He
vuelto hace
unos instantes de visitar a mi casero y ya se me figura que ese solitario vecino
va a inquietarme por más de una causa. En este bello país, que ningún
misántropo hubiese podido encontrar más agradable en toda Inglaterra, el
señor Heathcliff y yo habríamos hecho una pareja ideal de compañeros. Porque ese
hombre me ha parecido extraordinario. Y eso que no mostró reparar en la
espontánea simpatía que me inspiró. Por el contrario, metió los dedos más
profundamente en los bolsillos de su chaleco y sus ojos desaparecieron entre sus
párpados cuando me oyó pronunciar mi nombre y
preguntarle:
‑¿El
señor Heathcliff?
Él asintió con
la cabeza.
‑Soy Lockwood,
su nuevo inquilino. Le visito para decirle que supongo que mi insistencia en
alquilar la «Granja de los Tordos» no le habrá causado
molestia.
‑Puesto que la
casa es mía ‑respondió apartándose de mí‑ no hubiese consentido que nadie me
molestase sobre ella, si así se me antojaba. Pase.
Rezongó aquel
«pase» entre dientes, con aire tal como si quisiera mandarme al diablo. Ni tocó
siquiera la puerta en confirmación de lo que decía. Esto bastó para que yo
resolviese entrar, interesado por aquel sujeto, al parecer más reservado que yo
mismo. Y como mi caballo empujase la barrera, él soltó la cadena de la
puerta y me precedió, con torvo aspecto, hacia el patio, donde dijo a
gritos:
‑¡José!
¡Llévate el caballo de este señor y danos vino!
Puesto que
ambas órdenes se dirigían a un solo criado, juzgué que toda la servidumbre se
reducía a él. Por eso entre las baldosas del patio medraban hierbajos y los
setos estaban sin recortar, sólo mordisqueadas sus hojas por el
ganado.
José era
hombre entrado en años, aunque sano y fuerte. Lanzó un contrariado «¡Dios
nos valga!» y, mientras se llevaba el caballo, me miró con tanta malignidad que
preferí suponer que impetraba el socorro divino para digerir bien la comida
y no con motivo de mi presencia.
A la casa
donde vivía el señor Heathcliff se la llamaba «Cumbres Borrascosas» en el
dialecto local. El nombre traducía bien los rigores que allí desencadenaba el
viento cuando había tempestad. Ventilación no faltaba sin duda. Se advertía lo
mucho que azotaba el aire en la inclinación de unos pinos cercanos y en el hecho
de que los matorrales se doblegaban en un solo sentido, como si se
prosternasen ante el sol. El edificio era sólido, de espesos muros a juzgar
por lo hondo de las ventanas, y protegidos por grandes
guardacantones.
Parándome,
miré los ornamentos de la fachada. Sobre la puerta, una inscripción decía
«Hareton Earnshaw, 15OO». Aves carniceras de formas extrañas y niños en posturas
lascivas enmarcaban la inscripción. Aunque me hubiese gustado comentar todo
aquello con el rudo dueño de la casa, no quise aumentar con esto la
impaciencia que parecía evidenciar mientras me miraba desde la puerta como
instándome a que entrase de una vez o me marchara.
Por un pasillo
llegamos al salón que en la comarca llaman siempre «la casa», y al que no
preceden otras piezas. Esa sala suele abarcar comedor y cocina, pero yo no vi
cocina, o mejor dicho no vi signos de que en el enorme larse guisase nada.
Pero en un ángulo oscuro se percibía rumor de cacharros. De las paredes no
pendían cazuelas ni utensilios de cocina. En un rincón se levantaba un
aparador de roble con grandes pilas de platos, sin que faltasen jarras y
tazas de plata. Encima del aparador había tortas de avena y perniles curados de
vaca, cerdo y carnero. Colgaban sobre la chimenea escopetas viejas, de
cañones herrumbrosos y unas pistolas de arzón. Se veían encima del mármol tres
tarros de vivo colorido. El suelo era de piedra lisa y blanca. Había sillas de
forma antigua, pintadas de verde, con altos
respaldos.
En los
rincones se acurrucaban perros. Una hembra con sus cachorros se escondía bajo el
aparador.
Todo era muy
propio de la morada de uno de los campesinos de la región, gente recia,
tosca, con calzón corto y polainas. Esas salas y esos hombres sentados en ellas
ante un jarro de cerveza espumeante abundan en el país, mas Heathcliff
contrastaba mucho con el ambiente. Por lo moreno, parecía un gitano, pero tenía
las maneras y la ropa de un hombre distinguido y, aunque algo descuidado en
su indumentaria, su tipo era erguido y gallardo.
Dijeme que
muchos le tendrían por soberbio y grosero y que, sin embargo, no debía ser
ninguna de ambas cosas. Por instinto imagine su reserva, hija del deseo de
ocultar sus sentimientos. Debía saber disimular sus odios y simpatías y juzgar
impertinente a quien se permitiera manifestarle los suyos.
Es probable
que yo me aventurase mucho al atribuir a mi casero mi propio carácter. Quizá él
regateara su mano al amigo ocasional, por motivos muy diversos. Tal vez mi
carácter sea único.
Mi madre solía
decirme que yo nunca tendría un hogar feliz y lo que me ocurrió el verano
último parece dar la razón a mi progenitora, porque, hallándome en una playa
donde pasaba un mes, conocí a una mujer bellísima, realmente hechicera. Aunque
nada le dije, si es cierto que los ojos hablan, los míos debían delatar mi
locura por ella. La joven lo notó y me correspondió con una mirada dulcísima. ¿Y
qué hice? Declaro avergonzado que rectifiqué, que me hundí en mí mismo como un
caracol en su concha y que cada mirada de la joven me hacía alejarme más, hasta
que ella, probablemente desconcertada por mi actitud y suponiendo haber sufrido
un error, persuadió a su madre de que se fuesen.
Esas
brusquedades y cambios me han valido fama de cruel, sin que nadie, no siendo yo
mismo, sepa cuánto error hay en ello.
Heathcliff y
yo nos sentamos silenciosos ante la chimenea. La perra, separándose de sus
cachorros, se acercó a mí, fruncido el hocico y enseñando sus blancos dientes.
Cuando quise acariciarla emitió un gruñido gutural.
-Déjela -dijo
Heathcliff haciendo coro a la perra con otro gruñido y asestándole un puntapié-.
No está hecha a caricias ni se la tiene para eso.
Incorporóse,
fue hacia una puerta lateral y gritó:
-¡José!
José masculló
algo en el fondo de la bodega, mas no apareció. Entonces su amo acudió en su
busca. Quedé solo con la perra y con otros dos mastines que me miraban
atentamente. No me moví, temeroso de sus colmillos, pero pensé que la mímica no
les molestaría y les hice unas cuantas muecas. Fue una ocurrencia muy
desgraciada, porque la señora perra, ofendida sin duda por alguno de mis gestos,
se precipitó sobre mis pantalones. La repelí y me di prisa a refugiarme tras de
la mesa, acto que puso en acción a todo el ejérito caniño. Hasta seis demonios
en cuatro patas confluyeron desde todos los rincones en el centro de la sala.
Mis talones y los faldones de mi levita fueron los más atacados. Quise
defenderme con el hurgón de la lurnbre, pero no bastó y tuve que pedir auxilio a
voz en cuello.
Heathcliff y
José subían con desesperada calma. La sala era un infierno de ladridos y gritos,
pero ellos no se apresuraban nada en absoluto. Por suerte, una rolliza criada
acudió más deprisa, arremangadas las faldas, rojas las mejillas por la cercanía
del fogón, desnudos los brazos y en la mano una sartén, merced a cuyos golpes,
acompañados por varios denuestos, se calmó en el acto la tempestad. Al entrar
Heathcliff, ella, agitada como el océano tras un huracán, campeaba en medio de
la habitación.
-¿Qué diablos
ocurre? -preguntó mi casero con tono que juzgué intolerable tras tan
inhospitalario acontecimiento.
-De diablos es
la culpa -respondí-. Los cerdos endemoniados de los Evangelios no debían
encerrar más espíritus malos que sus perros, señor Heathcliff. Dejar a un
forastero entre ellos es igual que dejarle entre un rebaño de
tigres.
-Nunca se
meten con quien no les incomoda -dijo él-. La misión de los perros es vigilar.
¿Un vaso de vino?
-No,
gracias.
-¿Le han
mordido?
-En ese caso
lo habría conocido usted por lo que yo habría hecho al que me
mordiera.
-Vaya, vaya
-repuso Heathcliff, con una mueca-. No se excite, señor Lockwood, y beba un poco
de vino. En esta casa suele haber tan pocos visitantes que ni mis perros ni yo
acertamos a recibirles como merecen. ¡Ea, a su salud!
Comprendiendo
que sería absurdo formalizarme por la agresión de unos perros feroces, me calmé
y correspondí al brindis. Además se me figuró que mi casero se mofaba de mí y no
quise darle más razones de irrisión. En cuanto a él, debió juzgar necio el
tratar tan mal a un buen inquilino, y, mostrándose algo menos conciso, empezó a
charlar de las ventajas e inconvenientes de la casa que me había arrendado, lo
que sin duda le parecía interesante para mí. Opiné que hablaba con buen criterio
y resolví decirle que repetiría mi visita al día siguiente. Y, aun cuando él no
mostrara ningún entusiasmo al oírlo, he decidido volver. Me parece mentira
comprobar lo amigo del trato social que soy, por comparación al dueño de mi
casa.
Ayer por la
tarde hizo frío y niebla. Primero dudé entre quedarme en casa, junto al fuego, o
dirigirme, a través de cenagales y yermos, a «Cumbres
Borrascosas».
Pero después
de comer (advirtiendo que como de una a dos, ya que el ama de llaves, a la que
acepté al alquilar la casa como si fuese una de sus dependencias, no comprende,
o no quiere comprender, que ¿eseo comer a las cinco), al subir a mi cuarto,
hallé en él a una criada arrodillada ante la chimenea y esforzándose en
extinguir las llamas mediante masas de ceniza con las que levantaba una
polvareda infernal. Semejante espectáculo me desanimó. Cogí el sombrero y tras
una caminata de cuatro millas llegué a casa de Heathcliff en el preciso instante
en que comenzaban a caer los primeros copos de una nevada
semilíquida.
El suelo de
aquellas solitarias alturas estaba cubierto de una capa de escarcha ennegrecida,
y el viento estremecía de frío todos mis miembros.
Al ver que mis
esfuerzos para levantar la cadena que cerraba la puerta de la verja eran vanos,
saltó la valla, avancé por el camino bordeado de groselleros, y golpeé con los
nudillos la puerta de la casa, hasta que me dolieron los dedos. Se oía ladrar a
los canes.
«Vuestra
imbécil inhospitalidad merecía ser castigada con el aislamiento perpetuo de
vuestros semejantes, ¡bellacos! -murmuré mentalmente-. Lo menos que se puede
hacer es tener abiertas las puertas durante el día. Pero no me importa. He de
entrar.»
Tomada esta
decisión, sacudí con fuerza la aldaba. La cara de vinagre de José apareció en
una ventana del granero.
-¿Qué quiere
usted? -preguntó-. El amo está en el corral. Dé la vuelta por el ángulo del
establo.
-¿No hay quien
abra la puerta?
-Nadie más que
la señorita, y ella no le abriría aunque estuviese usted llamando hasta la
noche. Sería inútil.
-¿Por qué? ¿No
puede usted decirle que soy yo?
-¿Yo? ¡No!
¿Qué tengo yo que ver con eso? -replicó, mientras se
retiraba.
Espesábase la
nieve. Yo empuñaba ya el aldabón para volver a llamar, cuando un joven sin
chaqueta y llevando al hombro una horca de labranza apareció y me dijo que le
siguiera. Atravesamos un lavadero y un patio embaldosado en el que había un pozo
con bomba y un palomar, y llegamos a la habitación donde el día anterior fui
introducido. Un inmenso fuego de carbón y leña la caldeaba, y, al lado de la
mesa, en la que estaba servida una abundante merienda, tuve la satisfacción de
ver a «la señorita», persona de cuya existencia no había tenido antes noticia
alguna. La saludé y permanecí en pie, esperando que me invitara a sentarme. Ella
me miró y no se movió de su silla ni pronunció una sola
palabra.
-¡Qué tiempo
tan malo! -comenté-. Lamento, señora Heathcliff, que la puerta haya sufrido las
consecuencias de la negligencia de sus criados. Me ha costado un trabajo
tremendo hacerme oír.
Ella no movió
los labios. La miré atentamente, y ella me correspondió con otra mirada tan
fría, que resultaba molesta y desagradable.
-Siéntese
-gruñó el joven-. Heathcliff vendrá enseguida.
Obedecí,
carraspeé y llamé a Juno, la malvada perra, que esta vez se dignó mover
la cola en señal de que me reconocía.
-¡Hermoso
animal! -empecé-. ¿Piensa usted desprenderse de los cachorrillos,
señora?
-No son míos
-dijo la amable joven con un tono aún más antipático que el que hubiera empleado
el propio Heathcliff.
-Entonces,
¿sus favoritos serán aquéllos? -continué, volviendo la mirada hacia lo que me
pareció un cojín con gatitos.
-Serían unos
favoritos bastante extravagantes -contestó la joven
desdeñosamente.
Desgraciadamente,
los supuestos gatitos eran, en realidad, un montón de conejos muertos. Volví a
carraspear, me aproxime al fuego y repetí mis comentarios sobre lo desagradable
de la tarde.
-No debía
usted haber salido -dijo ella, mientras se incorporaba y trataba de alcanzar dos
de los tarros pintados que había en la chimenea.
A la claridad
de las llamas, pude distinguir por completo su figura. Era muy esbelta, y al
parecer apenas había salido de la adolescencia. Estaba admirablemente formada y
poseía la más linda carita que yo hubiese contemplado jamás. Tenía las facciones
menudas, la tez muy blanca, dorados bucles que pendían sobre su delicada
garganta, y unos ojos que hubieran sido irresistibles de haber ofrecido una
expresión agradable. Por fortuna para mi sensible corazon, aquella mirada no
manifestaba en aquel momento más que desdén y una especie de desesperación, que
resultaba increíble en unos ojos tan hermosos.
Como los
tarros estaban fuera de su alcance, fui a ayudarla, pero se volvió hacia mí con
la airada expresion de un avaro a quien alguien pretendiera ayudarle a contar su
oro.
-No necesito
su ayuda -dijo-. Puedo cogerlos yo sola.
-Dispense -me
apresuré a contestar.
-¿Está usted
invitado a tomar el té? -me preguntó. Se puso un delantal sobre el vestido y se
sentó. Sostenía en la mano una cucharada de hojas de té que había sacado del
tarro.
-Tomaré una
taza con mucho gusto -repuse.
-¿Está usted
invitado? -repitió.
-No -dije,
sonriendo-; pero nadie más indicado que usted para
invitarme.
Echó el té,
con cuchara y todo, en el bote, volvió a sentarse, frunció el entrecejo, e hizo
un pucherito con los labios como un niño a punto de
llorar.
El joven,
durante esta charla, se había puesto un andrajoso gabán, y en aquel momento me
miró como si hubiese entre nosotros un resentimiento mortal. Yo dudaba de si
aquel personaje era un criado o no. Hablaba y vestía toscamente, sin ninguno de
los detalles que Heathcliff presentaba de pertenecer a una clase superior. Su
cabellera castaña estaba desgreñadísima, su bigote crecía descuidadamente y sus
manos eran tan toscas como las de un labrador. Pero, con todo, ni sus ademanes
ni el modo que tenía de tratar a la señora eran los de un criado. En la duda,
preferí no conjeturar nada sobre él.
Cinco minutos
después, la llegada de Heathcliff alivió un tanto la molesta situación en que me
veía situado.
-Como ve, he
cumplido mi promesa -dije con acento fingidamente jovial- y temo que el mal
tiempo me haga permanecer aquí media hora, si quiere usted albergarme durante
ese rato...
-¿Media hora?
-repuso, mientras se sacudía los blancos copos que le cubrían la ropa-. ¡Me
asombra que haya elegido usted el momento de una nevada para pasear! ¿No sabe
que corre el peligro de perderse en los pantanos? Hasta quienes están
familiarizados con ellos se extravían a veces. Y le aseguro que no es probable
que el tiempo mejore.
-Acaso uno de
sus criados pudiera servirme de guía. Se quedaría en la «Grania» hasta mañana.
¿Puede proporcionarme uno?
-No, no me es
posible.
-Pues entonces
habré de confiar en mis propios medios...
-¡Hum!
-¿Qué? ¿Haces
el té o no? -preguntó el joven del abrigo haraposo, separando su mirada de mí,
para dirigirla a la mujer.
-¿Le damos a
ese señor? -preguntó ella a Heathcliff.
-Vamos,
termina, ¿no?
Había hablado
de una forma que delataba una naturaleza auténticamente perversa. No sentí desde
aquel momento inclinación alguna a considerar a aquel hombre como un individuo
extraordinario.
Cuando el té
estuvo preparado, Heathcliff dijo:
-Acerque su
silla, señor Lockwood.
Todos nos
sentamos a la mesa, incluso el burdo joven. Un silencio absoluto reinó mientras
comíamos.
Me pareció
que, puesto que yo era el responsable de aquel nublado, debía ser también quien
lo disipase. Aquella taciturnidad que mostraban no debía ser su modo habitual de
comportarse. Por lo tanto, comenté:
-Es curioso el
considerar qué ideas tan equivocadas solemos formar a veces sobre el prójimo.
Mucha gente no podría imaginar que fuese feliz una persona que llevara una vida
tan apartada del mundo como la suya, señor Heathcliff. Y, sin embargo, usted es
dichoso, rodeado de su familia, con su amable esposa, que, como un ángel
tutelar, reina en su casa y en su corazón...
-¿Mi amable
esposa? -interrumpió con diabólica sonrisa-. ¿Y dónde está mi amable esposa,
señor?
-Hablo de la
señora de Heathcliff --contesté, molesto.
-¡Ah, ya!
Quiere usted decir que su espíritu, después de desaparecido su cuerpo, se ha
convertido en mi ángel de la guarda, y custodia «Cumbres Borrascosas». ¿No es
eso?
Me di cuenta
de la necedad que había dicho y quise rectificarla. Debía haberme dado cuenta de
la mucha edad que llevaba a la mujer, antes de suponer como cosa segura que
fuera su esposa. Él contaba alrededor de cuarenta años, y en esa edad en que el
vigor mental se mantiene incólume, no se supone nunca que las muchachas se casen
con nosotros por amor. Semejante ilusión está reservada a la ancianidad. En
cuanto a la joven, no representaba arriba de diecisiete
años.
De pronto,
como un relámpago, surgió en mí esta idea: «El grosero personaje que se sienta a
mi lado, bebiendo el té en un tazón y comiendo el pan con sus sucias manos, es
tal vez su marido. Éstas son las consecuencias de vivir lejos del mundo: ella ha
debido casarse con este patán creyendo que no hay otros que valgan más que él.
Es lamentable. Y yo debo procurar que, por culpa mía, no vaya a arrepentirse de
su elección.»
Una ocurrencia
tal podrá parecer vanidosa, pero era sincera. Mi vecino de mesa presentaba un
aspecto casi repulsivo, mientras que me constaba por experiencia que yo era
pasablemente agradable.
-Esta joven es
mi nuera -dijo Heathcliff, en confirmación de mis suposiciones. Y, al decirlo,
la miro con expresión de odio.
-Entonces, el
feliz dueño de la hermosa hada, es usted -comenté, volviéndome hacia mi
vecino.
Con esto mis
palabras acabaron de poner las cosas mal. El joven apretó los puños, con
evidente intención de atacarme. Pero se contuvo, y desahogó su ira en una brutal
maldición que me concernía, pero de la que tuve a bien no darme por
aludido.
-Anda usted
muy desacertado -dijo Heathcliff-. Ninguno de los dos tenemos la suerte de ser
dueños de la buena hada a quien usted se refiere. Su esposo ha muerto. Y, puesto
que he dicho que era mi nuera, debe ser que estaba casada con mi
hijo.
-De modo que
este joven, es...
-Mi hijo,
desde luego, no.
Y Heathcliff
sonrió, como si fuera un disparate atribuirle la paternidad de aquel
oso.
-Mi nombre es
Hareton Earnshaw -gruñó el otro y le aconsejo que lo pronuncie con el máximo
respeto.
-Creo haberlo
respetado -respondí, mientras me reía íntimamente de la dignidad con que había
hecho su presentación aquel extraño sujeto.
Él me miró
durante tanto tiempo y con tal fijeza, que me hizo experimentar deseos de
abofetearle o de echarme a reir en sus propias narices. Comenzaba a sentirme a
disgusto en aquel agradable círculo familiar. Tan ingrato ambiente neutralizaba
el confortable calor que físicamente me rodeaba, y resolví no volver en mi
vida.
Concluida la
colación, y en vista de que nadie pronunciaba una palabra, me acerqué a la
ventana para ver el tiempo que hacía. El espectáculo era muy desagradable: la
noche caía prematuramente y torbellinos de viento y nieve barrían el
paisaje.
-Creo que sin
alguien que me guíe, no voy a poder volver a casa -exclamé, incapaz de
contenerme-. Los caminos deben estar borrados por la nieve, y aunque no lo
estuvieran, es imposible ver a un pie de distancia.
-Hareton -dijo
Heathcliff-, lleva las ovejas a la entrada del granero, y pon un madero delante.
Si pasan la noche en el corral, amanecerán cubiertas de
nieve.
-¿Cómo me
arreglaré? continué, sintiendo que mi irritación
aumentaba.
Pero nadie
contestó a esta pregunta. Paseé la mirada a mi alrededor y no vi más que a José,
que traía comida para los perros, y a la señora Heathcliff que, inclinada sobre
el fuego, se entretenía en quemar un paquete de fósforos que habían caído de la
repisa de la chimenea al volver a poner el bote de té en su sitio. José, después
de vaciar el recipiente en que traía la comida de los animales,
gruñó:
-Me maravilla
que se quede usted ahí como un pasmarote cuando los demás se han ido... Pero con
usted no valen palabras. Nunca se corregirá de sus malas costumbres, y acabará
yéndose al infierno de cabeza, como su madre.
Creí que aquel
comentario iba dirigido a mí, y me adelanté hacia el viejo bribón con el firme
propósito de darle de puntapiés y obligarle a que se callara. Pero la señora
Heathcliff se me adelantó
-¡Viejo
hipócnta! ¿No temes que el diablo te lleve cuando pronuncias su nombre? Te
advierto que se lo pediré al demonio como especial favor si no dejas de
provocarme. ¡Y basta! Mira -agregó, sacando un libro de un estante-: Cada vez
progreso más en la magia negra. Muy pronto seré maestra en la ciencia oculta. Y,
para que te enteres, la vaca roja no murió por casualidad, y tu reumatismo no es
una prueba de la bondad de la Providencia...
-¡Cállese,
perversa! -clamó el viejo-. ¡Dios nos libre de todo mal!
-¡Estás
condenado, réprobo! Sal de aquí si no quieres que te haga un mal de veras. Voy a
modelar muñecos de barro o de cera que os reproduzcan a todos, y al primero que
se extralimite .... ya verás lo que le haré... Se acordará de mí... Vete... ¡Que
te estoy mirando!
Y la linda
bruja puso tal expresión de malignidad en sus ojos, que José salió
precipitadamente, rezando y temblando, mientras murmuraba:
-¡Malvada,
malvada!
Presumí que la
joven había querido gastar al viejo una broma lúgubre y, en cuanto nos quedamos
solos, quise interesarla en mi cuita.
-Señora
Heathcliff -dije con seriedad-: perdone que la moleste. Una mujer con una cara
como la de usted tiene necesariamente que ser buena. Indíqueme alguna señal,
algún jalón de límite de propiedades que me sirvan para conocer el camino de mi
casa. Tengo tanta idea de por donde se va a ella como la que usted pueda tener
de por donde se va a Londres.
-Vuélvase por
el mismo camino que vino -me contestó, sentándose en una silla, y poniendo ante
sí el libro y una bujía-. El consejo es muy simple, pero no puedo darle otro
mejor.
-En ese caso,
si mañana le dicen que me han hallado muerto en una ciénaga o en un hoyo lleno
de nieve, ¿no le remorderá la conciencia?
-¿Por qué
había de remorderme? No puedo acompañarle. Ellos no me dejarían ni siquiera ir
hasta la verja.
-¡Oh! Yo no le
pediría por nada del mundo que saliese, para conveniencia mía, en una noche como
ésta. No le pido que me enseñe el camino, sino que me lo indique de palabra o
que convenza al señor Heathcliff de que me proporcione un
guía.
-¿Un guía? En
la casa no hay nadie más que él mismo, Hareton, Zillah, José y yo. ¿A quién
elige usted?
-¿No hay mozos
en la granja?
-No hay más
gente que la que le digo.
-Entonces me
veré obligado a quedarme hasta mañana.
-Eso es cosa
de usted y de Heathcliff. Yo no tengo nada que ver con
eso.
-Confío en que
esto le sirva de lección para hacerle desistir de dar paseos -gritó la voz de
Heathcliff desde la cocina-. Yo no tengo alcobas para los visitantes. Si se
queda, tendrá que dormir con Hareton o con José en la misma
cama.
-Puedo dormir
en este cuarto en una silla -repuse.
-¡Oh, no! Un
forastero, rico o pobre, es siempre un forastero. No permitiré que nadie haga
guardia en la plaza cuando yo no estoy de servicio -dijo el
miserable.
Mi paciencia
llegó a su límite. Me precipité hacia el patio, lanzando un juramento, y al
salir tropecé con Earnshaw. La oscuridad era tan profunda, que yo no atinaba con
la salida, y mientras la buscaba, presencié una muestra del modo que tenían de
tratarse entre sí los miembros de la familia. Parecía que el joven al principio
se sentia inclinado a ayudarme, porque les dijo:
-Le acompañaré
hasta el parque.
-Le
acompañarás al diablo -exclamó su pariente, señor o lo que fuera-. ¿Quién va a
cuidar entonces de los caballos?
-La vida de un
hombre vale más que el cuidado de los caballos... -dijo la señora Heathcliff con
más amabilidad de la que yo esperaba-. Es necesariamente preciso que vaya
alguien...
-Pero no lo
haré por orden tuya -se apresuró a responder Hareton-. Más valdrá que te
calles.
-Bueno, pues
entonces, ¡así el espíritu de ese hombre te persiga hasta tu muerte, y así el
señor Heathcliff no encuentre otro inquilino para su «Granja» hasta que ésta se
caiga a pedazos! -dijo ella con malignidad.
-¡Está echando
maldiciones! -murmuró José, hacia quien yo me dirigía en aquel
momento.
El viejo
estaba sentado y ordeñaba las vacas a la luz de una linterna. Se la quité y
diciéndole que se la devolvería al día siguiente, me precipité hacia una de las
puertas.
-¡Señor,
señor, me ha robado la linterna! -gritó el viejo corriendo detrás de mí-.
¡Gruñón, Lobo! ¡Duro con él!
Cuando yo
abría la puertecilla a la que me había dirigido, dos peludos monstruos se
arrojaron a mi garganta, haciéndome caer. La luz se apagó. Mi humillación y mi
ira llegaron al paroxismo. Afortunadamente, los animales se contentaban con
arañar el suelo, abrir las fauces y mover las colas. Pero no me permitían
levantarme, y hube de permanecer en el suelo hasta que a sus villanos dueños se
les antojó. Cuando estuve de pie, conminé a aquellos miserables a que me dejasen
salir, haciéndoles responsables de lo que sucediera si no me atendían, y
lanzándoles apóstrofes que en su desordenada violencia evocaban los del rey
Lear.
En mi
exaltación nerviosa, comencé a sangrar por la nariz. Heathcliff seguía riendo y
yo gritando. No sé cómo hubiera terminado todo aquello, a no haber intervenido
una persona más serena que yo y más bondadosa que Heathcliff. Zillah, la robusta
ama de llaves, apareció para ver lo que sucedía. Y, suponiendo que alguien me
había agredido, y no osando increpar a su amo, dirigió los tiros de su
artillería verbal contra el mozo.
-No comprendo,
señor Earnshaw -exclamó-, qué resentimientos tiene usted contra ese semejante
suyo. ¿Va usted a asesinar a las gentes en la propia puerta de su casa? ¡Nunca
podré estar a gusto aquí! ¡Pobre muchacho! Está a punto de ahogarse. ¡Chist,
chist! No puede usted irse en ese estado. Venga, que voy a curarle. Quieto,
quieto...
Mientras
hablaba así, me vertió sobre la nuca un recipiente lleno de agua helada, y luego
me hizo pasar a la cocina. El señor Heathcliff, vuelto a su habitual estado de
mal humor después de su explosión de regocijo, nos seguía.
El desmayo que
yo sentía como secuela de todo lo sucedido me obligó a aceptar alojamiento entre
aquellos muros. Heathcliff mandó a Zillah que me diese un vaso de aguardiente, y
entró en una habitación interior. La criada, después de traerme la bebida, que
me entonó mucho, me condujo a un dormitorio.
Cuando la
sirvienta me precedía por las escaleras, me aconsejó que tapase la bujía y
procurase no hacer ruido, porque su amo tenía ideas extrañas acerca del cuarto
donde ella iba a instalarme, y no le agradaba que nadie durmiese en él. Le
pregunté los motivos, pero me contestó que sólo llevaba en la casa dos años, y
que había visto tantas cosas raras, que ya no le quedaban ganas de
curiosidades.
En lo que me
concernía, la estupefacción no me dejaba lugar a la curiosidad. Cerré, pues, la
puerta y busqué el lecho. Los muebles se reducían a una percha, una silla y una
enorme caja de roble, con aberturas laterales a manera de ventanillas. Me
aproximé a tan extraño mueble, y me cercioré de que se trataba de una especie de
lecho antiguo, sin duda destinado a suplir la falta de una habitación separada
para cada miembro de la familia. Formaba de por sí una pequeña habitación, y el
alféizar de la ventana, contra cuya pared estaba arrimado el lecho, hacía las
veces de mesilla.
Hice correr
una de las tablas laterales, entré llevando la luz, cerré y sentí la impresión
de que me hallaba a cubierto de la vigilancia de Heathcliff o de otro cualquiera
de los habitantes de la casa.
Deposité la
bujía en el alféizar de la ventana. Había allí, en un ángulo, varios libros
polvorientos, y la pared estaba cubierta de escritos que habían sido trazados
raspando la pintura. Aquellos escritos se reducían a un nombre: «Catalina
Earnshaw», repetido una vez y otra en letras de toda clase de tamaños. Pero el
apellido variaba a veces, y en vez de «Catalina Earnshaw», se leía en algunos
sitios «Catalina Heathcliff » o «Catalina Linton».
Sintiéndome
muy cansado, apoyé la cabeza contra la ventana y empecé a murmurar: «Catalina
Earnshaw, Heathcliff, Linton ... » Los ojos se me cerraron, y antes de cinco
minutos creí ver alzarse en la oscuridad una multitud de letras blancas, como
lívidos espectros. El aire parecía lleno de «Catalinas». Me incorporé, esperando
alejar así aquel nombre que acudía a mi cerebro como un intruso, y entonces vi
que el pabilo de la bujía había caído sobre uno de los viejos libros, cuya
cubierta empezaba a chamuscarse saturando el ambiente de un fuerte olor a piel
de becerro quemada. Me apresuré a apagarlo, y me senté. Sentía frío y un ligero
mareo. Cogí el tomo chamuscado por la vela y lo hojeé. Era una vieja Biblia, que
olía a apolillado, y sobre una de cuyas hojas, que estaba suelta, leí: «Este
libro es de Catalina Earnshaw» y una fecha de veinticinco años atrás. Cerré el
volumen, y cogí otro y luego varios más. La biblioteca de Catalina era escogida,
y lo estropeados que estaban los tomos demostraba que habían sido muy usados,
aunque no siempre para los fines propios de un libro. Los márgenes blancos de
cada hoja estaban cubiertos de comentarios manuscritos, algunos de los cuales
constituían sentencias aisladas. Otros eran, al parecer, retazos de un diario
mal pergeñado por la torpe mano de un niño. Encabezando una página sin imprimir,
descubrí, no sin regocijo, una magnífica caricatura de José, diseñada
burdamente, pero con enérgicos trazos. Sentí un vivo interés hacia aquella
desconocida Catalina, y traté de descifrar los jeroglíficos de su
letra.
«¡Qué domingo
tan malo! -decía uno de los párrafos--. ¡Cuánto daría porque papá estuviera aquí
... ! Hindley le sustituye muy mal y se porta atrozmente con Heathcliff. H. y yo
vamos a tener que rebelarnos: esta tarde comenzamos a
hacerlo...
»En todo el
día no dejó de llover. No pudimos ir a la iglesia, y José nos reunió en el
desván. Mientras Hindley y su mujer permanecian abajo sentados junto a la lumbre
-estoy segura de que, aunque hiciesen algo más, no por ello dejarían de leer sus
Biblias- a Heathcliff, a mí y al desdichado mozo de mulas nos ordenaron que
cogiesemos los devocionarios y subiésemos. Nos hicieron sentar en un saco de
trigo, y José inició su sermón, que yo esperaba que abreviase a causa del frío
que se sentía allí. Pero mi esperanza resultó fallida. El sermón duró tres horas
justas, y, sin embargo, mi hermano, al vernos bajar, aún tuvo la desfachatez de
decir: “¿Cómo habéis terminado tan pronto?” Durante las tardes de los domingos
nos dejan jugar pero cualquier pequeñez, una simple risa, es motivo para que nos
pongan castigados en un rincon oscuro.
» “Os olvidáis de que aquí hay un jefe
-suele decir el tirano-. Al que me saque de mis casillas, le aplasto. Quiero
seriedad y silencio absoluto. ¡Chico! ¿Has sido tú? Querida Francisca: tírale de
los pelos; le he oído castañetear los dedos”. Francisca le tiró del pelo con
todas sus fuerzas. Luego se sentó en las rodillas de su esposo, y los dos
empezaron a hacer niñerías, besándose y diciéndose estupideces. Entonces
nosotros nos acomodamos, como Dios nos dio a entender, en el hueco que forma el
aparador. Colgué nuestros delantales ante nosotros como si fueran una cortina,
pero apenas lo había hecho, cuando llegó José, deshizo mi obra, y pegándome una
bofetada, sermoneó:
» “El amo
recién enterrado, domingo como es, y las palabras del Evangelio resonando
todavía en vuestros oídos, ¡y ya os ponéis a jugar! ¿No os da vergüenza?
Sentaos, niños malos, y leed libros piadosos, que os ayuden a pensar en la
salvación de vuestras almas.”
»Mientras nos
hablaba, nos tiró sobre las rodillas unos viejos libros y nos obligó a sentarnos
de manera que un rayo de la claridad del hogar nos alumbrase en nuestra lectura.
Yo no pude soportar tal ocupación que querían darnos. Cogí el libro y lo arrojé
donde estaban los perros, diciendo que tenía odio a los libros piadosos.
Heathcliff hizo lo mismo con el suyo, y entonces empezó el
jaleo.
» “¡Señor
Hindley, mire! -gritó José-. La señorita Catalina ha roto las tapas de La
armadura de salvación y Heathcliff ha golpeado con el pie la primera parte
de El camino de perdición. No es posible dejarles seguir siendo así. ¡Oh!
El difunto señor les hubiera dado lo que se merecen. ¡Pero cómo nos
falta!”
»Hindley se
lanzó sobre nosotros, nos cogió a uno por el cuello y a otro por el brazo, y nos
echó a la cocina. Allí José nos aseguró que el diablo vendría a buscarnos con
toda certeza y nos obligó a sentarnos en distintos lugares, donde hubimos de
permanecer, separados, esperando el advenimiento del prometido personaje. Yo
cogí este libro y un tintero que había en un estante, y abrí un poco la puerta
para tener luz y poder escribir, pero mi compañero, al cabo de veinte minutos,
sintió tanta impaciencia, que me propuso apoderarnos del mantón de la criada y,
tapándonos con él, ir a dar una vuelta por los pantanos. ¡Qué buena idea! Así,
si viene ese malvado viejo, creerá que su amenaza del diablo se ha realizado, y
entretanto nosotros estaremos fuera, y creo que no peor que aquí, a pesar del
viento y de la lluvia.»
El plan de
Catalina debió realizarse, porque el siguiente comentario variaba de tema, y
adquiría tono de lamentación.
«¡Qué poco
podía yo suponer que Hindley me hiciera llorar tanto! Me duele la cabeza hasta
el punto de que no puedo ni ponerla sobre la almohada. ¡Pobre Heathcliff!
Hindley le llama vagabundo, y ya no le deja comer con nosotros ni siquiera
sentarse a nuestro lado. Dice que no volveremos a jugar juntos, y le amenaza con
echarle de casa si le desobedece. Hasta ha censurado a papá por haber tratado a
Heathcliff demasiado bien, y jura que volverá a ponerle en el lugar que le
corresponde.»
Yo me sentía
ya medio dormido, y mis ojos iban del manuscrito de Catalina al texto impreso.
Percibí un título grabado en rojo con florituras, que decía: «Setenta veces
siete y el primero de los Setenta y uno. Sermón predicado por el reverendo padre
Jabes Branderham en la iglesia de Gimmerden Sough.» Y me dormí meditando
maquínalmente en lo que diría el reverendo pastor sobre el
tema.
Pero la mala
calidad del té y la destemplanza que tenía me hicieron pasar una noche horrible.
Soñé que era ya por la mañana y que regresaba a mi casa guiado por José. El
camino estaba cubierto de nieve, y cada vez que yo daba un tropezón, mi
acompañante me amonestaba por no haber tomado un báculo de peregrino,
afirmándome que sin tal adminículo nunca conseguirla regresar a mi casa, y
enseñándome a la vez jactanciosamente un grueso garrote que él consideraba, al
parecer, como báculo. Al principio, me parecía absurdo suponer que me fuera
necesaria para entrar en casa semejante cosa. De improviso una idea me iluminó
el cerebro. No íbamos a casa, sino que nos dirigíamos a escuchar el sermón del
padre Branderham sobre los «Setenta veces siete», en cuyo curso no sé si José,
el predicador o yo, debíamos ser sacados a pública vergüenza y privados de la
comunión de los fieles.
Llegamos a la
iglesia, ante la que yo, en realidad, he pasado dos o tres veces. Está situada
en una hondonada entre dos colinas, junto a un pantano, cuyo fango, según voz
popular, tiene la propiedad de momificar los cadáveres. El tejado de la iglesia
se ha conservado intacto hasta ahora, mas hay pocos clérigos que quieran
encargarse de aquel curato, ya que el sueldo es sólo de veinte libras anuales, y
la rectoral consiste únicamente en dos habitaciones, sin vislumbre alguno, por
ende, de que los fieles contribuyan a las necesidades de su pastor con la
adición de un solo penique. Mas en mi sueño una abundante concurrencia escuchaba
a Jabes, quien predicaba un sermón dividido en cuatrocientas noventa partes,
dedicada cada una a un pecado distinto. Lo que no puedo decir es de dónde había
sacado tantos pecados el reverendo. Eran, por supuesto, de los géneros más
extravagantes, y tales como yo no hubiera podido figurármelos
jamás.
¡Oh, qué
pesadilla! Yo me caía de sueño, bostezaba, daba cabezadas, y volvía a
despejarme. Me pellizcaba, me frotaba los párpados, me levantaba y me volvía a
sentar, y a veces tocaba a José para preguntarle cuándo iba a acabar aquel
sermón. Pero tuve que escucharlo hasta el fin. Cuando llegó al «primero de los
setenta y uno», acudió a mi cerebro una súbita idea: levantarme y acusar a Jabes
Branderham como el cometedor del pecado imperdonable. «Padre -exclamé-: sentado
entre estas cuatro paredes he aguantado y perdonado las cuatrocientas novena
divisiones de su sermón. Setenta veces siete cogí el sombrero para marcharme, y
setenta veces siete me ha obligado usted a volverme a sentar. Una vez más es
excesiva. Hermanos de martirio: ¡duro con él! Arrastradle y despedazadle en
partículas tan pequeñas, que no vuelvan a encontrarse ni indicios de su
existencia!»
«Tú eres el
réprobo -gritó Jabes, después de un silencio solemne-: Setenta veces siete te he
visto hacer gestos y bostezar. Setenta veces siete consulté mi conciencia y
encontré que todo ello merecía perdón. Pero el primer pecado de los setenta y
uno ha sido cometido ahora, y esto es imperdonable. Hermanos: ejecutad en él lo
que está escrito. ¡Honor a todos los santos!»
Emitida esta
orden, los concurrentes enarbolaron sus báculas de peregrino y se arrojaron
sobre mí. Al verme desarmado, entablé una lucha con José, que fue el primero en
acometerme, para quitarle su garrote. Se cruzaron muchos palos, y algunos golpes
destinados a mí cayeron sobre otras cabezas. Todos se apaleaban unos a otros y
el templo retumbaba al son de los golpes. Branderham asestaba fuertes puñetazos
en el borde del púlpito, y tan vehementes fueron, que acabaron por
despertarme.
Comprobé que
lo que me había sugerido tal tumulto era la rama de un abeto que batía contra
los cristales de la ventana cada vez que la agitaba el
viento.
Volví a
dormirme, y soñé cosas todavía más odiosas.
Recordé que
descansaba en una caja de madera y que el viento y las ramas de un árbol
golpeaban la ventana. Tanto me molestaba el ruido, que, en sueños, me levanté y
traté de abrir el postigo. No lo conseguí, porque la falleba estaba soldada, y
entonces rompí el cristal de un puñetazo y saqué la mano para separar la molesta
rama. Mas, en lugar de ella, sentí el contacto de una manecíta helada. Me poseyó
un intenso terror, y quise retirar el brazo, pero la manecita me aferraba
mientras una voz insistía:
-¡Déjame
entrar, déjame entrar!
-¿Quién eres?
-pregunté pugnando por soltarme.
-Catalina
Linton -contestó, temblorosa-. Me había perdido en los pantanos y vuelvo ahora a
casa.
Sin saber por
qué, me acordaba del apellido Linton, a pesar de que había leído veinte veces
más el apellido Earnshaw. Miré, y divisé el rostro de una niña a través de la
ventana. El horror me hizo obrar cruelmente, y al no lograr desasirme de la
niña, apreté los puños contra el corte del cristal hasta que la sangre brotó y
empapó las sábanas. Pero ella seguía gimiendo: «¡Déjame entrar!», y me oprimía
la mano. Mi espanto llegaba al colmo.
-¿Cómo voy a
dejarte entrar -dije, por fin- si no me sueltas la mano?
El fantasma
aflojó su presión. Metí precipitadamente la mano por el hueco del vidrio roto,
amontoné contra él una pila de libros, y me tapé los oídos para no escuchar la
dolorosa súplica. Pasé así unos quince minutos, pero en cuanto volvía a atender,
percibía idéntica súplica.
-¡Vete!
-exclamé-. ¡No te abriré aunque me lo estés pidiendo veinte años
seguidos!
-Veinte años
han pasado -murmuró-. Veinte años han pasado desde que me
perdí.
Y empujó
levemente desde fuera. El montón de libros vacilaba. Intenté moverme, pero mis
músculos estaban como paralizados, y, en el colmo del horror, lancé un
grito.
Aquel grito no
había sido soñado. Con gran turbación, sentí que unos pasos se acercaban a la
puerta de la alcoba. Alguien la abrió, y por las aberturas del lecho percibí
luz. Me senté en la cama, sudoroso, estremecido aún de
miedo.
El que había
entrado murmuró algunas palabras como si hablase solo, y luego dijo en el tono
de quien no espera recibir contestación:
-¿Hay alguien
ahí ?
Reconocí la
voz de Heathcliff, y comprendiendo que era necesario revelarle mi presencia, ya
que, si no, buscaría y acabaría encontrándome, descorrí las tablas del lecho.
Tardaré mucho en poder olvidar el efecto que mi acción produjo en
él.
Heathcliff se
paró en la puerta. Llevaba la ropa de dormir, sostenía una vela en la mano y su
cara estaba blanca como la pared. El ruido de las tablas al descorrerse le causó
el efecto de una corriente eléctrica. La vela se deslizó de entre sus dedos, y
su excitación era tal, que le costó mucho trabajo
recogerla.
-Soy Lockwood
-dije, para evitar que continuase demostrándome su miedo-. He gritado sin darme
cuenta mientras soñaba. Lamento haberle molestado.
-¡Dios le
confunda, señor Lockwood! ¡Váyase al... ---empezó él-. ¿Quién le ha traído a
esta habitación? -continuó, hundiendo las uñas en las palmas de las manos y
rechinando los dientes en su esfuerzo para dominar la excitación que le poseía-.
¿Quién le trajo aquí? Dígamelo para echarle de casa
inmediatamente.
-Su criada
Zillah -contesté abandonando la cama y recogiendo mis ropas-. Haga con ella lo
que le parezca, porque lo tiene merecido. Se me figura que quiso probar a
expensas mías si este sitio en efecto está embrujado. Y le aseguro que, en
realidad, está bien poblado de trasgos y duendes. Hace usted bien en tenerlo
cerrado. Nadie le agradecerá a usted el dormir en esta
habitación.
-¿Qué quiere
usted decir y qué está usted haciendo? -replicó Heathcliff-. Acuéstese y pase la
noche; pero, en nombre de Dios, no repita el escándalo de antes. No tiene
justificación posible, a no ser que le estuvieran desollando
vivo.
-Si aquella
endemoniada brujita llega a entrar, a buen seguro que me hubiese estrangulado
-le respondí-. No me siento con ganas de soportar más persecuciones de sus
hospitalarios antepasados. El reverendo Jabes Branderham, ¿no sería tal vez
pariente suyo por parte de madre? Y en cuanto a la Catalina Earnshaw, o Linton,
o como se llamara, ¡buena pieza debía estar hecha! Según me dijo, ha andado
errando durante veinte años, lo que sin duda es justo castigo de sus
maldades...
En aquel
momento recordé que el apellido de Heathcliff estaba unido en el libro al de
Catalina, lo que había olvidado hasta entonces. Me avergoncé de mi descortesía,
pero, como si no me diese cuenta de haberla cometido,
continué:
-El caso es
que a primera hora de la noche estuve... -iba a decir «hojeando esos librotes»,
pero me corregi, y continué-: repitiendo el nombre que hay escrito en esa
ventana, para ver si me dormía.
¿Cómo se
atreve a hablarme de este modo estando en mi casa? -barbotó Heathcliff-. ¿Se
habrá vuelto loco cuando me habla así?
Se golpeaba la
frente con violencia. Yo no sabía si ofenderme o seguir explicándome, pero me
pareció tan conmovido, que sentí compasión de él, y proseguí contándole mi
sueño, y le aseguré que jamás había oído pronunciar hasta entonces el nombre de
Catalina Linton, pero, que, a fuerza de verlo escrito allí, llegó a
corporeizarse al dormirme.
Entretanto que
me explicaba así, Heathcliff, poco a poco, había ido retirándose de mi lado,
hasta que acabó escondiéndose detrás del lecho. A juzgar por lo sofocado de su
respiración, luchaba para reprimir sus emociones. Fingí no darme cuenta,
continué vistiéndome, y dije:
-No son
todavía las tres. Yo creía que serían las seis lo menos. El tiempo aquí se hace
interminable. Verdad es que sólo debían ser las ocho cuando nos
acostamos.
-En invierno
nos retiramos siempre a las nueve y nos levantamos a las cuatro -replico mi
casero, reprimiendo un gemido y limpiándose una lágrima, según conjeturé por un
ademán de su brazo-. Acuéstese -añadió-, ya que si baja tan temprano no hará más
que estorbar. Por mi parte, sus gritos han enviado al diablo mi
sueño.
-A mí me pasa
lo mismo -contesté-. Bajaré al patio y estaré paseando por él hasta que
amanezca, y después me iré. No tema una nueva intrusión de mi parte. La muestra
de hoy me ha quitado las ganas de buscar amigos, ni en el campo ni en la ciudad.
Un hombre sensato debe tener bastante compañía consigo
mismo.
-¡Magnífica
compañía! -murmuró Heathcliff-. Coja la vela y váyase adonde quiera. Me reuniré
con usted enseguida. No salga al patio, porque los perros están sueltos. Ni al
salón porque Juno está allí de vigilancia. De modo que tiene que
limitarse a andar por los pasillos y las escaleras. No obstante, váyase. Yo me
reuniré con usted dentro de dos minutos.
Obedecí, y me
alejé de la habitación todo lo que pude, pero como no sabía adonde iban a parar
los estrechos pasillos, me detuve, y entonces asistí a unas demostraciones
supersticiosas que me extrañaron, tratándose de un hombre tan práctico al
parecer como aquel personaje.
Había entrado
en el lecho, y de un tirón abrió la ventana, mientras rompía a
llorar.
-¡Oh,
Catalina! -decía-, ¡ven! Te lo imploro una vez más. ¡Oh, amada de mi corazón,
ven, ven al fin!
Pero el
fantasma, con uno de los caprichos comunes a todos los espectros, no se dignó
aparecer. En cambio, el viento y la nieve entraron por la ventana y extinguieron
la luz.
Tan dolorosa
congoja se traslucía en la crisis sufrida por aquel hombre, que me retiré,
reprochándome el haberle escuchado, y el haberle relatado mi pesadilla, que le
había afectado de tal manera, por razones a que no alcanzaba mi comprensión.
Descendí al piso bajo y arribé a la cocina donde encendí la bujía en el rescoldo
de la lumbre. No se veía allí ser viviente, excepto un gato que salió de entre
las cenizas y me saludó con un quejumbroso maullido.
Dos bancos
semicirculares estaban arrimados al fogón. Me tendí en uno de ellos y el gato se
instaló en el otro. Ya empezábamos ambos a dormirnos cuando un instruso invadió
nuestro retiro. Era José, que bajaba por una escalera de madera que debía
conducir a su desván. Lanzó una tétrica mirada a la llama, que yo había
encendido, expulsó al gato de su lugar, se apoderó de él y se dedico a cargar de
tabaco una pipa que medía tres pulgadas de longitud. Debía considerar mi
presencia en su santuario como una desvergüenza tal que no merecía ni
comentarios siquiera.
En absoluto
mutismo, se acercó la pipa a la boca, se cruzó de brazos y empezó a fumar. Yo no
interrumpí su placer, y él, después de aspirar la última bocanada, se levanto,
suspiro, y se fue tan gravemente como había llegado.
Sonaron cerca
de mí otras pisadas más elásticas, y apenas yo abría la boca para saludar, la
cerré de nuevo, al oír que Hareton Earnshaw se dedicaba a recitar en voz
contenida una salmodia compuesta de tantas maldiciones como objetos iba tocando,
mientras se afanaba en un rincón en busca de una azada para quitar la nieve. Me
miró, dilató las aletas de la nariz, y tanto se le ocurrió saludarme a mí, como
al gato que me hacía compañía. Comprendiendo por sus preparativos que estaba
disponiéndose a salir, abandoné mi duro lecho y me apresté a seguirle. Él lo
notó y con el mango de la azada me señaló una puerta que comunicaba con el
salón. Las mujeres estaban en él ya. Zillah atizaba el fuego con un fuelle
colosal, y la señora Heathcliff, arrodillada ante la lumbre, leía un libro al
resplandor de las llamas. Tenía puesta la mano entre el fuego y sus ojos, y
permanecía embebida en la lectura, que sólo interrumpía de vez en cuando para
reprender a la cocinera si hacía salir chispas sobre ella, o para separar a
alguno de los perros que a veces la rozaba con el hocico. Me sorprendió ver
también allí a Heathcliff, en pie junto al fuego y, al parecer, concluyendo
entonces de soltar una rociada sobre la pobre Zillah, la cual, de cuando en
cuando, suspendía su tarea y suspiraba.
-En cuanto a
ti, miserable... -y Heathcliff pronunció una palabra intranscribible
dirigiéndose a su nuera- ya veo que continúas con tus odiosas mañas de siempre.
Los demás trabajan para ganarse el pan que comen, y únicamente tú vives de mi
caridad. ¡Fuera ese mamotreto, y haz algo útil! ¡Debías pagarme. por la
desgracia de estar viéndote siempre ... ! ¿Me oyes, maldita
bruta?
-Dejaré mi
mamotreto, porque me lo podría usted quitar, si no -respondió la joven cerrando
el libro y tirándolo sobre una silla-. Pero aunque se le encienda a usted la
boca injuriándome no haré nada, no siendo lo que me parezca
bien.
Heathcliff
alzó la mano, pero su interlocutora, probando que tenía costumbre de aquellas
escenas, se puso de un salto fuera de su alcance. Contrariado por tal episodio,
me aproximé a la lumbre fingiendo no haber reparado en la disputa, y ellos
tuvieron el decoro de disimular. Heathcliff, para no caer en la tentación de
golpear a su nuera, se metió las manos en los bolsillos. La mujer se retiró a un
rincón, y mientras estuve allí permaneció callada como una estatua. Pero yo no
me quedé mucho tiempo. Renuncié a la invitación que me hicieron de que les
acompañase a desayunar, y en cuanto apuntó la primera claridad de, la aurora,
salí al aire libre, que estaba frío y despejado como el
hielo.
Heathcliff me
llamó mientras yo cruzaba el jardín, y se brindó para acompañarme a través de
los pantanos. Hizo bien, ya que la colina estaba convertida en un ondulante mar
de nieve, que ocultaba todas las desigualdades del terreno. La impresion que yo
guardaba de la contextura del suelo no respondía en nada a lo que ahora veíamos,
porque los hoyos estaban llenos de nieve, y los montones de piedras -reliquias
del trabajo de las canteras- que bordeaban el camino habían desaparecido bajo la
bóveda. Yo había distinguido el día anterior una sucesión de piedras erguidas a
lo largo del camino y blanqueadas con cal, para que sirviesen de referencia en
la oscuridad, y también cuando las nevadas podían hacer confundir la tierra
segura del camino con las movedizas charcas de sus márgenes. Pero a la sazón ni
siquiera se percibían aquellos jalones. Mi acompañante tuvo que advertirme
varias veces para impedir que yo saliese del camino sin
notarlo.
Hablamos muy
poco. A la entrada del parque de la «Granja», Heathcliff se detuvo, me dijo que
suponía que ya no me extraviaría, y con una simple inclinación de cabeza nos
despedimos. En la portería no había nadie, y recorrer las dos millas que me
quedaba por andar hasta la granja me costó dos horas, dadas las muchas veces que
erré el camino, extraviándome en la arboleda, y hundiéndome en nieve hasta la
cintura. Era mediodia cuando llegué a mi casa.
El ama de
llaves y sus satélites acudieron con alborozo a recibirme, y me aseguraron que
me daban por muerto y que pensaban en ir a buscar mi cadáver entre la nieve. Les
aconseje que se calmaran, puesto que al fin había regresado. Subí
dificultosamente la escalera y entré en mi habitación. Estaba entumecido hasta
los huesos. Me cambié de ropas y paseé por la estancia treinta o cuarenta
minutos para entrar en calor, y luego me instalé en el despacho, tal vez
apartado en exceso del buen fuego y el confortante café que el ama de llaves me
preparo.
CAPÍTULO
IV
El ser humano
es tornadizo como una veleta. Yo, que había resuelto mantenerme al margen de
toda sociedad humana y que agradecía a mi buena estrella el haber venido a parar
a un sitio donde mis propósitos podían realizarse plenamente; yo, desdichado de
mí, me vi obligado a arriar bandera después de aburrirme mortalmente durante
toda la tarde, y, pretextando interés por conocer detalles relativos a mi
alojamiento, pedí a la señora Dean, cuando me trajo la cena, que se sentase un
momento con el propósito de entablar con ella una plática que me animase o me
acabara de aburrir.
-Usted vive
aquí hace mucho tiempo -empecé-. Me dijo que dieciséis años,
¿no?
-Dieciocho,
señor. Vine al servicio de la señora, cuando se casó. Al faltar la señora, el
señor me dejó de ama de llaves.
-¡Ah!
Hubo una
pausa. Pensé que le gustaban los comadreos.
Pero, al cabo
de algunos instantes, exclamó poniendo las manos sobre las rodillas, mientras
una expresión meditativa se pintaba en su rostro:
-Los tiempos
han cambiado mucho desde entonces. -Claro -dije-. Habrá asistido usted a muchas
modificaciones...
-Y a muchas
tristezas.
«Procuraremos
que la conversación recaiga sobre la familia de mi casero -pensé-. ¡Debe ser un
tema entretenido! Me gustaría saber la historia de aquella bonita viuda,
averiguar si es del país o no, lo cual me parece lo más probable, ya que aquel
grosero indígena no la reconoce como de su raza.»
Y con esta
intención, pregunté a la señora Dean si conocía los motivos por los cuales
Heathcliff alquilaba la «Granja de los Tordos», reservándose una residencia
mucho peor.
-¿Acaso no es
bastante rico? -Interrogué.
-¡Rico! Nadie
sabe cuánto capital posee, y, además, lo aumenta de año en año. Es lo bastante
rico para vivir en una casa aún mejor que ésta, pero es... muy ahorrativo... En
cuanto ha oído hablar de un buen inquilino para la «Granja», no ha querido
desaprovechar la ocasión de hacerse con unos cuantos de cientos de libras más.
No comprendo que se sea tan codicioso cuando se está solo en la
vida.
-¿No tuvo un
hijo?
-Sí, pero
murió.
-Y la señora
Heathcliff, aquella muchacha, ¿es la viuda?
-Sí.
-¿De dónde
es?
-¡Es la hija
de mi difunto amo ... ! De soltera se llamaba Catalina Linton. Yo la crié. Me
hubiera gustado que el señor Heathcliff viniera a vivir aquí, para estar juntas
otra vez.
-¿Catalina
Linton? -exclamé asombrado. Luego, al reflexionar, comprendí que no podía ser la
Catalina Linton de la habitación en que dormí-. ¿Así que el antiguo habitante de
esta casa se llamaba Linton?
-Sí,
señor.
-¿Y quién es
ese Hareton Eamshaw que vive con Heathcliff? ¿Son
parientes?
-Hareton es
sobrino de la difunta Catalina Linton.
-¿Primo de la
joven, entonces.
-Sí. El marido
de ella era tambien primo suyo. Uno por parte de madre, otro por parte de padre.
Heathcliff estuvo casado con la hermana del señor Linton.
-En la puerta
principal de «Cumbres Borrascosas» he visto una inscripcion que dice: «Earnshaw,
15OO». Así que supongo que se trata de una familia
antigua...
-Muy
antigua, señor. Hareton es su último descendiente, y Catalina la última de
nosotros... quiero decir, de los Linton... ¿Ha estado usted en «Cumbres
Borrascosas»? Perdone la curiosidad, pero quisiera saber cómo ha encontrado a la
señora.
-La señora
Heathcliff me pareció muy bonita, pero creo sinceramente que no vive muy
contenta.
-¡Oh, Dios
mío, no es de extrañar! Y ¿que opina usted del amo?
-Me parece un
tipo bastante áspero, señora Dean.
-Es áspero
como el filo de una sierra, y duro como el pedernal.
-Debe haber
tenido una vida muy accidentada para haberse vuelto de ese modo... ¿Sabe usted
su historia?
-La conozco
toda, excepto quienes fueran sus padres y dónde ganó su primer dinero. A Hareton
le han dejado sin nada... El pobre chico es el único de la parroquia que ignora
la estafa que ha sufrido.
-Vaya, señora
Dean, pues haría usted una buena obra si me contara algo sobre esos vecinos. Si
me acuesto, no podré dormir. Así siéntese usted y charlaremos una
hora...
-¡Oh, sí,
señorl Precisamente tengo unas cosas que coser. Me sentaré todo el tiempo que
usted quiera. Pero está usted tiritando de frío y es necesario que le prepare
algo para reaccionar.
Y la buena
señora salió apresuradamente. Me acomodé al lado de la lumbre. Tenía la cabeza
ardiendo y el resto del cuerpo helado. Estaba excitado y sentía los nervios
tensísimos. No dejaba de inquietarme el pensar en las consecuencias que pudieran
tener para mi salud los incidentes de aquella visita a «Cumbres
Borrascosas».
El ama de
llaves volvió enseguida, trayendo un tazón humeante y un costurero. Colocó la
vasija en la repisa de la chimenea y se sentó, con aire de satisfacción,
motivada sin duda por hallar un señor tan partidario de la
confianza.
Antes de
instalarme aquí -comenzó, sin esperar que yo volviese a invitarla a contarme la
historia-, residí casi siempre en «Cumbres Borrascosas». Mi madre había criado a
Hindley Earnshaw, el padre de Hareton, y yo solía jugar con los niños. Andaba
por toda la finca, ayudaba a las faenas y hacía los recados que me ordenaban.
Una hermosa mañana de verano -recuerdo que era a punto de comenzar la siega- el
señor Earnshaw, el amo antiguo, bajó la escalera con su ropa de viaje, dio
instrucciones a José sobre las tareas del día, y dirigiéndose a Hindley, a
Catalina y a mí, que desayunábamos juntos, preguntó a su
hijo:
-¿Qué quieres
que te traiga de Liverpool, pequeño? Elige lo que quieras, con tal de que no
abulte mucho, porque tengo que ir y volver a pie, y son sesenta millas de
caminata...
Hindley le
pidió un violín, y Catalina, que aunque no tenía todavía seis años ya sabía
montar todos los caballos de la cuadra, le pidió un látigo. A mí, el señor me
prometió traerme peras y manzanas. Era bueno, aunque algo
severo.
Luego besó a
los niños, y se fue.
En los tres
días de su ausencia, la pequeña Catalina no hacía más que preguntar por su
padre. La noche del tercer día, la señora esperaba que su marido llegase a
tiempo para la cena, y fue aplazándola horas y horas. Los niños acabaron
cansándose de ir a la verja para ver si su padre venía. Oscureció, la señora
quería acostar a los pequeños y ellos le rogaban que les dejara esperar. A las
once, el señor aparecio por fin. Se dejo caer en una silla, diciendo entre risas
y quejas, que no volvería a hacer una caminata así por todo cuanto había en los
tres reinos de la Gran Bretaña.
-Creí que
reventaba -añadió, abriendo su gabán-. Mira lo que traigo aquí, mujer. No he
llevado en mi vida peso más grande: acógelo como un don que nos envia Dios,
aunque, por lo negro que es, parece más bien un enviado del
demonio.
Le rodeamos, y
por encima de la cabeza de Catalina pude distinguir un sucio y andrajoso niño de
cabellos negros. Aunque era lo bastante crecido para andar y hablar, ya que
parecía mayor que Catalina, cuando le pusimos en pie en medio de todos,
permaneció inmóvil mirándonos con turbación y hablando en una jerga
ininteligible. Nos dio miedo, y la señora quería echarle de casa. Luego preguntó
al amo que cómo se le había ocurrido traer a aquel gitanito, cuando ellos ya
tenían hijos propios que cuidar. ¿Qué significaba aquello? ¿Se había vuelto
loco? El señor intentó explicar lo sucedido, pero como estaba tan fatigado y
ella no dejaba de reprenderle, yo no saqué en limpio sino que el amo había
encontrado al chiquillo hambriento y sin hogar ni familia en las calles de
Liverpool, y había resuelto recogerlo y traerlo consigo. La señora acabó
calmándose y el señor Earnshaw me mandó lavarle, ponerle ropa limpia y acostarle
en el cuarto de sus niños.
Hindley y
Catalina estuvieron escuchando hasta que la tranquilidad se restableció. Y
entonces empezaron a buscar en los bolsillos de su padre los prometidos regalos.
Hindley era ya un rapaz de catorce años, pero cuando encontró en uno de los
bolsillos los restos de lo que había sido un violín, rompió a llorar, y
Catalina, al oír que su padre había perdido el látigo que le traía por atender
al intruso, demostró su contrariedad escupiendo al chiquillo y haciéndole burla.
La ocurrencia le valió un bofetón de su padre. Los hermanos se negaron en
absoluto a admitirle en sus lechos, y a mí no se me ocurrió cosa mejor que
dejarle en el rellano de la escalera, esperando que se marchase al llegar la
mañana. Bien porque oyese sonar la voz del señor, o por lo que fuera, el chico
se dirigió a la habitación del amo, y éste, al averiguar cómo había llegado
allí, y saber dónde yo le había dejado, castigó mi inhumanidad echándome a la
calle.
Así se
introdujo Heathcliff en la familia. Yo volví a la casa días después, ya que mi
expulsión no llegó a ser definitiva, y encontré que habían dado al intruso el
nombre de Heathcliff, que era el de un niño de los amos que había muerto muy
pequeño. Desde entonces, ese «Heathcliff» le sirvió de nombre y de apellido.
Catalina y él hicieron muy buenas migas, pero Hindley le odiaba y yo también.
Ambos le maltratábamos mucho, y la señora no intervino nunca para
protegerle.
Él se
comportaba como un niño torvo y paciente. Quizá estuviera acostumbrado a sufrir
malos tratos. Aguantaba sin parpadear los golpes de Hindley y no vertía ni una
lágrima. Si yo le pellizcaba, no hacia mas que suspirar profundamente, como si
se hubiese hecho daño él solo, por casualidad. Cuando descubrió el señor
Earnshaw que su hijo maltrataba al pobre huérfano, como él le llamaba, se
enfureció. Profesaba a Heathcliff un sorprendente afecto (más incluso que a
Catalina, que era muy traviesa), y creía cuanto él le decía, aunque, desde
luego, en lo referente a las persecuciones de que era objeto, no llegaba a
contar todas las que sufría.
De manera que,
desde el principio, Heathcliff sembró en la casa semillas de discordia. Cuando
dos años más tarde murió la señora, Hindley consideraba a su padre como un
tirano y a Heathcliff como a un intruso que le había robado el afecto paternal y
sus derechos de hijo. Yo compartía sus opiniones, pero cuando los niños
enfermaron del sarampión, modifiqué mis sentimientos. Tuve que cuidar a todos
los chiquillos, y Heathcliff, mientras estuvo grave, quería tenerme siempre a su
lado. Debía pensar que yo era muy buena para él, sin comprender que no hacía más
que cumplir con mi obligación. Hay que reconocer que era el niño más pacífico
que haya atendido jamás una enfermera. Mientras Catalina y su hermano me
importunaban continuamente, él era manso como un cordero, quizá ello se debía
más a la costumbre de sufrir que a buenos instintos.
Cuando se curó
y el médico aseguró que ello en parte era consecuencia de mis cuidados, me sentí
agradecida hacia quien me había hecho merecer tales alabanzas. Así perdió
Hindley la aliada que tenía en mí. Sin embargo, mi afecto por Heathcliff no era
ciego, y frecuentemente me preguntaba para mis adentros qué sería lo que el amo
podría ver en aquel niño que, a lo que recuerdo, nunca recompensó a su protector
con expresión alguna de gratitud. No es que obrase mal con el amo, sino que
demostraba indiferencia, aunque bien sabía que bastaba una frase suya para que
toda la casa hubiera de plegarse a sus deseos. Recuerdo, por ejemplo, una
ocasión en que el señor Earnshaw compró dos potros en la feria del pueblo y
regaló uno a cada muchacho. Heathcliff eligió el más hermoso, pero habiendo
notado al poco tiempo que cojeaba, dijo a Hindley:
-Tienes que
cambiar de caballo conmigo, porque el mío no me agrada. Si no lo quieres hacer,
le contaré a tu padre que me has dado esta semana tres palizas y le enseñaré mi
brazo, que está amoratado hasta junto al hombro.
Hindley se
burló de él y le dio de bofetadas.
-Lo mejor es
que hagas enseguida lo que te digo -continuó Heathcliff, saliendo al portal
desde la cuadra, donde estaban-. ¡Ya sabes que si hablo a tu padre, recibirás
estos golpes y muchos más!
-¡Largo de
aquí, perro! -gritó Hindley amenazándole con una pesa de hierro que se empleaba
para pesar patatas.
-Atrévete a
tirármela -le desafió Heathcliff deteniendose -. Ya diré que te has vanagloriado
de que me echarías a la calle en cuanto tu padre se muera, y veremos si entonces
no eres tú el que sales de esta casa hoy mismo.
Hindley le
tiró la pesa, que alcanzó a Heathcliff en el pecho. Cayó al suelo, pero se
levantó enseguida, pálido y tambaleándose. A no habérselo yo impedido, hubiera
ido enseguida a presentarse al amo, para acusar a Hindley.
-Coge mi
caballo, gitano -rugió entonces el joven Earnshaw-, y ¡ojalá te mates con él!
¡Tómalo y maldito seas, miserable intruso! Anda y arranca a mi padre cuanto
tiene, y demuéstrale quién eres después de que lo hagas, engendro de Satanás.
¡Tómalo, y así te rompa la cabeza a patadas!
Heathcliff se
acercó al animal y se puso a desatarlo para cambiarlo de sitio. Hindley, al
terminar de hablar, le derribó de un golpe entre las pezuñas del caballo, y sin
detenerse a ver si sus maldiciones se cumplían, salió corriendo. Me asombró la
serenidad con que el niño se levantó, y realizó sus intenciones, cambiando,
antes que nada, los arreos de las caballerías, después de lo cual se sentó en un
haz de heno, para dejar que le pasara el efecto del golpetazo recibido, antes de
volver a entrar en la casa. No me fue difícil convencerle de que atribuyese al
caballo la culpa de sus contusiones. Él había conseguido lo que deseaba, y lo
demás le importaba poco. Como rara vez se quejaba de los malos tratos que
sufría, yo pensaba que no era rencoroso, pero pronto verá usted que me
engañaba.
Con el tiempo,
el señor Earnshaw empezó a decaer. Había sido un hombre recio y sano, pero
cuando sus fuerzas le abandonaron y se vio obligado a pasarse la vida al lado de
la chimenea, se volvió suspicaz e irritable. -Se ofendia por una pequenez, y se
enfurecía ante cualquier imaginaria falta de respeto. Ello podía apreciarse
especialmente cuando alguien pretendía hacer a su favorito objeto de algún
engaño o de algún intento de dominarle. Velaba celosamente para que no le
ofendieran con palabra alguna, y parecía que tenía metida en la cabeza la idea
de que el cariño con que distinguía a Heathcliff hacía que todos le odiasen y
deseasen su mal. Esto iba en perjuicio del muchacho, porque como ninguno
deseábamos enfadar al amo, nos plegábamos a todos los caprichos de su preferido,
y con ello fomentábamos su soberbia y su mal carácter. En dos o tres ocasiones,
los desprecios que Hindley hacía a Heathcliff en presencia de su padre excitaron
la cólera del anciano, quien cogía su bastón para golpear a su hijo, y se
estremecía de furor al no poder hacerlo por falta de
fuerzas.
Finalmente, el
párroco (porque entonces había aquí un cura que se ganaba la vida dando
lecciones a los niños de las familias Linton y Earnshaw y labrando él mismo su
terreno) aconsejó que se enviara a Hindley al colegio, y el señor Earnshaw
consintió en ello, aunque de mala gana; ya que decía que Hindley era un obtuso y
no se podía sacar partido de él, hiciérase lo que se
hiciera.
Yo, dolida,
viendo lo caros que el señor pagaba los resultados de su buena obra, esperé que
así se restableciese la paz. Me parecía que los disgustos familiares estaban
amargando su vejez. Por lo demás, hacía cuanto quería, y las cosas no hubieran
ido tan mal a no ser por la señorita Catalina y por José, el criado. Supongo que
usted le habrá visto... Era, y debe seguir siendo, el más odioso fariseo que se
haya visto nunca, siempre pronto a creerse objeto de las bendiciones divinas y a
lanzar maldiciones sobre su prójimo en nombre de Dios. Sus sermones producían
mucha impresión al señor Earnshaw y a medida que éste se iba debilitando, crecía
el dominio de José sobre él. No cesaba un momento de mortificarle con
consideraciones sobre la salvación eterna y sobre la necesidad de educar bien y
rígidamente sus hijos. Trataba de
hacerle considerar a Hindley como un réprobo, y le contaba largos relatos de
diabluras de Heathcliff y Catalina, sin perjuicio de acumular las mayores culpas
sobre ésta, con lo que creía adular las inclinaciones del
amo.
Verdaderamente,
Catalina era la niña más caprichosa y traviesa que yo haya visto jamás, y nos
hacía perder la paciencia mil veces al día. Desde que se levantaba hasta que se
acostaba, no nos dejaba estar un minuto tranquilos. Tenía siempre el genio
pronto a la disputa y no daba nunca paz a la boca. Cantaba, reía y se burlaba de
todo el que no hiciese lo mismo que ella. De todos modos, creo que no tenía
malos sentimientos, porque cuando hacía sufrir a alguien mucho, se apresuraba a
acudir a su lado para consolarle. Pero tenía hacia Heathcliff un excesivo
afecto. No podía aplicársele castigo mayor que separarla de él, a pesar de que
siempre estaban riñéndola por su culpa. Cuando jugaba, le gustaba hacer de
señora, y usaba las manos más de la cuenta para imponer su autoridad. Quería
hacer igual conmigo, pero yo le hice saber que no estaba dispuesta a soportar
sus golpes ni sus órdenes.
El señor
Earnshaw no soportaba juegos. Siempre había sido severo con sus hijos y Catalina
no acertaba a explicarse por qué en su ancianidad era más regañon que antes.
Parecía sentir un perverso placer en provocarle. Era más feliz que nunca cuando
todos la rodeábamos reprochándola, porque podía mirarnos replicándonos con
mordacidad, haciendo burla de las piadosas invocaciones de José, buscándonos las
vueltas y, en suma, haciendo lo que más desagradaba a su padre. Además, obraba
como si estuviera interesada en demostrar que tenía más imperio sobre
Heathcliff, a despecho de su insolencia, que su padre con todas sus bondades
hacia él. Después de hacer durante el día todo el mal que le era posible, al
llegar la noche acudía a su padre mimosamente, queriendo reconciliarse con él a
fuerza de mimos.
-Vete, vete,
Catalina -decía el anciano-: no me es posible quererte. Eres todavía peor que tu
hermano. Anda, vete a rezar y pide a Dios que te perdone. Mucho temo que haya de
pesarnos a tu madre y a mí el haberte dado el ser.
Al principio,
estos razonamientos la hacían llorar, pero luego se habituó a ellos, y se echaba
a reír cuando su padre le mandaba que pidiese perdón de sus
maldades.
Al fin llegó
el momento de que terminasen los dolores del señor Earnshaw en la tierra. Murió
una noche de octubre, plácidamente, estando sentado en su sillón al lado del
fuego. Soplaba un fuerte viento en torno a la casa, y resonaba en el cañón de la
chimenea. Era un aire violento y tempestuoso, pero no frío. Todos estábamos
juntos; yo un poco apartada de la lumbre, haciendo calceta, y José leyendo la
Biblia. Los criados, entonces, una vez que terminaban sus faenas, solían
reunirse en el salón con los señores. La señorita Catalina estaba pacífica,
porque había pasado una enfermedad recientemente y permanecía apoyada en las
rodillas de su padre. Heathcliff se había tumbado en el suelo con la cabeza
encima del regazo de Catalina. El amo, según recuerdo bien, antes de caer en el
sopor de que no debía salir, acariciaba la hermosa cabellera de la
muchacha, y, extrañado de verla tan juiciosa, decía:
‑¿Por qué no
has de ser siempre buena?
Ella le miró,
y riendo, contestóle:
‑¿Y usted,
padre, por qué no había de ser siempre bueno?
Después,
viendo que se disgustaba, le besó la mano y le dijo que iba a cantar para que se
adormeciese. Empezó, en efecto, a cantar en voz baja. A1 cabo de un rato, los
dedos del anciano abandonaron los cabellos de la niña, y reclinó la
cabeza sobre el pecho. Mandé a Catalina que callara y que no se moviera para no
despertar al amo. Durante más de media hora permanecimos en silencio, y aún
hubiéramos seguido más tiempo así, a no haberse levantado José diciendo que
era hora de despertar al señor para rezar y acostarse. Se adelantó, le llamó y
le tocó en el hombro, mas, notando que no se movía, cogió la vela y le miró.
Cuando apartó la luz, comprendí que pasaba algo anormal. Cogió a cada niño por
un brazo y les dijo, en voz baja, que subiesen a su cuarto y rezasen solos,
porque él tenía mucho que hacer aquella noche antes de
retirarse.
‑Voy primero a
dar las buenas noches a papá ‑dijo Catalina.
Y le echó los
brazos al cuello, antes de que pudiéramos evitarlo. Comprendió enseguida lo
que pasaba, y exclamó:
‑¡Oh, ha
muerto, Heathcliff! Padre, ha muerto...
