Felipe Trigo

 

A prueba

 



- I -
Luis Augusto, sin chaleco aún, contemplaba en la baranda de la
cama sus ciento seis corbatas. Dudaba cuál ponerse. Al fin, como en
todos sus problemas graves, cerró los ojos, tendió la mano... y vio
que había cogido una salmón y gris, a bandas transversales.
¡Bravo! Esto abreviaba-por más que hoy no caracterizasen las
prisas su existencia.
Fiel al sistema, fue al armario y volvió a cerrar los ojos para
tomar cualquiera de sus treinta (no; treinta y tres, con los tres de
Alejandría) alfileres de corbata.
Se lo puso y le acudió a la mente un pensamiento filosófico:
«La abundancia es un castigo».
Cierto.
En corbatas, en zapatos y alfileres, en...
Una noche, en una fiesta madrileña, porque él pudo escoger,
habló con diez cocotas, cenó con tres y se quedó con Sarah -¡casi
horrible!- Es lo que sucede cuando alguien se ve agobiado de
abundancia.
La espantosa indecisión repetíasele a cada instante.
Corriendo en automóvil había pensado algunas veces arrojar al
camino sus maletas, y proveerse de un traje único, imitación-perro,
o al estilo de los perros. ¡Ah, qué maravilla sus Kaiser, Sultán
Stella y Machaquito! ¡Pfsui, aquí!... y voilá despiertos y vestidos
a los canes, y siempre prontos a marchar.
Es decir, que Luis Augusto, sportsman por vocación, llegaba a
la propia o parecida consecuencia, en cuestión de indumentaria, que
los sabios alemanes profesores, vistos por él con el mismo levitón y
el mismo panamá por las calles de Berlín y los lagos de Suiza y las
pirámides de Egipto. Lógrase, pues, de igual manera, la ciencia de
las ciencias, corriendo en Derecho Natural o en automóvil.
Tal conjunto de razones, instábale a casarse. Pensaba en
Josefina, como quien piensa en la niña más bonita descubierta en
otro cierraojos de viaje en un vapor. Corrió tras una regia golfa
desde Berna; cruzó Italia; creyó que la encontraba, que la
alcanzaba, que ella embarcaba en Nápoles (él engañado por unas
grandes plumas de sombrero)... y... voilá que a bordo del steamer,
recto hacia Argelia, se halló con la gentil y cosmopolita virgen
negra y blanca.
Blanca, la tez -como de rubia de encanto. Negro, el cabello
-como de trágico delirio. Misterio de inocencia que dormía. Su bella
madre, en cambio, ya había tenido tiempo de despertar a cuanto
era... ¡y no era más, de puro buena, que una infeliz medio simple,
en toda la extensión de las palabras!
Por seguirlas al Cairo y al demonio, el sportsman había dejado
su otó y su ayuda de cámara Godfrin en el centro de la Europa.
-Telegrama: Godfrin le salvaría del martirio de elegirse los trajes
cada día. Boda: Josefina libraríale de elegirse las cocotas cada
noche.
Una delicadísima elección de gourmet de las mujeres, de
exquisito diletante, de sabio del amor.
Mas... ¡ah! junto a la niña, junto a la bella junto a la
pura... al sportsman de la gran velocidad en el amor y en los
caminos, estaba el espejo diciéndole que tenía la cara dura...
curtida por el sol, ajada por treinta arrugas a los treinta años.
Y le acudió otro pensamiento filosófico:
«La moda y los deportes nivelan de aspecto al elegante y al
obrero».
Ni que cavase viñas, tendría él un moreno y seco rostro más de
cavador; los dientes blancos, además, y el bigote recortado,
prestábanle una apariencia de lobo en rabia o de vigilante de
consumos. Absolutamente distinguido, sin embargo. El duque de hoy ha
de tener cara de gañán. Lo intermedio, lo cursi y sin cachet,
resulta la faz anémica del señorito ciudadano: habla de nómina y
pobreza a diez kilómetros.
No obstante, le asaltó otra duda con sólo recordar el rostro de
su niña y novia Josefina, dorado por las brisas, pero terso como un
elástico marfil; ¿la igualaría él un tanto en juventud..., se
quitaría de encima seis u ocho añitos, siquiera, afeitándose el
bigote?
-¡Señor!
Un mozo.
-¿Qué hay?
-Le llaman por teléfono.
-¿Quién?
-Un amigo.
-¿Qué amigo?
-Calla su nombre. Un íntimo de usted, que le ruega se ponga al
aparato.
-¡Ah!... bien.
Acabó de vestirse, intrigado. Viajero exótico había frecuentado
poco Sevilla, y tenía pocos amigos en Sevilla. Íntimos, ninguno.
Bajó al salón. Púsose al teléfono.
-¿Quién llama?
-Hola, Augusto -oyó inmediatamente; -¿cómo estás?
-Bien, ¿y usted?
-¡Cómo, de usted! ¿No me conoces?
-Hombre... por la voz... ¿Quién eres?
-¡Brea!
-¿Brea? ¿Pepe Brea?... ¡Demonio!
-¡Chico, el mismo!... En un periódico acabo de ver tu nombre
entre los viajeros de ese hotel... y digo, digo, ¡chacho, le
saludo!... ¿De dónde vienes? ¿Adónde vas?
-¡Hombre, no lo sé! Y tú, ¿qué te haces en Sevilla?
-De paso. Salgo esta tarde en el Mazagán para Marruecos. Le voy
a curar unas cataratas al Majzen, y llevo seis vagones de bellotas
para hacer café.
-¡Demonio!
-Lo que oyes.
-Pero, tú ¿eres médico?... ¿Desde cuándo?... ¿Ni qué
bellotas?...
-¡Negocios, hijo! Café para Marruecos: he montado en Fez un
tostadero. Curo también la vista, con nitro y excremento de
elefante. Vente a almorzar. ¡Tenemos que hablar mucho!... Me
encontrarás rehabilitado, potentado, poderoso...
-Hombre, querido Brea, no me es posible. Vente tú, y aquí
charlaremos. ¡En seguida!
Oyó faldas, Luis Augusto, y por volverse dejó el auricular.
Tres inglesas que venían a esperar la hora del almuerzo
hojeando ilustraciones.
Augusto llamó de nuevo a Brea -y ya no estaba.
Dejó el teléfono. Sentóse en un sillón.
Se dedicó a pensar en su novia, en su niña, criatura-mujer
encantadora.
Las esperaba, de paso también al comedor.
Pensaba pedirle a la mamá que la pusiese de largo en estos
días.
A prueba
Felipe Trigo

Copyright (c) Universidad de Alicante, Banco Santander
Central Hispano 1999-2000

A prueba
Felipe Trigo

- II -
A quien vio aparecer, al cuarto de hora, fue al amigo Brea,
elegantísimo.
-¡Demonio!
-¡Chacho!
Se abrazaron.
La última vez, dos años antes, Luis Augusto había visto a Brea
en Londres, de ambulante vendedor de panderetas.
Brea, ex-teniente, de Pavía, tenía veinticuatro años, había
heredado a los veinte una fortuna, y la tiró a los veintidós.
En sendas poltronas, sentáronse.
-De modo que...
-Rico, chico. Tres meses más, y me encontrarías con un Panhard
en plena Europa... O por los aires. Pienso dedicarme al monoplano.
Empezó el aristócrata perdido a detallarle su odisea.
Interesantísima... sólo que, al capítulo segundo, alzóse un
cortinón de seda. En kimono de tono té, entró un arcángel. Detrás,
una gran dama. Y el arcángel llevaba bajo hacia los hombros el nudo
negro de su pelo, y por los tobillos el vuelo de la ropa.
Se levantó rápidamente Luis Augusto, y presentó al amigo.
Palabras, cumplidos breves. Diéronse el brazo, y fueron a ocupar en
el comedor una mesita.
Durante el almuerzo, Luis tuvo que dedicarse a conversar con la
mamá, porque Brea floreaba y atendía incesante y absorbentemente a
Josefina.
Un buquet de rojas fuschias, en un florero, impedíale a Luis
recomendarle a Brea prudencia, con los ojos.
La virgen blanca sonreía. Su inocencia no sabía qué contestarle
al importuno -que, por suerte, manteníase en lo cortés.
El novio la miraba. Ella alzaba de tiempo en tiempo, hacia el
novio, aquellos ojos verdes, de muñeca, que llegábanla rasgados a
las sienes. Ojos enormes, inmensos. Ojos de equívoco y misterio, con
profundísimos fulgores muy extraños e ignorados siempre y totalmente
por la infinita pureza roja y nácar de la boca.
La mamá era alta; y la niña, pareciendo muy pequeña, era aún
más alta. La mamá era gentilmente corpulenta; y la niña, pareciendo
frágil y sumamente delicada, era de casi igual esbelta corpulencia
que la madre.
Ésta, a los postres, correspondió a las insinuaciones de
curiosidad de Pepe Brea con los rasgos generales de su vida, que ya
le había contado a Augusto: «Venían de Londres, donde habían vivido
siete años. Ella, argentina; la hija, chilena; y de Méjico, el
marido, y negociante en algodón. Murió. Viajaban».
Buenas. Ingenuas. ¡Sí!
La ingenuidad y la bondad de una y otra, de Carlota y Josefina,
valían por una ejecutoria de noblezas y por un caudal de esperanzas
o ilusiones.
¡Dos infelices! ¡Dos seres de candor y de obediencia!... Aparte
su loca tenacidad en estos viajes, sin rumbo, sin término ni objeto,
especie de insensata fuga del gran dolor por el muerto dejado en
Londres; aparte tal tenacidad, sentimental y recóndita, que las
llevaba en un zis-zas de laberinto incomprensible por tierras y
mares, podíanselas guiar con un cabello. Carecían de voluntad.
Llegaban a una población y les daba igual ir a uno que a otro hotel,
o pasear por uno u otro sitio. No inspirábalas curiosidad ninguna
maravilla. Pero, sentían de pronto el ansia de partir, y con
urgencia ineludible del minuto pedían un automóvil, un tren, un
buque. El punto de destino, fijado por ellas siempre, siempre; el
punto de definitiva parada no sabido por nadie, jamás!...
-Mira, chico -le dijo Brea a Augusto, tomando Marie Brissard en
el patio de limones y azucenas, y en tanto ambas se fueron a vestir
para salir. -Alá que cure al Majzen, y que se zurzan sus
bellotas!... ¡Me quedo!
-¿Dónde?
-¡Con vosotros! ¡Con ellas!... ¡Con ella! ¡Esa nena es una bruja!...
me ha matado!... La sigo hasta el infierno.
Tosió Luis Augusto, púsose muy serio, y bebió agua. Luego,
dijo:
-¡Pepe!... Líbrate de... variar tu viaje. Estas mujeres están
en mi suerte y mi camino.
-¿Las dos?
-¡Las dos¡
-¡Hombre! ¡pensé que sólo la mamá!... ¡También guapa!
-Nada de mamá. La hija. Voy a casarme con ella.
Pepe le miró con súbito respeto.
-Chico, perdón. Había creído que fueses el amante de la madre.
Serio, más serio Augusto, acercó al del loco el sillón de
mimbres, y prosiguió su confidencia de esta suerte.
-Mira, Pepe. No sé si tú sabrás que la primavera de Egipto
congrega allí a las gentes más ricas de Rusia e Inglaterra, y a las
damas más bellas del mundo. Pues en el Cairo, en un hotel yo he
visto a Josefina, jugando al tennis, llamar hasta el mismo éxtasis
la atención de todos. ¿No es verdad que nadie como ella puede reunir
la distinción y la inocencia y la frescura y la beldad y la
elegancia?... Sábelo y envídiame; ¡mi novia es!
-¿Ya?
-Desde nuestro trece día de conocernos. Oye mi pasión, y no
sabe contestarme, la chiquilla. ¡Qué importa! Se la dije en una
noche azul, sobre el lago de Ysmailia. Inclinábase en la borda, y yo
miraba el reflejo de la luna en una perla de su oreja. Nunca he
visto nada más tremendamente sensual que aquella luz de aquella
perla, entre aquel pelo negro-infierno y aquella carne rosa de la
gloria!... ¡Oh, tú no sabes cómo es el seno de esa virgen, y su
pierna!... ¡Oh, su pierna, Brea, tú!
-¡Diábolo!... ¡Virgen, entonces... o... aún? ¡Mucho sabes!
No la ofendas. Me conoces. Soy un griego. Por mí, no habría
quedado el querer saberlo todo ya a estas horas, de la niña Eva, de
la niña-hechizo. Me contiene su candor. Además, filósofo, como lo
soy, he llegado por la purísima beldad de Josefina a conclusiones
formidables. Filósofo paradoxal... ¿entiendes?... ¡No, tú eres un
salvaje, Brea; un inconsciente, un impulsivo! Tú seguirías a esa
muchacha, te arruinarías por ella hasta vender de nuevo panderetas,
y serías feliz guardando en tu memoria la de una noche entre sus
brazos. Yo, al revés, me conceptuaría desdichadísimo si, en caso
igual, reflexionase que había gozado fugaces el placer y la belleza,
supremos como son, como serán, en Josefina, sin retenerlos para
siempre. ¿Comprendes?... ¡Oh, no, no me comprendes! ¡Filosofía
paradoxal!... Se casan otros por buscarse un refugio de paz a sus
harturas, y yo me casaré, griego, epicureano, por ver reunido en una
flor de vida el deleite sin fin de la gracia y la belleza, la pasión
de todas las cocotas, el gozar de todas las cocotas, el mar de amor
y de delicia que pudiesen darme juntas todas las cocotas!... ¡Oh,
no, no me entiendes; Brea, tú eres un estúpido!
Había un fuego de ambición terrena de ideal en los ojos de
Augusto, y se escondió. Tuvo que contemplar piadosamente al amigo
loco y aturdido, que se limitaba a sonreír.
Fumó, bebió Marie Brissard, bebió agua, y se levantó, invitando
a Brea a levantarse:
-¡Bueno, tú, mira, que vienen!
Josefina traía polo y guardapolvo. Su madre velo azul liado al
sombrero y a la cara. Esperaba el automóvil.
-Qué, ¿nos acompañas?... A Tablada. Si partes esta noche,
tienes tiempo. Al regreso te dejo en el hotel. Pero, oye, Brea...
los hombros, las piernas, se los he visto yo únicamente a Josefina
al bañarse en el Nilo y al jugar al lawn-tennis. ¡Yo también me voy
mañana, y vuelvo! Tan resuelto a la boda estoy, que quiero traerme
en regla mis papeles, de Madrid. ¡Me caso, antes que vuelva a salir
de España la viajera!
Ellas, sonriendo, esperaban a los dos. Y Josefina se abrochaba
una manopla.
A prueba
Felipe Trigo

