Leopoldo Alas «Clarín»

 

Benedictino



Don Abel tenía cincuenta años, don Joaquín otros cincuenta,
pero muy otros: no se parecían a los de don Abel, y eso que eran
aquellos dos buenos mozos del año sesenta, inseparables amigos desde
la juventud, alegre o insípida, según se trate de don Joaquín o de
don Abel. Caín y Abel los llamaba el pueblo, que los veía siempre
juntos, por las carreteras adelante, los dos algo encorvados, los
dos de chistera y levita, Caín siempre delante, Abel siempre detrás,
nunca emparejados; y era que Abel iba como arrastrado, porque a él
le gustaba pasear hacia Oriente, y Caín, por moler, le llevaba por
Occidente, cuesta arriba, por el gusto de oírle toser, según Abel,
que tenía su malicia. Ello era que el que iba delante solía ir
sonriendo con picardía, satisfecho de la victoria que siempre era
suya, y el que caminaba detrás iba haciendo gestos de débil protesta
y de relativo disgusto. Ni un día solo, en muchos años, dejaron de
reñir al emprender su viaje vespertino; pero ni un solo día tampoco
se les ocurrió separarse y tomar cada cual por su lado, como
hicieron San Pablo y San Bernabé, y eso que eran tan amigos, y
apóstoles. No se separaban porque Abel cedía siempre.
Caín tampoco hubiera consentido en la separación, en pasear sin
el amigo; pero no cedía porque estaba seguro de que cedería el
compinche; y por eso iba sonriendo: no porque le gustase oír la tos
del otro. No, ni mucho menos; justamente solía él decirse: «¡No me
gusta nada la tos de Abel!» Le quería entrañablemente, sólo que hay
entrañas de muchas maneras, y Caín quería a las personas para sí, y,
si cabía, para reírse de las debilidades ajenas, sobre todo si eran
ridículas o a él se lo parecían. La poca voluntad y el poco egoísmo
de su amigo le hacían muchísima gracia, le parecían muy ridículos, y
tenía en ellos un estuche de cien instrumentos de comodidad para su
propia persona. Cuando algún chusco veía pasar a los dos vejetes,
oficiales primero y segundo del gobierno civil desde tiempo
inmemorial (don Joaquín el primero, por supuesto; siempre delante),
y los veían perderse a lo lejos, entre los negrillos que orlaban la
carretera de Galicia, solía exclamar riendo:
-Hoy le mata, hoy es el día del fratricidio. Le lleva a paseo y
le da con la quijada del burro. ¿No se la ven ustedes? Es aquel
bulto que esconde debajo de la levita.
El bulto, en efecto, existía. Solía ser realmente un hueso de
un animal, pero rodeado de mucha carne, y no de burro, y siempre
bien condimentada. Cosa rica. Merendaban casi todas las tardes como
los pastores de don Quijote, a campo raso, y chupándose los dedos,
en cualquier soledad de las afueras. Caín llevaba generalmente los
bocados y Abel los tragos, porque Abel tenía un cuñado que
comerciaba en vinos y licores, y eso le regalaba, y Caín contaba con
el arte de su cocinera de solterón sibarita. Los dos disponían de
algo más que el sueldo, aunque lo de Abel era muy poco más; y eso
que lo necesitaba mucho, porque tenía mujer y tres hijas pollas, a
quienes en la actualidad, ahora que ya no eran tan frescas y
guapetonas como años atrás, llamaban los murmuradores Las
Contenciosas-administrativas por lo mucho que hablaba su padre de lo
contencioso-administrativo, que le tenía enamorado hasta el punto de
considerar grandes hombres a los diputados provinciales que eran
magistrados de lo contencioso..., etc. El mote, según malas lenguas,
se lo había puesto a las chicas el mismísimo Caín, que las quería
mucho, sin embargo, y les había dado no pocos pellizcos. Con quien
él no transigía era con la madre. Era su natural enemigo, su rival
pudiera decirse. Le había quitado la mitad de su Abel; se le había
llevado de la posada donde antes le hacía mucho más servicio que la
cómoda y la mesilla de noche juntas. Ahora tenía él mismo, Caín, que
guardar su ropa, y llevar la cuenta de la lavandera, y si quería
pitillos y cerillas tenía que comprarlos muchas veces, pues Abel no
estaba a mano en las horas de mayor urgencia.
