Andrés
Bello
•Literatura
latina
•Juicio
sobre la obra poética de Don Nicasio Álvarez de
Cienfuegos
•Estudios
sobre Virgilio, por P. F. Tissot
•Noticia
de la Victoria de Junín. Canto a Bolivar, por José
Joaquín
Olmedo
•Juicio
sobre las poesías de José María Heredia
•Campaña
del ejército republicano al Brasil y triunfo de
Ituzaingó,
canto lírico, por Juan Cruz Varela.
•Las
poesías de Horacio traducidas en versos castellanos, con
notas
y observaciones, por Don Javier de Burgos.
•Poesías
de D. J. Fernández Madrid
•La
oración inaugural del curso de oratoria del Liceo de Chile
de
José Joaquín de Mora
•Leyendas
españolas por José Joaquín de Mora
•La
Araucana por don Alonso de Ercilla y Zúñiga
•El
Gil Blas
•Juicio
crítico de don José Gómez Hermosilla
•La
Ilíada, traducida por don José Gómez Hermosilla
•Romances
históricos por don Ángel Saavedra Duque de Rivas
•Ejercicios
populares de lengua castellana
•Vida
de Jesucristo con una descripción sucinta de la Palestina
traducida
por D. D. Sarmiento
•Ensayos
literarios y críticos por don Alberto Lista y Aragón
Crítica
literaria
Andrés
Bello
Literatura
Latina
La
lengua de los romanos era el latín, la lengua del Lacio, de que
Roma
había sido colonia. En la población de Italia, se juntaron dos
razas
principales: la céltica, originaria del Occidente, y la
pelasga,
procedente del Asia y de la Grecia. Así el idioma latino
nació
de la fusión de dos elementos: uno céltico, que fue el de los
más
antiguos habitantes, llamados aborígenes, pueblo salvaje y
grosero;
y otro pelasgo, que había sido también la raíz del dialecto
eolio
de los griegos.
El
latín, en los últimos tiempos de la república, era la lengua de
las
leyes, de los contratos, de la literatura; pero, en el uso común
de
la vida, había pueblos italianos que conservaban sus dialectos
primitivos.
Así los ligures del Apenino siguieron hablando la
antigua
lengua céltica hasta la caída del imperio de Occidente. El
osco
se hablaba en la Campania a la época de la destrucción de
Pompeya,
como lo atestiguan las inscripciones que se han encontrado
en
las ruinas de aquella ciudad. Al principio de nuestra era,
dominaba
todavía el etrusco en la Emilia. En la Italia Meridional y
la
Sicilia, aunque el latín era la lengua de la política y del
comercio,
la masa de la población hablaba el dialecto jónico o
dórico,
que se conservaron durante toda la Edad Media, o lo menos en
algunos
lugares. En las provincias de oriente del imperio romano,
subsistió
siempre el griego, al lado del latín, que sólo servía para
los
actos de las autoridades romanas, y no logró generalizarse, sino
en
la Iliria, la Pannonia, y a las orillas del Danubio. En
Occidente,
fue donde hizo el latín sus más brillantes conquistas,
particularmente
en África, las Galias, y las Españas. Pero en
África,
no llegó a extinguir el púnico, ni en España el vascuence,
que
es el antiguo ibero, ni en la Galia el galo-céltico, que es hoy
el
bretón. La lengua céltica resistió a la conquista romana en la
Irlanda
y en las montañas de Escocia.
I
PRIMERA
ÉPOCA DE LA LITERATURA LATINA, DESDE LA FUNDACIÓN DE ROMA
HASTA
EL FIN DE LA PRIMERA GUERRA PÚNICA, 241 A. C.
Cantos
populares y religiosos han sido la sola literatura de toda
sociedad
naciente. Así Roma nos presenta, como su primer monumento
literario,
las reliquias de la antiquísima canción de los hermanos
arvales
(cofradía de sacerdotes, que en los meses de abril y julio
iban
en procesión por los campos, implorando con rústicas tonadas y
danzas
la bendición de los dioses sobre los sembrados). Parecen
escritos,
aunque de un modo informe y grosero, en el antiguo verso
saturnio,
cuya forma normal era el clásico yámbico, añadida al fin
una
sílaba. Cítanse también los cantares de los sacerdotes salios,
instituidos
por Numa, y dos composiciones de un vate o profeta
célebre
llamado Marcio, en el mismo ritmo. El verso saturnio siguió
empleándose
hasta mucho tiempo después de la primera guerra púnica,
como
tendremos ocasión de notarlo. Pero en todas estas antiguallas,
no
se encuentra más mérito que el de una sencillez extremada, si
puede
darse este título a la más desnuda rudeza.
Canciones
en que se celebraban los hechos de los hombres ilustres
hubo
desde los primeros tiempos en Roma; y se entonaban en los
convites
al son de la flauta. Algunos miran la historia de las
primeras
edades de Roma como el reflejo de una o más epopeyas
populares,
que desfiguraron los hechos, confundieron los personajes,
dieron
a las migraciones y revoluciones una personalidad real, y
añadieron
a todo esto innovaciones poéticas, verdaderas sólo en
cuanto
hablaban de las creencias y costumbres reinantes.
La
historia de aquellos tiempos primitivos se reducía a la
confección
de anales: apuntes brevísimos en que el pontífice máximo
consignaba
los nombres de los cónsules y de los otros magistrados, y
las
cosas memorables de cada año, sobre una tabla pintada de blanco.
De
estos apuntes, se dice que se compilaron después ochenta libros,
que
se llamaban Anales Máximos por haberlos compuesto los que
ejercían
el supremo pontificado (pontifices maximi).
También
se hace mención de los Libri Magistratuum o Libri Lintei,
libros
de lino, depositados en el templo de la diosa Moneta, y
citados
algunas veces por los historiadores.
Las
familias conservaban también manuscritos de los hechos de sus
antepasados,
los cuales se trasmitían de padres a hijos como una
herencia
sagrada.
Era
costumbre en los funerales pronunciar discursos en que se
conmemoraban
las acciones señaladas del difunto y de los
progenitores:
monumentos de veracidad sospechosa que contribuyeron a
viciar
y oscurecer la historia. Cosas, dice Cicerón, se escribieron
en
estos panegíricos que jamás sucedieron: triunfos falsos, falsos
consulados,
genealogías apócrifas.
Cada
año un magistrado supremo, cónsul o dictador, clavaba un clavo
en
un templo, ya fuese con el objeto de llevar así la cuenta de los
tiempos
(lo que probaría que el arte de escribir era entonces
desconocido),
o ya fuese que lo que se hizo al principio con un
objeto
práctico se conservara después como una ceremonia o rito, de
lo
que tenemos muchos ejemplos en los actos jurídicos de los
romanos.
Dejando
estos tiempos oscuros de pocas letras, en que no es posible
separar
la historia de la leyenda; en que la poesía estaba reducida
a
los rudos cantares de los banquetes y del pueblo, y a los himnos
sagrados
en una lengua informe que llegó a no ser entendida, ni de
los
sacerdotes; en que no hubo más elocuencia que la de los debates
del
foro, apasionada probablemente, pero rústica y grosera, y la de
los
elogios fúnebres (mortuoriae laudationes) inspirados por la
vanidad
y la lisonja, descendamos a la época de la memorable
contienda
entre Roma y Cartago, cuando aquella república floreciente
en
armas, fecunda en héroes, dominadora de Italia, pulió su lengua y
empezó
a cultivar con algún suceso la literatura.
El
primer nombre literario de Roma es el de Livio Andrónico,
tarentino,
y por consiguiente de extracción griega, liberto del
censor
Livio Salinator, que le confió la educación de sus hijos.
Tradujo
al latín la Odisea, compuso himnos y dio al teatro
imitaciones
de los dramas griegos, en que él mismo representaba. Los
espectáculos
teatrales habían venido de Etruria; y el nombre mismo
de
histriones, que se dio a los actores, es etrusco. Habíase
preludiado
en cierto modo a ellos por versos festivos y satíricos
que
cantaban a competencia los jóvenes en ciertas festividades:
versos
libres, rudos, que se llamaban fesceninos, del nombre de
Fescenia,
ciudad de Etruria, que probablemente dio el ejemplo. De
estos
cantares jocosos, nació poco a poco una especie de drama,
llamado
sátira, que era una mezcla de cantares diversos de varias
especies
de metro, como la lanx satura, consagrada a la diosa de las
festividades
era un plato lleno de toda especie de frutas. El
primero
que sustituyó a esta composición satírica un ordenado drama,
fue
Livio Andrónico, que, como el uso permanente de la declamación
histriónica
le hubiera enronquecido la voz, hubo de limitarse a la
gesticulación,
mientras que pronunciaba las palabras otro actor al
son
de la flauta, Livio Andrónico tuvo así la gloria de haber creado
en
Roma dos artes: el de la composición dramática, y el de la
mímica,
que, llevada después a la perfección, fue uno de los
espectáculos
favoritos del pueblo, aun en los más bellos días de la
literatura
romana.
Varias
causas contribuyeron desde entonces a privar a Roma de un
drama
nacional. Una de las principales fue la servil imitación de la
literatura
griega, objeto de admiración para una parte de la gente
educada,
y de desdén para los que se gloriaban de conservar en su
rústica
pureza las antiguas costumbres, y para la mayoría de la
nación,
que miraba la milicia y la jurisprudencia como las solas
ocupaciones
dignas del patricio y del libre. Otra, de más duradero
influjo,
fue el circo, donde se exhibían certámenes de fuerza y
destreza,
en el pugilato y la lucha, en lanzar el disco, en conducir
el
carro, en la caza de fieras, en representaciones de batallas
pedestres,
ecuestres y navales. La emulación activa, el movimiento
ávido,
la progresiva magnificencia de los juegos del circo no podían
menos
de eclipsar a los ojos del pueblo las diversiones dramáticas.
La
mímica dejó un lugar subalterno a la poesía, ¿Qué emoción podían
producir
los dolores del alma idealizados por la tragedia en
espectadores
de ambos sexos que contemplaban con interés palpitante
los
variados combates de gladiadores y la realidad de una lid de
muerte,
buscando una especie de elegancia artística en las últimas
agonías?
Tenía
la Italia un germen de drama nacional en las atelanas
(fabellae
atellanae) farsas populares llamadas así, o por haberse
inventado
en Atele, ciudad de los oscos en la Campania, o a lo menos
porque
tendrían allí una celebridad superior. Que esos dramas eran
de
origen osco no admite duda por los nombres que también se les
daban
de diversión osca (ludicrum oscum) y juegos oscos (ludi osci).
Lo
más curioso es que los actores de estas piezas no estaban sujetos
a
la infamia de los histriones, que no podían militar en las
legiones,
ni votar en los comicios o juntas electorales y
legislativas
del pueblo. Parece que el lenguaje de las atelanas.,
osco
puro en su país nativo, era en Roma un latín matizado de
palabras
de aquel dialecto; el asunto, a menudo jocoso; el estilo,
bufonesco.
Representábanse en Roma desde los primeros siglos de la
república,
al mismo tiempo que en Atenas las obras de Sófocles y de
Aristófanes;
pero recibidas al principio con entusiasmo, cayeron
después
en descrédito; y aunque se perpetuaron hasta el imperio, y
se
reanimaron de cuando en cuando, se vieron siempre con disfavor
por
la gente culta, que anteponía las imitaciones del arte griego, y
no
podían luchar contra el funesto ascendiente de otros
espectáculos,
en que se buscaban emociones fuertes, o se prefería a
los
goces delicados del alma el vano placer de la vista deslumbrada
por
lo raro y magnífico.
La
primera tragedia de Livio Andrónico fue representada hacia el año
512
de Roma, o 240 a. C. Parece haberse empleado en su obra el verso
saturnio.
Nada más desaliñado que los fragmentos que han podido
recogerse
de sus obras.
II
SEGUNDA
ÉPOCA DE LA LITERATURA ROMANA, DESDE EL FIN DE LA PRIMERA
GUERRA
PÚNICA HASTA LA MUERTE DEL DICTADOR SILA, DE 241 A 78 A.
C.
Desde
esta época, empezaron a ser frecuentes las comunicaciones de
los
romanos con la Grecia. No había romano que no tentase escribir
en
griego, como aquel Albino que pedía perdón de sus yerros, y de
quien
decía Catón que le disculparía si hubiese sido condenado a
escribir
en aquella lengua por decreto de los anfictiones. El
dictador
Flaminio componía versos griegos; y Emilio Paulo, aquel
pontífice
severo, tenía en su familia pedagogos griegos, gramáticos,
sofistas,
escultores, pintores, cazadores, maestros de equitación.
(Michelet).
Nevio,
con todo (natural de la Compañía, muerto el año 203 a. C.) no
se
sujetó servilmente al yugo de la literatura griega. Pulió de tal
manera
el verso saturnio, que se dijo haberlo inventado. Introdujo
la
tragedia llamada pretextata, en que los personajes eran romanos
que
llevaban como magistrados la toga pretexta (adornada con un
ruedo
de púrpura). En este metro compuso su gran poema de la primera
guerra
púnica. Escribió también poesías satíricas; y los fragmentos
que
de ellas quedan están llenos de punzantes alusiones a la tiranía
de
los nobles y a la bajeza de sus aduladores. Atacó a las poderosas
familias
de los Escipiones y Metelos, que le respondían con aquel
celebrado
verso saturnio:
Dabunt
malum Metelli Naevio poetae
No
contentos con esto, le hicieron poner en la cárcel. Pero el
incorregible
poeta, lejos de intimidarse, compuso allí dos comedias,
y
zahirió en una de ellas a Escipión Africano. Los Escipiones
invocaron
la ley atroz de las Doce Tablas, que condenaba a muerte al
autor
de escritos difamatorios; y aunque felizmente para Nevio se
interpusieron
los tribunos, fue condenado a una especie de
exposición
pública y relegado al África. Nevio, abandonando la
Italia
para siempre, le dejó por despedida su propio epitafio, en
que
deplora, junto con su ruina, la de la originalidad romana: «Si
no
fuera cosa indigna que los inmortales lloraran a los hombres, las
diosas
del canto a Nevio. Encerrado el poeta en el tesoro de Plutón,
olvidaron
los romanos la lengua latina». (Michelet).
Immortales
mortales si foret fas flere,
Flerent
divae camenae Naevium poetam,
Itaque
postquam est orcino traditus Thesauro,
Obliti
sunt Romae lingua latina loqui.
Este
mismo Escipión Africano tuvo por cliente y panegirista a un
gran
poeta que, nacionalizando los metros griegos, desterró para
siempre
aquel en que estaban consignados los antiguos monumentos de
la
literatura romana. Quinto Ennio nació en Rudias, ciudad de
Calabria,
en medio de una población enteramente griega. Osco, griego
y
romano, se gloriaba de tener tres almas. Fue conducido a Sicilia,
y
sirvió bajo su patrono en la guerra de España. Enseñó el griego a
Catón,
que, reconocido, le dio una casa en el monte Aventino, y la
ciudadanía
romana, honor que entonces no se dispensaba a los
extranjeros
que no fuesen de un mérito sobresaliente.
En
su gran poema épico, tomó por asunto la segunda guerra púnica, es
decir,
los hechos de Escipión. Recopiló también en verso heroico los
anales
de Roma. Compuso sátiras, comedias, tragedias. De sus
numerosas
obras, sólo se conservan menudos fragmentos. Fue enterrado
en
el sepulcro de aquella familia el año de 167 a. C.
Aunque
imitador de los griegos, lo fue con originalidad y talento; y
el
mismo Virgilio no tuvo a menos apropiarse algunos de sus versos.
Sus
obras eran altamente apreciadas, aun en la época más espléndida
de
las letras romanas. «Veneramos, dice Quintiliano, a este hombre
ilustre,
como se venera la ancianidad de un bosque sagrado, cuyas
altas
encinas, respetadas por el tiempo, no nos hacen sentir
impresión
por su hermosura, como por yo no sé qué especie de
sentimiento
religioso que nos inspiran».
El
epitafio, o sea la inscripción que compuso él mismo para el
pedestal
de la estatua, está escrito con una candidez sublime:
Aspicite,
o cives, patris Ennii imaginis formam,
Qui
vestrum pinxit maxima facta patrum.
Nemo
me lacrimis decoret, neque funera fletu
Faxit.
Cur? -Volito vinus per ora virum.
Una
cosa es notable en los versos que nos quedan de Ennio; y puede
percibirse
en el último dístico de su epitafio: el artificio de la
aliteración,
que consiste en la cercanía de tres o más dicciones que
principian
por una misma consonante.
Foret
fas flere - Lingua latina loqui - Funera fletu faxit. - Volito
vivus
per ora virum - Africa teribili tremit horrida terra tumultu.
-
O Tite tute Tabi, tibi tanta, tyranne, tulisti - etc.,
etc.
Los
poetas del norte de Europa gustaron mucho de este sonsonete en
la
Edad Media, aun cuando escribían en versos latinos; y es bien
sabido
que los ingleses han creído hasta poco ha sazonar con él los
chistes
y los pensamientos agudos, de lo que nos han dado muestra en
la
limada versificación de Pope, y aun en la prosa de ciertas frases
proverbiales.
No es inverosímil que esa especie de consonancia,
adecuada
a las lenguas en que dominan las articulaciones, hubiese
sido
conocida en los dialectos célticos y germánicos desde una
antigüedad
remota.
Sobrino
de Ennio, y natural de Brundusium (Brindis), fue Marco
Pacuvio.
Distinguióse en Roma ejerciendo a un tiempo dos artes: el
de
la pintura en que sobresalió, y el de la tragedia en que tuvo
también
un señalado suceso. La suavidad de su carácter le granjeó la
estimación
de sus más ilustres contemporáneos. Hacia el fin de su
vida,
agobiado de pesares y enfermedades, se retiró a Tarento, donde
murió
a la edad de noventa años. Su epitafio, compuesto por él
mismo,
es de una sencillez elegante. Compuso tragedias sobre asuntos
griegos
sacados del teatro de Atenas; y Quintiliano las recomendaba
por
lo sólido de los pensamientos, la nobleza de la expresión, la
dignidad
de los caracteres y el manejo del arte. Pero nota en él la
rudeza
que deslustra casi siempre las primeras tentativas en un
género
nuevo.
Contemporáneo
de Pacuvio, aunque más joven, fue Lucio Accio, de
padre
liberto, autor de tragedias sacadas también del venero griego,
y
a que Quintiliano atribuye las mismas excelencias y defectos que a
las
de Pacuvio, aunque con menos arte. Accio escribió una tragedia
de
asunto romano, la expulsión de los Tarquinos; varias comedias;
anales
en verso; y poesías en alabanza de su amigo y protector
Décimo
Bruto, que hizo la guerra en España, y adornó con ellas los
monumentos
con que hermoseó a Roma.
De
Pacuvio y Accio, no quedan más que fragmentos.
La
tragedia romana no fue más que una copia, excesivamente pálida,
del
teatro griego. Pero no puede decirse lo mismo de la comedia.
Plauto
solo bastaría para dar a Roma un lugar honroso, y para
eximirla
de la nota de imitación servil y descolorida en este género
de
composición.
Habíale
precedido, como autor de comedias, Estacio Cecilio,
originario
de la Galia, nacido en Milán, y como otros poetas
célebres
de la antigüedad, liberto; contemporáneo y amigo de Ennio,
a
quien sólo sobrevivió un año. De sus comedias, quedan solamente
algunos
versos. Los antiguos lo comparaban a Plauto y Terencio; pero
Cicerón
censura su estilo, Aulo Gelio le echa en cara haber
desfigurado
la mayor parte de los asuntos que tomó de Menandro.
Marco
Accio Plauto nació en la Umbría hacia el año 260 a. C. De su
juventud,
nada se sabe. Se le ve llegar a Roma a la edad de buscar
aventuras,
y de abrirse una carrera. Inclinado a la vida activa, y
dotado
al mismo tiempo de inspiración poética, se hizo cabeza de una
compañía
de actores, que medró bajo su administración, y por sus
trabajos
de composición. Concurría con sus socios a la diversión del
pueblo
en las grandes fiestas populares que solemnizaban los
triunfos
de los Marcelos y Escipiones; pero el buen suceso de estas
primeras
especulaciones le aficionó al comercio, por el cual dejó el
teatro,
y se arruinó. Reducido a la indigencia, se puso al servicio
de
un molinero; pero tuvo la filosofía de no dejar extinguir su
genio
en un desaliento inútil; y en los ratos que le dejaba la
tahona,
recurrió de nuevo a la poesía, y escribió comedias, que le
dieron
una celebridad brillante. Restituido a su vocación natural,
no
pensó en abandonarla otra vez. Se le atribuye gran número de
piezas
cómicas, de que sólo quedan veinte que los críticos modernos
reconocen
como indubitablemente auténticas. Murió en una edad
avanzada,
en perfecta posesión de sus facultades intelectuales,
hacia
el año 184 a. C.
Todo
caminaba aceleradamente en Roma; la civilización, las letras,
los
goces delicados, adelantaban como la conquista exterior y Plauto
pudo
ya levantarse a la verdadera comedia, es decir, a una de las
más
acabadas formas del pensamiento humano, sin que, por eso, dejara
de
comprenderle y admirarle la mayoría del público. Plauto tiene el
gran
mérito de expresar la fisonomía de Roma, y de hablar la lengua
nacional.
Así es que su teatro se mantuvo más allá de los límites
conocidos
de la popularidad. Sus piezas se veían con gusto aun bajo
el
reinado de Diocleciano. Él supo dar colorido, movimiento y
variedad
a la vida real y sazonarlo todo con chistes y agudezas,
juegos
fáciles de una fantasía traviesa y alegre. No echó a su genio
cadenas
aristocráticas; no trabajó para los conocedores; fue derecho
al
pueblo. Plauto retrata con los más vivos colores la disipación; y
se
burla de todas las ridiculeces y extravíos que la razón del
pueblo
gusta ver vituperados por más que la clase elevada se empeñe
en
paliarlos con nombres especiosos.
A
la muerte de Plauto, Terencio (Publius Terentius Afer) era todavía
niño,
pues se supone haber nacido hacia el año 193 a. C. Fue esclavo
del
senador Terencio Lucano, que advirtiendo sus disposiciones
naturales,
le educó esmeradamente, y le dio con la libertad el
nombre
de su familia. El apellido Afer le vino del país de su
nacimiento,
probablemente Cartago. Era todavía bastante joven,
cuando,
libre y ciudadano de Roma, empezó a granjearse por sus obras
dramáticas
una reputación brillante. Tuvo detractores encarnizados,
y
la debilidad de hacer demasiado caso de su malevolencia. Se dice
que
aburrido se retiró a Grecia con el objeto de gozar allí en paz
de
la pequeña fortuna que había logrado adquirir; y que, volviendo a
Italia
con un gran número de piezas traducidas o imitadas del
griego,
pereció en un naufragio, o según otros, en Arcadia,
sucumbiendo
al sentimiento de haber perdido en el mar todo el fruto
de
sus trabajos literarios. Se refiere su muerte al año 158 a. C.,
cuando
apenas contaba treinta y cinco de edad. Tenemos suyas seis
comedias.
La Andria, que pasa por la mejor, fue representada el año
166
antes de nuestra era.
De
Plauto a Terencio, hay un manifiesto progreso en el arte de
conducir
la acción; y aun no sería mucho decir que en este punto se
aventaja
Terencio a todos los otros escritores dramáticos de la
antigüedad,
a lo menos juzgando por las obras que han llegado hasta
nuestros
días. Él complica la fábula, juntando a veces en uno dos
enredos,
y produciendo, por consiguiente, dos intereses, que, sin
embargo,
no se turban, ni embarazan, porque siempre hay uno
dominante;
y el poeta sabe sacar partido de esta complicación,
presentándonos
con agradable verdad bien sostenidos caracteres.
Emplea
sus prólogos en responder a sus adversarios, nunca en exponer
la
fábula, o el asunto de la pieza, como lo hicieron Eurípides y
Plauto.
El desenlace consiste siempre en un inesperado
reconocimiento,
lo que da sin duda un tinte de fortuidad a las
fábulas.
Pero este defecto, de que también adolece Plauto, era
inevitable
en un teatro donde no se permitían amores entre personas
libres
de condición honesta. El poeta se ve precisado a introducir
concubinas
en todas sus piezas; y sometido a esta traba, es
admirable
el talento con que ennoblece este abatido carácter para
ponerlo
en contacto con una hija robada o perdida en sus primeros
años,
la cual conserva, en medio de tantos peligros, la modestia de
su
sexo, y vuelve finalmente al seno de su familia. Así en la
Andria,
Críside (a quien sólo conocemos por la noticias que dan de
ella
los interlocutores) es una joven de buenas inclinaciones, que
lucha
en vano contra el infortunio y el desamparo, y es arrastrada a
una
profesión infame, en que conserva muchas cualidades apreciables;
la
relación de su fallecimiento es una miniatura de un colorido
suavísimo;
no son raros los pasajes de esta especie en Terencio.
Ningún
poeta posee en más alto grado el idioma de los afectos
domésticos.
Sus padres, sus hijos, sus esposos hablan comúnmente el
lenguaje
que les conviene, el lenguaje de la naturaleza y de la
pasión,
sin hipérbole, sin retórica, sin filosofismo, sin
sentimentalidad
empalagosa. «De los cómicos antiguos que nos quedan,
dice
La Harpe, él es el único que ha puesto en el teatro la
conversación
de la gente educada». Nada más natural que sus
diálogos;
nada más vivo, más pintoresco, más dramático, que las
narraciones
en que no se sabe qué sea más de admirar: el tino en la
elección
de los pormenores, la claridad trasparente o la rápida
concisión.
Su moral es generalmente sana.
Quisiéramos,
con todo, que los ardides de los esclavos para estafar
a
sus amos en favor del hijo libertino que tiene necesidad de dinero
para
darlo a un rufián codicioso, no tuviesen tanta parte en el
enredo.
Su latinidad es purísima; y en su estilo se hermanan en
hechicera
armonía la desnuda belleza y la grave sencillez. Es el
menos
adornado que se conoce; y sin salir de esta simplicidad
extremada,
se eleva a veces a una elocuencia llena de pasión, a que
Virgilio
mismo no se desdeñó de tomar ciertos giros. Compárense los
hermosos
versos que pone el poeta de Mantua en boca de Dido, desde
el
365 hasta el 392 del libro 4º de la Eneida, con los del padre
irritado
en la escena 3 del acto 5 de la Andria. Las situaciones son
análogas;
y Virgilio recordaba evidentemente a Terencio. Si yo
hubiera
de elegir entre estos dos pasajes, confieso que no vacilaría
en
decidirme por el segundo.
Terencio
es el poeta de la sociedad fina, como Plauto es el del
pueblo.
No pinta, es verdad, las costumbres romanas; pero pinta el
hombre.
Ni Shakespeare ni Moliére interesan por lo que tienen de sus
respectivos
países, sino por el uso que hacen del fondo común de la
naturaleza
humana. Terencio es, como estos dos grandes genios, un
poeta
cosmopolita. Él puede decir de sí mismo lo que uno de sus
personajes
en aquel verso tan aplaudido del auditorio romano:
Homo
sum: humanum nihil a me alienum puto.
Hasta
qué punto sea deudor Terencio a Menandro, no es fácil
averiguarlo.
Él hizo probablemente de las comedias griegas el uso
que
Pedro Corneille de las españolas, aunque con cierta diferencia.
Corneille
simplifica los asuntos demasiado complejos; Terencio, al
contrario,
refunde varias piezas en una. Sus émulos le echaban en
cara
multas contaminasse graecas, dum fruit paucas romanas; y aun
cuando
echa mano de una sola fábula, duplica el enredo. Así lo dice
él
mismo, habiéndolo hecho en el Heautontimorumenos: Duplex ex
argumento
facta est simplex. Corneille toma poco del estilo de sus
originales;
al paso que Terencio imita probablemente, no sólo el
fondo,
sino la manera de los suyos. En medio de eso, la del cómico
latino
conserva siempre su individualidad, y se mantiene
idénticamente
una misma, sea que se aproveche de Menandro, o sea de
Dífilo
o de Apolodoro. César, que reconoce toda la excelencia de
Terencio,
se duele sólo de que le falte lo que se llama vis comica,
expresión
que cada crítico explica a su modo, y que nos parece
significar
la copia de escenas y lances, la invención dramática. Que
vis
significaba a menudo abundancia, copia, puede verse en cualquier
diccionario.
Pero cualquiera que sea la parte que la Grecia tenga
derecho
a reivindicar en Terencio, le quedará siempre el estilo,
que,
según Buffon, es todo el hombre, y según Villemain, casi todo
el
poeta: en esta parte no hay ningún escritor que le exceda.
Prescindiendo
del artista, y atendiendo sólo a las obras, las
comedias
de Terencio deben colocarse entre lo mejor que de la
literatura
latina y griega ha respetado el tiempo. Su mayor elogio
son
las imitaciones que han hecho de ellas los más aventajados
ingenios
de los tiempos modernos. La Suegra (Hecyra) suministró a
Cervantes
el asunto de una de sus mejores novelas (La Fuerza de la
Sangre);
y al Tasso uno de los bellos diálogos de su Aminta. El
Eunuco
fue traducido por La Fontaine; dio versos enteros a Horacio;
y
a Molière algunos de los rasgos con que hermoseó los piques y
rencillas
de los amantes en varias escenas de sus piezas. A Los
Hermanos
(Adelphi), cuadro eminentemente moral de los dos extremos
del
rigor e indulgencia y de las consecuencias funestas que uno y
otro
producen en la educación de la juventud, debió Molière el
primer
tipo de la Escuela de los Maridos, y al Formión, el de Las
Bellaquerías
de Escapín, en que hay más festividad, más vena cómica,
al
paso que en la primera, según el voto de un crítico francés
(Biographie
Universelle, v. Terence), se ha sabido preparar mejor la
acción,
animar todos los diálogos, dar a todas las escenas un
movimiento
rápido, suspender o encantar a los espectadores con la
variedad
de los caracteres y las ocurrencias ingeniosas; presentar,
en
una palabra, un cuadro más vasto y desempeñado mejor. El Verdugo
de
sí mismo (Heautontimorumenos) es, a excepción tal vez de la
Hecyra,
la más débil de las composiciones del poeta africano; y
pudieran
señalarse en ella no pocos pasajes de que se han
aprovechado
escritores distinguidos en verso y prosa.
A
Terencio sucedió en el teatro romano Lucio Afranio, cuya muerte se
refiere
al año 100 antes de nuestra era, y que, a diferencia de sus
predecesores,
no sacó sus fábulas de la comedia griega, sino de las
costumbres
de su país y de su siglo. Llamáronse togadas estas
piezas,
porque los personajes aparecían en ellas en el traje romano
o
toga, como se dio el nombre de paliadas a las de asuntos griegos,
en
que el vestido común era el palio, capa corta a la usanza griega.
Quintiliano
celebra el talento de Afranio, aunque le acusa de
extremadamente
obsceno. Cicerón alaba su agudo ingenio y la
facilidad
de su estilo. Decíase, ponderando la excelencia de estas
comedias
romanas, que la toga de Afranio hubiera sentado bien a
Menandro:
Dicitur
Afranii toga
convenisse
Menandro.
(Horacio)
Nada
nos queda suyo, ni de su contemporáneo Sexto Turpilio, escritor
también
de comedias, sino mezquinas reliquias.
III
SEGUNDA
ÉPOCA: SÁTIRA
La
sátira fue un género de composición que los romanos cultivaron
desde
muy temprano, y que en esta época dio gran celebridad a
Lucilio,
a quien sólo conocemos por algunos fragmentos y por la
noticia
que nos dan de su persona y de sus obras los escritores
latinos,
y especialmente Horacio.
Cayo
Lucilio nació el año 148 a. C., en Suesa del país de los
auruncos,
en el Lacio; y sirvió en la guerra de Numancia bajo el
segundo
Escipión Africano, que le honró con su amistad. Mereció
también
la del sensato Lelio (Cajus Laelius Sapiens), orador y
guerrero,
magistrado de nombradía, pero aún más digno de ser
conocido
por sus virtudes, y sobre todo, por su prudencia y
moderación
en la vida pública y privada, prendas a que debió el
sobrenombre
con que le señalaron sus conciudadanos. Todos tres
vivían
en la más íntima familiaridad, comiendo juntos, y jugando en
los
ratos de ocio, con la llaneza de las antiguas costumbres
romanas.
Los
satiristas romanos de esta época imitaban la comedia antigua
ateniense
en la libertad con que zaherían, no solamente los vicios
reinantes,
sino las personas, designándolas por sus nombres, sin
perdonar
a los más eminentes. Lucilio usó de este privilegio
ampliamente.
Ni Opimio, vencedor de los ligures, ni Metelo, que por
sus
victorias ganó el título de Macedónico, ni Léntulo Lupo,
príncipe
del senado, se escudaron con su fama y su rango contra los
tiros
del atrevido satirista, que atacaba indistintamente al pueblo
y
a la nobleza, arrancando a todos, según la expresión de Horacio,
la
piel con que se pavoneaban en público, y denunciando sus
flaquezas
y vicios. Las sátiras de Lucilio eran esencialmente
morales.
Verdadero censor, hacía temblar a los malvados, como si los
persiguiese
espada en mano:
Ense
velut stricto quoties Lucilius ardens
Infremuit,
rubet auditor, cui frigida mens est
Criminibus...
(Juvenal)
Y
no guardaba consideración, sino a la virtud:
Scilicet
uni aequus virtuti.
(Horacio)
Como
escritor, se recomienda la facilidad de su estilo, su gracia
urbana
y su cultura. Horacio, sin embargo, le encuentra demasiado
parlero;
está mal con las voces y frases griegas que introduce a
menudo;
y le compara, por el desaliño y la incorrección, a un río
cenagoso,
pero que lleva en sus ondas algo que merece cogerse. Las
reliquias
que nos quedan de este poeta justifican las alabanzas y
las
censuras precedentes. «Hay, entre otros, un fragmento bastante
largo,
en que se hace un retrato de la virtud, que ha sido muy
celebrado,
y con razón» (Du Rozoir).
IV
SEGUNDA
ÉPOCA: HISTORIA
El
padre de la historia romana fue Quinto Fabio Píctor, que floreció
hacia
el año 223 a. C. En todas partes, ha principiado la historia
por
cantos épicos. No faltan eruditos de alta reputación para
quienes
lo que se refiere de los primeros siglos de Roma es un
tejido
de epopeyas perdidas, en que se desfiguraron más y más los
hechos
con el transcurso del tiempo; y se representaron al fin bajo
el
símbolo de personalidades individuales las migraciones, las
instituciones,
las conquistas. Fabio Píctor recogió este caudal
confuso
de tradiciones adulteradas, interpretándolas y ordenándolas
a
la escasa luz de los monumentos y memorias de que antes hemos
hablado
y dejó separados desde entonces los dominios del historiador
y
del poeta. Prescindiendo de aquellos que sólo habían hablado de
Roma
por incidencia, una historia especial de aquel pueblo había
sido
escrita en prosa griega por un Diocles de Pepareto, de quien da
noticia
Plutarco, y que probablemente no hizo más que recopilar las
tradiciones
romanas. Aun con respecto a Fabio, se duda si sus Anales
se
compusieron originalmente en latín o en griego. El autor poseía
ambas
lenguas, y es de presumir que, habiendo escrito desde luego en
la
segunda, como más adecuada para una composición literaria, se
tradujese
él mismo a su idioma patrio. Varios críticos modernos
hablan
con sumo desprecio de Fabio como autoridad histórica; pero el
espíritu
de sistema que en los últimos años ha invadido la historia
romana,
ha llevado el escepticismo más allá de todo límite
razonable.
Con la misma facilidad que se relega al país de las
fábulas
todo lo que creyeron acerca de los primeros tiempos de Roma
los
hombres más instruidos del siglo de Augusto, se levanta, sobre
textos
esparcidos acá y allá en noticias casuales de escoliastas y
de
poetas, y con el auxilio de suposiciones y conjeturas, un
edificio
completamente nuevo en que admiramos el ingenio y la
imaginación
del arquitecto, pero que, si nos es permitido expresar
nuestro
juicio, no nos parece más digno de respeto que el antiguo,
ni
tanto. Que haya mucho de leyenda en la temprana historia de Roma,
es
preciso admitirlo; que todo, o casi todo sea epopeya y símbolo es
lo
que no podemos persuadirnos. Hay demasiado fundamento para creer
que
Fabio escribió con poca crítica; que dio cabida a cosas
absurdas;
que descuidó la cronología; pero juzgar, por eso que no
merece
fe alguna, aun en los sucesos de su tiempo, sería llevar la
incredulidad
al extremo. La crítica de Polibio es severa; y no llega
a
tanto. «Hay personas, dice, que, atendiendo más al escritor que a
su
relato, creen todo lo que Fabio refiere, porque fue contemporáneo
y
senador. En cuanto a mí, aunque no pienso que debe rehusársele
todo
crédito, tampoco quisiera que pecásemos por un exceso de
confianza,
renunciando al juicio propio, sino que se pesase la
naturaleza
de las cosas que cuenta para juzgar hasta qué punto sea
digno
de fe». El estilo de Fabio, según la idea que nos dan los
antiguos,
era seco y desaliñado en extremo.
Citan
varios autores, que hablaron de antigüedades romanas, a Casio
Hermina,
a quien Plinio llama el más antiguo compilador de los
anales
de Roma.
Lucio
Cincio Alimento, pretor en Sicilia por los años de 150 a. C.,
y
prisionero de Aníbal, es mencionado como historiador apreciable
por
Tito Livio, que recomienda su sagacidad en la investigación de
los
hechos. Parece haber escrito originalmente en griego; y no sólo
historió
los sucesos de Roma, sino la vida de Aníbal, y la del
orador
Gorgias de Leoncio. Compuso además tratados sobre varios
puntos
de las antigüedades romanas.
Otro
anticuario de esta época fue Marco Porcio Catón, apellidado el
Viejo
(Priscus). Nació el año 232 a. C. en Túsculo, donde ahora está
situada
Frascati. Vio en su juventud la invasión de Italia por
Aníbal,
en que Roma estuvo a punto de perecer; y sirvió a las
órdenes
de Fabio Máximo en los sitios de Capua y Tarento. Terminada
la
guerra, volvió al modesto retiro de su pequeña heredad; y fue
allí
un dechado de la antigua frugalidad y sencillez romanas,
ocupándose
alternativamente en los trabajos rurales y en el
ejercicio
de la jurisprudencia. Sus talentos y la austeridad de sus
costumbres
le elevaron a las primeras magistraturas, cerradas
entonces,
por la ambición de las familias poderosas, a los hombres
nuevos
que, como Catón, no se recomendaban por la riqueza o por una
ascendencia
ilustre. Catón rompió esta valla; y en el desempeño de
sus
varios cargos adquirió más celebridad cada día, como orador,
como
magistrado, como hombre de Estado. Su severidad inflexible en
el
ejercicio de la censura, que era la suprema dignidad a que podían
aspirar
los que se consagraban al servicio público, le granjeó un
lustre
singular y muchos enemigos temibles. La posteridad le señaló
con
el título de Catón el Censor para distinguirle de otros
personajes
del mismo apellido, y en particular de su célebre
biznieto
Catón Uticense, que se dio la muerte en Utica. En el seno
de
su familia, como en la carrera pública, fue un modelo de todas
las
virtudes, lo que no le libró de ser acusado hasta cuarenta y
cuatro
veces, aunque siempre absuelto honrosamente. En medio de
tantos
trabajos y peligros, sostenidos con invencible paciencia y
fortaleza,
vivió hasta la edad de ochenta y cinco años, gozando de
una
salud inalterable: alma y cuerpo de hierro, decía Tito Livio,
que
el tiempo, a que todo sucumbe, no pudo jamás doblegar.
No
hemos podido dejar de detenernos en la parte moral de este
ilustre
romano, cuya menor alabanza es la de haberse distinguido
como
escritor en aquellos tiempos de escasa cultura literaria. Su
tratado
de agricultura (De Re Rustica), compuesto para su hijo, es
la
única obra suya que nos ha quedado; y aun no falta quien dude de
su
autenticidad. Cicerón menciona sus Oraciones, de que pudo ver
hasta
ciento cincuenta, y en que admira la dignidad en elogiar, la
acerbidad
en reprender, la delicadeza de los pensamientos,
expresiones
y máximas; pero echa menos la pureza del lenguaje, la
elegancia
y el número oratorio. De sus Orígenes o Historia y Anales
del
Pueblo Romano, en siete libros, terminados poco antes de su
muerte,
Cicerón, que los miraba como una mezquina historia, hace
grande
elogio como producción literaria, encontrando en ella las
dotes
de la verdadera elocuencia, aunque destituida de las galas que
después
se buscaron, y erizada de voces y frases que no estaban ya
en
uso.
El
mismo Cicerón nombra otros historiadores de aquella edad: un
Pisón,
un Fannio, un Vennonio, escritor tan pobre como Fabio Píctor,
un
Celio Antípatro (Caelius Antipater), a quien concede alguna más
vehemencia
y cierta fuerza agreste, un Celio (Cellius), un Clodio y
un
Acelior, más cercano a la languidez e impericia de los otros, que
al
vigor de Antípatro.
Al
precedente catálogo, deben añadirse: el anticuario Elio (Lucius
Aelius),
amigo de Lucilio; Valerio de Ancio (Antium) citado muchas
veces
por Livio; y algunos otros de menos nombradía, todos de
escasísimo
mérito literario, y cuya pérdida, sin embargo, no ha
dejado
de causar algún detrimento en la ciencia histórica.
V
SEGUNDA
ÉPOCA: ORATORIA
Roma
produjo, en esta época, muchos oradores notables, como no podía
menos
de ser bajo un gobierno popular, en que la elocuencia era un
medio
seguro de adquirir distinciones y de subir a los más altos
puestos
de la república. El catálogo de los que nombra Cicerón
(Brutus,
c. 17, etc.) es demasiado largo para reproducirlo aquí.
Sólo
mencionaremos los principales, omitiendo al viejo Catón, de
quien
hemos hablado.
Uno
de ellos fue Cayo Sulpicio Galo, doctísimo en la literatura y
las
ciencias griegas, de quien se cuenta que, sirviendo a las
órdenes
de Emilio Paulo en la guerra de Macedonia, y sobreviniendo
en
vísperas de una batalla un eclipse de Luna, que llenó de
supersticioso
terror a los soldados, logró tranquilizarlos,
explicándoles
la causa de aquel fenómeno, hecho curioso en la
historia
de la astronomía, y que lo sería mucho más, si fuese
cierto,
como otros afirman, que Galo había pronosticado el eclipse y
precavido
de este modo la impresión de pavor y desaliento que iba a
producir
en los espectadores.
Otro
hecho notable en la vida de Galo es el haber repudiado a su
mujer,
porque se había quitado el velo en público, dando así el
segundo
ejemplo de divorcio en los seis siglos que ya contaba Roma,
tiempos
severos en que la moral pública castigaba con tanto rigor
una
falta ligera.
Siendo
pretor, hizo representar en los juegos apolinares el Tiestes
de
Ennio; y bajo su consulado fue dado al teatro la Andria de
Terencio.
Galo tuvo crédito de orador en una edad en que la
elocuencia,
según la expresión de Tulio, empezaba a ser más fogosa y
espléndida.
Florecían
a un mismo tiempo un Tiberio Sempronio Graco, cónsul,
censor
y otra vez cónsul el año 162 a. C.; A. Albino, que pocos años
después
obtuvo el consulado, orador elegante en su lengua, y en la
griega
historiador chabacano; Servio Sulpicio Galba, que emplea ya
más
arte en los adornos de la elocuencia y en el movimiento de los
afectos;
Escipión y Lelio, los dos celebrados amigos del satirista
Lucilio;
Marco Emilio Lépido, cónsul el año 157 a. C., en cuyas
oraciones
encuentra Cicerón la suavidad griega y una artificiosa
estructura
de estilo; y los dos hijos de Sempronio Graco, Tiberio y
Cayo,
de más fama que su padre por su funesta popularidad.
Habían
sido educados con la mayor solicitud por su madre Cornelia,
que
les dio los mejores maestros latinos y griegos; y contribuyó no
poco
por sus propias lecciones y su ejemplo a iniciarlos en la
virtud
y la elocuencia. Cicerón elogia las cartas de esta ilustre
matrona,
que se conservaban en su tiempo, y en que se echaba de ver
(dice)
que sus hijos bebieron de ella, junto con la leche, el buen
lenguaje.
Tiberio sirvió bajo las órdenes de Escipión Africano el
segundo,
que era cuñado suyo; se distinguió en el sitio de Cartago;
ejercía
el cargo de cuestor bajo el cónsul Mancino en la guerra de
Numancia;
y entonces fue, cuando vencidos en varios encuentros los
romanos,
estrechados en un desfiladero de que les era imposible
escapar,
y solicitando el cónsul negociar con los enemigos,
declararon
éstos que no tratarían, sino con el joven Tiberio, parte
por
la confianza que les inspiraba su virtud, y parte por la buena
memoria
que su padre había dejado en España. Tiberio firmó un
tratado
que salvó la vida a más de veinte mil ciudadanos; pero el
senado,
juzgándolo injurioso a la majestad de Roma, no quiso
ratificarlo;
y a no haber sido por el amor del pueblo a Tiberio, le
hubiera
entregado junto con el cónsul a los numantinos. De aquí su
odio
al senado. Impulsábanle también a provocar reformas los males
que
abrumaban al pueblo. Su tribunado fue una lucha violenta contra
la
oligarquía de los opresores, lucha que terminó en una sedición
sangrienta,
en que pereció él mismo a la edad de treinta años. El
valor
de Tiberio, su grandeza de alma, su dulce y persuasiva
elocuencia
le han merecido el respeto y las alabanzas de la
posteridad.
Cayo
era nueve años más joven. El trágico fin de su hermano le hizo
dejar
por algún tiempo la carrera pública. Dedicóse en el retiro al
estudio
de la oratoria; y tanto adelantó en ella, que Cicerón le
cuenta
en el número de los más grandes oradores; y le recomienda
como
al que más al estudio de la juventud, para aguzar y alimentar
el
ingenio. El brillante suceso que obtuvo en su primer ensayo, la
defensa
de Vetio, que había sido amigo y partidario de su hermano, y
los
estrepitosos aplausos con que le acogió el pueblo, alarmaron al
senado,
que desde entonces se empeñó en anonadarle. Tribuno el año
124
a. C., adquirió nuevos títulos al favor del pueblo y a la
enemistad
de los poderosos. Acaudilló después un motín; y abandonado
de
los suyos, tuvo que refugiarse en un bosque consagrado a las
Furias,
donde se hizo dar la muerte por un esclavo.
La
elocuencia de Cayo era vehemente y apasionada. Se cita este
rasgo:
«¿A dónde iré? ¿A qué parte me volveré, desgraciado de mí?
¿Al
Capitolio, manchado con la sangre de un hermano? ¿Al hogar
doméstico,
para encontrar allí una madre afligida, bañada en
llanto?».
Cicerón, que imitó después este pasaje en uno de sus más
bellos
alegatos, dice que todo hablaba en el orador al tiempo de
pronunciarlo:
los ojos, la voz, el gesto, hasta el punto de arrancar
lágrimas
a sus mismos enemigos.
Uno
y otro hermano se cuidaron poco de las flores oratorias y de la
armonía.
Pero Cayo prestaba una atención minuciosa a la entonación.
Cuéntase
que, cuando hablaba en público, solía tener a su lado un
liberto,
que por medio de una flauta, le indicaba los pasajes en que
debía
subir o bajar el tono.
Otro
orador distinguido de aquella edad fue Cayo Carbon, tribuno
faccioso,
que después desmintió sus principios en el consulado
asociándose
a los perseguidores de los Gracos; y acusado de mala
conducta
en el ejercicio de la autoridad, se dio muerte para evitar
la
sentencia.
Hacia
fines de esta época, florecieron los más afamados oradores de
toda
ella: Antonio y Craso.
Marco
Antonio, apellidado el Orador, para distinguirlo de su nieto
el
Triunviro, obtuvo el consulado, y poco después, la censura.
Proscrito
por Mario, fue expuesta su cabeza en la misma tribuna que
había
decorado años antes con los despojos de los enemigos vencidos.
Sobresalió
principalmente en el género judicial. Cicerón pondera en
él
la memoria, la prontitud en hacer uso de cuanto era favorable a
su
causa, la bien entendida distribución de los argumentos, la
preparación
cuidadosa bajo las apariencias de la improvisación; la
estructura
artística de sus períodos, en que, sin embargo, se echaba
menos
la elegancia; y sobre todo, la acción, de que era un consumado
maestro.
Cuéntase que, en una causa capital, se manifestó conmovido
hasta
el punto de prorrumpir en llanto, y desnudar el pecho del reo
cubierto
de honrosa cicatrices, suceso que muestra lo dramática, y
pudiera
decirse lo histriónica que era la elocuencia judicial en
Roma.
En cuanto a la acción, en que el grande orador romano
considera
dos partes: la voz y el gesto, «el de Antonio, dice, no
exprimía
las palabras una a una, sino el sentido de la frase. Las
manos,
los hombros, el tronco, el golpear del pie, la posición del
cuerpo,
el andar, todos los movimientos, estaban en completa armonía
con
las ideas. La voz era firme, aunque un tanto ronca de suyo; pero
de
eso mismo sacaba partido, dándole un no sé qué de patético a
propósito
para inspirar confianza y excitar la conmiseración.
Comprobábase
en él lo que se cuenta de Demóstenes, que, preguntado
cuál
era la primera prenda del orador, contestó que la acción, y
preguntado
de nuevo cuál era la segunda, y cuál la tercera,
respondió
con la misma palabra; porque, en efecto, no hay cosa que
penetre
más adentro en las almas, ni que sea de más eficacia, para
darle
la forma, disposición y aptitud conveniente. Con la acción, es
con
lo que logra el orador parecer lo que quiere».
Lucio
Licinio Craso disputaba la palma de la elocuencia a Marco
Antonio.
Aun no pocos se la adjudicaban al primero. A la edad de
veintiún
años, hizo su primer ensayo en el foro, con universal
aplauso,
acusando a Cayo Carbon, que se vio reducido, como antes
dijimos,
a darse la muerte. Seis años después, defendió a la vestal
Licinia,
su parienta, y obtuvo su absolución. Cónsul y censor,
prestó
eminentes servicios a la república. Se le censuraba su lujo y
la
suntuosidad de su casa en el monte Palatino, adornada de columnas
del
más precioso mármol. Cicerón alaba la franqueza de su carácter y
su
amor a la justicia.
Una
gravedad suma en el estilo serio, mucha gracia y urbanidad en el
jocoso,
gran lucidez en la exposición del derecho eran las
cualidades
características de su elocuencia, compitiendo en la
jurisprudencia
con el célebre jurisconsulto Quinto Mucio Escévola,
orador
también distinguido, lo que dio motivo a que se dijera que
Craso
era el más grande jurisperito de los oradores, como Escévola
el
más grande orador de los jurisperitos. Craso venía siempre a las
causas
preparado; sabía captarse desde el principio la atención; era
parco
en las inflexiones de la voz y el gesto; vehemente, airado a
veces,
patético, severo y chistoso, adornado, y al mismo tiempo
conciso.
En él fija Cicerón la madurez de la lengua latina.
VI
SEGUNDA
ÉPOCA: RESUMEN
En
la época que acabamos de recorrer, hubo, sin duda, una grande
actividad
literaria en Roma y en otras ciudades de Italia; y se
estudiaba
con ardor la literatura de los griegos, que llegó a ser un
ramo
indispensable de educación en las familias acomodadas. De aquí
el
tinte de imitación, que tomaron inevitablemente las letras
latinas,
y cuyo influjo en detrimento de la expansión original del
genio
nativo es hoy uno de los dogmas que inculca la crítica moderna
con
la exageración que le es propia.
Pocos
son, como hemos visto, los monumentos que nos quedan de la
literatura
romana de esta época. Conservamos empero las comedias de
Plauto
y Terencio, que reclamarán eternamente contra la injusticia
de
aquel fallo de Quintiliano: in comaedia maxime claudicamus. De la
tragedia,
de la epopeya y de los otros géneros de poesía, nada
queda,
sino pobres reliquias esparcidas acá y allá en Cicerón, que
se
nutrió con las obras de que hoy carecemos, y en los anticuarios y
escoliastas
de las edades posteriores. La pérdida más sensible,
acaso,
es la de los oradores, que, como los Gracos, Antonio y Craso,
eran
leídos y admirados en el siglo de Augusto, contribuyendo, sin
duda,
a ello, más que el haberse pulido la lengua, la falta de la
perfecta
elegancia a que Cicerón y César acostumbraron los oídos
romanos.
Craso era treinta y cuatro años mayor que Cicerón; y en
Terencio,
que florecía setenta años antes que éste naciera, aparece
ya
adulta la lengua, susceptible de la más lucida nitidez con el
mismo
genio, la misma estructura, y salvo unos pocos vocablos que
envejecieron,
con los mismos elementos y giros, que en el tiempo de
Horacio.
VII
TERCERA
ÉPOCA, DESDE LA MUERTE DEL DICTADOR SILA HASTA LA MUERTE DE
AUGUSTO;
DE 78 A. C. A 14 P. C.
Este
es el siglo de oro de la literatura latina, que se abre con
Lucrecio,
en cuyo lenguaje y versificación se perciben todavía
vestigios
de la época precedente. En lo que vamos a decir de este
gran
poeta, haremos poco más que extractar el excelente artículo de
Villemain
en la Biographie Universelle.
Lucrecio
(Titus Lucretius Carus) nació el año 95 antes de nuestra
era,
de familia noble. Fue amigo del ilustrado y virtuoso Memmio.
Vio
los horrores de la guerra civil, y las proscripciones de Mario y
Sila,
y vivió entre los crímenes de las facciones, las lentas
venganzas
de la aristocracia, el desprecio de toda religión, de toda
ley,
de todo pudor y de la sangre humana. De aquí la relación que
los
señores Fontanes y Villemain han creído encontrar entre aquellas
tempestades
y miserias, y la doctrina funesta de Lucrecio, que,
destronando
a la Providencia, abandona el mundo a las pasiones de
los
malvados, y no ve en el orden moral, más que una ciega necesidad
o
el juego de accidentes fortuitos. Es preciso desconfiar de estas
especulaciones
ingeniosas que son tan de moda en la crítica
histórica
de nuestros días, y en que se pretende explicar el
desarrollo
peculiar de un genio y la tendencia a ciertos principios
por
la influencia moral de los acontecimientos de la época,
influencia
que reciben todos, y sólo se manifiesta en uno u otro.
¿Por
qué Cicerón, arrullado en su cuna por el estruendo de las
sangrientas
discordias de Mario y Sila, no fue epicúreo, como
Lucrecio,
sino predicador elocuente de los atributos de la
divinidad?
¿Por qué, bajo la corrupción imperial, floreció en Roma
la
más austera de las sectas filosóficas: el estoicismo? Lucrecio se
nutrió
con la literatura y la filosofía de los griegos; y abrazó el
sistema
de Epicuro, como otros de sus contemporáneos siguieron de
preferencia
las doctrinas de la Academia o del Pórtico. Otra
tradición
poco fundada supone que compuso su poema en los intervalos
lúcidos
de una demencia causada por un filtro que le había hecho
beber
una mujer celosa. Lo que sí parece cierto es que se dio la
muerte
a la edad de cincuenta y cuatro años en un acceso de
delirio.
En
su poema didáctico Sobre la Naturaleza (De Rerum Natura), se ve
mucho
método, mucha fuerza de análisis, un raciocinio fatigante,
fundado
a la verdad en principios falsos e incoherentes, pero
desenvuelto
con precisión y vigor. Su sistema, a la par absurdo y
lógico,
descansa sobre una física ignorante y errónea. Pero lo que
se
lleva la atención, lo que seduce en Lucrecio, es el talento
poético
que triunfa de las trabas de un asunto ingrato y de una
doctrina
que parece enemiga de los bellos versos, como de toda
emoción
generosa. Roma recibió de la Grecia, a un mismo tiempo, los
cantos
de Homero y los devaneos filosóficos de Atenas; y la
imaginación
de Lucrecio, herida de estas dos impresiones
simultaneas,
las mezcló en sus versos. Su genio halló acentos
sublimes
para atacar todas las inspiraciones del genio: la
Providencia,
la inmortalidad del alma, el porvenir. Su desgraciado
entusiasmo
hace de la nada misma un ser poético; insulta a la
gloria;
se goza en la muerte, y en la catástrofe final del mundo.
Del
fango de su escepticismo, levanta el vuelo a las más encumbradas
alturas.
Suprime todas las esperanzas; ahoga todos los temores; y
encuentra
una poesía nueva en el desprecio de todas las creencias
poéticas.
Grande por los apoyos mismos de que se desdeña, álzase por
la
sola fuerza de su estro interior y de un genio que se inspira a
sí
mismo. Y no sólo abundan en su poema las imágenes fuertes, sino
las
suaves y graciosas. La sensibilidad es toda material; y sin
embargo,
patética y expresiva.
El
hexámetro de Lucrecio, como el de Cicerón, y aun el de Catulo, se
presta
más a la facilidad y rapidez homérica, que a la dulzura
virgiliana;
y si parece a veces un tanto desaliñado, otras compite
con
el de Virgilio mismo en la armonía. Su dicción es a menudo
prosaica
y lánguida; pero léasele atentamente, y se percibirá una
frase
llena de vida, que, no sólo anima hermosos episodios y ricas
descripciones,
sino que se hace lugar hasta en la argumentación más
árida,
y la cubre de flores inesperadas.
Pocos
poetas, dice Fontanes, han reunido en más alto grado aquellas
dos
fuerzas de que se compone el genio: la meditación que penetra
hasta
el fondo de las ideas y sentimientos, y se enriquece
lentamente
con ellos, y la inspiración que despierta de improviso a
la
presencia de los grandes objetos.
Los
romanos cultivaron con ardor la poesía didáctica en este siglo.
Desde
Lucrecio hasta Ovidio, se hubiera podido formar un largo
catálogo
de poetas que se dedicaron a ella, recorriendo todo género
de
asuntos, desde el firmamento celeste hasta la gastronomía y el
juego
de pelota. (Véase el libro 2 de los Tristes de Ovidio, verso
471
y siguientes). Cicerón era todavía bastante joven cuando tradujo
Los
Fenómenos de Arato en no malos versos, si se ha de juzgar por
los
cortos fragmentos que se conservan. Didáctico debió de ser sin
duda
el poema de Julio César de que sólo conocemos la media docena
de
elegantes hexámetros en que caracteriza a Terencio. Terencio
Varrón,
apellidado Atacino, por haber nacido en la pequeña ciudad de
Atax,
escribió en verso una corografía, y un poema de la navegación:
Libri
Navales. Emilio Mácer de Verona, contemporáneo de Virgilio,
dio
a luz un poema Sobre las virtudes de las plantas venenosas, que
se
ha perdido enteramente, pues lo que se ha publicado bajo su
nombre
pertenece a otro médico Mácer, posterior a Galeno. César
Germánico,
sobrino e hijo adoptivo de Tiberio, aquel Germánico de
cuyas
virtudes y desgraciada muerte nos da Tácito un testimonio tan
elocuente,
compuso otra versión o imitación de los Fenómenos de
Arato,
de la cual se conserva gran parte. Los únicos poemas
didácticos
que han merecido salvarse íntegros de los estragos del
tiempo,
son, además del de Lucrecio, los de Virgilio, Horacio,
Ovidio,
Gracio Falisco y Manilio; pero sólo trataremos aquí de estos
dos
últimos poetas, dejando los tres restantes para la noticia que
daremos
de los géneros a que pertenecen sus más celebradas
composiciones.
Gracio
Falisco (Gratius Faliscus) fue autor de un poema sobre el
arte
de cazar con perros (Cynegeticon), que tenemos casi completo en
quinientos
cuarenta versos hexámetros. Ovidio le cita con elogio,
pero
al lado de otros poetas de poca fama; y los siglos siguientes
que
olvidan su nombre, no parecen haber cometido una grave
injuria.
Escritor
de otro orden fue Marcos Manilio, que floreció a fines del
reinado
de Augusto; y compuso un poema de Astronomía, que no dejó
completo.
El primero y el último de los cinco libros en que está
dividido,
son los más interesantes por el número y la belleza de los
episodios.
Manilio es un verdadero poeta, aunque de conocimientos
astronómicos
harto escasos. Ya se sabe que en su tiempo pasaba por
astronomía,
ciencia tan importante y tan útil, la astrología, arte
vano
e impostor; pero que por el influjo que atribuía a los astros
sobre
los destinos de los hombres y de los imperios, no dejaba de
prestarse
al numen poético. El estilo de Manilio es digno del siglo
de
Augusto, aunque demasiado difuso, como el de Ovidio, su coetáneo.
(Weiss,
en la Biographie Universelle).
Los
romanos, que en la poesía didáctica dejaron a los griegos a una
distancia
detrás de sí, no fueron menos felices en el epigrama, en
que,
a nuestro juicio, pocos poetas, si alguno, pueden competir con
Catulo
(Cajus y según ciertos manuscritos Quintus Valerius
Catullus).
Nacido en Verona de una familia distinguida, se formó
conexiones
respetables en Roma, entre otras, la de Cicerón. Aunque
la
colección de sus obras no es voluminosa, recorre en ella los
principales
géneros de poesía, y por lo que sobresale en cada uno,
se
puede calcular lo que hubiera sido, si menos dado a los placeres
y
a los viajes, se hubiese consagrado más asiduamente a las letras.
Parece
que algunas de sus composiciones se han perdido. Su
disipación
le puso en circunstancias embarazosas de que él mismo se
ríe
(carmen 13); pero que le obligaron a tener demasiadas relaciones
con
los jurisconsultos y abogados célebres de su tiempo. Hubo, sin
embargo,
de reponerse, pues se sabe que posteriormente poseía una
casa
de campo en Tíbur (Tívoli), y otra mucho más considerable en la
península
de Sirmio (Sirmione en el lago Benaco), cuyas ruinas
parecen
más bien restos de un palacio magnífico, que de una casa
particular.
César fue atacado por el poeta en tres punzantes
epigramas;
y se vengó dispensándole su amistad y su mesa. Según la
opinión
más común, murió en Roma, joven todavía.
Los
epigramas en que más se distingue Catulo, son los de la forma de
madrigal,
pequeñas composiciones llenas de dulzura y gracia, como
aquella
en que llora la muerte del pajarito de Lesbia, o aquella
otra
con que saluda a Sirmio a la vuelta de sus largos viajes. Hay
otros
epigramas que son propiamente odas satíricas, a la manera de
Arquíloco
y de Horacio, como las citadas contra el conquistador de
las
Galias, invectivas en que la sátira es personal, acre y mordaz.
En
los epigramas propiamente dichos destinados a expresar un
pensamiento
regularmente satírico e ingenioso, es preciso confesar
que
a menudo ha quedado bastante inferior a Marcial y a muchos otros
de
los poetas antiguos y modernos. En los cantares eróticos, en los
epitalamios,
la belleza de las imágenes y la suavidad del estilo no
han
sido excedidas por escritor alguno. Su traducción de la célebre
oda
de Safo compite en calor y entusiasmo con el original. El Atys,
inspirado
por el delirio de las orgías de Cibeles, es una poesía de
carácter
tan singular, tan único en su especie, como el metro en que
está
escrito. No fue Catulo tan feliz en la elegía, aunque no
desmerezcan
tanto las suyas entre lo mucho y bueno que nos han
dejado
los romanos. Pero Las Bodas de Tetis y Peleo es
indisputablemente
la mejor de sus obras, rasgo épico de gran fuerza,
en
que el asunto indicado por el título no es más que el marco de la
fábula
de Ariadne, la amante abandonada, a que debió Virgilio
algunos
de los mejores matices con que hermoseó a su Dido.
Corresponde
a esta variedad de géneros la de los metros. En los de
Catulo,
que igualan a menudo a los de Virgilio y Horacio en armonía,
se
nota de cuando en cuando que la facilidad degenera en desaliño y
dureza.
Otro defecto más grave es el de la chocante obscenidad de
lenguaje,
en la que Catulo está casi al nivel de Aristófanes.
La
antigua elegía se debe considerar como una especie de oda, más
sentimental
que entusiástica, compuesta siempre de un metro
peculiar,
el dístico de hexámetro y pentámetro, y no destinada
exclusivamente
a asuntos tristes, ni menos al amor, aunque éste era
el
asunto a que más de ordinario se dedicaba: poesía muelle,
sobradas
veces licenciosa, bien que circunspecta en el lenguaje, y
cuyos
inconvenientes agranda la perfección misma a que fue levantada
en
el siglo de que damos cuenta. Preludió a ella Catulo, y le
sucedió
Galo (Cneus, o Publius, Cornelius Gallus), natural de Frejus
(Forum
Julium) en la Provenza, que, de una condición oscura, se
elevó
a la amistad íntima de Augusto; y en recompensa de sus
servicios,
recibió de éste el cargo de prefecto de Egipto. Su
crueldad
y orgullo le granjearon el odio de los habitantes y del
emperador
mismo. Condenado a una gruesa multa y al destierro, no
pudo
sobrevivir a su deshonor; y se dio la muerte a la edad de
cuarenta
y tres años, 26 a. C. Galo tradujo algunas obras de
Euforion,
poeta de Calcis y de la escuela alejandrina, que cultivó
varios
géneros; y a pesar de la obscenidad y afectación de su
estilo,
fue muy estimado de los romanos hasta el reinado de Tiberio.
Galo,
a ejemplo de Euforion, compuso elegías, que no se conservan;
pues
la que se ha publicado bajo su nombre es conocidamente
apócrifa.
Quintiliano censuraba en ellas lo duro del estilo: vicio
que
Galo debió probablemente a la escuela de Alejandría, y a
Euforion
en particular. (Biographie Universelle).
A
Galo sucedió Tibulo (Albius Tibullus). Nada le faltó, si hemos de
creer
a su amigo Horacio, de cuanto pueda hacer envidiable la suerte
de
un hombre: salud, talento, elocuencia, celebridad, conexiones
respetables,
una bella figura, una regular fortuna, y el arte de
usar
de ella con moderación y decencia. Tibulo, con todo, parece
haber
sido desposeído de una parte considerable de su patrimonio; y
se
conjetura, con bastante probabilidad, que, habiendo seguido en
las
guerras civiles el partido de Bruto junto con Mesala Corvino, su
protector
y amigo, sus bienes, como los de otros muchos, fueron
presa
de la rapacidad de los vencedores. Contento con los restos de
la
riqueza que había heredado de sus padres, sólo pensaba en gozar
días
tranquilos, sin ambición, sin porvenir, cantando sus amores, en
que
fue más tierno que constante, y cultivando por sí mismo su
pequeña
heredad en una campiña solitaria no lejos de Tívoli. De los
grandes
poetas del siglo de Augusto, Tibulo es el único que no ha
prostituido
su musa adulando el poder. Todas las composiciones
incontestablemente
suyas son del género elegíaco; pues el Panegírico
de
Mesala, obra mediocre, hay fuertes motivos de dudar que le
pertenezca.
Ningún
escritor ha hecho sentir mejor que Tibulo, que la poesía no
consiste
en el lujo de las figuras, en el brillo de locuciones
pomposas
y floridas, en los artificios de un mecanismo sonoro,
porque
vive todo en la franca y genuina expresión que transparenta
los
afectos y los movimientos del alma, y avasalla la del lector con
una
simpatía mágica a que no es posible resistir. En sus versos, se
reproducen
a cada paso el campo y el amor. Él nos habla sin cesar de
sí
mismo, de sus ocupaciones rústicas, de las fiestas religiosas en
que,
rodeado de campesinos, ofrece libaciones a los dioses de los
sembrados
y de los ganados, de sus cuidados, sus esperanzas, sus
temores,
sus alegrías, sus penas. Aun cuando celebra la antigüedad
divina
de Roma, lo que se presenta desde luego a su imaginación, es
la
vida campestre de los afortunados mortales que habitaban aquellas
apacibles
soledades, abrumadas después por la grandeza romana. ¿Cómo
es
que, con tan poca variedad en el fondo de las ideas, nos
entretiene
y embelesa? Porque en sus versos respira el alma, porque
no
pretende ostentar ingenio. Es imposible no amar un natural tan
ingenuo,
tan sensible, tan bueno. Nada más frívolo, que los asuntos
de
sus composiciones; pero ¡qué lenguaje tan verdadero, tan
afectuoso!
¡qué suave melancolía! Él no parece haber premeditado
sobre
lo que va a decir. Sus sentimientos se derraman
espontáneamente,
sin orden, sin plan. Las apariciones de los objetos
que
los contrastan y las analogías que hacen nacer de improviso, es
lo
que guía su marcha. Su manera característica es la variedad en la
uniformidad,
la belleza sin atavío, una sensibilidad que no
empalaga,
un agradable abandono. (Naudet,
Biographie Universelle).
Propercio
(Sextus Aurelius Propertius) es un genio de otra especie.
Nació
en Mevania (hoy Bevagna en el ducado de Spoleto). Su padre,
caballero
romano que en la guerra civil había seguido el partido de
Antonio,
fue proscrito por el vencedor, y degollado en el altar
mismo
de Julio César; y si fuera verdad que este acto bárbaro se
ejecutó
por orden de Augusto, sería difícil perdonar las alabanzas
que
le prodiga Propercio. Verdad es que el joven poeta obtuvo por su
talento
la protección de Mecenas y Augusto. Era amigo de Virgilio,
que
le leyó confidencialmente los primeros cantos de su Eneida, como
se
infiere de la última elegía del libro 2, en que tributa un
magnífico
elogio al poema y al autor. Murió hacia el año 12 a. C.,
siete
años antes que Virgilio y Tibulo, que fallecieron casi a un
tiempo.
La
posteridad ha vacilado acerca de la primacía entre Tibulo y
Propercio.
Hoy está decidida la cuestión. El lugar de Propercio,
como
el de Ovidio, es inferior al de Tibulo. Su estilo lleno de
movimiento
y de imágenes, carece a menudo, no diremos de
naturalidad,
sino de aquel abandono amable que caracteriza a su
predecesor.
Propercio le aventaja en la variedad, la magnificencia
de
ideas, el entusiasmo fogoso; pero no tiene su hechicero abandono.
Sus
afectos están más en la fantasía, que en el fondo del alma. Su
erudición
mitológica es a menudo fastidiosa, como lo había sido la
de
su predilecto Calímaco. Otra censura merece; y es la de haber
ultrajado
más de una vez la decencia, a que nunca contravino Tibulo.
Hay
elegías en que su imaginación toma un vuelo verdaderamente
lírico,
como cuando canta los triunfos de Augusto, la gloria de Baco
y
de Hércules. Nos ha dejado también dos heroídas, que pasan por dos
bellos
modelos de este género semi-dramático: la de Aretusa a
Licotas
y la de Cornelia difunta a su marido Paulo. (Biographie
Universelle).
Ovidio
viene en la elegía después de Propercio, cronológicamente
hablando;
porque no nos parece justo mirarle como de inferior
jerarquía.
Ovidio fue en realidad uno de los ingenios más
portentosos
que han existido; y aunque no se le adjudique la
primacía
en ninguno de los variados géneros a que dedicó su fértil
vena,
él es quizás de todos los poetas de la antigüedad el que tiene
más
puntos de contacto con el gusto moderno, y que ha cautivado en
todos
tiempos mayor número de lectores. Mas, para juzgarle, es
preciso
verle entero. Considerarle ahora como elegíaco, después como
épico,
en una parte como dramático, en otra como didáctico, sería
dividir
ese gran cuerpo en fragmentos que, contemplados
aisladamente,
no podrían darnos idea de las dimensiones y el
verdadero
carácter del todo.
Su
biografía es interesante; y envuelve un secreto misterioso, que
no
se ha descifrado satisfactoriamente hasta ahora. No podemos
resistir
la tentación de detenernos algunos momentos en ella.
Ovidio
(Publius Ovidius Naso) nació en Sulmona el 13 de las calendas
de
abril, o 20 de marzo del año 43 a. C. Era de una antigua familia
ecuestre.
Él y su hermano Lucio fueron a Roma a educarse en el arte
oratorio
bajo la dirección de los más célebres abogados; pero Ovidio
era
irresistiblemente arrastrado a la poesía, para la cual había
manifestado
disposiciones precoces, de que él mismo nos informa con
su
característica gracia en una de sus elegías. (Tristes, libro 4,
elegía
10). Para perfeccionar su educación, fue enviado por sus
padres
a Atenas. Una muerte prematura le arrebató el hermano
querido;
y a la edad de diez y nueve años, único heredero del
patrimonio
paterno, ejerció en su patria los cargos que conducían a
los
empleos senatoriales; pero la dignidad de senador le pareció,
como
él mismo dice, superior a sus fuerzas. Exento de ambición,
abandonó
la carrera pública, y se consagró exclusivamente a las
Musas.
Tuvo relaciones de amistad con los grandes poetas, con las
personas
más distinguidas de su tiempo, y con Augusto mismo, que
hacía
versos y protegía liberalmente los talentos. En una reunión de
caballeros
romanos, que se celebraba anualmente en Roma, fue
distinguido
por el dominador del mundo, que le regaló un hermoso
caballo.
Ovidio se había granjeado por sus escritos una celebridad
temprana:
leídos al pueblo, en el teatro, como se acostumbraba
entonces,
eran vivamente aplaudidos; y al prestigio de un
entendimiento
cultivado y de una bella y fecunda inspiración, se
juntaban
en él la finura y amabilidad en el trato social.
No
sabemos los nombres de sus dos primeras mujeres. La tercera, a
quien
permaneció firmemente unido por toda su vida, y cuya virtud y
constancia
fueron su consuelo y apoyo en el infortunio, pertenecía a
la
ilustre familia de los Fabios. Marcia, mujer de Fabio Máximo, el
más
fiel y firme de sus amigos, y uno de los favoritos de Augusto,
era
a un tiempo parienta del emperador y de Fabio: circunstancia
que,
por desgracia de Ovidio, le dio entrada en la casa y los
secretos
de la familia de los Césares.
Los
versos de Ovidio eran licenciosos; y su vida, desordenada. Ni
los
consejos de la amistad, ni la opinión pública, ni los clamores
de
la envidia pudieron triunfar de sus inclinaciones. Hallaba una
gloria
fácil en la popularidad de sus poesías elegíacas, fruto de
una
fantasía lozana y risueña, acalorada por el delirio de los
sentidos.
Publicó cinco libros de elegías, intitulados Los Amores,
que
después redujo a tres; y en ellos cantó a Corina, nombre
supuesto,
bajo el cual han creído algunos que designaba a Julia,
hija
de Augusto, y viuda de Marcelo, casada posteriormente con Marco
Agripa,
y de una triste celebridad por su escandalosa disolución.
Pero
esta conjetura parece desmentida por lo que el mismo Ovidio ha
dejado
traslucir sobre la causa de las iras de Augusto, no
imputándose
más delito que el de haber presenciado lo que no debía.
Al
mismo tiempo que Los Amores, compuso las Heroídas, cartas que se
suponen
dirigidas por heroínas de la mitología o de la historia a
sus
amados, y género de composición de que Ovidio se llama inventor,
aunque
el de las cartas ficticias no fue desconocido de los griegos,
y
las dos elegías arriba citadas de Propercio pueden clasificarse en
él
sin violencia. Las Heroídas de Ovidio constituyen uno de los
monumentos
más notables que nos ha trasmitido la antigüedad. El
poeta
prodiga en ellas las más ricas ficciones de los siglos
heroicos;
y aunque se repitan las ideas, y se reproduzcan demasiadas
veces
las quejas de un amor infeliz, es maravillosa la destreza con
que
el poeta ha sabido paliar la monotonía de los asuntos, variando
siempre
la expresión, y aprovechándose de todos los accidentes de
persona
y localidad de cada uno para diferenciarlo de los otros.
Dedicóse
también por el mismo tiempo a la tragedia; y publicó su
Medea,
que manifiesta, dice Quintiliano, de lo que Ovidio hubiera
sido
capaz, si hubiera querido contenerse en los límites de la
razón.
En esta pieza, que se ha perdido, como todas las tragedias
romanas
anteriores a las de Séneca, arrebató el poeta la palma de la
musa
trágica a todos sus contemporáneos.
