FLORENTINO AMEGHINO

 

 

 

FILOGENIA

 

 

 

Principios de clasificación transformista basados sobre leyes naturales y proporciones matemáticas

 

(La presente versión incluye sólo hasta el Capítulo 3)

 

 

INDICE

 

PROLOGO

 

CAPITULO I

 

IMPERFECCION Y DEFICIENCIAS DE LAS CLASIFICACIONES ACTUALES

 

Necesidad de las clasificaciones. -Clasificaciones artificiales. -Clasificación natural y sus dificultades. -Clasificación de Aristóteles, Linneo, Lamarck, Cuvier, Blainville, Owen, etc. -Imperfección de las clasificaciones clásicas de Cuvier y los naturalistas contemporáneos. -Bimanos. -Cuadrumanos. Queiropteros. -Insectívoros. -Roedores. -Carnívoros. -Proboscídeos. -Perisodáctilos. -Artiodáctilo. -Desdentados. -Focas. - Sirenios. - Cetáceos. -Marsupiales. -Fascolómidos. -Macropodos. -Falanginos. -Perameles. -Dasiuros, mirmecobios y sarigas. -

Monotremos

 

 

 

CAPITULO II

 

DEL VALOR JERARQUICO O DE LA SUPERIORIDAD RELATIVA ATRIBUIDA A

LOS DIFERENTES GRUPOS DE MAMIFEROS

 

De la sinrazón con que el hombre se considera a sí mismo el más perfecto de los seres creados. –De los caracteres que pueden servir para deteminar la superioridad relativa de los seres. -Sólo puede determinarse en los seres que se han sucedido en línea recta. -Disposición de los grupos zoológicos actuales en reláción del conjunto de la serie animal. -Grupos intermediarios. -Unión de

los perisodáctilos y roedores por los pentadáctilos. -Pasaje de los suideos a los rumiantes por los anoplotéridos. -De la reunión inmotivada de varios grupos en uno y de la confusión a que su abuso puede conducir

 

 

 

CAPITULO III

 

LA ESPECIE

 

El problema de la especie. -Noción ortodoxa de la especie. -El estudio del hombre no responde a esa noción. -Monogenismo y poligenismo. -Transformismo. -Absorción del poligenismo por el transformismo. - Modificación monogenista de la noción de la especie. -Ausencia de caracteres fijos que permitan reconocer la especie. -De la filiación y fecundidad indefinida como criterium de la especie. -Resultados contrarios obtenidos por los poligenistas y transformistas. -La verdadera noción de la especie reposa en la morfología. -Error en que incurren los monogenistas multiplicando a lo infinito el número de especies y los transformistas en disminuirlo exageradamente. -Peligro de un derrumbe general de la clasificación si continúa en los transformistas la tendencia a reunir las especies, los géneros y las familias cercanas en una denominación común única. -Necesidad de una reacción. -Importancia trascendental de la especie considerada como unidad zoológica convenicional

 

 

 

CAPITULO IV

 

CARACTERES DE ADAPTACION Y CARACTERES DE ORGANIZACIÓN

 

El estudio en conjunto de los vertebrados actuales y extinguidos debe reposar especialmente en el estudio de los caracteres osteológicos. -Caracteres de adaptación. -Contradicción de esta demominación con el dogma ortodoxo de la inmutabilidad de la especie. -Caracteres de adaptación: de los miembros; de los dientes; del demato-esqueleto; de la columna vertebral. -Modificación por aumentación. -Modificación por disminución. -Caracteres de organización.

-Modificación de organización por exceso y por defecto

 

 

CAPITULO V

 

RESTAURACION DE LOS CARACTERES DE ORGANIZACION PRIMITIVOS DE

    LAS DIFERENTES PARTES DEL ESQUELETO. -CABEZA

 

Identidad y correspondencia de las piezas que componen el cráneo de los vertebrados inferiores y superiores. -Los huesos del cráneo de los animales superiores corresponden a varios separados en los vertebrados inferiores. -Influencia del cerebro en las modificaciones del cráneo. -Los dientes.

-Formación de dientes compuestos por la unión de dientes simples. -Formación de los repliegues de esmalte en las muelas de herbívoros. -Reunión de distintas raíces en una. -De la dentadura del prototipo de los armadillos y de los glyptodontes. -Forma primitiva de los mamíferos. -Por qué varios mamíferos carecen de dientes o de algunos de ellos. -Influencia del desarrollo del cerebro y

del acortamiento del rostro en la disminución y unión de los dientes de atrás hacia delante. -Efectos que en nuestra época produce la misma causa en la dentadura humana. -De cómo las muelas compuestas pueden volver a afectar la forma de dientes simples. -Atrofia de las muelas de adelante hacia atrás. -Número y forma de los dientes del prototipo de los mamíferos y de los primeros vertebrados

 

 

 

CAPITULO VI

 

RESTAURACION DE LOS CARACTERES DE ORGANIZACION PRIMITIVOS DE

LAS DIFERENTES PARTES DEL ESQUELETO. -TRONCO Y MlEMBROS

 

La columna vertebral en su forma primitiva y modificaciones que ha sufrido. -La cola de los primeros mamíferos y de los primeros vertebrados. -Conformación primitiva de la espalda. -Conformación primitiva de la cadera y modificaciones que ha sufrido. -El húmero y el fémur en la serie de los vertebrados. -Cúbito y radio, y su independencia primitiva. -Tibia y peroné, y su separación primitiva. -Pie anterior, o mano. -Variación en el número de dedos y de huesos. -Identidad fundamental del tipo de la mano en la serie de los mamíferos. -Reducción a la forma pentadáctila. -Pie posterior. -Variación en el número de huesos y de dedos, y reducción a la forma pentadáctila primitiva. -Modificación profunda del tipo primitivo de los pies en las aves. -Los pies en los demás vertebrados.

 

 

 

CAPITULO VII

 

CARACTERES DE PROGRESION Y LIMITES DE LOS CARACTERES DE

ORGANIZACIÓN

 

Caracteres de progresión variable. -Tendencia de la vida a aumentar su duración. -Tendencia de aumentación en la talla. -Caracteres de progresión constante. -Desarrollo progresivo del volumen del cerebro. -Tendencia a la forma esférica. -Determinación del índice mesocraneano. -Desarrollo y perfeccionamiento progresivo del sistema reproductor. -Tendencia general y progresiva del

esqueleto a osificarse de más en más. -De la posibilidad de que diferentes partes blandas del cuerpo de los vertebrados se osifiquen. -Los órganos análogos y homólogos que forman el esqueleto se han constituido desde un principio en número completo. -Aparición y desaparición posible de huesos suplementarios. -Imposibilidad de que dos o más huesos que se reúnen para formar uno solo vuelven a adquirir su independencia. -Los órganos que desaparecen no vuelven a

aparecer.

 

CAPITULO VIII

 

TEORIA DE LOS ANALOGOS, DE LOS HOMOLOGOS Y PRINCIPIO DE LA

CORRELACION DE FORMAS

 

Plan de organización de los vertebrados. -Teoría de los órganos análogos. -El por qué de la analogía de órganos revelado por el transformismo. -El principio de la correlación de forma contradice la noción ortodoxa de la especie y la intervención directa de una voluntad superior en la creación. -Errores a que su aplicación ha conducido. -Utilidad de su aplicación dentro de límites restringidos. -De cómo se puede parafrasear a Cuvier en pleno transformismo. -Homología de los miembros anteriores y posteriores. -Homología de las piezas craneanas y de las vértebras o teoría vertebral del cráneo. -Homología de las vértebras de las distintas regiones de la columna vertebral

 

 

 

CAPITULO IX

 

EMBRIOLOGIA, TERATOLOGÍA Y PALEONTOLOGIA

 

Importancia de la embriología en la clasificación natural. -Identidad de todos los seres en las primeras fases de evolución embrionaria. -Evolución embrionaria de los vertebrados. –Las diferentes etapas de evolución embrionaria por que pasa el hombre y los vertebrados superiores encuéntranse en estado persistente en la gran serie de los vertebrados. -Pentadactilia del embrión de todos los mamíferos. -Vínculos de parentesco que unen todos los seres de la serie animal demostrados por la embriología. -Paralelismo del desarrollo embrionarlo y de la serie animal.

-Paralelismo de la evoluciún embrionaria y de la serie animal con la sucesión paleontológica de los seres. -Organos anómalos y reversivos. -Su aplicación e importancia para la clasificación

 

 

 

CAPITULO X

 

ZOOLOGIA MATEMATICA. -FORMULAS ZOOLOGICAS

 

Paralelo entre la astronomía y la zoología. -Fórmulas zoológicas. -Fórmula dentaria. –Fórmula digital

 

 

 

CAPITULO XI

 

ZOOLOGIA MATEMATICA. -LEYES QUE RIGEN LA FILOGENIA

 

Leyes deducidas de los caracteres de adaptación. -Del carácter progresivo de la osificación del esqueleto. -Del desarrollo del cerebro y de la médula espinal. -Del sistema reproductor. –Del acortamiento de la columna vertebral. -Del modo de posición habitual. -De los caracteres de organización. -Del número de piezas craneanas. -Del número de segmentos vertebrales, costillas y piezas esternales. -Del número de las piezas de la espalda y la cadera. -De los huesos largos de los miembros. -Del número de dedos y de su modo de terminación. -Del número, forma y constitución de los dientes. -De los huesos sesamoideos y demás órganos suplementarios

 

 

 

CAPITULO XII

 

INSUFICIENCIA DE LA EMBRIOLOGIA PARA LA RESTAURACION DE LA

FILOGENIA. -PROCEDIMIENTO DE LA SERIACION

 

Insuficiencia de la embriología para determinar exactatamente los caracteres de los antepasados. -Desaparición de caracteres por reincorporación y por eliminación. -Necesidad de buscar ciertos caracteres de los antepasados en el estado senil y no en el embrionario. -Necesidad de procedimientos fijos y exactos para determinar el camino evolutivo. -El procedimiento de la seriación. -Su demostración gráfica. -Del papel que en la seriación desempeñan los caracteres de progresión. -Ejemplo práctico aplicado a determinar el origen de la constitución anómala de dos dientes de los desdentasdos. -Idem a determinar el origen del carácter desdentado de los pájaros. -De la seriación suplementaria. -De la doble seriación

 

 

 

CAPITULO XIII

 

METODO PARA LA APLICACION DE NUESTRO SISTEMA A LA

RESTAURACION DE LA FILOGENIA

 

Ensayo de aplicación de nuestro sistema a los camélidos. -El antecesor común de los camélidos y los ciervos. -Determinación de los antepasados de ambos grupos. -Genealogía del caballo y de la girafa restablecida por la fórmula digital. -De los caracteres de adaptación en la reconstrucción de la filogenia. -Error fundamental en el procedimiento empleado para las clasificaciones actuales. -La clasificación genealógica representada gráficamente

 

 

 

CAPITULO XIV

 

APLICACIÓN AL HOMBRE

 

Aplicación del procedimiento de la seriación a la determinación del lugar del hombre en la naturaleza. -Reconstrucción de los antepasados del hombre y de los antropomorfos existentes. –El Anthrpomorfus primitivo o antecesor común

 

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PRÓLOGO

 

"Cuando se escribe una obra es de regla escribir también un prólogo. Debiendo

sujetarme a la tiranía de la costumbre, lo aprovecharé para contar a mis

benévolos lectores cómo se me ocurrió la primera idea de este ensayo y que

causas me han decidido a emprender su publicación.

 

A medida que enriquecía mi colección de fósiles de mamíferos pampeanos y

me familiarizaba con las numerosas formas que presentan, columbraba entre

ellas, las que las precedieron y las sucedieron, lazos de parentesco que se

manifestaban a mi vista, en series graduadas de modificaciones que parecían

obedecer a un plan preconcebido y a un primer impulso que les imprimiera

dirección.

 

Esta ley evolutiva presentábaseme tan constante en sus efectos y resultados,

que entreví la posibilidad de restaurar una fauna perdida conociendo tan sólo

un corto número de sus representantes. Un Toxodon - me decía,- nos parece

anómalo porque lo conocemos aislado; pero las leyes evolutivas nos

demuestran que tuvo predecesores y colaterales; determinemos estas

incógnitas, y el ser misterioso que se nos presenta como un aborto de la

naturaleza, representará sólo un punto de la serie de los numerosos seres, sus

parientes, que lo unen con lazos indestructibles al resto de la animalidad. Los

animales fósiles catalogados formaban otros tantos términos conocidos que

debiéronme permitir determinar los desconocidos. Mis primeros ensayos

diéronme resultados satisfactorios, y desde entonces propúseme perfeccionar

ese sistema de clasificación paleontológica, presentándolo algún día reunido en

conjunto. Esto pensaba hace diez años.

 

Nuevos hallazgos pusiéronme luego sobre los rastros del hombre que en

nuestro suelo fue el contemporáneo del Toxodon y el Glyptodon. Seguílos con

ahínco durante largos años, obligándome a emprender estudios especiales

sobre la arqueología prehistórica y la geología de la pampa, hasta que publiqué

el resultado completo de mis investigaciones sobre esta materia en una obra

especial en dos volúmenes editada en París en los años 1880-1881.

 

Al mismo tiempo que se imprimía ese trabajo, publicaba en colaboración con el

doctor Henry Gervais, un ensayo sobre los mamíferos fósiles de América del

Sud, destinado a servir como de introducción a un estudio completo de la

fauna fósil mamalógica de las comarcas del Plata, que pensaba emprender a mi

regreso a Buenos Aires. Pero, cuando efectué este, a mediados de 1881, mis

malas condiciones financieras dieron al traste con mis proyectos. Mi viaje a

Europa y la impresión de una parte de mis trabajos (los que se referían al

hombre antiguo del Plata y a la geología de la pampa), habían dejado exhausto

mi bolsillo y me encontré absolutamente sin recursos tanto para proseguir la

impresión de la parte paleontológica como para emprender nuevas

exploraciones.

 

Obligado forzosamente a una vida sedentaria, necesitaba algún quehacer que

diera alimento intelectual a mi cerebro acostumbrado al trabajo y que sin duda

había sufrido en la inacción. Rodeado en mi escritorio de fósiles de la pampa,

empece a meditar en esos tipos extraños llamados Toxodon y Typotherium que no

encuentran un lugar en las clasificaciones actuales; y pronto adquirí el

convencimiento de que no eran aquellos los incolocables, sino que éstas eran

deficientes, puesto que en sus cuadros no encuentran colocación exacta los

seres extinguidos.

 

Trasladando luego mis meditaciones a las clasificaciones zoológicas de los

seres existentes, las encontré igualmente deficientes y hasta cierto punto

rémoras del progreso de la ciencia contemporánea, con la que en parte se

encuentran reñidas. Tuvieron su época y vivieron su tiempo.

 

Era necesario rehacer una nueva clasificación sobre distintas bases, con

horizontes más vastos, en los cuales encontraran cabida los seres actuales y

extinguidos sin reñirse los unos con los otros y que concordara en sus

resultados con los progresos actuales de las ciencias naturales. En una palabra:

que no estuviera en contradicción con los hechos y que, por el contrario, nos

diera la explicación natural de lo que pasaba por misterio.

 

¿Pueden los naturalistas -preguntéme, -hombres falibles como los demás,

acariciar la esperanza de llegar en este sentido a un resultado satisfactorio? Si y

no.

 

No..., si continúan en sus ensayos como hasta ahora, sin plan, sin punto de

partida ni objetivo, en que los factores de toda clasificación son apreciados de

distinta manera y, en que interviene sobre todo el sentimiento, cosa muy bella y

de magníficos resultados en el poeta, pero muy pobre, de resultado nulo,

negativo, en la ciencia.

 

Sí..., si encuentran un punto fijo donde hacer pie, desde el cual puedan tender

la vista en derredor, apreciar los hechos en su valor real y establecer sus

relaciones mutuas con la misma exactitud con que los astrónomos determinan

la relación de los otros entre sí, valiéndose para ello, como éstos, de los

números. Sí..., si cultivan la zoología matemática.

 

¡La zoología matemática! ¡He ahí una frase que de parte de más de uno de mis

lectores me valdrá el mote de loco! No importa. No por eso dejara de ser menos

cierto que hasta ahora los naturalistas se ocupan casi exclusivamente de lo que

constituye la zoología descriptiva. Han sabido llenar volúmenes escribiendo

sobre si esta rata es más grande o más chica, más alta o más baja, más larga o

más corta, más negra o más blanca, más dañina o menos que aquella otra; se

han ocupado de averiguar, hasta en sus más mínimos detalles, si el pelo de éste

es más fino que el de aquél, si tiene el cutis más suave o más áspero, si despide

buen o mal olor, si es más bestia el negro que el blanco, etc., etc. Han hecho lo

que haría un niño a quien se propusiera gráficamente el problema de la

extracción de una raíz cuadrada y que no conociendo el abecé de los números,

se entretuviera al comprobar que aquel 4 es más chico que este otro, que éste es

más grueso que aquél, que el cero se parece a la luna, que este 1 es inclinado y

aquel otro torcido, etc.

 

Todo resultado reconoce una causa, tiene sus factores. Si conocemos el

resultado y uno o más factores, ¿cómo no poder descubrir los demás? En

aritmética, conociendo el resultado se determinan los factores. En zoología,

conocemos el resultado, que es el admirable conjunto de los seres actuales, y

conocemos un sin fin de factores, que son los extinguidos. Con ayuda de unos y

otros, ¿cómo no hemos de poder arribar a un resultado satisfactorio? El estudio

matemático comparado de la organización de los seres actuales, debe darnos

por sí solo el conocimiento de los factores que les precedieron; y el

descubrimiento de éstos en el seno de la tierra sólo servirá de contraprueba a la

prueba. La determinación de estos factores nos dará el camino recorrido para

llegar al resultado que conocemos, permitiéndonos reconstruir la genealogía de

los seres. Por otra parte, si para restaurar la genealogía podemos recurrir al

empleo de los números de modo que quede definitivamente excluido el

sentimiento, que el naturalista no sea ya más que una máquina de adiciones y

substracciones, tenemos todas las probabilidades de llegar a un resultado

satisfactorio... y encontrar la verdadera clasificación natural.

 

Estas ideas, aún en embrión, acudían a mi mente hace unos cuantos meses,

cuando fui invitado por el Instituto Geográfico Argentino a dar en su local una

conferencia sobre las colecciones antropológicas y paleontológicas que a la

sazón tenía yo en exhibición en la Exposición Continental de Buenos Aires.

