SOBOUL,
A.
Compendio
de historia de la Revolución Francesa
—Segunda Parte—
“EL
DESPOTISMO DE LA LIBERTAD”.
GOBIERNO
REVOLUCIONARIO Y MOVIMIENTO POPULAR
(1792
- 1795)
¿Había
llegado la hora del cuarto estamento? En el conflicto entre la Francia
revolucionaria y la aristocracia europea, una parte de la burguesía se dio
cuenta de que no podría vencer sin el pueblo: los montañeses se aliaron con los
desarrapados. Pero esta intrusión de los desarrapados en la escena política, y
por su propia cuenta, pareció una amenaza suprema para los intereses de la alta
burguesía, que por boca de Brissot denunció a la hidra de la anarquía.
Con el fin de defender su supremacía social y política, la burguesía girondina
no dudó en jugar las cartas de la contrarrevolución y de los partidarios del
Antiguo Régimen. “Nuestras propiedades están amenazadas”, proclamaba Pétion a
finales de abril de 1793, insistiendo en la llamada a los propietarios. El 2 de
junio la Gironda caía bajo los golpes de los desarrapados de
París.
El
movimiento popular se extendió. El pueblo llevó a cabo todas las grandes
empresas revolucionarias; se levantó para la defensa de las fronteras. Como
premio a sus sacrificios, a partir de ahora se propone asegurar su
existencia.
“La
libertad no es sino un vano fantasma cuando una clase de hombres puede dominar
por el hambre a la otra impunemente, decía ‘el frenético’ Jacques Roux, el 25
de junio de 1793, en la tribuna de la Convención. La igualdad no es más que un vano
fantasma cuando el rico, por el monopolio, ejerce el derecho de vida y muerte
sobre su semejante”.
Para
que viviesen los desarrapados y asegurar la salvación de la República, los
montañeses estructuraron una organización económica, que, por sus medidas
-requisas, tasa y nacionalizaciones-, atentaba a los derechos de los poseedores:
una verdadera política de clase, impuesta por las circunstancias, pero que
correspondía a las necesidades tanto como a las aspiraciones profundas de los
desarrapados.
“Decidid,
había gritado Jacques Roux a los montañeses. Los desarrapados, con sus
picas, harán que se ejecuten vuestros decretos”.
La
eliminación de los extremistas primero, y después, en la primavera de 1794, la
de Hébert y del grupo de franciscanos que habían sabido traducir los deseos
confusos de las masas populares, hicieron cada vez más difícil la alianza
fraternal de los desarrapados con la burguesía media jacobina que caracterizaba
a la República del año II. Los esfuerzos de Robespierre y de Saint-Just (“Los
desgraciados son los poderes de la tierra”) con vistas a una renovación social
que vinculase irremediablemente el pueblo a la Revolución fueron inútiles.
Tropezaron con la indiferencia de las masas desorientadas, con la hostilidad
declarada de la burguesía y con las contradicciones que no estaba en su poder
superar. El 9 de termidor, año II (27 de julio de 1794), a la hora del peligro,
las agrupaciones populares respondieron mal a la llamada de la Comuna rebelde y
robespierrista. “La revolución está congelada”, había declarado Saint-Just un
poco antes. Al imponer el despotismo de la libertad a los enemigos del nuevo
orden, el pueblo había asegurado el triunfo sobre la contrarrevolución
aristocrática y la coalición europea. Pero la victoria se le escapó, y los
“notables” respiraron.
Todavía
muchos meses necesitó la burguesía termidoriana para destruir la República del
año II, desmantelar el Gobierno revolucionario, arruinar la economía dirigida y,
sobre el fundamento de la libertad económica y del beneficio libre, restaurar el
privilegio de la riqueza y de la propiedad. Estupefactos ante la caída de los
robespierristas, los desarrapados parisienses, llevaron a cabo con
encarnizamiento un combate de retaguardia palmo a palmo durante varios meses
aún, y defendieron su derecho a la existencia y su puesto en la nación. Las
dramáticas jornadas del prairial, año III (mayo de 1795), marcaron la derrota de
los desarrapados, su eliminación de la escena política, el fin de la revolución
democrática, que había comenzado, el 10 de agosto de 1792, con el derrocamiento
del trono. Con este motivo, los días del prairial, año III, más aún que los del
9 de termidor, año II, fijan el término de la Revolución: el resorte quedó
definitivamente roto.
Capítulo
I
El
fin de la asamblea legislativa,
el
impulso revolucionario y la defensa nacional (agosto-septiembre de
1792)
La
Asamblea legislativa había sancionado inmediatamente la victoria popular,
votando la suspensión del rey y la convocatoria de una Convención elegida por
sufragio universal, encargada de elaborar una nueva Constitución. La comuna
rebelde del 10 de agosto llevó a Luis XVI y a su familia al Temple, bajo
custodia. La Asamblea nombró un Consejo ejecutivo provisional junto con los
antiguos ministros girondinos. Roland, en Ministerio del Interior; Clavière, en
el de Contribuciones Públicas; Servan, en el de la Guerra. Figuraban Monge en
Marina, Lebrun en Relaciones Exteriores y, en Justicia,
Danton.
I.
El primer terror
1.
La Comuna del 10 de agosto y la Asamblea legislativa
El
conflicto de la Comuna y de la Asamblea duró las seis semanas finales del
período legislativo del 10 de agosto al 20 de septiembre de 1792. Tuvo, en el
transcurso de la Revolución, una importancia capital. Frente al poder legal,
representado por la Asamblea, se alzaba un poder revolucionario: la Comuna
rebelde del 10 de agosto. El periodista Girey-Dupré, redactor del Patriote
français, el periódico de Brissot, se había quejado el 30 de agosto, en una
carta a la Asamblea, de haber sido citado ante la Comuna acusándole de
usurpación y de dictadura. La Gironda se alzó contra la comuna. A los ataques de
Gensonné, de Guadet y de Grangeneuve la Comuna respondió y se justificó por el
órgano de Tallien, el 31 de agosto de 1792:
“Todo
lo que hemos hecho lo ha sancionado el pueblo... Si nos atacáis, atacad también
a ese pueblo que ha hecho la Revolución del 14 de julio, que la ha consolidado
el 10 de agosto y que la mantendrá”.
La
lucha de estos dos poderes duró hasta que se reunió la Convención y la lucha
prosiguió después en la oposición de ambos partidos, el girondino y el montañés.
Los vencedores del 10 de agosto estaban resueltos a imponer su voluntad. La
Asamblea legislativa tuvo que reconocer a la Comuna rebelde, que había
conseguido en las elecciones 288 miembros, todos de extracción burguesa pequeña
y media. Pero la Asamblea, en donde dominaba la Gironda, partido de la alta
burguesía y de la legalidad, rechazaba tradicionalmente las medidas
revolucionarias, de las que la Comuna dio el ejemplo y cuya herencia recogía la
Montaña.
Danton,
en el Consejo ejecutivo, formaba como una especie de vínculo entre los dos
poderes: su pasado revolucionario era una garantía para la Comuna, mientras que
su actitud desasosegaba en muchos casos a la Asamblea. Nacido en 1759, hijo de
un procurador del bailío D’Arcis-sur-Aube, antiguo abogado del Consejo del rey,
Danton se había manifestado desde 1789 como demócrata. Su actuación en la
sección del Théâtre-Français y en el Club de los franciscanos, le valieron ser
elegido en 1791 como miembro del Directorio del departamento; después sustituyó
al procurador de la Comuna de París. Comprado, sin duda alguna, por la corte,
parece que le hiciera concesiones muy importantes. Aunque su actuación en el 10
de agosto permanece oscurecida, pasó rápidamente a primer plano. Elocuente, con
una fantasía popular, sin afectación, realista, sabiendo maniobrar y decidirse
con audacia, generoso y con un profundo sentido del goce, fácil a la emoción e
incapaz de venganza. Danton encarnó por un momento a la Francia revolucionaria
por su patriotismo y su fe en el pueblo. Dominó al Consejo
ejecutivo.
El
poder se dividió entre tres autoridades bien definidas y que trataban de
usurparse el poder unas a otras: la Comuna, la Asamblea y el Consejo ejecutivo.
Las medidas revolucionarias que legitimaban las circunstancias de la lucha
contra el doble peligro del interior y del exterior fueron aplicándose por turno
por las autoridades rivales y según se iban produciendo los acontecimientos:
dictadura confusa que no adoptó ninguna forma definida y que no se encarnó ni en
una institución, ni en un hombre, ni en un partido, ni en una
clase.
En
el nuevo estado de cosas era preciso en principio apoderarse de los
departamentos y de los ejércitos. La Asamblea, el día mismo del 10 de agosto,
delegó doce de sus miembros, tres ante cada uno de los cuatro ejércitos, “con
poder para suspender provisionalmente tanto a los generales como a todos los
demás oficiales y funcionarios públicos, civiles y militares”. El Consejo
ejecutivo envió a los departamentos los comisarios elegidos por Danton entre el
personal rebelde parisiense. La Comuna creó otros. Esos comisarios actuaron
revolucionariamente: arresto de los sospechosos, creación de los comités de
vigilancia, depuración de las autoridades. Los departamentos tuvieron que seguir
a la capital.
La
Comuna reclamaba la creación de un tribunal criminal extraordinario,
formado por jueces elegidos por la secciones parisinas, para juzgar los crímenes
de contrarrevolución. A pesar de su repugnancia, la Asamblea cedió el 17 de
agosto. Ya el 11 de agosto había sido confiada a las municipalidades la misión
de investigar los crímenes contra la seguridad del Estado y proceder, en caso
necesario, al arresto provisional de los sospechosos. La Asamblea impuso a todos
los funcionarios, comprendidos los sacerdotes, el juramento de mantener la
libertad y la igualdad. El 26 de agosto decretó que los eclesiásticos conminados
al juramento que no lo hubiesen prestado, tendrían que salir, en un plazo de
quince días, del reino, bajo la pena de deportación a La Guayana. El 28 de
agosto los registros domiciliarios fueron autorizados por la Asamblea, por
presión de la Comuna, para buscar las armas que pudiesen tener los ciudadanos
sospechosos. Poco a poco se instauraba un régimen de
excepción.
2.
Las matanzas de septiembre
Las
matanzas de septiembre constituían el punto culminante de este primer Terror. El
peligro exterior estaba lejos de haberse conjurado. El 26 de agosto supieron en
París la toma de Longwy. La invasión progresaba, avivando la fiebre
revolucionaria y patriótica. Al mismo tiempo llegaba la noticia de una tentativa
de insurrección en Vendée. El enemigo estaba por todas
partes.
Mientras
la Comuna daba un nuevo énfasis a la defensa nacional, avanzando los trabajos de
atrincheramiento más allá de la ciudad, haciendo que se forjasen 30.000 picas,
procediendo a nuevos reclutamientos, desarmando a los sospechosos para armar a
los voluntarios, los jefes de la Gironda juzgaban la situación militar
desesperada y soñaban en abandonar París con el Gobierno. Roland se preparaba a
la evacuación del sur del Loira. Danton se opuso: “Roland, guárdate bien de
hablar de huida; teme que el pueblo pueda escucharte”. Los registros
domiciliarios autorizados por la Asamblea comenzaron el 30 de agosto; duraron
dos días sin descanso. Tres mil sospechosos fueron detenidos y conducidos a
prisión; es cierto que varias de estas detenciones no se mantuvieron. El 2 de
septiembre había en nueve casas destinadas a prisión aproximadamente 2.800
prisioneros, de los cuales menos de un millar habían entrado después del 10 de
agosto.
El
2 de septiembre por la mañana llegó a París la noticia de que Verdún estaba
sitiado: Verdún, la última fortaleza entre París y la frontera. Seguidamente, la
Comuna lanzó una proclama a los parisinos: “A las armas, ciudadanos, a las
armas. El enemigo está a nuestras puertas”. Por orden suya sonó el cañón de
alarma, se tocó a generala, a rebato, se cerraron las barreras y se convocó a
los hombres útiles en el Champ-de-Mars, para formar los batallones de combate.
Los miembros de la Comuna se personaron en sus puestos respectivos. “Explicarán
con energía a sus conciudadanos los peligros inminentes de la patria, las
traiciones de las que nos vemos rodeados o amenazados, el territorio francés
invadido..”.
La
Comuna, una vez más, daba ejemplo de impulso patriótico. En esta atmósfera
sobreexcitada por el cañón y el rebato, el temor a la traición aumentó. Los
voluntarios se preparaban a partir en masa; se extendía detrás de ellos el rumor
de que los sospechosos que estaban en prisión iban a levantarse y tender la mano
al enemigo. Marat aconsejó a los voluntarios no abandonar la capital sin haber
hecho justicia a los enemigos del pueblo.
En
la tarde del 2 de septiembre, los sacerdotes “refractarios” que eran conducidos
a la prisión de La Abadía fueron ejecutados por sus guardianes, federados
marselleses y bretones. Una banda formada por comerciantes, artesanos
federados y guardias nacionales
llegó a la prisión de Carmes, donde estaban encerrados gran número de
“refractarios”; fueron asesinados. Después les llegó el turno a los prisioneros
de La Abadía. El comité de vigilancia de la Comuna intervino entonces; se
establecieron tribunales populares. En la mente popular el ejercicio de la
justicia era un atributo de la soberanía; el pueblo lo recobraba si era
necesario. Un comisario de la Comuna declaraba en la noche del 2 al 3 de
septiembre: “El pueblo, al ejercer su venganza, ejerce también la justicia”.
Durante los días siguientes continuaron las ejecuciones en las otras prisiones:
en la Force, en la Conciergerie; después, en el Châtelet, en la Salpêtrière; por
último, el 6 de septiembre, en Bicêtre. En resumen, más de 1.110 prisioneros
fueron ejecutados, de los cuales tres cuartas partes eran presos de derecho
común.
Las
autoridades dejaron hacer. La Asamblea era impotente. Los girondinos,
aterrorizados, se sentían amenazados. Danton, ministro de Justicia, no hizo nada
para proteger las prisiones: “Yo me c... en los prisioneros -declaraba a Mme.
Roland-. ¡Que se las arreglen como puedan!” En una circular enviada a los
departamentos, el comité de seguridad de la Comuna justificaba su actitud e
invitaba a la nación entera a que adoptase “esa actitud tan necesaria para la
salvación pública”, indispensable para retener por el terror “a las legiones de
los traidores ocultos en nuestros muros en el momento en que el pueblo va hacia
el enemigo”.
“Aunque
temblando de horror, se la miraba como una acción justa”, se decía de las
matanzas de septiembre en los Souvenirs d’une femme de peuple. En efecto,
para poder apreciar justamente los acontecimientos de septiembre, es preciso
situarlos en función de la época y del ambiente en que se desarrollaron. La
crisis revolucionaria, al profundizarse, había definido y endurecido al mismo
tiempo las nuevas características de la nación. Las matanzas de septiembre y el
primer Terror presentaban un aspecto nacional y social muy difícil de
diferenciar. La invasión (los prusianos habían penetrado en Francia el 19 de
agosto) constituía un poderoso factor de sobreexcitación. Este período, finales
de agosto, primeros de septiembre de 1792, que fue sin duda el mayor peligro de
la Revolución, fue también el período en que la nación popular se resentía con
más fuerza ante el peligro exterior. Pero el miedo nacional se unió al miedo
social: miedo por la Revolución, miedo de la contrarrevolución. La causa
aristocrática rondaba nuevamente al espíritu de los patriotas. “Era
necesario impedir que los enemigos llegasen a la capital -escribe en su
Carnet el dragón Marquant- el 12 de septiembre de 1792, después de haber
perdido el puesto de la Croix-aux-Bois, en la Argonne; que degollasen a nuestros
legisladores; que devolvieran a Luis Capeto su cetro de hierro y a nosotros
nuestra cadenas”. A medida que crecía el miedo y el odio al invasor crecían al
mismo tiempo el miedo y el odio al enemigo interno, los aristócratas y sus
partidarios. Odio social, y no sólo entre los desarrapados
parisinos.
Taine,
que no es sospechoso, precisamente, de benevolencia, hizo un esquema en que plasmaba la cólera tan formidable
que desencadenó entre las masas populares, la perspectiva de un restablecimiento
del Antiguo Régimen y del feudalismo.
“No
se trata de elegir entre el orden y el desorden, sino entre el nuevo régimen y
el antiguo, pues detrás de los extranjeros se ve a los emigrados en la frontera.
La conmoción es terrible, sobre todo en la capa profunda, que es la que llevaba
casi todo el peso del viejo edificio, entre los millones de hombres que vivían
penosamente del trabajo de sus brazos..., que, bajo los impuestos, despojados y
maltratados desde siglos, subsistían de padres a hijos en la miseria, la
opresión y el desprecio. Saben por propia experiencia la diferencia de su
condición reciente y de su condición actual. No tienen más que recordar para ver
en su imaginación la enormidad de los impuestos reales, eclesiásticos y
señoriales... Una cólera formidable que va desde el taller a la cabaña con las
canciones nacionales que denuncian la conspiración de los tiranos y llaman al
pueblo a las armas”.
En
ningún otro momento de la Revolución se manifestó con tanta claridad la íntima
vinculación del problema nacional y de las realidades sociales. “Deteniendo los
progresos de nuestros enemigos, detenemos los de las venganzas populares, que
han ido cesando una tras las otras”, escribía Azéma en su Rapport del 16 de junio de 1793. Valmy marcó el
final del primer Terror. Ya no era la guardia nacional burguesa de la Federación
la que pronunciaba la palabra de “¡Viva la nación!”, sino un ejército de
“sastres y zapateros”: los mismos hombres que habían llevado a cabo las
matanzas.
Las
consecuencias de este primer Terror y de las jornadas de septiembre acentuaron
aún más los efectos del 10 de agosto y del derrocamiento del
trono.
En
el campo religioso, la Asamblea, desde el 10 de agosto, había votado la
aplicación de los decretos vetados por el rey, como el del 27 de mayo de 1792
sobre el internamiento y la deportación de los sacerdotes “refractarios”. El 16
de agosto la Comuna prohibía las procesiones y ceremonias exteriores del culto.
El 18 de agosto la Asamblea ordenó la disolución de todas las congregaciones que
todavía existían; renovó la prohibición que ya había hecho, el 6 de abril de
1792, a los ministros del culto de llevar los hábitos eclesiásticos fuera del
ejercicio de sus funciones. El 26 de agosto, la Asamblea dio a los sacerdotes
“refractarios” quince días para salir de Francia, bajo la pena de deportación.
Estas medidas contra los “refractarios”, que privaban a numerosos municipios de
sus sacerdotes, llevaron a un estado civil laico, que se confió a las
municipalidades el 20 de septiembre de 1792. Esta importante reforma, primera
etapa en la vía de separación de la Iglesia y del Estado, no fue inspirada por
un pensamiento de neutralidad laica, sino impuesta por el peso de la necesidad y
el espíritu de lucha. Recayó tanto en los “refractarios” como en el clero
constitucional, a quien pronto se le quitaron las campanas y la plata de las
iglesias; después se pusieron a la venta los edificios. El divorcio quedó
instituido el 20 de septiembre de 1792. La ruptura de los republicanos con el
clero constitucional estaba próxima.
En
el dominio social, los impuestos feudales sometidos a amortización quedaron
abolidos y sin indemnización el 25 de agosto, a menos que subsistiese el título
primitivo que legitimase su percepción. El 14 de agosto se había decidido que
los bienes de los emigrados en venta por decreto de 27 de julio se dividirían en
pequeños lotes; la participación de los bienes comunales quedó autorizada. Para
resolver el problema de las subsistencias, las autoridades locales ponían un
impuesto sobre las mercancías de primera necesidad. La Asamblea terminó por
autorizar el 9 y el 16 de septiembre a los directorios de distrito que
comprobasen el trigo y los cereales, requisándolos para proveer a los mercados.
Rehusó, sin embargo, la tasación. La obra social de la Constituyente también
sufría los contragolpes de la victoria popular. Poco a poco se llegó a la
reglamentación que pedía el pueblo, sostenido por la Comuna, y a la que los
girondinos, que representaban los intereses de la burguesía, eran cerradamente
hostiles. Así se precisaba el conflicto entre la Gironda y la
Montaña.
En
el terreno político, el restablecimiento de la monarquía parecía cada vez más
difícil, por no decir imposible. El 4 de septiembre, los diputados expresaron el
deseo de que la Convención le aboliese; la Asamblea electoral de París dio un
mandato imperativo a sus elegidos. En estas condiciones se desarrollaron las
elecciones para la Convención. Las asambleas electorales se reunieron a partir
del 2 de septiembre. A pesar de la concesión del derecho de voto a los
ciudadanos pasivos, las abstenciones fueron numerosas, sin que, por otra parte,
se pueda decidir acerca de la hostilidad del conjunto de los abstencionistas.
Únicamente los aristócratas y los cistercienses se abstuvieron por prudencia.
Los diputados a la Convención fueron nombrados por una minoría decidida a
defender las conquistas de la Revolución.
II.
La invasión detenida: Valmy
(20
de septiembre de 1792)
El
primer Terror no fue sólo un motín popular y una medida de Gobierno contra los
enemigos del interior; fue también una reacción contra el peligro exterior, y
contribuyó a asegurar la victoria. Bajo la influencia de la Comuna y de la
Asamblea, la defensa nacional recibió un impulso vigoroso. A partir del 12 de
julio de 1792, por medio de una ley, se había decidido que se llamase a 50.000
hombres para completar el ejército en campaña y a 42 nuevos batallones de
voluntarios (33.600 hombres). En París la proclama de la patria en peligro se
dio el 22 de julio; 15.000 voluntarios parisinos se enrolaron en una semana. En
algunos departamentos el entusiasmo fue muy notable. En los departamentos del
Este fueron movilizados, desde finales de julio, 40.000 guardias nacionales.
Para fomentar los alistamientos, el Consejo general de Puy-de-Dôme enviaba el 7
de septiembre comisarios a cada cantón con la misión de describir a los guardias
nacionales reunidos “la triste perspectiva si después de los esfuerzos que ya se
habían hecho nos viésemos obligados a caer de nuevo bajo el yugo de la
esclavitud”. Los comisarios tenían que recordarles “todas las ventajas que esta
Revolución nos ha procurado: la supresión de los diezmos, de los derechos
feudales..”. No se podía subrayar de modo mejor el contenido social de esta
guerra revolucionaria. Con diferencia a la de 1791, la leva de voluntarios de
1792 estaba compuesta por pocos burgueses, pues esencialmente eran gentes de
oficio, artesanos y cuadrilleros.
Al
mismo tiempo se esbozaba el sistema económico, que se repitió en el año II, para
armar y equipar los ejércitos. La Comuna de París requisó las armas y los
caballos de lujo, las campanas y la plata de las iglesias; creó talleres para
los uniformes de las tropas. El Consejo ejecutivo ordenó el 4 de septiembre la
requisa y tasa de granos y piensos en beneficio del ejército. Pero el régimen de
requisamientos asustaba a la burguesía, vinculada a la libertad económica; se
afirmaban las repercusiones sociales de los problemas de la defensa nacional y
se dibujaba la línea de escisión entre girondinos y
montañeses.
El
avance prusiano se definía. El 2 de septiembre Verdún, minado por la
contrarrevo-lución y la traición, capituló después del asesinato por los
realistas del comandante patriota de la plaza Beaurepaire, teniente coronel del
batallón de voluntarios de Maine-et-Loire. El 8 de septiembre, el ejército
enemigo llega a Argonne, pero chocó por todas partes con el ejército francés
dirigido por Dumouriez. Un cuerpo de ejército austríaco, el 12 de septiembre,
llegó a forzar el desfiladero de la Croix-aux-Bois. Dumouriez se retiró hacia el
sur, hacia Sainte-Menehould. El camino de París estaba abierto. Pero el 19 de
septiembre, Kellermann, que dirigía el ejército de Metz, tomó contacto con
Dumouriez: los franceses tuvieron a partir de entonces la superioridad numérica
(50.000 hombres contra 34.000).
Valmy
fue menos una batalla que un simple cañoneo. Pero sus consecuencias fueron
inmensas. Brunswick pensaba envolver a los franceses con una hábil maniobra; el
rey de Prusia, impaciente, le dio orden de atacar inmediatamente. El 20 de
septiembre de 1792, después de un violento cañoneo, el ejército prusiano se
desplegó hacia mediodía, lo mismo que en una maniobra, delante de las alturas de
Valmy ocupadas por Kellermann. El rey de Prusia esperaba una huida desordenada;
los desarrapados resistieron y redoblaron el fuego, Kellermann, agitando su
sombrero en la punta de su espada, gritó: “¡Viva la nación!” Las tropas, de
batallón en batallón, repitieron la consigna revolucionaria: bajo el fuego de
las tropas más ordenadas y reputadas de Europa ni un solo hombre retrocedió. La
infantería prusiana se detuvo. Brunswick no se atrevió a ordenar el asalto. El
cañoneo continuó durante algún tiempo. Hacia la seis de la tarde empezó a
diluviar. Los ejércitos durmieron en sus posiciones
*
* *
El
ejército prusiano permanecía intacto. Valmy no constituye una victoria
estratégica, sino una victoria moral. El ejército de los desarrapados resistió
ante el primer ejército de Europa. La Revolución revelaba su fuerza. A un
ejército profesional adiestrado en la disciplina pasiva se oponía
victoriosamente el nuevo ejército nacional y popular. Los aliados pensaron que
no sería fácil vencer a la Francia revolucionaria. Goethe estaba presente; se ha
grabado sobre el monumento en Valmy su frase referida por Eckermann: “Desde hoy
y desde este lugar empieza una nueva era en la historia del
mundo”.
Después
de transacciones con Dumouriez y del alto el fuego, el ejército prusiano se
batió en retirada, destrozado por una marcha penosa, bajo un suelo empapado por
las continuas lluvias, diezmado por una disentería epidémica, hostigado por los
campesinos de la Lorena y Champaña, que se levantaban contra los invasores y
emigrados. Dumouriez siguió lentamente al ejército prusiano sin querer
aprovecharse de sus dificultades para aplastarlo. Esta penosa retirada
significaba también una victoria para la República recién proclamada. Verdún fue
liberado el 8 de octubre; Longwy, el 22.
El
20 de septiembre de 1792, el mismo día de Valmy, la Asamblea legislativa cedía
su puesto a la Convención nacional.
Capítulo
II
La
Convención girondina.
El
fracaso de la burguesía liberal
(septiembre
de 1792-junio de 1793)
La
Convención nacional, que tenía por misión dar una nueva constitución a Francia,
se reunió por primera vez el 20 de septiembre de 1792 por la tarde, en el
momento en que terminaba la batalla de Valmy. Una vez que se hubo constituido y
formado su directiva, reemplazó el 21 a la Asamblea legislativa en la sala de
Manège. Heredaba una situación llena de peligros interiores y exteriores. La
coalición había sido rechazada, pero no vencida; la contrarrevolución detenida,
pero no destruida.