Y ambos
empezaron a llorar de un modo que desgarraba el
corazón.
Empecé también
a llorar; pero José nos interrumpió diciéndonos que por qué llorábamos tanto por
un santo que se había ido al cielo. Después me mandó ponerme el abrigo y correr
a Gimmerton a buscar al médico y al sacerdote. Yo no podía comprender de
qué iban a servir ya uno ni otro, pero, no obstante, salí presurosamente, a
pesar de que hacía una noche muy mala. El médico vino inmediatamente.
Dejé a José explicándose con el doctor, y subí al cuarto de los niños. Habían
dejado la puerta abierta y no parecían pensar en acostarse, aunque era más
de medianoche, pero estaban más calmados y no necesitaban que les consolase yo.
En su inocente conversación, sus almas pueriles se describían mutuamente
las bellezas del cielo como ningún sacerdote hubiera sabido hacerlo. Yo les oía
llorando y agradecía a Dios que estuviéramos allí los tres, reunidos,
seguros...
Cuando Hindley
acudió a las exequias de su padre, traía una mujer con él, lo que asombró a
todos los vecinos. Nunca nos dijo quién era su esposa ni dónde había
nacido. Debía carecer de fortuna y de nombre distinguido, porque Hindley
hubiese anunciado a su padre su casamiento en caso
contrario.
La recién
llegada no causó muchas molestias en casa. Se mostraba encantada de cuanto veía
allí, excepto lo atañente al entierro. Viéndola como obraba durante la
ceremonia, juzgué que era medio tonta. Me hizo acompañarla a su
habitación, a pesar de que yo tenía que vestir a los niños, y se sentó,
temblando, y apretando los puños. No hacía más que
repetir:
‑¿Se han ido
ya?
Y empezó a
explicar como una histérica el efecto que le producía tanto luto. Viéndola
estremecerse y llorar, le pregunté que qué le pasaba, y me contestó que temía
morir. Me pareció que tan expuesta estaba a morir como yo. Era delgada,
pero tenía la piel fresca y juvenil, y sus ojos brillaban como dos diamantes.
Noté, sin embargo, que cualquier ruido inesperado la sobresaltaba, y que tosía
de vez en cuando, pero yo no sabía lo que tales síntomas pronosticaban, y no
sentía, además, simpatía alguna hacia ella. En esta tierra simpatizamos poco con
los que vienen de fuera, a no ser que ellos nos muestren simpatía
primero.
Hindley
parecía otro. Estaba más delgado y más pálido, y vestía y hablaba de un
modo muy diferente. El mismo día que llegó, nos dijo a José y a mí que
debíamos limitarnos a la cocina, dejándole el salón para su uso exclusivo.
Al principio pensó en acomodar para saloncito una estancia interior,
empapelándola y acondicionándola, pero tanto le gustó a su mujer el salón con su
suelo blanco, su enorme chimenea, su aparador y sus platos, y tanto la
satisfizo el desahogo de que se disfrutaba allí, que prefirieron utilizar
aquella habitación como gabinete.
Los primeros
días, la mujer de Hindley se manifestó satisfecha de ver a su cuñada. Andaba con
ella por la casa, jugaban juntas, la besaba y le hacía obsequios, pero
pronto se cansó, y a medida que disminuía en sus muestras de cariño,
Hindley se volvía más déspota. Cualquier palabra de su mujer que indicase
desafecto hacia Heathcliff despertaba en él sus antiguos odios infantiles.
Le hizo instalar en compañía de los criados y le mandó que se aplicase a
las mismas faenas agrícolas que los otros mozos.
Al principio,
Heathcliff toleró bastante resignadamente su nuevo estado. Catalina le
enseñaba lo que ella aprendía, trabajaba en el campo con él y jugaban juntos.
Los dos iban creciendo en un abandono completo, y el joven amo no se
preocupaba para nada de lo que hacían, con tal de que no le estorbaran. Ni
siquiera se ocupaba de que fueran a la iglesia los domingos. Cada vez que los
chicos se escapaban y José o el cura le censuraban su descuido, se
limitaba a mandar que pegasen a Heathcliff y que castigasen sin comer a
Catalina. Ellos no conocían mejor diversión que escaparse a los pantanos, y
cuando se les castigaba por hacerlo lo tomaban a risa. Aunque el cura marcase a
Catalina cuantos capítulos se le antojaran para que los aprendiera de memoria, y
aunque José pegase a Heathcliff, hasta dolerle el brazo, los muchachos lo
olvidaban todo en cuanto volvían a estar juntos. Yo lloré más de una vez a
solas, viéndolos hacerse más traviesos cada día, pero no me atrevía a decirles
nada, por temor a perder el poco influjo que aún conservaba sobre las
pobres criaturas. Un domingo por la tarde, les hicieron salir del salón en
virtud de alguna travesura que habían cometido, y cuando fui a buscarles no les
encontré. Registramos la casa, el patio y el establo sin hallar huella de ellos.
Finalmente, Hindley, indignado, mandó cerrar la puerta con cerrojo y
prohibió que nadie les abriese si volvían por la noche. Todos se acostaron,
menos yo, que me quedé en la ventana, aunque llovía, con objeto de abrirles, si
llegaban, a pesar de la prohibición del amo. No tardé en oír pisadas y
vi brillar una luz al otro lado de la verja. Me puse un pañuelo a la cabeza y me
apresuré a salir, a fin de que no llamasen y despertaran al señor. El recién
llegado era Heathcliff, y el corazón me dio un salto al verle
solo.
‑¿Dónde está
la señorita? ‑grité con impaciencia‑. Espero que no le haya pasado
nada.
‑Está en la
«Granja de los Tordos» ‑repuso‑ y allí estaría yo también si hubiesen tenido la
atención de decirme que me quedase.
‑Bueno ‑le
dije‑, pues ya pagarás las consecuencias. No pararás hasta que te echen de
casa. ¿Qué teníais que hacer en la «Granja de los Tordos»?
‑Déjame
cambiarme de ropa, y ya te lo contaré, Elena.
Le recomendé
que procurara no despertar a Hindley y mientras yo esperaba a que se desnudase
para apagar la vela, me explicó:
‑Catalina y yo
salimos del lavadero pensando en dar unas cuantas vueltas a nuestro gusto.
Luego, vimos las luces de la «Granja», y se nos ocurrio ir a ver si los
niños de los Linton se pasan los domingos escondidos en los rincones y
temblando, mientras sus padres comen, beben, ríen, cantan y se queman las
pestañas junto a la lumbre. ¿Tú crees que lo pasan así, o bien que el criado les
dice sermones, les enseña catecismo y les manda aprenderse de memoria una lista
de nombres de la Sagrada Escritura, si no contestan bien?
‑No lo creo
‑respondí‑, porque son niños buenos, y no merecen el trato que recibís
vosotros por lo mal que os portáis.
‑¡Bah, bah!
‑replicó‑. Fuimos corriendo desde las «Cumbres» hasta el parque, sin pararnos.
Catalina llegó rendida, porque iba descalza. Tendrás que buscar mañana sus
zapatos en el seto, subimos a tientas el sendero, y nos subimos a una maceta
bajo la ventana del salón. No habían cerrado las maderas, las cortinas
estaban sólo a medio echar, y una espléndida luz salía a través de los
cristales. Nos pusimos en pie, y sujetándonos al antepecho de la ventana,
vimos una magnífica habitación con una alfombra carmesí. El techo era
blanco como la nieve, tenía una orla dorada y pendía de él un torrente de gotas
de cristal, suspendidas de una cadena de plata, y brillando con la luz de muchas
velas pequeñitas. Los viejos Linton no estaban allí, y Eduardo y su hermana
disponían de todo aquel cuarto para ellos. ¿Cómo no iban a ser felices? A
nosotros nos hubiera parecido estar en la gloria. Y ahora vamos a ver si
adivinas lo que hacían esos niños buenos que tú dices. Isabel ‑que me parece que
tiene once años, uno menos que Catalina‑ estaba en un rincón, gritando como si
las brujas la pinchasen con alfileres calientes. Eduardo estaba junto a la
chimenea llorando en silencio, y encima de la mesa vimos un perrito, al que casi
habían partido en dos al pelearse por él, según comprendimos por los reproches
que se dirigían uno a otro y por las quejas del animal. ¡Vaya unos tontos!
¡Pelearse por un montón de pelos tibios! Y en aquel momento lloraban
porque, después de pegarse para cogerlo, ya no lo querían ninguno de los
dos. Nosotros nos moríamos de risa viendo aquello. ¿Cuándo me has visto a
mí querer lo que quiere Catalina? ¿Acaso alguna vez, cuando estamos solos,
nos has visto chillar y llorar, y revolcarnos, cada uno en un extremo del salón?
¡No cambiaría la vida que hace Eduardo Linton en la «Granja de los Tordos» por
la que hago yo aquí, ni aunque me diese la satisfacción de poder tirar a José
desde lo alto del tejado y de pintar las paredes de la casa con la sangre de
Hindley!
‑¡Cállate,
cállate! ‑le interrumpí‑‑‑. Y, ¿cómo se ha quedado allí
Catalina?
‑Como te he
dicho, nos echamos a reír. Los Linton nos oyeron y se precipitaron a la puerta
veloces como flechas. Hubo un momento de silencio y después gritaron:
«¡Papá, mamá, venid! ¡Ay! ¡Ay!» Creo que era algo así lo que gritaban. Hicimos
entonces un ruido espantoso para asustarles más aún, y luego nos soltamos de la
ventana y echamos a correr, porque oímos que alguien procuraba
abrirla. Yo llevaba a Catalina de la mano, y le decía que se apresurase, cuando
de pronto cayó al suelo. «¡Corre, Heathcliff! ‑me dijo‑. Han soltado al
perro, y me ha agarrado.» El animal la había cogido por el tobillo. Le oí
gruñir. Catalina no gritó. Le había parecido despreciable gritar aunque se
hubiese visto entre los cuernos de un toro bravo. Pero yo sí grité. Lancé tantas
maldiciones que habría bastante con ellas para espantar a todos los diablos del
infierno. Luego cogí una piedra, y la metí en la boca del animal tratando
furiosamente de introducírsela en la garganta. Salió un animal de criado con un
farol y gritó: «¡Sujeta fuerte, Espía, sujeta fuerte!» Pero cuando vio en
que situación se hallaba el perro, cambió de tono. El animal tenía un palmo
de lengua fuera de la boca y sangraba a borbotones por el hocico. El hombre
cogió a Catalina, que estaba medio desvanecida, no de miedo, sino de
disgusto, y se la llevó, seguido por mí, que profería toda clase de
insultos y amenazas de vengarme.
»‑¿A quién
habéis capturado, Roberto? ‑preguntó Linton desde la
puerta.
»‑El perro ha
cogido a una niña, señor ‑repuso el criado‑ y aquí hay también un rapaz que me
parece que no tiene desperdicio ‑añadió sujetándome‑. Seguramente los
ladrones se proponian hacerles entrar por la ventana para que abriesen la puerta
cuando estuviéramos dormidos, y poder así asesinarnos impunemente. ¡Calla la
lengua, maldito ladronzuelo! Esta hazaña te costará la horca. No suelte la
escopeta, señor Linton.
»‑No la
suelto, Roberto ‑contestó el viejo mentecato‑. Los bandidos habrán logrado
enterarse de que ayer fue día de cobro y les habrá parecido buena ocasión.
¡Entrad, entrad, que los recibiremos bien! Juan: echa la cadena. Eugenia: dale
agua al perro. ¡Han venido a meterse en la boca del lobo! ¡Y en domingo
nada menos! ¡Qué insolencia! Mira, querida María: es un niño, no temas. Pero
tiene tan mala facha, que se haría un bien a la sociedad ahorcándole antes
de que realice los crímenes que ha de cometer a juzgar por su
jeta.
»‑¡Qué
horrible! Enciérrale en el sótano, papá. Se parece al hijo de la gitana que me
robó mi faisancito domesticado. ¿Verdad, Eduardo?
»Mientras me
miraban, apareció Catalina, y se rió al oír a Isabel. Eduardo Linton, después de
contemplarla fijamente, llegó un momento en que la reconoció. Algunas veces
nos hemos encontrado en la iglesia.
»‑¡Es Catalina
Earnshaw! ‑aseguró‑. Y mira cómo le sangra el pie, mamá.
»‑No digas
necedades. ¡Catalina Earnshaw en compañía de un gitano! ¡Oh, y sin embargo
lleva luto! Pues es ella. ¡Y pensar que podría quedar coja para
siempre!
»‑¡Qué
descuido tan increíble tiene su hermano! ‑exclamó el señor Linton, volviéndose
hacia Catalina‑. Verdad es que he sabido por el padre Shielder que no se ocupan
para nada de su educación. ¿Y éste? ¿Quién es éste? ¡Ah, ya: es aquel chicuelo
vagabundo que el difunto Earnshaw trajo de Liverpool!
»‑De todos
modos, es un niño malo, que no debía vivir en una casa distinguida ‑afirmó la
vieja-. ¿Oíste cómo hablaba, Linton? Me disgusta que mis hijos le hayan
oído.
»Volví a
maldecirles cuanto pude ‑no te enfades, Elena y entonces mandaron a Roberto que
me echase fuera. No quise irme sin Catalina, pero él me llevó a la fuerza al
jardín, me entregó un farol, me dijo que iba a hablar al señor Earnshaw de mi
comportamiento, y, después de ordenarme que me marchara, atrancó la
puerta.
»Viendo que
las cortinas seguían descorridas, volví adonde antes habíamos estado,
proponiéndome romper todos los cristales de la ventana si Catalina quería irse y
no se lo permitían. Pero ella estaba sentada tranquilamente en el sofá, y
la señora Linton, que le había quitado el mantón de la criada, que habíamos
cogido para hacer nuestra excursión, le hablaba, supongo que
reprendiéndola. Como era una señorita la trataban de otra forma que a mí.
La criada llevó una palangana de agua caliente y le lavaron el pie. Luego el
señor Linton le ofreció un vasito de vino dulce, mientras Isabel le ponía
en el regazo un plato con tortas y Eduardo permanecía silencioso a poca
distancia. Después le secaron los pies, la peinaron, le pusieron unas zapatillas
que le venían muy grandes y la sentaron junto al fuego. Así la he dejado, lo más
alegre que te puedes imaginar, repartiendo los dulces con Espía y con el
perro pequeño, y a veces haciéndoles cosquillas en el hocico. Todos estaban
admirados de ella. Y no es extraño, porque vale mil veces más que ellos y que
cualquier otra persona. ¿No es cierto?
‑Ya verás como
esto trae malos resultados, Heathcliff ‑le contesté, abrigándole y apagando
la luz‑. Eres incorregible. El señor Hindley tendrá que apelar a medidas
rigurosas, no lo dudes.
Mis palabras
fueron más ciertas de lo que yo deseara. El lance enfureció a Earnshaw. Además,
al día siguiente el señor Linton vino a hablar con el amo y le soltó tal
chaparrón sobre su modo de educar a los niños, que Hindley se consideró
obligado a poner a raya a Heathcliff. No dispuso que le pegaran, pero le
comunicó que a la primera palabra que dirigiera a Catalina, le echarían a
la calle. La señora Earnshaw aseguró que cuando Catalina volviese a casa la
haría cambiar de modo de ser empleando la persuasión. De otra forma hubiera
sido imposible.
CAPÍTULO
VII
En Navidad,
después de pasar cinco semanas con los Linton, Catalina volvió curada y con
muchas mejores maneras. Mientras tanto, la señora la visitó frecuentemente,
y puso en práctica su propósito de educación, procurando despertar la
estimación de Catalina hacia su propia persona, y haciéndole valiosos regalos de
vestidos y otras cosas. De modo que cuando Catalina volvió, en vez de aquella
salvajita que saltaba por la casa con los cabellos revueltos, vimos apearse
de una bonita jaca negra a una digna joven, cuyos rizos pendían bajo el
velo de un sombrero con plumas, envuelta en un manto largo, que tenía que
sostener con las manos para que no lo arrastrase por el suelo. Hindley le ayudó
a apearse, y comentó de buen humor:
‑Te has puesto
muy guapa, Catalina. No te hubiera conocido. Ahora pareces una verdadera
señorita. ¿No es cierto, Francisca, que Isabel Linton no puede compararse con mi
hermana?
‑Isabel Linton
carece de la gracia natural de Catalina, pero es preciso que ésta se deje
conducir y no vuelva a hacerse intratable ‑repuso la esposa de Hindley‑‑‑.
Elena: ayuda a desvestirse a la señorita Catalina. Espera, querida, no te
desarregles el peinado. Voy a quitarte el sombrero.
Cuando la
despejó del manto, apareció bajo él un bonito traje de seda a rayas,
pantalones blancos y brillantes polainas. Los canes acudieron a la joven, y
aunque sus ojos resplandecían de júbilo, no se atrevió a tocar a los animales
por no echarse a perder la ropa. A mí me besó, pero con precaución, pues yo
estaba preparando el bollo de Navidad y me encontraba llena de harina. Después
buscó con la mirada a Heathcliff. Los señores esperaban con ansia el momento de
su encuentro con él, a fin de juzgar las posibilidades que tenían de separarla
definitivamente de su compañero.
Heathcliff no
tardó en presentarse. Ya de por sí era muy dejado y nadie por su parte se
cuidaba de él antes de la ausencia de Catalina, pero ahora ello sucedía, mucho
más. Yo era la única que me preocupaba de hacer que se aseara una vez a la
semana siquiera. Los muchachos de su edad no suelen ser amigos del
agua.
Así que,
aparte de su traje, que estaba como puede suponerse después de andar tres meses
por el barro y el polvo tenía el cabello desgreñado y la cara y las manos
cubiertas de una capa de mugre. Permanecía escondido, mirando a la
bonita joven que acababa de entrar, asombrado de verla tan bien ataviada y no
hecha una desastrada como él.
‑¿Y
Heathcliff? ‑preguntó Catalina, quitándose los guantes y descubriendo unos dedos
que de no hacer nada ni salir de casa nunca, se le habían puesto
prodigiosamente blancos.
‑Ven,
Heathcliff ‑gritó Hindley, congratulándose por anticipado del mal efecto que el
muchacho, con su traza de pilluelo, iba a producir a la señorita‑. Ven a
saludar a la señorita Catalina como los demás
criados.
Catalina, al
ver a su amigo, corrió hacia él, le besó seis o siete veces en cada mejilla, y
después, separándose un poco, le dijo entre risas:
‑¡Huy, qué
negro estás y qué cara de enfado tienes! Claro: es que me he acostumbrado a ver
a Eduardo y a Isabel. ¿Me has olvidado, Heathcliff?
‑Dale la mano,
Heathcliff ‑dijo Hindley, con aire de condescendencia‑. Por una vez la cosa no
importa que lo hagas.
‑Nada de eso
‑replicó el muchacho‑. No quiero que se burlen de mí.
Y trató de
alejarse, pero Catalina entonces le detuvo.
‑No quise
burlarme de ti. No pude contenerme al ver tu aspecto. Anda, dame la mano
siquiera. Si te lavas la cara y te peinas, estarás muy bien. ¡Pero ahora vas muy
sucio!
Contempló los
negros dedos que tenía entre los suyos y luego se miró el vestido, temiendo que
con aquel contacto se le hubiese contagiado la mugre del
rapaz.
‑No tenías por
qué tocarme ‑dijo él, separando su mano de un tirón‑. Soy tan sucio como me da
la gana, y me agrada estar sucio. ‑
Y se lanzó
fuera de la habitacion, con gran contento de los amos y gran turbación de
Catalina que no acababa de comprender por qué sus comentarios le habían
producido tal exasperación de mal humor.
Después de
haber ayudado a desvestirse a la recién llegada, de poner los bollos al
horno y de encender la lumbre, me senté dispuesta a entretenerme cantando
villancicos, sin hacer caso a José, que me aseguraba que el tono que yo
empleaba era demasiado mundano. Él se marchó a su cuarto a rezar, y los señores
Earnshaw distraían a la joven enseñándole unos obsequios que habían
comprado para los Linton en prueba de agradecimiento por sus atenciones. Habían
invitado a los Linton a pasar el siguiente día en «Cumbres Borrascosas» y
ello había sido aceptado a condición de que los hijos de los Linton no
tuvieran que tratar con aquel «terrible chicuelo que hablaba tan
ma1».
Me quedé sola.
La cocina olía fuertemente a las especias de los guisos. Yo miraba la
brillante batería de cocina, el reluciente reloj, los vasos de plata alineados
en la bandeja y la impecable limpieza del suelo, de cuyo barrido y fregado me
había preocupado con gran atención. Todo me pareció estar bien y merecer
alabanza, y recordé una ocasión en que el amo anciano ‑que solía revisarlo todo
por sí mismo en casos como aquél‑, viendo lo bien que estaba todo, me había
regalado un chelín, llamándome a la vez «buena moza». Luego pensé en el cariño
que él había sentido hacia Heathcliff y en el temor que tenía de que fuera
abandonado al faltar él, y pensando en la situación presente del muchacho, casi
me dieron ganas de ponerme a llorar. Considerando, después, que mejor que
lamentar sus desdichas sería procurar remediarlas, me levanté y fui al patio en
su busca. Le encontré enseguida: estaba en la cuadra cepillando el lustroso pelo
de la jaca nueva y dando el pienso a los demás animales.
‑Date
prisa ‑le animé‑. La cocina está
muy confortable, y José se ha ido a su cuarto. Procura acabar pronto, para
vestirte decentemente antes de que salga la señorita Catalina. Así podréis estar
juntos, y charlar al lado de la lumbre hasta la hora de
retirarse.
Él siguió
haciendo su faena. Hacía todos los esfuerzos posibles para apartar los
ojos.
‑Anda, ven
‑seguí‑. Necesitarás media hora para vestirte. Hay un pastel para cada uno de
vosotros.
Esperé otros
cinco minutos, pero en vista de que no me contestaba, me fui. Catalina comió con
sus hermanos. José y yo celebramos una cena muy poco cordial, amenizada con
censuras suyas y malas contestaciones mías. El pastel y el queso de Heathcliff
estuvieron toda la noche sobre la mesa para alimento de las hadas. Él estuvo
trabajando hasta las nueve, y a esa hora se fue a su habitación, siempre
taciturno y terco. Catalina estuvo hasta muy tarde preparándolo todo para
recibir a sus nuevos amigos, y una vez que entró en la cocina para buscar a su
antiguo camarada, viendo que no estaba se contentó con preguntar por él y
marcharse. A la mañana siguiente, Heathcliff se levantó temprano, y como era día
de fiesta, se fue malhumorado a los pantanos, y no volvió a aparecer hasta
después de que la familia se hubo marchado a la iglesia. Pero el ayuno y la
soledad debieron hacerle reflexionar y cuando regresó, después de estar un rato
conmigo, me dijo, de súbito:
‑Vísteme,
Elena. Quiero ser bueno.
‑Ya era hora,
Heathcliff ‑contesté‑. Has disgustado a Catalina. Cualquiera diría que la
envidias porque la miman mas que a ti.
La idea de
sentir envidia hacia Catalina le resultó incomprensible, pero lo de disgustarla
lo comprendió muy bien. Me preguntó, volviéndose grave:
‑¿Se ha
enfadado?
‑Se echó a
llorar cuando le dije esta mañana que te habías ido.
‑También yo he
llorado esta noche ‑respondió‑ y con más motivos que
Catalina.
‑¿Sí? ¿Qué
motivos tenías para acostarte con el corazón lleno de soberbia y el
estómago vacío? Los soberbios no hacen más que dañarse a sí mismos. Pero si
estás arrepentido, debes pedirle perdón cuando vuelva. Vas arriba, le pides un
beso y le dices... Bueno, ya sabes tú lo que le tienes que decir. Pero hazlo con
naturalidad y no como si ella fuera una extraña por el hecho de que la
hayas visto mejor ataviada. Ahora voy a arreglármelas para vestirte de un
modo que Eduardo Linton parezca un muñeco a tu lado. ¡Y claro que lo
parece! Aunque eres más joven que él, eres mucho más alto y doble de fuerte.
Podrías tumbarle de un soplo, ¿no es cierto?
La cara de
Heathcliff se iluminó por un momento, pero su alegre expresión se apagó
enseguida. Y suspiró:
‑Sí, Elena,
pero aunque yo le tumbara veinte veces, no dejaría de ser él mas guapo que yo.
Quisiera tener el cabello rubio y la piel blanca como él, vestir bien y tener
modales como los suyos, y ser tan rico como él llegará a serlo algun
día.
‑Sí. Y llamar
a mamá constantemente, y asustarte siempre que un chico aldeano te amenazase con
el puño y quedarte en casa cada vez que cayeran cuatro gotas. No seas pobre de
espíritu, Heathcliff. Mírate al espejo, y atiende lo que tienes que hacer. ¿Ves
esas arrugas que tienes entre los ojos y esas espesas cejas que siempre se
contraen en lugar de arquearse, y esos dos negros demonios que jamás abren
francamente sus ventanas, sino que centellean bajo ellas corridas, como si
fueran espías de Satanás? Proponte y esfuérzate en suavizar esas arrugas,
en levantar esos párpados sin temor, y en convertir esos dos demonios en dos
ángeles que sean siempre amigos en donde quiera que no haya enemigos indudables.
No adoptes ese aspecto de perro cerril que parece justificar la justicia de los
puntapiés que recibe, y que odia a todos tanto como al que le
apalea.
‑Sí: debo
proponerme adquirir los ojos y la frente de Eduardo Linton. Ya lo deseo, pero,
¿crees que haciendo lo que me dices conseguiré tenerlos
así?
‑Si eres
bondadoso de corazón, serás agradable de cara, muchacho, aunque fueras un negro.
Y un corazón perverso hace horrible la cara más agradable. Ahora que estás
lavado y peinado y pareces más alegre, ¿no es verdad que te encuentras más
guapo? Te aseguro que sí. Puedes pasar por un príncipe de incógnito. ¡Cualquiera
sabe si tu padre no era emperador de la China y tu madre reina de la India,
y si con sus rentas de una sola semana no podrían comprar «Cumbres
Borrascosas» y la «Granja de los Tordos» reunidas! Quizá te robaran unos
marineros y te trajeran a Inglaterna. Yo, si estuviera en tu caso, me haría
figuraciones como esas, y con ellas iría soportando las miserias que tiene que
sufrir el campesino.
En tanto que
yo hablaba así y conseguía que Heathcliff fuese poco a poco desarrugando el
ceño, oímos un estrépito que al principio sonaba en la carretera y luego llegó
al patio. Heathcliff acudió a la ventana y yo a la puerta, en el mismo momento
en que los Linton se apeaban de su carruaje, muy arrebujados en abrigos de
pieles, y los Earnshaw descendían de sus caballos. Catalina cogió a los niños de
la mano, y los llevó a la chimenea, junto a la que se sentaron, y cuyo fuego
enrojeció en breve sus blancos rostros.
Alenté a
Heathcliff para que acudiera y mostrara su buen porte, pero tuvo la desgracia de
que, al abrir la puerta de la cocina, tropezara con Hindley, que la estaba
abriendo por el otro lado. El amo, ya porque le incomodara verle tan
animado y tan arreglado, o quizá por complacer a la señora Linton, le
empujó con violencia y dijo a José:
‑Hazle estar
en el desván hasta después de que hayamos comido. De lo contrario, tocaría
los dulces con los dedos y robaría las frutas si se le permitiera estar un solo
minuto aquí.
‑No hará nada
de eso ‑osé replicar‑. Y espero que participe de los dulces como
nosotros.
‑Participará
de la paliza que le sacudiré si le veo por acá abajo antes de la noche ‑gritó
Hindley‑. Largo, vagabundo! ¿De modo que quieres lucirte, verdad? Como te eche
mano a esos mechones ya verás si te los pongo más largos
aún.
‑Ya los tiene
bastante largos ‑observó Eduardo Linton, que acababa de aparecer en la
puerta‑‑‑. Le caen sobre los ojos como la crin de un caballo. No sé cómo no le
producen dolor de cabeza.
Aunque hizo
aquella observación sin deseo de molestarle, Heathcliff, cuyo rudo carácter
no toleraba impertinencias, y mas viniendo de alguien a quien ya
consideraba como su rival, cogió una fuente llena de compota caliente y se lo
tiró en pleno rostro al muchacho. Éste lanzo un grito que hizo acudir enseguida
a Catalina y a Isabel. El señor Earnshaw cogió a Heathcliff y se lo llevó a su
habitación, donde sin duda le debió aplicar un energico correctivo, ya que
cuando bajó estaba sofocado y rojo como la grana. Yo cogí un trapo de cocina,
limpié la cara a Eduardo, y, no sin cierto enojo, le dije que se había
merecido la lección por su inoportunidad. Su hermana se echó a llorar y
quiso marcharse; Catalina, a su vez, estaba muy disgustada con todo
aquello.
‑No has debido
hablarle ‑dijo al joven Linton‑. Estaba de mal humor, ahora le pegarán, y has
estropeado la fiesta... Yo ya no tengo apetito. ¿Por qué le hablaste,
Eduardo?
‑Yo no le
hablé ‑quejóse el muchacho, desprendiéndose de mis manos y terminando de
limpiarse con su fino pañuelo‑. Prometí a mamá no hablarle, y lo he
cumplido.
‑Bueno ‑dijo
Catalina con desdén‑: cállate, que viene mi hermano. No te ha matado, después de
todo. No pongas las cosas peor. Deja de llorar, Isabel. ¿Te ha hecho algo
alguien?
‑¡A sentarse,
niños! ‑exclamó Hindley reapareciendo‑. Ese bruto de chico me ha hecho
entrar en calor. La próxima vez, Eduardo, tómate la venganza con tus
propios puños, y eso te abrirá el apetito.
La gente
menuda recobró su alegría al servirse los olorosos manjares. Todos sentían
apetito después del paseo, y se consolaron fácilmente, ya que ninguno había
sufrido daño grave. El señor Earnshaw trinchaba con jovialidad, y la señora
animaba la mesa con su conversación. Yo atendía al servicio y me
entristecía el ver que Catalina, con ojos enjutos y aire indiferente, partía en
aquel momento un ala de pato que tenía ante sí.
«¡Qué niña tan
insensible! ‑pensé‑: Nunca hubiera creído que la suerte de su antiguo compañero
de juegos la preocupara tan poco.»
Ella estaba
llevándose en aquel momento un bocado a la boca, pero de pronto lo soltó, las
mejillas se le sonrojaron y por su rostro corrieron las lágrimas. Dejó caer
el tenedor y aprovechó la ocasión de inclinarse para disimular su emoción.
Durante todo el día anduvo como un alma en pena buscando a Heathcliff`. Pero
éste había sido encerrado por Hindley, lo que averigüé al querer llevarle a
escondidas algo de comer.
Hubo baile por
la tarde y Catalina pidió que soltaran a Heathcliff, ya que, si no, Isabel no
tendría pareja, pero no se la atendió y yo fui llamada a llenar la vacante. El
baile nos puso de buen humor, y éste creció más cuando llegó la banda de música
de Gimmerton, con sus quince musicos, entre los que había un trompeta, un
trombón, clarinetes, flautas, oboes y un contrabajo, fuera de los
cantantes. La banda suele recorrer en Navidad las casas ricas pidiendo
alguinaldos, y su llegada es siempre acogida con alegría. Primero cantaron los
villancicos de costumbre, pero después, como a la señora Earnshaw le gustaba
extraordinariamente la música, les pedimos que tocasen algo más, y lo
hicieron durante todo el tiempo que nos pareció bien.
A pesar de que
a Catalina le agradaba también la música, dijo que se oía mejor desde el
rellano de la escalera, y con este pretexto salió seguida por mí. Cerraron la
puerta de abajo. No parecían haber reparado en nuestra falta. Catalina subió
hasta el desván donde estaba encerrado Heathcliff. Le llamo, y aunque él al
principio no quiso contestar, acabaron manteniendo una conversación a
través de la puerta. Les dejé que charlaran tranquilamente, y cuando
comprendí que el concierto iba a terminar y que se iba a servir la cena a los
músicos, volví al desván con objeto de avisar a Catalina. Pero no la hallé. Por
una claraboya había subido al tejado, y por otra entrado en la
buhardilla de Heathcliff`. Me costó mucho convencerla de que saliera. Al
cabo lo hizo en compañía de Heathcliff, y se empeñó en que le llevara a la
cocina conmigo, ya que José se había ido a casa de un vecino, para librarse de
la «infernal salmodia», como llamaba a la música. Yo les advertí que no
contaran conmigo para engañar al señor Hindley, pero que por esta vez lo haría,
ya que el cautivo no había probado bocado desde el día
antes.
Él bajó, se
sentó junto a la lumbre, y yo le ofrecí muchas golosinas. Pero Heathcliff
se sentía mal y no comió apenas, sin que mis intentos de distraerle fuesen más
afortunados. Había apoyado los codos en las rodillas y la barbilla en las manos,
y callaba. Le pregunté qué pensaba, y me respondió con
gravedad:
‑En cómo
hacerle pagar esto a Hindley. No sé cuanto habré de esperar, pero no me importa,
si lo consigo al fin. ¡Con tal de que no reviente antes!
‑¡Qué
vergüenza, Heathcliff! ‑le dije‑. Sólo corresponde a Dios castigar a los
malos. Nosotros hemos de saber perdonarles.
‑No será Dios
quien tenga esa satisfacción, que yo me reservo ‑repuso‑. Lo único que necesito
es saber cómo la alcanzaré. Pero ya acertaré con el plan conveniente. Este
pensamiento me evita sufrir.
Ahora reparo,
señor Lockwood, en que estas historias no deben tener interés para usted. No sé
cómo he hablado tanto. Está usted durmiéndose. ¡Hubiera podido
contarle en una docena de palabras cuanto le interesara a usted saber
sobre la vida de Heathcliff!
Después de
esta interrupción, el ama de llaves, incorporándose, guardó la labor. Yo no me
moví de al lado del fuego. Estaba muy lejos de dormirme.
. ‑Siéntese,
señora Dean ‑le dije‑, y siga con su historia media horita más. Ha hecho
bien en contarla a su manera. Me han interesado mucho sus
descripciones.
‑Son las once,
señor.
‑Es igual: yo
no suelo acostarme hasta muy tarde. Levantándose a las diez, no importa
acostarse a las dos o a la una.
‑Es que no
debía usted dormir hasta las diez. Pierde usted lo mejor del día. Cuando a esa
hora no se ha hecho ya la mitad de la faena diaria, es muy probable que no se
pueda hacer lo demás en el día.
‑Da lo mismo,
señora Dean... Ande, siéntese. Creo que tendré mañana que estarme acostado hasta
después de cenar, pues parece que no me escaparé sin un buen
catarro.
‑Dios haga que
no suceda así, señor. Bien, pues daré un salto de tres años, o sea hasta que la
señora Earn-shaw...
‑No, nada de
saltos. ¿No sabe usted lo que siente el que se encuentra ocupado en mirar cómo
una gata lava a sus gatitos, y se indigna cuando ve que deja de lamer una de las
orejas de uno de ellos?
‑Creo que
quien haga eso no es más que un ocioso.
‑No lo crea...
Bueno: yo me encuentro en ese caso ahora. De modo que cuente usted la historia
con todo detalle. En sitios como éste, las gentes adquieren ante el que las
observa un valor que puede compararse con el de una araña a los ojos de quien la
contempla en un calabozo. La araña en un calabozo tiene una importancia que no
tendría para un hombre libre. Pero, de todos modos, el cambio no se debe sólo a
la distinta situación del observador. Las gentes, aquí, viven más
hondamente, más reconcentradas en sí mismas y menos atraídas por la parte
superficial de las cosas. En un sitio así, yo sería capaz hasta de creer en
un amor eterno, y eso que he creído siempre imposible que una pasión dure arriba
de un año.
‑Los que
habitamos aquí, cuando se nos conoce, somos como los de cualquier otro
sitio ‑contestó la señora Dean.
‑Disculpe,
amiga mía ‑repuse‑, pero usted misma es una negación viviente de lo que dice.
Usted, aparte de algunos modismos locales muy secundarios, no suele hablar
ni obrar como las personas de su clase. Tengo la evidencia de que ha
pensado mucho más de lo que suelen hacerlo la mayoría de las personas de su
profesión. Como no ha tenido usted que ocuparse de frivolidades, ha debido
reflexionarse sobre asuntos serios.
‑Claro que me
tengo por una persona razonable ‑dijo‑, pero no creo que sea por vivir recluida
entre montañas y ver sólo un aspecto de las cosas, sino por haberme
sometido a una severa disciplina que me hizo aprender a tener buen criterio.
Además, señor Lockwood, he leído más de lo que usted se imagina. No hay un
libro en la biblioteca que yo no haya hojeado, y del que no haya sacado alguna
enseñanza, excepto los libros griegos y latinos, o los franceses... Y hasta
éstos sé distinguirlos unos de otros... ¿Qué más puede usted pedir a la
hija de un pobre? De todos modos, si se empeña en que le siga contando la
historia como hasta ahora, lo mejor será que dé un salto, pero no de tres años,
sino hasta el verano siguiente. El de 1778. Veintitrés años han pasado
ya.
Una hermosa
mañana de junio, vino al mundo el primer niño que yo había de criar y el
último vástago de la antigua raza de los Earnshaw. Estábamos recogiendo heno en
un campo apartado de la finca, cuando vimos llejar con una hora de
anticipación a la chica que nos traía habitualmente el
desayuno.
‑¡Qué niño tan
hermoso! ‑exclamó‑. Nunca se ha visto uno más guapo... Pero, según dice el
médico, la señora vivirá muy poco. Al parecer se ha ido consumiendo durante
los últimos meses. He oído cómo se lo decía al señor Hindley, y le ha asegurado
que morirá antes del invierno. Venga a casa enseguida, Elena. Tiene que
cuidar al niño, darle leche y azúcar. Me gustaría ser usted porque cuando la
señora muera va usted a quedar completamente encargada del
pequeño.
‑¿Tan enferma
está? ‑pregunté, soltando la horquilla y anudándome las cintas del
sombrero.
‑He oído que
sí ‑repuso la muchacha‑ aunque está muy animada y habla como si fuese a vivir
hasta ver al pequeño hecho un hombre. No cabe en sí de alegría. Verdaderamente,
el niño es una hermosura. Si yo estuviera en su caso, no me moriría. Sólo
con mirar al niño, me pondría buena. La señora Archer llevó el angelito al amo,
y no había hecho más que presentárselo, cuando se adelanta el viejo gruñón
de Kenneth y le dice: «Señor Earnshaw, es una fortuna que su mujer le haya dado
un hijo. Cuando la vi por primera vez tuve la seguridad de que no viviria largo
tiempo, y ahora puedo decirle que no pasará del invierno. No se aflija, porque
la cosa es irremediable; pero debió haber buscado usted una mujer más
sana.»
‑¿Y qué
contestó el amo? ‑pregunté a la muchacha.
‑Creo que una
blasfemia, pero no me fijé, porque estaba muy ocupada en mirar a la
criatura.
La moza empezó
a describirme al bebé con entusiasmo. Yo me apresuré a correr a casa, ya
que tenía tantos deseos de verlo como ella misma, pero me daba pena de Hindley.
Sabía que en su corazón sólo había lugar para dos afectos: el de su mujer y el
de sí mismo. A Francisca la adoraba, y me parecía imposible que pudiera soportar
su muerte.
Al llegar a
«Cumbres Borrascosas», él se hallaba de pie ante la puerta. Le pregunté cómo
estaba el recién nacido.
‑A punto de
echar a correr, Elena ‑me replicó, sonriendo.
‑¿Y la señora?
Creo que el médico dice...
‑¡Al demonio
con el médico! ‑contestó‑. Francisca está bien y la semana próxima se habrá
restablecido del todo. Si subes, dile que ahora iré a verla, siempre que
prometa no hablar. Me he ido de la habitación porque no quería callarse, y
es preciso que guarde silencio. Adviértele que el señor Kenneth le
prescribe quietud.
Comuniqué
aquella indicación a la señora, y ella, que parecía muy animada,
respondió:
‑Sólo hablé
una palabra, Elena, y a pesar de ello salió dos veces orando de la habitación.
Le prometo callarme, pero ello no me impedirá reírme de
él.
La pobre mujer
no perdió el humor hasta una semana antes de morir. Su marido seguía
obstinándose en que mejoraba constantemente. El día en que Kenneth le advirtió
que ya no recetaba más medicinas, porque eran totalmente inútiles, dado el grado
a que había llegado la enfermedad, Hindley le contestó:
‑Bien sé que
no las necesita, ni tampoco los cuidados médicos. Nunca ha estado enferma del
pecho. Padeció una fiebre, sí, pero ya ha desaparecido. Su pulso es ahora tan
normal como el mío y sus mejillas están muy frescas.
A su esposa le
decía lo mismo, y ella parecía creerlo. Pero una noche, mientras Francisca
reclinaba la cabeza en el hombro de su esposo y le decía que pensaba levantarse
al día siguiente, le acometió un leve ataque de tos. Él la abrazó, ella le echó
las manos al cuello, palideció y entregó el alma.
Hareton, el
niño, fue entregado a mis cuidados. El señor Earnshaw se conformaba,
respecto al pequeño, con saber que estaba bien y con no oirle llorar. Pero él,
por su parte, estaba desesperado. Su dolor era de los que no se manifiestan con
lamentaciones. No sollozaba ni rezaba, sino que maldecía de Dios y de los
hombres, y se entregó a una vida de loco libertinaje. Ningún criado soportó
largo tiempo el tiránico comportamiento que nos daba, y sólo nos quedamos a
su lado José y yo. Yo había sido su hermana de leche, y me faltó valor para
abandonarle. En cuanto a José, se quedó porque así podía mandar
despóticamente a los jornaleros y arrendatarios, y también porque
siempre se sentía a gusto donde quiera que hubiese cosas que
censurar.
Los malos
hábitos y las malas compañías que había contraído el amo constituían un pésimo
ejemplo para Catalina y Heathcliff. Este era tratado de tal manera, que
aunque hubiera sido un santo, tenía que acabar convirtiéndose en un
demonio. Y, en verdad, el muchacho parecía endemoniado en aquella época. La
degradación de Hindley le colmaba de placer y su aspereza y tosquedad
aumentaban.
Nuestra vida
era un infierno. El cura dejó de acudir a la casa, y terminaron imitándole todas
las personas respetables. Nadie nos trataba, excepto Eduardo Linton, que a
veces se presentaba a visitar a Catalina. A los quince años, la joven se
transformó en la reina de la comarca. Ninguna podía igualarla, y se convirtió en
un ser terco y caprichoso. Desde que había dejado de ser niña, yo no la
quería, y procuraba humillar su soberbia a todo trance, pero ella no me hacía
caso. Conservó un afecto constante hacia Heathcliff, y no quiso nunca a nadie
como a él, ni siquiera al joven Linton. Este fue mi último señor: su retrato
está ahí, sobre la chimenea. Antes, al lado, estaba colgado el de su mujer y es
una pena que lo hayan quitado porque así podría usted haberse hecho una idea de
lo que fue. Vamos a repasar eso y verá.
La bujía
iluminó un rostro de finas facciones, muy semejante al de la joven de las
«Cumbres» pero más pensativo y menos adusto. Era un cuadro agradable. El
cabello era rubio y levemente rizado en las sienes, los ojos grandes y
reflexivos, y en conjunto una figura que resultaba incluso demasiado graciosa.
No me maravillé de que Catalina le hubiese preferido a Heathcliff, pero pensando
en que su espíritu debía corresponder a su aspecto, me asombró que él se hubiese
sentido atraído hacia Catalina Earnshaw.
‑Es un buen
retrato ‑dije‑. ¿Es parecido?
‑Sí ‑repuso el
ama de llaves‑. En general era así. Cuando estaba animado, parecía más guapo
aún.
A raíz de
pasar Catalina aquellas cinco semanas con los Linton, siguió manteniendo
relaciones de amistad con ellos. Como disimulaba en su presencia su aspereza
acostumbrada, logró cautivarles a todos, en especial a Isabel, que la
admiraba, y a su hermano, que terminó por enamorarse de ella. Como esto la
complacía, tenía que desarrollar un doble modo de ser, aunque no con mal
deseo. Cuando oía comentar que Heathcliff era un rufián y peor que un bruto, se
cuidaba mucho de no parecerse a él, pero cuando estaba en casa mostraba muy poca
inclinación a los buenos modales, que, por otra parte, no la hubieran granjeado
elogios de ninguno.
Eduardo no se
atrevía a frecuentar mucho «Cumbres Borrascosas», porque la mala fama que tenía
Earnshaw le asustaba, y temía encontrarse con él. Le recibíamos con muchas
atenciones, el amo procuraba también no ofenderle, adivinando la razón de
sus asiduidades, y, ya que no le fuera posible mostrarse amable, a lo menos
procuraba no dejarse ver. Aquellas visitas me parece que no complacían
mucho a Catalina. A ésta le faltaba malicia y no sabía ser coqueta, de modo que
no le agradaba que sus dos amigos se encontrasen, porque si Heathcliff
mostraba desprecio hacia Linton, ella no podía mostrarse concorde con
él, como lo hacía cuando Eduardo no estaba presente, y si Linton, a su vez,
expresaba antipatía hacia Heathcliff, tampoco osaba llevarle la contraria. Yo me
mofé muchas veces de sus indecisiones y de los disgustos que sufría por causa de
ellas, y que trataba de ocultar. Me dirá usted que mi actitud era censurable,
pero aquella joven era tan soberbia, que si se quería hacerla más
humilde, era forzoso no compadecerla nunca. Al cabo, como no encontraba
otro confidente mejor, tuvo que franquearse ante mí.
Una tarde en
que el señor Earnshaw había salido, Heathcliff resolvió hacer fiesta aquel día.
Creo que tenía entonces dieciséis años, y aunque no era tonto ni feo, su aspecto
general era desagradable. La educacion que en sus primeros tiempos recibiera se
había disipado. Los trabajos a que le dedicaban habían extinguido en él
todo amor al estudio y el sentimiento de superioridad que en su niñez le
infundieran las atenciones del antiguo amo ya no existía. Largo tiempo se
esforzó en mantenerse al nivel cultural de Catalina, pero al fin tuvo que
ceder a la evidencia. Cuando se convenció de que ya no recobraría lo
perdido, se abandonó del todo, y su aspecto reflejaba su rebajamiento moral.
Tenía un aspecto innoble y grosero, del que actualmente no conserva nada, se
hizo insociable en extremo y parecía complacerse en inspirar repulsión antes que
simpatía a los pocos con quienes tenía relacion.
Cuando no
trabajaba, seguía siendo el eterno compañero de Catalina. Pero él no le
expresaba nunca su afecto verbalmente, y recibía las afectuosas caricias de su
amiga sin devolverlas.
El día a que
me refiero, entró en la habitación donde yo estaba ayudando a vestirse a la
señorita Catalina, y anunció su decisión de no trabajar aquella tarde. Ella, que
no esperaba tal ocurrencia, había citado a Eduardo, y estaba preparándose para
recibirle.
‑Tienes algo
que hacer esta tarde, Catalina? ‑le preguntó‑. ¿Piensas ir de
paseo?
‑No; porque
está lloviendo.
‑Entonces,
¿por qué te has puesto este vestido de seda? Supongo que no esperarás a
nadie.
‑No espero a
nadie, que yo sepa ‑repuso ella‑. Pero, ¿cómo no estás ya en el campo,
Heathcliff? Hace más de una hora que hemos comido. Creía que te habrías marchado
ya.
‑Hindley no
nos libra a menudo de su odiosa presencia ‑replicó el muchacho‑. Hoy no
pienso trabajar y me quedaré contigo.
‑Más vale que
te vayas ‑le aconsejó la joven‑, no sea que José lo
cuente.
‑José está
cargando tierra en Penninston y no volverá hasta la noche, así que no tiene
por qué enterarse.
Y Heathcliff
se sentó al lado de la lumbre. Catalina frunció el entrecejo y reflexionó unos
momentos. Al fin encontró una disculpa para preparar la llegada de su
amigo, y dijo, tras un minuto de silencio:
‑‑Isabel y
Eduardo Linton avisaron de que acaso vendrían esta tarde. Claro que, como
llueve, no espero que lo hagan, pero si se decidieran y te ven, corres el
peligro de sufrir una reprensión.
‑Que Elena les
diga que estás ocupada ‑insistió el muchacho‑. No me hagas irme por esos tontos
de tus amigos. A veces me dan ganas de decirte que ellos... pero prefiero
callar.
‑¿Qué tienes
que decir? ‑exclamó Catalina, turbada‑ ¡Ay, Elena! agregó, desasiéndose de mis
manos‑. Me has despeinado las ondas. ¡Basta, déjame ¿Qué estabas a punto de
decir, Heathcliff?
‑Fíjate en ese
calendario que hay en la pared ‑repuso él señalando uno que estaba colgado junto
a la ventana‑. Las cruces marcan las tardes que has pasado con Linton y los
puntos las que hemos pasado juntos tú y yo He marcado pacientemente todos los
días. ¿Qué te parece?
‑¡Vaya, una
bobada! ‑repuso despectivamente Catalina . ¿A qué viene
eso?
‑A que te des
cuenta de que reparo en ello ‑dijo Heathcliff.
‑¿Y por qué he
de estar siempre contigo? ‑replicó ella, cada vez más irritada‑. ¿Para qué me
vales? ¿De qué me hablas tú? Lo que haces para distraerme, un niño de pecho lo
haría, y lo que dices lo diría un mudo.
‑Antes no me
decías eso, Catalina ‑repuso Heathcliff, muy agitado‑. No me declarabas que te
desagradase mi compañia.
‑¡Vaya una
compañía la de una persona que no sabe nada ni dice nada! ‑comentó la
joven.
Heathcliff se
incorporó, pero antes de que tuviera tiempo de seguir hablando, sentimos un
rumor de cascos de caballo, y el señorito Linton entró con la cara
rebosando contento. Sin duda en aquel momento pudo Catalina comparar la
diferencia que había entre los dos muchachos, porque era como pasar de una
cuenca minera a un hermoso valle, y las voces y modos de ambos confirmaban
la primera impresión. Linton sabía expresarse con dulzura y pronunciar las
palabras como usted, es decir, de un modo mas suave que el que se emplea por
estas tierras.
‑¿No me habré
anticipado a la hora? ‑preguntó el joven, mirándome.
Yo estaba
enjugando los platos y arreglando los cajones del
aparador.
‑No ‑repuso
Catalina‑. ¿Qué haces ahí, Elena?
‑Trabajar,
señorita ‑repuse, sin irme, porque tenía orden del señor Hindley de asistir a
las entrevistas de Linton con Catalina.
Ella se me
acercó y me dijo en un cuchicheo:
‑Vete de aquí
y llévate tus trapos. Cuando hay gente de fuera, los criados no están en las
habitaciones de los señores.
‑Puesto que el
amo está fuera, debo trabajar ‑le dije‑, ya que no le gusta verme hacerlo en
presencia de él. Estoy segura de que él me disculparía.
‑Tampoco a mí
me gusta verte trabajar en presencia mía ‑replicó Catalina
imperiosamente.
Estaba
nerviosa a causa de la disputa que había sostenido con
Heathcliff.
‑Lo siento,
señorita Catalina ‑respondí, continuando en mi
ocupación.
Ella, creyendo
que Eduardo no la veía, me arrancó el trapo de limpieza de las manos y me aplicó
un pellizco soberbio. Ya he dicho que yo no le tenía afecto, y que me complacía
en humillar su orgullo siempre que me era posible. Así que me incorporé
‑porque estaba de rodillasy clamé a grito pelado:
‑¡Señorita,
esto es un atropello, y no estoy dispuesta a consentirlo!
‑No te he
tocado, embustera ‑me contestó, mientras sus dedos se aprestaban a repetir
la acción. ‑
La rabia le
había encendido las mejillas, porque no sabía ocultar sus sentimientos, y
siempre que se enfadaba, el rostro se le ponía encarnado como un
pimiento.
‑Entonces,
¿esto qué es? ‑le contesté señalándole la señal que el pellizco me había
producido en el brazo.
Hirió el suelo
con el pie, vaciló un segundo y después, sin poderse contener, me dio una
bofetada. Los ojos se me llenaron de lágrimas.
‑¡Por Dios,
Catalina! ‑exclamó Eduardo, disgustado de su violencia y de su mentira, e
interponiéndose entre nosotras.
‑¡Márchate,
Elena! –ordenó ella, temblando de rabia.
Hareton, que
estaba siempre conmigo, comenzó también a llorar y a quejarse de la «mala
tía Catalina». Entonces ella se desbordó contra el niño, le cogió por los
hombros y le sacudió terriblemente, hasta que Eduardo intervino y le sujetó
las manos. El niño quedó libre, pero en el mismo momento, el asombrado Eduardo
recibió en sus propias mejillas una replica lo bastante contundente para no ser
tomada a juego. Se apartó consternado.
Cogí a Hareton
en brazos y me fui a la cocina, dejando la puerta abierta para ver cómo
terminaba aquel incidente. El visitante, ofendido, pálido y con los labios
temblorosos, se dirigió a coger su sombrero.
«Haces bien
‑pensé para mí‑. Aprende, da gracias a Dios de que ella te haya mostrado su
verdadero carácter, y no vuelvas.»
Él quiso
pasar, pero ella dijo con energía:
‑¡No quiero
que te vayas!
‑Debo
irme.
‑No ‑contestó
Catalina, sujetando el picaporte‑. No te vayas todavía, Eduardo. Siéntate, no me
dejes en este estado de ánimo. Pasaría una noche horrible y no quiero sufrir por
causa tuya.
‑¿Crees que
debo quedarme después de haber sido ofendido? ‑preguntó
Linton.
Catalina
calló.
‑Estoy
avergonzado de ti ‑continuó el joven‑. No volveré más.
En los ojos de
Catalina relucieron lágrimas.
‑Además, has
mentido ‑dijo él.
‑No, no
‑repuso ella‑. Lo hice todo sin querer Anda, márchate si quieres... Ahora me
pondré a llorar, y lloraré hasta que no pueda más...
Desplomóse en
una silla y rompió en sollozos. Eduardo llegó hasta el patio, y allí se paró.
Resolví infundirle alientos.
‑La señorita
‑le dije‑ es tan caprichosa como un niño mimado. Vale más que se vaya usted a
casa, porque, si no, es capaz de ponerse enferma con tal de
disgustarnos.
Eduardo
contempló la ventana. El pobrecillo era tan capaz de irse como un gato lo es de
dejar a medio matar un ratón o a medio devorar un
jilguero.
«Estás perdido
‑pensé‑. Te precipitas tú mismo hacia tu destino ...
»
No me engañé:
se volvió bruscamente, entró en la casa, cerró la puerta, y cuando al cabo de un
rato fui a advertirles de que el señor Earnshaw había vuelto beodo y con
ganas de armar escándalo, pude comprobar que lo sucedido no había servido
sino para aumentar su intimidad y para romper los diques de su timidez juvenil,
hasta el punto de que habían comprendido que no sólo eran amigos, sino que
se querían.
Al oír que
Hindley había llegado, Linton se fue rápidamente a buscar su caballo, y
Catalina a su alcoba. Yo me ocupé de esconder al pequeño Hareton y de descargar
la escopeta del señor, ya que él tenía la costumbre, cuando se hallaba en
aquel estado, de andar con ella, con grave riesgo de la vida para cualquiera que
le provocara o simplemente le hiciera alguna observación. Mi precaución
impediría que Linton causase algún daño si disparaba.
En el momento
en que yo ocultaba a Hareton en la alacena, Hindley entró mascullando
juramentos. A Hareton le espantaban tanto el afecto como la ira de su
padre, porque en el primer caso corría el riesgo de que le ahogara con sus
brutales abrazos, y en el segundo se exponía a que le estrellara contra un muro
o le arrojara a la lumbre. Así que el niño permanecía siempre quieto en los
sitios donde yo le ocultaba.
‑¡Al fin la
hallo! ‑clamó Hindley, sujetándome por la piel de la nuca como si fuese un
perro‑. ¡Por el cielo, que os habéis conjurado para matar al niño! Ahora
comprendo por qué le mantenéis siempre apartado de mí. Pero con la ayuda de
Satanás, Elena, te voy ahora a hacer tragar el trinchante. No lo tomes a risa:
acabo de echar a Kenneth, cabeza abajo, en el pantano del Caballo Negro, y ya
tanto se me dan dos como uno. Tengo ganas de mataros a uno de vosotros, y he de
conseguirlo.
‑Vaya, señor
Hindley ‑contesté‑, déjeme en paz. No me gusta el sabor del trinchante: está de
cortar arenques. Más vale que me pegue un tiro, si
quiere.
‑¡Quiero que
te vayas al diablo! ‑contestó‑. Ninguna ley inglesa impide que un hombre
tenga una casa decorosa, y la mía es detestable. ¡Abre esa
boca!
Intentó
deslizarme el cuchillo entre los labios, pero yo, que nunca tuve miedo de sus
locuras, insistí en que sabía muy mal y no lo tragaría.
‑¡Diablo!
‑exclamó, soltándome de pronto‑. Ahora me doy cuenta de que aquel granuja no es
Hareton. Perdona, Elena. Si lo fuera, merecería que le desollaran vivo
por no venir a saludarme y estarse ahí chillando como si yo fuera un espectro.
Ven aquí, desnaturalizado engendro. Yo te enseñaré a engañar a un padre crédulo
y bondadoso. Oye, Elena: ¿no es cierto que este chico estaría mejor sin
orejas? El cortárselas hace más feroces a los perros, y a mí me gusta la
ferocidad. Dame las tijeras. Apreciar tanto las orejas, constituye una
afectación diabólica. No por dejar de tenerlas dejaríamos de ser unos asnos.
Cállate, niño... ¡Anda, pero si es mi nene! Sécate los ojos, y bésame, pequeño
mío. ¿Cómo? ¿No quieres? ¡Bésame, Hareton; bésame, condenado! Señor, ¿cómo habré
podido engendrar monstruo semejante? Le voy a romper el
cráneo...
Hareton se
debatía entre los brazos de su padre, llorando y pataleando, y redobló sus
gritos cuando Hindley se lo llevó a lo alto de la escalera y le suspendió en el
aire. Le grité que iba a asustar al niño, y me apresuré a correr para salvarle.
Al llegar arriba, Hindley se había asomado a la barandilla escuchando un rumor
que sentía abajo, y casi había olvidado a Hareton.
‑¿Quién va?
‑preguntó, sintiendo que alguien se acercaba al pie de la
escalera.
Reconocí las
pisadas de Heathcllff, y me asomé para hacerle señas de que se detuviese. Pero
en el momento en que dejé de mirar al niño, éste hizo un brusco movimiento
y cayó al vacio.
No bien me
había estremecido de horror, ya había reparado en que el pequeño estaba a salvo.
Heathcliff llegaba en aquel momento preciso, y, por un impulso instintivo, cogió
al niño, lo puso en el suelo y miró al causante de lo ocurrido. Cuando vio que
se trataba del señor Earnshaw, el rostro de Heathcliff manifestó una impresión
semejante a la de un avaro que vendiese un billete de lotería de cinco
chelines, y supiera al día siguiente con que había perdido así un premio de
cinco mil libras. En el semblante de Heathcliff se leía claramente cuánto
le pesaba haberse convertido en instrumento del fracaso de su venganza. Yo
juraría que, de no haber habido luz, hubiera remediado su error estrellando
al niño contra el pavimento... Pero, en fin, gracias a Dios, Hareton se salvó, y
a los pocos instantes yo me hallaba abajo, apretando contra mi corazon mi
preciosa carga. Hindley, vuelto en sí de su borrachera, descendió las
escaleras muy turbado.
‑Tú tienes la
culpa ‑me dijo‑. Has debido poner al niño fuera de mi alcance. ¿Se ha hecho
daño?
‑¿Daño?
‑grité, indignada‑. Tonto será si no se muere. Me asombra que su madre no se
alce del sepulcro al ver cómo le trata usted. Es usted peor que un enemigo de
Dios. ¡Tratar así a su propio hijo!
El quiso tocar
al niño, que al sentirse conmigo se había repuesto de su susto, pero
Hareton, entonces, comenzó de nuevo a gritar y a
agitarse.
‑¡Déjele en
paz! ‑exclamé‑. Le odia, como le odian todos, por supuesto... ¡Qué familia tan
feliz tiene usted y a qué bonita situación ha venido a
parar!
‑¡Más bonita
será en adelante, Elena! ‑replicó aquel desgraciado, volviendo a recuperar su
habitual aspecto de dureza‑. Márchate y llévate al niño de aquí. Tú,
Heathcliff, haz lo mismo. Por esta noche creo que no os mataré, a no
ser que se me ocurra pegar fuego a la casa... Ya veremos.
Y se escanció
una copa de aguardiente.
‑No beba más
‑le rogué‑. Apiádese de este pobre niño, ya que no se apiada de sí
mismo.
‑Con
cualquiera le irá mejor que conmigo ‑me contestó.
‑¡Tenga
compasión de su propia alma! ‑dije, intentando quitarle la copa de la
mano.
‑¡No quiero!
Tengo ganas de mandarla al infierno para castigar a su Creador ‑repuso‑. ¡Brindo
por su perdición eterna!
Bebió y nos
mandó alejarnos, no sin soltar una serie de juramentos que más vale no
repetir.
‑¡Cuánto
deploro que no se mate bebiendo! ‑comentó Heathcliff, repitiendo, a su vez,
otra sarta de imprecaciones cuando se cerró la puerta‑. Él hace todo lo posible
para ello, pero es de una naturaleza muy robusta, y no lo conseguirá. El
señor Kenneth asegura que va a vivir más que todos los de Gimmerton, y que
encanecerá bebiendo, a no ser que le pase algo inesperado.
Me senté en la
cocina, y empecé a mecer a mi corderito para dormirle. Heathcliff cruzó la
cocina, y yo pense que se encaminaba al granero. Pero luego resultó que se había
tumbado en un banco junto a la pared, y allí permaneció
callado.
Yo mecía a
Hareton sobre mis rodillas y había comenzado una canción que
dice:
«Era de noche
y los niños lloraban; en sus
cuevas los
gnomos lo oyeron ... »
De pronto, la
señorita Catalina asomó la cabeza por la puerta de su habitación, y
preguntó:
‑¿Estás sola,
Elena?
‑Sí, señorita
‑contesté.
Pasó y se
acercó a la lumbre. Comprendí que quería decirme algo. En su rostro se leía la
ansiedad. Abrió los labios como si fuera a hablar, pero se limitó a exhalar un
suspiro. Continué cantando, sin hablarle, ya que no había olvidado su
comportamiento anterior.
‑¿Dónde está
Heathcliff? ‑‑preguntó.
‑Trabajando en
la cuadra ‑dije.
El muchacho no
denegó. Tal vez se hubiera dormido. Hubo un silencio. Por las mejillas de
Catalina se deslizaba una lágrima. Me pregunté si estaría disgustada por su
conducta, lo cual hubiera constituido un hecho insólito en
ella.
Pero no había
tal cosa. No se inquietaba por nada, no siendo por lo que le atañía a
ella.
‑¡Ay, querida!
‑dijo por fin‑. ¡Qué desgraciada soy!
‑Es una pena
‑repuse‑ que sea usted tan difícil de contentar. Con tantos amigos y tan pocas
preocupaciones, tiene motivos de sobra para estar
satisfecha.
‑¿Me guardarás
un secreto, Elena? ‑me preguntó, mirándome con aquella expresión suya que
desarmaba al más enfadado, por muchos resentimientos que con ella
tuviese.
‑¿Merece la
pena? ‑pregunté con menos aspereza.
‑Sí. Y debo
contártelo. Necesito saber lo que he de hacer. Eduardo Linton me ha pedido que
me case con él y ya le he contestado. Pero antes de decirte lo que he
respondido, dime tú qué hubiera debido contestarle.
‑Verdaderamente,
señorita, no sé qué responderle. Teniendo en cuenta la escena que le ha hecho
usted contemplar esta tarde, lo mejor hubiera sido rechazarle, porque
si después de ella todavía le pide relaciones, es que es que si un tonto
completo o que está loco.
‑Si sigues
hablando así, ya no te diré más ‑exclamó ella, levantándose malhumorada‑. Le he
aceptado. Dime si he hecho mal, y pronto.
‑Si le ha
aceptado, no veo que haya nada que hablar. ¡No va usted a retirar su
palabra!
‑¡Pero quiero
que me digas si he obrado con acierto! ‑insistió con irritado tono,
retorciéndose las manos y frunciendo las cejas.
‑Para
contestar, habría que tener muchas cosas en cuenta ‑dije sentenciosamente‑. Ante
todo, ¿quiere al señorito Eduardo?
‑¡Naturalmente!
Yo le formulé
una serie de preguntas. No era del todo indiscreto el hacerlo, ya que se trataba
de una muchacha muy joven.
‑¿Por qué le
quiere, señorita Catalina?
‑¡Vaya una
pregunta! Le quiero, y nada más.
‑No basta.
Dígame por qué.
‑Porque es
guapo y me gusta estar con él.
‑Malo...
‑comenté.
‑Y porque es
joven y alegre.
‑Más malo
aún.
‑Y porque él
me ama.
‑Eso no tiene
nada que ver.
‑Y porque
llegará a ser rico, y me agradará ser la señora más acomodada de la
comarca, y porque estaré orgullosa de tener un marido como
él.
‑Eso es lo
peor de todo. Y dígame: ¿cómo le ama usted?
‑Como todo el
mundo, Elena. ¡Pareces boba!
‑No lo crea...
Contésteme.
‑Pues amo el
suelo en que pone los pies, y el aire que le rodea, y todo lo que toca, y todas
las palabras que pronuncia, y todo lo que mira y todo lo que hace... ¡Le amo
enteramente!
‑¿Y qué
más?
‑Está bien, lo
tomas a juego. ¡Es demasiada maldad! ¡Pero para mí no se trata de una broma!
‑dijo la joven, enojada, mirando al fuego.
‑No lo tomo a
juego, señorita Catalina. Usted dice que quiere al señorito Eduardo porque es
guapo, y joven, y alegre, y rico, y porque el la ama a usted. Lo último no
significaría nada. Usted le amaría igual aunque ello no fuera así, y únicamente
por eso no le querría si no reuniese las demás
cualidades.
‑¡Naturalmente!
Me daría lástima, y puede que hasta le aborreciera si fuera feo o fuera un
hombre ordinario.
‑Pues en el
mundo hay otros muchachos guapos y ricos, y más que el señorito
Eduardo.
‑Quizá, pero
yo sólo he visto uno y es Eduardo.
‑Más tarde
puede usted conocer algún otro, y él, además, no será siempre joven y guapo.
También podría dejar de ser rico.
‑Yo no tengo
por qué pensar en el futuro. Ya podrías hablar con más sentido
común.
‑Pues
entonces, nada... Si no piensa usted más que en el presente, cásese con el
señorito Eduardo.
‑Para eso no
necesito tu permiso. Claro que me casaré con él. Pero no me has dicho aún
si hago bien o no.
‑Me parece
bien si usted se casa pensando sólo en el momento. Ahora contésteme usted: ¿de
qué se preocupa? Su hermano se alegrará, los ancianos Linton no creo que
pongan reparo alguno, va usted a salir de una casa desordenada para ir a otra
muy agradable, ama usted a su novio y él la ama a usted. Todo está claro y
sencillo. ¿Dónde ve usted el obstáculo?
‑¡Aquí y aquí,
o donde pueda estar el alma! ‑repuso Catalina golpeándose la frente y el pecho‑.
Tengo la impresión de que no obro bien.
‑¡Qué cosa tan
rara! No me la explico.
‑Pues te la
explicaré lo mejor que pueda, si me prometes que no te vas a burlar de
mí.
Catalina se
sentó a mi lado. Estaba triste y noté que sus manos, que mantenía enlazadas,
temblaban.
‑Elena: ¿no
sueñas nunca cosas extrañas? ‑me dijo, después de reflexionar un
instante.
‑A veces
‑respondí.
‑También yo.
En ocasiones he soñado cosas que no he olvidado nunca y que han cambiado mi modo
de pensar. Han pasado por mi alma y le han dado un color nuevo, como
cuando al agua se le agrega vino. Y uno que he tenido es de esa clase. Te lo voy
a contar, pero líbrate de sonreír ni un solo instante.
‑No me lo
cuente, señorita ‑le interrumpí‑. Ya tenemos aquí bastantes congojas para
andar con pesadillas que nos angustien más. Ea, alégrese. Mire al pequeño
Hareton. ¡Ese sí que no sueña nada triste! ¿Ve con cuánta dulzura
sonríe?
‑¡También sé
con cuanta dulzura reniega su padre! Supongo que te acordarás de cuando era tan
pequeño como este niño. De todos modos, tienes que escucharme, Elena. No es muy
largo. Además, no me siento jovial hoy.
‑¡No quiero
oírlo! ‑me apresure a contestar.
Porque yo era,
y soy aún, muy supersticiosa en cuestión de sueños, y el semblante de
Catalina se había puesto tan sombrío, que temí escuchar el presagio de alguna
horrorosa desgracia. Ella se enfadó, al parecer, y no continuó.
Pasando a otra cosa, expuso:
‑Yo sería muy
desgraciada si estuviera en el cielo.
‑Porque no es
usted digna de ir a él ‑contesté‑. Todos los pecadores serían muy desgraciados
en el cielo.
‑No es por
eso. Una vez soñé que estaba en el cielo.
‑Ya le he
dicho, señorita, que no quiero enterarme de sus sueños. Voy a
acostarme.
Se echó a reír
y me obligó a permanecer sentada.
‑Pues soñé
‑dijo‑ que estaba en el cielo, que comprendía y notaba que aquello no era
mi casa, que se me partía el corazón de tanto llorar por volver a la tierra, y
que, al fin, los ángeles se enfadaron tanto, que me echaron fuera. Fui a
caer en medio de la maleza, en lo más alto de «Cumbres Borrascosas», y me
desperté llorando de alegría. Ahora, con esa explicación, podrás comprender mi
secreto. Tanto interés tengo en casarme con Eduardo Linton como en ir al cielo,
y si mi malvado hermano no hubiera tratado tan mal al pobre Heathcliff, yo no
habría pensado en ello nunca. Casarme con Heathcliff sería rebajarnos, pero
él nunca llegará a saber cuánto le quiero, y no porque sea guapo, sino porque
hay más de mí en él que en mí misma. No sé qué composición tendrán nuestras
almas, pero sea de lo que sea, la suya es igual a la mía, y en cambio la de
Eduardo es tan diferente como el rayo lo es de la luz de la luna, o la nieve de
la llama.
No había
concluido de hablar, cuando noté la presencia de Heathcliff, que en aquel
momento se incorporaba y salía. Sólo había escuchado hasta que oyó decir a
Catalina que le rebajaría casarse con él. Inmediatamente se levantó y
se fue. Pero ella, que estaba de espaldas, no reparó en sus movimientos ni
en su marcha. Yo me había estremecido y le hice una señal para que
enmudeciera.
‑¿Por qué?
‑preguntó, mirando, inquieta en torno suyo.
‑Porque viene
José ‑respondí, refiriéndome al ruido del carro, que con toda oportunidad
oí avanzar por el camino‑ y Heathcliff vendrá con‑ él. ¡A lo mejor estaba ahora
mismo detrás de la puerta!
‑Desde la
puerta no ha podido oírme ‑contestó‑. Dame a Hareton para que le tenga mientras
preparas la cena, y después déjame cenar contigo. ¿Verdad que Heathcliff no se
da cuenta de estas cosas, y que no sabe lo que es el
cariño?
‑No veo por
qué ha de conocer todos estos sentimientos ‑repuse‑ y si es de usted de
quien está enamorado, seguramente será muy infeliz, pues en cuanto usted se
case, él se quedará sin amor, sin amistad y sin todo... ¿Ha pensado en las
consecuencias que tendrá para él la separación, cuando se dé cuenta de que queda
enteramente solo en el mundo, señorita Catalina?
‑¿Qué hablas
de separarnos ni de quedarse solo en el mundo? ‑replicó, indignada‑‑‑. ¿Quién
había de separamos? ¡Ay del que lo intentara! Antes que abandonar a
Heathcliff prescindiría de todos los Linton del mundo. No me propongo tal cosa.
No me casaría si hubiera de suceder así. Heathcliff será para mí, cuando me
case, lo que ha sido siempre. Mi marido habrá de mirarle bien o tendrá por
lo menos que soportarle. Y lo hará cuando conozca mis verdaderos
sentimientos. Ya veo, Elena, que me consideras una egoísta, pero debes
comprender que si Heathcliff y yo nos casáramos viviríamos como unos
pordioseros. En cambio, si me caso con Linton, puedo ayudar a Heathcliff a que
se libre de la opresión de mi hermano.
‑¿Y eso con
los bienes de su marido? No será eso tan fácil como le parece. No tengo
autoridad para opinar, pero me parece que ése es el peor motivo que ha dado para
explicar su matrimonio con el señorito Eduardo.
‑Es el mejor
‑dijo ella‑. Los otros se referían a satisfacer mis caprichos y a complacer
a Eduardo... Yo no puedo explicarme pero creo que tú y todos tenéis la idea de
qué después de esta vida hay otra. ¿Para qué había yo de ser creada, si antes de
serlo ya estaba enteramente contenida aquí? Todos mis dolores en este mundo han
consistido en los dolores que ha sufrido Heathcliff, y los he seguido paso a
paso desde que empezaron. El pensar en él llena toda mi vida. Si el mundo
desapareciera y él se salvara, yo seguiría viviendo, pero si desapareciera él y
lo demás continuara igual, yo no podría vivir. Mi afecto por Linton es como
las hojas de los árboles, y bien sé que cambiará con el tiempo, pero mi cariño a
Heathcliff es como son las rocas del fondo de la tierra, que permanecen
eternamente iguales sin cambiar jamás. Es un afecto del que no puedo
prescindir. ¡Elena, yo soy Heathcliff! Le tengo constantemente en mi
pensamiento, aunque no siempre como una cosa agradable. Tampoco yo me agrado
siempre a mí misma. No hables más de separarnos, porque eso es
irrealizable.
Calló y
escondió la cabeza en mi regazo. Pero yo la aparté de mí, porque me había hecho
perder la paciencia con sus numerosas insensateces.
‑Lo único que
veo, señorita ‑le dije‑, es, o que ignora usted los deberes de una casada o
que no tiene conciencia. Y no me cuente más cosas, porque las
diré.
‑Pero de ésta
no hablarás...
Ella iba a
insistir, pero entró José y suspendimos la conversación. Catalina, con Hareton,
se fue a un extremo de la cocina, y allí esperó mientras yo preparaba la cena.
Una vez que estuvo a punto, José y yo empezamos a discutir acerca de quién debía
llevársela al señor Hindley, y sólo nos pusimos de acuerdo cuando casi se había
enfriado. El acuerdo consistió en esperar a que el amo la pidiese, ya
que ambos temíamos mucho tratar con él cuando se encerraba en su
cuarto.
‑Y aquel
idiota, ¿no ha vuelto del campo aún? ¿Qué estará haciendo? ¡Hay que ver qué
holgazán! ‑‑dijo el viejo, al notar que Heathcliff no estaba
presente.
‑Voy a
buscarle ‑contesté‑. Debe de estar en el granero.
Aunque le
llamé, no me contestó. Cuando volví, cuchicheé al oído de Catalina que
seguramente el muchacho había escuchado parte de nuestro diálogo, y le expliqué
que le había visto salir de la cocina en el momento en que ella se refería al
comportamiento de su hermano con él.
Dio un salto,
dejó a Hareton en un asiento, y se lanzó en busca de su compañero sin
reflexionar siquiera en la causa de la turbación que le embargaba. Tanto tiempo
estuvo ausente, que José propuso que no les esperásemos mas, suponiendo,
con su habitual tendencia a pensar mal, que se quedaban fuera para no tener que
asistir a sus largas oraciones de bendición de la mesa. Agregó, pues, en
bien de las almas de los jóvenes, una oración más a las acostumbradas, y aún
hubiera aumentado otra en acción de gracias de no haber reaparecido la señorita
ordenádole que saliese enseguida para buscar a Heathcliff donde quiera que
estuviese y hacerle volver.
‑Quiero
hablarle antes de subir ‑‑dijo‑. La puerta está abierta, y él debe encontrarse
lejos, pues le llamé desde el corral, y no responde.
Aunque José
hizo algunas objeciones, acabó por ponerse el sombrero y salir
refunfuñando, al verla tan excitada que no admitía
contradicción.
