Andrés Bello

 

 

Indicaciones sobre

la conveniencia de simplificar la

 ortografía en América

 

 

 

 

       Uno de los estudios que más interesan al hombre es el del idioma que se habla en su país natal. Su cultivo y perfección constituyen la base de todos los adelantamientos intelectuales. Se forman las cabezas por las lenguas, dice el autor del Emilio, y los pensamientos se tiñen del color de los idiomas.

Desde que los españoles sojuzgaron el nuevo mundo, se han ido perdiendo poco a poco las lenguas aborígenes; y aunque algunas se conservan todavía en toda su pureza entre las tribus de indios independientes, y aun entre aquellos que han empezado a civilizarse, la lengua castellana es la que prevalece en los nuevos estados que se han formado de la desmembración de la monarquía española, y es indudable que poco a poco hará desaparecer todas las otras.

El cultivo de aquel idioma ha participado allí de todos los vicios del sistema de educación que se seguía; y aunque sea doloroso decirlo, es necesario confesar que en la generalidad de los habitantes de América no se encontraban cinco personas en ciento que poseyesen gramaticalmente su propia lengua, y apenas una que la escribiese correctamente. Tal era el efecto del plan adoptado por la carta de Madrid de sus posesiones coloniales, y aun la consecuencia necesaria del atraso en que se encontraba la misma España.

Entre los medios no sólo de pulir la lengua, sino de extender y generalizar todos los ramos de ilustración, pocos habrá más importantes que el simplificar su ortografía, como que de ella depende la adquisición más o menos fácil de los dos artes primeros, que son como los cimientos sobre que descansa todo el edificio de la literatura y de las ciencias: leer y escribir. La ortografía, dice la Academia Española, es la que mejora las lenguas, conserva su pureza, señala la verdadera pronunciación y significado de las voces, y declara el legítimo sentido de lo escrito, haciendo que la escritura sea un fiel y seguro depósito de las leyes, de las artes, de las ciencias, y de todo cuanto discurrieron los doctos y los sabios en todas profesiones, y dejaron por este medio encomendado a la posteridad para la universal instrucción y enseñanza. De la importancia de la ortografía se sigue la necesidad de simplificarla; y el plan o método que haya de seguirse en las innovaciones que se introduzcan para tan necesario fin, va a ser el objeto del presente artículo.

No tenemos la temeridad de pensar que las reformas que vamos a sugerir se adopten inmediatamente. Demasiado conocemos cuánto es el imperio de la preocupación y de los hábitos; pero nada se pierde con indicarlas y someterlas desde ahora a la discusión de los inteligentes, o para que se modifiquen, si pareciere necesario, o para que se acelere la época de su introducción y se allane el camino a los cuerpos literarios que hayan de dar en América una nueva dirección a los estudios.

A fin de motivar las reformas que apuntamos, examinaremos, por la última edición de 1820 del tratado de ortografía castellana, los distintos sistemas de varios escritores y de la Academia misma; y deduciremos de todos ellos el nuestro.

Antonio de Nebrija sentó por principio para el arreglo de la ortografía que cada letra debía tener un sonido distinto, y cada sonido debía representarse por una sola letra. He aquí el rumbo que deben seguir todas las reformas ortográficas. Mateo Alemán, llevando adelante la idea de aquel doctísimo filólogo, adoptó por única norma de la escritura la pronunciación, excluyendo el uso y el origen. Juan López de Velasco echó por otro camino. Creyendo que la pronunciación no debía dominar sola, y siguiendo el consejo de Quintiliano, Nisi quod consuetudo obtinuerit, sic scribendum quidque judico quomodo sonat, establece que la lengua debe escribirse sencilla y naturalmente como se habla, pero sin introducir novedad ofensiva. Gonzalo Correas, empero, despreciando, como era razón, este usurpado dominio de la costumbre, quiso emendar el alfabeto castellano en una de sus más incómodas irregularidades sustituyendo la k a la c fuerte y a la q. Otros escritores antiguos y modernos han aconsejado otras reformas: todos han convenido en el fin de hacer uniforme y fácil la escritura castellana; pero en los medios ha habido variedad de opiniones.

