Emilio Castelar y Ripoll

 

Discurso sobre la libertad religiosa


Señores Diputados: Inmensa desgracia para mí, pero mayor
desgracia todavía para las Cortes, verme forzado por deberes de mi
cargo, por deberes de cortesía, a embargar casi todas las tardes,
contra mi voluntad, contra mi deseo, la atención de los señores
Diputados. Yo espero que las Cortes me perdonarán si tal hago en
fuerza de las razones que a ello me obligan; y que no atribuirán de
ninguna suerte tanto y tan largo y tan continuado discurso a
intemperancia mía en usar de la palabra. Prometo solemnemente no
volver a usarla en el debate de la totalidad.
Decía mi ilustre amigo el Sr. Ríos Rosas en la última sesión,
con la autoridad que le da su palabra, su talento, su alta
elocuencia, su íntegro carácter, decíame que dudaba si tenía derecho
a darme consejos. Yo creo que S.S. lo tiene siempre: como orador, lo
tiene para dárselos a un principiante; como hombre de Estado, lo
tiene para dárselos al que no aspira a este título; como hombre de
experiencia, lo tiene para dárselos al que entra por vez primera en
este respetado recinto. Yo los recibo, y puedo decir que el día en
que el Sr. Ríos Rosas me aconsejó que no tratara a la Iglesia
católica con cierta aspereza, yo dudaba si había obrado bien; yo
dudaba si había procedido bien, yo dudaba si había sido justo o
injusto, si había sido cruel, y sobre todo, si había sido prudente.
¿Qué dije yo, señores, qué dije yo entonces? Yo no ataqué
ninguna creencia, yo no ataqué el culto, yo no ataqué el dogma. Yo
dije que la Iglesia católica, organizada corno vosotros la
organizáis, organizada como un poder del Estado, no puede menos de
traernos grandes perturbaciones y grandes conflictos, porque la
Iglesia católica con su ideal de autoridad, con su ideal de
infalibilidad, con la ambición que tiene de extender estas ideas
sobre todos los pueblos, no puede menos de ser en el organismo de
los Estados libres causa de una continua perturbación en todas las
conciencias, causa de una constante amenaza a todos los derechos.
Si alguna duda pudierais tener, si algún remordimiento pudiera
asaltaros, señores, ¿no se ha levantado el Sr. Manterola con la
autoridad que le da su ciencia, con la autoridad que le dan sus
virtudes, con la autoridad que le da su alta representación en la
Iglesia, con la autoridad que le da la altísima representación que
tiene en este sitio, no se ha levantado a decirnos en breves, en
sencillas, en elocuentísimas palabras, cuál es el criterio de la
Iglesia sobre el derecho, sobre la soberanía nacional, sobre la
tolerancia o intolerancia religiosa, sobre el porvenir de las
naciones? Si en todo su discurso no habéis encontrado lo que yo
decía, si no habéis hallado que reprueba el derecho, que reprueba la
conciencia moderna, que reprueba la filosofía novísima, yo declaro
que no ha dicho nada, yo declaro que todos vosotros tenéis razón y
yo condeno mi propio pensamiento. Pero su discurso, absolutamente
todo su discurso, no ha sido más que una completa confirmación de
mis palabras; cuanto yo decía, lo ha demostrado el Sr. Manterola.
Pues qué, ¿no ha dicho que el dogma de la soberanía nacional,
expresado en términos tan modestos por la comisión, es inadmisible,
puesto que el clero no reconoce más dogma que la soberanía de la
Iglesia? ¿Y no os dice esto que después de tantos y tan grandes
cataclismos, que después de las guerras de las investiduras, que
después de las guerras religiosas, que después del advenimiento de
tantos Estados laicos, que después de tantos Concordatos en que la
Iglesia ha tenido que aceptar la existencia civil de muchas
religiones, aún no ha podido desprenderse de su antiguos criterios,
del criterio de Gregorio VIII y de Inocencio III, y aún cree que
todos los poderes civiles son una usurpación de su poder soberano?
Señores, nadie como yo ha aplaudido la presencia en este sitio
del Sr. Manterola, la presencia en este sitio del ilustre obispo de
Jaén, la presencia en este sitio del ilustre cardenal de Santiago.
Yo creía, yo creo que esta Cámara no sería la expresión de España si
a esta Cámara no hubieran venido los que guardan todavía el sagrado
depósito de nuestras antiguas creencias, y los que aún dirigen la
moral de nuestras familias. Yo los miro con mucho respeto, yo los
considero con gran veneración, por sus talentos, por su edad, por el
altísimo ministerio que representan. Consagrado desde edad temprana
al cultivo de las ideas abstractas, de las ideas puras, en medio de
una sociedad entregada con exceso al culto de la materia, en medio
de una sociedad muy aficionada a la letra de cambio, en esta especie
de indiferentismo en que ha caído un poco la conciencia olvidada del
ideal, admito, sí, admito algo de divino, si es que ha de vivir el
mundo incorruptible y ha de conservar el equilibrio, la armonía
entre el espíritu y la naturaleza, que es el secreto de su grandeza
y de su fuerza.
