanes. Enfermé, y, al volver tristemente a la vida, mi alma era
ya toda lirismo. Había perdido mis comedias, olvidado mis lecturas
en gran parte, despreciándolas casi todas; y hasta la ortografía,
que había aprendido bien de chiquillo y que días antes de caer en
cama noté que se desvanecía de mi memoria, hasta la ortografía, tuve
que volver a cultivarla, porque siempre tenía presente la anécdota
de: z-Orestes se escribe sin h-y me daba mucha vergüenza el
contraste de mis cavilaciones y profundidas escritas con el mal uso
de las haches y el abuso de las ges o las jotas.
Era durante el verano mi larga convalecencia, prolongada en mis
adentros, cuando ya los médicos me daban por restablecido
completamente. Estaba yo en la aldea, en un valle frondoso, muy
retirado, ancho y largo, limitado por colinas suaves, de líneas
graciosas cubiertas hasta la cima de árboles copudos. No sé cómo
llegó a mis manos una edición diamante de las poesías de Leopardi,
más algunos artículos que hablaban de su vida y comentaban sus
pensares y sus dolores. Por la primera vez me picó en el alma la
idea del ateo, del ateo honrado, digno de cariño, del ateo hermano.
Leopardi no creía en Dios, no volvía los ojos del alma a la
Providencia, al Padre Espiritual; y a pesar de esto, que era
entonces para mí un horror, en mi corazón, intolerante en su
inocencia, nacía, como un pecado, una lástima infinita, una
dulcísima aunque desesperada intimidad de dolores con el solitario
de Recanati'. Muchos años después he leído en Parerga y
Parafipomena de Schopenhaucr, que el aburrimiento es patrimonio
de las almas inferiores '. No hay que decir estas cosas tan en
absoluto: hay muchas maneras de aburrimiento. El vacío, el que
consiste en la ausencia de espacio para la imaginación, es
ciertamente propio de los jugadores de tresillo; pero el
aburrimiento, que fue la décima musa del poeta de Recanati, es
diferente aunque no en todo. Las dudas o las negaciones de la
voluntad no son propias de los hombres vulgares, como el mismo
Schopenhauer viene a reconocer en el mismo libro; y esas negaciones
y esas dudas, las dudas sobre todo, engendran esa otra especie de
aburrimiento dignificado por su objeto y por el dolor positivo que
causa. El ateísmo de Leopardi es de los más tristes, porque es un
ateísmo de soñador, de místíco sin divinidad; es decir, lo infinito
como teatro, pero sin personajes, sin drama. Para mí el ateísmo de
Leopardi fue siempre más triste, más simpático, que el de los más
grandes poetas modernos, ateos también. -El ateismo de Shelley es
toda una tesis, una filosofía batallona, hasta una especie de
palingenesia «. El ateísmo de los modernos poetas indianizantes, de
los amigos del Yirvana2,
e menos inmediato, menos sentido, que el de y, lo que más
importa para el caso, mis divettido, menos doloroso. Estos
orientalistas no se aburren: se duermen, y sueñan formas hermosas,
libres de la congoja metafísica. El ateísmo de Leopardi está
continuamente ligado a un espiritualismo que) una vez muerto Dios,
encuentra inerte la naturaleza, estúpida, como la llama el Sr,
Feuillet en una novela que está publicando estos días fflonar de
artista)13. Por eso la poesía de este desgraciado genio (di
Leopardi, no de Feuillet) que para mí simboliza mejor su poesía, su
carácter poético> es la canción de un pastor a la luna en una
llanura de Asía 11. Nunca olvidaré el día, la hora, el sitio en que
a devoraron mis ojos y tragó mi corazón'mera por vez paquella hiel.
Aquella mañana de setiembre, calurosa, cenicienta en el cielo, había
yo tenido una extraña crisis nerviosa: había inventado salir a la
huerta, al sentarme a almorzar, porque la casa se me venía encima;
me ahogaba de tristeza, de imposibilidad de vivir así, si el mundo
seguía pareciéndome tan inútil, tan descompuesto, tan ¡lógico, tan
partido en moléculas sin cohesión... Me agarré a mi madre, di gritos
de angustia, de espanto- y salimos juntos a la huerta. Paseamos un
poco bajo las parras que formaban un pórtico. Ella me daba el brazo,
me consolaba con frases que, por lo mismo que no llegaban a la
inteligencia de mi desazón, de mi disparatada aprensión respecto de
la realidad que me rodeaba; por lo mismo que eran una afirmación del
mundo normal, lógico, bueno, una verdadera petición de principio; me
confortaban, me distraían de mi alucinación interior, de mi locura
pasajera inefable. Entre el cariño y el buen sentido me iban
volviendo a la realidad verdadera, sana, consistente, continua. Pasó
la angustia que llamaré intelectual impropiamente. Nos sentamos
sobre el pretil de la muralla que daba sobre el corral de abajo.
¡Oh, qué inolvidable aníquilamiento el que sentí un minuto después
de sentarme! Ha dicho un crítico francés de los del día que el dolor
físico es, si hablamos con sinceridad, mayor que el moral, en suma.
Yo no lo afirmo, pero en aquella ocasión el terror de lo que sentí
fue entonces superior con mucho a la angustia y a la locura de poco
antes. Ello era que se me iba la vida por la espalda. Aquello no se
llamaba morirse: era irse... escapar todo por la espalda, cayendo...
cayendo, alejándome de mi madre, que, agarrada al mundo, a la
materia, de que ella era parte, se quedaba allá lejos,
desvaneciéndose, sin comprender mi mal, inútil para mí a pesar de su
cara de compasión y de angustia. Me tendía los brazos, que a pesar
de tocarme no llegaban a mí, ¡ay!, no llegaban a la región en que yo
sentía el espanto y también el cariño que llevaba ella dentro, como
un niño en una cuna olvidada. Yo volvía atrás, volvía atrás, a la
primera infancia... pero no para entrar en el seno de mi madre: para
alejarme de él, cayendo, cayendo en la nada, que me invadía.
... Volví a la vida entre besos, lágrimas y abrazos de mi
madre, más un poco de azahar, que llegó a tener para mí, a fuerza de
usarlo, algo del olor del regazo materno. del madre creía en el
azahar como en las oraciones. -La oración -pensaba ella- es medicina
para los creyentes: el azahar para los nerviosos.
Siguió una reacción de alegría sin- causa, como síntoma no más
halagüeño, pero como bien positivo actual muy sabroso. Las alegrías
sin causa no, hay que descontarlas en la vida, porque tienen en sí
mismas su razón de ser, que es la causa más constante. Ni los
pesimismos ni los ascetismos deben echar en saco roto estos
argumentos de las almas alegres quand méme. ¡Oh! ¡No hay que llevar
demasiada metafísica a las pasajeras ráfagas de buen humor que orean
de tarde en tarde la prosa manida de la existencia! Según me hago
viejo, me inclino más cada día a un empirismo espiritual, a un
epicurismo de buenas costumbres, moral y suave... Deda que, pasada
la crisis nerviosa, volví aquel día al dominio de mi espíritu,
alegre, vibrando, como placa sonora, con todas las impresiones que
venían de la luz, del sonido, de los olores, del contacto. ¡Horas
memorables éstas de armonía interior, en que la presencia de la
realidad se convierte en una música y el alma adivina el timbre de
todas las cosas y escucha las grandiosas sinfonías de la naturaleza
latente!
Para mí, sobre todo en aquella edad, fue siempre el remate
obligado de estas excitaciones la necesidad de leer versos buenos en
voz alta, a mis solas, en lugar a propósito, y acabar la lectura con
ahogos de enternecimiento, con lágrimas en la voz y en los ojos,
refiriendo el sentido íntimo, esencial, de lo leído a un sentimiento
de caridad, de un orden o de otro, pero de caridad vivísima,
inefable. No recomiendo el procedimiento a los pedagogos; no pido
que a los niños de las escuelas o de los institutos provinciales se
les enternezca artificialmente haita el punto que me enternecía yo,
por medio de la lectura de los grandes poetas, hasta conseguir
fabricar una buena porción
de sentimientos humanitarios que sumados aseguren al Estado
grandes dosis de abnegación y sentimentalismo públicos. No, no
estaría eso bien. Sin contar con los refractarios, que no faltarían,
tal vez ni conveniente sea acaso que los mucliachos lleguen a ser
tan visionarios y sentimentales como yo confiesogque fui en mi
adolescencia (más adelante tuve ocasión de cambiar de conducta y
llegué en mi viril endurecimiento hasta el punto de ser escritor
satírico). Un ilustre pedagogo extranjero, coetáneo, cuyo nombre
siento no recordar ahora, demuestra, o poco menos, que los nillos no
deben llorar, pese a ciertas preocupaciones contrarias. Pues que no
lloren. Sobre todo, si se ha de mirar la cuestión desde el punto de
vista puramente fisiológico (y así parece que debe ser), por mí que
no lloren, que no sean sentimentales. No quiero que se me culpe de
conspirador contra el mejoramiento de la especie humana. Harto se ha
insultado al pobre Rousseau con motivo de sus sensiblerías, que,
según la autorizada opinión de personajes que no han llorado nunca,
corrompi6 a varias generaciones con su falso sentimentalismo «.
Así debe ser en adelante, es decir, no se debe provocar el
enternecimiento a no ser cuando se trate de causa mayor, de un duelo
legítimo y que tenga algo de parecido con el zollverein, o sea la
unión aduanera, esto es, cuando se trate de algo que importe a la
mitad más uno, o sea, la mayoría absoluta de los ciudadanos. Todo lo
demás es subjetivismo, afeminamiento, impresionabilidad excesiva y
otra porción de sustantivos más o menos clásicos.
Pero cuando yo tenía diez y siete años no veía las cosas como
ahora; así es que aquella tarde, para saciar el ansia poética que
siguió a mis ataques de nervios, busqué
un autor de los que más me conmovieran, de los que mejor me
hablasen de las cosas de más adentro. Llegué a mi cuarto. Sobre la
mesa de noche se destacó; como imponiéndose a mi atención y a mi
voluntad, el volumen lindo, pequeño, que parecía un extracto de
ideas y emociones, el libro familiar de aquella temporada: Leopardi.
No dudé. La acción siguió al impulso: tomé el libro. Como con una
presa, huí a lo más escondido de la huerta, a una gruta artificial,
fresca, nemorosa, hecha por nosotros mismos con laurel en un socavón
de una muralla antigua. ¿Por qué más que nunca entonces necesitaba
mi alma al poeta triste? ¿No estaba yo alegre, no creía firmemente
en tales instantes en las armonías del mundo? Por lo mismo, por la
comezón irresistible del contraste, por la curiosidad peligrosa de
ponerme a prueba, quería leer aquello. Además, disparatadamente,
como si el libro no fuera cosa muerta, constante por su misma
inercia en el dolor de que hablaba, yo iba a leer con la esperanza
absurda... de influir en Leopardi aquella tarde en vez de dejarme
entristecer por él. ¡Era tanta mi alegría íntima, tan sólidos creía
yo los cimientos de mi dulce optimismo! -A ver quién vence a quién:
a ver si él me comunica, como siempre, su congoja, o si yo infiltro
en estas hojas frías el espíritu de amor y fe que me inunda.
«Consolemos al triste.» Del absurdo nunca pudo salir nada bueno-.
Por casualidad, lo primero con que tropezaron mis ojos fue con El
sábado de la aldea, que es uno de los más sublimes cantos a la
esperanza, pero a la esperanza sola, que ha inspirado a ser humano
la decepción eterna. Aquella impresión agridulce aún no enfrió mi
celo de catequista, En seguida llegué, a saltos, a la famosa poesía
en que Leopardi habla del renacimiento de la ilusión...»

Meco ritoma a vivere
la piaggia, il bosco, il monte;
parla fl mio core il fonte,
meco favella il mar...