Acepte la invitación. En esos días, el cable transoceánico transmitió a Buenos

Aires una nueva dolorosa para nosotros los transformistas: ¡Darwin había

muerto! El respeto profundo que me habían inspirado sus doctrinas no me

permitieron pasar su nombre en silencio. Dediquéle en mi conferencia un

recuerdo: -hablé en ella de la posibilidad de incluir al transformismo en el

número de las ciencias exactas, de determinaciones paleontológicas

matemáticas, etc. Dije más de de lo que entonces había debido decir. Los

circunstantes aplaudieron calurosamente; y, sin embargo, muchos, leyendo

después mis palabras, encontraron que había sido demasiado exagerado y que,

probablemente, no podía demostrar detalladamente las ideas generales que al

respecto había expuesto.

 

Esa conferencia, que he creído útil reproducir en sus partes principales a

continuación de este prólogo, como introducción preliminar a la Filogenia, es el

punto de partida de la publicación de este trabajo. Consideré desde ese

momento que había contraído el compromiso moral de ser más explícito, y me

decidí desde luego a emprender la redacción detallada de mis ideas

fundamentales sobre la clasificación.

 

A propósito de la Filogenia haré la misma advertencia que hice en el prólogo

que puse a mi Antigüedad del hombre en el Plata: No se vea en ella un trabajo

literario. Ahora puedo insistir con mayor razón sobre este punto por cuanto

viéndome en la obligación de procurarme el alimento cotidiano atendiendo un

comercio de librería, escribo cada renglón de esta obra entre la venta de cuatro

reales de plumas y un peso de papel, condición poco, favorable, por cierto,

para dar a mis ideas formas literarias elevadas.

 

Nadie conoce mejor que yo los méritos que esta obra pueda tener, y no me forjo

ilusiones al respecto: no pasa de un trabajo de paciencia, de una simple

compilación hecha según cierto plan, en el que las diferentes cuestiones están

tratadas por un sistema que no tiene nada de nuevo.

 

Eso de anunciar con grandes golpes de bombo, como teorías nuevas y propias,

hechos e ideas ya conocidos y que por lo viejas hasta son rancias, si bien sirven

para embaucar a bobos, sólo acusa ignorancia de parte de aquel a quien la

infatuación y la insuficiencia lo arrastran a dar como propio y nuevo lo que ha

aprendido de otros y era conocido en tiempo de sus bisabuelos. Debo, pues,

declarar, para que no se me incluya en el número de los sabios muy sabios

aludidos, que no me atribuyo la idea de una clasificación genealógica de los

seres, ni me pertenece, ni tampoco es cosa nueva. Más aún: Cada vez que en el

curso de esta obra se lea, nuestras ideas, nuestro sistema, nuestra teoría, nuestra

opinión, etc., o cualquier otra frase que importe atribuirme una noticia o un

hallazgo cualquiera, no se crea por eso que las ideas o hechos expuestos a

renglón seguido me pertenecen a título exclusivo. Empleo este sistema por

comodidad, por no aumentar el volumen de la obra con una infinidad de obras

bibliográficas, como lo hice en el Libro Primero de mi Antigüedad del hombre en el

Plata; y en el mayor número de casos por no recordar donde he leído o dónde

he aprendido tal o cual cosa. Cuando transcriba literalmente lo que transcriba

será puesto entre comillas, con el nombre del autor entre paréntesis. Hay tantas

ideas que creí haber sido el primero en concebirlas y que después me encontré

que hacía años habían sido por otros emitidas, que no me atrevo a atribuirme

nada como propio, a no ser el conjunto de la compilación.

 

Al leer la obra, el lector ilustrado sabrá perfectamente a quién corresponde la

prioridad de las ideas; y cuando lo ignore, como muy a menudo me sucede a

mi, que me haga de ellas el editor responsable, si así le place.

 

Pero con todo, yo no puedo prescindir de citar aquí los nombres de los

naturalistas cuyos trabajos me han proporcionado mayor número de datos.

Para el estudio de la estructura de los vertebrados me he servido, sobre todo,

de los obras de Cuvier, Blainville, Owen, Gervais, Waterhouse, Agassiz, Gray y

Flower. Para los mamíferos fósiles y existentes del Plata he consultado sobre

todo las obras de Burmeister. He encontrado, en fin, datos directos sobre la

genealogía de los mamíferos que he aprovechado a menudo en los trabajos de

Flower, Gaudry, Leidy, Cope y Kowalevsky.

 

Sorprenderás más de uno de mis lectores, de no ver figurar en esta lista el

nombre del celebre Haeckel, que también es autor de un ensayo de genealogía

de los seres. Y es que no me he servido de él, sólo he mencionado una vez la

"Historia de la Creación Natural", en las primeras páginas de mi obra La

Antigüedad del Hombre en el Plata, por haberla consultado algunos instantes en

una biblioteca; y puedo afirmar que sólo tengo una idea de su contenido por

los artículos de crítica bibliográfica de algunas revistas científicas. Sin duda

parecerá inverosímil que habiéndome dedicado a estos estudios no haya

consultado tal autoridad; pero esa es la verdad. Mas para que mi silencio a este

respecto no sea mal interpretado, contentáreme con decir que desde mi regreso

a Buenos Aires no he podido procurarme la obra en cuestión. Pero, como lo he

dicho, tengo, a pesar de todo, una idea de ella; sé que de un modo especial está

basada en la embriología; que las genealogías están trazadas a grandes rasgos;

y que aunque el punto de partida de ambos es completamente distinto, los

resultados que ambos hemos obtenido concuerdan perfectamente con sus

puntos principales, lo que no hace más que aumentar el mérito de la obra del

sabio alemán, que guiado casi exclusivamente por el estudio del desarrollo

embriológico, supo, sin embargo, obtener tan grandes resultados.

 

Y ahora, cuatro palabras de verdadero prólogo que den al lector una idea de la

Filogenia.

 

Según nuestros conocimientos zoológicos actuales, al gran defecto de las

clasificaciones clásicas de Cuvier, Blainville, Burmeister, Owen, etcétera,

consiste en considerar los grupos actuales, que no son más que las

extremidades de un inmenso árbol reunidas a un tronco común por miles de

generaciones fenecidas, como otros tantos grupos zoológicos perfectamente

distintos, sin ningún parentesco con los otros grupos existentes o extinguidos.

Y el no tener en cuenta esa sucesión de anillos del árbol que unen a los seres

actuales con los que poblaron la tierra en otras épocas, hace que no puedan

apreciar en su justo valor los caracteres jerárquicos de los grupos actuales

respecto los unos de los otros.

 

La única clasificación que pueda tener derecho al título de natural, será la que

disponga los seres actuales y extinguidos en series que correspondan al orden

geológico en que se han sucedido en el tiempo las distintas formas transitorias

de una misma rama, o en términos más simples: toda dosificación, para ser

natural, debe ser genealógica. Ya dijo Darwin en su famosa obra: "El origen de

las especies", y lo han repetido por demás sus discípulos.

 

Los naturalistas transformistas, desenterrando fósiles, formando nuevos

grupos, subdividiendo otros, mostrando nuevas afinidades presentando a la

luz del día innumerables anillos que unen grupos actuales a otros extinguidos

o a otros existentes que se creían completamente distintos, han removido la

clasificación actual en sus cimientos. Han destruido sin reconstruir.

 

Haeckel, como lo tengo dicho hace un instante, es el único que intentó un plan

de clasificación transformista; pero este abraza todo reino animal; las

evoluciones genealógicas só1o están trazadas a grandes rasgos y las diferentes

ramas no están dispuestas como las partes de un todo convergiendo hacia un

tronco común, sino estudiadas por separado, a grandes rasgos, con el título de

Cuadros genealógicos.

 

Todos los naturalistas han retrocedido ante la tarea de reconstruir la

clasificación según los principios de la nueva escuela; y es preciso confesar que

quien lo intentara marcharía probablemente a un fracaso.

 

La historia de los seres organizados ha alcanzado tal desarrollo, se han

extendido tanto sus límites y se han clasificado tantos miles de formas distintas,

que la inteligencia de un sólo hombre no podría abrazarlas a todas en sus

múltiples detalles, ni aun retenerlas en la memoria.

 

Tal trabajo de conjunto es superior a las fuerzas de un solo individuo. Debe

hacerse por partes. Que cada especialista haga en bosquejo la reconstrucción

del árbol genealógico del grupo que estudia con más predilección y luego

podrán mejorar sucesivamente según lo exijan los nuevos descubrimientos

paleontológicos y anatómicos. A un naturalista experimentado le será fácil

entonces estudiarlos en conjunto, colocar la base de cada una de esas grandes

ramas en el punto que le corresponda y rehacer así el gran árbol de la vida,

actualmente roto y destrozado a causa de las innumerables ramas y ramitas

perdidas en al transcurso de las épocas geológicas, pero que con paciencia sin

igual reconstruyen actualmente los paleontólogos.

 

En ese trabajo de reconstrucción voy a elegir mi lote: me ocuparé de los

mamíferos; y si más tarde me es posible, entender este ensayo a todos los

vertebrados.

 

Al ocuparse especialmente de los mamíferos, los naturalistas contemporáneos

que adoptan las ideas transformistas, reconocen que los grupos actuales

parecen dispuestos, no en serie continua como los eslabones de una inmensa

cadena, según se creyó en otro tiempo, sino como las extremidades de un árbol

inmenso; pero nadie ha ensayado la reconstrucción de este gran árbol, que a su

vez no es más que una rama secundaria del que debería abrazar a todo el reino

orgánico.

 

Dícese y repítese en todos los tonos que tal ensayo es imposible en el estado

actual de nuestros conocimientos: que aún pasará largo tiempo antes que se

posean los materiales necesarios para emprenderlo; y hasta se llega a dudar

que algún día pueda hacerse la reconstrucción de la serie animal.

 

Esto es demasiado escepticismo. Yo creo, por el contrario, que estamos

suficientemente avanzados y que poseemos bastantes materiales para trazar un

bosquejo de ese árbol. Ya conocemos un número verdaderamente sorprendente

de distintos animales fósiles, algunos parecidos a los actuales, otros

sumamente diferentes que parecen reunir grupos en la actualidad aislados por

completo y compuestos ellos mismos de numerosas especies afines, en muchos

casos difíciles de separar unas de otras por buenos caracteres. 

 

Esas especies pertenecientes a grupos extinguidos íntimamente ligados entre sí

o que entran en los grupos actualmente existentes, son las últimas ramitas de

las grandes ramificaciones del árbol, pero esos grupos antiguos cuya existencia

más o menos modificada se ha prolongado hasta nuestros días, son grandes

ramas o grandes troncos de las principales ramificaciones.

 

Los primatos, los carnívoros, los desdentados, los didelfos y tantos otros

grupos actuales son grandes ramas cuya parte inferior se hunde hasta los

terrenos terciarios inferiores y aun en algunos casos hasta los terrenos

secundarios.

 

Los grandes·grupos extinguidos, como los anoplotéridos, que reúnen los

suídeos con los rumiantes, los pentadáctilos que ligan a los roedores con los

perisodáctilos, los hipariones que parecen ligar a esos mismos perisodáctilos

con los solípedos, y tantos otros grupos que se encuentran en el mismo caso,

representan trozos de las mismas ramas bifurcadas más tarde, y esos trozos

actualmente perdidos, por la reunión de caracteres actualmente propios de

grupos distintos, representan justamente el punto de la rama que constituía la

horquilla, cuyas ramas secundarias prolongadas dieron origen a los grupos

actuales.

 

Poseyendo por completo la copa del árbol, pudiendo seguir las ramas

principales hasta una distancia considerable y poseyendo igualmente grandes

trozos de las ramas principales del árbol, muchos de ellos con las bifurcaciones

de donde salieron las ramas secundarias ¿cómo no se ha de poder colocar esas

grandes ramas en la posición relativa que debieron ocupar en el árbol

destrozado?

 

No podremos sin duda colocar aún en su justa posición el sinnúmero de hojas

sueltas y las últimas ramitas que representan las especies y las variedades; pero

indudablemente encontraremos la colocación de las grandes ramas y de los

trozos perdidos que las unían, vueltos a la luz por la paleontología. No

restauraremos por completo el árbol hasta en sus mínimos detalles, pero pienso

que poseemos materiales más que suficientes para trazar de él un bosquejo

bastante exacto.

 

Ya es tiempo de emprender este trabajo porque los materiales se acumulan con

extraordinaria rapidez, y a medida que éstos se multiplican no facilitarán la

obra, como se espera, sino que la harán cada vez más difícil, tanto más cuanto

que estos materiales se distribuyen según las clasificaciones actuales en grupos

artificiales, que en el mayor número de casos no tienen la menor relación con

las agrupaciones que resultarían de una verdadera clasificación natural o

genealógica.

 

Por el contrario, una vez trazado este bosquejo, servirá de base para la

distribución natural de los inmensos materiales que en todas partes del mundo

desentierran los paleontólogos. En ciertos casos, estos nuevos materiales

servirán para corregirlo en alguno de sus detalles, pero en otros servirán para

completarlo, obteniendo así a un mismo tiempo la distribución natural de los

objetos a medida que vean la luz del día y su integración paulatina del árbol

bosquejado hasta que se encuentre casi por completo reconstruido hasta en sus

más mínimos detalles.

 

Reconozco la necesidad imperiosa de preceder cuanto antes a bosquejar este

ensayo de clasificación genealógica, y voy a acometer la empresa sin

disimularme las dificultades que para ello tendré que vencer, los deberes que

me impone, los sinsabores que quizá me reserva y la acerba critica con que sin

duda será acogido por todos los que no tienen fe en el porvenir y en las

innovaciones y ven detrás de cada revolución un caos, sin reflexionar que

después del fuerte rugir del trueno y de la obscuridad que momentáneamente

produce el encapotado cielo es cuando se muestra la bóveda celeste más

límpida y azul y el sol aparece más brillante y más hermoso.

 

A sabios de la autoridad de Owen o Burmeister, de Milne Edwards o Gaudry

es a quienes correspondería tamaño trabajo: ellos producirían una obra

admirable. Pero a unos las filas opuestas en que militan; y a otros el temor de

un fracaso que dejara malparada la reputación científica de que justamente

gozan, sin duda los retrae de tal empresa. En este sentido, nada radical

debemos esperar de los maestros de la ciencia.

 

Yo me encuentro en muy distintas condiciones. No tengo la autoridad de un

Cuvier para imponer mis convicciones, y tampoco tengo la celebridad bien

merecida de un Owen o de un Darwin, para temer que un fracaso real o

aparente de mi trabajo pueda menoscabar mi reputación científica, hasta ahora

nula. Represento un punto de la inmensa planicie en que descollaban esos

picos elevados del saber humano y me he elevado gradualmente con el nivel

general de la llanura. No es para esos picos descollantes para quienes escribo:

me dirijo a la llanura; y si los primeros pueden fulminar sobre mí sus anatemas,

de la segunda nada tengo que temer,-de ella he salido y a ella volveré.

 

Otra consideración más determina mi atrevimiento. No diré que estoy en buen

camino, porque la falibilidad es atributo humano; pero creo estarlo; y como aún

soy bastante joven, supongo que si las leyes de la naturaleza se cumplen, aún

me quedan bastantes años pare sostener bien alto el estandarte de las ideas de

que me hago apóstol y para hacerlas triunfar si son las verdaderas."

 

   EL AUTOR

 

 

CAPÍTULO 1

 

IMPERFECCIÓN Y DEFICIENCIAS DE LAS CLASIFICACIONES ACTUALES

 

Necesidad de las clasificaciones.-- Clasificaciones artificiales.-- Clasificación natural y sus dificultades. -- Clasificación de Aristóteles, Linneo, Lamarck, Cuvier, Blainville, Owen, etc. -- Imperfección de las clasificaciones clásicas de Cuvier y de los naturalistas contemporáneos. -- Bimanos. -- Cuadrumanos. -- Queirópteros.-- Insectívoros. -- Roedores. Carnívoros.-- Proboscídeos.-- Perisodáctilos.-- Artiodáctilos.-- Desdentados.-- Focas.-- Sirenios.-- Cetáceos.-- Marsupiales.-- Fascolomis. Macrópodos.-- Falangístidos.-- Perameles.-- Dasiuros, mirmecobios y

sarigas.-- Monotremos.

 

El número de especies de animales que actualmente existen se eleva a muchas

decenas de miles y han sido precedidas en las épocas geológicas pasadas por

un número infinitamente mayor, hoy extinguidas, de las cuales encontramos

todos los días vestigios fosilizados en las capas de terreno que forman la costra

sólida de nuestro globo. Calcúlase en varios cientos de miles los animales

actuales y extinguidos que se conocen. Si cada especie hubiera sido distinguida

con un nombre al acaso, la memoria más feliz sería impotente para retenerlos y

nunca podría formarse una idea de ellos y de sus caracteres distintivos. De ahí

que se hiciera necesario que una vez dado el nombre del animal, este mismo

nombre nos diese los principales caracteres del grupo a que perteneciera, lo

que sólo podía obtenerse por medio de un orden alfabético en el que los

diferentes nombres se encontraran en el mismo orden que los vocablos en el

diccionario de la lengua correspondiente, seguidos de una corta definición.

 

Poseemos esos catálogos llamados diccionarios, pero ellos no nos permiten

formamos una idea del reino animal en conjunto, pues el orden alfabético reúne

unos al lado de otros a los animales más distintos, separando a otros

sumamente parecidos.

 

Este sistema mnemónico, puramente empírico, tiene además el inconveniente

de que variando el nombre de un mismo animal en los diferentes pueblos de la

tierra varía igualmente el orden alfabético en que se encontrarían colocados

según las diferentes lenguas en que estuvieran redactados los diccionarios,

haciendo de este modo que la confusión fuera aún mayor.

 

Para poder estudiar la serie animal en conjunto, con método filosófico, era

necesario tratar de distribuir esos diferentes animales en grupos distintos según

las afinidades que presentan entre sí, de modo que una vez que se conociera el

nombre de un animal y el grupo en que se encuentra colocado; se conocieran al

mismo tiempo sus principales caracteres, o viceversa, que conociendo los

caracteres de un animal se conociera por ellos el grupo en que debiera

encontrar colocación, grupos secundarios que debieran a su vez reunirse en

grupos principales según sus afinidades. Además, como los nombres de los

animales, aun los de los memos comunes, varían en las diferentes lenguas que

hablan los distintos pueblos de la tierra, era necesario designar a cada animal

con un nombre científico que fuera invariable y de consiguiente comprensible

para los naturalistas de todas las naciones.

