FLORENTINO
AMEGHINO
La
época de la piedra ha sido una fase general por la cual ha pasado toda la
humanidad primitiva - Medios para distinguir los pedernales tallados
intencionalmente de los que han sido partidos por causas independientes de la
voluntad humana - Caracteres que distinguen los objetos antiguos de las
sofisticaciones modernas - Progreso y transformación, de la industria de la
piedra a través de las épocas geológicas.
"Señores:
Creo que una Exposición
industrial en la cual figuren todas las maravillas de la
industria actual, para ser
completa, debe comprender también un anexo donde figure la historia de la
humanidad pasada o, en otros términos: la historia retrospectiva del trabajo
humano, porque comparando el hombre entonces esa reunión del pasado y del
presente, le permite conocer lo que fue ayer v lo que es hoy, y cual es el
camino más corto que debe elegir para llegar más directamente y con menos
pérdida de tiempo a lo que será mañana.
Por
eso es que, cuando hace unos pocos meses, de regreso de un largo viaje por el
viejo mundo, me encontré con los preparativos tendientes a organizar la actual
Exposición, resolví contribuir a la organización de la historia retrospectiva
del trabajo, exponiendo una parte de mis colecciones prehistóricas; y he formado
con ellas, tanto cuanto me ha sido posible, la historia de los tiempos que no la
tienen, la historia de la edad de la piedra. Encontraréis esas colecciones en la
Sección de la provincia Buenos Aires. Allí, sobre algunos estantes, veréis un
gran número de cartones cubiertos de innumerables piedras y guijarros de todas
formas y tamaños, guijarros y piedras que, según la opinión de algunas personas
ilustradas y sin duda también muy competentes en materia de empedrado, que ha
pocos días las observaban, serían muy aparentes, unas para el macadam y otras
para el adoquinado de nuestras calles.
No
es extraño que así se expresen personas que por el género de educación que han
recibido tienen una antipatía preconcebida por esta clase de estudios, porque
ellos están en contradicción con las erróneas creencias que desde niños se les
ha inculcado y que luego se les ha hecho jurar habrán de profesarlas bajo
ciertas fórmulas disfrazadas con el título de artículos de fe, y esto desde
antes que su inteligencia estuviera suficientemente desarrollada para poder
distinguir lo probable de lo imposible, lo que es verdad de lo que es
absurdo.
Otros, sin, embargo, sólo
los miran con desdén, porque no han tenido ocasión de
penetrarse de los arcanos
que nos revelan esos al parecer informes guijarros, pues entre nosotros aún son
pocos los que han podido consultarlos trabajos más recientes sobre las épocas
prehistóricas, y desgraciadamente somos aún menos numerosos los que en el país
nos ocupamos seriamente del estudio de esas antigüedades. Este es el motivo
principal que me ha inducido a entretenemos un instante hablándoos de esos
guijarros. Deseo demostramos que debemos mirar esas piedras con un respeto casi
religioso,
Porque, cuando la historia
se pierde en la sombra de los tiempos pasados y las más lejanas tradiciones
callan sobre el estado primitivo de la humanidad, esas piedras hablan, y en un
lenguaje elocuente, para los que saben interrogarlas.
II
Recorriendo las galerías de
la Exposición Continental, podréis formaros una idea del alto grado de
civilización que el hombre ha alcanzado. Si sabéis apreciar lo que se os
presenta a la vista no podréis por menos que considerarlo como verdaderamente
maravilloso. En ese paseo, que podéis hacer en pocos instantes, os convenceréis
de que la ciencia ha llegado a investigar y conocer un grandísimo número de las
leyes de la naturaleza que rigen en nuestro planeta y aun en la inmensidad del
espacio. Ahí podréis ver que los adelantos de la física, la química y la
mecánica han producido verdaderas maravillas que no tendrían nada que envidiar a
los famosos palacios encantados y demás obras que los supersticiosos pueblos
orientales atribuyen a las hadas, a los magos y a los nigromantes. Allí veréis
que gracias a los adelantos de la mecánica el hombre ha conseguido fabricar
verdaderas ciudades flotantes que atraviesan el océano en todas direcciones,
transportando naciones de uno a otro continente. Con los
adelantos de la óptica ha
penetrado el secreto de otros mundos que se encuentran a millares de millares de
leguas de distancia de la tierra. Por medio de la electricidad se ha adelantado
al tiempo, ha arrebatado el rayo a las nubes, transmite la voz amiga a luengas
distancias y reproduce la luz solar en plenas tinieblas
nocturnas.
Con
el descubrimiento del vapor y sus aplicaciones, ha multiplicado sus fuerzas a lo
infinito, y en el día cruza la atmósfera con mayor velocidad que el vuelo de las
aves, viaja por la superficie de la tierra y del agua con pasmosa celeridad,
desciende al fondo del mar y pasa por debajo de las más altas montañas. A cada
nuevo descubrimiento se hacen de él mil aplicaciones distintas y este mismo
conduce a otros de más en más sorprendentes.
Pero, os engañaríais si
creyerais que el hombre apareció en la tierra dueño y señor de la ciencia infusa
y perfectísimo. Os engañaríais, señores, si creyerais que esta actividad pasmosa
de la inteligencia humana que caracteriza actualmente a las sociedades más
civilizadas, es un atributo de la humanidad en el tiempo y en el espacio...
No... No... Ella es el resultado de un progreso lento y continuo de un sin fin
de generaciones que os han precedido y nos la han transmitido bajo diferentes
formas. Y esta misma inteligencia y esta misma actividad sólo son propias de
ciertas razas superiores en las que se halla en los individuos en estado
latente, aun antes de que la educación la desarrolle, transmitido por la
herencia que ha empleado siglos y generaciones en acumularla. Y si queréis la
prueba de este aserto, la tendréis igualmente evidente en el tiempo y en el
espacio.
