Felipe Trigo

 

El cínico



- I -
Entró, tiró al diván el abrigo y el sombrero, y tomó la carta
que le presentaba este diplomático hombre de patillas.
-¡Hola, Manuel! ¿Y Ramón?
-Está enfermo.
-¿Enfermo?
-Pero descuide el señor; me ha dicho que vendría usted, como
todos los lunes..., y que entra la señora por la fotografía.
Dicho esto, el diplomático hombre de patillas volvió a su tarea
de poner la mesa con cubiertos para dos.
Gerardo leyó la breve esquela y marcó un gesto de fastidio.
-Bueno. Ojo al teléfono. Son las doce. Avisará a la media en
punto. Dame coñac.
Se sentó y fuéronle servidas, en una mesita de té, la copa y la
botella. Estaba de frac y guante blanco el camarero. Él también -y
le hizo sonreír la elegancia del buen hombre para andar entre
potajes.
Tendió un brazo y cogió un Heraldo, que habría olvidado en el
pie del macetón otro cliente. Traía el retrato suyo, y el de la
Aragón, y el del fiscal, entre dos columnas de prosa del sumario.
-Ahí hablan de usted y de esa pobre Eugenia -dijo Manuel con
sumisa admiración, trasteando con los platos-. ¡Va usted a ser su
defensor! ¿La matarán?
-Sí -respondió Gerardo secamente.
No osó más el camarero interrogarle. Recogió alguna vajilla y
se encaminó hacia la puerta. Apenas abierta, con toda la amplitud
que las bandejas exigían, volvió a cerrar, porque huían fuera una
dama y un señor.
Gerardo había reconocido a su cuñado futuro, «hombre de orden»,
cuya «corrección» le divertía.
-¡Arsenio, Arsenio! -gritó.
Hízose «el loco» el llamado. Era uno de esos reflexivos y
absurdos hipócritas de extraordinaria amenidad, que al propio tiempo
que pásanse la vida realizando enormidades y aun jactándose de ellas
a pretexto de exculparlas, arden en santa indignación por las
ajenas.
-¡Abre! ¡Llama a ése!
Obediente Manuel, abrió y llamó:
-¡Señorito! ¡Señorito!
Y al poco, Arsenio se entreasomaba al gabinete con cara de
disgusto:
-¡Chiquillo! ¿Tú?... ¡Hijo, qué voces!
-¿De conquista?
-¡Calla!
-¡Santurrón!
-¡No! ¡Yo te diré!... ¡Vuelvo!
Escapó, y Gerardo le pidió a Manuel detalles de la dama. Muy
guapa. Venían bastantes veces. Los conocía de servirlos. Podría
jurar que ella era decente.
-¡Estúpido! ¿Has visto aquí a nadie decente alguna vez?
-¡Oh, señor!... ¡Juraría que están casados!
-Hombre, no seas burro. ¡Si ese va a casarse con mi hermana!
El diálogo lo interrumpió la vuelta de, Arsenio,
consternadamente.
El camarero salió.
Siempre Arsenio vestía de negro, con su «rígida» levita y su
chistera. Ex carlista, beato y mujeriego, constituían su
especialidad secreta las difíciles conquistas de muchachas sencillas
y cristianas. Lucía el título papal de barón de Casa-Pola. En sus
empresas galantes solía operar por las iglesias y hermandades. Pero
habiéndole conferido un alto empleo ministerial el presunto suegro,
se había vuelto conservador; y además, desde hacía tres años, que
inició sus propósitos de boda, reservadísimo con Gerardo, a quien
antes contábale sus triunfos.
Sí, sí; tenía una gran contrariedad, un verdadero horror de
haber sido sorprendido.
-Supongo, Gerardo -dijo -, que tú te explicarás..., que no te
extrañará...
Gerardo, que nunca extrañábase de nada, ni de estar ahora
recordando que sorprendió a, su hermana, cuando chico, besando al
maestro de violín; ni siquiera de encontrarse algunas veces,
todavía, en la cuarta de Apolo, a su madre con sus jóvenes amantes
(diputados casi siempre del grupo de papá), sintió el antojo de
fingirle sobresalto a éste pobre amigo, que jamás podía entenderle.
Y se burló:
-¡Chico... distingamos! Como tal mi colega en porquerías...,
pase tu lance. Mas... como cuñado... tú serás el que comprendas que
no soy yo, sino mi hermana, quien debe juzgar de esto.
-¡Gerardo! -clamó pálido Arsenio, entre amenazador y
suplicante.
Fue tan cómica su cuita, que Gerardo soltó una carcajada.
-¡No, no, hijo! - manifestó el barón, apenas recobrado-. ¡Que
tú, con tu cinismo o... tus narices, eres muy capaz de irle a tu
hermana con el cuento! ¡Pues sabe que no se trata de nada
indecoroso!
-¡Cá, hombre, no! -continuó riéndose el cínico-. ¡Una mujer
decente! ¡La del Archipámpano de Rusia, que te la ha diplomática y
beatamente confiado para rezar unas salves! ¡Aquí os tienen por
esposos!
-¡Ah! ¿Ya le has preguntado al camarero?
La imprudencia colmaba su inquietud. Contemplando el reír del
loco, no sabía si atajar sus carcajadas a estacazos. Pensó en
seguida que sería más cuerdo ganarse su indulgente intimidad de
viejo amigo. Imponíasele una amplia confidencia, capaz incluso de
arrancar un poco de piedad hacia su horrible situación.
Se sentó, y empezó de esta manera:
-Bueno, Gerardo. No se trata de ninguna perdularia. ¡Cosas,
cosas de la vida! Vengo con ella a, la fuerza. Huérfana de un íntimo
y entrañable amigo mío, notario, que me nombró albacea en su
testamento, y tan honrada, tan honrada... que tuve que decidirla
incluso con palabra formal de matrimonio... ¡Ah, sólo yo sé cuánto
me costó de tiempo, de paciencia..., de lucha entre la pasión y el
mismo interés por ella y los respetos a su padre!... Sí, sí... por
su interés también, y acaso más que nada, ¡no te asombres! La
infeliz quedaba sola, sin recursos... Y expuesta a haber caído en
manos de alguno como tú.
-¡Qué notable eres!... Pero, en fin..., ¡gracias a que cayó en
las tuyas!
-Al menos yo la tengo desde entonces con toda cortesía..., y
para siempre la tuviese si no fuera por tu hermana. Cuando la conocí
no habíamos empezado tu hermana y yo las relaciones. Y te digo esto
para que te hagas cargo de que mi situación..., no obstante la
boda..., es con esta mujer forzadísima..., violenta..., impuesta a
mi voluntad y mi deseo...
-No, rico, no te disculpes -le interrumpió Gerardo con una
invencible seriedad de ironía y de repugnancia-. A mí me tenéis sin
cuidado mi hermana y tú...; ¡a ver si revienta el mundo!... ¿Quieres
coñac? Allí hay copas.
-¡No, no son disculpas, tú, precisamente!... -dijo Arsenio,
mientras bebía Gerardo, yendo por otra copa de un modo maquinal; y
llenándola y bebiendo, vuelto a sentarse, terminó con una hastiada
calma que garantizaba la honda verdad de sus palabras: -Son
expansiones...; me aburre, me fatiga, no puedo más...; ¡estoy de esa
mujer hasta los ojos!
-¡Magnífico! ¡Pues cédemela esta noche!
-¡Ah, si se pudiera! -lamentó el amigo, bajo el abrumo de un
mundo, alargándole un cigarro.
-Como poderse... la mar de bien -comentó con desdén Gerardo, en
tanto que encendía-. Mira, esperaba a mi condesa, que no vendrá,
probablemente.
-¿Josefina? ¡Aún?
-Sí, chico; siempre Josefina, por pereza. Bajo trajes
diferentes, todas lo mismo. Estoy convencidísimo de que no valen más
las demás. Siempre que vuelvo de París, de por ahí, la tomo. Aquí me
escribe. Son nuestros lunes. He conseguido reglamentarla, ¿sabes?...
Los lunes tiene también cena política Fernando. Pero me dice que hoy
se ha empeñado en llevarla a no sé dónde, y que si Marieta no
telefonea que vuelve el marido a casa, será que no la deja sola y
que no puede venir.
Se abrió la puerta, y el camarero entró a avisarle a Arsenio
que la señora le esperaba.
-Dile que voy -mandó Arsenio, poniéndose de pie. Y en cuanto
volvió a partir el camarero, clamó, sirviéndose otra copa: -Vaya,
venga coñac. ¡Tengo un humor! Me trae azorado, fastidiado, reventado
la tal Mavi. ¡Oh, de qué buena gana te la cedía!... Tienen también
sus contras estos amores mansos. Sin saberse cómo, se le encajan a
uno cargas molestas. Figúrate...: ¡dos chicos, hijo, dos chicos!
-¿Dos chicos?... ¡Valor, padre de familia!
-¡Nada! ¡Suponte! Que punto menos que por caridad cargué con
ella., y, ahora, ¡hermosa situación!... rorros, llantitos,
escenas... Es lo que complica esto, Gerardo. La de Caldas,
¿recuerdas?... aquella con quien me vi en un trance semejante, tuvo
siquiera el acierto, por pujos de honor, de largar el nene al
hospicio..., lo cual facilitó su boda con un honrado comerciante...