Olvidado yo de lo que sabía que venía después medio creí un
momento en el milagro. Mi alegría, mi fe, mi amor, se comunicaban al
poeta muerto... me seguía, él amaba también y comprendía la belleza
y -bondad del mundo. ¡Momento solemne aquel! ¿Por qué he olvidado yo
tantas escenas culminantes de mi vida: mi primera declaración de
amor, mi primera comunión y otras cosas por el estilo, que tanto
debían importarme, y tengo grabadas en el cerebro, como presentes,
estas nimiedades de que hoy hablo, y otras así? ¡Ay! Porque ya más
que un hombre soy una entelequia de la facultad de filosofía y
letras.
El poeta decía en seguida, ¡claro!

Dalle mie vaghe iminagini
so ben ch'ella discorda;
so che natura e sorda,
che miserar non sa.

Como si en el cielo azul y sonriente, allá hacia la parte del
Este, donde se aglomeraban las nubes, como recogidas, hubiera una
cortina negra envuelta en sus pliegues, y de repente esta sombra,
esta oscuridad, se corriera con chirridos de metal por todo el
firmamento; así quedé, frío, a oscuras, lejos de la luz de mi
alegría, del sólido fundamento de mi fe racional que hacía un minuto
me animaba a convertir el libro a mis ilusiones.
Aviso a la juventud incauta. (Este aviso es de una pedagogía
absolutamente correcta, no encierra ningún elemento malsano de
sentimentalismo, y puede verse, en otra forma, en varios autores.)
Aviso a la juventud incauta. No se debe luchar, a cierta edad, con
los grandes hombres que hablan en los libros. Siempre vencen ellos.
El joven que piensa haber sacudido las riendas de la autoridad, el
magister dixit, se rinde sin saberlo al primer maestro que él a
ciegas, por capricho, escoge por tirano. La fuerza de la autoridad,
que es mucho más poderosa de lo que muchos creen ahora, se venga de
los que irracionalmente se burlan de ella, imponiéndose a esos
mismos en la más divertida y caprichosa variedad de formas. Cuenta
otro pedagogo que a los niños de muy pocos años se les puede imponer
la voluntad ajena con afirmaciones rotundas, enérgicas, de que los
mismos niños desean lo que se pretende que hagan. El infante toma
por voluntad propia la sugerida de esta suerte. Pues bien: a los
jóvenes se les hace tomar por dictado de la razón lo que es dictado
de la opinión de un hombre que tiene a sus ojos mucha autoridad. Los
cambios de la opinión (aparente) de muchos jóvenes, librepensadores
y todo, se deben a imposiciones de este género, tanto más fuertes y
peligrosas cuanto que no son reconocidas. Tal vez parte, no digo más
que parte, de la causa por que Hegel influyó tanto en el pensamiento
moderno, consiste en esto.
Sí: los filósofos, los poetas, los moralistas, etc, etc, que
hablan como dictadores, que mezclan elementos de voluntad, de
energía en sus ideas, las imponen más fácilmente. Hegel, en efecto,
en su Lógica, por ejemplo, nos llega a convencer de que seremos unos
pelagatos intelectuales, unos cualquiercosa metafísicos, vulgo y
nada más que vulgo, si no preferimos lo que él dice y quiere que sea
la verdad a lo que el sentido común nos sugiere `. Tal vez la famosa
cuestión kantiana, la que es base del moderno escepticismo más o
menos disimulado, la cuestión del fenómeno y del noúmeno», no pueda
resolverla
la humanidad nunca en un sentido satisfactorio para el valor
real de la razón... sino por un acto de voluntad: no queriendo,
dudar de la correspondencia de lo representado con la
representacíón. Schopenhauer debe gran parte de sus triunfos tardíos
a su dandysmo, filosófico, que se funda en un desdén, querido con
constancia, de las ideas contrarias a su sistema.
Pero ¿qué más? El secreto del triunfo inmenso de todas las
grandes religiones históricas está en los actos de le, que no son en
suma más que otros tantos martillazos de una voluntad de hierro
descargados sobre el cráneo, de hueso al fin, de la mísera razón
humana.
Todas estas dudas, estas negaciones desconsoladoras, de que se
queja el hombre moderno, el fin del siglo, ¿son racionales
propiamente? ¿Ha dudado o ha negado cada cual por cuenta propia?
¡Ay, no! Ni mucho menos. Así como la Iglesia se encargaba y se
encarga de pensar por cuenta de sus fieles y afirmar por ellos, así
el escepticismo y el materialismo, etc, etc, de unos pocos, lleva la
cura de almas de una infinidad de pobres diablos que si se condenan
no será por culpas de su intelecto. ¡Bajar a beber al fondo de las
ideas, que es un abismo, cuando es tan fácil pedir en el camino un
poco de agua a los que suben con el ánfora llena! Lo malo es que
como los del ánfora saben que los otros no bajan... pueden ellos no
bajar tampoco y fingir que sacan de lo hondo el agua que puede ser
de los arroyos de la superficie.
En fin, cualquier joven refleXIVo habrá observado que muchas
veces se ha dejado deshacer sus ilusiones racionales por una
afirmación, o negación, rotunda de un pensador famoso; y esto sin
más que la fuerza de voluntad acumulada, como electricidad, en la
negación o en la afirmación misma.
Yo, jóvenes pensativos, os aconsejo, como ligero alivio a ese
tormento de que tan poco se habla y que es tan doloroso y tan
frecuente, que consiste en la tortura causada por, los grandes
pensadores y los poetas tristes y desengañados, que son los que nos
quitan las ilusiones que podrían reverdecer hasta bajo las canas y
al borde de la sepultura; yo os aconsejo que os apliquéis a examinar
con rigorosa lógica las doctrinas que destruyen vuestros ideales en
los libros de los grandes maestros. Es cuestión de química
intelectual: separad los elementos racionales, propiamente
racionales, de la mezcla sentimental y prasológica; no admitáis esa
especie de opio que la voluntad mete en las ideas para darles
eficacia comunicativa. ¡Mirad, oh jóvenes de corazón robusto y
generoso, que muchas veces, cuando creéis estar meditando... estáis
amando!... Así hacía yo aquella tarde de mi cuento. Para mi corazón
el desgraciado solitario de Recanati era una autoridad muy fuerte.
Leopardi no hacía más que quejarse... Y a mis ojos estaba
argumentando. Lloraba, y me convencía. Y entonces, después de
correrse aquel triste velo oscuro de que hablé más arriba, fue
cuando llegué a las lamentaciones que el pastor de Asia dirige a la
luna, su compañera de inútil aburrimiento. Como en un pozo, volví a
caer de cabeza en mi ordinaria congoja, volví al estado normal de
aquella mi triste convalecencia de alma; mas ahora caía en aquel
marasmo desconsolado con un dogma poético, con una leyenda
metafísica para mi aprensión nerviosa: la fuerte cadena de toda una
filosofía didascálica ` me amarraba al fondo de mi desesperación de
adolescente enfermizo. Yo iba creyendo aquello que decía de la
infinita vanidad de todo el poeta, como si fueran demostraciones
matemáticas sus quejas: debía de parecer
me a los discípulos entusiásticos y candorosos de aquella
primera filosofía jónica que era mitad poesía mitad fantasía
refleXIVa. Así como aquellos Tales, Anaximenes, Anaximandros,
Heráclitos, etc, etc:, decían que todo era agua, o todo era aire, o
todo era fuego', el pastor de Leopardi y yo decíamos, como si lo
viéramos, que todo era hastío. Encontrar el mundo inútil a los diez
y siete aflos es un gran dolor. Tal vez no se cura de este mal por
completo nunca. Cuando muchos aflos después creí en la vida, y hasta
fui a votar a los CoMiCiOS 21- y cuidé mi hacienda, aunque poca, y
hasta jugué algún albur en la banca de la suerte a la carta del
progreso, y me decidí a escribir un programa de Estética,
dividiéndolo, por supuesto, en parte general, especial y orgánica;
todas estas cosas, y otras muchas por el estilo, las hice yo con un
poco de comedia que procuraba ocultarme a mí mismo. Desde aquellas
primeras tristezas serias de mi adolescencia, siempre que estoy
contento me encuentro cierto aire de actor. Una voz secreta y
melancólicamente burlona me dice: -¡Ah, farsantuelo! -y otra voz
también secreta, y tal vez más honda, me dice: -¡Haces bien, cómico!
¡Adelante!
Si estas memorias, o lo que sean (pues ya fuera de cátedra no
creo apenas en los géneros), cayesen en manos
de uno de esos literatos eminentemente romanistas, aria nos, como
dicen ahora algunos críticos judaizantes' - en manos de uno de esos
literatos que, ante todo, en toda clase de arte aman la
arquitectura, y en el plan de toda obra ven como lo principal un
plano; sí tal aconteciera, digo, el tal literato notaría que ya
había perdido el hilo lastimosamente, que todo me volvía digresiones
e incoherencías. Había empezado, en efecto, por decir que a los diez
y siete aflos era Narciso Arroyo, el que suscribe, un chico sin
novia, a no ser que contáramos a la Virgen María... Y después salto
a Leopardi, al ateísmo poético, etc, etc.: ¿qué orden es éste? Sepa
de una vez para siempre el Zoilo hipotético que yo soy germanista,
que soy un latino que en esto de despreciar la arquitectura
literaria me acerco a las leyendas de Odino y a los poemas caóticos
de los primitivos sajones y demás hombres del norte '. El orden lo
llevo yo en el alma: no es cuestión de literatura, es cuestión de
conciencia. Yo aseguro que hay orden en todo lo dicho y basta.
Leopardi y la Virgen María... ¿qu-' tienen que ver una cosa con
otra? ¡Bahi Para la historia de mi espíritu, mucho. Yo, en el tiempo
a que me vengo refiriendo, hacía a mi manera (de que ya hablaré)
compatibles mis tristezas metafísicas, mi bancarrota universal, con
las creencias católicas, o que por tales tenía mi relativa
ignorancia. Yo creía, como tantos otros creen, que porque tenía el
símbolo de la fe tenía la fe. No sabía que si mi catolicismo hubiese
sido fuerte como el de un creyente de la edad media, verbigracia,
mis tristezas no llegarían hasta la raíz del mundo. Pero, en fin,
entre contradicciones, de que a ratos tenía conciencia en forma de
remordimiento, yo me llamaba católico, y era casi místico, en el
sentido de cuasi visionario. El culto de María no externo, pues éste
desde la lejana infancia no había vuelto a tenerle (fuera de las
oraciones que mi madre me había enseñado poco después de nacer); el
culto de María, interior, poético, vago y misterioso, era uno de mis
pocos consuelos de entonces. Mi madre y la Virgen eran, en ti gor,
las únicas ventanas por donde yo veía entonces un poco de cielo
azul. A veces, en horas de exaltación, yo había casi creído en la
proximidad de una aparición de María. Pues bien: al terminar la
lectura de aquellas quejas del pastor oriental a la luna, entre las
lágrimas de compasión infinita que me inspiraba Leopardi, el pastor,
la luna, el rebaño, el mundo entero... yo mismo sobre todo... como
un engendro del llanto y de la caridad, nadó en mi alma esta extraña
idea: -La Virgen debió presentarse al pastor de Asia: ella, tan
amiga de aparecerse a los pastores, a los adolescentes solitarios
del campo, que medítan, en la somnolencia de su inocente vida, debió
presentarse, apareciendo detrás de la luna, al mismo pastor de
aquellas soledades y bajar hasta ponerle en el corazón una mano, con
lo cual bastaría para explicarle el porqué del mundo, el porqué de
las vueltas de la plateada rueda, como llamó a la luna nuestro Fray
Luis de León 2, un pastor de almas que llevaba a María dentro del
pecho. ¡Pobre Leopardi, pobre solitario de Recanati, alma llena de
amor infinito y que no encuentra objeto para tanto amor, pues no hay
enfrente de su cariño... no más que una infinita vanidad! ¿A quién
mejor que al pobre poeta, joven, casi niño, tan capaz de
comprenderla, tan capaz de amarla, tan inocente en su dolor, en su
negación dolorosa; a quién mejor que a este ateo bueno, a este
huérfano del alma podía aparecerse María? Y puesta a disparatar mi
fantasía calenturienta, ayudada por mi corazón pasmado, llegué, al
ocurrírseme aquellas cosas, que no eran blasfemias ni sacrilegios,
dada la pureza de mi intención, llegué a desear volver atrás el
curso del tiempo y resucitar a Leopardi, y hacer que la Virgen se le
apareciera y le consolase.
