Andrés Bello

 

 

 

Crítica literaria

 

 

 

•Literatura latina

•Juicio sobre la obra poética de Don Nicasio Álvarez de

Cienfuegos

•Estudios sobre Virgilio, por P. F. Tissot

•Noticia de la Victoria de Junín. Canto a Bolivar, por José

Joaquín Olmedo

•Juicio sobre las poesías de José María Heredia

•Campaña del ejército republicano al Brasil y triunfo de

Ituzaingó, canto lírico, por Juan Cruz Varela.

•Las poesías de Horacio traducidas en versos castellanos, con

notas y observaciones, por Don Javier de Burgos.

•Poesías de D. J. Fernández Madrid

•La oración inaugural del curso de oratoria del Liceo de Chile

de José Joaquín de Mora

•Leyendas españolas por José Joaquín de Mora

•La Araucana por don Alonso de Ercilla y Zúñiga

•El Gil Blas

•Juicio crítico de don José Gómez Hermosilla

•La Ilíada, traducida por don José Gómez Hermosilla

•Romances históricos por don Ángel Saavedra Duque de Rivas

•Ejercicios populares de lengua castellana

•Vida de Jesucristo con una descripción sucinta de la Palestina

traducida por D. D. Sarmiento

•Ensayos literarios y críticos por don Alberto Lista y Aragón

Crítica literaria

Andrés Bello

 

 

 

Literatura Latina

La lengua de los romanos era el latín, la lengua del Lacio, de que

Roma había sido colonia. En la población de Italia, se juntaron dos

razas principales: la céltica, originaria del Occidente, y la

pelasga, procedente del Asia y de la Grecia. Así el idioma latino

nació de la fusión de dos elementos: uno céltico, que fue el de los

más antiguos habitantes, llamados aborígenes, pueblo salvaje y

grosero; y otro pelasgo, que había sido también la raíz del dialecto

eolio de los griegos.

El latín, en los últimos tiempos de la república, era la lengua de

las leyes, de los contratos, de la literatura; pero, en el uso común

de la vida, había pueblos italianos que conservaban sus dialectos

primitivos. Así los ligures del Apenino siguieron hablando la

antigua lengua céltica hasta la caída del imperio de Occidente. El

osco se hablaba en la Campania a la época de la destrucción de

Pompeya, como lo atestiguan las inscripciones que se han encontrado

en las ruinas de aquella ciudad. Al principio de nuestra era,

dominaba todavía el etrusco en la Emilia. En la Italia Meridional y

la Sicilia, aunque el latín era la lengua de la política y del

comercio, la masa de la población hablaba el dialecto jónico o

dórico, que se conservaron durante toda la Edad Media, o lo menos en

algunos lugares. En las provincias de oriente del imperio romano,

subsistió siempre el griego, al lado del latín, que sólo servía para

los actos de las autoridades romanas, y no logró generalizarse, sino

en la Iliria, la Pannonia, y a las orillas del Danubio. En

Occidente, fue donde hizo el latín sus más brillantes conquistas,

particularmente en África, las Galias, y las Españas. Pero en

África, no llegó a extinguir el púnico, ni en España el vascuence,

que es el antiguo ibero, ni en la Galia el galo-céltico, que es hoy

el bretón. La lengua céltica resistió a la conquista romana en la

Irlanda y en las montañas de Escocia.

 

 

 

I

PRIMERA ÉPOCA DE LA LITERATURA LATINA, DESDE LA FUNDACIÓN DE ROMA

HASTA EL FIN DE LA PRIMERA GUERRA PÚNICA, 241 A. C.

Cantos populares y religiosos han sido la sola literatura de toda

sociedad naciente. Así Roma nos presenta, como su primer monumento

literario, las reliquias de la antiquísima canción de los hermanos

arvales (cofradía de sacerdotes, que en los meses de abril y julio

iban en procesión por los campos, implorando con rústicas tonadas y

danzas la bendición de los dioses sobre los sembrados). Parecen

escritos, aunque de un modo informe y grosero, en el antiguo verso

saturnio, cuya forma normal era el clásico yámbico, añadida al fin

una sílaba. Cítanse también los cantares de los sacerdotes salios,

instituidos por Numa, y dos composiciones de un vate o profeta

célebre llamado Marcio, en el mismo ritmo. El verso saturnio siguió

empleándose hasta mucho tiempo después de la primera guerra púnica,

como tendremos ocasión de notarlo. Pero en todas estas antiguallas,

no se encuentra más mérito que el de una sencillez extremada, si

puede darse este título a la más desnuda rudeza.

Canciones en que se celebraban los hechos de los hombres ilustres

hubo desde los primeros tiempos en Roma; y se entonaban en los

convites al son de la flauta. Algunos miran la historia de las

primeras edades de Roma como el reflejo de una o más epopeyas

populares, que desfiguraron los hechos, confundieron los personajes,

dieron a las migraciones y revoluciones una personalidad real, y

añadieron a todo esto innovaciones poéticas, verdaderas sólo en

cuanto hablaban de las creencias y costumbres reinantes.

La historia de aquellos tiempos primitivos se reducía a la

confección de anales: apuntes brevísimos en que el pontífice máximo

consignaba los nombres de los cónsules y de los otros magistrados, y

las cosas memorables de cada año, sobre una tabla pintada de blanco.

De estos apuntes, se dice que se compilaron después ochenta libros,

que se llamaban Anales Máximos por haberlos compuesto los que

ejercían el supremo pontificado (pontifices maximi).

También se hace mención de los Libri Magistratuum o Libri Lintei,

libros de lino, depositados en el templo de la diosa Moneta, y

citados algunas veces por los historiadores.

Las familias conservaban también manuscritos de los hechos de sus

antepasados, los cuales se trasmitían de padres a hijos como una

herencia sagrada.

Era costumbre en los funerales pronunciar discursos en que se

conmemoraban las acciones señaladas del difunto y de los

progenitores: monumentos de veracidad sospechosa que contribuyeron a

viciar y oscurecer la historia. Cosas, dice Cicerón, se escribieron

en estos panegíricos que jamás sucedieron: triunfos falsos, falsos

consulados, genealogías apócrifas.

Cada año un magistrado supremo, cónsul o dictador, clavaba un clavo

en un templo, ya fuese con el objeto de llevar así la cuenta de los

tiempos (lo que probaría que el arte de escribir era entonces

desconocido), o ya fuese que lo que se hizo al principio con un

objeto práctico se conservara después como una ceremonia o rito, de

lo que tenemos muchos ejemplos en los actos jurídicos de los

romanos.

Dejando estos tiempos oscuros de pocas letras, en que no es posible

separar la historia de la leyenda; en que la poesía estaba reducida

a los rudos cantares de los banquetes y del pueblo, y a los himnos

sagrados en una lengua informe que llegó a no ser entendida, ni de

los sacerdotes; en que no hubo más elocuencia que la de los debates

del foro, apasionada probablemente, pero rústica y grosera, y la de

los elogios fúnebres (mortuoriae laudationes) inspirados por la

vanidad y la lisonja, descendamos a la época de la memorable

contienda entre Roma y Cartago, cuando aquella república floreciente

en armas, fecunda en héroes, dominadora de Italia, pulió su lengua y

empezó a cultivar con algún suceso la literatura.

El primer nombre literario de Roma es el de Livio Andrónico,

tarentino, y por consiguiente de extracción griega, liberto del

censor Livio Salinator, que le confió la educación de sus hijos.

Tradujo al latín la Odisea, compuso himnos y dio al teatro

imitaciones de los dramas griegos, en que él mismo representaba. Los

espectáculos teatrales habían venido de Etruria; y el nombre mismo

de histriones, que se dio a los actores, es etrusco. Habíase

preludiado en cierto modo a ellos por versos festivos y satíricos

que cantaban a competencia los jóvenes en ciertas festividades:

versos libres, rudos, que se llamaban fesceninos, del nombre de

Fescenia, ciudad de Etruria, que probablemente dio el ejemplo. De

estos cantares jocosos, nació poco a poco una especie de drama,

llamado sátira, que era una mezcla de cantares diversos de varias

especies de metro, como la lanx satura, consagrada a la diosa de las

festividades era un plato lleno de toda especie de frutas. El

primero que sustituyó a esta composición satírica un ordenado drama,

fue Livio Andrónico, que, como el uso permanente de la declamación

histriónica le hubiera enronquecido la voz, hubo de limitarse a la

gesticulación, mientras que pronunciaba las palabras otro actor al

son de la flauta, Livio Andrónico tuvo así la gloria de haber creado

en Roma dos artes: el de la composición dramática, y el de la

mímica, que, llevada después a la perfección, fue uno de los

espectáculos favoritos del pueblo, aun en los más bellos días de la

literatura romana.

Varias causas contribuyeron desde entonces a privar a Roma de un

drama nacional. Una de las principales fue la servil imitación de la

literatura griega, objeto de admiración para una parte de la gente

educada, y de desdén para los que se gloriaban de conservar en su

rústica pureza las antiguas costumbres, y para la mayoría de la

nación, que miraba la milicia y la jurisprudencia como las solas

ocupaciones dignas del patricio y del libre. Otra, de más duradero

influjo, fue el circo, donde se exhibían certámenes de fuerza y

destreza, en el pugilato y la lucha, en lanzar el disco, en conducir

el carro, en la caza de fieras, en representaciones de batallas

pedestres, ecuestres y navales. La emulación activa, el movimiento

ávido, la progresiva magnificencia de los juegos del circo no podían

menos de eclipsar a los ojos del pueblo las diversiones dramáticas.

La mímica dejó un lugar subalterno a la poesía, ¿Qué emoción podían

producir los dolores del alma idealizados por la tragedia en

espectadores de ambos sexos que contemplaban con interés palpitante

los variados combates de gladiadores y la realidad de una lid de

muerte, buscando una especie de elegancia artística en las últimas

agonías?

Tenía la Italia un germen de drama nacional en las atelanas

(fabellae atellanae) farsas populares llamadas así, o por haberse

inventado en Atele, ciudad de los oscos en la Campania, o a lo menos

porque tendrían allí una celebridad superior. Que esos dramas eran

de origen osco no admite duda por los nombres que también se les

daban de diversión osca (ludicrum oscum) y juegos oscos (ludi osci).

Lo más curioso es que los actores de estas piezas no estaban sujetos

a la infamia de los histriones, que no podían militar en las

legiones, ni votar en los comicios o juntas electorales y

legislativas del pueblo. Parece que el lenguaje de las atelanas.,

osco puro en su país nativo, era en Roma un latín matizado de

palabras de aquel dialecto; el asunto, a menudo jocoso; el estilo,

bufonesco. Representábanse en Roma desde los primeros siglos de la

república, al mismo tiempo que en Atenas las obras de Sófocles y de

Aristófanes; pero recibidas al principio con entusiasmo, cayeron

después en descrédito; y aunque se perpetuaron hasta el imperio, y

se reanimaron de cuando en cuando, se vieron siempre con disfavor

por la gente culta, que anteponía las imitaciones del arte griego, y

no podían luchar contra el funesto ascendiente de otros

espectáculos, en que se buscaban emociones fuertes, o se prefería a

los goces delicados del alma el vano placer de la vista deslumbrada

por lo raro y magnífico.

La primera tragedia de Livio Andrónico fue representada hacia el año

512 de Roma, o 240 a. C. Parece haberse empleado en su obra el verso

saturnio. Nada más desaliñado que los fragmentos que han podido

recogerse de sus obras.

 

 

 

II

SEGUNDA ÉPOCA DE LA LITERATURA ROMANA, DESDE EL FIN DE LA PRIMERA

GUERRA PÚNICA HASTA LA MUERTE DEL DICTADOR SILA, DE 241 A 78 A. C.

Desde esta época, empezaron a ser frecuentes las comunicaciones de

los romanos con la Grecia. No había romano que no tentase escribir

en griego, como aquel Albino que pedía perdón de sus yerros, y de

quien decía Catón que le disculparía si hubiese sido condenado a

escribir en aquella lengua por decreto de los anfictiones. El

dictador Flaminio componía versos griegos; y Emilio Paulo, aquel

pontífice severo, tenía en su familia pedagogos griegos, gramáticos,

sofistas, escultores, pintores, cazadores, maestros de equitación.

(Michelet).

Nevio, con todo (natural de la Compañía, muerto el año 203 a. C.) no

se sujetó servilmente al yugo de la literatura griega. Pulió de tal

manera el verso saturnio, que se dijo haberlo inventado. Introdujo

la tragedia llamada pretextata, en que los personajes eran romanos

que llevaban como magistrados la toga pretexta (adornada con un

ruedo de púrpura). En este metro compuso su gran poema de la primera

guerra púnica. Escribió también poesías satíricas; y los fragmentos

que de ellas quedan están llenos de punzantes alusiones a la tiranía

de los nobles y a la bajeza de sus aduladores. Atacó a las poderosas

familias de los Escipiones y Metelos, que le respondían con aquel

celebrado verso saturnio:

Dabunt malum Metelli Naevio poetae

No contentos con esto, le hicieron poner en la cárcel. Pero el

incorregible poeta, lejos de intimidarse, compuso allí dos comedias,

y zahirió en una de ellas a Escipión Africano. Los Escipiones

invocaron la ley atroz de las Doce Tablas, que condenaba a muerte al

autor de escritos difamatorios; y aunque felizmente para Nevio se

interpusieron los tribunos, fue condenado a una especie de

exposición pública y relegado al África. Nevio, abandonando la

Italia para siempre, le dejó por despedida su propio epitafio, en

que deplora, junto con su ruina, la de la originalidad romana: «Si

no fuera cosa indigna que los inmortales lloraran a los hombres, las

diosas del canto a Nevio. Encerrado el poeta en el tesoro de Plutón,

olvidaron los romanos la lengua latina». (Michelet).

Immortales mortales si foret fas flere,

Flerent divae camenae Naevium poetam,

Itaque postquam est orcino traditus Thesauro,

Obliti sunt Romae lingua latina loqui.

Este mismo Escipión Africano tuvo por cliente y panegirista a un

gran poeta que, nacionalizando los metros griegos, desterró para

siempre aquel en que estaban consignados los antiguos monumentos de

la literatura romana. Quinto Ennio nació en Rudias, ciudad de

Calabria, en medio de una población enteramente griega. Osco, griego

y romano, se gloriaba de tener tres almas. Fue conducido a Sicilia,

y sirvió bajo su patrono en la guerra de España. Enseñó el griego a

Catón, que, reconocido, le dio una casa en el monte Aventino, y la

ciudadanía romana, honor que entonces no se dispensaba a los

extranjeros que no fuesen de un mérito sobresaliente.

En su gran poema épico, tomó por asunto la segunda guerra púnica, es

decir, los hechos de Escipión. Recopiló también en verso heroico los

anales de Roma. Compuso sátiras, comedias, tragedias. De sus

numerosas obras, sólo se conservan menudos fragmentos. Fue enterrado

en el sepulcro de aquella familia el año de 167 a. C.

Aunque imitador de los griegos, lo fue con originalidad y talento; y

el mismo Virgilio no tuvo a menos apropiarse algunos de sus versos.

Sus obras eran altamente apreciadas, aun en la época más espléndida

de las letras romanas. «Veneramos, dice Quintiliano, a este hombre

ilustre, como se venera la ancianidad de un bosque sagrado, cuyas

altas encinas, respetadas por el tiempo, no nos hacen sentir

impresión por su hermosura, como por yo no sé qué especie de

sentimiento religioso que nos inspiran».

El epitafio, o sea la inscripción que compuso él mismo para el

pedestal de la estatua, está escrito con una candidez sublime:

Aspicite, o cives, patris Ennii imaginis formam,

Qui vestrum pinxit maxima facta patrum.

Nemo me lacrimis decoret, neque funera fletu

Faxit. Cur? -Volito vinus per ora virum.

Una cosa es notable en los versos que nos quedan de Ennio; y puede

percibirse en el último dístico de su epitafio: el artificio de la

aliteración, que consiste en la cercanía de tres o más dicciones que

principian por una misma consonante.

Foret fas flere - Lingua latina loqui - Funera fletu faxit. - Volito

vivus per ora virum - Africa teribili tremit horrida terra tumultu.

- O Tite tute Tabi, tibi tanta, tyranne, tulisti - etc., etc.

Los poetas del norte de Europa gustaron mucho de este sonsonete en

la Edad Media, aun cuando escribían en versos latinos; y es bien

sabido que los ingleses han creído hasta poco ha sazonar con él los

chistes y los pensamientos agudos, de lo que nos han dado muestra en

la limada versificación de Pope, y aun en la prosa de ciertas frases

proverbiales. No es inverosímil que esa especie de consonancia,

adecuada a las lenguas en que dominan las articulaciones, hubiese

sido conocida en los dialectos célticos y germánicos desde una

antigüedad remota.

Sobrino de Ennio, y natural de Brundusium (Brindis), fue Marco

Pacuvio. Distinguióse en Roma ejerciendo a un tiempo dos artes: el

de la pintura en que sobresalió, y el de la tragedia en que tuvo

también un señalado suceso. La suavidad de su carácter le granjeó la

estimación de sus más ilustres contemporáneos. Hacia el fin de su

vida, agobiado de pesares y enfermedades, se retiró a Tarento, donde

murió a la edad de noventa años. Su epitafio, compuesto por él

mismo, es de una sencillez elegante. Compuso tragedias sobre asuntos

griegos sacados del teatro de Atenas; y Quintiliano las recomendaba

por lo sólido de los pensamientos, la nobleza de la expresión, la

dignidad de los caracteres y el manejo del arte. Pero nota en él la

rudeza que deslustra casi siempre las primeras tentativas en un

género nuevo.

Contemporáneo de Pacuvio, aunque más joven, fue Lucio Accio, de

padre liberto, autor de tragedias sacadas también del venero griego,

y a que Quintiliano atribuye las mismas excelencias y defectos que a

las de Pacuvio, aunque con menos arte. Accio escribió una tragedia

de asunto romano, la expulsión de los Tarquinos; varias comedias;

anales en verso; y poesías en alabanza de su amigo y protector

Décimo Bruto, que hizo la guerra en España, y adornó con ellas los

monumentos con que hermoseó a Roma.

De Pacuvio y Accio, no quedan más que fragmentos.

La tragedia romana no fue más que una copia, excesivamente pálida,

del teatro griego. Pero no puede decirse lo mismo de la comedia.

Plauto solo bastaría para dar a Roma un lugar honroso, y para

eximirla de la nota de imitación servil y descolorida en este género

de composición.

Habíale precedido, como autor de comedias, Estacio Cecilio,

originario de la Galia, nacido en Milán, y como otros poetas

célebres de la antigüedad, liberto; contemporáneo y amigo de Ennio,

a quien sólo sobrevivió un año. De sus comedias, quedan solamente

algunos versos. Los antiguos lo comparaban a Plauto y Terencio; pero

Cicerón censura su estilo, Aulo Gelio le echa en cara haber

desfigurado la mayor parte de los asuntos que tomó de Menandro.

Marco Accio Plauto nació en la Umbría hacia el año 260 a. C. De su

juventud, nada se sabe. Se le ve llegar a Roma a la edad de buscar

aventuras, y de abrirse una carrera. Inclinado a la vida activa, y

dotado al mismo tiempo de inspiración poética, se hizo cabeza de una

compañía de actores, que medró bajo su administración, y por sus

trabajos de composición. Concurría con sus socios a la diversión del

pueblo en las grandes fiestas populares que solemnizaban los

triunfos de los Marcelos y Escipiones; pero el buen suceso de estas

primeras especulaciones le aficionó al comercio, por el cual dejó el

teatro, y se arruinó. Reducido a la indigencia, se puso al servicio

de un molinero; pero tuvo la filosofía de no dejar extinguir su

genio en un desaliento inútil; y en los ratos que le dejaba la

tahona, recurrió de nuevo a la poesía, y escribió comedias, que le

dieron una celebridad brillante. Restituido a su vocación natural,

no pensó en abandonarla otra vez. Se le atribuye gran número de

piezas cómicas, de que sólo quedan veinte que los críticos modernos

reconocen como indubitablemente auténticas. Murió en una edad

avanzada, en perfecta posesión de sus facultades intelectuales,

hacia el año 184 a. C.

Todo caminaba aceleradamente en Roma; la civilización, las letras,

los goces delicados, adelantaban como la conquista exterior y Plauto

pudo ya levantarse a la verdadera comedia, es decir, a una de las

más acabadas formas del pensamiento humano, sin que, por eso, dejara

de comprenderle y admirarle la mayoría del público. Plauto tiene el

gran mérito de expresar la fisonomía de Roma, y de hablar la lengua

nacional. Así es que su teatro se mantuvo más allá de los límites

conocidos de la popularidad. Sus piezas se veían con gusto aun bajo

el reinado de Diocleciano. Él supo dar colorido, movimiento y

variedad a la vida real y sazonarlo todo con chistes y agudezas,

juegos fáciles de una fantasía traviesa y alegre. No echó a su genio

cadenas aristocráticas; no trabajó para los conocedores; fue derecho

al pueblo. Plauto retrata con los más vivos colores la disipación; y

se burla de todas las ridiculeces y extravíos que la razón del

pueblo gusta ver vituperados por más que la clase elevada se empeñe

en paliarlos con nombres especiosos.

A la muerte de Plauto, Terencio (Publius Terentius Afer) era todavía

niño, pues se supone haber nacido hacia el año 193 a. C. Fue esclavo

del senador Terencio Lucano, que advirtiendo sus disposiciones

naturales, le educó esmeradamente, y le dio con la libertad el

nombre de su familia. El apellido Afer le vino del país de su

nacimiento, probablemente Cartago. Era todavía bastante joven,

cuando, libre y ciudadano de Roma, empezó a granjearse por sus obras

dramáticas una reputación brillante. Tuvo detractores encarnizados,

y la debilidad de hacer demasiado caso de su malevolencia. Se dice

que aburrido se retiró a Grecia con el objeto de gozar allí en paz

de la pequeña fortuna que había logrado adquirir; y que, volviendo a

Italia con un gran número de piezas traducidas o imitadas del

griego, pereció en un naufragio, o según otros, en Arcadia,

sucumbiendo al sentimiento de haber perdido en el mar todo el fruto

de sus trabajos literarios. Se refiere su muerte al año 158 a. C.,

cuando apenas contaba treinta y cinco de edad. Tenemos suyas seis

comedias. La Andria, que pasa por la mejor, fue representada el año

166 antes de nuestra era.

De Plauto a Terencio, hay un manifiesto progreso en el arte de

conducir la acción; y aun no sería mucho decir que en este punto se

aventaja Terencio a todos los otros escritores dramáticos de la

antigüedad, a lo menos juzgando por las obras que han llegado hasta

nuestros días. Él complica la fábula, juntando a veces en uno dos

enredos, y produciendo, por consiguiente, dos intereses, que, sin

embargo, no se turban, ni embarazan, porque siempre hay uno

dominante; y el poeta sabe sacar partido de esta complicación,

presentándonos con agradable verdad bien sostenidos caracteres.

Emplea sus prólogos en responder a sus adversarios, nunca en exponer

la fábula, o el asunto de la pieza, como lo hicieron Eurípides y

Plauto. El desenlace consiste siempre en un inesperado

reconocimiento, lo que da sin duda un tinte de fortuidad a las

fábulas. Pero este defecto, de que también adolece Plauto, era

inevitable en un teatro donde no se permitían amores entre personas

libres de condición honesta. El poeta se ve precisado a introducir

concubinas en todas sus piezas; y sometido a esta traba, es

admirable el talento con que ennoblece este abatido carácter para

ponerlo en contacto con una hija robada o perdida en sus primeros

años, la cual conserva, en medio de tantos peligros, la modestia de

su sexo, y vuelve finalmente al seno de su familia. Así en la

Andria, Críside (a quien sólo conocemos por la noticias que dan de

ella los interlocutores) es una joven de buenas inclinaciones, que

lucha en vano contra el infortunio y el desamparo, y es arrastrada a

una profesión infame, en que conserva muchas cualidades apreciables;

la relación de su fallecimiento es una miniatura de un colorido

suavísimo; no son raros los pasajes de esta especie en Terencio.

Ningún poeta posee en más alto grado el idioma de los afectos

domésticos. Sus padres, sus hijos, sus esposos hablan comúnmente el

lenguaje que les conviene, el lenguaje de la naturaleza y de la

pasión, sin hipérbole, sin retórica, sin filosofismo, sin

sentimentalidad empalagosa. «De los cómicos antiguos que nos quedan,

dice La Harpe, él es el único que ha puesto en el teatro la

conversación de la gente educada». Nada más natural que sus

diálogos; nada más vivo, más pintoresco, más dramático, que las

narraciones en que no se sabe qué sea más de admirar: el tino en la

elección de los pormenores, la claridad trasparente o la rápida

concisión. Su moral es generalmente sana.

Quisiéramos, con todo, que los ardides de los esclavos para estafar

a sus amos en favor del hijo libertino que tiene necesidad de dinero

para darlo a un rufián codicioso, no tuviesen tanta parte en el

enredo. Su latinidad es purísima; y en su estilo se hermanan en

hechicera armonía la desnuda belleza y la grave sencillez. Es el

menos adornado que se conoce; y sin salir de esta simplicidad

extremada, se eleva a veces a una elocuencia llena de pasión, a que

Virgilio mismo no se desdeñó de tomar ciertos giros. Compárense los

hermosos versos que pone el poeta de Mantua en boca de Dido, desde

el 365 hasta el 392 del libro 4º de la Eneida, con los del padre

irritado en la escena 3 del acto 5 de la Andria. Las situaciones son

análogas; y Virgilio recordaba evidentemente a Terencio. Si yo

hubiera de elegir entre estos dos pasajes, confieso que no vacilaría

en decidirme por el segundo.

Terencio es el poeta de la sociedad fina, como Plauto es el del

pueblo. No pinta, es verdad, las costumbres romanas; pero pinta el

hombre. Ni Shakespeare ni Moliére interesan por lo que tienen de sus

respectivos países, sino por el uso que hacen del fondo común de la

naturaleza humana. Terencio es, como estos dos grandes genios, un

poeta cosmopolita. Él puede decir de sí mismo lo que uno de sus

personajes en aquel verso tan aplaudido del auditorio romano:

Homo sum: humanum nihil a me alienum puto.

Hasta qué punto sea deudor Terencio a Menandro, no es fácil

averiguarlo. Él hizo probablemente de las comedias griegas el uso

que Pedro Corneille de las españolas, aunque con cierta diferencia.

Corneille simplifica los asuntos demasiado complejos; Terencio, al

contrario, refunde varias piezas en una. Sus émulos le echaban en

cara multas contaminasse graecas, dum fruit paucas romanas; y aun

cuando echa mano de una sola fábula, duplica el enredo. Así lo dice

él mismo, habiéndolo hecho en el Heautontimorumenos: Duplex ex

argumento facta est simplex. Corneille toma poco del estilo de sus

originales; al paso que Terencio imita probablemente, no sólo el

fondo, sino la manera de los suyos. En medio de eso, la del cómico

latino conserva siempre su individualidad, y se mantiene

idénticamente una misma, sea que se aproveche de Menandro, o sea de

Dífilo o de Apolodoro. César, que reconoce toda la excelencia de

Terencio, se duele sólo de que le falte lo que se llama vis comica,

expresión que cada crítico explica a su modo, y que nos parece

significar la copia de escenas y lances, la invención dramática. Que

vis significaba a menudo abundancia, copia, puede verse en cualquier

diccionario. Pero cualquiera que sea la parte que la Grecia tenga

derecho a reivindicar en Terencio, le quedará siempre el estilo,

que, según Buffon, es todo el hombre, y según Villemain, casi todo

el poeta: en esta parte no hay ningún escritor que le exceda.

Prescindiendo del artista, y atendiendo sólo a las obras, las

comedias de Terencio deben colocarse entre lo mejor que de la

literatura latina y griega ha respetado el tiempo. Su mayor elogio

son las imitaciones que han hecho de ellas los más aventajados

ingenios de los tiempos modernos. La Suegra (Hecyra) suministró a

Cervantes el asunto de una de sus mejores novelas (La Fuerza de la

Sangre); y al Tasso uno de los bellos diálogos de su Aminta. El

Eunuco fue traducido por La Fontaine; dio versos enteros a Horacio;

y a Molière algunos de los rasgos con que hermoseó los piques y

rencillas de los amantes en varias escenas de sus piezas. A Los

Hermanos (Adelphi), cuadro eminentemente moral de los dos extremos

del rigor e indulgencia y de las consecuencias funestas que uno y

otro producen en la educación de la juventud, debió Molière el

primer tipo de la Escuela de los Maridos, y al Formión, el de Las

Bellaquerías de Escapín, en que hay más festividad, más vena cómica,

al paso que en la primera, según el voto de un crítico francés

(Biographie Universelle, v. Terence), se ha sabido preparar mejor la

acción, animar todos los diálogos, dar a todas las escenas un

movimiento rápido, suspender o encantar a los espectadores con la

variedad de los caracteres y las ocurrencias ingeniosas; presentar,

en una palabra, un cuadro más vasto y desempeñado mejor. El Verdugo

de sí mismo (Heautontimorumenos) es, a excepción tal vez de la

Hecyra, la más débil de las composiciones del poeta africano; y

pudieran señalarse en ella no pocos pasajes de que se han

aprovechado escritores distinguidos en verso y prosa.

A Terencio sucedió en el teatro romano Lucio Afranio, cuya muerte se

refiere al año 100 antes de nuestra era, y que, a diferencia de sus

predecesores, no sacó sus fábulas de la comedia griega, sino de las

costumbres de su país y de su siglo. Llamáronse togadas estas

piezas, porque los personajes aparecían en ellas en el traje romano

o toga, como se dio el nombre de paliadas a las de asuntos griegos,

en que el vestido común era el palio, capa corta a la usanza griega.

Quintiliano celebra el talento de Afranio, aunque le acusa de

extremadamente obsceno. Cicerón alaba su agudo ingenio y la

facilidad de su estilo. Decíase, ponderando la excelencia de estas

comedias romanas, que la toga de Afranio hubiera sentado bien a

Menandro:

Dicitur Afranii toga

convenisse Menandro.

(Horacio)

Nada nos queda suyo, ni de su contemporáneo Sexto Turpilio, escritor

también de comedias, sino mezquinas reliquias.

 

 

 

III

SEGUNDA ÉPOCA: SÁTIRA

La sátira fue un género de composición que los romanos cultivaron

desde muy temprano, y que en esta época dio gran celebridad a

Lucilio, a quien sólo conocemos por algunos fragmentos y por la

noticia que nos dan de su persona y de sus obras los escritores

latinos, y especialmente Horacio.

Cayo Lucilio nació el año 148 a. C., en Suesa del país de los

auruncos, en el Lacio; y sirvió en la guerra de Numancia bajo el

segundo Escipión Africano, que le honró con su amistad. Mereció

también la del sensato Lelio (Cajus Laelius Sapiens), orador y

guerrero, magistrado de nombradía, pero aún más digno de ser

conocido por sus virtudes, y sobre todo, por su prudencia y

moderación en la vida pública y privada, prendas a que debió el

sobrenombre con que le señalaron sus conciudadanos. Todos tres

vivían en la más íntima familiaridad, comiendo juntos, y jugando en

los ratos de ocio, con la llaneza de las antiguas costumbres

romanas.

Los satiristas romanos de esta época imitaban la comedia antigua

ateniense en la libertad con que zaherían, no solamente los vicios

reinantes, sino las personas, designándolas por sus nombres, sin

perdonar a los más eminentes. Lucilio usó de este privilegio

ampliamente. Ni Opimio, vencedor de los ligures, ni Metelo, que por

sus victorias ganó el título de Macedónico, ni Léntulo Lupo,

príncipe del senado, se escudaron con su fama y su rango contra los

tiros del atrevido satirista, que atacaba indistintamente al pueblo

y a la nobleza, arrancando a todos, según la expresión de Horacio,

la piel con que se pavoneaban en público, y denunciando sus

flaquezas y vicios. Las sátiras de Lucilio eran esencialmente

morales. Verdadero censor, hacía temblar a los malvados, como si los

persiguiese espada en mano:

Ense velut stricto quoties Lucilius ardens

Infremuit, rubet auditor, cui frigida mens est

Criminibus...

(Juvenal)

Y no guardaba consideración, sino a la virtud:

Scilicet uni aequus virtuti.

(Horacio)

Como escritor, se recomienda la facilidad de su estilo, su gracia

urbana y su cultura. Horacio, sin embargo, le encuentra demasiado

parlero; está mal con las voces y frases griegas que introduce a

menudo; y le compara, por el desaliño y la incorrección, a un río

cenagoso, pero que lleva en sus ondas algo que merece cogerse. Las

reliquias que nos quedan de este poeta justifican las alabanzas y

las censuras precedentes. «Hay, entre otros, un fragmento bastante

largo, en que se hace un retrato de la virtud, que ha sido muy

celebrado, y con razón» (Du Rozoir).

 

 

 

IV

SEGUNDA ÉPOCA: HISTORIA

El padre de la historia romana fue Quinto Fabio Píctor, que floreció

hacia el año 223 a. C. En todas partes, ha principiado la historia

por cantos épicos. No faltan eruditos de alta reputación para

quienes lo que se refiere de los primeros siglos de Roma es un

tejido de epopeyas perdidas, en que se desfiguraron más y más los

hechos con el transcurso del tiempo; y se representaron al fin bajo

el símbolo de personalidades individuales las migraciones, las

instituciones, las conquistas. Fabio Píctor recogió este caudal

confuso de tradiciones adulteradas, interpretándolas y ordenándolas

a la escasa luz de los monumentos y memorias de que antes hemos

hablado y dejó separados desde entonces los dominios del historiador

y del poeta. Prescindiendo de aquellos que sólo habían hablado de

Roma por incidencia, una historia especial de aquel pueblo había

sido escrita en prosa griega por un Diocles de Pepareto, de quien da

noticia Plutarco, y que probablemente no hizo más que recopilar las

tradiciones romanas. Aun con respecto a Fabio, se duda si sus Anales

se compusieron originalmente en latín o en griego. El autor poseía

ambas lenguas, y es de presumir que, habiendo escrito desde luego en

la segunda, como más adecuada para una composición literaria, se

tradujese él mismo a su idioma patrio. Varios críticos modernos

hablan con sumo desprecio de Fabio como autoridad histórica; pero el

espíritu de sistema que en los últimos años ha invadido la historia

romana, ha llevado el escepticismo más allá de todo límite

razonable. Con la misma facilidad que se relega al país de las

fábulas todo lo que creyeron acerca de los primeros tiempos de Roma

los hombres más instruidos del siglo de Augusto, se levanta, sobre

textos esparcidos acá y allá en noticias casuales de escoliastas y

de poetas, y con el auxilio de suposiciones y conjeturas, un

edificio completamente nuevo en que admiramos el ingenio y la

imaginación del arquitecto, pero que, si nos es permitido expresar

nuestro juicio, no nos parece más digno de respeto que el antiguo,

ni tanto. Que haya mucho de leyenda en la temprana historia de Roma,

es preciso admitirlo; que todo, o casi todo sea epopeya y símbolo es

lo que no podemos persuadirnos. Hay demasiado fundamento para creer

que Fabio escribió con poca crítica; que dio cabida a cosas

absurdas; que descuidó la cronología; pero juzgar, por eso que no

merece fe alguna, aun en los sucesos de su tiempo, sería llevar la

incredulidad al extremo. La crítica de Polibio es severa; y no llega

a tanto. «Hay personas, dice, que, atendiendo más al escritor que a

su relato, creen todo lo que Fabio refiere, porque fue contemporáneo

y senador. En cuanto a mí, aunque no pienso que debe rehusársele

todo crédito, tampoco quisiera que pecásemos por un exceso de

confianza, renunciando al juicio propio, sino que se pesase la

naturaleza de las cosas que cuenta para juzgar hasta qué punto sea

digno de fe». El estilo de Fabio, según la idea que nos dan los

antiguos, era seco y desaliñado en extremo.

Citan varios autores, que hablaron de antigüedades romanas, a Casio

Hermina, a quien Plinio llama el más antiguo compilador de los

anales de Roma.

Lucio Cincio Alimento, pretor en Sicilia por los años de 150 a. C.,

y prisionero de Aníbal, es mencionado como historiador apreciable

por Tito Livio, que recomienda su sagacidad en la investigación de

los hechos. Parece haber escrito originalmente en griego; y no sólo

historió los sucesos de Roma, sino la vida de Aníbal, y la del

orador Gorgias de Leoncio. Compuso además tratados sobre varios

puntos de las antigüedades romanas.

Otro anticuario de esta época fue Marco Porcio Catón, apellidado el

Viejo (Priscus). Nació el año 232 a. C. en Túsculo, donde ahora está

situada Frascati. Vio en su juventud la invasión de Italia por

Aníbal, en que Roma estuvo a punto de perecer; y sirvió a las

órdenes de Fabio Máximo en los sitios de Capua y Tarento. Terminada

la guerra, volvió al modesto retiro de su pequeña heredad; y fue

allí un dechado de la antigua frugalidad y sencillez romanas,

ocupándose alternativamente en los trabajos rurales y en el

ejercicio de la jurisprudencia. Sus talentos y la austeridad de sus

costumbres le elevaron a las primeras magistraturas, cerradas

entonces, por la ambición de las familias poderosas, a los hombres

nuevos que, como Catón, no se recomendaban por la riqueza o por una

ascendencia ilustre. Catón rompió esta valla; y en el desempeño de

sus varios cargos adquirió más celebridad cada día, como orador,

como magistrado, como hombre de Estado. Su severidad inflexible en

el ejercicio de la censura, que era la suprema dignidad a que podían

aspirar los que se consagraban al servicio público, le granjeó un

lustre singular y muchos enemigos temibles. La posteridad le señaló

con el título de Catón el Censor para distinguirle de otros

personajes del mismo apellido, y en particular de su célebre

biznieto Catón Uticense, que se dio la muerte en Utica. En el seno

de su familia, como en la carrera pública, fue un modelo de todas

las virtudes, lo que no le libró de ser acusado hasta cuarenta y

cuatro veces, aunque siempre absuelto honrosamente. En medio de

tantos trabajos y peligros, sostenidos con invencible paciencia y

fortaleza, vivió hasta la edad de ochenta y cinco años, gozando de

una salud inalterable: alma y cuerpo de hierro, decía Tito Livio,

que el tiempo, a que todo sucumbe, no pudo jamás doblegar.

No hemos podido dejar de detenernos en la parte moral de este

ilustre romano, cuya menor alabanza es la de haberse distinguido

como escritor en aquellos tiempos de escasa cultura literaria. Su

tratado de agricultura (De Re Rustica), compuesto para su hijo, es

la única obra suya que nos ha quedado; y aun no falta quien dude de

su autenticidad. Cicerón menciona sus Oraciones, de que pudo ver

hasta ciento cincuenta, y en que admira la dignidad en elogiar, la

acerbidad en reprender, la delicadeza de los pensamientos,

expresiones y máximas; pero echa menos la pureza del lenguaje, la

elegancia y el número oratorio. De sus Orígenes o Historia y Anales

del Pueblo Romano, en siete libros, terminados poco antes de su

muerte, Cicerón, que los miraba como una mezquina historia, hace

grande elogio como producción literaria, encontrando en ella las

dotes de la verdadera elocuencia, aunque destituida de las galas que

después se buscaron, y erizada de voces y frases que no estaban ya

en uso.

El mismo Cicerón nombra otros historiadores de aquella edad: un

Pisón, un Fannio, un Vennonio, escritor tan pobre como Fabio Píctor,

un Celio Antípatro (Caelius Antipater), a quien concede alguna más

vehemencia y cierta fuerza agreste, un Celio (Cellius), un Clodio y

un Acelior, más cercano a la languidez e impericia de los otros, que

al vigor de Antípatro.

Al precedente catálogo, deben añadirse: el anticuario Elio (Lucius

Aelius), amigo de Lucilio; Valerio de Ancio (Antium) citado muchas

veces por Livio; y algunos otros de menos nombradía, todos de

escasísimo mérito literario, y cuya pérdida, sin embargo, no ha

dejado de causar algún detrimento en la ciencia histórica.

 

 

 

V

SEGUNDA ÉPOCA: ORATORIA

Roma produjo, en esta época, muchos oradores notables, como no podía

menos de ser bajo un gobierno popular, en que la elocuencia era un

medio seguro de adquirir distinciones y de subir a los más altos

puestos de la república. El catálogo de los que nombra Cicerón

(Brutus, c. 17, etc.) es demasiado largo para reproducirlo aquí.

Sólo mencionaremos los principales, omitiendo al viejo Catón, de

quien hemos hablado.

Uno de ellos fue Cayo Sulpicio Galo, doctísimo en la literatura y

las ciencias griegas, de quien se cuenta que, sirviendo a las

órdenes de Emilio Paulo en la guerra de Macedonia, y sobreviniendo

en vísperas de una batalla un eclipse de Luna, que llenó de

supersticioso terror a los soldados, logró tranquilizarlos,

explicándoles la causa de aquel fenómeno, hecho curioso en la

historia de la astronomía, y que lo sería mucho más, si fuese

cierto, como otros afirman, que Galo había pronosticado el eclipse y

precavido de este modo la impresión de pavor y desaliento que iba a

producir en los espectadores.

Otro hecho notable en la vida de Galo es el haber repudiado a su

mujer, porque se había quitado el velo en público, dando así el

segundo ejemplo de divorcio en los seis siglos que ya contaba Roma,

tiempos severos en que la moral pública castigaba con tanto rigor

una falta ligera.

Siendo pretor, hizo representar en los juegos apolinares el Tiestes

de Ennio; y bajo su consulado fue dado al teatro la Andria de

Terencio. Galo tuvo crédito de orador en una edad en que la

elocuencia, según la expresión de Tulio, empezaba a ser más fogosa y

espléndida.

Florecían a un mismo tiempo un Tiberio Sempronio Graco, cónsul,

censor y otra vez cónsul el año 162 a. C.; A. Albino, que pocos años

después obtuvo el consulado, orador elegante en su lengua, y en la

griega historiador chabacano; Servio Sulpicio Galba, que emplea ya

más arte en los adornos de la elocuencia y en el movimiento de los

afectos; Escipión y Lelio, los dos celebrados amigos del satirista

Lucilio; Marco Emilio Lépido, cónsul el año 157 a. C., en cuyas

oraciones encuentra Cicerón la suavidad griega y una artificiosa

estructura de estilo; y los dos hijos de Sempronio Graco, Tiberio y

Cayo, de más fama que su padre por su funesta popularidad.

Habían sido educados con la mayor solicitud por su madre Cornelia,

que les dio los mejores maestros latinos y griegos; y contribuyó no

poco por sus propias lecciones y su ejemplo a iniciarlos en la

virtud y la elocuencia. Cicerón elogia las cartas de esta ilustre

matrona, que se conservaban en su tiempo, y en que se echaba de ver

(dice) que sus hijos bebieron de ella, junto con la leche, el buen

lenguaje. Tiberio sirvió bajo las órdenes de Escipión Africano el

segundo, que era cuñado suyo; se distinguió en el sitio de Cartago;

ejercía el cargo de cuestor bajo el cónsul Mancino en la guerra de

Numancia; y entonces fue, cuando vencidos en varios encuentros los

romanos, estrechados en un desfiladero de que les era imposible

escapar, y solicitando el cónsul negociar con los enemigos,

declararon éstos que no tratarían, sino con el joven Tiberio, parte

por la confianza que les inspiraba su virtud, y parte por la buena

memoria que su padre había dejado en España. Tiberio firmó un

tratado que salvó la vida a más de veinte mil ciudadanos; pero el

senado, juzgándolo injurioso a la majestad de Roma, no quiso

ratificarlo; y a no haber sido por el amor del pueblo a Tiberio, le

hubiera entregado junto con el cónsul a los numantinos. De aquí su

odio al senado. Impulsábanle también a provocar reformas los males

que abrumaban al pueblo. Su tribunado fue una lucha violenta contra

la oligarquía de los opresores, lucha que terminó en una sedición

sangrienta, en que pereció él mismo a la edad de treinta años. El

valor de Tiberio, su grandeza de alma, su dulce y persuasiva

elocuencia le han merecido el respeto y las alabanzas de la

posteridad.

Cayo era nueve años más joven. El trágico fin de su hermano le hizo

dejar por algún tiempo la carrera pública. Dedicóse en el retiro al

estudio de la oratoria; y tanto adelantó en ella, que Cicerón le

cuenta en el número de los más grandes oradores; y le recomienda

como al que más al estudio de la juventud, para aguzar y alimentar

el ingenio. El brillante suceso que obtuvo en su primer ensayo, la

defensa de Vetio, que había sido amigo y partidario de su hermano, y

los estrepitosos aplausos con que le acogió el pueblo, alarmaron al

senado, que desde entonces se empeñó en anonadarle. Tribuno el año

124 a. C., adquirió nuevos títulos al favor del pueblo y a la

enemistad de los poderosos. Acaudilló después un motín; y abandonado

de los suyos, tuvo que refugiarse en un bosque consagrado a las

Furias, donde se hizo dar la muerte por un esclavo.

La elocuencia de Cayo era vehemente y apasionada. Se cita este

rasgo: «¿A dónde iré? ¿A qué parte me volveré, desgraciado de mí?

¿Al Capitolio, manchado con la sangre de un hermano? ¿Al hogar

doméstico, para encontrar allí una madre afligida, bañada en

llanto?». Cicerón, que imitó después este pasaje en uno de sus más

bellos alegatos, dice que todo hablaba en el orador al tiempo de

pronunciarlo: los ojos, la voz, el gesto, hasta el punto de arrancar

lágrimas a sus mismos enemigos.

Uno y otro hermano se cuidaron poco de las flores oratorias y de la

armonía. Pero Cayo prestaba una atención minuciosa a la entonación.

Cuéntase que, cuando hablaba en público, solía tener a su lado un

liberto, que por medio de una flauta, le indicaba los pasajes en que

debía subir o bajar el tono.

Otro orador distinguido de aquella edad fue Cayo Carbon, tribuno

faccioso, que después desmintió sus principios en el consulado

asociándose a los perseguidores de los Gracos; y acusado de mala

conducta en el ejercicio de la autoridad, se dio muerte para evitar

la sentencia.

Hacia fines de esta época, florecieron los más afamados oradores de

toda ella: Antonio y Craso.

Marco Antonio, apellidado el Orador, para distinguirlo de su nieto

el Triunviro, obtuvo el consulado, y poco después, la censura.

Proscrito por Mario, fue expuesta su cabeza en la misma tribuna que

había decorado años antes con los despojos de los enemigos vencidos.

Sobresalió principalmente en el género judicial. Cicerón pondera en

él la memoria, la prontitud en hacer uso de cuanto era favorable a

su causa, la bien entendida distribución de los argumentos, la

preparación cuidadosa bajo las apariencias de la improvisación; la

estructura artística de sus períodos, en que, sin embargo, se echaba

menos la elegancia; y sobre todo, la acción, de que era un consumado

maestro. Cuéntase que, en una causa capital, se manifestó conmovido

hasta el punto de prorrumpir en llanto, y desnudar el pecho del reo

cubierto de honrosa cicatrices, suceso que muestra lo dramática, y

pudiera decirse lo histriónica que era la elocuencia judicial en

Roma. En cuanto a la acción, en que el grande orador romano

considera dos partes: la voz y el gesto, «el de Antonio, dice, no

exprimía las palabras una a una, sino el sentido de la frase. Las

manos, los hombros, el tronco, el golpear del pie, la posición del

cuerpo, el andar, todos los movimientos, estaban en completa armonía

con las ideas. La voz era firme, aunque un tanto ronca de suyo; pero

de eso mismo sacaba partido, dándole un no sé qué de patético a

propósito para inspirar confianza y excitar la conmiseración.

Comprobábase en él lo que se cuenta de Demóstenes, que, preguntado

cuál era la primera prenda del orador, contestó que la acción, y

preguntado de nuevo cuál era la segunda, y cuál la tercera,

respondió con la misma palabra; porque, en efecto, no hay cosa que

penetre más adentro en las almas, ni que sea de más eficacia, para

darle la forma, disposición y aptitud conveniente. Con la acción, es

con lo que logra el orador parecer lo que quiere».

Lucio Licinio Craso disputaba la palma de la elocuencia a Marco

Antonio. Aun no pocos se la adjudicaban al primero. A la edad de

veintiún años, hizo su primer ensayo en el foro, con universal

aplauso, acusando a Cayo Carbon, que se vio reducido, como antes

dijimos, a darse la muerte. Seis años después, defendió a la vestal

Licinia, su parienta, y obtuvo su absolución. Cónsul y censor,

prestó eminentes servicios a la república. Se le censuraba su lujo y

la suntuosidad de su casa en el monte Palatino, adornada de columnas

del más precioso mármol. Cicerón alaba la franqueza de su carácter y

su amor a la justicia.

Una gravedad suma en el estilo serio, mucha gracia y urbanidad en el

jocoso, gran lucidez en la exposición del derecho eran las

cualidades características de su elocuencia, compitiendo en la

jurisprudencia con el célebre jurisconsulto Quinto Mucio Escévola,

orador también distinguido, lo que dio motivo a que se dijera que

Craso era el más grande jurisperito de los oradores, como Escévola

el más grande orador de los jurisperitos. Craso venía siempre a las

causas preparado; sabía captarse desde el principio la atención; era

parco en las inflexiones de la voz y el gesto; vehemente, airado a

veces, patético, severo y chistoso, adornado, y al mismo tiempo

conciso. En él fija Cicerón la madurez de la lengua latina.

 

 

 

VI

SEGUNDA ÉPOCA: RESUMEN

En la época que acabamos de recorrer, hubo, sin duda, una grande

actividad literaria en Roma y en otras ciudades de Italia; y se

estudiaba con ardor la literatura de los griegos, que llegó a ser un

ramo indispensable de educación en las familias acomodadas. De aquí

el tinte de imitación, que tomaron inevitablemente las letras

latinas, y cuyo influjo en detrimento de la expansión original del

genio nativo es hoy uno de los dogmas que inculca la crítica moderna

con la exageración que le es propia.

Pocos son, como hemos visto, los monumentos que nos quedan de la

literatura romana de esta época. Conservamos empero las comedias de

Plauto y Terencio, que reclamarán eternamente contra la injusticia

de aquel fallo de Quintiliano: in comaedia maxime claudicamus. De la

tragedia, de la epopeya y de los otros géneros de poesía, nada

queda, sino pobres reliquias esparcidas acá y allá en Cicerón, que

se nutrió con las obras de que hoy carecemos, y en los anticuarios y

escoliastas de las edades posteriores. La pérdida más sensible,

acaso, es la de los oradores, que, como los Gracos, Antonio y Craso,

eran leídos y admirados en el siglo de Augusto, contribuyendo, sin

duda, a ello, más que el haberse pulido la lengua, la falta de la

perfecta elegancia a que Cicerón y César acostumbraron los oídos

romanos. Craso era treinta y cuatro años mayor que Cicerón; y en

Terencio, que florecía setenta años antes que éste naciera, aparece

ya adulta la lengua, susceptible de la más lucida nitidez con el

mismo genio, la misma estructura, y salvo unos pocos vocablos que

envejecieron, con los mismos elementos y giros, que en el tiempo de

Horacio.

 

 

 

VII

TERCERA ÉPOCA, DESDE LA MUERTE DEL DICTADOR SILA HASTA LA MUERTE DE

AUGUSTO; DE 78 A. C. A 14 P. C.

Este es el siglo de oro de la literatura latina, que se abre con

Lucrecio, en cuyo lenguaje y versificación se perciben todavía

vestigios de la época precedente. En lo que vamos a decir de este

gran poeta, haremos poco más que extractar el excelente artículo de

Villemain en la Biographie Universelle.

Lucrecio (Titus Lucretius Carus) nació el año 95 antes de nuestra

era, de familia noble. Fue amigo del ilustrado y virtuoso Memmio.

Vio los horrores de la guerra civil, y las proscripciones de Mario y

Sila, y vivió entre los crímenes de las facciones, las lentas

venganzas de la aristocracia, el desprecio de toda religión, de toda

ley, de todo pudor y de la sangre humana. De aquí la relación que

los señores Fontanes y Villemain han creído encontrar entre aquellas

tempestades y miserias, y la doctrina funesta de Lucrecio, que,

destronando a la Providencia, abandona el mundo a las pasiones de

los malvados, y no ve en el orden moral, más que una ciega necesidad

o el juego de accidentes fortuitos. Es preciso desconfiar de estas

especulaciones ingeniosas que son tan de moda en la crítica

histórica de nuestros días, y en que se pretende explicar el

desarrollo peculiar de un genio y la tendencia a ciertos principios

por la influencia moral de los acontecimientos de la época,

influencia que reciben todos, y sólo se manifiesta en uno u otro.

¿Por qué Cicerón, arrullado en su cuna por el estruendo de las

sangrientas discordias de Mario y Sila, no fue epicúreo, como

Lucrecio, sino predicador elocuente de los atributos de la

divinidad? ¿Por qué, bajo la corrupción imperial, floreció en Roma

la más austera de las sectas filosóficas: el estoicismo? Lucrecio se

nutrió con la literatura y la filosofía de los griegos; y abrazó el

sistema de Epicuro, como otros de sus contemporáneos siguieron de

preferencia las doctrinas de la Academia o del Pórtico. Otra

tradición poco fundada supone que compuso su poema en los intervalos

lúcidos de una demencia causada por un filtro que le había hecho

beber una mujer celosa. Lo que sí parece cierto es que se dio la

muerte a la edad de cincuenta y cuatro años en un acceso de delirio.

En su poema didáctico Sobre la Naturaleza (De Rerum Natura), se ve

mucho método, mucha fuerza de análisis, un raciocinio fatigante,

fundado a la verdad en principios falsos e incoherentes, pero

desenvuelto con precisión y vigor. Su sistema, a la par absurdo y

lógico, descansa sobre una física ignorante y errónea. Pero lo que

se lleva la atención, lo que seduce en Lucrecio, es el talento

poético que triunfa de las trabas de un asunto ingrato y de una

doctrina que parece enemiga de los bellos versos, como de toda

emoción generosa. Roma recibió de la Grecia, a un mismo tiempo, los

cantos de Homero y los devaneos filosóficos de Atenas; y la

imaginación de Lucrecio, herida de estas dos impresiones

simultaneas, las mezcló en sus versos. Su genio halló acentos

sublimes para atacar todas las inspiraciones del genio: la

Providencia, la inmortalidad del alma, el porvenir. Su desgraciado

entusiasmo hace de la nada misma un ser poético; insulta a la

gloria; se goza en la muerte, y en la catástrofe final del mundo.

Del fango de su escepticismo, levanta el vuelo a las más encumbradas

alturas. Suprime todas las esperanzas; ahoga todos los temores; y

encuentra una poesía nueva en el desprecio de todas las creencias

poéticas. Grande por los apoyos mismos de que se desdeña, álzase por

la sola fuerza de su estro interior y de un genio que se inspira a

sí mismo. Y no sólo abundan en su poema las imágenes fuertes, sino

las suaves y graciosas. La sensibilidad es toda material; y sin

embargo, patética y expresiva.

El hexámetro de Lucrecio, como el de Cicerón, y aun el de Catulo, se

presta más a la facilidad y rapidez homérica, que a la dulzura

virgiliana; y si parece a veces un tanto desaliñado, otras compite

con el de Virgilio mismo en la armonía. Su dicción es a menudo

prosaica y lánguida; pero léasele atentamente, y se percibirá una

frase llena de vida, que, no sólo anima hermosos episodios y ricas

descripciones, sino que se hace lugar hasta en la argumentación más

árida, y la cubre de flores inesperadas.

Pocos poetas, dice Fontanes, han reunido en más alto grado aquellas

dos fuerzas de que se compone el genio: la meditación que penetra

hasta el fondo de las ideas y sentimientos, y se enriquece

lentamente con ellos, y la inspiración que despierta de improviso a

la presencia de los grandes objetos.

Los romanos cultivaron con ardor la poesía didáctica en este siglo.

Desde Lucrecio hasta Ovidio, se hubiera podido formar un largo

catálogo de poetas que se dedicaron a ella, recorriendo todo género

de asuntos, desde el firmamento celeste hasta la gastronomía y el

juego de pelota. (Véase el libro 2 de los Tristes de Ovidio, verso

471 y siguientes). Cicerón era todavía bastante joven cuando tradujo

Los Fenómenos de Arato en no malos versos, si se ha de juzgar por

los cortos fragmentos que se conservan. Didáctico debió de ser sin

duda el poema de Julio César de que sólo conocemos la media docena

de elegantes hexámetros en que caracteriza a Terencio. Terencio

Varrón, apellidado Atacino, por haber nacido en la pequeña ciudad de

Atax, escribió en verso una corografía, y un poema de la navegación:

Libri Navales. Emilio Mácer de Verona, contemporáneo de Virgilio,

dio a luz un poema Sobre las virtudes de las plantas venenosas, que

se ha perdido enteramente, pues lo que se ha publicado bajo su

nombre pertenece a otro médico Mácer, posterior a Galeno. César

Germánico, sobrino e hijo adoptivo de Tiberio, aquel Germánico de

cuyas virtudes y desgraciada muerte nos da Tácito un testimonio tan

elocuente, compuso otra versión o imitación de los Fenómenos de

Arato, de la cual se conserva gran parte. Los únicos poemas

didácticos que han merecido salvarse íntegros de los estragos del

tiempo, son, además del de Lucrecio, los de Virgilio, Horacio,

Ovidio, Gracio Falisco y Manilio; pero sólo trataremos aquí de estos

dos últimos poetas, dejando los tres restantes para la noticia que

daremos de los géneros a que pertenecen sus más celebradas

composiciones.

Gracio Falisco (Gratius Faliscus) fue autor de un poema sobre el

arte de cazar con perros (Cynegeticon), que tenemos casi completo en

quinientos cuarenta versos hexámetros. Ovidio le cita con elogio,

pero al lado de otros poetas de poca fama; y los siglos siguientes

que olvidan su nombre, no parecen haber cometido una grave injuria.

Escritor de otro orden fue Marcos Manilio, que floreció a fines del

reinado de Augusto; y compuso un poema de Astronomía, que no dejó

completo. El primero y el último de los cinco libros en que está

dividido, son los más interesantes por el número y la belleza de los

episodios. Manilio es un verdadero poeta, aunque de conocimientos

astronómicos harto escasos. Ya se sabe que en su tiempo pasaba por

astronomía, ciencia tan importante y tan útil, la astrología, arte

vano e impostor; pero que por el influjo que atribuía a los astros

sobre los destinos de los hombres y de los imperios, no dejaba de

prestarse al numen poético. El estilo de Manilio es digno del siglo

de Augusto, aunque demasiado difuso, como el de Ovidio, su coetáneo.

(Weiss, en la Biographie Universelle).

Los romanos, que en la poesía didáctica dejaron a los griegos a una

distancia detrás de sí, no fueron menos felices en el epigrama, en

que, a nuestro juicio, pocos poetas, si alguno, pueden competir con

Catulo (Cajus y según ciertos manuscritos Quintus Valerius

Catullus). Nacido en Verona de una familia distinguida, se formó

conexiones respetables en Roma, entre otras, la de Cicerón. Aunque

la colección de sus obras no es voluminosa, recorre en ella los

principales géneros de poesía, y por lo que sobresale en cada uno,

se puede calcular lo que hubiera sido, si menos dado a los placeres

y a los viajes, se hubiese consagrado más asiduamente a las letras.

Parece que algunas de sus composiciones se han perdido. Su

disipación le puso en circunstancias embarazosas de que él mismo se

ríe (carmen 13); pero que le obligaron a tener demasiadas relaciones

con los jurisconsultos y abogados célebres de su tiempo. Hubo, sin

embargo, de reponerse, pues se sabe que posteriormente poseía una

casa de campo en Tíbur (Tívoli), y otra mucho más considerable en la

península de Sirmio (Sirmione en el lago Benaco), cuyas ruinas

parecen más bien restos de un palacio magnífico, que de una casa

particular. César fue atacado por el poeta en tres punzantes

epigramas; y se vengó dispensándole su amistad y su mesa. Según la

opinión más común, murió en Roma, joven todavía.

Los epigramas en que más se distingue Catulo, son los de la forma de

madrigal, pequeñas composiciones llenas de dulzura y gracia, como

aquella en que llora la muerte del pajarito de Lesbia, o aquella

otra con que saluda a Sirmio a la vuelta de sus largos viajes. Hay

otros epigramas que son propiamente odas satíricas, a la manera de

Arquíloco y de Horacio, como las citadas contra el conquistador de

las Galias, invectivas en que la sátira es personal, acre y mordaz.

En los epigramas propiamente dichos destinados a expresar un

pensamiento regularmente satírico e ingenioso, es preciso confesar

que a menudo ha quedado bastante inferior a Marcial y a muchos otros

de los poetas antiguos y modernos. En los cantares eróticos, en los

epitalamios, la belleza de las imágenes y la suavidad del estilo no

han sido excedidas por escritor alguno. Su traducción de la célebre

oda de Safo compite en calor y entusiasmo con el original. El Atys,

inspirado por el delirio de las orgías de Cibeles, es una poesía de

carácter tan singular, tan único en su especie, como el metro en que

está escrito. No fue Catulo tan feliz en la elegía, aunque no

desmerezcan tanto las suyas entre lo mucho y bueno que nos han

dejado los romanos. Pero Las Bodas de Tetis y Peleo es

indisputablemente la mejor de sus obras, rasgo épico de gran fuerza,

en que el asunto indicado por el título no es más que el marco de la

fábula de Ariadne, la amante abandonada, a que debió Virgilio

algunos de los mejores matices con que hermoseó a su Dido.

Corresponde a esta variedad de géneros la de los metros. En los de

Catulo, que igualan a menudo a los de Virgilio y Horacio en armonía,

se nota de cuando en cuando que la facilidad degenera en desaliño y

dureza. Otro defecto más grave es el de la chocante obscenidad de

lenguaje, en la que Catulo está casi al nivel de Aristófanes.

La antigua elegía se debe considerar como una especie de oda, más

sentimental que entusiástica, compuesta siempre de un metro

peculiar, el dístico de hexámetro y pentámetro, y no destinada

exclusivamente a asuntos tristes, ni menos al amor, aunque éste era

el asunto a que más de ordinario se dedicaba: poesía muelle,

sobradas veces licenciosa, bien que circunspecta en el lenguaje, y

cuyos inconvenientes agranda la perfección misma a que fue levantada

en el siglo de que damos cuenta. Preludió a ella Catulo, y le

sucedió Galo (Cneus, o Publius, Cornelius Gallus), natural de Frejus

(Forum Julium) en la Provenza, que, de una condición oscura, se

elevó a la amistad íntima de Augusto; y en recompensa de sus

servicios, recibió de éste el cargo de prefecto de Egipto. Su

crueldad y orgullo le granjearon el odio de los habitantes y del

emperador mismo. Condenado a una gruesa multa y al destierro, no

pudo sobrevivir a su deshonor; y se dio la muerte a la edad de

cuarenta y tres años, 26 a. C. Galo tradujo algunas obras de

Euforion, poeta de Calcis y de la escuela alejandrina, que cultivó

varios géneros; y a pesar de la obscenidad y afectación de su

estilo, fue muy estimado de los romanos hasta el reinado de Tiberio.

Galo, a ejemplo de Euforion, compuso elegías, que no se conservan;

pues la que se ha publicado bajo su nombre es conocidamente

apócrifa. Quintiliano censuraba en ellas lo duro del estilo: vicio

que Galo debió probablemente a la escuela de Alejandría, y a

Euforion en particular. (Biographie Universelle).

A Galo sucedió Tibulo (Albius Tibullus). Nada le faltó, si hemos de

creer a su amigo Horacio, de cuanto pueda hacer envidiable la suerte

de un hombre: salud, talento, elocuencia, celebridad, conexiones

respetables, una bella figura, una regular fortuna, y el arte de

usar de ella con moderación y decencia. Tibulo, con todo, parece

haber sido desposeído de una parte considerable de su patrimonio; y

se conjetura, con bastante probabilidad, que, habiendo seguido en

las guerras civiles el partido de Bruto junto con Mesala Corvino, su

protector y amigo, sus bienes, como los de otros muchos, fueron

presa de la rapacidad de los vencedores. Contento con los restos de

la riqueza que había heredado de sus padres, sólo pensaba en gozar

días tranquilos, sin ambición, sin porvenir, cantando sus amores, en

que fue más tierno que constante, y cultivando por sí mismo su

pequeña heredad en una campiña solitaria no lejos de Tívoli. De los

grandes poetas del siglo de Augusto, Tibulo es el único que no ha

prostituido su musa adulando el poder. Todas las composiciones

incontestablemente suyas son del género elegíaco; pues el Panegírico

de Mesala, obra mediocre, hay fuertes motivos de dudar que le

pertenezca.

Ningún escritor ha hecho sentir mejor que Tibulo, que la poesía no

consiste en el lujo de las figuras, en el brillo de locuciones

pomposas y floridas, en los artificios de un mecanismo sonoro,

porque vive todo en la franca y genuina expresión que transparenta

los afectos y los movimientos del alma, y avasalla la del lector con

una simpatía mágica a que no es posible resistir. En sus versos, se

reproducen a cada paso el campo y el amor. Él nos habla sin cesar de

sí mismo, de sus ocupaciones rústicas, de las fiestas religiosas en

que, rodeado de campesinos, ofrece libaciones a los dioses de los

sembrados y de los ganados, de sus cuidados, sus esperanzas, sus

temores, sus alegrías, sus penas. Aun cuando celebra la antigüedad

divina de Roma, lo que se presenta desde luego a su imaginación, es

la vida campestre de los afortunados mortales que habitaban aquellas

apacibles soledades, abrumadas después por la grandeza romana. ¿Cómo

es que, con tan poca variedad en el fondo de las ideas, nos

entretiene y embelesa? Porque en sus versos respira el alma, porque

no pretende ostentar ingenio. Es imposible no amar un natural tan

ingenuo, tan sensible, tan bueno. Nada más frívolo, que los asuntos

de sus composiciones; pero ¡qué lenguaje tan verdadero, tan

afectuoso! ¡qué suave melancolía! Él no parece haber premeditado

sobre lo que va a decir. Sus sentimientos se derraman

espontáneamente, sin orden, sin plan. Las apariciones de los objetos

que los contrastan y las analogías que hacen nacer de improviso, es

lo que guía su marcha. Su manera característica es la variedad en la

uniformidad, la belleza sin atavío, una sensibilidad que no

empalaga, un agradable abandono. (Naudet, Biographie Universelle).

Propercio (Sextus Aurelius Propertius) es un genio de otra especie.

Nació en Mevania (hoy Bevagna en el ducado de Spoleto). Su padre,

caballero romano que en la guerra civil había seguido el partido de

Antonio, fue proscrito por el vencedor, y degollado en el altar

mismo de Julio César; y si fuera verdad que este acto bárbaro se

ejecutó por orden de Augusto, sería difícil perdonar las alabanzas

que le prodiga Propercio. Verdad es que el joven poeta obtuvo por su

talento la protección de Mecenas y Augusto. Era amigo de Virgilio,

que le leyó confidencialmente los primeros cantos de su Eneida, como

se infiere de la última elegía del libro 2, en que tributa un

magnífico elogio al poema y al autor. Murió hacia el año 12 a. C.,

siete años antes que Virgilio y Tibulo, que fallecieron casi a un

tiempo.

La posteridad ha vacilado acerca de la primacía entre Tibulo y

Propercio. Hoy está decidida la cuestión. El lugar de Propercio,

como el de Ovidio, es inferior al de Tibulo. Su estilo lleno de

movimiento y de imágenes, carece a menudo, no diremos de

naturalidad, sino de aquel abandono amable que caracteriza a su

predecesor. Propercio le aventaja en la variedad, la magnificencia

de ideas, el entusiasmo fogoso; pero no tiene su hechicero abandono.

Sus afectos están más en la fantasía, que en el fondo del alma. Su

erudición mitológica es a menudo fastidiosa, como lo había sido la

de su predilecto Calímaco. Otra censura merece; y es la de haber

ultrajado más de una vez la decencia, a que nunca contravino Tibulo.

Hay elegías en que su imaginación toma un vuelo verdaderamente

lírico, como cuando canta los triunfos de Augusto, la gloria de Baco

y de Hércules. Nos ha dejado también dos heroídas, que pasan por dos

bellos modelos de este género semi-dramático: la de Aretusa a

Licotas y la de Cornelia difunta a su marido Paulo. (Biographie

Universelle).

Ovidio viene en la elegía después de Propercio, cronológicamente

hablando; porque no nos parece justo mirarle como de inferior

jerarquía. Ovidio fue en realidad uno de los ingenios más

portentosos que han existido; y aunque no se le adjudique la

primacía en ninguno de los variados géneros a que dedicó su fértil

vena, él es quizás de todos los poetas de la antigüedad el que tiene

más puntos de contacto con el gusto moderno, y que ha cautivado en

todos tiempos mayor número de lectores. Mas, para juzgarle, es

preciso verle entero. Considerarle ahora como elegíaco, después como

épico, en una parte como dramático, en otra como didáctico, sería

dividir ese gran cuerpo en fragmentos que, contemplados

aisladamente, no podrían darnos idea de las dimensiones y el

verdadero carácter del todo.

Su biografía es interesante; y envuelve un secreto misterioso, que

no se ha descifrado satisfactoriamente hasta ahora. No podemos

resistir la tentación de detenernos algunos momentos en ella.

Ovidio (Publius Ovidius Naso) nació en Sulmona el 13 de las calendas

de abril, o 20 de marzo del año 43 a. C. Era de una antigua familia

ecuestre. Él y su hermano Lucio fueron a Roma a educarse en el arte

oratorio bajo la dirección de los más célebres abogados; pero Ovidio

era irresistiblemente arrastrado a la poesía, para la cual había

manifestado disposiciones precoces, de que él mismo nos informa con

su característica gracia en una de sus elegías. (Tristes, libro 4,

elegía 10). Para perfeccionar su educación, fue enviado por sus

padres a Atenas. Una muerte prematura le arrebató el hermano

querido; y a la edad de diez y nueve años, único heredero del

patrimonio paterno, ejerció en su patria los cargos que conducían a

los empleos senatoriales; pero la dignidad de senador le pareció,

como él mismo dice, superior a sus fuerzas. Exento de ambición,

abandonó la carrera pública, y se consagró exclusivamente a las

Musas. Tuvo relaciones de amistad con los grandes poetas, con las

personas más distinguidas de su tiempo, y con Augusto mismo, que

hacía versos y protegía liberalmente los talentos. En una reunión de

caballeros romanos, que se celebraba anualmente en Roma, fue

distinguido por el dominador del mundo, que le regaló un hermoso

caballo. Ovidio se había granjeado por sus escritos una celebridad

temprana: leídos al pueblo, en el teatro, como se acostumbraba

entonces, eran vivamente aplaudidos; y al prestigio de un

entendimiento cultivado y de una bella y fecunda inspiración, se

juntaban en él la finura y amabilidad en el trato social.

No sabemos los nombres de sus dos primeras mujeres. La tercera, a

quien permaneció firmemente unido por toda su vida, y cuya virtud y

constancia fueron su consuelo y apoyo en el infortunio, pertenecía a

la ilustre familia de los Fabios. Marcia, mujer de Fabio Máximo, el

más fiel y firme de sus amigos, y uno de los favoritos de Augusto,

era a un tiempo parienta del emperador y de Fabio: circunstancia

que, por desgracia de Ovidio, le dio entrada en la casa y los

secretos de la familia de los Césares.

Los versos de Ovidio eran licenciosos; y su vida, desordenada. Ni

los consejos de la amistad, ni la opinión pública, ni los clamores

de la envidia pudieron triunfar de sus inclinaciones. Hallaba una

gloria fácil en la popularidad de sus poesías elegíacas, fruto de

una fantasía lozana y risueña, acalorada por el delirio de los

sentidos. Publicó cinco libros de elegías, intitulados Los Amores,

que después redujo a tres; y en ellos cantó a Corina, nombre

supuesto, bajo el cual han creído algunos que designaba a Julia,

hija de Augusto, y viuda de Marcelo, casada posteriormente con Marco

Agripa, y de una triste celebridad por su escandalosa disolución.

Pero esta conjetura parece desmentida por lo que el mismo Ovidio ha

dejado traslucir sobre la causa de las iras de Augusto, no

imputándose más delito que el de haber presenciado lo que no debía.

Al mismo tiempo que Los Amores, compuso las Heroídas, cartas que se

suponen dirigidas por heroínas de la mitología o de la historia a

sus amados, y género de composición de que Ovidio se llama inventor,

aunque el de las cartas ficticias no fue desconocido de los griegos,

y las dos elegías arriba citadas de Propercio pueden clasificarse en

él sin violencia. Las Heroídas de Ovidio constituyen uno de los

monumentos más notables que nos ha trasmitido la antigüedad. El

poeta prodiga en ellas las más ricas ficciones de los siglos

heroicos; y aunque se repitan las ideas, y se reproduzcan demasiadas

veces las quejas de un amor infeliz, es maravillosa la destreza con

que el poeta ha sabido paliar la monotonía de los asuntos, variando

siempre la expresión, y aprovechándose de todos los accidentes de

persona y localidad de cada uno para diferenciarlo de los otros.