A
los cuarenta y dos años de su edad, publicó su Ars Amandi. Este
poema,
colocado entre los didácticos, aunque lo que se enseña en él
es
la seducción y el vicio, se puede considerar como un retrato de
Roma
en aquella época de corrupción y tiranía. Ahí se ve la
magnificencia
y el lujo de un pueblo que se ha enriquecido con los
despojos
de las tres partes del mundo; dueño del universo, pero
avasallado
por los deleites sensuales, y esclavo de un hombre. No
por
eso debe creerse que Ovidio haya contribuido a deteriorar las
costumbres
de su siglo; antes bien, es preciso reconocer que la
depravación
general influyó en el uso culpable que el poeta hizo
demasiadas
veces de su talento. Ovidio, aun en esta composición,
respeta
más la decencia del lenguaje, que Catulo, Horacio y Marcial,
y
que Augusto mismo, de quien se conservan odas infames. El Ars
Amandi
tuvo un suceso prodigioso; y sin embargo, las leyes callaron,
y
el poeta continuó gozando de los favores del príncipe diez años
enteros.
Publicó
poco después otros poemas del mismo género: el Remedio del
Amor,
donde, entre máximas y preceptos graves, se encuentran de
cuando
en cuando los extravíos de una imaginación licenciosa, y el
Arte
de los Afeites, en que, al paso que se proponen medios
artificiales
para corregir la naturaleza, se censura en las mujeres
el
excesivo anhelo de ataviarse y de parecer bien, y se recomienda
la
modestia como el primero de los atractivos de su sexo. Sólo se
conserva
un fragmento de cien versos. Menos todavía ha sido
respetado
por el tiempo su Consuelo a Livia, esposa de Augusto,
afligida
por la muerte de su hijo Druso Nerón, habido en primeras
nupcias.
La
familia de Ovidio se componía de una esposa querida, respetada de
los
romanos por su virtudes; de su hija Perila, que cultivaba las
letras
y la poesía lírica; y de dos hijos de tierna edad. Tenía en
Roma
una casa cerca del Capitolio y un jardín en los arrabales, que
se
complacía en cultivar con sus propias manos. Era sobrio; jamás
cantó
el ruidoso regocijo de los banquetes, ni los desórdenes de la
embriaguez.
No gustaba del juego. Ninguna pasión baja o cruel manchó
su
reputación. En sus extravíos mismos, se contuvo dentro de ciertos
límites,
que otros grandes ingenios de Grecia y Roma traspasaban sin
rubor.
Era ingenuo, sensible, agradecido. Reunía las cualidades del
hombre
amable a los sentimientos del hombre de bien. Pero cuando la
fortuna
parecía colmar sus votos, cuando sus versos hacían las
delicias
de los señores del mundo, cuando contaba entre sus amigos
los
personajes más ilustres por su rango o por sus talentos, una
desgracia
imprevista vino a herirle en el seno de la gloria, de los
placeres
y de la amistad. Contaba cincuenta y dos años, cuando
Augusto
le relegó a Sarmacia, a las últimas fronteras del imperio,
habitada
por bárbaros, sujetos apenas a la dominación romana. El Ars
Amandi,
publicado diez años antes, era el pretexto; la causa
verdadera
de la condenación es todavía un misterio. He aquí cómo la
explica
el erudito escritor que nos sirve de guía.
Tiberio,
digno hijo de Livia, adoptado por Augusto, y destinado a
sucederle,
montaba ya las gradas del trono; y todo lo que podía
poner
estorbo a su ambición, alarmaba su alma sombría. Livia, por su
parte,
llenaba de recelos y terrores el alma de su marido. Agripa
Postumio,
nieto de Augusto, hubiera debido heredar el imperio. Livia
le
hizo sospechoso; Augusto le desterró. Julia, la hermana de
Agripa,
fue desterrada al mismo tiempo; y esta época coincide con la
del
destierro de nuestro poeta. ¿No se puede conjeturar que Ovidio,
protegido,
amado tal vez, por la primera Julia, abrazó los intereses
de
la segunda y del joven Agripa con demasiado celo, y se concitó
así
el odio de Tiberio y de Livia? Augusto lamentaba a sus solas la
desventura
de su nieto, excluido del trono para hacer lugar a un
extraño.
Temeroso de Tiberio, hostigado por Livia, esclavo en su
propio
palacio, debilitado por los años, entregado a prácticas
supersticiosas,
reducido a desterrar una mitad de su familia,
después
de haber visto perecer la otra, desahogaba su dolor en el
seno
de la amistad más íntima. Acompañado de un solo confidente,
Fabio
Máximo, algunos años después, fue a ver al desgraciado Agripa
a
la isla de Planasia, adonde estaba confinado, le prodigó las
ternuras
de un padre, lloró con él; y no se atrevió, con todo, sino
a
lisonjearle con la esperanza de mejor suerte. Máximo confió este
secreto
a su mujer; su mujer tuvo la imprudencia de revelarlo a
Livia;
y un hombre que había merecido toda la confianza del
emperador,
no tuvo más recurso que matarse. Su mujer muere pocos
días
después; Augusto fallece súbitamente en Nola; Tiberio reina;
Agripa
es asesinado; a Julia, su madre, se había dejado morir de
hambre;
y desde esta época, pierde Ovidio toda esperanza de
restitución.
Recuérdense sus estrechas relaciones con Fabio Máximo;
ténganse
presente los repetidos pasajes de sus Tristes y de sus
Pónticas
en que se acusa de imprudencia, de insensatez, de haber
visto
lo que no debía, de no haber cometido crimen; y se deducirá
con
bastante verosimilitud que los autores de su destierro fueron
Tiberio
y Livia; y que el haber sido sabedor y testigo de alguna
trama
palaciega en favor de los nietos de Augusto, fue la verdadera
causa
de su destierro.
Volvamos
atrás. Ovidio dice el último adiós a Roma y a los suyos;
maldice
su fatal ingenio; quema sus obras; entrega también a las
llamas
sus Metamorfosis, a que no había dado aún la última mano,
pero
afortunadamente existían ya muchas copias de este inmortal
poema,
que es hoy el primero de sus títulos de gloria. El generoso
Máximo,
que no había podido consolarle a su salida de Roma, le
alcanza
en Brindis, estrecha entre sus brazos al amigo de su niñez,
y
le promete su apoyo. Ovidio, confinado a Tomos, a las orillas del
Ponto
Euxino, vive allí cerca de ocho años, entre las inclemencias
de
un clima helado y las alarmas de la guerra, en medio de tribus
salvajes
y hostiles y sin más protección que la de Cotis, rey de los
tomitanos,
dependiente de Roma. Un yelmo cubría muchas veces sus
cabellos
canos, tomaba la espada y el escudo, y corría con los
habitantes
a defender las puertas contra los ataques de los
escuadrones
bárbaros que inundaban la llanura, sedientos de sangre y
pillaje.
La poesía era todo su consuelo. Allí compuso sus Tristes y
sus
Pónticas, elegías admirables en que conserva todas las gracias
de
su estilo. Guardémonos de creerle, cuando nos dice que las
desgracias
habían extinguido su genio, y que, viviendo entre los
tomitanos,
raza mezclada que hablaba un griego corrompido, se había
hecho
sármata, y perdido la pureza de su idioma nativo. Todo agrada
en
aquellos melancólicos trenos; y si repite a menudo sus quejas,
sus
votos, los dolores de tantas pérdidas amargas, la expresión es
siempre
natural, ingenua, variada: el poeta habla la lengua
todopoderosa
del infortunio, de un infortunio sin medida, sin
término,
sin esperanza.
Ovidio
compuso en el destierro el Ibis, en que tomó, por la primera
y
última vez, el azote vengador de la sátira; y sin dejar ni el
tono,
ni el metro de la elegía, inmola a la detestación de la
posteridad
a un enemigo atroz, que quiere poner el colmo a su
desventura,
solicitando del príncipe la confiscación de sus bienes.
Ibis
(ave egipcia que, devorando las serpientes y reptiles, purgaba
de
ellos el país) era el título de una obra en que Calímaco se
desataba
con invectivas y execraciones contra Apolonio Rodio sin
nombrarle.
Ovidio siguió su ejemplo; pero se cree que su perseguidor
había
sido un liberto de Augusto, llamado Higino, despreciable
escritor
de fábulas mitológicas.
En
su destierro, acabó también de escribir la más interesante de sus
obras
didácticas: los Fastos de Roma, de que sólo se conservan los
seis
libros relativos a los primeros seis meses del año. El poeta
refiere
día a día las causas históricas o fabulosas de todas las
fiestas
romanas; y nos da a conocer el calendario de aquel pueblo, y
no
poca parte de sus costumbres y supersticiones. En el sentir de
algunos
críticos, éste es el más perfecto de los poemas de Ovidio.
Otra
obra didáctica suya fue el Halieuticon, que tiene por asunto la
pesca,
y ha sido elogiado por Plinio; pero de que sólo quedan
reliquias
desfiguradas por los copiantes. Ignoramos en qué período
de
su vida lo compusiese Ovidio; y lo mismo podemos decir de sus
epigramas,
de un libro contra los malos poetas, citado por
Quintiliano,
y de su traducción de Arato.
Ovidio
escribió también versos jéticos, que acabaron de conciliarle
el
amor de los tomitanos. Decretos solemnes de aquel pueblo le
colmaron
de distinciones y alabanzas; y le adjudicaron la corona de
yedra
con que se honraba a los grandes poetas. Leyéndoles un día su
Apoteosis
de Augusto, compuesta en aquel idioma, se suscitó un
prolongado
murmullo en la concurrencia; y uno de ella exclamó: «Lo
que
tú has escrito de César debiera haberte restituido a su
imperio».
Consumido por sus padecimientos, sucumbió al fin hacia los
sesenta
años de edad, en el octavo de su destierro. (Villenave,
Giographie
Universelle).
Los
escritos de Ovidio se distinguen por una incomparable facilidad;
y
cuando se dice incomparable, es preciso entenderlo a la letra,
porque
ningún poeta, antiguo ni moderno, ha poseído en igual grado
esta
dote. Pero ¡cuántas otras le realzan! Si tiene algún defecto su
versificación,
es su nunca interrumpida fluidez y armonía. Entre
tantos
millares de versos, no hay uno solo en que se encuentre una
cadencia
insólita, un concurso duro de sonidos. Homero es fácil;
pero
¡cuánto ripio en sus versos! Los de Lope de Vega se deslizan
con
agradable fluidez y melodía; pero cometiendo a menudo pecados
graves
contra el buen gusto y el sentido común. Ovidio no sacrifica
la
razón o la lengua al ritmo; no se ve jamás precisado a violentar
el
orden de las palabras o su significado; no revela nunca el
esfuerzo;
y su lenguaje, siempre elegante, transparenta con la mayor
claridad
las ideas. En sus elegías es suave y tierno; el dolor se ha
expresado
pocas veces con más sentidos acentos. Las Metamorfosis
forman
una inmensa galería de bellísimos cuadros, en que pasa por
todos
los tonos desde el gracioso y festivo hasta el sublime. Si se
le
ofrecen a veces pormenores ingratos, como en los Fastos él
encuentra
un giro poético para comunicarlos. Abusa, es verdad, de
las
riquezas de su imaginación; es algunas veces conceptuoso; otras
acopia
demasiada erudición mitológica. Pero ábrasele donde quiera:
por
más que se repruebe aquella excesiva locuacidad, tan opuesta a
la
severidad virgiliana, por más que se descubran ya en él algunos
síntomas
de la decadencia que sufrieron poco después las letras
romanas,
su perpetua armonía, su facilidad maravillosa, su misma
prodigalidad
de pensamientos y de imágenes, nos arrastran; y es
menester
hacerse violencia para dejar de leerle.
La
tragedia, según hemos visto, dio algunas flores a la guirnalda
del
amante de Corina. Otros poetas habían adquirido fama en este
género
de poesía, a que, sin embargo, podía tal vez aplicarse con
más
justicia que a la comedia el maxime claudicamus de Quintiliano.
Entre
ellos, se habla particularmente de Polión y de Vario.
Polión
(Cajus Asinius Pollio), partidario de César en las guerras
civiles,
y posteriormente de Antonio, permaneció neutral entre éste
y
Octavio, cuya estimación o confianza mereció. Ilustróse en la
guerra;
pero lo que más le ha recomendado a los ojos de la
posteridad,
es la protección que dispensó a las letras y a los
grandes
poetas del reinado de Augusto. Horacio elogia sus
tragedias.
Lucio
Vario, amigo de Virgilio y de Horacio, cantó en una epopeya,
que
tuvo mucha nombradía por aquel tiempo, las victorias de Augusto
y
Agripa; se sabe que su juicio era de la mayor autoridad en
materias
de literatura; y su tragedia Tiestes, si se ha de creer a
Quintiliano,
podía ponerse en paralelo con cualquiera de las del
teatro
griego.
De
los escritos de Polión, nada queda; y de los de Vario, un corto
número
de versos.
Nos
sentimos inclinados a rebajar mucho de la idea ventajosa que nos
da
Quintiliano de la tragedia romana de esta época. La de Sófocles y
Eurípides
no podía nacionalizarse en Roma, donde le faltaba el
espléndido
cortejo de los coros, que le daba tanta solemnidad y
grandeza
en el teatro ateniense. La comedia nueva de los griegos
pudo
tener, y tuvo efectivamente mejor suerte, porque estaba
reducida
a piezas puramente dramáticas, sin ingrediente alguno
lírico,
como en los tiempos modernos. No creemos imposible la
tragedia
en pueblo alguno que tenga inteligencia y corazón: la
tragedia
del pueblo de Roma, pero no la tragedia de Sófocles. Así
las
de Polión, de Vario, de Ovidio, invenciones felices, tendrían
algún
brillo como composiciones literarias; pero es cierto que no
merecieron
una acogida popular, como los dramas de Plauto y
Terencio.
Las
circunstancias que perjudicaron al desarrollo del drama romano,
y
a que los mismos Plauto y Terencio tuvieran dignos sucesores:
fueron,
por una parte, la magnificencia de los espectáculos
públicos,
en que, según la expresión de Horacio:.
Migravit
ab aure voluptas
Omnis,
ad incertos oculos et gaudia vana;
y
por otra, los combates sangrientos del anfiteatro, con los cuales
era
difícil que compitiese la representación ficticia de los dolores
y
agonías del alma. La primera de estas causas debía precisamente
influir
desventajosamente sobre todo drama; la segunda perjudicaba
de
un modo particular a la tragedia.
A
pesar de estos inconvenientes, no vemos que dejase de haber
numerosos
auditorios para las piezas dramáticas de uno y otro
género,
pues en tiempo de Horacio eran concurridas las piezas de los
antiguos
Accio, Pacuvio, Afranio, Plauto y Terencio; Fundanio
escribía
comedias por el estilo de estos últimos; y se sostenían las
atelanas,
que conservaron su festividad y desenvoltura satírica
hasta
el tiempo de los emperadores. Hubo además por este tiempo una
especie
de espectáculo mixto, que obtuvo gran popularidad: los
mimos.
El mimo puro era la representación de la vida humana por
medio
de actitudes y gestos, sin acompañamiento de palabras: arte
que
llevaron los romanos a una perfección de que apenas podemos
formar
idea. El número de actores mímicos de uno y otro sexo era
grande
en Roma; y frecuente el uso que se hacía de ellos en las
diversiones
públicas y domésticas, y hasta en los funerales mismos,
donde
el llamado arquimimo tomaba a su cargo remedar el aire,
modales,
movimientos y acciones del difunto. Pero lo que debe
ocuparnos
aquí son las farsas en que un poeta suministraba el texto
que
debía, por decirlo así, glosar el actor, sea que éste
pronunciase
los versos, o que otra persona los recitase al mismo
tiempo;
pues parece que de uno y otro modo se ejecutaba la
representación
mímica. Estas farsas exhibían una pintura fiel de las
costumbres,
de las extravagancias, de las ridiculeces; y aun osaban
parodiar
los actos más serios, echando la toga senatorial sobre la
vestidura
del arlequín; pero degeneraban a menudo en bufonadas,
chocarrerías
y obscenidades. Según el testimonio de los antiguos, en
los
buenos mimos centelleaba el ingenio sin ofender la decencia; y
excitaban
en los espectadores emociones tan vivas, tan deliciosas,
como
las piezas de Plauto y Terencio.
Décimo
Laberio, caballero romano, uno de los más famosos autores y
compositores
de mimos, habiendo incurrido en el desagrado de César,
fue
forzado por el dictador a representar públicamente una de sus
farsas.
Laberio, que entonces contaba cerca de sesenta años,
disculpó,
en el prólogo, una acción tan impropia de su edad y su
clase;
y exhaló su dolor en términos que habrían debido mover la
compasión
del auditorio. Sin que lo contuviera la presencia de
César,
introdujo en la pieza picantes alusiones a la tiranía, que
fueron
fácilmente comprendidas por el pueblo. César, terminada la
farsa,
le regaló un anillo; y le permitió retirarse. Dirigióse,
pues,
a las gradas de los caballeros, donde no pudo hallar asiento.
Cicerón,
viendo su embarazo, le dijo que de buena gana le daría
lugar,
si no estuviera tan estrecho, aludiendo al gran número de
senadores
noveles creados por César. «No es extraño, le contestó
Laberio,
pues acostumbras ocupar dos asientos». Zahería de este modo
la
versatilidad de Cicerón entre Pompeyo y César. Se conserva, entre
otras
reliquias, el prólogo pronunciado en aquella ocasión; y
Rollin,
que lo elogia altamente, lo inserta en su Tratado de
Estudios.
Otro
mimógrafo célebre fue Publilio Siro. Esclavo en sus primeros
años,
recibió de su amo una educación esmerada, y poco después la
libertad.
Dedicóse a escribir mimos; y obtuvo en ellos los aplausos
de
muchas ciudades de Italia, y últimamente de Roma, donde, en un
certamen
literario, se llevó la palma sobre Laberio y sobre cuantos
escritores
trabajaban entonces para las fiestas teatrales. Publilio
Siro
gozo de una gran reputación en el más bello siglo de la
literatura
romana. Se han conservado algunas de las excelentes
máximas
de moral derramadas en sus mimos y expresadas con notable
concisión
en un solo verso. A este mérito, y a la decencia de sus
escritos,
se debió sin duda el uso que los romanos hacían de ellos
en
las escuelas, como atestigua San Jerónimo.
Vario,
según hemos dicho, aspiró a dos coronas que no se han visto
jamas
reunidas en la frente de ningún poeta; y, si se ha de dar fe a
sus
contemporáneos, con tan buen suceso en la epopeya, como en la
tragedia,
aunque es de creer que ni en una, ni en otra, lo tuvo
completo;
y merece al menos alabanza por haber seguido el ejemplo
del
viejo Ennio, tratando asuntos romanos, el de Cicerón, cuyo
Mario,
sin embargo, no parece haber contribuido a su gloria, el de
Terencio
Varrón Atacino, que, además de traducir o imitar, con el
título
de Jasón, los Argonautas de Apolonio Rodio, cantó la victoria
de
César sobre los galos del Sena, el de Hostio, que compuso otra
epopeya
sobre la guerra de Iliria: poemas que tuvieron el honor de
haber
sido imitados por Virgilio en algunos pasajes. Dedicáronse
muchos
otros en esta época a la epopeya. Pero no podemos detenernos
en
nombres oscuros, cuando nos llama el príncipe de la poesía
romana.
Publio
Virgilio Marón nació el 15 de octubre del año de Roma 684, 70
a.
C., en una aldea llamada hoy Petiola, entonces Andes, no lejos de
Mantua.
Todo hace creer que una granja fue su primera habitación;
pastores,
los compañeros de su niñez; el campo, su primer
espectáculo.
Educóse en Cremona; y a los dieciséis años de edad, se
trasladó
a Milán, donde tomó la toga viril el día mismo de la muerte
de
Lucrecio, como si las Musas, dice Lebeau, hubieran querido
señalar
a su joven favorito como el poeta a quien pasaba la herencia
de
un gran genio. De allí fue a perfeccionar su educación a Nápoles,
la
antigua Parténope, famosa por sus escuelas, que conservaba, con
la
lengua de los griegos, las tradiciones de aquella nación ilustre
y
la afición a las letras y la ciencia. Allí estudió física,
historia
natural, medicina, matemáticas y todo lo que entonces
formaba
el caudal científico de la humanidad. Dedicóse sobre todo a
la
filosofía. Así Epicuro, Pitágoras, Platón, reviven en los versos
de
Virgilio; y nadie ha probado mejor qué de riquezas puede sacar la
poesía
de este comercio íntimo con los escudriñadores de la
naturaleza
y del alma humana. Después de la batalla de Filipos, se
dirigió
a Roma; y fue presentado por Polión a Mecenas, y por Mecenas
a
Augusto, de quien obtuvo la restitución de la heredad, de que
había
sido despojado su padre por el centurión Ario. (Tissot).
Criado
en el campo, entre pastores, dotado de un alma tierna,
pensativo,
amigo de la soledad, poeta del corazón, avezado a
expresar
sus ideas en un estilo suave y melodioso, parecía nacido
para
el género pastoral. Ni al que había recorrido la Italia desde
Milán
hasta la encantada Parténope podían faltar, como cree el
elegante
escritor que nos sirve de guía, las inspiraciones de una
bella
naturaleza campestre; ni creo que haya motivo de pensar con el
mismo
escritor que la vida de los pastores ofreciese a esta especie
de
poesía un tipo más adecuado en Sicilia y en la edad de Teócrito,
que
en Italia y en el siglo de Augusto; ni existido jamás en parte
alguna
los pastores felices que diviertan sus ocios cantando amores
y
tradiciones nacionales, como los que el mismo escritor imagina
haberse
pintado al natural en los idilios de Teócrito. ¿Por qué,
pues,
lo que hay de pastoral en las Bucólicas del poeta de Mantua es
en
gran parte imitado, traducido de los idilios sicilianos? ¿Por qué
Virgilio,
con tantas dotes naturales y adquiridas, es tan inferior a
su
modelo? Yo encuentro la causa en la nobleza y elevación nativa
del
genio de Virgilio, que no se presta fácilmente a la égloga. Se
le
ve, comprimido en ella, arrojar el pellico, escaparse de los
pastos
y de los rediles, cada vez que puede, y remontarse a regiones
más
altas: Paulo majora canamus. No sabe dar dulces sonidos al
caramillo,
sino cuando toca tonadas tristes; entonces sólo es poeta
verdadero
y original; y si toma las ideas de Teócrito es para darles
una
expresión, una vida, de que Teócrito no era capaz. En la primera
égloga,
conversan dos pastores; Títiro feliz, y Melibeo desgraciado,
expelido
de su heredad, llevando delante de sí su menguada grey,
huyendo
de la soldadesca que se apodera de aquellos campos en otro
tiempo
venturosos. Casi todo lo que dice el primero es flojo y
tibio;
pero ¡qué sentimiento, qué profunda melancolía, qué
movimientos
apasionados en el segundo! Se presiente al poeta que
cantará
algún día la emigración troyana, como en los magníficos
versos
finales al autor de las Geórgicas.
El
poeta de Sicilia tuvo gran parte en la égloga segunda del
mantuano,
cuya ejecución, es, sin embargo, más acabada, y sólo hace
desear
que tan brillantes versos expresasen una pasión menos
abominable.
La cuarta, que se cree destinada a celebrar el
nacimiento
de un hijo de Polión, combina con el estro poético las
fantasías
de un vaticinio misterioso, en que algunos imaginaron que
se
pronosticaba por inspiración divina la venida y reino del Mesías.
En
la sexta, Heine alaba en una nota el argumento y el modo de
tratarlo:
Sileno canta el origen del mundo, según las ideas de los
más
antiguos filósofos, y pasa luego rápidamente por varias fábulas
hermoseándolo
todo con imágenes de esmerada belleza, suavidad y
dulzura.
La égloga octava, como la primera de Garcilaso, consta de
dos
partes, que forman cada una un todo, y no tienen conexión alguna
entre
sí, excepto el preámbulo que las enlaza; pero, en el poeta
castellano,
los dos pastores exprimen los sentimientos que
verdaderamente
los afectan, al paso que los de Virgilio contienden
uno
con otro en composiciones estudiadas, lo que entibia ciertamente
el
interés y la simpatía de los lectores. De la décima égloga que
algunos
miran como la mejor de todas, sólo podemos decir que tiene
pasajes
muy bellos y arranques valientes de delirio amoroso.
Tissot
mira las diez églogas de Virgilio como los ensayos artísticos
de
un gran maestro que forma su estilo en bosquejos rápidos, pero de
un
gusto severo, y terminados a veces con el cuidado que ha de
emplear
un día en obras de mayor importancia. Tal vez es demasiado
favorable
este juicio. En algunas de ellas, no hay unidad, no hay
plan;
y se zurcen con poco artificio pensamientos inconexos, casi
todos
ajenos. Se encuentran también acá y allá versos flojos,
insulsos,
que desdicen de aquella severidad de juicio que
resplandece
en las producciones posteriores.
Otro
defecto, aun más grave, si fuese real, hallaríamos nosotros en
las
alegorías perpetuas que algunos comentadores de estragado gusto
han
imaginado encontrar en varios trozos de las Bucólicas. Hay, sin
duda,
pasajes en que el poeta alude en boca de un pastor a la corte
de
Augusto, significando su gratitud al tirano de Roma, y
tributándole
la adoración servil de que todos los ingenios de aquel
tiempo
se hicieron culpables. Pero extender la alegoría a todos los
pormenores
de una égloga, es una puerilidad que no debemos imputar,
sin
más fundamento que analogías remotas e interpretaciones
forzadas,
a ningún poeta de mediana razón en el siglo de oro de las
letras
latinas.
Tal
fue el primero y no muy feliz ensayo de los romanos en la
égloga.
En el género didáctico, Lucrecio hubiera bastado a su
gloria;
pero les estaba reservado otro título no menos brillante.
Las
Geórgicas de Virgilio no llegan a la altura del poema de la
Naturaleza
en sublimidad y valentía; pero en todas las otras dotes
poéticas,
le aventajaban; y en el todo son una producción más
perfecta,
a que no es comparable ninguna otra de su especie, antigua
o
moderna. Tissot desearía un orden más lógico en la distribución de
las
materias; pero esto haría desaparecer aquel aire de
espontaneidad
y de entusiasmo casi lírico, que forman, a mi juicio,
una
de las excelencias de este poema. Nuestro autor censura también,
y
con sobrada justicia, la invocación a Octavio, como una indigna y
absurda
lisonja, contraria a todas las leyes del sentido común y del
arte,
pues en la entrada de una obra dedicada a la agricultura, no
sólo
se diviniza a un mortal, sino se le da más lugar a él solo, que
a
Ceres, Baco, Pan, Neptuno, Minerva y todas las divinidades
tutelares
del campo. Pero tal es el hechizo de la poesía de
Virgilio,
que no hay tiempo de reparar en los defectos. ¡Qué
multitud
de bellezas! ¡Qué suavidad de tonos! ¡Qué habilidad para
amenizar
la aridez de los preceptos y los más humildes pormenores,
como
por ejemplo, la descripción del arado y de los otros
instrumentos
de labranza! ¡Qué interés derramado sobre las
ocupaciones
campestres, sobre los ganados, sobre las plantas, sobre
la
microscópica república de las abejas! Todo vive, todo palpita, en
aquella
espléndida idealización de la agricultura. ¡Y qué arte
consumado
en los contrastes y las transiciones! ¡Con qué gracia pasa
el
poeta de las terribles tempestades de otoño, y del mundo
espantado
con el estruendo de los elementos, a la fiesta rural de
Ceres!
Los estragos de la guerra civil le arrancan dolorosos
gemidos;
y cuando parece por un momento olvidar su asunto, ¡qué
naturalmente
vuelve a él, exhumando con el arado las osamentas de
los
romanos, que dos veces han engrasado la tierra con su propia
sangre,
e implorando la piedad de Augusto hacia las campiñas
desoladas
y la agricultura envilecida! En el segundo libro, no
respira
menos el amor a la patria. El elogio de Italia, de su clima,
de
sus producciones, de las maravillas que la decoran, la vuelta de
la
primavera, la fiesta bulliciosa de Baco, y sobre todo, la pintura
de
la felicidad campestre, son pasajes que la última posteridad
leerá
con delicia. Las Bucólicas son un ensayo, en que hay
negligencias,
pormenores de poco valor, bosquejos imperfectos,
lunares
más o menos chocantes. En las Geórgicas, aparece un talento
maduro,
fecundo, variado, que es ya dueño de sí mismo; y se ha
elevado
a una altura asombrosa. Véase, entre otras muchas muestras,
aquella
pintura de los tormentos y crímenes de la codicia, entre las
escenas
risueñas de la vida campestre. Virgilio toca todos los
medios
de hacer amar a los romanos el campo; y su virtuoso deseo de
restituirlos
a la sencillez antigua se ve estampado por todas partes
en
las Geórgicas. En el tercer libro, exceptuando la importuna
apoteosis
de Augusto, se encuentran bellezas nuevas y de una gracia
particular.
El pincel de Virgilio, cuando bosqueja las cualidades,
las
formas, la educación de los ganados, corre con encantadora
facilidad,
y siempre con la misma pureza de gusto. Complácese en
escribir,
con cuidado especial, todo lo concerniente a aquellas dos
familias
tan útiles al hombre: la una mansa, subordinada, apacible;
la
otra libre, fogosa, atrevida. Y todavía contemplamos embelesados
este
cuadro halagüeño, cuando se nos presenta el de la peste de los
animales,
en que Virgilio lleva la compasión y el terror a su colmo.
No
hay nada en poesía, dice Tissot, que iguale a la alta perfección
de
este libro, que junta a sus otros méritos el de una distribución
sabiamente
ordenada. El cuarto libro, destinado a las abejas, ofrece
menos
interés; pero no es posible dejar de admirar los colores
brillantes
que se derraman sobre el asunto sin desnaturalizarlo; y
los
recursos inesperados, las gracias nuevas de que se vale el poeta
para
sostener la atención, terminando todo en la fábula de Aristeo,
que
deja impresiones profundas, como el desenlace de un drama.
Júntese
a todo esto la simplicidad elegante, la suavidad del verso,
la
armonía imitativa; y no extrañaremos que esta obra incomparable
haya
costado siete años de estudio y trabajo a un gran genio que ha
probado
bastante sus fuerzas, que se ha formado en la escuela de los
griegos,
y se ha enriquecido con todos los conocimientos de su
tiempo.
(Tissot).
Llegada
la poesía didáctica a este punto, debía forzosamente bajar.
Por
apreciables que sean las tentativas de Ovidio y Manilio en este
género,
no pueden sostener la comparación con una obra que el voto
unánime
de los inteligentes ha mirado como la más perfecta del más
grande
de los poetas romanos.
Vario
ocupaba acaso el primer lugar entre los épicos de su tiempo,
cuando
se presentó Virgilio a disputarle esta palma. Virgilio había
concebido
el plan de celebrar los hechos de Augusto. Ligar el
nacimiento
de Roma a la caída de Troya, adoptando las tradiciones
nacionales
de los romanos, dar un viso de legitimidad a la
usurpación
de Augusto, transmitiéndole la herencia de Eneas, padre
de
la raza de reyes que se creía haber fundado y gobernado la ciudad
eterna;
conciliar la veneración de los romanos al imperio de un
príncipe
que, después de haber derramado a torrentes la sangre de
los
pueblos, quería concederles los beneficios de la paz, y ocultar
las
facciones del verdugo bajo la máscara de la clemencia; predicar
la
monarquía moderada en un país tantos años desgarrado por los
bandos
civiles; y tal vez ablandar el alma de hierro del tirano
encallecida
en las proscripciones, inclinándola al olvido de las
injurias,
a la piedad religiosa, y a la moderación en el poder
supremo,
tales son las pretensiones de Virgilio; y la elección misma
de
sus héroes lo atestigua. El carácter que da al príncipe troyano,
el
pío Eneas, modelo de amor filial y de humanidad para con los
enemigos
mismos, no permite rehusar al poeta este tributo de
reconocimiento.
Ensalzando a Octavio, ha querido Virgilio cooperar a
la
metamorfosis que se operaba en este insigne delincuente, y
enseñarle
a merecer el nombre de Augusto. En sentir de Fenelón, el
reino
de Príamo es una cosa accesoria en la Eneida; Augusto y Roma
es
lo que el poeta no pierde nunca de vista. Así en el primer libro,
¿por
quién intercede Venus con el rey del cielo? Por Roma. El
esplendor
futuro de Roma es lo que Júpiter revela a su hija para
consolarla;
y la magnificencia de esta revelación eclipsa toda la
majestad
de Ilión en el tiempo de su fortuna. ¿Por qué es arrancado
Eneas
al amor de Dido? Porque el padre de los dioses quiere asegurar
a
Roma el imperio del universo. Roma figura, junto con Cartago y
Aníbal,
en las sublimes imprecaciones de esta reina desesperada.
Cuando
la guerra está a punto de estallar entre los troyanos y los
rútulos,
el Tíber, el palacio de Latino, las imágenes que lo
adornan,
los pueblos de Italia que corren a las armas, el templo de
Jano,
los sabinos, abuelos de Roma, todo nos habla de ella. En el
octavo
libro, se nos muestran las fuentes del Tíber, la humilde cuna
de
Roma, la roca Tarpeya, el futuro Capitolio en las esparcidas
chozas
de Evandro. En fin, Roma toda, sus misteriosos orígenes, sus
combates,
sus conquistas, sus ceremonias religiosas, sus progresos
hasta
el apogeo de su gloria en la batalla de Accio y la sumisión
del
Éufrates, se nos muestran de bulto en la visión de los Campos
Elisios
y en el escudo fatídico de Eneas. Es cierto que esta
duplicidad
de asuntos, Roma y Troya, Eneas y Augusto, dañan a la
unidad
de la composición. Virgilio, penetrado de Homero, ha querido
darnos
en doce cantos una imitación de la Iliada y de la Odisea; y
unido
a esto el propósito decidido de hacer entrar en una epopeya
troyana
la parte más rica de los anales romanos, se ha producido con
vicio
incurable el plan virgiliano; porque, o sucede que las mayores
bellezas
no están íntimamente enlazadas a él, ni el interés graduado
como
correspondía; o que las creaciones más felices menoscaban la
grandeza
del héroe, como en el cuarto libro, o apocan a los
desterrados
de Troya, que, después de los romanos del sexto y octavo
libro,
se nos antojan pigmeos, progenitores de una raza de gigantes.
Pero
tal vez una epopeya a la manera de la Iliada no hubiera
encontrado
admiradores en un pueblo tan engreído de sí mismo, tan
ufano
de sus proezas y de la dominación del mundo. Virgilio ha
tomado
en cuenta el estado de las creencias, los progresos de la
razón,
el descrédito del politeísmo, las tradiciones nacionales que
ocupaban
tanto lugar en la historia, y el espíritu de la corte de
Augusto.
Era menester una Roma para que la poesía pudiese concebir
el
vaticinio de Júpiter en el primer libro, la reseña de la
posteridad
de Eneas, y las maravillas grabadas en el escudo del
héroe
por Vulcano. Aquí es Virgilio tan grande como su asunto; y
ningún
poeta le aventaja o le iguala, porque junta a la elevación
del
genio imponente la majestad romana, templada como es necesario
que
lo sea la autoridad inherente al sublime, por toda la pulidez y
elegancia
de los griegos.
En
ninguna parte se hallará un canto de epopeya tan dramático como
el
segundo libro de la Eneida, en que alternativamente se ve
estampada
la grandeza homérica, la majestad de Sófocles y la
sensibilidad
de Eurípides. Ha sido menester tomar el pincel de la
Musa
trágica para trazar aquel gran drama de la ruina de Troya; y ni
Eurípides,
ni Racine han sido tan elocuentes para excitar la
compasión
y el terror. La Andrómaca de Virgilio es una obra maestra
de
composición, en que se cumple con todo lo que el decoro y el
respeto
a la virtud prescriben, y se manifiesta al vivo el poder de
un
sentimiento religioso y profundo sobre una de aquellas almas
heroicas
y tiernas cuya pureza no deslustra el infortunio. En la
edad
de Homero, y aun en la de Eurípides, este carácter no hubiera
tenido
un tipo, y no podía tener un pintor. Del mismo modo, la Dido,
aunque
deudora de algunos rasgos al más trágico de los griegos, y al
célebre
Apolonio de Rodas, es una creación original realzada por una
elocuencia
de pasión que el poeta debe a su genio y a su siglo.
Atenas
no tiene nada que ponerle a su lado. Eran necesarios
diecisiete
siglos, religión y costumbres diversas, instituciones
desconocidas
de los antiguos, y el poder soberano de la mujer en las
sociedades
modernas; era necesario que se descubriesen nuevos
misterios
en una de las más borrascosas pasiones del corazón humano,
para
que Racine pudiera llegar a poseer el idioma que Virgilio
presta
a Dido.
Los
seis últimos libros de la Eneida, dice Chateaubriand, contienen
acaso
excelencias más originales, más peculiares de Virgilio, que
los
seis primeros. En efecto, continúa Tissot, sólo en sí mismo ha
podido
Virgilio hallar inspiraciones para pintar la muerte de Niso y
Euríalo,
de Palante y Lauso, la de Camila, los lamentos de la madre
del
joven Euríalo, los tristes presentimientos de Evandro, el
funeral
de Palante, el guerrero que expira recordando a su patria,
su
dulce Argos, el dolor de Iuturna cuando ve acercarse el momento
fatal
de Turno, su hermano. En todas estas pinturas, el poeta romano
revela
un alma como la de Eurípides, pero con más suave tristeza,
con
un lenguaje más parecido al de las diferentes expresiones del
dolor
mujeril, y con una melodía, como la del acento de la mujer
cuando
es un eco fiel del corazón. El último esfuerzo del talento
era
hallar bellezas de otro orden comparadas con las que había
dejado
en los primeros seis libros; y esto es lo que ha hecho
Virgilio
excediéndose a sí mismo en la alocución de Alecto a Turno,
en
la lucha de Caco y Hércules, y en el himno en loor de este dios,
himno
que tiene todo el vigor y movimiento de un coro de Esquilo y
al
mismo tiempo el gusto puro del más perfecto de los escritores.
Aun
después de los trozos épicos sembrados en las Geórgicas,
Virgilio
parece haber guardado una poesía nueva para la Eneida.
Virgilio,
para dar la última mano a su obra, quiso trasladarse a
Atenas;
y éste fue el motivo con que su amigo Horacio compuso
aquella
oda célebre, dirigida a la nave del poeta. En Atenas le
encontró
su protector Augusto a la vuelta del Oriente, y le acogió
con
su acostumbrado favor. Debía volver a Roma con el emperador;
pero
atacado de una enfermedad repentina sólo pudo llegar a Brindis
(otros
dicen Tarento); y allí falleció a la edad de cincuenta y dos
años,
el 19 a. C. Sus restos, llevados, según sus deseos, a Nápoles,
se
depositaron en el camino de Puzola. Virgilio instituyó herederos
a
su hermano materno Valerio Próculo, a Mecenas, Augusto, Vario y
Plocio
Tuca (Plotius Tucca), que, en vez de consentir en quemar la
Eneida,
como Virgilio mandaba en su testamento, se limitaron a
quitar
algunos versos imperfectos, sin permitirse la más leve
adición.
Era Virgilio de alta estatura, facciones toscas, cuerpo
débil,
estómago delicado; muy frugal y sobrio; naturalmente serio y
melancólico.
Gustaba de la soledad, y del trato de hombres virtuosos
e
ilustrados. Era dueño de una casa magnífica cerca de los jardines
de
Mecenas; y gozaba de una fortuna considerable, que había debido a
la
munificencia de Augusto y de otros personajes de cuenta. Usaba
noblemente
de sus riquezas, abriendo su biblioteca a todos, y
socorriendo
con extremada liberalidad a sus numerosos parientes. Era
tan
modesto, que huía a la primera casa que se le deparaba para
sustraerse
a la muchedumbre que se agolpaba a verle, o le señalaba
con
el dedo. Cierto día, unos versos suyos que se recitaban en el
teatro
excitaron tanto entusiasmo, que toda la concurrencia se puso
en
pie; y el poeta, que asistía presente, recibió las mismas
demostraciones
de honor y respeto que se tributaban a Augusto. No se
debe
olvidar que el general Championnet en Nápoles y el general
Miollis
en Mantua se aprovecharon de los primeros instantes de la
victoria
de las armas francesas para honrar con un monumento la cuna
y
la tumba del poeta. No hay certidumbre de que se conserve su
verdadera
efigie.
Pocos
años mediaron entre la Eneida y las Metamorfosis. Contamos
este
poema entre los épicos, porque es enteramente narrativo; y si
bien
los personajes y la acción varían a cada momento, cada fábula
está
enlazada a las contiguas de un modo ingenioso, que da cierta
apariencia
de unidad al conjunto. Tal fue a lo menos el plan del
autor;
y si se rompe algunas veces la continuidad, éstas son
probablemente
algunas de las imperfecciones que Ovidio se había
propuesto
corregir, pues él mismo dice que no dio la última mano al
poema:
Dictaque
sunt nobis, quamvis manus ultima coepto
Defuit,
in facies corpora verta novas.
Aunque
en las Metamorfosis se nota una manifiesta decadencia, como
generalmente
en las obras de Ovidio, comparadas con las de Horacio y
Virgilio,
no se puede negar que hay grandes bellezas en esta
epopeya,
brillando en ella, no sólo las dotes que caracterizan a
todas
las producciones del autor, y que ya dejamos notadas, sino
excelencias
peculiares. La narración es fluida y rápida; las
descripciones,
pintorescas. No faltan rasgos sublimes, ni discursos
animados
y elocuentes, aunque con cierto sabor de retórica, y
sembrados
de conceptos sutiles y epigramáticos. Entre las mejores
muestras,
pueden citarse las oraciones de Ayax y Ulises en el libro
13
y la exposición que hace Pitágoras de su sistema de filosofía en
el
15. Abundan también excesivamente las sentencias; y en general
encontramos
demasiada imaginación e ingenio, aun donde sólo debiera
hablar
el corazón.
Demos
ahora algunos pasos atrás; y examinemos en Horacio la poesía
lírica
de los romanos (pues casi toda se reduce a sus odas), los
progresos
de la sátira, y un nuevo género, el epistolar, que se
confunde
a veces con el didáctico.
Horacio
(Quintus Horatius Flaccus) nació en Venusia, ciudad
fronteriza
de Lucania y Apulia, el 8 de diciembre del año 66 a. C.
Su
padre era liberto; ejerció el oficio de receptor en las ventas
públicas;
logró hacer con su honrada industria una pequeña fortuna;
y
la empleó en dar a su hijo la mejor educación que pudo, educación
no
inferior a la que recibían entonces los hijos de caballeros y de
senadores.
No menos solícito de la instrucción literaria, que de las
buenas
costumbres del hijo, le llevaba él mismo a la escuela, y
cuidaba
de inculcar en su alma sanos principios, mostrándole con
ejemplos
prácticos los malos efectos del vicio y la disipación.
Horacio,
como muchos otros, fue a perfeccionar su educación en
Atenas;
y allí se encontró con Bruto, el austero republicano, uno de
los
asesinos de César. Horacio siguió el partido de Bruto, que le
hizo
tribuno de una legión romana. La primera vez que el joven
Horacio
vio una batalla, fue en las llanuras de Filipos, donde los
republicanos
fueron derrotados con gran pérdida; y el mismo Horacio
huyó,
arrojando deshonrosamente el escudo, relicta non bene parmula,
como
él mismo tuvo la ingenuidad de confesarlo. Horacio juzgó que no
había
resistencia posible a las armas del vencedor, que la república
había
exhalado su último aliento, que le era necesaria la paz, y
sobre
todo, se sentía poeta; y creyó que su genio le proporcionaría
tarde
o temprano algún asilo pacífico. Volvió, pues, a su patria
arruinado;
sus bienes habían sido confiscados; compró un cargo de
amanuense
del erario; y empezó a componer versos. Principió por la
sátira,
y por algunas odas en que procuró imitar los metros griegos.
Granjeóse
de este modo la amistad de Vario y Virgilio, que le
presentaron
a Mecenas. Esta primera entrevista con el favorito de
Augusto,
reservada por una parte, tímida y modesta por otra, no
pareció
haberle granjeado la aceptación de Mecenas, que era
extremadamente
circunspecto en la elección de sus amistades; pero al
cabo
de nueve meses, le llamó de nuevo, le contó desde entonces en
el
número de sus amigos, y le ofreció su mesa. Pocos años después,
acompañó
a Mecenas y Virgilio en un viaje a Brindis, que él mismo ha
descrito
con mucha naturalidad y donaire en la sátira 5 del libro
1º;
y pocos sospecharían que en este viaje tan divertido, en que el
poeta
no habla sino de los incidentes más comunes y frívolos, se
trataba
de nada menos que de una negociación política entre Octavio
y
Marco Antonio, que se disputaban el imperio del mundo. A la
vuelta,
le dio Mecenas una bella heredad en las cercanías de Tíbur,
mansión
de delicias, que celebra muchas veces en sus versos, y
donde,
asegurado por la victoria de Accio, pudo ya entregarse sin
inquietud
a la filosofía y a las Musas. Joven, había sido bastante
patriota
para alistarse en la misma causa que Catón; pero ambicioso
no
fue jamás. Augusto quiso hacerle su secretario íntimo; Horacio
rehusó;
y el emperador, lejos de irritarse, siguió tratándole como
su
favorecido y su amigo. Horacio era un hábil cortesano; y las
lecciones
que da de este arte difícil manifiestan, como su propia
conducta,
que no lo creía incompatible con la pureza y la
independencia
de carácter. Accedía a las invitaciones de Mecenas en
un
tono que juzgaríamos hoy demasiado franco. «Espíritu noble, dice
Julio
Janin, que jamás quemó lo que antes adoraba; y celebró en sus
obras
a Catón y a Bruto, y a la vieja y santa República». A la
verdad,
él fue cómplice de toda Roma en la divinización de Augusto;
pero
no canta con más entusiasmo sus victorias, que las leyes
reformadoras
de las costumbres; y cuando celebra al vengador de
Craso,
es a Régulo, el tipo de Roma republicana, al mártir de la
disciplina
antigua, a quien consagra casi entera una de sus mejores
odas.
El déspota se quejaba de que el poeta no le hubiera dedicado
todavía
ninguna de sus epístolas. «¿Temes, le dice, deshonrarte a
los
ojos de la posteridad manifestándole que eres uno de mis
amigos?»
Y con este motivo le dirigió al fin la epístola Cum tot
sustineas,
que, después de unos pocos renglones en alabanza del
emperador,
rueda toda sobre la literatura romana de su siglo; y es,
bajo
este punto de vista, una de las más instructivas. Si su
juventud
corrió en pos de los placeres, fue sin mengua de su
reputación.
Predicó siempre la moderación y la virtud; y consagró la
edad
madura al retiro, a la meditación, a la amistad y a la
filosofía.
Hizo profesión del epicureísmo, pero sin esclavizarse a
él,
Nullius
addictus jurare in verba magistri,
sin
desconocer los deberes del ciudadano, y la excelencia de la
virtud,
aun como medio de felicidad. Su divisa era la de los
utilitarios
modernos: Utilitas justi prope mater et aequi. Todo
manifiesta
en sus escritos la sencillez de sus costumbres, la
modestia;
y si, usando del privilegio de los poetas líricos, se
promete
la inmortalidad, y anuncia que será leído hasta de los galos
e
iberos, ¿cuánto no ha excedido la realidad a la profecía? Fue de
pequeña
estatura, de complexión delicada, legañoso; engordó
demasiado
en sus últimos años; y encaneció antes de tiempo. Murió a
la
edad de cincuenta y siete años.
Horacio
emprendió varios géneros; sobresalió en todos; y en cada
uno,
ha diversificado bastante el tono y estilo.
Sucesor
de Catulo en la lírica, amplió y mejoró los metros, pulió el
lenguaje;
y si no aventaja, ni acaso llega a la suavidad o la
valentía
de unos pocos rasgos de su predecesor (que, por otra parte,
nos
ha dejado un cortísimo número de producciones que pertenezcan
verdaderamente
a este género), le es en general muy superior en las
ideas,
en la riqueza del estilo y la sostenida elegancia. Hay mucha
gracia
y blandura en los cantos que ha consagrado al placer, y en
los
que con arte exquisito nos hace ver a la distancia la muerte y
lo
efímero de las dichas humanas, como para sombrear el cuadro. Hay
sensibilidad
y dulzura en las odas eróticas, que se rozan a veces
con
la sencillez del diminutivo madrigal; y mucha elevación y
magnificencia
en las odas morales, llenas de arranques patrióticos
que
hacen recordar al tribuno de Bruto. Las guerras civiles le hacen
exhalar
sentidos acentos; y sus cánticos de victoria se ciernen a
veces
en la verdadera región del sublime. La amistad no ha sido
nunca
más expresa, más cordial, más franca. Es punzante en sus
yambos;
y si excesivamente licencioso en algunos, severo vindicador
de
la moral en otros. Los que escribe contra la hechicera Canidia
(At
o deorum) que, no obstante la crítica de Escalígero, me parecen
los
mejores de todos, presentan un pequeño drama, con rápidas y
pintorescas
escenas, en que alternan la compasión y el horror. Hasta
poeta
religioso es de cuando en cuando el filósofo epicúreo; y en
sus
himnos seculares no falta unción; pero lo que más le realza, es
el
sentimiento de la nacionalidad romana; y todo esto no agota aun
la
variedad extremada de asuntos y estilos de estas breves poesías,
que
abrazan un ámbito inmenso, desde los vuelos pindáricos hasta los
juegos
ligeros de Anacreonte.
Pero,
a nuestro juicio, no es la oda la principal gloria de Horacio.
En
este género, quedó inferior a los griegos, según el dictamen
unánime
de la antigüedad; y ha tenido muchos y poderosos
competidores
en la Europa moderna, al paso que en la sátira y la
epístola,
ninguno le iguala.
En
la época de que tratamos, había precedido a Horacio, como
escritor
satírico, Terencio Varrón, a quien se me ofrecerá volver
más
adelante. Varrón, que fue uno de los hombres más eruditos de su
tiempo,
compuso una especie particular de sátira, que de su nombre
se
llamó varroniana, y del de Menipo, filósofo cínico, natural de
Gádara,
en la Fenicia, a quien Varrón tomó por modelo, menipea. Las
sátiras
de Menipo estaban mezcladas de prosa y verso; y en los
versos,
se parodiaba a los más antiguos poetas. Varrón adoptó la
misma
mezcla; y aun introdujo varios metros, intercalando ademas
pasajes
griegos, y sazonando con la burla y el chiste las máximas de
la
más elevada filosofía. Ni de estas obras de Varrón, ni de las de
Menipo,
se conservan más que los títulos. Varrón Atacino, escritor
fecundo,
de quien ya hemos hablado dos veces, había probado también
sus
fuerzas en la sátira; pero, como escritor satírico, Horacio dejó
muy
atrás a todos sus predecesores, y a Lucilio mismo, en la poesía,
en
la pureza de gusto, la elegancia, la fina ironía, la urbanidad,
el
donaire. No tiene el tono sentencioso de Persio, ni la
declamación
colérica de Juvenal. Horacio emplea contra los vicios el
arma
del ridículo. La sátira novena del primer libro en que se
refiere
el encuentro de Horacio con un importuno, la tercera del
segundo,
en que se prueba que todos los hombres son locos; la
quinta,
en que Ulises consulta al adivino Tiresias; la séptima, en
que
Davo da lecciones de moral a su amo, son modelos del diálogo
cómico.
No es inferior la cuarta del mismo libro, en que un profesor
de
gastronomía expone los secretos de su arte con ridículo
magisterio,
pero en una versificación esmerada y una bella
disertación,
como se necesitaba para hermosear pormenores tan
ingratos
y frívolos. La descripción de la escena nocturna de
hechicería
en la octava del primero, tiene el mismo mérito de
versificación
y estilo; y es en extremo animada y graciosa. El
convite
de la octava del mismo libro es un drama festivo, en que se
nos
introduce a una mesa romana; y se nos representa un anfitrión
vanidoso,
de quien se burlan solapadamente sus convidados. Hay, en
algunas,
discursos y disertaciones que se recomiendan por una
filosofía
indulgente y amable, que pintan al vivo los perniciosos
efectos
de los placeres y las dulzuras de la vida retirada y modesta
con
una fortuna mediocre. Pero lo que hace singularmente deliciosa
la
lectura de varias sátiras, como la cuarta y la sexta del libro
primero,
es la pintura ingenua que el poeta nos da de sí mismo, de
su
educación, de su modo de vivir, en que se ríe de sus propias
flaquezas
con el mismo buen humor, que de las ajenas; en que se ve
al
cortesano de Augusto tributar, a la memoria del liberto a quien
se
gloria de haber debido el ser, un homenaje de gratitud y
veneración
que conmueve. El sentimiento no ha encontrado nunca una
expresión
tan verdadera y sencilla. Aun aquellos mismos que miran la
poesía
de los romanos como una copia pálida de la griega,
exageración
infundada, hija del espíritu de sistema, que domina hoy
a
la historia y a la estética, aun esos mismos se ven obligados a
confesar
que la sátira es toda romana; y a la de Horacio es a la que
se
debe esta calificación en un grado eminente. Lo que más difícil
nos
parece absolver de mal gusto, es la crítica que prefiere la
elaborada
acrimonia de Juvenal o la sentenciosa oscuridad de Persio
a
la naturalidad encantadora, la diafanidad, el exquisito abandono,
la
urbana finura, el pincel delicado de Horacio.
La
epístola en verso es un género en que no tuvo modelos, y en que
es
preciso decir, aun después de lo que hemos dicho de sus sátiras,
que
se excedió a sí mismo, y es más perfecto, si cabe. Las hay de
diferentes
tonos y estilos, empezando por la esquela de convite y la
carta
de recomendación, y acabando por las literarias, críticas y
didácticas;
pero generalmente se nota una bien marcada diferencia
entre
el verso y dicción de estas poesías y el de las sátiras,
siendo
en las cartas menos cadencioso el verso y más suelto y
espontáneo
el lenguaje, como conviene al diverso carácter de la
conversación
familiar y de la correspondencia epistolar. En las
morales,
la independencia, la moderación en los placeres, las
ventajas
de la mediocridad, los tranquilos goces de la vida del
campo,
son los temas a que recurre frecuentemente, y que se
hermosean
con oportunas y rápidas observaciones, con apropiadas y
vivas
imágenes, sin estudio, sin ambicioso ornato. No están en el
tono
de la Epístola Moral de Rioja, excelente por otro estilo; nada
que
no sea sacado de la vida común y de las costumbres; nada del
rigor
estoico; ninguna acrimonia, ninguna énfasis; es un filósofo
que
se estudia a sí mismo, que ve en sí mismo los extravíos, las
inconsecuencias,
las contradicciones que censura, y que todo lo
templa
con la ingenuidad y la indulgencia. En esta especie, nos
parecen
particularmente felices la décima séptima y la décima
octava,
en que se dan consejos para el cultivo de la amistad y el
buen
uso del favor de los poderosos. Aparece allí el hábil
cortesano,
tanto como el elegante escritor; pero la cortesanía de
Horacio
no está reñida con la independencia de carácter; y de esto
nos
da una muestra notable en la epístola séptima a Mecenas, digna
de
leerse por más de un título. Las que tratan de literatura y
poesía,
no sólo contienen reglas juiciosas, sino particularidades de
mucho
interés sobre el gusto de los romanos, sobre los estudios,
sobre
los espectáculos. Pero en las cartas de pura amistad es en las
que
mejor se conoce el talento amenizador de Horacio, que filosofa
jugando,
riendo, solazándose. Entre lo más exquisito que nos ha
dejado
el poeta de Venusia, contamos dos breves rasgos: recuerdos a
Julio
Floro y los otros compañeros de Tiberio en su expedición al
Oriente,
y la invitación a Torcuato. (Epístolas 3 y 5 del libro 1)
Horacio
es inimitable como narrador. A su fábula de los dos ratones
en
la sátira sexta del libro segundo, hay pocas comparables en La
Fontaine;
y ¿qué cuento puede ponerse al lado del de Filipo y de
Vulteyo
Mena en la epístola a Mecenas arriba citada? ¿Ha bosquejado
mejor
algún moralista las felicidades que pueden gozarse con el
trabajo
y la honradez en los más oscuros senderos de la vida?
Resumamos
con Julio Janin. Horacio es el hombre de la suave moral,
de
las efusiones íntimas, de las agradables y finas parlerías, de
los
goces elegantes: simplex munditie. No hay un mal pensamiento en
su
espíritu; no hay un sentimiento malévolo en su corazón. Poeta de
todos
los tiempos, de todas las edades, de todos los países, de
todas
las condiciones de la vida. Cuerdo y aturdido, enamorado y
filósofo
dado a la meditación y nada enemigo de los buenos ratos de
la
mesa, cortesano y solitario, burlón de buena sociedad,
enderezador
de tuertos sin cólera y sin hiel. Leed sus epístolas. En
ellas,
es algo más que escritor y poeta: es él mismo. Allí se
muestra
con toda la sencillez y franqueza de su buen natural.
¡Cuánto
es de lamentar que haya entre sus odas tres o cuatro
ilegibles
por su licenciosidad, y que sea necesario rayar algunos
renglones
de otras tantas sátiras para ponerlas en manos de los
jóvenes!
Horacio
es contado también en el número de los poetas didácticos por
su
Arte Poética, que es la última de sus epístolas. Toda, en efecto,
es
doctrinal, y de mucha más extensión que la más larga de las
otras.
«Se encuentran en ella, dice Villenave, excelentes preceptos
sobre
la composición poética, noticias históricas de la poesía, y en
especial
del drama, y hasta reglas de versificación y lenguaje; pero
todo
con tan poco orden, y se echan menos tantas cosas para un
tratado
completo, que el ingenioso Wieland ha llegado a creer que,
no
tanto se propone en ella el poeta dar lecciones a Pisón y a sus
hijos,
como arredrarlos, por encargo del padre, de la manía de hacer
versos.
Cualquiera que haya sido el objeto de Horacio, su Arte
Poética,
como la llaman, es para la poesía el código eterno de la
razón
y el buen gusto». A nuestro juicio, no es ésta una de las
producciones
más a propósito para dar a conocer lo que hay especial
y
característico en el genio de Horacio.
Después
de Horacio y de Virgilio, era necesario que la poesía latina
declinase.
Ovidio fue la transición. En sus escritos, se conserva el
esplendor
de los bellos días de Augusto, pero entre nubes y sombras,
que
anuncian una rápida decadencia. De la pureza de Virgilio a la
desarreglada
exuberancia de Ovidio, que se deleita a veces en
agudezas,
y hasta en retruécanos, hay una distancia que no guarda
proporción
con los treinta y seis años que mediaron entre la muerte
del
uno y la del otro. Y es de notar que estos defectos aparecen ya
en
las obras juveniles de Ovidio; y se han desarrollado bastante en
las
Metamorfosis.
VIII
TERCERA
ÉPOCA: ELOCUENCIA
A
los oradores Craso y Antonio, que cerraron la época anterior, se
siguieron
inmediatamente muchos otros. Ninguna edad fue más fecunda
de
oradores, según Cicerón; y entre los que cita, merecen señalarse
Julio,
notable por la gracia y chiste con que condimentaba sus
oraciones;
Cota (Cajus Aurelius Cotta), que floreció en los tiempos
borrascosos
de Mario y Sila, y acusado ante el pueblo, habló con
energía
contra la corrompida administración de justicia, que estaba
en
manos de los caballeros, y se impuso voluntariamente el
destierro,
sin aguardar la sentencia, pero fue después restituido a
la
patria por el dictador Sila; otro Cota (Lutius Aurelius Cotta),
orador
fluido, elegante, pero de poco nervio, y (lo que era entonces
una
gran falta) de una voz algo débil, cónsul el año 63 a. C., y
censor
en el siguiente; P. Sulpicio, de elocuencia grave, animada,
magnífica,
sostenida por un metal de voz espléndido y por una
gesticulación
llena de gracia, pero perfectamente adaptada al foro,
no
al teatro; y dejando otros de inferior reputación, Hortensio, el
célebre
rival de Tulio.
Quinto
Hortensio, ocho años mayor que Cicerón, era de una familia
plebeya,
ilustrada por nombres históricos. A la edad de diecinueve
años,
apareció por la primera vez en el foro, y con el más brillante
suceso.
Sirvió luego en el ejército, como acostumbraba la juventud
romana;
y fue uno de los legados o tenientes de Sila en la guerra
contra
Mitrídates. Vuelto a Roma, la halló viuda de sus más ilustres
oradores,
víctimas de las proscripciones, circunstancia que aumentó
mucho
su importancia en el foro. El año 80 a. C. fue su primera
lucha
con Cicerón, que defendía la causa de Quincio. En el cargo de
edil
curul, dio juegos públicos de extraordinaria magnificencia; y
distribuyó
trigo al pueblo. Subió después a la pretura y al
consulado;
y estaba ya designado cónsul, cuando tomó la defensa de
Verres,
acusado por Cicerón; pero, a pesar de sus esfuerzos y de las
poderosas
conexiones del reo, le fue imposible salvarle. Como hombre
de
cuenta, siguió el partido de los grandes; y perteneció a la
fracción
que el pueblo designaba con el título de los siete tiranos.
Él
y Cicerón, no obstante su rivalidad, permanecieron siempre
amigos;
y cuando Clodio propuso al pueblo el destierro de Cicerón,
Hortensio
se presentó en la plaza pública vestido de duelo; y fue
atacado
y casi muerto por los satélites del faccioso tribuno. En uno
de
sus alegatos, se le rompió una vena; y murió a la edad de sesenta
y
cuatro años. Ninguna de sus obras ha llegado a nosotros; y sólo
sabemos,
por el testimonio de los antiguos, que su elocuencia era
florida,
con un tinte de la copia asiática, sentenciosa, elaborada,
llena
de rasgos más agradables que necesarios. Ayudábanle una
prodigiosa
memoria, una voz sonora, y un gesto, en que sólo se podía
tachar
el excesivo estudio.
Hortensia,
su hija, fue heredera de su talento. Los triunviros Marco
Antonio,
Octavio y Lépido habían querido imponer a las matronas
romanas
una contribución para los gastos de la guerra. Las más
distinguidas
se reunieron; y después de varias gestiones inútiles,
se
determinaron a presentarse a los triunviros. Hortensia tomó la
palabra;
y pronunció un hermoso discurso. Los triunviros irritados
las
mandaron salir; y si el pueblo no se hubiese declarado en favor
de
ellas, habrían sido maltratadas. Mas, aunque no lograron
completamente
su objeto, consiguieron que mil cuatrocientas que
habían
sido sujetas al impuesto, quedasen reducidas a
cuatrocientas.
Fueron
contemporáneos de Hortensio: un Marco Craso, de pocas
disposiciones
naturales, poco instruido, declamador monótono, y que
suplía
hasta cierto punto estos defectos a fuerza de diligencia y
trabajo,
y por el orden y claridad de su exposición; un C. Fimbrio,
no
destituido de elegancia, pero cuya excitación clamorosa rayaba en
furor;
un Cneo Léntulo, que juntó con la nobleza de la figura, la
graduada
sonoridad de la declamación y el animado gesto, en que era
excelente,
también la mediocridad de talento, y hasta la pobreza de
lenguaje;
un Marco Pisón, erudito en letras griegas y latinas, más
que
ninguno de sus predecesores, agudo, cuidadoso en el uso de las
palabras,
frío, a veces chistoso, nimiamerite irascible, poco a
propósito
por su delicada salud para las causas forenses; un Publio
Murena,
dado al estudio de las antigüedades, pero que en la oratoria
debió
más a la industria y laboriosidad, que a la naturaleza; un
Cayo
Mácer, a cuyas dotes no comunes quitaron toda autoridad y
recomendación
sus malas costumbres; un Cayo Pisón no destituido de
inventiva,
ni de abundante elocuencia, y diestro en hacerlas valer
con
el juego de la fisonomía; un L. Torcuato, elegante, urbanísimo;
un
Marco Mesala, laborioso, diligente, sagaz y de mucha experiencia
en
el foro; Cneo Pompeyo, el antagonista de César, lleno de dignidad
en
el lenguaje, la acción y la voz; y el mismo César, grande en
todo,
de quien hablaremos con la debida extensión, cuando se trate
de
la historia.
No
nos quedan de todos estos oradores más que los nombres; pero
tenemos
muchas de las oraciones de Tulio, en quien es preciso
detenernos.
Marco
Tulio Cicerón nació en Arpino, patria de Mario, el mismo año
que
el gran Pompeyo, el 3 de enero del 647 de Roma, o 105 a. C. Su
familia
había pertenecido largo tiempo al orden ecuestre, sin
ilustrarse
con los grandes cargos de la república. El orador Craso
dirigió
sus estudios. La lectura de los escritores griegos, la
poesía,
ocuparon su juventud más temprana. En medio de los trabajos
inmensos
con que se preparó a la elocuencia, militó bajo las
banderas
de Sila. Oyó las lecciones de Filón, filósofo académico, y
de
Molón, profesor de retórica. Después de las proscripciones de
Sila,
apareció en el foro, primero en causas civiles, y después en
la
defensa de Roscio Amerino, acusado de parricidio. Era preciso
hablar
contra Crisógono, liberto de Sila, cuya protección terrible
espantaba
a todos los viejos oradores. Cicerón se presenta con el
denuedo
de la juventud, confunde a los acusadores, y obtiene la
absolución
de Roscio. Su alegato fue oído con el mayor entusiasmo.
Hay
en él un color de imaginación, una audacia mezclada de prudencia
y
destreza, un exceso de energía, una exuberancia, que agrada y
arrastra.
Cicerón, después moderado por la edad y el estudio, señaló
algunas
faltas de gusto en esta primera producción verdaderamente
oratoria,
y no hay duda que purificó su estilo; pero ya está allí su
elocuencia.
No fue aquélla la sola causa en que se expuso al enojo
del
dictador; y tal vez por eso, como por descansar de sus pesadas
tareas,
y fortificar su salud, se determinó a viajar. Encaminóse a
la
metrópoli de las letras, Atenas, donde pasó seis meses, con su
amigo
Tito Pomponio Ático, en los placeres del estudio y de la
conversación
con filósofos de todas las sectas. Créese haber sido
entonces,
cuando se inició en los misterios de Eleusis. Dirigióse
luego
al Asia. Un día, en Rodas, declamando en griego en la escuela
de
Molón, fue vivamente aplaudido por el auditorio. Molón permaneció
silencioso;
e interrogado por el joven orador: «Yo también te alabo
y
te admiro, respondió, pero me duelo de la Grecia, cuando pienso
que
el saber y la elocuencia, únicas glorias que le restan, se las
quitan,
y las transportan a Roma». Vuelto a la capital, defendió a
Roscio,
su amigo y su maestro en el arte de la declamación. A la
edad
de treinta años, solicitó la cuestura, para la cual fue elegido
en
primer lugar por el unánime sufragio del pueblo. Destinado a la
de
Lilibeo en Sicilia, durante una grande escasez, se condujo con
bastante
habilidad para abastecer a Roma con los trigos de aquella
fértil
provincia, sin hacerse odioso a los habitantes. Su
administración,
y la memoria que los sicilianos conservaron de ella,
prueban
que, en los consejos admirables que después dio a su hermano
Quinto,
no hacía más que recordar lo que él mismo había practicado.
Vuelto
a Roma, se ocupó de nuevo en la defensa de las causas de los
particulares,
y fue sin duda un día bien honroso para Cicerón aquel
en
que los embajadores de la Sicilia vinieron a pedirle venganza de
las
concusiones y crueldades de Verres. Era digno de la confianza de
un
pueblo. El tiránico pretor era todopoderoso en Roma por sus
conexiones,
y por sus inmensas riquezas, con las cuales se jactaba
de
poder comprar la impunidad. Cicerón pasó a Sicilia a recoger
testimonios
sobre la conducta del reo; y percibiendo que los amigos
de
Verres procuraban dilatar el juicio hasta el año siguiente, en
que
Hortensio que le patrocinaba iba a ser cónsul, y haría uso de su
poder
para salvar a su cliente, no vaciló en sacrificar el interés
de
su elocuencia al de la causa; y sólo trató de que se oyese a los
testigos.
Hortensio enmudeció ante la evidencia de los hechos; y
Verres,
atemorizado, se sometió voluntariamente al destierro, sin
aguardar
la sentencia. Las siete oraciones que Cicerón compuso para
esta
causa, y de que sólo se pronunciaron dos, son todavía la obra
maestra
de la elocuencia judicial.
Cicerón
ejerció el año siguiente (684 de Roma) la edilidad,
magistratura
onerosa; y aunque su fortuna no era considerable, supo
granjearse,
con una moderada magnificencia, el favor del pueblo.
Después
del intervalo acostumbrado de dos años, se presentó como
candidato
para la pretura. La ciudad estaba en tal fermentación, que
fue
necesario repetir hasta por tercera vez la elección de pretores,
porque
las dos primeras juntas populares se habían disuelto sin
efecto.
Cicerón, sin embargo, fue nombrado en todas tres para la
primera
pretura por los sufragios de todas las centurias.
Desde
esta época, asomó en él aquella débil política que le hizo
transigir
tantas veces con su conciencia para asegurar su elevación,
y
dar pábulo a su inmoderada sed de gloria, de una gloria falsa,
según
sus propios principios, pues consistía toda en la influencia
personal
y los aplausos de un pueblo corrompido y veleidoso.
Concilióse
la amistad de Pompeyo, que era el ciudadano más poderoso
de
Roma; hízose su panegirista y su más celoso partidario. Cuando el
tribuno
Manilio propuso que se confiriese a Pompeyo el mando de los
ejércitos
en la guerra contra Mitrídates con facultades
extraordinarias,
apareció Cicerón por la primera vez ante el pueblo;
y
pronunció, su oración Pro lege Manilia, en que prodiga las más
excesivas
alabanzas a aquel general. La exageración desmesurada fue
siempre
uno de los vicios de su elocuencia. Aquel mismo año, en
medio
de las ocupaciones de la pretura, defendió varias causas,
entre
otras, la de A. Cluencio, caballero romano de gran fortuna.
Después
patrocinó la del ex tribuno C. Cornelio, en cuya defensa
pronunció
dos oraciones, que fueron contadas entre las más perfectas
y
vigorosas producciones oratorias; pero que, por desgracia, no
existen.
Catilina,
que no había podido obtener el consulado, tramaba una
revolución.
Acusado de extorsiones en su gobierno de África, estuvo
a
punto de ser patrocinado por Cicerón, que conocía perfectamente
sus
crímenes y su peligroso carácter; pero no podía ser sincera ni
durable
la unión de dos almas tan opuestas. Catilina se hizo
absolver,
sobornando a los jueces; apareció de nuevo entre los
aspirantes
al consulado el mismo año en que Cicerón; y tuvo la
osadía
de insultar a su competidor, que le respondió con una
elocuente
invectiva en el senado. (Oración: La toga cándida). Tenía
que
luchar contra la envidia de muchos nobles que veían en él un
hombre
nuevo, es decir, de una familia que no había sido condecorada
con
las altas magistraturas; pero su mérito y el temor de los
designios
de Catilina triunfaron. Fue elegido cónsul, no por
escrutinio,
según la costumbre, sino en voz alta, y por la unánime
aclamación
del pueblo romano. El consulado de Cicerón (año 690 de
Roma)
fue la época más brillante de su vida política. Roma se
hallaba
en una situación violenta. Catilina maniobraba para obtener
el
próximo consulado, alistaba conspiradores, levantaba tropas. Era
menester
que Cicerón hiciera frente a todo; y principiaba por ganar
a
su colega Antonio, renunciando por su parte al sorteo de las
provincias
consulares. Reunió al senado y al orden ecuestre en la
defensa
de la salud común; y se captó el favor del pueblo, sin dejar
de
sostener con espíritu los principios del actual gobierno. De la
destreza
con que supo conciliar estas dos cosas al parecer
incompatibles,
tenemos una muestra notable en su discurso contra el
tribuno
Rulo, que proyectaba una nueva ley agraria, creando, para
ejecutarla,
una comisión revestida de facultades exorbitantes,
ominosas
a la libertad. La política de Cicerón está aquí toda entera
en
su elocuencia. A fuerza de sagacidad y talento, consigue que el
pueblo
rechace una ley popular.
No
puede dudarse que la habilidad del cónsul en captarse la buena
voluntad
del senado, el orden ecuestre y el pueblo, fue el arma más
poderosa
con que pudo contrarrestar a Catilina. Toda la república se
puso
en manos de un hombre solo; y los conjurados, no obstante su
número,
se encontraron fuera de la ley, y aparecieron como enemigos
públicos.
El vigilante cónsul, procurándose inteligencias, entre
aquella
multitud de hombres perversos, tenía pronto aviso de cuanto
pensaban;
y asistía, por decirlo así, a sus consejos. El senado
expidió
el famoso decreto que en los grandes peligros confería un
poder
dictatorial a los cónsules: Videant consules ne quid
respublica
detrimenti capiat. Catilina, que osó presentarse como
candidato
en los comicios consulares, fue rehusado de nuevo.
Desesperado,
reúne a sus cómplices; les da el encargo de incendiar
la
ciudad; y les anuncia que va a ponerse a la cabeza de fuerzas que
le
aguardaban en Etruria. Dos caballeros romanos le prometen
asesinar
a Cicerón en su propia casa. Cicerón, instruido de toda por
Fulvia,
cuyo amante Curio era uno de los conjurados, convoca al
senado
en el Capitolio; y entonces fue cuando pronunció contra
Catilina,
que todavía disimulaba, y había concurrido como senador,
aquella
improvisada y fulminante invectiva que todos conocen (la
primera
Catilinaria). Atónito Catilina, salió del senado, vomitando
amenazas;
y llegada la noche, partió para Etruria. Al día siguiente,
convocó
Cicerón al pueblo; y le instruyó de todo (segunda
Catilinaria).
Sabiendo que Léntulo, uno de los partidarios de
Catilina
que permanecían en Roma, trabajaba en seducir a los
diputados
de los alóbroges, persuadió a éstos que fingieran entrar
en
el plan; y apoderándose de sus personas y cartas, que presentó al
senado,
hizo patentes los designios de los conspiradores. Los que se
hallaban
en la ciudad fueron arrestados. El senado reconoce los
grandes
servicios del cónsul; y el pueblo le aclama como el salvador
de
la patria. Cicerón pronunció entonces su tercera Catilinaria, en
que
da cuenta de los últimos sucesos al pueblo, y los atribuye a una
providencia
manifiesta de los dioses, interesando los sentimientos
religiosos
y las creencias supersticiosas de los romanos, sin
olvidarse
a sí mismo. Tratábase de castigar a los presos para
sosegar
la alarma. Ventilóse la cuestión en el senado. Era, por lo
menos,
dudoso que pudiese autoridad alguna imponer la pena de muerte
a
un ciudadano sin forma de juicio. César sostuvo la negativa; y
Catón
se declaró sin rebozo por la opinión contraria, que prevaleció
por
fin; y Cicerón tomó sobre sí esta inmensa responsabilidad.
Léntulo
y sus cómplices fueron ejecutados en la cárcel por orden del
cónsul,
que presintió desde entonces las venganzas que provocaría, y
antepuso
la salud del estado a la suya. Catilina fue derrotado; y
quedó
en el campo de batalla. Roma, salvada por la vigilancia del
cónsul,
le saludó con el título de padre de la patria.
En
medio de tan violenta crisis, no le faltó tiempo para ejercitar
su
elocuencia en defensa de Marcelo, designado cónsul para el año
siguiente,
acusado de manejos ilegales en la elección. Eran sus
acusadores
el jurisconsulto Servio Sulpicio, que había sido
propuesto
en ella, y el austero Catón, que profesaba la filosofía de
los
estoicos, amigos ambos de Cicerón. El alegato de éste es una
obra
maestra de oratoria y de fino donaire contra la vanidad de los
jurisconsultos
que daban una vasta importancia a su ciencia, y
contra
las absurdas exageraciones de la doctrina estoica, rechazada
por
los innatos instintos del corazón humano. El auditorio y los
jueces
mismos no pudieron contener la risa; y Catón, delicadamente
satirizado,
exclamó: «¡Qué cónsul tan bufón tenemos!» Pero este
cónsul
bufón velaba al mismo tiempo incesantemente por la salud de
Roma;
y espiaba todos los movimientos de los conjurados.
