Marcelino Menéndez y Pelayo

 

Discursos

 




SEÑORES:
Si fué siempre favor altísimo y honra codiciada la de sentarse
al lado vuestro; si todos los que aquí vinieron tras larga vida de
gloria para sí propios y para las letras encontraron pequeños sus
méritos en parangón con el lauro que los galardonaba, y agotaron en
tal ocasión las frases de obsequio y agradecimiento, ¿qué he de
decir yo, que vengo a aprender donde ellos vinieron a enseñar, y que
en los umbrales de la juventud, cubierto todavía con el polvo de las
aulas, no traigo en mi abono, como trajeron ellos, ni ruidosos
triunfos de la tribuna o del teatro, ni largos trabajos filológicos;
de aquellos que apuran y acendran el tesoro de la lengua patria?
Pero no temáis, señores, que ni un momento me olvide de quién sois
vosotros y quién soy yo; y si de mis discípulos nunca me tuve por
maestro, sino por compañero, ¿qué he de juzgarme en esta Academia,
sino malo y desaprovechado estudiante?
Y aumenta mi confusión el recuerdo del varón ilustre que la
suerte, y vuestros votos, me han dado por predecesor. Poco le conocí
y traté (y eso que era consuelo y refugio de todo principiante);
pero ¿cómo olvidarle cuando una vez se le veía? Enamoraba aquella
mansedumbre de su ánimo, aquella ingénita modestia y aquella
sencillez y candor como de niño, que servían de noble y discreto
velo a las perfecciones de su ingenio. Nadie tan amigo de ocultar su
gloria y de ocultarse. Difícil era que ojos poco atentos
descubriesen en él al gran poeta.
Y eso era antes que todo, aunque el vulgo literario dió en
tenerle por erudito, bibliotecario e investigador más bien que por
vate inspirado. Otros gustos, otra manera de ver y de respetar los
textos, una escuela crítica más perfecta y cuidadosa, han de mejorar
(no hay duda en ello) sus ediciones, hoy tan estimables, de Lope,
Tirso, Alarcón y Calderón: libre será cada cual de admitir o
rechazar sus ingeniosas enmiendas al Quijote; pero sobre los
aciertos o los caprichos del editor se alzará siempre, radiante e
indiscutida, la gloria del poeta. Gloria que no está ligada a una
escuela ni a un período literario, porque Hartzenbusch sólo en lo
accesorio es dramático de escuela, y en la esencia dramático de
pasión y de sentimiento. Por eso queda en pie, entre las ruinas del
Romanticismo, la enamorada pareja aragonesa, gloriosa hermana de la
de Verona, y resuena en nuestros oídos, tan poderoso y vibrante como
le sintieron en su alma los espectadores de 1836, aquel grito, entre
sacrílego y sublime, del amador de Isabel de Segura:

«-En presencia de Dios formado ha sido.
-Con mi presencia queda destruído.»

Y al lado de Los amantes de Teruel vivirán, aunque con menos
lozana juventud y vida, Doña Mencía, Alfonso el Casto, Un sí y un
no, Vida por honra y La ley de raza. Podrá negarse a sus dramas
históricos, como a casi todos los que en España hemos visto, color
local y penetración del espíritu de los tiempos, si era ésta la
intención del autor; pero ¿cómo negarles lo que da fuerza y
eternidad a una obra dramática, lo que enamora a los doctos y
enciende el alma de las muchedumbres congregadas en el teatro: la
expresión verdadera y profunda de los afectos humanos?
La vena dramática era en Hartzenbusch tan poderosa que llegaba
a ser exclusiva. Su personalidad, tímida y modesta, se esfuma y
desvanece entre las arrogantes figuras de sus personajes. Por eso no
brilló en la poesía lírica sino cuando dió voz y forma castellanas
al pensamiento de Schiller en el maravilloso Canto de la campana, el
más religioso, el más humano y el más lírico de todos los cantos
alemanes, y quizá la obra maestra de la poesía lírica moderna.
Reservado queda a los futuros biógrafos de don Juan Eugenio
Hartzenbusch hacer minucioso recuento de todas las joyas de su
tesoro literario, sin olvidar ni sus delicadísimas narraciones
cortas, entre todas las cuales brilla el peregrino y fantástico
cuento de La hermosura por castigo, superior a los mejores de
Ándersen, ni sus apólogos, más profundos de intención y más poéticos
de estilo que los de ningún otro fabulista nuestro, ni los numerosos
materiales que en prólogos y disertaciones dejó acopiados para la
historia de nuestro teatro. Yo nada más diré: hay hombres que
abruman al sucesor, y esto, que en boca de otros pudo parecer
modestia retórica, es en mí sencilla muestra de admiración ante una
vida tan gloriosa y tan llena, y a la vez tan mansa y apacible,
verdadera vida de hombre de letras y de varón prudente, hijo de sus
obras y señor de sí, exento de ambición y de torpe envidia, ni ávido
ni despreciador del popular aplauso.
¿Cómo responder, señores, ni aun de lejos, a lo que exigen de
mí tan grande recuerdo y ocasión tan solemne? Por eso busqué asunto
que, con su excelencia, y con ser simpático a toda alma cristiana y
española, encubriese los bajos quilates de mi estilo y doctrina, y
me fijé en aquel género de poesía castellana por el cual nuestra
lengua mereció ser llamada lengua de ángeles. Permitidme, pues, que
por breve rato os hable de la poesía mística en España, de sus
caracteres y vicisitudes, y de sus principales autores.
Poesía mística he dicho, para distinguirla de los varios
géneros de poesía sagrada, devota, ascética y moral con que en el
uso vulgar se la confunde, pero que en este santuario del habla
castellana justo es deslindar cuidadosamente. Poesía mística no es
sinónimo de poesía cristiana: abarca más y abarca menos. Poeta
místico es Ben-Gabirol, y con todo eso no es poeta cristiano. Rey de
los poetas cristianos es Prudencio, y no hay en él sombra de
misticismo. Porque para llegar a la inspiración mística no basta ser
cristiano ni devoto, ni gran teólogo ni santo, sino que se requiere
un estado psicológico especial, una efervescencia de la voluntad y
del pensamiento, una contemplación ahincada y honda de las cosas
divinas, y una metafísica o filosofía primera, que va por camino
diverso, aunque no contrario, al de la teología dogmática. El
místico, si es ortodoxo, acepta esta teología, la da como supuesto y
base de todas sus especulaciones, pero llega más adelante: aspira a
la posesión de Dios por unión de amor, y procede como si Dios y el
alma estuviesen solos en el mundo. Éste es el misticismo como estado
del alma, y su virtud es tan poderosa y fecunda, que de él nacen una
teología mística y una ontología mística, en que el espíritu,
iluminado por la llama del amor, columbra perfecciones y atributos
del Ser, a que el seco razonamiento no llega; y una psicología
mística, que descubre y persigue hasta las últimas raíces del amor
propio y de los afectos humanos, y una poesía mística, que no es más
que la traducción en forma de arte de todas estas teologías y
filosofías, animadas por el sentimiento personal y vivo del poeta
que canta sus espirituales amores.
Sólo en el Cristianismo vive perfecta y pura esta poesía; pero
cabe, más o menos enturbiada, en toda creencia que afirme y
reconozca la personalidad humana y la personalidad divina, y aun en
aquellas religiones donde lo divino ahoga y absorbe a lo humano,
pero no en silenciosa unidad, sino a modo de evolución y desarrollo
de la infinita esencia en fecunda e inagotable realidad. Por eso no
es fruto ni del deísmo vago, ni del fragmentario y antropomórfico
politeísmo. Por eso los griegos no alcanzaron ni sombra ni vislumbre
de ella. Donde los hombres valen más que los dioses ¿quién ha de
aspirar a la unión extática, ni abismarse en las dulzuras de la
contemplación? La excelencia del arte heleno consistió en ver
dondequiera la forma, esto es, el límite; y la excelencia de la
poesía mística consiste en darnos un vago sabor de lo infinito, aun
cuando lo envuelve en formas y alegorías terrestres.
El panteísmo idealista y dialéctico es asimismo incompatible
con la poesía, por seco, árido y enojoso; pero no el panteísmo
naturalista y emanatista, aunque encierra un virus capaz de matar en
germen toda inspiración lírica, so pena de grave inconsecuencia en
el poeta. Si la poesía lírica es, por su naturaleza, íntima,
personal, subjetiva, como en la lengua de las escuelas se dice,
¿dónde queda la individualidad del que se reconoce parte de la
infinita esencia; dónde el eterno drama que en la conciencia
cristiana nace de la comparación entre la propia flaqueza y miseria
y los abismos de la sabiduría y poder de Dios; dónde el triunfal
desenlace traído por la afirmación categórica del libre albedrío en
el hombre y de la bondad inagotable de un Dios que se hizo carne por
los pecados del mundo? Fuera del Cristo humanado, lazo entre el
cielo y la tierra, ¿qué arte, qué poesía sagrada habrá que no sea
monstruosa como la de la India o solitaria e infecunda como la de
los hebreos de la Edad Media?
Esta poesía, aun la imperfecta y heterodoxa, ora tenga por
intérpretes yoguis indostánicos, gnósticos de Alejandría, rabinos
judíos o ascetas cristianos, no es ni ha podido ser en ningún siglo
género universal y de moda, sino propio y exclusivo de algunas almas
selectas, desasidas de las cosas terrenas y muy adelantadas en los
caminos de la espiritualidad. Se la ha falsificado, porque todo
puede falsificarse; pero ¡cuán fría y pálida cosa son las
imitaciones hechas sin fe ni amor! De mí sé deciros que cuando leo
ciertas poesías modernas con pretensión de místicas, me indigna más
la falsa devoción del autor que la abierta incredulidad de otros, y
echo de menos, no ya las desoladas tristezas de Leopardi, menos
amargas por el purísimo cendal griego que las cubre, sino hasta los
gritos de satánica rebelión contra el cielo, que lanzaba con rudeza
sajona el autor de La reina Mab y el Prometeo desatado.
Pero, dejando a un lado tales impotentes remedos, a cualquiera
se le alcanza que tampoco bastan la mera devoción y el
bienintencionado fervor cristiano para producir maravillas de poesía
mística, sino que el intérprete o creador de tal poesía ha de ser
encumbrado filósofo y teólogo, o a lo menos teósofo, y hombre que
posea y haya convertido en sustancia propia un sistema completo
sobre las relaciones entre el Criador y la criatura. Por eso no dudo
en afirmar que, además de ser rarísima flor la de tal poesía, no
brota en ninguna literatura por su propia y espontánea virtud, sino
después de larga elaboración intelectual, y de muchas teorías y
sistemas, y de mucha ciencia y libros en prosa, como se verá claro
por el contexto de este discurso. Y no se crea que confundo los
aledaños de la ciencia y del arte, ni que soy partidario de lo que
llaman hoy arte docente, sino que creo y afirmo que los conceptos
que sirven de materia a la poesía mística son de tan alta naturaleza
y tan sintéticos y comprensivos, que en llegando a columbrarlos,
entendimiento, y fantasía, y voluntad, y arte y ciencia se confunden
y hacen una cosa misma, y el entendimiento da alas a la voluntad, y
la voluntad enciende con su calor a la fantasía, y es llama de amor
viva en el arte lo que es serena contemplación en la teología. Si
separamos cosas inseparables, en vez de las odas de San Juan de la
Cruz, tan gran teólogo como poeta, nos quedará el vacío y femenil
sentimentalismo de los versos religiosos que ahora se componen. No
creamos que la ciencia es obstáculo para nada; no creamos, sobre
todo, que la ciencia de Dios traba la mano del que ha de ensalzar
con la lengua del ritmo las divinas excelencias.
Y dados tales precedentes, a nadie asombrará que tarde tanto en
asomar la poesía mística en la Iglesia latina, y que, aun entre los
griegos, no tenga más antigüedad que el siglo IV, ni más intérprete
digno de la historia que el neoplatónico Sinesio, discípulo de
Hipatia, amamantado con todas las enseñanzas paganas, gnósticas y
cristianas de Alejandría; discípulo de los griegos por la forma,
hasta el punto de invocar con amor el coro de las vírgenes lesbianas
y la voz del anciano de Teos; discípulo de Platón en la teoría de
las ideas y de la preexistencia de las almas; pero tan poco
discípulo de ellos en lo sustancial e íntimo, que al mismo autor del
Fedro y del Simposio le hubieran sonado a música extraña y
desconocida aquellos vagos anhelos de tornar a la fuente de la vida,
de romper las ataduras terrenales, de saciar la sed de ciencia en
las eternas fuentes de lo absoluto, y de ser Dios juntamente con
Dios, no por absorción, sino por abrazo místico. ¿Cómo habían de
encajar tales ideas en la concepción plácida y serena de la vida,
ley armoniosa del arte antiguo? Por eso las efusiones de Sinesio
abren un arte y un modo de sentir nuevos. La melancolía cristiana,
el corazón inquieto hasta que descanse en el Señor, encontraron la
primera expresión (y ciertamente una de las más bellas) en sus odas;
y es, por ende, el obispo de Tolemaida poeta más moderno en el
sentir y en el imaginar que el mismo San Gregorio Nacianceno. Cerca
del nombre de Sinesio debemos poner el del sirio San Efrén, que con
himnos católicos mató en las gentes de su país la semilla herética
derramada en sus versos por el gnóstico Harmonio, aunque hoy el
misticismo de San Efrén vive para nosotros en sus homilías y
oraciones en prosa, ricas de color, con riqueza y prodigalidad
orientales, más bien que en sus himnos, perdidos todos, a excepción
de los pocos que se incorporaron en la liturgia siria, y que son,
por la mayor parte, cantos fúnebres o ascéticos.
Nada semejante en la Iglesia latina. Su gran poeta es un
español, un celtíbero, Aurelio Prudencio, el cantor del Cristianismo
heroico y militante, de los ecúleos y de los garfios, de la Iglesia
perseguida en las catacumbas o triunfadora en el Capitolio. Lírico
al modo de David, de Píndaro o de Tirteo, y aun más universal que
ellos, en cuanto sirve de eco, no a una raza, siquiera sea tan
ilustre como la raza doria, ni a un pueblo, siquiera sea el pueblo
escogido, sino a la gran comunidad cristiana, que había de entonar
sus himnos bajo las bóvedas de la primitiva basílica. Rey y maestro
en la descripción de todo lo horrible, nadie se ha empapado como él
en la bendita eficacia de la sangre esparcida y de los miembros
destrozados. Si hay poesía que levante y temple y vigorice el alma,
y la disponga para el martirio, es aquélla. Los corceles que
arrastran a San Hipólito, el lecho de ascuas de San Lorenzo, el
desgarrado pecho de Santa Engracia, las llamas que lamen y envuelven
el cuerpo y los cabellos de la emeritense Eulalia, mientras su
espíritu huye a los cielos en forma de cándida paloma; los agudos
guijarros que, al contacto de las carnes de San Vicente, se truecan
en fragantes rosas; el ensangrentado circo de Tarragona, adonde
descienden, como gladiadores de Cristo, San Fructuoso y sus dos
diáconos; la nívea estola con que en Zaragoza sube al empíreo la
mitrada estirpe de los Valerios..., eso canta Prudencio, y por eso
es grande. No le pidamos ternuras ni misticismos; si algún rasgo
elegante y gracioso se le ocurre, siempre irá mezclado con imágenes
de martirio: serán los Santos Inocentes jugando con las palmas y
coronas ante el ara de Cristo, o tronchados por el torbellino como
rosas en su nacer.
En vano quiere Prudencio ser fiel a la escuela antigua, a lo
menos en el estilo y en los metros; porque la hirviente lava de su
poesía naturalista, bárbara, hematólatra y sublime, se desborda del
cauce horaciano. Para él la vida es campo de pelea, certamen y
corona de atletas, y el granizo de la persecución es semilla de
mártires, y los nombres que aquí se escriben con sangre los escribe
Cristo con áureas letras en el cielo, y los leerán los ángeles en el
día tremendo, cuando vengan todas las ciudades del orbe a presentar
al Señor, en canastillos de oro, cual prenda de alianza, los huesos
y las cenizas de sus Santos.
Quédese para otro hacer la gloriosísima historia de la poesía
eclesiástica, desde sus orígenes hasta el nacimiento de las lenguas
vulgares. Esta poesía, erudita por sus autores, popular porque el
pueblo latino la cantaba juntamente con el clero, es impersonal, y,
por tanto, no es mística, ni expresión de un alma solitaria y
contemplativa. El poeta no habla en nombre propio, sino de la
multitud reunida en el templo. Sólo cuando el autor ha sido un Padre
de la Iglesia, como San Ambrosio, o un pontífice instaurador o
reformador del canto eclesiástico, como nuestro San Dámaso y San
Gregorio el Magno, o un retórico famoso como Venancio Fortunato,
consta su nombre, y aun en estos casos el alma del poeta anda tan
velada, que bien puede retarse al más sutil analizador de estilos a
que descubra una sola fibra de ella en el Vexilla regis prodeunt, en
el Jam lucis orto sidere o en el Lustra sex qui jam peregit. ¿Qué
más? Anónimas son hasta la fecha la mayor oda y la mayor elegía del
Cristianismo: el Dies irae y el Stabat Mater; y ni en uno ni en otro
creemos escuchar la voz aislada de un poeta, por grande que él sea,
sino que en los versos bárbaros del primero viven y palpitan todos
los terrores de la Edad Media, agitada por las visiones del
milenario, y en el segundo todas las dulzuras y regalos que pudo
inspirar, no a un hombre, no a una generación, sino a edades
enteras, la devoción de la Madre del Verbo.
He dicho, y la historia lo confirma, que a todo poeta místico
precede siempre una escuela filosófica. Obsérvase esto aun en el
misticismo heterodoxo. Si conociéramos de otra manera que por
fragmentos las obras de los gnósticos de Siria y de Egipto, aún
sería más palpable la demostración; pero bástanos el texto de la
Pistis Sophia o Sabiduría fiel, y el de algunos evangelios
apócrifos, y lo que de Valentino y de Bardesanes nos dejaron escrito
sus impugnadores, para deducir que los himnos, alegorías y novelas
de aquellos sectarios no eran más que una traducción, en forma
popular, de sus respectivos sistemas emanatistas o dualistas. Así
expusieron la eterna generación de los eones en el seno del Pleroma,
el destierro y las peregrinaciones de Sophia, último anillo de la
dodecada, y su redención final por el Cristo; así difundieron el
desprecio a la materia, que llamaban una mancha en la vestidura de
Dios.
De esta poesía herética tenemos una muestra en España: el himno
de Argirio, conservado, aunque sólo en parte, por San Agustín en su
carta a Cerecio. Le usaban los priscilianistas gallegos, única rama
gnóstica que se arraigó en Occidente, y dábanle oculto y misterioso
sentido, suponiéndole recitado en secreto por el Salvador a los
Apóstoles. Hablaba en él la infinita y única sustancia: en la
primera parte de cada versículo, como naturaleza divina; en la
segunda, como naturaleza humana. Y decían de esta manera, imitando
el paralelismo hebreo:

I. - Quiero desatar y quiero ser desatada (esto es, de los lazos
corpóreos).
II. - Quiero salvar y quiero ser salvada.
III. - Quiero engendrar y quiero ser engendrada.
IV. - Quiero cantar: saltad todos.
V. - Quiero llorar: golpead todos vuestro pecho.
VI. - Quiero adornar y quiero ser adornada.
VII. - Soy lámpara para ti que me ves.
VIII. - Soy puerta para ti que me golpeas.
IX. - Tú, que ves lo que hago, calla mis obras.
X. - Con la palabra engañé a todas las cosas, y no fuí engañada en
cosa alguna.
I. - Solvere volo et solvi volo.
II. - Salvare volo et salvari volo.
III. - Generari volo...
IV. - Cantare volo: saltate cuncti.
V. - Plangere volo: tundite vos omnes.
VI. - Ornare volo et ornari volo.
VII. - Lucerna sum tibi, ille qui me vides.
VIII. - Janua sum tibi, quicumque me pulsas.
IX. - Qui vides quod ago, tace opera mea.
X. - Verbo illusi cuncta, et non sum illusus in totum.