Dedicóse también por el mismo tiempo a la tragedia; y publicó su

Medea, que manifiesta, dice Quintiliano, de lo que Ovidio hubiera

sido capaz, si hubiera querido contenerse en los límites de la

razón. En esta pieza, que se ha perdido, como todas las tragedias

romanas anteriores a las de Séneca, arrebató el poeta la palma de la

musa trágica a todos sus contemporáneos.

A los cuarenta y dos años de su edad, publicó su Ars Amandi. Este

poema, colocado entre los didácticos, aunque lo que se enseña en él

es la seducción y el vicio, se puede considerar como un retrato de

Roma en aquella época de corrupción y tiranía. Ahí se ve la

magnificencia y el lujo de un pueblo que se ha enriquecido con los

despojos de las tres partes del mundo; dueño del universo, pero

avasallado por los deleites sensuales, y esclavo de un hombre. No

por eso debe creerse que Ovidio haya contribuido a deteriorar las

costumbres de su siglo; antes bien, es preciso reconocer que la

depravación general influyó en el uso culpable que el poeta hizo

demasiadas veces de su talento. Ovidio, aun en esta composición,

respeta más la decencia del lenguaje, que Catulo, Horacio y Marcial,

y que Augusto mismo, de quien se conservan odas infames. El Ars

Amandi tuvo un suceso prodigioso; y sin embargo, las leyes callaron,

y el poeta continuó gozando de los favores del príncipe diez años

enteros.

Publicó poco después otros poemas del mismo género: el Remedio del

Amor, donde, entre máximas y preceptos graves, se encuentran de

cuando en cuando los extravíos de una imaginación licenciosa, y el

Arte de los Afeites, en que, al paso que se proponen medios

artificiales para corregir la naturaleza, se censura en las mujeres

el excesivo anhelo de ataviarse y de parecer bien, y se recomienda

la modestia como el primero de los atractivos de su sexo. Sólo se

conserva un fragmento de cien versos. Menos todavía ha sido

respetado por el tiempo su Consuelo a Livia, esposa de Augusto,

afligida por la muerte de su hijo Druso Nerón, habido en primeras

nupcias.

La familia de Ovidio se componía de una esposa querida, respetada de

los romanos por su virtudes; de su hija Perila, que cultivaba las

letras y la poesía lírica; y de dos hijos de tierna edad. Tenía en

Roma una casa cerca del Capitolio y un jardín en los arrabales, que

se complacía en cultivar con sus propias manos. Era sobrio; jamás

cantó el ruidoso regocijo de los banquetes, ni los desórdenes de la

embriaguez. No gustaba del juego. Ninguna pasión baja o cruel manchó

su reputación. En sus extravíos mismos, se contuvo dentro de ciertos

límites, que otros grandes ingenios de Grecia y Roma traspasaban sin

rubor. Era ingenuo, sensible, agradecido. Reunía las cualidades del

hombre amable a los sentimientos del hombre de bien. Pero cuando la

fortuna parecía colmar sus votos, cuando sus versos hacían las

delicias de los señores del mundo, cuando contaba entre sus amigos

los personajes más ilustres por su rango o por sus talentos, una

desgracia imprevista vino a herirle en el seno de la gloria, de los

placeres y de la amistad. Contaba cincuenta y dos años, cuando

Augusto le relegó a Sarmacia, a las últimas fronteras del imperio,

habitada por bárbaros, sujetos apenas a la dominación romana. El Ars

Amandi, publicado diez años antes, era el pretexto; la causa

verdadera de la condenación es todavía un misterio. He aquí cómo la

explica el erudito escritor que nos sirve de guía.

Tiberio, digno hijo de Livia, adoptado por Augusto, y destinado a

sucederle, montaba ya las gradas del trono; y todo lo que podía

poner estorbo a su ambición, alarmaba su alma sombría. Livia, por su

parte, llenaba de recelos y terrores el alma de su marido. Agripa

Postumio, nieto de Augusto, hubiera debido heredar el imperio. Livia

le hizo sospechoso; Augusto le desterró. Julia, la hermana de

Agripa, fue desterrada al mismo tiempo; y esta época coincide con la

del destierro de nuestro poeta. ¿No se puede conjeturar que Ovidio,

protegido, amado tal vez, por la primera Julia, abrazó los intereses

de la segunda y del joven Agripa con demasiado celo, y se concitó

así el odio de Tiberio y de Livia? Augusto lamentaba a sus solas la

desventura de su nieto, excluido del trono para hacer lugar a un

extraño. Temeroso de Tiberio, hostigado por Livia, esclavo en su

propio palacio, debilitado por los años, entregado a prácticas

supersticiosas, reducido a desterrar una mitad de su familia,

después de haber visto perecer la otra, desahogaba su dolor en el

seno de la amistad más íntima. Acompañado de un solo confidente,

Fabio Máximo, algunos años después, fue a ver al desgraciado Agripa

a la isla de Planasia, adonde estaba confinado, le prodigó las

ternuras de un padre, lloró con él; y no se atrevió, con todo, sino

a lisonjearle con la esperanza de mejor suerte. Máximo confió este

secreto a su mujer; su mujer tuvo la imprudencia de revelarlo a

Livia; y un hombre que había merecido toda la confianza del

emperador, no tuvo más recurso que matarse. Su mujer muere pocos

días después; Augusto fallece súbitamente en Nola; Tiberio reina;

Agripa es asesinado; a Julia, su madre, se había dejado morir de

hambre; y desde esta época, pierde Ovidio toda esperanza de

restitución. Recuérdense sus estrechas relaciones con Fabio Máximo;

ténganse presente los repetidos pasajes de sus Tristes y de sus

Pónticas en que se acusa de imprudencia, de insensatez, de haber

visto lo que no debía, de no haber cometido crimen; y se deducirá

con bastante verosimilitud que los autores de su destierro fueron

Tiberio y Livia; y que el haber sido sabedor y testigo de alguna

trama palaciega en favor de los nietos de Augusto, fue la verdadera

causa de su destierro.

Volvamos atrás. Ovidio dice el último adiós a Roma y a los suyos;

maldice su fatal ingenio; quema sus obras; entrega también a las

llamas sus Metamorfosis, a que no había dado aún la última mano,

pero afortunadamente existían ya muchas copias de este inmortal

poema, que es hoy el primero de sus títulos de gloria. El generoso

Máximo, que no había podido consolarle a su salida de Roma, le

alcanza en Brindis, estrecha entre sus brazos al amigo de su niñez,

y le promete su apoyo. Ovidio, confinado a Tomos, a las orillas del

Ponto Euxino, vive allí cerca de ocho años, entre las inclemencias

de un clima helado y las alarmas de la guerra, en medio de tribus

salvajes y hostiles y sin más protección que la de Cotis, rey de los

tomitanos, dependiente de Roma. Un yelmo cubría muchas veces sus

cabellos canos, tomaba la espada y el escudo, y corría con los

habitantes a defender las puertas contra los ataques de los

escuadrones bárbaros que inundaban la llanura, sedientos de sangre y

pillaje. La poesía era todo su consuelo. Allí compuso sus Tristes y

sus Pónticas, elegías admirables en que conserva todas las gracias

de su estilo. Guardémonos de creerle, cuando nos dice que las

desgracias habían extinguido su genio, y que, viviendo entre los

tomitanos, raza mezclada que hablaba un griego corrompido, se había

hecho sármata, y perdido la pureza de su idioma nativo. Todo agrada

en aquellos melancólicos trenos; y si repite a menudo sus quejas,

sus votos, los dolores de tantas pérdidas amargas, la expresión es

siempre natural, ingenua, variada: el poeta habla la lengua

todopoderosa del infortunio, de un infortunio sin medida, sin

término, sin esperanza.

Ovidio compuso en el destierro el Ibis, en que tomó, por la primera

y última vez, el azote vengador de la sátira; y sin dejar ni el

tono, ni el metro de la elegía, inmola a la detestación de la

posteridad a un enemigo atroz, que quiere poner el colmo a su

desventura, solicitando del príncipe la confiscación de sus bienes.

Ibis (ave egipcia que, devorando las serpientes y reptiles, purgaba

de ellos el país) era el título de una obra en que Calímaco se

desataba con invectivas y execraciones contra Apolonio Rodio sin

nombrarle. Ovidio siguió su ejemplo; pero se cree que su perseguidor

había sido un liberto de Augusto, llamado Higino, despreciable

escritor de fábulas mitológicas.

En su destierro, acabó también de escribir la más interesante de sus

obras didácticas: los Fastos de Roma, de que sólo se conservan los

seis libros relativos a los primeros seis meses del año. El poeta

refiere día a día las causas históricas o fabulosas de todas las

fiestas romanas; y nos da a conocer el calendario de aquel pueblo, y

no poca parte de sus costumbres y supersticiones. En el sentir de

algunos críticos, éste es el más perfecto de los poemas de Ovidio.

Otra obra didáctica suya fue el Halieuticon, que tiene por asunto la

pesca, y ha sido elogiado por Plinio; pero de que sólo quedan

reliquias desfiguradas por los copiantes. Ignoramos en qué período

de su vida lo compusiese Ovidio; y lo mismo podemos decir de sus

epigramas, de un libro contra los malos poetas, citado por

Quintiliano, y de su traducción de Arato.

Ovidio escribió también versos jéticos, que acabaron de conciliarle

el amor de los tomitanos. Decretos solemnes de aquel pueblo le

colmaron de distinciones y alabanzas; y le adjudicaron la corona de

yedra con que se honraba a los grandes poetas. Leyéndoles un día su

Apoteosis de Augusto, compuesta en aquel idioma, se suscitó un

prolongado murmullo en la concurrencia; y uno de ella exclamó: «Lo

que tú has escrito de César debiera haberte restituido a su

imperio». Consumido por sus padecimientos, sucumbió al fin hacia los

sesenta años de edad, en el octavo de su destierro. (Villenave,

Giographie Universelle).

Los escritos de Ovidio se distinguen por una incomparable facilidad;

y cuando se dice incomparable, es preciso entenderlo a la letra,

porque ningún poeta, antiguo ni moderno, ha poseído en igual grado

esta dote. Pero ¡cuántas otras le realzan! Si tiene algún defecto su

versificación, es su nunca interrumpida fluidez y armonía. Entre

tantos millares de versos, no hay uno solo en que se encuentre una

cadencia insólita, un concurso duro de sonidos. Homero es fácil;

pero ¡cuánto ripio en sus versos! Los de Lope de Vega se deslizan

con agradable fluidez y melodía; pero cometiendo a menudo pecados

graves contra el buen gusto y el sentido común. Ovidio no sacrifica

la razón o la lengua al ritmo; no se ve jamás precisado a violentar

el orden de las palabras o su significado; no revela nunca el

esfuerzo; y su lenguaje, siempre elegante, transparenta con la mayor

claridad las ideas. En sus elegías es suave y tierno; el dolor se ha

expresado pocas veces con más sentidos acentos. Las Metamorfosis

forman una inmensa galería de bellísimos cuadros, en que pasa por

todos los tonos desde el gracioso y festivo hasta el sublime. Si se

le ofrecen a veces pormenores ingratos, como en los Fastos él

encuentra un giro poético para comunicarlos. Abusa, es verdad, de

las riquezas de su imaginación; es algunas veces conceptuoso; otras

acopia demasiada erudición mitológica. Pero ábrasele donde quiera:

por más que se repruebe aquella excesiva locuacidad, tan opuesta a

la severidad virgiliana, por más que se descubran ya en él algunos

síntomas de la decadencia que sufrieron poco después las letras

romanas, su perpetua armonía, su facilidad maravillosa, su misma

prodigalidad de pensamientos y de imágenes, nos arrastran; y es

menester hacerse violencia para dejar de leerle.

La tragedia, según hemos visto, dio algunas flores a la guirnalda

del amante de Corina. Otros poetas habían adquirido fama en este

género de poesía, a que, sin embargo, podía tal vez aplicarse con

más justicia que a la comedia el maxime claudicamus de Quintiliano.

Entre ellos, se habla particularmente de Polión y de Vario.

Polión (Cajus Asinius Pollio), partidario de César en las guerras

civiles, y posteriormente de Antonio, permaneció neutral entre éste

y Octavio, cuya estimación o confianza mereció. Ilustróse en la

guerra; pero lo que más le ha recomendado a los ojos de la

posteridad, es la protección que dispensó a las letras y a los

grandes poetas del reinado de Augusto. Horacio elogia sus tragedias.

Lucio Vario, amigo de Virgilio y de Horacio, cantó en una epopeya,

que tuvo mucha nombradía por aquel tiempo, las victorias de Augusto

y Agripa; se sabe que su juicio era de la mayor autoridad en

materias de literatura; y su tragedia Tiestes, si se ha de creer a

Quintiliano, podía ponerse en paralelo con cualquiera de las del

teatro griego.

De los escritos de Polión, nada queda; y de los de Vario, un corto

número de versos.

Nos sentimos inclinados a rebajar mucho de la idea ventajosa que nos

da Quintiliano de la tragedia romana de esta época. La de Sófocles y

Eurípides no podía nacionalizarse en Roma, donde le faltaba el

espléndido cortejo de los coros, que le daba tanta solemnidad y

grandeza en el teatro ateniense. La comedia nueva de los griegos

pudo tener, y tuvo efectivamente mejor suerte, porque estaba

reducida a piezas puramente dramáticas, sin ingrediente alguno

lírico, como en los tiempos modernos. No creemos imposible la

tragedia en pueblo alguno que tenga inteligencia y corazón: la

tragedia del pueblo de Roma, pero no la tragedia de Sófocles. Así

las de Polión, de Vario, de Ovidio, invenciones felices, tendrían

algún brillo como composiciones literarias; pero es cierto que no

merecieron una acogida popular, como los dramas de Plauto y

Terencio.

Las circunstancias que perjudicaron al desarrollo del drama romano,

y a que los mismos Plauto y Terencio tuvieran dignos sucesores:

fueron, por una parte, la magnificencia de los espectáculos

públicos, en que, según la expresión de Horacio:.

Migravit ab aure voluptas

Omnis, ad incertos oculos et gaudia vana;

y por otra, los combates sangrientos del anfiteatro, con los cuales

era difícil que compitiese la representación ficticia de los dolores

y agonías del alma. La primera de estas causas debía precisamente

influir desventajosamente sobre todo drama; la segunda perjudicaba

de un modo particular a la tragedia.

A pesar de estos inconvenientes, no vemos que dejase de haber

numerosos auditorios para las piezas dramáticas de uno y otro

género, pues en tiempo de Horacio eran concurridas las piezas de los

antiguos Accio, Pacuvio, Afranio, Plauto y Terencio; Fundanio

escribía comedias por el estilo de estos últimos; y se sostenían las

atelanas, que conservaron su festividad y desenvoltura satírica

hasta el tiempo de los emperadores. Hubo además por este tiempo una

especie de espectáculo mixto, que obtuvo gran popularidad: los

mimos. El mimo puro era la representación de la vida humana por

medio de actitudes y gestos, sin acompañamiento de palabras: arte

que llevaron los romanos a una perfección de que apenas podemos

formar idea. El número de actores mímicos de uno y otro sexo era

grande en Roma; y frecuente el uso que se hacía de ellos en las

diversiones públicas y domésticas, y hasta en los funerales mismos,

donde el llamado arquimimo tomaba a su cargo remedar el aire,

modales, movimientos y acciones del difunto. Pero lo que debe

ocuparnos aquí son las farsas en que un poeta suministraba el texto

que debía, por decirlo así, glosar el actor, sea que éste

pronunciase los versos, o que otra persona los recitase al mismo

tiempo; pues parece que de uno y otro modo se ejecutaba la

representación mímica. Estas farsas exhibían una pintura fiel de las

costumbres, de las extravagancias, de las ridiculeces; y aun osaban

parodiar los actos más serios, echando la toga senatorial sobre la

vestidura del arlequín; pero degeneraban a menudo en bufonadas,

chocarrerías y obscenidades. Según el testimonio de los antiguos, en

los buenos mimos centelleaba el ingenio sin ofender la decencia; y

excitaban en los espectadores emociones tan vivas, tan deliciosas,

como las piezas de Plauto y Terencio.

Décimo Laberio, caballero romano, uno de los más famosos autores y

compositores de mimos, habiendo incurrido en el desagrado de César,

fue forzado por el dictador a representar públicamente una de sus

farsas. Laberio, que entonces contaba cerca de sesenta años,

disculpó, en el prólogo, una acción tan impropia de su edad y su

clase; y exhaló su dolor en términos que habrían debido mover la

compasión del auditorio. Sin que lo contuviera la presencia de

César, introdujo en la pieza picantes alusiones a la tiranía, que

fueron fácilmente comprendidas por el pueblo. César, terminada la

farsa, le regaló un anillo; y le permitió retirarse. Dirigióse,

pues, a las gradas de los caballeros, donde no pudo hallar asiento.

Cicerón, viendo su embarazo, le dijo que de buena gana le daría

lugar, si no estuviera tan estrecho, aludiendo al gran número de

senadores noveles creados por César. «No es extraño, le contestó

Laberio, pues acostumbras ocupar dos asientos». Zahería de este modo

la versatilidad de Cicerón entre Pompeyo y César. Se conserva, entre

otras reliquias, el prólogo pronunciado en aquella ocasión; y

Rollin, que lo elogia altamente, lo inserta en su Tratado de

Estudios.

Otro mimógrafo célebre fue Publilio Siro. Esclavo en sus primeros

años, recibió de su amo una educación esmerada, y poco después la

libertad. Dedicóse a escribir mimos; y obtuvo en ellos los aplausos

de muchas ciudades de Italia, y últimamente de Roma, donde, en un

certamen literario, se llevó la palma sobre Laberio y sobre cuantos

escritores trabajaban entonces para las fiestas teatrales. Publilio

Siro gozo de una gran reputación en el más bello siglo de la

literatura romana. Se han conservado algunas de las excelentes

máximas de moral derramadas en sus mimos y expresadas con notable

concisión en un solo verso. A este mérito, y a la decencia de sus

escritos, se debió sin duda el uso que los romanos hacían de ellos

en las escuelas, como atestigua San Jerónimo.

Vario, según hemos dicho, aspiró a dos coronas que no se han visto

jamas reunidas en la frente de ningún poeta; y, si se ha de dar fe a

sus contemporáneos, con tan buen suceso en la epopeya, como en la

tragedia, aunque es de creer que ni en una, ni en otra, lo tuvo

completo; y merece al menos alabanza por haber seguido el ejemplo

del viejo Ennio, tratando asuntos romanos, el de Cicerón, cuyo

Mario, sin embargo, no parece haber contribuido a su gloria, el de

Terencio Varrón Atacino, que, además de traducir o imitar, con el

título de Jasón, los Argonautas de Apolonio Rodio, cantó la victoria

de César sobre los galos del Sena, el de Hostio, que compuso otra

epopeya sobre la guerra de Iliria: poemas que tuvieron el honor de

haber sido imitados por Virgilio en algunos pasajes. Dedicáronse

muchos otros en esta época a la epopeya. Pero no podemos detenernos

en nombres oscuros, cuando nos llama el príncipe de la poesía

romana.

Publio Virgilio Marón nació el 15 de octubre del año de Roma 684, 70

a. C., en una aldea llamada hoy Petiola, entonces Andes, no lejos de

Mantua. Todo hace creer que una granja fue su primera habitación;

pastores, los compañeros de su niñez; el campo, su primer

espectáculo. Educóse en Cremona; y a los dieciséis años de edad, se

trasladó a Milán, donde tomó la toga viril el día mismo de la muerte

de Lucrecio, como si las Musas, dice Lebeau, hubieran querido

señalar a su joven favorito como el poeta a quien pasaba la herencia

de un gran genio. De allí fue a perfeccionar su educación a Nápoles,

la antigua Parténope, famosa por sus escuelas, que conservaba, con

la lengua de los griegos, las tradiciones de aquella nación ilustre

y la afición a las letras y la ciencia. Allí estudió física,

historia natural, medicina, matemáticas y todo lo que entonces

formaba el caudal científico de la humanidad. Dedicóse sobre todo a

la filosofía. Así Epicuro, Pitágoras, Platón, reviven en los versos

de Virgilio; y nadie ha probado mejor qué de riquezas puede sacar la

poesía de este comercio íntimo con los escudriñadores de la

naturaleza y del alma humana. Después de la batalla de Filipos, se

dirigió a Roma; y fue presentado por Polión a Mecenas, y por Mecenas

a Augusto, de quien obtuvo la restitución de la heredad, de que

había sido despojado su padre por el centurión Ario. (Tissot).

Criado en el campo, entre pastores, dotado de un alma tierna,

pensativo, amigo de la soledad, poeta del corazón, avezado a

expresar sus ideas en un estilo suave y melodioso, parecía nacido

para el género pastoral. Ni al que había recorrido la Italia desde

Milán hasta la encantada Parténope podían faltar, como cree el

elegante escritor que nos sirve de guía, las inspiraciones de una

bella naturaleza campestre; ni creo que haya motivo de pensar con el

mismo escritor que la vida de los pastores ofreciese a esta especie

de poesía un tipo más adecuado en Sicilia y en la edad de Teócrito,

que en Italia y en el siglo de Augusto; ni existido jamás en parte

alguna los pastores felices que diviertan sus ocios cantando amores

y tradiciones nacionales, como los que el mismo escritor imagina

haberse pintado al natural en los idilios de Teócrito. ¿Por qué,

pues, lo que hay de pastoral en las Bucólicas del poeta de Mantua es

en gran parte imitado, traducido de los idilios sicilianos? ¿Por qué

Virgilio, con tantas dotes naturales y adquiridas, es tan inferior a

su modelo? Yo encuentro la causa en la nobleza y elevación nativa

del genio de Virgilio, que no se presta fácilmente a la égloga. Se

le ve, comprimido en ella, arrojar el pellico, escaparse de los

pastos y de los rediles, cada vez que puede, y remontarse a regiones

más altas: Paulo majora canamus. No sabe dar dulces sonidos al

caramillo, sino cuando toca tonadas tristes; entonces sólo es poeta

verdadero y original; y si toma las ideas de Teócrito es para darles

una expresión, una vida, de que Teócrito no era capaz. En la primera

égloga, conversan dos pastores; Títiro feliz, y Melibeo desgraciado,

expelido de su heredad, llevando delante de sí su menguada grey,

huyendo de la soldadesca que se apodera de aquellos campos en otro

tiempo venturosos. Casi todo lo que dice el primero es flojo y

tibio; pero ¡qué sentimiento, qué profunda melancolía, qué

movimientos apasionados en el segundo! Se presiente al poeta que

cantará algún día la emigración troyana, como en los magníficos

versos finales al autor de las Geórgicas.

El poeta de Sicilia tuvo gran parte en la égloga segunda del

mantuano, cuya ejecución, es, sin embargo, más acabada, y sólo hace

desear que tan brillantes versos expresasen una pasión menos

abominable. La cuarta, que se cree destinada a celebrar el

nacimiento de un hijo de Polión, combina con el estro poético las

fantasías de un vaticinio misterioso, en que algunos imaginaron que

se pronosticaba por inspiración divina la venida y reino del Mesías.

En la sexta, Heine alaba en una nota el argumento y el modo de

tratarlo: Sileno canta el origen del mundo, según las ideas de los

más antiguos filósofos, y pasa luego rápidamente por varias fábulas

hermoseándolo todo con imágenes de esmerada belleza, suavidad y

dulzura. La égloga octava, como la primera de Garcilaso, consta de

dos partes, que forman cada una un todo, y no tienen conexión alguna

entre sí, excepto el preámbulo que las enlaza; pero, en el poeta

castellano, los dos pastores exprimen los sentimientos que

verdaderamente los afectan, al paso que los de Virgilio contienden

uno con otro en composiciones estudiadas, lo que entibia ciertamente

el interés y la simpatía de los lectores. De la décima égloga que

algunos miran como la mejor de todas, sólo podemos decir que tiene

pasajes muy bellos y arranques valientes de delirio amoroso.

Tissot mira las diez églogas de Virgilio como los ensayos artísticos

de un gran maestro que forma su estilo en bosquejos rápidos, pero de

un gusto severo, y terminados a veces con el cuidado que ha de

emplear un día en obras de mayor importancia. Tal vez es demasiado

favorable este juicio. En algunas de ellas, no hay unidad, no hay

plan; y se zurcen con poco artificio pensamientos inconexos, casi

todos ajenos. Se encuentran también acá y allá versos flojos,

insulsos, que desdicen de aquella severidad de juicio que

resplandece en las producciones posteriores.

Otro defecto, aun más grave, si fuese real, hallaríamos nosotros en

las alegorías perpetuas que algunos comentadores de estragado gusto

han imaginado encontrar en varios trozos de las Bucólicas. Hay, sin

duda, pasajes en que el poeta alude en boca de un pastor a la corte

de Augusto, significando su gratitud al tirano de Roma, y

tributándole la adoración servil de que todos los ingenios de aquel

tiempo se hicieron culpables. Pero extender la alegoría a todos los

pormenores de una égloga, es una puerilidad que no debemos imputar,

sin más fundamento que analogías remotas e interpretaciones

forzadas, a ningún poeta de mediana razón en el siglo de oro de las

letras latinas.

Tal fue el primero y no muy feliz ensayo de los romanos en la

égloga. En el género didáctico, Lucrecio hubiera bastado a su

gloria; pero les estaba reservado otro título no menos brillante.

Las Geórgicas de Virgilio no llegan a la altura del poema de la

Naturaleza en sublimidad y valentía; pero en todas las otras dotes

poéticas, le aventajaban; y en el todo son una producción más

perfecta, a que no es comparable ninguna otra de su especie, antigua

o moderna. Tissot desearía un orden más lógico en la distribución de

las materias; pero esto haría desaparecer aquel aire de

espontaneidad y de entusiasmo casi lírico, que forman, a mi juicio,

una de las excelencias de este poema. Nuestro autor censura también,

y con sobrada justicia, la invocación a Octavio, como una indigna y

absurda lisonja, contraria a todas las leyes del sentido común y del

arte, pues en la entrada de una obra dedicada a la agricultura, no

sólo se diviniza a un mortal, sino se le da más lugar a él solo, que

a Ceres, Baco, Pan, Neptuno, Minerva y todas las divinidades

tutelares del campo. Pero tal es el hechizo de la poesía de

Virgilio, que no hay tiempo de reparar en los defectos. ¡Qué

multitud de bellezas! ¡Qué suavidad de tonos! ¡Qué habilidad para

amenizar la aridez de los preceptos y los más humildes pormenores,

como por ejemplo, la descripción del arado y de los otros

instrumentos de labranza! ¡Qué interés derramado sobre las

ocupaciones campestres, sobre los ganados, sobre las plantas, sobre

la microscópica república de las abejas! Todo vive, todo palpita, en

aquella espléndida idealización de la agricultura. ¡Y qué arte

consumado en los contrastes y las transiciones! ¡Con qué gracia pasa

el poeta de las terribles tempestades de otoño, y del mundo

espantado con el estruendo de los elementos, a la fiesta rural de

Ceres! Los estragos de la guerra civil le arrancan dolorosos

gemidos; y cuando parece por un momento olvidar su asunto, ¡qué

naturalmente vuelve a él, exhumando con el arado las osamentas de

los romanos, que dos veces han engrasado la tierra con su propia

sangre, e implorando la piedad de Augusto hacia las campiñas

desoladas y la agricultura envilecida! En el segundo libro, no

respira menos el amor a la patria. El elogio de Italia, de su clima,

de sus producciones, de las maravillas que la decoran, la vuelta de

la primavera, la fiesta bulliciosa de Baco, y sobre todo, la pintura

de la felicidad campestre, son pasajes que la última posteridad

leerá con delicia. Las Bucólicas son un ensayo, en que hay

negligencias, pormenores de poco valor, bosquejos imperfectos,

lunares más o menos chocantes. En las Geórgicas, aparece un talento

maduro, fecundo, variado, que es ya dueño de sí mismo; y se ha

elevado a una altura asombrosa. Véase, entre otras muchas muestras,

aquella pintura de los tormentos y crímenes de la codicia, entre las

escenas risueñas de la vida campestre. Virgilio toca todos los

medios de hacer amar a los romanos el campo; y su virtuoso deseo de

restituirlos a la sencillez antigua se ve estampado por todas partes

en las Geórgicas. En el tercer libro, exceptuando la importuna

apoteosis de Augusto, se encuentran bellezas nuevas y de una gracia

particular. El pincel de Virgilio, cuando bosqueja las cualidades,

las formas, la educación de los ganados, corre con encantadora

facilidad, y siempre con la misma pureza de gusto. Complácese en

escribir, con cuidado especial, todo lo concerniente a aquellas dos

familias tan útiles al hombre: la una mansa, subordinada, apacible;

la otra libre, fogosa, atrevida. Y todavía contemplamos embelesados

este cuadro halagüeño, cuando se nos presenta el de la peste de los

animales, en que Virgilio lleva la compasión y el terror a su colmo.

No hay nada en poesía, dice Tissot, que iguale a la alta perfección

de este libro, que junta a sus otros méritos el de una distribución

sabiamente ordenada. El cuarto libro, destinado a las abejas, ofrece

menos interés; pero no es posible dejar de admirar los colores

brillantes que se derraman sobre el asunto sin desnaturalizarlo; y

los recursos inesperados, las gracias nuevas de que se vale el poeta

para sostener la atención, terminando todo en la fábula de Aristeo,

que deja impresiones profundas, como el desenlace de un drama.

Júntese a todo esto la simplicidad elegante, la suavidad del verso,

la armonía imitativa; y no extrañaremos que esta obra incomparable

haya costado siete años de estudio y trabajo a un gran genio que ha

probado bastante sus fuerzas, que se ha formado en la escuela de los

griegos, y se ha enriquecido con todos los conocimientos de su

tiempo. (Tissot).

Llegada la poesía didáctica a este punto, debía forzosamente bajar.

Por apreciables que sean las tentativas de Ovidio y Manilio en este

género, no pueden sostener la comparación con una obra que el voto

unánime de los inteligentes ha mirado como la más perfecta del más

grande de los poetas romanos.

Vario ocupaba acaso el primer lugar entre los épicos de su tiempo,

cuando se presentó Virgilio a disputarle esta palma. Virgilio había

concebido el plan de celebrar los hechos de Augusto. Ligar el

nacimiento de Roma a la caída de Troya, adoptando las tradiciones

nacionales de los romanos, dar un viso de legitimidad a la

usurpación de Augusto, transmitiéndole la herencia de Eneas, padre

de la raza de reyes que se creía haber fundado y gobernado la ciudad

eterna; conciliar la veneración de los romanos al imperio de un

príncipe que, después de haber derramado a torrentes la sangre de

los pueblos, quería concederles los beneficios de la paz, y ocultar

las facciones del verdugo bajo la máscara de la clemencia; predicar

la monarquía moderada en un país tantos años desgarrado por los

bandos civiles; y tal vez ablandar el alma de hierro del tirano

encallecida en las proscripciones, inclinándola al olvido de las

injurias, a la piedad religiosa, y a la moderación en el poder

supremo, tales son las pretensiones de Virgilio; y la elección misma

de sus héroes lo atestigua. El carácter que da al príncipe troyano,

el pío Eneas, modelo de amor filial y de humanidad para con los

enemigos mismos, no permite rehusar al poeta este tributo de

reconocimiento. Ensalzando a Octavio, ha querido Virgilio cooperar a

la metamorfosis que se operaba en este insigne delincuente, y

enseñarle a merecer el nombre de Augusto. En sentir de Fenelón, el

reino de Príamo es una cosa accesoria en la Eneida; Augusto y Roma

es lo que el poeta no pierde nunca de vista. Así en el primer libro,

¿por quién intercede Venus con el rey del cielo? Por Roma. El

esplendor futuro de Roma es lo que Júpiter revela a su hija para

consolarla; y la magnificencia de esta revelación eclipsa toda la

majestad de Ilión en el tiempo de su fortuna. ¿Por qué es arrancado

Eneas al amor de Dido? Porque el padre de los dioses quiere asegurar

a Roma el imperio del universo. Roma figura, junto con Cartago y

Aníbal, en las sublimes imprecaciones de esta reina desesperada.

Cuando la guerra está a punto de estallar entre los troyanos y los

rútulos, el Tíber, el palacio de Latino, las imágenes que lo

adornan, los pueblos de Italia que corren a las armas, el templo de

Jano, los sabinos, abuelos de Roma, todo nos habla de ella. En el

octavo libro, se nos muestran las fuentes del Tíber, la humilde cuna

de Roma, la roca Tarpeya, el futuro Capitolio en las esparcidas

chozas de Evandro. En fin, Roma toda, sus misteriosos orígenes, sus

combates, sus conquistas, sus ceremonias religiosas, sus progresos

hasta el apogeo de su gloria en la batalla de Accio y la sumisión

del Éufrates, se nos muestran de bulto en la visión de los Campos

Elisios y en el escudo fatídico de Eneas. Es cierto que esta

duplicidad de asuntos, Roma y Troya, Eneas y Augusto, dañan a la

unidad de la composición. Virgilio, penetrado de Homero, ha querido

darnos en doce cantos una imitación de la Iliada y de la Odisea; y

unido a esto el propósito decidido de hacer entrar en una epopeya

troyana la parte más rica de los anales romanos, se ha producido con

vicio incurable el plan virgiliano; porque, o sucede que las mayores

bellezas no están íntimamente enlazadas a él, ni el interés graduado

como correspondía; o que las creaciones más felices menoscaban la

grandeza del héroe, como en el cuarto libro, o apocan a los

desterrados de Troya, que, después de los romanos del sexto y octavo

libro, se nos antojan pigmeos, progenitores de una raza de gigantes.

Pero tal vez una epopeya a la manera de la Iliada no hubiera

encontrado admiradores en un pueblo tan engreído de sí mismo, tan

ufano de sus proezas y de la dominación del mundo. Virgilio ha

tomado en cuenta el estado de las creencias, los progresos de la

razón, el descrédito del politeísmo, las tradiciones nacionales que

ocupaban tanto lugar en la historia, y el espíritu de la corte de

Augusto. Era menester una Roma para que la poesía pudiese concebir

el vaticinio de Júpiter en el primer libro, la reseña de la

posteridad de Eneas, y las maravillas grabadas en el escudo del

héroe por Vulcano. Aquí es Virgilio tan grande como su asunto; y

ningún poeta le aventaja o le iguala, porque junta a la elevación

del genio imponente la majestad romana, templada como es necesario

que lo sea la autoridad inherente al sublime, por toda la pulidez y

elegancia de los griegos.

En ninguna parte se hallará un canto de epopeya tan dramático como

el segundo libro de la Eneida, en que alternativamente se ve

estampada la grandeza homérica, la majestad de Sófocles y la

sensibilidad de Eurípides. Ha sido menester tomar el pincel de la

Musa trágica para trazar aquel gran drama de la ruina de Troya; y ni

Eurípides, ni Racine han sido tan elocuentes para excitar la

compasión y el terror. La Andrómaca de Virgilio es una obra maestra

de composición, en que se cumple con todo lo que el decoro y el

respeto a la virtud prescriben, y se manifiesta al vivo el poder de

un sentimiento religioso y profundo sobre una de aquellas almas

heroicas y tiernas cuya pureza no deslustra el infortunio. En la

edad de Homero, y aun en la de Eurípides, este carácter no hubiera

tenido un tipo, y no podía tener un pintor. Del mismo modo, la Dido,

aunque deudora de algunos rasgos al más trágico de los griegos, y al

célebre Apolonio de Rodas, es una creación original realzada por una

elocuencia de pasión que el poeta debe a su genio y a su siglo.

Atenas no tiene nada que ponerle a su lado. Eran necesarios

diecisiete siglos, religión y costumbres diversas, instituciones

desconocidas de los antiguos, y el poder soberano de la mujer en las

sociedades modernas; era necesario que se descubriesen nuevos

misterios en una de las más borrascosas pasiones del corazón humano,

para que Racine pudiera llegar a poseer el idioma que Virgilio

presta a Dido.

Los seis últimos libros de la Eneida, dice Chateaubriand, contienen

acaso excelencias más originales, más peculiares de Virgilio, que

los seis primeros. En efecto, continúa Tissot, sólo en sí mismo ha

podido Virgilio hallar inspiraciones para pintar la muerte de Niso y

Euríalo, de Palante y Lauso, la de Camila, los lamentos de la madre

del joven Euríalo, los tristes presentimientos de Evandro, el

funeral de Palante, el guerrero que expira recordando a su patria,

su dulce Argos, el dolor de Iuturna cuando ve acercarse el momento

fatal de Turno, su hermano. En todas estas pinturas, el poeta romano

revela un alma como la de Eurípides, pero con más suave tristeza,

con un lenguaje más parecido al de las diferentes expresiones del

dolor mujeril, y con una melodía, como la del acento de la mujer

cuando es un eco fiel del corazón. El último esfuerzo del talento

era hallar bellezas de otro orden comparadas con las que había

dejado en los primeros seis libros; y esto es lo que ha hecho

Virgilio excediéndose a sí mismo en la alocución de Alecto a Turno,

en la lucha de Caco y Hércules, y en el himno en loor de este dios,

himno que tiene todo el vigor y movimiento de un coro de Esquilo y

al mismo tiempo el gusto puro del más perfecto de los escritores.

Aun después de los trozos épicos sembrados en las Geórgicas,

Virgilio parece haber guardado una poesía nueva para la Eneida.

Virgilio, para dar la última mano a su obra, quiso trasladarse a

Atenas; y éste fue el motivo con que su amigo Horacio compuso

aquella oda célebre, dirigida a la nave del poeta. En Atenas le

encontró su protector Augusto a la vuelta del Oriente, y le acogió

con su acostumbrado favor. Debía volver a Roma con el emperador;

pero atacado de una enfermedad repentina sólo pudo llegar a Brindis

(otros dicen Tarento); y allí falleció a la edad de cincuenta y dos

años, el 19 a. C. Sus restos, llevados, según sus deseos, a Nápoles,

se depositaron en el camino de Puzola. Virgilio instituyó herederos

a su hermano materno Valerio Próculo, a Mecenas, Augusto, Vario y

Plocio Tuca (Plotius Tucca), que, en vez de consentir en quemar la

Eneida, como Virgilio mandaba en su testamento, se limitaron a

quitar algunos versos imperfectos, sin permitirse la más leve

adición. Era Virgilio de alta estatura, facciones toscas, cuerpo

débil, estómago delicado; muy frugal y sobrio; naturalmente serio y

melancólico. Gustaba de la soledad, y del trato de hombres virtuosos

e ilustrados. Era dueño de una casa magnífica cerca de los jardines

de Mecenas; y gozaba de una fortuna considerable, que había debido a

la munificencia de Augusto y de otros personajes de cuenta. Usaba

noblemente de sus riquezas, abriendo su biblioteca a todos, y

socorriendo con extremada liberalidad a sus numerosos parientes. Era

tan modesto, que huía a la primera casa que se le deparaba para

sustraerse a la muchedumbre que se agolpaba a verle, o le señalaba

con el dedo. Cierto día, unos versos suyos que se recitaban en el

teatro excitaron tanto entusiasmo, que toda la concurrencia se puso

en pie; y el poeta, que asistía presente, recibió las mismas

demostraciones de honor y respeto que se tributaban a Augusto. No se

debe olvidar que el general Championnet en Nápoles y el general

Miollis en Mantua se aprovecharon de los primeros instantes de la

victoria de las armas francesas para honrar con un monumento la cuna

y la tumba del poeta. No hay certidumbre de que se conserve su

verdadera efigie.

Pocos años mediaron entre la Eneida y las Metamorfosis. Contamos

este poema entre los épicos, porque es enteramente narrativo; y si

bien los personajes y la acción varían a cada momento, cada fábula

está enlazada a las contiguas de un modo ingenioso, que da cierta

apariencia de unidad al conjunto. Tal fue a lo menos el plan del

autor; y si se rompe algunas veces la continuidad, éstas son

probablemente algunas de las imperfecciones que Ovidio se había

propuesto corregir, pues él mismo dice que no dio la última mano al

poema:

Dictaque sunt nobis, quamvis manus ultima coepto

Defuit, in facies corpora verta novas.

Aunque en las Metamorfosis se nota una manifiesta decadencia, como

generalmente en las obras de Ovidio, comparadas con las de Horacio y

Virgilio, no se puede negar que hay grandes bellezas en esta

epopeya, brillando en ella, no sólo las dotes que caracterizan a

todas las producciones del autor, y que ya dejamos notadas, sino

excelencias peculiares. La narración es fluida y rápida; las

descripciones, pintorescas. No faltan rasgos sublimes, ni discursos

animados y elocuentes, aunque con cierto sabor de retórica, y

sembrados de conceptos sutiles y epigramáticos. Entre las mejores

muestras, pueden citarse las oraciones de Ayax y Ulises en el libro

13 y la exposición que hace Pitágoras de su sistema de filosofía en

el 15. Abundan también excesivamente las sentencias; y en general

encontramos demasiada imaginación e ingenio, aun donde sólo debiera

hablar el corazón.

Demos ahora algunos pasos atrás; y examinemos en Horacio la poesía

lírica de los romanos (pues casi toda se reduce a sus odas), los

progresos de la sátira, y un nuevo género, el epistolar, que se

confunde a veces con el didáctico.

Horacio (Quintus Horatius Flaccus) nació en Venusia, ciudad

fronteriza de Lucania y Apulia, el 8 de diciembre del año 66 a. C.

Su padre era liberto; ejerció el oficio de receptor en las ventas

públicas; logró hacer con su honrada industria una pequeña fortuna;

y la empleó en dar a su hijo la mejor educación que pudo, educación

no inferior a la que recibían entonces los hijos de caballeros y de

senadores. No menos solícito de la instrucción literaria, que de las

buenas costumbres del hijo, le llevaba él mismo a la escuela, y

cuidaba de inculcar en su alma sanos principios, mostrándole con

ejemplos prácticos los malos efectos del vicio y la disipación.

Horacio, como muchos otros, fue a perfeccionar su educación en

Atenas; y allí se encontró con Bruto, el austero republicano, uno de

los asesinos de César. Horacio siguió el partido de Bruto, que le

hizo tribuno de una legión romana. La primera vez que el joven

Horacio vio una batalla, fue en las llanuras de Filipos, donde los

republicanos fueron derrotados con gran pérdida; y el mismo Horacio

huyó, arrojando deshonrosamente el escudo, relicta non bene parmula,

como él mismo tuvo la ingenuidad de confesarlo. Horacio juzgó que no

había resistencia posible a las armas del vencedor, que la república

había exhalado su último aliento, que le era necesaria la paz, y

sobre todo, se sentía poeta; y creyó que su genio le proporcionaría

tarde o temprano algún asilo pacífico. Volvió, pues, a su patria

arruinado; sus bienes habían sido confiscados; compró un cargo de

amanuense del erario; y empezó a componer versos. Principió por la

sátira, y por algunas odas en que procuró imitar los metros griegos.

Granjeóse de este modo la amistad de Vario y Virgilio, que le

presentaron a Mecenas. Esta primera entrevista con el favorito de

Augusto, reservada por una parte, tímida y modesta por otra, no

pareció haberle granjeado la aceptación de Mecenas, que era

extremadamente circunspecto en la elección de sus amistades; pero al

cabo de nueve meses, le llamó de nuevo, le contó desde entonces en

el número de sus amigos, y le ofreció su mesa. Pocos años después,

acompañó a Mecenas y Virgilio en un viaje a Brindis, que él mismo ha

descrito con mucha naturalidad y donaire en la sátira 5 del libro

1º; y pocos sospecharían que en este viaje tan divertido, en que el

poeta no habla sino de los incidentes más comunes y frívolos, se

trataba de nada menos que de una negociación política entre Octavio

y Marco Antonio, que se disputaban el imperio del mundo. A la

vuelta, le dio Mecenas una bella heredad en las cercanías de Tíbur,

mansión de delicias, que celebra muchas veces en sus versos, y

donde, asegurado por la victoria de Accio, pudo ya entregarse sin

inquietud a la filosofía y a las Musas. Joven, había sido bastante

patriota para alistarse en la misma causa que Catón; pero ambicioso

no fue jamás. Augusto quiso hacerle su secretario íntimo; Horacio

rehusó; y el emperador, lejos de irritarse, siguió tratándole como

su favorecido y su amigo. Horacio era un hábil cortesano; y las

lecciones que da de este arte difícil manifiestan, como su propia

conducta, que no lo creía incompatible con la pureza y la

independencia de carácter. Accedía a las invitaciones de Mecenas en

un tono que juzgaríamos hoy demasiado franco. «Espíritu noble, dice

Julio Janin, que jamás quemó lo que antes adoraba; y celebró en sus

obras a Catón y a Bruto, y a la vieja y santa República». A la

verdad, él fue cómplice de toda Roma en la divinización de Augusto;

pero no canta con más entusiasmo sus victorias, que las leyes

reformadoras de las costumbres; y cuando celebra al vengador de

Craso, es a Régulo, el tipo de Roma republicana, al mártir de la

disciplina antigua, a quien consagra casi entera una de sus mejores

odas. El déspota se quejaba de que el poeta no le hubiera dedicado

todavía ninguna de sus epístolas. «¿Temes, le dice, deshonrarte a

los ojos de la posteridad manifestándole que eres uno de mis

amigos?» Y con este motivo le dirigió al fin la epístola Cum tot

sustineas, que, después de unos pocos renglones en alabanza del

emperador, rueda toda sobre la literatura romana de su siglo; y es,

bajo este punto de vista, una de las más instructivas. Si su

juventud corrió en pos de los placeres, fue sin mengua de su

reputación. Predicó siempre la moderación y la virtud; y consagró la

edad madura al retiro, a la meditación, a la amistad y a la

filosofía. Hizo profesión del epicureísmo, pero sin esclavizarse a

él,

Nullius addictus jurare in verba magistri,

sin desconocer los deberes del ciudadano, y la excelencia de la

virtud, aun como medio de felicidad. Su divisa era la de los

utilitarios modernos: Utilitas justi prope mater et aequi. Todo

manifiesta en sus escritos la sencillez de sus costumbres, la

modestia; y si, usando del privilegio de los poetas líricos, se

promete la inmortalidad, y anuncia que será leído hasta de los galos

e iberos, ¿cuánto no ha excedido la realidad a la profecía? Fue de

pequeña estatura, de complexión delicada, legañoso; engordó

demasiado en sus últimos años; y encaneció antes de tiempo. Murió a

la edad de cincuenta y siete años.

Horacio emprendió varios géneros; sobresalió en todos; y en cada

uno, ha diversificado bastante el tono y estilo.

Sucesor de Catulo en la lírica, amplió y mejoró los metros, pulió el

lenguaje; y si no aventaja, ni acaso llega a la suavidad o la

valentía de unos pocos rasgos de su predecesor (que, por otra parte,

nos ha dejado un cortísimo número de producciones que pertenezcan

verdaderamente a este género), le es en general muy superior en las

ideas, en la riqueza del estilo y la sostenida elegancia. Hay mucha

gracia y blandura en los cantos que ha consagrado al placer, y en

los que con arte exquisito nos hace ver a la distancia la muerte y

lo efímero de las dichas humanas, como para sombrear el cuadro. Hay

sensibilidad y dulzura en las odas eróticas, que se rozan a veces

con la sencillez del diminutivo madrigal; y mucha elevación y

magnificencia en las odas morales, llenas de arranques patrióticos

que hacen recordar al tribuno de Bruto. Las guerras civiles le hacen

exhalar sentidos acentos; y sus cánticos de victoria se ciernen a

veces en la verdadera región del sublime. La amistad no ha sido

nunca más expresa, más cordial, más franca. Es punzante en sus

yambos; y si excesivamente licencioso en algunos, severo vindicador

de la moral en otros. Los que escribe contra la hechicera Canidia

(At o deorum) que, no obstante la crítica de Escalígero, me parecen

los mejores de todos, presentan un pequeño drama, con rápidas y

pintorescas escenas, en que alternan la compasión y el horror. Hasta

poeta religioso es de cuando en cuando el filósofo epicúreo; y en

sus himnos seculares no falta unción; pero lo que más le realza, es

el sentimiento de la nacionalidad romana; y todo esto no agota aun

la variedad extremada de asuntos y estilos de estas breves poesías,

que abrazan un ámbito inmenso, desde los vuelos pindáricos hasta los

juegos ligeros de Anacreonte.

Pero, a nuestro juicio, no es la oda la principal gloria de Horacio.

En este género, quedó inferior a los griegos, según el dictamen

unánime de la antigüedad; y ha tenido muchos y poderosos

competidores en la Europa moderna, al paso que en la sátira y la

epístola, ninguno le iguala.

En la época de que tratamos, había precedido a Horacio, como

escritor satírico, Terencio Varrón, a quien se me ofrecerá volver

más adelante. Varrón, que fue uno de los hombres más eruditos de su

tiempo, compuso una especie particular de sátira, que de su nombre

se llamó varroniana, y del de Menipo, filósofo cínico, natural de

Gádara, en la Fenicia, a quien Varrón tomó por modelo, menipea. Las

sátiras de Menipo estaban mezcladas de prosa y verso; y en los

versos, se parodiaba a los más antiguos poetas. Varrón adoptó la

misma mezcla; y aun introdujo varios metros, intercalando ademas

pasajes griegos, y sazonando con la burla y el chiste las máximas de

la más elevada filosofía. Ni de estas obras de Varrón, ni de las de

Menipo, se conservan más que los títulos. Varrón Atacino, escritor

fecundo, de quien ya hemos hablado dos veces, había probado también

sus fuerzas en la sátira; pero, como escritor satírico, Horacio dejó

muy atrás a todos sus predecesores, y a Lucilio mismo, en la poesía,

en la pureza de gusto, la elegancia, la fina ironía, la urbanidad,

el donaire. No tiene el tono sentencioso de Persio, ni la

declamación colérica de Juvenal. Horacio emplea contra los vicios el

arma del ridículo. La sátira novena del primer libro en que se

refiere el encuentro de Horacio con un importuno, la tercera del

segundo, en que se prueba que todos los hombres son locos; la

quinta, en que Ulises consulta al adivino Tiresias; la séptima, en

que Davo da lecciones de moral a su amo, son modelos del diálogo

cómico. No es inferior la cuarta del mismo libro, en que un profesor

de gastronomía expone los secretos de su arte con ridículo

magisterio, pero en una versificación esmerada y una bella

disertación, como se necesitaba para hermosear pormenores tan

ingratos y frívolos. La descripción de la escena nocturna de

hechicería en la octava del primero, tiene el mismo mérito de

versificación y estilo; y es en extremo animada y graciosa. El

convite de la octava del mismo libro es un drama festivo, en que se

nos introduce a una mesa romana; y se nos representa un anfitrión

vanidoso, de quien se burlan solapadamente sus convidados. Hay, en

algunas, discursos y disertaciones que se recomiendan por una

filosofía indulgente y amable, que pintan al vivo los perniciosos

efectos de los placeres y las dulzuras de la vida retirada y modesta

con una fortuna mediocre. Pero lo que hace singularmente deliciosa

la lectura de varias sátiras, como la cuarta y la sexta del libro

primero, es la pintura ingenua que el poeta nos da de sí mismo, de

su educación, de su modo de vivir, en que se ríe de sus propias

flaquezas con el mismo buen humor, que de las ajenas; en que se ve

al cortesano de Augusto tributar, a la memoria del liberto a quien

se gloria de haber debido el ser, un homenaje de gratitud y

veneración que conmueve. El sentimiento no ha encontrado nunca una

expresión tan verdadera y sencilla. Aun aquellos mismos que miran la

poesía de los romanos como una copia pálida de la griega,

exageración infundada, hija del espíritu de sistema, que domina hoy

a la historia y a la estética, aun esos mismos se ven obligados a

confesar que la sátira es toda romana; y a la de Horacio es a la que

se debe esta calificación en un grado eminente. Lo que más difícil

nos parece absolver de mal gusto, es la crítica que prefiere la

elaborada acrimonia de Juvenal o la sentenciosa oscuridad de Persio

a la naturalidad encantadora, la diafanidad, el exquisito abandono,

la urbana finura, el pincel delicado de Horacio.

La epístola en verso es un género en que no tuvo modelos, y en que

es preciso decir, aun después de lo que hemos dicho de sus sátiras,

que se excedió a sí mismo, y es más perfecto, si cabe. Las hay de

diferentes tonos y estilos, empezando por la esquela de convite y la

carta de recomendación, y acabando por las literarias, críticas y

didácticas; pero generalmente se nota una bien marcada diferencia

entre el verso y dicción de estas poesías y el de las sátiras,

siendo en las cartas menos cadencioso el verso y más suelto y

espontáneo el lenguaje, como conviene al diverso carácter de la

conversación familiar y de la correspondencia epistolar. En las

morales, la independencia, la moderación en los placeres, las

ventajas de la mediocridad, los tranquilos goces de la vida del

campo, son los temas a que recurre frecuentemente, y que se

hermosean con oportunas y rápidas observaciones, con apropiadas y

vivas imágenes, sin estudio, sin ambicioso ornato. No están en el

tono de la Epístola Moral de Rioja, excelente por otro estilo; nada

que no sea sacado de la vida común y de las costumbres; nada del

rigor estoico; ninguna acrimonia, ninguna énfasis; es un filósofo

que se estudia a sí mismo, que ve en sí mismo los extravíos, las

inconsecuencias, las contradicciones que censura, y que todo lo

templa con la ingenuidad y la indulgencia. En esta especie, nos

parecen particularmente felices la décima séptima y la décima

octava, en que se dan consejos para el cultivo de la amistad y el

buen uso del favor de los poderosos. Aparece allí el hábil

cortesano, tanto como el elegante escritor; pero la cortesanía de

Horacio no está reñida con la independencia de carácter; y de esto

nos da una muestra notable en la epístola séptima a Mecenas, digna

de leerse por más de un título. Las que tratan de literatura y

poesía, no sólo contienen reglas juiciosas, sino particularidades de

mucho interés sobre el gusto de los romanos, sobre los estudios,

sobre los espectáculos. Pero en las cartas de pura amistad es en las

que mejor se conoce el talento amenizador de Horacio, que filosofa

jugando, riendo, solazándose. Entre lo más exquisito que nos ha

dejado el poeta de Venusia, contamos dos breves rasgos: recuerdos a

Julio Floro y los otros compañeros de Tiberio en su expedición al

Oriente, y la invitación a Torcuato. (Epístolas 3 y 5 del libro 1)

Horacio es inimitable como narrador. A su fábula de los dos ratones

en la sátira sexta del libro segundo, hay pocas comparables en La

Fontaine; y ¿qué cuento puede ponerse al lado del de Filipo y de

Vulteyo Mena en la epístola a Mecenas arriba citada? ¿Ha bosquejado

mejor algún moralista las felicidades que pueden gozarse con el

trabajo y la honradez en los más oscuros senderos de la vida?

Resumamos con Julio Janin. Horacio es el hombre de la suave moral,

de las efusiones íntimas, de las agradables y finas parlerías, de

los goces elegantes: simplex munditie. No hay un mal pensamiento en

su espíritu; no hay un sentimiento malévolo en su corazón. Poeta de

todos los tiempos, de todas las edades, de todos los países, de

todas las condiciones de la vida. Cuerdo y aturdido, enamorado y

filósofo dado a la meditación y nada enemigo de los buenos ratos de

la mesa, cortesano y solitario, burlón de buena sociedad,

enderezador de tuertos sin cólera y sin hiel. Leed sus epístolas. En

ellas, es algo más que escritor y poeta: es él mismo. Allí se

muestra con toda la sencillez y franqueza de su buen natural.

¡Cuánto es de lamentar que haya entre sus odas tres o cuatro

ilegibles por su licenciosidad, y que sea necesario rayar algunos

renglones de otras tantas sátiras para ponerlas en manos de los

jóvenes!

Horacio es contado también en el número de los poetas didácticos por

su Arte Poética, que es la última de sus epístolas. Toda, en efecto,

es doctrinal, y de mucha más extensión que la más larga de las

otras. «Se encuentran en ella, dice Villenave, excelentes preceptos

sobre la composición poética, noticias históricas de la poesía, y en

especial del drama, y hasta reglas de versificación y lenguaje; pero

todo con tan poco orden, y se echan menos tantas cosas para un

tratado completo, que el ingenioso Wieland ha llegado a creer que,

no tanto se propone en ella el poeta dar lecciones a Pisón y a sus

hijos, como arredrarlos, por encargo del padre, de la manía de hacer

versos. Cualquiera que haya sido el objeto de Horacio, su Arte

Poética, como la llaman, es para la poesía el código eterno de la

razón y el buen gusto». A nuestro juicio, no es ésta una de las

producciones más a propósito para dar a conocer lo que hay especial

y característico en el genio de Horacio.

Después de Horacio y de Virgilio, era necesario que la poesía latina

declinase. Ovidio fue la transición. En sus escritos, se conserva el

esplendor de los bellos días de Augusto, pero entre nubes y sombras,

que anuncian una rápida decadencia. De la pureza de Virgilio a la

desarreglada exuberancia de Ovidio, que se deleita a veces en

agudezas, y hasta en retruécanos, hay una distancia que no guarda

proporción con los treinta y seis años que mediaron entre la muerte

del uno y la del otro. Y es de notar que estos defectos aparecen ya

en las obras juveniles de Ovidio; y se han desarrollado bastante en

las Metamorfosis.

 

 

 

VIII

TERCERA ÉPOCA: ELOCUENCIA

A los oradores Craso y Antonio, que cerraron la época anterior, se

siguieron inmediatamente muchos otros. Ninguna edad fue más fecunda

de oradores, según Cicerón; y entre los que cita, merecen señalarse

Julio, notable por la gracia y chiste con que condimentaba sus

oraciones; Cota (Cajus Aurelius Cotta), que floreció en los tiempos

borrascosos de Mario y Sila, y acusado ante el pueblo, habló con

energía contra la corrompida administración de justicia, que estaba

en manos de los caballeros, y se impuso voluntariamente el

destierro, sin aguardar la sentencia, pero fue después restituido a

la patria por el dictador Sila; otro Cota (Lutius Aurelius Cotta),

orador fluido, elegante, pero de poco nervio, y (lo que era entonces

una gran falta) de una voz algo débil, cónsul el año 63 a. C., y

censor en el siguiente; P. Sulpicio, de elocuencia grave, animada,

magnífica, sostenida por un metal de voz espléndido y por una

gesticulación llena de gracia, pero perfectamente adaptada al foro,

no al teatro; y dejando otros de inferior reputación, Hortensio, el

célebre rival de Tulio.

Quinto Hortensio, ocho años mayor que Cicerón, era de una familia

plebeya, ilustrada por nombres históricos. A la edad de diecinueve

años, apareció por la primera vez en el foro, y con el más brillante

suceso. Sirvió luego en el ejército, como acostumbraba la juventud

romana; y fue uno de los legados o tenientes de Sila en la guerra

contra Mitrídates. Vuelto a Roma, la halló viuda de sus más ilustres

oradores, víctimas de las proscripciones, circunstancia que aumentó

mucho su importancia en el foro. El año 80 a. C. fue su primera

lucha con Cicerón, que defendía la causa de Quincio. En el cargo de

edil curul, dio juegos públicos de extraordinaria magnificencia; y

distribuyó trigo al pueblo. Subió después a la pretura y al

consulado; y estaba ya designado cónsul, cuando tomó la defensa de

Verres, acusado por Cicerón; pero, a pesar de sus esfuerzos y de las

poderosas conexiones del reo, le fue imposible salvarle. Como hombre

de cuenta, siguió el partido de los grandes; y perteneció a la

fracción que el pueblo designaba con el título de los siete tiranos.

Él y Cicerón, no obstante su rivalidad, permanecieron siempre

amigos; y cuando Clodio propuso al pueblo el destierro de Cicerón,

Hortensio se presentó en la plaza pública vestido de duelo; y fue

atacado y casi muerto por los satélites del faccioso tribuno. En uno

de sus alegatos, se le rompió una vena; y murió a la edad de sesenta

y cuatro años. Ninguna de sus obras ha llegado a nosotros; y sólo

sabemos, por el testimonio de los antiguos, que su elocuencia era

florida, con un tinte de la copia asiática, sentenciosa, elaborada,

llena de rasgos más agradables que necesarios. Ayudábanle una

prodigiosa memoria, una voz sonora, y un gesto, en que sólo se podía

tachar el excesivo estudio.

Hortensia, su hija, fue heredera de su talento. Los triunviros Marco

Antonio, Octavio y Lépido habían querido imponer a las matronas

romanas una contribución para los gastos de la guerra. Las más

distinguidas se reunieron; y después de varias gestiones inútiles,

se determinaron a presentarse a los triunviros. Hortensia tomó la

palabra; y pronunció un hermoso discurso. Los triunviros irritados

las mandaron salir; y si el pueblo no se hubiese declarado en favor

de ellas, habrían sido maltratadas. Mas, aunque no lograron

completamente su objeto, consiguieron que mil cuatrocientas que

habían sido sujetas al impuesto, quedasen reducidas a cuatrocientas.

Fueron contemporáneos de Hortensio: un Marco Craso, de pocas

disposiciones naturales, poco instruido, declamador monótono, y que

suplía hasta cierto punto estos defectos a fuerza de diligencia y

trabajo, y por el orden y claridad de su exposición; un C. Fimbrio,

no destituido de elegancia, pero cuya excitación clamorosa rayaba en

furor; un Cneo Léntulo, que juntó con la nobleza de la figura, la

graduada sonoridad de la declamación y el animado gesto, en que era

excelente, también la mediocridad de talento, y hasta la pobreza de

lenguaje; un Marco Pisón, erudito en letras griegas y latinas, más

que ninguno de sus predecesores, agudo, cuidadoso en el uso de las

palabras, frío, a veces chistoso, nimiamerite irascible, poco a

propósito por su delicada salud para las causas forenses; un Publio

Murena, dado al estudio de las antigüedades, pero que en la oratoria

debió más a la industria y laboriosidad, que a la naturaleza; un

Cayo Mácer, a cuyas dotes no comunes quitaron toda autoridad y

recomendación sus malas costumbres; un Cayo Pisón no destituido de

inventiva, ni de abundante elocuencia, y diestro en hacerlas valer

con el juego de la fisonomía; un L. Torcuato, elegante, urbanísimo;

un Marco Mesala, laborioso, diligente, sagaz y de mucha experiencia

en el foro; Cneo Pompeyo, el antagonista de César, lleno de dignidad

en el lenguaje, la acción y la voz; y el mismo César, grande en

todo, de quien hablaremos con la debida extensión, cuando se trate

de la historia.

No nos quedan de todos estos oradores más que los nombres; pero

tenemos muchas de las oraciones de Tulio, en quien es preciso

detenernos.

Marco Tulio Cicerón nació en Arpino, patria de Mario, el mismo año

que el gran Pompeyo, el 3 de enero del 647 de Roma, o 105 a. C. Su

familia había pertenecido largo tiempo al orden ecuestre, sin

ilustrarse con los grandes cargos de la república. El orador Craso

dirigió sus estudios. La lectura de los escritores griegos, la

poesía, ocuparon su juventud más temprana. En medio de los trabajos

inmensos con que se preparó a la elocuencia, militó bajo las

banderas de Sila. Oyó las lecciones de Filón, filósofo académico, y

de Molón, profesor de retórica. Después de las proscripciones de

Sila, apareció en el foro, primero en causas civiles, y después en

la defensa de Roscio Amerino, acusado de parricidio. Era preciso

hablar contra Crisógono, liberto de Sila, cuya protección terrible

espantaba a todos los viejos oradores. Cicerón se presenta con el

denuedo de la juventud, confunde a los acusadores, y obtiene la

absolución de Roscio. Su alegato fue oído con el mayor entusiasmo.

Hay en él un color de imaginación, una audacia mezclada de prudencia

y destreza, un exceso de energía, una exuberancia, que agrada y

arrastra. Cicerón, después moderado por la edad y el estudio, señaló

algunas faltas de gusto en esta primera producción verdaderamente

oratoria, y no hay duda que purificó su estilo; pero ya está allí su

elocuencia. No fue aquélla la sola causa en que se expuso al enojo

del dictador; y tal vez por eso, como por descansar de sus pesadas

tareas, y fortificar su salud, se determinó a viajar. Encaminóse a

la metrópoli de las letras, Atenas, donde pasó seis meses, con su

amigo Tito Pomponio Ático, en los placeres del estudio y de la

conversación con filósofos de todas las sectas. Créese haber sido

entonces, cuando se inició en los misterios de Eleusis. Dirigióse

luego al Asia. Un día, en Rodas, declamando en griego en la escuela

de Molón, fue vivamente aplaudido por el auditorio. Molón permaneció

silencioso; e interrogado por el joven orador: «Yo también te alabo

y te admiro, respondió, pero me duelo de la Grecia, cuando pienso

que el saber y la elocuencia, únicas glorias que le restan, se las

quitan, y las transportan a Roma». Vuelto a la capital, defendió a

Roscio, su amigo y su maestro en el arte de la declamación. A la

edad de treinta años, solicitó la cuestura, para la cual fue elegido

en primer lugar por el unánime sufragio del pueblo. Destinado a la

de Lilibeo en Sicilia, durante una grande escasez, se condujo con

bastante habilidad para abastecer a Roma con los trigos de aquella

fértil provincia, sin hacerse odioso a los habitantes. Su

administración, y la memoria que los sicilianos conservaron de ella,

prueban que, en los consejos admirables que después dio a su hermano

Quinto, no hacía más que recordar lo que él mismo había practicado.

Vuelto a Roma, se ocupó de nuevo en la defensa de las causas de los

particulares, y fue sin duda un día bien honroso para Cicerón aquel

en que los embajadores de la Sicilia vinieron a pedirle venganza de

las concusiones y crueldades de Verres. Era digno de la confianza de

un pueblo. El tiránico pretor era todopoderoso en Roma por sus

conexiones, y por sus inmensas riquezas, con las cuales se jactaba

de poder comprar la impunidad. Cicerón pasó a Sicilia a recoger

testimonios sobre la conducta del reo; y percibiendo que los amigos

de Verres procuraban dilatar el juicio hasta el año siguiente, en

que Hortensio que le patrocinaba iba a ser cónsul, y haría uso de su

poder para salvar a su cliente, no vaciló en sacrificar el interés

de su elocuencia al de la causa; y sólo trató de que se oyese a los

testigos. Hortensio enmudeció ante la evidencia de los hechos; y

Verres, atemorizado, se sometió voluntariamente al destierro, sin

aguardar la sentencia. Las siete oraciones que Cicerón compuso para

esta causa, y de que sólo se pronunciaron dos, son todavía la obra

maestra de la elocuencia judicial.

Cicerón ejerció el año siguiente (684 de Roma) la edilidad,

magistratura onerosa; y aunque su fortuna no era considerable, supo

granjearse, con una moderada magnificencia, el favor del pueblo.

Después del intervalo acostumbrado de dos años, se presentó como

candidato para la pretura. La ciudad estaba en tal fermentación, que

fue necesario repetir hasta por tercera vez la elección de pretores,

porque las dos primeras juntas populares se habían disuelto sin

efecto. Cicerón, sin embargo, fue nombrado en todas tres para la

primera pretura por los sufragios de todas las centurias.

Desde esta época, asomó en él aquella débil política que le hizo

transigir tantas veces con su conciencia para asegurar su elevación,

y dar pábulo a su inmoderada sed de gloria, de una gloria falsa,

según sus propios principios, pues consistía toda en la influencia

personal y los aplausos de un pueblo corrompido y veleidoso.

Concilióse la amistad de Pompeyo, que era el ciudadano más poderoso

de Roma; hízose su panegirista y su más celoso partidario. Cuando el

tribuno Manilio propuso que se confiriese a Pompeyo el mando de los

ejércitos en la guerra contra Mitrídates con facultades

extraordinarias, apareció Cicerón por la primera vez ante el pueblo;

y pronunció, su oración Pro lege Manilia, en que prodiga las más

excesivas alabanzas a aquel general. La exageración desmesurada fue

siempre uno de los vicios de su elocuencia. Aquel mismo año, en

medio de las ocupaciones de la pretura, defendió varias causas,

entre otras, la de A. Cluencio, caballero romano de gran fortuna.

Después patrocinó la del ex tribuno C. Cornelio, en cuya defensa

pronunció dos oraciones, que fueron contadas entre las más perfectas

y vigorosas producciones oratorias; pero que, por desgracia, no

existen.

Catilina, que no había podido obtener el consulado, tramaba una

revolución. Acusado de extorsiones en su gobierno de África, estuvo

a punto de ser patrocinado por Cicerón, que conocía perfectamente

sus crímenes y su peligroso carácter; pero no podía ser sincera ni

durable la unión de dos almas tan opuestas. Catilina se hizo

absolver, sobornando a los jueces; apareció de nuevo entre los

aspirantes al consulado el mismo año en que Cicerón; y tuvo la

osadía de insultar a su competidor, que le respondió con una

elocuente invectiva en el senado. (Oración: La toga cándida). Tenía

que luchar contra la envidia de muchos nobles que veían en él un

hombre nuevo, es decir, de una familia que no había sido condecorada

con las altas magistraturas; pero su mérito y el temor de los

designios de Catilina triunfaron. Fue elegido cónsul, no por

escrutinio, según la costumbre, sino en voz alta, y por la unánime

aclamación del pueblo romano. El consulado de Cicerón (año 690 de

Roma) fue la época más brillante de su vida política. Roma se

hallaba en una situación violenta. Catilina maniobraba para obtener

el próximo consulado, alistaba conspiradores, levantaba tropas. Era

menester que Cicerón hiciera frente a todo; y principiaba por ganar

a su colega Antonio, renunciando por su parte al sorteo de las

provincias consulares. Reunió al senado y al orden ecuestre en la

defensa de la salud común; y se captó el favor del pueblo, sin dejar

de sostener con espíritu los principios del actual gobierno. De la

destreza con que supo conciliar estas dos cosas al parecer

incompatibles, tenemos una muestra notable en su discurso contra el

tribuno Rulo, que proyectaba una nueva ley agraria, creando, para

ejecutarla, una comisión revestida de facultades exorbitantes,

ominosas a la libertad. La política de Cicerón está aquí toda entera

en su elocuencia. A fuerza de sagacidad y talento, consigue que el

pueblo rechace una ley popular.

No puede dudarse que la habilidad del cónsul en captarse la buena

voluntad del senado, el orden ecuestre y el pueblo, fue el arma más

poderosa con que pudo contrarrestar a Catilina. Toda la república se

puso en manos de un hombre solo; y los conjurados, no obstante su

número, se encontraron fuera de la ley, y aparecieron como enemigos

públicos. El vigilante cónsul, procurándose inteligencias, entre

aquella multitud de hombres perversos, tenía pronto aviso de cuanto

pensaban; y asistía, por decirlo así, a sus consejos. El senado

expidió el famoso decreto que en los grandes peligros confería un

poder dictatorial a los cónsules: Videant consules ne quid

respublica detrimenti capiat. Catilina, que osó presentarse como

candidato en los comicios consulares, fue rehusado de nuevo.

Desesperado, reúne a sus cómplices; les da el encargo de incendiar

la ciudad; y les anuncia que va a ponerse a la cabeza de fuerzas que

le aguardaban en Etruria. Dos caballeros romanos le prometen

asesinar a Cicerón en su propia casa. Cicerón, instruido de toda por

Fulvia, cuyo amante Curio era uno de los conjurados, convoca al

senado en el Capitolio; y entonces fue cuando pronunció contra

Catilina, que todavía disimulaba, y había concurrido como senador,

aquella improvisada y fulminante invectiva que todos conocen (la

primera Catilinaria). Atónito Catilina, salió del senado, vomitando

amenazas; y llegada la noche, partió para Etruria. Al día siguiente,

convocó Cicerón al pueblo; y le instruyó de todo (segunda

Catilinaria). Sabiendo que Léntulo, uno de los partidarios de

Catilina que permanecían en Roma, trabajaba en seducir a los

diputados de los alóbroges, persuadió a éstos que fingieran entrar

en el plan; y apoderándose de sus personas y cartas, que presentó al

senado, hizo patentes los designios de los conspiradores. Los que se

hallaban en la ciudad fueron arrestados. El senado reconoce los

grandes servicios del cónsul; y el pueblo le aclama como el salvador

de la patria. Cicerón pronunció entonces su tercera Catilinaria, en

que da cuenta de los últimos sucesos al pueblo, y los atribuye a una

providencia manifiesta de los dioses, interesando los sentimientos

religiosos y las creencias supersticiosas de los romanos, sin

olvidarse a sí mismo. Tratábase de castigar a los presos para

sosegar la alarma. Ventilóse la cuestión en el senado. Era, por lo

menos, dudoso que pudiese autoridad alguna imponer la pena de muerte

a un ciudadano sin forma de juicio. César sostuvo la negativa; y

Catón se declaró sin rebozo por la opinión contraria, que prevaleció

por fin; y Cicerón tomó sobre sí esta inmensa responsabilidad.

Léntulo y sus cómplices fueron ejecutados en la cárcel por orden del

cónsul, que presintió desde entonces las venganzas que provocaría, y

antepuso la salud del estado a la suya. Catilina fue derrotado; y

quedó en el campo de batalla. Roma, salvada por la vigilancia del

cónsul, le saludó con el título de padre de la patria.