Mavi, ni a, tiros...; lo más que he podido conseguir es que los
ponga en ama. ¡Menos mal, que aún no sabe que me caso! Pero ¿me
quieres tú decir cómo me desentiendo de ella?... ¿Me quieres tú
decir quién, ni aun como amante, apechugaría con los chiquillos?
-Toma, ¡cualquiera! Si a ti, que eres el padre, no te importan,
figúrate a los demás. La patente, Arsenio: un barco en franquía que
admite los pasajes. Tú lo echaste al agua, que es lo cargante y
costoso. Ya flota; no te preocupes.
--No, si no me preocupo, después de todo repuso Arsenio,
apoyándose de nuevo en el respaldar de la butaca, con una indolencia
delatora de sus pocas ganas de partir-. Al fin habrá que tirar por
la tremenda: plantarse una vez, y abur. No pienses que me gusta,
porque no entra en mi sistema; pero es terca esta mujer: en tantos
años, el casamiento sigue siendo su estúpida obsesión. Demás he
hecho por ir distanciándome de ella suavemente. Unas veces,
fingiendo falta de dinero, proponíala que se entrase en cualquier
parte, de maestra de piano, de institutriz, de algo... dejándole al
ama los chiquillos. ¡Quiá! Trabajar, bueno lecciones en casa... una
especie de escuela de música y francés, que no llenaría mi objeto.
-Ni el de nadie. Eso es anodino, pacífico, tonto..., sin
importancia social.
-Otras veces, al contrario, he tratado de meterla en cierta
vida, en ciertas amistades, allí en la vecindad, donde hay unas
cocotas... para irla acostumbrando... ¡Ya ves dónde la traigo a
cenar!
Gerardo se rió esta vez con una risa agria.
-Así, así. ¿Ves?-dijo-. Mis ideas. ¡Si en el final son iguales
tu sistema y mi sistema: de cochero! ¡Si llevamos todos dentro
idéntica protesta! Es la revolución sorda del alma, ¡caro!, inmensa,
paralela con la otra... en plena putrefacción... Lo triste es que
aún quedan inocentes... ¿Qué? -se interrumpió dirigiéndose a Manuel,
que había entrado otra vez y le miraba.
Traía el recado del teléfono: «Que no había vuelto a casa el
señor». Además, a Arsenio tornó a decirle que se impacientaba la
señora.
-¡Dile que venga! -saltó con su despreocupación Gerardo.
-¡Oh, bah! -contuvo en respeto Arsenio. -Dile que voy!
Pero en la puerta, donde se dirigió de mal talante, aun se
paró.
-De modo... ¿que no viene tu condesa? ¡Cuánto daría por quedar
libre, como tú!
-Pues, nada, ya lo ves. Estoy de pico. Si es guapa, ¡cédeme a
ésa esta noche! ¡Te salvo!
La idea, oída por segunda vez, y a pesar de la cínica
indiferencia de Gerardo, que parecía expresarla únicamente por su
aburrido afán de escarnecerlo todo, preocupó al grave barón de
Casa-Pola. Por unos instantes, crispado, inmóvil contempló al amigo.
Después se le acercó.
-Oye, mira, tú -le dijo-, ¿de verdad que tú serías capaz de
secundarme?... ¿De verdad que tú crees que... no está mal...? ¡Oh,
Gerardo, si tú no fueses un hombre sin maña, sin sentido! ¡Ah!,
entonces, todo un plan. Pero que... ¡vaya si un plan! Atiende:
figúrate que voy y le digo a Mavi: «querida, el señor que me llamó
es un amigo con el cual tengo negocios; hemos de hablar urgentemente
y le he invitado a nuestra mesa». Vas, te la presento, como mi
mujer, está claro; cenamos, charlando de un negocio, por ejemplo, de
tranvías: finges tú creer que nada sabes de mi cuarto de soltero...
y desde mañana, con el pretexto siempre del negocio... ¡paf!, tú en
la calle de Ferraz, donde ella vive y duermo yo, y como, y casi
tengo otro despacho... ¿Comprendes? Será un amigo traidor que
intenta enamorarla...; serán mis celos, después... y al fin, sobre
esos magníficos pretextos... ¿Comprendes? ¿No comprendes?- insistió
el grave barón de Casa-Pola, que tenía la excelente propiedad de
tomar la vida en serio. Y viendo la atenta inexpresión burlona de
Gerardo, terminó desalentado: -¡Oh, no, no comprendes; para esto
hace falta diplomacia, habilidad... una dosis brutal de conocimiento
del mundo y de sentido de la vida! ¿De qué te sirve, hombre, haber
rodado tanto por esas legaciones?
Pero Gerardo replicó:
-¡Eres un imbécil, jefe! Los diplomáticos, y tú, mi superior
jerárquico, desde que tal te hizo una real orden, hemos de proceder
en las cuestiones arduas con otras dos cualidades importantes:
rapidez, sagacidad. El traspaso de esa Mavi quedará esta noche
completo. Suponte que cenamos, y que apenas empezada nuestra charla
de negocios... recibes una llamada del ministro, urgentísima...
Tienes que ir, sin tiempo para llevar a casa a tu mujer; y como la
ministerial llamada...
-¡Oh! - atajó con desencanto Arsenio.
-Y como la ministerial llamada -recalcó Gerardo- podrá ser para
algo transcendente que obligue a un hombre público a sacrificar la
cortesía con... su mujer pública... ¡no vuelves!
Arsenio rechazó:
-Eso es absurdo... indigno... increíble...
-¿Cómo increíble?... Según el modo de mentir. Tú, «porque
esperabas el aviso... habrías dejado dicho dónde pudieran
encontrarte...» Además, «se trata de una chica con dos chicos, que
te abruma, a quien plantarás, si no «por la tremenda», en seco...»
¡Sois terribles, hijo, los hombres de conciencia!
-No, no es eso. Es que ella no consentirá en quedarse.
-Si no consiente, renuncias a ir; seguimos la cena..., seguimos
en los días siguientes los negocios... en su casa (suponiendo que yo
no me fatigue), y celos lentos... Si se queda... ¡mejor! ¡celos
explosivos! La cena íntima, en la espera; yo que me insinúo y el
vino que la exalta... Y allá a las tres -acentuó con despreocupada
firmeza Gerardo, al ver los gestos del otro-, en vista de que
tardas... mi coche que está abajo... mi coche que la lleva...
-¿Adónde? -se burló el incrédulo.
-¡Yo qué sé!... Pero, mañana... la aguardas en su casa a medio
día por filo, y... «¡Traidora, infame!...» Radicalmente.
-¡No conoces a Mavi, hombre! -dijo Arsenio con severa
dignidad-. Estás en un error, te lo afirmo. ¡No es de esas!
-¿No es de esas? Entonces, ¿cómo es que intentas lanzarla... a
la alegría... entre esas?
-Bueno. En el fondo. Quiero decir, tan fácil.
-¡Ah! ¡Me juzgas muy zoquete! ¿No hay nadie hábil y
conquistador más que tú?... ¡Oh, chico, chico; a mí sí que no me
conocéis! ¡Soy un viajero que pasa por la vida de incógnito!...
Esquiva o fácil, altiva o complaciente... te prometo que, si se
queda, hasta mañana por la tarde no planta en su casa el pie.
-¿Violencias? -reparó el barón con profunda alarma-. ¡Bien me
imaginé que tú no servirías!
Pero sonrió Gerardo:
-Habilidad; ¿qué te has creído?... Página de folletín,
inclusive: el cochero, que desboca los caballos... porque se ve poco
en las calles; amanece, y un bulto, cualquier cosa, los espanta...
¡Una carretera, y lejos de Madrid... nada de violencias!... Al
regreso es que el camino se pierde... A ti te bastaría con verla
llegar ojerosa y aturdida, y no creerla y no creerme... ¡En lo que
harás bien, después de todo, porque el demonio que sepa de qué
desbocos le vengan las ojeras!...
-¡Oh!, vacilo otra vez, ante este final de audacia, el que
estaba ya casi resuelto.
E indignado por los hipócritas recelos, Gerardo terminó:
-Y si no quieres, ¡al diablo! ¡Ya es mucho prestarme a tanto...
para mi sistema!
Iba a recoger su abrigo y su sombrero, y Arsenio detúvole con
ansia:
-¡Gerardo! ¡No!... ¡Ven! ¡Aceptado!... Escribe la carta tú...
Yo voy mientras a avisarla. ¿Qué pondrás?... ¿Te dicto?... Un... ¿Se
olvida algo?... Creo que no... ¡Sería triste que un detalle!...
Casado, ¿eh?... Te la presentaré como esposa; no hay
inconveniente... Bueno, escribe. Voy... -volvióse a los tres pasos,
y pidió: -¡Por Dios, Gerardo!... Nada de violencias... Eso, sí, te
lo suplico... ¡Pobre Mavi!
Todavía el proyecto sufrió una innovación: en vez de ir a cenar
en el otro gabinete, juzgaron éste preferible, por más discreto, por
más profundo con respecto a la escalera principal. Hicieron que
Manuel trajese lo preciso y dejaron la carta apercibida. Arsenio
partió, mientras ponía el sobre Gerardo- que se encargó asimismo de
instruir al camarero.
El cínico
Felipe Trigo

