ANDRÉS BELLO

 

 

 

CONSTITUCIONES

 

 

 

            Hemos dicho, y repetimos, que «las constituciones políticas

            escritas no son a menudo verdaderas emanaciones del corazón de la

            sociedad, porque suele dictarlas una parcialidad dominante o

            engendrarlas en la soledad del gabinete un hombre que ni aun

            representa un partido». En esto nos hemos limitado a sentar un hecho

            de que la última generación ha sido repetidas veces testigo, y nos

            causa no poca sorpresa que en este año de 1848, después de tantos

            experimentos constitucionales abortivos, haya personas que

            consideren las constituciones escritas como esencial y

            constantemente emanadas del fondo de la sociedad. Decimos esencial y

            constantemente, porque esa es y no otra la proposición que negamos,

            y que debe probar el que se escandaliza de lo que hemos dicho sobre

            las constituciones políticas escritas. ¿Hemos afirmado acaso que

            nunca salgan de las costumbres, ideas, creencias generalmente

            dominantes? Ni aun nos hemos avanzado a indicar que en la mayor

            parte de los casos no tengan semejante origen; lo que dijimos y lo

            que decimos es que a menudo no lo tienen; esto era lo que debía

            refutarse; colocar la cuestión sobre otro terreno es desorientarla,

            y atribuirnos lo que no hemos pensado decir.

                 Que éste sea el siglo de las constituciones, como dice Guizot,

            no hace al caso. Nosotros también lo decimos. Que Sismondi excite al

            estudio de los principios constitutivos, nada prueba contra

            nosotros. Si nuestra débil voz valiese algo, nosotros también lo

            recomendaríamos como el más importante de todos para las naciones

            que viven bajo un régimen constitucional. Nosotros no hemos mirado

            las leyes civiles de un país como emanadas del movimiento social. No

            vivimos nosotros bajo las leyes civiles de la España, como cuando

            éramos colonia española? ¿Dónde está el código civil que ha emanado

            de nuestro movimiento social? El movimiento social debe influir en

            las leyes civiles; los legisladores deben modificarlas para ponerlas

            en armonía con él, pero de que debiesen hacerlo no se sigue que lo

            hayan hecho efectivamente, y mientras la modificación no se lleve a

            efecto, es evidente que las leyes civiles no pueden mirarse como

            emanadas de un movimiento social que no representan, que no ha

            obrado en ellas. Tales son las opiniones que constantemente hemos

            profesado acerca de las civiles, y no pensamos de otro modo acerca

            de las constituciones. Deben éstas ser conformes a los sentimientos,

            a las creencias, a los intereses de los pueblos: ¿se sigue de aquí

            que efectivamente lo sean?

                 Que las revoluciones de Francia, que la de Inglaterra haya

            salido del corazón de esas sociedades, ¿quid ad rem? ¿Podrá decirse

            lo mismo de todas, o de casi todas, que es lo que debe mostrarse

            para refutarnos? ¿No podrá decirse lo contrario de muchas de las que

            se han promulgado en nuestra América?

                 Es necesario recordar a cada paso el verdadero punto de la

            cuestión, porque en todo el artículo 2.º del señor Chacón se la

            pierde vista. «En cada hecho» (dicen Duvergier y Guadet citados por

            nuestro erudito amigo) «se debe notar con especialidad cual ha sido

            su influencia sobre la forma del gobierno, y recíprocamente en qué

            ha influido la forma del gobierno sobre los hechos: es necesario, en

            una palabra, considerar los acontecimientos históricos y las

            instituciones políticas sucesivamente como causas y como efectos».