***
-¡Ay, Abel! Ahora que la vejez se aproxima, envidias mi suerte,
mi sistema, mi filosofía -exclamaba don Joaquín, sentado en la verde
pradera, con un llacón entre las piernas. (Un llacón creo que es un
pernil.)
-No envidio tal -contestaba Abel, que en frente de su amigo, en
igual postura, hacía saltar el lacre de una botella y le limpiaba el
polvo con un puñado de heno.
-Sí, envidias tal; en estos momentos de expansión y de dulces
piscolabis lo confiesas; y, ¿a quién mejor que a mí, tu amigo
verdadero desde la infancia hasta el infausto día de tu boda, que
nos separó para siempre por un abismo que se llama doña Tomasa
Gómez, viuda de Trujillo? Porque tú, ¡oh Trujillo!, desde el momento
que te casaste eres hombre muerto; quisiste tener digna esposa y
sólo has hecho una viuda...
-Llevas cerca de treinta años con el mismo chiste... de mal
género. Ya sabes que a Tomasa no le hace gracia...
-Pues por eso me repito.
-¡Cerca de treinta años! -exclamó don Abel, y suspiró,
olvidándose de las tonterías epigramáticas de su amigo, sumiendo en
el cuerpo un trago de vino del Priorato y el pensamiento en los
recuerdos melancólicos de su vida de padre de familia con pocos
recursos. Y como si hablara consigo mismo continuó mirando a la
tierra:
-La mayor...
-Hola -murmuró Caín-; ¿ya cantamos en la mayor? Jumera
segura... tristona como todas tus cosas.
-No te burles, libertino. La mayor nació... sí, justo; va para
veintiocho, y la pobre, con aquellos nervios y aquellos ataques, y
aquel afán de apretarse el talle... no sé, pero... en fin, aunque no
está delicada... se ha descompuesto; ya no es lo que era, ya no...
ya no me la llevan.
-Ánimo, hombre; sí te la llevarán... No faltan indianos... Y en
último caso... ¿para qué están los amigos? Cargo yo con ella... y
asesino a mi suegra. Nada, trato hecho; tú me das en dote esa
botella, que no hay quien te arranque de las manos, y yo me caso con
la (cantando) mayor.
-Eres un hombre sin corazón... un Lovelace.
-¡Ay, Lovelace! ¿Sabes tú quién era ese?
-La segunda, Rita, todavía se defiende.
-¡Ya lo creo! Dímelo a mí, que ayer por darla un pellizco salí
con una oreja rota.
-Sí, ya sé. Por cierto que dice Tomasa que no le gustan esas
bromas, que las chicas pierden...
-Dile a la de Gómez, viuda de Trujillo, que más pierdo yo, que
pierdo las orejas, y dile también que si la pellizcase a ella puede
que no se quejara...
-Hombre, eres un chiquillo; le ves a uno serio contándote sus
cuitas y sus esperanzas... y tú con tus bromas de dudoso gusto...
-¿Tus esperanzas? Yo te las cantaré: La (cantando) Nieves...
-Bah, la Nieves segura está. Los tiene así (juntando por las
yemas los dedos de ambas manos). No es milagro. ¿Hay chica más
esbelta en todo el pueblo? ¿Y bailar? ¿No es la perla del casino
cuando la emprende con el vals corrido, sobre todo si la baila el
secretario del gobierno militar, Pacorro?
Caín se había quedado serio y un poco pálido. Sus ojos fijos
veían a la hija menor de su amigo, de blanco, escotada, con media
negra, dando vueltas por el salón colgada de Pacorro... A Nieves no
la pellizcaba él nunca; no se atrevía, la tenía un respeto raro, y
además, temía que un pellizco en aquellas carnes fuera una traición
a la amistad de Abel; porque Nieves le producía a él, a Caín, un
efecto raro, peligroso, diabólico... Y la chica era la única para
volver locos a los viejos, aunque fueran íntimos de su padre.
«¡Padrino, baila conmigo!» ¡Qué miel en la voz mimosa! ¡Y qué
miradonas inocentes... pero que se metían en casa! El diablo que
pellizcara a la chica. Valiente tentación había sacado él de pila...
-Nieves -prosiguió Abel- se casará cuando quiera; siempre es la
reina de los salones; a lo menos, por lo que toca a bailar...
