La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

 

 

Almas errantes
Ricardo J. Catarineú

Almas errantes
Ricardo J. Catarineú

- I -
En la carretera
Es Maizales una blanca y verde aldea imaginaria, blancas las
casas, verdes los prados, orilla del río, no lejos de la mar.
Acampados ejércitos formidables de maíz, que le dan nombre, del río
la separan. Bordea el maizal llana y polvorienta carretera, que
limita por el otro lado con alegres colinas. Aquí y allá, en llano o
monte, álzanse dispersas muchas casitas albas y relucientes como la
nieve al sol. No pocas de ellas son elegantes hotelitos, rodeados de
frondosa huerta o florido jardín, resguardados por verjas de hierro
pintado de colores chillones.
A la entrada del poblado, y enclavado en el camino, se ve un
edificio que, si en la parte alta aspira pomposamente a ser fonda,
en la planta baja no quiere ser taberna, sin conseguir ninguna de
ambas inofensivas pretensiones. Frente por frente a este hospedaje
modesto y limpio, una parra sirve de toldo a la mesa de piedra, en
torno de la cual hay siempre rústicos bancos y, en éstos sentados,
rústicos ociosos murmuradores.
Como la murmuración no basta a llenar por completo los días de
sol, con ella alterna el juego, y para mayor variedad, el tute se
hermana con el monte, o tras de la reñida baraja, triunfa el
pacífico dominó.
La gallarda moza, más que tabernera y menos que fondista,
suelta de andares, rubicunda de rostro, apretada de carnes, viene o
va, conforme la llaman o despiden los jugadores, trayendo o llevando
las cartas y fichas, el vaso de cerveza, la copa de licor. De esta
suerte, al vicioso ningún incentivo le falta: una deleitosa bebida,
una partida animada y una buena moza - vino, juego y mujer -, las
tres cosas tiene.
La muchacha, para desesperación de sus admiradores, es
implacablemente honrada, y así el recreo no pasa de los ojos. El más
inocente requiebro lo tomaría como un agravio.
- ¡Amparo! - grita algún jugador o mirón del juego-. Amparo
entonces acude y sirve diligentemente cuanto se le pida de su
taberna excesiva o de su fonda deficiente.
- ¡Amparo! -ha gritado don Venancio, y Amparo ha acudido.
- ¡Cerveza! -añade el buen indiano, y la tabernera se la trae.
- ¡Ya hizo usted una de las suyas! -exclama entonces el
compañero de juego del fastuoso don Venancio-. ¡En cuanto pide de
beber, se le va el santo al cielo!
- Por mirar lo que no le importa -agrega zumbonamente un tercer
jugador, señalando con un guiño del ojo derecho el desabrochado
corpiño, de la graciosa y fresca hospedera.
- Pues hoy no pasó por aquí nada que le distraiga - replica la
buena moza, pronta al quite.
- Mucho decir es -interrumpe don Venancio exhalando un suspiro.
UN JUGADOR. -Juego.
UN MIRÓN. -Amparo se refiere a la costurerita.
DON VENANCIO. -¿A quién? ¿A Magdalena? No hay nada; les juro a
ustedes que no hay nada.
OTRO JUGADOR, que atiende poco al juego. -A quien aludía Amparo
era a la viuda.
DON VENANCIO. -¡Hombre!... ¡Le digo a usted!...
- ¡Y que la viudita es de primera! -murmura, después de larga
reflexión, otro del apiñado grupo.
- ¡Me parece a mí que el tal mayordomo! -añade picaresco cierto
viejecillo, aparentemente mudo hasta entonces.
La insinuación es acogida con significativas sonrisas, aun con
marcados murmullos de asentimiento. Media hora hacía, lo menos, que,
a ningún ausente le alcanzaba un arañazo; la fiera plebeya de la
baja murmuración empezaba a rendirse, de tanto haber dado descanso a
las uñas.
¿Presintió la sonrosada tabernerita el nublado que se venía
encima y la furia con que debería descargar? Lo cierto es que la
noble y altiva mujer, muy atenta. siempre a su negocio y a no
asistir al degüello moral de ninguno de sus clientes, puso carretera
por medio, y a su tosco mostrador se retiró.
Quizás entró en su pensamiento la idea de que, hallándose ella
presente, los ociosos murmuradores tendrían una fama menos que
devorar.
Amparo no les miraba, sin embargo, con malos ojos, ni les
guardaba rencor en nombre de su sexo, frecuentemente por ellos
escarnecido é insultado. Sobradamente les conocía, sabiendo que
todos ellos eran excelentes personas, capaces de socorrer, en trance
de apuro, al mismo prójimo a quien, antes despellejaran.
Hubiérasele dado a cada uno de ellos obligación, que le ocupara
durante las horas enervantes del calor, y de sus bocazas charlatanas
no saliera entonces la menor alusión mordaz, ni asomaran siquiera a
su mente los malos pensamientos. Pero aquella tertulia de la
carretera formábanla holgazanes forzosos: ya cincuentones que
regresaran del largo viaje a América enriquecidos para un mediano
pasar, ya estudiantes en vacaciones; ora obreros sin trabajo, ora
señoritingos sin voluntad de trabajar.
Dicho sea en descargo de tales sujetos, de allí salían, en
época de fiestas, las más importantes cuestaciones del pueblo; y en
no pocas ocasiones, de allí salieron también generosas limosnas para
algunos desamparados de la suerte. En todo caso, el cognac y la
cerveza cotidianamente corrían de lo lindo, las barajas cotizábanse
en lo doble de su valor, todo lo cual inclinaba a la tabernerita a
mirarles con piadosos ojos, no dando a los murmuradores otro castigo
que el de sus breves ausencias cada vez que el río de la murmuración
experimentaba alguna fuerte crecida. ¡Y a fe que hizo bien en
ausentarse ahora! A la maliciosa insinuación del viejecillo siguió,
a poco, un chaparrón de detalles comprometedores y de observaciones
harto expresivas. Para decir verdad, la situación de doña Mercedes -
que era de esta viudita de quien se trataba - y la de don Carlos, su
administrador, no dejaban de prestarse a la fiera dentellada muy
singularmente. Ambos eran jóvenes y vivían bajo un mismo techo.
¿Para qué más?
Carlos nació y se crió en Maizales. Hijo de labradores pobres,
fue desde los primeros años de vida orgullo de su padre. La
inteligencia del muchacho revelábase tan despierta y luminosa, que a
todos daba asombro el ver salida de tan humilde concha perla tan
brillante.
- No dejes de dar educación a tu hijo, por poco que puedas -
solían decirle los señores en buena posición al enorgullecido
campesino - Será un muchacho de provecho.
Tanto llegó a popularizarse y extenderse esta genial esperanza
en el futuro talento del chico, que cierto filántropo algo
extravagante inició, alentó y llevó a feliz término una suscripción
entre las personas acomodadas de aquellos contornos para costearle
los gastos de la segunda enseñanza al muchacho en muy decoroso
colegio establecido en la capital de la provincia. Y a medida que
los inscriptos en la lista de suscripción iban cansándose de ser
caritativos, el extravagante filántropo tapiaba con sus propias
fuerzas los resquicios que abría el egoísmo ajeno.
Cuando Carlos se enriqueció con el grado de bachiller, quiso la
suerte loca poner el primer obstáculo en su camino.
El estudiante perdió a su padre. Aquella intensa desventura
representaba para él una doble desgracia, porque estaba seguro de no
poder continuar los amados estudios, cohibido por las imperiosas
necesidades del problema cotidiano. Con no poca sorpresa del
muchacho, no sucedió así. El extravagante filántropo que le
protegía, ya sin colaboración de nadie, sufragó por sí solo los
gastos para trasladar al chico a Madrid, sostenerle en la corte y
darle carrera.
Carlos comenzó, en efecto, la de abogado, y ayudándose con el
producto de una galana pluma que escribía primores, empezó en plena
adolescencia a subir los floridos escalones de un brillantísimo
porvenir.
Durante las vacaciones, Carlos volvía a Maizales; allí soñó los
primeros ensueños, amó. los primeros amores y se deleitó con los más
tempranos deleites. Era todo un hombre; física, moral é
intelectualmente, nada había que pedirle.
Mediada la carrera, prodújose en el alma de Carlos una gran
catástrofe moral que torció para siempre su destino. De verse
halagado pasó a sentirse esquivado y rehuído; donde antes simpatías,
hallaba desdén. Su madre, a quien tanto amaba, perdió la estimación
moral del joven. Su padre, a quien siempre creyera respetado, había
sido en vida víctima de traidor ultraje. El filántropo extravagante
no era tal extravagante, ni tal filántropo, sino un cuco de cuenta y
un concupiscente marrullero. Él mismo, el propio Carlos, había
vivido en una inconsciente indignidad. Muerto el padre, los
entapujados amores de la madre con el protector no tuvieron ya el
freno del miedo ni tardaron en ser el pasto de las hablillas
públicas. Los amantes acabaron por vivir juntos desvergonzadamente.
Sintió el muchacho que una ola de fango le envolvía, que todos los
nobles impulsos experimentaban un largo silencio en su corazón, que
toda su sangre hervía en un bramido de protesta. Ya que no la sombra
de Hamlet, la de Andrés Cornelys cruzó por su pensamiento. Pero su
ofensor no dejaba de haberle protegido, a pesar del ultraje; cuanto
era, cuanto sabía, cuanto valía, todo lo que en sí llevaba con
orgullo, lo debía a aquel hombre. Carlos se negó a seguir aceptando
la limosna infamante, a compartir con su madre el fruto de la
deshonra paternal. En estas circunstancias Carlos emigró a América,
dejando sus estudios, abandonando todo conocimiento teórico para
entregarse a la práctica de vivir. Durante algunos años nadie en el
pueblo volvió a saber de él. Al fin llegaron vagas noticias de que
vivía en Cuba, ocupando modesta posición independiente.
Durante el verano anterior al de este vulgarísimo relato,
Carlos embarcó para España y se presentó en Maizales de improviso.
El reaparecido venía en buen pie de fortuna, según toda apariencia,
diciéndose administrador de una gran señora cubana, y con el encargo
de adquirir o construir en aquella aldea o en sus aledaños una
hermosa finca. Y así lo hizo, comprando en buen puñado de miles de
duros la mejor del contorno.
Todo fue entonces reverencias y agasajos al dadivoso recién
llegado. Todos solicitaban su amistad, asediándole a preguntas y
recuerdos. Su madre y el amante, que se casó con ella en el supremo
trance del morir, llevaban ya años bajo la tierra piadosa del
Camposanto; ya muertos, la murmuración, impotente para producirles
dolor, les abandonó. Y las dramáticas vicisitudes del partir Carlos
de su lugar nativo habían rodado también al olvido, más hondo que la
muerte.
Todos los aprestos para convertir Bellavista, la posesión
comprada, en plácido, ameno y confortable retiro, llevólos el
administrador de la señorona americana con diligencia vertiginosa.
Tuvo que oír el asombro de los maizalenses cada vez que nuevos
muebles y enseres lujosos llegaban a la finca. Ya ultimados los
preparativos, Carlos reembarcó, despedido con ostentosas y unánimes
simpatías, dejando de su paso una huella de suave afecto, una estela
de apacible luz.
Durante el invierno, la lluvia enfangó casi constantemente la
carretera. Las reuniones de los jugadores y desocupados celebrábanse
bajo techado, eran más breves y no cotidianas. La casa de Amparo
estaba desconocida por lo poco animada. A veces, durante horas y
horas, sólo interrumpía el silencio el lejano galopar de algún
caballo, que se acercaba rápido y chorreante, descendiendo el
jinete, aterido bajo el impermeable, sacudiendo éste y las botas de
montar, apurando de un trago la copa de ginebra para reanudar con
toda precipitación la incómoda marcha.
Sólo en algunos breves claros de sol, bajo las ramas secas de
la escarchada parra, las alegres partidas de monte o de tute se
renovaban con fugitivo esplendor. Entonces volvía a su apogeo la
charla loca de los comentaristas profesionales, y con el grato
recuerdo de Carlos, grata suele ser toda novedad, se juntaba la
curiosidad impaciente de conocer a la anunciada poderosa señora, que
debía en lo porvenir representar en Maizales algo así como la
jerarquía deslumbrante de un Capitán general o de un Arzobispo.
Quién la pintaba como vieja y bondadosa, quién como una joven
ridícula y estrafalaria.
Pasó, en fin, la renovadora primavera sin que la desconocida
llegase ni nadie de su familia viniera de vanguardia. Hasta que,
entrado junio, arribaron felizmente, seguidos de cuatro criados y
con abundantísimo equipaje, la viuda y su administrador.
Fue general la sorpresa. Tratábase de una mujer afable,
expansiva; vestida siempre de trajes claros, con flores perennemente
en los negros cabellos y sobre el pecho exuberante; alta, nerviosa,
esbelta, morena y seductora.
Formaban una linda pareja ella y Carlos. Desde todos los labios
maizalenses una sonrisa unánime de agrado les dió la bienvenida.
Pero la mujer era lindísima y despertaba envidias en las vanidosas
cabecitas del bello sexo; el hombre pudiera ser afortunado, y esto
le hacía también envidiable de los zanguangos necios y presuntuosos.
Hubiérase tratado de una vieja antipática, y nadie tendría nada que
oponer. La dignidad de Carlos y la-virtud de Mercedes, mirando al
través de un prisma envidioso su fortuna y belleza, infundieron
instintivas sospechas. La tormenta empezaba a fraguarse en las
nubes; por entre aquellos apacibles maizales crecidos, en las
fuentes claras, en las florestas serenas, en el ambiente luminoso,
iniciábase una ráfaga de amenaza.
Cuando la presencia de Mercedes y Carlos en la carretera impuso
silencio a las mordacidades de los que jugaban con D. Venancio al
tute o les veían jugar, por entre los oreados cañaverales, que
enhiestos recibían la caricia lujuriosa del sol, la brisa mansa de
la tarde parecía musitar el célebre verso quintanesco:

«¡Ay, infeliz de la que nace hermosa»

Almas errantes
Ricardo J. Catarineú

Copyright (c) Universidad de Alicante, Banco Santander
Central Hispano 1999-2000

Almas errantes
Ricardo J. Catarineú

- II -
La «Mariposa»
En la taberna reinaba aquella noche grande algazara, porque
estaba en el uso de la palabra el Manco; en el uso de la palabra y
en el abuso de la bebida, según costumbre.
El auditorio aumentaba rápidamente; cuantos entraban a «echar»
una copa quedábanse allí estacionados, suspensos de la labia del
embriagado orador. Y las carcajadas generales eran tanto más de
notar, cuanto que el excelente borrachín nada decía que fuera
ingenioso o regocijado. Sarta de disparates sin gracia y sin
intención eran sus discursos.
En aquel momento el Manco, saltando de la elocuencia heroica al
blando lirismo; invocaba el dulce nombre de su hija.
- Así le digo yo a la mi fiya, que yé lo que quiero más en este
mundo; el diablo me lleve. De la Mariposa hablo, don Teodomiro; usté
la conoz. La mi muyer y yo pusímosla María y Josefa y Rosa, porque
era el día de Santa Rosa cuando ella ha nacíu. María y Pepa hacen
Maripepa. Maripepa y Rosa, Mariposa.
Y como advirtiera la sorpresa de los oyentes, añadía
sentenciosamente el Manco:
- Yé una abreviatura.
- Usté bien lo sabe, don Teodomiro, lo que val la mi rapacina.
Yé una perlina mismamente. ¡Y tan modosina, tan guapina como yé la
mi neña! Yo, casarla, casarela a la mi Mariposa, porque ese yé el
destino de la muyer y la ley de Dios. ¡Pero tien que ser un príncipe
ruso del Celeste Imperio el que me la pida! Yé una glorina, don
Teodomiro. ¡Lo que ella fai, lo que ella sabe, lo que ella trabaya,
la bendita! ¡Y to por sostener al su padre, a este probe manco, que
ya está muy vieyu!...
Y las lágrimas volvían a cortar la voz del orador.
Para hablar con verdad, la oratoria del Manco tenía más de
meliflua y llorona que de ardiente y bélica. Nueva gallarda prueba
hallábase dando de esta su ternísima especialidad, entre el general
regocijo del auditorio, ponderando y enalteciendo los méritos, las
virtudes, las pudibundeces y discreciones de su bella hija, cuando
de súbito la inesperada exclamación de un concurdáneo cortó el hilo
de sus logomaquias apologéticas.
- ¡Ahí está la Mariposa!
Y el Manco, tembloroso, palideció de espanto.
En el umbral de la puerta acababan de apoyarse, breves y
ligeros como dos pajarillos, los lindos pies de una mujer rubia y
rosada, bajita y airosa, llenita de carnes, con grave expresión de
melancólica indiferencia en los fríos ojos azules, con dulzura de
risas y llamaradas de rubor en el rostro, con enérgico ceño.
La innata distinción aristocrática de aquella admirable
figurita plebeya, contrastaba grandemente con el acre olor a vino,
tabaco, borrachera y pereza que de la taberna emanaba.
- ¿Quier un vasín de sidra, preciosa? - dijo, todo zalamería,
un contertulio.
- Se agradece - contestó secamente la muchacha.
Y volviéndose con severidad al Manco:
- ¡Ande, padre, ande para casa! - le dijo ¿No le da vergüenza
estar siempre así?
Y aquel hombre, que se volvía un león para increpar a los
gobernantes funestos y a los generales vencidos, salió sin chistar
ni levantar los ojos, humilde como un cordero asustado, a la primera
intimación de los juveniles labios de su airada hija, finos y rojos
como brevísimos cintillos de coral.
En mezquino tugurio, compuesto de cuatro piedras ligadas por
muros de ladrillo, albergue tan mísero que sólo dejaba espacio para
la cocina y para el comedor con una cama, vivía con su padre la
Mariposa. Frente al tugurio se alzaba la panera, que servía también
de dormitorio a la muchacha. Era ésta la costurera única de la
aldea; el Manco y ella alimentábanse del producto de la aguja. Y no
se atribuya a que el inofensivo borrachín fuera hombre nacido para
una eterna holganza. No. El Manco trabajaba, aunque torpemente.
A falta de una ocupación sólida, nuestro orador tenía tres muy
frágiles. Arreglaba paraguas, siendo esta defensa contra el agua una
singular habilidad ingénita en tan ferviente adorador del vino;
guiaba un carrito de movimiento insoportable, tirado por mula ciega
y renqueada, que solía ser siempre, entre todos los caballos y
mulas, la última en llegar; finalmente, aceptaba limosnas, aunque no
las pedía. La imperfección del Manco de Maizales incapacitábale para
los más usuales y en el pueblo más necesarios oficios; la pésima
condición de su mula y absoluta inconfortabilidad de su carricoche,
le hacían el carretero más antipático a los viajeros y aun a las
maletas; gracias a que su nativa elocuencia le facilitaba el ser
celebrado y agasajado en todas partes, granjeándose pronto la dádiva
o el convite.
Andaría entonces la Mariposa alrededor de los veintiséis años,
y no se le recordaba ningún novio, aunque recibía frecuentemente en
sus altares ofrendas de ramilletes de adoradores. Si hemos de llamar
las cosas por su realidad, resignémonos a confesar que Mariposa era
coqueta, y que sus vuelos de flor en flor justificaron el raro
nombre con que la confirmó su padre.
Durante el verano anterior, Mariposa estuvo, sin embargo, a
pique de formalizarse y casarse. Hacía dos años, entonces, de que un
acaudalado industrial, residente en Méjico, y deseoso de retirarse a
su país, pidió informes acerca de las jóvenes maizalenses en estado
de merecer, coincidiendo todas las referencias en que la más gentil,
la más apetecible, la de mejores partes y prendas, era la hija del
Manco. El mejicano, amigo íntimo del mejor orador de Maizales desde
los imborrables años de la niñez, pidió al Manco el retrato de su
hija, y formuló solemnemente, después de recibirlo, la petición de
mano, invitando a la Mariposa y al paragüero para trasladarse a la
patria de Moctezuma - así lo decía el Manco - con objeto de que se
celebrara la boda.
La Mariposa levantó un muro de hielo contra los seniles ardores
del mejicano enriquecido; pero las súplicas del Manco fueron tales,
y con tanta insistencia propaló el fausto acontecimiento en sus
discursos, que la muchacha llegó a temer el ridículo si no cedía, y
acabó por dar su asentimiento.
A Méjico se trasladaron, pues, la Mariposa y el elocuente autor
de sus días. El viaje fue un duelo continuado para el presunto
suegro. La niña sentía constantemente la imperiosísima necesidad de
llorar, y mil veces llegó el Manco a desistir de su proyecto,
rogando otras mil al capitán del transatlántico que diera la vuelta
y les reintegrara sin pérdida de tiempo a Maizales. Y entre las
lagrimitas incesantes de su hija y el inmenso abismo de agua del
mar, al pobre Manco se le aguaba todo el vino antes de llegarle al
gaznate, y él, tan locuaz, permanecía perennemente mudo, como un
buen diputado de la mayoría.
No fue, sin embargo, el calamitoso viaje lo peor, sino la
llegada. El mejicano recibió a sus huéspedes con todas las
melifluidades y prodigalidades posibles; pero verle la muchacha y
atragantársele, fue todo uno.
- ¡No puedo, padre, no puedo! - gemía la Mariposa.
El ricacho, que alentaba la esperanza de rejuvenecerse besando
una boca de rosas y de risas, retrocedió hosco y molesto ante tales
aspavientos, suspiros y lamentaciones. Así fracasó aquel concertado
matrimonio, quedándose en Méjico el anciano novio enfurecido, que
reclamaba a voz en cuello la devolución del dinero gastado en el
viaje. Y así regresaron a Maizales: desolado el Manco, virgen la
Mariposa.
Fue entonces, durante la ausencia del orador maizalense y de su
hija, cuando Carlos llegó solo a la aldea, compró la finca de
Bellavista para Mercedes, y tornó a embarcar.
La subida del precio en la oferta no tardó en acrecentar la
demanda. Los despechados adoradores de María Josefa Rosa, apenas la
vieron volver con palma, sintieron redoblarse sus ardimientos y
resucitar sus muertas esperanzas, con lo cual estrecharon el cerco,
afilaron las uñas, adulzoraron más aún la expresión amorosa y, de
pura dulzura, dieron en el más pegajoso empalago.
Dos de estos amadores irreductibles merecen aquí recuerdo
especial. Uno de ellos ya os fue presentado, aunque le conocisteis
poco; no vale el empeño de conocerle más. Es un excelente majadero
este don Venancio el fastuoso, indiano retirado, almibaradísimo en
el hablar, grotesco de andares y de modales, resplandeciente de
joyas y febril por casarse con cualquiera.
Más temible es Andrés, hijo de un poderoso labrador, carácter
sombrío, inteligencia sin cultivo alguno, querer de hierro, apetitos
de bestia. jactancioso y fornido, moza que él corteje nadie se la
dispute. Habituado a los amores fáciles, el primer amor difícil te
enciende el sentido y le centuplica la voluntad. Ingenuo y rudo,
sabría morir o matar por amor. Cuanto más Mariposa le desdeña, con
más fuego la mira. Y, en verdad, con todos sus vicios y virtudes, no
mayores ni menores en él éstas y aquéllos que en los demás mortales,
en verdad lo merece, por gustar tanto de ella y amarla tanto. De
esta madera fueron, en la vida y literatura españolas, casi todos
los criminales y los héroes.
Para ser poco afortunado don Venancio en lances de amores,
mientras él jugaba sosegadamente al tute en la carretera, de casa
del indiano salía la Mariposa, que acudiera a entregar la labor
encargada por una hermana del cincuentón. Y en la misma puerta del
pintarrajeado hotelito que poseía el americano, la Mariposa
tropezóse con Andrés.
- ¿Ya de retirada? - preguntó el mozo.
- A mi casa me voy, si usted otra cosa no me ordena - contestó
la linda criatura.
- ¿Llevas mucha prisa?
- Mi casa está lejos.
- Muy cerca para mí si te acompaño.
- Déjeme, don Andrés, y siga su camino.
- ¿Será creíble que no te ablandes nunca? ¿Habrás de mostrarte
siempre conmigo tan injustamente esquiva? ¿No merezco una esperanza
siquiera?
- Déjeme, don Andrés, le repito, y no sea pesado.
- ¡Por caridad, Mariposa!
- ¡Eso digo yo! ¡Por caridad!
- De hoy no pasa el que hablemos.
- Todo lo tenemos muy hablado. Ya le dije cuanto podía decirle.
Seamos buenos amigos.
- Esta idea de ser amigos, nada más que amigos, no la resisto.
- Pues otra cosa no puede ser.
- Ya sé por qué.
- Por nada.
- Hablemos con franqueza, Mariposa.
- Diga usted lo que guste.
Y prosiguieron el camino con algunos minutos de silencio.
Mariposa se arreglaba nerviosamente el delantal. Andrés mordía con
rabia el tallo de una flor.
Súbitamente, el enamorado asió violento a la muchacha por la
muñeca.
- ¡Don Andrés, por Dios! ¡Está usted loco! ¡Que me lastima!
¡Suélteme, o grito!
Y él no la soltaba, ni nada decía.
Cuando ella le miraba aterrorizada y sin amor, desasió al fin
el joven la anhelada mano, y pasando de la exaltación iracunda a un
gran abatimiento de tristeza, dijo con dolorido acento:
- ¡Mariposa, tú quieres a otro!
- Le juro que no. Pero no tengo para qué darle explicaciones.
- ¡Mariposa, acabas de mentir! ¡Tú quieres a otro!
La joven volvió a negar con un gesto altivo.
- ¡Mariposa! ¡Lo sé! Tú sueñas con Carlos y él te desprecia.
La linda cabecita rubia irguióse airadamente.
- Bien, ¿y qué? ¡Aunque así fuera! - dijo la hermosa.
- Y no sabes que ese hombre no es sólo el administrador de la
americana; es también su querido.
- ¡No! - murmuró María Josefa, trémula la voz.
- ¡Sí! - replicó firme y convencido el enamorado -. Yo te daré
la prueba.
- Entonces lo creeré.
Nueva pausa larga. Andrés seguía mordiendo la flor.
- Y ahora que ya lo sabe usted - añadió altanera la chica -,
espero que me dejará vivir tranquila y no será tan cobarde que
divulgue el secreto.
- Siquiera para vengarte de él, deberías ser mía.
- Oiga usted bien, don Andrés, lo que voy a decirle. Yo tenía
esa sospecha, pero la rechazaba como un mal pensamiento mío. Algo me
hacía presentir que no había de faltar una persona a quien oírselo.
¡Dios mío! ¡Al que me diera la noticia, cuánto le odiaría yo! Y es
usted quien acaba de dármela. ¡Pruebas, quiero pruebas! Y si ello es
verdad, tomaré su consejo y sabré vengarme. ¿Con quién? Con
cualquiera... ¡menos con usted! ¡Con usted no! Siempre recordaré con
horror este instante. ¡Váyase, váyase noramala!
Él siguió acosándola y hablándola; pero ante el reiterado
silencio y sombrío pesar de la joven, desistió al cabo de
acompañarla y se quedó como clavado en el camino, mirándola
alejarse, alejarse... y desaparecer.
Almas errantes
Ricardo J. Catarineú