Pero, señores, digo más: hago una concesión mayor todavía a los
señores que se sientan en aquel banco; les hago una concesión que no
me duele hacerles, que debo hacerles, porque es verdad. A medida que
crece la libertad, se aflojan los lazos materiales: a medida que los
lazos materiales se aflojan, se aprietan los lazos morales. Así es
necesario para que una sociedad libre pueda vivir, es indispensable
que tenga grandes lazos de idea, que reconozca deberes, deberes
impuestos, no por la autoridad civil, no por los ejércitos, sino por
su propia razón, por su propia conciencia. Por eso, señores, yo no
he visto, cuando he ido a los pueblos esclavos, no he visto nunca
observada la fiesta del domingo; yo no la he visto observada en
España, yo no la he visto observada jamás en París.
El domingo en los pueblos esclavos es una saturnal. En cambio,
yo he visto el domingo celebrado con una severidad extraordinaria,
con una severidad de costumbres que asombra, en los dos únicos
pueblos libres que he visitado en mi larga peregrinación por Europa,
en Suiza y en Inglaterra. ¿Y de qué depende? Yo sé de lo que
depende: depende de que allí hay lazos de costumbres, lazos de
inteligencia, lazos de costumbres y de inteligencia que no existen
donde la religión se impone por la fuerza a la voluntad, a la
conciencia, por medio de leyes artificiales y mecánicas. Así me
decía un príncipe ruso, en Ginebra, que había más libertad en San
Petersburgo que en Nueva York; y preguntándole yo por qué, me
contestaba: «Por una razón muy sencilla: porque yo soy muy
aficionado a la música, y en San Petersburgo puedo tocar el violín
en domingo, mientras que no puedo tocarlo en Nueva York». He aquí
cómo la separación de la Iglesia y el Estado, cómo la libertad de
cultos, cómo la libertad religiosa engendra este gran principio, la
aceptación voluntaria de la religión y de la metafísica, o de la
moral, que es como la sal de la vida, y conserva sana la conciencia.
Ya sabe el Sr. Manterola lo que San Pablo dijo: «Nihil tam
voluntarium quam religio». Nada hay tan voluntario como la religión.
El gran Tertuliano, en su carta a Escápula, decía también: «Non est
religionis cogere religioneni». No es propio de la religión obligar
por fuerza, cohibir para que se ejerza la religión. ¿Y qué ha estado
pidiendo durante toda esta tarde el Sr. Manterola?¿Qué ha estado
exigiendo durante todo su largo discurso a los señores de la
comisión? Ha estado pidiendo, ha estado exigiendo que no se pueda
ser español, que no se pueda tener el título de español, que no se
puedan ejercer derechos civiles, que no se pueda aspirar a las altas
magistraturas políticas del país sino llevando impresa sobre la
carne la marca de una religión forzosamente impuesta, no de una
religión aceptada por la razón y por la conciencia.
Por consiguiente, el Sr. Manterola, en todo su discurso, no ha
hecho más que pedir lo que pedían los antiguos paganos, los cuales
no comprendían esta gran idea de la separación de la Iglesia y del
Estado; lo que pedían los antiguos paganos, que consistía en que el
rey fuera al mismo tiempo papa, o, lo que es igual, que el Pontífice
sea al mismo tiempo, en alguna parte y en alguna medida, rey de
España.
Y sin embargo, en la conciencia humana ha concluido para
siempre el dogma de la protección de las Iglesias por el Estado. El
Estado no tiene religión, no la puede tener, no la debe tener. El
Estado no confiesa, el Estado no comulga, el Estado no se muere. Yo
quisiera que el Sr. Manterola tuviese la bondad de decirme en qué
sitio del Valle de Josafat va a estar el día del juicio el alma del
Estado que se llama España.
Suponía un gran poeta alemán hallarse allá en el polo. Era una
de esas inmensas noches polares en que las auroras de color de rosa
se reflejan sobre el hielo. El espectáculo era magnífico, era
indescriptible. Hallábase a su lado un misionero, y como una ballena
se moviese, le decía el misionero al poeta: «Mirad, ante este grande
y extraordinario espectáculo, hasta la ballena se mueve y alaba a
Dios». Un poco más lejos hallábase un naturalista, y el alemán le
dijo: «Vosotros, los naturalistas, soléis suprimir la acción divina
en vuestra ciencia; pues he aquí que este misionero me ha dicho que
cuando ese gran espectáculo se ofreció a nuestra vista en el seno de
la naturaleza, hasta la ballena se movía y alababa a Dios». El
naturalista contestó al poeta alemán: «No es eso; es que hay ciertas
ratas azules que se meten en el cuerpo de la ballena, y al fijarse
en ciertos puntos del sistema nervioso, la molestan y la obligan a
que se conmueva; porque ese animal tan grande y que tiene tantas
arrobas de aceite, no tiene, sin embargo, ni un átomo de sentimiento
religioso». Pues bien, exactamente lo mismo puede decirse del
Estado. Ese animal tan grande no tiene ni siquiera un átomo de
sentimiento religioso.