Copyright (c) Universidad de Alicante, Banco Santander
Central Hispano 1999-2000

A prueba
Felipe Trigo

- III -
Lisboa parecía el bello lugar de descanso elegido al fin por
las damas. Junto a una quinta real, al otro lado del Tajo, frente al
puerto, habían tomado en alquiler otra quinta. Era un viejo palacio
de piedra, poéticamente obscurecido por das hiedras, por los musgos,
por el mar. Hundíale en su verdor un bosque de araucarias. El
parque, descendiendo en suavísimas colinas de palmas y de helechos,
llevaba los muros de entrada hasta el río, donde un gran blasón de
mármol pregonaba estirpes lusitanas.
Luis Augusto vivía perdido en la ciudad que se espaciaba
enfrente. Alojado en el Palace-Hotel, de la Avenida, allí pasaba las
noches; y las mañanas y las tardes, con su novia.
¡Para verla, cruzaba la ancha ría en un falucho. Y en él iba
esta tarde -habiendo ya aprendido el nombre del patrón, que usaba
faja roja y barretina: Ramahlo Raul d'Acosta.
«¡Mañana tendrá usted una sorpresa!» -había anunciado el día
antes Carlota, que era la que siempre tomaba iniciativas en nombre
de la hija y novia arcángel.
Llegó, desembarcó, y al cruzar el parque, en un macizo de
arboleda, sintió el encanto de una cítara. Fue, casi de puntillas,
como quien teme ahuyentar a una nereida, y descubrió que Josefina
era la tañedora perezosa. Bajo la umbría de selva, la vio medio
tendida en un ribazo. Vestía de blanco. Frisaban delicadamente su
falda los miosotis, y el extremo rizoso y negro de su trenza
deshacíase entre amapolas.
Ella, cantaba.
Él, tomado por el hechizo de la voz de oro, detúvose tras las
ramas de un laurel.
Lo que cantaba ella eran canciones bohemias, en dialectos
italianos. Pícaras -y más que por la letra, que Luis Augusto no
lograba comprender enteramente, lo adivinaba por el gesto y por la
profunda intención del frasear de Josefina.
Canto, a media voz, para recreo de la gentil, de la...
intuitiva, de la bebé-mujer soberbia, que en su misma vida de
inocencia y de esplendor tenía los gritos todos de todas las
pasiones.
«Así -pensó el filósofo -están en los capullos, latentes,
ignorados; los faustos de las rosas».
Resuelto, él se había afeitado el bigote. Esto, sabía muy bien
Augusto (porque decíanselo largamente los espejos), que habíale
rejuvenecido hasta acercarle algo a aquel encanto de su novia.
Además, aquí sola, ella, con su propia alma en silencio, con su
propio ser de bravo capullo de amorosa en el verde ensueño de la
música y del bosque, representaban sus diez y seis años lo menos
veinte, veintiuno, veintidós.
A no ser por el peinado, nadie la creyese ahora tan chiquilla,
y menos por el arranque de la pierna. Calzaba botas de lona, sin
tacón, de garganta baja; y el ligero desorden de su falda dejaba ver
la seda blanca y calada de las medias. Esbeltísima opulencia de
carne rosa, tras de los calados -que cobraban un matiz indefinible
de fondos de flor o de fondos de nieve tintada por la aurora.
¿Qué fugitivos tonos de aurora, o de celeste violeta, hay en la
rosa carne muy blanca de las blancas?

Vienne, ca'o notte e dolce
'o cielo ch'é nu manto;
tu duorme e i'te canto
'a nouna affianco a te.