Sí, sí: bien lo merecía. Además de lo dicho había otros
motivos. Leopardí había amado a las mujeres del mundo, a las que en
la cara, y hasta en el aire a veces, se parecen a María; había amado
como sólo aman los. grandes corazones solitarios, y las mujeres del
mundo le habían desdeñado: no le quería Dios, que le dejaba negarle;
no le quería la mujer... ¿Qué le quedaba ya, a no ser el regazo de
María?
Y lloraba yo como un perdido ideando estas locuras:
ci
lloraba en aquella gruta artifi al construida por nosotros; lloraba
sin que nadie me viera, es claro; sin que nadie, ni mí padre,
sospechara, ni con cien leguas, que había allí, tan cerca, quien
llorase por -estas cosas,
Y por último fui a dar al egoísmo, fin triste de muchos
entornecimientos. Ya que no a Leopardi, porque no existe; ya que no
al pastor de Asia, porque no existió
nunca; ¿por qué María no me consuela más a mí, no se me presenta a
mí?... No he de ocultar que, al decírme para mis adentros esto de
presentárseme María, a pesar
de la seriedad del momento, a pesar de mi buena fe, un diablillo se
reía dentro de mí gritando:-¡Presentarse,
aparecerse! ¿Qué es eso? -Y otra voz que no debía de ser un diablo,
me decía: -Tú tienes a tu madre... -Y. después, como si fuesen ecos
que decían cada cual cosa distinta por mílagro,por supuesto, otras
voces gritaban más lejos, es decir, más adentro: Una: -Tú tendrás
mu-Tú tendrás hijas... Y otrá- -Tú tendrás jer... Otra:
sueños...
Estas varias voces merecen y necesitan explicación. Por
eso escribo estas memorias. Por ahora sólo diré, respecto
de la voz del diablillo que no quiso que yo creyese en
apariciones, que el tal demoniejo estaba llamado a cre
cer y crecer dentro de mí como me temía, y a devorarme
la bondad que más adelante había de ir nomo
un jugo de la buena salud que llegune, a/
gracias.
Quién me hubiera dicho a mí, entonces, que por culpa del tal
diablo burlón, yo mismo, el que casi esperaba ver a la Virgen, había
de ser autor, años después, de cierto suelto de un periódico
satírico, que decía:
«En la parroquia de Tal se juntaron siete curas y mataron a
palos a un feligrés. Hay que hacer un escarmiento con el dero. No
hay que,pagarle un cuarto.»
Y de este otro suelto, publicado al día siguiente:
«Estábamos mal informados. No era completamente cierta la
noticia que dábamos ayer respecto al crimen cometido por siete curas
en la persona de un feligrés. Fue de otro modo: fue que entre siete
feligreses mataron al cura. Pero nos ratificamos en lo dicho: hay
que hacer un escarmiento con el elero.»
¡Y dirán que el hombre moderno no es complejo! ¡Dios mío, si hasta
lo soy yo, Narciso Arroyo... que soy tan sencillo!
9 de enero. -Conocíó mi madre que me aburría en nuestro querido
retiro; y como abandonar el campo durante el verano ambos lo
hubiéramos reputado solemne locura, pensó ella en el modo de
procurarme alguna distracción que me arrancara, por horas a lo
menos, al hastío de mi soledad y a los peligros que ella barruntaba
en mis largas cavilaciones.
No había que pensar en los aldeanos de la vecindad, pues aunque
yo en aquella época no creía del todo lo que decían los desengañados
retóricos acerca de la falsedad del género bucólico, y no
desesperaba por completo de encontrar a Flérida algún día,
escondida, a la hora de la siesta, en la calor estiva, entre los
laureles y zarzas de una selva, a la sombra; sin embargo, esta vaga
esperanza no bastaba a cerrarme los ojos ante los desencantoj
diarios de la triste y prosaica realidad. No acababan de parecer
Galatea ni Flérida, y mi madre me llevó una tarde consigo a visitar
a las de Pombal. Había de mi casa a la de estas señoritas media
legua larga, y nos la anduvimos a pie, porque mi madre no conocía el
cansancio. En casa,
de la cocina al corral,
todos los días, subiendo y bajando,
de la sala al desván, se tragaba dos o tres leguas. Lo
que ella no quería era montar en burro; y en coches no había que
pensar tratándose de los caminos empinados y fragosos de aquella
tierra. Doblamos una colina y bajamos
a un valle hondo, estrecho; un pozo de verdura que yo desde lo alto
había contemplado muchas veces en mis paseos melancólicos, pero al
cual no había descendido nunca, por aquella pereza triste de mis
soledades y por cierto miedo pueril a encontrarme por aquellas
pomaradas 2' y castañares de la vega con las de Pombal, dueñas del
Castíllo y de la casita blanca y verde que a mí, desde
arriba, se me antojaba semejante a cierto templo griego que había
visto pintado en un libro. No tanto me recordaba el templo por la
sencilla forma, como por la situación que ocupaba a medía ladera,
entre follaje, en un
montículo que parecía artificial, una ímitación de las lomas vecinas
hecha por los pastores. El Castíllo no era más que un antiguo
torreón edificado en lo más alto de un cerro, en un prado de yerba
muy alta, heredad de la casería de Pombal.
-Sí no fuese por las de Pombal, bajaría -me había yo dicho mil
veces, contemplando desde lo alto las hermosas profundidades del
valle angosto, que me atraían con el secreto de su misterio. En vano
la razón me decía que allá abajo no habría más que cosas parecidas a
las que
ya veía y tocaba del lado de acá de la colina, en el valle
nuestro, más granc 1 le y claro: una superstición dulce me
inclinaba a imaginar, en aquellos parajes desconocidos para M',
novedades y atractivos de que los aldeanos que frecuentaban tales
sitios no me hablaban porque ellos no los veían. Los nombres de la
parroquia, barrios- lugares y cuetos y vericuctos del valle
desconocido me eran familiares: trataba yo a muchos de los vecinos
de aquel mis
terioso país; y, con todo, lo tenía por singular, lleno de
sorpresas, de emociones nuevas para mí... si me determinaba a bajar.
Pero estaban allí las de Pombal y no bajaba. ¿Por qué? Porque me
daba vergüenza encontrarme con señoritas. Además, si había algo
penoso en aquel miedo a bajar, también el encanto del misterio y el
temor de que éste desapareciese contribuían a dilatar mi resolución
de entrar por aquellas arboledas adelante.
En vano el más sencillo raciocinio me demostraba fríamente que nada
debía esperar ni temer de la excursión siempre aplazada: había en mí
algo que mantenía la ilusión con sus mezclas de esperanza loca y de
temores absurdos, algo instintivo, muy arraigado en el alma, y que
debía de ser del mismo orden de energías que el apego a la vida que
siguen mostrando la mayor parte de los pesimistas, que, sin quererlo
ni creerlo, siguen naturalmente esperando algo de ella.
Pero mi madre cortó por lo sano. Yo no me decidía a descender al
valle de Concienes, que así se llamaba, por miedo de encontrarme con
las duéñas del Castillo, y mi madre resolvía de plano poniéndome
sobre la cama la ropa nueva, el traje que acababa de enviarme el
sastre de la ciudad, y una brillante camisola; todo con el fin de
que me vistiera para ir a visitar a las de Pombal.
-Pero, madre, si yo no las conozco.
-Pero las conozco yo, hijo. Tu padre fue compañero de armas del
suyo. Yo traté mucho a sutia y a ellas las tuve en brazos cuando
eran chíquillas, es'-edr, tuve a la mayor porque a la otra no la
conozco tampoco: nadó después - ue la familia se marchó de esta
tierra. Y cuando volvieron ya huérfanas, no fui a verlas... por lo
que ya sabes: porque yo lloraba lo mío, y el mundo entonces me
importaba dos cominos. Hice mal: fui egoísta: debí visitarlas, debí
estrechar relaciones con las desgraciadas hijas del amigo de tu
padre. Ello fue que no las estreché. Algunos años les he enviado
cestas de fruta y tortas muy finas; pero nunca fui por allá.
-¿Y ellas? ¿Por qué no vienen ellas?
-¿Ellas? Es verdad. Podían haber venido ellas. Pero ya ves: los
cumplidos. Yo era la que debía ir alláprimero. No empe2ando yo...
ellas no podían saber si quería o no tratarlas. Además, esto es lo
que se usa. Las chicas no sé si serán así; pero lo que es la tia,
que ya debe de estar chocha porque es muy vieja, tiene esto de los
cumplidos por una religión. Es muy fina, muy buena; pero la etiqueta
lo primero.
-Sí: además recuerdo haberte oído que tiene ciertos humos
aristocráticos.
-No, humos no; no se puede decir humos. Es más bien una manía... que
no ofende. Que se cree más que uno porque es parienta de una porción
de condes y marqueses... vaya, eso es seguro. Pero no importa: ni se
da tono, ni esas ideas le sirven para nada malo. Ella es la que paga
la manía, porque con su aristocracia se pasa la vida como D. Quijote
la noche de velar las armas '.
Sí:' así habló mi madre: esto último es casi textual. Los
diálogos que a veces reproduciré aquí para darme a mí propio el
placer de convertir en novela mi historia, no serán siempre muy
aproximados. La verdad por lo que toca a la letra, ¡quién va a
decirla! Pero esta conversación que estoy copiando no sólo es exacta
por su espíritu, sino que, en gran parte, estoy seguro de que
reproduce las palabras de mi madre. ¡Bendita sea su memoria! Aquel
diálogo era solemne a pesar de las apariencias: por él entraba yo en
la iniciación de mi destino. Ir o no ir a ver a las de Pombal: ésta
era la cuestión. Iba a comenzar el noviciado de mi prolesión. ¡Es
tan natural, tan justo, que fuera mi madre quien me condujera a mi
suerte!
Ella, tan ajena siempre a mis grados académicos, tan olvidada
de mis sabidurías y borlas doctorales, de mis triunfos
periodísticos; tan extraña a la vida de mis caviladones y empresas
intelectuales, de las que jamás supo cosa mayor¿si no así, en
montón, que tenía un chico listo que padecía jaquecas y se levantaba
muy tarde, por culpa de los pícaros libros y de las endiabladas
filosofías; ella, que jamás leyó nada mío, que hubiera sido el
último de los lectores... que no leen, filisteos y burgueses, de que
tanto he abominado cuando imitaba a Heine y demás '; ella, tan buena
católica apostólica romana que cuando se trataba de discutir dogmas
convertía el alma en un erizo; ella, el ángel que Dios me había
puesto al lado de la cuna, era la que debía llevarme a casa de las
de Pombal... para que Dios me repartiese el dolor y la dicha que me
tocaban en el mundo.
Cuando mi madre, tomándome una mano, me hacía estrechar con ella la
de aquella señorita a quien, presentándomela, llamó «la pequeña de
Pombal, Elena», no sabía que sus palabras, al parecer
insignificantes, vulgares, eran toda una frase sacramental; sí, de
un sacramento humano, que consiste en pasar el corazón de una mano a
otra en la vida, de un apoyo y un amor a otro amor y otro amparo. NE
madre, sin saberlo entonces ni ella, ni Elena, ni yo, me decía:
-Mira, hijo: hasta aquí hemos llegado. Yo soy tu madre, que te
traje hasta aquí. Esta es tu esposa, que te llevará, si lo mereces,
hasta la muerte.
¡Ay! ¡No lo merecí! La vida feliz es la que va de la
mano de la madre a la mano de la esposa, y de la mano de la esposa a
la del misterio de la sepultura. ¡Mi madre, mi Elena, las dos
mtertas! ¡Y ella, lo inesperado, lo imposible, Eva, muerta también!