 

Conocióse bien pronto que el único medio que permitiría agrupar los seres de

modo que pudiéramos formamos una idea del conjunto que representan, era el

de reunirlos en grupos según los caracteres que los acercan, o distribuirlos

según los que los distinguen, y este fue el principio de la clasificación en

Historia Natural.

 

Los primeros naturalistas sólo tomaron en cuenta los caracteres exteriores o

aparentes, como el color, la talla, el número de dedos y su disposición, el

número y forma de los dientes, la forma exterior del individuo, etc.; pero sus

sucesores agregaron bien pronto los caracteres que proporcionan los órganos

internos, especialmente los huesos en los animales provistos de ellos,

aprovechando hasta los más pequeños detalles que ofrece la anatomía para

distinguir a los seres entre sí y distribuirlos en los diferentes grupos de un

valor jerárquico distinto llamados clases, tipos, tribus, familias, géneros, etc.

 

Estos principios parecían y aún nos parecen a primera vista bien simples; sin

embargo, al querer aplicarlos en la práctica surgieron las dificultades. El valor

de todos los caracteres no es el mismo. Un carácter se extiende a un grupo muy

limitado. Otro es propio de un número crecido de grupos secundarios. El color

y la talla reunirían en grupos a los animales más heterogéneos. El género de

vida y el medio en que viven darían el mismo resultado. Otros caracteres que

afectan a la organización general del individuo y que por eso mismo parecerían

de suma importancia, sólo sirven para distinguir grupos poco numerosos y

distintos por los demás caracteres, como es fácil cerciorarse de ello comparando

los elefantes, algunas focas, ciertos insectívoros, los tapires y otros animales

que tienen la nariz prolongada en forma de trompa.

 

Los caracteres tienen, pues, una importancia relativa y un valor diferente, de

modo que tal carácter que puede servir perfectamente para caracterizar un

género, no lo es para distinguir la familia, lo que hace difícil apreciar en su

justo valor la importancia de cada uno.

 

Creyóse salvar todas las dificultades con el principio de la subordinación de

caracteres, según el cual uno o dos principales bastan para distinguir los

grandes grupos, y todos los demás debían serles subordinados y empleados

exclusivamente para la distinción de los grupos de menor importancia,

subordinándolos siempre unos a otros, según el valor jerárquico de los grupos,

de modo que los caracteres de la especie se subordinasen a los del género,

éstos a los de la familia, los de ésta última a los del orden y así sucesivamente.

 

Así, basándose en las funciones de relación, el imperio orgánico fue dividido

en dos grandes reinos: el animal y el vegetal. Todos las caracteres de

organización les fueron subordinados. Pero a pesar de esto, y aunque a la

mayor parte de los animales fue siempre fácil distinguirlos de los vegetales, se

encontraron algunos seres orgánicos que no ha sido posible decidir si son

vegetales o animales.

 

Por la presencia o la ausencia de un esqueleto óseo interno fue igualmente fácil

distinguir a los animales en dos grandes divisiones: los vertebrados y los

invertebrados. Otros caracteres principales permitieron también dividir a los

primeros en pescados, reptiles, pájaros y mamíferos; dividiéndose estos

últimos, a la vez, según las diferentes fases de su desenvolvimiento en

monodelfos, didelfos y ornitodelfos.

 

"Hasta aquí, los caracteres escogidas traen consigo modificaciones tan

fundamentales en la disposición de las principales aparatos de la organización,

que, en virtud de la ley de subordinación de caracteres, es fácil atenerse a uno

solo. La presencia de un esqueleto interior tiene por corolario una disposición

especial no menos característica del sistema nervioso. Sin embargo, la elección

de los caracteres se imponía aún mediocremente en la repartición de los

vertebrados; pero ya no es casi obligatoria en los siguientes. Más se avanza en

las subdivisiones de la fauna y más aumentan las dificultades. Desde luego

necesitase de varios caracteres a la vez y aparece lo arbitrario. A cada etapa

renace la incertidumbre: ¿cual es el carácter del grupo? Y sobre todo, ¿es

legítimo? ¿No lo crean por sí mismos y diferentemente, según el rasgo

distintivo que se acepta?" (Topinard) (1).

 

_________________

 

(1) P. Topinard: L'Anthropologie, París 1877, página 21.

 

_________________

 

 

 

Estas dudas, esta incertidumbre, esta carencia de métodos precisos para

apreciar el valor de los caracteres que sirven para distinguir a los grupos que

resultan de las clasificaciones actuales, bastan pare demostrar que estas son

artificiales, por cuanto ninguna de ellas es capaz de resistir victoriosamente los

ataques de una crítica mediocremente seria y concienzuda.

 

La naturaleza no ha formado ni los individuos, ni los grupos que nosotros

pretendemos separar, aisladamente, de un modo repentino y con todos los

caracteres que actualmente poseen. Ella ha procedido lentamente y

modificando unas formas para obtener otras, de donde se sigue que toda

clasificación, para ser buena, debe ser genealógica, es decir: que debe seguir el

mismo orden y filiación que siguió la naturaleza para formar el grandísimo

conjunto de los seres actuales.

 

Los esfuerzos de todos los naturalistas que se han ocupado de la clasificación

del reino animal, tuvieron indudablemente por objetivo una clasificación

natural, pero puede asegurarse desde luego que ninguno de ellos ha

conseguido encontrarla, como vamos a tratar de demostrarlo.

 

Los principios de la clasificación actual se remontan a los tiempos de

Aristóteles. Este sabio y célebre filósofo de la antigüedad dividía el reino

animal en los siguientes nueve grupos: hombres, cuadrúpedos, pájaros,

pescados, serpientes, moluscos, testáceos, crustáceos, insectos.

 

Los moluscos de Aristóteles eran nuestros cefalópodos, y los testáceos

correspondían a nuestros gasterópodos y acéfalos. Los cuadrúpedos

comprendían todos los animales que tienen cuatro pies aparentes, esto es: las

mamíferos, las tortugas y los lagartos. Separaba de este grupo a las serpientes,

animales que tienen un estrecho parentesco con los lagartos, pero estableció en

cambio una división de la mayor importancia con los cuadrúpedos, formando

con ellos dos órdenes: los vivíparos, es decir, aquellos cuyos hijos nacen vivos,

que son nuestros mamíferos, y los ovíparos, es decir, aquellos que nacen por

medio de huevos fuera del seno de la madre (aunque no en todos los casos),

que son las tortugas y los lagartos.

 

Ninguna otra modificación se hizo en la clasificación hasta la aparición de los

trabajos de Linneo, que introdujo por primera vez la denominación de

mamíferos para los cuadrúpedos, vivíparos y cetáceos de Aristóteles. Colocó en

un segundo rango a los pájaros. Reunió en un tercer grupo bajo la

denominación común de anfibios a las tortugas y los lagartos (cuadrúpedos

ovíparos de Aristóteles) y a las serpientes y batracios. El cuarto grupo lo

formaban los pescados, el quinto los insectos y el sexto los gusanos. En el

grupo quinto unía conjuntamente con los insectos, a los crustáceos.

 

Algún tiempo después, a fines del siglo pasado, fue cuando el sabio naturalista

francés Lamarck hizo avanzar a la ciencia un paso más, instituyendo la gran

división de los animales vertebrados y de los animales invertebrados.

Constituyen la primera división todos los animales provistos de un esqueleto

interno cuyo eje es formado por la columna vertebral; y la segunda todos los

que carecen de dicho esqueleto. Entran en la primera división, los mamíferos,

los pájaros, los lagartos, las tortugas, las serpientes, los batracios y los

pescados. Todos los demás animales forman parte de la división de los

invertebrados, de la que ya no nos ocuparemos, para limitar nuestras

observaciones a los vertebrados, y de entre éstos, especialmente a los

mamíferos.

 

Poco tiempo después que Lamarck hubo establecido esta gran división que

forma época en la historia de la zoología, Cuvier clasificó a los vertebrados en

cuatro grandes clases: los mamíferos, los pájaros, los reptiles y los pescados.

 

Los mamíferos, los pájaros y los pescados forman indudablemente tres grandes

divisiones perfectamente naturales; pero no sucede lo mismo con los reptiles,

que en la clasificación de Cuvier comprenden también a los batracios. Estos

últimos son en realidad muy diferentes de los reptiles por carecer de alantoides

y de amnios, carácter que los acerca a los pescados, mientras que la presencia

de ese mismo alantoides y amnios en los verdaderos reptiles acerca éstos a los

pájaros y mamíferos.

 

El mismo Cuvier clasificaba los mamíferos en los grupos siguientes:

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Bimanos Cuadrumanos

 

Carniceros

 

Marsupiales

Roedores

 

Desdentados

 

 

 

 

 

Rumiantes

 

 

 

                                    Queirópteros

Insectívoros

Carnívoros

 

Tardígrados

Desdentados ordinarios (hormiguero y armadillo)

Monotremos

 

Proboscídeos (elefante)

Paquidermos ordinarios (rinoceronte, cerdo)

Solípedos

 

 

 

 

 

Cetáceos

 

Cetáceos hervíboros (manatí, dugong)

 

 

Cetáceos sopladores (cachalote, delfín, ballena)

 

 

 

 

Este puede considerarse como el primer ensayo de una clasificación

verdaderamente científica de los mamíferos, e hizo dar un paso gigantesco a la

historia natural, siendo universalmente aceptado.

 

Con todo, las agrupaciones de Cuvier no son tan naturales como se creyó y

como a primera vista podría creerse, presentándose ante un examen

desprovisto de ideas preconcebidas como una división en gran parte artificial,

en la que algunos de los errores son tan evidentes que no resisten a la crítica

más superficial.

 

La misma división fundamental en mamíferos con cuatro pies aparentes y en

mamíferos con dos pies aparentes, es artificial, pues reúne, particularmente en

el último grupo, animales muy heterogéneos, que por los demás caracteres

anatómicos representan tipos distintos de los mamíferos con cuatro pies

aparentes, pero a los cuales los acerca y sólo en apariencia un simple carácter

de adaptación al medio en que se encuentran.

 

Entre los mamíferos de cuatro pies aparentes, el grupo de los unguiculados o

provistos de uñas, reúne en una misma categoría, al hombre, los monos, los

carniceros, los desdentados, los roedores, los marsupiales y los monotremos,

mientras que con la denominación de ungulados, reúne en un grupo aparte a

los proboscídeos, los paquidermos, los solípedos y los rumiantes.

 

Los desdentados son evidentemente animales de organización inferior a los

elefantes, solípedos y rumiantes; y, sin embargo, por esta clasificación se

encuentran colocados en un grupo más elevado, conjuntamente con el hombre

y los cuadrumanos (2).

 

________________

 

(2) Para que no se nos crea aquí en contradicción con las teorías que sobre la clasificación

desarrollaremos luego, debemos aclarar desde ya la acepción en que empleamos los términos de

animales inferiores y superiores. Participamos al respecto del modo de ver de Cuvier, que no

admitía que unos seres pudieran o debieran ser superiores a otros. Nosotros, como se verá luego,

sólo admitimos como indiscutible la superioridad de las seres actuales sobre los que los han

precedido en línea ascendente directa. Al emplear, pues, aquí y en el resto del presente capítulo el

calificativo de inferior para ciertos animales con respecto al hombre o a otros que se le parecen,

queremos simplemente decir que dichos animales son zoológicamente hablando, más distantes

del hombre que ciertos otros. Así en el presente caso, queremos decir que los desdentados están

más distantes del hombre, que no lo están los paquidermos, las solípedos y los rumiantes, o sea

que se separaron de la rama ascendente que dio origen al hombre, antes que los solípedos y los

rumiantes, lo que no quiere decir que después de dicha separación, los desdentados no hayan

sufrido una mayor suma de transformación que los solípedos, los rumiantes o el hombre mismo.

 

________________

 

 

 

Los marsupiales y los monotremos no solo presentan una inferioridad marcada

en casi toda su organización sino que su gestación incompleta los acerca

notablemente a los ovíparos, especialmente los monotremos, que efectivamente

fueron considerados como tales durante algún tiempo. Dichos animales, según

la clasificación de Cuvier, aparecen en una agrupación más elevada que los

prosboscídeos y solípedos, animales que, como lo demostraremos más tarde,

representan tipos extremos de la evolución orgánica en la serie animal.

 

Hay más aún: el carácter de unguiculados o de presentar uñas, que en esta

clasificación es considerado como carácter de superioridad, no sólo es propio

de ciertos mamíferos, sino también de los pájaros, seres a los cuales se les

considera como inferiores, y aun de muchos reptiles.

 

No sucede lo mismo con los ungulados, que forman un grupo compacto de

modo que la presencia de pezuña, carácter de inferioridad según la

clasificación que criticamos, sólo se encuentra en ciertos mamíferos de una

organización elevada, mientras que no existe en los de organización inferior, ni

se presenta en ninguna otra clase de vertebrados, por lo menos en la naturaleza

actual.

 

La pezuña debería ser, pues, considerada más bien como carácter de

superioridad, que no de inferioridad; pero nosotros, que sólo vemos en ella un

carácter de adaptación que ha producido un cambio de organización en la

extremidad de los dedos, que debe observarse en seres de un parentesco muy

cercano, no le atribuimos mayor importancia para la clasificación fundamental

en general, aunque si para la colocación del grupo que distingue.

 

Los queirópteros, los insectívoros, los carnívoros y las focas, presentan entre sí

demasiadas diferencias para poder ser reunidos en un mismo orden, bajo el

nombre de carniceros, como lo hacia Cuvier. ¿Cómo colocar el murciélago,

animal aéreo de caracteres tan especiales, al lado del león, el rey de los

desiertos africanos, o de la foca, habitante de las aguas?

 

Con todo, es probable que haya entre estos diferentes seres algunos vínculos

lejanos de parentesco, que traduciéndose a los ojos del clasificador en forma de

ciertas afinidades anatómicas, le hicieron creer a Cuvier que esos animales eran

bastante cercanos unos de otros, en lo que no anduvo muy errado, pues si

creemos difícil admitir su reunión en un mismo orden, no encontramos la

misma dificultad para considerarlos como órdenes afines, formando un grupo

natural de valor jerárquico superior, pero que deberá probablemente colocarse

en otro punto de la serie animal y no inmediatamente después del hombre y los

monos, como lo hacía Cuvier.

 

Encontramos igualmente sin fundamento la reunión en un solo grupo, bajo la

denominación común de paquidermos, de los elefantes; el rinoceronte y los

caballos.

 

¿Qué relación tan estrecha puede haber entre los equideos, animales de un solo

dedo y los proboscídeos, animales de trompa y con cinco dedos? La diferencia

entre ambos es enorme.

 

Sucede lo mismo con la agrupación de los mamíferos marinos bajo la

denominación común de cetáceos, pues si los cachalotes, los delfines y las

ballenas son evidentemente seres inferiores a muchos mamíferos terrestres, los

manatíes son seres completamente diferentes y de una organización

evidentemente superior.

 

Pero no nos detengamos más en la crítica de la clasificación del gran naturalista

y reservemos nuestros ataques de fondo para la clasificación actual, aunque no

sea otra que la misma de Cuvier modificada en algunos de sus detalles.

 

El error de todos los naturalistas que hasta ahora se han ocupado de la

clasificación, es querer encontrar caracteres principales que dividan los seres en

grupos de un valor jerárquico perfectamente definido y a los que se subordinen

en todos los casos los caracteres que, con razones más o menos plausibles,

consideran secundarios. Dichos caracteres no existen sino en los grandes

grupos del reino animal; pero a medida que analizamos las divisiones y

subdivisiones de esos grupos, desaparecen, para presentarse en su lugar el

entrecruzamiento de caracteres, o sea la repartición aparentemente al acaso de

caracteres de suma importancia para los autores de clasificaciones sistemáticas,

en grupos distintos, de modo que tal género o familia que por el carácter b o c

ocupa un lugar elevado, por otros caracteres debe colocarse en un grado

jerárquico inferior o viceversa.

 

Ninguna de las clasificaciones actuales ha hecho desaparecer estas dificultades,

lo que demuestra, en nuestro entender, que son realmente en parte artificiales,

pues nos resistimos a creer que la naturaleza haya repartido al acaso en un

mismo ser, caracteres de la más grande inferioridad y otros sólo propios de

seres superiores. La reunión de tales caracteres al parecer antagónicos debe

tener una razón; y buscar cuál es el camino que siguió la naturaleza para

verificar su asociación, es buscar la verdadera clasificación natural.

 

Los naturalistas contemporáneos creyeron salvar estas dificultades basando las

clasificaciones en cierto número de caracteres anatómicos a la vez, pero como

no hay más regla que exija la elección de tales o cuales caracteres, que lo

arbitrario, resulta de ello que las clasificaciones se hacen aún más artificiales

que si fueran basadas sobre un cortísimo número de caracteres.

 

De los naturalistas posteriores a Cuvier, Blainville fue quien introdujo mayores

innovaciones en la clasificación, particularmente por la introducción de las tres

divisiones fundamentales de los mamíferos en monodelfos, didelfos y ornitodelfos.

 

Los monodelfos son mamíferos que pasan toda la vida embrionaria en el

vientre de la madre, con la que se encuentran en comunicación por medio de un

órgano especial formado por el alantoides llamado placenta, de donde deriva el

nombre de placentarios con que también se les designa a menudo. Son, por

decirlo así, los más vivíparos de todos los mamíferos. Este grupo comprende el

hombre, los monos, los carnívoros de Cuvier, los desdentados, los roedores, los

cetáceos de Cuvier, los paquidermos del mismo naturalista y los rumiantes.

 

Los didelfos son mamíferos cuya vida embrionaria en el vientre de la madre es

muy corta y el feto carece de placenta, naciendo antes de estar completamente

formados para completar su desarrollo en una bolsita externa de que están

provistos la mayor parte de estos animales, en la que también se encuentran las

mamilas, aunque en algunos géneros buscan abrigo en unos repliegues

cutáneos que protegen las mismas. Entran en esta división los canguros y casi

todos los demás mamíferos australianos y las sarigas americanas.

 

Los ornitodelfos son animales menos vivíparos que todos los demás mamíferos.

El feto carece igualmente de placenta y tiene una gestación aún más incompleta

que la de los didelfos, en parte externa, como la de estos últimos, y con la

particularidad de tener una cloaca, esto es, que presentan un solo orificio para

los órganos de la defecación y los órganos urinogenitales, carácter de

inferioridad sumamente notable que los acerca a los ovíparos, especialmente a

los pájaros y reptiles. El aquidna y el ornitorinco son los dos únicos géneros

existentes que comprende este grupo.