Catalina
empezó a pasearse de un extremo a otro de la habitación,
exclamando:
‑¿Qué será de
él? ¿Dónde habrá ido? ¿Qué fue lo que dije, Elena? Ya no me acuerdo. ¿Estará
ofendido por lo de la tarde? ¡Dios mío! ¿Qué habré dicho que le ofendiera?
Quiero que venga. Quiero verle.
‑¡Cuánto
barullo para nada! ‑repuse, aunque me sentía también bastante inquieta‑. Se
apura usted por poco. No creo que sea motivo de alarma el que Heathcliff pasee
por los pantanos a la luz de la luna, o que esté tendido en el granero sin ganas
de hablar. A lo mejor está escuchándonos. Voy a buscarle.
Y salí de
nuevo en su busca, pero sin resultado. A José le ocurrió lo mismo. Volvió
diciendo:
‑¡Qué
imposible es ese muchacho! Ha dejado abierta la verja, y la jaca de la señorita
se ha escapado a la pradera, después de estropear dos haces de grano. Ya le
castigará el amo mañana por esos juegos endemoniados, y hará bien.
Demasiada paciencia tiene al tolerar tantos descuidos. Pero no sucederá siempre
igual. Todos lo hemos de ver. ¡Heathcliff está haciendo todo lo posible
para poner al amo fuera de juicio!
‑Bueno, ¿lo
has encontrado o no, animal? ‑le interrumpió Catalina‑‑‑. ¿Le has buscado
como te mandé?
‑Mejor hubiera
buscado al caballo, y hubiera sido más razonable ‑respondió él‑. Pero no puedo
encontrar ni a uno ni a otro en una noche tan negra como la de hoy. Y si
silbo para llamarle, bien seguro es que no vendrá. Puede que no se haga el
sordo si le silba usted.
Corría el
verano, pero la noche, en efecto, era oscurísima. Amenazaba tormenta, y yo
les aconsejé que nos sentáramos, porque seguramente la lluvia haría volver
a Heathcliff sin necesidad de que nos ocupásemos de encontrarle. Pero Catalina
no se calmó. Iba y venía, en continua agitación, de un sitio a otro. Al fin, se
apoyó en el muro, junto al camino, y allí permaneció a pesar de mis
observaciones, unas veces llamando a Heathcliff, otras escuchando en espera de
sentirle volver, y otras llorando desconsoladamente como un
niño.
A medianoche,
la tormenta se abatió sobre «Cumbres Borrascosas». Fuera efecto de un rayo o del
vendaval, un árbol próximo a la casa se tronchó, y una de sus grandes ramas cayó
sobre la techumbre, derrumbando el tubo de la chimenea, lo que hizo que se
desplomara sobre el fogon un alud de piedras y hollín. Creíamos que había
caído un rayo entre nosotros, y José se hincó de rodillas, para pedir a Dios que
se acordara de Noé y Lot y, al castigar al malo, perdonara al justo. Yo intuí
que entonces también nosotros íbamos a ser alcanzados por la ira divina. En mi
mente, el señor Earnshaw se me aparecía como Jonás, y temiendo que hubiese
muerto llamé a su puerta. Respondió de tal modo y con tales frases, que
José hubo de impetrar a Dios, con redoblada vehemencia, que en la hora de su ira
hiciera la oportuna separación entre justos como él y pecadores como su amo. En
fin: la tempestad cesó a los pocos minutos, sin habernos causado ni a José ni a
mí mal alguno, aunque sí a Catalina que, por haberse obstinado en continuar bajo
la lluvia sin siquiera ponerse un abrigo ni nada a la cabeza, volvió empapada.
Se sentó, apoyó la cabeza en el respaldo del banco y puso las manos a la
lumbre.
‑Ea, señorita
‑le dije, tocándole en un hombro‑: usted se ha empeñado en matarse... ¿Sabe qué
hora es? Las doce y media. Váyase a la cama. No es cosa de seguir aguardando a
ese memo. Se habrá largado a Gimmerton y dormirá allí. Ya comprenderá que no
esperaremos que vuelva a estas horas. Además, temerá que el señor esté
despierto, y que sea él quien le abra.
‑No debe estar
en Gimmerton ‑repuso José‑ y no me maravillaría que yaciese en el fondo de una
ciénaga. Esto ha sido un aviso divino, y tenga en cuenta, señorita, que la
próxima vez le tocará a usted. Demos gracias a Dios por todo. Sus designios
conducen siempre a lo mejor, aun las desgracias, como dicen los textos
sacros...
Empezó a
repetir pasajes de la Biblia, mencionando los capítulos y versículos
correspondientes.
Harta de
insistir a la terca joven para que se secara y se cambiara de ropa, les dejé, a
ella con su tiritona y a José con sus sermones, y me fui a acostar con Hareton,
que estaba profundamente dormido. Oí a José leer, luego le sentí subir la
escalera, y enseguida me dormí yo misma.
Al día
siguiente me levanté algo más tarde que de costumbre, y al bajar vi a la
señorita Catalina, que seguía sentada junto al hogar. El señor Hindley,
soñoliento y con profundas ojeras, estaba en la cocina también, y
decía:
‑¿Qué te pasa,
Catalina? ¡Estás más triste que un cachorro chapuzado! ¿Por qué estás tan
mojada y tan descolorida?
‑No me pasa
otra cosa ‑contestó, malhumorada Catalina‑ sino que he cogido una mojadura y
siento frío.
Vi que el
señor estaba ya sereno, y exclame:
‑¡Es muy
traviesa! Se caló hasta los huesos cuando la lluvia de ayer, y se ha obstinado
en quedarse toda la noche junto al fuego.
‑¿Toda la
noche? ‑‑‑:‑exclamó, sorprendido, el señor Earnshaw‑. ¿Y por qué? No habrá sido
por miedo a la tempestad...
Ni Catalina ni
yo deseábamos mencionar a Heathcliff mientras pudiéramos impedirlo, de modo que
respondí que se le había antojado quedarse allí, y ella no dijo
nada.
La mañana era
fresca. Abrí las ventanas y los perfumes del jardín penetraron en la
estancia. Pero Catalina me dijo‑
‑Cierra,
Elena. Estoy agotada.
Y sus dientes
rechinaban, mientras se acercaba a la lumbre casi fría.
‑Está enferma
‑aseguró Hindley, tomándole el pulso. Por eso no se acostó. ¡Maldita sea!
Está visto que no puedo estar libre de enfermedades en esta casa. ¿Por qué te
expusiste a la lluvia?
‑Por andar
detrás de los mozos, como de costumbre ‑se apresuró a decir José, dando suelta a
su maldiciente lengua‑. Si yo estuviera en el caso de usted, señor, les daría
con la puerta en las narices a todos ellos, señoritos y aldeanos. Todos los días
que usted sale, el Linton se mete aquí como un gato. Mientras tanto, Elena ‑¡que
es buena también!‑ vigila desde la cocina, y cuando usted entra por una
puerta, él sale por la opuesta. Y entonces esta buena pieza se va al lado del
otro. ¡Hay que ver! ¡Andar a las doce de la noche a campo traviesa con ese
endiablado gitano de Heathcliff! Se imaginan que estoy ciego, pero se equivocan.
Yo he visto al joven Linton ir y venir, y te he visto a ti, ¡mala bruja!
(añadió, mirándome), estar atenta y avisarles en cuanto los cascos del caballo
del señor sonaron en el camino.
‑¡Silencio,
insolente! ‑gritó Catalina‑. Linton vino ayer por casualidad, Hindley, y le dije
que se fuera cuando viniste, porque supuse que no te agradaría verle dada la
forma en que llegabas.
‑Mientes,
Catalina, estoy seguro... Y eres una condenada idiota ‑repuso su hermano‑.
No me hables de Linton por el momento... Dime si has estado esta noche con
Heathcliff. No temas que le maltrate. Le odio, pero hace poco me hizo un
servicio y eso me impide partirle la cabeza. Lo que haré será echarle a la calle
hoy mismo. Y entonces andad con ojo los demás, porque todo mi mal humor caerá
sobre vosotros.
‑No he visto a
Heathcliff esta noche ‑contestó Catalina, entre lágrimas‑. Si le echas de
casa, me iré con él. Pero quizá no puedas hacerlo ya. Tal vez se haya
marchado...
Presa de
congoja, empezó a proferir sonidos inarticulados. Hindley le dirigió un
diluvio de groserías, y la hizo subir a su cuarto amenazándola con que de lo
contrario tendría verdaderos motivos para llorar. Yo hice que le
obedeciera, y jamás olvidaré la escena que me dio cuando estuvo en su
alcoba. Me aterrorizó hasta el punto de que pensé que iba a volverse loca, y
encargué a José que corriera a llamar al médico. El señor Kenneth pronosticó un
comienzo de delirio, dijo que estaba enferma de gravedad, le hizo una
sangría, para disminuir la calentura, y me encargó que le diese solamente leche
y agua de cebada, y que la vigilase mucho, para impedir que se arrojase por la
ventana o por la escalera. Enseguida se marchó, porque tenía excesivo trabajo,
ya que entre las casas de sus enfermos mediaban a veces dos o tres
millas.
Reconozco que
no me porté como una excelente enfermera, y José y el amo tampoco lo
hicieron mejor que yo, pero, pese a ello y a sus propios caprichos, la enferma
logró vencer la gravedad de su estado. La madre de Eduardo nos hizo varias
visitas, procuró ordenar las cosas de la casa, estaba siempre dándonos órdenes y
reprendiéndonos, y, por fin, cuando Catalina estuvo mejor, se la llevó a
convalecer a la «Granja», lo que por cierto le agradecimos mucho. Pero la
pobre señora tuvo motivo para arrepentirse de su gentileza. Ella y su marido
contrajeron la fiebre y fallecieron en pocos días.
La joven
volvió a casa más violenta y más intratable que nunca. No habíamos vuelto a
saber nada de Heathcliff. Un día en que ella me había hecho perder la
paciencia, tuve la torpeza de acusarla de la desaparición del chico.
Era verdad, como a ella le constaba, y mi acusación hizo que rompiera conmigo
todo trato, excepto el preciso para las cosas de la casa. Ello duró varios
meses. José cayó también en desgracia. No sabía callarse sus pensamientos y
se obstinaba en seguir sermoneándola como si Catalina fuese una niña, cuando en
realidad era una mujer hecha y derecha, y, además, nuestra ama. Para colmo, el
médico había recomendado que no se la contrariase, y ella consideraba que
cometíamos un delito cuando la contradecíamos en algo. No, trataba tampoco a su
hermano ni a los amigos de su hermano. Hindley a quien Kenneth había
hablado seriamente, procuraba dominar sus arrebatos y no excitar el mal temple
de Catalina. Incluso
se portaba con demasiada
indulgencia, aunque, más que por afecto, lo hacía porque deseaba que ella
honrase a la familia casándose con Linton. Le importaba muy poco que
Catalina nos tratara a nosotros como a esclavos, siempre que a él le dejara
en paz.
Eduardo se
sintió tan entontecido como tantos otros lo han estado antes que él y lo
seguirán estando en lo sucesivo, el día en que llevó al altar a Catalina,
tres años después de la muerte de sus padres.
Hube de
abandonar «Cumbres Borrascosas» para acompañar a Catalina. El pequeño Hareton
tenía entonces cinco años, y yo había empezado a enseñarle a leer. La
despedida fue muy triste. Pero las lágrimas de Catalina pesaban más que las
nuestras. Al principio,, no quise marcharme con ella, y viendo que sus
ruegos no me conmovían, fue a quejarse a su novio y a su hermano. El
primero me ofreció un magnífico sueldo y el segundo me ordenó que me largase, ya
que no necesitaba mujeres en la casa, según dijo. De Hareton se haría cargo el
párroco. Así que no tuve más remedio que obedecer. Dije al amo que lo que se
proponía era alejar de su lado a todas las personas decentes para precipitarse
más pronto en su catástrofe; besé al niño y salí. Desde entonces Hareton fue
para mí un extraño. Por increíble que sea, creo que ha olvidado por completo a
Elena Dean, y que no se acuerda de aquellos tiempos en que él era todo en
el mundo para ella, y ella lo único que él conocía en el
mundo.
En esto mi ama
de llaves miró el reloj y se asombró de ver que las manillas marcaban la una y
media. Se negó a seguir sentada ni un segundo más, y, en verdad, yo me sentía
también bastante propicioa que suspendiera la narración. Y voy a acostarme ya.
Mi cabeza está muy embotada y mis miembros entorpecidos.
El comienzo de
mi vida de ermitaño ha sido poco venturoso. ¡Cuatro semanas enfermo,
tosiendo constantemente! ¡Oh, estos implacables vientos y estos sombríos
cielos del Norte! ¡Oh, los intransitables senderos y los calmosos médicos
rurales! Pero peor que todo, incluso que la privación de todo semblante humano
en torno mío, es la conminación de Kenneth de que debo permanecer en casa,
sin salir, hasta que empiece el buen tiempo...
Heathcliff me
ha hecho el honor de visitarme. Hace siete días me envió un par de guacos, que,
al parecer, son los últimos de la estación. El muy villano no está exento de
responsabilidades en mi enfermedad, y no me faltaban deseos de decírselo, pero,
¿cómo ofender a un hombre que tuvo la bondad de pasarse una hora a mi cabecera
hablándome de cosas que no son medicamentos? Su visita constituyó para mí
un grato paréntesis en mi enfermedad.
Todavía estoy
demasiado débil para leer. ¿Por qué, pues, no pedir a la señora Dean que
continúe relatándome la historia de mi vecino? La dejamos en el momento en
que el protagonista se había fugado y en que la heroína se casaba. Voy a llamar
a mi ama de llaves: seguramente le agradará que charlemos.
La señora Dean
acudió.
‑De aquí a
veinte minutos le corresponde tomar la medicina, señor
‑dijo.
‑¡Déjeme de
medicinas! Quiero...
‑Dice el
doctor que debe usted suspender los polvos...
‑¡Encantado!
Siéntese. No acerque los dedos a esa odiosa hilera de frascos. Saque la costura
y continúe relatándome la historia del señor Heathcliff desde el punto en
que la suspendió el otro día. ¿Concluyó su educación en el continente y volvió
hecho un caballero? ¿O bien emigró a América y alcanzó una posición exprimiendo
la sangre de los naturales de aquel país? ¿O es que se enriqueció más
deprisa dedicándose a salteador de caminos?
‑Quizá hiciera
un poco de todo, señor Lockwood, pero no puedo garantizárselo. Como antes le
dije, no sé cómo ganó dinero, ni cómo se las arregló para salir de la ignorancia
en que había llegado a caer. Si le parece, continuaré explicándole a mi
modo, si cree usted que no se fatigará y qué encontrará en ello algún
entretenimiento. ¿Se siente usted mejor hoy?
‑Mucho
mejor.
‑Cuánto me
alegro.
Catalina y yo
nos trasladamos a la «Granja de los Tordos», y ella comenzó portándose
mejor de lo que yo esperaba, lo que me sorprendió bastante. Parecía
hallarse enamoradísima del señor Linton, y también demostraba mucho afecto a su
hermana. Verdad es que ellos eran muy buenos para con Catalina. Aquí no se
trataba del espino inclinándose hacia la madreselva, sino de la
madreselva abrazando al espino. No es que los unos se hiciesen concesiones
a los otros, sino que ella se mantenía en pie y los otros se inclinaban. ¿Quién
va a demostrar mal genio cuando no encuentra oposición en nadie? Porque bien se
veía que Eduardo temía horrorosamente verla irritada.
Procuraba
disimularlo ante ella, pero si me oía contestarle destempladamente, o notaba
ofenderse a algún sirviente cuando recibía alguna orden imperiosa de su mujer,
expresaba su descontento con un frucimiento de cejas que no era corriente
en él cuando se trataba de cosas que le afectasen personalmente. A veces me
reprendía mi acritud, diciéndome que el ver disgustada a su esposa le
producía peor efecto que recibir una cuchillada. Procuré dominarme, a
fin de no contrariar a un amo tan bondadoso. En seis meses, la pólvora, al no
acercarse a ella ninguna chispa, permaneció tan inofensiva como si fuese arena.
Eduardo respetaba los accesos hipocondriacos que invadían de vez en cuando
a su esposa, y los atribuía a un cambio producido en ella por la enfermedad, ya
que antes no los había padecido nunca. Y cuando ella se recobraba, ambos eran
perfectamente felices y para su marido parecía que hubiera lucido el sol
por primera vez.
Pero aquello
se acabó. La verdad es que cada uno debe mirar por sí mismo. Precisamente los
buenos son más egoístas que los dominantes. Y aquella dicha tuvo su fin cuando
una de las partes se apercibió de que no era el objeto de los desvelos de
la otra. En una tarde serena de septiembre yo volvía del huerto con un
cesto de manzanas que acababa de recoger.
La tarde
oscurecía ya y la luna brillaba por encima de la tapia del corral pintando vagas
sombras en los salientes de la fachada del edificio. Yo dejé el cesto en los
peldaños de la escalera de la cocina y me pare un momento para aspirar el
aire tranquilo y suave. Mientras miraba la luna, oí tras de mi una voz que
preguntaba:
‑Elena, ¿eres
tú?
El acento
profundo de aquella voz no me era desconocido del todo. Me volví para ver
quien hablaba, algo desconcertada, ya que la puerta estaba cerrada y no
había visto aproximarse a nadie a la escalera. En el portal distinguí una
silueta. Acercándome, hallé un hombre alto y moreno, con un traje negro.
Estaba apoyado en la puerta y tenía puesta la mano en el picaporte, como
para abrir.
«¿Quién será?
‑pensé‑. No es la voz del señor Earnshaw.»
‑He pasado una
hora esperando ‑me dijo‑, quieto como un muerto. No me atrevía a entrar. ¿Es que
no me conoces? ¡No soy un extraño para ti!
La luz de la
luna iluminó sus facciones. Tenía las mejillas lívidas y negras patillas
las adornaban. Sus cejas eran sombrías y sus ojos profundos, inconfundibles. Yo
recordaba muy bien la expresión de aquellos ojos.
‑¡Oh!
‑exclamé, levantando las manos con sorpresa, y aún dudando de si debía
considerarle como a un visitante corriente‑. ¿Es posible que sea
usted?
‑Sí, soy
Heathcliff ‑respondió dirigiendo la vista a las ventanas, en las que se
reflejaba la luna, pero de las que no salía ninguna luz‑. ¿Están en casa? ¿Está
Catalina? ¿No te satisface verme, Elena? No te asustes. Ea, dime si ella está
aquí. Necesito hablar a tu señora. Anúnciale que una persona de Gimmerton desea
visitarla.
‑No sé lo que
le parecerá ‑dije‑. Estoy asombrada. Esto le va a hacer perder la cabeza.
Sí; usted es Heathcliff... ¡Pero qué cambiado está! Me parece imposible.
¿Ha sido usted soldado?
‑¡Anda, anda!
‑me interrumpió impacientemente‑. ¡Estoy que no vivo!
Entré, pero al
llegar al salón donde estaban los señores me quedé parada sin saber qué decir.
Al fin les pregunté, como pretexto, si querían que encendiese la luz, y, sin
esperar su respuesta, abrí la puerta.
Se hallaban
junto a una ventana abierta desde la que se veían los árboles del jardín, las
incultas frondas del parque, el valle de Gimmerton cubierto por la bruma...
«Cumbres Borrascosas» se alzaba al fondo, sobre la neblina. El edificio no
se veía, pues está construido en la otra ladera de la colina. El paisaje, la
habitación y los que había en ella estaban sumidos en una portentosa paz. Me era
muy violento dar el recado, y ya principiaba a iniciar la marcha sin
transmitirlo, cuando un impulso de demencia me hizo volverme y
anunciar:
‑Hay ahí una
persona de Gimmerton que desea verla, señora.
‑¿Qué
desea?
‑No se lo he
preguntado ‑respondí.
‑Bueno. Corre
las cortinas y trae el té. Enseguida vengo.
Salió de la
habitación y el señor me preguntó que quién había venido.
‑Una persona
que la señora no esperaba ‑dije‑. Heathcliff, ¿no se acuerda? Aquél que vivía en
casa del señor Earnshaw.
‑¡Ah, el
gitano, el mozo de labranza! ¿Cómo, pues, no le has dicho a Catalina quién
era?
‑No le llame
por esos nombres, señor ‑le rogué‑, porque ella se enfadaría si le oyera. Cuando
se fue, estuvo muy disgustada. Seguramente se alegrará de
verle.
El señor
Linton se asomó a una ventana que daba al patio y gritó a su
mujer.
‑Haz entrar a
ese visitante.
Oí rechinar el
picaporte, y Catalina subió velozmente, sofocada, y con una excitación tal, que
hasta borraba de su rostro toda señal de alegría. Viéndola, casi parecía por su
exaltación que le había ocurrido una tremenda
desgracia.
‑¡Eduardo,
Eduardo! ‑exclamó, jadeante‑. ¡Eduardo, querido mío, Heathcliff ha vuelto!
‑Y le abrazaba hasta casi ahogarle.
‑Bien, bien
‑repuso su esposo, un poco mohíno‑. No creo que por eso hayas de estrangularme.
No me parece que ese Heathcliff sea un tesoro tan valioso. ¡No es como para
volverse locos porque haya vuelto!
‑Recuerdo que
no te simpatizaba mucho ‑contestó Catalina‑. Pero habéis de ser amigos ahora,
aunque sólo sea por mí. ¿Le digo que pase?
‑¿Al
salón?
Pues adónde va
a ser? ‑contestó ella.
Él algo
molesto, indicó que el sitio oportuno hubiera sido la cocina. Catalina le miró,
contrariada.
‑No ‑dijo‑. No
voy a estar yo en la cocina. Elena: trae dos mesas... Una para el señor y la
señorita Isabel, que son nobles, y otra para Heathcliff y para mí, que
somos plebeyos. ¿Te parece bien, querido? ¿O prefieres que le reciba en
otra parte? Si es así, dilo. Voy a buscar a nuestro visitante. ¡Me parece
mentira tanta felicidad!
Iba a volver a
salir, pero Eduardo la detuvo.
‑Hazle subir
‑me ordenó‑, y tú, Catalina, alégrate, si quieres, pero no hagas
absurdidades. No hay por qué dar el espectáculo de recibir a un criado huido
como a un hermano.
Bajé y
encontré a Heathcliff esperando en el portal a que le mandaran subir. Me siguió
en silencio, y le conduje a presencia de los amos, cuyas encendidas mejillas
delataban la reciente discusión. La señora se ruborizó más aún, corrió
hacia Heathcliff, le cogió las manos, e hizo que Linton y él se las estrechasen
a regañadientes. A la luz de la lumbre y de las bujías, me asombró más aún la
transformación de Heathcliff. Se había convertido en un hombre, alto,
atlético y bien constituido. Mi amo parecía un mozalbete a su lado. Viendo su
erguido continente, se pensaba que debía haber servido en el ejército. Su
semblante mostraba una expresión más firme y resuelta que el señor Linton,
dejaba transparentar inteligencia y no conservaba huella alguna de su antigua
inferioridad. En sus cejas fruncidas y en el negro fulgor de sus ojos
persistía su natural fiereza, pero refrenada. Sus modales eran dignos y
sobrios, aunque no graciosos. Mi amo quedó, al notar todo aquello, tan
estupefacto como yo misma. Estuvo un momento indeciso, sin saber cómo
dirigirse a él. Heathcliff dejó caer la mano y esperó hasta que Linton optó por
hablarle.
‑Siéntese
‑dijo, al fin‑. Mi mujer, recordando los viejos tiempos, me ha pedido que le
reciba con cordialidad. No hay que decir que cuanto a ella le satisface, me
complace a mí.
‑Lo mismo digo
‑repuso Heathcliff‑. Estaré con mucho gusto aquí una o dos
horas.
Catalina no le
quitaba la vista de encima, como si temiese que se desvaneciera‑ cuando
dejara de contemplarle. Heathcliff sólo la miraba de vez en cuando y en sus ojos
se pintaba el placer que le producía el volver a ver a su amiga. Estaban tan
satisfechos, que ni siquiera les quedaba lugar para sentirse turbados. El
señor Linton, al contrario, palidecía cada vez mas, y su enojo llegó al
extremo cuando su mujer se puso en pie, cruzó la habitación, cogió las
manos de Heathcliff y comenzó a reír.
‑Mañana
pensaré haber soñado ‑exclamó‑. Me parecerá imposible haberte visto, tocado
y oído otra vez. Ni te merecías esta acogida, Heathcliff. ¡En tres años de
ausencia, nunca te has acordado de mí!
‑Más de lo que
tú hayas pensado en mí, Catalina. Hace poco supe de tu matrimonio, y entonces,
Mientras esperaba abajo, sólo tenía un pensamiento: verte, contemplar tu
mirada de sorpresa y de acaso fingido placer, arreglar las cuentas que tengo
pendientes con Hindley y quitarme de en medio por mis propias manos. La manera
que has tenido de recibirme ha disipado estas ideas en mi, pero procura no
recibirme la próxima vez de otro modo. Mas no... Creo que no me despedirás otra
vez. ¿Te disgustó mi ausencia realmente? Había motivos. Desde que me separé
de ti he vivido tristemente. Perdóname... ¡Todo lo he hecho por
ti!
‑Haz el favor
de sentarte, Catalina, porque de lo contrario vamos a tomar el té frío ‑dijo el
señor Linton, que se esforzaba por dominarse‑. Doquiera que el señor Heathcliff
vaya a pasar esta noche, tendrá seguramente que andar mucho, y yo, por mi parte,
siento sed.
Catalina se
sentó, vino Isabel, y yo me retiré. La colación no duró más de diez minutos. La
señora no probó el bocado y Eduardo tampoco. El visitante no estuvo más de una
hora. Cuando salió, le pregunté si se iba a
Gimmerton.
‑Voy a
«Cumbres Borrascosas» ‑repuso‑. El señor Earnshaw me invitó cuando estuve
esta tarde a visitarle.
¡De manera que
había visitado al señor Earnshaw y éste le había invitado! Acaso Heathcliff
había adquirido hábitos hipócritas y regresaba con el propósito de actuar
perversamente, pero de una forma disimulada y pérfida. Tuve el presentimiento de
que hubiera sido preferible que permaneciera lejos de
nosotros.
A medianoche
la señora Linton vino a mi alcoba, se sentó junto a mi lecho y me tiró del
cabello.
‑No puedo
dormirme, Elena ‑me dijo como explicación‑. Siento la necesidad de que
alguien comparta mi dicha. Eduardo está apenado porque me alegro de una cosa que
no le interesa, se niega a hablar y no dice más que tonterías y cosas
rencorosas, y me trata de cruel porque quiero hablarle de esto cuando se
encuentra, segun él, cansado y muerto de sueño. Dice que se siente mal: en
cuanto algo le contraría siempre sale con lo mismo. Le hice algunos elogios de
Heathcliff, y entonces, o por envidia o porque en realidad le duela la
cabeza, se ha puesto a llorar. Me he levantado y me he
ido.
‑No debía
usted elogiar a Heathcliff en presencia suya ‑contesté‑. Ya sabe que de
muchachos se odiaban. Tampoco a Heathcliff le hubiera agradado oír
elogios de su esposo. Los hombres son así. No hable usted a su esposo de
Heathcliff, a no ser que quiera usted provocar un choque entre
ellos.
‑Eso es signo
de inferioridad ‑dijo Catalina‑. Yo no envidio el rubio cabello de Isabel, ni su
piel blanca, ni el cariño que toda la familia siente hacia ella. Cuando
discuto por algo con Isabel, tú te pones de parte suya, y yo cedo en todo,
como una madre débil y condescendiente. A su hermano le gusta que seamos buenas
amigas, y a mí también. Pero son dos niños mimados, que se figuran que el mundo
ha sido creado para complacerles. Yo trato de complacerles, sí, pero no dejo de
pensar que les sentaría bien una lección.
‑Está usted en
un error, señora Linton ‑dije‑: son ellos los que procuran complacerla a usted.
Me consta lo que pasaría en caso contrario. Ellos podrán tener algún capricho,
pero en cambio no hacen más que amoldarse a todos sus deseos. Y desee usted,
señora, que no se presente ninguna ocasión de probar su carácter, porque si
llega el caso, ésos que usted supone inferiores y débiles demostrarán tanta
energía como usted misma.
‑Si es así
lucharemos hasta la muerte, ¿no? ‑repuso Catalina, echándose a reír‑. Tengo
tanta confianza en el amor de Eduardo, que creo que podría hasta matarle sin que
él se defendiese.
Yo entonces le
aconsejé que estimara aquel cariño en cuanto valía.
‑Ya lo estimo
‑dijo‑, pero él no debería romper en lágrimas por pequeñeces. Eso es una
niñería. Cuando le he dicho que Heathcliff merecía ahora el respeto de
todos y que cualquiera se honraría con su amistad, ha debido mostrarse
conforme conmigo. Tiene que habituarse a él y hasta podría llegar a apreciarle.
Heathcliff se portó bien con él, si tenemos en cuenta los motivos que tiene para
no sentir simpatía hacia su persona.
‑¿Qué opina de
su visita a «Cumbres Borrascosas»? ‑pregunté‑. Al parecer, se ha corregido en
todo y perdona a sus enemigos, como buen cristiano.
‑Estoy tan
admirada como tú ‑respondió ella‑. Según él ha explicado, fue allí para
preguntar por mí, pensando que tú continuarías viviendo en la casa. José se
lo dijo a Hindley, y éste salió y comenzó a hacerle preguntas sobre su vida.
Luego le mandó pasar. Había varias personas jugando a las cartas y
Heathcliff tomó parte en el juego. Mi hermano le ganó algún dinero y viendo que
lo tenía en abundancia le pidió que volviese de nuevo. Hindley es tan abandonado
que no comprenderá la imprudencia que comete buscando la amistad de aquél a
quien tanto ha ofendido. Heathcliff dice que accede a reanudar las
relaciones con mi hermano para poder verme con más frecuencia de lo que le sería
posible si viviese en Gimmerton. Piensa pagar bien los gastos de su
estancia en «Cumbres Borrascosas» y esto satisfará a mi hermano, que es tan
codicioso, a pesar de que cuanto coge con una mano lo tira con la
otra.
‑Mal sitio es
para vivir un joven ‑dije‑. ¿No teme usted las consecuencias, señora
Linton?
‑Para mi
amigo, no. Es lo bastante precavido para librarse de todo riesgo. Si algo
temo es por Hindley, pero tan bajo ha caído moralmente, que dudo que pueda
descender más. Respecto a daño físico, yo medio entre ambos. La vuelta
de Heathcliff me ha reconciliado con Dios y con los hombres. ¡He sufrido mucho,
Elena! Si él comprende cuánto, sentirá vergüenza de ensombrecer mi
alegría con sus rencores. Y todo lo he soportado por cariño hacia él. Pero
ya pasó. En adelante, estoy dispuesta a resistirlo todo. Si el más ínfimo
de los seres me diese un bofetón en una mejilla, no sólo le ofrecería la
otra, sino que le pediría, además, que me perdonase. Y, para demostrarlo,
voy ahora mismo a hacer las paces con Eduardo. Buenas noches. ¡Soy tan
buena como un ángel!
Se marchó,
pues, muy contenta de sí misma, y a la mañana siguiente quedó evidente el
resultado de su decisión. Eduardo, aunque algo violento aún por la excesiva
animación de Catalina, había cejado en su enfado, y hasta consintió en
que ella fuese aquella tarde con Isabel a «Cumbres Borrascosas». Ella, en
cambio, le demostró tanto amor y le hizo tantas caricias, que la casa durante
varios días fue un verdadero paraíso.
Heathcliff ‑en
realidad debo decir ya el señor Heathcliff‑ era discreto al principio en las
visitas que hacía a la «Granja de los Tordos», como si midiese hasta donde podía
llegar con su presencia sin incomodar al señor. Catalina, a su vez, trató
de moderar sus transportes de alegría cuando llegaba él y así consiguió
Heathcliff imponer su asiduidad. El carácter reservado que le distinguía
desde la infancia le permitía reprimir la exteriorización de su afecto. Mi
amo se sosegó momentáneamente. Pero pronto había de encontrar otros motivos
de inquietud.
El nuevo
manantial de sus pesadumbres fue el amor que de repente sintió Isabel Linton
hacia Heathcliff. Isabel era una hermosa muchacha de dieciocho años, de
traza muy infantil, muy inteligente y también de genio muy violento, si se
la irritaba. Su hermano, que la quería mucho, quedó consternado cuando notó sus
sentimientos. Aparte de la bajeza que suponía un matrimonio con un hombre basto
y la posibilidad de que sus bienes, si no tenía hijos, pasaran a manos de aquel
personaje, el amo se daba cuenta de que, en el fondo, el carácter de Heathcliff,
pese a las apariencias, no había variado. Y temblaba ante la idea de entregarle
a Isabel. Él atribuyó lo ocurrido a maniobras de Heathcliff, aunque en verdad
Isabel se había enamorado espontáneamente, sin que Heathcliff la
correspondiera.
Hacía tiempo
que todos veníamos notando que un secreto disgusto consumía a la señorita
Isabel. Se hizo huraña y susceptible, y con cualquier motivo reñía con
Catalina, a riesgo de acabar con la poca paciencia de su cuñada. Al
principio supimos que no estaba bien de salud, ya que la veíamos adelgazar
y decaer ostensiblemente. Pero al fin, un día se manifestó impertinente
hasta el colmo. Se negó a tomar el desayuno, diciendo que los criados no la
obedecían, que Eduardo no se ocupaba de ella y que Catalina la tenía cohibida.
Añadió que se había enfriado porque habían dejado el fuego apagado y las puertas
abiertas expresamente para molestarla, y aún dijo varias vaciedades más. En
respuesta, la señora Linton le mandó que se acostara y la amenazó con llamar al
médico. Al oír hablar de Kenneth, la joven contestó en el acto que
disfrutaba de una excelente salud y que era la dureza de Catalina lo que le
hacía sufrir.
‑¿Qué soy dura
contigo, niña mimada? ‑dijo la señora‑. ¿Cuándo he sido dura
contigo?
‑Ayer.
‑¿Ayer?
‑exclamó su cuñada‑. ¿Cuándo?
‑Cuando
salimos a pasear con el señor Heathcliff me dijiste que podía irme adonde
quisiera, para quedarte sola con él..
‑¿Y a eso le
llamas dureza? Era una indirecta para que nos dejaras solos, porque nuestra
conversación no era interesante para ti ‑dijo Catalina,
riendo.
‑No ‑repuso la
joven‑. Querías que me fuera porque sabías que me agradaba estar
allí.
‑¿Se habrá
vuelto loca? ‑me dijo la señora Linton‑. Voy a repetir nuestra conversación
palabra por palabra, Isabel, y luego me dirás qué interés podía
ofrecerte.
‑No me
interesaba la conversación ‑repuso Isabel‑. Me interesaba estar
con...
‑¿Con ... ?
‑interrogó Catalina.
‑Con él, y por
eso me obligaste a marchar ‑repuso Isabel‑. Tú obras como el perro del
hortelano, Catalina, y no puedes soportar que amen a nadie más que a ti
misma.
‑Eres una
impertinente ‑dijo la señora Linton‑. No puedo creer en tanta idiotez. ¿Es
posible que desees que Heathcliff te admire y que le consideres un hombre
agradable? Supongo que no...
‑Le amo más de
lo que tú puedas amar a Eduardo ‑contestó la muchacha‑ y estoy segura de que él
me amaría si tú no te mezclaras entre ambos.
‑¡Ni por un
reino quisiera estar en tu caso! ‑dijo Catalina‑. Elena, ayúdame a hacerle
comprender que está loca. Dile, dile quién es Heathcliff: un ser rebelde, sin
cultura, sin refinamiento, un campo árido cubierto de abrojos y piedras. Más
capaz sería yo de poner a aquel canario en medio del parque un día de
invierno, que aprobar que te enamores de Heathcliff. Mira, niña, esa idea se te
ha metido en la cabeza porque no le conoces. Atiende: no te figures que oculta
tesoros de bondad y ternura bajo una apariencia tosca. No imagines que es un
diamante en bruto o la ostra que contiene una perla, no. Es un hombre implacable
y sanguinario como un lobo. Yo jamás le digo que deje tranquilos a éste o a
aquel de sus enemigos en nombre del daño que podrá causarles, sino en nombre de
mi voluntad. Si te unieses a él, Isabel, y encontrara que le estorbas, te
pisotearía como si fueses un huevo de gorrión. Es absolutamente incapaz de
casarse contigo sino es por tu fortuna y por lo que puedes llegar a tener. El
vicio que le domina ahora es el amor del dinero. Te lo he retratado tal
como es. Fíjate en que soy amiga suya, y en que si él realmente hubiera pensado
en casarse contigo, puede que yo no hubiera dicho nada, para que cayeras en sus
redes.
Pero la
señorita Linton miró con indignación a su cuñada.
‑¡Qué
vergüenzal ‑‑exclamó‑. ¡Eres muchísimo peor que veinte enemigos, pérfida
amiga!
‑¿No me crees?
¿Te figuras que hablo así por egoísmo?
‑Estoy segura
‑repuso Isabel‑, y me horroriza verte.
‑Está bien
‑contestó Catalina‑. Yo te he dicho lo que debía. Ahora haz lo que
quieras.
‑¡Cuánto
egoísmo tengo que aguantar! ‑exclamó Isabel llorando, cuando su cuñada salió de
la habitación‑. Todos están contra mí. Ella ha procurado truncar mi
última esperanza. Pero ha mentido, ¿verdad, Elena? El señor Heathcliff es
un alma digna y sincera y no un demonio. De lo contrario, no hubiera vuelto a
acordarse de Catalina.
‑No se acuerde
más de él, señorita ‑le aconsejé‑. El señor Heathcliff es un pajaro de mal
agüero: no le conviene a usted. No puedo negar que es verdad cuanto ha
dicho la señora Linton. Ella lo conoce mejor que yo y que nadie, y jamás le
hubiera pintado más malo de lo que es. Las personas honradas no ocultan sus
actos. Y él, ¿cómo se ha enriquecido? ¿Qué hace en «Cumbres Borrascosas»,
en donde vive el hombre a quien odia? Se asegura que el señor Earnshaw marcha
cada vez peor desde que vino Heathcliff. Los dos se pasan la noche en vela.
Hindley ha hipotecado todas sus tierras y no hace más que jugar y beber. Supe
esto hace una semana: me lo contó José, a quien encontré en Gimmerton. Me
dijo: «Vamos a acabar viendo al juzgado en casa, Elena. El uno antes
se dejaría cortar un dedo que ayudar al otro a salir del pantano en que se hunde
más cada vez. Y éste es el amo, Elena. Y la cosa avanza deprisa. No teme ni a la
justicia, ni a san Juan, ni a san Pedro, ni a nadie. Al contrario: se ríe de
ellos. Y, ¿qué me dices del tal Heathcliff? ¡Ya puede reírse, ya, de ese
juego diabólico! ¿No os cuenta, cuando os visita, la buena vida que se da
entre nosotros? Pues se levantan al atardecer, cierran las ventanas, juegan y
beben brandy hasta el mediodía del día siguiente. Entonces, aquel loco se
marcha a su alcoba jurando, y el otro miserable se guarda los dineros,
duerme, se harta de comer y después va a divertirse con la mujer de su vecino.
Por supuesto que cuenta a doña Catalina cómo se está hinchando la
bolsa con el dinero del amo que en paz descanse. Hindley se precipita por el
camino de perdición, a lo que él le estimula cuanto puede.» José, señorita
Isabel, es un viejo bribón, pero no un mentiroso, y, ¿verdad que, si su relato
sobre Heathcliff es cierto, usted no se casaría jamás con un hombre
así?
‑No te quiero
oír, Elena ‑me contestó Isabel‑. Te has puesto de acuerdo con los demás... ¡Con
qué malevolencia tratáis todos de convencerme de que no hay dicha posible
en el mundo!
No sé si
hubiera llegado a dominar su capricho o no, porque tuvo poco tiempo para
reflexionar sobre él. Al día siguiente se celebró un juicio en la villa cercana,
y mi amo tuvo que asistir. Heathcliff, enterado de ello, nos visitó más temprano
que de costumbre. Catalina e Isabel estaban en la biblioteca y permanecían
calladas, mirándose con hostilidad. Isabel estaba alarmada por la indiscreta
revelación que había hecho, y Catalina realmente ofendida contra su cuñada,
de la que se burlaba, pero a la que no quería permitir que se burlase de ella a
su vez. Cuando vio por la ventana que llegaba Heathcliff, se alegró. Yo estaba
limpiando la chimenea y descubrí en sus labios una maligna sonrisa. Isabel,
absorta en sus reflexiones o en la lectura, no percibió a Heathcliff hasta que
éste entró y cuando ya era tarde para irse, lo que hubiera hecho sin duda de
buena gana.
‑Llegas en
momento oportuno ‑‑exclamó jovialmente la señora, acercándole una silla‑.
Aquí tienes a dos mujeres necesitadas de un tercero que rompa el hielo que se ha
establecido entre ellas. Heathcliff: me enorgullezco de haber encontrado a
alguien que aún te quiere mas que yo. Sin duda te sentirás halagado. No, no es
Elena, no la mires... Se trata de mi pobre cuñadita, a la que se le parte
el corazón sólo con verte. ¡En tus manos está llegar a ser hermano de
Eduardo! ¡No te vayas, Isabel! ‑exclamó, sujetando a la joven que, indignada,
quería marcharse‑. Nos peleábamos por ti como gatas, Heathcliff, y me ha
vencido en nuestro torneo de alabanzas y de admiraciones. Aún me ha dicho más, y
es que si yo me separara de vosotros por un instante, te flecharía de tal modo,
que tu alma quedaría eternamente unida a la suya, mientras que yo sería relegada
al olvido.
‑¡Catalina!
‑replicó Isabel, procurando apelar a toda su dignidad‑. Te agradeceré que te
atengas a la verdad, y que no te chancees de mí ni aun en broma. Señor
Heathcliff. tenga la bondad de pedir a su amiga que me suelte. Ella olvida que
usted y yo no somos amigos íntimos y que a mí me disgusta lo que le
divierte a ella.
Pero el
visitante no contestó. Tomó asiento, indiferente a la admiración que había
despertado. Isabel se volvio a su cuñada y le rogó que la dejase
libre.
‑¡Quizá!
‑contestó la señora Linton‑. No quiero que me llames otra vez el perro del
hortelano. Tienes que quedarte. Heathcliff: ¿no te alegran mis agradables
noticias? Isabel dice que el amor que Eduardo siente hacia mí no es nada en
comparación al que siente ella hacia ti. Dijo algo parecido, ¿verdad, Elena? Y
no ha querido comer desde que ayer le hice separarse de tu
lado.
‑Creo ‑dijo
Heathcliff, volviéndose hacia ella- que no está de acuerdo contigo y que,
al menos por ahora, no siente deseo alguno de estar a mi
lado.
Y miró
fijamente a Isabel con la expresión con que pudiera mirar a uno de esos extraños
y repulsivos animales que se contemplan por su rareza a pesar de la
repugnancia que producen. La jovencita no podía más. Enrojeció y
palideció en el espacio de pocos segundos, y, al ver que no lograba soltarse de
Catalina, esgrimió sus uñas y trazó en la piel de su cuñada varias sangrientas
señales.
‑¡Caramba, qué
tigresa! ‑exclamó la señora Linton soltándola al sentir el dolor‑. ¡Por amor de
Dios, vete y que no te vea yo la cara! ¡Mira que mostrar tus garras a tu
preferido ... ! ¡Eres tonta! ¿No comprendes lo que él pensará? Fíjate,
Heathcliff, qué instrumentos de tortura. ¡Cuidado con los
ojosl
‑Le cortaría
los dedos como osara amenazarme ‑respondió él brutalmente una vez que la joven
hubo salido‑. Pero, ¿por qué has atormentado a esa muchacha, Catalina? No
hablabas en serio, ¿eh?
‑Digo la
verdad ‑repuso ella‑. Está sufriendo por ti hace varias semanas. Esta mañana se
puso irritada porque le conté todos tus defectos a fin de aminorar la
pasión que siente hacia ti. No pienses más en ello. Sólo me he propuesto
castigarla por su insolencia. La quiero demasiado, Heathcliff, para dejarte que
la caces y la devores.
‑Y yo la
quiero lo suficientemente poco para no proponérmelo ‑contestó él‑, a no ser
que lo hiciera para proceder con ella como un vampiro. Oirías cosas
extraordinarias si yo viviera con esa asquerosa muneca. Lo habitual
sería pintarle en la cara todos los colores del arco iris, ponerle negros cada
dos días esos ojos azules tan odiosamente parecidos a los de su
hermano.
‑¡Pero si son
encantadores! ‑le interrumpió Catalina‑. Son ojos de paloma, ojos de
ángel...
‑Es la
heredera de su hermano, ¿no? ‑preguntó él tras un corto
silencio.
‑Sentiría que
lo fuese ‑‑contestó Catalina‑. ¡Quiera el cielo que antes de que eso
suceda, media docena de sobrinos lo hereden todo! No pienses en esto, y recuerda
que codiciar los bienes de tu prójimo equivale, en este caso, a codiciar los
míos.
‑No serían
menos tuyos si los tuviera yo ‑observó Heathcliff‑. Pero aunque Isabel sea boba,
no creo que sea tan loca como todo eso. Lo mejor es dejarlo, como tú
dices.
No hablaron
más de ello, y Catalina debió incluso olvidarlo. Pero el otro debió
recordar aquello varias veces durante la tarde. Le vi sonreír sin motivo
aparente y caer en una meditación de mal agüero cada vez que la señora Linton
salía de la habitación.
Decidí
vigilarle. Yo me sentía más inclinada al amo que a Catalina, ya que él era bueno
y honrado. Es verdad que respecto a ella no podía decirse que no lo fuese, pero
yo confiaba muy poco en sus principios y tenía muy poca simpatía hacia sus
sentimientos. Deseaba con ansiedad algo que librase a la «Granja» y a la vez a
«Cumbres Borrascosas» de la mala influencia de Heathcliff. Las visitas de
éste eran una obsesión para mí. Y creo que también para el amo. Su estancia en
«Cumbres Borrascosas» nos preocupaba extraordinariamente. Yo tenía la impresión
de que Dios había abandonado allí en pleno extravío a la oveja descarriada, y
que el lobo acechaba, atento, el momento oportuno para precipitarse sobre
ella y destrozarla.
En ocasiones,
pensando a solas en todas estas cosas, me sentía presa de un terror repentino y,
levantándome y poniéndome el sombrero, pensaba en ir a ver lo que sucedía
en «Cumbres Borrascosas». Tenía la convicción de que mi deber era hablar a
Hindley de lo que la gente decía de él. Pero cuando recordaba lo empedernido que
estaba en sus vicios, me faltaba el valor para entrar en la casa, comprendiendo
que mis palabras sólo podrían lograr efectos muy dudosos.
Una vez, yendo
a Gimmerton, me desvié un tanto de mi camino y me paré ante la cerca de la
propiedad. Era una tarde clara y fría. La tierra estaba triste por el
invierno y el suelo del camino se extendía ante mi vista endurecido y
seco. Llegué a una bifurcación del sendero. Hay allí un jalón de piedra
arenisca, que tiene grabadas las letras C. B. en su cara que mira al Norte;
G., en la que mira al Este, y G. T. en la que da al Sudoeste. Esta piedra sirve
para marcar las distintas direcciones: las «Cumbres», el pueblo y la «Granja».
El sol bañaba con sus dorados rayos la parte alta del hito. Esto me hizo pensar
en el verano, y un aluvión de infantiles recuerdos acudió a mi mente. Aquel
sitio era el preferido por Hindley y por mí veinte años atrás. Durante largo
rato estuve contemplando el jalón de piedra. Inclinándome, vi junto a su base un
agujero donde solíamos almacenar guijarros, conchas de caracol y otras
menudencias, que todavía continuaban allí. Y tuve la visión de que mi antiguo
compañero de juegos aparecía excavando la tierra con un pedazo de
pizarra.
‑¡Pobre
Hindley! ‑murmuré sin querer.
Me pareció que
el niño alzaba el rostro y me miraba a la cara. La visión desapareció al
instante, pero en el acto experimenté un vivo deseo de ir a «Cumbres
Borrascosas». Un sentimiento supersticioso me
impulsaba.
«¡Podría haber
muerto, o estar a punto de morir!», pensé, relacionando aquella alucinación con
un presagio fatídico.
Mi angustia
aumentaba a medida que me iba acercando a la casa, y al final temblaba todo
mi cuerpo. Al ver un niño desgreñado apoyando la cabeza contra los barrotes de
la verja, tuve la impresión de que la aparición se había adelantado a mí. Pero,
pensando más despacio, comprendí que debía ser Hareton, mi Hareton, al que
no veía hacía tiempo.
‑¡Dios te
bendiga, querido! ‑exclamé‑. Hareton: soy Elena, tu ama.
Se apartó de
mí y cogió un grueso pedrusco.
‑Vengo a ver a
tu padre, Hareton ‑le dije, comprendiendo que, si se acordaba de Elena, al
menos de mi figura no se acordaba.
Esgrimió la
piedra, y, aunque intenté calmarle, la lanzó y me dio en el sombrero. A la
vez, el pequeño soltó una retahila de maldiciones que, conscientes o no, emitía
con la firmeza de quien sabe lo que dice. Sentí más dolor que ira y me faltó
poco para llorar. Saqué una naranja del bolsillo y se la ofrecí. Dudó un momento
y de pronto me la quitó bruscamente de las manos, como si creyera que intentaba
engañarle. Le enseñé otra, pero guardándome bien de ponerla al alcance de su
mano.
‑¿Quién te ha
enseñado esas bonitas palabras, hijo? ‑le pregunté‑. ¿El
cura?
¡Malditos
seáis el cura y tú! ‑contestó . ¡Dame eso!
‑Si me dices
quién te ha enseñado a hablar así te lo daré.
‑El demonio de
papá ‑contestó.
‑Y papá, ¿qué
te enseña? ‑seguí preguntando.
Se alzó sobre
la fruta, pero yo la levanté.
‑Nada ‑me
contestó‑. No quiere que esté a su lado, porque le maldigo y
juro.
‑¿Y es el
diablo quien te enseña a maldecir a papá?
‑¡Ah!
No...
‑¿Quién
entonces?
‑Heathcliff.
Le pregunté si
quería al señor Heathcliff y me dijo que sí. Al preguntarle por qué
respondió:
‑Porque él
trata mal a papá como papá me trata a mí, y porque él reniega de papá como papá
reniega de mí, y porque me deja hacer todo lo que quiero.
‑Entonces, ¿el
cura no te enseña a leer y escribir?
‑No. Han dicho
que le partirían la cabeza si entrara por la puerta. ¡Heathcliff lo ha
jurado!
Le di la
naranja y le encargué que dijera a su padre que una mujer llamada Elena Dean
quería verle. Se encaminó a la casa por el sendero, pero en lugar de Hindley
salió Heathcliff. Al verle, eché a correr como si hubiera visto a un fantasma.
Esto no tiene relación con el asunto de la señorita Isabel mas que porque
influyó para que yo aumentara mis precauciones y para que procurara que el
influjo pernicioso de aquel hombre no se extendiera a la «Granja», lo cual
me costó, por cierto, una riña con la señora Linton.
El primer día
que Heathcliff volvió a la casa, la señorita Isabel estaba en el corral
dando de comer a las palomas. Hacía tres días que no hablaba con su cuñada, pero
había suprimido también sus protestas, con gran contento de todos. Heathcliff
generalmente no decía a Isabel ni una palabra inútil, pero esta vez, después de
lanzar una ojeada a la casa ‑yo estaba en la ventana de la cocina, pero me
retiré para que no me viera‑ se acercó a ella y le habló. La joven estaba
turbada y parecía deseosa de alejarse, pero él la retuvo sujetándola por el
brazo. Isabel separó la cara. Él le hizo una pregunta a la que la señorita no
quería responder, al parecer. El volvió a mirar a la casa, y, creyendo que
nadie le veía, tuvo el descaro de besar a Isabel.
‑¡Oh, Judas,
traidor! ‑proferí‑. ¿Con que eres también un villano, un hipócrita
burlador?
‑¿Qué pasa,
Elena? ‑dijo Catalina, que entraba en aquel momento, sin que yo, absorta en la
escena que contemplaba, lo hubiese notado.
‑¡El miserable
amigo de usted! ‑exclamé furiosa‑. ¡El
miserable Heathcliff! Ya entra: nos
ha visto... ¡A ver qué excusa le da a usted para explicar por qué hace el amor a
la señorita después de haber dicho que la
despreciaba!
La señora
Linton vio cómo Isabel se soltaba y echaba a correr. Heathcliff entró
inmediatamente. Yo di rienda suelta a mi indignación, pero Catalina me mandó
callar, amenazándome con echarme de la cocina.
‑¡Cualquiera
diría que tú eres la señora! ‑exclamó‑. Haz por no meterte en lo que no te
atañe. ‑Y añadió, dirigiéndose a Heathcliff‑: ¿Qué te propones? Ya te he
advertido que dejes en paz a Isabel. Procura hacerlo, a no ser que te hayas
cansado de venir aquí y quieras que Linton te prohiba la
entrada.
‑¡Dios lo
haga! ‑respondió aquel rufián‑. ¡Le odio cada día más! Si Dios no le conserva
paciente y pacífico, acabaré por no resistir al deseo que siento de enviarle a
la eternidad.
‑¡Cállate y no
me desesperes! ‑ordenó Catalina‑. ¿Por qué has olvidado lo que te dije? ¿Fue
Isabel la que te buscó?
‑¿Qué te
importa? ‑contestó él‑. Tengo el derecho de besarla, si ella no se opone.
No soy tu marido: no tienes derecho a estar celosa.
‑No estoy
celosa de ti, sino por ti ‑contestó la
señora‑. Tranquilízate. Si te gusta Isabel, te casarás con
ella.
Pero dime si
te gusta de verdad, Heathcliff. ¿Ves cómo no contestas? Estoy segura de que no
te agrada.
‑¿Consentiría
el señor Linton que su hermana se casase con ese hombre?
‑interrogué.
‑Lo
consentiría ‑repuso Catalina con tono decisivo.
‑También
podría evitarse esa molestia ‑dijo Heathcliff‑, porque yo no necesito su
consentimiento para nada. Y a ti, Catalina, te diré dos palabras, ya que se
presenta la oportunidad. Entérate de que me consta que me has tratado
horriblemente, ¿te enteras?, horriblemente. Si te figuras que no lo sé, eres una
necia, y si te imaginas que me consuelas con palabras dulces, eres una idiota, y
si piensas que no me tomaré venganza de ello, pronto te convencerás de lo
contrario. Me alegro de que me hayas dicho el secreto de tu cuñada, y te juro
que sabré sacar partido de él. ¡No te interpongas en mi
camino!
‑Pero, ¿qué es
esto? ‑exclamó, asombrada, la señora Linton‑. ¡Que te he tratado
horriblemente y vas a vengarte! ¿Cómo vas a vengarte, torpe ingrato? ¿Cuándo te
he tratado horriblemente yo?
‑No me vengaré
de ti ‑dijo Heathcliff con menos violencia‑. No es ese mi plan. El tirano oprime
a sus esclavos, y éstos, en lugar de volverse contra él, se vengan en los
que están debajo. Atorméntame cuanto quieras, si ello te divierte, pero déjame a
mí divertirme del mismo modo, y guárdate muy bien de burlarte de mí. Ya que has
destruido mi palacio, no te empeñes en edificar en sus ruinas una choza y
hacerme habitar en ella por caridad. Si yo creyese que tenías interés en que me
casase con Isabel, me daría un tajo en la garganta antes de
hacerlo.
‑¿Así que lo
que te ofende es que yo no esté celosa? ‑gritó Catalina‑. Pues no me volveré a
preocupar de buscarte esposa, no te preocupes. Sería como ofrecer al diablo un
alma condenada. Te entusiasma causar desgracias. Ahora que Eduardo ha
dominado el disgusto que le produjo tu llegada y que yo empiezo a estar
tranquila, tú te empeñas en buscar camorra. Peléate con Eduardo, si quieres, y
engaña a su hermana, y así te habrás vengado de mí, y mucho más de lo que
pudieras imaginarte.
La discusión
cesó por el momento. La señora Linton se sentó, hosca y silenciosa, al lado del
fuego. El demonio que había estado sumiso a ella se había convertido en
indomable. Heathcliff permaneció de pie ante la lumbre, cruzado de brazos,
maquínando, sin duda, diabólicos planes, y yo les abandoné y me fui a
buscar al amo. Éste estaba extrañado de no ver a su
mujer.
‑¿Has visto a
la señora, Elena? ‑me preguntó.
‑Está en la
cocina, señor ‑repuse‑. Está enfadada por la conducta que observa el señor
Heathcliff, y, si me quiere usted hacer caso, creo que convendría poner coto a
sus visitas. A veces es peligroso ser demasiado bueno...
Le conté la
escena del patio y la disputa que se había producido a continuación, tan
exactamente como me lo permitió mi atrevimiento. Pensaba que no causaría
mucho perjuicio a la señora, a no ser que ella misma se empeñase en
causárselo tomando la defensa del intruso. El señor Linton tuvo que
contenerse mucho para oírme hasta el fin. Y sus frases indicaban claramente que
no dejaba de achacar a su mujer la culpa de lo ocurrido.
‑¡Esto es
insoportable! ‑exclamó‑. ¡Es ignominioso que le tenga por amigo y que me
obligue a aceptar su trato! Llama a dos de los criados, Elena. Catalina no
seguirá discutiendo con ese rufián. ¡Ya he sido demasiado
condescendiente!
Mandó a los
sirvientes que aguardasen en el pasillo, y, seguido por mí, se dirigió a la
cocina. La señora, en aquel instante, hablaba acaloradamente. Heathcliff estaba
junto a la ventana, algo acobardado, al parecer, por los reproches de
Catalina. Fue el primero en ver al señor, y le hizo un gesto para que callase.
Ella le obedeció inmediatamente.
‑¿Qué es esto?
‑preguntó Linton dirigiéndose a ella‑. ¿Qué idea tienes del decoro para
permanecer aquí después de lo que te ha dicho ese miserable? Tal vez no das
importancia a sus palabras porque estás acostumbrada a su clase de conversación.
Pero yo no lo estoy ni quiero estarlo.
‑¿Has estado
escuchando a la puerta Eduardo? ‑preguntó ella en tono calculadamente frío, a
fin de provocar a su esposo, mostrándole a la vez su
desprecio.
Heafficliff,
al oír hablar a Eduardo, había levantado la vista, y ahora, al hablar Catalina,
soltó la carcajada, con el propósito de que Linton reparara en él. Y lo
consiguió, pero no que Eduardo perdiera el dominio de sí
mismo.
‑Hasta hoy le
he soportado a usted, señor ‑pronunció mi amo serenamente‑. No porque
desconociera su miserable carácter, sino porque creía que no toda la culpa de
tenerlo era suya. Y también porque Catalina deseaba conservar su amistad.
Pero si accedí a ello, no pienso continuar obrando como hasta ahora. Su
sola presencia es un veneno moral capaz de contagiar al ser más virtuoso.
Por tanto, y para evitar más graves consecuencias, le prohibo desde hoy que
vuelva a poner los pies en esta casa y le exijo que salga de ella
inmediatamente. Si tarda en hacerlo más de tres minutos, saldrá de un modo
ignominioso: a viva fuerza.
‑Catalina, tu
corderito me amenaza como un toro. Está exponiéndose a tener un tropezón con mis
puños. ¡Por Dios, señor Linton, que siento de veras que no tenga usted ni un mal
puñetazo!
El amo miró
hacia el pasillo y me hizo una seña para que fuese a llamar a los criados. No
quería, sin duda, exponerse a un choque directo. Obedecí. Pero la señora,
dándose cuenta, me siguió, y, al ir yo a llamarles, me empujó, me apartó y
cerró la puerta con llave.
‑¡Magnífico
procedimiento! ‑dijo como contestando a la irritada y asombrada mirada que
le dirigió su marido‑. Si no tienes valor para combatir con él, preséntale
tus excusas o date por vencido. Será tu justo castigo por afectar una valentía
que no tienes. ¡Antes me tragare la llave que entregártela! Así recompensais mis
bondades los dos. Mi benevolencia hacia el débil carácter de uno y el mal
carácter de otro, la pagáis así. Estaba defendiéndolos a ti y a tu hermana,
Eduardo... ¡Ojalá te azote Heathcliff hasta tundirte, ya que has pensado tan mal
de mí!
Eduardo trató
de arrancar la llave de Catalina, pero ella la arrojó al fuego, y él, asaltado
de un temblor nervioso, y después de hacer esfuerzos sobrehumanos para
dominarse, angustiado y humillado, hubo de dejarse caer en una silla,
tapándose la cara con las manos.
‑¡Oh, cielos!
En los antiguos tiempos este suceso habría valido para que te armaran
caballero... ‑exclamó la señora . Estamos vencidos... Tan capaz sería
Heathcliff ahora de alzar un dedo contra ti, como un rey de enviar su
ejército contra una madriguera de ratones. Levántate, hombre, que nadie te
va a herir... No, no eres un cordero, sino una liebre...
‑¡Goza en paz
de este cobarde que tiene la sangre de horchata! ‑dijo su amigo‑. Te felicito
por tu elección. ¿De modo que me dejaste por un pobre diablo como éste? No le
daré de puñetazos, pero me complacerá pegarle un puntapié. Y ¿qué hace?
¿Está llorando o se ha desmayado del susto?
Se acercó a
Linton y empujó la silla en que éste estaba sentado. Hubiese hecho mejor en
mantenerse a distancia. Mi amo se levantó y le asestó en plena garganta un golpe
capaz de derribar al hombre mas vigoroso. Durante un minuto, Heathcliff quedó
sin respiración. El señor Linton, entretanto, salió al patio por la puerta
de escape y se dirigió hacia la entrada principal.
‑¿Ves? ¡Se
acabaron tus visitas! ‑chilló Catalina‑. ¡Vete inmediatamente! Eduardo volverá
con dos pistolas y media docena de criados. Si nos ha oído, no nos
perdonará jamás. ¡Qué mala pasada me has jugado, Heathcliff! Vete, vete. No
quiero verte en la situación en que ha estado Eduardo
antes.
‑¿Crees que
voy a tragarme el golpe que me ha dado? ‑rugió él‑. ¡No, en nombre del diablo!
Antes de salir le machacaré como a una avellana podrida... ¡Si no le aplasto
ahora contra el suelo, tendré que acabar matándole ... ! Así que si aprecias en
algo su existencia, déjame esperarle.
‑No vendrá
‑dije, no dudando en arriesgar una mentira . Allí vienen el cochero y los dos
jardineros con sendos garrotes. ¡Supongo que no le agradará a usted que le
arrojen violentamente de la casa! El amo, probablemente, se limitará a ver
desde las ventanas del salón cómo se cumplen sus órdenes.
El cochero y
los jardineros estaban, en efecto, allí, pero Linton les acompañaba. Ya habían
entrado en el patío. Heathcliff meditó un momento y le pareció mejor evitar
una lucha contra tres subalternos. Cogió el atizador de la lumbre, saltó la
cerradura de la puerta y se escapó por un lado mientras los demás entraban
por otro.
La señora,
presa de una gran agitación, me pidió que la acompañara a su aposento. Ignoraba
mi intervención en lo sucedido, y procuré mantenerla en su
ignorancia.
‑Estoy loca,
Elena ‑exclamó, dejándose caer en en sofá‑. Parece que están golpeándome la
cabeza mil martillos de herrería. Que Isabel no aparezca ante mi vista,
porque ella es la culpable de todo. Cuando veas a Eduardo, dile que estoy a
punto de enfermar gravemente. ¡Así sea verdad! No sabes lo angustiada que me
siento. Si
viene, me injuriará o me reprochará. Yo le
replicaré y no sé adónde iríamos a parar. Hazlo, Elena. Tú sabes que no he
obrado mal en todo este asunto. ¿Qué mal espíritu movió a Eduardo a escuchar a
la puerta? Es verdad que, después de que tú saliste, Heathcliff habló de un modo
ofensivo pero yo hubiera conseguido quitarle de la cabeza la idea de lo de
Isabel, y no hubiera pasado nada. Todo se ha estropeado por esa obsesión de
oír hablar mal de sí mismas que constituye la manía de ciertas personas. Si
Eduardo no hubiese oído lo que hablábamos, ¿le hubiese sucedido algún mal por
ello? Después de que me soltó aquella rociada, cuando yo acababa de reñir
con Heathcliff por él, ya no me importaba nada lo que pasase entre ellos,
puesto que, sucediera lo que sucediera, quedaríamos distanciados
durante mucho tiempo. Ya que no puedo seguir siendo amiga de Heathcliff, y ya
que Eduardo no deja de ser celoso, procuraré desgarrarles el corazón a los dos
desgarrando el mío propio. ¡Así acabaremos antes! Pero eso sólo lo haré en caso
extremo, y no quiero que a Linton le coja de sorpresa. Hasta ahora ha procedido
con discreción y ha procurado no provocarme. Hazle comprender que sería
peligroso abandonar esa línea de conducta. Recuérdale la violencia de mi
carácter y lo fácilmente que me enfurezco. ¡Si consiguieras que
desapareciese esa expresión de frialdad que tiene en el semblante y
lograras que me tratase con más afecto!
Debía resultar
exasperante para la señora la serena indiferencia con que recibí sus
instrucciones. Yo presumí que una persona que podía especular de antemano sobre
el giro que daría a sus arrebatos de ira podría, de proponérselo, dominar
también esos arrebatos. Y no me pareció ser yo la llamada a multiplicar los
disgustos de su marido mediante aquella especie de coacción. Así que nada
dije al amo, cuando éste acudió, pero me atreví a escuchar a fin de ver si
disputaban. El amo habló primero.
‑Quédate donde
estás, Catalina ‑dijo, sin rencor, y muy, abatido‑. No he venido ni a disputar
ni a hacer las paces. Sólo deseo que me digas si, después de lo ocurrido, tienes
el propósito de seguir siendo amiga de...
‑¡Y yo te pido
que me dejes en paz! ‑respondió ella golpeando el suelo con el pie‑. No hablemos
de ello ahora. Tú no perderás tu sangre fría, porque por tus venas no corre
más que agua helada, pero mi sangre está hirviendo y tu frialdad me excita hasta
lo inconcebible.
‑Responde a mi
pregunta ‑repuso el señor‑. Tus violencias no me asustan. Ya he visto que,
cuando te lo propones, permaneces tan imperturbable como cualquiera. ¿Estás
dispuesta a prescindir de Heathcliff, o prefieres prescindir de mí? No cabe ser
amiga de los dos a la vez, y te exijo que te decidas por uno de
nosotros.
‑Y yo te exijo
que me dejes en paz ‑respondió ella enfureciéndose‑. ¡Te lo ruego! ¿No ves que
casi no puedo sostenerme en pie,? ¡Déjame, Eduardo ...
!
Tiró
violentamente de la campanilla, y yo acudí sin prisa alguna. Aquellos locos
arrebatos de cólera ponían a prueba la paciencia de un santo. Lo vi golpearse la
cabeza contra el brazo del sofá y rechinar los dientes de tal modo que parecía
que iba a destrozárselos. El señor Linton la miraba compungido y casi
arrepentido de su energía anterior. Me mandó traer un vaso de agua. Ella no
podía casi hablar. No quiso beber, y entonces le mojé el rostro con el agua. Un
instante después se tendió en el sofá, puso los ojos en blanco, y sus mejillas
palidecieron como las de una muerta. Linton estaba
aterrado.
‑No es nada
‑murmuré.
Quería evitar
que él cediera, pero en el fondo me sentía
angustiada.
‑Está
sangrando por la boca ‑me dijo el señor,
estremeciéndose.
No haga caso
‑contesté.
Y le conté que
ella se había propuesto, antes de entrar el, darle el espectáculo de un ataque
de locura. Cometí la imprudencia de decirlo en voz alta. Catalina me oyó, y se
puso repentinamente de pie. Los cabellos despeinados le caían sobre los hombros,
y los tendones del cuello y de los brazos se le habían hinchado de un modo
horrible. Me preparé, por lo menos, a que me rompiese los huesos. Pero no fue
así: se limitó a precipitarse fuera del cuarto. El amo me mandó que la siguiera,
y lo hice hasta la puerta de su alcoba, cuya puerta cerró para librarse de
mí.
Al día
siguiente, pasó la mañana sin bajar a desayunar. Subí a preguntarle si le
llevaba el desayuno y me contestó categóricamente que no. Lo mismo sucedió a las
horas de comer y de tomar el té. Al otro día recibí la misma contestación.
El señor Linton se pasaba el tiempo en la biblioteca sin preguntar por su
esposa. Había sostenido con Isabel una conversación de una hora, durante la cual
pretendió obtener de ella una contestación definitiva respecto a que
rechazaría a Heathcliff, sin lograr más que evasivas. Entonces él le juró
solemnemente que si ella persistía en la locura de dar esperanzas a aquel
indigno sujeto, las relaciones entre los dos hermanos terminarían
completamente.
Mientras la
señorita Isabel vagaba por el parque y por el jardín y su hermano permanecía
encerrado en la biblíoteca, probablemente aguardando que Catalina se
arrepíntiese y pidiese perdón, ella continuaba obstinada en prolongar
su ayuno. Sin duda creía que Eduardo estaba medio muerto de nostalgia y que sólo
el orgullo le impedía arrojarse a sus pies. Por mi parte, me limitaba a
cumplir con mis obligaciones, convencida de que el único espíritu
razonable que había entre los muros de la «Granja» se albergaba en mi cuerpo. No
empleé, pues, palabras de compasión con la señora, ni intenté consolar al señor
que se sentía ansioso de oír nombrar a su esposa, ya que no podía oír su voz.
Decidí dejar que se las compusieran como pudiesen, y mi decisión dio resultado,
como yo había creído desde un principio.
Transcurridos
tres días, la señora se asomó a la puerta de su habitación y pidió que le
renovase el agua, que se le había terminado, y que le llevase un tazón de sopa
de leche, porque se sentía desfallecer. Supuse que esta exclamación
iba dirigida a los oídos de su esposo. Mas como no creía en ella, me guardé bien
de transmitirla, y me limité a llevar a Catalina un té y una torta seca.
Comió y bebió ávidamente, y luego se recostó sobre la almohada, apretó los puños
y empezó a llorar.
‑Quisiera
morirme ‑decía‑. No le importo nada a nadie. No debía haber comido eso. ‑Y
continuó‑: No, no quiero morir. Él no me quiere y me
olvidaría.
-¿Necesita
algo, señora? ‑pregunté, haciendo caso omiso de sus exageraciones.
.
‑¿Qué hace mi
flemático marido? ‑respondió ella, apartándose del rostro, que se le había
demacrado mucho en aquellos días, sus enmarañados cabellos‑. ¿Se ha muerto o
está aletargado?
‑Ni una cosa
ni otra, señora. Está bien, aunque según parece, algo ocupado, ya que se
pasa el día entre sus libros desde que no tiene otra
compañía.
Si yo hubiera
sabido el estado en que Catalina se encontraba realmente, no le hubiese
hablado en aquella forma, pero creí que ella‑fingía su estado
anormal.
‑¡De modo que
entre sus libros ‑‑exclamó ‑mientras yo me hallo al borde del sepulcro!
Pero, ¡Dios mío!, ¿no sabe lo enferma que estoy? ‑Y, mirándose a un espejo,
continuó‑: ¿Es ésta Catalina Linton? Quizá él crea que se trata de algún
contratiempo sin importancia. Debes decirle que es algo muy grave. Mira,
Elena: si no es tarde para todo, una vez que yo conozca cuáles son sus
sentimientos hacia mí, he de adoptar una de estas dos soluciones: o dejarme
morir, o procurar restablecerme y marcharme. ¿No has mentido? ¿Es cierto que se
preocupa tan poco de mí?
‑El señor no
se figura que esté usted tan loca que vaya a dejarse morir de
inanición.
‑¿Crees que
no? ¡Persuádele, convéncele, de que estoy decidida a
hacerlo!
‑No recuerda
usted, señora, que hoy mismo ha tomado ya algún
alimento...
‑Me mataría
ahora mismo ‑respondió‑ si estuviese segura de que con ello conseguiría
matarlo a él también. Llevo tres noches sin poder cerrar los párpados.
¡Cuánto he padecido! Empiezo a imaginarme que tú tampoco me quieres. ¡Y yo que
me imaginaba que, aunque todos se odiasen unos a otros, no podían dejar de
quererme a mí! Ahora, en poco tiempo, todos se han convertido en enemigos
míos. ¡Es terrible morir rodeada de esos rostros impasibles! Isabel no se
atreve a entrar en mi habitación por miedo a contemplar el espectáculo de
Catalina muerta. ¡Ya me parece oír a Eduardo, de pie a su lado, dando gracias a
Dios porque la paz se ha restablecido en su casa, y volviendo a sus librotes!
¡Parece mentira que se ocupe de sus libros mientras yo estoy aquí
muriéndome!
La idea de que
su marido permanecía filosóficamente resignado, como yo le había dicho, le
resultaba inaguantable. A fuerza de dar vueltas a esta idea en su cerebro,
se puso frenética, y en su desvarío rasgó el almohadón con los dientes. Luego se
irguió toda encendida y me mandó que abriese la ventana. Le opuse objeciones,
porque estábamos en pleno invierno y el viento nordeste soplaba con fuerza.
Pero la expresión de su cara y sus bruscos cambios de tono me alarmaron
mucho. Recordé las indicaciones del doctor respecto a que no debíamos
contrariarla. El minuto antes estaba furiosa, y, en cambio, ahora, sin
darse cuenta de que no le había hecho caso, se había apoyado sobre mi brazo y se
entretenía en sacar las plumas de la almohada por los desgarrones que había
hecho con los dientes. Colocaba las plumas sobre la sábana y las reunía con
arreglo a sus diferentes clases.
‑Ésta es de
pavo ‑murmuraba para sí‑ y ésta de pato silvestre y ésta de pichón. ¡Claro: cómo
voy a morirme si me ponen plumas de pichón en las almohadas! Pero cuando me
acueste, las tiraré. Ésta es de cerceta, y ésta de avefría. La reconocería entre
mil: este pájaro solía revolotear sobre nuestras cabezas cuando íbamos por
en medio de los pantanos. Buscaba su nido porque las nubes bajas le hacían
presentir la lluvia. Esta pluma ha sido cogida en los matorrales. En invierno
encontramos una vez su nido lleno de pequeños esqueletos. Heathcliff había
puesto junto a él una trampa y los pájaros padres no se atrevieron a
entrar. Desde entonces le hice prometer que no volvería a matar ninguna avefría,
y me obedeció. ¡Hay más! ¿Habrá disparado sobre mis avefrías, Elena? ¿No están
sucias de sangre algunas de estas plumas? Déjame que lo
vea...
‑Vamos, no se
dedique a esa tarea pueril ‑le dije, mientras volvía el almohadón del otro lado,
ya que por encima estaba lleno de agujeros‑. Acuéstese y cierre los ojos. Está
usted delirando. ¡Qué torbellino ha armado usted! Las plumas vuelan como
copos de nieve.
Comencé a
recogerlas.
‑Me pareces
una vieja, Elena ‑dijo ella, delirando‑. Tienes el cabello gris y estás
encorvada. Esta cama es la cueva encantada que hay al pie de la colina de
Penninston y tú andas cogiendo guijarros para arrojárselos a los novillos.
Me aseguras que son copos de nieve. Dentro de cincuenta años serás así,
aunque ahora no lo seas. Te engañas, no estoy delirando. Si delirara, me
hubiera figurado que eras en efecto una bruja y hubiera creído encontrarme
realmente en la cueva de la colina de Penninston. Percibo muy bien que
ahora es de noche y que en la mesa hay dos velas que hacen brillar ese armario
tan negro como el ébano.
‑¿Qué armario
negro? ‑pregunté‑. ¿Está usted soñando?
‑El armario
está apoyado en la pared, como siempre ‑replicó‑ ¡Qué raro es! Distingo en él
una cara.
‑En este
cuarto no ha habido un armario nunca ‑respondí. Y levanté las cortinas del lecho
para poder vigilarla mejor.
‑¿Pero no ves
aquella cara? ‑me dijo, señalando a la suya propia, que se reflejaba en el
espejo.
En vista de
que no me era posible hacerle comprender que el rostro que veía era el suyo, me
levanté y tapé el espejo con un chal.