Sí, esto se lo había oído Augusto a Tita Ruffo.
Sonreíase la cantora, expresándolo, y una luz diabla asomábase
a sus ojos.
Al mismo tiempo, el novio estaba viéndola las piernas un poco más
que cuando ella jugaba al tennis. Y con el ansia, sin tocarla, así,
angélica, la habría querido desnudar completamente. Era su obsesión.
Decir que él hubiera de haberse enamorado de la cara de ella nada
más, fuese sandez... y puesto que la amaba toda, no quería amarla en
el enigma, en el desconocimiento casi completo de su cuerpo, que
habría de ser para el amor no menos principal.
¡Oh, sí!... no obstante esta faz suya de sportsman y de un poco
cansado gustador de los placeres, ya muy arreglada sin bigote, los
espejos del Palace Hotel decíanle también, a las horas de bañarse,
cómo al fin su estatua atlética de Apolo era perfecta, y cómo era su
ser entero una armonía. Pues... bien; desde tres noches atrás le
constituyó un gran miedo en el amor de Josefina la duda, la terrible
duda de que pudiera no formarle ella en la totalidad de su ser otra
armonía; y fue que en el teatro de San Carlos había encontrado, para
pasar la noche, a una joven austríaca, elegantísima, irreprochable
de rostro y de líneas, a través de los vestidos... ¡Ay! lo que no
estorbó que al despojarla apareciese con el pecho nada firme y las
rodillas hacia dentro... ¿Quién lo habría creído, a juzgar por el
escote y el tobillo?... Pues... bien; esto, para un diletante de la
estética, podía pasar en fugaces amores de alquiler, despedida ella
al fin por la mañana... mas, ¿cómo arreglarlo si «la cocota» que
metiera en casa fuese nada menos que la propia famosa esposa del
lazo indisoluble?... Pues... bien; a pesar del candor de Josefina, a
pesar de todo, él debía saber a qué atenerse, antes de casarse.
Y tan impetuoso había sido el sentimiento, que entreabrió las
ramas del laurel, y avanzó hacia Josefina.
-¡Oh! -hizo ésta, dejando súbita la cítara, para incorporarse y
componerse el vuelo del vestido.
-Pues... bien, ¡sí! ¡vidita mía! -díjola él en reto de
franqueza. -¡Estaba mirándote las piernas, yo!
-¡Aaah! -tornó a exclamar la candorosa, con un indefinible
sonreír que aun se dijese el de su canto.
Él se sentó y la cogió una mano. La tendió su otro brazo por el
hombro... y entonces Josefina huyó un poco la cabeza y le miró:
Contempláronse un momento, en ansia y susto; y luego él, le
dijo a la asustada, a la extrañada:
-Dime, Josefina... ¿eres tan irreprochablemente bella como es
tu cara... toda tú?
¡Ah, la niña... y su sonrisa... su sonrisa muerta en un asombro
de rubores!... Rápida se levantó. Huyó. Por vez primera habíala
hablado Augusto así. Él la vio tan blanca desaparecer en los
laureles... ¡Le había entendido, cuando menos!
Tomó él la cítara, y partió detrás. Había perdido unos
instantes. No la halló. Iba pensando que... acababa acaso de
agraviar hondamente a su inocencia. La había tratado siempre como a
niña... la mano entre las manos, con amor y con respeto... en las
noches de luna sobre el mar. Pero, hacíale falta verla desnuda
enteramente... y recordó, confiándole al recuerdo su designio, la
gran ductilidad condescendiente de la niña y de la madre.
Cosmopolitas, puras de intención, porque él lo quiso fueron en Suez
una noche, desde un templo cristiano, donde ambas rezaron de
rodillas, a un music-hall, donde serenamente vieron danzar a las
lúbricas bayaderas punto menos que en pelota. Limpieza y castidad de
corazón que defendíalas las serenidades de los ojos. -«Dicen que son
como las sacerdotisas de esta religión» -dijo luego Josefina por
breve comentario. Y el sensual, el libertino, confirmóla: -¡«Sí, las
bayaderas!» -«¡Vaya, vaya!» -exclamó únicamente la mamá.
Llegó al palacio. Dorotea, la doncella de Coimbra, le llevó al
salón-estufa. Grandes sedas se tendían desde el techo hasta las
palmas. Entre el ramaje erguíanse las estatuas; y las vidrieras de
color daban tonos vivos a las venus. Carlota esperábale, leyendo en
el Corriere della Sera un crimen de Millano y sentada a la mesa de
té junto a un cersis. Josefina apareció con timidez por otra
puerta... y sonreía -bajos los ojos.
Sentáronse los novios. El té transparentó sus oros en el fondo
dorado de las tazas. Augusto le miraba a Josefina los tobillos... y
ella recogió los pies.
¡Ah, nunca! Vio que constantemente los pudores saldríanle al
encuentro a su designio... y, sin embargo, no se casaría, no se
podría casar, absolutamente no debía casarse sin verla en cueros. En
nombre del arte, harto desnudas tenía aquí mujeres de mármol delante
de los ojos. Bien merecía la venus de carne ser vista desnuda en
nombre del amor.
¡Oh, si un verdadero amateur fuese a adquirir una escultura, y
se la diesen con falda y con levita y con boa, a salga luego,
dentro, lo que salga!!...
Había acabado el té.
Carlota se levantó, y le hizo una señal de inteligencia a
Josefina.
-Luis Augusto -dijo -¿espera?... Es nuestra sorpresa.
Fuéronse las dos. A fin de entretenerle dejáronle La Vie au
grand air y un anillo persa de seis aros -rompecabezas, esto,
dificilísimo de armar.
Tardaban. Tardaron. -No mucho, sin embargo, para la
transfiguración de maravilla que al fin vio Augusto.
-¡Pasa! -había dicho Carlota, apareciendo y levantando en una
arcada sederías.
Y entró una dama. Olímpica. Imperial. -Era la niña. Era
Josefina vestida de mujer. Augusto vio joyas, bucles, encajes,
líneas elegantes y poderosamente acusadas de corsé, por debajo de
pálidas y ajustadas granadinas.
-¡De largo! ¡Su novia!... ¡Tal que la quería! -rió Carlota.
-¡Voilá! -pudo asentir simplemente el encantado.
Y ella, púdica y coqueta... ¡bien de largo!, se recogió la cola
y fue al piano que escondíase en la frondosidad de tamarindos.
Púsose a tocar danzas rusas. Un estanque circular, bordeado por
líquenes, orquídeas y orejas del profeta, había dejado entre ella y
él, en su pedestal del centro, a la Aphrodita.
El embeleso le duró al griego Luis Augusto unos minutos. Luego
se indignó. Filosofaba, con aquella gran filosofía que le había
metido en el alma el automóvil. ¡Voilá! El traje, la modista,
habíanle repentinamente transformado las castas curvas indecisas de
la arcángel, en las bravas curvas de mujer. ¡El traje! ¡la
modista!... y ¿qué había en ella, por debajo, de verdad?... Noble y
profundamente enamorado como estaba, dispuesto a la boda que parecía
esperar apenas esta especie de social sanción de indumentaria, se
acordó... de tanto desengaño, del último desengaño aquél de la
cocota. ¡Quién pensara por su paso y por su pie que tuviese las
rodillas hacia dentro!... Claro, claro, se indignaba, se indignó;
francamente se indignó. Había salido Carlota, y fue rápido al piano:
-¡Oh, tú, mi Josefina!
-¡Qué!!! -clamó ésta, imposibilitada de seguir la música,
sujeta por el brazo.
-¡Oh, tú!
-¡¡Qué!! ¿No toco?
-¡No! ¡Aquí... la estatua; tú... donde la estatua... como la
estatua... y yo, allí... para mirarte!
Era una orden insensata, que marcaba el ademán.
No te comprendo! -dijo la purísima virgen con su sonrisa de
misterio en su cara de amapola.
-Mira, oye, Josefina... -prorrumpió violento él. -¡Te adoro!...
¿Te acuerdas de las sagradas danzas de Suez, de... aquellas
bayaderas...
Cayó en un desalentado silencio repentino. La explicación, para
la novia angélica, era difícil y brutal... como lo sería para un
caballo que pudiera entenderle al futuro dueño desconfiar de sus
bellezas. A tratarse en Josefina de una experta de salón, de una
niña al menos no guardada eternamente por su madre, la investigación
pudiera irse realizando en una lenta empresa de feliz galantería...
Mas ¡no! ¡He aquí que entraba la mamá!
Estuvo triste Luis el resto de la tarde. Infantilmente pasada
en hacerle ver uno por uno los diez trajes que le habían llegado a
Josefina como primera remesa de París, los cuales ella se probaba
muy contenta, yendo y volviendo veloz al tocador, el de la boda fue
el que desoló más al prometido. ¡Bah, sí!... ¡quería decirse que se
la tapaba más, que se le hacía aún más problema y enigma de aquel
cuerpo, según se iba acercando el día el que lo hubiera de desvelar
entero e irremisiblemente suyo para siempre!... Antes, al menos, por
debajo de las faldas se le veían perfectamente los tobillos.
Y fue tanta, su zozobra, su inquietud, que en el parque de
araucarias, cuando el sol habíase puesto, Carlota, delicada, se
informó -aparte ambos un momento:
-¿Qué tiene, Luis Augusto? ¿Le apenan estas cosas de la boda?
-¡Carlota -dijo él parándose junto a ella y tomándola la mano
en amistad -¡es solemne la ocasión! ¡Hay algo bien caro en la
intimidad del sentimiento, del sentimiento de mi amor, y que yo no
me atrevo a decirle a Josefina! ¡Venga usted, me va usted a oír
cosas de una humana franqueza formidable... por lo mismo que las
respeto a ustedes y que respeto mi felicidad y la de su hija!
Brindado el brazo, condújola principescamente hacia un cenador
de pensamientos negros, grandes -en tanto se quedaba Josefina
entonando con la cítara sus canciones del colegio:

Oh! j'avais une marguerite;
elle etait pâle comme moi...
Mais, hélas! se pasá bien vite.
Dans mia chambre
il fait si froid!
Je la trouvait
sur la montagne;
je la gardait
comme un tressor.
Petite fleur!
par ta compagne
mon coeur fleurise,
fleurise encore!