 

Estas tres grandes divisiones son sin duda de la mayor importancia, porque nos

dan una idea del grado de viviparicidad (perdónesenos el término) que los

diferentes seres han alcanzado; y su empleo en este sentido es de utilidad y

necesario para estudiar la evolución de los seres. Pero no creemos que este

carácter pueda ser aplicado a la clasificación, basando en él tres grupos

fundamentales de mamíferos, porque ellos serían igualmente artificiales, pues

el carácter de ser placentario, didelfo u ornitodelfo, sólo determina el grado de

viviparicidad a que ha llegado el animal tal o cual, independientemente del

camino que pueden haber seguido otras especies íntimamente aliadas. Este es

un carácter de progresión universal; pero esta progresión no es ni ha sido la

misma en todos los grupos; se ha verificado de una manera muy desigual, de

modo que tal animal que por este carácter sería superior, es considerado, sin

embargo, como inferior y viceversa.

 

Además, de tomar el grado de viviparicidad como base de una clasificación,

deberíamos aplicarlo igualmente a la subdivisión de los grupos principales,

pues es sabido que, por ejemplo, entre los placentarios, los grupos presentan a

este respecto diferencias considerables: hay zonoplacentarios,

discoplacentarios, etc.; pero sería preciso entonces remover la clasificación

actual sin ventaja para la ciencia, pues las agrupaciones que resultarían por ese

sistema serían no sólo muy diferentes de las actuales sino completamente

contrarias a la idea que actualmente tenemos del lugar que deben ocupar los

diferentes órdenes en la serie animal.

 

Entre los monodelfos, los que presentan una placenta más simple y complicada

a la vez y que representan un grado de evolución más avanzado, son los

rumiantes y paquidermos; síguenles los carnívoros, mientras que el hombre se

coloca al lado de los murciélagos y los roedores, entre los que tienen una

placenta de tipo más primitivo.

 

Estas ideas son deducciones lógicas del resultado que vemos dan esas

diferentes conformaciones de la placenta. Los hijuelos de los mamíferos de

placenta difusa son los que nacen en un estado más avanzado que los demás;

son más vivíparos. Los zonoplacentarios nacen en un estado menos avanzado.

Y los discoplacentarios ven la luz en un estado aún más imperfecto, con los ojos

cerrados, incapaces de procurarse el alimento ni servirse de sus órganos

locomotores, de donde sacamos en consecuencia que están más cercanos de los

marsupiales que los zonoplacentarios y más aún que los de placenta difusa. Y

esta confusión de las nociones actuales no respetaría ni aun las divisiones

fundamentales de los vertebrados. Así, por ejemplo, algunos pescados que son

ovovivíparos, si nos atuviéramos a esta única circunstancia deberían ser

considerados como superiores a los pájaros y a la mayoría de los reptiles

simplemente ovíparos.

 

La diferencia en la gestación de los mamíferos no produce tampoco ninguna

modificación en la estructura o en el número de las piezas óseas del esqueleto,

como para justificar la formación de los tres grupos fundamentales

mencionados. En efecto: ¿qué rastros deja en el esqueleto la gestación

incompleta de los marsupiales, que nos autoricen a formar con todos ellos un

grupo distinto, verdaderamente natural, en él que todos sus miembros sean

más cercanos entre sí que con cualquier otra forma tomada en el grupo de los

placentarios? Unicamente dos pequeños huesecillos en la cadera, llamados

huesos marsupiales, a los que no se debe atribuir una importancia exagerada,

puesto que entre los animales placentarios hay casos de órganos sólidos de

tanta y aun mayor importancia (como por ejemplo: los cuernos de los ciervos y

los bóvidos, el huesecillo destinado a sostener la membrana de la ardilla

voladora, el huesecillo de la extremidad del hocico del topo, el hueso

suplementario del antebrazo del Chysochloris, la coraza de los armadillos, etc.),

caracteres a los que nunca se les ha atribuido una importancia bastante para

justificar la formación de grupos fundamentales. Más aún: los huesos

marsupiales se han formado en el cuerpo de un tendón que ha concluido por

osificarse en ese punto, de modo que no pueden tener mayor importancia que

la que pueda tener cualquier otro hueso sesamóideo cuya presencia sea

constante en una especie.

 

El estado marsupial no debe, pues, considerarse como un carácter propio de un

grupo natural e independiente, sino como un estadio de la evolución del

aparato reproductor de los vertebrados superiores, en el que han quedado

estacionarios ciertos grupos de mamíferos y en el que no han hecho más que

pasar otros, sin que este carácter nos autorice a negar toda afinidad de

parentesco entre ciertos grupos marsupiales y otros de placentarios en los que

las semejanzas de organización sobrepasen demasiado a las desemejanzas.

 

No nos detendremos a examinar la clasificación mamalógica de Owen, basada

sobre el número y la complicación de los pliegues cerebrales, según la cual

divide a los mamíferos en cuatro grandes grupos: los liencéfalos, los lisencéfalos,

los girencéfalos y los arcancéfalos, pues no hay ningún naturalista que la haya

adoptado, por estar en contradicción con los hechos y basada en parte sobre

errores de anatomía cerebral, sobre todo en lo que concierne a su división de

los arcancéfalos, en la que no encuentra colocación más que un solo animal, el

hombre!

 

Ni nos es posible seguir en sus detalles las innovaciones sucesivas que desde

Cuvier se han ido introduciendo en la clasificación de los mamíferos, por

autores distintos, pues nos exigirían un espacio considerable del que no

podemos disponer. Contentarémonos con recordar que todos los naturalistas

contemporáneos, o cuando menos su máxima parte, aceptan das divisiones

fundamentales de monodelfos, didelfos y ornitodelfos, dividiéndolos en cierto

número de grandes grupos, generalmente colocados en el orden siguiente:

 

 

 

 

 

 

 

 

MONODELFOS

Bimanos.

Cuadrumanos.

Queirópteros.

Insectívoros.

Roedores.

Carnívoros.

Proboscídeos.

Perisodáctilos.

Artiodáctilos.

Desdentados.

Focas.

Sirenios.

Cetáceos.

 

 

 

 

DIDELFOS

Fascolómidos.

Canguros.

Falangísticos.

Perameles.

Dasiuros.

Mirmecobios.

Sarigas.

 

ORNITODELFOS

Ornitorrinco.

 Equicina.

 

 

Hay, sin embargo, algunos disidentes. Unos que reúnen el hombre y los monos

en un solo orden bajo el nombre de primates, separando los lemúridos, con los

cuales forman otro orden. Otros que separan los perisodáctilos en paquidermos

comunes y solípedos, y los artiodáctilos en suídeos y rumiantes. Otros que, al

contrario, reúnen los suídeos y los paquidermos. Los hay que reúnen las focas a

los carniceros, que separan las liebres de los demás roedores para constituir un

orden distinto, etc. No hay ningún naturalista de mediana importancia que no

quiera reunir o subdividir algunos grupos, con razones más o menos

plausibles, pero siempre sujetas a principios poco fijos y que no obedecen a

ningún plan, método o sistema general.

 

Nuestra crítica se extenderá, al contrario, al conjunto de la clasificación.

Deseamos saber si ella es natural, si responde al plan que ha seguido la

naturaleza en la evolución de los organismos y si la colocación de estos grupos

en el orden que dejamos indicado en el cuadro que hemos trazado tiene

realmente un valor jerárquico o genealógico o responden a simples caracteres

de entrecruzamiento producidos por variación y evolución elegidos al acaso

para servir de base a la clasificación. Empecemos por el hombre mismo.

 

BIMANOS. -- El orden de los bimanos, se dice, comprende una sola familia y

un solo género: el hombre, caracterizado por tener dos pies y dos manos, a

diferencia de los monos que tienen cuatro manos, de donde deriva el nombre

de cuadrumanos que se les da a estos últimos.

 

¿Tiene una base seria esta división hecha con tales denominaciones? Y desde

luego ¿qué es un pie? ¿qué es una mano?

 

Según la definición que de esta clasificación dan los autores, la mano se

distingue por tener un pulgar cuya extremidad o yema se puede oponer a la de

todos los otros dedos, mientras que el pulgar de un pie no es oponible a los

otros dedos del mismo pie.

 

Aparte de que esta conformación en el hombre es un carácter subordinado a la

posición vertical que hace de los pies órganos esencialmente locomotores,

recordaremos que algunos hombres civilizados que a ello se han acostumbrado

y aun algunos salvajes, tienen un pulgar del pie que posee en parte la facultad

de ser oponible a los otros dedos; de manera que, por este solo hecho, esos

hombres dejarían de ser bimanos para entrar a formar parte de los

cuadrumanos o constituirían por lo menos un grupo de semibípedos o de

semicuadrumanos.

 

Hay monos cuyo pulgar del miembro anterior no es oponible a los otros dedos:

no son cuadrumanos. ¿Qué nombre aplicarles? Sus pies son verdaderas manos,

puesto que el pulgar de ellos es perfectamente oponible y las manos que no

poseen dicha oponibilidad, se convierten en pies.

 

Más aún: el miembro anterior del colobo, que es una especie africana de mono,

carece de pulgar aparente; no tiene el carácter de una mano, puesto que hasta le

falta el pulgar; y sin embargo se continúa incluyéndolo entre los cuadrumanos.

 

Aun partiendo de los principios adoptados para las clasificaciones actuales,

Blumenbach fue mal inspirado cuando fundó el orden de los bimanos: no existe

y, poer consecuencia, no se encuentra, ni aun buscando, para distinguirlo, otros

caracteres anatómicos.

 

El pretendido orden de los cuadrumanos o monos comprende animales

sumamente diferentes entre sí. Unos: el orangután, el gorila, el gibón y el

chimpancé, son animales comparables al hombre por la talla y ausencia

aparente de cola y de posición oblicua o intermediaria entre la vertical del

hombre y la horizontal de casi todos los demás mamíferos. Otros: como los

babuinos y los cinocéfalos, marchan siempre en posición horizontal y están

provistos de una larguísima cola. Los titis presentan diferencias aún mayores; y

los lemúridos se separan tanto de los demás monos que presentan caracteres de

organización completamente diferentes en la forma del cráneo, de los

miembros, de los dientes y de casi todas las demás partes del esqueleto.

 

Si a pesar de todas estas diferencias tales animales constituyen un solo orden

¿qué carácter de organización especial justifica la separación del hombre en un

orden distinto? Ninguno. Hay, inconparablemente, muchísima más diferencia

entre los lemúridos y el gorila y el orangután, que entre estos dos últimos

animales y el hombre.

 

El hombre, el orangután y el gorila no tienen cola, pero no carecen de ella la

mayor parte de los demás monos y los lemúridos.

 

El hombre, el gorila y el orangután tienen 32 dientes dispuestos según la misma

fórmula dentaria, pero los monos americanos tienen en su mayor parte 36 y los

que tienen 32 los presentan dispuestos según una fórmula diferente. La

dentición de los lemúridos presenta diferencias mayores aún entre ellos

mismos, tanto que el solo carácter de la fórmula dentaria los ha hecho dividir

en varios géneros distintos.

 

Siendo, pues, las diferencias que separan al hombre del gorila o del orangután

de importancia mucho menor que las que separan esos mismos monos de los

lemúridos y monos inferiores, el hombre no tiene derecho a formar un orden

aparte y debe ser considerado como un género y una simple familia del gran

orden de los llamados monos o cuadrumanos.

 

CUADRUMANOS.--Ya hemos visto que esta denominación no indica ningún

carácter que sea común a todos los animales que se incluyen en este orden,

puesto que no todos los monos tienen el pulgar oponible a los otros dedos y les

es aun mucho menos aplicable si se tiene presente que cuando uno de los

miembros carece de pulgar oponible, no es el miembro posterior esencialmente

locomotor el que presenta este carácter sino el miembro anterior, tanto que,

como ya lo hemos dicho hace un instante, algunos monos carecen de pulgar

aparente en el miembro anterior.

 

Si la mano se caracteriza por un pulgar oponible a los otros dedos ¿en dónde

colocar el colobo, animal perfectamente mono y que sin embargo no tiene

pulgar en el miembro anterior y carece, por consiguiente, de mano?

 

Y si esto es cierto, comprobado y admitido por todos los naturalistas ¿por qué

se pretende conservar tal denominación impropia y falsa?

 

Otra contradicción de la clasificación actual: los naturalistas colocan entre los

cuadrumanos a un animal particular denominado Galeopithecus, que tiene los

cuatro miembros y la cola envueltos en una membrana que le sirve pare

revolotear y cuyos pulgares, tanto de los miembros anteriores como de los

posteriores, no son oponibles. No es ni bimano ni cuadrumano.

 

Se hace igualmente difícil admitir que encuentre colocación en el mismo orden

el Queiromis, que tiene una dentadura dispuesta según la misma fórmula que

la de los roedores. Carece de caninos, tiene adelante un par de incisivos a los

que sigue en el lugar que debían ocupar los caninos una larga barra y tres o

cuatro muelas en el fondo de la boca.

 

Lejos de nosotros el pensamiento de negar en absoluto la posibilidad de que el

Queiromis sea más bien un mono que un roedor; pero exigimos que se

demuestre tal afinidad y su razón de ser; y una vez demostrada, aún no será

quizá menos cierto que es un mono bien anómalo y nos será permitido creer

que representa un grupo secundario de un valor igual a los otros grandes

grupos del mismo orden.

 

Pero estamos avanzándonos prematuramente en un terreno lleno de

dificultades, a cuyo estudio tendremos que consagrar capítulos especiales.

Contentémonos aquí con dejar establecido que aunque llegue a demostrarse

que los cuadrumanos forman un grupo natural, llevan un nombre falso que no

tiene razón de ser, que debe abandonarse y substituirse por otro, aunque sea

provisorio, por ejemplo: con el de Primates, que ya antes les había aplicado

Linneo y como lo hacen, en efecto, algunos naturalistas contemporáneos.

 

QUEIRÓPTEROS.-- El orden de los queirópteros está perfectamente

caracterizado por el alargamiento extraordinario de las falanges de los dedos

de los pies anteriores, por la reunión de los dedos por medio de una membrana

muy fina que se extiende en los flancos y llega hasta las piernas, que, en

algunos géneros, se hallan en parte envueltas, lo mismo que la cola en la misma

membrana.

 

La talla de estos animales es relativamente pequeña; y en la naturaleza actual

parecen formar un orden completamente distinto, sin ningún intermediario que

los una a los otros grupos. Es una rama del árbol, completamente aislada en la

actualidad y bien denominada. Desde el punto de vista de los principios que

rigen a la clasificación actual, no hay objeciones que hacer a la formación de

este grupo y las reservamos tan sólo para el grado jerárquico que se le asigna

en la serie animal.

 

INSECTÍVOROS.-- Este orden comprende igualmente animales muy pequeños,

pero no está tan bien caracterizado como el de los queirópteros.

 

La falta de membrana para volar los acerca a los demás mamíferos,

especialmente a los carniceros. Dícese que la fórmula dentaria es distinta:

indudablemente; pero los carniceros presentan fórmulas dentarias sumamente

diferentes.

 

El nombre de insectívoros nada indica: tienen muelas provistas de agudos

tubérculos y si sólo atacan a los insectos, es porque ellos mismos son

demasiado pequeños para atacar animales de mayores dimensiones, mas no

desechan la carne cuando pueden procurársela.

 

Podría sin duda decirse otro tanto de los queirópteros; muchos de ellos, sin

embargo, son exclusivamente frugívoros y además lo que les caracteriza

perfectamente no es su régimen alimenticio ni la forma de sus muelas, sino la

modificación extraordinaria que han sufrido sus miembros anteriores.

 

Por lo que se refiere a las afinidades que presentan los insectívoros con los

carnívoros, ellas son tanto más notables cuanto que hay carniceros que se

alimentan exclusivamente de insectos y cuyas muelas presentan la misma

conformación que las de los verdaderos insectívoros.

 

En una clasificación natural deberían colocarse al lado de los carniceros; y

tampoco alcanzamos la razón por que se les quiere atribuir un lugar jerárquico

más elevado que a éstos, basándose sobre una forma de placenta que, lejos de

ser un carácter de superioridad, denota una evolución poco avanzada. Los

caracteres de organización, como lo demostraremos en su oportunidad,

justifican esta manera de pensar. 

 

ROEDORES.-- Los roedores son, entre los mamíferos, los que comprenden

mayor número de especies y de géneros: animales de pequeña talla y

caracterizados sobre todo por no tener más que molares e incisivos, los

primeros en número de tres a cuatro en cada lado de cada mandíbula y de los

últimos un par arriba y un par abajo, a primera vista parecerían formar un

grupo natural perfectamente caracterizado y aislado, mas no es así.

 

Si todos los roedores actuales son animales de pequeñas dimensiones, los

pentadáctilos (Toxodontes), animales extinguidos que, por lo menos

aparentemente, unen los roedores a los perisodáctilos (paquidermos comunes),

comprenden algunos géneros de talla verdaderamente gigantesca. Entre los

mismos roedores actuales hay algunos de un tamaño relativamente

considerable; por ejemplo, el carpincho, que sobrepasa en tamaño a un

sinnúmero de mamíferos de órdenes muy distintos; y un carpincho fósil de la

pampa, el Hydrochoerus magnus, por su talla era comparable al tapir. El

Cardiotherium, roedor fósil encontrado en los terrenos oligocenos del Paraná, era

más robusto que el carpincho; y el Megamys, otro roedor fósil encontrado en los

mismos yacimientos, alcanzaba las proporciones de un buey (3).

 

________________

 

(3) F. AMEGHINO: Sobre una nueva colección de mamíferos fósiles recogidos por el profesor

Scalabrini en las barrancas del Paraná, Boletín de la Academia Nacional de Ciencias, t. V.,

Buenos Aires, 1883.

 

________________

 

 

 

Estos ejemplos, que probablemente se multiplicarán, nos demuestran que el

tamaño en los roedores no es en el presente, y lo fue menos en el pasado, un

distintivo absoluto.

 

Encuéntranse además entre los animales colocados en otros órdenes, algunos

que poseen caracteres de roedores. Cuéntase en este número el Queiromis,

colocado por los naturalistas entre los monos; aunque, como ya tuvimos

ocasión de repetirlo, por su fórmula dentaria es un roedor. En el mismo caso se

encuentra el Fascolomis de Australia, animal marsupial muy distante de los

roedores según la clasificación actual y que a pesar de eso tiene la misma

fórmula dentaria que los roedores y hasta se les asemeja en su configuración

general; y en América del Sud vivió en otros tiempos un desdentado, el

Megalochnus rodens, que también era roedor por su fórmula dentaria.