‑La cara sigue
estando detrás ‑dijo, anhelante‑ y se ha movido. ¿Quién será? Temo que aparezca
cuando te vayas. ¡Elena: este cuarto está embrujado! Me asusta quedarme
sola.
Le así las
manos y traté de calmarla. Se estremecía convulsivamente y miraba hacia el
espejo con fijeza.
‑No hay nadie
en el cuarto, señora ‑repetí‑. Era su propio rostro, como sabe usted muy
bien.
‑¡Yo misma!
‑exclamó suspirando‑. Y el reloj da las doce... ¡Es
horrible!
Y se cubrió
los ojos con las sábanas. Pretendí dirigirme a la puerta para avisar a su
marido, pero me detuvo un penetranté grito de Catalina. El chal acababa de caer
al suelo.
‑¡Vamos!
‑exclamé‑. ¿Qué sucede? ¿Quién es el cobarde ahora? ¿No ve usted, señora, que es
su cara la que se refleja en el espejo?
Se asió a mi,
y unos momentos después su semblante se había tranquilizado y a su lividez
sucedía el rubor.
‑¡Oh, querida!
-dijo‑. Pensaba estar en mi casa, en mi cuarto de «Cumbres Borrascosas». Como
estoy tan floja, se me turbó el cerebro y he gritado sin darme cuenta. No lo
digas a nadie y siéntate a mi lado. Tengo miedo de volver a sufrir estas
horribles pesadillas.
‑Le convendría
dormir, señora ‑le aconsejé‑. Estos padecimientos le enseñaran a no probar
otra vez a morirse de hambre.
‑¡Quién
estuviera en mi lecho, en mi vieja casa! ‑lamentó amargamente,
retorciéndose las manos‑. ¡Oh, aquel viento que sopla entre los abetos, bajo las
ventanas! Abre para que pueda aspirarlo: viene de los pantanos
directamente.
Para
tranquilizarla, abrí la ventana por unos minutos y una helada ráfaga de aire
penetró en la habitación. Cerré la ventana y me volví a mi lugar. La joven
permanecía inmóvil, con el rostro cubierto de lágrimas, con el espíri tu abatido
por la debilidad que se apoderaba de su cuerpo. Nuestra orgullosa Catalina
estaba a la altura de un niño miedoso.
‑¿Cuánto
tiempo hace que me encerré aquí? ‑me preguntó, de pronto.
‑Se encerró el
lunes por la tarde ‑respondí‑ y ahora estamos en la noche del jueves, o más
exactamente, en la madrugada del viernes.
‑¿De la misma
semana? ‑comentó con extrañeza‑‑‑. ¿Es posible que sólo haya pasado tan poco
tiempo?
‑Demasiado,
sin embargo, para alimentarse durante él sólo de agua y de mal
humor.
‑Han sido
horas interminables ella, dubitativa‑. Debe de haber transcurrido más
tiempo. Recuerdo que después de que ellos riñeron yo me fui al salón, que
Eduardo estuvo muy cruel y muy provocativo y que vine a este cuarto desesperada.
En cuanto eché el cerrojo se me oscureció la cabeza y caí al suelo. No pude
advertir a Eduardo que estaba segura de sufrir un arrebato de locura si
seguía desesperándome, porque perdí el uso de la lengua y del pensamiento. No
sentía más impulso que el de huir de él. Antes de que pudiese recobrarme, empezó
a oscurecer, y te diré lo que pensé y lo que he seguido imaginándome, hasta el
punto de hacermetemer perder el sentido. Mientras estaba tendida al pie de la
mesa, distinguiendo confusamente el marco gris de la ventana, me figuraba
estar en mi lecho de tablas de «Cumbres Borrascosas» y mi corazón sentía un
dolor agudo. Traté de comprender lo que me sucedía, pensé y me pareció como
si los siete últimos años de mi vida no hubieran existido. Yo era todavía una
niña, papá acababa de morir y el disgusto que sentía era por la orden de Hindley
de que me separase de Heathcliff. Me encontraba sola por primera vez, y al
despertar tras una noche de llanto, alcé la mano para separar las tablas
del lecho. Tropecé con la mesa, pasé la mano por la alfombra y entonces recuperé
la memoria. Y aquella angustia se anuló ante un frenesí de mayor
desesperación... No comprendo por qué me sentía tan desdichada... Pero
imagínate que a los doce años de edad me hubieran sacado de «Cumbres
Borrascosas» y me hubleras traído a la «Granja de los Tordos» para ser
mujer de Eduardo Linton, y tendrás una idea del hondo abismo en que me sentí
lanzada... Menea cuanto quieras la cabeza, que no por ello dejarás de tener
parte de culpa. Si hubieras hablado a Eduardo como debías habrías conseguido que
me dejara tranquila. ¡Me estoy abrasando! Quisie estar al aire libre, ser una
niña fuerte y salvaje, reírme de las injurias en lugar de enloquecer cuando se
me dirigen. En cuanto digo unas cuantas palabras, me bulle tumultuosamente
toda la sangre. ¡Y yo volvería a ser la de siempre si me hallase de nuevo
entre los matorrales y los pantanos! Abre otra vez la ventana de par en par
y déjala abierta. ¿Qué haces? ¿Por qué no me atiendes?
‑Porque no
quiero matarla de frío ‑contesté.
‑Querrás decir
que porque no quieres darme una probabilidad de revivir ‑respondió ella, con
rencor‑‑‑. Pero aún no estoy impedida, yo misma la abriré.
Saltó del
lecho y, antes de que yo pudiera oponerme, cruzó la habitación y abrió la
ventana, sin cuidarse del aire glacial que soplaba alrededor de sus hombros y
que cortaba como un cuchillo. Le pedí que se retirara, se nego y quise obligarla
a la fuerza. Pero el delirio le daba más fuerza que la que yo pudiera
desarrollar. No había luna y una oscura bruma lo invadía todo. No brillaba una
sola luz. En «Cumbres Borrascosas» no se veía resplandor alguno, mas ella
aseguraba que distinguía las luces del edificio.
‑¡Mira!
‑gritó‑. Aquella luz es la de mi cuarto, y aquella otra la del desván donde
duerme José. Sin duda está esperando que yo vuelva a casa para cerrar la verja.
Aún tendrá que esperar un buen rato. Es un mal camino, muy desagradable de
recorrer. Hay que pasar por la iglesia de Gimmerton. Con frecuencia nos
hemos desafiado a permanecer entre las tumbas llamando a los muertos.
Heathcliff: si te desafío ahora, ¿te atreverás? Podrán sepultarme, si
quieren, a doce pies de profundidad y hasta ponerme la iglesia encima, pero yo
no me quedaré allí hasta que tú no estés conmigo.
Hizo una
pausa, y dijo luego, con una singular sonrisa:
‑Estás
pensando en que sería mejor que fuese yo a buscarte... Bueno, pues encuéntrame
un camino que no pase por el cementerio. ¡Qué despacio vas! Cálmate: me seguirás
siempre.
Pensando que
era inútil razonar con ella, ya que evidentemente tenía la razón alterada,
me ocupaba en buscar algo con que cubrirla, cuando sentí rechinar el picaporte,
y entró el señor Linton, con gran consternación por mi
parte.
Pasaba por el
corredor, y al oírnos hablar, la curiosidad o el temor de que sucediera
algo le impulsaron a penetrar en la alcoba.
‑¡Oh, señor!
‑exclamé, ahogando así la exclamación que le asomaba a los labios ante el
espectáculo que distinguía en la habitación‑. La señora está enferma y no puedo
con ella. Haga el favor de venir y convénzala de que se acueste. Olvide su
enfado: ya sabe que no se puede hacer con ella más que lo que ella
quiere.
‑¿Está enferma
Catalina? ‑dijo él, corriendo hacia nosotras‑. Cierra la ventana, Elena. ¿Qué te
sucede, Catalina?
Se detuvo. El
aspecto de la señora le dejó horrorosamente sorprendido, y volvió hacia mí
sus ojos asombrados.
‑Lleva
consumiéndose aquí varios días ‑dije‑, negándose a tomar alimentos y sin
quejarse de nada. Hasta hoy no ha permitido pasar a nadie, y no hemos hablado a
usted del estado en que se encuentra, porque nosotros mismos lo ignorábamos. No
creo que sea nada de gravedad...
Yo misma
comprendí que mi explicación era pobre. Mi amo frunció las
cejas.
‑¿Que no es
nada de gravedad, Elena Dean? Ya me explicarás mejor tu silencio sobre esto
‑dijo con severidad.
Tomó en brazos
a su mujer y la miró angustiado. Al principio ella no daba señales de
reconocerle. Pero el delirio que la embargaba no era permanente todavía.
Sus ojos, un momento velados por la contemplación de la oscuridad del exterior,
acabaron reparando en el hombre que la tenía entre sus
brazos.
‑¿A qué
vienes, Eduardo Linton? ‑dijo con colérica vivacidad‑. Eres de esos que siempre
llegan cuando no hacen falta, y nunca cuando interesa que lleguen. Ya veo que
vas a empezar ahora con lamentaciones, pero no por ello conseguirás que deje de
irme a mi morada definitiva antes de que concluya la primavera. Y no reposaré en
el panteón de los Linton, sino en una fosa al aire libre, con una simple losa
encima. Tú, por tu parte, haz lo que quieras: vete con los Linton o ven
conmigo.
‑¿Qué estás
diciendo, Catalina? ‑comenzó el amo‑. ¿Es que ya no soy nada para ti? ¿Acaso
estás enamorada de ese miserable Heath ... ?
‑¡Silencio!
‑gritó la señora‑. ¡Cállate, o me arrojo ahora mismo por la ventana! Y tú podrás
entonces tener mi cuerpo, pero mi alma estará allí, en las «Cumbres», antes
de que puedas volver a tocarme. No te necesito, Eduardo. Vuelve a ocuparte de
tus libros. Te vendría bien para consolarte, porque yo no he de volver a
servirte de consuelo.
‑Señor
‑interrumpí‑: la señora está delirando. Ha estado desvariando toda la tarde.
Cuidémosla bien, procuremos que esté tranquila, y pronto se restablecerá.
En lo sucesivo debemos tener cuidado de no disgustarla.
‑No sigas
dándome consejos ‑interrumpió el señor‑. Conocías el modo de ser de la
señora, y sin embargo me has incitado a contrariarla. ¡Parece mentira que
no me hayas dicho nada de su estado durante estos tres días! ¡Qué crueldad! ¡Oh,
Catalina está desfigurada como si hubiese padecido una enfermedad de muchos
meses!
Me defendí de
aquellas acusaciones. ¿Qué culpa tenía yo de la aviesa inclinación de
Catalina?
‑Sabía ‑dije‑
que la señora era terca y dominante, pero ignoraba que usted desease fomentar su
mal carácter. No sabía que debiese tolerar los abusos del señor Heathcliff
por no contrariar a la señora. ¡Así me paga usted el haber cumplido mis
deberes de sirvienta leal! Aprenderé mejor para otra vez. En lo sucesivo, se
informará de las cosas por sus propios ojos.
‑Si vuelves a
venirme con chismes, prescindiré de tus servicios ‑repuso
él.
‑Ya entiendo
‑repuse‑. Por lo visto el señor Heathcliff está autorizado para hacer el amor a
la señorita y para predisponer a la señora contra el señor cuando usted
está ausente.
Catalina, no
por tener la mente algo perturbada, dejaba de prestar oído atento a nuestra
conversación.
‑¡Oh, traidora
Elena! ‑exclamó‑. Ella es mi solapada enemiga. ¡Bruja! ¡Déjame, Eduardo, y
verás como la hago arrepentirse!
Bajo sus
párpados fulguró un relámpago de demencia y trató de soltarse de los brazos de
Linton. Yo resolví ir a buscar al médico por propia iniciativa, y salí de la
estancia. Al atravesar por el jardín, distinguí, colgado de un garfio de la
pared, un objeto blanco que se movía extrañamente. No quise que me quedase
en la mente la duda de que pudiese ser un alma del otro mundo, y, a pesar de mi
prisa, me paré a averiguar de qué se trataba. Quedé estupefacta al
reconocer al galguito de la señorita Isabel, colgado con un pañuelo al
cuello y medio ahogado. Solté al animal y lo liberté. Cuando Isabel se había ido
a acostar, yo vi subir al galgo detrás de ella, y no me podía explicar quién
fuera el malvado que le había hecho objeto de tal barbarie. Mientras lo
desataba, creí sentir el lejano galope de un caballo, ruido asaz inusitado para
ser oído a las dos de la madrugada, pero yo tenía tanta prisa que casi no lo
advertí.
Encontré al
señor Kermeth saliendo de su casa para visitar a un enfermo, y lo que
relaté de la dolencia de Catalina le indujo a acompañarme inmediatamente.
Como Kenneth es un hombre sencillo y franco, me confesó que dudaba mucho de que
Catalina sobreviviera a aquel segundo ataque.
‑Esto debe
tener alguna causa especial, Elena ‑me dijo‑. ¿Qué ha pasado? Una mujer tan
fuerte como Catalina no enferma por pequeñeces. Personas como ella enferman
rara vez, pero cuando ello sucede es ardua empresa librarles de sus males. ¿Cómo
comenzó esto?
‑El amo le
informará ‑‑contesté‑. Usted conoce el violento carácter de los Earnshaw, y no
ignora que la señorita Catalina les deja a todos en mantillas. Lo único que
puedo decirle es que todo comenzo por una disputa, y que, después de una
explosión de furor, sufrió un ataque. Ella lo ha explicado así; nosotros no lo
vimos, porque se encerró en su alcoba. Luego se negó a tomar alimento y ahora
delira unas veces y otras se entrega a sueños fantásticos. Áún nos
reconoce, pero su cabeza está llena de ideas muy raras.
‑¿El señor
Linton estará muy, disgustado?
‑¡Tanto, que
se rompería la cabeza si pasase algo! Procure no alarmarle en
exceso.
‑Ya advertí
que se anduviera con cuidado, y ahora hay que atenerse a las consecuencias de no
haberme atendido ‑repuso el médico‑. ¿Ha intimado el señor Linton con
Heathcliff últimamente?
‑Heathcliff
iba a la «Granja» ‑reconocí‑, pero no porque ello le agradara al amo, sino
aprovechando su amistad de la infancia con la señora. Ahora se le ha
invitado a no molestar con visitas, como consecuencia de ciertas
intolerables aspiraciones que manifestó respecto a la señorita Isabel. No creo
que vuelva otra vez por casa.
‑¿Le ha
rechazado la señorita Linton? ‑preguntó el médico.
‑Ella no me
hace confidencias ‑respondí.
‑Sí, Isabel
hace lo que se le antoja ‑dijo él‑, pero obra como una locuela. Me consta que
anoche ‑¡qué hermosa noche hacía, por cierto!‑ estuvo paseando con Heathcliff
por el jardín, y que él la quiso convencer de que huyeran juntos. Ella se nego,
pero accedió a hacerlo el próximo día que se vieran. Lo sé de buena tinta. Lo
que no sé es a qué día se referían.
Asaltada por
nuevos temores al saber aquella noticia, me adelanté a Kenneth y eché a correr.
En el jardín encontré al perrito ladrando. Cuando abrí la verja, empezo a
correr de un lado a otro, olfateando la hierba, y hasta se hubiera marchado
al camino de no impedírselo yo. Subí al cuarto de Isabel: estaba vacío. Acaso de
haber sabido a tiempo la enfermedad de la señora, ello hubiera evitado que
realizara su loca determinación. Pero ya no había nada que hacer. No
era posible alcanzar a los fugitivos. Yo no proponía perseguirles, ni era cosa
de aumentar con una angustia más la zozobra que ya padecía mi amo. No me quedaba
más remedio que callar y dejar correr las cosas. Me apresuré a anunciar al
señor la llegada del médico. Catalina se había dormido con un sueño agitado. Su
marido había logrado tranquilizarla un poco y permanecía inclinado sobre ella
examinando las más leves contracciones de su rostro.
El médico,
después de reconocer a la enferma, nos dio esperanzas sobre su estado, siempre
que le procuráramos una tranquilidad absoluta. Yo creí entender que, más que un
peligro mortal, temía la locura incurable.
Ni el señor
Linton ni yo pudimos dormir en toda la noche. No nos acostamos. Los criados se
levantaron más pronto que de costumbre y se les veía entregados a
comentarios en voz baja. Al notar que la señorita Isabel no estaba
levantada aún, comentaron también el caso. Su hermano, a su vez, pareció
ofenderse del poco interés que Isabel demostraba a su cuñada. Yo quería no ser
la primera en avisar la fuga. Ello corrió a cargo de una doncella que había
ido a Gimmerton a hacer un recado, y que al regresar se precipitó hacia
nosotros llena de excitación y diciendo a gritos:
‑¡Ay, señor!
¡Amo, la señorita ... !
‑¡No alborotes
tanto! ‑exclamé.
‑Habla bajo,
María ‑dijo el señor‑. ¿Qué pasa?
‑¡La señorita
ha huido con Heathcliff! ‑exclamó la muchacha.
‑No es verdad
‑profirió Linton, agitadísimo‑. ¡No puede ser verdad! ¿Cómo se te ha ocurrido
tal cosa? ¡Vete a buscarla, Elena! ¡Es increible!
Mientras
hablaba, se llevó a la criada hasta la puerta y allí le preguntó que qué motivos
tenía para hacer aquella afirmación.
‑Vi en el
camino a un mozo que trae leche a la granja, y me preguntó si estábamos
disgustados. Creyendo que se refería a la enfermedad de la señora, le dije que
sí. Entonces me contestó: «¿Habrán enviado a alguien en su persecucion?» Me
quedé asombrada. Él, notando que yo no sabía nada, me dijo que una señora y un
caballero se habían detenido a la puerta de un herrero para clavar la herradura
de un caballo, cerca de Gimmerton. La hija del herrero se asomó a la puerta y
vio que el hombre era Heathcliff. Este entregó una moneda de oro para pagar. La
señora tenía el rostro cubierto con un manto, pero, al ir a beber un vaso de
agua que había pedido, se descubrió, y entonces pudieron verla. Luego Heathcliff
y la señorita huyeron. La moza lo había contado ya a todo el
pueblo.
Yo, por cubrir
el expediente, me asomé al cuarto de Isabel, y al volver confirmé el relato de
la sirvienta. El señor se hallaba otra vez a la cabecera de la cama, y
cuando me vio entrar comprendió por mi aspecto lo
sucedido.
‑¿Qué hacemos?
‑pregunté.
‑Isabel se ha
ido voluntariamente ‑me respondió el señor‑. Era libre de hacerlo. No me
menciones más su nombre. Ha renegado de mí.
No habló más
sobre el asunto. No realizó busca alguna, limitándose a ordenarme que,
cuando se supiese su nueva morada, mandase a Isabel cuanto le
pertenecía.
Dos meses
estuvieron fuera los fugitivos. Durante aquel intervalo la señora sufrió y
dominó lo más agudo de una fiebre cerebral, que fue cómo diagnosticaron su
dolencia. Ninguna madre hubiera cuidado a su hijo con más devoción que
Eduardo cuidó a su esposa. Día y noche estuvo a su lado, soportando cuantas
molestias le producía. Kenneth no ignoraba que aquello que él salvaba de la
tumba sólo serviría para aumentar los desvelos de Linton con un nuevo manantial
de preocupaciones. Eduardo sacrificaba su salud y sus energías para
conservar la vida de una piltrafa humana. No obstante, su gratitud y su alegría
fueron inmensas cuando Catalina estuvo fuera de peligro. Horas enteras
permanecia sentado a su lado, vigilando los progresos de su salud, y esperando
en el fondo que su esposa recobrase también el equilibrio mental y tornase
a ser lo que había sido.
La primera vez
que ella salió de su habitación fue a principios de marzo. El señor, por la
mañana, había puesto en su almohada un ramillete de flores de azafrán. Los
ojos de Catalina las contemplaron con fijeza.
‑Son las
primeras flores que brotan en las «Cumbres» ‑exclamó‑. Me recuerdan los vientos
templados que funden los hielos, el cálido sol y las últimas nieves.
Eduardo, ¿sopla el viento del sur? ¿Se ha fundido la
nieve?
‑Aquí ya no
hay nieve, querida ‑contestó su marido‑. Sólo se divisan dos manchas
blancas en toda la extensión de los pantanos. El cielo está azul, las
alondras cantan y los arroyos llevan mucha corriente. La primavera del año
pasado, Catalina, yo temblaba de impaciencia de tenerte conmigo bajo este techo.
Ahora, en cambio, quisiera verte en aquellas colinas. El aire es allí tan puro,
que sin duda te curaría.
El señor me
mandó que encendiera la chimenea del salón hacía tanto tiempo abandonado, y que
colocara en él su sillón junto a la ventana. Catalina pasó un largo rato en esta
habitación y se reanimó con el calor y con la vista de los objetos que le
rodeaban, los cuales, aunque le eran familiares, diferían de los que veía a
diario y que asociaba con sus delirios. No pudiendo al oscurecer convencerlade
volver a su cuarto, al que se negó a ir de nuevo, le arreglé un lecho en el
sofá, en tanto que disponíamos otro aposento. Este cuarto donde está ahora usted
fue el que arreglamos. Poco después, Catalina ya estaba lo suficientemente
aliviada para andar por la casa apoyándose en el brazo de Eduardo. Yo estaba
persuadida de que se curaría. De ello dependería también que el señor encontrase
un nuevo consuelo en sus tribulaciones, ya que todos es‑ perábamos el próximo
nacimiento de un hijo.
Isabel, seis
semanas después de su fuga, envio a su hermano una nota participándole su
matrimonio con Heathcliff. Era una carta muy seca, pero llevaba una posdata a
lápiz que dejaba entrever el remoto deseo de una reconciliación agregando que no
había estado en su voluntad evitar lo sucedido, y que ahora ya no tenía
remedio. Linton no contestó, según se me figura, y quince días después yo
recibí una larga carta, increíble en una recién casada que debía estar aún
en plena luna de miel. Voy a leérsela porque la conservo. Todo recuerdo de un
difunto es precioso, si se le sigue estimando como cuando
vivía.
«Querida
Elena: Al llegar anoche a «Cumbres Borrascosas», me informo por primera vez
de que Catalina ha estado y está todavía muy enferma. No creo oportuno
escribirle. Me parece que mi hermano está muy disgustado conmigo, puesto
que no me escribe. Como, no obstante, siento la necesidad de dirigirme a
alguien, te escribo a ti.
»Dile a
Eduardo que desearía, con todo mi corazón volverle a ver, que mi alma volvió a
la «Granja de los Tordos» a las veinticuatro horas de haber salido de ella,
y que en ella está en este momento. Dile que experimento el mayor afecto hacia
él y hacia Catalina y que yo no puedo
hacer lo que hace mi alma (estas palabras están subrayadas en la carta),
aunque creo que tampoco nadie en esa casa tiene por qué esperarme. Pero que
Eduardo no piense que es por olvido o por falta de cariño. Que se figure lo que
le parezca más justo.
»El resto de
esta carta va dirigido a ti. Contéstame, ante todo, a dos
preguntas.
»La primera es
ésta: ¿Cómo te las arreglabas para llevarte bien con todos cuando vivías
aquí? Porque yo no encuentro el modo de entenderme con los que me
rodean.
»La segunda
pregunta me interesa mucho: dime, Heathcliff, ¿es un ser humano? Y si lo es,
¿está loco? ¿O es un demonio? No hace falta que te explique los motivos de estas
preguntas. Explícame tú, si puedes, cuando vengas a verme, qué clase de ser es
éste con el que me he casado. No me escribas, pero cuando vengas procura que
Eduardo te dé algún recado para mí.
»Te voy a
relatar la acogida que me han hecho en la «Cumbres», mi nueva casa, al parecer.
Te lo cuento por entretenerme, no para quejarme de tales o cuales faltas de
comodidad. ¡Si yo fuera lo único que hubiera de malo y lo demás no existiera,
creo que me pondría a bailar de jubilo!
»Al terminar
de cruzar los pantanos, ya se ponía el sol debían ser sobre las seis. Heathcliff
perdió media hora en inspeccionar el parque y los jardines, con lo cual era ya
de noche cuando nos apeamos en el patio enlosado de la quinta. Vuestro antiguo
criado, José, salió a recibirnos de un modo que habla muy alto de su cortesía.
Lo primero que hizo fue levantar hasta la altura de mi rostro la bujía que
llevaba en la mano, esbozar un guiño maligno, sacar hacia delante el labio
inferior y volver la espalda. Después se hizo cargo de los caballos, los llevó a
la cuadra, y reapareció al fin para cerrar la puerta exterior, como si
viviéramos en un castillo antiguo.
»Heathcliff
habló un rato con él, y yo entretanto entré en la cocina, que es una
especie de sucia cueva que probablemente no conocerías si volvieras a verla,
pues ha cambiado mucho. Cerca del fuego estaba un niño robusto, con aspecto
de pilluelo, algo parecido a Catalina en los ojos y la
boca.
»Debe ser el
sobrino de Eduardo ‑pensé‑ y, por tanto, es pariente mío hasta cierto punto. Así
que debo darle la mano y besarle. Procuremos establecer desde el principio
relaciones amistosas en esta casa.
»Me acerqué a
él, y tratando de cogerle la mano, le dije:
,¿Cómo estás,
queridito?
»El me replicó
con unas palabras ininteligibles.
»‑¿Seremos
amigos, Hareton? ‑agregué.
»Me respondió
con un juramento y añadió la amenaza de lanzar a Tragón contra mí si no me
marchaba.
»‑¡Arriba, Tragón! ‑gritó el desventurado,
azuzando a un perro que había en un rincón. Y añadió, mirándome‑:
¿Qué? ¿Te marchas?
»El instinto
de conservación me llevó a complacerle.
»Salí y esperé
que llegaran los demás. Pero Heathcliff no aparecía por lado alguno, y José, a
quien le pedí que me acompañase a mi cuarto, contestó:
»‑¡Cha, cha,
cha ... ! ¿Ha oído nunca un cristiano hablar de esta manera? ¡Qué
chachareo! ¡Cualquiera la entiende!
»‑¡Digo que me
acompañe a la casa! ‑grité, creyendo que sería sordo, y bastante enojada de
su grosería.
»‑¡Quiá! Tengo
cosas más importantes que hacer. »Y siguió ocupándose en sus menesteres,
moviendo las mandíbulas y mirando despreciativamente mi vestido y mi rostro.
Creo que tanto como el primero tenía de bonito debía tener el segundo de
apenado.
»Di la vuelta
al patio y llegué a otra puerta, a la que llamé, esperando que acudiese algún
criado más servicial.
Al poco rato,
abrióse la puerta y apareció un hombre alto y delgado. No llevaba corbata y
tenía un aspecto terrible de abandono. Una maraña de cabellos que caían
hasta sus hombros desfiguraba su semblante. Sus ojos parecían una reproducción
de los de Catalina.
»‑¿Qué quiere?
‑me preguntó‑. ¿Quién es usted?
»‑Mi nombre de
soltera era Isabel Linton ‑repuse‑. Ya me conoce usted. Me he casado hace
poco con el señor Heathcliff, que es quien me ha traído aquí, supongo que
con el consentimiento de usted.
»‑¿De manera
que él ha vuelto? ‑preguntó el solitario, con un repentino fulgor en su
mirada de lobo hambriento.
»‑Sí ‑dije‑,
pero me dejó a la puerta de la cocina, y cuando quise entrar, su hijo me
ahuyentó azuzando un perro contra mí.
»‑¡Veo que el
maldito miserable ha cumplido su palabra! ‑rezongó el hombre mirando tras
de mí como si buscase a Heathcliff.
»Ya me
arrepentía de haber llamado a aquella puerta y me disponía a marcharme, cuando
él me mandó pasar y cerró la puerta con llave. En la habitación había un gran
fuego, que constituía la única iluminación de la estancia. El suelo era de un
tono gris y los platos que, siendo niña yo, me llamaban tanto la atencion por su
brillo, estaban cubiertos de polvo y de moho. Pregunté si podía llamar a la
doncella para que me llevase a mi habitación. Earnshaw no se dignó contestarme.
Se paseaba con las manos en los bolsillos, completamente ajeno a mi presencia al
parecer, y tal era su profunda abstracción y tan misantrópico aspecto
presentaba, que no me atreví a importunarle ya más.
»No te
extrañarás, Elena, cuando te diga que me sentí muy triste en aquel hogar
inhospitalario, mil veces peor que la sociedad, y, sin embargo, situado a solo
cuatro millas de mi antigua y agradable casa, donde habitan las únicas
personas a quienes quiero en el mundo. Pero era lo mismo que si en lugar de
cuatro millas nos separara el océano. Un abismo infranqueable, en todo
caso...
»La pena que
más me angustiaba era la de no tener a quien recurrir para hallar un amigo o un
aliado contra Heathcliff. Por un lado, me alegraba de haber ido a vivir a
«Cumbres Borrascosas» para no tener que estar sola con él, por él sabía ya cómo
era la gente de esta casa, y no temía que interviniese en nuestros
asuntos.
»Durante un
prolongado y angustioso rato permanecí entregada a mis reflexiones. Sonaron las
ocho, las nueve, y mi acompanante continuaba entregado a su paseo,
inclinando la cabeza sobre el pecho y guardando absoluto silencio, excepto
alguna amarga exclamación que se le escapaba de vez en cuando. Procuré escuchar
con la esperanza de oír en la casa la voz de alguna mujer, y me sentí
embargada de tan lúgubres angustias y tan dolorosos pensamientos, que al fin no
pude contener una crisis de lágrimas. Ni yo misma me di cuenta de cuánta era mi
aflicción hasta que Earnshaw, sorprendido, se detuvo ante mí. Aprovechando aquel
instante, exclamé:
»‑Estoy
fatigada y quisiera descansar. ¿Quiere decirme, por favor, dónde está la
doncella para ir a buscarla, ya que ella no viene a buscarme a
mí?
»‑No tenemos
doncella ‑repuso‑. Tendrá usted que cuidarse a sí misma.
»‑¿Y dónde voy
a dormir? ‑dije, sollozando.
»El cansancio
y la pena me habían hecho perder ya hasta la dignidad.
. »‑José le
enseñará el cuarto de Heathcliff ‑contestó‑. Abra la puerta, y le hallará
allí.
»Cuando iba a
obedecerle, agregó, con singular acento:
»‑Cierre la
puerta con llave y cerrojo. No lo olvide.
»‑¿Por qué,
señor Earnshaw? ‑inquirí, ya que la idea de encerrarme con Heathcliff a solas no
me seducía.
»‑¡Mire esto!
‑contestó, sacando del bolsillo una pistola con una navaja de muelles de doble
filo, que iba unida al arma‑. ¿Verdad que constituye una tentación para un
hombre desesperado? Pues no hay ni una sola noche que pueda dominar el
deseo de ir a probarla a la puerta de Heathcliff. El día que la encuentre
abierta, es hombre perdido. Todas las noches lo hago inevitablemente,
aunque antes no dejo de pensar en múltiples razones que me aconsejan no
efectuarlo. Hay sin duda algún demonio que quiere que le mate para desbaratar
mis propios planes. Procure usted, si ama a Heathcliff, luchar contra este
demonio, porque, cuando le llegue la hora, ni todos los ángeles del cielo
reunidos podrían salvarle.
»Miré el arma
con curiosidad, y un horrible pensamiento vino a mi mente: lo fuerte que yo
me sentiría si tuviese semejante artefacto en mi poder. La expresión, no de
asombro, sino de codicia que mi cara adoptó durante un segundo, asombró a aquel
hombre. Me arrebató de las manos la pistola, que yo había cogido para
examinarla, cerró la navaja y escondió el arma.
»‑No me
importa que le hable de esto ‑dijo‑. Puede ponerle en guardia y velar por
él. Ya veo que sabe usted las relaciones que nos unen, puesto que no se
espanta del peligro que él corre.
»‑¿Qué le ha
hecho Heathcliff para justificar ese odio terrible? ‑pregunté‑. ¿No valdría más
decirle que se fuera?
»‑¡No!
‑‑‑clamó Earnshaw‑. Si trata de abandonarme, le mato. Intente usted
persuadirle de hacerlo y sera usted responsable de su asesinato. ¿Cree usted que
voy a perder todo lo mío sin esperanza de recuperarlo? ¿Cree que voy a consentir
que Hareton sea un mendigo? ¡Maldición! Haré que Heathcliff me lo devuelva
todo, y luego le arrancaré también su sangre, y después el diablo se apoderará
de su alma. ¡Cuando vaya al infierno, éste se volverá mil veces más horrible con
su presencia!
»Yo sabía por
ti, Elena, que tu amo está al borde de la locura. Lo estaba, por lo menos, la
noche pasada. Tal miedo me producía su proximidad, que hasta la aspereza de
José me parecía agradable en comparación.
»Él volvió a
sus silenciosos paseos, y yo entonces empuñé el picaporte y corrí a la
cocina. José atendía la lumbre, sobre la que había colgada una olla, y
tenía a su lado un cuenco de madera con sopa de avena. El contenido de la olla
principiaba a hervir, y él dio media vuelta con el fin de hundir las manos en el
cazo. Suponiendo que todo aquello estaría destinado a la cena, resolví cocinar
algo que resultara comestible, ya que me sentía con apetito, y
exclamé:
»‑Voy a
preparar la sopa.
»Le quité la
vasija y comence a despojarme de la ropa de montar.
»‑El señor
Earnshaw agregué‑ me ha dicho que debo cuidarme yo misma. No voy a andar aquí
con remilgos, porque temo que me moriría de hambre.
»‑¡Dios mío!
‑profirió‑. ¡Si ahora que he conseguido acostumbrarme a los dos amos, voy a
tener que empezar a soportar otras órdenes y a tener que obedecer a una señora,
será cosa de marcharse! Creía que no tendría que marcharme nunca de esta
casa, pero no habrá más remedio que hacerlo.
»Me apliqué a
la tarea prescindiendo de sus lamentaciones, y no pude por menos que
suspirar al recordar las épocas en que tal trabajo hubiera sido un
entretenimiento para mí. El recuerdo de las aventuras perdidas me
angustiaba, y a más angustia, más vivamente agitaba el batidor, y más
deprisa caían en el agua los puñados de harina. José contemplaba furioso cómo
cocinaba yo.
»‑¡Qué
barbaridad! ‑comentaba‑. Te quedas sin sopa esta noche. Hareton. ¡Otra vez! En
su lugar, yo echaría cazo y todo. Vamos, eche usted de una vez toda esa
porquería, y así concluirá antes. ¡Sí, hombre, sí! ¡Plaf! Me asombra que no se
haya torcido el fondo del cacharro.
»El preparado
que vertí en los tazones era, lo confieso, mucho menos que mediano. Había
en la mesa cuatro tazones y un jarro de leche. Hareton lo cogió, se lo aplicó a
los labios y comenzó a beber dejando caer parte por las comisuras de la boca. Yo
le reprendí y le dije que la leche se bebía en vasos, y que yo no la tomaría
después de llevarse él el jarro a la boca. El viejo rufián se mostró muy
enojado por mis escrúpulos, y me aseguró con insistencia que el chico valía
tanto como yo y que estaba sano. El chiquillo continuaba sorbiendo y babeando y
me miraba con acritud.
»‑Me voy a
cenar a otro sitio ‑dije‑. ¿No hay aquí algo parecido a un
salón?
»‑¡Salón! ‑se
mofó José‑. No, no hay salón. Si nuestra compañía no le conviene, tiene la de
los amos, y si no le gusta la de los amos, la nuestra.
»‑Me voy
arriba ‑repuse‑. Enséñeme una habitacion.
»Coloqué mi
tazón en una bandeja y me fui a buscar más leche yo misma. El hombre se levanto
a regañadientes y me acompañó al piso superior. Llegamos al desván y
me fue mostrando sus distintas divisiones.
»‑Aquí hay un
cuarto que no está mal para comer en él una sopa ‑dijo‑. En ese rincón hay un
montón de trigo limpio. De todos modos, ponga encima el pañuelo si quiere
preservar su elegante vestido.
»Aquel cuarto
era una buhardilla oliente a cebada y a trigo, y contra las paredes se apilaban
sacos de cereal.
»‑¡Vaya! ‑dije
molesta‑. No voy a dormir aquí. Muéstreme una alcoba.
»‑¡Una alcoba!
Ahora le enseñaré todas las que hay. Aquélla es la mía.
»Y me mostró
otro camarachón sólo distinto del primero porque había en él una cama baja y
grande, sin cortinas y con una colcha de color.
»‑Su alcoba no
me interesa ‑dije‑. Enséñeme la alcoba del señor
Heathcliff.
»‑Haberlo
dicho antes ‑replicó, como si le hubiese hablado de algo extraordinario‑. Ya le
hubiera contestado que no perdiera el tiempo, puesto que es seguro que allí
no le dejará entrar. Este hombre no permite el paso a
nadie.
»‑¡Bonita casa
y magníficos habitantes! ‑repuse‑. Ya veo que la quinta esencia de la locura
humana invadió mi alma el día que me casé con ese hombre. En fin, ¡no importa!,
otras habitaciones habrá. ¡Dese prisa y muéstreme algún sitio donde poder
instalarme!
»Bajó sin
contestar y me llevó a una habitación que, por las trazas, debía ser la mejor.
Había una buena alfombra, aunque cubierta de polvo, una chimenea con una
orla de papel pintado que se caía a pedazos, una excelente cama de encina con
cortinas carmesí modernas y costosas... Pero todo tenía el aspecto de haber
sido maltratadísimo. Las cortinas colgaban de cualquier manera, medio
arrancadas de sus anillas, y la varilla metálica que las sustentaba estaba
torcida, de modo que los cortinajes arrastraban por el suelo. Las sillas estaban
estropeadas y grandes desperfectos afeaban los papeles de los
muros.
»Me disponía a
posesionarme de la alcoba, cuando oí decir a mi torpe
guía:
»‑Esta es la
habitación del amo.
»Mientras, la
cena se me había enfriado, el apetito se me había disipado, y se me había
agotado la paciencia. Insistí violentamente en que se me diese un sitio
donde descansar.
»‑¿Dónde
demonios ... ? ‑comenzó el bendito viejo‑. ¡Dios me perdone! ¿Dónde
demonios quiere instalarse usted? ¡Vaya una lata! Ya le he enseñado todo,
menos el tabuco de Hareton. No hay en toda la casa otro sitio donde
dormir.
»Furiosa ya,
tiré al suelo la bandeja y cuanto contenía. Después me senté en el descansillo
de la escalera y rompi a llorar.
»‑¡Muy bien,
señorita, muy bien! ‑dijo José‑. Ahora, cuando el amo encuentre los restos de
los cacharros, verá la que se arma. ¡Qué mujer tan necia! Merece usted no
comer hasta Navidad, ya que ha arrojado al suelo el pan nuestro de cada
día. Pero me parece que no le durarán mucho esos arranques. ¿Se figura que
Heathcliff le va a aguantar semejantes modales? No quisiera otra cosa sino que
la hubiera visto en este momento. Era bastante.
»Mientras me
reprendía, cogió la vela, se dirigió a su cuchitril y me dejó sumida en
tinieblas.
»Después de mi
arrebato de cólera, medité y comprendí que era preciso dominar mi orgullo y
procurar no excitarme. Encontré un auxilio imprevisto en Tragón, al que
no tardé en reconocer como hijo de nuestro viejo Espía. De
cachorrillo había estado en la granja y mi padre se lo había regalado al señor
Hindley. Debió conocerme, porque me frotó la nariz con su hocico como saludo, y
luego empezó a comerse la sopa derramada, mientras yo andaba por los peldaños
cogiendo los cacharros que tirara y limpiando con el pañuelo las manchas de
leche de la baranda.
»Estábamos
terminando la faena cuando sentíamos los pasos de Earnshaw en el pasillo. El
perro encogió la cola y se acurrucó contra la pared. Yo me deslicé por la puerta
más cercana. El ruido de una caída escaleras abajo y varios lastimeros aullidos
me hicieron comprender que el perro no había podido esquivar el encuentro.
Earnshaw no me vio a mí; fui más afortunada. Pero un momento después llegó José
con Hareton, en cuyo cuarto yo me había refugiado, y me
dijo:
»‑Me parece
que ya está la casa vacía. Queda sitio para las dos: usted y su soberbia.
Ocúpelo y permanezca con el que todo lo ve y todo lo sabe y no desprecia ni aun
las malas compañías.
»Me instalé en
una silla al lado del fuego, y a poco me dormí profundamente. Pero mi sueño,
aunque agradable, duró muy poco. Heathcliff al llegar me despertó y me preguntó
amablemente qué hacía allí. Le dije que no me había acostado todavía porque él
tenía en el bolsillo la llave de nuestro cuarto. La expresión “nuestro” le
ofendió inmensamente. Juró que no era ni sería jamás mío, y dijo... Pero te hago
gracia de su lenguaje y de su comportamiento habitual. El procura excitar
mi odio por todos los medios. Su modo de obrar me produce a veces una
estupefacción que me hace olvidar el terror que siento. Y eso que un tigre o una
serpiente no me atemorizarian mas que él. Me habló de la enfermedad de Catalina
y culpó a mi hermano de ser el causante de ella, agregándome que me considerase
como si yo fuese el propio Eduardo a efectos de
vengarse...
»¡Le
aborrezco! ¡Qué desgraciada soy y qué necia he sido! Pero no hables en casa de
todo esto. Te espero con ansia. No faltes.
Tan pronto
como leí la carta me fui a ver al amo y le dije que su hermana estaba en
«Cumbres Borrascosas» y que me había escrito interesándose por Catalina,
manifestándome que tenía interés en verle a él y que deseaba recibir alguna
indicación de haber sido perdonada.
‑Nada tengo
que perdonarle ‑contestó Linton- Vete a verla si quieres, y dile que no
estoy enfadado sino entristecido, porque pienso, además, que es imposible que
sea feliz. Pero que no piense que voy a ir a verla Nos hemos separado para
siempre. Sólo me haría rectificar si el puerco con quien se ha casado se
marchara de aquí.
‑¿Por qué no
le escribe unas líneas? ‑insinué
suplicante.
‑Porque no
quiero tener nada en común con la familia Heathcliff
‑respondió.
Tal frialdad
me deprimió infinitamente. En todo e tiempo que duró mi camino hacia las
«Cumbres» no hice más que pensar en la manera de repetir, suavizadas, a
Isabel las palabras de su hermano. Dijérase que ella había estado
esperando mi visita desde primera hora. Al subir por la senda del jardín la
distinguí detrás de una persiana y le hice un signo con la cabeza, pero ella
desapareció, como si desease que no se la viera.
Entré sin
llamar, sin más dilación. Aquella casa, antes tan alegre, ofrecía un lúgubre
aspecto de desolación.
Creo que yo en
el caso de mi señora hubiera procurado limpiar algo la cocina y quitar el
polvo de los muebles, pero el ambiente se había apoderado de ella. Su hermoso
rostro estaba descuidado y pálido y tenía desgarrados los cabellos. Al parecer,
no se había arreglado la ropa desde el día antes.
Hindley no
estaba. Heathcliff se hallaba sentado ante una mesa revolviendo unos papeles de
su cartera. Al verme me saludó con amabilidad y me ofreció una silla. Era
el único que tenía buen aspecto en aquella casa; creo que mejor aspecto que
nunca. Tanto había cambiado la decoración, que cualquier forastero le
habría tomado a él por un caballero y a su esposa por una
mendiga.
Isabel se
adelantó impacientemente hacia mí, alargando la mano como si esperase
recibir la carta que aguardaba que le escribiese su hermano. Volví la
cabeza negativamente. A pesar de todo, me siguió hasta el mueble donde fui
a poner mi sombrero, y me preguntó en voz baja si no traía algo para
ella.
Heathcliff
comprendió el objeto de sus evoluciones, y dijo:
‑Si tienes
algo que dar a Isabel, dáselo Elena. Entre nosotros no hay
secretos.
‑No traigo
nada ‑repuse, suponiendo que lo mejor era decir la verdad‑. Mi amo me ha
encargado que diga a su hermana que por el momento no debe contar con
visitas ni cartas suyas. Le envía la expresión de su afecto, le desea que
sea muy feliz y le perdona el dolor que le causó. Pero entiende que debe
evitarse toda relación que, según dice, no valdría para
nada.
La mujer de
Heathcliff volvió a sentarse junto a la ventana. Sus labios temblaban
ligeramente. Su esposo se sentó a mi lado y comenzó a hacerme preguntas
relativas a Catalina. Traté de contarle sólo lo que me pareciera oportuno, pero
él logró averiguar casi todo lo relativo al origen de la enfermedad. Censuré a
Catalina como culpable de su propio mal, y acabé manifestando mi opinión de
que el propio Heathcliff seguiría el ejemplo de Linton y evitaría todo trato con
la familia.
‑La señora
Linton ha empezado a convalecer ‑termine‑, pero aunque ha salvado la vida,
no volverá nunca a ser la Catalina de antes. Si tiene usted afecto hacia ella,
no debe interponerse más en su camino. Es más: creo que debería usted marcharse
de la comarca. La Catalina Linton de ahora se parece a la Catalina Earnshaw de
antes como yo. Tanto ha cambiado, que el hombre que vive con ella sólo podrá
hacerlo recordando lo que fue anteriormente y en nombre del
deber.
‑Puede ser
‑respondió Heathcliff‑ que tu amo no sienta otros impulsos que los del deber
hacia su mujer. Pero ¿crees que dejaré a Catalina entregada a esos
sentimientos? ¿Crees que mi cariño a Catalina es comparable con el suyo?
Antes de salir de esta casa has de prometerme que me proporcionarás una
entrevista con ella. De todos modos, la veré, quieras o
no.
‑Ni usted debe
hacerlo ‑contesté‑, ni podrá nunca contar conmigo para ello. La señora no
resistiría otro choque entre usted y el señor.
‑Tú puedes
evitarlo ‑dijo él‑ y, en último caso, si fuera así, me parece que habría motivos
para apelar a un recurso extremo. ¿Crees que Catalina sufriría mucho si perdiese
a su marido? Sólo me contiene el temor de la pena que ello pudiera causarle. Ya
ves lo diferentes que son nuestros sentimientos. De haber estado él en mi
lugar y yo en el suyo, jamás hubiera osado alzar mi mano contra él. Mírame
con toda la incredulidad que quieras, pero es así. Jamás le hubiera arrojado de
su companía mientras ella le recibiera con satisfacción. Ahora que, apenas
hubiera dejado de mostrarle afecto, ¡le habría arrancado el corazón y bebido su
sangre! Pero hasta ese momento, me hubiera dejado descuartizar antes que
tocar un pelo de su cabeza.
‑Sí ‑le
atajé‑, pero le tiene sin cuidado a usted deshacer toda esperanza de
curación volviendo a producirle nuevos disgustos con su
presencia.
‑Tú bien
sabes, Elena ‑contestó‑, que no me ha olvidado. Te consta que por cada
pensamiento que dedica a Linton, me dedica mil a mí. Sólo dudé un momento: al
volver, este verano. Pero sólo hubiera confirmado tal idea si Catalina me
declarase que era verdad. Y en ese caso, no existirían ya, ni Linton, ni
Hindley, ni nada... Mi existencia se resumiría en dos frases: condenación y
muerte. La existencia sin ella sería un infierno. Pero fui un estúpido al
suponer, aunque fuese por un solo momento, que ella preferiría el afecto de
Eduardo Linton al mío. Si él la amase con toda la fuerza de su alma
mezquina, no la amaría en ochenta años tanto como yo en un día. Y Catalina
tiene un corazón como el mío. Ante
se podría meter el mar en un cubo que el amor de ella pudiera reducirse a
él. Le quiere poco más que a su perro o a su caballo. No le amará nunca
como a mí. ¿Cómo va a amar en él lo que no existe?
‑Catalina y
Eduardo se aman tanto como cualquier otro matrimonio ‑exclamó bruscamente
Isabel‑. Nadie posee el derecho de hablar así, y no te consentiré que
desprecies de esa forma a mi hermano en presencia mía.
‑También a ti
tu hermano te quiere mucho, ¿no? ‑contestó Heathcliff despreciativamente‑. Mira
cómo se apresura a dejarte abandonada a tu propia suerte.
‑Porque ignora
mi situación ya que no he querido decírselo... ‑repuso
Isabel.
‑Eso quiere
decir que le has contado algo.
‑Le escribí
para anunciarle que me casaba. Tú mismo leíste la carta.
‑¿No has
vuelto a escribirle?
‑No.
‑Me duele ver
lo desmejorada que está la señorita ‑intervine yo‑. Se ve que le falta el amor
de alguien, aunque no esté yo autorizada para decir de
quién.
‑Me parece
‑repuso Heafficliff‑ que el amor que le falta es el amor propio. ¡Está
convertida en una verdadera fregona! Se ha cansado enseguida de
complacerme. Aunque te parezca mentira, el mismo día de nuestra boda ya estaba
llorando por volver a su casa. Pero precisamente por lo poco limpia que es,
se sentirá a sus anchas en esta casa, y ya me preocuparé yo de que no me
ridiculice escapándose de ella.
‑Debía usted
recordar ‑repliqué‑ que la señora Heathcliff está acostumbrada a que la atiendan
y cuiden, ya que la educaron, como hija única que era, en medio de mimos y
regalos. Usted debe proporcionarle una doncella y la debe tratar con
benevolencia. Piense usted lo que piense sobre Eduardo, no tiene derecho a dudar
del amor de la señorita, ya que, si no, no hubiese abandonado, para seguirle,
las comodidades en las que vivía, ni hubiese dejado a los suyos para
acompañarle en esta horrible soledad.
‑Si abandonó
su casa ‑argumentó él‑ fue porque creyo que yo era un héroe de novela y esperaba
toda clase de cosas de mi hidalga pleitesía hacia sus encantos. De tal modo se
comporta respecto a mi carácter y tales ideas se ha formado sobre mí, que dudo
en suponerla un ser dotado de razón. Pero empieza a conocerme ya. Ha
prescindido de las estúpidas sonrisas y de las muecas extravagantes
con que quería fascinarme al principio y noto que disminuye la incapacidad
que padecía de comprender que yo hablaba en serio cuando expresaba mis opiniones
sobre su estupidez. Para averiguar que no la amaba tuvo que hacer un inmenso
esfuerzo de imaginación. Hasta temí que no hubiera modo humano de hacérselo
comprender. Pero, en fin, lo ha comprendido mal o bien, Puesto que esta
mañana me dio la admirable prueba de talento de manifestarme que he logrado
conseguir que ella me aborrezca. ¡Te garantizo que ha sido un trabajo de
Hércules! Si cumple lo que me ha dicho, se lo agradeceré en el alma. Vaya,
Isabel, ¿has dicho la verdad? ¿Estás segura de que me odias? Sospecho que
ella hubiera preferido que yo me comportara ante ti con dulzura, porque la
verdad desnuda ofende su soberbia. Me tiene sin cuidado. Ella sabe que el amor
no era mutuo. Nunca la engañé a este respecto. No dirá que le haya dado ni una
prueba de amor. Lo primero que hice cuando salimos de la granja juntos fue
ahorcar a su perro, y cuando quiso defenderle, me oyo expresar claramente su
deseo de ahorcar a todo cuanto se relacionara con los Linton, excepto un solo
ser. Quiza creyera que la excepción se refería a ella misma, y le tuviera
sin cuidado que se hiciera mal a todos los demás, con tal de que su valiosa
persona quedase libre de mal. Y dime: ¿no constituye el colmo de la mentecatez
de esta despreciable mujer el suponer que yo podría llegar a amarla? Puedes
decir a tu amo, Elena, que jamás he tropezado con nadie más vil que su hermana.
Deshonra hasta el propio nombre de los Linton. Alguna vez he probado a suavizar
mis experimentos para probar hasta dónde llegaba su paciencia, y
siempre he visto que se apresuraba a arrastrarse vergonzosamente ante
mí. Agrega, para tranquilidad de su fraternal corazón, que me mantengo
estrictamente dentro de los límites que me permite la ley. Hasta el
presente he evitado todo pretexto que le valiera para pedir la separación,
aunque, si quiere irse, no seré yo quien me oponga a ello. La satisfacción
de poderla atormentar no equivale al disgusto de tener que soportar su
presencia.
‑Habla usted
como hablaría un loco, señor Heathcliff ‑le dije‑. Su mujer está, sin duda,
convencida de ello y por esa causa le ha aguantado tanto. Pero ya que usted
dice que se puede marchar, supongo que aprovechará la ocasión. Opino, señora,
que no estará usted tan loca como para quedarse voluntariamente con
él.
‑Elena
‑replicó Isabel, con una expresion en sus ojos que patentizaba que, en efecto,
el éxito de su marido en hacerse odiar había sido absoluto‑: no creas ni una
palabra de cuanto dice. Es un diablo, un monstruo, y no un ser humano. Ya he
probado antes a irme y no me ha dejado deseos de repetir la experiencia. Te
ruego, Elena, que no menciones esta vil conversación ni a mi hermano ni a
Catalina. Que diga lo que quiera, lo que en realidad se propone es desesperar a
Eduardo. Asegura que se ha casado conmigo para cobrar ascendiente sobre mi
hermano, pero antes de darle el placer de conseguirlo preferiré que me mate.
¡Así lo haga! No aspiro a otra felicidad que a la de morir yo o verle muerto a
él.
‑Todo eso es
magnífico ‑dijo Heathcliff‑. Si alguna vez te citan como testigo, ya sabes
lo que piensa Isabel, Elena. Anota lo que me dice: me conviene. No, Isabel,
no... Siendo así que no estás en condiciones de cuidar de ti misma, yo, como
protector tuyo según la ley, debo ser el encargado de tenerte bajo mi guardia. Y
ahora, sube. Tengo que decir a Elena una cosa en secreto. Por allí no: te
he dicho que arriba. ¿No ves que ese es el camino de la
escalera?
La cogió de un
brazo, la arrojó de la habitación, y al volver exclamó:
‑No puedo ser
compasivo, no puedo... Cuanto más veo retorcerse a los gusanos, más ansío
aplastarlos, y cuanto más los pisoteo, más aumenta el
dolor...
‑Pero, ¿sabe
usted acaso lo que es ser compasivo? ‑respondí, mientras cogía precipitadamente
el sombrero‑. ¿Lo ha sido alguna vez en su
existencia?
‑No te vayas
aún ‑dijo, al notar mis preparativos de marcha‑. Escucha un momento. O te
persuado a que me procures una entrevista con Catalina, o te obligo a ello. E
inmediatamente. No me propongo causar daño alguno. Ni siquiera molestar a
Linton. Sólo quiero que ella misma me diga cómo se encuentra y preguntarle si
puedo hacer algo en su favor. Anoche pasé seis horas rondando el jardín de
la «Granja» y hoy volveré, y siempre, hasta que logre entrar. Si me
encuentro con Eduardo, no titubearé en golpearle hasta dejarle incapacitado de
impedirme la entrada. Y si sus criados acuden, ya me desembarazaré de ellos
con estas pistolas. ¿Verdad que valdrá más que no me sea necesario chocar con
ellos o con tu señor? Y a ti te es tan fácil. Yo te diría cuándo me propongo ir,
tú podrías facilitarme la entrada, vigilar y después verme marchar sin que
tuvieses nada de que reprocharte.
Yo me negué a
desempeñar tan bajo papel y le repetí su intención de volver a destruir la
tranquilidad de la señora Linton.
‑Cualquier
cosa le causa un trastorno enorme ‑le aseguré‑. Está hecha un verdadero manojo
de nervios. No resistirá la sorpresa: estoy segura de que no... ¡Y no insista,
señor, porque tendré que avisar de ello a mi amo y él tomará disposiciones para
impedir lo que se propone usted!
‑Y yo a mi vez
tomaré disposiciones para asegurarme de ti ‑dijo Heathcliff‑. No saldrás de
«Cumbres Borrascosas» hasta mañana por la mañana. ¿Qué es eso de que
Catalina no podrá resistir la sorpresa de volver a verme? Además, no me propongo
sorprenderla. Tú la puedes preparar y preguntarle si me permite ir. Me has
dicho que no le hablan de mí ni menciona nunca mi nombre... ¡Cómo lo va a hacer
si está prohibido pronunciarlo en vuestra casa! Se imagina qué todos vosotros
sois espías de su marido. Tengo la evidencia de que estáis haciéndole la vida
imposible. Sólo en el hecho de que le calle, percibo una prueba de lo que
siente. ¡Vaya una demostración de sosiego que es el que suele sentir angustias y
preocupaciones! ¿Cómo diablos dejaría de sentirse trastornada viviendo en
ese horrible aislamiento? Y, luego, ese despreciable ser que la cuida
«porque es su deber ... » «¡Su deber!» Antes germinaría en un tiesto una semilla
de roble que él logre restablecer a su esposa con ese género de cuidados. Vaya:
concluyamos. ¿Optas por quedarte aquí mientras yo me abro paso a la fuerza,
entre Linton y sus criados, hasta Catalina? ¿O prefieres obrar
amistosamente, como hasta ahora? Decídete pronto. Porque, si continúas encerrada
en tu obstinación, no tengo un minuto que perder.
Por mucho que
argumenté y me negué, acabé teniendo que ceder. Consentí en llevar a mi
señora una carta de Heathcliff, y en avisarle si ella accedía a verle
aprovechando la primera ocasión en que Linton estuviera fuera de casa. Yo
me quedaría aparte y procuraría que la servidumbre no se diese cuenta de la
visita.
Ignoro si obré
bien o mal. Tal vez mal. Pero yo me proponía con ello evitar otras violencias y
hasta pensé que acaso el encuentro produjese una reacción favorable en la
dolencia de Catalina. Después, al recordar los reproches que el señor
Linton me hiciera por contarle historias, como él decía, me tranquilicé
algo más, y me prometí finalmente que aquella traición, si así podía
llamarse, sería la última. Pero, con todo, volví a casa más triste de lo que
había salido de ella y no muy resuelta a entregar la carta de Heathcliff a la
señora Linton.
‑Ya veo venir
al médico. Voy a bajar y a decirle que se encuentra usted mejor, señor Lockwood.
Este relato es un poco prolijo, y todavía durará otra mañana el
contarlo.
‑Prolijo y
lúgubre ‑me dije mientras la buena señora bajaba a recibir al médico‑. No
es del estilo que yo hubiera elegido para entretenerme. En fin, ¡qué le vamos a
hacer! Convertiré las amargas hierbas que me propina la señora Dean en
saludables medicinas, y procuraré no dejarme fascinar por los brillantes
ojos de Catalina Heathcliff. ¡Sería muy notable que se me ocurriera
enamorarme de esa joven y la hija resultase una nueva edición de su
madre!
Ha pasado ya
otra semana. Estoy más cerca, pues, de la salud y de la primavera. Ya he oído en
todas sus partes la historia de mi vecino, de boca de la señora Dean, cuyo
relato reproduciré, aunque procurando extractarlo un poco. Pero conservaré su
estilo, porque encuentro que narra muy bien y no me siento lo bastante fuerte
para mejorarlo.
La tarde que
fui a «Cumbres Borrascosas» ‑siguió ella contándome‑ estaba tan segura como si
lo hubiera visto de que Heathcliff rondaba por los alrededores. Procuré no
salir de casa, en consecuencia, ya que llevaba su carta en el bolsillo y no
quería exponerme a sus reproches y amenazas por no haberla entregado. Pero yo
había resuelto no dársela a Catalina hasta que el amo no estuviese fuera,
pues no sabía cómo iba a reaccionar la señora. De modo que no se la entregué
hasta tres días más tarde. Al cuarto, que era domingo, se la llevé a su
habitación cuando todos se marcharon para ir a la
iglesia.
En la casa
sólo habíamos quedado otro criado y yo. Era habitual dejar cerradas las puertas,
pero aquel día era tan agradable, que las dejamos abiertas. Y con objeto de
cumplir mi misión encargué al criado que fuese a comprar naranjas al pueblo para
la señora. El criado se fue, y yo subí.
La señora
Linton estaba sentada junto a la ventana abierta. Vestía de blanco y llevaba un
chal sobre los hombros. Su espeso y largo cabello, cortado al comienzo de
su enfermedad, reposaba en trenzas sobre sus hombros. Había cambiado mucho, como
yo dije a Heathcliff, pero, no obstante, cuando estaba serena, ostentaba una
especie de hermosura sobrenatural. En lugar de su antiguo fulgor, sus ojos
poseían ahora una melancólica dulzura. No parecía que mirase lo que le rodeaba,
sino que contemplase cosas muy lejanas, algo que no fuera ya de este mundo.
Su rostro estaba aún pálido, pero no tan demacrado como antes, y el aspecto que
le daba su estado mental, aunque impresionaba dolorosamente, despertaba más
interés aún hacia ella en los que la veían. Creo que aquel aspecto suyo indicaba
de modo claro que estaba condenada a la muerte.
En el alféizar
de la ventana había un libro, y el viento agitaba sus páginas. Debió ser Linton
quien lo puso allí, ya que ella no se preocupaba jamás de leer ni de hacer nada,
a pesar de que él intentaba distraerla por todos los medios. Catalina se daba
cuenta de ello, y lo soportaba tranquilamente cuando estaba de buen humor,
aunque a veces dejaba escapar un reprimido suspiro, y otras, con besos y tristes
sonrisas, le impedía continuar haciendo aquello que él pensaba que la distraía.
En ocasiones parecía enojada, ocultaba la cara entre las manos, y entonces
hasta empujaba a su marido para que saliese, lo que él se apresuraba a hacer,
creyendo preferible en tales casos que estuviese sola.
Sonaban a lo
lejos las campanas de Gimmerton y el melodioso rumor del arroyo que regaba el
valle acariciaba dulcemente los oídos. Cuando los árboles estaban poblados
de hojas, el rumor de la fronda agitada por el viento apagaba el del fluir del
arroyo. En «Cumbres Borrascosas» se escuchaba con gran intensidad durante
los días que seguían a un gran deshielo o a una temporada de lluvias. Sin
duda oyendo el ruido del arroyo, Catalina debía estar pensando en «Cumbres
Borrascosas», en el supuesto de que pensara y oyera algo puesto que su
mirada vaga y errática parecía mostrar que estaba ausente de toda clase de
cosas materiales.
‑Me han dado
una carta para usted ‑le dije, depositándola en su mano, que tenía apoyada
en la rodilla‑. Conviene que la lea enseguida, porque espera contestación.
¿Quiere que la abra?
‑Sí ‑repuso
Catalina sin alterar la expresión de su mirada.
La abrí. Era
un mensaje brevísimo.
‑Léala usted
‑proseguí.
Ella dejó caer
el pliego. Volví a colocarlo en su regazo, y esperé, pero viendo que no prestaba
atención alguna, le dije:
‑¿Quiere que
la lea yo? Es del señor Heathcliff.
Se sobresaltó
y cruzo por sus ojos un relámpago que indicaba que luchaba para coordinar las
ideas. Cogió la carta, la repasó suficientemente, y suspiró al leer la firma.
Pero no se había dado cuenta de su contenido, porque al preguntarle qué
contestación debía transmitir me miró con una expresion interrogativa y
angustiada.
‑Quiere verla
‑repuse, adivinando lo que quería significarme‑. Está esperando en el jardín con
la mayor impaciencia.
En tanto que
yo hablaba, noté que el perro que estaba en el jardín se erguía, estiraba las
orejas, y luego, desistiendo de ladrar y meneando la cola, daba a entender
que quien se acercaba le era conocido. La señora Linton se asomó a la ventana, y
escuchó conteniendo la respiración. Un minuto después sentimos pasos en el
vestíbulo. La puerta abierta representaba una tentación harto fuerte para
Heathcliff. Sin duda pensó que yo no había cumplido mi promesa y resolvió
confiar en su propia osadía.
Catalina
miraba ansiosamente hacia la entrada de la habitación. Heathcliff, al principio,
no encontraba el cuarto, y la señora me hizo una señal para que fuera a
recibirle, pero él apareció antes de que llegase yo a la puerta, y un
momento después ambos se estrechaban en un apretado
abrazo.
Durante cinco
minutos él no le habló, limitándose a abrazarla y a besarla más veces que lo
hubiese hecho en toda su vida. En otra ocasión, mi señora habría sido la
primera en besarle. Bien eché de ver que él sentía, al verla, la misma
impresión que yo, y que estaba convencido de que Catalina no recobraría más la
salud.
‑¡Oh, querida
Catalina! ¡No podré resistirlo! ‑dijo, al cabo, con desesperación. Y la miró con
tal intensidad, que creí que aquella mirada le haría deshacerse en
lágrimas. Pero sus ojos, aunque ardían de angustia, permanecían
secos.
‑Me habéis
desgarrado el corazón entre tú y Eduardo, Heathcliff ‑dijo Catalina,
mirándole ceñuda‑. Y ahora os lamentáis como si fuerais vosotros los dignos de
lástima. No te compadezco. Has conseguido tu objeto: me has matado. Tú eres muy
fuerte. ¿Cuántos años piensas vivir después de que yo me
muera?
Heathcliff
había puesto una rodilla en tierra para abrazarla. Fue a levantarse, pero
ella le sujetó por el cabello y le forzó a permanecer en aquella
postura.
‑Quisiera
tenerte así ‑‑dijo‑ hasta que ambos muriéramos. No me importa nada que
sufras. ¿Por qué no has de sufrir? ¿Serás capaz de ser feliz después de que yo
haya sido enterrada? Dentro de veinte años dirás quiza: «Aquí está la tumba de
Catalina Earnshaw. Mucho la he amado, pero la perdí, y ya ha pasado todo. Luego
he amado a otras muchas. Quiero más a mis hijos que lo que la quise a ella,
y me apenará más morir y dejarles que me alegrará el ir a reunirme con la mujer
que quise.» ¿Verdad que dirás eso, Heathcliff?
‑No me
atormentes, Catalina, que me siento tan loco como tú ‑gritó
él.
Había
desprendido la cabeza de las manos de su amiga y le rechinaban los
dientes.
La escena que
ambos presentaban era singular y terrible. Catalina podía, en verdad, considerar
que el cielo sería un destierro para ella, a no ser que su mal carácter
quedara sepultado con su carne perecedera. En sus pálidas mejillas, sus
labios exangües y sus brillantes ojos se pintaba una expresión rencorosa.
Apretaba entre sus crispados dedos un mechón del cabello de Heathcliff, que
había arrancado al aferrarle. Él, por su parte, la había cogido ahora por el
brazo, y de tal manera la oprimía, que, cuando la soltó, distinguí cuatro
huellas amoratadas en los brazos de Catalina.
‑Sin duda te
hallas poseída del demonio ‑dijo él con ferocidad‑ al hablarme de esa manera
cuando te estás muriendo. ¿No comprendes que tus palabras se grabarán en mi
memoria como un hierro ardiendo, y que seguiré acordándome de ellas cuando tú ya
no existas? Te consta que mientes al decir que yo te he matado, y te consta
también que tanto podré olvidarte como olvidar mi propia existencia. ¿No
basta a tu diabólico egoísmo el pensar que, cuando tú descanses en paz, yo me
retorceré entre todas las torturas del averno?
‑Es que no
descansaré en paz ‑‑dijo lastimeramente Catalina.
Y cayó otra
vez en un estado de abatimiento. Se sentía latir su corazón con tumultuosa
irregularidad. Cuando pudo dominar el frenesí que la embargaba, dijo mas
suavemente:
‑No te deseo,
Heathcliff, penas más grandes que las que he padecido yo. Sólo quisiera que
nunca nos separáramos. Si una sola palabra mía te doliera, piensa que yo
sentiré cuando esté bajo tierra tu mismo dolor. ¡Perdóname: ven!
Arrodíllate. Nunca me has hecho daño alguno. Si estás ofendido, ello me
dolerá a mí más que a ti mis palabras duras. ¡Ven! ¿No
quieres?
Heathcliff se
recostó en el respaldo de la silla de Catalinay volvió el rostro. Ella se
ladeó para poder verle, pero él, para impedirlo, se volvió de espaldas, se
acercó a la chimenea y permaneció callado.
La señora
Linton le siguió con los ojos. Encontrados sentimientos nacían en su alma. Al
fin, tras una prolongada pausa, exclamó, dirigiéndose a
mí:
‑¿Ves, Elena?
No es capaz de ceder un solo instante, ni aun tratándose de retardar el momento
de mi muerte. ¡Qué modo de amarme! Me da igual... Pero éste no es mi Heathcliff.
Yo seguiré amándole como si lo fuera, y será esa imagen la que llevaré conmigo,
ya que ella es la que habita en mi alma. Esta prisión en que me hallo es lo que
me fatiga ‑añadió‑. Estoy harta de este encierro. Ansío volar al mundo
esplendoroso que hay más allá de él. Lo vislumbro entre lágrimas y sufrimientos,
y sin embargo, Elena, me parece tan glorioso, que siento pena de ti, que te
consideras satisfecha de estar fuerte y sana... Dentro de poco me habré
remontado sobre todos vosotros. ¡Y pienso que él no estará conmigo entonces!
‑continuó como si hablase consigo misma‑. Yo creía que él quería estar también
conmigo en el más allá. Heathcliff, querido mío, no quiero que te enfades...
¡Ven a mi lado, Heathcliff!
Se levantó y
se apoyó en uno de los brazos del sillón. Heathcliff se volvió hacia ella con
una expresión de inmensa desesperanza en la mirada. Sus ojos, ahora
húmedos, centelleaban al contemplarla, y su pecho se agitaba
convulsivamente. Un instante estuvieron separados; luego Catalina se
precipitó hacia él, y él la abrazó de tal modo, que temí que mi señora no
saliera con vida de sus brazos. Cuando se separaron, ella cayó como exánime
sobre la silla, y Heathcliff se desplomó en otra inmediata. Me acerqué a
ver si la señora se había desmayado, y él, rechinando los dientes, echando
espuma por la boca, me separó con furor. Me pareció que no me hallaba en
compañía de seres humanos. Traté de hablarle, pero no parecía entenderme, y
acabé apartándome llena de turbación.
Pero después
Catalina hizo un movimiento, y esto me tranquilizó. Levantó la mano, cogió la
cabeza de Heathcliff, y acercó su mejilla a la suya. Heathcliff la cubrió
de exasperadas caricias y le dijo, con un acento feroz:
‑Ahora me
demuestras lo cruel y falsa que has sido conmigo. ¿Por qué me desdeñaste? ¿Por
qué hiciste traición a tu propia alma? No sé decirte ni una palabra de consuelo,
no te la mereces... Bésame y llora todo lo que quieras, arráncame besos y
lágrimas, que ellas te abrasarán y serán tu condenación. Tú misma te has
matado. Si me querías, ¿con qué derecho me abandonaste? ¡Y por un mezquino
capricho que sentiste hacia Linton! Ni la miseria, ni la bajeza, ni aun la
muerte nos hubieran separado, y tú, sin embargo, nos separaste por tu
propia voluntad. No soy yo quien ha desgarrado tu corazón. Te lo has
desgarrado tú, y al desgarrártelo has desgarrado el mío... Y si yo soy más
fuerte, ¡peor para mí! ¿Para qué quiero vivir cuando tú ... ? ¡Oh, Dios,
quisiera estar contigo en la tumba!
‑¡Déjame!
‑respondió Catalina sollozando‑. Si he causado mal, lo pago con mi muerte.
Basta. También tú me abandonaste, pero no te lo reprocho y te he perdonado.
¡Perdóname tú también!
‑¡Perdonarte
cuando veo esos ojos y toco esas manos enflaquecidas! Bésame, pero no me
mires. Sí; te perdono. ¡Amo a quien me mata! Pero ¿cómo puedo perdonar
a quien te mata a ti?
Callaron,
juntaron sus rostros y mutuamente se bañaron en lágrimas. No sé si me
equivoqué al suponer que Heathcliff lloraba también, pero, en verdad, el caso no
era para menos.
Yo me hallaba
inquieta. Caía la tarde y se veía salir ya a la gente de la iglesia de Gimmerton
y esparcirse por el valle. El criado que enviara al pueblo estaba de
regreso.
‑El oficio
religioso ha concluido ‑anuncié‑ y el señor volverá antes de media
hora.
Heathcliff
lanzo un juramento y abrazó más apretadamente aún a Catalina, que
permaneció inmóvil. A poco, distinguí a los criados, que avanzaban en grupo por
el camino. El señor Linton les seguía a corta distancia. Abrió por sí mismo
la verja. Parecía extasiado en contemplar la hermosura de la tarde de verano y
aspirar sus dulces perfumes.
‑Ya ha llegado
‑exclamé‑. ¡Baje enseguida, por Dios! No encontrará usted a nadie en la escalera
princi-pal. Ocúltese entre los árboles hasta que el señor haya
entrado.
‑Debo irme,
Catalina ‑dijo Heathcliff separándose de sus brazos‑. Pero, de no morirme, te
volveré a ver antes de que te hayas dormido... No me separare ni cinco yardas de
tu ventana.
‑No te irás
‑repuso ella, sujetándole con todas sus fuerzas‑. No tienes por qué
irte.
‑Vuelvo antes
de una hora seguró él.
‑No te irás ni
siquiera por un minuto ‑insistió la señora.
‑Es forzoso
que me vaya ‑repitió, alarmado, Heathcliff‑. Linton estará aquí dentro de
un momento.
Por su gusto,
él se hubiera levantado y desprendido de ella a viva fuerza, pero Catalina le
sujetó firmemente, mientras pronunciaba expresiones entrecortadas. En su rostro
se transparentaba una decidida resolución.
‑¡No! ‑gritó‑.
¡No te vayas! Eduardo no nos hará nada. ¡Es la última vez, Heathcliff: me
muero!
‑¡Maldito
necio! Ya ha llegado ‑exclamó Heathcliff dejándose caer otra vez en la silla‑.
¡Calla, Catalina! ¡Calla, alma mía! Si me matase ahora, moriría
bendiciéndole.
Y volvieron a
unirse en un estrecho abrazo. Sentí subir a mi amo por la escalera. Un
sudor frío bañaba mi frente. Estaba horrorizada.
‑¿Pero es que
va usted a hacer caso de sus delirios? ‑dije a Heathcliff, fuera de mí‑. No sabe
lo que dice. ¿Es que se propone usted perderla aprovechando que le falta la
razón? Levántese y márchese inmediatamente. Este crimen sería el más odioso de
cuantos haya cometido usted. Todos nos perderemos por culpa suya: el señor,
la señora y yo.
Grité y me
retorcí las manos con desesperación. Al oírme gritar, el señor Linton se
apresuró más aún. No dejó de aliviar un tanto mi turbación el ver que los brazos
de Catalina, dejando de oprimir a Heathcliff, caían lánguidamente y su cabeza se
inclinaba con laxitud.
«Se ha
desmayado o se ha muerto ‑pensé‑. Mejor. Vale más que muera que no que siga
siendo una causa de desgracias para todos los que la
rodean.»
Eduardo,
lívido de estupor y de ira al divisar al inesperado visitante, se lanzó
hacia él. No sé lo que se proponía. Pero Heathcliff le detuvo en seco poniéndole
entre los brazos el inmóvil cuerpo de su esposa.
‑Si no es
usted un demonio ‑dijo Linton‑ ayúdeme primero a atenderla, y ya hablaremos
después.
Heathcliff se
marchó al salón y permaneció sentado. El señor Linton recurrió a mí, y entre los
dos, con grandes esfuerzos, logramos reanimar a Catalina. Pero había
perdido la razón completamente: suspiraba, emitía quejidos inarticulados y
no reconocía a nadie. Eduardo, en su ansiedad por su esposa, se olvidó de su
odiado rival. Aproveché la primera oportunidad que tuve para pedirle que se
fuese, afirmándole que Catalina estaba un poco repuesta y que a la mañana
siguiente le llevaría noticias suyas.
‑Saldré de la
casa ‑dijo él‑ pero permaneceré en el jardín. No te olvides de cumplir tu
palabra mañana, Elena. Estaré bajo aquellos pinos: tenlo en cuenta. De lo
contrario, volveré, esté Linton o no.
Lanzó una
rápida mirada por la puerta entreabierta de la alcoba, y al comprobar que, al
parecer, yo no había faltado a la verdad, se fue, librando a la casa de su
malvada presencia.
A medianoche
de aquel día nació la Catalina que usted ha conocido en «Cumbres
Borrascosas»: una niña de siete meses. Dos horas después moría su madre, sin
haber llegado a recobrar el sentido suficiente Para reconocer a
Eduardo o echar de menos a Heathcliff. El señor Linton se sintió traspasado de
dolor por la pérdida de su esposa. No quiero hablar de ello: es demasiado
doloroso. Aumentaba su disgusto, a lo que se me alcanza, la pena de no tener un
heredero varón. También yo lamentaba lo mismo mientras contemplaba a la
huerfanita y maldecía mentalmente al viejo Linton, por haber decidido que en
aquel caso fuese heredera su hija y no su hijo, que hubiera, a mi juicio,
resultado lo más lógico.