10 de enero. -Comienzo por confesar que en los apuntes escritos ayer
hay cierto artificio, además del diálogo. Consiste en haber
ocultado, como si yo ahora no lo'supiera, que tal vez habría yo
bajado al valle de Condenes antes de aquella visita con mi madre a
las de Pombal. En efecto, no bien dejamos a la izquierda el camino
real que seguía hasta el fondo del valle, hasta la iglesia, y,
torciendo por un castañar espesísimo, tomamos la vereda del
Castillo, sentí en el alma, y hasta vagamente en los sentidos, como
el gusto de una reminiscencia de la niñez, que quitaba el carácter
de absoluta novedad a lo que iba viendo. Debo advertir que la
hermosura de esta clase de paisajes tan verdes, de tanta
frondosidad, en que la tierra pierde sus formas esculturales a
fuerza de vestiduras, de terciopelos y encajes y embutidos de
follaje, y donde los accidentes del terreno son regulares,
moderados, armoniosos, tiene para los profanos, que hasta pueden ser
pintores de cierto género, el defecto de la monotonía. -Todo esto es
bellísimo -se suele decir-, da gusto vivir aquí; pero todo es igual,
y se describe difícilmente sin caer en la repetición y en la
vulgaridad. Estos paisajes son al arte como la felicidad completa a
la poesía: sólo se pintan bien por milagro. -Así como creo que la
feli. cidad puede ser asunto de interesantísima poesía, creo también
que esta verdura de los climas templados y húmedos, esta abundancia
de yerbas y hojas, y estas formas suaves que toma la superficie
terrestre en países como el mío, de altas montañas allá en los
puertos, pero de suaves ondulaciones de colinas y cerros al
acercarse al mar (como si fueran éstas unas olas de tierra y piedra
que van a esperar a las de agua que vienen de frente), se prestan a
ser materia de los primores del pincel y de la descripción
literaria... y, lo que más importa a mi propósito,
tienen para el hijo de estos valles, que sabe comprender y amar la
naturaleza que le rodea, fisonomía especial, que varía a cada recodo
de un camino, a cada trasponer de un vericueto. Sucede con esto lo
que pasa con los indivíduos de raza distinta. Para nosotros casi
todos los negros, como no sean de tipo diferente, parecen el mismo.
Cuando en Madríd veía yo a tantos y tantos jóvenes de color sucio de
la colonia filipina, a todos los tomaba por mi amigo PI», un poeta
de allá. Y lo mismo esos filipinos que esos negros se distinguen
entre sí como nosotros, y ellos ven grandes variedades de fisonomía
donde nosotros no vemos más que rasgos semejantes. Yo, muchas veces,
mostrando a los viajeros las bellezas naturales de mi país, he
notado que alababan sin entender, cogiendo tan sólo el efecto
general, el que habla más al sentido solo, como sucede con el
deleite de la música para los profanos; y notaba también que se
cansaban, a poco, de contemplar, y acababan por no ver nada, porque
todo les parecía ya lo mismo: sentían el hastío del vulgo visitando
largo tiempo las salas de un museo. En cambio, para mí, que tengo en
estos montes, en estas vegas, en estos árboles y en estos prados,
riachuelos y playas, una especie de historia natural... externa de
mi propio ser, cada accídente del terreno adquiere casi una
personalidad, y tiene de fijo una historia. Porque es de advertir
que de unos a otros aflos, según yo voy cambiando, va cambiando
también el aspecto de cada paisaje y de cada pormenor del mismo, sin
que ellos dejen de ser como eran, en lo princípal a lo menos. Así
como en el Quijote, leído un año y otro, se descubren cada vez,
según la época de la vida en que se lee, nuevas bellezas, nuevas
profundidades (como también pasa con Shakespeare, Pascal, etc,
etc.), así yo veo en cada nueva etapa del viaje de mí vida novedades
que no sospechaba en la tierra, que he pisado y contemplado siempre.
Además, las nuevas excursiones por alturas o por profundidades no
visitadas antes, me hacen encontrar relaciones nuevas entre montes y
montes, entre valles y valles, entre ríos y fuentes. Mi topografía
poética, que es todo Un poema, mitad didáctico, mitad
psicológico, tiene variaciones constantes que pican en dramáticas.
Así, por ejemplo, en la edad a que ahora llego,
cuando esto escribo, toda esta comarca que descubro, con unos buenos
anteojos de marino, desde la cumbre, me parece más pequella.
Castilla está mucho más cerca que yo creía cuando niño: dos, tres
leguas no Sión nada. Ciertas colinas que yo creía antes autonómicas
son derivaclones de todo un sistema, dependencias de montes mayores.
Todo está más cerca y más relacionado que yo pensaba,
todo es menos misterioso, y todo está más triste y menos verde, y,
así, como algo gastado. Los árboles que mueren me llevan algo del
alma, mientras que los que nacen me parecen forasteros. En fin,
dejando esta pendiente por la cual se llega a esa clase de
disparates que consisten en hablar de cosas recónditas que no pueden
entender los demás, vuelvo al punto de partida de esta digresión, o
,sea al momento en que, bajando por el valle de Concienes con mi
madre, creí notar que aquellas novedades del paisaje... ya las había
visto algunas veces, o las había
soñado cuando menos. -¿Qué es esto? -me decía-. Sí para mí cada
rincón nemoroso de esta querida tierra
tiene fisonomía particular, y, sin que me engaflen las apariencias
de igualdad o de gran semejanza, descubro siempre diferencias que me
sugieren ideas, sensaciones y sentimientos distintos entre arroyo y
arroyo, entre cueto y cueto, entre llosa y llasa, panera y panera,
lagar y lagar, quintana y quintana 27; ¿en qué consiste que todo
esto que voy viendo, con ser diferente de lo conocido, con tener su
propia fisonomía, bien acentuada, con despertar un modo Ispecial del
sentimiento, no es para el alma cosa
completamente nueva, y si no evoca recuerdos, tampoco tiene el sabor
singular de lo desconocido? ¿Será que al
guna vez, imaginando cómo serían esta vega, ese bosque, esos prados,
aquella ladera, había dado en la cuenta, me había figurado la
verdad? No, no podía ser eso: en mi vaga reminiscencia había la
especial dulzor melancólica que acompaña al recuerdo, mejor dicho, a
la presencia ante el alma renovada de un modo natural en que se
halló algún día el espíritu viejo del cual todavía llevamos algo
dentro del corazón y del cerebro. Yo no recordaba nada de las
circunstancias personales en que había visto aquello: ¿cuándo, con
quién, cómo había estado allí? No lo sabía. Tampoco podía precisar
la imagen antigua de ningún objeto particular: la reminiscencia era
del conjunto y, por entonces, sin relación alguna a mi estado de
aquel tiempo incierto. El resultado de aquella extraña evocación era
muy parecido a lo que puede llamarse el recuerdo de un perfume o de
una música; más de un perfume.
-Madre -pregunté no pudiendo contener la curíosidad, queriendo
explicación para aquel raro fenómeno-, alguna vez alld, cuando era
niño, muy niño, ¿me traje-ron por aquí, bajé yo al Castillo?
M madre no recordaba.
-Lo que es conmigo nunca viniste: al menos yo no me acuerdo.
En rigor probaba poco o nada el testimonio de mi madre.
Desde la muerte de su marido, para aquella mujer, que había
envejecido de repente, la memoria no era más que una carga dolorosa.
No quería bromas con el dolor, porque éste era tan fuerte para la
pobre viuda que había estado a punto de matarla... Y ella quería
vivir para su hijo.
Antiguamente, en vida de mi padre, era un poco devota, tirando a
mística, y algo romántica de la manera más inocente del mundo:
gustaba entonces de recordar las cándidas aventuras de su juventud,
las cosas de aquellos tiempos. Ahora huía de todo esto, no pensaba
más que en mí, en la hacienda, y el recuerdo de mi padre lo mataba,
porque era demasiado peligroso, a fuerza de oraciones, disolviéndolo
en padrenuestros. ¡Madre bendita! Su pena era tan grande, tan
profunda, tan de los rincones del alma, que huía de ella con terror,
como de la muerte. ¡Así hice yo después con mis remordimientos! Sí-.
temía el dolor y había ido matando la memoria en lo que se refería a
los años de vida conyugal y de sus amores: «mis relaciones con
Narciso», como decía ella. Lo que
tenía presente era su infancia: la mía no. Tenía miedo también al
misticismo porque en la familia algunos devotos habían acabado en
locos: ella misma había pasado
temporadas de sospechosa exaltación. Yo recuerdo haberla visto
ponerse encendida al oír el dulce nombre de Jesús. En cuanto a mi
padre, siempre que alguien le nombraba, su viuda palidecía, se
quedaba muy seria y procuraba mudar de conversación. Mientras los
demás hablaban de otra cosa, ella rezaba en silencio.
Así hizo aquella tarde: después de mi imprudente evocación, mi
madre rezó en voz baja mientras pasábamos el puente de tablas,
traspuesto el cual estábamos en los dominios de aquellas huérfanas
que iba yo a ver por vez primera.
11 de enero. -No pretendo describirme a mí propio
el paisaje que se o1recíó a nuestros ojos cuando, después de llegar
a la vega y de subir por la pomarada que se llama el Castelete,
vimos de repente, muy cerca, como
quien lo tocaba con la mano, todo El Pombal que teníamos enfrente,
al otro lado de aquella hondonada de maíz,
que parecía el hueco de una gran ola verde. Estas memorias no son
descriptivas sino allí donde a mí me conviene; y, Sdemás, de las
cosas y personas que no he de pintar sino aquello que en mí haya
dejado impresión y
que especialmente me importe por cualquier concepto. Aquella tarde,
en aquel momento en que a lo mejor podía hallarme a un paso de las
señoritas a quien había que alargar la mano y saludar como un
caballero, no estaba yo para contemplar cuadros de la naturaleza.
Aquella misma vista general de la posesión de mi mujer miles
de veces me llenó el alma y el sentido, y ahora con cerrar los ojos
veo todo aquello como una cámara oscura podría verlo si tuviese
conciencia de lo que refleja; pero entonces sólo noté que estaba más
cerca todo aquello que yo estaba acostumbrado a ver desde la meseta
de mi colina; que el castillo, que quedaba a la-izquierda, en un
altozano de hierba de segar muy alta, tenía las piedras comidas por
el tiempo, y que la hiedra le subía por los muros como si fuera una
caries. De lo que yo comparaba a un templo griego levantado en una
ladera entre follaje, distinguí, como si dijéramos, las facciones,
que eran las puertas, las ventanas y balcones, la solana, el
terradillo y la escalera exterior de sendos tramos laterales, y un
descanso y una balaustrada modesta y risueña, bordada de
enredaderas; todo esto delante de una puerta al uso del país, de la
aldea, es decir, de una puerta de un solo batiente, superpuesto, de
modo que la parte de abajo quedaba cerrada durante el día, mientras
no tenía que dejar paso. Se abría la parte superior, y parecía
aquello un balcón. La casa del ombal, toda blanca, con las maderas y
hierros de verjas y balcones todo verde, estaba como empotrada en la
espesura del monte que por detrás del edificio seguíase viendo,
cargado de árboles cuyas copas formaban sobre el terradillo y los
tejados de pizarra toldos, pabellones y hasta mosquiteros si así
quiero figurarme aquella frescura gárrula y movible, que vertía la
sombra como un rocío, y cantaba, pulsada por el viento, un poema de
alegría con su contraste puro entre el cielo azul y las paredes
blancas. Mi madre, al llegar a lo alto del Castelete, sudaba,
encendido el rostro, y me sonreía como para darme ánimos. Se detuvo,
apoyó una mano en la cadera, respiró con fuerza, y con trabajo, y
entre aliento y alientogdijo:
-Ya falta poco.
Contempló la huerta, que estaba debajo de la casa, en la falda del
cerro, y el jardín, que se extendía por ambos lados del edíficio.
-No se ve a nadie. Estarán dentro.