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Ricardo J. Catarineú

- III -
De arribada forzosa
La huerta de Bellavista era enorme. Casi desde lo alto del monte
llegaba hasta la carretera. Daba entrada una soberbia y amplia verja
de hierro pintada de verde. Espléndida y enarenada alameda,
interrumpida a la mitad por soleada plazoleta, con fuente y estatua
en el centro, llevaba al visitante hasta el jardín, riquísimo en
rosales; a la terminación del vergel admirábase la terraza del
hotel, que era éste un verdadero palacio. A ambos lados de la
alameda, y detrás del hotel, dilatábase la huerta, pródiga en
nogales, perales y manzanos. Frente a una de las puertas laterales
del edificio, vieja y frondosa higuera cobijaba en su sombra un
velador de piedra y algunas rústicas mecedoras de hierro. Sentado en
una de éstas, apoyados los codos sobre la pétrea mesa, Carlos
devoraba un respetable revoltijo de huevos fritos, jamón y salsa de
tomate, mientras dirigía perezosamente miradas temerosas al fajo de
periódicos sin abrir. Detrás de él, morral y escopeta recordaban que
aquel hombre venía de cazar. El sudoroso y resoplante Pointer, a sus
pies tendido, tampoco lo olvidaba, a juzgar por el gusto con que
trituraba los huesos o se engullía los desperdicios del jamón que el
almorzador abandonaba a su apetito. No serían las nueve de la mañana
aún. Desde la umbría inmensa de Bellavista divisábase arriba las
cumbres y abajo la carretera, los maizales, el río, dorados por la
caldeada luz matutina y aspirando fatigosamente los rayos del sol.
El cielo de Asturias, cuando no gris, de un azul blanquecino,
siempre toldo benigno que resguarda del calor o del frío, dejando
sólo filtrarse la humedad, tiene, sin embargo, algunos días
excepcionales, pocos y en el rigor del verano, de azul intenso, de
luz rabiosa, que Andalucía envidiara. Éste era uno de ellos.
Apenas había apurado, tras de embaularse los huevos con jamón,
el colmado vaso de vino de Candamo, leve rumor de la puerta le hizo
a Carlos volver hacia allí la cabeza. Las blancas hojas de persiana
se abrieron, y en el umbral apareció una esbelta y risueña morena,
embutida en tenue vestido de color de rosa, en el cual se admiraba a
un tiempo la sencillez y la elegancia. Bastaba ver a la dueña de
aquel traje modesto, para adivinar su costumbre de llevarlos
lujosos.
- Buenos días, Carlos - dijo Mercedes con expresión dulce.
- Buenos días, señora - contestó Carlos respetuoso, poniéndose
en pie.
- Mucho se madruga.
Y Mercedes sentóse familiarmente frente a él.
- Estaba desvelado, esperando que amaneciera, y apenas vi la
primera claridad abrí la ventana. Por la pomarada pasaba Juanón;
trabamos conversación, me vestí, y juntos fuimos a disparar algunos
tiros por el monte. He regresado con un hambre atroz, y yo mismo
estoy asustado de cómo devoré. Años hacía no me permitía estos lujos
de holganza, y como ya han de acabarse pronto...
- ¿Insiste usted en dejarme sola?
- Sí, señora; es preciso.
- Poca galantería es esa, caballero.
Esta palabra, «señora», tenía el privilegio de excitar los
nervios de la bella cubana, cuando quien la pronunciaba era Carlos.
Por esto, la réplica fue dicha en tono duro.
-¡Siempre será usted una chiquilla, Mercedes! - contestó
indulgente el cazador.
- Mercedes me llamo me gusta que me den mi nombre. Cuantas
veces me diga usted «señora», otras tantas le contestaré
«caballero». Habíamos quedado en que no volvería a darse el caso.
- Usted se gobierna solamente por el corazón, y en el mundo no
se puede vivir así.
- Yo siempre pude.
- Demasiado lo sé.
Y Carlos sonrió con bondad.
- Muerto mi marido - prosiguió ella - y alejada de mi familia,
¿á quién tengo en la vida? A usted nada más. También usted es solo.
Su adhesión a mi casa, su gran corazón, las bondades que le debí en
mi desgracia, el interés con que cuida de mis negocios y acrecienta
mi caudal, nos han unido. ¿Quién puede extrañar que nos tratemos
como hermanos?
- Como a una hermana la quiero yo. Harto usted lo sabe, y don
Alejandro, que fue para mí un segundo padre, también lo sabía.
Aquella solemne evocación del anciano marido difunto fue muy
oportuna. La viudita permaneció pensativa durante algún rato.
- ¡Señorita, señorita! - gritó una criada que venía del jardín
- ¡No puede usted figurarse qué desastre!
- ¿Qué ocurre? - preguntó Carlos impaciente, poniéndose en pie.
- ¡El coche acaba de volcar!
- ¿Qué coche?
- El de línea que venía de Berzosa.
- ¿Hay desgracias? - interrogó la hermosa cubana ansiosamente.
- Sí, señorita. Una mujer se ha clavado los cristales en los
brazos; un viejo que venía en la baca, se ha roto la pierna; un
señorito muy elegante, se ha dislocado el pie; el zagal también está
herido, y casi todos los viajeros vienen lastimados.
- ¿Y dónde ha sido?
- Frente a casa de Amparo.
- ¡Y allí no habrá hilas, no habrá vendas, no habrá modo de
curarles! - exclamó Carlos.
A lo cual añadió Mercedes, volviéndose a la criada:
- Vaya usted a casa del médico, si no le han avisado ya. Antes
deme el botiquín.
Y mientras la rapaza estuvo ausente, hasta tanto que trajo lo
pedido, Mercedes propuso al administrador bajar ambos juntos a la
carretera.
Esta proposición, como no podía menos, fue bien acogida, y al
lugar del suceso encamináronse diligentemente la viuda y su
subordinado.
En la primera curva de la llana carretera, a dos o tres
hectómetros del fonducho, y a escasísima distancia de la verja de
Bellavista, el coche, rotos los cristales, torcida una rueda,
sosteníase con dificultad, mientras el mayoral, con el improvisado
auxilio de algunos mozos de la aldea, trataba de recomponer lo
destruido. A pocos pasos, tumbado en tierra, uno de los caballos
estaba herido, junto al Manco de Maizales, que le miraba
lastimeramente.
- ¡Yé la competencia! - discurseaba el Manco hablando con un
viajero contuso - ¡Yé la competencia! ¿Cómo habemus de tener nada en
este probe país, cóime, si basta que yo ponga una tiendiquina pa que
a la media hora se abra otra al llau? Púsose esta diligencia, y
aluego non se fizo esperar la otra,¡pa hacele la competencia,
contra! Y son los del otro coche los que han aflojau a la rueda el
torniyu pa que en la primer revuelta volcara, como ha volcau,
mancando a tos esos probes señores y a este probitín caballín, que
en na se metió y yé una compasión el velo sangrar.
Y con agua del río, enlodada e infecta, lavaba las heridas del
jamelgo.
Los otros jacos tísicos estaban algo más allá, paciendo
libres, bajo la mirada vigilante de algunos contrariados viajeros.
Dispersos en el prado, había un baúl grande y varias maletas.
Fuera de la fonda, sentado en el poyo de piedra, con la pierna
rígida sobre la rodilla de espontáneo curandero, un viejo mal
vestido exhalaba quejidos lastimeros:
- ¡La mi pierna! ¡La mi probe pierna! - gemía.
Y cuando cualquiera de los demás heridos lamentaba
patéticamente el percance, el magullado anciano movía tristemente la
cabeza y repetía con voz quejumbrosa:
- ¡Lo míu! ¡Lo míu!
En su rostro reflejábase intenso sufrimiento. Había sido
víctima de un magullamiento general, por la desgracia de caerle
encima un baúl al rodar de la baca del coche al empolvado suelo. La
maldita competencia, que tan justificadamente indignaba al Manco,
tal vez le costaría la vida.
Una obesa mujer de treinta años, lívido el rostro hermoso y
cetrino, se subía las mangas hasta el biceps, no sin grandes
dolores, y aparecía el antebrazo sangrando horriblemente. Un médico,
que en el coche viajaba par casualidad y había milagrosamente salido
ileso, pugnaba por contener la abundante hemorragia.
Más allá, donde los desocupados solían jugar al tute, un joven
muy guapo, de barba y cabellos castaños fingidamente enmarañados, de
mirada serena y azul, de boca impecable, de manos aristocráticas,
vestido, con elegante traje de franela blanca a listas rojas, y
resguardada del sol la hermosa cabeza por un amplio pavero de
castor, sentábase en tosca banqueta, y con el pie en el aire, se lo
palpaba con una mano, intentando calcular la importancia del daño
recibido.
Apenas Carlos y Mercedes llegaron, el apuesto desconocido se
incorporó asombrada y bruscamente; pero el dolor fue más fuerte que
él, obligándole a torcer la boca y caer en su asiento.
- ¡Carlos!
- ¡Fernando!
Ambas exclamaciones jubilosas resonaron juntamente. Unió a los
dos amigos un fuerte abrazo.
- ¿Quién contaba contigo, después de tantos años?
- ¡Y encontrarnos así, donde menos lo esperábamos!
- Estás muy joven.
- También tú.
- ¿Te hiciste mucho daño?
- Me he dislocado un pie.
- ¿Y tienes precisión de continuar el viaje?
- Yo nunca tuve prisa por llegar a ninguna parte. Si vives
aquí, me quedo contigo.
- En casa te cuidaremos. Vivo con esta señora, cuyos bienes
estoy encargado de administrar.
Carlos indicó a Mercedes en una respetuosa mirada.
Descubrióse Fernando acatadoramente, y la cubana sonrióle
afable.
- Pasará usted con nosotros un mes - dijo la hermosa.
- Encantado - respondió el lastimado viajero.
- Por lo pronto, vamos a llevarle; que le curen ya en casa.
Será lo mejor. ¡Vaya con Fernando!
Y así diciendo, Carlos llamó a dos mozos que cerca se hallaban.
- ¡Eh! ¡Sindo! ¡Manín! Pedidle a Amparo una butaca y traedle en
ella al hotel.
- Lo malo será - insinuó Mercedes - que si Carlos se marcha
pasado mañana, va usted a aburrirse mucho.
- Me quedaré hasta su curación, si usted me lo permite -
replicó el administrador.
Y en los negros ojazos de la bella cubana esplendió una serena
claridad triunfal.
Almas errantes
Ricardo J. Catarineú