Aún nos queda que andar largo camino, camino de siglos, antes
de tropezar con la mística ortodoxa. La inspiración que vamos
buscando se refugió en los primeros siglos de la Edad Media en el
alma de los judíos, y aun entre ellos no la atesoró en el mayor
grado el más ilustre de sus poetas, el que logró autoridad casi
canónica en las Sinagogas, el que compuso la famosa lamentación que
sera cantada en todas las tiendas de Israel esparcidas por el mundo,
el aniversario de la destrucción de Jerusalén, el Abul-Hassán de los
árabes, el castellano Judá-Leví, aquel de quien, entre burlas y
veras, dijo Enrique Heine que «tuvo el alma más profunda que los
abismos de la mar». Con ser Judá-Leví el lírico más notable de
cuantos florecieron desde Prudencio hasta Dante, no es poeta místico
en todo el rigor del término, precisamente por ser poeta bíblico y
sacerdotal en grado sumo.
Más independiente, más personal y hasta soñador y melancólico a
la moderna, es Salomón-ben-Gabirol, el Avicebrón de los cristianos,
autor de la Fuente de la vida. Su poesía no es más que una forma de
su filosofía; y su filosofía, la más audaz que ha brotado dentro de
la Sinagoga, es un emanantismo alejandrino con reminiscencias
gnósticas, y toques y vislumbres de otras metafísicas por venir,
expuesto todo ello con método y terminología aristotélicos, y
esforzándose el autor, con más candidez que dichoso resultado, en
concertar sus enseñanzas, a toda luz panteísticas, con la
personalidad divina y con el dogma de la creación. Así proclama la
unidad de materia, como si dijéramos la unidad de sustancia, y sólo
en la forma ve el principio de distinción de los seres; pero excluye
a Dios de la composición de materia y forma, afirmando en otra parte
que forma y materia emanaron de la libre voluntad divina. La
contradicción dialéctica es evidente, pero no amengua la gloria del
poeta. Si tan pobre filosofía como el atomismo de Leucipo, hermanado
con la moral de Epicuro, bastó a inspirar la nerviosa y espléndida
poesía de Lucrecio, ¿cómo no había de levantarse Gabirol sobre todas
las antinomias de su Makor Hayin, él que era poeta hasta en prosa, y
sabía interpretar simbólicamente la naturaleza, como buen teósofo, y
recordar el verdadero sentido oculto bajo los caracteres y las
formas sensibles, que son como letras que declaran el primor y
sabiduría de su autor? La más extensa de sus composiciones, la
Corona Real (Keter Ma1kuth), encierra trozos de soberana y eterna
belleza, porque son de noble poesía espiritualista, independiente de
las especulaciones del autor. Esta obra, que tiene más de
ochocientos versos, participa de lo lírico y de lo didáctico, de
himno y de poema , donde la ciencia del poeta y su arranque místico
se dan la mano. Permitidme, no que extracte, sino que traduzca algún
breve trozo: «Eres Dios -exclama el poeta- y todas las criaturas te
sirven y adoran... Tu gloria no se disminuye ni se acrecienta porque
adoren en Ti lo que Tú no eres, porque el fin de todos es llegar a
Ti. Pero van como ciegos, pierden el camino y ruedan al abismo de la
destrucción, o se fatigan en vano sin lograr el fin apetecido. Eres
Dios, y sostienes y esencias a todas las criaturas con tu divinidad,
y nadie puede distinguir en Ti la unidad, la eternidad y la
existencia, porque todo es un misterio único, y con nombres
distintos todo tiene un solo sentido. Eres sabio, y la sabiduría fué
desde la eternidad tu retoño querido. Eres sabio, y de tu sabiduría
emanó tu voluntad de artífice para sacar el ser de la nada. Y a la
manera que la luz se difunde en infinitos rayos por todo lo creado,
así manan eternamente las aguas de la fuente de la vida, sin que su
caudal se agote, sin que Tú necesites instrumento para tus obras.»
¿Y cómo no admirar al poeta en la descripción de las esferas
celestes, hasta que penetra en la décima, en la esfera del
entendimiento, que es el cercado palacio del Rey, el Tabernáculo del
Eterno, la tienda misteriosa de su gloria, labrada con la plata de
la verdad, revestida con el oro de la inteligencia y asentada en las
columnas de la justicia? Más allá de esa tienda sólo queda el
misterio, el principio de toda cosa, ante el cual se humilla el
poeta satisfecho y triunfante por haber abarcado con su mano todas
las existencias corpóreas y espirituales, que van pasando por su
espíritu como por el mar las naves.
Quien vivía entregado a tan altas contemplaciones, ¿cómo había
de mirar el mundo, sino como cárcel y destierro? «Alma noble y real
-dice en una de sus composiciones breves-, ¿por qué tiemblas como
una paloma? Esta vida es un arco tendido y amenazador. El tiempo
corto, el fin incierto. Vuelve, vuelve a tu nido: cumple la voluntad
de Dios, y sus ángeles te guiarán al jardín celeste»(1)
.
La filosofía alejandrina hizo místicos a los judíos, y algunos
chispazos de este misticismo llegaron a los árabes, con ser la más
refractaria de todas las razas a la especulación intelectual y a la
meditación de las cosas divinas. Ni un solo verso místico conozco en
todo lo que anda traducido de sus poetas. El único que lo fué de
veras, aunque escribiendo en prosa, es el insigne filósofo,
astrónomo y médico guadijeño Abubeker-ben-Tofail (siglo XII), autor
de la novela filosófica que Pococke llamó El autodidacto, obra de
las más extrañas de la Edad Media. Si a la grandeza de la invención
y del pensamiento correspondiesen el desarrollo y el estilo, que
desdichadamente, y para el gusto de lectores modernos y
occidentales, no corresponden, pocos libros habría en el mundo tan
maravillosos como este Robinsón filosófico, en que el protagonista
Hai, nacido en una isla desierta y amamantado por una gacela,
crecido y formado sin trato ni comunicación con racionales, va
elaborando por sí mismo sus ideas, procediendo de lo particular a lo
general, de lo concreto a lo abstracto, del accidente a la
sustancia, hasta llegar a la unidad y abismarse en ella, y sacar por
fruto de todas sus meditaciones el éxtasis de los sofíes de Persia y
el Nirvana budista. El autor, que pertenecía a la secta llamada de
los contempladores, escribió su libro para resolver el problema de
unión del entendimiento agente con el hombre; pero, a semejanza de
su maestro Avempace, en la epístola del Régimen del solitario, llega
a la conclusión mística por vía especulativa(2), por la exaltación
de las fuerzas naturales del entendimiento humano, por la
espontaneidad racional elevada a la máxima potencia, y no por el
escepticismo religioso, que hoy diríamos tradicionalismo, del persa
Algazel. «El mundo sensible y el mundo divino -escribe Tofail- son
como dos mujeres en un mismo harén: si el dueño prefiere a la una,
ha de irritarse forzosamente la otra.» ¿Cómo resolver este dualismo?
Aniquilándose, para que lo múltiple se reduzca a la unidad; y
mientras la aniquilación no se cumple, prolongando el éxtasis y la
visión por todo género de medios, hasta materiales y groseros,
aturdiéndose y mareándose con vueltas a la redonda, para producir el
vértigo. «Ponía el solitario toda su contemplación en lo Absoluto, y
apartaba de sí todos los impedimentos de las cosas sensibles, y
cerraba los ojos y tapiaba los oídos, y con todas sus fuerzas
procuraba no pensar más que en lo Uno; y giraba con mucha rapidez,
hasta que todo lo sensible se desvanecía, y la fantasía y las demás
facultades que tienen instrumentos corpóreos caían en debilidad y
abatimiento, alzándose pura y enérgica la acción de su espíritu,
hasta percibir el Ser necesario(3), la verdadera y gloriosa
esencia.»
¿Y habrá quien pretenda que semejante novela pesimista y
delirante, o que la misma Corona Real de Gabirol, con ser
resplandeciente de luz y de poesía, han influído de un modo directo
en la literatura mística de los cristianos? ¿Cuándo de las tinieblas
salió la luz? Místicos nuestros hay que son hermanos o hijos de
Tofail; pero no los busquemos en la Iglesia ortodoxa, sino en las
sectas quietistas, en Miguel de Molinos y los adoradores de la nada,
en los alumbrados de Llerena, en los convulsionarios jansenistas, en
los tembladores de Inglaterra. El vértigo, la excitación producida
por brutales flagelaciones, el desprecio de la vida activa, la
contemplación enervadora y malsana, de ellos son y no de San
Buenaventura ni de Gerson.
Achaque fué de la erudición de otros tiempos poner por las
nubes el influjo de árabes y judíos en la cultura de Europa, y hoy
quizá hayamos venido a caer, por reacción, en el extremo contrario.
Agradecimiento debemos, sin duda, a los árabes como transmisores,
más o menos infieles, de una parte del saber griego, recibido por
ellos de segunda mano, de intérpretes persas o sirios. Y no sólo en
las ciencias astronómicas y físicas, sino en la misma filosofía
primera, sirven los sectarios del Islam de anillo que traba la
antigua cultura con la moderna. Tan inexacto es decir que
Aristóteles fuera desconocido en las escuelas de Occidente hasta la
introducción de los compendios de Avicena y de Algazel, en el siglo
XII, como imaginar que los escolásticos anteriores a aquella fecha
conociesen del Estagirita otra cosa que el Organon, incompleto, y no
en su original, sino en la traducción de Boecio. Pero no fué
obstáculo esta ignorancia del texto de Aristóteles para que la
escolástica, que en este primer período no pudo tomar de él más que
las formas lógicas, se desarrollase rica y potente en todo género de
direcciones ortodoxas y heterodoxas, sin que deban nada a los
árabes, ni el panteísmo alejandrino de Escoto Erígena, sabiamente
impugnado por nuestro doctor Prudencio Galindo, en el siglo IX, ni
el realismo de Lanfranco, enérgico adversario del heresiarca
Berenguer en el XI, ni la maravillosa teodicea de San Anselmo, en
que la razón va confirmando las premisas de la fe, ni el audaz y
descarado nominalismo de Gaunilón y del antitrinitario Roscelino,
que parecen precursores de los positivistas modernos, ni el
conceptualismo de Pedro Abelardo, ni la escuela mística de Hugo y de
Ricardo de San Victor. Y si luego se dilata por los campos de la
escolástica la corriente oriental es para traer nuevos errores sobre
los antiguos, y más que todos el averroísmo, o teoría del intellecto
uno, perpetuo fantasma de la Edad Media y del Renacimiento, como que
no bastaron a ahuyentarle los esfuerzos de Santo Tomás, de Ramón
Lull y de Luis Vives, y se arrastró oscuramente en la escuela de
Padua hasta muy entrado el siglo XVII.
Ni necesitaron los escolásticos que moros y judíos viniesen a
revelarles las dulzuras de la contemplación y de la unión extáticas,
puesto que, aparte de las muchas luces que podían sacar de los
tratados de San Agustín, eran lectura familiar de ellos los libros
De mystica Theologia y De divinis nominibus del falso Areopagita,
seudónimo de algún platónico cristiano de Alejandría; libros que el
mismo Escoto Erígena (mucho antes que filosofase nadie en la raza
árabe) tradujo del griego y comentó e hizo familiares a los
cortesanos de Carlos el Calvo. Aquella semilla fructificó, sobre
todo en la abadía de San Víctor, cátedra de Guillermo de Champeaux,
hasta engendrar la escuela mística de Hugo y Ricardo, que aspiran a
la intuición de las naturalezas invisibles, pero no por los
documentos de la razón, ni por la vana sabiduría del mundo, sino por
un proceso de iluminación divina, con varios grados y categorías de
ascensión para la mente; en suma, un verdadero ontologismo. A
difundir tales ideas, especie de reacción contra las audacias
dialécticas de los Abelardos y Roscelinos, contribuyó el mismo San
Bernardo, con no ser filósofo en el riguroso sentido de la palabra,
pero sí teólogo místico, empapado en la purísima esencia del Cantar
de los Cantares, y orador incomparable, en quien una dulzura láctea
y suave se juntaba con un calor bastante a lanzar a los hombres al
desierto o a la cruzada.
Y cuando llegó el siglo XIII, la edad de oro de la civilización
cristiana, a la vez que la teología dogmática y la filosofía de
Aristóteles, purificada de la liga neoplatónica y averroísta, se
reducían a método y forma en la Summa Theologica y en la Suma contra
gentes, la inspiración mística, ya adulta y capaz de informar un
arte, centelleaba y resplandecía en los áureos tercetos del
Paradiso, sobre todo en la visión de la divina esencia, que llena el
canto XXVIII, y llegaba a purificar e idealizar los amores profanos
en algunas canciones del mismo Dante, y corría por el mundo de gente
en gente, llevada por los mendicantes franciscanos, desde el santo
fundador, que, si no es seguro que hiciera versos (sea o no suyo el
himno de Frate Sole), fué a lo menos soberano poeta en todos los
actos de su vida, y en aquel simpático y penetrante amor suyo a la
naturaleza, hasta fray Pacífico, trovador convertido, llamado en el
siglo el Rey de los versos, y San Buenaventura, cuya teología
mística, aun en los libros en prosa, en el Breviloquium, en el
Itinerarium mentis ad Deum, rebosa de lumbres y matices poéticos, no
indignos algunos de ellos de que fray Luis de León los trasladase a
sus odas. Y en pos de ellos fray Giacomino de Verona, el ingenuo
cantor de los gozos de los bienaventurados, y el beato Jacopone da
Todi, que no compuso el Stabat, dígase lo que se quiera (porque
nadie se parodia a sí mismo), pero que fué en su género frailesco,
beatífico y popular, singularísimo poeta, mezcla de fantasía
ardiente, de exaltación mística, de candor pueril y de sátira
acerada, que a veces trae a la memoria las recias invectivas de
Pedro Cardenal.
¿Y a quién extrañará que enfrente de toda esta literatura
franciscana, cuyo más ilustre representante solía llorar porque no
se ama al amor, pongamos, sin recelo de quedar vencidos, el nombre
del peregrino mallorquín que compuso el libro Del Amigo y del Amado?
¡Cuándo llegará el día en que alguien escriba las vidas de nuestros
poetas franciscanos con tanto primor y delicadeza como de los de
Italia escribió Ozanam! Quédese para el afortunado ingenio que haya
de trazar esa obra tejer digna corona de poeta y de novelista, como
ya la tiene de sabio y de filósofo, al iluminado doctor y mártir de
Cristo Ramón Lull, hombre en quien se hizo carne y sangre el
espíritu aventurero, teosófico y visionario del siglo XIV,
juntamente con el saber enciclopédico del siglo XIII. En el beato
mallorquín, artista de vocación ingenua y nativa, la teología, la
filosofía, la contemplación y la vida activa se confunden y
unimisman, y todas las especulaciones y ensueños armónicos de su
mente toman forma plástica y viva, y se traducen en viajes, en
peregrinaciones, en proyectos de cruzada, en novelas ascéticas, en
himnos fervorosos, en símbolos y alegorías, en combinaciones
cabalísticas, en árboles y círculos concéntricos, y representaciones
gráficas de su doctrina, para que penetrara por los ojos de las
muchedumbres, al mismo tiempo que por sus oídos, en la monótona
cantilena de la Lógica metrificada y de la Aplicació de l'art
general. Es el escolástico popular, el primero que hace servir la
lengua del vulgo para las ideas puras y las abstracciones, el que
separa de la lengua provenzal la catalana, y la bautiza desde sus
orígenes, haciéndola grave, austera y religiosa, casi inmune de las
eróticas liviandades y de las desolladoras sátiras de su hermana
mayor, ahogada ya para entonces en la sangre de los albigenses.
Ramón Lull fué místico teórico y práctico, asceta y contemplativo,
desde que en medio de los devaneos de su juventud le circundó de
improviso, como al antiguo Saulo, la luz del cielo; pero la flor de
su misticismo no hemos de buscarla en sus Obras rimadas,(4) que,
fuera de algunas de índole elegíaca, como el Plant de nostra dona
Santa María, son casi todas (inclusa la mayor parte del Desconort)
exposiciones populares de aquella su teodicea racional, objeto de
tan encontrados pareceres y censuras, exaltada por unos como
revelación de lo alto y tachada por otros punto menos que de
herética, por el empeño de demostrar con razones naturales todos los
dogmas cristianos, hasta la Trinidad y la Encarnación, todo con el
santo propósito de resolver la antinomia de fe y razón, bandera de
la impiedad averroísta, y de preparar la conversión de judíos y
musulmanes; empresa santa que toda su vida halagó las esperanzas del
bienaventurado mártir.
La verdadera mística de Ramón Lull se encierra en una obra
escrita en prosa, aunque poética en la sustancia: el Cántico del
Amigo y del Amado, que forma parte de la extraña novela utópica
intitulada Blanquerna, donde el iluminado doctor desarrolla su ideal
de perfección cristiana en los estados del matrimonio, religión,
prelacía, pontificado y vida eremítica; obra de hechicera ingenuidad
y espejo fiel de la sociedad catalana del tiempo. El Cántico está en
forma de diálogo, tejido de ejemplos y parábolas, tantos en número
como días tiene el año, y su conjunto forma un verdadero Arte de
contemplación. Enseña Raimundo que «las sendas por donde el Amigo
busca a su Amado son largas y peligrosas, llenas de consideraciones,
suspiros y llantos, pero iluminadas de amor». Parécenle largos estos
destierros, durísimas estas prisiones. «¿Cuándo llegará la hora en
que el agua, que acostumbra correr hacia abajo, tome la inclinación
y costumbre de ir hacia arriba?» Entre temor y esperanza hace su
morada el varón de deseos, vive por pensamientos y muere por el
olvido; y para él es bienaventuranza la tribulación padecida por
amor. El entendimiento llega antes que la voluntad a la presencia
del Amado, aunque corran los dos como en certamen. Más viva cosa es
el amor en corazón amante que el relámpago y el trueno, y más que el
viento que hunde las naos en la mar. Tan cerca del Amado está el
suspiro como de la nieve el candor. Los pájaros del vergel, cantando
al alba, dan al solitario entendimiento de amor, y al acabar los
pájaros su canto, desfallece de amores el Amigo, y este
desfallecimiento es mayor deleite e inefable dulzura. Por los montes
y las selvas busca a su amor; a los que van por los caminos pregunta
por él, y cava en las entrañas de la tierra por hallarle, ya que en
la sobrehaz no hay ni vislumbre de devoción. Como mezcla de vino y
agua se mezclan sus amores, más inseparables que la claridad y el
resplandor, más que la esencia y el ser. La semilla de este amor
está en todas las almas: ¡desdichado del que rompe el vaso precioso
y derrama el aroma! Corre el Amigo por las calles de la ciudad,
pregúntanle las gentes si ha perdido el seso, y él responde que puso
en manos del Señor su voluntad y entendimiento, reservando sólo la
memoria para acordarse de Él. El viento que mueve las hojas le trae
olor de obediencia; en las criaturas ve impresas las huellas del
Amado; todo se anima y habla y responde a la interrogación del amor:
amor, como le define el poeta, «claro, limpio y sutil, sencillo y
fuerte, hermoso y espléndido, rico en nuevos pensamientos y en
antiguos recuerdos»; o como en otra parte dice con frase no menos
galana: «Hervor de osadía y de temor.» «Venid a mi corazón
-prosigue- los amantes que queréis fuego, y encended en él vuestras
lámparas: venid a tomar agua a la fuente de mis ojos, porque yo en
amor nací, y amor me crió, y de amor vengo, y en el amor habito.» La
naturaleza de este amor místico nadie la ha definido tan
profundamente como el mismo Ramón Lull, cuando dijo que «era medio
entre creencia e inteligencia, entre fe y ciencia». En su grado
estático y sublime, el Amigo y el Amado se hacen una actualidad en
esencia, quedando a la vez distintos y concordantes. ¡Extraño y
divino erotismo, en que las hermosuras y excelencias del Amado se
congregan en el corazón del Amigo, sin que la personalidad de éste
se aniquile y destruya, porque sólo los junta y traba en uno la
voluntad vigorosa, infinita y eterna del Amado! ¡Admirable poesía
que junta, como en un haz de mirra, la pura esencia de cuanto
especularon sabios y poetas de la Edad Media sobre el amor divino y
el amor humano, y realza y santifica hasta las reminiscencias
provenzales de canciones de mayo y de alborada, de vergeles y
pájaros cantores, casando por extraña manera a Giraldo de Borneil
con Hugo de San Víctor(5)
.
No os parezca profanación, señores, si después del nombre de
Lulio, a quien el pueblo mallorquín venera en los altares, traigo el
nombre de un poeta erótico, posterior en más de un siglo, y que
comparte con él la mayor gloria de la literatura catalana. Lejos de
mí la profana mezcla de amores humanos y divinos, de que no debe
vestirse ningún cristiano entendimiento; pero fuera soberana
injusticia hablar de Ausias March con la misma ligereza que de
cualquier otro cantor de rinezas y desvíos. Y por otra parte, el
amor encendido, apasionado y vehemente a la criatura, el amor en
grado heroico, aun cuando vaya errado en su objeto, no puede
albergarse en espíritus mezquinos y vulgares, sino en almas nacidas
para la contemplación y el fervor místico. El mismo Ramón Lull, que
tan altamente especuló del amor divino, es el que, cuando mozo, se
abrasaba en las llamas de la pasión mundana y del deseo, hasta
penetrar a caballo, en seguimiento de su dama, por la iglesia de
Santa Eulalia; el mismo a quien Dios llamó a penitencia, mostrándole
roído por un cáncer el pecho de Ambrosia la genovesa.
Nada de legendario y fantástico en la biografía de Ausias
March. Es toda ella tan sencilla y prosaica, que los que se han
detenido en la corteza de sus versos, sin penetrar el íntimo
sentido, han juzgado mera convención poética sus amores, y hasta
fantástica la dama, o han creído, como Diego de Fuentes, que al
celebrarla no quiso el poeta sino «mostrar con más levantado estilo
la fuerza y licor de sus versos». Opinión absurda, porque además de
constar en los biógrafos, y hasta en un pasaje algo embozado del
mismo Ausias, el verdadero nombre de la ilustre dama que él suele
llamar lirio entre cardos, ¿quién no siente, bajo la ceniza árida y
escolástica de los Cantos de amor, el rescoldo de una pasión
verdadera y profunda? Sino que Ausias, con ser imitador del Petrarca
en algunos pormenores, e imitador a su modo, es decir, áspera y
crudamente, no se parece al mismo Petrarca, ni a ningún elegíaco del
mundo, en la manera de sentir y expresar el amor. Se le encuentra a
la primera lectura monótono, duro, frío, pobrísimo de imágenes;
pero, vencido este primer disgusto, pocas personalidades líricas hay
tan dignas de estudio. Si existe un poeta verdaderamente
psicológico, es decir, que no haya visto en el mundo más que las
soledades de su alma, Ausias lo es, y en el análisis de sus afectos
pone fuerza y lucidez maravillosas. La poesía del Petrarca parece
insustancial devaneo al lado de esta disección sutil e implacable de
las fibras del alma. Llega a olvidarse uno del amor y de la dama, y
a ver sólo el corazón del poeta, materia del experimento. Ausias no
se cuida del mundo exterior, y cuando quiere decirnos algo de él,
aparece torpe y desgarbado; pero el mundo del espíritu le pertenece,
y en él sabe describir hasta los átomos impalpables. Decir que
Ausias desciende de la poesía italiana, de Dante y de Petrarca, es
decir una vulgaridad, que puede inducir a error, hasta por lo que
tiene de cierta. En lo sustancial, en lo que da carácter propio a un
poeta, Ausias no desciende de nadie, sino de sí mismo y de la
filosofía escolástica, de que es discípulo fervoroso. Sus cantos
pueden reducirse a forma silogística, y de ellos extraerse una
psicología y una estética, y un tratado de las pasiones. Ése es

«El oro fino y extremado
En sus profundas venas escondido»,

que dijo Jorge de Montemayor; y por eso nuestros antiguos (y entre
ellos el maestro de Cervantes) tuvieron a Ausias por filósofo tanto
o más que poeta. Y si del Petrarca dijo Hugo Fóscolo y han repetido
tantos:

Che amore in Grecia nudo, nudo in Roma,
D'un velo candidissimo adornando,
Rendea nel grembo á Venere celeste,

de nuestro valenciano podemos decir, no sólo que arropó al amor con
todo género de cándidos cendales, hasta el punto de no describir
nunca, ni por semejas, la peregrina hermosura de su dama, sino que
le hizo sentarse en los bancos de la escuela de Santo Tomás y de
Escoto, y aprender de coro muchas cuestiones de la Summa, como el
mejor discípulo de la Sorbona.
He dicho que los versos de Ausias constituyen, reunidos, una
verdadera filosofía del amor y de la hermosura, que, a no estar
dirigida a beldad terrena, merecería ser aquí largamente analizada.
Ausias tenía grandes condiciones de poeta místico; pero se quedó en
el camino, distraído por el amor humano, y en los Cantos de muerte y
en el Canto espiritual apenas pasó de ascético y moralista.
Y basta de Edad Media, porque en vano he recorrido los poetas
del mester de clerecía, desde Gonzalo de Berceo hasta el Arcipreste
de Hita y el Canciller Ayala, y nuestros cancioneros castellanos y
portugueses, desde el de la Vaticana hasta el de Resende, en busca
de algo que fuera místico con todo el rigor de la frase, y he
encontrado sólo versos de devoción, piadosas leyendas, visiones del
cielo y del infierno, como las que en la época visigoda bosquejaba
en las soledades del Vierzo el ermitaño San Valerio, cariñosas
efusiones a la Virgen, y a vueltas de esto, muchas cosas que serán
todo menos poesía, dicho sea con toda la reverencia debida a la
vetustez del lenguaje y al valor histórico de aquellos monumentos.
Ensalcen otros la Edad Media: cada cual tiene sus devociones.
Para España, la edad dichosa y el siglo feliz fué aquel en que el
entusiasmo religioso y la inspiración casi divina de los cantores se
aunó con la exquisita pureza de la forma, traída en sus alas por los
vientos de Italia y de Grecia. Siglo en que la mística castellana,
silenciosa o balbuciente hasta aquella hora, rotas las prisiones en
que la encerraba la asidua lectura de los Tauleros y Ruysbroeck de
Alemania, y ahogando con poderosos brazos la mal nacida planta de
los alumbrados, dió gallarda muestra de sí, libre e inmune de todo
resabio de quietud y de panteísmo, y corrió como generosa vena por
los campos de la lengua y del arte, fecundando la abrasadora
elocuencia del Apóstol de Andalucía, el severo y ascético decir de
San Pedro de Alcántara, la regalada filosofía de amor de fray Juan
de los Ángeles, la robusta elocuencia del venerable Granada, toda
calor y afectos, que arrancan lumbre del alma más dura y
empedernida, el pródigo y mal represado lujo de estilo de Malón de
Chaide, la serena luz platónica que se difunde por los Nombres de
Cristo de fray Luis de León, y la alta doctrina del conocimiento
propio y de la unión de Dios con el centro del alma, expuesta en Las
Moradas teresianas, como en plática familiar de vieja castellana
junto al fuego. ¿Quién ha declarado la unión extática con tan
graciosas comparaciones como Santa Teresa: ya de las dos velas que
juntan su luz, ya del agua del cielo que viene a henchir el cauce de
un arroyo? ¿Y qué diremos de aquella portentosa representación suya
de la esencia divina, «como un claro diamante muy mejor que todo el
mundo», o como un espejo en que por subida manera, y «con espantosa
claridad», se ven juntas todas las cosas, sin que haya ninguna que
salga fuera de su grandeza? Ni Malebranche ni Leibniz imaginaron
nunca más soberana ontología. No hubo abstracción tan sutil ni
concepto tan encumbrado que se resistiese al romance de nuestro
vulgo: sépanlo los que hoy, a título de filosofía, le destrozan y
maltratan. Esa lengua bastó para contener y difundir el pensamiento
de Platón y del Areopagita en cauce no menos amplio que el de la
lengua griega, y ciertamente que no halló pobre ni estrecha la
nuestra (y valga un ejemplo por todos) el fraile que supo decir (en
el libro I de los Nombres) que «las cosas, demás del ser real que
tienen en sí, tienen otro aún más delicado, y que, en cierta manera,
nace de él, consistiendo la perfección en que cada uno de nosotros
sea un mundo perfecto para que de esta manera, estando todos en mí y
yo en todos los otros, y teniendo yo su ser de todos ellos, y todos
y cada uno de ellos teniendo el ser mío, se abrace y eslabone toda
aquesta máquina del universo, y se reduzca a unidad la muchedumbre
de sus diferencias, y quedando no mezcladas se mezclen, y
permaneciendo muchas no lo sean, y extendiéndose y como
desplegándose delante los ojos la variedad y diversidad, venza y
reine y ponga su silla la unidad sobre todo». El filósofo que en
nuestros días tuviera que explicar esta gallarda concepción armónica
diría, probablemente, que «lo objetivo y lo subjetivo se daban
congrua, y homogéneamente, dentro y debajo de la unidad, y en virtud
de ella, en íntima unión de Todeidad»; y se quedaría tan satisfecho
con esta bárbara algarabía, so pretexto de que los viejos moldes de
la lengua no bastaban para su altivo y alemanesco pensamiento.
Gala y carácter de este misticismo español es lo delicado y
agudo del análisis psicológico, en que ciertamente se adelantaron
los nuestros a los místicos del Norte, y esto, a mi ver, hasta por
tendencias de raza y condiciones del genio nacional, visibles en la
historia de nuestra ciencia. A nadie asombre el que Santa Teresa
diera por firmísimo fundamento de sus Moradas la observación
interior, sin salir de ella mientras no sale de la ronda del
castillo. Toda la filosofía española del siglo XVI, sobre todo la no
escolástica e independiente, está marcada con el sello del
psicologismo, desde que Luis Vives, en su tratado De anima et vita,
anticipándose a cartesianos y escoceses, volvió por los fueros de la
silenciosa experiencia de cada cual dentro de sí mismo (tacita
cognitio... experientia cujuslibet intra se ipsum), de la
introspección o reflexión (mens in se ipsam reflexa), hasta que
Gómez Pereira redujo a menudo polvo las especies inteligibles y la
hipótesis de la representación en el conocimiento, levantando sobre
sus ruinas el edificio que Hamilton ha llamado realismo natural.
La importancia dada al conocimiento de sí propio, la enérgica
afirmación de la personalidad humana, aun en el acto de la posesión
y del éxtasis, salva del panteísmo, no sólo a nuestros doctores
ortodoxos, sino al mismo hereje Miguel de Molinos, en cuyo budismo
nihilista el alma, muerta para toda actividad y eficacia, retirada
en la parte superior, en el ápice de sí misma, abismándose en la
nada, como en su centro, espera el aliento de Dios, pero
reconociéndose sustancialmente distinta de él.
Recuerdo, a propósito de esta distinción, unos tercetos, tan
ricos de estilo como profundos en la idea, de un olvidado poeta del
siglo XVI, a quien no con entera injusticia llamaron sus
contemporáneos el Divino; porque si es cierto que suele versificar
dura y escabrosamente, también lo es que piensa tan alto como pocos.
Hablo del capitán Francisco de Aldana, natural de Tortosa, muerto
heroicamente en la jornada de África con el rey don Sebastián. No os
pesará oír lo que pensaba de la inmersión del alma en Dios, y veréis
cuán graciosas y adecuadas comparaciones se le ocurren para vestir
de forma poética el intangible pensamiento:

«Y como el fuego saca y desencentra
Oloroso licor por alcuitara
Del cuerpo de la rosa que en él entra,
Así destilará de la gran cara,
Del mundo inmaterial, varia belleza,
Con el fuego de amor que la prepara.
Y pasará de vuelo a tanta alteza,
Que volviéndose a ver tan sublimada,
Su misma olvidará naturaleza.
Cuya capacidad ya dilatada
Allá verá, do casi ser le toca
En su primera causa transformada.
Ojos, oídos, pies, manos y boca,
Hablando, obrando, andando, oyendo y viendo,
Serán del mar de Dios cubierta roca.
Cual pece dentro del vaso alto, estupendo
Del Océano, irá su pensamiento
Desde Dios para Dios yendo y viniendo.
.........................
No que del alma la especial natura,
Dentro el divino piélago hundida,
Deje en el Hacedor de ser hechura,
O quede aniquilada y destruída,
Cual gota de licor que el rostro enciende
Del altísimo mar toda absorbida;
Mas como el aire en que su luz extiende
El claro sol, que juntos aire y lumbre
Ser una misma cosa el ojo entiende.
........................
Déjese el alma andar suavemente,
Con leda admiración de su ventura,
Húndase toda en la divina fuente,
Y del vital licor humedecida,
Sálgase a ver del tiempo en la corriente.
.........................
Ella verá con desusado estilo
Toda regarse y regalarse junto
De un, salido de Dios, sagrado Nilo.»

A diferencia de otros misticismos egoístas, inertes y
enfermizos, el nuestro, nacido enfrente y en oposición a la Reforma
luterana, se calienta en el horno de la caridad, y proclama la
eficacia y valor de las obras. No exclama Santa Teresa, como la
discreta Victoria Colonna, catequizada en mal hora por Juan de
Valdés:

Cieco è'l nostro voler, vane son l'opre,
Cadono al primo vol le mortal piume,

sino que escribe en la Morada V: «No, hermanas, no; obras quiere el
Señor... y ésta es la verdadera unión... Y estad ciertas, que
mientras más en el amor del prójimo os viéredes aprovechadas, más lo
estaréis en el amor de Dios.» Por eso Santa Teresa no separa nunca a
Marta de María, ni la vida activa de la contemplativa.
Todos nuestros grandes místicos son poetas, aun escribiendo en
prosa, y lo es más que todos Santa Teresa en la traza y disposición
de su Castillo interior; pero la misma riqueza de la materia me
obliga a reducirme a los que escribieron en verso, y a prescindir
casi de la doctora avilesa. Y la razón es llana: entre las
veintiocho poesías, que en la edición más completa se le atribuyen,
muchas son de autenticidad dudosa, y ninguna pasa de la medianía,
fuera de la conceptuosa letrilla, que ya acude a vuestros labios
como a los míos:

«Vivo sin vivir en mí,
Y tan alta vida espero,
Que muero porque no muero.»

Estos versos, «nacidos (como escribe el P. Yepes) del fuego del
amor de Dios, que en sí tenía la Madre», son el más perfecto dechado
del apacible discreteo que aprendieron de los trovadores palacianos
del siglo XV algunos poetas devotos del siglo XVI; y en medio de lo
piadoso del asunto, retraen a la memoria otros más profanos acentos
del comendador Escrivá y del médico Francisco de Villalobos:

«Venga ya la dulce muerte
Con quien libertad se alcanza»,

dice el físico del Emperador.
Y Santa Teresa clama:

«Venga ya la dulce muerte,
Venga el morir tan ligero,
Que muero porque no muero.»

En cuanto al célebre soneto

«No me mueve, mi Dios, para quererte»,

que en muchos devocionarios anda a nombre de Santa Teresa, y en
otros a nombre de San Francisco Javier (que apuntó una idea muy
semejante en una de sus obras latinas), sabido es que no hay el más
leve fundamento para atribuirle tan alto origen; y a pesar de su
belleza poética y de lo fervoroso y delicado del pensamiento (que,
mal entendido por los quietistas franceses, les sirvió de texto para
su teoría del amor puro y desinteresado), hemos de resignarnos a
tenerle por obra de algún fraile oscuro, cuyo nombre quizá nos
revelen futuras investigaciones.
¿Quién me dará palabras para ensalzar ahora, como yo quisiera,
a fray Luis de León? Si yo os dijese que fuera de las canciones de
San Juan de la Cruz, que no parecen ya de hombre, sino de ángel, no
hay lírico castellano que se compare con él, aún me parecería
haberos dicho poco. Porque desde el Renacimiento acá, a lo menos
entre las gentes latinas, nadie se le ha acercado en sobriedad y
pureza; nadie en el arte de las transiciones y de las grandes
líneas, y en la rapidez lírica; nadie ha volado tan alto ni
infundido como él en las formas clásicas el espíritu moderno. El
mármol del Pentélico, labrado por sus manos, se convierte en estatua
cristiana, y sobre un cúmulo de reminiscencias de griegos, latinos e
italianos, de Horacio, de Píndaro y de Petrarca, de Virgilio y del
himno de Aristóteles a Hermias, corre juvenil aliento de vida, que
lo transfigura y lo remoza todo. Así, con piedras de las canteras
del Ática labró Andrés Chénier sus elegías y sus idilios, jactándose
de haber hecho, sobre pensamientos nuevos, versos de hermosura
antigua.
Error es creer que la originalidad poética consista en las
ideas. Nada propio tiene Garcilaso más que el sentimiento, y por eso
sólo vive y vivirá cuanto dure la lengua. Y aunque descubramos la
fuente de cada uno de los versos de fray Luis de León, y digamos que
la tempestad de la oda a Felipe Ruiz se copió de las Geórgicas, y
que La vida del campo y La profecía del Tajo son relieves de la mesa
de Horacio, siempre nos quedará una esencia purísima, que se escapa
del análisis; y es que el poeta ha vuelto a sentir y a vivir todo lo
que imita de sus modelos, y con sentirlo lo hace propio, y lo anima
con rasgos suyos; y así en la tempestad pone el carro de Dios ligero
y reluciente, y en la vida retirada nos hace penetrar en la granja
de su convento, orillas del Tormes, en vez de llevarnos, como
Horacio, a la alquería de Pulla o de Sabinia, donde la tostada
esposa enciende la leña para el cazador fatigado. ¡Poesía legítima y
sincera, aunque se haya despertado por inspiración refleja, al
contacto de las páginas de otro libro! Hay cierta misteriosa
generación en lo bello ( ), como dijo Platón. El sentido del arte
crece y se nutre con el estudio y reproducción de las formas
perfectas. A. Chénier lo ha expresado con símil felicísimo: el de la
esposa lacedemonia, que, cercana al parto, mandaba colocar delante
de sus ojos las más acabadas figuras que animó el arte de Zeuxis,
los Apolos, Bacos y Helenas, para que, apacentándose sus ojos en la
contemplación de tanta hermosura, brotase de su seno, henchido de
aquellas nuevas y divinas formas, un fruto tan noble y tan perfecto
como los antiguos ejemplares y dechados. Así se comprende que fray
Luis de León, con ser poeta tan sabio y culto, tan enamorado de la
antigüedad y tan lleno de erudición y doctrina, sea en la expresión
lo más sencillo, candoroso e ingenuo que darse puede, y esto no por
estudio ni por artificio, sino porque, juntamente con la idea,
brotaba de su alma la forma pura, perfecta y sencilla, la que no
entienden ni saborean los que educaron sus oídos en el estruendo y
tropel de las odas quintanescas. Es una mansa dulzura, que penetra y
embarga el alma sin excitar los nervios, y la templa y serena, y le
abre con una sola palabra los horizontes de lo infinito:

«Aquí el alma navega
Por un mar de dulzura, y finalmente
En él así se anega,
Que ningún accidente,
Extraño o peregrino, oye ni siente.»