En medio de tan violenta crisis, no le faltó tiempo para ejercitar

su elocuencia en defensa de Marcelo, designado cónsul para el año

siguiente, acusado de manejos ilegales en la elección. Eran sus

acusadores el jurisconsulto Servio Sulpicio, que había sido

propuesto en ella, y el austero Catón, que profesaba la filosofía de

los estoicos, amigos ambos de Cicerón. El alegato de éste es una

obra maestra de oratoria y de fino donaire contra la vanidad de los

jurisconsultos que daban una vasta importancia a su ciencia, y

contra las absurdas exageraciones de la doctrina estoica, rechazada

por los innatos instintos del corazón humano. El auditorio y los

jueces mismos no pudieron contener la risa; y Catón, delicadamente

satirizado, exclamó: «¡Qué cónsul tan bufón tenemos!» Pero este

cónsul bufón velaba al mismo tiempo incesantemente por la salud de

Roma; y espiaba todos los movimientos de los conjurados.

No tardó la envidia en hostigarle. Un tribuno sedicioso no le

permitió dar cuenta de su administración. Al deponer el consulado,

no pudo más que pronunciar este sublime juramento, repetido por todo

el pueblo romano: «Juro que he salvado la república». César le era

hostil. Pompeyo, ligado con César y Craso, no hallaba en él un

instrumento tan dócil, como convenía a sus miras de grandeza y

prepotencia. Cicerón se había granjeado una reputación, una

popularidad, que inquietaba al triunvirato. Quisieron humillarle.

Vio eclipsado su crédito; y se entregó más que nunca a las letras.

Publicó entonces las memorias de su consulado en griego; y compuso

un poema latino sobre el mismo asunto: obras ambas perdidas,

superfluas para su gloria. La tempestad estalló en el tribunado de

Clodio, que propuso una ley declarando traidores a todos los que

hubieran mandado dar muerte a ciudadanos romanos no condenados por

el pueblo. El ilustre consular se vistió de luto; y seguido del

orden ecuestre y de una comitiva numerosa de jóvenes nobles, se

presentó en las calles de Roma, implorando la clemencia del pueblo,

mientras que el tribuno, a la cabeza de sus satélites armados, le

insultaba, y aun osaba atacar al senado. Los dos cónsules favorecían

al tribuno;

y Pompeyo abandonó a Cicerón, que aceptó anticipadamente el

destierro, anduvo errante por la Italia, se vio repulsado en la

Sicilia por un gobernador antiguo amigo suyo, y huyó a Tesalónica.

En tanto se arrasaban sus casas de campo; y en el terreno de la que

habitaba en Roma, se edificaba un templo a la libertad. Muchos de

sus muebles se pusieron en almoneda; y nadie se presentó a

comprarlos: el resto se lo repartieron los cónsules. Su mujer misma

y su hija fueron insultadas. Estas tristes noticias llegaban una

tras otra al desterrado, que, perdiendo toda esperanza, recelaba de

sus mejores amigos, maldecía su gloria, se arrepentía de no haberse

dado la muerte, y mostraba demasiado que el genio y la elevación de

ideas no preservan siempre de una debilidad vergonzosa.

No tardó, empero, una reacción favorable. La osadía de Clodio llegó

a su colmo; y aun sus fautores no pudieron tolerarle más tiempo.

Pompeyo ofreció su auxilio; y el senado declaró que no trataría de

asunto alguno antes de la revocación del destierro. El año

siguiente, merced a los esfuerzos del cónsul Léntulo y de varios

tribunos, revocó el pueblo la sentencia, a pesar de un tumulto

sangriento, en que Quinto, hermano de Cicerón, fue peligrosamente

herido. Se votaron acciones de gracias a los ciudadanos que habían

acogido al proscrito, que al cabo de diez meses de ausencia, volvió

a Italia lleno de alborozo. Recibióle el senado en cuerpo a las

puertas de Roma. Su entrada fue un triunfo. La república se encargó

de reparar sus pérdidas. Pero su regreso fue la época de una vida

nueva, como él mismo la llama, esto es, de una política diferente.

El que antes se jactaba de celoso republicano, engañado apenas por

las huecas exterioridades con que le halagaba Pompeyo, se unió a él.

Percibía que la elocuencia no era ya en Roma un arma bastante

poderosa por sí misma, sin el apoyo de la fuerza. Clodio, a la

cabeza de sus satélites, estorbaba el restablecimiento de las casas

de Cicerón; y le acometió algunas veces en las calles. Las asonadas

eran frecuentes en Roma. Pero, en medio de tantas inquietudes, tuvo

bastante calma y serenidad para componer sus tratados oratorios, y

para abogar en el foro, donde, por congraciarse con Pompeyo,

defendió a Vatinio y Gabinio, hombres malvados y enemigos mortales

suyos. A la edad de cincuenta y cuatro años, fue recibido en el

colegio de los augures; y poco después, la catástrofe del turbulento

Clodio, muerto a manos de Milón, le libró de su más temible

adversario. Conocido es de todos el bello alegato en defensa del

homicida, que había sido uno de sus más decididos amigos; pero se

turbó al tiempo de pronunciarlo, intimidado por el aspecto de los

soldados de Pompeyo, y por los gritos de los partidarios de Clodio.

Nombrado gobernador de Cilicia, hizo la guerra con buen suceso;

rechazó a los partos; se apoderó de varias fortalezas de bandidos,

hasta entonces inexpugnables; y fue saludado por su ejército con el

título de imperator, que le lisonjeó mucho, y de que hizo alarde,

aun en sus cartas a César, vencedor de los galos. Llevó su vanidad

hasta solicitar el honor del triunfo, y hasta quejarse de Catón,

que, a pesar de sus vivas instancias no apoyaba sus pretensiones.

Más estimables que todas las glorias militares, fueron la justicia,

moderación y desinterés de su administración. No quiso aceptar los

presentes forzados que solían hacerse en las provincias a los

gobernadores romanos; reprimió todo género de extorsiones, aligeró

los impuestos, cedió a las ciudades aun las contribuciones que la

costumbre autorizaba para la subsistencia y esplendor de los

gobernadores romanos y de su numerosa corte: contribuciones

cuantiosísimas, cuya remisión las habilitó para descargar una parte

considerable de las deudas de que estaban agobiadas. Era uno de los

medios de enriquecerse a que recurrían los gobernadores romanos el

préstamo de dinero a la más exorbitante usura, hasta la de cuatro

por ciento al mes. Y ¿quién imaginaría que se deshonraba con esta

infame extorsión aquel Marco Bruto que afectaba una virtud tan

rígida, y tan exaltado patriotismo? Cicerón había limitado el

interés al doce por ciento anual; y mantuvo la observancia de esta

regla contra el mismo Bruto, a pesar de sus solicitaciones, apoyadas

por las de sus otros amigos. Esta conducta, tan rara en su tiempo,

en que los grandes de Roma, consumida por el lujo, apetecían los

gobiernos provinciales para restablecer su fortuna exprimiendo a los

desgraciados habitantes, es el más bello título de gloria de

Cicerón, que sin embargo, inconsecuente a sus principios, no hallaba

un teatro digno de su genio, sino en la corrompida Roma, envuelta en

facciones de inmoral y descarada ambición, entre las cuales le era

preciso escoger. La desavenencia entre Pompeyo y César pronosticaba

una nueva borrasca. La guerra civil estalló al fin. ¡Qué de

vacilaciones, qué pusilanimidad en el alma de Cicerón! Ha sido una

fatalidad para su nombre la conservación de sus cartas familiares.

Ellas revelan día por día la confusión de aquella alma apocada que

ama la virtud y carece de resolución para practicarla, que se

contradice a menudo en sus juicios acerca de los hombres y de las

cosas, que falta aun a la veracidad con sus mejores amigos, que

quiere ahogar sus propios escrúpulos con sofismas, y observa

atentamente el horizonte para elegir el rumbo: alma flaca, y que con

todo eso (tal es el prestigio de aquellas inimitables cartas) se

hace perdonar sus flaquezas, se hace amar, y parece más digno de

compasión, que de censura. Es imposible desconocer que en

circunstancias menos difíciles, y sin esas íntimas revelaciones que

nos hace en su correspondencia, habría dejado tal vez una gloria sin

mancha. Su incomparable genio brillaría a nuestros ojos con una luz

pura; y su elocuencia nos parecería doblemente hechicera. Pero

sigamos el hilo de los sucesos. César marchó a Roma; y su imprudente

rival se vio reducido a huir con los cónsules y el senado. Cicerón

no le siguió por entonces. César se vio con él; y no logró

disuadirle de seguir a Pompeyo, a lo que, después de una larga

fluctuación, se decidió. Llevó al campo de los pompeyanos sus

tristes presentimientos y su desfavorable concepto de uno y otro

partido, que manifestó sin reserva, y (lo que se perdona mucho

menos) con agudos sarcasmos: no le era dado irse a la mano en su

propensión a la ironía. Después de la batalla de Farsalia,

renunciando a todo pensamiento de guerra y de libertad, volvió a

Italia, gobernada por Marco Antonio, teniente de César; y tuvo que

devorar allí no pocas mortificaciones y amargura hasta el momento en

que le escribió el vencedor. César tuvo la generosidad de

desentenderse de su conducta para con él; y le recibió a su amistad.

Dedicóse entonces con nuevo ardor a las letras y la filosofía.

Divorcióse de Terencia; y se casó con una joven y rica heredera, de

quien había sido tutor. El descalabro de su fortuna le indujo a

contraer este enlace, que ha sido con razón censurado. En esta

época, se retiró de la vida pública; y escribió el elogio de Catón,

asunto delicado para el dictador y su corte. Bruto dio a luz otra

composición sobre el mismo personaje. César, con su característica

magnanimidad, lejos de manifestarse ofendido, aplaudió esas obras, y

contestó a ellas, como lo había hecho poco antes Hircio, acusando

con vehemencia al suicida de Utica; pero con expresiones de alabanza

y respeto a Cicerón. Decía César que, léyendo la obra de este

último, se había hecho más copioso, pero que, después de leer la de

Bruto, se creía más elocuente. De estas cuatro composiciones, no

queda nada.

El republicanismo de Cicerón (si tal merece llamarse el de un hombre

que no veía ni la constitución, ni el bien de la patria, sino por

entre la vanidad y las interesadas contiendas de las pasiones), ese

republicanismo, en fin, tal cual era, no pudo resistir a la

generosidad de César, que perdonó a Metelo y a Ligario, dos de sus

más encarnizados enemigos. El orador rompió el silencio; y

pronunció, dice Villemain, aquel discurso famoso, que encierra

tantas lecciones como alabanzas; y poco después, defendiendo a

Ligario, hizo caer la sentencia fatal de las manos de César, no

menos sensible al encanto de la palabra, que al dulce placer de

perdonar. Cicerón recobró una parte de su dignidad por la sola

fuerza de su elocuencia; pero la pérdida de su hija Tulia le hundió

de nuevo en el último exceso de abatimiento y desesperación. El

dolor le volvió todo entero a la soledad, y la soledad a las letras.

En este largo duelo, compuso las Tusculanas, el tratado De legibus;

acabó su libro Hortensius, de que gustaba tanto San Agustín; sus

Académicas, en cuatro libros; y un elogio fúnebre de Porcia, hermana

de Catón. Si se toman en cuenta, dice el mismo Villemain, una

prodigiosa facilidad y la perfección de sus obras, la literatura no

presenta un genio tan prodigioso, como el de Cicerón.

Pena da que Cicerón se alegrase de la muerte de César, de que fue

testigo, y aplaudiese a los asesinos, cuando se traen a la memoria

las afectuosas y entusiásticas alabanzas que daba a César en su

Defensa del rey Deyótaro. Pero, aunque el tirano, el más grande, el

más amable de los tiranos, había dejado de existir, la república no

resucitó. La república, en la situación de Roma, era un imposible; y

los conspiradores divididos, irresolutos, perdían el tiempo. En este

año de agitación y de tremenda crisis (709 de Roma), compuso el

tratado De la naturaleza de los dioses, y los De la vejez y la

Amistad, dedicados al mejor de sus amigos, Ático. Es inconcebible

esta prodigiosa vivacidad de talento, que tantas pesadumbres y

sinsabores no menoscababan. Otro proyecto literario le ocupaba: el

de las memorias de su siglo; y al mismo tiempo daba principio a su

inmortal tratado De los deberes (De offiiis); y daba fin al De la

gloria, perdido para nosotros, después de haber existido hasta el

siglo XVI. Siguieron las admirables Filípicas, último esfuerzo de su

elocuencia. Cicerón se adhirió a Octavio con la esperanza vana de

fundir el partido de éste con el republicano para que ambos

triunfasen; e inspiró todas las resoluciones vigorosas del senado

contra Antonio. La empresa era muy superior a sus fuerzas. Se formó

el triunvirato de Octavio, Antonio y Lépido, que se sacrificaron

mutuamente sus enemigos; y Cicerón fue vendido por Octavio al

implacable Antonio. Cediendo a las instancias de sus esclavos, se

embarca; vuelve a tierra para descansar en su villa Formiana;

determina no hacer más esfuerzos para salvarse; y tiende el cuello

al asesino Popilio, de quien había sido abogado. Así pereció a la

edad de sesenta y cuatro años, mostrando más fortaleza para morir,

que para sobrellevar la desgracia. Su cabeza y manos fueron llevadas

a Marco Antonio, que las hizo clavar en la misma tribuna en que

tantas veces había resonado su voz elocuente. Cometió graves

errores, y tuvo debilidades notables, pero no vicios. Su corazón se

abría a todas las nobles impresiones, a todos los sentimientos

rectos: los afectos domésticos, la amistad, el reconocimiento, el

amor a las letras. La gloria era su ídolo. A ninguno de los antiguos

conocemos tan íntimamente; y si con este conocimiento nos vemos

forzados a estimarle menos, no podemos dejar de amarle.

Cicerón ocupa el primer lugar como orador, y como escritor. Tal vez,

dice Villemain, si se consideran el conjunto de sus talentos y la

variedad de sus obras, hay fundamento para mirarle como el primer

escritor del mundo, como el hombre que se ha servido de la palabra

con más genio y más ciencia, y que en la perfección habitual de su

elocuencia, tiene más bellezas y más defectos. Posee en el más alto

grado las más grandes prendas oratorias: solidez y vigor de

raciocinio, naturalidad y viveza de movimientos, el arte de

acomodarse a todas las personas y circunstancias, el don de conmover

las almas, la fina ironía, la acalorada y mordaz invectiva, la

armonía, la trasparente elegancia, la completa posesión de su

lengua, de que se le mira como el más acabado modelo. Se le puede

notar el abuso de la hipérbole, palabras redundantes, a veces una

estudiada simetría en la construcción del período. Pero, cuando

quiere, es conciso y vehemente, como Demóstenes; y sabe variar de

tono y de estilo con una facilidad maravillosa, a que no alcanza el

orador griego. Es preciso tener presente que hablaba a un pueblo

enamorado de la elocuencia, y a quien deleitaba sobremanera la

artística melodía de prolongados y numerosos períodos. Guardémonos

de creer que el fondo de las ideas no corresponde a la riqueza de la

elocución. Las oraciones abundan de pensamientos fuertes, ingeniosos

y profundos; pero el conocimiento del arte le obliga a

desarrollarlos para la inteligencia y convicción del oyente; y el

buen gusto no le permite exponerlos en rasgos inconexos y

prominentes, como fue después moda. Sobresalen menos, porque están

derramados por toda la dicción, dando una luz brillante, pero igual.

Todas las partes se ilustran unas a otras, se hermosean y

corroboran; y si algo daña a los efectos particulares, es la

conexión general. Añádanse a todo esto las cualidades puramente

externas: una buena voz, una acción animada y noble; y nos

explicaremos el gran poder de la palabra de Cicerón en el senado y

en la tribuna popular, cuya alianza era solicitada y temida de todos

los partidos políticos.

El estilo de las obras filosóficas, desembarazado de la

magnificencia oratoria, respira aquel aticismo elegante que algunos

contemporáneos de Cicerón hubieran preferido en sus oraciones. Su

diálogo es menos vivo y dramático, que el de Platón. El fondo de la

doctrina es tomado de los griegos: hay pasajes traducidos

literalmente de Platón y de Aristóteles. El tratado De Natura Deorum

es una revista de los extravíos del espíritu humano en las sublimes

cuestiones de la divinidad y del infinito; pero es admirable la

lucidez de los análisis, y el entendimiento fatigado de tantos

absurdos se restaura deliciosamente en la verdad y belleza eterna de

los pasajes descriptivos. En las Tusculanas, hay algo de la sutileza

ateniense; pero allí es donde encontramos la más luminosa exposición

de la filosofía griega. Aquella especie de doctrina filosófica en

que la severidad dogmática frisa con la sequedad y desnudez,

pertenece también al tratado De finibus bonorum et malorum de

doctrina dogmática; pero lo seco de la discusión no alcanza a vencer

ni a fatigar la inagotable amenidad del escritor. Siempre fluido y

armonioso, anima frecuentemente la materia con rasgos de elevada

elocuencia. Villemain cree que ciertos trozos de esta obra sirvieron

de modelo a Rousseau en aquella manera brillante y apasionada de

exponer la moral, y en aquel arte feliz que deja de improviso el

tono didáctico para explayarse en movimientos afectuosos que

refuerzan la convicción. El único mérito que se echa de menos en el

estilo didáctico de Cicerón es el que sólo ha podido pertenecer a la

filosofía moderna, la precisión del lenguaje técnico, inseparable de

la exactitud rigorosa de las ideas, tan difícil, tan tardía, y a que

no se ha llegado aún, sino en tres o cuatro de los idiomas europeos.

En los tratados De divinatione, De legibus, en el De respublica,

hallamos antigüedades curiosas y concepciones de un hombre de

estado, que columbra a veces nuestras teorías políticas, y, lo que

parece superfluo repetir, una dicción siempre pura y bella, que las

hacen obras interesantes en la lectura. El tratado De officiis (de

los deberes) es todavía el más hermoso libro de moral dictado por

una sabiduría puramente humana. La afición a los estudios

filosóficos se percibe en los tratados oratorios de Cicerón,

especialmente en el más importante de todos, el De oratore, que nos

da la más imponente idea del talento del orador en las repúblicas

antiguas: talento que debía comprenderlo todo, desde el conocimiento

del hombre, de los intereses políticos y de las leyes, hasta las

menudencias de la dicción figurada y del ritmo. No se debe buscar

allí una estética profunda; los antiguos no la alcanzaron; sino

preceptos generales que pertenecen a todas las épocas literarias, y

que no han sido jamás mejor expresados. Finalmente, en el Bruto o De

claris oratoribus, encontramos la historia del arte en Roma: una

apreciación crítica de todos los hombres que en aquella república

adquirieron alguna fama como oradores, caracterizados con pinceladas

vigorosas, a que se mezclan instructivas observaciones.

A todas las obras que Cicerón compuso para su gloria, debemos añadir

otra que en parte le ha desacreditado como hombre público, y como

hombre privado; pero que es acaso la que más interesa a la

posteridad, aunque no la escribió para ella: la colección de sus

cartas familiares, y principalmente las dirigidas a su amigo Tito

Pomponio Ático. Ningún libro nos hace concebir mejor lo que fue la

república Romana en la época de Cicerón, que es la más interesante

de aquel pueblo por el número y el contraste de los personajes

influyentes, la inmensidad del teatro en que obraron, que era todo

el mundo civilizado, la trascendencia de las crisis políticas, y el

conflicto de aquella multitud de agencias que preparan, acarrean y

destruyen una revolución; y todo puesto a la vista por un hombre que

tenía los medios de conocerlo, y el talento de pintarlo. Continuo

actor de esta escena, sus pasiones interesadas siempre en lo que

escribe, aumentan su elocuencia: elocuencia rápida, simple,

descuidada (excepto en unas pocas cartas escritas con arte y

estudio, que pudieran citarse como excelentes modelos del estilo

epistolar apologético o suasorio); elocuencia que pinta a la ligera,

con rasgos sueltos, esparciendo acá y allá, sin parar, reflexiones

profundas e ideas apenas desenvueltas. Es un lenguaje nuevo el que

habla aquí el orador romano. Se necesita esfuerzo para seguirle,

para percibir todas las alusiones, para entender sus vaticinios,

calar su pensamiento y algunas veces completarlo. Allí se ve toda el

alma de Cicerón, y sus sentimientos casi siempre extremados, fuente

fecunda de errores, debilidades y desgracias; allí se ven mil

pormenores curiosos de la vida interior de los romanos; allí, en

fin, aquella constante unión del genio y del buen gusto, a que han

llegado pocos siglos y pocos escritores, y en que nadie ha excedido

a Cicerón. (Hemos tenido por guía el excelente artículo de Villemain

en la Biographie Universelle; pero nos hemos atrevido a separarnos

muchas veces de sus juicios, particularmente en lo que concierne a

las cualidades morales de Cicerón, en que el célebre literato

francés nos ha parecido demasiado indulgente).

Florecieron al mismo tiempo muchos oradores distinguidos, entre los

cuales tuvo el primer lugar César, de quien dice Quintiliano que, si

sólo se hubiera dedicado al foro, ningún otro de los romanos pudiera

contraponerse a Cicerón: copioso, agudo, animado, de tanto espíritu

en la tribuna, como en el campo de batalla, y de suma pureza y

elegancia en el lenguaje, del cual hizo estudio especial. De Servio

Sulpicio, jurisconsulto, se alababan particularmente tres oraciones,

que no desmerecen, dice Quintiliano, su fama. La elocuencia de

Bruto, castigada y severa en el gusto ateniense, era admirada de

César. Celio, corresponsal de Cicerón, hombre disipado, ardiente,

sobremanera iracundo, y en su conducta política arrojado y versátil,

sobresalió por el ingenio y por la urbanidad en las acusaciones,

digno, según el testimonio del mismo Quintiliano, de haber tenido

mejor cabeza o más larga vida. Pereció a manos de la guarnición de

Turio, que intentó amotinar contra César. No le igualó en la

elocuencia Curión, aunque notable entre los oradores de su tiempo;

no menos dado a la disipación y lujo, ni de principios más fijos en

su carrera pública; víctima también de la guerra civil. Pero,

después de Cicerón y César, el que merece mencionarse

particularmente es Calidio (M. Calidius Nepos), pretor de Roma el

año 56 a. C., de quien dice Cicerón que no fue uno de muchos, sino

entre muchos, casi singular. Su dicción blanda, diáfana, vertía, con

suma nitidez, sus agudos y nada vulgares pensamientos. El estilo era

suavísimo, flexible para cuanto quería, puro sobre manera; los

períodos tan artificiosamente construidos, que cada palabra parecía

como venida espontáneamente a su lugar; nada duro, nada humilde,

nada insólito o traído de lejos, y todo eso, sin monotonía, sin

esfuerzo, y sin que apareciese demasiado el arte. Siguieron a éstos,

Asinio Polión y Mesala. Polión (Cajus Asinius Pollio) brilló desde

su juventud en el foro. Pompeyano por inclinación, abrazó por

amistad el partido de César, que le trató como uno de sus mejores

amigos. Se halló con él en la batalla de Farsalia. Partidario de

Marco Antonio en las alteraciones que sucedieron a la vuelta del

dictador, tuvo ocasión de salvar a Virgilio del furor de la

soldadesca. Fue cónsul el año 40 a. C.; logró entonces una especie

de reconciliación entre Antonio y Octavio. Su celo a favor del

primero disgustó al segundo, que le lanzó algunos epigramas

mordaces, a que se guardó de responder. «Es peligroso», decía,

«escribir contra el que puede proscribir». Disgustado de las locuras

de Antonio, se retiró de la vida pública. Convidado por Octavio a

seguir sus banderas contra el temerario triunviro: «No quiero»,

dijo, «parecer ingrato a un hombre que me ha hecho beneficios,

aunque después los haya borrado con injurias que pocos conocen: seré

víctima del vencedor». Augusto vencedor estimaba la entereza de

Polión, que no quiso jamás adularle; pero no le amaba. Polión volvió

al foro; abrió en su casa una escuela de declamación; fundó una

biblioteca para el uso público, adornada de bellas estatuas, entre

las cuales colocó la de Varrón, su rival en estudios, proscrito por

los triunviros; finalmente, fue uno de los más liberales protectores

de los talentos. Murió a la edad de ochenta y cuatro años: orador

notable por la invención, el esmero, que rayaba en nimio, el juicio

y el espíritu; pero tan distante del brillo y dulzura de Cicerón,

como si hubiera existido un siglo antes; historiador de las guerras

civiles; poeta, trágico, filólogo, crítico tan delicado, que hallaba

defectos en el estilo de los Comentarios de César, y acusó de

patavinidad a Tito Livio, bien que se duda si aludiese en esto a la

parcialidad de los paduanos a Pompeyo, o a ciertos resabios de

provincialismo en el lenguaje. Finalmente, escribió un libro contra

el historiador Salustio, en cuyo estilo censuraba la afectación de

voces y frases anticuadas, de lo que él mismo no estaba exento.

Mesala (Publius Valerius Mesala Corvinus), de familia ilustre, peleó

en Filipos contra la facción de Octavio. Muertos Bruto y Casio,

trató con Antonio, a quien abandonó después, cuando le vio olvidarse

de Roma y de sí mismo en brazos de Cleopatra. Ligóse entonces con

Augusto, que le dispensó su amistad y confianza. Murió a la edad de

setenta años, tan completamente desmemoriado, que ni aun de su

nombre se acordaba. Fue amigo de Polión, Horacio y Tibulo. Séneca,

Quintiliano y los dos Plinios elogian altamente sus composiciones,

sobre todo, por la corrección y elegancia. Además de sus oraciones y

declamaciones, dejó un libro de Genealogía sobre las familias

romanas, otro sobre los auspicios, de que estaba perfectamente

instruido por haber sido miembro del colegio de los augures más de

cincuenta años, y varios sobre la gramática. De todos estos

oradores, no quedan más que uno u otro fragmento.

Entre las epístolas de Cicerón, se conservan muchas de sus

corresponsales; y vemos en ellas una muestra de la alta cultura a

que había llegado aquel pueblo. Allí, viven para nosotros, allí

hablan César, Pompeyo, Catón, Bruto, Casio, Marco Celio, el

jurisconsulto Servio Sulpicio, y varios otros personajes de cuenta,

nada indignos de figurar, por la nobleza y elegancia del estilo, aun

al lado del ilustre orador. Merece leerse, entre todas la

consolatoria de Sulpicio a Cicerón contristado por la pérdida de su

hija Tulia. Bossuet no habló con más elevación sobre la instabilidad

de las dichas humanas; y un alma romana no pudo reprobar con más

dignidad, ni con más miramiento aquella inmoderada aflicción por una

desgracia doméstica en medio de tantos infortunios de la patria.

Resta para completar este cuadro, decir algo de la gramática y la

retórica. Nigidio Figulo (Publius Nigidius Figulus) fue un senador

distinguido que en la guerra civil abrazó el partido de Pompeyo y

murió desterrado. Fue el émulo de Varrón en la variedad de

conocimientos y obras. Hizo un estudio particular de la astrología.

Escribió un tratado completo de gramática en treinta libros, otro

sobre los animales, otro sobre los vientos, otro sobre la esfera,

otro sobre los augures, y otro, en fin, sobre los dioses; de todo lo

cual sólo quedan esparcidos fragmentos. De Varrón, autor de varias

obras de gramática, y de Julio César, que escribió un tratado sobre

la Analogía de la lengua latina, hablaremos más adelante. De los de

oratoria de Cicerón, ya hemos hablado. Se ha mencionado también a

Mesala Corvino, que escribió sucintamente sobre varias materias

gramaticales, y hasta sobre letras particulares, según Quintiliano.

Verrio Flaco (Verrius Flaccus), liberto, fue maestro de gramática y

preceptor de los dos Agripas, Cayo y Lucio, nietos de Augusto, que

le permitió establecerse con su escuela en el mismo palacio

imperial, pero a condición de no recibir más alumnos. El emperador

le pagaba anualmente cien mil sestercios. Murió muy anciano; y se le

erigió una estatua en Preneste, en un edificio semicircular, en que

estaban incrustadas doce tablas de mármol, y esculpidos en ellas los

Fastos o calendario romano, según la redacción de Verrio, a quien

Augusto había dado este encargo. Finalmente, escribió varias obras

históricas y gramaticales. La más considerable de todas fue la De

verborum significatione, de la cual queda un compendio hecho en el

siglo III por el célebre filólogo Festo, compendiado de nuevo por

Paulo Diácono en el siglo VIII.

No se sabe a quién perteneciera el tratado de retórica Ad Herennium,

que suele hallarse en las colecciones de las obras de Cicerón.

Algunos lo atribuyen con harto débiles fundamentos a un L.

Cornificio, que fue partidario de Octavio y cónsul el año 718 de

Roma. Es de corto mérito por las ideas y el estilo; y parece extraño

que dos hombres tan instruidos como San Jerónimo y Prisciano

pudieran adjudicarlo a Cicerón.

 

 

 

IX

TERCERA ÉPOCA: HISTORIA, ANTIGÜEDADES, GEOGRAFÍA

En esta época, cultivaron los romanos la historia con ardor y con el

más feliz éxito, bien es verdad que Mácer y Sisenna, que florecían a

los principios de ella, adolecen todavía de la aridez y tosquedad de

sus predecesores. De Mácer, dice Cicerón que era nimio y hasta

desvergonzado en sus arengas; pero que no le faltaba locuacidad y

cierto tinte de agudeza vulgar. A Cornelio Sisenna, amigo de Mácer,

se le tachaba de puerilmente afectado, y sin embargo, se le

consideraba como superior a todos los que le habían precedido.

Sisenna tradujo también del griego algunas de aquellas novelas

licenciosas que se llamaron cuentos milesios.

Sabido es que el dictador Sila, abdicando esta suprema magistratura,

se retiró a su casa de campo cerca de Cumas, donde repartía su

tiempo entre la pesca, la caza, el paseo, la mesa y la composición

de sus Memorias, a que dio la última mano precisamente el día antes

de su muerte. Plutarco nos ha conservado las últimas líneas; y en

ellas se echa de ver la inconcebible superstición del tirano, su

ciega confianza en la fortuna y una seguridad de conciencia que

espanta después de tantos hechos atroces. «Anoche» dice, «vi en

sueños a uno de mis hijos muerto hace poco, que me tenía la mano, y

me señalaba con el dedo a mi madre Metela, exhortándome a dejar los

negocios, y a que fuera a descansar con ellos en el seno del reposo

eterno. Termino mi vida, del mismo modo que me lo profetizaron los

caldeos, en la flor de mi prosperidad, después de haber vencido a la

envidia con mi gloria». Escribió estas Memorias en griego; y sólo

quedan de ellas los fragmentos que copia Plutarco (Du Rozoir en la

Biographie Universelle). El dictador, enemigo irreconciliable de la

plebe, quiso sin duda hablar en ellas a la aristocracia romana, en

cuya educación entraba ya como parte indispensable el conocimiento

de la lengua griega.

El primer nombre célebre que presenta la historia romana es el de

Marco Terencio Varrón. Nació hacia el año 116 a. C. Erudito en la

literatura de su nación y la griega, amigo de Cicerón, que le dedicó

sus Cuestiones Académicas a su vuelta de Atenas, entró en la carrera

pública, en que ejerció varios cargos honrosamente, y no sin

peligro. En la guerra contra los piratas, mandó una flota griega; y

se distinguió por su valor. Casi septuagenario cuando estalló la

guerra civil entre Pompeyo y César, tomó el partido del primero, a

quien sirvió en España, aunque con poco celo, y consultando

demasiado las vicisitudes de la fortuna. Entregóse, por fin, a

César, que le permitió volver a Italia. Retiróse a su casa de campo;

y consagrado enteramente a las letras, no se dejó ver en Roma, hasta

que tranquilizaron sus inquietudes la magnanimidad y clemencia del

dictador, que le favoreció con su amistad, y le dio el encargo de

establecer una biblioteca pública. A la edad de setenta y cuatro

años, fue puesto por los triunviros en la tabla de los proscritos,

sin otro motivo, que sus antiguas conexiones con Pompeyo, la amistad

de Cicerón, su mérito personal, y sus riquezas, que eran

considerables. Su copiosa y escogida biblioteca fue saqueada

entonces, como sus cuatro hermosas casas de campo. Varrón, con todo,

pudo salvar su vida, escondido en la casa de un amigo fiel (Caleno)

hasta que logró se borrara su nombre de la lista fatal. Pasó el

resto de sus días en el retiro; recobró una parte de sus bienes y de

su biblioteca; rodeado de hombres instruidos, ocupado en tareas

literarias, vivió hasta la edad de noventa años, después de haber

escrito, según Aulo Gelio, cerca de quinientos libros o tratados,

cuya variedad de materias le granjeó el título de poligrafísimo.

Escribió sobre la música, sobre la astrología, sobre la geometría,

sobre la arquitectura, sobre los augures, sobre los teatros, sobre

las bibliotecas, sobre las familias troyanas, sobre los orígenes de

Roma, sobre el culto de los dioses, sobre filosofía, sobre las

comedias de Plauto, elogios de hombres ilustres, la sátira menipea,

de que hemos hablado en otra parte, su propia vida, anales romanos,

cartas eruditas, veinticinco libros de antigüedades humanas,

dieciséis de antigüedades divinas y varias otras obras, de todo lo

cual lo que ha llegado a nosotros cabría fácilmente en un solo

volumen. De sus dos tratados De la lengua latina, se conserva mucha

parte, instructiva sin duda, pero que no da una idea muy ventajosa

del juicio de Varrón, censurado ya de los antiguos por lo caprichoso

y fantástico de sus etimologías. Consérvase también su tratado de

Agricultura, compuesto a la edad de ochenta años, y dedicado a su

mujer. Se admiraba el gran saber de Varrón, pero no su estilo; y

tenemos sobrado motivo para creer que fue un compilador laborioso,

pero sin talento y sin crítica. Gozaba, con todo, de bastante

autoridad en el siglo de Augusto.

Coetáneos de Cicerón, fueron también dos de los historiadores

clásicos de Roma, Salustio y César.

Cayo Salustio Crispo nació en Amiterno en el país de los sabinos el

año 667 de Roma, 85 a. C., de familia plebeya y sin ilustración.

Educáse en Roma. Sus costumbres fueron tan licenciosas, como

insensata su profusión. Fue elegido cuestor y tribuno del pueblo; y

en este último carácter, tomó parte en los alborotos de Clodio, que

terminaron en el destierro de Milón. Los censores Apio Claudio y

Pisón le borraron de la lista de los senadores por su depravada

conducta; y entonces fue cuando escribió la historia de la

conjuración de Catilina, de la cual había sido testigo ocular. En la

guerra civil que poco después sobrevino, siguió el partido de César,

que le hizo sucesivamente cuestor, pretor y procónsul de Numidia,

donde adquirió una fortuna inmensa con las más escandalosas

extorsiones y peculados. Acusado por estos delitos, sobornó a los

jueces y fue absuelto. Con el fruto de sus depredaciones, se hizo

construir en el monte Quirinal un magnífico palacio y espaciosos

jardines, adornados de estatuas, cuadros, vasos y muebles preciosos,

y cuanto las artes pueden producir de exquisito y raro. Aun hoy se

conserva el nombre de los jardines de Salustio; y del sitio que

ocupaba, se ha desenterrado una gran parte de las reliquias del arte

antiguo que hoy se conservan. Este suntuoso edificio fue después

habitado por Vespasiano, Nerva, Aureliano y otros emperadores, que

aumentaron su magnificencia. Salustio compró, entre otras, la bella

casa de campo de César en Tívoli. Entregado al placer y a la

disolución, siguió declamando con vehemencia en sus escritos contra

la corrupción de las costumbres y la prevaricación de los

magistrados que se enriquecían por medios criminales. Murió en 35 a.

C., a la edad de cincuenta y un años. Nos quedan dos obras suyas, la

historia citada De la Conjuración de Catilina, y la de la Guerra de

Yugurta, que compuso después de su vuelta de África. Escribió

también una historia romana, que contenía los sucesos del tiempo

intermedio entre las dos obras precedentes, y de la que sólo quedan

fragmentos, entre otros, la célebre carta en que Mitrídates

desenvuelve los proyectos ambiciosos de Roma. «La cualidad dominante

de Salustio», dice el juicioso Rollin, «es la concisión. Su estilo

es como un río, que, encerrando su agua en un cauce angosto, aumenta

en profundidad, y sostiene más pesadas cargas. No se sabe qué

admirar más en este escritor, si las descripciones, los retratos de

personajes o las arengas». Es también digna de notarse la diversidad

de plan de las dos historias. En la primera, que es un hecho único,

la narración es rápida, sustanciosa; camina aceleradamente a su fin,

de un modo enteramente dramático. La segunda, mezclada de guerras

extranjeras, alteraciones civiles, acciones y discursos, comportaba

una manera más amplia y más abundantes pormenores. Compuesta en la

madurez del talento, y después de prolijas investigaciones de

localidades, tradiciones y memorias, se mira como una obra maestra

del género histórico. Allí es donde se nos presenta la pintura más

acabada del carácter romano y de los principios que animaban a las

facciones. Allí es donde se exaltan con más vivos colores las

costumbres antiguas, y la corrupción de aquel siglo, y

particularmente de los grandes, de su insaciable codicia y de sus

indignas concusiones. Se le han censurado sus introducciones como

extrañas al asunto, sus demasiado largas arengas, sus arcaísmos y

helenismos. En sus Cartas a César sobre el gobierno del estado, hay

bellas ideas, y se disciernen precisamente las causas verdaderas de

la corrupción nacional; pero no se ve ya allí aquel hombre que tanto

abominaba del poder arbitrario: todo respira la lisonja, el espíritu

de partido y la pasión. (Noël, Biographie Universelle).

No hay para qué detenernos en la biografía de César, enteramente

ligada con las últimas agonías de la república romana, a que él dio

el golpe mortal, quizá necesario. ¿Para quién no es el nombre de

César el timbre del genio militar, político y literario, combinados

como no lo han sido jamás en hombre alguno, de la magnanimidad y

clemencia en el ejercicio del supremo poder, de la elevación de

ideas, de la exquisita elegancia y buen gusto, conjunto único de

cualidades superiores que cada una hubiese podido inmortalizarle

sola? César pagó tributo, como casi todos sus célebres

contemporáneos, a la disolución de su siglo; y para salir a su

gobierno de España, tuvo que recurrir a la amistad de Craso, que se

constituyó su fiador para con sus numerosos acreedores por

cantidades considerables. Para satisfacerles, impuso violentas

contribuciones a la Galicia y la Lusitania; y a su vuelta de la

provincia, pagadas sus deudas, era todavía bastante rico para vivir

con esplendor y favorecer liberalmente a sus partidarios y

criaturas. La misma conducta observó después en sus otras

conquistas. Hizo un trafico de la paz y la guerra; no perdonó ni a

los templos, ni a las tierras de los aliados. Subyugó las Galias;

pero no se debe disimular que derramó allí la sangre humana a

torrentes. La naturaleza le había dado un aire de imperio y una

dignidad imponente: una voz sola suya bastaba para apaciguar un

motín. De la actividad prodigiosa de su alma (monstrum activitatis,

le llama Cicerón) puede formarse idea considerando que, ocupado en

la guerra, cuyas operaciones dirigía con una celeridad a que debió

muchas veces la victoria, llevaba el hilo de las intrigas de Roma en

activas y numerosas correspondencias, cultivaba las letras y las

ciencias, y hallaba todavía tiempo para la amistad y los placeres. A

él se debe la corrección del calendario romano, que estaba en la

mayor confusión. Comenzó entonces la intercalación de un día más

cada cuatro años en el mes de febrero. Escribió sobre gramática,

literatura y astronomía. Los versos suyos que se conservan

manifiestan que no careció de talento para la poesía. En la oratoria

no fue inferior, sino a Cicerón, a quien se aventajó, sin embargo,

por aquella purísima severidad de estilo, que le hace

incontestablemente el más ático de los prosadores romanos, como

entre los poetas Terencio, de quien era apasionadísimo. De sus

obras, fuera de unos pocos versos y de algunas cartas, no quedan más

que sus Comentarios de la guerra con los galos y de la guerra civil.

De la primera, dice Cicerón: «su estilo es puro, fluido, sin

ornamentos oratorios, y por decirlo así, desnudo. Se ve que el autor

ha querido solamente dejar materiales para que otros escriban la

historia; y no faltarán tal vez escritores de poco juicio que

quieran bordar esta tela; pero los hombres sensatos se guardarán

bien de poner la mano en ella, porque a la historia lo que más

agrada es esa pura y transparente concisión». A los tres libros

sobre la guerra civil, se agregan ordinariamente uno sobre la guerra

de Alejandría, otro sobre la guerra africana, y otro sobre la de

España, atribuidos a Hircio.

Aulo Hircio, de ilustre familia romana, sirvió a las órdenes de

Julio César en las Galias y fue amigo y discípulo de Cicerón. Siendo

cónsul, marchó contra Antonio, que sitiaba a Bruto en Módena y le

venció; pero fue herido y muerto en la acción. El autor se excusa de

haber osado continuar una obra tan perfecta, como la de César; pero

su trabajo no carece de mérito, bien que el libro de la guerra de

España es bastante inferior a los otros dos, y varios críticos

juiciosos lo miran como un simple diario, escrito por algún soldado,

que fue testigo ocular de los hechos.

Cornelio Nepote no es un historiador de la categoría de César o de

Salustio; y según ha llegado a nosotros, no parece corresponder al

juicio de su amigo Ático, que le miraba como el mejor de los

escritores romanos después de Cicerón.

Nació en Hostilla, cerca de Verona; vivió antes y después de la

dictadura de César; Catulo le dedicó un bello epigrama. Ático y

Cicerón le trataron con singular amistad y confianza. No ejerció

ningún cargo publico. Murió envenenado por el liberto Calístenes,

dejando una reputación sin mancha, y varias obras históricas, a

saber: un libro De Ejemplos, Los Grandes Capitanes, una biografía de

Catón el Censor, compuesta a ruego de Ático, otra de Cicerón, un

libro de Cartas a Cicerón, y una Historia Universal desde los

tiempos más remotos hasta el suyo. De todo esto, no quedan más que

las Vidas de los Grandes Capitanes, y aun se duda si las tenemos

como las compuso el autor, o compendiadas por un gramático de la

edad de Teodosio, Emilio Probo, bajo cuyo nombre se publicaron. Si

Probo no hizo más que copiarlas, como parece por la pura latinidad,

por la nitidez del estilo, es preciso confesar que faltaron a

Cornelio Nepote conocimientos profundos de historia, y aquella

amplitud de ideas, que constituye una de las cualidades esenciales

del historiador. Confunde a Milcíades, hijo de Cinón, con Milcíades,

hijo de Ciptelo; y se le acusa de haberse dejado arrastrar por la

afición a lo maravilloso y por mentirosas apariencias de virtud. Su

mejor biografía era la de Tito Pomponio Arico, agregada a la de los

Grandes Capitanes.

Grande es la distancia entre Cornelio Nepote y Tito Livio, de quien

vamos a hablar. Nació en Padua. Tuvo un hijo y una hija; y escribió

al primero una carta sobre los estudios de la juventud. Quintiliano

la elogia. Compuso también algunos tratados y diálogos filosóficos,

que dedicó al emperador Augusto. Pero la obra que le ha hecho

inmortal es su Historia de Roma, en ciento cuarenta libros, que

comprenden desde la venida de Eneas a Italia hasta pocos años antes

de la era cristiana. La amistad de Augusto no alteró la

imparcialidad del historiador; alabó a Bruto y a Casio, a Cicerón y

a Pompeyo, lo que fue causa de que Augusto le diese chanceándose el

título de pompeyano. Este príncipe le confió la educación del joven

Claudio, después emperador. Muerto Augusto, volvió a Padua, donde

vivió hasta la edad de setenta y seis años. Treinta y cinco sólo nos

quedan de los ciento cuarenta libros de su historia; y aun esos no

todos completos.

En todos tiempos, ha sido grandemente admirada la historia romana de

Tito Livio; y quizá en ninguno más que en el nuestro. «Los griego»

dice el voto más competente en la materia, el célebre historiador y

anticuario Niebuhr, «no tienen nada que comparar con esta obra

maestra colosal. Ningún pueblo moderno ha producido en este género

cosa alguna que pueda ponerse a su lado. Ninguna pérdida de cuantas

ha sufrido la literatura romana es tan lamentable, como la que ha

mutilado esta historia. La naturaleza le había dotado de un

brillantísimo talento para apoderarse de las formas características

de la humanidad y representarlas en una pintoresca narración con

toda la imaginación de un poeta». Quintiliano encuentra la manera de

Tito Livio tan pura y perfecta, como la de Cicerón; su narración,

interesante, y de la más diáfana claridad; sus arengas, elocuentes

sobre toda expresión, y perfectamente adaptadas a las personas y

circunstancias. Le halla sobre todo admirable en la expresión de

afectos suaves y tiernos. Su estilo, dice el escritor que nos sirve

de guía, es vario al infinito, y siempre igualmente sostenido;

sencillo sin bajeza, elegante y adornado sin afectación, grande y

sublime sin hinchazón, abundante o conciso, dulce o fuerte, según lo

exige el asunto. Sus arengas no son accesorios superfluos, puesto

que contribuyen a pintarnos los personajes y los hechos, ni se

oponen a la fidelidad de la historia, pues ya sabemos el uso

frecuente que se hacía de la oratoria en la tribuna, en las piezas,

y hasta en el campo de batalla. Se le tacha con algún fundamento de

un excesivo amor a la antigua república y de una perpetua admiración

a la grandeza de los romanos. En cuanto al grado de fe que

merezca...

 

 

 

JUICIO SOBRE LAS OBRAS POÉTICAS DE DON NICASIO ÁLVAREZ DE CIENFUEGOS

Los antiguos poetas castellanos (si así podemos llamar a los que

florecieron en los siglos XVI y XVII) son en el día poco leídos, y

mucho menos admirados; quizá porque sus defectos son de una especie

que debe repugnar particularmente al espíritu de filosofía y de

regularidad que hoy reina, y porque el estudio de la literatura de

otras naciones, y particularmente de la francesa, hace a nuestros

contemporáneos menos sensibles a bellezas de otro orden. Nosotros

estamos muy lejos de mirar como modelos de perfección la mayor parte

de las obras de los Quevedos, Lopes, Calderones, Góngoras, y aun de

los Garcilasos, Riojas, y Herreras. No temeremos decir, con todo,

que, aun en aquellas que abren ancho campo a la censura (las

dramáticas, por ejemplo), se descubre más talento poético que en

cuanto se ha escrito en España después acá. Quizá pasaremos por

críticos de un gusto rancio, o se nos acusará de encubrir la

detracción de los vivos bajo la capa de admiración a los muertos:

Ingeniis non ille favet, plauditque sepultis;

Nostra sed impugnat, nos nostraque lividus odit.

Horacio.

Pero, juzgando por la impresión que hace en nosotros la lectura,

diríamos que en los antiguos hay más naturaleza, y en los modernos

más arte. En aquéllos, encontramos soltura, gracia, fuego,

fecundidad, lozanía, frecuentemente irregular y aun desenfrenada,

pero que en sus mismos extravíos lleva un carácter de grandeza y de

atrevimiento que impone respeto. No así, por lo general, en los

poetas que han florecido desde Luzán. Unos, a cuya cabeza está el

mismo Luzán, son correctos, pero sin nervio; otros, entre quienes

descuella Meléndez, tienen un estilo rico, florido, animado, pero

con cierto aire de estudio y esfuerzo y con bastantes resabios de

afectación. Nos ceñiremos particularmente a los de esta segunda

escuela, que es a la que pertenece Cienfuegos. Hay en ellos copia de

imágenes, moralidades bellamente amplificadas, y sensibilidad a la

francesa, que consiste más bien en analizar filosóficamente los

afectos, que en hacerles hablar el lenguaje de la naturaleza; pero

no hay aquel vigor nativo, aquella tácita majestad que un escritor

latino aplica a la elocuencia de Homero, y que es propia, si no nos

engañamos, de la verdadera inspiración poética: al contrario, se

percibe que están forcejando continuamente por elevarse; el tono es

ponderativo, la expresión enfática. El lenguaje tampoco está exento

de graves defectos; hay ciertas terminaciones, ciertos vocablos

favoritos que le dan una no lejana afinidad con el culteranismo de

los sectarios de Góngora; hay un prurito de emplear modos de decir

anticuados, que hacen muy mal efecto al lado de los galicismos que

no pocas veces los acompañan; en fin, por ennoblecer el estilo, se

han desterrado una multitud de locuciones naturales y expresivas, y

se ha empobrecido la lengua poética.

No por eso dejamos de hacer justicia al mérito de algunas

producciones en que el ingenio moderno se eleva con facilidad, o

juega con gracia y ligereza, calidades que recomiendan

particularmente a Meléndez. Pero estas son más bien excepciones: el

gusto dominante no es el de la noble simplicidad; el estilo no es

natural.

Don Nicasio Álvarez de Cienfuegos es uno de los poetas modernos que

han logrado más celebridad. Sus obras poéticas (nos referimos a la

segunda edición publicada en Madrid, en la imprenta real, el año de

1816) suministran bastantes ejemplos de las bellezas y defectos que

caracterizan a la época presente del arte en España. Principiaremos

por sus anacreónticas, que no nos parecen tan agradables como las de

Meléndez. La primera, sobre todo, es desmayada, contribuyendo quizá

al poco gusto con que se lee, las alabanzas que el poeta se da a sí

mismo, y lo que en ésta, como en otras partes de sus obras, nos

pondera su sensibilidad y ternura. Pero la segunda, intitulada Mis

Transformaciones, tiene mérito. La copiaremos aquí en obsequio de

nuestros lectores americanos.

   ¡Oh! ¡si a elegir los cielos

me diesen una gracia!

Ni honores pediría,

ni montes de oro y plata.

Ni ver el orbe entero

postrado ante mis plantas

después de cien victorias

sangrientas e inhumanas.

Ni de laurel ceñido

al templo de la fama,

con una estéril ciencia

orgulloso, me alzara.

Gocen en tales dones

los que infelices aman

comprar con su reposo

los sueños de esperanzas.

Yo, que mis días cuento

por mis amantes ansias,

a mi placer pidiera

que mi ser se mudara.

Cuando mi bien al valle

desciende en la alborada,

allí al pasar me viera

rosita aljofarada:

rosita, que modesta

con süave fragancia

atrayendo, a sus manos

me diera sin picarla...

Después, después ¿qué hiciera?

Sombra fugaz y vana

un sol no más sería

mi gloria y mi esperanza.

Tan pasajeros gozos

no, rosas, no me agradan.

Adiós, que al aire tiendo

mis rozagantes alas.

Mariposilla alegre,

imagen de la infancia,

en inquietud eterna

iré girando vaga.

Bien como el iris bella,

frente a mi dulce Laura

en un botón de rosa

me quedaré posada.

Ella querrá cogerme;

y con callada planta

vendrá, y huiré, y traviesa

la dejaré burlada.

¿Y si el rocío moja

mis tiernecitas alas?

Me sigue, soy perdida,

me prende y me maltrata.

¡Si al menos expirando

con trémulas palabras

pudiese venturoso

decirla: Yo te amaba!

No, cefirillo suelto

volaré a refrescarla

cuando el ardiente agosto

las praderas abrasa.

Ya enredaré jugando

sus trenzas ondeadas;

ya besaré al descuido

sus mejillas de nácar.

Ora en eternos giros

cercando su garganta,

en sus hibleos labios

empaparé mis alas.

O bien, si allá en la siesta

dormida en paz descansa,

yo soplaré en su frente

mis más süaves auras.

Y cuando más se pierda

su fantasía vaga,

umbrátil sueñecito

me iré a ofrecer a su alma.

¡Oh! ¡Cuánta dulce imagen,

cuántas tiernas palabras

allí diré, que el labio

quiere decirla, y calla!

Más favorable acaso

que pienso yo, a mis ansias

sonreirá, ¿quién sabe

si mis cariños paga?

¡Oh! ¡si a mi amor eterno

correspondieses, Laura!

Por todo el universo

mi dicha no trocara.

Ídolo de mis ojos,

diosa de toda mi alma,

¡pagárasme! y al punto

cesaran mis mudanzas.

No sabemos si la lengua castellana permite el uso intransitivo de

gozar en la significación de gozarse, cual se ve en esta

anacreóntica, y en otros pasajes de Cienfuegos; pero si ha existido

jamás, no vale la pena de resucitarlo. Una crítica severa reprobará

que el poeta se transforme en rosita, y que nos diga tan

almibaradamente en un romance (página 28):

La vi, resistí, no pude

¡Es tan tiernecita mi alma!

y que use tantos diminutivos en ito, que dan al estilo una blandura

afectada y empalagosa. Cienfuegos tiene también su buena provisión

de sudoroso, ardoroso, candoroso, perenal, aimé, doquier, y otros

vocablos que esta escuela ha tomado bajo su protección. Pero nuestro

autor usa a veces doquier en el sentido de doquiera que; elipsis

dura, de que no recordamos haber visto ejemplo en los escritores que

fijaron la lengua:

Mudanzas tristes reparo

doquier la vista se torna. - (Página 37).

Doquier envío

los mustios ojos, de tu antorcha ardiente

me cerca el resplandor. - (Página 79).

Otras novedades hallamos en su lenguaje que nos disuenan. Tales son

noche deslunada por noche sin luna, desoír por no oír, despremiada

por no premiada; vocablos impropiamente formados, porque des no

significa carencia, sino privación o despojo de lo que se goza o se

tiene. Tal es yazca, subjuntivo de yacer, que no se hallará en

ningún autor castellano de los buenos tiempos, pues se dijo yago y

yaga, como hoy se dice hago y haga. Tal es a par en el sentido de a

o hacia, siendo así que sólo significa igualdad o proximidad:

¡Ay, qué valieron mis victorias bellas!

Recogiéndolas hoy marché con ellas

a par del sesgo río,

y de una en una las eché en sus ondas. - (Página 158).

Tal es la locución optativa ojalá quien, no sólo inautorizada, pero

absurda:

¡Ojalá quien me diera

que en el lugar de Alfonso padeciera!

Tales son los adjetivos calmo y favonio, empampanado por pampanoso,

aridecer, palidecer, rosear, intornable, primaveral, abismoso, y

otras voces que no enumeramos por evitar prolijidad, si bien algunas

de éstas, aunque no reconocidas por la academia, pudieran admitirse

por ser de suyo claras, y porque excusan circunlocuciones incómodas.

Entramos en estas menudencias, no porque tengamos gusto en sacar a

plaza los descuidos y errores (si acaso lo son) de un escritor

respetable, sino porque tales innovaciones, lejos de enriquecer el

idioma, confunden las acepciones recibidas, y dañan a la claridad,

prenda la más esencial del lenguaje, y, por una fatalidad del

castellano, la más descuidada en todas las épocas de su literatura.

Cienfuegos tradujo algunas odas de Anacreonte; pero, aunque más

fiel, no fue tan feliz como Villegas, que representa, por lo común,

bastante bien el espíritu de su original, y acaso no nos dejara que

desear, si a lo ligero y festivo del lírico griego no sustituyera

algunas veces lo burlesco, o lo conceptuoso. Cienfuegos, que no

incurre en estos defectos, adolece de otro peor, que es la falta de

movimiento y de gracia. Sus romances tienen mucho más mérito: el del

Túmulo, sobre todo, nos parece lindísimo. Por esto, y por ser uno de

los más cortos, lo insertaremos todo:

   ¿No ves, mi amor, entre el monte

y aquella sonora fuente

un solitario sepulcro

sombreado de cipreses?

¿Y no ves que en torno vuelan

desarmados y dolientes

mil amorcitos, guiados

por el hijo de Citeres?

Pues en paz allí cerradas

descansan ya para siempre

las silenciosas cenizas

de dos que se amaron fieles.

Éramos niños nosotros,

cuando Palemón y Asterie

llenaron estas comarcas

de sus cariños ardientes.

No hay olmo que en su corteza

pruebas de su amor no muestre:

Palemón los unos dicen,

los otros claman Asterie.

Sus amorosas canciones

todo zagal las aprende;

no hay valle do no se canten

ni monte do no resuenen.

Llegó su vejez, y hallólos

en paz, y amándose siempre:

y amáronse, y expiraron;

pero su amor permanece.

¿Te acuerdas, Filis, que un día,

simplecillos e inocentes,

los oímos requebrarse

detrás de aquellos laureles?

¡Cuántas caricias manaban

sus labios! ¡cuántos placeres!

¡Cuánta eternidad de amores

juraba su pecho ardiente!

Al verlos, ¿te acuerdas, Filis,

o tan preciosas niñeces

volaron, que me dijiste,

deshojando unos claveles:

-Yo quiero amar; en creciendo

serás Palemón, yo Asterie,

y juraremos cual ellos

amarnos hasta la muerte?-

Mi Filis, mi bien, ¿qué esperas?

El tiempo de amar es éste;

los días rápidos huyen,

y la juventud no vuelve.

No tardes; ven al sepulcro

donde los pastores duermen,

y, a su ejemplo, en él juremos

amarnos eternamente.

Pero los sujetos más predilectos de esta escuela son los morales y

filosóficos. Los poetas castellanos de los siglos XVI y XVII los

manejaron también, ya bajo la forma de la epístola; ya, como Luis de

León, en odas a la manera de Horacio, donde el poeta se ciñe a la

efusión rápida y animada de algún afecto, sin explayarse en

raciocinios y meditaciones; ya en canciones, silvas, romances, etc.

Nunca, sin embargo, han sido tan socorridos estos asuntos como de

algunos años a esta parte. Poemas filosóficos, decorados con las

pompas del lenguaje lírico, y principalmente en silvas, romances

endecasílabos, o verso suelto, forman una parte muy considerable de

los frutos del Parnaso castellano moderno. Varias causas han

contribuido a ponerlos en boga. El hábito de discusión y análisis

que se ha apoderado de los entendimientos, el anhelo de reformas que

ha agitado todas las sociedades y llamado la atención general a

temas morales y políticos, el ejemplo de los extranjeros, la

imposibilidad de escribir epopeyas, lo cansadas que han llegado a

sernos las pastorales, y lo exhaustos que se hallan casi todos los

ramos de poesía en que se ejercitaron los antiguos, eran razones

poderosas a favor de un género, que ofrece abundante pábulo al

espíritu raciocinador, al mismo tiempo que abre nuevas y opulentas

vetas al ingenio. Muchos censuran ésta que llaman manía de filosofar

poéticamente y de escribir sermones en verso. Pero nosotros estamos

por la regla de que

Tous les genres sont bons, hors le genre ennuyeux,

y por tanto pensamos que la cuestión se reduce a saber si este

género es, o no, capaz de interesarnos y divertirnos. Las obras de

Lucrecio, Pope, Thompson, Gray, Goldsmith, Delille, nos hacen creer

que sí; y en nuestra lengua aun dejando aparte los divinos rasgos

con que la enriquecieron los Manriques, los Riojas, los Lopes, y

juzgando por las mejores obras de Quintana, Cienfuegos, Arriaza, y

sobre todo Meléndez, nos sentiríamos inclinados a decidir por la

afirmativa.

Cienfuegos halló aquí un gran campo en que dar rienda a su genio

naturalmente propenso a lo serio y sublime. Sus obras de esta

especie están sembradas de bellas imágenes y de pasajes afectuosos.

Citaremos en prueba de ello La Escuela del Sepulcro, a la marquesa

de Fuertehíjar, con motivo de la muerte de su amiga la marquesa de

las Mercedes, y en particular los versos siguientes:

   El bronco son que tus oídos hiere

es la trompeta de la muerte, el doble

de la campana que terrible dice:

fue, fue tu amiga. La que tantas veces

te vio, y te habló, y en sus amantes brazos

tan fina te estrechó, y en tus mejillas

su cariño estampó con dulces besos;

la que en su mente consagró tu imagen,

y en cuyo corazón un templo hermoso

te erigió la amistad, do siempre ardía

tanto y tan puro amor, ya por las olas

fue de la eternidad arrebatada:

ahora mismo a su cadáver yerto,

en estrecho ataúd aprisionado,

alumbrarán con dolorosa llama

tristes antorchas del color que ostentan

las mustias hojas, que al morir otoño

del árbol paternal ya se despiden.

Ahora mismo yacerá en la sima

de la tumba infeliz, hollando lutos

negros, más negros que nublada noche

en las hondas cavernas de los Alpes.

En torno de ella, y apartando el rostro

de su espantable palidez, sentados

compañía la harán los que otro tiempo,

tal vez colgados de su voz, pendientes

de un giro de sus ojos, estudiaban

su voluntad para servirla humildes.

Esta será ¡ay dolor! la vez postrera

que la visiten los mortales, ésta

su tertulia final, y último obsequio

que el mundo la ha de hacer. Sí; que esos cantos

con que del templo la anchurosa mole

temblando toda en rededor retumba

su despedida son, son sus adioses,

el largo adiós final. ¡Oh tú Lorenza,

ven por la última vez, ven, ven conmigo,

y a tu amiga verás, verás al menos

el cuerpo que animó, verás reliquias

de una nada que fue! Mira que tardas,

y nunca, nunca volverás a verla,

nunca jamás; que ya sobre sus hombros

cargaron los ministros del sepulcro

el ataúd, y marchan, y descienden

con él a la morada solitaria

del oscuro no ser. Allí en los muros

cien bocas abre la insaciable muerte

por donde traga sin cesar la vida;

y a ti, ¡oh Quero infeliz! ¡oh malograda!

¡oh atropellada juventud! Caíste,

bien como flor que en su lozana pompa

hollada fue por la ignorante planta

de un pasajero sin piedad. Caíste,

y ya otro rastro de tu ser no queda

que las memorias que de ti conserven

los que te amaron. Pasarán los días,

y las memorias pasarán con ellos;

y entonces ¿qué serás? El nombre vano,

el nombre solo en tu sepulcro escrito,

con que han querido eternizar tu nada.

Tirano el tiempo insultará tu tumba,

con diente agudo roerá sus letras,

borrará la inscripción, y nada, nada

serás por fin. ¡Oh muerte impía!

¡Oh sepulcro voraz! en ti los seres

desechos caen; en ti generaciones

sobre generaciones se amontonan,

en ti la vida sin cesar se estrella;

y de tu abismo en la espantosa margen

el tiempo destructor está sañudo

arrojando los siglos despeñados.

Hallamos verdadera ternura en este otro pasaje sacado del poema

consolatorio A un amigo por la muerte de un hermano:

   ...¿Por qué lloramos,

Fernández mío, si la tumba rompe

tanta infelicidad? Enjuga, enjuga

tus dolorosas lágrimas; tu hermano

empezó a ser feliz; sí, cese, cese

tu pesadumbre ya. Mira que aflige

a tus amigos tu doliente rostro,

y a tu querida esposa y a tus hijos.

El pequeñuelo Hipólito, suspenso,

el dedo puesto entre sus frescos labios,

observa tu tristeza, y se entristece;

y, marchando hacia atrás, llega a su madre

y la aprieta una mano, y en su pecho

la delicada cabecita posa,

siempre los ojos en su padre fijos.

Lloras, y llora; y en su amable llanto

¿qué piensas que dirá? -«Padre», te dice,

«¿será eterno el dolor? ¿no hay en la tierra

otros cariños que el vacío llenen,

que tu hermano dejó? Mi tierna madre

vive, y mi hermana, y para amarte viven,

y yo con ellas te amaré. Algún día

verás mis años juveniles llenos

de ricos frutos, que oficioso ahora

con mil afanes en mi pecho siembras.

Honrado, ingenuo, laborioso, humano,

esclavo del deber, amigo ardiente,

esposo tierno, enamorado padre,

yo seré lo que tú. ¡Cuántas delicias

en mí te esperan! Lo verás: mil veces

llorarás de placer, y yo contigo.

Mas vive, vive, que si tú me faltas,

¡oh pobrecito Hipólito! sin sombra

¡ay! ¿qué será de ti huérfano y solo?

No, mi dulce papá; tu vida es mía,

no me la abrevies traspasando tu alma

con las espinas de la cruel tristeza.

Vive, sí, vive; que si el hado impío

pudo romper tus fraternales lazos,

hermanos mil encontrarás doquiera;

que amor es hermandad, y todos te aman.

De cien amigos que te ríen tiernos,

adopta a alguno; y si por mí te guías,

Nicasio en el amor será tu hermano».

Los principales defectos de este escritor son: en el estilo sublime,

un entusiasmo forzado; en el patético, una como melindrosa y femenil

ternura. Este último es, en nuestra opinión, el más grave, y ha

plagado hasta su prosa. Lo poco natural, ya de los pensamientos, ya

del lenguaje, perjudica mucho al efecto de las bellezas, a veces

grandes, que encontramos en sus obras. Mas en medio de esta misma

afectación se descubre un fondo de candor y bondad, un amor a la

virtud y a las gracias de la naturaleza campestre, que acaban

granjeándole la estimación del lector. Su moral es indulgente, y

exceptuando ciertos arrebatos eróticos, pura. Sus opiniones

políticas parecerán poco ortodoxas para un oficial de la primera

secretaría de estado, y ciertamente causará admiración que la

censura no pasase la esponja sobre las alabanzas de la Suiza (página

83), y sobre estos versos de una oda póstuma (página 162):

¿Del palacio en la mole ponderosa

que anhelantes dos mundos levantaron

sobre la destrucción de un siglo entero

morará la virtud? ¡Oh congojosa

choza del infeliz! ¡a ti volaron

la justicia y razón, desde que fiero

ayugando al humano,

de la igualdad triunfó el primer tirano!

Dejando las tragedias para ocasión más oportuna, nos despediremos de

Cienfuegos con su Rosa del desierto, que es, en nuestro sentir, de

lo mejor que hizo. Suprimimos el principio, y algunos pasajes que

pecan por los defectos que dejamos notados. El lector verá que no

hemos sido demasiado severos:

   ¡Oh flor amable! en tus sencillas galas

¿qué tienes, di, que el ánimo enajenas

y de agradable suspensión le llenas?...

Sola en este lugar, ¿cuándo, qué mano

pudo plantarte en él? ¿Fue algún amante

que, abandonado ya de una inconstante,

huyó a esta soledad, queriendo triste

olvidar a su bella,

y este rosal plantó pensando en ella?

Era un hombre de bien, del hombre amigo,

quien un yermo infeliz pobló contigo;

que, en medio a la aridez, así pareces

cual la virtud sagrada

de un mundo de maldades rodeada.

¡Ah! rosa es la virtud; y bien cual rosa,

dondequiera es hermosa,

espinas la rodean dondequiera,

y vive un solo instante,

como tú vivirás. ¡Ay! tus hermanas

fueron rosas también, también galanas

las pintó ese arroyuelo, cual retrata

en ti de tu familia la postrera.

Del tiempo fugitivo imagen triste,

él corre, correrá, y en su carrera

te buscará mañana con la aurora,

y no te encontrará, que ya esparcidas

tus mustias hojas sin honor caídas

sobre la tierra dura

el fin le contarán de tu hermosura...

¿Y qué, sola, olvidada,

sin que su labio y su pasión imprima

en ti ninguna amante

en fin perecerás sin ser llorada?

¿No volará en tu muerte

ningún ay de tristeza

de la fresca belleza

que en ti contemple su futura suerte?

¡Oh Clori, Clori! para ti esta rosa,

bella cual mi cariño,

aquí nació; la cortará mi mano,

y allá en tu pecho morirá gloriosa.

Guarda, tente, no cortes, y perdone

Clori esta vez; que por ventura injusto

bajará a este lugar algún celoso

venganzas meditando allá en la mente

de una triste inocente

que amarle hasta morir en tanto jura.

Al mirar esta rosa de repente

se calmarán sus celos, y bañado

en llanto de ternura,

maldecirá su error, y arrepentido

irá a abjurarle ante su bien postrado;

o la verá tal vez algún esposo

ya en sus carinos frío;

y, la edad de sus flores recordando

fija la mente en su marchita esposa,

clamará en su interior, también fue rosa;

y con este recuerdo dispertando

el fuego que en su pecho ya dormía,

la volverá un amor que de ella huía.

¿Y quién sabe si acaso, maquinando

la primera maldad, con torvo ceño

vendrá algún infeliz solo, perdido,

de pasiones terribles combatido?

Al llegar donde estoy, verá esta rosa,

la mirará, se sentará a su lado,

e, ignorando por qué su pecho herido

de una dulce terneza

amará, de mi flor estimulado,

la belleza moral en su belleza.

¡Ay! que del crimen al cadalso infame

tal vez este infeliz se despeñara

si esta rosa escondida

la virtud en su olor no le inspirara.

Queda, sí, queda en tu rosal prendida,

¡oh rosa del desierto!

para escuela de amor y de virtudes.

Queda, y el pasajero

al mirarte se pare y te bendiga,

y sienta y llore como yo, y prosiga

más contento su próspero camino

sin que te arranque de tus patrios lares.

¿Es tan larga tu edad para que quiera

cortarte, acelerando tu carrera?

No; queda, vive, y el piadoso cielo

dos soles más prolongue tu hermosura.

¡Puedas lozana y pura

no probar los rigores

del bárbaro granizo,

ni los crudos ardores

de un sol de muerte; ni jamás tirano

tus galas rompa el roedor gusano!

No; dura, y sé feliz cuanto desea

mi amistad oficiosa;

y feliz a la par contigo sea

la abejilla piadosa

que en tu cáliz posada

hace a tus soledades compañía.

Adiós, mi flor amada,

adiós, y eterno adiós. La tumba fría

me abismará también; mas si en mi musa

llego a triunfar del tiempo y de la muerte,

inseparable de tu dulce amigo

eternamente vivirás conmigo.

La última edición de estas poesías nos da algunas noticias

biográficas de su autor. Cienfuegos se hallaba de covachuelista en

Madrid, cuando entraron los franceses; y en esta delicada coyuntura,

manifestó sentimientos de patriotismo que le acarrearon el odio de

los usurpadores, sobre todo con ocasión de un artículo, publicado en

la Gaceta de Madrid, que revisaba Cienfuegos. Llamado y reconvenido

por Murat, le contestó con dignidad y entereza; y llevado el año

siguiente a Francia, murió, bastante joven, de resultas de las

molestias y vejaciones que padeció en el viaje. Su fallecimiento fue

en Ortez, en julio de 1809. Mr. Blaquiere, en su Revista Histórica

de la Revolución de España, le hace sobrino de Jovellanos; pero se

nos asegura que en esto hay equivocación, y que los Cienfuegos

sobrinos de este ilustre ministro, son de distinta familia.

 

 

 

ESTUDIOS SOBRE VIRGILIO, POR P. F. TISSOT

2 Tomos Octavo, París, 1825

(Artículo de M. de Pongerville en la Revista Enciclopédica, París,

Enero de 1826)

Los grandes escritores del siglo de Luis XIV conocían todo el valor

de los tesoros literarios de la antigüedad, como se echa de ver por

lo que les toman prestado tantas veces y con tanta felicidad; pero,

por lo general, se apreciaban entonces imperfectamente los sublimes

conceptos de los antiguos. Peor fue en el siglo siguiente cuando

pareció haberse olvidado que ellos eran los creadores y modelos de

las bellezas mismas que se admiraban. Fuese error, fuese cálculo, no

faltaron autores eminentes que se atreviesen alguna vez a

ridiculizarlos, y a condenarlos al olvido. Desestimados los

antiguos, dejó de cultivarse con esmero su lengua sagrada, y la

literatura careció de uno de sus más poderosos recursos. Si algún

crítico hablaba todavía de los antiguos, era sólo para sacrificarlos

a la gloria de sus contemporáneos. Esta es la más grave acusación

que puede intentarse contra el siglo XVII, al que tal vez nada

faltó, para elevarse al nivel de los siglos precedentes, sino el

conocimiento profundo de la antigüedad.

Un literato conocido por varias producciones notables quiso seguir

la senda trazada por Quintiliano, pero olvidó muchas veces su

objeto; y los aplausos de un público frívolo le alejaron demasiado

de su ilustre guía. Por otra parte, La Harpe, imbuido en las

opiniones literarias de su tiempo, estaba poco versado en los

autores griegos y romanos; y los juzgó, como a los modernos, según

el sistema de la escuela a que pertenecía.

Nada injusto es durable: apenas ha trascurrido medio siglo desde el

triunfo de aquel Aristarco, y ya vemos revocado gran número de

sentencias pronunciadas por él. Su curso de literatura, en que se

admiran el gusto puro, la desembarazada elegancia, y el brillo

ingenioso del discípulo de Voltaire, le acusa al mismo tiempo de una

culpable negligencia en el estudio de los antiguos, y presenta a

cada paso pruebas del imperio de las preocupaciones aun sobre los

grandes talentos.

De La Harpe acá, hemos visto sobrevenir causas poderosas que han

aguzado y desenvuelto la crítica, y dado a las costumbres y a la

política un gran dominio sobre la literatura. Las crisis despiertan

la atención del espíritu humano; obsérvase con ojos curiosos el

progreso y la lucha incesante de las pasiones; y el hábito de

pensar, unido a la necesidad de hacer uso de lo que se piensa,

conducen a perfeccionar el arte de dar fuerza a la palabra. Los

sucesos políticos, mudando la dirección de los espíritus, los

aficionan a estudios serios. Así se ha ensanchado entre nosotros la

esfera de los conocimientos; la verdad ha recobrado su antiguo

imperio sobre las artes; el gusto, inseparable de la razón, se ha

hecho severo; y cada cual, mediante las lecciones de la experiencia,

ha aprendido a juzgar por sí mismo. Los amigos de las letras,

restituidos a la naturaleza, percibieron todo el mérito de la

antigüedad, y reconocieron que el verdadero medio de aventajar a los

modernos era igualar a los antiguos.