Tomad un tratado de
geografía, y después de haber pasado en revista las sociedades más ilustradas de
Europa y América, descendiendo la escala del progreso humano encontraréis
naciones como los chinos, los japoneses, los birmanos, los anamitas, de una
civilización antigua, y singular por cierto, pero evidentemente muy inferior a
la nuestra. Descended aún más, y encontraréis naciones como los berberes, los
cafres y los tártaros, verdaderos bárbaros que apenas tienen algunas nociones, y
comúnmente equivocadas, de las ciencias por nosotros más frecuentemente
cultivadas. Descended aún más, recorred las páginas que tratan de los pueblos de
las extremidades Norte y Sud de América, Australia o Melanesia, y encontraréis
verdaderos salvajes, que sólo viven de la caza y de la pesca, sin comercio ni
industria ni agricultura; que no conocen el uso de los metales y cuyas únicas
armas e instrumentos los constituyen huesos
aguzados para servir como
leznas y punzones, algunas piedras puntiagudas con las que arman las puntas de
sus flechas, guijarros pulidos de modo que presenten filo y sirvan como hachas y
groseras lajas de pedernal filosas en sus bordes con las que reemplazan a
nuestros cuchillos de metal.
Esas puntas de flecha, esos
cuchillos y esas hachas de piedra que aún usan con
exclusión de todo otro
instrumento de metal muchos pueblos salvajes de la actualidad, son completamente
iguales a los que veréis en mis colecciones, recogidos, unos en los alrededores
de Buenos Aires y Montevideo, otros en las cercanías o en el recinto mismo del
soberbio París, el centro actualmente más ilustrado del mundo civilizado, el
cerebro del mundo como lo llaman con orgullo los franceses. Iguales objetos se
encuentran en la misma ciudad de Londres o debajo de los muros treinta veces
seculares de Roma, Atenas, Siracusa o Tarquinia; en todas partes de Europa, en
fin.
¿Qué deducir de esto sino
que esos centros pasados y presentes de la civilización
estuvieron en un principio
ocupados por pueblos salvajes sólo comparables a los
pueblos más salvajes que
actualmente habitan la superficie de la tierra? Y la deducción es lógica, es
positiva, es cierta e innegable, porque no sólo están ahí los instrumentos de
piedra que se encuentran en la superficie del territorio de todas las naciones
europeas para probarlo, sino que está ahí también el testimonio de los primeros
escritores griegos y latinos que lo afirman de un modo positivo, asegurándonos
que las primeras armas y utensilios del hombre primitivo fueron las uñas y los
dientes, y luego los huesos, la madera y las piedras.
Que
América haya tenido una época de la piedra, se dijo, nada improbable tiene,
puesto que algunas tribus de este continente aún se encuentran en ese estado.
Que la Europa haya tenido una época de la piedra, pase, se dijo, pues no es allí
donde debe buscarse el origen del género humano ni la cuna de la civilización;
pero seguramente no la tuvieron los antiguos centros de la civilización
asiática, ni el antiguo Egipto.
Error, completo error. Toda
la superficie del vasto imperio chino, que se vanagloria de no haber conocido el
famoso diluvio universal, está sembrada de objetos de piedra; y libros chinos
que datan de hace 2500 y 3000 años, dicen que esas piedras eran las armas y los
instrumentos de los antiguos hombres que los precedieron en la ocupación del
país.
En
Asia menor, en Siria, en Palestina, en las cercanías de lo que fue Troya, y de
Nínive o Babilonia, se encuentran depósitos enormes de instrumentos de piedra
engastados en capas de calcáreo más duro que el mármol y que los mismos
instrumentos, y entre ellos no se encuentra el más pequeño fragmento de
metal.
En
Egipto, la tierra de los Faraones, donde hace 6000 años brillaba su
singular
civilización en todo su
esplendor, donde hace 5000 años se construían las famosas pirámides, en las
capas de terreno sobre las cuales se han elevado esos gigantescos monumentos, se
encuentran iguales instrumentos.
De
un extremo a otro de Asia, de un extremo a otro de Africa, en América y Europa,
en todas partes del mundo, se encuentran los mismos vestigios de una época de la
piedra. Esta ha sido general en toda la superficie del globo. Ese ha sido el
principio de la industria humana, bien humilde, por cierto, en su aurora, pero
que desarrollándose y perfeccionándose gradualmente ha llegado a ser lo que es
en el día. Veneremos, entonces, esos primeros ensayos en la senda del progreso y
de la civilización, porque sin ellos la industria no habría nacido, y nosotros
seríamos salvajes inferiores a los fueguinos y a los australianos, que son los
más salvajes de los hombres de nuestra
época, pero que tienen ya un principio de industria, aunque ella sea
rudimentaria.
Si
bien es cierto que los instrumentos de piedra se encuentran en todas partes
del
mundo, es preciso que no os
figuréis que remontan todos a la misma época, o por lo menos a una antigüedad
sumamente remota. La mayor parte de los que se encuentran en la superficie del
suelo o en la tierra vegetal datan de tiempos relativamente recientes:
geológicamente hablando, pertenecen a la época actual.
¿Hasta dónde se pueden,
pues, seguir las huellas de la existencia del hombre en los tiempos pasados por
medio de los instrumentos de piedra que han quedado sepultados en las
profundidades del suelo? He aquí otra cuestión que desde hace veinte años
conmueve y apasiona a las clases más cultas de la
sociedad.
Hace apenas unos treinta
años se creía que el presente de nuestro globo estaba
perfectamente separado de su
pasado. Que la humanidad, lo mismo que los vegetales y los animales que
actualmente pueblan la superficie de la tierra, estaban completamente separados
de los seres que la poblaban en otras épocas. Esta división la constituía la
catástrofe diluviana. Todo lo que se suponía anterior a la supuesta catástrofe
era fantástico, prodigioso, admirable. ¡Era antediluviano! La tierra era
entonces el teatro de continuas convulsiones. Catástrofes terribles, temblores
de tierra de un área inmensa, erupciones volcánicas formidables, tempestades
espantosas, hundimientos y sublevamientos repentinos, inundaciones terribles
tenían lugar a cada instante y se sucedían unas a otras.
Repentinamente, de un
momento a otro, esas continuas convulsiones extendían la
muerte sobre los continentes
y en los abismos del mar, extinguiendo, reduciendo a la nada, haciendo
desaparecer para siempre especies enteras de animales.
Con
la misma rapidez, nuevas especies aparecían súbitamente y ocupaban el lugar que
habían dejado las precedentes, como si hubieran estado encerradas en un estrecho
recinto de muros de piedra, esperando que su guardián redujera a la nada las
especies que habitaban fuera de él, para que enseguida, derribando los muros que
las tenían acorraladas en ese recinto, les diera entera libertad para repoblar
la superficie de la tierra, caminando y viviendo sobre ruinas y cadáveres
sembrados por innumerables generaciones que señalaban la suerte futura de los
nuevos pobladores.