No
tardó la envidia en hostigarle. Un tribuno sedicioso no le
permitió
dar cuenta de su administración. Al deponer el consulado,
no
pudo más que pronunciar este sublime juramento, repetido por todo
el
pueblo romano: «Juro que he salvado la república». César le era
hostil.
Pompeyo, ligado con César y Craso, no hallaba en él un
instrumento
tan dócil, como convenía a sus miras de grandeza y
prepotencia.
Cicerón se había granjeado una reputación, una
popularidad,
que inquietaba al triunvirato. Quisieron humillarle.
Vio
eclipsado su crédito; y se entregó más que nunca a las letras.
Publicó
entonces las memorias de su consulado en griego; y compuso
un
poema latino sobre el mismo asunto: obras ambas perdidas,
superfluas
para su gloria. La tempestad estalló en el tribunado de
Clodio,
que propuso una ley declarando traidores a todos los que
hubieran
mandado dar muerte a ciudadanos romanos no condenados por
el
pueblo. El ilustre consular se vistió de luto; y seguido del
orden
ecuestre y de una comitiva numerosa de jóvenes nobles, se
presentó
en las calles de Roma, implorando la clemencia del pueblo,
mientras
que el tribuno, a la cabeza de sus satélites armados, le
insultaba,
y aun osaba atacar al senado. Los dos cónsules favorecían
al
tribuno;
y
Pompeyo abandonó a Cicerón, que aceptó anticipadamente el
destierro,
anduvo errante por la Italia, se vio repulsado en la
Sicilia
por un gobernador antiguo amigo suyo, y huyó a Tesalónica.
En
tanto se arrasaban sus casas de campo; y en el terreno de la que
habitaba
en Roma, se edificaba un templo a la libertad. Muchos de
sus
muebles se pusieron en almoneda; y nadie se presentó a
comprarlos:
el resto se lo repartieron los cónsules. Su mujer misma
y
su hija fueron insultadas. Estas tristes noticias llegaban una
tras
otra al desterrado, que, perdiendo toda esperanza, recelaba de
sus
mejores amigos, maldecía su gloria, se arrepentía de no haberse
dado
la muerte, y mostraba demasiado que el genio y la elevación de
ideas
no preservan siempre de una debilidad vergonzosa.
No
tardó, empero, una reacción favorable. La osadía de Clodio llegó
a
su colmo; y aun sus fautores no pudieron tolerarle más tiempo.
Pompeyo
ofreció su auxilio; y el senado declaró que no trataría de
asunto
alguno antes de la revocación del destierro. El año
siguiente,
merced a los esfuerzos del cónsul Léntulo y de varios
tribunos,
revocó el pueblo la sentencia, a pesar de un tumulto
sangriento,
en que Quinto, hermano de Cicerón, fue peligrosamente
herido.
Se votaron acciones de gracias a los ciudadanos que habían
acogido
al proscrito, que al cabo de diez meses de ausencia, volvió
a
Italia lleno de alborozo. Recibióle el senado en cuerpo a las
puertas
de Roma. Su entrada fue un triunfo. La república se encargó
de
reparar sus pérdidas. Pero su regreso fue la época de una vida
nueva,
como él mismo la llama, esto es, de una política diferente.
El
que antes se jactaba de celoso republicano, engañado apenas por
las
huecas exterioridades con que le halagaba Pompeyo, se unió a él.
Percibía
que la elocuencia no era ya en Roma un arma bastante
poderosa
por sí misma, sin el apoyo de la fuerza. Clodio, a la
cabeza
de sus satélites, estorbaba el restablecimiento de las casas
de
Cicerón; y le acometió algunas veces en las calles. Las asonadas
eran
frecuentes en Roma. Pero, en medio de tantas inquietudes, tuvo
bastante
calma y serenidad para componer sus tratados oratorios, y
para
abogar en el foro, donde, por congraciarse con Pompeyo,
defendió
a Vatinio y Gabinio, hombres malvados y enemigos mortales
suyos.
A la edad de cincuenta y cuatro años, fue recibido en el
colegio
de los augures; y poco después, la catástrofe del turbulento
Clodio,
muerto a manos de Milón, le libró de su más temible
adversario.
Conocido es de todos el bello alegato en defensa del
homicida,
que había sido uno de sus más decididos amigos; pero se
turbó
al tiempo de pronunciarlo, intimidado por el aspecto de los
soldados
de Pompeyo, y por los gritos de los partidarios de Clodio.
Nombrado
gobernador de Cilicia, hizo la guerra con buen suceso;
rechazó
a los partos; se apoderó de varias fortalezas de bandidos,
hasta
entonces inexpugnables; y fue saludado por su ejército con el
título
de imperator, que le lisonjeó mucho, y de que hizo alarde,
aun
en sus cartas a César, vencedor de los galos. Llevó su vanidad
hasta
solicitar el honor del triunfo, y hasta quejarse de Catón,
que,
a pesar de sus vivas instancias no apoyaba sus pretensiones.
Más
estimables que todas las glorias militares, fueron la justicia,
moderación
y desinterés de su administración. No quiso aceptar los
presentes
forzados que solían hacerse en las provincias a los
gobernadores
romanos; reprimió todo género de extorsiones, aligeró
los
impuestos, cedió a las ciudades aun las contribuciones que la
costumbre
autorizaba para la subsistencia y esplendor de los
gobernadores
romanos y de su numerosa corte: contribuciones
cuantiosísimas,
cuya remisión las habilitó para descargar una parte
considerable
de las deudas de que estaban agobiadas. Era uno de los
medios
de enriquecerse a que recurrían los gobernadores romanos el
préstamo
de dinero a la más exorbitante usura, hasta la de cuatro
por
ciento al mes. Y ¿quién imaginaría que se deshonraba con esta
infame
extorsión aquel Marco Bruto que afectaba una virtud tan
rígida,
y tan exaltado patriotismo? Cicerón había limitado el
interés
al doce por ciento anual; y mantuvo la observancia de esta
regla
contra el mismo Bruto, a pesar de sus solicitaciones, apoyadas
por
las de sus otros amigos. Esta conducta, tan rara en su tiempo,
en
que los grandes de Roma, consumida por el lujo, apetecían los
gobiernos
provinciales para restablecer su fortuna exprimiendo a los
desgraciados
habitantes, es el más bello título de gloria de
Cicerón,
que sin embargo, inconsecuente a sus principios, no hallaba
un
teatro digno de su genio, sino en la corrompida Roma, envuelta en
facciones
de inmoral y descarada ambición, entre las cuales le era
preciso
escoger. La desavenencia entre Pompeyo y César pronosticaba
una
nueva borrasca. La guerra civil estalló al fin. ¡Qué de
vacilaciones,
qué pusilanimidad en el alma de Cicerón! Ha sido una
fatalidad
para su nombre la conservación de sus cartas familiares.
Ellas
revelan día por día la confusión de aquella alma apocada que
ama
la virtud y carece de resolución para practicarla, que se
contradice
a menudo en sus juicios acerca de los hombres y de las
cosas,
que falta aun a la veracidad con sus mejores amigos, que
quiere
ahogar sus propios escrúpulos con sofismas, y observa
atentamente
el horizonte para elegir el rumbo: alma flaca, y que con
todo
eso (tal es el prestigio de aquellas inimitables cartas) se
hace
perdonar sus flaquezas, se hace amar, y parece más digno de
compasión,
que de censura. Es imposible desconocer que en
circunstancias
menos difíciles, y sin esas íntimas revelaciones que
nos
hace en su correspondencia, habría dejado tal vez una gloria sin
mancha.
Su incomparable genio brillaría a nuestros ojos con una luz
pura;
y su elocuencia nos parecería doblemente hechicera. Pero
sigamos
el hilo de los sucesos. César marchó a Roma; y su imprudente
rival
se vio reducido a huir con los cónsules y el senado. Cicerón
no
le siguió por entonces. César se vio con él; y no logró
disuadirle
de seguir a Pompeyo, a lo que, después de una larga
fluctuación,
se decidió. Llevó al campo de los pompeyanos sus
tristes
presentimientos y su desfavorable concepto de uno y otro
partido,
que manifestó sin reserva, y (lo que se perdona mucho
menos)
con agudos sarcasmos: no le era dado irse a la mano en su
propensión
a la ironía. Después de la batalla de Farsalia,
renunciando
a todo pensamiento de guerra y de libertad, volvió a
Italia,
gobernada por Marco Antonio, teniente de César; y tuvo que
devorar
allí no pocas mortificaciones y amargura hasta el momento en
que
le escribió el vencedor. César tuvo la generosidad de
desentenderse
de su conducta para con él; y le recibió a su amistad.
Dedicóse
entonces con nuevo ardor a las letras y la filosofía.
Divorcióse
de Terencia; y se casó con una joven y rica heredera, de
quien
había sido tutor. El descalabro de su fortuna le indujo a
contraer
este enlace, que ha sido con razón censurado. En esta
época,
se retiró de la vida pública; y escribió el elogio de Catón,
asunto
delicado para el dictador y su corte. Bruto dio a luz otra
composición
sobre el mismo personaje. César, con su característica
magnanimidad,
lejos de manifestarse ofendido, aplaudió esas obras, y
contestó
a ellas, como lo había hecho poco antes Hircio, acusando
con
vehemencia al suicida de Utica; pero con expresiones de alabanza
y
respeto a Cicerón. Decía César que, léyendo la obra de este
último,
se había hecho más copioso, pero que, después de leer la de
Bruto,
se creía más elocuente. De estas cuatro composiciones, no
queda
nada.
El
republicanismo de Cicerón (si tal merece llamarse el de un hombre
que
no veía ni la constitución, ni el bien de la patria, sino por
entre
la vanidad y las interesadas contiendas de las pasiones), ese
republicanismo,
en fin, tal cual era, no pudo resistir a la
generosidad
de César, que perdonó a Metelo y a Ligario, dos de sus
más
encarnizados enemigos. El orador rompió el silencio; y
pronunció,
dice Villemain, aquel discurso famoso, que encierra
tantas
lecciones como alabanzas; y poco después, defendiendo a
Ligario,
hizo caer la sentencia fatal de las manos de César, no
menos
sensible al encanto de la palabra, que al dulce placer de
perdonar.
Cicerón recobró una parte de su dignidad por la sola
fuerza
de su elocuencia; pero la pérdida de su hija Tulia le hundió
de
nuevo en el último exceso de abatimiento y desesperación. El
dolor
le volvió todo entero a la soledad, y la soledad a las letras.
En
este largo duelo, compuso las Tusculanas, el tratado De legibus;
acabó
su libro Hortensius, de que gustaba tanto San Agustín; sus
Académicas,
en cuatro libros; y un elogio fúnebre de Porcia, hermana
de
Catón. Si se toman en cuenta, dice el mismo Villemain, una
prodigiosa
facilidad y la perfección de sus obras, la literatura no
presenta
un genio tan prodigioso, como el de Cicerón.
Pena
da que Cicerón se alegrase de la muerte de César, de que fue
testigo,
y aplaudiese a los asesinos, cuando se traen a la memoria
las
afectuosas y entusiásticas alabanzas que daba a César en su
Defensa
del rey Deyótaro. Pero, aunque el tirano, el más grande, el
más
amable de los tiranos, había dejado de existir, la república no
resucitó.
La república, en la situación de Roma, era un imposible; y
los
conspiradores divididos, irresolutos, perdían el tiempo. En este
año
de agitación y de tremenda crisis (709 de Roma), compuso el
tratado
De la naturaleza de los dioses, y los De la vejez y la
Amistad,
dedicados al mejor de sus amigos, Ático. Es inconcebible
esta
prodigiosa vivacidad de talento, que tantas pesadumbres y
sinsabores
no menoscababan. Otro proyecto literario le ocupaba: el
de
las memorias de su siglo; y al mismo tiempo daba principio a su
inmortal
tratado De los deberes (De offiiis); y daba fin al De la
gloria,
perdido para nosotros, después de haber existido hasta el
siglo
XVI. Siguieron las admirables Filípicas, último esfuerzo de su
elocuencia.
Cicerón se adhirió a Octavio con la esperanza vana de
fundir
el partido de éste con el republicano para que ambos
triunfasen;
e inspiró todas las resoluciones vigorosas del senado
contra
Antonio. La empresa era muy superior a sus fuerzas. Se formó
el
triunvirato de Octavio, Antonio y Lépido, que se sacrificaron
mutuamente
sus enemigos; y Cicerón fue vendido por Octavio al
implacable
Antonio. Cediendo a las instancias de sus esclavos, se
embarca;
vuelve a tierra para descansar en su villa Formiana;
determina
no hacer más esfuerzos para salvarse; y tiende el cuello
al
asesino Popilio, de quien había sido abogado. Así pereció a la
edad
de sesenta y cuatro años, mostrando más fortaleza para morir,
que
para sobrellevar la desgracia. Su cabeza y manos fueron llevadas
a
Marco Antonio, que las hizo clavar en la misma tribuna en que
tantas
veces había resonado su voz elocuente. Cometió graves
errores,
y tuvo debilidades notables, pero no vicios. Su corazón se
abría
a todas las nobles impresiones, a todos los sentimientos
rectos:
los afectos domésticos, la amistad, el reconocimiento, el
amor
a las letras. La gloria era su ídolo. A ninguno de los antiguos
conocemos
tan íntimamente; y si con este conocimiento nos vemos
forzados
a estimarle menos, no podemos dejar de amarle.
Cicerón
ocupa el primer lugar como orador, y como escritor. Tal vez,
dice
Villemain, si se consideran el conjunto de sus talentos y la
variedad
de sus obras, hay fundamento para mirarle como el primer
escritor
del mundo, como el hombre que se ha servido de la palabra
con
más genio y más ciencia, y que en la perfección habitual de su
elocuencia,
tiene más bellezas y más defectos. Posee en el más alto
grado
las más grandes prendas oratorias: solidez y vigor de
raciocinio,
naturalidad y viveza de movimientos, el arte de
acomodarse
a todas las personas y circunstancias, el don de conmover
las
almas, la fina ironía, la acalorada y mordaz invectiva, la
armonía,
la trasparente elegancia, la completa posesión de su
lengua,
de que se le mira como el más acabado modelo. Se le puede
notar
el abuso de la hipérbole, palabras redundantes, a veces una
estudiada
simetría en la construcción del período. Pero, cuando
quiere,
es conciso y vehemente, como Demóstenes; y sabe variar de
tono
y de estilo con una facilidad maravillosa, a que no alcanza el
orador
griego. Es preciso tener presente que hablaba a un pueblo
enamorado
de la elocuencia, y a quien deleitaba sobremanera la
artística
melodía de prolongados y numerosos períodos. Guardémonos
de
creer que el fondo de las ideas no corresponde a la riqueza de la
elocución.
Las oraciones abundan de pensamientos fuertes, ingeniosos
y
profundos; pero el conocimiento del arte le obliga a
desarrollarlos
para la inteligencia y convicción del oyente; y el
buen
gusto no le permite exponerlos en rasgos inconexos y
prominentes,
como fue después moda. Sobresalen menos, porque están
derramados
por toda la dicción, dando una luz brillante, pero igual.
Todas
las partes se ilustran unas a otras, se hermosean y
corroboran;
y si algo daña a los efectos particulares, es la
conexión
general. Añádanse a todo esto las cualidades puramente
externas:
una buena voz, una acción animada y noble; y nos
explicaremos
el gran poder de la palabra de Cicerón en el senado y
en
la tribuna popular, cuya alianza era solicitada y temida de todos
los
partidos políticos.
El
estilo de las obras filosóficas, desembarazado de la
magnificencia
oratoria, respira aquel aticismo elegante que algunos
contemporáneos
de Cicerón hubieran preferido en sus oraciones. Su
diálogo
es menos vivo y dramático, que el de Platón. El fondo de la
doctrina
es tomado de los griegos: hay pasajes traducidos
literalmente
de Platón y de Aristóteles. El tratado De Natura Deorum
es
una revista de los extravíos del espíritu humano en las sublimes
cuestiones
de la divinidad y del infinito; pero es admirable la
lucidez
de los análisis, y el entendimiento fatigado de tantos
absurdos
se restaura deliciosamente en la verdad y belleza eterna de
los
pasajes descriptivos. En las Tusculanas, hay algo de la sutileza
ateniense;
pero allí es donde encontramos la más luminosa exposición
de
la filosofía griega. Aquella especie de doctrina filosófica en
que
la severidad dogmática frisa con la sequedad y desnudez,
pertenece
también al tratado De finibus bonorum et malorum de
doctrina
dogmática; pero lo seco de la discusión no alcanza a vencer
ni
a fatigar la inagotable amenidad del escritor. Siempre fluido y
armonioso,
anima frecuentemente la materia con rasgos de elevada
elocuencia.
Villemain cree que ciertos trozos de esta obra sirvieron
de
modelo a Rousseau en aquella manera brillante y apasionada de
exponer
la moral, y en aquel arte feliz que deja de improviso el
tono
didáctico para explayarse en movimientos afectuosos que
refuerzan
la convicción. El único mérito que se echa de menos en el
estilo
didáctico de Cicerón es el que sólo ha podido pertenecer a la
filosofía
moderna, la precisión del lenguaje técnico, inseparable de
la
exactitud rigorosa de las ideas, tan difícil, tan tardía, y a que
no
se ha llegado aún, sino en tres o cuatro de los idiomas europeos.
En
los tratados De divinatione, De legibus, en el De respublica,
hallamos
antigüedades curiosas y concepciones de un hombre de
estado,
que columbra a veces nuestras teorías políticas, y, lo que
parece
superfluo repetir, una dicción siempre pura y bella, que las
hacen
obras interesantes en la lectura. El tratado De officiis (de
los
deberes) es todavía el más hermoso libro de moral dictado por
una
sabiduría puramente humana. La afición a los estudios
filosóficos
se percibe en los tratados oratorios de Cicerón,
especialmente
en el más importante de todos, el De oratore, que nos
da
la más imponente idea del talento del orador en las repúblicas
antiguas:
talento que debía comprenderlo todo, desde el conocimiento
del
hombre, de los intereses políticos y de las leyes, hasta las
menudencias
de la dicción figurada y del ritmo. No se debe buscar
allí
una estética profunda; los antiguos no la alcanzaron; sino
preceptos
generales que pertenecen a todas las épocas literarias, y
que
no han sido jamás mejor expresados. Finalmente, en el Bruto o De
claris
oratoribus, encontramos la historia del arte en Roma: una
apreciación
crítica de todos los hombres que en aquella república
adquirieron
alguna fama como oradores, caracterizados con pinceladas
vigorosas,
a que se mezclan instructivas observaciones.
A
todas las obras que Cicerón compuso para su gloria, debemos añadir
otra
que en parte le ha desacreditado como hombre público, y como
hombre
privado; pero que es acaso la que más interesa a la
posteridad,
aunque no la escribió para ella: la colección de sus
cartas
familiares, y principalmente las dirigidas a su amigo Tito
Pomponio
Ático. Ningún libro nos hace concebir mejor lo que fue la
república
Romana en la época de Cicerón, que es la más interesante
de
aquel pueblo por el número y el contraste de los personajes
influyentes,
la inmensidad del teatro en que obraron, que era todo
el
mundo civilizado, la trascendencia de las crisis políticas, y el
conflicto
de aquella multitud de agencias que preparan, acarrean y
destruyen
una revolución; y todo puesto a la vista por un hombre que
tenía
los medios de conocerlo, y el talento de pintarlo. Continuo
actor
de esta escena, sus pasiones interesadas siempre en lo que
escribe,
aumentan su elocuencia: elocuencia rápida, simple,
descuidada
(excepto en unas pocas cartas escritas con arte y
estudio,
que pudieran citarse como excelentes modelos del estilo
epistolar
apologético o suasorio); elocuencia que pinta a la ligera,
con
rasgos sueltos, esparciendo acá y allá, sin parar, reflexiones
profundas
e ideas apenas desenvueltas. Es un lenguaje nuevo el que
habla
aquí el orador romano. Se necesita esfuerzo para seguirle,
para
percibir todas las alusiones, para entender sus vaticinios,
calar
su pensamiento y algunas veces completarlo. Allí se ve toda el
alma
de Cicerón, y sus sentimientos casi siempre extremados, fuente
fecunda
de errores, debilidades y desgracias; allí se ven mil
pormenores
curiosos de la vida interior de los romanos; allí, en
fin,
aquella constante unión del genio y del buen gusto, a que han
llegado
pocos siglos y pocos escritores, y en que nadie ha excedido
a
Cicerón. (Hemos tenido por guía el excelente artículo de Villemain
en
la Biographie Universelle; pero nos hemos atrevido a separarnos
muchas
veces de sus juicios, particularmente en lo que concierne a
las
cualidades morales de Cicerón, en que el célebre literato
francés
nos ha parecido demasiado indulgente).
Florecieron
al mismo tiempo muchos oradores distinguidos, entre los
cuales
tuvo el primer lugar César, de quien dice Quintiliano que, si
sólo
se hubiera dedicado al foro, ningún otro de los romanos pudiera
contraponerse
a Cicerón: copioso, agudo, animado, de tanto espíritu
en
la tribuna, como en el campo de batalla, y de suma pureza y
elegancia
en el lenguaje, del cual hizo estudio especial. De Servio
Sulpicio,
jurisconsulto, se alababan particularmente tres oraciones,
que
no desmerecen, dice Quintiliano, su fama. La elocuencia de
Bruto,
castigada y severa en el gusto ateniense, era admirada de
César.
Celio, corresponsal de Cicerón, hombre disipado, ardiente,
sobremanera
iracundo, y en su conducta política arrojado y versátil,
sobresalió
por el ingenio y por la urbanidad en las acusaciones,
digno,
según el testimonio del mismo Quintiliano, de haber tenido
mejor
cabeza o más larga vida. Pereció a manos de la guarnición de
Turio,
que intentó amotinar contra César. No le igualó en la
elocuencia
Curión, aunque notable entre los oradores de su tiempo;
no
menos dado a la disipación y lujo, ni de principios más fijos en
su
carrera pública; víctima también de la guerra civil. Pero,
después
de Cicerón y César, el que merece mencionarse
particularmente
es Calidio (M. Calidius Nepos), pretor de Roma el
año
56 a. C., de quien dice Cicerón que no fue uno de muchos, sino
entre
muchos, casi singular. Su dicción blanda, diáfana, vertía, con
suma
nitidez, sus agudos y nada vulgares pensamientos. El estilo era
suavísimo,
flexible para cuanto quería, puro sobre manera; los
períodos
tan artificiosamente construidos, que cada palabra parecía
como
venida espontáneamente a su lugar; nada duro, nada humilde,
nada
insólito o traído de lejos, y todo eso, sin monotonía, sin
esfuerzo,
y sin que apareciese demasiado el arte. Siguieron a éstos,
Asinio
Polión y Mesala. Polión (Cajus Asinius Pollio) brilló desde
su
juventud en el foro. Pompeyano por inclinación, abrazó por
amistad
el partido de César, que le trató como uno de sus mejores
amigos.
Se halló con él en la batalla de Farsalia. Partidario de
Marco
Antonio en las alteraciones que sucedieron a la vuelta del
dictador,
tuvo ocasión de salvar a Virgilio del furor de la
soldadesca.
Fue cónsul el año 40 a. C.; logró entonces una especie
de
reconciliación entre Antonio y Octavio. Su celo a favor del
primero
disgustó al segundo, que le lanzó algunos epigramas
mordaces,
a que se guardó de responder. «Es peligroso», decía,
«escribir
contra el que puede proscribir». Disgustado de las locuras
de
Antonio, se retiró de la vida pública. Convidado por Octavio a
seguir
sus banderas contra el temerario triunviro: «No quiero»,
dijo,
«parecer ingrato a un hombre que me ha hecho beneficios,
aunque
después los haya borrado con injurias que pocos conocen: seré
víctima
del vencedor». Augusto vencedor estimaba la entereza de
Polión,
que no quiso jamás adularle; pero no le amaba. Polión volvió
al
foro; abrió en su casa una escuela de declamación; fundó una
biblioteca
para el uso público, adornada de bellas estatuas, entre
las
cuales colocó la de Varrón, su rival en estudios, proscrito por
los
triunviros; finalmente, fue uno de los más liberales protectores
de
los talentos. Murió a la edad de ochenta y cuatro años: orador
notable
por la invención, el esmero, que rayaba en nimio, el juicio
y
el espíritu; pero tan distante del brillo y dulzura de Cicerón,
como
si hubiera existido un siglo antes; historiador de las guerras
civiles;
poeta, trágico, filólogo, crítico tan delicado, que hallaba
defectos
en el estilo de los Comentarios de César, y acusó de
patavinidad
a Tito Livio, bien que se duda si aludiese en esto a la
parcialidad
de los paduanos a Pompeyo, o a ciertos resabios de
provincialismo
en el lenguaje. Finalmente, escribió un libro contra
el
historiador Salustio, en cuyo estilo censuraba la afectación de
voces
y frases anticuadas, de lo que él mismo no estaba exento.
Mesala
(Publius Valerius Mesala Corvinus), de familia ilustre, peleó
en
Filipos contra la facción de Octavio. Muertos Bruto y Casio,
trató
con Antonio, a quien abandonó después, cuando le vio olvidarse
de
Roma y de sí mismo en brazos de Cleopatra. Ligóse entonces con
Augusto,
que le dispensó su amistad y confianza. Murió a la edad de
setenta
años, tan completamente desmemoriado, que ni aun de su
nombre
se acordaba. Fue amigo de Polión, Horacio y Tibulo. Séneca,
Quintiliano
y los dos Plinios elogian altamente sus composiciones,
sobre
todo, por la corrección y elegancia. Además de sus oraciones y
declamaciones,
dejó un libro de Genealogía sobre las familias
romanas,
otro sobre los auspicios, de que estaba perfectamente
instruido
por haber sido miembro del colegio de los augures más de
cincuenta
años, y varios sobre la gramática. De todos estos
oradores,
no quedan más que uno u otro fragmento.
Entre
las epístolas de Cicerón, se conservan muchas de sus
corresponsales;
y vemos en ellas una muestra de la alta cultura a
que
había llegado aquel pueblo. Allí, viven para nosotros, allí
hablan
César, Pompeyo, Catón, Bruto, Casio, Marco Celio, el
jurisconsulto
Servio Sulpicio, y varios otros personajes de cuenta,
nada
indignos de figurar, por la nobleza y elegancia del estilo, aun
al
lado del ilustre orador. Merece leerse, entre todas la
consolatoria
de Sulpicio a Cicerón contristado por la pérdida de su
hija
Tulia. Bossuet no habló con más elevación sobre la instabilidad
de
las dichas humanas; y un alma romana no pudo reprobar con más
dignidad,
ni con más miramiento aquella inmoderada aflicción por una
desgracia
doméstica en medio de tantos infortunios de la patria.
Resta
para completar este cuadro, decir algo de la gramática y la
retórica.
Nigidio Figulo (Publius Nigidius Figulus) fue un senador
distinguido
que en la guerra civil abrazó el partido de Pompeyo y
murió
desterrado. Fue el émulo de Varrón en la variedad de
conocimientos
y obras. Hizo un estudio particular de la astrología.
Escribió
un tratado completo de gramática en treinta libros, otro
sobre
los animales, otro sobre los vientos, otro sobre la esfera,
otro
sobre los augures, y otro, en fin, sobre los dioses; de todo lo
cual
sólo quedan esparcidos fragmentos. De Varrón, autor de varias
obras
de gramática, y de Julio César, que escribió un tratado sobre
la
Analogía de la lengua latina, hablaremos más adelante. De los de
oratoria
de Cicerón, ya hemos hablado. Se ha mencionado también a
Mesala
Corvino, que escribió sucintamente sobre varias materias
gramaticales,
y hasta sobre letras particulares, según Quintiliano.
Verrio
Flaco (Verrius Flaccus), liberto, fue maestro de gramática y
preceptor
de los dos Agripas, Cayo y Lucio, nietos de Augusto, que
le
permitió establecerse con su escuela en el mismo palacio
imperial,
pero a condición de no recibir más alumnos. El emperador
le
pagaba anualmente cien mil sestercios. Murió muy anciano; y se le
erigió
una estatua en Preneste, en un edificio semicircular, en que
estaban
incrustadas doce tablas de mármol, y esculpidos en ellas los
Fastos
o calendario romano, según la redacción de Verrio, a quien
Augusto
había dado este encargo. Finalmente, escribió varias obras
históricas
y gramaticales. La más considerable de todas fue la De
verborum
significatione, de la cual queda un compendio hecho en el
siglo
III por el célebre filólogo Festo, compendiado de nuevo por
Paulo
Diácono en el siglo VIII.
No
se sabe a quién perteneciera el tratado de retórica Ad Herennium,
que
suele hallarse en las colecciones de las obras de Cicerón.
Algunos
lo atribuyen con harto débiles fundamentos a un L.
Cornificio,
que fue partidario de Octavio y cónsul el año 718 de
Roma.
Es de corto mérito por las ideas y el estilo; y parece extraño
que
dos hombres tan instruidos como San Jerónimo y Prisciano
pudieran
adjudicarlo a Cicerón.
IX
TERCERA
ÉPOCA: HISTORIA, ANTIGÜEDADES, GEOGRAFÍA
En
esta época, cultivaron los romanos la historia con ardor y con el
más
feliz éxito, bien es verdad que Mácer y Sisenna, que florecían a
los
principios de ella, adolecen todavía de la aridez y tosquedad de
sus
predecesores. De Mácer, dice Cicerón que era nimio y hasta
desvergonzado
en sus arengas; pero que no le faltaba locuacidad y
cierto
tinte de agudeza vulgar. A Cornelio Sisenna, amigo de Mácer,
se
le tachaba de puerilmente afectado, y sin embargo, se le
consideraba
como superior a todos los que le habían precedido.
Sisenna
tradujo también del griego algunas de aquellas novelas
licenciosas
que se llamaron cuentos milesios.
Sabido
es que el dictador Sila, abdicando esta suprema magistratura,
se
retiró a su casa de campo cerca de Cumas, donde repartía su
tiempo
entre la pesca, la caza, el paseo, la mesa y la composición
de
sus Memorias, a que dio la última mano precisamente el día antes
de
su muerte. Plutarco nos ha conservado las últimas líneas; y en
ellas
se echa de ver la inconcebible superstición del tirano, su
ciega
confianza en la fortuna y una seguridad de conciencia que
espanta
después de tantos hechos atroces. «Anoche» dice, «vi en
sueños
a uno de mis hijos muerto hace poco, que me tenía la mano, y
me
señalaba con el dedo a mi madre Metela, exhortándome a dejar los
negocios,
y a que fuera a descansar con ellos en el seno del reposo
eterno.
Termino mi vida, del mismo modo que me lo profetizaron los
caldeos,
en la flor de mi prosperidad, después de haber vencido a la
envidia
con mi gloria». Escribió estas Memorias en griego; y sólo
quedan
de ellas los fragmentos que copia Plutarco (Du Rozoir en la
Biographie
Universelle). El dictador, enemigo irreconciliable de la
plebe,
quiso sin duda hablar en ellas a la aristocracia romana, en
cuya
educación entraba ya como parte indispensable el conocimiento
de
la lengua griega.
El
primer nombre célebre que presenta la historia romana es el de
Marco
Terencio Varrón. Nació hacia el año 116 a. C. Erudito en la
literatura
de su nación y la griega, amigo de Cicerón, que le dedicó
sus
Cuestiones Académicas a su vuelta de Atenas, entró en la carrera
pública,
en que ejerció varios cargos honrosamente, y no sin
peligro.
En la guerra contra los piratas, mandó una flota griega; y
se
distinguió por su valor. Casi septuagenario cuando estalló la
guerra
civil entre Pompeyo y César, tomó el partido del primero, a
quien
sirvió en España, aunque con poco celo, y consultando
demasiado
las vicisitudes de la fortuna. Entregóse, por fin, a
César,
que le permitió volver a Italia. Retiróse a su casa de campo;
y
consagrado enteramente a las letras, no se dejó ver en Roma, hasta
que
tranquilizaron sus inquietudes la magnanimidad y clemencia del
dictador,
que le favoreció con su amistad, y le dio el encargo de
establecer
una biblioteca pública. A la edad de setenta y cuatro
años,
fue puesto por los triunviros en la tabla de los proscritos,
sin
otro motivo, que sus antiguas conexiones con Pompeyo, la amistad
de
Cicerón, su mérito personal, y sus riquezas, que eran
considerables.
Su copiosa y escogida biblioteca fue saqueada
entonces,
como sus cuatro hermosas casas de campo. Varrón, con todo,
pudo
salvar su vida, escondido en la casa de un amigo fiel (Caleno)
hasta
que logró se borrara su nombre de la lista fatal. Pasó el
resto
de sus días en el retiro; recobró una parte de sus bienes y de
su
biblioteca; rodeado de hombres instruidos, ocupado en tareas
literarias,
vivió hasta la edad de noventa años, después de haber
escrito,
según Aulo Gelio, cerca de quinientos libros o tratados,
cuya
variedad de materias le granjeó el título de poligrafísimo.
Escribió
sobre la música, sobre la astrología, sobre la geometría,
sobre
la arquitectura, sobre los augures, sobre los teatros, sobre
las
bibliotecas, sobre las familias troyanas, sobre los orígenes de
Roma,
sobre el culto de los dioses, sobre filosofía, sobre las
comedias
de Plauto, elogios de hombres ilustres, la sátira menipea,
de
que hemos hablado en otra parte, su propia vida, anales romanos,
cartas
eruditas, veinticinco libros de antigüedades humanas,
dieciséis
de antigüedades divinas y varias otras obras, de todo lo
cual
lo que ha llegado a nosotros cabría fácilmente en un solo
volumen.
De sus dos tratados De la lengua latina, se conserva mucha
parte,
instructiva sin duda, pero que no da una idea muy ventajosa
del
juicio de Varrón, censurado ya de los antiguos por lo caprichoso
y
fantástico de sus etimologías. Consérvase también su tratado de
Agricultura,
compuesto a la edad de ochenta años, y dedicado a su
mujer.
Se admiraba el gran saber de Varrón, pero no su estilo; y
tenemos
sobrado motivo para creer que fue un compilador laborioso,
pero
sin talento y sin crítica. Gozaba, con todo, de bastante
autoridad
en el siglo de Augusto.
Coetáneos
de Cicerón, fueron también dos de los historiadores
clásicos
de Roma, Salustio y César.
Cayo
Salustio Crispo nació en Amiterno en el país de los sabinos el
año
667 de Roma, 85 a. C., de familia plebeya y sin ilustración.
Educáse
en Roma. Sus costumbres fueron tan licenciosas, como
insensata
su profusión. Fue elegido cuestor y tribuno del pueblo; y
en
este último carácter, tomó parte en los alborotos de Clodio, que
terminaron
en el destierro de Milón. Los censores Apio Claudio y
Pisón
le borraron de la lista de los senadores por su depravada
conducta;
y entonces fue cuando escribió la historia de la
conjuración
de Catilina, de la cual había sido testigo ocular. En la
guerra
civil que poco después sobrevino, siguió el partido de César,
que
le hizo sucesivamente cuestor, pretor y procónsul de Numidia,
donde
adquirió una fortuna inmensa con las más escandalosas
extorsiones
y peculados. Acusado por estos delitos, sobornó a los
jueces
y fue absuelto. Con el fruto de sus depredaciones, se hizo
construir
en el monte Quirinal un magnífico palacio y espaciosos
jardines,
adornados de estatuas, cuadros, vasos y muebles preciosos,
y
cuanto las artes pueden producir de exquisito y raro. Aun hoy se
conserva
el nombre de los jardines de Salustio; y del sitio que
ocupaba,
se ha desenterrado una gran parte de las reliquias del arte
antiguo
que hoy se conservan. Este suntuoso edificio fue después
habitado
por Vespasiano, Nerva, Aureliano y otros emperadores, que
aumentaron
su magnificencia. Salustio compró, entre otras, la bella
casa
de campo de César en Tívoli. Entregado al placer y a la
disolución,
siguió declamando con vehemencia en sus escritos contra
la
corrupción de las costumbres y la prevaricación de los
magistrados
que se enriquecían por medios criminales. Murió en 35 a.
C.,
a la edad de cincuenta y un años. Nos quedan dos obras suyas, la
historia
citada De la Conjuración de Catilina, y la de la Guerra de
Yugurta,
que compuso después de su vuelta de África. Escribió
también
una historia romana, que contenía los sucesos del tiempo
intermedio
entre las dos obras precedentes, y de la que sólo quedan
fragmentos,
entre otros, la célebre carta en que Mitrídates
desenvuelve
los proyectos ambiciosos de Roma. «La cualidad dominante
de
Salustio», dice el juicioso Rollin, «es la concisión. Su estilo
es
como un río, que, encerrando su agua en un cauce angosto, aumenta
en
profundidad, y sostiene más pesadas cargas. No se sabe qué
admirar
más en este escritor, si las descripciones, los retratos de
personajes
o las arengas». Es también digna de notarse la diversidad
de
plan de las dos historias. En la primera, que es un hecho único,
la
narración es rápida, sustanciosa; camina aceleradamente a su fin,
de
un modo enteramente dramático. La segunda, mezclada de guerras
extranjeras,
alteraciones civiles, acciones y discursos, comportaba
una
manera más amplia y más abundantes pormenores. Compuesta en la
madurez
del talento, y después de prolijas investigaciones de
localidades,
tradiciones y memorias, se mira como una obra maestra
del
género histórico. Allí es donde se nos presenta la pintura más
acabada
del carácter romano y de los principios que animaban a las
facciones.
Allí es donde se exaltan con más vivos colores las
costumbres
antiguas, y la corrupción de aquel siglo, y
particularmente
de los grandes, de su insaciable codicia y de sus
indignas
concusiones. Se le han censurado sus introducciones como
extrañas
al asunto, sus demasiado largas arengas, sus arcaísmos y
helenismos.
En sus Cartas a César sobre el gobierno del estado, hay
bellas
ideas, y se disciernen precisamente las causas verdaderas de
la
corrupción nacional; pero no se ve ya allí aquel hombre que tanto
abominaba
del poder arbitrario: todo respira la lisonja, el espíritu
de
partido y la pasión. (Noël,
Biographie Universelle).
No
hay para qué detenernos en la biografía de César, enteramente
ligada
con las últimas agonías de la república romana, a que él dio
el
golpe mortal, quizá necesario. ¿Para quién no es el nombre de
César
el timbre del genio militar, político y literario, combinados
como
no lo han sido jamás en hombre alguno, de la magnanimidad y
clemencia
en el ejercicio del supremo poder, de la elevación de
ideas,
de la exquisita elegancia y buen gusto, conjunto único de
cualidades
superiores que cada una hubiese podido inmortalizarle
sola?
César pagó tributo, como casi todos sus célebres
contemporáneos,
a la disolución de su siglo; y para salir a su
gobierno
de España, tuvo que recurrir a la amistad de Craso, que se
constituyó
su fiador para con sus numerosos acreedores por
cantidades
considerables. Para satisfacerles, impuso violentas
contribuciones
a la Galicia y la Lusitania; y a su vuelta de la
provincia,
pagadas sus deudas, era todavía bastante rico para vivir
con
esplendor y favorecer liberalmente a sus partidarios y
criaturas.
La misma conducta observó después en sus otras
conquistas.
Hizo un trafico de la paz y la guerra; no perdonó ni a
los
templos, ni a las tierras de los aliados. Subyugó las Galias;
pero
no se debe disimular que derramó allí la sangre humana a
torrentes.
La naturaleza le había dado un aire de imperio y una
dignidad
imponente: una voz sola suya bastaba para apaciguar un
motín.
De la actividad prodigiosa de su alma (monstrum activitatis,
le
llama Cicerón) puede formarse idea considerando que, ocupado en
la
guerra, cuyas operaciones dirigía con una celeridad a que debió
muchas
veces la victoria, llevaba el hilo de las intrigas de Roma en
activas
y numerosas correspondencias, cultivaba las letras y las
ciencias,
y hallaba todavía tiempo para la amistad y los placeres. A
él
se debe la corrección del calendario romano, que estaba en la
mayor
confusión. Comenzó entonces la intercalación de un día más
cada
cuatro años en el mes de febrero. Escribió sobre gramática,
literatura
y astronomía. Los versos suyos que se conservan
manifiestan
que no careció de talento para la poesía. En la oratoria
no
fue inferior, sino a Cicerón, a quien se aventajó, sin embargo,
por
aquella purísima severidad de estilo, que le hace
incontestablemente
el más ático de los prosadores romanos, como
entre
los poetas Terencio, de quien era apasionadísimo. De sus
obras,
fuera de unos pocos versos y de algunas cartas, no quedan más
que
sus Comentarios de la guerra con los galos y de la guerra civil.
De
la primera, dice Cicerón: «su estilo es puro, fluido, sin
ornamentos
oratorios, y por decirlo así, desnudo. Se ve que el autor
ha
querido solamente dejar materiales para que otros escriban la
historia;
y no faltarán tal vez escritores de poco juicio que
quieran
bordar esta tela; pero los hombres sensatos se guardarán
bien
de poner la mano en ella, porque a la historia lo que más
agrada
es esa pura y transparente concisión». A los tres libros
sobre
la guerra civil, se agregan ordinariamente uno sobre la guerra
de
Alejandría, otro sobre la guerra africana, y otro sobre la de
España,
atribuidos a Hircio.
Aulo
Hircio, de ilustre familia romana, sirvió a las órdenes de
Julio
César en las Galias y fue amigo y discípulo de Cicerón. Siendo
cónsul,
marchó contra Antonio, que sitiaba a Bruto en Módena y le
venció;
pero fue herido y muerto en la acción. El autor se excusa de
haber
osado continuar una obra tan perfecta, como la de César; pero
su
trabajo no carece de mérito, bien que el libro de la guerra de
España
es bastante inferior a los otros dos, y varios críticos
juiciosos
lo miran como un simple diario, escrito por algún soldado,
que
fue testigo ocular de los hechos.
Cornelio
Nepote no es un historiador de la categoría de César o de
Salustio;
y según ha llegado a nosotros, no parece corresponder al
juicio
de su amigo Ático, que le miraba como el mejor de los
escritores
romanos después de Cicerón.
Nació
en Hostilla, cerca de Verona; vivió antes y después de la
dictadura
de César; Catulo le dedicó un bello epigrama. Ático y
Cicerón
le trataron con singular amistad y confianza. No ejerció
ningún
cargo publico. Murió envenenado por el liberto Calístenes,
dejando
una reputación sin mancha, y varias obras históricas, a
saber:
un libro De Ejemplos, Los Grandes Capitanes, una biografía de
Catón
el Censor, compuesta a ruego de Ático, otra de Cicerón, un
libro
de Cartas a Cicerón, y una Historia Universal desde los
tiempos
más remotos hasta el suyo. De todo esto, no quedan más que
las
Vidas de los Grandes Capitanes, y aun se duda si las tenemos
como
las compuso el autor, o compendiadas por un gramático de la
edad
de Teodosio, Emilio Probo, bajo cuyo nombre se publicaron. Si
Probo
no hizo más que copiarlas, como parece por la pura latinidad,
por
la nitidez del estilo, es preciso confesar que faltaron a
Cornelio
Nepote conocimientos profundos de historia, y aquella
amplitud
de ideas, que constituye una de las cualidades esenciales
del
historiador. Confunde a Milcíades, hijo de Cinón, con Milcíades,
hijo
de Ciptelo; y se le acusa de haberse dejado arrastrar por la
afición
a lo maravilloso y por mentirosas apariencias de virtud. Su
mejor
biografía era la de Tito Pomponio Arico, agregada a la de los
Grandes
Capitanes.
Grande
es la distancia entre Cornelio Nepote y Tito Livio, de quien
vamos
a hablar. Nació en Padua. Tuvo un hijo y una hija; y escribió
al
primero una carta sobre los estudios de la juventud. Quintiliano
la
elogia. Compuso también algunos tratados y diálogos filosóficos,
que
dedicó al emperador Augusto. Pero la obra que le ha hecho
inmortal
es su Historia de Roma, en ciento cuarenta libros, que
comprenden
desde la venida de Eneas a Italia hasta pocos años antes
de
la era cristiana. La amistad de Augusto no alteró la
imparcialidad
del historiador; alabó a Bruto y a Casio, a Cicerón y
a
Pompeyo, lo que fue causa de que Augusto le diese chanceándose el
título
de pompeyano. Este príncipe le confió la educación del joven
Claudio,
después emperador. Muerto Augusto, volvió a Padua, donde
vivió
hasta la edad de setenta y seis años. Treinta y cinco sólo nos
quedan
de los ciento cuarenta libros de su historia; y aun esos no
todos
completos.
En
todos tiempos, ha sido grandemente admirada la historia romana de
Tito
Livio; y quizá en ninguno más que en el nuestro. «Los griego»
dice
el voto más competente en la materia, el célebre historiador y
anticuario
Niebuhr, «no tienen nada que comparar con esta obra
maestra
colosal. Ningún pueblo moderno ha producido en este género
cosa
alguna que pueda ponerse a su lado. Ninguna pérdida de cuantas
ha
sufrido la literatura romana es tan lamentable, como la que ha
mutilado
esta historia. La naturaleza le había dotado de un
brillantísimo
talento para apoderarse de las formas características
de
la humanidad y representarlas en una pintoresca narración con
toda
la imaginación de un poeta». Quintiliano encuentra la manera de
Tito
Livio tan pura y perfecta, como la de Cicerón; su narración,
interesante,
y de la más diáfana claridad; sus arengas, elocuentes
sobre
toda expresión, y perfectamente adaptadas a las personas y
circunstancias.
Le halla sobre todo admirable en la expresión de
afectos
suaves y tiernos. Su estilo, dice el escritor que nos sirve
de
guía, es vario al infinito, y siempre igualmente sostenido;
sencillo
sin bajeza, elegante y adornado sin afectación, grande y
sublime
sin hinchazón, abundante o conciso, dulce o fuerte, según lo
exige
el asunto. Sus arengas no son accesorios superfluos, puesto
que
contribuyen a pintarnos los personajes y los hechos, ni se
oponen
a la fidelidad de la historia, pues ya sabemos el uso
frecuente
que se hacía de la oratoria en la tribuna, en las piezas,
y
hasta en el campo de batalla. Se le tacha con algún fundamento de
un
excesivo amor a la antigua república y de una perpetua admiración
a
la grandeza de los romanos. En cuanto al grado de fe que
merezca...
JUICIO
SOBRE LAS OBRAS POÉTICAS DE DON NICASIO ÁLVAREZ DE
CIENFUEGOS
Los
antiguos poetas castellanos (si así podemos llamar a los que
florecieron
en los siglos XVI y XVII) son en el día poco leídos, y
mucho
menos admirados; quizá porque sus defectos son de una especie
que
debe repugnar particularmente al espíritu de filosofía y de
regularidad
que hoy reina, y porque el estudio de la literatura de
otras
naciones, y particularmente de la francesa, hace a nuestros
contemporáneos
menos sensibles a bellezas de otro orden. Nosotros
estamos
muy lejos de mirar como modelos de perfección la mayor parte
de
las obras de los Quevedos, Lopes, Calderones, Góngoras, y aun de
los
Garcilasos, Riojas, y Herreras. No temeremos decir, con todo,
que,
aun en aquellas que abren ancho campo a la censura (las
dramáticas,
por ejemplo), se descubre más talento poético que en
cuanto
se ha escrito en España después acá. Quizá pasaremos por
críticos
de un gusto rancio, o se nos acusará de encubrir la
detracción
de los vivos bajo la capa de admiración a los muertos:
Ingeniis
non ille favet, plauditque sepultis;
Nostra
sed impugnat, nos nostraque lividus odit.
Horacio.
Pero,
juzgando por la impresión que hace en nosotros la lectura,
diríamos
que en los antiguos hay más naturaleza, y en los modernos
más
arte. En aquéllos, encontramos soltura, gracia, fuego,
fecundidad,
lozanía, frecuentemente irregular y aun desenfrenada,
pero
que en sus mismos extravíos lleva un carácter de grandeza y de
atrevimiento
que impone respeto. No así, por lo general, en los
poetas
que han florecido desde Luzán. Unos, a cuya cabeza está el
mismo
Luzán, son correctos, pero sin nervio; otros, entre quienes
descuella
Meléndez, tienen un estilo rico, florido, animado, pero
con
cierto aire de estudio y esfuerzo y con bastantes resabios de
afectación.
Nos ceñiremos particularmente a los de esta segunda
escuela,
que es a la que pertenece Cienfuegos. Hay en ellos copia de
imágenes,
moralidades bellamente amplificadas, y sensibilidad a la
francesa,
que consiste más bien en analizar filosóficamente los
afectos,
que en hacerles hablar el lenguaje de la naturaleza; pero
no
hay aquel vigor nativo, aquella tácita majestad que un escritor
latino
aplica a la elocuencia de Homero, y que es propia, si no nos
engañamos,
de la verdadera inspiración poética: al contrario, se
percibe
que están forcejando continuamente por elevarse; el tono es
ponderativo,
la expresión enfática. El lenguaje tampoco está exento
de
graves defectos; hay ciertas terminaciones, ciertos vocablos
favoritos
que le dan una no lejana afinidad con el culteranismo de
los
sectarios de Góngora; hay un prurito de emplear modos de decir
anticuados,
que hacen muy mal efecto al lado de los galicismos que
no
pocas veces los acompañan; en fin, por ennoblecer el estilo, se
han
desterrado una multitud de locuciones naturales y expresivas, y
se
ha empobrecido la lengua poética.
No
por eso dejamos de hacer justicia al mérito de algunas
producciones
en que el ingenio moderno se eleva con facilidad, o
juega
con gracia y ligereza, calidades que recomiendan
particularmente
a Meléndez. Pero estas son más bien excepciones: el
gusto
dominante no es el de la noble simplicidad; el estilo no es
natural.
Don
Nicasio Álvarez de Cienfuegos es uno de los poetas modernos que
han
logrado más celebridad. Sus obras poéticas (nos referimos a la
segunda
edición publicada en Madrid, en la imprenta real, el año de
1816)
suministran bastantes ejemplos de las bellezas y defectos que
caracterizan
a la época presente del arte en España. Principiaremos
por
sus anacreónticas, que no nos parecen tan agradables como las de
Meléndez.
La primera, sobre todo, es desmayada, contribuyendo quizá
al
poco gusto con que se lee, las alabanzas que el poeta se da a sí
mismo,
y lo que en ésta, como en otras partes de sus obras, nos
pondera
su sensibilidad y ternura. Pero la segunda, intitulada Mis
Transformaciones,
tiene mérito. La copiaremos aquí en obsequio de
nuestros
lectores americanos.
¡Oh! ¡si a elegir los
cielos
me
diesen una gracia!
Ni
honores pediría,
ni
montes de oro y plata.
Ni
ver el orbe entero
postrado
ante mis plantas
después
de cien victorias
sangrientas
e inhumanas.
Ni de
laurel ceñido
al
templo de la fama,
con
una estéril ciencia
orgulloso,
me alzara.
Gocen
en tales dones
los
que infelices aman
comprar
con su reposo
los
sueños de esperanzas.
Yo,
que mis días cuento
por
mis amantes ansias,
a
mi placer pidiera
que
mi ser se mudara.
Cuando
mi bien al valle
desciende
en la alborada,
allí
al pasar me viera
rosita
aljofarada:
rosita,
que modesta
con
süave fragancia
atrayendo,
a sus manos
me
diera sin picarla...
Después,
después ¿qué hiciera?
Sombra
fugaz y vana
un
sol no más sería
mi
gloria y mi esperanza.
Tan
pasajeros gozos
no,
rosas, no me agradan.
Adiós,
que al aire tiendo
mis
rozagantes alas.
Mariposilla
alegre,
imagen
de la infancia,
en
inquietud eterna
iré
girando vaga.
Bien
como el iris bella,
frente
a mi dulce Laura
en
un botón de rosa
me
quedaré posada.
Ella
querrá cogerme;
y
con callada planta
vendrá,
y huiré, y traviesa
la
dejaré burlada.
¿Y
si el rocío moja
mis
tiernecitas alas?
Me
sigue, soy perdida,
me
prende y me maltrata.
¡Si
al menos expirando
con
trémulas palabras
pudiese
venturoso
decirla:
Yo te amaba!
No,
cefirillo suelto
volaré
a refrescarla
cuando
el ardiente agosto
las
praderas abrasa.
Ya
enredaré jugando
sus
trenzas ondeadas;
ya
besaré al descuido
sus
mejillas de nácar.
Ora
en eternos giros
cercando
su garganta,
en
sus hibleos labios
empaparé
mis alas.
O
bien, si allá en la siesta
dormida
en paz descansa,
yo
soplaré en su frente
mis
más süaves auras.
Y
cuando más se pierda
su
fantasía vaga,
umbrátil
sueñecito
me
iré a ofrecer a su alma.
¡Oh!
¡Cuánta dulce imagen,
cuántas
tiernas palabras
allí
diré, que el labio
quiere
decirla, y calla!
Más
favorable acaso
que
pienso yo, a mis ansias
sonreirá,
¿quién sabe
si
mis cariños paga?
¡Oh!
¡si a mi amor eterno
correspondieses,
Laura!
Por
todo el universo
mi
dicha no trocara.
Ídolo
de mis ojos,
diosa
de toda mi alma,
¡pagárasme!
y al punto
cesaran
mis mudanzas.
No
sabemos si la lengua castellana permite el uso intransitivo de
gozar
en la significación de gozarse, cual se ve en esta
anacreóntica,
y en otros pasajes de Cienfuegos; pero si ha existido
jamás,
no vale la pena de resucitarlo. Una crítica severa reprobará
que
el poeta se transforme en rosita, y que nos diga tan
almibaradamente
en un romance (página 28):
La
vi, resistí, no pude
¡Es
tan tiernecita mi alma!
y
que use tantos diminutivos en ito, que dan al estilo una blandura
afectada
y empalagosa. Cienfuegos tiene también su buena provisión
de
sudoroso, ardoroso, candoroso, perenal, aimé, doquier, y otros
vocablos
que esta escuela ha tomado bajo su protección. Pero nuestro
autor
usa a veces doquier en el sentido de doquiera que; elipsis
dura,
de que no recordamos haber visto ejemplo en los escritores que
fijaron
la lengua:
Mudanzas
tristes reparo
doquier
la vista se torna. - (Página 37).
Doquier
envío
los
mustios ojos, de tu antorcha ardiente
me
cerca el resplandor. - (Página 79).
Otras
novedades hallamos en su lenguaje que nos disuenan. Tales son
noche
deslunada por noche sin luna, desoír por no oír, despremiada
por
no premiada; vocablos impropiamente formados, porque des no
significa
carencia, sino privación o despojo de lo que se goza o se
tiene.
Tal es yazca, subjuntivo de yacer, que no se hallará en
ningún
autor castellano de los buenos tiempos, pues se dijo yago y
yaga,
como hoy se dice hago y haga. Tal es a par en el sentido de a
o
hacia, siendo así que sólo significa igualdad o
proximidad:
¡Ay,
qué valieron mis victorias bellas!
Recogiéndolas
hoy marché con ellas
a
par del sesgo río,
y
de una en una las eché en sus ondas. - (Página 158).
Tal
es la locución optativa ojalá quien, no sólo inautorizada, pero
absurda:
¡Ojalá
quien me diera
que
en el lugar de Alfonso padeciera!
Tales
son los adjetivos calmo y favonio, empampanado por pampanoso,
aridecer,
palidecer, rosear, intornable, primaveral, abismoso, y
otras
voces que no enumeramos por evitar prolijidad, si bien algunas
de
éstas, aunque no reconocidas por la academia, pudieran admitirse
por
ser de suyo claras, y porque excusan circunlocuciones incómodas.
Entramos
en estas menudencias, no porque tengamos gusto en sacar a
plaza
los descuidos y errores (si acaso lo son) de un escritor
respetable,
sino porque tales innovaciones, lejos de enriquecer el
idioma,
confunden las acepciones recibidas, y dañan a la claridad,
prenda
la más esencial del lenguaje, y, por una fatalidad del
castellano,
la más descuidada en todas las épocas de su literatura.
Cienfuegos
tradujo algunas odas de Anacreonte; pero, aunque más
fiel,
no fue tan feliz como Villegas, que representa, por lo común,
bastante
bien el espíritu de su original, y acaso no nos dejara que
desear,
si a lo ligero y festivo del lírico griego no sustituyera
algunas
veces lo burlesco, o lo conceptuoso. Cienfuegos, que no
incurre
en estos defectos, adolece de otro peor, que es la falta de
movimiento
y de gracia. Sus romances tienen mucho más mérito: el del
Túmulo,
sobre todo, nos parece lindísimo. Por esto, y por ser uno de
los
más cortos, lo insertaremos todo:
¿No ves, mi amor, entre el
monte
y
aquella sonora fuente
un
solitario sepulcro
sombreado
de cipreses?
¿Y
no ves que en torno vuelan
desarmados
y dolientes
mil
amorcitos, guiados
por
el hijo de Citeres?
Pues
en paz allí cerradas
descansan
ya para siempre
las
silenciosas cenizas
de
dos que se amaron fieles.
Éramos
niños nosotros,
cuando
Palemón y Asterie
llenaron
estas comarcas
de
sus cariños ardientes.
No
hay olmo que en su corteza
pruebas
de su amor no muestre:
Palemón
los unos dicen,
los
otros claman Asterie.
Sus
amorosas canciones
todo
zagal las aprende;
no
hay valle do no se canten
ni
monte do no resuenen.
Llegó
su vejez, y hallólos
en
paz, y amándose siempre:
y
amáronse, y expiraron;
pero
su amor permanece.
¿Te
acuerdas, Filis, que un día,
simplecillos
e inocentes,
los
oímos requebrarse
detrás
de aquellos laureles?
¡Cuántas
caricias manaban
sus
labios! ¡cuántos placeres!
¡Cuánta
eternidad de amores
juraba
su pecho ardiente!
Al
verlos, ¿te acuerdas, Filis,
o
tan preciosas niñeces
volaron,
que me dijiste,
deshojando
unos claveles:
-Yo
quiero amar; en creciendo
serás
Palemón, yo Asterie,
y
juraremos cual ellos
amarnos
hasta la muerte?-
Mi
Filis, mi bien, ¿qué esperas?
El
tiempo de amar es éste;
los
días rápidos huyen,
y
la juventud no vuelve.
No
tardes; ven al sepulcro
donde
los pastores duermen,
y,
a su ejemplo, en él juremos
amarnos
eternamente.
Pero
los sujetos más predilectos de esta escuela son los morales y
filosóficos.
Los poetas castellanos de los siglos XVI y XVII los
manejaron
también, ya bajo la forma de la epístola; ya, como Luis de
León,
en odas a la manera de Horacio, donde el poeta se ciñe a la
efusión
rápida y animada de algún afecto, sin explayarse en
raciocinios
y meditaciones; ya en canciones, silvas, romances, etc.
Nunca,
sin embargo, han sido tan socorridos estos asuntos como de
algunos
años a esta parte. Poemas filosóficos, decorados con las
pompas
del lenguaje lírico, y principalmente en silvas, romances
endecasílabos,
o verso suelto, forman una parte muy considerable de
los
frutos del Parnaso castellano moderno. Varias causas han
contribuido
a ponerlos en boga. El hábito de discusión y análisis
que
se ha apoderado de los entendimientos, el anhelo de reformas que
ha
agitado todas las sociedades y llamado la atención general a
temas
morales y políticos, el ejemplo de los extranjeros, la
imposibilidad
de escribir epopeyas, lo cansadas que han llegado a
sernos
las pastorales, y lo exhaustos que se hallan casi todos los
ramos
de poesía en que se ejercitaron los antiguos, eran razones
poderosas
a favor de un género, que ofrece abundante pábulo al
espíritu
raciocinador, al mismo tiempo que abre nuevas y opulentas
vetas
al ingenio. Muchos censuran ésta que llaman manía de filosofar
poéticamente
y de escribir sermones en verso. Pero nosotros estamos
por
la regla de que
Tous
les genres sont bons, hors le genre ennuyeux,
y
por tanto pensamos que la cuestión se reduce a saber si este
género
es, o no, capaz de interesarnos y divertirnos. Las obras de
Lucrecio,
Pope, Thompson, Gray, Goldsmith, Delille, nos hacen creer
que
sí; y en nuestra lengua aun dejando aparte los divinos rasgos
con
que la enriquecieron los Manriques, los Riojas, los Lopes, y
juzgando
por las mejores obras de Quintana, Cienfuegos, Arriaza, y
sobre
todo Meléndez, nos sentiríamos inclinados a decidir por la
afirmativa.
Cienfuegos
halló aquí un gran campo en que dar rienda a su genio
naturalmente
propenso a lo serio y sublime. Sus obras de esta
especie
están sembradas de bellas imágenes y de pasajes afectuosos.
Citaremos
en prueba de ello La Escuela del Sepulcro, a la marquesa
de
Fuertehíjar, con motivo de la muerte de su amiga la marquesa de
las
Mercedes, y en particular los versos siguientes:
El bronco son que tus oídos
hiere
es
la trompeta de la muerte, el doble
de
la campana que terrible dice:
fue,
fue tu amiga. La que tantas veces
te
vio, y te habló, y en sus amantes brazos
tan
fina te estrechó, y en tus mejillas
su
cariño estampó con dulces besos;
la
que en su mente consagró tu imagen,
y
en cuyo corazón un templo hermoso
te
erigió la amistad, do siempre ardía
tanto
y tan puro amor, ya por las olas
fue
de la eternidad arrebatada:
ahora
mismo a su cadáver yerto,
en
estrecho ataúd aprisionado,
alumbrarán
con dolorosa llama
tristes
antorchas del color que ostentan
las
mustias hojas, que al morir otoño
del
árbol paternal ya se despiden.
Ahora
mismo yacerá en la sima
de
la tumba infeliz, hollando lutos
negros,
más negros que nublada noche
en
las hondas cavernas de los Alpes.
En
torno de ella, y apartando el rostro
de
su espantable palidez, sentados
compañía
la harán los que otro tiempo,
tal
vez colgados de su voz, pendientes
de
un giro de sus ojos, estudiaban
su
voluntad para servirla humildes.
Esta
será ¡ay dolor! la vez postrera
que
la visiten los mortales, ésta
su
tertulia final, y último obsequio
que
el mundo la ha de hacer. Sí; que esos cantos
con
que del templo la anchurosa mole
temblando
toda en rededor retumba
su
despedida son, son sus adioses,
el
largo adiós final. ¡Oh tú Lorenza,
ven
por la última vez, ven, ven conmigo,
y
a tu amiga verás, verás al menos
el
cuerpo que animó, verás reliquias
de
una nada que fue! Mira que tardas,
y
nunca, nunca volverás a verla,
nunca
jamás; que ya sobre sus hombros
cargaron
los ministros del sepulcro
el
ataúd, y marchan, y descienden
con
él a la morada solitaria
del
oscuro no ser. Allí en los muros
cien
bocas abre la insaciable muerte
por
donde traga sin cesar la vida;
y
a ti, ¡oh Quero infeliz! ¡oh malograda!
¡oh
atropellada juventud! Caíste,
bien
como flor que en su lozana pompa
hollada
fue por la ignorante planta
de
un pasajero sin piedad. Caíste,
y
ya otro rastro de tu ser no queda
que
las memorias que de ti conserven
los
que te amaron. Pasarán los días,
y
las memorias pasarán con ellos;
y
entonces ¿qué serás? El nombre vano,
el
nombre solo en tu sepulcro escrito,
con
que han querido eternizar tu nada.
Tirano
el tiempo insultará tu tumba,
con
diente agudo roerá sus letras,
borrará
la inscripción, y nada, nada
serás
por fin. ¡Oh muerte impía!
¡Oh
sepulcro voraz! en ti los seres
desechos
caen; en ti generaciones
sobre
generaciones se amontonan,
en
ti la vida sin cesar se estrella;
y
de tu abismo en la espantosa margen
el
tiempo destructor está sañudo
arrojando
los siglos despeñados.
Hallamos
verdadera ternura en este otro pasaje sacado del poema
consolatorio
A un amigo por la muerte de un hermano:
...¿Por qué
lloramos,
Fernández
mío, si la tumba rompe
tanta
infelicidad? Enjuga, enjuga
tus
dolorosas lágrimas; tu hermano
empezó
a ser feliz; sí, cese, cese
tu
pesadumbre ya. Mira que aflige
a
tus amigos tu doliente rostro,
y
a tu querida esposa y a tus hijos.
El
pequeñuelo Hipólito, suspenso,
el
dedo puesto entre sus frescos labios,
observa
tu tristeza, y se entristece;
y,
marchando hacia atrás, llega a su madre
y
la aprieta una mano, y en su pecho
la
delicada cabecita posa,
siempre
los ojos en su padre fijos.
Lloras,
y llora; y en su amable llanto
¿qué
piensas que dirá? -«Padre», te dice,
«¿será
eterno el dolor? ¿no hay en la tierra
otros
cariños que el vacío llenen,
que
tu hermano dejó? Mi tierna madre
vive,
y mi hermana, y para amarte viven,
y
yo con ellas te amaré. Algún día
verás
mis años juveniles llenos
de
ricos frutos, que oficioso ahora
con
mil afanes en mi pecho siembras.
Honrado,
ingenuo, laborioso, humano,
esclavo
del deber, amigo ardiente,
esposo
tierno, enamorado padre,
yo
seré lo que tú. ¡Cuántas delicias
en
mí te esperan! Lo verás: mil veces
llorarás
de placer, y yo contigo.
Mas
vive, vive, que si tú me faltas,
¡oh
pobrecito Hipólito! sin sombra
¡ay!
¿qué será de ti huérfano y solo?
No,
mi dulce papá; tu vida es mía,
no
me la abrevies traspasando tu alma
con
las espinas de la cruel tristeza.
Vive,
sí, vive; que si el hado impío
pudo
romper tus fraternales lazos,
hermanos
mil encontrarás doquiera;
que
amor es hermandad, y todos te aman.
De
cien amigos que te ríen tiernos,
adopta
a alguno; y si por mí te guías,
Nicasio
en el amor será tu hermano».
Los
principales defectos de este escritor son: en el estilo sublime,
un
entusiasmo forzado; en el patético, una como melindrosa y femenil
ternura.
Este último es, en nuestra opinión, el más grave, y ha
plagado
hasta su prosa. Lo poco natural, ya de los pensamientos, ya
del
lenguaje, perjudica mucho al efecto de las bellezas, a veces
grandes,
que encontramos en sus obras. Mas en medio de esta misma
afectación
se descubre un fondo de candor y bondad, un amor a la
virtud
y a las gracias de la naturaleza campestre, que acaban
granjeándole
la estimación del lector. Su moral es indulgente, y
exceptuando
ciertos arrebatos eróticos, pura. Sus opiniones
políticas
parecerán poco ortodoxas para un oficial de la primera
secretaría
de estado, y ciertamente causará admiración que la
censura
no pasase la esponja sobre las alabanzas de la Suiza (página
83),
y sobre estos versos de una oda póstuma (página 162):
¿Del
palacio en la mole ponderosa
que
anhelantes dos mundos levantaron
sobre
la destrucción de un siglo entero
morará
la virtud? ¡Oh congojosa
choza
del infeliz! ¡a ti volaron
la
justicia y razón, desde que fiero
ayugando
al humano,
de
la igualdad triunfó el primer tirano!
Dejando
las tragedias para ocasión más oportuna, nos despediremos de
Cienfuegos
con su Rosa del desierto, que es, en nuestro sentir, de
lo
mejor que hizo. Suprimimos el principio, y algunos pasajes que
pecan
por los defectos que dejamos notados. El lector verá que no
hemos
sido demasiado severos:
¡Oh flor amable! en tus sencillas
galas
¿qué
tienes, di, que el ánimo enajenas
y
de agradable suspensión le llenas?...
Sola
en este lugar, ¿cuándo, qué mano
pudo
plantarte en él? ¿Fue algún amante
que,
abandonado ya de una inconstante,
huyó
a esta soledad, queriendo triste
olvidar
a su bella,
y
este rosal plantó pensando en ella?
Era
un hombre de bien, del hombre amigo,
quien
un yermo infeliz pobló contigo;
que,
en medio a la aridez, así pareces
cual
la virtud sagrada
de
un mundo de maldades rodeada.
¡Ah!
rosa es la virtud; y bien cual rosa,
dondequiera
es hermosa,
espinas
la rodean dondequiera,
y
vive un solo instante,
como
tú vivirás. ¡Ay! tus hermanas
fueron
rosas también, también galanas
las
pintó ese arroyuelo, cual retrata
en
ti de tu familia la postrera.
Del
tiempo fugitivo imagen triste,
él
corre, correrá, y en su carrera
te
buscará mañana con la aurora,
y
no te encontrará, que ya esparcidas
tus
mustias hojas sin honor caídas
sobre
la tierra dura
el
fin le contarán de tu hermosura...
¿Y
qué, sola, olvidada,
sin
que su labio y su pasión imprima
en
ti ninguna amante
en
fin perecerás sin ser llorada?
¿No
volará en tu muerte
ningún
ay de tristeza
de
la fresca belleza
que
en ti contemple su futura suerte?
¡Oh
Clori, Clori! para ti esta rosa,
bella
cual mi cariño,
aquí
nació; la cortará mi mano,
y
allá en tu pecho morirá gloriosa.
Guarda,
tente, no cortes, y perdone
Clori
esta vez; que por ventura injusto
bajará
a este lugar algún celoso
venganzas
meditando allá en la mente
de
una triste inocente
que
amarle hasta morir en tanto jura.
Al
mirar esta rosa de repente
se
calmarán sus celos, y bañado
en
llanto de ternura,
maldecirá
su error, y arrepentido
irá
a abjurarle ante su bien postrado;
o
la verá tal vez algún esposo
ya
en sus carinos frío;
y,
la edad de sus flores recordando
fija
la mente en su marchita esposa,
clamará
en su interior, también fue rosa;
y
con este recuerdo dispertando
el
fuego que en su pecho ya dormía,
la
volverá un amor que de ella huía.
¿Y
quién sabe si acaso, maquinando
la
primera maldad, con torvo ceño
vendrá
algún infeliz solo, perdido,
de
pasiones terribles combatido?
Al
llegar donde estoy, verá esta rosa,
la
mirará, se sentará a su lado,
e,
ignorando por qué su pecho herido
de
una dulce terneza
amará,
de mi flor estimulado,
la
belleza moral en su belleza.
¡Ay!
que del crimen al cadalso infame
tal
vez este infeliz se despeñara
si
esta rosa escondida
la
virtud en su olor no le inspirara.
Queda,
sí, queda en tu rosal prendida,
¡oh
rosa del desierto!
para
escuela de amor y de virtudes.
Queda,
y el pasajero
al
mirarte se pare y te bendiga,
y
sienta y llore como yo, y prosiga
más
contento su próspero camino
sin
que te arranque de tus patrios lares.
¿Es
tan larga tu edad para que quiera
cortarte,
acelerando tu carrera?
No;
queda, vive, y el piadoso cielo
dos
soles más prolongue tu hermosura.
¡Puedas
lozana y pura
no
probar los rigores
del
bárbaro granizo,
ni
los crudos ardores
de
un sol de muerte; ni jamás tirano
tus
galas rompa el roedor gusano!
No;
dura, y sé feliz cuanto desea
mi
amistad oficiosa;
y
feliz a la par contigo sea
la
abejilla piadosa
que
en tu cáliz posada
hace
a tus soledades compañía.
Adiós,
mi flor amada,
adiós,
y eterno adiós. La tumba fría
me
abismará también; mas si en mi musa
llego
a triunfar del tiempo y de la muerte,
inseparable
de tu dulce amigo
eternamente
vivirás conmigo.
La
última edición de estas poesías nos da algunas noticias
biográficas
de su autor. Cienfuegos se hallaba de covachuelista en
Madrid,
cuando entraron los franceses; y en esta delicada coyuntura,
manifestó
sentimientos de patriotismo que le acarrearon el odio de
los
usurpadores, sobre todo con ocasión de un artículo, publicado en
la
Gaceta de Madrid, que revisaba Cienfuegos. Llamado y reconvenido
por
Murat, le contestó con dignidad y entereza; y llevado el año
siguiente
a Francia, murió, bastante joven, de resultas de las
molestias
y vejaciones que padeció en el viaje. Su fallecimiento fue
en
Ortez, en julio de 1809. Mr. Blaquiere, en su Revista Histórica
de
la Revolución de España, le hace sobrino de Jovellanos; pero se
nos
asegura que en esto hay equivocación, y que los Cienfuegos
sobrinos
de este ilustre ministro, son de distinta familia.
ESTUDIOS
SOBRE VIRGILIO, POR P. F. TISSOT
2
Tomos Octavo, París, 1825
(Artículo
de M. de Pongerville en la Revista Enciclopédica, París,
Enero
de 1826)
Los
grandes escritores del siglo de Luis XIV conocían todo el valor
de
los tesoros literarios de la antigüedad, como se echa de ver por
lo
que les toman prestado tantas veces y con tanta felicidad; pero,
por
lo general, se apreciaban entonces imperfectamente los sublimes
conceptos
de los antiguos. Peor fue en el siglo siguiente cuando
pareció
haberse olvidado que ellos eran los creadores y modelos de
las
bellezas mismas que se admiraban. Fuese error, fuese cálculo, no
faltaron
autores eminentes que se atreviesen alguna vez a
ridiculizarlos,
y a condenarlos al olvido. Desestimados los
antiguos,
dejó de cultivarse con esmero su lengua sagrada, y la
literatura
careció de uno de sus más poderosos recursos. Si algún
crítico
hablaba todavía de los antiguos, era sólo para sacrificarlos
a
la gloria de sus contemporáneos. Esta es la más grave acusación
que
puede intentarse contra el siglo XVII, al que tal vez nada
faltó,
para elevarse al nivel de los siglos precedentes, sino el
conocimiento
profundo de la antigüedad.
Un
literato conocido por varias producciones notables quiso seguir
la
senda trazada por Quintiliano, pero olvidó muchas veces su
objeto;
y los aplausos de un público frívolo le alejaron demasiado
de
su ilustre guía. Por otra parte, La Harpe, imbuido en las
opiniones
literarias de su tiempo, estaba poco versado en los
autores
griegos y romanos; y los juzgó, como a los modernos, según
el
sistema de la escuela a que pertenecía.
Nada
injusto es durable: apenas ha trascurrido medio siglo desde el
triunfo
de aquel Aristarco, y ya vemos revocado gran número de
sentencias
pronunciadas por él. Su curso de literatura, en que se
admiran
el gusto puro, la desembarazada elegancia, y el brillo
ingenioso
del discípulo de Voltaire, le acusa al mismo tiempo de una
culpable
negligencia en el estudio de los antiguos, y presenta a
cada
paso pruebas del imperio de las preocupaciones aun sobre los
grandes
talentos.
De
La Harpe acá, hemos visto sobrevenir causas poderosas que han
aguzado
y desenvuelto la crítica, y dado a las costumbres y a la
política
un gran dominio sobre la literatura. Las crisis despiertan
la
atención del espíritu humano; obsérvase con ojos curiosos el
progreso
y la lucha incesante de las pasiones; y el hábito de
pensar,
unido a la necesidad de hacer uso de lo que se piensa,
conducen
a perfeccionar el arte de dar fuerza a la palabra. Los
sucesos
políticos, mudando la dirección de los espíritus, los
aficionan
a estudios serios. Así se ha ensanchado entre nosotros la
esfera
de los conocimientos; la verdad ha recobrado su antiguo
imperio
sobre las artes; el gusto, inseparable de la razón, se ha
hecho
severo; y cada cual, mediante las lecciones de la experiencia,
ha
aprendido a juzgar por sí mismo. Los amigos de las letras,
restituidos
a la naturaleza, percibieron todo el mérito de la
antigüedad,
y reconocieron que el verdadero medio de aventajar a los
modernos
era igualar a los antiguos.