La
burguesía liberal, que desde el 10 de agosto se había dejado desbordar por el
pueblo en la política de defensa nacional y revolucionaria, pero a quien la
Gironda arrastraba a nueva asamblea, ¿estaría a la altura de la tarea? La
derrota fue fatal para la Gironda. Mientras los ejércitos de la República
alcanzaban victorias se mantuvo en el poder. Lo perdió el día en que empezaron
los reveses. Así, después de la guerra, ante el desvío de la opinión popular,
intentó dominarla de nuevo generalizando el conflicto: maniobra política o
realismo revolucionario, la Gironda quiso hacer de Francia la nación liberadora
de los pueblos oprimidos. Congregó, de este modo, contra la nación
revolucionaria, a todos los intereses de la Europa aristocrática, pero no supo
conducir la guerra a la victoria. Las derrotas de marzo de 1793 y los peligros
que se derivaron de ella sellaron el destino de la
Gironda.
I.
La lucha de partidos y el proceso del rey (septiembre
de 1792-enero de 1793)
La
Convención, en cuanto nueva Asamblea constituyente elegida por sufragio
universal, sólo ella representaba a la nación, detentando todos los poderes. La
Comuna de París, municipalidad insurrecta, tenía que borrarse ante la
representación nacional. Lo comprendió y se reprimió, llegando incluso hasta
desautorizar a su comité de vigilancia. La conclusión de la lucha de partidos
sólo dependía de la Gironda, que dominaba en la Convención. Los montañeses, en
realidad, no se sentían con fuerzas y multiplicaron las proposiciones en los
primeros días. Marat anunció en su periódico el 22 de septiembre que seguiría
una nueva marcha. Danton intentó un acuerdo con
Brissot.
La
tregua de partidos tuvo poca duración. Se manifestó en la unanimidad con que se
tomaban las decisiones importantes. En el transcurso de la primera reunión, la
Convención se mostró unánime en cuanto a desautorizar al mismo tiempo la
dictadura y la ley agraria, tranquilizando así a los propietarios y a
demócratas.
“No
puede haber más Constitución que la aceptada por el pueblo; las personas y las
propiedades están bajo la protección de la nación”.
La
Convención aceptó, asimismo por unanimidad, la abolición de la realeza el 21 de
septiembre de 1792; Collot d’Herbois hizo la proposición. Grégoire la apoyó:
“Los reyes son en el orden moral lo que los monstruos son en el orden físico;
las cortes reales son el taller del crimen, el hogar de la corrupción y el cubil
de los tiranos; la historia de los reyes es el martirologio de las naciones”.
Esa misma tarde se proclamó el decreto en París a la luz de las antorchas.
Roland, en una circular a los cuerpos administrativos, escribió: “Señores, si
queréis proclamar la República, proclamad la fraternidad; una y otra son lo
mismo”. Al día siguiente, 22 de septiembre, Billaud-Varenne obtuvo que se
fechasen desde ese momento los actos públicos como año I de la
República.
En
fin, el 25 de septiembre, después de un largo debate, la Convención adoptó
también unánimemente la célebre fórmula propuesta por Couthon, diputado de
Puy-de-Dôme: “La República francesa es una e indivisible”. De este modo
rechazaba los proyectos de federalismo que se atribuían a los girondinos. El 16
de diciembre de 1792, completando este decreto, la Convención estableció la pena
de muerte contra cualquiera que intentase “romper la unidad de la República
francesa o bien desvincular sus partes integrantes para unirlas a un territorio
extranjero”.
1.
Girondinos y montañeses
La
ruptura de la tregua no tardó. Fue obra de la Gironda, que, frente a una Montaña
todavía poco influyente, conservaba la mayoría con el apoyo del centro. La lucha
entre los artesanos del 10 de agosto y los que no habían podido impedirla habría
de durar hasta el 2 de junio de 1793, es decir, hasta la exclusión de los
girondinos de la Convención y su proscripción. Siguió a este hecho una extrema
violencia. Tomando la ofensiva desde el 25 de septiembre de 1792, primero, por
medio de Lasource, representante de Tarn (“Es preciso que la influencia de París
quede reducida, como la de cada uno de los demás departamentos, a una
83a parte”); después, Rebecqui, que representaba a Bouches-du-Rhône
(“El partido..., cuya intención es establecer la dictadura, es el partido de
Robespierre”), la Gironda se esforzó por destruir a los jefes montañeses que más
odiaba, los triunviros, Marat, Danton, Robespierre. En vano Danton
desautorizó a Marat (“No acusemos por causa de algunos individuos exagerados a
una diputación en pleno”) y apeló a la unión: “Los austríacos contemplaban
temblando esta santa armonía”. La Gironda, llena de odio
obstinóse.
Contra
Marat, la Gironda mantuvo ese 25 de septiembre de 1792 la acusación de
dictadura. L’Ami du peuple contestó aceptando la acusación:
“Creo
que soy el primer escritor político, y puede ser que el único en Francia desde
la Revolución, que ha propuesto a un tribuno militar, a un dictador, un
triunvirato, como único medio de aplastar a los traidores y a los
conspiradores”.
Marat
evocó sus
“tres
años de calabozo y los tormentos pasados para salvar a la patria. ¡He aquí el
fruto de mis vigilias, de mis trabajos, de mi miseria, de mis sufrimientos, de
los peligros que he corrido! ¡Pues bien! Me quedaré entre vosotros haciendo
frente a vuestra cólera”.
El
debate fue corto. La Gironda tuvo que aceptar el decreto propuesto por Couthon
sobre la unidad y la indivisibilidad de la República.
Contra
Danton, a pesar de estar dispuesto a la conciliación, la Gironda fue más
pérfida. El 9 de octubre de 1792 fue reemplazado en el Ministerio de Justicia
por el girondino Garat. El 10, como todo ministro saliente de un cargo, Danton
tuvo que rendir cuentas: si lo hizo para los gastos extraordinarios, no pudo,
sin embargo, justificar el empleo de 200.000 libras pertenecientes a su
ministerio para gastos secretos. El 18 de octubre Rebecqui volvió a la carga.
Danton se embarulló en sus explicaciones y terminó por reconocer: “Para la
mayoría de estos gastos confieso que no tenemos comprobantes muy legales”. Nuevo
debate el 7 de noviembre. La Gironda actuó encarnizadamente. Por último, la
Convención rehusó dar un voto de confianza a Danton, cuya honradez era dudosa.
Desde ese momento, y en toda ocasión, la Gironda hostigaba a Danton con el
problema de sus cuentas. Salió irritado, políticamente disminuído; su política
de conciliación se hizo imposible.
En
cuanto a Robespierre, el 25 de octubre de 1792, Louvet, representante del
Loiret, le acusó con una violencia inaudita de ambicioso y
dictador:
“Robespierre,
yo te acuso de haberte presentado siempre como un objeto de idolatría; te acuso
de haber tiranizado por todos los medios de intriga y miedo a la asamblea
electoral del departamento de París; te acuso, por último, de haber pretendido
el supremo poder...”.
Adelantándose
a la acusación, el 25 de septiembre Robespierre había
declarado:
“No
me considero un acusado, sino el defensor de la causa del patriotismo... Lejos
de ser ambicioso, siempre he combatido a los ambiciosos”.
Contestando
a Louvet el 5 de noviembre, Robespierre llevó el debate a su verdadero terreno;
hizo la apología del 10 de agosto y de la acción
revolucionaria:
“Todas
estas cosas eran ilegales, tan ilegales como la Revolución, la caída del trono y
la Bastilla; tan ilegales como la propia libertad. No se puede querer una
revolución sin revolución”.
Fue
un nuevo golpe para la Gironda. Robespierre salió engrandecido del debate.
Apareció como el jefe de la Montaña.
La
consecuencia esencial de esos ataques fue enfrentar definitivamente a la Montaña
con la Gironda. Produjeron al mismo tiempo la formación de un “tercer partido”
entre la Gironda y la Montaña, el “partido de los flemáticos”, como lo denominó
Camilo Desmoulins en La Tribune des patriotes: “Verdaderos oportunistas
que se han colocado entre Brissot y Robespierre, como el abate D’Espagnac, entre
la clase alta y la baja”. Los diputados independientes llegados de sus
departamentos, ya repletos de prevenciones contra la Comuna y la Montaña, se
inquietaron por las continuas denuncias de la Gironda, por sus recriminaciones
sobre los acontecimientos pasados. Anacharsis Cloots, que había seguido a los
girondinos desde hacía tiempo, se separó de ellos con escándalo, publicando un
folleto titulado Ni Marat ni Roland, exclusivamente dirigido contra sus
antiguos amigos. La formación del “tercer partido” fue cosa hecha a principios
de noviembre de 1792. La Gironda no podía por sí sola dominar la Convención,
perdiendo el 16 de noviembre la presidencia: ese mismo día fue elegido
presidente de la Asamblea un independiente, el obispo constitucional
Grégoire.
Habiendo
sido nombrada la Convención por una minoría decidida a salvar la Revolución y el
país, no se encuentra en ella, y en consecuencia, ningún realista partidario del
Antiguo Régimen o de la monarquía constitucional. Los desarrapados, artesanos de
las jornadas revolucionarias, partidarios de medidas económicas y sociales que facilitasen la existencia
popular, no estuvieron tampoco representados; pero dominaban en todos los
sectores parisienses, gracias a lo cual arrastraron en 1793 a la propia
Asamblea. No hubo en la Convención partidos organizados, sino más bien
tendencias hacia aquellas fronteras imprecisas que seguían dos estados mayores,
los girondinos y los montañeses que se oponían entre sí esencialmente por
intereses de clase.
La
Gironda a la derecha, partido de la legalidad, repugnaba las medidas
revolucio-narias tomadas por la Comuna de París, llena de montañeses y
militantes de sección. Representaba a la burguesía pudiente, comerciante e
industrial, que intentaba defender la propiedad y la libertad económica contra
las limitaciones que reclamaban los desarrapados. En el terreno político, la
Gironda continuaba hostil a todas las medidas de excepción que necesitaba el
bienestar público: había desencadenado la guerra, pero rehusaba emplear los
medios necesarios para ganarla. Contra la concentración de poder y la
subordinación limitada de las administraciones, la Gironda invocaba el apoyo de
las autoridades locales, entre las que dominaba la burguesía moderada. En el
terreno económico, la Gironda, unida a la burguesía de los negocios, desconfiaba
del pueblo, vinculándose apasionadamente a la libertad económica, a la libre
empresa y al beneficio libre, hostil a la reglamentación, al impuesto, a la
requisición, al curso obligado del asignado, medidas de las que los desarrapados
eran, por el contrario, partidarios. Saturados del sentimiento de las jerarquías
sociales, que creían salvaguardar y fortalecer, consideraban el derecho de
propiedad como un derecho natural intangible, y al estar plenamente de acuerdo
con los intereses de la burguesía propietaria los girondinos sentían hacia el
pueblo una prevención instintiva, pues le consideraban incapaz de gobernar.
Reservaban el monopolio del gobierno para su clase.
La
Montaña, a la izquierda, representaba a la burguesía media y a las clases
populares, artesanos, comerciantes, consumidores, que padecían la guerra y sus
consecuencias, la carestía de vida, el paro y la escasez de salarios. Nacidos de
la burguesía, los montañeses comprendieron que la crítica situación de Francia
exigía soluciones extraordinarias que no podían ser eficaces más que con el
apoyo popular. Así, pues, se aliaron con los desarrapados, que habían derrocado
el trono y que se habían educado en la vida política con la insurrección. Su
mayor contacto con el pueblo les hacía realistas; preferían, pues, los hechos a
las teorías, y sabían anteponer el interés público al interés privado. En
beneficio del pueblo, único sostén leal de la Revolución, estaban dispuestos a
recurrir a las limitaciones de la propiedad privada y de la libertad individual.
La mayoría de los jefes de la Montaña, diputados por París, conocían el
importante papel que, tanto en la primera revolución de 1789 como en la segunda
del 10 de agosto, desempeñaron las masas populares de la capital. Se rebelaban
contra las pretensiones de los girondinos que pretendían, por causa de su miedo
a las masas revolucionarias, reducir “tanto París como los demás departamentos a
una 83a parte de su influencia”. Así lo había solicitado Lasource el
23 de septiembre de 1792.
Brissot
escribía en octubre de 1972 su Appel à tous les Républicains de France, sur
la société des jacobins de Paris, tachando a jacobinos y montañeses de
“anarquistas que dirigen y deshonran a la sociedad de
París”:
“Los
desorganizadores son aquellos que quieren nivelar todo, las propiedades, el
bienestar, los precios de las mercancías, los diversos servicios que pueden
prestarse a la sociedad”.
Robespierre
respondió por adelantado en el primer número de Lettres à ses Commettants
el 30 de septiembre de 1792:
“La
realeza ha sido aniquilada, la nobleza y el clero han desaparecido, el reino de
la igualdad ha comenzado”.
Atacaba
a los falsos patriotas:
“que
no quieren constituir la República más que para sí mismos, que no saben gobernar
nada más que en beneficio de los ricos y de los funcionarios públicos...
”
Les
oponía a los verdaderos patriotas “que intentaran fundar la República sobre los
principios de la igualdad y el interés general”.
Los
jefes montañeses, los jacobinos sobre todo, se esforzaron en dar a la realidad
nacional un contenido positivo capaz de reunir a las masas populares. La
evolución de Saint-Just fue en este sentido significativa. En L’Esprit de le
Révolution et de la Constitution de la France, publicado en 1791, todavía
sin haberse desprendido de la influencia de Montesquieu, Saint-Just
escribía:
“Donde
no existe la ley no existe la patria. Por ello los pueblos que viven bajo el
despotismo carecen de ella y posiblemente también desprecien y odien a las demás
naciones”.
Superando
este tema, lugar común del siglo XVIII, de la identidad patria-libertad,
Saint-Just, en su discurso sobre las subsistencias, el 29 de noviembre de 1792,
identificaba, tampoco con gran originalidad, patria y felicidad: “Un pueblo que
no es feliz no tiene patria”. Pero va más lejos cuando subraya la necesidad de
fundar la República, “sacar al pueblo de un estado de incertidumbre y miseria
que le corrompe”. Denunciando “la emisión desordenada del signo”, es decir, del
asignado, “podéis en un instante -dijo a los convencionales- dar (al pueblo
francés) una patria”, deteniendo las consecuencias ruinosas de la inflación,
asegurando al pueblo su subsistencia y vinculando “estrechamente su felicidad y
su libertad”. Robespierre fue aún más claro el 2 de diciembre de 1792, en su
discurso sobre las perturbaciones frumentarias en Eure-et-Loir: subordinando el
derecho de propiedad al derecho de existencia, estableció el fundamento teórico
de una nación libre respecto de las masas populares.
“Los
autores de la teoría no han considerado las cosas más necesarias de la vida sino
como una mercancía más; no han hecho diferencia alguna entre el comercio del
trigo y el del añil; han hablado más del comercio de granos que de la
subsistencia del pueblo... Para muchos han sido más importantes los beneficios
de los negociantes o de los propietarios que la vida de los hombres, que apenas
significaba nada... El primer derecho es el de existir. La primera ley social es
aquella que garantiza a todos los miembros de la sociedad los medios de existir;
todos los demás están subordinados a ella”.
Mientras
que las necesidades de la guerra y su sentido nacional empujaban a los
montañeses hacia los desarrapados, su espíritu de clase les alejaba de los
girondinos, más que nunca parapetados en sus contradicciones. La Gironda había
declarado la guerra, pero temía que recurrir al pueblo, cosa indispensable para
combatir a la aristocracia y a la coalición, terminase comprometiendo la
preponderancia de los poseedores. Rehusó hacer ninguna concesión. El 8 de
diciembre de 1792, Roland restableció la libertad de comercio de granos, después
que Barbaroux denunció a aquellos “que quieren leyes que atentan a la
propiedad”. El 13 de marzo de 1793, Vergniaud subrayaba aún más claramente los
fundamentos de clase de la política girondina denunciando las ideas populares,
en cuestiones de libertad y de igualdad. “La igualdad, para el hombre social, no
es más que la de sus derechos”. Vergniaud continuaba diciendo: “No es la de las
fortunas, la de los tributos, la de la fuerza, el espíritu o la actividad de la
industria y el trabajo”. Era mantener la primacía de la propiedad y de la
riqueza. ¿Nostalgia girondina por la organización censataria de la nación?.. Al
menos desconfianza ante el pueblo.
La
rivalidad entre la Gironda y la Montaña revestía el aspecto de un conflicto de
clase. Sin duda, la mayoría de los montañeses eran, como los girondinos, de
origen burgués. Pero las necesidades de la defensa nacional y revolucionaria les
impusieron una política en favor de las masas: política de acuerdo con los
principios para algunos; para otros, política de circunstancias. El Terror que
la Montaña aceptó y legalizó no fue, según Marx, “más que una forma plebeya de
terminar con los enemigos de la burguesía, el absolutismo y el feudalismo”. De
aquí tenía que venir la salvación de la revolución burguesa. Un problema muy
complejo. Primero se trata de precisar la condición social de la burguesía
montañesa, alta burguesía con frecuencia, que un hombre como Cambon, el
financiero de la Convención, unido a la Montaña, representaba bastante bien. ¿Es
una política que hace de la necesidad una virtud? Burgueses intransigentes más
bien, rehuyendo todo compromiso y sin dejar a la nación y a su clase otra
esperanza que el beneficio de la victoria y que aceptaron las necesidades de
esta política. Burgueses intransigentes, puesto que beneficiándose con la
Revolución, especialmente con la venta de bienes, y sabiendo que perderían todo
si volvía al desquite la aristocracia, pronto, sin embargo, se cansaron de las
medidas de limitación y de terror. Así, Danton y los indulgentes. La política de
defensa nacional y revolucionaria se impuso desde fuera a la Convención: por los
jacobinos y desarrapados. En esta coalición, sobre la que se apoyó el Gobierno
revolucionario, fue sin discusión el elemento dirigente la burguesía jacobina
media, que Robespierre encarnaba. Constituyó un vínculo necesario entre las
fuerzas vivas del pueblo de desarrapados y aquel sector de la burguesía que
pretendía llevar la revolución a su fin. Esta posición no dejó de tener sus
contradicciones. En una gran parte da idea del proceso final de la política
robespierrista. Provenía de la situación social de esta burguesía jacobina
media, que simbolizaba bastante bien el carpintero Duplay, huésped de
Robespierre, buen jacobino si los había. Si pertenecía por sus orígenes al mundo
del trabajo, por los alquileres de sus casas no percibía menos de diez a doce
mil libras de renta. Duplay era en realidad un empresario de carpintería con una
situación bien saneada; encarnaba la ambigüedad jacobina.
El
centro de la Convención, por último, estaba formado por una masa flotante de
republicanos sinceros, resueltos a defender la Revolución, la llanura o
los pantanos. Representantes de la burguesía, partidarios de la libertad
económica, esos hombres, en el fondo de sí mismos, despreciaban a las clases
populares. Pero republicanos sinceros, les parecía imposible, mientras la
Revolución estuviese en peligro, romper con el pueblo protagonista del 14 de
julio y del 10 de agosto. Aceptaron, finalmente, las medidas que reclamaban,
pero a título temporal y hasta la victoria. Se inclinaron en principio por la
Gironda: su actitud de odio y su incapacidad para evitar los peligros les
separaron. Algunos se unieron a la Montaña y a su política de beneficio público:
como Barère, Cambon, Carnot y Lindet. La masa formó ese tercer partido,
cuyos contornos se precisaron en noviembre de 1792 y que, por último, aceptó la
dirección de la Montaña, la única eficaz para asegurar la salvación de la
Revolución.
2.
El proceso de Luis XVI (noviembre
de 1792-enero de 1793)
Las
divisiones de la Convención fueron aún mayores a causa del proceso de Luis XVI,
que hizo que la lucha fuese implacable entre la Gironda y la
Montaña.
El
proceso de acusación del rey tardó mucho tiempo. La Gironda no demostraba prisa
alguna. Su deseo secreto era dar largas al proceso. “Si le juzgan está muerto”,
decía Danton. La Convención estaba obligada a declararlo culpable, so pena de
condenar la jornada del 10 de agosto. Detenido el 16 de octubre de 1792, el
Comité legislativo estudió detenidamente el procedimiento a seguir para el
juicio. El 7 de noviembre, Mailhe presentaba un informe completo que terminaba
diciendo que Luis XVI podía ser juzgado por la Convención. Se abrió el debate
sobre este informe. Mientras que los jefes de la Gironda evitaban comprometerse,
Saint-Just situó el debate en el terreno político, en su discurso del 13 de
noviembre:
“Los
mismos hombres que van a juzgar a Luis XVI tienen una república que fundar:
quienes den alguna importancia al castigo justo de un rey no fundarán jamás una
república... Para mi no hay término medio: este hombre debe reinar o morir... No
se puede reinar inocentemente; la locura es demasiado evidente. Todo rey es un
rebelde y un usurpador”.
Luis
XVI no es un ciudadano ordinario, sino un enemigo, un extranjero. La Convención
ha de juzgarle mejor que combatirle.
“Es
el asesino de la Bastilla, de Nancy, del Champ-de-Mars, de Tournay, de las
Tullerías. ¿Qué enemigo, qué extranjero os ha hecho más
daño?”
Descubierto
el 20 de noviembre de 1792 el armario de hierro, cajón secreto oculto en
un muro del castillo por orden de Luis XVI, los documentos que contenía
atestiguaban las relaciones secretas del rey con el enemigo. Fue imposible el
aplazamiento del proceso. El 3 de diciembre Robespierre volvió sobre la tesis de
Saint-Just.
“El
rey no es acusado; no sois jueces. No tenéis que dar ninguna sentencia en pro o
en contra de un hombre, sino tomar una medida de salud pública, ejercer un acto
para el bien nacional”.
La
condena del rey no podía sino afirmar a la República que
nacía.
“Proponer
llevar a cabo el proceso de Luis XVI de cualquier manera que sea es retroceder
hacia el despotismo real y constitucional; es una idea contrarrevolucionaria,
pues es colocar a la propia Revolución en litigio”.
A
pesar de las maniobras de la Gironda, la Convención nombró el 6 de diciembre de
1792 a una comisión encargada de preparar “el acta que denunciase los crímenes
de Luis Capeto”.
El
proceso del rey empezó el 11 de diciembre de 1792 con la lectura del acta de
acusación preparada por Lindet, una especie de historia en la que se sacaba a
luz la duplicidad del Luis XVI en cualquiera de los momentos críticos de la
Revolución. El 6 de diciembre, De Sèze, abogado del rey, dio lectura a una
defensa elegante y concienzuda, sosteniendo la tesis de la inviolabilidad real,
proclamada por la Constitución de 1791. Los girondinos, que no habían podido
impedir el proceso, intentaron un nuevo procedimiento para salvar al rey:
pidieron que se recurriese al pueblo. Vergniaud alegó que se había concedido al
rey la inviolabilidad por la Constitución de 1791. Sólo el pueblo podía retirar
a Luis XVI esa inviolabilidad, era olvidar el carácter censatario de la
Constitución. Robespierre replicó el 28 de diciembre de 1792: denunció el
peligro que sería para el país que se recurriese al pueblo y que se convocasen
asambleas primarias. Sería “conmover inútilmente a la República”. Robespierre
continuó su argumentación a principios de enero de 1793, en la Lettre à ses
Commettants, “sobre la soberanía del pueblo y el sistema de apelación en el
juicio de Luis Capeto”.
“El
pueblo ya se ha pronunciado dos veces respecto a Luis: 1º, cuando tomó las armas
para destronarlo, para echarlo; 2º, cuando os impuso el sagrado deber de
condenarlo de una manera espectacular para la salvación de la patria y ejemplo
del mundo... Exponer al Estado a esos peligros, en el momento crítico en que ha
de nacer un Gobierno estando tan próximos los enemigos aliados contra nosotros,
¿qué es sino querer llevarnos de nuevo a la realeza por medio de la anarquía y
la discordia?”
El
juicio del rey fue sometido a deliberación el 14 de enero de 1793. Ese día la
Convención estableció las tres preguntas a las cuales habían de responder los
diputados.
“Luis
Capeto, ¿es culpable de conspiración contra la libertad pública y de atentado
contra la seguridad nacional? ¿Se recurrirá a la nación sobre la sentencia
dictada? ¿Cuál será la pena impuesta a Luis?”
La
culpabilidad fue pronunciada por voto unánime, salvo algunas abstenciones. El
que se recurriese al pueblo fue rechazado por 426 votos contra 278. La Gironda
quedó derrotada. La pena de muerte fue pronunciada por 387 diputados contra 334
en el curso de un escrutinio interminable por apelación nominal, que empezó el
16 de enero por la tarde y no se terminó hasta pasadas veinticuatro horas: 26
diputados votaron por la muerte con indulto. El 18 de enero se votó sobre el
indulto; fue rechazado por 380 votos contra 310. Contra los girondinos, Barère
alegó que el sobreseimiento prolongaría las disensiones interiores y debilitaría
a la Revolución ante el enemigo exterior.
La
ejecución del rey, el 21 de enero de 1793, causó una profunda impresión en el
país y llenó a Europa de estupor. Tuvo lugar ese 21 de enero, a las once, en la
plaza de la Revolución, en medio de un gran despliegue de fuerzas y de una gran
concurrencia de gente. La víspera, el antiguo guardia de corps Pâris, había
asesinado a un representante del pueblo, Lepeletier de Saint-Faugeau: un acto de
desesperación aislado e impotente que no hizo sino confirmar a la mayoría de la
Convención en su política, dando a la Revolución su primer “mártir de la
libertad”.
La
muerte del rey hería a la realeza en su prestigio tradicional y casi religioso:
Luis XVI había sido ejecutado como un hombre ordinario. La monarquía estaba
constituida por derecho divino. La Convención había quemado las naves detrás de
ella. Europa desencadenó una guerra implacable contra los regicidas. El
conflicto entre la Francia revolucionaria y la Europa del Antiguo Régimen, entre
los girondinos que habían intentado todo para salvar al rey, y los montañeses
llegó al paroxismo.
La
ejecución de Luis XVI hacía imposible la política de espera que había llevado
hasta entonces la Gironda. Mientras se desarrollaba el proceso no había cesado
de aducir como argumento la política extranjera. “En nuestros debates -había
declarado Brissot- no tenemos bastante en cuenta a Europa”. A lo que Robespierre
replicó el 28 de diciembre de 1792: “La victoria decidirá si sois rebeldes o
benefactores de la Humanidad”. Los girondinos intentaron encarnizadamente salvar
al rey, creyendo que así disminuían el conflicto con Europa. De este modo,
conscientes o no, se inclinaban hacia un compromiso con la aristocracia: actitud
inconsecuente por parte de hombres que en noviembre habían predicado la guerra
de propaganda. Con la muerte del rey, la Montaña no dejaba a la nación otra
salida que la victoria.
“Ya
nos hemos lanzado, escribía Lebas, diputado del Pas-de-Calais, el 20 de enero
de 1793, los caminos se han
cerrado tras de nosotros; hay que continuar, guste o no guste, y es precisamente
ahora cuando podemos decir: vivir libres o morir”.
II.
La guerra y la primera coalición (septiembre de 1792-marzo de
1793)
Algunas
semanas después de Valmy, la victoria llevó los ejércitos de la República a los
Alpes y al Rhin. Entonces fue cuando se planteó la suerte de los países
ocupados. ¿Habían sido liberados? ¿Eran países conquistados? La lógica de la
guerra y las necesidades de la política transformaron en seguida la liberación
en conquista.