-Como bailar.. baila bien -dijo Caín muy grave.
-Sí, hombre; no tiene más que escoger. Ella es la esperanza de
la casa. -Ya ves, Dios premia a los hombres sosos, honrados, fieles
al decálogo, dándoles hijas que pueden hacer bodas disparatadas, un
fortunón... ¿Eh? viejo verde, calaverón eterno. ¿Cuándo tendrás tú
una hija como Nieves, amparo seguro de tu vejez?
Caín, sin contestar a aquel majadero, que tan feliz se las
prometía, en teniendo un poco de Priorato en el cuerpo, se puso a
pensar, que siempre se le estaba ocurriendo echar la cuenta de los
años que él llevaba a la menor de las Contenciosas. «¡Eran muchos
años!»
***
Pasaron algunos; Abel estuvo cesante una temporada y Joaquín de
secretario en otra provincia. Volvieron a juntarse en su pueblo,
Caín jubilado y Abel en el destino antiguo de Caín. Las meriendas
menudeaban menos, pero no faltaban las de días solemnes. Los paseos,
como antaño, aunque ahora el primero que tomaba por Oriente era
Joaquín, porque ya le fatigaba la cuesta. Las Contenciosas brillaban
cada día como astros de menor magnitud; es decir, no brillaban; en
rigor eran ya de octava o novena clase, invisibles a simple vista,
ya nadie hablaba de ellas, ni para bien ni para mal; ni siquiera se
las llamaba las Contenciosas, «las de Trujillo» decían los pocos
pollos nuevos que se dignaban acordarse de ellas.
La mayor, que había engordado mucho y ya no tenía novios, por
no apretarse el talle había renunciado a la lucha desigual con el
tiempo y al martirio de un tocado que pedía restauraciones
imposibles. Prefería el disgusto amargo y escondido de quedarse en
casa, de no ir a bailes ni teatros, fingiendo gran filosofía,
reconociéndose gallina, aunque otra le quedaba. Se permitía, como
corta recompensa a su renuncia, el placer material, y para ella
voluptuoso, de aflojarse mucho la ropa, de dejar a la carne invasora
y blanquísima (eso sí) a sus anchas, como en desquite de lo mucho
que inútilmente se había apretado cuando era delgada. -«¡La carne!
Como el mundo no había de verla, hermosura perdida; gran hermosura,
sin duda, persistente... pero inútil. Y demasiada.» Cuando el cura
hablaba, desde el púlpito, de la carne, a la mayor se le figuraba
que aludía exclusivamente a la suya... Salían sus hermanas, iban al
baile a probar fortuna, y la primogénita se soltaba las cintas y se
hundía en un sofá a leer periódicos, crímenes y viajes de hombres
públicos. Ya no leía folletines.
La segunda luchaba con la edad de Cristo y se dejaba sacrificar
por el vestido que la estallaba sobre el corpachón y sobre el
vientre. ¿No había tenido fama de hermosa? ¿No le habían dicho todos
los pollos atrevidos e instruidos de su tiempo que ella era la mujer
que dice mucho a los sentidos?
Pues no había renunciado a la palabra. Siempre en la brecha. Se
había batido en retirada, pero siempre en su puesto.
Nieves... era una tragedia del tiempo. Había envejecido más que
sus hermanas; envejecer no es la palabra: se había marchitado sin
cambiar, no había engordado, era esbelta como antes, ligera, felina,
ondulante; bailaba, si había con quién, frenética, cada día mas
apasionada del vals, más correcta en sus pasos, más vaporosa, pero
arrugada, seca, pálida; los años para ella habían sido como
tempestades que dejaran huella en su rostro, en todo su cuerpo; se
parecía a sí misma... en ruinas. Los jóvenes nuevos ya no la
conocían, no sabían lo que había sido aquella mujer en el vals
corrido; en el mismo salón de sus antiguos triunfos, parecía una
extranjera insignificante. No se hablaba de ella ni para bien ni
para mal; cuando algún solterón trasnochado se decidía a echar una
cana al aire, solía escoger por pareja a Nieves. Se la veía pasar
con respeto indiferente; se reconocía que bailaba bien, pero, ¿y
qué? Nieves padecía infinito, pero, como su hermana, la segunda, no
faltaba a un baile. ¡Novio!... ¡Quién soñaba ya con eso! Todos
aquellos hombres que habían estrechado su cintura, bebido su
aliento, contemplado su escote virginal... etc., ¿dónde estaban?