Un literato, digno de apreciar los progresos de las artes y de dar

dirección al talento, y conocido ya por producciones felices, fue

elegido por el primer poeta del siglo para continuar en lugar suyo

las lecciones que aquel noble intérprete de Virgilio supo hacer tan

interesantes. M. Tissot correspondió a la confianza de su ilustre

predecesor; y comenzando maestramente su nueva carrera, se dedicó

todo entero al cultivo de las musas antiguas. Él reveló sus

venerables misterios a una juventud ansiosa de oírle; muchos jóvenes

favoritos de las musas debieron a este elocuente profesor el

desenvolvimiento de los talentos que los hacen ya la esperanza de

nuestra literatura; ninguno de ellos se apartaba de su lado, sin

sentir un vivo deseo de consagrar a las letras o a las artes el

ardiente entusiasmo que había prendido en sus almas. Vuelto, después

de sus largas tareas, al seno tranquilo de la meditación, quiso

servir a las letras desde su gabinete, como las había servido en la

cátedra. El traductor de los Besos de Juan Segundo y de las

Bucólicas compuso los Estudios Virgilianos. El sencillo título dado

a esta importante producción pudiera hacer creer que el autor sólo

trata de las bellezas de la Eneida; pero su plan, como el de

Quintiliano, abraza la literatura en toda su extensión.

Efectivamente era natural escoger por punto principal de observación

la obra del gran poeta imitador de los escritores que le

precedieron, y modelo de los que vinieron tras él. De este modo, se

procuró M. Tissot un medio cómodo de establecer el carácter relativo

de las producciones literarias de Homero a Virgilio y de Virgilio a

los modernos. No tanto se juzga en su obra, cuando se compara. Si

analiza las creaciones antiguas, les contrapone las fantasías

modernas: sus doctas investigaciones sorprenden bajo todas sus

formas los hurtos que el ingenio ha hecho al ingenio. Ni ciñe sus

cotejos a las obras que tienen analogía con la epopeya; extiéndelas

con un profundo discernimiento al poema didáctico y cíclico, al

drama, a la fábula, a la novela; en suma, recorre los diferentes

ramos de la literatura que, habiendo brotado todos de un tallo, se

alimentan de un mismo jugo materno.

Deben, pues, mirarse los Estudios Virgilianos como un curso completo

e interesantísimo de literatura antigua y moderna. El autor ha

creado un método tan nuevo como ingenioso, y agrada deleitando;

evita la aridez escolástica y la ciega admiración de los

comentadores; atrevido, pero justo, nota cuidadosamente las bellezas

y los defectos de los grandes maestros, y sabe aprovecharse

felicísimamente de unos y otros; sobre todo posee el secreto de

comunicar a los lectores su entusiasmo. Su estilo, todo de

sentimiento y verdadero, aunque florido, no deja nunca de adaptarse

a los pensamientos de los grandes escritores que saca a las tablas,

y parece como que los oímos revelarle confidencialmente las

inspiraciones de su numen. Pero dejemos que el elegante profesor

desarrolle aquí por sí mismo sus ingeniosas y profundas ideas sobre

las relaciones entre los grandes escritores de todos los tiempos y

países.

«Añadiendo las riquezas de lo presente a los tesoros de lo pasado,

acercando unos a otros en perpetuas comparaciones los principales

escritores que han ilustrado el mundo, quise valerme del progreso de

las luces, y de la autoridad concentrada de tantos admirables

ingenios para mostrar en toda su gloria, y circundada de todos los

atributos que pudiesen asegurarle nuestro respeto, aquella religión

de lo verdadero y de lo bello, que, después de haber brillado en

varias épocas con el más hermoso esplendor, parece anublarse ahora,

cubrirse de sombra, y abandonar los espíritus al escepticismo, y a

los dos extremos opuestos de incredulidad o idolatría.

»El Asia antigua fue la cuna de esta religión. El misterioso Egipto

la reveló a cierto número de ministros cautelosos, que echaron un

velo entre ella y los ojos del vulgo. Conociéronla los griegos; y

aun sembrándola de fábulas ridículas respetaron su carácter y sus

leyes. Orfeo, Lino y Museo recibieron como un don celeste sus

primeros destellos. El amor que ella inspiró al buen Hesíodo, le

hizo algunas veces admirable; ella entró en el corazón de Homero,

ella cautivó su ingenio creador; y quizá es Homero todavía su primer

pontífice, a pesar de los disfraces en que a veces la envuelve,

imponiendo silencio al murmurar de la razón. Tucídides y Jenofonte

le tributaron un homenaje puro; Esquilo tuvo con ella un comercio

desigual y sublime; Sófocles se mostró casi siempre digno intérprete

suyo; Eurípides, nacido para sentirla y practicarla, incurre

demasiadas veces en profanaciones, porque carece de conciencia

literaria. Platón se arroba a ella; pero después de haberse

remontado hasta el cielo, la deja, y siguiendo a su imaginación, se

pierde en la región de las nubes. Aristóteles, más sosegado y

severo, ofreció a la ciencia de lo verdadero y lo bello, el culto de

toda su vida; y su razón perspicaz, que jamás padeció eclipse, dicta

todavía lecciones a todos los pueblos. Un instinto sublime, la

vocación del talento, hizo a esta religión las delicias de

Demóstenes y el asunto de sus meditaciones perpetuas. Cicerón,

destinado a servirla de ministro y de intérprete, la arraigó en su

pecho por el estudio de la filosofía, y dio a la elocuencia

atractivos irresistibles: ¡dichoso, si escribiendo tan bellas

lecciones a las edades, hubiera sabido refrenar su propensión al

lujo de las palabras! Lucrecio tuvo el poder y la pasión de lo

verdadero y lo bello; mas para darles un culto digno, le faltó una

lengua más perfeccionada, y principalmente un gusto más puro.

Terencio fue fiel discípulo de lo verdadero y lo bello; pero si tuvo

más conciencia y más saber que Plauto, no tuvo igual fuerza de

imaginación. Cuando Virgilio mira a la naturaleza cara a cara;

cuando saca de sus propios estudios, o de los movimientos de su

alma, el conocimiento de las pasiones, entonces es el Rafael de la

poesía, el pintor más fiel de lo verdadero y lo bello. Dad esta

religión a Ovidio, y le haréis uno de los primeros poetas del mundo:

él conoce sus defectos como Eurípides, pero los ama, no tiene valor

para corregirse de ellos. Esta religión pide gusto y luces, que

faltaban a Lucano y a Juvenal, que delinquieron contra ella sin

conocerlo. Dante, Shakespeare y Milton, después de haberle ofrecido

el incienso del ingenio, la ofenden con impiedad, insultando a la

sana razón; pero su siglo fue más culpable que ellos... Buffon, que

es el Aristóteles, el Plinio y el Platón de los modernos, tuvo

profundamente grabada en el alma la religión de lo verdadero y lo

bello; ¿por qué, apasionado a la magnificencia, no tomó de la

naturaleza, su modelo, aquellas felices negligencias, tan llenas de

gracia? Buffon parece un rey que jamás olvida su dignidad; es el

Luis XIV de los escritores; sus defectos nacen de su carácter, y sin

duda pensaba en sí mismo cuando dijo: el estilo es todo el hombre.

Un fecundo ingenio, una razón superior, pero dominada por una

imaginación más fuerte que ella, una elocuencia de primer orden, no

libraron siempre a Rousseau de la hinchazón, la declamación y el

sofisma. Adivinó la noble simplicidad de los antiguos; en otras

cosas, era de desear que hubiera seguido su ejemplo. Émulo de

Richardson, está bien lejos de igualarle en la fidelidad de la

imitación del lenguaje mujeril; pero el amor de lo verdadero y lo

bello ardía sin cesar en su alma, excitado por la llama del

entusiasmo y la codicia inmensa de gloria. Si su alma hubiese sido

nutrida como la de Fenelón, su conciencia literaria hubiera mostrado

todo el valor que exigen los sacrificios que el escritor debe

imponerse a sí mismo. La naturaleza dio a Voltaire la razón de

Locke, la elocuencia dramática de Eurípides, las diversas especies

de agudeza ingeniosa que brillan en Fontenelle, Pope y Hamilton, la

originalidad satírica de Luciano, la urbanidad de Horacio, la

festiva ligereza de Ariosto, y la brillante facilidad de un francés

lleno de gracias y de elegancia. Mas, a esta inaudita reunión de

talentos, cada uno de los cuales bastaría a la reputación de un

escritor, faltó la conciencia literaria: nadie penetró lo verdadero

con tanta sagacidad; nadie lo amó con tanto ardor; nadie sintió

jamás una tan viva admiración hacia lo bello; pero la religión de

estos dos sentimientos, no la tuvo. La movilidad de su imaginación,

el impulso de esta o aquella pasión momentánea, y a veces las

contemplaciones del amor propio, quitaron toda especie de

estabilidad a sus opiniones. Ya le hallaréis habilísimo censor; ya

juez preocupado, que pronuncia con ligereza sentencias llenas de

errores. Como no bebió principios seguros en una escuela severa,

como no conoció bastante las condiciones de aquella gloria cuyo amor

le devoraba; mimado por aplausos precoces, exasperado por injustas

críticas, en que sólo se trató de humillarle, y sostenido por el

favor público, a cuyo celo daba continuo pábulo su filosofía,

desatendió las voces de su conciencia; en vez de pinturas fieles,

presentó mentiras brillantes; confió el interés de su gloria a las

seducciones de su pluma; pensó demasiado en su siglo, y no lo

bastante en la posteridad. En fin, tuvo con su talento una

indulgencia fatal, que no cesará de expiar jamás; sin esto, no nos

hubiera dejado quizá más que obras maestras. ¿Qué no se debía

esperar de tal hombre, si se hubiera armado contra sí mismo de la

autoridad de un censor inflexible, que jamás transigiese con el

sentimiento profundo de las bellezas de la naturaleza, y de las

reglas del arte?»

M. Tissot examina uno por uno los libros de la Eneida, haciendo

preceder o seguir a su trabajo el texto latino, de que traduce a

veces pasajes con una felicidad nada común: sus expresiones son

elegantes y vigorosas; poéticos y graciosos sus giros; y la imagen

que nos dan de la poesía es la más fiel que puede presentarse en

prosa.

El discurso que sirve de introducción a la obra, es una producción

literaria superior a todo elogio. No sólo le sirve de adorno; es

además un exordio instructivo, donde encontramos un elegante y

completo resumen de los excelentes principios de este útil tratado.

M. Tissot habla allí una vez de sí mismo, pero con el candor de un

hombre de bien, y con la franqueza de un espíritu superior, seguro

de su conciencia y de los derechos que tiene a la estimación

pública. Me parece que debo citar aquí el último párrafo:

«¡Oh Musas! tales son vuestras recompensas. ¿Quién no sentirá lo que

valen y lo dulce que son? Si no me es dado obtenerlas, a lo menos no

desconoceré jamás vuestras delicias. Vosotras habéis hermoseado

todos los placeres de mi vida; habéis consolado todas mis penas;

semejantes a las abejas del Hibla, habéis templado con vuestra miel

la copa de ajenjo que la fortuna y los hombres me han presentado más

de una vez. Cuando yo trazaba una parte de esta obra, me hallaba a

la puerta del sepulcro; dísteisme fuerza para vivir; rechacé a la

muerte; por vosotras me olvidó la Parca. Ni es esto todo: habéis

nutrido el espíritu y conservado algunas flores a la imaginación, en

medio de la decadencia corpórea; vuestro trato hechicero restableció

mi salud por grados. Gracias os doy por vuestra beneficencia; y me

refugio en vuestro seno, como un viajero fatigado, que pide puerto

tras una larga tempestad. ¡Y tú, ilustre traductor de las Geórgicas,

cuya amistad me honra, cuya elección me causó tan viva inquietud! Si

desde el día de tu muerte, no he dejado pasar uno solo sin pagar mi

deuda a tu memoria; si fiel a los deberes del corazón, he referido

todos mis trabajos al que me los impuso en una adopción para mí tan

preciosa, dígnate de aceptar en estos estudios la ofrenda religiosa

de un discípulo a su maestro».

Delille no podía recibir homenaje más digno que la dedicación de una

obra, inspirada en cierto modo por este gran maestro, y destinada a

propagar la sana doctrina de una literatura a que dio sesenta años

de lustre.

Los estudios sobre Virgilio convienen igualmente al hombre de mundo

y al literato, a los jóvenes que comienzan la carrera de las artes,

y a los padres de familia que quieren examinar y medir los progresos

de sus hijos.

Un concierto unánime de elogios ha probado ya el reconocimiento del

público ilustrado hacia el docto profesor, laborioso émulo de

Quintiliano. La semejanza de las épocas en que ambos parecieron,

hace resaltar la suya. El primero combatió la doctrina de los

Sénecas, Lucanos y Estacios, que, empeñados en explorar nuevas

sendas, adulteraban el arte de los Lucrecios, Virgilios y Ovidios; y

ahora que nuestra literatura está amenazada de decadencia, las

lecciones del Quintiliano moderno guiarán los pasos inciertos de los

sucesores de los Racines, Voltaires y Delilles.

 

 

 

NOTICIA DE LA VICTORIA DE JUNÍN CANTO A BOLÍVAR, POR JOSÉ JOAQUÍN

OLMEDO

Debemos a la Victoria de Junín, poema lírico por el señor José

Joaquín Olmedo, un lugar distinguido entre las obras americanas de

que nos proponemos hacer reseña en este periódico, lo primero por su

mérito, y lo segundo por la importancia del asunto, que abraza dos

de los acontecimientos más grandes y memorables que figurarán en los

fastos de América. Las dos batallas de Junín y Ayacucho aseguraron

la independencia del nuevo mundo. Sin la denodada resolución de

Colombia de auxiliar al Perú con lo mejor de sus tropas mandadas por

el ilustre Bolívar, y sin los gloriosos sucesos de este genio

tutelar de la independencia americana, el horizonte político de

aquellas regiones hubiera presentado nubes y borrascas, quién sabe

cuánto tiempo; y la libertad, aun de las partes más retiradas del

campo en que se verificó la lucha, hubiera estado a la merced de mil

contingencias acarreadas por la fortuna de las armas.

El título de este poema pudiera hacer formar un concepto equivocado

de su asunto, que no es en realidad la victoria de Junín, sino la

libertad del Perú. Bolívar es el héroe a cuyo honor se consagra este

himno patriótico; y el poeta hubiera dado una idea harto mezquina de

la gloria de su campaña peruana, si se hubiese contentado con ceñir

a sus sienes el laurel de aquella jornada inmortal.

Mas concebida así la materia, presentaba un grave inconveniente,

porque, constando de dos grandes sucesos, era difícil reducirla a la

unidad de sujeto, que exigen con más o menos rigor todas las

producciones poéticas. El medio de que se valió el señor Olmedo para

vencer esta dificultad, es ingenioso. Todo pasa en Junín, todo está

enlazado con esta primera función, todo forma en realidad parte de

ella. Mediante la aparición y profecía del inca Huaina Cápac,

Ayacucho se transporta a Junín, y las dos jornadas se eslabonan en

una. Este plan se trazó a nuestro parecer con mucho juicio y tino.

La batalla de Junín sola, como hemos observado, no era la libertad

del Perú. La batalla de Ayacucho la aseguró; pero en ella no mandó

personalmente el general Bolívar. Ninguna de las dos por sí sola

proporcionaba presentar dignamente la figura del héroe: en Junín no

le hubiéramos visto todo; en Ayacucho le hubiéramos visto a

demasiada distancia. Era, pues, indispensable acercar estos dos

puntos e identificarlos; y el poeta ha sabido sacar de esta

necesidad misma grandes bellezas, pues la parte más espléndida y

animada de su canto es incontestablemente la aparición del inca.

Algunos han acusado este incidente de importuno, porque, preocupados

por el título, no han concebido el verdadero plan de la obra. Lo que

se introduce como incidente, es en realidad una de las partes más

esenciales de la composición, y quizá la más esencial. Es

característico de la poesía lírica no caminar directamente a su

objeto. Todo en ella debe parecer efecto de una inspiración

instantánea: el poeta obedece a los impulsos del numen que le agita

sin la menor apariencia de designio, y frecuentemente le vemos

abandonar una senda y tomar otra, llamado de objetos que arrastran

irresistiblemente su atención. Horacio dirige plegarias al cielo por

la feliz navegación de Virgilio; la idea de las tempestades le

sobresalta, y los peligros del mar le traen a la memoria la audacia

del hombre, que, arrostrando todos los elementos, ha sacado de ellos

nuevos géneros de muerte y nuevos objetos de terror. Ocupado de

estos pensamientos, olvida que ha tomado el plectro para decir adiós

a su amigo. Nada hallamos, pues, de reprensible en el plan del Canto

a Bolívar; pero no sabemos si hubiera sido conveniente reducir las

dimensiones de este bello edificio a menor escala, porque no es

natural a los movimientos vehementes del alma, que solos autorizan

las libertades de la oda, el durar largo tiempo.

El estilo es elegante, animado, y manifiesta una gran familiaridad

con el lenguaje castellano poético. El colorido es tan brillante,

como la versificación armoniosa; y reina en toda la obra una

variedad que la naturaleza del asunto apenas permitió esperar,

alternando con las escenas horribles de la guerra cuadros risueños y

blandos, en que se hace un uso oportunísimo de la localidad y de las

tradiciones peruanas.

Entre muchos pasajes igualmente dignos de trascribirse, elegimos el

siguiente, que nos parece notable, no sólo por el calor con que está

escrito, sino por la corrección y tersura del estilo. Píntase en él

a Bolívar en los momentos que precedieron a la batalla de Junín.

   ¿Quién es aquel que el paso lento mueve

sobre el collado que a Junín domina?

¿que el campo desde allí mide, y el sitio

del combatir y del vencer designa?

¿que la hueste contraria observa, cuenta,

y en su mente la rompe y desordena

y a los más bravos a morir condena,

cual águila caudal, que se complace

del alto cielo en divisar su presa

que entre el rebaño mal segura pace?

¿quién el que ya desciende

pronto y apercibido a la pelea?

Preñada en tempestades le rodea

nube tremenda; el brillo de su espada

es el vivo reflejo de la gloria;

su voz, un trueno; su mirada, un rayo.

¿Quién, aquel que, al trabarse la batalla,

ufano como nuncio de victoria,

un corcel impetuoso fatigando,

discurre sin cesar por toda parte?...

¿Quién, sino el hijo de Colombia y Marte?

   Sonó su voz: -Peruanos,

mirad allí los duros opresores

de vuestra patria. Bravos colombianos,

en cien crudas batallas vencedores,

mirad allí los enemigos fieros

que buscando venís desde Orinoco;

suya es la fuerza, y el valor es vuestro;

vuestra será la gloria;

pues lidiar con valor y por la patria

es el mejor presagio de victoria.

Acometed, que siempre

de quien se atreve más, el triunfo ha sido.

Quien no espera vencer, ya está vencido.-

Dice; y al punto, cual fugaces carros,

que, dada la señal, parten, y en densos

de arena y polvo torbellinos ruedan;

arden los ejes; se estremece el suelo;

estrépito confuso asorda el cielo;

y, en medio del afán, cada cual teme

que los demás adelantarse puedan:

así los ordenados escuadrones

que del iris reflejan los colores(1),

o la imagen del sol en sus pendones,

se avanzan a la lid...

La noche sobrevino en el momento de la victoria, y no dejó acabar

con los restos amedrentados y dispersos del enemigo. El autor alude

a estas circunstancias en los versos siguientes, que pintan con gran

felicidad el breve crepúsculo de la zona tórrida:

   Padre del universo, sol radioso,

dios del Perú, modera omnipotente

el ardor de tu carro impetüoso,

y no escondas tu luz indeficiente...

Una hora más de luz... Pero esta hora

no fue la del destino. El dios oía

el voto de su pueblo; y de la frente

el cerco de diamantes desceñía.

En fugaz rayo, el horizonte dora;

en mayor disco, menos luz ofrece,

y veloz tras los Andes se oscurece.

   Pasamos por alto toda la profecía del inca, aunque esmaltada de

bellísimos rasgos, porque nos llama el coro de las vírgenes del sol,

que forma un suave contraste con la relación de combates, muertes y

horrores que precede:

   Alma eterna del mundo,

dios santo del Perú, padre del inca,

en tu giro fecundo

gózate sin cesar, luz bienhechora,

viendo ya libre el pueblo que te adora.

La tiniebla de sangre y servidumbre

que ofuscaba la lumbre

de tu radiante faz pura y serena,

se disipó; y en cantos se convierte

la querella de muerte

y el ruido antiguo de servil cadena.

Aquí la Libertad buscó un asilo,

amable peregrina,

y ya lo encuentra plácido y tranquilo.

Y aquí poner la diosa

quiere su templo y ara milagrosa.

Aquí, olvidada de su cara Helvecia,

se viene a consolar de la rüina

de los altares que le alzó la Grecia,

y en todos sus oráculos proclama

que al Madalen y al Rímac bullicioso(2)

ya sobre el Tíber y el Eurotas ama.

Oh Padre, oh claro sol, no desampares

este suelo jamás, ni estos altares.

Tu vivífico ardor todos los seres

anima y reproduce; por ti viven

y acción, salud, placer, beldad reciben.

Tú al labrador despiertas,

y a las aves canoras

en tus primeras horas;

y son tuyos sus cantos matinales.

Por ti siente el guerrero

en amor patrio enardecida el alma,

y al pie de tu ara rinde placentero

su laurel y su palma;

y tuyos son sus cánticos marciales.

Fecunda, oh sol, tu tierra;

y los males repara de la guerra.

Da a nuestros campos frutos abundosos,

aunque niegues el brillo a los metales.

Da naves a los puertos;

pueblos, a los desiertos;

a las armas, victoria;

alas, al genio y a las musas, gloria.

Dios del Perú, sostén, salva, conforta

el brazo que te venga,

no para nuevas lides sanguinosas,

que miran con horror madres y esposas,

sino para poner a olas civiles

límites ciertos, y que en paz florezcan

de la alma paz los dones soberanos,

y arredre a sediciosos y a tiranos.

Brilla con nueva luz, rey de los cielos,

brilla con nueva luz en aquel día

del triunfo que magnífico prepara

a su libertador la patria mía.

Lo restante de este coro de las vestales peruanas es una hermosa

descripción de la entrada triunfal de Bolívar en Lima; pero no nos

parece conservar el carácter de himno que se percibe en las primeras

estrofas.

Entusiasmo sostenido, variedad y hermosura de cuadros, dicción

castigada más que en ninguna de cuantas poesías americanas

conocemos, armonía perpetua, diestras imitaciones en que se descubre

una memoria enriquecida con la lectura de los autores latinos, y

particularmente de Horacio, sentencias esparcidas con economía y

dignas de un ciudadano que ha servido con honor a la libertad antes

de cantarla, tales son las dotes que en nuestro concepto elevan el

Canto a Bolívar al primer lugar entre todas las obras poéticas

inspiralas por la gloria del Libertador.

 

 

 

JUICIO SOBRE LAS POESÍAS DE JOSÉ MARÍA HEREDIA

Sentimos, no sólo satisfacción, sino orgullo, en repetir los

aplausos con que se han recibido en Europa y América las obras

poéticas de don José María Heredia, llenas de rasgos excelentes de

imaginación y sensibilidad; en una palabra, escritas con verdadera

inspiración. No son comunes los ejemplos de una precocidad

intelectual como la de este joven. Por las fechas de sus

composiciones, y, la noticia que nos da de sí mismo en una de ellas,

parece contar ahora veintitrés años, y las hay que se imprimieron en

1821, y aun alguna suena escrita desde 1818: circunstancia que

aumenta muchos grados nuestra admiración a las bellezas de ingenio y

estilo de que abundan, y que debe hacernos mirar con suma

indulgencia los defectos que de cuando en cuando advertimos en

ellas. Entre las prendas que sobresalen en los opúsculos del señor

Heredia, se nota un juicio en la distribución de las partes, una

conexión de ideas, y a veces una pureza de gusto que no hubiéramos

esperado de un poeta de tan pocos años. Aunque imita a menudo, hay

por lo común, bastante originalidad en sus fantasías y conceptos; y

le vemos trasladar a sus versos con felicidad las impresiones de

aquella naturaleza majestuosa del ecuador, tan digna de ser

contemplada, estudiada y cantada. Encontramos particularmente este

mérito en las composiciones intituladas: A mi caballo, Al Sol, A la

noche, y Versos escritos en una tempestad; pero casi todas descubren

una vena rica. Sus cuadros llevan por lo regular un tinte sombrío, y

domina en sus sentimientos una melancolía, que de cuando en cuando

raya en misantrópica, y en que nos parece percibir cierto sabor al

genio y estilo de lord Byron. Sigue también las huellas de Meléndez,

y de otros célebres poetas castellanos de estos últimos tiempos,

aunque no siempre (ni era de esperarse) con aquella madurez de

juicio tan necesaria en la lectura y la imitación de los modernos,

tomando de ellos por desgracia la afectación de arcaísmos, la

violencia de construcciones, y a veces aquella pompa hueca, pródiga

de epítetos, de terminaciones peregrinas y retumbantes. Desearíamos

que si el señor Heredia da una nueva edición de sus obras las

purgase de estos defectos, y de ciertas voces y frases impropias, y

volviese al yunque algunos de sus versos, cuya prosodia no es

enteramente exacta.

Tenemos en esta colección poesías de diferentes caracteres y

estilos, pero hallamos más novedad y belleza en las que tratan

asuntos americanos, o se compusieron para desahogar sentimientos

producidos por escenas y ocurrencias reales. La última de las que

acabamos de citar es de este número; y como una muestra de las

excelencias de nuestro joven poeta, y de los defectos o yerros en

que algunas veces incurre, la copiamos aquí toda.

 

 

 

VERSOS ESCRITOS EN UNA TEMPESTAD

   Huracán, huracán, venir te siento;

y en tu soplo abrasado,

respiro entusiasmado

del Señor de los aires el aliento.

En alas de los vientos suspendido

vedle rodar por el espacio inmenso,

silencioso, tremendo, irresistible,

como una eternidad. La tierra en calma

funesta, abrasadora,

contempla con pavor su faz terrible.

Al toro contemplad... La tierra escarban

de un insufrible ardor sus pies heridos;

la armada frente al cielo levantando,

y en la hinchada nariz fuego aspirando,

llama la tempestad con sus bramidos.

¡Qué nubes! ¡qué furor!... El sol temblando

vela en triste vapor su faz gloriosa,

y entre sus negras sombras sólo vierte

luz fúnebre y sombría,

que ni es noche ni día,

y al mundo tiñe de color de muerte.

Los pajarillos callan y se esconden,

mientras el fiero huracán viene volando;

y en los lejanos montes retumbando,

le oyen los bosques, y a su voz responden.

Ya llega... ¿no le veis?... ¡Cuál desenvuelve

su manto aterrador y majestuoso!

¡Gigante de los aires, te saludo!

Ved cómo en confusión vuelan en torno

las orlas de su parda vestidura.

¡Cómo en el horizonte

sus brazos furibundos ya se enarcan,

y tendidos abarcan

cuanto alcanzo a mirar de monte a monte!

¡Oscuridad universal! su soplo

levanta en torbellinos

el polvo de los campos agitado.

¡Oíd...! Retumba en las nubes despeñado

el carro del Señor; y de sus ruedas

brota el rayo veloz, se precipita,

hiere, y aterra al delincuente suelo,

y en su lívida luz inunda el cielo.

¡Qué rumor!... ¡Es la lluvia!... Enfurecida

cae a torrentes, y oscurece el mundo;

y todo es confusión y horror profundo.

Cielos, colinas, nubes, caro bosque,

¿dónde estáis? ¿dónde estáis? os busco en vano;

desaparecisteis... La tormenta umbría

en los aires revuelve un océano

que todo lo sepulta...

Al fin, mundo fatal, nos separamos;

el huracán y yo solos estamos.

¡Sublime tempestad! ¡Cómo en tu seno,

de tu solemne inspiración henchido,

al mundo vil y miserable olvido,

y alzo la frente de delicia lleno!

¿Dó está el alma cobarde

que teme tu rugir?... Yo en ti me elevo

al trono del Señor; oigo en las nubes

el eco de su voz; siento a la tierra

escucharle y temblar; ardiente lloro

desciende por mis pálidas mejillas;

y a su alta majestad tiemblo y le adoro.

Hay en estos versos pinceladas valientes; y para que nos den puro el

placer de la más bella poesía, sólo se echa menos aquella severidad

que es fruto de los años y del estudio.

La siguiente es otra de las obras del señor Heredia en que

encontramos más nobleza y elevación.

FRAGMENTOS DESCRIPTIVOS DE UN POEMA MEJICANO

   ¡Oh! ¡cuán bella es la tierra que habitaban

los aztecas valientes! En su seno,

en una estrecha zona concentrados,

con asombro veréis todos los climas

que hay desde el polo al ecuador. Sus campos

cubren, a par de las doradas mieses,

las cañas deliciosas. El naranjo,

y la piña, y el plátano sonante,

hijos del suelo equinoccial, se mezclan

a la frondosa vid, al pino agreste,

y de Minerva al árbol majestuoso.

Nieve eternal corona las cabezas

de Iztaccihual purísimo, Orizaba

y Popocatépetl; pero el invierno

nunca aplicó su destructora mano

a los fértiles campos, donde ledo

los mira el indio en púrpura ligera

y oro teñirse, a los postreros rayos

del sol en occidente, que al alzarse,

sobre eterna verdura y nieve eterna

a torrentes vertió su luz dorada,

y vio a naturaleza conmovida

a su dulce calor hervir en vida.

...................................................

Era la tarde. La ligera brisa

sus alas en silencio ya plegaba,

y entro la yerba y árboles dormía,

mientras el ancho sol su disco hundía

detrás de Iztaccihual. La nieve eterna,

cual disuelta en mar de oro, semejaba

temblar en torno dél; un arco inmenso

que del empíreo en el cenit finaba,

como el pórtico espléndido del cielo,

de luz vestido y centellante gloria,

de sus últimos rayos recibía

los colores riquísimos; su brillo

desfalleciendo fue; la blanca luna

y dos o tres estrellas solitarias

en el cielo desierto se veían.

¡Crepúsculo feliz! Hora más bella

que la alma noche o el brillante día,

¡cuánto es dulce tu paz al alma mía!

Hallábame sentado de Cholula

en la antigua pirámide. Tendido

el llano inmenso que a mis pies yacía,

mis ojos a espaciarse convidaba.

¡Qué silencio! ¡qué paz! ¡Oh! ¿quién diría

que, en medio de estos campos, reina alzada

la bárbara opresión, y que esta tierra

brota mieses tan ricas, abonada

con sangre de hombres?...

Bajó la noche en tanto. De la esfera

el leve azul, oscuro y más oscuro

se fue tornando. La ligera sombra

de las nubes serenas, que volaban

por el espacio en alas de la brisa,

fue ya visible en el tendido llano.

Iztaccihual purísimo volvía

de los trémulos rayos de la luna

el plateado fulgor, mientra en oriente,

bien como chispas de oro, retemblaban

mil estrellas y mil...

Al paso que la luna declinaba,

y al ocaso por grados descendía,

poco a poco la sombra se extendía

del Popocatépetl, que semejaba

un nocturno fantasma. El arco oscuro

a mí llegó, cubrióme, y avanzando

fue mayor, y mayor, hasta que al cabo

en sombra universal veló la tierra.

Volví los ojos al volcán sublime,

que, velado en vapores transparentes,

sus inmensos contornos dibujaba

de occidente en el cielo.

¡Gigante de Anahuac! ¡oh! ¿cómo el vuelo

de las edades rápidas no imprime

ninguna huella en tu nevada frente?

Corre el tiempo feroz, arrebatando

años y siglos, como el norte fiero

precipita ante sí la muchedumbre

de las olas del mar. Pueblos y reyes

viste hervir a tus pies, que combatían

cual hora combatimos, y llamaban

eternas sus ciudades, y creían

fatigar a la tierra con su gloria.

Fueron: de ellos no resta ni memoria.

¿Y tú eterno serás? Tal vez un día

de tus bases profundas desquiciado

caerás, y al Anahuac tus vastas ruinas

abrumarán; levantaránse en ellas

otras generaciones, y orgullosas

que fuiste negarán...

         ¿Quién afirmarme

podrá que aqueste mundo que habitamos

no es el cadáver pálido y deforme

de otro mundo que fue?...

El romance que sigue exprime con admirable sencillez la ternura del

cariño filial.

A MI PADRE, EN SUS DÍAS

   Ya tu familia gozosa

se prepara, amado padre,

a solemnizar la fiesta

de tus felices natales.

Yo, el primero de tus hijos,

también primero en lo amante,

hoy lo mucho que te debo

con algo quiero pagarte.

¡Oh! ¡cuán gozoso confieso

que tú de todos los padres

has sido para conmigo

el modelo inimitable!

Tomaste a cargo tuyo

el cuidado de educarme,

y nunca a manos ajenas

mi tierna infancia fiaste.

Amor a todos los hombres,

temor a Dios me inspiraste,

odio a la atroz tiranía

y a las intrigas infames.

Oye, pues, los tiernos votos

que por ti Fileno hace,

que de su labio humilde

hasta el Eterno se parten.

Por largos años, el cielo

para la dicha te guarde

de la esposa que te adora

y de tus hijos amantes.

Puedas mirar tus bisnietos

poco a poco levantarse,

como los bellos retoños

en que un viejo árbol renace,

cuando al impulso del tiempo

la frente orgullosa abate.

Que en torno tuyo los veas

triscar y regocijarse,

y que, entre amor y respeto

dudosos y vacilantes,

halaguen con labio tierno

tu cabeza respetable.

Deja que los opresores

osen faccioso llamarte,

que el odio de los perversos

da a la virtud más realce.

En vano blanco te hicieran

de sus intrigas cobardes

unos reptiles oscuros,

sedientos de oro y de sangre.

¡Hombres odiosos!... Empero

tu alta virtud depuraste,

cual oro al crisol descubre

sus finísimos quilates.

A mis ojos te engrandecen

esos honrosos pesares;

y si fueras más dichoso,

me fueras menos amable.

De la mísera Caracas

oye al pueblo cual te aplaude,

llamándote con ternura

su defensor y su padre.

Vive, pues, en paz serena;

jamás la calumnia infame

con hálito pestilente

de tu honor el brillo empañe.

Déte, en medio de tus hijos,

salud su bálsamo suave;

y bríndete amor risueño

las caricias conyugales.

Esta composición nos hace estimar tanto la virtuosa sensibilidad del

señor Heredia, como admirar su talento. Iguales alabanzas debemos

dar a los cuartetos intitulados Carácter de mi padre. Parécenos

también justo, aunque sea a costa de una digresión, valernos de esta

oportunidad para tributar a la memoria del difunto señor Heredia el

respeto y agradecimiento que le debe todo americano por su conducta

en circunstancias sobremanera difíciles. Este ilustre magistrado

perteneció a una de las primeras familias de la isla de Santo

Domingo, de donde emigró, según entendemos, al tiempo de la cesión

de aquella colonia a la Francia, para establecerse en la isla de

Cuba, donde nació nuestro joven poeta. Elevado a la magistratura,

sirvió la regencia de la real audiencia de Caracas durante el mando

de Monteverde y Boves; y en el desempeño de sus obligaciones, no

sabemos qué resplandeció más, si el honor y la fidelidad al

gobierno, cuya causa cometió el yerro de seguir; o la integridad y

firmeza con que hizo oír (aunque sin fruto) la voz de la ley; o su

humanidad para con los habitantes de Venezuela, tratados por

aquellos tiranos y por sus desalmados satélites con una crueldad,

rapacidad e insulto inauditos. El regente Heredia hizo grandes y

constantes esfuerzos, ya por amansar la furia de una soldadesca

brutal que hollaba escandalosamente las leyes y pactos, ya por

infundir a los americanos las esperanzas, que él sin duda tenía, de

que la nueva constitución española pusiese fin a un estado de cosas

tan horroroso. Desairado, vilipendiado, y a fuerza de sinsabores y

amarguras arrastrado al sepulcro, no logró otra cosa que dar a los

americanos una prueba más de lo ilusorio de aquellas esperanzas.

Volviendo al joven Heredia, desearíamos que hubiese escrito algo más

en este estilo sencillo y natural, a que sabe dar tanta dulzura, y

que fuesen en mayor número las composiciones destinadas a los

afectos domésticos e inocentes, y menos las del género erótico, de

que tenemos ya en nuestra lengua una perniciosa superabundancia.

De los defectos que hemos notado, algunos eran de la edad del poeta;

pero otros (y en este número comprendemos principalmente ciertas

faltas de prosodia) son del país en que nació y se educó; y otra

tercera clase pueden atribuirse al contagio del mal ejemplo. De esta

clase son las voces y terminaciones anticuadas, con que algunos

creen ennoblecer el estilo, pero que en realidad (si no se emplean

muy económica y oportunamente) le hacen afectado y pedantesco. Los

arcaísmos podrán tolerarse alguna vez, y aun producirán buen efecto,

cuando se trate de asuntos de más que ordinaria gravedad. Pero

soltarlos a cada paso, y dejar sin necesidad alguna los modos de

decir que llevan el cuño del uso corriente, únicos que nuestra alma

ha podido asociar con sus afecciones, y los más a propósito, por

consiguiente, para despertarlas de nuevo, es un abuso reprensible; y

aunque lo veamos autorizado de nombres tan ilustres como los de

Jovellanos y Meléndez, quisiéramos se le desterrase de la poesía, y

se le declarase comprendido en el anatema que ha pronunciado tiempo

ha el buen gusto contra los afeites del gongorismo moderno. En los

versos de Rioja, de Lope de Vega, de los Argensolas, no vemos las

voces anticuadas que tanto deleitaron a Meléndez y a Cienfuegos.

Agrégase a esto lo mal que parecen semejantes remedos de antigüedad

en obras que por otra parte distan mucho de la frase castiza de

nuestra lengua.

Uno de los arcaísmos de que más se ha abusado, es la inflexión

verbal fuera, amara, temiera, en el sentido de pluscuamperfecto

indicativo. Bastaría para condenarle la oscuridad que puede

producir, y de hecho produce no pocas veces, por los diversos

oficios que la conjugación castellana tiene ya asignados a esta

forma del verbo. Pero los modernos, y en especial Meléndez, no

contentos con el uso antiguo, la han empleado en acepciones que

creemos no ha tenido jamás. Los antiguos en el indicativo no la

hicieron más que pluscuamperfecto. Meléndez, y a su ejemplo el señor

Heredia, le dan también la fuerza de los demás pretéritos, de manera

que, según esta práctica, el tiempo amara, además de sus acepciones

subjuntiva y condicional, significa amé, amaba y había amado. Si

esto no es una verdadera corrupción, no sabemos qué merezca ese

nombre.

Otra cosa en que el estilo de la poesía moderna nos parece desviarse

algo de las leyes de un gusto severo, es el caracterizar los objetos

sensibles con epítetos sacados de la metafísica de las artes. En

poesía no se debe decir que un talle es elegante, que una carne es

mórbida, que una perspectiva es pintoresca, que un volcán o una

catarata es sublime. Estas expresiones, verdaderos barbarismos en el

idioma de las musas, pertenecen al filósofo que analiza y clasifica

las impresiones producidas por la contemplación de los objetivos, no

al poeta, cuyo oficio es pintarlos.

Como preservativo de estos y otros vicios, mucho más disculpables en

el señor Heredia que en los escritores que imita, le recomendamos el

estudio (demasiado desatendido entre nosotros) de los clásicos

castellanos y de los grandes modelos de la antigüedad. Los unos

castigarán su dicción, y le harán desdeñarse del oropel de voces

desusadas; los otros acrisolarán su gusto, y le enseñarán a

conservar, aun entre los arrebatos del estro, la templanza de

imaginación, que no pierde jamás de vista a la naturaleza y jamás la

exagera, ni la violenta.

Nos lisonjeamos de que el señor Heredia atribuirá la libertad de

esta censura únicamente a nuestro deseo de verle dar a luz obras

acabadas, dignas de un talento tan sobresaliente como el suyo. En

cuanto a la resolución manifestada en una nota a Los placeres de la

melancolía de no hacer más versos, y ni aun corregir los ya hechos,

protestaríamos altamente contra este suicidio poético, si creyésemos

que el señor Heredia fuese capaz de llevarlo a cabo. Pero las musas

no se dejan desalojar tan fácilmente del corazón que una vez

cautivaron, y que la naturaleza formó para sentir y expresar sus

gracias.

 

 

 

CAMPAÑA DEL EJERCITO REPUBLICANO AL BRASIL Y TRIUNFO DE ITUZAINGO

CANTO LÍRICO, POR JUAN CRUZ VARELA

Entre la multitud de obras poéticas que se han publicado en América

durante los últimos años, se distingue mucho la presente por la

armonía del verso, por alguna más corrección de lenguaje de la que

aparece ordinariamente en la prosa y verso americanos, y por la

belleza y energía de no pocos pasajes. Citaremos, como uno de los

mejores, estos diez versos de la introducción, en que el poeta se

trasporta a las edades venideras para presenciar en ellas la gloria

de su patria y su héroe.

   Las barreras del tiempo

rompió al cabo profética la mente;

y atónita se lanza en lo futuro,

y a la posteridad mira presente.

¡Oh porvenir impenetrable, oscuro!

rasgóse al fin el tenebroso velo

que ocultó tus misterios a mi anhelo.

Partióse al fin el diamantino muro

con que de mi existencia dividías

tus hombres, tus sucesos y tus días.

El pensamiento que sigue no tiene ciertamente nada de original; pero

sería difícil hallarle expresado con mayor suavidad y hermosura:

   Mi verso irá por cuanto Febo dora

del austro a los trïones;

y leído en las playas de occidente,

llevado por la fama voladora,

admirará después a las naciones

que reciben la lumbre refulgente

del rosado palacio de la Aurora.

He aquí otro pasaje que nos parece de gran mérito: el poeta

apostrofa a las huestes brasileras y alemanas, que, ocupando los

montes, no osan bajar a la defensa de los campos y pueblos invadidos

por el enemigo:

   ¿Qué hacéis, qué hacéis, soldados,

que ya no descendéis del alta cumbre,

y por estas llanuras derramados

ostentáis vuestra inmensa muchedumbre?

¿Todo el tesoro que Vallés encierra

abandonáis así? ¿No sois testigos

de que recogen ya los enemigos

las ansiadas primicias de la guerra?

¿Y están entre vosotros los valientes

que allá en el Volga y en el Rin bebieron,

y a la ambición y al despotismo fieles,

a playas remotísimas vinieron

en demanda de gloria y de laureles?

¡Qué! ¿No hay audacia en el feroz germano,

para bajar al llano

con ímpetu guerrero,

y que triunfe el valor, y no la suerte,

en los campos horribles de la muerte?

¡Vano esperar! Ni en la enriscada altura

defendidos se creen. Así acosada

del veloz cazador tímida cierva,

más y más se enmaraña en la espesura,

y aun su pavor conserva,

ya del venablo y del lebrel segura.

La descripción del choque de las tropas argentinas con las

brasileras después de la muerte del intrépido Brandzen, cuando

Alvear, tomando el lugar de su amigo y jurando vengarle,

hondo en el pecho el sentimiento esconde,

y se lanza, cual rayo, al enemigo,

es acaso lo más animado de todo el poema; pero es demasiado larga

para copiarse aquí.

Pasando ahora a los defectos (que son pocos y de poca magnitud

comparados con la bellezas, y es probable que, por la mayor parte,

se deban al limitado tiempo que tuvo el poeta para limar sus

versos), notaremos en primer lugar la falta de propiedad o de

conexión de algunas ideas, verbigracia:

   De Alvear empero la razón serena

el valor ardoroso dirigía,

sin ceder al furor que la enajena.

¿Cómo puede estar serena la razón cuando la enajena el furor?

Describiéndose al ilustre vencedor de Ituzaingó en la noche que

precedió a la acción, se dice que lo ordena, y prevé todo con la

misma serenidad y presencia de ánimo

que, si en lugar de la batalla fiera,

la fiesta de su triunfo dispusiera.

Extrañamos que el señor Varela no hubiese percibido que la idea sola

de dedicar un héroe su atención a los preparativos de su fiesta

triunfal, le degrada.

La versificación, por lo general armoniosa, peca a veces por un

defecto comunísimo en los americanos: que es el de unir en una

sílaba dos vocales que naturalmente no forman diptongo, licencia

permitida de cuando en cuando (aunque no en toda combinación de

vocales); pero que, si se usa inmoderadamente, ofende, y es indicio

de hábitos de pronunciación viciosa. Alvear, por ejemplo, debe ser

ordinariamente de tres sílabas, como desear, pelear. Encontramos

también descuido de lenguaje, como «oprimir la madre el tierno

infante contra el pecho», «recién abandonada», «recién empezará»,

«hundir legiones», «filoso», «inapiadable», etc.

El señor Varela nos parece imitar la manera de uno de los mejores

poetas españoles de esta última época (uno cuyo nombre será siempre

caro a los americanos, por el desinteresado y temprano amor que

profesó a su libertad, el virtuoso y desgraciado Quintana); pero

dejándose quizá arrastrar de su admiración a este elocuente cantor

de los derechos de la humanidad, toma a veces un tono enfático, que

no está enteramente libre de hinchazón: desliz de que, en medio de

grandes bellezas y de sublimes pensamientos, tampoco supo libertarse

el Tirteo español. Últimamente nos vemos en la necesidad de decir

que nos desagradan las hipérboles orientales que el señor Varela,

como otros poetas americanos, se creen permitidas cuando cantan a

sus ciudades o héroes favoritos, y de que ojalá no viésemos llena

también demasiadas veces hasta la prosa de los documentos oficiales.

Según el señor Varela, la gloria de la República Argentina será la

única que se salvará de la inmensa ruina de los tiempos.

   Veo que no ha quedado ni memoria

de griegos y romanos; otra historia

de admiración embarga al universo...

No suenan las Termópilas, los llanos

de Maratón no suenan:

Platea y Salamina,

cual si no fueran, son; y ya no llenan

Leonidas y Temístocles el orbe,

que otra gloria más ínclita domina

y la ambición del universo absorbe.

Eso es demasiado. ¿Qué héroe, por grande que sea, se avergonzará de

comparecer ante la posteridad al lado de un Catón o un Leonidas? El

atrevimiento mismo de la poesía debe respetar ciertos límites y no

perder mucho de vista la verdad, y sobre todo, la justicia.

Pero no faltemos a ella, desentendiéndonos de la exaltación

patriótica en que debió hervir todo corazón argentino a las nuevas

de la inmortal jornada de Ituzaingó; y esperemos mucho del joven

poeta que escribe bajo la inspiración de estos sentimientos, y sabe

expresarlos con tanta dignidad y nobleza.

 

 

 

LAS POESÍAS DE HORACIO TRADUCIDAS EN VERSOS CASTELLANOS, CON NOTAS Y

OBSERVACIONES, POR DON JAVIER DE BURGOS

Pocos poetas han dado muestras de un talento tan vario y flexible

como el de Horacio. Aun sin salir del género lírico, ¡bajo cuánta

multitud de formas se nos presenta! No es posible pasar con más

facilidad que él lo hace, de los juegos anacreónticos a los raptos

pindáricos, o a la majestuosa elevación de la oda moral. Él posee

los varios tonos en que sobresalieron el patriótico Alceo, el

picante Arquíloco, y la tierna Safo, haciéndonos admirar en todos

ellos una fantasía rica, un entendimiento cultivado, un estilo que

se distingue particularmente por la concisión, la belleza y la

gracia, pero acomodado siempre a los diversos asuntos que trata, y

en fin una extrema corrección y pureza de gusto. Pero mucho más

raras deben ser sin duda la flexibilidad de imaginación y la copia

de lenguaje necesarias para trasportarnos, como él nos trasporta, de

la magnificencia y brillantez de la oda a la urbana familiaridad, la

delicada ironía, la negligencia amable de la especie de sátira que

él levantó a la perfección, y en que la literatura moderna no tiene

nombre alguno que oponer al de Horacio. No es grande la distancia

entre las sátiras y las epístolas; y con todo, el poeta ha sabido

variar diestramente el tono y el estilo, haciéndonos percibir a las

claras la diferencia entre la libertad del razonamiento o la

conversación, y la fácil cultura de la carta familiar, que, sin

dejar de ser suelta y libre, pide cierto cuidado y aliño como el que

distingue lo escrito de lo hablado. Y aunque su gran poema didáctico

pertenece en rigor a esta última clase, tiene dotes peculiares en

que el ingenio de Horacio aparece bajo nuevos aspectos tan

comprensivo y rápido en los preceptos, como ameno en la expresión de

las verdades teóricas del arte que enseña: maestro a un mismo tiempo

y modelo.

Sería, pues, casi un prodigio que un traductor acertase a reproducir

las excelencias de un original tan vario, juntándose a las

dificultades de cada género las que en todos ellos nacen de la

sujeción a ideas ajenas, que, privando al poeta de libertad para

abandonarse a sus propias inspiraciones, no puede menos de entibiar

en muchos casos el estro, y de hacer casi inasequibles aquella

facilidad y desembarazo, que tan raras veces se encuentran aun en

obras originales. El autor tiene siempre a su arbitrio presentar el

asunto de que trata bajo los aspectos que mejor se acomodan o con su

genio, o con el de su lengua, o con el gusto de su nación y de su

siglo. Al traductor bajo todos estos respectos se permite muy poco.

No nos admiremos, pues, de que sean tan contadas las buenas

traducciones en verso, y de que lo sean sobre todo las de aquellas

obras en que brilla una simplicidad que nos enamora por su mismo

aparente descuido. Así Homero será siempre más difícil de traducir

que Virgilio, y La Fontaine infinitamente más que Boileau. Juvenal

ha tenido excelentes traductores en algunas lenguas modernas; pero

¿qué nación puede gloriarse de haber trasladado con tal cual suceso

a su idioma las sátiras y epístolas del poeta venusino?

Prevenidos por estas consideraciones para apreciar en su justo valor

los aciertos, y mirar con indulgencia los defectos de la nueva

traducción de Horacio, no la creemos, sin embargo, capaz de

contentar al que haya medido, en la lectura de los poetas clásicos

de la España, los recursos de la lengua y versificación castellana,

y que contemple la distancia a que el señor Burgos ha quedado de

Horacio, particularmente en los dos géneros que acabamos de

mencionar. La primera cualidad de que debe estar bien provisto un

traductor en verso, es el fácil manejo de la lengua y de los metros

a que traduce, y no vemos que el señor Burgos la posea en un grado

eminente. Su estilo no nos parece bastante poético, ni su

versificación fluida y suave. Pero en lo que juzgamos que este

caballero desconoció totalmente lo desproporcionado de la empresa a

sus fuerzas, y pasó los límites de una razonable osadía, es en la

elección de las estrofas en que ha vertido algunas odas. Así le

vemos, violentado de las trabas métricas que ha querido imponerse,

unas veces oscurecer el sentido, y otras debilitarle. Un poeta

lírico debe traducirse en estrofas; pero hacerlo en estrofas

dificultosas es añadir muchos grados a lo arduo del empeño en que se

constituye un intérprete de Horacio, que trata de dar a conocer, no

sólo los pensamientos, sino el nervio y hermosura del texto.

Pero aunque juzgamos poco favorablemente del mérito poético de esta

versión (y en ello creemos no alejarnos mucho de la opinión

general), no por eso desestimamos el servicio que el señor Burgos ha

hecho a la literatura castellana, dándole en verso (no sabernos si

por la primera vez) todas las obras de aquel gran poeta; ni

negaremos que nos presenta de cuando en cuando pasajes en que

centellea el espíritu del original. Hallamos casi siempre en el

señor Burgos, no sólo un intérprete fiel, sino un justo apreciador

de las bellezas y defectos de lo que traduce, y bajo este respecto

consideramos sus observaciones críticas muy a propósito para formar

el gusto de la juventud, aficionándola al genio osado y severo de

las musas antiguas, y preservándola de aquella admiración ciega, que

por el hecho de hallarlo todo perfecto, se manifiesta incapaz de

estimar dignamente lo que merece este título.

Parécenos justo comprobar nuestro juicio poniendo a la vista de

nuestros lectores algunas muestras del apreciable trabajo del señor

Burgos. Y empezando por la parte lírica, copiaremos desde luego la

más bella de sus traducciones, que por tal tenemos la de la oda

décima tercia del libro primero:

   Cuando tú, Lidia, alabas

los brazos de Telefo,

y de Telefo admiras

el sonrosado cuello,

la bilis se me inflama,

y juicio y color pierdo,

y asómanse a mis ojos

lágrimas de despecho,

que a mi despecho corren,

indicios de este fuego

que lentamente abrasa

mi enamorado pecho.

Árdome si a tus hombros

en desmandado juego

el tierno cutis aja,

o si en tus labios bellos

el diente agudo clava

beodo el rapazuelo.

¡Ah! créeme, y no juzgues

que el amor será eterno

de ese que ahora mancha

con sus labios groseros

tu boca deliciosa,

que plugo a la alma Venus

inundar con su néctar,

perfumar con su incienso.

¡Mil y miles de veces

venturosos aquellos

que une en grata coyunda

amor con lazo estrecho,

lazo que no desatan

las quejas ni los celos!

El último suspiro

sólo podrá romperlo.

No nos agrada ni la repetición de despecho, que, si estudiada, es de

mal gusto, ni el recíproco árdome, de que no nos acordamos de haber

visto otro ejemplo en el estilo noble ni el inundar una boca con

néctar, ni el suspiro que rompe un lazo. A pesar de éstos y algún

otro casi imperceptible lunar, hay naturalidad, hay ternura en esta

composición; y si el señor Burgos hubiera traducido siempre así,

dejaría poco que desear.

El examen que vamos a hacer de la oda tercera del libro segundo nos

dará ocasión de notar, junto con algunas que nos parecen

inadvertencias en la interpretación, la especie de defectos en que

ha incurrido más frecuentemente el traductor.

   Si de suerte importuna(3)

probares la crueza,

muestra serenidad, Delio, y firmeza,

y en la feliz fortuna

moderada alegría,

que de morir ha de llegar el día:

   Ora en honda tristura

hayas hasta hoy yacido,

o en la pradera solitaria, henchido

el pecho de ventura,

del falernio collado

hayas bebido el néctar regalado:

   Donde pino coposo,

donde gigante tilo

preparar aman con su sombra asilo,

y el raudal bullicioso

por el cauce torcido

con afán rueda y apacible ruido.

   Pues que no tu contento

turban cuitas ni canas,

ni el negro estambre de las tres hermanas,

aquí süave ungüento,

y vino traer manda

y rosas que marchita el aura blanda.

   Muriendo, el placentero

vergel y el bosque umbroso,

y tu quinta que baña el Tibre undoso,

debes a tu heredero

dejar, que ufano gaste

el oro que afanado atesoraste.

   Que ora opulento seas,

e Inaco tu ascendiente,

ora de baja alcurnia descendiente,

ni humilde hogar poseas,

de la vida el tributo

has de pagar al inflexible Pluto.

   Ley es la de la muerte,

y de todos los hombres

en la urna horrible agítanse los nombres:

ahora y luego la suerte

y la nao lanzarános,

y a destierro sin fin condenarános.

No nos satisface ni la crueza de suerte importuna comparada con la

brevedad y eufemismo de rebus arduis; ni la tautología de serenidad

y firmeza, que debilita la concisión filosófica de aequam mentem; ni

mucho menos aquella rastrera trivialidad «que de morir ha de llegar

el día», en que se ha desleído el vocativo moriture. Pero la estrofa

segunda adolece de defectos más graves.

Hasta hoy es una añadidura que oscurece el sentido, porque el

intervalo entre este día y el último de la vida se comprende

necesariamente en el omni tempore del texto. Esto en cuanto a la

sustancia. En cuanto a la expresión, yacido es desusado; tristura

anticuado (y aquí notaremos de paso que el señor Burgos incurre

bastante en la afectación de arcaísmos de la escuela moderna); el

pecho henchido de ventura, impropio, porque ventura no significa una

afección del alma; y casi toda la estrofa una recargada

amplificación del original.

Nuestro traductor alaba con razón, como uno de los mejores cuartetos

de Horacio, el tercero. «Obsérvese, dice, pinus ingens, alba

populus, umbram hospitalem, lympha fugax, obliquo rivo, en cuatro

versos. Obsérvese asimismo la frase atrevida laborat trepidare, que

la índole excesivamente tímida de las lenguas modernas no permite

traducir. El verbo consociare está empleado del modo más atrevido

que lo fue jamás. Consociare amant umbram hospitalem es una manera

de expresarse muy singular, reprensible tal vez en una obra mediana,

pero admirable en uno de los cuartetos más ricos, más armoniosos que

produjeron las musas latinas». La traducción de este pasaje tan

maestramente analizado es una prueba melancólica de que el gusto más

fino puede no acertar a reproducir las bellezas mismas que le hacen

una fuerte impresión.

¡Preparar aman con su sombra asilo!

¿No es durísimo el preparar aman? ¿Y dónde está el consociare que es

el alma de la expresión latina? ¡Qué lánguida, comparada con la

acción específica de este verbo, la idea vaga y abstracta de

preparar! La sombra hospedadora de Horacio es un compuesto, cuyos

elementos, disueltos en la expresión castellana, sustituyen a la

obra viviente de la imaginación un frío esqueleto. Hasta la variedad

de colores de pinus ingens y alba populus desaparece en la versión.

El raudal ha tenido mejor suerte que los árboles; pero ruido repite

el concepto de bullicioso, y apacible es algo contradictorio de

afán.

En la cuarta estrofa, se echa menos el nimium breves, expresión

sentida, que alude finamente a lo fugitivo de los placeres y dichas

humanas; y la blandura del aura no es tan del caso como la amenidad

de las flores, cuya corta duración aflige al poeta. En cuanto a los

comentadores que encuentran malsonante el amaenae ferre jube rosae,

no responderíamos con el señor Burgos que Horacio no estaba obligado

a decir siempre lo mejor, sino que este poeta se propuso contentar

el oído de sus contemporáneos, no el nuestro; que la desagradable

semejanza que hallamos nosotros en las terminaciones de estas cuatro

voces, sólo se debe a la corrupción del latín; y que en los buenos

tiempos de esta lengua la e final de ferre, la de jube, y el

diptongo con que terminan amaenae y rosae, sonaban de muy diverso

modo.

El afanado atesorar de la quinta estrofa no es de Horacio, ni

hubiera sido un delicado cumplimiento a su amigo. Aún nos parece más

defectuosa la sexta por la pobreza de las rimas segunda y tercera;

por la oscuridad del cuarto verso, donde ni significa algo

forzadamente ni aun; y por confundirse a Pluto y Plutón, que eran

dos divinidades distintas.

Pero la peor de todas es sin disputa la última, y en especial los

dos versos finales por aquel intolerable uso de los pronombres

enclíticos, de que el señor Burgos nos ha dado tantos ejemplos.

Observaremos también que urna no es el sujeto de versatur, como

parece haberlo creído este caballero, si hemos de juzgar por la

puntuación que da al texto latino, y aun por la versión

castellana.(4)

Otros descuidos de esta especie hemos creído encontrar en las odas,

y por lo mismo que son raros, quisiéramos que (si no nos engañamos

en el juicio que hemos hecho del verdadero sentido del texto)

desapareciesen de una versión cuyo principal mérito es la fidelidad.

Ya desde la oda primera del primer libro tropezamos en aquel pasaje:

«A esotro lisonjea(5)

que le aplauda y le eleve

del uno en otro honor la fácil plebe:

otro ansioso desea

cuanto en las eras de África se coge

guardar en su ancha troje:

a otro que su heredad cultiva ufano,

no el tesoro riquísimo empeñara

de Átalo a que surcara

tímido navegante el mar insano».

Prescindiendo de lo floja y descoyuntada, por decirlo así, que

quedaría la construcción del pasaje latino, si se le diera este

sentido, ¿quién no percibe que las imágenes de guardar cosechas en

trojes, y de cultivar los campos paternos, denotan una misma

profesión, que es la del labrador? Horacio, pues, habría dicho que

unos gustan de labrar la tierra y otros también. Pero no dijo tal.

Gaudentem es un epíteto de illum; y aprovechando lo que hay de bueno

en la versión del señor Burgos, pudiéramos expresar así la idea del

poeta:

Al uno si le ensalza

a la cumbre de honor la fácil plebe,

al otro si en su troje

cuantos granos da el África recoge,

y con la dura azada

abrir el campo paternal le agrada,

no el tesoro, etc.

En la oda tercera del mismo libro (que es una de las más

elegantemente vertidas), leemos:

De bronce triple cota

el pecho duro guarneció sin duda

del que fïó primero

el leño frágil a la mar sañuda,

sin ponerle temor su abismo fiero».

No alcanzamos de qué provecho pudiera ser una armadura de bronce

contra los peligros del mar. Horacio no dice esto, ni cosa que se le

parezca; lo que dice es:

Illum, si proprio condidit horreo

Quidquid de libycis verritur areis;

Gaudentem patrios findere sarculo

Agros, attalicis conditionibus

Nunquam dimoveas, ut trabe cypria

Myrtoum pavidus nauta secet mare.

 

 

 

De roble y triple bronce tuvo el pecho

el que fïó primero a la sañuda

mar una frágil tabla, etc.

Modo de decir que se encuentra sustancialmente en otros poetas para

ponderar la impavidez, o la dureza de corazón.(6)

 

 

Disentimos asimismo de la construcción que el señor Burgos da a las

dos primeras estrofas de la oda 13 del libro segundo:

«Aquel que te plantara(7)

árbol infausto, en ominoso día;

y el que con diestra impía

después te trasladara

a do su descendencia destruyeras,

y la mengua y baldón del lugar fueras,

   En la noche sombría,

con sangre de su huésped inmolado

de su hogar despiadado

el suelo regaría,

y hierro atroz o criminosa planta

pondría de su padre en la garganta».

La mente de Horacio es: el que te plantó, en mal punto lo hizo para

daño de su posteridad: él fue sin duda un sacrílego, un parricida,

un asesino de sus huéspedes. La del señor Burgos es: el sacrílego

que te plantó en mal punto para daño de su posteridad, fue un

asesino, un parricida; en otros términos, el malvado que te plantó,

fue un malvado.

La primera de las estrofas anteriores nos ofrece un ejemplo del uso

impropio del antiguo pluscuamperfecto de indicativo (plantara,

trasladara), abuso de que hemos hablado en otra parte, y en que

incurre el señor Burgos con harta frecuencia. Además, el que te

plantara y el que te trasladara señalan dos personas distintas:

duplicación, que no autorizará el original de cualquier modo que se

le construya, y que sólo sirve para embarazar más la sentencia. ¿Y a

qué la criminosa planta de la segunda estrofa? ¿Representa ella

naturalmente un instrumento de muerte? Y si no lo hace, ¿qué

gradación hay del hierro atroz al pie criminal? ¿O se habla por

ventura de un tósigo? Si es así, la expresión es oscura; y de todos

modos no había para qué duplicar la idea del parricidio.

Se dirá tal vez que donde no están de acuerdo los comentadores, era

libre a un traductor, y sobre todo a un traductor en verso, escoger

la interpretación que le viniese más a cuento. Nosotros no hemos

hecho mérito sino de aquellas que en nuestro concepto envuelven un

yerro grave de gramática, o un evidente trastorno del sentido. Pero

sin insistir más en esta clase de observaciones, haremos una sola

con relación a las de la obra castellana, confesando empero estar

generalmente escritas con juicio y gusto, y ser ésta una de las

partes en que estimamos más digno de aprecio el trabajo del

traductor.

«El hombre de conciencia pura (dice Horacio en la oda 22 del libro

1) nada tiene que temer, aunque peregrine por los más apartados

montes y yermos. Así yo, mientras cantando a mi Lálaje, me internaba

distraído por los bosques sabinos, vi huir delante de mí un disforme

lobo, monstruo horrible, cual no se cría en las selvas de Apulia, ni

en los desiertos de la abrasada Numidia, nodriza de leones. Ponme en

los yelos del norte, ponme en la zona que la cercanía del sol hace

inaccesible a los hombres, y amaré la dulce sonrisa y la dulce habla

de Lálaje». La segunda parte, dicen, no corresponde a la gravedad de

la primera, y la tercera no tiene conexión con una ni con otra. Pero

¿no es propio de la ingenuidad y candor que respira esta oda,

abultar el peligro de una aventura ordinaria, y atribuir la

incolumidad al favor de los dioses, amparadores de la inocencia?

Esta juvenil simplicidad se manifiesta a las claras en la ponderada

calificación de la fiera, que después de todo no es más que un lobo

de las cercanías de Roma. Pero el poeta se acuerda de Lálaje, se

representa vivamente su dulce habla y su dulce sonrisa, y la jura un

amor eterno. La idea de este amor se asocia en su alma con la idea

de una vida inocente y sin mancha, que le asegura en todas partes la

protección del cielo: transición adecuada a la índole de esta ligera

y festiva composición. El señor Burgos dice que no se puede adivinar

si es seria o burlesca. No es uno ni otro. Este candor ingenuo está

a la mitad del camino que hay de lo grave a lo jocoso. El que quiera

ver aún más claro cuán lejos estuvo de percibir el verdadero tono y

carácter de esta pieza quien pudo así juzgarla, lea su traducción

por don Leandro Fernández de Moratín, que los representa

felicísimamente.

Pasando de las odas a las sátiras y epístolas castellanas, sentimos

decir que no percibimos en éstas ni la exquisita elegancia, ni el

desenfado, ni la gracia que hacen del original un modelo único.

Rasgos hay sin duda de bastante mérito esparcidos acá y allá, pero a

trechos sobrado largos. Ninguna de ellas se puede alabar en el todo,

ya por lo desmayado y prosaico del estilo en que por lo general

están escritas, ya por la poca fluidez del verso. Cotéjense los

pasajes que siguen con los correspondientes de Horacio, y dígase si

los ha animado el espíritu de este gran poeta. Hemos hecho uso de

los que casualmente nos han venido a la mano:

   «¡Venturoso el soldado!

va a la guerra, es verdad, pero al instante

muere con gloria o tórnase triunfante».

La expresión no es correcta. El soldado no muere o triunfa en el

momento de salir a campaña.

   «¿Qué más da que posea

mil o cien aranzadas el que vive

según naturaleza le prescribe?-

Mas siempre es un encanto

tomar de donde hay mucho.- Y mientras puedo

de un pequeño montón tomar yo tanto,

¿valdrán más que mi saco tus paneras?

Lo mismo es así hablar, que si dijeras

agua para beber necesitando:

quiero mejor que de esta humilde fuente

irla a beber al rápido torrente».

Entre estos versos hay algunos felices; pero tomar tanto por tomar

otro tanto nos parece algo oscuro; ni Horacio habla de torrente,

sino de un gran río, imagen que contrasta aquí mucho mejor con la de

la fuente.

«Es la ociosidad, hijo, una sirena:

húyela o a perder hoy te acomoda

el buen concepto de tu vida toda».

Aquí no hay más que el pensamiento de Horacio expresado en un verso

durísimo, y en otros dos, que no tienen de tales más que la medida.

«Yo mismo vi a Canidia arremangada,

descalza, los cabellos esparcidos,

y por la amarillez desfigurada,

dar con Sagana horrendos alaridos»

Cualquiera percibirá cuánto realzan el cuadro de Horacio el vadere y

el nigra palla, que es como si dijéramos el movimiento y el ropaje

de la figura, y que el traductor se dejó en el tintero. Ni

arremangada expresa lo que succinctam. Arregazada hubiera sido, si

no nos engañamos, más propio.

En la fábula de los dos ratones, con que termina la sátira 6 del

libro 2, derramó Horacio profusamente las gracias de estilo y

versificación, haciéndola, no obstante la tenuidad del sujeto, una

de sus producciones más exquisitas. Comparemos:

«A un ratón de ciudad un campesino

su amigo y camarada,

recibió un día en su infeliz morada».

El primer verso es anfibológico. Un campesino significa un hombre

del campo, y no significa otra cosa. ¿Y cómo pudo el señor Burgos

llamar infeliz la morada del ratón campesino, sin reparar que este

epíteto se halla en contradicción con la moral de la fábula?

«En nada clava el ciudadano diente».

¿Pinta este verso, como el tangentis male singula dente superbo al

convidado descontentadizo que prueba de todo y nada halla a su

gusto? ¿Y puede darse a un diente el epíteto de ciudadano?

«Al pueblo entrambos marchan convenido

para llegar después de oscurecido».

¿Dónde está la expresiva elegancia del nocturni subrepere? Los

versos castellanos pudieran convenir a dos hombres, o a dos entes

animados cualesquiera. Los de Horacio nos ponen a la vista dos

ratoncillos. Algo tienen de poético los que siguen:

«En medio estaba ya del firmamento

la luna, cuando el par de camaradas

entróse en un alcázar opulento,

donde colchas en Tiro fabricadas

soberbias camas de marfil cubrían,

y aquí allí y allí se vían

mucha bandeja y mucha fuente llena

de los residuos de exquisita cena.

Sobre tapiz purpúreo al campesino

el ratón de ciudad coloca fino;

por do quier diligente corretea,

y de todo a su huésped acarrea;

y como fueros de crïado lleva,

de cuanto al otro sirve, él también prueba.

De mudanza tan próspera gozaba

y por ella su júbilo mostraba

el rústico ratón; mas de repente

de gente y puertas tráfago se siente.

Échanse de las camas los ratones;

y atravesando en fuga los salones,

van con doble razón despavoridos,

pues oyen de los perros los ladridos».

¡Pero qué débil este último verso, comparado con el domus alta

molossis personuit canibus, en que oímos el ladrido de los perros de

presa, que llena todo el ámbito de un vasto palacio! Aún es peor la

conclusión:

«El campesino al otro entonces dice:

No esta vida acomódame infelice.

¡Adiós! seguro y libre yo prefiero

a estas bromas mi bosque y mi agujero».

La índole del estilo familiar no se aviene con las violentas

trasposiciones del señor Burgos, ni el buen gusto con sus voces y

frases triviales.

La parte ilustrativa de las sátiras y epístolas se hace notar por la

misma sensata filosofía y delicado gusto que caracterizan la de las

odas. Desearíamos empero que se escardase de algunos (en nuestro

sentir) graves errores. Citaremos unos cuantos que hemos encontrado

en las notas a la sátira 10 del libro 1º.

«Pater latinus (se nos dice al verso 27) designa evidentemente al

viejo Evandro, a quien Virgilio dio la misma calificación en el

libro 7 de la Eneida». Ni Horacio ni Virgilio pudieron dar tal

calificación a un príncipe griego.

En la nota al verso 43, se dice que «en los versos yambos y coreos

se llevaba la medida de dos en dos pies, y entonces se llamaban

trímetros, así como se llamaban senarios cuando se hacía la cuenta

por medidas prosódica». Pero primeramente no hay versos yambos ni

coreos. El señor Burgos quiso decir yámbicos y trocaicos. En segundo

lugar, es inexacto decir que estos versos, cuando se llevaba la

medida de dos en dos pies, se llamaban trímetros, porque es sabido

que en tal caso podían llamarse también dímetros o tetrámetros,

según el número de medidas o compases de que constaban. 3º Cuando se

hacía la cuenta de otro modo, no por eso se llamaban necesariamente

senarios, sino sólo cuando constaban de seis pies. Y 4º Querríamos

que el señor Burgos nos explicase qué es lo que entiende por medidas

prosódicas. No es éste el único lugar en que se le trasluce menos

conocimiento de la prosodia y metros antiguos de lo que corresponde

a un traductor de Horacio.

Resumiendo nuestro juicio, decimos que la obra de don Javier de

Burgos es una imperfectísima representación del original. Ella nos

da ciertamente las ideas, y aun por lo general, las imágenes de que

aquel delicadísimo poeta tejió su tela; mas en cuanto a la

ejecución, en cuanto al estilo, podemos decir, valiéndonos de la

expresión de Cervantes, que sólo nos presenta el envés de una

hermosa y rica tapicería. Justo es también añadir que, considerada

como un auxilio para facilitar la inteligencia del texto, para dar a

conocer el plan y carácter de cada composición, y para hacer más

perceptibles sus primores, la conceptuamos utilísima. Es una débil

traducción, y un excelente comentario.

II

[La oda 1ª, libro 19, empieza así:

   Maecenas, atavis edite regibus,

O et praesidium, et dulce decus meum,

Sunt quos curriculo pulverem olympicum

Collegisse juvat; metaque fervidis

Evitata rotis, palmaque nobilis

Terrarum dominos evehit ad Deos;

Hunc, si mobilium turba quiritium

Certat tergeminis tollere honoribus;

Illum, si proprio condidit horreo

Quidquid de libycis verritur areis.

Gaudentem patrios findere sarculo

Agros Attalicis conditionibus

Nunquam dimoveas ut trabe cypria

Myrtoum, pavidus nauta, secet mare.