1.
De la propaganda a la anexión
(septiembre de 1792-enero de 1793)
La
conquista de la orilla izquierda del Rhin, de Saboya y de Niza impuso a la
Convención problemas que hicieron que dudase algún tiempo en
resolver.
El
29 de septiembre de 1792, el ejército del Var, bajo las órdenes de Anselme,
había entrado en Niza. Montesquieu también había liberado a Saboya en medio de
un gran entusiasmo popular. “El pueblo de las aldeas -escribía a la Convención
el 25 de septiembre-, el de las ciudades, corren a nuestro encuentro. La
escarapela tricolor se enarbolaba por doquier”.
En
el Rhin, Custine se apoderaba de Spire el 25 de septiembre; de Worms, el 5 de
octubre; de Maguncia, el 21; de Francfort, dos días mas
tarde.
Bélgica
había sido conquistada al mismo tiempo. Después de Valmy, los austríacos
tuvieron que levantar el asedio de Lille el 5 de octubre. El 27, Dumouriez
entraba en Bélgica; De Valenciennes estaba sobre Mons con 40.000 hombres, el
mejor ejército francés, formado principalmente por tropas de combate. El 6 de
noviembre de 1792 atacaba ante Mons, en torno al pueblo de Jemappes, que se tomó
al asalto. Los austríacos, derrotados, se retiraron. El 14 de noviembre
evacuaron Bruselas; Amberes, el 30. En un mes fueron echados de Bélgica hasta el
Roër; Jemappes causó una profunda impresión en Europa. Valmy no fue más que un
simple empeño. Jemappes era la primera gran batalla que se había dado y que
habían ganado los ejércitos de la República.
La
guerra de propaganda que desafió a Europa monárquica fue proclamada en
noviembre. Nicenses, saboyanos y renanos pedían, en efecto, su anexión a
Francia. La Convención dudó. El 28 de septiembre de 1792 oyó la lectura de una
carta de Montesquieu; los saboyanos pedían que les dejasen formar el
departamento número 34. “Tememos parecernos a los reyes al encadenar la Saboya a
la República”, dijo Camilo Desmoulins. Delacroix interrumpió: “¿Quién pagará los
gastos de la guerra?” Los propios girondinos estaban divididos. Anselme había
municipalizado el condado de Niza. Lasource le vituperó en su informe del 24 de
octubre: “¡Dictar leyes es conquistar!” Pero un partido poderoso empujaba a la
acción, formado por numerosos refugiados extranjeros, particularmente activos en
los franciscanos: renanos, belgas, liegenses y holandeses, suizos y ginebrinos
del club helvético, saboyanos del club y de la legión de los Allobroges. Era un
grupo muy mezclado, en que se señalaron Anacharsis Cloots, súbdito prusiano, y
diputado por l’Oise en la Convención, “el orador del género humano”; el banquero
ginebrino Clavière, el banquero holandés De Kock, el banquero belga Proli, a
quien se suponía bastardo del canciller austríaco Kaunitz.
El
19 de noviembre de 1792 la Convención adoptó con entusiasmo el famoso
decreto:
“La
Convención nacional declara en nombre de la nación francesa que concederá
fraternidad y socorro a todos aquellos pueblos que quieran su libertad y encarga
al poder ejecutivo que dé a los generales las órdenes necesarias para socorrer a
esos pueblos y defender a los ciudadanos que hubieran sido vejados o que
pudieran serlo por causa de la libertad”.
La
asamblea tendía a que se creasen repúblicas hermanas independientes. Brissot,
entonces presidente del Comité diplomático, proyectó el 21 de noviembre un
cinturón de repúblicas. El 26 escribía una carta al ministro Servan:
“Nuestra libertad no estará nunca tranquila mientras quede un Borbón sobre el
trono. Ninguna paz con los Borbones”. Y más adelante: “No podremos estar
tranquilos más que cuando Europa, toda Europa, esté en llamas”. Grégoire
anunciaba una Europa sin fortalezas ni fronteras. La nación emancipada se
instruía protectora de los pueblos oprimidos.
La
guerra de anexión salió, naturalmente, de la guerra de propaganda. Llamando a
los pueblos a la Revolución, la Convención se comprometía a protegerlos. ¿Qué
protección mejor que la anexión? Aquí se mezclaban consideraciones múltiples.
Primero, de gran política: la guerra y la propaganda despertaban las ambiciones
nacionales, los ejércitos franceses campaban por los Alpes y el Rhin, la
conquista de las fronteras naturales parecía el fin que les había sido asignado.
“La República francesa -según Brissot- no ha de tener por límites más que el
Rhin”. Y el 26 de noviembre agregaba:
“Si
hacemos retroceder nuestras barreras hasta el Rhin, si los Pirineos no separan
más que a pueblos libres, nuestra libertad ha sido
lograda”.
Propaganda
y anexión estaban vinculadas indisolublemente. Intervenían consideraciones más
concretas. La guerra costaba cara. ¿Cómo hacer para que las tropas viviesen en
país ocupado? Anselme en Niza, Montesquiou en Saboya y Dumouriez en Bélgica, se
esforzaban por pedir lo menos posible a las poblaciones, mientras que Custine,
en Renania, vivía con su ejército sobre el país. Hasta noviembre de 1792 la
Convención evitó intervenir. El 10 de diciembre, Cambon, representante de
L’Hérault, miembro del Comité de Finanzas, expuso el problema con toda
brusquedad:
“Cuanto
más avanzamos en el país enemigo, tanto más ruinosa es la guerra, sobre todo con
nuestros principios de filosofía y generosidad. Se repite sin cesar que llevamos
la libertad a nuestros vecinos, ¡También les llevamos nuestro numerario,
nuestros víveres, y no quieren nada con nuestros
asignados!”
Las
dificultades de la política de propaganda, las necesidades de la guerra
precipitaron la evolución. Saboya abolía el Antiguo Régimen y pedía la anexión,
pero en Bélgica, en Renania, la mayoría de la población mostraría un menor
entusiasmo. Finalmente, las consideraciones de carácter financiero fueron las
que prevalecieron.
El
decreto de 15 de diciembre de 1792, a petición de Cambon, instituyó la
administración revolucionaria en los países conquistados. Los bienes del clero y
de los enemigos del Nuevo Régimen eran secuestrados para servir como prenda del
asignado; los diezmos y los derechos feudales serían abolidos; los antiguos
impuestos, reemplazados por los impuestos revolucionarios sobre los ricos; las
nuevas administraciones serían elegidas por sólo aquellos que hubiesen prestado
juramento a la libertad. “¡Guerra a los castillos! ¡Paz a las cabañas!” Según
Cambon en su informe: “Todo lo que es privilegio, todo lo que es tiranía, ha de
considerarse como enemigo en el país en donde entremos”.
Los
pueblos conquistados tenían que aceptar la dicturadura revolucionaria de
Francia. La aplicación del decreto de 15 de diciembre suponía el empleo de la
fuerza. Esta política trajo consigo una desafección rápida, salvo una minoría
revolucionaria decidida. Así, en Bélgica, confiscando los bienes de la Iglesia
sin miramiento, la Convención se enajenó un sector de la
población.
La
anexión fue la única política posible para evitar la contrarrevolución en los
países ocupados. Ya el 27 de noviembre de 1792, según el informe de Grégoire, la
Convención decretó la anexión de la Saboya por un voto unánime, menos uno; el
informador había invocado la soberanía popular (el 22 de octubre la Asamblea
nacional de Allobroges reunida en Chambéry, después de haber abolido el Antiguo
Régimen, había expresado el deseo de unirse a Francia), la geografía, el interés
común de Saboya y de Francia. Niza unióse por decreto de 31 de enero de 1793.
Ese día Danton reclamó la anexión de Bélgica y formuló con toda claridad la
política de las fronteras naturales:
“Yo
digo que es vano que se tema conceder demasiada extensión a la República. Sus
límites están determinados por la Naturaleza. Los alcanzaremos en los cuatro
rincones del horizonte: por el lado del Rhin, de los Alpes, del océano. Ahí es
donde han de terminar los límites de nuestra República”.
En
Bélgica la unión con Francia se votó ciudad por ciudad, provincia por provincia,
durante todo el mes de marzo de 1793. En Renania se reunió una asamblea en
Maguncia el 17 de marzo aprobando la anexión, que la Convención ratificó
inmediatamente. El 23 de marzo, por último, el antiguo obispado de Bâle,
transformado en departamento del Mont-Terrible, fue anexionado a su
vez.
En
esta fecha la alianza se constituyó, la guerra se generalizaba y las
dificultades empiezan a surgir. Según el curso que seguían los acontecimientos,
la suerte de la Gironda y de su política se vinculó indisolublemente a la de los
ejércitos de la República.
2.
La formación de la primera coalición
(febrero-marzo
de 1793)
La
propaganda revolucionaria y la conquista francesa amenazaban los países de los
Estados monárquicos. Estos respondieron organizando contra la acción
revolucionaria una coalición general.
La
ruptura con Inglaterra fue la primera que surgió. Después de la conquista de
Bélgica, el gobierno inglés, dirigido por Pitt, empezó poco a poco a desviarse
de la política de neutralidad. El 16 de noviembre de 1792, el Consejo ejecutivo
francés proclamó la libertad de las bocas del Escalda sin preocuparse del
Tratado de Munster, que las había cerrado; nuevo apoyo para los partidarios de
la guerra en Inglaterra. El decreto prometía ayuda y socorro a los pueblos
rebeldes y esto terminó por levantar a los dirigentes ingleses. Pitt multiplicó
las medidas hostiles. Con la noticia de la ejecución de Luis XVI la corte de
Londres se puso de luto; el embajador Chauvelin recibió la orden de abandonar el
país el 24 de enero de 1793. El 1ro de febrero, según el informe de
Brissot, la Convención declaró la guerra a la vez a Inglaterra y a Holanda. El
conflicto se debía en buena parte al perjuicio de los intereses económicos. La
ciudad de Londres, de la que Pitt era el intérprete, no podía soportar que
Amberes estuviese en manos de los franceses. La Convención, por otra parte, vio
en la guerra con Holanda un medio de lograr una operación financiera fructuosa,
poniendo sus manos en la Banca de Amsterdam. Sobre todo la rivalidad comercial,
marítima y colonial de Francia e Inglaterra se había exacerbado a finales del
Antiguo Régimen. Tanto los dirigentes de la economía como de la política temían
la competencia inglesa para Francia. Por el transporte de las mercancías al otro
lado del mar Francia tenía que tributar a la marina inglesa; el Comité de
comercio de la Convención lo hacía constar en su informe de 2 de julio de 1793.
La lucha que se preparaba entre Francia e Inglaterra no era una guerra de
monarca a monarca, sino, en muchos aspectos, de nación a nación, por lograr la
supremacía, a la vez, política y económica.
La
guerra general no tardó en producirse. La ejecución del rey no había sido más
que un pretexto para Inglaterra; constituía una razón más seria en la guerra con
España, donde el sentimiento monárquico estaba vivo. Después del 21 de enero, el
primer ministro, Godoy, rehusó recibir a Bourgoing, encargado de Asuntos
Franceses, que abandonó Madrid el 22 de febrero. El 7 de marzo la Convención
votó por aclamación la guerra contra España. “Un enemigo más para Francia -decía
Barère- es un triunfo más para la libertad”. La ruptura con los soberanos
italianos surgió inmediatamente; con el Papa, cuando un agente diplomático
francés, Bassville, fue asesinado el 13 de enero en una revuelta promovida por
el clero; después, con Nápoles, con la Toscana y, por último, con Venecia. Con
excepción de Suiza y de los Estados escandinavos, Francia se encontraba en
guerra con Europa entera. “Son todos los tiranos de Europa -proclamaba Brissot-
a los que tenéis que combatir tanto por tierra como por
mar”.
La
mayoría de los Estados europeos en guerra con Francia no estaban unidos: fue
Inglaterra quien formó la coalición uniéndose sucesivamente a todos los
beligerantes por medio de una serie de tratados, de marzo a septiembre de 1793.
Así se constituyó, poco a poco, la primera coalición, de la cual Inglaterra fue
el alma.
La
Revolución no podía contar más que con ella misma. Así, pues, la Gironda no
había preparado la guerra. Los éxitos de los coligados determinaron su
destino.
III.
La crisis de la revolución
(marzo
de 1793)
Apenas
la Francia revolucionaria había declarado la guerra a la Europa monárquica,
cuando se encontró con un peligro mortal: la coalición extranjera y la derrota
militar, la contrarrevolución aristocrática y la guerra civil, la crisis
económica y el impulso popular. Todo ello conjugó sus esfuerzos, llevando la
crisis a su paroxismo y haciendo inexorable la lucha entre girondinos y
montañeses.
1.
Carestía de vida e impulso popular
La
crisis económica y social constituye el primer aspecto de esta crisis general de
la Revolución, donde casi zozobró la República en la primavera de 1793.
Persistía desde el comienzo de la Convención, agravada por la política puramente
negativa de la Gironda, que no había hecho sino defender los privilegios de las
clases pudientes. La Gironda había contado con la explotación de los países
conquistados para resolver la crisis económica. Su cálculo fue
equivocado.
La
crisis financiera empeoraba con la continua emisión de nuevos asignados,
llevando consigo un aumento rápido del coste de la vida. Saint-Just, en su
discurso de 29 de noviembre de 1792, había aconsejado que se detuviesen las
emisiones y que se saneasen las finanzas, único remedio para la carestía: “El
vicio de nuestra economía es el exceso de signo (entendamos del asignado). Hemos
de comprometernos a no aumentarlo para que la depreciación no aumente. Hay que
imponer la menor cantidad posible de moneda. Pero para lograrlo hay que
disminuir las cargas del Tesoro público, bien dando tierras a nuestros
acreedores, bien por la deuda pública, pero sin crear signo
alguno”.
Saint-Just
no fue escuchado. Cambon, que dirigía el Comité de Finanzas, prosiguió la
política de inflación. A principios de octubre de 1792, la masa de asignados en
circulación ascendía a cerca de dos mil millones: Cambon decretó el 17 de
octubre una nueva emisión de 2.400 millones. La baja del asignado continuó,
agravada por la muerte del rey y la guerra general. A principios de enero valía
todavía del 60 al 65 por 100 su valor nominal; bajó en febrero a un 50 por
100.
La
crisis de subsistencias se agravaba, como es lógico. Los asalariados ganaban por
término medio 20 céntimos por día en el campo y 40 céntimos en
París.
El
pan costaba en ciertos lugares ocho céntimos la libra; las demás mercancías,
especialmente los productos coloniales, tenían aumentos parecidos. El pan no
sólo era caro, sino que estaba escaso. La cosecha de 1792 había sido buena, pero
el trigo no circulaba. Saint-Just, en su discurso del 29 de noviembre, había
desmontado el mecanismo de este hambre ficticia : “El labrador,
que no quiere meter papel en su capital, vende de mala gana sus granos. En
cualquier otro comercio hay que vender para vivir de estos beneficios. El
labrador, al contrario, no compra nada; sus necesidades no están en el comercio.
Esta clase estaba acostumbrada a guardar todos los años en especies una parte
del producto de la tierra. Hoy prefiere conservar sus granos en lugar de amasar
papel”. Las grandes ciudades carecen de pan. Los propietarios y los granjeros no
tenían ninguna prisa para llevar sus granos al mercado y cambiarlos por
papel-moneda desvalorizado.
La
reglamentación que se había establecido durante el verano en favor del primer
Terror hubiera permitido, sin duda alguna, vencer la mala voluntad de los
productores, imponiendo el recuento de granos y autorizando su requisamiento. El
ministro del Interior, y responsable de la economía Roland, partidario de la
ortodoxia liberal más estricta, nada había hecho para aplicar esta legislación
de circunstancias, sino todo lo contrario. El 8 de diciembre de 1792, la
Convención anulaba la reglamentación del mes de septiembre y proclamaba de nuevo
“la libertad más completa” del comercio de granos y harinas. La exportación, sin
embargo, quedaba prohibida. Estaba prevista la pena de muerte para todos
aquellos que se opusieran a que circulasen las subsistencias o que dirigiesen
los tumultos. En resumen, los granos no circulaban ya, el precio variaba de una
región a otra. En octubre de 1792, las 8 pintas valían 25 libras en L’Aube, 34
en Haute-Marne, 47 en Loir-et-Cher. El pan no costaba más que tres céntimos la
libra en París; la Comuna lo había tasado como gastos a expensas del
contribuyente. Roland no cesaba de denunciar esta prodigalidad. La Gironda decía
que la competencia libre constituye un remedio universal y permanecía insensible
a los padecimientos de las clases populares.
La
crisis social se agudizó. A partir del otoño de 1792 desórdenes graves se fueron
produciendo en los campos y en las ciudades. En Lyon, los trabajadores de la
seda (“canuts”) estaban en paro por causa de la mala venta de las sedas; los
comisarios de la Convención reforzaron la gendarmería y procedieron a hacer
arrestos. En Orleáns las casas fueron saqueadas. Se produjeron desórdenes en
octubre en Versalles, Rambouillet y Etampes. Los motines trigueros se
generalizaron en noviembre en todo Beauce y en los departamentos limítrofes.
Iban a los mercados grupos de tasadores. El 28 de noviembre había 3.000 en
Vendôme; el 29, 6.000, armados, en el gran mercado de Courville, en
Eure-et-Loir. Llevaban en el sombrero una rama de encina y se reunían al grito
de “¡Viva la nación! ¡El trigo va a bajar!” La Gironda afirmó su política de
clases; el orden quedó enérgicamente restablecido en
Beauce.
En
París, la Comuna y las secciones habían reclamado en vano la tasa el 29 de
noviembre de 1792. Esta reivindicación había sido impulsada por los agitadores
populares y los militantes de las secciones. El abate Jacques Roux, de la
sección de Gravillers, pronunció un violento discurso el 1 de diciembre “sobre
el juicio del último Luis, la persecusión de los estraperlistas, los
acaparadores y los traidores”. En la sección de los Derechos del Hombre, un
empleado de Correos de alguna importancia, Varlet, reclamó desde el 6 de agosto
de 1792 el curso forzoso del asignado y las medidas apropiadas contra el
acaparamiento. Llevaba a cabo su propaganda en las plazas públicas desde lo alto
de una tribuna móvil. En Lyon, Chalier y Leclerc; en Orleáns, Taboureau,
propagaban las mismas consignas: tasa de las subsistencias, requisición de los
granos, reglamentación de la panadería, socorro para los indigentes y las
familias de los voluntarios. La propaganda de esos militantes, los
radicales, hizo muchos progresos entre las secciones parisinas. El aumento
de la crisis económica trabajaba a su favor. El 12 de febrero de 1793 se
presentó ante la Convención una diputación compuesta por cuarenta y ocho
secciones de París:
“No
es suficiente haber declarado que somos republicanos franceses; es preciso,
además, que el pueblo sea dichoso, que tenga pan, pues donde no hay pan no hay
leyes, ni libertad, ni República”.
Los
peticionarios denunciaban “la libertad absoluta del comercio de granos” y
reclamaban la tasa. El propio Marat estimó esta petición como una baja
intriga... El 25 de febrero estallaron los desórdenes en el barrio de los
Lombardos, centro del comercio de las mercancías coloniales. Se generalizaron y
se continuaron los días siguientes. Los amotinados, las mujeres primero, después
los hombres, hacían que se les entregase a la fuerza, a un precio por ellos
marcado, azúcar, jabón y velas.
“Los
tenderos, dirá Jacques Roux, no han hecho más que restituir al pueblo lo
que le habían hecho pagar demasiado caro desde hacía
tiempo”.
Pero
tanto Robespierre como Marat denunciaron en esto “una trama urdida contra los
propios patriotas”. El pueblo tenía algo mejor que hacer que rebelarse por
unas miserables mercancías. “El pueblo ha de rebelarse no para obtener
azúcar, sino para derribar a los ladrones”.
Si
los radicales habían fracasado en su intento de imponer la tasa, sin
embargo, habían planteado el problema. Los montañeses reaccionaron como los
girondinos. Pero la crisis política, al agravarse, obligó a la Montaña para
luchar contra la Gironda y salvar al país, a hacer concesiones al programa
popular. El 26 de marzo de 1793, Jeanbon Saint-André escribía a
Barère:
“Es
imperioso hacer vivir al pobre si queréis que os ayude a llevar a cabo la
Revolución. En casos excepcionales, sólo hay que tener en cuenta la gran ley de la
salvación pública”.
La
carestía de vida aceleró el fracaso de la Gironda.
2.
La derrota y la traición de Dumouriez
En
marzo de 1793, cuando el peligro se cernía sobre las fronteras, se agravó la
crisis política y el duelo Gironda-Montaña se recrudeció.
Los
ejércitos republicanos habían perdido sobre el enemigo la ventaja del número a
principios del año de 1793. Mal vestidos, mal alimentados, por causa de los
robos de los proveedores, a quienes protegía Dumouriez, muchos de los
voluntarios, haciendo uso del derecho que les daba la ley, volvieron a sus
hogares después de una de las campañas. En febrero de 1793 los ejércitos
franceses no contaban más que con 228.000 hombres de los 400.000 que tenían en
diciembre de 1792. Una de las grandes debilidades del ejército consistía en la
yuxtaposición de regimientos regulares y de batallones de voluntarios, con
organización y estatuto distintos. Los voluntarios, vestidos con trajes
azules, los azulitos, elegían a sus oficiales y recibían un sueldo más
elevado. Estaban sometidos a una disciplina menos estricta y su compromiso era
sólo para una campaña. Los soldados regulares vestidos de blanco, los
blancos (“les culs blancs”), que habían suscrito un compromiso a largo
plazo, estaban constreñidos por una disciplina pesada. Los jefes les eran
impuestos. Los alborotos eran frecuentes, así como la envidia y el desprecio
hacia los voluntarios.
La
ley de la amalgama de 21 de febrero de 1793 hizo que cesase la dualidad
del ejército, uniéndolo en un solo sistema nacional. La operación fue propuesta
por Dubois-Crancé en su informe a la Convención de 7 de febrero: se reunirían
dos batallones con un batallón de línea para formar media brigada. Los
voluntarios comunicarían a los regulares su impulso y su civismo. En
compensación estos les enseñarían la experiencia, el oficio, la disciplina. Los
soldados elegirían sus oficiales, reservando sólo por antigüedad un tercio de
los existentes. El 12 de febrero Saint-Just sostuvo con energía el proyecto de
Dubois-Crancé:
“No
es sólo del número y de la disciplina de los soldados de donde habéis de esperar
la victoria: no la obtendréis más que en virtud de los progresos que el espíritu
republicano haya hecho en el ejército”.
Y
más adelante:
“La
unidad de la República exige la unidad en el ejército; la patria no tiene más
que un corazón”.
La
“amalgama” se votó a pesar de la oposición de los girondinos. Las necesidades
militares aplazaron, no obstante, su aplicación hasta el invierno de 1793-1794;
pero a partir de la primavera de 1793, los uniformes, la soldada, los
reglamentos quedaron uniformados. Los regulares quedaron asimilados a los
voluntarios.
La
leva de 300.000 hombres decretada el 24 de febrero de 1793 dio una solución a la
crisis de los efectivos. La Convención intentó en balde retener a los
voluntarios exaltando su patriotismo: “Ciudadanos, soldados: la ley os permite
retiraros; el grito de la patria os lo prohíbe”. En nombre del Comité de Defensa
General, Dubois-Crancé presentó el 25 de enero de 1793 un extenso informe en que
la discusión finalizaba el 21 de febrero en proyecto completado y pormenorizado
por el decreto del 24. La Convención ordenaba una leva de 300.000 hombres a
repartir entre los departamentos. En principio se mantenían los compromisos
voluntarios en el caso de que estos fuesen insuficientes.
“Los
ciudadanos se verán obligados a completarlos y para ello adoptarán la fórmula
que consideren más conveniente, por mayoría de votos” (art.
11).
Si
las levas de 1791 a 1792 se hicieron con todo entusiasmo, la de 1793 halló
serias dificultades. La responsabilidad incumbe en parte a la Convención, que
había rehusado decir la forma de determinar el número que correspondía a cada
departamento; sometiéndolo a las autoridades locales, sometió el reclutamiento
al manejo de las rivalidades personales. Para evitar los inconvenientes de sacar
a suertes o del escrutinio mayoritario, el departamento de l’Hérault decidió el
19 de abril de 1793 la requisición directa y personal. Un comité nombrado por
los comisarios de la Convención a propuesta de las autoridades designaría a “los
ciudadanos reconocidos como los más patriotas y más adecuados por su valentía,
su carácter y sus medios físicos para servir útilmente a la República”. Un
empréstito forzoso de cinco millones había sido impuesto a los ricos para pagar
a la soldada, cubrir los gastos de
equipamiento y socorrer a “la clase pobre”. Esta forma de reclutamiento
tenía la gran ventaja de colocar la leva en manos de las autoridades
revolucionarias; fue adoptada en general. La leva decretada el 24 de febrero de
1793 no dio ni la mitad de los hombres previstos. Sólo la leva en masa y el
requisamiento general permitieron resolver el problema de los efectivos. Pero
para llegar a eso hubo que sufrir nuevos reveses.
La
ofensiva fracasada de Holanda señala los comienzos de la campaña de 1793. A
pesar de las condiciones manifiestas de inferioridad de los ejércitos franceses
se adoptó el plan de ofensiva preconizado por Dumouriez. El 16 de febrero de
1793 salía de Amberes, entrando en Holanda, con 20.000 hombres, apoderándose de
Bréda el 25 de febrero. Pero el 1 de marzo el ejército de Cobourg, generalísimo
austríaco, lanzóse sobre el ejército de Bélgica, disperso en sus cuarteles de la
Roër. Fue un desastre. Aix-la-Chapelle, el 2 de marzo, y después, Lieja, fueron
evacuados con un desorden extraordinario. En París estas derrotas promovieron
una verdadera fiebre patriótica y provocaron los primeros decretos de salud
pública. El 9 de marzo, las imprentas de los periódicos girondinos La Chronique de Paris y Le Patriote
Français fueron saqueadas. Al
día siguiente fracasó una tentativa de insurrección popular por falta de apoyo
de la Comuna y de los jacobinos. Pero ese 10 de marzo quedó instituido el
tribunal revolucionario para juzgar a los agentes del enemigo. “No conozco más
que al enemigo; acabemos con el enemigo”, declaraba
Danton.