A prueba
Felipe Trigo

Copyright (c) Universidad de Alicante, Banco Santander
Central Hispano 1999-2000

A prueba
Felipe Trigo

- IV -
Sentó a Carlota en un versallesco sofá de mármol, de la
rotonda, y él dijo, sentándose al extremo, y muy cortés -para cuyo
mayor efecto se había quitado la gorra y se había puesto el
monóculo:
-Señora, voy a hablarla a usted en un lenguaje que no es quizá
de país alguno, por su giro de conceptos, pero que es del mundo;
pero, que es... del espíritu de una civilización del fondo del
corazón y de la conciencia misma de la Europa, caído a él desde la
práctica intuición del vivir refinadísimo del gran París, del gran
Berlín, del grande Londres... Y discúlpeme que tome la cuestión por
las alturas de la perennemente humana y más transcendental
filosofía. ¡En primer lugar, soy un filósofo, soy un reflexivo!
Se quedó mirándola al través de la limpia lente transparente, y
le hizo sonreír la sensación de su dominio sobre la criatura de
ignorancia y de inocencia. Sin embargo, precisamente por estas
cualidades, veía menos fácil la empresa de formular su petición. No
empezaba mal, aturdiéndola con aquella filosofía que ni él mismo
había entendido.
¡Diplomacia, qué caramba!
-Señora -repitió con el mismo tono galantesco, afirmándose el
monóculo y guardando en el asiento perfecta compostura -ruego a
usted que vea en mí, aquí, en este parque de Lisboa, en este
delicioso extremo del más culto continente de la tierra, al hombre
que ha viajado mucho, que ha pulsado y rectificado todos los
sociales valores, y que se debe expresar, por consecuencia, con una
sinceridad cosmopolita... ¡cosmopolita, sí, sí, esa es la
palabra!... ¡cosmopolita... y absurda si se trata de medirla por la
norma limitada de una moral portuguesa, española, inglesa o
alemana... de una moral, en fin, con apellido; pero absolutamente
natural y noble con respecto a la moral inmensa de la vida! Tras
este ruego, ¿me concedería usted autorización para considerarla como
a una culta dama de enorme comprensión, que a más de poseer el
positivista espíritu del tiempo, por haber vivido en Londres, ha
recorrido la tierra igual que yo, domando sus prejuicios de moral
delante de los desnudos árabes de oriente, aquellos beduinos, por
ejemplo, que en Aden abordaron el vapor, y delante de las lúbricas y
bellas bayaderas de la India?
Guardó silencio. Esperaba la respuesta, y no la obtuvo. Todo
confusión, en el ansia de Carlota. La pobre figurábase quizás que
Luis Augusto iba a lanzarla una declaración de amor personalísima.
-¡No le comprendo! -suspiró.
-Pues... las bayaderas... ¡aquellas de Suez! ¿Eh, Carlota?
-Ah, sí... las... de la danza de vientre, sí. Las bayaderas...
¡Vaya, vaya!
-¿Eh?... Voilá! -marcó el sportsman satisfecho.
Sin embargo, más que la desorientación de la dama, le preocupó
un momento su frase de memorativa aclaración... «las de la danza de
vientre»! -¿Cómo diablos sabría el nombre de guerra de tal danza?...
Bueno. Se acercó en el banco versallesco, la pidió permiso para
encender un jugoso habano y prosiguió:
-Carlota, ¿ha leído usted a D'Annunzio?... Bien, pues habré de
memorarle que un bravo y noble personaje romancesco de ese escritor,
que es el exquisito novelista de nosotros, los sportsmen, de
nosotros, las mentales gentes distinguidas en un libro delicado, El
Inocente, duda de que un tierno hijo de su mujer lo sea suyo: lo
coge, aprovechando en la alta noche la ausencia de la infiel, le
quita delicadamente las ropitas, y lo expone al frío horrible de un
balcón, hasta hacerle tomar la pulmonía que haya de matarle. ¿Eh?
¡voilá!... la moral ultramoderna... el positivismo selecto y
elegante que les deja a las bárbaras plebes miserables los aun para
ellas tan precisos lazos de la ley. ¿Eh, Carlota?... Pues, yo, con
usted, y con referencia a su bella hija, a mi adorada Josefina, no
trato ni siquiera de transgredir ninguna ley penal, en nombre del
honor y del buen tono; sino simplemente una costumbre imbécil, ciega
y peligrosa, en nombre del amor... que es al fin perfectamente
humano y lo único que hace hermosa la existencia.
-Usted dirá -pidió en la breve pausa la confundidísima señora.
Y él, imperturbable, siguiendo en su discurso la ruta tomada de
improviso, aun le aumentó su gran curiosidad con nuevas incidencias.
-Yo digo, Carlota, que en el Nilo, que en Suez, ante aquellos
cazadores de caimanes y ante aquellas bayaderas, la vi a usted con
tranquila complacencia fijarse los impertinentes para mirar la
desnudez... Usted y Josefina pudieron contemplar estéticamente el
espectáculo, ¿no es eso?... ¡Bravo! Luego, la desnudez, la humana
desnudez, puede ser un casto e importante elemento de la estética.
Fumó Augusto, ajustándose el monóculo; iba a escupir... pero no
escupió, dándose cuenta de la incorrección delante de una dama; y
dijo:
-Carlota, es para mí tan esencial en el desnudo humano la línea
de belleza, la belleza llevada hasta su misma perfección, la divina
belleza irreprochable, intachable, insuperable... que... que... que
siempre he conceptuado como el más alto ideal de mi ambición el
poseer... el poseer... el... ¡Bueno!... que siempre he conceptuado
que... que...
Se le turbó la claridad en el discurso, se le amontonaron las
razones, perdiendo toda sutileza, y ante el gesto apremiante de
Carlota, hubo de atajar, completamete atropellado:
-Que... que, en fin, Carlota -que no me casaré si no veo antes
desnuda, enteramente desnuda, a Josefina!
-¡¡Caballero!! -clamó ella en gesto de trágica sorpresa, medio
levantándose.
Él la contuvo con la súplica de un gesto, gentilmente.
-Señora... esa es la consecuencia a que quería llegar con mis
filosofías, y precisamente por ser un poco extraña he procurado
desprenderla de un modo gradual. Fuerte, no lo niego; mas había que
decirla, y ya está dicha. Ahora, escuche mis razones; y ante todo,
ruégola que considere que no se trata para con su hija, por mi
parte, de ningún proyecto irreverente, sino de mi boda!
-¡Por Dios, Augusto, de su boda! ¡Una indecencia tal, y... de
su boda! ¡Quién hubiese de esperarlo!
-¡Justo, de mi boda!... Nada de indecencia. Y celebro
muchísimo, Carlota, el sesgo de la conversación, puesto que él nos
permitirá expresarnos francamente. Fíjese: en primer lugar, la
prueba de que quiero casarme es que deseo ver desnuda a Josefina.
¿Por qué?... Porque aspiro a conocerla... a aquella de quien yendo a
ser toda mía, apenas si conozco más que la cara, las manos y los
pies... ¿Es que mi amor no tiene el derecho a la evidencia total de
su belleza?
-¡Augusto! ¡Luis Augusto! ¡Por favor!
-¡Señora, por favor también la pido que me atienda y que me
entienda. ¡Va en ello mi felicidad, y la felicidad y el porvenir de
la adoradísima criatura. Hombre de mi siglo, de mi tiempo, y educado
en un estético rigor que ha recaído principalmente en las mujeres,
la sensación y el sentimiento son las bases de mi vida. En esto soy
intransigente. Como al mismísimo D'Annunzio, la fealdad me
constituye un tormento insoportable. Mi más grande desventura habría
de ser el no encontrarle a mi mujer, en un cuerpo de beldad, un alma
de amorosa!
-¡Ah! -suspiró ella, esta vez menos esquiva, tocada en sus
orgullos de madre y de mujer -¿y por qué pensar, por qué temer que
mi hija no sea bella?
-Señora, ser bella, no es bastante. Como sus manos, como su
rostro, necesita ser perfectamente bella, desde la frente a los
pies. Vuelvo a rogarla a usted que se fije en que, hombre de mi
tiempo, rico, como ustedes ricas, y ni Josefina ni yo, pues,
necesitados de una boda de descanso o conveniencia, sino todo lo
contrario, de amor y de placer, para ella y para mí tendrá que
formar la belleza el elemento principal y transcendente. Me dirá
usted que todos los novios se casan sin este requisito, sin esta
confirmación, sin esta previa seguridad que yo ansío aportarle a mi
ventura; yo, aparte la condición original de mi criterio, pudiese
contestarla que... así se ven por el mundo las desgracias que se
ven. Dícelo el cantar, y parece hecho para el caso. Quién que en la
noche de la boda en su mujer descubre un esqueleto, una vez
desprovista ella de rellenos y prendidos; quién que se encuentra con
un monstruo de gordura, una vez libertada del corsé...; y si es aun
verdad que pudieran muchos novios argüirme que sabían a qué atenerse
en cuanto a formas, desde mucho antes de casarse, y si tampoco deja
de serlo que otros dícense enamorados del alma, del corazón, de las
bondades de su esposa, y no de su hermosura, tampoco es menos
indudable que los tanteos de aquéllos constituyen una muy grosera e
hipócrita traición a los decoros, y que la resignación de éstos
consuélase con lindas amantes cuando puede. Pues bien, Carlota, mi
amor es tan leal, que ni busca como prólogo las rastreras artes del
descuido, ni quiere la posibilidad de consolarse en su derrota con
queridas. Noble, caballero, procedo en caballero, me parece... ¡y a
ver, si no, a cuál madre de la tierra le ha hablado nunca su
presunto yerno así!
«¡Así!» -se repitió interiormente Luis Augusto, satisfecho.
Efectivamente, abandonadas las abstrusiones filosóficas, limitándose
a los hechos, como cuando iba a comprar un automóvil, él mismo
sorprendíase de la precisión de su elocuencia.
¿Comprende ahora -prosiguió, -¿por qué quiero ver desnuda a
Josefina? En suma, amiga mía, la conferencia que estarnos
celebrando, es la de solemnidad y rigor en cualquier boda; sino que
a la moderna, porque es bien natural que habiendo alguna vez de
empezar a transformarse las costumbres, en eso, como en todo, para
amoldarlas a las justas exigencias de la vida, nosotros, gentes
progresivas, seamos los que empecemos la modificación respecto a
ésta. Lo tradicional es que las madres, en casos tales, informen a
los novios de cuantas cosas de las hijas se refieren a condiciones
de carácter, de riqueza, y de tal o cuál grave y más o menos
ostensible enfermedad, si la tuviese; y no cabe negar que es eso lo
que menos hace falta, por ser lo más sabido de antemano por el
novio; así, estando él harto de ver las rarezas del genio de la
chica, o, por ejemplo, que cojea, dícele la madre: «debo advertirle,
señor mío, que, según el médico, sufre mi hija de histerismo» o «que
es coja, a causa de un tumor blanco que padeció cuando pequeña»...;
y en cambio, señora, de aquello que, si se cuenta con la corrección
del novio y con el verdadero candor de la muchacha, él ignorará, no
se le dice una letra; verbigracia: «advierto a usted, puesto que le
he notado en los teatros predilección por los bellos senos, o por
las rubias, o por tales otras singularidades de belleza, que mi
hija, aunque bien armada por fuera, es por dentro algo delgada, o
que no es tan rubia o tan blanca como aparenta por su pelo y por su
cara, o...» ¿Comprende usted? Ahora bien, insisto en hacerla a usted
notar mi estético temperamento, puesto que ello en mi vida y en mi
boda es principal, y suplícola encarecidamente que se fije en que si
un gran cuadro, considerado en su conjunto como obra de supremo arte
por mi artística ambición, me daría el dolor del desengaño al
descubrirle trazos o detalles imperfectos, mi decepción y mi
infelicidad no tendrían término si impensadamente descubriese
imperfecciones en la elegida que haya de formar el amoroso cuadro
eterno de mi vida. Yo adoro a Josefina, yo me prendé de ella por la
belleza incomparable de su cara y de sus manos, y yo la supuse y la
supongo, desde luego, toda la beldad; mas, ¿por qué no cerciorarme a
tiempo con mis ojos? ¿Es que voy a concederle menos importancia,
señora, menos importancia que a la adquisición de un cuadro, a la
viva adquisición de mi ideal?... Ah, sí, señora, esto es de una
lógica aplastante y de una, suprema moral, si bien se mira; sin que
pueda bastar, por otra parte, que usted me afirme y garantice, ni
aun que me describa, los encantos de mi novia. Tal descripción,
violenta para usted, si había de ser tan detallada como mis
curiosidades exigieran, tampoco llenaría jamás mi aspiración, porque
no siendo universal, sino personalísimo, el criterio de belleza,
resultaría imposible que en la porme... pormeno... pormenorización
de usted, yo quedara satisfecho.
Descansó del tropezón con el vocablo, y cerró con este sutil
avance sus antojos:
-¡Un estético! ¡un crítico, un exigentísimo crítico de arte
(todavía una vez) que ansía forjarse la perfecta y artística
conciencia de su amor!... Tal es mi caso, Carlota! El arquetipo, yo
lo he vislumbrado en Josefina. Me caso, por eso, y nada más... y es,
de paso he de decirlo, la razón más bella y noble que le encuentro
yo a una boda, por no añadir que la única razón: puesto que sobre
las hermosuras físicas, inmutables, irreformables, las condiciones
morales de una mujer se pueden adaptar, reformar y mejorar en cuanto
sea capaz el que la educa... o si lo quiere usted mejor, el que la
ama. Ahora, sí, señora, por lo mismo, y aspirando a una completa
moral perfección, en su base, que es lo material, soy implacable.
Esto obedece a un criterio de fundamental filosofía que yo he podido
inferir al guiar mis automóviles: una bella máquina, solidamente
bella, hasta en sus más pequeños muelles y ruedas y palancas,
garantiza su función; si es bella y armónica, cumplirá perfectamente
el fin para que hubo sido construida. Y ¡voilá!... considere usted a
los humanos seres a la luz de este pensar moderno que nos reputa
como máquinas de vida... y saque después la consecuencia. A los
umbrales del viejo y cerrado alcázar de la moral, llego, pues, en
los altos nombres del arte y de la ciencia. Inteligente en uno y
otro, sólo con mis ojos podré adquirir la persuasión que espero
irreprochable en Josefina. Línea a línea de su vida, de su cuerpo,
de su estatua. Es la irremplazable condición para mi boda. Un solo
rasgo irregular, no absolutamente bello en su belleza, haríame
desistir puesto que yo, viajero de la Europa y gustador fugaz de las
más famosas bellezas europeas, justamente por haber creído encontrar
en Josefina a la más bella de todas las bellezas, he llegado de ella
a enamorarme, al punto al punto de querer consagrarle mi existir.
Llevado por este único móvil a mi boda, la decepción sería
lamentable para todos. Y ahora, usted vea, señora, si su hija, según
pregonan tanto su cara y sus vestidos, es en efecto tan bonita que
pueda resistir a la prueba que nos es tan necesaria!
-¡Oh, Augusto! -volvió la dama a suspirar.
Y él, rápido, acosó:
-¿Lo es?... ¿Es que no lo es?... Su sola duda, Carlota,
bastaría a hacerme desistir. En tal caso, sólo réstame pedirlas mil
perdones, y rogarlas que reconozcan, por lo menos, mi nobilísima
franqueza.
-No, no es eso... es que... ¡Mi hija es bella, pero... este
trance, Augusto, amigo mío... pero... la forma... su decoro...
sus...
-Entendido, ¡sus rubores! ¡la moral!... Usted Carlota, sin
embargo, convencida de mis rectas intenciones, haga reflexionar a
Josefina estas tres cosas: primera, que nada importa su rubor ante
quien irá a ser su marido al poco tiempo: segunda, que el modo, lo
dejo enteramente a su elección; y tercera, que suponiendo que por el
resultado de mi investigación yo no pudiera casarme, soy un
caballero para no decir jamás a nadie que la vi desnuda, sin tocarla
más que con los ojos. ¡Les doy a ustedes mi palabra! Por lo demás,
me permito recordar a usted que, a fin de decidirla, debe recordarla
que en Ostende, en Biarritz, en Troaville, en todas las grandes
playas elegantes, las más honestas mujeres van al mar medio
desnudas, por delante de los hombres. Y si usted me lo permite, aun
acabaré con una consideración de esta filosofía moderna en que
vivimos; ¿no serán esas ostentaciones de las playas el paso de los
viejos hábitos hipócritas a los novísimos... a la misma franca
necesidad que sienten las mujeres de enamorar a sus maridos por una
hechicera garantía mayor que las que puedan dar los encantos de sus
rostros?... Y adiós, señora; y como tendrían algo de violentas
nuestras nuevas entrevista en la duda, parto a Lisboa, y sólo
volveré cuando ustedes me escriban avisándome el conforme!
Salió de la glorieta, y pasó por junto al bosque de laurel, en
donde seguía cantando Josefina:

«... elle etait pâle
comme moi
Mais, ¡helas! se pasá bien vite...»