Unos de jueces de término a cien leguas: otros en Ultramar haciendo
dinero, otros en el ejército sabe Dios dónde; los pocos que quedaban
en el pueblo, retraídos, metidos en casa o en la sala de tresillo.
Nieves, en aquel salón de sus triunfos, paseaba sin corte entre una
multitud que la codeaba sin verla...
Tan excelente le pareció a don Abel el pernil que Caín le
enseñó en casa de este, y que habían de devorar juntos de tarde en
la Fuente de Mari-Cuchilla, que Trujillo, entusiasmado, tomó una
resolución, y al despedirse hasta la hora de la cita, exclamó:
-Bueno, pues yo también te preparo algo bueno, una sorpresa.
Llevo la manga de café, lleva tú puros; no te digo más.
Y aquella tarde, en la fuente de Mari-Cuchilla, cerca del
oscurecer de una tarde gris y tibia de otoño, oyendo cantar un
ruiseñor en un negrillo, cuyas hojas inmóviles parecían de un
árbol-estatua, Caín y Abel merendaron el pernil mejor que dio de sí
cerdo alguno nacido en Teberga. Después, en la manga que a Trujillo
había regalado un pariente, voluntario en la guerra de Cuba,
hicieron café..., y al sacar Caín dos habanos peseteros..., apareció
la sorpresa de Abel. Momento solemne. Caín no oía siquiera el canto
del ruiseñor, que era su delicia, única afición poética que se le
conocía. Todo era ojos. Debajo de un periódico, que era la primera
cubierta, apareció un frasco, como podía la momia de Sesostris,
entre bandas de paja, alambre, tela lacrada, sabio artificio de la
ciencia misteriosa de conservar los cuerpos santos incólumes; de
guardar lo precioso de las injurias del ambiente.
-¡El benedictino! exclamó Caín en un tono religioso impropio de
su volterianismo. Y al incorporarse para admirar, quedó en cuclillas
como un idólatra ante un fetiche.
-El benedictino -repitió Abel, procurando aparecer modesto y
sencillo en aquel momento solemne en que bien sabía él que su amigo
le veneraba y admiraba.
Aquel frasco, más otro que quedaba en casa, eran joyas
riquísimas y raras, selección de lo selecto, fragmento de un tesoro
único fabricado por los ilustres Padres para un regalo de rey, con
tales miramientos, refinamientos y modos exquisitos, que bien se
podía decir que aquel líquido singular, tan escaso en el mundo, era
néctar digno de los dioses. Cómo había ido a parar aquel par de
frascos casi divinos a manos de Trujillo, era asunto de una historia
que parecía novela y que Caín conocía muy bien desde el día en que,
después de oírla, exclamó: -¡Ver y creer! Catemos, eso, y se verá si
es paparrucha lo del mérito extraordinario de esos botellines. Y
aquel día también había sido el primero de la única discordia
duradera que separó por más de una semana a los dos constantes
amigos. Porque Abel, jamás enérgico, siempre de cera, en aquella
ocasión supo resistir y negó a Caín el placer de saborear el néctar
de aquellos frascos.
-Estos, amigos -había dicho- los guardo yo para en su día. -Y
no había querido jamás explicar qué día era aquel.
Caín, sin perdonar, que no sabía, llegó a olvidarse del
benedictino.
Y habían pasado todos aquellos años, muchos, y el benedictino
estaba allí, en la copa reluciente, de modo misterioso que Caín,
triunfante, llevaba a los labios, relamiéndose a priori.
Pasó el solterón la lengua por los labios, volvió a oír el
canto del ruiseñor, y contento de la creación, de la amistad, por un
momento, exclamó:
-¡Excelente! ¡Eres un barbián! Excelentísimo señor benedictino,
¡bendita sea la Orden! Son unos sabios estos reverendos. ¡Excelente!
Abel bebió también. Mediaron el frasco.
Se alegraron; es decir, Abel, como Andrómaca, se alegró
entristeciéndose.
A Caín, la alegría le dio esta vez por adular como vil
cortesano.