Un
literato, digno de apreciar los progresos de las artes y de dar
dirección
al talento, y conocido ya por producciones felices, fue
elegido
por el primer poeta del siglo para continuar en lugar suyo
las
lecciones que aquel noble intérprete de Virgilio supo hacer tan
interesantes.
M. Tissot correspondió a la confianza de su ilustre
predecesor;
y comenzando maestramente su nueva carrera, se dedicó
todo
entero al cultivo de las musas antiguas. Él reveló sus
venerables
misterios a una juventud ansiosa de oírle; muchos jóvenes
favoritos
de las musas debieron a este elocuente profesor el
desenvolvimiento
de los talentos que los hacen ya la esperanza de
nuestra
literatura; ninguno de ellos se apartaba de su lado, sin
sentir
un vivo deseo de consagrar a las letras o a las artes el
ardiente
entusiasmo que había prendido en sus almas. Vuelto, después
de
sus largas tareas, al seno tranquilo de la meditación, quiso
servir
a las letras desde su gabinete, como las había servido en la
cátedra.
El traductor de los Besos de Juan Segundo y de las
Bucólicas
compuso los Estudios Virgilianos. El sencillo título dado
a
esta importante producción pudiera hacer creer que el autor sólo
trata
de las bellezas de la Eneida; pero su plan, como el de
Quintiliano,
abraza la literatura en toda su extensión.
Efectivamente
era natural escoger por punto principal de observación
la
obra del gran poeta imitador de los escritores que le
precedieron,
y modelo de los que vinieron tras él. De este modo, se
procuró
M. Tissot un medio cómodo de establecer el carácter relativo
de
las producciones literarias de Homero a Virgilio y de Virgilio a
los
modernos. No tanto se juzga en su obra, cuando se compara. Si
analiza
las creaciones antiguas, les contrapone las fantasías
modernas:
sus doctas investigaciones sorprenden bajo todas sus
formas
los hurtos que el ingenio ha hecho al ingenio. Ni ciñe sus
cotejos
a las obras que tienen analogía con la epopeya; extiéndelas
con
un profundo discernimiento al poema didáctico y cíclico, al
drama,
a la fábula, a la novela; en suma, recorre los diferentes
ramos
de la literatura que, habiendo brotado todos de un tallo, se
alimentan
de un mismo jugo materno.
Deben,
pues, mirarse los Estudios Virgilianos como un curso completo
e
interesantísimo de literatura antigua y moderna. El autor ha
creado
un método tan nuevo como ingenioso, y agrada deleitando;
evita
la aridez escolástica y la ciega admiración de los
comentadores;
atrevido, pero justo, nota cuidadosamente las bellezas
y
los defectos de los grandes maestros, y sabe aprovecharse
felicísimamente
de unos y otros; sobre todo posee el secreto de
comunicar
a los lectores su entusiasmo. Su estilo, todo de
sentimiento
y verdadero, aunque florido, no deja nunca de adaptarse
a
los pensamientos de los grandes escritores que saca a las tablas,
y
parece como que los oímos revelarle confidencialmente las
inspiraciones
de su numen. Pero dejemos que el elegante profesor
desarrolle
aquí por sí mismo sus ingeniosas y profundas ideas sobre
las
relaciones entre los grandes escritores de todos los tiempos y
países.
«Añadiendo
las riquezas de lo presente a los tesoros de lo pasado,
acercando
unos a otros en perpetuas comparaciones los principales
escritores
que han ilustrado el mundo, quise valerme del progreso de
las
luces, y de la autoridad concentrada de tantos admirables
ingenios
para mostrar en toda su gloria, y circundada de todos los
atributos
que pudiesen asegurarle nuestro respeto, aquella religión
de
lo verdadero y de lo bello, que, después de haber brillado en
varias
épocas con el más hermoso esplendor, parece anublarse ahora,
cubrirse
de sombra, y abandonar los espíritus al escepticismo, y a
los
dos extremos opuestos de incredulidad o idolatría.
»El
Asia antigua fue la cuna de esta religión. El misterioso Egipto
la
reveló a cierto número de ministros cautelosos, que echaron un
velo
entre ella y los ojos del vulgo. Conociéronla los griegos; y
aun
sembrándola de fábulas ridículas respetaron su carácter y sus
leyes.
Orfeo, Lino y Museo recibieron como un don celeste sus
primeros
destellos. El amor que ella inspiró al buen Hesíodo, le
hizo
algunas veces admirable; ella entró en el corazón de Homero,
ella
cautivó su ingenio creador; y quizá es Homero todavía su primer
pontífice,
a pesar de los disfraces en que a veces la envuelve,
imponiendo
silencio al murmurar de la razón. Tucídides y Jenofonte
le
tributaron un homenaje puro; Esquilo tuvo con ella un comercio
desigual
y sublime; Sófocles se mostró casi siempre digno intérprete
suyo;
Eurípides, nacido para sentirla y practicarla, incurre
demasiadas
veces en profanaciones, porque carece de conciencia
literaria.
Platón se arroba a ella; pero después de haberse
remontado
hasta el cielo, la deja, y siguiendo a su imaginación, se
pierde
en la región de las nubes. Aristóteles, más sosegado y
severo,
ofreció a la ciencia de lo verdadero y lo bello, el culto de
toda
su vida; y su razón perspicaz, que jamás padeció eclipse, dicta
todavía
lecciones a todos los pueblos. Un instinto sublime, la
vocación
del talento, hizo a esta religión las delicias de
Demóstenes
y el asunto de sus meditaciones perpetuas. Cicerón,
destinado
a servirla de ministro y de intérprete, la arraigó en su
pecho
por el estudio de la filosofía, y dio a la elocuencia
atractivos
irresistibles: ¡dichoso, si escribiendo tan bellas
lecciones
a las edades, hubiera sabido refrenar su propensión al
lujo
de las palabras! Lucrecio tuvo el poder y la pasión de lo
verdadero
y lo bello; mas para darles un culto digno, le faltó una
lengua
más perfeccionada, y principalmente un gusto más puro.
Terencio
fue fiel discípulo de lo verdadero y lo bello; pero si tuvo
más
conciencia y más saber que Plauto, no tuvo igual fuerza de
imaginación.
Cuando Virgilio mira a la naturaleza cara a cara;
cuando
saca de sus propios estudios, o de los movimientos de su
alma,
el conocimiento de las pasiones, entonces es el Rafael de la
poesía,
el pintor más fiel de lo verdadero y lo bello. Dad esta
religión
a Ovidio, y le haréis uno de los primeros poetas del mundo:
él
conoce sus defectos como Eurípides, pero los ama, no tiene valor
para
corregirse de ellos. Esta religión pide gusto y luces, que
faltaban
a Lucano y a Juvenal, que delinquieron contra ella sin
conocerlo.
Dante, Shakespeare y Milton, después de haberle ofrecido
el
incienso del ingenio, la ofenden con impiedad, insultando a la
sana
razón; pero su siglo fue más culpable que ellos... Buffon, que
es
el Aristóteles, el Plinio y el Platón de los modernos, tuvo
profundamente
grabada en el alma la religión de lo verdadero y lo
bello;
¿por qué, apasionado a la magnificencia, no tomó de la
naturaleza,
su modelo, aquellas felices negligencias, tan llenas de
gracia?
Buffon parece un rey que jamás olvida su dignidad; es el
Luis
XIV de los escritores; sus defectos nacen de su carácter, y sin
duda
pensaba en sí mismo cuando dijo: el estilo es todo el hombre.
Un
fecundo ingenio, una razón superior, pero dominada por una
imaginación
más fuerte que ella, una elocuencia de primer orden, no
libraron
siempre a Rousseau de la hinchazón, la declamación y el
sofisma.
Adivinó la noble simplicidad de los antiguos; en otras
cosas,
era de desear que hubiera seguido su ejemplo. Émulo de
Richardson,
está bien lejos de igualarle en la fidelidad de la
imitación
del lenguaje mujeril; pero el amor de lo verdadero y lo
bello
ardía sin cesar en su alma, excitado por la llama del
entusiasmo
y la codicia inmensa de gloria. Si su alma hubiese sido
nutrida
como la de Fenelón, su conciencia literaria hubiera mostrado
todo
el valor que exigen los sacrificios que el escritor debe
imponerse
a sí mismo. La naturaleza dio a Voltaire la razón de
Locke,
la elocuencia dramática de Eurípides, las diversas especies
de
agudeza ingeniosa que brillan en Fontenelle, Pope y Hamilton, la
originalidad
satírica de Luciano, la urbanidad de Horacio, la
festiva
ligereza de Ariosto, y la brillante facilidad de un francés
lleno
de gracias y de elegancia. Mas, a esta inaudita reunión de
talentos,
cada uno de los cuales bastaría a la reputación de un
escritor,
faltó la conciencia literaria: nadie penetró lo verdadero
con
tanta sagacidad; nadie lo amó con tanto ardor; nadie sintió
jamás
una tan viva admiración hacia lo bello; pero la religión de
estos
dos sentimientos, no la tuvo. La movilidad de su imaginación,
el
impulso de esta o aquella pasión momentánea, y a veces las
contemplaciones
del amor propio, quitaron toda especie de
estabilidad
a sus opiniones. Ya le hallaréis habilísimo censor; ya
juez
preocupado, que pronuncia con ligereza sentencias llenas de
errores.
Como no bebió principios seguros en una escuela severa,
como
no conoció bastante las condiciones de aquella gloria cuyo amor
le
devoraba; mimado por aplausos precoces, exasperado por injustas
críticas,
en que sólo se trató de humillarle, y sostenido por el
favor
público, a cuyo celo daba continuo pábulo su filosofía,
desatendió
las voces de su conciencia; en vez de pinturas fieles,
presentó
mentiras brillantes; confió el interés de su gloria a las
seducciones
de su pluma; pensó demasiado en su siglo, y no lo
bastante
en la posteridad. En fin, tuvo con su talento una
indulgencia
fatal, que no cesará de expiar jamás; sin esto, no nos
hubiera
dejado quizá más que obras maestras. ¿Qué no se debía
esperar
de tal hombre, si se hubiera armado contra sí mismo de la
autoridad
de un censor inflexible, que jamás transigiese con el
sentimiento
profundo de las bellezas de la naturaleza, y de las
reglas
del arte?»
M.
Tissot examina uno por uno los libros de la Eneida, haciendo
preceder
o seguir a su trabajo el texto latino, de que traduce a
veces
pasajes con una felicidad nada común: sus expresiones son
elegantes
y vigorosas; poéticos y graciosos sus giros; y la imagen
que
nos dan de la poesía es la más fiel que puede presentarse en
prosa.
El
discurso que sirve de introducción a la obra, es una producción
literaria
superior a todo elogio. No sólo le sirve de adorno; es
además
un exordio instructivo, donde encontramos un elegante y
completo
resumen de los excelentes principios de este útil tratado.
M.
Tissot habla allí una vez de sí mismo, pero con el candor de un
hombre
de bien, y con la franqueza de un espíritu superior, seguro
de
su conciencia y de los derechos que tiene a la estimación
pública.
Me parece que debo citar aquí el último párrafo:
«¡Oh
Musas! tales son vuestras recompensas. ¿Quién no sentirá lo que
valen
y lo dulce que son? Si no me es dado obtenerlas, a lo menos no
desconoceré
jamás vuestras delicias. Vosotras habéis hermoseado
todos
los placeres de mi vida; habéis consolado todas mis penas;
semejantes
a las abejas del Hibla, habéis templado con vuestra miel
la
copa de ajenjo que la fortuna y los hombres me han presentado más
de
una vez. Cuando yo trazaba una parte de esta obra, me hallaba a
la
puerta del sepulcro; dísteisme fuerza para vivir; rechacé a la
muerte;
por vosotras me olvidó la Parca. Ni es esto todo: habéis
nutrido
el espíritu y conservado algunas flores a la imaginación, en
medio
de la decadencia corpórea; vuestro trato hechicero restableció
mi
salud por grados. Gracias os doy por vuestra beneficencia; y me
refugio
en vuestro seno, como un viajero fatigado, que pide puerto
tras
una larga tempestad. ¡Y tú, ilustre traductor de las Geórgicas,
cuya
amistad me honra, cuya elección me causó tan viva inquietud! Si
desde
el día de tu muerte, no he dejado pasar uno solo sin pagar mi
deuda
a tu memoria; si fiel a los deberes del corazón, he referido
todos
mis trabajos al que me los impuso en una adopción para mí tan
preciosa,
dígnate de aceptar en estos estudios la ofrenda religiosa
de
un discípulo a su maestro».
Delille
no podía recibir homenaje más digno que la dedicación de una
obra,
inspirada en cierto modo por este gran maestro, y destinada a
propagar
la sana doctrina de una literatura a que dio sesenta años
de
lustre.
Los
estudios sobre Virgilio convienen igualmente al hombre de mundo
y
al literato, a los jóvenes que comienzan la carrera de las artes,
y
a los padres de familia que quieren examinar y medir los progresos
de
sus hijos.
Un
concierto unánime de elogios ha probado ya el reconocimiento del
público
ilustrado hacia el docto profesor, laborioso émulo de
Quintiliano.
La semejanza de las épocas en que ambos parecieron,
hace
resaltar la suya. El primero combatió la doctrina de los
Sénecas,
Lucanos y Estacios, que, empeñados en explorar nuevas
sendas,
adulteraban el arte de los Lucrecios, Virgilios y Ovidios; y
ahora
que nuestra literatura está amenazada de decadencia, las
lecciones
del Quintiliano moderno guiarán los pasos inciertos de los
sucesores
de los Racines, Voltaires y Delilles.
NOTICIA
DE LA VICTORIA DE JUNÍN CANTO A BOLÍVAR, POR JOSÉ JOAQUÍN
OLMEDO
Debemos
a la Victoria de Junín, poema lírico por el señor José
Joaquín
Olmedo, un lugar distinguido entre las obras americanas de
que
nos proponemos hacer reseña en este periódico, lo primero por su
mérito,
y lo segundo por la importancia del asunto, que abraza dos
de
los acontecimientos más grandes y memorables que figurarán en los
fastos
de América. Las dos batallas de Junín y Ayacucho aseguraron
la
independencia del nuevo mundo. Sin la denodada resolución de
Colombia
de auxiliar al Perú con lo mejor de sus tropas mandadas por
el
ilustre Bolívar, y sin los gloriosos sucesos de este genio
tutelar
de la independencia americana, el horizonte político de
aquellas
regiones hubiera presentado nubes y borrascas, quién sabe
cuánto
tiempo; y la libertad, aun de las partes más retiradas del
campo
en que se verificó la lucha, hubiera estado a la merced de mil
contingencias
acarreadas por la fortuna de las armas.
El
título de este poema pudiera hacer formar un concepto equivocado
de
su asunto, que no es en realidad la victoria de Junín, sino la
libertad
del Perú. Bolívar es el héroe a cuyo honor se consagra este
himno
patriótico; y el poeta hubiera dado una idea harto mezquina de
la
gloria de su campaña peruana, si se hubiese contentado con ceñir
a
sus sienes el laurel de aquella jornada inmortal.
Mas
concebida así la materia, presentaba un grave inconveniente,
porque,
constando de dos grandes sucesos, era difícil reducirla a la
unidad
de sujeto, que exigen con más o menos rigor todas las
producciones
poéticas. El medio de que se valió el señor Olmedo para
vencer
esta dificultad, es ingenioso. Todo pasa en Junín, todo está
enlazado
con esta primera función, todo forma en realidad parte de
ella.
Mediante la aparición y profecía del inca Huaina Cápac,
Ayacucho
se transporta a Junín, y las dos jornadas se eslabonan en
una.
Este plan se trazó a nuestro parecer con mucho juicio y tino.
La
batalla de Junín sola, como hemos observado, no era la libertad
del
Perú. La batalla de Ayacucho la aseguró; pero en ella no mandó
personalmente
el general Bolívar. Ninguna de las dos por sí sola
proporcionaba
presentar dignamente la figura del héroe: en Junín no
le
hubiéramos visto todo; en Ayacucho le hubiéramos visto a
demasiada
distancia. Era, pues, indispensable acercar estos dos
puntos
e identificarlos; y el poeta ha sabido sacar de esta
necesidad
misma grandes bellezas, pues la parte más espléndida y
animada
de su canto es incontestablemente la aparición del inca.
Algunos
han acusado este incidente de importuno, porque, preocupados
por
el título, no han concebido el verdadero plan de la obra. Lo que
se
introduce como incidente, es en realidad una de las partes más
esenciales
de la composición, y quizá la más esencial. Es
característico
de la poesía lírica no caminar directamente a su
objeto.
Todo en ella debe parecer efecto de una inspiración
instantánea:
el poeta obedece a los impulsos del numen que le agita
sin
la menor apariencia de designio, y frecuentemente le vemos
abandonar
una senda y tomar otra, llamado de objetos que arrastran
irresistiblemente
su atención. Horacio dirige plegarias al cielo por
la
feliz navegación de Virgilio; la idea de las tempestades le
sobresalta,
y los peligros del mar le traen a la memoria la audacia
del
hombre, que, arrostrando todos los elementos, ha sacado de ellos
nuevos
géneros de muerte y nuevos objetos de terror. Ocupado de
estos
pensamientos, olvida que ha tomado el plectro para decir adiós
a
su amigo. Nada hallamos, pues, de reprensible en el plan del Canto
a
Bolívar; pero no sabemos si hubiera sido conveniente reducir las
dimensiones
de este bello edificio a menor escala, porque no es
natural
a los movimientos vehementes del alma, que solos autorizan
las
libertades de la oda, el durar largo tiempo.
El
estilo es elegante, animado, y manifiesta una gran familiaridad
con
el lenguaje castellano poético. El colorido es tan brillante,
como
la versificación armoniosa; y reina en toda la obra una
variedad
que la naturaleza del asunto apenas permitió esperar,
alternando
con las escenas horribles de la guerra cuadros risueños y
blandos,
en que se hace un uso oportunísimo de la localidad y de las
tradiciones
peruanas.
Entre
muchos pasajes igualmente dignos de trascribirse, elegimos el
siguiente,
que nos parece notable, no sólo por el calor con que está
escrito,
sino por la corrección y tersura del estilo. Píntase en él
a
Bolívar en los momentos que precedieron a la batalla de
Junín.
¿Quién es aquel que el paso lento
mueve
sobre
el collado que a Junín domina?
¿que
el campo desde allí mide, y el sitio
del
combatir y del vencer designa?
¿que
la hueste contraria observa, cuenta,
y
en su mente la rompe y desordena
y
a los más bravos a morir condena,
cual
águila caudal, que se complace
del
alto cielo en divisar su presa
que
entre el rebaño mal segura pace?
¿quién
el que ya desciende
pronto
y apercibido a la pelea?
Preñada
en tempestades le rodea
nube
tremenda; el brillo de su espada
es
el vivo reflejo de la gloria;
su
voz, un trueno; su mirada, un rayo.
¿Quién,
aquel que, al trabarse la batalla,
ufano
como nuncio de victoria,
un
corcel impetuoso fatigando,
discurre
sin cesar por toda parte?...
¿Quién,
sino el hijo de Colombia y Marte?
Sonó su voz:
-Peruanos,
mirad
allí los duros opresores
de
vuestra patria. Bravos colombianos,
en
cien crudas batallas vencedores,
mirad
allí los enemigos fieros
que
buscando venís desde Orinoco;
suya
es la fuerza, y el valor es vuestro;
vuestra
será la gloria;
pues
lidiar con valor y por la patria
es
el mejor presagio de victoria.
Acometed,
que siempre
de
quien se atreve más, el triunfo ha sido.
Quien
no espera vencer, ya está vencido.-
Dice;
y al punto, cual fugaces carros,
que,
dada la señal, parten, y en densos
de
arena y polvo torbellinos ruedan;
arden
los ejes; se estremece el suelo;
estrépito
confuso asorda el cielo;
y,
en medio del afán, cada cual teme
que
los demás adelantarse puedan:
así
los ordenados escuadrones
que
del iris reflejan los colores(1),
o
la imagen del sol en sus pendones,
se
avanzan a la lid...
La
noche sobrevino en el momento de la victoria, y no dejó acabar
con
los restos amedrentados y dispersos del enemigo. El autor alude
a
estas circunstancias en los versos siguientes, que pintan con gran
felicidad
el breve crepúsculo de la zona tórrida:
Padre del universo, sol
radioso,
dios
del Perú, modera omnipotente
el
ardor de tu carro impetüoso,
y
no escondas tu luz indeficiente...
Una
hora más de luz... Pero esta hora
no
fue la del destino. El dios oía
el
voto de su pueblo; y de la frente
el
cerco de diamantes desceñía.
En
fugaz rayo, el horizonte dora;
en
mayor disco, menos luz ofrece,
y
veloz tras los Andes se oscurece.
Pasamos por alto toda la profecía
del inca, aunque esmaltada de
bellísimos
rasgos, porque nos llama el coro de las vírgenes del sol,
que
forma un suave contraste con la relación de combates, muertes y
horrores
que precede:
Alma eterna del
mundo,
dios
santo del Perú, padre del inca,
en
tu giro fecundo
gózate
sin cesar, luz bienhechora,
viendo
ya libre el pueblo que te adora.
La
tiniebla de sangre y servidumbre
que
ofuscaba la lumbre
de
tu radiante faz pura y serena,
se
disipó; y en cantos se convierte
la
querella de muerte
y
el ruido antiguo de servil cadena.
Aquí
la Libertad buscó un asilo,
amable
peregrina,
y
ya lo encuentra plácido y tranquilo.
Y
aquí poner la diosa
quiere
su templo y ara milagrosa.
Aquí,
olvidada de su cara Helvecia,
se
viene a consolar de la rüina
de
los altares que le alzó la Grecia,
y
en todos sus oráculos proclama
que
al Madalen y al Rímac bullicioso(2)
ya
sobre el Tíber y el Eurotas ama.
Oh
Padre, oh claro sol, no desampares
este
suelo jamás, ni estos altares.
Tu
vivífico ardor todos los seres
anima
y reproduce; por ti viven
y
acción, salud, placer, beldad reciben.
Tú
al labrador despiertas,
y
a las aves canoras
en
tus primeras horas;
y
son tuyos sus cantos matinales.
Por
ti siente el guerrero
en
amor patrio enardecida el alma,
y
al pie de tu ara rinde placentero
su
laurel y su palma;
y
tuyos son sus cánticos marciales.
Fecunda,
oh sol, tu tierra;
y
los males repara de la guerra.
Da
a nuestros campos frutos abundosos,
aunque
niegues el brillo a los metales.
Da
naves a los puertos;
pueblos,
a los desiertos;
a
las armas, victoria;
alas,
al genio y a las musas, gloria.
Dios
del Perú, sostén, salva, conforta
el
brazo que te venga,
no
para nuevas lides sanguinosas,
que
miran con horror madres y esposas,
sino
para poner a olas civiles
límites
ciertos, y que en paz florezcan
de
la alma paz los dones soberanos,
y
arredre a sediciosos y a tiranos.
Brilla
con nueva luz, rey de los cielos,
brilla
con nueva luz en aquel día
del
triunfo que magnífico prepara
a
su libertador la patria mía.
Lo
restante de este coro de las vestales peruanas es una hermosa
descripción
de la entrada triunfal de Bolívar en Lima; pero no nos
parece
conservar el carácter de himno que se percibe en las primeras
estrofas.
Entusiasmo
sostenido, variedad y hermosura de cuadros, dicción
castigada
más que en ninguna de cuantas poesías americanas
conocemos,
armonía perpetua, diestras imitaciones en que se descubre
una
memoria enriquecida con la lectura de los autores latinos, y
particularmente
de Horacio, sentencias esparcidas con economía y
dignas
de un ciudadano que ha servido con honor a la libertad antes
de
cantarla, tales son las dotes que en nuestro concepto elevan el
Canto
a Bolívar al primer lugar entre todas las obras poéticas
inspiralas
por la gloria del Libertador.
JUICIO
SOBRE LAS POESÍAS DE JOSÉ MARÍA HEREDIA
Sentimos,
no sólo satisfacción, sino orgullo, en repetir los
aplausos
con que se han recibido en Europa y América las obras
poéticas
de don José María Heredia, llenas de rasgos excelentes de
imaginación
y sensibilidad; en una palabra, escritas con verdadera
inspiración.
No son comunes los ejemplos de una precocidad
intelectual
como la de este joven. Por las fechas de sus
composiciones,
y, la noticia que nos da de sí mismo en una de ellas,
parece
contar ahora veintitrés años, y las hay que se imprimieron en
1821,
y aun alguna suena escrita desde 1818: circunstancia que
aumenta
muchos grados nuestra admiración a las bellezas de ingenio y
estilo
de que abundan, y que debe hacernos mirar con suma
indulgencia
los defectos que de cuando en cuando advertimos en
ellas.
Entre las prendas que sobresalen en los opúsculos del señor
Heredia,
se nota un juicio en la distribución de las partes, una
conexión
de ideas, y a veces una pureza de gusto que no hubiéramos
esperado
de un poeta de tan pocos años. Aunque imita a menudo, hay
por
lo común, bastante originalidad en sus fantasías y conceptos; y
le
vemos trasladar a sus versos con felicidad las impresiones de
aquella
naturaleza majestuosa del ecuador, tan digna de ser
contemplada,
estudiada y cantada. Encontramos particularmente este
mérito
en las composiciones intituladas: A mi caballo, Al Sol, A la
noche,
y Versos escritos en una tempestad; pero casi todas descubren
una
vena rica. Sus cuadros llevan por lo regular un tinte sombrío, y
domina
en sus sentimientos una melancolía, que de cuando en cuando
raya
en misantrópica, y en que nos parece percibir cierto sabor al
genio
y estilo de lord Byron. Sigue también las huellas de Meléndez,
y
de otros célebres poetas castellanos de estos últimos tiempos,
aunque
no siempre (ni era de esperarse) con aquella madurez de
juicio
tan necesaria en la lectura y la imitación de los modernos,
tomando
de ellos por desgracia la afectación de arcaísmos, la
violencia
de construcciones, y a veces aquella pompa hueca, pródiga
de
epítetos, de terminaciones peregrinas y retumbantes. Desearíamos
que
si el señor Heredia da una nueva edición de sus obras las
purgase
de estos defectos, y de ciertas voces y frases impropias, y
volviese
al yunque algunos de sus versos, cuya prosodia no es
enteramente
exacta.
Tenemos
en esta colección poesías de diferentes caracteres y
estilos,
pero hallamos más novedad y belleza en las que tratan
asuntos
americanos, o se compusieron para desahogar sentimientos
producidos
por escenas y ocurrencias reales. La última de las que
acabamos
de citar es de este número; y como una muestra de las
excelencias
de nuestro joven poeta, y de los defectos o yerros en
que
algunas veces incurre, la copiamos aquí toda.
VERSOS
ESCRITOS EN UNA TEMPESTAD
Huracán, huracán, venir te
siento;
y
en tu soplo abrasado,
respiro
entusiasmado
del
Señor de los aires el aliento.
En
alas de los vientos suspendido
vedle
rodar por el espacio inmenso,
silencioso,
tremendo, irresistible,
como
una eternidad. La tierra en calma
funesta,
abrasadora,
contempla
con pavor su faz terrible.
Al
toro contemplad... La tierra escarban
de
un insufrible ardor sus pies heridos;
la
armada frente al cielo levantando,
y
en la hinchada nariz fuego aspirando,
llama
la tempestad con sus bramidos.
¡Qué
nubes! ¡qué furor!... El sol temblando
vela
en triste vapor su faz gloriosa,
y
entre sus negras sombras sólo vierte
luz
fúnebre y sombría,
que
ni es noche ni día,
y
al mundo tiñe de color de muerte.
Los
pajarillos callan y se esconden,
mientras
el fiero huracán viene volando;
y
en los lejanos montes retumbando,
le
oyen los bosques, y a su voz responden.
Ya
llega... ¿no le veis?... ¡Cuál desenvuelve
su
manto aterrador y majestuoso!
¡Gigante
de los aires, te saludo!
Ved
cómo en confusión vuelan en torno
las
orlas de su parda vestidura.
¡Cómo
en el horizonte
sus
brazos furibundos ya se enarcan,
y
tendidos abarcan
cuanto
alcanzo a mirar de monte a monte!
¡Oscuridad
universal! su soplo
levanta
en torbellinos
el
polvo de los campos agitado.
¡Oíd...!
Retumba en las nubes despeñado
el
carro del Señor; y de sus ruedas
brota
el rayo veloz, se precipita,
hiere,
y aterra al delincuente suelo,
y
en su lívida luz inunda el cielo.
¡Qué
rumor!... ¡Es la lluvia!... Enfurecida
cae
a torrentes, y oscurece el mundo;
y
todo es confusión y horror profundo.
Cielos,
colinas, nubes, caro bosque,
¿dónde
estáis? ¿dónde estáis? os busco en vano;
desaparecisteis...
La tormenta umbría
en
los aires revuelve un océano
que
todo lo sepulta...
Al
fin, mundo fatal, nos separamos;
el
huracán y yo solos estamos.
¡Sublime
tempestad! ¡Cómo en tu seno,
de
tu solemne inspiración henchido,
al
mundo vil y miserable olvido,
y
alzo la frente de delicia lleno!
¿Dó
está el alma cobarde
que
teme tu rugir?... Yo en ti me elevo
al
trono del Señor; oigo en las nubes
el
eco de su voz; siento a la tierra
escucharle
y temblar; ardiente lloro
desciende
por mis pálidas mejillas;
y
a su alta majestad tiemblo y le adoro.
Hay
en estos versos pinceladas valientes; y para que nos den puro el
placer
de la más bella poesía, sólo se echa menos aquella severidad
que
es fruto de los años y del estudio.
La
siguiente es otra de las obras del señor Heredia en que
encontramos
más nobleza y elevación.
FRAGMENTOS
DESCRIPTIVOS DE UN POEMA MEJICANO
¡Oh! ¡cuán bella es la tierra que
habitaban
los
aztecas valientes! En su seno,
en
una estrecha zona concentrados,
con
asombro veréis todos los climas
que
hay desde el polo al ecuador. Sus campos
cubren,
a par de las doradas mieses,
las
cañas deliciosas. El naranjo,
y
la piña, y el plátano sonante,
hijos
del suelo equinoccial, se mezclan
a
la frondosa vid, al pino agreste,
y
de Minerva al árbol majestuoso.
Nieve
eternal corona las cabezas
de
Iztaccihual purísimo, Orizaba
y
Popocatépetl; pero el invierno
nunca
aplicó su destructora mano
a
los fértiles campos, donde ledo
los
mira el indio en púrpura ligera
y
oro teñirse, a los postreros rayos
del
sol en occidente, que al alzarse,
sobre
eterna verdura y nieve eterna
a
torrentes vertió su luz dorada,
y
vio a naturaleza conmovida
a
su dulce calor hervir en vida.
...................................................
Era
la tarde. La ligera brisa
sus
alas en silencio ya plegaba,
y
entro la yerba y árboles dormía,
mientras
el ancho sol su disco hundía
detrás
de Iztaccihual. La nieve eterna,
cual
disuelta en mar de oro, semejaba
temblar
en torno dél; un arco inmenso
que
del empíreo en el cenit finaba,
como
el pórtico espléndido del cielo,
de
luz vestido y centellante gloria,
de
sus últimos rayos recibía
los
colores riquísimos; su brillo
desfalleciendo
fue; la blanca luna
y
dos o tres estrellas solitarias
en
el cielo desierto se veían.
¡Crepúsculo
feliz! Hora más bella
que
la alma noche o el brillante día,
¡cuánto
es dulce tu paz al alma mía!
Hallábame
sentado de Cholula
en
la antigua pirámide. Tendido
el
llano inmenso que a mis pies yacía,
mis
ojos a espaciarse convidaba.
¡Qué
silencio! ¡qué paz! ¡Oh! ¿quién diría
que,
en medio de estos campos, reina alzada
la
bárbara opresión, y que esta tierra
brota
mieses tan ricas, abonada
con
sangre de hombres?...
Bajó
la noche en tanto. De la esfera
el
leve azul, oscuro y más oscuro
se
fue tornando. La ligera sombra
de
las nubes serenas, que volaban
por
el espacio en alas de la brisa,
fue
ya visible en el tendido llano.
Iztaccihual
purísimo volvía
de
los trémulos rayos de la luna
el
plateado fulgor, mientra en oriente,
bien
como chispas de oro, retemblaban
mil
estrellas y mil...
Al
paso que la luna declinaba,
y
al ocaso por grados descendía,
poco
a poco la sombra se extendía
del
Popocatépetl, que semejaba
un
nocturno fantasma. El arco oscuro
a
mí llegó, cubrióme, y avanzando
fue
mayor, y mayor, hasta que al cabo
en
sombra universal veló la tierra.
Volví
los ojos al volcán sublime,
que,
velado en vapores transparentes,
sus
inmensos contornos dibujaba
de
occidente en el cielo.
¡Gigante
de Anahuac! ¡oh! ¿cómo el vuelo
de
las edades rápidas no imprime
ninguna
huella en tu nevada frente?
Corre
el tiempo feroz, arrebatando
años
y siglos, como el norte fiero
precipita
ante sí la muchedumbre
de
las olas del mar. Pueblos y reyes
viste
hervir a tus pies, que combatían
cual
hora combatimos, y llamaban
eternas
sus ciudades, y creían
fatigar
a la tierra con su gloria.
Fueron:
de ellos no resta ni memoria.
¿Y
tú eterno serás? Tal vez un día
de
tus bases profundas desquiciado
caerás,
y al Anahuac tus vastas ruinas
abrumarán;
levantaránse en ellas
otras
generaciones, y orgullosas
que
fuiste negarán...
¿Quién afirmarme
podrá
que aqueste mundo que habitamos
no
es el cadáver pálido y deforme
de
otro mundo que fue?...
El
romance que sigue exprime con admirable sencillez la ternura del
cariño
filial.
A
MI PADRE, EN SUS DÍAS
Ya tu familia
gozosa
se
prepara, amado padre,
a
solemnizar la fiesta
de
tus felices natales.
Yo,
el primero de tus hijos,
también
primero en lo amante,
hoy
lo mucho que te debo
con
algo quiero pagarte.
¡Oh!
¡cuán gozoso confieso
que
tú de todos los padres
has
sido para conmigo
el
modelo inimitable!
Tomaste
a cargo tuyo
el
cuidado de educarme,
y
nunca a manos ajenas
mi
tierna infancia fiaste.
Amor
a todos los hombres,
temor
a Dios me inspiraste,
odio
a la atroz tiranía
y
a las intrigas infames.
Oye,
pues, los tiernos votos
que
por ti Fileno hace,
que
de su labio humilde
hasta
el Eterno se parten.
Por
largos años, el cielo
para
la dicha te guarde
de
la esposa que te adora
y
de tus hijos amantes.
Puedas
mirar tus bisnietos
poco
a poco levantarse,
como
los bellos retoños
en
que un viejo árbol renace,
cuando
al impulso del tiempo
la
frente orgullosa abate.
Que
en torno tuyo los veas
triscar
y regocijarse,
y
que, entre amor y respeto
dudosos
y vacilantes,
halaguen
con labio tierno
tu
cabeza respetable.
Deja
que los opresores
osen
faccioso llamarte,
que
el odio de los perversos
da
a la virtud más realce.
En
vano blanco te hicieran
de
sus intrigas cobardes
unos
reptiles oscuros,
sedientos
de oro y de sangre.
¡Hombres
odiosos!... Empero
tu
alta virtud depuraste,
cual
oro al crisol descubre
sus
finísimos quilates.
A
mis ojos te engrandecen
esos
honrosos pesares;
y
si fueras más dichoso,
me
fueras menos amable.
De
la mísera Caracas
oye
al pueblo cual te aplaude,
llamándote
con ternura
su
defensor y su padre.
Vive,
pues, en paz serena;
jamás
la calumnia infame
con
hálito pestilente
de
tu honor el brillo empañe.
Déte,
en medio de tus hijos,
salud
su bálsamo suave;
y
bríndete amor risueño
las
caricias conyugales.
Esta
composición nos hace estimar tanto la virtuosa sensibilidad del
señor
Heredia, como admirar su talento. Iguales alabanzas debemos
dar
a los cuartetos intitulados Carácter de mi padre. Parécenos
también
justo, aunque sea a costa de una digresión, valernos de esta
oportunidad
para tributar a la memoria del difunto señor Heredia el
respeto
y agradecimiento que le debe todo americano por su conducta
en
circunstancias sobremanera difíciles. Este ilustre magistrado
perteneció
a una de las primeras familias de la isla de Santo
Domingo,
de donde emigró, según entendemos, al tiempo de la cesión
de
aquella colonia a la Francia, para establecerse en la isla de
Cuba,
donde nació nuestro joven poeta. Elevado a la magistratura,
sirvió
la regencia de la real audiencia de Caracas durante el mando
de
Monteverde y Boves; y en el desempeño de sus obligaciones, no
sabemos
qué resplandeció más, si el honor y la fidelidad al
gobierno,
cuya causa cometió el yerro de seguir; o la integridad y
firmeza
con que hizo oír (aunque sin fruto) la voz de la ley; o su
humanidad
para con los habitantes de Venezuela, tratados por
aquellos
tiranos y por sus desalmados satélites con una crueldad,
rapacidad
e insulto inauditos. El regente Heredia hizo grandes y
constantes
esfuerzos, ya por amansar la furia de una soldadesca
brutal
que hollaba escandalosamente las leyes y pactos, ya por
infundir
a los americanos las esperanzas, que él sin duda tenía, de
que
la nueva constitución española pusiese fin a un estado de cosas
tan
horroroso. Desairado, vilipendiado, y a fuerza de sinsabores y
amarguras
arrastrado al sepulcro, no logró otra cosa que dar a los
americanos
una prueba más de lo ilusorio de aquellas esperanzas.
Volviendo
al joven Heredia, desearíamos que hubiese escrito algo más
en
este estilo sencillo y natural, a que sabe dar tanta dulzura, y
que
fuesen en mayor número las composiciones destinadas a los
afectos
domésticos e inocentes, y menos las del género erótico, de
que
tenemos ya en nuestra lengua una perniciosa
superabundancia.
De
los defectos que hemos notado, algunos eran de la edad del poeta;
pero
otros (y en este número comprendemos principalmente ciertas
faltas
de prosodia) son del país en que nació y se educó; y otra
tercera
clase pueden atribuirse al contagio del mal ejemplo. De esta
clase
son las voces y terminaciones anticuadas, con que algunos
creen
ennoblecer el estilo, pero que en realidad (si no se emplean
muy
económica y oportunamente) le hacen afectado y pedantesco. Los
arcaísmos
podrán tolerarse alguna vez, y aun producirán buen efecto,
cuando
se trate de asuntos de más que ordinaria gravedad. Pero
soltarlos
a cada paso, y dejar sin necesidad alguna los modos de
decir
que llevan el cuño del uso corriente, únicos que nuestra alma
ha
podido asociar con sus afecciones, y los más a propósito, por
consiguiente,
para despertarlas de nuevo, es un abuso reprensible; y
aunque
lo veamos autorizado de nombres tan ilustres como los de
Jovellanos
y Meléndez, quisiéramos se le desterrase de la poesía, y
se
le declarase comprendido en el anatema que ha pronunciado tiempo
ha
el buen gusto contra los afeites del gongorismo moderno. En los
versos
de Rioja, de Lope de Vega, de los Argensolas, no vemos las
voces
anticuadas que tanto deleitaron a Meléndez y a Cienfuegos.
Agrégase
a esto lo mal que parecen semejantes remedos de antigüedad
en
obras que por otra parte distan mucho de la frase castiza de
nuestra
lengua.
Uno
de los arcaísmos de que más se ha abusado, es la inflexión
verbal
fuera, amara, temiera, en el sentido de pluscuamperfecto
indicativo.
Bastaría para condenarle la oscuridad que puede
producir,
y de hecho produce no pocas veces, por los diversos
oficios
que la conjugación castellana tiene ya asignados a esta
forma
del verbo. Pero los modernos, y en especial Meléndez, no
contentos
con el uso antiguo, la han empleado en acepciones que
creemos
no ha tenido jamás. Los antiguos en el indicativo no la
hicieron
más que pluscuamperfecto. Meléndez, y a su ejemplo el señor
Heredia,
le dan también la fuerza de los demás pretéritos, de manera
que,
según esta práctica, el tiempo amara, además de sus acepciones
subjuntiva
y condicional, significa amé, amaba y había amado. Si
esto
no es una verdadera corrupción, no sabemos qué merezca ese
nombre.
Otra
cosa en que el estilo de la poesía moderna nos parece desviarse
algo
de las leyes de un gusto severo, es el caracterizar los objetos
sensibles
con epítetos sacados de la metafísica de las artes. En
poesía
no se debe decir que un talle es elegante, que una carne es
mórbida,
que una perspectiva es pintoresca, que un volcán o una
catarata
es sublime. Estas expresiones, verdaderos barbarismos en el
idioma
de las musas, pertenecen al filósofo que analiza y clasifica
las
impresiones producidas por la contemplación de los objetivos, no
al
poeta, cuyo oficio es pintarlos.
Como
preservativo de estos y otros vicios, mucho más disculpables en
el
señor Heredia que en los escritores que imita, le recomendamos el
estudio
(demasiado desatendido entre nosotros) de los clásicos
castellanos
y de los grandes modelos de la antigüedad. Los unos
castigarán
su dicción, y le harán desdeñarse del oropel de voces
desusadas;
los otros acrisolarán su gusto, y le enseñarán a
conservar,
aun entre los arrebatos del estro, la templanza de
imaginación,
que no pierde jamás de vista a la naturaleza y jamás la
exagera,
ni la violenta.
Nos
lisonjeamos de que el señor Heredia atribuirá la libertad de
esta
censura únicamente a nuestro deseo de verle dar a luz obras
acabadas,
dignas de un talento tan sobresaliente como el suyo. En
cuanto
a la resolución manifestada en una nota a Los placeres de la
melancolía
de no hacer más versos, y ni aun corregir los ya hechos,
protestaríamos
altamente contra este suicidio poético, si creyésemos
que
el señor Heredia fuese capaz de llevarlo a cabo. Pero las musas
no
se dejan desalojar tan fácilmente del corazón que una vez
cautivaron,
y que la naturaleza formó para sentir y expresar sus
gracias.
CAMPAÑA
DEL EJERCITO REPUBLICANO AL BRASIL Y TRIUNFO DE ITUZAINGO
CANTO
LÍRICO, POR JUAN CRUZ VARELA
Entre
la multitud de obras poéticas que se han publicado en América
durante
los últimos años, se distingue mucho la presente por la
armonía
del verso, por alguna más corrección de lenguaje de la que
aparece
ordinariamente en la prosa y verso americanos, y por la
belleza
y energía de no pocos pasajes. Citaremos, como uno de los
mejores,
estos diez versos de la introducción, en que el poeta se
trasporta
a las edades venideras para presenciar en ellas la gloria
de
su patria y su héroe.
Las barreras del
tiempo
rompió
al cabo profética la mente;
y
atónita se lanza en lo futuro,
y
a la posteridad mira presente.
¡Oh
porvenir impenetrable, oscuro!
rasgóse
al fin el tenebroso velo
que
ocultó tus misterios a mi anhelo.
Partióse
al fin el diamantino muro
con
que de mi existencia dividías
tus
hombres, tus sucesos y tus días.
El
pensamiento que sigue no tiene ciertamente nada de original; pero
sería
difícil hallarle expresado con mayor suavidad y hermosura:
Mi verso irá por cuanto Febo
dora
del
austro a los trïones;
y
leído en las playas de occidente,
llevado
por la fama voladora,
admirará
después a las naciones
que
reciben la lumbre refulgente
del
rosado palacio de la Aurora.
He
aquí otro pasaje que nos parece de gran mérito: el poeta
apostrofa
a las huestes brasileras y alemanas, que, ocupando los
montes,
no osan bajar a la defensa de los campos y pueblos invadidos
por
el enemigo:
¿Qué hacéis, qué hacéis,
soldados,
que
ya no descendéis del alta cumbre,
y
por estas llanuras derramados
ostentáis
vuestra inmensa muchedumbre?
¿Todo
el tesoro que Vallés encierra
abandonáis
así? ¿No sois testigos
de
que recogen ya los enemigos
las
ansiadas primicias de la guerra?
¿Y
están entre vosotros los valientes
que
allá en el Volga y en el Rin bebieron,
y
a la ambición y al despotismo fieles,
a
playas remotísimas vinieron
en
demanda de gloria y de laureles?
¡Qué!
¿No hay audacia en el feroz germano,
para
bajar al llano
con
ímpetu guerrero,
y
que triunfe el valor, y no la suerte,
en
los campos horribles de la muerte?
¡Vano
esperar! Ni en la enriscada altura
defendidos
se creen. Así acosada
del
veloz cazador tímida cierva,
más
y más se enmaraña en la espesura,
y
aun su pavor conserva,
ya
del venablo y del lebrel segura.
La
descripción del choque de las tropas argentinas con las
brasileras
después de la muerte del intrépido Brandzen, cuando
Alvear,
tomando el lugar de su amigo y jurando vengarle,
hondo
en el pecho el sentimiento esconde,
y
se lanza, cual rayo, al enemigo,
es
acaso lo más animado de todo el poema; pero es demasiado larga
para
copiarse aquí.
Pasando
ahora a los defectos (que son pocos y de poca magnitud
comparados
con la bellezas, y es probable que, por la mayor parte,
se
deban al limitado tiempo que tuvo el poeta para limar sus
versos),
notaremos en primer lugar la falta de propiedad o de
conexión
de algunas ideas, verbigracia:
De Alvear empero la razón
serena
el
valor ardoroso dirigía,
sin
ceder al furor que la enajena.
¿Cómo
puede estar serena la razón cuando la enajena el furor?
Describiéndose
al ilustre vencedor de Ituzaingó en la noche que
precedió
a la acción, se dice que lo ordena, y prevé todo con la
misma
serenidad y presencia de ánimo
que,
si en lugar de la batalla fiera,
la
fiesta de su triunfo dispusiera.
Extrañamos
que el señor Varela no hubiese percibido que la idea sola
de
dedicar un héroe su atención a los preparativos de su fiesta
triunfal,
le degrada.
La
versificación, por lo general armoniosa, peca a veces por un
defecto
comunísimo en los americanos: que es el de unir en una
sílaba
dos vocales que naturalmente no forman diptongo, licencia
permitida
de cuando en cuando (aunque no en toda combinación de
vocales);
pero que, si se usa inmoderadamente, ofende, y es indicio
de
hábitos de pronunciación viciosa. Alvear, por ejemplo, debe ser
ordinariamente
de tres sílabas, como desear, pelear. Encontramos
también
descuido de lenguaje, como «oprimir la madre el tierno
infante
contra el pecho», «recién abandonada», «recién empezará»,
«hundir
legiones», «filoso», «inapiadable», etc.
El
señor Varela nos parece imitar la manera de uno de los mejores
poetas
españoles de esta última época (uno cuyo nombre será siempre
caro
a los americanos, por el desinteresado y temprano amor que
profesó
a su libertad, el virtuoso y desgraciado Quintana); pero
dejándose
quizá arrastrar de su admiración a este elocuente cantor
de
los derechos de la humanidad, toma a veces un tono enfático, que
no
está enteramente libre de hinchazón: desliz de que, en medio de
grandes
bellezas y de sublimes pensamientos, tampoco supo libertarse
el
Tirteo español. Últimamente nos vemos en la necesidad de decir
que
nos desagradan las hipérboles orientales que el señor Varela,
como
otros poetas americanos, se creen permitidas cuando cantan a
sus
ciudades o héroes favoritos, y de que ojalá no viésemos llena
también
demasiadas veces hasta la prosa de los documentos oficiales.
Según
el señor Varela, la gloria de la República Argentina será la
única
que se salvará de la inmensa ruina de los tiempos.
Veo que no ha quedado ni
memoria
de
griegos y romanos; otra historia
de
admiración embarga al universo...
No
suenan las Termópilas, los llanos
de
Maratón no suenan:
Platea
y Salamina,
cual
si no fueran, son; y ya no llenan
Leonidas
y Temístocles el orbe,
que
otra gloria más ínclita domina
y
la ambición del universo absorbe.
Eso
es demasiado. ¿Qué héroe, por grande que sea, se avergonzará de
comparecer
ante la posteridad al lado de un Catón o un Leonidas? El
atrevimiento
mismo de la poesía debe respetar ciertos límites y no
perder
mucho de vista la verdad, y sobre todo, la justicia.
Pero
no faltemos a ella, desentendiéndonos de la exaltación
patriótica
en que debió hervir todo corazón argentino a las nuevas
de
la inmortal jornada de Ituzaingó; y esperemos mucho del joven
poeta
que escribe bajo la inspiración de estos sentimientos, y sabe
expresarlos
con tanta dignidad y nobleza.
LAS
POESÍAS DE HORACIO TRADUCIDAS EN VERSOS CASTELLANOS, CON NOTAS Y
OBSERVACIONES,
POR DON JAVIER DE BURGOS
Pocos
poetas han dado muestras de un talento tan vario y flexible
como
el de Horacio. Aun sin salir del género lírico, ¡bajo cuánta
multitud
de formas se nos presenta! No es posible pasar con más
facilidad
que él lo hace, de los juegos anacreónticos a los raptos
pindáricos,
o a la majestuosa elevación de la oda moral. Él posee
los
varios tonos en que sobresalieron el patriótico Alceo, el
picante
Arquíloco, y la tierna Safo, haciéndonos admirar en todos
ellos
una fantasía rica, un entendimiento cultivado, un estilo que
se
distingue particularmente por la concisión, la belleza y la
gracia,
pero acomodado siempre a los diversos asuntos que trata, y
en
fin una extrema corrección y pureza de gusto. Pero mucho más
raras
deben ser sin duda la flexibilidad de imaginación y la copia
de
lenguaje necesarias para trasportarnos, como él nos trasporta, de
la
magnificencia y brillantez de la oda a la urbana familiaridad, la
delicada
ironía, la negligencia amable de la especie de sátira que
él
levantó a la perfección, y en que la literatura moderna no tiene
nombre
alguno que oponer al de Horacio. No es grande la distancia
entre
las sátiras y las epístolas; y con todo, el poeta ha sabido
variar
diestramente el tono y el estilo, haciéndonos percibir a las
claras
la diferencia entre la libertad del razonamiento o la
conversación,
y la fácil cultura de la carta familiar, que, sin
dejar
de ser suelta y libre, pide cierto cuidado y aliño como el que
distingue
lo escrito de lo hablado. Y aunque su gran poema didáctico
pertenece
en rigor a esta última clase, tiene dotes peculiares en
que
el ingenio de Horacio aparece bajo nuevos aspectos tan
comprensivo
y rápido en los preceptos, como ameno en la expresión de
las
verdades teóricas del arte que enseña: maestro a un mismo tiempo
y
modelo.
Sería,
pues, casi un prodigio que un traductor acertase a reproducir
las
excelencias de un original tan vario, juntándose a las
dificultades
de cada género las que en todos ellos nacen de la
sujeción
a ideas ajenas, que, privando al poeta de libertad para
abandonarse
a sus propias inspiraciones, no puede menos de entibiar
en
muchos casos el estro, y de hacer casi inasequibles aquella
facilidad
y desembarazo, que tan raras veces se encuentran aun en
obras
originales. El autor tiene siempre a su arbitrio presentar el
asunto
de que trata bajo los aspectos que mejor se acomodan o con su
genio,
o con el de su lengua, o con el gusto de su nación y de su
siglo.
Al traductor bajo todos estos respectos se permite muy
poco.
No
nos admiremos, pues, de que sean tan contadas las buenas
traducciones
en verso, y de que lo sean sobre todo las de aquellas
obras
en que brilla una simplicidad que nos enamora por su mismo
aparente
descuido. Así Homero será siempre más difícil de traducir
que
Virgilio, y La Fontaine infinitamente más que Boileau. Juvenal
ha
tenido excelentes traductores en algunas lenguas modernas; pero
¿qué
nación puede gloriarse de haber trasladado con tal cual suceso
a
su idioma las sátiras y epístolas del poeta venusino?
Prevenidos
por estas consideraciones para apreciar en su justo valor
los
aciertos, y mirar con indulgencia los defectos de la nueva
traducción
de Horacio, no la creemos, sin embargo, capaz de
contentar
al que haya medido, en la lectura de los poetas clásicos
de
la España, los recursos de la lengua y versificación castellana,
y
que contemple la distancia a que el señor Burgos ha quedado de
Horacio,
particularmente en los dos géneros que acabamos de
mencionar.
La primera cualidad de que debe estar bien provisto un
traductor
en verso, es el fácil manejo de la lengua y de los metros
a
que traduce, y no vemos que el señor Burgos la posea en un grado
eminente.
Su estilo no nos parece bastante poético, ni su
versificación
fluida y suave. Pero en lo que juzgamos que este
caballero
desconoció totalmente lo desproporcionado de la empresa a
sus
fuerzas, y pasó los límites de una razonable osadía, es en la
elección
de las estrofas en que ha vertido algunas odas. Así le
vemos,
violentado de las trabas métricas que ha querido imponerse,
unas
veces oscurecer el sentido, y otras debilitarle. Un poeta
lírico
debe traducirse en estrofas; pero hacerlo en estrofas
dificultosas
es añadir muchos grados a lo arduo del empeño en que se
constituye
un intérprete de Horacio, que trata de dar a conocer, no
sólo
los pensamientos, sino el nervio y hermosura del texto.
Pero
aunque juzgamos poco favorablemente del mérito poético de esta
versión
(y en ello creemos no alejarnos mucho de la opinión
general),
no por eso desestimamos el servicio que el señor Burgos ha
hecho
a la literatura castellana, dándole en verso (no sabernos si
por
la primera vez) todas las obras de aquel gran poeta; ni
negaremos
que nos presenta de cuando en cuando pasajes en que
centellea
el espíritu del original. Hallamos casi siempre en el
señor
Burgos, no sólo un intérprete fiel, sino un justo apreciador
de
las bellezas y defectos de lo que traduce, y bajo este respecto
consideramos
sus observaciones críticas muy a propósito para formar
el
gusto de la juventud, aficionándola al genio osado y severo de
las
musas antiguas, y preservándola de aquella admiración ciega, que
por
el hecho de hallarlo todo perfecto, se manifiesta incapaz de
estimar
dignamente lo que merece este título.
Parécenos
justo comprobar nuestro juicio poniendo a la vista de
nuestros
lectores algunas muestras del apreciable trabajo del señor
Burgos.
Y empezando por la parte lírica, copiaremos desde luego la
más
bella de sus traducciones, que por tal tenemos la de la oda
décima
tercia del libro primero:
Cuando tú, Lidia,
alabas
los
brazos de Telefo,
y
de Telefo admiras
el
sonrosado cuello,
la
bilis se me inflama,
y
juicio y color pierdo,
y
asómanse a mis ojos
lágrimas
de despecho,
que
a mi despecho corren,
indicios
de este fuego
que
lentamente abrasa
mi
enamorado pecho.
Árdome
si a tus hombros
en
desmandado juego
el
tierno cutis aja,
o
si en tus labios bellos
el
diente agudo clava
beodo
el rapazuelo.
¡Ah!
créeme, y no juzgues
que
el amor será eterno
de
ese que ahora mancha
con
sus labios groseros
tu
boca deliciosa,
que
plugo a la alma Venus
inundar
con su néctar,
perfumar
con su incienso.
¡Mil
y miles de veces
venturosos
aquellos
que
une en grata coyunda
amor
con lazo estrecho,
lazo
que no desatan
las
quejas ni los celos!
El
último suspiro
sólo
podrá romperlo.
No
nos agrada ni la repetición de despecho, que, si estudiada, es de
mal
gusto, ni el recíproco árdome, de que no nos acordamos de haber
visto
otro ejemplo en el estilo noble ni el inundar una boca con
néctar,
ni el suspiro que rompe un lazo. A pesar de éstos y algún
otro
casi imperceptible lunar, hay naturalidad, hay ternura en esta
composición;
y si el señor Burgos hubiera traducido siempre así,
dejaría
poco que desear.
El
examen que vamos a hacer de la oda tercera del libro segundo nos
dará
ocasión de notar, junto con algunas que nos parecen
inadvertencias
en la interpretación, la especie de defectos en que
ha
incurrido más frecuentemente el traductor.
Si de suerte
importuna(3)
probares
la crueza,
muestra
serenidad, Delio, y firmeza,
y
en la feliz fortuna
moderada
alegría,
que
de morir ha de llegar el día:
Ora en honda
tristura
hayas
hasta hoy yacido,
o
en la pradera solitaria, henchido
el
pecho de ventura,
del
falernio collado
hayas
bebido el néctar regalado:
Donde pino
coposo,
donde
gigante tilo
preparar
aman con su sombra asilo,
y
el raudal bullicioso
por
el cauce torcido
con
afán rueda y apacible ruido.
Pues que no tu
contento
turban
cuitas ni canas,
ni
el negro estambre de las tres hermanas,
aquí
süave ungüento,
y
vino traer manda
y
rosas que marchita el aura blanda.
Muriendo, el
placentero
vergel
y el bosque umbroso,
y
tu quinta que baña el Tibre undoso,
debes
a tu heredero
dejar,
que ufano gaste
el
oro que afanado atesoraste.
Que ora opulento
seas,
e
Inaco tu ascendiente,
ora
de baja alcurnia descendiente,
ni
humilde hogar poseas,
de
la vida el tributo
has
de pagar al inflexible Pluto.
Ley es la de la
muerte,
y
de todos los hombres
en
la urna horrible agítanse los nombres:
ahora
y luego la suerte
y
la nao lanzarános,
y
a destierro sin fin condenarános.
No
nos satisface ni la crueza de suerte importuna comparada con la
brevedad
y eufemismo de rebus arduis; ni la tautología de serenidad
y
firmeza, que debilita la concisión filosófica de aequam mentem; ni
mucho
menos aquella rastrera trivialidad «que de morir ha de llegar
el
día», en que se ha desleído el vocativo moriture. Pero la estrofa
segunda
adolece de defectos más graves.
Hasta
hoy es una añadidura que oscurece el sentido, porque el
intervalo
entre este día y el último de la vida se comprende
necesariamente
en el omni tempore del texto. Esto en cuanto a la
sustancia.
En cuanto a la expresión, yacido es desusado; tristura
anticuado
(y aquí notaremos de paso que el señor Burgos incurre
bastante
en la afectación de arcaísmos de la escuela moderna); el
pecho
henchido de ventura, impropio, porque ventura no significa una
afección
del alma; y casi toda la estrofa una recargada
amplificación
del original.
Nuestro
traductor alaba con razón, como uno de los mejores cuartetos
de
Horacio, el tercero. «Obsérvese, dice, pinus ingens, alba
populus,
umbram hospitalem, lympha fugax, obliquo rivo, en cuatro
versos.
Obsérvese asimismo la frase atrevida laborat trepidare, que
la
índole excesivamente tímida de las lenguas modernas no permite
traducir.
El verbo consociare está empleado del modo más atrevido
que
lo fue jamás. Consociare amant umbram hospitalem es una manera
de
expresarse muy singular, reprensible tal vez en una obra mediana,
pero
admirable en uno de los cuartetos más ricos, más armoniosos que
produjeron
las musas latinas». La traducción de este pasaje tan
maestramente
analizado es una prueba melancólica de que el gusto más
fino
puede no acertar a reproducir las bellezas mismas que le hacen
una
fuerte impresión.
¡Preparar
aman con su sombra asilo!
¿No
es durísimo el preparar aman? ¿Y dónde está el consociare que es
el
alma de la expresión latina? ¡Qué lánguida, comparada con la
acción
específica de este verbo, la idea vaga y abstracta de
preparar!
La sombra hospedadora de Horacio es un compuesto, cuyos
elementos,
disueltos en la expresión castellana, sustituyen a la
obra
viviente de la imaginación un frío esqueleto. Hasta la variedad
de
colores de pinus ingens y alba populus desaparece en la versión.
El
raudal ha tenido mejor suerte que los árboles; pero ruido repite
el
concepto de bullicioso, y apacible es algo contradictorio de
afán.
En
la cuarta estrofa, se echa menos el nimium breves, expresión
sentida,
que alude finamente a lo fugitivo de los placeres y dichas
humanas;
y la blandura del aura no es tan del caso como la amenidad
de
las flores, cuya corta duración aflige al poeta. En cuanto a los
comentadores
que encuentran malsonante el amaenae ferre jube rosae,
no
responderíamos con el señor Burgos que Horacio no estaba obligado
a
decir siempre lo mejor, sino que este poeta se propuso contentar
el
oído de sus contemporáneos, no el nuestro; que la desagradable
semejanza
que hallamos nosotros en las terminaciones de estas cuatro
voces,
sólo se debe a la corrupción del latín; y que en los buenos
tiempos
de esta lengua la e final de ferre, la de jube, y el
diptongo
con que terminan amaenae y rosae, sonaban de muy diverso
modo.
El
afanado atesorar de la quinta estrofa no es de Horacio, ni
hubiera
sido un delicado cumplimiento a su amigo. Aún nos parece más
defectuosa
la sexta por la pobreza de las rimas segunda y tercera;
por
la oscuridad del cuarto verso, donde ni significa algo
forzadamente
ni aun; y por confundirse a Pluto y Plutón, que eran
dos
divinidades distintas.
Pero
la peor de todas es sin disputa la última, y en especial los
dos
versos finales por aquel intolerable uso de los pronombres
enclíticos,
de que el señor Burgos nos ha dado tantos ejemplos.
Observaremos
también que urna no es el sujeto de versatur, como
parece
haberlo creído este caballero, si hemos de juzgar por la
puntuación
que da al texto latino, y aun por la versión
castellana.(4)
Otros
descuidos de esta especie hemos creído encontrar en las odas,
y
por lo mismo que son raros, quisiéramos que (si no nos engañamos
en
el juicio que hemos hecho del verdadero sentido del texto)
desapareciesen
de una versión cuyo principal mérito es la fidelidad.
Ya
desde la oda primera del primer libro tropezamos en aquel
pasaje:
«A
esotro lisonjea(5)
que
le aplauda y le eleve
del
uno en otro honor la fácil plebe:
otro
ansioso desea
cuanto
en las eras de África se coge
guardar
en su ancha troje:
a
otro que su heredad cultiva ufano,
no
el tesoro riquísimo empeñara
de
Átalo a que surcara
tímido
navegante el mar insano».
Prescindiendo
de lo floja y descoyuntada, por decirlo así, que
quedaría
la construcción del pasaje latino, si se le diera este
sentido,
¿quién no percibe que las imágenes de guardar cosechas en
trojes,
y de cultivar los campos paternos, denotan una misma
profesión,
que es la del labrador? Horacio, pues, habría dicho que
unos
gustan de labrar la tierra y otros también. Pero no dijo tal.
Gaudentem
es un epíteto de illum; y aprovechando lo que hay de bueno
en
la versión del señor Burgos, pudiéramos expresar así la idea del
poeta:
Al
uno si le ensalza
a
la cumbre de honor la fácil plebe,
al
otro si en su troje
cuantos
granos da el África recoge,
y
con la dura azada
abrir
el campo paternal le agrada,
no
el tesoro, etc.
En
la oda tercera del mismo libro (que es una de las más
elegantemente
vertidas), leemos:
De
bronce triple cota
el
pecho duro guarneció sin duda
del
que fïó primero
el
leño frágil a la mar sañuda,
sin
ponerle temor su abismo fiero».
No
alcanzamos de qué provecho pudiera ser una armadura de bronce
contra
los peligros del mar. Horacio no dice esto, ni cosa que se le
parezca;
lo que dice es:
Illum,
si proprio condidit horreo
Quidquid
de libycis verritur areis;
Gaudentem
patrios findere sarculo
Agros,
attalicis conditionibus
Nunquam
dimoveas, ut trabe cypria
Myrtoum
pavidus nauta secet mare.
De
roble y triple bronce tuvo el pecho
el
que fïó primero a la sañuda
mar
una frágil tabla, etc.
Modo
de decir que se encuentra sustancialmente en otros poetas para
ponderar
la impavidez, o la dureza de corazón.(6)
Disentimos
asimismo de la construcción que el señor Burgos da a las
dos
primeras estrofas de la oda 13 del libro segundo:
«Aquel
que te plantara(7)
árbol
infausto, en ominoso día;
y
el que con diestra impía
después
te trasladara
a
do su descendencia destruyeras,
y
la mengua y baldón del lugar fueras,
En la noche
sombría,
con
sangre de su huésped inmolado
de
su hogar despiadado
el
suelo regaría,
y
hierro atroz o criminosa planta
pondría
de su padre en la garganta».
La
mente de Horacio es: el que te plantó, en mal punto lo hizo para
daño
de su posteridad: él fue sin duda un sacrílego, un parricida,
un
asesino de sus huéspedes. La del señor Burgos es: el sacrílego
que
te plantó en mal punto para daño de su posteridad, fue un
asesino,
un parricida; en otros términos, el malvado que te plantó,
fue
un malvado.
La
primera de las estrofas anteriores nos ofrece un ejemplo del uso
impropio
del antiguo pluscuamperfecto de indicativo (plantara,
trasladara),
abuso de que hemos hablado en otra parte, y en que
incurre
el señor Burgos con harta frecuencia. Además, el que te
plantara
y el que te trasladara señalan dos personas distintas:
duplicación,
que no autorizará el original de cualquier modo que se
le
construya, y que sólo sirve para embarazar más la sentencia. ¿Y a
qué
la criminosa planta de la segunda estrofa? ¿Representa ella
naturalmente
un instrumento de muerte? Y si no lo hace, ¿qué
gradación
hay del hierro atroz al pie criminal? ¿O se habla por
ventura
de un tósigo? Si es así, la expresión es oscura; y de todos
modos
no había para qué duplicar la idea del parricidio.
Se
dirá tal vez que donde no están de acuerdo los comentadores, era
libre
a un traductor, y sobre todo a un traductor en verso, escoger
la
interpretación que le viniese más a cuento. Nosotros no hemos
hecho
mérito sino de aquellas que en nuestro concepto envuelven un
yerro
grave de gramática, o un evidente trastorno del sentido. Pero
sin
insistir más en esta clase de observaciones, haremos una sola
con
relación a las de la obra castellana, confesando empero estar
generalmente
escritas con juicio y gusto, y ser ésta una de las
partes
en que estimamos más digno de aprecio el trabajo del
traductor.
«El
hombre de conciencia pura (dice Horacio en la oda 22 del libro
1)
nada tiene que temer, aunque peregrine por los más apartados
montes
y yermos. Así yo, mientras cantando a mi Lálaje, me internaba
distraído
por los bosques sabinos, vi huir delante de mí un disforme
lobo,
monstruo horrible, cual no se cría en las selvas de Apulia, ni
en
los desiertos de la abrasada Numidia, nodriza de leones. Ponme en
los
yelos del norte, ponme en la zona que la cercanía del sol hace
inaccesible
a los hombres, y amaré la dulce sonrisa y la dulce habla
de
Lálaje». La segunda parte, dicen, no corresponde a la gravedad de
la
primera, y la tercera no tiene conexión con una ni con otra. Pero
¿no
es propio de la ingenuidad y candor que respira esta oda,
abultar
el peligro de una aventura ordinaria, y atribuir la
incolumidad
al favor de los dioses, amparadores de la inocencia?
Esta
juvenil simplicidad se manifiesta a las claras en la ponderada
calificación
de la fiera, que después de todo no es más que un lobo
de
las cercanías de Roma. Pero el poeta se acuerda de Lálaje, se
representa
vivamente su dulce habla y su dulce sonrisa, y la jura un
amor
eterno. La idea de este amor se asocia en su alma con la idea
de
una vida inocente y sin mancha, que le asegura en todas partes la
protección
del cielo: transición adecuada a la índole de esta ligera
y
festiva composición. El señor Burgos dice que no se puede adivinar
si
es seria o burlesca. No es uno ni otro. Este candor ingenuo está
a
la mitad del camino que hay de lo grave a lo jocoso. El que quiera
ver
aún más claro cuán lejos estuvo de percibir el verdadero tono y
carácter
de esta pieza quien pudo así juzgarla, lea su traducción
por
don Leandro Fernández de Moratín, que los representa
felicísimamente.
Pasando
de las odas a las sátiras y epístolas castellanas, sentimos
decir
que no percibimos en éstas ni la exquisita elegancia, ni el
desenfado,
ni la gracia que hacen del original un modelo único.
Rasgos
hay sin duda de bastante mérito esparcidos acá y allá, pero a
trechos
sobrado largos. Ninguna de ellas se puede alabar en el todo,
ya
por lo desmayado y prosaico del estilo en que por lo general
están
escritas, ya por la poca fluidez del verso. Cotéjense los
pasajes
que siguen con los correspondientes de Horacio, y dígase si
los
ha animado el espíritu de este gran poeta. Hemos hecho uso de
los
que casualmente nos han venido a la mano:
«¡Venturoso el
soldado!
va
a la guerra, es verdad, pero al instante
muere
con gloria o tórnase triunfante».
La
expresión no es correcta. El soldado no muere o triunfa en el
momento
de salir a campaña.
«¿Qué más da que
posea
mil
o cien aranzadas el que vive
según
naturaleza le prescribe?-
Mas
siempre es un encanto
tomar
de donde hay mucho.- Y mientras puedo
de
un pequeño montón tomar yo tanto,
¿valdrán
más que mi saco tus paneras?
Lo
mismo es así hablar, que si dijeras
agua
para beber necesitando:
quiero
mejor que de esta humilde fuente
irla
a beber al rápido torrente».
Entre
estos versos hay algunos felices; pero tomar tanto por tomar
otro
tanto nos parece algo oscuro; ni Horacio habla de torrente,
sino
de un gran río, imagen que contrasta aquí mucho mejor con la de
la
fuente.
«Es
la ociosidad, hijo, una sirena:
húyela
o a perder hoy te acomoda
el
buen concepto de tu vida toda».
Aquí
no hay más que el pensamiento de Horacio expresado en un verso
durísimo,
y en otros dos, que no tienen de tales más que la medida.
«Yo
mismo vi a Canidia arremangada,
descalza,
los cabellos esparcidos,
y
por la amarillez desfigurada,
dar
con Sagana horrendos alaridos»
Cualquiera
percibirá cuánto realzan el cuadro de Horacio el vadere y
el
nigra palla, que es como si dijéramos el movimiento y el ropaje
de
la figura, y que el traductor se dejó en el tintero. Ni
arremangada
expresa lo que succinctam. Arregazada hubiera sido, si
no
nos engañamos, más propio.
En
la fábula de los dos ratones, con que termina la sátira 6 del
libro
2, derramó Horacio profusamente las gracias de estilo y
versificación,
haciéndola, no obstante la tenuidad del sujeto, una
de
sus producciones más exquisitas. Comparemos:
«A
un ratón de ciudad un campesino
su
amigo y camarada,
recibió
un día en su infeliz morada».
El
primer verso es anfibológico. Un campesino significa un hombre
del
campo, y no significa otra cosa. ¿Y cómo pudo el señor Burgos
llamar
infeliz la morada del ratón campesino, sin reparar que este
epíteto
se halla en contradicción con la moral de la fábula?
«En
nada clava el ciudadano diente».
¿Pinta
este verso, como el tangentis male singula dente superbo al
convidado
descontentadizo que prueba de todo y nada halla a su
gusto?
¿Y puede darse a un diente el epíteto de ciudadano?
«Al
pueblo entrambos marchan convenido
para
llegar después de oscurecido».
¿Dónde
está la expresiva elegancia del nocturni subrepere? Los
versos
castellanos pudieran convenir a dos hombres, o a dos entes
animados
cualesquiera. Los de Horacio nos ponen a la vista dos
ratoncillos.
Algo tienen de poético los que siguen:
«En
medio estaba ya del firmamento
la
luna, cuando el par de camaradas
entróse
en un alcázar opulento,
donde
colchas en Tiro fabricadas
soberbias
camas de marfil cubrían,
y
aquí allí y allí se vían
mucha
bandeja y mucha fuente llena
de
los residuos de exquisita cena.
Sobre
tapiz purpúreo al campesino
el
ratón de ciudad coloca fino;
por
do quier diligente corretea,
y
de todo a su huésped acarrea;
y
como fueros de crïado lleva,
de
cuanto al otro sirve, él también prueba.
De
mudanza tan próspera gozaba
y
por ella su júbilo mostraba
el
rústico ratón; mas de repente
de
gente y puertas tráfago se siente.
Échanse
de las camas los ratones;
y
atravesando en fuga los salones,
van
con doble razón despavoridos,
pues
oyen de los perros los ladridos».
¡Pero
qué débil este último verso, comparado con el domus alta
molossis
personuit canibus, en que oímos el ladrido de los perros de
presa,
que llena todo el ámbito de un vasto palacio! Aún es peor la
conclusión:
«El
campesino al otro entonces dice:
No
esta vida acomódame infelice.
¡Adiós!
seguro y libre yo prefiero
a
estas bromas mi bosque y mi agujero».
La
índole del estilo familiar no se aviene con las violentas
trasposiciones
del señor Burgos, ni el buen gusto con sus voces y
frases
triviales.
La
parte ilustrativa de las sátiras y epístolas se hace notar por la
misma
sensata filosofía y delicado gusto que caracterizan la de las
odas.
Desearíamos empero que se escardase de algunos (en nuestro
sentir)
graves errores. Citaremos unos cuantos que hemos encontrado
en
las notas a la sátira 10 del libro 1º.
«Pater
latinus (se nos dice al verso 27) designa evidentemente al
viejo
Evandro, a quien Virgilio dio la misma calificación en el
libro
7 de la Eneida». Ni Horacio ni Virgilio pudieron dar tal
calificación
a un príncipe griego.
En
la nota al verso 43, se dice que «en los versos yambos y coreos
se
llevaba la medida de dos en dos pies, y entonces se llamaban
trímetros,
así como se llamaban senarios cuando se hacía la cuenta
por
medidas prosódica». Pero primeramente no hay versos yambos ni
coreos.
El señor Burgos quiso decir yámbicos y trocaicos. En segundo
lugar,
es inexacto decir que estos versos, cuando se llevaba la
medida
de dos en dos pies, se llamaban trímetros, porque es sabido
que
en tal caso podían llamarse también dímetros o tetrámetros,
según
el número de medidas o compases de que constaban. 3º Cuando se
hacía
la cuenta de otro modo, no por eso se llamaban necesariamente
senarios,
sino sólo cuando constaban de seis pies. Y 4º Querríamos
que
el señor Burgos nos explicase qué es lo que entiende por medidas
prosódicas.
No es éste el único lugar en que se le trasluce menos
conocimiento
de la prosodia y metros antiguos de lo que corresponde
a
un traductor de Horacio.
Resumiendo
nuestro juicio, decimos que la obra de don Javier de
Burgos
es una imperfectísima representación del original. Ella nos
da
ciertamente las ideas, y aun por lo general, las imágenes de que
aquel
delicadísimo poeta tejió su tela; mas en cuanto a la
ejecución,
en cuanto al estilo, podemos decir, valiéndonos de la
expresión
de Cervantes, que sólo nos presenta el envés de una
hermosa
y rica tapicería. Justo es también añadir que, considerada
como
un auxilio para facilitar la inteligencia del texto, para dar a
conocer
el plan y carácter de cada composición, y para hacer más
perceptibles
sus primores, la conceptuamos utilísima. Es una débil
traducción,
y un excelente comentario.
II
[La
oda 1ª, libro 19, empieza así:
Maecenas, atavis edite
regibus,
O et
praesidium, et dulce decus meum,
Sunt
quos curriculo pulverem olympicum
Collegisse
juvat; metaque fervidis
Evitata
rotis, palmaque nobilis
Terrarum
dominos evehit ad Deos;
Hunc,
si mobilium turba quiritium
Certat
tergeminis tollere honoribus;
Illum,
si proprio condidit horreo
Quidquid
de libycis verritur areis.
Gaudentem
patrios findere sarculo
Agros
Attalicis conditionibus
Nunquam
dimoveas ut trabe cypria
Myrtoum,
pavidus nauta, secet mare.