Aquella niña
llegó con verdadera inoportunidad. Si la pobrecita se hubiese muerto llorando en
las primeras horas de su existencia, a todos en aquel momento nos
hubiera tenido sin cuidado. Más tarde rectificamos, pero el principio de su
vida fue tan lamentable como probablemente será su
fin.
La mañana
siguiente amaneció alegre y clara. La luz del sol se filtraba a través de las
persianas e iluminaba el lecho y a la que en él yacía con un dulce
resplandor.
Eduardo tenía
los ojos cerrados y apoyaba la cabeza en la almohada. Sus hermosas facciones
estaban tan pálidas como las del cuerpo que yacía a su lado. Su rostro
transparentaba una angustia infinita, y en cambio, el rostro de la muerta
reflejaba una paz infinita. Tenía los párpados cerrados y los labios ligeramente
sonrientes. Creo que un ángel no hubiese estado más bello de lo que ella lo
estaba. Aquella serenidad que emanaba de la difunta me contagió. Jamás
sentí más serena mi alma que mientras estuve contemplando aquella inmóvil imagen
del reposo eterno. Me acordé, y hasta repetí las palabras que Catalina
pronunciara poco antes: se había remontado sobre todos nosotros. Fuese que se
encontrara en la tierra todavía, o ya en el cielo su espíritu, indudablemente
estaba con Dios.
Quizá sea una
cosa peculiar mía, pero el caso es que muy pocas veces dejo de sentir una
impresion interna de beatitud cuando velo un muerto, salvo si algún afligido
allegado suyo me acompaña. Me parece apreciar en la muerte un reposo que ni el
infierno ni la tierra son capaces de quebrantar, y me invade la sensación
de un futuro eterno y sin sombras. Sí; la Eternidad. Allí donde la vida no tiene
límite en su duración, ni el amor en sus transportes, ni la felicidad en su
plenitud. Y entonces comprendí el egoísmo que encerraba un amor como el de
Linton, que de tan amarga manera lamentaba la liberación de
Catalina.
Cierto es que,
en rigor, teniendo en cuenta la agitada y rebelde vida que había llevado, cabía
dudar de si entraría o no en el reino de los cielos, pero la contemplación de
aquel cadáver con su aspecto sereno facilitaba toda
vacilación.
‑¿Usted cree
‑me preguntó la señora Dean‑ que personas así pueden ser felices en el otro
mundo? Daría algo por saberlo.
No contesté a
la pregunta de mi ama de llaves, pregunta que me pareció un tanto poco ortodoxa.
Y ella continuó:
‑Temo, al
pensar en la vida de Catalina Linton, que no sea muy dichosa en el otro mundo.
Pero, en fin, dejémosla tranquila, ya que está en presencia de su
Creador...
En vista de
que el amo parecía dormir, me aventuré, poco después de salir el sol, a
escaparme al exterior.
Los criados de
la «Granja» se imaginaron que yo salía para desentumecer mis sentidos, fatigados
de la larga vela, pero en realidad lo que me proponía era hablar al señor
Heathcliff, quien había pasado la noche entre los pinos, y no debía haber
sentido el movimiento en la «Granja», a no ser que hubiese oído el galope
del caballo del criado que enviáramos a Gimmerton. De estar más cerca, el
movimiento de puertas y luces le habría hecho probablemente comprender que
pasaba algo grave. Yo sentía a la vez deseo y temor de encontrarle. Por un lado,
me urgia comunicarle la terrible noticia, y por otro no sabía de qué modo
hacerlo para no enojarle.
Le vi en el
parque, apoyado contra un añoso fresno, sin sombrero, con el cabello empapado
por el rocío que, goteando desde las ramas, le iba empapando lentamente. Debía
llevar mucho tiempo en aquella postura, porque reparé en una pareja de mirlos
que iban y venían a menos de tres pies de distancia de él, ocupándose en
construir su nido, y tan ajenos a la presencia de Heathcliff como si fuera un
árbol. Al acercarme, echaron a volar y él alzando los ojos, me
dijo:
‑¡Ha muerto!
¡Tanto esperar para acabar recibiendo esa noticia! Vamos, fuera ese pañuelo; no
me vengas con llantos... ¡Iros todos al diablo! ¿Para qué le valdrán ya vuestras
lágrimas?
Yo lloraba
tanto por él como por ella. Es frecuente compadecer a personas que son incapaces
de experimentar tal sentimiento hacia el prójimo y hasta hacia sí
mismos. Al verle se me ocurrió que quizá sabía ya lo sucedido y que se
había resignado y rezaba, porque movía los labios y bajaba la
vista.
‑Ha muerto
‑contesté, secando mi llanto‑ y está en el cielo, adonde todos iríamos a
reunirnos con ella si aprovecháramos la lección y dejáramos el mal camino para
seguir el bueno.
‑¿Acaso ha
muerto como una santa? Vaya. Cuéntame ¿Cómo ha muerto ... ? ‑preguntó
sarcásticamente Heathcliff.
Fue a
pronunciar el nombre de la señora, pero la voz expiró en sus labios y se los
mordió. Se notaba en él una silenciosa lucha interna.
‑¿Cómo ha
muerto? ‑volvió a preguntar.
Noté que pese
a toda su audacia insolente, se sentía más tranquilo teniendo a alguien a su
lado. Un profundo temblor recorría todo su cuerpo.
«¡Desdichado!
‑pensé‑. Tienes corazon y nervios como cualquier otro. ¿Por qué ese empeño en
ocultarlos? ¡Tu soberbia no engañará a Dios! Le estás tentando a que te
atormente y te humille hasta hacerte estallar.
‑Murió como un
cordero ‑repuse.
Suspiró, hizo
un movimiento como un niño al despertar y cayó aletargado. A los cinco
minutos, sentí que su corazón palpitaba fuerte... Y luego,
nada...
‑¿Habló de mí?
‑preguntó él, vacilante, como si temiera oír los detalles que me
pedía.
‑Desde que
usted se separó de ella, no volvió en sí ni reconoció a nadie. Sus ideas eran
confusas y había retrocedido en sus pensamientos a los años de su infancia.
Su vida ha concluido en un sueño dulce. ¡Así despierte de la misma manera en el
otro mundo!
‑¡Así
despierte entre mil tormentos! ‑gritó él con espantosa vehemencia, pateando y
vociferando en un brusco acceso de furor‑. Ha sido falsa hasta el fin.
¿Dónde estás? En la vida imperecedera del cielo, no. ¿Dónde estás? Me has
dicho que no te importan mis sufrimientos. Pero yo no repetiré más que una
plegaria: «¡Catalina! ¡Haga Dios que no reposes mientras yo viva!» Si es cierto
que yo te maté, persígueme. Se asegura que la víctima persigue a su asesino.
Hazlo, pues, sigueme, hasta que me enloquezcas. Pero no me dejes solo en este
abismo. ¡No puedo vivir sin mi vida! ¡No puedo vivir sin mi
alma!
Apoyó la
cabeza contra el árbol y cerró los ojos. No parecía un hombre sino una fiera
acosada cuyas carnes desgarran las armas de los cazadores. En el tronco del
árbol distinguí varias manchas de sangre y sus manos y frente estaban
manchadas también. Escenas idénticas a aquélla debían haber sucedido durante la
noche. Más que compasión, sentí miedo, pero me era penoso dejarle en aquel
estado. Él fue quien, al darse cuenta de que yo seguía allí, me exhortó a
que me fuera, lo que hice enseguida, puesto que no podía consolarle ni
devolverle la tranquilidad. Hasta el siguiente viernes ‑día en que había de
celebrarse el funeral‑ Catalina permaneció en su ataúd, en el salón, que estaba
cubierto de plantas y flores. Todos menos yo ignoraron que Linton pasó allí todo
aquel tiempo sin descansar apenas un momento. A su vez, Heathcliff
pasaba fuera también, por lo menos las noches, sin reposar tampoco ni un minuto.
El martes, aprovechando un instante en que el amo, rendido de fatiga, se había
retirado para dormir dos horas, abrí una de las ventanas a fin de que
Heathcliff pudiera dar a su adorada un último adiós. Aprovechó la oportunidad, y
entró sin hacer el más ligero ruido. Sólo pude darme cuenta de que había
penetrado al apreciar lo desordenado que estaban las ropas en torno al
rostro del cadáver y al hallar en el suelo un rizo de cabello rubio. Examinando
con cuidado, comprobé que había sido arrancado de un dije que Catalina llevaba
al cuello, y sustituido por un negro mechón de los cabellos de Heathcliff. Yo
uní ambos cabellos y los introduje en el medallón.
Se invitó al
señor Earnshaw a que acudiese al entierro de su hermana, pero no apareció ni se
excuso siquiera. A Isabel no se la avisó. De modo que el duelo estuvo compuesto,
aparte de mi amo, solamente de criados y colonos.
Con gran
extrañeza de los labriegos, Catalina no fue enterrada en el panteón de la
familia Linton, ni entre las tumbas de los Earnshaw. Se abrió la fosa en un
verde rincón del cementerio. El muro es tan bajo por aquel lado, que los
matorrales trepan sobre él y se inclinan sobre la tumba. Su esposo yace ahora en
el mismo sitio, y una sencilla lápida con una piedra gris al pie cubre el
sepulcro de cada uno.
CAPÍTULO
XVII
El día del
sepelio fue el único bueno que hubo en aquel mes. Al anochecer comenzó el mal
tiempo. El viento cambió de dirección y empezó a llover y luego a nevar. Al
otro día resultaba increíble que hubiéramos disfrutado ya tres semanas de buena
temperatura. Las flores quedaron ocultas bajo la nieve, las alondras
enmudecieron, y las hojas tempranas de los árboles se ennegrecieron, como si
hubieran sido heridas de muerte. ¡Aquella mañana pasó muy triste y muy lúgubre!
El señor no salió de su habitación. Yo me instalé en la solitaria sala, con
la niña en brazos, y mientras la mecía miraba caer la nieve a través de la
ventana. De pronto, la puerta se abrió y entró una mujer jadeando y riéndose. Me
enfurecí y me asombré. Pensando al principio que era una de las criadas,
grité:
‑¡Silencio!
¿Qué diría el señor Linton si te oyese reír?
‑Perdona
‑contestó una voz que me era conocida‑, pero sé que Eduardo está acostado y no
he podido contenerme.
Mientras
hablaba, se acercó a calentarse junto a la lumbre, oprimiéndose los costados con
las manos.
‑He volado más
que corrido desde las «Cumbres» aquí ‑continuó‑ y me he caído no sé cuántas
veces. Ya te lo explicaré todo. únicamente quiero que ordenes que enganchen el
coche para irme a Gimmerton y qué me busquen algunos vestidos en el
armario.
La recién
llegada era la esposa de Heathcliff. El cabello le caía sobre los hombros y
estaba empapada en agua y en nieve. Llevaba el vestido que solía usar de
soltera: un vestido descotado, de manga corta, y no tenía cubierta la cabeza ni
llevaba nada al cuello. En los pies calzaba unas leves chinelas. Para colmo,
tenía una herida junto a una oreja, aunque no sangraba porque el frío congelaba
la sangre, y su rostro estaba blanco como el papel, y lleno de arañazos y
magulladuras.
‑¡Oh,
señorita! ‑exclamé‑. No ordenaré nada ni la escucharé hasta que no se haya
cambiado esa ropa mojada. Además, esta noche no irá usted a Gimmerton. De
modo que no hace falta enganchar el coche.
‑Me iré aunque
sea a pie ‑repuso‑. Respecto a mudarme, está bien. Mira como sangro ahora por el
cuello. Con el calor, me duele.
Hasta que no
mandé disponer el carruaje y encargué a una criada que preparase ropas, se negó
a que la atendiese y le curase la herida. Cuando todo estuvo hecho, se sentó al
fuego ante una taza de té, y dijo:
‑Siéntate,
Elena. Quítame de delante a la niña de Catalina. No quiero verla. No creas
que no me ha afectado la muerte de mi cuñada. He llorado por ella como el que
más. Nos separamos enfadadas, y no me lo perdono. Esto bastaría para que no
pudiese querer a ese ser odioso. Mira lo que hago con lo único que llevo de
él.
Se quitó de
los dedos un anillo de oro y lo tiró.
‑Quiero
pisotearla y quemarla luego ‑dijo con rabia pueril.
Y arrojó la
sortija a la lumbre.
‑¡Así! Ya me
comprará otro si logra encontrarme. Es capaz de venir con tal de perturbar a
Eduardo. No me atrevo a quedarme por temor a que acuda esa idea a su malvada
cabeza. Además, Eduardo no se ha portado bien, ¿no es cierto? Sólo por absoluta
necesidad me he refugiado aquí. Si me hubieran dicho que estaba levantado, me
habría quedado en la cocina, para calentarme y pedirte que me llevases lo más
necesario a fin de huir de mi... ¡de ese maldito demonio hecho hombre! ¡Estaba,
furioso! ¡Si llega a cogerme! Siento que Earnshaw no sea más fuerte que él,
porque, en ese caso, no me hubiera marchado hasta ver cómo le
aniquilaba.
‑Hable más
despacio, señorita ‑interrumpí‑. De lo contrario, se le va a caer el pañuelo que
le he puesto y va a volver a sangrarle ese corte. Beba el te, respire y no se
ría tanto. No va bien, ni con su estado ni con lo ocurrido en esta
casa.
‑Tienes razón
‑repuso‑. Pero oye cómo llora esa niña. Haz que se la lleven siquiera por una
hora. No estaré aquí mucho más tiempo.
Llamé a una
criada, le entregué a la niña y pregunté a Isabel qué era lo que la había
decidido a abandonar «Cumbres Borrascosas» en una noche como aquélla, y por qué
no quería quedarse.
‑Debiera y
quisiera hacerlo para atender y consolar a Eduardo y cuidar de la niña, ya que
ésta es mi verdadera casa. Pero Heathcliff no me dejaría. ¿Crees que
soportaría el saber que yo estaba tranquila, y que aquí reinaba la paz? ¡Se
apresuraría a venir a perturbarnos! Estoy segura de que me odia tanto que no
puede soportar mi presencia. Cada vez que me ve, los músculos de su cara se
contraen en una expresión de odio. Ahora bien: como no puede soportarme,
estoy segura de que no va a perseguirme a través de toda Inglaterra. Así
pues, debo irme muy lejos. Ya no deseo que me mate: prefiero que se mate él. Ha
conseguido extinguir mi amor. Ahora me siento libre. Sólo puedo recordar cómo le
amaba, pero de un modo vago, y aun imaginar como le amaría si... Pero no: aunque
me hubiese adorado, no habría dejado de mostrar su infernal carácter. Sólo
un gusto tan pervertido como el de Catalina podía llegar a tener afecto hacia
este hombre. ¡Qué monstruo! Quisiera verle, completamente borrado del mundo y de
mi memoria.
‑Vamos, calle
‑le dije‑. Sea más compasiva. Es un ser humano, al fin. Hay otros peores que
él.
‑No es un ser
humano ‑repuso‑ y no tiene derecho a mi piedad. Le entregué mi corazón y
después de desgarrármelo me lo ha tirado a la cara. Los humanos sentimos con el
corazón, Elena, y desde que desgarró el mío, no me es posible sentir nada hacia
él, ni sentiría nada, mientras él no muera, aunque llorase lágrimas de sangre.
¡No, no soy capaz de sentir nada!
Isabel rompió
a llorar. Pero se secó las lágrimas inmediatamente, y
continuó:
‑Te diré por
qué tuve que huir. Llegué a excitar su ira hasta un extremo que sobrepasó Su
infernal prudencia y se entregó a violencias contra mí. Al ver que había
logrado exasperarle, sentí cierta satisfacción, luego despertó en mí el
instinto de conservación, y huí. ¡Ojalá no vuelva a caer en sus manos de
nuevo!
»Como
supondrás ‑prosiguió‑, Earnshaw se proponía ir al entierro. No bebió
‑quiero decir que sólo se emborrachó a medias‑ y así estuvo hasta las seis, en
que se acostó. A las doce se levantó con lo que se llama la resaca de la
embriaguez: de un humor de perros, por tanto, y con tantas ganas de ir a la
iglesia como al baile. De modo que se sentó al fuego y empezó a beber.
Heathcliff ‑¡me escalofría pronunciar su nombre!‑ casi no apareció por casa
desde el domingo. No sé si le daban de comer los duendes o quién. Pero con
nosotros no come hace una semana. Al apuntar el alba se encerraba en su
habitación ‑¡como si temiese que alguien buscara su agradable compañía!‑ y allí
se entregaba a fervientes plegarias. Pero te advierto que el dios que invocaba
es sólo polvo y ceniza, y al invocarle lo confundía de extraña manera con el
propio demonio que le engendró a él. Terminadas estas magníficas oraciones ‑que
duraban hasta enronquecer y ahogársele la voz en la garganta‑ se iba
inmediatamente camino de la «Granja». ¡Cómo que me extraña que Eduardo no le
haya hecho vigilar por un condestable! Por mi parte, aunque lo de Catalina me
entristecía mucho, me sentía como si tuviese una fiesta al disfrutar de tal
libertad. Así que recuperé mis energías hasta el punto de poder
escuchar los sermones de José sin echarme a llorar y de poder andar por la casa
con más seguridad de la acostumbrada. José y Hareton son detestables hasta
el punto de que la horrible charla de Hindley me resultaba mejor que estar con
ellos.
»Cuando
Heathcliff está en casa ‑continuó diciendo Isabel‑ muchas veces tengo que
reunirme con los dos en la cocina, para no morirme de hambre y para no tener que
vagar a solas por las lóbregas y solitarias habitaciones. En cambio, ahora que
no estaba, pude permanecer tranquilamente sentada ante una mesa al lado del
hogar, sin ocuparme del señor Earnshaw, que a su vez no se preocupa de mí.
Ahora está más tranquilo que antes, aunque más huraño aun, y no se enfurece
si no se le provoca. José asegura que Dios le ha tocado en el corazón y que se
ha salvado como por la prueba del fuego. Pero, en fin, eso no me importa.
Anoche estuve en mi rincón leyendo hasta cerca de las doce. Me asustaba subir, y
fuera se sentía caer la nieve a torbellinos. Yo pensaba en el cementerio y en la
fosa recién abierta. Tan pronto como separaba los ojos del libro, la escena
acudia a mi imaginación. En cuanto a Hindley, estaba sentado delante de mi,
y acaso pensara en lo mismo. Cuando estuvo suficientemente embriagado, dejó de
beber, y permaneció dos o tres horas sin despegar los labios. En la casa no
se oía otro rumor que el del viento batiendo en las ventanas, el chirrido de la
lumbre y el chasquido que yo hacía a veces al despabilar la vela. Hareton y José
debían estar durmiendo. Yo me sentía muy triste, y de cuando en cuando suspiraba
profundamente. De pronto, en medio del silencio, se sintió el ruido del
picaporte de la cocina. Sin duda la tempestad había hecho regresar a Heathcliff
más pronto de lo habitual. Pero como aquella puerta estaba cerrada con llave,
hubo de desistir, y le oímos dar la vuelta para entrar por la otra. Me
levanté, casi sin poder sofocar la exclamación que acudía a mis labios, lo que
hizo que, mi compañero se volviera y me mirara.
»‑Si no tiene
usted nada que objetar ‑me dijo- haré esperar a Heathcliff cinco
minutos.
‑Por mí puede
usted hacerle esperar toda la noche repuse‑. ¡Ea, eche la llave y corra el
cerrojo!
»Earnshaw lo
hizo así antes de que el otro llegase a la puerta principal. Luego acercó su
silla a la mesa, y me miró como si quisiera hallar en mis ojos un reflejo del
ardiente odio que llameaba en los suyos. Claro está que como él en aquel
momento tenía la expresión y los sentimientos de un asesino, no pudo hallar
completa correspondencia en mi mirada, pero aun así encontró en ella lo
suficiente para animarle.
»‑Usted y yo
‑expuso‑ tenemos cuentas que arreglar con el hombre que está ahí fuera. Si
no fuésemos cobardes, podríamos ponernos de acuerdo para la venganza. ¿Es
usted tan mansa como su hermano y está dispuesta a sufrir eternamente sin
intentar desquitarse?
»‑Estoy harta
de soportarle ‑repliqué‑, pero emplear la traición y la violencia es
exponerse a emplear un arma de dos filos con la que puede herirse el mismo que
las maneja.
»‑¡La traición
y la violencia son los medios que ha de utilizarse con quien emplea violencia y
traición! ‑gritó Hindley‑. Señora Heathcliff: no necesito de usted sino de que
no intervenga ni grite. ¿Se siente capaz de hacerlo? Creo que debiera usted
experimentar tanto placer como yo en asistir a la muerte de ese demonio. Él
acarreará, de lo contrario, la muerte de usted y la ruina mía. ¡Maldito sea!
¡Está llamando a la puerta como si fuera el amo! Prométame estar callada, y
antes de que dé la una aquel reloj ‑y sólo faltan tres minutos‑ habrá quedado
usted libre de ese hombre.
»Hablando de
este modo, sacó el instrumento que te he descrito otra vez, Elena, y se dispuso
a apagar la vela, pero yo se lo impedí.
»‑No callaré
‑le dije‑. No le toque. ¡Deje la puerta cerrada, pero no le haga
nada!
»‑¡Estoy
resuelto y cumpliré lo que me propongo!‑exclamó Hindley‑. Haré justicia a
Hareton y un favor a usted misma, aunque no quiera. Y ni siquiera tiene
usted que preocuparse de salvarme. Catalina ya no vive, y nadie tiene por
qué avergonzarse de mí. Ha llegado el momento de acabar.
»Tan fácil
como con él me hubiera sido luchar con un oso o razonar con un perturbado. Sólo
me quedaba una solución. Correr a la ventana y avisar a la presunta
víctima.
»‑Mejor sera
que no insistas en entrar ‑le avisé desde la ventana‑. Si lo haces, el
señor Earnshaw está dispuesto a dispararte un tiro.
»‑Más te
valdría abrirme la puerta ‑replicó Heathcliff, añadiendo algunas “galantes”
expresiones que más vale no repetir.
»‑Bien: pues
allá tú ‑repliqué‑. Yo he hecho lo que debía. Ahora, entra y que te mate si
quiere.
»Cerré la
ventana y me volví junto a la lumbre sin afectar por su suerte una hipócrita
ansiedad que estaba muy lejos de sentir. Earnshaw, furioso, me increpó con
violencia, acusándome de cobarde y diciéndome que aún amaba al villano. Pero en
lo que yo pensaba en el fondo, sin sentir remordimiento alguno de conciencia,
era en lo muy conveniente que sería para Earnshaw que Heathcliff le librara del
peso de la vida y en lo muy conveniente que sería para mí que Hindley me librase
de Heathcliff. Mientras yo reflexionaba sobre estos temas, el cristal de la
ventana saltó en pedazos, y a través del agujero apareció el negro rostro de
aquel hombre. Pero como el batiente era demasiado estrecho para que pasase,
sonreí, pensando que me hallaba a salvo de él. Heathcliff tenía el cabello, y la
ropa cubiertos de nieve, y sus dientes agudos como los de un antropófago
brillaban en la oscuridad.
»‑Abreme,
Isabel, o te arrepentirás ‑rugió.
»‑No quiero
cometer un crimen ‑repuse‑. El señor Hindley te espera con un cuchillo y una
pistola.
» ‑Ábreme la
puerta de la cocina ‑respondió.
»‑Hindley
llegará antes que yo ‑alegué‑. ¡Poco vale ese cariño que tienes hacia Catalina,
cuando no arrostras por él un poco de nieve! En tu lugar, Heathcliff, yo iría a
tenderme sobre su tumba como un perro fiel. ¿No es verdad que ahora te parece
que no vale la pena vivir? Me has hecho comprender que Catalina era la única
alegría de tu vida. No sé cómo vas a poder existir sin
ella.
»‑¡Ah!
‑exclamó Hindley dirigiéndose hacia mi‑. ¿Está ahí Heathcliff? Si logro sacar el
brazo podré...
»Temo que me
consideres como una malvada, Elena. El caso es que yo no hubiera contribuido a
que atentaran contra la vida de aquel hombre por nada del mundo. Pero confieso
que experimenté una desilusión cuando alargó el brazo hacia Earnshaw a través de
la ventana y le arrancó el arma.
»Al hacerlo,
la pistola se disparó y el cuchillo fue a cerrarse clavándose en la mano de
su propio dueño. Heathcliff se lo quitó a viva fuerza, sin cuidarse de que,
al hacerlo, el filo desgarraba la carne de Hindley. Después, con una piedra
rompió las maderas de la ventana y pudo pasar. Su adversario, agotado por
el dolor y por la pérdida de sangre, había caído desvanecido. El miserable le
pateó y pisoteó y le golpeó fuertemente la cabeza contra el suelo, mientras
me sujetaba con la otra mano para impedirme que llamara a José. Le costó un
verdadero esfuerzo no rematar a su enemigo. Al fin, ya sin aliento, lo arrastró
y comenzó a vendarle la herida con brutales movimientos, maldiciéndole y
escupiéndole a la vez con tanta violencia como antes le había pateado. Entonces,
al soltarme, corrí a buscar al viejo, quien me comprendió enseguida y bajó las
escaleras a saltos.
»‑¿Qué pasa?
‑preguntó.
»‑Pasa que tu
amo está loco ‑respondió Heathcliff‑, y que como siga así le haré encerrar
en un manicomio. Y tú, perro, ¿cómo es que me has cerrado la puerta? ¿Qué
rezongas ahí? Ea, no voy a ser yo quien le cure. Lávale eso, y ten cuidado
con las chispas de la bujía. Ten en cuenta que la mitad de la sangre de este
hombre está convertida en aguardiente.
»‑¿Con qué le
ha asesinado usted? ‑‑exclamó José‑. ¡Y que yo tenga que asistir a semejante
cosal ¡Dios quiera que ... !
»Heathcliff le
dio un empellón hacia el herido, y le arrojó una toalla, pero José, en vez de
ocuparse de la cura, comenzó a recitar una oración tan extravagante, que no pude
contener la risa. Yo me encontraba en tal estado de insensibilidad, que nada me
conmovía. Me pasaba lo que a algunos condenados al pie del
patíbulo.
,¡Me había
olvidado de ti! ‑dijo el tirano‑. Vaya, encárgate de eso. ¡Al suelo! ¿Con qué
también tú conspiras con él contra mí, víbora?
¡Cúrale!
»Me zarandeó
hasta hacerme rechinar los dientes y me arrojó junto a José. Éste, sin perder la
serenidad, terminó de rezar y después se levantó anunciando su
decisión de dirigirse a la «Granja». Decía que el señor Linton, como
magistrado que era, no dejaría de intervenir en el asunto aunque se le hubiesen
muerto cincuenta mujeres. Tan empeñado se manifestó en su resolución, que a
Heathcliff le pareció que era oportuno que yo relatase lo sucedido, y a fuerza
de insidiosas preguntas me hizo explicar cómo se habían desarrollado las
cosas. Sin embargo, costó mucho convencer al viejo de que el agresor no
había sido Heathcliff. Al fin, cuando apreció que el señor Earnshaw no
había muerto, le dio un trago de aguardiente, y entonces recobró Hindley el
conocimiento. Heathcliff, comprendiendo que su adversario ignoraba los malos
tratos de que había sido objeto mientras se hallaba desmayado, le increpó
llamándole alcoholizado y delirante, le dijo que olvidaría la atroz agresión que
había perpetrado contra él y le recomendó que se fuese a dormir. Después,
nos dejó solos, y yo me fui a mi habitación, felicitándome de haber salido tan
bien librada de aquellos sucesos.
»Cuando bajé
por la mañana, a eso de las once, el señor Earnshaw estaba sentado junto al
fuego, muy enfermo en apariencia. Su ángel malo estaba a su lado, y
parecía tan decaído como el mismo Hindley. Comí con apetito a pesar de
todo, y no dejaba de experimentar cierta sensación de superioridad, que me daba
al sentir la conciencia tranquila, cada vez que miraba a uno de los dos. Al
acabar, me aproximé al fuego ‑libertad inusitada en mí‑ dando la vuelta por
detrás del señor Earnshaw, y me agazapé en un rincón detrás de su
silla.
»Heathcliff no
me miraba, y yo pude entonces examinarle a mi sabor. Tenía contraída la
frente, esa frente que antes me pareciera tan varonil y ahora me parece tan
diabólica. Sus ojos habían perdido su brillo como consecuencia del
insomnio y acaso del llanto. Sus labios cerrados, carentes de su habitual
expresión sarcástica, delataban una profunda tristeza. Aquel dolor, en otro, me
hubiera impresionado. Pero se trataba de él, y no pude resistir el deseo de
arrojar una saeta al enemigo caído. Sólo en aquel momento de debilidad podía
permitirme la satisfacción de devolverle parte del mal que me había
hecho.
‑¡Oh, qué
vergüenza, señorita! ‑interrumpí‑. Cualquiera pensaría que no ha abierto usted
una Biblia en su vida. Le debía bastar con ver cómo Dios humilla a sus enemigos.
No está bien añadir el castigo propio al enviado por
Dios.
‑En principio
estoy de acuerdo, Elena ‑me contestó‑, pero en aquel caso, el mal de
Heathcliff no me satisfacía si yo no me mezclaba en él. Hubiera preferido
que sufriera menos, pero que sus sufrimientos se debieran a mí. Sólo llegaría a
perdonarle si lograra devolverle todos los sufrimientos que me ha producido, uno
a uno. Ya que fue él el primero en afrentarme, que fuera él el primero en
pedirme perdón. Y entonces puede que me fuera agradable mostrarme generosa.
Pero como no me puedo vengar por mí misma, tampoco me será posible concederle el
perdón.
»Hindley pidió
agua, y al dársela le pregunté cómo se encontraba.
»‑No tan mal
como yo quisiera ‑repuso‑. Pero, aparte del brazo, me duele todo el cuerpo como
si hubiese luchado con una hueste de diablos.
»‑No me
asombra ‑contesté‑. Catalina solía decir que ella mediaba entre usted y
Heathcliff para impedir cualquier daño físico. Afortunadamente, los muertos no
se levantan de sus tumbas, pues, si no, ella hubiese asistido ayer a una
escena que la hubiese repugnado bastante. ¿No se siente usted molido como si le
hubieran magullado las carnes?
»‑¿Qué quiere
usted decir? ‑intervino Hindley‑. ¿Es posible que ese hombre me golpeara cuando
yo yacía sin sentido?
»‑Le pateó, le
pisoteó y le golpeó contra el suelo ‑respondí‑‑‑. Por su gusto le hubiera
desgarrado con sus propios dientes. Sólo es hombre en apariencia. En los
demás, es un demonio.
»Los dos
miramos el rostro de nuestro enemigo. Pero él, absorto en su dolor, no reparaba
en nada. En su cara se pintaba el siniestro sesgo de sus
pensamientos.
»‑¡Iría con
gusto al infierno con tal de que Dios me diese fuerzas para estrangularle antes
de morir! ‑gimió Earnshaw, intentando levantarse y volviendo a desplomarse
enseguida, desesperado al comprender su impotencia para
atacarle.
»‑Basta con
que haya matado a uno de ustedes ‑comenté yo en voz alta‑. Todos en la «Granja»
saben que su hermana viviría aún a no ser por Heathcliff. En fin de cuentas, su
odio vale más que su amor. Cuando me acuerdo de lo felices que éramos Catalina y
todos antes de que él apareciera, siento deseos de maldecir aquel
día.
»Probablemente
Heathcliff reconoció cuán verdadero era lo que yo decía, sin reparar en el hecho
de que fuera yo quien lo aseverara. Un raudal de lágrimas cayó de sus ojos, y
después suspiró ruidosamente. Yo le miré y me eché a reír desdeñosamente. Sus
ojos, esos ojos que parecen ventanas del infierno, se dirigieron un momento
hacia mí, pero estaba tan decaído que temí volver a
reírme.
»‑Quítate de
delante ‑me dijo, o más bien creí entenderle, puesto que sólo hablaba de
modo inarticulado.
»‑Perdona
‑repliqué‑, pero yo quería a Catalina, y ahora que ya no vive, debo ocuparme de
su hermano... Hindley tiene sus mismos ojos, que tú has amoratado a golpes,
y...
»‑¡Levántate,
imbécil, si no quieres que te mate de un puntapié! ‑gritó él, iniciando un
movimiento.
»Yo esbocé
otro movimiento, preparándome a retirarme.
»‑Si la pobre
Catalina ‑seguí diciendo, sin dejar de mantenerme alerta‑ se hubiera casado
contigo y adoptado el grotesco y degradante nombre de señora de Heathcliff,
pronto la hubieras puesto como a su hermano. Sólo que ella no lo hubiera
soportado, y te habría dado de ello pruebas palpables...
»Como Earnshaw
estaba entre él y yo, no pretendió cogerme. Pero empuñó un cuchillo que había en
la mesa y me lo tiró a la cara. Me dio junto a la oreja. Le contesté con una
injuria que debió llegarle más adentro que a mí el cuchillo, y gané la puerta.
Lo último que vi fue a Earnshaw intentando detenerle y a ambos cayendo
enlazados ante el hogar. Al pasar por la cocina, dije a José que se apresurara a
asistir a su amo. Tropecé con Hareton, que jugaba en una silla con unos
cachorrillos, y me lancé, feliz como un alma que huye del purgatorio, cuesta
abajo por el áspero camino. Después corrí a campo traviesa hacia la luz que
brillaba en la «Granja». Preferiría ir al infierno para toda la eternidad
antes que volver a «Cumbres Borrascosas».
Isabel, en
silencio, tomó el té, se levantó, se puso un chal y un sombrero que le trajimos,
se subió a una silla, besó los retratos de Catalina y de Eduardo, y sin atender
mis súplicas de que se quedase siquiera una hora más, se fue en el coche,
acompañada de Fanny, gozosa de haberse vuelto a reunir con su dueña. No volvió
más, pero desde entonces se escribió periódicamente con el señor. Creo que se
instaló en el Sur, cerca de Londres. A los pocos meses dio a luz un niño, al que
puso el nombre de Linton y que, según nos comunicó, era una criatura caprichosa
y enfermiza.
Heathcliff me
encontró un día en el pueblo, y quiso saber dónde vivía Isabel. Yo me negué a
decírselo y él no se preocupó mucho de insistir, aunque me advirtio que se
guardase bien de volver con su hermano, porque no la dejaría vivir con él.
No obstante, probablemente por algún otro criado, logró descubrir el domicilio
de su esposa, si bien no la molestó, lo que ella achacaría probablemente al odio
que le inspiraba.
Solía
preguntarme por el niño cuando me veía y al saber el nombre que le habían
dado, exclamó:
‑Por lo visto
se proponen que yo odie al chico también...
‑Creo que lo
único que desean es que usted no se ocupe de él para nada
‑respondí.
‑Pues que no
se olviden de que, cuando yo quiera, le traeré conmigo.
Por suerte,
Isabel murió cuando el muchacho contaba unos doce años de
edad.
El día que
siguió a la inesperada visita de Isabel, no tuve ocasión de hablar con el amo.
Él eludía toda conversación y yo no me sentía con humor de hablar. Cuando
al fin le conté la fuga de su hermana, manifestó alegría, porque detestaba
a Heathcliff tanto como se lo permitía la dulzura de su carácter. Tanta aversión
sentía hacia su enemigo, que dejaba de acudir a los sitios donde existía la
posibilidad de verle o de oír hablar de él. Dimitió de su cargo de
magistrado, no iba a la iglesia, no pasaba por el pueblo y vivía recluido en
casa, sin salir más que para pasear por el parque, llegarse hasta los pantanos o
visitar la tumba de su esposa. Y aun esto lo hacía a horas en que no fuera fácil
encontrar a nadie. Pero era tan bueno, que no podía ser siempre desgraciado. Con
el tiempo se resignó, y hasta le invadió una dulce melancolía. Conservaba
celosamente el recuerdo de Catalina y esperaba reunirse con ella en el mundo
mejor al que no dudaba de que había ido.
Pudo encontrar
consuelo en su hija. Aunque los primeros días pareció indiferente a ella,
esa frialdad acabó fundiéndose como la nieve en abril, y aun antes de que la
niña supiese andar ni hablar, reinaba en su corazón despóticamente. Se la
bautizó con el nombre de Catalina, pero él nunca la llamó así, sino Cáti. En
cambio, a su esposa nunca le había dado tal nombre, tal vez porque
Heathcliff lo hacía. Creo que quería más a su hija porque le recordaba a su
esposa, que por el hecho de ser hija suya.
Al comparar su
caso con el de Hindley, yo no lograba comprender bien cómo ambos en un mismo
caso habían seguido tan opuestos caminos.
Hindley, que
parecía más fuerte, había manifestado ser más débil. Al hundirse el barco que
capitaneaba, abandonó su puesto, dejándolo entregado a la confusión, mientras
Linton, al contrario, había confiado en Dios y demostrado el valor de un corazón
leal y fiel. Éste esperó, y el otro había desesperado. Cada cual eligio su
propia suerte y recibió la justa recompeiisa de sus respectivas actitudes. En
fin, señor Lockwood: no creo que usted necesite para nada mis deducciones
morales, que usted sabrá sacar por cuenta propia.
Earnshaw
concluyó como era de suponer. A los seis meses de morir su hermana, falleció él.
En la «Granja» supimos muy poco de su estado. Fue el señor Kenneth quien
nos lo advirtió.
‑Elena ‑dijo
una mañana temprano, entrando en el patio a caballo‑: ¿quién crees que ha
muerto?
‑¿Quién?
‑exclamé, temblando.
‑Adivina
‑contestó‑, y coge la punta de tu delantal: te va a ser
necesario.
‑De cierto no
se trata del señor Heathcliff ‑repuse.
‑¿Ibas a
llorar por él? No, Heathcliff está robusto y fuerte, en apariencia al menos. Le
he visto ahora mismo. Por cierto que ha engordado mucho desde que perdió a su
amiga.
‑¿Pues quién,
señor Kenneth? ‑dije, impaciente.
‑¡Hindley
Earnshaw! Tu viejo amigo y malvado compañero mío, Hindley. No se ha portado bien
conmigo últimamente, pero... Ya te dije que llorarías. ¡Pobre muchacho!
Murió, según era de esperar, borracho como una cuba. Lo he sentido. Siempre se
lamenta la falta de un camarada... ¡Aunque me haya hecho muchas más
perrerías de las que puedas imaginarte! Y el caso es que sólo tenía tu
edad: veintisiete años. ¡Cualquiera lo diría!
Tal golpe me
impresionó más que la muerte de Catalína. Viejos recuerdos se agolpaban a
mi corazón. Me senté en el dintel de la puerta, dije al señor Kenneth que
buscase otro criado que le anunciase, y rompí a llorar. Me preocupaba mucho
pensar si Hindley habría fallecido de muerte natural o no, y a tanto llegó mi
inquietud sobre ello, que pedí permiso al amo para ir a «Cumbres
Borrascosas». El señor Linton no quería, pero yo le hice comprender
que mi hermano de leche tenía tanto derecho como el propio señor a mis
atenciones póstumas, y que Hareton era sobrino de su esposa, por lo cual él
debía instituirse en tutor suyo a falta de más cercanos parientes, examinar
la herencia y ver como andaban los asuntos de su difunto cuñado. Al cabo me
encargo que viese a su abogado y me dio permiso para ir a «Cumbres
Borrascosas». El abogado lo había sido también de Earnshaw. Cuando le hablé
de aquéllo y le pedí que me acompañase me contestó que valdría más dejar en paz
a Heathcliff, y que la situación de Hareton era poco mas o menos la de un
pordiosero.
‑El padre ha
muerto cargado de deudas ‑me explicó‑. Toda la herencia está hipotecada, y
lo mejor para Hareton sera que procure ganarse‑ el cariño del acreedor de su
padre.
Al llegar a
las «Cumbres» encontré a José muy afectado, y me expresó su satisfacción
por mi llegada. El señor Heathcliff dijo que mi presencia no era precisa, pero
que podía ordenar lo necesario para el sepelio.
‑En realidad,
ese perturbado debía ser enterrado sin ceremonia alguna al borde de un camino
‑‑dijo‑. Ayer le dejé sólo diez minutos por casualidad, y en el intervalo me
cerró la puerta y se pasó la noche bebiendo hasta que se mató. Esta mañana, al
oír que resoplaba como un caballo, tuvimos que saltar la cerradura. Estaba
tendido sobre el banco, y no hubiera despertado aunque le desollásemos.
Mandé a buscar a Kenneth, pero antes de que viniera la bestia ya se había
convertido en carroña. Estaba muerto, rígido y helado, y no se podía hacer nada
por él.
El viejo
criado confirmó el relato y agregó:
‑Habría valido
más que hubiera ido él a buscar el médico. Yo habría atendido al amo mejor.
Cuando me fui no había muerto aún.
Insistí en que
el entierro debía ser solemne. Heathcliff me autorizó a organizarlo como
quisiera, aunque recordándome que tuviera en cuenta que el dinero que se
gastara había de salir de su bolsillo. Se mostraba indiferente y rígido.
Podía apreciarse en él algo como la satisfacción de quien ha terminado un
trabajo con éxito. Hasta, en un momento dado, creí notar en él un principio de
exaltación. Fue cuando sacaban el féretro de la casa. Acompañó al duelo. ¡Hasta
ese punto extremó su hipocresía! Le vi sentar a Hareton a la mesa, y le oí
murmurar como complacido:
‑¡Vaya,
chiquito: ya eres mío! Si la rama crece tan torcida como el tronco, con el mismo
viento la derribaremos.
El niño
pareció alegrarse de aquellas palabras, agarró las patillas de Heathcliff y le
dio palmaditas en la cara. Pero yo comprendí bien lo que Heathcliff quería
decir, y advertí:
‑Este niño
debe venir conmigo a la «Granja de los Tordos». No hay cosa en el mundo sobre la
que tenga usted menos derechos que sobre este
pequeño.
‑¿Lo ha dicho
Linton? ‑me interrogó.
‑Sí; me ha
ordenado que me lo lleve ‑repuse.
‑Bueno
‑respondió el villano‑. No quiero discusiones sobre el asunto. Pero me
siento inclinado a ver qué maña me doy para educar a un niño‑Así que si os
lleváis a ése, haré venir conmigo al mío. Díselo a tu amo.
Así nos dejó
imposibilitados de obrar. Repetí sus palabras a Eduardo Linton, y éste, que
por su parte no sentía gran interés en ello, no volvió a hablar del tema para
nada. Ahora, el antiguo huésped de «Cumbres Borrascosas». se, había
convertido en el dueño de ella. Tomó posesión definitiva, probando
legalmente que la finca estaba hipotecada, ya que Hindley había ido
estableciendo hipotecas sucesivas sobre toda la propiedad. El acreedor era
el propio Heathcliff. Y por eso Hareton, que debía ser el hombre más acomodado
de la región, está sometido ahora al enemigo de su padre, y vive como un
criado en su propia casa, y para colmo no recibe salario alguno, e incapaz
de volver por sus fueros, ya que desconoce el atropello de que ha sido
víctima.
Los doce años
posteriores a aquella dolorosa época ‑prosiguió diciendo la señora Dean‑ fueron
los más dichosos de toda mi vida. Mis únicas preocupaciones consistían
en las pequeñas enfermedades que sufría la niña, como todo niño sufre, sea rico
o pobre. A los seis meses empezó a crecer como un árbol y andaba y hasta hablaba
a su manera antes de que las plantas floreciesen dos veces sobre la tumba de la
señora Linton. Era el más hechicero ser que haya alegrado jamás una casa
desolada. Tenía los negros ojos de Earnshaw, y la blanca piel y los rubios
cabellos de los Linton. Su carácter era altivo, pero no brusco y su
corazón sensible y afectuoso en extremo. No se parecía a su madre. Era dulce y
suave como una paloma. Tenía la voz suave y la expresión pensativa. Jamás se
enfurecía por nada. Empero, es preciso confesar que contaba entre sus
cualidades algunos defectos. Ante todo, su tendencia a mostrarse insolente y la
torcida manera de ser que todo niño mimado, sea bueno o malo, demuestra. Si
alguno la contrariaba, salía siempre con lo mismo: «Se lo diré a papá.» Cuando
él la reprendía, aunque sólo fuese con un gesto, ella consideraba el suceso como
una terrible desgracia. Pero me parece que el señor no le dirigió Jamás una
palabra áspera. Él mismo tomó su instrucción a su cargo. Afortunadamente, era
inteligente y curiosa, y aprendió muy pronto.
A los trece
años, aún no había cruzado ni una sola vez el recinto del parque sin ir
acompañada. En alguna ocasión el señor Linton la llevaba a pasear a una o
dos millas de distancia, pero no la confiaba a nadie más. Para los oídos de
la niña, la palabra Gimmerton no quería decir nada. No había entrado en otra
casa que en la suya, salvo en la iglesia. Para ella no existían ni «Cumbres
Borrascosas», ni el señor Heathcliff. Vivía en perfecta reclusión y parecía
contenta de su estado. A veces, mientras miraba el paisaje desde la ventana, me
preguntaba:
‑Elena,
¿cuánto se tardaría en llegar a lo alto de aquellos montes? ¿Y sabes tú qué hay
al otro lado? ¿El mar?
‑No, señorita
‑contestaba yo‑. Hay otros montes iguales.
‑¿Qué aspecto
tienen esas rocas doradas cuando se está junto a ellas? ‑me preguntó un
día.
El acantilado
del risco de Penninston atraía mucho su atención, sobre todo cuando el sol
poniente bañaba su cima dejando en penumbra el resto del panorama. Yo le dije
que eran áridas masas de piedra, entre cuyas grietas crecía algún que otro árbol
raquítico.
‑¿Y cómo
brillan tanto después de oscurecer? ‑siguió
preguntando.
‑Porque están
mucho más altas que nosotros ‑repuse‑. Usted no podría subir a esas rocas;
son demasiado abruptas y altas. En invierno, la nieve cae allí antes que en
sitio alguno. Hasta en pleno verano he hallado nieve yo en una grieta que hay al
Nordeste.
‑Si tú has
estado ‑dijo, regocijada‑ también yo podré ir cuando sea mayor. ¿Papá ha estado
allí, Elena?
‑Su papá le
diría ‑me apresure a contestar‑ que ese sitio no merece la pena de visitarlo. El
campo por donde pasea usted con él es mucho más hermoso y el parque de esta
casa es el sitio más bonito del mundo.
‑Pero yo
conozco el parque, y ese sitio no ‑murmuró ella‑. ¡Cuánto me gustaría mirar
desde lo alto de aquella cumbre! Tengo que ir alguna vez en mi jaquíta
Minny.
Una de las
criadas le habló un día de la «Cueva Encantada». Esto le interesó tanto,
que no hizo más que abrumar al señor Linton con su insistencia en ir a
visitarla. Él le prometió que la complacería cuando fuera mayor. Pero la niña
contaba su edad de mes en mes y frecuentemente preguntaba:
‑¿Soy ya
bastante crecida?
Mas Eduardo no
tenía deseo alguno de ir, porque el camino pasaba cerca de «Cumbres
Borrascosas», y esto no le placía. Solía, pues, contestar:
‑Aún no,
querida, aún no.
Según le dije,
la señora Heathcliff no vivió mas que doce años después de haber abandonado a su
esposo. Su débil constitución era un mal congénito en la familia. Ni ella ni su
hermano disfrutaban de la robustez que es comun en la comarca. No sé de qué
murió, pero creo que los dos fallecieron de lo mismo: una especie de fiebre
lenta, que de pronto consumía las energías rápidamente. Así que llegó un
momento en que escribió a su hermano para advertirle del probable desenlace
funesto a que le abocaba una enfermedad que venía padeciendo desde cuatro
meses atrás, y le rogaba que fuese a verla, ya que tenían que arreglar
muchas cosas y deseaba entregarle a Linton antes de morir. Esperaba que
Heathcliff dejase a Linton a cargo de su hermano como le habían dejado a cargo
de ella, y le alegraba la convicción que albergaba de que su padre no deseaba
ocuparse del niño. El amo se apresuró a cumplir ‑su deseo.
Al irse,
Linton dejó a Cati a mi custodia, recomendándome mucho que no la dejase
salir del parque ni siquiera conmigo. Sola, no pasaba por su cerebro la
idea de que pudiese andar por ningún sitio.
Tres semanas
estuvo fuera. La niña al principio pasaba el tiempo en un rincón de la
biblioteca, y estaba tan triste que no jugaba ni leía.
Pero a esta
tranquilidad sucedió una etapa de inquietud. Y como yo estaba ya algo
madura y muy ocupada en mis quehaceres, encontré un medio de que se divirtiese
sin que me molestase. La enviaba a pasear por la finca, a caballo o a pie, y
cuando volvía escuchaba pacientemente el relato de sus reales o fantásticas
aventuras.
Vino el estío,
y tanto se aficionó Cati a aquellas solitarias excursiones, que muchas
veces salía después de desayunar y no volvía hasta la hora de la cena.
Luego entretenía la velada contándome fantásticas historias. Yo no temía
que saliera del parque, porque la verja estaba cerrada, y aunque se hubiese
hallado abierta, pensaba yo que ella no se arriesgaría a salir sola. Pero
desgraciadamente me equivoqué. Una mañana, a las ochó, Cati vino a buscarme
y me dijo que aquel día ella era un mercader árabe que iba a atravesar el
desierto, y que necesitaba muchas provisiones para sí y para su caravana,
consistente en el caballo y en tres camellos. Los camellos eran un gran
sabueso y dos perros pachones. Preparé un paquete de golosinas y lo
metí en una cesta que colgué del arzón. Saltó ligera como una sílfide sobre la
jaca, y partió alegremente al trote, con su sombrero de alas anchas que la
defendía contra el sol de julio, riendo y mofándose de mis exhortaciones de
que volviera pronto y no galopara. Pero a la hora del té no volvió. El sabueso,
que era un perro viejo, poco amigo ya de tales andanzas, regresó, mas no ella ni
los pachones. Envié a buscarla, y al final, viendo que nadie la encontraba,
partí yo misma. Junto a los límites de la finca hallé a un aldeano y le pregunté
si había visto a la señorita.
‑La vi por la
mañana ‑respondió‑. Me pidió que le cortara una vara de avellano, y luego hizo
saltar a su jaca por encima el seto.
Figúrese cómo
me puse al oír tal cosa. Inmediatamente pensé que se había dirigido al
risco de Penninston. Me precipité a través de un agujero del seto que el
hombre estaba arreglando, y corrí hacia la carretera. Anduve millas y
millas hasta que avisté «Cumbres Borrascosas».
Y como
Penninston dista milla y media de la casa de Heathcliff, y por tanto cuatro de
la «Granja», empecé a temer que la noche caería antes de que yo llegase al
risco.
«A lo mejor ha
resbalado trepando por las rocas ‑imaginé‑ y se ha matado o se ha roto un
hueso.»
Mi inquietud
disminuyó algo cuando, al pasar junto a las «Cumbres» distinguí a Carlitos, el
más fiero de los perros que acompañaban a Cati, tendido bajo la ventana,
con la cabeza tumefacta y sangrando por una oreja. Me dirigí a la puerta y llamé
fuertemente. Una mujer que yo conocía de Gimmerton y que había ido a las
«Cumbres» como sirvienta al morir Earnshaw me abrió.‑
‑¿Viene usted
a buscar a la señorita? ‑dijo‑. Está aquí y no le ha pasado nada. Pero me alegro
de que el amo no haya venido.
‑¿Así que no
está en casa? ‑‑dije, casi sin poder respirar por la fatiga de la carrera y
por la inquietud que sentía un momento antes.
‑Él y José
están fuera ‑repuso‑ y volverán dentro de una hora poco más o menos. Pase y
descansará usted un poco.
Entré y vi a
mi ovejita descarriada sentada junto al hogar en una sillita que había
pertenecido a su madre cuando era niña. Había colgado su sombrero en la
pared y al parecer estaba a sus anchas. Reía y hablaba animadamente a Hareton
‑que era entonces un arrogante mozo de dieciocho años‑ y él la miraba sin
comprender casi nada de aquel chorro de palabras con que le
abrumaba.
‑Está bien,
señorita ‑exclamé, disimulando mi satisfacción bajo una máscara de enfado‑.
Éste habrá sido el último paseo que dé hasta que vuelva su papá. No volveré a
dejarla salir de casa sola. Es usted una niña muy
traviesa.
‑¡Ay, Elena!
‑gritó ella alegremente, corriendo hacia mí‑. ¡Qué bonita historia tengo
para contar esta noche! ¿Cómo me has encontrado? ¿Has estado aquí alguna
vez antes de ahora?
‑Póngase el
sombrero y vayámonos enseguida dije‑, estoy muy indignada con usted. No, no haga
pucheritos, que con eso no me quita usted el susto que me ha dado. ¡Cuando
pienso en cuánto me encargó el señor Linton que no saliera usted de casa, y cómo
se me ha escapado usted! No nos fiaremos de usted nunca
más.
‑¿Pues qué he
hecho? ‑repuso ella, reprimiendo un sollozo‑. Papá no me encargó nada de lo que
dices. Él no se enfada nunca como tú.
‑¡Venga,
venga! ‑‑exclamé‑. ¡Qué vergüenza! ¡Con trece años que tiene ya y hacer estas
chiquilladas!
Le dije esto,
porque ella se había vuelto a quitar el sombrero y se había escapado fuera de mi
alcance.
‑No riña a la
nena, señora Dean ‑‑dijo la criada‑. Fuimos nosotros los que la entretuvimos.
Ella quería haber seguido su camino por no causarle preocupación. Hareton
se ofreció a acompañarla, y a mí me pareció bien, porque el camino es muy malo y
difícil.
Mientras,
Hareton estaba en pie, con las manos en los bolsillos, y no parecía muy
satisfecho de mi aparición.
‑Vamos
‑‑dije‑, no me haga esperar más. Dentro de diez minutos será ya de noche. ¿Y la
jaca? ¿Y Fénix? La advierto que si no se apresura
me marcho y la dejo a usted aquí. ¡Vamos!
‑La jaca está
en el patio ‑respondió‑ y Fénix encerrado. Le han mordido a él y a
Carlitos. Me proponía decírtelo, pero no te contaré nada por haberte
enfadado.
Me dispuse a
ponerle el sombrero, pero ella, viendo que los demás adoptaban su partido,
empezó a correr de un sitio a otro, escondiéndose detrás de los muebles.
Todos se reían de mí, hasta que me hicieron gritar, ya
enfurecida:
‑¡Si usted
supiera a quién pertenece esta casa, señorita Cati, no volvería a poner los
pies en ella!
‑¿Es de tu
padre, verdad? ‑preguntó ella a Hareton.
‑No ‑replicó
él, sonrojándose y apartando la vista.
No se atrevía
a mirarla frente a frente. Y por cierto que ambos tenían idénticos los
ojos.
‑¿Entonces de
su amo? ‑insistió ella.
Él se ruborizo
mas aun, profirió un juramento, en voz baja y se apartó.
‑¿Quién es el
amo de la casa?, ‑preguntó la muchacha dirigiéndose a mí‑. Este joven me ha
hablado de un
modo que me
hizo creer que era el hijo del propietario.
No me ha
llamado señorita. Y, si es un criado, debiera haberlo
hecho.
Hareton se
puso sombrío al oír aquella observación. Yo logré que ella se resolviese al fin
a acompanarme.
‑Tráigame el
caballo ‑dijo la joven, hablando a su pariente como lo hubiera hecho a un mozo
de cuadra‑‑‑. Puede usted acompañarme. Quiero ver aparecer el fantasma del
pantano, y las hadas de que me ha hablado usted, pero apresúrese. ¡Vamos;
tráigame el caballo!
‑Primero te
veré condenada que ser tu criado ‑respondió él.
‑¿Cómo?
‑exclamó Cati sorprendida.
‑Condenada he
dicho, bruja.
‑Vea con qué
buena compañía ha venido usted a encontrarse, señorita Cati ‑interrumpí
yo‑. Ea, no dispute con él. Cojamos a Minny nosotras mismas, y
vayamonos.
‑¿Cómo se
atreve a hablarme así, Elena? ‑preguntó ella, saltándosele las
lágrimas.
Y
agregó:
‑¿Cómo no hace
lo que le digo? ¡Malvado! Contaré a papá lo que me ha
dicho.
Hareton se
preocupó muy poco de la amenaza. Cati se volvió a la
mujer.
‑Tráigame la
jaca ‑dijo‑ y suelte a mi perro.
‑No hay que
tener tantos humos, señorita ‑repuso la criada‑‑‑. No perdería usted nada con
ser más amable. Yo no soy sirvienta suya, y el señor Hareton aunque no sea hijo
del amo, es primo de usted.
‑¡Mi primo!
‑exclamó desdeñosamente Cati.
‑Sí, su
primo.
‑¿Cómo les
permites decir esas cosas, Elena? ‑me interpeló Cati‑. A mi primo ha ido a
buscarle a Londres mi papá. ¡Vaya! ¡Este mi primo! ‑exclamó, disgustada ante la
idea de que pudiese ser primo suyo semejante patán.
‑Uno puede
tener muchos primos de todas clases, señorita ‑contesté yo‑ y no valer menos por
ello. Con no buscar su compañía si no le agrada, está resuelto
todo.
‑No, Elena, no
puede ser mi primo ‑insistió la joven. Y, como si tal idea la asustase, se
refugió en mis brazos.
Yo estaba muy
disgustada con ella y con la criada por lo que mutuamente se habían descubierto.
Comprendía que Heathcliff sería enseguida informado del retorno de Linton con el
hijo de Isabel y comprendía también que la joven no dejaría de preguntar a su
padre acerca de aquel primo tan tosco. En cuanto a Hareton, que ya había
reaccionado del disgusto que le produjera ser tomado por un criado, pareció
lamentar la pena de su prima, se dirigió a ella, después de haber sacado la jaca
a la puerta, y le quiso regalar un cachorrillo de los que había en la perrera.
Ella le contempló con horror, suspendiendo sus lamentos para
mirarle.
Tal antipatía
hacia el joven me hizo sonreír. Él, en realidad, era un mozo bien formado,
bien parecido y robusto, aunque vistiera la ropa propia de los trabajos que
hacía en la finca. Yo creía notar en su rostro mejores cualidades que las que su
padre tuviera, cualidades que sin duda hubieran florecido copiosamente de
desarrollarse en un ambiente más apropiado. Me parece que Heathcliff no le
había maltratado físicamente, a lo cual era opuesto por regla general.
Parecía haber aplicado su malignidad a hacer de Hareton un bruto. No le había
enseñado a leer ni escribir ni le reprendía por ninguna de sus costumbres
censurables, salvo las que molestaban al propio Heathcliff. Nunca le
ayudó a dar un paso hacia el bien, ni a separarle un paso del mal. José, con las
adulaciones que le dedicaba en concepto de jefe de la familia, acabó de
estropearle. Y, así como cuando Heathcliff y Catalina Earnshaw eran niños
cargaba sobre ellos todas las culpas, hasta agotar la paciencia del señor, ahora
acusaba de todos los defectos de Hareton al usurpador de su
herencia.
Cuando Hareton
juraba, José no le reprendía. Dijérase que le agradaba verle seguir el mal
camino. Creía que su alma estaba condenada, pero el pensar que Heathcliff
tendría que responder de ello ante el tribunal divino le consolaba. Había
infundido al joven el orgullo de su nombre y de su alcurnia. Y le hubiera
gustado despertar en él un vivo odio hacia Heathcliff, pero se lo impedía el
temor que sentía hacia éste, por lo cual se limitaba a dirigirle vagas amenazas
proferidas entre gruñidos. No es que yo crea estar bien informada de cómo se
vivía entonces en «Cumbres Borrascosas», ya que hablo de oídas. Los colonos
aseguraban que el señor Heathcliff era más cruel y duro para sus arrendatarios
que todos los amos anteriores, pero la casa ahora, administrada por una
mujer, tenía mejor aspecto, y las orgías de los tiempos de Hindley habían
dejado de celebrarse. El nuevo amo era harto sombrío para gustar de compañía
alguna, ni buena ni mala, y Heathcliff seguido siendo igual hasta la
fecha.
En fin, con
todo esto no adelanto nada en mi historia. La señorita Cati rechazó el regalo
del cachorro y pidió sus perros. Ambos aparecieron renqueando, y las dos, muy
mohínas, nos volvimos a casa. No pude obtener de la joven otra explicación de
sus andanzas sino que se había dirigido a la peña de Penninston, como yo
supuse, y que al pasar junto a «Cumbres Borrascosas» había sido atacado su
caniño cortejo por los perros de Hareton. El combate duró bastante, hasta que
sus amos respectivos lograron imponerse. Así entablaron los primos
conocimiento. Cati dijo a Hareton adónde iba y él le sirvió de gula,
mostrándole todos los secretos de la «Cueva Encantada». Mas como yo había
caído en desgracia, no tuve la fortuna de saber lo que Cati hubiera visto en
aquellos prodigiosos lugares. Pero sí noté que su improvisado guía había sido su
favorito hasta el instante en que ella le ofendió llamándole criado, cuando
la criada de Heathcliff le comunicó que era primo suyo. El lenguaje que Earnshaw
había usado para con ella la tenía hondamente disgustada. Ella, que en la
«Granja» era siempre «cariño», «amor mío», «ángel» y «reina», había sido
injuriada por un extraño... No podía comprenderlo, y me costó mucho
arrancarle la promesa de que no se lo contaría a su padre. Le dije que éste
tenía mucha aversión hacia los habitantes de «Cumbres Borrascosas» y que se
disgustaría si supiese que ella había estado allí. Insistí, sobre todo, en que
si su papá se enteraba de mi negligencia, originadora de su escapatoria, me
despediría. A Cati la asustó esta perspectiva, y no dijo nada. Era, en el
fondo, una jovencita muy bondadosa.
Una carta de
luto nos anunció la vuelta del amo. En ella se contenían instrucciones para
preparar el luto de su hermana y la instalación de su sobrino. Cati estaba
encantada con la idea de volver a ver a su padre, y no hacía más que hablar de
su verdadero primo, como ella decía. Por fin, llegó la tarde en que el amo debía
regresar. Desde por la mañana, la joven se había ocupado en sus pequeños
quehaceres, y en vestirse de negro (aunque la pobre no sentía dolor alguno por
la muerte de su desconocida tía). Finalmente me obligó a que fuera con ella
hasta la entrada de la finca para recibir a los viajeros.
‑Linton tiene
seis meses justos menos que yo ‑me decía mientras pisábamos el verde césped de
las praderas, bajo la sombra de los árboles‑. ¡Cuánto me gustará tener un
compañero con quien jugar! La tía Isabel envió una vez a papá un rizo del
cabello de Linton: era tan fino como el mío, pero más rubio. Lo he guardado en
una cajita de cristal, y siempre he pensado que me gustaría mucho ver
a su dueño. ¡Y papá viene también! ¡Querido papá! ¡Vamos deprisa,
Elena!
Se adelantó
corriendo y se volvió atrás muchas veces antes de que yo llegara a la verja. Nos
sentamos en un recuesto del camino cubierto de hierba pero Cati no estaba
tranquila un solo instante.
‑¡Cuánto
tardan! ¡Ay, mira, una nube de polvo en la carretera! ¡Ya llegan! ¡Ah, no! ¿Por
qué no nos adelantamos media milla, Elena? Sólo hasta aquel grupo de
árboles, ¿ves? Allí...
Pero yo me
negué. Al fin vimos el carruaje. Cati empezó a gritar en cuanto divisó la
faz de su padre en la ventanilla. Él se apeó tan anheloso como ella misma,
y ambos se abrazaron, sin ocuparse de nadie más. Entretanto, yo miré dentro del
coche. Linton venía dormido en un rincón, envuelto en un abrigo de piel como si
estuviéramos en invierno. Era un muchacho pálido y delicado, parecidísimo
al señor, pero con un aspecto enfermizo que éste no tenía. Eduardo, al ver que
yo miraba a su sobrino, me mandó cerrar la portezuela, para que el niño no se
enfriase. Cati quería verle, pero su padre se obstinó en que le acompañara, y
los dos subieron por el parque, mientras yo me adelantaba para prevenir a la
servidumbre.
‑Querida ‑dijo
el señor‑; tu primo no está tan fuerte como tú, y hace poco que ha perdido a su
madre. Así que por ahora no podrá jugar mucho contigo. Tampoco le hables
demasiado. Déjale que duerma esta noche, ¿quieres?
‑Sí, sí papá
‑respondió Catalina‑, pero quiero verle, y él no ha sacado la cabeza
siquiera.
El coche se
paró, despertó el muchacho y su tío le cogió y le bajó a
tierra.
‑Mira a tu
prima, Linton ‑le dijo, haciéndoles darse la inano‑ Te quiere mucho, así que
procura no disgustarla llorando, ¿eh? Ponte alegre, el viaje se ha acabado,
y no tienes que hacer más que pasarlo bien y divertirte.
‑Entonces
déjeme irme a acostar ‑‑contestó el niño soltando la mano de Cati y llevándosela
a los ojos donde asomaban algunas lágrimas.
‑Ea, hay que
ser un niño bueno ‑murmure yo, mientras lo conducía adentro‑. Va usted a hacer
que llore su primita. Mire qué triste se ha puesto viéndole
llorar.
Sería por él o
no, pero su prima había puesto efectivamente una expresión muy triste
también. Subieron los tres a la biblioteca y allí se sirvió el té. Yo quité a
Linton el abrigo y la gorra. Le senté en una silla, pero en cuanto estuvo
sentado empezó a llorar otra vez. El señor le preguntó qué le
pasaba.
‑Estoy mal en
esta silla ‑repuso el muchacho.
‑Pues siéntate
en el sofá y Elena te llevará allí el té ‑repuso pacientemente el
señor.
Yo comprendí
que su buen carácter había sido puesto a prueba durante el viaje. Linton se
dirigió al sofá. Cati se sentó a su lado en un taburete, sosteniendo la taza en
la mano. Al principio guardó silencio, pero luego empezó a hacer caricias a su
primito, a besarle en las mejillas y a ofrecerle té en un plato como si fuera un
bebé. A él le agradó aquello y en su rostro se dibujó una sonrisa de
complacencia.
‑Esto le
convendrá ‑‑dijo el amo‑. Si podemos tenerle con nosotros, la presencia de
una niña de su misma edad le infundira animos, y si desea adquirir fuerzas, lo
conseguira.
«Eso será, en
efecto, si podemos tenerle con nosotros», me dije bastante preocupada. Y me
imaginé lo que sería de aquel muchacho entre su padre y Hareton. Pero nuestras
dudas se resolvieron pronto. Había yo llevado a los niños a sus habitaciones y
dejado dormido ya a Linton, y estaba en el vestíbulo encendiendo una vela
para la alcoba del señor, cuando apareció una criada y me manifestó que
José, el criado de Heathcliff, deseaba hablar con el amo.
‑¡Qué horas
tan intempestivas, y más sabiendo que el señor regresa de un largo viaje!
‑‑dije‑. Voy a hablar yo primero con él.
José,
entretanto, había cruzado ya la cocina y entraba en el vestíbulo. Iba vestido
con el traje de los días de fiesta, tenía en su rostro la más agria de sus
expresiones, y mientras
sostenía en una mano el sombrero y en la otra el bastón, se limpiaba las botas
en la alfombrilla.
‑Buenas
noches, José ‑le dije‑. ¿Qué te trae por aquí?
‑Con quien tengo que hablar es con el señor Linton
‑repuso.
‑El
señor Linton se está acostando ya, y a no ser que tengas que decirle algo muy
urgente, no podrá recibirte... Vale más que te sientes y me digas lo que
sea.
‑¿Cuál
es el cuarto del señor? ‑contestó él mirando todas las puertas
cerradas.
Viendo
su insistencia, subí a la habitación de mala gana y anuncié al señor la
presencia del importuno visitante, aconsejándole que le mandara volver al
otro día. Pero José me había seguido, entró, se plantó apoyado en su bastón, y
empezó a hablar en voz fuerte, como quien se prepara a
discutir:
‑Heathcliff
me envía a buscar a su hijo y no me ire sin él.
Eduardo
permaneció silencioso un momento. Una expresión de pena se pintó en su
rostro. Se dolía del niño y recordaba las angustiosas recomendaciones de Isabel
para que le tomase a su cargo. Pero por más que buscó, no encontró pretexto
alguno para una negativa. Cualquier intento de su parte hubiera dado más
derechos al reclamante. Tenía, pues, que ceder. No obstante, no quiso
despertar al niño.
‑Diga
al señor Heathcllff ‑respondió con serenidad‑ que su hijo irá mañana a
«Cumbres Borrascosas». Pero ahora no, porque está acostado ya. Dígale también
que su madre le confió a mis cuidados.
‑No ‑insistió
José, golpeando el suelo con el bastón‑. Todo eso no conduce a nada. A
Heathcliff no le importan nada la madre del niño ni usted. Lo que quiere es al
chico, y ahora mismo.
‑Esta
noche no ‑repitió mi amo‑. Váyase y transmita a su amo lo que le he dicho.
Acompáñale, Elena. ¡Váyase ... !
Y
como el viejo persistiera en no irse, le cogió de un brazo y le sacó a la
fuerza.
‑¡Está
bien! ‑gritó José mientras se iba‑. Mañana vendrá mi amo y veremos si usted se
atreve a echarle así.
A fin de
conjurar la posibilidad de qué se cumpliese aquella amenaza, el señor Linton, al
día siguiente, muy de mañana, me encargó de que llevase al niño a casa de su
padre en la jaca de Cati, y me advirtió:
‑Como ahora no
vamos a poder intervenir en el destino que le espera, sea bueno o malo, di
únicamente a mi hija que el padre de Linton ha enviado a buscarle, pero no le
digas dónde está para impedir que sienta deseos de ir a «Cumbres
Borrascosas».
Linton no
quería levantarse a las cinco de la mañana, y menos al saber que se trataba de
continuar el viaje. Pero yo le dije que era sólo cuestión de ir a pasar una
temporada con su padre, el señor Heathcliff, que tenía muchos deseos de
conocerle.
‑¿Mi padre?
‑contestó‑. Mamá nunca me habló de mi padre. Prefiero quedarme con el tío.
¿Dónde vive mi padre?
‑Vive cerca de
aquí ‑contesté‑. Cuando esté usted fuerte puede venir andando. Debe usted
alegrarse de verle y de estar con él, y debe procurar quererle como ha
querido usted a su mamá.
‑¿Cómo no me
hablaba mamá de él y por qué no vivían juntos? ‑preguntó
Linton.
‑Porque él
tenía que estar aquí por sus asuntos ‑indiqué‑ y a su mamá su mala salud la
obligaba a vivir en el sur.
‑¿Y por qué no
me habló de mi padre? Del tío me hablaba mucho, y me acostumbró a que le
quisiera. Pero, ¿cómo voy a querer a mi padre si no le
conozco?
‑Todos los
niños quieren a sus padres ‑contesté‑. Su madre no le hablaría para evitar que
usted quisiera irse con él. Vamos. Un paseíto a caballo en una mañana tan
hermosa es preferible a dormir una hora más.
‑¿Vendrá con
nosotros la niña de ayer? ‑me preguntó Linton.
‑Ahora no
‑repuse.
‑¿Y el
tío?
‑No. Yo le
acompañaré.
Linton,
sombrío, hundió la cara en la almohada.
‑No me iré sin
el tío ‑acabó diciendo‑. No comprendo por qué se empeña usted en llevarme
de aquí.
Yo traté de
convencerle, pero se resistió de tal modo que tuve que apelar al auxilio del
señor.
Al fin, el
pobre niño salió, después de recibir muchas falsas promesas de que su ausencia
sería breve y de que Eduardo y Cati le visitarían con frecuencia. El aire, el
sol y la marcha reposada de Minny
contribuyeron a alegrarle un poco. Comenzó a hacerme preguntas sobre la
nueva casa.
‑«Cumbres
Borrascosas» es un sitio tan hermoso como la «Granja de los Tordos»? ‑me
interrogó, mientras se volvía para lanzar una última mirada al valle, del
cual se levantaba entonces una leve neblina hacia el azul.
‑No tiene
tantos árboles ‑contesté‑ y no es tan grande, pero desde allí se ve un hermoso
panorama y el aire es más puro y más fresco. Puede que le parezca una casa algo
antigua y lóbrega, pero es, en importancia, la segunda de la comarca. Y
podrá usted dar paseos por los campos de las inmediaciones. Hareton Earnshaw,
que es primo de la señorita Cati y hasta cierto punto de usted, le enseñará todo
lo que hay de bonito en los alrededores.
Cuando haga
buen tiempo, puede usted coger un libro y marcharse a leer al campo. Se
encontrará a veces con su tío, que suele pasearse por las
colinas.
‑¿Cómo es mi
padre? ¿Es tan joven y tan guapo como el tío?
‑Es tan joven
como el tío ‑respondí‑‑‑, pero tiene negro el cabello y los ojos. Es más alto y
más grueso también, y a primera vista aparenta ser severo. Quizá no le
parezca a usted cariñoso ni afable, pero trátele no obstante con cariño, y
él le querrá a usted más que su tío, porque al fin es usted su hijo,
naturalmente.
‑¿De manera
que no me parezco a él? ‑siguió preguntando Linton‑. Porque si tiene negro
el cabello y los ojos...
‑No se le
parece mucho ‑repuse.
Y pensé para
mí que no se le parecía en nada.
‑¡Cuánto me
asombra que él no fuera nunca a ver a mamá! Y a mí, ¿me ha visto alguna vez
siendo pequeño? Yo no me acuerdo.
‑Trescientas
millas son mucha distancia ‑le dije‑ y diez años no son para una persona mayor
lo mismo que para usted. El señor Heathcliff se propondría seguramente ir
de un momento a otro, y nunca llegaba la ocasión. Vale más que no le haga usted
preguntas sobre ello.
El muchacho no
habló más durante el resto del camino, hasta que nos detuvimos a la puerta
de la casa. Allí miró atentamente la fachada labrada, las ventanas, los
árboles torcidos y los groselleros. Hizo un movimiento con la cabeza con el
que significaba su disgusto, pero no dijo nada.
Yo me dirigí a
abrir la puerta antes de que él se apease. Eran las seis y media y en la casa
acababan de tomar el desayuno. La criada estaba limpiando la mesa. José
explicaba a su amo algo que se refería a su caballo, y Hareton se disponía
a salir.
‑¡Hola, Elena!
‑me dijo Heathcliff al verme‑. Me temía tener que ir en persona a buscar lo que
es mío. Me lo has traído, ¿no? Vamos a ver qué tal es.
Se levantó y
se dirigió a la puerta seguido por José y por Hareton. El pobre Linton miró a
los tres.
‑¡Qué aspecto
tiene! ‑dijo José, después de una detenida inspección‑. Me parece, señor,
que le han echado a perder a su hijo.
Heathcliff,
que miraba al niño fijamente, soltó una carcajada de
irrisión.
‑¡Dios mío,
qué niño! Parece que le han criado con caracoles y con leche agria. El diablo me
lleve, sino es aún mucho peor de lo que esperaba, y eso que no me hacía muchas
ilusiones.
Mandé al niño
que se apeara y entrase. Él no había comprendido bien las palabras de su padre,
ni aún tenía seguridad de que fuera su padre aquel extraño. Me miraba con
creciente temor, y cuando Heathcliff se sentó y le mandó acercarse, él se agarró
a mi falda y empezó a llorar.
‑¡Bah,
bah! ‑‑dijo Heathcliff. Le cogió, le
atrajo hacia él y, tomándole por la barbilla, añadió‑: Nada de
tonterías. No vamos a hacerte nada, eres el retrato de tu madre. ¿Qué
hay mío en ti, pollito?
Le quitó el
sombrero y le echó hacia atrás los rizos. Le palpó brazos y manos. Linton dejó
de llorar y contempló a su vez al hombre con sus grandes ojos
azules.
‑¿Me conoces?
‑preguntó Heathcliff, después de cerciorarse de la fragilidad de los miembros de
su hijo.
‑No ‑dijo
Linton, con temor.
‑¿Ni te han
hablado de mí?
‑No.
‑¿No, eh? Tu
madre debía haberse avergonzado de no despertar tu cariño hacia mí. Bueno, pues
entérate, eres mi hijo, y tu madre fue una malvada bribona al no explicarte
qué clase de padre tienes. ¡Vamos, te ruborizas! Algo es convencerse de que no
tienes blanca la sangre también. Ahora a ser buen chico. Elena, siéntate si
estás cansada, y vuélvete a tu casa, si no. Ya supongo que contarás en la
«Granja» todo lo que estás viendo y oyendo. Y el chico no se hará al ambiente
mientras no se quede con nosotros solo.