En cuanto a la Academia Española, nosotros ciertamente miramos como apreciabilísimos sus trabajos. Al comparar el estado de la escritura castellana, cuando la Academia se dedicó a simplificarla, con el que no tiene, no sabemos qué es más de alabar, si el espíritu de liberalidad (bien diferente del que suele animar tales cuerpos) con que la Academia ha patrocinado e introducido ella misma las reformas útiles, o la docilidad del público en adoptarlas, tanto en la Península como fuera de ella.

Su primer trabajo de esta especie, según dice ella misma, fué en los proemiales del tomo el gran Diccionario; y desde entonces ha procedido de escalón en escalón simplificando la escritura en las varias ediciones de su Ortografía. No sabemos si hubiera convenido introducir todas las alteraciones de un golpe, llevando el alfabeto al punto de perfección de que es susceptible, y conformándole en un todo a los principios anteriormente citados de Nebrija y Mateo Alemán; lo que ciertamente hubiera sido de desear es que todas ellas hubieran seguido un plan constante y uniforme, y que en cada innovación se hubiese dada un paso efectivo hacia el término que se contemplaba, sin caminar por rodeos inútiles. Pero debemos tener presente que las operaciones de un cuerpo de esta especie no pueden ser tan sistemáticas, ni tan fijos sus principios, como los de un individuo; así que, dando a la Academia las gracias que merece por lo que ha hecho de bueno, y por la dirección general de sus trabajos, será justo al mismo tiempo considerar las imperfecciones de los resultados como inherentes a la naturaleza de una sociedad filológica.

En 175 añadió la Academia (según dice ella misma) algunas letras propias del idioma, que se habían omitido hasta entonces y faltaban para su perfección; e hizo en otras la novedad que tuvo por conveniente para facilitar la práctica sin tanta dependencia de los orígenes.

En la tercera edición, de 1763, señaló la reglas de los acentos, y excusó la duplicación de la s.

En las cuatro ediciones sucesivas de 1770, 75 79 y 92, no hizo más que aumentar la lista de voces de dudosa ortografía.

En 1803, dió lugar en el alfabeto a la letras ll y c, como representantes de los sonidos con que se pronuncian en llama, chopo, y suprimió la ch cuando tenía el valor de k, como en christiano, chimera, sustituyéndole, según los diferentes casos, c o q, y excusando la capucha o acento circunflejo, que por vía de distinción solía ponerse sobre la vocal siguiente. Desterró también la ph y la k; y para hacer más dulce la pronunciación, omitió algunas letras en ciertas voces en que el uso indicaba esta novedad, como la b en substancia, obscuro, la n en transponer, etc., sustituyendo en otras la s a la x, como en extraño, extranjero.

La edición de 1815 (igual en todo a la de 1820) añadió otras importantes reformas, como la de emplear exclusivamente la c en las combinaciones que suenan ca, co, cu, dejándose a la q solamente las combinaciones que, qui, en que es muda la u, y resultando por tanto superflua la crema, que se usaba por vía de distinción en eloqüencia, qüestión, y otros vocablos semejantes. Esta novedad fué un gran paso (bien que no sabemos si hubiera sido preferible suprimir la u muda en quema, quiso); pero la de omitir la x áspera solamente en principio o medio de dicción como xarabe, xefe, exido, y conservarla en el fin, como almoradux, relox, donde tiene el mismo valor, nos parece inconsecuente y caprichoso. Lo peor de todo es el sustituirle la letra g antes de las vocales e, i solamente; y en las demás ocasiones la j. ¿Para qué esta variedad gratuita de usos? ¿Por qué no se ha de sustituir a la x áspera antes de todas las vocales la j, letra tan cómoda por su unidad de valor, en vez de la g, signo equívoco y embarazoso, que suena unas veces de una manera, y otras de otra? El sistema de la Academia propende manifiestamente a suprimir la g misma en los casos que equivale a la j; por consiguiente, la nueva práctica de escribir gerga, gícara, es un escalón superfluo, un paso que pudo excusarse, escribiendo de una vez jerga, jícara. Las otras alteraciones fueron desterrar el acento circunflejo en las voces examen, existo, etc., por consecuencia de la unidad de valor que en esta situación empezó a tener la x; y escribir (con algunas excepciones que no nos parecen necesarias) i en lugar de y cuando esta letra era vocal, como en ayre, peyne.