[Don Javier de Burgos vertió al castellano estos versos como sigue:

   Mecenas, de elevada

alcurnia descendiente,

mi dulce gloria y protector potente:

a uno coger agrada

el polvo olimpio en disparado carro;

y si diestro y bizarro

la meta evita que el palenque cierra,

y orla su sien la palma de victoria,

elévale la gloria

a los dioses señores de la tierra.

 

 

 

   A esotro lisonjea

que a porfía le eleve

de puesto en puesto veleidosa plebe.

Otro ansioso desea

cuanto en las eras de África se coge

guardar en su ancha troje.

A quien se goza en cultivar su hacienda,

no harán tesoros de Átalo opulento

que al líquido elemento,

medroso navegante, el seno hienda.

[Don Juan Gualberto González, citado por Burgos, tradujo como sigue

este pasaje:

   Mecenas ínclito, de antiguos reyes

clara prosapia, oh mi refugio,

mi dulce gloria, hay quien se agrada

del polvo olímpico; y si evitándola,

cercó la meta su rueda férvida,

hasta los númenes dueños del mundo

ufano elévase con noble palma.

Gózase el otro si la voluble

turba de quírites favoreciéndole,

altos honores por ella alcanza.

Al que en su propio granero esconde

cuanto producen las eras líbicas,

y con sus bueyes paterno campo

labra contento, no serán parte

cuantas ostenta riquezas Átalo,

a hacer que surque, tímido nauta,

el mirtoo piélago con nave cipria.]

La traducción de este caballero, no obstante algunos leves lunares,

es de las mejores que se han hecho de Horacio; el ritmo de que se ha

servido reproduce felicísimamente la cadencia del asclepiadeo.

A mi juicio, don Juan Gualberto González ha entendido este pasaje

mucho mejor que Burgos; y sus versos, con ligeras alteraciones, lo

representarían casi literalmente.

[Sin embargo, Bello hace, tanto a la traducción de Burgos, como a la

de González, una observación que tengo por muy fundada.]

No me satisface la explicación que casi todos los traductores e

intérpretes de Horacio dan del pasaje que empieza en el verso 7º:

Hunc si mobilium. Suponen que hunc es regido de juvat, saltando para

tomar este verbo sobra el otro verbo evehit, a que, como más

cercano, debería más bien referirse el acusativo. Es preciso

subentender los dos verbos o ninguno; y subentendiéndose los dos,

tendríamos que palma nobilis evehit ad deos ilum qui proprio

condidit horreo, etc., es decir, al negociante codicioso. ¡Gloriosa

palma sin duda la de la codicia! Nada tan absurdo, tan duro, como la

supuesta elipsis.

[Bello corrige como sigue la traducción de don Juan Gualberto

González, a fin de evitar el mencionado y otros defectos]:

   Al que los votos de la inconstante

plebe romana colman de honores,

o al que en su propio granero guarda

cuanto producen las eras líbicas,

y con la azada paterno campo

labra contento, no serán parte

cuantas gozaba riquezas Átalo,

a que las ondas, tímido nauta,

surque, etc.

[Bello no aprueba el que Burgos haya traducido el quidquid de

libycis verritur areis por cuanto en las eras de África se coge].

La expresión latina no significa otra cosa que granos de las

especies que se cultivan en África, cereales: libycis hace aquí el

mismo papel que más adelante cypria, myrtoum, icariis: species pro

genere.

[Burgos tradujo la meta fervidis evitata rotis, por:

La meta evita que el palenque cierra

Bello considera ésta una grave falta].

La meta que el palenque cierra da una idea errónea: la meta, aunque

colocada en uno de los extremos del palenque, no lo cerraba, puesto

que el carro debía dar vuelta alrededor de ella sin tocarla. Pero se

necesitaba un consonante para tierra.

[La oda 1ª, libro 1º, concluye así:

   Te doctarum hederae praemia frontium

Dis miscent superis, me gelidum nemus,

Nympharumque leves cum satyris chori

Secernunt populo, si neque tibias

Euterpe cohibet, nec Polyhymnia

Lesboum refugit tendere barbiton.

Quod si me lyricis vatibus inseres,

Sublimi feriam sidera vertice.

[He aquí la traducción de estos versos por Burgos:

   Y yo, si la liviana

flauta Euterpe me entrega,

y la dulce Polimnia no me niega

la cítara lesbiana,

me alejaré también del vulgar bando

de sátiros cantando

bailes alegres y de ninfas bellas,

y de los bosques las amenas sombras.

Si lírico me nombras,

tocará con mi frente a las estrellas.

[Entre los comentarios con que don Javier de Burgos aclara este

trozo, se encuentra el que va a leerse:

[«Te doctarum. Este es uno de los pasajes más difíciles de Horacio;

y no obstante, apenas uno o dos de sus comentadores o traductores se

hicieron cargo de las diferentes dificultades que presenta. Todos,

durante siglos, leyeron en este verso me, en lugar de te, sin

advertir que con esta lección, hacían decir al poeta: -A mí, la

yedra, premio de doctas frentes, me confunde o iguala con los dioses

soberanos.- Si ningún hombre regular se permitió jamás tan pueril y

absurda jactancia, a nadie pudo imputársele con menos apariencia de

razón, que a un gran poeta que, dirigiendo una composición,

destinada a encabezar la colección de sus obras, a un protector

ilustrado y generoso, tenía necesidad de captarse su benevolencia,

por la exactitud de las ideas y la conveniencia de la expresión.

Usando aquí Horacio de la que sus editores le atribuyen, no sólo

habría atropellado, como hombre, los miramientos con que el decoro y

la urbanidad exigía que tratase a Mecenas, sino que habría

incurrido, como escritor, en faltas de coherencia y de orden,

propias para destruir el prestigio de que pretendía rodearse. En

efecto, enlazando la idea contenida en el verso sobre que discurro,

con las expresadas en el pasaje entero, el tenor de todo él sería el

siguiente: -A mí la yedra me mezcla con los dioses soberanos, a mí

el bosque umbroso me separa del vulgo. Si tú me cuentas entre los

poetas líricos, tocaré con mi frente a las estrellas.- Así se

encontraría repetido tres veces en ocho versos el mismo pensamiento;

y contra todas las reglas del gusto y de la lógica, se repetiría en

gradación descendente, puesto que es mucho menos separarse del vulgo

que igualarse a los dioses, y que el que ya se confundió con ellos

no necesitaba el voto de Mecenas, ni el de nadie, para tocar con su

frente a las estrellas. Estos cargos, que no tienen medio de

desvanecer los que leen me en este pasaje, se desvanecen por sí

mismos leyendo te, con cuya sustitución las ideas aparecen exactas y

oportunas, y además conveniente y elegantemente enlazadas. Horacio

dijo entonces: -Unos se esfuerzan por ganar el premio de los juegos

olímpicos; otros por obtener el favor popular; éstos buscan las

riquezas corriendo los mares; aquéllos, cultivando los campos; unos

gustan de combates; otros de cacerías; a ti la yedra te iguala a los

dioses; a mi la flauta de Euterpe y el laúd de Polimnia me separan

del vulgo, y aun quizá podré seguirte, o igualarte, y tocaré con mi

frente a las estrellas, si te dignas darme un lugar entre los poetas

líricos.- Movido sin duda por estas consideraciones, de que hubo de

sospechar la importancia, Rutgers leyó aquí te en lugar de me; y es

asombroso que de todos los editores posteriores sólo hayan adoptado

esta variante, que consiste en la sustitución de una sola letra,

Valart, gargallo y otros dos o tres.

[«La variante que indico no sirve, sin embargo, más que para

explicar el verso sobre que discurro; pero quedan aún por resolver

otras dificultades que ofrece el conjunto del pasaje. -A mí, dice el

poeta, el bosque sombrío y los coros de los sátiros y las ninfas me

separan del vulgo, si no me niegan Euterpe su flauta, y Polimnia la

lira de Lesbos.- Pero ¿qué tiene que ver esta musa con esta lira? No

entraba en las atribuciones de Polimnia pulsar el laúd lesbio, esto

es, el de Safo y Alceo, ni era por otra parte propia la lira de este

vigoroso poeta para acompañar el canto destinado a celebrar objetos

tan livianos, como bosques sombríos y bailes de ninfas y de sátiros.

¿Qué es, pues, lo que quiso decir Horacio? Por mí, creo que Euterpe

y Polimnia significan aquí todas o cualesquiera musas, como antes

mare myrtoum y trabe cypria significaban toda o cualquiera mar, toda

o cualquiera nave. Creo igualmente que la frase: -el bosque sombrío

y las danzas de los sátiros y ninfas me separan del vulgo- equivale

a- yo me haré superior al vulgo, celebrando o cantando estos

objetos; y esta interpretación ya parece que la adivinaron los

antiguos gramáticos Acrón y Porfirio, diciendo el primero: materiam

ipsam carminis pro laude posuit; y el segundo: per ea egregiam

gloriam dicit consequi, de quibus canit. El sentido será pues:

-mientras tú, coronado de yedra, te levantas al cielo, yo me

distinguiré de los hombres vulgares, cantando, con el favor de las

musas, soledades amenas y alegres danzas.- Trabajo cuesta concebir

que no se haya aclarado antes este embrollado pasaje».

[Léase ahora lo que Bello expone acerca de la precedente disertación

de Burgos]:

Te doctarum. Me parece muy atinada esta corrección; y por mi parte,

la adopto, aunque entiendo que no hay códice ni edición antigua que

la apoye. Las dificultades que el señor Burgos encuentra en los

versos 33 y 34 son enteramente imaginarias. -No entraba en las

atribuciones de Polimnia pulsar el laúd lesbio, esto es, el de Safo

y Alceo, ni era propia la lira de este vigoroso poeta para cantar

objetos tan livianos.- En efecto, Polimnia, según el señor Burgos,

era la musa de la retórica. Pero nada más vago que las atribuciones

de las Musas en los poetas antiguos. Erato, la de la poesía amorosa,

es invocada en la Eneida, y no por cierto para cantar amores.

Nunc age, qui reges, Erato, quae tempora rerum,

Quis Latio antiquo fuerit status...

Tu vatem, tu, Diva, mone...

El nombre mismo de Polimnia o Polyhimnia, la de los muchos himnos,

manifiesta que no pudo repugnarle de ninguna manera la lira del

Alceo. El señor Burgos ha olvidado que este poeta compuso un himno a

Mercurio, del que la oda Mercuri facunde, es probablemente una

traducción. Que tampoco estuvo reñida con los asuntos livianos lo

prueba la oda: Nullam Vare, que también es, o imitada, o traducida

de Alceo. El primer verso es una versión literal de un fragmento del

lírico de Lesbos, que se encuentra en Ateneo, X, 8, y está

precisamente en el mismo metro:

µ

Pero dado caso que no conviniesen tales atavíos a la lira de Alceo,

¿no quedaba la de Safo para absolver el laúd lesbio? La verdad es

que Alceo, aunque sobresaliente en lo serio y grandioso, no se

desdeñó de celebrar en tonos más blandos los placeres del amor y del

vino. Véase la Historia de la Literatura Griega de Schoell.

Por lo demás, en la construcción de todo el pasaje, no hay el

embrollo que le atribuye el traductor español; y desde que se

sustituye te a me en el verso 28, todo es llano, fácil, trasparente.

[Burgos, comentando el último verso de la oda 22, libro 1º, se

expresa así:

[«El César, a quien Horacio exhortaba a castigar a los medos o

persas, o lo que es lo mismo, a llevar a cabo el propósito que poco

antes de morir tenía formado Julio César, fue hijo de Atia, sobrina

de éste, y de un Octavio, que, de la clase de caballero, se había

elevado a la de senador. Este hijo, que nuestros autores han llamado

casi constantemente Octaviano, nació en 691, recibió una educación

brillante, y se hallaba completándola en Apolonia, ciudad del Epiro

(hoy Polina o Pollina en la Albania), cuando recibió la noticia de

la muerte trágica de su tío, y la de que éste, que le amaba

tiernamente, le había adoptado e instituido su heredero».

[Consecuente Burgos con la impropiedad que, a su parecer, había en

llamar Octaviano a Octavio, designa a este personaje con la segunda

de estas denominaciones.

[Bello, en sus apuntes inéditos, observa sobre esto lo que sigue]:

Curioso es que Burgos extrañe el uso de llamar Octaviano a Octavio.

¿Ignoraba que el que antes de la adopción de Julio César se llamaba

Cayo Octavio, después de ella, añadió el nombre de su padre al suyo

propio con una inflexión consagrada por el uso romano en tales

casos, y se llamó Cayo Julio César Octaviano? ¿No ha visto en la

lista de los cónsules a Cayo Julio César Octaviano el año de 710 de

Roma, como el 720, el 722, el 723, etc.? Octavio, hablando de

Augusto, después de la muerte de Julio César, es en rigor un

anacronismo.

[La oda 3ª del mismo libro 1º contiene estos versos:

   Illi robur et aes triplex

Circa pectus erat, qui fragilem truci

   Commisit pelago ratem

Primus...

[Burgos los traduce así:

   Rodeaba sin duda

triple armadura de templado acero

el corazón de robre

del que a fiar se aventuró el primero

frágil esquife a piélago salobre.

[Bello advierte acerca de este pasaje lo que paso a reproducir]:

¿De qué podía servir, sino de estorbo, una armadura de acero contra

los peligros del mar? El sentido es pecho de roble y de triple

bronce, pecho durísimo. Circa pectus es in pectore, como circa jecur

(oda 25 de este mismo libro) es in jecore.

[Don M. Milá y Fontanals, a quien pertenece la traducción de esta

pieza que Menéndez Pelayo ha incluido en la colección antes citada,

da a estos versos el mismo sentido que Burgos.

   De acero triple clámide,

a aquél cercaba el pecho

que dio barquillas frágiles

primero al crudo piélago.

[La oda 4ª del mismo libro empieza así:

Solvitur acris hiems grata vice veris et Favoni;

   Trahuntque siccas machinae carinas;

Ac neque jam stabulis gaudet pecus, aut arator igni;

   Nec prata canis albicant pruinis.

Jam Cytherea choros ducit Venus, imminente luna;

   Junctaeque nynphis Gratiae decentes

Alterno terram quatiunt pede, dum graves cyc1opum

   Vulcanus ardens urit officinas.

Nunc decet aut viridi nitidum caput impedire myrto,

   Aut flore, terrae quem ferunt solutae.

[Burgos, en los comentarios a los versos 1º y 10º hace notar que

solvitur y solutae son el presente y el participio de un mismo

verbo; pero, aunque empleados ambos en sentido traslaticio, no lo

están en la misma acepción. Solvitur, según Burgos, significa se

deshace, metáfora demasiado atrevida, que ningún traductor de

Horacio ha empleado, mientras que solutae significa dilatadas por el

calor].

El solvitur del verso 1º, y el solutae del 10º, están empleados en

un mismo sentido. Solvuntur terrae grata vice veris et Favonii

recordaría el zephyro, pruinis se gleba resolvit. El invierno (acris

hyems), que nos figuramos duro, porque todo lo endurece y congela,

se resuelve de la misma manera. En castellano, se ablanda el rigor

de la estación, y se ablandan las tierras al soplo del céfiro.

[Burgos, comentando la expresión choros ducit, que se lee en el

verso 5º, expone lo que va a leerse:

[«En Roma, se le hacían (a Venus) magníficas fiestas por el mes de

abril, y duraban tres días. Las jóvenes que formaban las parejas de

baile, se repartían los papeles de las divinidades subalternas que

debían acompañar a Venus; y la doncella que representaba a esta

diosa era sin duda la que dirigía las cuadrillas, que es lo que aquí

significa choros ducit».

[El mismo Burgos, comentando más adelante la expresión: dum graves

cyc1opum Vulcanus ardens urit officinas, que se encuentra en los

versos 7º y 8º, discurre así:

[«Horario no hace sólo contrastar las palabras, como he observado en

las notas a la oda anterior, sino que muchas veces hace también

contrastar las cosas. Así es que, después del espectáculo encantador

de los bailes de las ninfas y de las Gracias, se apresura a

presentar a Vulcano, dando martillazos en sus fraguas, y a los

atezados cíclopes empleados en trabajos durísimos en las cuevas del

Etna. Pero ¿con qué objeto se hace aquí mención de estos trabajos, y

se recuerda que continuaban con mucho ardor en las grutas de

Sicilia, mientras las ninfas y las Gracias celebraban en Roma con

alegres bailes las fiestas de Venus? Lo que entre todo lo que se ha

dicho para explicar este pasaje, me parece más verosímil, es que

Horacio quiso recordar que, mientras en las tales fiestas, las

mujeres se entregaban a toda clase de diversiones, sus maridos,

excluidos de ellas, seguían trabajando con tanto más ardor, cuanto

que, en la ausencia de sus mujeres, ocupadas en ejercicios que la

religión santificaba, nada tenían que pudiese distraerlos de sus

tareas. Habiéndose de recordar con este motivo la actividad con que

a ellas se dedicaban los maridos en tal ocasión, nada era más

natural que personificarlos a todos en Vulcano, ya porque éste era

el marido de la diosa en cuyo honor se celebraban las fiestas a que,

en la pieza, se alude, ya porque los trabajos a que estaba dedicado

el esposo de Venus, eran más duros que los de otras profesiones.

Esta circunstancia hacía preferible a cualquier otro el recuerdo

especial de Vulcano, como que marcaba más señaladamente el contraste

entre los maridos que se afanaban y las mujeres que se divertían»].

Esta Venus es la misma diosa, no una muchacha que, según Burgos, la

representaba en los bailes, presidiendo a otras muchachas que hacían

de Gracias y de ninfas. ¡Chistoso sería que Horacio pusiera en

contraste a estos bailes de mozos con el dios Vulcano trabajando en

la oficina de los cíclopes! ¡Pero a esta objeción, ha previsto el

señor Burgos, haciendo a Vulcano representante de los maridos!

Creíamos que estas explicaciones alegóricas estaban ya desterradas

de la estética.

[En la oda 5ª, libro 1º, se lee este pasaje.

   ...Heu! quoties fidem,

Mutatosque deos flebit, et aspera

   Nigris aequora ventis

   Emirabitur insolens,

Qui nunc te fruitur credulus aurea,

Qui semper vacuam, semper amabilem

   Sperat, nescius aurae

   Fallacis!...

[«Este epíteto (de aurea), como el vacuam del verso siguiente», dice

Burgos, «son metafóricos, y embrollan la metáfora, o sea alegoría

principal del mar alterado. Los jóvenes que pretendan formar su

gusto por la lectura de los modelos de la antigüedad, deben

precaverse de estos defectos, que no dejan de serlo por tener cierta

brillantez. Es, por otra parte, demasiado largo el periodo que

empieza en el quoties del verso 5º, y acaba en el fallacis del 12º».

[Bello, en sus apuntes, observa acerca de este comentario de Burgos

lo que sigue]:

La alegoría del mar alterado es de la especie que los retóricos

llaman mixta, en que se mezclan las palabras propias con las

alegóricas. Vacuam viene de vacare, quae uni tibi vacet; no tiene

nada de metafórico. Aureus no sólo significa lo que es hecho de este

metal, sino lo que tiene un brillo puro (sidus aureum, Horacio;

aurea sidera, Virgilio); y por extensión, lo que es moralmente puro,

ingenuo, sincero (tempus aureum, el siglo de oro, aurea mediocritas,

mores aurei): significado que, a fuerza de repetirse, dejó de ser

metafórico, y debe contarse entre las acepciones naturales de la

palabra. Así no hay nada de embrollado en la alegoría de Horacio,

como piensa Burgos. Debe distinguirse el significado metafórico del

secundario, en que a menudo se convierte por la frecuencia del uso.

Así concepción, aplicado a cierta operación del alma, no es ya

metafórico, aunque sin duda lo fue cuando empezó a usarse en este

sentido.

[Don Javier de Burgos cree muy verosímil la opinión de que la oda 7ª

Ad Munatium Plancum es, no una sola pieza, sino la reunión de dos.

[«Algunos manuscritos que vieron Escalígero y Heinsio» dice,

«presentaban esta pieza dividida en dos, de las cuales la primera,

que acababa en el verso mobilibus pomaria rivis, tenía todas las

apariencias de un fragmento. En el argumento de una y otra, nada hay

de común, en efecto: en la una, declara el poeta preferir un sitio

delicioso de Italia a las más afamadas ciudades del Asia Menor y de

la Grecia; en la otra, aconseja a un amigo, que experimentaba o

temía alguna desgracia, ahogar en vino sus pesares o sus temores. El

padre Sanadon observa que uniendo las dos piezas, no sólo habría

incoherencia en las ideas, sino que resultarían además las

repeticiones desagradables de perpetuo parturit después de perpetum

carmen, y de uda tempora después de uda pomaria. Por mi parte, puedo

decir que, en un códice de la Escuela de medicina de Montpellier,

encontré las dos piezas divididas, y que la heterogeneidad de las

partes hace muy verosímil la opinión de que los gramáticos las

reunieron, al ver que, en la primera, no se completaba el concepto,

y que la siguiente estaba escrita en el mismo metro».

[Bello no admite este modo de ver].

Tengo por un capricho injustificable el de los que han creído que

esta composición hasta el verso 14 no era más que un fragmento, y lo

que sigue otra oda sobre diferente sujeto. No es preciso devanarse

los sesos para encontrar el enlace y la transición que el señor

Burgos echa de menos: ahí está el Tiburis umbra tui.

[Burgos, comentando la oda 8, pretende que «el adjetivo apricus

tiene en latín dos significados opuestos; y unos escritores lo

usaron en el sentido de abrigado, y otros como aquí Horacio» en el

verso 3º, «en el de abierto o descubierto por todas partes»].

No tiene apricus dos significados opuestos, como quiere Burgos.

Apricus es un campo abierto, expuesto al aire y al sol, y que, por

esta última circunstancia, es más abrigado en invierno.

[Horacio empieza la oda 9º diciendo que la nieve blanquea la cumbre

del Soracte, agobia con su peso a las selvas, y paraliza el curso de

los ríos; esto es, que era el rigor del invierno.

[En seguida, excita a Taliarco a que, sin acobardarse por la

estación, goce del vino y del amor.

[A tal propósito, le amonesta, entre otras cosas, para que

   ...Nunc et campus, et areae,

Lenesque sub noctem susurri

Composita repetantur hora.

   Nunc et latentis proditor intimo

Gratus puellae risus ab angulo,

Pignusque dereptum lacertis,

Aut digito male pertinaci.

[«Este nunc no significa aquí ahora», dice Burgos; «pues como

observó juiciosamente Sanadon, no era ocasión de dar citas para las

eras, cuando el Soracte estaba cubierto de nieve, y el hielo

paralizaba el curso de los ríos. Nunc se refiere, añade el mismo

crítico, a la edad de Taliarco, no a la estación en que el poeta

escribía. En cuanto a la palabra campus.., cuando se usaba sin

calificación, significaba generalmente el campo de Marte. Una gran

parte de él servía de paseo público; y a él, por tanto, se citaban

frecuentemente los enamorados»].

No hay necesidad de referir el nunc a la edad del amigo de Horacio,

y no a la estación. Los paseos en un campo abierto como el de Marte,

y en áreas o plazas, no tienen nada de incompatible con el invierno.

[Burgos y el licenciado don Diego Ponce de León y Guzmán, en las

traducciones en verso castellano que han hecho de esta oda, han dado

al vocablo areae, no el significado de plazas, que era el que le

cuadraba, sino el de eras, que le venía mal.

[Burgos acepta una crítica que Dacier hizo a la construcción

gramatical del pasaje antes copiado de Horacio.

[He aquí las palabras de Dacier.

[«El verbo repetantur rige todo este período, y me parece excesiva

tal osadía. No creo que la haya semejante en toda la antigüedad, o

por lo menos será difícil encontrar siete versos regidos por un solo

verbo, y siete versos que abrazan cuatro expresiones diferentes.

Paréceme que se necesita más de un espíritu para animar miembros tan

distintos y separados; y no hay quien no sienta que los cuatro

versos últimos piden algo que les hace falta».

[«Este defecto», agrega Burgos, «debía desaparecer en la traducción,

so pena de hacerla embrollada e ininteligible»].

La crítica de Dacier sobre lo complicado del período que supone

forman los últimos siete versos, carece de fundamento. Póngase punto

en hora; y súplase, como tantas veces en latín, el verbo est en el

verso antepenúltimo.

[Burgos pronuncia el siguiente juicio acerca de la oda 10ª Ad

Mercurium.

[«Porfirio aseguró que esta oda era traducción o imitación de un

antiguo himno de Alceo; y un comentador moderno (Vanderbourg)

sospechó que ella fue uno de los primeros ensayos que hizo Horacio

para apoderarse de la lira de los griegos. Sea de uno u otro lo que

se quiera, el himno no pasa de mediano. El elogio de Mercurio es

vago e incoherente; y entre los versos, hay tres o cuatro cuyas

cadencias son duras y poco armoniosas»].

Convengo en que este himno a Mercurio tiene poco mérito; pero sin

que el señor Burgos tenga razón para criticar de duras y poco

armoniosas ciertas cadencias. A nuestros oídos, acostumbrados a un

ritmo puramente acentual, no suenan bien:

Mercuri facunde, nepos Atlantis

Nuntium, curvaeque lyrae parentem

Sedibus, virgaque levem coerces...;

porque no podemos reconocer en estos versos el

Dulce vecino de la verde selva.

Pero los latinos y griegos juzgaban de otro modo. ¿Qué diría el

señor Burgos de los sáficos de la misma Safo, que les dio su nombre,

y que se alejaban mucho más que los de Horacio de nuestros sáficos

acentuados?

[Los juicios de Burgos y de Bello acerca de la oda 11ª no están

acordes.

[Léase el del primero.

[«Escalígero criticó esta pequeña pieza con demasiado rigor, si bien

hay en ella algunos pensamientos que están expresados en otra parte,

ya del mismo modo, y va con más gracia y exactitud. La idea de

spatio brevi spem longam reseces está desenvuelta con más propiedad,

aunque casi en los mismos términos, en la oda 4ª, donde dice Vitae

summa brevis spem nos vetat inchoare longam. En la oda 9ª, se había

dicho: Quid sit futurum cras fuge quaerere; y en ésta, Carpe diem

quam minimum credula postero. Los versos tienen poca armonía, y el

lenguaje es oscuro o ambiguo».

[Léase ahora el del segundo].

Burgos acusa de poco armoniosa la versificación, pero con poca

justicia. El verso no tiene nada que desdiga de la práctica conocida

de los poetas en el coriámbico. Las frases no adolecen de oscuridad,

aunque extremadamente concisas. El señor Burgos no parece haber

sentido la elegancia del optativo: fugerit; haya huido en buena

hora.

[Las tres primeras estrofas de la oda 12ª, dicen así:

   Quem virum aut heroa lyra vel acri

Tibia sumis celebrare, Clio?

Quem Deum? Cujus recinet jocosa

Nomen imago,

Aut in umbrosis Heliconis oris,

Aut super Pindo gelidove in Haemo?

Unde vocalem temere insecutae

Orphea silvae,

Arte materna rapidos morantem

Fluminum lapsus celeresque ventos,

Blandum et auritas fidibus canoris

Ducere quercus.

[Inserto en seguida la traducción de Burgos:

   ¿Cuál paladín, cuál hombre

hoy con flauta o laúd cantarás, Clío?

¿Cuál numen cuyo nombre

repita el eco, de Helicón umbrío

en el fresco collado,

o sobre el Pindo, o sobre el Hemo helado?

   Los montes allí un día

corrieron a oír de Orfeo el blando acento:

su dulce melodía

paró el río fugaz y el raudo viento;

y a la arrobada encina,

tras sí arrastró su cítara divina.

[El mismo Burgos dice en un comentario sobre este pasaje, entre

otras cosas, lo que sigue:

[«Yo no he podido expresar más fuertemente el hipérbole que envuelve

este epíteto (de auritas) que aplicando el de arrobadas a las

encinas, pues dotadas de oído me ha parecido demasiado. Esto en

cuanto a la expresión; en cuanto a la idea, diré que algunos

calificaron de trivial y pobre la de que las encinas corriesen

detrás de Orfeo, después de haberse dicho que corrían las selvas. No

observaron, sin embargo, los que así juzgaron el pasaje, que el

primero de los prodigios que aquí se enumeran, lo obró el músico con

el canto (vocalem insecutae), y el segundo con la lira (ducere

fidibus canoris); y que se puede sin inconveniente decir: -se

atropellaron los montes al oír su canto: corrieron tras él los

robles al oír los sones de su laúd-. Para que Horacio dijera esto,

no era menester sustituir rupes a silvae, como lo hicieron algunos

editores, sino emplear como yo lo he hecho, para traducir esta

última palabra, la de montes, que lo mismo designa las alturas

compuestas de peñascos, que las pobladas de árboles».

[Léase lo que Bello expone acerca de este comentario]:

No me parece mal la defensa que hace el señor Burgos del auritas

ducere quercus, que a primera vista es una repetición ociosa del

silvae temere insecutae vocalem Orphea. Creo, con todo, que no es

necesario buscar una diferencia en vocalem y fidibus canoris, como

si se atribuyesen la primera maravilla a la flauta y la segunda al

canto. La estrofa que principia por arte materna no es para añadir

un nuevo prodigio, sino para explicar el que acaba de señalarse.

Vocalem temere insecutae Orphea silvae, quippe qui arte materna adeo

excellerat ut moraretur flumina et ventos, et adeo blandus esset

fidibus ducere ut duxerit quercus, tanquam auribus preeditas.

[Burgos hace notar que, en los manuscritos y las ediciones, se lee

en el verso 31 de esta oda -quod sic voluere - di sic - quia sic- y

de otras dos o tres maneras.

El quod sic, y el quia sic de los manuscritos, es inaceptable. Léase

sic di voluere, giro verdaderamente horaciano, análogo al sic dis

placitum, sátira 6ª, libro 2º, verso 22.

[La estrofa 9ª de esta oda es la que va a leerse.

   Romulum post hos prius, an quietum

Pompili regnum memorem an superbos

Tarquini fasces, dubito, an Catonis

Nobile lethum.

 

 

 

¿Diré a Rómulo osado

luego, o de Numa el próspero reinado?

¿Las fasces de Tarquino

o de Catón la generosa muerte?

[«El epíteto de soberbias que da Horacio a las fasces de Tarquino»,

escribe Burgos, «hizo pensar a algunos que él quiso aludir en este

pasaje a Tarquino el Soberbio, séptimo y último rey de Roma. Pero

éste es un error, que se refuta por la sola consideración del

contraste que con Rómulo y Numa, modelo el uno de valor, y el otro

de sabiduría, haría un monstruo que marchando por entre el incesto y

el fratricidio, subió hasta el trono regado con la sangre de su

suegro y de su rey. Héroes solamente nombra aquí Horacio, y héroe no

podía ser el segundo Tarquino, sino su ilustre abuelo Lucio Tarquino

Prisco, quinto rey de Roma».

[«Este verbo dubito», agrega Burgos, «hubiera podido a mi parecer

ser suprimido, o reemplazado a lo menos por otro más digno de la

majestad lírica»].

Se me hace duro creer que se trate del primer Tarquino. El epíteto

superbos parece destinado de propósito a señalar al segundo. Si

Horacio hizo bien o mal en colocarle entre los hombres ilustres de

Roma, es otra cuestión. Tarquino el Soberbio aumentó

considerablemente el poder romano. Es a mi juicio demasiado severo

el señor Burgos en su reprobación del dubito.

[La estrofa 12 de esta oda es la que va a leerse:

   Crescit occulto velut arbor aevo

Fama Marcelli; micat inter omnes

Julilum Sidus, velut inter ignes

Luna minores.

 

 

 

   Cual el árbol que al cielo

se alza en lento crecer, tal sube y crece

la fama de Marcelo;

y así la Estrella Julia resplandece,

cual entre astros sin cuento,

la luna en el lumbroso firmamento.

[«No parece caber duda en que el Marcelo a quien aquí aludió

Horacio», dice Burgos, «fue el que ocupa en los fastos de Roma un

lugar eminente, y no otro personaje célebre del mismo nombre, que

vivió ciento cincuenta años después que él. El de que aquí se trata

fue Marco Claudio Marcelo, que nació a fines del siglo quinto de

Roma, y adquirió en el sexto tanta gloria, como Camilo en el

cuarto».

[Bello no acepta esta interpretación de Burgos].

   Crescit occulto velut arbor aevo

Fama Marcelli

no puede referirse, sino a una persona viviente, joven y de grandes

esperanzas.

[«Los comentadores de Horacio», expone Burgos, «no están de acuerdo

sobre la inteligencia de estas palabras Julium Sidus, por las cuales

pretenden unos que quiso el poeta designar a Julio César, aludiendo

a una estrella desconocida, que después de su muerte apareció, y se

mantuvo visible durante siete días continuos, y que el pueblo creyó

ser el alma del dictador; y otros al joven Marcelo, sobrino de

Augusto, como hijo de su hermana Octavia, yerno del mismo como

casado con su hija Julia, y su hijo adoptivo, además de yerno y

sobrino. Esta última opinión es la más verosímil, pues Horacio, que

no había desflorado las alabanzas de algunos de sus dioses y de sus

héroes, sino para recaer en el elogio de Augusto, no podía preparar

mejor la transición, que hablando primero del gran Marcelo, y yendo

a parar después a uno de sus descendientes a quien tantos y tan

íntimos lazos unían con el hombre que el poeta se proponía encomiar.

Marcelo el joven vivía aún cuando se compuso esta pieza; y a la edad

de veintitrés años, había ya desempeñado el cargo de edil, acababa

de ser nombrado sumo pontífice, y sus altas cualidades le hacían

mirar como la esperanza del imperio. El pesar que su imprevista

muerte, ocurrida a poco, ocasionó a su tío y suegro, fue tan vivo,

como tierna la impresión que le hizo algo después el delicado

recuerdo que de aquel joven recién arrebatado al amor de su familia,

y al del pueblo que estaba destinado a gobernar, ingirió Virgilio en

su Eneida. No podía ocultarse a Horacio, que vivía casi en la

intimidad de aquella familia, el excelente efecto que produciría

sobre Augusto el alto elogio del hijo de su hermana, hecho como

consecuencia del de uno de sus ilustres ascendientes, y presentado

como exordio del de Augusto mismo. El poeta sabía, por otra parte,

que las alabanzas del joven Marcelo serían del gusto de todos,

cuando podían no serlo las de Julio César. El elogio contenido en la

expresión: brilla como la luna entre las estrellas, podía en verdad

parecer exagerado, tratándose de un joven que todavía no era más que

una esperanza, pero más exagerado debía parecer, cuando se aplicase

a un hombre, que sucumbió en la empresa de variar en su país la

forma de gobierno sancionada por siete siglos. Cierto es que Augusto

hacía lo mismo a la sazón, pero a Augusto, la autoridad, la opinión,

y el cansancio producido por largos desastres habían conferido ya,

sin esfuerzos ostensibles de su parte, el poder que circunstancias

contrarias habían impedido a Julio César afirmar en sus manos. A

pesar de estas consideraciones, es posible que a él y no al joven

Marcelo, designase Horacio por la denominación de Julium Sidus, por

lo cual he preferido conservar a esta calificación su anfibología

original, y he dicho simplemente la Estrella Julia, por no hacer

decir al poeta lo que quizá no tuvo la intención de decir»].

Julium Sidus, es probablemente Augusto.

 

 

 

POESÍAS DE D. J. FERNÁNDEZ MADRID

Sabemos que han llegado de Europa muchos ejemplares de la obra que

anunciamos, y que van a ponerse en venta en esta capital.

Recomendamos su lectura, y su pronto despacho nos lisonjearía como

una prueba de los progresos del buen gusto literario.

Cuán necesario sea éste en una sociedad culta es asunto que no

requiere pruebas ni comentarios. Cuán fácil sería su adquisición en

un país que adelanta como el nuestro, es idea que asaltará a los

ojos de cualquiera que estudie las circunstancias en que vivimos.

Tenemos por decir así cierta virginidad de impresiones muy

favorables al desarrollo de nuestras aptitudes literarias. Apenas

son conocidos los modelos clásicos; apenas hemos empezado a saborear

los goces poéticos, y éstos son los que encadenando la fantasía, y

ablandando los sentimientos, llegan a ejercer un gran influjo en las

costumbres y en las ideas.

En los pueblos que gozan de una civilización antigua la razón

pública se ha formado por la lenta acción de los siglos, y sufriendo

grandes intervalos, en los cuales los extravíos y los errores han

ocupado el lugar de la sensatez y de la verdadera cultura. La

perfección presente supone la asidua labor de la experiencia, y ésta

no se forma sino con escarmientos y retractaciones. La moda, la

ignorancia, el capricho ensalzan algunos modelos, y éstos cimientan

la opinión, que en semejantes casos aplaude y adopta a ciegas. Antes

que llegue la época del desengaño ¡cuánto papel se ha impreso en

balde! ¡Cuánto tiempo se ha perdido! Las bibliotecas están llenas de

poetas de la escuela gongorina; escuela que ha producido mil veces

más imitadores y adeptos que las de León y Meléndez. Los primeros

esfuerzos de los que abatieron aquel coloso fueron coronados del

éxito más satisfactorio. Trigueros, los Iriartes, Samaniego, Moratín

padre fueron los ídolos de su época. A su vez fueron destronados por

Jovellanos, Cienfuegos, Noroña, Meléndez, y Quintana. Y sin embargo,

aunque tan modernos, todavía se ha dado un paso adelante. La

severidad del gusto moderno censura en unos de estos poetas la

afectación, en otros la superficialidad; en éste una blandura

afeminada; en aquél un tono demasiado amanerado y simétrico. Los

poetas del día huyen de estos defectos, y favorecidos por una época

fecunda en grandes sucesos, y que necesariamente ha debido excitar

los sentimientos más intensos y generosos, aspiran a ponerse a la

altura de su siglo, y consignar en sus versos los recuerdos de las

vicisitudes de que hemos sido espectadores.

Al mismo tiempo los sentimientos afectuosos, considerados como

asuntos poéticos, se van despojando de la hojarasca mitológica y

pastoril, con que los han disfrazado los poetas anteriores. La

filosofía ha descubierto que para movernos y seducirnos el amor no

necesita de la flecha ni del cayado, y aunque este espíritu de

seriedad ha traspasado sus límites, y ha degenerado a veces en una

afición desmedida a impresiones fuertes y horrorosas, éstas son más

dignas del hombre, que los coloquios almibarados, y las insipideces

bucólicas.

Esta misma filosofía ha dictado sus lecciones en rimas armoniosas, y

uniéndose al patriotismo ha presentado cuadros grandiosos que

satisfacen la razón, y halagan la fantasía. Ella ha enseñado a los

hombres el secreto de sus pasiones, el enigma de las catástrofes

históricas, el arte de adornar dignamente la verdad, y al mismo

tiempo ha perfeccionado el instrumento de la poesía, dando al

lenguaje elevación, majestad, exactitud, armonía y haciéndolo

susceptible de representar todas las imágenes, de expresar todos los

afectos, de interpretar lo más sublime de la meditación, y lo más

profundo del raciocinio.

Nosotros tenemos la fortuna de hallar tan adelantada la obra de la

perfección intelectual, que todo está hecho y preparado para

nuestros goces y para nuestros progresos. Las convulsiones políticas

externas nos han sido igualmente favorables. La nación cuya lengua

hablamos ha sufrido una crisis que ha dispersado en suelos

extranjeros sus ingenios más esclarecidos, y allí, sin las trabas

del doble despotismo político y religioso que los aquejaba, han

ampliado la esfera de sus trabajos y los han puesto al nivel de los

de los hombres superiores de los pueblos más cultos. Las otras

repúblicas americanas han entrado también en la arena intelectual, y

han dado ya a luz producciones que llevan el sello de su perfección,

a que propenden en la época actual todos los esfuerzos del genio y

de la razón.

A esta última clase pertenece la obra que anunciamos. Su autor es un

colombiano distinguido, cuyas disposiciones favorables a la poesía

han sido fomentadas de consuno por el genio de los amores, y por el

de la libertad. La dote principal de su talento es la flexibilidad;

así es que sobresale en el género anacreóntico, y en las graves

meditaciones a que han dado lugar los sucesos importantes de su era.

La pequeña colección que ha intitulado Las Rosas respira toda la

frescura y la gracia que indica su nombre. En ella se encuentra el

siguiente cuadro:

¡Mil veces venturosas las sencillas

y tiernas avecillas,

caprichos que formó naturaleza

y modelos de gracia y ligereza!

Es el placer su guía;

quien les da sus colores, su armonía,

quien les enseña a fabricar sus nidos,

cunas que flotan a merced del viento,

con sus hijos queridos.

Estos dulces cantores,

de los bosques delicia y ornamento,

gozan en libertad de sus amores.

Entre ellos no hay ley dura,

que se oponga a la ley del sentimiento;

ni saben qué cosa es remordimiento,

ni es un crimen para ellos la ternura.

En las endechas siguientes la musa del autor se muestra más tierna y

afectuosa.

Blanca, rubia y más hermosa

que la madre del amor,

hoy naciste, tierna esposa,

en un valle de dolor.

Así brota en roca dura

y en estéril pedernal,

de agua dulce, fresca y pura,

cristalino manantial.

En el árido camino

de mi vida procelosa,

te encontré ¡feliz destino!

te tomé, cándida rosa.

Te vi, Amira, y fui sensible,

te vi, Amira, y te adoré;

no es posible, no es posible,

que no te ame quien te ve.

Tú pagaste con ternura

la constancia de mi amor,

y me hallé con tu hermosura,

a un monarca superior.

Si tu gracia, gentileza

y virtud son mi tesoro,

¿Qué me importan piedras ni oro,

ni altos puestos ni grandeza?

Cuantos bienes yo deseo

los encuentro, Amira, en ti:

Llévate ávido Europeo,

todo entero el Potosí.

Entre las composiciones de un género más elevado encontramos algunas

de un mérito muy distinguido. En la primera de toda la colección

intitulada Canción al padre de Colombia, leemos las siguientes

estrofas, tan admirables por la grandeza de las concepciones, como

por la destreza en el manejo de un metro difícil.

¿Aún hay opresores? Pichincha indignado

arroja torrentes de fuego y furor:

del gran Chimborazo, que horrendo ha bramado,

se lanza y se eleva triunfante el Condor.

   Venid Colombianos

que aún quedan tiranos,

aún brilla la espada del Libertador.

Del hondo sepulcro sacando gozosos

las frentes, orladas, del rojo cordón,

   los Incas Peruanos,

saludan tres veces al gran Campeón;

y al ver que están libres sus hijos dichosos,

entonan el himno de amor y de unión.

En fuego divino los Andes se inflaman:

de doce monarcas la voz paternal

repiten sus ecos, que al mundo proclaman

de América el triunfo, la gloria inmortal.

   ¡O manes sagrados!

   Volved aplacados

volved a las tumbas, familia imperial;

no más servidumbre, no sombras augustas;

cesó la ignominia del yugo español;

   ya estamos vengados

y reinan de nuevo, con leyes más justas,

más dignas del padre, los hijos del sol.

¡Oh cuántos prodigios y heroicas hazañas

la gloria en sus fastos podrá eternizar!

Decidlo vosotras, inmensas montañas,

vosotros, oh ríos rivales del mar.

   ¿Y que no supera

   Colombia guerrera

si tú la diriges, Deidad tutelar?

En medio de abismos, escollos y horrores

   la nao velera,

al puerto anhelado va pronto a surgir.

Y al sabio piloto con palmas y flores

América libre saldrá a recibir.

El inagotable tema de los modernos poetas liberales, es decir el

amor a la libertad, el odio al despotismo, la censura amarga de esa

liga infausta de tiranía y fanatismo que oprime y humilla a la

Europa, ha suministrado al autor asunto digno de sus inspiraciones.

Era difícil que dotado de una imaginación vehemente, de un espíritu

cultivado, y sobre todo habiendo respirado esa atmósfera de libertad

que cubre a la América entera, resistiese al deseo de señalarse en

la carrera en que se han inmortalizado Byron, Moore, Béranger, Monti

y Lavigne. Puede asegurarse que jamás se ha presentado a la fantasía

del poeta un campo más vasto ni más digno de esta mezcla feliz de

entusiasmo y filosofía que caracteriza a la escuela creada por los

hombres eminentes que acabamos de nombrar. En todos tiempos las

ideas liberales se han prestado admirablemente al colorido poético,

y si ha habido Horacios y Virgilios que han llegado a la

inmortalidad, pagando un deplorable tributo a los tiempos en que

vivían, ha sido preciso una reunión extraordinaria de dotes

distinguidísimas para preservarse del olvido en que comúnmente se

sumergen los que abrazan ese partido. Y en todo caso más pura es la

gloria de Dante, y no hay hombres de buenos sentimientos que no

prefieran los aplausos de las naciones, a la admiración de una corte

corrompida. Veamos cómo nuestro autor pinta la situación de Europa

en 1824.

No el manto reluciente

por las divinas artes fabricado;

ni la corona rica de tu frente;

ni tu cetro de hierro aunque dorado,

ni de tus ciencias el acento grave,

ni de tus dulces musas la suave

voz armoniosa, plácida y festiva,

América te envidia, Europa altiva:

porque bajo tus pies se halla un abismo

de servidumbre, lágrimas y horrores,

y el feroz despotismo,

áspid mortal, se oculta entre las flores.

¿Qué importa la grandeza

de tus vastos palacios suntuosos?

Plaga devoradora tu nobleza,

miseria general tus poderosos.

¿Y tus reyes? ¡Europa esclavizada!

Todo tus reyes, y tus pueblos nada.

Mas tú en el trono reinas dignamente,

monarca de Albïón, tú, que el tridente

riges en la extensión del Oceano.

Tú, que a la liga inicua y tenebrosa

no extendiste la mano

la noble mano, fuerte y generosa.

¡Oh pueblos! ya lo veo;

viene del Septentrión; y ha superado

la barrera del alto Pirineo,

en una mano el cetro ensangrentado,

en otra lleva la homicida lanza.

¡Oh cuánto es formidable su venganza!

Mas no, que está su cuerpo giganteo

en pies de barro frágil apoyado;

no perdáis la esperanza

¡Oh pueblos, a las armas, a la guerra!

Y caerá por tierra

ese coloso enorme destrozado.

¿Qué haces? España, España,

en vez de unirse con estrechos lazos

tus propios hijos ¿en su horrible saña

al enemigo prestarán sus brazos?

¡Oh ignorancia, execrable fanatismo!

En el sangriento altar del despotismo

la patria de Lanuza y de Padilla,

víctima involuntaria, a la cuchilla

extiende la garganta. ¡Oh mengua, oh crimen!

Y ante el ídolo atroz de los tiranos

se prosternan y gimen

los altivos y fieros Castellanos.

Todos estos extractos prueban que el autor es un verdadero poeta, y

ciertamente los aficionados a la buena literatura española verán con

satisfacción que en medio del abandono que ella experimenta, las

generaciones futuras hallen estas y otras publicaciones, que les

servirán como de faros luminosos, en medio de la oscuridad en que

las circunstancias del día envuelven el buen gusto de aquel país.

La colección que anunciamos termina con algunas traducciones del

poema de Delille, Los cuatro reinos de la naturaleza, y con una

tragedia intitulada Atala, cuyo asunto es sacado de la novela del

mismo nombre por Chateaubriand.

Aquellas traducciones, conservan, no hay duda, las prendas

principales del estilo del autor; mas no nos parece juiciosa la

elección del modelo. Delille es tan puramente francés, y entre los

poetas franceses, se distingue de tal modo por su amaneramiento, que

no creemos posible la empresa de trasladar sus composiciones con

buen éxito a otro idioma. Grandes son en verdad sus méritos, y

admirable la facilidad con que sobrepuja las grandes dificultades

que se propone. La flexibilidad de su talento se dobla a toda

especie de asunto, y así sobresale en lo grandioso, sombrío y

tremendo como en lo tierno y sencillo, si bien en este último género

se deja conocer la impresión del trabajo. Sus descripciones son

cuadros vivos, y luce mucho en la acertada elección de los puntos a

que sabe dar un particular relieve. Mas todas estas prendas son

peculiares a su idioma, al género poético de su nación, a la

estructura de los alejandrinos. Sus obras son a manera de mosaicos,

en que mucho más se admira la paciencia que la invención; más

agradan los pormenores que el conjunto.

Atala no es asunto digno de la musa trágica. Es demasiado sencilla

la acción para permitir aquel contraste de caracteres tan esencial a

las representaciones dramáticas. El autor ha hecho cuanto ha podido

por calzar el coturno a la virgen de los primeros amores; pero no

creemos que lo haya logrado. Sin embargo, su obrita es un diálogo

interesante en cuyo estilo se han evitado los escollos que ofrecía

el tipo original. La sobriedad en estos casos es un gran mérito; y

el autor a lo menos no entra en el servum pecus de los imitadores,

plaga de la literatura.

 

 

 

LA ORACIÓN INAUGURAL DEL CURSO DE ORATORIA DEL LICEO DE CHILE DE

JOSÉ JOAQUÍN DE MORA

(Artículos y Notas de la polémica)

I

Página 2ª y otras. Se halla la palabra genio. Ábrase el Diccionario

de la Academia, y se verá que esta palabra no ha significado jamás

la facultad de crear. Para expresar esta idea, los autores clásicos

emplean constantemente la palabra ingenio. Capmany, cuya autoridad

en esta materia es conocida, ha dicho formalmente que el uso de

genio en el sentido de que se trata, es un galicismo.(8)

Página 3ª, Concepción no es la palabra propia para exprimir la idea

concebida por el entendimiento. Debió decirse concepto.

Id. y otras. Los buenos filólogos enseñan que lo como acusativo

masculino de la tercera persona no es correcto, aunque el uso de los

andaluces es diferente.

Página 6ª. Retrazar sólo significa volver a trazar, y no ofrecer o

presentar a la vista.

Página 7ª. Dédalo por laberinto es un purísimo galicismo.

Página 8ª. El señor Mora cita el verbo embellecer como uno de los

neologismos modernos. Consúltese el Diccionario de la Academia, y se

verá que es tan puro como hermosear.

Página 18. ¿Se servirá el señor Mora decirnos en qué consistía la

moderación de Ciro?

Página 19. El prurito de los adelantos. Prurito en español es una

palabra de censura, y no de alabanza. Adelantos no es castellano;

debió decirse adelantamientos.

Página 4ª ¿Qué quiere decirnos el señor Mora en aquello de que el

hombre ha adivinado las esencias materiales? ¿Ignora el director del

Liceo que el hombre sólo conoce los efectos de las cosas, y que los

principios son inaccesibles a su razón, y permanecen ocultos entre

los misterios de la creación?

Id. ¿Qué significa las cantidades metafísicas? ¿La cantidad no es

por sí misma un ente abstracto, y por consiguiente, metafísico? ¿Hay

cantidades que sean más metafísicas que otras?

Página 9ª La topografía de la peregrinación mental es una frase que

junta la impropiedad a la afectación. No se dice topografía, sino

itinerario, cuando se habla de viajes o peregrinaciones; y por otra

parte, no es hacer un gran beneficio a nuestra bella lengua querer

naturalizar en ella el estilo ridículo que la crítica juiciosa de

Moliére desterró largo tiempo ha de la suya.

Pero he aquí la prueba más decisiva de la ignorancia de un hombre

que se precia de literato, y profesa públicamente la elocuencia. En

la página 17, se dice: así disponían de Atenas y de la Grecia toda

Isócrates y Demóstenes; del mundo romano, Calidio y Cicerón. No

decimos nada de la comparación que se hace entre Isócrates y

Demóstenes, aunque los principiantes de retórica saben que Isócrates

no pudo jamás disponer de la Grecia, porque la debilidad de sus

órganos no le permitía subir a la tribuna; que se contentó con abrir

una escuela de elocuencia, y no fue más que un maestro de retórica,

celebrado a la verdad por la pureza de su estilo, y la suavidad y

abundancia de su elocución, pero destituido de aquella cualidad

característica de los oradores populares, de aquella fuerza de

pensamiento y expresiones tan poderosa y tan terrible en la boca de

Demóstenes. ¿Pero qué diremos del que, en un discurso público, en un

discurso inaugural de la clase de oratoria, pone en primer lugar, y

al lado de Cicerón como orador y personaje célebre, a un hombre tan

desconocido como Calidio? ¿Dónde están las arengas de ese orador que

tuvo bastante poder para disponer del mundo romano? ¿Qué cargos

importantes obtuvo en la república? ¿De qué precipicio la salvó?

¿Qué medidas le dictó? ¿Qué leyes conservan su nombre? ¿Qué

historiadores hablan de él? El único testimonio que se halla de él

en toda la antigüedad se encuentra en Cicerón. ¿Y qué idea nos da de

él Cicerón? Que era un abogado que se distinguía bastante por cierta

elegancia, y armonía de dicción; pero que carecía absolutamente de

elevación y vehemencia. He aquí, pues, el hombre que nuestro

profesor de elocuencia nos representa como uno de los dos grandes

motores y reguladores del imperio más poderoso del mundo,

igualándole nada menos que al padre de Roma y de la elocuencia

romana.

II

Sobre la palabra genio. Se ha citado no sólo la autoridad del

Diccionario de la Academia, que el señor Mora tiene demasiados

motivos de recusar, sino la de un escritor que en materia de

lenguaje vale por muchos. Se nos opone el ejemplo de Meléndez,

Quintana y otros. En un escritor que tanto declama contra la

afectación galicana, y que ha tomado sobre sus hombros el arduo

empeño de restaurar la pureza clásica de la lengua, es un triste

efugio acogerse al uso moderno.

El Popular no es palabra propia para exprimir una autoridad en

materia de gusto. Cítese un escritor clásico que diga concepción en

vez de concepto.

El acusativo masculino lo. Si los escritores clásicos han usado

indiferentemente a le y lo como acusativo masculino, y si el uso no

se ha fijado todavía, ¿qué razón ha tenido el señor Mora para

proscribir el le, y para llenar de vituperios a la Academia, porque

este cuerpo ha sido de diferente opinión? ¿Tiene el señor Mora

privilegio exclusivo para decidir, cuando el autor del Quijote

dudaba?

Retrazar. La partícula re antepuesta a un verbo castellano,

significa de ordinario, repetición, v. g. reanimar, reasumir,

rebautizar, reconstruir, reconquistar, reedificar, reponer. Retrazar

es de este número, y no significa lo que los franceses llaman

retracer sino entre los traductores de que habla el director del

Liceo. Cítenos un literato de buena nota que haya usado a retrazar

en este sentido, y le creeremos.

Dédalo por laberinto. El si volet usus al aire es el recurso

ordinario de los que no tienen otro recurso. Compruébese el tal uso,

si existe.

Embellecer. El señor Mora nos pide nada menos que un escritor del

siglo XVI en que se halle este verbo. Pero Meléndez y Quintana con

quienes el restaurador del castellano apadrinaba poco ha la

significación gálica de genio ¿de qué siglo son? ¿y no bastará a

Moratín? ¿Será Moratín otro autor de los muchos cuya autoridad en

materia de lenguaje se admite o se rechaza según el gusto de cada

cual? No lo extrañaríamos. Pero valga lo que valiere, copiaremos

aquí dos pasajes sacados del prólogo que precede a sus comedias en

la última edición de París. El poeta observador de la naturaleza

escoge en ella lo que únicamente conviene a su propósito, lo

distribuye, lo embellece (p. XXI); no es fácil embellecer sin

exageración el diálogo familiar (p. XXIII).

La moderación de Ciro. Los contemporáneos de Jenofonte recibieron la

Ciropedia de este autor como una novela política. Platón cree que

Jenofonte no acertó a bosquejar un príncipe perfecto en la persona

de Ciro [leg. 1. 3], lo que prueba que miraba la Ciropedia como una

obra de pura invención en cuanto al carácter del héroe; pues la

historia no pinta a los hombres como debieron ser sino como fueron.

Heródoto, Ctesias, Diodoro de Sicilia, Justino y Valerio Máximo

contradicen en muchas particularidades importantes la narración de

Jenofonte. El primero de estos historiadores, que es el más antiguo

de todos los profanos, dice que Ciro pereció en una guerra contra

los Escitas, cuya reina Tomiris le mandó cortar la cabeza, y ponerla

en un odre lleno de sangre diciendo: Sáciate de la sangre humana de

que siempre has estado sediento(9). Bien sabido es aquello de

Cicerón: Cirus ille a Xenofonte, non ad historae fidem scriptus sed

ad effigiem justi imperii. ¿Qué más? El mismo Jenofonte, cuando

escribe la historia, pinta las cosas de muy otra manera que en su

novela política. Ciro [en la Anabasis] hace la guerra a su abuelo

Astiajes y se apodera de la Media.

Todos los escritores modernos de alguna nota han confirmado el fallo

de Cicerón; y es preciso ser algo novicio en la literatura francesa

para ignorar lo que dijeron sobre este particular Freret, Millot,

Condillac(10) y La Harpe(11), o para citar a Rollin [escritor por

otra parte apreciable] como voto competente en cuestiones de crítica

histórica.

Esencias materiales. Hablando de los progresos de la filosofía no se

debió decir, ni aun por vía de hipérbole, que los modernos las han

adivinado. Cabalmente una de las cosas que caracterizan a la

filosofía moderna y la distinguen de la jerigonza escolástica, es el

haber trazado con precisión los límites de la razón humana, no

tomando jamás en boca las esencias materiales sino para decirnos que

el autor de la naturaleza las ha cubierto con un velo impenetrable.

Cantidades metafísicas. No es cierto que las del cálculo

infinitesimal sean más metafísicas que las de la geometría ni las

algebraicas más que las aritméticas. Los signos pueden ser más o

menos abstractos, la cantidad no.

La influencia política de Isócrates. Lo que el mismo Isócrates dice

en sus cartas es decisivo en la materia: yo he sido siempre incapaz

de defender los intereses del Estado en las juntas populares, y he

sentido el doble tormento de la ambición y de la imposibilidad de

ser útil. Y en otra parte: ¿De qué me han servido mis talentos? ¿He

obtenido acaso las magistraturas, las distinciones que veo conferir

todos los días a oradores viles que hacen traición a su Patria?(12)

Calidio. ¿Dónde halló V. señor Mora, que Cicerón atribuyese a

Calidio la elevación de conceptos de que V. habla en la traducción

con que se ha servido favorecernos? La expresión de Cicerón es:

reconditas exquisitasque sententias. Cicerón alaba en él la

blandura, trasparencia y soltura del estilo, el acertado uso de las

figuras y otras dotes secundarias de la elocución oratoria; pero

dice también que le faltaba aquel mérito que consiste en conmover e

incitar los ánimos; que no había en él ninguna fuerza, ninguna

vehemencia.(13)

La posteridad rebajó mucho aun este concepto. Ni Quintiliano en la

gran reseña que hace de la literatura griega y romana [lib. X, cap.

1] en que menciona bastante número de oradores eminentes,

contemporáneos de Cicerón [Asinio Polión, César, Mesala, Celio,

Calvo, Servio Sulpicio] ni el autor del Diálogo de los oradores

atribuido a Tácito, que añade a este catálogo el nombre de Bruto,

creyeron que Calidio era digno de figurar con ellos pues le han

pasado en silencio.

En cuanto a las palabras crasa majadería, ignorancia, orgullo,

envidia, pequeñez, mala fe y otras, sólo observaremos que el señor

Mora se engaña mucho si cree que en el público chileno han de pasar

las injurias por razones.

Hemos visto pocos días ha dos artículos en El Mercurio de Valparaíso

en que se ataca al Colegio de Santiago, y aunque el órgano por medio

del cual han visto la luz pública basta para privarlos de todo

crédito, desearíamos que los profesores de este establecimiento

respondiesen a ellos, no pudiendo hacerlo nosotros por no estar

suficientemente instruidos de los hechos.

III

«Ingenio significa una facultad menos elevada y poderosa». Meléndez

mismo, que ha dicho ingenio siempre que se lo ha permitido la medida

del verso, nos servirá para probar lo contrario:

«¡Oh pinceles! ¡Oh alteza peregrina

del grande Rafael! ¡Oh bienhadada

edad, en que hasta el cielo

en alas del Ingenio la divina

invención se vio alzada.»

Odas filos. IV

«¡Oh de ingenio divino

sumo poder! La mente creadora,

émula del gran Ser que le dio vida,

hasta las obras enmendar desea

de su alta, excelsa idea».

Odas filos. XVI.

En este último pasaje Meléndez pudo muy bien decir genio sin faltar

a las leyes del metro; sin embargo prefiere ingenio, aun cuando se

trata de ponderar el poder del entendimiento humano, la altura de

sus conceptos, la fecundidad de sus creaciones.

Pero no podemos decir el ingenio de Newton, el ingenio de Bonaparte.

Concedámoslo. ¿Se sigue de aquí que debemos decir el genio de

Bonaparte en otro sentido que en el de la índole de Bonaparte, que

es el que tiene sancionado tantos siglos ha el uso de la lengua? ¿No

es esto introducir en ella la confusión y la anfibología, a pretexto

de hacerla más filosófica? ¿Cuál innovación es más atrevida, cuál

hace más violencia a la lengua, la que para significar la mente

creadora en la estrategia, en la política, en las investigaciones

científicas, se vale de la palabra que significa la misma facultad

creadora en las artes, o la que se vale de una palabra que siempre,

y hoy mismo nos ha denotado una cosa totalmente diversa? ¿Qué se

gana con dar de mano a la voz ingenio porque suele tomarse a veces

en otro sentido, si se le sustituye una voz que ofrece el mismo o

más grave inconveniente?

Capmany, queriendo hacer una especie de transacción entre los

clásicos y los galicistas, se allana al uso de la palabra genio en

el sentido francés con tal que se le junte algún epíteto

especificativo como creador, inventivo, divino, etc., pero reprueba

el uso absoluto de genio en esta acepción, como impropio y obscuro.

Admítase esta transacción, si se quiere; pero obsérvese que en nada

favorece al pasaje que nos ha parecido censurable en el Discurso

inaugural.

El señor Mora contrapone como autoridad en materia de lengua, el

autor de la Palomita de Filis, al autor de La Mojigata. El primero,

dice, fue el fundador de la escuela a que pertenece el segundo. Si

hubiera dicho que criticó severamente el segundo, acusándole de

«alterar la sintaxis y propiedad de su lengua, de quitar a las

palabras su acepción legítima, o darles la que suelen tener en otros

idiomas, e inventar a su placer, sin necesidad ni acierto, voces

extravagantes, formando un lenguaje obscuro y bárbaro, compuesto de

arcaísmos, galicismos y neologismos ridículos», se hubiera acercado

más a la verdad. Véase el prólogo antes citado. No suscribimos a

todo el rigor de esta censura, por lo que toca a Meléndez; pero que

éste es uno de los autores, a que Moratín alude, aunque no le

nombran allí, puede probarse con evidencia. Entre sus poesías hay

una parodia en que se remeda el lenguaje y estilo de Meléndez y sus

imitadores:

Sí; tus abriles bonancibles años;

Que meció cuna en menear dormido

De bostezante sueñecito umbrátil,

Huyen, y huyendo, caro Andrés, no tornan, &.

(Tomo 3 de la edición de París, pág. 409).

Y en esta parodia encontramos gran número de vocablos y frases

favoritas, y lo que es más, versos enteros de Meléndez, v. gr.:

«Salud, lúgubres días, horrorosos

Aquilones, salud»,

que pueden leerse verbatim en la primera de las odas filosóficas.

Esencias Materiales. Autores de metáforas violentas y de hipérboles

extravagantes, amontonad a vuestro sabor los absurdos. El Sr. Mora

os abre ancho camino para justificarlos: Si os dicen que la

hipérbole es una verdad abultada, y no una falsificación de los

hechos, no importa. Apostrofad a Buffon y Virey, colocaros

modestamente a su lado, y decid que vuestros bárbaros críticos han

tenido la osadía de violar en vosotros los fueros del arte oratoria.

Dédalo. En sentido de laberinto es voz propia de la lengua francesa.

Si se ha usado así en otras, lo ignoramos, y quisiéramos verlo

probado. La retórica no tiene nada que hacer aquí. No creemos que el

Sr. Mora haya pensado esta vez en metáforas, y los que lo suponen,

rebajan su talento oratorio mucho más que nosotros. Ensánchense

cuanto se quiera las libertades del estilo figurado, ¿podrá decirse,

hablando de un palacio, este Vitrubio; hablando de una estatua, este

Fidias? ¿Se ha dicho jamás de una tragedia patética, éste es un

Eurípides, que una bella sinfonía es un Haydn, que un elocuente

sermón es un Bossuet? ¿Qué retórico recomendó jamás tan ridícula

figura? ¿Qué orador la empleó jamás? Los cuadros de Murillo, se

llaman, por abreviación, Murillos, y las obras o esculturas de

Canova, Canova; como se llama un Virgilio el libro que contiene sus

poesías; para salir de estos límites es necesario el pasaporte del

uso. Dédalo en la lengua francesa es un hecho solitario; y por eso

el trasladar esta práctica a la nuestra, es cometer un galicismo. Si

se generaliza, tanto mejor; es una voz que no tiene los

inconvenientes de genio y enriquecerá la lengua, sin confundir las

acepciones recibidas; pero entre tanto es galicismo.

Véase el artículo Crítica de El Mercurio de Valparaíso, Nº [78].

Esta es una de aquellas defensas que con las mejores intenciones del

mundo echan a perder la causa que defienden.

¿Según el uso presente de los castellanos, se dice le o lo en el

acusativo masculino? Este es un punto para cuya resolución basta

tener ojos y oídos; y una vez que el Sr. Mora, auscultando los

suyos, nos ha dicho expresamente, en la Nota B de su Gramática, que

su opinión tiene en contra el uso general, nos parece que no hay

nada que añadir en la materia. Se citan las academias y los autores,

como testigos e intérpretes, no como legisladores del uso, que está

en posesión de dar las leyes siempre al lenguaje, y no las recibe de

nadie. El uso es un déspota caprichoso, que no se paga de

argumentos. Con esto bastaba; es una cuestión de hecho. La razón

promulga las reglas, y el uso introduce las excepciones; y las

excepciones se observan a pesar de las reglas.

Pero no queremos contender con el Sr. Mora cum suo jure;

descenderemos gustosos a la arena a que nos convida: examinaremos

sus razones. Para que se vea mejor la fuerza de esta razón,

pondremos aquí un pasaje de Cervantes: «La menesterosa Doncella

pugnó por besarle las manos, mas Don Quijote que en todo era

comedido y cortés caballero, jamás lo consintió; antes la hizo

levantar, y mandó a Sancho que le armase luego al punto». El Sr.

Mora aprueba el primer le porque es dativo o régimen indirecto, pero

no está bien con el segundo, y cree que sería mejor decir lo armase,

para que el acusativo tenga diferente terminación que el dativo.

Fúndase para ello; lo primero, en la claridad que resulta a la

lengua de la distinción de dos relaciones diversas; y lo segundo, en

la analogía; pues diferenciándose en el género le y la, les y los,

les y las, y apropiando el uso la primera forma al régimen indirecto

y la segunda al directo, parezca conforme a la razón que se haga la

misma diferencia en le y lo.

En realidad, hemos ya demostrado la debilidad de estos argumentos.

Hemos dicho que en la mayor parte de los pronombres castellanos el

régimen directo y el indirecto tienen una misma terminación; que me,

te, se, nos, y os son a un mismo tiempo acusativos y dativos. La

analogía, pues, o la razón que se funda en la paridad de

circunstancias, lejos de oponerse a que demos al le el doble empleo

de acusativo y de dativo, está a favor de esta práctica. ¿Pero no es

más conveniente, no es más claro, que señalemos cada diferente

empleo con una terminación diferente? Respondemos que sí, siempre

que por huir de una ambigüedad, no tropecemos en otra. Lo es

acusativo neutro, y en nuestra lengua la diferencia del género es de

más importancia que la del régimen. El género es esencial para que

se distinga entre muchas cuál es la idea reproducida por el

pronombre; el régimen por lo regular no lo es. Así en el ejemplo

citado el lo neutro presenta desde luego al espíritu el concepto de

una acción anteriormente indicada, al paso que el le reproduce el

concepto de un objeto de género masculino. Dígase lo en ambos casos,

y la claridad y distinción con que se verifica esta reproducción de

ideas, desaparecerá.

El ejemplo de que se sirve el Sr. Mora es el más a propósito de que

puede echarse mano, para que se perciba cuánto menos importante es

para la perspicuidad del lenguaje la diferencia de régimen que la de

género. «Cuando hablando de Pedro se dice le maté no se sabe si

Pedro es el muerto, o algún ser viviente que le pertenecía, puesto

que si el muerto es un caballo se debe decir le maté un caballo».

¿Pero no ve el Sr. Mora que en este segundo caso no se puede decir

absolutamente le maté, y que en añadiendo un caballo, cesa ya todo

motivo de duda?

Es tan fácil de confundir en la escritura el le, con el lo, y

comparativamente tan raro el uso del lo, como acusativo masculino en

los autores clásicos castellanos, que nos parece francamente

probable la conjetura de la Academia de que en la mayor parte de los

casos este lo es un yerro de impresor. Además; ¿quién duda que

nuestros clásicos, y Cervantes entre ellos, pecaron a veces

gravemente contra la corrección gramatical? ¿No se encuentra les en

el Quijote como acusativo masculino? ¿Y no ha sido éste un solecismo

en todas las épocas de la lengua?

Obsérvese que los que proscriben el lo, suponen que la lengua

castellana se ha fijado tiempo ha en el le; y que el Sr. Mora

proscribe esta última terminación, sin embargo debe reconocer que el

uso general está por ella.

Concepciones. Hemos pedido un autor clásico que diga concepciones en

vez de concepto, y el Sr. Mora nos cita a Feijoo. A esta cita

oponemos otra. El Abate Andrés, después de enumerar las buenas

cualidades del estilo del P. Feijoo, dice así: «Pero la continua

lectura de libros franceses, lo nuevo de las materias, y su poco o

ningún estudio de la lengua nativa y de sus autores clásicos, dan a

su elocución una forma algo nueva, y un cierto aire de peregrina».

Origen y progresos de la liter., tomo V, pág. 229, de la trad. de D.

Carlos Andrés.

No es necesario hablar el castellano con la pureza de un Moratín o

de un Capmany, para ser un escritor agradable y aun elocuente. En

los escritos de Quintana hallamos elevación, amenidad, ideas nuevas,

expresiones a veces vigorosas; y sin embargo ¿quién negará que su

verso y su prosa están salpicados de galicismos? En este caso se

hallan otros; y aunque Feijoo no es de los más licenciosos, dudamos

que se le haya citado hasta ahora como modelo de un lenguaje

castizo.

Hemos sostenido y sostenemos que la metafísica aplicada a la

cantidad no puede significar sino abstracto: que toda cantidad,

objeto de ciencia matemática, es necesariamente abstracta; que la

idea que 2 ofrece al espíritu es la de una cantidad abstracta; que X

hace lo mismo; y que la diferencia entre estos dos signos consiste

en que el primero es menos general que el segundo, el cual, según

los diferentes casos, puede significar 2, 3, 4, 5 y cualquier otro

número imaginable.

«La cantidad 2 (dice el Sr. Mora) es positiva y la cantidad X no lo

es». Según eso X es una cantidad negativa. Si el Sr. Mora no respeta

más la propiedad del idioma castellano, que la del lenguaje

matemático, medrados están sus alumnos de oratoria. «Lo opuesto a lo

positivo es en este caso lo metafísico». Lo opuesto a lo positivo es

lo negativo, y lo opuesto a lo metafísico es lo físico; y así como

no puede decirse que A sea más físico que B, tampoco puede decirse

que B sea más metafísico que A. «Pero esa voz tiene también la

significación de oscuridad, y por cierto que una fórmula algébrica

no es la idea más clara posible». Las fórmulas no son ideas; son

signos de ideas; frases de una lengua de convención, y cabalmente de

la más clara, exacta y precisa de todas las lenguas, y de la sola

lengua en que no se conocen sofismas ni embrollos.

IV

CIRO

Lo que se cuenta de la moderación de Ciro no tiene otro origen que

la Ciropedia de Jenofonte, como es fácil verlo en Rollin, y en todos

los historiadores que tratan de Ciro y de la Persia. La cuestión

rueda, pues, sobre si merece o no crédito la Ciropedia. Hemos

sostenido que no, con razones y autoridades, que el crítico de

Valparaíso califica, no sabemos por qué, de citaciones vagas,

haciéndoles mucho favor. Ya que gusta de citaciones a la letra,

procuraremos contentarle, copiando una que vale por muchas, sacada

del artículo Xenophon, de la Biografía Universal, tomo 51, página

389.

«La Ciropedia, según muchos autores antiguos, es una novela

política. Cicerón lo dice formalmente... Aún es más terminante

Ausonio... Dionisio de Halicarnaso fue del mismo dictamen. Diodoro

de Sicilia y Trogo Pompeyo formaron sin duda igual concepto, pues no

han seguido a Jenofonte en la relación que hace de la muerte de

Ciro. Entre los modernos, Erasmo, Vosio, Luis Vives, Escalígero,

Calvisio, Simson, Fraguier, Desvignoles, Freret, Larcher,

Sainte-Croix, Weiske, etc., están conformes en mirar la Ciropedia

como un tratado de política, cuyo autor no tuvo otro objeto que

exponer los medios de formar ciudadanos justos y valerosos, y

presentar en acción un capitán no menos cuerdo y moderado, que hábil

en el arte de la guerra. Hállanse mezcladas con la doctrina del

autor algunas verdades históricas, pero más o menos desfiguradas: la

mayor parte de los personajes, y todos quizá, excepto Ciro y sus

padres, son de pura invención; los hechos que se les atribuyen,

ficticios, o presentados según las miras del autor; las costumbres

que da a los Persas son las de los griegos, y sobre todo las de los

espartanos. En fin, como obra histórica la Ciropedia es de una

autoridad debilísima por la dificultad de discernir qué es lo que

hay de verdadero en los hechos».