La
época actual era totalmente diferente de la precedente. Era un período de
laxitud, de reposo. La tierra ya había adquirido la forma que debía conservar
eternamente. Ya eran imposibles nuevos cambios. Estaba reponiendo sus fuerzas de
las pasadas fatigas.
Había, sin duda, envejecido
y le había llegado su época de descanso. Actualmente todo era invariable,
eterno, inmutable.
Esta época había sido
preparada expresamente para que durante ella apareciera y se propagara el
hombre, ser diferente de sus predecesores y contemporáneos de distinta forma, de
distinta naturaleza, hecho según otro sistema, vaciado en otro molde por el
Omnipotente, que quiso ensuciar sus manos con el lodo en que lo modelara. Todo
había sido preparado para su utilidad y contento. Los alardes de fuerza que la
tierra había hecho en las épocas precedentes no habían tenido otro objeto que
modelar la superficie de los continentes que debían servirle de morada. Los
animales y vegetales actuales ya no debían sufrir nuevas modificaciones: sólo
habían sobrevivido los que habían sido creados para servir al humano
linaje.
Y
bien: todo esto es fantástico; es una novela; y fue una ilusión de los
esclarecidos
sabios que en otro tiempo
creyeron en ello.
Los
geólogos han demostrado hasta la evidencia que las diferentes capas que componen
la corteza de la tierra se han formado con suma lentitud durante períodos de
millares de millares de años; y han probado que esas modificaciones de los
antiguos océano y de los antiguos continentes fueron el resultado de las mismas
causas que aún actualmente modifican a nuestra vista, aunque con suma lentitud,
la superficie del globo.
Los
paleontólogos han demostrado y demuestran a su vez todos los días que
las
diferentes faunas de las
épocas pasadas no se han extinguido ni han aparecido de un modo repentino, sino
que se han modificado lentamente en el transcurso de las épocas geológicas, por
la eliminación sucesiva de antiguas formas y la aparición igualmente sucesiva de
otras nuevas, derivadas de las antiguas por transformaciones más o menos
directas, pero que han obrado con lentitud durante largos períodos. Han
demostrado igualmente que muchos de los animales que vivieron durante las
últimas épocas geológicas viven aún actualmente; y que la mayor parte de las
especies de mamíferos actuales tienen representantes más o menos directos en las
capas de terreno formadas durante la época geológica pasada, que precedió
inmediatamente a la presente.
Si
esto último es cierto ¿por qué el hombre no había de ser de este número? Esto se
preguntaba Boucher de Perthes hace medio siglo; y después de trabajar durante
treinta años reuniendo piedras que presentaba al mundo ilustrado como las armas
e instrumentos del hombre que vivió en las épocas geológicas anteriores a la
presente, sin conseguir más que el título de visionario o el de loco, tuvo la
gloria, pocos años antes de su muerte, de ver sus ideas aceptadas por el mundo
científico, y la contemporaneidad del hombre con los grandes mamíferos
extinguidos de la época cuaternaria fue proclamada por numerosos congresos de
sabios en todas partes de Europa.
Pero las investigaciones no
han parado ahí. Los descubrimientos se han sucedido unos a otros, y se han
encontrado huellas de la existencia del hombre en épocas aún más antiguas. El
hombre no sólo vivió conjuntamente con el reno, el mamut y el rinoceronte de
nariz tabicada, animales de climas fríos, sino que fue también contemporáneo del
elefante antiguo, animal de clima cálido que precedió al mamut; fue
contemporáneo del elefante meridional, que precedió a su vez al elefante
antiguo; existió en plena época pliocena; y, en fin, se han encontrado
pedernales evidentemente tallados por un ser inteligente, en los terrenos
terciarios medios, durante la época miocena.
Señores: al trazaros este
rápido bosquejo de los resultados obtenidos acerca de la
antigüedad del hombre,
quiero que no creáis que os hablo en calidad de aficionado, por lo que haya
leído y oído. No, señores: yo mismo he encontrado vestigios del hombre de todas
esas épocas; y aunque joven aún, he tenido la buena suerte de tomar una parte
activa, en uno y otro continente, en los trabajos tendientes a probar la
antigüedad del hombre en nuestro planeta. Mis investigaciones, o quizá la
casualidad, han puesto en mis manos los materiales con que he probado que el
hombre vivió en los terrenos de nuestra Pampa, que pertenecen al terciario
superior, conjuntamente con el Megaterio,
el
Mastodonte, el Toxodonte y otros colosos animales de la misma época. Y, en
Europa, después de un año de continuas investigaciones en un antiguo yacimiento
de las orillas del Marne, en Chelles, donde hice numerosas colecciones, he
tenido la satisfacción de ver aceptada mi demostración de que el hombre fue
contemporáneo, y como época distinta, del elefante antiguo y del rinoceronte de
Merck, animales característicos de los terrenos de transición entre el terciario
superior y el cuaternario inferior.
El
hombre, más o menos distinto del actual, y su precursor directo, remontan a una
época tan alejada de nosotros, que aún no había aparecido ninguno de los
mamíferos actuales y los continentes y los mares no eran entonces lo que son en
el día.
Estos descubrimientos, que
son de una gran importancia, son también de suma
gravedad, por cuanto hacen
remontar la existencia del hombre o de su precursor
inmediato a épocas
verdaderamente fabulosas; y son esos toscos guijarros, que se encuentran
enterrados en antiquísimas capas de terreno conjuntamente con los restos de
generaciones de animales desaparecidos, los que nos permiten hacer tales
afirmaciones.
Esos objetos de piedra
tienen, pues, como ya os lo he dicho, una importancia
excepcional. Pero muchas
personas, particularmente las que han permanecido siendo completamente extrañas
a estos estudios, podrán preguntar: ¿Permiten esos toscos guijarros avanzar
deducciones tan graves? ¿Bastan esos toscos cascos de pedernal para demostrar la
existencia del hombre o de un ser inteligente en épocas tan sumamente remotas?
Esas piedras que creéis la obra de un ser inteligente ¿no pueden, acaso, ser
formas casuales, ocasionadas o producidas por causas independientes de la
voluntad humana? Y yo contesto que no; y paso a
demostrároslo.
Para la generalidad, sería
difícil, en efecto, distinguir en muchos casos los fragmentos de pedernal
partidos intencionalmente, de los que han sido rotos por causas accidentales o
que se parten debido a agentes físicos o meteorológicos, como la acción
prolongada del sol, las variaciones de humedad y sequedad, las heladas, etc.;
pero el arqueólogo especialista reconoce siempre, en todos los casos, las formas
que son accidentales de las que son intencionales.