Observa la Academia que es un grande obstáculo para la perfección de la ortografía la irregularidad con que se pronuncian las combinaciones y sílabas de la c y la g con otras vocales; y que por esto tropiezan tanto los niños cuando aprenden a silabar; también los extranjeros, y aun más los sordos mudos. Pero, con todo, no corrige semejante anomalía. Antonio de Nebrija quería dejar privativamente a la c el sonido y oficio de la k y de la q; Gonzalo Correas pretendió darlo a la k con exclusión de las otras dos; y otros escritores han procurado dar a la g el sonido menos áspero en todos los casos, remitiendo a la j toda la pronunciación gutural fuerte; con lo que se evitaría el uso de la u cuando es muda, como en guerra (gerra), y la nota llamada crema en los otros casos, como en vergüenza (verguenza). La Academia, sin embargo, nos dice que, en reforma de tanta trascendencia, ha preferido dejar que el uso de los doctos abra camino para autorizarla con acierto y mejor oportunidad.

Este sistema de circunspección es tal vez inseparable de un cuerpo celoso de conservar su influjo sobre la opinión del público; un individuo se halla en el caso de poder aventurar algo más; y cuando su práctica coincide con el plan progresivo de la Academia, autorizado ya por el consentimiento general, no se puede decir que esta libertad introduce confusión; al contrario, ella prepara y acelera la época en que la escritura uniformada de España y de las naciones americanas presentará un grado de perfección desconocida hay en el mundo.

La Academia adoptó tres principios fundamentales para la formación de las reglas ortográficas: pronunciación, uso constante y origen. De éstos, el primero es el único esencial y legítimo; la concurrencia de los otros dos es un desorden, que sólo la necesidad puede disculpar. La Academia misma, que los admite, manifiesta contradicción en más de una página de su tratado. Dice en una parte, que ninguno de éstos es tan general que pueda señalarse por regla invariable; que la pronunciación no siempre determina las letras con que se deben escribir las voces; que el uso no es en todas ocasiones común y constante; que el origen muchas veces no se halla seguido. En otra, que la pronunciación es un principio que merece la mayor atención, porque siendo la escritura una imagen de las palabras, como éstas lo son de los pensamientos, parece que las letras y los sonidos debieran tener entre sí la más perfecta correspondencia, y, consiguientemente, que se había de escribir como se habla y pronuncia. Sienta en un lugar que la escritura española padece mucha variedad, nacida principalmente de que por viciosos hábitos, y por resabios de la mala enseñanza o de la inexacta instrucción en los principios, se confunden en la pronunciación algunas letras, como la b con la v, y la c con la q, siendo también unísonas la j y la g; y en otros pasajes dice que por la pronunciación no se puede conocer si se ha de escribir vaso con b o con v; y que atendiendo a la misma, pudieran escribirse con v las voces vivir, vez. De las palabras tomadas de distintos idiomas, unas (según la Academia) se han mantenido con los caracteres propios de sus orígenes, otras los han dejado, y tomado los de la lengua que los adoptó, y aun las mismas voces antiguas han experimentado también su mudanza. Dice asimismo que el origen muchas veces no puede ser regla general, especialmente en el estado presente de la lengua, porque ha prevalecido la suavidad de la pronunciación o la fuerza del uso. Por último, agrega que son muchas las dificultades que para escribir correctamente se presentan, porque no basta la pronunciación, ni saber la etimología de las voces, sino que es preciso también averiguar si hay uso común y constante en contrario, pues habiéndole (añade) ha de prevalecer, como árbitro de las lenguas. Pero estas dificultades se desvanecen en gran parte, y el camino que debe seguirse en las reformas ortográficas se presentará por sí mismo a la vista si recordamos cuál es el oficio de la escritura y el objeto de la ortografía.