 

Esta misma fórmula que se dice caracteriza a los roedores, tampoco es

invariable; muestra, al contrario, modificaciones notables en la disposición y en

el número de los dientes que permiten encontrar transiciones a otros grupos.

 

La liebre y el conejo, en vez de dos, tienen como los antiguos Toxodontes

cuatro incisivos superiores.

 

En el mismo caso se encuentra el Lagomys y el Helamys; y las ardillas tienen

cinco muelas en la mandíbula superior, pero una de ellas cae tan pronto como

el animal avanza algo en edad.

 

El Typotherium, animal singular que se encuentra fósil en el Plata, roedor por

sus caracteres dentarios, paquidermo por otros, presenta, por el contrario, este

número de cinco muelas superiores como carácter permanente durante toda la

vida del animal. Su intermaxilar muestra los dos grandes incisivos

característicos de los roedores separados por una gran barra de los molares,

pero en la mandíbula inferior, al lado de esos dos grandes incisivos, hay dos

pequeños dientes cilíndricos, incisivos también según los naturalistas que se

han ocupado de este animal, caninos según nuestra humilde opinión; en la

misma mandíbula presenta el número de cuatro muelas, normal entre los

roedores.

 

En el Toxodon el número de muelas es igual al de los paquidermos comunes,

aunque conservan siempre el tipo roedor: tiene cuatro grandes incisivos

superiores y seis inferiores, pero los caninos están atrofiados, iguales a los del

Tipoterio en la mandíbula inferior, probablemente de la misma forma en la

mandíbula superior de los individuos jóvenes, pues en los adultos que se

conoce sólo se distingue el alvéolo obliterado que en otro tiempo debió ocupar

el canino.

 

Todas estas analogías deben tener una razón de ser; y si la denominación de

roedores es buena y de utilidad para la clasificación, lo es a condición de que se

extienda a los roedores marsupiales, desdentados o cuadrumanos como el

Fascolomis, el Queiromis y el Megalocno, salvo determinar luego el lugar

relativo que respectivamente deben ocupar según los vínculos de parentesco

que los acerquen; y esa clasificación deberá darnos la razón del porque de estas

transiciones que algunas formas fósiles o actuales que nos permiten unir los

roedores a otros grupos.

 

CARNÍVOROS.-- Los carnívoros constituyen otro orden difícil de caracterizar

en el estado actual de la ciencia, porque tampoco forman un grupo natural

aislado. Son animales, dicen los naturalistas, que se alimentan sobre todo de

carne de otros animales y que están provistos de tres clases de dientes: molares,

caninos e incisivos.

 

Pero los insectívoros, como antes lo hemos dicho, también se alimentan de

carne y la mayor parte de ellos tienen igualmente incisivos, molares y caninos.

Las comadrejas, que son marsupiales, tienen igualmente las tres clases de

dientes y son animales de insaciables apetitos carniceros. Encuéntranse en el

mismo caso el tilacino, los Perameles y los Dasiuros, marsupiales australianos,

carniceros por excelencia, mientras que un animal africano considerado como

un verdadero carnicero, el Proteles tiene las muelas completamente

rudimentarias.

 

El grupo de los carnívoros, tal como está constituido, comprende animales de

régimen alimenticio muy distinto. El tigre es un carnicero completo y perfecto,

pero el perro tiende ya un poco al régimen omnívoro, que se acentúa más aún

en los osos, tanto que alguno de ellos, como el Ailuropus, son esencialmente

frugívoros.

 

A cada uno de estos regímenes corresponde una modificación en la forma de

las muelas; las de los animales esencialmente carniceros, como el león y el tigre,

son cortantes; y las de los omnívoros y frugívoros son de superficie

mamelonada. Otros carnívoros, como los Herpestes, viven de insectos y sus

dientes presentan una corona erizada de puntas como los insectívoros, lo que

confirma una vez más la dificultad que existe para trazar un límite seguro entre

ambos grupos.

 

En vista de los hechos expuestos, consideramos que la denominación de

carnívoros que se aplica a este grupo es completamente impropia, no tanto

porque son incluidos en ella animales frugívoros u omnívoros; cuanto porque

se coloca en grupos distintos a animales esencialmente zoófagos, cuyos

caracteres de organización los acercan evidentemente a los que se designan con

el nombre de carnívoros.

 

Cuando se compara un Herpestes, colocado entre los carnívoros, con cualquier

insectívoro, se presiente que las analogías que presentan no deben ser fijas del

acaso y que existe entre ellos algún vínculo que aparentemente ha querido

romper la clasificación actual.

 

Aun tomando órdenes que se dice están más separados, por ejemplo, el perro y

el tilacino, el uno placentario y el otro marsupial, al primer examen se presiente

igualmente que el inmenso abismo que separa a ambos seres debe ser artificial,

creado por nuestras clasificaciones, por que las analogías no se reducen a que el

uno sea un carnicero placentario y el otro un marsupial, sino que se extienden a

las otras partes del esqueleto, particularmente al número, forma y disposición

de los dientes, tanto que puede admitirse a priori que existe un lazo de

parentesco no muy lejano que debemos descubrir. En el mismo caso se

encuentran las demás familias de este grupo. Pero debemos abreviar estas

consideraciones generales, que se harían interminables. Dejemos los carnívoros

y pasemos a los proboscídeos.

 

PROBOSCÍDEOS.-- Estos forman en la naturaleza actual uno de los raros

grupos naturales bien caracterizados. Su talla enorme no permite confundirlos

con los miembros de ningún otro orden y la trompa que los caracteriza tampoco

presenta análogos.

 

Por la fórmula dentaria se parecen algo a los roedores, con la diferencia de que

los elefantes sólo tienen defensas en la mandíbula superior; pero algunos

elefantes antiguos conocidos con el nombre de Mastodonte, teníanlas también

en la mandíbula inferior y otros verdaderos elefantes eran de talla

relativamente pequeña. A pesar de eso, la denominación es excelente y debe

conservarse, debiendo sólo buscarse en una clasificación natural y genealógica

las formas que les precedieron y les unían al gran tronco primitivo de donde

derivaron todos los mamíferos.

 

PERISODÁCTILOS.-- No sucede otro tanto con la división de los Perisodáctilos,

a la cual podríamos hacerle una crítica bien larga, pero que trataremos de

hacerla breve. Es una división del antiguo orden de los paquidermos de Cuvier

establecida por Owen y generalmente aceptada.

 

En la naturaleza actual sólo comprende cuatro géneros: el rinoceronte, el tapir,

el damán y el caballo, sin que haya ningún carácter que les sea común y

exclusivo. Se ha dicho que tienen dedos impares en número de uno o de tres;

en este caso se halla el rinoceronte; pero el damán y el tapir tienen cuatro en los

miembros anteriores y sólo el caballo tiene uno en cada pie.

 

El tapir, el rinoceronte y el damán presentan realmente algunas afinidades en la

forma del esqueleto y en el aparato dentario, pero los caballos forman un grupo

tan totalmente distinto que sus más grandes analogías no son con los animales

mencionados. Que los precursores de los caballos actuales hayan tenido tres

dedos, nada prueba como no sea que sus pies pasaban entonces por un grado

de involución parecido al en que han quedado estacionario los tapires, pero sin

que eso indique afinidad cercana.

 

Los caballos, por la conformación del cráneo, se parecen mucho más a los

rumiantes que a los tapires y rinocerontes; el cúbito y el peroné son

rudimentarios e incompletos y soldados a la tibia y al radio, como en los

rumiantes, y no libres y perfectamente desarrollados, como en el rinoceronte y

el tapir. En fin, las muelas están construidas o se han modificado bajo un plan

completamente distinto, según lo demostraremos oportunamente; y son

igualmente más parecidas al tipo rumiante, que no al tipo tapir y rinoceronte.

 

De lo que precede se deduce forzosamente que los perisodáctilos forman un

grupo mal denominado, puesto que incluye animales de dedos pares; y que los

hay de dedos impares en casi todos los demás órdenes; y que está peor

constituido, puesto que comprende animales heterogéneos, que no tienen

ningún carácter común de parentesco, por lo que es necesario buscar sus

afinidades en grupos muy diferentes.

 

ARTIODÁCTILOS.-- Este es igualmente otro orden de mamíferos establecido

por Owen y aceptado por la mayor parte de los naturalistas, constituido por los

suídeos, segregados del orden de los paquidermos de Cuvier y por el antiguo

orden de los rumiantes del mismo naturalista. Asignásele, como carácter

distintivo, miembros con dedos en número par, terminados siempre por dos

dedos principales envueltos en pezuña y bifurcados.

 

Así constituido, este es un grupo igualmente artificial y mal denominado. Si los

pies de la mayor parte de los rumiantes son bifurcados, los del hipopótamo

terminan en cuatro dedos casi de igual tamaño y que tocan los cuatro en el

suelo. Si el cerdo presenta la extremidad del pie con dos dedos casi iguales

bifurcados y dos más pequeños situados hacia atrás y más arriba, el pecarí tiene

cuatro dedos adelante y tres atrás, lo que lo acerca por el número al tapir y al

damán, aunque los dedos principales de cada pie conservan la forma bisulca.

 

Hubo, además, animales come el Euriterio, evidentemente del mismo grupo,

que tenían tres dedos casi iguales como el rinoceronte y los antiguos caballos; y

por otra parte, los dos grupos que así se pretende reunir bajo una sola

denominación, nos parece que presentan diferencias tan notables que no

justifican tal reunión.

 

Los suídeos tienen los metacarpianos y los metatarsianos principales separados

y los rumiantes los tienen soldados formando un solo hueso. Es cierto que hay

un rumiante, el Hyaemoschus, que tiene los metacarpianos y metatarsianos

separados como los suídeos; y un suídeo, el Dicotyles, que los tiene reunidos

como los rumiantes; pero esto sólo indica que suídeos y rumiantes evolucionan

en la organización de sus miembros en una misma dirección, pero por

separado, de modo que el Hyaemoschus es un rumiante retardado en su

evolución, mientras que el Dicotyles representa un suídeo que ha aventajado a

los otros representantes del mismo grupo en la evolución de sus miembros.

 

Si fuera de otro modo, si esa evolución casi paralela de los miembros denotara

un parentesco inmediato, las semejanzas se extenderían a las otras partes del

esqueleto, lo que no sucede. Cierto es también que la forma del astrágalo se

parece en ambos grupos, pero ello es el resultado de una modificación paralela

producida por idéntica dirección en la evolución de los miembros; y puede

decirse otro tanto de la ausencia de trocanter tercero, común a ambos grupos,

carácter de importancia secundaria aun entre los mismos perisodáctilos, pues si

algunos rinocerontes tienen un trocanter lateral enorme, en el Hyrax o damán es

apenas aparente.

 

Los huesos principales de los miembros presentan, por el contrario, diferencias

notables. El húmero, el cúbito y el radio; el fémur, la tibia y el peroné de los

suídeos se acercan más a las mismas partes del rinoceronte y del tapir que a las

de los rumiantes que presentan, por el contrario, analogías con las de los

caballos. El cráneo, la órbita del ojo, especialmente, y los dientes de los

rumiantes están igualmente conformados según el tipo de los caballos,

mientras que los mismos órganos de los suídeos se acercan más al tipo tapir,

sin que los restos fósiles correspondientes contradigan estos resultados

deducidos del estudio de los caracteres anatómicos que actualmente presentan

ambos grupos.

 

Los suídeos y los rumiantes tal como los conocemos en la actualidad, difieren

también profundamente por sus caracteres blandos, sobre todo por la

conformación del estómago, por cuyo carácter los últimos forman un orden de

mamíferos completamente distinto; y todo eso nos conduce a admitir que el

orden de los artiodáctilos es tan artificial como el de los perisodáctilos.

 

DESDENTADOS.-- He aquí otra gran división de los mamíferos sumamente

difícil de caracterizar. Desdentados quiere decir sin dientes; varios géneros

carecen, en efecto, de ellos, pero ello no forma la regla sino la excepción.

 

Se caracterizaron más tarde como animales de dentición incompleta, provistos

únicamente de muelas, dándoles el nombre de mal dentados, pero aunque no

sean más que muelas, hay un animalito de esos, el Priodon giganteus, que tiene

un centenar y muy bien implantadas, no concordando el nombre de mal

dentados con un número tan grande de dientes.

 

Otro animal de la misma división, que vivió en otros tiempos en las pampas

bonaerenses, no tenía más que treinta y dos muelas; pero en el Glyptodon esos

treinta y dos dientes presentaban tal desarrollo que casi toda la cabeza no era

más que un formidable aparato de masticación; bajo este punto de vista, este

animal estaba muy bien dentado.

 

Díjose más tarde que los desdentados sólo se caracterizaban por la ausencia de

caninos e incisivos, pero algunos géneros fósiles, como el Pseudolestodon y el

Lestodon, y aun el Unau actual, tienen caninos muy desarrollados.

 

Se quiso luego caracterizarlos por la falta de incisivos; y el Megalochnus rodens,

descubierto recientemente, desdentado por todos sus caracteres, tiene incisivos

igualmente muy desarrollados, como los tiene también en la mandíbula

superior uno de los armadillos actuales.

 

No queda así ningún carácter propio de este grupo, tan extraordinario y

singular entre los mamíferos que, más que uno, parecería constituir varios

órdenes distintos: tanto difieren entre si los animales reunidos bajo esa

denominación.

 

Unos están cubiertos por una coraza más espesa y más sólida que la de las

tortugas: Glyptodon; otros están cubiertos de una infinidad de huesecillos

informes: Mylodon; algunos muestran escamas córneas: Pangolin y Fatagino; y

los demás tienen un cutis más o menos normal: Mirmecófagos, perezosos. El

Priodon giganteus tiene un centenar de dientes en las mandíbulas; y los

hormigueros y pangolines carecen absolutamente de ellos. El Megaterio iguala

en tamaño al elefante; y el pichiciego (Tatusia) alcanza apenas la talla de un gran

ratón. Todas las partes del esqueleto presentan diferencias igualmente notables,

que quizá permitirían distribuirlos en varios grupos distintos, de un valor igual

a los otros órdenes de mamíferos.

 

FOCAS.-- Estos son mamíferos acuáticos provistos de cuatro miembros

aparentes dispuestos para la natación, con cinco dedos en cada pie, todos

provistos de uñas, separándose así notablemente de los otros mamíferos

acuáticos, que se hallan invariablemente desprovistos de miembros posteriores,

y acercándose, por el contrario, a los mamíferos terrestres, particularmente a los

carniceros, con los que también se unen por su régimen de alimentación y la

forma y disposición de sus dientes, divididos, como éstos, en incisivos, caninos

y molares, cuando, por el contrario, todos los mamíferos acuáticos presentan un

sistema dentario completamente anormal. 

 

En la clasificación actual se encuentran al fin de los mamíferos terrestres,

cuando evidentemente son superiores a muchos de éstos y pueden, además,

incluirse entre los más inteligentes. Sus más grandes afinidades son con los

carnívoros; y cuando Cuvier los reunió en un mismo grupo que éstos estuvo

mejor inspirado que los naturalistas actuales que los relegan al final de los

mamíferos placentarios a causa de un simple carácter de adaptación más

desarrollado en ellos que en otros animales igualmente acuáticos y a los cuales,

sin embargo, se les coloca en los órdenes de mamíferos ordinarios; tales son: el

oso marítimo, el hipopótamo y sobre todo la nutria marina conocida con el

nombre de Enhydris, animal absolutamente acuático, pero en el cual el medio

en que vive, aún no ha modificado tan profundamente su conformación como

en las focas, lo que probablemente está en relación con el espacio de tiempo

que hace que dichos animales se encuentran respectivamente relegados a ese

género de vida o medio común.

 

SIRENIOS. -- Los sirenios, aunque animales igualmente acuáticos, difieren

enormemente de las focas, tanto por su sistema dentario como por la carencia

de miembros posteriores representados únicamente por rudimentos de cadera,

carácter que los acerca aparentemente a los cetáceos; pero el sistema dentario es

completamente distinto, presentando cierta analogía con los proboscídeos, con

los que también presentan afinidades incontestables en la configuración del

cráneo. En el agua representan a los proboscídeos, del mismo modo que las

focas representan en el mismo elemento a los carnívoros terrestres; y su

colocación al final de los mamíferos placentarios tampoco está justificada por

sus caracteres de organización.

 

CETÁCEOS. -- Los cachalotes, delfines y ballenas, que hemos visto difieren

enormemente de los sirenios y las focas, no presentan analogía con ninguno de

los órdenes de mamíferos terrestres, como no sea quizá con los desdentados,

aunque esto a primera vista parezca un poco disparatado.

 

Los delfines y cachalotes forman un grupo aparte con caracteres de inferioridad

muy notables; y probablemente en la clasificación actual están bien colocados

allí donde se encuentran.

 

Carecen absolutamente de miembros posteriores; tienen un cráneo largo y

angosto, como el de muchos reptiles; la nariz ofrece una conformación especial;

y sus dientes son siempre cónicocilíndricos y de una sola raíz como en los

reptiles; ningún otro mamífero presenta este carácter de inferioridad y él solo

bastaría para colocarlos en el último grado de desarrollo de los mamíferos

monodelfos y hasta permitiría considerarles como inferiores a los mismos

didelfos.

 

En cuanto a las ballenas, difieren notablemente de los delfines, tanto por la

ausencia de dientes, como por diversos otros caracteres osteológicos cuyo valor

aún no podemos apreciar. De modo, pues, que, por ahora, no enunciaremos

sino con reservas la opinión de que deben constituir un grupo aparte, de

caracteres más elevados.

 

Las investigaciones que para llevar a cabo este trabajo tendremos que practicar,

nos permitirán sin duda emitir apreciaciones más categóricas al respecto.

 

MARSUPIALES. -- Los naturalistas dividen a los mamíferos marsupiales o

didelfos en varios órdenes distintos, a los cuales les atribuyen un valor igual

que el de los órdenes de mamíferos placentarios. Esto puede ser muy cómodo

en una clasificación artificial, pero nunca dará la explicación del por qué tal

grupo de mamíferos didelfos presenta los caracteres generales de organización

del grupo que lo representa en los monodelfos, o viceversa, pues no se trata de

formas exteriores aparentes o de simples caracteres de adaptación, sino que las

analogías se extienden a las partes sólidas representadas por el esqueleto.