La
pérdida de Bélgica vino a continuación. Dumouriez había tenido que replegarse
hacia el Sur de mala gana, ya que consideraba que el mejor medio de defender
Bélgica era continuar su marcha sobre Rotterdam. Reagrupó las tropas de sus
lugartenientes vencidos, Miranda y Valence; tuvo por un momento ventaja sobre
Tirlemont el 16 de marzo, pero fue aplastado en Neerwinden el 18 de marzo de
1793 y vencido nuevamente en Lovaina el 21. Dumouriez entró entonces en relación
con Cobourg, su vencedor; su plan era disolver la Convención y restablecer con
la Constitución de 1791 la monarquía, en beneficio de Luis XVII. Dumouriez se
comprometio a evacuar Bélgica. La Convención le envió a cuatro comisarios y
Beurnonville, ministro de la Guerra, con el fin de destituirlo, pero Dumouriez
les hizo prisioneros y les entregó a los austríacos el 1 de abril. Finalmente,
Dumouriez trató de llevar su ejército sobre París. Sus soldados no quisieron
seguirle. El 5 de abril de 1793 Dumouriez, acompañado de algunos hombres, entre
ellos el duque de Chartres, hijo de Felipe-Igualdad, el futuro Luis Felipe, huía a toda marcha a las
líneas austríacas bajo el fuego de los voluntarios del tercer batallón de
l’Yonne, dirigido por Davout.
La
pérdida de la orilla izquierda del Rhin fue la consecuencia de la pérdida de
Bélgica. Después de las noticias de Neerwinden, Brunswick cruzó el Rhin el 25 de
marzo de 1793, arrojando al ejército de Custine hacia el Sur. Worms y Spire
fueron tomados. Custine se retiró hacia Landau, mientras los prusianos sitiaban
Maguncia.
La
coalición llevaba nuevamente la guerra a territorio nacional en el mismo momento
en que la leva de 300.000 hombres desencadenaba la Vendée. Los aliados reunidos
en Amberes, a principios de abril, no ocultaban sus fines de guerra: lograr la
contrarrevolución y obtener compensaciones territoriales. La derrota exasperó
las luchas políticas. La Gironda acusó a Danton de complicidad con Dumouriez.
Enviado a una misión a principios de marzo y testigo de los primeros desastres,
Danton sostuvo bastante tiempo a Dumouriez, esforzándose todavía el 10 de marzo
en tranquilizar a la Convención. El 26 de marzo, la víspera de su traición,
Dumouriez todavía tenía en Tournai una entrevista con tres jacobinos más que
sospechosos, Dubuisson, Pereira y Proli, unidos a Danton. Con gran audacia,
Danton devolvió la acusación contra la Gironda el 1 de abril de 1793, con
aplausos de la Montaña. La traición de Dumouriez precipitó la caída de la
Gironda.
3.
La Vendée
La
leva de 300.000 hombres planteó muchas cuestiones. El 9 de marzo de 1793, la
Convención tuvo que enviar a 82 representantes en misión a los departamentos
para vigilar las operaciones. Las mayores perturbaciones se produjeron en los
departamentos del Oeste. En l’Ille-et-Vilaine se amotinaron al grito de “¡Viva
el rey Luis XVII, los nobles y los sacerdotes!” En Morbihan, dos cabezas de
partido de distrito, La Roche-Bernard y Rochefort, cayeron en manos de los
insurrectos. Vannes fue cercada. El 23 de marzo, en Rennes, los representantes
en misión, entre ellos Billaud-Varenne, escribían a la Convención: “La bandera
blanca mancilla todavía la tierra de la libertad; se enarbola la escarapela
blanca... Los principales agentes de la conspiración son los sacerdotes y los
emigrados”. Esta insurrección bretona quedó sofocada en su
nacimiento.
En
la Vendée, en Maine-et-Loire, en los confines de Anjou y de Poitou, en el país
de los Mauges, desde hacía tiempo minado por la influencia de sacerdotes y
nobles, si la leva de 300.000 hombres no fue la causa profunda del
levantamiento, fue por lo menos la ocasión. El 2 de marzo de 1793, día de
mercado en Cholet, los campesinos se manifestaron contra la leva, y esta
operación fue aplazada al día siguiente; el 3 los jóvenes se amotinaron. Las
escenas de Cholet se repitieron por todas partes. El 10 de marzo, domingo, el
día que se había fijado para el sorteo, se tocó a rebato en
Saint-Florent-le-Vieil, y los campesinos se armaron con horcas, guadañas y
trillos y dispersaron a los guardias nacionales. Había nacido la
Vendée.
La
insurrección de la Vendée constituyó la manifestación más peligrosa de todas las
resistencias con que se había enfrentado la Revolución y atestigua también el
descontento de las masas campesinas. La escasez, con frecuencia la miseria, en
que vivían predisponían para que acogiesen el llamamiento de la reacción,
enfrentándose a los burgueses de las ciudades, a menudo arrendadores,
negociantes en granos y compradores de bienes nacionales. La crisis religiosa
agitaba los departamentos del Oeste, de fe muy viva. Una congregación de
misioneros, los mulotins, cuya sede estaba en Saint-Laurent-Sur-Sèvre, en el
corazón de Bocage, los catequizaban desde fines del siglo XVIII. Los sacerdotes
refractarios, muy numerosos, explotaban el sentimiento religioso de los
campesinos, haciendo que se enfrentasen con la Revolución. El partido realista,
una vez que la guerra se había generalizado, levantaba cabeza. Los campesinos de
la Vendée, no obstante, no habían sostenido la revolución nobiliaria de agosto
de 1791; no se movieron en 1792 para salvar a los buenos sacerdotes de la
deportación.
La
leva de 300.00 hombres tenía que ser muy mal acogida por los campesinos, pues
les recordaba demasiado la milicia y la obligación de proporcionar, por sorteo,
los soldados complementarios del ejército regular, la institución del Antiguo
Régimen más odiada por los campesinos. La ley daba una aplicación arbitraria,
dejando a los propios reclutas el cuidado de decidir quiénes debían partir.
Dejaban el reclutamiento al manejo de las pasiones locales. Al grito de “¡La
paz! ¡La paz! ¡Nada de levas!” los campesinos se levantaron el 10 de marzo de
1793 y los días siguientes, desde la costa hasta Bressuire y Cholet. El carácter
simultáneo del levantamiento autoriza a pensar que fue concertado. Los
campesinos, aunque excitados por los sacerdotes refractarios, no eran ni
realistas ni partidarios del Antiguo Régimen. Se negaban a combatir lejos de sus
pueblos. Los nobles, en principio sorprendidos, no tardaron en aprovechar el
levantamiento para sus fines.
Desde
el principio, muchas de las cabezas de partido del distrito, especialmente
Cholet, cayeron en manos de los insurrectos. En Machecoul, antigua capital del
país de Retz, los burgueses republicanos fueron torturados y asesinados. La
guerra de Vendée tuvo en seguida un carácter despiadado y una extensión
considerable. La insurrección fue favorecida por el estado del país y la propia
geografía: caminos profundos bordeados de setos, que cortaban la perspectiva y
se prestaban a la emboscada, con casas muy dispersas y granjas aisladas, con
carreteras y poblados muy aislados y escasos, más la ausencia de tropas, ya que
la Convención no envió en un principio más que a los guardias nacionales. Los
jefes principales salieron del pueblo: el cochero Cathelineau y el guardabosques
Stofflet, en los Mauges; en el Marais bretón, el antiguo recaudador de gabelas
Souchu y el peluquero Gaston. Los nobles no aparecieron más que a principios de
abril: Charette, en el Marais; Bonchamp y D’Elbée, en los Mauges; Sapinaud en el
Bocage; en Poitou, La Rochejaquelein, todos ellos antiguos oficiales. Un
sacerdote refractario, el abate Bernier, estuvo en el consejo del ejército
católico real. Pero a los campesinos les repugnaba alejarse de sus
parroquias, dejar sus tierras abandonadas. Los jefes tampoco pudieron combinar
operaciones y sólo se limitaron a llevar cabo simples golpes de mano. Los
campesinos se levantaban cuando los azules estaban cerca y se dispersaban
en seguida que había terminado la batalla.
Los
campesinos de la Vendée tampoco lograron éxitos importantes. Dueños de
Bressuire, Cholet y Parthenay se apoderaron de Thouars el 5 de mayo de 1793; de
Saumur, el 9 de junio. Pero fracasaron ante Nantes el 29 de junio. La costa se
conservó gracias a la resistencia victoriosa de la burguesía de los puertos: los
de Sables-d’Olonne rechazaron dos asaltos, el 23 y el 29 de marzo. La Vendée no
pudo comunicarse con Inglaterra. La Convención había decretado el 19 de marzo,
por voto unánime, la pena de muerte contra aquellos rebeldes que fueran cogidos
con las armas en las manos, confiscando sus bienes. Solamente en mayo, el
Consejo ejecutivo se decidió a enviar contra la Vendée tropas regulares
retiradas de la fronteras. Se organizaron dos ejércitos: el de las
Côtes-de-Brest, bajo el mando de Canclaux, y el de las Côtes-de-la-Rochelle,
bajo Biron. Los generales republicanos también fueron vencidos. Westermann, el 5
de julio; Santerre, el 13. Hasta octubre de 1793 la Vendée permaneció
invencible.
Las
consecuencias fueron irremediables. La guerra civil exasperó a los republicanos,
lanzándolos hacia los montañeses, que, siendo los únicos partidarios de una
política de bienestar público, aparecieron como el partido de la defensa
revolucionaria. Pero para vencer a la contrarrevolución, así como para vencer a
la coalición, la Montaña tenía necesidad del apoyo del pueblo. Tuvo que tolerar
a las masas populares ciertas concesiones: el 10 de marzo fue instituido el
tribunal revolucionario; el 20, los comités de vigilancia; el curso forzoso del
asignado se decretó el 11 de abril; el máximo almacenamiento de granos, el 4 de
mayo. Todas las medidas de excepción fue preciso arrancárselas a la Gironda. La
Vendée llevó al paroxismo la crisis de la Revolución, precipitando también la
caída de la Gironda.
En
su carta de 26 de marzo de 1793, Jeanbon Saint-André, representante de Lot,
escribía a Barère:
“El
bien público está al borde de su destrucción y casi tenemos la certeza de que
sólo los remedios más rápidos y violentos pueden llegar a salvarle... La
experiencia demuestra ahora que no se ha hecho la Revolución y que hay que decir
abiertamente a la Convención nacional: Sois una asamblea revolucionaria. Estamos
ligados del modo más directo a la suerte de la Revolución... y hemos de llevar a
puerto el barco del Estado o bien perecer con él”.
IV.
El fin de la Gironda
(marzo-junio
de 1793)
Frente
al doble peligro interior y exterior el movimiento popular impuso las primeras
leyes de salud pública. Mientras se demostraba la incapacidad de la Gironda para
conjurar los peligros, los montañeses, decididos a salvar la Revolución,
adoptaron poco a poco el programa propuesto por los militantes populares. De
este modo se esbozaba desde la primavera de 1793, y a pesar de la Gironda, el
Gobierno revolucionario, afirmándose el despotismo de la
libertad.
1.
Las primeras medidas de salud pública
Las
peripecias de la crisis concertaron el impulso de las masas con las medidas
revolucionarias.
El
tribunal revolucionario había sido creado el 10 de marzo de 1793. Las derrotas
de Bélgica habían promovido en París la misma fiebre patriótica, el mismo clamor
popular que el avance prusiano produjera en el mes de agosto
anterior.
Muchas
secciones pidieron la creación de un tribunal de excepción para juzgar a los
agentes del enemigo en el interior. Danton volvió a estudiar la proposición el 9
de marzo, preocupado por el recuerdo de septiembre:
“Beneficiémonos
de las faltas de nuestros predecesores; hagamos lo que no ha hecho la Asamblea
legislativa; seamos terribles para evitar que lo sea el
pueblo”.
La
Convención decretó el 10 de marzo, a pesar de la Gironda, que pedía la
dictadura, la institución de un tribunal de excepción sin apelación ni casación
“que sepa de toda acción contrarrevolucionaria, de todo atentado contra la
libertad, la igualdad, la unidad, la indivisibilidad de la República, la
seguridad interior y exterior del Estado y de todas las conjuras que tiendan a
restablecer la realeza”. La Convención se reservaba el nombramiento de los
jueces, de los jurados y, sobre todo, la acusación.
Los
comités de vigilancia revolucionaria se crearon el 21 de marzo de 1793, después
de la derrota de Neerwinden. La Convención generalizó una institución popular
que se multiplicaba en las secciones parisinas. En cada comuna o en cada
sección, en las grandes ciudades, estos comités tenían encomendada la vigilancia
de los extranjeros. Muy pronto ampliaron su competencia, ocupándose de que se
entregasen cartas cívicas, del examen de documentos militares, procediendo al
arresto de aquellas personas que no tuviesen escarapela tricolor. Fueron
encargados de redactar la lista de sospechosos y decretar contra ellos las
órdenes de prisión. Constituidos por patriotas seguros y esforzados,
generalmente procedentes de los desarrapados, los comités revolucionarios
constituyeron una organización de combate frente a los girondinos, los moderados
y los aristócratas. Fueron una de las piezas maestras del régimen de salud
pública.
Las
leyes de los emigrados fueron dosificadas y endurecidas el 28 de marzo de 1793.
Se consideraban como emigrados aquellos franceses que, habiendo abandonado el
territorio nacional desde el 1 de julio de 1789, no hubiesen entrado antes de la
fecha de 9 de mayo de 1792 y pudiesen justificar una residencia continuada en
Francia desde esta última fecha. Los emigrados quedaban excluidos a perpetuidad
del territorio francés, “muertos civilmente”, y sus bienes, adquiridos por la
República. La infracción de la susodicha exclusión estaba castigada con pena de
muerte.
El
Comité de Salvación fue creado los días 5 y 6 de abril de 1793 para reemplazar
al Comité de Defensa General, fundado el 1 de enero, y cuya acción había
resultado ineficaz. Compuesto por nueve miembros elegidos en la Convención, y
renovable todos los meses, deliberando en secreto, fue encargado de vigilar y de
acelerar la acción de la administración, confiada al Consejo ejecutivo
provisional. Estaba autorizado a tomar, en circunstancias urgentes, medidas de
defensa general. sus resoluciones se cumplían sin demora por el Consejo
ejecutivo. Los girondinos, una vez más, pidieron la dictadura. Marat
replicó:
“Se
ha de establecer la libertad por la violencia, y ha llegado el momento de
organizar momentáneamente el despotismo de la libertad para aplastar el
despotismo de los reyes”.
Danton
entró nuevamente en el Comité al lado de hombres como Barère y Cambon, unidos a
la Montaña.
Los
representantes del pueblo con misión en los ejércitos quedaron instituidos el 9
de abril de 1793. Ya el 9 de marzo la Convención había delegado a 82 diputados
en los departamentos para organizar la leva de 300.000 hombres. El decreto de 9
de abril enviaba a tres representantes del pueblo cerca de cada uno de los once
ejércitos de la República. Investidos con poderes ilimitados
ejercían
“la
vigilancia más cuidadosa sobre las operaciones de los agentes del Consejo
ejecutivo, de todos los proveedores y empresarios y de los ejércitos, y sobre la
conducta de los generales, oficiales y soldados”.
Descontenta
de esta organización, la Convención la revocó el 30 de abril, adoptando un nuevo
texto, reforzando incluso los poderes de los representantes en misión en los
ejércitos, pero obligándoles a ponerse de acuerdo en cuanto a la marcha de las
operaciones. Podían detener a los generales por derecho. Tenían que dirigirse
cotidianamente al Comité de Salud Pública, presentándoles el diario de sus
actividades y presentar cada semana un informe a la Convención. La Asamblea
conservaba la dirección y el control de todos los
ejércitos.
A
las medidas económicas y sociales en favor de las masas populares siguieron las
medidas políticas cuando en abril y mayo acentuóse la lucha entre la Gironda y
la Montaña. El curso forzoso del asignado se decretó el 11 de abril de 1793. La
práctica del doble precio y el tráfico numerario quedaban prohibidos y se
castigaba si se rechazaba al asignado. Un límite o tasa se seguía reclamando con
obstinación: el 18 de abril, por las diversas autoridades del departamento de
París; el 30, por las secciones del arrabal Saint-Antoine. La Convención cedía
el 4 de mayo de 1793, instituyendo un máximo depósito departamental de granos y
harinas. Los distritos procederían a su recuento y requisición con el fin de
aprovisionar los mercados, fuera de los cuales su comercio estaba prohibido. El
20 de mayo de 1793, por último, la Convención decidió hacer un empréstito
forzoso de mil millones sobre los ricos. Para sostener al pueblo unido, la
Convención aceptaba medidas circunstanciales que revestían un cierto aspecto de
clase. El 8 de mayo de 1793 Robespierre había recurrido a los jacobinos contra
los dorados (“culottes dorées”), al “pueblo inmenso de los
desarrapados”.
“Tenéis
que salvar la libertad; proclamad los derechos de la libertad y desplegad toda
vuestra energía. Tenéis un pueblo de desarrapados inmenso, muy puro, muy
vigoroso. No pueden abandonar sus trabajos; haced que los paguen los
ricos”.
2.
Las jornadas del 31 de mayo-2 de junio de 1793
El
duelo sostenido por la Gironda y la Montaña había entrado, en efecto, en su fase
final: la Montaña tenía necesidad del sostén de las masas populares. La posición
parlamentaria de la Gironda seguirá siendo fuerte. Sin embargo, no conservaba el
Gobierno. Roland presentó su dimisión el 22 de enero de 1793, siendo reemplazado
en el Interior por el prudente Garat; en Justicia, Gohier evitaba comprometerse,
pero en Guerra el coronel Bouchotte, verdadero ministro desarrapado, reemplazó a
Beurnoville el 4 de abril; el 10, Dalbarade, un amigo de Danton, fue nombrado
ministro de Marina, reemplazando a De Monge. Lebrun, en Asuntos Exteriores, y
Clavière, en Contribuciones Públicas, eran los únicos ministros girondinos. En
la Convención, la “llanura” votó todas las medidas de salud pública propuestas
por la Montaña; pero no fiándose de la Comuna de París, rehusó seguir a la
Montaña en su lucha contra la Gironda, pretendiendo situarse por encima de los
partidos.
Robespierre
atacó el 3 de abril de 1793:
“Declaro
que la primera medida de salud pública que hay que tomar es decretar la
acusación de todos aquellos que han sido sospechosos de complicidad con
Dumouriez, y especialmente Brissot”.
El
10 de abril denunciaba de nuevo la política contrarrevolucionaria de los jefes
de la Gironda y de su culpable complaciencia en favor de Dumouriez. Vergniaud
respondióle sin temor a presentar su partido como el de los
moderados:
“Sí,
somos moderados... Desde la abolición de la realeza he oído hablar mucho de
Revolución. Me he dicho a mí mismo: no hay más que dos posibilidades: la de
propiedad o ley agraria y la que nos lleve al despotismo. He tomado la firme
resolución de combatir a la una y a la otra... Se ha intentado llevar a cabo la
Revolución por el terror. Hubiera querido hacerlo por el amor. Nuestra
moderación ha salvado a la República de ese azote terrible, la guerra
civil..”.
El
5 de abril de 1793 los jacobinos, bajo la presidencia de Marat, se dirigieron a
la sociedades afiliadas por medio de una circular invitándoles a pedir el
decreto de destitución de los apelantes, los convencionales, que habían votado
la apelación al pueblo para salvar al rey. El 13 de abril, a propuesta de Gaudet
y después de violentos ataques, 226 votos contra 93 y 47 abstenciones, la
Convención votó acusar a Marat por haber firmado la circular del 5 en calidad de
presidente del club. Denunciado al tribunal revolucionario, Marat se presentó
como “el apóstol y el mártir de la libertad”. Fue triunfalmente recibido el 24
de abril. El 15 de abril 35 secciones parisinas sobre 48 presentaron a la
Convención una petición amenazadora contra los 22 diputados girondinos más
significados.
Con
el fin de volver a tener influencia sobre la opinión, la Gironda hizo un gran
esfuerzo, llevando el debate al terreno social. A finales de abril de 1793,
Pétion dio a conocer su Lettree aux Parisiens, exhortando a todos los
propietarios al combate:
“Vuestras
propiedades están amenazadas y cerráis vuestros ojos ante ese peligro. Se excita
la guerra ente aquellos que poseen y los que no poseen y no hacéis nada vosotros
para evitarla. Parisienses: salid al fin del letargo y haced entrar en sus
guaridas a esos insectos venenosos”.
Al
mismo tiempo, Robespierre leía en la Convención, el 24 de abril de 1793, un
proyecto de declaración de derechos que subordinaba la propiedad a la utilidad
social:
“Habéis
multiplicado los artículos para asegurar la libertad al ejercicio de la
propiedad y no habéis hablado de cuanto se refiera a determinar el carácter de
su legitimidad, de forma que vuestra declaración parece hecha no para los
hombres, sino para los ricos, los acaparadores, los estraperlistas y los
tiranos”.
Robespierre
proponía, por tanto, definir la propiedad, “el derecho que cada ciudadano tiene
para gozar y disponer de la parte de bienes que le garantiza la ley”. Derecho
natural según la declaración de 1789, la propiedad se convertía en una
institución social. Pero no se puede ocultar el carácter táctico de la toma de
posiciones de Robespierre: para vencer a la Gironda era necesario interesar a
los desarrapados en la victoria con la esperanza de una democracia
social.
En
los departamentos, sin embargo, la Gironda hacía el juego de la aristocracia y
de la contrarrevolución, dando la mano a un movimiento seccionista, del
cual, y con frecuencia, los realistas tomaron su dirección. Si en Burdeos, el 9
de mayo de 1793, las secciones dominadas por la burguesía del comercio se
contentaban con un aviso amenazador contra los anarquistas de la Montaña
es que La Vendée estaba cerca. Y lo mismo sucedía en Nantes. En Marsella los
jefes de sección, los girondinos, aliados con los aristócratas, habían expulsado
a los representantes en misión, el 29 de abril; se formó un comité general de
las secciones, que se dedicó a perseguir a los desarrapados y a los jacobinos.
En Lyon se afirmó la contrarrevolución abiertamente. Se apoderaron de la mayoría
de la secciones el 29 de mayo; moderados y realistas derrocaron a la
municipalidad montañesa; el alcalde, Chalier, fue detenido. Se le ejecutaría el
17 de julio de 1793. Era la tercera víctima de la libertad. Por todas
partes la resistencia girondina obstaculizaba la actuación de los representantes
en misión en los departamentos. Los particularismos locales se enfrentaban con
el poder central. Las tendencias federalistas se afirmaban. Con la complicidad,
con frecuencia activa, de la Gironda, los intereses de clase dominaban sobre las
necesidades de la defensa nacional; la burguesía continuaba siendo monárquica y
los partidarios del Antiguo Régimen paralizaban la defensa
revolucionaria.
Para
triunfar definitivamente, la Gironda emprendió la lucha contra la ciudadela
montañesa, la Comuna de París. Contestando a L’Histoire des Brissotins, ou
Fragment de l’Histoire secrète de la Révolution, de Camilo Desmoulins,
presentada el 17 de mayo a los jacobinos, Guadet denunció al día siguiente ante
la Convención a las autoridades de París, “autoridades anarquistas, ávidas tanto
de dinero como de poder”. Propuso su inmediata anulación. Inmediatamente se
instituyó una comisión de encuesta compuesta por doce miembros, formada tan sólo
de girondinos. La Comisión de los Doce ordenó el arresto de Hébert el 24 de
mayo, por el número 239 del Père Duchesne. La gran denuncia del Père
Duchesne a los desarrapados en los departamentos, a propósito de los
complots organizados por los brissotinos, los girondinos, los rolandinos, los
buzotinos, los petronistas y toda la secuela de cómplices de Capeto y Dumouriez
por asesinar a los bravos montañeses y jacobinos y a la Comuna de París, para
dar el golpe de gracia a la libertad y restablecer la realeza. Fueron detenidos
otros militantes populares, Varlet y Dobsen, presidente de la sección de la
Cité. Estas medidas de represión desencadenaron la crisis
final.
El
25 de mayo la Comuna reclamaba la liberación de Hébert. Su substituto, Isnard,
que presidía la Convención, se lanzó con una diatriba contra París que recordaba
descaradamente el manifiesto de Brunswick:
“Si
insurrecciones, siempre florecientes, sucediese que se atentaba a la
representación nacional, declaro en nombre de Francia entera que París quedaría
barrido; pronto se buscaría por las orillas del Sena si París había
existido”.
Al
día siguiente, en el Club de los Jacobinos, Robespierre indujo al pueblo a la
insurrección:
“Cuando
el pueblo está oprimido, cuando ya no le queda más que a sí mismo, sería un
cobarde quien no le dijese que se levantase. Cuando todas las leyes han sido
violadas, cuando el despotismo ha llegado al límite, cuando se pisotea la buena
fe y el pudor, entonces el pueblo ha de rebelarse. Ha llegado el
momento”.
Los
jacobinos se declararon en rebeldía.
El
28 de mayo la sección de la Cité convocó a las demás secciones para el día
siguiente en el Obispado, con el fin de organizar la insurrección. El 29 de mayo
los delegados de 33 secciones formaron un Comité rebelde, compuesto por nueve
miembros; entre ellos estaba Varlet, que fue, sin duda, su animador, y Dobsen,
liberados la víspera por orden de la Convención. La Montaña y la “llanura”
quedaron solas en la sesión. El 30 de mayo el Departamento se adhería al
movimiento.
El
31 de mayo de 1793 la insurrección se desarrolló bajo la dirección del Comité
del Obispado, según los métodos aplicados el 10 de agosto. Se tocó a rebato,
tocóse a generala y el cañón de alarma tronó. Los portavoces de las secciones y
de la Comuna se presentaron ante la baranda de la Convención hacia las cinco de
la tarde, mientras la multitud de los manifestantes cercaba las salidas. Fue
presentado todo un programa de defensa revolucionaria y de medidas sociales;
exclusión de los jefes de la Gironda, casación de la Comisión de los Doce,
arresto de los sospechosos, depuración de las administraciones, creación de un
ejército revolucionario, atribución del derecho de voto sólo a los desarrapados,
fijación del precio del pan a tres céntimos la libra por medio de un impuesto a
los ricos, distribución de socorros públicos a los ancianos, a los enfermos y a
los parientes de los defensores de la patria. A pesar de la vehemente
intervención de Robespierre, dirigida hacia Vergniaud (“Sí, voy a terminar, y
contra ustedes”), la Convención votó tan sólo la casación para los Doce. La
insurrección había fracasado.
“La
patria no está salvada, declaró Billaud-Varenne, por la tarde, a los
jacobinos. Habría que tomar grandes medidas de salud pública. Es hoy cuando
habría que asestar los últimos golpes a la facción”.
El
2 de junio, domingo, el movimiento volvió a producirse. El Comité rebelde rodeó
a la Convención con los 80.000 hombres de la guardia nacional, dirigida por
Hanriot, “de manera que los jefes de la facción puedan ser detenidos en el día,
caso de que la Convención rehusase convertir en ley la petición de los
ciudadanos”. Después de una discusión confusa, la Convención en pleno, detrás de
su presidente, Hérault, Séchelles, salió para intentar forzar el asedio. Hanriot
ordenó: “¡Artilleros, a vuestras baterías!” Impotente, la Convención volvió a la
sala de reuniones y se sometió; decretó el arresto de 29 diputados y de los
ministros Clevière y Lebrun. El duelo de la Gironda y de la Montaña, que duraba
desde la creación de la Legislativa, había terminado.