‑Espero, señor
Heathcliff ‑contesté‑ que se portará bien con el niño, porque de lo
contrario no le tendrá
mucho tiempo a
su lado. Piense que es el único familiar que le queda.
‑Seré
buenísimo con él, no tengas miedo‑‑repuso‑. Ahora que nadie más lo será.
Procuraré acaparar su afecto. Y para empezar mis bondades, ¡José, trae algo
de desayunar al niño! Hareton, becerro infernal, vete a trabajar. ‑Y
cuando ambos se fueron, agregó‑: Sí, Elena, mi hijo es el futuro propietario de
tu casa, y no quiero que muera hasta estar seguro de que yo seré su heredero.
Además, es hijo mío, y quiero ver a mi descendiente dueño exclusivo de los
bienes de los Linton y a éstos o a sus descendientes cultivando las tierras de
sus padres a las órdenes de mi hijo. Es lo único que me interesa de este
chico. Le odio por lo que me evoca, y le desprecio por lo que es. Pero lo
que te he dicho basta para que le cuide y le atienda tanto como tu amo pueda
atender y cuidar a su hija. He preparado para él una habitación lindamente
amueblada, y he encargado a un maestro que venga, desde una distancia de veinte
millas, a darle lección tres veces a la semana. A Hareton le he mandado que le
obedezca, y, en fin, he hecho todo lo necesario para que Linton se sienta
superior a los demás de la casa. Pero me disgusta que valga tan poco. Lo único
que me hubiera consolado es que fuese digno de mí, y he experimentado una
desilusión viendo que es un pobre desgraciado que no sabe hacer otra
cosa que llorar.
José acudió
con un tazón de sopa de leche.
Linton,
después de dar muchas vueltas al cacharro, dijo que no lo quería. El viejo
criado, según noté, sentía hacia el niño el mismo desprecio que su padre,
pero procuraba disimularlo teniendo en cuenta el deseo de Heathcliff
de que le respetaran.
‑¿Con qué no
quiere comerlo? ‑‑dijo José en voz muy baja para que no le oyesen‑. Pues el
señorito Hareton no comía otra cosa cuando era niño, y era tan bueno como
usted.
‑Llévatelo
‑repuso Linton‑. No lo quiero.
José,
indignado, cogió el tazón y se lo presentó a Heathcliff.
‑¿Qué hay en
esto de malo? ‑preguntó.
‑No creo que
haya nada malo ‑dijo Heathcliff.
‑Pues su hijo
no quiere comerlo ‑respondió José‑. ¡Pero él se saldrá
con la suya! Su madre era lo mismo. Pensaba que todos éramos unos puercos y que
nuestro contacto ensuciaba el trigo con que se cocía su
pan.
‑Guárdate de
mencionar a su madre ‑gruñó Heathcliff, enojado‑. Trae algo que le guste, y
basta. ¿Qué suele comer el chiquillo, Elena?
Indiqué que le
convendría té o leche hervida, y la criada recibió orden de prepararlo. Yo
reflexioné que el egoísmo de su padre contribuiría a su bienestar.
Heathcliff veía que su delicada salud exigía tratarle con cuidado. Y pensé
que el señor se consolaría cuando se lo dijese. Entretanto, como ya no
tenía pretexto para quedarme,
salí al patio, aprovechando un momento en que Linton estaba ocupado en rechazar
tímidamente las muestras de amistad que le quería prodigar un mastín. Pero él se
dio cuenta de mi marcha. Al cerrar la puerta le oí gritar una vez y
otra:
‑¡No se vaya!
¡No quiero quedarme aquí!
Se cerró la
puerta, y le impidieron salir. Monté en Minny, y así concluyó mi breve custodia
del niño.
Durante
el día estuvimos muy ocupados en consolar a Cati. Se levantó muy temprano,
impaciente por ver a su primo, y tanto lloró y se lamentó al saber que se había
marchado, que Eduardo tuvo que consolarla prometiéndole que el niño
volvería en breve, si bien añadió: «si lo consigo». Algo la tranquilizó esta
promesa, y, sin embargo, tanto puede el tiempo que cuando volvió a ver a
Linton le había olvidado hasta el punto de no reconocerle.
Siempre
que yo encontraba a la criada de «Cumbres Borrascosas», le preguntaba por el
niño y ella me solía contestar que vivía casi tan encerrado como Cati, y que
rara vez se le veía. Su salud seguía siendo delicada y resultaba un huésped
bastante molesto. El señor Heathcliff le quería cada vez menos, a pesar de que
trataba de ocultarlo. Le molestaba su voz y no podía aguantar largo tiempo
su presencia. Hablaba poco con él. Linton estudiaba y pasaba las tardes en
una salita, cuando no se quedaba en cama, ya que era muy frecuente que sufriese
catarros, accesos de tos y todo género de
enfermedades.
‑No
he visto otro ser más melindroso ni más tímido ‑decía la criada‑. Si dejo la
ventana un poco abierta por la tarde, se
pone fuera de sí, como si fuese a entrar la muerte por ella. En pleno verano
necesita estar junto al fuego, y le incomoda el humo de la pipa de José, y hay
que tenerle siempre preparados bombones y golosinas, y leche y siempre leche...
Se pasa el tiempo al lado de la lumbre, envuelto en un abrigo de pieles,
teniendo al alcance de su mano tostadas y algo que beber. Y si alguna vez
Hareton, que no es malo a pesar de su tosquedad, va a distraerle, siempre salen,
uno renegando y el otro llorando. Se me figura que al amo le agradaría que
Earnshaw moliese al niño a palos, si no se tratara de su hijo, y creo que sería
capaz de echarle de casa si supiera la serie de cuidados que el chico tiene para
consigo mismo. Pero el señor no entra nunca en la salita, y si Linton empieza a
hacer tonterías de esas en el salón, le manda enseguida irse a su
alcoba.
Tales
explicaciones me hicieron comprender que el joven, en medio de un ambiente
donde no encontraba simpatía alguna, se había hecho egoísta e ingrato, si
es que no lo era ya de nacimiento, y cesé de interesarme por él, por más que no
dejara de lamentar que no le hubieran permitido estar con nosotros. Pero el
señor Linton me estimulaba a que me informase de él, y creo que le hubiera
agradado verle, porque una vez incluso me mandó preguntar a la criada si el
muchacho no solía ir al pueblo. Ella me contestó que había ido con su padre a
caballo dos o tres veces, y que siempre había vuelto rendido para varios días.
La criada a que me refiero se marchó dos años después de llegar el
chiquillo.
En la «Granja»
el tiempo transcurría plácidamente. Llegó el momento en que la señorita Cati
cumplió los dieciséis años. No celebrábamos nunca el día de su cumpleaños
porque era también el aniversario de la muerte de su madre. Su padre pasaba
aquellos días en la biblioteca, y al oscurecer se iba al cementerio de
Gimmerton, donde se quedaba a veces hasta medianoche. Catalina tenía que
divertirse ella sola. Aquel año, el 20 de marzo hizo un tiempo excelente, y
después de que su padre hubo salido, la señorita bajó vestida y,me dijo. que
había pedido permiso al señor para que pasearamos juntas por el borde de
los pantanos, con tal de que no tardáramos en volver más de una
hora.
‑¡Anda, Elena!
‑me dijo‑. Quiero ir allí, ¿ves? Por donde suelen ir las cercetas. Quiero ver si
han hecho ya sus nidos.
‑Esto debe
estar lejos ‑respondí‑ porque no suelen anidar junto a los
pantanos.
‑No, no está
lejos ‑me aseguró‑. He ido con papá hasta las cercanías.
Cogí el
sombrero y salimos. Cati corría ante mí, yendo y viniendo como un perrillo
juguetón.
Al principio
lo pasé bien. Cantaban las alondras, y mi niña mimada estaba encantadora, con
sus dorados bucles colgando hacia atrás, y sus mejillas, tan puras y
encendidas como una rosa silvestre. Era un ángel entonces.
Verdaderamente, era imposible no desear proporcionarle todas las
alegrías que fuera posible.
‑Pero,
señorita ‑dije, después de un buen rato‑, ¿dónde están las cercetas? Estamos
lejos ya de casa.
‑Es un poco
más allá, sólo un poco ‑repetía invariablemente‑. Ahora sube esa colina,
bordea esa orilla, y verás qué pronto hago que los pájaros echen a
volar.
Mas tantas
colinas había que subir y tantas orillas que bordear, que al fin me cansé y le
grité que era necesario volverse ya. Pero no me oyó, porque se había adelantado
mucho, y la tuve que seguir contra mi deseo. Empezó a descender una hondonada.
En aquel momento estábamos más cerca de «Cumbres Borrascosas» que de casa. De
pronto vi que la habían abordado dos personas, y en una de ellas reconocí al
propio Heathcliff.
Habían
descubierto a Cati en el acto de coger unos nidos de aves. Aquellas
extensiones pertenecían a Heathcliff y él estaba amonestando a la cazadora
furtiva.
‑No he cogido
pájaro alguno ‑dijo ella enseñando sus manos para demostrarlo‑. Papá me dijo que
anidaban aquí y quería ver cómo son sus huevos.
Yo llegaba en
aquel momento. Heathcliff me miró maliciosamente, y le
preguntó:
‑¿Quién es su
padre?
‑El señor
Linton, de la «Granja de los Tordos» ‑repuso ella‑. Ya he supuesto que
usted no me conocía, pues de lo contrario no me hubiera hablado en esa
forma.
‑¿Así que
usted supone que su papá es digno de mucha estimación y respeto? ‑le
preguntó él irónicamente.
‑¿Quién es
usted? ‑repuso ella mirando a Heathcliff con curiosidad‑‑‑. A ese hombre ya
le he visto otra vez. ¿Es hijo suyo?
Y señalaba a
Hareton, a quien los dos años transcurridos le habían hecho ganar en fuerza
y en estatura, pero que continuaba zafio como antes.
‑Señorita Cati
‑intervine‑, tenemos que volver. Hace tres horas que salimos de
casa.
‑No, no es mi
hijo ‑contestó Heathcliff‑. Pero tengo uno, y también le conoce usted. Aunque su
aya tenga prisa, creo que sería mejor que vinieran a descansar un poco a casa.
Sólo con dar la vuelta a esta colina, ya estamos allí. Será usted bien
recibida, descansará un poco y volverá a la «Granja» en cuanto
quiera.
Yo insistí a
Cati para que no aceptáramos la invitación, pero ella
respondió:
‑¿Por qué no?
Estoy cansada, y no vamos a sentarnos aquí. El suelo está húmedo. ¡Anda,
Elena! Dice, además, que conozco a su hijo. Yo creo que se equivoca. Vive
en aquella casa donde estuve cuando volví de la peña de Penninston,
¿no?
‑Justo ‑‑dijo
Heathcliff‑. Cállate, Elena. Le gustará ver nuestra casa. Hareton, vete
delante con la muchacha. Tú ven conmigo, Elena.
‑No irá a
semejante sitio ‑grité. Y traté de soltarme de Heathcliff, que me había cogido
por un brazo. Pero Cati había echado a correr y estaba ya casi en las
«Cumbres». Hareton había desaparecido por un lado del
camino.
‑Esto es un
atropello, señor ‑Heathcliff ‑le censuré‑. Ella verá a Linton, cuando volvamos
lo contará a su padre, y todas las culpas me las cargaré
yo.
‑Quiero que
vea a Linton ‑repuso él‑. Está estos días de mejor aspecto. No será difícil
conseguir que la muchacha no hable nada de la visita... ¿Qué mal
hay?
‑Hay el mal de
que su padre me odiaría si supiese que la he dejado entrar en casa de usted.
Además, estoy segura de que usted lleva algún mal fin
‑repliqué.
‑Mi fin es
honradísimo ‑dijo‑ y te lo voy a declarar. Quiero que los dos primos se
enamoren y se casen. Ya ves que soy generoso con tu amo. La chica no tiene otras
perspectivas. Si ella se casara con Linton, la designaría como
coheredera.
‑Lo sería de
todos modos si Linton muriese ‑repuse‑, y ya sabe usted que la salud del
chico es muy precaria.
‑No lo sería
‑replicó‑ porque ninguna cláusula del testamento lo menciona, y yo sería el
heredero. Pero para evitar pleitos, quiero que se casen.
‑Y yo no
quiero que ella entre en esa casa conmigo‑ respondí.
Catalina había
alcanzado ya la verja. Heathcliff me aconsejó que me tranquilizase y nos
precedió por el sendero. La señorita le miraba como pretendiendo darse
cuenta de qué clase de hombre era, pero él la correspondía con sonrisas y al
hablarle suavizaba su voz. Llegué a imaginar que la memoria de la madre le
hacía simpatizar con la joven. Encontramos a Linton junto al fuego. Venía de
pasear por el campo, tenía aún puesta la gorra y en aquel momento
estaba pidiendo a José calzado seco. Le faltaban pocos meses para cumplir los
dieciséis años y estaba muy crecido para su edad. Seguía teniendo bellas las
facciones, y en sus ojos y su piel se notaban los saludables efectos del aire y
el sol que acababa de tomar durante su paseo.
‑¿Le conoce?
‑preguntó Heathcliff a Cati.
‑¿Es su hijo?
‑‑dijo ella, mirando, dudosa, a los dos.
‑Sí, pero,
¿cree que es la primera vez que le ve? Haga memoria. Linton, ¿no te acuerdas de
tu prima?
‑¿Linton?
‑exclamó Catalina agradablemente sorprendida‑. ¿Es éste el pequeño Linton? ¡Pero
si está más alto que yo!
Él se dirigió
a ella, se besaron y ambos se miraron asombrados del cambio que habían
experimentado los dos. Cati estaba ya completamente desarrollada. Era a la vez
llena y esbelta, flexible como el junco y rebosaba de animación y salud. En
cuanto a Linton, tenía lánguidos los ademanes y las miradas y era muy endeble de
complexión, pero la gracia de sus maneras compensaba aquellos
defectos. Luego de haber cambiado muchas caricias con él, su prima se dirigió al
señor Heathcliff que estaba junto a la puerta fingiendo mirar afuera, pero en
realidad observando exclusivamente lo que pasaba dentro.
‑¿Así que es
usted tío mío? ‑dijo la joven abrazándole‑. ¿Y por qué no va a vernos a la
«Granja de los Tordos»? Es raro vivir tan próximos y no visitarse nunca.
¿Por qué sucede así?
‑Antes de que
tú nacieras, yo iba alguna vez. Anda, déjate de besos... Dáselos a Linton.
Dármelos a mí es perder el tiempo.
‑¡Qué mala
eres, Elena! ‑exclamó Cati viniendo hacia mí para prodigarme también sus
zalamerías‑. ¡Mira que no dejarme entrar! En adelante vendré todas las
mañanas. ¿Puedo hacerlo, tío? ¿Y puede venir conmigo papá? ¿No le gustará
vernos?
‑Claro que sí
‑repuso él disimulando la mueca de aversión que le inspiraban los dos presuntos
visitantes‑. Pero es mejor que te diga que tu padre y yo reñimos
terriblemente una vez, y si le cuentas que me visitas, es muy fácil que te
lo prohíba. Así que si quieres seguir viendo a tu primo, vale más que no se lo
digas a tu padre.
‑¿Por qué
riñeron? ‑preguntó Catalina disgustada.
‑Porque él
creyó que yo era demasiado pobre para casarme con su hermana ‑explicó
Heathcliff‑. Se disgustó conmigo cuando lo hicimos y no me perdonó
jamás.
‑Eso no está
bien ‑‑dijo la joven‑. Pero Linton y yo no tenemos la culpa. En vez de venir yo,
es mejor que él venga a la «Granja».
‑Está
demasiado lejos para mí, Cati ‑respondió su primo‑. Andar cuatro millas me
mataría. Ven tú cuando puedas, por lo menos una vez a la
semana.
Heathcliff
miró con desdén a su hijo.
‑Me temo que
voy a perder el tiempo, Elena ‑rezongó‑. Catalina verá que su primo es
tonto, y le mandará al diablo. ¡Si hubiera sido Hareton! Te aseguro que me
lamento continuamente de que no sea como él, a pesar de lo degradado que
Hareton está. Si el chico fuera otro, yo le querría. No, no hay miedo de que
ella se enamore. No creo que pase de los dieciocho años. ¡Maldito imbécil!
No se ocupa mas que de secarse los pies, y ni mira a su prima.
¡Linton!
‑¿Qué,
papá?
‑¿No hay nada
que puedas enseñar a tu prima? ¿Ni un mal conejo o un nido de comadrejas? Anda,
hombre, deja de cambiarte el calzado, llévala al jardín y enséñale tu
caballo.
‑¿No prefieres
sentarte aquí? ‑preguntó él a Cati indicando en su tono la poca gana que tenía
de moverse.
‑No sé...
‑contestó ella, dirigiendo a la puerta una mirada que indicaba claramente que
prefería hacer algo a sentarse.
Pero él se
repantigó en su silla y se aproximó más al fuego. Heathcliff se fue a buscar a
Hareton. Se notaba que el joven acababa de lavarse, en sus mejillas brillantes y
su cabello mojado.
‑Quiero
hacerle una pregunta, tío ‑‑‑dijo Catalina‑. Este no es primo mío,
¿verdad?
‑Sí ‑contestó
él‑. Es sobrino de tu madre. ¿No te agrada?
Catalina le
miró con extrañeza.
‑¿No es un
buen mozo ? ‑siguió Heathcliff.
La joven se
levantó sobre las puntas de los pies y habló a Heathcliff al oído. Él se
echó a reír. Hareton se puso sombrío, y yo reparé en que era muy suspicaz para
algunas cosas. Pero Heathcliff le tranquilizó al decirle:
‑¡Ea, Hareton,
te preferiremos a ti! Me ha dicho que eres un... ¿un qué? Bueno, no me
acuerdo... Una cosa muy agradable. Acompáñala a dar una vuelta y pórtate como un
caballero. No digas palabrotas, no la mires cuando ella no te mire a ti,
ruborízate cuando se ruborice ella, háblale con dulzura y no lleves las manos en
los bolsillos. Anda, trátala todo lo mejor que
puedas.
Y miró a la
pareja cuando pasó ante la ventana. Hareton no miraba a su compañera y
parecía tan atento al paisaje como un pintor o un turista. Cati le miró a su vez
de un modo muy lisonjero. Después se dedicó a encontrar objetos que
atrajesen su interés y, a falta de conversación,
tarareaba.
‑Con lo que le
he dicho ‑indicó Heathcliff‑ verás cómo no pronuncia ni una palabra. Elena,
cuando yo tenía su edad o poco menos, ¿era tan estúpido como
él?
‑Era usted
peor ‑precisé‑, porque era usted aún más huraño.
‑¡Cuánto me
satisface verle así! ‑siguió Heathcliff, expresando sus pensamientos en voz
alta‑. Ha colmado mis esperanzas. Si hubiese sido un tonto de nacimiento, ello
no me satisfaría tanto. Pero no es tonto, no, y yo comprendo todos sus
sentimientos, ya que yo mismo antes que él los he experimentado. Ahora
mismo me hago cargo de cuánto padece, aunque no es, por supuesto, más que un
principio de lo que padecerá después. Y no logrará desprenderse jamás de su
tosquedad y su ignorancia. Le he hecho todavía más vil de lo que su miserable
padre quiso hacerme a mí. Le he acostumbrado a despreciar cuanto no es
brutal, y llega al extremo de vanagloriarse de su rudeza. ¿Qué pensaría
Hindley de su hijo si pudiera verle? ¡Estaría tan orgulloso de él como yo del
mío! Con la diferencia de que Hareton es oro en bruto que hace el papel de
loza, y éste otro es latón que hace menesteres de vajilla de plata. El mío no
vale nada, y sin embargo le haré que prospere todo cuanto se lo permitan sus
cualidades. El otro tiene excelentes cualidades, que le he hecho
desperdiciar. ¡Y lo grande es que Hareton me quiere como un condenado! En
esto he vencido a Hindley. ¡Si el granuja pudiera levantarse de su sepultura
para venir a echarme en cara el mal que he hecho a su hijo, éste sería el
primero en venir a defenderme, ya que me considera como el mejor amigo que
pudiera tener en el mundo!
Esta idea hizo
soltar a Heathcliff una carcajada acre. No le repliqué, ni él lo esperaba.
Mientras tanto Linton, que estaba sentado harto lejos de nosotros, para poder
oír nuestra conversación, empezó a agitarse y a dar muestras de que
lamentaba no haber salido con Cati. Su padre distinguió las miradas que dirigía
a la ventana. La mano del muchacho se dirigía, irresoluta, hacia su
gorra.
‑¡Vamos,
holgazán, levántate! ‑dijo con fingida bonachonería‑. Vete con ellos. Están
junto a las colmenas.
Linton reunió
sus energías y abandonó el hogar. Cuando salía, oí por la ventana, que estaba
abierta, cómo Cati preguntaba a Hareton el significado de la inscripcion que
había sobre la puerta. Pero Hareton levantó los ojos y se rascó la cabeza como
hubiera hecho un verdadero patán.
‑No sé leer
ese condenado escrito ‑‑contestó.
‑¿Que no
puedes leerlo? ‑respondió Cati‑‑ Yo sí que lo leo, pero lo que quiero es saber
por qué está ahí.
Linton soltó
una risotada, primera manifestación de alegría que daba.
‑No sabe leer
‑comunicó a su prima‑. Supongo que te asombrará saber que es un burro tan
grande.
‑¿Está bien de
la cabeza? ‑preguntó Catalina seriamente‑. Sólo le he hecho dos preguntas,
pero creo que no me entiende, y además me habla de un modo tal que tampoco le
entiendo yo.
Linton rió de
nuevo y miró despreciativamente a Hareton, que no pareció ofenderse por
ello.
‑¿Verdad que
todo es cuestión de pereza, Hareton? ‑dijo‑. Mi prima se imagina que eres un
idiota. Entérate de a lo que conduce despreciar los libracos, como tú
dices. ¿Has oído cómo pronuncia, Cati?
‑¿«Pa» qué
diablos necesito tener buena «pronuncia»? ‑respondió Hareton. Y siguió hablando
a su manera, con gran regocijo de mi señorita.
‑¿Y «pa» qué
diablos necesitas mencionar al diablo en esa frase? ‑dijo Linton haciéndole
burla‑. Papá te ha ordenado hablar correctamente, y no dices dos palabras sin
cometer una incorrección. Procura portarte como un
caballero.
‑Si no
tuvieras más de chica que de chico, te largaba un puñetazo ‑contestó el otro,
marchándose con el rostro encendido, ya que comprendía que le habían
afrentado y no acertaba a reaccionar de otra manera.
Heathcliff,
que lo había oído todo tan bien como yo, sonrió, mas enseguida miró con
animosidad a la pareja, que se había quedado hablando en el portal. El muchacho
se animaba al referir anécdotas relativas a Hareton. En cuanto a ella, celebraba
sus comentarios, sin reparar en que denotaban un espíritu perverso. Con todo
ello, yo empecé a aborrecer a Linton y me sentí inclinada a justificar el
desprecio que sentía su padre hacia él.
Estuvimos
hasta la tarde. El señor no salió de su habitación, y esta feliz
circunstancia impidió que notara nuestra larga ausencia. Mientras volvíamos
intenté explicar a la joven quiénes eran aquellos con los que habíamos
estado, pero a ella se le antojaba que mi prevención era
injusta.
‑Ya veo que le
das la razón a papá ‑me dijo‑. No eres justa. La prueba es que me has tenido
engañada todos estos años asegurándome que Linton vivía lejos de aquí.
Estoy muy incomodada, mas como por otro lado me siento muy satisfecha, no te
digo nada. Pero no hables mal de mi tío. Ten en cuenta que es mi pariente. Voy a
reñir a papá por no tratarse con él.
Hube de
renunciar a mi intento de disuadirla de su equivocación. No habló de la visita
aquella noche, porque no vio al señor Linton. Pero al día siguiente lo soltó
todo, y aunque por un lado esto me disgustaba, me complacía por otro pensar que
el señor acertaría a aconsejarla mejor que yo.
‑Papá ‑dijo
Cati después de saludarle‑, ¿a quién cree usted que vi ayer cuando salí de
paseo? Ya noto que usted se estremece. Claro, como no obró bien...
Escúcheme, y sabrá cómo he descubierto que usted y Elena me estaban
engañando diciéndome que Linton vivía muy lejos, a la vez que afectaban
complacerme cuando yo seguía hablando de él.
Narró lo
sucedido. El señor no dijo nada hasta que ella terminó, y sólo de vez en cuando
me miraba con expresión de reproche. Al final le preguntó si conocía las
razones por las que le había ocultado la proximidad de
Linton.
‑Porque usted
no quiere al señor Heathcliff -contestó ella.
‑¿De modo que
piensas, Cati, que me preocupan más mis sentimientos que los tuyos? No es que yo
no quiera al señor Heathcliff, sino que él no me quiere a mí. Además, es el
hombre más diabólico que ha existido, y se goza en dañar y arruinar a los que
odia aunque no le den motivos para ello. Yo sabía que no podías tratar a tu
primo sin tratarle a él, y me constaba que él te odiaría por ser hija mía.
Por eso y por tu propio bien procuré impedir que le vieses. Me proponía
explicártelo cuando fueras mayor, y lamento no habértelo dicho
antes.
‑El señor
Heathcliff se portó muy atentamente conmigo ‑insistió Cati‑ Me dijo que
puedo ver a mi primo cuando quiera, y que es usted quien no le ha perdonado que
él se casara con la tía Isabel. El tío está dispuesto a permitir que me trate
con Linton, y usted no.
Entonces el
amo le explicó, en breves frases, lo sucedido con Isabel y el procedimiento
por el que las «Cumbres» habían pasado a manos de Heathcliff. No se
extendió en muchos detalles, pero, por pocos que fueran, bastaban para
ilustrar a Cati, dada la animosidad con que los expresó su padre, que seguía
odiando a su enemigo, a quien consideraba como el causante de la muerte de la
señora, sentimiento que no le abandonaba jamás. La señorita Cati, que
era incapaz de hacer mal a nadie salvo pequeñas faltas de desobediencia,
quedó asombrada al oír explicar el carácter de aquel hombre capaz de prolongar
durante años enteros sus planes de venganza sin sentir remordimiento alguno. Tan
afectada nos pareció, que el señor creyó superfluo seguir hablando más. Y sólo
agregó:
‑Ya te diré
más adelante, hija mía, por qué deseo que no vayas a su casa. Ahora ocúpate de
tus cosas, y no pienses más en eso.
Cati dio un
beso a su padre, y luego dedicó, como siempre, dos horas a sus lecciones. Dimos
una vuelta por el parque y no hubo otra novedad. Pero a la noche, mientras
yo la ayudaba a desnudarse, empezó a llorar.
‑¿No le da
vergüenza, niña? ‑la recriminé‑. Si tuviera usted aflicciones de veras no
lloraría por una contrariedad tan insignificante. Figurese que su padre y
yo faltáramos y que usted se quedara sola en el mundo. ¿Qué sentiría usted
entonces? Compare lo que sufriría en un caso así con esta pequeña contrariedad,
y dará usted gracias a Dios, que le concede suficientes amigos lo bastante
buenos para no tener que suspirar por otros.
‑No lloro por
mí, Elena ‑respondió‑. Lloro por Linton, que me espera, y que tendrá mañana el
desengaño de no verme ir.
‑No se figure
‑repuse‑ que él piensa en usted tanto como usted en él. Ya tiene a Hareton
para hacerle compañía. Nadie en el mundo lloraría por dejar de tratar a un primo
al que ha visto dos veces en toda su vida. Linton comprenderá lo que ha pasado y
no se acordará más de usted.
‑Podía
escribirle una nota explicándole por qué no voy y mandarle unos libros que le he
prometido prestarle. ¿Por qué no hacerlo, Elena?
‑No
‑respondí‑, porque él entonces le contestarla a usted y sería el cuento de nunca
acabar. Hay que cortar las cosas de raíz, como lo ha mandado su
papá.
‑Pero una
notita... ‑dijo suplicante.
‑Nada de
notitas tajé‑. Acuéstese.
Me dirigió una
mirada tal, que me abstuve de besarla después de desearle buenas noches. La tapé
y salí muy disgustada. Pero, arrepintiéndome de mi dureza, volví para
rectificar, y la encontré sentada a la mesa escribiendo con un lápiz una nota
que escondió al verme entrar.
‑Voy a apagar
la bujía ‑dije‑. Y si le escribe usted, no encontrará quién le lleve la
carta.
Y apagué,
recibiendo, al hacerlo, un golpe en la mano y varias violentas recriminaciones
después de las cuales Cati se encerró con cerrojo en su cuarto. La carta, con
todo, fue terminada y enviada por un lechero que iba al pueblo. Pero yo no me
enteré hasta más adelante. Transcurrieron varias semanas, y Catalina
abandonó su actitud violenta. Tomó entonces la costumbre de ocultarse por los
rincones. Si, cuando estaba leyendo, me acercaba a ella, se sobresaltaba y
procuraba esconder el libro, pero no lo suficiente para que yo dejase de ver que
tenía papeles sueltos entre las hojas. Solía bajar temprano de mañana
a la cocina y andaba por allí como en espera de algo. Adquirió la costumbre de
echar la llave a un cajoncito que tenía en la biblioteca para su
uso.
Un día noté
que en el cajoncito, que en aquel momento estaba ella ordenando, en lugar
de las chucherías y los juguetes que eran su contenido habitual, había
numerosos pliegos de papel. La curiosidad y la sospecha me decidieron
a echar una ojeada a sus misteriosos tesoros. Aprovechando una noche en que ella
y el señor se habían acostado pronto, busqué entre mis llaves hasta hallar una
que valía para abrir aquel cajón, saqué cuanto había en él y me lo llevé a mi
cuarto. Como había supuesto, era una correspondencia procedente de Linton
Heathcliff. Las cartas de fecha más antigua eran tímidas y breves, pero las
sucesivas contenían encendidas frases de amor, que por su exaltada insensatez
‑parecían propias de un colegial, pero que mostraban ciertos rasgos que me
parecieron de mano mas experta. Algunas principiaban expresando
enérgicos sentimientos, y luego concluían de un modo afectado, tal como el que
emplearía un estudiante para dirigirse a una figura amorosa inexistente. No sé
lo que aquello le parecería a Cati, pero a mí me dio la impresión de una cosa
ridícula. Finalmente, las até juntas y volví a cerrar el
cajón.
Según tenía
por costumbre, la señorita bajó a la cocina muy temprano. Al llegar el muchacho
que traía la leche, mientras la criada la vertía en el jarrón, la señorita salió
y deslizó un papel en el bolsillo del jubón del rapaz, a la vez que recogía algo
de él. Dando un rodeo, atajé al chico, quien defendió esforzadamente la
integridad de su misiva. Pero al fin logré arrebatársela, y le hice irse
amenazándole con fieros males en caso contrario. Leí la carta de amor de
Cati.
Era mucho más
sencilla y más expresiva que las de su primo. Moví la cabeza y me volví
pensativa a casa. Como llovía, Catalina no bajó aquel día al parque. Al terminar
de estudiar, acudió a su cajón. Su padre estaba sentado a la mesa, leyendo. Yo
estaba arreglando unos flecos descosidos de la cortina de la
ventana.
Un pajaro que
hubiese hallado su nido vacío no hubiera, con sus trinos y su agitación,
manifestado más angustia que la de Cati al exclamar:
‑¡Oh!
Y su cara, que
un momento antes expresaba una perfecta felicidad, se alteró completamente.
El señor Linton levantó los ojos.
‑¿Qué te pasa,
hijita? ¿Te has lastimado?
Ella
comprendió que su padre no era el descubridor del tesoro
escondido.
‑No ‑repuso‑.
Elena, ven arriba conmigo. Me encuentro indispuesta.
La
acompañé.
‑Tú las has
cogido, Elena ‑me dijo, cayendo arrodillada delante de mí‑. Devuélvemelas y
no lo digas a papá, y no volveré a hacerlo. ¿Se lo has dicho a papá,
Elena?
‑Ha ido usted
muy lejos, señorita Cati ‑dije severamente‑. ¡Debía darle vergüenza! ¡Y
vaya una hojarasca que lee usted en sus ratos de ocio! ¡Si parecen cuartillas
destinadas a los periódicos! ¡Qué dirá el señor cuando se lo enseñe! No lo he
hecho aún, pero no se figure que guardaré el secreto. Y el colmo es que ha
debido usted ser la que empezó, porque a él creo que no se le hubiera ocurrido
nunca.
‑No es verdad
‑respondió Cati sollozando con desconsuelo‑. No había pensado en amarle
hasta que...
‑¡Amarle!
‑exclamé, subrayando la palabra con tanto desdén como me fue posible‑. Es
como si yo amase al molinero que una vez al año viene a comprar el trigo. ¡Si no
ha visto usted cuatro horas a Linton, sumando las dos veces! Ea, voy a llevar a
su padre estas bobadas, y ya verernos lo que él opina de ese amor.
Ella dio un
salto para coger su correspondencia, pero yo la mantuve levantada sobre mi
cabeza. Me suplicó frenéticamente que la quemase o hiciera con ella lo que
quisiera menos enseñarla a su padre. Como a mí todo aquello me parecía una
puerilidad, y estaba más cerca de reírme que de reprochárselo, cedí, no sin
preguntarle previamente:
‑Si las quemo,
¿me promete usted no volver a mandar ni a recibir cartas, ni libros, ni
rizos de cabello, ni anillos, ni juguetes?
‑No nos
enviamos juguetes ‑exclamó.
‑Ni nada,
señorita. Si no me lo promete, hablaré a su papa.
‑Te lo
prometo, Elena ‑me dijo‑. Échalas al fuego...
Mas, al
hacerlo, ello le resultó tan doloroso, que me rogó que guardase una o dos
siquiera. Yo comencé a echarlas a la lumbre.
‑¡Oh, cruel!
Quiero siquiera una ‑dijo, metiendo la mano entre las llamas, y sacando un
pliego medio chamuscado, no sin menoscabo de sus
dedos.
‑Entonces,
también yo quiero algunas para enseñárselas a su papá ‑repliqué,
envolviendo las demás en el pañuelo, y dirigiéndome a la
puerta.
Arrojó al
fuego los trozos medio quemados y me incitó a consumar el holocausto. Cuando
estuvo terminado, removí las cenizas y las sepulté bajo una paletada de
carbón. Se fue ofendidísima a su cuarto sin decir palabra. Bajé y dije al amo
que la señorita estaba mejor, pero que era preferible que reposase un poco. Cati
no bajó a comer, ni reapareció hasta la hora del té. Estaba pálida y
tenía los ojos hinchados, pero se mantenía serena. Cuando a la mañana
siguiente llegó la carta acostumbrada la contesté con un trozo de papel en
el que escribí: «Se suplica al señor Linton que no envíe más cartas a la
señorita Cati, porque ella no las recibirá.» Y desde aquel momento el muchachito
venía siempre con los bolsillos vacíos.
Acabó el
verano y vino el otoño. Pasó el día de san Miguel y aún algunos de nuestros
campos no estaban segados. El señor Linton solía ir a presenciar la siega
con su hija. Un día permaneció en el campo hasta muy tarde, y como hacía frío y
humedad, cogió un catarro que le tuvo recluido casi todo el
invierno.
Cati estaba
entristecida y sombría desde que su novela de amor había tenido aquel
desenlace. Su padre dijo que le convenía leer menos y moverse más. Ya que él no
podía acompañarla, determiné sustituirle yo en lo posible. Pero sólo podía
destinar a ello dos horas o tres al día y, ademas, mi companía no le
agradaba tanto como la de su padre.
Una tarde ‑era
a principios de noviembre o fines de octubre y las hojas caídas tapizaban los
caminos, mientras el frío cielo azul se cubría de nubes que auguraban una
fuerte lluvia rogué a mi señorita que renunciásemos por aquel día al paseo.
Pero no quiso, y tuve que acompañarla hasta el fondo del parque, paseo casi
maquínal que ella solía dar cuando se sentía de mal humor. Y esto sucedía
siempre que su padre se encontraba peor que lo corriente, aunque nunca nos lo
confesaba. Pero nosotras lo notábamos en su aspecto. Ella andaba sin alegría y
no retozaba como antiguamente. A veces se pasaba la mano por la mejilla, como si
se limpiase algo. Yo buscaba a mi alrededor alguna cosa que la distrajera. A un
lado del camino erguíase una pendiente donde crecían avellanos y robles cuyas
raíces salían de tierra. Como el suelo no podía resistir su peso más que a
duras penas, algunos se habían inclinado de tal modo por efecto del viento,
que estaban en posición casi horizontal. Cuando Cati era más niña, solía
subirse a aquellos troncos, se sentaba en las ramas, y se columpiaba en ellas a
más de veinte pies por encima del suelo. Yo la reprendía siempre que la
veía así, pero sin resolverme a hacerla bajar. Y allí permanecía largas
horas, mecida por la brisa, cantando antiguas canciones que yo le había
enseñado y distrayéndose en ver cómo los pájaros anidados en las mismas ramas
alimentaban a sus polluelos y les incitaban a volar. Y así, la
muchacha se sentía feliz.
‑Mire,
señorita ‑dije‑, debajo de las raíces de ese árbol hay aún una campanilla azul.
Es la última que queda de tantas como había en julio, cuando las praderas
estaban cubiertas de ellas como de una nube de color violáceo. ¿Quiere
usted cogerla para mostrársela a su papá?
Cati miró
mucho rato la solitaria flor y después repuso:
‑No, no quiero
arrancaría. Parece que está triste, ¿verdad, Elena?
‑Sí ‑repuse‑.
Tan triste como usted. Tiene usted pálidas las mejillas. Déme la mano y echemos
a correr. ¡Pero qué despacio anda, señorita! Casi marcho más deprisa
yo.
Ella continuó
andando lentamente. A veces se paraba a contemplar el césped, o algún hongo que
se destacaba, amarillento, entre la hierba. Y en ocasiones se pasaba la mano por
el rostro.
‑¡Oh, querida
Catalina! ¿Está usted llorando? ‑dije acercándome a ella y poniéndole la mano en
un hombro‑. No se disguste usted, señorita. Su papá está ya mucho mejor de
su resfriado. Debe agradecer a Dios que no sea una enfermedad
peor.
‑Ya verás como
será algo peor ‑contestó‑. ¿Qué haré cuando papá y tú me abandonéis y me
encuentre sola? No he olvidado aquellas palabras que me dijiste una vez, Elena.
¡Qué triste me parecerá el mundo cuando papá y tú hayáis
muerto!
‑No se puede
asegurar que eso no le suceda antes a usted ‑dije‑. No se debe predecir la
desgracia. Supongo que pasarán muchos años antes de que faltemos los dos.
Su papá es joven, y yo no tengo más que cuarenta y cinco años. Mi madre vivió
hasta los ochenta. Suponga que el señor viva sólo hasta los sesenta, y ya ve si
quedan años, señorita. Es una tontería lamentarse de una desgracia con
veinte años de anticipacion.
‑La tía Isabel
era más joven que papa ‑respondió Cati con la esperanza de que yo la consolase
otra vez.
‑A la tía
Isabel no pudimos asistirla nosotros ‑expliqué‑. Además no fue tan feliz
como el señor, y no tenía tantos motivos para vivir. Lo que usted debe
hacer es cuidar a su padre y evitarle todo motivo de disgusto. No le voy a
ocultar que conseguiría usted matarle si obrase como una insensata y siguiera
enamorada del hijo de un hombre que desea ver al amo en la tumba, y se
manifestase contrariada por una separación que él le impuso con sobrada
razón.
‑Lo único que
me contraría en el mundo es la enfermedad de papá ‑dijo Cati. Es lo único
que me interesa. Mientras yo tenga uso de razón no haré ni diré nunca nada
que pueda disgustarle. Le quiero más que a mi misma, Elena, y todas las
noches rezo para no morir antes que él, por no darle ese disgusto. Ya ves si le
quiero.
‑Habla usted
muy bien ‑le dije‑. Pero procure demostrarlo con hechos, y cuando él se
haya restablecido, no olvide la resolución que ha adoptado usted en este momento
en que está preocupada por su salud.
Entretanto,
nos acercábamos a una puerta que comunicaba con el exterior de la finca. Mi
señorita trepó alegremente a lo alto del muro para coger algunos rojos
escaramujos que adornaban los rosales silvestres que daban sombra al
camino. Al inclinarse, para alcanzarlos, se le cayó el sombrero. Como la puerta
estaba cerrada, saltó ágilmente. Pero el volver a encaramarse no fue tan
sencillo. Las piedras eran lisas y no había hendidura entre ellas y las
zarzas dificultaban la subida. Yo no me acordé de ello hasta que le oí decir,
riendo:
‑Elena, no
puedo subir. Vete a buscar la llave, o tendré que dar la vuelta a toda la
tapia.
‑Aguarde un
momento ‑dije‑, que voy a probar las llaves de un manojo que llevo en el
bolsillo. Si no, iré por la llave a casa.
Mientras yo
probaba todas las llaves sin resultado, Catalina bailaba y saltaba delante de la
puerta. Ya me preparaba yo a ir a buscar la llave, cuando sentí el trote de
un caballo. Cati cesó de saltar, y yo sentí que el caballo se
detenía.
‑¿Quién es?
‑pregunté.
‑Abre la
puerta, Elena ‑murmuró Cati con ansiedad.
Una voz grave,
que supuse que era la del jinete, dijo:
‑Me alegro de
encontrarla, señorita Linton. Tengo que hablar con usted. Hemos de tener una
explicación.
‑No quiero
hablar con usted, señor Heathcliff ‑contestó Cati. Papá dice que es usted un
hombre malo y que nos aborrece, y Elena opina lo mismo.
‑Eso no tiene
nada que ver ‑oí decir a Heathcliff‑. Sea como sea, yo no aborrezco a mi hijo, y
a él me refiero. ¿No solía usted escribirse con él hace unos meses? ¿De modo que
jugaban a hacerse el amor? Merecen ustedes dos una buena paliza, y en especial
usted, que es la de más edad y la menos sensible de ambos. Yo he cogido sus
cartas, y si no se pone usted en razón se las mandaré a su padre.
Usted se cansó del juego y abandonó a Linton, ¿eh? Pues entérese de que le
abandonó en plena desesperación. Él tomó aquello en serio, está enamorado de
usted y, por mi vida, que le aseguro que se muere, y no metafóricamente, sino
muy en realidad. ¡Ni Hareton tomándole el pelo seis semanas seguidas, ni yo con
las medidas más enérgicas que pueda usted imaginarse, hemos logrado nada! Como
usted no le cure, antes del verano se habrá muerto.
‑No engañe tan
descaradamente a la pobrecita ‑grité yo desde dentro‑. Haga el favor de
seguir su camino. ¿Cómo puede mentir así? Espere, señorita Cati, que voy a
saltar la cerradura con una piedra. No crea todos esos disparates. Comprenda que
es imposible que haya quien se muera de amor por una
desconocida.
‑No sabía que
hubiera escuchas ‑murmuró el malvado al sentirse descubierto‑. Mi querida
Elena, ya sabes que te estimo, pero no puedo con tus chismorreos. ¿Cómo te
atreves a engañar a esta pobre niña diciendo que la aborrezco e inventando
cuentos de miedo para que tome horror a mi casa? Vaya, Catalina Linton,
aproveche el que toda esta semana estaré fuera de casa y vaya a ver si he
mentido o no. Póngase en el lugar de él, y piense lo que sentiría si su
indiferente enamorada rehusara consolarle por no darse un pequeño paseo. No
cometa ese error. ¡Le juro que va derecho a la tumba, y que sólo puede
usted salvarle! ¡Se lo aseguro por mi salvación!
La cerradura
saltó, y yo salí.
‑Te juro que
Linton está muriéndose ‑dijo Heathcliff mirándome con dureza‑. Y el dolor y
la decepción están apresurando su muerte, Elena. Si no quieres dejar ir a la
muchacha, vete tú y lo verás. Yo no vuelvo hasta la semana que viene. Ni
siquiera tu amo se opondrá a lo que digo.
‑¡Entre! ‑dije
a Cati, cogiéndola por un brazo. Ella le miraba conturbadísima, incapaz de
discernir la falsedad de su interlocutor a través de la severidad de sus
facciones.
Él se acercó a
ella, y dijo:
‑Si he de ser
sincero, señorita Catalina, yo cuido muy mal a Linton, y José y Hareton peor
aún. No tenemos paciencia... Él está ansioso de ternura y cariño y las
dulces palabras de usted serian su mejor medicina. No haga caso de los consejos
de la señora Dean. Sea generosa y procure verle. Él se pasa el día y la noche soñando con usted y
creyendo que le odia puesto que se niega a visitarle.
Yo cerré la
puerta, apoyé una gruesa piedra contra ella, abrí mi paraguas, pues comenzaba a
llover, y cubrí con él a la señorita. Volvimos tan deprisa a casa que no tuvimos
ni tiempo de hablar de Heathcliff. Pero adiviné que el alma de Cati quedaba
ensombrecida. En su triste semblante se notaba que había creído cuanto él había
dicho.
Cuando
llegamos, el señor se había retirado a descansar. Cati entró en su
habitación y vio que dormía profundamente. Entonces volvió y me pidió que
le acompañara a la biblioteca. Tomamos juntas el té, luego ella se sentó en la
alfombra y me rogó que no le hablase, porque se sentía extenuada. Cogí un libro
y fingí leerlo. En cuanto ella creyó que yo estaba entregada a la lectura empezó
a llorar. La dejé que se desahogara un poco, y luego le reproché el que
creyese en las afirmaciones de Heathcliff. Pero tuve la desventura de no lograr
convencerla, ni contrarrestar en nada las palabras de aquel
hombre.
‑Acaso tengas
razón, Elena ‑‑dijo la joven‑, pero no me sentiré tranquila hasta cerciorarme de
ello. Es necesario que haga saber a Linton que si no le escribo no es por
culpa mía, y que no han cambiado mis sentimientos hacia
él.
Habría sido
inútil insistir. Aquella noche nos separamos incomodadas, pero al otro día
ambas caminábamos hacia las «Cumbres». Yo me había determinado a ceder, con la
remota esperanza de que el propio Linton nos manifestaría que aquella estúpida
historia carecía de fundamento.
A la noche
lluviosa siguio una mañana de niebla, con escarcha y una ligera llovizna.
Arroyos impro-visados descendían de las colinas, dificultando nuestro
camino. Yo, mo)ada y furiosa, estaba muy a punto de sacar partido de cualquier
circunstancia que favoreciese mi opinión. Entramos por la cocina, a fin de
asegurarnos que era verdad que el señor Heathcliff estaba ausente, pues yo no
creía nada de cuanto decía.
José se
hallaba sentado. A su lado crepitaba el fuego, sobre la mesa a que estaba
instalado había un enorme vaso de cerveza rodeado de gruesas rebanadas de torta
de avena, y en la boca tenla su negra pipa. Cati se acercó a la lumbre para
calentarse. Cuando pregunté al viejo si estaba el amo, tardó tanto en
responderme, que tuve que repetírselo, temiendo que se hubiera quedado
sordo.
‑¡No está!
‑rezongó‑. Así que te puedes volver por donde has venido.
‑¡José! ‑gritó
una voz desde dentro‑. Llevo un siglo llamándote. Vamos, ven, no queda
fuego.
José se limitó
a aspirar mas vigorosamente el humo de su pipa y a contemplar insistentemente la
lumbre. La criada y Hareton no aparecían por parte alguna.
Como
reconocimos en el que llamaba la voz de Linton, entramos en su
habitación.
‑¡Así te
mueras abandonado en un desván! ‑prorrumpió el muchacho creyendo, al sentir
que nos acercábamos, que nuestros pasos eran los de
José.
Y al ver que
se había confundido, se turbó. Cati corrió hacia él.
‑¿Eres tú,
Cati? ‑dijo él, levantando la cabeza del respaldo del sillón en que estaba
sentado‑. No me abraces tan fuerte, porque me ahogas. Papá me dijo que
vendrías a verme. Cierra la puerta, haz el favor. Esas odiosas gentes no
quieren traer carbón para el fuego. ¡Y hace tanto
frío!
Yo misma llevé
el carbón y revolví el fuego. Linton se quejó de que le cubría de ceniza, pero
tosía de tal modo y parecía tan enfermo, que no me atreví a reprenderle por su
desagradecimiento.
‑¿Te agrada
verme, Linton? ¿Puedo serte útil en algo? ‑preguntó Cati.
‑¿Por qué no
viniste antes? ‑repuso él‑. Debiste venir en vez de escribirme. No sabes cuánto
me cansaba escribiendo aquellas largas cartas. Hubiera preferido hablar
contigo. Ahora ya no estoy ni para hablar, ni para nada. ¿Y Zillah? ¿Quiere
usted, Elena, ver si está en la cocina?
Yo no me
hallaba muy dispuesta a obedecerle, tanto más cuanto que ni siquiera me había
agradecido el arreglarle el fuego, y respondí:
‑Allí está
José únicamente.
‑Tengo sed
‑dijo Linton‑. Zillah no hace mas que escaparse a Gimmerton desde que mi padre
se fue. ¡Es una miserable! Y tengo que bajar aquí, porque si estoy arriba no me
hacen caso cuando les llamo.
‑¿Su padre se
cuida de usted, señorito? ‑pregunté.
‑Por lo menos,
hace que los demás me atiendan ‑‑‑contestó‑. ¿Sabes, Cati? Aquel animal de
Hareton se burla de mí. Le odio a él y a todos éstos. Son
odiosos.
Cati tomó un
jarro de agua que halló en el aparador y llenó un vaso. Él le rogó que añadiese
una cucharada de vino de una botella que había encima de la mesa, y después
de beber se mostró más amable.
‑¿Estás
satisfecho de verme? ‑volvió a preguntar la joven, animándose al ver en el
rostro de su primo un esbozo de sonrisa.
‑Sí. Es muy
agradable oír una voz como la tuya. Pero papá me afirmaba que no venias porque
no me querías, y esto me disgustaba. Él me acusaba de ser un hombre
despreciable y me afirmaba que de haberse hallado él en mi lugar, sería a
estas horas el amo de la «Granja»... Pero., ¿verdad que no me desprecias,
Cati?
‑¿Yo? ‑repuso
ella‑. Después de papá y a Elena, te quiero más que a nada en el mundo. Pero no
tengo simpatía al señor Heathcliff y cuando él esté aquí no vendré. ¿Pasará
fuera muchos días?
‑Muchos, no...
Pero suele irse a los pantanos desde que empezó la temporada de caza, y tú
podrías estar conmigo una hora o dos cuando esté ausente. Anda,
prométemelo. Procuraré no ser molesto para contigo. Tú no me ofenderás y no
te disgustará atenderme, ¿verdad?
‑No ‑afirmó la
joven, acariciándole la cabeza‑. Si papá me lo permitiera, pasaría la mitad del
tiempo contigo. ¡Qué guapo eres! Me gustaría que fueras mi
hermano.
‑¿Me querrías
entonces tanto como a tu padre? ‑dijo él, más animado‑. El mío me dice que si
fueras mi esposa me amarías más que a nadie en el mundo, y por eso quisiera que
estuviésemos casados.
‑Más que a mi
padre, no es posible ‑aseguró ella gravemente‑. A veces los hombres odian a sus
mujeres, pero nunca a sus padres y hermanos. Así que si fueras mi hermano
vivirias siempre con nosotros y papá te querría tanto como a mí
misma.
Linton negó
que los esposos odien a sus mujeres, pero ella insistió en que sí, y como prueba
citó la antipatía que el padre de Linton había mostrado hacia la tía Isabel. Yo
intenté cambiar de conversación, mas antes de conseguirlo, Catalina ya
había soltado todo lo que sabía al respecto. Linton, enfadado, aseguró que
aquello no era cierto.
‑Mi padre me
lo contó, y él no miente ‑contestó ella. ‑
‑Mi padre
desprecia al tuyo y asegura que es un imbécil ‑replicó
Linton.
‑El tuyo es un
malvado ‑aseveró Cati‑. No sé cómo eres capaz de repetir sus palabras. ¡Muy malo
debe de haber sido cuando obligó a tía Isabel a
abandonarle!
‑¡No me
contradigas, Cati! Ella no le abandonó.
‑¡Sí le
abandonó! ‑insistió la joven. .
‑Pues mira
‑dijo Linton‑. Tu madre no amaba a tu padre, ¿sabes?
‑¡Oh! ‑exclamó
Cati furiosa.
‑¡Y amaba a mi
padre!
‑¡Embustero!
¡Te odio! ‑gritó ella encolerizada.
‑¡Le amaba!
‑repitió Linton, arrellanándose en su sillón, malignamente complacido de la
agitación de su prima.
‑Cállese,
señorito ‑intervine‑. ¡Eso es un cuento de su padre!
‑No es un
cuento ‑replicó él‑. Sí, Cati, le amaba, le amaba, le
amaba...
Cati, fuera de
sí, dio un violento empellón a la silla, y él cayó sobre su propio brazo. Le
acometió un acceso de tos, que duró tanto que me asustó a mí misma. Cati
rompió a llorar con pena, pero no dijo nada. Linton, cuando dejó de toser,
quedó en silencio mirando a la lumbre. Cati, a su vez, cesó de llorar y se sentó
al lado de su primo.
‑¿Cómo se
siente ahora, señorito? ‑le pregunté, pasado un rato.
‑¡Ojalá se
encontrara ella como yo! ¡Qué cruel es y qué implacable! Hareton no me pega
nunca. Y hoy, que yo me encontraba mejor... ‑replicó él, terminando por
prorrumpir en llanto.
‑No te he
pegado ‑contestó Catalina, mordiéndose los labios para
contenerse.
Él gimoteó y
suspiró. Se notaba que lo hacía adrede para aumentar la aflicción de su
prima.
‑Lamento
haberte hecho daño, Linton ‑dijo ella, al fin, traspasada de pena‑, pero a mí un
empellón como aquél no me hubiera lastimado, y creí que a ti tampoco. ¿Te duele?
No quiero volver a casa con el pensamiento de haberte hecho daño. ¡Contéstame!
‑No puedo
‑respondió el joven‑. Tú no sabes lo que es esta tos, porque no la tienes. No me
dejará dormir en toda la noche. Mientras tú descanses tranquilamente yo me
ahogaré, aquí solo. No sabes las noches que paso.
Y el muchacho,
empezó a gemir, tanta era la pena que le inspiraban sus propios
sufrimientos.
‑No será la
señorita quien vuelva a molestarle ‑‑dije yo‑. Si no hubiese venido, no habría
perdido usted nada. Pero no volverá a importunarle, estése
tranquilo...
‑¿Quieres que
me vaya, Linton? ‑preguntó Catalina.
‑No puedes
rectificar el mal que me has hecho ‑replicó él‑‑‑. ¡A no ser que quieras
seguir molestándome hasta producirme calentura!
‑Entonces, ¿me
voy?
‑Por lo menos,
déjame solo. No puedo ahora hablar contigo.
Cati se
resistía a marcharse, pero, al fin, como él no le contestaba, cedió a mis
instancias y se dirigió hacia la puerta seguida por mí. Pero antes de que
llegáramos, oímos un grito que nos hizo volver. Linton se había dejado caer
de su silla y se retorcía en el suelo. Era una simple chiquillada de niño mal
educado, que quiere molestar todo lo posible. Comprendí por este detalle cuál
era su carácter y la locura que sería tratar de complacerle. En cambio, la
señorita se aterrorizó y, deshecha en llanto, trató de consolarle. Pero él no
dejó de retorcerse y gritar hasta que le faltó la
respiración.
‑Mire ‑le
dije‑, voy a levantarle y a sentarle en la silla, y allí retuérzase cuanto
quiera. No podemos hacer otra cosa. Ya se habrá usted convencido, señorita Cati,
de que no se convienen ustedes mutuamente, y que la falta de usted no es lo que
tiene enfermo a su primo. Ea, ya está... Ahora, cuando él sepa que no hay nadie
para hacer caso de sus caprichos, se tranquilizará solo.
Cati le puso
una almohada bajo la cabeza y le ofreció agua. Él la rechazó y empezó a hacer
dengues sobre la almohada, cual si fuese incómoda como una piedra. Cati
quiso arreglársela bien.
‑Esta no es
bastante alta ‑dijo el muchacho‑. No me sirve.
Cati puso otra
sobre la primera.
‑¡Ahora queda
alta en exceso! ‑murmuró el caprichoso joven.
‑Entonces,
¿qué hago? ‑dijo ella, desesperada.
Linton se
inclinó hacia Cati, que se había arrodillado a su lado, y descansó la cabeza
sobre el hombro de la joven.
‑No, eso no es
posible ‑intervine yo‑. Conténtese con la almohada, señorito Heathcliff. No
podemos entretenernos más aquí.
‑Sí podemos
‑repuso la joven‑‑‑. Ahora va a ser bueno ya. Estoy pensando en que me sentiré
más desdichada que él esta noche si me voy con la idea de haberle
perjudicado. Dime la verdad, Linton. Si mi visita te ha perjudicado,
no debo volver.
‑Ahora debes
venir para curarme ‑alegó él‑, ya que me has puesto peor de lo que estaba cuando
viniste.
‑Yo no he sido
la única culpable ‑contestó la muchacha‑. Has sido tú con tus arrebatos y
tus llantos. Vaya, seamos amigos. ¿Quieres de verdad volver a
verme?
‑¡Ya te he
dicho que sí! ‑replicó el muchacho con impaciencia‑. Siéntate y déjame que me
recueste en tu regazo. Mamá lo hacía así cuando estábamos juntos. Estáte quieta
y no hables, pero canta o recítame alguna balada, o cuéntame un
cuento.
Cati recitó la
balada más larga que recordaba. Aquello les agradó mucho a los dos. Linton le
pidió luego que recitase otra, y otra después, y así siguió la cosa hasta
que el reloj dio las doce, y oímos regresar a Hareton, que venía a
comer.
‑¿Vendrás
mañana, Cati? ‑preguntó él cuando la joven, contra su voluntad, empezaba a
levantarse para irse.
‑No ‑repuse
yo‑; ni mañana, ni pasado.
Mas ella
opinaba lo contrario, sin duda, a juzgar por la expresión que puso Linton cuando
ella se inclinó para hablarle al oído.
‑No volverá
usted, señorita ‑le dije‑. No se le ocurrirá semejante cosa. Mandaré arreglar la
cerradura para que no pueda usted escaparse.
‑Puedo saltar
por el muro ‑repuso ella, bromeando‑. Elena, la «Granja» no es una prisión,
ni tú un carcelero. Tengo ya diecisiete años y soy una mujer. Y Linton se
repondría seguramente si yo le cuidara. Tengo más edad y más juicio que él, no
soy tan niña. Él hará lo que yo le diga si le mimo un poco. Cuando se porta
bien, es adorable. ¡Cuánto me gustaría que viviera en casa! Una vez
acostumbrados el uno al otro no reñiríamos nunca. ¿No te agrada Linton,
Elena?
‑¿A mí? ¡Es el
chico más insoportable que he visto en mi vida! Menos mal que no llegará a
cumplir veinte años, según dijo el mismo señor Heathcliff. Mucho dudo de que
llegue ni a la primavera. Y no creo que su familia pierda nada porque se muera.
Hemos tenido suerte con que no se quedara en casa. Cuanto mejor le hubiéramos
tratado, más pesado y más egoísta se hubiera vuelto. Celebro mucho,
señorita, que no haya ninguna posibilidad de que llegue a ser su
marido.
Mi compañera
se puso seria al oírme, ofendida de que hablase con tanta frialdad de la muerte
de su primo.
‑Es más joven
que yo ‑repuso‑ y lógicamente debiera vivir más, o por lo menos tanto como
yo. Está ahora tan fuerte como cuando llegó. Y si dices que papá se pondrá
bueno, ¿por qué no es posible que también él mejore de su
dolencia?
‑No hablemos
más ‑repuse‑. Si usted se propone volver a «Cumbres Borrascosas», se lo diré al
señor y si él lo autoriza, acordes. Si no, no se renovará la amistad con su
primo.
‑Ya se ha
renovado ‑argumentó Cati.
‑Pero no
continuará.
‑Ya veremos
‑replicó.
Y espoleando a
la jaca, Catalina partió al galope, obligándome a apresurarme para
alcanzarla.
Llegamos poco
antes de comer. El señor, creyendo que veníamos de pasear por el parque, no nos
pidió explicaciones. En cuanto entré me cambié de zapatos y medias, ya
que tenía empapados unos y otras, pero la mojadura había producido su efecto, y
a la mañana siguiente tuve que guardar cama, en la que permanecí tres
semanas seguidas, lo que no me había ocurrido antes, ni gracias a Dios me ha
vuelto a suceder.
Cati me cuidó
tan solícita y cariñosamente como un ángel. Quedé muy abatida por el prolongado
encierro, que es lo peor que puede sucederle a un temperamento activo. Cati
dividía su tiempo entre el cuarto del señor y el mío. No tenía diversión alguna,
no estudiaba, ni apenas comía, consagrada a cuidarnos como la más abnegada
enfermera. ¡Muy buen corazón debía de tener, cuando tanto se ocupaba
de mí y tanto quería a su padre! Ahora bien, el señor se acostaba temprano, y yo
después de las seis no tenía necesidad de nada, de modo que a Cati le
sobraban las horas siguientes al té. Yo no adiviné lo que la pobrecita
hacía después de esa hora. Y cuando venía a darme las buenas noches, y notaba el
vivo color de su mejillas, nunca se me ocurrió que la causa de ello fuera,
no el fuego de la biblioteca, como suponía, sino una larga carrera por la
campiña.
CAPÍTULO
XXIV
A las tres
semanas principié a salir de mi habitación y a andar por la casa. La primera
noche, pedí a Cati que me leyese alguna cosa, porque yo sentía fatigada la vista
después de la dolencia. Estábamos en la biblioteca, y el señor se había
acostado ya. Notando que Cati cogía mis libros como a disgusto, le dije que
eligiese ella misma entre los suyos el que quisiese. Lo hizo así y leyó durante
una hora, pero después empezó a interrumpir la lectura con frecuentes
preguntas:
‑¿No estás
cansada, Elena? ¿No valdría más que te acostaras? Vas a recaer si estás tanto
tiempo en pie.
‑No estoy
cansada, querida ‑contestaba yo.
Viéndome
imperturbable, recurrió a otro método para hacerme comprender que no tenía ganas
de leerme nada. Bostezó y me dijo:
‑Estoy
fatigada, Elena.
‑No lea más.
Podemos hablar un rato ‑respondí.
Aquel remedio
fue peor. La joven estaba impaciente y no hacía más que mirar el reloj. Al fin,
a las ocho, se fue a su alcoba, rendida de sueño, según me dijo. A la noche
siguiente la escena se repitió, aumentada, y al tercer día me dejó
pretextando dolor de cabeza. Empezó a extrañarme aquello, y resolví ir a
buscarla a su aposento y aconsejarla que se estuviese conmigo, ya que si se
sentía fatigada podía tenderse en el diván. Pero en su habitación no
encontré rastro alguno de ella. Los criados me dijeron que no la habían
visto. Escuché junto a la puerta del señor. El silencio era absoluto. Volví
a su habitación, apagué la luz y me senté junto a la
ventana.
Brillaba una
luna espléndida. Una ligera capa de nieve cubría el suelo. Pensé que acaso la
joven habría resuelto bajar a tomar el aire al jardín. Al ver una figura que se
deslizaba junto a la tapia creí que era la señorita, pero cuando salió de
las sombras reconocí a uno de los criados. Durante un rato miró la
carretera, después salió de la finca y volvió a aparecer llevando de la brida a
Minny. La señorita iba a su lado. El
criado condujo cautelosamente la jaca a la cuadra. Cati entró por la ventana del
salón y subió sigilosamente a la alcoba. Cerró la puerta y se quitó el
sombrero. Cuando estaba despojándose del abrigo, yo me levanté de
pronto. Al verme, la sorpresa la dejó inmóvil.
‑Mi querida
señorita ‑le dije, aunque me sentía tan agradecida por lo bien que me había
cuidado que me faltaban las fuerzas para reprenderla‑. ¿Adónde ha ido
usted a estas horas? ¿Por qué se empeñó en engañarme? Dígame dónde ha
estado.
‑No he ido más
que hasta el final del parque ‑me aseguró.
‑¿No ha ido a
otro sitio?
‑No.
‑¡Oh,
Catalina! ‑exclamé disgustada‑. Bien sabe usted que ha obrado mal, porque de lo
contrario no me diría esa mentira. No sabe cuánto me afecta. Preferiría
estar tres meses enferma, que oírle decir una cosa
falsa.
Se acercó a mí
y me abrazó.
‑No te
molestes, Elena ‑me dijo‑. Te lo contaré todo. No sé
mentir.
Le prometí que
no la reñiría, y nos sentamos junto a la ventana. Ella.empezó su
relato.
‑Desde que
enfermaste, Elena, he ido diariamente a «Cumbres Borrascosas», excepto tres días
antes y dos después de haber salido tú de tu cuarto. A Miguel le soborné
para que me sacase a Minny de la
cuadra todas las noches, dándole estampas y libros. No le reñirás a él
tampoco, ¿eh? Solía llegar a las «Cumbres» a las seis y media y me estaba
dos horas. Luego volvía a casa galopando. No creas que era una diversión: más
bien me he sentido desgraciada allí en muchas ocasiones. Si me he sentido
feliz una vez cada semana, ha sido todo lo más. Como el primer día que te
quedaste en cama yo había quedado con Linton en volver a verle, aproveché la
oportunidad. Pedí a Miguel la llave del parque, asegurándole que tenía que
visitar a mi primo, ya que él no podía venir porque ello no le agradaba a
papá. ‑Después hablamos de lo de la jaca, y le ofrecí libros, sabiendo que es
aficionado a leer. No puso muchas dificultades en complacerme, porque, además,
piensa despedirse pronto. Como se casa...
»Cuando llegué
a las «Cumbres», Linton se alegró. Zillah, la criada, arregló la habitación y
encendió un buen fuego. Nos dijo que José estaba en la iglesia y que Hareton se
dedicaba a andar con los perros por los bosques (y, según me enteré
después, a apoderarse de nuestros faisanes), de modo que nos encontrábamos
libres de estorbos. Zillah me trajo vino y bollos. Linton y yo nos sentamos al
fuego y pasamos el tiempo riendo y charlando. Estuvimos planeando los sitios a
que iríamos en verano... Bueno, no te hablo de esto, porque dirás que son
bobadas.
»A poco
renimos a propósito de nuestras distintas opiniones. Él me aseguró que lo mejor
para pasar un día de julio era estar tumbado de la mañana a la noche entre los
matorrales del campo, mientras las abejas zumban alrededor, las alondras cantan
y el sol brilla en un cielo claro. Eso constituye para él el ideal de la dicha.
El mío consistía en columpiarse en un árbol florido, mientras sopla el
viento del Oeste, y por el cielo corren nubes blancas. Y Cantan, además de
las alondras, los mirlos, los jilgueros y los cuclillos. A lo lejos se ven
los pantanos, entre los que se destacan arboledas umbrosas, y la hierba
tiembla bajo el soplo de la brisa, y los árboles y las aguas murmuran,
y la alegría reina por doquier. Él aspiraba a verlo todo sumido en la paz, yo en
una explosión de júbilo. Le argumenté que su cielo parecería medio dormido, y él
respondió que el mío medio borracho. Le dije que yo me dormiría en su paraíso, y
él respondió que se marearía en el mío. Al fin resolvimos que probaríamos ambos
sistemas, nos besamos y quedamos amigos.
»Pasamos
sentados cosa de una hora, y luego pensando yo que podíamos jugar en aquel
salón tan amplio si quitábamos la mesa, se lo dije a Linton, proponiéndole jugar
a la gallina ciega (como he hecho contigo a veces, ¿te acuerdas, Elena?) y
llamar a Zillah para que se divirtiese con nosotros. Él no quiso, pero
accedió a que jugásemos a la pelota. En un armario lleno de juguetes
viejos, encontramos dos. Una tenía marcada una C y otra una H, y yo quería
la C, porque significaba Catalina, pero él no quiso la otra porque se le salía
el embutido por las costuras. Le gané siempre, se puso de mal humor y volvió a
sentarse. Le canté dos o tres canciones de las que tú me has enseñado, y recobró
el buen humor. Al irme me rogó que volviese al día siguiente, y se lo prometí.
Monté en Minny y regresamos veloces
como el viento. Pasé la noche soñando en «Cumbres Borrascosas» y en mi
primo.
»Al día
siguiente me encontré algo triste, tanto porque estabas enferma, como
porque me hubiese agradado que papá tuviera noticia de mis paseos y consintiera
en ellos. Pero la tristeza se disipó en cuanto estuve a
caballo.
» “Esta noche
me sentiré feliz también ‑pensaba yo‑ y Linton, mi hermoso Linton,
también.”
»Mientras
subía trotando por el jardín de las «Cumbres», salió a mi encuentro aquel
Earnshaw, cogió las bridas y acarició el cuello de Minny, diciéndome que era un bonito
animal.
Dijérase que
esperaba que le hablase. Yo le dije que tuviera cuidado con que la jaca no le
diese una coz. Él contestó, con su tosco acento habitual, que no le haría mucho
daño aunque le cocease, y echó una oleada a sus patas, sonriendo. Fue a abrir la
puerta y mientras lo hacía, me dijo, señalando a la inscripción y con una
estúpida muestra de contento:
»‑Señorita
Catalina: ya sé leer aquello.
»‑¡Qué
extraordinario! ‑dije‑. Ya veo que se va cultivando usted. ¿Y las cifras? ‑le
pregunté, al ver que se paraba.
»El deletreó
las sílabas de la inscripción: «Hareton Earnshaw».
»‑Eso no lo he
aprendido todavía ‑respondio.
‑¡Qué torpe!
‑dije riendo.
»El muy necio
me miró con asombro, como si no supiese si reírse también. No sabía
distinguir si se trataba de una muestra de amistad o de una burla, pero yo le
saqué de dudas aconsejándole que se fuera, ya que iba a buscar a Linton, y no a
él. A la luz de la luna pude verle ruborizarse. Se separó de la puerta y
desapareció. Era una verdadera imagen del orgullo ofendido. Sin duda se
figuraba que se había elevado a la altura de Linton por aprender a
deletrear su nombre, y quedó estupefacto al ver que yo no lo estimaba
así.
‑Un momento,
señorita ‑atajé‑. No seré yo quien la riña, pero no me complace su proceder. Si
hubiera pensado que Hareton es tan primo de usted como Linton, habría
comprendido que obraba usted injustamente. Por lo menos, la intención de Hareton
al procurar ponerse al nivel de Linton ya habla mucho en su favor. Y crea que no
aprendió para lucirse con ello, sino porque antes le había humillado usted
por ignorancia y él, rectificándola, quiso hacerse grato a sus ojos. No obró
usted bien burlándose de él. Si a usted la hubieran criado en las
condiciones en que ello ha sido, no sería menos torpe. Él era un niño
inteligente y despierto, y me duele que se le desprecie sólo porque el
malvado Heathcliff le haya rebajado de tal manera...
‑Presumo,
Elena, que no vas a ponerte a llorar por esto ‑exclamó la joven sorprendida‑.
Espera y verás...
Cuando entré,
Linton estaba medio tumbado. Se levantó un poco y me
saludó.
»‑Esta noche
no me encuentro bien, querida Catalina ‑dijo‑. Habla tú y yo te escucharé.
Antes de irte has de prometerme volver de nuevo.
»Al saber que
estaba enfermo, le hablé tan dulcemente como pude, procurando no incomodarle ni
preguntarle nada. Yo había llevado un libro: él me pidió que le leyera algo de
él, e iba a hacerlo, cuando Earnshaw entró de repente dando un portazo.
Cogió a Linton por un brazo y le arrojó violentamente del
asiento.
»‑¡Lárgate a
tu habitación! ‑profirió, con la voz desfigurada por la ira y el rostro
contraído de rabia‑. Llévatela contigo, y si viene a verte, libraos bien de
aparecer por aquí. ¡Fuera los dos!
»Y obligó a
Linton a marcharse a la cocina. A mí me amenazó con el puño. Dejé caer el libro,
muy asustada, y él, de un puntapié, lo echó a mi lado y cerró la puerta
detrás de nosotros. Oí una maligna risa, y al volverme distinguí junto
al fuego a ese odioso José, que se frotaba las manos y
decía:
‑¡Ya sabia yo
que acabaría echándoles fuera! ¡Es todo un hombre, sí! Y se va despabilando...
Él sabe muy bien quién debía ser el verdadero amo aquí. ¡Ja, la, ja! Bien les ha
chasqueado, ¿eh?
»‑¿Adónde
vamos? ‑pregunté a mi primo, sin atender al viejo.
»Linton se
había puesto pálido y temblaba. Te aseguro, Elena, que no estaba nada guapo
en aquel momento. Daba miedo mirarle. Su delgado rostro y sus grandes ojos
ardían de impotente furor. Cogió el picaporte de la puerta y lo agitó, pero
no pudo abrirla, porque estaba cerrada por dentro.
»José rió de
nuevo burlonamente.
»‑¡Ábreme o te
mato! ‑bramó Linton‑. ¡Te mato, demonio!
»‑¡Mira, mira!
‑dijo el criado‑. Ahora es el genio del padre el que habla por su boca. ¡Claro,
todos tenemos algo del padre y algo de la madre! Pero no temas, Hareton,
muchacho, no te hará nada...
»Cogí las
manos de Linton y quise separarle de la puerta, pero gritó de tal modo, que no
me atreví a insistir. De pronto, un terrible ataque de tos apagó sus gritos,
arrojó una bocanada de sangre por la boca y cayó al suelo. Me precipité al
patio y llamé a Zillah. Ella dejó las vacas que estaba ordeñando y corrió
hacia mí. Mientras le explicaba lo sucedido, procuré arrastrarla al lado de
Linton. Earnshaw había salido, y en aquel momento se llevaba a su
cuarto al pobre muchacho. Zillah y yo le seguimos, pero Hareton se volvió y
me ordenó que me fuese a casa. Yo le contesté que él había matado a Linton y
quise entrar. Pero José cerró la puerta con llave y me preguntó si me había
vuelto tan loca como mi primo. En fin, yo me quedé allí llorando, hasta que
volvió la criada diciéndome que dentro de poco Linton estaría mejor y que no
había por qué llorar de aquel modo. Luego me hizo ir al salón a viva
fuerza.
»Yo me mesaba
los cabellos, Elena. Lloré hasta abrasarme los ojos. Y ese rufián que te
inspira tantas simpatías se atrevió a interpelarme varias veces y hasta me
ordenó callar. Yo le dije que iba a contárselo todo a papa y que a él le
llevarían a la cárcel y le ahorcarían, lo que le asustó mucho. Salió para
ocultar su miedo. Me convencieron por fin de que me fuera. Cuando estaba yo
a unas cien yardas de la casa, él apareció de pronto y detuvo a Minny.
»‑Estoy muy
disgustado, señorita Catalina ‑empezó a decir‑, pero es
que...
»Yo, temiendo
que quisiera asesinarme, le lancé un latigazo. Me soltó y profirió
horribles maldiciones. Volví a casa al galope, fuera de
mí.
»Aquella noche
no te vine a saludar, ni al día siguiente volví a «Cumbres Borrascosas», si
bien lo deseaba vivamente. Temía oír decir que Linton había muerto y me
espantaba la idea de hallarme con Hareton. En fin, a tercer día reuní mis
fuerzas y me atreví otra vez a escaparme. Fui a pie creyendo que podría
deslizarme sin que me vieran hasta el cuarto de Linton. Pero los perros
delatar,on mi presencia con sus ladridos. Zillah. me recibió diciéndome que
el muchacho estaba mucho mejor, y me llevó a un cuartito limpio y bien
alfombrado, donde encontré a Linton leyendo el libro que le llevé. Pero
tenía tan mal humor que se pasó una hora sin abrir la boca, y cuando al fin lo
hizo fue para decirme que yo era la culpable de todo, y no Hareton.
Entonces me levanté y, sin contestarle, salí. Me llamó, pero no hice caso y
volví resuelta a no visitarle más. Pero al otro día me resultaba tan penoso
irme a acostar sin saber de él, que mi resolución se esfumó antes de que
llegase a madurar. Cuando Miguel me preguntó si ensillaba a Minny contesté afirmativamente, y a
poco cabalgaba hacia las «Cumbres». Como para entrar en el patio tenía que pasar
ante la fachada, no era oportuno ocultar mi
presencia.