[Don
Javier de Burgos vertió al castellano estos versos como
sigue:
Mecenas, de
elevada
alcurnia
descendiente,
mi
dulce gloria y protector potente:
a
uno coger agrada
el
polvo olimpio en disparado carro;
y
si diestro y bizarro
la
meta evita que el palenque cierra,
y
orla su sien la palma de victoria,
elévale
la gloria
a
los dioses señores de la tierra.
A esotro
lisonjea
que
a porfía le eleve
de
puesto en puesto veleidosa plebe.
Otro
ansioso desea
cuanto
en las eras de África se coge
guardar
en su ancha troje.
A
quien se goza en cultivar su hacienda,
no
harán tesoros de Átalo opulento
que
al líquido elemento,
medroso
navegante, el seno hienda.
[Don
Juan Gualberto González, citado por Burgos, tradujo como sigue
este
pasaje:
Mecenas ínclito, de antiguos
reyes
clara
prosapia, oh mi refugio,
mi
dulce gloria, hay quien se agrada
del
polvo olímpico; y si evitándola,
cercó
la meta su rueda férvida,
hasta
los númenes dueños del mundo
ufano
elévase con noble palma.
Gózase
el otro si la voluble
turba
de quírites favoreciéndole,
altos
honores por ella alcanza.
Al
que en su propio granero esconde
cuanto
producen las eras líbicas,
y
con sus bueyes paterno campo
labra
contento, no serán parte
cuantas
ostenta riquezas Átalo,
a
hacer que surque, tímido nauta,
el
mirtoo piélago con nave cipria.]
La
traducción de este caballero, no obstante algunos leves lunares,
es
de las mejores que se han hecho de Horacio; el ritmo de que se ha
servido
reproduce felicísimamente la cadencia del asclepiadeo.
A
mi juicio, don Juan Gualberto González ha entendido este pasaje
mucho
mejor que Burgos; y sus versos, con ligeras alteraciones, lo
representarían
casi literalmente.
[Sin
embargo, Bello hace, tanto a la traducción de Burgos, como a la
de
González, una observación que tengo por muy fundada.]
No
me satisface la explicación que casi todos los traductores e
intérpretes
de Horacio dan del pasaje que empieza en el verso 7º:
Hunc
si mobilium. Suponen
que hunc es regido de juvat, saltando para
tomar
este verbo sobra el otro verbo evehit, a que, como más
cercano,
debería más bien referirse el acusativo. Es preciso
subentender
los dos verbos o ninguno; y subentendiéndose los dos,
tendríamos
que palma nobilis evehit ad deos ilum qui proprio
condidit
horreo, etc., es decir, al negociante codicioso. ¡Gloriosa
palma
sin duda la de la codicia! Nada tan absurdo, tan duro, como la
supuesta
elipsis.
[Bello
corrige como sigue la traducción de don Juan Gualberto
González,
a fin de evitar el mencionado y otros defectos]:
Al que los votos de la
inconstante
plebe
romana colman de honores,
o
al que en su propio granero guarda
cuanto
producen las eras líbicas,
y
con la azada paterno campo
labra
contento, no serán parte
cuantas
gozaba riquezas Átalo,
a
que las ondas, tímido nauta,
surque,
etc.
[Bello
no aprueba el que Burgos haya traducido el quidquid de
libycis
verritur areis por cuanto en las eras de África se coge].
La
expresión latina no significa otra cosa que granos de las
especies
que se cultivan en África, cereales: libycis hace aquí el
mismo
papel que más adelante cypria, myrtoum, icariis: species pro
genere.
[Burgos
tradujo la meta fervidis evitata rotis, por:
La
meta evita que el palenque cierra
Bello
considera ésta una grave falta].
La
meta que el palenque cierra da una idea errónea: la meta, aunque
colocada
en uno de los extremos del palenque, no lo cerraba, puesto
que
el carro debía dar vuelta alrededor de ella sin tocarla. Pero se
necesitaba
un consonante para tierra.
[La
oda 1ª, libro 1º, concluye así:
Te doctarum hederae praemia
frontium
Dis
miscent superis, me gelidum nemus,
Nympharumque
leves cum satyris chori
Secernunt
populo, si neque tibias
Euterpe
cohibet, nec Polyhymnia
Lesboum
refugit tendere barbiton.
Quod
si me lyricis vatibus inseres,
Sublimi
feriam sidera vertice.
[He
aquí la traducción de estos versos por Burgos:
Y yo, si la
liviana
flauta
Euterpe me entrega,
y
la dulce Polimnia no me niega
la
cítara lesbiana,
me
alejaré también del vulgar bando
de
sátiros cantando
bailes
alegres y de ninfas bellas,
y
de los bosques las amenas sombras.
Si
lírico me nombras,
tocará
con mi frente a las estrellas.
[Entre
los comentarios con que don Javier de Burgos aclara este
trozo,
se encuentra el que va a leerse:
[«Te
doctarum. Este es uno de los pasajes más difíciles de Horacio;
y
no obstante, apenas uno o dos de sus comentadores o traductores se
hicieron
cargo de las diferentes dificultades que presenta. Todos,
durante
siglos, leyeron en este verso me, en lugar de te, sin
advertir
que con esta lección, hacían decir al poeta: -A mí, la
yedra,
premio de doctas frentes, me confunde o iguala con los dioses
soberanos.-
Si ningún hombre regular se permitió jamás tan pueril y
absurda
jactancia, a nadie pudo imputársele con menos apariencia de
razón,
que a un gran poeta que, dirigiendo una composición,
destinada
a encabezar la colección de sus obras, a un protector
ilustrado
y generoso, tenía necesidad de captarse su benevolencia,
por
la exactitud de las ideas y la conveniencia de la expresión.
Usando
aquí Horacio de la que sus editores le atribuyen, no sólo
habría
atropellado, como hombre, los miramientos con que el decoro y
la
urbanidad exigía que tratase a Mecenas, sino que habría
incurrido,
como escritor, en faltas de coherencia y de orden,
propias
para destruir el prestigio de que pretendía rodearse. En
efecto,
enlazando la idea contenida en el verso sobre que discurro,
con
las expresadas en el pasaje entero, el tenor de todo él sería el
siguiente:
-A mí la yedra me mezcla con los dioses soberanos, a mí
el
bosque umbroso me separa del vulgo. Si tú me cuentas entre los
poetas
líricos, tocaré con mi frente a las estrellas.- Así se
encontraría
repetido tres veces en ocho versos el mismo pensamiento;
y
contra todas las reglas del gusto y de la lógica, se repetiría en
gradación
descendente, puesto que es mucho menos separarse del vulgo
que
igualarse a los dioses, y que el que ya se confundió con ellos
no
necesitaba el voto de Mecenas, ni el de nadie, para tocar con su
frente
a las estrellas. Estos cargos, que no tienen medio de
desvanecer
los que leen me en este pasaje, se desvanecen por sí
mismos
leyendo te, con cuya sustitución las ideas aparecen exactas y
oportunas,
y además conveniente y elegantemente enlazadas. Horacio
dijo
entonces: -Unos se esfuerzan por ganar el premio de los juegos
olímpicos;
otros por obtener el favor popular; éstos buscan las
riquezas
corriendo los mares; aquéllos, cultivando los campos; unos
gustan
de combates; otros de cacerías; a ti la yedra te iguala a los
dioses;
a mi la flauta de Euterpe y el laúd de Polimnia me separan
del
vulgo, y aun quizá podré seguirte, o igualarte, y tocaré con mi
frente
a las estrellas, si te dignas darme un lugar entre los poetas
líricos.-
Movido sin duda por estas consideraciones, de que hubo de
sospechar
la importancia, Rutgers leyó aquí te en lugar de me; y es
asombroso
que de todos los editores posteriores sólo hayan adoptado
esta
variante, que consiste en la sustitución de una sola letra,
Valart,
gargallo y otros dos o tres.
[«La
variante que indico no sirve, sin embargo, más que para
explicar
el verso sobre que discurro; pero quedan aún por resolver
otras
dificultades que ofrece el conjunto del pasaje. -A mí, dice el
poeta,
el bosque sombrío y los coros de los sátiros y las ninfas me
separan
del vulgo, si no me niegan Euterpe su flauta, y Polimnia la
lira
de Lesbos.- Pero ¿qué tiene que ver esta musa con esta lira? No
entraba
en las atribuciones de Polimnia pulsar el laúd lesbio, esto
es,
el de Safo y Alceo, ni era por otra parte propia la lira de este
vigoroso
poeta para acompañar el canto destinado a celebrar objetos
tan
livianos, como bosques sombríos y bailes de ninfas y de sátiros.
¿Qué
es, pues, lo que quiso decir Horacio? Por mí, creo que Euterpe
y
Polimnia significan aquí todas o cualesquiera musas, como antes
mare
myrtoum y trabe cypria significaban toda o cualquiera mar, toda
o
cualquiera nave. Creo igualmente que la frase: -el bosque sombrío
y
las danzas de los sátiros y ninfas me separan del vulgo- equivale
a-
yo me haré superior al vulgo, celebrando o cantando estos
objetos;
y esta interpretación ya parece que la adivinaron los
antiguos
gramáticos Acrón y Porfirio, diciendo el primero: materiam
ipsam
carminis pro laude posuit; y el segundo: per ea egregiam
gloriam
dicit consequi, de quibus canit. El
sentido será pues:
-mientras
tú, coronado de yedra, te levantas al cielo, yo me
distinguiré
de los hombres vulgares, cantando, con el favor de las
musas,
soledades amenas y alegres danzas.- Trabajo cuesta concebir
que
no se haya aclarado antes este embrollado pasaje».
[Léase
ahora lo que Bello expone acerca de la precedente disertación
de
Burgos]:
Te
doctarum. Me parece muy atinada esta corrección; y por mi parte,
la
adopto, aunque entiendo que no hay códice ni edición antigua que
la
apoye. Las dificultades que el señor Burgos encuentra en los
versos
33 y 34 son enteramente imaginarias. -No entraba en las
atribuciones
de Polimnia pulsar el laúd lesbio, esto es, el de Safo
y
Alceo, ni era propia la lira de este vigoroso poeta para cantar
objetos
tan livianos.- En efecto, Polimnia, según el señor Burgos,
era
la musa de la retórica. Pero nada más vago que las atribuciones
de
las Musas en los poetas antiguos. Erato, la de la poesía amorosa,
es
invocada en la Eneida, y no por cierto para cantar amores.
Nunc
age, qui reges, Erato, quae tempora rerum,
Quis
Latio antiquo fuerit status...
Tu
vatem, tu, Diva, mone...
El
nombre mismo de Polimnia o Polyhimnia, la de los muchos himnos,
manifiesta
que no pudo repugnarle de ninguna manera la lira del
Alceo.
El señor Burgos ha olvidado que este poeta compuso un himno a
Mercurio,
del que la oda Mercuri facunde, es probablemente una
traducción.
Que tampoco estuvo reñida con los asuntos livianos lo
prueba
la oda: Nullam Vare, que también es, o imitada, o traducida
de
Alceo. El primer verso es una versión literal de un fragmento del
lírico
de Lesbos, que se encuentra en Ateneo, X, 8, y está
precisamente
en el mismo metro:
µ
Pero
dado caso que no conviniesen tales atavíos a la lira de Alceo,
¿no
quedaba la de Safo para absolver el laúd lesbio? La verdad es
que
Alceo, aunque sobresaliente en lo serio y grandioso, no se
desdeñó
de celebrar en tonos más blandos los placeres del amor y del
vino.
Véase la Historia de la Literatura Griega de Schoell.
Por
lo demás, en la construcción de todo el pasaje, no hay el
embrollo
que le atribuye el traductor español; y desde que se
sustituye
te a me en el verso 28, todo es llano, fácil, trasparente.
[Burgos,
comentando el último verso de la oda 22, libro 1º, se
expresa
así:
[«El
César, a quien Horacio exhortaba a castigar a los medos o
persas,
o lo que es lo mismo, a llevar a cabo el propósito que poco
antes
de morir tenía formado Julio César, fue hijo de Atia, sobrina
de
éste, y de un Octavio, que, de la clase de caballero, se había
elevado
a la de senador. Este hijo, que nuestros autores han llamado
casi
constantemente Octaviano, nació en 691, recibió una educación
brillante,
y se hallaba completándola en Apolonia, ciudad del Epiro
(hoy
Polina o Pollina en la Albania), cuando recibió la noticia de
la
muerte trágica de su tío, y la de que éste, que le amaba
tiernamente,
le había adoptado e instituido su heredero».
[Consecuente
Burgos con la impropiedad que, a su parecer, había en
llamar
Octaviano a Octavio, designa a este personaje con la segunda
de
estas denominaciones.
[Bello,
en sus apuntes inéditos, observa sobre esto lo que sigue]:
Curioso
es que Burgos extrañe el uso de llamar Octaviano a Octavio.
¿Ignoraba
que el que antes de la adopción de Julio César se llamaba
Cayo
Octavio, después de ella, añadió el nombre de su padre al suyo
propio
con una inflexión consagrada por el uso romano en tales
casos,
y se llamó Cayo Julio César Octaviano? ¿No ha visto en la
lista
de los cónsules a Cayo Julio César Octaviano el año de 710 de
Roma,
como el 720, el 722, el 723, etc.? Octavio, hablando de
Augusto,
después de la muerte de Julio César, es en rigor un
anacronismo.
[La
oda 3ª del mismo libro 1º contiene estos versos:
Illi
robur et aes triplex
Circa
pectus erat, qui fragilem truci
Commisit
pelago ratem
Primus...
[Burgos
los traduce así:
Rodeaba sin
duda
triple
armadura de templado acero
el
corazón de robre
del
que a fiar se aventuró el primero
frágil
esquife a piélago salobre.
[Bello
advierte acerca de este pasaje lo que paso a reproducir]:
¿De
qué podía servir, sino de estorbo, una armadura de acero contra
los
peligros del mar? El sentido es pecho de roble y de triple
bronce,
pecho durísimo. Circa pectus es in pectore, como circa jecur
(oda
25 de este mismo libro) es in jecore.
[Don
M. Milá y Fontanals, a quien pertenece la traducción de esta
pieza
que Menéndez Pelayo ha incluido en la colección antes citada,
da
a estos versos el mismo sentido que Burgos.
De acero triple
clámide,
a
aquél cercaba el pecho
que
dio barquillas frágiles
primero
al crudo piélago.
[La
oda 4ª del mismo libro empieza así:
Solvitur
acris hiems grata vice veris et Favoni;
Trahuntque
siccas machinae carinas;
Ac
neque jam stabulis gaudet pecus, aut arator igni;
Nec prata canis albicant
pruinis.
Jam
Cytherea choros ducit Venus, imminente luna;
Junctaeque nynphis Gratiae
decentes
Alterno
terram quatiunt pede, dum graves cyc1opum
Vulcanus ardens urit
officinas.
Nunc
decet aut viridi nitidum caput impedire myrto,
Aut
flore, terrae quem ferunt solutae.
[Burgos,
en los comentarios a los versos 1º y 10º hace notar que
solvitur
y solutae son el presente y el participio de un mismo
verbo;
pero, aunque empleados ambos en sentido traslaticio, no lo
están
en la misma acepción. Solvitur, según Burgos, significa se
deshace,
metáfora demasiado atrevida, que ningún traductor de
Horacio
ha empleado, mientras que solutae significa dilatadas por el
calor].
El
solvitur del verso 1º, y el solutae del 10º, están empleados en
un
mismo sentido. Solvuntur
terrae grata vice veris et Favonii
recordaría
el zephyro, pruinis se gleba resolvit. El invierno (acris
hyems),
que nos figuramos duro, porque todo lo endurece y congela,
se
resuelve de la misma manera. En castellano, se ablanda el rigor
de
la estación, y se ablandan las tierras al soplo del
céfiro.
[Burgos,
comentando la expresión choros ducit, que se lee en el
verso
5º, expone lo que va a leerse:
[«En
Roma, se le hacían (a Venus) magníficas fiestas por el mes de
abril,
y duraban tres días. Las jóvenes que formaban las parejas de
baile,
se repartían los papeles de las divinidades subalternas que
debían
acompañar a Venus; y la doncella que representaba a esta
diosa
era sin duda la que dirigía las cuadrillas, que es lo que aquí
significa
choros ducit».
[El
mismo Burgos, comentando más adelante la expresión: dum graves
cyc1opum
Vulcanus ardens urit officinas, que se encuentra en los
versos
7º y 8º, discurre así:
[«Horario
no hace sólo contrastar las palabras, como he observado en
las
notas a la oda anterior, sino que muchas veces hace también
contrastar
las cosas. Así es que, después del espectáculo encantador
de
los bailes de las ninfas y de las Gracias, se apresura a
presentar
a Vulcano, dando martillazos en sus fraguas, y a los
atezados
cíclopes empleados en trabajos durísimos en las cuevas del
Etna.
Pero ¿con qué objeto se hace aquí mención de estos trabajos, y
se
recuerda que continuaban con mucho ardor en las grutas de
Sicilia,
mientras las ninfas y las Gracias celebraban en Roma con
alegres
bailes las fiestas de Venus? Lo que entre todo lo que se ha
dicho
para explicar este pasaje, me parece más verosímil, es que
Horacio
quiso recordar que, mientras en las tales fiestas, las
mujeres
se entregaban a toda clase de diversiones, sus maridos,
excluidos
de ellas, seguían trabajando con tanto más ardor, cuanto
que,
en la ausencia de sus mujeres, ocupadas en ejercicios que la
religión
santificaba, nada tenían que pudiese distraerlos de sus
tareas.
Habiéndose de recordar con este motivo la actividad con que
a
ellas se dedicaban los maridos en tal ocasión, nada era más
natural
que personificarlos a todos en Vulcano, ya porque éste era
el
marido de la diosa en cuyo honor se celebraban las fiestas a que,
en
la pieza, se alude, ya porque los trabajos a que estaba dedicado
el
esposo de Venus, eran más duros que los de otras profesiones.
Esta
circunstancia hacía preferible a cualquier otro el recuerdo
especial
de Vulcano, como que marcaba más señaladamente el contraste
entre
los maridos que se afanaban y las mujeres que se
divertían»].
Esta
Venus es la misma diosa, no una muchacha que, según Burgos, la
representaba
en los bailes, presidiendo a otras muchachas que hacían
de
Gracias y de ninfas. ¡Chistoso sería que Horacio pusiera en
contraste
a estos bailes de mozos con el dios Vulcano trabajando en
la
oficina de los cíclopes! ¡Pero a esta objeción, ha previsto el
señor
Burgos, haciendo a Vulcano representante de los maridos!
Creíamos
que estas explicaciones alegóricas estaban ya desterradas
de
la estética.
[En
la oda 5ª, libro 1º, se lee este pasaje.
...Heu!
quoties fidem,
Mutatosque
deos flebit, et aspera
Nigris aequora
ventis
Emirabitur
insolens,
Qui
nunc te fruitur credulus aurea,
Qui
semper vacuam, semper amabilem
Sperat, nescius
aurae
Fallacis!...
[«Este
epíteto (de aurea), como el vacuam del verso siguiente», dice
Burgos,
«son metafóricos, y embrollan la metáfora, o sea alegoría
principal
del mar alterado. Los jóvenes que pretendan formar su
gusto
por la lectura de los modelos de la antigüedad, deben
precaverse
de estos defectos, que no dejan de serlo por tener cierta
brillantez.
Es, por otra parte, demasiado largo el periodo que
empieza
en el quoties del verso 5º, y acaba en el fallacis del
12º».
[Bello,
en sus apuntes, observa acerca de este comentario de Burgos
lo
que sigue]:
La
alegoría del mar alterado es de la especie que los retóricos
llaman
mixta, en que se mezclan las palabras propias con las
alegóricas.
Vacuam viene de vacare, quae uni tibi vacet; no tiene
nada
de metafórico. Aureus no sólo significa lo que es hecho de este
metal,
sino lo que tiene un brillo puro (sidus aureum, Horacio;
aurea
sidera, Virgilio); y por extensión, lo que es moralmente puro,
ingenuo,
sincero (tempus aureum, el siglo de oro, aurea mediocritas,
mores
aurei): significado que, a fuerza de repetirse, dejó de ser
metafórico,
y debe contarse entre las acepciones naturales de la
palabra.
Así no hay nada de embrollado en la alegoría de Horacio,
como
piensa Burgos. Debe distinguirse el significado metafórico del
secundario,
en que a menudo se convierte por la frecuencia del uso.
Así
concepción, aplicado a cierta operación del alma, no es ya
metafórico,
aunque sin duda lo fue cuando empezó a usarse en este
sentido.
[Don
Javier de Burgos cree muy verosímil la opinión de que la oda 7ª
Ad
Munatium Plancum es, no una sola pieza, sino la reunión de
dos.
[«Algunos
manuscritos que vieron Escalígero y Heinsio» dice,
«presentaban
esta pieza dividida en dos, de las cuales la primera,
que
acababa en el verso mobilibus pomaria rivis, tenía todas las
apariencias
de un fragmento. En el argumento de una y otra, nada hay
de
común, en efecto: en la una, declara el poeta preferir un sitio
delicioso
de Italia a las más afamadas ciudades del Asia Menor y de
la
Grecia; en la otra, aconseja a un amigo, que experimentaba o
temía
alguna desgracia, ahogar en vino sus pesares o sus temores. El
padre
Sanadon observa que uniendo las dos piezas, no sólo habría
incoherencia
en las ideas, sino que resultarían además las
repeticiones
desagradables de perpetuo parturit después de perpetum
carmen,
y de uda tempora después de uda pomaria. Por mi parte, puedo
decir
que, en un códice de la Escuela de medicina de Montpellier,
encontré
las dos piezas divididas, y que la heterogeneidad de las
partes
hace muy verosímil la opinión de que los gramáticos las
reunieron,
al ver que, en la primera, no se completaba el concepto,
y
que la siguiente estaba escrita en el mismo metro».
[Bello
no admite este modo de ver].
Tengo
por un capricho injustificable el de los que han creído que
esta
composición hasta el verso 14 no era más que un fragmento, y lo
que
sigue otra oda sobre diferente sujeto. No es preciso devanarse
los
sesos para encontrar el enlace y la transición que el señor
Burgos
echa de menos: ahí está el Tiburis umbra tui.
[Burgos,
comentando la oda 8, pretende que «el adjetivo apricus
tiene
en latín dos significados opuestos; y unos escritores lo
usaron
en el sentido de abrigado, y otros como aquí Horacio» en el
verso
3º, «en el de abierto o descubierto por todas partes»].
No
tiene apricus dos significados opuestos, como quiere Burgos.
Apricus
es un campo abierto, expuesto al aire y al sol, y que, por
esta
última circunstancia, es más abrigado en invierno.
[Horacio
empieza la oda 9º diciendo que la nieve blanquea la cumbre
del
Soracte, agobia con su peso a las selvas, y paraliza el curso de
los
ríos; esto es, que era el rigor del invierno.
[En
seguida, excita a Taliarco a que, sin acobardarse por la
estación,
goce del vino y del amor.
[A
tal propósito, le amonesta, entre otras cosas, para que
...Nunc
et campus, et areae,
Lenesque
sub noctem susurri
Composita
repetantur hora.
Nunc et latentis proditor
intimo
Gratus
puellae risus ab angulo,
Pignusque
dereptum lacertis,
Aut
digito male pertinaci.
[«Este
nunc no significa aquí ahora», dice Burgos; «pues como
observó
juiciosamente Sanadon, no era ocasión de dar citas para las
eras,
cuando el Soracte estaba cubierto de nieve, y el hielo
paralizaba
el curso de los ríos. Nunc se refiere, añade el mismo
crítico,
a la edad de Taliarco, no a la estación en que el poeta
escribía.
En cuanto a la palabra campus.., cuando se usaba sin
calificación,
significaba generalmente el campo de Marte. Una gran
parte
de él servía de paseo público; y a él, por tanto, se citaban
frecuentemente
los enamorados»].
No
hay necesidad de referir el nunc a la edad del amigo de Horacio,
y
no a la estación. Los paseos en un campo abierto como el de Marte,
y
en áreas o plazas, no tienen nada de incompatible con el
invierno.
[Burgos
y el licenciado don Diego Ponce de León y Guzmán, en las
traducciones
en verso castellano que han hecho de esta oda, han dado
al
vocablo areae, no el significado de plazas, que era el que le
cuadraba,
sino el de eras, que le venía mal.
[Burgos
acepta una crítica que Dacier hizo a la construcción
gramatical
del pasaje antes copiado de Horacio.
[He
aquí las palabras de Dacier.
[«El
verbo repetantur rige todo este período, y me parece excesiva
tal
osadía. No creo que la haya semejante en toda la antigüedad, o
por
lo menos será difícil encontrar siete versos regidos por un solo
verbo,
y siete versos que abrazan cuatro expresiones diferentes.
Paréceme
que se necesita más de un espíritu para animar miembros tan
distintos
y separados; y no hay quien no sienta que los cuatro
versos
últimos piden algo que les hace falta».
[«Este
defecto», agrega Burgos, «debía desaparecer en la traducción,
so
pena de hacerla embrollada e ininteligible»].
La
crítica de Dacier sobre lo complicado del período que supone
forman
los últimos siete versos, carece de fundamento. Póngase punto
en
hora; y súplase, como tantas veces en latín, el verbo est en el
verso
antepenúltimo.
[Burgos
pronuncia el siguiente juicio acerca de la oda 10ª Ad
Mercurium.
[«Porfirio
aseguró que esta oda era traducción o imitación de un
antiguo
himno de Alceo; y un comentador moderno (Vanderbourg)
sospechó
que ella fue uno de los primeros ensayos que hizo Horacio
para
apoderarse de la lira de los griegos. Sea de uno u otro lo que
se
quiera, el himno no pasa de mediano. El elogio de Mercurio es
vago
e incoherente; y entre los versos, hay tres o cuatro cuyas
cadencias
son duras y poco armoniosas»].
Convengo
en que este himno a Mercurio tiene poco mérito; pero sin
que
el señor Burgos tenga razón para criticar de duras y poco
armoniosas
ciertas cadencias. A nuestros oídos, acostumbrados a un
ritmo
puramente acentual, no suenan bien:
Mercuri
facunde, nepos Atlantis
Nuntium,
curvaeque lyrae parentem
Sedibus,
virgaque levem coerces...;
porque
no podemos reconocer en estos versos el
Dulce
vecino de la verde selva.
Pero
los latinos y griegos juzgaban de otro modo. ¿Qué diría el
señor
Burgos de los sáficos de la misma Safo, que les dio su nombre,
y
que se alejaban mucho más que los de Horacio de nuestros sáficos
acentuados?
[Los
juicios de Burgos y de Bello acerca de la oda 11ª no están
acordes.
[Léase
el del primero.
[«Escalígero
criticó esta pequeña pieza con demasiado rigor, si bien
hay
en ella algunos pensamientos que están expresados en otra parte,
ya
del mismo modo, y va con más gracia y exactitud. La idea de
spatio
brevi spem longam reseces está desenvuelta con más propiedad,
aunque
casi en los mismos términos, en la oda 4ª, donde dice Vitae
summa
brevis spem nos vetat inchoare longam. En
la oda 9ª, se había
dicho:
Quid sit futurum cras fuge quaerere; y en ésta, Carpe diem
quam
minimum credula postero. Los
versos tienen poca armonía, y el
lenguaje
es oscuro o ambiguo».
[Léase
ahora el del segundo].
Burgos
acusa de poco armoniosa la versificación, pero con poca
justicia.
El verso no tiene nada que desdiga de la práctica conocida
de
los poetas en el coriámbico. Las frases no adolecen de oscuridad,
aunque
extremadamente concisas. El señor Burgos no parece haber
sentido
la elegancia del optativo: fugerit; haya huido en buena
hora.
[Las
tres primeras estrofas de la oda 12ª, dicen así:
Quem virum aut heroa lyra vel
acri
Tibia
sumis celebrare, Clio?
Quem
Deum? Cujus recinet jocosa
Nomen
imago,
Aut
in umbrosis Heliconis oris,
Aut
super Pindo gelidove in Haemo?
Unde
vocalem temere insecutae
Orphea
silvae,
Arte
materna rapidos morantem
Fluminum
lapsus celeresque ventos,
Blandum
et auritas fidibus canoris
Ducere
quercus.
[Inserto
en seguida la traducción de Burgos:
¿Cuál paladín, cuál
hombre
hoy
con flauta o laúd cantarás, Clío?
¿Cuál
numen cuyo nombre
repita
el eco, de Helicón umbrío
en
el fresco collado,
o
sobre el Pindo, o sobre el Hemo helado?
Los montes allí un
día
corrieron
a oír de Orfeo el blando acento:
su
dulce melodía
paró
el río fugaz y el raudo viento;
y
a la arrobada encina,
tras
sí arrastró su cítara divina.
[El
mismo Burgos dice en un comentario sobre este pasaje, entre
otras
cosas, lo que sigue:
[«Yo
no he podido expresar más fuertemente el hipérbole que envuelve
este
epíteto (de auritas) que aplicando el de arrobadas a las
encinas,
pues dotadas de oído me ha parecido demasiado. Esto en
cuanto
a la expresión; en cuanto a la idea, diré que algunos
calificaron
de trivial y pobre la de que las encinas corriesen
detrás
de Orfeo, después de haberse dicho que corrían las selvas. No
observaron,
sin embargo, los que así juzgaron el pasaje, que el
primero
de los prodigios que aquí se enumeran, lo obró el músico con
el
canto (vocalem insecutae), y el segundo con la lira (ducere
fidibus
canoris); y que se puede sin inconveniente decir: -se
atropellaron
los montes al oír su canto: corrieron tras él los
robles
al oír los sones de su laúd-. Para que Horacio dijera esto,
no
era menester sustituir rupes a silvae, como lo hicieron algunos
editores,
sino emplear como yo lo he hecho, para traducir esta
última
palabra, la de montes, que lo mismo designa las alturas
compuestas
de peñascos, que las pobladas de árboles».
[Léase
lo que Bello expone acerca de este comentario]:
No
me parece mal la defensa que hace el señor Burgos del auritas
ducere
quercus, que a primera vista es una repetición ociosa del
silvae
temere insecutae vocalem Orphea. Creo,
con todo, que no es
necesario
buscar una diferencia en vocalem y fidibus canoris, como
si
se atribuyesen la primera maravilla a la flauta y la segunda al
canto.
La estrofa que principia por arte materna no es para añadir
un
nuevo prodigio, sino para explicar el que acaba de señalarse.
Vocalem
temere insecutae Orphea silvae, quippe qui arte materna adeo
excellerat
ut moraretur flumina et ventos, et adeo blandus esset
fidibus
ducere ut duxerit quercus, tanquam auribus preeditas.
[Burgos
hace notar que, en los manuscritos y las ediciones, se lee
en
el verso 31 de esta oda -quod sic voluere - di sic - quia sic- y
de
otras dos o tres maneras.
El
quod sic, y el quia sic de los manuscritos, es inaceptable. Léase
sic
di voluere, giro verdaderamente horaciano, análogo al sic dis
placitum,
sátira 6ª, libro 2º, verso 22.
[La
estrofa 9ª de esta oda es la que va a leerse.
Romulum
post hos prius, an quietum
Pompili
regnum memorem an superbos
Tarquini
fasces, dubito, an Catonis
Nobile
lethum.
¿Diré
a Rómulo osado
luego,
o de Numa el próspero reinado?
¿Las
fasces de Tarquino
o
de Catón la generosa muerte?
[«El
epíteto de soberbias que da Horacio a las fasces de Tarquino»,
escribe
Burgos, «hizo pensar a algunos que él quiso aludir en este
pasaje
a Tarquino el Soberbio, séptimo y último rey de Roma. Pero
éste
es un error, que se refuta por la sola consideración del
contraste
que con Rómulo y Numa, modelo el uno de valor, y el otro
de
sabiduría, haría un monstruo que marchando por entre el incesto y
el
fratricidio, subió hasta el trono regado con la sangre de su
suegro
y de su rey. Héroes solamente nombra aquí Horacio, y héroe no
podía
ser el segundo Tarquino, sino su ilustre abuelo Lucio Tarquino
Prisco,
quinto rey de Roma».
[«Este
verbo dubito», agrega Burgos, «hubiera podido a mi parecer
ser
suprimido, o reemplazado a lo menos por otro más digno de la
majestad
lírica»].
Se
me hace duro creer que se trate del primer Tarquino. El epíteto
superbos
parece destinado de propósito a señalar al segundo. Si
Horacio
hizo bien o mal en colocarle entre los hombres ilustres de
Roma,
es otra cuestión. Tarquino el Soberbio aumentó
considerablemente
el poder romano. Es a mi juicio demasiado severo
el
señor Burgos en su reprobación del dubito.
[La
estrofa 12 de esta oda es la que va a leerse:
Crescit occulto velut arbor
aevo
Fama
Marcelli; micat inter omnes
Julilum
Sidus, velut inter ignes
Luna
minores.
Cual el árbol que al
cielo
se
alza en lento crecer, tal sube y crece
la
fama de Marcelo;
y
así la Estrella Julia resplandece,
cual
entre astros sin cuento,
la
luna en el lumbroso firmamento.
[«No
parece caber duda en que el Marcelo a quien aquí aludió
Horacio»,
dice Burgos, «fue el que ocupa en los fastos de Roma un
lugar
eminente, y no otro personaje célebre del mismo nombre, que
vivió
ciento cincuenta años después que él. El de que aquí se trata
fue
Marco Claudio Marcelo, que nació a fines del siglo quinto de
Roma,
y adquirió en el sexto tanta gloria, como Camilo en el
cuarto».
[Bello
no acepta esta interpretación de Burgos].
Crescit occulto velut arbor
aevo
Fama
Marcelli
no
puede referirse, sino a una persona viviente, joven y de grandes
esperanzas.
[«Los
comentadores de Horacio», expone Burgos, «no están de acuerdo
sobre
la inteligencia de estas palabras Julium Sidus, por las cuales
pretenden
unos que quiso el poeta designar a Julio César, aludiendo
a
una estrella desconocida, que después de su muerte apareció, y se
mantuvo
visible durante siete días continuos, y que el pueblo creyó
ser
el alma del dictador; y otros al joven Marcelo, sobrino de
Augusto,
como hijo de su hermana Octavia, yerno del mismo como
casado
con su hija Julia, y su hijo adoptivo, además de yerno y
sobrino.
Esta última opinión es la más verosímil, pues Horacio, que
no
había desflorado las alabanzas de algunos de sus dioses y de sus
héroes,
sino para recaer en el elogio de Augusto, no podía preparar
mejor
la transición, que hablando primero del gran Marcelo, y yendo
a
parar después a uno de sus descendientes a quien tantos y tan
íntimos
lazos unían con el hombre que el poeta se proponía encomiar.
Marcelo
el joven vivía aún cuando se compuso esta pieza; y a la edad
de
veintitrés años, había ya desempeñado el cargo de edil, acababa
de
ser nombrado sumo pontífice, y sus altas cualidades le hacían
mirar
como la esperanza del imperio. El pesar que su imprevista
muerte,
ocurrida a poco, ocasionó a su tío y suegro, fue tan vivo,
como
tierna la impresión que le hizo algo después el delicado
recuerdo
que de aquel joven recién arrebatado al amor de su familia,
y
al del pueblo que estaba destinado a gobernar, ingirió Virgilio en
su
Eneida. No podía ocultarse a Horacio, que vivía casi en la
intimidad
de aquella familia, el excelente efecto que produciría
sobre
Augusto el alto elogio del hijo de su hermana, hecho como
consecuencia
del de uno de sus ilustres ascendientes, y presentado
como
exordio del de Augusto mismo. El poeta sabía, por otra parte,
que
las alabanzas del joven Marcelo serían del gusto de todos,
cuando
podían no serlo las de Julio César. El elogio contenido en la
expresión:
brilla como la luna entre las estrellas, podía en verdad
parecer
exagerado, tratándose de un joven que todavía no era más que
una
esperanza, pero más exagerado debía parecer, cuando se aplicase
a
un hombre, que sucumbió en la empresa de variar en su país la
forma
de gobierno sancionada por siete siglos. Cierto es que Augusto
hacía
lo mismo a la sazón, pero a Augusto, la autoridad, la opinión,
y
el cansancio producido por largos desastres habían conferido ya,
sin
esfuerzos ostensibles de su parte, el poder que circunstancias
contrarias
habían impedido a Julio César afirmar en sus manos. A
pesar
de estas consideraciones, es posible que a él y no al joven
Marcelo,
designase Horacio por la denominación de Julium Sidus, por
lo
cual he preferido conservar a esta calificación su anfibología
original,
y he dicho simplemente la Estrella Julia, por no hacer
decir
al poeta lo que quizá no tuvo la intención de decir»].
Julium
Sidus, es probablemente Augusto.
POESÍAS
DE D. J. FERNÁNDEZ MADRID
Sabemos
que han llegado de Europa muchos ejemplares de la obra que
anunciamos,
y que van a ponerse en venta en esta capital.
Recomendamos
su lectura, y su pronto despacho nos lisonjearía como
una
prueba de los progresos del buen gusto literario.
Cuán
necesario sea éste en una sociedad culta es asunto que no
requiere
pruebas ni comentarios. Cuán fácil sería su adquisición en
un
país que adelanta como el nuestro, es idea que asaltará a los
ojos
de cualquiera que estudie las circunstancias en que vivimos.
Tenemos
por decir así cierta virginidad de impresiones muy
favorables
al desarrollo de nuestras aptitudes literarias. Apenas
son
conocidos los modelos clásicos; apenas hemos empezado a saborear
los
goces poéticos, y éstos son los que encadenando la fantasía, y
ablandando
los sentimientos, llegan a ejercer un gran influjo en las
costumbres
y en las ideas.
En
los pueblos que gozan de una civilización antigua la razón
pública
se ha formado por la lenta acción de los siglos, y sufriendo
grandes
intervalos, en los cuales los extravíos y los errores han
ocupado
el lugar de la sensatez y de la verdadera cultura. La
perfección
presente supone la asidua labor de la experiencia, y ésta
no
se forma sino con escarmientos y retractaciones. La moda, la
ignorancia,
el capricho ensalzan algunos modelos, y éstos cimientan
la
opinión, que en semejantes casos aplaude y adopta a ciegas. Antes
que
llegue la época del desengaño ¡cuánto papel se ha impreso en
balde!
¡Cuánto tiempo se ha perdido! Las bibliotecas están llenas de
poetas
de la escuela gongorina; escuela que ha producido mil veces
más
imitadores y adeptos que las de León y Meléndez. Los primeros
esfuerzos
de los que abatieron aquel coloso fueron coronados del
éxito
más satisfactorio. Trigueros, los Iriartes, Samaniego, Moratín
padre
fueron los ídolos de su época. A su vez fueron destronados por
Jovellanos,
Cienfuegos, Noroña, Meléndez, y Quintana. Y sin embargo,
aunque
tan modernos, todavía se ha dado un paso adelante. La
severidad
del gusto moderno censura en unos de estos poetas la
afectación,
en otros la superficialidad; en éste una blandura
afeminada;
en aquél un tono demasiado amanerado y simétrico. Los
poetas
del día huyen de estos defectos, y favorecidos por una época
fecunda
en grandes sucesos, y que necesariamente ha debido excitar
los
sentimientos más intensos y generosos, aspiran a ponerse a la
altura
de su siglo, y consignar en sus versos los recuerdos de las
vicisitudes
de que hemos sido espectadores.
Al
mismo tiempo los sentimientos afectuosos, considerados como
asuntos
poéticos, se van despojando de la hojarasca mitológica y
pastoril,
con que los han disfrazado los poetas anteriores. La
filosofía
ha descubierto que para movernos y seducirnos el amor no
necesita
de la flecha ni del cayado, y aunque este espíritu de
seriedad
ha traspasado sus límites, y ha degenerado a veces en una
afición
desmedida a impresiones fuertes y horrorosas, éstas son más
dignas
del hombre, que los coloquios almibarados, y las insipideces
bucólicas.
Esta
misma filosofía ha dictado sus lecciones en rimas armoniosas, y
uniéndose
al patriotismo ha presentado cuadros grandiosos que
satisfacen
la razón, y halagan la fantasía. Ella ha enseñado a los
hombres
el secreto de sus pasiones, el enigma de las catástrofes
históricas,
el arte de adornar dignamente la verdad, y al mismo
tiempo
ha perfeccionado el instrumento de la poesía, dando al
lenguaje
elevación, majestad, exactitud, armonía y haciéndolo
susceptible
de representar todas las imágenes, de expresar todos los
afectos,
de interpretar lo más sublime de la meditación, y lo más
profundo
del raciocinio.
Nosotros
tenemos la fortuna de hallar tan adelantada la obra de la
perfección
intelectual, que todo está hecho y preparado para
nuestros
goces y para nuestros progresos. Las convulsiones políticas
externas
nos han sido igualmente favorables. La nación cuya lengua
hablamos
ha sufrido una crisis que ha dispersado en suelos
extranjeros
sus ingenios más esclarecidos, y allí, sin las trabas
del
doble despotismo político y religioso que los aquejaba, han
ampliado
la esfera de sus trabajos y los han puesto al nivel de los
de
los hombres superiores de los pueblos más cultos. Las otras
repúblicas
americanas han entrado también en la arena intelectual, y
han
dado ya a luz producciones que llevan el sello de su perfección,
a
que propenden en la época actual todos los esfuerzos del genio y
de
la razón.
A
esta última clase pertenece la obra que anunciamos. Su autor es un
colombiano
distinguido, cuyas disposiciones favorables a la poesía
han
sido fomentadas de consuno por el genio de los amores, y por el
de
la libertad. La dote principal de su talento es la flexibilidad;
así
es que sobresale en el género anacreóntico, y en las graves
meditaciones
a que han dado lugar los sucesos importantes de su era.
La
pequeña colección que ha intitulado Las Rosas respira toda la
frescura
y la gracia que indica su nombre. En ella se encuentra el
siguiente
cuadro:
¡Mil
veces venturosas las sencillas
y
tiernas avecillas,
caprichos
que formó naturaleza
y
modelos de gracia y ligereza!
Es
el placer su guía;
quien
les da sus colores, su armonía,
quien
les enseña a fabricar sus nidos,
cunas
que flotan a merced del viento,
con
sus hijos queridos.
Estos
dulces cantores,
de
los bosques delicia y ornamento,
gozan
en libertad de sus amores.
Entre
ellos no hay ley dura,
que
se oponga a la ley del sentimiento;
ni
saben qué cosa es remordimiento,
ni
es un crimen para ellos la ternura.
En
las endechas siguientes la musa del autor se muestra más tierna y
afectuosa.
Blanca,
rubia y más hermosa
que
la madre del amor,
hoy
naciste, tierna esposa,
en
un valle de dolor.
Así
brota en roca dura
y
en estéril pedernal,
de
agua dulce, fresca y pura,
cristalino
manantial.
En
el árido camino
de
mi vida procelosa,
te
encontré ¡feliz destino!
te
tomé, cándida rosa.
Te
vi, Amira, y fui sensible,
te
vi, Amira, y te adoré;
no
es posible, no es posible,
que
no te ame quien te ve.
Tú
pagaste con ternura
la
constancia de mi amor,
y
me hallé con tu hermosura,
a
un monarca superior.
Si
tu gracia, gentileza
y
virtud son mi tesoro,
¿Qué
me importan piedras ni oro,
ni
altos puestos ni grandeza?
Cuantos
bienes yo deseo
los
encuentro, Amira, en ti:
Llévate
ávido Europeo,
todo
entero el Potosí.
Entre
las composiciones de un género más elevado encontramos algunas
de
un mérito muy distinguido. En la primera de toda la colección
intitulada
Canción al padre de Colombia, leemos las siguientes
estrofas,
tan admirables por la grandeza de las concepciones, como
por
la destreza en el manejo de un metro difícil.
¿Aún
hay opresores? Pichincha indignado
arroja
torrentes de fuego y furor:
del
gran Chimborazo, que horrendo ha bramado,
se
lanza y se eleva triunfante el Condor.
Venid
Colombianos
que
aún quedan tiranos,
aún
brilla la espada del Libertador.
Del
hondo sepulcro sacando gozosos
las
frentes, orladas, del rojo cordón,
los Incas
Peruanos,
saludan
tres veces al gran Campeón;
y
al ver que están libres sus hijos dichosos,
entonan
el himno de amor y de unión.
En
fuego divino los Andes se inflaman:
de
doce monarcas la voz paternal
repiten
sus ecos, que al mundo proclaman
de
América el triunfo, la gloria inmortal.
¡O manes
sagrados!
Volved
aplacados
volved
a las tumbas, familia imperial;
no
más servidumbre, no sombras augustas;
cesó
la ignominia del yugo español;
ya estamos
vengados
y
reinan de nuevo, con leyes más justas,
más
dignas del padre, los hijos del sol.
¡Oh
cuántos prodigios y heroicas hazañas
la
gloria en sus fastos podrá eternizar!
Decidlo
vosotras, inmensas montañas,
vosotros,
oh ríos rivales del mar.
¿Y que no
supera
Colombia
guerrera
si
tú la diriges, Deidad tutelar?
En
medio de abismos, escollos y horrores
la nao
velera,
al
puerto anhelado va pronto a surgir.
Y
al sabio piloto con palmas y flores
América
libre saldrá a recibir.
El
inagotable tema de los modernos poetas liberales, es decir el
amor
a la libertad, el odio al despotismo, la censura amarga de esa
liga
infausta de tiranía y fanatismo que oprime y humilla a la
Europa,
ha suministrado al autor asunto digno de sus inspiraciones.
Era
difícil que dotado de una imaginación vehemente, de un espíritu
cultivado,
y sobre todo habiendo respirado esa atmósfera de libertad
que
cubre a la América entera, resistiese al deseo de señalarse en
la
carrera en que se han inmortalizado Byron, Moore, Béranger, Monti
y
Lavigne. Puede asegurarse que jamás se ha presentado a la fantasía
del
poeta un campo más vasto ni más digno de esta mezcla feliz de
entusiasmo
y filosofía que caracteriza a la escuela creada por los
hombres
eminentes que acabamos de nombrar. En todos tiempos las
ideas
liberales se han prestado admirablemente al colorido poético,
y
si ha habido Horacios y Virgilios que han llegado a la
inmortalidad,
pagando un deplorable tributo a los tiempos en que
vivían,
ha sido preciso una reunión extraordinaria de dotes
distinguidísimas
para preservarse del olvido en que comúnmente se
sumergen
los que abrazan ese partido. Y en todo caso más pura es la
gloria
de Dante, y no hay hombres de buenos sentimientos que no
prefieran
los aplausos de las naciones, a la admiración de una corte
corrompida.
Veamos cómo nuestro autor pinta la situación de Europa
en
1824.
No
el manto reluciente
por
las divinas artes fabricado;
ni
la corona rica de tu frente;
ni
tu cetro de hierro aunque dorado,
ni
de tus ciencias el acento grave,
ni
de tus dulces musas la suave
voz
armoniosa, plácida y festiva,
América
te envidia, Europa altiva:
porque
bajo tus pies se halla un abismo
de
servidumbre, lágrimas y horrores,
y
el feroz despotismo,
áspid
mortal, se oculta entre las flores.
¿Qué
importa la grandeza
de
tus vastos palacios suntuosos?
Plaga
devoradora tu nobleza,
miseria
general tus poderosos.
¿Y
tus reyes? ¡Europa esclavizada!
Todo
tus reyes, y tus pueblos nada.
Mas
tú en el trono reinas dignamente,
monarca
de Albïón, tú, que el tridente
riges
en la extensión del Oceano.
Tú,
que a la liga inicua y tenebrosa
no
extendiste la mano
la
noble mano, fuerte y generosa.
¡Oh
pueblos! ya lo veo;
viene
del Septentrión; y ha superado
la
barrera del alto Pirineo,
en
una mano el cetro ensangrentado,
en
otra lleva la homicida lanza.
¡Oh
cuánto es formidable su venganza!
Mas
no, que está su cuerpo giganteo
en
pies de barro frágil apoyado;
no
perdáis la esperanza
¡Oh
pueblos, a las armas, a la guerra!
Y
caerá por tierra
ese
coloso enorme destrozado.
¿Qué
haces? España, España,
en
vez de unirse con estrechos lazos
tus
propios hijos ¿en su horrible saña
al
enemigo prestarán sus brazos?
¡Oh
ignorancia, execrable fanatismo!
En
el sangriento altar del despotismo
la
patria de Lanuza y de Padilla,
víctima
involuntaria, a la cuchilla
extiende
la garganta. ¡Oh mengua, oh crimen!
Y
ante el ídolo atroz de los tiranos
se
prosternan y gimen
los
altivos y fieros Castellanos.
Todos
estos extractos prueban que el autor es un verdadero poeta, y
ciertamente
los aficionados a la buena literatura española verán con
satisfacción
que en medio del abandono que ella experimenta, las
generaciones
futuras hallen estas y otras publicaciones, que les
servirán
como de faros luminosos, en medio de la oscuridad en que
las
circunstancias del día envuelven el buen gusto de aquel
país.
La
colección que anunciamos termina con algunas traducciones del
poema
de Delille, Los cuatro reinos de la naturaleza, y con una
tragedia
intitulada Atala, cuyo asunto es sacado de la novela del
mismo
nombre por Chateaubriand.
Aquellas
traducciones, conservan, no hay duda, las prendas
principales
del estilo del autor; mas no nos parece juiciosa la
elección
del modelo. Delille es tan puramente francés, y entre los
poetas
franceses, se distingue de tal modo por su amaneramiento, que
no
creemos posible la empresa de trasladar sus composiciones con
buen
éxito a otro idioma. Grandes son en verdad sus méritos, y
admirable
la facilidad con que sobrepuja las grandes dificultades
que
se propone. La flexibilidad de su talento se dobla a toda
especie
de asunto, y así sobresale en lo grandioso, sombrío y
tremendo
como en lo tierno y sencillo, si bien en este último género
se
deja conocer la impresión del trabajo. Sus descripciones son
cuadros
vivos, y luce mucho en la acertada elección de los puntos a
que
sabe dar un particular relieve. Mas todas estas prendas son
peculiares
a su idioma, al género poético de su nación, a la
estructura
de los alejandrinos. Sus obras son a manera de mosaicos,
en
que mucho más se admira la paciencia que la invención; más
agradan
los pormenores que el conjunto.
Atala
no es asunto digno de la musa trágica. Es demasiado sencilla
la
acción para permitir aquel contraste de caracteres tan esencial a
las
representaciones dramáticas. El autor ha hecho cuanto ha podido
por
calzar el coturno a la virgen de los primeros amores; pero no
creemos
que lo haya logrado. Sin embargo, su obrita es un diálogo
interesante
en cuyo estilo se han evitado los escollos que ofrecía
el
tipo original. La sobriedad en estos casos es un gran mérito; y
el
autor a lo menos no entra en el servum pecus de los imitadores,
plaga
de la literatura.
LA
ORACIÓN INAUGURAL DEL CURSO DE ORATORIA DEL LICEO DE CHILE DE
JOSÉ
JOAQUÍN DE MORA
(Artículos
y Notas de la polémica)
I
Página
2ª y otras. Se halla la palabra genio. Ábrase el Diccionario
de
la Academia, y se verá que esta palabra no ha significado jamás
la
facultad de crear. Para expresar esta idea, los autores clásicos
emplean
constantemente la palabra ingenio. Capmany, cuya autoridad
en
esta materia es conocida, ha dicho formalmente que el uso de
genio
en el sentido de que se trata, es un galicismo.(8)
Página
3ª, Concepción no es la palabra propia para exprimir la idea
concebida
por el entendimiento. Debió decirse concepto.
Id.
y otras. Los buenos filólogos enseñan que lo como acusativo
masculino
de la tercera persona no es correcto, aunque el uso de los
andaluces
es diferente.
Página
6ª. Retrazar sólo significa volver a trazar, y no ofrecer o
presentar
a la vista.
Página
7ª. Dédalo por laberinto es un purísimo galicismo.
Página
8ª. El señor Mora cita el verbo embellecer como uno de los
neologismos
modernos. Consúltese el Diccionario de la Academia, y se
verá
que es tan puro como hermosear.
Página
18. ¿Se servirá el señor Mora decirnos en qué consistía la
moderación
de Ciro?
Página
19. El prurito de los adelantos. Prurito en español es una
palabra
de censura, y no de alabanza. Adelantos no es castellano;
debió
decirse adelantamientos.
Página
4ª ¿Qué quiere decirnos el señor Mora en aquello de que el
hombre
ha adivinado las esencias materiales? ¿Ignora el director del
Liceo
que el hombre sólo conoce los efectos de las cosas, y que los
principios
son inaccesibles a su razón, y permanecen ocultos entre
los
misterios de la creación?
Id.
¿Qué significa las cantidades metafísicas? ¿La cantidad no es
por
sí misma un ente abstracto, y por consiguiente, metafísico? ¿Hay
cantidades
que sean más metafísicas que otras?
Página
9ª La topografía de la peregrinación mental es una frase que
junta
la impropiedad a la afectación. No se dice topografía, sino
itinerario,
cuando se habla de viajes o peregrinaciones; y por otra
parte,
no es hacer un gran beneficio a nuestra bella lengua querer
naturalizar
en ella el estilo ridículo que la crítica juiciosa de
Moliére
desterró largo tiempo ha de la suya.
Pero
he aquí la prueba más decisiva de la ignorancia de un hombre
que
se precia de literato, y profesa públicamente la elocuencia. En
la
página 17, se dice: así disponían de Atenas y de la Grecia toda
Isócrates
y Demóstenes; del mundo romano, Calidio y Cicerón. No
decimos
nada de la comparación que se hace entre Isócrates y
Demóstenes,
aunque los principiantes de retórica saben que Isócrates
no
pudo jamás disponer de la Grecia, porque la debilidad de sus
órganos
no le permitía subir a la tribuna; que se contentó con abrir
una
escuela de elocuencia, y no fue más que un maestro de retórica,
celebrado
a la verdad por la pureza de su estilo, y la suavidad y
abundancia
de su elocución, pero destituido de aquella cualidad
característica
de los oradores populares, de aquella fuerza de
pensamiento
y expresiones tan poderosa y tan terrible en la boca de
Demóstenes.
¿Pero qué diremos del que, en un discurso público, en un
discurso
inaugural de la clase de oratoria, pone en primer lugar, y
al
lado de Cicerón como orador y personaje célebre, a un hombre tan
desconocido
como Calidio? ¿Dónde están las arengas de ese orador que
tuvo
bastante poder para disponer del mundo romano? ¿Qué cargos
importantes
obtuvo en la república? ¿De qué precipicio la salvó?
¿Qué
medidas le dictó? ¿Qué leyes conservan su nombre? ¿Qué
historiadores
hablan de él? El único testimonio que se halla de él
en
toda la antigüedad se encuentra en Cicerón. ¿Y qué idea nos da de
él
Cicerón? Que era un abogado que se distinguía bastante por cierta
elegancia,
y armonía de dicción; pero que carecía absolutamente de
elevación
y vehemencia. He aquí, pues, el hombre que nuestro
profesor
de elocuencia nos representa como uno de los dos grandes
motores
y reguladores del imperio más poderoso del mundo,
igualándole
nada menos que al padre de Roma y de la elocuencia
romana.
II
Sobre
la palabra genio. Se ha citado no sólo la autoridad del
Diccionario
de la Academia, que el señor Mora tiene demasiados
motivos
de recusar, sino la de un escritor que en materia de
lenguaje
vale por muchos. Se nos opone el ejemplo de Meléndez,
Quintana
y otros. En un escritor que tanto declama contra la
afectación
galicana, y que ha tomado sobre sus hombros el arduo
empeño
de restaurar la pureza clásica de la lengua, es un triste
efugio
acogerse al uso moderno.
El
Popular no es palabra propia para exprimir una autoridad en
materia
de gusto. Cítese un escritor clásico que diga concepción en
vez
de concepto.
El
acusativo masculino lo. Si los escritores clásicos han usado
indiferentemente
a le y lo como acusativo masculino, y si el uso no
se
ha fijado todavía, ¿qué razón ha tenido el señor Mora para
proscribir
el le, y para llenar de vituperios a la Academia, porque
este
cuerpo ha sido de diferente opinión? ¿Tiene el señor Mora
privilegio
exclusivo para decidir, cuando el autor del Quijote
dudaba?
Retrazar.
La partícula re antepuesta a un verbo castellano,
significa
de ordinario, repetición, v. g. reanimar, reasumir,
rebautizar,
reconstruir, reconquistar, reedificar, reponer. Retrazar
es
de este número, y no significa lo que los franceses llaman
retracer
sino entre los traductores de que habla el director del
Liceo.
Cítenos un literato de buena nota que haya usado a retrazar
en
este sentido, y le creeremos.
Dédalo
por laberinto. El si volet usus al aire es el recurso
ordinario
de los que no tienen otro recurso. Compruébese el tal uso,
si
existe.
Embellecer.
El señor Mora nos pide nada menos que un escritor del
siglo
XVI en que se halle este verbo. Pero Meléndez y Quintana con
quienes
el restaurador del castellano apadrinaba poco ha la
significación
gálica de genio ¿de qué siglo son? ¿y no bastará a
Moratín?
¿Será Moratín otro autor de los muchos cuya autoridad en
materia
de lenguaje se admite o se rechaza según el gusto de cada
cual?
No lo extrañaríamos. Pero valga lo que valiere, copiaremos
aquí
dos pasajes sacados del prólogo que precede a sus comedias en
la
última edición de París. El poeta observador de la naturaleza
escoge
en ella lo que únicamente conviene a su propósito, lo
distribuye,
lo embellece (p. XXI); no es fácil embellecer sin
exageración
el diálogo familiar (p. XXIII).
La
moderación de Ciro. Los contemporáneos de Jenofonte recibieron la
Ciropedia
de este autor como una novela política. Platón cree que
Jenofonte
no acertó a bosquejar un príncipe perfecto en la persona
de
Ciro [leg. 1. 3], lo que prueba que miraba la Ciropedia como una
obra
de pura invención en cuanto al carácter del héroe; pues la
historia
no pinta a los hombres como debieron ser sino como fueron.
Heródoto,
Ctesias, Diodoro de Sicilia, Justino y Valerio Máximo
contradicen
en muchas particularidades importantes la narración de
Jenofonte.
El primero de estos historiadores, que es el más antiguo
de
todos los profanos, dice que Ciro pereció en una guerra contra
los
Escitas, cuya reina Tomiris le mandó cortar la cabeza, y ponerla
en
un odre lleno de sangre diciendo: Sáciate de la sangre humana de
que
siempre has estado sediento(9). Bien sabido es aquello de
Cicerón:
Cirus ille a Xenofonte, non ad historae fidem scriptus sed
ad
effigiem justi imperii. ¿Qué
más? El mismo Jenofonte, cuando
escribe
la historia, pinta las cosas de muy otra manera que en su
novela
política. Ciro [en la Anabasis] hace la guerra a su abuelo
Astiajes
y se apodera de la Media.
Todos
los escritores modernos de alguna nota han confirmado el fallo
de
Cicerón; y es preciso ser algo novicio en la literatura francesa
para
ignorar lo que dijeron sobre este particular Freret, Millot,
Condillac(10)
y La Harpe(11), o para citar a Rollin [escritor por
otra
parte apreciable] como voto competente en cuestiones de crítica
histórica.
Esencias
materiales. Hablando de los progresos de la filosofía no se
debió
decir, ni aun por vía de hipérbole, que los modernos las han
adivinado.
Cabalmente una de las cosas que caracterizan a la
filosofía
moderna y la distinguen de la jerigonza escolástica, es el
haber
trazado con precisión los límites de la razón humana, no
tomando
jamás en boca las esencias materiales sino para decirnos que
el
autor de la naturaleza las ha cubierto con un velo
impenetrable.
Cantidades
metafísicas. No es cierto que las del cálculo
infinitesimal
sean más metafísicas que las de la geometría ni las
algebraicas
más que las aritméticas. Los signos pueden ser más o
menos
abstractos, la cantidad no.
La
influencia política de Isócrates. Lo que el mismo Isócrates dice
en
sus cartas es decisivo en la materia: yo he sido siempre incapaz
de
defender los intereses del Estado en las juntas populares, y he
sentido
el doble tormento de la ambición y de la imposibilidad de
ser
útil. Y en otra parte: ¿De qué me han servido mis talentos? ¿He
obtenido
acaso las magistraturas, las distinciones que veo conferir
todos
los días a oradores viles que hacen traición a su
Patria?(12)
Calidio.
¿Dónde halló V. señor Mora, que Cicerón atribuyese a
Calidio
la elevación de conceptos de que V. habla en la traducción
con
que se ha servido favorecernos? La expresión de Cicerón es:
reconditas
exquisitasque sententias. Cicerón alaba en él la
blandura,
trasparencia y soltura del estilo, el acertado uso de las
figuras
y otras dotes secundarias de la elocución oratoria; pero
dice
también que le faltaba aquel mérito que consiste en conmover e
incitar
los ánimos; que no había en él ninguna fuerza, ninguna
vehemencia.(13)
La
posteridad rebajó mucho aun este concepto. Ni Quintiliano en la
gran
reseña que hace de la literatura griega y romana [lib. X, cap.
1]
en que menciona bastante número de oradores eminentes,
contemporáneos
de Cicerón [Asinio Polión, César, Mesala, Celio,
Calvo,
Servio Sulpicio] ni el autor del Diálogo de los oradores
atribuido
a Tácito, que añade a este catálogo el nombre de Bruto,
creyeron
que Calidio era digno de figurar con ellos pues le han
pasado
en silencio.
En
cuanto a las palabras crasa majadería, ignorancia, orgullo,
envidia,
pequeñez, mala fe y otras, sólo observaremos que el señor
Mora
se engaña mucho si cree que en el público chileno han de pasar
las
injurias por razones.
Hemos
visto pocos días ha dos artículos en El Mercurio de Valparaíso
en
que se ataca al Colegio de Santiago, y aunque el órgano por medio
del
cual han visto la luz pública basta para privarlos de todo
crédito,
desearíamos que los profesores de este establecimiento
respondiesen
a ellos, no pudiendo hacerlo nosotros por no estar
suficientemente
instruidos de los hechos.
III
«Ingenio
significa una facultad menos elevada y poderosa». Meléndez
mismo,
que ha dicho ingenio siempre que se lo ha permitido la medida
del
verso, nos servirá para probar lo contrario:
«¡Oh
pinceles! ¡Oh alteza peregrina
del
grande Rafael! ¡Oh bienhadada
edad,
en que hasta el cielo
en
alas del Ingenio la divina
invención
se vio alzada.»
Odas
filos. IV
«¡Oh
de ingenio divino
sumo
poder! La mente creadora,
émula
del gran Ser que le dio vida,
hasta
las obras enmendar desea
de
su alta, excelsa idea».
Odas
filos. XVI.
En
este último pasaje Meléndez pudo muy bien decir genio sin faltar
a
las leyes del metro; sin embargo prefiere ingenio, aun cuando se
trata
de ponderar el poder del entendimiento humano, la altura de
sus
conceptos, la fecundidad de sus creaciones.
Pero
no podemos decir el ingenio de Newton, el ingenio de Bonaparte.
Concedámoslo.
¿Se sigue de aquí que debemos decir el genio de
Bonaparte
en otro sentido que en el de la índole de Bonaparte, que
es
el que tiene sancionado tantos siglos ha el uso de la lengua? ¿No
es
esto introducir en ella la confusión y la anfibología, a pretexto
de
hacerla más filosófica? ¿Cuál innovación es más atrevida, cuál
hace
más violencia a la lengua, la que para significar la mente
creadora
en la estrategia, en la política, en las investigaciones
científicas,
se vale de la palabra que significa la misma facultad
creadora
en las artes, o la que se vale de una palabra que siempre,
y
hoy mismo nos ha denotado una cosa totalmente diversa? ¿Qué se
gana
con dar de mano a la voz ingenio porque suele tomarse a veces
en
otro sentido, si se le sustituye una voz que ofrece el mismo o
más
grave inconveniente?
Capmany,
queriendo hacer una especie de transacción entre los
clásicos
y los galicistas, se allana al uso de la palabra genio en
el
sentido francés con tal que se le junte algún epíteto
especificativo
como creador, inventivo, divino, etc., pero reprueba
el
uso absoluto de genio en esta acepción, como impropio y obscuro.
Admítase
esta transacción, si se quiere; pero obsérvese que en nada
favorece
al pasaje que nos ha parecido censurable en el Discurso
inaugural.
El
señor Mora contrapone como autoridad en materia de lengua, el
autor
de la Palomita de Filis, al autor de La Mojigata. El primero,
dice,
fue el fundador de la escuela a que pertenece el segundo. Si
hubiera
dicho que criticó severamente el segundo, acusándole de
«alterar
la sintaxis y propiedad de su lengua, de quitar a las
palabras
su acepción legítima, o darles la que suelen tener en otros
idiomas,
e inventar a su placer, sin necesidad ni acierto, voces
extravagantes,
formando un lenguaje obscuro y bárbaro, compuesto de
arcaísmos,
galicismos y neologismos ridículos», se hubiera acercado
más
a la verdad. Véase el prólogo antes citado. No suscribimos a
todo
el rigor de esta censura, por lo que toca a Meléndez; pero que
éste
es uno de los autores, a que Moratín alude, aunque no le
nombran
allí, puede probarse con evidencia. Entre sus poesías hay
una
parodia en que se remeda el lenguaje y estilo de Meléndez y sus
imitadores:
Sí;
tus abriles bonancibles años;
Que
meció cuna en menear dormido
De
bostezante sueñecito umbrátil,
Huyen,
y huyendo, caro Andrés, no tornan, &.
(Tomo
3 de la edición de París, pág. 409).
Y
en esta parodia encontramos gran número de vocablos y frases
favoritas,
y lo que es más, versos enteros de Meléndez, v. gr.:
«Salud,
lúgubres días, horrorosos
Aquilones,
salud»,
que
pueden leerse verbatim en la primera de las odas
filosóficas.
Esencias
Materiales. Autores de metáforas violentas y de hipérboles
extravagantes,
amontonad a vuestro sabor los absurdos. El Sr. Mora
os
abre ancho camino para justificarlos: Si os dicen que la
hipérbole
es una verdad abultada, y no una falsificación de los
hechos,
no importa. Apostrofad a Buffon y Virey, colocaros
modestamente
a su lado, y decid que vuestros bárbaros críticos han
tenido
la osadía de violar en vosotros los fueros del arte
oratoria.
Dédalo.
En sentido de laberinto es voz propia de la lengua francesa.
Si
se ha usado así en otras, lo ignoramos, y quisiéramos verlo
probado.
La retórica no tiene nada que hacer aquí. No creemos que el
Sr.
Mora haya pensado esta vez en metáforas, y los que lo suponen,
rebajan
su talento oratorio mucho más que nosotros. Ensánchense
cuanto
se quiera las libertades del estilo figurado, ¿podrá decirse,
hablando
de un palacio, este Vitrubio; hablando de una estatua, este
Fidias?
¿Se ha dicho jamás de una tragedia patética, éste es un
Eurípides,
que una bella sinfonía es un Haydn, que un elocuente
sermón
es un Bossuet? ¿Qué retórico recomendó jamás tan ridícula
figura?
¿Qué orador la empleó jamás? Los cuadros de Murillo, se
llaman,
por abreviación, Murillos, y las obras o esculturas de
Canova,
Canova; como se llama un Virgilio el libro que contiene sus
poesías;
para salir de estos límites es necesario el pasaporte del
uso.
Dédalo en la lengua francesa es un hecho solitario; y por eso
el
trasladar esta práctica a la nuestra, es cometer un galicismo. Si
se
generaliza, tanto mejor; es una voz que no tiene los
inconvenientes
de genio y enriquecerá la lengua, sin confundir las
acepciones
recibidas; pero entre tanto es galicismo.
Véase
el artículo Crítica de El Mercurio de Valparaíso, Nº [78].
Esta
es una de aquellas defensas que con las mejores intenciones del
mundo
echan a perder la causa que defienden.
¿Según
el uso presente de los castellanos, se dice le o lo en el
acusativo
masculino? Este es un punto para cuya resolución basta
tener
ojos y oídos; y una vez que el Sr. Mora, auscultando los
suyos,
nos ha dicho expresamente, en la Nota B de su Gramática, que
su
opinión tiene en contra el uso general, nos parece que no hay
nada
que añadir en la materia. Se citan las academias y los autores,
como
testigos e intérpretes, no como legisladores del uso, que está
en
posesión de dar las leyes siempre al lenguaje, y no las recibe de
nadie.
El uso es un déspota caprichoso, que no se paga de
argumentos.
Con esto bastaba; es una cuestión de hecho. La razón
promulga
las reglas, y el uso introduce las excepciones; y las
excepciones
se observan a pesar de las reglas.
Pero
no queremos contender con el Sr. Mora cum suo jure;
descenderemos
gustosos a la arena a que nos convida: examinaremos
sus
razones. Para que se vea mejor la fuerza de esta razón,
pondremos
aquí un pasaje de Cervantes: «La menesterosa Doncella
pugnó
por besarle las manos, mas Don Quijote que en todo era
comedido
y cortés caballero, jamás lo consintió; antes la hizo
levantar,
y mandó a Sancho que le armase luego al punto». El Sr.
Mora
aprueba el primer le porque es dativo o régimen indirecto, pero
no
está bien con el segundo, y cree que sería mejor decir lo armase,
para
que el acusativo tenga diferente terminación que el
dativo.
Fúndase
para ello; lo primero, en la claridad que resulta a la
lengua
de la distinción de dos relaciones diversas; y lo segundo, en
la
analogía; pues diferenciándose en el género le y la, les y los,
les
y las, y apropiando el uso la primera forma al régimen indirecto
y
la segunda al directo, parezca conforme a la razón que se haga la
misma
diferencia en le y lo.
En
realidad, hemos ya demostrado la debilidad de estos argumentos.
Hemos
dicho que en la mayor parte de los pronombres castellanos el
régimen
directo y el indirecto tienen una misma terminación; que me,
te,
se, nos, y os son a un mismo tiempo acusativos y dativos. La
analogía,
pues, o la razón que se funda en la paridad de
circunstancias,
lejos de oponerse a que demos al le el doble empleo
de
acusativo y de dativo, está a favor de esta práctica. ¿Pero no es
más
conveniente, no es más claro, que señalemos cada diferente
empleo
con una terminación diferente? Respondemos que sí, siempre
que
por huir de una ambigüedad, no tropecemos en otra. Lo es
acusativo
neutro, y en nuestra lengua la diferencia del género es de
más
importancia que la del régimen. El género es esencial para que
se
distinga entre muchas cuál es la idea reproducida por el
pronombre;
el régimen por lo regular no lo es. Así en el ejemplo
citado
el lo neutro presenta desde luego al espíritu el concepto de
una
acción anteriormente indicada, al paso que el le reproduce el
concepto
de un objeto de género masculino. Dígase lo en ambos casos,
y
la claridad y distinción con que se verifica esta reproducción de
ideas,
desaparecerá.
El
ejemplo de que se sirve el Sr. Mora es el más a propósito de que
puede
echarse mano, para que se perciba cuánto menos importante es
para
la perspicuidad del lenguaje la diferencia de régimen que la de
género.
«Cuando hablando de Pedro se dice le maté no se sabe si
Pedro
es el muerto, o algún ser viviente que le pertenecía, puesto
que
si el muerto es un caballo se debe decir le maté un caballo».
¿Pero
no ve el Sr. Mora que en este segundo caso no se puede decir
absolutamente
le maté, y que en añadiendo un caballo, cesa ya todo
motivo
de duda?
Es
tan fácil de confundir en la escritura el le, con el lo, y
comparativamente
tan raro el uso del lo, como acusativo masculino en
los
autores clásicos castellanos, que nos parece francamente
probable
la conjetura de la Academia de que en la mayor parte de los
casos
este lo es un yerro de impresor. Además; ¿quién duda que
nuestros
clásicos, y Cervantes entre ellos, pecaron a veces
gravemente
contra la corrección gramatical? ¿No se encuentra les en
el
Quijote como acusativo masculino? ¿Y no ha sido éste un solecismo
en
todas las épocas de la lengua?
Obsérvese
que los que proscriben el lo, suponen que la lengua
castellana
se ha fijado tiempo ha en el le; y que el Sr. Mora
proscribe
esta última terminación, sin embargo debe reconocer que el
uso
general está por ella.
Concepciones.
Hemos pedido un autor clásico que diga concepciones en
vez
de concepto, y el Sr. Mora nos cita a Feijoo. A esta cita
oponemos
otra. El Abate Andrés, después de enumerar las buenas
cualidades
del estilo del P. Feijoo, dice así: «Pero la continua
lectura
de libros franceses, lo nuevo de las materias, y su poco o
ningún
estudio de la lengua nativa y de sus autores clásicos, dan a
su
elocución una forma algo nueva, y un cierto aire de peregrina».
Origen
y progresos de la liter., tomo V, pág. 229, de la trad. de D.
Carlos
Andrés.
No
es necesario hablar el castellano con la pureza de un Moratín o
de
un Capmany, para ser un escritor agradable y aun elocuente. En
los
escritos de Quintana hallamos elevación, amenidad, ideas nuevas,
expresiones
a veces vigorosas; y sin embargo ¿quién negará que su
verso
y su prosa están salpicados de galicismos? En este caso se
hallan
otros; y aunque Feijoo no es de los más licenciosos, dudamos
que
se le haya citado hasta ahora como modelo de un lenguaje
castizo.
Hemos
sostenido y sostenemos que la metafísica aplicada a la
cantidad
no puede significar sino abstracto: que toda cantidad,
objeto
de ciencia matemática, es necesariamente abstracta; que la
idea
que 2 ofrece al espíritu es la de una cantidad abstracta; que X
hace
lo mismo; y que la diferencia entre estos dos signos consiste
en
que el primero es menos general que el segundo, el cual, según
los
diferentes casos, puede significar 2, 3, 4, 5 y cualquier otro
número
imaginable.
«La
cantidad 2 (dice el Sr. Mora) es positiva y la cantidad X no lo
es».
Según eso X es una cantidad negativa. Si el Sr. Mora no respeta
más
la propiedad del idioma castellano, que la del lenguaje
matemático,
medrados están sus alumnos de oratoria. «Lo opuesto a lo
positivo
es en este caso lo metafísico». Lo opuesto a lo positivo es
lo
negativo, y lo opuesto a lo metafísico es lo físico; y así como
no
puede decirse que A sea más físico que B, tampoco puede decirse
que
B sea más metafísico que A. «Pero esa voz tiene también la
significación
de oscuridad, y por cierto que una fórmula algébrica
no
es la idea más clara posible». Las fórmulas no son ideas; son
signos
de ideas; frases de una lengua de convención, y cabalmente de
la
más clara, exacta y precisa de todas las lenguas, y de la sola
lengua
en que no se conocen sofismas ni embrollos.
IV
CIRO
Lo
que se cuenta de la moderación de Ciro no tiene otro origen que
la
Ciropedia de Jenofonte, como es fácil verlo en Rollin, y en todos
los
historiadores que tratan de Ciro y de la Persia. La cuestión
rueda,
pues, sobre si merece o no crédito la Ciropedia. Hemos
sostenido
que no, con razones y autoridades, que el crítico de
Valparaíso
califica, no sabemos por qué, de citaciones vagas,
haciéndoles
mucho favor. Ya que gusta de citaciones a la letra,
procuraremos
contentarle, copiando una que vale por muchas, sacada
del
artículo Xenophon, de la Biografía Universal, tomo 51, página
389.
«La
Ciropedia, según muchos autores antiguos, es una novela
política.
Cicerón lo dice formalmente... Aún es más terminante
Ausonio...
Dionisio de Halicarnaso fue del mismo dictamen. Diodoro
de
Sicilia y Trogo Pompeyo formaron sin duda igual concepto, pues no
han
seguido a Jenofonte en la relación que hace de la muerte de
Ciro.
Entre los modernos, Erasmo, Vosio, Luis Vives, Escalígero,
Calvisio,
Simson, Fraguier, Desvignoles, Freret, Larcher,
Sainte-Croix,
Weiske, etc., están conformes en mirar la Ciropedia
como
un tratado de política, cuyo autor no tuvo otro objeto que
exponer
los medios de formar ciudadanos justos y valerosos, y
presentar
en acción un capitán no menos cuerdo y moderado, que hábil
en
el arte de la guerra. Hállanse mezcladas con la doctrina del
autor
algunas verdades históricas, pero más o menos desfiguradas: la
mayor
parte de los personajes, y todos quizá, excepto Ciro y sus
padres,
son de pura invención; los hechos que se les atribuyen,
ficticios,
o presentados según las miras del autor; las costumbres
que
da a los Persas son las de los griegos, y sobre todo las de los
espartanos.