IYE madre, aunque disimulaba, no las tenía todas con
sigo. Estimaba a la tia como una gran señora, muy buena
y muy bien educada' pero... ¿y - si estaba resentida? ¿Si
le haría pagar tantos años de olvido con un poco de frial
dad, poca que fuera? En fin, bajamos del Castelete por
el otro lado de la cuesta, llegamos a las tapias de la
huerta, que bordeamos, siempre subiendo, y tras nueva
fatiga de mi madre, la última, nos vimos en la puerta
de la quintana, pues lo era la cortijana del Pombal, aun
que cerrada y con ciertos adornos y circunferencias que
solía haber en las quintanas comunes de la aldea. La puer
ta, que era de grandes tablas de roble, estaba entreabierta,
pero no nos atrevimos a entrar sin previo aviso, y mi
madre buscó en vano campanas o aldabones; y entonces
se aventuró a decir con voz fuerte:
-¡Deo gracias!...
-¡Guau! ¡Guau! -contestó un perro, un mastín de color canela,
que nos sahó al encuentro. Retrocedimos un poco, porque yo... valga
la verdad, he variado mucho de ideas y preocupaciones en materias
religiosas, políticas, filosóficas, etc, pero siempre he sido
constante en mi racional temor a los perros villanos, la lucha con
los cuales, sobre ser casi siempre desventajosa, no puede acarrear
gloria de ningún género, y sí un mordisco y hasta la rabia en
perspectiva. Mi madre, que empezaba a picarse un poco, gritó:
-¡Quieto, chito, quieto! ¿No hay aquí más portero que tú?
-¡Volante! ¡Torna, Volantel ¡Silencio, majadero! -exclamó a
n5estra espalda la voz de una joven que al otro lado de la calleja
abría la portilla del prado próximoy de donde ella salía.
-Perdonen Vds...
-¡Emilia! ¿Vd. es Emilia? -dijo m1i madre, conmovida, algo
temerosa de que no se recibiese la sincera expresión de su
enternecimiento como era debido.
-¿D.»... Paz? ¿Vd... es D.a Paz... la señora de Arroyo?
Y las dos mujeres se abrazaron y se besaron, y al separarse los
rostros, estaban húmedos de lágrimas,
Cada cual lloraba sus muertos, y las dos la tristeza del tiempo
perdido, del pasado, que es otro muerto de las entrañas. Emilia se
volvió hacia mí, y, alargándome una mano; dijo:
-P,ste es Narciso.
Había llegado el momento. De la manera más desgarbada me dejé
apretar los dedos por aquella mano blanca, pulida, fuerte en su
delicadeza, que oprimía francamente, con una cordialidad que me dejó
sorprendido.
Unos ojos verdes, con pintas de oro, se clavaron en los míos,
valientes y escudriñadores, amables y provocativos, contentos de
turbarme y llenos de proyectos.
Emilia Pombal tenía veinticuatro años. Era alta, muy blanca, de
frente estrecha y brillante, con cejas abundantes y bien dibujadas,
los ojos verdes y poderosos, llenos de pudores interiores; la nariz,
fina, aguileña, pero corta; los labios, húmedos y delgados; la
barba, carnosa, con un hoyuelo, provocaba a besarla más que los
labios, y, con todo, iba un poco en busca de la nariz, que salía al
encuentro; pero estas tendencias no eran 'acentuadas. Después de
mirar un rato aquel rostro, parecíóme su expresión ni más ni menos
que el parecido lejano que toda aquella hermosura de la faz tenía
con el aspecto de cualquier ave de rapiña que fuera muy bella, muy
bella... pero de rapiña. El encanto de aquella mirada y de aquella
blancura hacía desvanecerse a poco la primera impresión de semejanza
con un volátil rapaz, a que contribuían, a más de las facciones
citadas, los pómulos, un poco duros y altos y demasiado distantes
uno de otro. Tenía Ernilia el cuello del mejor mármol que se quiera
nombrar, pero algo corto; los hombros robustos, airosos, audaces, de
una expresión petulante y graciosa, pero muy anchos, así como las
caderas, que, redondas y ampulosas, hacían resaltar más el primor de
la cintura, todo lo esbelta y delicada que podía convenir a torso
tan arrogante,
Dominaba, seducía, exaltaba los sentidos la presencia de
aquella buena moza, y a mí, además, por lo tanto, me
asustó y me hizo sentir así como un malestar lleno de tentadoras
delicias.
Mi madre estaba radiante después de esconder su pena y secar
las lágrimas. La acogida que merecíamos a la mayor de las de Pombal
no podía ser más halagüeña: no había
allí fingimiento, era evidente que aquella señorita estaba muy
contenta con tenernos allí, muy satisfecha con la visita, y que la
antigua amistad de ambas familias vivía en
su recuerdo y revivía en su corazón con sencilla espontaneidad, con
fuerza natural y expansiva.
Hablaba mucho, con una voz sonora, como un orador, y
precipitadamente, desordenada en su discurso, pero no incorrecta. Su
lenguaje era escogido, hasta delicado, sin afectación. No se comía
las desinencias en ado, nunca, y, sin embargo, era su pronunciación
familiar y corriente. A mi madre le oprimía la mano de nuevo, con
efusión, cuando ella tenía que callar, para que mi madre dijese
algo. Preguntaba mucho y le costaba trabajo contener
la lengua para aguardar la respuesta, a que a veces se adelantaba,
adicionándola o equivocándose; y cuando tenía que callar, se
entretenía en eso, en apretar la mano
de mi madre, y en gorjeos muy bonitos que eran admiraciones,
ahogadas por cortesía. A mirarme a mí se volvía muy a menudo, y
cuando las noticias de mi'madre aludían a mi humilde persona,
entonces se cuadraba enfrente de su humilde servidor, y me miraba de
arriba abajo, y aprobaba con movimientos de cabeza, que también eran
a su modo admiraciones.
Comprendía yo entonce9 ya que me miraba como a un chiquillo, y ahora
comprendo, además, que me miraba
como a un chiquillo que le hacía mucha gracia por lo que iba
teniendo de hombre.
Algo empezaba a molestarme, y aun a humillarme, que
en mí todo le pareciese milagro: lo que había crecido, lo
adelantado que estaba en mis estudios, lo que me parecía
a mí padre, a quien ella recordaba; porque, como dijo:
-Los recuerdos de mi niñez los tengo yo como plasmados aquí dentro.
Aquel plasmados (que mi madre creyó, según después supe, una
incorrección: plasmados por pasmados) me dio rnúcho que pensar desde
luego.
Todas aquellas impresiones buenas y medianas se desvanecíeron en mí
cuando de repente Emilia soltó este chorro de agua rosada sobre mi
inocente espíritu:
-Este señor D. Narciso no sabe que en el Pombal se le admira, y se
le quiere, y se le espera hace mucho tiempo. Yo me sé de memoria
muchos versos tuyos, y mi tia guarda recortes de periódicos en que
se habla de tus triunfos.
madre prorrumpió en una carcajada, una de las po2als que le había
oído hacía muchos años. Aquella risa era la expresión de una gran
alegría, de un placer entero que quería ocultarse en aquella forma.
Mi madre no me hablaba nunca jamás aludía a lo que llamó Emília mis
triunfos, pero me tenía por un grande hombre futuro. «¡Lástima que
el mundo, de todas suertes, fuera tan triste, un engaño, pese a toda
clase de grandezas!» Sí: yo era para mi madre casi tan notable como
mi padre. «¡Y con ser quien era el otro, se había muerto!» Estas
ideas de mi madre se las leía yo mil veces entre ceja y ceja,
durante sus melancólicas cavilaciones cuando se quedaba mirando al
suelo, con los ojos mu- abiertos.
En cuanto a mí, he de confesar que las palabras de Emilia me
supieron a gloria. ¡Quería decirse que en aquel Pombal misterioso,
que yo contemplaba casi con miedo, tardes y tardes, desde la colina
de enfrente, pensaban en mí, y me esperaban, y me querían... Y me
admiraban... por mis triunfos!
¡Pobres triunfos! No he hablado al lector (¡pobre lector!) de tales
grandezas por lo poco que estas fruslerías importaban a la parte
seria y digna de mi historia. Como una especie de escoria del
trabajo interior de mi espíritu, salían a la superficie, sonsacados
por las vanidades escolares, ciertos productos de una precocidad que
el mundo
no miraba como síntoma de lo que yo podía ser por dentro algún día,
sino como habilidad y gracia y maravilla a cuyo valor real,
inmediato, presente, se atendía tan sólo. Sí: en este concepto yo
había sido apreciado desde mis primeros años como un ni. no precoz;
y bien sabe Dios que, a no ser por ráfagas pasajeras de vanidad,
excitada por los extraños, yo no me admiraba a mí propio; y todas
aquellas precocidades me repugnaban casi, me daban vergüenza,
prefiriendo yo el valor que atribuía a mis adentros a todas aquellas
expansiones que a lo sumo eran disculpables. Débil mi voluntad, por
entonces, para esa pasividad en que ha de consistir la defensa del
hombre que no ha nacido para los afanes ordinarios del mundo y que
no quiere perder la originalidad y fuerza de su idea en una acción
insuficiente, floja, inadecuada, me dejaba llevar por la rutina de
maestros, condiscípulos, amigos y parientes, para los cuales un
chico listo ha de dar a conocer que lo es mediante obras exteriores
que sean imitación de las que las personas mayores llevan a cabo.
Dócil a sugestiones de este género, que no me llegaban al alma, yo
figuraba en academias de estudiantes y allí me lucía: escribía a
veces versos para el público, y se insertaban en revistas y
periódicos locales o se leían en veladas poéticas. Si al principio,
de los diez a los catorce o quince años, durante lo que yo llamo la
edad épica de mi vida, tomé con algún calor estas nimiedades, de los
quince en adelante, cuando empieza la edad lírica, procuré huir, en
cuanto pude, de exhibiciones de ese género, y cuando no había modo
de eludirlas sus resultados me dejaban bastante frío, comolsi
aquellas habilidades fuesen de otro yo muy inferior a mí mismo; como
si fuesen res inter alios acta 28.
De todas suertes, las palabras lisonjeras de Emilia Pombal resonaron
en mi alma como una música espiritual, suave y dulce. Una emoción
completamente nueva, poderosa, que tenía algo de los caracteres
cuasi místicos de
mis entusiasmos intelectuales y mucho de voluptuosidad sensual
alambicada, me tenía embargado y absorto, como sujeto a aquellos
ojos sombríos que se clavaban en los míos y gozaban de las miradas
como un paladar que saborea un manjar exquisito.
A todo esto la señorita mayor de Pombal nos tenía parados en mitad
de la quintana, sin acordarse de invitarnos a entrar en la casa
blanca y verde, que ahora me atraía como ofreciéndome ignoradas
delicias.
Mi madre y la robusta habladora de los ojos verdes se olvidaban
hasta de andar, con aquella charla nerviosa, precipitada; y no sé
cuánto tiempo hubiéramos estado de antesala... en la calle, si la
conversación no hubiera llevado a las buenas amigas a hablar de
Elena y de la tia... que no estaban en la quinta.
-No, señores: no están en casa: están en el prado Somonte viendo
segar yerba y cargar los carros. ¿Quieren Vds. subir y tomar algo y
que después vayamos a buscarlas? Es ahí, muy cerca.
Se decid¡¿> ir en busca de las otras damas antes de todo.
Mi madre se me cogió de un brazo, porque había que subir otro poco
por la Colina; y... ¡diablo de hembra!, Emilia, pidiéndome permiso
con una sefia clara,' graciosísíma, se me cogió del otro brazo.
Era tan alta como yo. Su brazo se apretó un poco contra el mío, sin
escrúpulo, para apoyarse de veras. Era duro, redondo y echaba fuego,
fuego dulcísimo. La cabellera abundante parecía más negra de cerca.
Por el camino me acribilló a preguntas: hasta me preguntó si tenía
novia. Yo estaba como una cereza. Mi madre reía,
-¡Qué novia, si es un hurón! --decía mirándome gozosa, segura de que
todavía mi corazón no era más que suyo-. A eso vengo: a que me lo
enamoréis vosotras.
-Eso allá Elena: yo ya soy vieja para éste.