*
* *
De
este modo sucumbió la Gironda. Había declarado la guerra, pero no había sabido
dirigirla; denunció al rey, pero retrocedió cuando se le condenaba; había
reclamado el apoyo del pueblo contra la monarquía, pero rehusó gobernar con él;
contribuyendo a agravar la crisis económica, rechazaba todas las
reivindicaciones populares. Con la Montaña, para quien el bienestar público era
la ley suprema, los desarrapados subían al poder. En este sentido, las jornadas
del 31 de mayo al 2 de junio no tuvieron solamente un simple aspecto político:
constituyeron una reacción nacional tanto como un tumulto revolucionario, una
reacción defensiva y punitiva contra una nueva manifestación de la conjura
aristocrática. El desarrollo del movimiento seccionista en los
departamentos dio por adelantado la importancia que tenían estas jornadas. Bajo
la máscara de la oposición girondina, la contrarrevolución aristocrática volvía
a la ofensiva.
Jaurès,
en su Histoire socialiste, ha negado el carácter de clase de las jornadas
del 31 de mayo al 2 de junio: cierto que, ateniéndose a su aspecto político y
parlamentario, girondinos y montañeses procedían unos y otros de la burguesía
(no obstante sería necesario precisar los matices). Pero la eliminación de la
alta burguesía, la entrada en escena de los desarrapados, dieron a esas jornadas
toda su importancia social. Georges Lefebvre pudo hablar de “la revolución del
31 de mayo al 2 de junio de 1793”.
Capítulo
III
La
Convención montañesa, movimiento popular y dictadura de Salud
Pública
(Junio
- diciembre de 1793)
Apenas
eliminada la Gironda, la Convención, dirigida por los montañeses, se encontró
entre dos fuegos. Mientras que la contrarrevolución recibía un nuevo impulso con
la rebeldía federalista, el movimiento popular, exasperado por la carestía,
aumentaba su presión. La organización gubernamental se revelaba sin aptitudes
para dominar la situación; Danton, en el Comité de Salud Pública, negociaba en
lugar de combatir. En julio de 1793 la nación parecía estar a punto de
disgregarse.
Pero
mientras la Montaña dudaba, prisionera de sus contradicciones, las masas
populares, empujadas por sus necesidades y odios, imponían las grandes medidas
de salud pública, la primera de las cuales fue la del 25 de agosto de 1793, la
leva en masa. Se creyó indispensable formar un Gobierno revolucionario para
disciplinar el empuje popular y mantener la alianza con la burguesía, pues sólo
ella era la que podía proporcionar los cuadros necesarios. Sobre esta doble base
social, los desarrapados y la burguesía montañesa o jacobina, el Gobierno
revolucionario fue organizándose poco a poco de julio a diciembre de 1793. Sus
dirigentes, los más inteligentes, creyeron necesario sobre todo salvaguardar la
unidad revolucionaria del antiguo Tercer Estado, es decir, la unidad nacional.
¿Pero estaba en su poder superar las contradicciones inherentes a esta
coalición? El peligro nacional les acalló un instante. Era de prever que,
afirmándose la victoria, reapareciesen de nuevo a la
luz.
I.
Montañeses, moderados y desarrapados
(junio
- julio de 1793)
La
Montaña triunfó sobre la Gironda gracias a los desarrapados de París. No quería,
sin embargo, ceder a su presión. El problema se planteó para ella en las semanas
que siguieron a la jornada del 2 de junio, cuando hubo que frenar el movimiento
popular, sin estimular, sin embargo, una reacción favorable a la Gironda.
Deseosos de comprometer a la burguesía, que en el conflicto con los girondinos
había conservado su neutralidad, los montañeses pretendían manejar a los
propietarios y a los moderados. No estaba en su idea, en absoluto, realizar el
conjunto del programa político y social que los militantes populares del Comité
insurrecto del 31 de mayo habían presentado: arresto de los girondinos, expulsión de la convención de todos los
apelantes, formación de un ejército revolucionario a soldada, encargado de
detener a los sospechosos y asegurar el abastecimiento de París, aplicación del
máximo almacenaje a los granos y la
extensión del impuesto sobre todas las mercancías de primera necesidad,
depuración de los ejércitos y de las administraciones, especialmente por la
destitución de los nobles... La Montaña se esforzó por tranquilizar a la
burguesía deteniendo el terror, protegiendo la propiedad y manteniendo el
movimiento popular en unos límites definidos, equilibrio difícil de conseguir,
que terminó por producir en julio el empeoramiento de la
crisis.
1.
Las medidas montañesas de la conciliación
Durante
todo el mes de junio la Montaña contemporizó. Si el 8 de junio de 1793
Robespierre hizo que se rechazase por la Convención la supresión de los Comités
de vigilancia que Barère y Danton habían propuesto dos días antes (“Es preciso
saber si con el pretexto de la libertad se puede matar a la propia libertad”,
declaró Jeanbon Saint-André en la discusión), pero no se adoptó ninguna medida
positiva; el ejército revolucionario no se organizó, la discusión sobre el
empréstito forzoso se interrumpió, el informe de Saint-Just sobre los diputados
girondinos detenidos o fugitivos el 8 de junio fue de lo más moderado. “La
libertad no será en absoluto terrible respecto de aquellos a quienes ha
desarmado y que se han sometido a las leyes”. Se trataba de reunir a los
departamentos y tranquilizarles, disipando el miedo a una dictadura de los
desarrapados parisinos.
En
el terreno social tres leyes intentaron satisfacer las reivindicaciones
campesinas. La ley del 3 de junio de 1793 sobre la forma de vender los bienes de
los emigrados estipuló que se dividirían en pequeñas parcelas, que podrían ser
adquiridas por los campesinos pobres, en un plazo de diez años para pagarlas. La
ley del 10 de junio sobre la división de los bienes comunales lo autorizaba a
título facultativo. Se haría a partes iguales por cabeza de habitante
domiciliado. La parte de cada uno se sacaría al azar. La ley del 17 de julio
respecto del régimen feudal terminó arruinando por completo a la nobleza, al
suprimir sin indemnización todos los derechos feudales, incluso los que estaban
fundados sobre títulos originales. Estos títulos, depositados en las escribanías
de la municipalidad, debían quemarse. La caída de la Gironda significaba para
los campesinos la liberación definitiva de la tierra.
En
el terreno político, por la votación apresurada de la Constitución, la
Convención creía lavarse del reproche de dictadura y tranquilizar a los
departamentos. La citada Constitución de 1793, votada el 24 de junio sobre el
informe de D’Hérault de Séchelles, y después de una discusión rápida, establecía
los rasgos esenciales de un régimen de democracia
política.
La
declaración de derechos que la precede va más lejos que la de 1789, pues en su
artículo primero declara que “el fin de la sociedad es el bienestar común”.
Afirma los derechos al trabajo, a la asistencia y a la
instrucción.
“El
socorro público es la deuda sagrada. La sociedad debe asistencia a los
ciudadanos desgraciados, bien procurándoles trabajo, bien asegurando los medios
de existencia para aquellos que no están en situación de trabajar” (art. 21).
“La instrucción es necesidad común. La sociedad ha de favorecer con todo su
poder los progresos de la razón pública y poner la instrucción al alcance
de todos los ciudadanos” (art.
22).
Por
último, la declaración de 1793 reconoce no sólo el derecho a resistir a la
opresión (art. 33) como la de 1789, sino el derecho a la
insurrección:
“Cuando
el Gobierno viola los derechos, la insurrección es para el pueblo y para cada
sector del pueblo el más sagrado e indispensable de los deberes” (art.
35).
Pero
no se planteó el problema de modificar la definición de la propiedad, como lo
había propuesto Robespierre el 24 de abril anterior:
“El
derecho de propiedad es aquel que pertenece a todo ciudadano para gozar y
disponer a su antojo de sus bienes y de sus rentas, del fruto de su trabajo y de
su industria” (art.16).
La
libertad económica, de la que la declaración de 1789 nada decía al respecto, se
afirmaba explícitamente por el artículo 17: “Ninguna clase de trabajo, de
cultivo, de comercio, puede impedirse a la industria de los ciudadanos”. Los
montañeses no quisieron comprometerse en la vía de la democracia
social.
La
Constitución tuvo la participación de asegurar la preponderancia de la
representación nacional, base esencial de la democracia política. El escrutinio
a dos grados, previsto en el proyecto girondino de Condorcet, fue rechazado. La
elección inmediata del pueblo asegura la supremacía del legislativo sobre el
ejecutivo y de los representantes sobre los administradores. La Asamblea
legislativa es elegida por sufragio universal directo, en escrutinio uninominal,
con mayoría absoluta por un año. El Consejo ejecutivo de 24 miembros es elegido
por la Asamblea legislativa entre los 73 candidatos designados por los
departamentos por sufragio universal. De este modo los ministros quedaban
subordinados a la representación nacional. El ejercicio de la soberanía nacional
quedó ampliado por la institución del referéndum, que figura ya en el proyecto
Condorcet. La Constitución sería ratificada por el pueblo, lo mismo que las
leyes en ciertas condiciones muy precisas.
Sometida
a la ratificación popular, la Constitución de 1793, que sería para los
republicanos de la primera mitad del siglo XIX el símbolo de la democracia
política, fue aprobada por más de 1.800.000 votos contra aproximadamente 17.000.
Más de 100.000 votantes no aceptaron la Constitución más que con enmiendas de
tendencia moderada. Los resultados del plebiscito fueron proclamados el 10 de
agosto de 1793, día del aniversario de la caída de la monarquía, en la fiesta de
la Unidad e Indivisibilidad de la República. Pero la aplicación de la
Constitución, cuyo texto, encerrado en el arca santa, fue depositado en
la sala de las reuniones de la Convención, se aplazó hasta que se lograra la
paz.
2.
El asalto de la contrarrevolución
La
política moderada y conciliatoria de la Convención montañesa no había podido
impedir la extensión de la guerra civil.
En los departamentos en donde tenían fuerza, los girondinos se levantaron
contra la Convención: la revolución federalista se extendía, mientras que la
Vendée redoblaba sus esfuerzos y por todas las fronteras se cedía ante el empuje
de la coalición.
El
levantamiento federalista ocupó el puesto del movimiento seccionario del
mes de mayo. La nueva insurrección parisina y la eliminación de los girondinos,
cuyo arresto estaba decretado y que lograron escapar, y los 75 diputados de
derechas firmantes de una protesta contra el 2 de junio que se les unieron
levantaron a los departamentos. En Bretaña y en Normandía, en el Sudoeste y en
el Mediodía, en el Franco-Condado, las autoridades departamentales siguieron el
movimiento. Los dirigentes del movimiento seccionario, trocados en federalistas,
constituyeron los comités y los tribunales de excepción para juzgar a los
patriotas, cerrando sus clubs e intentando levantar a las tropas. Caen
convirtióse en la capital del Oeste girondino; Burdeos, Nîmes, Marsella y Tolón
cayeron en manos de los insurrectos, que tenían ya Lyon, donde Chalier fue
ejecutado el 17 de julio. Hacia finales de junio aproximadamente 60
departamentos estaban en franca rebeldía contra la Convención. Pero la Vendée
realista se interpuso entre Normandía y Bretaña, por una parte, y el Sudoeste,
por la otra. Tolón rehusó, finalmente, a seguir a Burdeos, impidiendo así la
unión entre Aquitania y el Bajo-Languedoc. Entre el mediodía provenzal y Lyon,
La Drôme, animada por el jacobino Joseph Payan, constituyó un bastión patriota.
Los departamentos de la frontera permanecieron fieles a la
Convención.
El
federalismo tuvo un contenido social más marcado que su aspecto político. Sin duda, la
supervivencia de los particularismos regionales lo explica en parte, pero aun
más todavía la solidaridad de los intereses de clase. Desde el 15 de mayo de
1793 Chasset, diputado por Rhône-et-Loire, escribía: “Se trata de la vida y
después de los bienes”. Después del 2 de junio llegó a Lyon rebelde y se puso a
la cabeza del movimiento. Al quedar fuera de la ley emigró y no volvió hasta el
año lV. El levantamiento fue esencialmente obra de la burguesía, dueña de las
administraciones departamentales, inquieta por la propiedad. Recibió el apoyo de
todos los partidarios del Antiguo Régimen. Las municipalidades de reclutamiento
más popular le fueron hostiles. A los obreros, a los artesanos, les repugnaba
combatir para los ricos; las levas de hombres ordenadas por los departamentos
rebeldes se enfrentaron con la indiferencia o la hostilidad popular. Por otra
parte, los dirigentes de la insurrección se dividieron pronto. Los republicanos
sinceros se resignaban de mala gana a seguir a los realistas. Inquietos por la
invasión extranjera y la insurrección vendeana, dudaban hacer el juego de la
reacción. Por el contrario, los realistas tomaron bien pronto la dirección del
movimiento en el Sudeste, en particular en Lyon, en donde Précy obtuvo del rey
de Sardeña un ataque de hostigamiento en los Alpes.
La
represión fue organizada con vigor por la Convención, que se dedicó sobre todo a
atacar a los jefes, perdonando a las comparsas. La amenaza más grande procedía
de Normandía. Ninguna tropa protegía a París. Pero el 13 de julio de 1793, en
Pacy-sur-Eure, ante algunos millares de hombres reclutados en las secciones
parisinas, las columnas girondinas se desbandaron. Los jefes Buzot, Pétion y
Barbaroux abandonaron Caen; después, Bretaña por Burdeos. Robert Lindet, enviado
a Normandía, pacificó rápidamente al país, reduciendo la represión al mínimo. Si
los departamentos del Franco-Condado se sometieron sin combatir, Burdeos se
resistió más tiempo; no se tomó la ciudad hasta el 18 de septiembre. En el
Sudeste se temía por momentos la unión de los rebeldes marselleses y de Nîmes
con Lyon. Pero la Drôme continuó siendo fiel a la Montaña. El Pont-Saint-Espirit
cayó en manos de los de Nîmes y fue reconquistado; los marselleses, que habían
pasado el Durance, apoderándose de Aviñón, fueron rechazados. El 27 de julio las
tropas del general Carteaux entraron en Aviñón; en Marsella, el 25 de agosto.
Pero el 29 los realistas abrían Tolón a los ingleses y les entregaban la
escuadra del Mediterráneo. Lyon se obstinó en la rebelión. Para volver a tomar
esas ciudades fue necesario que se resolviese sitiarlas en regla. Cayó el 9 de
octubre Lyon. Tolón se mantuvo hasta el 19 de diciembre de 1793. La represión
fue terrible. Sin duda, a finales de agosto el peligro parecía haberse
conjurado. La República casi había estado a punto de desarticularse en julio.
Las
consecuencias de la revolución federalista fueron idénticas a las de la
insurrección de la Vendée; acentuó la evolución hacia la supremacía del poder e
hizo más fuerte el control de las organizaciones populares sobre los ciudadanos
sospechosos de hostilidad o de tibieza respecto de la Revolución. Algunos
girondinos no habían dudado en unirse a los realistas, aliados también al
enemigo exterior. Como se habían apoyado en las clases pudientes, éstas, a su
vez, se hicieron sospechosas. Más que nunca la Montaña y el pueblo de
desarrapados se identificaron con la República.
La
insurrección de la Vendée hacía mayores progresos. Los rebeldes, dueños de
Saumur desde el 9 de junio de 1793, aplastaron a las tropas republicanas de
Vihiers (Maine-et-Loire) el 18 de julio, apoderándose de Ponts-de-Cé el 27 y
amenazando a Angers.
La
invasión extranjera aumentaba también la amenaza. Desde su entrada en el Comité
de Salud Pública, Danton negociaba en lugar de combatir. Pero con Bélgica y a la
orilla izquierda del Rhin, de nuevo en poder de los coligados, hacía que Francia
no dispusiese ya de baza que jugar. Puede ser que Danton, como se sospechaba,
pensase utilizar a la reina y a los niños. La Constitución de 1793 estipulaba en
su artículo 121: “El pueblo francés no hace la paz con un enemigo que ocupa su
territorio”.
En
la frontera del Norte los ingleses entraban en campaña. Un cuerpo de ejército de
20.000 hanovrinos, bajo las órdenes de York, reforzado por 15.000 holandeses, se
disponía a sitiar Dunkerque. Los austríacos, bajo las órdenes de Cobourg,
emprendieron metódicamente el sitio de las plazas fuertes que protegían la
frontera del Norte. Condé cayó el 10 de julio; Valenciennes el 28. El Quesnoy y
Maubeuge fueron cercados a continuación. No obstante, Custine, nombrado para
dirigir el ejército del Norte, continuaba impasible; no tardó en convertirse en
sospechoso para los patriotas.
En
el Rhin los prusianos, bajo las órdenes del duque de Brunswick, se apoderaron de
Maguncia. Cercada desde abril, defendida por 20.000 franceses, bajo las órdenes
de Kléber y de Merlin de Thionville, representante en misión, la ciudad no
capituló hasta el 28 de julio. Los ejércitos del Rhin y del Mosela tuvieron que
retroceder en el Lauter y en Sarre;
Landau fue sitiado.
En
los Alpes, los piamonteses presionaban a las tropas de Kellermann, debilitadas
por los cuerpos del ejército que habían sido llevados contra los federalistas
del Mediodía provenzal y del valle Rhône para cercar a Lyon y a Tolón. Los pasos
de la Maurienne y de Terentaise se mantuvieron con gran dificultad; Saboya quedó
bien pronto invadida. Niza estaba amenazada.
En
los Pirineos, los españoles forzaron la frontera y avanzaron sobre Perpiñán y
Bayona.
En
todas las fronteras los ejércitos de la República se batían en retirada. Las
tropas, mal dirigidas, pasaban por una verdadera crisis moral. El mando, poco
seguro, pasaba de mano en mano. El aristócrata Custine despreciaba profundamente
al ministro, perteneciente a los desarrapados de la guerra, Bouchotte, un simple
teniente-coronel. En Vendée se produjo el desorden. Los representantes en misión
encargados de vigilar a los generales se entendían mal. En desacuerdo con Biron,
un “ex” que mandaba en Niort, los unos sostenían a los generales desarrapados
Rosin y Rossignol; los otros los denunciaban. Todos eludían la responsabilidad
de los reveses. La situación parecía desesperada.
El
asesinato de Marat, el 13 de julio de 1793, definió el peligro, tan enorme: en
pleno París revolucionario, Charlotte Corday, una joven realista de Normandía,
había podido matar al amigo del pueblo, queriendo atacar en él a una de las
cabezas de la Revolución. Pero este acto dio nuevas fuerzas a la Montaña,
impulsando el movimiento revolucionario. Marat era muy popular entre los
desarrapados, pues siempre había ido en su ayuda con una bondad y una humildad
profundas. Su asesinato promovió una gran emoción. Al deseo de venganza se
agregó la exigencia de las medidas de salud pública. París le hizo grandiosos
funerales, a los cuales la Convención asistió en masa, el 15 de julio. Su
corazón quedó expuesto en las bóvedas de los franciscanos. Mártir de la
libertad, Marat se convirtió con Lepeletier, asesinado el 20 de enero, y con
Chalier, decapitado el 17 de julio de 1793, en una de las divinidades del
panteón revolucionario.
3.
La réplica revolucionaria
La
crisis económica y social agravaba aún más las tareas de la Convención
montañesa, pero al mismo tiempo empujaba a las masas a la acción
revolucionaria.
La
crisis de las subsistencias y de las mercancías de primera necesidad continuaba
siendo la causa principal del descontento popular. El máximo almacenaje de
granos, adoptado el 4 de mayo de 1793, no se había aplicado. La Convención,
reconociendo su fallo, permitió en julio a los departamentos y a los
representantes de la misión que se suspendiese. Sin duda, los desarrapados
parisinos no sufrían por la carestía del pan, mantenido a tres céntimos la libra
por la Comuna gracias a las subvenciones gubernamentales. Pero la irregularidad
de los suministros reducían poco a poco las reservas, reapareciendo las colas a
la puerta de las panaderías, apoderándose la inquietud del pueblo. La carestía
también alcanzaba a las demás mercancías, mientras que las revoluciones
departamentales que siguieron al 2 de junio contribuían a agravar la crisis de
la carne, haciendo cada vez más difícil su llegada. En julio de 1793 la libra de
ternera tuvo un aumento con relación a junio de 1790 de un 90 por 100; la de
buey, de un 136 por 100. Estallaron los desórdenes por todas partes debido a la
carestía de la vida. El 21 de junio detuvieron en el arrabal Saint-Antoine a un
hombre que gritaba: “Antaño el jabón no valía más de doce sueldos; hoy vale 40.
¡Viva la República! El azúcar, doce sueldos; hoy, cuatro libras. ¡Viva la
República!”
La
crisis del asignado aumentó las consecuencias de la crisis de los alimentos. La
inflación seguía su curso, acentuando el alza de los precios. Desde la muerte
del rey y la coalición general, el papel-moneda no cesaba de bajar llegando en
julio a menos del 30 por 100 de su valor nominal. Su descrédito produjo la huida
de capitales al extranjero, el desarrollo de la especulación, el acaparamiento
de mercancías, la aceleración del
alza de los precios.
Los
fanáticos se aprovecharon para reavivar el descontento general, reprochando a la
Convención su inmovilismo en el dominio económico y social. El 8 de junio de
1793, en el Consejo general de la Comuna, Varlet dio lectura de su
Declaration solennelle des Droits de I’ homme dans I’ Etat social, para
que acabase “por medios justos con la desproporción de fortunas”,
que
“los
bienes amasados a expensas de la fortuna pública por medio del robo, el
estraperlo, el monopolio, el acaparamiento, se conviertan en propiedades
nacionales”.
El
15 de junio, la Comisión de los Derechos del Hombre pidió un impuesto general y
una ley contra los acaparadores. El 25, en la tribuna de la Convención, Jacques
Roux presentó una petición amenazadora:
“Va
a presentarse la ley constitucional a la sanción del pueblo soberano. ¿Pero
habéis proscrito la especulación? No. ¿Habéis pronunciado la pena de muerte
contra los acaparadores? No. ¿Habéis determinado en qué consiste la libertad
comercial? No. ¿Habéis defendido la venta del dinero acuñado? No. Pues bien,
nosotros os decimos que no habéis hecho todo cuanto debéis para el bienestar del
pueblo. La libertad no es sino un vano fantasma cuando una clase de hombres
puede acusar a la otra impunemente; la igualdad no es sino un vano fantasma
cuando el rico, por el monopolio, ejerce el derecho de la vida y de la muerte
sobre un semejante. La República no es más que un vano fantasma cuando la
contrarrevolución actúa de día en día gracias al precio de las mercancías, a las
que tres cuartas partes de los ciudadanos no pueden llegar sin verter lágrimas.
Legislad una vez más. Los desarrapados con sus picas harán que se ejecuten
vuestros decretos”.
Al
día siguiente las perturbaciones producidas por la carestía del jabón estallaron
a las puertas de París y duraron tres días, del 26 al 28 de junio; las
lavanderas eran quienes descargaban los barcos de jabón y quienes se dividían la
mercancía después de haberla tasado. El pueblo desarrapado iba a la cabeza, y
terminó por arrasar a la Montaña.
La
renovación del Comité de Salud Pública, el 10 de julio de 1793, respondía a la
gravedad de la crisis. Los militantes populares, en su ardor, proponían medidas
de defensa nacional y revolucionaria en proporción al peligro. Todavía había que
evitar que las medidas extremas no separasen de la República a la burguesía
revolucionaria, que hasta ahora la había sostenido. La necesidad de un gobierno
revolucionario que disciplinase al movimiento popular, se hacía cada vez más
urgente. No había sabido ni rechazar la invasión extranjera ni prevenir la
insurrección federalista, ni tampoco resolver el problema del asignado y la
crisis de subsistencias. A remolque de los acontecimientos, más bien que
dominándolos, dejó que la situación empeorase. El 10 de julio la Convención
renovó su Comité de Salud Pública: Danton quedó eliminado.
El
nuevo Comité, elegido por votación nominal, comprendía nueve miembros. Tres de
entre ellos quedaron rápidamente anulados: Gasparin, partidario hasta el final
del general Custine; Hérault de Séchelles, partidario de un “ex” muy pronto
sospechoso, Thuriot, amigo de Danton. El núcleo montañés del Comité estaba
formado por Couthon, Saint-Just, Jeanbon, Saint-André, y Priour del Marne.
Barère y Lindet, llegados de la “llanura” se unieron a ellos. Estaban
convencidos de que la Revolución no podía vencer más que por la fuerza del
pueblo de los desarrapados. Había, por lo tanto, que satisfacer sus
reivindicaciones, abastecer nuevamente a la población de los ciudadanos con
vistas al hambre y a la carestía y dirigir todas las energías populares contra
la aristocracia y la coalición.
El
asesinato de Marat, el 13 de julio de 1793, endurecía aún más la política
montañesa ante el empeoramiento de la crisis política. Hébert y los fanáticos se
disputaron la sucesión del amigo del pueblo. A partir del 16 de julio, Jacques
Roux se apresuró a publicar una continuación de su periódico: Le Publiciste
de la République Française por l’ombre de Marat, L’ Ami du peuple. El 20
aparecía a su vez L’ Ami du peuple par Leclerc. El 21 de julio, sin
embargo, en los jacobinos, Hébert gritó: “Si es preciso dar un sucesor a Marat,
si es necesario una segunda víctima para la aristocracia, está dispuesta: soy yo”. Se estableció una
especie de subasta demagógica entre las hojas populares. Un sector del partido
montañés, donde sobresalían Hébert y Chaumette, para no desvincularse de los
desarrapados parisinos, armó por su cuenta el programa de los fanáticos. Unos y
otros denunciaron con un vigor cada vez mayor a la aristocracia del comercio,
a la aristocracia burguesa y mercantil. El hambre se sentía cada vez más, y
un gran número de panaderos cerraban sus tiendas por falta de harina. El sector
de la Maison-Commune instituyó el 21 de julio un sistema de cartilla de
racionamiento: las peticiones se multiplicaban; las colas a las puertas de las
tiendas eran tumultuosas.
“Hace
tiempo que los pobres desarrapados padecen y protestan, escribía Hébert en el
número 263 de su “Père Duchesne”; han hecho la revolución para ser
felices”.
Apenas
constituido el nuevo Comité de Salud Pública, corría el riesgo de ser
desbordado.
La
ley sobre acaparamiento fue votada en esas condiciones el 26 de julio de 1793.
Constituye por parte de la Convención una concesión táctica. Billaud-Varenne
había propuesto, en efecto, una escapatoria: el remedio al hambre no era el
impuesto, sino el castigo a los acaparadores, es decir, aquellos comerciantes
que no hiciesen la declaración de las mercancías de primera necesidad, que las
tuviesen almacenadas y que no pusiesen la lista en su puerta. La ley podía
aparecer como una concesión importante al programa de los fanáticos, pues el
comercio pasaba al control de los comisarios de sección en cuanto a los
acaparamientos. Pero la ley fue aplicada con lentitud: pronto se consideró como
una satisfacción simbólica concedida a los desarrapados.