»‑El señorito
está en el salón ‑me dijo Zillah.
»Earnshaw
estaba también allí, pero se fue al entrar yo. Linton estaba medio dormido en un
sillón. Le hablé con gravedad y sinceramente.
»‑Mira,
Linton, como no me aprecias y te figuras que vengo a proposito para
perjudicarte, no pienso volver más. Ésta es la última vez. Despidámonos, y di al
señor Heathcliff que eres tú quien no me quieres ver, para que él no invente más
inexactitudes...
»‑Siéntate y
quítate el sombrero, Cati ‑repuso‑. Debías ser más buena que yo, porque eres más
dichosa. Papá habla tanto de mis defectos, que no te debe extrañar que yo
mismo dude de mí. Cuando pienso en ello, siento tanto dolor y tanta decepción,
que detesto a todos. Verdaderamente, soy tan despreciable y tengo un carácter
tan malo, que creo que harás bien en no volver, Cati. Sin embargo, no
quisiera otra cosa que ser tan bueno y tan amable como tú. Seguramente lo sería
si tuviera buena salud. Te has portado tan bien, que te amo tanto como si fuera
digno de tu amor. No puedo impedir el mostrarte como soy, pero lo siento de
verdad, me arrepiento de ello y me arrepentiré mientras
viva.
»Yo comprendí
que decía lo que sentía y que debía perdonarle, aunque fuera para reñir un
instante después. A pesar de la reconciliación, los dos nos pasamos el
tiempo llorando. Me dolía pensar en el mal carácter de Linton, porque me
hacía cargo de que incomodaría siempre a sus amigos y a sí
mismo.
»Desde esa
noche le visité siempre en su habitación. Su padre había regresado al día
siguiente. Que yo recuerde, sólo tres días hemos estado en buena relación y
contentos. El resto del tiempo, todas las visitas han transcurrido
angustiosamente, ora por el egoísmo que Linton demuestra, ora por lo que dice
que sufre. Pero me he acostumbrado y ya no me disgusto. En cuanto al señor
Heathcliff, procura deliberadamente no encontrarse conmigo. El domingo, al
llegar, le oí injuriar a Linton por el modo que había tenido de comportarse
conmigo el día anterior. No sé cómo lo sabría, a no ser que estuviera
escuchando. Linton, en efecto, me había molestado. Yo entré y le dije
a Heathcliff que eso era cosa mía exclusivamente. Él se echó a reír y me
contestó que se alegraba de que tomase la cosa de ese modo. Recomendé a Linton
que en lo sucesivo me dijera en voz baja las cosas que pudieran hacer creer
a los demás que disputábamos.
»Ya lo has
oído, Elena. Si dejo de ir a las «Cumbres» habrá dos personas que sufran. Si no
se lo dices a papa y sigo yendo, nadie sufrirá nada. ¿Verdad que no se lo
dirás? Sería una crueldad muy grande.
‑Ya lo
pensaré, señorita ‑repuse‑. No quiero contestarle sin
pensarlo.
Y lo pensé,
pero fue en presencia de mi amo, a quien relaté todo lo sucedido, menos el
detalle de las charlas de Linton con Cati, y sin aludir a Hareton. El señor se
disgustó mucho más de lo que aparentó. A la siguiente mañana Cati supo
que yo había traicionado su secreto y también que las visitas se habían
terminado. Lloró y rogó a su padre que se compadeciese de Linton. Lo más que
pudo conseguir fue que su padre escribiera al muchacho diciéndole que podía
venir a la «Granja» si gustaba, pero que Cati no volvería a «Cumbres
Borrascosas». E imagino que si hubiese sabido cuál era el carácter y el
verdadero estado de salud de su sobrino, ni siquiera hubiera accedido
a darle aquel pobre consuelo.
‑Todo esto,
señor Lockwood ‑me dijo la señora Dean‑, sucedió el invierno pasado. Nunca se me
hubiera ocurrido pensar que, un año más tarde, había yo de distraer con el
relato de ello a un ajeno a la familia. Ahora que, ¿quién sabe si seguirá usted
siendo un extraño siempre? Dudo mucho de que sea posible ver a Cati Linton
sin enamorarse de ella. Sí, sonríase, pero lo cierto es que le veo animado cada
vez que se la menciono. Además, ¿por qué me ha pedido usted que cuelgue su
retrato sobre la chimenea?
‑¡Bueno,
bueno, amiga mía! ‑repuse‑. Suponga incluso que yo me enamorase de ella. ¿Cree
usted que ella se enamoraría de mí? Lo dudo, y no quiero arriesgarme. Además, yo
pertenezco al mundo activo, y debo volver a él. Ea, siga
contándome...
‑Catalina
‑continuó la señora Dean‑ obedeció a su padre, ya que le quería a él más que a
nadie. El amo le habló sin enojo, pero con la natural inquietud de quien se
siente próximo a dejar lo que más quiere entre riesgos y enemigos, y en tales
circunstancias, que sólo podría el objeto de su afecto tener como guía el
recuerdo de sus palabras.
A mí me dijo
pocos días después:
‑Me hubiera
agradado que mi sobrino escribiera o viniese. Dime sinceramente tu opinión
sobre él, Elena. ¿Ha mejorado? ¿Puede esperarse que mejore cuando se
desarrolle?
‑Está muy
enfermo, señor, y no es fácil que viva mucho. Sí le puedo asegurar que no
se parece a su padre. Si la señorita Cati se casase con él, se dejaría llevar
por ella, siempre que la señorita no extremase su indulgencia hasta la tontería.
Pero ya tendrá usted tiempo de conocerle y de pensar si conviene o no... Le
faltan cuatro años para ser mayor de edad.
Eduardo
suspiró, y a través de la ventana miró la iglesia de Gimmerton. El sol de
febrero iluminaba débilmente la tarde de bruma y a su luz distinguimos
confusamente los abetos y las lápidas del cementerio.
‑A pesar de lo
mucho que he rogado a Dios para que ello sucediera, ahora me asusto ‑murmuró
como para sí‑. Pensaba que el recuerdo de la hora en que bajé a aquella
iglesia para casarme no sería tan feliz como el presentimiento del momento
en que había de yacer en la fosa. Cati me ha hecho muy feliz, Elena. He pasado
dichosamente al lado suyo las veladas de invierno y los días de verano. Pero no
he sido menos feliz cuando erraba entre aquellas lápidas, al lado de la
vieja iglesia, en las tardes de junio en que me sentaba junto a la tumba de su
madre y pensaba en la hora en que había de ir a reunirme con ella... Y ahora,
¿que me cabe hacer en bien de Cati? Que Linton sea hijo de Heathcliff y se la
lleve no me importaría nada, si ello pudiera consolarla de mi falta. ¡Ni
siquiera me importa que Heathcliff se considere triunfante! Pero si Linton es un
instrumento de su padre, no puedo abandonarla en sus manos. Mucho me duele hacer
sufrir a Catalina, pero es preferible. ¡Preferiría llevarla yo mismo a la
tumba!
‑Si usted
faltase, lo que Dios no permita ‑contesté‑, yo seguiré siendo la amiga y la
consejera de Cati. Pero ella es una buena muchacha, y no se empeñará en
seguir el mal camino.
Entraba la
primavera, mas mi amo no se reponía. A veces paseaba por el parque con su hija,
quien lo consideraba como una señal de que su padre estaba mejor. Y
pensaba que curaría al ver encendidas su mejillas.
El día en que
Cati cumplía diecisiete años, el señor no fue al cementerio. Llovía. Yo le
dije:
‑¿No irá usted
esta tarde, verdad?
‑Este año iré
más adelante ‑respondió.
Volvió a
escribir a Linton indicándole que deseaba verle, y segura estoy de que si el
aspecto del chico no hubiera sido calamitoso, hubiera ido. Contestó, sin
duda aconsejado por Heathcliff, diciendo que éste no estaba de acuerdo con que
visitase la «Granja» pero que podía encontrar a su tío alguna vez que éste
saliese de paseo, ya que deseaba verle. Añadía que le rogaba que no se
obstinase en separarle de Catalina.
«No pretendo
‑decía con sencilla elocuencia‑ que Cati me visite aquí, pero le suplico que la
acompañe usted alguna vez paseando hacia «Cumbres Borrascosas» y que nos permita
hablar un poco en su presencia. No hemos hecho nada que justifique esta
separación, y usted mismo lo sabe. Querido tío, mándeme una nota mañana
diciéndome en qué sitio que no sea la «Granja de los Tordos» quiere que nos
encontremos. Espero que usted se convenza de que no tengo el carácter de mi
padre. Él afirma que tengo mas de sobrino de usted que de hijo suyo. Aunque mis
defectos me hagan indigno de Cati, ya que ella me los perdona, usted debía
seguir su ejemplo. Mi salud anda algo mejor, pero, ¿cómo voy a curarme
mientras esté rodeado de seres que no me han querido ni me querrán nunca?
»
A Eduardo le
hubiera agradado acceder, pero no se sentía con fuerzas para acompañar a su
hija. Escribió a su sobrino diciéndole que aplazasen las entrevistas para el
verano, y que entretanto no dejase de escribirle, y que él le aconsejaría y
haría por él cuanto pudiese. Linton, de por sí, tal vez lo hubiera echado todo a
perder con sus quejas, pero sin duda le vigilaba su padre, ya que el muchacho se
amoldó a todo y en sus cartas se limitaba a decir que le angustiaba mucho
la separación de su prima, y que deseaba que su padre les procurase una
entrevista lo antes posible, ya que, si no, pensaría que quería
entretenerle con vanas esperanzas.
Tenía en
nuestra casa una poderosa aliada en Cati, y al fin entre los dos acabaron
convenciendo al señor de que una vez a la semana les dejase dar un paseo a
caballo por los pantanos bajo mi vigilancia. Cuando llegó junio, el señor
se encontraba peor aún. Cada año guardaba una parte de sus rentas para aumentar
los bienes de su hija, pues sentía el natural deseo de que ella cuando él
faltase no tuviese que abandonar la casa paterna. El mejor medio de
conseguirlo era que se casase con el heredero legal. No podía suponer que el
joven Linton se consumía casi tan rápidamente como él, porque como ningún médico
iba a las «Cumbres», no había modo de saber noticia alguna del verdadero estado
del muchacho. Yo misma, viendo que él hablaba de pasear a caballo por los
pantanos con tanta seguridad, creí que acaso se engañasen mis suposiciones,
porque no me cabía en la cabeza que un padre tratase con tal crueldad a un hijo
moribundo como luego averigue que Heathcliff le había tratado, obstinándose en
que sus planes se realizaran antes de que la muerte del muchacho los echase a
rodar.
Al comenzar el
estío, Eduardo, aunque de mala gana, accedIó a que los primos se entrevistasen.
Salimos Cati y yo. El día era bochornoso y sin sol, mas no amenazaba lluvia. Nos
habíamos citado en el jalón de la encrucijada. Pero no encontramos a nadie allí.
Llegó a corto rato un muchachito y nos dijo que el señorito Linton estaba un
poco mas allá y que nos agradecería muchísimo que nos acercásemos algo
más.
‑El señorito
Linton ‑repuse‑ ha olvidado que su tío puso como condición que las entrevistas
fueran en terrenos de la «Granja».
‑Podemos
hacerlo ‑dijo Cati‑viniendo hacia aquí cuando nos
encontremos.
Le vimos a un
cuarto de milla de su casa, tumbado sobre los matorrales. No se levantó
hasta que estuvimos muy cerca de él. Nos apeamos y él dio unos pasos hacia
nosotras. Estaba tan pálido y parecía tan débil, que no pude por menos de
exclamar:
‑¡Pero,
señorito Linton, hoy no está usted para pasear! Me parece que se encuentra
usted muy malo.
Cati le miró,
asombrada y entristecida, y la bienvenida que le preparaba se convirtió en una
pregunta de si se hallaba peor que otras veces.
‑Estoy mejor
‑respondió él, sofocándose y temblando mientras le cogía la mano como en
busca de apoyo y fijaba en ella sus ojos azules.
‑Entonces es
que has empeorado desde la última vez que te vi ‑insistió su prima‑‑‑. Estás
mucho más delgado...
‑Es que estoy
cansado ‑repuso el joven‑. Sentémonos, hace demasiado calor para pasear.
Suelo encontrarme mal por las mañanas. Mi padre dice que es que estoy
creciendo muy deprisa.
Cati se sentó,
descontenta, y él se acomodó a su lado.
‑Esto se
parece al paraíso que tú anhelabas ‑dijo la joven, esforzándose en bromear‑‑‑.
¿No te acuerdas de que convinimos en pasar dos días, uno como a ti te
gustaba y otro como me agradaba a mí? Lo de hoy es tu ideal, aparte de que
hay nubes, pero eso resulta aún más bonito que el sol... Si la semana que viene
te encuentras bien, iremos a caballo al parque de la «Granja» y pondremos
en práctica mi concepto del paraíso.
Se advertía
que Linton no recordaba nada de lo que ella le decía y que le costaba mucho
trabajo mantener una conversación. Demostraba tal falta de interés, en cuanto
ella le mencionaba, que Cati no podía ocultar su desilusión. La volubilidad del
joven que, con mimos y caricias, solía dejar lugar al afecto, se había
convertido ahora en una apatía total. En lugar de su desgana infantil de
antes, se apreciaba en él el pesimismo amargo del enfermo incurable que no
quiere ser consolado y que considera insultante la alegría de los demás.
Catalina reparo que el Íderaba nuestra compañía más como un castigo que consi
como un placer, y no vaciló en proponer que nos marcháramos. Linton, al
oírlo, cayó en una extraña agitación. Miró horrorizado en dirección de las
«Cumbres» y‑ nos rogó que permaneciéramos con él media hora
más.
‑Yo creo
‑‑dijo Cati‑ que en tu casa te encontrarás mejor que aquí. Hoy no te entretienen
mi conversación, ni mis canciones... En estos seis meses te has hecho más formal
que yo. Claro que si creyese que eso te divertía, me quedaría contigo con mucho
placer.
‑Quédate algo
más, Cati ‑dijo el joven‑. No digas que estoy mal, ni lo pienses. Es el calor y
el bochorno que me abruman. Antes de llegar tú, he andado mucho. No digas al tío
que me encuentro mal. Dile que estoy bastante bien. ¿Lo
harás?
‑Le diré que
me lo has dicho así, Linton. Pero no puedo asegurarle que estés bien ‑dijo,
extrañada, la se
ñorita.
‑Ven a verme
el jueves, Cati ‑murmuró él, esquivando su mirada‑. Y dale muchas gracias
al tío por haberte dejado venir. Y, mira... Si encuentras a mi padre, no le
digas que he estado taciturno, porque se enfadaría...
‑No me importa
que se enfade ‑repuso Cati, creyendo que el enfado sería solamente hacia
ella.
‑Pero a mí sí
‑contestó, estremeciéndose, su primo‑. No hagas que se enfade conmigo,
Cati, porque le temo.
‑¿Así que es
severo con usted, señorito? ‑intervine yo‑ ¿De modo que se ha cansado de ser
tolerante?
Linton me miró
en silencio. Inclinó la cabeza sobre el pecho y durante diez minutos le oímos
suspirar. Cati se entretenía en coger arándanos y los repartía conmigo, sin
ofrecerle a él por no enojarle.
‑¿Ha
transcurrido ya la media hora, Elena? ‑me preguntó Cati al oído‑. Yo creo que no
debemos quedarnos más. Linton se ha dormido y papá nos
espera.
‑Tenga usted
paciencia hasta que se despierte ‑respondí‑. ¡Qué prisa tiene en irse!
Tanta como impaciencia tenía usted por encontrarle.
‑¿Para qué
quería verme Linton? ‑contestó Catalina‑‑‑. Yo preferiría que estuviese
como antes, a pesar de su mal humor de entonces. Me da la impresión de que me
quiere ver únicamente por complacer a su padre. Y no me agrada venir por
complacer a éste. Me alegro de que Linton esté mejor, pero me desagrada que se
haya hecho menos afectuoso para conmigo.
‑¿Usted cree
que está mejor? ‑pregunté.
‑Me parece que
sí ‑respondió‑, porque ya sabes cuánto le gustaba exhibir sus sufrimientos. No
es que esté tan bien como me ha rogado que diga a papá, pero debe estar
mejor.
‑A mí me
parece, señorita ‑‑contesté‑, que está mucho peor.
Linton
despertó en aquel momento sobresaltado y preguntó si alguien le había llamado
por su nombre.
‑No ‑dijo
Cati. Debes haberlo soñado. No comprendo cómo puedes dormirte en el campo
por la mañana.
‑Me pareció
oír a mi padre ‑dijo él‑. ¿Estás segura de que no me ha llamado
nadie?
‑Segura en
absoluto ‑dijo su prima‑. Únicamente hablamos Elena y yo acerca de ti. Dime,
Linton: ¿Estás en realidad más fuerte que en el invierno? Porque si lo
estás, es bien seguro que me quieres menos... Anda, dime: ¿estás
mejor?
Linton rompió
en lágrimas al contestar.
‑Sí...
Y seguía
mirando a un lado y a otro, bajo la obsesión de la voz de
Heathcliff.
Cati se puso
en pie.
‑Tenemos que
marcharnos ‑le afirmó‑ y me voy muy decepcionada. Pero a nadie se lo diré. No te
figures que por miedo al señor Heathcliff.
‑¡Cállate!
‑murmuró Linton‑. Mira, allí está.
Cogió el brazo
de Cati y quiso retenerla, pero ella se soltó presurosamente de él y llamó a Minny, que acudió
enseguia.
‑El jueves
volveré, Linton ‑gritó‑. ¡Adiós! ¡Vamos, Elena!
Y nos fuimos.
Él casi no reparó en ello, tanta era la preocupación que le producía la llegada
de su padre.
En el camino
Cati sintió, en lugar del disgusto que la había invadido, una especie de
compasión y sentimiento, combinado con dudas sobre las verdaderas circunstancias
mentales y materiales en que se hallaba Linton. Yo participaba de ellas,
pero le aconsejé que reservásemos nuestro juicio hasta la siguiente entrevista.
El señor nos pidió que le contáramos lo sucedido. Cati se limitó a
transmitirle la expresión de la gratitud de su sobrino refiriéndose muy por
encima a lo demás. Yo la imité, porque en verdad no sabía qué
decir.
Transcurrieron
otros siete días, y en el curso de ellos el estado de Eduardo Linton fue
empeorando. De una hora a otra se agravaba tanto como antes en un mes.
Tratábamos de engañar a Cati, pero no lo conseguíamos. Ella adivinaba la
terrible probabilidad que de minuto en minuto se convertía en certeza. El
jueves siguiente no se atrevió a hablar a su padre de la ‑cita, y lo hice
yo. El mundo de Cati estaba reducido a la biblioteca y a la alcoba de su padre.
Su rostro, con tantas noches en vela y tantos disgustos, había palidecido.
Así que el señor nos autorizó gustoso a hacer aquella excursión que, segun él
pensaba, ofrecería un cambio en la vida habitual de su hija. El señor se
consolaba esperando que después de que él faltase Cati no quedaría sola del
todo.
A lo que
entendí, el señor Linton creía que su sobrino se le parecía en lo moral tanto
como en lo físico. Naturalmente, las cartas de Linton no hacían referencia
alguna a sus propios defectos. Claro está que yo tenía la debilidad,
disculpable, de no sacarle de su error, pues de nada hubiera servido
amargarle sus últimos momentos con cosas que no podían
remediarse.
Salimos por la
tarde. Era una espléndida tarde de
agosto. La brisa de las colinas era tan saludable que dijérase que
tenía el poder de hacer revivir a un moribundo. En el rostro de Cati se
reflejaba el paisaje: sombra y luz brillaban a intervalos en él, pero el sol se
disipaba pronto, y se notaba que su pobre corazón se reprochaba el haber
abandonado, siquiera fuese por poco tiempo, el cuidado de su querido
padre.
Hallamos a
Linton donde la otra vez. Cati echó pie a tierra y me dijo que, como se proponía
estar allí poco tiempo, valía más que yo no me apease siquiera y que me quedase
allí mismo al cuidado de la jaca. Pero yo la acompañé, porque no quería
alejarme ni un momento del tesoro que estaba confiado a mi custodia. Linton
nos recibió con más animación que la otra vez, aunque no revelaba ni energía ni
contento sino más bien miedo.
‑¡Cuánto has
tardado! ‑dijo‑. Creí que no ibas a venir... ¿Está mejor tu
padre?
‑Debías ser
sincero ‑indicó Catalina‑ y decirme francamente que no te hago falta. ¿Por qué
me haces venir si sabes que esto no vale más que para disgustamos los
dos?
Linton tembló
de pies a cabeza y la miró suplicante y avergonzado. Mas ella no estaba de humor
para soportar su extraña conducta.
‑Mi padre está
muy enfermo ‑siguió Cati‑. Si no tenías ganas de que te viniese a ver debiste
haberme avisado, y así yo no habría tenido que separarme de papá.
Explícate claramente: no andemos con tonterías. No voy a andar de la ceca a
la meca por esas afectaciones tuyas.
‑¡Mis
afectaciones! ‑murmuró el muchacho‑. ¿A qué afectaciones te refieres, Cati? No
te enfades, por Dios... Despréciame si quieres, porque verdaderamente soy
despreciable, pero no me odies. Reserva el odio para mi padre. Respecto a mí,
debe bastarte con el desdén.
‑¡Qué
tonterías estás diciendo, muchacho! ‑exclamó Cati excitada‑. ¿Pues no está
temblando? ¡Cualquiera diría que teme que le pegue! Anda, vete... Es una
barbaridad hacerte salir de casa con el propósito de que... ¿De qué? ¿Qué nos
proponemos? ¡Suéltame la ropa! Nunca debiste haberte manifestado complacido de
la compasión que yo sentía hacia ti cuando te veía llorando. Elena, dile tú que
ese proceder suyo es vergonzoso. Levántate. ¡No te arrastres como un
reptil!
Linton,
llorando, se había dejado caer en el suelo y parecía sentir un terror
convulsivo.
‑¡Oh, Cati!
‑exclamó llorando‑. Estoy procediendo como un traidor, sí, pero, si tú me
dejas, ellos me matarán. Querida Cati: mi vida depende de ti. ¡Y tú has
dicho que me amabasl ¡No te vayas, mi buena, mi dulce y amada Cati! ¡Si tú
quisieras... él me dejaría morir a tu lado!
Viéndole tan
acongojado, la señorita se compadeció.
‑¿Si yo
quisiera el qué? ‑preguntó‑. ¿Quedarme? Explícate y te complaceré. Me vuelves
loca con todo lo que dices. Séme franco, Linton. ¿Verdad que no te propones
ofenderme? ¿No es cierto que evitarías que me hiciesen daño alguno, si
estuviera en tu mano? Yo creo que para ti mismo eres en efecto cobarde, pero que
no serías capaz de traicionar a tu mejor amiga.
‑Mi padre me
ha amenazado ‑‑declaró el muchacho‑ y le tengo miedo... ¡No, no me atrevo a
decírtelo!
‑Pues
guárdatelo ‑contestó Catl desdeñosamente‑. Yo no soy cobarde. Ocúpate de
ti. Yo por mí no tengo miedo.
El empezó a
llorar y a besar las manos de la joven, pero no se resolvió a hablar. Yo por mi
parte meditaba en aquel misterio y había resuelto en mi interior que ella no
padeciese ni por Linton ni por nadie. En el ínterin, oí un ruido entre los
matorrales y vi al señor Heathcliff que se dirigía hacia nosotros. Aunque oía
sin duda los sollozos de Linton, no miró a la pareja, sino que se dirigió a mí,
empleando el tono casi amistoso con que siempre me trataba, y me
dijo:
‑Me alegro de
verte, Elena. ¿Cómo te va? ‑Y agregó en voz baja‑: Me han dicho que Eduardo
Linton se está muriendo. ¿Es tal vez una exageración?
‑Es
absolutamente cierto ‑repuse‑ y si para nosotros es muy triste, creo que
constituye una dicha para él.
‑¿Cuánto
tiempo crees que vivirá? ‑me preguntó.
‑No lo
sé.
‑Es que
‑continuó, mirando a Linton, que no se atrevía ni a levantar la cabeza (y la
propia Cati parecía estar en el mismo caso bajo el poder de su mirada)‑ se
me figura que este muchacho va a darme mucho quehacer aún, y sería de desear que
su tío se largase de este mundo antes que él. ¿Cuánto hace que este cachorro se
dedica a esos llantos? Ya le he dado algunas leccioncitas de lloro. ¿Suele
encontrarse a gusto con la muchacha?
‑¿A gusto? Lo
que se muestra es angustiadísimo. Creo que en vez de estar paseando por el campo
con su novia debería de estar en la cama cuidadosamente atendido por un
médico.
‑Así sucederá
dentro de dos días ‑respondió Heathcliff‑. ¡Linton, levántate! ¡No te arrastres
por el suelo!
Linton había
vuelto a dejarse caer, sin duda asustado por la mirada de su padre. Trató de
obedecerle, pero sus escasas fuerzas se habían agotado y volvió a caer
lanzando un gemido. Su padre le levantó y le hizo recostarse sobre un
recuesto cubierto de césped.
‑Ponte en pie,
maldito ‑dijo brutalmente, aunque procuraba reprimirse.
‑Lo intentaré,
padre ‑respondió él jadeando‑, pero déjeme solo. Cati, dame la mano. Ella te
podrá decir que... estuve alegre, como tú querías.
‑Cógete a mi
mano ‑respondió Heathcliff‑ Ella te dará el brazo ahora. ¡Así! Sin duda pensará
usted, joven, que soy el diablo cuando tanto me teme. ¿Quiere usted
acompañarle hasta casa? En cuanto le toco, se echa a
temblar...
‑Querido
Linton ‑manifestó Catalina‑, no puedo acompañarte hasta «Cumbres Borrascosas»,
porque papá no me lo permite. Pero tu padre no te hará nada. ¿Por qué le
temes?
‑No entraré
más en esa casa ‑aseguró Linton‑ si no me acompañas tú.
‑¡Silencio!
‑exclamó su padre‑. Es preciso respetar los escrúpulos de Catalina. Elena,
acompáñale tú. Será preciso que siga tus consejos: llamaremos al
médico.
‑Acertará
usted ‑contesté‑, pero el acompañar a su hijo no me es posible. Tengo que
quedarme con la señorita.
‑Sigues tan
altiva como de costumbre ‑comentó Heathcliff‑. Y, ya que no te compadeces del
chiquito, vas a hacerme que le pinche sin quererlo. Ea, mozo, ven acá. ¿Quieres
volver conmigo a casa?
Y fue a
sujetar al joven, pero él se apartó, se cogió a su prima y le suplicó,
frenético, que le acompañase.
Verdaderamente,
resultaba difícil negarse a lo que se pedía de tal modo. Las causas de su terror
permanecían ocultas, pero lo cierto es que el muchacho estaba espantado y
con todas las apariencias de volverse loco si el acceso nervioso aumentaba.
Llegamos, pues, a la casa. Cati entró y yo permanecí fuera esperándola, pero el
señor Heathcliff me empujó y me obligó a entrar,
diciéndome:
‑Mi casa no
está apestada, Elena. Me siento hospitalario. Pasa. Con tu permiso, voy a
cerrar la puerta.
Y cerró con la
llave. Yo sentí un vuelco en el corazón.
‑Tomaréis el
té antes de volveros ‑siguió diciendo‑. Hoy estoy solo. Hareton ha salido
con el ganado, y Zillah y José se han ido a divertirse. Yo estoy
acostumbrado a la soledad, pero cuando encuentro buena compañia, lo
prefiero. Siéntese junto al muchacho, señorita Linton. Ya ve que le ofrezco lo
que tengo ‑me refiero a Linton‑ y si no es gran cosa, lo lamento mucho. ¡Cómo me
mira usted! Es curioso que siempre me siento atraído hacia los que parecen
temerme. De vivir en un pais menos escrupuloso y donde la ley fuera menos
rígida, creo que me dedicaría a hacer la disección de esos dos como
entretenimiento vespertino.
Dio un
terrible puñetazo en la mesa y exclamó:
‑¡Voto a ... !
¡Les aborrezco!
‑No le temo
‑dijo Cati, que no había percibido la última parte de la charla de
Heathcliff.
Y se acercó a
él. Brillaban sus ojos.
‑¡Traíga la
llave! ‑exigió‑. No comeré aquí aunque me muera de hambre.
Heathcliff
cogió la llave y se quedó mirando a Cati con sorpresa. La joven se precipitó
sobre él y casi logró arrancársela. Heathcliff, reaccionando, aferró la
llave.
‑Sepárese de
mí, Catalina Linton ‑ordenó‑ o la tiro al suelo de un puñetazo por mucho que
ello conturbe a la señora Dean.
Pero ella, sin
atenderle, volvió a agarrarse a la llave.
‑¡Nos iremos!
‑exclamó. Y viendo que con las manos y las uñas no lograba hacer abrir la
mano cerrada de Heathcliff, le clavó los dientes. Heathcliff me lanzó una mirada
que me paralizó momentáneamente. Cati, atenta a sus dedos, no le veía la cara.
Entonces abrió la mano y soltó la llave, pero a la vez cogió a, Cati por los
cabellos, la derribó de rodillas y le golpeó violentamente la cabeza. Aquella
diabólica brutalidad me puso fuera de mí. Le grité:
‑¡Malvado,
malvado!
Pero un golpe
en pleno pecho me hizo enmudecer. Como soy gruesa, me fatigo enseguida, y entre
la rabia que me dominaba y una cosa y otra, sentí que el vértigo me ahogaba como
si se me hubiera roto una vena. Todo concluyó en dos minutos. Cati, al quedar
suelta, se llevó las manos a las sienes cual si creyese que ya no tenía la
cabeza en su sitio. Temblando como una caña, la pobrecita fue a apoyarse en
la mesa.
‑Ya ves ‑dijo
el malvado agachándose para coger la llave que había caído al suelo‑ que sé
castigar a los niños traviesos. Ahora vete con Linton y llora cuanto se te
antoje. Dentro de poco seré tu padre, y tu único padre además, y cosas
como las de hoy te las encontrarás con frecuencia, puesto que no eres débil
y estás en condiciones de aguantar lo que sea... ¡Como vuelva ese mal genio a
subírsete a la cabeza te daré todos los días una ración como la de
hoy!
Cati corrió
hacia mí, inclinó su cabeza sobre mi regazo y empezó a llorar. Su primo
permanecía silencioso en un rincón, contento, al parecer, de que la tormenta
hubiera descargado sobre una cabeza distinta a la suya. Heathcliff se
levantó y preparó el té. El servicio ya estaba dispuesto. Vertió la bebida en
las tazas.
‑Fuera
tristezas ‑me dijo, ofreciéndome una taza y sirve a esos niños traviesos.
No tengas miedo: no está envenenada. Me voy a buscar vuestros
caballos.
En cuanto se
fue, comenzamos a buscar una salida. Mas la puerta de la cocina estaba cerrada y
las ventanas eran excesivamente angostas, incluso para la esbeltez de
Cati.
‑Señorito
Linton ‑dije yo‑, ahora va usted a decirnos qué es lo que su padre se
propone, o de lo contrario cuente con que yo le vapulearé a usted como él ha
hecho con su prima.
‑Sí, Linton,
dínoslo ‑agregó Catalina‑. Todo ha sucedido por venir a verte, y si te niegas a
hablar serás un ingrato.
‑Dame el té, y
luego te lo diré ‑repuso el joven‑. Señora Dean, márchese un momento. Me molesta
tenerla siempre delante. Cati, te están cayendo las lágrimas en mi taza. No
quiero ésa. Dame otra.
Cati le
entregó otra y se enjugó las lágrimas. Me molestó la serenidad del
muchacho. Comprendí que había sido amenazado por su padre con un castigo si no
lograba atraernos a aquella encerrona, y que, una vez conseguido, no temía ya
que cayese sobre él mal alguno.
‑Papá quiere
que nos casemos ‑‑dijo, tras beber un sorbo de té‑. Y como sabe que tu padre no
lo permitiría ahora, y además el mío tiene miedo de que yo me muera antes, es
preciso que nos casemos mañana por la mañana. Así que tienes que quedarte toda
la noche aquí, y después de hacer lo que quiere mi padre, venir a buscarme al
día siguiente y llevarme contigo.
‑¿Llevarle con
ella? ‑exclamé‑. ¿Ese hombre está loco o cree que los demás somos tontos? Pero
¿es posible que usted se imagine que esta hermosa joven se va a casar con un
desdichado como usted? ¿Se figura que nadie en el mundo le aceptaría a usted por
marido? Se merece usted una buena zurra por habernos hecho venir con sus
cobardes artimañas y... ¡No me mire así, porque tengo ganas de castigar su
maldad y su estupidez con una paliza!
Le di un
empujón, y sufrió un ataque de tos. Enseguida empezó a llorar y a gemir.
Cati me impidió hacerle nada.
‑¡Quedarme
aquí toda la noche! ‑dijo‑. ¡Si es preciso, prenderé fuego a la puerta para
salir!
E iba a poner
en práctica su amenaza. Pero Linton, asustado por las consecuencias que ello
acarrearía para él, se incorporó, la sujetó entre sus débiles brazos, y dijo,
entre lágrimas:
‑¿No quieres
salvarme, Cati? ¿No quieres llevarme contigo a la «Granja»? No me abandones,
Catalina. Debes obedecer a mi padre.
‑Debo obedecer
al mío ‑replicó ella‑. ¿Qué ocurriría si yo pasase toda la noche fuera de
casa? Ya debe estar angustiado viendo que no vuelvo. He de salir de aquí a
toda costa. Tranquilízate: no te pasará nada. Pero no te opongas, Linton. A mi
padre le quiero más que a ti.
El joven tenía
tanto miedo a Heathcliff, que se sintió hasta elocuente. Cati, a punto de
enloquecer, rogó a Linton que dominase su vergonzoso miedo. Y entretanto,
nuestro carcelero volvió a entrar.
‑Vuestros
caballos se han fugado ‑anunció‑. ¡Pero Linton! ¿Estás llorando otra vez? ¿Qué
te ha hecho tu prima? Anda, vete a acostar. Dentro de poco podrás devolver a tu
prima sus violencias. Suspiras de amor, ¿eh? ¡Claro, no hay cosa mejor en el
mundo! Bueno, acuéstate. Zillah no está hoy aquí, así que tendrás que
arreglártelas solo. ¡A callar! Cuando estés acostado no temas que yo vaya.
Has tenido la fortuna de hacer bastante bien las cosas. Yo me ocuparé del
resto.
Mientras
tanto, había abierto la puerta de la habitación de su hijo, y éste penetró por
ella con el aspecto de un perro temeroso de un puntapie. Cuando la puerta se
hubo cerrado tras él, Heathcliff se acercó al fuego junto al cual nosotras
permanecíamos silenciosas. Cati levantó la mirada, y de un modo instintivo se
llevó la mano a la mejilla al ver acercarse a Heathcliff. Él la miró huraño y
dijo:
‑¿Conque no me
temías, eh? Pues tu valentía está ahora bien escondida. Me pareces
condenadamente asustada.
‑Lo estoy
ahora ‑respondió la joven‑ porque, si me quedo aquí, papá se llevará un disgusto
horrible. ¡Oh, no quiero causárselo cuando él está como está ...! Señor
Heathcliff: déjeme marcharme. Me casaré con
Linton. Mi padre está conforme. ¿Para qué obligarme a lo que estoy dispuesta a
hacer?
‑¡Que la
obligue si se atreve! ‑grité‑. Hay leyes, gracias a Dios. ¡Las hay, hasta en
este rincón del mundo! ¡Yo misma lo denunciaría! ¡Lo haría aunque fuese mi
propio hijo! ¡Qué canallada!
‑¡Silencio!
‑ordenó el villano‑ ¡Demonio con el alboroto! No me interesa oíros. Catalina: me
alegrará extraordinariamente el saber que tu padre está desconsolado.
La satisfacción no me dejará dormir. No podías haber encontrado medio mejor para
persuadirme a que te retenga veinticuatro horas en mi casa. Y respecto a
casarte con Linton, bien cierto estoy de que sucederá, puesto que no saldrás de
aquí hasta haberlo hecho.
‑Entonces
envíe a Elena a decir que no me pasa nada, o cáseme ahora mismo ‑dijo Catalina
llorando con desconsuelo‑. ¡Pobre papá! Va a pensar que nos hemos
perdido... ¿Qué haremos, Elena?
‑Tu padre
pensará que te has cansado de cuidarle y que has ido a expansionarte un poco
‑contestó Heathcliff‑. No negarás que has entrado en mi casa
voluntariamente, aunque él te lo había prohibido. Y es muy natural que
te canses de‑ cuidar a un enfermo que no es más que padre tuyo. Mira, Catalina,
cuando naciste, tu padre había dejado ya de ser feliz. Probablemente te maldijo
por venir al mundo, como yo lo hice también. justo es, pues, que te maldiga al
salir de él. Yo le imitaré. Puedes estar segura de que disto mucho de quererte.
Llora, llora, ésa será en adelante tu principal distracción. ¡A no ser que
Linton te consuele, como parecía esperar tu previsor padre! Me divertí de verdad
leyendo sus cartas a Linton con sus consejos y los ánimos que le daba. En su
última carta encarecía a mi joya que cuidase de la suya cuando la tuviera en su
poder. ¡Qué cariñoso y qué paternal! Pero Linton tiene necesidad de su capacidad
de afecto para si mismo. Y sabrá muy bien hacer el papel de tiranuelo
doméstico. Es muy capaz de atormentar a todos los gatos que se le
presenten, siempre y cuando se les limen los dientes y se les corten las uñas.
¡Cuando vuelvas a tu casa podrás contar a su tío mucho sobre sus
amabilidades!
‑Tiene usted
razón ‑‑dije‑. Explíquele a Cati que el carácter de su hijo se parece al de
usted, y supongo que la señorita Catalina lo pensará otra vez antes de consentir
en contraer matrimonio con semejante reptil...
‑Por ahora no
tengo ganas de hablar de sus buenas cualidades ‑repuso él‑. O le acepta o se
queda encerrada aquí, y tú con ella, hasta que se muera tu amo. Puedo
teneros aquí tan ocultas como haga falta. ¡Y si lo dudas, anímala a que
rectifique, y verás!
‑No
rectificaré ‑afirmó Cati‑. Si es preciso, me casaré ahora mismo, con tal de
poder ir enseguida a la «Granja». Señor Heathcliff, es usted un hombre cruel,
pero no un demonio, y creo que no se propondrá, por malicia, destrozar mi
felicidad de un modo irreparable. Si mi padre cree que he huido de su lado y
muere antes de que vuelva yo, no podré soportar la vida. Mire, no lloro ya, pero
me arrodillo ante usted, y no me levantaré ni apartaré mi vista de su rostro
hasta que usted me mire. ¡Míreme, no vuelva la cara! No me ofende que me haya
usted maltratado. ¿No ha amado nunca a nadie, tío? ¿Nunca? Míreme, y si me ve
tan desdichada, no podrá por menos de compadecerme.
‑¡Suéltame y
apártate, o te pateo! ‑gritó Heathcliff‑. ¡No sueñes en lisonjearme! ¡Te
odio!
Y una sacudida
recorrio su cuerpo, como, si en efecto, el contacto de Catalina le repugnase. Me
puse en pie y me preparé a lanzarle una avalancha de insultos, pero al
primero que proferí me amenazó con encerrarme en una habitación a mí
sola, y hube de callar. Mientras tanto empezaba a oscurecer. A la puerta
sentimos ruido de voces. Heathcliff se precipitó fuera. Conservaba su
perspicacia, bien al contrario que nosotras. Le oímos hablar con alguien
dos o tres minutos. Volvió solo al cabo de un trecho.
‑Creí ‑dije a
Cati‑ que sería su primo Hareton. ¡Si llegara, tal vez se pusiese de nuestra
parte!
‑Eran tres
criados de la «Granja» ‑replicó Heathcliff, que me oyo‑. Podías haber
abierto la ventana y chillar. Pero estoy cierto de que esa muchacha celebra que
no lo hayas hecho. En el fondo se alegra de tener que
quedarse.
Las dos
empezamos a lamentarnos de la ocasion que habíamos perdido. A las nueve nos
mandó que subiésemos al cuarto de Zillah. Yo aconsejé a mi compañera que
obedeciésemos, pues tal vez desde allí podríamos salir por la ventana o por un
tragaluz. Pero la ventana era muy estrecha y una trampilla que daba al desván
estaba bien cerrada, de modo que nuestros intentos fueron inútiles. Ninguna de
las dos nos acostamos. Cati se sentó junto a la ventana esperando que llegase la
aurora, y sólo respondía con suspiros a mis ruegos de que descansase un
poco. Por mi parte, me senté en una silla, y comencé a hacer un severo
examen de conciencia sobre mis faltas, de las que me imaginaba que procedían
todas las desventuras de mis amos.
Heathcliff
llegó a las siete y preguntó si la señorita estaba levantada. Ella misma
corrió a la puerta y contestó afirmativamente.
‑Vamos, pues
‑dijo Heathcliff, llevándosela.
Quise
seguirla, pero cerró la puerta con llave. Le rogue que me dejase
libre.
‑Ten un poco
de paciencia ‑contestó‑. Dentro de un rato te traerán el
desayuno.
Golpeé la
puerta furiosamente y sacudí con fuerza el picaporte. Cati inquirió los motivos
de prolongar mi encierro. Él contestó que duraría una hora más. Y los dos
se fueron. Al cabo de dos o tres horas oí pasos, y una voz que no era la de
Heathcliff me dijo:
‑Te traigo la
comida. Abre.
Obedecí, y vi
a Hareton, que me traía provisiones para todo el día.
‑Toma ‑dijo
entregándomelas.
‑Atiéndeme un
minuto ‑comencé a decir.
‑No
‑respondió, marchándose sin hacer caso de mis súplicas.
El día y la
noche siguientes seguía encerrada. Pero mi prisión se prolongó más aún: cinco
noches y cuatro días en total. A nadie veía sino a Hareton que llegaba todas las
mañanas. Llevaba bien su papel de carcelero, ya que era insensible, sordo y mudo
a todo intento de excitar sus sentimientos de justicia o su
piedad.
CAPÍTULO
XXVIII
Al atardecer
del quinto día sentí aproximarse a la habitación un paso breve y ligero, y
Zillah penetró en el aposento, ataviada con su chal rojo y con su sombrero
de seda negra y llevando una canastilla colgada al brazo.
‑¡Oh, querida
señora Dean! ‑exclamó al verme‑. ¿No sabe usted que en Gimmerton se asegura que
se había usted ahogado en el pantano del Caballo Negro, con la señorita? Lo
creía hasta que el amo me dijo que las había encontrado y las había
hospedado aquí. ¿Cómo está usted? ¿Qué le pasó? Encontrarían ustedes alguna isla
en el fango, ¿no es eso? ¿La salvó el amo, señora Dean? En fin, lo importante es
que no ha padecido usted mucho, por lo que se ve.
‑Su amo es un
miserable ‑contesté‑ y esto le costará caro. El haber inventado esa
historia no le servirá de nada. ¡Ya se sabrá todo!
‑¿Qué quiere
usted decir? ‑exclamó Zillah‑. En todo el pueblo no se hablaba de otra cosa.
Como que al entrar dije a Hareton: «¡Qué lástima de aquella mocita y de la
señora Dean, señorito! ¡Qué cosas pasan!» Hareton me miró asombrado, y entonces
le conté lo que se rumoreaba en el pueblo. El amo estaba oyéndonos, y me
dijo:
«Sí, Zillah,
cayeron en el pantano, pero se han salvado. Elena Dean está instalada en tu
cuarto. Cuando vayas dile que ya se puede ir: toma la llave. El agua del pantano
se le subió a la cabeza, y hubiera vuelto a su casa delirando. En fin, la hice
venir, y ya está bien. Dile que si quiere se vaya corriendo a la «Granja» y
avise de mi parte que la señorita llegará a tiempo para asistir al funeral del
señor.»
‑¡Oh,
Zillah! ‑exclamé‑ . ¿Ha muerto el
señor Linton?
‑Cálmese,
amiga mía, todavía no. Siéntese, aún no está usted repuesta del todo. He
encontrado al doctor Kermeth en el camino, y me ha dicho que el enfermo
quizá resista un día más.
En vez de
sentarme me lancé fuera. En el salón busqué a alguien que pudiese hablarme
de Cati. La habitación tenía las ventanas abiertas y estaba llena de sol,
pero no se veía a nadie.
No sabía
adónde dirigirme y vacilaba sobre lo que debía hacer, cuando una tos que
venía del lado del fuego llamó mi atención. Y entonces vi a Linton junto a
la chimenea, saboreando un terrón de azúcar y mirándome con
indiferencia.
‑¿Y la
señorita Catalina? ‑pregunté, creyendo que, al encontrarle solo, le haría
confesar por temor.
Pero él siguió
chupando como un necio.
‑¿Se ha
marchado? ‑pregunté.
‑No. Está
arriba. No se irá; no la dejaríamos.
‑¿Que no la
dejarían? ¡Mentecato! Dígame donde está o verá usted lo que es
bueno.
‑Papá sí que
te hará ver lo que es bueno a ti como intentes subir ‑contestó Linton‑. Él
me ha dicho que no tengo por qué andarme con contemplaciones con Cati. Es mi
mujer y es vergonzoso que quiera marcharse de mi lado. Papá asegura que ella
desea que yo muera para quedarse con mi dinero, pero no lo tendrá, ni se
irá a su casa, por mucho que llore y patalee.
Y siguió en su
ocupación, entornando los ojos.
‑Señorito ‑le
dije‑, ¿ha olvidado lo bien que ella se portó con usted el invierno pasado,
cuando usted le aseguraba que la quería y ella venía a diario para traerle
libros y cantarle canciones, a través de vientos y nieve? ¡Pobre Cati! Cada vez
que dejaba de venir lloraba pensando en que usted se entristecería, y usted
entonces afirmaba que ella era demasiado buena para usted. Ahora, en cambio,
usted finge creer en las mentiras que le dice su padre, y se pone con él de
acuerdo, a pesar de saber que les engaña a los dos... ¡Vaya un modo de demostrar
gratitud!
Linton torció
los labios y se quitó de ellos el terrón de azúcar.
‑¿Venía a
«Cumbres Borrascosas» porque le odiaba a usted? ‑continué‑. ¡Usted mismo lo
dirá! Y de su dinero, ella no sabe siquiera si tiene usted poco o mucho. ¡Y
la abandona, sola, ahí arriba, en una casa extraña! ¡Usted, que tanto se
lamentaba de su abandono! Cuando se quejaba de sus penas, ella se compadecía de
usted, y ahora usted no se apiada de ella. Yo, que no soy más que una antigua
criada suya, he orado por Cati, como puede ver y usted, que ha asegurado
quererla y que tiene motivos para adorarla, se reserva sus lágrimas para usted
mismo y se está ahí sentado tranquilamente... ¡Es usted un cruel y un
egoísta!
‑No puedo con
ella ‑dijo él‑. No quiero estar a su lado. Llora de un modo inaguantable. Y no
cesa de llorar aunque la amenace con llamar a mi padre. Ya le llamé una vez y él
la amenazó con ahogarla si no se callaba, pero en cuanto él salió, ella empezó
otra vez sus gemidos, a pesar de las muchas veces que le grité que me estaba
importunando y no me dejaba dormir.
‑¿Está ausente
el señor Heathcliff? ‑me limité a preguntar, viendo que aquel cretino era
incapaz de comprender el dolor de su prima.
‑Está hablando
en el patio con el doctor Kenneth ‑contestó‑. Creo que el tío, al fin, se está
muriendo. Y lo celebro, porque de ese modo yo seré el dueño de su casa. Cati
dice siempre «mi casa», pero en realidad es mía. Papá asegura que todo lo de
ella es mío. Míos son sus lindos libros, y sus pájaros, y su jaca. Así se lo
dije cuando ella me prometió regalármelo todo si le daba la llave y la dejaba
salir. Entonces se echó a llorar, se quitó un dije que lleva al cuello con un
retrato de su madre y otro del tío cuando eran jóvenes, y me lo ofreció si le
permitía escaparse. Esto sucedió ayer. Le dije que también me
pertenecían y fui a quitárselos. Entonces, esa odiosa mujer me dio un
empellón y me lastimó. Yo lancé un chillido ‑cosa que la espanta siempre‑ y
acudió papá. Al sentir que venía, rompió en dos el medallón, y me dio el retrato
de su madre mientras intentaba esconder el otro, pero cuando papá llegó y yo le
expliqué lo que sucedía, me quitó el que ella me había dado y le mandó que
me entregase el otro. Ella no quiso y él la tiró al suelo, le arrancó el
retrato y lo pisoteó.
‑¿Y qué le
pareció a usted el espectáculo? ‑interrogué para llevar la conversación
adonde me convenía.
‑Yo hice un
guiño ‑respondió‑. Siempre guiño los ojos cuando mi padre pega a un perro o a un
caballo, porque lo hace muy reciamente. Al principio me alegré de que la
maltratara. También ella me había hecho daño al empujarme. Cuando papá se fue,
ella me hizo ver cómo le sangraba la boca, porque se había cortado con los
dientes cuando papá le pegó. Después recogió los restos del retrato, se
sentó con la cara a la pared y no ha vuelto a dirigirme la palabra. Creo a
veces que la pena no la deja hablar. Pero es un ser terrible: no hace más
que llorar y está tan pálida y tan huraña que me asusta.
‑¿Puede usted
coger la llave cuando le parezca bien? ‑pregunté.
‑Cuando estoy
arriba, sí ‑‑contestó‑, pero ahora no puedo subir.
‑¿En qué sitio
está? ‑volví a preguntar.
Es un secreto y no te lo diré
‑respondió‑. No lo saben ni siquiera Hareton ni Zillah. ¡Ea! Estoy cansado de
hablar contigo. Márchate.
Apoyó la cara
en un brazo y cerró los ojos.
Yo reflexioné
que lo mejor era ir a la «Granja» sin ver a Heathcliff y en ella buscar auxilio
para la señorita. El asombro de los criados al verme llegar fue tan grande como
su alegría. Al advertirles que la señorita estaba a salvo también, varios se
precipitaron a anunciárselo al señor, pero yo me anticipé a todos. Había
cambiado mucho en tan pocos días. Esperaba, resignado, la muerte. Estaba muy
joven. Aún no tenía más que treinta y nueve años, pero representaba diez menos.
Al verme entrar, murmuró el nombre de Cati. Me incliné hacia él y le
dije:
‑Después
vendrá Catalina, señor. Está bien, y creo que vendrá esta
noche.
Al principio
temí que la alegría le perjudicase, y, en efecto, se incorporó en el lecho, miró
en torno suyo y se desmayó. Pero se recobró enseguida, y entonces le relaté lo
ocurrido, asegurando que Heathcliff me había obligado a entrar, y que, en
rigor, no era totalmente cierto. De Linton hablé lo menos que pude y no detallé
las brutalidades de su padre para no causar al señor mayor amargura.
Él comprendió que uno de los objetivos que se proponía su enemigo era
apoderarse de su fortuna y de sus propiedades para su hijo, pero no alcanzaba a
adivinar el porque no había querido esperar hasta su muerte, ya que el señor
Linton ignoraba que él y su sobrino se llevarían poco tiempo el uno al otro en
abandonar este mundo. En todo caso, resolvió modificar su testamento, dejando la
herencia de Cati, no en sus manos, sino en las de otros herederos, que eran
personas de confianza, concediéndole sólo el usufructo, y luego la plena
posesión a sus hijos, caso de que los tuviera. Así, los bienes de Catalina no
irían a manos de Heathcliff aunque falleciese su hijo.
Según sus
instrucciones, envié a un hombre en busca del procurador, y a otros cuatro, con
armas, a buscar a la señorita. El primero de ellos volvió anunciando que había
tenido que estar dos horas esperando al señor Green, y que éste vendría al
siguiente día, ya que tenía quehacer en el pueblo. Los otros regresaron sin
cumplir su misión, y dijeron que Cati estaba tan enferma, que no podía salir de
su cuarto, y que Heathcliff no había permitido que la vieran. Les reproché como
se merecían, y resolví no decir nada a mi amo, porque estaba resuelta a
presentarme en «Cumbres Borrascosas» en cuanto amaneciera, llevando una tropa
entera, si era menester, para tomar al asalto las «Cumbres» si no me entregaban
a la cautiva. Me juré repetidas veces que su padre había de verla, aunque
aquel miserable encontrara la muerte en su casa intentando
impedirlo.
Pero no hubo
necesidad de emplear tales recursos.
A cola de las
tres, bajaba yo a buscar un jarro de agua, cuando, atravesando el vestíbulo,
sentí un golpe en la puerta. Me sobresalté.
‑Debe ser
Green ‑pensé luego.
Y seguí con la
intención de mandar que abrieran. Pero el golpe se repitió, y entonces, dejando
el jarro, fui a abrir yo misma. Fuera, brillaba la luna. El que venía no era el
procurador. La señorita me saltó al cuello, exclamando:
‑¿Vive mi
padre todavía, Elena?
‑Sí, ángel mío
‑respondí‑. ¡Gracias a Dios que ha vuelto usted con
nosotros!
Ella quería ir
sin detenerse al cuarto del señor, pero yo la hice sentarse un momento para que
descansara, le di agua y le froté el rostro con el delantal para que le salieran
los colores. Luego añadí que convenía que entrara yo primero para anunciar
su llegada, y le rogué que dijese que era feliz con el joven Heathcliff. Al
principio me miró con asombro, pero luego comprendió.
No pude
asistir a la entrevista de ella y su padre, sino que me quedé fuera, y esperé un
cuarto de hora, al cabo del cual me atreví a entrar y acercarme al enfermo. Todo
estaba tranquilo. La desesperación de Cati era tan silenciosa como el
placer que su padre experimentaba. Con los ojos extasiados contemplaba el
semblante de su hija.
Murió
sintiéndose feliz, señor Lockwood... Besó a Cati en las mejillas, y
dijo:
‑Me voy a su
lado, y tú, querida hija, vendrás después con
nosotros.
Y no dijo una
palabra más. Su mirada continuaba extática y fija. El pulso le fue faltando
gradualmente, hasta que su alma le abandonó. Murió tan apaciblemente, que
ninguno nos percatamos del momento exacto en que ello había
sucedido.
Catalina
estuvo sentada allí hasta que salió el sol. Sus ojos se hallaban secos, quiza
porque ya no le quedaran lágrimas en ellos, o quizá por la intensidad de su
dolor. A mediodía continuaba lo mismo, y me costó trabajo lograr que fuese a
reposar un rato. A esa hora apareció el procurador, que ya había pasado
primero por «Cumbres Borrascosas» para recibir instrucciones. El señor
Heathcliff le había comprado, y por ello se retrasó en venir a casa de mi amo.
Felizmente éste no se había vuelto a preocupar de nada desde la llegada de su
hija.
El señor Green
se apresuró a dictar órdenes inmediatas. Despidió a todos los criados
excepto a mí, y hasta hubiera dispuesto que a Eduardo Linton se le
enterrara en el panteón familiar, a no haberme opuesto yo ateniéndome al
testamento. Este, por fortuna, estaba allí y hubo que cumplir sus
disposiciones.
El sepelio se
apresuró cuanto fue posible. A Catalina, que era ya la señora lleafficliff, le
consintieron estar en la «Granja» hasta que sacaron el cuerpo de su padre. Según
ella me contó, su dolor había, por fin, inducido a Linton a ponerla en libertad.
Oyó a Heathcliff discutir en la puerta con los hombres que yo había enviado, y
entendió lo que él les decía. Entonces se desesperó de tal modo que Linton,
que estaba en la salita en aquel momento, se aterrorizó, cogió la llave
antes de que su padre volviera, abrió, dejó la puerta sin cerrar, bajó y pidió
que le dejaran dormir con Hareton. Catalina se fue antes de alborear. No
atreviéndose a marchar por la puerta por temor a que los perros ladrasen buscó
otra salida, y habiendo hallado la habitación de su madre, se descolgó por el
abeto que rozaba la ventana. Estas precauciones no bastaron para impedir
que su cómplice sufriera el correspondiente castigo.
La tarde
siguiente al entierro, Cati y yo nos sentamos en lá biblioteca, meditando y
hablando del sombrío porvenir que se nos presentaba.
Pensábamos que
lo mejor sería lograr que Catalina fuese autorizada a seguir habitando la
«Granja de los Tordos», al menos mientras viviera Linton. Yo sería su ama
de llaves, y ello nos parecía tan relativamente bueno, que dudábamos de
conseguirlo. No obstante, yo tenía esperanzas. De improviso, un criado ‑ya
que, aunque estaban despedidos, éste no se había marchado aún‑ vino a
advertirnos de que «aquel demonio de Heathcliff» había entrado en el patio, y
quería saber si le daba con la puerta en las narices.
No estábamos
tan locas como para mandar que lo hiciese, ni él nos dio tiempo. Entró sin
llamar ni pedir permiso: era el amo ya y usaba de sus derechos. Llegó a la
biblioteca, mandó salir al criado y cerró la puerta. Estaba en la misma
habitación donde dieciocho años atrás entrara como visitante. A través de la
ventana brillaba la misma luna y se divisaba el mismo paisaje de otoño. No
habíamos encendido la luz aún, pero había bastante claridad en la cámara, y
se distinguían bien los retratos de la señora Linton y de su esposo. Heathcliff
se acercó a la chimenea. Desde aquella época no había cambiado mucho. El
mismo rostro algo más pálido y más serenó tal vez, y el cuerpo un
tanto más pesado. No había más diferencia que aquélla.
‑¡Basta! ‑dijo
sujetando a Catalina, que se había levantado y se disponía a escaparse‑.
¿Adónde vas? He venido para conducirte a casa. Espero que procederás como una
hija sumisa y que no inducirás a mi hijo a desobedecerme. No supe de qué modo
castigarle cuando descubrí lo que había hecho. ¡Como es tan endeble! Pero ya
notarás en su aspecto que ha recibido su merecido. Mandé que le bajasen, le hice
sentarse en una silla, ordené que saliesen José y Hareton, y durante dos horas
estuvimos los dos solos en el cuarto. A las dos horas ordené a José que
volviese a llevársele, y desde entonces, cada vez que me ve, mi presencia le
asusta más que la de un fantasma. Según Hareton, se despierta por la noche
chillando e implorándote que le defiendas. De modo, que quieras o no, tienes que
venir a ver a tu marido. Te lo cedo para ti sola: tendrás que preocuparte tú de
él.
‑Podia usted
dejar que Cati viviera aquí con Linton ‑intercedí yo‑. Ya que les detesta usted,
no les echará de menos. No harán más que atormentarle con su
presencia.
‑Pienso
arrendar la «Granja» ‑respondió‑ y, además, deseo que mis hijos estén a mi
lado y que esta muchacha trabaje para ganarse su pan. No voy a sostenerla
como una holgazana ahora que Linton ha muerto. Vamos, date prisa, y no me
obligues a apelar a la fuerza.
‑Iré ‑dijo
Cati‑. Aunque usted ha hecho todo lo posible para que nos aborrezcamos el uno al
otro. Linton es el único cariño que me queda en el mundo, y le desafío a usted a
que le haga padecer cuando yo esté presente.
‑Aunque te
erijas en su paladina ‑respondió Heathcliff‑ no te quiero tan bien que vaya
a quitarte el tormento de‑atenderle mientras viva. No soy yo quien te hará
aborrecerle. Su dulce carácter se encargará de ello. Como consecuencia de tu
fuga y de las consecuencias que tuvo para él, le vas a hallar tan agrio como el
vinagre. Ya le oí explicar a Zillah lo que haría si fuese tan fuerte como yo: el
cuadro era admirable. Mala inclinación no le falta, y su misma debilidad le hará
encontrar algún medio con que sustituir el vigor de que
carece.
‑Como que es
su hijo ‑dijo Cati‑. Sería milagroso que no tuviera mal carácter. Y celebro que
el mío sea mejor y me permita perdonarle. Sé que me ama y por eso le amo yo
también. En cambio, señor Heathcliff, a usted no le ama nadie, y por muy
desgraciados que nos haga ser, nos desquitaremos pensando que su crueldad
procede de su desgracia. ¿Verdad que es usted desgraciado? Está usted tan
solitario como el diablo y es tan envidioso como él. Nadie le ama y nadie le
orará cuando muera. ¡Le compadezco!
Catalina habló
en lúgubre tono de triunfo. Parecía dispuesta a amoldarse al ambiente de su
futura familia y a disfrutar, como ellos, en el mal de sus
enemigos.
‑Tendrás que
compadecerte de ti misma ‑replico su suegro‑ si sigues aquí un minuto más. Coge
tus cosas, bruja, y vente.
Cati se fue.
Yo comencé a rogar a Heathcliff que me permitiera ir a «Cumbres Borrascosas»
para hacer los menesteres de Zillah, mientras ésta se encargaba de mi
puesto en la «Granja», pero él se negó rotundamente. Después de
hacerme callar, examinó el cuarto. Al ver los retratos,
dijo:
‑Voy a
llevarme a casa el de Catalina. No me hace falta para nada,
pero...
Se acercó al
fuego y dijo:
‑Te voy a
explicar lo que hice ayer. Ordené al sepulturero que cavaba la fosa de
Linton que quitase la tierra que cubría el ataúd de Catalina, y lo hice abrir.
Creí que no sabría separarme de allí cuando vi su cara. ¡Sigue siendo la
misma! El enterrador me dijo que se alteraria si seguía expuesta al aire.
Arranqué entonces una de las tablas laterales del ataúd, cubrí el hueco con
tierra (no el lado del maldito Linton, que ojalá estuviera soldado con
plomo, sino el otro), y he sobornado al sepulturero para que cuando me
entierren a mí quite también el lado correspondiente de mi féretro. Así nos
confundiremos en una sola tumba, y si Linton nos busca no sabrá
distinguirnos.
‑Es usted un
malvado ‑le dije‑. ¿No le da vergüenza turbar el reposo de los
muertos?
‑A nadie he
turbado su reposo, Elena, y en cambio me he desahogado un poco yo. Me siento
mucho más tranquilo , y así es más fácil que podáis contar con que no salga de
mi tumba cuando me llegue la hora. ¡Turbarla! Dieciocho años lleva turbándome
ella a mí, dieciocho años, hasta anoche mismo... Pero desde ayer me he
tranquilizado. He soñado que dormía al lado de ella mi último qui sueño, con mi
mejilla apoyada en la suya.
‑¿Y qué
hubiera usted soñado si ella se hubiera disuelto bajo tierra o cosa
peor?
‑¡Que me
disolvía con ella y entonces me hubiera sentido aún más contento! ¿Te figuras
que me asustan esas transformaciones? Esperaba que se hubiera descompuesto
cuando mandé abrir la caja, pero me alegro de que no principie su descomposición
hasta que la comparta conmigo. Luego tú no sabes lo que me sucede... Pero
empezó así: yo creo en los espíritus, y estoy convencido de que existen y
viven entre nosotros. Y desde que ella murió no hice más que invocar al
suyo para que me visitase. El día que la enterraron, nevó. Al oscurecer me fui
al cementerio. Soplaba un viento helado, y reinaba la soledad. Yo no temí
que el simple de su marido fuese tan tarde, y no era probable que nadie
merodease por allí. Al pensar que sólo me separaban de ella dos varas de tierra
blanda, me dije:
»«Quiero
volver a tenerla entre mis brazos. Si está fría, lo atribuiré a que el viento
del norte me hiela, y si está inmóvil pensaré que duerme."
»Cogí una
azada y cavé con ella hasta que tropecé con el ataúd. Entonces principié a
trabajar con las manos, y ya crujía la madera, cuando me pareció percibir un
suspiro que sonaba al mismo borde de la tumba. «¡Si pudiese quitar la tapa
‑pensaba‑ y luego nos enterraran a los dos! »Ya me esforcé en conseguirlo. Pero
oí otro suspiro. Y me pareció notar un tibio aliento que caldeaba la frialdad
del aire helado. Bien sabía que allí no había nadie vivo, pero tan cierto como
se siente un cuerpo en la oscuridad aunque no se le vea, tuve la sensación
de que Catalina estaba allí, y no en el ataúd, sino a mi lado. Experimenté un
inmediato alivio. Suspendí mi trabajo y me sentí consolado. Ríete, si
quieres, pero después de que cubrí la fosa otra vez, tuve la impresión de que
ella me acompañaba hasta casa. Estaba seguro de que se hallaba conmigo y hasta
le hablé. Cuando llegué a las «Cumbres», recuerdo que aquel condenado Earnshaw y
mi mujer me cerraron la puerta. Me contuve para no romperle la cabeza a golpes,
y después subí precipitadamente a nuestro cuarto. Miré en torno mío con
impaciencia. ¡La sentía a mi lado, casi la veía, y sin embargo no lograba
divisarla! Creo que sudé sangre de tanto como rogué que se me apareciese, al
menos un instante. Pero no lo conseguí. Fue tan diabólica para mí como lo
había sido siempre durante su vida. Desde entonces, unas veces más y otras
veces menos, he sido víctima de esa misma tortura. Esto me ha sometido a una
tensión nerviosa tan grande, que si mis nervios no estuviesen tan templados
como cuerdas de violín, no hubiera resistido sin hacerme un
desgraciado.
»Si me hallaba
en la sala con Hareton, figurábaseme que la vería cuando saliese. Cuando paseaba
por los pantanos, esperaba hallarla al volver. En cuanto salía de casa,
regresaba creyendo que ella debía andar por allá. Y si se me ocurría pasar la
noche en su alcoba me parecía que me golpeaban. Dormir allí me resultaba
imposible. En cuanto cerraba los ojos, la sentía fuera de la ventana, o
entrar en el cuarto, correr las tablas y hasta descansar su adorada cabeza en la
misma almohada donde la ponía cuando era niña. Entonces yo abría los ojos para
verla, y cien veces los cerraba y los volvía a abrir y cada vez sufría una
desilusión más.
Esto me
aniquilaba hasta tal punto que a veces lanzaba gritos y el viejo pillo de José
me creía poseído del demonio. Pero ahora que la he visto estoy más
sosegado. ¡Harto me ha atormentado durante dieciocho años, no pulgada
a pulgada, sino por fracciones del espesor de un cabello, engañándome año
tras año con una esperanza que no se realizaba jamás!
Heathcliff
calló y se secó la frente, que tenía húmeda de sudor. Sus ojos contemplaban las
brasas del fuego. Tenía las cejas levantadas y una apariencia de dolorosa
tensión cerebral le daba un aspecto conturbado. Al hablar se dirigía a mí
vagamente. Yo callaba. No me agradaba aquel modo de
expresarse.
Tras una breve
pausa, descolgó el retrato de la señora Linton, lo puso sobre el sofá y lo
contempló fijamente. Cati entró en aquel momento y dijo que estaba pronta a
marchar en cuanto ensillasen el caballo.
‑Envíame eso
mañana ‑me dijo Heathcliff. Y agregó, dirigiéndose a ella‑: Hace una buena
tarde y no necesitas caballo. Cuando estés en «Cumbres Borrascosas» tendrás
de sobra con los pies.
‑¡Adiós,
Elena! ‑dijo mi señorita, besándome con helados labios‑. No dejes de ir a
verme.
‑Líbrate muy
bien de ello ‑me advirtió su nuevo suegro‑ Cuando te necesite para algo, ya
vendré a visitarte. No quiero que andes husmeando por mi
casa.
Hizo señal a
Cati de que le siguiera, y ella le obedeció, lanzando una mirada hacia atrás que
me desgarró el corazón. Les vi desde la ventana bajar el jardín. Heathcliff
cogió el brazo de Catalina, a pesar de que ella se negaba, y con rápido paso
desaparecieron bajo los árboles del sendero.
En una ocasión
fui a visitar a Cati, pero José no me dejó pasar. Me dijo que la señora estaba
bien y que el amo se hallaba fuera. A no ser por Zillah, que me ha contado algo,
yo no sabría nada de ellos, ni si viven o mueren. Zillah no estima a Cati y la
considera muy orgullosa. Al principio, la señorita le pidió que le hiciera
algunos servicios, pero el amo lo prohibió y Zillah se congratuló de ello,
por pereza y por falta de juicio. Esto causó a Cati una indignación pueril, y ha
incluido a Zillah en el número de sus enemigos. Hace seis semanas, poco
antes de llegar usted, mantuve una larga conversación con Zillah, quien me
contó lo siguiente:
«Al llegar a
las «Cumbres» la señora, sin saludarnos siquiera, corrió al cuarto de
Linton y se encerró con él. Por la mañana, mientras Hareton y el amo estaban
desayunando, ella entró en el salón temblando de pies a cabeza, y preguntó
si se podía ir a buscar al médico, ya que su marido estaba muy
malo.
»‑Ya lo sé
‑respondió Heathcliff‑, pero su vida no vale ni un penique, y ni un penique me
gastaré en él.
»‑Pues si no
se le auxilia, se morirá, porque yo no sé qué hacer ‑dijo la
joven.
»‑¡Fuera de
aquí ‑gritó el amo‑ y no me hables más de él! No nos importa nada lo que le
ocurra. Si quieres, cuídale tú, y si no enciérrale y déjale
solo.
»Ella entonces
acudió a mí, pero yo le contesté que el muchacho ya me había dado bastante
quehacer, y que ahora era ella quien debía cuidar a su marido, según había
ordenado Heathcliff.
»No puedo
decir cómo se las entendieron. Me figuro que él debía pasarse gimiendo día y
noche, sin dejarla descansar, como se deducía por sus ojeras. Algunas veces
aparecía en la cocina como si quisiera pedir socorro, pero yo no estaba
dispuesta a desobedecer al señor. No me atrevo a contrariarle en nada, señora
Dean, y aunque bien veía que debía haberse llamado al médico, no era yo quién
para tomar la iniciativa, y no intervine en ello Para nada. Una o dos veces,
después de que nos habíamos acostado, se me ocurría ir a la escalera y veía a la
señora llorando, sentada en los escalones, de modo que enseguida me volvía,
temiendo que me pidiese ayuda. Aunque la compadecía, ya supondrá usted que
no era cosa de arriesgarme a perder mi cargo. Por fin una noche entró
resueltamente en mi cuarto, y me dijo:
»‑Avisa al
señor Heathcliff de que su hijo se muere. Estoy segura de
ello.
»Y se fue. Un
cuarto de hora permanecí en la cama, escuchando y temblando. Pero no oí
nada.
»‑Debe haberse
equivocado ‑pensé‑. Linton se habrá repuesto; no hay por qué molestar a
nadie.
»Y volví a
dormirme. Pero el sonido de la campanilla que tenía Linton para su servicio me
despertó y el amo me ordenó que fuera a decirles que no quería volver a oír
aquel ruido.
»Entonces le
comuniqué el recado de la señorita. Empezó a maldecir, y luego encendió una
vela y subió al cuarto de su hijo. Le seguí y vi a la señora sentada junto al
lecho, con las manos cruzadas sobre las rodillas. Su suegro acercó la vela al
rostro de Linton, le miró y le tocó, y dijo a la señora:
»‑¿Qué te
parece esto, Catalina?
»La joven
guardaba silencio.
»‑Digo, que
qué te parece, Catalina ‑repitió él.
»‑Me parece
‑contestó ella‑ que él se ha salvado y que yo he recuperado la libertad... Debía
parecerme muy bien, pero ‑prosiguió con amargura‑ me ha dejado usted
luchando sola durante tanto tiempo contra la muerte, que sólo veo muerte a mi
alrededor, y hasta me parece estar muerta yo misma. ,
»-Y así lo
parecía, en realidad. Yo la hice beber un poco de vino. Hareton y José, a
quienes nuestro ir y venir había despertado, entraron entonces. José me
parece que se alegró de la muerte del muchacho. En cuanto a Hareton, se sentía
confuso, y mas que de pensar en Linton se preocupaba de mirar a Catalina.
El señor le hizo volverse a acostar. Mandó a José que llevara el cadáver a su
habitacion y a mi me hizo volverme a la mía. La señora se quedó
sola.
»-Por la
mañana, Heathcliff me hizo llamarla para desayunar. Catalina se había
desnudado y estaba a punto de acostarse. Me anunció que se sentía mal, lo que no
me extrañó, y se lo indiqué al señor Heathcliff. Éste me
dijo:
»-Bueno, déjala que descanse. Sube de vez
en cuando a llevarle lo que necesite, y después del entierro, cuando creas
que esté mejor, avísamelo.»
Zillah siguió
diciéndome que Catalina había continuado encerrada en su cuarto durante
quince días más. Ella la visitaba dos veces diarias y procuraba mostrarse amable
con la señorita, pero ésta la rechazaba violentamente. Heathcliff subió a verla
una vez para mostrarle el testamento de Linton. Cedía a su padre todos los
bienes y cuantos habían pertenecido a su esposa. Le habían obligado a
firmar aquello mientras Cati estaba con su padre el día que éste falleció. La
herencia se refería a los bienes muebles, ya que las tierras, por ser menor de
edad, no tenía Linton derecho a legarlas. Pero, Heathcliff ha hecho valer
también sus derechos a ellas en nombre de su difunta mujer y en el suyo
propio.
Creo que
legalmente tiene razón, de todas formas, como Catalina no tiene dinero ni
amigos, no ha podido disputárselas.
«Sólo yo
‑siguió diciéndome Zillah‑, salvo esa vez que subió el amo, iba a su cuarto.
Nadie se ocupaba de ella. El primer día que bajó al salón fue un domingo por la
tarde. Al llevarle la comida me había dicho que no podía soportar el frío que
hacía arriba. Le contesté que el amo iba a ir la «Granja de los Tordos» y que
Hareton y yo no la incomodaríamos. Así que en cuanto sintió el trote del caballo
de Heathcliff, bajó, vestida de negro, con sus rubios cabellos peinados
lisos por detrás de las orejas.
»José y yo
acostumbramos ir los domingos a la iglesia.» Se refieren a la capilla de
los metodistas o baptistas, ya que la iglesia ahora no tiene pastor ‑aclaró la
señora Dean‑. «José había ido ya a la iglesia, pero yo cre que debía quedarme en
casa ‑continué Zillah‑ porque no sobra que una persona de edad vigile a los
jóvenes y Hareton, a pesar de su timidez, no es precisamente un chico modelo. Yo
le había advertido que su prima bajaría seguramente a hacernos compañia, y que
como ella solía guardar la fiesta dominical, valía más que él no trabajase ni
estuviese repasando las escopetas mientras ella permaneciera abajo. Se
ruborizó al oírme, se miró la ropa y las manos e hizo desaparecer el aceite y la
pólvora. Comprendí que quería ofrecerle su compañía y que deseaba presentarse a
ella con mejor aspecto, y para ayudarle a ello, le ofrecí mis servicios. Se puso
muy turbado y empezó a renegar.
»‑Señora Dean
‑dijo Zillah comprendiendo que su conducta me desagradaba‑ usted podrá pensar
que la señorita es demasiado fina para Hareton, y puede que esté usted en
lo cierto, pero le aseguro que me gustaría rebajar un poco su orgullo. Además,
ahora es tan pobre como usted y como yo. Es decir, más, porque seguramente
usted tiene sus ahorros, y yo hago lo posible para reunirlos. Así que no está la
señorita como para andar con sandeces ni con demasiado
orgullo.
»Hareton
aceptó mi ayuda ‑siguió contándome Zillah‑ y hasta se puso de buen humor, y
cuando Catalina llegó trató de ser amable y agradable con
ella.
»La señorita
entró tan fría como el hielo y tan soberbia como una princesa. Yo le ofrecí
mi asiento, y Hareton también, diciéndole que debía estar aterida de
frío.
»‑Hace un mes
que lo estoy ‑contestó ella tan altanera y despreciativa como le fue
posible.
»Cogió una
silla y se sentó separada de nosotros.
»Cuando hubo
entrado en calor, miró a su alrededor y al divisar unos libros en el aparador
intentó cogerlos. Pero estaban demasiado altos, y viendo sus inútiles
esfuerzos su primo se decidió a ayudarla. Comenzó a echarle los libros
según los iba alcanzando y ella los recogía en su falda
extendida.
»El. muchacho
se sintió satisfecho con esto. Es verdad que la señora no le dio las gracias,
pero a él le bastaba con haberle sido útil, y hasta se aventuró a mirar los
libros mientras lo hacía ella, señalando algunas páginas ilustradas que le
llamaban la atención. No se desanimó por el desprecio con que Catalina le
quitaba las páginas de los dedos, pero se apartó un poco y en vez de mirar los
libros la miró a ella.