A prueba
Felipe Trigo

Copyright (c) Universidad de Alicante, Banco Santander
Central Hispano 1999-2000

A prueba
Felipe Trigo

- V -
Por fin, al tercer día, llegó al Palace-Hotel esta carta:
«Amigo Luis Augusto: venga usted esta noche, a las ocho.
Cenará con nosotras: y usted, que es entendido, verá antes, un
momento... la Venus que hemos adquirido para adorno del jardín.
Espero que, después, guarde una absoluta discreción con Josefina. Su
afma.
Carlota»
¡Bravo!
Se vestía ayudado por Godfrin, que le ahorraba enojosas
elecciones de corbatas y de cosas.
Miró al reloj. Las cinco.
Pero le citaban a las ocho. Y siendo esta una cita de
transcendencia y dignidad, él debería ser perfectamente exacto.
-Oye, Godfrin, avísale a José que me prepare el auto.
-¿No va el señor con madama?
-No. Desisto. Ve y dila que otro día.
Era una cocota que el experto servidor le había buscado.
Adoraba a Josefina; pero entreteníase, habíase entretenido así en
estos tres horribles días de la duda y de la espera.
-¿Y es guapa, dices? -inquirió con el leve y último dolor de su
renuncia a la beldad desconocida.
-¡Oh, sí! ¡Le hubiera gustado al señor! Rubia, alta,
elegantísima.
Sin embargo, tragó saliva, y se fue en el automóvil.
Recorrió Estoril, y llegó en Cascaes hasta la Gruta del
Infierno. Le acompañaba un lisboeta, que mirando el abrupto antro de
rocas y de olas, ensoñaba -para allí -cien vírgenes ondinas, a
quienes devolviesen a los mares, entre ambos, desfloradas. Tarea
para una tarde. ¡Y lástima que el amoroso poder de los humanos no
pudiera ser mitológicamente vigoroso de tal modo!
Luis Augusto se acordaba de su novia, y encontraba un poco
elegantemente bruto al portugués.
A las siete le volvió en el automóvil al centro de Lisboa, le
dejó en un salón de esgrima, y él se fue al puerto.
Caballeroso, ni a este buen amigo de orgías habíale dicho la
felicidad que le aguardaba.
«Sí -se confirmó ya dentro del falucho, en tanto que d'Acosta
guiaba Tajo enfrente -sí, ¡felicidad! Cuando aceden es que ellas
mismas no pueden dudar que sea mi ensueño Josefina».
Iba anocheciendo, y la luna desde la altura azul le derramaba a
la anchurosa ría sus resplandores. Luna llena. Luna clara.
Luna casta, ¡Diana! también. Sus velos diáfanos de plata irían
a acariciar la pura desnudez de Josefina; porque, seguramente, la
cándida mamá, habría aprovechado aquella indicación del baño para
ceder a la voluntad del exigente protegiendo con su piadoso engaño a
la muchacha: la haría bañarse; le haría a él esconderse donde
pudiera verla sin ser visto. Por esto, la carta le recomendaba
discreción, para después, con la escultura.
¡Ah, virgen! ¡Su tan adorada idolatrada!
Cruzaron por ante la proa de un trasatlántico. A lo lejos, en
la bruma argéntea, se descubrían recortados contra el cielo los
bosques de araucarias. Había un remanso con escalinata al mar,
cerrando una playa de conchas y arenitas, y allí era donde Josefina
se bañaba por las tardes. Ella se lo había dicho en su candor. Y
allí, en la plenitud de su candor, irían esta noche sus ojos a
mirarla, poetizada por la luna.
Bogaban: llegaban. Luis Augusto, triunfador, ya de pie para
saltar, sonreía al orgullo de su influjo sobre la buenísima Carlota,
en la cual había causado su elocuencia un efecto sugestivo. ¿Cómo
entender, de otro modo, damas de alcurnia las dos, honesta madre,
Carlota, que contra todas las razones del mundo, y con ser tan
poderosas las de él, accediese a mostrarle desnuda a la chica?
¡Victoria de la perspicacia y del talento!... Por más, también,
que de tan buena, Carlota, ¡la infeliz! no podía negarse que era
simple. Es decir, que si en vez de dar con él, dan con un truhán...
Saltó a tierra y mandó amarrar la barca, pensando comprar, así
que se casase, una canoa-automóvil para efectuar la travesía. Larga,
efectivamente. Volvió a mirar el reloj y eran las ocho. ¡Exactitud!
Le aguardaba una doncella, y le hizo cruzar salones,
conduciéndole a la estufa:
-Pase, o senhor, y tenha la bondade d'esperar mientras eu aviso
a minhas amas.
Luis Augusto, temblando de emoción, dio unos pasos entre las
grandes hojas de palmera. Sentóse en el diván desde donde solía
oírle la música a su novia. Había tirado el cigarro, y encendió
otro. Indudablemente tardarían en disponer el baño y en venir a
conducirle hacia la playa. ¿Cómo se habría arreglado Carlota para
que se bañara su hija por la noche?
¡Pobre señora! ¡Mucho debía saber que a él le estuviese
adorando Josefina, para prestarse a tanto con tal de ahorrarla la
pena de abandono!
Las flores y macizos de la estufa bañábanse en la luz de dos
globos eléctricos, colgados de cadenas; el uno blanco, sobre la
estatua de Afrodita que se alzaba en el centro del estanque; el
otro, completamente al fondo, y a la izquierda, rojo, rojo como un
ascua, envolviendo en su fulgor sangriento la estatua de una
Médicis. Además, el alto y combo techo de cristales filtraba azul la
luna. Era fantástico en el vario juego de las luces el diáfano
espectáculo.
Sí, sí, un fuerte ambiente de misterio y de poesía. Las
delicadezas de Augusto, exasperándose ante las heroicas
complacencias delicadas de Carlota, sugiriéronle una variación en el
proyecto: «No cenaría con ellas. Así que viera a Josefina en la
playa, partiría. La noble dama debía encontrarse ahora en harto
azoramiento para que él, con su presencia, la impusiese luego,
además, un tormento de sonrojos»... Él era un gran diablo de bondad
y sinceridad que jugaba a su albedrío con la enorme candidez de dos
mujeres. Noblemente se propuso, pues, dentro de la violencia
imprescindible, centuplicarlas sus respetos.
Fumaba y esperaba.
Miraba a la Afrodita; miraba a la Hebe y al Pudor que se
entreveían por el ramaje; y miraba, volvía a mirar a la Médicis de
mármol que se teñía de fuerte rojo a la luz de aquel farol.
Esta Venus, sobre todo, resumíale, en punto a proporcionalidad
y ritmo de las líneas, su ideal. Él tenía otra excelente
reproducción de la celebérrima escultura en su casa de Madrid, en su
dormitorio.
Sino que el prócer portugués dueño de esta quinta, debía de
haber pagado un caudal por la copia que aquí extasiaba a Augusto y
que le había extasiado tantas veces. De tamaño natural e
irreprochable.
Por otra parte, la artística seducción de la escultura se
aumentaba ahora con la roja luz que estábala alumbrando. En su
inmovilidad, diríase que con tal luz cobraba el mármol blandura y
palpitación de carne viva de mujer. ¡Oh, cuántas veces el adorador
de la beldad por la beldad, el buscador infatigable del tesoro vivo
de la forma, había hecho desnudarse a las amantes junto a aquella
Venus de su casa! Cuántas veces, cuántas veces, para agotar la
decepción de lo imposible!
Y la decepción, la maldita decepción, también aquí, empezaba a
cuajársele en el pecho. Una casualidad adversa para la pobre
Josefina, había querido ponerle a él, previamente, el modelo
inimitable ante los ojos...
Una casualidad fatal, una casualidad cruel, puesto que, aun
para mayor saña, el rojo resplandor le singularizaba a su atención y
le exaltaba más las perfecciones de la Venus, entre las demás
estatuas, por un azar inexplicable...
Sino que... vibró, tembló su corazón, de pronto suspenso en
ansia de la gloria. Parecióle extraño que precisamente esta noche el
azar maldito mostrásele a la Venus en singularización tan hechicera,
tan determinada... y... ¡oh, sí!... se preguntó: «¿Por qué, por qué
encuentro iluminada de tal modo la escultura, y por qué se me ha
hecho entrar a verla... antes que haya de ver a Josefina?»...
No podía dudarlo: aquel rojo fanal no estuvo nunca en la
estufa; expresamente había sido hoy puesto para algo... y ¡este algo
no podía ser más que una audacia y un orgullo por parte de Carlota!
¿Se le excitaba, se le desafiaba a la comparación entre la
inmortal belleza... y la que iba a ver en Josefina?
¡¡Ah!!
Sonrióse Augusto. Crispado en su ventura, y como un inmenso
apasionado de su ídolo de piedra, ariscamente aceptaba en nombre de
él el desafío, como un juez de serenidades implacables. Fumó,
recostóse atrás en el diván, y reposó su mirar de idolatría en los
encantos de la Venus.
No importaba que un azar también, o quizás una intención, esta
noche le ocultase a la estatua enteramente la cabeza tras una volada
rama de los cersis. Intención o azar, era lo cierto que sólo el
cuerpo de la diosa y que sólo el cuerpo de la virgen constituíanle a
él la comparación interesante. De la cara de su novia, ya sabía
demás, y en triunfo, el estético sutil. Mas, ¡ah, su cuerpo de
misterio... en plena rivalidad altiva con este inmortalizado por el
mármol y consagrado por los siglos!
Eran suavísimas dulzuras las de aquellos hombros, las de
aquellos brazos, las de aquellos dedos de la mano diestra tendidos
en puente protector de rubores deliciosos ante las flores castas de
los senos, y las de aquella otra mano de pudor que amparábase el
regazo; eran bravuras de gentil ondulación, de soberana armonía, las
de la cadera y los muslos, serenamente turbada su apacibilísima
amplitud en las rodillas finas, en la pierna noble, por un juego
ideal de relieves musculosos...
De relieves óseos, musculosos, en vital prodigio que esta noche
acentuaba asimismo por el talle de la estatua la luz roja...; y
tanto, y con tal vigor de suprema humanidad en lo divino, que dijera
Augusto que la sombra proyectada por la mano aquélla en el regazo
fingíale la ilusión de un breve musgo de amor... bien humano, bien
humano... ¡vive el cielo!...
Se levantó. Se iba, acercando a la Venus lentamente, en la
fascinación de la realísima existencia viva que prestábala el fulgor
sangriento. Llegó cuanto cerca pudo, detenido al fin por tina
barrera de latanias, y su intensa idolatría, en lírica excitación,
aumentó la fantasía irreal de su mirada hasta hacerle creer que la
escultura no tenía esta noche la rígida fijeza de la piedra: ¡no!
¡no!... habría jurado Augusto que la Venus vacilaba, que habíase
movido un poco en el alto pedestal que la hacía ocultar la cara
entre los cersis... Y... (¡se fijó!)... ¿por qué, además, brillaban
córneas las tiñas de sus pies y parecían como tocados de carmín las
puntas de sus pechos? ¿Por qué destellaban sus ojos como vivos en el
fondo obscuro de las ramas, y su pelo...
No pudo ver más. La sombra lo envolvió todo y a él mismo.
Alguien, desde fuera, había apagado los focos. Se oyó dentro un leve
ruido de ramaje, se oyó después una blanda huida de pies descalzos,
en un firme y rápido pisar de Nereida fugitiva... y luego, luego, al
fin... ¡nada!
Luis Augusto no había sabido ni moverse, ni siquiera respirar,
en trance tal de brujería. Pero alguien desde fuera volvió a dar
luz, al globo blanco, al globo rojo... y ya no estaba la Venus bajo
el cersis.
Retrocedió un paso Luis Augusto, a caer en un sillón -rendidos
sus ojos, fulgurado el corazón, abrumado todo él de verdad de la
verdad!
¡Josefina!! ¡Ella! ¡Ella la que estuvo allí en el pedestal, y
no la Venus!
¡Oh, la divina! ¡Oh, la suprema!
¡Bien ¡habíala visto diosa como diosa!
Loco, vencido, admirando en las excelsas valentías de ella y de
su madre el amor de la bella enamorada, el respeto hacia tantos
heroísmos le creció en el corazón.
Se levantó, y se salió de la estufa y del palacio, sin que
nadie le detuviese en su camino.
Su voluntad de no verlas esta noche, era piedad.
La pobre honesta, las dos pobres damas honradísimas, debían
hallarse destrozadas.
-¡Rema D'Acosta! -díjole al patrón.
Y recogido hacia la proa, veía su felicidad por la clara
inmensa noche y por el Tajo.
A prueba
Felipe Trigo