Y si no, ¿en nombre de qué condenaba el señor Manterola, al
finalizar su discurso, los grandes errores, los grandes excesos,
causa tal vez de su perdición, que en materia religiosa cometieron
los revolucionarios franceses? No crea el Sr. Manterola que nosotros
estamos aquí para defender los errores de nuestros mismos amigos:
como no nos creemos infalibles, no nos creemos impecables, ni
depositarios de la verdad absoluta; como no creemos tener las reglas
eternas de la moral y del derecho, cuando nuestros amigos se
equivocan, condenamos sus equivocaciones, cuando yerran los que nos
han precedido en la defensa de la idea republicana, decimos que han
errado porque nosotros no tenemos desde hace diez y nueve siglos el
espíritu humano amortizado en nuestros altares.
Pues bien, Sres. Diputados: Barnave, que comprendía mejor que
otros de los suyos la Revolución francesa, decía: «Pido en nombre de
la libertad, pido en nombre de la conciencia, que se revoque el
edicto de los reyes, que arrojaba a los jesuitas». La Cámara no
quiso acceder, y aquella hubiera sido medida mucho más prudente, más
sabia, más progresiva, que la medida de exigir al clero el juramento
civil, lo cual trajo tantas complicaciones y tantas desgracias sobre
la Revolución francesa. En nombre del principio que el Sr. Manterola
ha sostenido esta tarde de que el Estado puede y debe imponer una
religión, Enrique VIII pudo en un día cambiar la religión católica
por la protestante como Teodosio, por una especie de golpe de Estado
semejante al de 18 de Brumario, pudo cambiar en el Senado romano la
religión pagana por la religión católica; como la Convención
francesa tuvo la debilidad de aceptar por un momento el culto de la
diosa razón; como Robespierre proclamó el dogma del Ser supremo,
diciendo que todos debían creer en Dios para ser ciudadanos
franceses, lo cual era una reacción inmensa, reacción tan grande
como la que realizó Napoleón I cuando, después de haber dudado si
restauraría el protestantismo o restauraría el catolicismo, se
decidió por restaurar el catolicismo, solamente porque era una
religión autoritaria, solamente porque hacía esclavos a los hombres,
solamente porque hacía del antiguo papa y del nuevo Carlomagno una
especie de dioses.
Por consecuencia, el Sr. Manterola no tenía razón,
absolutamente ninguna razón, al exigir, en nombre del catolicismo,
en nombre del cristianismo, en nombre de una idea moral, en nombre
de una idea religiosa, fuerza coercitiva, apoyo coercitivo al
Estado. Esto sería un gran retroceso, porque, señores, o creemos en
la religión porque así nos lo dicta nuestra conciencia, o no creemos
en la religión porque también la conciencia nos lo dicta así. Si
creemos en la religión porque nos lo dicta nuestra conciencia, es
inútil, completamente inútil, la protección del Estado; si no
creemos en la religión porque nuestra conciencia nos lo dicta, en
vano es que el Estado nos imponga la creencia; no llegará hasta el
fondo de nuestro ser, no llegará al fondo de nuestro espíritu: y
como la religión, después de todo, no es tanto una relación social
como una relación del hombre con Dios, podréis engañar con la
religión impuesta por el Estado a los demás hombres, pero no
engañaréis jamás a Dios, a Dios, que escudriña con su mirada el
abismo de la conciencia.
Hay en la Historia dos ideas que no se han realizado nunca; hay
en la sociedad dos ideas que nunca se han realizado: la idea de una
nación, y la idea de una religión para todos. Yo me detengo en este
punto, porque me ha admirado mucho la seguridad con que el señor
Manterola decía que el catolicismo progresaba en Inglaterra, que el
catolicismo progresaba en los Estados Unidos, que el catolicismo
progresaba en Oriente. Señores, el catolicismo no progresa en
Inglaterra. Lo que allí sucede es que los liberales, esos liberales
tenidos siempre por réprobos y herejes en la escuela de S.S.,
reconocen el derecho que tiene el campesino católico, que tiene el
pobre irlandés, a no pagar de su bolsillo una religión en que no
cree su conciencia. Esto ha sucedido y sucede en Inglaterra. En
cuanto a los Estados Unidos diré que allí hay 34 ó 35 millones de
habitantes; de estos 34 ó 35 millones de habitantes, hay 31 millones
de protestantes y 4 millones de católicos, si es que llega; y estos
4 millones se cuentan, naturalmente, porque allí hay muchos
europeos, y porque aquella nación ha anexionado la Lusiania, Nuevas
Tejas, la California, y, en fin, una porción de territorios cuyos
habitantes son de origen católico.