 

Somos los primeros en reconocer la importancia de la separación primordial de

los mamíferos en monodelfos y didelfos; no queremos de ningún modo

confundir estas dos grandes divisiones en cuanto sirvan para indicar el grado

de viviparicidad a que han llegado los diferentes seres; pero las afinidades que

presentan los órdenes que por su conformación se corresponden en ambas

clases, nos hacen presentir que tales grupos no están en realidad separados por

ese gran abismo que se supone y que debe haber entre ellos estrecha relación

de parentesco que una verdadera clasificación natural debe poner de manifiesto

descubriendo el porque de esas afinidades. En una palabra: no creemos que los

didelfos sean, como lo dijo Cuvier y lo han repetido hasta ahora todos los

naturalistas, una clase distinta paralela a la de los mamíferos ordinarios y

divisible en órdenes que correspondan paralelamente a los órdenes de

mamíferos placentarios, pero si creemos que es una división distinta y

prototípica de los monodelfos y que los órdenes de éstos no son más que las

prolongaciones o modificaciones extremas de los órdenes o tipos primitivos

que constituyen o constituían en otros tiempos los didelfos.

 

FASCOLÓMIDOS.-- Así los fascolómidos son didelfos por la gestación

incompleta y por los huesos marsupiales, pero por todos los otros caracteres

generales se parecen a los roedores. Tienen cinco muelas en cada lado de cada

mandíbula, carecen de caninos y adelante están provistos de un par de

incisivos cortados en bisel, iguales a los de los roedores, separados como en

éstos por una larga barra y los demás caracteres generales del cráneo

corresponden igualmente al tipo roedor.

 

¿Por qué en la clasificación se hace este agrupamiento artificial que coloca los

roedores placentarios de un lado, le siguen después cinco o seis órdenes de

mamíferos igualmente placentarios pero totalmente diferentes de los roedores,

para hablar de un roedor anómalo que sólo se distingue de los otros por su

carácter marsupial, recién al llegar al otro extremo en los marsupiales?

 

¿No sería más lógico, más sencillo, más fácil y más natural, colocar el

Fascolomis entre sus análogos placentarios bajo la denominación común de

roedores, dividiéndolos entonces en los dos grupos naturales de roedores

placentarios y roedores marsupiales? No se confundirían, cómo podría creerse

que lo queremos, los placentarios con los marsupiales: su distinción se haría,

por el contrario, con mayor facilidad, al mismo tiempo que esta reunión nos

permitiría apreciar mejor los caracteres de analogía que presentan las

divisiones de mamíferos monodelfos y didelfos que parece corresponden unas

a otras.

 

MACRÓPODOS.-- Es cierto que algunos grupos serían de difícil colocación: en

este número se encontrarían probablemente los macrópodos o canguros,

singulares marsupiales, cuya parte trasera es mucho más voluminosa y pesada

que la delantera, los miembros anteriores con cinco dedos muy cortos y

delgados y los posteriores fuertes y largos terminan en un pie cuyos dedos

segundo y tercero están reunidos por la piel hasta las uñas, presentando el

aspecto de un solo dedo desmesuradamente largo.

 

A causa de tal conformación marchan difícilmente en cuatro patas, pero son

esencialmente saltadores y hasta podría llamárseles bípedos, sin que se les

encuentre equivalentes en los diferentes grupos de mamíferos placentarios. Su

régimen alimenticio podría hasta cierto punto hacerlos comparables a los

rumiantes, pero sus caracteres generales, la forma del cráneo, el aparato

masticatorio, la forma y disposición de los dedos y demás caracteres del

esqueleto son profundamente diferentes.

 

Los macrópodos forman un orden de mamíferos didelfos a los cuales no se les

encuentra equivalentes entre los monodelfos, del mismo modo que hay grupos

de estos últimos que no tienen equivalente entre los didelfos. Sus caracteres

osteológicos presentan, sin embargo, una singular reunión de particularidades

que son propias de los roedores, de los desdentados, del Fascolomis y de los

paquidermos comunes designados con el nombre de perisodáctilos (excepción

hecha del caballo), cuyo estudio podrá quizá revelarnos lazos de parentesco

ignorados hasta ahora.

 

FALANGÍSTIDOS. - Por todos sus caracteres generales éstos están íntimamente

aliados con los canguros pero difieren menos que éstos del tipo común de los

mamíferos; el segundo y tercer dedos del miembro posterior sólo están unidos

por la piel hasta la última falange; el cráneo es más corto que en los otros

marsupiales; los dedos de los miembros posteriores son oponibles,

constituyendo así verdaderas manos; y los dientes son más o menos parecidos

a los de los insectívoros.

 

Se ha dicho que en su conjunto corresponden a los lemúridos, pero es posible

que tal semejanza sea superficial y aparente.

 

Nos parece que sus verdaderas afinidades deben buscarse entre los

macrópodos y no en ninguno de los grupos placentarios. En todo caso, con lo

dicho no entendemos comprometer por ahora nuestra opinión ni en uno ni en

otro sentido y reservamos al tiempo y a las nuevas investigaciones que

practiquemos la misión de ilustrarnos sobre este punto.

 

PERAMELES.-- Sucede otro tanto con los Perameles; éstos, tanto por el número

como por la forma de los dientes, corresponden al tipo insectívoro, con los

cuales han sido comparados. Pero este parecido es igualmente aparente y no

real, pues la forma general del esqueleto, la ausencia de pulgar en el miembro

posterior y, sobre todo, la unión de los segundo y tercero, demuestra que están

íntimamente aliados con los macrópodos y los falangístidos.

 

DASIUROS, MIRMECOBIOS Y SARIGAS.-- Los dasiuros representan realmente:

entre los marsupiales a los carnívoros placentarios. Como éstos, están armados

de incisivos pequeños, de caninos muy desarrollados, de muelas dispuestas

para cortar y tienen libres todos los dedos de los pies. Los caracteres del

esqueleto reproducen todas las principales particularidades propias de los

carnívoros, a tal punto que si se examina la mandíbula de un Tilacino o de un

Urson diríase que se tiene respectivamente en la mano las caricaturas de las

partes análogas del perro o del Gulo.

 

En el mismo caso se encuentran los mirmecobios y las sarigas o comadrejas: son

verdaderos carnívoros por todos sus caracteres, menos los que proporciona su

gestación incompleta; y repetiremos a propósito de ellos lo que dijimos al

discurrir del Fascolomis. Son carnívoros marsupiales que deben unirse a los

placentarios bajo la denominación común de carnívoros, única que les

corresponde. Este gran orden se dividiría así en dos subórdenes o grandes

grupos naturales muy bien caracterizados: los carnívoros placentarios y los

carnívoros marsupiales, representados éstos por los dasiuros, los mirmecobios

y las sarigas.

 

MONOTREMOS.-- La tercera grande subclase de los mamíferos, los

monotremos, no comprende más que dos géneros existentes, muy diferentes

uno de otro y sin ninguna afinidad con ninguno de los órdenes de mamíferos

placentarios ni didelfos. Sus caracteres de inferioridad con respecto a los demás

mamíferos son demasiado evidentes para que puedan ser puestos en duda; de

modo que no tenemos por qué ocuparnos aquí de ellos, tanto más cuanto que

estamos completamente de acuerdo con la colocación que le asigna el sistema

de clasificación examinado.

 

Nuestra crítica de la clasificación actual abraza de este modo casi todos los

órdenes de mamíferos, encontrando que unos están mal denominados, otros

mal subdivididos, algunos peor agrupados y los más mal colocados.

 

Pero no son estos los únicos defectos de la clasificación actual; tiene otros que

dependen en parte de la carencia de medios seguros, exactos y constantes que

permitan a los naturalistas apreciar los diferentes caracteres de los distintos

grupos en su valor real y verdadero.

 

CAPÍTULO II

 

DEL VALOR JERÁRQUICO O DE LA SUPERIORIDAD RELATIVA

ATRIBUIDA A LOS DIFERENTES GRUPOS DE MAMIFEROS

 

De la sinrazón con que el hombre se considera a sí mismo el más perfecto de los seres creados.- De los caracteres que pueden servir para determinar la superioridad relativa de los seres.- Sólo puede determinarse en los seres que se han sucedido en línea recta.- Disposición de los grupos zoológicos actuales en relación al conjunto de la serie animal.- Grupos intermediarios.- Unión de los perisodáctilos y roedores por los pentadáctilos.- Pasaje de los suídeos a los rumiantes por los anoplotéridos.- De la reunión inmotivada de varios grupos en uno y de la confusión a que su abuso puede conducir.

 

Vamos a tratar ahora uno de los puntos más delicados de nuestro trabajo, por

cuanto nuestra especie es parte sumamente interesante en él. Preguntadle a un

inglés: ¿cuál es la raza humana más perfecta? La sajona, responderá

imperturbablemente. Haced la misma pregunta a un francés o a un italiano, y

os contestará: la latina. Si interrogáis a un chino, sus compatriotas constituyen la

raza más perfecta y el pueblo más avanzado de la tierra; a los europeos

llámanlos con desprecio los bárbaros de Occidente. Así, si nosotros

preguntáramos: ¿cuál de los diferentes grupos de mamíferos puede

considerarse el más perfecto y cuál de ellos tiene derecho a figurar a la cabeza

del reino animal? El hombre, nos contestarían unánimes. Nuestro voto formaría

una nota discordante en medio del concordante coro.

 

Quizá si pudiéramos hacer la misma pregunta a un elefante, a un león o a un

caballo y ellos pudieran contestarnos, tendríamos una segunda edición de las

contestaciones del inglés, el francés, el chino y el italiano; pero como esto no es

posible, vamos a reemplazarlos, figurándonos por momentos que somos un

proboscídeo que va a examinar el raro bípedo o un león que contempla una

media docena de víctimas distintas para hacerse una idea de la presa de más

alto precio.

 

Pedimos perdón a nuestros lectores. Unos nos excomulgarán en nombre de una

religión que es obra de los hombres. Otras nos anatematizarán en nombre de

principios científicos mal comprendidos; y no faltará quien nos proponga un

manicomio por morada. Pero, paciencia. Escuchadnos, a pesar de todo, que al

fin y al cabo no vamos a deprimir la humana especie tanto como lo esperáis. Si

la sacamos de un lugar será para colocarla en otro; y si os llegamos a probar

que el hombre por sus caracteres de organización no es superior a la mayor

parte de los mamíferos, os probaremos también que ningún mamífero es

superior al hombre. Por ahora nos contentaremos con hacer una afirmación que

justificaremos en el curso de nuestra obra. El hombre es uno de los mamíferos

que ha sufrido menos modificaciones de organización, o en otros términos: que

menos ha evolucionado.

 

Cuando se estudian distintos órdenes de animales, ¿cómo conocer cuáles son

superiores unos a otros?

 

La cuestión es muy grave.

 

Es indudable que la organización tiende al progreso. Es igualmente indudable

que los vertebrados indican un progreso sobre los invertebrados. Tampoco se

podría negar que los reptiles son superiores a los pescados y los mamíferos a

los reptiles. Pero cuando debe considerarse entre sí a los diferentes órdenes de

una misma clase, ¿cuáles se considerarán más perfectos?

 

Darwin cree que por lo que se refiere a los vertebrados la cuestión no ofrece

dificultad, por cuanto se trata de un desarrollo intelectual y de una

conformación anatómica que se acerca a la del hombre. Pero si alguien le

hubiera preguntado a Darwin: ¿Qué se parece más al hombre: un elefante, un

caballo, un ciervo o un tigre?, indudablemente se habría encontrado en serio

apuro para contestar. Es para nosotros gran desconsuelo no encontramos de

acuerdo con tan gran maestro. Nosotros no vemos por qué el hombre debe

haber evolucionado más que el elefante o los carnívoros deben ser más

perfectos que los solípedos.

 

¿Darános la medida de esa superioridad el peso del cerebro?

 

Pero hay mamíferos que tienen una masa encefálica más considerable que la

del hombre y que, a pesar de eso, son considerados como inferiores.

 

Contestaráse probablemente que eso nada prueba porque se trata de animales

gigantescos y que en proporción a la talla del hombre tiene el cerebro menos

grande. Pero algunos monos americanos tienen un cerebro proporcionalmente

más considerable que el del hombre. Si descendemos más abajo encontramos

algunos roedores que se encuentran en el mismo caso. Si descendemos más aún

encontramos pájaros que en proporción a la talla tienen un cerebro mucho más

considerable que el de los mamíferos y que hasta aventajan en más del doble al

hombre mismo.

 

¿Tomaremos por término de comparación la inteligencia o potencia intelectual

de que está dotado cada animal? Pero en proporción a la talla y teniendo en

cuenta las condiciones diferentes de existencia ¿quién puede apreciar el grado

de potencia intelectual acumulada por la herencia a que despliegan infinidad

de pequeños insectos?

 

En los vertebrados puede ser apreciada con más o menos exactitud; el hombre

ocuparía indudablemente el primer rango, pero ¿qué se harían las

clasificaciones si la tomáramos como término de comparación?

 

Los monos seguirían probablemente al hombre escalonados de la manera más

caprichosa; habría que retirar algunas de sus familias inferiores para dejar pasar

adelante los perros, el elefante y el caballo, animales de una fuerte potencia

intelectual, mientras que los queirópteros, que en la clasificación actual siguen

inmediatamente a los monos, tendrían que ser colocados casi al final de los

mamíferos; y los hay tan brutos como el hipopótamo, el cerdo y otros, cuya

inteligencia es inferior a la de muchos pájaros.

 

Si tomamos por término de comparación el desarrollo del embrión, carácter que

el hombre no podría rechazar puesto que sobre él ha fundado la clasificación de

los mamíferos en grandes grupos, tampoco ocuparía el primer lugar. Los

ornitodelfos son considerados como superiores a los pájaros por ser más

vivíparos que éstos. Los didelfos son más vivíparos que los ornitodelfos y por

lo mismo considerados igualmente como superiores. Sucede otro tanto con los

monodelfos en relación con los didelfos, pero hombre no es el más vivíparo de

los monodelfos. El niño, cuando sale del vientre de la madre, necesita de los

cuidados de ésta durante largos meses, porque de otro lado perecería

infaliblemente; en los primeros años de la vida es incapaz de proveer a sus

necesidades. El hijuelo de una cabra, momentos después de ver la luz del día,

trepa por sobre los picos más elevados. La cabra, lo mismo muchos otros

mamíferos, es más vivípara que el hombre; y si ése fuera un carácter de

superioridad, sería mucho más superior a él.

 

Si tomamos como carácter de superioridad los dientes o dedos, entonces la

confusión es espantosa: toda la clasificación con tanto trabajo levantada se viene

abajo. Hay animales que tienen cinco dedos en cada pie desde un extremo a

otro de los mamíferos y se encuentran también los reptiles: hay mamíferos que

tienen incisivos, caninos y molares en la mayor parte de los órdenes y se

encuentran reptiles con los mismos caracteres. No hay ningún carácter

anatómico que sirva para clasificar los vertebrados en un orden natural y dé la

superioridad al hombre sobre los otros seres.

 

Queremos, con todo, conceder de muy buena voluntad que el hombre sea

superior a todos los demás. Le seguirían inmediatamente, los monos y tras

éstos colocan los naturalistas a los queirópteros.

 

Pero, ¿en qué puede ser un murciélago más cercano al hombre que un elefante,

un tigre o un caballo? ¿En qué tiene mamelas pectorales? Si así fuera,

deberíamos colocar al lado de los monos no sólo a los queirópteros, sino

también a los elefantes y hasta a algunos animales acuáticos como los

lamantines y demás sirenios. ¿Será, acaso, por sus miembros delanteros

modificados hasta el punto de haberse transformado en alas rudimentarias

haciendo de ellos animales aéreos en vez de terrestres? Y ¿será por la nariz

anómala de algunos de sus géneros, o por sus dientes que varían en forma y

número de un modo extraordinario? ¿O bien por la ferocidad o estupidez que

los caracteriza?

 

No. No es posible: si en realidad hay una jerarquía, los naturalistas deben

haberse equivocado. Para nosotros resulta incomprensible que un ser tan

estúpido, feroz e intratable, este colocado tan cerca del hombre. Hay ahí sin

duda un error de apreciación en el valor de los caracteres.

 

No queremos extender estas consideraciones a los demás órdenes de

mamíferos; sería un trabajo demasiado largo y el resultado sería siempre el

mismo. Nos limitaremos a enunciar en conjunto nuestras ideas generales al

respecto, reservando su comprobación para cuando expongamos la

clasificación de los mamíferos según resulte del procedimiento que para

establecerla vamos a adoptar.

 

Creemos que los diferentes grupos de animales son perfectos en sí mismos

siempre que su organización les permita sostener con ventaja la lucha por la

existencia, porque como ya lo hemos dicho, no existe ningún carácter anatómico

que nos permita juzgar de la posición jerárquica de los seres. No reconocemos

este término de comparación: el hombre. Si nuestra especie pudiera darnos tal

término o medida sería preciso admitir que todos los demás vertebrados

pueden llegar con el transcurso del tiempo a ser hombres. Entonces podríamos

realmente juzgar de la mayor o menor perfección de los seres según la cantidad

de evolución que aún les faltara para llegar al punto terminal de la rama a que

nosotros hemos alcanzado.

 

Desgraciadamente, el problema es más complicado: el hombre como rama

terminal se presenta solo y aislado. En su evolución no hay ningún otro

mamífero que siga su camino. Al contrario, todos evolucionan en sentido

divergente al del hombre; y puede asegurarse que ningún otro vertebrado dará

origen a un ser igual o que se nos parezca, porque las diferentes especies,

según nos lo demuestran la paleontología y las leyes de la evolución

divergente, sólo aparecen una vez en la eternidad de los tiempos. Puede

asegurarse aún más: que entre los mismos monos antropomorfos ninguno

llegará ni puede llegar por vía evolutiva a representar nuestra especie.