El
hombre de las épocas geológicas pasadas no tenía a su disposición y al alcance
de su inteligencia más que las piedras: de modo, pues, que tallábalas
golpeándolas unas contra otras. Veamos de qué modo procedía: si tomo un guijarro
de pedernal, lo sujeto fuertemente con la mano izquierda y con la derecha tomo
otro guijarro más o menos redondo que me servirá de martillo, aplicando con este
martillo primitivo golpes perpendiculares y bastante fuertes sobre el otro, haré
saltar de la superficie de este último un pequeñísimo fragmento de piedra a cada
golpe; esto es lo que se llama picar la piedra. Estos pequeños fragmentos no
saltan justamente debajo del martillo, sino a un lado del punto en que éste toca
al guijarro, resultando de esto que al lado de cada pequeña cavidad producida
por un fragmento que se ha hecho saltar, se ve un pequeño cono, llamado el
concoide, que corresponde exactamente al punto en que ha golpeado el martillo,
como lo demuestra este fragmento de pedernal antiguo, cuya superficie ha sido en
parte picada y en el cual pueden contarse los golpes de martillo que ha
recibido, por los pequeños conos que se notan en su
superficie.
Si
el golpe que aplico sobre el guijarro es sumamente fuerte y seco y
retiro
inmediatamente el percutor,
separaré de la superficie de la piedra sobre la cual he
golpeado, un casco de
pedernal más o menos grande, según la fuerza del golpe y el tamaño del percutor.
Este casco, de forma convexa, dejará en la superficie de la piedra una depresión
cóncava; del fondo de esta cavidad se verá surgir la elevación en forma de cono
que llamamos el concoide y cuya parte superior corresponde exactamente al punto
en que el percutor o martillo dio el golpe. En efecto: si éste es
suficientemente seco y fuerte, se produce una pequeña hendidura, que arrancando
del punto mismo en que golpeó el martillo, se propaga al través del sílex en
sentido divergente, y este sistema de fractura es el que produce el aspecto
conoidal del concoide. El concoide es siempre una prueba cierta y evidente de
percusión y de percusión intencional, como voy a tratar de demostrarlo. Aquí
tenéis un fragmento de pedernal en el que veréis una
cavidad producida por
percusión, y en esta cavidad el concoide afectando una forma
conoidal.
Si
en vez de tener al guijarro fuertemente con la mano izquierda, lo apoyo contra
el suelo o contra otra piedra y aplico encima de él perpendicularmente al punto
de apoyo, un fuerte golpe de martillo, obtengo un resultado completamente
diferente. La fuerza de percusión, reflejada por el cuerpo duro sobre el cual se
apoya el guijarro, se propaga a través del pedernal en diferentes direcciones
periféricas al punto céntrico sobre el cual he dado el golpe y el guijarro se
parte en un número de pedazos más o menos considerable, según la fuerza del
golpe. Estos fragmentos de pedernal no afectarán, en el mayor número de casos,
ninguna forma determinada, exceptuando el del centro que queda debajo del
martillo. Este último será más grande que los fragmentos periféricos que han
saltado y en su parte superior presentará un gran concoide de forma conoidal
cuya cúspide corresponderá al punto en que el percutor tocó al guijarro. Desde
esta
cúspide o punto céntrico se
puede seguir la fractura primitiva divergiendo hacia la
periferia hasta formar el
concoide. He aquí un guijarro que ha sido partido de este
modo y en el cual el
concoide es tan perfecto y de dimensiones tales que no puede pasar desapercibido
ni aun para las personas que nunca han examinado esta clase de objetos. Este
fragmento central, lo mismo que los periféricos, no presentando formas
definidas, no tenían en su casi totalidad, ninguna aplicación. Cuando se
encuentran esos objetos, aunque nos prueban la acción del hombre, probablemente
sólo nos muestran ensayos de aprendices en el arte de tallar la piedra. No era,
pues, este el sistema empleado por el hombre primitivo para tallar las lajas o
cuchillos de pedernal.
Para obtener
estas lajas o cuchillos, en vez de aplicar el golpe en sentido perpendicular, es
preciso aplicarlo en sentido oblicuo o lateral, siguiendo una línea casi
tangente, pero para eso son condiciones indispensables: primero, que el guijarro
esté fuertemente asegurado, sea en la mano, sea contra el suelo, de modo que no
se mueva; en este último caso, como ya lo he dicho, el golpe no debe aplicarse
perpendicularmente al punto sobre el cual se apoya, sino en sentido lateral y en
su parte superior; segundo, que el golpe sea fuerte y seco, es decir que la mano
debe retirarse tan pronto corno el martillo haya tocado la superficie del
guijarro. En estas condiciones se separará un fragmento de la corteza del
pedernal, y en este, fragmento, sobre la nueva superficie que acaba de
producirse, veréis un concoide afectando una forma semiconoidal. Su parte
superior o ápice corresponderá, como siempre, a la parte de la superficie sobre
la cual ha golpeado el martillo, y desde este punto se verá que la hendidura
primera se ha propagado en sentido divergente formando el concoide y separando
completamente la laja de pedernal. He aquí varios fragmentos de corteza de
guijarros de pedernal obtenidos de este modo por el hombre prehistórico y en los
cuales el concoide está muy bien indicado.
Estos fragmentos de corteza
así separados tampoco tienen formas definidas; presentan una sola superficie
artificial, que es la que se produce al tiempo de separarse la laja del
guijarro, y no tenían indudablemente aplicación. Era un trabajo indispensable
para la preparación del guijarro del cual debían obtenerse los instrumentos. En
efecto: una vez que del guijarro se ha sacado un segmento de la corteza, queda
en él una superficie plana, en la que se pueden aplicar los golpes con mayor
precisión; por eso es que esta cara lleva el nombre de "superficie de
percusión". Teniendo esta piedra fuertemente asegurada en la mano izquierda, sin
ningún otro punto de apoyo y con la superficie plana o de percusión en su parte
superior, aplicando con el martillo que se tiene en la mano derecha fuertes
golpes perpendiculares en las partes cercanas a la periferia de esta superficie
plana, se obtendrá un número de lajas que dejarán en la piedra que
se
tiene en la mano, otras
tantas facetas verticales a la superficie de percusión. Estas lajas se
distinguen de las primeras por presentar dos caras artificiales. La superior, en
la que se ha aplicado el golpe, que se halla constituida por un trozo de la
superficie de percusión precedentemente practicada en el guijarro; y la que le
es vertical, producida por la percusión, y en cuya parte superior, se ve el
concoide. cuya parte más elevada o ápice corresponde (aunque ya quizá estéis
fatigados de oírmelo repetir), al punto fijo de la superficie de percusión en
que golpeó el martillo. He aquí una de esas lajas, que presenta el concoide con
su superficie artificial correspondiente; y la superficie de
percusión.