El mayor grado de perfección de que la escritura es susceptible, y el punto a que por consiguiente deben conspirar todas las reformas, se cifra en una cabal correspondencia entre los sonidos elementales de la lengua y los signos o letras que han de representarlos, por manera que a cada sonido elemental corresponda invariablemente una letra, y a cada letra corresponda con la misma invariabilidad un sonido.

Hay lenguas a quienes tal vez no es dado aspirar a este grado último de perfección en su ortografía; porque admitiendo en sus sonidos transiciones, y, si es lícito decirlo así, medias tintas (que en sustancia es componerse de un gran número de sonidos elementales), sería necesario, para que perfeccionasen su ortografía, que adoptaran un gran número de letras nuevas, y se formaran otro alfabeto diferentísimo del que hoy tienen; empresa que debe mirarse como imposible. A falta de este arbitrio, se han multiplicado en ellas los valores de las letras, y se han formado lo que suele llamarse diptongos impropios, esto es, signos complejos que representan sonidos simples. Tal es el caso en que se hallan las lenguas inglesa y francesa.

Afortunadamente una de las dotes del castellano es el constar de un corto número de sonidos elementales, bien separados y distintos. Él es quizá el único idioma de Europa que no tiene más sonidos elementales que letras. Así el camino que deben seguir sus reformas ortográficas es obvio y claro: si un sonido es representado por dos o más letras, elegir entre éstas la que represente aquel sonido solo, y sustituiría en él a las otras.

La etimología es la gran fuente de la confusión de los alfabetos de Europa. Uno de los mayores absurdos que han podido introducirse en el arte de pintar las palabras es la regla que nos prescribe deslindar su origen para saber de qué modo se han de trasladar al papel. ¿Qué cosa más contraria a la razón que establecer como regla de la escritura de los pueblos que hoy existen, la pronunciación de los pueblos que existieron dos o tres mil años ha, dejando, según parece, la nuestra para que sirva de norte a la ortografía de algún pueblo que ha de florecer de aquí a dos o tres mil años? Pues el consultar la etimología para averiguar con qué letra debe escribirse tal o cual dicción, no es, si bien se mire, otra cosa. Ni se responda que eso se verifica sólo cuando el sonido deja libre la elección entre dos o más letras que lo representan. Destiérrese, replica la sana razón, esa superflua multiplicidad de signos, dejando de todos ellos aquél solo que por su unidad de valor merezca la preferencia.

Y demos de barato que supiésemos siempre la etimología de las palabras de varia escritura para indicarla en ellas. Aun entonces la práctica que se recomienda con el origen carecería de semejante apoyo. Los que viendo escrito philosophía creyesen que los griegos escribían así esta dicción, se equivocarían de medio a medio. Los griegos señalaban el sonido ph con una letra simple, de que tal vez procedió la f; de manera que escribiendo filosofía nos acercamos en realidad mucho más a la forma original de esta dicción, que no del modo que los romanos se vieron obligados a adoptar por el diferente sonido de su f. Lo mismo decimos de la práctica de escribir Achêos, Achîles, Melchîsedech. Ni los griegos ni los hebreos escribieron tal ch, porque representaban este sonido con una sola letra, destinada expresamente a ello. ¿Qué fundamento tienen, pues, en la etimología los que aconsejan escribir las voces hebreas o griegas a la romana? En cuanto al uso, cuando éste se opone a la razón y la conveniencia de los que leen y escriben, le llamamos abuso. Decláranse algunos contra las reformas tan obviamente sugeridas por la naturaleza y fin de esta arte, alegando que parecen feas, que ofenden a la vista, que chocan. ¡Cómo si una misma letra pudiera parecer hermosa en ciertas combinaciones, y disforme en otras! Todas esas expresiones, si algún sentido tienen, sólo significan que la práctica que se trata de reprobar con ellas es nueva. ¿Y qué importa que sea nuevo lo que es útil y conveniente? ¿Por qué hemos de condenar a que permanezca en su ser actual lo que admite mejoras? Si por nuevo se hubiera rechazado siempre lo útil, ¿en qué estado se hallaría hay la escritura? En vez de trazar letras, estaríamos divertidos en pintar jeroglíficos, o anudar quipos.