Copyright (c) Universidad de Alicante, Banco Santander
Central Hispano 1999-2000

A prueba
Felipe Trigo

- VI -
Había quedado como un dichoso que realiza enteramente su ideal,
como un hombre que en el descanso ya logrado del ensueño, no tiene
por qué de nada preocuparse; y sólo mucho después, al acostarse para
adormir sus venturas en la cama de la fonda, cayó en la cuenta de
que su partida de la quinta, debió dejar en grandes confusiones a
Carlota y Josefina.
Efectivamente, ellas atribuirían la inexplicable fuga a la
desilusión... ¡qué atrocidad! por la estatua que había visto.
Supuso llorando a Josefina; supuso consternada a la mamá; y el
contraste de tal pena con la dicha sin límite y sin fin que él
disfrutaba, le hizo levantarse.
Se vistió una bata, por hábitos de consideración a sí mismo, y
fue a la mesa escritorio. Ansiaba tranquilizarlas.
Y escribió, en un papel de holanda elegantísimo que tenía en
metálicos colores el escudo de su casa:
«Amiga Carlota: ¡gracias, mil gracias! ¡soy feliz... La estatua
llena mi aspiración en absoluto. Mañana, cuando vaya a verlas,
fijaremos la pronta fecha de la boda. ¿Me convidan a almorzar?
Salude con mi corazón a Josefina.
¡Gracias! ¡Gracias, Carlota!
Luis Augusto».
Puso el sobre. Llamó en la sonería. Godfrin encargaríase de
llevar la fausta nueva sin pérdida de tiempo.
Sino que desde la chimenea llegáronle las doce campanadas de un
reloj, y tuvo que pensar que ni Godfrin encontraría un barco, ni las
damas abriríanle la quinta a media noche.
-Nada, Godfrin, vete! -díjole al sirviente. -Mañana será cuando
lleves esta carta a su destino. En cuanto apunte el día, ven y
despiértame.
Volvió a acostarse, y no le dejaba dormir la inquietud por las
dos pobres mujeres de candor y de inocencia y de dócil complacencia.
Hasta las dos, en lo obscuro de la estancia, no cesó de
representárselas unidas, abrazadas, llorando, procurándole a la hija
la madre sus consuelos. Le dolía que, al menos esta noche,
tuviéranle por desconsiderado, hasta el extremo de haber partido de
junto a ellas sin siquiera despedirse. La carta, debió escribírsela
y dejársela a Carlota en la quinta, antes de partir.
Pero, en fin... ¡cuánto se les iba a cambiar la impresión al
día siguiente!
Desde las dos a las tres, más tranquilo al considerar el menos
tiempo que íbalas quedando de dolor, tornó a la roja visión de
aquella estatua.
Y desde las tres, por último, en esa hora intensamente sensual
que para los insomnes suele ser la última de la noche, Luis Augusto
fingióse la ilusión de que la bella estatua descendía del pedestal
para llegar hasta sus brazos...
¡Oh, en el lecho, su virgen! ¡Su divina! ¡Josefina!
¿Cómo sería de fogosa en la pasión?
¡Terrible! -ciertamente.
Imaginábala gritando, suspirando, sollozando..., sofocada, con
una angustia de emoción suprema del amor, cual debía corresponder en
perfección de nervios a la impecable perfección de su figura.
¡Terrible, sí, terrible!... Máquina perfecta de humanidad de
maravilla, el -gozo en ella debía llegar a la infinita sutileza, a
la infinita perfección...; y así había visto el corresponder la
función de ligera y suelta marcha a la mecánica perfección de su
automóvil.
No obstante, de improviso, una duda, envuelta en evocaciones y
recuerdos, le aturdió: «¿Podía afirmarse que en el ser humano
existiese esta completa relación entre la función y el
mecanismo?»... La lógica, teóricamente, decía que sí; pero la
realidad y la experiencia (¡a él, que tenía tanta en amores!)
decíanle lo contrario.
Se acordó de Clara, de Justa, de Marieta; se acordó de Juana la
Churrera y de Rita Delaunay; se acordó de sus queridas de más
tiempo, Libia y Araceli...; guapas, todas guapas; casi dignas las
dos últimas de servirle a un escultor, y no por eso más sensibles
que si fuesen de cauchú o de badana. En cambio, no podía negar que
otras menos lindas, chatas generalmente, y con un no sé supiese qué
de recóndito en los ojos, llegaban en la pasión a verdaderas
tempestades.
¡Luego...
No, no quería extraer la conclusión, por miedo a ver otra vez
envuelta en duda a Josefina.
Al revés, empeñóse en recordar a otras mujeres que, siendo muy
bonitas, eran al mismo tiempo muy ardientes. Ejemplos netos de su
historia, Dulce Ruiz y Álvara Rendón, Inesita la Utrereña, Lucy
Worm, de las de Londres, y la Picatoste, la Sobrenatural y la
marquesa aquella de Aix-les-Bains.
De todas suertes, seguía la indecisión. De sus recuerdos, sólo
se inferiría la consecuencia de que las feas o las bonitas pueden lo
mismo ser que no ser grandes amorosas, según el temperamento, y sin
que ello tenga que ver con la beldad.
¡Ah, por Dios! ¡Y qué desagradable encontrar entre los brazos
la fría estatua de una linda, la yerta carne de una preciosísima
mujer que no comparte ni un momento la ilusión y el entusiasmo!
Hembras que se daban sin saber por qué ni para qué, por hábito,
por trivial e insustancial coquetería, por hacer lo que todas las
demás...; y tan absurdas, algunas, que llegaban hasta blasonar de su
impasibilidad total como de un mérito.
¡Por Dios! ¡Por Dios!
El alba vino a sorprender a Luis Augusto con las cejas
fruncidas y con esta consideración indescifrable delante de las
cejas:
«Fuese horrendo que hubiera de reservarme Josefina la más
imperturbable frialdad de la pasión, en la estatua más perfecta!»...
Sonaron tinos golpes.
-¿Quién?
-Soy yo, señor Godfrin. ¿Llevo la carta?... Ya amanece.
«Sería horrendo, horrendo!» -insintíase el diletante del amor;
y sus manos, en ímpetu de ira, rompieron la carta que yacía bajo la
almohada.
-Entra, Godfrin, y espérate -le ordenó al criado. -Acércame
tinta y papel!
Otra idea de salvación se le había ocurrido de repente.
«Amiga Carlota -escribió, apoyando en las rodillas la carpeta-:
su hija, mi adorable y adorada Josefina, es de una belleza que nadie
nunca supiese debidamente ponderar. Iré a verlas esta tarde. Quiero
hablar con usted, sin embargo, todavía, de algo de infinita y nueva
trascendencia.-
Su affmo.
Luis Augusto.»
-Toma, Godfrin. Para la quinta del Tajo. Pero acuéstate si
quieres. No importa que no lleves esa carta hasta las diez.
Y al tiempo que el buen alemán sonreía, saliendo con la caricia
del sueño a que aún podía entregarse, su amo, tranquillo por la
decisión que acababa de tomar, se envolvió en las sábanas y se
dispuso a dormir hasta las doce.
A prueba
Felipe Trigo