 

Para comprender bien esta divergencia de caracteres entre los distintos seres

que remontan a un antecesor común, siempre creciente y más acentuada a

medida que avanzan las épocas geológicas, es preciso no comparar la serie

animal a un árbol siempre verde en todo su conjunto, de cuyo tronco pudieran

constantemente brotar nuevos vástagos que en su evolución pudieran volver a

recorrer las etapas por las que han pasado algunos de los seres actuales. Este

sería un grave error, pues si los seres existentes representan las puntas

terminales del árbol, o sea, la periferia y superficie de la copa, los seres de las

épocas pasadas representan el cuerpo con sus múltiples ramificaciones y el

primer ser o los primeros seres aparecidos en las más lejanas épocas

geológicas, el tronco; y como en su encadenamiento genealógico sucesivo los

individuos representan la continuación hacia la copa de las infinitas ramas y

ramitas, es natural que la duración de las distintas etapas de crecimiento por las

que éstas han pasado fuera efímera como lo es la vida de los individuos, de

modo que del gran árbol de la serie animal sólo existe en la actualidad la

superficie de la copa, habiendo desaparecido el cuerpo y tronco, sembrando

sus despojos destrozados en los terrenos de las distintas épocas geológicas

pasadas. Para darnos cuenta exacta de su disposición debemos, pues, comparar

la serie animal a un gran árbol cuya parte inferior del tronco perdida en el

insondable lejano del tiempo pasado fue destrozada y dispersada, quedando

de ella sólo unas cuantas ramificaciones que dividiéndose y subdividiéndose a

medida que ascendían, iban igualmente destrozándose, secándose y

dispersándose por su parte inferior, rompiéndose así para la eternidad de los

tiempos los lazos de continuidad que en otras épocas los unieran, entrando a

formar parte del polvo que pisamos, mientras que las puntas de las ramas del

árbol, separadas y aisladas unas de otras y condenadas siempre a crecer hacia

arriba y a convertirse en polvo hacia abajo, no pueden ni podrán jamás recorrer

el camino destruido y obstruido por que pasaron sus antecesores y colaterales;

de modo que, si hay una ley paleontológica que nos enseña que toda especie o

forma perdida no puede volver a reaparecer, hay también una ley zoológica y

filogénica que nos enseña que ninguna de las especies o formas actuales puede

transformarse en otra forma o especie existente por más que ambas se parezcan.

 

Deducimos de esto que lo que debe tomarse por término de comparación no es

el progreso intelectual ni cualquier otro carácter anatómico que pueda ser mal

apreciado por el mismo hecho de que el hombre es parte interesada en él. Es

preciso tomar como medida de progreso un término de comparación

completamente distinto, la evolución misma, la genealogía de los seres que una

vez restablecida, no puede ser por el hombre interpretada a su capricho.

 

Cuando los grupos zoológicos actuales se hallan bien definidos por caracteres

naturales representan otras tantas ramas del inmenso árbol que forma la serie

animal. Estas ramas convergen al tronco común por medio de los anillos rotos

de los animales que los precedieron en las épocas geológicas pasadas. Cada

grupo zoológico actual forma así la cúspide de la rama que representa y los

representantes actuales de cada una de esas ramas serán más perfectos que los

que los han precedido en los tiempos pasados; serán tanto más perfectos cuanto

mayor sea el grado de evolución que han sufrido; y tanto más perfectos en

comparación de una forma dada que los haya precedido en serie lineal, cuanto

mayor sea el número de formas intermediarias que se hayan sucedido entre los

dos seres o formas.

 

Creemos que por ahora eso es todo lo que es permitido decir sobre la

superioridad relativa de los distintos seres. Podremos establecerla y fácilmente

con respecto a los que nos han precedido en serie lineal directa, pero no con

respecto a los existentes.

 

Justamente esa circunstancia de que los grupos zoológicos actuales sólo

representan la cúspide de las ramas que forman la copa del árbol de la serie

animal, nos impide conocer la posición jerárquica de las extremidades de las

ramas, del mismo modo que a un podador que despuntara la copa de un árbol

le sería después imposible saber por el simple examen de las extremidades de

los gajos cortados, cuales pertenecieron a las ramas más elevadas y cuáles a las

más bajas. Para restaurar el árbol tendría que comparar los gajos cortados con

las ramas despuntadas del árbol podado, del mismo modo que si nosotros

queremos restaurar el árbol de la serie animal, tenemos que comparar los

grupos zoológicos actuales con los que los precedieron en las épocas

geológicas pasadas.

 

Actualmente los grupos de mamíferos existentes se presentan al naturalista del

mismo modo que se presentaría la copa de un árbol deshojado colocado al lado

de iuna casa a un observador que la examinara desde el tejado de la misma;

sólo vería un cierto número de ramas aisladas, pero sabe por experiencia, sin

mirar hacia abajo, que esas ramas convergen a un tronco común, formando lo

que llamamos un árbol. Del mismo modo que ese observador, dirigiendo la

vista hacia la parte media e inferior del árbol, apercibe las ramas principales

que divergen en su parte superior dando origen a las ramas secundarias, del

mismo modo el paleontólogo, dirigiendo su vista a los seres que en épocas

pasadas poblaron la tierra, encuentra gruesos fragmentos de ramas que unen

entre sí grupos de animales actuales, que se le presentaban antes como aislados

porque ignoraba que fueran las extremidades de las ramas salidas del mismo

fragmento del tronco fósil que estudia.

 

Ejemplos parecidos se nos presentan a cada instante. Sin tomar en cuenta los

que se encuentran fósiles, los roedores actuales forman uno de los grupos que

aparentemente parecen más aislados. Prescindiendo por ahora del Cheiromys,

roedor singular que se coloca entre los monos, del Fascolomis, roedor

marsupial, y del Megalochnus rodens, roedor desdentado, que representan

probablemente, el primero una progresión divergente exagerada del tipo de los

monos, y los dos últimos caricaturas de los primeros mamíferos que

representaron el tipo roedor, no se les percibe lazo de parentesco cercano con

ningún otro de los grupos de mamíferos existentes.

 

En América del Sud, en las pampas bonaerenses, Patagonia y Uruguay, se ha

encontrado un grupo particular de animales extinguidos, los Tipotéridos o

pentadáctilos, que comprenden el Toxodon, el Typotherium, el Protypotherium, el

Trigonodon, el Toxodontophanus, el Interatherium, el Dilobodon y el Toxodontherium, que vienen a reunir los roedores a otro grupo, con el que nunca seguramente se supuso que tuviesen afinidades directas, los paquidermos perisodácticos, el rinoceronte y el género argentino extinguido de los Nesodontes.

 

Los pentadáctilos son hasta tal punto intermediarios entre esos dos grupos, que

géneros extremos se confunden por un lado con los paquidermos (Toxodon a

Nesodon), y por el otro a los roedores (Typotherium e Interatherium), de modo que

se hace difícil separar los perisodáctilos de los pentadáctilos por un lado y los

roedores del Typotherium por el otro. Los pentadáctílos constituyen uno de

esos fragmentos fósiles del tronco de donde se separaron en épocas

antiquísimas las dos ramas divergentes de los roedores y los paquidermos.

 

Sucede otro tanto con los suídeos y los rumiantes, dos grupos que actualmente

están perfectamente definidos, sin que los una ninguna forma intermediaria. Sin

embargo, se pretende que ellos también tienen un origen común y derivan de

un mismo fragmento fósil de una de las ramas del árbol de la serie animal.

 

Durante los primeros tiempos de la época terciaria vivieron animales como el

Anoplotherium, el Xiphodon, el Amphimeryx y otros, que es difícil decidir si

tuvieron la facultad de rumiar o no y, de consiguiente, si deben ser incluídos

entre los rumiantes o los suídeos. Constituyen también otro fragmento de la

rama que dió origen a estos dos grupos.

 

El hallazgo de estos anillos de unión o grupos intermediarios que unen grupos

extinguidos a grupos existentes, o que reúnen, como en los casos precedentes,

dos grupos actuales aislados a un grupo extinguido que les dio orígen, tiene un

alcance serio para la zoología sistemática, por cuanto obliga a reformar la

clasificación actual hasta tal punto que nada de ella quedará en pie y concluirá

por hacer de la zoología un caos, si no reaccionamos pronto y buscamos otro

sistema de clasificación, desde que los actuales ya no responden a las

necesidades de la ciencia.

 

A medida que encuentran puntos de unión o de contacto entre dos grupos que

creían distintos o aislados, los naturalistas los reúnen en uno solo y bajo una

sola denominación.

 

Desde que se encontraron los caballos de tres dedos, se suprimió el grupo de

los solípedos uniéndolos a los paquidermos de dedos impares (rinoceronte,

tapir, etc.), formando con ellos un solo grupo, los perisodáctylos.

 

Después que se descubrieron los géneros Anoplotherium, Xiphodon y

Amphimeryx que se pretende reúnen los suídeos a los rumiantes, se

clasificaron ambos grupos en un solo orden bajo el nombre de artiodáctilos o

bisulcos. Del mismo modo, siguiendo los mismos principios, podría reunirse

ahora en un mismo grupo a los roedores, los paquidermos y los pentadáctilos,

puesto que estos últimos sirven de anillo de unión a los dos primeros.

 

La ciencia progresa; todos los días se hacen nuevos hallazgos y mañana o

pasado se encontrarán las formas intermediarias que unen a los roedores con

los proboscídeos y a los artiodáctilos con los perisodáctilos, y siguiendo esta

corriente tendremos que reunir entonces en un solo grupo a los elefantes, los

roedores, los Toxodontes, los paquidermos ordinarios, los solípedos, los

suídeos y los rumiantes.

 

Bien pronto, a medida que se descubrieron nuevos tipos intermediarios,

tendríamos que hacer otro tanto con los otros órdenes de mamíferos y

llegaríamos a reunirlos todos en un solo grupo: los mamíferos. Lo tenemos

desde hace años, y después de habernos lanzado al análisis con provecho, no

valdría la pena de trabajar para que la síntesis, dando en tierra con las

clasificaciones, nos volviera al mismo punto de donde partieron los naturalistas

que nos precedieron hace un siglo.

 

Pero siguiendo esa pendiente, sin duda no nos detendríamos ahí. Los nuevos

hallazgos paleontológicos tienden de día en día a hacer desaparecer los

grandes vacíos que separaban a los reptiles de los pájaros, a los pescados de los

batracíos, y a estos últimos de los reptiles y el día en que se hayan llenado esos

vacíos, se dirá quizá igualmente que las grandes divisiones de los vertebrados

que llevan los nombres de reptiles, pájaros, etc., no tienen razón de existir, que

no son grupos creados repentinamente con los caracteres que les conocemos,

sino simples formas de transición destinadas también a desaparecer en el

transcurso de las épocas geológicas futuras.

 

Creemos, en efecto, que todos esos vacíos se llenarán y que llegaremos a pasar

insensiblemente de unas formas a otras formas en todos los grupos de los

vertebrados; pero en esto no vemos una razón para que se supriman las

subdivisiones sin limitación, porque esto equivaldría a la destrucción de toda

la clasificación que, buena o mala, es necesaria e indispensable para el estudio.

 

¿Qué sería de la historia natural sin ella? Evidentemente hay exageración en la

aplicación de los principios de algunos naturalistas y de ello resultará la

reacción.

 

El objeto de la síntesis, en historia natural, como en toda otra ciencia, no puede

ser traer la confusión sino la claridad. Es preciso, pues, buscar el buen camino.

 

CAPÍTULO III

 

LA ESPECIE

 

El problema de la especie. Noción ortodoxa de la especie. El estudio del hombre no responde a esa noción. Monogenismo y poligenismo. Transformismo. Absorción del poligenismo por el transformismo. Modificación monogenista de la noción de la especie. Ausencia de caracteres fijos que permitan reconocer la especie. De la filiación y fecundidad indefinida como "criterium" de la especie. Resultados contrarios obtenidos por los poligenistas y transformistas. La verdadera noción de la especie reposa en la morfología. Error en que incurren los monogenistas multiplicando a lo infinito el número de especies y los transformistas en disminuirlo exageradamente. Peligro de un derrumbe general de la clasificación si continúa en los naturalistas transformistas la tendencia a reunir las especies, los géneros y las familias cercanas en una denominación común única. Necesidad de una reacción. Importancia trascendental de la especie considerada como unidad zoológica convencional.

 

Estas dificultades no aparecen tan sólo al tratar los del reino animal: se repiten

al estudiar los grupos de menor importancia; y al llegar a la especie nos

encontramos con todos estos mismos problemas a resolver; con más la

intransigencia de una escuela que ha retardado los progresos de la ciencia y

permanece inmóvil en medio de su intransigencia, sin apercibirse de que todo

marcha en derredor de ella y a pesar de ella y que las ideas preconcebidas que

se encapricha en defender están en pugna con todos los principios de la ciencia

moderna.

 

¿Qué se entiende por especie en historia natural? Es un nombre que los

naturalistas han adoptado para designar cada clase de animal o de vegetal que

presenta caracteres distintivos. El hombre es una especie, se dice; el perro es

otra especie; el tigre otra; etc., y para no confundir unas con otras a todas estas

especies, han distinguido a cada una con un nombre particular llamado

específico.

 

Hasta aquí todo va bien. Pero esta especie ¿es una idea que se ha formado el

hombre o es una entidad real? El Génesis, que nunca debería ser citado en una

obra científica, hablando de la aparición de los seres orgánicos creados por la

intervención directa de la voluntad divina, dice que las plantas, los pescados,

los animales terrestres y acuáticos, los pájaros, las bestias salvajes y los

animales domésticos, fueron creados cada uno según su especie. Aunque el

texto sea bastante obscuro e incomprensible, los naturalistas ortodoxos leyeron

en él que Dios había creado cada especie con todos los caracteres que

actualmente posee.

 

Pero la paleontología no confirman texto sagrado: ella nos muestra las

diferentes especies de pescados, de mamíferos o de pájaros sucediéndose unas

a otras en el tiempo y no apareciendo las de cada clase todas en conjunto. De

ahí que en oposición con la idea ortodoxa de la creación de las especies por un

poder sobrenatural con todos los caracteres que actualmente poseen, naciera la

idea de la filiación y, de consiguiente, de la descendencia de unas especies de

otras por vía de modificación. Estos últimos, naturalmente, admitieron que los

diferentes seres eran variables.

 

Los naturalistas ortodoxos que vieron en esto un peligro para la infalibilidad

de los textos sagrados, negaron la posibilidad de toda variación, afirmando más

que nunca que las especies eran las verdaderas unidades zoológicas, tal como

salieron de las manos del Creador, invariables en el tiempo y el espacio. Linneo

dijo que había tantas especies como formas distintas salieron primitivamente

de las manos del Creador (species tot numeramus quod diversae formae in principio sunt creatae) y que los individuos de una misma especie eran tan idénticos en la totalidad de sus partes y se reproducían sus caracteres tan fielmente que cada individuo era la representación exacta de su especie en el pasado, en el presente y en lo futuro (vera totius speciei proeterite et proesentis et futuroe effigies)

 

Para desgracia de esta escuela, surgió una dificultad insuperable: el hombre. El

hombre, según el Génesis, desciende de una sola pareja y por consiguiente

constituye una sola especie. Ahora bien, si la especie es invariable ¿por qué los

hombres presentan actualmente caracteres tan diferentes en el color, la estatura,

el pelo, los ojos, la nariz, el pie, etc.? El dilema era de hierro: o los diferentes

tipos humanos fueron creados por separado con los mismos caracteres que

actualmente poseen y entonces representan otras tantas especies, o descienden,

como lo pretende el Génesis, de una sola pareja y entonces la especie es

variable. Los que permanecieron fieles a la unidad de origen tomaron el

nombre de monogenistas; los que defendieron la pluralidad de creación

llamáronse poligenistas. Los que creían en la derivación por modificación de

otros, aún no formaban escuela, carecían de nombre.

 

Los que sostenían la unidad de origen tuvieron que modificar su opinión.

Continuaron afirmando que el género humano no comprendía más que una

sola y única especie que había tenido origen en el continente asiático, que de

allí se había desparramado por sobre toda la superficie de la tierra, pero que la

diferencia del clima, del alimento, del vestido, del modo de vivir y otras

causas, habían producido las diferencias que actualmente presentan los

hombres de las diversas partes del mundo. Aplicaron a estas modificaciones de

la especie humana el nombre de razas, introduciendo así un nuevo término

zoológico, subordinado a la especie, y admitiendo al mismo tiempo la

variabilidad de ésta, aunque dentro de ciertos límites infranqueables.

 

Los que sostenían la pluralidad de origen afirmaban que el género humano, a

manera de lo que sucede con todos los géneros de animales y vegetales en

general, se componía de diferentes especies y que cada especie representaba un

centro de creación independiente con sus vegetales y animales característicos,

agregando que si las diferencias de las razas humanas actuales eran el

resultado del tiempo y de las diferencias del clima, en las pinturas de los

antiguos templos egipcios, que se remontan a unos tres mil años de

antigüedad, no encontraríamos representados los diferentes tipos que

actualmente pueblan el continente oriental con los mismos caracteres que

actualmente presentan, tanto que parece fueran pinturas de nuestros días, lo

que prueba que las diferentes razas humanas con sus distintivos característicos

eran de creación primordial.

 

Los monogenistas, por su parte, pretendían que eso no probaba la pluralidad

de origen sino la antigüedad de la especie humana. "Si todas las principales

variedades de la familia humana, decía Lyell en ese tiempo, han salido de una

misma pareja (doctrina a la que aún no se ha hecho, que yo sepa, ninguna

observación importante), ha sido necesario para la formación de razas como la

caucásica, mongola y negra, un espacio de tiempo mucho más considerable que

el que abraza cualquiera de los sistemas populares de cronología."

 

En esos momentos fue cuando empezaron los grandes descubrimientos sobre la

antigüedad del hombre. Los monogenistas aceptaron gustosos el resultado de

las recientes investigaciones, por cuanto aparentemente venían en apoyo de su

escuela. Los poligenistas también tuvieron que rendirse ante la evidencia de los

hechos, tanto más cuanto que en los nuevos trabajos que habían dado por

resultado demostrar la existencia del hombre desde los primeros tiempos

cuaternarios, habían tomado parte poligenistas esclarecidos. Pero estas

investigaciones no resolvieron ni la unidad ni la pluralidad de origen, pues

Vilanova, que es monogenista, escribía al exponerlas: "Admitida la unidad de

la especie y teniendo ejemplos tan evidentes de lo antiquísimo de ciertas razas,

como la negra y la caucásica, cuyos rasgos característicos iguales a los de hoy,

se ven reproducidos en Egipto en pinturas que datan lo menos de treinta siglos,

y de la lentitud con que obran los agentes físicos sobre el hombre, como el de

no haber sufrido alteración ninguna el negro en los siglos que habita en

América bajo condiciones distintas de su país natal, no debe extrañarse que se

admita por autoridades científicas de primer orden la gran antigüedad del

hombre en el globo."

 

Ambas escuelas continuaron debatiendo la cuestión de la unidad o pluralidad

de la especie humana, pero ¡cosa singular! disminuyó de una manera

sorprendente el número de los poligenistas y casi desaparecieron, sin que

aumentara por eso el de los monogenistas.