El
Comité de Salud Pública quedó completo el 27 de julio de 1793 con el
nombramiento de Robespierre, que se había convertido en su defensor. La
autoridad del Comité cerca de la Convención estaba lejos de afirmarse: la ley
sobre acaparamiento había sido votada sin consultarle. Se notaba en la Asamblea
una oposición sorda contra sus primeras decisiones, especialmente el arresto de
Custine en la noche del 21 al 22 de julio. Robespierre sostuvo al Comité contra
sus adversarios; entró el 27 de julio. El 14 de agosto quedaron elegidos a su
vez Carnot y Prior de la Côte-d’Or; el 6 de septiembre, Billaud-Varenne y Collot
d’Herbois. Todos ellos de tendencia y temperamentos opuestos (Carnot y Lindet se
consideraban socialmente conservadores; Billaud y Collot, con inclinación a los
desarrapados), pero todos ellos, hombres honrados, trabajadores y autoritarios,
unidos por la voluntad de vencer, supieron mantenerse unidos durante un año,
hasta la victoria. Fue el gran Comité del año ll.
Robespierre
por su reputación revolucionaria, impuso la política del Comité a la Convención
y a los jacobinos. Previsor y valiente (lo demostró en su lucha solitaria contra
el movimiento general que llevó a la declaración de la guerra), elocuente,
desinteresado. El incorruptible (el único hombre de nuestra historia que
mereció ese calificativo) tenía la confianza de los desarrapados. Vinculado a
los principios, supo, sin embargo, plegarse a las circunstancias y actuar como
hombre de Estado. Colocaba toda su autoridad revolucionaria en la Convención,
expresión de la soberanía nacional. Pero para ser fuerte y eficaz el Gobierno ha
de apoyarse en el pueblo y permanecer unido estrechamente a él. Durante la
insurrección del 31 de mayo al 2 de junio Robespierre había anotado en su
agenda:
“Se
precisa una voluntad, una... Para que sea republicana, es necesario que
haya ministros republicanos, un Gobierno republicano. Los peligros interiores
provienen de los burgueses. Para vencer a los burgueses es preciso unir al
pueblo...; que el pueblo se alíe con la Convención y que la Convención se sirva
del pueblo”.
Del
13 al 21 de julio Robespierre dio lectura en la Convención al plan de Lepeletier
de Saint-Fargeau sobre la educación nacional:
“Las
revoluciones que se han venido sucediendo durante tres años han trabajado para
las otras clases de ciudadanos, casi nada todavía para la más necesitada, para
los ciudadanos proletarios cuya única propiedad es el trabajo. El feudalismo
está destruido, pero eso no sirve para ellos, pues nada poseen en los campos
liberados. Las contribuciones están repartidas de modo más equitativo, pero por
su misma pobreza esta clase es casi inaccesible al impuesto... La igualdad civil
está establecida, pero la instrucción y la educación les faltan...Aquí está la
revolución del pobre...”
Si
Robespierre y los hombres del Comité veían claramente la situación, estaban
menos seguros, sin embargo, de los medios a emplear. Las grandes medidas de
defensa nacional y revolucionaria, la leva en masa, el terror, la dirección de
la economía fueron impuestos desde fuera, a favor de la crisis del mes de agosto
de 1793, bajo la presión del movimiento popular.
II.
El
Comité de Salud Pública y el impuesto
(agosto
- octubre de 1793)
El
nuevo Comité estaba decidido a dar un impulso vigoroso a la defensa nacional sin
separarla de la defensa revolucionaria. Pero trataba de no dejarse desbordar por
el movimiento popular, y especialmente por la propaganda de los fanáticos. La
economía dirigida y la leva en masa constituían para los dirigentes populares
los únicos medios adecuados de asegurar la defensa. La leva en masa pareció en
cierto momento una quimera al Comité. Continuaba hostil a la tasa y a la
intervención en la economía; el terror le repugnaba. La democracia directa, por
último, le parecía incomprensible con una dirección gubernamental eficaz, ahora
las secciones parisinas la practicaban confusamente. El Comité maniobró durante
todo el mes de agosto de concesión en concesión, para finalmente ceder ante las
jornadas del 4 y 5 de septiembre de 1793.
Contra
los rebeldes, Robespierre empezó la lucha desde principios de agosto para librar
al Gobierno y a la Convención de su oposición. El 6 de agosto de 1793 denunciaba
a los jacobinos, hombres nuevos, patriotas de un día, porque trataban de
perder en el pueblo a sus amigos más antiguos. “Dos hombres pagados por los
enemigos del pueblo -declaraba Robespierre no sin mala fe-, dos hombres que
Marat denunció han sido los que han sucedido o han creído suceder a este
escritor patriótico”. Reprochaba sobre todo a Jacques Roux sus ataques contra
los comerciantes. Con el fin de quitar a los fanáticos lo esencial de sus
argumentos, el Comité se ocupó activamente de las subsistencias, enviando a los
departamentos vecinos de París a los representantes más enérgicos para que
requisaran la mano de obra y recogiesen el trigo. El 9 de agosto de 1793 la
proposición de Barère hizo que la Convención decretase la institución en cada
distrito de un granero de abundancia. Era una concesión sólo simbólica a las
reivindicaciones populares. La compra de granos para los distritos no podía
remediar la carestía. París, no obstante, quedó abastecido; los fanáticos
perdieron por el momento su argumento principal para los
desarrapados.
Contra
los moderados, quienes reclamaban la aplicación de la Constitución que el pueblo
había adoptado y las nuevas elecciones con la esperanza de que cayese la
Montaña, Robespierre enfrentóse con toda la fuerza. La reivindicación era tanto
más peligrosa, ya que había sido mantenida de una manera inesperada por Hébert
en el número 219 de su Père Duchesne poco antes del 10 de agosto. El
Comité de Salud Pública quería que el Gobierno continuara siendo revolucionario
hasta la paz y no que la Constitución fuese puesta en vigor. El 11 de agosto de
1793 Delacroix, diputado por Eure-et-Loir, uno de los indulgentes
futuros, hizo decretar el empadronamiento de la población electoral, en
previsión de las elecciones generales, de acuerdo con la Constitución.
Robespierre afirmó que esta proposición insidiosa no pretendía más que sustituir
a los miembros depurados de la Convención por enviados de Pitt y Cobourg.
Aplicar la Constitución antes de haber acabado con las rebeliones internas y la
victoria en las fronteras era poner nuevamente a prueba toda la Revolución. Ese
mismo día los delegados de las asambleas primarias habían llevado a la
Convención el acta sagrada, que fue depositada en un arca de cedro. No hubo necesidad de sacarla,
aunque la suspensión de la Constitución hasta la paz no fue explícitamente
pronunciada más que el 10 de octubre de 1793.
1.
La leva en masa (23 de agosto de 1793)
El
peligro exterior y la contrarrevolución interna continuaban, no obstante,
impulsando al movimiento popular: tuvo éxito en cuanto a imponer la leva en masa
al Comité de Salud Pública y a la Convención.
La
leva en masa correspondía a la mentalidad revolucionaria de los desarrapados;
era popular en las secciones y en los clubs parisinos. Poniendo la ventaja del
número de parte de la Revolución, daba la idea, frente a los ejércitos enemigos
y el ejército nacional, tan reducido, de una victoria rápida. Jemappes lo
probaba. La idea cuajó durante la crisis de julio de 1793, y cuando la República
ya atacada en las fronteras se vio en peligro por la revolución federalista. El
6 de julio, la sección de Luxemburgo propuso hacer marchar en masa a las
secciones de París contra los departamentos rebeldes: “Que todos los ciudadanos,
sin distinción, desde los dieciséis años hasta los cincuenta, estén
permanentemente dispuestos para formar parte de las fuerzas
armadas”.
El
28 de julio la proposición fue de nuevo aceptada por un militante de la sección
la Unidad, Sebastián Lacroix, en un discurso en donde se encuentra de nuevo el
espíritu épico del decreto de 23 de agosto:
“...¡que
acaben de inmediato los trabajos particulares de todos los que tienen por
costumbre construir carros, carpinteros y trabajadores de la madera, para
ocuparles solamente en hacer las culatas de los fusiles, las cureñas, los
arcones, los carruajes; que acaben los trabajos de cerrajería los herreros y
todos los obreros del hierro para ocuparlos tan sólo en hacer cañones; que los
amigos de la patria se armen, que formen numerosos batallones; que quienes no
tengan armas lleven las municiones; que las mujeres lleven los víveres o amasen
el pan; que la señal de combate se de por el himno de la
patria!”.
Los
reveses de los finales de julio dieron un impulso irresistible a la idea de la
leva en masa, orquestada ahora por la prensa popular: “Al mismo tiempo todos los
hombres que pueden andar y llevar armas se movilicen -escribe Hébert en el
número 265 de su Père Duchesne - y que se dirijan a todos los lugares que
se encuentren en peligro”.
Presentada
a los jacobinos el 29 de julio de 1793 la reivindicación popular de la leva en
masa, fue adoptada de nuevo, el 4 de agosto, por la Comuna; el 7, por los
delegados de las asambleas primarias venidos a París para aceptar la
Constitución. Su orador Royer pedía, el 12, a la Convención que el pueblo se
levantara en masa. El Comité de Salud Pública se mostró reticente. ¿Qué hacer
con la batalla que produciría la leva en masa? ¿Cómo armar y abastecer? El 14 de
agosto, en los jacobinos, Robespierre declaró que “esta idea magnánima, aunque
entusiasta, de una leva en masa es inútil”. Agregaba: “No son hombres lo que nos
falta, sino más bien las virtudes del patriotismo en nuestros generales”. Bajo
la presión de los militantes parisienses y de los abogados de las asambleas
primarias, la Convención adoptó el 16 de agosto el principio de la leva. El 23,
por fin, el Comité de Salud Pública decidióse a proponer, según el informe de
Barère, los medios de ejecución.
“Desde
ese momento hasta que los enemigos hayan sido expulsados del territorio de la
República todos los franceses están en situación de requisa permanente para el
servicio de los ejércitos. Los jóvenes irán a combatir, los hombres casados
fabricarán armas y transportarán las subsistencias, las mujeres harán tiendas de
campaña, trajes y servirán en los hospitales, los niños harán vendas de las
ropas viejas y los ancianos irán a las plazas públicas para arengar a los
guerreros, predicar el odio a los reyes y la unidad de
Francia”.
Se
había suprimido el reemplazo. La leva era un principio general, pero los jóvenes
de dieciocho a veinticinco años no casados o viudos sin hijos formarían la
primera clase de los llamados a filas e irían los primeros. Se formarían en
batallones con una pancarta al frente que dijese: “El pueblo francés, en pie
contra los tiranos”.
¿El
decreto sobre la leva en masa respondía exactamente al deseo de los
desarrapados? Tal y como la concebían, una marcha hacia las fronteras, con un
impulso de entusiasmo, era irrealizable. Así se explica las reticencias de
Robespierre, las dudas del Comité y los límites al decreto. Aunque todos los
recursos de la nación fueran movilizados, aunque se organizase la fabricación
extraordinaria de armas, sólo se recurriría a los hombres de dieciocho a
veinticinco años sin familia a su cargo. En resumen, los problemas de armamento
y de aprovisionamiento permanecían sin tocar. El Père Duchesne estableció
su plan de campaña a principios de septiembre preguntándose: “¿Cómo hacer que
funcionen a la vez millones de hombres? ¿Cómo armarlos, abastecerlos?.. Es
preciso ante todo asegurarnos de todas las subsistencias de la República. Es
preciso requisar a todos los obreros que trabajan en los metales, desde el
herrero hasta el orfebre; establecer herrerías en todas las plazas públicas y
fabricar, día y noche, cañones, fusiles, sables y
bayonetas”.
Hébert
expresaba con toda claridad el problema de la dirección económica de una guerra
nacional: para armar y aprovisionar a las masas de hombres que saldrían de la
leva de las siete clases, la economía dirigida se imponía. El problema político
y el problema económico se vinculaba de una manera indisoluble al de la defensa
nacional.
2.
Las jornadas del 4 y 5 de septiembre de 1793
Hacia
finales del mes de agosto de 1793 ninguno de los grandes problemas del momento
habían sido resueltos. El problema político continuaba igual, aunque el Comité
de Salud Pública había eludido los ataques de sus adversarios. El Gobierno
revolucionario estaba lejos aún de haberse establecido y organizado. El problema
económico y social no tuvo ninguna resolución eficaz. La ley contra el
acaparamiento, la de los graneros abundantes sólo había traído remedios
ilusorios. La Convención, así como el Comité de Salud Pública, había hasta ese
momento evitado e impuesto y la reglamentación, de lo que dependía, no obstante,
la suerte del asignado, único recurso financiero de la Revolución. En los
últimos días de agosto la crisis de las subsistencias se agravó; el impulso
popular se fortaleció. Al mismo tiempo se definía en el espíritu de los
militantes parisienses la necesidad de una nueva jornada, que impusiera a las
autoridades gubernamentales la voluntad popular.
La
crisis de las subsistencias, por un momento atenuada, volvió a producirse por
causa de la sequía; la actividad de los molinos se redujo; el pueblo volvió a
agruparse nuevamente a las puertas de las panaderías; los suministros de sacos
de harina eran aproximadamente de unos 400 y el consumo parisiense exigía por lo
menos 1.500 al día. El hambre constituía para Hébert un medio de agitación
poderosa. Así, pues, centró su campaña en torno a las subsistencias,
desarrollando contra los ricos y los comerciantes aquellos temas que sabía
agradarían a los desarrapados.
“La
patria..., escribía en el número 279 de su Père Duchesne, los negociantes
no tienen patria. Mientras han creído que la República les sería útil la han
mantenido. Han dado la mano a los desarrapados para destruir a la nobleza y a
los parlamentos, pero era para colocarse en el lugar de los aristócratas. Así,
desde el momento en que no existen ciudadanos activos, desde que los
desarrapados, más desgraciados, gozan de los mismos derechos que el recaudador
más rico, todos esos se han vuelto la casaca y emplean todo cuanto está a su
alcance para destruir la República; han acaparado todas las mercancías, todas
las subsistencias, para revendérnoslas a peso de oro y traernos el
hambre...”
El
movimiento popular en esos comienzos de septiembre de 1793 se afirmó con toda
fuerza y carácter. Era un impulso hebertista, como lo calificó Albert
Mathiez. Sin duda, las hojas populares, la de Jaques Roux tanto como la de
Hébert, ayudaron a los desarrapados a tomar conciencia de sus fines políticos, a
precisar sus reivindicaciones sociales, pero no son el origen. Impulso
popular y no hebertista. Bajo la presión de los desarrapados, Hébert, eco
sonoro, escribió y actuó e inmediatamente se derrumbaron los jacobinos y la
Comuna se puso en movimiento, cediendo al fin la Convención y el Comité de Salud
Pública.
El
movimiento popular se manifestó desde la primavera de 1789. Sería preciso buscar
los orígenes en el empeoramiento de las condiciones materiales de existencia de
los comerciantes, artesanos, y trabajadores parisienses bastante antes de 1789.
Ese movimiento, que en épocas de crisis permitió ser incorporado a la revolución
burguesa, pero que se diferencia de ella (como en las jornadas de septiembre de
1793), se caracteriza por la mentalidad precapitalista que anima a los
desarrapados y que en esencia es idéntica a la de los campesinos encarnizados en
defender ante los progresos de la agricultura capitalista sus prácticas
comunitarias. Los desarrapados son profundamente hostiles al estado de espíritu
de la burguesía comerciante e industrial, que sin cesar negaba en nombre de la
libertad, indispensable para el futuro de las empresas, la reglamentación y el
impuesto tan queridos para el comerciante y el artesano.
La
concepción que tienen de la propiedad aclara la oposición fundamental del
burgués y del desarrapado. La propiedad, según la declaración de derechos de
1793 como la de 1789, es un derecho natural absoluto, que nada podría limitar.
Pero para el desarrapado la propiedad no se concibe más que fundándola en el
trabajo personal y limitada por las necesidades de todos. El 2 de septiembre de
1793, en el paroxismo del impulso popular, la sección parisiense de los
desarrapados, antes pertenecientes al Jardín-des-Plantes, presentó una
solicitud a la Convención nacional. Pedía a la Asamblea
“que
fijase invariablemente el precio de las mercancías de primera necesidad, los
salarios de trabajo, los beneficios de la industria y los beneficios del
comercio...¡Y qué!, os dirán los aristócratas, los realistas, los moderados, los
intrigantes. Eso no es sino atentar contra la propiedad, que ha de ser sagrada e
inviolable..., sin duda. ¿Pero ignoran esos verdugos, ignoran que la propiedad
no tiene más base que la extensión de las necesidades
físicas?”
Y
los desarrapados reclamaban el máximo para alimentos y
salarios:
“...2º
Que el precio de todas las mercancías de primera necesidad se fije
invariablemente sobre el de los años, digamos, antiguos, desde 1789 hasta el año
90 inclusive, proporcionalmente a sus cualidades diferentes. 3º Que las materias
primas queden fijadas también de manera que los beneficios de la industria, los
salarios de trabajo, y los beneficios del comercio moderados por la ley puedan
hacer que quede al alcance del industrial, del labrador y del comerciante
aquellas cosas necesarias e indispensables para su existencia y también aquello
que puede contribuir a su fruición”.
Sobre
todo los desarrapados del Jardín-des-Plantes piden una limitación muy
estricta del derecho de propiedad:
“...8º
Que el máximum de las fortunas quede estipulado. 9º Que el mismo
individuo no pueda poseer más que un máximum. 10º Que nadie pueda poseer
para alquilar más tierra que la necesaria para una cantidad determinada de
arados. 11º Que el mismo ciudadano no pueda tener más que un taller o una
tienda”.
Este
programa social lleno de contradicciones por su voluntad de mantener la
propiedad privada, limitándola en sus efectos, se oponía territorialmente al de
la burguesía que dirigía la Revolución. De esta oposición sobrevendría en
termidor la muerte del Gobierno revolucionario. Pero por el momento el odio al
enemigo común, del Antiguo Régimen, del privilegio, de la aristocracia feudal y
la grandeza del peligro contrarrevolucionario cimentaban la alianza de los
desarrapados y de la burguesía montañesa. La Montaña no podía vencer por sí
sola; tuvo que unirse al programa popular, aunque fuera preciso ceder aún
más.
La
crisis se complicó en los primeros días de septiembre. Mientras Hébert
denunciaba a los adormecedores de la Convención, la efervescencia
aumentaba en las secciones, que multiplicaban los actos públicos y las
peticiones. En medio de esta fiebre llegó el 2 de septiembre la noticia de una
traición inaudita: Tolón había sido entregado a los ingleses por los realistas.
A las inquietudes sobre las existencias se añadían las angustias patrióticas, el
miedo a una conjura aristocrática; nada más fácil que se desencadenase una ola
de terrorismo. El 2 de septiembre por la tarde, para evitar lo peor, los
jacobinos se decidieron a actuar.
El
4 de septiembre de 1793 la inquietud popular, largo tiempo contenida, estalló.
Desde la mañana grupos de obreros, especialmente de la construcción y de las
fábricas de guerra, se reunieron en la plaza de la Grève para reclamar pan para
la Comuna. El origen obrero del movimiento era indiscutible: salían de las capas
más proletarizadas de los desarrapados; de las filas de esos trabajadores que no
eran ni comerciantes ni artesanos, que apenas podían vivir con un salario pagado
en asignados cada vez más desvalorizados. En vano, los dirigentes de la Comuna
intentaron calmar a los manifestantes: “No son promesas lo que nos hace falta;
es pan, y en seguida”. Chaumette subió a una mesa:
“Yo
también he sido pobre y por lo tanto, sé lo que son los pobres. Esta es una
guerra abierta entre ricos y pobres: quieren aplastarnos. ¡Pues bien! Hay que
prevenirles: les vamos a aplastar nosotros; tenemos la fuerza en las
manos...”
Se
decidió una manifestación en masa para el día siguiente, con el fin de dictar a
la Convención la voluntad popular.
El
5 de septiembre de 1793 las secciones se reunieron en un largo cortejo y fueron
a la Convención al grito de “¡Guerra a los tiranos! ¡Guerra a los aristócratas!
¡Guerra a los acaparadores!” La Convención fue ocupada pacíficamente. Los
representantes deliberaron bajo las miradas del pueblo. Después que Pache, en
nombre de la Comuna y de sus secciones, hubo denunciado las maniobras de los
acaparadores y el egoísmo de los poseedores, Chaumette dio lectura a una
petición que pedía se crease un ejército revolucionario para asegurar en los
campos las requisas de granos y su transporte a París. Billaud-Varenne, muy
pagado de su crédito, propuso que se arrestase a los sospechosos del Comité de
Salud Pública. La Convención cedió y decretó no solamente el arresto de los
sospechosos, sino también la depuración de los comités revolucionarios
encargados de investigar. Era poner el terror al orden del día. Según
informe de Barère, se creó un
ejército revolucionario de 6.000 hombres y 1.200 artilleros. La Convención votó,
por último, una proposición de Danton: una indemnización de cuarenta centésimos
por sesión para cada ciudadano que asistiese a la Asamblea de sección, que se
había reducido a dos por semana.
Las
jornadas de los días 4 y 5 de septiembre de 1793 constituían una victoria
popular: los desarrapados obligaron a las autoridades gubernamentales a que
tomasen medidas que habían sido reclamadas desde hacía tiempo. Victoria
incompleta a pesar de todo. Las decisiones del día 5 fueron sobre todo
políticas. El 4, la Convención se contentó con prometer la institución del
“máximum general”, que constituía una reivindicación popular esencial. Los
desarrapados parisienses tuvieron que mantener su presión para arrancar de la
Convención el máximum nacional de los granos y forrajes el 11 de septiembre y el
máximum general el 29. Hasta tal punto a la propia burguesía montañesa le
repugnaba atentar contra la libertad económica.
Victoria
popular, pero también un éxito gubernamental. La legalidad había sido protegida;
el terror legal la lleva a la acción directa. El Comité de Salud Pública
resistió. Supo ceder a tiempo y en un terreno elegido por él mismo. Su autoridad
aumentaba, se había dado un paso más hacia el reforzamiento del Gobierno
revolucionario.
3.
Éxitos populares y fortalecimiento del Gobierno (septiembre - octubre de
1793)
Después
de las jornadas de los días 4 y 5 de septiembre de 1793 la presión popular se
mantuvo. La Convención y el Comité de Salvación Pública no se comprometían más
que de mala gana en la vía del terror y de la economía dirigida. El impulso
popular se ejerció en una dirección doble, retrasando la consolidación del
Gobierno revolucionario por causa de una oposición muy fuerte en la propia
Convención. Los militantes de las
secciones y de los clubs exigían que se reforzase el terror por medio de una
depuración estricta de las administraciones y la eliminación de los sospechosos
de la vida pública; una represión recrudecida. La crisis continuada de las
subsistencias motivaba, por otra parte, su obstinación en cuanto a reclamar una
dirección total de la economía y el impuesto general prometido, pero siempre
diferido.
El
Comité de Salud Pública maniobró durante todo el mes de septiembre
aprovechándose del impulso popular para tener a la Convención, y de la
Convención para frenar el impulso popular, accediendo a las concesiones
necesarias, pero reforzándose poco a poco al mismo tiempo. El 6 de septiembre,
Billaud-Varenne y Collot d’Herbois, que habían apoyando las reivindicaciones
populares, fueron nombrados miembros del Comité. El 13, el Comité de Seguridad
General fue renovado. A partir de entonces el Comité de Salud Pública
presentaría a la Convención la lista de miembros. La misma decisión se tomó en
relación con los demás comités. De este modo progresaba la concentración
gubernamental. Investido de preeminencia y encargado del control de todos los
otros comités hasta ahora iguales a éste, el Comité de Salud Pública se
convirtió en el centro de la acción gubernamental.
El
Terror fue, desde el 5 de septiembre, poco a poco impuesto por la acción
popular. Se desarrolló un intenso movimiento de depuración bajo el control de
las acciones en la Administración, especialmente en las oficinas de Guerra, bajo
el impulso del secretario general del ministerio, Vincent. Los comités
revolucionarios fueron renovados
por el Consejo General de la Comuna, escapando así a las autoridades de sección.
La Asamblea y los propios comités de sección expulsaron de sus filas a todos los
moderados, los indiferentes y los tibios. La Convención y los comités de
Gobierno, más bien que dirigirla, llevaron a cabo la operación. Pero aun más que
la depuración, la represión era lo que excitaba las pasiones populares. La
reivindicación terrorista afirmóse, tanto más cuando las autoridades
gubernamentales no se decidían a generalizar la represión. Mientras que los
comités revolucionarios, a impulsos de la Comuna parisiense procedían al arresto
de los sospechosos, los rumores de las matanzas se extendieron hacia mediados de
septiembre; el 8, los prisioneros que fueron conducidos a La Abadía declaraban
que temían que se renovasen las jornadas del año anterior. La Convención previó
el peligro, considerando que podía ser desbordada. El 17 de septiembre de 1793,
con el fin de evitar toda interpretación abusiva de las medidas de principio
votadas el 5, adoptó la ley de sospechosos a instancias de Merlin de
Douai. La ley daba una definición muy amplia de los sospechosos, que permitía
llegar a todos los enemigos de la Revolución. Sospechosos, los parientes de los
emigrados, a menos que no hubiesen manifestado su adhesión a la Revolución;
todos aquellos a quienes se les había negado el certificado de civismo,
los funcionarios cesantes o destituidos; sospechosos, en general, lo eran
aquellos por su conducta o relaciones, por sus proyectos o escritos que se
hubiesen mostrado “como partidarios de la tiranía o del federalismo y enemigos
de la libertad”; aquellos incluso que no pudiesen justificar sus medios de
subsistencia (aquí estaban incluidos los estraperlistas). Los comités
revolucionarios estaban encargados de hacer la lista de
sospechosos.
La
economía dirigida, adoptada en principio el 4 de septiembre, no quedó instaurada
hasta que presionaron las masas parisienses. El establecimiento de un máximum
nacional de granos y harinas, el 11 de septiembre, se juzgó insuficiente. Hacia
mediados de septiembre comenzaron de nuevo las concentraciones a las puertas de
las panaderías, multiplicándose las peticiones; el 22, las secciones, apoyadas
por la Comuna, presentaron una solicitud a la Convención: “Habéis decretado en
principio que todas las mercancías de primera necesidad eran sometidas al
impuesto... El pueblo espera vuestra decisión con la impaciencia de la
necesidad”. En vista de las disensiones, con una violenta oposición, que se
producía en el seno mismo de la Convención, y con el fin de tener asida a la
Asamblea por el miedo al poder popular, al cual se le daba una satisfacción de
este modo, el Comité de Salud Pública se decidió a fortalecer la dirección de la
economía. La ley del máximum general fue votada el 29 de septiembre de
1793. La ley tasaba las mercancías y los salarios. Las mercancías de primera
necesidad quedaban sometidas al impuesto de los distritos al precio medio de
1790, aumentado en una tercera parte. Aquellos que contraviniesen esta orden
quedarían incluidos en las listas de los sospechosos. Hubiera sido ilógico tasar
las mercancías sin tasar al mismo tiempo la jornada de trabajo. La ley fija el
máximum de salarios en las Comunas según el impuesto de 1790, mejorado en una
mitad. Las dificultades de aplicación de esta ley fueron inmensas. Poner en
vigor el máximum general exigía un máximo rigor, una centralización más
estricta. Llevó consigo un progreso decisivo del terror y la
dictadura.