Pero, señores, lo que más me maravilla es que el Sr. Manterola
dijera que el catolicismo se extiende también por el Oriente. ¡Ah,
señores! Haced esta ligera reflexión conmigo: no ha sido posible, lo
ha intentado César, lo ha intentado Alejandro, lo ha intentado
Carlomagno, lo ha intentado Carlos V, lo ha intentado Napoleón; no
ha sido posible constituir una sola nación: la idea de variedad y de
autonomía de los pueblos ha vencido a todos los conquistadores; y
tampoco ha sido posible crear una sola religión: la idea de la
libertad de conciencia ha vencido a los Pontífices.
Cuatro razas fundamentales hay en Europa: la raza latina, la
raza germánica, la raza griega y la raza eslava.
Pues bien, en la raza latina, su amor a la unidad, su amor a la
disciplina y a la organización se ve por el catolicismo: en la raza
germánica, su amor a la conciencia y al derecho personal, su amor a
la libertad del individuo se ve por el protestantismo: en la raza
griega, se nota todavía lo que se notaba en los antiguos tiempos, el
predominio de la idea metafísica sobre la idea moral; y en la raza
eslava, que está preparando una gran invasión en Europa, según sus
sueños, se ve lo que ha sucedido en los imperios autoritarios, lo
que sucedió en Asia y en la Roma imperial, una religión autocrática.
Por consiguiente, no ha sido posible de ninguna suerte encerrar a
todos los pueblos modernos en la idea de la unidad religiosa.
¿Y en Oriente? Señores, yo traeré mañana al Sr. Manterola, a
quien después de haber combatido como enemigo abrazaré como hermano,
en prueba de que practicamos aquí los principios evangélicos; yo le
traeré mañana un libro de la Sociedad oriental de Francia, en que
hay un estado del progreso del catolicismo en Oriente, y allí se
convencerá S.S. de lo que voy a afirmar. En la historia antigua, en
el antiguo Oriente hay dos razas fundamentales: la raza indo-europea
y la raza semítica.
La raza indo-europea ha sido la raza pagana que ha creado los
ídolos, la raza civil que ha creado la filosofía y el derecho
político: la raza semítica es la que crea todas las grandes
religiones que todavía son la base de la conciencia moral del género
humano: Mahoma, Moisés, Cristo, puede decirse que abrazan
completamente toda la esfera religiosa moderna en sus diversas
manifestaciones.
Pues bien: ¿cuál es el carácter de la raza indo-europea que ha
creado a Grecia, Roma y Germania? El predominio de la idea de
particularidad y de individualidad de la idea progresiva sobre la
idea de unidad inmóvil. ¿Cuál es el carácter de la raza semítica que
ha creado las tres grandes religiones, el mahometismo, el judaísmo y
el cristianismo? El predominio de la idea de unidad inmóvil sobre la
idea de variedad progresiva. Pues todavía no existe eso en Oriente.
Así es que los cristianos de la raza semítica adoran a Dios, y
apenas se acuerdan de la segunda y tercera persona de la Santísima
Trinidad, mientras que los cristianos de la raza indo-europea adoran
a la Virgen y a los santos, y apenas se acuerdan de Dios. ¿Por qué?
Porque la metafísica no puede destruir lo que está en el organismo y
en las leyes fatales de la Naturaleza.
Señores, entremos ahora en algunas de las particularidades del
discurso del Sr. Manterola. Decíanos S.S.: «¿Cuándo han tratado mal,
en qué tiempo han tratado mal los católicos y la Iglesia católica a
los judíos?». Y al decir esto se dirigía a mí, como reconviniéndome,
y añadía: «Esto lo dice el Sr. Castelar, que es catedrático de
Historia». Es verdad que lo soy, y lo tengo a mucha honra: y por
consiguiente, cuando se trata de historia es una cosa bastante
difícil el tratar con un catedrático que tiene ciertas nociones muy
frescas, como para mí sería muy difícil el tratar de teología con
persona tan altamente caracterizada como el Sr. Manterola. Pues
bien, cabalmente en los apuntes de hoy para la explicación de mi
cátedra tenía el siguiente: «En la escritura de fundación del
monasterio de San Cosme y San Damián, que lleva la fecha de 978, hay
un inventario que los frailes hicieron de la manera siguiente:
primero ponían «varios objetos»; y luego ponen «50 yeguas», y
después «30 moros y 20 moras»: es decir, que ponían sus 50 yeguas
antes que sus 30 moros y sus 20 moras esclavas.»
De suerte que para aquellos sacerdotes de la libertad, de la
igualdad y de la fecundidad, eran antes sus bestias de carga que sus
criados, que sus esclavos, lo mismo, exactamente lo mismo que para
los antiguos griegos y para los antiguos romanos.
Señores, sobre esto de la unidad religiosa hay en España una
preocupación de la cual me quejo, como me quejaba el otro día de la
preocupación monárquica. Nada más fácil que a ojo de buen cubero
decir las cosas. España es una nación eminentemente monárquica, y se
recoge esa idea y cunde y se repite por todas partes hasta el fin de
los siglos. España es una nación intolerante en materias religiosas,
y se sigue esto repitiendo, y ya hemos convenido todos en ello.