Ni la etimología ni la autoridad de la costumbre deben repugnar la sustitución de la letra que más natural o generalmente representa un sonido, siempre que la nueva práctica no se oponga a los valores establecidos de las letras o de sus combinaciones. Por ejemplo, la j es el signo más natural del sonido con que empiezan las dicciones jarro, genio, giro, joya, justicia, como que esta letra no tiene otro valor en castellano; circunstancia que no puede alegarse en favor de la g o la x. ¿Por qué, pues, no hemos de pintar siempre este sonido con la j? Para los ignorantes, lo mismo es escribir genio que jenio. Los doctos solos extrañarán la novedad; pero será para aprobarla, si reflexionan lo que contribuye a simplicar el arte de leer, y a fijar la escritura. Ellos saben que los romanos escribieron genio, porque pronunciaban guenio; y confesarán que nosotros, habiendo variado el sonido, debiéramos haber variado también el signo que lo representa. Pero aun no es tarde para hacerlo, pues la sustitución de la j a la g en tales casos nada tiene contra sí sino la etimología, que pocos conocen, y el uso particular de ciertos vocablos, que deben someterse al uso más general de la lengua.

Lo mismo decimos de la z del sonido con que empiezan las dicciones zalema, cero, cinco, zorro, zumo. Pero, aunque la c es en castellano el signo más natural del sonido consonante con que empiezan las dicciones casa, quema, quinto, copla, cana, no por eso creemos que se puede sustituirla a la combinación qu, cuando es muda la u, como sucede antes de la e o la i; porque este nuevo valor de la c pugnaría con el que ya le ha asignado el uso antes de dichas vocales; y así el escribir arrance, escilmo, en lugar de arranque, esquilmo, no podría menos de producir confusión.

Nos parecería, pues, lo más conveniente empezar por hacer exclusivo a la z el sonido suave que le es común con la c; y cuando ya el público (especialmente el público iliterato, que es con quien debe tenerse contemplación) esté acostumbrado a dar a la c en todos cases el valor de la k, será tiempo de sustituirla a la combinación qu; a menos que se prefiera (y quizá hubiera sido lo más acertado) desterrar enteramente la c, sustituyéndole la q en el sonido fuerte, y la z en el suave.

Asimismo la g es el signo natural del sonido ga, gue, gui, go, gu; mas no por eso podemos sustituirla a la combinación ga, siendo muda la u, porque lo resiste el valor de j que todavía se acostumbra dar a aquella consonante cuando precede a las vocales e, i. Convendrá, pues, empezar por no usar la g en ningún caso con el valor de j.

Otra reforma hacedera es la supresión del h (menos, por supuesto, en la combinación ch); la de la u muda que acompaña a la q; la sustitución de la i a la y en todos los casos que la última no es consonante; y la de representar siempre con rr el sonido fuerte rrazón, prórroga, reservando a la r sencilla el suave que tiene en las voces arar, querer.

Otra reforma, aunque de aquellas que es necesario preparar, es el omitir la u muda que sigue a la g antes de las vocales e, i.