Copyright (c) Universidad de Alicante, Banco Santander
Central Hispano 1999-2000

A prueba
Felipe Trigo

- VII -
-Señora -empezó esta tarde Luis Augusto, en el mismo cenador de
pensamientos, y sobre el mismo mármol versallesco del sofá-, le debo
a usted enorme gratitud, y le debo inmensa admiración a esa obra de
Dios que es Josefina. Heroica y razonable, usted me entendió y me
complació; enamorada ella, sin -duda, pudo obedecerla; y artistas,
supremas artistas ambas, supieron salvar el difícil trance con
ideales y discretísimas poesías. Mi corazón, como le decía en la
carta, saluda a la adorable; mi alma entera a usted, Carlota, madre
abnegada, madre de tanta inteligencia y de tal instinto delicado,
que bien, tras lo de anoche, me es dado esperar que siga noblemente
comprendiéndome.
-¡Gracias, Luis Augusto! -rindió Carlota con dulce dignidad.
No alzaba ella los ojos, y eran estas las primeras palabras que
le dirigía a aquel cuya presencia habíala impuesto un silencio de
violentísimo deber cumplido. Por cuanto a Josefina, no había
aparecido en el jardín.
Complacióse Augusto de advertirla a la dama su solemnidad de
reina triste, y prosiguió:
-Lo hecho, amiga mía, es digno por mi parte de una estimación
sin nombre ni medida, por cuanto que ello constituye un caso
insólito en el mundo; un caso único, absolutamente nuevo, y lleno de
grandeza, a no dudar, en la historia de las más francas y honorables
gestiones de una boda. Puesto en él, yo faltaría cobardemente a la
hermosa sinceridad que nos impulsa, si no añadiese aún que no puede
bastarnos con la prueba efectuada. No, no puede bastarnos, ni a mí
ni a Josefina; no puede bastarle a la felicidad que buscamos ella y
yo en el matrimonio.
-¡Cómo, Luis?
-Sí, señora. Perdóneme, mas yo estoy en la obligación estrecha
de guiarlas. Quedamos la otra tarde en que este proceder no es más
que la innovación de una serie de estúpidas costumbres, y cúmpleme
consignar que, justamente por ser sistema nuevo, mi línea de
conducta ha de irse definiendo por tanteos. Como en toda novedad,
las deficiencias surgen según vase planteando; y así, Carlota, yo,
que en nuestra pasada entrevista juzgué del todo suficiente ver
desnuda en su espléndida belleza a mi adorada, anoche, meditando,
meditando, he llegado a persuadirme de que necesito más... de que
necesito más... ¡bastante más, señora!... si no he de dejar en el
aire la dicha eterna de los dos, de ella y mía, y por mía
exclusivamente la responsabilidad del triste engaño bien posible.
-Usted dirá! -repuso atónita Carlota.
-Señora, lo diré, y bien sabe Dios que lo que tengo que decirla
no es sencillo. Para escucharlo, recuérdese bien, ante todo, las
cien razones de moral que expuse el otro día. Resumámoslas en ésta,
por ejemplo, si no prefiere que se las vuelva a repetir una por una;
«en toda relación o contratación humana, el previo convencimiento de
los medios que se aportan para el fin, es importantísimo». Cada cual
debe saber lo que pone, y lo que acepta. Si no, en uno ambos, o en
los dos estaría implícito el engaño, consciente o inconscientemente,
y el tal contrato será desde su origen anómalo y absurdo. ¿Qué
podría decir quien lanzándose a una empresa agrícola, y arriesgando
para ella un capital, encontrase que su socio había contribuido
únicamente con tierras vírgenes de tanta bella y fértil apariencia
como resultase luego su esterilidad al explotarlas? En el fatal
efecto de ruina irremediable, advertirá usted, señora, la insensatez
de tal asunto, sin que valga más que a disculparla, cuando mucho, la
torpeza: el desengañado seguiría con su pesada obligación por todo
el tiempo del convenio; y esto es una crueldad legal inconcebible y
una injusticia evidente, de las cuales se deduce, según antes
afirmé, la inmoralidad de todo contrato en que le falte a cada cual,
y del otro con respecto a cada uno, la plena conciencia de sus
medios. Pues bien, Carlota, el matrimonio, encantador y delicado
contrato de dos vidas, tiene por base el amor, y por objeto las
delicias amorosas. Además, no es un contrato temporal, sino
perpetuo. La inmoralidad de una contingencia siquiera de
equivocación en él, resulta formidable; y más aún, imperdonable,
indisculpable, si uno de los futuros cónyuges, que yo lo fuera en
este caso, por su experiencia prolongada del amor y de la vida no
pudiese alegar torpeza o candidez que al fin hiciese perdonable su
imprevisión en el asunto.
Hay, por otra parte, señora, una fatalidad humana, por culpa de
la cual, las más bellas mujeres, como quizá las tierras de aspecto
más frondoso, no son por esa sola condición externa las mejor
dispuestas a su fin. La belleza es la condición del amor, no ha de
negarse: pero la emoción amorosa deja de ser frecuentemente
patrimonio y aptitud de la belleza; y si esto es así, como lo es, yo
me pregunto ahora, igual que me lo he preguntado en la pasada noche,
sin cesar, con la obsesión de la cegadora beldad de Josefina:
¿Residirán en la insuperable estatua de prodigio de mi amada, se
despertarán por la carne y por los nervios de esa virgen-mujer de
maravilla todas las perfectas y exquisitas emociones del amor?...
¡Si a la pregunta esa hay, Carlota, quien pueda contestarme, que
conteste!!
-¡Oh, Luis Augusto! -replicó en vago aturdimiento y por única
respuesta la señora.
Admiró Luis Augusto una vez más la inocencia de ella, que aún
tal vez no alcanzaba a adivinarle, y hasta la celebró en su
intimidad, puesto que así no se habría dado cuenta tampoco del
involuntario equívoco ofensivo que a él le resultó en las últimas
palabras. «Si hay quien pueda contestarm...» ¡oh, pura, virgen,
Josefina, niña... ¿quién, cómo lo iba a haber?
-Carlota -la acosó por fin- ¿no me comprende?
-Sí, en...-vaciló ella. -¡No, no le comprendo!
-Pues, digo... vuelvo a decir, que hombre a la moderna, hombre
de mi tiempo, rico yo, rica y joven Josefina, apasionados los dos,
en nuestra boda yo no busco, ni ella tampoco puede buscar, otras
cosas que la gloria y la armonía del amor en toda su amplitud, en su
ideal, en su colmo de perfección y delicia y mi experiencia y mi
conciencia oblíganme a velar por la íntegra consecución de tal
anhelo. De mí, sé lo bastante para fiarme en que lo puedo realizar.
De ella sólo sé que es bella, y ella lo sabe también; pero ignoro,
como ignora, sin que por sí propia pueda decírmelo jamás, si en
efecto su belleza de los cielos está hecha por Dios mismo en modo
tal que pueda temblar en todas las pasiones; y siendo esto de una
importancia capital, de tanta o más que el haberla visto desnuda
para la artística evidencia de mis ojos..., en ella, en ella, en su
hija, en mi amada, quiero, Carlota, poder saberlo por mí mismo!
-¡Cómo!... ¿Poder saberlo? ¿De qué modo? -inquirió la noble
dama alarmadísima.
-Del único posible, Carlota, amiga mía; del único posible. Con
su posesión, antes de casarme.
La estupefacción no dejó a Carlota decir una palabra, por lo
pronto. Luego, protestó:
-¡Oh, Augusto! ¡Caballero! ¿Qué pretende?... ¡Debo decirle que
se engaña! ¡Debo decirle que... jamás! ¡No podía pensar que tal
perfidia hubiese envuelta en su conducta!
-¡Perfidia! -recogió el noble amargamente, con tal hondo acento
de dignísima bondad, que hubo de afectar desde luego a la indignada.
-¡Señora!... ruego a usted que considere este detalle: si yo fuese
un pérfido seductor sin alma, y no un hombre que procede según las
grandes lealtades del amor y de la vida, en vez de suplicarle a
usted esto que intento, y cara a cara y no ignorando que así tengo
que afrontar las clásicas y enormes resistencias del prejuicio,
habríame sido harto más fácil recurrir con la niña candorosa al
dulce engaño halagador por las frondas de este parque. Interróguela,
y ella no podrá decir que yo haya deslizado en sus oídos la más leve
insinuación indecorosa. ¿Es éste el proceder de un hombre serio, o
no lo es, amiga mía?
Fuerte el argumento, en realidad. Por no ceder, Carlota no supo
contestarle.
Y él, concentrándose en su lógica, reafirmó:
-Debo insisitir en que, casándonos Josefina y yo por amor, o
sea por el único móvil racional del matrimonio, en este libre y
verdadero matrimonio de elegancia a que aspiramos, a ella, y a mí
muy principalmente, gran refinado en toda suerte de aventuras
amorosas, nos importa dejar sabido de antemano que hay en cada uno
de nosotros mismos la perfectísima aptitud para la perfecta
realización de tal propósito. La fealdad plástica, como la
imperfección emocional, me son intolerables. Extraordinariamente
bella Josefina, justo es que yo quiera también probar si es la
exquisita apasionable de mi ensueño. Esta es la cuestión, Carlota.
Para averiguarlo bien, nos bastarán algunas noches. Y en colmo de
lealtad, quiero advertirla a usted que la menor desilusión en la
experiencia, tornaríame a renunciar a nuestra boda: esto conviene
que no lo olviden usted y Josefina, puestas a aceptar.
-Puestas a aceptar... ¡Oh puestas a aceptar... Pero, ¿usted,
Augusto, cree que eso sea posible?
-¿Por qué no, amiga mía?... Y en todo caso, si ustedes creyesen
lo contrario, sólo me restaría partir, rogándolas que siquiera
viesen la alta y delicada intención de mi conducta, y con el dolor
del bien perdido en esa niña idolatrada; pues que no puedo dudar,
por más que previsoramente quiera cerciorarme, de que su beldad y su
juventud deben guardar en el fondo a la exquisita apasionable. En
todo ello no habría habido más que un conflicto entre el honor y la
pasión; pero el honor, señora, bueno es hacerla notar que no es sino
un concepto artificioso y falso creado por los hombres.
-¡Oh, por Dios! ¿Cree usted eso, Luis?
-Completamente. Y aun no creyéndolo, tendría al menos que creer
que es un algo imbécilmente rival del amor humano, al que molesta o
engaña o destroza casi siempre. En nuestro caso, por ejemplo, él
tendría la culpa de la infelicidad de Josefina, ya que me adora
ella, y nos habríamos perdido mutuamente por no haber podido
realizar una simple prueba razonable.
-¡Simple prueba! ¡por favor! -tornó a comentar en repetición de
frases la azorada.
Y él recogió con viveza.
-Simple. Intranscendente. Se lo afirmo yo, Carlota; y no
obstante, indispensable. Con sólo acudir a sus recuerdos, quizá, o
si no a las confidencias de amigas de usted, si usted es franca
tendrá que concederme que hay mujeres de tal temperamento de
frialdad, a pesar de su tierno amor por los esposos, que el material
contacto con ellos las inflige cada vez un tormento de indiferencia
de obediencia, si no un real martirio de martirios. Cualquiera de
ambas situaciones, comprenda usted el desastre que indujese en las
bodas de un hombre como yo, que se casa sólo por creer haber visto
en su amada... al amor mismo, a la mujer más bella y sensible de la
tierra. Esto como consideración de consecuencias; y en cuanto al
miedo por el fantasma del honor, tranquilícese con que otro honor
hubiese de cubrir al de la buena Josefina, en trance de fracaso: el
honor mío, de noble español, de caballero: yo, efectivamente, empeño
a ustedes el secreto bajo todos los prestigios de mi nombre!
-Bien; mas no sería tan sólo eso, Luis; sino, además, la
contingencia de abandono si en la prueba... si en... la prueba...
(ah, sí, a prueba! ¡a prueba!... rara es la palabra, pero a prueba
hay que decir que quiere usted esta boda)... si en la prueba, digo,
la pobre Josefina resultase... no agradable para usted. No ya sólo
por el lado del honor que implica escándalo, sino por el que dejan
en confirmación de la deshonra los rastros materiales, ella, sobre
haberle perdido a usted, no podría casarse tampoco ya con nadie, de
un modo decente.
-Eso, es verdad, señora mía, y no hay por qué negarlo; pero tan
previsto lo tenía yo, desde mis reflexiones de anoche, que puedo
ofrecerla desde luego la natural derivación consoladora. Veamos, los
dos casos: que su hija, como espero, corresponde en su emoción a su
belleza: perfectamente, entonces, triunfo de los dos, mi mujer por
siempre y mi ideal; que no, que no corresponde porque su complexión
es apacible; pues también perfectamente... ¿qué habría perdido de su
porvenir en esta prueba? ¡nada, sino al revés, también ganar!...
saber ya que no tiene aptitudes, que no tiene temperamento de
casada, y libremente poder pensar, ella que no necesita el
matrimonio como amparo de riqueza, en una vida independiente y
noble, consagrada a otros placeres. ¿A qué casarse, entonces?... El
dilema, Carlota, como ve, no puede ser más favorable aun para ella:
si sirve, mía; si no, de nadie, cierta ya de que no casándose se
ahorra los enojos, las fatigas, las que pudiéramos llamar molestias
repugnantes de servir de indiferente esclava a un hombre por una
obligación incautamente contraída!
Volvía a ser de una gran fuerza al raciocinio, y Luis Augusto,
al observar el profundo efecto de convicción en la señora, quiso
dejarla bajo el peso abrumador de tal verdad.
Se levantó, y se despidió, añadiendo generoso:
-Señora... piense además que todavía otra contingencia de...
sucesión, pudiese formarle a nuestra prueba un contratiempo si (y
usted debe saberlo, usted que ha vivido en Londres y en París), si
no existiesen tan eficaces como múltiples maneras de impedirlo. Eso
queda por mi cuenta, y puede en tal sentido dejar fiado a ella
enteramente el candor de Josefina. ¡Adiós, Carlota! Igual que la
otra tarde, parto a esperar sus decisiones. Sólo me resta indicarle
que, por ser más grave la cuestión, no me extrañará que se tome al
resolverla todo el tiempo que le plazca. Por cuanto a la forma, lo
dejo a su elección; un yate, por ejemplo; un yate alquilado para
emprender con Josefina un paseo de cinco días, de siete días por el
mar. Cuando viajábamos juntos, observé que es tan fuerte como yo
contra el mareo.
La dio la mano, y la atribuladísima señora la estrechó en
silencio.
Partió.
Cruzó el parque gentilmente, dignamente.
A prueba
Felipe Trigo