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Almas errantes
Ricardo J. Catarineú

- IV -
Confidencias
En la terraza, frente a una mesilla volante, apoltronados en
sendas butaquitas de mimbre, ambos amigos saboreaban el chocolate
del desayuno.
Allá en los venturosos días fugitivos de la primera juventud,
Fernando Gelabert y Carlos Carreño se consagraron mutuamente
predilectísima estimación. Ya separados y distanciados por las
vicisitudes de la vida, ninguno de ellos volvió a encontrar otro
amigo en quien compenetrarse tanto. Años hacía, Fernando no sabía de
Carlos, ni éste de aquél. El administrador de la viuda suponía a su
camarada de Madrid trabajando en Roma como pintor pensionado. El
artista creía definitivamente encerrado en Cuba a su antiguo
condiscípulo. Apenas la casualidad les reunió de nuevo, adoptando el
azar para este feliz resultado la aterradora forma del vuelco de un
coche, despertó en ambos fraternales corazones el impaciente anhelo
de asociarse en una fervorosa oración por los años de ausencia.
Las primeras confidencias partieron de Gelabert.
- Ahora me manejo perfectamente - decía el pintor -, pero no
puedes imaginar cuántas y cuán reñidas fueron las batallas hasta
conseguir la victoria. Pasé años de lucha cruenta, de miseria
inclusive. De la gran fortuna de mi padre, nada me quedó al morir
él, y aquella opulencia en que me conociste trocóse pronto en
angustioso problema diario. Mis pinceles eran todo mi capital. Y
para serte franco, las esperanzas que mis maestros pusieron en mí
empezaban a debilitarse. Los paisajes que yo pintaba parecían
ensaladas, y respecto de la Historia, que teóricamente conocía como
pocos pintores, mis aptitudes para reproducir sus tragedias en el
lienzo eran bien deficientes. Sin embargo, en fuerza de trabajos y
recomendaciones, obtuve una plaza para Roma. Yo ganaba poco y cuanto
ganaba gastábalo fácilmente. Era un arruinado hidalgo con aficiones
y gustos de príncipe. Nadie tenía fe en el porvenir mío y regresé a
Madrid sin prestigio alguno en las esferas oficiales del arte; que
también en las regiones artísticas hay mundo oficial.
- Sin embargo, tu cultura, tu conocimiento de la antigüedad, tus
nativas exquisiteces y distinciones...
- Efectivamente, algo debía yo de llevar dentro cuando salí
adelante. Pinté para la Exposición Nacional, y me rechazaron el
cuadro. ¿Por qué? Lo ignoro todavía. Dijeron los jurados que era
inmoral, y yo no afirmaré que lo fuese o no, porque no me conceptúo
buen juez en tales materias. El hecho fue que aquel desaire señaló
mi triunfo. Algunos periodistas me defendieron, por no tener en tal
oportunidad cosa más interesante de qué escribir. Los críticos
sensatos echaron puñados de tierra sobre mí. Me encontré clasificado
definitivamente y me enorgullecí de mi rebeldía. Francamente rebelde
fui desde entonces. Me habían excomulgado por un desnudo, y no quise
pintar nada más que desnudos en lo sucesivo. Si algún encopetado
personaje me hubiera tendido su mano protectora para encargarme el
retrato de su mujer o de su hija, hubiérame visto precisado a
confesarles que, sólo desnudas, las sabría retratar. Sentía una
bella y serena concepción de la vida; la hoja de parra era mi
enemigo. No veía en el amor sino inmaculado placer, y lejos de las
pasiones, lejos de toda lucha mundana, no hallaba en el hombre, en
la mujer, sino formas bellas. En mi estudio, como en mi persona,
todo era un culto a la limpieza y a la libertad. Me llamaron
desvergonzado, pornográfico, indecente y mil cosas más. Yo todo lo
despreciaba, incluyendo la gloria, menos la belleza humana sin
disfraz ni tapujos. Tenía fe en mí mismo; me adoraba como sí fuera
un dios, como pudiera adorarse el propio Goethe, y a tales extremos
llegué de amor calológico que, de haberme sentido en trance de
muerte, como aquel pintor Nani Grosso, del Renacimiento italiano,
tampoco yo hubiera podido morir tranquilo sujetando con mis manos un
Crucifijo tosco, y también hubiera necesitado que me trajeran un
Donatello. Todo se encerraba para mí en la belleza, y espectador
impasible de la vida al través de un prisma nítido y claro, no
exigía bondad ni grandezas a los hombres, fidelidad o ternura a las
mujeres; sólo que fueran bellos les pedía. Y así seguí pintando
desnudos y desnudos, la forma humana, eterna fuente primordial e
inagotable de lo bello; los cuerpos augustos de mis amadas mujeres,
a quienes siempre besé con deleite y sin pasión. El público es
versátil; de hereje me transformaron en santo; ya las desnudeces que
brotaban de mis pinceles pasaban pronto a los más lujosos camarines.
Hoy pinto poco y caro. Gano más de lo que necesito, vivo donde se me
encapricha en el momento; no sé si las mujeres me aman, pero sé que
gusto a las que me gustan, y de los hombres no quiero la admiración,
sino el mercado, lo cual es suficiente para que a veces estrechen
éste y agranden aquélla. Y así vivo, así triunfo, así derrocho, así
soy feliz... Con que ya sabes toda mi historia desde que no nos
vimos, y sólo por ser tú el oyente la he referido, pues habiendo en
ella tantos recuerdos feos, la miro con igual repugnancia que si no
fuera mía.
Carlos escuchó envidioso a su amigo. ¡Cuánto hubiera dado por
un alma apacible como aquélla!
- ¿Y tú? Supongo que tu existencia habrá sido más tormentosa.
No a todos les lleva, como a mí, el desaliento a una olímpica
impasibilidad.
- ¡Ay! - suspiró Carlos - ¡Gracias a Dios que encuentro alguien
a quien llorar mis penas, de quien tomar consejo! Tu historia es
llana y poética; la mía montuosa y prosaica. Tú eres fuerte, yo
débil. Sabes imponerte a los hombres y cosas; a mí me dominan y
abruman. Que eres un desterrado de la moral acabas de decirme...
- Un desterrado de la moral, no; un forastero en ella. Yo
admiro y comprendo también las bellezas morales, pero no las amo por
lo que tienen de moral, sino de bello. Todo elemento moral es para
mí como un extranjero, y todo elemento bello como un conciudadano.
- Pues la moral - repuso Carlos - es cabalmente mi tirano
terrible. Ante un conflicto perteneciente a sus esferas me
encuentro.
- Puede ser también un bello conflicto - objetó el pintor.
- Es vulgarísimo, y esto le quitará toda belleza; pero, no por
lo vulgar, menos abrumador. Aquí me hallaste de administrador de una
mujer admirable...
- Que estará enamoradísima de ti indudablemente.
Yo no diré tanto. Nada juzgo más despreciable que la vanidad
presumida. Pero no me interrumpas... Salí de Madrid casi un niño,
como ya recuerdas, porque una triste aventura de mi madre me cubrió
de oprobio. Emigré a América, esterilizadas y derrumbadas para
siempre mis ambiciones literarias. De leer poetas y soñar poemas,
pasé a barrer tiendas y cargar fardos. ¡Duro cambio fue aquel! Tardó
la fortuna en sonreirme, pero al fin llamó también una vez a mi
puerta. Don Alejandro Gutiérrez, un gallego inmensamente rico e
inmensamente bondadoso, me colocó de capataz en un ingenio, dándole
mis afanes por complacerle tanta satisfacción y protegiéndome él en
tal manera, que en pocos años llegué a ser secretario suyo y,
finalmente, su apoderado general. Mi laboriosidad, puedo afirmarlo
sin jactancia, consolidó su caudal cuantioso. Aquel hombre contrajo
matrimonio con una joven cubana, que entonces era casi una niña...
- ¿Mercedes?
- Sí. Mercedes y yo, más que su esposa y su administrador,
parecíamos hijos de don Alejandro. El mismo se complacía en nuestra
camaradería fraternal. Mientras don Alejandro vivió, no pasó por mí,
ni seguramente por Mercedes, la más leve posibilidad de ser ingratos
o traidores. Al morir, me dejó un buen recuerdo pecuniario. Mercedes
me conservó además en el puesto que don Alejandro me había
conferido. La posición de Mercedes y la mía, apenas quedamos a
solas, era muy falsa, y presenté mi dimisión reiteradamente. Pero
Mercedes, educada a lo yanqui y aferrada desde la infancia a sus
caprichosas fantasías, se negó en absoluto a decirme adiós. Hube de
resignarme, pues, a seguir en mi cargo y procure estar junto a mi
nueva ama todo el menor tiempo posible. Aun así, como advirtiera en
ella hacia mí alguna afición - perdona esta presunción mía -,
hallábame casi decidido, para no seguir compromentiéndola, a casarme
con ella, en el supuesto, no muy difícil en su carácter, de que
Mercedes misma se arriesgara a proponérmelo.
- Hasta ahora no aparece el conflicto.
El conflicto está en que yo quiero a otra mujer y ella también
me quiere. La malhadada idea que tuvo Mercedes de afincarse en mi
aldea, propósito del cual intenté repetida y vanamente disuadirla,
me ha puesto frente a la mujer que amé de niño, una muchacha a quien
llaman la Mariposa por lo aparentemente mudable y fugitiva, siendo
en el fondo tenaz, enérgica y segura como ninguna.
- ¿Y has hablado con ella?
- El año pasado, cuando vine, estaba en Méjico. Ahora la he
vuelto a ver. Busqué varias ocasiones de abordarla para pedirle
perdón de mi antigua ingratitud; siempre me rehuyó implacablemente.
Pero sus actos, su desengañada historia y sus amenazadoras miradas
me acusan. Por si algo faltase, uno de sus pretendientes incurre en
la torpeza de no desperdiciar ocasión alguna para herirme con
bruscas hostilidades y provocarme con reticencias enojosas. ¿Tengo
derecho a truncar la vida de esta mujer, que me quiere, y mi propia
vida? ¿Puedo, por otro lado, dejar saldada mi crecidísima cuenta de
gratitud con Mercedes, contrariéndola en sus sentimientos más
delicados, después de haber comprometido su fama? ¿Debo decidirme
por el amor o por el deber?
- ¡Amor, deber! - repuso el artista - Soy mal consejero para
este lance. Preséntame a las dos desnudas y te diré sin vacilar cuál
debes elegir. Aparte que Goethe resolvió en su famosa Stella un
semejante caso, uniendo en triple abrazo a la esposa, la querida y
el marido... ¿Es morena la una y rubia la otra?
- Sí.
- Entonces, son perfectamente compatibles.
Y así continuó durante largo rato la conversación, no siéndole
posible a Carlos conseguir que su amigo le aconsejara una moral
solución para el conflicto moral de que se trataba, sino únicamente
la solución bella para el bello conflicto.
Almas errantes
Ricardo J. Catarineú