Observemos de paso cuánto ha variado con respecto a estas letras el uso de la lengua. Los antiguos (con cuyo ejemplo queremos defender lo que ellos condenaban, en vez de llevar adelante las juiciosas reformas que habían comenzado) casi habían desterrado el h de las dicciones donde no se pronuncia, escribiendo ombre, ora, onor. Así, el rey don Alonso el Sabio, que empezó cada una de las siete partidas con una de las letras que componen su nombre (Alfonso) principia la cuarta con la palabra ome (que por inadvertencia de los editores, según observó don Tomás Antonio Sánchez, se escribió después home). Pero vino luego la pedantería de las escuelas, peor que la ignorancia; y en vez de imitar a los antiguos acabando de desterrar un signo superfluo, en vez de consultarse como ellos con la recta razón, y no con la vanidad de lucir su latín, restablecieron voces donde ya estaba de todo punto olvidada.

Nosotros hemos hecho de la y una especie de i breve, empleándola como vocal subjuntiva de los diptongos (ayre, peyne) y en la conjunción y. Los antiguos, al contrario, empiezan con ella frecuentemente las dicciones, escribiendo yba, yra; de donde tal vez viene la práctica de usarla como i mayúscula en lo manuscrito. Es preciso confesar que esta práctica de los antiguos era bárbara; pero en nada es mejor la que los modernos sustituyeron.

Por lo que toca a la rr inicial, no vemos por qué haya de condenarse. Los antiguos no duplicaron ninguna consonante en principio de dicción; tampoco nosotros. La rr, doble a la vista, representa en realidad un sonido que no puede partirse en dos, y debe mirarse como un carácter simple, no de otro modo que la ch, la ñ, la ll. Si los que reprobasen esta innovación hubiesen vivido cinco o seis siglos ha, y hubiese estado en ellos, hoy escribiríamos levar, lamar, lorar, a pretexto de no duplicar una consonante en principio de dicción, y les debería nuestra escritura un embarazo más.

Sometamos ahora nuestro proyecto de reformas a la parte ilustrada del público americano, presentándolas en el orden sucesivo con que creemos será conveniente adoptarlas.

ÉPOCA PRIMERA

  1. Sustituir la j a la x y a la g en todos los casos en que estas últimas tengan el sonido gutural árabe.
  2. Sustituir la i a la y en todos los casos en que ésta haga las veces de simple vocal.
  3. Suprimir el h.
  4. Escribir con rr todas las sílabas en que haya el sonido fuerte que corresponde a esta letra.
  5. s. Sustituir la z a la c suave.
  6. Desterrar la u muda que acompaña a la q.

ÉPOCA SEGUNDA

  1. Sustituir la q a la c fuerte.
  2. Suprimir la u muda que en algunas dicciones acompaña a la g.

No faltará quien extrañe que no comprendamos en estas innovaciones el sustituir a la x los signos simples de los dos sonidos que se dice representar, escribiendo ecsordio, ecsamen, o eqsordio, eqsamen; pero nosotros no tenemos por seguro que la x se resuelva o parta exactamente ni en los sonidos cs, como afirman casi todos, ni en los sonidos gs, como (quizá acercándose más a la verdadera pronunciación) piensan algunos. Si hemos de estar por el informe de nuestros oídos, diremos que en la x comienzan ya a modificarse mutuamente los dos sonidos elementales; y que en especial el primero es mucho más suave que el de la c, k, o q ordinaria, y se acerca bastante al de la g. Verdad es que antiguamente la x valía tanto como cs; pero también antiguamente la z valía tanto como ds; la z se ha suavizado hasta el punto de degenerar en un sonido que no presenta rastro de composición; la x, si no padecemos error, ha empezado a suavizarse de un modo semejante. La ortografía, pues, cuyo objeto no es corregir la pronunciación común, sino representarla fielmente, debe, si no nos engañamos, conservar esta letra. Pero éste es un punto que sometemos gustosos, no a los doctos, sino a los buenos observadores, que no den más crédito a sus preocupaciones que a sus oídos.