En fin, como obra histórica la Ciropedia es de una
autoridad
debilísima por la dificultad de discernir qué es lo que
hay
de verdadero en los hechos».
Pero
si es así, dirán algunos, ¿cómo es posible que un hombre tan
instruido
y tan sensato como Rollin crea a pie-juntillas en la
moderación
de Ciro, sin más fiador que una autoridad tan sospechosa?
No
es difícil explicarlo. Rollin fue un moralista juicioso, y muy
estricto
juez de las producciones literarias; sus obras respiran por
todas
partes el amor a la virtud, y el gusto de la literatura
clásica;
no raya tan alto en la crítica de la historia, y lo que ha
escrito
en este género presenta algunas muestras de credulidad
verdaderamente
senil. Una alma como la de Rollin, enamorada de la
virtud,
podía resistir difícilmente a la tentación de presentar a
los
jóvenes, para quienes escribe; un modelo tan atractivo y tan
acabado,
como el héroe de Jenofonte. En fin, la aparente conformidad
de
algunos de los hechos referidos por éste con lo poco que la
Escritura
dice de Ciro, dio a la Ciropedia un crédito histórico, que
jamás
tuvo en la antigüedad, y fue otro motivo de irresistible
fuerza
para un escritor como Rollin. Freret demostró que esta
conformidad
era una suposición fundada, y que la escritura favorece
más
bien a Heródoto. Pero sucedió lo que ha sucedido otras veces. La
afición
a lo extraordinario y maravilloso pudo más en algunos
compiladores
modernos de historia antigua, que el voto de la
antigüedad,
que el juicio de Erasmo, Vosio, Escalígero y Luis Vives,
y
las demostraciones de Larcher y Freret.
Hemos
tenido alguna razón para insistir en el voto de este último
escritor.
Freret, como crítico y anticuario, es una autoridad de
mucho
más peso que la de Rollin, Segur y Ramsay. Sobre todo en la
cuestión
presente, que trató de propósito en una disertación
presentada
a la Academia de las Inscripciones, confrontando todos
los
testimonios de la antigüedad; lo que regularmente no suelen
hacer
los escritores de historias generales, a quienes lo vasto del
asunto
no permite prestar tanta atención a una parte.
Pero
dejándonos de autoridades, consultemos a la sana razón. La vida
de
Ciro fue una serie continua de guerras y de victorias; sujetó
multitud
de naciones; fundó uno de los mayores imperios que ha visto
el
mundo. ¿Presenta la historia otro ejemplo de un conquistador, que
haya
invadido y sojuzgado tantos pueblos y haya sido al mismo tiempo
un
hombre moderado y justo? ¿No ha sido la ambición el móvil de
todos
los conquistadores? ¿Y es compatible con ella la moderación
ejemplar
que se atribuye a Ciro?
Para
nosotros esta sola razón vale más que todas las autoridades. Si
el
crítico de El Mercurio es bastante imparcial para pronunciar un
juicio
desapasionado, confesará que el héroe de Jenofonte, que,
según
parece, por pura filantropía, no tiene tanto aire de verdad ni
una
fisonomía tan parecida a la del hombre real, como aquel Ciro
despiadado,
soberbio y sanguinario que nos pinta Heródoto.
Otra
razón de gran peso para nosotros es la forma semi-dramática de
la
Ciropedia, que ciertamente no es la de la historia griega, ni se
asemeja
mucho a la que adoptó el mismo Jenofonte en otras obras,
indudablemente
históricas. Algo más pudiéramos añadir; pero tenemos
que
fatigar la paciencia del público. Por una parte la decisión del
crítico
de Valparaíso nos basta. De ella resulta que la moderación
de
Ciro no es una de aquellas cosas indisputables y proverbiales que
puedan
ponerse al lado de la continencia de Escipión, la justicia de
Arístides,
etc.
Dédalo
se dice en francés le dédale des lois, le dédale des
procédures,
porque dédale en esta lengua no sólo es nombre de
persona,
sino un sustantivo común que significa laberinto, como se
puede
ver en el Diccionario de la Academia francesa, y en el de
Boiste.
En el Diccionario de sinónimos de Girard.
La
lógica de los comentarios es de lo más curioso que hemos visto
aun
en las obras del Sr. Mora, en que la razón nos ha parecido
siempre
la parte flaca.
¿Un
autor clásico emplea la voz genio? Luego la emplea en el mismo
sentido
que el Sr. Mora. ¿Hay hipérboles en Buffon? Basta con esto
para
que el Director del Liceo se coloque modestamente a su lado, y
trate
a los que critican las suyas, de bárbaros, que cometen un
desafuero
contra los privilegios del arte oratoria. ¿Cicerón alaba
en
Calidio la suavidad y armonía de la dicción, los conceptos
sutiles
y finos? Aunque el mismo Cicerón nos diga a renglón seguido
que
careció de nervio, que no supo mover, que le faltó lo principal,
hemos
de tener a Calidio por un orador de primer orden que dispuso
del
mundo romano. ¿Fue pretor? Luego hombre grande. De manera que
por
esa sola cuenta hubo en Roma como 1200 grandes lumbreras poco
más
o menos, en sólo el siglo de Cicerón. Pero vamos por
partes.
Genio.
En el pasaje citado por el señor Mora no se trata de facultad
mental,
ni cosa que se le parezca, sino del estilo de Séneca. Si el
Sr.
Mora lo duda, consulte, recuerde quién fue el que dio al estilo
de
Séneca el apodo de arena sin cal, y por qué. Lo que Bartolomé de
Argensola
llama genio es, ello por ello (casi hasta con las mismas
letras),
lo que Suetonio llama genus scribendi, y sobre lo que este
historiador
dice expresamente que recayó el apodo. Con que es claro
que
el rector de Villahermosa habla aquí del carácter de la dicción
de
Séneca, de aquel amaneramiento de cláusulas cortas y brillantes,
pero
inconexas, que se ha censurado tantas veces en este autor.
Genio,
pues, tiene aquí su antigua y nativa acepción de carácter o
índole,
aplicada metafóricamente al estilo, que es de lo que viene
hablando
el poeta.
Los
progresos del entendimiento humano siguieron voces nuevas para
expresar
ideas nuevas. Una de dos: ¿O los castellanos no habían
pensado
en la facultad inventiva hasta ahora, o no se les había
ocurrido
ponerle nombre? En probándose una de estas dos
proposiciones,
podrán venir al caso los progresos del entendimiento
humano,
ajada divisa de todos los innovadores, con razón o sin
ella.
Escuela
de Moratín. Hasta aquí habíamos entendido por escuela, en la
literatura,
como en las artes, la adopción de unos mismos
principios,
y la semejanza de formas en la composición. Según el
señor
Mora pertenecer a una escuela no es más que encontrarla en el
mundo.
Sucede que un escritor abomina del gusto reinante y echa por
un
rumbo nuevo. Abomina enhorabuena, dirá el Sr. Mora con su
acostumbrado
desembarazo: que fulano censura la tal escuela, no
tiene
duda: que salió de ella y en ella se crió, tampoco la
tiene.
De
aquí sacamos varias consecuencias curiosas. Si Moratín perteneció
a
la escuela de Meléndez, Meléndez perteneció a la de los Iriartes,
los
Iriartes a la de Góngora, Góngora a la de Boscán y Garcilaso; y
de
eslabón en eslabón, venimos a parar en el descubrimiento
originalísimo
de que no ha habido de Adán acá, ni puede haber, más
que
una sola escuela de poesía en el mundo.
A
las preguntas del Sr. Mora respondemos, que no vemos ningún
absurdo
en que Moratín haga escuela aparte, y que, no obstante la
superioridad
de talento, quizá tiene Moratín más analogía con el
autor
de las Fábulas literarias que con el de la Palomita de
Filis.
Le
y lo. Otra vez las razones, como si no estuviesen ya refutadas; y
las
autoridades del siglo XVI, contra las cuales ha prescrito el uso
general,
reconocido por el mismo Sr. Mora. Si el Director del Liceo
quiere
reformar la lengua a su modo, a despecho de la razón y del
uso,
es otra cosa. No le disputaremos que puede hacerlo.
Nos
hemos desentendido de la ortografía del Sr. Bello, por varios
motivos.
El principal es porque no viene al caso. La ortografía se
ha
reformado mil veces: los franceses simplificaron la suya: los
italianos
lo mismo: todos los pueblos que hablan castellano han
admitido
sin repugnancia las alteraciones recomendadas por la Real
Academia
Española. Pero en la lengua hablada no es así. La razón en
ella
es el uso: ir contra el uso es ir contra la razón. Madama
de
Sévigné
quiso que se dijese: s'il est heureux, elle ne la sera pas;
y
todo el mundo siguió diciendo elle le sera, a pesar de las razones
buenas
o malas de Madama de Sévigné. Todo lo que puede la gramática
es
fijar y uniformar el lenguaje, sujetando al uso con las cadenas
que
él mismo ha querido ponerse.
Esencias
materiales: No es cosa fácil señalar el punto preciso en
que
cesa el buen uso de las figuras, y principia el abuso. ¿Cómo
podrá
determinarse si la parte de verdad que contiene una hipérbole
es
más o menos de lo que debe ser para que no peque por
extravagante?
De esto no puede juzgarse, sino por medio de
percepciones
delicadas, que se evaporan, cuando se trata de
analizarlas.
Por
fortuna, para probar que la hipérbole del Sr. Director es
absurda,
no se necesita de ningún instrumento de nueva invención. La
hipérbole
es una verdad abultada. Alguna parte de verdad es
necesario
que haya en ella. Si no hay un átomo solo, no es una
verdad
abultada, sino una falsificación completa.
Del
grande ingenio que fue capaz de determinar las leyes impuestas
por
el creador al movimiento de los orbes celestes, pudo decirse con
alguna
verdad, que adivinó el secreto de la creación; pues aunque
estas
leyes no son todo el secreto, son una parte de él. Figurémonos
que
Newton, en vez de explorar los misterios de la naturaleza, los
hubiese
tenido por inescrutables, y se hubiese impuesto la ley de no
pensar
jamás en ellos. ¿Podría decirse, ni aun por vía de hipérbole,
que
este filósofo había adivinado el secreto de la creación?
Este
es nuestro caso. La filosofía moderna demostró que las esencias
materiales
no están al alcance de la razón humana, y las desterró de
la
escuela. Y el señor Mora, le atribuye que las ha
adivinado.
Positivas
y metafísicas, según el Sr. Mora, significa lo mismo que
claras
y oscuras. No disputaremos la propiedad de los términos. Pero
apelamos
a los lectores imparciales que han leído la oración
inaugural.
¿Hay alguno a quien se le haya ocurrido que el Sr. Mora,
cuando
dijo (empleando una de sus hipérboles) que se habían conocido
y
demostrado hasta en sus más sublimes combinaciones todas las
cantidades
positivas y metafísicas, quiso decir claras y oscuras?
Concepciones.
No queremos abundar en nuestro sentido: admitimos la
autoridad
del P. Feijoo.
Calidio.
Aunque se ha dicho tan claro que la pretura era una
magistratura
que se daba a muchos, el Director del Liceo lo entiende
a
su modo, y cree o que estos muchos eran sucesivamente, o que si se
elegían
varios a un tiempo, no eran todos para la ciudad de Roma. El
Pretor
no era menos en Roma que el canciller en Inglaterra. ¿El
Pretor?
¿Conque no había más que uno en la capital del mundo? ¿Está
el
Sr. Mora por desayunarse a la hora de éstas de que, para la sola
ciudad
de Roma, se elegían en tiempo de Cicerón diez o doce de estos
cancilleres
cada año?
Esta
es una de las peregrinas especies de la lección histórica que
ha
tenido la bondad de darnos, y en que no sabemos qué admirar más,
si
la dialéctica, los conocimientos históricos, o la buena fe. El
Pretor
juzgaba, y el canciller juzga. Luego éste y aquél son una
misma
cosa. El uno es presidente nato del senado británico, y el
otro
presidía por alguna rara contingencia al senado romano. Luego
éste
no es menos que aquél. Si el canciller es miembro de un
ejecutivo
de seis o siete personas que tiene en sus manos la balanza
del
universo, el Pretor era una fracción infinitesimal del ejecutivo
romano.
La paridad es exacta. Si el uno tiene una vasta influencia
en
lo eclesiástico, nombra todos los jueces de paz del reino, es
tutor
de todos los menores, y superintendente de todas las
fundaciones
pías, el otro daba la señal para las carreras del circo.
Conque
allá se van.
Nihil
quod magis ipsius arbitrio fingeretur ut nullius aeque
oratoris
in potestate fuerit. Confesamos
nuestra flaqueza. No
entendemos
este texto. El que tradujo reconditas por elevadas podrá
darnos
alguna luz.
Pero
volvamos a Calidio. Este orador aparece en la historia dos
veces,
dos veces solas, en dos importantes debates del senado
romano.
En el primero fue uno de 417 senadores que se declararon por
Cicerón
contra Clodio; mérito tan relevante, que Cicerón, en el
discurso
de acción de gracias que pronunció en el Senado a su vuelta
del
destierro, y en que se explaya tanto sobre los buenos oficios de
sus
parciales, destina renglón y medio a Calidio: Marcus Calidius,
statim
designatus, sententia sua, quam esset cara sibi mea salus
declaravit.
En el segundo, opinó por la paz, y aun defendiendo tan
buena
causa, no pudo arrastrar un voto. Estos son los hechos; si hay
otros
desearíamos saberlos. Explíquese el silencio de los
historiadores;
explíquese el fatal quendam de uno tan instruido y
tan
diligente como Dión, que refiere por menor los sucesos de
aquella
época. El Sr. Mora, haciendo que responde a este quendam,
alega
por la centésima vez su pasaje de Cicerón. ¿Pero se
contradicen
estos dos escritores? El uno niega a Calidio la sola
cualidad
que pudo dar a un orador influjo político: el otro,
escribiendo
las revoluciones de Roma, columbra apenas la existencia
de
Calidio en la historia. ¿Qué oposición hay en esto? En el uno
vemos
la causa, y en el otro el efecto.
¿Pero
y la lucha victoriosa de Calidio contra la facción de Clodio?
Es
el renglón y medio susodicho, empollado por el Director del
Liceo.
Los que no sepan qué cosa es genio creador, abran cualquier
historia
romana, y lean la narrativa de la contienda del senado con
la
facción de Clodio; aquel drama célebre, cuyos pormenores son tan
sabidos,
y de que el señor Mora hace protagonista a Calidio. Busquen
a
Calidio en él. No pedimos acciones, debates, arengas. Con el
nombre
solo nos contentamos. Y luego, pronuncien.
Isócrates.
Los atenienses debieron a su influjo algunos años de paz.
¿Pero
a qué especie de influjo? ¿Fue por ventura al de la
elocuencia,
que obra sobre una nación entera, como dócil instrumento
de
la acción que quiere imprimirle el orador? El señor Mora nos ha
presentado
a Isócrates disponiendo de Atenas y de la Grecia toda
desde
la tribuna. Nosotros hemos dicho que Isócrates no subió a
ella.
Oponernos que los atenienses (rebaja considerable; se trataba
de
toda la Grecia; pero pase) le debieron algunos años de paz, sin
decirnos
cómo, no es tocar el punto que se cuestiona. Esto es, sin
embargo,
lo que el Director del Liceo llama su principal argumento;
y
no deja de tener razón.
Hemos
procurado responder a todo, y ser claros; falta sólo contestar
a
las chufletas y a las injurias; pero ésta es una especie de
certamen
en que le cedemos la palma sin dificultad, así como se la
cedemos
en otras cosas, que redundan más que éstas en honor suyo. El
señor
Mora es un buen abogado, según nos han dicho: un buen poeta,
un
escritor agradable, y aun elocuente, cuando no se mete en
honduras;
un excelente juez de las producciones literarias, un
hombre
de instrucción y talento. ¿Qué más quiere? ¿No basta esto
para
contentar su ambición literaria? ¿A qué erigirse en modelo de
pureza,
y meter la luz en la literatura clásica, adquisiciones
secundarias
que no hacen ninguna falta a su reputación? Hombre que
en
materia de antigüedades históricas se aferra en el sensato Rollin
y
en el Diccionario de Bouillet, no es gran cosa.
V
En
El Mercurio de Valparaíso n. 103 hay una crítica severa y a
nuestro
parecer injusta del lenguaje del literato español Marchena.
No
hemos leído un solo renglón de este autor, pero sabemos que tiene
el
concepto, no sólo de escrupuloso en materia de galicismos, sino
de
purista extremado, que, como Capmany, por imitar el lenguaje y
estilo
de los autores clásicos, cae algunas veces en afectación y
mal
gusto.
Sea
de esto lo que fuere, los galicismos de Marchena alegados en El
Mercurio
no prueban gran cosa.
A
decir la verdad no vemos en ellos construcción ni palabra, que no
sea
perfectamente castiza.
Eso
más es animada la acción histórica (dice Marchena), que más
parecidas
son las facciones y la fisonomía de los personajes
retratados
a lo que ellos realmente fueron. El crítico de El
Mercurio
pretende que éste es un galicismo por excelencia, una
versión
servil de: plus elle est animée, plus les traits et la
physionomie
de ceux donc on en fuit le portrait, ressemblent aux
personnages
qui existerent reellement; sin reparar, lo primero, que
de
este modo se invierte el sentido, porque Marchena no dice que
cuanto
más animada es la acción, tanto es mayor la semejanza de los
personajes
históricos a los reales, sino al contrario, que, cuanto
mayor
es esta semejanza, más animada es la acción, y tanto más nos
entretiene
y embelesa la narración histórica, o vertiendo el pasaje
en
francés: la quelle est d'autant plus animée, que les traits et la
physionomie,
&.; y lo segundo, que las dos construcciones francesa y
castellana
no son análogas, pues en francés faltan los elementos
equivalentes
a eso y a que, palabras esenciales que ligan el un
inciso
o miembro con el otro, como han acostumbrado hacerlo en
castellano,
cuando se significa proporción o igualdad.
Lo
que hay de peculiar con plus elle revive sa personne, plus elle
nous
interesse, es la falta de conectivos. Si tradujéramos: más no
se
cuida del adorno, más nos interesa, cometeríamos un galicismo
imperdonable.
Para evitarlo empleamos los conectivos, cuanto menos
se
cuida del adorno, más nos interesa, &c. o de otro modo, que es de
Marchena,
eso más nos interesa, que menos se cuida del adorno.
La
alocución de Marchena en este sentido (que es indispensablemente
el
del autor) nos parece correcta y clásica. «Eso más es animada la
pintura,
que más se asemejan los objetos representados a sus
originales».
No percibimos en este modo de hablar nada que huela a
galicismo:
la expresión plus la peinture est animée, plus &c. fuera
de
invertir el sentido, presenta una construcción diversa. ¿Dónde
están
en francés los elementos equivalentes de eso y de que? ¿Son
acaso
redundantes estas dos palabras? ¿No son ellas precisamente las
que
ligan el un miembro con el otro?
¿Y
no es este modo de ligar los miembros o incisos, cuando se
significa
proporción o medida, perfectamente castellano?
VI
Hemos
visto en El Mercurio de Valparaíso nos. 98, 99 y 104 dos
interesantes
artículos sobre la controversia entre el señor Mora y
nosotros.
Nuestras ocupaciones y el justo temor de cansar la
paciencia
del publico nos obligan a ceñirnos a breves observaciones
sobre
los puntos que nos han parecido de más importancia.
Los
artículos de El Popular relativos a estas discusiones literarias
no
han sido redactados por don Andrés Bello, como se supone
gratuitamente
en El Mercurio. Sin embargo, como las opiniones de
este
individuo y las nuestras han sido unas mismas en todos los
puntos
de la controversia literaria, la equivocación es de poco
momento.
Supondremos, pues, que el crítico de Valparaíso habla con
nosotros.
Ciro.
He aquí un resumen de nuestros argumentos. El único fiador de
la
moderación de Ciro es Jenofonte en una obra que el mismo
Jenofonte
parece haber querido que se mirase como una utopía o
novela
política, pues la contradice abiertamente cuando escribe como
historiador;
en una obra que está escrita en forma de novela y no de
historia;
en una obra, de que los mismos que la siguen, descartan
los
pormenores como apócrifos; en una obra finalmente, que Platón,
Cicerón
y Justino miraron como una novela, y que muchos críticos
modernos
de primer orden han caracterizado como tal. El voto de
Freret
nos ha parecido de gran peso, porque trató este asunto de
propósito,
en una disertación presentada a la Academia de las
Inscripciones,
compulsando todos los testimonios de la antigüedad;
lo
que regularmente no hacen los compiladores, de historias
generales,
a quienes lo vasto del asunto no permite prestar tanta
atención
a una parte. Freret manifiesta que la principal razón de
los
que han preferido la Ciropedia es su aparente conformidad con la
Escritura;
demuestra que esta suposición es falsa; y prueba, al
contrario,
que lo poco que la Escritura dice de Ciro es más bien
favorable
a Heródoto. Sea de esto lo que fuere, nos contentamos con
la
decisión de El Mercurio. De ella resulta que la moderación de
Ciro
no es una de aquellas cosas indisputables y proverbiales que se
pueden
poner al lado de la continencia de Escipión, la justicia de
Arístides,
&.
Dédalo.
Procuraremos expresar nuestra opinión con toda la claridad
posible.
Creemos que esta palabra no se ha usado jamás en castellano
en
sentido de laberinto, y en esto nos fundamos para pensar que no
pudo
emplearse metafóricamente, en el sentido de laberinto ideal
pues
el uso figurado de una palabra supone el propio.
Se
dice le Dédale des lois, le dédale des procédures, porque dédale
en
francés no sólo es nombre propio de persona, sino un sustantivo
común
que significa laberinto, como es fácil verlo en el Diccionario
de
la Academia Francesa y en el de Boiste.
En
el Diccionario de sinónimos de Girard, aumentado por Beauzée y
otros
literatos, sólo se distingue a Dédale de Labyrinthe en que el
primero
es más propio del estilo noble y poético, y se toma casi
siempre
metafóricamente para significar una cosa intrincada y
confusa.
El Diccionario de Núñez Taboada está enteramente acorde con
éstos:
Dédale, s. m Es lo mismo que laberinto en el sentido propio y
en
el metafórico.
No
es así en castellano. Ni en el Diccionario de la Academia, ni en
el
mismo Núñez Taboada, que no ha sido muy escrupuloso en admitir
voces
nuevas, se encuentra esta palabra. Dédalo en nuestra lengua ha
sido
solamente un nombre propio de persona, y en esto nos hemos
fundado
para pensar que no pudo un neologismo emplearse
metafóricamente
en el sentido de cosa intrincada y confusa, pues el
uso
figurado de una palabra supone el propio.
La
cuestión se ha presentado recientemente bajo otro aspecto.
Dédalo,
se dice, es un nombre propio de persona, pero que
figuradamente
puede significar un laberinto, porque Dédalo construyó
un
laberinto. Preséntese, pues, una figura análoga en un buen
orador.
Nosotros no tenemos reparo en confesar que no hemos visto
ninguna.
Permítasenos
hacer sensible el punto de la dificultad por medio de
algunos
ejemplos. Praxíteles hizo, como todos saben, bellísimas
estatuas.
Supongamos que uno, al ver una estatua de Canova o de otro
escultor
exclamase: ¡Oh qué bello Praxíteles! ¿Sería tolerable la
figura?
Se dice de una casa desordenada en que todos mandan y nadie
obedece:
esta casa es una babilonia. ¿Pudiera decirse, esta casa es
un
Nemrod, porque Nemrod, según se cree, fue el fundador de
Babilonia?
Sería fácil multiplicar los ejemplos.
Si
se cita el ejemplo de Dédalo en otras lenguas, decimos que no
sabemos
cómo empezó la segunda acepción de esta palabra en ellas.
Pudo
empezar por una mala figura retórica, y pudo empezar de otro
modo.
¿Quién puede poner coto a las irregularidades y caprichos del
uso?
Los
que creen que el autor de la Oración inaugural quiso emplear una
figura
de esta clase, le hacen quizá menos justicia que nosotros,
que
sólo le hemos atribuido un neologismo, y no una metáfora
extravagante.
Si este neologismo es de los que pueden permitirse de
cuando
en cuando, otros lo decidirán. No hemos visto jamás con
horror
la introducción de voces nuevas, que no confunden las
acepciones
recibidas. Dédalo no tiene este inconveniente. Si se
naturaliza
en castellano, habremos adquirido una voz nueva;
adquisición
de puro lujo, supuesto que tenemos ya a laberinto, que
no
es ni menos propia, ni menos expresiva, ni menos harmoniosa; pero
el
lujo de las palabras es el más inocente de todos.
Por
lo que toca a genio, pensamos (y pensaremos, mientras no se
pruebe
lo contrario) que nada se gana, en dar una nueva acepción a
esta
voz, confundiendo en ella lo que los franceses distinguen con
las
dos palabras naturel, y génie. Il a
un bon naturel; il a un
grand
génie. ¿Aprobará la buena filosofía que expresemos dos ideas
tan
diferentes por medio de un mismo sustantivo?
Hemos
tomado de los latinos la voz ingenio en el sentido de facultad
inventiva
para toda clase de producciones literarias y de las artes.
Ingenium
Grajis causa dubit, dijo Horacio en este sentido. El mismo
escritor
explica esta palabra por las expresiones vena dives y mens
divinior.
Él
y Ovidio las contraponen [al] estudio y al arte. Ego me studium
sini
divite vena // Nec rude quid prosit video ingenium. // Ennius
ingenio
maximus; arte rudis. Cicerón asimismo en varios pasajes de
sus
obras la contrapone al arte, al esmero, al trabajo. Con que si
algo
vale la etimología, no vemos en esta parte nos hagan ninguna
ventaja
nuestros contrarios. La partícula compositiva in, que ha
parecido
a algunos superflua, no lo es. In no tiene la misma fuerza
en
ingenio, que en ingenuo, ingénito, innato, y otras voces
análogas,
en todas las cuales significa una cosa inherente al alma
que
nace con el hombre, y no se adquiere con el arte, ni el trabajo.
Lejos,
pues, de ser vacía la partícula, da un valor y energía
particular
a estas palabras.
No
hemos admitido la transacción de Capmany. No hemos hecho más que
referirla,
y añadir, que ni aun ella favorece al uso de la voz genio
en
la Oración inaugural. La admisión que se nos atribuye, es una
pura
voluntariedad de nuestro crítico. La verdad es que la tal
transacción
nos había parecido siempre algo opuesta a los principios
del
mismo Capmany. No lo expresamos así, porque no había para qué, y
porque
creímos que para acusar de error en materia de lenguaje a un
hombre
como Capmany, era necesaria una larga vida empleada en el
estudio
de los autores clásicos. Con igual voluntariedad supone
nuestro
crítico que el pasaje censurado era el de la pág. 15 de la
Oración
inaugural, el cual copia y comenta a la larga para probar
que
equivocamos su inteligencia. Trabajo perdido. El pasaje no es
ése,
sino el de la pág. 2: ¿Os hablaré yo de los prodigios que en
todos
tiempos ha obrado el lenguaje, inspirado por el genio, y
pulido
por el trabajo?
Tampoco
ha percibido el crítico el motivo que hemos tenido para dar
importancia
a las citas de Meléndez. Al que autoriza con este poeta
la
voz genio, y cree que esta palabra, según su uso moderno, expresa
algo
más que ingenio, no se le podía citar en comprobación de lo
contrario
autoridad más fuerte que la de Meléndez. Para probar que
ingenio
en castellano significa la facultad mental creadora, no
necesitábamos
de un autor tan moderno. Bastaba haber abierto el
Quijote.
Sin pasar de las primeras líneas del prólogo, hubiéramos
podido
alegar un pasaje decisivo, cual es el que sigue: ¿qué pudo
engendrar
el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia
de
un hijo seco, avellanado, antojadizo, lleno de pensamientos
varios
y nunca imaginado de otro alguno, bien como quien se engendró
en
una cárcel? Bastaba el título de la obra: el ingenioso hidalgo
don
Quijote. Si el crítico de Valparaíso ignora qué quiere decir
ingenioso
en este título, sepa que el mismo Cervantes ha tenido
cuidado
de explicarlo: lleno de pensamientos varios y nunca
imaginado
de otro alguno; por donde se ve que ingenio se aplica
mucho
más propiamente a las concepciones originales que al talento
imitativo.
Para
probar que la voz genio ha tenido de tiempo atrás el sentido
que
le dan los modernos, se han citado estos versos de Bartolomé de
Argensola:
Mas quien el genio floreciente y
vago
de
Séneca llamó cal sin arena
no
probó los efectos de su halago.
Lo
que Bartolomé de Argensola llama aquí genio es (casi hasta con
las
mismas letras) lo mismo que Suetonio llama genus scribendi, y
sobre
lo que este historiador dice terminantemente, que recayó el
apodo
de arena sin cal, que Calígula dio a las obras de Séneca. No
se
trata aquí de facultad inventiva, sino del carácter de la dicción
de
este filósofo, pulida, pero inconexa y disuelta, como todos la
han
caracterizado antes y después de Argensola. Genio, pues, en el
pasaje
alegado, conserva su antigua y genuina acepción de carácter o
índole,
aplicada metafóricamente al estilo, que es de lo que viene
hablando
el poeta:
Porque los dos genéricos
estilos
más
de un naufragio nuevo nos avisa
que
no por frecuentados son tranquilos.
Obliga el uno a brevedad
concisa
que
aunque la demasiada luz deseamos
precia
la elocución peinada y lisa.
Enumera
luego los varios géneros de composición a que se adapta
mejor
el estilo cortado; menciona algunos que sobresalieron en él
como
Horacio y Tácito; y añade:
De Trajano las dotes
inmortales
refiere
Plinio en este acento puro,
sin
voces tenebrosas ni triviales.
¿De las primeras quién se vio
seguro
si
el presbítero docto de Cartago
aspirando
a ser breve quedó oscuro?
Mas quien el genio floreciente y
vago, etc.
Creemos
pues (y lo decimos francamente, aunque nos acusen de
obstinación
o de magisterio) que hasta ahora nada se ha dicho que
haga
fuerza, en favor del uso moderno de esta palabra.
Pero
los que nos reprochan ese engreimiento ridículo ¿nos hacen
justicia?
¿O no leen lo que ellos escriben? Nada nos parecería más
vergonzoso
que la flaqueza de negar las justas alabanzas que se
deben
a los conocimientos o talentos de otros, particularmente los
de
una persona, a quien no pudiéramos escasearlos, sin
contradecirnos;
pero la infalibilidad es un atributo que no
reconocemos
en ningún mortal. Acúsenos el señor Mora con buenas
razones;
convénzanos; y verá cuán poco nos cuesta confesar un error.
Sarcasmos,
y lo que es peor, injurias, no han hecho jamás triunfar
una
mala causa, y no son necesarios para defender una buena.
Si
es preciso combatir con armas de este temple, abandonamos el
campo.
La pluma que traza estos renglones no ha sido nunca órgano de
la
detracción, ni de pasiones rencorosas; y estamos resueltos a no
emplearla
jamás de otro modo que el que hemos acostumbrado hasta
aquí,
aunque se trate de nuestra propia defensa.
Sólo
nos atrevemos a decirle que si la falta de armas de otro temple
disculpa
las chocarrerías, nada puede paliar la indecencia de las
personalidades
injuriosas dirigidas (quizá contra quien ha tenido
menos
parte en esta querella) sin alegar hecho alguno. Hay en este
arte
de sembrar especies vagas, en esta táctica de spargere voces in
vulgum
ambiguas, una malignidad cobarde: la calumnia descarada es
menos
repugnante al honor. Hasta en el modo ha procedido el señor
Mora
con poca cordura. Poner (aunque sea aparentemente) en la boca
de
los alumnos del Liceo dicterios contra una persona que les es
desconocida,
no es darles una buena lección de moral ni de
urbanidad.
Pero nos inclinamos a creer...
LEYENDAS
ESPAÑOLAS POR JOSÉ JOAQUÍN DE MORA
Esta
es una colección de poesías, digna de la fecunda y bien cortada
pluma
de su autor, que ha ensayado en ellas un género de
composiciones
narrativas que nos parece nuevo en castellano, y cuyo
tipo
presenta bastante afinidad con el de Beppo y el Don Juan de
Byron,
por el estilo alternativamente vigoroso y festivo, por las
largas
digresiones, que interrumpen a cada paso la narración (y no
es
la parte en que brilla menos la vivaz fantasía del poeta), y por
el
desenfado y soltura de la versificación, que parece jugar con las
dificultades.
En las Leyendas, fluye casi siempre como de una vena
copiosa,
una bella poesía, que se desliza mansa y trasparente, sin
estruendo
y sin tropiezo, sin aquellos, de puro artificiosos,
violentos
cortes del metro, que anuncian pretensión y esfuerzo; y al
mismo
tiempo, sin aquella perpetua simetría de ritmo que empalaga
por
su monotonía; todo es gracia, facilidad y ligereza. Y no se crea
que
es pequeño el caudal de galas poéticas que cabe en este modo de
decir
natural, sosegado y llano, que esquiva todo lo que huele a la
elevación
épica, y desciende, sin degradarse, hasta el tono de la
conversación
familiar. Sus bellezas son de otro orden; pero no menos
a
propósito que las de un género más grave, para poner en agradable
movimiento
la fantasía. Antes, si hemos de juzgar por el efecto que
en
nosotros producen, tiene este estilo un atractivo peculiar, que
no
hallamos en la majestad enfática, que algunos han creído
inseparable
de la epopeya.
Las
descripciones (que abundan en estas Leyendas) son
particularmente
felices; por ejemplo, la siguiente, con que
principia
La Judía:
Solo está el bosque. Sin testigo
mueve
sus
linfas el raudal, de espuma leve
salpicando
las flores de su orilla,
y
el techo que le forma la varilla
del mimbre y del
aromo.
Sola en la cumbre del celeste
domo
plácidamente
el argenteo disco
la
luna ostenta; y el pelado risco
con
varios tintes sus vislumbres quiebra,
ora
en blanquizca masa o sutil hebra,
ora
en grupos de nácar. El reflejo
celestial,
en su copa, el roble añejo
de forma extraña
viste;
y
con pendiente rama el sauce triste
en
móviles figuras la convierte.
Con esplendor más
fuerte,
la
luminosa inundación dilata
sus
anchas olas de bruñida plata
por
el llano vecino, desde donde,
bajo
florida rama que la esconde,
susurra
y juega en armoniosa risa,
cargada
de placer y olor la brisa;
y
al mover de sus alas, se difunde
la
exquisita fragancia, y leve cunde
por
la callada esfera. En lejanía
vaporosa
levanta oscura frente
noble castillo,
ingente
masa
de enormes piedras, que algún día,
día
de un siglo excelso, aunque remoto,
retumbó
con el bíblico alboroto,
y
oyó de alegre fiesta el alto grito;
y
en el opuesto lado, cual sañudo
gigante,
sus colosos de granito
levanta
el monte, cuyo aspecto rudo
disfrazan
con diáfana cortina
la luna y la
neblina.
Las
composiciones en metro octosílabo no salen casi nunca del tono
de
nuestros buenos romances; y en pocos de ellos, se hallarán versos
más
fáciles, blandos y graciosos, que los de estas coplas de Pedro
Niño:
Cuando don Juan, el
infante
de
Portugal, en quien brilla
grande
valor, fe constante,
nombre
y honor sin mancilla,
con
escuadrón arrogante
vino
de paz a Castilla,
donde
con pompa esmerada
don
Enrique le dio entrada;
Consigo trajo una
estrella
que
eclipsaba a la más pura:
doña
Beatriz, su hija bella,
flor
de gracia y de hermosura;
mas
tan rebelde doncella,
que
el padre en vano procura
darle
un ilustre marido,
de
los mil que la han pedido.
Porque de Aragón y
Francia,
Navarra
y otras naciones,
a
jurarle fe y constancia
vienen
potentes barones.
Mas
ella, con arrogancia,
contesta
en breves razones,
insensible
y altanera,
que
en vano espera el que espera.
En Valladolid
convoca
don
Enrique a la grandeza,
a
quien el empeño toca
de
lucir gala y riqueza;
y
la emulación provoca
su
vanidad, cuando empieza
a
ostentarse en galanteos,
y
en saraos, y en torneos.
Pasan alegres los
días;
gastan
profusos tesoros
en
ruidosas cacerías,
bailes
y fiestas de toros,
y
en valientes correrías
de
cristianos y de moros,
copiando
al vivo los lances
de
historias y de romances.
Llega en tanto un
caballero
portugués,
a quien la fama,
como
invencible guerrero,
sin
par en la lid proclama.
Fatal
es siempre su acero
al
que en combate lo llama;
y
por brïoso y robusto
a
un gigante diera susto.
Y el renombre de
Castilla
su
vanidad tanto hiere,
que
con toda la cuadrilla
justar
a caballo quiere.
Sin
mal odio y sin rencilla
salga
al campo el que saliere,
a
los más fuertes y activos
hará
perder los estribos.
Admiten los
castellanos
con
venia de Enrique, el reto;
y
se aperciben ufanos
a
salir de aquel aprieto,
y
reciben de albas manos,
besándolas
con respeto,
bandas
de varios colores,
prendas
de tiernos amores.
Siéntase en la
galería,
que
ornan ricos tafetanes,
la
vistosa compañía
de
damas y de galanes.
Al
resonar la armonía
del
clarín, los alazanes
tascan
briosos los frenos,
de
ardor generoso llenos.
En
las justas que siguen, Pedro Niño tuvo la gloria de descabalgar
al
campeón portugués. La infanta se aficiona a Pedro Niño, que
enamorado
le escribe este billete.
-«Lo que al alma
aprisionada»
(le
dice) «ofreceros toca,
los
sostendrá con la espada,
con
la pluma y con la boca;
buena
fama bien ganada,
pecho
firme como roca,
y
honra pura como armiño:
vuestro
esclavo -Pedro Niño».
...................................................
...................................................
Pasó la noche
dispierta,
pensando
que fuera ultraje,
tan
inesperada oferta,
de
su nombre y su linaje.
Por
la mañana a la puerta
viendo
de servicio al paje,
le
diz: -«Menino discreto,
cúmpleme
hablarte en secreto».-
La
infanta pregunta quién es Pedro Niño, y el menino responde
así:
«Pedro Niño es el
guerrero
más
audaz que vio Castilla,
pues
nunca emprendió su acero
contienda
sin decidilla.
A
Enrique en combate fiero
ganó
su fuerte cuchilla
gloria
que hoy al mundo espanta».
-«Prosigue»,
dijo la infanta.
-«Delante de
Pontevedra,
a
un jayán que allí vivía,
fuerte
y duro como piedra,
temerario
desafía.
Mas
nada su pecho arredra;
y
aunque doncel todavía,
con
nunca vista fiereza
le
partió en dos la cabeza.
»En las ilustres
arenas
donde
floreció Cartago,
por
las huestes agarenas
sembró
el terror y el estrago.
Las
empinadas almenas
se
rendían al amago
de
su espada; y la fortuna
postró
de la media-luna.
»Cuando las anchas
riberas
del
Guadalquivir maltrata,
y
villas y sementeras
el
atrevido pirata,
Niño
con fuertes galeras
lo
acomete y desbarata,
y
el imperio de las olas
dio
a las armas españolas.
..........................................
..........................................
»La voz en Francia
extendida
de
hazañas tan superiores,
el
rey francés lo convida,
y
bienes le da y honores».
-«Buen
menino, por tu vida,
refiéreme
sus amores»,
(así
interrumpe la infanta)
«con
la señora almiranta».
.......................................
.......................................
-«Y después de ese
mensaje,
¿vio
a quien tanto lo enamora?»
pregunta
Beatriz; y el paje
le
contesta: -«Sí, señora.
Hízole
tierno homenaje,
pero
lo demás se ignora».
La
infanta, con ceño oscuro,
dijo
-«Ya me lo figuro».
-«Mas ayer con gran
respeto»
(presto
el paje le replica),
«en
un mensaje secreto
su
intención le significa:
que
a más elevado objeto
sus
afectos sacrifica,
y
que perdone Janela,
si
por otra se desvela».
Entre risueña y
airada,
diz
la infanta: -«Buen menino,
tu
plática bien fraguada
muestra
tu ingenio ladino;
mas
te aprovecha de nada:
que
he de ser de acero fino
contra
amorosos extremos».
Y
el paje dice: -«Veremos».
Así
está escrita toda esta leyenda, que es una de las mejores de a
colección.
Una
de las cosas que nuestros lectores habrán notado sin duda, es la
felicidad
con que el poeta embute en su lenguaje ciertas locuciones,
que,
cabalmente, porque pertenecen al tono más familiar, tienen una
expresión
característica. Pero donde estos modos de decir ocurren
más
a menudo (como era de esperar) es en los pasajes sarcásticos y
burlones
de las leyendas (que no son pocos). Entre muchos ejemplos
que
pudiéramos citar del Don Opas, nos limitaremos a los dos o tres
que
siguen. Desvelábase este perverso prelado en tramar una rebelión
para
precipitar del trono a Rodrigo, y colocar en él la raza de
Witiza.
Viendo cuán vanos eran sus
conatos,
dijo
don Opas entre sí: -«Paciencia;
ya
que lo quieren estos insensatos,
consúmanse
en brutal indiferencia.
Cubran
mi mesa suculentos platos;
brillen
en casa el lujo y la opulencia;
manténganse
los sacos de oro llenos,
y
haya buena salud; del mal el menos».
El
conde don Julián, su sobrino, le hace sabedor de ciertos tratos
con
los moros, y le consulta sobre si podría tuta conscientia unirse
a
los infieles para vengar la injuria mortal que había recibido del
monarca:
-«Sólo falta que ilustres mi
ignorancia
y
calmes los escrúpulos que abrigo.
¿Es
lícito tratar sin repugnancia
al
enemigo de la fe, de amigo?
¿Habrá
quién luego absuelva mi arrogancia,
si,
porque se le antoja a don Rodrigo
dar
rienda a su apetito con la Cava,
en
sangre goda mi baldón se lava?»
-«¡Que tenga yo un sobrino tan
salvaje!»
clamó
don Opas, dando un golpe recio.
...............................................................
...............................................................
Toma
la pluma y fragua una respuesta,
digna
de aquella singular consulta.
-«¿Qué
ignominia» decía al conde, «es ésta
que
tu imaginación crea y abulta?»
.........................................................
.........................................................
«¡Una corona te seduce!
Tonto,
una
corona es un joyel liviano
que
el aliento deslustra: no más pronto
disipa
airado viento el humo vano.
Yo
más arriba mi ambición remonto.
¿Qué
sirve un cetro en impotente mano,
si
vive el que lo empuña en ansia eterna?
Mejor
es gobernar al que gobierna.
«Con ese moro amable que te
estrecha,
toda
dificultad la astucia zanje.
Sus
ofertas benignas aprovecha;
liga
tu agudo acero al corvo alfanje.
Renuncio
a tu amistad, si en esta fecha,
puesto
al frente de intrépida falange,
con
ella a nuestra España no galopas.
Toledo
y Mayo veintitrés -don Opas».
Las
octavas que ponemos a continuación nos ofrecen una buena muestra
de
esta felicidad idiomática, al mismo tiempo que de las digresiones
a
la manera de Byron. El poeta compara la Edad Media con los siglos
modernos.
No había protocolos ni
gacetas,
máquinas
de sofisma y de patraña,
que,
con frases pomposas y discretas,
convierten
en blandura lo que es saña;
ni
en narcóticas rimas los poetas
daban
a la política artimaña,
barniz
de convulsiva fraseologia,
que
desde media legua huele a logia.
El crimen era crimen, pero
franco,
y
decía a las claras: -«Esto quiero».
No
aspiraba a tornar lo negro en blanco,
ni
quitaba a su víctima el sombrero,
ni
al amarrar a un mísero en el banco,
lo
halagaba con tono lisonjero;
ni
decía el poder al sacerdocio:
-«Partiremos
el lucro del negocio».
Juzgábase una causa en la
palestra,
cuerpo
a cuerpo: sistema aborrecido,
en
que el fallo pendía de la diestra,
y
pagaba las costas el vencido.
Mas
hoy la ilustración ¿cómo se muestra?
¿En
esto hemos ganado, o bien perdido?
El
influjo, cual antes la pelea,
¿no
dicta los oráculos de Astrea?
Llámese fuerza, o bien llámese
influjo,
¡qué
importa lo que diga el diccionario,
si
bajo el grave peso yo me estrujo,
cuando
estrujar debiera al adversario!
Que
ganen la belleza, el oro, el lujo,
al
favor de vascuence formulario,
o
el tajo y el revés de estoque y daga,
¿al
fin no es la justicia quien la paga?
Y a propósito, ¡qué ruin
pobreza
la
del célebre idioma castellano!
Justicia
es la verdad y la pureza,
y
justicia es un juez y un escribano.
Y
así cuando me oprima con fiereza
fallo
vendido por proterva mano,
diré
correctamente y sin malicia:
¡qué
cosa tan injusta es la justicia!
Y para ser justicia en el
sentido
metafórico,
absurdo, de que trato,
¿se
requiere tal vez ser buen marido,
ciudadano
provecto, hombre sensato?
No,
señor; nada de eso se ha pedido.
¿Filósofo
tal vez, o literato,
en
quien profundo estudio deje impreso
lo
que es injusto o justo? -Nada de eso.
¿No se exige del juez cumplida
ciencia
del
ser mental? ¿del hondo mecanismo,
cuya
acción modifica la conciencia,
y
la convierte en templo u en abismo?
¡Qué!
¿No ha de conocer la íntima esencia
del
vicio y la virtud, para que él mismo
no
quede entre los límites suspenso
de
la virtud y el vicio? -Ni por pienso.
¿Pues quién me va a juzgar? Un
mozalbete,
que
en seis años de oscura algarabía,
logró
cubrirse el cráneo de un bonete,
símbolo
de precoz sabiduría.
Con
esta iniciación, y algún librete,
que
más le ofusca el seso todavía,
no
ha menester más tiempo ni trabajo:
bien
puede echar sentencias a destajo.
..............................................................
..............................................................
Así la espada de Damocles
pende,
y
amenaza invisible fama, vida,
familia
y bienestar; así se extiende
doquiera
la asechanza, apercibida
por
incógnita mano, que sorprende
en
su sueño al honrado; y de la herida
siente
el dolor, y atormentado muere,
sin
ver el filo agudo que lo hiere.
Lejos del conde y de Tarif
estamos,
y
dando sin querer enorme brinco,
del
año setecientos diez, pasamos
al
de mil ochocientos treinta y cinco.
Con
andar más de prisa ¿qué logramos?
¿qué
vamos a ganar si con ahínco
perseguimos
la historia paso a paso,
para
hallarnos al fin con un fracaso?
LA
ARAUCANA POR DON ALONSO DE ERCILLA Y ZÚÑIGA.
Mientras
no se conocieron las letras, o no era de uso general la
escritura,
el depósito de todos los conocimientos estaba confiado a
la
poesía. Historia, genealogías, leyes, tradiciones religiosas,
avisos
morales, todo se consignaba en cláusulas métricas, que,
encadenando
las palabras, fijaban las ideas, y las hacían más
fáciles
de retener y comunicar. La primera historia fue en verso. Se
cantaron
las hazañas heroicas, las expediciones de guerras, y todos
los
grandes acontecimientos, no para entretener la imaginación de
los
oyentes, desfigurando la verdad de los hechos con ingeniosas
ficciones,
como más adelante se hizo, sino con el mismo objeto que
se
propusieron después los historiadores y cronistas que escribieron
en
prosa. Tal fue la primera epopeya o poesía narrativa: una
historia
en verso, destinada a trasmitir de una en otra generación
los
sucesos importantes para perpetuar su memoria.
Mas,
en aquella primera edad de las sociedades, la ignorancia, la
credulidad
y el amor a lo maravilloso, debieron por precisión
adulterar
la verdad histórica y plagarla de patrañas, que,
sobreponiéndose
sucesivamente unas tras otras, formaron aquel cúmulo
de
fábulas cosmogónicas, mitológicas y heroicas en que vemos
hundirse
la historia de los pueblos cuando nos remontamos a sus
fuentes.
Los rapsodos griegos, los escaldos germánicos, los bardos
bretones,
los troveres franceses, y los antiguos romanceros
castellanos,
pertenecieron desde luego a la clase de poetas
historiadores,
que al principio se propusieron simplemente
versificar
la historia; que la llenaron de cuentos maravillosos y de
tradiciones
populares, adoptados sin examen, y generalmente creídos;
y
que después, engalanándola con sus propias invenciones, crearon
poco
a poco y sin designio un nuevo genero, el de la historia
ficticia.
A la epopeya-historia, sucedió entonces la epopeya
histórica,
que toma prestados sus materiales a los sucesos
verdaderos
y celebra personajes conocidos, pero entreteje con lo
real
lo ficticio, y no aspira ya a cautivar la fe de los hombres,
sino
a embelesar su imaginación.
En
las lenguas modernas se conserva gran número de composiciones que
pertenecen
a la época de la epopeya-historia. ¿Qué son, por ejemplo,
los
poemas devotos de Gonzalo de Berceo, sino biografías y
relaciones
de milagros, compuestas candorosamente por el poeta, y
recibidas
con una fe implícita por sus crédulos contemporáneos?
No
queremos decir que después de esta separación, la historia,
contaminada
más o menos por tradiciones apócrifas, dejase de dar
materia
al verso. Tenemos ejemplo de lo contrario en España, donde
la
costumbre de poner en coplas los sucesos verdaderos, o reputados
tales,
que llamaban más la atención subsistió largo tiempo, y puede
decirse
que ha durado hasta nuestros días, bien que con una notable
diferencia
en la materia. Si los romanceros antiguos celebraron en
sus
cantares las glorias nacionales, las victorias de los reyes
cristianos
de la Península sobre los árabes, las mentidas proezas de
Bernardo
del Carpio, las fabulosas aventuras de la casa de Lara, y
los
hechos, ya verdaderos, ya supuestos, de Fernán González, Ruy
Díaz
y otros afamados capitanes; si pusieron algunas veces a
contribución
hasta la historia antigua, sagrada y profana; en las
edades
posteriores el valor, la destreza y el trágico fin de
bandoleros
famosos, contrabandistas y toreros, han dado más
frecuente
ejercicio a la pluma de los poetas vulgares y a la voz de
los
ciegos.
En
el siglo XIII, fue cuando los castellanos cultivaron con mejor
suceso
la epopeya-historia. De las composiciones de esta clase que
se
dieron a luz en los siglos XIV y XV, son muy pocas aquellas en
que
se percibe la menor vislumbre de poesía. Porque no deben
confundirse
con ellas, como lo han hecho algunos críticos
traspirenaicos,
ciertos romances narrativos, que, remedando el
lenguaje
de los antiguos copleros, se escribieron en el siglo XVII,
y
son obras acabadas, en que campean a la par la riqueza del ingenio
y
la perfección del estilo(14).
Hay
otra clase de romances viejos que son narrativos, pero sin
designio
histórico. Celébranse en ellos las lides y amores de
personajes
extranjeros, a veces enteramente imaginarios; y a esta
clase
pertenecieron los de Galvano, Lanzarote del Lago, y otros
caballeros
de la Tabla Redonda, es decir, de la corte fabulosa de
Arturo,
rey de Bretaña (a quien los copleros llamaban Artus); o los
de
Roldán, Oliveros, Baldovinos, el marqués de Mantua, Ricarte de
Normandía,
Guido de Borgoña, y demás paladines de Carlomagno. Todos
ellos
no son más que copias abreviadas y descoloridas de los
romances
que sobre estos caballeros se compusieron en Francia y en
Inglaterra
desde el siglo XI. Donde empezó a brillar el talento
inventivo
de los españoles, fue en los libros de caballería.
Luego
que la escritura comenzó a ser más generalmente entendida,
dejó
ya de ser necesario, para gozar del entretenimiento de las
narraciones
ficticias, el oírlas de la boca de los juglares y
menestrales,
que, vagando de castillo en castillo y de plaza en
plaza,
y regocijando los banquetes, las ferias y las romerías,
cantaban
batallas, amores y encantamientos, al son del harpa y la
vihuela.
Destinadas a la lectura y no al canto, comenzaron a
componerse
en prosa: novedad que creemos no puede referirse a una
fecha
más adelantada que la de 1300. Por lo menos, es cierto que en
el
siglo XIV se hicieron comunes en Francia los romances en prosa.
En
ellos, por lo regular, se siguieron tratando los mismos asuntos
que
antes: Alejandro de Macedonia, Arturo y la Tabla Redonda,
Tristán
y la bella Iseo, Lanzarote del Lago, Carlomagno y sus doce
pares,
etc. Pero una vez introducida esta nueva forma de epopeyas o
historias
ficticias, no se tardó en aplicarla a personajes nuevos,
por
lo común enteramente imaginarios; y entonces fue cuando
aparecieron
los Amadises, los Belianises, los Palmerines, y la
turbamulta
de caballeros andantes, cuyas portentosas aventuras
fueron
el pasatiempo de toda Europa en los siglos XV y XVI. A la
lectura
y a la composición de esta especie de romances, se
aficionaron
sobremanera los españoles, hasta que el héroe inmortal
de
la Mancha la puso en ridículo, y la dejó consignada para siempre
al
olvido.
La
forma prosaica de la epopeya no pudo menos de frecuentarse y
cundir
tanto más, cuanto fue propagándose en las naciones modernas
el
cultivo de las letras, y especialmente el de las artes
elementales
de leer y escribir. Mientras el arte de representar las
palabras
con signos visibles fue desconocido totalmente, o estuvo al
alcance
de muy pocos, el metro era necesario para fijarlas en la
memoria,
y para trasmitir de unos tiempos y lugares a otros los
recuerdos
y todas las revelaciones del pensamiento humano. Mas, a
medida
que la cultura intelectual se difundía, no sólo se hizo de
menos
importancia esta ventaja de las formas poéticas, sino que,
refinado
el gusto, impuso leyes severas al ritmo, y pidió a los
poetas
composiciones pulidas y acabadas. La epopeya métrica vino a
ser
a un mismo tiempo menos necesaria y más difícil; y ambas causas
debieron
extender más y más el uso de la prosa en las historias
ficticias,
que destinadas al entretenimiento general se
multiplicaron
y variaron al infinito, sacando sus materiales, ya de
la
fábula, ya de la alegoría, ya de las aventuras caballerescas, ya
de
un mundo pastoril no menos ideal que el de la caballería
andantesca,
ya de las costumbres reinantes; y en este último género,
recorrieron
todas las clases de la sociedad y todas las escenas de
la
vida, desde la corte hasta la aldea, desde los salones del rico
hasta
las guaridas de la miseria y hasta los más impuros escondrijos
del
crimen.
Estas
descripciones de la vida social, que en castellano se llaman
novelas
(aunque al principio sólo se dio este nombre a las de corta
extensión,
como las Ejemplares de Cervantes), constituyen la epopeya
favorita
de los tiempos modernos, y es lo que en el estado presente
de
las sociedades representa las rapsodias del siglo de Homero y los
romances
rimados de la media edad. A cada época social, a cada
modificación
de la cultura, a cada nuevo desarrollo de la
inteligencia,
corresponde una forma peculiar de historias ficticias.
La
de nuestra tiempo es la novela. Tanto ha prevalecido la afición a
las
realidades positivas, que hasta la epopeya versificada ha tenido
que
descender a delinearlas, abandonando sus hadas y magos, sus
islas
y jardines encantados, para dibujarnos escenas, costumbres y
caracteres,
cuyos originales han existido o podido existir
realmente.
Lo que caracteriza las historias ficticias que se leen
hoy
día con más gusto, ya estén escritas en prosa o en verso, es la
pintura
de la naturaleza física y moral reducida a sus límites
reales.
Vemos con placer en la epopeya griega y romántica, y en las
ficciones
del Oriente, las maravillas producidas por la agencia de
seres
sobrenaturales; pero sea que esta misma, por rica que parezca,
esté
agotada, o que las invenciones de esta especie nos empalaguen y
sacien
más pronto, o que, al leer las producciones de edades y
países
lejanos, adoptemos como por una convención tácita, los
principios,
gustos y preocupaciones bajo cuya influencia se
escribieron,
mientras que sometemos las otras al criterio de
nuestras
creencias y sentimientos habituales, lo cierto es que
buscamos
ahora en las obras de imaginación que se dan a luz en los
idiomas
europeos, otro género de actores y de decoraciones,
personajes
a nuestro alcance, agencias calculadas, sucesos que no
salgan
de la esfera de lo natural y verosímil. El que introdujese
hoy
día la maquinaria de la Jerusalén Libertada en un poema épico,
se
expondría ciertamente a descontentar a sus lectores.
Y
no se crea que la musa épica tiene por eso un campo menos vasto en
que
explayarse. Por el contrario, nunca ha podido disponer de tanta
multitud
de objetos eminentemente poéticos y pintorescos. La
sociedad
humana, contemplada a la luz de la historia en la serie
progresiva
de sus transformaciones, las variadas fases que ella nos
presenta
en las oleadas de sus revoluciones religiosas y políticas,
son
una veta inagotable de materiales para los trabajos del
novelista
y del poeta. Walter Scott y lord Byron han hecho sentir el
realce
que el espíritu de facción y de secta es capaz de dar a los
caracteres
morales, y el profundo interés que las perturbaciones del
equilibrio
social pueden derramar sobre la vida doméstica. Aun el
espectáculo
del mundo físico, ¿cuántos nuevos recursos no ofrece al
pincel
poético, ahora que la tierra, explorada hasta en sus últimos
ángulos,
nos brinda con una copia infinita de tintes locales para
hermosear
las decoraciones de este drama de la vida real, tan vario
y
tan fecundo de emociones? Añádanse a esto las conquistas de las
artes,
los prodigios de la industria, los arcanos de la naturaleza
revelados
a la ciencia; y dígase si, descartadas las agencias de
seres
sobrenaturales y la magia, no estamos en posesión de un caudal
de
materiales épicos y poéticos, no sólo más cuantioso y vario, sino
de
mejor calidad que el que beneficiaron el Ariosto y el Tasso.
¡Cuántos
siglos hace que la navegación y la guerra suministran
medios
poderosos de excitación para la historia ficticia! Y sin
embargo,
lord Byron ha probado prácticamente que los viajes y los
hechos
de armas bajo sus formas modernas son tan adaptables a la
epopeya
como lo eran bajo las formas antiguas; que es posible
interesar
vivamente en ellos sin traducir a Homero, y que la guerra,
cual
hoy se hace, las batallas, sitios y asaltos de nuestros días,
son
objetos susceptibles de matices poéticos tan brillantes como los
combates
de los griegos y troyanos, y el saco y ruina de Ilión.
Nec
minimum meruere decus vestigia graeca
Ausi
deserere et celebrare domestica facta.
En
el siglo XVI, el romance métrico llegaba a su apogeo en el poema
inmortal
del Ariosto, y desde allí empezó a declinar, hasta que
desapareció
del todo, envuelto en las ruinas de la caballería
andantesca,
que vio sus últimos días en el siglo siguiente. En
España,
el tipo de la forma italiana del romance métrico es el
Bernardo
del obispo Valbuena, obra ensalzada por un partido
literario
mucho más de lo que merecía, y deprimida consiguientemente
por
otro con igual exageración e injusticia. Es preciso confesar que
en
este largo poema algunas pinceladas valientes, una paleta rica de
colores,
un gran número de aventuras y lances ingeniosos, de bellas
comparaciones
y de versos felices, compensan difícilmente la
prolijidad
insoportable de las descripciones y cuentos, el impropio
y
desatinado lenguaje de los afectos, y el sacrificio casi continuo
de
la razón a la rima, que, lejos de ser esclava de Valbuena, como
pretende
un elegante crítico español, le manda tiránica, le tira acá
y
allá con violencia, y es la causa principal de que su estilo
narrativo
aparezca tan embarazado y tortuoso.
El
romance métrico desocupaba la escena para dar lugar a la epopeya
clásica,
cuyo representante es el Tasso: cultivada con más o menos
suceso
en todas las naciones de Europa hasta nuestros días, y
notable
en España por su fecundidad portentosa, aunque generalmente
desgraciada,
La Austriada, el Monserrate, y la Araucana, se reputan
por
los mejores pomas de este género, en lengua castellana escritos;
pero
los dos primeros apenas son leídos en el día sino por literatos
de
profesión, y el tercero se puede decir que pertenece a una
especie
media, que tiene más de histórico y positivo, en cuanto a
los
hechos, y por lo que toca a la manera, se acerca más al tono
sencillo
y familiar del romance.
Aun
tornando en cuenta la Araucana si adhiriésemos al juicio que han
hecho
de ella algunos críticos españoles y de otras naciones, sería
forzoso
decir que la lengua castellana tiene poco de qué gloriarse.
Pero
siempre nos ha parecido excesivamente severo este juicio. El
poema
de Ercilla se lee con gusto, no sólo en España y en los países
hispano-americanos,
sino en las naciones extranjeras; y esto nos
autoriza
para reclamar contra la decisión precipitada de Voltaire, y
aun
contra las mezquinas alabanzas de Boutterweek. De cuantos han
llegado
a nuestra noticia(15), Martínez de la Rosa ha sido el
primero
que ha juzgado a la Araucana con discernimiento; mas, aunque
en
lo general ha hecho justicia a las prendas sobresalientes que la
recomiendan,
nos parece que la rigidez de sus principios literarios
ha
extraviado alguna vez sus fallos(16). En lo que dice de lo mal
elegido
del asunto, nos atrevemos a disentir de su opinión. No
estamos
dispuestos a admitir que una empresa, para que sea digna del
canto
épico, deba ser grande, en el sentido que dan a esta palabra
los
críticos de la escuela clásica; porque no creemos que el interés
con
que se lee la epopeya, se mida por la extensión de leguas
cuadradas
que ocupa la escena, y por el número de jefes y naciones
que
figuran en la comparsa. Toda acción que sea capaz de excitar
emociones
vivas, y de mantener agradablemente suspensa la atención,
es
digna de la epopeya, o, para que no disputemos sobre palabras,
puede
ser el sujeto de una narración poética interesante, ¿Es más
grande,
por ventura, el de la Odisea que el que eligió Ercilla? ¿Y
no
es la Odisea un excelente poema épico? El asunto mismo de la
Ilíada,
desnudo del esplendor con que supo vestirlo el ingenio de
Homero,
¿a qué se reduce en realidad? ¿Qué hay tan importante y
grandioso
en la empresa de un reyezuelo de Micenas, que,
acaudillando
otros reyezuelos de la Grecia, tiene sitiada diez años
la
pequeña ciudad de Ilión, cabecera de un pequeño distrito, cuya
oscurísima
corografía ha dado y da materia a tantos estériles
debates
entre los eruditos? Lo que hay de grande, espléndido y
magnífico
en la Ilíada, es todo de Homero.
Bajo
otro punto de vista, pudiera aparecer mal elegido este asunto.
Ercilla,
escribiendo los hechos en que él mismo intervino, los
hechos
de sus compañeros de armas, hechos conocidos de tantos,
contrajo
la obligación de sujetarse algo servilmente a la verdad
histórica.
Sus contemporáneos no le hubieran perdonado que
introdujese
en ellos la vistosa fantasmagoría con que el Tasso
adornó
los tiempos de la primera cruzada, y Valbuena, la leyenda
fabulosa
de Bernardo del Carpio. Este atavío de maravillas, que no
repugnaba
al gusto del siglo XVI, requería, aun entonces, para
emplearse
oportunamente y hacer su efecto, un asunto en que el
trascurso
de los siglos hubiese derramado aquella oscuridad
misteriosa
que predispone a la imaginación a recibir con docilidad
los
prodigios: Datur haec venia antiquitati ut miscendo humana
divinis
primordia urbium augustiora faciat. Así es que el episodio
postizo
del mago Fitón es una de las cosas que se leen con menos
placer
en la Araucana. Sentado, pues, que la materia de este poema
debía
tratarse de manera que, en todo lo sustancial, y especialmente
en
lo relativo a los hechos de los españoles, no se alejase de la
verdad
histórica, ¿hizo Ercilla tan mal en elegirla? Ella sin duda
no
admitía las hermosas tramoyas de la Jerusalén o del Bernardo.
Pero
¿es éste el único recurso del arte para cautivar la atención?
La
pintura de costumbres y caracteres vivientes, copiados al natural
no
con la severidad de la historia, sino con aquel colorido y
aquellas
menudas ficciones que son de la esencia de toda narrativa
gráfica,
y en que Ercilla podía muy bien dar suelta a su
imaginación,
sin sublevar contra sí la de sus lectores y sin
desviarse
de la fidelidad del historiador mucho más que Tito Livio
en
los anales de los primeros siglos de Roma; una pintura hecha de
este
modo, decimos, era susceptible de atavíos y gracias que no
desdijesen
del carácter de la antigua epopeya, y conviniesen mejor a
la
era filosófica que iba a rayar en Europa. Nuestro siglo no
reconoce
ya la autoridad de aquellas leyes convencionales con que se
ha
querido obligar al ingenio a caminar perpetuamente por los
ferrocarriles
de la poesía griega y latina. Los vanos esfuerzos que
se
han hecho después de los días del Tasso para componer epopeyas
interesantes,
vaciadas en el molde de Homero y de las reglas
aristotélicas,
han dado a conocer que era ya tiempo de seguir otro
rumbo.
Ercilla tuvo la primera inspiración de esta especie; y si en
algo
se le puede culpar, es en no haber sido constantemente fiel a
ella.
Para
juzgarle, se debe también tener presente que su protagonista es
Caupolicán,
y que las concepciones en que se explaya más a su sabor,
son
las del heroísmo araucano. Ercilla no se propuso, como Virgilio,
halagar
el orgullo nacional de sus compatriotas. El sentimiento
dominante
de la Araucana es de una especie más noble: el amor a la
humanidad,
el culto de la justicia, una admiración generosa al
patriotismo
y denuedo de los vencidos. Sin escasear las alabanzas a
la
intrepidez y constancia de los españoles, censura su codicia y
crueldad.
¿Era más digno del poeta lisonjear a su patria, que darle
una
lección de moral? La Araucana tiene, entre todos los poemas
épicos,
la particularidad de ser en ella actor el poeta; pero un
actor
que no hace alarde de sí mismo, y que, revelándonos, como sin
designio,
lo que pasa en su alma en medio de los hechos de que es
testigo,
nos pone a la vista, junto con el pundonor militar y
caballeresco
de su nación, sentimientos rectos y puros que no eran
ni
de la milicia, ni de la España, ni de su siglo.
Aunque
Ercilla tuvo menos motivo para quejarse de sus compatriotas
como
poeta que como soldado, es innegable que los españoles no han
hecho
hasta ahora de su obra todo el aprecio que merece; pero la
posteridad
empieza ya a ser justa con ella. No nos detendremos a
enumerar
las prendas y bellezas que, además de las dichas, la
adornan;
lo primero, porque Martínez de la Rosa ha desagraviado en
esta
parte al cantor de Caupolicán; y lo segundo, porque debemos
suponer
que la Araucana, la Eneida de Chile, compuesta en Chile, es
familiar
a los chilenos, único hasta ahora de los pueblos modernos
cuya
fundación ha sido inmortalizada por un poema épico.
Mas,
antes de dejar la Araucana, no será fuera de propósito decir
algo
sobre el tono y estilo peculiar de Ercilla, que han tenido
tanta
parte, como su parcialidad a los indios, en la especie de
disfavor
con que la Araucana ha sido mirada mucho tiempo en España.
El
estilo de Ercilla es llano, templado, natural; sin énfasis, sin
oropeles
retóricos, sin arcaísmos, sin trasposiciones artificiosas.
Nada
más fluido, terso y diáfano. Cuando describe, lo hace siempre
con
las palabras propias. Si hace hablar a sus personajes, es con
las
frases del lenguaje ordinario, en que naturalmente se expresaría
la
pasión de que se manifiestan animados. Y sin embargo, su
narración
es viva, y sus arengas elocuentes. En éstas, puede
compararse
a Homero, y algunas veces le aventaja. En la primera, se
conoce
que el modelo que se propuso imitar fue el Ariosto; y aunque
ciertamente
ha quedado inferior a él en aquella negligencia llena de
gracias,
que es el más raro de los primores del arte, ocupa todavía
(por
lo que toca a la ejecución, que es de lo que estamos hablando),
un
lugar respetable entre los épicos modernos, y acaso el primero de
todos,
después de Ariosto y el Tasso.
La
epopeya admite diferentes tonos, y es libre al poeta elegir entre
ellos
el más acomodado a su genio y al asunto que va a tratar. ¿Qué
diferencia
no hay, en la epopeya histórico-mitológica, entre el tono
de
Homero y el de Virgilio? Aun es más fuerte en la epopeya
caballeresca
el contraste entre la manera desembarazada, traviesa,
festiva,
y a veces burlona del Ariosto, y la marcha grave, los
movimientos
compasados, y la artificiosa simetría del Tasso. Ercilla
eligió
el estilo que mejor se prestaba a su talento narrativo. Todos
los
que, como él, han querido contar con individualidad, han
esquivado
aquella elevación enfática, que parece desdeñarse de
descender
a los pequeños pormenores, tan propios, cuando se escogen
con
tino, para dar vida y calor a los cuadros poéticos.
Pero
este tono templado y familiar es Ercilla, que a veces (es
preciso
confesarlo) degenera en desmayado y trivial, no pudo menos
de
rebajar mucho el mérito de su poema a los ojos de los españoles
en
aquella edad de refinada elegancia y pomposa grandiosidad, que
sucedió
en España al gusto más sano y puro de los Garcilasos y
Leones.
Los españoles abandonaron la sencilla y expresiva
naturalidad
de su más antigua poesía, para tomar en casi todas las
composiciones
no jocosas un aire de majestad, que huye de rozarse
con
las frases idiomáticas y familiares, tan íntimamente enlazadas
con
los movimientos del corazón, y tan poderosas para excitarlos.
Así
es que, exceptuando los romances líricos, y algunas escenas de
las
comedias, son raros desde el siglo XVII en la poesía castellana
los
pasajes que hablan el idioma nativo del espíritu humano. Hay
entusiasmo,
hay calor; pero la naturalidad no es el carácter
dominante.
El estilo de la poesía seria se hizo demasiadamente
artificial;
y de puro elegante y remontado, perdió mucha parte de la
antigua
facilidad y soltura, y acertó pocas veces a trasladar con
vigor
y pureza las emociones del alma. Corneille y Pope pudieran ser
representados
con tal cual fidelidad en castellano; pero ¿cómo
traducir
en esta lengua los más bellos pasajes de las tragedias de
Shakespeare,
o de los poemas de Byron? Nos felicitamos de ver al fin
vindicados
los fueros de la naturaleza y la libertad del ingenio.
Una
nueva era amanece para las letras castellanas. Escritores de
gran
talento, humanizando la poesía, haciéndola descender de los
zancos
en que gustaba de empinarse, trabajan por restituirla su
primitivo
candor y sus ingenuas gracias, cuya falta no puede
compensarse
con nada.
EL
GIL BLAS
Después
de lo que se ha escrito en España y Francia acerca de la
nacionalidad
del Gil Blas (adhuc sub judice lis est) las
observaciones
siguientes podrán quizá contribuir a fijar las ideas
en
cuanto al mérito de esta célebre causa.
Ante
todo, ¿cuál es el objeto sobre que recae la controversia entre
las
dos naciones españolas y francesas? Desde la traducción servil
hasta
la originalidad completa, hay una infinidad de grados y
matices
intermedios; y cuando se trata de averiguar si Lesage fue o
no
autor de esta novela, convendría primero determinar la especie de
invención
original que se le disputa. Nadie dudará que en cuanto a
creación
primitiva, el Gil Blas de Lesage no puede ponerse en
paralelo
con el Expósito de Fielding o con el Quijote de Cervantes,
donde
no hay cosa alguna que no sea de la propiedad de los
respectivos
autores, que absolutamente lo sacaron todo de su propio
fondo:
acción principal, episodios, caracteres, ideas, gusto,
estilo,
lenguaje. Pero nadie pretenderá tampoco (si no es don Juan
Antonio
Llorente, que en el calor de la discusión se ha dejado
arrastrar
por sus prevenciones nacionales más allá de lo que
permitía
la sana crítica), que Lesage no haya hecho más que traducir
y
enviar a la prensa un manuscrito español, agregando ciertas
interpolaciones
traducidas con igual servilidad de otras obras
castellanas,
manuscritas o impresas.
Acaso
nos colocaremos en un término justo equiparando el trabajo
creador
de Lesage en su admirable novela, al de La Fontaine en sus
Fábulas
y Cuentos. Todos saben que no hay en aquéllas ni en éstos un
solo
asunto que no haya sido sacado de otros autores conocidos, y
aun
por la mayor parte vulgarizados: sin que por esto deje de haber
en
las producciones de La Fontaine un alto grado de propiedad
inventiva,
y de la más elevada y rara que no sólo consiste en dar a
las
ideas e invenciones ajenas un sello y colorido peculiares, que
no
sólo las trasforma hasta el punto de hacerlas parecer nuevas,
sino
que las hermosea, las realza, les da un interés y una vida que
no
conocieron en sus originales.
Inventar
la armazón de un drama o de una historia ficticia es sin
duda
una operación intelectual creadora. Esta inventiva es un don de
que
en los siglos que precedieron al nuestro la naturaleza fue
pródiga
con la nación española, y comparativamente mezquina con la
Francia.
Pero otra creación de más alta esfera es la del ingenio que
vivifica
el esqueleto; que introduce en el barro inanimado la llama
de
Prometeo, que le inspira sentimientos y pasiones con que
simpatizamos
profundamente.
Siempre
nos ha parecido injusta la crítica que niega el título de
genio
creador al que, tomando asuntos ajenos, sea que bajo su tipo
primitivo
tengan o no la grandeza y hermosura que solas dan el lauro
de
la inmortalidad a las producciones de las artes, sabe revestirlos
de
formas nuevas, bellas, características, interesantes. ¿Cuánto no
debió
Racine a Eurípides? ¿Y será degradado por eso el autor de la
Ifigenia
y la Fedra al rango oscuro de los imitadores y copistas? En
los
seis primeros libros de la Eneida, la armazón, el esqueleto, lo
puramente
material, es ajeno; hay también multitud de rasgos,
comparaciones
y colores en que se echa de ver a las claras la
imitación;
pero, extendida todo lo que se quiera esta rebaja, el
poeta
mantuano presenta siempre un carácter propio, la majestad
unida
a la más peregrina belleza, una blandura graciosa, una
sensibilidad
exquisita, una ejecución acabada que son suyas,
enteramente
suyas, en que ninguno de sus predecesores le es
comparable,
y que darán eternamente un alto precio a todo lo que
salió
de sus manos, a pesar de las oscilaciones de la moda, que
tiene
no poco imperio sobre la crítica literaria. ¿Y no
reconoceremos
un trabajo creador en esta operación del ingenio?
Contrayéndonos
al Gil Blas, ¿qué es lo que resulta de las laboriosas
investigaciones,
del minucioso examen, y de las conjeturas, no pocas
veces
gratuitas e inverosímiles, de don Juan Antonio Llorente? Que
el
esqueleto del Gil Blas se encontraba esparcido en ciertas obras
españolas,
de cuyos asuntos ha compuesto Lesage el suyo,
entretejiendo
las aventuras de diferentes personajes, y formando de
ellas
un todo regular y armonioso. Esto es concederle, aun por lo
que
respecta a lo puramente material de la fábula, un mérito propio
no
pequeño. Pero además de ese mérito, ¿cuántos otros no reconoce en
este
romance el juicio unánime de los críticos ilustrados? La
vivacidad,
gracia y ligereza de la narración; el pulso delicado, que
en
una vasta galería moral nos representa con pinceladas tan sueltas
y
fáciles todas las clases, todas las edades, todas las condiciones
de
la vida, desde el palacio de Madrid hasta la cueva de Cacabelos;
la
elegante urbanidad de los diálogos, la sátira fina, aquel esprit
tan
eminentemente francés, son dotes que dan al Gil Blas un lugar
muy
distinguido entre los romances de su especie, y cuya propiedad
es
preciso adjudicar a Lesage; porque en los escritores españoles de
la
misma época y de las anteriores, no vemos nada semejante a ellas
y
porque en ellas tiene la obra de Lesage un aire de familia muy
señalado
con otras obras suyas y de su nación. Si analizamos a la
ligera
los principales fundamentos de la hipótesis de Llorente, nos
convenceremos
de que los derechos de la España a la gloria de la
producción
de Gil Blas, deben reducirse a los estrechos límites que
dejamos
trazados.