Cuando del guijarro
primitivo se han sacado de este modo todas las partes verticales a la periferia
de la superficie de percusión, queda en la mano lo que se llama un núcleo, es
decir, un generador de instrumentos, del que puede sacarse uno a cada golpe.
Este núcleo presentará en su parte superior, una superficie plana, que es la
superficie de percusión, y a su alrededor un número de facetas verticales que
forman ángulos más o menos abiertos con la superficie de percusión y separadas
unas de otras por aristas longitudinales. Aplicando con un martillo de piedra un
golpe fuerte y seco sobre esta arista, esto es, sobre el ángulo sólido que forma
sobre ella la superficie de percusión, se separará una laja de piedra angosta y
larga que presentará tres caras, dos en su parte superior, que son las
primitivas del núcleo que formaban la arista, y una en su parte inferior, que es
la que se ha producido al tiempo de separarse la laja del núcleo. La operación
puede continuarse sucesivamente con todos los ángulos hasta que el
núcleo
esté reducido a un tamaño
tan diminuto que ya no se pueda tener sujeto en la mano.
Pero para obtener esas lajas
o cuchillos se necesita una cierta habilidad o práctica: es preciso que el golpe
(sirviéndome de una expresión de los jugadores de billar), esté acompañado de
efecto, es decir, que toda la fuerza de percusión debe ser dirigida en cierto
sentido, para lo que se necesita una gran destreza. Es preciso, además, que el
núcleo esté sólidamente sujetado en la mano, sin ningún otro apoyo, porque de
otro modo, la resistencia del objeto sobre el cual se apoyara, reflejando la
fuerza de percusión, quebraría la laja de pedernal en pedazos antes que se
hubiera separado completamente del núcleo. Cuando el golpe ha sido aplicado con
gran fuerza y destreza, la parte superior del núcleo y de la laja antes de que
se hayan separado en todo su largo, vuelven a chocar entre sí, de lo que resulta
que encima del concoide se separa generalmente otro pequeño casco de pedernal
que se lleva la superficie convexa de aquel.
Cada una de estas lajas de
pedernal, o cuchillos, como se les llama, debe, pues,
presentar los siguientes
caracteres, que demuestran todos la intervención intencional de un ser
inteligente: en su parte superior debe tener lo que se llama un talón, que se
halla constituido por el concoide y la superficie plana sobre la cual se dio el
golpe que separa la laja o superficie de percusión.
Una
laja de piedra que presenta todos estos caracteres, proceda de donde proceda, se
puede asegurar que es una forma intencional, y ella prueba la existencia del
hombre en un punto o en una época, de una manera tan evidente, como podría
probarlo el mejor cuchillo del mejor acero salido de los talleres de Londres o
del Creusot. He aquí ahora, señores, un núcleo antiguo, de cuya superficie se
han sacado varias lajas o cuchillos que han dejado en la piedra esas facetas
longitudinales que en ella observáis; he aquí varias de esas lajas o cuchillos
presentando todos los caracteres de que os he hablado y un guijarro que ha
servido como percutor o martillo.
Las
formas accidentales, los pedernales partidos por la presión de las rocas, por
las alternativas de sequedad y humedad, por el hielo o por la acción del sol,
nunca
presentan un concoide de
percusión, cuyo ápice parta de la periferia, ni los demás
caracteres de que os he
hablado. Aquí tenéis, señores, varios pedernales, partidos por causas
accidentales; comparadlos con los artificiales y veréis que nada hay más fácil
que distinguir a los unos de los otros.
En
cuanto a los otros objetos de piedra llamados hachas, puntas de flecha,
raspadores, etc., es inútil que insista en decir que no pueden ser más que la
obra del hombre, pues ello es por demás evidente. Mi objeto era únicamente
demostrar que el más tosco casco de pedernal obtenido intencionalmente de un
solo golpe por el hombre, lleva en sí mismo la marca de fábrica que nos revela
la acción única y exclusiva, de un ser inteligente.
Una
vez probado que estos toscos objetos de piedra son evidentemente trabajados por
el hombre, surge otra duda que es preciso disipar. Está bien, se me dirá:
admitimos como un hecho demostrado que esas piedras fueron talladas por el
hombre; pero si pudo tallarlas en otras épocas, puede también tallarlas en la
actualidad; y desde luego nada nos prueba que muchos de esos objetos que se
dicen antiguos, no sean sofisticaciones modernas. Felizmente, la ciencia, que
puede probar de un modo evidente que esos objetos sólo puede haberlos fabricado
un ser inteligente, puede también distinguir con la misma seguridad las
sofisticaciones modernas de los objetos antiguos; y no sólo puede eso, sino que
generalmente le basta al arqueólogo el simple examen de los objetos
prehistóricos para determinar su antigüedad relativa.
Las
sofisticaciones modernas ejecutadas con ayuda de instrumentos de metal
se
conocen inmediatamente por
los rastros que éste deja en la superficie del pedernal, que siempre son
visibles, cuando no a simple vista, con ayuda de un lente. Pero el medio seguro
de conocer las falsificaciones modernas de los objetos antiguos, es el grado de
descomposición o de alteración que ha sufrido el pedernal.
El
instrumento moderno no presenta en su superficie absolutamente ninguna
alteración.
Si
con ayuda de un martillo se sacan de él algunos pequeños fragmentos, se verá que
el pedernal presenta en el interior absolutamente el mismo aspecto que en el
exterior. Esto hasta para probar que el instrumento es
moderno.
Si
el objeto es antiguo sucede lo contrario; su superficie se halla más o
menos
descompuesta; y si se rompe
un pequeño fragmento, se verá siempre que el interior difiere del exterior por
su color, y a veces hasta por su contextura y composición. Aquí tenéis una
hachita moderna en la que se ha imitado esa forma antigua y ya célebre llamada
de Saint-Acheul: el pedernal presenta su color natural. Aquí tenéis otra, poco
más o menos de la misma forma, pero antigua; su superficie se halla
completamente modificada, como puede verse por la pequeña fractura moderna, que
permite ver el interior no alterado del pedernal.