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El cínico
Felipe Trigo

- II -
Llegaban.
Gerardo, que se había sentado de espaldas a la puerta, resistió
con estudiada indiferencia su afán de conocer a la que entraba.
-¿Gerardo? -tuvo Arsenio que avisarle.
-¡Oh! -exclamó él levantándose y volviéndose-. ¡A los pies de
usted, señora!
-Te presento a mi amigo Gerardo San Román. Mavi, mi mujer.
Estrecháronse las manos. La de Mavi, a través del mitón calado,
era suave y fina, de duquesa. Un prodigio de lujo y de hermosura la
hija del notario. Alta, muy alta. Noble su continente, en verdad - y
su boca roja, y su pelo negro.
Arsenio cortó la especie de sobrecogimiento del ingenuo
admirador con una frase afable:
-Sí, mi antiguo amigo. Abogado y diplomático. Casi mi
subordinado actualmente, también; porque pertenece a la legación de
Suecia y ha encontrado preferible no salir del ministerio.
-¡Mejor dicho, señora, no entrar! -repuso tan cortés, Gerardo,
que asombró a su vez al camarada.
-Cierto. No va nunca... Ejerce la abogacía y se ocupa en los
negocios.
Mavi, que, al oír el nombre y al verle recordó inmediatamente
los retratos del defensor de la Eugenia, publicados con profusión en
las revistas, habíale mirado desde luego con intensa simpatía. Le
recordaba incluso de otra famosísima defensa en que él libró de la
horca a otra infeliz. Y dijo:
-¿No le gusta su carrera?
Su voz era muy dulce. Gerardo, al contestar, se estremeció -no
supo por qué hondos y tardíos pesares.
-Como abogado. Como diplomático, parece que se han propuesto
mandarme recoger... es decir, mandarme siempre lejos, para que
vaya... y no vuelva.
-He leído en la Prensa que usted defiende a la Aragón.
Volvió Gerardo a estremecerse. ¡Ah! ¿Por qué no tenía esta
mujer el descoco o la falsa coqueta modestia que él supuso? ¿Por qué
tenía tan sencilla y firme dignidad?
-Sí -trató de responder indiferente-, a la Eugenia Aragón, a
esa pobre muchacha.
-¡Que mató a su novio! -agravó Arsenio, bondadoso.
-¡A su amante! -dijo, como en una atenuación, Gerardo.
-Desde que éste salvó a la Isidra, Mavi, todas le buscan... Fue
admirable; nadie quiso aceptar: a Gerardo, que tenía recién
concluida la carrera, le tocó de oficio. Luego sintió ganas de ver
mundo, y se hizo diplomático. ¡Qué gran porvenir despreciaste
entonces!
Lo recojo ahora.
¿Por mucho tiempo?... ¡Verdad que tú has cambiado!
-Hasta que se empeñen en hacerme defender a un verdadero
criminal.
-¡Sí, sí; era algo loco, Mavi, este demonio!
Los dos seguían inmóviles, de pie, junto a la Mavi dulce y
gentilísima, sin haberla invitado siquiera a sentarse -como en una
turbación de grave e imprevisto desacuerdo. Ella intervino de nuevo,
preguntando:
-¿Cree inocente a la Aragón?
-Creo, señora, que las mujeres tienen ustedes siempre razón
contra los hombres, hasta cuando los asesinan.
-¡Qué teoría! -celebró el barón, encubriendo cierta alarma-.
Anda... ¡quítate el abrigo!
Fue al espejo Mavi, y se dedicó a quitarse el sombrero y el
negro abrigo de felpa.
Arsenio se alejó con Gerardo a otro rincón, simulando ambos
empeñarse en su charla de negocios. Sino que Gerardo, el cínico,
mirando siempre a la dama en disimulo y desde lejos, con un
sobrecogimiento extraño, singular, del cual esperaba el prudentísimo
barón mil torpezas, apenas si prestábase a seguirle en el rum-rum de
farsa. Uno mostraba un papel, y soltaba de tiempo en tiempo en voz
más alta palabras de «proyectos», de «tranvías»... El otro, todo al
contrario, aprovechaba el misterio para ir diciendo sordamente... «y
es guapa... elegantísima... acaso buena, Arsenio... ¡El hábito hace
al monje!...»
-Ya, sí, ¿sabes?... -trataba Arsenio, alzando aun más la voz,
de encaminar al aturdido... -La Compañía belga se propone... quiera
o no quiera el ministro...
Y la volvía a apagar... Y volvía también más apagadamente
Gerardo a repetirle:
-Acaso buena, Arsenio, acaso buena... ¡Acaso hacemos mal... Y
en vez de con mi hermana, debieras tú casarte con la madre de tus
hijos!...
Esta vez, amenazador, casi terrible, Arsenio le prendió con
rápida cautela la muñeca. Firmemente temió que, antes de saltar con
cualquier barbaridad, Gerardo, el cínico, el loco, el desaprensivo,
que ni amigos ni nada respetaba..., se estuviera divirtiendo en
aterrarle con un idiota papel de moralista.
-¡Es tarde, bah... para consejos! -le rugió.
-Y por eso el tranvía que nos presenten... -acabó soltándolo, y
bien alto- habrá de sujetarse al plano de Debrell...
Por suerte, entraba el camarero con la sopa. Fueron a la mesa.
Mavi, vestida con un rico traje Directorio, tan simple como lleno de
buen gusto, colmábale al cínico el encanto con la ceñida gracia de
su estatua irreprochable. Su faz, su cuerpo, su vida... eran en todo
una nobleza, eran en todo una armonía... Sentóse frente a él, por
dejarle cerca al marido, y empezó la cena con un augurio triste de
silencio, que apenas Manuel interrumpía sirviendo sopa.
-¡Y sobre todo el trolley! -cortó Arsenio, enérgico, el
silencio aquel- ¡Es un disparate! ¿No lo has visto?
-¡Un disparate! -le secundó Gerardo bravamente, al fin-. No se
concibe que una junta técnica, presidida por Peláez... ¡Vamos,
absurdo!
Respiró el barón. Había visto el esfuerzo con que su amigo se
arrancaba al «propósito moral» -¡a la broma de mal género!- y le
placía hasta la punta de humorismo de que ya hacía gala hablando del
negocio.
-¡Ya ves, Peláez! -le replicó-. ¡Un hombre que se ha pasado su
vida en Alemania! ¡Que intervino en las obras de Leipzig y de
Chapell-Aix-le Goudron! ¡Tenemos que advertirle!
-Después le escribiremos. Sospecho que haya habido
confidencias.
Así siguieron. Al segundo plato, Gerardo, advirtiendo que se
agotaba, para seguirle en el embrollo, el ingenio del barón, viró en
disculpas hacia Mavi:
-Señora, cuantísimo lo siento... Nuestra conversación no es
nada galante, en verdad, para una dama.
-¡No importa! -agradeció ella con dulzura.
-Estas cosas de negocios...
- Oh, no piense, me gustan... y me gustaría poder intervenir,
ayudar a resolverlos... Pero, ¡qué hacer!, los hombres tienen
ustedes la idea de que no valemos para nada serio las mujeres.
-Bah, eso no. Yo, señora, por mi parte, de las mujeres creo que
pueden valer...
-¡Ejem!... ¡Ejem! -se interpuso con una fuerte tos Arsenio, y
tocándole al imprudente bajo el mantel con la rodilla.
-... que pueden valer algún día -concluyó no obstante, Gerardo-
más que los hombres... ¡cuando ustedes se den cuenta... cuando
saltando preocupaciones, se impongan a...
Otro rodillazo le atajó, bajo la mesa.
Bebió Gerardo burdeos, y se complació en abandonar a su propia
iniciativa al necio que, pretendiendo dirigirle, volvía torpe a, la
comedia de «Peláez» y «del tranvía»... Y pronto, en un nuevo
silencio, volvió Mavi a preguntar:
-¿Habló usted ya con la Aragón?
-Ayer mañana.
¿Qué dice?
¡Oh, señora!
¿Confiesa el crimen?
Lo ha confesado siempre. Es un hecho vulgar. No tratándose del
hijo del marqués de Lima, hubiesen cumplido con tres líneas los
periódicos. La defensa está en el móvil.
-Dicen que no ha querido defenderla Ruiz Gamero.
-¡Una eminencia! Estas cosas no producen más que fama: son para
pelagatos. Y ahora, para ninguno; hay afán de que la ahorquen... hay
miedo de disgustar al marqués. A mí mismo me está causando molestias
con mi padre.
-Pero, tú -apuntó Arsenio- por llevar la contra...
-Di mejor... por caridad.
-¿Tú?
-O por justicia.
-¡¡Tú!!
-¡O por lo que gustes! -concluyó Gerardo desabrido-. ¡Un sport
como cualquiera!
Insensiblemente, de uno a otro la animosidad se iba tendiendo.
-Sí, un sport, ¡y... algo caro! -contestó el barón, apenas
ocultando su reproche en acentos paternales-. Por eso, tal vez,
andas siempre trasladado a las Quimbambas.
-Me es igual, querido jefe. ¡Para lo que en las Embajadas hago
yo!
Mavi preguntó aún, en otra pausa:
-¿Y cómo explica esa mujer el crimen?
Era una insistencia, una obsesión, y no pudo Arsenio menos de
saltar:
-¡Caramba! ¿Te preocupa?
-Lo más sencillo, señora -la complació Gerardo-. Una
desdichada. Estaba de doncella en casa del marqués..., y el hijo de
éste, Carlos, mi amigo Carlos..., ni mejor ni peor que los demás
(tengo la idea de que todos somos no más que regulares), le...
-Entonces ¿por qué la defiendes? - increpó Arsenio.
-No pudieras entenderlo: llámame genio... Ya te he dicho que un
sport... Y Carlos, mi buen amigo, señora, logró pacientemente
enamorarla, y le juró, y le prometió...
-¿Casarse?
-Como todos. Se promete a la menor dificultad. Conserva cartas
que pueden servirla en la prueba.
Mavi, sin duda, seguía en su ingenuo corazón no se supiese cuál
proceso de semejanzas entre el caso de esta Eugenia y el suyo.
-¿Y no las usó reclamándole...?
-¿Su honor? -anticipóse Gerardo, que la adivinaba-. Inútil,
señora: los tribunales no hacen caso de pagarés de... honra de
mujeres. Menos mal que puedan salvarla la vida.
-¿Y le mató...?
-Vivieron juntos... tenían un hijo... Se cansó Carlos, la
dejó... y le mató ella, en plena calle, con revólver...
-¡Oh!
-Premeditación, nocturnidad, alevosía... ¡Figúrese! ¡Asesinato
con todas las agravantes!
Mudo, inquieto durante este diálogo, que en abuso de la falsa
situación que habíase impuesto él mismo, Gerardo y Mavi cruzábanle
por las narices, Arsenio quiso cortarlo:
-Bien, bien; oye, tú..., ¿y el modelo? ¿No has visto el modelo
de Crocklan?
Gerardo, con su pasmosa y flexible indiferencia, dispúsose a
seguirle en la comedia...; pero entró Manuel con el tercer plato y
con la carta, y fue Arsenio el que la tuvo que jugar.
-¡Del ministerio! -había exclamado el barón rompiendo el sobre.
Leyó la carta, la arrojó sobre el mantel, junto a Mavi, y
púsose de pie, con ira.
-¡Así! ¡El ministro! ¡Que vaya!... Ahora, pues... ¡me váis a
dispensar!
Se dirigió hacia la percha.
Mavi, sorprendidísima, se levantó.
-Pero... ¿te vas?... ¿Nos vamos?
-¡No, tú no! ¡Imposible!... ¡Mira! ¡Y el embajador inglés, nada
menos!... ¡Un telegrama cifrado!... ¡Se esperaba!... ¡No puedo
llevarte a casa! ¡No!... ¡Además he de seguir hablando con mi
amigo!... ¡Un momento! ¡Un momento! ¡Seguid vosotros!
-Pero... -insistió Mavi alarmadísima, acercándosele...
Y Arsenio, ganando los segundos, por no darla lugar ni a darse
cuenta de «cómo su azoramiento de premuras la abandonaba con un
hombre en un galante restorán», mal acabó de ponerse su gabán de
pieles, calóse la chistera y escapó:
-¡Vuelvo! ¡Es aquí, a la Presidencia!
El cínico
Felipe Trigo