Pues bien: yo le digo a S.S. que hay épocas, muchas épocas en
nuestra historia de la Edad Media en que España no ha sido nunca,
absolutamente nunca, una nación tan intolerante como el Sr.
Manterola supone. Pues qué, ¿hay, por ventura, en el mundo nada más
ilustre, nada más grande, nada más digno de la corona material y
moral que lleva, nada que en el país esté tan venerado, como el
nombre ilustre del inmortal Fernando III, de Fernando III el Santo?
¿Hay algo? ¿Conoce el Sr. Manterola algún rey que pueda ponerse a su
lado? Mientras su hijo conquistaba a Murcia, él conquistaba Sevilla
y Córdoba. ¿Y qué hacía, señor Manterola, con los moros vencidos?
Les daba el fuero de los jueces, les permitía tener sus mezquitas,
les dejaba sus alcaldes propios, les dejaba su propia legislación.
Hacía más: cuando era robado un cristiano, al cristiano se devolvía
lo mismo que se le robaba; pero cuando era robado un moro, al moro
se le devolvía doble. Esto tiene que estudiarlo el Sr. Manterola en
las grandes leyes, en los grandes fueros, en esa gran tradición de
la legislación mudéjar, tradición que nosotros podríamos aplicar
ahora mismo a las religiones de los diversos cultos el día que
estableciésemos la libertad religiosa y diéramos la prueba de que,
como dijo Madame Stael, en España lo antiguo es la libertad, lo
moderno el despotismo.
Hay, señores, una gran tendencia en la escuela neocatólica a
convertir la religión en lo que decían los antiguos; los antiguos
decían que la religión sólo servía para amedrentar a los pueblos;
por eso decía el patricio romano: Religio id est, metus: la religión
quiere decir miedo. Yo podría decir a los que hablan así de la
religión aquello que dice la Biblia: «Congnovit bos posesorem suum,
et asinus proesepe dominisunt, et Israel non cognovit, et populus
meus non intelexii», que quiere decir que el buey conoce su amo, el
asno su pesebre, y los neocatólicos no conocen a su Dios.
La intolerancia religiosa comenzó en el siglo XIV, continuó en
el siglo XV. Por el predominio que quisieron tomar los reyes sobre
la Iglesia, se inauguró, digo, una gran persecución contra los
judíos; y cuando esta persecución se inauguró, fue cuando San
Vicente Ferrer predicó contra los judíos, atribuyéndolos, una fábula
que nos ha citado hoy el Sr. Manterola y que ya el P. Feijóo refutó
hace mucho tiempo: la dichosa fábula del niño, que se atribuye a
todas las religiones perseguidas, según lo atestigua Tácito y los
antiguos historiadores paganos. Se dijo que un niño había sido
asesinado y que había sido bebida su sangre, atribuyéndose este
hecho a los judíos, y entonces fue citando, después de haber oído a
San Vicente Ferrer, degollaron los fanáticos a muchos judíos de
Toledo que habían hecho de la judería de la gran ciudad el bazar más
hermoso de toda la Europa occidental. Y para esto no ha tenido una
sola palabra de condenación, sino antes bien de excusa el Sr.
Manterola, en nombre de Aquel que había dicho: «Perdónalos, porque
no saben lo que se hacen».
Lo detestaba, ha dicho el Sr. Manterola, y lo detesto: pues
entonces debe S.S. detestar toda la historia de la intolerancia
religiosa, en que, siquiera sea duro el decirlo, tanta parte, tan
principal parte le cabe a la Iglesia. Porque sabe muy bien el Sr.
Manterola y esta tarde lo ha indicado, que la Iglesia se defendía de
esta gran mancha de sangre, que debía olerle tan mal como le olía
aquella célebre sangre a lady Macbeth, diciendo: «Nosotros no
matábamos al reo, lo entregábamos al brazo civil». Pues es lo mismo
que si el asesino dijera: «Yo no he matado, quien ha matado ha sido
el puñal». ¡La Inquisición, señores, la Inquisición era el puñal de
la Iglesia!
Pues qué, Sres. Diputados, ¿no está esto completamente
averiguado, que la Iglesia perseguía por perseguir? ¿Quiere el Sr.
Manterola que yo le cite la Encíclica de Inocencio III, y mañana se
la traeré, porque no pensaba yo que hoy se tratase de librar a la
Iglesia del dictado de intolerante, en cuya Encíclica se condenaba a
eterna esclavitud a los judíos?¿Quiere que le traiga la carta de San
Pío V, Papa santo, el cual, escribiendo a Felipe II, le decía: «Que
era necesario buscar a toda costa un asesino para matar a Isabel de
Inglaterra», con lo cual se prestaría un gran servicio a Dios y al
Estado?