Aquel vieja lo pronunció con tal acento y acompañado de tal mirada
que fue como una provocación cargada de Pimienta. ¡Vieja, y costaba
trabajo contenerse y no hincar el diente en aquella carne blanca que
debía de saber a manzana fresca, entre verde y madura!
Llegamos a la zarza que limitaba por aquella parte el prado Somonte,
el cual doblaba, como un manto de terciopelo verde sirviendo de
gualdapa a un elefante monstruoso, el lomo de la colina y se
extendía por la otra vertiente en cuesta suave, en que brillaba, con
sus puntas
de esmeraldas, la yerba rapada, a los rayos del sol poniente.
Al otro extremo del prado, allá abajo, un grupo de mozos y mozas,
robustos aldeanos de vistosos trajes chiHones, amontonaban la yerba
en altos conos, bálagos provisionales. Las yuntas pastaban a dúo
cerca del carro, apoyado en su pértigo, uncidas para llevar el heno
a la tenada entre chirridos y cánticos agudos de las ruedas y el
eje, a trompicones por callejas arriba y abajo.
Junto a uno de los montones de la yerba apilada, apoyando la espalda
en las peinadas hebras verdes y perfumadas, una dama, sentada en el
santo suelo, leía, absorta en su lectura. Su cabeza era un rizo de
plata, de una belleza venerable y melancólica, algo semejante a la
de un árbol cubierto de las hojas secas que pronto ha de arrancarle
el primer soplo del invierno.
Emilia nos presentó a su señora tia, que no sin disgusto dejó en el
suelo Los Mohicanos, de Dumas 29; pero
Justo es decir que en cuanto reconoció a mi madre mostró sincera
alegría, y, en cuanto a mí, se dignó contemplarme como a un
verdadero portento a quien tenía vivos deseos de conocer y tratar.
Tal dijo en un lenguaje exquisito,
con una voz solemne -y afectuosa a pesar de cierta circunspección
aristocrática que ya debía de ser en aquella dama segunda
naturaleza.
-¿Y Elena? -preguntó Emilia.
Una carcajada fresca, cristalina, que llenó de poesía el prado, el
horizonte, el cielo, sonó detrás del bálago de yerba.
12 de enero--¡Allí está -gritó Emilia-. Y dio un salto, como un gato
que hubiera vuelto a encontrar la pista de un ratón en vano
perseguido largo tiempo. Detrás del montón de yerba vislumbré por un
segundo la falda de una bata de percal blanco con lunares rojos,
muchos y muy pequeños. Pero a la voz de Emilia, que se lanzó tras el
rastro, desapareció la tela. Es de advertir que, según supe después,
estas dos señoritas, una de veinticuatro años y otra de quince y
unos meses, pero que, como se verá, ya representaba sus diez y siete
o diez y ocho, se entretenían casi todo el día en jugar a una cosa
que llamaban ellas la queda, y consistía en dar una a otra un
cachete suave y decir -Quedaste-, y enfurecerse la que había
quedado, como si le hubiesen pegado la peste, y no descansar hasta
poder devolverle la bofetadita a su hermana y decir a su vez
-Quedaste-. Y así se pasaban la vida, según explicó después D.a
Eladia; la tia, sin pizca de formalidad; y, a pesar de estar muy
bien educadas, aquel vicio de la queda las dominaba de manera que
más de una vez, ante una visita que venía a honrarlas y arrancarlas
a su soledad, Elena, la menor, que había quedado, aprovechaba la
ocasión del cumplido que su hermana mayor tenía que guardar ante los
extraños, y disimuladamente le daba la bofetadílla, diciendo por lo
bajo: -Quedaste-; y no siempre la otra había podido contenerse, y
caso había habido de echar a correr una tras otra y dejar a la tia
colorada como un pimiento y dando explicaciones a la pasmada visita
de aquellas locuras impropias, singularmente, de la doña Emilia.
La cual, si he de decir la verdad, me pareció más hermosa y
provocativa que nunca cuando, sin género alguno de coquetería,
olvidada de mí y de sus años, se arrojó tras de su presa, que por lo
visto le debía la queda; y se lanzó con tanta gracia, que el
sacudimiento la hizo brincar y enseñar por debaj
o de la falda una aprensión de media azul, en juego con el traje que
me dejó viendo azul por un rato. No fue muy largo, porque pronto
apareció, por el lado opuesto del montón de yerba, huyendo de la
cautelosa persecución de Emilia, que quería sorprenderla, la figura
entera de Elena, de mi mujer. A la cual vi por vez primera en nu
vida, con el rostro moreno tendido hacia mí, un dedo sobre sus
labios implorando silencio' pidiéndome que le guardara el secreto de
que estaba allí. Me miraba con los herniosos ojos de castano muy
oscuro, no muy grandes, muy hondos en las sombras centrales, de
niñas misteriosas y apasionadas, fijos en los míos; pero sin pensar
en mí, atenta a su idea, que era su hermana que la acechaba y de
quien se escondía. Parecía que estaba allí quieta, en postura
escultural, ima, gen de la gracia, para retraerse por una eternidad
en el fondo de mi alma, Aun ahora, cierro los ojos y la veo
como entonces la vi. La bata de lunares menudos rojos que le llegaba
al cuello, cerrada por una tirilla muy ceñida, no era, en buena
estética, propia del color de mi Elena: parecía un desafío aquel
atrevimiento de vestirse una morena con tal color... Y resultaba una
delicia de los sentidos. Los pómulos algo abultaditos, atezados,
infantiles, que parecían tener sendos letreros gritando -Aquí se
besa-, eran una inefable tentación contrastando con el vestido
blanco y rojo. La nariz era fina, algo abierta, de las que con razón
se llaman símbolo de apasionamiento:
su boca, más bien pequeña que grande, de labios delicados, dibujados
con mucha intención de malicia amorosa,
en una inexplicable relación dé'armonía con los ojos, como si
ofreciesen sancionar con sus besos lo que las miradas prometían. Si
otro fuere que hiciese tamaflas descripciones de mi mujer, nos
veríamos las caras; pero yo tengo derecho para detenerme en estos
pormenores y hacer estos comentarios a las facciones de Elena, que
en su vida besó
a persona mayor del sexo fuerte más que a mí, y no con esos extremos
y apasionamientos carnales que anunciaban los rasgos de su
fisonomía. Me quería mucho, mucho,
harto más que yo merecía; pero no era una loca de amor, ni una
odalisca, ni nada de lo que parecían prometer aquel rostro, y
aquellos ojos sobre todo. En los tiempos del noviazgo, que vinieron
mucho más adelante como verá
el que leyere (que soy yo, que ya lo sé), es indudable que Elena
llegó a derretirme alma y cuerpo con aquellas chispillas de sus
pupilas de que ella no se daba cuenta. Aquella fidelidad absoluta de
su amor, aquella excepcional absorción de su instinto femenino en mí
(todo el hombre, todos los hombres, para ella), aquella seriedad de
su cariño, tan opuesta a las apariencias de sus facciones y de
sus gestos y de sus juegos y alegrías, que parecían prometer una
máquina de amor hecho al fuego y de carcajadas; toda aquella
ventura, reservada para mí solo y elocuentemente expresada por los
pozos de las niñas de sus ojos, es claro que a su tiempo debido me
tuvieron en éxtasis celestial, y por eso y nada más que por eso
contraje matrimonio; pero después nada de extremos: lo natural, lo
lógico, lo decente... lo occidental, como si dijéramos; lo
cristiano, lo canónico. del matrimonio, loado sea Dios, no fue nada
fin de siécle: fue puro Concilio de Trento. Por parte de mi mujer,
se entiende; por la mía... ¡ay!... por eso escribo la mayor parte de
estos apuntes.
Mas no adelantemos los acontecimientos, como dicen los novelistas
líricos: estábamos en la descripción de Elena; y, antes que se me
olvide, quiero consignar que la nariz, de que ya he hablado, era un
si es no es remangada, lo bastante nada más para darle un aire de
malicia infantil. Este carácter de su fisonomía se acentuaba cuando
la joven se quedaba distraída mirando hacia arriba De la línea de la
nariz a la dirección que tomaban los ojos iba no sé qué secreta
simetría: se me antojaba a mí que, si la tendencia de la mirada era
ística la nariz, subiendo tras ella, rectíficaba, volvía a la
realidad la expresión total... ¡qué sé yo!... disparates para mí
llenos de sentido, de fuerza espiritual, de recónditas armonías. El
cabello, de castaño casi negro, tendía a encresparse: no era rizoso
y lo parecía: las hebras cortas, en sublevación desusada, formaban
alrededor de la cabeza un nimbo que la luz del sol, que declinaba,
convertía en aureola. Entre el pelo había yerbas enredadas. Elena
era alta, más que su hermana. Parecía delgada, pero recia. Se podía
creer en el peligro de una enfermedad, de un desarrollo viciado; mas
al contemplar la plenitud y hasta exuberancia de las formas
principales se desvanecía el temor. Era espigada, sí, demasiado para
su edad, se iba a decir; y después se rectificaba el juicio, porque
no había allí desproporción: era muy mujer a pesar del aspecto
delicado, de la flexibilidad que parecía excesiva. Cabía compararla
a una columna que nos pareciese delgada para cumplir con el peso que
tenía encima, pero que por ser de hierro nos diese garantía de su
fortaleza.
La impresión general era (fue para mí a lo menos) ésta: una gracia
infantil, picaresca e inocente, soñadora y positiva; elegancia y
distinción que se imponían a pesar de que el rostro de Elena
recordaba esas caras de niños pobres, de Miñones de Ilustración, No
había allí mujer todavía... hasta que se reparaban las hermosas y
turgentes pruebas de que la había; no había allí seducción
todavía... hasta que se miraba aquellos ojos de pupilas hondas,
sombrías, que si se fijaban atraían y manaban una voluptuosidad
líquida, untuosa, irresistible... ¡Pobre Elena mía! ¡Quién te había
de decir, cuando me dabas aquellos besos en la frente (los de los
últimos años), cuando yo te los devolvía distraído, pensando en mis
papeles que tu Narciso había de pintarte a lo novelista cursi, con
pelos y señales, como tú dirías en aquel lenguaje voluntariamente
prosaico con que te placía oponer contrastes a mis tradiciones de
estilista oral, alambicado y pulquérrimo!
Aunque me haga pesado, debo insistir en relatar lo que a mí me dijo
la presencia de aquella nifia-mujer, que me miraba sin pensar en mí,
con un dedo puesto sobre los labios.
-Soy huérfana -decía toda aquella hermosura-; me faltan muchos besos
que debieron darme en la cuna. Crecí
y crecí, pero hay algo en mí que pide todavía cariño de madre,
caricias a la inocencia. El amor del que me quiera ha de empezar
pareciéndose al de mi madre: quiero cobrar el amor infantil que se
me debe: lo dicen mis ojos pasmados, mis mejillas morenas y
salientes- mí cabeza de loca, todo este aire de hospícíana bonita y
aristocrática...
1 Más de una vez, mucho más adelante, en los paseos, en los teatros,
cuando iba Elena produciendo en transeúntes o espectadores la
extraña y profunda impresión que en los más causaba siempre, vi yo,
un día y otro día, a un vulgo y otro vulgo, explicar groseramente la
síntesis de aquel efecto diciendo: -Es casi feúcha, pero tiene
picardía; es picante, pero parece una... (¡y lo decían!) de la calle
de tal (una calle mala). -¡Miserables! Mejor dicho: ¡imbéciles!
14 de enero. -Ayer fue día de asueto: yo no escribo en día 13.
Continúo. -Pero, niñas -gritó D.a Eladia-, ¿estáis locas? Tú,
torbellino, ven a saludar a D.» Paz, la señora de Arroyo, nuestra
vecina.
M madre que ya no temía desaires, y que en cuanto vio a Elena se
enamoró de ella también a su manera, salió al encuentro de la
muchacha, la cual al verla se turbó un poco, y no encontró mejor
manera de ocultar la vergüenza que le daba haber estado haciendo la
chiquilla en presencia de aquella señora respetable que acercarse a
ella, cogerla por los hombros y darle sendos besos en las mejillas.