La
dificultad consiste ahora en conocer las falsificaciones hechas con los
mismos
instrumentos antiguos.
Muchos de estos objetos se encuentran en la superficie del suelo o en la tierra
vegetal, y son entonces, comparativamente a otros que se encuentran a mayor
profundidad, de época relativamente moderna. Los sofisticadores, o los que
tienen interés en desacreditar los estudios prehistóricos, que los hay
numerosos, pueden recoger estos objetos que se encuentran en la superficie del
suelo y presentarlos como encontrados en capas profundas, o viceversa, y si la
ciencia no tuviera medios para conocer esas supercherías, sin duda alguna
tendríais derecho para no acordar fe ni importancia a los estudios
prehistóricos. Pero no; la ciencia lo investiga todo: a ella no se la puede
engañar. Podrá ello conseguirse tal vez momentáneamente; pero el triunfo será
efímero.
Los
pedernales, como todas las otras piedras que permanecen largo tiempo expuestas
al aire libre, concluyen por cubrirse de raquíticas vegetaciones o musgo. Estas
vegetaciones dejan en la superficie del pedernal vestigios indelebles, que al
instante permiten afirmar que se ha encontrado en la superficie del suelo, como
sucede con este ejemplar. En la superficie de este instrumento veréis unas
pequeñas manchas negras: son las vegetaciones en cuestión.
Es
cierto que otras veces los objetos se encuentran enterrados a
pequeñas
profundidades, en la tierra
negra; y que, por consiguiente, no han podido desarrollarse vegetaciones en su
superficie; pero en este caso los trabajos de la agricultura removiendo
anualmente el terreno han hecho que los instrumentos de hierro destinados a la
labranza choquen más de una vez con esos objetos. Cada choque ha dejado en la
superficie de los instrumentos una pequeña partícula de hierro que se ha oxidado
produciendo una mancha, y esas manchas nos permiten afirmar actualmente que los
instrumentos que las presentan estuvieron envueltos en la tierra vegetal, como
os lo demostrarán estos ejemplares de hachas de piedra, relativamente modernas,
que se encontraban en la tierra vegetal y que muestran en su superficie un gran
número de esas manchas coloradas producidas por la oxidación del
hierro.
Esta prueba puede
encontrarse a menudo reunida en el mismo ejemplar, con la de las
vegetaciones.
Sin
embargo, en algunos casos, ella no puede presentarse tampoco, ya porque
los
terrenos nunca fueron
cultivados, ya porque los objetos se encuentran enterrados a una profundidad
bastante considerable, a donde no alcanzan los instrumentos con que se remueve
la tierra. En este caso hay que recurrir a un carácter general tan inequívoco
como los otros. Todos los sílex o pedernales que se encuentran en la superficie
del suelo o envueltos en la tierra vegetal, debido a los agentes atmosféricos y
al ácido carbónico de que las aguas de infiltración están siempre más o menos
cargadas, han sufrido una descomposición particular sobre toda su superficie.
Han perdido su color natural; se han puesto blancos; y este color penetra hacia
el interior hasta una profundidad variable, que está sin duda en relación con el
espacio de tiempo en que dichos pedernales han estado expuestos a esos agentes
modificadores. El sílex se halla en algunos casos tan descompuesto que la parte
blanca así alterada, llamada pátina, puede reducirse a polvo entre los dedos.
Aquí podéis ver varios ejemplares de pedernales que han sufrido esta
modificación, lo que siempre prueba que los objetos que la presentan pertenecen
a los últimos tiempos de la edad de la piedra, esto es: que proceden de la
superficie del suelo, o de la tierra vegetal.
También es verdad que en
algunos casos muchos de estos objetos de la sección más moderna de la época de
la piedra han caído en el fondo de los lechos de los ríos, en donde el continuo
contacto de la arena y el agua los han preservado de la
descomposición de que he
hablado. Esos objetos se encuentran a menudo en la arena que se extrae del fondo
de los ríos, pero en este caso también podemos determinar su procedencia, por
una especie de barniz muy brillante que presentan, producido por el contacto y
el frotamiento lento durante siglos y siglos de la arena mezclada con el agua,
como sucede con este ejemplar que recogí en el fondo del
Sena.
Los
objetos que se encuentran en capas más profundas que la de la tierra vegetal, y,
por consiguiente, más antiguos que los precedentes, no han sido alterados por
los agentes que han descompuesto la superficie de los más modernos. Las
modificaciones que estos instrumentos han sufrido en su superficie y los colores
que presentan, han sido producidos únicamente por el contacto del medio en que
se hallan, es decir: por la acción de los terrenos en que estuvieron envueltos.
Así, pues, esas alteraciones y modificaciones deben siempre estar en relación
con la composición y color del terreno de donde se han exhumado, lo que
constituye a la vez que una garantía de la autenticidad de los objetos, un sello
de procedencia y antigüedad relativa irrefutable.
Un
carácter generalmente común a todos estos objetos más antiguos, es mostrar en su
superficie un número más o menos variable de manchas negruzcas de figura
arborescente, llamadas dendritas, producidas por la acción de los óxidos de
hierro y de manganeso que se encuentran en el terreno, como podréis observarlo
en este ejemplar.
En
las capas de arena los pedernales toman un color amarillento parecido al de la
cera, como en este ejemplar, de cuyos bordes he hecho saltar varios pequeños
fragmentos que dejan ver el color interior natural del cuarzo. En las capas de
arcilla toman un color algo rojizo y son un poco untuosas al tacto, como el
ejemplar siguiente. En las capas de arcilla mezclada con arena, este color es
más subido tirando ya algo al rojo, y la superficie de los instrumentos es algo
lustrosa, aunque este carácter es más o menos común a todos los objetos
antiguos, como lo veréis en estos ejemplares. En las capas compuestas de arena y
guijarros han tornado tintes más o menos veteados o jaspeados, como en estos.
Cuando las capas de guijarros y de arena contenían fuertes proporciones de
substancias colorantes como óxidos de hierro y de manganeso, los pedernales han
tomado un color ceniza o completamente negro, como estos. Otras veces, como en
este caso, la arena y los guijarros se han adherido fuertemente a la superficie
de los instrumentos. En algunos casos se han formado en la superficie de éstos,
cristalizaciones de carbonato de cal, según podéis verlo en este ejemplar.