Abel, ciego de vanidad y agradecido, exclamó:
-Lo que falta... lo beberemos mañana. El otro frasco... es
tuyo; te lo llevas a tu casa esta noche.
Faltaba algo; faltaba una explicación. Caín la pedía con los
ojillos burlones llenos de chispas.
A la luz de las primeras estrellas, al primer aliento de la
brisa, cuando cogidos del brazo y no muy seguros de piernas,
emprendieron la vuelta de casa, Abel, triste, humilde, resignado,
reveló su secreto, diciendo:
-Estos frascos... este benedictino... regalo de rey...
-De rey...
-Este benedictino... lo guardaba yo...
-Para su día...
-Justo; su día... era el día de la boda de la mayor. Porque lo
natural era empezar por la primera. Era lo justo. Después... cuando
ya no me hacía ilusiones, porque las chicas pierden con el tiempo y
los noviazgos..., guardaba los frascos..., para la boda de la
segunda. Suspiró Abel.
Se puso muy serio Caín.
-Mi última esperanza era Nieves..., y a esa por lo visto no la
tira el matrimonio. Sin embargo, he aguardado, aguardado..., pero ya
es ridículo..., ya... -Abel sacudió la cabeza y no pudo decir lo que
quería, que era: lasciate ogni speranza. -En fin, ¿cómo ha de ser?-
Ya sabes; ahora mismo te llevas el otro frasco.
Y no hablaron más en todo el camino. La brisa les despejaba la
cabeza y los viejos meditaban. Abel tembló. Fue un escalofrío de la
miseria futura de sus hijas, cuando él muriera, cuando quedaran
solas en el mundo, sin saber más que bailar y apergaminarse. ¡Lo que
le había costado a él de sudores y trabajo el vestir a aquellas
muchachas y alimentarlas bien para presentarlas en el mercado del
matrimonio. Y todo en balde. Ahora..., él mismo veía el triste papel
que sus hijas hacían ya en los bailes, en los paseos... Las veía en
aquel momento ridículas, feas por anticuadas y risibles..., y las
amaba más, y las tenía una lástima infinita desde la tumba en que él
ya se contemplaba.
Caín pensaba en las pobres Contenciosas también, y se decía que
Nieves, a pesar de todo, seguía gustándole, seguía haciéndole
efecto...
Y pensaba además en llevarse el otro frasco; y se lo llevó
efectivamente.
***
Murió don Abel Trujillo; al año siguiente falleció la viuda de
Trujillo. Las huérfanas se fueron a vivir con una tía, tan pobre
como ellas, a un barrio de los más humildes. Por algún tiempo
desaparecieron del gran mundo, tan chiquitín, de su pueblo. Lo
notaron Caín y otros pocos. Para la mayoría, como si las hubieran
enterrado con su padre y su madre. Don Joaquín al principio las
visitaba a menudo. Poco a poco fue dejándolo, sin saber por qué.
Nieves se había dado a la mística, y las demás no tenían gracia.
Caín, que había lamentado mucho todas aquellas catástrofes, y que
había socorrido con la cortedad propia de su peculio y de su egoísmo
a las apuradas huérfanas, había ido olvidándolas, no sin dejarlas
antes en poder del sanísimo consejo de que «se dejaran de
bambollas... y cosieran para fuera». Caín se olvidó de las chicas
como de todo lo que le molestaba. Se había dedicado a no envejecer,
a conservar la virilidad y demostrar que la conservaba. Parecía cada
día menos viejo, y eso que había en él un renacimiento de aventurero
galante. Estaba encantado. ¿Quién piensa en la desgracia ajena si
quiere ser feliz y conservarse?
Las de Trujillo, de negro, muy pálidas, apiñadas alrededor de
la tía caduca, volvían a presentarse en las calles céntricas, en los
paseos no muy concurridos. Devoraban a los transeúntes con los ojos.
Daban codazos a la multitud hombruna. Nieves aprovechaba la moda de
las faldas ceñidas para lucir las líneas esculturales de su hermosa
pierna. Enseñaba el pie, las enaguas blanquísimas que resaltaban
bajo la falda negra. Sus ojos grandes, lascivos, bajo el manto
recobraban fuerza, expresión. Podía aparecer apetitosa a uno de esos
gustos extraviados que se enamoran de las ruinas de la mujer
apasionada, de los estragos del deseo contenido o mal satisfecho.