El
fortalecimiento del Comité de Salud Pública marchó a la par. Se manifestó a la
vez por la liquidación de los rebeldes y por el silencio impuesto a la oposición
en la Convención.
La
liquidación de los rebeldes no fue posible más que por las divisiones populares.
Jacques Roux, Leclerc y Varlet se habían aventurado en vanguardia; una diana
fácil para los tiros de las autoridades gubernamentales, preocupados por no
dejarse desbordar. El 19 de septiembre de 1793, el oficioso Journal de la
Montagne decía:
“Los
movimientos populares no son justos más que cuando la tiranía los hace
necesarios. Los desalmados que han aconsejado los movimientos feroces e
irregulares para servir a nuestros enemigos o satisfacer sus intereses
particulares siempre se han cubierto de vergüenza y
desprecio”.
El
Comité de Salud Pública, para la eficacia de su política, creía que no debía
tolerar esos movimientos irregulares, es decir, el impulso a veces
desordenado de las masas. Jacques Roux fue detenido por segunda vez el 5 de
septiembre de 1793 por denuncia; esta vez no se le soltó. Varlet corrió la misma
suerte. Fue detenido el 18 de septiembre de 1793 por orden del Comité de
Seguridad General, por haber dirigido la oposición de la sección de los Derechos
del Hombre contra el decreto que limitaba las asambleas de sección a dos por
semana:
“¿Queréis
cerrar los ojos del pueblo, debilitar su vigilancia? ¿Y en qué momento? Cuando
los peligros de la patria le obligan a colocar en vuestras manos un inmenso
poder que exige una vigilancia activa”.
Leclerc
proseguía, no obstante, su campaña antigubernamental en el Ami du peuple.
Denunciando a los jacobinos, con amenaza de arresto, suspendió la aparición de
su hoja el 21 de septiembre. Quedaba la Sociedad de Mujeres Republicanas
Revolucionarias, dirigida por la actriz Claire Lacombe; quedó disuelta el 20 de
octubre de 1793, y los clubs femeninos, prohibidos. Así, la lógica de los
acontecimientos arrastraba al Comité de Salud Pública a dominar las
organizaciones populares, lo que no podía sino producir una larga hostilidad
respecto del Gobierno, que se preocupaba poco de la soberanía popular, al menos
según y como lo entendían los desarrapados.
Se
le impuso silencio a la oposición durante cierto tiempo en el seno de la
Convención después de uno de los debates más encarnizados de la Asamblea.
Bouchotte anunciaba el 24 de septiembre de 1793 la destitución de D’Houchard,
que dirigía el ejército del Norte, vencido en Menin, después de su victoria de
Hondschoote. Esta fue la señal de ataque. Thuriot, que había presentado la
dimisión al Comité de Salud Pública, se enfrentó a fondo el 25 de septiembre
contra la política gubernamental, preocupándose de la economía dirigida y de la
depuración, concluyendo: “Es preciso detener este torrente impetuoso que nos
lleva a la barbarie”. Esta requisitoria correspondía a los designios secretos de
la Convención. Aplaudió y unióse al Comité el representante Briez, que estaba en
misión en Valenciennes después que hubo capitulado la plaza. Robespierre puso en
el debate todo el peso de su prestigio y elocuencia:
“Yo
os digo que aquel que estaba en Valenciennes cuando entró el enemigo no ha sido
hecho para ser miembro del Comité de Salud Pública. Esto puede parecer duro,
pero lo que aún es más duro para un patriota es que desde hace dos años 100.000
hombres han sido degollados por traición y por debilidad; es la debilidad para
los traidores lo que nos pierde”.
La
Convención, subyugada, mantuvo la confianza en el Comité de Salud
Pública.
El
fortalecimiento del Comité procede de esos debates. El 10 de octubre de 1793,
según el informe de Saint-Just, la Convención declaraba revolucionario hasta
la paz al Gobierno de Francia. Las bases del Gobierno revolucionario, es
decir, la coordinación de las medidas de excepción bajo la dirección única del
Comité de Salud Pública, habían quedado establecidas en septiembre. Las
necesidades económicas y la admisión del máximum general exigían ahora su
establecimiento definitivo. El decreto del 10 de octubre marcaba el primer paso
en este sentido:
“Las
leyes son revolucionarias, había declarado Saint-Just; quienes las
ejecutan no lo son... La República no se fundará más que cuando la voluntad del
pueblo soberano aplaste a la minoría monárquica y reine sobre ella por el
derecho de conquista. Hay que gobernar con el hierro a aquellos que no pueden
serlo por justicia. Es imposible que las leyes revolucionarias se apliquen si el
Gobierno mismo no ha sido constituido
revolucionariamente...”
En
resumen, los ministros, los generales, los cuerpos constituidos han sido
colocados bajo la vigilancia del Comité de Salud Pública, que corresponde
directamente a los distritos, eje clave de la nueva organización. El principio
autoritario arrastraba al principio electivo.
El
impulso popular tuvo como consecuencia situar al Terror a la orden del día,
organizándolo en el plano político con la ley de sospechosos, por la ley de
máximo general en el plano económico. De la crisis de septiembre, que dio un
impulso vigoroso al Gobierno revolucionario, el Comité de Salud Pública salió
finalmente fortalecido. La primacía del Comité se afirmaba. Pero no se
estableció definitivamente sin una serie de nuevas
sacudidas.
III.
La organización de la dictadura jacobina de salud pública
(octubre
- diciembre de 1793)
Proclamado
revolucionario hasta que la paz llegase, el Gobierno se organizó poco a poco.
Todos sus esfuerzos tendían hacia la victoria en las fronteras y el
aplastamiento de la contrarrevolución interior. En el plano político, la
voluntad del Comité de Salud Pública tendía a regularizar la represión y
mantener el Terror en el cuadro legal, a controlar el movimiento popular. El
impulso reivindicatorio se mantuvo, no obstante, especialmente en cuestiones de
represión política y económica; las medidas adoptadas en septiembre
proporcionaron algunas satisfacciones a los desarrapados, pero no los
desarmaron; su influencia tuvo su apogeo en octubre y noviembre de 1793.
Entonces se empezó a afirmar la voluntad gubernamental de contener al movimiento
popular por medio de limitaciones estrechas, manteniéndolo dentro de ellas.
Bruscamente la descristianización se desencadenó e impulsó un nuevo movimiento
popular. El Comité de Salud Pública se esforzó por imitarlo. De esta manera acentuó la ruptura con
los desarrapados. El decreto de 14 de frimario, año ll (4 de diciembre de 1793)
estabilizó su autoridad y organizó su Gobierno, sancionando la evolución que se
insinuaba ya desde el 2 de junio.
1.
El Terror
El
Terror organizado en septiembre de 1793 no se puso verdaderamente en marcha
hasta octubre por presión del movimiento popular. Hasta septiembre, de las 260
personas que habían sido llevadas hasta el tribunal revolucionario, 66 habían
sido condenadas a muerte, o sea una cuarta parte. El triunfo de los desarrapados
abrió un nuevo período en la historia del tribunal revolucionario: el 5 de
septiembre fue dividido en cuatro secciones, dos de las cuales funcionan
simultáneamente. El Comité de Salud Pública, reunido con el de Seguridad
General, propuso la lista de jueces y jurados. Fouquier-Tinville continuó de
acusador público. Herman fue nombrado presidente.
Los
grandes procesos políticos empezaron en octubre. El 3, según el informe de Amar,
los girondinos fueron llevados de nuevo ante el tribunal revolucionario, y María
Antonieta, al de Billaud-Varenne. La reina fue guillotinada el 16 de octubre. Su
ejecución fue “la mayor de todas las alegrías del Perè Duchesne”. El
proceso de los girondinos empezó el 24; el debate amenazaba eternizarse. La
Convención decretó que tres días después los jurados podrían pronunciarse; los
girondinos perecieron el 31 de octubre. La Campaña terrorista de Hébert se
mantuvo durante todo el otoño y contribuyó a exaltar la voluntad del castigo
entre los desarrapados. Después de la ejecución del duque de Orleáns,
Philippe-Egalité, el 6 de noviembre, Père Duchesne dio sus buenos
consejos al tribunal para “que continuase batiendo el hierro mientras estaba
caliente y que con toda rapidez hiciese pasar por la navaja nacional al traidor
Bailly, al infame Barnave...” En su número 312 alababa las virtudes de la
Santa Guillotina y protestaba por adelantado contra la clemencia. Madame
Roland fue ejecutada el 8 de noviembre; Bailly el 10; Barnave, el 28. En los
últimos tres meses de 1793, de 395 acusados, 177 fueron condenados a muerte, o
sea un 45 por 100. El número de los detenidos en las prisiones parisinas elevóse
de 1.500 aproximadamente hasta finales de agosto, a 2.398 el 2 de octubre y a
4.525 el 21 de diciembre de 1793.
En
los departamentos, el Terror estuvo en función de la gravedad de la Revolución y
del carácter de los representantes en la misión. Las regiones que no habían
sufrido la guerra civil ignoraban generalmente, al menos hasta finales de 1793,
lo que sucedía. En Normandía, por causa del fracaso de la insurrección
federalista, no hubo ninguna condena capital, y Lindet recurrió a la
reconciliación general. En los departamentos del Oeste, asolados por la rebelión
de la Vendée, las comisiones militares, compuestas por cinco miembros,
funcionaron en las principales ciudades. Rennes, Tours, Angers, Nantes, para
condenar a muerte a los rebeldes que cogiesen con las armas en la mano con sólo
comprobar su identidad. En Nantes, el representante en misión, Carrier, dejó que
se llevasen a cabo las ejecuciones sin juicio alguno, ahogándolos en masa en el
Loira. De esta forma perecieron de diciembre a enero de 2.000 a 3.000 personas,
sacerdotes refractarios, sospechosos, rebeldes y los condenados por delitos
comunes. En Burdeos la represión fue dirigida por Tallien; en Provenza, por
Barras y Fréron, que hicieron ejecuciones en masa en Tolón. En Lyon, el terror
correspondía al peligro en que la rebelión de la ciudad había puesto a la
República. Fue preciso para reducirla un asedio de dos meses, del 9 de agosto al
9 de octubre de 1793. El 12 de octubre, según informe de Barère, la Convención
decretó la destrucción de la ciudad:
“Todo
aquello que fue habitado por el rico será destruido; no quedarán más que las
casas de los pobres, las viviendas de los patriotas, ahorcados o proscritos...
El conjunto de las casas conservadas llevará el nombre, a partir de ahora, de
Ville Affranchie ”.
Si
Couthon se contentó con ordenar la demolición de las casas de la plaza de
Bellecour, Collot d’Herbois y Fouché, llegados el 7 de noviembre, organizaron la
represión en escala. Una comisión revolucionaria, que pronunció 1.667 penas
capitales, reemplazó a la Comisión de justicia popular por juzgarla demasiado
inocente; el fusilamiento y la metralla suplieron a la guillotina, demasiado
lenta.
Esencialmente
político, el Terror revestía con frecuencia por la fuerza de los hechos un
aspecto social: los representantes en misión no podían apoyarse más que sobre la
masa de los desarrapados y los cuadros jacobinos. Encargados esencialmente de
dirigir la leva en masa, muchos de los representantes se atuvieron a las medidas
necesarias para la defensa nacional y la seguridad interior. Otros dieron a su
actuación revolucionaria un sentido social marcado, poniendo un impuesto a los
ricos y organizando ejércitos revolucionarios, creando talleres y hospicios,
aplicando estrictamente el máximo. Así, Isoré y Chasles en el Norte, Saint-Just
y Lebas en Alsacia, Fouché en la Nièvre... El 10 de brumario, año ll (31 de
octubre de 1793), Saint-Just y Lebas dieron un decreto por el que ponían un
impuesto de nueve millones a los ricos de Estrasburgo, dos de los cuales se
emplearían en las necesidades de los patriotas indigentes. Dando cuenta a los
jacobinos de la misión de Saint-Just, Robespierre declaró el 1 de frimario (21
de noviembre): “Habéis visto que se ha desmantelado a los ricos para alimentar y
vestir a los pobres. Esto lo ha despertado la fuerza revolucionaria y la energía
patriótica. Los aristócratas han sido guillotinados”.
Los
aspectos económicos del Terror no son menos evidentes. En París la Comuna
controlaba el reparto de las mercancías, en especial por medio de las cartillas
de racionamiento para el pan. Autorizó a los comisarios de la sección de
acaparamiento para que girasen visitas domiciliarias; se esforzó porque se
respetase la tasa, aplicando las medidas de represión. Destacamentos del
ejército revolucionario, creado el 9 de septiembre de 1793 y organizado a
principios de octubre, circulaban por las regiones productoras en torno de
París; los cultivadores entregaron sus granos. Las autoridades gubernamentales
se atuvieron a la legislación existente contra el acaparamiento, rehusando ceder
a las presiones de las secciones parisienses; el 23 de octubre de 1793 pidieron
en vano a la Convención que instituyese contra los acaparadores un jurado
especial elegido entre los ciudadanos pobres. En los departamentos, la
aplicación del máximo exigía un rigor mayor: la simple amenaza del Terror era
eficaz. No hubo pena capital por motivos puramente económicos. La mayoría de las
ciudades imitaron a París, racionando el pan e incluso hasta municipalizar la
panadería. Pero el reparto suponía un aprovisionamiento normal. Para coordinar
la circulación de las mercancías y estimular la producción, el Comité de Salud
Pública instituyó el 22 de octubre de 1793 una comisión de subsistencias con
poderes amplios y que tenía vara alta sobre la producción, el comercio y los
transportes. Toda la vida económica de la Nación pasaba bajo el control del
comité. La fuerza coactiva de que disponían sus agentes y los
representantes en misión le permitieron imponer la economía dirigida a los
productores y los comerciantes que no querían.
Cuando
el Terror tendía a regularizarse bajo el control, cada vez más estricto, del
Comité de Salud Pública, tuvo que enfrentarse con una nueva forma del impulso
popular, que casi hizo fracasar su posición de dominio y poner en duda la
estabilización del Gobierno revolucionario.
2.
La descristianización y el culto de los
de la libertad
Los
orígenes de la descristianización hay que buscarlos, respectivamente, en algunos
aspectos de la política religiosa desde 1790 y en algunos rasgos de la
mentalidad popular.
Desde
1790, los sacerdotes refractarios se habían situado al lado de la aristocracia.
En 1792, el clero constitucional a su vez se hizo sospechoso para muchos
revolucionarios. Salvo algunos curas que tomaron partido por el movimiento
popular, como Jacques Roux, la gran mayoría de los sacerdotes constitucionales
permaneció monárquica, lamentando el 10 de agosto, y más todavía, la ejecución
del rey. Esta evolución se acentuó en 1793. El clero constitucional tendía,
naturalmente, hacia la Gironda y el federalismo, lo que aumentó la hostilidad
popular a este respecto. Muchos políticos juzgaron desde el momento inútil
continuar la experiencia de la Constitución civil, desde noviembre de 1792.
Cambon propuso que ya no se le pasase ningún salario al clero. Pero esos mismos
hombres pensaron mal, al creer que el Estado podía pasarse sin una Iglesia y el
pueblo sin ceremonias religiosas. Desde 1790 se fue bosquejando poco a poco un
culto revolucionario, siendo la Federación del 14 de julio la primera grandiosa
manifestación. Durante las fiestas cívicas, las ceremonias conmemorativas como
las del 14 de julio, las pompas fúnebres en honor de Mirabeau, las prácticas de
esta nueva religión fueron poco a poco concretándose. Pero mientras el clero
habíase hasta aquí asociado a sus manifestantes, la fiesta de la Unidad y la
Indivisibilidad, el 10 de agosto de 1793, fue puramente laica. Al mismo tiempo,
se asentaba una verdadera devoción popular en torno a los mártires de la
libertad. Lepeletier, Chalier y, sobre todo, Marat.
Muchos
meses antes de desencadenarse la descristianización, los incidentes marcaron en
París la voluntad descristianizadora de ciertos militantes: así, desde la fiesta
de Corpus, en junio de 1793, con motivo de la búsqueda de metales preciosos se
quitaban las campanas necesarias para las industrias de armamentos. El 12 de
septiembre de 1793, la sección del Panthéon-Français reclamaba que se
abriesen escuelas de la libertad donde se predicaría cada domingo “el
horror del fanatismo”. La descristianización responde, pues, a una corriente
cuyas manifestaciones pueden seguirse especialmente desde la entrada de los
desarrapados a la vida política. Al sentimiento antirreligioso se mezclaron para
acelerar el proceso las necesidades de la defensa nacional: los metales
preciosos permitían sostener el asignado: el bronce de las campanas, fundir
cañones. La descristianización revestía un aspecto económico: la caza del
oro fue, con frecuencia, una de las causas y una de las
consecuencias.
La
adopción del calendario revolucionario, la medida más anticristiana de la
revolución, según Aulard, demostró que en este aspecto el sentido de la
Convención y de la burguesía revolucionaria era idéntico al de la vanguardia
popular. El 5 de octubre de 1793, la Convención adoptó el informe de Romme,
instituyendo la era republicana a partir del 22 de septiembre de 1792, primer
día de la República; el año se dividía en doce meses de treinta días, cada mes
en tres décadas, completado por cinco o seis días complementarios, en un
principio se determinaron sans-culottides. Así, el décadi
destronaba al domingo, las fiestas decadarias harían la competencia a las
ceremonias religiosas. El 24 de octubre de 1793, nuevo informe sobre el
calendario, de Fabre d’Englantine, esta vez autor de Il pleut, it pleut,
bergère, imaginaba los nombres poéticos que a partir de entonces llevarían
los meses (vendimiario, brumario, frimario, nivoso, pluvioso, ventoso,
germinal, floreal, prairial, mesidor, termidor, fructidor). Esta tentativa
de descristianizar la vida cotidiana fue completada por el decreto del 15 de
brumario (5 de noviembre), que instituía un conjunto de fiestas
cívicas:
“Libres
de prejuicios y dignos de representar a la nación francesa, había declarado
el informador Marie-Joseph Chénier, sabréis fundar sobre los restos de las
suposiciones destronadas, la única religión universal que no tiene ni secretos
ni misterios, cuyo único dogma es la igualdad, siendo los oradores nuestras
leyes, los magistrados los pontífices, y que sólo enciende el incienso de la
gran familia ante el altar de la patria, madre de la divinidad
común”.
Hasta
aquí el culto católico continuaba indemne, al menos legalmente.
La
descristianización propiamente dicha se afirmó en principio en los departamentos
bajo el impulso de algunos de los representantes de la misión. El 21 de
septiembre de 1793, Fouché presidió en la catedral de Nevers la inauguración de
un busto de Brutus; el 26 declaraba a la sociedad popular de Moulins, que quería
sustituir “los cultos supersticiosos e hipócritas” por el de la República y la
moral natural; el 10 de octubre, por fin, Fouché prohibía toda ceremonia
religiosa fuera de las iglesias, dando carácter laico a los coches fúnebres y
los cementerios, a cuya entrada ordenó colocar la siguiente inscripción: “La
muerte es un sueño eterno”. En Rochefort, Lequinio transformó la iglesia en un
templo de la Verdad; en Somme, Dummont prohibió los oficios del domingo,
transfiriéndolos a los décadis; Drouet recogió en Maubéuge los objetos
preciosos que servían para el culto, “ornamentos del fanatismo y de la
ignorancia”; algunos representantes estimulaban el matrimonio de los
sacerdotes.
La
descristianización fue impuesta desde fuera a la Convención. Chaumette, que a
finales de septiembre había hecho un viaje a Nièvre, su país natal, y que había
asistido a la ceremonia del 21 al lado de Fouché, recomendó en la Comuna de
París que se tomasen medidas semejantes. El 14 de octubre prohibía las
ceremonias religiosas fuera de las iglesias. La Comuna, sin embargo, actuaba con
prudencia. Hébert esperó a finales de octubre para atacar al
solideo en el número 301 del Père Duchesne. El impulso provino de
otra parte. El 9 de brumario, año ll (30 de octubre de 1793), la Comuna de Ris,
cerca de Corbeil, anunciaba en la Convención que adoptaba a Brutus como patrón
en lugar de San Blas; el 16 (6 de noviembre), una delegación de Mennecy en ese
mismo distrito declaraba que renunciaba al culto católico, pidiendo que se
suprimiese la parroquia, inaugurando en el salón de la Convención las mascaradas
antirreligiosas. ¿Bajo qué impulso actuaban los desarrapados de Ris y Mennecy?
¿Intrigas contrarrevolucionarias dirigidas por los curas constitucionales?
¿Presión por parte de los comisarios del departamento o del Consejo ejecutivo,
encargados de la requisa de granos en el distrito de Corbeil, con el apoyo de
los destacamentos del ejército revolucionario? El 16 de brumario la Convención
decretó que cualquier municipio tenía el derecho a renunciar al culto
católico.
La
descristianización se precipitó desde ese momento. El 16 de brumario por la
tarde, en los jacobinos, el diputado Leónard Bourdon pronunciaba un violento
discurso contra los sacerdotes; después, el Comité central de las sociedades
populares, en donde se agitaban los extremistas como Desfieux, Pereira y Proli,
dio lectura de un proyecto de petición para la supresión del presupuesto al
culto. En la noche del 16 al 17 fueron los promotores de la petición,
acompañados por los diputados Anacharsis Cloorts y Leónard Bourdon, a ver a
Gobel, obispo de París, obligándole a abandonar la sede episcopal. Compareció el 17 de brumario
(7 de noviembre) con sus vicarios en el salón de la Convención, dimitiendo
solemnemente. Chaumette dio cuenta inmediata a la Comuna de esta escena
memorable, en donde el fanatismo y la truhanería de los sacerdotes habían
entregado su último aliento; hizo que la celebración de la fiesta de la libertad
se hiciese en la antes iglesia metropolitana de Nôtre-Dame. Tuvo lugar el 20 de
brumario (10 de noviembre de 1793). Una montaña simbólica se había edificado en
el coro; una actriz personificaba a la Libertad. La Convención, que había
asistido a la celebración de la fiesta, decretó de inmediato bajo la
magistratura de Chaumette, que Nôtre-Dame, antes iglesia metropolitana, se
consagraría a la Razón. En unos días, la ola de descristianización arrasó a las
secciones parisienses. A partir del 17 por la tarde, a petición del
representante Thuriot, la sección de las Tullerías renunció al culto; el 19, la
de Gravilliers, a impulsos de Leónard Bourdon. Los comités revolucionarios y las
sociedades populares entraron entonces en acción; el 5 de frimario todas las
iglesias de la capital estaban consagradas a la Razón. El 3 de frimario (23 de
noviembre de 1793), la Comuna sancionaba este estado de hecho y decidía que se
cerrasen las iglesias.
El
culto a los mártires de la libertad se desarrolló paralelamente al movimiento
descristianizador. Pero aun cuando éste fue impulsado por hombres ajenos a los
desarrapados, el culto de los mártires nació de la devoción popular por Marat.
Los desarrapados, en la crisis del verano de 1793, vieron como se fortalecían
sus principios republicanos, una forma de comunión popular, una exaltación de la
fe revolucionaria. La ostentación del nuevo culto sustituía de cierta manera a
la del culto tradicional, siempre practicado, pero cada vez más vigilado, y
pronto confinado a las iglesias y más tarde prohibido. En el transcurso de
agosto de 1793 muchas de las secciones parisienses y sociedades populares
celebraron actos fúnebres en honor de Marat o bien procedían a la inauguración
de su busto y del de Lepeletier. De esta forma empezaron a bosquejarse los
caracteres del nuevo culto. En septiembre los desarrapados los arrastraron
definitivamente y se generalizó. Pronto aparecieron los coros y los cortejos,
dando a esas ceremonias republicanas un verdadero carácter religioso. Las
procesiones cívicas se multiplicaron en octubre. Al unir a Marat y a Lepeletier,
de Chalier, guillotinado por la contrarrevolución lionesa, se constituyó la
tríada revolucionaria. La descristianización dio nuevo impulso al culto de los
mártires; se implantó en todas las secciones parisienses. Las iglesias, una vez
más cerradas, fueron uno de los elementos de culto republicano que los
militantes populares creían instaurar sobre las ruinas del catolicismo. La
devoción a los mártires de la libertad se integró en el culto de la Razón,
divinidad demasiado abstracta, aunque adoptase los rasgos de una corista de la
Ópera; sus efigies reemplazaron en las iglesias, convertidas en templos de la
Razón, a las de los santos del catolicismo. Pero a partir del otoño de 1793 el
culto de los mártires se hizo sospechoso a las autoridades gubernamen-tales, y
más todavía a algunas de las fracciones de la burguesía montañesa: exaltaba en
la persona de Marat el sentimiento revolucionario en sus manifestaciones
extremas. Fue envuelto en la contraofensiva del Comité de Salud Pública contra
la descristianización.
El
primer intento para detener esta descristianización empezó a principios de
diciembre. Cuando el 21 de brumario, año ll (11 de noviembre de 1793), una
diputación del Comité central de las sociedades populares pidió que el Estado no
contribuyese a sostener ningún culto, la Convención no quiso pronunciarse. El
27, en su informe sobre la situación exterior de la República, Robespierre
señalaba el peligro de la descristianización, que podía alejar de la causa
revolucionaria a los neutrales políticamente. El 1 de frimario (21 de
noviembre), en los Jacobinos, se pronunció con fuerza por la libertad de los
cultos. Aunque no favorecía al catolicismo, creía, en realidad, que la abolición
del culto era una falta política: la República tenía ya bastantes enemigos, sin
necesidad de que también se alzase contra ella una gran parte de las masas
populares vinculadas a la religión tradicional. Mencionando a los agentes
extranjeros, Desfieux, Pereira y Proli, esos hombres inmorales,
Robespierre insinuaba que aquellos que derribaban los altares podían muy bien
ser los contrarrevolucionarios disfrazados de demagogos:
“Aquel
que quiere impedirla es tan fanático como el que dice la misa... La Convención
no permitirá que se persiga a los ministros pacíficos del culto, pero los
castigará con severidad cada vez que intenten valerse de sus funciones para
engañar a los ciudadanos y emplear los prejuicios o el monarquismo contra la
República”.
El
retorno de Danton a París, que descansaba en Arcis desde octubre y a quien
alarmaba el descubrimiento de la conspiración del extranjero, reforzó en
este sentido la posición gubernamental. El 6 de frimario, Danton se opuso
violentamente a las mascaradas religiosas, exigiendo que “se pusieran límites”;
el 8, Robespierre volvió una vez más sobre los peligros de la
descristianización. Al día siguiente viendo que cambiaba el viento, Chaumette
hizo que la Comuna confirmase la libertad de los cultos; no pasando dinero
alguno a los sacerdotes, separaba a la Iglesia del Estado. El 16 de frimario,
año ll (6 de diciembre de 1793), la Convención recordó a su vez, por medio de un
decreto solemne, el principio de la libertad de cultos. Pero la Asamblea limitó
las consecuencias del decreto cuando el 18 precisó, a instancia de Barère, que
no pretendía alentar contra las medidas que ya se habían tomado, especialmente
los decretos de los representantes: las iglesias que estaban cerradas
continuaron así, según las regiones y los representantes en misión. En la
primavera de 1794, las iglesias que aún estaban abiertas eran cada vez más
escasas.