            Admitimos de todo corazón esta doctrina, que nada tiene de nuevo, y

            si algo prueba en la materia presente, es contra el autor del

            artículo. De ella se sigue que los hechos son en parte causa y en

            parte efecto de las instituciones políticas. Una conquista impone

            cierta forma de gobierno al pueblo conquistado, y esta forma de

            gobierno influye luego sobre las costumbres del pueblo. Una

            constitución política sale del corazón de un partido o de la cabeza

            de un hombre; y si ella está construida con algún acierto, si no ha

            sido inspirada por falsas teorías, si consulta los intereses de la

            comunidad, podrá influir sobre toda ella, modificar sus

            sentimientos, sus costumbres, y representarla verdaderamente algún

            día. «Para apreciar bien las instituciones de un pueblo» (dicen

            Duvergier y Guadet) «es necesario conocer el origen de éstas, las

            modificaciones sucesivas que han experimentado, y tener nociones

            exactas sobre las costumbres, los usos, los hábitos, y el carácter

            nacional de cada pueblo». Aplaudimos la buena fe del señor Chacón,

            otro en su lugar hubiera omitido este pasaje, porque nada pudo

            citarse más concluyente contra su propia opinión. En efecto, si las

            constituciones todas emanasen del corazón de la sociedad, excusado

            trabajo era el buscar su origen, como lo prescriben los autores

            citados. No se puede apreciar bien una constitución, según ellos,

            sino teniendo nociones exactas sobre las costumbres, usos, etc. ¿Por

            qué?. Claro está; porque si la constitución está en lucha con las

            costumbres, con el carácter nacional, será viciosa; si por el

            contrario, armoniza con el estado social, será buena. Pueden no

            estar calculadas las instituciones políticas sobre las costumbres,

            las ideas, las creencias sociales, y es necesario saber si lo están,

            para apreciarlas bien. He aquí pues comprobado nuestro modo de

            pensar con autoridades de escritores contemporáneos bien superiores

            a nosotros.

                 Lo que se sigue en el artículo 2.º es un resumen histórico,

            dirigido a probar que las sucesivas constituciones de Francia (entre

            las cuales se olvidan unas pocas, la de la antigua monarquía, la del

            directorio, la del consulado, la del imperio, la de la restauración,

            y la del año 1830) salieron del fondo, del corazón de la sociedad

            francesa. ¿Pero esas constituciones no más? ¿Hemos negado por

            ventura que ellas y acaso muchísimas otras no hayan tenido el origen

            que el señor Chacón atribuye a todas? Es necesario, para impugnar la

            proposición nuestra que se ha puesto al frente del 2.º artículo, que

            se nos convenza con todas o casi todas las constituciones que se han

            promulgado en el mundo, principiando por los sirios y egipcios, y

            acabando en el Paraguay. De otra manera nuestra aserción queda en

            pie.

                 Las constituciones escritas tienen su causa, como todos los

            hechos. Esta causa puede estar en el espíritu mismo de la sociedad,

            y la constitución será entonces la expresión, la encarnación de ese

            espíritu, y puede estar en las ideas, en las pasiones, en los

            intereses de un partido, de una fracción social, y entonces la

            constitución escrita no representará otra cosa que las ideas, las

            pasiones, los intereses de un cierto número de hombres que han

            emprendido organizar el poder público según sus propias

            inspiraciones. Así sucedió en Chile en los primeros años de su

            revolución, como lo dice expresamente el señor Lastarria; cuyas

            ideas en esta parte son algo diversas de las del Prólogo: «Ella (la

            primera constitución escrita que tuvo Chile) es la expresión pura y

            verdadera de los intereses y de las ideas que dominaron en aquel

            tiempo a los que nos dieron una república independiente, una

            patria». Son palabras textuales del Bosquejo Histórico.

                 Esta misma idea la vemos expuesta con más evidencia, si cabe,

            en las líneas siguientes: «No había entonces sino dos partidos que

            elegir; o el que se adoptó en el reglamento constitucional en la

            forma que se le dio, o un despotismo enérgico que aterrorizase a los

            enemigos y consolidase el partido revolucionario; y nadie puede

            poner en duda que el primero no era sólo el más prudente, sino

            también el más lógico, el más consecuente con el carácter, la

            educación, los principios, las preocupaciones y el género de vida de

            los patriotas influentes en los negocios». Esto es ver las cosas

            como fueron, y como no pudieron menos de ser; no al través de

            teorías quiméricas, sino con los ojos del sentido común. El Prólogo

            exagera las ideas de la obra, y las falsifica.