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Almas errantes
Ricardo J. Catarineú

- V -
Entre dos fuegos
Fernando se aclimató en Bellavista muy a su sabor, y curada la
herida, en lo cual se tardó más de un mes, aun llevaba otro en casa
de la hermosa cubana, correspondiendo rumbosamente a esta generosa
hospitalidad con artísticos regalos de raro valor.
Mercedes, por su lado, no quería que el artista saliera de allí
nunca, pues su presencia era para retener a Carlos un medio
inapreciable.
Y de los tres amigos juntos en Bellavista, estos dos, por lo
menos, vivían dichosos.
Mercedes, con delicadas alusiones, no desaprovechaba ocasión de
insinuarle o demostrarle al administrador su abnegado cariño. Y
Fernando contribuía inconscientemente a hacer más intenso este
ambiente de amor, con sus constantes himnos a lo bello y amable.
Entre animadas excursiones y charla amena, pasaban veloces los días.
Veloces para el pintor y para la viuda. Con la alegría de ambos
contrastaba singularmente la misantropía de su acompañante.
Carlos había tenido, en aquellos dos mortales meses, con la
Mariposa tres o cuatro breves encuentros. En el primero trató de
implorar el perdón de la linda rapaza. Esta mostró la mayor
extrañeza, echándolo todo a broma, asegurando que de nada se
acordaba, y que lo pasado, bien pasado.
No eran aquellas dos bellezas, no - harto a Carlos le constaba,
que las conocía a fondo - , dos fáciles conquistas para la amable
serenidad griega que soñaba Fernando en resucitar.
Carlos presentía, por parte de una y otra, más o menos próximas
tempestades. Abnegaciones o amenazas, sacrificios ofrecidos o
reclamados, mortal pasión o mortal desengaño; algo que fuera
incendio, destrucción y estragos, jamás una soberanamente bella
quietud. Y él mismo no se resignaría tampoco a ser testigo impasible
de la vida; su corazón le imponía a gritos la fuerte necesidad de un
vivir activo, de una llama intensa, de un insaciable amor.
En esta disposición la atmósfera, Carlos temía incesantemente,
y su temor subió de punto durante la velada en que Mercedes anunció
el propósito de ir con Fernando y con él a una romería. Era ésta de
las que duran tarde y noche. Una tarde y una noche terribles, que
Carlos habría de pasar frente a ambas mujeres, las dos acechándole,
cohibiéndole, rindiéndole con diversas armas: con desprecios
fingidos Mariposa, Mercedes con discretas ternuras, situado entre
dos fuegos; seguro de que, ya se inclinara de uno ú otro lado,
siempre dejaría desgarrada una humana flor.
No hubo modo de que Mercedes desistiera, ni para él de
excusarse. Aquella mujer, aparte de ser su protectora y poder darle
órdenes, era como niña mimada invencible. Capricho que tuviera,
nunca encontraba razón de no satisfacerlo. Para mayor desconsuelo,
no contó esta vez Carlos con el apoyo de su amigo.
La temida fecha llegó. Era un día espléndido de fiesta y de
luz.
Sin compartir el bullicioso júbilo de Mercedes y de Fernando,
les acompañó Carlos a la romería, como la víctima se encamina al
suplicio.
Doquiera deteníanse o cruzábanse con amantes parejas o con
grupos ruidosos de retozonas y alegres rapazas. Ya distraía su
atención la pregonera de avellanas, ya el gaitero anticipando
generosas melodías. El sol - ¡bendito sol de Asturias, que alumbra y
no quema! - doraba pomaradas y maizales, bruñía el camino. En el
complicado laberinto de vericuetos, regatos, cerrillos y praderas,
todo era canciones, risas, cuchicheos y amores, galas de la tierra y
del corazón.
Almas errantes
Ricardo J. Catarineú

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Almas errantes
Ricardo J. Catarineú