Ese efecto que en el autor hacía la música del ciego Salinas
hacen en nosotros sus odas. Los griegos hubieran dicho de ellas que
producían la apetecida sophrosyne (), aquella calma y reposo y
templanza de afectos, fin supremo del arte:

«El aire se serena
Y viste de hermosura y luz no usada,
Salinas, cuando suena
La música extremada
Por vuestra sabia mano gobernada.»

Música que retrae al poeta la memoria

«De su origen primera esclarecida»,

y le mueve a levantarse sobre el oro y la belleza terrena y cuanto
adora el vulgo vano, y traspasar las esferas para oír aquella música
no perecedera que las mueve y gobierna y hace girar a todas; música
de números concordes, que oyeron los pitagóricos, y San Agustín y
San Buenaventura, y que es la fórmula y la cifra de la estética
platónica.
Todo lleva a Dios el alma del poeta, no asida nunca a las
formas sensibles, ni del arte ni de la naturaleza (con ser de todos
los nuestros quien más la comprendió y amó), sino ávida de lo
infinito, donde centellean las ideas madres, cual áureo cerco de la
Verdad suprema; donde se ve distinto y junto

«Lo que es y lo que ha sido,
Y su principio cierto y escondido»;

donde la paz reina y vive el contento, y donde sestea el buen
Pastor, ceñida la cabeza de púrpura y de nieve, apacentando sus
ovejas con inmortales rosas, producidoras eternas de consuelo,

«Con flor que siempre nace,
Y cuanto más se goza, más renace.»

¿Y será hipérbole, señores, el decir que tales cantos traen
como un sabor anticipado de la gloria, y que el poeta que tales
cosas pensó y acertó a describir había columbrado en alguna visión
la morada de grandeza, el templo de claridad y de hermosura, la vena
del gozo fiel, los repuestos valles y los riquísimos mineros, y las
esferas angélicas

«De oro y luz labradas,
De espíritus dichosos habitadas»?(6)
.

Pero aún hay una poesía más angelical, celestial y divina, que
ya no parece de este mundo, ni es posible medirla con criterios
literarios, y eso que es más ardiente de pasión que ninguna poesía
profana, y tan elegante y exquisita en la forma, y tan plástica y
figurativa como los más sabrosos frutos del Renacimiento. Son las
Canciones espirituales de San Juan de la Cruz, la Subida del monte
Carmelo, la Noche oscura del alma. Confieso que me infunden
religioso terror al tocarlas. Por allí ha pasado el espíritu de
Dios, hermoseándolo y santificándolo todo:

«Mil gracias derramando,
Pasó por estos sotos con presura,
Y yéndolos mirando,
Con sola su figura
Vestidos los dejó de su hermosura.»

Juzgar tales arrobamientos, no ya con el criterio retórico y
mezquino de los rebuscadores de ápices, sino con la admiración
respetuosa con que analizamos una oda de Píndaro o de Horacio,
parece irreverencia y profanación. Y, sin embargo, el autor era tan
artista, aun mirado con los ojos de la carne, y tan sublime y
perfecto en su arte, que tolera y resiste este análisis, y nos
convida a exponer y desarrollar su sistema literario, vestidura
riquísima de su extático pensamiento.
La materia de sus canciones es toda de la más ardorosa devoción
y de la más profunda teología mística. En ellas se canta la dichosa
ventura que tuvo el alma en pasar por la oscura noche de la fe, en
desnudez y purificación suya, a la unión del Amado; la perfecta
unión de amor con Dios, cual se puede en esta vida, y las
propiedades admirables de que el alma se reviste cuando llega a esta
unión, y los varios y tiernos afectos que engendra la interior
comunicación con Dios. Y todo esto se desarrolla, no en forma
dialéctica, ni aun en la pura forma lírica de arranques y efusiones,
sino en metáfora del amor terreno, y con velos y alegorías tomados
de aquel divino epitalamio en que Salomón prefiguró los místicos
desposorios de Cristo y su Iglesia. Poesía misteriosa y solemne, y,
sin embargo, lozana y pródiga y llena de color y de vida; ascética,
pero calentada por el sol meridional; poesía que envuelve las
abstracciones y los conceptos puros en lluvia de perlas y de flores,
y que, en vez de abismarse en el centro del alma, pide imágenesa
todo lo sensible, para reproducir, aunque en sombras y lejos, la
inefable hermosura del Amado. Poesía espiritual, contemplativa e
idealista, y que con todo eso nos comunica el sentido más arcano y
la más penetrante impresión de la naturaleza, en el silencio y en
los miedos veladores de aquella noche, amable más que el alborada,
en el ventalle de cedros, y el aire del almena que orea los cabellos
del Esposo:

«Mi amado, las montañas,
Los valles solitarios nemorosos,
Las ínsulas extrañas,
Los ríos sonorosos,
El silbo de los aires amorosos,
La noche sosegada
En par de los levantes de la aurora,
La música callada,
La soledad sonora
.........................
Deténte, Cierzo muerto,
Ven, Austro que recuerdas los amores,
Aspira por mi huerto,
Y corran tus olores,
Y pacerá mi amado entre las flores.
.........................
Gocémonos, amado,
Y vámonos a ver en su hermosura
El monte y el collado,
Do mana el agua pura:
Entremos más adentro en la espesura.
Y luego a las subidas
Cavernas de las piedras nos iremos,
Que están bien escondidas,
Y allí nos entraremos,
Y el mosto de granadas gustaremos.
Nuestro lecho florido
De cuevas de leones enlazado,
De púrpura teñido,
En paz edificado,
De mil escudos de oro coronado.
A zaga de tu huella,
Los jóvenes discorren el camino,
Al toque de centella,
Al adobado vino,
Emisiones del bálsamo divino.»

Por toda esta poesía oriental, trasplantada de la cumbre del
Carmelo y de los floridos valles de Sión, corre una llama de afectos
y un encendimiento amoroso, capaz de derretir el mármol. Hielo
parecen las ternezas de los poetas profanos al lado de esta
vehemencia de deseos y de este fervor en la posesión, que siente el
alma después que bebió el vino de la bodega del Esposo:

«Apaga mis enojos,
Pues que ninguno basta a deshacellos,
Y véante mis ojos,
Pues eres lumbre de ellos,
Y sólo para ti quiero tenellos.
.........................
Quedéme y olvidéme,
El rostro recliné sobre el amado,
Cesó todo y dejéme,
Dejando mi cuidado
Entre las azucenas olvidado.»

¿Y aquel otro rasgo, que no está en el Cantar de los Cantares,
y que, no obstante, es admirable de verdad y de sentimiento?:

«Cuando tú me mirabas,
Su gracia en mí tus ojos imprimían.»

Y todo esto es la corteza y la sobrehaz, porque penetrando en
el fondo se halla la más alta y generosa filosofía que los hombres
imaginaron (como de Santa Teresa escribió fray Luis), y tal que no
es lícito dudar que el Espíritu Santo regía y gobernaba la pluma del
escritor. ¿Quién le había de decir a Garcilaso que la ligera y
gallarda estrofa inventada por él en Nápoles, cuando quiso domar por
ajeno encargo la esquivez de doña Violante Sanseverino, había de
servir de fermosa cobertura a tan altos pensamientos y
suprasensibles ardores? Y, en efecto, el hermoso comentario que en
prosa escribió San Juan de la Cruz a sus propias canciones nos
conduce desde la desnudez y desasimiento de las cosas terrenas, y
aun de las imágenes y apariencias sensibles, a la noche oscura de la
mortificación de los apetitos que entibian y enflaquecen el alma,
hasta que, libre y sosegada, llega a gustarlo todo, sin querer tener
gusto en nada, y a saberlo y poseerlo todo, y aun a serlo todo, sin
querer saber ni poseer ni ser cosa alguna. Y no se aquieta en este
primer grado de purificación, sino que entra en la vía iluminativa,
en que la noche de la fe es su guía, y como las potencias de su alma
son fauces de monstruos abiertas y vacías, que no se llenan menos
que con lo infinito, pasa más adelante, y llega a la unión con Dios,
en el fondo de la sustancia del alma, en su centro más profundo,
donde siente el alma la respiración de Dios; y se hace tal unión
cuando Dios da al alma esta merced soberana que todas las cosas de
Dios y el alma son una en transformación participante, y el alma más
parece Dios que alma, y aun es Dios por participación, aunque
conserva su ser natural, unida y transformada, «como la vidriera le
tiene distinto del rayo, estando de él clarificada». Pero no le
creamos iluminado ni ontologista, o partidario de la intuición
directa, porque él sabrá decirnos, tan maravillosamente como lo dice
todo, que en esta vida «sólo comunica Dios ciertos visos
entreoscuros de su divina hermosura, que hacen codiciar y
desfallecer al alma con el deseo de lo restante». Ni le llamemos
despreciador y enemigo de la razón humana, aunque aconseje
desnudarse del propio entender, pues él escribió que «más vale un
pensamiento del hombre que todo el mundo», y estaba muy lejos de
creer permanente, sino transitorio, y de paso, aquel éxtasis de alta
contemplación del cual misteriosamente cantaba:

«Entréme donde no supe,
Y quedéme no sabiendo,
Toda ciencia transcendiendo.»
..........................

Después de fray Luis de León y de San Juan de la Cruz fuera
injusto no hacer alguna memoria de Malón de Chaide, autor del
hermoso, aunque algo retórico, libro de La conversión de la
Magdalena. Lástima que no tengamos más versos suyos que los pocos
que intercaló en la misma Conversión, si bien bastan ellos para
acreditarle de excelente poeta, y aun más que las traducciones de
Psalmos, las dos canciones originales:

«Óyeme, dulce Esposo,
Vida del alma que en la tuya vive...

Al Cordero que mueve
Con el cándido pie el dorado asiento...»

En el estilo y en el gusto se parece a fray Luis de León, y
ciertamente se le acercaría si fuera más sobrio y recogido y
ahorrara más las palabras, porque viveza de fantasía y calor de alma
le sobran. Nunca pasará por lírico vulgar el que expresó de esta
manera los goces eternos:

«Cércante las esposas,
Con hermosas guirnaldas coronadas
De jazmines y rosas,
Y a coros concertadas
Siguen, dulce Cordero, tus pisadas.
.........................
Y cuando al mediodía
Tienes la siesta junto a las corrientes
Del agua clara y fría,
Del amor impacientes,
Ciñen en derredor las claras fuentes.
........................
Andas en medio dellas,
Dando mil resplandores y vislumbres,
Como el Sol entre estrellas,
Y en las subidas cumbres
De los montes eternos das tus lumbres».

Temo que este discurso se va prolongando demasiado, y por eso
renuncio a hablar de otros poetas secundarios; aunque ya advertí al
principio que la verdadera inspiración mística es cosa rarísima, aun
en medio de aquella maravillosa fecundidad de la poesía devota que
ilustra nuestros dos siglos de oro; y sólo rasgos esparcidos de ella
encontraréis en esa selva de Cancioneros sagrados, Vergeles,
Jardines y Conceptos sagrados, con que tanto bien y consuelo dieron
a las almas, y tanta gloria a las letras, fray Ambrosio Montesino,
Juan López de Úbeda, fray Arcángel de Alarcón, Alonso de Bonilla, el
divino Ledesma, Pedro de Padilla, el maestro Valdivieso y Lope de
Vega, superior a todos en su Romancero espiritual(7)
. ¡Cuán grato me fuera detenerme en todos esos romances, glosas,
villancicos, endechas y juegos de Nochebuena, y mostrar la invasión
del elemento popular en ellos, y la infantil devoción, como de
inocentes que juegan ante el altar, con que en ellos se disfrazan,
sin daño de barras ni peligro de los oyentes, tan buenos cristianos
como el poeta, los más augustos misterios de nuestra Redención, en
raras alegorías, ya del misacantano, ya del juez pesquisidor o del
reformador de las escuelas, o bien se parodian a lo divino romances
viejos, y se difunden, con el tono y música de las canciones
picarescas, ensaladillas y chanzonetas al Santísimo Sacramento. Y al
mismo género pertenecen nuestros autos sacramentales, de que quizá
debería yo tratar, si ya no lo hubiese hecho, de tal modo que apenas
deja lugar a emulación, el malogrado González Pedroso; y si no fuera
verdad, por otra parte, que los autos, más bien que poesía mística,
son traducción simbólica, en forma de drama, de un misterio de la
teología dogmática, y deben calificarse de poesía teológica, lo
mismo que muchos lugares de la Comedia de Dante.
Aun en los tiempos de mayor decadencia para nuestra literatura,
se albergó en los claustros, guardada como precioso tesoro y nunca
marchita, la delicadísima flor de la poesía erótica a lo divino,
conceptuosa y discreta, inocente y profunda, la cual, no sólo en el
siglo XVII, sino en el XVIII, y a despecho de la tendencia
enciclopedista y heladora de la época, esparcía su divino aroma en
los versos de algunas monjas imitadoras de Santa Teresa. De las que
alcanzaron todavía el buen siglo, sólo os citaré a una, sor Marcela
de San Félix, y a ésta, no sólo por hija de Lope de Vega, sino
porque dió sus versos a luz un compañero vuestro, y porque es gloria
de la que podéis llamar vuestra casa, como monja de las trinitarias.
Así el romance de la Soledad, como el del Pecador arrepentido y el
del Afecto amoroso, únicos suyos que conozco, son dignos del padre
de sor Marcela; teniendo, además, un sentimiento tan íntimo y
fervoroso como Lope, no le alcanzó nunca, ni siquiera en los
Soliloquios de un alma a Dios, que compuso delante del Crucifijo.
Verdadera poesía tenía en el alma quien acertó a decir en loor de la
soledad mística:

«En ti gozé de mi esposo
Las pretendidas caricias,
Los halagos sin estorbos,
Los regalos sin medida.
.........................
En ti me vi felizmente,
Muy negada y muy vacía
De criaturas y afectos,
Cuanto lejos de mí misma.
.........................
En ti le pedí su unión
Con ansias de amor tan vivas,
Que no sé si le obligaron:
Él lo sabe y Él lo diga.
.........................
¿Qué virtud no se alimenta
Con tus pechos y caricias?
¿Quién deja de estar contento,
Si te busca y te codicia?»
.........................

Aún es mayor el movimiento lírico y el anhelo amoroso en otro
romancillo corto:

«Sufre que noche y día
Te ronde aquesas puertas,
Exhale mil suspiros,
Te diga mil ternezas.
.........................
Porque el amor fogoso
Que de fuerte se precia,
Por más que le acaricies,
Con nada se contenta.
Todo se le hace poco,
Si a conseguir no llega
Todo un Dios por unión,
Donde saciarse pueda».

Hermanos de tales versos se dirían los de la sevillana sor
Gregoria de Santa Teresa, por más que falleciera en 1735. Era un
alma del siglo XVI, y ni del prosaísmo del suyo, ni del conceptismo
del anterior hay apenas huellas en sus romances tiernos y sencillos.
¡Cuán extraña cosa debieron de parecer a los discípulos de Luzán y
de Montiano aquellas endechas suyas Del Pensamiento!:

«Aquel profundo abismo
Del Sumo Bien que adoro,
Donde el alma se anega,
Y es su dicha mayor el irse a fondo.
.........................
Aquel aire delgado,
Silbo blando, amoroso,
Que el corazón penetra
Y la mente levanta a unirse al todo.
.........................
Perdida mi memoria,
Mi entendimiento absorto,
Mi voluntad se rinde,
Y dulcemente en mar de amor zozobro.»

Y yo cambiaría de buena gana todas las sátiras y epístolas y
églogas y odas pindáricas que los preceptistas de aquel tiempo
hicieron, por algunos pedazos del romance del Pajarillo:

«¡Oh tú, que con blandas plumas
Giras el vago elemento,
Sube más alto, si puedes,
Y serás mi mensajero.
Darás de mis tristes penas
Un amoroso recuerdo
A la luz inaccesible
Del sol de Justicia eterno.
Dile que sus resplandores
Me tienen de amor muriendo,
Porque a la luz de mi fe
Descubro sus rayos bellos,
Y en ellos me engolfo tanto
Cuanto en ellos más me ciego,
Que es gloria quedar vencida
Del imposible que anhelo»(8).

La fama de sor Gregoria de Santa Teresa fué grande en su
tiempo, con ser su tiempo tan poco favorable a efusiones místicas.
Don Diego de Torres escribió largamente su vida y virtudes, y a él
debemos la conservación de las poesías que van citadas.
Aún fué mayor el nombre de la portuguesa sor María do Ceo,
cuyas obras se tradujeron en seguida al castellano (1744). Tenía,
sin duda, ingenio no vulgar y más vigoroso que el de sor Gregoria, y
más hábil para concertar un plan, pero afeado con todo género de
dulzazos amaneramientos. En la novela alegórica de La Peregrina, y
en las muchas poesías intercaladas en ella, todas relativas al viaje
del alma en busca de su divino Esposo; en el auto de las Lágrimas de
Roma, y en las alegorías de las flores y piedras preciosas, hay brío
de imaginación y hasta talento descriptivo y felices imitaciones del
Cantar de Salomón(9); pero todo, aun la misma dulcedumbre, en fuerza
de repetida, empalaga.
Con estas monjas coexistió y debe compartir el lauro la
americana sor Francisca Josefa de la Concepción, de Tunja, en Nueva
Granada (fallecida en 1742), que escribió en prosa, digna de Santa
Teresa, un libro de Afectos espirituales, con versos intercalados,
no tan buenos como la prosa, pero en todo de la antigua escuela(10),
y a veces imitados de los de la santa carmelita.
Fuera del claustro y de las almas femeninas, quizá el último
anillo de nuestra poesía mística sea la oda A un pensamiento, de don
Gabriel Álvarez de Toledo, exhumada por el diligente historiador de
la lírica del siglo pasado, a quien no he de nombrar, puesto que se
sienta entre vosotros. Fué Álvarez hombre de largos estudios, dado a
graves meditaciones, autor de una especie de Filosofía de la
Historia, primer bibliotecario del rey, y uno de los fundadores de
esta Academia: poeta malogrado por el siglo infeliz en que nació,
pero no tan malogrado que no nos dejase rastrear lo que pudo ser,
por los dichosos rasgos esparcidos en lo poco que hizo. Asombra
encontrar, entre el fárrago insulso de los versos que entonces se
componían, una meditación poética tan alta de pensamiento y tan
firme de estilo (fuera de algún prosaísmo) como la citada. Estoy por
decir que hasta los rasgos conceptuosos que tiene están en su lugar
y no la desfiguran, porque no son vacío alambicamiento, sino
sutileza en el pensar del poeta, que ve entre las cosas extrañas
relaciones y analogías:

«¿Qué oculto bien es este
Que en criaturas tantas,
En ninguna responde,
Y, para que le busque, en todas llama?
.........................
Todos el bien procuran,
Y es consecuencia clara,
El que en sí no le tienen,
Pues nadie solicita lo que alcanza.
.........................
¿De qué le sirve al ave
Batir la pluma osada,
Si la pihuela burla
El ligero conato de sus alas?
.........................
Búscale, pues te busca;
Óyele, pues te llama;
Que descansar no puedes,
Si en su divino centro no descansas...»

Permitidme acabar con tan sabroso dejo esta historia
compendiada de un modo de poesía que yace, si no muerto, por lo
menos aletargado y decaído en nuestro siglo. Notaréis que he
estudiado ese género frente a frente y en sí mismo, sin enlazarle
con la historia externa, lo cual escandalizará, de seguro, a los que
en todo y por todo quieren ver el espejo y el reflejo de la sociedad
en el arte. Mas yo entiendo que contra estas enseñanzas, buenas y
útiles en sí, pero absorbedoras de la individualidad y valor propio
del artista a poco que se exageren, conviene reclamar la
independencia del genio poético, y sobre todo, del genio lírico, y
más aún del que no arenga a la multitud en las plazas, ni habla en
nombre de una idea política o social, sino de su propio y solitario
pensamiento, absorto en la contemplación de las cosas divinas.
Cuando tal estado de alma se dé, el poeta será más o menos perfecto
con los recursos y las formas que el arte de su tiempo le depare;
pero, creedlo, será lírico de veras. Yo tengo tal confianza en la
virtualidad y poder de la poesía lírica, que por igual me hacen
sonreír los que la creen sujeta a la misma ley de triste decadencia
que aflige a otras artes, verbigracia, la escultura y el teatro, y
los que, por el extremo contrario, aplicando torpemente lo que
llaman ley del progreso, juzgan los cantos de nuestro siglo
superiores a todos, sólo porque hablan más de cerca a sus aficiones
y sentimientos. Ne quid nimis. Dios no agotó en los griegos y en los
romanos el ideal del arte, y en cuanto a la poesía lírica, podemos
esperar confiadamente que vivirá, como dice la canción alemana,
mientras haya cielos y flores, y pájaros y alboradas, y hermosura y
ojos que la contemplen, y vivirá lozana y robusta en tanto que la
raíz del sentimiento humano no se marchite o seque.
Ni creemos que morirá la poesía mística, que siempre ha de
tener por refugio algunas almas escogidas, aun en este siglo de duda
y descreimiento, que nació entre revoluciones apocalípticas y acaba
en su triste senectud dejándonos en la filosofía un nominalismo
grosero, y en el arte la descripción menuda y fría de los
pormenores, descripción por describir, y sin fin ni propósito, y más
de lo hediondo y feo que de lo hermoso; arte que hasta ahora no ha
encontrado su verdadero nombre, y anda profanando los muy honrados
de realismo y naturalismo, aplicables sólo a tan grandes pintores de
la vida humana como Cervantes, Shakespeare y Velázquez.
Más duros tiempos que nosotros alcanzaron nuestros abuelos:
ellos vieron cerrados los templos, y la cruz abatida, y perseguidos
los sacerdotes, y triunfante el empirismo sensualista y la
literatura brutal y obscena, y tenida toda religión por farándula y
trapacería. Y, sin embargo, todo aquello pasó, y la cruz tornó a
levantarse, y el espíritu cristiano penetró como aura vivífica en el
arte de sus adoradores y aun en el de sus enemigos; y ello es que en
el siglo XIX se han escrito la Pentecoste y el Nombre de María; y,
¿qué más os diré?, hasta Leopardi, por su insaciable anhelo de la
belleza eterna e increada y del bien infinito, por sus vagas
aspiraciones y dolores, y hasta por su pesimismo, es un poeta
místico, a quien sólo faltó creer en Dios.
No desesperemos, pues, y el que tenga fe en el alma y valor
para dar testimonio de su fe ante los hombres cante de Dios, aun en
medio del silencio general; que no faltarán, primero, almas que
sientan con él, y luego, voces que respondan a la suya. Y cante como
lo hicieron sus mayores, claro y en castellano, y a lo cristiano
viejo, sin filosofismos ni nebulosidades de allende, porque si ha de
hacer sacrílega convención de Cristo con Belial, o fingir lo que no
siente, o sacrificar un ápice de la verdad, vale más que se calle, o
que sea sincero como Enrique Heine y Alfredo de Musset, y dé voz a
la ironía demoledora, o describa los estremecimientos carnales y la
muerte de Rolla sobre el lecho comprado para los deleites de su
última noche; porque cien veces más aborrecibles que todas las
figuras de Caínes y Manfredos, rebelados contra el cielo, son las
devotas imágenes en que se siente la risa volteriana del
escultor(11)
.
He dicho.
Discursos
Marcelino Menéndez y Pelayo