                 Sucederá en ciertos casos que la fracción dominante, o los

            pocos hombres que dominan a esa fracción, o en último resultado un

            individuo solo, que más hábil o más enérgico domina esos pocos,

            arrostran la empresa de constituir el poder público del modo que les

            parece más a propósito para hacer triunfar una causa, que puede ser

            conforme a los votos de la sociedad entera o no serlo. Nos ponemos

            en el primer caso, que ha sido el de las repúblicas americanas. No

            es lo mismo el fin que los medios: la causa estará en el corazón de

            la sociedad; los medios, entre los cuales es uno de los principales

            la constitución escrita, habrán salido de unas pocas cabezas, de una

            sola acaso. Pueden estos medios probar bien o mal; pueden hacer

            triunfar una causa o destruirla; puede ser necesario alterarlos,

            darles hoy una dirección, mañana otra; y de estas sucesivas

            correcciones, mediante la acción recíproca de las leyes sobre el

            estado social y del estado social sobre las leyes, puede al cabo

            resultar entre uno y otro la consonancia que al principio no había,

            y encontrarse en las instituciones políticas la expresión, la imagen

            de las costumbres, del carácter nacional. Este amoldamiento de las

            constituciones es un hecho histórico que no pretendemos negar; pero

            él es la obra del tiempo, y no pocas veces se verifica

            insensiblemente, sin que el texto constitucional se altere. Habrá

            entonces eadem magistratuum vocabula, según la expresión de Tácito,

            pero la constitución no será ya lo que era. El texto no será

            entonces una representación genuina del estado social, pero la

            constitución verdadera, la constitución práctica, la que los hombres

            reconocen en sus actos y a la que los gobiernos mismos se ven en la

            necesidad de sujetarse, lo será. Por eso hemos cuidadosamente ceñido

            nuestra aserción, la aserción de que tanto se escandaliza nuestro

            joven amigo, a las constituciones escritas.

                 A la verdad, las constituciones son siempre una consecuencia

            lógica de las circunstancias: ¿cómo pudieran ser otra cosa? Lógico

            es, y muy lógico, que un déspota, en la constitución que otorga,

            sacrifique los intereses de la libertad a su engrandecimiento

            personal y el de su familia. Lógico es que donde es corto el número

            de los hombres que piensan, el pensamiento que dirige y organiza

            esté reducido a una esfera estrechísima. Y lógico es también que los

            que ejercen el pensamiento organizador lo hagan del modo que pueden

            y con nociones verdaderas o erróneas, propias o ajenas. Sí, señor,

            ajenas; venidas de afuera. «Nadie concebía en aquella época (1811)

            que la unidad y energía de acción de que tanto necesitaba el

            gobierno revolucionario, no podían alcanzarse en un directorio

            compuesto de hombres que representaban intereses y principios

            diversos; pero era preciso imitar; y el único modelo que se

            presentaba era la copia desfigurada de la Revolución francesa que se

            dibujaba en los procedimientos de la de Buenos Aires»: así dice el

            Bosquejo Histórico. Una forma gubernativa chilena que copia la de

            Buenos Aires, la cual a su vez es una copia de la Revolución

            francesa, ¿de qué corazón ha salido? Veamos los hechos como son;

            hablemos el lenguaje del sentido común. Las constituciones son a

            menudo la obra de unos pocos artífices, que unas veces aciertan y

            otras no; no precisamente porque la obra no haya salido del fondo

            social, sino porque carece de las calidades necesarias para influir

            poco a poco en la sociedad, y para recibir sus influencias, de

            manera que esta acción recíproca modificando a las dos, las aproxime

            y armonice.