Copyright (c) Universidad de Alicante, Banco Santander
Central Hispano 1999-2000

A prueba
Felipe Trigo

- VIII -
«Sí; ellas optan por el yate, en cuanto al modo -utilizando
ahora también mi indicación!»
Y pensado esto, con la prisa de llegar, puso a toda marcha el
automóvil, dejando carros atrás, espantando mulas y borricos por la
angosta carretera.
Era él un gran demonio de nobleza y de bondad que guiaba a su
placer, como a este coche,
el candor de aquellas damas!
Habiéndole dicho el conde Almeida de Alburquerque que en Oporto
encontraría a un señor que podía alquilarle un yate, se iba a
Oporto.
Llegó, y efectivamente, lo alquiló.
Dos días después estaba el yate esperando en aguas de Lisboa.
Frente a Belem, en mitad de la bahía. Era blanco, fino, de dos palos
y con un magnífico salón y tres estancias. En la proa tenía
esculpida en oro una Sirena.
Dos tardes empleó Augusto (consagró) en el arreglo de la
estancia principal. Flores, muchas flores, entre el lujo de las
sedas. Lecho imperial, y encima un dosel de guirnaldas en que podían
a voluntad encenderse un solo farol rosa o cien bombitas de colores.
Agotó todas las camelias de dos tiendas y tres huertos. Pidió a
Valencia más.
Una ilusión... el bello y blanco buque cuya orden era tener
siempre las calderas encendidas.
«Sí, sí -repetíase Luis Augusto; -como aquella noche por mi
indicación de las estatuas, optarán por lo del yate».
En efecto, dada la delicadeza de Carlota, ella encontraría
violento someterse a aquella dura prueba de la entrega de su hija
llamándole al palacio, teniendo que autorizar el impudor con su
presencia -porque, claro que no tendría más remedio que verlos por
el día.
-Capitán -decíale Luis al del buque. -¿Están los fuegos vivos?
¿Estamos siempre listos a zarpar?
-Siempre, señor, cuando disponga. A no importa qué hora del día
o de la noche.
-Muy bien... o de la noche. De noche, probablemente! ¡Cualquier
noche! ¡El viaje habrá de resolverse en un minuto!
Juntos, sentados bajo el puente, fumando habanos y bebiendo
whiski, trazaban itinerarios con las cartas delante de los ojos.
Luis prefería no tocar en tierra alguna, buscando climas
templados y hallándose constantemente en alta mar. Prevaleció, pues,
por tres días, el rumbo a América, rectos como hacia Nueva York
hasta la mitad del Océano.
Sin embargo, más experto el capitán, le aconsejaba al menos la
vista de las costas, de los floridos islotes que pudiesen ir
formándoles por África un encanto en la azul serenidad del
plenilunio.
Porque, en efecto, si no tardaban, les iba a coger la luna
llena en todo el viaje.
Pero... tardaban, si tardaban, ¡qué demonio!
Tres días.
Seis días.
Once días.
Tornaba al yate cada tarde, el impaciente, y revisaba sus
vastas provisiones de champaña. Luego dedicábase a mirar a la quinta
de su amor con los gemelos.
Unos prismáticos excelentes, que le permitían ver las
araucarias rama a rama; que le permitían ver las ventanas altas del
palacio entre la fronda, y hasta la playa de conchas y arenitas
donde un falucho estaba siempre amarrado a su cadena. Pero nadie,
nadie jamás en el falucho. No paseaban Carlota y Josefina. ¡No las
veía jamás!
¡Las pobres estarían pensando como locas en aquella ofrenda de
la virgen!
Bien. Reconocíalo el griego. ¡Condición un poco fuerte!
O mejor, más que un poco fuerte. Y así reconociéndolo, no
quería ni por un instante turbar con su visita la que debiera ser
libre y espontánea resolución de las señoras.
Pero a la doceava tarde ¡oh, dicha!, cuando iba muriendo dulce
la luz de la bahía, cuando al par que el sol agotaba sus últimos
reflejos salía la luna bella y grande por Oriente, él con sus
prismáticos divisó en la playa de conchas y arenitas un algo
seductor: desamarrado el falucho, cargaba maletas y baúles...
¡muchas maletas! ¡muchos baúles!... y eran d'Acosta el lanchero y la
doncella de Coimbra quienes dirigían la maniobra...
Miró un rato. Confirmaba. No quiso esperar más.
-Capitán -díjole al del yate; -¡prepárese a levar anclas!
-¿Cuándo?
-¡Pronto!¡No lo sé! ¡Antes de dos horas! Desde luego, mande que
reciban y retiren un equipaje que va a venir... ¡que ya viene de
camino!
Lo comprobó con los gemelos. El falucho, efectivamente, allá
lejos, ya se separaba de la playa.
Él bajó la escalera, a toda prisa, y tomó un bote. Habíase
pasado aquí la tarde entera, y no podía dudar que en el Hotel Palace
le aguardaba la carta de Carlota... ¡y quién supiese si la propia
Josefina!
¡Oh!
Al tocar a tierra quiso aún ver el falucho. Se había dejado a
bordo los prismáticos. Además, la luz agonizaba, y la pequeña
embarcación navegaría perdida entre otras mil por el inmenso puerto.
Llegó al hotel.
No tenía carta. Lo inquirió de Godfrin, del hostelero, de los
mozos...
Resolvió esperarla, puesto en el balcón. Sin duda le enviarían
la carta al mismo tiempo y con el mismo que llevaba al yate los
baúles... las galas del amor para el amor. El, en efecto, lo único
que había hecho desde que tuvo el barco disponible, fue avisarlas,
con dulce laconismo: «El yate espera enfrente de Belem, se llama
Golondrina, y su capitán Santos de Ribeiro».
Sino que... la carta no llegaba.
Dos horas. Un infierno.
A las nueve y media, cenó, y envió a tomar noticias del yate.
Godfrin volvió diciendo que no había llevado nadie los baúles.
¡Cosa extraña!
Pasó una horrible noche de tortura.
Se durmió al amanecer... y hasta quiso la fatalidad que fuese
entonces cuando tuvo Godfrin que despertarle por la carta.
¡Había llegado, al fin! ¡la había llevado un marinero!
Rompió el sobre, y leyó:
«A bordo del Santa Cruz. Tres de la mañana de hoy miércoles.
«Amigo Luis Augusto: cuando lea ésta, mi hija y yo
habremos partido de Lisboa con rumbo a América.
Por muy fuertes que juzgue sus razones, hasta el punto de no
haber podido o sabido rechazarlas, y aun de haberlas seguido para
una de sus pruebas, las mías, sentimentales, que quizás no lo serán,
pero que son también invencibles, impídenme acceder a esa otra
prueba que usted encuentra absolutamente indispensable.
Adiós; en nombre propio y en el de mi hija, debo decirle que no
dudamos al menos de su caballerosidad y que esperamos mucho de ella
siempre que se acuerde de nosotras.
Su affma.
Carlota». ¡Diablo! Luego...
Luego el equipaje aquel se dirigía hacia el Santa Cruz... hacia
otro buque!...
Luis restregábase los ojos.
¡Diablo! ¡Diablo!
¡Si él, forzando máquinas, saliese con el yate en pos de...
Sino que, ¿a qué?
Sobraban dudas, comentarios, nuevas intenciones: la respuesta
se la daban concluyente con el hecho de partir.
¡Diablo, sí!... Pero, que... ¡diablo!
¡Lástima de amor, lástima de dicha, lástima de posible
excelente matrimonio estorbado por una simple prueba razonable!
Porque... claro es que sin tales pruebas, él no habría aceptado
ni aceptaría jamás la inmensamente transcendente alianza cuya
equivocación le duraría lo que la vida!
¡Oh, no!... ¡Voilá! ¡Filósofo ante todo!
Se echó a la almohada, mandó cerrar las puertas, y trataba de
dormirse.
···············
Y aquella tarde, pensando en las viajeras, pensando en las
camelias y el champaña almacenados en el lindo yate que ya esperaba
inútilmente la fiesta del amor y del candor, llamó a Godfrin y le
previno:
-Mira, puesto que la francesa aquella dices tú que es linda, y
puesto que también dices que lo es otra alemana y otra holandesa, ve
y dilas a las tres que las aguardo en el yate. Explícalas. Noventa
botellas de champaña, Cordon Roux. Adviértelas que iremos a resultar
adonde gusten.
¡Un desastre! Por un lado las honradas. Por otro los honrados
que quieren ser algo previsores.
Así el mundo le forzaba al vicio y al desorden..., a la
orgía...
«Llamé al cielo, y no me oyó!...» -se limitó a declamar como el
Tenorio.
¡Voilá!
A prueba