Creemos que llegada la época de adoptar este sistema en toda su extensión, sería conveniente reducir las letras de nuestro alfabeto, de veintisiete que señala la Academia en la edición ya citada, a veintiséis, variando sus nombres del modo siguiente:

A

B

CH

D

E

F

G

I

J

L

LL

M

N

Ñ

O

P

Q

R

RR

S

T

U

V

X

Y

Z

a

be

che

de

e

fe

gue

i

je

le

lle

me

ne

ñe

o

pe

cu

ere

erre

se

te

u

ve

exe

ye

ze.

Quedarían así desterradas de nuestro alfabeto las letras c y h, la primera por ambigua, y la segunda porque no tiene significado alguno; se excusaría la u muda, y el uso de la crema; se representarían los sonidos r y rr con la distinción y claridad conveniente; y en fin, las consonantes g, x, y, tendrían constantemente un mismo valor. No quedaría, pues, más campo a la observancia de la etimología y del uso que en la elección de la b y de la v, la cual no es propiamente de la jurisdicción de la ortografía, sino de la ortoepía; porque a ésta toca exclusivamente señalar la buena pronunciación, que es el oficio de aquélla representar.

Para que esta simplificación de la escritura facilitase, cuanto es posible, el arte de leer, se haría necesario variar los nombres de las letras como lo hemos hecho; porque, dirigiéndose por ellos los que empiezan a silabar, es de suma importancia que el nombre mismo de cada letra recuerde el valor que debe dársele en las combinaciones silábicas. Además, hemos desatendido en estos nombres la usual diferencia de mudas y semivocales, que para nada sirve, ni tiene fundamento alguno en la naturaleza de los sonidos, ni en nuestros hábitos. Nosotros llamamos be, che, fe, lle, etc. (sin e inicial) las consonantes que pueden estar en principio de dicción, y sólo ere y exe (con e inicial) las que nunca pueden empezar dicción, ni por consiguiente sílaba; de que se deduce que, cuando se hallan en medio de dos vocales, forman sílaba con la vocal precedente, y no con la que sigue. En efecto, la separación natural de las sílabas en corazón, arado, exordio, es cor-a-zón. ar-a-do, ex-or-dio; y por tanto, los silabarios no deben tener las combinaciones ra, re, ri, ro, ru, ni las combinaciones xa, xe, xi, xo, xu, dificultosísimas de pronunciar, porque verdaderamente no las hay en la lengua.

Nos hemos ya extendido demasiado; aunque sobre un punto concerniente a la educación general, y que lleva la mira a facilitar y difundir el arte de leer en países donde por desgracia es tan rara, se debe tolerar más que en ningún otro la prolijidad. Nos hubiera sido fácil dar un artículo más entretenido a nuestros lectores; pero la propagación de las artes, conocimientos e inventos útiles, sobre todo los más adecuados y necesarios al estado de la sociedad en nuestra América, es el principal objeto de este periódico.

Las innovaciones ortográficas que hemos adoptado en él son pocas. Sustituir la j a la g áspera; la i a la y vocal; la z a la c en las dicciones cuya raíz se escribe con la primera de estas dos letras; y referir la r suave y la x a la vocal precedente en la división de los renglones; he aquí todas las reformas que nos hemos atrevido a introducir por ahora. Sobre los acentos, letras mayúsculas, abreviaturas y notas de puntuación, expondremos nuestro modo de pensar más adelante.

Nos lisonjeamos de que toda persona que se dedique a examinar nuestros principios con ojos despreocupados, convendrá en que deben desterrarse de nuestro alfabeto las letras superfluas; fijar las reglas para que no haya letras unísonas; adoptar por principio general el de la pronunciación, y acomodar a ella el uso común y constante sin cuidarse de los orígenes. Este método nos parece el más sencillo y racional; y si acaso estuviéremos equivocados, esperamos que la indulgencia de nuestros compatriotas disculpará un error que nace solamente de nuestro celo por la propagación de las luces en América; único medio de radicar una libertad racional, y con ella los bienes de la cultura civil y de la prosperidad pública.