Copyright (c) Universidad de Alicante, Banco Santander
Central Hispano 1999-2000

Discursos
Marcelino Menéndez y Pelayo

Don Benito Pérez Galdós
Más de veintitrés años hace (período considerable en la vida
del señor Pérez Galdós y en la mía, y bastante próximo al que Tácito
llamaba grande mortalis aevi spatium) tuve la honra de estrechar
relaciones de amistad con el fecundísimo y original novelista, cuya
entrada en nuestro gremio festeja hoy la Real Academia Española.
Desde entonces, a pesar del transcurso del tiempo, que suele enfriar
todos los afectos humanos, y a pesar de nuestra pública y notoria
discordancia en puntos muy esenciales, y a pesar, en fin, de los muy
diversos rumbos que hemos seguido en las tareas literarias, nuestra
amistad, como cimentada en roca viva, ha resistido a todos los
accidentes que pudieran contrariarla, y ni una sola nube la ha
empañado hasta el presente. Baste decir que ni siquiera se ha
quejado de mí el señor Galdós porque, habiendo sido elegido miembro
de esta Academia en 1889, venga, por culpa mía principalmente, a
recibir cinco años después la investidura que le otorgaron vuestros
sufragios, con aplauso unánime de la crítica y del pueblo español,
que ve en el señor Galdós a uno de sus hijos predilectos y de los
que con más gloria han hecho sonar el nombre de la Patria,
dondequiera que la literatura de imaginación es conocida y estimada.
La misma notoriedad del académico que hoy toma asiento entre
nosotros parece reclamar en esta ocasión un extenso y cabal estudio
de su inmensa labor; tan rica, tan compleja, tan memorable en la
historia literaria de nuestro tiempo; tan honda y eficaz aun en
otras relaciones distintas del puro arte. Imposible es hablar en
este momento de otra cosa que no sean los libros y la persona del
señor Pérez Galdós, artífice valiente de un monumento que, quizá
después de la Comedia humana, de Balzac, no tenga rival, en lo
copioso y en lo vario, entre cuantos ha levantado el genio de la
novela en nuestro siglo, donde con tal predominio ha imperado ésta
sobre las demás formas literarias. Pero la misma gravedad del
intento haría imposible su ejecución dentro de los límites de un
discurso académico, aunque mis fuerzas alcanzasen, que seguramente
no alcanzan, a dominar un tema tan arduo por una parte y por otra
tan alejado de mis estudios habituales. Al hablar de literatura
contemporánea, yo vengo como caído de las nubes, si me permitís lo
familiar de la expresión. Me he acostumbrado a vivir con los muertos
en más estrecha comunicación que con los vivos, y por eso encuentro
la pluma difícil y reacia para salir del círculo en que voluntaria o
forzosamente la he confinado. Sin alardes de falsa modestia, podría
decir que nadie menos abonado que yo para dar la bienvenida al señor
Galdós en nombre de la Academia, si, a falta de cualquier otro
título de afinidad, no me amparase el de ser aquí, por ventura, el
más antiguo de sus amigos, y aquí y en todas partes uno de los
admiradores mas convencidos de las privilegiadas dotes de su
ingenio. Oídme, pues, con indulgencia, porque nunca tanto como hoy
la he necesitado.
Ha sido tema del discurso del señor Galdós, que tantas ideas
apunta, a pesar de su brevedad sentenciosa, la consideración de las
mutuas relaciones entre el público y el novelista, que de él recibe
la primera materia y a él se la devuelve artísticamente
transformada, aspirando, como es natural y loable, a la aprobación y
al sufragio, ya del mayor número, ya de los más selectos entre sus
contemporáneos. Por más que esta ley, comparable en sus efectos a la
ley económica de la oferta y la demanda, rija en todas las
producciones de arte, puesto que ninguna hay que sin público
contemplador se conciba (por la misma razón que nadie habla para ser
oído por las paredes solamente), no se cumple por igual en todas las
artes ni en todos los ramos y variedades de ellas. Artes hay, como
la poesía lírica, la escultura y aun cierto género de música, que, a
lo menos en su estado actual, ni son populares ni conviene que lo
sean con detrimento de la pureza e integridad del arte mismo. Si ha
habido pueblos y épocas más exquisitamente dotados de aquella
profunda y a la vez espontánea intuición estética que es necesaria
para percibir este grado y calidad de bellezas, tales momentos han
sido fugacísimos en la historia de la humanidad, muy raros los
pueblos que han logrado tales dones; y el árbol maravilloso que
floreció al aire libre en el Ática o en Florencia sólo puede
prosperar en otras partes, y nunca con tanta lozanía, amparado por
mano sabia y solícita que le resguarde de lluvias y vientos. Tales
artes son, esencialmente, aristocráticas; y aunque conviene que cada
día vaya siendo mayor el número de los llamados a participar de sus
goces, es evidente que la delicada educación del gusto que requieren
los hará siempre inaccesibles para el mayor número de los mortales.
Pero hay otros géneros que, sin rebajarse, sin perder ni un
ápice de su interna virtud y eficacia, requieren una difusión más
amplia, una acción más continua de la fantasía del contemplador
sobre la del artista; de la facultad estética pasiva, que es la del
mayor número de los hombres, sobre la facultad activa y creadora. El
teatro y la novela viven, y no pueden menos de vivir, en esta
benéfica servidumbre; como vive también el arte de la oratoria,
género mixto, pero que nadie concibe, puesto al servicio del
pensamiento solitario y de la especulación abstracta, sino cobrando
bríos y empuje con el calor de la pelea y con el contacto de la
muchedumbre a quien habla de lo que todos comprenden y de lo que a
todos interesa. El público colabora en la obra del orador; colabora
en la obra del dramaturgo; colabora también, aunque de una manera
menos pública y ostensible, en la obra del novelista. Y esta
colaboración, cuando es buscada y aceptada de buena fe y con la
sencillez de espíritu que suele acompañar al genio, le engrandece,
añadiendo a su fuerza individual la fuerza colectiva. Los más
grandes novelistas, los más grandes dramaturgos, han sido también
los más populares; así, entre nosotros, Cervantes y Lope. El pueblo
español no sólo dió a Lope la materia épica para crear el drama
histórico; no sólo le dió el espectáculo de su vida actual para
crear la comedia de costumbres, sino que le emancipó de las trabas
de escuela, le infundió la conciencia de su genio, le obligó a
encerrar los llamados preceptos con cien llaves, le ungió vate
nacional, casi a pesar suyo, y se glorificó a sí mismo en su
apoteosis, proclamándole soberano poeta de los cielos y de la
tierra.
Cervantes, que pertenece quizá a otra categoría superior de
ingenios (si es que puede imaginarse otra más alta), no deja de ser
profundamente nacional, puesto que España está íntegra en sus
libros, cuya interpretación y comentarios, rectamente hechos,
pudieran equivaler a una filosofía de nuestra historia y a una
psicología de nuestro carácter en lo que tiene de más ideal y en lo
que tiene de más positivo; pero es al mismo tiempo, elevándonos ya
sobre esta consideración histórica y relativa, ingenio universal,
ciudadano del mundo; y lo es por su intuición serena, profunda y
total de la realidad; por su optimismo generoso, que todo lo redime,
purifica y ennoblece.
No se traen tan altos ejemplos para justificar irreverentes y
ociosas comparaciones entre lo pasado y lo presente. La estimación
absoluta de lo que hoy se imagina y produce sólo podrán hacerla con
tino cabal los venideros. Es grave error creer que los
contemporáneos puedan ser los mejores jueces de un autor. Por lo
mismo que sienten más la impresión inmediata, son los menos abonados
para formular el juicio definitivo. Conocen demasiado al autor para
entender bien su obra, que unas veces vale menos y otras veces vale
más que la persona que la ha escrito. Tratándose de ingenios que han
vivido en tiempos muy próximos a nosotros, me ha acontecido muchas
veces encontrar en completa discordancia el juicio que yo en mis
lecturas había formado y el que formaban de esos mismos escritores
los que más íntimamente los habían tratado. Y, sin embargo, he
tenido la soberbia de persistir en mi opinión, porque el numen
artístico es tan esquivo por una parte, y tan caprichoso por otra,
que muchas veces se disimula cautelosamente a los amigos de la
infancia, y, en cambio, se revela y manifiesta al extraño que
recorre las páginas de un libro, en las cuales, al fin y al cabo,
suele quedar lo más puro y exquisito de nuestro pensamiento, lo que
hubiéramos querido ser, más bien que lo que en realidad somos.
Quiere decir todo esto que el principal deber que nos incumbe a
los contemporáneos es dar fe de nuestra impresión, y darla con
sinceridad entera. Lo que nosotros no hayamos visto en las obras de
arte de nuestro tiempo ya vendrá quien lo vea; las demasías de
nuestra crítica ya las corregirá el tiempo, que es, en definitiva,
el gran maestro de todos, sabios e ignorantes.
Hablar de las novelas del señor Galdós es hablar de la novela
en España durante cerca de treinta años. Al revés de muchos
escritores en quienes sólo tardíamente llega a manifestarse la
vocación predominante, el señor Galdós, desde su aparición en el
mundo de las letras en 1871, apenas ha escrito más que novelas, y
sólo en estos últimos años ha buscado otra forma de manifestación en
el teatro. En su labor de novelista, no sólo ha sido constante, sino
fecundísimo. Más de 45 volúmenes lo atestiguan, poco menos que los
años que su autor cuenta de vida.
Tan perseverante vocación, de la cual no ha distraído al señor
Galdós ninguna de las tentaciones que al hombre de letras asedian en
nuestra Patria (ni siquiera la tentación política, la más funesta y
enervadora de todas), se ha mostrado además con un ritmo progresivo,
con un carácter de reflexión ordenada, que convierte el cuerpo de
las obras del señor Galdós, no en una masa de libros heterogéneos,
como suelen ser los engendrados por exigencias editoriales, sino en
un sistema de observaciones y experiencias sobre la vida social de
España durante más de una centuria. Para realizar tamaña empresa, el
señor Pérez Galdós ha empleado sucesiva o simultáneamente los
procedimientos de la novela histórica, de la novela realista, de la
novela simbólica, en grados y formas distintos, atendiendo por una
parte a las cualidades propias de cada asunto, y por otra a los
progresos de su educación individual y a lo que vulgarmente se llama
el gusto del público, es decir, a aquel grado de educación general
necesaria en el público para entender la obra del artista y gustar
de ella en todo o en parte.
Por medio de esta clave, quien hiciese, con la detención que
aquí me prohibe la índole de este discurso, el examen de las novelas
del señor Pérez Galdós en sus relaciones con el público español,
desde el día en que salió de las prensas La Fontana de Oro como
primicias del vigoroso ingenio de su autor, hasta la hora presente
en que son tan leídos y aplaudidos Nazarín y Torquemada, trazaría al
mismo tiempo las vicisitudes del gusto público en materia de
novelas, formando, a la vez que un curioso capítulo de psicología
estética, otro no menos importante de psicología social. Porque es
cierto y averiguado que desde que el señor Pérez Galdós apareció en
el campo de las letras se formó un público propio suyo, que le ha
ido acompañando con fidelidad cariñosa, hasta el punto en que ahora
se encuentran el novelista y su labor, con mucha gloria del
novelista sin duda, pero también con aquella anónima, continua e
invisible colaboración del público, a la cual él tan modestamente se
refiere en su discurso.
Cuando empezó el señor Galdós a escribir, apenas alboreaba el
último renacimiento de la novela española. El arte de la prosa
narrativa de casos ficticios, arte tan propio nuestro, tan genuino o
más que el teatro; tan antiguo, como que sus orígenes se confunden
con los primeros balbuceos de la lengua; tan glorioso, como que tuvo
fuerza bastante para retardar un siglo entero la agonía de la poesía
caballeresca mediante la maravillosa ficción de Amadís, y para
enterrarla después cubriéndola de flores en su tumba; arte que dió
en la representación de costumbres populares tipo y norma a la
literatura universal y abrió las fuentes del idealismo moderno,
había cerrado su triunfal carrera a fines del siglo XVII.
Su descendencia legítima durante la centuria siguiente hay que
buscarla fuera de España: en Francia, con Lesage; en Inglaterra, con
Fielding y Smollett. A ellos había transmigrado la novela picaresca,
que de este modo se sobrevivía a sí misma y se hacía más universal y
adquiría a veces formas más amenas, aunque sin agotar nunca el rico
contenido psicológico que en la Atalaya de la vida humana venía
envuelto.
Pero durante el siglo XVIII la musa de la novela española
permaneció silenciosa, sin que bastasen a romper tal silencio dos o
tres conatos aislados: memorable el uno, como documento satírico y
mina de gracejo más abundante que culto; curiosos los otros, como
primeros y tímidos ensayos, ya de la novela histórica, ya de la
novela pedagógica, cuyo tipo era entonces el Emilio. La escasez de
estas obras, y todavía más la falta de continuidad que se observa en
sus propósitos y en sus formas, prueba lo solitario y, por tanto, lo
infecundo de la empresa, y lo desavezado que estaba el vulgo de
nuestros lectores a recibir graves enseñanzas en los libros de
entretenimiento, cuanto más a disfrutar de la belleza intrínseca de
la novela misma; lo cual exige hoy un grado superior de cultura, y
en tiempos más poéticos no exigía más que imaginaciones frescas, en
quien fácilmente prendía la semilla de lo ideal.
Así entramos en el siglo XIX, que tuvo para España largo y
sangriento aprendizaje, en que el estrépito de las armas y el fiero
encono de los opuestos bandos ahogaron por muchos años la voz de las
letras. Sólo cuando la invasión romántica penetró triunfante en
nuestro suelo empezó a levantar cabeza, aunque tímidamente, la
novela, atenida al principio a los ejemplos del gran maestro
escocés, si bien seguidos en lo formal más que en lo sustancial,
puesto que a casi todos los imitadores, con ser muchos de ellos
varones preclaros en otros ramos de literaturas, les faltó aquella
especie de segunda vista arqueológica con que Walter Scott hizo
familiares en Europa los anales domésticos de su tierra y las
tradiciones de sus montañas y de sus lagos. Abundaba entre los
románticos españoles el ingenio; pero de la historia de su patria
sabían poco, y aun esto de un modo general y confuso, por lo cual
rara vez sus representaciones de costumbres antiguas lograron
eficacia artística, ni siquiera apariencias de vida, salvo en el
teatro y en la leyenda versificada, donde cabía, y siempre parece
bien, cierto género de bizarra y poética adivinación, que el trabajo
analítico y menudo de la novela no tolera.
De este trabajo, que dentro del molde de la novela histórica
prosperó en Portugal más que en Castilla, por el feliz acaso de
haberse juntado condiciones de novelista y de grande historiador en
una misma persona, se cansaron muy presto nuestros ingenios, que
suelen ser tan fáciles y abundosos en la producción como reacios al
trabajo preparatorio, tan fértiles de inventiva como desestimadores
de la oscura labor en que quieta y calladamente se van combinando
los elementos de la obra de arte. Vino, pues, y muy pronto, la
transformación de la novela histórica en libro de caballerías
adobado al paladar moderno; y hubo en España un poeta nacido para
mayores cosas, que pródigamente despilfarró los tesoros de su
fantasía en innumerables fábulas, muchas de ellas enteramente
olvidadas y dignas de serlo; otras, donde todavía los ceñudos
Aristarcos pueden pedir más unidad y concierto, más respeto a los
fueros de la moral y del gusto, más aliño de lengua y de estilo;
pero no más interés novelesco, ni más pujanza dramática, ni más
fiera osadía en la lucha con lo inverosímil y lo imposible. Este
género, sin embargo, tenía sus naturales límites. Si a la novela
histórica, entendida según la práctica de los imitadores de Walter
Scott, le había faltado base arqueológica, a la nueva novela de
aventuras, concebida en absoluta discordancia con la realidad
pasada, y con la presente, le faltaba, además del fundamento
histórico, el fundamento humano, sin el cual todo trabajo del
espíritu es entretenimiento efímero y baladí. Si las obras de la
primera manera solían ser soporíferas, aunque escritas muy
literariamente, las del segundo período, además de torpes y
desaseadas en la dicción, eran monstruosas en su plan y aun
desatinadas en su argumento. El arte de la novela se había
convertido en granjería editorial; y entregado a una turba de
escritores famélicos, llegó a ser mirado con desdén por las personas
cultas, y finalmente rechazado con hastío por el mismo público
iliterato cuyos instintos de curiosidad halagaba.
Pero al mismo tiempo que la novela histórica declinaba, no por
vicio intrínseco del género, sino por ignorancia y desmaño de sus
últimos cultivadores, había ido desarrollándose lentamente y con
carácter más original la novela de costumbres, que no podía ser ya
la gran novela castellana de otros tiempos, porque a nuevas
costumbres correspondían fábulas nuevas. Tímidos y oscuros fueron
sus orígenes: nació, en pequeña parte, de ejemplos extraños; nació,
en parte mucho mayor, de reminiscencias castizas, que en algún autor
erudito, a la par que ingenioso, nada tenían de involuntarias. Pero
ni lo antiguo renació tal como había sido, ni lo extranjero dejó de
transformarse de tal manera que en su tierra natal lo hubieran
desconocido. El contraste de la realidad exterior, finamente
observada por unos, por otros de un modo más rápido y somero, dió a
estos breves artículos de pasatiempo una base real, que faltaba casi
siempre en las novelas históricas, y todavía más en los ensayos de
novela psicológica, que de vez en cuando aparecían por aquellos
tiempos.
Pero la observación y la censura festiva de las costumbres
nacionales se habían encerrado al principio en marco muy reducido:
escenas aisladas, tipos singulares, pinceladas y rasguños, a veces
de mano maestra, pero en los cuales, si podía lucir el primor de los
detalles, faltaba el alma de la composición, faltaba un tema de
valor humano, en cuyo amplio desarrollo pudiesen entrar todos
aquellos accidentes pintorescos, sin menoscabo del interés dramático
que había de resultar del conflicto de las pasiones y aun de las
ideas apasionadas. Tal empresa estaba reservada a una mujer ilustre,
en cuyas venas corrían mezcladas la sangre germánica y la andaluza,
y cuyo temperamento literario era manifiesta revelación de sus
orígenes. Si un velo de idealismo sentimental parecía interponerse
entre sus ojos y la realidad que contemplaban, rompíase este velo a
trechos o era bastante transparente para que la intensa visión de lo
real triunfase en su fantasía y quedase perenne en sus páginas,
empapadas de sano realismo peninsular, perfumadas como arca de cedro
por el aroma de la tradición, y realzadas juntamente por una
singular especie de belleza ética que no siempre coincide con la
belleza del arte, pero que a veces llega a aquel punto imperceptible
en que la emoción moral pasa a ser fuente de moción estética:
altísimo don concedido sólo a espíritus doblemente privilegiados por
la virtud y por el ingenio.
No puede decirse que fuera estéril la obra de Fernán Caballero;
pero sus primeros imitadores lo fueron más bien de sus defectos que
de sus soberanas bellezas, y en vez de mostrar nuevos aspectos
poéticos de la vida, confundieron lo popular con lo vulgar y lo
moral con lo casero, creándose así una literatura neciamente
candorosa, falsa en su fondo y en su forma, y que sólo las criaturas
de corta edad podían gustar sin empalago.
Así, entre ñoñeces y monstruosidades, dormitaba la novela
española por los años de 1870, fecha del primer libro del señor
Pérez Galdós. Los grandes novelistas que hemos visto aparecer
después eran ya maestros consumados en otros géneros de literatura;
pero no habían ensayado todavía sus fuerzas en la novela propiamente
dicha. No se habían escrito aún ni Pepita Jiménez, ni Las ilusiones
del Doctor Faustino, ni El escándalo, ni Sotileza, ni Peñas arriba.
Alarcón había compuesto deleitosas narraciones breves, de corte
y sabor transpirenaicos; pero su vena de novelista castizo no se
mostró hasta 1875 con el salpimentado cuento El sombrero de tres
picos. Valera, en Parsondes y en algún otro rasgo de su finísimo y
culto ingenio, había emulado la penetrante malicia y la refinada
sencillez del autor de Cándido, de Memnón y de los Viajes del
escarmentado; pero su primera novela, que es al mismo tiempo la más
célebre de todas las suyas, data de 1874. Y, finalmente, Pereda,
aunque fuese ya nada menos que desde 1864 (en que por primera vez
fueron coleccionadas sus Escenas montañesas) el gran pintor de
costumbres rústicas y marineras, que toda España ha admirado
después, no había concedido aún a los hijos predilectos de su
fantasía, al Tuerto y a Trementorio, a don Silvestre Seturas y a don
Robustiano Tres Solares, a sus mayorazgos, a sus pardillos y a sus
indianos, el espacio suficiente para que desarrollasen por entero su
carácter como actores de una fábula extensa y más o menos
complicada. No hay duda, pues, que Galdós, con ser el más joven de
los eminentes ingenios a quienes se debió hace veinte años la
restauración de la novela española, tuvo cronológicamente la
prioridad del intento; y quien emprenda el catálogo de las obras de
imaginación en el período novísimo de nuestras letras tendrá que
comenzar por La Fontana de Oro, a la cual siguió muy luego El audaz,
y tras él la serie vastísima de los Episodios nacionales, inaugurada
en 1873, y que comprende por sí sola veinte novelas, en las cuales
intervienen más de quinientos personajes, entre los históricos y los
fabulosos; muchedumbre bastante para poblar un lugar de mediano
vecindario, y en la cual están representados todas las castas y
condiciones, todos los oficios y estados, todos los partidos y
banderías, todos los impulsos buenos y malos, todas las heroicas
grandezas y todas las extravagancias, fanatismos y necedades que en
guerra y en paz, en los montes y en las ciudades, en el campo de
batalla y en las asambleas, en la vida política y en la vida
doméstica, forman la trama de nuestra existencia nacional durante el
período exuberante de vida desordenada, y rico de contrastes
trágicos y cómicos, que se extiende desde el día de Trafalgar hasta
los sangrientos albores de la primera y más encarnizada de nuestras
guerras civiles.
El señor Galdós, entre cuyas admirables dotes resplandece una,
rarísima en autores españoles, que es la laboriosidad igual y
constante, publicaba con matemática puntualidad cuatro de estos
volúmenes por año: en diez tomos expuso la guerra de la
Independencia; en otros diez, las luchas políticas desde 1814 a
1834. No todos estos libros eran ni podían ser de igual valor; pero
no había ninguno que pudiera rechazar el lector discreto; ninguno en
que no se viesen continuas muestras de fecunda inventiva, de
ingenioso artificio, y a veces de clarísimo juicio histórico
disimulado con apariencias de amenidad. El amor patrio, no el
bullicioso, provocativo e intemperante, sino el que, por ser más
ardiente y sincero, suele ser más recatado en sus efusiones, se
complacía en la mayor parte de estos relatos, y sólo podía mirar con
ceño alguno que otro; no a causa de la pintura, harto fiel y
verídica, por desgracia, del miserable estado social a que nos
condujeron en tiempo de Fernando VII reacciones y revoluciones
igualmente insensatas y sanguinarias, sino porque quizá la habitual
serenidad del narrador parecía entoldarse alguna vez con las nieblas
de una pasión tan enérgica como velada, que no llamaré política en
el vulgar sentido de la palabra, porque trasciende de la esfera en
que la política comúnmente se mueve, y porque toca a más altos
intereses humanos, pero que, de fijo, no es la mejor escuela para
ahondar con entrañas de caridad y simpatía en el alma de nuestro
heroico y desventurado pueblo y aplicar el bálsamo a sus llagas. En
una palabra (no hay que ocultar la verdad, ni yo sirvo para ello),
el racionalismo, no iracundo, no agresivo, sino más bien manso,
frío, no puedo decir que cauteloso, comenzaba a insinuarse en
algunas narraciones del señor Galdós, torciendo a veces el recto y
buen sentido con que generalmente contempla y juzga el movimiento de
la sociedad que precedió a la nuestra. Pero en los cuadros épicos,
que son casi todos los de la primera serie de los Episodios, el
entusiasmo nacional se sobrepone a cualquier otro impulso o
tendencia; la magnífica corriente histórica, con el tumulto de sus
sagradas aguas, acalla todo rumor menos noble, y entre tanto
martirio y tanta victoria sólo se levanta el simulacro augusto de la
Patria, mutilada y sangrienta, pero invencible, doblemente digna del
amor de sus hijos por grande y por infeliz. En estas obras, cuyo
sentido general es altamente educador y sano, no se enseña a odiar
al enemigo, ni se aviva el rescoldo de pasiones ya casi extinguidas,
ni se adula aquel triste género de infatuación patriótica que
nuestros vecinos, sin duda por no ser los que menos adolecen de tal
defecto, han bautizado con el nombre especial de chauvinisme; pero
tampoco se predica un absurdo y estéril cosmopolitismo, sino que se
exalta y vigoriza la conciencia nacional y se la templa para nuevos
conflictos, que ojalá no sobrevengan nunca; y al mismo tiempo se
vindican los fueros eternos e imprescriptibles de la resistencia
contra el invasor injusto, sea cual fuere el manto de gloria y poder
con que quiera encubrirse la violación del derecho.
Estas novelas del señor Galdós son históricas, ciertamente, y
aun algunas pueden calificarse de historias anoveladas, por ser muy
exigua la parte de ficción que en ellas interviene; pero por las
condiciones especiales de su argumento difieren en gran manera de
las demás obras de su género, publicadas hasta entonces en España.
Con raras y poco notables excepciones, así los concienzudos
imitadores de Walter Scott como los que, siguiendo las huellas de
Dumas, el padre, soltaron las riendas a su desbocada fantasía en
libros de monstruosa composición, que sólo conservaban de la
historia algunos nombres y algunas fechas, habían escogido por campo
de sus invenciones los lances y aventuras caballerescos de los
siglos medios, o a lo sumo de las centurias décimosexta y
décimoséptima, épocas que, por lo remotas, se prestaban a una
representación arbitraria, en que los anacronismos de costumbres
podían ser más fácilmente disimulados por el vulgo de los lectores,
atraídos tan sólo por el prestigio misterioso de las edades lejanas
y poéticas. Distinto rumbo tomó el señor Galdós, y distintos
tuvieron que ser sus procedimientos, tratándose de historia tan
próxima a nosotros y que sirve de supuesto a la nuestra. El español