- VI -
La romería
El escenario de esta romería formábanlo una plazoleta y dos
amplios prados, casi en la cima de la montaña. En uno de estos
pradales alzábase en la linde menguado caserío, del cual descollaba,
por lo gigantesco y bizarro, el pardo caserón de los Peñalbas, de
vieja piedra sucia, de rotos balcones anchurosos, de rojo portalón
claveteado, de borroso grande escudo señorial. En el palacete del
Peñalba reinante estaban invitados aquella noche a sentarse a la
mesa, entre otros quince o veinte comensales relativamente
empingorotados, Mercedes y sus dos amigos.
En la plazoleta, junto a la ermita, alrededor de la cual
cubrían zarzas y rosas silvestres las losas sepulcrales, erguíase la
casa del capellán, donde por la tarde hubo la anual comilona para
todos los curas de la parroquia, con la consabida dorada carne
asada, las mejores truchas del Narcea y el más exquisito jamón de
Cangas, sin olvidar el clásico arroz con leche, regado todo ello con
sidra fuerte y vino de Candamo.
Desde los primeros repiqueteos de las campanas empezaron los
vendedores a fijar sus blancas mesas de pino sobre la hierba,
apoyando en las lanzas de los carros ociosos las pellejas de vino y
esparciendo en torno el abigarrado tenderete de botellas de cerveza,
cestas de variados hojaldres, jarras blancas o azules, largos
caramelos de colorines y todas las vírgenes del calendario,
representadas en confituras.
Ningún americano del contorno, con sus cadenas o sortijas más
relucientes; ninguna señoritinga pudorosa; ningún mozo aldeano,
todos en atavío de fiesta; ninguna moza, con los trapitos de
cristianar realzando su gentileza y garbo, faltó a la misa.
Mientras duró ésta, gaiteros y tamborileros ensayaban sus más
escogidas tocatas peregrinamente.
El sermón fue largo, o lo pareció; después la comida de los
curas señaló el único acontecimiento mientras la fuerza del calor
apretaba.
En los romeriles campos sólo vagaban entonces turbas de
chiquillos, jugando a las chapas o disparando cohetes, siempre
vociferando, siempre riendo con salvaje risotear.
Cuando ya el fuego del sol amansaba sus rayos, los primeros
romeros madrugadores entraban, procedentes de diversos vericuetos,
limpiándose el sudor del cuello y parándose a refrescar bajo los
ennegrecidos toldos.
El ruidoso estallido de los relampagueantes cohetes, el dulce
siseo de la gaita, el grave vozarrón del tambor, los pregones
dangosos de las avellaneras, los carros desuncidos, los puestos
rebosantes, los vasos de cerveza en alto, el runrun de las
conversaciones, las atropelladas risas y atropellantes carreras de
los chicuelos, preludiaban fiesta.
En el contiguo castañar algunos grupos merendaban, resaltando
las blancas servilletas como manchas de nieve entre la verde hierba
deslumbrante de la campiña húmeda.
Al asomar las primeras caras bonitas, el resplandor, que hasta
entonces venía del sol, pareció venir de ellas, y de los
resplandecientes ojos de las rapazas partió la señal de sensual
alegría.
Dos o tres parejas de mozas bien plantadas, aproximándose como
involuntariamente a un gaitero, improvisaron la giraldilla; a partir
de entonces, la doble hilera humana fue alargándose rápidamente,
ensanchándose el círculo de los mirones curiosos, difundiéndose la
animación hasta hacerse ya tan grande el número de bailarines y de
sus embebecidos contempladores, que muchos se trasladaron al segundo
prado, donde algunas escasas parejas dieron origen a otras dos
progresivas filas de hombres y mujeres embriagados en el bailoteo.
Cada vez eran en ellas más sueltos, más voluptuosos los
movimientos, más copioso el sudor resbalando por la encendida
mejilla, más dulces y sugestivas las miradas.
En ambos prados el rebaño humano bebía, bailaba, giraba,
cantaba, daba voces. Gritos de vendedores, sones de gaita, risas,
chicoleos, iniciaciones de borrachera y preparativos de amores,
poblaban el ambiente. Cuando la luz del sol era mortecina, el rumor
excesivo, general la distracción, mozas y mozos improvisaban, fuera
de las catedrales de la giraldilla, otras capillitas de baile
agarrao, a los acordes de algún entrometido e invasor organillo
ambulante. Y como si la luz del sol fuera una barrera separadora, a
medida que ella se distanciaba de los campos iban estrechándose cada
vez más los contactos entre ambos sexos, hasta el punto de que,
apenas insinuado el anochecer, las dos sombras de cada pareja
bailarina proyectaban el suelo una sombra sola, compacta y
ondulante.
En aquellos instantes de lánguido misterio crepuscular,
llegaban Carlos, Fernando y Mercedes a la romería. Admiraron el
agreste paisaje, el cuadro romeril; estrecharon manos amigas,
saludaron a las señoritas peripuestas, visitaron los puestos,
recorrieron los grupos.
El Manco, ante el habitual numeroso auditorio, en los albores
de una embriaguez elocuentísima, acompañado siempre de su
inseparable don Teodomiro, lloraba una nueva elegía por la pérdida
de nuestro glorioso imperio colonial. A don Venancio, en otro
tabernáculo volante, el deleitoso vaso de sangría no le impedía
saludar con almibarados tiernos ojos a la esbelta cubana. La
Mariposa, con los suyos hermosos, perennemente azules y fríos, no
disfrazaba el enojo ante la declaración número mil del violento
Andrés, indesahuciable por lo testarudo.
Cerca de esta pareja habíase detenido la viuda con los dos
gallardos acompañantes, cuando acertó a llegar, como vanguardia de
sus selectos invitados, el noble señor de Peñalba; quien rápido se
dirigió a Mercedes para estrechar en su basta manaza de campesino
voluntario las ajazminadas manitas de la graciosa americana,
mientras la decía:
- ¡Tanto bueno a honrar mi casa! Venga usted, señora, venga
usted a endulzar con sus trinos de ruiseñor la cueva de este viejo
lobo. En el campo, como en el campo.
- Me han contado que es todo un palacio su casa de usted.
- Grandota, pero nada más.
Y en esto el señor de Peñalba afirmaba la verdad. Aunque hombre
culto, prefería ya la naturaleza a los libros. Todo en su vasto
hogar tenía sabor agreste. Ningún refinamiento, nada de lujo, nada
de muelle regalada blandura. Todo era tosco, enorme y recio.
Solamente los cazadores o labradores hallarían algo interesante
allí. Así debió de sospecharlo el pintor, quien apenas presentado a
aquel cacique sin cacicato se apresuró a enunciar:
- Vaya usted, Mercedes. Luego iremos a recogerla Carlos y yo.
Estos bailes agarraos me interesan mucho.
- Yo creí que solamente el desnudo entraba en sus dominios -
opuso picaresca la grácil viuda.
- Estos bailes no son el desnudo precisamente - repuso el
pintor - , pero poco les falta.
Con tales razones, amén de los obligados cumplimientos, la
dulce cubana, dando el brazo al señor de Peñalba, con pintoresco
séquito dirigióse a visitar el destartalado caserón, dejando al
artista con el administrador, cercanos a la plática de Andrés con su
bello tormento.
¿Y nunca llegará a conmoverte esta constante e inmensa llama de
mi pecho? ¿Nunca te merecerá una limosna de esperanza? - preguntaba,
como siempre, el desesperado Andrés.
La Mariposa miró de soslayo a su antiguo novio, replicando
después al actual pretendiente con forzada sonrisa, que a éste le
pareció un rayo de sol en plena noche:
- ¡Quién sabe! ¡Quién sabe! La esperanza es flor que nunca se
deshoja, y tanto va el cántaro a la fuente...
- ¿Cuándo? ¿Cuándo? - repetía anhelosamente el terco enamorado.
- ¡Quién sabe! ¡Quién sabe! - canturreaba coqueta la risueña
rapaza.
- Vámonos de aquí, Fernando - propuso Carlos agitadamente.
- ¿Qué mosca te ha picado? - interrogó el pintor, contrastando
la ordinariez de esta pregunta con la distinción del preguntante.
- Ninguna; pero sigamos adelante. ¡No vamos a estar aquí
parados siempre!
Y Carlos tiraba nervioso del brazo de su amigo.
Cuando ya estuvieron a algún trecho de allí, Fernando espetó a
su antiguo condiscípulo gravemente:
- Lo que tú necesitabas era que yo me entendiera con esta
chiquilla, que debe de poseer, dicho entre paréntesis, unas ancas
dignas del pincel de Rubens.
- ¡No digas disparates!
- Yo tengo ya - añadió Fernando - interés por conocerla de
cerca, para apreciar cuál es el hechizo que te esclaviza. Si yo la
disfrutara, tú la olvidarías.
- Hablemos de otra cosa, si te parece.
- No me parece. Digo que siento la curiosidad de pegar la hebra
un rato con esa coquetuela, y va a ser ahora mismo.
- No te lo perdonaría nunca el que habla al presente con ella.
- Que no me lo perdone; moriré con este disgusto.
Fue en vano que intentara Carlos convencerle. El pintor se
acercó a la mozuela, invitándola a bailar.
- ¿Quiere usted favorecerme con esta habanera, hermosa?
Mariposa, sorprendida por lo brusco de la invitación, se cogió
a su brazo y bailaron.
Como era ya entrada la noche, los bailarines tenían mayor
libertad contra las miradas indiscretas. Algunos sujetaban a su
rendida pareja pasándole ambas manos por la espalda para oprimirla
más. No faltaban piernas audaces lanzadas a un contacto definitivo.
Sonrosadas, despeinadas, sudorosas, las mozas echaban el pecho
adelante y la cabeza atrás, como si fueran a esquivar un beso; pero
la distancia era tan breve, que el cálido aliento de la dominada
continuaba quemando la mejilla del dominador.
Fernando, para quien todo atisbo de placer era una luz serena,
no fue de los menos atrevidos en aproximación; pero como lo hacía
sin jactancia, con el mismo natural impulso del que, acometido por
repentina sed, se llega a una fuente para refrescarse el paladar, la
muchacha hallóse oprimida sin darse cuenta de ello, tan gradual e
insensiblemente, que no había un segundo en el cual pudiera decir a
su desenfadado conductor: «Ahora es cuando se acerca usted un poco
más de lo debido.»
Y la avisada rubia le dejaba incrustarse, no por torpe deleite,
que lejos de su naturaleza instintivamente delicada estaba siempre
toda vulgar sensualidad, sino porque el aparentemente lascivo agrado
venía en ayuda de su amoroso cálculo, esperanzada en que la esquiva
frialdad de Carlos no resistiría tamaña prueba.
Así fue. Carlos dijo al pintor:
- ¿Me permites dar una vuelta con tu pareja?
Y no dió una vuelta, sino muchas, durante las cuales
contrastaban las reservas o arisqueces de las palabras con la
estrechez y voluptuoso abandono de los movimientos.
El pintor, alarmado, volvió a quitarle la pareja,
convirtiéndose en una verdadera intervención armada.
A poco cesó la música; los desmadejados danzantes se
dispersaron por el prado.
Andrés se acercó nuevamente a la Mariposa.
- Te ruego - te dijo convulso - que no vuelvas a bailar con él.
- Yo bailo con quien me parece - repuso enfurruñada y hostil la
chicuela.
- Acababas de darme la primera esperanza.
- ¡Figuraciones suyas! Yo ninguna esperanza le dí.
- Mientes, Mariposa. Tú me dijiste que tanto va el cántaro a la
fuente...
- Usted tómalo todo al pie de la letra.
- Yo lo tomo como debo tomarlo. juega con mi corazón, Mariposa,
y destrózalo a tu capricho; no me quejaré. Pero ¡que no se alce
entre nosotros la sombra de otro hombre más afortunado, porque a ese
le mato! ¡Te lo juro por estas cruces!
- No se debe jurar sin necesidad.
- Ahora era ¡necesario el juramento, porque tienes una perversa
inclinación a ese sujeto, que te desprecia por otra, y tú misma me
lo has confesado.
- Ni yo nada le confesé nunca, ni ha nacido quien a la Mariposa
desprecie.
- No trato de injuriarte. Sólo te pido que no bailes con él.
- Usted no tiene razón para pedirme nada, y yo saldré con él
ahí, al centro, en cuanto me saque.
- Está bien. Yo le separaré de ti por malas, ya que no quieres,
por las buenas, hacerlo tú misma.
Y Andrés calló, sin alejarse. Mariposa también guardó silencio,
abstraída en el dulce recuerdo del fugitivo rozamiento, reflejo
bienhechor de las caricias puramente anheladas.
Fernando, sin que pudiera Carlos sujetarle, personóse otra vez
al lado de la costurera e insinuó una nueva invitación a la danza.
- Esta joven no baila con usted - exclamó Andrés con firmeza
brutal.
-No es bello ese gesto - dijo el pintor -, y todo lo feo me
repugna. No he hablado a usted, sino a esta niña. Por lo tanto sus
palabras, además de groseras, son inútiles.
- Siento, por ser usted forastero, haberle ofendido - replicó
el desdeñado amador, sin jactancia ni bajeza -; pero si no la dejo
salir en su compañía no es por usted, sino por el señor, a quien
usted la ha cedido y que no supo guardar la debida compostura.
- ¡Estás loco, Andrés! - protestó Carlos.
- Me parece que hablé bastante cuerdamente y muy claramente.
En torno de los reñidores habíase improvisado ya, apenas
levantaron la voz, un grupo relativamente grande.
- No te dí razón ninguna para hablarme así - añadió Carlos, con
visibles esfuerzos por refrenar sus arrogantes instintos,
supeditándolos a una prudencia conveniente.
- Dejémonos de tonterías - contestó Andrés, rojo de ciega ira
-. Usted sabe que esta mujer le quiere, y como no puede hacerla su
esposa, porque otras ambiciones o compromisos se lo vedan, trata de
hacerla su querida.
- ¡Así se insulta a una mujer, sin ampararla nadie! - exclamó
indignada la Mariposa, rompiendo a llorar.
- Andrés - agregó Carlos con frío aplomo -, lo que acabas de
decir es una canallada.
- ¡Esto quería yo! - rugió el despechado amante con salvaje
gozo, lanzándose sobre Carlos, llameante la mirada, apretados los
puños.
Algunos testigos de la escena le contuvieron; pero, en la
imposibilidad de alcanzar a su enemigo, Andrés le escupió a la cara
venenosamente.
Las mujeres gritaron. Los hombres abalanzáronse a evitar la
refriega.
- ¡Carlos, Carlos, déjale, ven! - suplicaba ansiosamente
Fernando, tirando de él.
¡Carlos! ¡Carlos! - gemía la Mariposa amorosamente.
Era ya tarde. El bastón del administrador había zumbado
fuertemente en el aire, cayendo pesado, recio sobre la frente del
adversario, que bañó la sangre en profuso chorro.
Andrés, nublado por la sangrienta venda roja, echó la mano al
cinto y empuñó el revólver. Sonó el tiro, milagrosamente sin herir a
nadie.
El asombro pánico de los romeros no es para detallado.
Prodújose un estremecimiento general. Bastó un instante para trocar
las galas festivas en horrores trágicos. Hubo, según el cliché
periodístico, indispensable en este caso, «sustos, carreras y
desmayos». Muchos se refugiaron bajo las tiendas de campaña. Las
mozas apretáronse contra sus cortejadores. Cesó la música, cesó el
baile. Primero, fue unánime y temeroso el silencio. Después, los más
valientes empezaron a prodigar consuelos o comunicar a los débiles
la propia entereza. Alrededor de Carlos y Andrés, todo el grupo, con
la excepción de cinco o seis amigos de ambos beligerantes, se
evaporó en menos que se dice, quedando por completo libre de humanas
formas aquel trecho de campo. Un disparo, aunque no produzca daño
alguno, es siempre espantable. Cuantos lo oyen, sienten que la
muerte vuela en torno de ellos, azotándoles el rostro, golpeándoles
el corazón con un negro aletazo. Nada más imponente que la brusca
interrupción de una fiesta ante el zarpazo de un peligro.
Cuando los ánimos empezaron a tranquilizarse, el general
barullo de los comentarios fue ensordecedor. Aun los más amigos de
Andrés - los mismos que le registraron y desinfectaron la herida,
que no era profunda, ni grave, felizmente - no encontraban razones
para defenderle. El postergado pretendiente de la Mariposa había
procedido con ligereza e insolencia, locamente, traidoramente.
Carlos dió evidencias de prudente sosiego primero, de viril energía
después. No estaban con él las simpatías, pero no podía menos de
hacérsele justicia; tan legítima y fundada era su causa.
No bien hubo desaparecido Andrés de la escena, convencidos
todos de que la herida no era importante, algunos mozos de agallas
vagaban de un lado para otro, repitiendo con voz serena:
- No ha sido nada. Siga el baile.
Muchos, sin embargo - y entre estos muchos un buen ramillete de
lindos talles -, habían puesto pies en polvorosa. La animación de la
romería decayó grandemente.
Tornaron los sonidos de la gaita a flotar melancólicamente en
el aire de la montaña; se reanudó el baile.
Carlos - a quien nadie volvió a molestar, ni se hubiera
consentido que le molestara - se encaminó, con su amigo el pintor,
al caserón de los Peñalbas, donde los curiosos, fingiendo amables
solicitudes, le asediaron a indiscretas preguntas, rehuídas con
discretas vaguedades.
El administrador murmuró al oído de la viuda:
- Perdone usted, pero me contuve cuanto pude.
La viuda le contestó anonadadamente:
- Nada me diga. Todo me lo han referido.
- Aseguro a usted, Mercedes...
- Toda excusa huelga; no tiene de qué arrepentirse. Usted ha
cumplido con su deber; yo sabré también cumplir con el mío.
Y como tratara Carlos de hacer más largo el aparte, la viuda
terminó así el coloquio:
- Silencio. Nos miran.
El banquete ofrecido por el señor de Peñalba a sus amigos fue
enojoso y árido. Todo tenía en
aquella casa, los manjares. como los muebles, las conversaciones
como las paredes, olor a viejo, sabor a rancio. El encogimiento de
los invitados era visible. Nadie quería aludir a la riña reciente y
nadie creía interesante ni posible otro tema. Mercedes, alma leal,
poco propicia al disimulo, no recataba su melancolía. Fernando
intentó reiteradamente dar calor de vida con sus alegres decires a
aquella inercia espiritual del tieso Peñalba y de sus rígidos
comensales; empeño inútil.
Esta austera sequedad tenía por contraste el estruendoso
batiborrillo de los romeros. Seguían los cohetes retumbantes
hiriendo el aire con curvas luminosas. Tambor y gaita les saludaban
batiendo y tarareando gentilmente. Llegaban al adusto comedor de los
Peñalbas ecos estridentes de carcajadas, regocijadas voces de
cantantes desafinadores, murmullo confuso de estrépito humano. Como
en toda fiesta, los ricos tenían mucho que envidiar a los pobres.
En los campestres conciliábulos, llevaba la palma, como
siempre, el escanciador afortunado del gran orador.
- Yé asina. ¡La joventú, y ná más que la joventú! Gracias a
Dios sean das, don Carlos mancóle poco. ¡Quién tal dijera, cóime! La
mi rapacina ha viniú porque estaba ofrecía, porque del invierno
pasau, cuando la probitina tuvo las inginas, ofrecióle a la Virgen
de venir a esta romería. Y lo que se ofrez, ha de cumplirse, cóime.
¿Qué culpa tien la mi rapacina, non yé verdá, don Teodomiro, de
haber nacíu tan guapina y de que los mozos anden empecataus? Yo
soyle franco, don Teodomiro; si don Carlos me la pidiera por esposa
ú por cónyuge, yo dársela, mi alma, se la daba; porque yé un buen
rapaz, cóime, y los que mormuran son unos probetones llambiones,
víztimas de la barbarie y de la iznorancia de este país, donde sólo
se respeta a los jesuitas. ¡Cóime! ¡A los jesuitas, que han siu los
que trajeron la Inquisición y los que perdieron las colonias! ¿De
qué os reís, pollines? ¡El Manco lo diz y el Manco lo defiende!
Porque la voz de este probe Manco yé la voz de la Historia. Y al que
güelva a mormurar de don Carlos, cóime, cortaréle la llengua. Si él
quier casase con la mi rapacina, lo que ella disponga; yo en ná me
entrometo. ¿Qué tanto mormurar de don Carlos? ¡Llambiones, fartones!
En el espaciosísimo salón de los Peñalbas, innúmeras bujías,
encajadas en broncíneos candelabros vetustos, lucían orgullosas. Una
orquesta deficientísima tocaba rigodones Y valses, de los que oímos
a nuestros abuelos, e imposible sería imaginar nada más pudibundo
que las rigodoneras y valsadoras de aquella pretendida fiesta,
prematuramente envejecida. Nada más declaradamente cursi, ni con tan
insolentes presunciones de maravilla.
En un breve trecho de campo, iluminado con farolillos a la
veneciana, no muy profusamente, mozos y mozas departían,
abrazábanse, casi besábanse, en la intimidad del schotis y de la
habanera.
Cuando las músicas cesaron, la alegría desbordóse más loca aún;
la jota y la giraldilla se reemplazaban, acompañándose los propios
bailarines con sus cánticos.
Fernando y Carlos recorrieron errantes todos los corrillos,
todos los rincones, ora buscando la luz y el ruido, ora la soledad,
sin bailar otra vez.
Mercedes oía, sin escucharle, al señor de Peñalba sus largas
narraciones de cincuenta años a a fecha.
Ya muy entrada la noche, llegada la hora en que los borrachos
hacían intransitable el camino por doquiera, comenzó la general
dispersión.
Los grupos numerosos subdividiéronse en corrillos
reducidísimos, e insensiblemente retirábanse de éstos poco a poco
mozos y mozas, repartidos en amantes dúos.
A la luz de la luna, que blanqueaba las copas de los castaños,
ennegrecidos por la nocturnidad, y permitía divisar, lejos, muy
lejos, la carretera como una cinta blanca, mientras se confundían
más allá los montes y el río en una misma opaca mancha, las parejas
empezaban a avanzar por los vericuetos montaraces, bajando la voz,
amando la noche, tratando de esquivar los nacarados resplandores
lunares, unidos cada hombre a cada mujer en una sola sombra, en un
mismo amor. Avanzaban lentas las parejas, arrulladas por algún suave
cantar lejano:

«La vi llorando y dije:
-¿Por quién suspiras?
-¡Tengo mi amor ausente! Le estoy llorando
la despedida!
La despedida es corta,
la ausencia es larga.
¡Hasta siempre que quieras,
bien de mi alma!
¡La vi llorandooo!..»

A Mercedes y sus dos amigos dió solemnes adioses en el pórtico
de su palacete el noble señor de Peñalba. Con gran sorpresa de
Carlos, allí esperaba la Mariposa en unión de otras jóvenes de
Maizales.
La viuda dijo:
- Deme usted el brazo, Fernando, que es largo y accidentado el
regreso. Y usted, Carlos, ofrezca también el brazo a Mariposa, que
la pobre no encuentra a su padre, ni su pareja.
Así regresaron los cuatro. Mariposa y Carlos, ligados muy
estrechamente por contactos frecuentes, por reproches inexcusables,
por una íntima resurrección sabrosa del viejo amor lejano; Fernando
y Mercedes, hablando poco, sumergidos en pensamientos tristes o
cambiando entre sí observaciones sin interés.
¡Qué grande melancolía venía de la luna! ¡Con qué cerrado sueño
dormían los campos!
De risco en valle, de matorral en arroyuelo, Fernando sentía en
su brazo el tembloroso de la viuda, temiendo a cada instante ver
desmayar la voluntad de esta hermosa dama - herida en lo más
recóndito, en lo más puro -, y sin atreverse a mirar sus ojos, para
que no le llamara indiscreto alguna lágrima.
Carlos merecía ser disculpado. ¿Quién, siendo de carne,
acompañaría durante dos horas de recogimiento a una mujer querida,
aspirando su aliento, quemándose en el fulgor de sus ojos,
oprimiendo su brazo, tropezando frecuentemente con ella, sin amarla
y decírselo?
En el silencio de la noche, Carlos y Mariposa, Fernando y
Mercedes, al pasar por el borde de un cañaveral, sin que pudieran
advertir sombra alguna en la honda espesura, se detuvieron un
instante. Acababan de oír entre las cañas suspiros y besos.
En otras circunstancias, esta casual sorpresa hubiérase
prestado a sabrosos discursos. Ahora, ni el pintor siquiera, cantor
eterno del amor libre, osó comentarla.
Continuaron lentos, callados, conmovidos, por la abrupta senda.
El aire frío y húmedo, precursor del amanecer, oreaba los
campos, teñidos de gris. De la luna quedaba sólo en el cielo una
confusa bruma blanca. Leves franjas violadas tejían el despertar de
la aurora.
Al entrar los romeros por la carretera, en el maizal vecino,
ante el inmenso ejército de cañas de maíz, el incomparable patricio
maizalense, nuestro amigo el Manco, poseído de bélico ardor, gritaba
con potente voz:
- ¡Firmes, soldados!
Y, como las cañas de maíz le desobedecieran, balanceadas por el
viento, repetía estentóreo, mientras alternativamente sentíase caer
o se incorporaba en fugitivo equilibrio:
- ¡Firmes he dicho, cóime!...
Cuando Mercedes entró en su dormitorio y abrió la ventana a los
albores del día, aún llegaba
resonante de la montaña el eco lejano del triste cantar:

«La vi llorando y dije:
-¿Por quién suspiraaas?...»