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El cínico
Felipe Trigo

- III -
Se había quedado yerta, de pie, en una petrificada actitud como
para ir también a escapar, y contemplando alrededor suyo este
gabinete de frívola elegancia.
Gerardo, sin haberse movido de su sitio, dejó que ella
libremente recogiese la íntegra impresión de su abandono, en los
espejos, en las flores, en las luces de insolente claridad..., en la
rufianesca burla que eran asimismo, de frac y corbata blanca, junto
a la indefensa contra quien todo concitábase a la trampa y al
escarnio, él y el camarero. Mas sí, sí... «¡esto la vida!»; y él lo
aceptó; y él invitó... luego de calculado el tiempo arteramente:
-Siéntese, Mavi.
La vio pasar desde la rígida quietud a una nerviosa indecisión
de confusiones.
-¡Ah!... Es... que...
-¡Sirve! -le indicó Gerardo al otro diplomático de bandeja y de
patillas, que aguardaba imperturbable.
Fue servido un plato, luego otro.
-¿Quiere más la señora?
Mavi le miró como estúpida, sin contestar.
Entonces, Gerardo, medio levantándose, la obligó con una bien
dolida cortesía:
-Si usted no sigue... no seguiré.
-¡Oh... no...! -reaccionó inmediatamente Mavi acercándose a la
mesa-. Es... que... -Mas notó que el camarero trasponía la puerta,
cerrándola tras sí; y cual si este menudo hecho fuese anormal e
imprevisto, gimió en un colmo de protesta involuntaria: -¡Dónde va?
-¿Le causo miedo, señora?
-¡Ah, miedo! -volvió a recibir en su pobre voluntad de dominio
la inmensa desolada-. No... ¿por qué?... Pero es... ¡Qué
ocurrencia!... ¡Ha podido llevarme!... ¡Si tarda!
-Tengo abajo mi coche.
Ella, que acababa de sentarse, le fijó los ojos con recelo y se
calmó ante su calma cortesísima.
La situación envolvía a Gerardo. No se trataba, por lo pronto,
de aquella fácil aventura que él, para su tedio, imaginó nimiamente
bestial y levemente divertida. Con su delicadeza, esta mujer
aparecíasele bien distinta de la vendedora de deleite a quien da lo
mismo, salvo un poco de chafada vanidad, uno u otro comprador.
Dispuesto pues, a indagar... a descubrirla, en el cuerpo de belleza
codiciable, el alma, si es que la tenía, se refugió en un propósito
de sutilísimas audacias sí, pero también de sutilísimas cautelas.
-Decía -empezó a arriesgar- que sin esas prisas, Arsenio
hubiera podido utilizar mi coche para ir más pronto... o para
llevarla a usted... puesto que tal terror le da quedarse.
- ¿Terror?... No... Extrañeza...
Hubo un silencio. Mavi, sonriente, porque parecíase ya ridícula
a sí propia, empezó a comer.
Gerardo llenó de vino las copas.
-En Suecia, en Noruega -volvió él a deslizar- son más animosas
las mujeres. ¡Verdad es que las respetan los hombres! Una joven va
al teatro a media noche sola con su novio, a través de los montes y
la nieve, en un trineo.
-He oído hablar de Noruega..., de Irlanda...
-Pero en Irlanda, en Noruega, en todos esos países del Norte,
en la misma América sajona..., ¡ay del hombre que deshonra a una
mujer!... Tiene que huir de la comarca, lo mismo que un bandido. En
Nueva York me lo advirtieron; conócese una multa original, llamada
de los españoles: una libra por cualquier molestia, por cualquier
piropo a una mujer en la calle. Todos la pagan, nuestros
compatriotas. Es lo primero al llegar.
-Así debiera ser en todas partes.
-Allí silbarían el Tenorio... por salvaje. O quizás mejor a
doña Inés... por mentecata... Allí no tiene nunca una mujer que
vengar su honor a tiros. Lo cual no significa, en el fondo, más
honestidad y que las gentes sean ángeles..., sino más urbanidad...,
más mutua libertad, más dignidad, para la mujer, reconocida...;
menos, en fin, de este pavor inesesco, de gacela cazada, casi
invitador al abuso..., que ahora, por ejemplo, la hace a usted estar
temblando toda... ¿Por qué, Mavi? Yo soy... un amigo!
Y la noble tranquilidad, me dio falsa y medio cierta de la
última palabra, acalló la alarma iniciada en Mavi, que tuvo que
conceder:
¡Oh, sí!
Un amigo de Arsenio.
Desde luego -reafirmó ella, aun más entregada a la generosa
invocación.
Pero lento (rápido, no obstante, en su intención osada, y sin
dejar de calcular el difícil equilibrio), añadió Gerardo:
-No está usted aquí cenando en un reservado de restorán con un
amigo de su esposo, en trance de traiciones. ¡Beba vino, por Dios!
Me da fatiga. ¡Apenas come!... Yo acostumbro a beber mucho.
Volviendo a llenarle la copa, se la ofreció por su mano. Ella
la tomó y bebió ligeramente.
-Gracias.
Coma, Mavi... ¡Ah, su nombre! ¿Es inglés? Es la contracción de
Maravillas.
¡La bella abreviación de un bello nombre!... Pues bien, Mavi,
coma usted con calma... mientras esperamos. Tal vez Arsenio va a
tardar,
-¿Por qué?
-¡Oh, un embajador! ¡Un ministro! Para descifrar un telegrama,
pueden emplear mucho tiempo..., toda la noche. Sí, lo apostaría;
¡esta soledad de usted conmigo, durará toda la noche!
La frase tuvo la virtud de impacientarla. Mavi había pasado
repentina a la sorpresa y a la prevención vigilante. Y protestó:
-¡No! ¡Vendrá pronto!
Era su afán, que lo quería. Era su vuelta a los recelos, que la
había causado tan enormes esta conducta de Arsenio, presentándola
por vez única a un amigo, para dejarla con él.
-¡Bah, y aunque no viniera, Mavi!... Suponga que... no puede:
hay deberes muy altos...
-Pero... ¿es que sabe usted... que no vendrá?
-¡Cómo, señora! Preveo, únicamente... ¡Conozco la diplomacia!
Mavi quedó recta en un silencio esquivo, hostil.
Gerardo continuó:
-Algo anómala, sí (dado que no estamos en América), nuestra
situación, lo convengo. Aquí solos, aguardando; teniendo usted, al
fin, que aceptar mi coche a estas horas... Sin embargo, una lady tal
vez se alegraría... son... contingencias intranscendentes, para una
mujer casada, sea cualquiera el desenlace... ¡Piense -trató en vano
de terminar conjurando la fulguración de la faz de ella-, que es de
su marido la culpa! ¡Él lo ha querido!
-¡Bah! -clamó enérgica ella, arrojando a su lado el tenedor-.
¿Qué quiere decirme con eso?
Y ahora sí, fingió Gerardo sorprenderse:
-¡Por Dios, Mavi! ¿Qué le pasa? ¡Oh, perdóneme! ¡Este hábito
maldito de pensar alto!... Cálmese, le ruego. Sólo ideas que
sugeríame el incidente. No debí expresarlas, sin duda; la alarmo.
Aquí, en España, hay un convencionalismo insoportable acerca de
muchas cosas..., una verdadera esclavitud del pensamiento, ridícula,
hipócrita...; porque, ya ve usted, ¡tengo la evidencia de que ambos
pensábamos lo mismo!
Marcó una pausa, vibrando él todo entero de no supiese qué
vagos pesares de torpeza, de no supiese que respetos infinitos; y
algo de esta emoción enorme, que debió radiar en su semblante,
tranquilizó a Mavi poco a poco. Sin embargo, no comía ella; y él
forzábase en comer, viéndola nerviosa jugar con el cuchillo.
No fue dueño más de su intención. La honda emoción de ternura
para Mavi y de indignaciones para él propio, le arrastraba. Y como
no trató de resistirla, dijo sincero:
-No puedo remediarlo. Hasta lo inconveniente soy ingenuo, en
ocasiones. ¿Por qué, Mavi, negarle a usted que en mi charlar ya iba
poniendo matices de ambición..., mi ambición por la belleza de su
cuerpo, de su cara?... Sí, sí... ¡No se espante! ¡Queda confesado,
con pesar y quedo por lo mismo «arrepentido»!... Cuando la he visto
un instante junto a mí..., tan solos... ¡Oh, perdón! ¡Su vida de
flor es bella!... ¡Lo creo bien disculpable!
-¡Disculpable! -gimió Mavi, abrumada por una osadía tan
singular, tan llena de dolor y sumisión al mismo tiempo.
-Ignoraba quién fuese usted hace una hora, como lo seguía
ignorando hace un minuto. Mas siendo quien sea, y aquí, y en toda
ocasión, bien puede disculpar cualquier sandio atrevimiento..., su
belleza!
Mavi perdonó con severa dignidad:
-Disculparlo, a lo sumo...; no autorizarlo.
-¡Disculpa pido! -insistió él rendidamente.
Y ella le concedió, generosa:
-Olvide, pues, su imprudencia!
-Pero... olvídela también la amiga noble. He sido necio,
torpísimo... Repito... ¡qué no la conocía! La creí una linda,
honrada o no, como cualquiera de las mil honradas o no honradas
lindas, que desprecio por igual..., y ya sabe mi alma de la nobleza
de diosa de usted... por su alma... ¡No reconozco otra estirpe!
-Gracias.
-¡Su alma -lanzó en plena admiración Gerardo- es bella como su
cuerpo, Mavi!
-¡Oh! -le oyó otra vez rechazar a la infeliz desorientada.
Pero el franco, seguro ya de sí, no cedió..., no tuvo por qué
retroceder:
-¿Le... molesta mi admiración de los ojos?. Flores, sí...
¡Perdón, de nuevo! Acababa usted de darme gracias, no obstante, por
las mismas flores a su alma.
Tras una súbita torcedura de la boca, Mavi reprochó:
-¡Acababa usted de afirmar que por mi alma le merecía respeto!
-¡Y es verdad! ¡Pero más... más que respeto! -exclamó Gerardo
con una mal reprimida llama de su vida, toda en los ojos: -¡Espanto!
¡Veneración!... Estoy viendo su alma, desde que estoy aquí, de un
modo raro, inesperado, como no he visto jamás tan clara y tan pronto
un alma en mujer alguna. ¡Al descubrirla TODA BELLA, mi terror y mi
respeto inmensos anuncian quizá en mi corazón el alba del amor
primero de mi vida!
Le había escuchado con enojo, Mavi, y sólo supo rechazar,
levantándose violenta:
-¡Señor mío!
Se apartó despreciativa, y el camarero entró. Al verle, guardó
su excitación en disimulos. Fue alejándose y quedó de espaldas a la
mesa.
-¿No come más la señora?
-No.
-¿No quiere más? -intercedió también Gerardo.
Le dejó ella sin respuesta, y él no insistió. Adivinaba,
viéndola allá pasear convulsa, su lógico temor a que por Manuel
supiese Arsenio el incidente.
-Llévate eso -le dijo al camarero-. ¡Vete!
Y cuando estuvieron nuevamente solos, Gerardo, que no se había
movido de su sitio, pudo notar que la infeliz mujer, sentada en el
sofá, lloraba ocultando el rostro entre los brazos. Esto le anegó de
bochornos y piedades. Comprendía la situación: no podría ella
partir, sin que el marido, al volver, encontrase así censurada su
conducta...; sin exponer a los dos, ¡creería la pobre!, a una
explicación difícil o a un lance tal vez...; y veíase forzada a
continuar en este encierro al lado del que ofendía su dignidad...
Sintió qué casi lágrimas también se le agolpaban a los ojos, y
se levantó y se acercó, violentísimo.
-¡Mavi! -dijo- ¡salga de aquí!
La orden fue tan imprevista e imperiosa, que Mavi alzó la
cabeza -sin comprenderle.
-¡Sí, a su casa!... -insistió él con un implacable rigor para
él mismo. -Adonde yo no esté... ¡adonde no la vea! ¡Lejos de mí!...
Porque hay sólo dos clases de mujeres a las que no sé respetar...
las que nada valen... Y las que valen mucho... ¡como usted!
-¡Oh! -gimió ella levantándose.
-Pero las mujeres como usted son pocas... Y no es extraño, al
no contar ni con la posibilidad de su presencia, que le sorprendan a
uno miserable, contagiado de canalla, indigno... ¡Desprécieme!
¡Desprécienos! Debe partir en seguida... ¡Arsenio no vendrá!
La noticia, cruda, terminante, acusadora para Arsenio...,
confirmadora, con su brevedad de tres palabras, de las sospechas
vagas y terribles que ya venían clavándosele a Mavi como un recelo
de infamia inaudita, inverosímil, anublaron en su alma toda la
tardía nobleza de Gerardo bajo la negra nube de ignominia que
importaba más a su amor y a su interés..., a su vida y a sus
hijos... Guturó un aullido sordo de dolor, y llevóse las manos al
corazón y a la garganta. No pudo hablar. Por un rato, fue la suya
una inmóvil agonía en una faz quieta de loca, con la boca abierta y
los globos de los ojos coronados por dos escleróticos arcos blancos
de terror... Luego, al fin, le habló, como un espectro, al espectro
de vergüenza que era también delante de ella el hombre extraño.
-Le ruego a usted -pedía, y su voz si n voz era de soplo, en el
resignado espanto de quien pide que la acaben de matar- que me diga
aún... aún más claro... que él... que él, no volverá... que yo... he
sido traída aquí... esta noche, para esto...
Gerardo sufrió una eléctrica conmoción y sólo supo flagelarse
nuevamente con la yerta ferocidad de sus injurias:
-¡Contagiado de canalla, sí! ¡¡Desprécieme!! ¡¡Desprécieme!!
Pero en seguida, viendo cómo vacilaba la pobre vida rota, a
punto de caer...; viendo que Mavi se torcía y tenía que apoyarse en
el brazo del diván para soportar el peso abrumador de su infortunio,
un sentimiento de caridad ahogó a Gerardo y le arrastró al ansia de
su propio sacrificio: no por el desalmado amigo imbécil, que una y
mil traiciones merecía, sino por la madre, por la amorosa ingenua e
infeliz que no debiera al menos conocer tan pronto y rudamente su
desgracia.
-Señora -dijo-, no es eso. Yo el canalla. Arsenio nada ha
puesto por su parte para esta situación. El tornará mañana a verla a
usted, a sus hijos, como siempre... ¡la farsa es mía! o mejor, la
necedad de haber querido aprovechar su casual ausencia...
-¿Casual? -aferróse a la palabra el afán de ella por saber a su
Arsenio inocente.
Estaba esto demasiado por encima de la farsa que había querido
el azar estropearle, para que Arsenio, aferrado a ella, se obstinase
en esquivarlo. Primero resistió la contemplación de la infeliz
humillada amante que no pedía más que en nombre de dos criaturas
infelices; y al fin, la levantó por un brazo y la condujo a un
extremo del sofá, sentándose él en la butaca, muy cerca:
-Óyeme, Mavi. Haces mal pensando que no pienso en nuestros
hijos... pensando que no sufro... Cúlpame, pero escúchame con
tranquilidad. Esto, debía llegar alguna vez... ¡No, digo -dulcificó
al notar la extrañeza de ella, que procuraba serenarse-, que desde
hace algún tiempo, contra mis propósitos, contra mi voluntad..., era
fatal, necesario, irremediable! Atiende -excitó aún, por sostenerla
siquiera en una seca atención, donde había vuelto a evaporarse la
esperanza-. Me has oído..., te he hablado muchas veces de la
estrechez en que vivo..., de apuros pecuniarios... y hasta de tu
trabajo como auxilio indispensable. Tú le has dado a mi deseo
torcidas interpretaciones...; y es, Mavi, que ignorabas, que no
querías comprender lo que me cuesta sostenerme. Negocios
infortunados; las rentas cada día más bajas de mis pocas fincas,
éstas en manos de acreedores y yo al borde del abismo. Hoy, gracias
a un sueldo, voy tirando; pero es un destino político; y su falta,
así, de la noche a la mañana, como llegan estas cosas, sería mi
ruina... sencillamente. ¡He ahí la razón de mi boda! ¡Mi novia es...
rica!
-¡Ah!
-¡Significaría, cualquier otra solución, la miseria mía unida a
tu miseria!
-¡Significaría -corrigió ella-, mi trabajo unido a tu trabajo!
¿No has querido tú que me meta a institutriz?
Pero Arsenio desdeñó:
-¡Mi trabajo! ¡No podemos discutir!... ¡Pretenderás que en la
misma casa fuese yo el lacayo o el cochero!... ¿Ves? ¡No, no, Mavi;
no podemos discutir!
-No, no podemos, Arsenio; evidente. Limítome, pues, a escuchar:
estábamos en que tú estás totalmente arruinado, de improviso; en que
no te consentirá tu rango, cuando pierdas tu destino, la «vileza del
trabajo», y en que a fin de sostenerte dignamente... te casas por el
dinero.
-Y no dudes que es verdad.
-¡Si no lo dudo!...
Tragó él la aquiescencia de su bajeza confesada -confesada por
torpe, pues sólo había querido hacer constar que no había en su
conducta amorosa ingratitud, y se conformó diciendo con agresiva
indiferencia:
-Quedábamos, Mavi, también, en que, aun siendo lamentable, tú
tienes que trabajar... en que tú puedes trabajar... si quieres
proseguir tu vida con decoro.
-Ya... no con tanto como si no te hubiese conocido. Pero,
sigue.
-¿Qué sabe nadie en Madrid? ¡Una viuda... con dos niños! y como
por suerte eres discreta, lista, capaz de desenvolver cualquier
pequeño negocio; y como no sería justo que os entregase yo a la
lucha de la vida sin recursos..., sin algo para que instalases una
tienda de sombreros..., de bordados... (suponiendo que no pudiese
lograrte un estanco en buen sitio... ¡hay tanta recomendación y
tantas igual)..., ¿te haces cargo?...; pues digo que con tal objeto,
y a pesar de que en mi situación me es muy difícil desprenderme de
ninguna cantidad..., te entregaré mil duros.
Mavi, pálida, pálida como estaba, sin comentar nada ni con la
más ligera inmutación de su semblante, dejó caer sobre la mano la
cabeza, en una fría desolación que Arsenio tomó por desencanto ante
la oferta exigua. Entonces, él, se sinceró:
-No es mucho, Mavi, ciertamente..., para lo que desearía,
tratándose de vosotros, si bien no es una suma despreciable. Tal vez
con un esfuerzo, buscándolos, lograría llegar a los mil quinientos
duros... Ten en cuenta que mi posición...
Ella se levantó con absoluta frialdad.
-Gracias, Arsenio -dijo-. Una tienda, un estanco, mucho que tú
nos dieses, y yo podría ser «una viuda con dos niños»...; pero los
niños... serían dos hijos sin nombre, que es peor que... sin padre.
Guarda tu dinero.
Y sin mirarle, giró y salió lenta y vacilante como un fantasma
del destino.
-¡Mavi! -la llamó él, sintiendo también el frío solemne de lo
que comprendió que era una eterna despedida.
Pero Mavi no volvió; y Arsenio, perplejo un punto, marcó por
fin un gesto de desdén heroico..., tomó su sombrero y su bastón, y
se encaminó a la escalera.
El cínico
Felipe Trigo