del primer tercio de nuestro siglo no difiere tanto del español
actual que no puedan reconocerse fácilmente en el uno los rasgos
característicos del otro. La observación realista se imponía, pues,
al autor, y a pesar de la fértil lozanía de su imaginación creadora,
que nunca se mostró tan amena como en esta parte de sus obras, tenía
que llevarle por senderos muy distintos de los de la novela
romántica. No sólo era preciso el rigor histórico en cuanto a los
acontecimientos públicos y famosos, que todo el mundo podía leer en
la Historia del conde de Toreno, por ejemplo, o en cualquier otro de
los innumerables libros y memorias que existen sobre la guerra de la
Independencia, sino que en la parte más original de la tarea del
novelista, en los episodios de la vida familiar de medio siglo, que
van entreverados con la acción épica, había que aplicar los
procedimientos analíticos y minuciosos de la novela de costumbres,
huyendo de abstracciones, vaguedades y tipos convencionales. De este
modo, y por el natural desarrollo del germen estético en la mente
del señor Galdós, los Episodios, que en su pensamiento inicial eran
un libro de historia recreativa, expuesta para más viveza y unidad
en la castiza forma autobiográfica, propia de nuestra antigua novela
picaresca, presentaron luego combinadas en proporciones casi iguales
la novela histórica y la de costumbres, y ésta no meramente en
calidad de accesorio pintoresco, sino de propia y genuina novela, en
que se concede la debida importancia al elemento psicológico, al
drama de la conciencia, como generador del drama exterior, del
conflicto de las pasiones. Claro es que no en todas las novelas,
aisladamente consideradas, están vencidas con igual fortuna las
dificultades inherentes al dualismo de la concepción; y así hay
algunas, como Zaragoza (que es de las mejores para mi gusto), en que
la materia histórica se desborda de tal modo que anula enteramente
la acción privada; al paso que en otras, como en Cádiz, que también
es excelente en su genero, la historia se reduce a anécdotas, y lo
que domina es la acción novelesca (interesante por cierto, y
romántica en sumo grado), y el tipo misterioso del protagonista, que
parece trasunto de la fisonomía de lord Byron. Pero esta misma
variedad de maneras comprueba los inagotables recursos del autor,
que supo mantener despierto el interés durante tan larga serie de
fábulas, y enlazar artificiosamente unas con otras, y no repetirse
casi nunca, ni siquiera en las figuras que ha tenido que introducir
en escena con más frecuencia, como son las de guerrilleros y las de
conspiradores políticos. Son los Episodios nacionales una de las más
afortunadas creaciones de la literatura española en nuestro siglo;
un éxito sinceramente popular los ha coronado; el lápiz y el buril
los han ilustrado a porfía; han penetrado en los hogares más
aristocráticos y en los más humildes, en las escuelas y en los
talleres; han enseñado verdadera historia a muchos que no la sabían;
no han hecho daño a nadie, y han dado honesto recreo a todos, y han
educado a la juventud en el culto de la Patria. Si en otras obras ha
podido el señor Galdós parecer novelista de escuela o de partido, en
la mayor parte de los Episodios quiso, y logró, no ser más que
novelista español; y sus más encarnizados detractores no podrán
arrancar de sus sienes esta corona cívica, todavía más envidiable
que el lauro poético.
Cuando Galdós cerró muy oportunamente en 1879 la segunda serie
de los Episodios nacionales, la novela histórica había pasado de
moda, siendo indicio del cambio de gusto la indiferencia con que
eran recibidas obras muy estimables de este género, por ejemplo,
Amaya, de Navarro Villoslada, último representante de la escuela de
Walter Scott en España. En cambio, la novela de costumbres había
triunfado con Pereda, ingenio de la familia de Cervantes; la novela
psicológica y casuística resplandecía en las afiligranadas páginas
de Valera, que había robado a la lengua mística del siglo XVI sus
secretos; comenzaba a prestarse principal atención a los casos de
conciencia; traíanse a la novela graves tesis de religión y de
moral, y hasta el brillantísimo Alarcón, poco inclinado por carácter
y por hábito a ningún género de meditación especulativa, había
procurado dar más trascendental sentido a sus narraciones,
componiendo El escándalo. Había en todo esto un reflejo del
movimiento filosófico, que, extraviado o no, fué bastante intenso en
España desde 1860 hasta 1880; había la influencia más inmediata de
la crisis revolucionaria del 68, en que por primera vez fueron
puestos en tela de juicio los principios cardinales de nuestro credo
tradicional. El llamado problema religioso preocupaba a muchos
entendimientos y no podía menos de revestir forma popular en la
novela, donde tuvieron representantes de gran valer, si escasos en
número, las principales posiciones del espíritu en orden a él: la fe
íntegra, robusta y práctica; la fe vacilante y combatida; la
aspiración a recobrarla por motivos éticos y sociales, o bien por
diletantismo filosófico y estético; el escepticismo mundano, y hasta
la negación radical más o menos velada.
Galdós, que sin seguir ciegamente los caprichos de la moda ha
sido en todo tiempo observador atento del gusto público, pasó
entonces del campo de la novela histórica y política, donde tantos
laureles había recogido, al de la novela idealista, de tesis y
tendencia social, en que se controvierten los fines más altos de la
vida humana, revistiéndolos de cierta forma simbólica. Dos de las
más importantes novelas de su segunda época pertenecen a este
género: Gloria y La familia de León Roch. Juzgarlas hoy sin
apasionamiento es empresa muy difícil: quizá era imposible en el
tiempo en que aparecieron, en medio de una atmósfera caldeada por el
vapor de la pelea, cuando toda templanza tomaba visos de complicidad
a los ojos de los violentos de uno y otro bando. En la lucha que
desgarraba las entrañas de la Patria, lo que menos alto podía sonar
era la voz reposada de la crítica literaria. Aquellas novelas no
fueron juzgadas en cuanto a su valor artístico: fueron exaltadas o
maldecidas con igual furor y encarnizamiento por los que andaban
metidos en la batalla de ideas de que ambos libros eran trasunto. Yo
mismo, en los hervores de mi juventud, los ataqué con violenta saña,
sin que por eso mi íntima amistad con el señor Galdós sufriese la
menor quiebra. Más de una vez ha sido recordada, con intención poco
benévola para el uno ni para el otro, aquella página mía. Con decir
que no está en un libro de estética, sino en un libro de historia
religiosa, creo haber dado bastante satisfacción al argumento.
Aquello no es mi juicio literario sobre Gloria, sino la reprobación
de su tendencia.
De su tendencia digo, y no puede extenderse a más la censura,
porque no habiendo hablado la única autoridad que exige acatamiento
en este punto, a nadie es lícito, sin nota de temerario u otra más
grave, penetrar en la conciencia ajena, ni menos fulminar anatemas
que pueden dilacerar impíamente las fibras más delicadas del alma.
Una novela no es obra dogmática ni ha de ser juzgada con el mismo
rigor que un tratado de teología. Si el novelista permanece fiel a
los cánones de su arte, su obra tendrá mucho de impersonal, y él
debe permanecer fuera de su obra. Si podemos inducir o conjeturar su
pensamiento por lo que dicen o hacen sus personajes, no por eso
tenemos derecho para identificarle con ninguno de ellos. En Gloria,
por ejemplo, ha contrapuesto el señor Galdós creyentes de la ley
antigua y de la ley de gracia: a unos y otros ha atribuído
condiciones nobilísimas, sin las cuales no merecerían llevar tan
alta representación; en unos y otros ha puesto también el germen de
lo que él llama intolerancia. Es evidente para el lector más
distraído que Galdós no participa de las ideas que atribuye a la
familia de los Lantiguas; pero ¿por dónde hemos de suponer que
simpatiza con el sombrío fanatismo de Daniel Morton, ni con la feroz
superstición, todavía más de raza y de sangre que de sinagoga, que
mueve a Ester Espinosa a deshonrar a su propio hijo? Tales
personajes son en la novela símbolos de pasiones más que de ideas,
porque Gloria no es novela propiamente filosófica, de la cual pueda
deducirse una conclusión determinada, como se deduce, por ejemplo,
del drama de Lessing Natán el Sabio, que envuelve, además de una
lección de tolerancia, una profesión de deísmo. El conflicto trágico
que nuestro escritor presenta es puramente doméstico y de amor,
aunque sea todavía poco verosímil en España: es el impedimento de
cultus disparitas lo que sirve de máquina a la novela; lo que
prepara y encadena sus peripecias: el nudo se corta al fin, pero no
se suelta; la impresión del libro resulta amarga, desconsoladora,
pesimista si se quiere; pero el verdadero pensamiento teológico del
autor queda envuelto en nieblas, porque es imposible que un alma de
su temple pueda reposar en el tantum relligio potuit suadere
malorum. Galdós ha padecido el contagio de los tiempos; pero no ha
sido nunca un espíritu escéptico ni un espíritu frívolo. No
intervendría tanto la religión en sus novelas si él no sintiese la
aspiración religiosa de un modo más o menos definido y concreto,
pero indudable. Y aunque todas sus tendencias sean de moralista al
modo anglosajón, más bien que de metafísico ni de místico, basta la
más somera lectura de los últimos libros que ha publicado para ver
apuntar en ellos un grado más alto de su conciencia religiosa; una
mayor espiritualidad en los símbolos de que se vale; un contenido
dogmático mayor, aun dentro de la parte ética, y de vez en cuando
ráfagas de cristianismo positivo, que vienen a templar la aridez de
su antiguo estoicismo. Esperemos que esta saludable evolución
continúe, como de la generosa naturaleza del autor puede esperarse,
y que la gracia divina ayude al honrado esfuerzo que hoy hace tan
alto ingenio, hasta que logre, a la sombra de la Cruz, la única
solución del enigma del destino humano.
Pero tornando a Gloria, diremos que, aunque esta novela nada
pruebe, es literariamente una de las mejores de Galdós, no sólo
porque está escrita con más pausa y aliño que otras, sino por la
gravedad de pensamiento, por lo patético de la acción, por la
riqueza psicológica de las principales figuras, por el desarrollo
majestuoso y gradual de los sucesos, por lo hábil e inesperado del
desenlace y principalmente por la elevación ideal del conjunto, que
no se empaña ni aun en aquellos momentos en que la emoción es más
viva. Con más desaliño, y también con menos caridad humana y más
dureza sectaria, está escrita La familia de León Roch, en que se
plantea y no se resuelve el problema del divorcio moral que surge en
un matrimonio por disparidad de creencias, atacándose de paso
fieramente la hipocresía social en sus diversas formas y
manifestaciones. El protagonista, ingeniero sabio e incrédulo, es
tipo algo convencional, repetido por Galdós en diversas obras, por
ejemplo, en Doña Perfecta, que, como cuadro de género y galería de
tipos castizos, es de lo más selecto de su repertorio, y lo sería de
todo punto si no asomasen en ella las preocupaciones anticlericales
del autor, aunque no con el dejo amargo que hemos sentido en otras
producciones suyas.
Con las tres últimamente citadas abrió el señor Galdós la serie
de sus Novelas españolas contemporáneas, que cuenta a la hora
presente más de veinte obras diversas, algunas de ellas muy
extensas, en tres o cuatro volúmenes, enlazadas casi todas por la
reaparición de algún personaje, o por línea genealógica entre los
protagonistas de ellas, viniendo a formar todo el conjunto una
especie de Comedia humana, que participa mucho de las grandes
cualidades de la de Balzac, así como de sus defectos. Para
orientarse en este gran almacén de documentos sociales conviene
hacer, por lo menos, tres subdivisiones, lógicamente marcadas por un
cambio de manera en el escritor. Pertenecen a la primera las novelas
idealistas que conocemos ya, a las cuales deben añadirse El amigo
Manso, delicioso capricho psicológico, y Marianela, idilio trágico
de una mendiga y un ciego; menos original quizá que otras cosas de
Pérez Galdós, pero más poético y delicado: en el cual, por una
parte, se ve el reflejo del episodio de Mignon en Wilhelm Meister, y
por otra aquel procedimiento antitético familiar a Víctor Hugo,
combinando en un tipo de mujer la fealdad de cuerpo y la hermosura
de alma, el abandono y la inocencia.
La segunda fase (tercera ya en la obra total del novelista)
empieza en 1881 con La desheredada, y llega a su punto culminante en
Fortunata y Jacinta, una de las obras capitales de Pérez Galdós, una
de las mejores novelas de este siglo. En las anteriores, siento
decirlo, a vuelta de cosas excelentes, de pinturas fidelísimas de la
realidad, se nota con exceso la huella del naturalismo francés, que
entraba por entonces a España a banderas desplegadas, y reclutaba
entre nuestra juventud notables adeptos, muy dignos de profesar y
practicar mejor doctrina estética. Hoy todo aquel estrépito ha
pasado con la rapidez con que pasan todos los entusiasmos ficticios.
Muchos de los que bostezaban con la interminable serie de los Rougon
Macquart y no se atrevían a confesarlo empiezan ya a calificar de
pesadas y brutales aquellas narraciones; de trivial y somera aquella
psicología, o dígase psicofísica; de bajo y ruin el concepto
mecánico del mundo, que allí se inculca; de pedantesco o
incongruente el aparato seudocientífico con que se presentan las
conclusiones del más vulgar determinismo, única ley que en estas
novelas rige los actos, o más bien los apetitos de la que llaman
bestia humana, víctima fatal de dolencias hereditarias y de crisis
nerviosas; con lo cual, además de decapitarse al ser humano, se
aniquila todo el interés dramático de la novela, que sólo puede
resultar del conflicto de dos voluntades libres, o bien de la lucha
entre la libertad y la pasión. Había, no obstante, en el movimiento
naturalista, que en algunos puntos era una degeneración del
romanticismo y en otros un romanticismo vuelto del revés, no sólo
cualidades individuales muy poderosas, aunque por lo común mal
regidas, sino una protesta, en cierto grado necesaria, contra las
quimeras y alucinaciones del idealismo enteco y amanerado; una
reintegración de ciertos elementos de la realidad dignísimos de
entrar en la literatura cuando no pretenden ser exclusivos; y una
nueva y más atenta y minuciosa aplicación, no de los cánones
científicos del método experimental, como creía disparatadamente el
patriarca de la escuela, sino del simple método de observación y
experiencia, que cualquier escritor de costumbres ha usado; pero
que, como todo procedimiento técnico, admite continua rectificación
y mejora, porque la técnica es lo único que hay perfectible en arte.
Galdós aprovechó en numerosos libros de desigual valor toda la
parte útil de la evolución naturalista, esmerándose, sobre todo, en
el individualismo de sus pinturas; en la riqueza, a veces nimia, de
detalles casi microscópicos; en la copia fiel, a veces demasiado
fiel, del lenguaje vulgar, sin excluir el de la hez del populacho.
No fué materialista ni determinista nunca; pero en todas las novelas
de este segundo grupo se ve que presta mucha y loable atención al
dato fisiológico y a la relación entre el alma y el temperamento.
Así, en Lo prohibido, verbigracia, Camila, la mujer sana de cuerpo y
alma, se contrapone física y moralmente al neurótico y degenerado
protagonista. Por abuso de esta disección, que a veces da en cruda y
feroz, Polo, el clérigo relajado y bravío de Tormento, difiere
profundamente de análogos personajes de los Episodios, y quizá sea
más humano que ellos; pero no alcanza su talla ni su prestigio
épico.
La mayor parte de las novelas de este grupo, además de ser
españolas, son peculiarmente madrileñas, y reproducen con pasmosa
variedad de situaciones y caracteres la vida del pueblo bajo y de la
clase media de la capital; puesto que de las costumbres
aristocráticas ha prescindido Galdós hasta ahora, ya por
considerarlas mera traducción del francés y, por tanto, inadecuadas
para su objeto, ya porque su vida retirada y estudiosa le ha
mantenido lejos del observatorio de los salones, aunque con los ojos
muy abiertos sobre el espectáculo de la calle. Tienen estos cuadros
valor sociológico muy grande, que ha de ser apreciado rectamente por
los historiadores futuros; tienen a
veces gracejo indisputable en que el novelista no desmiente su
prosapia castellana; tienen, sobre todo, un hondo sentido de caridad
humana, una simpatía universal por los débiles, por los afligidos y
menesterosos, por los niños abandonados, por las víctimas de la
ignorancia y del vicio, y hasta por los cesantes y los llamados
cursis. Todo esto, no sólo honra el corazón y el entendimiento de su
autor, y da a su labor una finalidad muy elevada, aun prescindiendo
del puro arte, sino que redime de la tacha de vulgaridad cualquiera
creación suya, realza el valor representativo de sus personajes y
ennoblece y purifica con un reflejo de belleza moral hasta lo más
abyecto y ruin; todo lo cual separa profundamente el arte de Galdós
de la fiera insensibilidad y del diletantismo inhumano con que
tratan estas cosas los naturalistas de otras partes. Pero no se
puede negar que la impresión general de estos libros es aflictiva y
penosa, aunque no toque en los lindes del pesimismo; y que en
algunos la fetidez, el hambre y la miseria, o bien las angustias de
la pobreza vergonzante y los oropeles de una vanidad todavía más
triste que ridícula, están fotografiados con tan terrible y
acusadora exactitud, que dañan a la impresión serena del arte y
acongojan el ánimo con visiones nada plácidas. ¡Qué distinta cosa
son las escenas populares de ese mismo pueblo de Madrid, llenas de
luz, color y alegría, que Pérez Galdós había puesto en sus
Episodios, robando el lápiz a Goya y a don Ramón de la Cruz! Y en
otro género compárese la tétrica Desheredada con aquella inmensa
galería de novelas lupanarias de nuestro siglo XVI, en que quedó
admirablemente agotado el género (con más regocijo, sin duda, que
edificación ni provecho de los lectores), y se verá que algo perdió
Galdós con afrancesarse en los procedimientos, aunque nunca se
afrancesase en el espíritu.
¡Fatal influjo el de la tiranía de escuela aun en los talentos
más robustos! Porque los defectos que en esta sección de las obras
de Galdós me atrevo a notar proceden de su escuela únicamente, así
como todo lo bueno que hay en ellas es propio y peculiar de su
ingenio. Es más: son defectos cometidos a sabiendas, y que, bajo
cierto concepto de la novela, se razonan y explican. La falta de
selección en los elementos de la realidad, la prolija acumulación de
los detalles en esa selva de novelas que, aisladamente consideradas,
suelen no tener principio ni fin, sino que brotan las unas de las
otras con enmarañada y prolífica vegetación, indican que el autor
procura remedar el oleaje de la vida individual y social, y aspira,
temerariamente quizá, pero con temeridad heroica, sólo permitida a
tan grandes ingenios como el suyo y el de Balzac, a la integridad de
la representación humana, y por ella a la creación de un microcosmo
poético, de un mundo de representaciones enteramente suyo, en que
cada novela no puede ser más que un fragmento de la novela total,
por lo mismo que en el mundo nada empieza ni acaba en un momento
dado, sino que toda acción es contigua y simultánea con otras.
Pero hay entre estas novelas de Galdós una que para nada
necesita del apoyo de las demás, sino que se levanta sobre todas
ellas cual majestuosa encina entre árboles menores, y puede campear
íntegra y sola, porque en ninguna ha resuelto con tan magistral
pericia el arduo problema de convertir la vulgaridad de la vida en
materia estética, aderezándola y sazonándola -como él dice- con
olorosas especias, lo cual inicia ya un cambio en sus predilecciones
y manera. Tal es Fortunata y Jacinta, libro excesivamente largo,
pero en el cual la vida es tan densa, tan profunda a veces la
observación moral, tan ingeniosa y amena la psicología, o como
quiera llamarse aquel entrar y salir por los subterráneos del alma,
tan interesante la acción principal en medio de su sencillez, tan
pintoresco y curioso el detalle y tan amplio el escenario, donde
caben holgadamente todas las transformaciones morales y materiales
de Madrid desde 1868 a 1875, las vicisitudes del comercio al por
menor y las peripecias de la revolución de septiembre. Es un libro
que da la ilusión de la vida: tan completamente estudiados están los
personajes y el medio ambiente. Todo es vulgar en aquella fábula,
menos el sentimiento; y, sin embargo, hay algo de épico en el
conjunto, por gracia, en parte, de la manera franca y valiente del
narrador, pero todavía más de su peregrina aptitud para sorprender
el íntimo sentido e interpretar las ocultas relaciones de las cosas,
levantándolas de este modo a una región más poética y luminosa. Por
la realización natural, viviente, sincera; por el calor de humanidad
que hay en ella; por la riqueza del material artístico allí
acumulado, Fortunata y Jacinta es uno de los grandes esfuerzos del
ingenio español en nuestros días, y los defectos que se pueden notar
en ella y que se reducen a uno solo, el de no presentar la realidad
bastante depurada de escorias, no son tales que puedan contrapesar
el brío de la ejecución, con que prácticamente se demuestra que el
ideal puede surgir del más humilde objeto de la naturaleza y de la
vida, pues, como dice un gran maestro de estas cosas, no hay ninguno
que no presente una faz estética, aunque sea eventual y fugitiva.
Si alguna de las posteriores fábulas de nuestro autor pudiera
rivalizar con ésta, sería, sin duda, Ángel Guerra, principio de una
evolución cuyo término no hemos visto aún; pero de la cual debemos
felicitarnos desde ahora, porque en ella Galdós no sólo vuelve a la
novela novelesca en el mejor sentido de esta fórmula, sino que
demuestra condiciones no advertidas en él hasta entonces, como el
sentido de la poesía arqueológica de las viejas ciudades
castellanas; y entra, además, no diré que con paso enteramente
firme, pero sí con notable elevación de pensamiento, en un mundo de
ideas espirituales y aun místicas, que es muy diverso del mundo en
que la acción de Gloria se desenvuelve. Algo ha podido influir en
esta nueva dirección del talento de Galdós el ejemplo del gran
novelista ruso Tolstoi; pero mucho más ha de atribuirse este cambio
a la depuración progresiva, aunque lenta, de su propio pensamiento
religioso, no educado ciertamente en una disciplina muy austera, ni
muy avezado, por sus hábitos de observación concreta, a contemplar
las cosas sub specie aeternitatis, pero muy distante siempre de ese
ateísmo práctico, plaga de nuestra sociedad aun en muchos que
alardean de creyentes; de ese mero pensar relativo, con el cual se
vive continuamente fuera de Dios, aunque se le confiese con los
labios y se profane para fines mundanos la invocación de su santo
nombre.
Esta misma tendencia persiste en Nazarín, novela en cuyo
análisis no puedo detenerme ya, como tampoco en el de la trilogía de
Torquemada, espantable anatomía de la avaricia; ni menos en los
ensayos dramáticos del señor Galdós, que, aquí como en todas partes,
no ha venido a traer la paz, sino la espada, rompiendo con una
porción de convenciones escénicas, trasplantando al teatro el
diálogo franco y vivo de la novela, y procurando más de una vez
encarnar en sus obras algún pensamiento de reforma social, revestido
de formas simbólicas, al modo que lo hacen Ibsen y otros dramaturgos
del Norte. Si no en todas estas tentativas le ha mirado benévola la
caprichosa deidad que preside a los éxitos de las tablas, todas
ellas han dado motivo de grave meditación a críticos y pensadores; y
aun suponiendo que el autor hubiese errado el camino, in magnis
voluisse sat est, y hay errores geniales que valen mil veces más que
los aciertos vulgares.
Tal es, muy someramente inventariado, el caudal enorme de
producciones con que el señor Galdós llega a las puertas de esta
Academia. Sin ser un prosista rígidamente correcto, a lo cual su
propia fecundidad se opone, hay en sus obras un tesoro de lenguaje
familiar y expresivo. Ha estudiado más en los libros vivos que en
las bibliotecas; pero dentro del círculo de su observación, todo lo
ve, todo lo escudriña, todo lo sabe; el más trivial detalle de artes
y oficios, lo mismo que el más recóndito pliegue de la conciencia.
Sin aparato científico, ha pensado por cuenta propia sobre las más
arduas materias en que puede ejercitarse la especulación humana. Sin
ser historiador de profesión, ha reunido el más copioso archivo de
documentos sobre la vida moral de España en el siglo XIX. Quien
intente caracterizar su talento notará desde luego que, sin dejar de
ser castizo en el fondo, se educó por una parte bajo la influencia
anatómica y fisiológica del arte de Balzac, y por otra, en el estilo
de los novelistas ingleses, especialmente de Dickens, a quien se
parece en la mezcla de lo plástico y lo soñado, en la riqueza de los
detalles mirados como con microscopio, en la atención que concede a
lo pequeño y a lo humilde, en la poesía de los niños y en el arte de
hacerles sentir y hablar; y, finalmente, en la pintura de los
estados excepcionales de conciencia, locos, sonámbulos, místicos,
iluminados y fanáticos de todo género, como el maestro Sarmiento,
Carlos Garrote, Maximiliano Rubín y Ángel Guerra. Diríase que estas
cavernas del alma atraen a Galdós, cuyo singular talento parece
formado por una mezcla de observación menuda y reflexiva y de
imaginación ardiente, con vislumbres de iluminismo, y a veces con
ráfagas de teosofía. Se le ha tachado unas veces de frío, otras de
hiperbólico en las escenas de pasión. Para nosotros esa frialdad
aparente disimula una pasión reconcentrada que el arte no deja salir
a la superficie: parcentis viribus et extenuantis eas consulto, como
decían los antiguos. En su modo de ver y de concebir el mundo,
Galdós es poeta; pero le falta algo de la llama lírica. En cambio,
pocos novelistas de Europa le igualan en lo trascendental de las
concepciones, y ninguno le supera en riqueza de inventiva. Su vena
es tan caudalosa que no puede menos de correr turbia a veces; pero
con los desperdicios de ese caudal hay para fertilizar muchas
tierras estériles. Si Balzac, en vez de levantar el monumento de la
Comedia humana, con todo lo que en él hay de endeble, tosco y
monstruoso, se hubiera reducido a escribir un par de novelas por el
estilo de Eugenia Grandet, sería ciertamente un novelista muy
estimable; pero no sería el genial, opulento y desbordado Balzac que
conocemos. Galdós, que tanto se le parece, no valdría más si fuese
menos fecundo, porque su fecundidad es signo de fuerza creadora, y
sólo por la fuerza se triunfa en literatura como en todas partes.
Discursos
Marcelino Menéndez y Pelayo