Primeramente,
la cronología del Gil Blas coincide con la del
Bachiller
de Salamanca, novela sacada por Lesage, según él mismo
confiesa,
de un manuscrito castellano. Gil Blas nace en 1588; el
bachiller
don Querubín de la Ronda en 1590. Gil Blas, terminada su
educación
en Oviedo, sale en 1605 a correr aventuras, y llega en
1610
a Madrid. Don Querubín de la Ronda, terminada su educación en
Salamanca,
se va directamente a Madrid aquel mismo año. Gil Blas, en
1611,
entra a servir de secretario al duque de Lerma, y sigue
ejerciendo
este cargo hasta el año de 1617, en que se llevan preso
Segovia;
don Querubín sirve de preceptor en algunas casas de Madrid,
Toledo
y Cuenca, hasta que en 1618 vuelve a Madrid; es nombrado
secretario
del primer ministro, duque de Uceda, que lo era después
de
la desgracia de su padre el duque de Lerma, y continúa en este
destino
hasta la muerte de Felipe III, en 1621. Gil Blas recobra la
libertad
en 1618, se retira a Liria, y en 1621 vuelve a Madrid,
donde
es nombrado secretario del primer ministro conde de Olivares;
don
Querubín sale de Madrid, corre gran número de aventuras en
Europa
y América y el año de 1630 fija su domicilio en Alcaraz. Aquí
termina
la historia de don Querubín; Gil Blas permanece hasta 1643
en
la secretaría del conde-duque, en cuya caída es envuelto; le
acompaña
en su destierro, y se retira después de su muerte a Liria,
donde
le deja por fin el autor el año de 1648. Este sincronismo es
notable;
y de él parece deducirse con alguna verosimilitud que el
Bachiller
y el Gil Blas se sacaron, en cuanto al fondo de ambas
historias,
de un mismo manuscrito español; y que el designio del
primitivo
autor fue hacer una pintura satírica de la corte de Madrid
durante
los ministerios de los duques de Lerma y de Uceda y del
conde
de Olivares. Por otra parte, las dos historias, según las ha
publicado
Lesage, presentan varias especies, aventuras y personajes
semejantes.
El estudiante de Salamanca y el de Oviedo ofrecen una
misma
concepción fundamental, y lo que se cuenta del uno pudiera
trasladarse
sin la menor violencia al otro.
El
señor Llorente no se contenta con esto. Parécele perfectamente
averiguado
que Gil Blas fue en el bosquejo castellano un personaje
subalterno,
el cual, encontrándose con don Querubín en Madrid el año
de
1610, le refiere sus aventuras anteriores; que esta relación
suministró
a Lesage el fondo de la historia en que Gil Blas aparece
como
protagonista, bien que sólo hasta la conclusión del segundo
tomo,
que le dejaba colocado a su satisfacción en la casa de don
Fernando
de Leiva; que la primera intención de Lesage fue concluir
allí
el romance, como lo prueba, según Llorente, el no anunciarse
directa
ni indirectamente su continuación y el haber mediado nueve
años
entre el segundo tomo y el tercero; que el Gil Blas de este
nuevo
tomo es una desmembración del Bachiller, y que éste, y no Gil
Blas,
fue el secretario del arzobispo de Granada y del duque de
Lerma;
que Lesage se propuso otra vez dejar cerrada la fábula en el
tomo
tercero con el establecimiento de Gil Blas en Liria, supuesto
que
mediaron entre el tercero y cuarto no menos de once años, y que
nada
anuncia en aquél una continuación, antes parece deducirse lo
contrario
del dístico:
Inveni
portum; spes et fortuna valete;
Sat
me lusistis; ludite nunc alios;
que
la forma y popularidad de aquella novela en toda Europa
indujeron
al editor francés a darla un cuarto tomo, haciendo un
nuevo
desfalco al Bachiller, a quien, ya que no pudo quitar la
secretaría
del ministro, duque de Uceda, le quitó la confianza y
valimiento
del conde-duque, en cuyo servicio estuvo desde 1621 hasta
1646;
que con estas sucesivas sustracciones quedó tan pobre y
desustanciada
la historia de don Querubín, que, cuando Lesage dio a
luz
un nuevo romance con este título, tuvo que vestirlo y adornarlo
parte
con las mismas especies del Gil Blas, diestramente alteradas,
y
parte con materiales extraños; que el manuscrito español de donde
salieron
ambos romances se llamó Historia del Bachiller de Salamanca
don
Querubín de la Ronda; y finalmente (aunque este último punto no
lo
juzga el señor Llorente tan demostrado como los anteriores), que
la
obra castellana fue producción original de don Antonio de Solís y
Rivadeneira,
el célebre historiador y poeta.
Confieso
que las pruebas alegadas en favor de este conjunto de
suposiciones
me parecen bastante débiles. El personaje que fue
secretario
del duque de Uceda no pudo haberlo sido del duque de
Lerma,
ni serlo posteriormente del conde-duque. Ni es imposible,
después
de todo, que Gil Blas haya desempeñado primitivamente el
principal
papel, y don Querubín el segundo; ni que la última de las
tres
secretarías se deba al ingenio de Lesage, que quisiese llevar
adelante
el designio del autor español, ni que la obra castellana
tuviese
el título de Gil Blas, o que el héroe principal hubiese sido
bautizado
con este nombre por el autor francés, ya que imputemos a
Lesage
el deseo de ocultar la fuente de que se aprovechaba. En suma,
sentando
por principio que el esqueleto del Gil Blas y el del
Bachiller
se formasen combinando los asuntos y los incidentes de
diversas
obras manuscritas e impresas, son infinitas las hipótesis
que
pueden imaginarse para explicar el origen y distribución de toda
esta
copia de materiales en los dos romances franceses, y las
razones
que se alegan para preferir una, de ellas, no nos parecen
capaces
de satisfacer a un espíritu despreocupado. Lo que importa es
fijar
el grado de originalidad que no puede disputarse a Lesage; y a
pesar
de todos los argumentos conjeturales de Llorente,
hallaremos:
1º
Que se le deben la elección y combinación de los
materiales.
2º
Que no está probado que una gran parte del fondo mismo de la
historia
de Gil Blas no haya sido enteramente de su invención.
3º
Que, tomado cada asunto y cada incidente aparte, y concedido que
los
grandes lineamientos de la ficción, sean ajenos, es de Lesage la
invención
de los pormenores, que forma una gran parte, y en nuestro
juicio
la más apreciable, del mérito de cada aventura y de cada
episodio,
de lo que nos ofrece una muestra notable el de los amores
de
doña Aurora de Guzmán, sacado de una comedia española.
4º
Que, por lo que toca a la manera, al estilo, a los diálogos, a la
sátira
delicada y punzante, al pulimento, a la ejecución acabada,
todo
es de Lesage, porque esas mismas dotes resplandecen más o menos
en
todas las obras de este autor, y presentan mucha mayor afinidad
con
el gusto de la literatura francesa contemporánea que con el de
la
literatura española.
Alégase
que en el Gil Blas hay rasgos tan peculiares de España, que
es
imposible hayan ocurrido a un autor que no estuvo jamás en aquel
reino.
Pero ¿por qué no podría encontrarlos sin ir a España, en las
comedias
y novelas españolas, con las cuales estaba tan íntimamente
familiarizado?
¿Por qué no podría tomar de ellas los nombres y
apellidos
españoles, los nombres de ciudades y lugares? Por otra
parte,
¿no nota el mismo Llorente vocablos viciados, errores
geográficos,
anacronismos, inexactitudes en la representación de
sujetos
y costumbres españolas? Atribúyense, es verdad, estas
faltas,
o a erratas de los copiantes, o a la torcida interpretación
y
lectura del manuscrito. Prescindiendo de la inverosimilitud de
estas
suposiciones en nombres y apellidos que se repiten a menudo,
¿qué
es lo que no puede probarse con semejante lógica? Si Lesage
cuenta
y pinta con acierto es un mero traductor; si en sus pinturas
y
cuentos hay algo de impropio, consiste en haber sido mal escrita o
leída
la copia. ¿No sería más natural decir que la de Lesage no es
siempre
una fiel representación de la España, como era regular que
sucediese
a quien, vistiendo a su modo las personas y costumbres
españolas,
según las aprendió en los libros, no pudo evitar que su
imaginación
le extraviase?
Dejamos
ya indicado un medio de apreciar con exactitud lo que en
este
romance se debe a la pluma francesa. El episodio de doña Aurora
de
Guzmán está sacado de la comedia española Todo es enredos, amor;
comedia
que existe, y que hemos leído y comparado con la parte
correspondiente
del Gil Blas. ¿Y qué es lo que ha tomado de ella
Lesage?
Nada más que la armazón de un cuento, en que lo elegante y
bien
hilado de la narrativa, el decoro de los personajes, la
naturalidad
de los diálogos, la amenidad, la gracia, la urbana
ironía
de un hombre de gusto parcentis viribus atque extenuantis eas
consulto;
en una palabra, casi todo lo que constituye el verdadero
atractivo
de las obras de imaginación, pertenece en propiedad a
Lesage.
El episodio de que hablamos es uno de los incidentes más
divertidos
del Gil Blas; ¿y quién hoy día se cuida de leer aquella
comedia
española?
Si
aún se quiere otra muestra del talento verdaderamente original de
Lesage,
compárese su Diable Boiteux con El Diablo Cojuelo de Luis
Vélez
de Guevara. Esta es una obra que hoy día se cae de las manos,
al
paso que la de Lesage fue recibida y arrebatada con una especie
de
furor en París y en una de las épocas de más cultura y
refinamiento
de la literatura francesa.
¿Se
desea más todavía? El mismo Llorente nos suministra un medio
irrecusable.
Según él, una parte de la historia del Bachiller es una
repetición
del Gil Blas, pero hábilmente disimulada, de manera que
apenas
se descubren vestigios de la identidad. Colúmbrase un fondo
común;
pero revestido de pormenores varios, que hacen casi
desaparecer
la semejanza. ¿Qué dificultad habrá, pues, en admitir
que
el que fue capaz de tratar con tanta novedad un asunto que había
ya
pasado por sus manos, hiciese lo mismo con producciones de otros
ingenios,
vaciadas en moldes enteramente diversos del suyo, y
destinadas
a un público literario tan diferente del que debía
juzgarle
a él? Esto basta, a nuestro juicio, para decidir la
cuestión.
JUICIO
CRÍTICO DE DON JOSÉ GÓMEZ HERMOSILLA.
I
Sonetos
de Moratín
Han
llegado recientemente a Santiago algunos ejemplares del Juicio
Crítico
de los principales poetas españoles de la última era, obra
póstuma
de don José Gómez Hermosilla, publicada en París el año
pasado
por don Vicente Salvá. Los aficionados a la literatura
hallarán
en esta obra muy atinadas y, juiciosas observaciones sobre
el
uso propio de varias voces y frases castellanas, y algunas
también
que tocan al buen gusto en las formas y estilo de las
composiciones
poéticas, si bien es preciso confesar que el Juicio
Crítico
está empapado, no menos que el Arte de hablar, en el
rigorismo
clásico de la escuela a que perteneció Hermosilla, como ya
lo
reconoce su ilustrado editor.
En
literatura, los clásicos y románticos tienen cierta semejanza no
lejana
con lo que son en la política los legitimistas y los
liberales.
Mientras que para los primeros es inapelable la autoridad
de
las doctrinas y prácticas que llevan el sello de la antigüedad, y
el
dar un paso fuera de aquellos trillados senderos es rebelarse
contra
los sanos principios, los segundos, en su conato a emancipar
el
ingenio de trabas inútiles, y por lo mismo perniciosas, confunden
a
veces la libertad con la más desenfrenada licencia. La escuela
clásica
divide y separa los géneros con el mismo cuidado que la
secta
legitimista las varias jerarquías sociales; la gravedad
aristocrática
de su tragedia y su oda no consiente el más ligero
roce
de lo plebeyo, familiar o doméstico. La escuela romántica, por
el
contrario, hace gala de acercar y confundir las condiciones; lo
cómico
y lo trágico se tocan, o más bien, se penetran íntimamente en
sus
heterogéneos dramas; el interés de los espectadores se reparte
entre
el bufón y el monarca, entre la prostituta y la princesa; y el
esplendor
de las cortes contrasta con el sórdido egoísmo de los
sentimientos
que encubre, y que se hace estudio de poner a la vista
con
recargados colores. Pudiera llevarse mucho más allá este
paralelo,
y acaso nos presentaría afinidades y analogías curiosas.
Pero
lo más notable es la natural alianza del legitimismo literario
con
el político. La poesía romántica es de alcurnia inglesa, como el
gobierno
representativo y el juicio por jurados. Sus irrupciones han
sido
simultáneas con las de la democracia en los pueblos del
mediodía
de Europa. Y los mismos escritores que han lidiado contra
el
progreso en materias de legislación y gobierno, han sustentado no
pocas
veces la lucha contra la nueva revolución literaria,
defendiendo
a todo trance las antiguallas autorizadas por el respeto
supersticioso
de nuestros mayores: los códigos poéticos de Atenas y
Roma,
y de la Francia de Luis XIV. De lo cual tenemos una muestra en
don
José Gómez Hermosilla, ultra-monarquista en política, y
ultra-clásico
en literatura.
Más
aún fuera de los puntos de divergencia entre las dos escuelas,
son
muchas las opiniones de este célebre literato, de que nos
sentimos
inclinados a disentir. Si se presta alguna atención a las
observaciones
que vamos a someter al juicio de nuestros lectores,
acaso
se hallará que las aserciones de Hermosilla son a veces
precipitadas,
y sus fallos erróneos, que su censura es tan exagerada
como
su alabanza; que tiene una venda en los ojos para percibir los
defectos
de su autor favorito, al mismo tiempo que escudriña con una
perspicacia
microscópica las imperfecciones y deslices de los otros.
Si
así fuese, las notas o apuntes que siguen, escritos a la ligera
en
los momentos que hemos podido hurtar a ocupaciones más serias, no
serían
del todo inútiles para los jóvenes que cultivan la
literatura,
cuyo número (como lo hemos dicho otras veces, y nos
felicitamos
de ver cada día nuevos motivos de repetirlo), se aumenta
rápidamente
entre nosotros. La materia es larga; y esto nos impone
la
obligación de ceñirnos a la menor extensión posible.
El
autor principia por don Leandro Fernández de Moratín, uno de los
escritores
más puros y castigados que tenemos en nuestra lengua
castellana.
No convenimos ni con los que niegan a Moratín las dotes
del
ingenio poético, ni con los que le consideran exclusiva o
principalmente
como poeta dramático. Algunas de sus composiciones
líricas
nos parecen de un orden muy elevado, a que no llegan sus
mejores
comedias. Mas no por eso estamos dispuestos a suscribir a
los
entusiásticos elogios de Hermosilla, que le mira como un modelo
acabado
de todas las perfecciones en todos los géneros. En la
primera
línea del primero de sus sonetos, nos encontramos ya con
aquella
trasposición favorita, que da cierto resabio de
amaneramiento
a su estilo:
Estos que levantó de mármol
duro
sacros
altares la ciudad famosa, etc.
Los que huyeron
aprisa
crespos
cabellos que en mi frente vi.
...Los que al
mundo
Naturaleza
dio, males crueles.
Estos que formo de primor
desnudos,
no
castigados de tu docta lima,
fáciles
versos.
Ese que duermes en ebúrnea
cuna
pequeño
infante.
Esta que me inspiró fácil
Talía
moral
lección...
Esta que ves llegar máquina
lenta.
...La de cisnes cándidos
tirada
concha
de Venus...
etc.,
etc.
Que
esta trasposición no sólo es permitida, sino elegante, es
indisputable.
Rioja principia con ella su incomparable canción A las
Ruinas
de Itálica:
Estos, Fabio, ¡ay dolor! que ves
ahora
campos
de soledad...
Pero
es necesario economizarla. En su frecuente uso (como en otras
cosas),
imitó Moratín el estilo, quizá demasiado artificial, de los
líricos
italianos, cuya lengua, por otra parte, se presta más que la
nuestra
a las inversiones, aun en prosa. Se cree que con semejantes
artificios
se ennoblece el estilo; lo que se logra las más veces es
alejarlo
del idioma natural y sencillo en que los hombres expresan
ordinariamente
sus pensamientos y afectos.
Otra
cosa que notamos en las obras líricas de Moratín y de los demás
clasiquistas,
es el prurito continuo de emplear las imágenes de la
mitología
gentílica, de que no se han abstenido ni aun en sus
composiciones
sagradas. Nos choca la palabra Averno en asuntos tan
eminentemente
cristianos como el del soneto A la Capilla del Pilar
de
Zaragoza, y el del Cántico de los Padres del Limbo. Lo mismo
decimos
del Olimpo en la oda Con motivo de la fiesta secular de
Lendinara.
En el soneto A don Juan Bautista Conti -Febo, desde la
tierna
infancia de Moratín, quiso que pulsara el plectro de marfil y
gozara
los verdes bosques y la fuente fría del Helicona. Más
adelante,
el coro de las musas oye suspenso el canto de Moratín. En
el
soneto A Flérida poetisa-, una ninfa del río Turia pulsa en el
castalio
coro la cítara griega y latina. Mas ¿para qué citar
ejemplos?
Rarísimo será el soneto, oda, cántico, silva, romance, en
que
no haya más o menos de esta fantasmagoría mitológica. Da lástima
ver
ensartadas en un estilo y versificación tan hermosos unas flores
tan
ajadas y marchitas.
Notaremos
también, como peculiar del estilo clásico, el abuso de la
amplificación,
la manía de sustituir a un nombre propio una
definición
poética del objeto. Se buscan la sublimidad y nobleza,
desliendo
las ideas en estudiadas y ambiciosas perífrasis; y se
disfraza
no pocas veces con estos artificiales atavíos la pobreza
real
de los pensamientos e imágenes. Ni aun la voz Pilar se
encuentra
en el primero de los sonetos de Moratín poco ha citados,
que
si no fuera por el epígrafe, sería quizás un verdadero enigma
para
el mayor número de los lectores.
Soneto
Las Musas. Sus oficios no nos parecen tan bien declarados,
como
dice Hermosilla. Polimnia (la de muchos himnos, que eso
significa
su nombre) era, según algunos, la diosa del canto y de la
retórica.
No sabemos con qué fundamento la haga presidir Moratín a
la
poesía didáctica:
Sabia Polimnia, en razonar
sonoro,
verdades
dicta, disipando errores.
De
Urania dice que
Mide... los cercos
superiores
de
los planetas y el luciente coro:
expresión
que no nos parece ni exacta, ni clara. Los cercos
superiores
de los planetas no pueden ser otra cosa que las órbitas
del
Sol, Marte, Júpiter y Saturno, de manera que la Luna, Mercurio y
Venus
quedan excluidos, sin motivo alguno, de la jurisdicción de
esta
musa. Ni acertamos a determinar la idea precisa significada por
el
luciente coro. Si lo forman todos los astros, como debiera ser,
la
mención especial de los planetas superiores es una redundancia.
Si
solamente las estrellas fijas, no vemos razón para que no
concurran
a él las más móviles y espléndidas de las antorchas
celestes,
como lo son a nuestra vista los planetas.
Mudanzas de la suerte y sus
rigores
Melpómene
feroz bañada en llanto.
Rigores
después de mudanzas de la suerte es ripio. Feroz y bañada en
llanto
son dos epítetos que no pueden convenir simultáneamente a una
misma
persona.
Pinta vicios ridículos
Talía
en
fábulas que anima deleitosas,
y
ésta le inspira al español Inarco.
Este
le pleonástico, introducido solamente para llenar el verso,
hace
floja y desgraciada la conclusión. El soneto no es digno de
Moratín.
Junio
Bruto. No tan perfecto como juzga Hermosilla. El senado no
tenía
que hacer en los juicios; ni se quemaba incienso a los dioses
en
las ejecuciones sangrientas ni los altares de oro convienen a la
sencillez
y pobreza de la infancia de Roma republicana, que bien
merecía
alguna pincelada en el cuadro: Famam sequere.
Valerio alza la diestra; en ese
instante,
al
uno y otro joven infelice
hiere
el lictor, y las cabezas toma.
Observese
lo que una frase superflua, introducida únicamente para
proporcionar
una rima, puede perjudicar a la exactitud de las ideas
y
a la verdad de la descripción. La inútil inserción de en ese
instante
nos obliga a mirar como simultáneos los dos golpes
sucesivos
del hacha sobre los cuellos de los dos jóvenes, y lo que
es
más, como simultáneo con ambos golpes el acto de tomar las
cabezas,
lo que da al ministerio terrible del verdugo la celeridad
intempestiva
y algo ridícula de un juego de manos. Además no se
alcanza
para qué toma el lictor las cabezas, si no es para dar un
consonante
a Roma. Si se dijese que las alza o levanta,
entenderíamos
que las muestra al pueblo; pero tomar no sugiere esa
idea.
Gracias,
Jove inmortal: ya es libre Roma.
Conclusión
sublime y verdaderamente romana; pero es justo observar
que
Moratín la sacó totidem verbis del final de una tragedia
francesa,
que tiene el mismo asunto que su soneto:
Rome
est libre, il suffit: rendons graces aux dieux.
Permítasenos
detenernos en una cuestión puramente gramatical.
Moratín
ha dicho en este soneto las haces, conformándose sin duda
con
el Diccionario de la Academia Española. A pesar de nuestro
respeto
a la autoridad de este sabio cuerpo, no podemos convenir en
el
género femenino de haces. Estas haces eran unos haces de varas:
la
palabra no significa otra cosa. Esa misma era la significación
del
latino fasces, masculino. Esa misma es la del francés faisceaux,
masculino.
Valbuena, en su Diccionario latino-español (cuarta
edición),
exponiendo la palabra Fascis, dice: «Fascis, haz, manojo.
Fasces,
los haces de varas, atados con una hacha en medio, que
llevaban
delante los lictores por insignia de los pretores
provinciales,
procónsules, pretores urbanos, cónsules y dictadores.
Summittere
fasces, bajar los haces: cortesía que usaban los
magistrados
menores cuando se encontraban con los mayores». Casi
otro
tanto repite en su diccionario español-latino v. Haz. El punto,
en
nuestro concepto, no admite duda.
Otra
cuestión: ¿es anticuado haces en el sentido de que se trata,
como
enseña la Academia? (Nos referimos a la séptima edición del
Diccionario).
Pero si haces, significando manojos, no es anticuado,
¿por
qué ha de serlo significando los manojos de varas de que iban
armados
los lictores? Sobre todo, ahí está Moratín, que, pudiendo
haber
preferido la forma recomendada por la Academia, se abstuvo de
hacerlo;
y no era él hombre que anduviese a caza de palabritas
anticuadas
para embutirlas en sus versos.
Tercera
cuestión. ¿Es fasces femenino, como pretende la Academia? La
voz
es enteramente latina, y esto basta para decidir la cuestión. Si
el
Diccionario Latino de Valbuena le da ese género, ha sido
probablemente
descuido del impresor; y no está de más notarlo,
porque
lo vemos copiado inadvertidamente en la edición de don
Vicente
Salvá.
Rodrigo:
excelente soneto. -Sin embargo de lo que dice Hermosilla,
no
nos parece que sean dignos de señalarse como particularmente
felices
los epítetos ronco estruendo, ignorada senda, estrago
horrendo,
sombra fría, herido y débil, y raudal ondoso, que se
encuentran
en los más adocenados poetas, aplicados a los mismos
objetos
en circunstancias análogas- En cuanto a militar porfía, que,
según
Hermosilla, no es una buena perífrasis para significar un
combate
obstinado, porque porfía es contienda o disputa de palabras,
nos
apartamos también de su dictamen, y lo hacemos ahora con más
confianza,
porque tenemos a nuestro favor el sufragio de la
Academia,
que da a porfía secundariamente la acepción general de
«continuación
o repetición de una cosa muchas veces con ahínco y
tesón».
Moratín ha dicho sangrienta militar porfía, y ese epíteto
hace
todavía más clara y determinada la frase. -El segundo terceto,
en
que se pinta la muerte de Rodrigo en el Guadalete, es
bellísimo:
Surca las aguas; cede al
poderoso
ímpetu;
expira el infeliz; y entrega
el
cuerpo, al fondo; a la corriente, el manto.
Cuentas
de Eliodora Saltatriz. En las
...
hechuras y puntadas
de
madama Burlet y del platero,
Hermosilla
nota, con alguna razón, que, tal como está la palabra,
parece
que el platero se hace pagar, no sólo sus hechuras, sino sus
puntadas,
como si fuera sastre o modista. Además, puntadas se
incluye
en hechuras, y es ripio.
La
Noche de Montiel. El rey de Castilla don Pedro el Cruel,
estrechamente
bloqueado en Montiel por su hermano el infante don
Enrique
de Trastámara, trató de corromper la fidelidad del
condestable
Beltrán Duguesclin, que con una compañía de franceses
ayudaba
al infante. Beltrán no hizo escrúpulo de engañar al rey, y
le
convidó a una entrevista nocturna, en que don Pedro se encontró
inopinadamente
con su rival. Trabada entre ellos la lucha, como la
describe
Moratín, Beltrán intervino, favoreciendo al infante, que se
hallaba
ya a punto de perder la vida. El fatal efecto de esta
alevosa
intervención es lo que se indica en los versos:
Beltrán (aunque sus glorias
amancilla)
trueca
a los hados el temido instante.
Pero
la expresión es oscura e impropia. Lo que trueca Beltrán a los
hados
no es el instante de la muerte, sino la víctima. El epíteto de
lucha
vacilante merecía notarse como más nuevo y pintoresco que
todos
los del soneto de Rodrigo.
A
Clori histrionista. Viejo cuadro de mitología griega, pero bien
barnizado.
El vinoso auriga es del vocabulario culterano de los
discípulos
de Góngora.
No va menos dichosa y
opulenta,
que
la de cisnes cándidos tirada
concha
de Venus, cuando en la morada
celeste
al padre ufana se presenta.
El
tercer verso de este cuarteto es lánguido. Pero el epíteto
opulenta,
con perdón del señor Hermosilla, es propio y oportuno.
Decir
que el coche simón que conduce a la bella comedianta, no va
menos
dichoso y rico, que la concha en que Venus se presenta ufana a
su
padre, no es decir que el coche simón sea rico de suyo. El
carruaje
más desastrado puede ir opulento por la carga que lleva.
A
Clori declamando en fábula trágica.
¿Qué acento de dolor el alma
vino
a
herir? ¿Qué funeral adorno es éste?
¿Qué
hay en el orbe que a tus luces cueste
el
llanto que las turba cristalino?
¿Pudo esfuerzo mortal, pudo el
destino
así
ofender su espíritu celeste?
¿O
es todo engaño, y quiere Amor que preste
a
su labio y su acción poder divino?
Algo
violenta es esta transición de la segunda persona a la tercera
en
el sexto verso. Lo mismo decimos de la de un sujeto a otro en el
undécimo.
El amor, dice el poeta, quiere que Clori, exenta de los
sentimientos
que ella inspira,
silencio
imponga al vulgo clamoroso,
y
dócil a su voz se angustie y llore.
La
construcción pide que el se angustie y llore se refiera a Clori,
y
la intención del poeta es que se refiera al vulgo.
Para
el retrato de Felipe Blanco. Uno de los mejores sonetos de
Moratín
y de la lengua castellana.
A
la memoria de don Juan Meléndez Valdés. Bellísimo, no obstante los
resabios
de mitología.
El
de La Despedida es también de un mérito sobresaliente.
A
la exposición de los productos de las artes en el Louvre. Tenemos
el
mientra por errata. Moratín no gustaba de arcaísmos; y nunca los
empleó,
sino cuando le fueron absolutamente necesarios para el
ritmo;
y aun eso con suma moderación.
A
la Muerte de Máiquez. Excelente.
A
un cuadro de Guerin. Llorar Héctor sin vida y Hécuba doliente,
siendo
Héctor y Hécuba los objetos llorados, no lo consiente nuestra
lengua.
El acusativo de nombre propio sin artículo debe ir precedido
de
la preposición a. Hermosilla no suele ser el delicado y severo
Hermosilla,
cuando toma a Moratín en la mano.
Al
autor de las Geórgicas Portuguesas. La levísima dureza de
inextinguible
gloria sólo consiste, si no nos engañamos, en la
proximidad
de ble, glo, articulaciones heridas ambas por la líquida
l.
La sustitución del epíteto interminable, o inmarcesible, sugerida
por
Hermosilla, dejaría subsistir el defecto.
A
una bailarina de Burdeos.
O en breve sueño su inquietud
reposa,
o
el aire hiende, la prisión burlada,
dulces
afectos inspirar la agrada.
El
sentido es «ya repose dormida, ya hienda el aire». El uso de los
indicativos,
reposa, hiende, es un solecismo, en que Moratín no
habría
incurrido, sino por la violencia que hace a veces la rima a
los
más esmerados poetas.
II
Cánticos
y Odas de Moratín
Cántico
La Anunciación. Bastante bueno; pero no tanto que justifique
los
inmoderados elogios de Hermosilla, que pasa aquí la raya de una
excusable
parcialidad. «Nótese todo él, dice, porque todo es lo
mejor
que pudo hacerse, dado el asunto».
Cántico
A nombre de unas niñas españolas de una familia refugiada en
Francia.
El coro es de lo más débil que salió de la pluma de
Moratín:
Si la que fiel se
ajusta
a
tu ley soberana,
en
leve sombra y vana
se
debe disipar;
Antes la Parca
adusta,
que
le amenaza fiera,
de
crímenes pudiera
la
tierra libertar.
Todo
esto se reduce a decirnos que, debiendo morir una tan buena
señora,
la muerte pudiera acabar primero con los malvados:
pensamiento
que seguramente no tiene nada que lo recomiende. El
segundo
verso carece de la cadencia rítmica necesaria para el canto.
Parca
es una diosa gentílica, cuyo nombre no suena bien en una
poesía
devota. Adusta y fiera son dos epítetos que ofrecen aquí
sustancialmente
una misma idea, en una misma oración; que califican
a
un mismo objeto, y riman y llenan el verso, y nada más: con uno de
ellos,
sobraba. Pero lo peor de todo, en nuestro juicio, es la idea
expresada
por los versos tercero y cuarto. ¿Cómo podían figurarse
unas
niñas cristianas que todo lo que había de quedar de su
bienhechora
después de la muerte era una sombra leve y vana? ¿Podían
olvidar
la recompensa prometida a la virtud en una existencia muy
diferente
de la de las sombras o manes gentílicos? Algunas de estas
faltas
pasarán por pecadillos veniales; pero tantas, acumuladas en
ocho
rengloncitos heptasílabos, hubieran parecido a Hermosilla más
que
lo bastante para llamarlos flojillos, si los hubiera encontrado
en
Noroña o Cienfuegos.
Oda
Con motivo de la fiesta secular de Lendinara. Dulcísima. Ella
sola
sería suficiente para dar a Moratín un lugar elevado entre los
líricos
españoles. El juicio de Hermosilla está en todo conforme con
el
nuestro en cuanto a la sobresaliente belleza y elegancia de esta
oda,
que es una de las mejores que se han compuesto en español.
Oda
A Jovellanos.
Id, en las alas del raudo
céfiro,
humildes
versos, de las floridas
vegas
que diáfano fecunda el Arlas,
a
donde lento mi patrio río
ve
los alcázares de Mantua excelsa.
Hermosilla
dice que este metro era desconocido en el Parnaso
castellano
de Moratín. Pero propiamente el verso es pentasílabo,
conocido
y usado de largo tiempo atrás:
Id en las
alas
del
raudo céfiro,
humildes
versos,
de
las floridas
vegas
que diáfano, etc.
No
consiste la unidad del verso en que el autor haya querido
escribirlo
en una sola línea, sino en no poderse dividir
constantemente
en dos o más miembros de determinado número de
sílabas,
y separados uno de otro de manera, que, entre la sílaba
final
del primero y la inicial del segundo, no haya nunca sinalefa,
y
en que cualquiera de los miembros tenga una sílaba menos, si es
agudo,
y una más, si es esdrújulo. Ahora bien, la oda A Jovellanos
no
tiene sinalefa alguna en el paraje indicado, y presenta el
aumento
de sílaba en todos los finales esdrújulos, a cualquier
miembro
que pertenezcan.
Oda
A Nísida. La idea principal y muchos de los pormenores son de
Horacio.
Y luego Gradivo, cuerdas de oro, plectro, la madre de los
amores,
y aras cubiertas de mirto y flores. ¿A qué hombre
verdaderamente
enamorado se le ocurren jamás tales ideas? ¿Qué
amante
se encomienda hoy a Venus para que ablande el corazón de su
amada?
Rien n'est beau que le vrai. Hermosilla no hubiera tal vez
perdonado
a otro poeta el penúltimo verso, que, sobre no ser muy
decente,
es algo prosaico.
Oda
A la muerte de Conde. Muy bella; y mejor sería, si no se
encontrasen
en ella, como de costumbre, las nueve de Helicona, con
su
lira de marfil, y el Pindo, y la caña pastoril de Teócrito, y la
Parca,
y Febo. ¡Qué prurito de gentilizar! -No nos agrada el Numen
para
significar el verdadero Dios:
Y el cántico
festivo
que
en bélica armonía
el
pueblo fugitivo
al
Numen dirigía,
cuando
al feroz ejército
hundió
en su centro el mar.
Parece
que se tratara de una divinidad mitológica. Bélica no era
ciertamente
la armonía de los cantares que entonaban los israelitas
celebrando
el poder de Jehová, que había destruido a su enemigo. Ni
el
ejército de Faraón fue hundido en el centro del mar, sino en una
de
sus extremidades. A pesar de estos pequeños lunares, que resaltan
más
en un estilo tan habitualmente esmerado y correcto, convendremos
en
que la composición, aunque no corresponda a todas las alabanzas
de
Hermosilla, es una de las mejores de Inarco Celenio.
Oda
A Rosinda histrionisa. No sabemos por qué razón el elogio
extendido
de una actriz debiese escribirse, como pretende
Hermosilla,
en un romance octosilábico, y no en versos
anacreónticos.
Los de esta poesía no lo son realmente, sino estrofas
heptasílabas
de cuatro versos que es cosa diversa, como más adelante
veremos.
Ella es una verdadera y hermosa oda en el tono de la Quis
multa
gracilis te puer in rosa de Horacio. Notaremos (además del
abuso
perpetuo de la mitología) el le pleonástico de
El tiro que
destinos
al
flechero le vuelves;
el
epíteto de cítara en la estrofa:
Por mí sus
alabanzas
serán
cantadas siempre
en
acentos süaves
de
cítara doliente.
¿Por
qué había de ser doliente una cítara que se empleaba en cantar
alabanzas?
Sólo porque era necesario para el asonante.
Oda
Los días. Cuestión entre Hermosilla y Tineo sobre si es
anacreóntica
o no es anacreóntica. ¿Qué importa el nombre? Lo que se
podría
dudar es si el metro es o no adecuado a la materia, y si el
poeta
ha sabido desempeñarla. En realidad de verdad, la composición
es
una sátira, y tan sátira como cualquiera de las de Horacio; la
Ibam
forte via sacra, por ejemplo.
Oda
A la memoria de don Nicolás Fernández de Moratín. Diga lo que
quiera
Hermosilla, no es anacreóntica, sino verdadera oda elegíaca,
como
la Quis desiderio sit pudor aut modus de Horacio. Ni podemos
tampoco
persuadirnos a que, siendo elegíaca, no debió componerse en
el
romancillo heptasílabo. ¿Por qué hemos de creer que este verso no
sirva
más que para retozos y brindis? Nuestro crítico olvidó que las
odas
y endechas heptasílabas se componían siempre en estrofillas de
a
cuatro, como las de esta composición, lo que no suele hacerse en
la
verdadera anacreóntica, que es libre y desembarazada en su
marcha.
En la métrica castellana, se llamaron endechas las estrofas
de
esa clase, y endechas reales las que constaban de tres
heptasílabos
y un endecasílabo; y es bien sabido que a las canciones
lúgubres
se daba el nombre de endechas, lo que indica que se miraba
la
estrofa heptasílaba como apropiada a lo triste y lamentable: la
denominación
de la materia se trasladó a la forma. Pero no
disputemos
sobre nombres. ¿Es o no a propósito el romance
heptasílabo
en estrofas regulares para los asuntos suaves, tiernos y
tristes?
He ahí la verdadera cuestión; y para decidirla en el
sentido
de Moratín y el nuestro, basta citar Las Barquillas de
Lope.
No
se puede negar que hay mucha suavidad y elegancia en esta
composición
de Moratín. Diremos con todo que la corva aljaba nos
parece
algo impropio: ¿cómo pudieran guardarse las flechas en una
aljaba
corva? Pero lo peor de todo es que no vemos en estas
endechas,
como debía esperarse, un hijo que riega con sus lágrimas
el
sepulcro de su padre, sino un pastor de Arcadia que llora a un
pastor
del Termodonte, cuya alma habita, por supuesto, no el cielo
de
los cristianos, sino los campos elisios, y sobre cuya tumba se
reclina
Erato, mientras que Cupido huye del seno de su madre, se
esconde,
rompe el arco y la venda, quema la aljaba, etc. Y tras todo
esto,
la Parca, las ninfas, Dione, el Aqueronte, Clío, y las aves de
Venus.
Si
se quiere oír el genuino lenguaje del amor filial y de la
verdadera
ternura, léase el siguiente romance del habanero Heredia,
arrebatado
demasiado temprano a la poesía y a la América.
A
MI PADRE EN SUS DÍAS
Ya
tu familia gozosa
se
prepara, amado padre,
a
solemnizar la fiesta
de
tus felices natales.
Yo,
el primero de tus hijos,
también
primero en lo amante,
hoy
lo mucho que te debo
con
algo quiero pagarte,
¡Oh!
¡cuán gozoso confieso
que
tú de todos los padres
has
sido para conmigo
el
modelo inimitable!
Tomaste
a cargo tuyo
el
cuidado de educarme,
y
nunca a manos ajenas
mi
tierna infancia fiaste.
Amor
a todos los hombres,
temor
a Dios me inspiraste,
odio
a la atroz tiranía,
y
a las intrigas infames.
Oye,
pues, los tiernos votos
que
por ti Fileno hace,
y
que de su labio humilde
hasta
el Eterno se parten.
Por
largos años, el cielo
para
la dicha te guarde
de
la esposa que te adora
y
de tus hijos amantes.
Puedas
mirar tus bisnietos
poco
a poco levantarse,
como
los bellos retoños
en
que un viejo árbol renace,
citando
al impulso del tiempo
la
frente orgullosa abate.
Que
en torno tuyo los veas
triscar
y regocijarse,
y
que entre amor y respeto
dudosos
y vacilantes,
halaguen
con labio tierno
tu
cabeza respetable.
Deja
que los opresores
osen
faccioso llamarte,
que
el odio de los perversos
da
a la virtud más realce.
En
vano blanco te hicieran
de
sus intrigas cobardes
unos
reptiles oscuros,
sedientos
de oro y de sangre.
¡Hombres
odiosos!... Empero
tu
alta virtud depuraste,
cual
oro al crisol descubre
sus
finísimos quilates.
A
mis ojos te engrandecen
esos
honrosos pesares;
y
si fueras más dichoso,
me
fueras menos amable.
De
la mísera Caracas
oye
al Pueblo cual te aplaude,
llamándote
con ternura
su
defensor y su padre.
Vive,
pues, en paz serena;
jamás
la calumnia infame
con
hálito pestilente
de
tu honor el brillo empañe.
Déte
en medio de tus hijos
salud
su bálsamo suave;
y
bríndete amor risueño
las
caricias conyugales.
Hermosilla
censuraría justamente algunas repeticiones, rechazaría
algunas
palabras y frases menos castizas, y diría que este o aquel
verso
es prosaico y flojillo. Y nosotros le responderíamos con el
Alcestes
de Molière:
Mais ne voyez vous pas que cela
vaut bien mieux,
que
ces colifichets dont le bon sens murmure,
et
que la passion parle là toute pure?
III
Traducciones,
Cuentos, Silvas, y otras Poesías de Moratín
Sobre
las traducciones de Horacio, no podemos pasar tan de ligero
como
lo hace Hermosilla, ni conformarnos con su dictamen de que el
texto
latino ha sido perfectamente entendido y expresado.
La
que principia Deja la Chipre amada, tomo 3º, página 284, de la
edición
de París, no es gran cosa. Invocar con humos no es invocar
con
incienso, vocantis thure te multo.
La
que principia No pretendas saber, página 289, pudo también
haberse
omitido en la colección de las obras de Moratín, sin el
menor
detrimento de la fama de este gran poeta. El verso suelto no
es
a propósito para la oda, que pide estrofas:
...no, que en dulce paz
cualquiera
suerte
podrás sufrir...
¿Y
quién gozando de una dulce paz, se quejará de la fortuna? Lo que
dice
Horacio es que no debemos afanarnos para adivinar lo futuro, y
que
es mucho mejor gozar lo presente, y resignarnos a lo que ha de
venir,
sea lo que fuere.
... La edad
nuestra
mientras
hablamos, envidiosa corre.
El
fugerit aetas de Horacio es optativo en el sentido de concesión:
huya,
desaparezca enhorabuena la edad envidiosa.
La
que empieza Que al fin las riquezas, página 302, es elegante y
poética,
aunque algo descolorida, por la falta de rimas y de
estrofas.
¿Cuál en regio
alcázar
llenará
tus copas,
ungido
el cabello
de
aromas süaves,
mancebo
ministro?
En
regio alcázar desfigura el original ex aula. No es la habitación
futura
de Iccio la que se designa con esta expresión. Iccio parte a
la
guerra; y Horacio se figura que un mancebo de noble estirpe,
educado
en un palacio, hecho prisionero y esclavo por las armas
romanas,
será algún día su copero.
Rumbo
mejor, Licino, página 339.
Y si el viento tu
nave
sopla
serenamente,
la
hinchada vela cogerás prudente.
Serenamente
no es el nimium secundus de Horacio, ni hay para qué
coger
la vela si el viento no hace más que soplar sereno. Sopla tu
nave
es mala sintaxis, acaso hay, errata, y deberá leerse a tu nave.
Nótese
también el to tu que es de las cacofonías que Hermosilla no
consiente
a otros poetas, aunque en realidad sea poco menos que
imposible
evitarlas absolutamente, sin el sacrificio de
consideraciones
más importantes que esa melindrosa delicadeza del
oído.
De
cuál varón o semidiós, página 434. Hermosilla no está bien con la
silva
para la oda, y creemos que tiene razón.
Las
haces justicieras de Tarquino.
No
es la mente de Horacio: debía decir crueles, tiránicas: superbos
Tarquini
fasces. Creyó tal vez Moratín con algunos intérpretes, que
Horacio
hablaba del primero de los Tarquinos, porque no era natural
que,
en un himno en que se celebraban los héroes y grandes hombres
de
Roma, se hiciese memoria de Tarquino el Soberbio. Pero superbos
determina
con la mayor individualidad al segundo; y recordando su
tiránico
imperio, alude el poeta indirectamente a los que le
destronaron,
y fundaron la república romana: hecho demasiado
importante
y glorioso para que se pasase en silencio. Un cortesano
de
Augusto podía tener sus razones para no hacer una mención expresa
de
Bruto.
O si de Emilio
cante,
pródigo
de la vida,
la
palma sobre Aníbal obtenida.
Esto
es aún más abiertamente contrario al texto original, superante
poeno,
y a la voz irrefragable de la historia, que testifica la
victoria
de Aníbal sobre el cónsul Emilio Paulo en la batalla de
Cannas,
una de las más desastrosas que eclipsaron la gloria de las
armas
romanas. ¿Cómo pudo Moratín desfigurar de esta manera un
pasaje
tan claro y un suceso tan universalmente conocido?
...Crece
frondoso
con
una y otra edad árbol robusto:
así
la fama crece de Marcelo.
Sobre
estar algo descosidas las dos frases, no exprimen la idea de
Horacio.
Crece la fama de Marcelo, dice Horacio, como se desarrolla
el
árbol animado de una oculta vida, esto es, de una vida nativa,
propia,
que no se debe al cultivo.
Llevando
por el mar el fementido: página 444. Idalias naves no
significa
naves fabricadas con la madera del monte Ida, que es el
sentido
de Horacio. Idalio es lo que pertenece al monte Idalo de la
isla
de Chipre, que jamás estuvo comprendido en los dominios de los
reyes
de Troya, como lo estuvieron las faldas del Ida. El égida
sonante:
¿por qué no la? El hiato no tendría aquí nada de ofensivo
al
oído, y sobre todo, no es lícito sacrificar la gramática a la
armonía.
Acorde lira no exprime el imbellis citara del original, tan
oportuno,
hablando de Paris: la idea sugerida por imbellis es:
blanda,
muelle, mal avenida con la guerra.
El
Coche en venta es un cuento, y bastante gracioso. Si a pesar de
los
cuentos de La Fontaine y de otros se opone que en el mapa de la
poesía
clásica, no hay ningún país de este nombre, decimos que el
Coche
en venta es una sátira por el estilo de la ya citada Ibam
forte
de Horacio, a la que se asemeja también por el asunto; y si
todavía
se objeta el verso, preguntaremos cuál ley, en el código de
la
razón y del buen gusto, o si se quiere, en los de Aristóteles,
Horacio
y Boileau, prohíbe escribir sátiras en verso pentasílabo. De
epístola,
como lo llamó el autor, no tiene más que el epígrafe; y de
letrilla,
como lo bautizó el anotador, nada tiene. La letrilla se
distingue
de todas las otras composiciones por sus estrofas y su
estribillo.
Silvas
A Goya, Sobre el nuevo plantío de Valencia, y A la marquesa
de
Villafranca.
A
la muerte quitándola trofeos.
El
la enclítico es puro ripio.
La
mansión del Olimpo y sus centellas.
Estas
centellas están aquí solamente para rimar con bellas.
La
última de estas silvas es magnífica; y nos parecería perfecta, si
no
fuese por la inoportunidad de la perdurable mitología. ¿Qué hace
el
Olimpo en el bello cuadro de la gloria celestial, con que termina
esta
composición? ¿No era mucho más propio, y no es igualmente
poético
el Empíreo?
Romances
y Epigramas. Buenos, aunque (en nuestra humilde opinión) no
tanto,
ni con mucho, como pondera Hermosilla. Nótese, en el de El
niño
sollozando, el mismo vehemente trisílabo, reprobado por
Hermosilla
en aquel verso anacreóntico de Meléndez.
Ora
vehementes truenen.
Diálogo
traducido del italiano. Lleno de ternura y de gracia. El
verso
es pentasílabo, pues cada línea consta de dos partes iguales,
entre
las cuales nunca hay sinalefa, y por consiguiente puede haber
hiato,
como lo hay efectivamente en:
También
con ella
iba
un pastor.
Idilio
La Ausencia. Bellísimo; pero (con perdón del señor
Hermosilla)
no mejor que cuanto se ha escrito de este género en
nuestra
lengua; porque, prescindiendo de la primera égloga de
Garcilaso,
jamás excedida ni igualada en castellano, nos parece
superior
el Tirsis de Figueroa, que, por estar en el mismo metro,
puede
más fácilmente compararse con el presente idilio.
En
la poesía bucólica de los castellanos, ha sido siempre obligada,
por
decirlo así, la mitología, como si se tratase, no de imitar la
naturaleza,
sino de traducir a Virgilio, o como si las églogas o
idilios
de un siglo y pueblo debieran ser otra cosa que cuadros y
escenas
de la vida campestre en el mismo siglo y pueblo, hermoseada
enhorabuena,
pero animada siempre de pasiones e ideas que no
desdigan
de los actuales habitantes del campo. Ni aun a fines del
siglo
XVIII, ha podido escribirse una égloga, sin forzar a los
lectores,
no a que se trasladen a la edad del paganismo (como es
necesario
hacerlo, cuando leemos las obras de la antigüedad pagana),
sino
a que trasladen el paganismo a la suya. ¡Pastores de nuestros
días
hablando de las Hamadríades y de la alma Citeres!
La
ondosa trenza deslazada al viento.
«No
hay bastante propiedad. Ondoso o undoso se dice del mar y del
viento,
y significa que ambos fluidos están agitados y forman lo que
llamamos
ondas; pero a la culebra, que es un cuerpo sólido, no puede
convenir
aquel epíteto, sino por una muy estudiada y aun alambicada
metáfora,
para dar a entender que levantando, al moverse, una parte
de
su cuerpo y bajando otra, forma una como sinuosidad parecida a la
que
forman las ondas de los cuerpos fluidos. Pero en este caso ¡cuán
débil
y traída de lejos sería la semejanza!» Todo esto es de
Hermosilla,
censurando, no a Moratín, sino al pobre Meléndez. Si no
se
puede decir que una culebra es ondosa, tampoco se puede decir que
lo
es una trenza de pelo, porque entre las dos cosas la semejanza,
en
cuanto a las como sinuosidades, es perfecta y completa. Pero la
observación
en sí misma nos parece infundada. La Academia, v.
ondear,
dice: «formar ondas los dobleces que se hacen en alguna cosa
como
el pelo, vestido, ropa, etc.» Y desde que el pelo rizo hace
ondas,
y puede por consiguiente llamarse ondoso, ¿por qué no la
culebra?
Lo que hallamos de alambicado en esta materia es la censura
del
señor Hermosilla.
Epístola
Moral a Don Simón Rodríguez Laso. Modelo de epístolas
morales
y de la elegante facilidad con que debe escribirse el verso
suelto.
¿Quién al leer tan admirable poesía echa menos la rima? El
asunto
a la verdad es algo común pero la ejecución es acabada, y el
pincel
virgiliano.
Epístola
Moral a Don Gaspar de Jovellanos. Casi tan buena como la
anterior.
Estas dos epístolas y el Cántico de Lendinara bastarían
para
probar que la corona dramática no es la más brillante de las
que
ciñen la frente de Inarco Celenio.
Y
la que osada desde el Nilo al Betis
sus
águilas llevó:
no
dice bastante. Las águilas romanas dilataron su vuelo mucho más
allá,
por el oriente y occidente.
A
un ministro sobre la utilidad de la historia. Magnífica
amplificación
de lugares comunes. El epíteto de numen dado a un rey
nos
parece algo semejante a la apoteosis de los emperadores
romanos.
Dedicatoria
de La Mojigata al príncipe de la Paz. Las dotes
ordinarias
de Moratín: elegancia sostenida y armonía perfecta. No
hallamos
fundamento para los encarecimientos de la fecundidad
poética
con que dice Hermosilla que su poeta favorito ha hermoseado
un
asunto estéril: mutatis mutandis vemos aquí la oda de Horacio
Scriberis
Vario.
IV
Conclusión
No
seguiremos discutiendo los fallos de don José Gómez Hermosilla
sobre
las obras de Moratín y sobre los rasgos particulares a que
contrae
su atención en ellas. Su juicio acerca de la Epístola a
Andrés(17)
nos dará ocasión para examinar algunas de sus reglas
generales
relativas a ciertas modificaciones del pensamiento y de la
expresión
poética.
A
los que juzguen sólo por autoridades, pareceremos, sin duda,
presuntuosos,
oponiendo nuestro modo de pensar al de un literato tan
respetable
por sus conocimientos filológicos, y que juntaba a este
mérito
el de manejar la lengua castellana con incomparable maestría.
Pero
los que sean capaces de juzgar por sí, digan, después de leído
este
artículo, si es injusticia o temeridad afirmar que Hermosilla
sentó
algunas veces, como inconcusos, hechos falsísimos, que,
rectificados,
dejan a descubierto la falacia de las doctrinas que
pretendió
apoyar en ellos.
Con
motivo de la Epístola a Andrés, se propone probar que el estilo
poético
no consta de otros elementos que el de los escritores en
prosa;
y alega en primer lugar el ejemplo de los griegos y latinos.
Sus
aserciones nos parecen en parte dudosas, en parte erróneas.
«Homero,
dice, jamás se permitió quebrantar las reglas gramaticales
que
el uso tenía ya sancionadas». ¿Cómo puede nadie saberlo en el
día?
¿Tenemos medios para comparar el lenguaje de Homero con el de
la
edad y el país en que salieron a luz sus poemas? Todo lo que
sabemos
de la lengua en que Homero poetizó, se reduce a las
observaciones
que filólogos de tiempos muy posteriores han hecho
sobre
las mismas obras que se le atribuyen. Se da por supuesto que
en
él todo es correcto y perfecto; se juzga de lo que pudo y debió
decir
por lo que dijo; y aplicando a las voces y frases de la Ilíada
y
la Odisea los cánones gramaticales deducidos del lenguaje de la
Ilíada
y de la Odisea, es imposible que no las hallemos
gramaticalmente
correctas. Pero prescindiendo de la oscuridad en que
se
hallan envueltas muchas cuestiones relativas a la edad de Homero,
a
su patria, a lo genuino de sus obras, y aun a su misma
personalidad;
admitiendo que este personaje, quizá no menos
mitológico
que Anfión y Orfeo, haya realmente existido, y no sea la
personificación
de toda una escuela poética; admitiendo, en fin, que
Homero
no haya empleado en sus cantos un lenguaje particular, sino
el
mismo que se hablaba en la Jonia en su tiempo, ¿podrá decirse de
los
otros poetas de la Grecia lo que al señor Hermosilla le plugo
decir
de Homero? ¿Han escrito todos ellos en el idioma que bebieron
con
la leche, sin mezclarlo con ciertas fórmulas, sin darle ciertas
desinencias
que constituían una especie de dialecto exclusivamente
rapsódico
o poético? ¿No es sabido (limitándonos a un solo ejemplo)
que
en los coros de las tragedias atenienses, se hace uso de voces,
frases
y terminaciones que no eran del pueblo ateniense, ni se
empleaban
jamás en el diálogo de aquellas mismas tragedias? No nos
pasa
por el pensamiento recomendar esta práctica; pero sea buena o
mala,
el señor Hermosilla, alegando el ejemplo de los griegos para
fundar
su doctrina, se acoge a una autoridad que más bien podría
citarse
para defender la fraseología de Meléndez y Cienfuegos, a lo
menos
en parte.
Pasemos
a los latinos. Los arcaísmos de Virgilio y Horacio son
algunos
más de los que indica el señor Hermosilla. No nos metemos en
si
contribuyen o no a la belleza y majestad del estilo: que los
latinos
lo creían así, no admite duda. «La antigüedad», dice
Quintiliano,
«da cierta dignidad a las palabras propias; las voces
que
no son del uso común hacen más venerable y majestuosa la
expresión;
y Virgilio, poeta de severísimo gusto, empleó con mucho
primor
esta especie de ornato(18)». «Algunas locuciones antiguas»,
dice
algo más adelante, «por su misma ancianidad nos agradan». He
aquí,
pues, que los latinos empleaban los arcaísmos para adornar sus
versos,
y que el mismo Quintiliano, uno de los oráculos de la
escuela
clásica, recomienda su uso. Lo que hay de reprensible en
esta
materia, según los latinos, es la inoportunidad y la
afectación:
vicios de que ciertamente no puede disculparse a
Meléndez
y a sus deslumbrados imitadores.
Palabras
rigorosamente nuevas. «No hay una en los dos poetas
(Horacio
y Virgilio) que no se usase en su siglo». Pero sobre esta
materia
no puede haber mejor autoridad que la del mismo Horacio:
Y si expresar acaso te es
forzoso
cosas
antes tal vez no conocidas,
con
prudente mesura inventa voces
del
rudo antiguo Lacio no escuchadas...
¡Pues
qué! ¿a Virgilio negará y a Vario
lo
que a Cecilio y Plauto otorgó Roma?
¿O
mirará con ceño que yo propio
con
mi humilde caudal, si alguno junto,
aumente
el común fondo? ¿Y no lo hicieron
Ennio
y Catón con peregrinas voces
la
patria lengua enriqueciendo un día?
Siempre
lícito fue, lo será siempre,
con
el sello corriente acuñar voces.
Como,
al girar el círculo del año,
sacude
el bosque sus antiguas hojas,
y
con suave verdura se engalana;
así
por su vejez mueren las voces,
y
nacen otras, viven y campean
con
vigor juvenil.
(Traducción
de Martínez de la Rosa).
Así
se defiende Horacio a sí mismo y a Virgilio contra los
Hermosillas
de su tiempo, que les echaban en cara el uso de voces y
frases
nuevas. Don José Gómez Hermosilla censura con merecida
severidad
las extravagancias del estilo galo-salmantino; pero, si su
crítica
es casi siempre justa, los principios en que la funda son
exagerados,
y aun falsos; y sobre todo, no hallamos que señalen de
un
modo preciso los límites entre lo lícito y lo que no lo es en
materia
de innovaciones de lenguaje.
Entre
éstas, da Hermosilla un grado especial de criminalidad a la
conversión
de los verbos neutros o intransitivos en activos, como si
no
fuera ésa una tendencia natural de las lenguas, y como si no se
encontrasen
de esas conversaciones en los escritores más correctos,
o
no fuesen más bien un mérito las osadías de esa clase, cuando son
suaves,
cuando están preparadas, cuando no hay el prurito de
emplearlas
a cada paso. Virgilio y todos los buenos poetas las
usaron.
Ahí está, sin pasar de la égloga segunda, el ardebat Alexim.
Ahí
está el insanit amores de Propercio, que es como si dijéramos
loquear
amores. Ahí está el verso de Juvenal:
Qui
Curios simulant et bacchanalia vivunt,
verso,
que peca dos veces mortalmente contra los mandamientos de
Hermosilla,
dando a simulant un acusativo de persona, como si
dijésemos
simular Catones, en vez de simular las virtudes de los
Catones,
y haciendo a vivunt transitivo, como si en castellano se
dijese
vivir bacanales. Ahí está el sulcos et vincta crepa mera de
Horacio,
el garrire libellos del mismo, etc., etc. El curioso puede
consultar
el capítulo sobre los verbos neutros o falsamente llamados
así
de la Minerva del Brocense, en que este ingenioso y erudito
filólogo
aglomera innumerables ejemplos de la misma especie, no sólo
de
poetas, sino de oradores e historiadores; y saca por conclusión
que
no existe verbo alguno de los llamados neutros que no sea
susceptible
de usarse como transitivo; y que, en realidad, no hay
una
diferencia esencial entre lo uno y lo otro. Es inconcebible la
precipitación
con que Hermosilla afirma que «no se hallarán
ciertamente
en ninguno de los dos poetas» (Virgilio y Horacio), «ni
en
ningún otro clásico latino, con acusativo de persona que padece,
como
dicen los gramáticos, los verbos gemo y sus compuestos», sin
acordarse
del
...gemens
ignominiam plagasque superbi
victoris...
(Geórgicas, III, 226);
ni
del
Nunc Amyci casum gemit, et
crudelia secum
Fata
Lyci, fortemque Gyam, fortemque Cloanthum.
(Aeneida,
I, 221);
ni
del ingemuise leones interitum, de la égloga quinta; ni del Ityn
flebiliter
gemens de Horacio; ni de varios pasajes de Ovidio, en que
gemo
se usa con el acusativo de que habla Hermosilla, o en que
tenemos
la forma pasiva vita gemenda, fortuna gemenda, que lo
supone.
Verdaderamente anduvo desgraciado nuestro crítico en tomar
para
muestra de su aserción un verbo de cuyo uso transitivo hay
tantos
ejemplos aun en la prosa latina.
De
que un verbo se haya usado hasta ahora como intransitivo no se
sigue
que haya en su significado algo que rechace absolutamente el
uso
contrario, de manera que no sea capaz de acomodarse a él en
situación
alguna. Regístrese el Diccionario de la Academia; y se
encontrará
multitud de verbos, que pasaban antes por neutros, y se
emplean
ya corrientemente como activos. Quebrar, por ejemplo,
significaba
estallar, romperse, y en este sentido se dice todavía,
«La
verdad adelgaza, pero no quiebra». Tan neutro era llorar como
gemir;
y si el primero pudo dejar de serlo, ¿por qué no el segundo?
Anhelar
es respirar con dificultad; y como corriendo ansiosos tras
un
objeto, se hace difícil la respiración, anhelo vino a ser deseo
vehemente,
y se dijo anhelar honores, empleos, riquezas. Suspirar es
dar
suspiros, acepción naturalmente intransitiva; y nadie por eso se
atreverá
a reprobar aquella lindísima cuarteta de Lope de Vega:
Pasaron ya los
tiempos
en
que, lamiendo rosas,
el
céfiro bullía
y
suspiraba aromas.
La
conversión del neutro en activo puede ser viciosa, y puede ser,
no
sólo permitida, sino elegante y enérgica: todo depende de la
oportunidad,
de la preparación, de los adjuntos; y en la destreza y
tino
para sacar partido de estos adminículos, es en lo que consiste
el
primor del estilo. Sucede con esta clase de expresiones figuradas
lo
que con todas las galas de la elocución: la oportunidad les da
esplendor;
la afectación las aja.
Otro
grave delito, según nuestro crítico, es el uso del nombre
abstracto
por el concreto. «No se verá que Virgilio y Horacio
dijesen
silvosam solitudinem por silvam solitariam, como lo hizo en
castellano
Cienfuegos». A nosotros no nos parece muy oportuno este
ejemplo.
Soledad tiene, entre otras acepciones, la de lugar
desierto,
y selvoso es lo que abunda de selva, con que no hay que
hacerse
mucha violencia para concebir que las dos palabras unidas
signifiquen
un lugar solitario cubierto de selvas. No hay aquí en
rigor
una conversión de lo concreto en abstracto; no hay tropo ni
figura
alguna; las palabras están tomadas en sentido propio.
Contraigámonos
al caso en que hay una verdadera conversión de lo
concreto
en abstracto. Esta es una manera de locución que, como
todas
las otras, puede ser buena y puede ser mala, según su
oportunidad,
y los adjuntos que la acompañen. Virgilio y Horacio y
todos
los poetas del mundo la han empleado, porque esa
transformación
es uno de los recursos del arte para ennoblecer las
frases
vulgares, agrandar y hermosear los objetos. Pudiéramos
comprobarlo
con muchos ejemplos; mas, para no cansar a nuestros
lectores,
nos limitaremos a aquel admirado pasaje del libro segundo
de
la Eneida, en que Virgilio describe la marcha de las falanges
griegas
per amica silentia lunae, por entre el propicio silencio de
la
luna, como si fuesen atravesando, no un espacio silencioso,
iluminado
por el astro de la noche, sino el silencio mismo. Esta
conversión
de lo abstracto en concreto es, como la de lo neutro en
activo,
un instinto natural de las lenguas: especie de tropo que,
aceptado
por el uso, llega por fin a emplearse corrientemente, y
deja
de serlo. Así la Divinidad es Dios; y una beldad es una mujer
bella;
y un guardia es un soldado; y vanidades son los objetos
materiales
que sirven de pábulo a la vanidad. Ábrase cualquier
diccionario,
y se verán mil ejemplos de esa propensión de las
lenguas.
El señor Hermosilla hubiera querido que no se alterase
nunca
en lo más mínimo el significado de las expresiones recibidas,
cuando
cabalmente, en esas transiciones, en ese empleo de una idea
como
signo de otra, es en lo que se lucen la imaginación y el
ingenio
de los más favorecidos escritores. No vemos tanta severidad
de
principios ni en los modelos que reverencia, ni en sus propios
escritos,
ni en la doctrina de los antiguos. Audendum est, diremos
nosotros
a los jóvenes con Quintiliano; pero les repetiremos con
este
mismo legislador de la escuela clásica: sed ita demum, si non
appareat
affectatio.
V
Anacreónticas
de Meléndez Valdés
ODA
1ª
DE
MIS CANTARES
En
esta composición, se lee la siguiente estrofa:
Tú, de las roncas
armas,
Ni
oirás el son terrible,
Ni,
en mal seguro leño,
Bramar
las crudas sirtes.
«Las
sirtes, que son unos bancos de arena», advierte Hermosilla, «no
braman;
las que braman son las olas al encontrarse con ellas: Furit
aestus
arenis, y no Furit arena, dijo Virgilio».
[Bello
replicaba:]
Censura
injusta. Las sirtes braman, hablando poéticamente, aunque en
verdad
no sean ellas, sino las aguas las que dan el bramido. De la
misma
manera que:
Nunc
nemora ingenti vento, nunc littora plangunt
(Virgilio),
aunque
no sean las selvas, ni las playas lo que gime, sino el viento
en
ellas. Si Virgilio dijo: Furit aestus arenis, y no Furit arena,
porque
así le vino a cuento, en otra parte, dijo: Resonantia
littora,
y no Ventus littoribus resonans, por el mismo motivo. Pero
no
hay necesidad de buscar ejemplos. Nada más trillado en poesía,
que
el susurro de las hojas; y se sabe que no son ellas las que
susurran,
sino el viento. Si hemos de creer a Hermosilla, no podrá
ya
decirse que suena cosa alguna en el mundo, excepto el
aire.
ODA
2ª
EL
AMOR MARIPOSA
En
esta composición, Meléndez dice que el Amor
Tornóse en
mariposa,
Los
bracitos, en alas,
Y
los pies ternezuelos,
En
patitas doradas.
«Los
diminutos bracitos, patitas», advierte Hermosilla, «son y serán
siempre
voces demasiado humildes, aun para las anacreónticas, por
más
que Meléndez y sus discípulos se hayan empeñado en dar carta de
hidalguía
a esta clase de palabras, introduciéndolas en
composiciones
del tono más elevado».
[Bello
replicaba:]
No
suscribimos a esta sentencia. Parecen humildes esos diminutivos,
porque
desgraciadamente lo han querido así los clásicos,
desterrándolos
hasta de composiciones en que pudieran muy bien tener
cabida.
Si no, dígasenos: ¿son de mal gusto los diminutivos de
Catulo?;
¿no dan suavidad y blandura al estilo de sus versos? Si no
sucede
lo mismo en castellano, no se culpe a la lengua, sino a los
poetas
que han querido hacerla inadecuada a todo género de
asuntos.
ODA
3ª
A
UNA FUENTE
Hermosilla
declara que «es bastante bonita».
[Bello
juzgaba que la descripción contenida en ella parecía algo
débil.]
Entre
varias críticas de detalle, Hermosilla reprueba el que
Meléndez
aplicase a la culebra el epíteto de ondosa.
«No
hay bastante propiedad. Ondoso o undoso se dice del mar y del
viento,
y significa que ambos fluidos están agitados, y forman lo
que
llamamos ondas; pero a la culebra, que es un cuerpo sólido, no
puede
convenir aquel epíteto, sino por una muy estudiada y aun
alambicada
metáfora, para dar a entender que levantando, al moverse,
una
parte de su cuerpo y bajando otra, forma una como sinuosidad
parecida
a las que forman las ondas de los cuerpos fluidos. Pero en
este
caso, ¡cuán débil y traída de lejos sería la semejanza!».
[Bello,
en el 3º de los artículos relativos a las poesías de
Moratín,
hace notar que este poeta, en el idilio titulado La
Ausencia,
pone este verso:
La
ondosa trenza deslazada al viento;
y
recuerda el precedente trozo de Hermosilla para sorprenderle en
flagrante
delito de parcialidad.]
[Por
su parte, Bello hacía a la oda 3ª de Meléndez dos críticas, que
Hermosilla
no formuló.]
Esa
composición empieza así:
¡Oh cómo en tus
cristales,
Fuentecilla
risueña,
Mi
espíritu se goza,
Mis
ojos se embelesan!
Tú, de corriente
pura,
Tú,
de inexhausta veta,
Trasparente
te lanzas
De
entre esa ruda peña.
Do a tus linfas
fugaces
Salida
hallando estrecha,
Murmullante
te afanas
En
romper sus cadenas.
¿Puede
decirse que una fuente que se lanza de una piedra por una
salida
estrecha rompe las cadenas de la piedra?
¿Qué
semejanza hay entre una cadena y una salida estrecha?
Meléndez,
en la misma composición, se expresa como sigue:
Con su plácida
sombra,
Tu
frescura conserva
El
nogal, que pomposo
De
tu humor se alimenta;
Y en sus móviles
hojas,
El
susurro remeda
De
tus ondas volubles,
Que,
al bajar, se atropellan.
El
susurro, decía Bello, no es el sonido propio de las «ondas
volubles,
que al bajar, se atropellan».
ODA
4ª
EL
CONSEJO DEL AMOR
El
poeta se figura en esta pieza haber sorprendido al céfiro rogando
a
una rosa que le permita besarla.
«Está
bien escrita», dice Hermosilla, «y no tiene defecto alguno de
elocución;
pero es algo larga, la alegoría del céfiro se prolonga
demasiado,
y reducida toda la composición a un pensamiento capital,
está
éste muy desleído. Por lo demás la ficción es ingeniosa y la
aplicación
adecuada».
La
ficción en sí misma es defectuosa. ¿Para qué necesita el céfiro
de
rogar a una rosa que le permita besarla? Si el aire se mueve, ¿no
tocará
todas las flores que se hallen a su alcance, que es todo lo
que
significa ese beso?
Se
dirá que la rosa y el céfiro están personificados. Pero, si la
personificación
poética se limita a dar vida a lo inanimado, puede
muy
bien suponerse que la rosa y el céfiro se halagan mutuamente, y
reciben
placer en halagarse; pero pasar más allá es faltar a aquella
especie
de verdad de que ni aun la poesía está dispensada. ¿Qué hace
el
rendido céfiro, cuando dirige sus requiebros a la rosa? ¿Sopla, o
no
sopla? Si no sopla, no hay céfiro; y si sopla, no puede dejar de
besar,
aunque quiera, sin necesidad de permiso alguno.
Demasiado
material parecerá esto a muchos; pero si el fondo de toda
personificación
poética debe ser una cosa real, quisiéramos que se
nos
dijera qué es lo que pasa a la vista del poeta entre la rosa y
el
céfiro que corresponda a la súplica del amante, y a la esquivez
de
la amada.
ODA
5ª
DE
LA PRIMAVERA
Hermosilla
comenta como sigue esta composición:
«Es
puramente descriptiva, pero muy graciosa; y los versos todos
fáciles
y suaves. Sólo noto dos ligeros descuidos.
»1º
En la estrofa sexta, dice:
El céfiro de
aromas
Empapado,
que mueven
En
la nariz y el seno
Mil
llamas y deleites.
»Mover
la llama va bien; pero mover deleites, por excitar o causar,
no
es bastante exacto.
»2º
En la décima, hablando de las aves, se dice:
Y en los tiros
sabrosos
Con
que el Ciego las hiere,
Suspirando
delicias,
Por
el bosque se pierden.
»Aquí
hay dos cosas: lª el complemento, en los tiros, o no tiene
verbo,
o se refiere al suspirando, o al se pierden. En el primer
caso
hay falta de sentido; en el segundo, impropiedad; porque en los
tiros
no se suspira, ni, en ellos, se pierden las aves. 2º El verbo
neutro
suspirar está hecho transitivo por una licencia, o más bien
especie
de neologismo, de que ya se burló en su tiempo el autor de
La
Gatomaquia».
[Don
Andrés Bello acotaba como sigue este comentario de
Hermosilla.]
Mover
llamas. Se dice con propiedad mover las pasiones, esto es,
darles
dirección, impelerlas ya a un objeto, ya a otro, como lo
hacen
los oradores, en una palabra, excitarlas. Pero, aunque
metafóricamente
la llama es amor, no puede decirse mover llamas por
excitar
amores, porque mover llamas, en su significado propio, es
llevarlas
de un lugar a otro, no encenderlas, ni atizarlas. Si se
emplea
metafóricamente una combinación de dos palabras, no basta que
cada
una considerada aparte se preste a la metáfora: es preciso que
el
juego que forman las dos en su sentido propio corresponda al
juego
metafórico que se desea representar con ellas. La expresión
pudiera
pasar en otra clase de estilo o de obra; ni a la
anacreóntica,
ni al asonante, se permiten semejantes licencias.
Mover
deleites, como lo observa Hermosilla, no es bastante
exacto.
Además,
la unión de llamas y deleites es intolerable: lo propio y lo
metafórico
pertenecen a dos mundos distintos.
Y
en los tiros sabrosos. Lo que hay de malo en esta copla es el en
por
a: a los tiros es a causa de los tiros, que fue sin duda lo que
quiso
el poeta.
Suspirar
delicias, no es impropio, como quiere el señor Hermosilla,
fundándose
en una razón de muy poco peso.
Suspirar
es frecuentemente neutro; pero esto no quita que tome a
veces
un acusativo, como suele suceder con otros verbos neutros, y
como
lo prueba el participio pasivo suspirado, suspirada. En poesía,
se
suspira todo aquello que va de algún modo envuelto en el suspiro.
Así,
y por eso, el mismo autor de La Gatomaquia se expresó muy bella
y
poéticamente cuando dijo:
Pasaron ya los
tiempos
En
que, lamiendo rosas,
El
céfiro bullía,
Y
suspiraba aromas.
[Bello
hacía a la oda 5ª de Meléndez una crítica de detalle en que
Hermosilla,
a pesar de su rigorismo, no paró mientes.]
La
estrofa tercera es como sigue:
El alba de
azucenas
Y
de rosa las sienes
Se
presenta ceñidas,
Sin
que el cierzo las hiele.
Este
las de las hiele, ¿se refiere a azucenas y rosa, o a
sienes?
ODA
6ª
A
DORILA
«Hermosa
y legítima anacreóntica», dice Hermosilla. «Nada hay que
notar
en ella».
[Bello
creía que esta composición daba materia para observaciones de
la
clase de aquellas que hacía Hermosilla.]
La vejez luego
viene
Del
amor enemiga,
Y
entre fúnebres sombras
La
muerte se avecina,
Que escuálida y
temblando,
Fea,
informe, amarilla,
Nos
aterra, y apaga
Nuestros
fuegos y dichas,
El cuerpo se
entorpece,
Los
ayes nos fatigan,
Nos
huyen los placeres,
Y
deja la alegría.
No
es del todo legítimo el apagar los fuegos y dichas. Aquí tenemos
otra
vez lo metafórico y lo natural bajo una misma relación. Además,
no
se apagan las dichas: la expresión es demasiado licenciosa para
una
oda ligera en verso asonante.
Los
ayes nos fatigan quiere decir, no que las penas nos aquejan,
sino
que produce fatiga el exhalarlos.
ODA
7ª
DE
LO QUE ES AMOR
«Digo
lo mismo que de la anterior en cuanto a los pensamientos»,
escribe
Hermosilla; «pero en la elocución hay algún pecadillo. En la
estrofa
cuarta, se dice:
Pero cuando
aguardaba
No
hallar ansias ni voces,
Que
a la gloria alcanzasen
De
una unión tan conforme;
y
en ello hay bastante que reparar. 1º El poeta quiso decir que
esperaba
no hallar voces bastante expresivas para dar a conocer la
felicidad
de que gozaba en su deliciosa unión con Dorila; pero la
expresión
que emplea es vaga y oscura, pues aunque, por contexto
adivinamos
su intención, las palabras no la declaran
suficientemente.
¿Qué puede significar aquello de que no aguardaba
hallar
ansias ni voces que alcanzasen a la gloria de su unión? ¿Qué
es
alcanzar a una gloria, y cómo las voces y las ansias pueden
alcanzarla?
2º Las voces pueden no alcanzar a explicar la alegría y
el
placer de un amante correspondido; pero las ansias nada explican
ni
expresan, antes bien necesitan ser expresadas por medio de
lágrimas,
suspiros y voces afectuosas. 3º El último verso es algo
duro
para tan suave anacreóntica:
De
una unión tan conforme.
4º
Esta expresión es débil y prosaica.