Pero si es así, dirán algunos, ¿cómo es posible que un hombre tan

instruido y tan sensato como Rollin crea a pie-juntillas en la

moderación de Ciro, sin más fiador que una autoridad tan sospechosa?

No es difícil explicarlo. Rollin fue un moralista juicioso, y muy

estricto juez de las producciones literarias; sus obras respiran por

todas partes el amor a la virtud, y el gusto de la literatura

clásica; no raya tan alto en la crítica de la historia, y lo que ha

escrito en este género presenta algunas muestras de credulidad

verdaderamente senil. Una alma como la de Rollin, enamorada de la

virtud, podía resistir difícilmente a la tentación de presentar a

los jóvenes, para quienes escribe; un modelo tan atractivo y tan

acabado, como el héroe de Jenofonte. En fin, la aparente conformidad

de algunos de los hechos referidos por éste con lo poco que la

Escritura dice de Ciro, dio a la Ciropedia un crédito histórico, que

jamás tuvo en la antigüedad, y fue otro motivo de irresistible

fuerza para un escritor como Rollin. Freret demostró que esta

conformidad era una suposición fundada, y que la escritura favorece

más bien a Heródoto. Pero sucedió lo que ha sucedido otras veces. La

afición a lo extraordinario y maravilloso pudo más en algunos

compiladores modernos de historia antigua, que el voto de la

antigüedad, que el juicio de Erasmo, Vosio, Escalígero y Luis Vives,

y las demostraciones de Larcher y Freret.

Hemos tenido alguna razón para insistir en el voto de este último

escritor. Freret, como crítico y anticuario, es una autoridad de

mucho más peso que la de Rollin, Segur y Ramsay. Sobre todo en la

cuestión presente, que trató de propósito en una disertación

presentada a la Academia de las Inscripciones, confrontando todos

los testimonios de la antigüedad; lo que regularmente no suelen

hacer los escritores de historias generales, a quienes lo vasto del

asunto no permite prestar tanta atención a una parte.

Pero dejándonos de autoridades, consultemos a la sana razón. La vida

de Ciro fue una serie continua de guerras y de victorias; sujetó

multitud de naciones; fundó uno de los mayores imperios que ha visto

el mundo. ¿Presenta la historia otro ejemplo de un conquistador, que

haya invadido y sojuzgado tantos pueblos y haya sido al mismo tiempo

un hombre moderado y justo? ¿No ha sido la ambición el móvil de

todos los conquistadores? ¿Y es compatible con ella la moderación

ejemplar que se atribuye a Ciro?

Para nosotros esta sola razón vale más que todas las autoridades. Si

el crítico de El Mercurio es bastante imparcial para pronunciar un

juicio desapasionado, confesará que el héroe de Jenofonte, que,

según parece, por pura filantropía, no tiene tanto aire de verdad ni

una fisonomía tan parecida a la del hombre real, como aquel Ciro

despiadado, soberbio y sanguinario que nos pinta Heródoto.

Otra razón de gran peso para nosotros es la forma semi-dramática de

la Ciropedia, que ciertamente no es la de la historia griega, ni se

asemeja mucho a la que adoptó el mismo Jenofonte en otras obras,

indudablemente históricas. Algo más pudiéramos añadir; pero tenemos

que fatigar la paciencia del público. Por una parte la decisión del

crítico de Valparaíso nos basta. De ella resulta que la moderación

de Ciro no es una de aquellas cosas indisputables y proverbiales que

puedan ponerse al lado de la continencia de Escipión, la justicia de

Arístides, etc.

Dédalo se dice en francés le dédale des lois, le dédale des

procédures, porque dédale en esta lengua no sólo es nombre de

persona, sino un sustantivo común que significa laberinto, como se

puede ver en el Diccionario de la Academia francesa, y en el de

Boiste. En el Diccionario de sinónimos de Girard.

La lógica de los comentarios es de lo más curioso que hemos visto

aun en las obras del Sr. Mora, en que la razón nos ha parecido

siempre la parte flaca.

¿Un autor clásico emplea la voz genio? Luego la emplea en el mismo

sentido que el Sr. Mora. ¿Hay hipérboles en Buffon? Basta con esto

para que el Director del Liceo se coloque modestamente a su lado, y

trate a los que critican las suyas, de bárbaros, que cometen un

desafuero contra los privilegios del arte oratoria. ¿Cicerón alaba

en Calidio la suavidad y armonía de la dicción, los conceptos

sutiles y finos? Aunque el mismo Cicerón nos diga a renglón seguido

que careció de nervio, que no supo mover, que le faltó lo principal,

hemos de tener a Calidio por un orador de primer orden que dispuso

del mundo romano. ¿Fue pretor? Luego hombre grande. De manera que

por esa sola cuenta hubo en Roma como 1200 grandes lumbreras poco

más o menos, en sólo el siglo de Cicerón. Pero vamos por partes.

Genio. En el pasaje citado por el señor Mora no se trata de facultad

mental, ni cosa que se le parezca, sino del estilo de Séneca. Si el

Sr. Mora lo duda, consulte, recuerde quién fue el que dio al estilo

de Séneca el apodo de arena sin cal, y por qué. Lo que Bartolomé de

Argensola llama genio es, ello por ello (casi hasta con las mismas

letras), lo que Suetonio llama genus scribendi, y sobre lo que este

historiador dice expresamente que recayó el apodo. Con que es claro

que el rector de Villahermosa habla aquí del carácter de la dicción

de Séneca, de aquel amaneramiento de cláusulas cortas y brillantes,

pero inconexas, que se ha censurado tantas veces en este autor.

Genio, pues, tiene aquí su antigua y nativa acepción de carácter o

índole, aplicada metafóricamente al estilo, que es de lo que viene

hablando el poeta.

Los progresos del entendimiento humano siguieron voces nuevas para

expresar ideas nuevas. Una de dos: ¿O los castellanos no habían

pensado en la facultad inventiva hasta ahora, o no se les había

ocurrido ponerle nombre? En probándose una de estas dos

proposiciones, podrán venir al caso los progresos del entendimiento

humano, ajada divisa de todos los innovadores, con razón o sin ella.

Escuela de Moratín. Hasta aquí habíamos entendido por escuela, en la

literatura, como en las artes, la adopción de unos mismos

principios, y la semejanza de formas en la composición. Según el

señor Mora pertenecer a una escuela no es más que encontrarla en el

mundo. Sucede que un escritor abomina del gusto reinante y echa por

un rumbo nuevo. Abomina enhorabuena, dirá el Sr. Mora con su

acostumbrado desembarazo: que fulano censura la tal escuela, no

tiene duda: que salió de ella y en ella se crió, tampoco la tiene.

De aquí sacamos varias consecuencias curiosas. Si Moratín perteneció

a la escuela de Meléndez, Meléndez perteneció a la de los Iriartes,

los Iriartes a la de Góngora, Góngora a la de Boscán y Garcilaso; y

de eslabón en eslabón, venimos a parar en el descubrimiento

originalísimo de que no ha habido de Adán acá, ni puede haber, más

que una sola escuela de poesía en el mundo.

A las preguntas del Sr. Mora respondemos, que no vemos ningún

absurdo en que Moratín haga escuela aparte, y que, no obstante la

superioridad de talento, quizá tiene Moratín más analogía con el

autor de las Fábulas literarias que con el de la Palomita de Filis.

Le y lo. Otra vez las razones, como si no estuviesen ya refutadas; y

las autoridades del siglo XVI, contra las cuales ha prescrito el uso

general, reconocido por el mismo Sr. Mora. Si el Director del Liceo

quiere reformar la lengua a su modo, a despecho de la razón y del

uso, es otra cosa. No le disputaremos que puede hacerlo.

Nos hemos desentendido de la ortografía del Sr. Bello, por varios

motivos. El principal es porque no viene al caso. La ortografía se

ha reformado mil veces: los franceses simplificaron la suya: los

italianos lo mismo: todos los pueblos que hablan castellano han

admitido sin repugnancia las alteraciones recomendadas por la Real

Academia Española. Pero en la lengua hablada no es así. La razón en

ella es el uso: ir contra el uso es ir contra la razón. Madama de

Sévigné quiso que se dijese: s'il est heureux, elle ne la sera pas;

y todo el mundo siguió diciendo elle le sera, a pesar de las razones

buenas o malas de Madama de Sévigné. Todo lo que puede la gramática

es fijar y uniformar el lenguaje, sujetando al uso con las cadenas

que él mismo ha querido ponerse.

Esencias materiales: No es cosa fácil señalar el punto preciso en

que cesa el buen uso de las figuras, y principia el abuso. ¿Cómo

podrá determinarse si la parte de verdad que contiene una hipérbole

es más o menos de lo que debe ser para que no peque por

extravagante? De esto no puede juzgarse, sino por medio de

percepciones delicadas, que se evaporan, cuando se trata de

analizarlas.

Por fortuna, para probar que la hipérbole del Sr. Director es

absurda, no se necesita de ningún instrumento de nueva invención. La

hipérbole es una verdad abultada. Alguna parte de verdad es

necesario que haya en ella. Si no hay un átomo solo, no es una

verdad abultada, sino una falsificación completa.

Del grande ingenio que fue capaz de determinar las leyes impuestas

por el creador al movimiento de los orbes celestes, pudo decirse con

alguna verdad, que adivinó el secreto de la creación; pues aunque

estas leyes no son todo el secreto, son una parte de él. Figurémonos

que Newton, en vez de explorar los misterios de la naturaleza, los

hubiese tenido por inescrutables, y se hubiese impuesto la ley de no

pensar jamás en ellos. ¿Podría decirse, ni aun por vía de hipérbole,

que este filósofo había adivinado el secreto de la creación?

Este es nuestro caso. La filosofía moderna demostró que las esencias

materiales no están al alcance de la razón humana, y las desterró de

la escuela. Y el señor Mora, le atribuye que las ha adivinado.

Positivas y metafísicas, según el Sr. Mora, significa lo mismo que

claras y oscuras. No disputaremos la propiedad de los términos. Pero

apelamos a los lectores imparciales que han leído la oración

inaugural. ¿Hay alguno a quien se le haya ocurrido que el Sr. Mora,

cuando dijo (empleando una de sus hipérboles) que se habían conocido

y demostrado hasta en sus más sublimes combinaciones todas las

cantidades positivas y metafísicas, quiso decir claras y oscuras?

Concepciones. No queremos abundar en nuestro sentido: admitimos la

autoridad del P. Feijoo.

Calidio. Aunque se ha dicho tan claro que la pretura era una

magistratura que se daba a muchos, el Director del Liceo lo entiende

a su modo, y cree o que estos muchos eran sucesivamente, o que si se

elegían varios a un tiempo, no eran todos para la ciudad de Roma. El

Pretor no era menos en Roma que el canciller en Inglaterra. ¿El

Pretor? ¿Conque no había más que uno en la capital del mundo? ¿Está

el Sr. Mora por desayunarse a la hora de éstas de que, para la sola

ciudad de Roma, se elegían en tiempo de Cicerón diez o doce de estos

cancilleres cada año?

Esta es una de las peregrinas especies de la lección histórica que

ha tenido la bondad de darnos, y en que no sabemos qué admirar más,

si la dialéctica, los conocimientos históricos, o la buena fe. El

Pretor juzgaba, y el canciller juzga. Luego éste y aquél son una

misma cosa. El uno es presidente nato del senado británico, y el

otro presidía por alguna rara contingencia al senado romano. Luego

éste no es menos que aquél. Si el canciller es miembro de un

ejecutivo de seis o siete personas que tiene en sus manos la balanza

del universo, el Pretor era una fracción infinitesimal del ejecutivo

romano. La paridad es exacta. Si el uno tiene una vasta influencia

en lo eclesiástico, nombra todos los jueces de paz del reino, es

tutor de todos los menores, y superintendente de todas las

fundaciones pías, el otro daba la señal para las carreras del circo.

Conque allá se van.

Nihil quod magis ipsius arbitrio fingeretur ut nullius aeque

oratoris in potestate fuerit. Confesamos nuestra flaqueza. No

entendemos este texto. El que tradujo reconditas por elevadas podrá

darnos alguna luz.

Pero volvamos a Calidio. Este orador aparece en la historia dos

veces, dos veces solas, en dos importantes debates del senado

romano. En el primero fue uno de 417 senadores que se declararon por

Cicerón contra Clodio; mérito tan relevante, que Cicerón, en el

discurso de acción de gracias que pronunció en el Senado a su vuelta

del destierro, y en que se explaya tanto sobre los buenos oficios de

sus parciales, destina renglón y medio a Calidio: Marcus Calidius,

statim designatus, sententia sua, quam esset cara sibi mea salus

declaravit. En el segundo, opinó por la paz, y aun defendiendo tan

buena causa, no pudo arrastrar un voto. Estos son los hechos; si hay

otros desearíamos saberlos. Explíquese el silencio de los

historiadores; explíquese el fatal quendam de uno tan instruido y

tan diligente como Dión, que refiere por menor los sucesos de

aquella época. El Sr. Mora, haciendo que responde a este quendam,

alega por la centésima vez su pasaje de Cicerón. ¿Pero se

contradicen estos dos escritores? El uno niega a Calidio la sola

cualidad que pudo dar a un orador influjo político: el otro,

escribiendo las revoluciones de Roma, columbra apenas la existencia

de Calidio en la historia. ¿Qué oposición hay en esto? En el uno

vemos la causa, y en el otro el efecto.

¿Pero y la lucha victoriosa de Calidio contra la facción de Clodio?

Es el renglón y medio susodicho, empollado por el Director del

Liceo. Los que no sepan qué cosa es genio creador, abran cualquier

historia romana, y lean la narrativa de la contienda del senado con

la facción de Clodio; aquel drama célebre, cuyos pormenores son tan

sabidos, y de que el señor Mora hace protagonista a Calidio. Busquen

a Calidio en él. No pedimos acciones, debates, arengas. Con el

nombre solo nos contentamos. Y luego, pronuncien.

Isócrates. Los atenienses debieron a su influjo algunos años de paz.

¿Pero a qué especie de influjo? ¿Fue por ventura al de la

elocuencia, que obra sobre una nación entera, como dócil instrumento

de la acción que quiere imprimirle el orador? El señor Mora nos ha

presentado a Isócrates disponiendo de Atenas y de la Grecia toda

desde la tribuna. Nosotros hemos dicho que Isócrates no subió a

ella. Oponernos que los atenienses (rebaja considerable; se trataba

de toda la Grecia; pero pase) le debieron algunos años de paz, sin

decirnos cómo, no es tocar el punto que se cuestiona. Esto es, sin

embargo, lo que el Director del Liceo llama su principal argumento;

y no deja de tener razón.

Hemos procurado responder a todo, y ser claros; falta sólo contestar

a las chufletas y a las injurias; pero ésta es una especie de

certamen en que le cedemos la palma sin dificultad, así como se la

cedemos en otras cosas, que redundan más que éstas en honor suyo. El

señor Mora es un buen abogado, según nos han dicho: un buen poeta,

un escritor agradable, y aun elocuente, cuando no se mete en

honduras; un excelente juez de las producciones literarias, un

hombre de instrucción y talento. ¿Qué más quiere? ¿No basta esto

para contentar su ambición literaria? ¿A qué erigirse en modelo de

pureza, y meter la luz en la literatura clásica, adquisiciones

secundarias que no hacen ninguna falta a su reputación? Hombre que

en materia de antigüedades históricas se aferra en el sensato Rollin

y en el Diccionario de Bouillet, no es gran cosa.

V

En El Mercurio de Valparaíso n. 103 hay una crítica severa y a

nuestro parecer injusta del lenguaje del literato español Marchena.

No hemos leído un solo renglón de este autor, pero sabemos que tiene

el concepto, no sólo de escrupuloso en materia de galicismos, sino

de purista extremado, que, como Capmany, por imitar el lenguaje y

estilo de los autores clásicos, cae algunas veces en afectación y

mal gusto.

Sea de esto lo que fuere, los galicismos de Marchena alegados en El

Mercurio no prueban gran cosa.

A decir la verdad no vemos en ellos construcción ni palabra, que no

sea perfectamente castiza.

Eso más es animada la acción histórica (dice Marchena), que más

parecidas son las facciones y la fisonomía de los personajes

retratados a lo que ellos realmente fueron. El crítico de El

Mercurio pretende que éste es un galicismo por excelencia, una

versión servil de: plus elle est animée, plus les traits et la

physionomie de ceux donc on en fuit le portrait, ressemblent aux

personnages qui existerent reellement; sin reparar, lo primero, que

de este modo se invierte el sentido, porque Marchena no dice que

cuanto más animada es la acción, tanto es mayor la semejanza de los

personajes históricos a los reales, sino al contrario, que, cuanto

mayor es esta semejanza, más animada es la acción, y tanto más nos

entretiene y embelesa la narración histórica, o vertiendo el pasaje

en francés: la quelle est d'autant plus animée, que les traits et la

physionomie, &.; y lo segundo, que las dos construcciones francesa y

castellana no son análogas, pues en francés faltan los elementos

equivalentes a eso y a que, palabras esenciales que ligan el un

inciso o miembro con el otro, como han acostumbrado hacerlo en

castellano, cuando se significa proporción o igualdad.

Lo que hay de peculiar con plus elle revive sa personne, plus elle

nous interesse, es la falta de conectivos. Si tradujéramos: más no

se cuida del adorno, más nos interesa, cometeríamos un galicismo

imperdonable. Para evitarlo empleamos los conectivos, cuanto menos

se cuida del adorno, más nos interesa, &c. o de otro modo, que es de

Marchena, eso más nos interesa, que menos se cuida del adorno.

La alocución de Marchena en este sentido (que es indispensablemente

el del autor) nos parece correcta y clásica. «Eso más es animada la

pintura, que más se asemejan los objetos representados a sus

originales». No percibimos en este modo de hablar nada que huela a

galicismo: la expresión plus la peinture est animée, plus &c. fuera

de invertir el sentido, presenta una construcción diversa. ¿Dónde

están en francés los elementos equivalentes de eso y de que? ¿Son

acaso redundantes estas dos palabras? ¿No son ellas precisamente las

que ligan el un miembro con el otro?

¿Y no es este modo de ligar los miembros o incisos, cuando se

significa proporción o medida, perfectamente castellano?

VI

Hemos visto en El Mercurio de Valparaíso nos. 98, 99 y 104 dos

interesantes artículos sobre la controversia entre el señor Mora y

nosotros. Nuestras ocupaciones y el justo temor de cansar la

paciencia del publico nos obligan a ceñirnos a breves observaciones

sobre los puntos que nos han parecido de más importancia.

Los artículos de El Popular relativos a estas discusiones literarias

no han sido redactados por don Andrés Bello, como se supone

gratuitamente en El Mercurio. Sin embargo, como las opiniones de

este individuo y las nuestras han sido unas mismas en todos los

puntos de la controversia literaria, la equivocación es de poco

momento. Supondremos, pues, que el crítico de Valparaíso habla con

nosotros.

Ciro. He aquí un resumen de nuestros argumentos. El único fiador de

la moderación de Ciro es Jenofonte en una obra que el mismo

Jenofonte parece haber querido que se mirase como una utopía o

novela política, pues la contradice abiertamente cuando escribe como

historiador; en una obra que está escrita en forma de novela y no de

historia; en una obra, de que los mismos que la siguen, descartan

los pormenores como apócrifos; en una obra finalmente, que Platón,

Cicerón y Justino miraron como una novela, y que muchos críticos

modernos de primer orden han caracterizado como tal. El voto de

Freret nos ha parecido de gran peso, porque trató este asunto de

propósito, en una disertación presentada a la Academia de las

Inscripciones, compulsando todos los testimonios de la antigüedad;

lo que regularmente no hacen los compiladores, de historias

generales, a quienes lo vasto del asunto no permite prestar tanta

atención a una parte. Freret manifiesta que la principal razón de

los que han preferido la Ciropedia es su aparente conformidad con la

Escritura; demuestra que esta suposición es falsa; y prueba, al

contrario, que lo poco que la Escritura dice de Ciro es más bien

favorable a Heródoto. Sea de esto lo que fuere, nos contentamos con

la decisión de El Mercurio. De ella resulta que la moderación de

Ciro no es una de aquellas cosas indisputables y proverbiales que se

pueden poner al lado de la continencia de Escipión, la justicia de

Arístides, &.

Dédalo. Procuraremos expresar nuestra opinión con toda la claridad

posible. Creemos que esta palabra no se ha usado jamás en castellano

en sentido de laberinto, y en esto nos fundamos para pensar que no

pudo emplearse metafóricamente, en el sentido de laberinto ideal

pues el uso figurado de una palabra supone el propio.

Se dice le Dédale des lois, le dédale des procédures, porque dédale

en francés no sólo es nombre propio de persona, sino un sustantivo

común que significa laberinto, como es fácil verlo en el Diccionario

de la Academia Francesa y en el de Boiste.

En el Diccionario de sinónimos de Girard, aumentado por Beauzée y

otros literatos, sólo se distingue a Dédale de Labyrinthe en que el

primero es más propio del estilo noble y poético, y se toma casi

siempre metafóricamente para significar una cosa intrincada y

confusa. El Diccionario de Núñez Taboada está enteramente acorde con

éstos: Dédale, s. m Es lo mismo que laberinto en el sentido propio y

en el metafórico.

No es así en castellano. Ni en el Diccionario de la Academia, ni en

el mismo Núñez Taboada, que no ha sido muy escrupuloso en admitir

voces nuevas, se encuentra esta palabra. Dédalo en nuestra lengua ha

sido solamente un nombre propio de persona, y en esto nos hemos

fundado para pensar que no pudo un neologismo emplearse

metafóricamente en el sentido de cosa intrincada y confusa, pues el

uso figurado de una palabra supone el propio.

La cuestión se ha presentado recientemente bajo otro aspecto.

Dédalo, se dice, es un nombre propio de persona, pero que

figuradamente puede significar un laberinto, porque Dédalo construyó

un laberinto. Preséntese, pues, una figura análoga en un buen

orador. Nosotros no tenemos reparo en confesar que no hemos visto

ninguna.

Permítasenos hacer sensible el punto de la dificultad por medio de

algunos ejemplos. Praxíteles hizo, como todos saben, bellísimas

estatuas. Supongamos que uno, al ver una estatua de Canova o de otro

escultor exclamase: ¡Oh qué bello Praxíteles! ¿Sería tolerable la

figura? Se dice de una casa desordenada en que todos mandan y nadie

obedece: esta casa es una babilonia. ¿Pudiera decirse, esta casa es

un Nemrod, porque Nemrod, según se cree, fue el fundador de

Babilonia? Sería fácil multiplicar los ejemplos.

Si se cita el ejemplo de Dédalo en otras lenguas, decimos que no

sabemos cómo empezó la segunda acepción de esta palabra en ellas.

Pudo empezar por una mala figura retórica, y pudo empezar de otro

modo. ¿Quién puede poner coto a las irregularidades y caprichos del

uso?

Los que creen que el autor de la Oración inaugural quiso emplear una

figura de esta clase, le hacen quizá menos justicia que nosotros,

que sólo le hemos atribuido un neologismo, y no una metáfora

extravagante. Si este neologismo es de los que pueden permitirse de

cuando en cuando, otros lo decidirán. No hemos visto jamás con

horror la introducción de voces nuevas, que no confunden las

acepciones recibidas. Dédalo no tiene este inconveniente. Si se

naturaliza en castellano, habremos adquirido una voz nueva;

adquisición de puro lujo, supuesto que tenemos ya a laberinto, que

no es ni menos propia, ni menos expresiva, ni menos harmoniosa; pero

el lujo de las palabras es el más inocente de todos.

Por lo que toca a genio, pensamos (y pensaremos, mientras no se

pruebe lo contrario) que nada se gana, en dar una nueva acepción a

esta voz, confundiendo en ella lo que los franceses distinguen con

las dos palabras naturel, y génie. Il a un bon naturel; il a un

grand génie. ¿Aprobará la buena filosofía que expresemos dos ideas

tan diferentes por medio de un mismo sustantivo?

Hemos tomado de los latinos la voz ingenio en el sentido de facultad

inventiva para toda clase de producciones literarias y de las artes.

Ingenium Grajis causa dubit, dijo Horacio en este sentido. El mismo

escritor explica esta palabra por las expresiones vena dives y mens

divinior.

Él y Ovidio las contraponen [al] estudio y al arte. Ego me studium

sini divite vena // Nec rude quid prosit video ingenium. // Ennius

ingenio maximus; arte rudis. Cicerón asimismo en varios pasajes de

sus obras la contrapone al arte, al esmero, al trabajo. Con que si

algo vale la etimología, no vemos en esta parte nos hagan ninguna

ventaja nuestros contrarios. La partícula compositiva in, que ha

parecido a algunos superflua, no lo es. In no tiene la misma fuerza

en ingenio, que en ingenuo, ingénito, innato, y otras voces

análogas, en todas las cuales significa una cosa inherente al alma

que nace con el hombre, y no se adquiere con el arte, ni el trabajo.

Lejos, pues, de ser vacía la partícula, da un valor y energía

particular a estas palabras.

No hemos admitido la transacción de Capmany. No hemos hecho más que

referirla, y añadir, que ni aun ella favorece al uso de la voz genio

en la Oración inaugural. La admisión que se nos atribuye, es una

pura voluntariedad de nuestro crítico. La verdad es que la tal

transacción nos había parecido siempre algo opuesta a los principios

del mismo Capmany. No lo expresamos así, porque no había para qué, y

porque creímos que para acusar de error en materia de lenguaje a un

hombre como Capmany, era necesaria una larga vida empleada en el

estudio de los autores clásicos. Con igual voluntariedad supone

nuestro crítico que el pasaje censurado era el de la pág. 15 de la

Oración inaugural, el cual copia y comenta a la larga para probar

que equivocamos su inteligencia. Trabajo perdido. El pasaje no es

ése, sino el de la pág. 2: ¿Os hablaré yo de los prodigios que en

todos tiempos ha obrado el lenguaje, inspirado por el genio, y

pulido por el trabajo?

Tampoco ha percibido el crítico el motivo que hemos tenido para dar

importancia a las citas de Meléndez. Al que autoriza con este poeta

la voz genio, y cree que esta palabra, según su uso moderno, expresa

algo más que ingenio, no se le podía citar en comprobación de lo

contrario autoridad más fuerte que la de Meléndez. Para probar que

ingenio en castellano significa la facultad mental creadora, no

necesitábamos de un autor tan moderno. Bastaba haber abierto el

Quijote. Sin pasar de las primeras líneas del prólogo, hubiéramos

podido alegar un pasaje decisivo, cual es el que sigue: ¿qué pudo

engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia

de un hijo seco, avellanado, antojadizo, lleno de pensamientos

varios y nunca imaginado de otro alguno, bien como quien se engendró

en una cárcel? Bastaba el título de la obra: el ingenioso hidalgo

don Quijote. Si el crítico de Valparaíso ignora qué quiere decir

ingenioso en este título, sepa que el mismo Cervantes ha tenido

cuidado de explicarlo: lleno de pensamientos varios y nunca

imaginado de otro alguno; por donde se ve que ingenio se aplica

mucho más propiamente a las concepciones originales que al talento

imitativo.

Para probar que la voz genio ha tenido de tiempo atrás el sentido

que le dan los modernos, se han citado estos versos de Bartolomé de

Argensola:

   Mas quien el genio floreciente y vago

de Séneca llamó cal sin arena

no probó los efectos de su halago.

Lo que Bartolomé de Argensola llama aquí genio es (casi hasta con

las mismas letras) lo mismo que Suetonio llama genus scribendi, y

sobre lo que este historiador dice terminantemente, que recayó el

apodo de arena sin cal, que Calígula dio a las obras de Séneca. No

se trata aquí de facultad inventiva, sino del carácter de la dicción

de este filósofo, pulida, pero inconexa y disuelta, como todos la

han caracterizado antes y después de Argensola. Genio, pues, en el

pasaje alegado, conserva su antigua y genuina acepción de carácter o

índole, aplicada metafóricamente al estilo, que es de lo que viene

hablando el poeta:

   Porque los dos genéricos estilos

más de un naufragio nuevo nos avisa

que no por frecuentados son tranquilos.

   Obliga el uno a brevedad concisa

que aunque la demasiada luz deseamos

precia la elocución peinada y lisa.

Enumera luego los varios géneros de composición a que se adapta

mejor el estilo cortado; menciona algunos que sobresalieron en él

como Horacio y Tácito; y añade:

   De Trajano las dotes inmortales

refiere Plinio en este acento puro,

sin voces tenebrosas ni triviales.

   ¿De las primeras quién se vio seguro

si el presbítero docto de Cartago

aspirando a ser breve quedó oscuro?

   Mas quien el genio floreciente y vago, etc.

Creemos pues (y lo decimos francamente, aunque nos acusen de

obstinación o de magisterio) que hasta ahora nada se ha dicho que

haga fuerza, en favor del uso moderno de esta palabra.

Pero los que nos reprochan ese engreimiento ridículo ¿nos hacen

justicia? ¿O no leen lo que ellos escriben? Nada nos parecería más

vergonzoso que la flaqueza de negar las justas alabanzas que se

deben a los conocimientos o talentos de otros, particularmente los

de una persona, a quien no pudiéramos escasearlos, sin

contradecirnos; pero la infalibilidad es un atributo que no

reconocemos en ningún mortal. Acúsenos el señor Mora con buenas

razones; convénzanos; y verá cuán poco nos cuesta confesar un error.

Sarcasmos, y lo que es peor, injurias, no han hecho jamás triunfar

una mala causa, y no son necesarios para defender una buena.

Si es preciso combatir con armas de este temple, abandonamos el

campo. La pluma que traza estos renglones no ha sido nunca órgano de

la detracción, ni de pasiones rencorosas; y estamos resueltos a no

emplearla jamás de otro modo que el que hemos acostumbrado hasta

aquí, aunque se trate de nuestra propia defensa.

Sólo nos atrevemos a decirle que si la falta de armas de otro temple

disculpa las chocarrerías, nada puede paliar la indecencia de las

personalidades injuriosas dirigidas (quizá contra quien ha tenido

menos parte en esta querella) sin alegar hecho alguno. Hay en este

arte de sembrar especies vagas, en esta táctica de spargere voces in

vulgum ambiguas, una malignidad cobarde: la calumnia descarada es

menos repugnante al honor. Hasta en el modo ha procedido el señor

Mora con poca cordura. Poner (aunque sea aparentemente) en la boca

de los alumnos del Liceo dicterios contra una persona que les es

desconocida, no es darles una buena lección de moral ni de

urbanidad. Pero nos inclinamos a creer...

 

 

 

LEYENDAS ESPAÑOLAS POR JOSÉ JOAQUÍN DE MORA

Esta es una colección de poesías, digna de la fecunda y bien cortada

pluma de su autor, que ha ensayado en ellas un género de

composiciones narrativas que nos parece nuevo en castellano, y cuyo

tipo presenta bastante afinidad con el de Beppo y el Don Juan de

Byron, por el estilo alternativamente vigoroso y festivo, por las

largas digresiones, que interrumpen a cada paso la narración (y no

es la parte en que brilla menos la vivaz fantasía del poeta), y por

el desenfado y soltura de la versificación, que parece jugar con las

dificultades. En las Leyendas, fluye casi siempre como de una vena

copiosa, una bella poesía, que se desliza mansa y trasparente, sin

estruendo y sin tropiezo, sin aquellos, de puro artificiosos,

violentos cortes del metro, que anuncian pretensión y esfuerzo; y al

mismo tiempo, sin aquella perpetua simetría de ritmo que empalaga

por su monotonía; todo es gracia, facilidad y ligereza. Y no se crea

que es pequeño el caudal de galas poéticas que cabe en este modo de

decir natural, sosegado y llano, que esquiva todo lo que huele a la

elevación épica, y desciende, sin degradarse, hasta el tono de la

conversación familiar. Sus bellezas son de otro orden; pero no menos

a propósito que las de un género más grave, para poner en agradable

movimiento la fantasía. Antes, si hemos de juzgar por el efecto que

en nosotros producen, tiene este estilo un atractivo peculiar, que

no hallamos en la majestad enfática, que algunos han creído

inseparable de la epopeya.

Las descripciones (que abundan en estas Leyendas) son

particularmente felices; por ejemplo, la siguiente, con que

principia La Judía:

   Solo está el bosque. Sin testigo mueve

sus linfas el raudal, de espuma leve

salpicando las flores de su orilla,

y el techo que le forma la varilla

   del mimbre y del aromo.

   Sola en la cumbre del celeste domo

plácidamente el argenteo disco

la luna ostenta; y el pelado risco

con varios tintes sus vislumbres quiebra,

ora en blanquizca masa o sutil hebra,

ora en grupos de nácar. El reflejo

celestial, en su copa, el roble añejo

   de forma extraña viste;

y con pendiente rama el sauce triste

en móviles figuras la convierte.

   Con esplendor más fuerte,

la luminosa inundación dilata

sus anchas olas de bruñida plata

por el llano vecino, desde donde,

bajo florida rama que la esconde,

susurra y juega en armoniosa risa,

cargada de placer y olor la brisa;

y al mover de sus alas, se difunde

la exquisita fragancia, y leve cunde

por la callada esfera. En lejanía

vaporosa levanta oscura frente

   noble castillo, ingente

masa de enormes piedras, que algún día,

día de un siglo excelso, aunque remoto,

retumbó con el bíblico alboroto,

y oyó de alegre fiesta el alto grito;

y en el opuesto lado, cual sañudo

gigante, sus colosos de granito

levanta el monte, cuyo aspecto rudo

disfrazan con diáfana cortina

   la luna y la neblina.

Las composiciones en metro octosílabo no salen casi nunca del tono

de nuestros buenos romances; y en pocos de ellos, se hallarán versos

más fáciles, blandos y graciosos, que los de estas coplas de Pedro

Niño:

   Cuando don Juan, el infante

de Portugal, en quien brilla

grande valor, fe constante,

nombre y honor sin mancilla,

con escuadrón arrogante

vino de paz a Castilla,

donde con pompa esmerada

don Enrique le dio entrada;

   Consigo trajo una estrella

que eclipsaba a la más pura:

doña Beatriz, su hija bella,

flor de gracia y de hermosura;

mas tan rebelde doncella,

que el padre en vano procura

darle un ilustre marido,

de los mil que la han pedido.

   Porque de Aragón y Francia,

Navarra y otras naciones,

a jurarle fe y constancia

vienen potentes barones.

Mas ella, con arrogancia,

contesta en breves razones,

insensible y altanera,

que en vano espera el que espera.

   En Valladolid convoca

don Enrique a la grandeza,

a quien el empeño toca

de lucir gala y riqueza;

y la emulación provoca

su vanidad, cuando empieza

a ostentarse en galanteos,

y en saraos, y en torneos.

   Pasan alegres los días;

gastan profusos tesoros

en ruidosas cacerías,

bailes y fiestas de toros,

y en valientes correrías

de cristianos y de moros,

copiando al vivo los lances

de historias y de romances.

   Llega en tanto un caballero

portugués, a quien la fama,

como invencible guerrero,

sin par en la lid proclama.

Fatal es siempre su acero

al que en combate lo llama;

y por brïoso y robusto

a un gigante diera susto.

   Y el renombre de Castilla

su vanidad tanto hiere,

que con toda la cuadrilla

justar a caballo quiere.

Sin mal odio y sin rencilla

salga al campo el que saliere,

a los más fuertes y activos

hará perder los estribos.

   Admiten los castellanos

con venia de Enrique, el reto;

y se aperciben ufanos

a salir de aquel aprieto,

y reciben de albas manos,

besándolas con respeto,

bandas de varios colores,

prendas de tiernos amores.

   Siéntase en la galería,

que ornan ricos tafetanes,

la vistosa compañía

de damas y de galanes.

Al resonar la armonía

del clarín, los alazanes

tascan briosos los frenos,

de ardor generoso llenos.

En las justas que siguen, Pedro Niño tuvo la gloria de descabalgar

al campeón portugués. La infanta se aficiona a Pedro Niño, que

enamorado le escribe este billete.

   -«Lo que al alma aprisionada»

(le dice) «ofreceros toca,

los sostendrá con la espada,

con la pluma y con la boca;

buena fama bien ganada,

pecho firme como roca,

y honra pura como armiño:

vuestro esclavo -Pedro Niño».

...................................................

...................................................

   Pasó la noche dispierta,

pensando que fuera ultraje,

tan inesperada oferta,

de su nombre y su linaje.

Por la mañana a la puerta

viendo de servicio al paje,

le diz: -«Menino discreto,

cúmpleme hablarte en secreto».-

La infanta pregunta quién es Pedro Niño, y el menino responde así:

   «Pedro Niño es el guerrero

más audaz que vio Castilla,

pues nunca emprendió su acero

contienda sin decidilla.

A Enrique en combate fiero

ganó su fuerte cuchilla

gloria que hoy al mundo espanta».

-«Prosigue», dijo la infanta.

   -«Delante de Pontevedra,

a un jayán que allí vivía,

fuerte y duro como piedra,

temerario desafía.

Mas nada su pecho arredra;

y aunque doncel todavía,

con nunca vista fiereza

le partió en dos la cabeza.

   »En las ilustres arenas

donde floreció Cartago,

por las huestes agarenas

sembró el terror y el estrago.

Las empinadas almenas

se rendían al amago

de su espada; y la fortuna

postró de la media-luna.

   »Cuando las anchas riberas

del Guadalquivir maltrata,

y villas y sementeras

el atrevido pirata,

Niño con fuertes galeras

lo acomete y desbarata,

y el imperio de las olas

dio a las armas españolas.

..........................................

..........................................

   »La voz en Francia extendida

de hazañas tan superiores,

el rey francés lo convida,

y bienes le da y honores».

-«Buen menino, por tu vida,

refiéreme sus amores»,

(así interrumpe la infanta)

«con la señora almiranta».

.......................................

.......................................

   -«Y después de ese mensaje,

¿vio a quien tanto lo enamora?»

pregunta Beatriz; y el paje

le contesta: -«Sí, señora.

Hízole tierno homenaje,

pero lo demás se ignora».

La infanta, con ceño oscuro,

dijo -«Ya me lo figuro».

   -«Mas ayer con gran respeto»

(presto el paje le replica),

«en un mensaje secreto

su intención le significa:

que a más elevado objeto

sus afectos sacrifica,

y que perdone Janela,

si por otra se desvela».

   Entre risueña y airada,

diz la infanta: -«Buen menino,

tu plática bien fraguada

muestra tu ingenio ladino;

mas te aprovecha de nada:

que he de ser de acero fino

contra amorosos extremos».

Y el paje dice: -«Veremos».

Así está escrita toda esta leyenda, que es una de las mejores de a

colección.

Una de las cosas que nuestros lectores habrán notado sin duda, es la

felicidad con que el poeta embute en su lenguaje ciertas locuciones,

que, cabalmente, porque pertenecen al tono más familiar, tienen una

expresión característica. Pero donde estos modos de decir ocurren

más a menudo (como era de esperar) es en los pasajes sarcásticos y

burlones de las leyendas (que no son pocos). Entre muchos ejemplos

que pudiéramos citar del Don Opas, nos limitaremos a los dos o tres

que siguen. Desvelábase este perverso prelado en tramar una rebelión

para precipitar del trono a Rodrigo, y colocar en él la raza de

Witiza.

   Viendo cuán vanos eran sus conatos,

dijo don Opas entre sí: -«Paciencia;

ya que lo quieren estos insensatos,

consúmanse en brutal indiferencia.

Cubran mi mesa suculentos platos;

brillen en casa el lujo y la opulencia;

manténganse los sacos de oro llenos,

y haya buena salud; del mal el menos».

El conde don Julián, su sobrino, le hace sabedor de ciertos tratos

con los moros, y le consulta sobre si podría tuta conscientia unirse

a los infieles para vengar la injuria mortal que había recibido del

monarca:

   -«Sólo falta que ilustres mi ignorancia

y calmes los escrúpulos que abrigo.

¿Es lícito tratar sin repugnancia

al enemigo de la fe, de amigo?

¿Habrá quién luego absuelva mi arrogancia,

si, porque se le antoja a don Rodrigo

dar rienda a su apetito con la Cava,

en sangre goda mi baldón se lava?»

   -«¡Que tenga yo un sobrino tan salvaje!»

clamó don Opas, dando un golpe recio.

...............................................................

...............................................................

Toma la pluma y fragua una respuesta,

digna de aquella singular consulta.

-«¿Qué ignominia» decía al conde, «es ésta

que tu imaginación crea y abulta?»

.........................................................

.........................................................

   «¡Una corona te seduce! Tonto,

una corona es un joyel liviano

que el aliento deslustra: no más pronto

disipa airado viento el humo vano.

Yo más arriba mi ambición remonto.

¿Qué sirve un cetro en impotente mano,

si vive el que lo empuña en ansia eterna?

Mejor es gobernar al que gobierna.

   «Con ese moro amable que te estrecha,

toda dificultad la astucia zanje.

Sus ofertas benignas aprovecha;

liga tu agudo acero al corvo alfanje.

Renuncio a tu amistad, si en esta fecha,

puesto al frente de intrépida falange,

con ella a nuestra España no galopas.

Toledo y Mayo veintitrés -don Opas».

Las octavas que ponemos a continuación nos ofrecen una buena muestra

de esta felicidad idiomática, al mismo tiempo que de las digresiones

a la manera de Byron. El poeta compara la Edad Media con los siglos

modernos.

   No había protocolos ni gacetas,

máquinas de sofisma y de patraña,

que, con frases pomposas y discretas,

convierten en blandura lo que es saña;

ni en narcóticas rimas los poetas

daban a la política artimaña,

barniz de convulsiva fraseologia,

que desde media legua huele a logia.

   El crimen era crimen, pero franco,

y decía a las claras: -«Esto quiero».

No aspiraba a tornar lo negro en blanco,

ni quitaba a su víctima el sombrero,

ni al amarrar a un mísero en el banco,

lo halagaba con tono lisonjero;

ni decía el poder al sacerdocio:

-«Partiremos el lucro del negocio».

   Juzgábase una causa en la palestra,

cuerpo a cuerpo: sistema aborrecido,

en que el fallo pendía de la diestra,

y pagaba las costas el vencido.

Mas hoy la ilustración ¿cómo se muestra?

¿En esto hemos ganado, o bien perdido?

El influjo, cual antes la pelea,

¿no dicta los oráculos de Astrea?

   Llámese fuerza, o bien llámese influjo,

¡qué importa lo que diga el diccionario,

si bajo el grave peso yo me estrujo,

cuando estrujar debiera al adversario!

Que ganen la belleza, el oro, el lujo,

al favor de vascuence formulario,

o el tajo y el revés de estoque y daga,

¿al fin no es la justicia quien la paga?

   Y a propósito, ¡qué ruin pobreza

la del célebre idioma castellano!

Justicia es la verdad y la pureza,

y justicia es un juez y un escribano.

Y así cuando me oprima con fiereza

fallo vendido por proterva mano,

diré correctamente y sin malicia:

¡qué cosa tan injusta es la justicia!

   Y para ser justicia en el sentido

metafórico, absurdo, de que trato,

¿se requiere tal vez ser buen marido,

ciudadano provecto, hombre sensato?

No, señor; nada de eso se ha pedido.

¿Filósofo tal vez, o literato,

en quien profundo estudio deje impreso

lo que es injusto o justo? -Nada de eso.

   ¿No se exige del juez cumplida ciencia

del ser mental? ¿del hondo mecanismo,

cuya acción modifica la conciencia,

y la convierte en templo u en abismo?

¡Qué! ¿No ha de conocer la íntima esencia

del vicio y la virtud, para que él mismo

no quede entre los límites suspenso

de la virtud y el vicio? -Ni por pienso.

   ¿Pues quién me va a juzgar? Un mozalbete,

que en seis años de oscura algarabía,

logró cubrirse el cráneo de un bonete,

símbolo de precoz sabiduría.

Con esta iniciación, y algún librete,

que más le ofusca el seso todavía,

no ha menester más tiempo ni trabajo:

bien puede echar sentencias a destajo.

..............................................................

..............................................................

   Así la espada de Damocles pende,

y amenaza invisible fama, vida,

familia y bienestar; así se extiende

doquiera la asechanza, apercibida

por incógnita mano, que sorprende

en su sueño al honrado; y de la herida

siente el dolor, y atormentado muere,

sin ver el filo agudo que lo hiere.

   Lejos del conde y de Tarif estamos,

y dando sin querer enorme brinco,

del año setecientos diez, pasamos

al de mil ochocientos treinta y cinco.

Con andar más de prisa ¿qué logramos?

¿qué vamos a ganar si con ahínco

perseguimos la historia paso a paso,

para hallarnos al fin con un fracaso?

 

 

 

LA ARAUCANA POR DON ALONSO DE ERCILLA Y ZÚÑIGA.

Mientras no se conocieron las letras, o no era de uso general la

escritura, el depósito de todos los conocimientos estaba confiado a

la poesía. Historia, genealogías, leyes, tradiciones religiosas,

avisos morales, todo se consignaba en cláusulas métricas, que,

encadenando las palabras, fijaban las ideas, y las hacían más

fáciles de retener y comunicar. La primera historia fue en verso. Se

cantaron las hazañas heroicas, las expediciones de guerras, y todos

los grandes acontecimientos, no para entretener la imaginación de

los oyentes, desfigurando la verdad de los hechos con ingeniosas

ficciones, como más adelante se hizo, sino con el mismo objeto que

se propusieron después los historiadores y cronistas que escribieron

en prosa. Tal fue la primera epopeya o poesía narrativa: una

historia en verso, destinada a trasmitir de una en otra generación

los sucesos importantes para perpetuar su memoria.

Mas, en aquella primera edad de las sociedades, la ignorancia, la

credulidad y el amor a lo maravilloso, debieron por precisión

adulterar la verdad histórica y plagarla de patrañas, que,

sobreponiéndose sucesivamente unas tras otras, formaron aquel cúmulo

de fábulas cosmogónicas, mitológicas y heroicas en que vemos

hundirse la historia de los pueblos cuando nos remontamos a sus

fuentes. Los rapsodos griegos, los escaldos germánicos, los bardos

bretones, los troveres franceses, y los antiguos romanceros

castellanos, pertenecieron desde luego a la clase de poetas

historiadores, que al principio se propusieron simplemente

versificar la historia; que la llenaron de cuentos maravillosos y de

tradiciones populares, adoptados sin examen, y generalmente creídos;

y que después, engalanándola con sus propias invenciones, crearon

poco a poco y sin designio un nuevo genero, el de la historia

ficticia. A la epopeya-historia, sucedió entonces la epopeya

histórica, que toma prestados sus materiales a los sucesos

verdaderos y celebra personajes conocidos, pero entreteje con lo

real lo ficticio, y no aspira ya a cautivar la fe de los hombres,

sino a embelesar su imaginación.

En las lenguas modernas se conserva gran número de composiciones que

pertenecen a la época de la epopeya-historia. ¿Qué son, por ejemplo,

los poemas devotos de Gonzalo de Berceo, sino biografías y

relaciones de milagros, compuestas candorosamente por el poeta, y

recibidas con una fe implícita por sus crédulos contemporáneos?

No queremos decir que después de esta separación, la historia,

contaminada más o menos por tradiciones apócrifas, dejase de dar

materia al verso. Tenemos ejemplo de lo contrario en España, donde

la costumbre de poner en coplas los sucesos verdaderos, o reputados

tales, que llamaban más la atención subsistió largo tiempo, y puede

decirse que ha durado hasta nuestros días, bien que con una notable

diferencia en la materia. Si los romanceros antiguos celebraron en

sus cantares las glorias nacionales, las victorias de los reyes

cristianos de la Península sobre los árabes, las mentidas proezas de

Bernardo del Carpio, las fabulosas aventuras de la casa de Lara, y

los hechos, ya verdaderos, ya supuestos, de Fernán González, Ruy

Díaz y otros afamados capitanes; si pusieron algunas veces a

contribución hasta la historia antigua, sagrada y profana; en las

edades posteriores el valor, la destreza y el trágico fin de

bandoleros famosos, contrabandistas y toreros, han dado más

frecuente ejercicio a la pluma de los poetas vulgares y a la voz de

los ciegos.

En el siglo XIII, fue cuando los castellanos cultivaron con mejor

suceso la epopeya-historia. De las composiciones de esta clase que

se dieron a luz en los siglos XIV y XV, son muy pocas aquellas en

que se percibe la menor vislumbre de poesía. Porque no deben

confundirse con ellas, como lo han hecho algunos críticos

traspirenaicos, ciertos romances narrativos, que, remedando el

lenguaje de los antiguos copleros, se escribieron en el siglo XVII,

y son obras acabadas, en que campean a la par la riqueza del ingenio

y la perfección del estilo(14).

Hay otra clase de romances viejos que son narrativos, pero sin

designio histórico. Celébranse en ellos las lides y amores de

personajes extranjeros, a veces enteramente imaginarios; y a esta

clase pertenecieron los de Galvano, Lanzarote del Lago, y otros

caballeros de la Tabla Redonda, es decir, de la corte fabulosa de

Arturo, rey de Bretaña (a quien los copleros llamaban Artus); o los

de Roldán, Oliveros, Baldovinos, el marqués de Mantua, Ricarte de

Normandía, Guido de Borgoña, y demás paladines de Carlomagno. Todos

ellos no son más que copias abreviadas y descoloridas de los

romances que sobre estos caballeros se compusieron en Francia y en

Inglaterra desde el siglo XI. Donde empezó a brillar el talento

inventivo de los españoles, fue en los libros de caballería.

Luego que la escritura comenzó a ser más generalmente entendida,

dejó ya de ser necesario, para gozar del entretenimiento de las

narraciones ficticias, el oírlas de la boca de los juglares y

menestrales, que, vagando de castillo en castillo y de plaza en

plaza, y regocijando los banquetes, las ferias y las romerías,

cantaban batallas, amores y encantamientos, al son del harpa y la

vihuela. Destinadas a la lectura y no al canto, comenzaron a

componerse en prosa: novedad que creemos no puede referirse a una

fecha más adelantada que la de 1300. Por lo menos, es cierto que en

el siglo XIV se hicieron comunes en Francia los romances en prosa.

En ellos, por lo regular, se siguieron tratando los mismos asuntos

que antes: Alejandro de Macedonia, Arturo y la Tabla Redonda,

Tristán y la bella Iseo, Lanzarote del Lago, Carlomagno y sus doce

pares, etc. Pero una vez introducida esta nueva forma de epopeyas o

historias ficticias, no se tardó en aplicarla a personajes nuevos,

por lo común enteramente imaginarios; y entonces fue cuando

aparecieron los Amadises, los Belianises, los Palmerines, y la

turbamulta de caballeros andantes, cuyas portentosas aventuras

fueron el pasatiempo de toda Europa en los siglos XV y XVI. A la

lectura y a la composición de esta especie de romances, se

aficionaron sobremanera los españoles, hasta que el héroe inmortal

de la Mancha la puso en ridículo, y la dejó consignada para siempre

al olvido.

La forma prosaica de la epopeya no pudo menos de frecuentarse y

cundir tanto más, cuanto fue propagándose en las naciones modernas

el cultivo de las letras, y especialmente el de las artes

elementales de leer y escribir. Mientras el arte de representar las

palabras con signos visibles fue desconocido totalmente, o estuvo al

alcance de muy pocos, el metro era necesario para fijarlas en la

memoria, y para trasmitir de unos tiempos y lugares a otros los

recuerdos y todas las revelaciones del pensamiento humano. Mas, a

medida que la cultura intelectual se difundía, no sólo se hizo de

menos importancia esta ventaja de las formas poéticas, sino que,

refinado el gusto, impuso leyes severas al ritmo, y pidió a los

poetas composiciones pulidas y acabadas. La epopeya métrica vino a

ser a un mismo tiempo menos necesaria y más difícil; y ambas causas

debieron extender más y más el uso de la prosa en las historias

ficticias, que destinadas al entretenimiento general se

multiplicaron y variaron al infinito, sacando sus materiales, ya de

la fábula, ya de la alegoría, ya de las aventuras caballerescas, ya

de un mundo pastoril no menos ideal que el de la caballería

andantesca, ya de las costumbres reinantes; y en este último género,

recorrieron todas las clases de la sociedad y todas las escenas de

la vida, desde la corte hasta la aldea, desde los salones del rico

hasta las guaridas de la miseria y hasta los más impuros escondrijos

del crimen.

Estas descripciones de la vida social, que en castellano se llaman

novelas (aunque al principio sólo se dio este nombre a las de corta

extensión, como las Ejemplares de Cervantes), constituyen la epopeya

favorita de los tiempos modernos, y es lo que en el estado presente

de las sociedades representa las rapsodias del siglo de Homero y los

romances rimados de la media edad. A cada época social, a cada

modificación de la cultura, a cada nuevo desarrollo de la

inteligencia, corresponde una forma peculiar de historias ficticias.

La de nuestra tiempo es la novela. Tanto ha prevalecido la afición a

las realidades positivas, que hasta la epopeya versificada ha tenido

que descender a delinearlas, abandonando sus hadas y magos, sus

islas y jardines encantados, para dibujarnos escenas, costumbres y

caracteres, cuyos originales han existido o podido existir

realmente. Lo que caracteriza las historias ficticias que se leen

hoy día con más gusto, ya estén escritas en prosa o en verso, es la

pintura de la naturaleza física y moral reducida a sus límites

reales. Vemos con placer en la epopeya griega y romántica, y en las

ficciones del Oriente, las maravillas producidas por la agencia de

seres sobrenaturales; pero sea que esta misma, por rica que parezca,

esté agotada, o que las invenciones de esta especie nos empalaguen y

sacien más pronto, o que, al leer las producciones de edades y

países lejanos, adoptemos como por una convención tácita, los

principios, gustos y preocupaciones bajo cuya influencia se

escribieron, mientras que sometemos las otras al criterio de

nuestras creencias y sentimientos habituales, lo cierto es que

buscamos ahora en las obras de imaginación que se dan a luz en los

idiomas europeos, otro género de actores y de decoraciones,

personajes a nuestro alcance, agencias calculadas, sucesos que no

salgan de la esfera de lo natural y verosímil. El que introdujese

hoy día la maquinaria de la Jerusalén Libertada en un poema épico,

se expondría ciertamente a descontentar a sus lectores.

Y no se crea que la musa épica tiene por eso un campo menos vasto en

que explayarse. Por el contrario, nunca ha podido disponer de tanta

multitud de objetos eminentemente poéticos y pintorescos. La

sociedad humana, contemplada a la luz de la historia en la serie

progresiva de sus transformaciones, las variadas fases que ella nos

presenta en las oleadas de sus revoluciones religiosas y políticas,

son una veta inagotable de materiales para los trabajos del

novelista y del poeta. Walter Scott y lord Byron han hecho sentir el

realce que el espíritu de facción y de secta es capaz de dar a los

caracteres morales, y el profundo interés que las perturbaciones del

equilibrio social pueden derramar sobre la vida doméstica. Aun el

espectáculo del mundo físico, ¿cuántos nuevos recursos no ofrece al

pincel poético, ahora que la tierra, explorada hasta en sus últimos

ángulos, nos brinda con una copia infinita de tintes locales para

hermosear las decoraciones de este drama de la vida real, tan vario

y tan fecundo de emociones? Añádanse a esto las conquistas de las

artes, los prodigios de la industria, los arcanos de la naturaleza

revelados a la ciencia; y dígase si, descartadas las agencias de

seres sobrenaturales y la magia, no estamos en posesión de un caudal

de materiales épicos y poéticos, no sólo más cuantioso y vario, sino

de mejor calidad que el que beneficiaron el Ariosto y el Tasso.

¡Cuántos siglos hace que la navegación y la guerra suministran

medios poderosos de excitación para la historia ficticia! Y sin

embargo, lord Byron ha probado prácticamente que los viajes y los

hechos de armas bajo sus formas modernas son tan adaptables a la

epopeya como lo eran bajo las formas antiguas; que es posible

interesar vivamente en ellos sin traducir a Homero, y que la guerra,

cual hoy se hace, las batallas, sitios y asaltos de nuestros días,

son objetos susceptibles de matices poéticos tan brillantes como los

combates de los griegos y troyanos, y el saco y ruina de Ilión.

Nec minimum meruere decus vestigia graeca

Ausi deserere et celebrare domestica facta.

En el siglo XVI, el romance métrico llegaba a su apogeo en el poema

inmortal del Ariosto, y desde allí empezó a declinar, hasta que

desapareció del todo, envuelto en las ruinas de la caballería

andantesca, que vio sus últimos días en el siglo siguiente. En

España, el tipo de la forma italiana del romance métrico es el

Bernardo del obispo Valbuena, obra ensalzada por un partido

literario mucho más de lo que merecía, y deprimida consiguientemente

por otro con igual exageración e injusticia. Es preciso confesar que

en este largo poema algunas pinceladas valientes, una paleta rica de

colores, un gran número de aventuras y lances ingeniosos, de bellas

comparaciones y de versos felices, compensan difícilmente la

prolijidad insoportable de las descripciones y cuentos, el impropio

y desatinado lenguaje de los afectos, y el sacrificio casi continuo

de la razón a la rima, que, lejos de ser esclava de Valbuena, como

pretende un elegante crítico español, le manda tiránica, le tira acá

y allá con violencia, y es la causa principal de que su estilo

narrativo aparezca tan embarazado y tortuoso.

El romance métrico desocupaba la escena para dar lugar a la epopeya

clásica, cuyo representante es el Tasso: cultivada con más o menos

suceso en todas las naciones de Europa hasta nuestros días, y

notable en España por su fecundidad portentosa, aunque generalmente

desgraciada, La Austriada, el Monserrate, y la Araucana, se reputan

por los mejores pomas de este género, en lengua castellana escritos;

pero los dos primeros apenas son leídos en el día sino por literatos

de profesión, y el tercero se puede decir que pertenece a una

especie media, que tiene más de histórico y positivo, en cuanto a

los hechos, y por lo que toca a la manera, se acerca más al tono

sencillo y familiar del romance.

Aun tornando en cuenta la Araucana si adhiriésemos al juicio que han

hecho de ella algunos críticos españoles y de otras naciones, sería

forzoso decir que la lengua castellana tiene poco de qué gloriarse.

Pero siempre nos ha parecido excesivamente severo este juicio. El

poema de Ercilla se lee con gusto, no sólo en España y en los países

hispano-americanos, sino en las naciones extranjeras; y esto nos

autoriza para reclamar contra la decisión precipitada de Voltaire, y

aun contra las mezquinas alabanzas de Boutterweek. De cuantos han

llegado a nuestra noticia(15), Martínez de la Rosa ha sido el

primero que ha juzgado a la Araucana con discernimiento; mas, aunque

en lo general ha hecho justicia a las prendas sobresalientes que la

recomiendan, nos parece que la rigidez de sus principios literarios

ha extraviado alguna vez sus fallos(16). En lo que dice de lo mal

elegido del asunto, nos atrevemos a disentir de su opinión. No

estamos dispuestos a admitir que una empresa, para que sea digna del

canto épico, deba ser grande, en el sentido que dan a esta palabra

los críticos de la escuela clásica; porque no creemos que el interés

con que se lee la epopeya, se mida por la extensión de leguas

cuadradas que ocupa la escena, y por el número de jefes y naciones

que figuran en la comparsa. Toda acción que sea capaz de excitar

emociones vivas, y de mantener agradablemente suspensa la atención,

es digna de la epopeya, o, para que no disputemos sobre palabras,

puede ser el sujeto de una narración poética interesante, ¿Es más

grande, por ventura, el de la Odisea que el que eligió Ercilla? ¿Y

no es la Odisea un excelente poema épico? El asunto mismo de la

Ilíada, desnudo del esplendor con que supo vestirlo el ingenio de

Homero, ¿a qué se reduce en realidad? ¿Qué hay tan importante y

grandioso en la empresa de un reyezuelo de Micenas, que,

acaudillando otros reyezuelos de la Grecia, tiene sitiada diez años

la pequeña ciudad de Ilión, cabecera de un pequeño distrito, cuya

oscurísima corografía ha dado y da materia a tantos estériles

debates entre los eruditos? Lo que hay de grande, espléndido y

magnífico en la Ilíada, es todo de Homero.

Bajo otro punto de vista, pudiera aparecer mal elegido este asunto.

Ercilla, escribiendo los hechos en que él mismo intervino, los

hechos de sus compañeros de armas, hechos conocidos de tantos,

contrajo la obligación de sujetarse algo servilmente a la verdad

histórica. Sus contemporáneos no le hubieran perdonado que

introdujese en ellos la vistosa fantasmagoría con que el Tasso

adornó los tiempos de la primera cruzada, y Valbuena, la leyenda

fabulosa de Bernardo del Carpio. Este atavío de maravillas, que no

repugnaba al gusto del siglo XVI, requería, aun entonces, para

emplearse oportunamente y hacer su efecto, un asunto en que el

trascurso de los siglos hubiese derramado aquella oscuridad

misteriosa que predispone a la imaginación a recibir con docilidad

los prodigios: Datur haec venia antiquitati ut miscendo humana

divinis primordia urbium augustiora faciat. Así es que el episodio

postizo del mago Fitón es una de las cosas que se leen con menos

placer en la Araucana. Sentado, pues, que la materia de este poema

debía tratarse de manera que, en todo lo sustancial, y especialmente

en lo relativo a los hechos de los españoles, no se alejase de la

verdad histórica, ¿hizo Ercilla tan mal en elegirla? Ella sin duda

no admitía las hermosas tramoyas de la Jerusalén o del Bernardo.

Pero ¿es éste el único recurso del arte para cautivar la atención?

La pintura de costumbres y caracteres vivientes, copiados al natural

no con la severidad de la historia, sino con aquel colorido y

aquellas menudas ficciones que son de la esencia de toda narrativa

gráfica, y en que Ercilla podía muy bien dar suelta a su

imaginación, sin sublevar contra sí la de sus lectores y sin

desviarse de la fidelidad del historiador mucho más que Tito Livio

en los anales de los primeros siglos de Roma; una pintura hecha de

este modo, decimos, era susceptible de atavíos y gracias que no

desdijesen del carácter de la antigua epopeya, y conviniesen mejor a

la era filosófica que iba a rayar en Europa. Nuestro siglo no

reconoce ya la autoridad de aquellas leyes convencionales con que se

ha querido obligar al ingenio a caminar perpetuamente por los

ferrocarriles de la poesía griega y latina. Los vanos esfuerzos que

se han hecho después de los días del Tasso para componer epopeyas

interesantes, vaciadas en el molde de Homero y de las reglas

aristotélicas, han dado a conocer que era ya tiempo de seguir otro

rumbo. Ercilla tuvo la primera inspiración de esta especie; y si en

algo se le puede culpar, es en no haber sido constantemente fiel a

ella.

Para juzgarle, se debe también tener presente que su protagonista es

Caupolicán, y que las concepciones en que se explaya más a su sabor,

son las del heroísmo araucano. Ercilla no se propuso, como Virgilio,

halagar el orgullo nacional de sus compatriotas. El sentimiento

dominante de la Araucana es de una especie más noble: el amor a la

humanidad, el culto de la justicia, una admiración generosa al

patriotismo y denuedo de los vencidos. Sin escasear las alabanzas a

la intrepidez y constancia de los españoles, censura su codicia y

crueldad. ¿Era más digno del poeta lisonjear a su patria, que darle

una lección de moral? La Araucana tiene, entre todos los poemas

épicos, la particularidad de ser en ella actor el poeta; pero un

actor que no hace alarde de sí mismo, y que, revelándonos, como sin

designio, lo que pasa en su alma en medio de los hechos de que es

testigo, nos pone a la vista, junto con el pundonor militar y

caballeresco de su nación, sentimientos rectos y puros que no eran

ni de la milicia, ni de la España, ni de su siglo.

Aunque Ercilla tuvo menos motivo para quejarse de sus compatriotas

como poeta que como soldado, es innegable que los españoles no han

hecho hasta ahora de su obra todo el aprecio que merece; pero la

posteridad empieza ya a ser justa con ella. No nos detendremos a

enumerar las prendas y bellezas que, además de las dichas, la

adornan; lo primero, porque Martínez de la Rosa ha desagraviado en

esta parte al cantor de Caupolicán; y lo segundo, porque debemos

suponer que la Araucana, la Eneida de Chile, compuesta en Chile, es

familiar a los chilenos, único hasta ahora de los pueblos modernos

cuya fundación ha sido inmortalizada por un poema épico.

Mas, antes de dejar la Araucana, no será fuera de propósito decir

algo sobre el tono y estilo peculiar de Ercilla, que han tenido

tanta parte, como su parcialidad a los indios, en la especie de

disfavor con que la Araucana ha sido mirada mucho tiempo en España.

El estilo de Ercilla es llano, templado, natural; sin énfasis, sin

oropeles retóricos, sin arcaísmos, sin trasposiciones artificiosas.

Nada más fluido, terso y diáfano. Cuando describe, lo hace siempre

con las palabras propias. Si hace hablar a sus personajes, es con

las frases del lenguaje ordinario, en que naturalmente se expresaría

la pasión de que se manifiestan animados. Y sin embargo, su

narración es viva, y sus arengas elocuentes. En éstas, puede

compararse a Homero, y algunas veces le aventaja. En la primera, se

conoce que el modelo que se propuso imitar fue el Ariosto; y aunque

ciertamente ha quedado inferior a él en aquella negligencia llena de

gracias, que es el más raro de los primores del arte, ocupa todavía

(por lo que toca a la ejecución, que es de lo que estamos hablando),

un lugar respetable entre los épicos modernos, y acaso el primero de

todos, después de Ariosto y el Tasso.

La epopeya admite diferentes tonos, y es libre al poeta elegir entre

ellos el más acomodado a su genio y al asunto que va a tratar. ¿Qué

diferencia no hay, en la epopeya histórico-mitológica, entre el tono

de Homero y el de Virgilio? Aun es más fuerte en la epopeya

caballeresca el contraste entre la manera desembarazada, traviesa,

festiva, y a veces burlona del Ariosto, y la marcha grave, los

movimientos compasados, y la artificiosa simetría del Tasso. Ercilla

eligió el estilo que mejor se prestaba a su talento narrativo. Todos

los que, como él, han querido contar con individualidad, han

esquivado aquella elevación enfática, que parece desdeñarse de

descender a los pequeños pormenores, tan propios, cuando se escogen

con tino, para dar vida y calor a los cuadros poéticos.

Pero este tono templado y familiar es Ercilla, que a veces (es

preciso confesarlo) degenera en desmayado y trivial, no pudo menos

de rebajar mucho el mérito de su poema a los ojos de los españoles

en aquella edad de refinada elegancia y pomposa grandiosidad, que

sucedió en España al gusto más sano y puro de los Garcilasos y

Leones. Los españoles abandonaron la sencilla y expresiva

naturalidad de su más antigua poesía, para tomar en casi todas las

composiciones no jocosas un aire de majestad, que huye de rozarse

con las frases idiomáticas y familiares, tan íntimamente enlazadas

con los movimientos del corazón, y tan poderosas para excitarlos.

Así es que, exceptuando los romances líricos, y algunas escenas de

las comedias, son raros desde el siglo XVII en la poesía castellana

los pasajes que hablan el idioma nativo del espíritu humano. Hay

entusiasmo, hay calor; pero la naturalidad no es el carácter

dominante. El estilo de la poesía seria se hizo demasiadamente

artificial; y de puro elegante y remontado, perdió mucha parte de la

antigua facilidad y soltura, y acertó pocas veces a trasladar con

vigor y pureza las emociones del alma. Corneille y Pope pudieran ser

representados con tal cual fidelidad en castellano; pero ¿cómo

traducir en esta lengua los más bellos pasajes de las tragedias de

Shakespeare, o de los poemas de Byron? Nos felicitamos de ver al fin

vindicados los fueros de la naturaleza y la libertad del ingenio.

Una nueva era amanece para las letras castellanas. Escritores de

gran talento, humanizando la poesía, haciéndola descender de los

zancos en que gustaba de empinarse, trabajan por restituirla su

primitivo candor y sus ingenuas gracias, cuya falta no puede

compensarse con nada.

 

 

 

EL GIL BLAS

Después de lo que se ha escrito en España y Francia acerca de la

nacionalidad del Gil Blas (adhuc sub judice lis est) las

observaciones siguientes podrán quizá contribuir a fijar las ideas

en cuanto al mérito de esta célebre causa.

Ante todo, ¿cuál es el objeto sobre que recae la controversia entre

las dos naciones españolas y francesas? Desde la traducción servil

hasta la originalidad completa, hay una infinidad de grados y

matices intermedios; y cuando se trata de averiguar si Lesage fue o

no autor de esta novela, convendría primero determinar la especie de

invención original que se le disputa. Nadie dudará que en cuanto a

creación primitiva, el Gil Blas de Lesage no puede ponerse en

paralelo con el Expósito de Fielding o con el Quijote de Cervantes,

donde no hay cosa alguna que no sea de la propiedad de los

respectivos autores, que absolutamente lo sacaron todo de su propio

fondo: acción principal, episodios, caracteres, ideas, gusto,

estilo, lenguaje. Pero nadie pretenderá tampoco (si no es don Juan

Antonio Llorente, que en el calor de la discusión se ha dejado

arrastrar por sus prevenciones nacionales más allá de lo que

permitía la sana crítica), que Lesage no haya hecho más que traducir

y enviar a la prensa un manuscrito español, agregando ciertas

interpolaciones traducidas con igual servilidad de otras obras

castellanas, manuscritas o impresas.

Acaso nos colocaremos en un término justo equiparando el trabajo

creador de Lesage en su admirable novela, al de La Fontaine en sus

Fábulas y Cuentos. Todos saben que no hay en aquéllas ni en éstos un

solo asunto que no haya sido sacado de otros autores conocidos, y

aun por la mayor parte vulgarizados: sin que por esto deje de haber

en las producciones de La Fontaine un alto grado de propiedad

inventiva, y de la más elevada y rara que no sólo consiste en dar a

las ideas e invenciones ajenas un sello y colorido peculiares, que

no sólo las trasforma hasta el punto de hacerlas parecer nuevas,

sino que las hermosea, las realza, les da un interés y una vida que

no conocieron en sus originales.

Inventar la armazón de un drama o de una historia ficticia es sin

duda una operación intelectual creadora. Esta inventiva es un don de

que en los siglos que precedieron al nuestro la naturaleza fue

pródiga con la nación española, y comparativamente mezquina con la

Francia. Pero otra creación de más alta esfera es la del ingenio que

vivifica el esqueleto; que introduce en el barro inanimado la llama

de Prometeo, que le inspira sentimientos y pasiones con que

simpatizamos profundamente.

Siempre nos ha parecido injusta la crítica que niega el título de

genio creador al que, tomando asuntos ajenos, sea que bajo su tipo

primitivo tengan o no la grandeza y hermosura que solas dan el lauro

de la inmortalidad a las producciones de las artes, sabe revestirlos

de formas nuevas, bellas, características, interesantes. ¿Cuánto no

debió Racine a Eurípides? ¿Y será degradado por eso el autor de la

Ifigenia y la Fedra al rango oscuro de los imitadores y copistas? En

los seis primeros libros de la Eneida, la armazón, el esqueleto, lo

puramente material, es ajeno; hay también multitud de rasgos,

comparaciones y colores en que se echa de ver a las claras la

imitación; pero, extendida todo lo que se quiera esta rebaja, el

poeta mantuano presenta siempre un carácter propio, la majestad

unida a la más peregrina belleza, una blandura graciosa, una

sensibilidad exquisita, una ejecución acabada que son suyas,

enteramente suyas, en que ninguno de sus predecesores le es

comparable, y que darán eternamente un alto precio a todo lo que

salió de sus manos, a pesar de las oscilaciones de la moda, que

tiene no poco imperio sobre la crítica literaria. ¿Y no

reconoceremos un trabajo creador en esta operación del ingenio?

Contrayéndonos al Gil Blas, ¿qué es lo que resulta de las laboriosas

investigaciones, del minucioso examen, y de las conjeturas, no pocas

veces gratuitas e inverosímiles, de don Juan Antonio Llorente? Que

el esqueleto del Gil Blas se encontraba esparcido en ciertas obras

españolas, de cuyos asuntos ha compuesto Lesage el suyo,

entretejiendo las aventuras de diferentes personajes, y formando de

ellas un todo regular y armonioso. Esto es concederle, aun por lo

que respecta a lo puramente material de la fábula, un mérito propio

no pequeño. Pero además de ese mérito, ¿cuántos otros no reconoce en

este romance el juicio unánime de los críticos ilustrados? La

vivacidad, gracia y ligereza de la narración; el pulso delicado, que

en una vasta galería moral nos representa con pinceladas tan sueltas

y fáciles todas las clases, todas las edades, todas las condiciones

de la vida, desde el palacio de Madrid hasta la cueva de Cacabelos;

la elegante urbanidad de los diálogos, la sátira fina, aquel esprit

tan eminentemente francés, son dotes que dan al Gil Blas un lugar

muy distinguido entre los romances de su especie, y cuya propiedad

es preciso adjudicar a Lesage; porque en los escritores españoles de

la misma época y de las anteriores, no vemos nada semejante a ellas

y porque en ellas tiene la obra de Lesage un aire de familia muy

señalado con otras obras suyas y de su nación. Si analizamos a la

ligera los principales fundamentos de la hipótesis de Llorente, nos

convenceremos de que los derechos de la España a la gloria de la

producción de Gil Blas, deben reducirse a los estrechos límites que

dejamos trazados.