Copyright (c) Universidad de Alicante, Banco Santander
Central Hispano 1999-2000

Discursos
Marcelino Menéndez y Pelayo

Cultura literaria de Miguel de Cervantes y elaboración del «Quijote»
Nunca hubiera aceptado la invitación, para mí tan honrosa, que
el claustro de esta Universidad me ha hecho para llevar su voz en la
solemne conmemoración que a Miguel de Cervantes dedica su patria en
el aniversario de la obra más excelsa del ingenio nacional, si sólo
hubiese atendido a la grandeza del asunto, a lo muy trillado que
está, a la pequeñez de mis fuerzas, ya gastadas en análogos empeños,
y al mérito positivo de tantos doctos maestros como honran estas
aulas, y a quienes incumbe por razón de oficio lo que en mí dejó de
serlo hace años. Pero al fin venció mis escrúpulos y estimuló mi
voluntad para el consentimiento una sola razón, aunque poderosa: la
de dar público testimonio del lazo moral que continúa ligándome a la
Universidad, en cuyo recinto pasé la mejor parte de mi vida, ya como
alumno, ya como profesor, o más bien como estudiante perpetuo de lo
mismo que pretendía enseñar. Tal continúo siendo, aunque me ejercite
en funciones diversas de la enseñanza oral; a vuestro gremio y
comunidad pertenezco, siquiera habite bajo distinto techo; labor
análoga a la vuestra es la que realizo, aunque más humilde sin duda,
porque no soy educador de espíritus nuevos, sino conservador del
tesoro de la tradición con que han de nutrirse: bibliotecario, en
suma, es decir, auxiliar que limpia y acicala las herramientas con
que ha de trabajar el pedagogo. Estos muros no pueden recibirme con
esquivez y extrañeza: guardan para mí hartas memorias, que se
enlazan con el atropellado regocijo de la juventud, con los graves
cuidados de la edad viril; memorias que, ya a la hora presente, no
puedo renovar sin cierta especie de melancólica dulzura, anuncio
cierto de que la puesta de sol se aproxima. Acaso no volverá a sonar
mi voz en este recinto; acaso será ésta la última vez en que vestiré
la toga, insignia de mi profesión antigua, y pláceme que esta
especie de despedida al cuerpo universitario se cumpla en ocasión
tan solemne; porque ni la institución que representáis ha podido
honrarme más, ni yo pude imaginar término más digno de mi carrera
académica que el ser heraldo de la gloria de Cervantes ante la
juventud española congregada en el paraninfo de la Universidad
Central, heredera de los timbres de la complutense.
Tradicional es en esta casa el culto a Cervantes. En la
numerosa serie de los apologistas y comentadores del libro inmortal
figuran con honra varios doctores de este claustro, y otros no menos
insignes de esta y otras universidades dejaron en sus lecciones
orales la semilla de ideas críticas que, germinando en muchos
cerebros y difundiéndose con lenta pero segura eficacia, han entrado
en la general cultura, ensanchando y modificando en no pequeña parte
el antiguo y algo raquítico concepto que los humanistas tenían de la
peculiar excelencia y sentido del Quijote. El estudio de los cánones
estéticos, sobreponiéndose a la preceptiva mecánica y conduciendo
los espíritus a la esfera de lo ideal; la ley superior, que resuelve
las particulares antinomias de clásicos y románticos, de idealistas
y realistas; la crítica histórica aplicada a la evolución de los
géneros literarios; la metódica investigación de las literaturas
comparadas, y, por resultado de ella, un espíritu de amplia
comprensión y tolerancia que no desdeña ninguna forma por ruda y
anticuada, ni tampoco por insólita y audaz, son verdaderas y
legítimas conquistas del espíritu moderno, cuya difusión en España
se debe principalmente a la Facultad de Letras, aunque muchos lo
ignoren y otros afecten ignorarlo. De esa Facultad soy hijo, y de
esas enseñanzas ha de ser muy débil eco el discurso presente, en
que, procurando huir los opuestos escollos de la vulgaridad y de la
paradoja, casi inevitables en tal argumento, trataré de fijar el
puesto de Cervantes en la historia de la novela y caracterizar
brevemente su obra bajo el puro concepto literario en que fué
engendrada; sin buscar fuera del arte mismo la razón de su éxito ni
distraerme a otro género de interpretaciones, que pueden ser muy
curiosas y sutiles, pero que nada importan para la apreciación
estética del libro, que es, ante todo, como su autor quiso que
fuese, una bella representación de casos ficticios, no una fría e
insulsa alegoría.
No sería Cervantes personaje indiferente en la historia de la
literatura española aunque sólo conociésemos de él las composiciones
líricas y dramáticas. Pero si no hubiese escrito más que los
entremeses, estaría a la altura de Lope de Rueda. Si no hubiese
compuesto más que la Numancia y las comedias, su importancia en los
anales de nuestra escena no sería mayor que la de Juan de la Cueva o
Cristóbal de Virués. Los buenos trozos del Viaje del Parnaso, la
elegancia de algunas canciones de La Galatea, la valiente y
patriótica inspiración de la Epístola a Mateo Vázquez, el primor
incontestable de algún soneto, no bastarían para que su nombre
sonase mucho más alto que el de Francisco de Figueroa, Pedro de
Padilla y otros poetas líricos enteramente olvidados ya, aunque en
su tiempo tuviesen justa fama. En la historia del teatro anterior a
Lope de Vega nunca podrá omitirse su nombre: es un precursor, y no
de los vulgares. Sobre sus comedias pesa una condenación
tradicional, y en parte injusta, contra la cual ya comienza a
levantarse, entre los extraños más bien que entre los propios, una
crítica más docta y mejor informada. Pero conviene que esta reacción
no traspase el justo límite, porque se trata, al fin, de obras de
mérito muy relativo, que principalmente valen puestas en cotejo con
lo que las procedió, pero que consideradas en sí mismas carecen de
unidad orgánica, sin la cual no hay poema que viva; y adolecen de
todos los defectos de la inexperiencia técnica, agravados por la
improvisación azarosa. Obras, en suma, que sólo interesan a la
arqueología literaria, que los mismos cervantistas apenas leen y que
parecen peores de lo que son, porque el gran nombre de su autor las
abruma desde la portada. De Cervantes en el teatro se esperarían
obras dignas de Shakespeare; no obras medianas en que la crítica más
benévola tiene que hacer salvedades continuas.
En cambio, el genio de la novela había derramado sobre
Cervantes todos sus dones, se había encarnado en él, y nunca se ha
mostrado más grande a los ojos de los mortales; de tal suerte que,
en opinión de muchos, constituye el Quijote una nueva categoría
estética, original y distinta de cuantas fábulas ha creado el
ingenio humano; una nueva casta de poesía narrativa no vista antes
ni después, tan humana, trascendental y eterna como las grandes
epopeyas, y al mismo tiempo doméstica, familiar, accesible a todos,
como último y refinado jugo de la sabiduría popular y de la
experiencia de la vida.
Pero en Cervantes novelista hay que distinguir el escritor de
profesión que continúa, perfeccionándolas por lo común, las formas
de arte conocidas en su tiempo, y el genio prodigiosamente iluminado
que se levanta sobre todas ellas y crea un nuevo tipo de insólita y
extraordinaria belleza, un nuevo mundo poético, nueva tierra y
nuevos cielos. Este Cervantes no es el de La Galatea ni el de
Persiles, es el Cervantes del Quijote, dentro del cual se explican y
razonan las Novelas ejemplares, que, cuando son buenas, parecen
fragmentos desprendidos de la obra inmortal, y dentro de ella
hubieran podido encontrar asilo, como le encontraron dos de ellas,
no por cierto las más felices. Con Rinconete, El coloquio de los
perros, La gitanilla, El celoso extremeño y alguna más, sin olvidar
los apotegmas y moralidades de El licenciado Vidriera, se integra la
representación de la vida española contenida en el Quijote, siendo,
por tanto, inseparables de la obra magna, a la cual deben servir de
ilustración y complemento. Mucho valdrían por sí mismas tan
primorosas narraciones; pero con ellas solas no descifraríamos el
enigma del genio de Cervantes. Deben leerse donde su autor quiso que
se leyesen, indicándolo hasta por el orden material de la
publicación entre la primera y la segunda parte del Quijote. De este
modo el genio fragmentario que en las Novelas resplandece sirve de
complemento al esbozo, también fragmentario, aunque valentísimo, de
la primera parte del Quijote, y prepara para la obra serena,
perfecta y equilibrada de la parte segunda, en que la intuición
poética de Cervantes alcanzó la plena conciencia de su obra,
trocándose de genialmente inspirada en divinamente reflexiva.
El Quijote, que, de cualquier modo que se le considere, es un
mundo poético completo, encierra episódicamente, y subordinados al
grupo inmortal que le sirve de centro, todos los tipos de la
anterior producción novelesca, de suerte que con él solo podría
adivinarse y restaurarse toda la literatura de imaginación anterior
a él, porque Cervantes se la asimiló e incorporó toda en su obra.
Así revive la novela pastoril en el episodio de Marcela y
Grisóstomo, y con carácter más realista en el de Basilio y Quiteria.
Así la novela sentimental, cuyo tipo castellano fué la Cárcel de
amor, de Diego de San Pedro, explica mucho de lo bueno y de lo malo
que en la retórica de las cuitas y afectos amorosos contienen las
historias de Cardenio, Luscinda y Dorotea, en la última de las
cuales es visible la huella del cuento de don Félix y Felismena, que
Montemayor, imitando a Bandello, introdujo en su Diana. Así la
novela psicológica se ensaya en El curioso impertinente; la de
aventuras contemporáneas tiene en El cautivo y en el generoso
bandolero Roque Guinart insuperables héroes de carne y hueso, bien
diversos de los fantasmas caballerescos. Así nos zumban
continuamente en el oído, a través de aquellas páginas inmortales,
fragmentos de los romances viejos, versos de Garcilaso,
reminiscencias de Boccaccio y del Ariosto. Así los libros de
caballerías penetran por todos lados la fábula, la sirven de punto
de partida y de comentario perpetuo, se proyectan como espléndida
visión ideal enfrente de la acción real, y, muertos en sí mismos,
continúan viviendo enaltecidos y transfigurados por el Quijote. Así
la sabiduría popular, desgranada en sentencias y proloquios, en
cuentos y refranes, derrama en el Quijote pródigamente sus tesoros y
hace del libro inmortal uno de los mayores monumentos folklóricos,
algo así como el resumen de aquella filosofía vulgar que
enaltecieron Erasmo y Juan de Mal-Lara.
Que Cervantes fué hombre de mucha lectura no podrá negarlo
quien haya tenido trato familiar con sus obras. Una frase aislada de
un erudito algo pedante como Tamayo de Vargas no basta para afirmar
que entre sus contemporáneos fuese corriente apellidar ingenio lego
al que un humanista tan distinguido como López de Hoyos llamaba con
fruición «su caro y amado discípulo» y escogía entre todos sus
compañeros para llevar la voz en nombre del estudio que regentaba.
Pudo Cervantes no cursar escuelas universitarias, y todo induce a
creer que así fué; de seguro no recibió grados en ellas; carecía sin
duda de la vastísima y universal erudición de don Francisco de
Quevedo; pudo descuidar en los azares de su vida, tan tormentosa y
atormentada, la letra de sus primeros estudios clásicos y
equivocarse tal vez cuando citaba de memoria; pero el espíritu de la
antigüedad había penetrado en lo más hondo de su alma, y se
manifiesta en él, no por la inoportuna profusión de citas y
reminiscencias clásicas, de que con tanto donaire se burló en su
prólogo, sino por otro género de influencia más honda y eficaz: por
lo claro y armónico de la composición; por el buen gusto que rara
vez falla, aun en los pasos más difíciles y escabrosos; por cierta
pureza estética que sobrenada en la descripción de lo más abyecto y
trivial; por cierta grave, consoladora y optimista filosofía que
suele encontrarse con sorpresa en sus narraciones de apariencia más
liviana; por un buen humor reflexivo y sereno, que parece la suprema
ironía de quien había andado mucho mundo y sufrido muchos
descalabros en la vida, sin que los duros trances de la guerra, ni
los hierros del cautiverio, ni los empeños, todavía más duros para
el alma generosa, de la lucha cotidiana y estéril con la adversa y
apocada fortuna llegasen a empañar la olímpica serenidad de su alma,
no sabemos si regocijada o resignada. Esta humana y aristocrática
manera de espíritu que tuvieron todos los grandes hombres del
Renacimiento, pero que en algunos anduvo mezclada con graves
aberraciones morales, encontró su más perfecta y depurada expresión
en Miguel de Cervantes, y por esto principalmente fué humanista más
que si hubiese sabido de coro toda la antigüedad griega y latina.
Ni aun en la primera le tengo por enteramente indocto, aunque
la conociese de segunda mano y por reflejo. Los autores que
principalmente podían interesarle, o los que más congeniaban con su
índole, estaban ya traducidos, no solamente al latín, sino al
castellano. Le era familiar la Odisea en la versión de Gonzalo Pérez
(de la cual se han notado reminiscencias en el Viaje del Parnaso); y
aquella gran novela de aventuras marítimas no fué ajena por ventura
a la concepción del Persiles, aunque sus modelos inmediatos fuesen
los novelistas bizantinos Heliodoro y Aquiles Tacio. Las ideas
platónicas acerca del amor y la hermosura habían llegado a Cervantes
por medio de los Diálogos de León Hebreo, a quien cita en el prólogo
del Quijote, y sigue paso a paso en el libro IV de La Galatea
(controversia de Lenio y Tirsi). Pudo leer a los moralistas,
especialmente a Xenofonte y a Plutarco, en las traducciones muy
divulgadas de Diego Gracián. Pero entre todos los clásicos griegos
había uno de índole literaria tan semejante a la suya, que es
imposible dejar de reconocer su huella en el coloquio de los dos
sabios y prudentes canes y en las sentencias del licenciado
Vidriera, moralista popular como el cínico Demonacte. Las obras de
Luciano, tan numerosas, tan varias, tan ricas de ingenio y de
gracia, donde hay muestras de todos los géneros de cuentos y
narraciones conocidas en la antigüedad: las de viajes imaginarios,
las licenciosas o milesias, las alegorías filosóficas, las sátiras
menipeas; aquella serie de diálogos y tratados que forman una
inmensa galería satírica, una especie de comedia humana y aun divina
que nada deja libre de sus dardos ni en la tierra ni en el cielo, no
fué, no pudo ser de ninguna manera tierra incógnita para Cervantes,
cuando tantos españoles del siglo de Carlos V la habían explorado,
enriqueciendo nuestra lengua con los despojos del sofista de
Samosata. No sólo de Luciano mismo, sino de sus imitadores
castellanos Juan de Valdés en el Diálogo de Mercurio y Carón, y
Cristóbal de Villalón en El Crotalón, es en cierta manera discípulo
y heredero el que hizo hablar a Cipión y Berganza con el mismo seso,
con la misma gracia ática, con la misma dulce y benévola filosofía
con que hablaron el zapatero Simylo y su gallo. Si los que pierden
el tiempo en atribuir a Cervantes ideas y preocupaciones de
librepensador moderno conociesen mejor la historia intelectual de
nuestro gran siglo encontrarían la verdadera filiación de Cervantes
cuando su crítica parece más audaz, su desenfado más picante y su
humor más jovial e independiente en la literatura polémica del
Renacimiento; en la influencia latente, pero siempre viva, de aquel
grupo erasmista, libre, mordaz y agudo, que fué tan poderoso en
España y que arrastró a los mayores ingenios de la corte del
Emperador. Cervantes nació cuando el tumulto de la batalla había
pasado, cuando la paz se había restablecido en las conciencias; su
genio, admirablemente equilibrado, le permitió vivir en armonía
consigo mismo y con su tiempo; fué sinceramente fiel a la creencia
tradicional, y, por lo mismo, pudo contemplar la vida humana con más
sano y piadoso corazón y con mente más serena y desinteresada que
los satíricos anteriores, en quienes la vena petulante y amarga
ahogó a veces el sentimiento de la justicia. Tanto difiere de ellos
como de un casi contemporáneo suyo, a quien cupo no pequeña parte de
la herencia de Luciano. Por la fuerza demoledora de su sátira; por
el hábil y continuo empleo de la ironía, del sarcasmo y de la
parodia; por el artificio sutil de la dicción; por la riqueza de los
contrastes; por el tránsito frecuente de lo risueño a lo
sentencioso, de la más limpia idealidad a lo más trivial y grosero;
por el temple particular de su fantasía cínicamente pesimista,
Luciano revive en los admirables Sueños, de Quevedo, con un sabor
todavía más acre, con una amargura y una pujanza irresistibles. Era
Quevedo helenista, y de los buenos de su tiempo; Cervantes no lo
era, pero por su alta y comprensiva indulgencia, por su benévolo y
humano sentido de la vida, él fué quien acertó con la flor del
aticismo, sin punzarse con sus espinas.
No parecerá temeraria ni quimérica la genealogía que asignamos
a una parte del pensamiento y de las formas literarias de Cervantes
si se repara que los lucianistas y erasmistas españoles del siglo
XVI fueron, después del autor de La Celestina, los primeros que
aplicaron el instrumento de la observación a las costumbres
populares; que probablemente en su escuela se había formado el
incógnito autor de El Lazarillo de Tormes; y que, no sólo Luciano,
sino Xenofonte también, habían dejado su rastro luminoso en las
páginas de Juan de Valdés, a quien Cervantes no podía citar porque
pesaba sobre su nombre el estigma de herejía que le valieron sus
posteriores escritos teológicos, pero en cuyos diálogos de la
primera manera estaba tan empapado, como lo prueba la curiosa
semejanza que tienen los primeros consejos de Don Quijote a Sancho
cuando iba a partirse para el gobierno de su ínsula, con aquella
discreta y maravillosa imitación al tesoro de los cuentos y apólogos
orientales namiento que Ciro, poco antes de morir, dirige a sus
hijos en el libro VIII de la Ciropedia. Si el amor patrio no me
ciega, creo que este bello trozo de moral socrática todavía ganó
algo de caridad humana y de penetrante unción al cristianizarse bajo
la pluma de Juan de Valdés. El rey del Diálogo de Mercurio, que no
es un ideal abstracto de perfección bélica y política como el de la
Ciropedia, sino un príncipe convertido por el escarmiento y tocado
por la gracia divina, refiere largamente su manera de gobernar, y
termina haciendo su testamento, en que son de oro todas las
sentencias. No me atrevo a decir que Cervantes le haya superado al
reproducir, no sólo la idea, sino la forma sentenciosa, mansa y
apacible de estos consejos.
Afirmó Cervantes en el prólogo de sus Novelas ejemplares,
publicadas en 1613, que él era el primero que había novelado en
lengua castellana; afirmación rigurosamente exacta, si se entiende,
como debe entenderse, de la novela corta, única a la cual entonces
se daba este nombre; pues, en efecto, las pocas colecciones de este
género publicadas en el siglo XVI (El Patrañuelo, de Timoneda, por
ejemplo) no tienen de español más que la lengua, siendo imitados o
traducidos del italiano la mayor parte de los cuentos que contienen.
De la novelística de la Edad Media puede creerse que la ignoró por
completo; el cuento de las cabras de la pastora Torralba no le tomó,
seguramente, de la Disciplina Clericalis, de Pedro Alfonso, sino de
una colección esópica del siglo XV, en que ya venía incorporado. Y
por raro que parezca, no da muestras de conocer El conde Lucanor,
impreso por Argote de Molina desde 1575, ni el Exemplario contra
engaños y peligros del mundo, tantas veces reproducido por nuestras
prensas. Él, tan versado en la didáctica popular, en aquel género de
sabiduría práctica que se formula en sentencias y aforismos, no
parece haber prestado grande atención que en el Mercurio y Carón
leemos del razo-que, después de haber servido para recrear a los
califas de Bagdad, a los monarcas Sasánidas y a los contemplativos
solitarios de las orillas del Ganges, pasaron de la predicación
budista a la cristiana, y arraigando en Castilla distrajeron las
melancolías de Alfonso el Sabio, acallaron por breve plazo los
remordimientos de don Sancho IV y se convirtieron en tela de oro
bajo la hábil e ingeniosa mano de don Juan Manuel, prudente entre
los prudentes.
Y, sin embargo, don Juan Manuel era en la literatura española
el más calificado de los precursores de Cervantes, que hubiera
podido reconocer en él algunas de sus propias cualidades. Criado a
los pechos de la sabiduría oriental que adoctrinaba en Castilla a
príncipes y magnates, el nieto de San Fernando fué un moralista
filosófico más bien que un moralista caballeresco. Sus lecciones
alcanzan a todos los estados y situaciones de la vida, no a las
clases privilegiadas únicamente. En este sentido hace obra de
educación popular, que se levanta sobre instituciones locales y
transitorias, y conserva un jugo perenne de buen sentido, de
honradez nativa, de castidad robusta y varonil, de piedad sencilla y
algo belicosa, de grave y profunda indulgencia y, a veces, de
benévola y fina ironía, dotes muy análogas a las que admiramos en el
Quijote. El arte peregrino y refinado de las Novelas ejemplares está
muy lejos, sin duda, del arte infantil, aunque nada tosco, sino muy
pulido y cortesano, que en medio de su ingenuidad muestran los
relatos de El conde Lucanor; pero el genio de la narración, que en
Cervantes llegó a la cumbre, apunta ya en estos primeros tanteos de
la novela española, si cuadra tal nombre a tan sencillas fábulas.
Don Juan Manuel, que fué el primer escritor de nuestra Edad Media
que tuvo estilo personal en prosa, como fué el Arcipreste de Hita el
primero que le tuvo en verso, sabe ya extraer de una anécdota todo
lo que verdaderamente contiene; razonar y motivar las acciones de
los personajes; verlos como figuras vivas, no como abstracciones
didácticas; notar el detalle pintoresco, la actitud significativa;
crear una representación total y armónica, aunque sea dentro de un
cuadro estrechísimo; acomodar los diálogos al carácter y el carácter
a la intención de la fábula; graduar con ingenioso ritmo las
peripecias del cuento. De este modo convierte en propia la materia
común, interpretándola con su peculiar psicología, con su ética
práctica, con el alto y severo ideal de la vida que en todos sus
libros resplandece.
Otro gran maestro de la novela en el siglo XIV, posterior en
menos de catorce años al nuestro, y divergentísimo de él en todo,
fué el que ejerció una influencia profunda e incontestable sobre
Cervantes, no ciertamente por el fondo moral de sus narraciones,
sino por el temple peculiar de su estilo y por la variedad casi
infinita de sus recursos artísticos. El cuento por el cuento mismo;
el cuento como trasunto de los varios y múltiples episodios de la
comedia humana y como expansión regocijada y luminosa de la alegría
del vivir; el cuento sensual, irreverente, de bajo contenido a
veces, de lozana forma siempre, ya trágico, ya profundamente cómico,
poblado de extraordinaria diversidad de criaturas humanas con
fisonomía y afectos propios, desde las más viles y abyectas hasta
las más abnegadas y generosas; el cuento rico en peripecias
dramáticas y en detalles de costumbres, observados con serena
objetividad y trasladados a una prosa elegante, periódica,
cadenciosa, en que el remedo de la facundia latina y del número
ciceroniano, por lo mismo que se aplican a tan extraña materia, no
dañan a la frescura y gracia de un arte juvenil, sino que le realzan
por el contraste, fué creación de Juan Boccaccio, padre indisputable
de la novela moderna en varios de sus géneros y uno de los grandes
artífices del primer Renacimiento. Ningún prosista antiguo ni
moderno ha influído tanto en el estilo de Cervantes como Boccaccio.
Sus contemporáneos lo sabían perfectamente: con el nombre de
Boccaccio español le saludó Tirso de Molina, atendiendo, no a la
ejemplaridad de sus narraciones, sino a la forma exquisita de ellas.
Y alguna hay, como El casamiento engañoso y El celoso extremeño,
que, aun ejemplarmente consideradas, no desentonarían entre las
libres invenciones del Decamerón, si no las salvara la buena
intención del autor enérgicamente expresada en su prólogo: «que si
por algún modo alcanzara que la lección de estas novelas pudiera
inducir a quien las leyera a algún mal deseo o pensamiento, antes me
cortara la mano con que las escribí que sacarlas en público».
Pero, en general, puede decirse que la influencia de las Cien
novelas en Cervantes fué puramente formal, y ni siquiera trascendió
a la prosa familiar, en que es incomparablemente original, sino a la
que podemos llamar prosa de aparato, alarde y bizarría. El escollo
de esta prosa en Boccaccio es la afectación retórica; pero hay en
sus rozagantes períodos tanta lozanía y frondosidad, era tan nueva
aquella pompa y armonía en ninguna lengua vulgar, que se comprende
que todavía dure el entusiasmo de los italianos por tal estilo, aun
reconociendo que tiene mucho de vicioso, y que en los imitadores
llegó a ser insoportable. Con mucha más economía y sobriedad que
Boccaccio procedió Cervantes, como nacido en edad más culta y en que
el latinismo era menos crudo que en su primera adaptación a los
dialectos romances; pero los defectos que se han notado como
habituales en la prosa de La Galatea y en la de los primeros libros
del Persiles, y que no dejan de ser frecuentes en las novelas de
carácter sentimental y aun en algunos razonamientos intercalados en
el Quijote, son puntualmente los mismos del novelista de Florencia,
no tanto en el Decamerón como en el Ameto, en la Fiammeta y en las
demás prosas suyas; cadencias demasiado sonoras y acompasadas,
hipérbaton violento, exceso de compostura y aliño, espaciosos rodeos
en la narración, y una visible tendencia a confundir el ritmo
oratorio con el poético. Pero en estos pasajes mismos ¡cuánta
propiedad de palabras y viveza de imágenes, cuántas frases
afectuosas y enérgicas, qué amena y fecunda variedad de modos de
decir pintorescos y galanos!
Cervantes, que con la cándida humildad propia del genio siguió
los rumbos de la literatura de su tiempo hasta que encontró el suyo
propio sin buscarle, cultivó a veces géneros falsos como la novela
pastoril, la novela sentimental, la novela bizantina de aventuras.
Obras de buena fe todas, en que su ingénito realismo lucha contra el
prestigio de la tradición literaria, sin conseguir romper el círculo
que le aprisiona. Él, que por boca del perro Berganza tan duramente
se burla de los pastores de égloga; que pone estos libros al lado de
los de caballerías en la biblioteca de Don Quijote, y hace devanear
a su héroe entre los sueños de una fingida Arcadia, como postrera
evolución de su locura, no sólo compuso La Galatea en sus años
juveniles, sino que toda la vida estuvo prometiendo su continuación,
y aun pensaba en ella en su lecho de muerte. No era todo tributo
pagado al gusto reinante. La psicología del artista es muy compleja,
y no hay fórmula que nos dé íntegro su secreto. Y yo creo que algo
faltaría en la obra de Cervantes si no reconociésemos que en su
espíritu alentaba una aspiración romántica, nunca satisfecha, que,
después de haberse derramado con heroico empuje por el campo de la
acción, se convirtió en actividad estética, en energía creadora, y
buscó en el mundo de los idilios y de los viajes fantásticos lo que
no encontraba en la realidad, escudriñada por él con tan penetrantes
ojos. Tal sentido tiene, a mi ver, el bucolismo suyo, como el de
otros grandes ingenios de aquella centuria.
A la falsa idealización de la vida guerrera se había
contrapuesto otra no menos falsa de la vida de los campos, y una y
otra se repartieron los dominios de la imaginación, especialmente el
de la novela, sin dejar por eso de hacer continuas incursiones en la
poesía épica y en el teatro, y de modificar profundamente las formas
de la poesía lírica. Ninguna razón histórica justificaba la
aparición del género bucólico; era un puro diletantismo estético;
pero no por serlo dejó de producir inmortales bellezas en
Sannázzaro, en Garcilaso, en Spenser, en el Tasso. Poco se adelanta
con decir que es inverosímil el paisaje; que son falsos los afectos
atribuídos a la gente rústica, y falsa de todo punto la pintura de
sus costumbres; que la extraña mezcla de mitología clásica y de
supersticiones modernas produce un efecto híbrido y discordante. De
todo se cuidaron estos poetas, menos de la fidelidad de la
representación. El pellico del pastor fué para ellos un disfraz, y
lo que hay de vivo y eterno en estas obras del Renacimiento es la
gentil adaptación de la forma antigua a un modo de sentir juvenil y
sincero, a una pasión enteramente moderna, sean cuales fueren los
velos arcaicos con que se disfraza. La égloga y el idilio, el drama
pastoral a la manera del Aminta y de El pastor Fido, la novela que
tiene por teatro las selvas y bosques de Arcadia pueden empalagar a
nuestro gusto desdeñoso y ávido de realidad humana, aunque sea
vulgar; pero es cierto que embelesaron a generaciones cultísimas y
que sentían profundamente el arte, y envolvieron los espíritus en
una atmósfera serena y luminosa, mientras el estrépito de las armas
resonaba por toda Europa. Los más grandes poetas: Shakespeare,
Milton, Lope, Cervantes, pagaron tributo a la pastoral en una forma
o en otra.
Tipo de este género de novelas fué la Arcadia del napolitano
Sannázzaro, elegante humanista, poeta ingenioso, artífice de estilo,
más paciente que inspirado. Su obra, que es una especie de centón de
lo más selecto de los bucólicos griegos y latinos, apareció a tiempo
y tuvo un éxito que muchas obras de genio hubieran podido envidiar.
Hasta el título de la obra, tomado de aquella monstruosa región del
Peloponeso, afamada entre los antiguos por la vida patriarcal de sus
moradores y la pericia que se les atribuía en el canto pastoril,
sirvió para designar una clase entera de libros, y hubo otras
Arcadias, tan famosas como la de sir Felipe Sidney y la de Lope de
Vega, sin contar con La fingida Arcadia que dramatizó Tirso. Todas
las novelas pastoriles escritas en Europa, desde el Renacimiento de
las letras hasta las postrimerías del bucolismo con Florián y
Gessner, reproducen el tipo de la novela de Sannázzaro, o más bien
de las novelas españolas compuestas a su semejanza, y que en buena
parte le modifican, haciéndole más novelesco. Pero en todas estas
novelas, cuál más, cuál menos, hay, no sólo reminiscencias, sino
imitaciones deliberadas de los versos y de las prosas de la Arcadia,
que a veces, como en El siglo de oro y en La constante Amarilis,
llegan hasta el plagio. Aun en La Galatea, que parece de las más
originales, proceden de Sannázzaro la primera canción de Elicio («Oh
alma venturosa»), que es la de Ergasto sobre el sepulcro de
Androgeo, y una parte del bello episodio de los funerales del pastor
Meliso, con la descripción del valle de los cipreses. Si la prosa de
Cervantes parece allí más redundante y latinizada que de costumbre
débese a la presencia del modelo italiano. Lo que Sannázzaro había
hecho con todos sus predecesores lo hicieron con él sus alumnos
poéticos, saqueándole sin escrúpulos. El género era artificial, y
vivía de estos hurtos honestos, no sólo disculpados, sino
autorizados por todas las Poéticas de aquel tiempo.
Mucho más de personal hay en la obra de la vejez de Cervantes,
en el Persiles, cuyo valor estético no ha sido rectamente apreciado
aún, y que contiene en su segunda mitad algunas de las mejores
páginas que escribió su autor. Pero hasta que pone el pie en terreno
conocido y recobra todas sus ventajas los personajes desfilan ante
nosotros como legión de sombras, moviéndose entre las nieblas de una
geografía desatinada y fantástica, que parece aprendida en libros
tales como el Jardín de flores curiosas, de Antonio de Torquemada.
La noble corrección del estilo, la invención siempre fértil no
bastan para disimular la fácil y trivial inverosimilitud de las
aventuras, el vicio radical de la concepción, vaciada en los moldes
de la novela bizantina: raptos, naufragios, reconocimientos,
intervención continua de bandidos y piratas. Dijo Cervantes,
mostrando harta modestia, que su libro «se atrevía a competir con
Heliodoro, si ya, por atrevido, no salía con las manos en la
cabeza». No creo que fuese principalmente Heliodoro, sino más bien
Aquiles Tacio, leído en la imitación española de Alonso Núñez de
Reinoso que lleva el título de Historia de Clareo y Florisea, el
autor griego que Cervantes tuvo más presente para su novela. Pero,
de todos modos, corta gloria era para él superar a Heliodoro, a
Aquiles Tacio y a todos sus imitadores juntos, y da lástima que se
empeñase en tan estéril faena. En la novela grecobizantina lo
borroso y superficial de los personajes se suplía con el
hacinamiento de aventuras extravagantes, que en el fondo eran
siempre las mismas, con impertinentes y prolijas descripciones de
objetos naturales y artificiales y con discursos declamatorios
atestados de todo el fárrago de la retórica de las escuelas.
Cervantes sacó todo el partido que podía sacarse de un género
muerto, estampó en su libro un sello de elevación moral que le
engrandece, puso algo de sobrenatural y misterioso en el destino de
los dos amantes, y al narrar sus últimas peregrinaciones escribió en
parte las memorias de su juventud, iluminadas por el melancólico
reflejo de su vejez honrada y serena. Puesta de sol es el Persiles,
pero todavía tiene resplandores de hoguera.
Y no hablemos más de lo que es accesorio en el arte de
Cervantes, aunque no sea lícito tratarlo con el desdén e
irreverencia que afectan algunos singulares cervantistas de última
hora, para quienes la apoteosis del Quijote implica el vilipendio de
toda la literatura española y hasta de la propia persona de
Cervantes, a quien declaran incapaz de comprender toda la
trascendencia y valor de su obra, tratándole poco menos que como un
idiota de genio que acertó por casualidad en un solo momento de su
vida. Todas las obras de Cervantes, aun las más débiles bajo otros
respectos, prueban una cultura muy sólida y un admirable buen
sentido. Nadie menos improvisador que él, excepto en su teatro. Sus
producciones son pocas, separadas entre sí por largos intervalos de
tiempo, escritas con mucho espacio y corregidas con aliño. Nada
menos que diez años mediaron entre una y otra parte del Quijote, y
la segunda lleva huellas visibles de la afortunada y sabia lentitud
con que fué escrita. De dos novelas ejemplares, El celoso extremeño
y el Rinconete, tenemos todavía un trasunto de los borradores
primitivos copiados por el licenciado Porras de la Cámara, y de
ellos a la redacción definitiva, ¡cuánta distancia! Si alguna vez
llegara a descubrirse el manuscrito autógrafo del Quijote, de fijo
que nos proporcionaría igual sorpresa. La genial precipitación de
Cervantes es una vulgaridad crítica, tan falta de sentido como otras
muchas. No basta fijarse en distracciones o descuidos, de que nadie
está exento, para oponerse al común parecer que da a Cervantes el
principado entre los prosistas de nuestra lengua, no por cierto en
todos géneros y materias, sino en la amplia materia novelesca, única
que cultivó. La prosa histórica, la elocuencia ascética tienen sus
modelos propios, y de ellos no se trata aquí. El campo de Cervantes
fué la narración de casos fabulosos, la pintura de la vida humana,
seria o jocosa, risueña o melancólica, altamente ideal o donosamente
grotesca, el mundo de la pasión, el mundo de lo cómico y de la risa.
Cuando razona, cuando diserta, cuando declama, ya sobre la edad de
oro, ya sobre las armas y las letras, ya sobre la poesía y el
teatro, es un escritor elegante, ameno, gallardísimo, pero ni sus
ideas traspasan los límites del saber común de sus contemporáneos,
ni la elocución en estos trozos que pudiéramos llamar triunfales (y
que son por ende los que más se repiten en las crestomatías) tiene
nada de peculiarmente cervantesco. Cosas hay allí que lo mismo
pudieran estar dichas por Cervantes que por fray Antonio de Guevara
o por el maestro Pérez de Oliva. Es el estilo general de los buenos
prosistas del siglo XVI, con más brío, con más arranque, con una
elegancia más sostenida. Otros trozos del Quijote, retóricos y
afectados de propósito, o chistosamente arcaicos, se han celebrado
hasta lo sumo, por ignorarse que eran parodias del lenguaje culto y
altisonante de los libros de caballerías, y todavía hay quien en
serio los imita, creyendo poner una pica en Flandes. A tal extremo
ha llegado el desconocimiento de las verdaderas cualidades del
estilo de la fábula inmortal, que son las más inasequibles a toda
imitación por lo mismo que son las que están en la corriente general
de la obra, las que no hieren ni deslumbran en tal o cual pasaje,
sino que se revelan de continuo por el inefable bienestar que cada
lectura deja en el alma, como plática sabrosa que se renueva siempre
con delicia, como fiesta del espíritu cuyas antorchas no se apagan
jamás.
Donde Cervantes aparece incomparable y único es en la narración
y en el diálogo. Sus precursores, si los tuvo, no son los que
comúnmente se le asignan. La novela picaresca es independiente de
él, se desarrolló antes que él, camina por otros rumbos: Cervantes
no la imita nunca, ni siquiera en Rinconete y Cortadillo, que es un
cuadro de género tomado directamente del natural, no una
idealización de la astucia famélica como El Lazarillo de Tormes, ni
una profunda psicología de la vida extrasocial como Guzmán de
Alfarache. Corre por las páginas de Rinconete una intensa alegría,
un regocijo luminoso, una especie de indulgencia estética que depura
todo lo que hay de feo y de criminal en el modelo, y sin mengua de
la moral lo convierte en espectáculo divertido y chistoso. Y así
como es diverso el modo de contemplar la vida de la hampa, que
Cervantes mira con ojos de altísimo poeta y los demás autores con
ojos penetrantes de satírico o moralista, así es divergentísimo el
estilo, tan bizarro y desenfadado en Rinconete, tan secamente
preciso, tan aceradamente sobrio en El Lazarillo, tan crudo y
desgarrado, tan hondamente amargo en el tétrico y pesimista Mateo
Alemán, uno de los escritores más originales y vigorosos de nuestra
lengua, pero tan diverso de Cervantes en fondo y forma que no parece
contemporáneo suyo, ni prójimo siquiera.
No de los novelistas picarescos, a cuya serie no pertenece,
pero sí de La Celestina y de las comedias y pasos de Lope de Rueda
recibió Cervantes la primera iniciación en el arte del diálogo, y un
tesoro de dicción popular, pintoresca y sazonada. Admirador
ferviente se muestra tanto del bachiller Fernando de Rojas, cuyo
libro califica de divino si encubriera más lo humano, como del
batihoja sevillano, «varón insigne en la representación y en el
entendimiento», cuyas farsas conservaba fielmente en la memoria
desde que las vió representar siendo niño. Y en esta admiración
había mucho de agradecimiento, que Cervantes de seguro hubiera hecho
extensivo a otro más remoto predecesor suyo, si hubiera llegado a
conocerle. Me refiero a El Corbacho del Arcipreste de Talavera, que
es la mejor pintura de costumbres anterior a la época clásica. Este
segundo Arcipreste, que tantas analogías de humor tiene con el de
Hita, fué el único moralista satírico, el único prosista popular, el