                 Oigamos otra al señor Lastarria. Hablando de la ocupación de

            Rancagua, dice: «¿Debemos considerar este penoso y desgraciado fin

            como un efecto de accidentes pasajeros que pudieron haberse

            evitado?... ¿Deberemos atribuir a algunos o a todos los autores de

            la revolución esa anarquía, esa serie de inconsecuencias, de

            perfidias y debilidades que forman el cuadro del primer período de

            la revolución chilena? No, porque si hemos de juzgar como

            historiadores, es preciso que nos remontemos a las verdaderas causas

            que prepararon aquel desenlace; es preciso que no veamos en ese

            cuadro sino la consecuencia necesaria de los antecedentes de nuestra

            sociedad». La constitución escrita pudo haberse formulado de mil

            modos, sin que los hechos tomasen otro rumbo que el que

            efectivamente tomaron, porque éstos nacían de los antecedentes

            sociales y aquélla fue un accidente pasajero. ¿Puede calificarse de

            otro modo una constitución que se saluda hoy con aclamaciones y

            juramentos para escupirse mañana? La desgraciada catástrofe de

            Rancagua no fue efecto de la constitución escrita, sino de la

            constitución real del pueblo chileno. Así cuando el señor Chacón nos

            dice que sólo el historiador constitucional que penetra a fondo el

            modo de ser de la sociedad, puede darnos las verdaderas causas de

            los acontecimientos políticos, no dice nada a que no estemos

            dispuestos a suscribir; pero el historiador que así proceda, no

            habrá ceñido sus ideas a la constitución escrita sino al fondo de la

            sociedad, a las costumbres, a los sentimientos que en ella dominan,

            que ejercen una acción irresistible sobre los hombres y las cosas, y

            con respecto a los cuales el texto constitucional puede no ser más

            que una hoja ligera que nada a flor de agua sobre el torrente

            revolucionario, y al fin se hunde en él.

                          

           

CONSTITUCIONES

 

 

 

                 Hemos dicho, y repetimos, que «las constituciones políticas

            escritas no son a menudo verdaderas emanaciones del corazón de la

            sociedad, porque suele dictarlas una parcialidad dominante o

            engendrarlas en la soledad del gabinete un hombre que ni aun

            representa un partido». En esto nos hemos limitado a sentar un hecho

            de que la última generación ha sido repetidas veces testigo, y nos

            causa no poca sorpresa que en este año de 1848, después de tantos

            experimentos constitucionales abortivos, haya personas que

            consideren las constituciones escritas como esencial y

            constantemente emanadas del fondo de la sociedad. Decimos esencial y

            constantemente, porque esa es y no otra la proposición que negamos,

            y que debe probar el que se escandaliza de lo que hemos dicho sobre

            las constituciones políticas escritas. ¿Hemos afirmado acaso que

            nunca salgan de las costumbres, ideas, creencias generalmente

            dominantes? Ni aun nos hemos avanzado a indicar que en la mayor

            parte de los casos no tengan semejante origen; lo que dijimos y lo

            que decimos es que a menudo no lo tienen; esto era lo que debía

            refutarse; colocar la cuestión sobre otro terreno es desorientarla,

            y atribuirnos lo que no hemos pensado decir.