Otros
ejemplares se han incrustado
en una roca calcárea tan dura que es imposible sacarlos enteros y limpiarlos,
como sucede. con este ejemplar; para sacarlo del fragmento de calcáreo en que se
hallaba envuelto, tuve que emplear cortafierro y martillo, y aun así, sólo pude
sacarlo en fragmentos que encolé después. Por las roturas producidas en el acto
de exhumarlo, podéis ver que el interior del pedernal no alterado por el tiempo,
difiere completamente del exterior, que ha sido coloreado de diferentes matices;
y veréis, además, que en la superficie del instrumento se hallan aún adheridas
porciones considerables del calcáreo. He aquí igualmente un fragmento de la roca
en que este objeto se hallaba incrustado.
Estas incrustaciones, estas
rocas, estas cristalizaciones, colores y pátinas que presentan los instrumentos
antiguos no se podría tratar de imitarlas de ningún modo, sin que al instante se
descubriera la superchería.
Ya
veis, señores, que si se puede distinguir con la mayor seguridad un casco de
pedernal obtenido por el hombre de un solo golpe dado intencionalmente, de un
casco o fragmento de piedra partido al azar, también pueden distinguirse con la
misma seguridad los objetos trabajados actualmente por manos falsarias, de los
que han sido tallados por el hombre prehistórico.
Aunque ya os he entretenido
bastante, voy a tratar de daros aunque sea en pocas
palabras, una idea del
progreso de la industria de la piedra a través de las
épocas
geológicas.
Los
objetos más antiguos que presentan vestigios de un trabajo intencional conocidos
hasta ahora, se han encontrado en los terrenos terciarios medios de Francia, en
los terrenos miocenos de Thenay. En este punto, un sabio francés tan poco ateo y
materialista, que era clérigo, aunque liberal, el padre Bourgeois, recogió un
gran número de guijarros, partidos, unos por la acción del fuego y otros por
golpes intencionales. Estos serían los primeros ensayos en el arte de trabajar
la piedra, y remontan a una época tan alejada de nosotros, que desde entonces se
han sucedido una media docena de faunas distintas. El ser que talló esos
pedernales fue contemporáneo del Aceratherium, el Mastodon y el gigantesco
Dinotherium, animal enigmático cuyas verdaderas afinidades aún son un misterio.
Los mamíferos actuales no están representados por ninguna especie, aunque sí por
algunos muy rarísimos géneros.
Tampoco se han encontrado
huesos humanos. Partiendo de esos hechos, los
paleontólogos niegan que sea
el hombre quien talló esos sílex, porque el antecesor del hombre actual en esa
época, dicen, y con razón, debía ser tan diferente del hombre que aún no era
hombre, y han dado en llamarlo Anthropopithecus o precursor del hombre. Y uno de
los paleontólogos más célebres de nuestra época, el señor Gaudry, profesor de
paleontología en el Museo de Historia Natural de París, rarísimo ejemplo de
naturalista contemporáneo católico fervoroso, no trepida un instante para
atribuir esas primeras huellas industriales a un gran mono sin cola,
antropomorfo, muy parecido al hombre, que vivió en esa misma época y es conocido
en la ciencia con el nombre de Dryopithecus Fontani.
Esos primeros rudimentarios
ensayos de industria permanecen estacionarios durante períodos de un espacio de
tiempo inmenso, hasta que en los terrenos terciarios superiores de Portugal, de
Francia y de las pampas de Buenos Aires, se presentan ya lajas de pedernal
obtenidas por el hombre, del cual también se encuentran restos óseos, que
demuestran que bien merece este nombre, aunque estuviera entonces representado
por razas inferiores en el día extinguidas. El hombre que tallaba esos toscos
cascos de pedernal, que eran sus únicas armas e instrumentos, en las regiones
del Plata, fue contemporáneo del Megaterio, el Milodonte, el Gliptodonte, el
Mastodonte, el Escelidoterio, el Toxodonte, etc., y en Europa del Hiparion o
caballo de tres dedos y del elefante meridional, el más antiguo y más corpulento
de los elefantes. Esos cascos de pedernal presentan todos los caracteres de la
talla intencional, de que ya os he hablado anteriormente.
Muchos dudan de que estos
toscos objetos hayan tenido una aplicación cualquiera, pero es un error; pueden
servir o han servido para cortar o aserrar, como os lo van a demostrar algunos
experimentos que voy a practicar con algunos de los más toscos, delante de
vosotros.
Aquí tenéis un casco antiguo
de pedernal que ha servido para aserrar y que aún puede servir para el mismo
uso. (El orador asierra).
He
aquí un casco de pedernal de grandes dimensiones, pero sumamente tosco, obtenido
de un solo golpe, que no estaba enmangado, como que ninguno de los instrumentos
de esa época tenía cabo, y sin embargo se puede cortar y hachear con él
perfectamente. (El orador corta y hachea).
Hasta los instrumentos más
pequeños tenían indudablemente una utilidad práctica y aun podían ser destinados
a muchos de los usos a que nosotros hacemos servir nuestros cortaplumas. (El
orador hace experimentos con objetos de pequeñas dimensiones).
Muchas de estas lajas y de
todas las épocas, muestran en los bordes una especie de bahía o cavidad entrante
producida generalmente por una serie de pequeños golpes, como en estos
ejemplares. Este recobeco estaba destinado a trabajar los punzones de hueso o de
madera, manejándolo de este modo.
Ya véis por esto que si el hombre
prehistórico perdía su tiempo en tallar estas piedras, es porque ellas tenían
aplicación y de consiguiente utilidad práctica.
Sucede a la época del
elefante meridional, la época del elefante antiguo o del
cuaternario inferior. El
hombre de esta época inventa dos nuevos instrumentos de
piedra. Uno es el hacha
llamada de Saint-Acheul o amigdalóidea, aunque puede
presentar formas muy
variadas: está siempre tallada en las dos caras y se usaba
asegurándola simplemente con
la mano, de este modo. El otro, que es este, es una especie de perforador,
llamado punzón, de base dilatada, porque podía igualmente manejarse con la mano,
sin necesidad de cabo.