Copyright (c) Universidad de Alicante, Banco Santander
Central Hispano 1999-2000

El cínico
Felipe Trigo

Tercera parte
- I -
Fuertemente preocupaba a todas estas gentes correctas, en la ya
próxima boda, la mujer aquella que había surgido por un
melodramático azar inverosímil. Inverosímil, inaceptable, con su
precisión de casualidad estupenda, para Felisa cuando menos, y para
la madre de Felisa -puesto que demás Arsenio deploraba su insigne
tontería de haber mezclado en la intimidad de sus secretos, y a modo
de salvador, al imbécil de Gerardo con su idiota Josefina. Debió
prever que la intervención de ésta sería inevitable y que daría tal
resultado.
Aquí tomaban el té las tres damas y él -en el bello saloncito
del palacio que pronto iría a ser suyo. La condesa había puesto a su
cargo, ante los santos escrúpulos de las dos buenas amigas, el
arreglo de la semicatástrofe que ella misma suscitó con ligereza
inconsciente. En verdad que le asombraba un poco a Arsenio la recta
conciencia de las tres. Pero lo que no lograba discernir, era si
estas «exageraciones delicadas», en su novia y en la madre de su
novia, tenían por fundamento el respeto a Josefina, como «enterada
del disgusto» y como miembro de la piadosa Asociación, o al revés,
en Josefina la veneración que ambas le infundiesen y el pesar de
haber sido la hipócrita culpable. Fuera como fuera, estaba lo
importante en que, tras los días de gran zozobra, y por consejos de
ella, habían escrito a Mavi y se la esperaba aquí..., esta noche: la
recibirían doña Florencia y la condesa..., y la hablarían, y
tratarían de persuadirla y reducirla a que se fuese de la corte,
tiempo otras vidas despreciables..., no querría ofender al
caballero!... Yo, ¿quién soy?... Ni tengo corazón, ni tengo a nadie
en la tierra más que a... las buenas almas: a ti, que me amparaste
generoso al morir mi padre, que me arrojaste a la indecencia con tus
promesas de honor...; a ese amigo que me trajiste para venderme
noblemente, por no dejarme abandonada, y a esas damas de hoy, en
fin, que tú mismo quizá me has enviado para que me ofrezcan piadosas
un asilo de honradez... por si yo lo prefería. ¡Gracias, queridos
protectores!
La serie de latigazos había quebrantado un poco el aplomo
adoptado por Arsenio en calidad de hombre que tiene que afrontar lo
inevitable. No pudiendo directamente defenderse, refugió su
hipocresía en los celos de Gerardo, que eran al fin «lo
conveniente».
-Mavi, si el amigo a quien yo traje junto a ti como leal...,
por culpas tuyas o por culpas propias no lo ha sido...
-¡Ese... -cortó Mavi- no es tan... reptil como tú! ¡Ten al
menos el valor de no insultarle en su ausencia!
-¿Le defiendes?... ¡Es extraño!
-Te la guardó él de otro modo, y en bien otra ocasión... ¡como
tú no merecías!
-¡Ah, sí, bravo!... ¡Defiéndele si le injurio! -repuso Arsenio
con la compleja emoción de alegrías y de rencores que, a un tiempo,
le daba el verla interesada por Gerardo, y justificándole a él, con
«los celos», el desvío-. ¡Enhorabuena, mujer! ¡Ya él también acababa
de decirme que... le interesas, que iba empezando a apasionarse de
no sé qué de tu boca... de tus ojos... traidores, por lealtad sin
duda... aun en la entrega que yo brindaba!
-¡Mientes! -¡No ha podido hablar así..., por más que así
habrías querido oírle... para que quedase en calma tu conciencia!
Porque tú tienes conciencia, y tan admirablemente penetrada del
alcance del perdón, que te permite hasta este crimen monstruoso de
que no son capaces ni las fieras con sus hijos... -Y una fiereza de
fiera habíala tal vez alzado de la silla, y una santa mansedumbre la
venció en la invocación; se acercó, y dijo llorando y casi postrada:
-¡Por ellos, Arsenio, por los nuestros; aunque te aborrezca ya como
mujer..., te hablo y te suplico... y lloro todavía como una madre!
-Sí, es indispensable -insistía en su noble iniciativa y con su
cristiano acento la condesa: -esa mujer, esos niños, deben haber
salido de Madrid antes de la boda.
-Sí, por mil razones -apoyaba beatíficamente Felisa, dulce y
recogida, por no afrentar demás al novio, ya bien castigado con
reproches, y que aguantaba éstos en silencio. -Hasta por mi dignidad
también... por mi conciencia... Yo no podría tolerar sin un gran
remordimiento, luego de enteradas las gentes, sobre todo, el
cruzarme por las calles con el impudor de una... cortesana y dos
chiquillos... que al fin serían los hijos de... mi marido, los
hermanos de... ¡Oh, no, qué horror! Tú, Arsenio, no puedes
consentirle esa vida a esa mujer... cuando menos en Madrid. ¡Debiste
ofrecerla más dinero!
Alzó el aludido los ojos, y disculpó con suavidad:
-Inútil, Felisa. Además, no has querido tú que vuelva a verla.
Pero inútil, digo, de cualquier modo. Abriga la esperanza, tal vez,
de que tú desistas, y nada aceptaría mientras no sepa lo contrario.
Entre una suma, sea cualquiera, y yo, le «convengo más», esto es
indudable. Cree que ustedes ignoran que ha tenido... dos muchachos;
o piensa si no que, por ellos, ustedes al fin se apiadarán...
Desengáñenla, y su actitud variará completamente.
-Sí, sí -opinaba con igual monotonía de obsesión doña
Florencia-, lleva razón Arsenio. Si esa mujer se figura que nosotras
ignoramos..., que nosotras vacilamos..., sobrará con dejarla
convencida de que a pesar de todo te casas. Entonces, yo seré quien
pueda con éxito ofrecerla una más grande cantidad. Arsenio, no debe.
¿Cuánto le brindaste por último?
-Ocho o diez mil pesetas.
-¡Oh, ya es dinero!... Sin embargo, por los hijos, al fin...,
es un deber, no una limosna. Y por vuestra tranquilidad, por todo.
Para instalarse en un pueblo y educar a esas criaturas, necesita
más... cinco mil pesetas más, y aunque fuese el doble, siempre que
la perdamos de vista: habría de salirte más caro, hija mía, tenerlos
cerca... socorriéndolos... o soportando que acaso a tus espaldas...
¡Oh, los hijos, hija! ¡tú verás de que los tengas!
La invocación tendió por entre las sedas claras de la sala y de
los trajes, y en torno a la negra y severísima levita de Arsenio, un
silencio de orden y ternuras.
Fue cortado por la ruidosa llegada de otro grave personaje, don
Adolfo, que traía en la mano un Liberal:
-¡Buf! ¡Por Dios, señores, señoras. Florencia..., lo
insufrible, el notición! ¿Dónde está Gerardo?... ¡Oigan... Y a ver
si esto puede tolerarse! -y buscando en el periódico, leyó: «EL HIJO
DE LA EUGENIA- El ilustre abogado defensor que ha librado de la
muerte a la infeliz Eugenia, D. Gerardo San Román, con quien hemos
tenido el gusto de hablar esta tarde, nos ha confirmado su propósito
de recoger al hijo de su defendida y adoptarlo...» ¡Oh, bah!
¡buf!... ¡Insoportable! ¡Se empeñó! -interrumpióse don Adolfo
estrujando El Liberal-; ¡y habremos de convenir en que es un genio
este Gerardo!... ¡No hay quien le convenza! ¡No, pues yo no le tengo
en mi casa, ni al hijo de la defendida, ni a mi hijo el defensor, si
se obstina!... ¿Dónde está?
-En su despacho -indicó la madre.
-¡Claro! ¡Revolviendo papeluchos y sentencias! ¡Le ha dado por
ahí! -lamentó el hercúleo don Adolfo saliendo como un rayo.
Arsenio y las tres damas comentaron con mesura el incidente. Al
padre de la víctima, al pobre marqués de Lima, iba a sentarle muy
mal. Al fin era el abuelo del chico. ¡Una provocación constante!
¡Una especie de lección! ¡Indigno! ¡Indigno!
-¡Es imbécil ese genio! -comentó doña Florencia, por Gerardo,
sonriendo gentil a Josefina, porque no ignoraba las públicas y
antiguas preferencias secretas de los dos.
-¡Y el caso es que tiene talento! -le defendió su querida.
-Pero... ¡qué mal empleado! -tachó el pulcro barón de
Casa-Pola.
-Cierto -volvió la madre a intervenir. -Para la educación moral
no hay como la familia ¡Esos colegios! ¡Esa vida errante que él
llevó!... ¡Qué hemos de hacerle!
Otro místico respeto se tendió por la sala confortable, y la
imagen de Gerardo quedó flotando en el silencio. Arsenio pensaba que
hizo bien no buscándole, a pesar de su amenaza, por no entorpecer
más esta boda con un tonto lance de honor. Josefina meditaba,
satisfecha de sus mañas para aliarse en el intento a estas amigas,
que sólo alejando de Madrid a Mavi, o diablo, a la rival bonita y
triunfadora, podría recuperará su «indecente delicioso»; porque no
se trataba, esta vez, de una infidelidad fugaz que le importase tres
pimientos... Gerardo no había dejado de ir a la casa de Mavi un solo
día...; y sonreíase, además, mirando a Arsenio de reojo: «era muy
posible que este mentecato ni siquiera se soñase que estaba en bufo
conflicto aquí por los hijos... del amigo».
«¡Ah, sí, Gerardo tiene talento!» se afirmó feliz y agradecida
de hallarse por él en este embrollo de buen tono, en el cual ella
tenía únicamente todos los hilos, y por encima incluso de la
voluntad y del talento mismo de Gerardo.
Y una tarjeta, que la doncella entraba en este instante,
provocó una dispersión. Felisa y Arsenio salieron, para no estar
lejos, claro es... porque interesábales demás el resultado de la
entrevista que no debían presenciar. Era Mavi. Y también habíanse
puesto de pie, de puras curiosidad e inquietud, doña Florencia y
Josefina.
-¡Que entre! -le mandó Florencia a la doncella, yendo en
seguida a adoptar un ademán de dignidad en un confidente Imperio.
Josefina se sentó en el vis-a-vis, de tal modo que no le
quedase a la rival sino aquella marquesita de debajo de la lámpara-
a cuya luz pudiera verla a su deseo.
El cínico
Felipe Trigo