Me preguntaba el Sr. Manterola si yo había estado en Roma. Sí,
he estado en Roma, he visto sus ruinas, he contemplado sus 300
cúpulas, he asistido a las ceremonias de la Semana Santa, he mirado
las grandes Sibilas de Miguel Ángel, que parecen repetir, no ya las
bendiciones, sino eternas maldiciones sobre aquella ciudad; he visto
la puesta del sol tras la basílica de San Pedro, me he arrobado en
el éxtasis que inspiran las artes con su eterna irradiación, he
querido encontrar en aquellas cenizas un átomo de fe religiosa, y
sólo he encontrado el desengaño y la duda.
Sí, he estado en Roma y he visto lo siguiente, señores
Diputados, y aquí podría invocar la autoridad del Sr. Posada
Herrera, embajador revolucionario de la nación española, que tantas
y tan extraordinarias distinciones ha merecido al Papa, hasta el
punto de haberle formado su pintoresca guardia noble. Hay, señores,
en Roma un sitio que es lo que se llama sala regia, en cuyo punto
está la gran capilla Sixtina Paulina, inmortalizada por Miguel
Ángel, y la capilla donde se celebran los misterios del Jueves
Santo, donde se pone el monumento, y en el fondo el sitio por donde
se entra a las habitaciones particulares de Su Santidad. Pues esta
sala se halla pintada, si no me engaño, aunque tengo muy buena
memoria, por el célebre historiador de la pintura en Italia, por
Vasari, que era un gran historiador, pero un mediano artista. Este
grande historiador había pintado aquellos salones a gusto de los
Papas, y había pintado, entre otras cosas, la falsa donación de
Constantino, porque en la historia eclesiástica hay muchas
falsedades, las falsas decretales, el falso voto de Santiago, por el
cual hemos estado pagando tantos siglos un tributo que no debíamos,
y que si lo pidiéramos ahora a la Iglesia con todos sus intereses no
habría en la nación española bastante para pagarnos aquello que
indebidamente te hemos dado.
Pues bien, Sres. Diputados; en aquel salón se encuentran varios
recuerdos, entre otros, don Fernando el Católico, y esto con mucha
justicia; pero hay un fresco en el cual está un emisario del rey de
Francia presentándole al Papa la cabeza de Coligny; había un fresco
donde están, en medio de ángeles, los verdugos, los asesinos de la
noche de San Bartolomé; de suerte que la Iglesia, no solamente
acepta aquel crimen, no solamente en la capilla Sixtina ha llamado
admirable a la noche de San Bartolomé, sino que después la ha
inmortalizado junto a los frescos de Miguel Ángel, arrojando la
eterna blasfemia de semejante apoteosis a la faz de la razón, de la
justicia y de la historia.
Nos decía el Sr. Manterola: «¿Qué tenéis que decir de la
Iglesia, qué tenéis que decir de esa gran institución, cuando ella
os ha amamantado a sus pechos, cuando ella ha creado las
universidades?». Es verdad, yo no trato nunca, absolutamente nunca,
de ser injusto con mis enemigos.
Cuando la Europa entera se descomponía, cuando el feudalismo
reinaba, cuando el mundo era un caos, entonces (pues qué, ¿vive
tanto tiempo una institución sin servir para algo al progreso?),
ciertamente, indudablemente, las teorías de la Iglesia refrenaron a
los poderosos, combatieron a los fuertes, levantaron el espíritu de
los débiles y extendieron rayos de luz, rayos benéficos, sobre todas
las tierras de Europa, porque era el único elemento intelectual y
espiritual que había en el caos de la barbarie. Por eso se fundaron
las universidades.
Pero ¡ah, Sr. Manterola! ¡Ah, Sres. Diputados! Me dirijo a la
Cámara: comparad las universidades que permanecieron fieles, muy
fieles, a la idea tradicional después del siglo XVI, con las
universidades que se separaron de esta idea en los siglos XVI, XVII
y XVIII. Pues qué ¿puede comparar el Sr. Manterola nuestra magnífica
universidad de Salamanca, puede compararla hoy con la universidad de
Oxford, con la de Cambridge o con la de Heidelberg? No.
¿Por qué aquellas universidades, como el señor Manterola me
dice y afirma, son más ilustres, son más grandes, han seguido los
progresos del espíritu humano y han engendrado las unas a los
grandes filósofos, las otras a los grandes naturalistas? No es
porque hayan tenido más razón, más inteligencia que nosotros, sino
porque no han tenido sobre su cuello la infame coyunda de la
Inquisición, que abrasó hasta el tuétano de nuestros huesos y hasta
la savia de nuestra inteligencia.
El Sr. Manterola se levanta y, dice: «¿Qué tenéis que decir de
Descartes, de Mallebranche, de Orígenes y de Tertulianos?».
Descartes no pudo escribir en Francia, tuvo que escribir en Holanda.