Primeramente, la cronología del Gil Blas coincide con la del

Bachiller de Salamanca, novela sacada por Lesage, según él mismo

confiesa, de un manuscrito castellano. Gil Blas nace en 1588; el

bachiller don Querubín de la Ronda en 1590. Gil Blas, terminada su

educación en Oviedo, sale en 1605 a correr aventuras, y llega en

1610 a Madrid. Don Querubín de la Ronda, terminada su educación en

Salamanca, se va directamente a Madrid aquel mismo año. Gil Blas, en

1611, entra a servir de secretario al duque de Lerma, y sigue

ejerciendo este cargo hasta el año de 1617, en que se llevan preso

Segovia; don Querubín sirve de preceptor en algunas casas de Madrid,

Toledo y Cuenca, hasta que en 1618 vuelve a Madrid; es nombrado

secretario del primer ministro, duque de Uceda, que lo era después

de la desgracia de su padre el duque de Lerma, y continúa en este

destino hasta la muerte de Felipe III, en 1621. Gil Blas recobra la

libertad en 1618, se retira a Liria, y en 1621 vuelve a Madrid,

donde es nombrado secretario del primer ministro conde de Olivares;

don Querubín sale de Madrid, corre gran número de aventuras en

Europa y América y el año de 1630 fija su domicilio en Alcaraz. Aquí

termina la historia de don Querubín; Gil Blas permanece hasta 1643

en la secretaría del conde-duque, en cuya caída es envuelto; le

acompaña en su destierro, y se retira después de su muerte a Liria,

donde le deja por fin el autor el año de 1648. Este sincronismo es

notable; y de él parece deducirse con alguna verosimilitud que el

Bachiller y el Gil Blas se sacaron, en cuanto al fondo de ambas

historias, de un mismo manuscrito español; y que el designio del

primitivo autor fue hacer una pintura satírica de la corte de Madrid

durante los ministerios de los duques de Lerma y de Uceda y del

conde de Olivares. Por otra parte, las dos historias, según las ha

publicado Lesage, presentan varias especies, aventuras y personajes

semejantes. El estudiante de Salamanca y el de Oviedo ofrecen una

misma concepción fundamental, y lo que se cuenta del uno pudiera

trasladarse sin la menor violencia al otro.

El señor Llorente no se contenta con esto. Parécele perfectamente

averiguado que Gil Blas fue en el bosquejo castellano un personaje

subalterno, el cual, encontrándose con don Querubín en Madrid el año

de 1610, le refiere sus aventuras anteriores; que esta relación

suministró a Lesage el fondo de la historia en que Gil Blas aparece

como protagonista, bien que sólo hasta la conclusión del segundo

tomo, que le dejaba colocado a su satisfacción en la casa de don

Fernando de Leiva; que la primera intención de Lesage fue concluir

allí el romance, como lo prueba, según Llorente, el no anunciarse

directa ni indirectamente su continuación y el haber mediado nueve

años entre el segundo tomo y el tercero; que el Gil Blas de este

nuevo tomo es una desmembración del Bachiller, y que éste, y no Gil

Blas, fue el secretario del arzobispo de Granada y del duque de

Lerma; que Lesage se propuso otra vez dejar cerrada la fábula en el

tomo tercero con el establecimiento de Gil Blas en Liria, supuesto

que mediaron entre el tercero y cuarto no menos de once años, y que

nada anuncia en aquél una continuación, antes parece deducirse lo

contrario del dístico:

Inveni portum; spes et fortuna valete;

Sat me lusistis; ludite nunc alios;

que la forma y popularidad de aquella novela en toda Europa

indujeron al editor francés a darla un cuarto tomo, haciendo un

nuevo desfalco al Bachiller, a quien, ya que no pudo quitar la

secretaría del ministro, duque de Uceda, le quitó la confianza y

valimiento del conde-duque, en cuyo servicio estuvo desde 1621 hasta

1646; que con estas sucesivas sustracciones quedó tan pobre y

desustanciada la historia de don Querubín, que, cuando Lesage dio a

luz un nuevo romance con este título, tuvo que vestirlo y adornarlo

parte con las mismas especies del Gil Blas, diestramente alteradas,

y parte con materiales extraños; que el manuscrito español de donde

salieron ambos romances se llamó Historia del Bachiller de Salamanca

don Querubín de la Ronda; y finalmente (aunque este último punto no

lo juzga el señor Llorente tan demostrado como los anteriores), que

la obra castellana fue producción original de don Antonio de Solís y

Rivadeneira, el célebre historiador y poeta.

Confieso que las pruebas alegadas en favor de este conjunto de

suposiciones me parecen bastante débiles. El personaje que fue

secretario del duque de Uceda no pudo haberlo sido del duque de

Lerma, ni serlo posteriormente del conde-duque. Ni es imposible,

después de todo, que Gil Blas haya desempeñado primitivamente el

principal papel, y don Querubín el segundo; ni que la última de las

tres secretarías se deba al ingenio de Lesage, que quisiese llevar

adelante el designio del autor español, ni que la obra castellana

tuviese el título de Gil Blas, o que el héroe principal hubiese sido

bautizado con este nombre por el autor francés, ya que imputemos a

Lesage el deseo de ocultar la fuente de que se aprovechaba. En suma,

sentando por principio que el esqueleto del Gil Blas y el del

Bachiller se formasen combinando los asuntos y los incidentes de

diversas obras manuscritas e impresas, son infinitas las hipótesis

que pueden imaginarse para explicar el origen y distribución de toda

esta copia de materiales en los dos romances franceses, y las

razones que se alegan para preferir una, de ellas, no nos parecen

capaces de satisfacer a un espíritu despreocupado. Lo que importa es

fijar el grado de originalidad que no puede disputarse a Lesage; y a

pesar de todos los argumentos conjeturales de Llorente, hallaremos:

1º Que se le deben la elección y combinación de los materiales.

2º Que no está probado que una gran parte del fondo mismo de la

historia de Gil Blas no haya sido enteramente de su invención.

3º Que, tomado cada asunto y cada incidente aparte, y concedido que

los grandes lineamientos de la ficción, sean ajenos, es de Lesage la

invención de los pormenores, que forma una gran parte, y en nuestro

juicio la más apreciable, del mérito de cada aventura y de cada

episodio, de lo que nos ofrece una muestra notable el de los amores

de doña Aurora de Guzmán, sacado de una comedia española.

4º Que, por lo que toca a la manera, al estilo, a los diálogos, a la

sátira delicada y punzante, al pulimento, a la ejecución acabada,

todo es de Lesage, porque esas mismas dotes resplandecen más o menos

en todas las obras de este autor, y presentan mucha mayor afinidad

con el gusto de la literatura francesa contemporánea que con el de

la literatura española.

Alégase que en el Gil Blas hay rasgos tan peculiares de España, que

es imposible hayan ocurrido a un autor que no estuvo jamás en aquel

reino. Pero ¿por qué no podría encontrarlos sin ir a España, en las

comedias y novelas españolas, con las cuales estaba tan íntimamente

familiarizado? ¿Por qué no podría tomar de ellas los nombres y

apellidos españoles, los nombres de ciudades y lugares? Por otra

parte, ¿no nota el mismo Llorente vocablos viciados, errores

geográficos, anacronismos, inexactitudes en la representación de

sujetos y costumbres españolas? Atribúyense, es verdad, estas

faltas, o a erratas de los copiantes, o a la torcida interpretación

y lectura del manuscrito. Prescindiendo de la inverosimilitud de

estas suposiciones en nombres y apellidos que se repiten a menudo,

¿qué es lo que no puede probarse con semejante lógica? Si Lesage

cuenta y pinta con acierto es un mero traductor; si en sus pinturas

y cuentos hay algo de impropio, consiste en haber sido mal escrita o

leída la copia. ¿No sería más natural decir que la de Lesage no es

siempre una fiel representación de la España, como era regular que

sucediese a quien, vistiendo a su modo las personas y costumbres

españolas, según las aprendió en los libros, no pudo evitar que su

imaginación le extraviase?

Dejamos ya indicado un medio de apreciar con exactitud lo que en

este romance se debe a la pluma francesa. El episodio de doña Aurora

de Guzmán está sacado de la comedia española Todo es enredos, amor;

comedia que existe, y que hemos leído y comparado con la parte

correspondiente del Gil Blas. ¿Y qué es lo que ha tomado de ella

Lesage? Nada más que la armazón de un cuento, en que lo elegante y

bien hilado de la narrativa, el decoro de los personajes, la

naturalidad de los diálogos, la amenidad, la gracia, la urbana

ironía de un hombre de gusto parcentis viribus atque extenuantis eas

consulto; en una palabra, casi todo lo que constituye el verdadero

atractivo de las obras de imaginación, pertenece en propiedad a

Lesage. El episodio de que hablamos es uno de los incidentes más

divertidos del Gil Blas; ¿y quién hoy día se cuida de leer aquella

comedia española?

Si aún se quiere otra muestra del talento verdaderamente original de

Lesage, compárese su Diable Boiteux con El Diablo Cojuelo de Luis

Vélez de Guevara. Esta es una obra que hoy día se cae de las manos,

al paso que la de Lesage fue recibida y arrebatada con una especie

de furor en París y en una de las épocas de más cultura y

refinamiento de la literatura francesa.

¿Se desea más todavía? El mismo Llorente nos suministra un medio

irrecusable. Según él, una parte de la historia del Bachiller es una

repetición del Gil Blas, pero hábilmente disimulada, de manera que

apenas se descubren vestigios de la identidad. Colúmbrase un fondo

común; pero revestido de pormenores varios, que hacen casi

desaparecer la semejanza. ¿Qué dificultad habrá, pues, en admitir

que el que fue capaz de tratar con tanta novedad un asunto que había

ya pasado por sus manos, hiciese lo mismo con producciones de otros

ingenios, vaciadas en moldes enteramente diversos del suyo, y

destinadas a un público literario tan diferente del que debía

juzgarle a él? Esto basta, a nuestro juicio, para decidir la

cuestión.

 

 

 

JUICIO CRÍTICO DE DON JOSÉ GÓMEZ HERMOSILLA.

I

Sonetos de Moratín

Han llegado recientemente a Santiago algunos ejemplares del Juicio

Crítico de los principales poetas españoles de la última era, obra

póstuma de don José Gómez Hermosilla, publicada en París el año

pasado por don Vicente Salvá. Los aficionados a la literatura

hallarán en esta obra muy atinadas y, juiciosas observaciones sobre

el uso propio de varias voces y frases castellanas, y algunas

también que tocan al buen gusto en las formas y estilo de las

composiciones poéticas, si bien es preciso confesar que el Juicio

Crítico está empapado, no menos que el Arte de hablar, en el

rigorismo clásico de la escuela a que perteneció Hermosilla, como ya

lo reconoce su ilustrado editor.

En literatura, los clásicos y románticos tienen cierta semejanza no

lejana con lo que son en la política los legitimistas y los

liberales. Mientras que para los primeros es inapelable la autoridad

de las doctrinas y prácticas que llevan el sello de la antigüedad, y

el dar un paso fuera de aquellos trillados senderos es rebelarse

contra los sanos principios, los segundos, en su conato a emancipar

el ingenio de trabas inútiles, y por lo mismo perniciosas, confunden

a veces la libertad con la más desenfrenada licencia. La escuela

clásica divide y separa los géneros con el mismo cuidado que la

secta legitimista las varias jerarquías sociales; la gravedad

aristocrática de su tragedia y su oda no consiente el más ligero

roce de lo plebeyo, familiar o doméstico. La escuela romántica, por

el contrario, hace gala de acercar y confundir las condiciones; lo

cómico y lo trágico se tocan, o más bien, se penetran íntimamente en

sus heterogéneos dramas; el interés de los espectadores se reparte

entre el bufón y el monarca, entre la prostituta y la princesa; y el

esplendor de las cortes contrasta con el sórdido egoísmo de los

sentimientos que encubre, y que se hace estudio de poner a la vista

con recargados colores. Pudiera llevarse mucho más allá este

paralelo, y acaso nos presentaría afinidades y analogías curiosas.

Pero lo más notable es la natural alianza del legitimismo literario

con el político. La poesía romántica es de alcurnia inglesa, como el

gobierno representativo y el juicio por jurados. Sus irrupciones han

sido simultáneas con las de la democracia en los pueblos del

mediodía de Europa. Y los mismos escritores que han lidiado contra

el progreso en materias de legislación y gobierno, han sustentado no

pocas veces la lucha contra la nueva revolución literaria,

defendiendo a todo trance las antiguallas autorizadas por el respeto

supersticioso de nuestros mayores: los códigos poéticos de Atenas y

Roma, y de la Francia de Luis XIV. De lo cual tenemos una muestra en

don José Gómez Hermosilla, ultra-monarquista en política, y

ultra-clásico en literatura.

Más aún fuera de los puntos de divergencia entre las dos escuelas,

son muchas las opiniones de este célebre literato, de que nos

sentimos inclinados a disentir. Si se presta alguna atención a las

observaciones que vamos a someter al juicio de nuestros lectores,

acaso se hallará que las aserciones de Hermosilla son a veces

precipitadas, y sus fallos erróneos, que su censura es tan exagerada

como su alabanza; que tiene una venda en los ojos para percibir los

defectos de su autor favorito, al mismo tiempo que escudriña con una

perspicacia microscópica las imperfecciones y deslices de los otros.

Si así fuese, las notas o apuntes que siguen, escritos a la ligera

en los momentos que hemos podido hurtar a ocupaciones más serias, no

serían del todo inútiles para los jóvenes que cultivan la

literatura, cuyo número (como lo hemos dicho otras veces, y nos

felicitamos de ver cada día nuevos motivos de repetirlo), se aumenta

rápidamente entre nosotros. La materia es larga; y esto nos impone

la obligación de ceñirnos a la menor extensión posible.

El autor principia por don Leandro Fernández de Moratín, uno de los

escritores más puros y castigados que tenemos en nuestra lengua

castellana. No convenimos ni con los que niegan a Moratín las dotes

del ingenio poético, ni con los que le consideran exclusiva o

principalmente como poeta dramático. Algunas de sus composiciones

líricas nos parecen de un orden muy elevado, a que no llegan sus

mejores comedias. Mas no por eso estamos dispuestos a suscribir a

los entusiásticos elogios de Hermosilla, que le mira como un modelo

acabado de todas las perfecciones en todos los géneros. En la

primera línea del primero de sus sonetos, nos encontramos ya con

aquella trasposición favorita, que da cierto resabio de

amaneramiento a su estilo:

   Estos que levantó de mármol duro

sacros altares la ciudad famosa, etc.

   Los que huyeron aprisa

crespos cabellos que en mi frente vi.

   ...Los que al mundo

Naturaleza dio, males crueles.

   Estos que formo de primor desnudos,

no castigados de tu docta lima,

fáciles versos.

   Ese que duermes en ebúrnea cuna

pequeño infante.

   Esta que me inspiró fácil Talía

moral lección...

   Esta que ves llegar máquina lenta.

   ...La de cisnes cándidos tirada

concha de Venus...

etc., etc.

Que esta trasposición no sólo es permitida, sino elegante, es

indisputable. Rioja principia con ella su incomparable canción A las

Ruinas de Itálica:

   Estos, Fabio, ¡ay dolor! que ves ahora

campos de soledad...

Pero es necesario economizarla. En su frecuente uso (como en otras

cosas), imitó Moratín el estilo, quizá demasiado artificial, de los

líricos italianos, cuya lengua, por otra parte, se presta más que la

nuestra a las inversiones, aun en prosa. Se cree que con semejantes

artificios se ennoblece el estilo; lo que se logra las más veces es

alejarlo del idioma natural y sencillo en que los hombres expresan

ordinariamente sus pensamientos y afectos.

Otra cosa que notamos en las obras líricas de Moratín y de los demás

clasiquistas, es el prurito continuo de emplear las imágenes de la

mitología gentílica, de que no se han abstenido ni aun en sus

composiciones sagradas. Nos choca la palabra Averno en asuntos tan

eminentemente cristianos como el del soneto A la Capilla del Pilar

de Zaragoza, y el del Cántico de los Padres del Limbo. Lo mismo

decimos del Olimpo en la oda Con motivo de la fiesta secular de

Lendinara. En el soneto A don Juan Bautista Conti -Febo, desde la

tierna infancia de Moratín, quiso que pulsara el plectro de marfil y

gozara los verdes bosques y la fuente fría del Helicona. Más

adelante, el coro de las musas oye suspenso el canto de Moratín. En

el soneto A Flérida poetisa-, una ninfa del río Turia pulsa en el

castalio coro la cítara griega y latina. Mas ¿para qué citar

ejemplos? Rarísimo será el soneto, oda, cántico, silva, romance, en

que no haya más o menos de esta fantasmagoría mitológica. Da lástima

ver ensartadas en un estilo y versificación tan hermosos unas flores

tan ajadas y marchitas.

Notaremos también, como peculiar del estilo clásico, el abuso de la

amplificación, la manía de sustituir a un nombre propio una

definición poética del objeto. Se buscan la sublimidad y nobleza,

desliendo las ideas en estudiadas y ambiciosas perífrasis; y se

disfraza no pocas veces con estos artificiales atavíos la pobreza

real de los pensamientos e imágenes. Ni aun la voz Pilar se

encuentra en el primero de los sonetos de Moratín poco ha citados,

que si no fuera por el epígrafe, sería quizás un verdadero enigma

para el mayor número de los lectores.

Soneto Las Musas. Sus oficios no nos parecen tan bien declarados,

como dice Hermosilla. Polimnia (la de muchos himnos, que eso

significa su nombre) era, según algunos, la diosa del canto y de la

retórica. No sabemos con qué fundamento la haga presidir Moratín a

la poesía didáctica:

   Sabia Polimnia, en razonar sonoro,

verdades dicta, disipando errores.

De Urania dice que

   Mide... los cercos superiores

de los planetas y el luciente coro:

expresión que no nos parece ni exacta, ni clara. Los cercos

superiores de los planetas no pueden ser otra cosa que las órbitas

del Sol, Marte, Júpiter y Saturno, de manera que la Luna, Mercurio y

Venus quedan excluidos, sin motivo alguno, de la jurisdicción de

esta musa. Ni acertamos a determinar la idea precisa significada por

el luciente coro. Si lo forman todos los astros, como debiera ser,

la mención especial de los planetas superiores es una redundancia.

Si solamente las estrellas fijas, no vemos razón para que no

concurran a él las más móviles y espléndidas de las antorchas

celestes, como lo son a nuestra vista los planetas.

   Mudanzas de la suerte y sus rigores

Melpómene feroz bañada en llanto.

Rigores después de mudanzas de la suerte es ripio. Feroz y bañada en

llanto son dos epítetos que no pueden convenir simultáneamente a una

misma persona.

   Pinta vicios ridículos Talía

en fábulas que anima deleitosas,

y ésta le inspira al español Inarco.

Este le pleonástico, introducido solamente para llenar el verso,

hace floja y desgraciada la conclusión. El soneto no es digno de

Moratín.

Junio Bruto. No tan perfecto como juzga Hermosilla. El senado no

tenía que hacer en los juicios; ni se quemaba incienso a los dioses

en las ejecuciones sangrientas ni los altares de oro convienen a la

sencillez y pobreza de la infancia de Roma republicana, que bien

merecía alguna pincelada en el cuadro: Famam sequere.

 

 

 

   Valerio alza la diestra; en ese instante,

al uno y otro joven infelice

hiere el lictor, y las cabezas toma.

Observese lo que una frase superflua, introducida únicamente para

proporcionar una rima, puede perjudicar a la exactitud de las ideas

y a la verdad de la descripción. La inútil inserción de en ese

instante nos obliga a mirar como simultáneos los dos golpes

sucesivos del hacha sobre los cuellos de los dos jóvenes, y lo que

es más, como simultáneo con ambos golpes el acto de tomar las

cabezas, lo que da al ministerio terrible del verdugo la celeridad

intempestiva y algo ridícula de un juego de manos. Además no se

alcanza para qué toma el lictor las cabezas, si no es para dar un

consonante a Roma. Si se dijese que las alza o levanta,

entenderíamos que las muestra al pueblo; pero tomar no sugiere esa

idea.

Gracias, Jove inmortal: ya es libre Roma.

Conclusión sublime y verdaderamente romana; pero es justo observar

que Moratín la sacó totidem verbis del final de una tragedia

francesa, que tiene el mismo asunto que su soneto:

Rome est libre, il suffit: rendons graces aux dieux.

Permítasenos detenernos en una cuestión puramente gramatical.

Moratín ha dicho en este soneto las haces, conformándose sin duda

con el Diccionario de la Academia Española. A pesar de nuestro

respeto a la autoridad de este sabio cuerpo, no podemos convenir en

el género femenino de haces. Estas haces eran unos haces de varas:

la palabra no significa otra cosa. Esa misma era la significación

del latino fasces, masculino. Esa misma es la del francés faisceaux,

masculino. Valbuena, en su Diccionario latino-español (cuarta

edición), exponiendo la palabra Fascis, dice: «Fascis, haz, manojo.

Fasces, los haces de varas, atados con una hacha en medio, que

llevaban delante los lictores por insignia de los pretores

provinciales, procónsules, pretores urbanos, cónsules y dictadores.

Summittere fasces, bajar los haces: cortesía que usaban los

magistrados menores cuando se encontraban con los mayores». Casi

otro tanto repite en su diccionario español-latino v. Haz. El punto,

en nuestro concepto, no admite duda.

Otra cuestión: ¿es anticuado haces en el sentido de que se trata,

como enseña la Academia? (Nos referimos a la séptima edición del

Diccionario). Pero si haces, significando manojos, no es anticuado,

¿por qué ha de serlo significando los manojos de varas de que iban

armados los lictores? Sobre todo, ahí está Moratín, que, pudiendo

haber preferido la forma recomendada por la Academia, se abstuvo de

hacerlo; y no era él hombre que anduviese a caza de palabritas

anticuadas para embutirlas en sus versos.

Tercera cuestión. ¿Es fasces femenino, como pretende la Academia? La

voz es enteramente latina, y esto basta para decidir la cuestión. Si

el Diccionario Latino de Valbuena le da ese género, ha sido

probablemente descuido del impresor; y no está de más notarlo,

porque lo vemos copiado inadvertidamente en la edición de don

Vicente Salvá.

Rodrigo: excelente soneto. -Sin embargo de lo que dice Hermosilla,

no nos parece que sean dignos de señalarse como particularmente

felices los epítetos ronco estruendo, ignorada senda, estrago

horrendo, sombra fría, herido y débil, y raudal ondoso, que se

encuentran en los más adocenados poetas, aplicados a los mismos

objetos en circunstancias análogas- En cuanto a militar porfía, que,

según Hermosilla, no es una buena perífrasis para significar un

combate obstinado, porque porfía es contienda o disputa de palabras,

nos apartamos también de su dictamen, y lo hacemos ahora con más

confianza, porque tenemos a nuestro favor el sufragio de la

Academia, que da a porfía secundariamente la acepción general de

«continuación o repetición de una cosa muchas veces con ahínco y

tesón». Moratín ha dicho sangrienta militar porfía, y ese epíteto

hace todavía más clara y determinada la frase. -El segundo terceto,

en que se pinta la muerte de Rodrigo en el Guadalete, es bellísimo:

   Surca las aguas; cede al poderoso

ímpetu; expira el infeliz; y entrega

el cuerpo, al fondo; a la corriente, el manto.

Cuentas de Eliodora Saltatriz. En las

... hechuras y puntadas

de madama Burlet y del platero,

Hermosilla nota, con alguna razón, que, tal como está la palabra,

parece que el platero se hace pagar, no sólo sus hechuras, sino sus

puntadas, como si fuera sastre o modista. Además, puntadas se

incluye en hechuras, y es ripio.

La Noche de Montiel. El rey de Castilla don Pedro el Cruel,

estrechamente bloqueado en Montiel por su hermano el infante don

Enrique de Trastámara, trató de corromper la fidelidad del

condestable Beltrán Duguesclin, que con una compañía de franceses

ayudaba al infante. Beltrán no hizo escrúpulo de engañar al rey, y

le convidó a una entrevista nocturna, en que don Pedro se encontró

inopinadamente con su rival. Trabada entre ellos la lucha, como la

describe Moratín, Beltrán intervino, favoreciendo al infante, que se

hallaba ya a punto de perder la vida. El fatal efecto de esta

alevosa intervención es lo que se indica en los versos:

   Beltrán (aunque sus glorias amancilla)

trueca a los hados el temido instante.

Pero la expresión es oscura e impropia. Lo que trueca Beltrán a los

hados no es el instante de la muerte, sino la víctima. El epíteto de

lucha vacilante merecía notarse como más nuevo y pintoresco que

todos los del soneto de Rodrigo.

A Clori histrionista. Viejo cuadro de mitología griega, pero bien

barnizado. El vinoso auriga es del vocabulario culterano de los

discípulos de Góngora.

   No va menos dichosa y opulenta,

que la de cisnes cándidos tirada

concha de Venus, cuando en la morada

celeste al padre ufana se presenta.

El tercer verso de este cuarteto es lánguido. Pero el epíteto

opulenta, con perdón del señor Hermosilla, es propio y oportuno.

Decir que el coche simón que conduce a la bella comedianta, no va

menos dichoso y rico, que la concha en que Venus se presenta ufana a

su padre, no es decir que el coche simón sea rico de suyo. El

carruaje más desastrado puede ir opulento por la carga que lleva.

A Clori declamando en fábula trágica.

   ¿Qué acento de dolor el alma vino

a herir? ¿Qué funeral adorno es éste?

¿Qué hay en el orbe que a tus luces cueste

el llanto que las turba cristalino?

   ¿Pudo esfuerzo mortal, pudo el destino

así ofender su espíritu celeste?

¿O es todo engaño, y quiere Amor que preste

a su labio y su acción poder divino?

Algo violenta es esta transición de la segunda persona a la tercera

en el sexto verso. Lo mismo decimos de la de un sujeto a otro en el

undécimo. El amor, dice el poeta, quiere que Clori, exenta de los

sentimientos que ella inspira,

silencio imponga al vulgo clamoroso,

y dócil a su voz se angustie y llore.

La construcción pide que el se angustie y llore se refiera a Clori,

y la intención del poeta es que se refiera al vulgo.

Para el retrato de Felipe Blanco. Uno de los mejores sonetos de

Moratín y de la lengua castellana.

A la memoria de don Juan Meléndez Valdés. Bellísimo, no obstante los

resabios de mitología.

El de La Despedida es también de un mérito sobresaliente.

A la exposición de los productos de las artes en el Louvre. Tenemos

el mientra por errata. Moratín no gustaba de arcaísmos; y nunca los

empleó, sino cuando le fueron absolutamente necesarios para el

ritmo; y aun eso con suma moderación.

A la Muerte de Máiquez. Excelente.

A un cuadro de Guerin. Llorar Héctor sin vida y Hécuba doliente,

siendo Héctor y Hécuba los objetos llorados, no lo consiente nuestra

lengua. El acusativo de nombre propio sin artículo debe ir precedido

de la preposición a. Hermosilla no suele ser el delicado y severo

Hermosilla, cuando toma a Moratín en la mano.

Al autor de las Geórgicas Portuguesas. La levísima dureza de

inextinguible gloria sólo consiste, si no nos engañamos, en la

proximidad de ble, glo, articulaciones heridas ambas por la líquida

l. La sustitución del epíteto interminable, o inmarcesible, sugerida

por Hermosilla, dejaría subsistir el defecto.

A una bailarina de Burdeos.

   O en breve sueño su inquietud reposa,

o el aire hiende, la prisión burlada,

dulces afectos inspirar la agrada.

El sentido es «ya repose dormida, ya hienda el aire». El uso de los

indicativos, reposa, hiende, es un solecismo, en que Moratín no

habría incurrido, sino por la violencia que hace a veces la rima a

los más esmerados poetas.

II

Cánticos y Odas de Moratín

Cántico La Anunciación. Bastante bueno; pero no tanto que justifique

los inmoderados elogios de Hermosilla, que pasa aquí la raya de una

excusable parcialidad. «Nótese todo él, dice, porque todo es lo

mejor que pudo hacerse, dado el asunto».

Cántico A nombre de unas niñas españolas de una familia refugiada en

Francia. El coro es de lo más débil que salió de la pluma de

Moratín:

   Si la que fiel se ajusta

a tu ley soberana,

en leve sombra y vana

se debe disipar;

   Antes la Parca adusta,

que le amenaza fiera,

de crímenes pudiera

la tierra libertar.

Todo esto se reduce a decirnos que, debiendo morir una tan buena

señora, la muerte pudiera acabar primero con los malvados:

pensamiento que seguramente no tiene nada que lo recomiende. El

segundo verso carece de la cadencia rítmica necesaria para el canto.

Parca es una diosa gentílica, cuyo nombre no suena bien en una

poesía devota. Adusta y fiera son dos epítetos que ofrecen aquí

sustancialmente una misma idea, en una misma oración; que califican

a un mismo objeto, y riman y llenan el verso, y nada más: con uno de

ellos, sobraba. Pero lo peor de todo, en nuestro juicio, es la idea

expresada por los versos tercero y cuarto. ¿Cómo podían figurarse

unas niñas cristianas que todo lo que había de quedar de su

bienhechora después de la muerte era una sombra leve y vana? ¿Podían

olvidar la recompensa prometida a la virtud en una existencia muy

diferente de la de las sombras o manes gentílicos? Algunas de estas

faltas pasarán por pecadillos veniales; pero tantas, acumuladas en

ocho rengloncitos heptasílabos, hubieran parecido a Hermosilla más

que lo bastante para llamarlos flojillos, si los hubiera encontrado

en Noroña o Cienfuegos.

Oda Con motivo de la fiesta secular de Lendinara. Dulcísima. Ella

sola sería suficiente para dar a Moratín un lugar elevado entre los

líricos españoles. El juicio de Hermosilla está en todo conforme con

el nuestro en cuanto a la sobresaliente belleza y elegancia de esta

oda, que es una de las mejores que se han compuesto en español.

Oda A Jovellanos.

   Id, en las alas del raudo céfiro,

humildes versos, de las floridas

vegas que diáfano fecunda el Arlas,

a donde lento mi patrio río

ve los alcázares de Mantua excelsa.

Hermosilla dice que este metro era desconocido en el Parnaso

castellano de Moratín. Pero propiamente el verso es pentasílabo,

conocido y usado de largo tiempo atrás:

   Id en las alas

del raudo céfiro,

humildes versos,

de las floridas

vegas que diáfano, etc.

No consiste la unidad del verso en que el autor haya querido

escribirlo en una sola línea, sino en no poderse dividir

constantemente en dos o más miembros de determinado número de

sílabas, y separados uno de otro de manera, que, entre la sílaba

final del primero y la inicial del segundo, no haya nunca sinalefa,

y en que cualquiera de los miembros tenga una sílaba menos, si es

agudo, y una más, si es esdrújulo. Ahora bien, la oda A Jovellanos

no tiene sinalefa alguna en el paraje indicado, y presenta el

aumento de sílaba en todos los finales esdrújulos, a cualquier

miembro que pertenezcan.

Oda A Nísida. La idea principal y muchos de los pormenores son de

Horacio. Y luego Gradivo, cuerdas de oro, plectro, la madre de los

amores, y aras cubiertas de mirto y flores. ¿A qué hombre

verdaderamente enamorado se le ocurren jamás tales ideas? ¿Qué

amante se encomienda hoy a Venus para que ablande el corazón de su

amada? Rien n'est beau que le vrai. Hermosilla no hubiera tal vez

perdonado a otro poeta el penúltimo verso, que, sobre no ser muy

decente, es algo prosaico.

Oda A la muerte de Conde. Muy bella; y mejor sería, si no se

encontrasen en ella, como de costumbre, las nueve de Helicona, con

su lira de marfil, y el Pindo, y la caña pastoril de Teócrito, y la

Parca, y Febo. ¡Qué prurito de gentilizar! -No nos agrada el Numen

para significar el verdadero Dios:

   Y el cántico festivo

que en bélica armonía

el pueblo fugitivo

al Numen dirigía,

cuando al feroz ejército

hundió en su centro el mar.

Parece que se tratara de una divinidad mitológica. Bélica no era

ciertamente la armonía de los cantares que entonaban los israelitas

celebrando el poder de Jehová, que había destruido a su enemigo. Ni

el ejército de Faraón fue hundido en el centro del mar, sino en una

de sus extremidades. A pesar de estos pequeños lunares, que resaltan

más en un estilo tan habitualmente esmerado y correcto, convendremos

en que la composición, aunque no corresponda a todas las alabanzas

de Hermosilla, es una de las mejores de Inarco Celenio.

Oda A Rosinda histrionisa. No sabemos por qué razón el elogio

extendido de una actriz debiese escribirse, como pretende

Hermosilla, en un romance octosilábico, y no en versos

anacreónticos. Los de esta poesía no lo son realmente, sino estrofas

heptasílabas de cuatro versos que es cosa diversa, como más adelante

veremos. Ella es una verdadera y hermosa oda en el tono de la Quis

multa gracilis te puer in rosa de Horacio. Notaremos (además del

abuso perpetuo de la mitología) el le pleonástico de

   El tiro que destinos

al flechero le vuelves;

el epíteto de cítara en la estrofa:

   Por mí sus alabanzas

serán cantadas siempre

en acentos süaves

de cítara doliente.

¿Por qué había de ser doliente una cítara que se empleaba en cantar

alabanzas? Sólo porque era necesario para el asonante.

Oda Los días. Cuestión entre Hermosilla y Tineo sobre si es

anacreóntica o no es anacreóntica. ¿Qué importa el nombre? Lo que se

podría dudar es si el metro es o no adecuado a la materia, y si el

poeta ha sabido desempeñarla. En realidad de verdad, la composición

es una sátira, y tan sátira como cualquiera de las de Horacio; la

Ibam forte via sacra, por ejemplo.

Oda A la memoria de don Nicolás Fernández de Moratín. Diga lo que

quiera Hermosilla, no es anacreóntica, sino verdadera oda elegíaca,

como la Quis desiderio sit pudor aut modus de Horacio. Ni podemos

tampoco persuadirnos a que, siendo elegíaca, no debió componerse en

el romancillo heptasílabo. ¿Por qué hemos de creer que este verso no

sirva más que para retozos y brindis? Nuestro crítico olvidó que las

odas y endechas heptasílabas se componían siempre en estrofillas de

a cuatro, como las de esta composición, lo que no suele hacerse en

la verdadera anacreóntica, que es libre y desembarazada en su

marcha. En la métrica castellana, se llamaron endechas las estrofas

de esa clase, y endechas reales las que constaban de tres

heptasílabos y un endecasílabo; y es bien sabido que a las canciones

lúgubres se daba el nombre de endechas, lo que indica que se miraba

la estrofa heptasílaba como apropiada a lo triste y lamentable: la

denominación de la materia se trasladó a la forma. Pero no

disputemos sobre nombres. ¿Es o no a propósito el romance

heptasílabo en estrofas regulares para los asuntos suaves, tiernos y

tristes? He ahí la verdadera cuestión; y para decidirla en el

sentido de Moratín y el nuestro, basta citar Las Barquillas de Lope.

No se puede negar que hay mucha suavidad y elegancia en esta

composición de Moratín. Diremos con todo que la corva aljaba nos

parece algo impropio: ¿cómo pudieran guardarse las flechas en una

aljaba corva? Pero lo peor de todo es que no vemos en estas

endechas, como debía esperarse, un hijo que riega con sus lágrimas

el sepulcro de su padre, sino un pastor de Arcadia que llora a un

pastor del Termodonte, cuya alma habita, por supuesto, no el cielo

de los cristianos, sino los campos elisios, y sobre cuya tumba se

reclina Erato, mientras que Cupido huye del seno de su madre, se

esconde, rompe el arco y la venda, quema la aljaba, etc. Y tras todo

esto, la Parca, las ninfas, Dione, el Aqueronte, Clío, y las aves de

Venus.

Si se quiere oír el genuino lenguaje del amor filial y de la

verdadera ternura, léase el siguiente romance del habanero Heredia,

arrebatado demasiado temprano a la poesía y a la América.

A MI PADRE EN SUS DÍAS

Ya tu familia gozosa

se prepara, amado padre,

a solemnizar la fiesta

de tus felices natales.

Yo, el primero de tus hijos,

también primero en lo amante,

hoy lo mucho que te debo

con algo quiero pagarte,

¡Oh! ¡cuán gozoso confieso

que tú de todos los padres

has sido para conmigo

el modelo inimitable!

Tomaste a cargo tuyo

el cuidado de educarme,

y nunca a manos ajenas

mi tierna infancia fiaste.

Amor a todos los hombres,

temor a Dios me inspiraste,

odio a la atroz tiranía,

y a las intrigas infames.

Oye, pues, los tiernos votos

que por ti Fileno hace,

y que de su labio humilde

hasta el Eterno se parten.

Por largos años, el cielo

para la dicha te guarde

de la esposa que te adora

y de tus hijos amantes.

Puedas mirar tus bisnietos

poco a poco levantarse,

como los bellos retoños

en que un viejo árbol renace,

citando al impulso del tiempo

la frente orgullosa abate.

Que en torno tuyo los veas

triscar y regocijarse,

y que entre amor y respeto

dudosos y vacilantes,

halaguen con labio tierno

tu cabeza respetable.

Deja que los opresores

osen faccioso llamarte,

que el odio de los perversos

da a la virtud más realce.

En vano blanco te hicieran

de sus intrigas cobardes

unos reptiles oscuros,

sedientos de oro y de sangre.

¡Hombres odiosos!... Empero

tu alta virtud depuraste,

cual oro al crisol descubre

sus finísimos quilates.

A mis ojos te engrandecen

esos honrosos pesares;

y si fueras más dichoso,

me fueras menos amable.

De la mísera Caracas

oye al Pueblo cual te aplaude,

llamándote con ternura

su defensor y su padre.

Vive, pues, en paz serena;

jamás la calumnia infame

con hálito pestilente

de tu honor el brillo empañe.

Déte en medio de tus hijos

salud su bálsamo suave;

y bríndete amor risueño

las caricias conyugales.

Hermosilla censuraría justamente algunas repeticiones, rechazaría

algunas palabras y frases menos castizas, y diría que este o aquel

verso es prosaico y flojillo. Y nosotros le responderíamos con el

Alcestes de Molière:

   Mais ne voyez vous pas que cela vaut bien mieux,

que ces colifichets dont le bon sens murmure,

et que la passion parle là toute pure?

III

Traducciones, Cuentos, Silvas, y otras Poesías de Moratín

Sobre las traducciones de Horacio, no podemos pasar tan de ligero

como lo hace Hermosilla, ni conformarnos con su dictamen de que el

texto latino ha sido perfectamente entendido y expresado.

La que principia Deja la Chipre amada, tomo 3º, página 284, de la

edición de París, no es gran cosa. Invocar con humos no es invocar

con incienso, vocantis thure te multo.

La que principia No pretendas saber, página 289, pudo también

haberse omitido en la colección de las obras de Moratín, sin el

menor detrimento de la fama de este gran poeta. El verso suelto no

es a propósito para la oda, que pide estrofas:

   ...no, que en dulce paz cualquiera

suerte podrás sufrir...

¿Y quién gozando de una dulce paz, se quejará de la fortuna? Lo que

dice Horacio es que no debemos afanarnos para adivinar lo futuro, y

que es mucho mejor gozar lo presente, y resignarnos a lo que ha de

venir, sea lo que fuere.

   ... La edad nuestra

mientras hablamos, envidiosa corre.

El fugerit aetas de Horacio es optativo en el sentido de concesión:

huya, desaparezca enhorabuena la edad envidiosa.

La que empieza Que al fin las riquezas, página 302, es elegante y

poética, aunque algo descolorida, por la falta de rimas y de

estrofas.

   ¿Cuál en regio alcázar

llenará tus copas,

ungido el cabello

de aromas süaves,

mancebo ministro?

En regio alcázar desfigura el original ex aula. No es la habitación

futura de Iccio la que se designa con esta expresión. Iccio parte a

la guerra; y Horacio se figura que un mancebo de noble estirpe,

educado en un palacio, hecho prisionero y esclavo por las armas

romanas, será algún día su copero.

Rumbo mejor, Licino, página 339.

   Y si el viento tu nave

sopla serenamente,

la hinchada vela cogerás prudente.

Serenamente no es el nimium secundus de Horacio, ni hay para qué

coger la vela si el viento no hace más que soplar sereno. Sopla tu

nave es mala sintaxis, acaso hay, errata, y deberá leerse a tu nave.

Nótese también el to tu que es de las cacofonías que Hermosilla no

consiente a otros poetas, aunque en realidad sea poco menos que

imposible evitarlas absolutamente, sin el sacrificio de

consideraciones más importantes que esa melindrosa delicadeza del

oído.

De cuál varón o semidiós, página 434. Hermosilla no está bien con la

silva para la oda, y creemos que tiene razón.

Las haces justicieras de Tarquino.

No es la mente de Horacio: debía decir crueles, tiránicas: superbos

Tarquini fasces. Creyó tal vez Moratín con algunos intérpretes, que

Horacio hablaba del primero de los Tarquinos, porque no era natural

que, en un himno en que se celebraban los héroes y grandes hombres

de Roma, se hiciese memoria de Tarquino el Soberbio. Pero superbos

determina con la mayor individualidad al segundo; y recordando su

tiránico imperio, alude el poeta indirectamente a los que le

destronaron, y fundaron la república romana: hecho demasiado

importante y glorioso para que se pasase en silencio. Un cortesano

de Augusto podía tener sus razones para no hacer una mención expresa

de Bruto.

   O si de Emilio cante,

pródigo de la vida,

la palma sobre Aníbal obtenida.

Esto es aún más abiertamente contrario al texto original, superante

poeno, y a la voz irrefragable de la historia, que testifica la

victoria de Aníbal sobre el cónsul Emilio Paulo en la batalla de

Cannas, una de las más desastrosas que eclipsaron la gloria de las

armas romanas. ¿Cómo pudo Moratín desfigurar de esta manera un

pasaje tan claro y un suceso tan universalmente conocido?

   ...Crece frondoso

con una y otra edad árbol robusto:

así la fama crece de Marcelo.

Sobre estar algo descosidas las dos frases, no exprimen la idea de

Horacio. Crece la fama de Marcelo, dice Horacio, como se desarrolla

el árbol animado de una oculta vida, esto es, de una vida nativa,

propia, que no se debe al cultivo.

Llevando por el mar el fementido: página 444. Idalias naves no

significa naves fabricadas con la madera del monte Ida, que es el

sentido de Horacio. Idalio es lo que pertenece al monte Idalo de la

isla de Chipre, que jamás estuvo comprendido en los dominios de los

reyes de Troya, como lo estuvieron las faldas del Ida. El égida

sonante: ¿por qué no la? El hiato no tendría aquí nada de ofensivo

al oído, y sobre todo, no es lícito sacrificar la gramática a la

armonía. Acorde lira no exprime el imbellis citara del original, tan

oportuno, hablando de Paris: la idea sugerida por imbellis es:

blanda, muelle, mal avenida con la guerra.

El Coche en venta es un cuento, y bastante gracioso. Si a pesar de

los cuentos de La Fontaine y de otros se opone que en el mapa de la

poesía clásica, no hay ningún país de este nombre, decimos que el

Coche en venta es una sátira por el estilo de la ya citada Ibam

forte de Horacio, a la que se asemeja también por el asunto; y si

todavía se objeta el verso, preguntaremos cuál ley, en el código de

la razón y del buen gusto, o si se quiere, en los de Aristóteles,

Horacio y Boileau, prohíbe escribir sátiras en verso pentasílabo. De

epístola, como lo llamó el autor, no tiene más que el epígrafe; y de

letrilla, como lo bautizó el anotador, nada tiene. La letrilla se

distingue de todas las otras composiciones por sus estrofas y su

estribillo.

Silvas A Goya, Sobre el nuevo plantío de Valencia, y A la marquesa

de Villafranca.

A la muerte quitándola trofeos.

El la enclítico es puro ripio.

La mansión del Olimpo y sus centellas.

Estas centellas están aquí solamente para rimar con bellas.

La última de estas silvas es magnífica; y nos parecería perfecta, si

no fuese por la inoportunidad de la perdurable mitología. ¿Qué hace

el Olimpo en el bello cuadro de la gloria celestial, con que termina

esta composición? ¿No era mucho más propio, y no es igualmente

poético el Empíreo?

Romances y Epigramas. Buenos, aunque (en nuestra humilde opinión) no

tanto, ni con mucho, como pondera Hermosilla. Nótese, en el de El

niño sollozando, el mismo vehemente trisílabo, reprobado por

Hermosilla en aquel verso anacreóntico de Meléndez.

Ora vehementes truenen.

Diálogo traducido del italiano. Lleno de ternura y de gracia. El

verso es pentasílabo, pues cada línea consta de dos partes iguales,

entre las cuales nunca hay sinalefa, y por consiguiente puede haber

hiato, como lo hay efectivamente en:

También con ella

iba un pastor.

Idilio La Ausencia. Bellísimo; pero (con perdón del señor

Hermosilla) no mejor que cuanto se ha escrito de este género en

nuestra lengua; porque, prescindiendo de la primera égloga de

Garcilaso, jamás excedida ni igualada en castellano, nos parece

superior el Tirsis de Figueroa, que, por estar en el mismo metro,

puede más fácilmente compararse con el presente idilio.

En la poesía bucólica de los castellanos, ha sido siempre obligada,

por decirlo así, la mitología, como si se tratase, no de imitar la

naturaleza, sino de traducir a Virgilio, o como si las églogas o

idilios de un siglo y pueblo debieran ser otra cosa que cuadros y

escenas de la vida campestre en el mismo siglo y pueblo, hermoseada

enhorabuena, pero animada siempre de pasiones e ideas que no

desdigan de los actuales habitantes del campo. Ni aun a fines del

siglo XVIII, ha podido escribirse una égloga, sin forzar a los

lectores, no a que se trasladen a la edad del paganismo (como es

necesario hacerlo, cuando leemos las obras de la antigüedad pagana),

sino a que trasladen el paganismo a la suya. ¡Pastores de nuestros

días hablando de las Hamadríades y de la alma Citeres!

La ondosa trenza deslazada al viento.

 

 

 

«No hay bastante propiedad. Ondoso o undoso se dice del mar y del

viento, y significa que ambos fluidos están agitados y forman lo que

llamamos ondas; pero a la culebra, que es un cuerpo sólido, no puede

convenir aquel epíteto, sino por una muy estudiada y aun alambicada

metáfora, para dar a entender que levantando, al moverse, una parte

de su cuerpo y bajando otra, forma una como sinuosidad parecida a la

que forman las ondas de los cuerpos fluidos. Pero en este caso ¡cuán

débil y traída de lejos sería la semejanza!» Todo esto es de

Hermosilla, censurando, no a Moratín, sino al pobre Meléndez. Si no

se puede decir que una culebra es ondosa, tampoco se puede decir que

lo es una trenza de pelo, porque entre las dos cosas la semejanza,

en cuanto a las como sinuosidades, es perfecta y completa. Pero la

observación en sí misma nos parece infundada. La Academia, v.

ondear, dice: «formar ondas los dobleces que se hacen en alguna cosa

como el pelo, vestido, ropa, etc.» Y desde que el pelo rizo hace

ondas, y puede por consiguiente llamarse ondoso, ¿por qué no la

culebra? Lo que hallamos de alambicado en esta materia es la censura

del señor Hermosilla.

Epístola Moral a Don Simón Rodríguez Laso. Modelo de epístolas

morales y de la elegante facilidad con que debe escribirse el verso

suelto. ¿Quién al leer tan admirable poesía echa menos la rima? El

asunto a la verdad es algo común pero la ejecución es acabada, y el

pincel virgiliano.

Epístola Moral a Don Gaspar de Jovellanos. Casi tan buena como la

anterior. Estas dos epístolas y el Cántico de Lendinara bastarían

para probar que la corona dramática no es la más brillante de las

que ciñen la frente de Inarco Celenio.

Y la que osada desde el Nilo al Betis

sus águilas llevó:

no dice bastante. Las águilas romanas dilataron su vuelo mucho más

allá, por el oriente y occidente.

A un ministro sobre la utilidad de la historia. Magnífica

amplificación de lugares comunes. El epíteto de numen dado a un rey

nos parece algo semejante a la apoteosis de los emperadores romanos.

Dedicatoria de La Mojigata al príncipe de la Paz. Las dotes

ordinarias de Moratín: elegancia sostenida y armonía perfecta. No

hallamos fundamento para los encarecimientos de la fecundidad

poética con que dice Hermosilla que su poeta favorito ha hermoseado

un asunto estéril: mutatis mutandis vemos aquí la oda de Horacio

Scriberis Vario.

IV

Conclusión

No seguiremos discutiendo los fallos de don José Gómez Hermosilla

sobre las obras de Moratín y sobre los rasgos particulares a que

contrae su atención en ellas. Su juicio acerca de la Epístola a

Andrés(17) nos dará ocasión para examinar algunas de sus reglas

generales relativas a ciertas modificaciones del pensamiento y de la

expresión poética.

A los que juzguen sólo por autoridades, pareceremos, sin duda,

presuntuosos, oponiendo nuestro modo de pensar al de un literato tan

respetable por sus conocimientos filológicos, y que juntaba a este

mérito el de manejar la lengua castellana con incomparable maestría.

Pero los que sean capaces de juzgar por sí, digan, después de leído

este artículo, si es injusticia o temeridad afirmar que Hermosilla

sentó algunas veces, como inconcusos, hechos falsísimos, que,

rectificados, dejan a descubierto la falacia de las doctrinas que

pretendió apoyar en ellos.

Con motivo de la Epístola a Andrés, se propone probar que el estilo

poético no consta de otros elementos que el de los escritores en

prosa; y alega en primer lugar el ejemplo de los griegos y latinos.

Sus aserciones nos parecen en parte dudosas, en parte erróneas.

«Homero, dice, jamás se permitió quebrantar las reglas gramaticales

que el uso tenía ya sancionadas». ¿Cómo puede nadie saberlo en el

día? ¿Tenemos medios para comparar el lenguaje de Homero con el de

la edad y el país en que salieron a luz sus poemas? Todo lo que

sabemos de la lengua en que Homero poetizó, se reduce a las

observaciones que filólogos de tiempos muy posteriores han hecho

sobre las mismas obras que se le atribuyen. Se da por supuesto que

en él todo es correcto y perfecto; se juzga de lo que pudo y debió

decir por lo que dijo; y aplicando a las voces y frases de la Ilíada

y la Odisea los cánones gramaticales deducidos del lenguaje de la

Ilíada y de la Odisea, es imposible que no las hallemos

gramaticalmente correctas. Pero prescindiendo de la oscuridad en que

se hallan envueltas muchas cuestiones relativas a la edad de Homero,

a su patria, a lo genuino de sus obras, y aun a su misma

personalidad; admitiendo que este personaje, quizá no menos

mitológico que Anfión y Orfeo, haya realmente existido, y no sea la

personificación de toda una escuela poética; admitiendo, en fin, que

Homero no haya empleado en sus cantos un lenguaje particular, sino

el mismo que se hablaba en la Jonia en su tiempo, ¿podrá decirse de

los otros poetas de la Grecia lo que al señor Hermosilla le plugo

decir de Homero? ¿Han escrito todos ellos en el idioma que bebieron

con la leche, sin mezclarlo con ciertas fórmulas, sin darle ciertas

desinencias que constituían una especie de dialecto exclusivamente

rapsódico o poético? ¿No es sabido (limitándonos a un solo ejemplo)

que en los coros de las tragedias atenienses, se hace uso de voces,

frases y terminaciones que no eran del pueblo ateniense, ni se

empleaban jamás en el diálogo de aquellas mismas tragedias? No nos

pasa por el pensamiento recomendar esta práctica; pero sea buena o

mala, el señor Hermosilla, alegando el ejemplo de los griegos para

fundar su doctrina, se acoge a una autoridad que más bien podría

citarse para defender la fraseología de Meléndez y Cienfuegos, a lo

menos en parte.

Pasemos a los latinos. Los arcaísmos de Virgilio y Horacio son

algunos más de los que indica el señor Hermosilla. No nos metemos en

si contribuyen o no a la belleza y majestad del estilo: que los

latinos lo creían así, no admite duda. «La antigüedad», dice

Quintiliano, «da cierta dignidad a las palabras propias; las voces

que no son del uso común hacen más venerable y majestuosa la

expresión; y Virgilio, poeta de severísimo gusto, empleó con mucho

primor esta especie de ornato(18)». «Algunas locuciones antiguas»,

dice algo más adelante, «por su misma ancianidad nos agradan». He

aquí, pues, que los latinos empleaban los arcaísmos para adornar sus

versos, y que el mismo Quintiliano, uno de los oráculos de la

escuela clásica, recomienda su uso. Lo que hay de reprensible en

esta materia, según los latinos, es la inoportunidad y la

afectación: vicios de que ciertamente no puede disculparse a

Meléndez y a sus deslumbrados imitadores.

Palabras rigorosamente nuevas. «No hay una en los dos poetas

(Horacio y Virgilio) que no se usase en su siglo». Pero sobre esta

materia no puede haber mejor autoridad que la del mismo Horacio:

   Y si expresar acaso te es forzoso

cosas antes tal vez no conocidas,

con prudente mesura inventa voces

del rudo antiguo Lacio no escuchadas...

¡Pues qué! ¿a Virgilio negará y a Vario

lo que a Cecilio y Plauto otorgó Roma?

¿O mirará con ceño que yo propio

con mi humilde caudal, si alguno junto,

aumente el común fondo? ¿Y no lo hicieron

Ennio y Catón con peregrinas voces

la patria lengua enriqueciendo un día?

Siempre lícito fue, lo será siempre,

con el sello corriente acuñar voces.

Como, al girar el círculo del año,

sacude el bosque sus antiguas hojas,

y con suave verdura se engalana;

así por su vejez mueren las voces,

y nacen otras, viven y campean

con vigor juvenil.

(Traducción de Martínez de la Rosa).

Así se defiende Horacio a sí mismo y a Virgilio contra los

Hermosillas de su tiempo, que les echaban en cara el uso de voces y

frases nuevas. Don José Gómez Hermosilla censura con merecida

severidad las extravagancias del estilo galo-salmantino; pero, si su

crítica es casi siempre justa, los principios en que la funda son

exagerados, y aun falsos; y sobre todo, no hallamos que señalen de

un modo preciso los límites entre lo lícito y lo que no lo es en

materia de innovaciones de lenguaje.

Entre éstas, da Hermosilla un grado especial de criminalidad a la

conversión de los verbos neutros o intransitivos en activos, como si

no fuera ésa una tendencia natural de las lenguas, y como si no se

encontrasen de esas conversaciones en los escritores más correctos,

o no fuesen más bien un mérito las osadías de esa clase, cuando son

suaves, cuando están preparadas, cuando no hay el prurito de

emplearlas a cada paso. Virgilio y todos los buenos poetas las

usaron. Ahí está, sin pasar de la égloga segunda, el ardebat Alexim.

Ahí está el insanit amores de Propercio, que es como si dijéramos

loquear amores. Ahí está el verso de Juvenal:

Qui Curios simulant et bacchanalia vivunt,

verso, que peca dos veces mortalmente contra los mandamientos de

Hermosilla, dando a simulant un acusativo de persona, como si

dijésemos simular Catones, en vez de simular las virtudes de los

Catones, y haciendo a vivunt transitivo, como si en castellano se

dijese vivir bacanales. Ahí está el sulcos et vincta crepa mera de

Horacio, el garrire libellos del mismo, etc., etc. El curioso puede

consultar el capítulo sobre los verbos neutros o falsamente llamados

así de la Minerva del Brocense, en que este ingenioso y erudito

filólogo aglomera innumerables ejemplos de la misma especie, no sólo

de poetas, sino de oradores e historiadores; y saca por conclusión

que no existe verbo alguno de los llamados neutros que no sea

susceptible de usarse como transitivo; y que, en realidad, no hay

una diferencia esencial entre lo uno y lo otro. Es inconcebible la

precipitación con que Hermosilla afirma que «no se hallarán

ciertamente en ninguno de los dos poetas» (Virgilio y Horacio), «ni

en ningún otro clásico latino, con acusativo de persona que padece,

como dicen los gramáticos, los verbos gemo y sus compuestos», sin

acordarse del

...gemens ignominiam plagasque superbi

victoris... (Geórgicas, III, 226);

ni del

   Nunc Amyci casum gemit, et crudelia secum

Fata Lyci, fortemque Gyam, fortemque Cloanthum.

(Aeneida, I, 221);

ni del ingemuise leones interitum, de la égloga quinta; ni del Ityn

flebiliter gemens de Horacio; ni de varios pasajes de Ovidio, en que

gemo se usa con el acusativo de que habla Hermosilla, o en que

tenemos la forma pasiva vita gemenda, fortuna gemenda, que lo

supone. Verdaderamente anduvo desgraciado nuestro crítico en tomar

para muestra de su aserción un verbo de cuyo uso transitivo hay

tantos ejemplos aun en la prosa latina.

De que un verbo se haya usado hasta ahora como intransitivo no se

sigue que haya en su significado algo que rechace absolutamente el

uso contrario, de manera que no sea capaz de acomodarse a él en

situación alguna. Regístrese el Diccionario de la Academia; y se

encontrará multitud de verbos, que pasaban antes por neutros, y se

emplean ya corrientemente como activos. Quebrar, por ejemplo,

significaba estallar, romperse, y en este sentido se dice todavía,

«La verdad adelgaza, pero no quiebra». Tan neutro era llorar como

gemir; y si el primero pudo dejar de serlo, ¿por qué no el segundo?

Anhelar es respirar con dificultad; y como corriendo ansiosos tras

un objeto, se hace difícil la respiración, anhelo vino a ser deseo

vehemente, y se dijo anhelar honores, empleos, riquezas. Suspirar es

dar suspiros, acepción naturalmente intransitiva; y nadie por eso se

atreverá a reprobar aquella lindísima cuarteta de Lope de Vega:

   Pasaron ya los tiempos

en que, lamiendo rosas,

el céfiro bullía

y suspiraba aromas.

La conversión del neutro en activo puede ser viciosa, y puede ser,

no sólo permitida, sino elegante y enérgica: todo depende de la

oportunidad, de la preparación, de los adjuntos; y en la destreza y

tino para sacar partido de estos adminículos, es en lo que consiste

el primor del estilo. Sucede con esta clase de expresiones figuradas

lo que con todas las galas de la elocución: la oportunidad les da

esplendor; la afectación las aja.

Otro grave delito, según nuestro crítico, es el uso del nombre

abstracto por el concreto. «No se verá que Virgilio y Horacio

dijesen silvosam solitudinem por silvam solitariam, como lo hizo en

castellano Cienfuegos». A nosotros no nos parece muy oportuno este

ejemplo. Soledad tiene, entre otras acepciones, la de lugar

desierto, y selvoso es lo que abunda de selva, con que no hay que

hacerse mucha violencia para concebir que las dos palabras unidas

signifiquen un lugar solitario cubierto de selvas. No hay aquí en

rigor una conversión de lo concreto en abstracto; no hay tropo ni

figura alguna; las palabras están tomadas en sentido propio.

Contraigámonos al caso en que hay una verdadera conversión de lo

concreto en abstracto. Esta es una manera de locución que, como

todas las otras, puede ser buena y puede ser mala, según su

oportunidad, y los adjuntos que la acompañen. Virgilio y Horacio y

todos los poetas del mundo la han empleado, porque esa

transformación es uno de los recursos del arte para ennoblecer las

frases vulgares, agrandar y hermosear los objetos. Pudiéramos

comprobarlo con muchos ejemplos; mas, para no cansar a nuestros

lectores, nos limitaremos a aquel admirado pasaje del libro segundo

de la Eneida, en que Virgilio describe la marcha de las falanges

griegas per amica silentia lunae, por entre el propicio silencio de

la luna, como si fuesen atravesando, no un espacio silencioso,

iluminado por el astro de la noche, sino el silencio mismo. Esta

conversión de lo abstracto en concreto es, como la de lo neutro en

activo, un instinto natural de las lenguas: especie de tropo que,

aceptado por el uso, llega por fin a emplearse corrientemente, y

deja de serlo. Así la Divinidad es Dios; y una beldad es una mujer

bella; y un guardia es un soldado; y vanidades son los objetos

materiales que sirven de pábulo a la vanidad. Ábrase cualquier

diccionario, y se verán mil ejemplos de esa propensión de las

lenguas. El señor Hermosilla hubiera querido que no se alterase

nunca en lo más mínimo el significado de las expresiones recibidas,

cuando cabalmente, en esas transiciones, en ese empleo de una idea

como signo de otra, es en lo que se lucen la imaginación y el

ingenio de los más favorecidos escritores. No vemos tanta severidad

de principios ni en los modelos que reverencia, ni en sus propios

escritos, ni en la doctrina de los antiguos. Audendum est, diremos

nosotros a los jóvenes con Quintiliano; pero les repetiremos con

este mismo legislador de la escuela clásica: sed ita demum, si non

appareat affectatio.

V

Anacreónticas de Meléndez Valdés

ODA 1ª

DE MIS CANTARES

En esta composición, se lee la siguiente estrofa:

 

 

 

   Tú, de las roncas armas,

Ni oirás el son terrible,

Ni, en mal seguro leño,

Bramar las crudas sirtes.

«Las sirtes, que son unos bancos de arena», advierte Hermosilla, «no

braman; las que braman son las olas al encontrarse con ellas: Furit

aestus arenis, y no Furit arena, dijo Virgilio».

[Bello replicaba:]

Censura injusta. Las sirtes braman, hablando poéticamente, aunque en

verdad no sean ellas, sino las aguas las que dan el bramido. De la

misma manera que:

Nunc nemora ingenti vento, nunc littora plangunt

(Virgilio),

aunque no sean las selvas, ni las playas lo que gime, sino el viento

en ellas. Si Virgilio dijo: Furit aestus arenis, y no Furit arena,

porque así le vino a cuento, en otra parte, dijo: Resonantia

littora, y no Ventus littoribus resonans, por el mismo motivo. Pero

no hay necesidad de buscar ejemplos. Nada más trillado en poesía,

que el susurro de las hojas; y se sabe que no son ellas las que

susurran, sino el viento. Si hemos de creer a Hermosilla, no podrá

ya decirse que suena cosa alguna en el mundo, excepto el aire.

ODA 2ª

EL AMOR MARIPOSA

En esta composición, Meléndez dice que el Amor

   Tornóse en mariposa,

Los bracitos, en alas,

Y los pies ternezuelos,

En patitas doradas.

«Los diminutos bracitos, patitas», advierte Hermosilla, «son y serán

siempre voces demasiado humildes, aun para las anacreónticas, por

más que Meléndez y sus discípulos se hayan empeñado en dar carta de

hidalguía a esta clase de palabras, introduciéndolas en

composiciones del tono más elevado».

[Bello replicaba:]

No suscribimos a esta sentencia. Parecen humildes esos diminutivos,

porque desgraciadamente lo han querido así los clásicos,

desterrándolos hasta de composiciones en que pudieran muy bien tener

cabida. Si no, dígasenos: ¿son de mal gusto los diminutivos de

Catulo?; ¿no dan suavidad y blandura al estilo de sus versos? Si no

sucede lo mismo en castellano, no se culpe a la lengua, sino a los

poetas que han querido hacerla inadecuada a todo género de asuntos.

ODA 3ª

A UNA FUENTE

Hermosilla declara que «es bastante bonita».

[Bello juzgaba que la descripción contenida en ella parecía algo

débil.]

Entre varias críticas de detalle, Hermosilla reprueba el que

Meléndez aplicase a la culebra el epíteto de ondosa.

«No hay bastante propiedad. Ondoso o undoso se dice del mar y del

viento, y significa que ambos fluidos están agitados, y forman lo

que llamamos ondas; pero a la culebra, que es un cuerpo sólido, no

puede convenir aquel epíteto, sino por una muy estudiada y aun

alambicada metáfora, para dar a entender que levantando, al moverse,

una parte de su cuerpo y bajando otra, forma una como sinuosidad

parecida a las que forman las ondas de los cuerpos fluidos. Pero en

este caso, ¡cuán débil y traída de lejos sería la semejanza!».

[Bello, en el 3º de los artículos relativos a las poesías de

Moratín, hace notar que este poeta, en el idilio titulado La

Ausencia, pone este verso:

La ondosa trenza deslazada al viento;

y recuerda el precedente trozo de Hermosilla para sorprenderle en

flagrante delito de parcialidad.]

[Por su parte, Bello hacía a la oda 3ª de Meléndez dos críticas, que

Hermosilla no formuló.]

Esa composición empieza así:

   ¡Oh cómo en tus cristales,

Fuentecilla risueña,

Mi espíritu se goza,

Mis ojos se embelesan!

   Tú, de corriente pura,

Tú, de inexhausta veta,

Trasparente te lanzas

De entre esa ruda peña.

   Do a tus linfas fugaces

Salida hallando estrecha,

Murmullante te afanas

En romper sus cadenas.

¿Puede decirse que una fuente que se lanza de una piedra por una

salida estrecha rompe las cadenas de la piedra?

¿Qué semejanza hay entre una cadena y una salida estrecha?

Meléndez, en la misma composición, se expresa como sigue:

   Con su plácida sombra,

Tu frescura conserva

El nogal, que pomposo

De tu humor se alimenta;

   Y en sus móviles hojas,

El susurro remeda

De tus ondas volubles,

Que, al bajar, se atropellan.

El susurro, decía Bello, no es el sonido propio de las «ondas

volubles, que al bajar, se atropellan».

ODA 4ª

EL CONSEJO DEL AMOR

El poeta se figura en esta pieza haber sorprendido al céfiro rogando

a una rosa que le permita besarla.

«Está bien escrita», dice Hermosilla, «y no tiene defecto alguno de

elocución; pero es algo larga, la alegoría del céfiro se prolonga

demasiado, y reducida toda la composición a un pensamiento capital,

está éste muy desleído. Por lo demás la ficción es ingeniosa y la

aplicación adecuada».

La ficción en sí misma es defectuosa. ¿Para qué necesita el céfiro

de rogar a una rosa que le permita besarla? Si el aire se mueve, ¿no

tocará todas las flores que se hallen a su alcance, que es todo lo

que significa ese beso?

Se dirá que la rosa y el céfiro están personificados. Pero, si la

personificación poética se limita a dar vida a lo inanimado, puede

muy bien suponerse que la rosa y el céfiro se halagan mutuamente, y

reciben placer en halagarse; pero pasar más allá es faltar a aquella

especie de verdad de que ni aun la poesía está dispensada. ¿Qué hace

el rendido céfiro, cuando dirige sus requiebros a la rosa? ¿Sopla, o

no sopla? Si no sopla, no hay céfiro; y si sopla, no puede dejar de

besar, aunque quiera, sin necesidad de permiso alguno.

Demasiado material parecerá esto a muchos; pero si el fondo de toda

personificación poética debe ser una cosa real, quisiéramos que se

nos dijera qué es lo que pasa a la vista del poeta entre la rosa y

el céfiro que corresponda a la súplica del amante, y a la esquivez

de la amada.

ODA 5ª

DE LA PRIMAVERA

Hermosilla comenta como sigue esta composición:

«Es puramente descriptiva, pero muy graciosa; y los versos todos

fáciles y suaves. Sólo noto dos ligeros descuidos.

»1º En la estrofa sexta, dice:

   El céfiro de aromas

Empapado, que mueven

En la nariz y el seno

Mil llamas y deleites.

»Mover la llama va bien; pero mover deleites, por excitar o causar,

no es bastante exacto.

»2º En la décima, hablando de las aves, se dice:

   Y en los tiros sabrosos

Con que el Ciego las hiere,

Suspirando delicias,

Por el bosque se pierden.

»Aquí hay dos cosas: lª el complemento, en los tiros, o no tiene

verbo, o se refiere al suspirando, o al se pierden. En el primer

caso hay falta de sentido; en el segundo, impropiedad; porque en los

tiros no se suspira, ni, en ellos, se pierden las aves. 2º El verbo

neutro suspirar está hecho transitivo por una licencia, o más bien

especie de neologismo, de que ya se burló en su tiempo el autor de

La Gatomaquia».

[Don Andrés Bello acotaba como sigue este comentario de Hermosilla.]

Mover llamas. Se dice con propiedad mover las pasiones, esto es,

darles dirección, impelerlas ya a un objeto, ya a otro, como lo

hacen los oradores, en una palabra, excitarlas. Pero, aunque

metafóricamente la llama es amor, no puede decirse mover llamas por

excitar amores, porque mover llamas, en su significado propio, es

llevarlas de un lugar a otro, no encenderlas, ni atizarlas. Si se

emplea metafóricamente una combinación de dos palabras, no basta que

cada una considerada aparte se preste a la metáfora: es preciso que

el juego que forman las dos en su sentido propio corresponda al

juego metafórico que se desea representar con ellas. La expresión

pudiera pasar en otra clase de estilo o de obra; ni a la

anacreóntica, ni al asonante, se permiten semejantes licencias.

Mover deleites, como lo observa Hermosilla, no es bastante exacto.

Además, la unión de llamas y deleites es intolerable: lo propio y lo

metafórico pertenecen a dos mundos distintos.

Y en los tiros sabrosos. Lo que hay de malo en esta copla es el en

por a: a los tiros es a causa de los tiros, que fue sin duda lo que

quiso el poeta.

Suspirar delicias, no es impropio, como quiere el señor Hermosilla,

fundándose en una razón de muy poco peso.

Suspirar es frecuentemente neutro; pero esto no quita que tome a

veces un acusativo, como suele suceder con otros verbos neutros, y

como lo prueba el participio pasivo suspirado, suspirada. En poesía,

se suspira todo aquello que va de algún modo envuelto en el suspiro.

Así, y por eso, el mismo autor de La Gatomaquia se expresó muy bella

y poéticamente cuando dijo:

 

 

 

   Pasaron ya los tiempos

En que, lamiendo rosas,

El céfiro bullía,

Y suspiraba aromas.

[Bello hacía a la oda 5ª de Meléndez una crítica de detalle en que

Hermosilla, a pesar de su rigorismo, no paró mientes.]

La estrofa tercera es como sigue:

   El alba de azucenas

Y de rosa las sienes

Se presenta ceñidas,

Sin que el cierzo las hiele.

Este las de las hiele, ¿se refiere a azucenas y rosa, o a sienes?

ODA 6ª

A DORILA

«Hermosa y legítima anacreóntica», dice Hermosilla. «Nada hay que

notar en ella».

[Bello creía que esta composición daba materia para observaciones de

la clase de aquellas que hacía Hermosilla.]

  La vejez luego viene

Del amor enemiga,

Y entre fúnebres sombras

La muerte se avecina,

   Que escuálida y temblando,

Fea, informe, amarilla,

Nos aterra, y apaga

Nuestros fuegos y dichas,

   El cuerpo se entorpece,

Los ayes nos fatigan,

Nos huyen los placeres,

Y deja la alegría.

No es del todo legítimo el apagar los fuegos y dichas. Aquí tenemos

otra vez lo metafórico y lo natural bajo una misma relación. Además,

no se apagan las dichas: la expresión es demasiado licenciosa para

una oda ligera en verso asonante.

Los ayes nos fatigan quiere decir, no que las penas nos aquejan,

sino que produce fatiga el exhalarlos.

ODA 7ª

DE LO QUE ES AMOR

«Digo lo mismo que de la anterior en cuanto a los pensamientos»,

escribe Hermosilla; «pero en la elocución hay algún pecadillo. En la

estrofa cuarta, se dice:

   Pero cuando aguardaba

No hallar ansias ni voces,

Que a la gloria alcanzasen

De una unión tan conforme;

y en ello hay bastante que reparar. 1º El poeta quiso decir que

esperaba no hallar voces bastante expresivas para dar a conocer la

felicidad de que gozaba en su deliciosa unión con Dorila; pero la

expresión que emplea es vaga y oscura, pues aunque, por contexto

adivinamos su intención, las palabras no la declaran

suficientemente. ¿Qué puede significar aquello de que no aguardaba

hallar ansias ni voces que alcanzasen a la gloria de su unión? ¿Qué

es alcanzar a una gloria, y cómo las voces y las ansias pueden

alcanzarla? 2º Las voces pueden no alcanzar a explicar la alegría y

el placer de un amante correspondido; pero las ansias nada explican

ni expresan, antes bien necesitan ser expresadas por medio de

lágrimas, suspiros y voces afectuosas. 3º El último verso es algo

duro para tan suave anacreóntica:

De una unión tan conforme.

4º Esta expresión es débil y prosaica.

«También se dice en la estrofa quinta que las dos tortolitas

Con sus ansias y arrullos

Ensordecen el bosque.