Entonces fue cuando nÚ madre, muy contenta, se volvi6 a mí y,
sujetando por las muñecas a Elena, dijo con tono solemne, que quería
ser cómico:
-Te presento a la pequeña de las de Pombal. -Y nos hizo darnos las
manos.
-Sí, señor -dijo Elena-; la pequeña, que se come las sopas en la
cabeza de la hermana mayor. -Y fue a unirse a Emília para
demostrarlo; pero la mayor, que ya tenía confianza con nosotros, al
verla venir le azotó dulcemente el rostro y se echó atrás de un
brinco, diciendo:
-Y quedaste.
-¡Ah! -gritó Elena de un modo que me llegó al alma--. Y tras vacilar
un momento, dudando si atreverse con la gran diablura, con la
irreverencia, con la locura que se le ocurría y la tentaba, añadió:
-Y quedó D. Narciso.
Y echó a correr después de rozar mi hombro con la propia mano con
que me pedía silencio poco antes.
-Pero, Elena, ¿qué es esto? ¡Dios mío! ¿V. ve, señora? ¡Y así toda
la vida! -gritó, entre enfadada y risueña, la tia.
-Pero ¡Elena! -gritó cómicamente Emilia, que saltaba allá lejos,
amenazando con huir si se la perseguía.
-Pero ¡Emilial --exclamó Elena.
-Sí: tiene razón ésta: pero ¡Emilial Tú, que debías dar ejemplo...
-¿Qué ejemplo, si este Arroyo es el infierno? ¿Vera
dad, D. Paz?
-sí, hija mía: tiradle al río si queréis. ¡Es más soso!
Anda, hombre, dale tú la queda.
-Si puede --dijo Elena, preparándose a correr.
No se me ocurrió que estuvieran locas las señoritas de Pombal. Por
aquellas bromas> que en otras circunstancias, con otro ambiénte,
hubieran sido absurdas, se reveló de repente la cordialidad que
debía existir entre las de
Pombal y los Arroyos. Lo absurdo había sido estar tan cerca y no
haber removido antiguas amistades.
Como estas situaciones, graciosas por lo excepcionales, lo pierden
todo si se prolongan, y jamás se prolongan entre personas de buen
gusto y trato, la formalidad se
restableció, al mismo tiempo que la tarde se ponía seriamente
triste, ocultándose el sol, para morir, en un sudario de nube oscura
orlada con espumas de oro. Abando namos todos el prado, despedidos
por los respetuosos saludos de los segadores y por sus miradas entre
curiosas' y burlonas, y, llegamos hablando de cosas serias, de
recuerdos de familia, al palacio de Pombal, al punto en que el sol
se escondía por la parte del mar, invisible, en una
de esas apoteosis de luz que no olvidan los que saben recordar>
mejor que sus rencores, las nubes de antaño.
Todo esto se dice pronto; mas la impresión que me produjo la dulce
manotada de Elena, y las cosquillas espirituales que me hacían sus
ojíllos mirándome de lejos en son de desafío, entre avergonzados y
atrevidos... eso es un mundo entero, toda una creación con sus
épocas inacabables.
Ni Leopardi, ni San Leopardí, ni mis arrobos místicos, ni los otros
de pena, que venían a ser lo mismo' me habían llegado tan al alma
como la queda de aquella nifia, que volvía del Prado a Porabal,
entre setos y bajo pinares y castaños, detrás de mí, a pocos pasos,
enlazada por la cintura a su hermana Emilia, oyendo con deleite a mi
madre, que les hablaba de su padre muerto, de las relaciones de
nuestras familias. Yo iba algunos pasos delante dando el brazo a D.a
Eladia, que caminaba solemne, majestuosa, con toda la majestad
compatible con los tropezones indispensables en tal mal camino,
donde lo que no hacía una piedra lo intentaba la raíz de un árbol
desenterrada y lo conseguía un hoyo de las huellas de las vacas,
modeladas en el barro del invierno, que ahora parecía granito.
La tia corroboraba la triste o entusiástica crónica de mi madre con
suspiros, movimientos de cabeza y breves comentarios.
Cuando, poco después, refrescábamos en la solana de la fachada norte
del Pombal, éramos todos unos, amigos íntimos, antiguos, que
pensaban como en un remordimiento en los largos años transcurridos
sin tratarse. Volvían los Arroyos y los Pombales a juntarse, como
dos ramas de un árbol que, recién enlazadas, y que, vencidas un
momento por la fuerza, se separan, mas que al quedar libres vuelven
de golpe a la antigua postura, a su abrazo.
El olor de las callejas por donde habíamos vuelto del prado, que era
a madreselva, lo habían metido consigo en casa las chicas, que
llenaron de aquella fragancia sugestiva, de amor honrado, sin
maléficos misterios, toda la
sala, adornando los floreros y la misma mesa en que se nos servía el
dulce de conserva verde en cajas redondas y de pino sutil, y el
chocolate en loza fina, blanca y oro. Uno de los ramos de
florecillas blanquecinas y hojas estrechas de verde oscuro, que
yacía sobre el tapete, lo recogió Elena, y, ahuecándolo con poco,
medio me lo entregó y medio me lo tiró al pecho, diciendo, con voz
que procuró que fuera insignificante y le salió de una amabilidad
seria, profunda, velada:
-Coja V. esto, si quiere.
Y miró a otro lado, a mi madre, y me volvió la espalda un poco para
oír y ver mejor a quien seguía recordando dulces y melancólicas
antigüedades.
-Pero, nifía -observó D.a Eladia, que estaba en todo-, ¿le dias los
desperdicios?
Elena encogió los hombros, se turbó un tanto, sacó un poco la
lengua, se le atragantó algo... Y no pudo decir nada.
Comprendo yo, ahora, -que estaba avergonzadilla, no de haberme dado
desperdicios de flores, sino de habérmelas dado, sin fijarse en lo
que hacía, sin poder remediarlo. En fin, siguió atendiendo a mi
madre, y no volvió a mirarnos ni a su tia ni a mí en un buen rato.
Aunque se tardó, se abandonó al fin la inagotable mina de las
memorias familiares. Se llegó a lo presente... Y se habló de mí.
Los ojos y el gesto que pondría Desdémona cuando a su padre, delante
de ella, le contaba Otelo sus hazafias y aventuras», debían de
parecerse a los de mi morena, que oía de labios de mi madre,
discreta y moderada, la mal disimulada apología, la historia fiel de
mis empecatados triunfos universitarios, académicos y periodísticos.
D.a Paz, que, después de la preocupación aristocrática, mejor se
diría señoril, tenía la literaria, a su manera, daba gran valor a mi
procacidad, y no ocultó la admiración que de antiguo me consagraba.
Con cierto orgullo, por la antigua amistad de nuestras familias,
había ella ensalzado en todas partes mis talentos, y ahora, al
tenerme tan cerca, no disimulaba el placer de estrechar fuertes
lazos casi de parentesco con el futuro prodigio.
Hasta barruntó el probable desarrollo de mis extraordinarias
facultades por el tamaño de mi cráneo, que en su opinión era
excesivo; pormenor que me disgustó un poco y me hizo reparar que
Emilia y Elena, sin pensar en contenerse, mé miraron a la cabeza.
En una y otra mirada notó mi vanidad satisfecha que las chicas no
encontraban disforme el cajón de hueso en que,su tia quería meter
tanta sabiduría del porvenir.
Y, valga la verdad, aquella especie de examen rápido, instintivo, a
que me vi sujeto de repente, despertó en mí la coquetería masculina,
tan semejante a la femenina, y en las hermanas despertó mi
coquetería un asomo de rivalidad inconsciente, sobre todo
inconsciente por parte de Elena.
Emilia se puso en pie y propuso que los jóvenes bajáramos a la
huerta.
En una novela acaso no parecería bien que yo dijese que la señorita
mayor de Pombal, bien educada y de fijo pura, en cierto modo
inocente, al pasar por una puerta de la solana, para descender al
jardín, tropezó conmigo a sabiendas, con toda intención, y me miró
con ojos de fuego... Y de ave de rapiña, para estudiar en mi rostro
la impresión del rápido pero intenso contacto de su busto con mi
cuerpo. Pero de estas cosas se ven en el mundo; y así fue, como lo
digo.
15 de enero. -Tampoco sé yo si conservo la unidad de carácter del
héroe confesando que, a pesar de lo que pasaba por mí con motivo de
la presencia de Elena, de quien me estaba yo enamorando, el achuchón
de Emilia y la
mirada que le acompañó me causaron una delicia carnal desconocida
para mí hasta aquel momento.
Fue un excitante, además de una revelación, aquel incidente
instantáneo; y ello fue que me vi a poco entre las dos hermanas en
la glorieta del jardín, sintiendo algo semejante a lo que debiera
sentir un gallo entre sus g:: Uinas, si los gallos fueran más
psicólogos y menos sensu
les. Sin embargo, la vanidad entra por mucho, a mi en. tender, en el
apego que tiene el gallo a su corral; y esa vanidad le viene, tal
creo, más que del mando autocrático y de la conciencia de su valor
guerrero, de la contemplación del eterno femenino siempre a su
exclusiva,disposición.
La rabia que se profesan los gallos, a priori, no emana de una
emulación genérica'en el terreno de las armas, o dígase espolones,
sino de la cólera que le inspira a cada gallo la idea de la
pluralidad en el propio sexo. -¿Por qué ha de haber más gallo que
yo? -pensarán. ¡Qué desengaño tan doloroso debe de ser para cada uno
de ellos la aparición de otros espolones en su corral!
De mí sé decir que sin ser, en la ocasión a que vengo refiriéndome,
no ya gallo, ni siquiera pollo, estaba MUY satisfecho sintiéndome
solicitado por la coquetería, o lo que fuera, de ambas hermanas, que
cada una a su manera, Emilia con plena conciencia y arte, la otra
sin darse clara cuenta del propósito, deseaban agradarme. Sí:
comenzaba a existir entre ellas una rivalidad inconsciente, pudiera
decirse con aproximada propiedad de la palabra. Si hasta aquella
tarde habían jugado g la queda, ahora (es decir, entonces) empezaban
otro juego más peligroso, menos inocente, a lo menos en Emilia. Ni
un momento vacilé en la elección: Elena, que no me incitaba ni me
miraba cara a cara, ojos con ojos, valía infinitamente más. Era
música y perfume, sueño, poesía: Emilia, embriaguez, color,
inquietud voluptuosa. Mientras corrimos por el jardín, y después por
la pumarada, la hermana mayor consiguió envolverme en su atmósfera
de seducciones sensuales, sin recatarse, por cierto, sin miedo de
que pudiera
parecerme poco honesta; atrevimiento donoso que en aquel tiempo me
asustaba y me atr ía, porque Para mí era entonces inaudito semejante
proceder en una señorita bien educada. Ni en las novelas, ni en mis
cálculos sociológicos, entraban damas, doncellas particularmente,
que hiciesen tan ostensible alarde de sus gracias corporales y que
fuesen tan propensas a los choques y contextos tan falsamente
casuales. Hasta muchos años después no pude yo comprender que tal
conducta no nacía de perversidad moral, sino del temperamento y de
escasa delicadeza en el instinto pudoroso, debilitado o embotado en
ciertas mujeres, como pueden adolecer de mal oído o de mal gusto
para casar colores.
Emilia quería deslumbrarme, seducirme: no quería gozar con mi
contacto placeres lúbricos, por someros que fuesen. Su malicia de
mujer de alguna experiencia le decía que a mi edad, y en mi estado
de impericia en tales lides, el mejor medio para dominarme era él
qúe ella empleaba, y para el cual le daban armas admirables sus
condiciones personales.
Tanto llegó a marearme que hubo minutos en que me olvidé de Elena,
en que viví exclusivamente para los sentidos. Hasta llegué, en
cierta mirada rápida, cuando acababa de saborear una sonrisa de
Emilia que equivalía a toda una merienda de sensualidad fina, llegué
a ver a Elena sin aquella aureola de que mi cerebro la había rodeado
desde el primer instante de verla: la vi un momento como yo me decía
que debían de verla otros, como más adelante comprendí que, en
efecto, la veían los que la comparaban a cualquier mozuela graciosa,
picante, morenilla... del vulgacho... a una hospiciana salada.