¿Por qué en Francia no pudo escribir? Porque allí había catolicismo
y monarquía, en tanto que en Holanda había libertad de conciencia y
república. Mallebranche fue casi tachado de panteísta por su idea
platónica de los cuerpos y las ideas de Dios. ¿Y por qué me cita el
Sr. Manterola a Tertuliano? ¿No sabe que Tertuliano murió en el
montanismo? ¿A qué me cita S.S. también a Orígenes? ¿No sabe que
Orígenes ha sido rechazado por la Iglesia? ¿Y por qué? ¿Por negar a
Dios? No, por negar el dogma del infierno y el dogma del diablo.
Decía el Sr. Manterola: «La filosofía de Hegel ha muerto en
Alemania». Este es el error, no de la Iglesia católica, sino de la
Iglesia en sus relaciones con la ciencia y la política. Yo hablo de
la Iglesia en su aspecto civil, en su aspecto social. De lo relativo
al dogma hablo con todo respeto, con el gran respeto que todas las
instituciones históricas me merecen; hablo de la Iglesia en su
conducta política, en sus relaciones con la ciencia moderna. Pues
bien; yo digo una cosa: si la filosofía de Hegel ha muerto en
Alemania, Sres. Diputados, ¿sabéis dónde ha ido a refugiarse? Pues
ha ido a refugiarse en Italia, donde tiene sus grandes maestros; en
Florencia, donde está Ferrari; en Nápoles, donde está Vera. ¿Y sabe
S.S. por qué sucede eso? Porque Italia, opresa durante mucho tiempo;
la Italia, que ha visto a su Papa oponerse completamente a su unidad
e independencia; la Italia, que ha visto arrebatar niños como
Mortara, levantar patíbulos como los que se levantaron para Monti y
Tognetti, cada día se va separando de la Iglesia y se va echando en
brazos de la ciencia y de la razón humana.
Y aquí viene la teoría que el Sr. Manterola no comprende de los
derechos ilegislables, por lo cual atacaba con toda cortesía a mi
amigo el señor Figueras; y como quiera que mi amigo el Sr. Figueras
no puede contestar por estar un poco enfermo de la garganta, debo
decir en su nombre al Sr. Manterola que casualmente, si a alguna
cosa se puede llamar derechos divinos, es a los derechos
fundamentales humanos, ilegislables. ¿Y sabe S.S. por qué? Porque
después de todo, si en nombre de la religión decís lo que yo creo,
que la música de los mundos, que la mecánica celeste es una de las
demostraciones de la existencia de Dios, de que el universo está
organizado por una inteligencia superior, suprema; los derechos
individuales, las leyes de la naturaleza, las leyes de nuestra
organización, las leyes de nuestra voluntad, las leyes de nuestra
conciencia, las leyes de nuestro espíritu, son otra mecánica celeste
no menos grande, y muestran que la mano de Dios ha tocado a la
frente de este pobre ser, humano y lo ha hecho a Dios semejante.
Después de todo, como hay algo que no se puede olvidar, como
hay algo en el aire que se respira, en la tierra en que se nace, en
el sol que se recibe en la frente, algo de aquellas instituciones en
que hemos vivido, el Sr. Manterola, al hablar de las Provincias
Vascongadas, al hablar de aquella república con esa emoción
extraordinaria que yo he compartido con su señoría, porque yo
celebro que allí se conserve esa gran democracia histórica para
desmentir a los que creen que nuestra patria no puede llegar a ser
una república, y una república federativa; al hablar de aquel árbol
cuyas hojas los soldados de la revolución francesa trocaban en
escarapelas (buena prueba de que si puede haber disidencias entre
los reyes, no puede haberla entre los pueblos), de aquel árbol que,
desde Ginebra saludaba Rousseau como el más antiguo testimonio de la
libertad en el mundo; al hablarnos de todo esto el Sr. Manterola, se
ha conmovido, me ha conmovido a mí, ha conmovido elocuentemente a la
Cámara. ¿Y por qué, Sres. Diputados? Porque esta era la única
centella de libertad que había en su elocuentísimo discurso. Así
decía el Sr. Manterola que era aquella una república modelo, porque
se respetaba el domicilio: pues yo le pido al Sr. Manterola que nos
ayude a formar la república modelo, la república divina, aquella en
que se respete el asilo de Dios, el asilo de la conciencia humana,
el verdadero hogar, el eterno domicilio del espíritu.
Decíanos el Sr. Manterola que los judíos no se llevaron nada de
España, absolutamente nada, que los judíos lo más que sabían hacer
eran babuchas; que los judíos no brillaban en ciencias, no brillaban
en artes; que los judíos no nos han quitado nada. Yo, al vuelo, voy
a citar unos cuantos nombres europeos de hombres que brillan en el
mundo y que hubieran brillado en España sin la expulsión de los
judíos.
Espinoza: podréis participar o no de sus ideas, pero no podéis
negar que Espinoza es quizá el filósofo más alto de toda la
filosofía moderna; pues Espinoza, si no fue engendrado en España,
fue engendrado por progenitores españoles, y a causa de la expulsión
de los judíos fue parido lejos de España, y la intolerancia nos
arrebató esa gloria.