Almas errantes
Ricardo J. Catarineú

Copyright (c) Universidad de Alicante, Banco Santander
Central Hispano 1999-2000

Almas errantes
Ricardo J. Catarineú

- VII -
Vulgaridad
¡Oh, misterio! ¡Tú eres el supremo encanto de la vida! Cuando
manos traidoras tu velo descorren, contigo se derrumba el palacio de
los ensueños. ¡Qué íntimamente dulces los amores escondidos, el
pecado amoroso compartido en la sombra, el beso arrebatado por
sorpresa, el amor que pasa imprevistamente! ¡Qué voluptuosidad en
las dudas e incertidumbres del corazón! ¡Qué placer el sabernos
amados sin que nadie más que nosotros lo sepa!
Todo a los enamorados, fuera de ellos mismos, les estorba: la
luz del día, que les delata a los curiosos; la luna filtrada por los
árboles, que les expone a los indiscretos. El amante tiene en el sér
amado su único amigo; una inmensa masa enemiga en todos los demás.
Presiente y sabe que éstos, aun en el caso más dichoso, no han de
dejar de profanarle su amor con una intervención restrictiva,
meticulosa.
Del amor, el fruto más libre y bello de la naturaleza, hicieron
los hombres calculadores, en prescripciones frías, algo metódico,
reglamentado, exigente. Apenas los enamorados se convierten en
prometidos, una nube de vulgaridad les envuelve. La duda surge
inmediatamente acerca de la fuerza con que se nos ama, no suficiente
acaso para conseguir que se nos aceptase apenas nos rebeláramos
contra determinadas condiciones. En nuestro amor se ocupan los
extraños, como si fuera cosa de interés suyo. En nuestro amor entra
la religión para arrancarnos de las manos el privilegio de elegir
libremente la hora en que habrán de satisfacerse nuestros anhelos.
En nuestro amor se entromete el Código para convertir en
obligaciones imprescindibles nuestros más gustosos sacrificios. Los
sentimientos se transforman en preceptos, el misterio alado en
palpable realidad. ¡Oh prosa invencible de la vida, que
subrepticiamente te introduces en toda torre marfileña de la poesía
por los resquicios todos!
El desengaño, al herir el alma heroica de Mercedes, la azotó
bruscamente con una ráfaga de ordinariez. Carlos no era el sér
extraordinario y ultrasensible que ella imaginara. Era un hombre
como casi todos, nacido para haber amontonado algún dinero al llegar
la edad de flaquear los entusiasmos juveniles, y enamorarse entonces
de una mujer hacendosita e incapaz de toda abnegación sentimental, a
propósito para cocerle los garbanzos, repasarle la ropa y darle
robusta sucesión, amándola él con todos los trámites legales o
esperas necesarias, después de pesarlo, de medirlo todo, ante una
pudorosa aquiescencia de la turbamulta, con la inexcusable bendición
del cura y con el sesudo visto bueno del juez.
La ambición espiritual de aquel hombre y su visión prudente de
la felicidad, no eran difíciles de satisfacer; bastaba regalarle una
esposa, como se le haría donación de una finca, para refugiarse a
vegetar pacíficamente en ella durante el resto de su vida. Y
Mercedes, atenta a la dicha del único sér humano que bajo su techo
respiraba, no quiso negarle capricho tan fácil y hacedero. Fue el
cruel desengaño amoroso una doble catástrofe para la heroica viuda;
a la vez que derrocó sus ilusiones, encharcó su ideal.
Mujer de natural distinción y cortesía, consistiendo ésta
principalmente en no hablarle a nadie sino de lo que pueda serle
grato, y aquélla en no entregar las exquisiteces de nuestro espíritu
o de nuestra persona sino a quienes tengan aptitud de comprenderlo o
justipreciarla, desde el día siguiente al de la romería tuvo dos
perennes cuidados: no molestar a Carlos con la menor insinuación
interesada y despejarle bien el camino para que llegara rápidamente
al término de sus afanes.
Hablóle franca, resueltamente de su naciente noviazgo, con el
consiguiente cumplido elogio de la novia y algún afable reproche por
haberle ocultado a la propia Mercedes el secreto amoroso durante
tanto tiempo.
- Necesita usted casarse; yo misma se lo hubiera aconsejado, si
me creyera con autoridad para aconsejarle - decía la viuda a Carlos,
sospechosa de la ineptitud de él para ponerse a tono con otra lógica
- La edad lo impone. El matrimonio da cierta respetabilidad. El
hombre no es un hombre completo hasta que no vive al lado de una
mujer. Se preocupará del porvenir; tendrá un objeto su existencia.
María Josefa - ¿no se llama así? - es una muchacha modosita, que
será una buena mujer de su casa, y le hará a usted feliz.
Asombrado Carlos, bajando instintivamente los ojos, no acertaba
si estas razones eran fraternales o irónicas. En la duda, resolvió
escuchar la voz de su egoísmo. ¿Qué le ligaba a la viuda, a fin de
cuentas, sino un tímido escrúpulo, que ella misma parecía
voluntariamente querer desatar? ¿Y qué mal había en que él, como
todos los hombres, eligiera libremente a una mujer para guardiana de
su hogar y madre de sus hijos?
Esta misma conversación de Mercedes con sus amigos, acerca del
proyecto matrimonial, se reanudaba casi todos los días en las horas
del comedor.
El pintor sazonaba cotidianamente las graves razones de tales
diálogos con ardientes himnos a la forma humana e inagotables
repugnancias al fondo. Y, gracias a este tercer personaje, en todas
las comidas terminaba el sensato platicar con centelleante
discreteo.
Sin embargo, una vez hubo que, habiendo sido, Carlos el primero
en levantarse y salir, el pintor, en un minuto de seriedad, dijo a
la dama gravemente:
- No estamos tan distanciados como parece en nuestra concepción
de la vida. Lo que yo solicito para la carne, usted lo pide para el
espíritu. Tiene usted de las almas la misma visión que yo de los
cuerpos. Igual serena libertad que yo para éstos, amaría usted para
aquéllas. Seríamos usted y yo respectivamente dichosos, si almas y
cuerpos fueran desnudos.
La amorosa víctima nada contestó. Abrió el balcón y miró hacia
la carretera. junto a la verja de Bellavista la Mariposa hablaba con
Carlos. Sería el mismo coloquio de todos los días; ya no de celos y
de amores, sino de muebles y de proclamas. Monótono pasear por el
camino, idas y venidas a la fuente en el dúo apacible del amor, que
espera paciente y seguro el encarnamiento. Sálese del pórtico
palaciego del Amor para entrar por la portezuela casera del
Matrimonio. Mercedes abandonó el balcón y bajó a la huerta; más que
herida, desencantada.
Los propios temas de cada día devanaban, en efecto, los novios:
la casita cercana a Bellavista, que Mercedes les compró, generosa,
por regalo de boda; la amabilidad de aquella señora, que era la
madrina insustituible, y a quien Mariposa, de odiarla como rival,
pasó a amarla como bienhechora; don Venancio, que sería el padrino,
por haber declarado con firmeza el pintor su aversión a apadrinar
acto alguno sujeto a leyes y convenciones; la dulce paz del amor
correspondido en manso hogar; la honrada complacencia de ver
conseguido para siempre lo que tantas veces se desesperó de alcanzar
nunca; el enojo de que tenga cada jornada tantas horas y no sea más
breve, para mayor aproximación del codiciado nudo eviterno.
Uno idéntico a otro, pasaron en tranquilo bienestar los días,
hasta llegar el del matrimonio, sin que aquel amor, tan tempestuoso
antes de vivir y tan inagitable vivido, sirviera siquiera de
murmuración a los jugadores de la taberna, porque, desde el día en
que el fastuoso don Venancio supo su feliz designación para
acompañar a doña Mercedes en el padrinazgo de los novios, ni a su
mejor amigo le hubiera consentido la más leve futesa que, de cerca o
de lejos, pudiera molestar a la viuda.
La ceremonia fue solemnísima; ni más ni menos solemne que todos
los demás matrimonios pretéritos y futuros celebrados en Maizales,
aunque, para fidelidad de la reseña, convenga añadir que algo les
superó en rumbo y esplendor.
Al salir los nuevos esposos de la iglesia, los invitados
viéronse agradablemente sorprendidos con un día de campo. En la
huerta de Bellavista sirviéronles los cuatro criados de la cubana un
espléndido almuerzo campestre, al cual precedió la mayor animación y
siguió delirante bailoteo de giraldillas y de valses al aire libre,
a los acordes o desacordes de lisiada orquesta.
El Manco, llorando de gozo y orgullo por la dicha y buenas
prendas de su «rapacina», bebió el mejor vino de toda su vida y
pronunció el mejor discurso de su larga carrera política,
enardeciendo o regocijando al estruendoso auditorio con las derrotas
de la patria y las victorias del amor, no terminando, según
costumbre, con un furioso réspice a los jesuitas, por hallarse
presente el párroco, circunstancia que aprovechó el orador insigne
para entonar inspirado canto apologético a la «santa religión de
nuestros mayores».
Don Teodomiro, con sonrisa benévola, no cesaba de asentir a
estas peroratas, y andaba don Venancio, a fuer de correcto padrino,
pendiente incesantemente de la hermosa madrina, para servirla y
agasajarla.
Otro indiano, el relamido D. Esteban, dotado por Dios de
abrumadora facilidad para improvisar versos, andaba de acá para allá
ensartándoles a todos, exhortado por los convecinos de buen humor,
cuartetas o décimas, que don Venancio festejaba zumbonamente.
Y al caer la noche sobre las montañas y sobre el río, la
neblina crepuscular dijérase que desprendía emanaciones de paz
campestre, de poesía familiar, de amor sosegado, algo de repetición,
de vulgaridad.
En la carretera despidieron todos a la feliz pareja. Mercedes,
dando el brazo al pintor, que debía partir de Maizales al siguiente
día, subió lentamente por la alameda al jardín, a la casa. Aquella
última comida, sin Carlos presente, fue triste. A poco de terminada,
el artista se puso en pie, y con efusiva cordialidad despidióse de
la viuda cubana, dándole gracias reiteradas por todas sus
inolvidables deferencias.
- ¿Se marcha usted decididamente, implacablemente? - preguntó
la dama.
- Me voy, señora, porque así lo requieren las conveniencias de
usted y la consecuencia con mis ideas.
- No comprendo - repuso ella débil.
- Me marcho para no enamorarme de usted - exclamó atropellado
el pintor, cortándole la voz brusco sollozo.
Fue aquello un relámpago, y no hubo más.
La viuda, silenciosamente agradecida, le tendió la mano.
Después la vió alejarse, alejarse en el corredor lenta, pensativa,
sin consuelo...
Cuando algunas horas más tarde, recobrado su olimpismo de
siempre, en el automóvil de Mercedes encaminábase vertiginosamente
Fernando a alcanzar el tren, era la mañana alegre y plácida.
Ante la azul limpidez del cielo, ante la verde majestad de los
campos, el viajero repelía, asqueado, las groserías, de los hombres,
las sangraduras del inquieto vivir.
- Si las pasiones no la alborotasen - monologaba el pintor -,
¡qué eternamente bella mar sería la vida! Mientras las pasiones el
mundo muevan, el arte, forzado a reflejarlas, será ordinario...
Y las nubes de polvo de la carretera empañaban la diáfana
serenidad del paisaje.

Almas errantes
Ricardo J. Catarineú

Copyright (c) Universidad de Alicante, Banco Santander
Central Hispano 1999-2000

 

 

 

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