                 Que éste sea el siglo de las constituciones, como dice Guizot,

            no hace al caso. Nosotros también lo decimos. Que Sismondi excite al

            estudio de los principios constitutivos, nada prueba contra

            nosotros. Si nuestra débil voz valiese algo, nosotros también lo

            recomendaríamos como el más importante de todos para las naciones

            que viven bajo un régimen constitucional. Nosotros no hemos mirado

            las leyes civiles de un país como emanadas del movimiento social. No

            vivimos nosotros bajo las leyes civiles de la España, como cuando

            éramos colonia española? ¿Dónde está el código civil que ha emanado

            de nuestro movimiento social? El movimiento social debe influir en

            las leyes civiles; los legisladores deben modificarlas para ponerlas

            en armonía con él, pero de que debiesen hacerlo no se sigue que lo

            hayan hecho efectivamente, y mientras la modificación no se lleve a

            efecto, es evidente que las leyes civiles no pueden mirarse como

            emanadas de un movimiento social que no representan, que no ha

            obrado en ellas. Tales son las opiniones que constantemente hemos

            profesado acerca de las civiles, y no pensamos de otro modo acerca

            de las constituciones. Deben éstas ser conformes a los sentimientos,

            a las creencias, a los intereses de los pueblos: ¿se sigue de aquí

            que efectivamente lo sean?

                 Que las revoluciones de Francia, que la de Inglaterra haya

            salido del corazón de esas sociedades, ¿quid ad rem? ¿Podrá decirse

            lo mismo de todas, o de casi todas, que es lo que debe mostrarse

            para refutarnos? ¿No podrá decirse lo contrario de muchas de las que

            se han promulgado en nuestra América?

                 Es necesario recordar a cada paso el verdadero punto de la

            cuestión, porque en todo el artículo 2.º del señor Chacón se la

            pierde vista. «En cada hecho» (dicen Duvergier y Guadet citados por

            nuestro erudito amigo) «se debe notar con especialidad cual ha sido

            su influencia sobre la forma del gobierno, y recíprocamente en qué

            ha influido la forma del gobierno sobre los hechos: es necesario, en

            una palabra, considerar los acontecimientos históricos y las

            instituciones políticas sucesivamente como causas y como efectos».

            Admitimos de todo corazón esta doctrina, que nada tiene de nuevo, y

            si algo prueba en la materia presente, es contra el autor del

            artículo. De ella se sigue que los hechos son en parte causa y en

            parte efecto de las instituciones políticas. Una conquista impone

            cierta forma de gobierno al pueblo conquistado, y esta forma de

            gobierno influye luego sobre las costumbres del pueblo. Una

            constitución política sale del corazón de un partido o de la cabeza

            de un hombre; y si ella está construida con algún acierto, si no ha

            sido inspirada por falsas teorías, si consulta los intereses de la

            comunidad, podrá influir sobre toda ella, modificar sus

            sentimientos, sus costumbres, y representarla verdaderamente algún

            día. «Para apreciar bien las instituciones de un pueblo» (dicen

            Duvergier y Guadet) «es necesario conocer el origen de éstas, las

            modificaciones sucesivas que han experimentado, y tener nociones

            exactas sobre las costumbres, los usos, los hábitos, y el carácter

            nacional de cada pueblo». Aplaudimos la buena fe del señor Chacón,

            otro en su lugar hubiera omitido este pasaje, porque nada pudo

            citarse más concluyente contra su propia opinión. En efecto, si las

            constituciones todas emanasen del corazón de la sociedad, excusado

            trabajo era el buscar su origen, como lo prescriben los autores

            citados. No se puede apreciar bien una constitución, según ellos,

            sino teniendo nociones exactas sobre las costumbres, usos, etc. ¿Por

            qué?. Claro está; porque si la constitución está en lucha con las

            costumbres, con el carácter nacional, será viciosa; si por el

            contrario, armoniza con el estado social, será buena. Pueden no

            estar calculadas las instituciones políticas sobre las costumbres,

            las ideas, las creencias sociales, y es necesario saber si lo están,

            para apreciarlas bien. He aquí pues comprobado nuestro modo de

            pensar con autoridades de escritores contemporáneos bien superiores

            a nosotros.