único pintor de la vida doméstica en tiempo de don Juan II. Gracias
a él, la lengua desarticulada y familiar, la lengua elíptica,
expresiva y donairosa, la lengua de la conversación, la de la plaza
y el mercado, entró por primera vez en el arte con una bizarría, con
un desgarro, con una libertad de giros y movimientos que anuncian la
proximidad del grande arte realista español. El instrumento estaba
forjado: sólo faltaba que el autor de La Celestina se apoderase de
él, creando a un tiempo el diálogo del teatro y el de la novela. Si
de algo peca el estilo del Arcipreste de Talavera es de falta de
parsimonia, de exceso de abundancia y lozanía. Pero ¿quién le
aventaja en lo opulento y despilfarrado del vocabulario, en la
riqueza de adagios y proverbios, de sentencias y retraheres, en la
fuerza cómica y en la viveza plástica, en el vigoroso instinto con
que sorprende y aprisiona todo lo que hiere los ojos, todo lo que
zumba en los oídos, el tumulto de la vida callejera y desbordada, la
locuacidad hiperbólica y exuberante, los vehementes apóstrofes, los
revueltos y enmarañados giros en que se pierden las desatadas
lenguas femeninas? El bachiller Fernando de Rojas fué discípulo
suyo, no hay duda en ello; puede decirse que la imitación comienza
desde las primeras escenas de la inmortal tragicomedia. La
descripción que Parmeno hace de la casa, ajuar y laboratorio de
Celestina parece un fragmento de El Corbacho. Cuando Sempronio
quiere persuadir a su amo de la perversidad de las mujeres y de los
peligros del amor no hace sino glosar los conceptos y repetir las
citas del Arcipreste. El Corbacho es el único antecedente digno de
tenerse en cuenta para explicarnos de algún modo la perfecta
elaboración de la prosa de La Celestina. Hay un punto, sobre todo,
en que no puede dudarse que Alfonso Martínez precedió a Fernando de
Rojas, y es en la feliz aplicación de los refranes y proverbios, que
tan exquisito sabor castizo y sentencioso comunican a la prosa de la
tragicomedia de Calixto y Melibea, como luego a los diálogos del
Quijote.
Aquel tipo de prosa que se había mostrado con la intemperancia
y lozanía de la juventud en las páginas de El Corbacho; que el genio
clásico de Rojas había descargado de su exuberante y viciosa
frondosidad; que el instinto dramático de Lope de Rueda había
transportado a las tablas, haciéndola más rápida, animada y ligera,
explica la prosa de los entremeses y de parte de las novelas de
Cervantes; la del Quijote no la explica más que en lo secundario,
porque tiene en su profunda espontaneidad, en su avasalladora e
imprevista hermosura, en su abundancia patriarcal y sonora, en su
fuerza cómica irresistible, un sello inmortal y divino. Han dado
algunos en la flor de decir con peregrina frase que Cervantes no fué
estilista; sin duda los que tal dicen confunden el estilo con el
amaneramiento. No tiene Cervantes una manera violenta y afectada,
como la tienen Quevedo o Baltasar Gracián, grandes escritores por
otra parte. Su estilo arranca, no del capricho individual, no de la
excéntrica y errabunda imaginación, no de la sutil agudeza, sino de
las entrañas mismas de la realidad que habla por su boca. El
prestigio de la creación es tal que anula al creador mismo, o más
bien le confunde con su obra, le identifica con ella, mata toda
vanidad personal en el narrador, le hace sublime por la ingenua
humildad con que se somete a su asunto, le otorga en plena edad
crítica alguno de los dones de los poetas primitivos, la objetividad
serena, y al mismo tiempo el entrañable amor a sus héroes, vistos,
no como figuras literarias, sino como sombras familiares que dictan
al poeta el raudal de su canto. Dígase, si se quiere, que ese estilo
no es el de Cervantes, sino el de Don Quijote, el de Sancho, el del
bachiller Sansón Carrasco, el del caballero del verde gabán, el de
Dorotea y Altisidora, el de todo el coro poético que circunda al
grupo inmortal. Entre la naturaleza y Cervantes, ¿quién ha imitado a
quién?, se podrá preguntar eternamente.
De intento he reservado para este lugar el hablar de los libros
de caballerías, porque ningún género de novela está tan enlazado con
el Quijote, que es en parte antítesis, en parte parodia, en parte
prolongación y complemento de ellos. Enorme fué, increíble, aunque
transitoria, la fortuna de estos libros, y no es el menor enigma de
nuestra historia literaria esta rápida y asombrosa popularidad,
seguida de un abandono y descrédito tan completos, los cuales no
pueden atribuirse exclusivamente al triunfo de Cervantes, puesto que
a principios del siglo XVII ya estos libros iban pasando de moda, y
apenas se componía ninguno nuevo. Suponen la mayor parte de los que
tratan de estas cosas que la literatura caballeresca alcanzó tal
prestigio entre nosotros porque estaba en armonía con el temple y
carácter de la nación y con el estado de la sociedad, por ser España
la tierra privilegiada de la caballería. Pero en todo esto hay
evidente error, o, si se quiere, una verdad incompleta. La
caballería heroica y tradicional de España, tal como en los cantares
de gesta, en las crónicas, en los romances y aun en los mismos
cuentos de don Juan Manuel se manifiesta, nada tiene que ver con el
género de imaginación que produjo las ficciones andantescas. La
primera tiene un carácter sólido, positivo y hasta prosaico a veces;
está adherida a la historia, y aun se confunde con ella; se mueve
dentro de la realidad, y no gasta sus fuerzas en quiméricos empeños,
sino en el rescate de la tierra natal y en lances de honra o de
venganza. La imaginación procede en estos relatos con extrema
sobriedad, y aun si se quiere con sequedad y pobreza, bien
compensadas con otras excelsas cualidades que hacen de nuestra
poesía heroica una escuela de viril sensatez y reposada energía. Sus
motivos son puramente épicos; para nada toma en cuenta la pasión del
amor, principal impulso del caballero andante. Jamás pierde de vista
la tierra, o, por mejor decir, una pequeñísima porción de ella, el
suelo natal, único que el poeta conocía. Para nada emplea lo
maravilloso profano, y apenas lo sobrenatural cristiano. Compárese
todo esto con la desenfrenada invención de los libros de
caballerías; con su falta de contenido histórico; con su perpetua
infracción de todas las leyes de la realidad; con su geografía
fantástica; con sus batallas imposibles; con sus desvaríos
amatorios, que oscilan entre el misticismo descarriado y la más baja
sensualidad; con su disparatado concepto del mundo y de los fines de
la vida; con su población inmensa de gigantes, enanos, encantadores,
hadas, serpientes, endriagos y monstruos de todo género, habitadores
de ínsulas y palacios encantados; con sus despojos y reliquias de
todas las mitologías y supersticiones del Norte y del Oriente, y se
verá cuán imposible es que una literatura haya salido de la otra,
que la caballería moderna pueda estimarse como prolongación de la
antigua. Hay un abismo profundo, insondable, entre las gestas y las
crónicas, hasta cuando son más fabulosas, y el libro de caballerías
más sencillo que pueda encontrarse, el mismo Cifar o el mismo
Tirante.
Ni la vida heroica de España en la Edad Media, ni la primitiva
literatura, ya épica, ya didáctica, que ella sacó de sus entrañas y
fué expresión de esta vida, fiera y grave como ella, legaron
elemento ninguno al género de ficción que aquí consideramos. Los
grandes ciclos nacieron fuera de España, y sólo llegaron aquí
después de haber hecho su triunfal carrera por toda Europa, y al
principio fueron tan poco imitados que en más de dos centurias,
desde fines del siglo XIII a principios del XVI, apenas produjeron
seis o siete libros originales, juntando las tres literaturas
hispánicas, y abriendo la mano en cuanto a alguno que no es
caballeresco más que en parte.
¿Cómo al alborear el siglo XVI o al finalizar el XV se trocó en
vehemente afición el antiguo desvío de nuestros mayores hacia esta
clase de libros, y se solazaron tanto con ellos durante cien años
para olvidarlos luego completa y definitivamente?
Las causas de este hecho son muy complejas: unas, de índole
social; otras, puramente literarias. Entre las primeras hay que
contar la transformación de ideas, costumbres, usos, modales y
prácticas caballerescas y cortesanas que cierta parte de la sociedad
española experimentó durante el siglo XV, y aun pudiéramos decir
desde fines del XIV; en Castilla, desde el advenimiento de la casa
de Trastamara; en Portugal, desde la batalla de Aljubarrota, o mejor
aún, desde las primeras relaciones con la casa de Lancáster. Los
proscritos castellanos que habían acompañado en Francia a don
Enrique el Bastardo; los aventureros franceses e ingleses que
hollaron ferozmente nuestro suelo siguiendo las banderas de Du
Guesclin y del Príncipe Negro; los caballeros portugueses de la
corte del Maestre de Avís, que en torno de su reina inglesa gustaban
de imitar las bizarrías de la Tabla Redonda, trasladaron a la
Península, de un modo artificial y brusco sin duda, pero con todo el
irresistible poderío de la moda, el ideal de vida caballeresca,
galante y fastuosa de las cortes francesas y anglonormandas. Basta
leer las crónicas del siglo XV para comprender que todo se imitó:
trajes, muebles y armaduras, empresas, motes, saraos, banquetes,
torneos y pasos de armas. Y la imitación no se limitó a lo exterior,
sino que trascendió a la vida, inoculando en ella la ridícula
esclavitud amorosa y el espíritu fanfarrón y pendenciero; una mezcla
de frivolidad y barbarie, de la cual el paso honroso de Suero de
Quiñones en la puente de Órbigo es el ejemplar más célebre, aunque
no fué el único. Claro es que estas costumbres exóticas no
trascendían al pueblo; pero el contagio de la locura caballeresca,
avivada por el favor y presunción de las damas, se extendía entre
los donceles cortesanos hasta el punto de sacarlos de su tierra y
hacerles correr las más extraordinarias aventuras por toda Europa.
Los que tales cosas hacían tenían que ser lectores asiduos de
libros de caballerías, y agotada ya la fruición de las novelas de la
Tabla Redonda y de sus primeras imitaciones españolas era natural
que apeteciesen alimento nuevo, y que escritores más o menos
ingeniosos acudiesen a proporcionárselo, sobre todo después que la
imprenta hizo fácil la divulgación de cualquier género de libros y
comenzaron los de pasatiempo a reportar alguna ganancia a sus
autores. Y como las costumbres cortesanas durante la primera mitad
del siglo XVI fueron en toda Europa una especie de prolongación de
la Edad Media, mezclada de extraño y pintoresco modo con el
Renacimiento italiano, no es maravilla que los príncipes y grandes
señores, los atildados palaciegos, los mancebos que se preciaban de
galanes y pulidos, las damas encopetadas y redichas que les hacían
arder en la fragua de sus amores, se mantuviesen fieles a esta
literatura, aunque por otro lado platonizasen y petrarquizasen de lo
lindo.
Creció, pues, con viciosa fecundidad la planta de estos libros,
que en España se compusieran en mayor número que en ninguna parte,
por ser entonces portentosa la actividad del genio nacional en todas
sus manifestaciones, aun las que parecen más contrarias a su índole.
Y como España comenzaba a imponer a Europa su triunfante literatura,
el público que esos libros tuvieron no se componía exclusiva ni
principalmente de españoles, como suelen creer los que ignoran la
historia, sino que, casi todos, aun los más detestables, pasaron al
francés y al italiano, y muchos también al inglés, al alemán y al
holandés, y fueron imitados de mil maneras hasta por ingenios de
primer orden, y todavía hacían rechinar las prensas cuando en España
nadie se acordaba de ellos, a pesar del espíritu aventurero y
quijotesco que tan gratuitamente se nos atribuye.
Porque el influjo y propagación de los libros de caballerías no
fué un fenómeno español, sino europeo. Eran los últimos destellos
del sol de la Edad Media, próximo a ponerse. Pero su duración debía
ser breve, como lo es la del crepúsculo. A pesar de apariencias
engañosas no representaban más que lo externo de la vida social; no
respondían al espíritu colectivo, sino al de una clase, y aun éste
lo expresaban imperfectamente. El Renacimiento había abierto nuevos
rumbos a la actividad humana; se había completado el planeta con el
hallazgo de nuevos mares y de nuevas tierras; la belleza antigua,
inmortal y serena, había resurgido de su largo sueño, disipando las
nieblas de la barbarie; la ciencia experimental comenzaba a levantar
una punta de su velo; la conciencia religiosa era teatro de hondas
perturbaciones, y media Europa lidiaba contra la otra media. Con
tales objetos para ocupar la mente humana, con tan excelsos motivos
históricos como el siglo XVI presentaba, ¿cómo no habían de parecer
pequeñas en su campo de acción, pueriles en sus medios, desatinadas
en sus fines, las empresas de los caballeros andantes? Lo que había
de alto y perenne en aquel ideal necesitaba regeneración y
transformación; lo que había de transitorio se caía a pedazos, y por
sí mismo tenía que sucumbir, aunque no viniese a acelerar su caída
ni la blanda y risueña ironía del Ariosto, ni la parodia ingeniosa y
descocada de Teófilo Folengo, ni la cínica y grosera caricatura de
Rabelais, ni la suprema y trascendental síntesis humorística de
Cervantes.
Duraban todavía en el siglo XVI las costumbres y prácticas
caballerescas, pero duraban como formas convencionales y vacías de
contenido. Los grandes monarcas del Renacimiento, los sagaces y
expertos políticos adoctrinados con el breviario de Maquiavelo, no
podían tomar por lo serio la mascarada caballeresca. Francisco I y
Carlos V, apasionados lectores del Amadís de Gaula uno y otro,
podían desafiarse a singular batalla, pero tan anacrónico desafío no
pasaba de los protocolos y de las intimaciones de los heraldos, ni
tenía otro resultado que dar ocupación a la pluma de curiales y
apologistas. En España los duelos públicos y en palenque cerrado
habían caído en desuso mucho antes de la prohibición del Concilio
tridentino; el famoso de Valladolid, en 1522, entre don Pedro
Torrellas y don Jerónimo de Ansa fué verdaderamente el postrer duelo
de España. Continuaron las justas y torneos, y hasta hubo cofradías
especiales para celebrarlos, como la de San Jorge, de Zaragoza; pero
aun en este género de caballería recreativa y ceremoniosa se observa
notable decadencia en la segunda mitad del siglo, siendo preferidos
los juegos indígenas de cañas, toros y jineta, que dominaron en el
siglo XVII.
Pero aunque todo esto tenga interés para la historia de las
costumbres, en la historia de las ideas importa poco. La
supervivencia del mundo caballeresco era de todo punto ficticia.
Nadie obraba conforme a sus vetustos cánones: ni príncipes, ni
pueblos. La historia actual se desbordaba de tal modo, y era tan
grande y espléndida, que forzosamente cualquiera fábula tenía que
perder mucho en el cotejo. Lejos de creer yo que tan disparatadas
ficciones sirviesen de estímulo a los españoles del siglo XVI para
arrojarse a inauditas empresas, creo, por el contrario, que debían
de parecer muy pobre cosa a los que de continuo oían o leían las
prodigiosas y verdaderas hazañas de los portugueses en la India y de
los castellanos en todo el continente de América y en las campañas
de Flandes, Alemania e Italia. La poesía de la realidad y de la
acción, la gran poesía geográfica de los descubrimientos y de las
conquistas, consignada en páginas inmortales por los primeros
narradores de uno y otro pueblo, tenía que triunfar, antes de mucho,
de la falsa y grosera imaginación que combinaba torpemente los datos
de esta ruda novelística.
Aparte de las razones de índole social que explican el apogeo y
menoscabo de la novela caballeresca, hay otras puramente literarias
que conviene dilucidar. Pues ¿a quién no maravilla que en la época
más clásica de España, en el siglo espléndido del Renacimiento, que
con razón llamamos de oro; cuando florecían nuestros más grandes
pensadores y humanistas; cuando nuestras escuelas estaban al nivel
de las más cultas de Europa, y en algunos puntos las sobrepujaban;
cuando la poesía lírica y la prosa didáctica, la elocuencia mística,
la novela de costumbres y hasta el teatro, robusto desde su
infancia, comenzaban a florecer con tanto brío; cuando el palacio de
nuestros reyes y hasta las pequeñas cortes de algunos magnates eran
asilo de las buenas letras, fuese entretenimiento común de grandes y
pequeños, de doctos e indoctos, la lección de unos libros que,
exceptuados cuatro o cinco que merecen alto elogio, son tales como
los describió Cervantes: «en el estilo duros, en las hazañas
increíbles, en los amores lascivos, en las cortesías mal mirados,
largos en las batallas, necios en las razones, disparatados en los
viajes, y, finalmente, dignos de ser desterrados de la república
cristiana como gente inútil»?
¿Cómo es posible que tan bárbaro y grosero modo de novelar
coexistiese con una civilización tan adelantada? Y no era el ínfimo
vulgo quien devoraba tales libros, que por lo abultados y costosos
debían ser inasequibles para él; no eran tan sólo los hidalgos de
aldea como Don Quijote; era toda la corte, del emperador abajo, sin
excluir a los hombres que parecían menos dispuestos a recibir el
contagio. El místico reformista conquense Juan de Valdés, uno de los
espíritus más finos y delicados, y uno de los más admirables
prosistas de la literatura española, Valdés, helenista y latinista,
amigo y corresponsal de Erasmo, catequista de augustas damas,
maestro de Julia Gonzaga y de Victoria Colonna, después de decir en
su Diálogo de la lengua que los libros de caballerías, quitados el
Amadís y algún otro, «a más de ser mentirosísimos, son tan mal
compuestos, así por decir las mentiras muy desvergonzadas como por
tener el estilo desbaratado, que no hay buen estómago que los pueda
leer», confiesa a renglón seguido que él los había leído todos.
«Diez años, los mejores de mi vida, que gasté en palacios y cortes,
no me empleé en ejercicio más virtuoso que en leer estas mentiras,
en las cuales tomaba tanto sabor, que me comía las manos tras
ellas.»
La explicación de este fenómeno parece muy llana. Tiene la
novela dos aspectos: uno literario, y otro que no lo es. Puede y
debe ser obra de arte puro; pero en muchos casos no es más que obra
de puro pasatiempo, cuyo valor estético puede ser ínfimo. Así como
de la historia dijeron los antiguos que agradaba escrita de
cualquier modo, así la novela cumple uno de sus fines, sin duda el
menos elevado, cuando excita y satisface el instinto de curiosidad,
aunque sea pueril; cuando prodiga los recursos de la invención,
aunque sea mala y vulgar; cuando nos entretiene con una maraña de
aventuras y casos prodigiosos, aunque estén mal pergeñados. Todo
hombre tiene horas de niño, y desgraciado del que no las tenga. La
perspectiva de un mundo ideal seduce siempre, y es tal la fuerza de
su prestigio que apenas se concibe al género humano sin alguna
especie de novelas o cuentos, orales o escritos. A falta de los
buenos se leen los malos, y éste fué el caso de los libros de
caballerías en el siglo XVI y la razón principal de su éxito.
Apenas había otra forma de ficción, fuera de los cuentos cortos
italianos de Boccaccio y de sus imitadores. Las novelas
sentimentales y pastoriles eran muy pocas, y tenían aún menos
interés novelesco que los libros de caballerías, siquiera los
aventajasen mucho en galas poéticas y de lenguaje. Todavía
escaseaban más las tentativas de la novela histórica, género que,
por otra parte, se confundió con el de caballerías en un principio.
De la novela picaresca o de costumbres apenas hubo en toda aquella
centuria más que dos ejemplos, aunque excelentes y magistrales. La
primitiva Celestina (que en rigor no es novela, sino drama) era
leída y admirada aun por las gentes más graves, que se lo perdonaban
todo en gracia de la perfección de su estilo y de su enérgica
representación de la vida; pero sus continuaciones e imitaciones,
más deshonestas que ingeniosas, no podían ser del gusto de todo el
mundo, por muy grande que supongamos, y grande era, en efecto, la
relajación de las costumbres y la licencia de la prensa. Quedaron,
pues, los Amadises y Palmerines por únicos señores del campo. Y como
la misma, y aun mayor, penuria de novelas originales se padecía en
toda Europa, ellos fueron los que dominaron enteramente esta
provincia de las letras por más de cien años.
Por haber satisfecho, conforme al gusto de un tiempo dado,
necesidades eternas de la mente humana, aun de la más inculta,
triunfó de tan portentosa manera este género literario y han
triunfado después otros análogos. Las novelas seudohistóricas, por
ejemplo, de Alejandro Dumas y de nuestro Fernández y González, son
por cierto más interesantes y amenas que los Floriseles, Belianises
y Esplandianes; pero libros de caballerías son también adobados a la
moderna; novelas interminables de aventuras belicosas y amatorias,
sin más fin que el de recrear la imaginación. Todos las encuentran
divertidas, pero nadie les concede un valor artístico muy alto. Y,
sin embargo, Dumas, el viejo, tuvo en su tiempo, y probablemente
tendrá ahora mismo, más lectores en su tierra que el coloso Balzac,
e infinitamente más que Merimée, cuyo estilo es la perfección misma.
La novela como arte es para muy pocos; la novela como
entretenimiento está al alcance de todo el mundo, y es un goce
lícito y humano, aunque de orden muy inferior.
Por haber hablado, pues, de armas y de amores, materia siempre
grata a mancebos enamorados y a gentiles damas, cautivaron a su
público estos libros, sin que fuesen obstáculo su horrible pesadez,
sus repeticiones continuas, la tosquedad de su estructura, la
grosera inverosimilitud de los lances y todos los enormes defectos
que hacen hoy intolerable su lectura. Pero es claro que esta ilusión
no podía mantenerse mucho tiempo; la vaciedad de fondo y forma que
había en toda esta literatura no podía ocultarse a los ojos de
ningún lector sensato, en cuanto pasase el placer de la sorpresa. La
generación del tiempo de Felipe II, más grave y severa que los
contemporáneos del emperador, comenzaba a hastiarse de tanta patraña
insustancial y mostraba otras predilecciones literarias, que acaso
pecaban de austeridad excesiva. La historia, la literatura ascética,
la poesía lírica, dedicada muchas veces a asuntos elevados y
religiosos, absorbían a nuestros mayores ingenios. Con su abandono
se precipitó la decadencia del género caballeresco, al cual sólo se
dedicaban ya rapsodistas oscuros y mercenarios.
Nunca faltaron, sin embargo, a estos libros aficionados y aun
apologistas muy ilustres. Pero, si bien se mira, todos ellos hablan,
no de los libros de caballerías tales como son, sino de lo que
pudieran o debieran ser, y en este puro concepto del género es claro
que tienen razón. No difiere mucho de este ideal novelístico el plan
de un poema épico en prosa que explanó Cervantes por boca del
Canónigo, mostrando con tan hermosas razones que estos libros daban
largo y espacioso campo para que un buen entendimiento pudiese
mostrarse en ellos. Este ideal se vió realizado cuando el espíritu
de la poesía caballeresca, nunca enteramente muerto en Europa, se
combinó con la adivinación arqueológica, con la nostalgia de las
cosas pasadas y con la observación realista de las costumbres
tradicionales próximas a perecer, y engendró la novela histórica de
Walter Scott, que es la más noble y artística descendencia de los
libros de caballerías.
Pero Walter Scott y todos los novelistas modernos no son más
que epigonos respecto de aquel patriarca del género, que tiene entre
sus innumerables excelencias la de haber reintegrado el elemento
épico que en las novelas caballerescas yacía soterrado bajo la
espesa capa de la amplificación bárbara y desaliñada. La obra de
Cervantes, como he dicho en otra parte, no fué de antítesis, ni de
seca y prosaica negación, sino de purificación y complemento. No
vino a matar un ideal, sino a transfigurarle y enaltecerle. Cuanto
había de poético, noble y hermoso en la caballería se incorporó en
la obra nueva con más alto sentido. Lo que había de quimérico,
inmoral y falso, no precisamente en el ideal caballeresco, sino en
las degeneraciones de él, se disipó como por encanto ante la clásica
serenidad y la benévola ironía del más sano y equilibrado de los
ingenios del Renacimiento. Fué de este modo el Quijote el último de
los libros de caballerías, el definitivo y perfecto, el que
concentró en un foco luminoso la materia poética difusa, a la vez
que, elevando los casos de la vida familiar a la dignidad de la
epopeya, dió el primero y no superado modelo de la novela realista
moderna.
Los medios que empleó Cervantes para realizar esta obra maestra
del ingenio humano fueron de admirable y sublime sencillez. El
motivo ocasional, el punto de partida de la concepción primera, pudo
ser una anécdota corriente. La afición a los libros de caballerías
se había manifestado en algunos lectores con verdaderos rasgos de
alucinación, y aun de locura. Don Francisco de Portugal, en su Arte
de galantería, nos habla de un caballero de su nación que encontró
llorando a su mujer, hijos y criados: sobresaltóse, y preguntóles
muy congojado si algún hijo o deudo se les había muerto;
respondieron ahogados en lágrimas que no; replicóles más confuso:
«Pues ¿por qué lloráis?»; dijéronle: «Señor, hase muerto Amadís».
Melchor Cano, en el libro XI, capítulo VI, de sus Lugares
teológicos, refiere haber conocido a un sacerdote que tenía por
verdaderas las historias de Amadís y don Clarián, alegando la misma
razón que el ventero del Quijote, es saber: que cómo podían decir
mentira unos libros impresos con aprobación de los superiores y con
privilegio real. El sevillano Alonso de Fuentes, en la Summa de
philosophia natural (1547), traza la semblanza de un doliente,
precursor del hidalgo manchego, que se sabía de memoria todo el
Palmerín de Oliva, y «no se hallaba sin él aunque lo sabía de coro».
En cierto cartapacio de don Gaspar Garcerán de Pinós, conde de
Guimerán, fechado en 1600, se cuenta de un estudiante de Salamanca
que «en lugar de leer sus licciones, leía en un libro de
caballerías, y como hallase en él que uno de aquellos famosos
caballeros estaba en aprieto por unos villanos, levantóse de donde
estaba, y empuñando un montante comenzó a jugarlo por el aposento y
esgrimir en el aire, y como lo sintiesen sus compañeros, acudieron a
saber lo que era, y él respondió: «¡Déjenme vuestras mercedes que
leía esto y esto, y defiendo a este caballero! ¡Qué lástima! ¡Cuál
le traían estos villanos!»
Si en estos casos de alucinación puede verse el germen de la
locura de Quijote, mientras no pasó de los límites del ensueño ni se
mostró fuera de la vida sedentaria, con ellos pudo combinarse otro
caso de locura activa y furiosa que don Luis Zapata cuenta en su
Miscelánea como acaecido en su tiempo, es decir, antes de 1599, en
que pasó de esta vida. Un caballero, muy manso, muy cuerdo y muy
honrado sale furioso de la corte sin ninguna causa, y comienza a
hacer las locuras de Orlando: «arroja por ahí sus vestidos, queda en
cueros, mató a un asno a cuchilladas, y andaba con un bastón tras
los labradores a palos».
Todos estos hechos, o algunos de ellos, combinados con el
recuerdo literario de la locura de Orlando, que Don Quijote se
propuso imitar juntamente con la penitencia de Amadís en Sierra
Morena, pudieron ser la chispa que encendió esta inmortal hoguera.
El desarrollo de la fábula primitiva estaba en algún modo
determinado por la parodia continua y directa de los libros de
caballerías, de la cual poco a poco se fué emancipando Cervantes a
medida que penetraba más y más en su espíritu la esencia poética
indestructible que esos libros contenían, y que lograba albergarse,
por fin, en un templo digno de ella. El héroe, que en los primeros
capítulos no es más que un monomaníaco, va desplegando poco a poco
su riquísimo contenido moral, se manifiesta por sucesivas
revelaciones, pierde cada vez más su carácter paródico, se va
purificando de las escorias del delirio, se pule y ennoblece
gradualmente, domina y transforma todo lo que le rodea, triunfa de
sus inicuos o frívolos burladores, y adquiere la plenitud de su vida
estética en la segunda parte. Entonces no causa lástima, sino
veneración; la sabiduría fluye en sus palabras de oro; se le
contempla a un tiempo con respeto y con risa, como héroe verdadero y
como parodia del heroísmo, y, según la feliz expresión del poeta
inglés Wordsworth, la razón anida en el recóndito y majestuoso
albergue de su locura. Su mente es un mundo ideal donde se reflejan,
engrandecidas, las más luminosas quimeras del ciclo poético, que, al
ponerse en violento contacto con el mundo histórico, pierden lo que
tenían de falso y peligroso, y se resuelven en la superior categoría
del humorismo sin hiel, merced a la influencia benéfica y
purificadora de la risa. Así como la crítica de los libros de
caballerías fué ocasión o motivo -de ningún modo causa formal ni
eficiente- para la creación de la fábula del Quijote, así el
protagonista mismo comenzó por ser una parodia benévola de Amadís de
Gaula, pero muy pronto se alzó sobre tal representación. En Don
Quijote revive Amadís, pero destruyéndose a sí mismo en lo que tiene
de convencional, afirmándose en lo que tiene de eterno. Queda
incólume la alta idea que pone el brazo armado al servicio del orden
moral y de la justicia, pero desaparece su envoltura transitoria,
desgarrada en mil pedazos por el áspero contacto de la realidad,
siempre imperfecta, limitada siempre, pero menos imperfecta, menos
limitada, menos ruda en el Renacimiento que en la Edad Media. Nacido
en una época crítica, entre un mundo que se derrumba y otro que, con
desordenados movimientos, comienza a dar señales de vida, Don
Quijote oscila entre la razón y la locura por un perpetuo tránsito
de lo ideal a lo real; pero, si bien se mira, su locura es una mera
alucinación respecto del mundo exterior, una falsa combinación e
interpretación de datos verdaderos. En el fondo de su mente
inmaculada continúan resplandeciendo con inextinguible fulgor las
puras, inmóviles y bienaventuradas ideas de que hablaba Platón.
No fué de los menores aciertos de Cervantes haber dejado
indecisas las fronteras entre la razón y la locura y dar las mejores
lecciones de sabiduría por boca de un alucinado. No entendía con
esto burlarse de la inteligencia humana, ni menos escarnecer el
heroísmo, que en el Quijote nunca resulta ridículo sino por la
manera inadecuada e inarmónica con que el protagonista quiere
realizar su ideal, bueno en sí, óptimo y saludable. Lo que desquicia
a Don Quijote no es el idealismo, sino el individualismo anárquico.
Un falso concepto de la actividad es lo que le perturba y enloquece,
lo que le pone en lucha temeraria con el mundo y hace estéril toda
su virtud y su esfuerzo. En el conflicto de la libertad con la
necesidad, Don Quijote sucumbe por falta de adaptación al medio;
pero su derrota no es más que aparente, porque su aspiración
generosa permanece íntegra, y se verá cumplida en un mundo mejor,
como lo anuncia su muerte tan cuerda y tan cristiana.
Si éste es un símbolo, y en cierto modo no puede negarse que
para nosotros lo sea y que en él estribe una gran parte del interés
humano y profundo del Quijote, para su autor no fué tal símbolo,
sino criatura viva, llena de belleza espiritual, hijo predilecto de
su fantasía romántica y poética, que se complace en él y le adorna
con las más excelsas cualidades del ser humano. Cervantes no compuso
o elaboró a Don Quijote por el procedimiento frío y mecánico de la
alegoría, sino que le vió con la súbita iluminación del genio,
siguió sus pasos atraído y hechizado por él, y llegó al símbolo sin
buscarle, agotando el riquísimo contenido psicológico que en su
héroe había. Cervantes contempló y amó la belleza, y todo lo demás
le fué dado por añadidura. De este modo, una risueña y amena fábula
que había comenzado por ser parodia literaria, y no de todo el
género caballeresco, sino de una particular forma de él, y que luego
por necesidad lógica fué sátira del ideal histórico que en esos
libros se manifestaba, prosiguió desarrollándose en una serie de
antítesis, tan bellas como inesperadas, y no sólo llegó a ser la
representación total y armónica de la vida nacional en su momento de
apogeo e inminente decadencia, sino la epopeya cómica del género
humano, el breviario eterno de la risa y de la sensatez.
Cervantes se levanta sobre todos los parodiadores de la
caballería, porque Cervantes la amaba y ellos no. El Ariosto mismo
era un poeta honda y sinceramente pagano, que se burla de la misma
tela que está urdiendo, que permanece fuera de su obra, que no
comparte los sentimientos de sus personajes ni llega a hacerse
íntimo con ellos ni mucho menos a inmolar la ironía en su obsequio.
Y esta ironía es subjetiva y puramente artística, es el ligero solaz
de una fantasía risueña y sensual. No brota espontáneamente del
contraste humano, como brota la honrada, serena y objetiva ironía de
Cervantes.
Con Don Quijote comparte los reinos de la inmortalidad su
escudero, fisonomía tan compleja como la suya en medio de su
simplicidad aparente y engañosa. Puerilidad insigne sería creer que
Cervantes la concibió de una vez como un nuevo símbolo para oponer
lo real a lo ideal, el buen sentido prosaico a la exaltación
romántica. El tipo de Sancho pasó por una elaboración no menos larga
que la de Don Quijote; acaso no entraba en el primitivo plan de la
obra, puesto que no aparece hasta la segunda salida del héroe; fué
indudablemente sugerido por la misma parodia de los libros de
caballerías, en que nunca faltaba un escudero al lado del paladín
andante. Pero estos escuderos, como el Gandalín del Amadís, por
ejemplo, no eran personajes cómicos, ni representaban ningún género
de antítesis. Uno solo hay, perdido y olvidado en un libro rarísimo,
y acaso el más antiguo de los de su clase, que no estaba en la
librería de Don Quijote, pero que me parece imposible que Cervantes
no conociera; acaso le habría leído en su juventud y no recordaría
ni aun el título, que dice a la letra: Historia del caballero de
Dios que había por nombre Cifar, el cual por sus virtuosas obras et
hazañosos hechos fué Rey de Menton. En esta novela, compuesta en los
primeros años del siglo XIV, aparece un tipo muy original, cuya
filosofía práctica, expresada en continuas sentencias, no es la de
los libros, sino la proverbial o paremiológica de nuestro pueblo. El
Ribaldo, personaje enteramente ajeno a la literatura caballeresca
anterior, representa la invasión del realismo español en el género
de ficciones que parecía más contrario a su índole, y la importancia
de tal creación no es pequeña, si se reflexiona que el Ribaldo es,
hasta ahora, el único antecesor conocido de Sancho Panza. La
semejanza se hace más visible por el gran número de refranes (pasan
de sesenta) que el Ribaldo usa a cada momento en su conversación.
Acaso no se hallen tantos en ningún texto de aquella centuria, y hay
que llegar al Arcipreste de Talavera y a La Celestina para ver
abrirse de nuevo esta caudalosa fuente del saber popular y del
pintoresco decir. Pero el Ribaldo no sólo parece un embrión de
Sancho en su lenguaje sabroso y popular, sino también en algunos
rasgos de su carácter. Desde el momento en que, saliendo de la choza
de un pescador, interviene en la novela, procede como un rústico
malicioso y avisado, socarrón y ladino, cuyo buen sentido contrasta
las fantasías de su señor «el caballero viandante», a quien en medio
de la cariñosa lealtad que le profesa, tiene por «desventurado e de
poco recabdo», sin perjuicio de acompañarle en sus empresas, y de
sacarle de muy apurados trances, sugiriéndole, por ejemplo, la idea
de entrar en la ciudad de Menton con viles vestiduras y ademanes de
loco. Él, por su parte, se ve expuesto a peligros no menores, aunque
de índole menos heroica. En una ocasión le liberta el caballero
Cifar al pie de la horca donde iban a colgarle confundiéndole con el
ladrón de una bolsa. No había cometido ciertamente tan feo delito,
pero en cosas de menos cuantía pecaba sin gran escrúpulo, y salía
del paso con cierta candidez humorística. Dígalo el singular
capítulo LXII (trasunto acaso de una facecia oriental) en que se
refiere cómo entró en una huerta a coger nabos, y los metió en el
saco. Aunque en esta y en alguna otra aventura el Ribaldo parece
precursor de los héroes de la novela picaresca todavía más que del
honrado escudero de Don Quijote, difiere del uno y de los otros en
que mezcla el valor guerrero con la astucia. Gracias a esto, su
condición social va elevándose y depurándose; hasta el nombre de
Ribaldo pierde en la segunda mitad del libro. «Probó muy bien en
armas e fizo muchas caballerías e buenas, porque el rey tuvo por
guisado de lo facer caballero, e lo fizo e lo heredó e lo casó muy
bien, e decíanle ya el caballero amigo.»
Inmensa es la distancia entre el rudo esbozo del antiguo
narrador y la soberana concepción del escudero de Don Quijote, pero
no puede negarse el parentesco. Sancho, como el Ribaldo, formula su
filosofía en proverbios; como él, es interesado y codicioso a la vez
que leal y adicto a su señor; como él, se educa y mejora bajo la
disciplina de su patrono, y si por el esfuerzo de su brazo no llega
a ser caballero andante, llega por su buen sentido, aguzado en la
piedra de los consejos de Don Quijote, a ser íntegro y discreto
gobernante, y a realizar una manera de utopía política en su ínsula.
Lo que en su naturaleza hay de bajo e inferior, los apetitos
francos y brutales, la tendencia prosaica y utilitaria, si no
desaparecen del todo, van perdiendo terreno cada día bajo la mansa y
suave disciplina sin sombra de austeridad que Don Quijote profesa; y
lo que hay de sano y primitivo en el fondo de su alma brota con
irresistible empuje, ya en forma ingenuamente sentenciosa, ya en
inesperadas efusiones de cándida honradez. Sancho no es una
expresión incompleta y vulgar de la sabiduría práctica, no es
solamente el coro humorístico que acompaña a la tragicomedia humana:
es algo mayor y mejor que esto, es un espíritu redimido y purificado
del fango de la materia por Don Quijote; es el primero y mayor
triunfo del ingenioso hidalgo; es la estatua moral que van labrando
sus manos en materia tosca y rudísima, a la cual comunica el soplo
de la inmortalidad. Don Quijote se educa a sí propio, educa a
Sancho, y el libro entero es una pedagogía en acción, la más
sorprendente y original de las pedagogías, la conquista del ideal
por un loco y por un rústico, la locura aleccionando y corrigiendo a
la prudencia mundana, el sentido común ennoblecido por su contacto
con el ascua viva y sagrada de lo ideal. Hasta las bestias que estos
personajes montan participan de la inmortalidad de sus amos. La
tierra que ellos hollaron quedó consagrada para siempre en la
geografía poética del mundo, y hoy mismo, que se encarnizan contra
ella hados crueles, todavía el recuerdo de tal libro es nuestra
mayor ejecutoria de nobleza, y las familiares sombras de sus héroes
continúan avivando las mortecinas llamas del hogar patrio y
atrayendo sobre él el amor y las bendiciones del género humano.
Discursos
Marcelino Menéndez y Pelayo