«También
se dice en la estrofa quinta que las dos tortolitas
Con
sus ansias y arrullos
Ensordecen
el bosque.
Que
le ensordezcan con sus arrullos, lo entiendo; pero con sus
ansias,
no veo cómo pueda ser. Las ansias son las conmociones o
agitaciones
interiores que siente el que está afligido; y mientras
no
se manifiestan por medio de los suspiros, el llanto o las
palabras,
no pueden ensordecer a nadie; y aun entonces no son ellas
las
que ensordecen, sino el ruido de los signos con que se dan a
conocer.
Añádase que la voz ansias está repetida con demasiada
proximidad».
[Bello,
por su parte, observaba lo que sigue:]
Tiene
mucha razón Hermosilla en cuanto a lo impropio y oscuro de
ansias
en los dos pasajes que cita.
Unión
conforme es una expresión elegante, usada por varios poetas en
el
significado de unión producida por la conformidad de genios,
voluntades,
etc.
Una
unión es duro.
ODA
8ª
A
LA AURORA
Salud, riente
aurora,
Que,
entre arreboles, vienes
A
abrir a un nuevo día
Las
puertas del oriente.
[He
aquí la observación que Hermosilla hace a esta estrofa:]
«Se
dice bien, por ejemplo, que los pajarillos con su canto suave
saludan
a la aurora; pero, hablando con ella un poeta, decirla:
Salud,
divina Aurora, a mí no me suena bien: me parece que es la
fórmula
francesa: je vous salue. Y sin duda por esto el autor de la
Epístola
a Andrés censura el Salud, lúgubres días, del mismo
Meléndez».
Ni
Hermosilla, ni Moratín tuvieron razón en ridiculizar este saludo.
Salud,
empleado interjeccionalmente, significa lo que en latín ave,
salve,
la salutación inicial, como adiós, en el latín, vale, a la
salutación
final o de despedida, si bien es de notar que la primera
es
mucho menos usada.
LA
ILIADA, TRADUCIDA POR DON JOSÉ GÓMEZ HERMOSILLA
De
todos los grandes poetas ninguno opone tantas dificultades a los
traductores,
como el padre de la poesía, el viejo Homero. A ninguno
quizá
de los autores profanos, le ha cabido la suerte de ser
traducido
tantas veces; y sin embargo de esto, y de haber tomado a
su
cargo esta empresa escritores de gran talento, todavía se puede
decir
que no existe obra alguna que merezca mirarse como un trasunto
medianamente
fiel de las ideas y sentimientos, y sobre todo de la
manera
del original griego; que nos trasporte a aquellos siglos de
ruda
civilización, y nos haga ver los objetos bajo los aspectos
singulares
en que debieron presentarse al autor; que nos traslade
las
creaciones homéricas puras de toda liga con las ideas y
sentimientos
de las edades posteriores; que nos ponga a la vista una
muestra
genuina del lenguaje y de la forma de estilo que les dan en
su
idioma nativo un aire tan peculiar y característico; en una
palabra,
que nos dé, en cuanto es posible, a todo Homero con sus
bellezas
sublimes, y que no nos dé otra cosa, que Homero.
Se
han hecho sin duda con los materiales homéricos obras que se leen
con
gusto, y que hacen de cuando en cuando impresión profunda; pero
obras
que apenas merecen el título de traducciones. El defecto más
general
en ellas ha sido el de querer cubrir la venerable sencillez
del
original con adornos postizos, que se resienten del gusto
moderno:
a la verdad, se sustituye la exageración; al calor, la
énfasis.
Otras veces se ha querido verter con fidelidad; mas por
desgracia,
en una versión escrupulosa de Homero, es más difícil
contentar
a la generalidad de los lectores, que en una versión
licenciosa,
porque lo natural y simple, que es el género de que
Homero
no sale nunca, ni aun en los pasajes de más vigor y
magnificencia,
no se puede transportar, sino con mucha dificultad,
de
una lengua a otra, y sin correr mucho peligro de degenerar en
prosaico
y rastrero.
Se
ha pretendido que el traductor de una obra antigua o extranjera
debe
hacer hablar al autor que traduce como éste hubiera
probablemente
hablado, si hubiera tenido que expresar sus conceptos
en
la lengua de aquél. Este canon es de una verdad incontestable;
pero
sucede con él lo que con todas las reglas abstractas: su
aplicación
es difícil. En todo idioma, se han incorporado
recientemente,
digámoslo así, multitud de hechos y nociones que
pertenecen
a los siglos en que se han formado, y que no pueden
ponerse
en boca de un escritor antiguo, sin que de ello resulten
anacronismos
más o menos chocantes. ¡Cuántas voces, cuántas frases
de
las lenguas de la Europa moderna envuelven imágenes sacadas de la
religión
dominante, del gobierno, de las formas sociales, de las
ciencias
y artes cultivadas en ella; cuántas voces y frases que
fueron
en su origen rigurosamente técnicas, empleadas luego en
acepciones
secundarias, han pasado a la lengua común, y han entrado
hasta
en el vocabulario del vulgo! ¿Y pudiéramos traducir con ellas
las
ideas de un poeta clásico, y de los personajes que él hace
figurar
en la escena, sin una repugnante incongruencia? Pues de esta
especie
de infidelidad adolecen a veces aun las mejores
traducciones;
y lo que es más notable, traductores ha habido que la
han
juzgado lícita, y que, en la versión de un autor antiguo, han
preferido
las voces selladas con una estampa enteramente moderna,
teniendo
otras de que echar mano para reproducir con propiedad y
pureza
los pensamientos del original. Parecerá increíble que,
traduciendo
a César o a Tácito, se dé a la Galia el nombre de
Francia,
y a la Germania, el de Alemania. Pues así se ha hecho, y
por
hombres nada vulgares.
La
infidelidad de que acabamos de hablar es menos difícil de evitar,
y
menos común, que la que consiste en alterar la contextura de los
períodos,
desnaturalizando el lenguaje y estilo del original. La
Biblia
o La Ilíada traducidas en giros ciceronianos o virgilianos
podrían
ser obras excelentes; pero no serían La Biblia, ni La
Ilíada.
Y como lo que forma más esencialmente la fisonomía de un
escritor
de imaginación es su lenguaje y estilo, las traducciones
que
no atienden a conservarlos, aunque bajo otros respectos tuvieran
algunas
cualidades recomendables, carecerían de la primera de
todas.
No
hay poeta más difícil de traducir, que Homero. Se pueden tomar
las
ideas del padre de la poesía, engalanarlas, verterlas en frases
elegantemente
construidas, paliar o suprimir sus inocentadas (como
las
llama con bastante propiedad el nuevo traductor de Homero don
José
Gómez Hermosilla), presentar, en suma, un poema agradable con
los
materiales homéricos, sin alejarse mucho del original. Esto es
lo
que hizo Pope en inglés, y lo que han hecho los más afamados
traductores
de La Ilíada Y de La Odisea en verso y en prosa. Pero
esto
no basta para dar a conocer a Homero. No puede llamarse fiel la
traducción
de un poeta que no nos dé un trasunto de las revelaciones
de
su alma, de su estilo, de su fisonomía poética. El que, por
evitar
ciertos modos de expresión que no se conforman con el gusto
moderno,
diese a las frases del original un giro más artificioso,
haría
desaparecer aquel aire venerable de candor y sencillez
primitiva,
que, si bien no es un mérito en los escritores de una
remota
antigüedad, que no pudieron hablar, sino como todos hablaban
en
su tiempo, no deja por eso de contribuir en gran parte al placer
con
que los leemos. La simplicidad, la negligencia, el desaliño
mismo
deben aparecer en una traducción bien hecha. Suprimirlos o
suavizarlos
es ponernos a la vista un retrato infiel. Otro tanto
decimos
de una multitud de ideas o imágenes que nos hacen columbrar
las
opiniones, las artes, las afecciones de una civilización
naciente.
En una palabra, el traductor de una obra de imaginación,
si
aspira a la alabanza de una verdadera fidelidad, está obligado a
representarnos,
cuan aproximadamente pueda, todo lo que caracterice
el
país, y el siglo, y el genio particular de su autor. Pero ésta es
una
empresa que frisa con lo imposible respecto de Homero, sobre
todo,
cuando la traducción ha de hacerse en una lengua como la
castellana,
según se habla y escribe en nuestros días.
Que
don José Gómez Hermosilla, aunque trabajó mucho por acercarse a
este
grado de fidelidad, no pudiese lograrlo completamente, no debe
parecer
extraño al que sea capaz de apreciar toda la magnitud de la
empresa.
No sería justo exigir en este punto más que aproximaciones.
Pero
no es un suceso completo lo que echamos de menos. Los defectos
que
vamos a notar son de aquellos que un hombre de su fino gusto, y
un
tanto consumado maestro de la lengua, pudo tal vez haber evitado,
si
se hubiera prescrito reglas más severas para el desempeño de los
deberes
de traductor. Ni notaríamos esta especie de faltas, si él
mismo
no anunciase, en su prólogo, que su versión está hecha con la
más
escrupulosa fidelidad. Es verdad que rectifica este anuncio,
previniendo
que se ha tomado la licencia de suprimir epítetos de
pura
fórmula, o notoriamente ociosos, y de añadir algunos que le
parecieron
necesarios. Pero esto es cabalmente de lo que debía
haberse
abstenido un traductor que se precia de escrupuloso.
Los
epítetos de fórmula son característicos de Homero. Son un tipo
especialísimo
de la poesía de los rapsodos; y era necesario
conservarlos
todas las veces que fuese posible. Suprimirlos, como lo
hace
casi siempre Hermosilla, es quitar a Homero una facción
peculiar
suya, y de la poesía de su siglo, y aun puede decirse de
todas
las poesías primitivas, pues vemos reproducirse la misma
práctica
en los romances de la media edad. Homero siembra por todas
partes
esta clase de epítetos, sin cuidarse de su relación con la
idea
fundamental de la cláusula, y aun a veces en oposición a ella.
Júpiter
es el aglomerador de las nubes, aun cuando, sentado en el
Olimpo,
no piense en suscitar tempestades. Aquiles es el héroe de
ligeros
pies, aun en las discusiones del consejo de jefes, cuando de
nada
menos se trata, que de dar alcance a un enemigo. Agamenón es
gloriosísimo,
aun en la boca de Aquiles airado, que le increpa su
soberbia
y codicia. No consulta Homero para el empleo de semejantes
dictados
más que las exigencias del metro. El aglomerador de las
nubes,
y el de pies ligeros son cuñas de que se sirve para llenar
ciertos
huecos de sus hexámetros. En una palabra, son justamente lo
que
llamaríamos ripio en un poeta moderno. Homero, pues abunda en
ripios.
Ellos dan una estampa peculiar a su estilo; y un traductor
que
los omita, de intento falta al primero de sus deberes. Homero,
según
Hermosilla, es un modelo perfecto. Él, pues, menos que nadie,
debió
pensar en corregirle. Pero ni había necesidad de hacerlo,
porque,
para los lectores instruidos, los ripios de Homero no son
más
que señales de antigüedad, rasgos de una sencillez venerable,
que
no carecen de gracia, y que se le perdonan con gusto, porque
hacen
resaltar con más brillo las bellezas de primer orden que
disemina
profusamente en sus versos, y que, en las épocas más
adelantadas,
han podido apenas imitarse.
En
cuanto a la agregación de ciertos epítetos que al señor
Hermosilla
le parecieron necesarios, es preciso distinguir.
Traduciendo
de verso a verso, no pueden menos que omitirse a veces
algunas
ideas accesorias, y recíprocamente se hace a menudo
indispensable
añadirlas a los conceptos fundamentales del poeta que
se
traduce. Sin esto, no sería posible traducir de verso a verso.
Pero
el traductor debe hacer en el segundo caso lo mismo que hubiese
hecho
el autor llenando los huecos con aquellas cuñas y ripios, y
epítetos
que sirven para el mismo objeto en el original. De esta
manera,
una versión fiel de Homero reproduciría los mismos elementos
del
texto griego, aunque no colocados precisamente en los mismos
parajes;
y los epítetos que se suprimiesen en un lugar, porque lo
requiere
el metro, aparecerían después en otro donde el metro lo
consintiese,
o lo exigiese. Así, no sólo es permitido, sino
necesario,
el agregar nuevos epítetos; pero es menester que todos
ellos
estén marcados con el sello particular del autor, y
pertenezcan,
por decirlo así, a su repuesto. Nadie puede prohibir la
agregación
de ciertos adornos que se introducen para vestir o
hermosear
lo que trasladado fielmente pudiera aparecer demasiado
desnudo.
Si, en Homero, nada falta, y nada sobra, como pretende el
señor
Hermosilla, que, en este punto, no cede a los más
supersticiosos
admiradores del cantor de Aquiles, ¿por qué amplifica
sin
necesidad el original? ¿por qué lo adorna? Los aditamentos de
esta
especie son verdadera infidelidad.
En
los diálogos de Homero, se observa universalmente una regla que
les
da un carácter peculiar, que hubiese debido conservarse. Todo
razonamiento
es precedido de uno o más versos que anuncian al
interlocutor.
Después de lo cual, se pone generalmente en el verso
que
sigue: Así dijo, así habló fulano, etc. La conducta de Homero en
esta
parte es característica de una época poco adelantada; y por
eso,
la encontramos también en los romances de la Edad Media.
El
señor Hermosilla, abandonando en esta parte la huella de Homero,
ha
solido dar a los diálogos un aire que desdice de la manera
antigua.
Con imperiosa voz y adusto
ceño,
Mandó
que de las naos se alejase,
Y
al precepto, añadió las amenazas:
Viejo, le dijo, nunca en este
campo
A
verte vuelva yo (I-48).
Pero, alejado ya de los
aqueos,
Mientras
andaba, en doloridas voces,
Pidió
venganza al hijo de Latona.
-Escúchame, decía, pues
armado
Con
el arco de plata ha defendido
Siempre
tu brazo........................... (I-66).
Al
verso 212, dos razonamientos, uno de Agamenón, y otro de Aquiles,
están
enlazados así:
-............................La
que por voto
General
me ofrecieron los aquivos
Vuelve
al paterno hogar. -Respondió Aquiles:
¡Glorioso
Atrida!.............................. (1-212).
Véase
ahora la manera uniforme del más antiguo de los poetas:
Impresionante
lo despidió; y añadió palabras amenazadoras:
-¡Viejo!,
no vuelva yo jamás a verte cerca de las huecas naves, etc.
Y
después, habiéndose separado, encarecidamente rogóle el anciano al
rey
Apolo, el que parió Latona, la de hermosos cabellos:
-Escúchame,
oh tú, que cargas el arco de plata, y patrocinas a
Crisa,
etc.
-Porque
ya todos veis que he perdido mi premio.
Mas
respondióle seguidamente el noble Aquiles de ligeros pies:
-Atrida,
lleno de gloria, el más codicioso de los hombres, etc.
¿No
se percibe en este sencillo y siempre uniforme encadenamiento de
las
varias arengas un dejo sabroso de antigüedad que se echa menos
en
la versión castellana? ¿No es prosa, y vil prosa, aquel respondió
Aquiles
que había precedido en el verso 150, y se repite en el 214,
y
aquel Agamenón le dijo del verso 231, y el respondió el Atrida del
verso
300, y el Minerva respondió del verso 358? ¿No hubieran sido
más
convenientes en estos pasajes y tantos otros los epítetos de
fórmula
del viejo Homero, que la rastrera desnudez de su
traductor?
Sucede
otras veces que el señor Hermosilla es parafrástico sin
necesidad,
y deslíe una expresión en una frase trivial. Tersites,
improperando
a los griegos su servilidad, emplea aquel enérgico
exordio
O aqueas, no ya aqueos, imitado felicísimamente por
Virgilio:
O
vere phrygiae, nec enim phiryges.
y
vertido en castellano
....................................Y vosotros!
Cobardes,
sin honor, que apellidaros
Aqueas,
y no aqueos, deberíais!
La
célebre despedida de Héctor y Andrómaca en el libro VI, bellísima
ciertamente
en el original, es fría y desmayada en la traducción.
Este
solo pasaje bastaría para justificar nuestro juicio sobre el
talento
poético de Hermosilla. Animado, rápido, elocuente en la
prosa,
no sabe dar a los versos armonía ni fuego, ni hablar el
lenguaje
de los afectos. De puro natural, es prosaico; y lo peor es
que,
a pesar de esta rastrera naturalidad, no siempre traduce
fielmente
a Homero. ¿Hay algo en los versos que siguen que dé una
idea
del lenguaje homérico?
¡Infeliz! tu valor ha de
perderte,
Ni
tienes compasión del tierno infante,
Ni
de esta desgraciada, que muy pronto
En
viudez quedara; porque los griegos,
Cargando
todos sobre ti, la vida
Fieros
te quitarán. Más me valiera
Descender
a la tumba, que privada
De
ti quedar; que, si a morir llegases,
Ya
no habrá para mí ningún consuelo,
Sino
llanto y dolor. Ya no me quedan
Tierno
padre, ni madre cariñosa.
Mató
al primero el furibundo Aquiles,
Mas
no le despojó de la armadura,
Aun
saqueando a Teba; que a los dioses,
Temía
hacerse odioso. Y el cadáver
Con
las armas quemando, a sus cenizas
Una
tumba erigió; y en torno de ella,
Las
ninfas que de Júpiter nacieron,
Las
Oréades, álamos plantaron.
Mis
siete hermanos, en el mismo día,
Bajaron
todos al Averno oscuro;
Que
a todos, de la vida despiadado
Aquiles
despojó, mientras estaban
Guardando
los rebaños numerosos
De
bueyes y de ovejas. A mi madre,
La
que antes imperaba poderosa
En
la rica Hipoplacia, prisionera
Aquí
trajo también con sus tesoros;
Y
admitido el magnífico rescate,
La
dejó en libertad; pero llegada
Al
palacio que fuera de su esposo,
La
hirió Diana con aguda flecha.
¡Héctor!
tú sólo ya de tierno padre,
Y
de madre, me sirves, y de hermanos,
Y
eres mi dulce esposo. Compadece
A
esta infeliz; la torre no abandones;
Y
en orfandad, no dejes a este niño,
Y
cuida a tu mujer. En la colina,
De
silvestres higueras coronada,
Nuestra
gente reúne; que es el lado
Por
donde fácilmente el enemigo
Penetrar
puede en la ciudad, y el muro
Escalar
de Ilión. Hasta tres veces,
Por
esa parte, acometer tentaron
Los
más ardidos de la hueste aquea:
Los
ayacos, el rey Idomeneo,
Los
dos Atridas, y el feroz Diomedes,
O
ya que un adivino este paraje
Les
hubiese mostrado, o que secreto
Impulso
los hubiese conducido.
¡Infeliz!
Es el vocativo homérico µ, que, como otras muchas voces
homéricas,
no se sabe a derechas lo que significa. En este verso, es
infeliz,
y parece que tiene algo de afectuoso y dolorido; y en el
verso
327 del libro II, es también infeliz en tono de reprensión y
vituperio.
En el 308 del libro II, es capitán valiente, y lleva una
expresión
de respeto y cariño; pero en el 54 del IV, es cruel con el
acento
amargo de la cólera y la reconvención; y en el 868 del VI es
gallardo
con algo de lisonja y zalamería; al paso que, en el 549 del
VI,
se traduce en ¡mal hora nacido! que es de lo más fuerte que
puede
encontrarse en el vocabulario de los denuestos; y en el mismo
libro,
verso 810, es ¡consuelo de mi vida!, que seguramente toca en
el
extremo de lo amoroso y almibarado; y apenas es concebible que
haya
podido ponerse por hombre de tanto gusto, como Hermosilla, en
boca
de un héroe de La Ilíada. ¿Cuál es, pues, el significado de µ?
Es
difícil encontrar uno que convenga a circunstancias y afectos tan
diversos;
pero esta misma diversidad prueba que la idea significada
por
esta voz era sumamente vaga e indeterminada, y que los epítetos
ya
acerbos, ya melifluos, ya injuriosos, ya honoríficos, en que ha
sido
vertida, son otras tantas galas postizas con que se ha querido
cubrir
la desnudez de Homero aun en las versiones más fieles.
Pero
volvamos a la despedida de Héctor y Andrómaca. No es posible
que
dejemos de notar de paso una grave impropiedad del original, que
ha
sido criticada por otros, y defendida por los que tienen el
empeño
de persuadirse y persuadirnos que todo ha de hallarse
perfecto
en Homero, y que este gran poeta no se desvió jamás de la
naturaleza:
empeño que es bastante común en nuestros días, y que se
sostiene,
como otros muchos, con la neblina mística de la estética
alemana,
instrumento acomodado para todo. ¿Será natural que, en una
escena
como ésta, se ponga Andrómaca a referir a su esposo los
infortunios
de su familia, como si Héctor pudiera haberlos ignorado
hasta
entonces? Dicen algunos que toda esta relación viene al caso,
porque
sirve para pintar la soledad y desamparo de la viudez de
Andrómaca,
como si fuese lo mismo hacer alusión a lo que todos
saben,
que referir lo que se supone ignorado. Recuerde en hora buena
Andrómaca
la muerte de su padre y hermanos, pero no la refiera. Haga
lo
que Dido, cuando alude en La Eneida a las desventuras de su unión
anterior:
Anna,
fatebor enim............................
Pero
el buen Homero, que se propuso no perder ocasión de insertar en
su
poema las tradiciones que corrían sobre los antiguos héroes de
Grecia,
y del Asia Menor, se aprovechó de la coyuntura presente para
dar
a sus contemporáneos la historia de la familia de Etión, y no se
cuidó
de que la forma en que la presentaba fuese o no, propia de las
circunstancias.
Esto es lo que hay de verdad, y lo que sólo una
ciega
preocupación a favor del padre de la poesía puede dejar de
reconocer.
Los
diez primeros versos de Hermosilla, si se exceptúan las dos
solas
palabras fieros y llanto, son una traducción literal, y forma
uno
de los mejores pasajes de la versión castellana; pero tierno,
cariñosa,
furibundo, despiadado, numerosos, poderosa, rica, otra vez
tierno,
etc., etc., son todos epítetos del traductor, algunas veces
colocados
donde no había ninguno, otras inferiores a los del
original,
y otras más oportunos. La rica, por ejemplo, hablando de
una
ciudad no muestra a la imaginación un objeto tan definido, como
la
de altas puertas. Pero lo que se nota más a menudo, no aquí sólo,
sino
en toda la versión de Hermosilla, es la sustitución de unos
epítetos
a otros que eran como de fórmula en el estilo de los
rapsodos,
y que, no teniendo la menor conexión con el asunto, les
servían
de cuñas, o lo que llamamos ripio, para llenar los vacíos
del
metro. Mucho más al caso ciertamente, y mucho más en armonía con
los
sentimientos de Andrómaca, es el que ella apellide furibundo y
despiadado
al matador de su familia, y no el de origen divino, y el
de
ligeros pies, como le llama. Verdad es que las sustituciones de
Hermosilla
valen poco más, que el ripio de Homero; pero aun cuando
tuviesen
un valor intrínseco más alto, no dejarían por eso de pecar
contra
la fidelidad, que es el primer deber del que traduce. En la
versión
de un poeta tan antiguo, deben dejarse ver los vestigios de
candor
que caracterizan a una civilización naciente.
ROMANCES
HISTÓRICOS POR DON ÁNGEL SAAVEDRA DUQUE DE RIVAS
Don
Ángel Saavedra ha tomado sobre sí la empresa de restaurar un
género
de composición que había caído en desuetud. El romance
octosílabo
histórico, proscrito de la poesía culta, se había hecho
propiedad
del vulgo, y sólo se oía ya, con muy pocas excepciones, en
los
cantares de los ciegos, en las coplas chabacanas destinadas a
celebrar
fechorías de salteadores y contrabandistas, héroes
predilectos
de la plebe española en una época en que el despotismo
había
envilecido las leyes y daba cierto aire de virtud y nobleza a
los
atentados que insultaban a la autoridad cara a cara. Contaminado
por
esta asociación, aquel metro en que se habían oído quizás las
únicas
producciones castellanas que pueden rivalizar a las de la
Grecia
en originalidad, fecundidad y pureza de gusto, se creyó
imposible,
no obstante uno que otro ensayo, restituirlo a las breves
composiciones
narrativas de un tono serio, a los recuerdos
históricos
o tradicionales, en una palabra, a las leyendas, que no
se
componían antes en otro; y llegó la preocupación a tal punto, que
el
autor del Arte de hablar no dudó decir, que «aunque el mismo
Apolo
viniese a escribirle, no le podría quitar ni la medida, ni el
corte,
ni el ritmo, ni el aire, ni el sonsonete de jácara, ni
extender
en él, ni variar los períodos, cuanto piden alguna vez las
epopeyas
y las odas heroicas»; desterrándolo así no sólo de los
poemas
narrativos, sino de toda clase de poesía seria. Don Ángel
Saavedra
ha reclamado contra esta proscripción en el prólogo que
precede
a los Romances Históricos; ha refutado allí la aserción de
Hermosilla
con razones irrefragables; y lo que vale más, la ha
desmentido
con estos mismos Romances, donde la leyenda aparece otra
vez
en su primer traje, y el octosílabo asonantado vuelve a campear
con
su antigua riqueza, naturalidad y vigor.
No
es ésta la primera vez que el duque de Rivas ha demostrado
prácticamente
que el fallo del Arte de hablar contra el metro
favorito
de los españoles carecía de sólidos fundamentos. Habiendo
en
El Moro Expósito vindicado al endecasílabo asonante del
menosprecio
con que le trataron los poetas y críticos de la era de
Jovellanos
y Meléndez, en los lindos romances publicados a
continuación
de aquel poema, dio a conocer, con no menos feliz
éxito,
que no habían prescrito los derechos del octosílabo asonante
a
las composiciones de corta extensión, en que se contaba algún
suceso
ficticio, o se consignaban y hermoseaban las tradiciones
históricas.
Posteriormente probó también sus fuerzas en este género
el
celebrado Zorrilla; y sus romances ocupan un lugar distinguido
entre
las producciones más apreciables de su fértil y vigorosa
pluma.
Las
afortunadas tentativas de la misma especie, que comprende la
presente
publicación, disiparían toda duda sobre la materia, si
alguna
quedase. Verá en ella el lector una serie de cuadros
perfectamente
dibujados y coloreados; con aquellos rasgos peculiares
que
ponen a la vista las costumbres, la fisonomía moral y física de
los
siglos y países a que nos quiere trasportar el poeta; con
aquella
naturalidad amable, que parecía ya imposible de restaurar a
la
poesía seria castellana y que probablemente será todavía mirada
con
desdén por algunos de los que sólo han formado su gusto en las
obras
de la escuela de Herrera, Rioja y Moratín; y todo ello
sostenido
por una versificación que, si no llega a la soltura y
melodía
del romance octosílabo del siglo XVII, es generalmente suave
y
armoniosa; compensándose lo que bajo este aspecto se eche menos,
con
el superior interés del asunto, que casi siempre es una acción
grande,
apasionada, progresiva, y adaptada al espíritu filosófico de
los
lectores del siglo XIX.
El
talento descriptivo de don Ángel Saavedra, bastante conocido por
sus
escritos anteriores, es lo que constituye, a nuestro juicio, la
principal
dote de sus Romances Históricos. Pero, resucitando la
antigua
leyenda, le ha dado facciones que en castellano son
enteramente
nuevas. Hay una gran diferencia entre el gusto
descriptivo
de los antiguos, y el moderno, adoptado por el duque de
Rivas.
Breves rasgos, esparcidos acá y allá, pero oportunos y
valientes,
es todo lo que en la poesía griega y romana, y en la de
los
castellanos de los siglos anteriores al nuestro, cupo
regularmente
a los objetos materiales inanimados; el poeta no deja
nunca
a los personajes; absorbido en los afectos que pinta, se fija
poco
en la escena; parece mirar las perspectivas y decoraciones con
los
mismos ojos que su protagonista, no prestando atención a ellos,
sino
en cuanto dicen algo de importante a la acción, al interés
vital
que anima el drama. Tal es, si no nos engañamos, el verdadero
carácter
del estilo descriptivo de aquellas edades; su pintura es
toda
de movimiento y pasión. Nuestros contemporáneos, al contrario,
presentan
vastos cuadros en que una análisis, algo minuciosa, dibuja
formas,
matiza colores, mezcla luces y sombras; y en esta parte
pictórica,
ocupa a veces la acción tan poco espacio, como las
figuras
humanas en la pintura de paisaje; de lo que tenemos un
ejemplo
notable en el Jocelin de Lamartine. Y no pinta solamente el
poeta,
sino explica, interpreta, comenta; da un significado
misterioso
a cuanto impresiona los sentidos; desenvuelve el
agradable
devaneo que las percepciones físicas despiertan en un
espíritu
pensador y contemplativo. La poesía de nuestros
contemporáneos
está impregnada de aspiraciones y presentimientos, de
teorías
y delirios, de filosofía y misticismo; es el eco fiel de una
edad
esencialmente especuladora.
Aun
en los cuadros de estos romances, no obstante sus reducidas
dimensiones,
aparece este espíritu meditabundo y filosófico. Sus
descripciones
no son solamente menudas e individuales, sino sentidas
y
reflexivas. Daríamos, pues, una idea mezquina de su mérito, si los
designásemos
como una mera resurrección de la antigua leyenda
española.
Don Ángel Saavedra la ha modificado ventajosamente,
dándole
el carácter y formas peculiares de la edad en que vivimos,
como
lo hubieran hecho, sin duda, los romanceros de los siglos
pasados,
si hubiesen florecido en el nuestro.
EJERCICIOS
POPULARES DE LENGUA CASTELLANA
Esperando
ver su continuación en otro número para dar más interés a
algunas
observaciones que desde luego pensé dirigir a El Mercurio,
he
visto entre tanto dos refutaciones (contraídas sólo a dichos
ejercicios)
y bruscamente depresiva la segunda, del laudable interés
en
ofrecer algo de útil a la instrucción popular; pues tanto de las
observaciones
acertadas que se hagan en semejante materia como de
una
fundada y cortés impugnación de los errores, el público
iliterato
saca no poco fruto.
Esta
consideración me hace añadir el fundamento de lo que a mi
juicio
se ha criticado muy a la ligera, y aun de lo que se ha
omitido
en las contestaciones anteriores; no pudiendo menos que
disentir
al mismo tiempo de los ilustrados redactores de El Mercurio
en
la parte de su artículo que precede a los ejercicios, en que se
muestran
tan licenciosamente populares en cuanto a lo que debe ser
el
lenguaje, como rigoristas y algún tanto arbitrario el autor de
aquéllos.
A
la verdad que no para las mientes (no que los monos) el avanzado
aserto
de los redactores, atribuyendo a la soberanía del pueblo todo
su
predominio en el lenguaje; pues parece tan opuesto al buen
sentido,
y tan absurdo y arbitrario, como lo que añade del oficio de
los
gramáticos. Jamás han sido ni serán excluidos de una dicción
castigada,
las palabras nuevas y modismos del pueblo que sean
expresivos
y no pugnen de un modo chocante con las analogías e
índole
de nuestra lengua; pero ese pueblo que se invoca no es el que
introduce
los extranjerismos, como dicen los redactores; pues,
ignorantes
de otras lenguas, no tienen de dónde sacarlos. Semejante
plaga
para la claridad y pureza del español es tan sólo trasmitida
por
los que iniciados en idiomas extranjeros y sin el conocimiento y
estudio
de los admirables modelos de nuestra rica literatura se
lanzan
a escribir según la versión que más han leído.
En
idioma jenízaro y mestizo,
Diciendo
a cada voz: yo te bautizo
Con
el agua del Tajo;
Aunque
alguno del Sena se la trajo
Y
rabie Garcilaso enhorabuena;
Que
si él hablaba lengua castellana,
Yo
hablo la lengua que me da la gana.
Iriarte.
Contra
éstos reclaman justamente los gramáticos, no como
conservadores
de tradiciones y rutinas, en expresión de los
redactores,
sino como custodios filósofos a quienes está encargado
por
útil convención de la sociedad para fijar las palabras empleadas
por
la gente culta, y establecer su dependencia y coordinación en el
discurso,
de modo que revele fielmente la expresión del pensamiento.
De
lo contrario, admitidas las locuciones exóticas, los giros
opuestos
al genio de nuestra lengua, y aquellas chocarreras
vulgaridades
e idiotismos del populacho, vendríamos a caer en la
oscuridad
y el embrollo, a que seguiría la degradación como no deja
de
notarse ya en un pueblo americano, otro tiempo tan ilustre, en
cuyos
periódicos se ve degenerando el castellano en un dialecto
español-gálico
que parece decir de aquella sociedad lo que el padre
Isla
de la matritense.
Yo
conocí en Madrid una condesa,
que
aprendió a estornudar a la francesa.
Si
el estilo es el hombre, según Buffon, ¿cómo podría permitirse al
pueblo
la formación a su antojo del lenguaje, resultando que cada
cual
vendría a tener el suyo, y concluiríamos por otra Babel? En las
lenguas
como en la política, es indispensable que haya un cuerpo de
sabios,
que así dicte las leyes convenientes a sus necesidades, como
las
del habla en que ha de expresarlas; y no sería menos ridículo
confiar
al pueblo la decisión de sus leyes, que autorizarle en la
formación
del idioma. En vano claman por esa libertad
romántico-licenciosa
del lenguaje, los que por prurito de novedad, o
por
eximirse del trabajo de estudiar su lengua, quisieran hablar y
escribir
a su discreción. Consúltese en su último comprobante del
juicio
expuesto, cómo hablan y escriben los pueblos cultos que
tienen
un antiguo idioma; y se verá que el italiano, el español, el
francés
de nuestros días es el mismo del Ariosto y del Tasso, de
Lope
de Vega y de Cervantes, de Voltaire y de Rousseau.
Pero
pasemos ya a los Ejercicios populares de lengua castellana. El
autor
incurre en algunas equivocaciones, ya por el principio erróneo
de
que no deben usarse en Chile palabras anticuadas en España, ya
porque
confunde la acepción de otras con la de equivalentes que no
pueden
serlo. En cuanto a lo primero, dejarían de usarse en España
por
la misma razón las palabras que se anticuan en Chile y demás
puntos
de la Península; reduciendo así a mezquino caudal una lengua
tan
rica; así no hay por qué repudiar, a lo menos en el lenguaje
hablado,
las palabras criticadas, abusión, acarreto, acriminar,
acuerdo,
adolorido, agravación, aleta, alindarse, alado, arbitrar,
arrancada,
arrebato, asecho. Con mucha menos razón las voces acezar,
que
expresa más que jadear, esto es, respirar con suma dificultad;
ansiedad,
inquietud y ansia, deseo vehemente; apertura de colegios,
de
clases, etc. y abertura de objetos materiales, como de mesa,
pared;
arredrar, es retraer a uno de lo intentado o comenzado, y
atemorizar
es infundir temor; artero se aplica a lo falaz y
engañoso;
y astuto, a lo sagaz y premeditado; asiduidad es tesón,
constancia;
frecuencia es repetición de actos que pueden ser
interrumpidos;
así puede uno asistir con frecuencia al colegio, pero
no
con asiduidad; arrinconado, dice mucho más que retirado; oigamos
si
no a Ercilla, despidiéndose de las musas en su canto 37:
Que
el disfavor cobarde que me tiene
Arrinconado
en la miseria suma.
Me
suspende la mano y la detiene
Haciéndome
que pare aquí la pluma.
¡Cuán
viva imagen nos presenta aquí la expresión arrinconado!
Reemplazando
por retirado, quedaría una insípida vulgaridad.
Finalmente
las palabras asonada, avenencia, ni aun están anticuadas
en
el diccionario.
VIDA
DE JESUCRISTO CON UNA DESCRIPCIÓN SUCINTA DE LA PALESTINA
TRADUCIDA
POR D. D. F. SARMIENTO
Santiago,
1844. Imprenta del Progreso.
Versiones
de la Biblia por el Padre Scio y por el Obispo Amat
El
Sr. Sarmiento, tan celoso en promover la educación primaria, no
ha
podido hacer a las escuelas un presente más estimable, que el de
este
librito precioso, originalmente compuesto en alemán por el
canónigo
Cristóbal Schmid. Todos saben que este digno eclesiástico
ha
consagrado las producciones de su fértil pluma a los niños. El
Araucano
copió, tiempo hace, de uno de los más acreditados diarios
franceses,
el juicio que sobre la tendencia moral y religiosa de las
obras
de Schmid han formado el público y el clero católico de
Francia.
La presente no es más que una parte de una colección de
Historias
sacadas de la Sagrada Escritura, cuya traducción al
francés
se imprimió con aprobación del Vicariato General de
Estrasburgo,
y fue adoptada por la municipalidad de París para sus
escuelas.
La
obra(19) se recomienda por sí misma. La narración es fielmente
ajustada
a los Evangelios, y el estilo calcado, se puede decir,
sobre
el de los Evangelistas, que reúne en tan alto grado la
sencillez,
la claridad, y la expresión. No hay nada en los hechos,
que
se haya tomado de otras fuentes que los libros que la Iglesia
reconoce
por inspirados; y el autor interpola a menudo a ellos
algunas
breves reflexiones, llenas de unción, y sobre todo
acomodadas
a la inteligencia de sus tiernos lectores.
Como
muestras de una bella narración en aquel estilo natural,
dialogado,
que respira un grato perfume de piedad y de antiguo
candor
se pueden citar los números 1, 2, 3 y 4, en que se refiere la
Encarnación
del Hijo de Dios y el nacimiento del Bautista, el 30,
que
contiene la bella Parábola del Hijo Pródigo, el 35 (la
resurrección
de Lázaro), y el 41 hasta el 43 (la Pasión del
Salvador).
A
muchos parecerá tal vez desaliñado y humilde ese estilo. Somos de
diversa
opinión: uno de los méritos que hallamos en el de la obrita
de
Schmid es la sencillez y el sabor bíblico; y él es también el que
nos
hace mirar la versión de la Biblia por el Padre Scio como más
fiel
y elegante que la del Obispo Amat. Nos aprovecharemos de esta
ocasión
para exponer nuestro juicio acerca de ellas, sometiéndolo al
voto
de los inteligentes.
Los
teólogos eruditos calificarán bajo otros respectos el valor de
estas
dos traducciones de la Vulgata: nosotros nos ceñiremos a
considerarlas
como producciones literarias.
Reconoceremos
desde luego que en esta clase de obras el mérito
puramente
literario debe sacrificarse sin la menor vacilación a las
exigencias
de la enseñanza cristiana, y que si la palabra divina se
presenta
en ellas pura, sencilla, venerable, el escritor ha
desempeñado
su objeto, aunque se echen menos aquellos arreos de
esmerada
elegancia que solemos buscar en las composiciones profanas.
Pero
en realidad no hay divergencia entre estos dos puntos de vista.
Cada
género de composición tiene su estilo y tono peculiar; y acerca
del
estilo y tono que corresponden a una traducción de las Sagradas
Escrituras,
lo que dictan los intereses de la religión, es lo mismo
que
sugiere el buen gusto.
Una
fidelidad escrupulosa es el primero de los deberes del
traductor;
y su observancia es más necesaria en una traducción de la
Biblia,
que en otra cualquiera. El que se propone verterla, no sólo
está
obligado a trasladar los pensamientos del original, sino a
presentarlos
vestidos de las mismas imágenes, y a conservar en
cuanto
fuere posible la encantadora naturalidad, la ingenua
sencillez,
que dan una fisonomía tan característica a nuestros
libros
sagrados. Lo que en otras obras pasaría por desaliño, puede
ser
la verdadera elegancia en una versión de la Biblia. En la
construcción
de las frases deben preferirse los giros antiguos, en
cuanto
no se opongan a la claridad o no pugnen con las reglas que ha
sancionado
el buen uso en nuestro idioma. Dando a los periodos las
formas
modernas, enlazándolos con las frases conjuntivas que estamos
acostumbrados
a oír en el lenguaje familiar, desaparece aquel aire
de
venerable antigüedad, que trasporta la imaginación a edades
remotas
y armoniza tan suavemente con las escenas y hechos que la
Escritura
nos representa, con las costumbres y la naciente
civilización
de aquellos tiempos primitivos. ¿Qué será de la
fisonomía
patriarcal del Pentateuco, de la exaltación de los libros
proféticos,
de la amable unción del Evangelio, si a la estructura
sencilla
de los períodos, al diálogo familiar, a los tropos
orientales,
sustituimos los giros modernos, exactos, precisos,
lógica
y gramaticalmente correctos; si sometemos al compás y la
regla
el desorden aparente de un alma inspirada, y convertimos la
más
alta poesía en pura prosa? ¿No sería esto un verdadero
anacronismo?
La paráfrasis es de suyo infiel. Ella añade al
pensamiento
original ideas accesorias que lo deslían y lo enervan.
Para
justificar la preferencia que damos bajo este punto de vista a
la
Biblia de Scio sobre la del obispo Amat las compararemos en unos
pocos
pasajes.
Génesis,
I, 3. Scio: «Y dijo Dios: sea hecha la luz, y fue hecha la
luz».
Amat: «Dijo pues Dios: sea hecha la luz y la luz quedó hecha».
El
conectivo pues, el quedó, y el orden gramatical de las palabras
en
la última cláusula, hacen desaparecer la poesía sublime de la
Vulgata,
Fiat lux et facta est lux. El hebreo nos parece todavía
mejor:
«Sea la luz; y fue la luz». El hacerse la luz nos parece como
que
asemeja el efecto instantáneo de la voz creadora a las lentas
producciones
de las artes humanas.
Jeremías,
XV, 18. Scio: «Ha sido para mí como mentira de aguas
desleales».
Amat: «Se ha hecho para mí como unas aguas engañosas en
cuyo
vado no hay que fiarse». La Vulgata: Facta est mihi quasi
mendacium
aquarum infidelium.
Jeremías,
XV, 18. Scio: «Ha sido para mí como mentira de aguas desde
Israel:
Mirad que yo a vuestros ojos y en vuestros días quitaré de
este
lugar voz de gozo, y voz de alegría, voz de esposo y voz de
esposa».
Amat: «Esto dice... Sábete que yo a vuestros ojos y en
vuestros
días desterraré de este lugar la voz de gozo y la voz de
alegría,
la voz del esposo y la voz o cantares de la esposa». ¡Dios
interpretándose
y sustituyendo una palabra a otra, como si desde
luego
no hubiese acertado a elegir la mejor!
Jeremías,
XXXI, 26. Scio: «Desperté como de un sueño; y vi; y mi
sueño,
dulce para mí». Amat: «Desperté yo como de un sueño; y volví
los
ojos, y me saboreé con mi sueño profético». Esta paráfrasis es
bastante
buena; pero es paráfrasis.
Jeremías,
XV, 10, Scio: «¡Ay de mí, madre mía! ¿por qué me
engendraste,
varón de contienda, varón de discordia en toda la
tierra?»
Amat: «¡Ay madre mía! ¡cuán infeliz soy yo! ¿Por qué me
diste
a luz, para ser, como soy, un hombre de contradicción, un
hombre
de discordia en toda esta tierra?»
Isaías,
I. 20. Scio: «Si me provocareis a enojo, la espada os
devorará».
Amat: «Si provocareis mi indignación, la espada de los
enemigos
traspasará vuestra garganta».
Mateo,
II, 18. Scio: «Voz fue oída en Ramá; lloro y mucho lamento:
Raquel
llorando sus hijos; y no quiso ser consolada, porque no son».
Amat:
«Hasta Ramá se oyeron las voces, muchos lloros y alaridos: es
Raquel,
que llora a sus hijos, sin querer consolarse, porque ya no
existen».
Al que no sienta la superioridad de la versión de Scio en
estos
dos últimos pasajes, no tenemos nada que decirle.
ENSAYOS
LITERARIOS Y CRÍTICOS POR DON ALBERTO LISTA Y ARAGÓN
Los
jóvenes que se dedican a la literatura, y especialmente a la
poesía,
hallarán en esta colección observaciones muy sensatas, mucho
conocimiento
del arte, y una filosofía sólida y sobria, sin
pretensiones
de profundidad, sin la neblina metafísica con que
parece
que recientemente se ha querido oscurecer, no ilustrar, la
teoría
de la bella literatura. A todas estas cualidades, reúne don
Alberto
Lista el mérito de un lenguaje puro y correcto, y de un
estilo
natural y elegante, que está siempre al nivel de su asunto, y
se
eleva a la altura conveniente cuando se le ofrece desenvolver las
leyes
primordiales de las creaciones artísticas, y establecerlas
sobre
la naturaleza de las facultades intelectuales y los instintos
del
alma humana. Ningún escritor castellano, a nuestro juicio, ha
sostenido
mejor que don Alberto Lista los buenos principios, ni ha
hecho
más vigorosamente la guerra a las extravagancias de la llamada
libertad
literaria, que, so color de sacudir el yugo de Aristóteles
y
Horacio, no respeta ni la lengua ni el sentido común, quebranta a
veces
hasta las reglas de la decencia, insulta a la religión, y
piensa
haber hallado una nueva especie de sublime en la
blasfemia.
Como
esta nueva escuela se ha querido canonizar con el título de
romántica,
don Alberto Lista ha dedicado algunos de sus artículos a
determinar
el sentido de esta palabra, averiguando hasta qué punto
puede
reconocerse el romanticismo como racional y legítimo. Aunque
no
se convenga en todas las ideas emitidas por este escritor (y
nosotros
mismos no nos sentimos inclinados a aceptarlas todas),
hemos
creído que los artículos que ha dedicado a estas cuestiones,
dan
alguna luz para resolverlas satisfactoriamente.
La
palabra romántico nos ha venido de la lengua inglesa, donde se
deriva
de romance. Con esta última palabra, que es de origen
francés,
se significó al principio la lengua vulgar francesa, para
distinguirla
de la latina, que se cultivaba en las escuelas, y
estaba
casi reducida a la iglesia y los claustros. Por extensión, se
dio
el mismo nombre a las composiciones en lengua vulgar, y
señaladamente
a las del género narrativo, en que se contaban los
hechos
de algún personaje real o imaginario, es decir, a las
historias
o novelas en prosa o verso, entre las cuales tuvieron
particular
celebridad las gestas y los libros de caballería.
«Antes
que hubiese una escuela de literatura llamada romanticismo»
dice
don Alberto Lista, «vemos usado en los escritores ingleses de
más
nota el epíteto de romantic en sentido metafórico, y aplicado a
aquellos
sitios en que la naturaleza despliega toda la variedad de
sus
formas con el aparente desorden que la caracteriza entre los
contrastes
de hermosas campiñas y collados amenos con montes
escarpados,
precipicios horribles y peñascos estériles e incultos.
La
propiedad de la metáfora es visible; esos paisajes se llaman
románticos
por su semejanza con los que se describen en las novelas,
y
que los autores pintan adornados de todos aquellos contrastes y
bellezas...
He aquí cuanto hemos podido averiguar acerca del origen
de
la voz romanticismo. Según él, sólo puede significar una clase de
literatura,
cuyas producciones se semejan en plan, estilo y adornos
a
las del género novelesco».
Alguna
más latitud pudiera quizás darse a esta deducción. ¿No podría
decirse
que se designa con aquella palabra una clase de literatura
cuyas
producciones se asemejan, no a las novelas, en que se
describen
paisajes como los que bosqueja el señor Lista, sino a los
paisajes
mismos descritos? ¿Qué es lo que caracteriza esos sitios
naturales?
Su magnífica irregularidad; grandes efectos, y ninguna
apariencia
de arte. ¿Y no es ésta la idea qué se tiene generalmente
del
romanticismo?
Ahora
pues; desde el momento en que se impone el romanticismo la
obligación
de producir grandes efectos, esto es, impresiones
profundas
en el corazón y en la fantasía, está legitimado el género.
La
condición de ocultar el arte, no sera entonces proscribirlo. Arte
ha
de haber forzosamente. Lo hay en la Divina Comedia de Dante, como
en
la Jerusalén del Tasso. Pero el arte en estas dos producciones ha
seguido
dos caminos diversos. El romanticismo, en este sentido, no
reconocerá
las clasificaciones del arte antiguo. Para él, por
ejemplo,
el drama no será precisamente la tragedia de Racine, ni la
comedia
de Molière. Admitirá géneros intermedios, ambiguos, mixtos.
Y
si en ellos interesa y conmueve, si presentando a un tiempo
príncipes
y bufones, haciendo llorar en una escena y reír en otra,
llena
el objeto de la representación dramática, que es interesar y
conmover
(para lo cual es indispensable poner los medios
convenientes,
y emplear, por tanto, el arte), ¿se lo imputaremos a
crimen?
En
esto creemos estar sustancialmente de acuerdo con don Alberto
Lista.
«Las reglas de los antiguos», dice, «fueron deducidas del
estudio
y observación de los modelos, comparados con los efectos que
debían
naturalmente producir en la fantasía y el corazón, porque a
esto
hemos de venir siempre a parar. El genio que describe, está
obligado
a satisfacer al gusto que goza y siente. La facultad de
crear
en las artes tiene por objeto complacer el sentimiento innato
de
la belleza, que reside en el hombre. Este es el principio
fundamental
de la ciencia poética, y ésta es la primera ley del
arte;
de ella se deducen las demás.
»No
creemos, pues, que el romanticismo, si es algo, sea una cosa tan
frívola
y tenue como lo sería la mera imitación de las novelas, ni
tan
anárquica y disparatada, como una declaración de guerra a las
leyes
del buen gusto, dictadas por la naturaleza, deducidas de la
observación,
y consagradas por grandes maestros y grandes modelos.
Pues
si no es eso, ¿qué podrá ser? ¿Qué valor podremos dar a esta
palabra?»
Es
preciso, con todo, admitir que el poder creador del genio no está
circunscrito
a épocas o fases particulares de la humanidad; que sus
formas
plásticas no fueron agotadas en la Grecia y el Lacio; que es
siempre
posible la existencia de modelos nuevos, cuyo examen revele
procederes
nuevos, que sin derogar las leyes imprescriptibles,
dictadas
por la naturaleza, las apliquen a desconocidas
combinaciones,
procederes que den al arte una fisonomía original,
acomodándolo
a las circunstancias de cada época, y en los que se
reconocerá
algún día la sanción de grandes modelos y de grandes
maestros.
Shakespeare y Calderón ensancharon así la esfera del
genio,
y mostraron que el arte no estaba todo en las obras de
Sófocles
o de Molière, ni en los preceptos de Aristóteles o de
Boileau.
«Algunos
han creído», continúa Lista en el segundo de los citados
artículos,
«que el romanticismo actual es la literatura propia de la
Edad
Media, en que la epopeya se convirtió en novela, la historia en
crónicas,
y la mitología en narraciones de milagros fingidos. Esta
opinión
aislada, y sin apoyarla en otras consideraciones, viene a
identificarse
con la primera, que reduce el origen de la literatura
romántica
a lo que indica su etimología, esto es, a la novela,
cultivada
en los últimos tiempos de Grecia, pero no con tanta
celebridad,
como en los siglos de la caballería.
»Si
esta opinión fuese cierta, el proyecto de resucitar en nuestros
días
la literatura de la Edad Media, sería tan descabellado como el
de
don Quijote. ¿Cómo en una época de filosofía pueden agradar las
mismas
cosas que entusiasmaban a nuestros crédulos e ignorantes
antepasados?
¿Cómo una sociedad culta ha de complacerse en las
consejas
que inventó el carácter guerrero y supersticioso de
aquellos
tiempos? La Europa se ha convertido en una escena política;
¿quién
será tan necio que vaya a divertir a los hombres que leen
periódicos
y discursos de tribuna con batallas de gigantes y
apariciones
de brujas y nigrománticos? No podemos entender a
Calderón,
que describe las costumbres caballerescas de su siglo; no
sufrimos
a Tirso, sino a favor de su licenciosa malignidad; y
¿toleraríamos
las hazañas de Amadís o de Esplandián, o los cantos de
Berceo?»
Sin
embargo, no se puede negar que en el romanticismo, como más
comúnmente
se entiende, hay cierto tinte de la literatura de la Edad
Media,
modificada sucesivamente por el carácter de los siglos que ha
ido
atravesando hasta llegar a nosotros. El primer desarrollo
poético
de las lenguas modernas nos ofrece la historia, o lo que
pasaba
por tal, escrito en rima, y cantado en los castillos y plazas
al
son del rabel y la vihuela. El duque de Normandía se enseñorea de
la
Inglaterra; y los poetas franceses que se establecen en su nueva
corte
benefician el rico venero de las tradiciones bretonas. La
historia
fabulosa de Arturo y sus predecesores, poco tiempo antes
dada
a luz por un monje de Gales en prosa latina, sirve de tema a
los
cantos de los poetas anglo-normandos desde el siglo XII.
Aparecen
entonces las leyendas de la Tabla Redonda, y con ellas una
mitología
nueva, apoyada en las creencias populares: la de las
hadas,
encantadores y mágicos, que la lengua franco-romana, la
lengua
de los troveres, naturalizó en el mediodía de Europa; que
engalanó
los cantares heroicos de los franceses desde el siglo XIII;
que
desde el mismo siglo tuvo eco al otro lado de los Alpes y de los
Pirineos;
que se labró un monumento eterno en el Orlando y en la
Jerusalén
Libertada. Del siglo XIV en adelante, prohijaron aquella
especie
de maravilloso los libros de caballería, y la conservaron en
España
hasta la edad de Cervantes, que la enterró en el sepulcro de
su
héroe, último de los caballeros andantes.
Miramos
esta mitología como esencialmente romántica, vaciada en las
lenguas
romances de la Edad Media, y amoldada a las narraciones
poéticas
aún algunos siglos después que la literatura había tomado
un
nuevo carácter, bebiendo otra vez en las fuentes griegas y
latinas.
Fue abandonada, porque dejó de tener apoyo en las creencias
de
los pueblos; pero la historia de la Edad Media, las costumbres de
aquella
época singular, el pundonor, la idolatría de las damas, el
desafío,
la guerra privada, suministraron todavía materiales a los
poetas
y a los autores de novelas; Walter Scott les dio nueva vida
en
sus magníficos cuadros en verso y prosa; y la lengua castellana
nos
ha presentado tentativas felices de la misma especie en El Moro
Expósito
y en otras composiciones modernas.
De
aquí se sigue que ha existido y existe una poesía verdaderamente
romántica,
descendiente de la historia y de la literatura de los
siglos
medios, a lo menos en cuanto a la naturaleza de los
materiales
que elabora. Pero, aun cuando retrata las costumbres y
los
accidentes de la vida moderna en el trato social, en la
navegación,
en la guerra, como lo hace el Don Juan de Byron, como lo
hace
en prosa la novela de nuestros días, ¿no hallaremos en estas
obras
de la imaginación el romanticismo, la escuela literaria que se
abre
nuevas sendas, desconocidas de los antiguos, y más adaptadas a
una
sociedad en que la poesía no canta, sino escribe, porque todos
leen,
y siguiendo su natural instinto, elige los asuntos más a
propósito
para movernos e interesarnos, y les da las formas que más
se
adaptan al espíritu positivo, lógico, experimental, de estos
últimos
tiempos?
Don
Alberto Lista describe así la influencia del cristianismo y de
las
instituciones políticas en esta revolución literaria:
«La
religión de la antigua Grecia y de la antigua Roma, afectaba muy
poco
el corazón y la inteligencia. Sus dogmas sólo hablaban a la
imaginación;
y sus pompas y festividades, a los sentidos. Tenían
dioses,
que habían sido hombres; tenían creencias enteramente
poéticas,
que sólo fueron en sus principios alegorías ingeniosas de
los
fenómenos del mundo físico o intelectual. Estaban tan poco de
acuerdo
su religión y su moral, que, como ha observado muy bien
Rousseau,
la casta romana ofrecía sacrificios a Venus, y el
intrépido
espartano, al miedo.
»El
gobierno republicano, que sobrevivió algunos siglos a la
libertad
de Grecia y a la república romana bajo las formas
municipales,
obligaba a los ciudadanos a vivir en el foro, donde
desaparecían
las ideas, los intereses y los sentimientos
individuales,
donde el hombre se escondía, por decirlo así, y sólo
se
presentaba el patriota, el estadista, el amante verdadero o
fingido
del procomunal.
«La
sociedad, donde reinaba esta creencia y esta clase de gobierno,
debía
entregarse más bien al estudio de la política que de la moral.
Pocas
veces reflexionaría el hombre sobre sí mismo, porque toda su
atención
absorberían la ambición o el bien de la patria. El gobierno
republicano
exige además, como condición indispensable de su
existencia,
la esclavitud doméstica, porque, sin esclavos que cuiden
de
los negocios de la casa, mal podría el ciudadano acudir a los
públicos
en el foro. El amor era desconocido en las épocas de buenas
costumbres;
entonces cada joven recibía su esposa de mano de sus
padres.
Lo mismo sucedía en los tiempos de corrupción; pero esto era
en
el siglo de oro de las mujeres prostituidas. El divorcio llegaba
a
ser un adulterio legal; y la atracción de los sexos sólo era una
potencia
meramente física. Quien no lo crea, lea a Ovidio y a
Petrarca(20).
»Veamos
ya qué especie de literatura convenía a esta sociedad.
Solamente
podía cantarse en ella el amor físico, embellecido con
ficciones
y alegorías mitológicas; mas no los sentimientos
interiores
del hombre, que, o no existían, o para nada se
consideraban;
no la lucha de los afectos y de las pasiones con el
deber;
no el deseo innato e inmenso, pero vago, de felicidad, que
reside
en el alma humana. Como la religión gentílica no revelaba al
hombre
el misterio de su existencia, como la forma de gobierno no le
dejaba
tiempo ni atención para estudiarse a sí mismo, los poetas más
grandes
de Grecia y Roma sólo pintaron lo que veían en la sociedad:
pasiones,
vicios y virtudes; pero consideradas en general, y no
modificadas
según las circunstancias particulares de cada individuo,
costumbres
más o menos feroces según la cultura de las épocas,
caracteres
dotados de cualidades universales, y en las cuales nada
vemos
del interior del individuo, sólo vemos las formas generales
del
ciudadano.
«A
la religión de la imaginación, sucedió la de la inteligencia. El
hombre
reconoció que era un deber suyo, estudiarse a sí mismo,
luchar
contra sus propias pasiones y someterlas al yugo de la razón.
El
hombre reconoció en todos los demás a hermanos suyos a quienes
tenía
obligación de amar, y cesó, por consiguiente, la esclavitud
doméstica.
El hombre, en fin, reconoció en su esposa un ser
inteligente,
que debía acompañarle en la carrera de la vida, y que
debía
gozar de su libertad al mismo tiempo que le obedeciese; el
bello
sexo quedó emancipado; y el amor moral, fundado en la
estimación
y en la elección mutua, nació entonces.
«Al
gobierno republicano, sucedió el monárquico bajo diferentes
formas;
pero todas templadas por el principio del cristianismo,
enemigo
de la tiranía, al mismo tiempo que del desorden. Los
ciudadanos
tuvieron a la verdad una patria que defender, y que
sostener;
mas no era necesario que viviesen en la plaza pública,
merced
al sistema representativo, imitado de los concilios del
cristianismo,
que les permitía vacar a sus negocios domésticos,
ejercer
sus profesiones y atender, sin necesidad de esclavos, a los
intereses
de su casa y familia.
»Claro
es que una sociedad así constituida, necesita de una
literatura
muy diferente de la de Pericles y de Augusto. Su poesía
cantará
la patria y los héroes; pero al describirlos, no omitirá las
luchas
interiores que sufrieron para hacer triunfar la virtud de las
pasiones.
Cantará el amor, porque ¿cui non dictus Hylas? pero lo
ennoblecerá,
pintándolo como una especie de culto, como un tributo
debido
no sólo a la hermosura, sino también a las prendas del alma.
Presentará
en el teatro esta y las demás pasiones; pero siempre con
un
fin favorable a la buena moral. Escribirá novelas, en las cuales
en
medio de episodios interesantes, no se olvidará de penetrar en
los
más íntimos senos del corazón humano, y de arrancarle a la
naturaleza
sus secretos. Hará descripciones de las escenas más
bellas
del Universo; pero siempre las enlazará con una verdad de
sentimiento
o de costumbres. Pintará los deseos del hombre; pero de
modo
que se conozca la insuficiencia de los placeres de la vida para
colmar
su felicidad. Y en fin, cuando cante la religión, se elevará
su
alma a las regiones desconocidas que nos ha revelado el sacro
poeta
de Sión; y su fantasía, embellecida con las luces de la
inteligencia,
formará cuadros muy superiores a los de Píndaro y
Homero,
porque cada imagen será un sentimiento, y cada idea una
virtud.
»Esta
es la diferencia que encontramos entre la literatura antigua,
y
la que conviene a los pueblos civilizados y cristianos que habitan
la
Europa de nuestros días. Si el romanticismo ha de ser algo
contrapuesto
al clasicismo, no puede ser otra cosa, sino lo que
acabamos
de describir. En el punto de vista en que hemos colocado la
cuestión,
ha recibido todo el alcance que puede tener, y que
efectivamente
le han dado ya algunos genios de primer orden. Es
verdad
que en los siglos bárbaros, sin luces, sin cultura, con
idiomas
informes, poco mérito pudieron tener las primeras
producciones
de la nueva literatura. Pero vinieron los tiempos de
Petrarca,
Tasso, Shakespeare, Milton, y entre nosotros, de Herrera,
Rioja,
Lope y Calderón; y se conoció entonces cuáles eran los medios
de
interesar a la sociedad europea».
Adherimos
a este modo de pensar de Lista, aunque tal vez se
encuentre
alguna exageración en las ideas con que lo apoya, sobre
todo
en lo tocante a la influencia de las instituciones políticas
sobre
el sentimentalismo de la moderna poesía. La democracia del
ágora
y del foro había expirado muchos siglos antes de Dante y
Petrarca,
y nos parece algo forzado el recurso de reemplazar su
influjo
por el de las formas municipales que sobrevivieron a la
república
romana y no conservaron la más débil imagen de aquella
agitada
democracia. Que el amor fuese incompatible con las buenas
costumbres
en las dos naciones clásicas, es una hipérbole
inadmisible;
el amor, aunque algo menos reservado en su expresión,
era
tan afectuoso, tan capaz de sacrificios heroicos, tan sensible a
las
prendas del alma del objeto amado, como lo ha sido en todas las
otras
épocas de civilización y cultura. La emancipación del bello
sexo
había principiado verdaderamente bajo la república romana, y el
efecto
práctico tanto de la potestad marital, como de la paterna,
distaba
mucho del despotismo doméstico que han mirado algunos, con
poco
fundamento, como uno de los lunares de la legislación de aquel
pueblo.
Que no se viese en las poesías de Grecia y Roma al
individuo,
sino las formas generales del ciudadano, lo desmiente
Homero,
lo desmiente Sófocles, lo desmiente Virgilio mismo, aunque
inferior
a estos dos grandes poetas en la facultad de individualizar
los
caracteres. Se creería, por lo que dice Lista, que los asuntos
patrióticos
y republicanos ocupaban el primer lugar en la poesía de
los
griegos; y es todo lo contrario. La antigua monarquía, la
familia
real de Tebas, de Argos, de Atenas, es lo que figura casi
perpetuamente
en el teatro trágico. La epopeya no canta sino las
proezas
y aventuras de los tiempos heroicos. La comedia antigua de
Atenas,
especie de farsa alegórica, que es a la democracia ateniense
lo
que nuestros autos sacramentales a las creencias cristianas, fue
el
solo género inspirado por la política. Ni la lucha interior de
las
pasiones fue tampoco desconocida a la tragedia o la epopeya
clásica.
En fin, ¿no son ahora mucho más republicanas las costumbres
en
Inglaterra, en Francia y en otras naciones, que en Roma bajo el
dominio
de Augusto y de sus sucesores? Es cierto que los poetas
modernos
disecan más profunda y delicadamente el corazón humano;
pero
basta para explicar este efecto la generalidad de los estudios
filosóficos,
el espíritu de análisis que ha penetrado todas las
ciencias
y todas las artes, y la necesidad de ir adelante impuesta
en
todas direcciones al espíritu humano, necesidad tan imperiosa,
que
cuando no acierta con el camino del progreso, antes que
permanecer
estacionario se extravía, y aparecen en la literatura las
épocas
de decadencia en que el genio se estraga, la imaginación se
aficiona
a lo exagerado y extraño, los sentimientos degeneran en
sutiles
conceptos y la elegancia en culteranismo.
Elección
de materiales nuevos, y libertad de formas, que no reconoce
sujeción
sino a las leyes imprescriptibles de la inteligencia, y a
los
nobles instintos del corazón humano, es lo que constituye la
poesía
legítima de todos los siglos y países, y por consiguiente, el
romanticismo,
que es la poesía de los tiempos modernos, emancipada
de
las reglas y clasificaciones convencionales, y adaptada a las
exigencias
de nuestro siglo. En éstas, pues, en el espíritu de la
sociedad
moderna, es donde debemos buscar el carácter del
romanticismo.
Falta ver si el que ahora se califica de tal, «cumple
las
condiciones necesarias de la literatura, cual la quiere el
estado
social de nuestros días». Sobre este asunto, no podemos menos
de
copiar a don Alberto Lista, en su artículo tercero. Es un trozo
escrito
con mucha sensatez y vigor.
«Nada
es más opuesto al espíritu, a los sentimientos y a las
costumbres
de una sociedad civilizada y cristiana, que lo que ahora
se
llama romanticismo, a lo menos en la parte dramática. El drama
moderno
es digno de los siglos de la Grecia primitiva y bárbara;
sólo
describe el hombre fisiológico, esto es, el hombre entregado a
la
energía de sus pasiones, sin freno alguno de razón, de justicia,
de
religión. ¿Sacia su amor, su venganza, su ambición, su enojo? Es
feliz.
¿Halla obstáculos invencibles que destruyen sus criminales
esperanzas?
Busca un asilo en el suicidio.
»Los
dramáticos del día hacen consistir todo su genio, todo el
mérito
de su invención en acumular monstruosidades morales. Los
hombres
son en sus dramas mucho más perversos que en la escena del
mundo.
Sus maldades son poéticas, como la tempestad de que habla
Juvenal.
¿Qué utilidad resulta de esta exageración? Se ha dicho, y
no
sin fundamento, que la lectura de las novelas estragaba en otro
tiempo
el entendimiento de los jóvenes, haciéndoles creer que los
hombres
eran mejores de lo que son. Pero más dañosos nos parecen los
dramas
modernos que pintan la naturaleza humana peor de lo que es.
Error
por error, preferimos la noble confianza de creer a todos los
hombres
semejantes a Grandison, y a todas las mujeres tan virtuosas
como
Clara, a la triste cuanto infame sospecha de tropezar a cada
paso
con Antony o con Lucrecia Borgia. Los primeros pueden ser
útiles
en calidad de modelos, aunque no sea posible llegar a su
perfección
ideal. Y ¿no es de temer que la juventud, tan simpática
con
todo lo que es fuerza y movimiento, aunque se dirija al mal,
quiera
imitar los monstruos que se le presentan en la escena, no más
que
por el infeliz orgullo de parecer dotada de pasiones fuertes?
Tanto
es de temer, cuanto no faltan ejemplares de tan infausta
imitación.
»No
podemos pasar de aquí sin hacer una advertencia útil a nuestra
juventud.
La verdadera fuerza y energía de alma, no está en las
pasiones,
sino en la razón. Las pasiones fuertes anuncian por lo
común
un ánimo débil, si son desenfrenadas. Más fuerza de alma hay
en
el padre de familia oscuro que llena la larga carrera de su vida
con
virtudes poco celebradas, cumpliendo con exactitud los deberes
de
hombre y de ciudadano, que en Alejandro el Grande, víctima de su
ambición
y de su inquietud. Aquél mostrará menos pavor que el héroe
de
Macedonia en las cercanías del sepulcro.
»No
sabemos por qué asquean tanto nuestros dramaturgos de hoy la
literatura
de los griegos. ¿Por ventura la Clitemnestra, el Orestes,
la
Electra, el Egisto de Sófocles no se parecen más a los modelos de
maldad
que presenta actualmente la escena, que la Desdémona de
Shakespeare,
los amantes de Lope de Vega, el Horacio de Corneille y
la
Andrómaca de Racine? Pero los poetas trágicos de Atenas tenían
disculpa
en su creencia. Su religión nada influía en la moral; para
ellos
el hombre era un ser puramente fisiológico, dirigido
invenciblemente
por el destino.
Fata
volentem ducunt, nolentem trabunt.
Conduce
el hado al que le sigue; arrastra al que resiste.
»¿Pueden
tener esta disculpa nuestros dramaturgos? Y si acaso creen
en
la ciega necesidad del destino, ¿creen también en ella los
pueblos
que asisten a sus espectáculos?
»Pero
dirán que el fin de sus dramas es moral, por cuanto los
perversos
acaban suicidándose; y ¿qué es el suicidio para hombres
que
nada creen, sino sus pasiones? Después que se han hartado de
maldades,
después de haber servido a los espectadores los platos de
todos
los delitos, se les da por postre el mayor de todos ellos a
los
ojos de la naturaleza y de la religión. ¡Bella moral, por
cierto!
»No
puede haber verdadero efecto moral ni dramático sin interés.
¿Por
quién se atreverá a interesarse ningún corazón honrado y
sensible
ni en Antony, ni en Angelo de Padua, ni en Lucrecia Borgia,
ni
en otros mil dramas, donde el hombre que tenga alguna delicadeza
se
halla como en el medio de un albañal? Comparemos con los horrores
que
se representan en esas composiciones infernales nuestros
sentimientos
dulces, nuestra civilización inteligente, nuestras
creencias
religiosas, nuestra filantropía y hasta nuestras pasiones
atenuadas
y reducidas a su justa medida por la amenidad de las
costumbres.
¿Cómo podemos sufrir los hombres del siglo XIX la
barbarie
de los tiempos de Cadmo y de Pélope?
«Y
¿qué diremos de ese furor de desfigurar la historia para hacer
ridículos
u odiosos los personajes más célebres de ella? Nosotros no
tenemos
a Felipe II por un hombre bueno; pero no somos tan necios
que
le creamos tal como le han pintado Schiller y Alfieri, copiando
los
retratos infieles que de él hicieron los historiadores de
Francia,
cuya potencia humilló, y los del protestantismo, cuyos
progresos
contuvo. No creemos que Carlos V careciese de defectos;
pero
¿quién le reconocerá en el badulaque del Hernani? Creemos
también
que habrán existido antiguamente en la corte de Francia
algunas
princesas livianas; pero eso de arrojar sus amantes al río
desde
la torre de Nesle, es burlarse de los espectadores. Calderón
desfiguró
la historia; pero fue para asimilar los personajes griegos
y
romanos a los caballeros españoles, que por cierto valían tanto
como
los héroes de cualquier nación...
»El
siglo no puede sufrir ya la anarquía, ni en los escritos, ni en
las
conversaciones; la anarquía vencida se ha refugiado a la escena.
¿Por
qué se la sufre en ella? Porque los hombres son inconsecuentes,
y
porque la moda es la reina del mundo.
»Pero
la moda pasará; y entonces será muy fácil conocer que el
romanticismo
actual, anárquico, anti-religioso y anti-moral, no
puede
ser la literatura de los pueblos ilustrados por la luz del
cristianismo,
inteligentes, civilizados, acostumbrados a colocar sus
intereses
y sus libertades bajo la salvaguardia de las
instituciones».
1.
EL pabellón de Colombia lleva los principales colores del iris;
el
del Perú lleva un sol en el centro.
2.
El río Magdalena corre al mar por las cercanías de Bogotá, como
el
Eurotas por las cercanías de Esparta. El Rímac atraviesa Lima
como
el Tíber a Roma.
3.
Agregamos el texto latino para facilitar el cotejo:
Aequam
memento rebus in arduis
Servare
mentem, non secus in bonis
Ab
insolenti temperatam
Laetitia, moriture
Deli,
Seu
moestus omni tempore vixeris,
Seu
te in remoto gramine per dies
Festos
reclinatum bearis
Interiore notam
falerni,
Qua
pinus ingens albaque populus
Umbram
hospitalem consociare amant
Ramis,
et obliquo laborat
Lympha fugax trepidare
rivo.
Huc
vina et unguenta et nimium breves
Flores
amoenae ferre jube rosae,
Dum
res et aetas et sororum
Fila trium patiuntur
atra.
Cedes
coemptis saltibus, et domo,
Villaque,
flavus quam Tiberis lavit,
Cedes,
et exstructis in altum
Divitiis potietur
haeres.
Divesne,
prisco natus ab Inacho,
Nil
interest, an pauper et infima
De
gente sub dio moreris
Victima, nil miserantis
Orci.
Omnes
eodem cogimur: omnium
Versatur
urna, serius, ocius
Sirs
exitura et nos in aeternum
Exsilium impositura cymbae.
4.
Constrúyase: sors omnium, serius vel ocius exitura, et nos
impositura
cymbae in aeternum exsilium, versatur urna. De otro modo
se
pecaría contra las leyes métricas.
5.
Hunc, si mobilium turba quiritium
Certat
tergeminis tollere honoribus;
6.
En este sentido da Teócrito a Hércules el epíteto de corazón de
hierro,
y en el mismo dibujo Tibulo
«Quis
fuit horrendos primus qui protulit enses?
Quam
ferus et vere ferreus ille fuit»
Lo
que pudo inducir en error a algunos comentadores fue la expresión
circa
pectus, que en este pasaje se aparta algo de la aceptación
común,
significando in pectore; no de otra manera que, sin salir de
Horacio,
tenemos en la oda vigésima quinta de este mismo libro:
«Quum
tibi flagrans amor, et libido
Quae
solet matres furiare equorum,
Saevit
circa jecur»,
esto
es, in jecore, porque esta entraña, según Platón y otros
antiguos
filósofos, era el asiento del amor.
7.
«Ille et nefasto te posuit die,
Quicumque
primum, et sacrilega manu
Produxit,
arbos, in nepotum
Perniciem, opprobriumque
pagi:
Illum
et parentis crediderim sui
Fregisse
cervicem, et penetralia
Sparsisse
nocturno cruore
Hospitis...»
8.
«En estos últimos tiempos a fuerza de tantas traducciones se ha
introducido
en los escritos de algunos de nuestros literatos, el
abuso
de llamar genio a lo que constantemente han dicho ingenio
nuestros
padres y abuelos». Capmany, Filosofía de la Elocuencia,
art.
«del ingenio».
9.
Lo mismo dice Justino satia te, inquit, sanguine quem sitisti,
cujusque
insatiabilis semper fuisti.
10.
Condillac en su historia antigua sostiene que Jenofonte no se
propone
hacer más que una novela, pintándonos a Ciro como un
príncipe
grande y benéfico, y después de haber criticado el retrato
que
el historiador griego hace de él, termina diciendo: es bien
difícil
creer que sea éste el Ciro de los Persas. Obras completas.
Tom.
V hist. ant.
11.
La Harpe dice: se admira a Jenofonte como filósofo y estadista
en
su encantadora Ciropedia, que se puede comparar a nuestro
Telémaco.
12.
Epist. Ad. y Phil. Panath. 1, 2.
13.
Aberat illa laus qua permoveret atque incitaret animus, neque
erat
ulla vis atque contentio.
14.
Cayeron en esta equivocación: Sismondi, Litterature du Midi de
l'Europe,
chapitre 24; el autor de Tableau de la Littérature (en el
tomo
24 de la Enciclopedia de Courtin) párrafo 18; y otros.
15.
Después de escrito este artículo, hemos visto el de la
Biographie
Universelle, V. Ercilla. Su
autor M. Boucous, nos ha
parecido
un inteligente y justo apreciador de la Araucana.
16.
En el prólogo a sus Poesías, publicadas en el año de 1836, hace
ya
profesión de una fe literaria más laxa y tolerante, que la de su
Arte
poética.
17.
Obras de Moratín, tomo 3, página 408, edición de parís.
18.
Institutione Oratoria, libro 8, capítulo 3.
19.
No por esto desestimamos el juicio imparcial que se hace de ella
en
el último capítulo de la Revista Católica, que acabamos de ver.
20.
Debe decir Petronio, porque Petrarca es cabalmente el poeta en
que
el lenguaje del amor es más casto, más idolátrico, más
espiritual,
cualidades que faltan de todo punto al de Petronio.