                 Lo que se sigue en el artículo 2.º es un resumen histórico,

            dirigido a probar que las sucesivas constituciones de Francia (entre

            las cuales se olvidan unas pocas, la de la antigua monarquía, la del

            directorio, la del consulado, la del imperio, la de la restauración,

            y la del año 1830) salieron del fondo, del corazón de la sociedad

            francesa. ¿Pero esas constituciones no más? ¿Hemos negado por

            ventura que ellas y acaso muchísimas otras no hayan tenido el origen

            que el señor Chacón atribuye a todas? Es necesario, para impugnar la

            proposición nuestra que se ha puesto al frente del 2.º artículo, que

            se nos convenza con todas o casi todas las constituciones que se han

            promulgado en el mundo, principiando por los sirios y egipcios, y

            acabando en el Paraguay. De otra manera nuestra aserción queda en

            pie.

                 Las constituciones escritas tienen su causa, como todos los

            hechos. Esta causa puede estar en el espíritu mismo de la sociedad,

            y la constitución será entonces la expresión, la encarnación de ese

            espíritu, y puede estar en las ideas, en las pasiones, en los

            intereses de un partido, de una fracción social, y entonces la

            constitución escrita no representará otra cosa que las ideas, las

            pasiones, los intereses de un cierto número de hombres que han

            emprendido organizar el poder público según sus propias

            inspiraciones. Así sucedió en Chile en los primeros años de su

            revolución, como lo dice expresamente el señor Lastarria; cuyas

            ideas en esta parte son algo diversas de las del Prólogo: «Ella (la

            primera constitución escrita que tuvo Chile) es la expresión pura y

            verdadera de los intereses y de las ideas que dominaron en aquel

            tiempo a los que nos dieron una república independiente, una

            patria». Son palabras textuales del Bosquejo Histórico.

                 Esta misma idea la vemos expuesta con más evidencia, si cabe,

            en las líneas siguientes: «No había entonces sino dos partidos que

            elegir; o el que se adoptó en el reglamento constitucional en la

            forma que se le dio, o un despotismo enérgico que aterrorizase a los

            enemigos y consolidase el partido revolucionario; y nadie puede

            poner en duda que el primero no era sólo el más prudente, sino

            también el más lógico, el más consecuente con el carácter, la

            educación, los principios, las preocupaciones y el género de vida de

            los patriotas influentes en los negocios». Esto es ver las cosas

            como fueron, y como no pudieron menos de ser; no al través de

            teorías quiméricas, sino con los ojos del sentido común. El Prólogo

            exagera las ideas de la obra, y las falsifica.

                 Sucederá en ciertos casos que la fracción dominante, o los

            pocos hombres que dominan a esa fracción, o en último resultado un

            individuo solo, que más hábil o más enérgico domina esos pocos,

            arrostran la empresa de constituir el poder público del modo que les

            parece más a propósito para hacer triunfar una causa, que puede ser

            conforme a los votos de la sociedad entera o no serlo. Nos ponemos

            en el primer caso, que ha sido el de las repúblicas americanas. No

            es lo mismo el fin que los medios: la causa estará en el corazón de

            la sociedad; los medios, entre los cuales es uno de los principales

            la constitución escrita, habrán salido de unas pocas cabezas, de una

            sola acaso. Pueden estos medios probar bien o mal; pueden hacer

            triunfar una causa o destruirla; puede ser necesario alterarlos,

            darles hoy una dirección, mañana otra; y de estas sucesivas

            correcciones, mediante la acción recíproca de las leyes sobre el

            estado social y del estado social sobre las leyes, puede al cabo

            resultar entre uno y otro la consonancia que al principio no había,

            y encontrarse en las instituciones políticas la expresión, la imagen

            de las costumbres, del carácter nacional. Este amoldamiento de las

            constituciones es un hecho histórico que no pretendemos negar; pero

            él es la obra del tiempo, y no pocas veces se verifica

            insensiblemente, sin que el texto constitucional se altere. Habrá

            entonces eadem magistratuum vocabula, según la expresión de Tácito,

            pero la constitución no será ya lo que era. El texto no será

            entonces una representación genuina del estado social, pero la

            constitución verdadera, la constitución práctica, la que los hombres

            reconocen en sus actos y a la que los gobiernos mismos se ven en la

            necesidad de sujetarse, lo será. Por eso hemos cuidadosamente ceñido

            nuestra aserción, la aserción de que tanto se escandaliza nuestro

            joven amigo, a las constituciones escritas.