 

¿Qué se hicieron los antiguos partidarios de esa escuela? ¡Por qué esa

diferencia por esa lucha entre dos principios que por tantos años preocuparon

la atención de todas las inteligencias? ¿Qué cambio de opinión es ese que se ha

operado en estos últimos años? Los que abandonaron el poligenismo, hombres

que no estaban esclavizados a un dogma, lo hicieron para adherirse a una

nueva escuela, hija del siglo, que es profesada por las más altas autoridades

científicas, que todos los días aumenta el número de sus prosélitos y a la cual

adhiere en masa la juventud que se dedica al estudio de las ciencias naturales:

la escuela transformista, que por más que se ha dicho, escrito y vociferado,

reposa sobre base sólida, inconmovible, tanto que hasta ahora no se le ha

podido hacer ninguna objeción que la ataque por su base.

 

Cuando Lamarck lanzó a la publicidad su famosa obra, actualmente tan

admirada, fue considerado por la mayor parte de sus contemporáneos como un

loco; pero esto no impidió que Geoffroy Saint-Hilaire, que, como Lamarck, fue

hijo de este siglo, profesara poco más o menos la misma doctrina, a pesar de los

anatemas lanzados por la ciencia oficial por boca de Cuvier, el más autorizado

de sus representantes.

 

La semilla había echado profundas raíces y no podía menos que crecer y

fructificar.

 

Mientras los poligenistas y monogenistas perdían el tiempo en discusiones

inútiles, puesto que al punto a que habían llegado era imposible una solución

definitiva que dejara convencidos a unos y otros, había un hombre de un

ingenio poco común, de un saber extraordinario, que poseía conocimientos

vastísimos y que, siguiendo las huellas de sus dos más ilustres predecesores,

buscaba la solución del problema del origen de las diferentes especies de

animales y vegetales, por una teoría más filosófica y más en armonía con los

nuevos descubrimientos de la ciencia. Sus vastos conocimientos, su larga

experiencia, los viajes que había hecho por diversas partes del mundo, hacían

de mucho peso su autoridad y poseía todas los cualidades necesarias para

llegar a ser un verdadero jefe de escuela.

 

Por otra parte, para llevar a cabo su obra, poseía una cantidad de materiales

mucho mayor que la de que pudieron disponer en su tiempo Lamarck y

Geoffroy Saint-Hilaire. La zoología y la botánica habían hecho progresos

considerables; la paleontolooía había cuadruplicado el número de especies de

vegetales y animales fósiles; la antropología era obra de su tiempo; y la

geología, gracias a Lyell, acababa de ser completamente reformada y rehecha

sobre una base verdaderamente lógoca y sólida.

 

Darwin, que es el sabio de nombradía universal de quien estamos hablando,

echando mano de todos los nuevos materiales acumulados y del sinnúmero de

observaciones practicadas durante su larga carrera científica, dio un punto de

apoyo sólido a las ideas transformistas de su precursores Lamarck y Geoffroy

Saint-Hilaire, convirtiéndose en verdadero jefe de escuela, a la que muchos de

sus discípulos han dado su nombre: darwinismo.

 

El transformismo tiende a establecer la unidad orgánica, demostrando que las

diferentes especies de animales que pueblan y han poblado la superficie de la

tierra, tuvieron origen en simples variedades y éstas no son sino formas

precursoras de futuras especies. Que ninguna de las especies vegetales y

animales que actualmente pueblan la superficie de la tierra es de origen

primordial, que todas son debidas a una serie indefinida de transformaciones

verificadas lentamente durante un inmenso número de millares de años, que no

son más que formas derivadas de otras preexistentes, que a su vez tuvieron

origen en otras formas anteriores, de modo que los vegetales y animales

actuales no son más que las últimas ramificaciones de un árbol inmenso,

infinitamente ramificado.

 

Según esta teoría, el hombre aparecía como descendiente de un tipo único

actualmente extinguido, admitiendo así la unidad de origen de los

monogenistas, al paso que no impedía considerar al género humano como

compuesto de diferentes especies, opinión poligenista, según el grado de

elasticidad que se quiera dar a la definición de los términos variedad y especie.

 

Los poligenistas, encontrando a esta teoría sencilla y simple en sí misma,

viendo que estaba confirmada por todas las ramas de la historia natural y no

estando ellos mismos ligados por artículos de fe, reconocieron

espontáneamente que estaban defendiendo un principio falso por combatir otro

que les parecía aún más falso y se enrolaron en masa en las filas transformistas.

 

Salvo muy raras excepciones no sucedió otro tanto con los monogenistas. Si

habían admitido la variabilidad limitada de la especie, y la grandísima

antigüedad del hombre, aun a riesgo de estar en contradicción con los libros

sagrados, sólo fue a título de concesiones forzadas. Encontraron a las nuevas

doctrinas más reñidas con la Biblia que el mismo poligenismo y las

combatieron por todos los medios de que pudieron echar mano. Eso de que el

hombre pudiera descender de algo que les recordara los monos contrariaba su

orgullo y su vanidad. Encerráronse así más que nunca detrás de sus muros

defensivos, bien débiles por cierto, negando porque sí la posibilidad de la

transmutación de la especie y restringiendo cuanto era posible su variabilidad

dentro de ciertos límites infranqueables. Pretender lo contrario era no sólo

anticientífico, constituía un acto de verdadera rebelión contra un dogma al que

se encontraban afiliados tantos millones de individuos. Inútil era acumular

casos de variabilidad; esas modificaciones no pasaban de simples variedades o

anomalías, sin importancia alguna en el presente, en el pasado y en lo futuro.

 

Pero admitida en principio la variabilidad de la especie, aunque fuera dentro

de límites muy restringidos ¿cuál era el carácter que permitía distinguir ésta de

la raza o variedad? El caballo, el asno, la cebra y el cuaga, dicen los naturalistas

ortodoxos, son otras tantas especies distintas, ¿y por qué no lo serían el negro,

el blanco y el chino, que presentan entre sí caracteres morfológicos diferentes

tan importantes como los que separan los diferentes équidos arriba

nombrados? 0, viceversa ¿por qué el cuaga, la cebra, el asno y el caballo no

serían otras tantas razas o variedades de la especie equus?

 

Cuvier, uno de los más ilustres representantes del monogenismo clásico y

partidario en absoluto de las creaciones sucesivas, definía la especie "una

colección de individuos que descienden los unos de los otros o de parientes comunes que se les parecen tanto como se parecen entre sí"; y atribuyó las variedades a modificaciones en el tipo de la especie, debidas al calor o a otras causas de acción sobre el organismo o algunas de sus partes.

 

Pero esta definición no nos dice en qué se diferencia la raza o la variedad de la

especie. La definición de Cuvier es exactamente aplicable a la variedad.

 

La especie, contestan los monogenistas, es un término zoológico de un orden

jerárquico superior a la variedad. Convenido; pero ¿cuáles son los caracteres

infalibles que nos permitan afirmar: esta es una especie; esa otra es una

variedad? Y si se admite que la variedad es una modificación del tipo que

representa la especie ¿por qué ésta no puede ser una modificación del tipo que

representa el género?

 

Las mismas dificultades que se presentan a cada paso para distinguir una

variedad de una especie, se presentan a menudo al querer distinguir una

especie de un género. La subordinación de caracteres nada nos indica, puesto

que quedan vacantes varios términos zoológicos donde colocar la forma de que

se trate, el subgénero, la especie, la raza y la variedad por algunos naturalistas

subordinada a la raza, formando con ella el último término de orden jerárquico

de la clasificación.

 

Tampoco hay ninguna regla que nos guíe para determinar el valor de los

caracteres morfológicos. Un diente más o uno menos, caracteriza aquí una

variedad, allá una especie o un género o aún una familia. Sucede otro tanto con

una vértebra o un par de costillas más o menos: ya sirve de carácter a la

determinación de una especie, ya de un género o de una variedad, y hasta llega

a considerarse como un simple carácter individual.

 

¿Qué es, pues, lo que puede darnos la clave para distinguir ese prototipo de

esa unidad zoológica, ayer no más invariable en el tiempo y en el espacio,

dotada hoy de una variabilidad limitada? Forzadas ya todas sus posiciones, los

monogenistas creyeron por un instante haber encontrado esa áncora de

salvación, esa clave que permitiera distinguir con seguridad la especie y la

raza, en la filiación y fecundidad de los seres. Todos los individuos de distintas

razas o variedades indefinidamente fecundos entre sí y que dan hijos

igualmente indefinidamente fecundos, pertenecen a una sola y misma especie.

Todos los individuos estériles entre sí o que tan sólo producen híbridos

estériles, pertenecen a especies distintas.

 

Aparentemente, aunque por corto tiempo, fueron salvadas las dificultades.

Pero pronto aparecieron otras nuevas.

 

Varios naturalistas negaron que los hijos producidos por el cruzamiento del

negro con el blanco, fueran tan fecundos como los que resultan del cruzamiento

entre individuos de raza blanca o de raza negra.

 

Los monogenistas contestaban esta afirmación; y como corroboración de la

nueva definición de la especie, citaron el ejemplo de las numerosas razas o

variedades de nuestro perro doméstico, tan diferentes entre sí, que, a no juzgar

más que por los caracteres morfológicos, habrían sido consideradas como otras

tantas especies distintas y que, sin embargo, siendo todas estas variedades

fecundas entre sí y dando productos indefinidamente fecundos, pertenecían a

una sola y misma especie.

 

Pero el perro y el lobo, por todos los naturalistas monogenistas considerados

como dos especies bien distintas, también dieron productos indefinidamente

fecundos. Diéronlos también la liebre y el conejo, considerados igualmente

como dos especies bien distintas. Aún más, la cabra y el carnero, cuyas

diferencias son de un orden jerárquico superior, puesto que según todos los

naturalistas pertenecen a dos géneros distintos, dieron por el cruzamiento

productos indefinidamente fecundos.

 

En presencia de tales resultados ¿qué se hace de la nueva definición de la

especie? ¿Cómo distinguir esta pretendida unidad zoológica? ¿Por su

invariabilidad, por su variabilidad limitada, por su valor jerárquico con

respecto a la variedad y al género, por sus caracteres morfológicos o por su

pretendida fecundidad indefinida, propia también de los productos del

cruzamiento de especies distintas y aun de géneros diferentes?

 

En vista de tal confusión preciso es admitir que no existe tal unidad zoológica;

que lo único que existe son colecciones de individuos que se parecen por un

cierto número de caracteres que les son comunes, a las que les damos, según

nuestro criterio, el nombre de razas, variedades o especies. Estas colecciones de

individuos poseen caracteres tanto más fijos cuanto se remontan a tiempos más

antiguos y tanto más variables cuanto son de origen más moderno. A aquellas

colecciones que poseen caracteres que juzgamos de mayor importancia las

distinguimos con el nombre de especies; y a aquellas cuyos caracteres nos

parecen de un orden secundario les damos el nombre de variedades. La

reunión de un cierto número de variedades que se parecen, constituyen la

especie; del mismo modo que la reunión de varias especies parecidas forman el

género. Así la especie es al género lo que la variedad es a la especie: una

abstracción da nuestros sentidos y nada más, sin que puedan servir para

determinarla dentro de límites absolutos, ni la morfología, ni la filiación o

grado de fecundidad. Nos complacemos en repetir tanto más esto último,

cuanto que si fuera de otro modo, los paleontólogos nos encontraríamos en

serios apuros. ¿Cómo podríamos determinar el grado de fecundidad que entre

si tenían las diferentes razas, especies o variedades de los Anoploterios, los

Dinoterios, los Paleoterios, los Megaterios, los Gliptodontes, los Toxodontes y

demás animales extinguidos?

 

Afortunadamente, la morfología lo domina todo; y no puede ser de otro modo,

puesto que es el único sistema que nos permite comparar los animales

extinguidos a los actuales y de consiguiente darnos una idea del conjunto de la

serie animal. A los paleontólogos no nos es dado averiguar si las diferentes

formas de Gliptodontes o de Anoploterios que exhumamos de las

profundidades del suelo, que designamos con el nombre de especies, eran o no

fecundas entre sí; nuestra vista las encuentra distintas unas de otras; se puede

apreciar con facilidad esos caracteres distintivos y eso nos basta para

designarlas con un nombre propio.

 

Pero como estos caracteres morfológicos no están sujetos a otra regla de

apreciación que el criterio de cada autor, para cada uno tienen un valor distinto.

Tal planta o animal que para el zoólogo c o el botánico b es una simple variedad,

para otro constituye una especie o un género. Darwin cita el ejemplo de 182

plantas consideradas generalmente como variedades, pero a todas las cuales

algunos botánicos las han considerado como especies bien distintas.

 

Los partidarios de la unidad zoológica especie, invariable en el tiempo y en el

espacio, son los que multiplicaron desmesuradamente el número de especies.

A cada forma ligeramente diferente que se presentaba a su examen, no

queriendo sin duda confesar que era una especie modificada, le aplicaban un

nombre específico distinto.

 

Los naturalistas evolucionistas incurren, por su parte, actualmente en la

exageración contraria, de disminuir desmesuradamente el número de especies.

A diez o doce formas distintas consideradas como otras tantas especies, las

reúnen en una sola, considerándolas como simples variedades. En otros casos,

reunen las diferentes especies de un mismo género haciendo desaparecer el

nombre genético e incluyen el grupo como una simple especie en otro género

cercano. Creen que de este modo se hacen más fáciles los trabajos de síntesis;

pero la experiencia nos demuestra que en todas las ciencias, más lejos se llevan

los trabajos de análisis, más fáciles y mejores son después los trabajos

sintéticos.

 

Los naturalistas evolucionistas buscan por todas partes formas de transición

que permitan pasar de unas especies a otras especies, y cuando encuentran uno

de estos tipos intermedios que reunen dos formas que se creían

específicamente distintas, reúnen las tres formas bajo un solo nombre

específico.

 

Juntamente con la disminución exagerada del número de especies, este sistema

trae consigo otro mal, cual es el de designar con un nombre específico tan sólo a

los tipos bien distintos, sin tener para nada en cuenta las numerosas variedades

del tipo, de modo que después, prescindiendo ya de las formas secundarias

intermediarias, nos figuramos que esos tipos son perfectamente definidos y

distintos unos de otros, circunstancia que no han de dejar de aprovechar los

que sostienen la entidad de la especie, que no han de ir a averiguar que somos

nosotros quienes nos hemos forjado esas abstracciones. Y la aplicación de los

mismos principios, aquí como en las familias y en los órdenes, no puede por

menos que traer la confusión y el derrumbe de la clasificación. A medida que se

encuentran variedades o formas intermediarias, concluirán por unirse todas las

especies de un mismo género en una sola y el género formará el último término

de la jerarquía zoológica; más tarde se unirán todos los géneros de una misma

familia bajo la misma denominación, hasta que la reunión de formas tan

distintas traiga consigo o la reacción o el derrumbe de la clasificación.

 

Vamos a ilustrar nuestra opinión con un ejemplo. No dudamos que si un

naturalista evolucionista de los que profesan los principios que criticamos y

que forman la inmensa mayoría, tuviera en su poder los materiales que

poseemos sobre los géneros extinguidos: Lestodon, Pseudolestodon, Mylodon y

Scelidotherium, reuniría estos cuatro animales tan distintos en un solo género y

probablemente en una sola especie a todas sus múltiples formas. Poseemos,

por ejemplo, restos de especies de Milodontes que tienden hacia la forma del

Escelidoterio, de tal modo que en algunos casos hácese difícil decidir si se tiene

en la mano la mandíbula de uno u otro género. Repítesenos siempre que esas

formas que llamamos especies son simples variedades. Perfectamente bien;

pero esas variedades escalonadas nos muestran el pasaje insensible que nos

conduce del Escelidoterio al Milodonte; y si por parecerse tanto unas a otras

todas formas no constituyen más que una sola especie, el Milodonte y el

Escelidoterio, agregamos nosotros, no deben formar más que un solo género y

sus múltiples formas más que una sola especie, puesto que las diferencias que

separan las dos formas del Escelidoterio y del Milodonte que más se acercan,

son infinitamente menores que las que presentan entre sí las dos formas

extremas del género Milodonte tomadas por separado o del género

Escelidoterio en iguales condiciones.

 

Por iguales transiciones podría pasarse del género Mylodon al Pseudolestodon y

de éste al Lestodon, hasta reunir todos estos géneros y todas sus especies en una

sola forma única, genérica y específica.

 

Continuando en el mismo orden de ideas, quizá podrían unirse por iguales

transiciones todos los géneros de la familia de los Megatéridos, la que por

transiciones análogas se uniría luego a la gran familia de los dasipódidos, y

quizá podría continuarle con las demás familias del mismo orden hasta

producir un caos completo, como ya lo hemos demostrado al tratar de los

grupos jerárquicos superiores.

 

Las clasificaciones son indispensables; y deben conservarse sus grandes

divisiones jerárquicas de clases, órdenes, familias y géneros. Necesítase además

como auxiliares indispensables los términos inferiores, pero éstos serán

siempre artificiales, abstractos, porque la naturaleza, del mismo modo que no

ha creado órdenes, ni familias, ni géneros, no ha creado tampoco especies, ni

razas, ni variedades. La naturaleza sólo ha formado y forma colecciones de

individuos que se parecen entre sí, que sólo parecen inmutables en el cortísimo

espacio de tiempo que representa nuestra existencia, pero que se modifican, se

transforman, se reúnen o se subdividen en la sucesión de los tiempos

geológicos.

 

Esas colecciones existen realmente en un momento dado, pero de una vida

efímera en parangón del tiempo geológico, que es a la eternidad, lo que el

espacio al infinito.

 

Esas son las verdaderas unidades zoológicas aunque siempre de convención:

nosotros sólo sorprendemos una faz de su existencia. Ellas forman los grupos

jerárquicos superiores desde la especie hasta la clase. Ellas son las herederas de

los caracteres fraccionados de los grandes grupos zoológicos de los tiempos

pasados y los troncos que unirán los grupos que aparecerán en los tiempos

venideros, allá cuando nuestros huesos petrificados en las profundidades del

suelo les llamen su atención y despierten su curiosidad por el tipo raro que a

sus ojos representaremos. No despreciemos, pues, esas colecciones de

individuos de una forma distinta por el poco valor jerárquico que presentan,

aunque sus caracteres distintivos nos parezcan de poca importancia. Siempre

que podamos apreciar esos caracteres diferenciales, distingámoslas con un

nombre especial; no importa que las clasifiquemos de especies, razas o

variedades; poco importan el nombre y el mayor o menor valor jerárquico. Lo

esencial es que tengan uno, para que no prescindamos de ellas, podamos

jalonarlas y pasar así de unas formas a otras formas, de una especie a otra

especie, de la especie al género, de éste a la familia y remontando y

descendiendo podamos recorrer de este modo en todos sentidos el grandioso

árbol de la serie animal. Este es el objetivo a que debe tender toda buena

clasificación.

 

(CONTINUARÁ)