Copyright (c) Universidad de Alicante, Banco Santander
Central Hispano 1999-2000

El cínico
Felipe Trigo

- II -
-¡Adelante! - oyó Mavi que la invitaban cuando la emoción la
detuvo tras los rasos de la puerta.
Abrió la colgadura, dio un paso y volvió aquedar inmóvil, con
una sonrisa de dolor y de saludo.
El momento era solemne. La llamaban, con breves frases de
esperanza, y aquí iba a resolverse su destino. El desagrado que le
causó reconocer a Josefina, borrábaselo el aspecto amable y
bondadoso de Florencia, gruesa dama de roja y ancha cara de paz y
con el pelo casi blanco.
-¡Pase! ¡Siéntese usted!
Avanzó, contemplada por la un poco impertinente curiosidad de
las señoras, y se sentó, sin procurarse hipócritas aspectos.
Este mismo contraste, esta misma dignidad de su desdicha, ante
el que le pareció silencio de compasiva atención de la generosa
mujer que la llamaba, hizo subir desde su corazón hasta sus ojos un
callado llanto de infinita gratitud...; y alzó las manos, las finas
manos nobles que lucían brillantes, y lo ocultó con el pañuelo.
-¿Por qué llora usted? -oyó que la animaba al fin la dueña de
la casa.
Serenóse ella; agotó por un esfuerzo de voluntad las lágrimas y
dijo:
-Perdón, señora: es mi suerte desde hace algunos años. ¡Lo
quiere Dios, sin duda!
Doña Florencia creyó del caso fijar desde luego la situación
delante de esta mujer que así, con sentimentalismos, parecía querer
tratarla de igual a igual, engañada acaso por las equívocas
vaguedades de una carta, y no vaciló en puntualizar, glacialmente
evangélica:
-Dios es justo, joven. Sólo una senda de lágrimas, en esta
vida, podrá conducirle a su clemencia.
Tocó, en verdad, la frase fría, en el corazón de Mavi. La
extrañeza hízola mirar con ansia escrutadora, por un segundo, a la
que ya sólo miraba al suelo como desde una torre de desdén; y luego,
con enemigo asombro y con un lento girar de la cabeza, en que
ondularon las negras plumas del sombrero, a los ámbitos del
saloncito fastuoso que, al entrar, habíala impresionado como un
templo de bondad y de justicia.
-Me ha llamado usted... -inició.
-Sí, para que hablemos -aprestóse a abreviar doña Florencia-. A
ciertos ofrecimientos de... determinada persona que usted conoce,
usted no ha querido contestar.
-Ciertamente -repuso Mavi, otra vez indecisa por la enigmática
cortesía de aquel acento- de... determinada persona. Ofertas de
dinero. Algunos hombres..., los hombres, no suelen dar valor... a,
nuestras delicadezas. Por eso me he alegrado, señora, de que quiera
hablarme usted..., ustedes, que podrán entenderme, porque son
mujeres como yo.
-¡Oh, como usted!...
-¡Como usted! -rechazó también irónicamente la condesa.
Mavi se tragó el insulto.
-Quería decir, tan sólo -concedió-, que hay entre nosotras
mayor facilidad de comprensión..., más identidad de sentimiento...
¡Por lo demás, harto veo la inmensa diferencia que separa sus
respetabilidades... de mi humildad, de mi deshonra!
Pareció esto quebrantar las severidades de Florencia.
-Bien, tiene usted razón; entre nosotras será más fácil
entendernos. Por eso, yo, que también lo sospeché, me he permitido
llamarla. Y puesto que nuestras intenciones, puesto que nuestros
deseos coinciden, casi sería más breve y mejor que concretara los
suyos con franqueza. ¿Quiere decirlos?
-Mis deseos..., los deseos de toda mujer deshonrada, señora, no
pueden ser otros que...
-¡Qué...! acabe... -animó indulgente la madre de Felisa.
-... ¡No pueden ser otros que... buscar su honra!
-¡Su honra! -admiró con bien leve sorpresa la «que ya esperaba
esto como previa argucia de más contantes y sonantes intenciones»;
pero aun así, la sublevaba el «manso cinismo de la joven», y rechazó
desde la cima de su orgullo-: ¿Y viene a buscarla aquí?... ¡Eso...,
donde la perdiese!
Hubo un brevísimo silencio, que vibraba de ariscas rebeldías.
-¡Señorita -intervino galante siempre y decisiva la condesa-,
la hija de esta señora, DE TODOS MODOS se casará con don Arsenio!
¡No lo dude!
Despreció Mavi la advertencia, de puro brutal, aunque le
bastase para dar por muerta su esperanza y por concluida esta
visita, y quiso, al menos, responder al golpe de la otra con bien
distintos orgullos de su alma.
- Ni yo creí, señora -dijo- que se me llamase aquí para
insultarme..., ni yo perdí mi honra. ¡Se me arrancó, por un
atracador de honras, con engaños!
-¡Bah! -limitóse a desdeñar doña Florencia.
-¡Y con «palabra de honor»!..., porque decíase aquel atracador
un caballero.
-¡Palabras!
-¡Y con juramentos!..., porque, además, el caballero decíase
cristiano.
-Psé..., también.
-¡Fue solemne! ¡El mismo que oirá su hija de usted, señora!
-¡¡Pero ante un cura y un altar!! -atajó por fin doña
Florencia, hosca, poniéndose de pie.
-¡¡Oh!! -dijo Mavi con sarcasmo, levantándose-. Yo tuve más fe.
¡Delante de DIOS... tan sólo! Por mi mal, comprendo tarde que él no
la merecía. ¡Ustedes lo han comprendido... antes! ¡Han tenido esa
fortuna!
-No; hemos tenido... ese decoro; ¡no es igual! Mi hija no ha
necesitado palabras de honor en prenda.
-Eso es verdad. Ni tendrá que darlas él: querrá el cura, lo
primero, en este contrato de boda, porque...
-¡¡Basta!! -ordenó autoritariamente la dueña de la casa.
Pero Mavi, crecida de indignación, y tan enérgica, que dominó a
Florencia en un sobresalto temeroso e hizo levantarse a Josefina,
acabó con rabia:
-..., porque la hija de usted es... rica!
Habíase cambiado la situación, en un momento. Mavi, alta la
frente, y como alzada también en desafío la arrogancia toda de su
cuerpo, habría necesitado apenas un gesto más de amenaza para ser la
que ahuyentase de su propia sala a estas señoras. Y Josefina, doña
Florencia, como Arsenio que no te la preparo bien... ¡a día por lío
y por disgusto! ¡Debe odiarme! -Fue en su impaciencia feliz a soltar
el sombrero y el bastón, y volvió a acercarse, exclamando-:
¿Conque... ella? ¿Lo ha roto Mavi? ¡Cuenta! ¡Cuenta!
-Sí... lo ha roto... ¡ella!... ¡Mi hermana! -notició Gerardo,
en tanto Arsenio se sentaba abriendo cuidadosamente su levita por
detrás.
-¿Eh? -clamó el barón interrumpiendo sus elegantes pulcritudes
de hombre que mira por la ropa-. ¿Tu hermana?... ¿Se lo has
llevado?... ¡Vaya, déjate de bromas! Sabes que no me gusta que se la
nombre aquí.
-No, si es que... ella, Felisa... ha estado aquí.
-¿Gerardo? -le reprochó el barón con su plena dignidad de
futuro marido de Felisa.
-¡Hombre, no seas estúpido!... ¡Ha estado! ¡Con Josefina!
-¿Y... a qué?
-Eso es lo que ignoro. De Josefina, bien; se debía aguardar
cualquier burrada desde aquella noche. Felisa... ¡no sé!
¡Acompañándola!
Mucho más severo, Arsenio protestó:
-Oye, Gerardo... ¿es que tú te crees que Felisa pueda acompañar
a Josefina en estos lances?
Y entre burlón y severo también, Gerardo recogió:
-Oye, Arsenio... ¿es que tú te crees que yo creo que mi
hermana... ¡Mi transigencia no llegaría a tanto..., ¡quizás! Pero,
en fin, como yo no mando en ella, a los paseos la acompaña, y al
Real..., y aquí, la ha acompañado. Y puesto que te pones serio, si
quieres hablar en serio... escúchame.
-Tú dirás.
Gerardo entrevió, a la espalda de su amigo, por el bajo de la
colgadura del pasillo, los zapatos y el vuelo de la clara falda de
Cecilia.
-¡Tú dirás! -insistió el noble barón de Casa-Pola.
-Pues, digo... que tú no debes casarte con mi hermana.
-Explícate.
-No hay más explicación. Como hombre... como caballero... como
buen cristiano... no debes, no puedes, sin cometer con Mavi una
indignidad... Y una cobardía...
-¡Gerardo! -rugió el barón, medio levantándose.
Pero Gerardo añadió con un rigor de aplomo que estaba fuera de
sus hábitos:
-... Sin dejar de ser cristiano, caballero y hasta hombre, de
un golpe.
-¡¡Gerardo!! Yo no te puedo aceptar en ese tono...
-Bien, sí...; tu valor, tu dignidad..., que manejas las armas
diestramente... todo eso ¡ya lo sé! Pero todo eso en nada evitaría
que tú y tus espadas y tus caballerescos padrinos... os hubieseis
congregado con... retetemuchísimo honor..., a defender una
indecencia. Antes y después del duelo, tu deber es uno: casarte con
la mujer a quien deshonraste con engaños.
Había vuelto a sentarse Arsenio, y despreció:
-¡Vamos! ¡Te da por lo sentimental! Desde que defiendes esas
cosas de la Audiencia, estás hecho, hijo, un cursi imposible.
-¡Mira! -respondió Gerardo únicamente, poniéndole delante otro
retrato que tomó de la etagére-. ¡Tus hijos!
Arsenio le apartó la mano y el retrato, desdeñoso:
-Son puntos de vista distintos. No podemos entendernos.
-¡Lo creo! -afirmó esta vez Gerardo, persuadido.
Y levantándose, al dejar la fotografía en el mueble, tarareó y
se puso a pasear. En este instante entró Cecilia, repentina:
-¡Gracias, don Gerardo!...
-¡Muchacha!
-Sí, sí -corrió ella hasta el barón-. ¿No ve usted, señor? ¡Por
esos niños..., por esos hijitos..., por la pobrecita señora..., sea
usted bueno y tenga compasión!...
Habíase arrodillado, diciendo esto, y Arsenio, estupefacto,
erguido entre la humillada infeliz y la butaca, le ordeno:
-¡Largo de aquí! ¿Quién te manda a ti mezclarte... ¡Largo,
largo!
Con el pie la rechazaba.
Cecilia salió dolorosa y lentamente.
Arsenio sonreía. Era su sonrisa de cinismo. Volvió a
semitenderse displicente en el sofá, y susurraba:
-¡Oh, estas zafiotas del pueblo! Mira que son bestias, ¿verdad?
En seguida siguió tarareando, y golpeábase con el bastón una
bota.
-¿Estábais compinchados? -preguntó Arsenio con dura ironía
real, porque lo pensó.
-Mavi y yo... y ésta. Sí, chico. Ver cómo te caso con Mavi... y
luego... ¡entendernos... yo y tu Mavi! ¿Comprendes?... ¿A qué menos
la había de obligar su gratitud?
No pudo dejar de notar Arsenio la acerbidad del reproche. Sin
embargo, sus desconfianzas, tomando otro camino, le hicieron
acercarse -pues era él quien habíase ahora alejado, paseando sus
sorpresas.
-¿Por qué hoy me hablas así?... Ya la otra noche quisiste
abordar el mismo tema. ¡Qué cambio tan asombroso en tu carácter, en
tu... ¡No te reconocería!... ¿Acaso te ha dicho tu hermana...
-No, chico, no... -repuso el cínico con una leve carcajada-.
¡Si es que bromeo! ¿Tengo cara yo de... recadista? Todo lo tomo
igual. Además, como abogado, tiene uno que «hacerse» a los arranques
teatrales. Ya me has oído en la Audiencia. Es que eso lo dije ayer.
Tú no fuiste; Mavi, sí... ¡Pura guasa! Se me ha metido en la frente
armar contigo alguna vez un lance de honor en cómico..., con las
pistolas torcidas, de las que apuntan a los padrinos..., o con esas
otras de cuerda y corcho para las moscas... Un lance digno de
nosotros, que entendemos así la vida y la eternidad, y estas músicas
de... promesas y deberes, y mujeres y chiquillos...
-Mi deber -dijo, Arsenio, deteniendo nuevamente su paseo-, lo
sé de sobra. Nunca he pensado dejar de hacer, con esa mujer y esos
niños, lo que debo; pero, de otro modo.
-Sí, más... rápido; a ella, lo acordado: endosármela...; a
ellos, buscarles una recomendación para el Hospicio.
-Pues si tan mal ves el endoso..., si fue tan singular tu
impresión aquella noche, hasta el punto de darte lástima de ella...,
poco se compagina todo con tu presencia aquí, esperándolo. ¿Por qué
has vuelto a buscarla?
-Psé... ¡mira tú!.. cosas de... canalla. Sentimentalismos de
pólvora... ¡fuú!..., ¡nada, se van! ¿No has visto nunca a esos
golfos que lloran y se conmueven al ver llorar a una dama que ha
perdido a su hijo entre la gente..., y que la ayudan a buscar con
alma y vida... sin perjuicio de quitarlas, al despedirse, el
reloj?... ¡Algo por el estilo!... o tal vez me ilusioné, me enamoré
un poco..., como nos enamoramos los golfos que no sabemos tratar más
que a cierta clase de mujeres..., y menos hábil que tú, he vuelto y
me da ahora vergüenza y rabia no saber cómo decírselo. En dos
semanas, no he sido capaz de hablarla de esto ni una vez... ¡Si
hubieras sido tú! Porque tú, Arsenio, eres un canalla..., pero más
fino, más atento... Un canalla muchísimo mejor educado, ¿verdad?
Arsenio se crispó.
-Gerardo... ¡Vamos a acabar de mal modo!
-Como dos cocheros. ¡Si te lo advertí! ¡Si tu sistema en el
final se parece al mío completamente!
Dominándose, refugiándose en desprecio, Arsenio le volvió la
espalda. Su nuevo paseo, no obstante, quedó cortado por un rumor
lejano, que advertía la llegada de Mavi, en lo profundo del tocador
y de la alcoba.
-¡Ella! -le avisó a Gerardo señalándole el despacho-. ¡Entra
ahí!
Gerardo se puso súbito de pie, por un instinto de respeto.
-¡No, me marcho! -dijo-. ¡Si tú eres capaz de encanallarla...
yo la buscaré algún día... a lo golfo!... ¡O a ti... para escupirte
y darte, si es que me encuentras de humor, dos bofetadas!
-¡Oh! -rugió Arsenio lanzándose a él; y no pudiendo alcanzarlo
en su ímpetu, porque Gerardo ya se le alejaba en el pasillo, le
advirtió terrible-: ¡Nos veremos!
Y volvióse.
Mavi acababa de aparecer en la otra puerta.
El cínico
Felipe Trigo