Copyright (c) Universidad de Alicante, Banco Santander
Central Hispano 1999-2000

Discursos
Marcelino Menéndez y Pelayo

De los autos sacramentales
Dijo Miguel de Cervantes, príncipe de los ingenios españoles y
esclavo del Santísimo Sacramento, que «el mezclar lo humano con lo
divino es un género de mezcla de quien no se ha de vestir ningún
cristiano entendimiento». No quisiera yo que sobre mí recayese el
peso de tan justa sentencia, ni dejo de recelar que pueda parecer
inoportuna la intervención de un humilde profesor de letras humanas
en un acto que principalmente requiere el concurso de las divinas.
El solemne misterio que estos días conmemoramos, la inefable emoción
que embarga toda alma cristiana ante el espectáculo de una
muchedumbre congregada de todos los términos de la tierra para
rendir tributo de fe y amor a Cristo Sacramentado, parece que
ahuyenta todo pensamiento profano y hiela en los labios toda palabra
que no sea una oración. Sólo la voz de la ciencia teológica puede
levantarse potente y autorizada para esclarecer, en cuanto es
concedido a nuestra débil luz intelectual, los arcanos del dogma.
Temeridad sería en el simple fiel pretender escudriñarlos. Bástale
acercarse con pavor y reverencia a la mesa donde se sirve el pan de
los ángeles. Suene, pues, el acento de los doctores que de la
Iglesia tienen misión para enseñar; ya en la cátedra del Espíritu
Santo, ya en las tesis y disertaciones de este grandioso Congreso.
Preparemos los oídos para escucharlos y abramos el espíritu a la
eficacia de su doctrina, que no caerá en suelo estéril si la
recibimos con razonable obsequio y corazón contrito y humillado.
Es este misterio de amor centro de la vida cristiana, lazo
estrechísimo entre el cielo y la tierra, entre Dios y el hombre;
Sacramento augusto de la ley de gracia, que en él recibe su
perfección y complemento mediante la comunión substancial del
sacratísimo cuerpo de Cristo velado en las especies eucarísticas.
Este sacrificio perenne e incruento, que cada día se ofrece en
innumerables aras, es promesa de inmortalidad y prenda sacrosanta
del rescate humano. Por él forma la cristiandad un cuerpo místico
que recibe la savia de su Divino Fundador y liga a todos sus
miembros con vínculos de caridad indisoluble. Sin la inmolación
perpetua de la Víctima Sagrada no se concibe el sacerdocio ni el
altar. La vida parece como que se disipa entre las nieblas de un
intelectualismo vago, sin llama de amor ni eficacia en las obras.
Este único y verdadero sacrificio no es sombra y figura como los de
la Ley Antigua, sino realidad presente y eterna, renovación del
sacrificio del calvario, que salva a todo hombre que quiere
salvarse. En él está la raíz del orden religioso, y por él se
difunde en nuestra naturaleza regenerada y transfigurada el raudal
de la gracia.
Pero este raudal a todas partes llega, y no hay facultad humana
que en sus aguas no se purifique, cuanto más aquella tan noble y
excelsa, que a nuestro espíritu fué concedida, de manifestar, por
medio de imágenes sensibles, la belleza ideal, pura, inmóvil y
bienaventurada, como Platón la columbró en sus ensueños; como la
mostró la Revelación cristiana, no en la vaga región especulativa,
ni encubierta bajo las sombras y cendales del mito y de la alegoría,
sino viva, triunfante y gloriosa en la persona del Verbo Encarnado,
fuente de todo bien y toda sabiduría. El arte, pues, y cada una de
las artes, principalmente el arte de la poesía, que por su
universalidad parece que las comprende a todas, ha sido en el pueblo
cristiano, y sobre todo en el nuestro de la edad de oro, una forma
de enseñanza teológica, una cátedra abierta a la muchedumbre, no en
el austero recinto de las escuelas, sino en la plaza pública, como
en los días triunfantes de la democracia ateniense, a la radiante
luz de nuestro sol nacido para reverberar en las custodias y
convertirlas en ascuas de oro. Con tales alas volaba el genio de
nuestros poetas, ante millares de espectadores de imaginación fresca
y dócil, de entendimiento despierto y ágil para seguir las más
sutiles abstracciones, y de voluntad tan perseverante y firme como
recio era su brazo, templado en todos los campos de batalla del
mundo.
Así nació aquel género dramático, tan propio y peculiar
nuestro, que a duras penas consiguen los más eruditos extranjeros
darse cuenta de su especial carácter, y no son pocos los que con
notoria impropiedad le usan como nombre genérico de toda
representación a lo divino. Los autos sacramentales tienen un tema
único, aunque de fertilidad inagotable y desarrollado con riquísima
variedad de medios y recursos artísticos: el dogma de la presencia
eucarística. Este dogma es el que en las obras de nuestros poetas
reduce a grandiosa unidad toda la economía del saber teológico y
reviste de símbolos y figuras, a un tiempo palpables y misteriosas,
la historia y la fábula, el mundo sagrado y el gentil, los áridos
esquemas de la dialéctica y los arrobamientos del amor místico, para
ofrecerlo todo, como en un haz de mirra, ante las aras del divino
pan, multiplicado en infinitos granos.
Vivimos entre prodigios: sin la luz de la Revelación son
enigmas indescifrables nuestra cuna y nuestra tumba; no hay instante
sin milagro, según la vigorosa expresión de nuestro dramaturgo, y
cumple el arte su fin más sublime cuando nos sumerge en las
tinieblas de la noche oscura del alma para aleccionarnos con aquel
extraño género de sabiduría que el gran doctor del Carmelo
comprendió en tres versos tan sencillos en la letra como hondos en
el sentido:

Entréme donde no supe,
Y quedéme no sabiendo,
Toda ciencia transcendiendo.

Son las alturas de la contemplación mística de difícil acceso
para el pie más ágil y para el más alentado pecho, ni es la doctrina
de la perfección espiritual materia de mero deleite estético, sino
regla y disciplina de la voluntad y del entendimiento. Error grave,
y en nuestros tiempos muy vulgarizado, es el de buscar la verdad por
el camino del arte, o suponer que cierta vaga, egoísta y malsana
contemplación de un fantasma metafísico que se decora con el nombre
de belleza pueda ser norma de vida ni ocupación digna de un ser
inteligente. En el fondo de este diletantismo bajo y enervante,
feroz y sin entrañas, late el más profundo desprecio de la humanidad
y del arte mismo, que se toma así por un puro juego sin valor ni
consistencia. Cierto es que las formas bellas tienen valor por sí
mismas y le tienen también por su rareza, puesto que son tan fugaces
las apariciones con que recrean la mente de los humanos; pero su
propia excelencia intrínseca no se concibe sin el sello del ideal
que llevan estampado, puesto que meras combinaciones de líneas, de
colores, de sonidos musicales o de palabras sometidas a la ley del
ritmo serán un material artístico muerto, hasta que la voz del genio
creador flote sobre las ondas sonoras y sobre el tumulto de las
formas anhelantes de vida, como flotaba el espíritu de Dios sobre
las aguas.
Pero hasta ahora no hemos traspasado los límites del orden
natural: osemos penetrar, con temor y reverencia, en el orden
sobrenatural y de gracia. Una inmensa revelación, cuya necesidad se
adivina y presiente en el término del conocimiento filosófico, en
las aspiraciones insaciables del alma sedienta del bien infinito, en
aquella luz interior que es participación de la luz increada, ha
transformado el arte como todas las demás obras de la actividad
humana. Un misterio de amor inefable ha conmovido las entrañas de la
tierra y ha hecho brotar, copiosa y dulce, la fuente de las
lágrimas. El ideal se ha manifestado, no en la fría y severa región
especulativa, ni envuelto en símbolos y enigmas, sino accesible y
familiar; vistiendo carne mortal; peregrinando entre los hijos de
los hombres, hecho varón de dolores y cargando sobre sus hombros el
peso infinito de la humanidad prevaricadora. La Divinidad habitó
entre nosotros, y fué Dios y hombre juntamente, y enalteció y
transfiguró la naturaleza humana al unirse con ella. Un nuevo tipo
de belleza espiritual amaneció para el mundo que cae del lado acá de
la Cruz. No son ya lo bello y lo feo, ni siquiera lo ideal y lo
real, quienes se disputan el imperio del arte. Una belleza más alta,
que es suprema realidad y puro ideal a la vez, lo ha iluminado todo,
lo ha penetrado todo, lo ha regenerado todo, ha impreso el signo de
la Redención en la criatura más abyecta, y, haciéndose todo para
todos, ha abierto sus entrañas de infinita misericordia al pobre
lisiado cuyas líneas contradicen groseramente el canon estético, a
la pecadora y al publicano, al facineroso arrepentido cuya vida ha
sido grosera infracción de la sabia economía social.
A este arte pertenecen las producciones de nuestros grandes
poetas religiosos, y el drama eucarístico muy en particular. No son
los autos una transformación de los antiguos misterios, porque nunca
se expuso directamente en éstos el dogma de la presencia
sacramental. Sabemos positivamente por datos de los siglos XIV y XV
que en Gerona, en Barcelona, en Valencia, representaciones devotas
de vario argumento acompañaron a la festividad del Corpus, acaso
desde tiempos muy próximos a su introducción en España. Pero estas
piezas nada tienen de peculiarmente eucarístico. «El sacrificio de
Isaac», «El sueño y la venta de José», que representaban los
beneficiados de Gerona; los tres misterios valencianos, vivos aún:
del «Paraíso terrenal», de «San Cristóbal» y de la «Degollación de
los Inocentes», y otras que a este tenor pudieran citarse en la
antigua literatura catalana, no tienen con el auto sacramental más
relación que la de haber sido representados durante la procesión del
Corpus, o como accesorio y complemento de ella. Otro tanto acontece
con el más antiguo que se conoce en castellano, aunque de autor
portugués, el Auto de San Martín, de Gil Vicente, representado en
Lisboa en 1504.
Pero ya antes de mediar el siglo XVI el auto sacramental se
afirma con sus propios, inconfundibles caracteres, como protesta de
la Musa popular contra la negación de la presencia real formulada
por luteranos y calvinistas. Sencillísimas son en su traza y
artificio las obras de este primer período, hasta el punto de
calificarlas uno de sus autores de «sermones en representable idea».
Pero no falta en algunas de ellas muy dulce y cándida poesía, que,
por lo mismo que surge sin esfuerzo y se expresa sin aliño, deja en
el alma el regalado sabor de las aguas de una fuente agreste e
incontaminada que brota en lo más hondo del bosque primitivo. El
anónimo poeta del Aucto de las donas (o de los instrumentos de la
Pasión) que envió Adán a Nuestra Señora, llenó su composición de
dulces y patéticos afectos, y el valenciano Juan de Timoneda, aunque
más tuvo de refundidor hábil que de autor original, superó acaso a
todos los de su tiempo en algunas de las poesías contenidas en sus
Ternarios Sacramentales, especialmente en el delicadísimo auto de La
oveja perdida.
En manos de Lope de Vega y de sus discípulos Tirso de Molina y
Valdivieso, el auto se transformó como todo lo restante, pero no por
evolución radical del género, sino por el prestigio de un superior
talento poético y de una lengua y una versificación llegadas a la
cumbre. Lope resulta mucho más original, mucho más creador en el
drama profano que en el sagrado, y más en el historial que en el
alegórico: la perfección de éste quedaba reservada para los tiempos
de Calderón. En los autos de Lope la alegoría es superficial,
inmediata, digámoslo así, y carece de la profundidad metafísica que
informa otras representaciones posteriores, pero está menos expuesta
que ellas a degenerar en árida y fría. Si los poetas que le
sucedieron parecen más adelantados en combinaciones técnicas, él los
vence a todos en objetividad y evidencia poética, como notaron
perfectamente Schack y Grillparzer. El ingenio de Lope era un raudal
de inexhausta poesía, que fertiliza todo lo que toca. Su lirismo no
es espléndido y profuso, intemperante y barroco como el de Calderón,
sino que brilla con luz suave y continua, cuyos resplandores alegran
el alma. En la expresión viva y sincera de los afectos, en la
interpretación grave y sencilla de las parábolas evangélicas (la
viña, la siega, la oveja perdida), en la paráfrasis bellísima del
Cantar de los Cantares aplicado al misterio eucarístico, Lope merece
a cada momento la calificación de gran poeta. No deslumbra, no
fatiga con la afectación de lo colosal y desmesurado, con el alarde
intempestivo de los tesoros de la memoria y de las formas de la
argumentación. Su estilo habitual es más gracioso que robusto, más
patético que grandilocuente, pero a veces se levanta con energía y
solemnidad inusitadas, y llega por el camino de la intuición poética
a la mayor elevación ideal. Todo parece en él tan espontáneo como en
el arte popular, en el cual tiene sus raíces hondísimas el suyo. Las
flores villanescas de los ingenuos autos viejos lucen más en el
búcaro gentil en que las colocó la mano de Lope, pero no han perdido
su aroma silvestre y campesino.
A este gran poeta fué concedido también dar la más alta nota
lírica en el concierto de nuestra poesía eucarística, no sólo en sus
villancicos y canciones cortas, sino en algunos admirables sonetos,
de los cuales he de citar uno solo, donde la contrición del gran
pecador resuena como velada en la voz augusta del sacerdote:

Cuando en mis manos, Rey eterno, os miro,
Y la cándida victima levanto,
De mi atrevida indignidad me espanto,
Y la piedad de vuestro pecho admiro.
Tal vez el alma con temor retiro,
Tal vez la doy al amoroso llanto,
Que arrepentido de ofenderos tanto,
Con ansias temo y con dolor suspiro.
Volved los ojos a mirarme, humanos;
Que por las sendas de mi error siniestras
Me despeñaron pensamientos vanos:
No sean tantas las miserias nuestras
Que a quien os tuvo en sus indignas manos
Vos le dejéis de las divinas vuestras.

Lecciones no sólo de piedad y de vida ascética, sino de
teología dogmática contienen nuestros autos, donde hasta la
ornamentación barroca y el juego al parecer caprichoso de la
imaginación suelen encerrar hondo sentido. Acaso sea su principal
defecto en la última y grandiosa manera donde estampó su sello
Calderón cierto abuso del espíritu dialéctico, que no siempre llega
a obtener plena realización poética ni a encarnarse adecuadamente en
el símbolo. Pero ¡qué fuerza mental supone en el poeta y en los
espectadores esta continua evocación de formas intelectuales que
pugnan por adquirir vida dramática, aunque resulte a trechos
incompleta y borrosa, árida unas veces por sobra de razonamiento, y
otras ahogada bajo el peso de una vegetación lírica cuyas pompas y
esplendores no siempre disimulan el marchito color de la decadencia!
Hay en la urdimbre complicadísima de los autos calderonianos un
principio de unidad y armonía que salva todos los escollos, que
atenúa todas las disonancias, que resuelve todas las antinomias y
hace penetrar la luz en los recintos de la oscura y enmarañada
selva, donde, a través de la maleza del culteranismo, se oye confuso
estrépito de palabras sonoras y se ven pasar en tropel sombras de
imprecisos y vagos contornos: criaturas humanas, angélicas y
diabólicas; patriarcas y profetas de la Ley Antigua; apóstoles,
santos y doctores de la Nueva; filósofos de la gentilidad;
divinidades del Panteón clásico; ideas escolásticas convertidas en
personajes activos; silogismos que hablan y se mueven entre lances
de teatro; las edades históricas, los elementos de la materia, todos
los seres naturales y los que produce el artificio del hombre. Entre
todos ellos hay analogías y concordancias: éste es el principio
fundamental de la poética calderoniana, a lo menos en los autos.
Sólo un gran poeta, de fantasía tan rica como disciplinada, que ni
siquiera las nieblas del mal gusto, con ser tan frecuentes, llegan a
ofuscar del todo, hubiera sido capaz de esta sublime idealización,
que es una de las cumbres del arte cristiano. Para ello le sirvió su
magistral pericia técnica adquirida en obras de índole muy diversa,
el poder de concentración dramática en que tanto sobresale, la
natural tendencia de su espíritu a poner en sus grandes
representaciones de la vida humana, y hasta en los ligeros bosquejos
de costumbres de su siglo, algo que trasciende del hecho limitado y
del conflicto de las pasiones, y nos hace entrever espirituales
enseñanzas bajo el velo de figuras y emblemas, que encarnan, ya la
victoria del libre albedrío sobre los prestigios del infierno, ya la
constancia invicta del mártir cristiano, ya la solución altísima del
enigma de la vida, que de las ilusiones del sueño surge purificada y
triunfante, y hace brotar, no las aguas letales del pesimismo, sino
la fuente de la acción generosa y fecunda que ennoblece el alma y la
dispone y ordena para el eterno despertar.
Aun considerado meramente como dramaturgo profano, Calderón
ocupa uno de los primeros puestos en la historia literaria del
mundo. Pero dentro y fuera de su patria brillan, con luz tanto o más
radiante que la suya, otros grandes ingenios que en ciertas
condiciones le igualan, y en dotes muy señaladas de invención,
realidad artística, firmeza en el dibujo de los personajes, lozanía
y viveza en el diálogo, locución genial y propia, indudablemente le
vencen, como hoy reconoce la crítica imparcial y serena, libre ya de
los apasionamientos románticos. Pero en el drama alegóricoespiritual
reina indudablemente solo, y como cantor de la teología, como poeta
del simbolismo cristiano, no tiene rival después de Dante. La
riqueza de poesía lírica derramada en los autos es maravillosa, pero
no pasma menos la variedad de signos, tomados, ya del mundo físico,
ya del moral, ya de la historia, ya de la fábula, en que el poeta
engasta un pensamiento dominador y puede decirse que único. Claro es
que no todas estas aplicaciones son igualmente felices, que algunas
parecen violentas y hasta irreverentes (aunque la robusta fe de
Calderón y de su auditorio lo salvaban todo), y que en otras se
combina la sutileza escolástica con el follaje del culteranismo para
producir verdaderos monstruos. Ni puede negarse que en medio de
tanta riqueza de recursos y combinaciones brota del conjunto cierta
impresión de monotonía que procede, en buena parte, de la afectada
simetría de los planes y del amaneramiento ingenioso, pero
amaneramiento al cabo, de la dicción, que no siempre responde a la
elevación metafísica de los conceptos. Lunares son que no
pretendemos disimular y que en nada agracian la faz de la poesía
calderoniana, que quisiéramos constantemente grave, majestuosa y
sencilla, como lo es el pensamiento que la informa. Pero ¿qué
artista, y menos un artista popular como tiene que serlo el poeta
dramático, cuya obra se construye, digámoslo así, en colaboración
con el público, ha logrado emanciparse de las prácticas y de los
gustos de su época? Por eso la noble y austera musa de Calderón se
nos presenta tantas veces ataviada con el vano lujo y los afeites de
la decadencia. Y en los autos más que en las comedias, por ser los
autos en gran parte producciones de su vejez, iluminada hasta el fin
por los resplandores del genio, pero que no podía menos de sentir el
desfallecimiento de los años, ni dejar de velarse con las nubes que
oscurecían, cada vez más, el horizonte de la patria.
Tremendos días fueron aquellos de la segunda mitad del siglo
décimoséptimo en que la integridad peninsular sufrió tan rudo
quebranto, y aún fué mayor el amago que la catástrofe, con ser ésta
tan formidable; pero tenían los hombres de aquella era algo que en
las tribulaciones presentes se echa de menos, algo que no es
resignación fatalista, ni apocada y vil tristeza, ni rencor negro y
tenebroso contra la propia casta, como si pretendiéramos librarnos
de grave peso, echando sobre las honradas frentes de nuestros
mayores los vituperios que sólo nosotros merecemos. Era la humildad
cristiana que, abatiendo al hombre delante de Dios, le ensalza y
magnífica y robustece delante de los hombres y le hace inaccesible a
los golpes de próspera y adversa fortuna. Era el acatamiento hondo y
sencillo de la potestad suprema, que manda sobre los pueblos el
triunfo o la derrota, la grandeza y el infortunio, el perdón o el
castigo. Era el espíritu de caridad, que no por derramarse sobre
todas las criaturas humanas deja de tener su hogar predilecto allí
donde arde inextinguible y pura la llama de la patria, dos veces
digna del amor de sus hijos: por grande y por infeliz.
Y así, en medio de los varios trances de la fortuna bélica, en
medio de los grandes desastres que anublaron los postreros años del
reinado de Felipe IV y el largo e infelicísimo de su vástago
desventurado, aquella generación que llamamos decadente, y que lo
era sin duda en el concepto económico y político, todavía conservaba
intensa, viva y apacible la luz del ideal evangélico, y con ser
iguales todos los atributos de Dios todavía gustaba más de especular
en su misericordia que en su justicia. La solemne tristeza de la
edad madura y el desengaño de las vanidades heroicas no eran
entonces turbión de granizo que desolase el alma, sino capa de nieve
purificadora, bajo la cual yacían las esperanzas de nueva primavera
en la tierra, de primavera inmortal en los cielos. Esa Edad tuvo a
Calderón por su poeta, y tuvo por sus pintores a Murillo y al autor
del pasmoso lienzo de la Sacra Forma.
Y así como de Sócrates dijeron por el mayor elogio los antiguos
que había hecho bajar la filosofía a las mansiones de los hombres,
así del arte español dramático y pictórico del siglo XVII podemos
decir, salvando todos los respetos debidos a los grandes teólogos y
apologistas, que puso al alcance de la muchedumbre lo más práctico y
asequible, lo más afectivo y profundo de la literatura ascética, y
sentó a la teología en el hogar del menestral, y abrió al más
cuitado la visión espléndida de los cielos: rompientes de gloria y
apoteosis, sombras preñadas de luz, formas angélicas, tan divinas
con ser tan humanas, tan castas con ser tan bellas; y todo ello para
espiritual recreación de cuatro demacrados ascetas que parecen
hechos de raíces de árboles, con el burdo sayal pegado a las carnes,
y la mirada fija, ardiente, luminosa de quien nada puede contemplar
en la tierra que iguale a los éxtasis anticipados del cielo.