Sucede a la época del
elefante antiguo, la época del elefante primigenio o
mamut,
correspondiente al
cuaternario medio. Los instrumentos anteriores persisten, aunque el hacha
amigdalóidea disminuye en número, y apárecen algunas formas nuevas, como la
punta llamada de Moustier, de la cual aquí tenéis un magnífico ejemplar, si
queréis examinarlo; y el instrumento llamado rascador, que es un casco de
pedernal liso en una cara y con la otra tallada de modo que un borde presente un
filo en bisel y el otro quede grueso para poderlo asegurar bien en la mano.
Aparecen igualmente las sierras y las lajas de pedernal largas y angostas, como
las que ya he tenido ocasión de mostraron.
Además empieza a propagarse
y progresar el tallado o trabajo del hueso.
Sucede a la época del mamut,
la época del reno, o del cuaternario superior. Aquí el hacha amigdalóidea ha
desaparecido por completo. La invención del arco, que permitía atacar desde
lejos arrojando pequeñas puntas de pedernal o de hueso a una distancia
considerable, hacía innecesario el antiguo y pesado instrumento. El rascador
está substituido por el raspador, que es una laja o cuchillo de sílex como este,
una de cuyas extremidades está redondeada a pequeños golpes y que podía
asegurarse fácilmente en la mano por el otro extremo. El antiguo punzón de base
dilatada se halla substituido por este otro, tallado igualmente como lo véis, en
una hoja de pedernal, una de cuyas extremidades ha sido tallada en doble bisel
por medio de dos golpes transversales: es una especie de perforador o taladro.
La industria del hueso alcanza un gran desarrollo y produce puntas de flecha,
punzones, pulidores, agujas, anzuelos, arpones y hasta grabados y
esculturas.
Llega, en fin, la época
neolítica, correspondiente a los primeros tiempos de la época geológica actual:
esta es la más moderna de las épocas de la piedra y la que ha precedido
inmediatamente al descubrimiento de los metales. El hombre frotó quizá por
casualidad un guijarro contra un fragmento de gres y produjo un borde cortante
en el primero: el hacha de piedra pulida, de la que aquí tenéis a la vista un
hermoso ejemplar, característica de esta época, a la que también le ha dado su
nombre, estaba descubierta. Este objeto pulido y afilado en esa forma, ya se le
considere como un arma, ya como un instrumento, constituye una gran ventaja y un
gran progreso sobre los pedernales simplemente tallados de las épocas
precedentes. Este descubrimiento coincide con otro no menos importante y de una
influencia poderosa en el desarrollo progresivo de la industria del hombre
primitivo, el descubrimiento de la alfarería. En los últimos tiempos de esta
época, la industria de la piedra adquiere todo su desarrollo: el hombre fabrica
en piedra puntas de flecha, de dardo y de lanza de un trabajo verdaderamente
artístico, martillos, escoplos, morteros, sierras, agujas, punzones, anzuelos,
alisadores, bolas arrojadizas, ídolos, etc., etc.
Luego aparece el cobre, que
el hombre conoció probablemente por primera vez en
América; y le sigue bien
pronto el descubrimiento del bronce; y más tarde el del hierro, que de etapa en
etapa nos conducen hasta el desarrollo de la industria
actual.
Ya
véis, pues, señores, que nada es innato en el hombre; la industria de la piedra
no ha sido una misma en el transcurso de las épocas pasadas. Ella aparece por
primera vez cuando al hombre primitivo o a su precursor se le ocurrió la idea de
golpear una piedra contra otra piedra; y se ha perfeccionado y desarrollado
gradualmente, aunque con suma lentitud, durante miles y miles de
años.
Las
pocas consideraciones que acabo de exponemos sobre las épocas de la piedra
forman parte del estudio de la antropología. Esta es la más moderna de las
ciencias, a pesar de lo cual es la más vasta y la que en menos espacio de tiempo
ha hecho mayores progresos y dado más resultados.
En
Europa tiene un público numeroso y un Congreso Internacional, que se reúne cada
bienio en las principales capitales, y sus trabajos constituyen ya toda una
biblioteca.
Las
grandes asociaciones científicas de Europa y Norte América tienen sus secciones
de Antropología. En Inglaterra, Francia, Alemania, Italia, España y hasta en
Rusia, tiene sus revistas especiales que forman todos los años, gruesos
volúmenes. Os citaré tan sólo la "Revue d'Anthropologie", fundada en París por
el finado Broca, y en cuya nómina de redactores tengo el honor de figurar. Los
"Materiaux pour I'histoire de I'homme primitif", que publica en Toulouse mi
colega y amigo Cartailhac. El "Diccionario de Ciencias Antropológicas", que
actualmente se está publicando en París. El "Archivio per l'Antropologia", que
dirige en Florencia el profesor Mantegazza. El "Bollettino di paleoetnologia
Italiana", que publica una sociedad de profesores italianos. La "Revista de
Antropología" de Madrid. La "Revista del Instituto Antropológico" de Londres. Y
otras publicaciones análogas en Alemania, Austria, Rusia, Suecia, etc., sin
contar los numerosos trabajos que se publican en volúmenes por separado o en
otras revistas
científicas. En París, Lyón,
Florencia, Londres, Viena, Berlín, Moscou y muchas otras ciudades europeas de
segundo orden, existen sociedades perfectamente constituidas, que disponen de
grandes recursos y tienen por único objeto el adelanto de las ciencias
antropológicas. Allí hay numerosos museos consagrados exclusivamente a la
conservación de las colecciones antropológicas. En el mismo Museo de París la
antropología no sólo tiene su galería especial, sino también su cátedra,
desempeñada por una de las celebridades científicas contemporáneas, el profesor
De Quatrefages, con ayudantes igualmente célebres, corno Hamy y otros que no
necesito nombrar. El famoso Museo de Saint-Germain está destinado a la
conservación de las antigüedades antropológicas y se encuentra bajo la dirección
de dos hombres célebres en las ciencias contemporáneas: Bertrand y de Mortillet.
Londres y París tienen su Instituto Antropológico, con su revista, su Museo y
numerosos profesores encargados de la enseñanza de las diferentes ramas de la
antropología. Las principales Universidades de Europa tienen ya sus cátedras
consagradas a la enseñanza de esta misma ciencia.
Buenos Aires es el centro
más ilustrado de América del Sur. Señores: al concluir, hago votos, que espero
de vuestra benevolencia repitáis, para que la Universidad de esta capital sea la
primera en América del Sur, que introduzca en sus programas un curso completo de
ciencias antropológicas."
Conferencia realizada en el
Instituto Geográfico Argentino, Buenos Aires, 19 de junio de
1882.