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Central Hispano 1999-2000

El cínico
Felipe Trigo

- III -
Los dos quedaron mirándose, de lejos.
-Mavi..., buenas tardes -inició él, volviendo a sentarse en el
sofá-. ¿Qué tienes?
-¿Me lo preguntas? -dijo aterrada ella, sin moverse.
-Carezco del don de adivinar.
-¡Te casas!... ¡Pretendías casarte!
El amante vaciló y respondió por fin, acatando lo innegable:
-¿Piensas impedirlo?
Cerró Mavi brusca los ojos, en una convulsión, ante el acento
de frialdad y de desafío.
-¿Piensas matarme, como a Carlos esa Eugenia? -insistió él con
ironía-. Ya, ya sé que vas por las tardes al proceso... a oír a
Gerardo, nuestro amigo.
La cruel brutalidad hirió a Mavi hasta hacerla caer llorando,
junto a la puerta, en la silla que recogía la colgadura. Era ese
llanto íntimo y silencioso del gran dolor que se sabe sin consuelo.
La contempló el amante y se encogió de hombros. Evidentemente,
sus preocupaciones no se referían a esta situación ni a esta mujer,
que ya tenía bien descontadas, más que por la extraña e inexplicable
visita de Felisa. Se levantó y llegó hasta ella.
-A qué han venido aquí hoy... ciertas señoras?... ¿Por qué han
venido?... ¿Qué te han dicho?
Mavi alzó apenas la cabeza y la volvió a abatir sobre el
pañuelo- para llorar con mayor desolación. Él se alejó, y quedó
sentado más cerca; sacó un habano y lo encendió. Luego apoyó la
frente en la mano y el codo en el respaldo de la silla, añadiendo:
-No te apures, mujer... Es cierto que me caso...; pero ya verás
qué poco tardas en hallar... alivio... ¡tú! Eres guapa..., y
joven..., y las penas pasan...; y cuando se es además lista..., un
poco previsora..., se sabe ir poniéndose a la vista un... abogado
defensor... como el que viene aquí todos las días.
-¡¡Ah!! -levantóse estremecida Mavi-. ¿Qué dices? ¿A qué viene,
y por qué?
Había dado un paso hacia el amante, y le detuvo su gesto.
-Tú lo sabrás, mujer. A lo que tú vas a la Audiencia.
La indignación torcía a Mavi.
-¡Oh, Arsenio!... Tú me llevaste a él hasta contra mi voluntad
y de manera bien extraña... Después... ¡tú también le has traído!
-Sí, para mis negocios...; lo cual no quita...
-¡Eso es una impostura!... ¡Eso es... -fue a decir, crecida en
arrebato, pero lo refrenó en severa acusación-: Tú lo sabes; me he
opuesto con toda mi energía a que te buscase aquí... ¿Por qué
tuviste este empeño?... ¡Oh, Arsenio, la inexplicable visita de
tu... novia, me está explicando a mí muchas cosas... muchas cosas,
que no hubiese dudado más desde aquella noche si hubiese podido
creerte... como eres!
-No. Pues nada hay que explicar... en lo referente a que yo
invitase aquí a Gerardo. Tuve ese empeño..., porque en alguna parte
había de buscarme..., porque yo me pasaba aquí la vida... Aquí
dormía, aquí comía y trabajaba...; tengo aquí casi todos mis papeles
de ese asunto y de otros... Además, creyendo él que eras mi mujer,
no iba a enviarle a mi casa.
-¡Él, no lo cree! -opuso rotunda Mavi.
-Bien; ahora por...
-Ni ha podido creerlo... ni tú has podido creer que lo creyese
de su futuro cuñado... ¡Oh, Arsenio! ¡Qué infamia!... ¡Por muy malo
que te haya llegado a sospechar, nunca creí que fueses... tan
rastrero, tan cobarde!
El insulto puso de pie al barón.
-¡Mavi! -dijo, ásperamente.
Y miró a la puerta, como en busca de la criada idiota o del
Gerardo imbécil, a quienes él debiese ahogar por haberla informado
tan bien del parentesco.
-¿Se ofende tu dignidad? -repuso Mavi, destrozada en ironía-.
¡Oh, perdón! ¡Una pobre mujer sin vergüenza., una carne viva sin
entrañas más que para dar placer y engendrar al mismo en noche
memorable, viéronse asaltadas por el súbito recelo de ver surgir en
la burlada una criminal como la Eugenia... ¡como la Eugenia Aragón!
Y prosiguió Mavi, sin moverse:
-Pero pobre y mísera y traicionada y deshonrada yo, guardo un
corazón de mujer que no han podido arrancarme; y en él, el cariño...
¿De él? -se atrevió Florencia a dudar.
-... ¡de sus hijos y mis hijos!... ¡A él... le escupiría!
¡Querría no verle jamás!
-Pues, entonces, ¿a qué aspira? ¿Qué pretende?
-Casarme.
-¿Con... don Arsenio?
-¡Con el padre de mis hijos! ¡Con el único que puede y debe
darles su nombre!
Eran ya suaves otra vez las respuestas de ella, atenazadas en
dolor, y doña Florencia se atrevió a sentarse, inversamente
recobrada a su dominio y deplorando:
-¿Y me lo pide a mí?... ¡Qué manía! Siéntese, joven.
-Usted -repuso Mavi obedeciéndola, a la vez que las imitaba la
condesa- no lo podrá conceder; pero puede, siendo madre, y teniendo
entrañas de madre, no quitárselo a mis hijos.
-¿Yo?
-Con sólo impedir que alguien de esta casa lo estorbe para
siempre. Digo la verdad, además, si digo que para esto creí haber
sido llamada por usted... para evitar infamia semejante... después
de oírme y de haberse persuadido de mis sacratísimos derechos...
Conmigo traigo antiguas cartas de... ese hombre, de cuando era mi
novio, mi novio nada más, tan honradamente como ahora pueda serlo de
su hija, señora, y que si entonces fueron el engaño mío, ahora
podrían volverse pregones de su afrenta..., porque en ellas están
escritas sus promesas con los juramentos del cristiano y las
palabras de honor del caballero!...
Esperó Mavi a que las damas, un poco confundidas, pidiéranle
las cartas- documentos de baldía reclamación si no fuese ante almas
generosas... y tuvo que volverse y levantarse, igual que las demás,
al sentir tras ella una desalentada irrupción de sedosas faldas.
Era Felisa; entraba descompuesta, y se detuvo para lanzar desde
lejos:
-¡Basta de farsas!... que tratan de explotarse aquí en un sucio
chantage...: porque usted, que con esas cartas iría gritando todo
eso... tal vez no pueda saber a ciencia cierta quién sea el padre de
sus hijos!... Mamá, no pierdas el tiempo; busca esta mujer...
¡dinero! ¡Dile de una vez cuánto se está dispuesta a dar por sus
cartas y porque se vaya de Madrid!
La injuria había paralizado a Mavi.
-¡¡Miserable!! -rugió frenética.
Luego, con los labios temblando, lívida, siniestra, llevó ambas
manos al pecho, a la vez que un feroz odio contenido acercábala a
Felisa, buscándose en el abrigo las cartas con que azotarle la
faz... Fue instantáneamente un terror, un pánico, y fue una
despavorida dispersión loca de las otras tres hacia las puertas.
¡Pensaron en la Aragón!
-¡¡Papá!! ¡¡Arsenio!! ¡¡Arsenio!!
-¡¡Adolfo!! ¡¡Arsenio!!
-¡¡Arsenio!! ¡¡Andrés!!
Arsenio se presentó, detrás del sitio hacia donde pudo
retroceder Felisa.
-¡Tomen las cartas! -completó Mavi su intención arrojándoselas
a ambos.
Y las cartas dispersáronse, luego que chocaron con los rostros,
con los hombros unidos de los dos. Y por el gabinete, momentos
después, comparecía ante la ya muda escena inmóvil don Adolfo. Y por
el pasillo, Andrés y dos ó tres criadas..., todos alarmados, todos
azogados, todos atraídos por la angustia de los gritos que llenaron
el palacio.
-¿Qué pasa? ¿Qué ha sido? ¿Qué hay?
-¿Qué es eso? ¿Qué es eso?
-Qué...
Correspondían a las preguntas, breves y ansiosas, respuestas
breves, aun cortadas por el susto, y unidas por una misma cobardía
de las miradas hacia la indefensa mujer que desde en medio del salón
empezaba a mirar también a todos con miedo y extrañeza.
-¡Nada!
-¡Nada, esa mujer!...
-¡Esa mujer... que me insultaba... que nos... estaba
insultando!...
-¿Por qué? -lanzó terrible el hercúleo don Adolfo, llegando a
ella-. ¿Quién es esta mujer? ¿A qué ha venido? ¿Por qué está
aquí?... -y buscaba en torno la explicación que no le daba nadie, y
vio las cartas en el suelo-. Y estas cartas... ¿qué son?
Doblóse, cogió una y reconoció inmediatamente la letra y el
heráldico blasón del barón de Casa-Pola.
-¡Oh! -no pudo menos de exclamar también, presintiendo en Mavi
una Eugenia más lujosa.
Y en seguida:
-¡Oh! -exclamó asimismo Arsenio arrebatándole la carta. Y dudó
un segundo, pero logró improvisar su salvación delante de la gente,
delante de los criados, y acertó a dar hacia Mavi un paso,
inculpándola-: ¡Mi letra! ¡Lo comprendo! -Volviéndose aun a don
Adolfo, terminó-: Son calumnias... mentiras... ¡Son falsas!... ¡No
contaba esta mujer con verme aquí!
-¡Oh! -rugió Mavi todavía.
Pero la estremeció y la aterró don Adolfo, cogiéndola por la
muñeca.
-Pedía dinero... - confirmó Felisa.
-¡A la calle! -resolvió doña Florencia. -¡A la calle!
-No -se opuso don Adolfo-. Sujétala, Andrés. ¡Un policía!... ¡A
la cárcel!
Andrés, el mayordomo, llegó y le sujetó por detrás a Mavi ambos
brazos...; bien pronto tuvo que sujetarla también por el cuerpo,
porque Mavi, blanca como un papel, desfallecía...
Y viose entonces, tras el grupo lamentable, a otro hombre que
habíase aparecido investigador y silencioso en una puerta, y que
avanzaba ahora torvamente. Era Gerardo.
Su padre le divisó el primero.
-¡Otra cliente, si gustas! -le dijo, con la rabia aún de la
inútil discusión que sostuvo en su despacho-. ¡Va a la cárcel!
-¡A la cárcel!
-Sí. ¡Por falsificadora! ¡Por estafadora! ¡Para variar tus
causas, hijo mío!:
Gerardo, que todo lo ignoraba de la visita de Mavi, vió, a modo
de completa explicación, la prisa con que Arsenio recogía papeles de
sus pies.
-¡Tus cartas! -le dijo, después de haberle hecho levantarse con
una mirada tal que le abrumó-. ¿Ha falsificado tus cartas!... ¡Pero,
hombre, déjaselas... para que pueda un juez confirmarlo!
-¡Gerardo!
-¡Cobarde!
-¡Por Dios, Gerardo!... -se interpuso Josefina.
El cínico, con un tranquilo ademán, sin hacer caso tampoco de
Arsenio, a quien Felisa y su padre contuvieron en un impulso de
lanzársele, volvióse a uno y otro lado para expresar lentamente y
con el agrado maligno de confundir en su frase de cortés fiereza a
los sirvientes:
-Señoras..., señores..., querida hermana..., este futuro marido
tuyo... es un granuja.
-¿Qué ha dicho?
-¿Qué ha dicho?
Bramaron al mismo tiempo el barón y don Adolfo, sujetos ahora
por Felisa.
-GRANUJA -repitió él con una horrible calma que se impuso a
todos.
Y en la estupefacción, en el pasmo de trágico silencio,
acercóse a Mavi, que le miraba agradecida, y se la quitó de entre
los brazos, más útiles para sostenerla aún que para apresarla, a
Andrés. Este se quedó a dos pasos, atónito. Ella le echó al
amparador heroico un brazo por el cuello, susurrando en gratitudes
inefables:
-¡Gerardo!
-¡Echadlos! ¡A los dos! -pudo al fin reventar en rabia don
Adolfo, a quien ya le impedían hacerlo por sí propio su mujer y la
condesa.
Mas apenas quiso el mayordomo iniciar un movimiento, Gerardo le
paralizó de una mirada:
-Al que toque a esta mujer... ¡lo mato... sea quien sea!
Nadie se movió. Hubo otro silencio de sepulcro. Gerardo debía
tener en la mano derecha algún revólver; pero no tenía ningún
revólver...
-¡Fuera de ahí! -rugió de nuevo el padre, arrojándose hacia él.
Y nuevamente lo impidieron las señoras, y Arsenio también, que
se resignó a comentar:
-¡Está loco!
-¡Fuera de ahí! ¡Deja esa mujer! -arreciaba don Adolfo entre el
lamentarse agudo de las damas-. ¡Fuera, fuera de mi casa, indecente!
Gerardo recibió sin inmutarse la palabra, y acogió la orden con
su impávido cinismo:
-Sí, me voy... ¡estad tranquilos! Pero yo, el que recoge los
hijos de las pobres presidiarias, me llevo también conmigo y para
siempre a esta mujer y a sus hijos... Y trataré de devolverles como
pueda la honra y el dinero que entre todos le quitáis! ¡Sabedlo: me
la llevo, y... la honraré!
-¿Con qué honra? -burlóse sarcástico el padre, ya que no le
dejaban romperle la cabeza.
-¡Con la de tu alcurnia, papá..., con la de tu nombre... que no
me podréis borrar, ni aun echándome de aquí..., y que yo juntaré
estrechamente a su ignominia, si Mavi quiere, y en forma tal que no
se sepa qué honra o qué deshonra a qué, si la ignominia al nombre ó
el nombre a la ignominia!
Tiraba de ella, que le seguía enlazada con gloriosa gratitud, y
entonces fue cuando la reacción de iras a tanto insulto invadió por
fin feroz a la madre y a la hermana y a la propia condesa en
derrota:
-¡Qué indecencia! ¡Se la lleva!
-¡Se la lleva ante nosotros!
-¡De querida!
-¡Y con qué cinismo!
Llegaban a la puerta; Gerardo se volvió:
-¡No! Con cinismo, condesa, tomé a mis queridas aquí, de entre
vosotras... A esta la tomaré con bendiciones, si le placen, por...
querida esposa de mi alma! ¡Lo prometo por mi honor, ante Dios y
ante vosotros!... ¡Y da gracias, hermana, porque Mavi se opondrá, a
que no nos tengas cuando tú en la misma iglesia!
Salieron... Y el nuevo pasmo de asombros, hacia el cínico de
cinismos inauditos que así quería su honor para arrastrarlo por el
fango, rompióse últimamente en un hostil murmullo de múltiples
protestas, de desesperaciones, de conmiseraciones...
La madre lloraba, la hija también... Y sufrió un ataque; y
fueron Arsenio y don Adolfo quienes dignamente repartían consuelos
resignados, y Josefina la que tuvo que reclamar de las sirvientes
las sales inglesas en los pomos verdes de oro y de cristal...