Que le ensordezcan con sus arrullos, lo entiendo; pero con sus

ansias, no veo cómo pueda ser. Las ansias son las conmociones o

agitaciones interiores que siente el que está afligido; y mientras

no se manifiestan por medio de los suspiros, el llanto o las

palabras, no pueden ensordecer a nadie; y aun entonces no son ellas

las que ensordecen, sino el ruido de los signos con que se dan a

conocer. Añádase que la voz ansias está repetida con demasiada

proximidad».

[Bello, por su parte, observaba lo que sigue:]

Tiene mucha razón Hermosilla en cuanto a lo impropio y oscuro de

ansias en los dos pasajes que cita.

Unión conforme es una expresión elegante, usada por varios poetas en

el significado de unión producida por la conformidad de genios,

voluntades, etc.

Una unión es duro.

ODA 8ª

A LA AURORA

   Salud, riente aurora,

Que, entre arreboles, vienes

A abrir a un nuevo día

Las puertas del oriente.

[He aquí la observación que Hermosilla hace a esta estrofa:]

«Se dice bien, por ejemplo, que los pajarillos con su canto suave

saludan a la aurora; pero, hablando con ella un poeta, decirla:

Salud, divina Aurora, a mí no me suena bien: me parece que es la

fórmula francesa: je vous salue. Y sin duda por esto el autor de la

Epístola a Andrés censura el Salud, lúgubres días, del mismo

Meléndez».

Ni Hermosilla, ni Moratín tuvieron razón en ridiculizar este saludo.

Salud, empleado interjeccionalmente, significa lo que en latín ave,

salve, la salutación inicial, como adiós, en el latín, vale, a la

salutación final o de despedida, si bien es de notar que la primera

es mucho menos usada.

 

 

 

LA ILIADA, TRADUCIDA POR DON JOSÉ GÓMEZ HERMOSILLA

De todos los grandes poetas ninguno opone tantas dificultades a los

traductores, como el padre de la poesía, el viejo Homero. A ninguno

quizá de los autores profanos, le ha cabido la suerte de ser

traducido tantas veces; y sin embargo de esto, y de haber tomado a

su cargo esta empresa escritores de gran talento, todavía se puede

decir que no existe obra alguna que merezca mirarse como un trasunto

medianamente fiel de las ideas y sentimientos, y sobre todo de la

manera del original griego; que nos trasporte a aquellos siglos de

ruda civilización, y nos haga ver los objetos bajo los aspectos

singulares en que debieron presentarse al autor; que nos traslade

las creaciones homéricas puras de toda liga con las ideas y

sentimientos de las edades posteriores; que nos ponga a la vista una

muestra genuina del lenguaje y de la forma de estilo que les dan en

su idioma nativo un aire tan peculiar y característico; en una

palabra, que nos dé, en cuanto es posible, a todo Homero con sus

bellezas sublimes, y que no nos dé otra cosa, que Homero.

Se han hecho sin duda con los materiales homéricos obras que se leen

con gusto, y que hacen de cuando en cuando impresión profunda; pero

obras que apenas merecen el título de traducciones. El defecto más

general en ellas ha sido el de querer cubrir la venerable sencillez

del original con adornos postizos, que se resienten del gusto

moderno: a la verdad, se sustituye la exageración; al calor, la

énfasis. Otras veces se ha querido verter con fidelidad; mas por

desgracia, en una versión escrupulosa de Homero, es más difícil

contentar a la generalidad de los lectores, que en una versión

licenciosa, porque lo natural y simple, que es el género de que

Homero no sale nunca, ni aun en los pasajes de más vigor y

magnificencia, no se puede transportar, sino con mucha dificultad,

de una lengua a otra, y sin correr mucho peligro de degenerar en

prosaico y rastrero.

Se ha pretendido que el traductor de una obra antigua o extranjera

debe hacer hablar al autor que traduce como éste hubiera

probablemente hablado, si hubiera tenido que expresar sus conceptos

en la lengua de aquél. Este canon es de una verdad incontestable;

pero sucede con él lo que con todas las reglas abstractas: su

aplicación es difícil. En todo idioma, se han incorporado

recientemente, digámoslo así, multitud de hechos y nociones que

pertenecen a los siglos en que se han formado, y que no pueden

ponerse en boca de un escritor antiguo, sin que de ello resulten

anacronismos más o menos chocantes. ¡Cuántas voces, cuántas frases

de las lenguas de la Europa moderna envuelven imágenes sacadas de la

religión dominante, del gobierno, de las formas sociales, de las

ciencias y artes cultivadas en ella; cuántas voces y frases que

fueron en su origen rigurosamente técnicas, empleadas luego en

acepciones secundarias, han pasado a la lengua común, y han entrado

hasta en el vocabulario del vulgo! ¿Y pudiéramos traducir con ellas

las ideas de un poeta clásico, y de los personajes que él hace

figurar en la escena, sin una repugnante incongruencia? Pues de esta

especie de infidelidad adolecen a veces aun las mejores

traducciones; y lo que es más notable, traductores ha habido que la

han juzgado lícita, y que, en la versión de un autor antiguo, han

preferido las voces selladas con una estampa enteramente moderna,

teniendo otras de que echar mano para reproducir con propiedad y

pureza los pensamientos del original. Parecerá increíble que,

traduciendo a César o a Tácito, se dé a la Galia el nombre de

Francia, y a la Germania, el de Alemania. Pues así se ha hecho, y

por hombres nada vulgares.

La infidelidad de que acabamos de hablar es menos difícil de evitar,

y menos común, que la que consiste en alterar la contextura de los

períodos, desnaturalizando el lenguaje y estilo del original. La

Biblia o La Ilíada traducidas en giros ciceronianos o virgilianos

podrían ser obras excelentes; pero no serían La Biblia, ni La

Ilíada. Y como lo que forma más esencialmente la fisonomía de un

escritor de imaginación es su lenguaje y estilo, las traducciones

que no atienden a conservarlos, aunque bajo otros respectos tuvieran

algunas cualidades recomendables, carecerían de la primera de todas.

No hay poeta más difícil de traducir, que Homero. Se pueden tomar

las ideas del padre de la poesía, engalanarlas, verterlas en frases

elegantemente construidas, paliar o suprimir sus inocentadas (como

las llama con bastante propiedad el nuevo traductor de Homero don

José Gómez Hermosilla), presentar, en suma, un poema agradable con

los materiales homéricos, sin alejarse mucho del original. Esto es

lo que hizo Pope en inglés, y lo que han hecho los más afamados

traductores de La Ilíada Y de La Odisea en verso y en prosa. Pero

esto no basta para dar a conocer a Homero. No puede llamarse fiel la

traducción de un poeta que no nos dé un trasunto de las revelaciones

de su alma, de su estilo, de su fisonomía poética. El que, por

evitar ciertos modos de expresión que no se conforman con el gusto

moderno, diese a las frases del original un giro más artificioso,

haría desaparecer aquel aire venerable de candor y sencillez

primitiva, que, si bien no es un mérito en los escritores de una

remota antigüedad, que no pudieron hablar, sino como todos hablaban

en su tiempo, no deja por eso de contribuir en gran parte al placer

con que los leemos. La simplicidad, la negligencia, el desaliño

mismo deben aparecer en una traducción bien hecha. Suprimirlos o

suavizarlos es ponernos a la vista un retrato infiel. Otro tanto

decimos de una multitud de ideas o imágenes que nos hacen columbrar

las opiniones, las artes, las afecciones de una civilización

naciente. En una palabra, el traductor de una obra de imaginación,

si aspira a la alabanza de una verdadera fidelidad, está obligado a

representarnos, cuan aproximadamente pueda, todo lo que caracterice

el país, y el siglo, y el genio particular de su autor. Pero ésta es

una empresa que frisa con lo imposible respecto de Homero, sobre

todo, cuando la traducción ha de hacerse en una lengua como la

castellana, según se habla y escribe en nuestros días.

Que don José Gómez Hermosilla, aunque trabajó mucho por acercarse a

este grado de fidelidad, no pudiese lograrlo completamente, no debe

parecer extraño al que sea capaz de apreciar toda la magnitud de la

empresa. No sería justo exigir en este punto más que aproximaciones.

Pero no es un suceso completo lo que echamos de menos. Los defectos

que vamos a notar son de aquellos que un hombre de su fino gusto, y

un tanto consumado maestro de la lengua, pudo tal vez haber evitado,

si se hubiera prescrito reglas más severas para el desempeño de los

deberes de traductor. Ni notaríamos esta especie de faltas, si él

mismo no anunciase, en su prólogo, que su versión está hecha con la

más escrupulosa fidelidad. Es verdad que rectifica este anuncio,

previniendo que se ha tomado la licencia de suprimir epítetos de

pura fórmula, o notoriamente ociosos, y de añadir algunos que le

parecieron necesarios. Pero esto es cabalmente de lo que debía

haberse abstenido un traductor que se precia de escrupuloso.

Los epítetos de fórmula son característicos de Homero. Son un tipo

especialísimo de la poesía de los rapsodos; y era necesario

conservarlos todas las veces que fuese posible. Suprimirlos, como lo

hace casi siempre Hermosilla, es quitar a Homero una facción

peculiar suya, y de la poesía de su siglo, y aun puede decirse de

todas las poesías primitivas, pues vemos reproducirse la misma

práctica en los romances de la media edad. Homero siembra por todas

partes esta clase de epítetos, sin cuidarse de su relación con la

idea fundamental de la cláusula, y aun a veces en oposición a ella.

Júpiter es el aglomerador de las nubes, aun cuando, sentado en el

Olimpo, no piense en suscitar tempestades. Aquiles es el héroe de

ligeros pies, aun en las discusiones del consejo de jefes, cuando de

nada menos se trata, que de dar alcance a un enemigo. Agamenón es

gloriosísimo, aun en la boca de Aquiles airado, que le increpa su

soberbia y codicia. No consulta Homero para el empleo de semejantes

dictados más que las exigencias del metro. El aglomerador de las

nubes, y el de pies ligeros son cuñas de que se sirve para llenar

ciertos huecos de sus hexámetros. En una palabra, son justamente lo

que llamaríamos ripio en un poeta moderno. Homero, pues abunda en

ripios. Ellos dan una estampa peculiar a su estilo; y un traductor

que los omita, de intento falta al primero de sus deberes. Homero,

según Hermosilla, es un modelo perfecto. Él, pues, menos que nadie,

debió pensar en corregirle. Pero ni había necesidad de hacerlo,

porque, para los lectores instruidos, los ripios de Homero no son

más que señales de antigüedad, rasgos de una sencillez venerable,

que no carecen de gracia, y que se le perdonan con gusto, porque

hacen resaltar con más brillo las bellezas de primer orden que

disemina profusamente en sus versos, y que, en las épocas más

adelantadas, han podido apenas imitarse.

En cuanto a la agregación de ciertos epítetos que al señor

Hermosilla le parecieron necesarios, es preciso distinguir.

Traduciendo de verso a verso, no pueden menos que omitirse a veces

algunas ideas accesorias, y recíprocamente se hace a menudo

indispensable añadirlas a los conceptos fundamentales del poeta que

se traduce. Sin esto, no sería posible traducir de verso a verso.

Pero el traductor debe hacer en el segundo caso lo mismo que hubiese

hecho el autor llenando los huecos con aquellas cuñas y ripios, y

epítetos que sirven para el mismo objeto en el original. De esta

manera, una versión fiel de Homero reproduciría los mismos elementos

del texto griego, aunque no colocados precisamente en los mismos

parajes; y los epítetos que se suprimiesen en un lugar, porque lo

requiere el metro, aparecerían después en otro donde el metro lo

consintiese, o lo exigiese. Así, no sólo es permitido, sino

necesario, el agregar nuevos epítetos; pero es menester que todos

ellos estén marcados con el sello particular del autor, y

pertenezcan, por decirlo así, a su repuesto. Nadie puede prohibir la

agregación de ciertos adornos que se introducen para vestir o

hermosear lo que trasladado fielmente pudiera aparecer demasiado

desnudo. Si, en Homero, nada falta, y nada sobra, como pretende el

señor Hermosilla, que, en este punto, no cede a los más

supersticiosos admiradores del cantor de Aquiles, ¿por qué amplifica

sin necesidad el original? ¿por qué lo adorna? Los aditamentos de

esta especie son verdadera infidelidad.

En los diálogos de Homero, se observa universalmente una regla que

les da un carácter peculiar, que hubiese debido conservarse. Todo

razonamiento es precedido de uno o más versos que anuncian al

interlocutor. Después de lo cual, se pone generalmente en el verso

que sigue: Así dijo, así habló fulano, etc. La conducta de Homero en

esta parte es característica de una época poco adelantada; y por

eso, la encontramos también en los romances de la Edad Media.

El señor Hermosilla, abandonando en esta parte la huella de Homero,

ha solido dar a los diálogos un aire que desdice de la manera

antigua.

   Con imperiosa voz y adusto ceño,

Mandó que de las naos se alejase,

Y al precepto, añadió las amenazas:

   Viejo, le dijo, nunca en este campo

A verte vuelva yo (I-48).

   Pero, alejado ya de los aqueos,

Mientras andaba, en doloridas voces,

Pidió venganza al hijo de Latona.

   -Escúchame, decía, pues armado

Con el arco de plata ha defendido

Siempre tu brazo........................... (I-66).

Al verso 212, dos razonamientos, uno de Agamenón, y otro de Aquiles,

están enlazados así:

-............................La que por voto

General me ofrecieron los aquivos

Vuelve al paterno hogar. -Respondió Aquiles:

   ¡Glorioso Atrida!.............................. (1-212).

Véase ahora la manera uniforme del más antiguo de los poetas:

Impresionante lo despidió; y añadió palabras amenazadoras:

-¡Viejo!, no vuelva yo jamás a verte cerca de las huecas naves, etc.

Y después, habiéndose separado, encarecidamente rogóle el anciano al

rey Apolo, el que parió Latona, la de hermosos cabellos:

-Escúchame, oh tú, que cargas el arco de plata, y patrocinas a

Crisa, etc.

-Porque ya todos veis que he perdido mi premio.

Mas respondióle seguidamente el noble Aquiles de ligeros pies:

-Atrida, lleno de gloria, el más codicioso de los hombres, etc.

¿No se percibe en este sencillo y siempre uniforme encadenamiento de

las varias arengas un dejo sabroso de antigüedad que se echa menos

en la versión castellana? ¿No es prosa, y vil prosa, aquel respondió

Aquiles que había precedido en el verso 150, y se repite en el 214,

y aquel Agamenón le dijo del verso 231, y el respondió el Atrida del

verso 300, y el Minerva respondió del verso 358? ¿No hubieran sido

más convenientes en estos pasajes y tantos otros los epítetos de

fórmula del viejo Homero, que la rastrera desnudez de su traductor?

Sucede otras veces que el señor Hermosilla es parafrástico sin

necesidad, y deslíe una expresión en una frase trivial. Tersites,

improperando a los griegos su servilidad, emplea aquel enérgico

exordio O aqueas, no ya aqueos, imitado felicísimamente por

Virgilio:

O vere phrygiae, nec enim phiryges.

y vertido en castellano

   ....................................Y vosotros!

Cobardes, sin honor, que apellidaros

Aqueas, y no aqueos, deberíais!

La célebre despedida de Héctor y Andrómaca en el libro VI, bellísima

ciertamente en el original, es fría y desmayada en la traducción.

Este solo pasaje bastaría para justificar nuestro juicio sobre el

talento poético de Hermosilla. Animado, rápido, elocuente en la

prosa, no sabe dar a los versos armonía ni fuego, ni hablar el

lenguaje de los afectos. De puro natural, es prosaico; y lo peor es

que, a pesar de esta rastrera naturalidad, no siempre traduce

fielmente a Homero. ¿Hay algo en los versos que siguen que dé una

idea del lenguaje homérico?

   ¡Infeliz! tu valor ha de perderte,

Ni tienes compasión del tierno infante,

Ni de esta desgraciada, que muy pronto

En viudez quedara; porque los griegos,

Cargando todos sobre ti, la vida

Fieros te quitarán. Más me valiera

Descender a la tumba, que privada

De ti quedar; que, si a morir llegases,

Ya no habrá para mí ningún consuelo,

Sino llanto y dolor. Ya no me quedan

Tierno padre, ni madre cariñosa.

Mató al primero el furibundo Aquiles,

Mas no le despojó de la armadura,

Aun saqueando a Teba; que a los dioses,

Temía hacerse odioso. Y el cadáver

Con las armas quemando, a sus cenizas

Una tumba erigió; y en torno de ella,

Las ninfas que de Júpiter nacieron,

Las Oréades, álamos plantaron.

Mis siete hermanos, en el mismo día,

Bajaron todos al Averno oscuro;

Que a todos, de la vida despiadado

Aquiles despojó, mientras estaban

Guardando los rebaños numerosos

De bueyes y de ovejas. A mi madre,

La que antes imperaba poderosa

En la rica Hipoplacia, prisionera

Aquí trajo también con sus tesoros;

Y admitido el magnífico rescate,

La dejó en libertad; pero llegada

Al palacio que fuera de su esposo,

La hirió Diana con aguda flecha.

¡Héctor! tú sólo ya de tierno padre,

Y de madre, me sirves, y de hermanos,

Y eres mi dulce esposo. Compadece

A esta infeliz; la torre no abandones;

Y en orfandad, no dejes a este niño,

Y cuida a tu mujer. En la colina,

De silvestres higueras coronada,

Nuestra gente reúne; que es el lado

Por donde fácilmente el enemigo

Penetrar puede en la ciudad, y el muro

Escalar de Ilión. Hasta tres veces,

Por esa parte, acometer tentaron

Los más ardidos de la hueste aquea:

Los ayacos, el rey Idomeneo,

Los dos Atridas, y el feroz Diomedes,

O ya que un adivino este paraje

Les hubiese mostrado, o que secreto

Impulso los hubiese conducido.

¡Infeliz! Es el vocativo homérico µ, que, como otras muchas voces

homéricas, no se sabe a derechas lo que significa. En este verso, es

infeliz, y parece que tiene algo de afectuoso y dolorido; y en el

verso 327 del libro II, es también infeliz en tono de reprensión y

vituperio. En el 308 del libro II, es capitán valiente, y lleva una

expresión de respeto y cariño; pero en el 54 del IV, es cruel con el

acento amargo de la cólera y la reconvención; y en el 868 del VI es

gallardo con algo de lisonja y zalamería; al paso que, en el 549 del

VI, se traduce en ¡mal hora nacido! que es de lo más fuerte que

puede encontrarse en el vocabulario de los denuestos; y en el mismo

libro, verso 810, es ¡consuelo de mi vida!, que seguramente toca en

el extremo de lo amoroso y almibarado; y apenas es concebible que

haya podido ponerse por hombre de tanto gusto, como Hermosilla, en

boca de un héroe de La Ilíada. ¿Cuál es, pues, el significado de µ?

Es difícil encontrar uno que convenga a circunstancias y afectos tan

diversos; pero esta misma diversidad prueba que la idea significada

por esta voz era sumamente vaga e indeterminada, y que los epítetos

ya acerbos, ya melifluos, ya injuriosos, ya honoríficos, en que ha

sido vertida, son otras tantas galas postizas con que se ha querido

cubrir la desnudez de Homero aun en las versiones más fieles.

Pero volvamos a la despedida de Héctor y Andrómaca. No es posible

que dejemos de notar de paso una grave impropiedad del original, que

ha sido criticada por otros, y defendida por los que tienen el

empeño de persuadirse y persuadirnos que todo ha de hallarse

perfecto en Homero, y que este gran poeta no se desvió jamás de la

naturaleza: empeño que es bastante común en nuestros días, y que se

sostiene, como otros muchos, con la neblina mística de la estética

alemana, instrumento acomodado para todo. ¿Será natural que, en una

escena como ésta, se ponga Andrómaca a referir a su esposo los

infortunios de su familia, como si Héctor pudiera haberlos ignorado

hasta entonces? Dicen algunos que toda esta relación viene al caso,

porque sirve para pintar la soledad y desamparo de la viudez de

Andrómaca, como si fuese lo mismo hacer alusión a lo que todos

saben, que referir lo que se supone ignorado. Recuerde en hora buena

Andrómaca la muerte de su padre y hermanos, pero no la refiera. Haga

lo que Dido, cuando alude en La Eneida a las desventuras de su unión

anterior:

Anna, fatebor enim............................

Pero el buen Homero, que se propuso no perder ocasión de insertar en

su poema las tradiciones que corrían sobre los antiguos héroes de

Grecia, y del Asia Menor, se aprovechó de la coyuntura presente para

dar a sus contemporáneos la historia de la familia de Etión, y no se

cuidó de que la forma en que la presentaba fuese o no, propia de las

circunstancias. Esto es lo que hay de verdad, y lo que sólo una

ciega preocupación a favor del padre de la poesía puede dejar de

reconocer.

Los diez primeros versos de Hermosilla, si se exceptúan las dos

solas palabras fieros y llanto, son una traducción literal, y forma

uno de los mejores pasajes de la versión castellana; pero tierno,

cariñosa, furibundo, despiadado, numerosos, poderosa, rica, otra vez

tierno, etc., etc., son todos epítetos del traductor, algunas veces

colocados donde no había ninguno, otras inferiores a los del

original, y otras más oportunos. La rica, por ejemplo, hablando de

una ciudad no muestra a la imaginación un objeto tan definido, como

la de altas puertas. Pero lo que se nota más a menudo, no aquí sólo,

sino en toda la versión de Hermosilla, es la sustitución de unos

epítetos a otros que eran como de fórmula en el estilo de los

rapsodos, y que, no teniendo la menor conexión con el asunto, les

servían de cuñas, o lo que llamamos ripio, para llenar los vacíos

del metro. Mucho más al caso ciertamente, y mucho más en armonía con

los sentimientos de Andrómaca, es el que ella apellide furibundo y

despiadado al matador de su familia, y no el de origen divino, y el

de ligeros pies, como le llama. Verdad es que las sustituciones de

Hermosilla valen poco más, que el ripio de Homero; pero aun cuando

tuviesen un valor intrínseco más alto, no dejarían por eso de pecar

contra la fidelidad, que es el primer deber del que traduce. En la

versión de un poeta tan antiguo, deben dejarse ver los vestigios de

candor que caracterizan a una civilización naciente.

 

 

 

ROMANCES HISTÓRICOS POR DON ÁNGEL SAAVEDRA DUQUE DE RIVAS

Don Ángel Saavedra ha tomado sobre sí la empresa de restaurar un

género de composición que había caído en desuetud. El romance

octosílabo histórico, proscrito de la poesía culta, se había hecho

propiedad del vulgo, y sólo se oía ya, con muy pocas excepciones, en

los cantares de los ciegos, en las coplas chabacanas destinadas a

celebrar fechorías de salteadores y contrabandistas, héroes

predilectos de la plebe española en una época en que el despotismo

había envilecido las leyes y daba cierto aire de virtud y nobleza a

los atentados que insultaban a la autoridad cara a cara. Contaminado

por esta asociación, aquel metro en que se habían oído quizás las

únicas producciones castellanas que pueden rivalizar a las de la

Grecia en originalidad, fecundidad y pureza de gusto, se creyó

imposible, no obstante uno que otro ensayo, restituirlo a las breves

composiciones narrativas de un tono serio, a los recuerdos

históricos o tradicionales, en una palabra, a las leyendas, que no

se componían antes en otro; y llegó la preocupación a tal punto, que

el autor del Arte de hablar no dudó decir, que «aunque el mismo

Apolo viniese a escribirle, no le podría quitar ni la medida, ni el

corte, ni el ritmo, ni el aire, ni el sonsonete de jácara, ni

extender en él, ni variar los períodos, cuanto piden alguna vez las

epopeyas y las odas heroicas»; desterrándolo así no sólo de los

poemas narrativos, sino de toda clase de poesía seria. Don Ángel

Saavedra ha reclamado contra esta proscripción en el prólogo que

precede a los Romances Históricos; ha refutado allí la aserción de

Hermosilla con razones irrefragables; y lo que vale más, la ha

desmentido con estos mismos Romances, donde la leyenda aparece otra

vez en su primer traje, y el octosílabo asonantado vuelve a campear

con su antigua riqueza, naturalidad y vigor.

No es ésta la primera vez que el duque de Rivas ha demostrado

prácticamente que el fallo del Arte de hablar contra el metro

favorito de los españoles carecía de sólidos fundamentos. Habiendo

en El Moro Expósito vindicado al endecasílabo asonante del

menosprecio con que le trataron los poetas y críticos de la era de

Jovellanos y Meléndez, en los lindos romances publicados a

continuación de aquel poema, dio a conocer, con no menos feliz

éxito, que no habían prescrito los derechos del octosílabo asonante

a las composiciones de corta extensión, en que se contaba algún

suceso ficticio, o se consignaban y hermoseaban las tradiciones

históricas. Posteriormente probó también sus fuerzas en este género

el celebrado Zorrilla; y sus romances ocupan un lugar distinguido

entre las producciones más apreciables de su fértil y vigorosa

pluma.

Las afortunadas tentativas de la misma especie, que comprende la

presente publicación, disiparían toda duda sobre la materia, si

alguna quedase. Verá en ella el lector una serie de cuadros

perfectamente dibujados y coloreados; con aquellos rasgos peculiares

que ponen a la vista las costumbres, la fisonomía moral y física de

los siglos y países a que nos quiere trasportar el poeta; con

aquella naturalidad amable, que parecía ya imposible de restaurar a

la poesía seria castellana y que probablemente será todavía mirada

con desdén por algunos de los que sólo han formado su gusto en las

obras de la escuela de Herrera, Rioja y Moratín; y todo ello

sostenido por una versificación que, si no llega a la soltura y

melodía del romance octosílabo del siglo XVII, es generalmente suave

y armoniosa; compensándose lo que bajo este aspecto se eche menos,

con el superior interés del asunto, que casi siempre es una acción

grande, apasionada, progresiva, y adaptada al espíritu filosófico de

los lectores del siglo XIX.

El talento descriptivo de don Ángel Saavedra, bastante conocido por

sus escritos anteriores, es lo que constituye, a nuestro juicio, la

principal dote de sus Romances Históricos. Pero, resucitando la

antigua leyenda, le ha dado facciones que en castellano son

enteramente nuevas. Hay una gran diferencia entre el gusto

descriptivo de los antiguos, y el moderno, adoptado por el duque de

Rivas. Breves rasgos, esparcidos acá y allá, pero oportunos y

valientes, es todo lo que en la poesía griega y romana, y en la de

los castellanos de los siglos anteriores al nuestro, cupo

regularmente a los objetos materiales inanimados; el poeta no deja

nunca a los personajes; absorbido en los afectos que pinta, se fija

poco en la escena; parece mirar las perspectivas y decoraciones con

los mismos ojos que su protagonista, no prestando atención a ellos,

sino en cuanto dicen algo de importante a la acción, al interés

vital que anima el drama. Tal es, si no nos engañamos, el verdadero

carácter del estilo descriptivo de aquellas edades; su pintura es

toda de movimiento y pasión. Nuestros contemporáneos, al contrario,

presentan vastos cuadros en que una análisis, algo minuciosa, dibuja

formas, matiza colores, mezcla luces y sombras; y en esta parte

pictórica, ocupa a veces la acción tan poco espacio, como las

figuras humanas en la pintura de paisaje; de lo que tenemos un

ejemplo notable en el Jocelin de Lamartine. Y no pinta solamente el

poeta, sino explica, interpreta, comenta; da un significado

misterioso a cuanto impresiona los sentidos; desenvuelve el

agradable devaneo que las percepciones físicas despiertan en un

espíritu pensador y contemplativo. La poesía de nuestros

contemporáneos está impregnada de aspiraciones y presentimientos, de

teorías y delirios, de filosofía y misticismo; es el eco fiel de una

edad esencialmente especuladora.

Aun en los cuadros de estos romances, no obstante sus reducidas

dimensiones, aparece este espíritu meditabundo y filosófico. Sus

descripciones no son solamente menudas e individuales, sino sentidas

y reflexivas. Daríamos, pues, una idea mezquina de su mérito, si los

designásemos como una mera resurrección de la antigua leyenda

española. Don Ángel Saavedra la ha modificado ventajosamente,

dándole el carácter y formas peculiares de la edad en que vivimos,

como lo hubieran hecho, sin duda, los romanceros de los siglos

pasados, si hubiesen florecido en el nuestro.

 

 

 

EJERCICIOS POPULARES DE LENGUA CASTELLANA

Esperando ver su continuación en otro número para dar más interés a

algunas observaciones que desde luego pensé dirigir a El Mercurio,

he visto entre tanto dos refutaciones (contraídas sólo a dichos

ejercicios) y bruscamente depresiva la segunda, del laudable interés

en ofrecer algo de útil a la instrucción popular; pues tanto de las

observaciones acertadas que se hagan en semejante materia como de

una fundada y cortés impugnación de los errores, el público

iliterato saca no poco fruto.

Esta consideración me hace añadir el fundamento de lo que a mi

juicio se ha criticado muy a la ligera, y aun de lo que se ha

omitido en las contestaciones anteriores; no pudiendo menos que

disentir al mismo tiempo de los ilustrados redactores de El Mercurio

en la parte de su artículo que precede a los ejercicios, en que se

muestran tan licenciosamente populares en cuanto a lo que debe ser

el lenguaje, como rigoristas y algún tanto arbitrario el autor de

aquéllos.

A la verdad que no para las mientes (no que los monos) el avanzado

aserto de los redactores, atribuyendo a la soberanía del pueblo todo

su predominio en el lenguaje; pues parece tan opuesto al buen

sentido, y tan absurdo y arbitrario, como lo que añade del oficio de

los gramáticos. Jamás han sido ni serán excluidos de una dicción

castigada, las palabras nuevas y modismos del pueblo que sean

expresivos y no pugnen de un modo chocante con las analogías e

índole de nuestra lengua; pero ese pueblo que se invoca no es el que

introduce los extranjerismos, como dicen los redactores; pues,

ignorantes de otras lenguas, no tienen de dónde sacarlos. Semejante

plaga para la claridad y pureza del español es tan sólo trasmitida

por los que iniciados en idiomas extranjeros y sin el conocimiento y

estudio de los admirables modelos de nuestra rica literatura se

lanzan a escribir según la versión que más han leído.

En idioma jenízaro y mestizo,

Diciendo a cada voz: yo te bautizo

Con el agua del Tajo;

Aunque alguno del Sena se la trajo

Y rabie Garcilaso enhorabuena;

Que si él hablaba lengua castellana,

Yo hablo la lengua que me da la gana.

Iriarte.

Contra éstos reclaman justamente los gramáticos, no como

conservadores de tradiciones y rutinas, en expresión de los

redactores, sino como custodios filósofos a quienes está encargado

por útil convención de la sociedad para fijar las palabras empleadas

por la gente culta, y establecer su dependencia y coordinación en el

discurso, de modo que revele fielmente la expresión del pensamiento.

De lo contrario, admitidas las locuciones exóticas, los giros

opuestos al genio de nuestra lengua, y aquellas chocarreras

vulgaridades e idiotismos del populacho, vendríamos a caer en la

oscuridad y el embrollo, a que seguiría la degradación como no deja

de notarse ya en un pueblo americano, otro tiempo tan ilustre, en

cuyos periódicos se ve degenerando el castellano en un dialecto

español-gálico que parece decir de aquella sociedad lo que el padre

Isla de la matritense.

Yo conocí en Madrid una condesa,

que aprendió a estornudar a la francesa.

Si el estilo es el hombre, según Buffon, ¿cómo podría permitirse al

pueblo la formación a su antojo del lenguaje, resultando que cada

cual vendría a tener el suyo, y concluiríamos por otra Babel? En las

lenguas como en la política, es indispensable que haya un cuerpo de

sabios, que así dicte las leyes convenientes a sus necesidades, como

las del habla en que ha de expresarlas; y no sería menos ridículo

confiar al pueblo la decisión de sus leyes, que autorizarle en la

formación del idioma. En vano claman por esa libertad

romántico-licenciosa del lenguaje, los que por prurito de novedad, o

por eximirse del trabajo de estudiar su lengua, quisieran hablar y

escribir a su discreción. Consúltese en su último comprobante del

juicio expuesto, cómo hablan y escriben los pueblos cultos que

tienen un antiguo idioma; y se verá que el italiano, el español, el

francés de nuestros días es el mismo del Ariosto y del Tasso, de

Lope de Vega y de Cervantes, de Voltaire y de Rousseau.

Pero pasemos ya a los Ejercicios populares de lengua castellana. El

autor incurre en algunas equivocaciones, ya por el principio erróneo

de que no deben usarse en Chile palabras anticuadas en España, ya

porque confunde la acepción de otras con la de equivalentes que no

pueden serlo. En cuanto a lo primero, dejarían de usarse en España

por la misma razón las palabras que se anticuan en Chile y demás

puntos de la Península; reduciendo así a mezquino caudal una lengua

tan rica; así no hay por qué repudiar, a lo menos en el lenguaje

hablado, las palabras criticadas, abusión, acarreto, acriminar,

acuerdo, adolorido, agravación, aleta, alindarse, alado, arbitrar,

arrancada, arrebato, asecho. Con mucha menos razón las voces acezar,

que expresa más que jadear, esto es, respirar con suma dificultad;

ansiedad, inquietud y ansia, deseo vehemente; apertura de colegios,

de clases, etc. y abertura de objetos materiales, como de mesa,

pared; arredrar, es retraer a uno de lo intentado o comenzado, y

atemorizar es infundir temor; artero se aplica a lo falaz y

engañoso; y astuto, a lo sagaz y premeditado; asiduidad es tesón,

constancia; frecuencia es repetición de actos que pueden ser

interrumpidos; así puede uno asistir con frecuencia al colegio, pero

no con asiduidad; arrinconado, dice mucho más que retirado; oigamos

si no a Ercilla, despidiéndose de las musas en su canto 37:

Que el disfavor cobarde que me tiene

Arrinconado en la miseria suma.

Me suspende la mano y la detiene

Haciéndome que pare aquí la pluma.

¡Cuán viva imagen nos presenta aquí la expresión arrinconado!

Reemplazando por retirado, quedaría una insípida vulgaridad.

Finalmente las palabras asonada, avenencia, ni aun están anticuadas

en el diccionario.

VIDA DE JESUCRISTO CON UNA DESCRIPCIÓN SUCINTA DE LA PALESTINA

TRADUCIDA POR D. D. F. SARMIENTO

Santiago, 1844. Imprenta del Progreso.

Versiones de la Biblia por el Padre Scio y por el Obispo Amat

El Sr. Sarmiento, tan celoso en promover la educación primaria, no

ha podido hacer a las escuelas un presente más estimable, que el de

este librito precioso, originalmente compuesto en alemán por el

canónigo Cristóbal Schmid. Todos saben que este digno eclesiástico

ha consagrado las producciones de su fértil pluma a los niños. El

Araucano copió, tiempo hace, de uno de los más acreditados diarios

franceses, el juicio que sobre la tendencia moral y religiosa de las

obras de Schmid han formado el público y el clero católico de

Francia. La presente no es más que una parte de una colección de

Historias sacadas de la Sagrada Escritura, cuya traducción al

francés se imprimió con aprobación del Vicariato General de

Estrasburgo, y fue adoptada por la municipalidad de París para sus

escuelas.

La obra(19) se recomienda por sí misma. La narración es fielmente

ajustada a los Evangelios, y el estilo calcado, se puede decir,

sobre el de los Evangelistas, que reúne en tan alto grado la

sencillez, la claridad, y la expresión. No hay nada en los hechos,

que se haya tomado de otras fuentes que los libros que la Iglesia

reconoce por inspirados; y el autor interpola a menudo a ellos

algunas breves reflexiones, llenas de unción, y sobre todo

acomodadas a la inteligencia de sus tiernos lectores.

Como muestras de una bella narración en aquel estilo natural,

dialogado, que respira un grato perfume de piedad y de antiguo

candor se pueden citar los números 1, 2, 3 y 4, en que se refiere la

Encarnación del Hijo de Dios y el nacimiento del Bautista, el 30,

que contiene la bella Parábola del Hijo Pródigo, el 35 (la

resurrección de Lázaro), y el 41 hasta el 43 (la Pasión del

Salvador).

A muchos parecerá tal vez desaliñado y humilde ese estilo. Somos de

diversa opinión: uno de los méritos que hallamos en el de la obrita

de Schmid es la sencillez y el sabor bíblico; y él es también el que

nos hace mirar la versión de la Biblia por el Padre Scio como más

fiel y elegante que la del Obispo Amat. Nos aprovecharemos de esta

ocasión para exponer nuestro juicio acerca de ellas, sometiéndolo al

voto de los inteligentes.

Los teólogos eruditos calificarán bajo otros respectos el valor de

estas dos traducciones de la Vulgata: nosotros nos ceñiremos a

considerarlas como producciones literarias.

Reconoceremos desde luego que en esta clase de obras el mérito

puramente literario debe sacrificarse sin la menor vacilación a las

exigencias de la enseñanza cristiana, y que si la palabra divina se

presenta en ellas pura, sencilla, venerable, el escritor ha

desempeñado su objeto, aunque se echen menos aquellos arreos de

esmerada elegancia que solemos buscar en las composiciones profanas.

Pero en realidad no hay divergencia entre estos dos puntos de vista.

Cada género de composición tiene su estilo y tono peculiar; y acerca

del estilo y tono que corresponden a una traducción de las Sagradas

Escrituras, lo que dictan los intereses de la religión, es lo mismo

que sugiere el buen gusto.

Una fidelidad escrupulosa es el primero de los deberes del

traductor; y su observancia es más necesaria en una traducción de la

Biblia, que en otra cualquiera. El que se propone verterla, no sólo

está obligado a trasladar los pensamientos del original, sino a

presentarlos vestidos de las mismas imágenes, y a conservar en

cuanto fuere posible la encantadora naturalidad, la ingenua

sencillez, que dan una fisonomía tan característica a nuestros

libros sagrados. Lo que en otras obras pasaría por desaliño, puede

ser la verdadera elegancia en una versión de la Biblia. En la

construcción de las frases deben preferirse los giros antiguos, en

cuanto no se opongan a la claridad o no pugnen con las reglas que ha

sancionado el buen uso en nuestro idioma. Dando a los periodos las

formas modernas, enlazándolos con las frases conjuntivas que estamos

acostumbrados a oír en el lenguaje familiar, desaparece aquel aire

de venerable antigüedad, que trasporta la imaginación a edades

remotas y armoniza tan suavemente con las escenas y hechos que la

Escritura nos representa, con las costumbres y la naciente

civilización de aquellos tiempos primitivos. ¿Qué será de la

fisonomía patriarcal del Pentateuco, de la exaltación de los libros

proféticos, de la amable unción del Evangelio, si a la estructura

sencilla de los períodos, al diálogo familiar, a los tropos

orientales, sustituimos los giros modernos, exactos, precisos,

lógica y gramaticalmente correctos; si sometemos al compás y la

regla el desorden aparente de un alma inspirada, y convertimos la

más alta poesía en pura prosa? ¿No sería esto un verdadero

anacronismo? La paráfrasis es de suyo infiel. Ella añade al

pensamiento original ideas accesorias que lo deslían y lo enervan.

Para justificar la preferencia que damos bajo este punto de vista a

la Biblia de Scio sobre la del obispo Amat las compararemos en unos

pocos pasajes.

Génesis, I, 3. Scio: «Y dijo Dios: sea hecha la luz, y fue hecha la

luz». Amat: «Dijo pues Dios: sea hecha la luz y la luz quedó hecha».

El conectivo pues, el quedó, y el orden gramatical de las palabras

en la última cláusula, hacen desaparecer la poesía sublime de la

Vulgata, Fiat lux et facta est lux. El hebreo nos parece todavía

mejor: «Sea la luz; y fue la luz». El hacerse la luz nos parece como

que asemeja el efecto instantáneo de la voz creadora a las lentas

producciones de las artes humanas.

Jeremías, XV, 18. Scio: «Ha sido para mí como mentira de aguas

desleales». Amat: «Se ha hecho para mí como unas aguas engañosas en

cuyo vado no hay que fiarse». La Vulgata: Facta est mihi quasi

mendacium aquarum infidelium.

Jeremías, XV, 18. Scio: «Ha sido para mí como mentira de aguas desde

Israel: Mirad que yo a vuestros ojos y en vuestros días quitaré de

este lugar voz de gozo, y voz de alegría, voz de esposo y voz de

esposa». Amat: «Esto dice... Sábete que yo a vuestros ojos y en

vuestros días desterraré de este lugar la voz de gozo y la voz de

alegría, la voz del esposo y la voz o cantares de la esposa». ¡Dios

interpretándose y sustituyendo una palabra a otra, como si desde

luego no hubiese acertado a elegir la mejor!

Jeremías, XXXI, 26. Scio: «Desperté como de un sueño; y vi; y mi

sueño, dulce para mí». Amat: «Desperté yo como de un sueño; y volví

los ojos, y me saboreé con mi sueño profético». Esta paráfrasis es

bastante buena; pero es paráfrasis.

Jeremías, XV, 10, Scio: «¡Ay de mí, madre mía! ¿por qué me

engendraste, varón de contienda, varón de discordia en toda la

tierra?» Amat: «¡Ay madre mía! ¡cuán infeliz soy yo! ¿Por qué me

diste a luz, para ser, como soy, un hombre de contradicción, un

hombre de discordia en toda esta tierra?»

Isaías, I. 20. Scio: «Si me provocareis a enojo, la espada os

devorará». Amat: «Si provocareis mi indignación, la espada de los

enemigos traspasará vuestra garganta».

Mateo, II, 18. Scio: «Voz fue oída en Ramá; lloro y mucho lamento:

Raquel llorando sus hijos; y no quiso ser consolada, porque no son».

Amat: «Hasta Ramá se oyeron las voces, muchos lloros y alaridos: es

Raquel, que llora a sus hijos, sin querer consolarse, porque ya no

existen». Al que no sienta la superioridad de la versión de Scio en

estos dos últimos pasajes, no tenemos nada que decirle.

 

 

 

ENSAYOS LITERARIOS Y CRÍTICOS POR DON ALBERTO LISTA Y ARAGÓN

Los jóvenes que se dedican a la literatura, y especialmente a la

poesía, hallarán en esta colección observaciones muy sensatas, mucho

conocimiento del arte, y una filosofía sólida y sobria, sin

pretensiones de profundidad, sin la neblina metafísica con que

parece que recientemente se ha querido oscurecer, no ilustrar, la

teoría de la bella literatura. A todas estas cualidades, reúne don

Alberto Lista el mérito de un lenguaje puro y correcto, y de un

estilo natural y elegante, que está siempre al nivel de su asunto, y

se eleva a la altura conveniente cuando se le ofrece desenvolver las

leyes primordiales de las creaciones artísticas, y establecerlas

sobre la naturaleza de las facultades intelectuales y los instintos

del alma humana. Ningún escritor castellano, a nuestro juicio, ha

sostenido mejor que don Alberto Lista los buenos principios, ni ha

hecho más vigorosamente la guerra a las extravagancias de la llamada

libertad literaria, que, so color de sacudir el yugo de Aristóteles

y Horacio, no respeta ni la lengua ni el sentido común, quebranta a

veces hasta las reglas de la decencia, insulta a la religión, y

piensa haber hallado una nueva especie de sublime en la blasfemia.

Como esta nueva escuela se ha querido canonizar con el título de

romántica, don Alberto Lista ha dedicado algunos de sus artículos a

determinar el sentido de esta palabra, averiguando hasta qué punto

puede reconocerse el romanticismo como racional y legítimo. Aunque

no se convenga en todas las ideas emitidas por este escritor (y

nosotros mismos no nos sentimos inclinados a aceptarlas todas),

hemos creído que los artículos que ha dedicado a estas cuestiones,

dan alguna luz para resolverlas satisfactoriamente.

La palabra romántico nos ha venido de la lengua inglesa, donde se

deriva de romance. Con esta última palabra, que es de origen

francés, se significó al principio la lengua vulgar francesa, para

distinguirla de la latina, que se cultivaba en las escuelas, y

estaba casi reducida a la iglesia y los claustros. Por extensión, se

dio el mismo nombre a las composiciones en lengua vulgar, y

señaladamente a las del género narrativo, en que se contaban los

hechos de algún personaje real o imaginario, es decir, a las

historias o novelas en prosa o verso, entre las cuales tuvieron

particular celebridad las gestas y los libros de caballería.

«Antes que hubiese una escuela de literatura llamada romanticismo»

dice don Alberto Lista, «vemos usado en los escritores ingleses de

más nota el epíteto de romantic en sentido metafórico, y aplicado a

aquellos sitios en que la naturaleza despliega toda la variedad de

sus formas con el aparente desorden que la caracteriza entre los

contrastes de hermosas campiñas y collados amenos con montes

escarpados, precipicios horribles y peñascos estériles e incultos.

La propiedad de la metáfora es visible; esos paisajes se llaman

románticos por su semejanza con los que se describen en las novelas,

y que los autores pintan adornados de todos aquellos contrastes y

bellezas... He aquí cuanto hemos podido averiguar acerca del origen

de la voz romanticismo. Según él, sólo puede significar una clase de

literatura, cuyas producciones se semejan en plan, estilo y adornos

a las del género novelesco».

Alguna más latitud pudiera quizás darse a esta deducción. ¿No podría

decirse que se designa con aquella palabra una clase de literatura

cuyas producciones se asemejan, no a las novelas, en que se

describen paisajes como los que bosqueja el señor Lista, sino a los

paisajes mismos descritos? ¿Qué es lo que caracteriza esos sitios

naturales? Su magnífica irregularidad; grandes efectos, y ninguna

apariencia de arte. ¿Y no es ésta la idea qué se tiene generalmente

del romanticismo?

Ahora pues; desde el momento en que se impone el romanticismo la

obligación de producir grandes efectos, esto es, impresiones

profundas en el corazón y en la fantasía, está legitimado el género.

La condición de ocultar el arte, no sera entonces proscribirlo. Arte

ha de haber forzosamente. Lo hay en la Divina Comedia de Dante, como

en la Jerusalén del Tasso. Pero el arte en estas dos producciones ha

seguido dos caminos diversos. El romanticismo, en este sentido, no

reconocerá las clasificaciones del arte antiguo. Para él, por

ejemplo, el drama no será precisamente la tragedia de Racine, ni la

comedia de Molière. Admitirá géneros intermedios, ambiguos, mixtos.

Y si en ellos interesa y conmueve, si presentando a un tiempo

príncipes y bufones, haciendo llorar en una escena y reír en otra,

llena el objeto de la representación dramática, que es interesar y

conmover (para lo cual es indispensable poner los medios

convenientes, y emplear, por tanto, el arte), ¿se lo imputaremos a

crimen?

En esto creemos estar sustancialmente de acuerdo con don Alberto

Lista. «Las reglas de los antiguos», dice, «fueron deducidas del

estudio y observación de los modelos, comparados con los efectos que

debían naturalmente producir en la fantasía y el corazón, porque a

esto hemos de venir siempre a parar. El genio que describe, está

obligado a satisfacer al gusto que goza y siente. La facultad de

crear en las artes tiene por objeto complacer el sentimiento innato

de la belleza, que reside en el hombre. Este es el principio

fundamental de la ciencia poética, y ésta es la primera ley del

arte; de ella se deducen las demás.

»No creemos, pues, que el romanticismo, si es algo, sea una cosa tan

frívola y tenue como lo sería la mera imitación de las novelas, ni

tan anárquica y disparatada, como una declaración de guerra a las

leyes del buen gusto, dictadas por la naturaleza, deducidas de la

observación, y consagradas por grandes maestros y grandes modelos.

Pues si no es eso, ¿qué podrá ser? ¿Qué valor podremos dar a esta

palabra?»

Es preciso, con todo, admitir que el poder creador del genio no está

circunscrito a épocas o fases particulares de la humanidad; que sus

formas plásticas no fueron agotadas en la Grecia y el Lacio; que es

siempre posible la existencia de modelos nuevos, cuyo examen revele

procederes nuevos, que sin derogar las leyes imprescriptibles,

dictadas por la naturaleza, las apliquen a desconocidas

combinaciones, procederes que den al arte una fisonomía original,

acomodándolo a las circunstancias de cada época, y en los que se

reconocerá algún día la sanción de grandes modelos y de grandes

maestros. Shakespeare y Calderón ensancharon así la esfera del

genio, y mostraron que el arte no estaba todo en las obras de

Sófocles o de Molière, ni en los preceptos de Aristóteles o de

Boileau.

«Algunos han creído», continúa Lista en el segundo de los citados

artículos, «que el romanticismo actual es la literatura propia de la

Edad Media, en que la epopeya se convirtió en novela, la historia en

crónicas, y la mitología en narraciones de milagros fingidos. Esta

opinión aislada, y sin apoyarla en otras consideraciones, viene a

identificarse con la primera, que reduce el origen de la literatura

romántica a lo que indica su etimología, esto es, a la novela,

cultivada en los últimos tiempos de Grecia, pero no con tanta

celebridad, como en los siglos de la caballería.

»Si esta opinión fuese cierta, el proyecto de resucitar en nuestros

días la literatura de la Edad Media, sería tan descabellado como el

de don Quijote. ¿Cómo en una época de filosofía pueden agradar las

mismas cosas que entusiasmaban a nuestros crédulos e ignorantes

antepasados? ¿Cómo una sociedad culta ha de complacerse en las

consejas que inventó el carácter guerrero y supersticioso de

aquellos tiempos? La Europa se ha convertido en una escena política;

¿quién será tan necio que vaya a divertir a los hombres que leen

periódicos y discursos de tribuna con batallas de gigantes y

apariciones de brujas y nigrománticos? No podemos entender a

Calderón, que describe las costumbres caballerescas de su siglo; no

sufrimos a Tirso, sino a favor de su licenciosa malignidad; y

¿toleraríamos las hazañas de Amadís o de Esplandián, o los cantos de

Berceo?»

Sin embargo, no se puede negar que en el romanticismo, como más

comúnmente se entiende, hay cierto tinte de la literatura de la Edad

Media, modificada sucesivamente por el carácter de los siglos que ha

ido atravesando hasta llegar a nosotros. El primer desarrollo

poético de las lenguas modernas nos ofrece la historia, o lo que

pasaba por tal, escrito en rima, y cantado en los castillos y plazas

al son del rabel y la vihuela. El duque de Normandía se enseñorea de

la Inglaterra; y los poetas franceses que se establecen en su nueva

corte benefician el rico venero de las tradiciones bretonas. La

historia fabulosa de Arturo y sus predecesores, poco tiempo antes

dada a luz por un monje de Gales en prosa latina, sirve de tema a

los cantos de los poetas anglo-normandos desde el siglo XII.

Aparecen entonces las leyendas de la Tabla Redonda, y con ellas una

mitología nueva, apoyada en las creencias populares: la de las

hadas, encantadores y mágicos, que la lengua franco-romana, la

lengua de los troveres, naturalizó en el mediodía de Europa; que

engalanó los cantares heroicos de los franceses desde el siglo XIII;

que desde el mismo siglo tuvo eco al otro lado de los Alpes y de los

Pirineos; que se labró un monumento eterno en el Orlando y en la

Jerusalén Libertada. Del siglo XIV en adelante, prohijaron aquella

especie de maravilloso los libros de caballería, y la conservaron en

España hasta la edad de Cervantes, que la enterró en el sepulcro de

su héroe, último de los caballeros andantes.

Miramos esta mitología como esencialmente romántica, vaciada en las

lenguas romances de la Edad Media, y amoldada a las narraciones

poéticas aún algunos siglos después que la literatura había tomado

un nuevo carácter, bebiendo otra vez en las fuentes griegas y

latinas. Fue abandonada, porque dejó de tener apoyo en las creencias

de los pueblos; pero la historia de la Edad Media, las costumbres de

aquella época singular, el pundonor, la idolatría de las damas, el

desafío, la guerra privada, suministraron todavía materiales a los

poetas y a los autores de novelas; Walter Scott les dio nueva vida

en sus magníficos cuadros en verso y prosa; y la lengua castellana

nos ha presentado tentativas felices de la misma especie en El Moro

Expósito y en otras composiciones modernas.

De aquí se sigue que ha existido y existe una poesía verdaderamente

romántica, descendiente de la historia y de la literatura de los

siglos medios, a lo menos en cuanto a la naturaleza de los

materiales que elabora. Pero, aun cuando retrata las costumbres y

los accidentes de la vida moderna en el trato social, en la

navegación, en la guerra, como lo hace el Don Juan de Byron, como lo

hace en prosa la novela de nuestros días, ¿no hallaremos en estas

obras de la imaginación el romanticismo, la escuela literaria que se

abre nuevas sendas, desconocidas de los antiguos, y más adaptadas a

una sociedad en que la poesía no canta, sino escribe, porque todos

leen, y siguiendo su natural instinto, elige los asuntos más a

propósito para movernos e interesarnos, y les da las formas que más

se adaptan al espíritu positivo, lógico, experimental, de estos

últimos tiempos?

Don Alberto Lista describe así la influencia del cristianismo y de

las instituciones políticas en esta revolución literaria:

«La religión de la antigua Grecia y de la antigua Roma, afectaba muy

poco el corazón y la inteligencia. Sus dogmas sólo hablaban a la

imaginación; y sus pompas y festividades, a los sentidos. Tenían

dioses, que habían sido hombres; tenían creencias enteramente

poéticas, que sólo fueron en sus principios alegorías ingeniosas de

los fenómenos del mundo físico o intelectual. Estaban tan poco de

acuerdo su religión y su moral, que, como ha observado muy bien

Rousseau, la casta romana ofrecía sacrificios a Venus, y el

intrépido espartano, al miedo.

»El gobierno republicano, que sobrevivió algunos siglos a la

libertad de Grecia y a la república romana bajo las formas

municipales, obligaba a los ciudadanos a vivir en el foro, donde

desaparecían las ideas, los intereses y los sentimientos

individuales, donde el hombre se escondía, por decirlo así, y sólo

se presentaba el patriota, el estadista, el amante verdadero o

fingido del procomunal.

«La sociedad, donde reinaba esta creencia y esta clase de gobierno,

debía entregarse más bien al estudio de la política que de la moral.

Pocas veces reflexionaría el hombre sobre sí mismo, porque toda su

atención absorberían la ambición o el bien de la patria. El gobierno

republicano exige además, como condición indispensable de su

existencia, la esclavitud doméstica, porque, sin esclavos que cuiden

de los negocios de la casa, mal podría el ciudadano acudir a los

públicos en el foro. El amor era desconocido en las épocas de buenas

costumbres; entonces cada joven recibía su esposa de mano de sus

padres. Lo mismo sucedía en los tiempos de corrupción; pero esto era

en el siglo de oro de las mujeres prostituidas. El divorcio llegaba

a ser un adulterio legal; y la atracción de los sexos sólo era una

potencia meramente física. Quien no lo crea, lea a Ovidio y a

Petrarca(20).

»Veamos ya qué especie de literatura convenía a esta sociedad.

Solamente podía cantarse en ella el amor físico, embellecido con

ficciones y alegorías mitológicas; mas no los sentimientos

interiores del hombre, que, o no existían, o para nada se

consideraban; no la lucha de los afectos y de las pasiones con el

deber; no el deseo innato e inmenso, pero vago, de felicidad, que

reside en el alma humana. Como la religión gentílica no revelaba al

hombre el misterio de su existencia, como la forma de gobierno no le

dejaba tiempo ni atención para estudiarse a sí mismo, los poetas más

grandes de Grecia y Roma sólo pintaron lo que veían en la sociedad:

pasiones, vicios y virtudes; pero consideradas en general, y no

modificadas según las circunstancias particulares de cada individuo,

costumbres más o menos feroces según la cultura de las épocas,

caracteres dotados de cualidades universales, y en las cuales nada

vemos del interior del individuo, sólo vemos las formas generales

del ciudadano.

«A la religión de la imaginación, sucedió la de la inteligencia. El

hombre reconoció que era un deber suyo, estudiarse a sí mismo,

luchar contra sus propias pasiones y someterlas al yugo de la razón.

El hombre reconoció en todos los demás a hermanos suyos a quienes

tenía obligación de amar, y cesó, por consiguiente, la esclavitud

doméstica. El hombre, en fin, reconoció en su esposa un ser

inteligente, que debía acompañarle en la carrera de la vida, y que

debía gozar de su libertad al mismo tiempo que le obedeciese; el

bello sexo quedó emancipado; y el amor moral, fundado en la

estimación y en la elección mutua, nació entonces.

«Al gobierno republicano, sucedió el monárquico bajo diferentes

formas; pero todas templadas por el principio del cristianismo,

enemigo de la tiranía, al mismo tiempo que del desorden. Los

ciudadanos tuvieron a la verdad una patria que defender, y que

sostener; mas no era necesario que viviesen en la plaza pública,

merced al sistema representativo, imitado de los concilios del

cristianismo, que les permitía vacar a sus negocios domésticos,

ejercer sus profesiones y atender, sin necesidad de esclavos, a los

intereses de su casa y familia.

»Claro es que una sociedad así constituida, necesita de una

literatura muy diferente de la de Pericles y de Augusto. Su poesía

cantará la patria y los héroes; pero al describirlos, no omitirá las

luchas interiores que sufrieron para hacer triunfar la virtud de las

pasiones. Cantará el amor, porque ¿cui non dictus Hylas? pero lo

ennoblecerá, pintándolo como una especie de culto, como un tributo

debido no sólo a la hermosura, sino también a las prendas del alma.

Presentará en el teatro esta y las demás pasiones; pero siempre con

un fin favorable a la buena moral. Escribirá novelas, en las cuales

en medio de episodios interesantes, no se olvidará de penetrar en

los más íntimos senos del corazón humano, y de arrancarle a la

naturaleza sus secretos. Hará descripciones de las escenas más

bellas del Universo; pero siempre las enlazará con una verdad de

sentimiento o de costumbres. Pintará los deseos del hombre; pero de

modo que se conozca la insuficiencia de los placeres de la vida para

colmar su felicidad. Y en fin, cuando cante la religión, se elevará

su alma a las regiones desconocidas que nos ha revelado el sacro

poeta de Sión; y su fantasía, embellecida con las luces de la

inteligencia, formará cuadros muy superiores a los de Píndaro y

Homero, porque cada imagen será un sentimiento, y cada idea una

virtud.

»Esta es la diferencia que encontramos entre la literatura antigua,

y la que conviene a los pueblos civilizados y cristianos que habitan

la Europa de nuestros días. Si el romanticismo ha de ser algo

contrapuesto al clasicismo, no puede ser otra cosa, sino lo que

acabamos de describir. En el punto de vista en que hemos colocado la

cuestión, ha recibido todo el alcance que puede tener, y que

efectivamente le han dado ya algunos genios de primer orden. Es

verdad que en los siglos bárbaros, sin luces, sin cultura, con

idiomas informes, poco mérito pudieron tener las primeras

producciones de la nueva literatura. Pero vinieron los tiempos de

Petrarca, Tasso, Shakespeare, Milton, y entre nosotros, de Herrera,

Rioja, Lope y Calderón; y se conoció entonces cuáles eran los medios

de interesar a la sociedad europea».

Adherimos a este modo de pensar de Lista, aunque tal vez se

encuentre alguna exageración en las ideas con que lo apoya, sobre

todo en lo tocante a la influencia de las instituciones políticas

sobre el sentimentalismo de la moderna poesía. La democracia del

ágora y del foro había expirado muchos siglos antes de Dante y

Petrarca, y nos parece algo forzado el recurso de reemplazar su

influjo por el de las formas municipales que sobrevivieron a la

república romana y no conservaron la más débil imagen de aquella

agitada democracia. Que el amor fuese incompatible con las buenas

costumbres en las dos naciones clásicas, es una hipérbole

inadmisible; el amor, aunque algo menos reservado en su expresión,

era tan afectuoso, tan capaz de sacrificios heroicos, tan sensible a

las prendas del alma del objeto amado, como lo ha sido en todas las

otras épocas de civilización y cultura. La emancipación del bello

sexo había principiado verdaderamente bajo la república romana, y el

efecto práctico tanto de la potestad marital, como de la paterna,

distaba mucho del despotismo doméstico que han mirado algunos, con

poco fundamento, como uno de los lunares de la legislación de aquel

pueblo. Que no se viese en las poesías de Grecia y Roma al

individuo, sino las formas generales del ciudadano, lo desmiente

Homero, lo desmiente Sófocles, lo desmiente Virgilio mismo, aunque

inferior a estos dos grandes poetas en la facultad de individualizar

los caracteres. Se creería, por lo que dice Lista, que los asuntos

patrióticos y republicanos ocupaban el primer lugar en la poesía de

los griegos; y es todo lo contrario. La antigua monarquía, la

familia real de Tebas, de Argos, de Atenas, es lo que figura casi

perpetuamente en el teatro trágico. La epopeya no canta sino las

proezas y aventuras de los tiempos heroicos. La comedia antigua de

Atenas, especie de farsa alegórica, que es a la democracia ateniense

lo que nuestros autos sacramentales a las creencias cristianas, fue

el solo género inspirado por la política. Ni la lucha interior de

las pasiones fue tampoco desconocida a la tragedia o la epopeya

clásica. En fin, ¿no son ahora mucho más republicanas las costumbres

en Inglaterra, en Francia y en otras naciones, que en Roma bajo el

dominio de Augusto y de sus sucesores? Es cierto que los poetas

modernos disecan más profunda y delicadamente el corazón humano;

pero basta para explicar este efecto la generalidad de los estudios

filosóficos, el espíritu de análisis que ha penetrado todas las

ciencias y todas las artes, y la necesidad de ir adelante impuesta

en todas direcciones al espíritu humano, necesidad tan imperiosa,

que cuando no acierta con el camino del progreso, antes que

permanecer estacionario se extravía, y aparecen en la literatura las

épocas de decadencia en que el genio se estraga, la imaginación se

aficiona a lo exagerado y extraño, los sentimientos degeneran en

sutiles conceptos y la elegancia en culteranismo.

Elección de materiales nuevos, y libertad de formas, que no reconoce

sujeción sino a las leyes imprescriptibles de la inteligencia, y a

los nobles instintos del corazón humano, es lo que constituye la

poesía legítima de todos los siglos y países, y por consiguiente, el

romanticismo, que es la poesía de los tiempos modernos, emancipada

de las reglas y clasificaciones convencionales, y adaptada a las

exigencias de nuestro siglo. En éstas, pues, en el espíritu de la

sociedad moderna, es donde debemos buscar el carácter del

romanticismo. Falta ver si el que ahora se califica de tal, «cumple

las condiciones necesarias de la literatura, cual la quiere el

estado social de nuestros días». Sobre este asunto, no podemos menos

de copiar a don Alberto Lista, en su artículo tercero. Es un trozo

escrito con mucha sensatez y vigor.

«Nada es más opuesto al espíritu, a los sentimientos y a las

costumbres de una sociedad civilizada y cristiana, que lo que ahora

se llama romanticismo, a lo menos en la parte dramática. El drama

moderno es digno de los siglos de la Grecia primitiva y bárbara;

sólo describe el hombre fisiológico, esto es, el hombre entregado a

la energía de sus pasiones, sin freno alguno de razón, de justicia,

de religión. ¿Sacia su amor, su venganza, su ambición, su enojo? Es

feliz. ¿Halla obstáculos invencibles que destruyen sus criminales

esperanzas? Busca un asilo en el suicidio.

»Los dramáticos del día hacen consistir todo su genio, todo el

mérito de su invención en acumular monstruosidades morales. Los

hombres son en sus dramas mucho más perversos que en la escena del

mundo. Sus maldades son poéticas, como la tempestad de que habla

Juvenal. ¿Qué utilidad resulta de esta exageración? Se ha dicho, y

no sin fundamento, que la lectura de las novelas estragaba en otro

tiempo el entendimiento de los jóvenes, haciéndoles creer que los

hombres eran mejores de lo que son. Pero más dañosos nos parecen los

dramas modernos que pintan la naturaleza humana peor de lo que es.

Error por error, preferimos la noble confianza de creer a todos los

hombres semejantes a Grandison, y a todas las mujeres tan virtuosas

como Clara, a la triste cuanto infame sospecha de tropezar a cada

paso con Antony o con Lucrecia Borgia. Los primeros pueden ser

útiles en calidad de modelos, aunque no sea posible llegar a su

perfección ideal. Y ¿no es de temer que la juventud, tan simpática

con todo lo que es fuerza y movimiento, aunque se dirija al mal,

quiera imitar los monstruos que se le presentan en la escena, no más

que por el infeliz orgullo de parecer dotada de pasiones fuertes?

Tanto es de temer, cuanto no faltan ejemplares de tan infausta

imitación.

»No podemos pasar de aquí sin hacer una advertencia útil a nuestra

juventud. La verdadera fuerza y energía de alma, no está en las

pasiones, sino en la razón. Las pasiones fuertes anuncian por lo

común un ánimo débil, si son desenfrenadas. Más fuerza de alma hay

en el padre de familia oscuro que llena la larga carrera de su vida

con virtudes poco celebradas, cumpliendo con exactitud los deberes

de hombre y de ciudadano, que en Alejandro el Grande, víctima de su

ambición y de su inquietud. Aquél mostrará menos pavor que el héroe

de Macedonia en las cercanías del sepulcro.

»No sabemos por qué asquean tanto nuestros dramaturgos de hoy la

literatura de los griegos. ¿Por ventura la Clitemnestra, el Orestes,

la Electra, el Egisto de Sófocles no se parecen más a los modelos de

maldad que presenta actualmente la escena, que la Desdémona de

Shakespeare, los amantes de Lope de Vega, el Horacio de Corneille y

la Andrómaca de Racine? Pero los poetas trágicos de Atenas tenían

disculpa en su creencia. Su religión nada influía en la moral; para

ellos el hombre era un ser puramente fisiológico, dirigido

invenciblemente por el destino.

Fata volentem ducunt, nolentem trabunt.

Conduce el hado al que le sigue; arrastra al que resiste.

»¿Pueden tener esta disculpa nuestros dramaturgos? Y si acaso creen

en la ciega necesidad del destino, ¿creen también en ella los

pueblos que asisten a sus espectáculos?

»Pero dirán que el fin de sus dramas es moral, por cuanto los

perversos acaban suicidándose; y ¿qué es el suicidio para hombres

que nada creen, sino sus pasiones? Después que se han hartado de

maldades, después de haber servido a los espectadores los platos de

todos los delitos, se les da por postre el mayor de todos ellos a

los ojos de la naturaleza y de la religión. ¡Bella moral, por

cierto!

»No puede haber verdadero efecto moral ni dramático sin interés.

¿Por quién se atreverá a interesarse ningún corazón honrado y

sensible ni en Antony, ni en Angelo de Padua, ni en Lucrecia Borgia,

ni en otros mil dramas, donde el hombre que tenga alguna delicadeza

se halla como en el medio de un albañal? Comparemos con los horrores

que se representan en esas composiciones infernales nuestros

sentimientos dulces, nuestra civilización inteligente, nuestras

creencias religiosas, nuestra filantropía y hasta nuestras pasiones

atenuadas y reducidas a su justa medida por la amenidad de las

costumbres. ¿Cómo podemos sufrir los hombres del siglo XIX la

barbarie de los tiempos de Cadmo y de Pélope?

«Y ¿qué diremos de ese furor de desfigurar la historia para hacer

ridículos u odiosos los personajes más célebres de ella? Nosotros no

tenemos a Felipe II por un hombre bueno; pero no somos tan necios

que le creamos tal como le han pintado Schiller y Alfieri, copiando

los retratos infieles que de él hicieron los historiadores de

Francia, cuya potencia humilló, y los del protestantismo, cuyos

progresos contuvo. No creemos que Carlos V careciese de defectos;

pero ¿quién le reconocerá en el badulaque del Hernani? Creemos

también que habrán existido antiguamente en la corte de Francia

algunas princesas livianas; pero eso de arrojar sus amantes al río

desde la torre de Nesle, es burlarse de los espectadores. Calderón

desfiguró la historia; pero fue para asimilar los personajes griegos

y romanos a los caballeros españoles, que por cierto valían tanto

como los héroes de cualquier nación...

»El siglo no puede sufrir ya la anarquía, ni en los escritos, ni en

las conversaciones; la anarquía vencida se ha refugiado a la escena.

¿Por qué se la sufre en ella? Porque los hombres son inconsecuentes,

y porque la moda es la reina del mundo.

»Pero la moda pasará; y entonces será muy fácil conocer que el

romanticismo actual, anárquico, anti-religioso y anti-moral, no

puede ser la literatura de los pueblos ilustrados por la luz del

cristianismo, inteligentes, civilizados, acostumbrados a colocar sus

intereses y sus libertades bajo la salvaguardia de las

instituciones».

1. EL pabellón de Colombia lleva los principales colores del iris;

el del Perú lleva un sol en el centro.

2. El río Magdalena corre al mar por las cercanías de Bogotá, como

el Eurotas por las cercanías de Esparta. El Rímac atraviesa Lima

como el Tíber a Roma.

3. Agregamos el texto latino para facilitar el cotejo:

Aequam memento rebus in arduis

Servare mentem, non secus in bonis

Ab insolenti temperatam

   Laetitia, moriture Deli,

Seu moestus omni tempore vixeris,

Seu te in remoto gramine per dies

Festos reclinatum bearis

   Interiore notam falerni,

Qua pinus ingens albaque populus

Umbram hospitalem consociare amant

Ramis, et obliquo laborat

   Lympha fugax trepidare rivo.

Huc vina et unguenta et nimium breves

Flores amoenae ferre jube rosae,

Dum res et aetas et sororum

   Fila trium patiuntur atra.

Cedes coemptis saltibus, et domo,

Villaque, flavus quam Tiberis lavit,

Cedes, et exstructis in altum

   Divitiis potietur haeres.

Divesne, prisco natus ab Inacho,

Nil interest, an pauper et infima

De gente sub dio moreris

   Victima, nil miserantis Orci.

Omnes eodem cogimur: omnium

Versatur urna, serius, ocius

Sirs exitura et nos in aeternum

   Exsilium impositura cymbae.

4. Constrúyase: sors omnium, serius vel ocius exitura, et nos

impositura cymbae in aeternum exsilium, versatur urna. De otro modo

se pecaría contra las leyes métricas.

5. Hunc, si mobilium turba quiritium

Certat tergeminis tollere honoribus;

6. En este sentido da Teócrito a Hércules el epíteto de corazón de

hierro, y en el mismo dibujo Tibulo

 

 

 

«Quis fuit horrendos primus qui protulit enses?

Quam ferus et vere ferreus ille fuit»

Lo que pudo inducir en error a algunos comentadores fue la expresión

circa pectus, que en este pasaje se aparta algo de la aceptación

común, significando in pectore; no de otra manera que, sin salir de

Horacio, tenemos en la oda vigésima quinta de este mismo libro:

«Quum tibi flagrans amor, et libido

Quae solet matres furiare equorum,

Saevit circa jecur»,

esto es, in jecore, porque esta entraña, según Platón y otros

antiguos filósofos, era el asiento del amor.

7. «Ille et nefasto te posuit die,

Quicumque primum, et sacrilega manu

Produxit, arbos, in nepotum

   Perniciem, opprobriumque pagi:

Illum et parentis crediderim sui

Fregisse cervicem, et penetralia

Sparsisse nocturno cruore

   Hospitis...»

8. «En estos últimos tiempos a fuerza de tantas traducciones se ha

introducido en los escritos de algunos de nuestros literatos, el

abuso de llamar genio a lo que constantemente han dicho ingenio

nuestros padres y abuelos». Capmany, Filosofía de la Elocuencia,

art. «del ingenio».

9. Lo mismo dice Justino satia te, inquit, sanguine quem sitisti,

cujusque insatiabilis semper fuisti.

10. Condillac en su historia antigua sostiene que Jenofonte no se

propone hacer más que una novela, pintándonos a Ciro como un

príncipe grande y benéfico, y después de haber criticado el retrato

que el historiador griego hace de él, termina diciendo: es bien

difícil creer que sea éste el Ciro de los Persas. Obras completas.

Tom. V hist. ant.

11. La Harpe dice: se admira a Jenofonte como filósofo y estadista

en su encantadora Ciropedia, que se puede comparar a nuestro

Telémaco.

12. Epist. Ad. y Phil. Panath. 1, 2.

13. Aberat illa laus qua permoveret atque incitaret animus, neque

erat ulla vis atque contentio.

14. Cayeron en esta equivocación: Sismondi, Litterature du Midi de

l'Europe, chapitre 24; el autor de Tableau de la Littérature (en el

tomo 24 de la Enciclopedia de Courtin) párrafo 18; y otros.

15. Después de escrito este artículo, hemos visto el de la

Biographie Universelle, V. Ercilla. Su autor M. Boucous, nos ha

parecido un inteligente y justo apreciador de la Araucana.

16. En el prólogo a sus Poesías, publicadas en el año de 1836, hace

ya profesión de una fe literaria más laxa y tolerante, que la de su

Arte poética.

17. Obras de Moratín, tomo 3, página 408, edición de parís.

18. Institutione Oratoria, libro 8, capítulo 3.

19. No por esto desestimamos el juicio imparcial que se hace de ella

en el último capítulo de la Revista Católica, que acabamos de ver.

20. Debe decir Petronio, porque Petrarca es cabalmente el poeta en

que el lenguaje del amor es más casto, más idolátrico, más

espiritual, cualidades que faltan de todo punto al de Petronio.