Y sin remontarnos a tiempos remotos, ¿no se gloria hoy la
Inglaterra con el ilustre nombre de Disraely, enemigo nuestro en
política, enemigo del gran movimiento moderno; tory, conservador
reaccionario, aunque ya quisiera yo que muchos progresistas fueran
como los conservadores ingleses? Pues Disraely es un judío, pero de
origen español; Disraely es un gran novelista, un grande orador, un
grande hombre de Estado, una gloria que debía reivindicar hoy la
nación española.
Pues qué, Sres. Diputados, ¿no os acordáis del nombre más
ilustre de Italia, del nombre de Manin? Dije el otro día que
Garibaldi era muy grande, pero al fin era un soldado. Manin es un
hombre civil, el tipo de los hombres civiles que nosotros hoy tanto
necesitamos, y que tendremos, si no estamos destinados a perder la
libertad: Manin, solo, aislado, fundó una república bajo las bombas
del Austria, proclamó la libertad; sostuvo la independencia de la
patria, del arte y de tantas ideas sublimes, y la sostuvo
interponiendo su pecho entre el poder del Austria y la indefensa
Italia. ¿Y quién era ése hombre cuyas cenizas ha conservado París, y
cuyas exequias tomaron las proporciones de una perturbación del
orden público en París, porque había necesidad de impedir que fueran
sus admiradores, los liberales de todos los países, a inspirarse en
aquellos restos sagrados (porque no hay ya fronteras en el mundo,
todos los amantes de la libertad se confunden en el derecho), quién
era, digo, aquel hombre que hoy descansa, no donde descansan los
antiguos Dux, sino en el pórtico de la más ilustre, de la más
sublime basílica oriental, de la basílica de San Marcos? ¿Qué era
Manin? Descendiente de judíos. ¿Y qué eran esos judíos? Judíos
españoles.
De suerte que al quitarnos a los judíos nos habéis quitado
infinidad de nombres que hubieran sido una gloria para la patria.
Señores Diputados, yo no sólo fui a Roma, sino que también fui
a Liorna y me encontré con que Liorna era una de las más ilustres
ciudades de Italia. No es una ciudad artística ciertamente, no es
una ciudad científica, pero es una ciudad mercantil e industrial de
primer orden. Inmediatamente me dijeron que lo único que había que
ver allí era la sinagoga de mármol blanco, en cuyas paredes se leen
nombres como García, Rodríguez, Ruiz, etcétera. Al ver esto,
acerquéme al guía y le dije: «Nombres de mi lengua, nombres de mi
patria»; a lo cual me contestó: «Nosotros todavía enseñamos el
hebreo en la hermosa lengua española, todavía tenemos escuelas de
español, todavía enseñamos a traducir las primeras páginas de la
Biblia en lengua española, porque no hemos olvidado nunca, después
de más de tres siglos de injusticia, que allí están, que en aquella
tierra están los huesos de nuestros padres» Y había una inscripción
y esta inscripción decía que la habían visitado reyes españoles,
creo que eran Carlos IV y María Luisa, y habían ido allí y no se
habían conmovido y no habían visto los nombres españoles allí
esculpidos. Los Médicis, más tolerantes; los Médicis, más filósofos;
los Médicis, más previsores y más ilustrados, recogieron lo que el
absolutismo de España arrojaba de su seno, y los restos, los
residuos de la nación española los aprovecharon para alimentar su
gran ciudad, su gran puerto, y el faro que le alumbra arde todavía
alimentado por el espíritu de la libertad religiosa.
Señores Diputados: me decía el Sr. Manterola (y ahora me
siento) que renunciaba a todas sus creencias, que renunciaba a todas
sus ideas si los judíos volvían a juntarse y volvían a levantar el
templo de Jerusalén. Pues qué, ¿cree el Sr. Manterola en el dogma
terrible de que los hijos son responsables de las culpas de sus
padres? ¿Cree el Sr. Manterola que los judíos de hoy son los que
mataron a Cristo? Pues yo no lo creo; yo soy más cristiano que todo
eso, yo creo en la justicia y en la misericordia divina.
Grande es Dios en el Sinaí; el trueno le precede, el rayo le
acompaña, la luz le envuelve, la tierra tiembla, los montes se
desgajan; pero hay un Dios más grande, más grande todavía, que no es
el majestuoso Dios del Sinaí, sino el humilde Dios del Calvario,
clavado en una cruz, herido, yerto, coronado de espinas, con la hiel
en los labios, y sin embargo, diciendo: «¡Padre mío, perdónalos,
perdona a mis verdugos, perdona a mis perseguidores, porque no saben
lo que se hacen!». Grande es la religión del poder, pero es más
grande la religión del amor; grande es la religión de la justicia
implacable, pero es más grande la religión del perdón
misericordioso; y yo, en nombre del Evangelio, vengo aquí, a pediros
que escribáis en vuestro Código fundamental la libertad religiosa,
es decir, libertad, fraternidad, igualdad entre todos los hombres.