Cerca ya del amanecer, Emílía, triunfante, deslumbrada por el
triunfo, tuvo la mala idea, mala para ella, de quedarse melancólica
y como soñando bajo las ramas de un gran naranjo. El azahar
embriagaba mezclado con el aroma de próximos jazmines. Recuerdo que
mucho tiempo
más adelante, cuando yo era un fil6sofo krausista, quc procuraba
hacer compatibles los mandamientos de M. Tiberghien 31 con mis
aficiones a las modistas de Madrid, persiguiendo una tarde a una
chalequera, más lleno de lascivia que impregnado de ideal, me paró
de repente una vibración sonora, triste, solemne: era la campanilla
del Viático. Como sí fuera electricidad que había desaparecído por
el suelo, sentí que la lujuria se me caía cuerpo abajo, huía al
infierno evaporada. Fui otro hombre de repente: me acordé del que
agonizaba acaso, y tuve remordimiento de mi juventud sana y
vigorosa. Pues, aunque por causa muy diferente, análogo efecto me
produjo, la tarde de mi cuento, el olor del azahar mezclado al del
jazmín. Al penetrar bajo aquella bóveda verde y olorosa se disipó
como un soplo mi embriaguez de voluptuosidad carnal, desapareció
todo el atractivo de las formas exuberantes de Emilia, dejé de
sentirme provocado por sus» ojos y sus sonrisas, y se me llenó el
alma de una dulcísima tristeza como mística, me latieron en el
corazón reminiscencias de la infancia, muy lejanas, borrosas, pero
de una intensidad inefable. El olor mezclado de azahar y jazmín se
juntaba, se mezclaba también a las reminiscencias. En aquel momento,
sobre los árboles que coronaban la colina de enfrente, apareció el
globo inflamado, rojo, muy grande, de la luna llena. Otro recuerdo
extraño, inexplicable, pero el más elocuente, el más fuerte...
-¡La luna del Pombal! --dijo una dulcísima voz de niña cerca de mí,
Hablaba Elena, algo triste, consigo misma. ¡La luna del Pombal!
También aquellas palabras eran una reminiscencia: yo había oído
aquello, o algo muy semejante, allá, en días lejanos. Estaba seguro
de que por mi primera infancia había sido un espectáculo solemne,
augusto, alguna vez, una sola acaso, aquella luna
roja, tan grande, subiendo por el cielo; y estaba seguro de que
aquello alguien a mí oído lo había llamado la luna de... de algo que
acababa en al también. ¿Del Pombal? No sabía. Yo, ni recordando,
mejor diría queriendo recordar, entré imaginando y despertando
reminiscencias moribundas, dispersas, y creí verme en brazos de
alguno, de un hombre robusto, de mi padre acaso; y vi más en no sé
qué abismos del recuerdo, de esos que en las crisis nerviosas, y
probablemente a la hora de la muerte, mandan imágenes, fantasmas del
pasado remoto, a la superficie del pensamiento: vi el reflejo de
aquella luna roja sobr un rostro olvidado ya, que acercaban al mío
el rostro de otro niño que debía de ir en otros brazos.
- -¡La luna del Pombal! -repitió Elena. La miré ent
.onces. ¡Oh amor del alma mío! ¡Cómo la vi! ¡Cómo la vi, Dios mío!
¡La huérfana de una cuna, la niña sin madre y sin arrullos! Parecía
más niña que a luz del sol poco antes, y parecía más mujer. Porque
estaba más seria, porque sus ojos expresaban dolorosa poesía,
parecía más mujer. Parecía más niña por el gesto, por el matiz de
sus pómulos infantiles acentuados, por la tirantez de ciertas
líneas. Yo no soy pintor, no puedo pintar lo que vi en ella: estaba
allí la santa seriedad de lo pueril, el dolor infinito,
irremediable, de las caricias perdidas desde la cuna.
Con la voz temblona, sin pensar en que es taba allí Emilia,
pregunté, serio también, con un timbre que desconocí yo mismo:
-¿Por qué repite V. eso? ¿Qué tiene esta luná?.
-¡La luna del Pombal! Es mi sueño, de allá lejos.
16 de enero-Elena, antes de proseguir, me miró con gravedad y
sondeándome: quería ver si era yo digno de que ella siguiera
hablando de tan sagradas cosas.
Por desgracia Emilia se adelantó > creyéndose en el caso de
explicarme lo de la luna. Ello era que allá en la infancia, cuando
vivía su padre, Elena suspiraba en invierno, en Madrid, por la luna
de Pombal, que a ella le parecía
la única, porque conservaba el recuerdo del plenilunio en una noche
como aquella en aquel valle. Elena interrumpió a su hermana como
hablando consigo misma, fija la mirada en el astro rojo, hinchado,
que seguía ascendiendo, alejándose del horizonte.
-Yo no sé --dijo- si es que me acuerdo todavía, o
si me acuerdo del recuerdo; pero ello es que yo me veía
en unos brazos que debían de ser los de papá, y de re
pente vi esa luna, de ese color, y no me pareció la mismo
pálida que había visto en Madrid... ¡Oh! SÍ: para mí
la luna de Pombal era mejor, de colores, redonda, más her
mosa, como todo lo del Pombal. Pero ¡sí me acuerdo, va
mos! Aquella tarde, o aquella noche, lo que fuera, íbamos
por un prado... largo, largo, así., en curva, como el so
monte... Y en las seves brillaban gusanos de luz... Y can
taban las cigarras... miles de cigarras, y a mí me parecía
que las estrellas cantaban también, cantaban así, como
latiendo como un péndulo, tristes... pero muy dulces,
MUY-- -o séqué... Y era papá (¡oh! sí: estoy segurg),
papá quien me llevaba en brazos...
Pero, criatura, ¡si eres tan niña' ¡Si no puedes acordarte!
-Bueno, bien: me acuerdo que me acordaba. ¡Si hasta me acuerdo de
que la barba de papá, que yo cogía y apretaba entre los dedos,
estaba húmeda por el rocío!
¿Y el irich! irich! irich! de las cigarras? ¿Y esa luna?
¡Oh! Sí: esa luna es testigo...
La voz de Elena temblaba y se debilitaba: parecía hundirse en un
abismo de sollozos contenidos y de recuerdos. Calló, dio media
vuelta lentamente y salió del cenador como una sombra.
Emilia me hizo una seña.
Yo no hablé porque- no podía: tenía unas tenazas en
la garganta. El amor absoluto, el amor nuevo, el deci
sivo, el de los diez y séis años, se estaba enseñoreando de
mi alma. El misterio, casi el milagro, le daba su presti
gio. ¡Yo también me acordaba de haberme acordado de
aquello que decía Elena! Sí, sí- el irich! irich! solemne
en una noche lejana, única, genesiaca para mi conciencia; la noche
de aquella luna, de aquella misma, roja, hinchada, augusta, que
tenía en aquel momento enfrente de mí.
a yo recordaba más que Elena: yo la recordaba a ella.
a aquel otro que llevaban en brazos también cerca de mí, era ella.
La cosa estaba clara: mi padre me llevaba a mí, a ella el suyo...
¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Cómo en esta vida, finita, tonta,
efímera, disipada, insustancial, que en la suma de los destinos
humanos no debe de ser más que un tachón, a lo más una página rota
por inútil; cómo en esta vida, que en tanto -llegué a despreciar más
tarde, consientes que haya momentos de tan intenso sentir, de tan
inefable grandeza, momentos infinitos, instantes de gloria eterna?
Música, santa música: cántaloátú que puedes, y deja que yo siga, con
el run run prosaico de la pluma de acero, narrando los sucesos, como
estólido cronista que profana con anotaciones y cifras dignas de
las- musas de antaño las sublimes pasiones que tejieron la
historia...
¡Pues no estoy haciendo frases! ¡Ay! ¡Bien hice en llamar estas
memorias Cuesta abajo! ¡Cuesta abajo y de cabeza! ¡Qué
descontentismo, apagadísimo corazón! ¡Quién me dijera algún día que
yo había de llegar a describir aquella noche en que me enamoré de mi
Elena... de esta manera tan prosaica!
Por algo ella me decía cuando era mi mujer: -Mira, Nardo -me llamaba
Nardo, que a ella se le antojaba abreviatura de Narciso, porque era
el nombre de otra flor--. Mira, Nardo: ya sé que es de imaginaciones
pobres abusar en el arte, en la poesía, de las propias hazañas, de
los datos personales, sobre todo de las vicisitudes de la vida
ordinaria del que escribe y de los que le rodean; pero una vez, una
sola vez, quisiera yo verme en tus libros. Nunca me dejas leerlos.
Todas tus mujeres son, o sublimes, tanto que yo no puedo ni
comprenderlas, o, más generalmente, picaronas, desalmadas, que no
quieres que yo trate, ni aun siendo ellas de tinta y papel. Una sola
vez píntame a mí. A ver lo que te parezco. Pinta nuestros amores;
pinta aquella noche de la luna de Pombal, cuando te enamoraste de
mí... definitivamente, según tú dices (sin perjuido de habérmela
pegado den veces). Mete eso, que debe de ser muy bonito, muy
sentimental; mételo en una novela de las que escribes ahora, ahora
que eres joven. Si lo dejas para viejo, para cuando escribas esas
novelas maduras que tú crees que serán las que te den fama merecida,
te expones a no acertar, a pintar mal lo que ahora todavía sentimos
bien. Sí, anda, Nardo: por una sola vez méteme en una novela tuya.
Tú, que sueñas con tantas mujeres, sueña conmigo una vez.
¿Y qué contesté a mi mujer aquel día? ¡Miserable! Contesté que
aquello de la luna de Pombal, aunque era verdadero, era inverosímil,
amanerado, idealista, romántico! ¡Mal rayo me parta con mis teorías
de catedrático cursi!
Ahora Dios y mi Elena me castigan. ¡Ah! ¡Quiero pintarme a mí propio
la escena del Pombal y escribo fra- ses y digresiones!
Adelante, adelante. Y una cosa, señor D. Narciso: no hay que dejarse
invadir por los recuerdos. No vale llorar ni rebelarse contra lo
pasado.
-Mis apuntes no son para eso. Lo muerto, muerto. Todo pasa,
todo es accidental. Todo apasionamiento por lo que es forma, por lo
que dibuja el tiempo, es idolatría. En eso estábamos: ¿somos o no
somos filósofos?
Adelante.
Emilia quiso explicarme la extraña conducta de Elena.
-Ahí donde la ve V, con esa cara de pilluelo de París, con su
afectación de frescura, de alegría loca, de indiferencia para lo
poético, es más romántica que yo, y eso que la tia y ella me llaman
la Jorge Sandía, porque
32
leo libros que a ellas no les gustan. Pues Elena, que
apenas lee, ¡es más cavilosa! Niña y todo, ¡tiene unas ocurretrcias,
allá, en sus adentros! Pocas veces le pasa lo que hoy, eso sí; pocas
veces se pone tan excitada, tan nerviosa que deje escapar esas
palabras retumbantes. De fijo a estas horas está avergonzada de lo
que ha dicho y se ha escondido. Lo que es por hoy despídase V. de
ella: no la vuelve a ver.
IYE madre y la tia nos llamaron desde la solana.
-¡A casa, a casa, que hay relente y le hace daño a Elena.
Empezaba la noche. ¿Qué hacer? ¿Cómo iba mi madre a emprender el
camino de casa en tales horas, por aquellas endiabladas callejas?
Se resolvi6, venciendo el empefío contrario de mi madre, que ella se
quedaría a dormir en el Pombal, y yo, después de cenar con todas
ellas, me volvería a nuestra quinta, jinete en la pacífica yegua en
que hacía sus cortas excursiones la señora tia, con un mozo de
labranza por espolique.
Cuesta abajo
Leopoldo Alas

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