                 A la verdad, las constituciones son siempre una consecuencia

            lógica de las circunstancias: ¿cómo pudieran ser otra cosa? Lógico

            es, y muy lógico, que un déspota, en la constitución que otorga,

            sacrifique los intereses de la libertad a su engrandecimiento

            personal y el de su familia. Lógico es que donde es corto el número

            de los hombres que piensan, el pensamiento que dirige y organiza

            esté reducido a una esfera estrechísima. Y lógico es también que los

            que ejercen el pensamiento organizador lo hagan del modo que pueden

            y con nociones verdaderas o erróneas, propias o ajenas. Sí, señor,

            ajenas; venidas de afuera. «Nadie concebía en aquella época (1811)

            que la unidad y energía de acción de que tanto necesitaba el

            gobierno revolucionario, no podían alcanzarse en un directorio

            compuesto de hombres que representaban intereses y principios

            diversos; pero era preciso imitar; y el único modelo que se

            presentaba era la copia desfigurada de la Revolución francesa que se

            dibujaba en los procedimientos de la de Buenos Aires»: así dice el

            Bosquejo Histórico. Una forma gubernativa chilena que copia la de

            Buenos Aires, la cual a su vez es una copia de la Revolución

            francesa, ¿de qué corazón ha salido? Veamos los hechos como son;

            hablemos el lenguaje del sentido común. Las constituciones son a

            menudo la obra de unos pocos artífices, que unas veces aciertan y

            otras no; no precisamente porque la obra no haya salido del fondo

            social, sino porque carece de las calidades necesarias para influir

            poco a poco en la sociedad, y para recibir sus influencias, de

            manera que esta acción recíproca modificando a las dos, las aproxime

            y armonice.

                 Oigamos otra al señor Lastarria. Hablando de la ocupación de

            Rancagua, dice: «¿Debemos considerar este penoso y desgraciado fin

            como un efecto de accidentes pasajeros que pudieron haberse

            evitado?... ¿Deberemos atribuir a algunos o a todos los autores de

            la revolución esa anarquía, esa serie de inconsecuencias, de

            perfidias y debilidades que forman el cuadro del primer período de

            la revolución chilena? No, porque si hemos de juzgar como

            historiadores, es preciso que nos remontemos a las verdaderas causas

            que prepararon aquel desenlace; es preciso que no veamos en ese

            cuadro sino la consecuencia necesaria de los antecedentes de nuestra

            sociedad». La constitución escrita pudo haberse formulado de mil

            modos, sin que los hechos tomasen otro rumbo que el que

            efectivamente tomaron, porque éstos nacían de los antecedentes

            sociales y aquélla fue un accidente pasajero. ¿Puede calificarse de

            otro modo una constitución que se saluda hoy con aclamaciones y

            juramentos para escupirse mañana? La desgraciada catástrofe de

            Rancagua no fue efecto de la constitución escrita, sino de la

            constitución real del pueblo chileno. Así cuando el señor Chacón nos

            dice que sólo el historiador constitucional que penetra a fondo el

            modo de ser de la sociedad, puede darnos las verdaderas causas de

            los acontecimientos políticos, no dice nada a que no estemos

            dispuestos a suscribir; pero el historiador que así proceda, no

            habrá ceñido sus ideas a la constitución escrita sino al fondo de la

            sociedad, a las costumbres, a los sentimientos que en ella dominan,

            que ejercen una acción irresistible sobre los hombres y las cosas, y

            con respecto a los cuales el texto constitucional puede no ser más

            que una hoja ligera que nada a flor de agua sobre el torrente

            revolucionario, y al fin se hunde en él.