Murió la tía también. Nueva desaparición. A los pocos meses las
de Trujillo vuelven a las calles céntricas, de medio luto,
acompañadas, a distancia, de una criada más joven que ellas. Se las
empieza a ver en todas partes. No faltan jamás en las apreturas de
las novenas famosas y muy concurridas. Primero salen todas juntas,
como antes. Después empiezan a desperdigarse. A Nieves se la ve
muchas veces sola con la criada. Se la ve al oscurecer atravesar a
menudo el paseo de los hombres y de las artesanas.
Caín tropieza con ella varias tardes en una y otra calle
solitaria. La saluda de lejos. Un día le para ella. Se lo come con
los ojos. Caín se turba. Nota que Nieves se ha parado también, ya no
envejece y se le ha desvanecido el gesto avinagrado de solterona
rebelde. Está alegre, coquetea como en los mejores tiempos. No se
acuerda de sus desgracias. Parece contenta de su suerte. No habla
más que de las novedades del día, de los escándalos amorosos. Caín
le suelta un piropo como un pimiento, y ella le recibe como si fuera
gloria. Una tarde, a la oración, la ve de lejos, hablando en el
postigo de una iglesia de monjas con un capellán muy elegante, de
quien Caín sospechaba horrores. -Desde entonces sigue la pista a la
solterona, esbelta e insinuante. «Aquel jamón debe de gustarles a
más de cuatro que no están para escoger mucho.» Caín cada vez que
encuentra a Nieves la detiene ya sin escrúpulo. Ella luce todo su
antiguo arsenal de coqueterías escultóricas. Le mira con ojos de
fuego y le asegura muy seria que está como nuevo; más sano y fresco
que cuando ella era chica y él le daba pellizcos.
-¿A ti, yo? ¡Nunca! A tus hermanas sí. No sé si tienes dura o
blanda la carne. -Nieves le pega con el pañuelo en los ojos y echa a
correr como una locuela..., enseñando los bajos blanquísimos, y el
pie primoroso.
Al día siguiente, también a la oración, se la encuentra en el
portal de su casa, de la casa del propio Caín.
-Le espero a usted hace una hora. Súbame usted a su cuarto. Le
necesito. -Suben y le pide dinero, poco pero ha de ser en el acto.
Es cuestión de honra. Es para arrojárselo a la cara a un
miserable... que no sabe ella lo que se ha figurado. Se echa a
llorar. Caín la consuela. Le da el dinero que pide y Nieves se le
arroja en los brazos, sollozando y con un ataque de nervios no del
todo fingido.
Una hora después, para explicarse lo sucedido, para matar los
remordimientos que le punzan, Caín reflexiona que él mismo debió de
trastornarse como ella, que creyéndose más frío, menos joven de lo
que en rigor era todavía por dentro, no vio el peligro de aquel
contacto. «No hubo malicia por parte de ella ni por la mía. De la
mía respondo. Fue cosa de la naturaleza. Tal vez sería antigua
inclinación mutua, disparatada... ; pero poderosa..., latente.»
***
Y al acostarse, sonriendo entre satisfecho y disgustado, se
decía el solterón empedernido:
-De todas maneras la chica... estaba ya perdida. ¡Oh, es claro!
En este particular no puedo hacerme ilusiones. Lo peor fue lo otro.
Aquello de hacerse la loca después del lance, y querer aturdirse, y
pedirme algo que la arrancara el pensamiento... y.. ¡diablo de
casualidad! ¡Ocurrírsele cogerme la llave de la biblioteca... y dar
precisamente con el recuerdo de su padre, con el frasco de
benedictino!...
¡Oh! sí; estas cosas del pecado, pasan a veces como en las
comedias, para que tengan más pimienta, más picardía... Bebió ella.
¡Cómo se puso! Bebí yo... ¿qué remedio? obligado.
«¡Quién le hubiera dicho a la pobre Nieves que aquel frasco de
benedictino le había guardado su padre años y años para el día que
casara a su hija!... ¡No fue mala boda!» Y el último pensamiento de
Caín al dormirse ya no fue para la menor de las Contenciosas ni para
el benedictino de Abel, ni para el propio remordimiento. Fue para
los socios viejos del Casino que le llamaban platónico; «¡él,
platónico!».