Catalina
siguió leyendo o intentando leer. Hareton entretanto, ya que no podía distinguir
su cara, se contentaba con contemplar su cabello. De pronto, casi
inconsciente de lo que hacía, y más bien como un niño que se resuelve
a tocar lo que está mirando, se le ocurrió alargar la mano y acariciarle uno de
sus rizos, más suavemente que lo hubiera hecho un pajaro.
»Al sentir la
mano de Hareton sobre su cabeza, Catalina dio un salto como si le hubieran
clavado un cuchillo.
»‑¡Vete! ¿Cómo
te atreves a tocarme? ‑gritó disgustadísima‑‑‑. ¿Qué haces ahí plantado? ¡No
puedo soportarte! Si te acercas, me voy.
»Hareton
retrocedió, se sentó y permaneció inmóvil Ella siguió absorta en los libros. Al
cabo de media hora Hareton me dijo en voz baja:
»‑Ruégale que
nos lea alto, Zillah... Estoy harto de no hacer nada y me gustaría oírla. No
digas que soy yo quien se lo pide. Hazlo como cosa tuya.
»‑El señor
Hareton quisiera que usted nos leyese algo, señorita ‑me apresuré a decir‑. Se
lo agradecería mucho.
»Ella arrugó
el entrecejo y contestó:
»‑Pues dí al
señor Hareton que no acepto ninguna de las hipócritas amabilidades que me
hagáis. ¡Os desprecio y no quiero saber nada de vosotros! Cuando yo hubiera dado
hasta la vida por una palabra afectuosa, os mantuvisteis apartados de mí.
No me quejo. He bajado porque arriba hacía mucho frío, pero no para entreteneros
ni para disfrutar de vuestra compañía.
»‑Yo no te he
hecho nada ‑comenzó a decir Earnshaw.
»‑Tú eres una
cosa aparte ‑respondió la señorita‑, y no se me ha ocurrido ni pensar en
ti...
»‑Pues yo
‑contestó él‑ más de una vez he rogado al señor Heathcliff que me permitiese
atenderla.
»‑Cállate
‑ordenó ella‑. Me iré por esa puerta, no sé adónde, si es que he de seguir
oyendo tu desagradable voz.
»Hareton
musitó que por su parte podía irse, aunque fuera al infierno, descolgó su
escopeta y se marchó a cazar. Y ahora él ya habla con todo desembarazo
delante de ella, y ella se ha retirado otra vez a su soledad. Pero a veces
el frío de las heladas la hace bajar y buscar nuestra compañía. Por su parte yo
me mantengo tan altiva como ella. Ninguno de nosotros la quiere, ni ella se lo
merece. En cuanto se le dice la menor cosa, salta y replica sin respetar nada.
Se atreve a insultar hasta al amo, y cuanto más le castiga él, más maligna se
vuelve ella.»
‑Al principio
de oír contar eso a Zillah ‑siguió la señora Dean‑ decidí dejar este
empleo, alquilar una casa, y llevarme a Cati. Pero el señor Heathcliff hubiera
autorizado esto tanto como a Hareton montar una casa por su cuenta propia.
Así que no veo solución al asunto, a no ser que la señorita se case, y ésa es
una cosa que no está en mi mano lograr.
Así concluyó
su historia la señora Dean. Por mi parte, a pesar de los vaticinios del médico,
me voy reponiendo muy rápidamente. Sólo estamos a mediados del mes de enero,
pero dentro de un par de días me propongo montar a caballo, ir a «Cumbres
Borrascosas» y notificar a mi casero que pasaré en Londres los venideros seis
meses, y que puede buscarse otro inquilino para la «Granja» cuando llegue
octubre. No quiero por ningun concepto pasar otro invierno
aquí.
Ayer hizo un
día despejado, frío y sereno. Como me había propuesto, fui a «Cumbres
Borrascosas». La señora Dean me pidió que llevase una nota suya a su señorita, a
lo que accedí, ya que no pensé que hubiera en ello segunda intención. La
puerta principal estaba abierta, pero la verja no. Llamé a Eamshaw, que estaba
en el jardín, y me abrió. El muchacho es tan bello que no se hallaría en la
comarca otro parecido. Le miré atentamente. Cualquiera diría que él se empeña en
deslucir sus cualidades con su zafiedad.
Pregunté si
estaba en casa el señor Heathcliff y me dijo que no, pero que volvería a la hora
de comer. Eran las once, y manifesté que le esperaría. Él entonces soltó los
utensilios de trabajo y me acompañó, pero en calidad de perro guardián y no para
sustituir al dueño de la casa.
Entramos. Vi a
Cati preparando unas legumbres. Me pareció aún más hosca y menos animada que la
vez anterior. Casi no levantó la vista para mirarme, y continuó su faena
sin saludarme ni con un ademán.
«No veo que
sea tan afable ‑reflexione yo‑ como se empeña en hacérmelo creer la señora Dean.
Una beldad, sí lo es, pero un ángel, no.»
Hareton le
dijo con aspereza que se llevase sus cosas a la cocina.
‑Llévalas tú
‑contestó la joven.
Y se sentó en
una banqueta al lado de la ventana, entreteniéndose en recortar figuras de
pajaros y animales en las mondaduras de patatas que tenía a un lado. Yo me
aproximé, con el pretexto de contemplar el jardín, y dejé caer en su falda la
nota de la señora Dean.
‑¿Qué es eso?
‑preguntó en voz alta, tirándola al suelo.
‑Una carta de
su amiga, el ama de llaves de la «Granja» ‑contesté, incomodado por la
publicidad que daba a mi discreta acción, y temiendo que creyera que el papel
procedía de mí.
Entonces fue a
cogerla, pero ya Hareton se había adelantado, guardándosela en el bolsillo
del chaleco, y diciendo que primero había de examinarla el señor
Heathcliff. Cati volvió la cara silenciosamente, sacó un pañuelo y se lo
llevó a los ojos. Su primo luchó un momento contra sus buenos instintos, y
al fin sacó la carta y se la tiró con un ademán lo más despreciativo que pudo.
Cati la tecogí la leyó, me hizo algunas preguntas sobre los
habitantes, tanto personas como animales de la «Granja», y al fin murmuró,
como si estuviera hablando consigo misma:
‑¡Cuánto me
gustaría ir montada en Minny! ¡Cuánto me gustaría subir allá! Estoy
fatigada y hastiada, Hareton.
Apoyó su linda
cabeza en el alféizar de la ventana, y dejó escapar no sé si un bostezo o un
suspiro, sin preocuparse de si la mirábamos o no.
‑Señora
Heathcliff ‑dije al cabo de un rato‑, usted cree que yo no la conozco, y, sin
embargo, creo conocerla profundamente. Así que me extraña que no me hable
usted. La señora Dean no se cansa de alabarla, y sufrirá una desilusión si
me vuelvo sin llevarle más noticias suyas que las de que no ha dicho nada sobre
su carta.
Me preguntó
asombrada:
‑¿Elena le
estima mucho a usted?
‑Mucho
‑balbuceé.
‑Pues entonces
dígale que le contestaría gustosamente, pero que no tengo con qué. Ni
siquiera poseo un libro del que poder arrancar una hoja.
‑¿Y cómo puede
usted vivir aquí sin libros? ‑dije‑. Yo, que tengo una abundante biblioteca, me
aburro en la «Granja», así que sin ellos debe ser desesperante la vida
aquí.
‑Antes yo
tenía libros y me pasaba el día leyendo ‑me contestó‑, pero como el señor
Heathcliff no lee nunca, se le antojó destruirlos. Hace varias semanas que no
veo ni sombra de ellos. Una vez revolví los libros teológicos de José, con gran
indignación de éste, y otra vez, Hareton, encontré un almacén de ellos en tu
cuarto: tomos latinos y griegos, cuentos y poesías... Todos, antiguos
conocidos míos... Me los traje aquí y tú me los has robado, como las urracas,
por el gusto de hurtar, ya que no puedes sacar partido de ellos. ¡Hasta puede
que aconsejaras al señor Heathcliff, por envidia, que me arrebatase mis
tesoros! Pero la mayor parte de ellos los retengo en la memoria, y de eso sí que
no podéis privarme.
Hareton,
sonrojandose cuando su prima reveló el robo de sus riquezas literarias,
desmintió enérgicamente sus acusaciones.
‑Quizá el
señor Hareton siente deseos de emular su saber, señora ‑dije yo, acudiendo en
socorro del joven- y se prepara a ser un sabio dentro de algunos años
mediante la lectura.
‑¡Sí, y que
mientras me embrutezca yo! ‑alegó Catalina‑. Es verdad, a veces le oigo
cuando intenta deletrear ¡y dice cada tontería! ¿Por qué no repites aquel
disparate que dijiste ayer? Me di cuenta de cuando apelabas al diccionario
para comprender de lo que se trataba aquella palabra, y te oí renegar y
maldecir cuando no comprendiste nada.
Noté que el
joven pensaba que era injusto burlarse de su ignorancia y a la vez de sus
intentos de rectificarla. Yo compartí su sentimiento, y recordando lo que me
contara la señora Dean sobre el primer intento de Hareton para disipar las
brumas en que le habían educado, comenté:
‑Todos hemos
tenido que empezar alguna vez, señora, y todos hemos tropezado en el umbral
del saber. Si entonces nuestros maestros se hubiesen burlado de nosotros,
aún seguiríamos dando tropezones.
‑Yo no me
propongo limitar su derecho a instruirse ‑repuso ella‑, pero él no tiene derecho
a apoderarse de lo que me pertenece, y a profanarlo con sus errores y sus
disparates de pronunciación. Mis libros de verso y de prosa eran sagrados para
mí porque me recordaban muchas cosas, y me es odioso verlos mancillados
cuando los repite. Además, ha elegido para aprender mis obras favoritas,
como si lo hiciera a propósito para molestarme...
Por unos
instantes, el pecho de Hareton se agitó en silencio. Estaba colérico y
mortificado y le costó mucho dominarse. Yo me puse en pie y me asomé a la
puerta. Él salió de la habitación y a los pocos minutos volvió cargado con
seis u ocho libros. Se los echó a Cati en el regazo y
dijo:
‑Ahí los
tienes. No quiero volver a verlos más, ni a leerlos, ni a ocuparme para nada de
lo que dicen.
‑Ya no los
quiero ‑contestó ella‑. Me harían recordarte y los
odiaría.
Sin embargo,
abrió uno, que mostraba haber sido manoseado muchas veces, y comenzó a leer
un pasaje con la pronunciación lenta y dificultosa de alguien que estuviera
aprendiendo a leer. Después se echó a reír.
‑¡Escuchen!
‑dijo después. Y comenzó a recitar de la misma manera los versos de una antigua
balada.
Él no pudo
aguantar más. Oí ‑y no me sentí inclinado a censurarle del todo‑ un bofetón
que hizo callar la provocativa lengua de la muchacha. Ella había hecho todo lo
posible para exasperar los incultos pero susceptibles sentimientos de amor
propio de su primo, y a éste no se le ocurrió otro argumento que aquel tan
contundente para saldar la cuenta. Después él cogió los libros y los arrojó al
fuego. Me di cuenta de que este sacrificio que hacía en aras de su rencor le era
muy penoso. Supuse que mientras los veía quemarse recordaba el placer que su
lectura le había producido, y también pensé en el entusiasmo con que
había empezado secretamente a estudiar. Él se había limitado a trabajar y hacer
una vida vegetativa hasta que Cati se cruzó en su camino. El desdén que ella le
demostraba y la esperanza de que algún día le felicitase habían sido los móviles
de su afán de aprender, y he aquí que, por el contrario, ella premiaba sus
esfuerzos con mofas.
‑¡Mira para lo
que valen a un bruto como tú! ‑gimio Catalina chupándose el labio lastimado
y asistiendo al incendio con indignados ojos.
‑Más te vale
callar ‑repuso él furiosamente.
Y se dirigió
muy agitado hacia la puerta. Me aparté para dejarle pasar, pero en el mismo
umbral se tropezó con el señor Heathcliff, que llegaba en aquel momento, y que
le preguntó, poniéndole una mano en el hombro:
.¿Qué te pasa,
muchacho?
‑Nada
‑contestó el joven.
Y se alejó
para devorar a solas su pena.
Heathcliff le
miró, y murmuró sin notar que yo estaba allí al lado:
‑Sería
extraordinario que yo me rectificase. Pero cada vez que me propongo ver en su
cara el rostro de su padre veo el de ella. Me es insoportable
mirarle.
Bajó la vista,
y entró. Estaba pensativo. Noté en su
rostro una expresion de inquietud que las otras veces no observara, y me
parecio más flaco. Su nuera, al verle entrar, había huido a la
cocina.
‑Me alegro de
que ya pueda salir de casa, señor Lockwood ‑dijo Heathcliff respondiendo a mi
saludo‑, aunque hasta cierto punto sea por egoísmo, ya que no me sería fácil
encontrar otro inquilino como usted en esta soledad. No crea que no me he
preguntado algunas veces cómo se le ha ocurrido venir
aquí.
‑Sospecho que
por un capricho tonto, como es un capricho tonto el que ahora me estimula a
marcharme ‑contesté‑. Me vuelvo a Londres la semana próxima y debo avisarle que
no me propongo renovar el contrato de la «Granja de los Tordos» cuando venza. No
pienso volver a vivir más allí.
‑¿Se ha
cansado usted de aislarse del mundo? Bueno, pero si espera usted que le condone
los alquileres de los meses que faltan, pierde usted el tiempo. No renuncio a
mis derechos nunca.
‑No he venido
a pedirle que renuncie a nada ‑respondí, molesto. Y, sacando la cartera del
bolsillo, agregué‑: Si quiere, liquidaremos ahora
mismo.
‑No es
necesario ‑respondió con frialdad‑. Seguramente usted dejará objetos
suficientes a cubrir su débito, en el supuesto de que no vuelva usted. No
me corre prisa. Tome asiento y quédese a comer con nosotros. ¡Cati! Sirve la
mesa.
Cati llegó con
los cubiertos.
La comida ‑con
Heathcliff, melancólico Y huraño, a un lado y Hareton, silencioso, a otro‑
transcurrió muy poco alegremente. Me despedí en cuanto pude. Me hubiese
gustado salir por la puerta de atrás para ver otra vez a Cati y para molestar al
viejo José, pero no pude hacer lo que me proponía, porque mi huésped mandó a
Hareton que me trajese el caballo y él mismo me acompañó hasta la
salida.
«¡Qué
tristemente viven en esta casa! ‑medité mientras bajaba por el camino‑. ¡Y
qué hermoso y romántico cuento de hadas hubiese sido para la señora Linton
Heathcliff el que nos hubiésemos enamorado, como su buena aya quería, y
hubiésemos marchado juntos a la turbulenta ciudad! »
En setiembre
de hace un año, un conocido me invitó a hacer estragos con él en los cazaderos
que poseía en el Norte y, de camino, pasé, sin esperarlo, a poca distancia de
Gimmerton. El mozo de cuadra de la posada en que me había parado para que mis
caballos bebiesen, dijo, al ver un carro cargado de avena recién
cortada.
‑Ése viene de
Gimmerton. Siempre siegan tres semanas después que en los demás
sitios.
‑¿Gimmerton?
‑dije.
El recuerdo de
mi residencia en aquel lugar casi se había borrado en mi
memoria.
‑¡Ah, ya!
‑agregué . ¿Está lejos de aquí?
‑Unas catorce
millas de mal camino ‑me contestó el mozo.
Sentí un
repentino deseo de visitar la «Granja de los Tordos». No era mediodía aún y
pensé que pasaría la noche bajo el techo de la que todavía era mi casa, tan
bien por lo menos como en una posada. Y, de paso, podía arreglar mis
cuentas con el dueño, lo que me evitaría más adelante hacer un viaje con
aquel objeto. Así que, tras descansar un rato, encargué a mi criado que
averiguase el camino de la aldea, y, no sin fatigar mucho a nuestras
caballerías, llegamos finalmente a Gimmerton al cabo de tres
horas.
Dejé al criado
en el pueblo y me dirigí a través del valle. La parda iglesia me pareció
aún más parda, y el desolado cementerio más desolado aún. Una oveja mordía
el exiguo césped que cubría las tumbas. El aire, demasiado caluroso, no me
impidió gozar del bello panorama. Si no hubiese estado la estación tan
adelantada, creo que me hubiese sentido tentado a quedarme una temporada
allí.
En invierno no
había nada más sombrío, pero en verano nada más agradable que aquellos
bosques escondidos entre los montes y aquellas extensiones cubiertas de
matorrales.
Llegué a la
«Granja» antes de ponerse el sol y llamé a la puerta. Pero sus habitantes
estaban en la parte trasera, a juzgar por la ligera humareda que salía de la
chimenea de la cocina, y no me oyeron. Entonces entré en el patio. En la puerta
una niña de nueve o diez años se entretenía haciendo calceta y una vieja fumaba
en una pipa.
‑¿Está la
señora Dean? ‑pregunté a la anciana.
‑¿La señora
Dean? Vive en las «Cumbres».
‑¿Es usted la
guardiana de la casa?
‑Sí
‑contestó.
‑Pues yo soy
Lockwood, el inquilino de la casa. Quiero pasar aquí la noche. ¿Hay alguna
habitación preparada?
‑¡El
inquilino! exclamó estupefacta‑‑‑. ¿Cómo no nos avisó de su llegada? En toda la
casa, señor, no hay siquiera un cuarto en
condiciones.
Se quitó la
pipa de la boca y se lanzó dentro. La niña la siguió y yo la imité. Pude
comprobar que la anciana no había faltado a la verdad, y, además, que mi
presencia la había desconcertado. Procuré calmarla diciéndole que iría a dar un
paseo, y que entretanto me arreglase una alcoba para dormir y un rincón en
la sala para cenar. No era preciso andar con limpiezas ni barridos. Me bastaban
un buen fuego y unas sábanas limpias. Ella mostró el deseo de hacer cuanto
pudiera, y si bien en el curso de sus trabajos metió la escoba en la lumbre
confundiéndola col el hurgón y cometió varias equivocaciones, no obstante me
marché en la confianza de que al volver encontraría donde instalarme. El
objetivo de mi paseo era «Cumbres Borrascosas», pero antes de salir del
patio se me ocurrió una idea que me hizo pararme.
‑¿Están todos
bien en las «Cumbres»? ‑pregunté a la anciana.
‑Que yo sepa,
sí ‑me contestó en tanto que salía llevando en la mano un cacharro lleno de
ceniza.
Me hubiese
agradado preguntarle el motivo de que la señora Dean no estuviera ya en la
«Granja», pero comprendiendo que no era oportuno interrumpirla en sus
faenas, me volví y me fui lentamente. A mi espalda, brillaba aún el sol y
ante mí se levantaba la luna. Salí del parque y escalé el pedregoso sendero que
conducía a la casa de Heathcliff. Cuando llegué a ella, del día sólo quedaba, en
poniente, una leve luz ambarina. Pero una espléndida luna permitía divisar cada
piedra del camino y cada brizna de hierba. No tuve que llamar a la verja;
cedió al empujarla. Pensé que esto siempre era una mejora. Y aún aprecié otra:
una fragancia de madreselvas que inundaba el aire.
Puertas y
ventanas estaban abiertas. Como es frecuente ver en aquellas regiones, un gran
fuego brillaba en la chimenea, a pesar del calor. El salón de «Cumbres
Borrascosas» es tan grande, que queda sitio de sobra para poder separarse
del.hogar. Las personas que había allí estaban sentadas junto a las
ventanas. Antes de penetrar, las vi y las oí hablar, y me fijé en ellas con un
sentimiento de curiosidad que, a medida que fui avanzando, se convirtió en
envidia.
‑Contrario
‑dijo una voz que sonaba argentina como una campanilla‑‑‑. ¡Van tres veces,
torpón! No te lo volveré a repetir. ¡Acuérdate, o te tiro de los
pelos!
‑Contrario
‑pronunció otra voz, que procuraba suavizar su robusto tono‑. Ahora dame un beso
en recompensa de haberlo dicho bien.
‑No, no te lo
daré hasta que no lo pronuncies perfectamente.
Volvieron a
reanudar su lectura. Era un hombre joven, correctamente vestido, que estaba
sentado a la mesa y tenía un libro delante. Sus hermosas facciones
brillaban de satisfacción, y sus ojos abandonaron con frecuencia la página
para fijarse en una blanca y pequeña mano que se apoyaba en su hombro y le
asestaba un cariñoso golpecito cada vez que su poseedora descubría faltas
de atención. La dueña de la mano estaba de pie detrás del joven, y a veces
sus cabellos rubios se mezclaban con los castaños de su compañero. Y su
cara... Pero era una suerte que él no pudiese verle la cara, porque no hubiera
podido conservar la serenidad. En cambio, yo sí la veía, y me mordí los labios
de despecho pensando en la ocasión que había desperdiciado de hacer algo más que
limitarme a mirar aquella prodigiosa belleza.
Concluida la
lección, en la que no faltaron algunos tropezones más, el alumno reclamó el
premio ofrecido y lo recibió en forma de cinco besos que tuvo la
generosidad de devolver. A continuación se acercaron a la puerta y por lo
que hablaban saqué en limpio que iban a pasear por los pantanos. Pensé que el
corazón de Hareton Earnshaw, por muy silenciosa que permaneciera su boca,
me desearía los más crueles tormentos de las profundidades infernales si en
aquel instante me presentara yo ante ellos, y me apresuré a refugiarme en la
cocina. Allí, sentada a la puerta, distinguí a mi antigua amiga Elena Dean,
cosiendo y cantando una canción frecuentemente interrumpida por agrias palabras
que salían del interior y cuyo tono destemplado distaba mucho de sonar con
armonía.
‑Aunque fuera
así, valía más oírles jurar de la mañana a la noche que escucharte a ti ‑dijo
aquella voz en respuesta a algún comentario de Elena ignorado para mí‑.
¡Clama al cielo que no pueda uno leer la Santa Biblia sin que inmediatamente
comiences tú a cantar las alabanzas del demonio y las vergonzosas maldades
mundanas! ¡Oh, las dos estáis pervertidas y haréis que ese pobre muchacho
pierda su almal ¡Está hechizadol ‑añadió gruñendo‑ ¡Oh, Señor! ¡Júzgalas
tú, ya que no hay ley ni justicia en este pais!
‑Sí; no debe
haberla cuando no estamos retorciéndonos entre las llamas del suplicio,
¿eh? Cállate, vejete, y lee tu Biblia sin ocuparte de mí. Voy a cantar ahora Las bodas del hada Anita, que es
bailable.
Y la señora
Dean iba a empezar cuando yo me adelanté.
Me reconoció
al punto, y se levantó enseguida, gritando:
‑¡Oh, señor,
bienvenido sea! ¿Cómo es que ha venido usted sin avisar? La «Granja de. los
Tordos» está cerrada. Debió usted advertirnos de que
venía.
Ya he dado
órdenes allí y podré arreglarme durante el poco tiempo que pienso estar
‑contesté‑. Me marcho mañana. ¿Cómo la encuentro aquí ahora, señora Dean?
Explíquemelo.
‑Zillah se
despidió y el señor Heathcliff me hizo venir cuando usted se fue a Londres.
Pase... ¿Ha venido usted a pie desde Gimmerton?
‑Vengo de la
«Granja» ‑repuse‑ y quisiera aprovechar la oportunidad para liquidar con su
amo, ya que no es fácil que se presente ocasión más propicia para los
dos.
‑¿Liquidar?
‑preguntó Elena mientras me acompañaba al salón‑.¿Qué hay que liquidar,
señor?
‑¡El
alquiler!
‑Entonces
tendrá usted que entenderse con la señora, o, mejor dicho, conmigo, porque
ella todavía no sabe llevar bien sus cosas y soy yo quien me ocupo de
todo.
La miré
asombrado.
‑Veo que usted
no sabe que Heathcliff ha muerto ‑añadió.
‑¿Que ha
muerto? ¿Cuándo?
‑Hace tres
meses. Siéntese, déme el sombrero, y se lo contaré todo. ¿No ha comido usted
aún, verdad?
‑Ya he mandado
en la «Granja» que preparen cena
Siéntese usted
también. No se me había ocurrido que aquel hombre hubiera muerto. ¿Cómo fue? Los
muchachos no volverán pronto...
‑Sí; tardarán.
Siempre les estoy reprendiendo, pero tardan más cada vez. Bien, por lo menos
tome usted un vaso de cerveza. Está usted muy fatigado.
Y se fue. Oí
cómo José le reprochaba el tener amigos a su edad y el hacerles beber a costa de
las bodegas del amo, lo que le parecía tan escandaloso, que se sentía
avergonzado de no haber muerto antes de asistir a
ello.
A los quince
días de irse usted ‑empezó la señora Dean‑ me llamaron para que fuese a «Cumbres
Borrascosas», lo que hice con el mayor placer pensando en Cati. Al verla
quedé asustada y disgustadísima: tal era el cambio que aprecié en ella
desde que la viera por última vez. El señor Heathcliff no detalló los motivos
por los que me hacía ir. Se limitó a decirme que me reservase la salita para su
nuera y para mi, ya que de sobra tenía con verla una o dos veces diarias. A ella
esto le gustó. Yo comencé a pasarle ocultamente libros y cosas que tenía en
la «Granja» y le agradaban, y esperábamos pasarlo bastante bien. Pero no
tardamos en desengañarnos. Cati se volvió muy pronto melancólica y se
irritaba por cualquier niñería. No le permitían salir del jardín y esto
aumentaba su disgusto, sobre todo a medida que iba entrando la primavera.
Además, yo tenía que atender a las cosas de la casa, y ella tenía que
quedarse sola en su cuarto. Yo no hacía caso de todo eso, pero como Hareton
tenía muchas veces que irse a la cocina cuando el amo quería estar solo en el
salón, ella principió a cambiar de modo de ser respecto a él. Siempre estaba
hablándole, zahiriéndole, criticando la vida que llevaba.
‑¿Verdad,
Elena ‑dijo en una ocasión‑, que hace la misma vida de un perro o de una
caballería? Trabaja, come y duerme sin preocuparse de más. ¡Qué vacía debe de
tener la cabeza y qué oscuro el espíritu! ¿Sueñas alguna vez, Hareton? ¿Qué
piensas? ¿Por qué no hablas?
Y miró a
Hareton, pero él no se dignó contestarle ni mirarla
siquiera.
‑Puede que
ahora esté soñando ‑continuó Cati‑. Ha hecho un movimiento como los que hace
Juno.
‑El señorito
Hareton acabará pidiendo al amo que la envíe a usted arriba si no se porta usted
bien con él ‑le dije.
Hareton no
sólo había hecho un movimiento, sino que hasta había cerrado amenazadoramente
los puños.
‑Ya sé por qué
Hareton no habla nunca cuando yo estoy en la cocina ‑siguió ella‑. Tiene
miedo de que me mofe. Una vez empezó él solo a aprender a leer, y porque me reí
de él echó los libros al fuego. ¿Qué te parece, Elena?
‑¿Cree usted
que hizo bien, señorita? ‑repuse.
‑Puede que no
me portase bien ‑contestó ella‑, pero yo no creía que él fuera tan tonto.
Hareton, ¿quieres un libro?
Y le entregó
uno que ella había estado leyendo, pero él lo tiró al suelo, amenazándola con
romperle la cabeza si no le dejaba en paz.
‑Bueno: me voy
a acostar ‑dijo ella‑. Lo dejo en el cajón de la mesa.
Y se fue,
después de advertirme por lo bajo que estuviese atenta para ver si Hareton
cogía el libro. Pero con gran enojo de Cati, no lo cogió. Ella estaba disgustada
de la pereza de Hareton, y también de haber sido culpable de paralizar su deseo
de aprender. Se aplicaba, pues, a remediar el mal. Mientras yo planchaba o
hacía cualquier cosa, Cati solía leer en voz alta algún libro interesante. Si
Hareton estaba presente, acostumbraba a interrumpir la lectura en los pasajes de
más emoción. Luego dejaba el libro allí mismo, pero él se mantenía terco
como una mula, y no picaba el anzuelo. Los días lluviosos se sentaba al lado de
José, y los dos permanecían quietos como estatuas al lado del fuego. Si la
tarde era buena, Hareton salía a cazar, y Cati bostezaba, suspiraba y se
empeñaba en hacerme hablar. Y luego, cuando lo conseguía, se marchaba al
patio o al jardín, y acababa en llanto.
Heathcliff se
hundía en su misantropía cada vez más, y casi no permitía a Hareton que
apareciese por la sala. El muchacho sufrió a primeros de marzo un percance que
le relegó a vivir casi de continuo en la cocina. Andando por el monte se le
disparó la escopeta y la carga le hirió en un brazo. Cuando llegó a casa había
perdido mucha sangre. Hasta que estuvo curado tuvo que permanecer en la
cocina casi continuamente. A Cati le agradó que estuviera allí. Me incitaba
constantemente a hacer algo abajo, para tener motivos de bajar
ella.
El lunes de
Pascua José fue a llevar ganado a la feria de Gimmerton. Pasé la tarde en la
cocina repasando ropa. Hareton estaba sentado junto al fuego, tan sombrío como
de costumbre, y la señorita se divertía en echar el aliento a los cristales de
las ventanas y trazar figuras con el dedo. De vez en cuando canturreaba o hacía
alguna exclamación, o bien miraba a su primo que seguía inmóvil, fumando,
mirando al fuego. Dije a Cati que me tapaba la luz, y entonces ella se acercó a
la chimenea. Al principio no me fijé en nada, pero luego oí que
decía:
‑¿Sabes
Hareton que me gustaría que fueras mi primo si no te mostraras tan rudo y
tan enfadado?
Hareton
calló.
‑¿Me oyes,
Hareton? ¡Hareton, Hareton! ‑siguió ella.
‑¡Quítate de
en medio! ‑dijo él, hoscamente.
‑Venga esa
pipa ‑respondió la joven.
Y antes de que
él pudiera reparar en nada, se la arrancó de la boca y la echó al fuego. Él la
insultó groseramente y cogió otra pipa.
‑Espera
‑exclamó Cati‑ Quiero hablarte y no puedo hacerlo viéndote esas nubes ante la
cara.
‑¡Déjame y
vete al diablo! ‑repuso él.
‑No quiero
‑insistió ella‑. No sé cómo hacer para que me hables. Cuando te llamo tonto no
pretendo insultarte ni quiero dar a entender que te desprecie. Anda,
Hareton, atiéndeme, eres mi primo.
‑No quiero
tener nada que ver contigo, ni con tu soberbia, ni con tus condenadas
burlas ‑replicó el joven‑. ¡Antes me iré al infierno de cabeza que volver a
mirarte! ¡Quítate de ahí!
Catalina
arrugó las cejas y se sentó junto a la ventana, mordiéndose los labios y
tarareando para dominar sus deseos de echarse a
llorar.
‑Debía usted
hacer las paces con su prima, señorito Hareton ‑le aconsejé‑, puesto que ella
está arrepentida de haberle provocado. Si fuesen ustedes amigos, ella le
convertiría en un hombre distinto.
‑¡Sí, sí!
‑contestó‑. Me odia y no me considera digno ni de limpiarle los zapatos. Aunque
me dieran una corona no me expondría más a ser motivo de burla para ella por
intentar agradarla.
‑Yo no te odio
‑dijo Cati‑. Eres tú el que me odia a mí. ¡Me odias tanto o más que el señor
Heathcliff!
‑Eres una
embustera ‑aseguró Hareton‑. ¡Después de haberle incomodado tantas veces
por defenderte! Y eso, a pesar de que me hacías enfadar y te burlabas de mí...
Si sigues molestándome, iré a decirle que he tenido que marcharme de aquí por
culpa tuya.
‑Yo no sabía
que me defendieras ‑contestó ella, secándose los ojos‑; me sentía
desgraciada y los odiaba a todos. Pero ahora te lo agradezco y te pido perdón.
¿Qué más quieres que haga?
Se aproximó al
fuego y le alargó la mano. Hareton se puso sombrío como una nube de tormenta,
apretó los puños y miró a tierra. Pero ella comprendió que aquello no era odio
sino testarudez y, después de un instante de indecisión, se inclinó hacia él y
le besó en la mejilla.
Enseguida,
creyendo que no lo había visto, se volvió a la ventana. Yo moví la cabeza en
señal de reproche, y ella murmuró:
‑¿Qué iba a
hacer, Elena? No quería mirarme ni darme la mano, y no he sabido probarle
de otro modo que le aprecio y que deseo que seamos buenos
amigos.
Hareton tuvo
la cara baja varios minutos, y cuando la volvió a levantar no sabía dónde poner
los ojos.
Catalina
empaquetó en papel blanco un bonito libro, lo ató con una cinta, escribió en el
envoltorio las palabras «Al señor Hareton Earnshaw», y me encargó que yo
entregase el regalo al destinatario.
‑Si lo acepta
‑me dijo‑, indícale que iré yo a enseñarle a leerlo bien, y si lo rechaza
adviértele que me iré a mi cuarto.
Yo hice todo
lo que me decía. Hareton no abrió los dedos para coger el libro, pero no lo
rechazó tampoco, asi que se lo puse sobre las rodillas y volví a mis
ocupaciones. Cati se apoyó de codos sobre la mesa. Sonó de pronto el crujido del
papel, que Hareton quitaba del libro, y ella entonces se levantó y fue a
sentarse junto a su primo. Él se estremeció y se le encendió el rostro. La
acritud y la aspereza huyeron de él. Al principio no supo pronunciar ni una
palabra mientras ella le interpelaba:
‑Anda,
Hareton, dime que me perdonas. Me harás muy dichosa si lo
dices.
El murmuró
algo que yo no pude oír.
‑¿Entonces
seremos amigos? ‑agregó Cati.
‑No ‑dijo él‑,
porque cuanto más me conozcas más te avergonzarás de mí.
‑¿Así que te
niegas a ser amigo mío? ‑continuó ella sonriendo tiernamente y acercandose más
al muchacho.
Ya no oí lo
demás que se decían, pero al mirarles distinguí dos rostros tan contentos
inclinados sobre el mismo libro, que comprendí que a partir de aquel
momento se había hecho la paz entre los dos adversarios. El libro que miraban
tenía grabados muy bonitos, y ello y su personal situación tuvo la virtud
de hacerles permanecer embelesados hasta que llegó José. El pobre hombre se
escandalizó al ver a Cati y a Hareton sentados juntos, y a ella apoyando su
mano en el hombro de su primo. Tan asombrado quedó, que ni siquiera supo
exteriorizar su sorpresa, sino con profundos suspiros que lanzaba mientras
abría su Biblia sobre la mesa y amontonaba sobre ella los sucios billetes de
banco que eran el producto de sus transacciones en la feria. Finalmente, llamó a
Hareton.
‑Toma ese
dinero, muchacho, y llévaselo al amo ‑dijo‑. Ya no podremos seguir aquí.
Tendremos que buscarnos otro sitio donde estar.
‑Vámonos,
Catalina ‑dije yo a mi vez‑; ya he acabado de
planchar.
‑Todavía no
son las ocho ‑respondió la joven levantándose a su pesar‑‑‑. Voy a dejar
ese libro en la chimenea y mañana traeré más, Hareton.
‑Cuantos
libros traiga usted, los llevaré al salón ‑intervino José‑ y milagro será que
vuelva usted a verlos. Así que haga lo que le
parezca.
Catalina le
amenazó con que los libros de José responderían de los daños que pudieran
sufrir los suyos, se rió al pasar al lado de Hareton y subió a su cuarto con el
corazón menos oprimido que hasta entonces. La intimidad entre los muchachos
se desarrolló rápidamente, aunque con algunos eclipses. El buen deseo no
era suficiente para civilizar a Hareton y tampoco la señorita era un modelo
de paciencia, pero como los dos tendían a lo mismo, ya que uno amaba y deseaba
apreciar, y el otro se sentía amado y deseaba que le apreciasen, los resultados
no se hicieron esperar.
Como usted ve,
señor Lockwood, no era tan difícil conquistar el corazón de Cati. Pero ahora
celebro que no lo intentara usted. El enlace de los dos muchachos coronará
todos mis anhelos. El día de su boda no envidiaré a nadie. Seré la mujer más
feliz de Inglaterra.
Llegó el otro
martes, Earnshaw estaba aún imposibilitado de trabajar. Me hice cargo
enseguida de que en lo sucesivo no me sería fácil retener a la señorita a
mi lado como hasta entonces. Ella bajó antes que yo y salió al jardín donde
había divisado a su primo. Al ir a llamarles para desayunar, vi que le había
persuadido a arrancar varias matas de grosellas, y que estaban trabajando en
plantar en el.espacio resultante varias semillas de flores traídas de la
«Granja». Quedé espantada de la devastación que en menos de media hora se
había producido. A Cati se le había ocurrido plantar flores precisamente en el
sitio que ocupaban los groselleros negros a los que José quería más que a
las niñas de sus ojos.
‑¡Oh!
‑exclamé‑. En cuanto José vea esto se lo dirá al señor. ¡Y no sé cómo va usted a
disculparse! Vamos a tener una buena rociada, se lo aseguro. No creía que
tuviera usted tan poco seso, señorito Hareton, como para hacer ese desastre
porque la señorita se lo haya dicho.
‑Me había
olvidado que eran de José ‑repuso Earnshaw desconcertado‑. Le diré que fue cosa
mía.
Solíamos comer
con el señor Heathcliff, y yo ocupaba el lugar del ama de casa, repartiendo la
comida y preparando el té. Cati acostumbraba a sentarse a mi lado, pero
aquel día se sentó junto a Hareton. No era más discreta en sus demostraciones de
afecto que antes lo fuera en las de hostilidad.
‑Procure no
mirar ni hablar mucho a su primo ‑le aconsejé al entrar‑. Es seguro que ello
ofendería al señor Heathcliff y le indignaría contra los
dos.
‑Haré lo que
me dices ‑repuso.
Pero al cabo
de un momento empezó a dar a Hareton con el codo y a echarle florecitas en el
plato de la sopa.
Él no osaba
hablarle, ni casi mirarla, pero ella le provocaba hasta el punto de que el
muchacho estuvo dos veces a punto de soltar la risa. Yo arrugué el entrecejo.
Ella miró al amo, que al parecer estaba absorto en sus propios pensamientos,
como de costumbre. Se puso seria, pero al cabo de un momento empezó otra vez a
hacer niñerías y esta vez Hareton no pudo contener una ahogada carcajada.
El señor Heathcliff dio un respingo y nos miró. Cati le miró a su vez con el
aire rencoroso y provocativo que él odiaba tanto.
‑Da gracias a
que estás lejos de mi alcance ‑dijo él‑. ¿Qué demonio te aconseja mirarme con
esos infernales ojos? Bájalos y procura no recordarme que existes. Creí que
te había quitado ya las ganas de reírte.
‑He sido yo
‑murmuró Hareton.
‑¿Eh?
‑preguntó el amo.
Hareton bajó
los ojos y guardó silencio. Heathcliff, después de contemplarle un instante,
volvió a quedar taciturno y se sumio en su comida y en sus meditaciones.
Terminábamos ya y los jóvenes se habían levantado discretamente, lo que disipó
mi temor a nuevas complicaciones, cuando José se presentó en la puerta. Le
temblaban los labios y le ardían los ojos. Comprendí que había descubierto
el atentado cometido contra sus preciados arbustos. Empezó a hablar
moviendo las mandíbulas como una vaca al rumiar, lo que hacía difícil de
entender sus palabras:
‑Quiero cobrar
mi sueldo y marcharme. Había soñado morir en la casa en que he servido
sesenta años, y me proponía, para estar tranquilo, subir todas mis cosas al
desván y cederles la cocina a ellos. Mucho me costaba abandonarles mi puesto a
la lumbre, pero lo podía soportar. Mas ahora también me arrebatan el
jardín, y eso, amo, es superior a mis fuerzas. Hinque usted la cabeza bajo el
yugo si le parece bien, pero yo no tengo esa costumbre, y un viejo no se
habitúa con facilidad a nuevas cargas. Prefiero ganarme el pan partiendo piedras
en los caminos.
‑¡Silencio,
idiota! ‑interrumpió Heathchff‑. ¿Qué te ha hecho? Yo no quiero saber nada de
tus peleas con Elena. Por mí, que te tire a la carbonera, si le
parece.
‑No se trata
de Elena ‑dijo José‑. No me iría por Elena, a pesar de que es una malvada.
Gracias a Dios, no puede contaminar el alma de los demás. No es tan bonita como
para hacer caer a nadie en tentación. Se trata de esa desgraciada mozuela, que
ha embrujado a nuestro muchacho hasta el extremo de que no sólo ha olvidado
cuanto he hecho por él, sino que ha llevado su ingratitud hasta arrancar
una fila entera de las mejores plantas de grosella que yo había plantado en el
jardín.
Y comenzó a
lamentarse de Earnshaw y de su ingrata condición.
‑Este imbécil
debe estar bebido ‑dijo Heathcliff‑. ¿De qué te acusa,
Hareton?
‑¿Ha tenido
usted alguna buena noticia, señor Heathcliff? ‑le pregunté‑. Me parece
encontrarle muy animado.
‑No sé de
dónde me van a llegar buenas noticias ‑respondió‑ A lo único que me siento
animado es a comer. Y al parecer hoy no se come aquí.
‑He quitado
dos o tres groselleros ‑repuso el joven, pero volveré a
colocarlos.
Cati puso su
lengua a contribución.
‑Queríamos
plantar flores allí ‑afirmó‑ y yo tuve la culpa, porque fui quien se lo dijo a
Hareton.
‑¿Y quién
demonios te dio permiso para semejante cosa? Y a ti, Hareton, ¿quién te mandó
obedecerla?
Él callaba,
pero ella continuó:
‑Bien puede
usted cederme unas yardas del jardín para plantar flores después de que me ha
quitado todas mis tierras...
‑¿Tus tierras,
desvergonzada? ¿Cuándo has tenido tierras tú?
‑Y mi dinero
‑remachó ella, pagando la mirada de odio de Heathcliff con otra igual, mientras
mordisqueaba un trozo de pan que le había sobrado de la
comida.
El amo quedó
un momento confuso, pero enseguida se levantó y la miró con
odio.
‑Vale más que
se siente usted ‑dijo ella‑. Hareton me defenderá si intenta usted
pegarme.
‑Si Hareton no
te echa fuera del salón ahora mismo, le apalearé hasta enviarle al infierno
‑barbotó Heathcliff‑. ¡Condenada bruja! ¿Conque quieres rebelarte contra
mí? Échala, Hareton. ¿No me oyes? ¡Elena, como esta moza aparezca ante mi vista
otra vez, la mato!
Hareton, en
voz baja, trataba de persuadirla a que se fuera.
‑Llévala a
rastras ‑ordenó ferozmente Heathcliff‑‑‑. Nada de charla.
Y se acercó
dispuesto a hacerlo él en persona.
‑No le
obedeceré nunca más, canalla‑dijo Catalina‑. Y Hareton no tardará en
aborrecerle tanto como yo.
‑Cállate ‑dijo
el joven‑. No le hables así.
‑¿Vas a dejar
que me pegue? ‑preguntó ella.
‑¡Vámonos!
‑respondió el joven.
Pero
Heathcliff la había alcanzado ya.
‑Ahora
márchate tú ‑intimó a Earnshaw‑. ¡Maldita bruja! ¡Esto es demasiado! Haré
‑que se arrepienta de una vez.
La había
agarrado por el cabello. Hareton trató de separarle de ella y le rogó que
no la maltratase. Los ojos de Heathcliff despedían centellas. Ya iba yo a
auxiliar a Catalina cuando, de pronto, él le soltó el cabello, la cogió por el
brazo y la miró fijamente. Luego le tapó los ojos con la mano, procuró dominarse
y dijo a Catalina:
‑Ten mucho
cuidado en no enfurecerme, porque te aseguro que un día te mato. Vete con Elena,
estáte con ella y dile a ella todas las desvergüenzas que se te antojen. ¡Y si
Hareton Earnshaw te presta oídos, ya le haré que se vaya a ganarse el pan donde
le parezca bien! ¡Tú harás de él un perdido y un pordiosero! ¡Llévatela de aquí,
Elena! ¡Fuera todos!
Me llevé a la
señorita que, contenta de haberse librado de la tormenta, no se resistió.
Hareton se fue detrás de nosotras y el señor Heathcliff se quedó a solas. Yo
había aconsejado a Cati que comiera en su cuarto, pero cuando Heathcliff vio que
el sitio de la joven estaba vacío me mandó llamarla. El no habló con nadie,
comió muy poco y se fue enseguida diciendo que no volvería hasta el
oscurecer.
Los dos primos
se instalaron, en ausencia del amo, en el salón, y oí a Hareton reprochar a su
prima la actitud que había adoptado con Heathcliff. Le dijo que no quería oírla
tratarle así, que él le defendería aunque fuese el diablo en persona, y que
si ella quería injuriar a alguien, preferiría que le injuriase a él mismo,
como antiguamente. Cati comenzó a molestarse, pero él le tapó la boca
preguntándole si a ella le gustaría oír hablar mal de su padre. Ella
comprendió entonces que Hareton estaba unido a Heathcliff por las cadenas de la
costumbre y que seria cruel intentar romperlas. Así que a partir de aquello se
mostró bondadosa y no creo desde entonces haberle oído murmurar ni una sílaba
contra Heathcliff en presencia de su primo.
Después de
este incidente, la intimidad de los jóvenes aumentó, y continuaron sus tareas
como profesora y discípulo. Cuando yo acababa de trabajar, entraba para
verles, y el tiempo se me iba mirándoles embobada. De Cati estaba orgullosa
hacía mucho tiempo, y ahora empezaba a esperar que también él me procuraría
muchas satisfacciones, ya que los quería a ambos casi como si fuesen hijos míos.
El buen carácter de Hareton se libraba rápidamente de las sombras que la
ignorancia y el rebajamiento en que le criaran habían acumulado sobre él, y los
sinceros elogios que le dirigía Cati estimulaban más aún su
aplicación. A medida que interiormente se animaba, lo hacía también su
rostro y sus facciones se dignificaban. Ya no se parecía al zafio rapaz a quien
encontré el día en que fui a buscar a la señorita al risco de
Penninston.
Mientras yo
reflexionaba sobre estas cosas, y ellos seguían entregados a su ocupación,
volvió Heathcliff. Entró de improviso, y tuvo tiempo para examinarnos a su
sabor antes de que nosotros nos diéramos cuenta de que había llegado. Yo pensé
que era imposible contemplar un cuadro más apacible, y que hubiera sido una
diabólica indignidad reprenderles. Los rojos destellos de la lumbre
iluminaban sus cabezas inclinadas con pueril avidez, pues aunque ella contaba ya
dieciocho años y él veintitrés, ambos tenían aún mucho que
aprender.
Ambos
levantaron a la vez la vista y se encontraron con la del señor Heathcliff. No sé
si ha notado usted lo semejantes que ambos tienen los ojos.‑ son idénticos a los
de Catalina Earnshaw. Cati no se parece a su madre más que en esto, y si acaso
en la anchura de la frente y en ciertos detalles de la nariz que, sin que
ella se lo proponga, la hacen parecer altanera. Hareton se parece aún más a
Catalina Earnshaw. Siempre lo habíamos notado, pero en aquella época, en
que sus sentidos y sus facultades mentales se habían despertado, la
semejanza se acentuaba aún más. Acaso ese parecido desarmara a Heathcliff`. Se
acercó a la lumbre y al mirar al joven su agitación cambió de sentido. Le
cogió el libro que tenía en la mano y después de examinarlo se lo devolvió. Hizo
señal a Cati de que se fuese, y Hareton salió con ella. Yo iba a seguirles, mas
Heathcliff
me retuvo.
‑¡Qué
desenlace tan mezquino! ¿No es cierto? ‑me dijo después de reflexionar un poco
sobre la escena que había presenciado‑. Es una consecuencia bastante absurda de
mis violentos esfuerzos. Después de que me proveo de herramientas suficientes
para echar abajo las dos casas, y me entrego a unos trabajos casi hercúleos,
resulta que me falta la voluntad para consumar mi obra. He vencido a mis
antiguos enemigos y ahora puedo, si quiero, redondear mi venganza en sus
descendientes. Pero, ¿para qué? No me interesa ya ni quiero molestarme en
levantar siquiera la mano contra ellos. Pero no te figures que me propongo
deslumbraros ahora con un gesto magnánimo. ¡Nada de eso! Lo que pasa es que
he perdido el gusto de destruirles, y me siento con muy pocas ganas de destruir.
Estoy a punto de sufrir un cambio, Elena, y la sombra de esa transformación me
envuelve ya. La vida corriente no me atrae, y casi no me ocupo de comer ni
beber. Esos muchachos son las únicas cosas que presentan una apariencia
material ante mis ojos, y una apariencia que me causa un dolor de agonía. En
ella no quisiera ni pensar: sólo el verla me vuelve loco. Él me produce otra
sensacion, y, no obstante, no quisiera volverle a ver. Si pretendo explicarte
los recuerdos que él me produce, puede que me creyeras demente. Pero mi
pensamiento está siempre tan oculto dentro de mi mismo, que siento la tentación
de transmitirlo a alguien. No cuentes a nadie nada de lo que te estoy hablando.
Hace cinco minutos, Hareton me parecía, más que un ser humano, el símbolo de mi
juventud. Si llego a hablarle, hubiera parecido que mis palabras eran
insensatas. Su parecido con Catalina me la recordaba de un modo terrible. Ahora
que no es eso lo que mas me impresiona en él, porque todo me recuerda a Catalina
sin necesidad de Hareton. Si miro al suelo, creo ver las facciones de ella
grabadas en las baldosas. En los árboles y en las nubes, en todas las cosas
durante el día y llenando el aire durante la noche, veo su imagen. ¡Creo verla
en las más vulgares facciones de cada hombre y cada mujer, y hasta en mi propio
rostro! El mundo es para mi una horrenda colección de recuerdos diciéndome que
ella vivió y que la he perdido. Y es más: Hareton me parecía el fantasma de mi
amor, la encarnación de mis salvajes esfuerzos para conservar mi derecho a él.
¡Y mi degradación, y mi orgullo, y mi felicidad, y mis sufrimientos! En
fin, es una locura hablarte de estas cosas. Pero así comprenderás por qué
no quiero estar con ellos. A pesar de mi repugnancia hacia la soledad, su
compañía no me conviene. Al revés, contribuye a agravar las torturas
constantes que me persiguen. Por otra parte, todo se combina para que vea
con indiferencia la intimidad de los dos. Ya no puedo ocuparme de
ellos.
‑¿A qué cambio
se refería usted, señor Heathcliff? ‑le dije, alarmada.
Pero no me
parecía que corriese riesgo alguno. Rebosaba salud y vigor, y su razón no
me preocupaba, ya que desde muy niño había sido aficionado a lo misterioso y se
complacía en hablar de cosas fantásticas. Podía estar más o menos monomaníaco, a
propósito de su amor perdido, pero en todo lo demás razonaba tan bien como
yo.
‑No puedo
saber de qué se trata hasta que llegue ‑me contestó‑. Por ahora sólo lo
intuyo.
‑¿Presiente
usted una enfermedad? ‑pregunté.
‑No,
Elena.
‑Tiene usted
miedo a morirse?
‑No tengo
miedo de morir, ni presiento la muerte, ni espero morirme. ¿A santo de qué me
moriría? Tengo buena salud y mis costumbres son muy ordenadas. Lógicamente,
debo permanecer en este mundo, y permaneceré hasta que no quede ni un pelo
en mi cabeza. ¡Mas, con todo, no puedo seguir en esta situación! ¡A cada
momento necesito recordarme a mí mismo que he de respirar, que ha de seguir
palpitándome el corazón ... ! Me pasa una cosa así como si tuviese que forzar a
un muelle muy duro a que se mantuviese en la posición en que debe estar. He de
violentarme para hacer el más pequeño acto que no se relacione con el
pensamiento continuo que me devora, y he de violentarme para fijarme en
cualquier cosa, animada o inanimada, que no se refiere a la unica cosa que llena
el mundo para mí. Sólo experimento un anhelo y todo mi ser y todas mis
facultades se concentran en él. Durante tanto tiempo y de tal modo lo he
deseado, que estoy seguro de conseguirlo pronto, ya que ha devorado toda mi
existencia. Y el deseo de que su realización se anticipe me ahoga. ¡Vaya! Lo que
te he dicho no me ha aliviado, pero te explicará muchas cosas de mi modo de ser.
¡Dios mio, qué horrible lucha, y qué ganas tengo de que se
acabe!
Se dio a
pasear por la habitación, murmurando para sí cosas horrorosas. Llegué a
sospechar que, como José aseguraba, la conciencia había convertido en un
infierno su vida. Y estaba preocupada por el fin que todo aquello podría
tener. Él no solía mostrar una actitud semejante, pero era indudable que no
mentía cuando afirmaba que aquél era su estado de ánimo habitual. Viéndole
ordinariamente, nadie se lo hubiera figurado. Usted, señor Lockwood, no se
lo figuró cuando hizo conocimiento con él. Y en la época a que ahora me refiero
era igual, aunque más amigo aún de la soledad y quizániás taciturno cuando
estaba al lado de alguna persona.
Cortos días
después, el señor Heathcliff empezó a prescindir de comer con nosotros, aunque
no llegó a excluir del todo a Hareton y a Cati de su compañía. Optaba
generalmente por ausentarse él y al parecer le bastaba con comer una vez al
día.
Una noche,
cuando toda la familia estaba acostada, le oí bajar la escalera y salir. A la
mañana siguiente no había regresado aún. Estábamos en abril. El tiempo era tibio
y hermoso. La lluvia y el sol habían dado verdor a la hierba y los manzanos que
hay junto a la tapia del mediodía estaban en flor. Cati, después de
desayunar, se empeñó en que yo cogiese una silla y fuese a hacer labor bajo los
abetos. Después persuadió a Hareton, que ya estaba curado, para que cavase
y arreglase un poco las flores, que al fin habían trasladado a aquel sitio para
calmar a José. Yo miraba plácidamente el cielo azul y aspiraba el aroma del
aire primaveral. De pronto, la señorita, que había ido hasta la entrada del
parque a recoger semillas para su plan-tación, volvió diciendo que había visto
llegar al señor Heathcliff.
‑Y además me
ha hablado ‑agregó, asombrada.
‑¿Qué te ha
dicho? ‑preguntó
Hareton.
‑Que me fuera
corriendo. Pero me lo dijo de un modo tan raro y tenía un aspecto tan poco
corriente, que no pude por menos de detenerme un momento para
mirarle.
‑¿Pues qué le
pasaba?
‑Estaba muy
excitado, jovial, hasta casi risueño... ¡Bueno, esto muy
poco!
‑Sin duda le
sientan bien los paseos nocturnos ‑dije yo, tan pasmada como ella. Y como ver al
amo alegre no era un espectáculo ordinario, me las ingenié para buscar un
pretexto y entrar. Heathcliff estaba ante la puerta, en pie, pálido y
tembloroso. Pero sus ojos irradiaban un extraño placer que cambiaba
completamente su semblante.
‑¿Le sirvo el
desayuno? ‑pregunté‑. Después de andar por ahí toda la noche, debe usted estar
hambriento.
Me hubiese
agradado preguntarle adónde había ido, pero no me atreví a hacerlo
directamente.
‑No tengo
hambre ‑contestó, volviendo la cabeza.
Hablaba con
indiferencia, como si adivinase que yo deseaba conocer el motivo de su buen
humor. Yo pensé que tal vez aquel momento fuera oportuno para hacerle algunas
reflexiones.
‑No creo que
haga usted bien en salir ‑le amonesté‑ a la hora de estar en la cama, sobre
todo ahora que el aire es muy húmedo. Va a coger un resfriamiento o unas
calenturas. ¡A lo mejor lo ha cogido ya!
‑Puedo
soportar lo que sea ‑me contestó‑ y me alegrará mucho si así consigo estar solo.
Anda, entra y no me molestes.
Pasé y pude
apreciar que respiraba muy dificultosamente.
«Sí ‑pensé‑.
Se ha puesto enfermo. ¡Cualquiera sabe lo que habrá estado
haciendo!»
Al mediodía
comió con nosotros. Le di un plato rebosante, y pareció dispuesto a hacerle los
honores después de su largo ayuno.
‑No tengo
enfriamiento ni fiebre, Elena ‑dijo, refiéndose a mis palabras de por la mañana‑
y veras cómo como..
Cogió el
tenedor y el cuchillo y cuando iba a probar del plato cambió de actitud como si
hubiera perdido el apetito súbitamente. Soltó los cubiertos, miró por la
ventana ansiosamente y se fue. Mientras comíamos anduvo dando vueltas por
el jardín. Hareton propuso ir él a preguntarle por qué se había marchado,
temeroso de que le hubiésemos disgustado con alguna cosa.
‑¿Viene?
‑interrogó Cati a su primo cuando éste regresaba.
‑No ‑repuso
Hareton‑, pero no está enfadado. Al contrario: me parece muy contento. Se
incomodó porque le llamé dos veces, y me mandó que volviese contigo.
Parecía muy sorprendido de que a mí no me bastase con tu
compañía.
Yo coloqué su
plato al lado de la lumbre para que no se enfriase. Heathcliff volvió dos horas
más tarde. No se había calmado. Bajo sus negras cejas se notaba la misma
anormal expresión de alegría, la misma cara pálida y la misma sonrisa extraña en
sus dientes entreabiertos. El cuerpo le temblaba, pero no como cuando se
tiembla de frío o de decaimiento, sino como cuando uno está excitado.
Parecía una cuerda de guitarra demasiado tensa.
‑Tome, tome la
comida ‑repuse‑. ¿Por qué no come?
‑No la quiero
todavía ‑dijo‑. Elena, haz el favor de decir a Hareton y a la muchacha que no
vengan por acá. Quiero estar solo.
‑¿Le han dado
algún motivo para que los destierre? ‑pregunté‑. Vamos, señor Heathcliff, dígame
qué le pasa. ¿Dónde estuvo usted anoche? No se lo pregunto por curiosidad.
Pero...
‑Me lo
preguntas por una curiosidad estúpida ‑respondió‑, pero a pesar de eso te
contestaré. Esta noche he estado a las puertas del infierno. Hoy, en cambio,
estoy a las puertas del paraíso. Sólo tres pies me separan de él. Y ahora
márchate. No verás nada que te asuste, si dejas de
espiarme.
Barrí el salón
y limpié la mesa, y me marché completamente
desconcertada.
Heathcliff no
salió del salón en toda la tarde y nadie interrumpió su soledad. A las ocho,
aunque no me había llamado, creí conveniente llevarle luz y la comida. Le vi
acodado en el antepecho de una ventana, pero no miraba hacia afuera, sino hacia
el interior. Del fuego sólo restaban cenizas. El aire suave y húmedo de la
tarde había invadido la habitación, y en la calma del crepúsculo podía
escucharse incluso el choque de la corriente contra las
piedras.
Yo dejé
escapar una exclamación de disgusto al ver el fuego apagado y comencé a cerrar
ventanas, hasta que llegué a aquella en que él estaba
apoyado.
‑¿La cierro?
‑pregunté, notando que no se movía.
Mientras le
hablaba, la luz de la bujía iluminó su rostro. Y su expresión me causó un
terror indescriptible. Con sus negros ojos, su palidez de fantasma y su horrible
sonrisa, me pareció un espíritu del otro mundo. Asustada, solté la vela, y
quedamos en tinieblas.
‑Ciérrala
‑dijo él con su voz acostumbrada‑. ¡Qué torpe eres! ¿Por qué sostenías la vela
horizontalmente? Trae otra.
Salí, loca de
horror, y dije a José:
‑El amo dice
que le lleves una luz y le enciendas el fuego.
No osaba
volver a entrar. José entró en el salón, llevando una palada de brasas y
una bujía, pero salió enseguida, trayendo de paso la comida del amo, y nos dijo
que éste se iba a acostar y que hasta el día siguiente no comería
nada.
Oímos a
Heathcliff subir la escalera, mas no se fue a su habitacion, sino a aquella
donde está la cama con tabiques de madera. Como la ventana de su cuarto es
bastante ancha, se me figuró que acaso quería salir por ella sin que lo
averiguáramos.
«¿Será un
duende o un vampiro?», me pregunté.
Yo había leído
cosas acerca de esos demonios encarnados. Pero al recordar que yo misma le
había cuidado cuando era niño, cómo había asistido a su desarrollo hasta
que llegó a la juventud y cómo había seguido paso a paso casi toda su vida,
reconocí que era absurdo dejarme llevar por tales
impresiones.
«Sí, pero ¿de
dónde procedía aquella criatura que un buen hombre recogió para su propio mal?»,
repetía dentro de mí la superstición. Y yo, medio dormida ya, me
debatía en un laberinto de suposiciones, buscando alguna definición que
concretase lo que era Heathcliff. En suenos evoque toda su vida, y al final
me figuré que asistía a su muerte y a su sepelio, de todo lo cual no recuerdo
otra cosa sino que me veía muy preocupada para saber qué inscripción habíamos de
poner en su tumba, y hasta hablé sobre ello con el sepulturero, concluyendo todo
con poner únicamente «Heathcliff», ya que no tenía apellido conocido.
Y, en verdad, esto sucedió así en la realidad, como verá usted si entra en el
cementerio.
Con la aurora,
recuperé el sentido común. Me levanté y fui a ver si en el jardín había huellas
de pasos, pero no vi nada.
«Se habrá
quedado en casa», pensé.
Preparé el
desayuno y aconsejé a Hareton y a Cati que ellos lo tomaran primero. Optaron por
desayunar en el jardín, bajo los árboles, y les llevé allí una
mesa.
Cuando entré
otra vez en la casa, hallé al amo hablando con José sobre asuntos de la
finca. Le dio claras y precisas instrucciones sobre lo que trataban, pero
noté que hablaba muy deprisa y daba otras muestras de excitación. José
salió y Heathcliff se sentó en su sitio habitual. Le llevé una taza de
café. La aproximó hacia sí, apoyó los brazos en la mesa y se puso a mirar a
la pared de enfrente examinándola de arriba abajo con tal concentración,
que hasta suspendió la respiración durante unos segundos.
‑Coma
‑‑exclamé, poniéndole en la mano un pedazo de pan‑. Coma y tome el café antes de
que se enfríe. Lo tiene usted delante hace una hora...
No pareció
fijarse en mí. Sonrió de un modo tan horrible, que yo hubiera preferido
verle rechinar los dientes antes que sonreír de aquella
manera.
‑¡Señor
Heathcliff! ‑grité‑. Me mira usted
como si estuviera contemplando una visión del otro mundo, ¡por amor de
Dios!
‑Y tú habla
más bajo, por amor de Dios también ‑contestó‑. Mira alrededor y dime si estamos
solos.
‑Desde luego
‑contesté‑, desde luego que sí.
Sin embargo,
miré como si lo dudara. Él separó con un manotazo la taza y apoyó los codos
sobre la mesa.
Reparé
entonces en que no concentraba la vista en la pared, sino como a unas dos yardas
de distancia. Viere lo que viere, ello le hacía a la vez estremecerse de placer
y de dolor, o por lo menos lo parecía, a juzgar por la expresión de su cara. Lo
que creía ver no permanecía inmóvil, ya que los ojos de Heathcliff cambiaban
constantemente de dirección. Yo traté de convencerle de que comiese, pero
inútilmente. Cuando, a veces, atendiendo a mis ruegos, tendía la mano hacia un
trozo de pan, sus dedos se crispaban antes de alcanzarlo, y enseguida se
olvidaba de ello.
Me senté y
procuré distraerle de su obsesión. Al fin se levantó y me dijo que yo le impedía
comer en paz. Agregó que en lo sucesivo le dejara el servicio en la mesa y
me fuera. Y después de pronunciar estas palabras salió al jardín, bajó
lentamente por el sendero y desapareció.
Transcurrieron
las horas angustiosamente para mí, y otra vez llegó la noche. Me acosté muy
tarde y no pude dormirme. El volvió después de las doce, pero se encerró en la
habitación de abajo en lugar de irse a su alcoba. Escuché un rato y, al
cabo, me vestí, salí de mi alcoba y bajé.
Percibí los
pasos del señor Heathcliff, que paseaba lentamente. De vez en cuando respiraba
hondamente, de un modo tan angustioso, que pareció gemir. También le oí murmurar
algunas palabras, entre las cuales distinguí claramente el nombre de Catalina
acompañado de alguna otra expresión de amor o de pena. Parecía que hablaba con
alguien con palabras que saliesen del fondo de su alma. No me atreví a entrar en
la habitación, pero para distraer su atención empecé a revolver el fuego de la
habitación. Él me oyó antes de lo que yo esperaba. Salió y
dijo:
‑¿Es ya de
día, Elena? Trae luz.
‑Están dando
las cuatro ‑contesté‑. Si necesita bujía para subir, puede encenderla aquí, en
la lumbre.
‑No subo
‑respondió‑. Prepara fuego y lo necesario en este
cuarto.
‑Tengo que
encender bien las ascuas antes de traerlas ‑dije, mientras tomaba una silla
y empuñaba el fuelle.
Heathcliff
paseaba de un lado a otro de la habitación y parecía casi completamente absorto
en sí mismo. Los suspiros entrecortaban su respiración.
‑Cuando
amanezca tengo que mandar a buscar a Green ‑me dijo‑. Quiero hacerle unas
consultas sobre cosas legales ahora que todavía estoy en pleno juicio. Aún no
tengo redactado mi testamento y no sé qué haré con mis bienes. Siento mucho no
poder hacerlos desaparecer de la faz de la tierra.
‑No diga eso,
señor Heathcliff ‑respondí‑ y déjese de testamentos. Aún le quedará tiempo
para arrepentirse de las muchas injusticias que ha cometido usted. Nunca
creía posible que sus nervios se alterasen tanto como lo están ahora. Y es que
lleva usted tres días haciendo una vida que no la hubiera resistido ni un
titán. Coma algo y descanse. Mírese al espejo y verá que necesita una y otra
cosa. Tiene usted chupadas las mejillas y los ojos inyectados en sangre. Está
muerto de hambre y de sueño...
‑No creas que
no como ni duermo porque depende de mí. No lo hago adrede. En cuanto pueda,
comeré y dormiré. Pero pedírmelo ahora es como pedir a un náufrago que no
nade cuando está a una braza de la orilla. Primero llegaré a ella, y ya
descansaré luego. Bueno, no pensemos en el señor Green. Y respecto a mis
injusticias, como no he cometido ninguna, de ninguna tengo que arrepentirme. Soy
demasiado feliz y, sin embargo, aún no lo soy tanto como quisiera serio. La
felicidad de mi alma destruye mi cuerpo y, no obstante, no le basta con lo que
tiene...
‑¡Extraña
felicidad es la suya, señor! ‑comenté-. Si usted quisiera oírme sin
enfadarse, le daría un consejo que le permitiría sentirse más
dichoso.
‑¿Qué consejo?
Dámelo.
‑Ya sabe,
señor Heathcliff, que desde los trece años ha vivido usted una vida impía.
Seguramente desde entonces no ha cogido usted una Biblia. Debe usted haber
olvidado las enseñanzas cristianas y quizá no le sobrará volverlas a reparar.
¿Qué habría de malo en llamar a un sacerdote para que le recordase las
enseñanzas de Cristo y le hiciese comprender cuánto se ha separado usted de
ellas y lo mal dispuesto que está su espíritu para salvarse, a menos que no se
arrepienta antes de morir?
‑Más que
ofenderme, te agradezco que me hables de eso, Elena, porque así me recuerdas que
tengo que darte instrucciones sobre mi entierro. Mandarás que me sepulten
al atardecer. Tú y Hareton podéis acompañarme, si os parece bien, y no te
olvides de hacer que el sepulturero obedezca las instrucciones que le di. No
hace falta que acuda cura alguno ni que se recen responsos. ¡Te aseguro que yo
he alcanzado ya mi cielo, y si algún otro hay, no me interesa ni en lo más
mínimo!
‑¿Y si por
obstinarse en no tomar alimento se muriese, y por esa causa no le quisieran
enterrar en tierra sagrada? ¿Qué le sucedería?
‑No se dará
este caso ‑contestó‑, pero, si ocurre, ocúpate de que me entierren allí en
secreto. Y si no lo haces así, ya te demostraré de un modo palpable que los
muertos no se disuelven del todo.
Al oír que se
levantaban los demás, se fue a su cuarto y yo respiré, aliviada. Pero, por la
tarde, después de que salieron Hareton y José, me fue a buscar a la cocina y me
pidió que me sentase a su lado.
Necesitaba compañía, al parecer. Yo le contesté que su aspecto y su conversación
me asustaban, y que ni mi voluntad ni mi estado de nervios me permitían hacerle
compañía.
‑Ya
veo que me tienes por un demonio ‑dijo, riendo tétricamente‑. Me consideras
demasiado horrible para vivir en una casa normal. ‑Y, volviéndose a Cati, que se
escondió detrás de mí al acercarse él, añadió medio en broma‑: Y tú, ¿no quieres
venir conmigo? No, claro. Para ti debó ser peor que el demonio. Pero allí dentro
hay alguien que no me rehusará su companía...
No
pidió a nadie más que estuviese con él. Al oscurecer se fue a su cuarto.
Toda la noche le oimos quejarse y hablar solo. Hareton quería entrar, pero yo le
mandé a buscar al señor Kenneth. Cuando éste vino, encontramos que la puerta del
amo estaba cerrada por dentro. Heathcliff nos mandó a paseo, aseguró que se
encontraba mejor y ordenó que le dejásemos en paz. Así pues, el médico se
marchó.
La
noche siguiente fue muy lluviosa. Estuvo diluviando hasta el amanecer.
Cuando salí al jardín, a la aurora, vi que la ventana del cuarto de la cama de
tablas, donde estaba Heathcliff, se hallaba abierta y la lluvia entraba por
ella a torrentes.
«Si
estuviese en la cama ‑reflexioné‑ se hubiera calado. Debe haberse levantado
o salido. ¡Ea, voy a verlo!»
Busqué
otra llave que servía para abrir la puerta de la habitación y entré. Como no vi
a nadie en el cuarto, separé los paneles corredizos del lecho de tablas.
Heathcliff estaba en él, tendido de espaldas. Tenía en los labios una vaga
sonrisa, y sus ojos miraban fijamente de un modo agudo y feroz. El corazón se me
heló; no podía creer que Heathcliff estuviese muerto. Mas su cabeza y su
cuerpo, así como las sábanas, estaban chorreando y él no se movía. Los postigos
de la ventana, movidos por el viento, se agitaban de un lado a otro y le
habían lastimado una mano que tenía apoyada en el alféizar. Sin embargo, no
sangraba. Cuando le toqué no dudé más. Estaba muerto,
rígido...
Cerré
la ventana, separé de la frente de Heathcliff su largo cabello y traté de
cerrarle los párpados para ocultar aquella terrible mirada, pero no lo conseguí.
Sus ojos parecían burlarse de mí, y sus dientes, brillando entre los
labios entreabiertos, también. Asustada, llamé a José. Éste alborotó y
gruñó, y se negó a hacer nada con el cadáver.
‑¡El
diablo se ha llevado su alma! ‑gritó‑. ¡Y por lo que dependa de mí, también
cargará con sus restos! ¡Grandísimo malvado! Está enseñando los dientes a la
muerte...
Y
quiso imitar su lúgubre sonrisa para mofarse de él. Creí que hasta iba a bailar
de alegría alrededor del lecho. Sin embargo, recobró su compostura, e hincándose
de rodillas y levantando las manos al cielo dio gracias a Dios de que el amo
legítimo y la antigua estirpe recuperasen al fin los derechos que les eran
propios.
Quedé
abrumada, evocando con tristeza los antiguos tiempos. El pobre Hareton fue el
que más se disgustó de todos nosotros. Toda la noche veló junto al cadáver
llorando con desconsuelo. Apretaba la mano del muerto, besaba su áspero y
sarcástico rostro, que sólo él se atrevía a mirar, y mostraba el dolor real que
brota siempre de los pechos nobles aunque sean duros como el acero mejor
templado.
El
doctor Kenneth se halló muy apurado para diagnosticar las causas de la
muerte. No le hablé de que el amo había pasado sin comer los cuatro últimos
días, para evitar que ello nos produjera complicaciones. Por mi parte,
estoy segura de que aquello fue efecto y no causa de su rara
enfermedad.
Se
enterró como había ordenado, no sin que el vecindario se escandalizase.
Hareton, yo, el sepulturero y los seis hombres que transportaban el ataúd,
compusimos todo el cortejo fúnebre. Los seis hombres se marcharon después de que
se bajó el ataúd a la fosa, pero nosotros nos quedamos aún. Hareton, lloroso,
cubrió la tumba de verde hierba. Creo que ahora su sepulcro está tan florido
como los otros dos que se hallan junto a él, y espero que su ocupante descanse
en paz. Pero si preguntara usted a los campesinos le contarían que el fantasma
de Heathcliff se pasea por los contornos. Hay quien asegura haberle visto junto
a la iglesia y en los pantanos, y hasta dentro de esta casa. Eso son
habladurías, diría usted, y yo opino lo mismo. Y, no obstante, ese viejo que ve
usted junto al fuego, en la cocina, jura que, desde que murió Heathcliff, les ve
a él y a Catalina Earnshaw, todas las noches de lluvia, siempre que mira
por las ventanas de su habitación. Y a mí me sucedió una cosa muy rara hace
alrededor de un mes. Había ido a la «Granja» una oscura noche que amenazaba
tempestad, y al volver a las «Cumbres» encontré a un muchacho que conducía
una oveja y dos corderos. Lloraba desconsoladamente, y me figuré que los
corderos eran rebeldes y no se dejaban llevar.
‑¿Qué
te pasa? ‑le pregunté.
‑Ahí
abajo están Heathcliff y una mujer ‑balbució‑ y no me atrevo a pasar,
porque quieren atraparme.
Yo
no vi nada, pero ni él ni las ovejas quisieron seguir su camino, y entonces le
dije que siguiera otro. Seguramente iba pensando, mientras andaba a campo
traviesa, en las tonterías que habría oído contar e imaginaría ver el fantasma.
Pero el caso es que ahora no me gusta salir de noche, ni me agrada quedarme sola
en esta casa tan sombría. No lo puedo remediar. Así que tendré una gran
alegría en que los primos se vayan a la «Granja.»
¿Así
que se instalan en la «Granja»?
‑En
cuanto se casen, y piensan hacerlo el día de año nuevo.
‑¿Quién
se queda a vivir aquí?
‑José,
y quizá un mozo para acompañarle. Se arreglarán en la cocina y cerraremos
el resto de la casa.
‑A
disposición de los espectros que quieran habitar en ella,
¿no?
‑No,
señor Lockwood ‑contestó Elena moviendo la cabeza‑. Yo creo que los muertos
reposan en sus tumbas, pero, sin embargo, no se debe hablar de ellos con esa
frivolidad.
Rechinó
la puerta del jardín. Los paseantes volvían a casa.
Al
verlos pararse en la puerta para mirar una vez más la luna ‑o más exactamente,
para mirarse el uno al otro a la luz lunar‑, sentí otra vez un irresistible
impulso de marcharme. Así que, deslizando un pequeño obsequio en la mano de la
señora Dean, y desoyendo sus protestas por la brusquedad con que me marchaba,
salí por la cocina mientras los novios abrían la puerta del salón. Esta
manera de partir hubiera confirmado las opiniones de José sobre los
que suponía escarceos amorosos de su compañera de servicio, a no haberle dado
una garantía de mi honorable respetabilidad el sonido de una moneda de oro
que arrojé a sus pies.
Al
alejarme, di un rodeo para pasar al lado de la iglesia. Observé cuánto había
avanzado en siete meses la progresiva ruina del edificio. Más de una
ventana ostentaba negros agujeros en lugar de cristales, y aquí y allá
sobresalían pizarras sobre el alero, desgastado por las lluvias del
otoño.
A
poco, vi las tres lápidas sepulcrales, colocadas en un terraplén, cerca del
páramo. La del centro estaba amarillenta y cubierta de matojos, la de Linton tan
sólo ornada por el musgo y la hierba que crecían a su pie, y la de Heathcliff
completamente desnuda.
Yo
me detuve allí, cara al cielo sereno. Y siguiendo con los ojos el vuelo de las
libélulas entre las plantas silvestres y las campanillas, y oyendo el rumor
de la suave brisa entre el césped, me admiré de que alguien pudiera atribuir
inquietos sueños a los que descansaban en tan quietas
tumbas.
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