Pero
a pesar del carácter limitado de su éxito, el Comité de Salud Pública seguía
teniéndolo. Había frenado el movimiento popular y evitado que se le desbordasen
los descristianizadores. Por entonces la situación militar mejoraba y contribuía
a fortalecer su posición.
3.
Las primeras victorias (septiembre - diciembre de
1793)
El
Gobierno revolucionario no tenía otra razón ni otro fin que la victoria. El
Comité de Salud Pública no hubiera tenido éxito en cuanto a imponer su autoridad
ni tampoco para mantenerse si no hubiera obtenido rápidas victorias sobre el
enemigo.
La
dirección de la guerra fue coordinada por el Comité, quien le dio un vigoroso
impulso, activamente secundado por Bouchotte, el ministro desarrapado. Carnot y
el prior de la Côte-d’Or, funcionarios de carrera, entrados en el Comité el 14
de agosto de 1793, se ocupaban especialmente de las fábricas de la guerra. Pero
los planes de campaña y los nombramientos de los generales eran discutidos por
el Comité en pleno. Robespierre (las notas de su agenda lo demuestran) y Saint-Just tuvieron una
gran participación en la dirección de la guerra. Jeanbon Saint-André, en el
curso de sus largas misiones, controló y desarrolló fundiciones, fabricación de
fusiles, talleres de salitre, construcciones navales. Lindet, en la Comisión de
subsistencia, se ocupó incansablemente del aprovisionamiento de los ejércitos y
de las fábricas. Carnot, el organizador de la victoria, sí, pero con todo
el Comité. Que Robespierre, Saint-Just y Couthon no hayan tomado parte en la
organización metódica de la victoria es leyenda termidoriana forjada por los
supervivientes del Comité, deseosos de hacer recaer sobre los proscritos la
responsabilidad del Terror y reivindicar para ellos la gloria de haber asegurado
la salvación de la República.
La
movilización material fue organizada en la primavera de 1793. Faltaba todo;
almacenes y arsenales estaban vacíos, y hacia julio los efectivos ascendían a
650.000 hombres. Era preciso sacar del país todo cuanto compraba hasta ese
momento en el extranjero. El Comité de Salud Pública asoció su esfuerzo a los
sabios más eminentes de la época. Por vez primera la investigación científica
fue sistemáticamente puesta al servicio de la defensa nacional. A la cabeza,
Monge, de talento múltiple, redactó en brumario, año ll, una Description de
I’art de fabriquer les canons, organizando con Hassenfratz la fábrica
especial de armas de París, tomando parte muy principal en la recolección
revolucionaria del salitre y el desarrollo de la fabricación de pólvora. El
químico Berthollet se ocupó también de la fabricación de pólvora. Vandermonde
redactó el folleto sobre los Procédés de la fabrication de armes
blanches. El ingeniero de minas Hassenfratz fue comisario para la
fabricación de armas... En París, para organizar una fábrica nacional de armas,
fueron requeridos los obreros que trabajaban en el hierro, y se instalaron las
forjas en los jardines y en las plazas públicas. La producción alcanzaba a
finales del año II cerca de 700 fusiles por día. En diciembre de 1793 fue
iniciada la explotación revolucionaria del salitre; los ciudadanos eran
invitados a que recogiesen las tierras de sus cuevas que contuviesen salitre, y
las municipalidades, a que creasen talleres para lavarlas y extraer por
evaporación el polvo tiranicida. La recolección del salitre expresó desde
ese momento el fervor patriótico de los desarrapados. Sin duda, ese inmenso
esfuerzo no dio verdaderamente sus frutos hasta la primavera de 1794. Mientras
tanto, el Comité había sabido detener a quienes tenían prisa y parar la
invasión.
Por
su parte, el Terror también actuó en los ejércitos. Si el Comité de Salvación
Pública pudo levar, equipar, armar y alimentar a catorce ejércitos llevándolos a
la victoria tuvo éxito gracias a la leva en masa y la requisición al máximo, a
la nacionalización de las fábricas de guerra, así como a la depuración del mando
y a la coordinación de los generales: todas esas órdenes pudieron ser puestas en
marcha y dar sus frutos porque el Gobierno revolucionario disponía de una
autoridad sancionada por el Terror. Los estados mayores y el alto mando fueron
depurados, seleccionándose una nueva generación de mandos militares, entre los
diversos elementos del antiguo Tercer Estado y también de la nobleza pobre, pues
el Comité siempre había rehusado excluir a los nobles del ejército y de las
actividades públicas como medida general. Jourdan, nacido en 1762, fue designado
para el alto mando del ejército del Norte; Pichegru, nacido en 1761, al del
ejército del Rhin; Hoche, nacido en 1768, al del ejército del Mosela. Los generales
quedaron estrechamente sometidos al control del poder civil y tuvieron que
obedecer. La Constitución de 1793, en su artículo 110, estipulaba: “No hay
generalísimo”. La disciplina revolucionaria se aplicó a todos, generales y
soldados, con el mismo rigor. El general Houchar, vencedor en Hondschoote, los
días 6-8 de septiembre de 1793, se apoderó de Menin; pero bruscamente, a pesar
de los dirigentes del Comité, ordenó la retirada que se transformó en derrota.
Destituido fue llevado ante el tribunal revolucionario, condenado a muerte y
guillotinado el 15 de noviembre de 1793, por haber comprometido los planes de la
campaña. No hay que imaginar, sin embargo, que pesaba sobre los generales un poder ciego: cuando Hoche y
el ejército del Mosela fracasó en su vigoroso ataque sobre Kaiserlautern, el
Comité de Salud Pública supo consolarle y estimularle. Las tropas volvieron a
cobrar confianza, los representantes en misión se comprometieron a desarrollar
en sus filas los sentimientos patrióticos. La victoria o la muerte fue la
divisa de los ejércitos republicanos.
La
victoria se afirmó en otoño de 1793.
El
fin de la insurrección federalista lo señaló la toma de Lyon. Fue preciso
sitiarla largo tiempo; la resistencia de la ciudad, animada por el conde de
Precy y los realistas, exigía un gran esfuerzo militar que comprometió a los
ejércitos de los Alpes. El 29 de septiembre de 1793, los republicanos se
apoderaron de Fourvière; pero hasta el 9 de octubre no entraron en la ciudad
convertida en Comuna independiente. El Comité de Salud Pública pudo entonces
lograr sitiar Tolón, bajo las órdenes de Dugommier, ayudado por el capitán de
artillería Bonaparte. El 15 de diciembre de 1793 se dio el asalto; la ciudad
cayó el 19; se convirtió en Port-la-Montagne.
El
aplastamiento de la revolución de la Vendée fue el resultado de los medios
enérgicos que había tomado el Comité de Salud Pública. La guarnición de Maguncia
salió de la guerra con todos los honores, dando un golpe decisivo al ejército
católico y real. Todas las fuerzas republicanas se reunieron en un solo ejército
del Oeste, bajo las órdenes de
Léchelle, secundado por Kléber. Salieron de Niort y de Nantes dos columnas
republicanas numerosas, haciendo retroceder ante ellas las bandas de rebeldes,
uniéndose en Cholet donde los de la Vendée habían sido derrotados el 17 de
octubre de 1793. Pero Rochejaquelein y Stofflet habían logrado cruzar el Loira
con 20.000 o 30.000 hombres. Avanzaron hasta Granville, para apoderarse de un
puerto y tender la mano a los ingleses. Fracasaron ante Granville, defendido por
el convencional Le Carpentier, los días 13 y 14 de noviembre, dirigiéndose hacia
el Sur, donde volvieron a fracasar de nuevo ante Angers, los días 3 y 4 de
diciembre, tomando, por último, la ruta hacia Mans. Marceau y Kléber les
derrotaron en una terrible batalla en las calles, en Mans, los días 13 y 14 de
diciembre de 1793. Los restos del ejército de la Vendée fueron dispersados o
destruidos en Savenay, en el estuario del Loira, el 23 de diciembre. Fue el
final de la guerra de la Vendée. La Rochejaquelin y Stofflet volvieron a
cruzar el Loira; Charette continuaba en Le Marais. La Vendée había dejado de ser
un peligro inmediato.
El
retroceso de la invasión correspondió también al esfuerzo bélico del Comité de
Salud Pública. Todas las fronteras estaban rotas. En el Mar del Norte, los
anglo-holandeses del duque de York, a finales de agosto bloquearon Dunkerque,
del que el gobierno de Londres quería apoderarse a cualquier precio. En el
Sambre, los imperialistas del príncipe de Cobourg, después de apoderarse de la
plaza de Quesnoy, sitiaron Maubeuge, a finales de septiembre. En el Sarre, el
ejército prusiano del duque de Brunswick se mostraba poco activo. Pero hacia el
Rhin, los austríacos de Wurmser tomaron la ofensiva, apoderándose de las
líneas de Wissembourg el 13 de octubre, bloquearon Landau e invadieron
Alsacia. El Comité dio orden de atacar en todas partes.
La
liberación de Dunkerque, valerosamente defendida por Souham y Hoche, fue seguida
de la victoria del ejército de Houchard en Hondschoote, sobre el cuerpo de
ejército de Freytag que cubría las operaciones del sitio: batalla larga -duró
del 6 al 8 de septiembre de 1793- confusa, incompleta. Houchard dejó escapar a
Freytag y no pudo cortar la retirada del ejército inglés que sitiaba Dunkerque.
Poco después, Houchard fue derrotado en Menin por los holandeses; destituido,
fue guillotinado. Hondschoote era, sin embargo, la primera victoria de los
ejércitos republicanos desde hacía tiempo.
La
liberación de Maubeuge fue la consecuencia de la victoria del ejército del
Norte, dirigido por Jourdan, a quien secundaba Carnot, en Watignies, el 16 de
octubre de 1793. El representante en misión capitaneó, al lado de los generales,
las columnas de asalto. El general que mandaba en la plaza no se había movido
durante la batalla; destituido, fue enviado a la guillotina. Los austríacos se
replegaron hacia Mons. La victoria aquí aún no era decisiva. Pero Wattignies,
que venía detrás de Hondschoote, justificó la política del Comité y dio nueva
confianza a las tropas.
La
liberación de Landau duró más tiempo. Mientras el general austríaco Wurmser
invadía Alsacia, Brunswick y el ejército prusiano en el Sarre continuaron
inactivos. Saint-Just y Lebas fueron enviados en misión a Alsacia; Boudot y
Lacoste, a Lorena. El Comité de Salud Pública reagrupó las fuerzas hacia el Este
y reforzó el ejército del Rhin, dirigido por Picheri. Nombrado para el mando del
ejército del Mosela, Hoche atacó Brunswick, del 28 al 30 de noviembre, en
Kaiserslautern; fracasó. Promovido para el mando de los dos ejércitos, volvió a
tomar ofensiva, levantó las líneas de Wissembourg, liberó Landau el 29 de
diciembre de 1793 y entró en Spire. Los prusianos retrocedieron a Maguncia,
mientras que los austríacos volvían a pasar el Rhin.
A
finales de 1793, la invasión había retrocedido en todos los frentes. Los
españoles habían sido rechazados hacia Bidasoa, al oeste de los Pirineos. Al
este, detrás de Tech, Saboya había sido liberada ya desde octubre, por
Kellermann. Por entonces empezaron a notarse los primeros resultados de la
movilización material: la leva en masa reunida, las industrias de guerra en
marcha. A principios de noviembre salieron los primeros fusiles fabricados en
los nuevos talleres y fueron presentados en la Convención. La política de
defensa nacional del Comité de Salud Pública se mostraba
eficaz.
4.
El decreto de 14 de frimario, año ll
(4 de diciembre de 1793)
A
principios de diciembre de 1793, el movimiento popular parecía en vías de
estabilización. La ofensiva gubernamental contra la descristianización
desconcertó a los militantes de las secciones y de los clubs, rompiendo el
impulso popular que el Comité de Salud Pública se esforzaba por aplacar y
dirigir desde el 2 de junio. Al mismo tiempo se sentía más la necesidad de
regularizar la acción gubernamental en los departamentos. El Terror representaba
una gran diversidad. Lo más corriente era que los representantes en misión se
apoyasen en los jacobinos y las sociedades populares, uniéndose a los
sans-culottes del lugar. De aquí que se produjesen multitud de luchas de
influencia, según las tendencias de unos y de otros, y una gran variedad en
cuanto a la aplicación de las órdenes terroristas. Si los representantes y los
jacobinos tuvieron éxito en cuanto a mantener la unidad nacional, su actuación,
no obstante, carecía de disciplina y de coordinación. La dualidad de las
autoridades administrativas, unas elegidas y otras de orígen revolucionario,
aumentaba con frecuencia el desorden. Fue necesario delimitar los poderes
respectivos, subordinándolos al poder central, orientando definitivamente la
espontaneidad revolucionaria de las masas hacia los fines asignados por el
Gobierno revolucionario.
Hay
que añadir que la situación económica exigía todo esto imperiosamente. El
establecimiento del máximum general por distrito arrastraba múltiples
desigualdades, mientras que era necesario que se fijasen determinados puntos
sobre los cuales el decreto de 29 de septiembre de 1793 no decía nada. Por
ejemplo, los precios de los transportes, los márgenes de beneficio de los
detallistas y comerciantes al por mayor. Algunas regiones sufrían hambre, como
el Mediodía, mientras que otras estaban ahítas; de aquí los desórdenes y
perturbaciones. El Comité de Salud Pública juzgó necesario reforzar la
centralización administrativa con el fin de reorganizar el gobierno económico,
unificar el máximum, nacionalizar el comercio exterior y establecer así un
reparto equitativo entre los departamentos. Las necesidades económicas, lo mismo
que los imperativos políticos, incitaban al Comité para que estableciese
definitivamente la autoridad absoluta sobre la vida de la
nación.
El
decreto constitutivo del Gobierno revolucionario del 14 de frimario, año ll (4
de diciembre de 1793), respondió a este fin. La Constitución provisional de la
República mientras durase la guerra, había sido fijada y la centralización
restablecida.
“La
Convención nacional es el centro único de impulso del Gobierno” (art. 1), pero
“todos los cuerpos constituidos y los funcionarios públicos quedarán bajo la
inmediata inspección del Comité de Salud Pública, según el decreto de 10 de
octubre de 1793; para todo aquello relativo a las personas y a la política
general e interior, esta inspección particular pertenece al Comité de Seguridad
general, de acuerdo con el decreto de 17 de septiembre de 1793” (art.
2).
El
procurador de la Comuna se convirtió en un agente nacional, un simple
delegado del Estado revolucionario, sometido al control de los Comités de
gobierno; el distrito, dirigido por un agente nacional nombrado y no elegido,
constituye la circunscripción administrativa por excelencia, ya que el
departamento no tiene más que un papel secundario. La facultad de enviar a los
comisarios está reservada al gobierno: queda prohibido a las autoridades
constituidas que comuniquen por medio de los comisarios y que constituyan
Asambleas centrales; lo mismo en lo que se refiere a las sociedades populares.
Si el ejército revolucionario central se mantiene, por el contrario los
ejércitos departamentales quedan suprimidos, las tasas revolucionarias
prohibidas.
La
lógica de los acontecimientos termina por reconstituir la centralización,
restablecer la estabilidad administrativa, reforzar la autoridad gubernamental,
condiciones necesarias de la victoria perseguida obstinadamente por el Comité de
Salud Pública. Pero se había terminado la libertad de acción del movimiento
popular.
***
Las
circunstancias ponían el problema de esa centralización dictatorial en tela de
juicio. La Revolución ha vencido; Tolón fue tomada el 19 de diciembre; los de la
Vendée aplastados en Savenay, el 23; Landau, liberado el 29. El terrorismo
¿podría desde ese momento quedar anulado y la dictadura atenuada? Todos aquellos
que aspiraban a una vida pacífica, todos cuantos deseaban el retorno a la
libertad económica, anhelaban que el Comité de Salud Pública aflojase su presión
y distendiese los resortes de su autoridad. Pero la guerra continuaba, y con la
llegada de la primavera comenzaban las campañas militares con las mismas
exigencias. ¿El Comité de Salud Pública, si cedía a la ofensiva indulgente que
se presentaba (y parece que lo había hecho con el parón que se había dado a la
descristianización), podría continuar poseyendo la confianza de los
desarrapados, condición esencial de la victoria? Apenas estabilizado, el
Gobierno revolucionario se vio ante una doble oposición.
Capítulo
IV
Victoria
y caída del gobierno revolucionario
(diciembre
de 1793 -julio de 1794)
Subordinando
todo a las exigencias de la defensa nacional, el Comité de Salud Pública no
cedía ni ante las reivindicaciones populares en detrimento de la unidad
revolucionaria, ni ante las reclamaciones moderadas por los gastos de la
economía dirigida, necesaria para sostener la guerra, como por lo que costaba el
terror que le aseguraba la obediencia general. Pero, entre esa serie de
exigencias contradictorias, ¿dónde encontrar el punto de equilibrio? El Gobierno
revolucionario se esforzó por mantener una posición media entre la
moderación
y la exageración. Pero a finales del invierno, la crisis de las
subsistencias se agravó bruscamente. La conjunción de la oposición avanzada y
del descontento popular obligó, en el mes ventoso, al Gobierno revolucionario a
salir de su inmovilismo. Se desligó de la facción extremista. Al condenar en la
persona de los dirigentes franciscanos, al movimiento popular en cuanto tenía de
específico, el gobierno revolucionario se vio a merced de los moderados a los
que pretendía combatir. Tocando todos los resortes, resistió algún tiempo a sus
embates. Finalmente, pereció por no haber encontrado de nuevo el apoyo confiado
del pueblo, víctima de la contradicción que desde su origen pesó en su
destino.
I.
La lucha de las facciones y el triunfo del Comité de Salud Pública
(diciembre
de 1793 - abril de 1794)
La
liquidación de los rebeldes, el parón de la descristianización, los ataques
sordos contra las organizaciones populares (las sociedades de las secciones en
particular) pusieron de manifiesto, en el otoño de 1793, la voluntad del Comité
de Salud Pública de guardar las distancias respecto al movimiento popular que
hasta ese momento más había seguido que dirigido. Pero por esto mismo quedaba a
merced de la Convención,favoreciendo la ofensiva de sus adversarios en la
Asamblea y en la opinión.
Danton
había sostenido a Robespierre contra los descristianizadores, no sin que tuviese
algún que otro pensamiento oculto personal y político: creía salvar a sus
amigos, que habían sido detenidos en el asunto de la Conspiración del
extranjero, o que, como Fabre d’Eglantine, estaban en peligro de ser
inculpados en el asunto de la liquidación de la Compañía de Indias. Danton iba
más lejos: aflojar los resortes del Gobierno revolucionario, disociando el
Comité de Salud Pública en que Billaud-Varenne y Collot d’Herbois pasaban por
ser favorables a los sans-culottes. La política dantonista se oponía a
todos los puntos del programa popular mantenido por Hébert y sus amigos los
franciscanos: terror extremo, tipo máximo de ganancia, guerra a ultranza. El
ataque gubernamental contra la descristianización atrajo la reacción y favoreció
la ofensiva dantonista. La lucha de las facciones se desencadenó. Tubo las más
graves consecuencias para el Gobierno revolucionario, pero también para el
movimiento popular. Finalmente la tuvo para la propia
Revolución.
1.
La “Conspiración del extranjero” y el pleito de la Compañía de Indias
(octubre-diciembre de 1793)
Estos
dos problemas, vinculados uno y otro en sus protagonistas, tanto como en sus
consecuencias, arruinaron la unidad de la Montaña y agravaron las disensiones en
la Convención.
La
Conspiración del extranjero fue denunciada hacia el 12 de octubre de
1793, por Fabre d’Eglantine: rompiendo con los extremistas y designando en
especial a Proli, Desfieux, Pereira y Dubuisson, el amigo de Danton, les acusaba
de complicidad en una conjura fomentada por los extranjeros para perder la
república por medios extremos. Los refugiados eran numerosos en los círculos
revolucionarios. La Revolución, en sus principios, se decía hospitalaria de las
víctimas del despotismo; había acogido a numerosos extranjeros. Algunos estaban
en la propia Convención, como Anacharsis Cloots y Thomas Paine; otros, en los
franciscanos, en los clubs y en las organizaciones populares, como Pereira.
Estos extranjeros refugiados pronto tuvieron un papel político importante, que
inquietó tanto más al Comité de Salud Pública, ya que estaban vinculados a
hombres de negocios extranjeros, cuyo papel era más equívoco. Así, Walter Boyd,
banquero del ministerio de Asuntos Exteriores, protegido por Chabot; el banquero
Perregaux de Neuchâtel y súbdito prusiano; Proli, banquero también, brabanzón y,
por tanto, súbdito austríaco, amigo de Desfieux, agitador jacobino, y numerosos
diputados montañeses; hombres de negocios como los dos hermanos Frey, súbditos
austríacos; más hombres de negocios, como Guzmán, grande de España, un renegado
de su clase social... Estos extranjeros tenían numerosas vinculaciones con
algunos de los montañeses; empujaban las más extremas, a las anexiones, a la
descristianización (Cloots y Pereira figuraban entre aquellos que provocaron la
abdicación del obispo constitucional de París, Gobel); traficaban con los
equipos de los ejércitos, especulaban con la baja del
asignado.
El
asunto de la Compañía de Indias estalló mientras tanto y acabó de dividir a la
Montaña. Un decreto de 24 de agosto de 1793 suprimió todas las compañías y
sociedades por acciones que se habían autorizado, a causa de los ataques
lanzados por los diputados especuladores Delaunay d’Angers, Julien de Tolosa,
Cabot, Basire, Fabre d’Eglantine que, al mismo tiempo que denunciaban a las
sociedades, jugaban a la baja con sus acciones. Se sellaron las cajas y los
documentos de la Compañía de Indias. El 8 de octubre de 1793, Delaunay presentó
el decreto que regulaba su liquidación con mucho tiento. Fabre d’Eglantine hizo
que se votase una enmienda que estipulaba que la liquidación se haría por el
Estado y no por la propia Compañía. Pero cuando apareció el texto definitivo en
el Bulletin des Lois, la redacción primitiva había sido restablecida: la
liquidación corría a cargo de la Compañía. La minuta del decreto, firmada por
Fabre d’Eglantine, había sido falsificada con su complicidad: Fabre, Delaunay y
sus amigos habían obtenido de la Compañía un regalo de 500.000 libras. Fueron
denunciados el 24 de brumario, año II (14 de noviembre de 1793), al Comité de
seguridad general, por Chabot, violentamente atacado en los Jacobinos por sus
relaciones con los Frey y el casamiento con su hermana, sospechoso de
especulador comprometido en el movimiento de descristianización; Chabot, sin
embargo, se creyó seguro entregando a sus cómplices. Basire confirmó sus
acusaciones.
El
Comité de Salud Pública creyó en la realidad del complot extranjero,
tanto más cuanto que en los manejos de los diputados especuladores y los
extranjeros refugiados, se mezclaba una intriga realista del barón de Batz. La
denuncia de Chabot parecía confirmar la de Fabre. Más que ante la venalidad, el
Comité fue sensible al problema político y su aspecto nacional. Se vio en el
mismo momento atacado en la Convención por los mismos hombres que habían sido
denunciados.
El
20 de brumario (10 de noviembre), Basire, después Chabot, se levantaron una vez
contra el sistema del Terror, denunciando la tiranía que los Comités de Gobierno
empleaban contra la Asamblea: la Convención decretó ese mismo día que ningún
diputado podría ser enviado al Tribunal revolucionario sin haber sido oído
primero por ella. El debate demostró la connivencia de los diputados de negocios
con la facción indulgente que empezaba a consolidarse, por ejemplo Chabot y
Thuriot: uno sospechoso de especulador, el otro de moderación, y uno y otro
descristianizadores. El decreto se dio a conocer dos días después. Pero los
Comités, ya avisados por Fabre d’Eglantine, que no había denunciado para
cubrirse mejor, vieron la mano extranjera y el oro de Pitt en todas las intrigas
con objeto de dividir a los patriotas. A la denuncia de Chabot reaccionaron
haciendo detener, el 17 de noviembre, a denunciantes y a denunciados: Chabot,
Basire, Delaunay y Julien de Tolosa. En su informe sobre la situación
política de la República, el 27 de brumario, año II (17 de noviembre de
1793), Robespierre atacó a la vez al cruel moderantismo y a la exageración
sistemática de los “falsos patriotas”, “emisarios pagados por las intrigas
extranjeras que precipitan con violencia el carro de la Revolución por los
caminos más peligrosos y tratan de estrellarlo al final”. El 1 de frimario (21
de noviembre), en los jacobinos, Robespierre denunció de nuevo a los agentes
del extranjero, “los cobardes emisarios de los tiranos”, responsables de la
descristianización, haciendo excluir del club a Proli, Desfieux, Dubuisson y
Pereira.
La
conspiración del extranjero y el escándalo de la Compañía de Indias, por
la importancia de las personas comprometidas en él, por la corrupción que se
había descubierto, por las vinculaciones descubiertas también entre diputados
especuladores y agentes de potencias enemigas, levantaron una emoción inmensa y
revistieron una importancia política considerable. “La confianza no tiene valor
-había escrito Saint-Just a Robespierre el 15 de brumario- cuando se comparte
con hombres corrompidos”. La sospecha, desde ese momento, siempre y en todas
partes presente, envenenó las querellas de los partidos, exasperando los odios,
dividiendo para siempre a la Montaña. La conspiración del extranjero y el
escándalo de la Compañía de Indias precipitaron la lucha de
facciones.
2.
La ofensiva de los Indulgentes (diciembre de 1793 - enero de
1794)
Danton
abandonó París en octubre de 1793, se había vuelto a casar en el verano anterior
y reposaba en Arcis-sur-Aube. Advertido por Courtois, y presintiendo que el
escándalo de la Compañía de Indias, en donde sus amigos Basire y Fabre estaban
comprometidos, podía alcanzarle, regresó precipitadamente el 30 de brumario (20
de noviembre de 1793). La oposición moderada que se presentía cristalizó
inmediatamente en Danton. La maniobra, en sus comienzos, se vio facilitada por
la voluntad del Comité de Salud Pública, de Robespierre en particular, para
poner freno a la descristianización; contra los exagerados, el Gobierno
revolucionario se apoyó en Danton, sin preocuparse más que de la facción
extremista, la ofensiva indulgente pretendía destruir la organización
revolucionaria del Gobierno poniendo fin al Terror.
La
ofensiva indulgente, dirigida por Danton, rompió contra todos los frentes en que
los revolucionarios avanzados estaban a tiro. El 2 de frimario, año II (22 de
noviembre de 1793), Danton se levantó contra la “persecución antirreligiosa” y
reclamó ‘la economía en la sangre de los hombres”. El 6 de frimario protestó
contra las mascaradas antirreligiosas, “exigiendo” que se pusiese un límite y
pidió un informe de los Comités “sobre qué se entendía por Conspiración del
extranjero”. El 11 de frimario (1 de diciembre), Danton fue más lejos todavía.
Habiendo propuesto Cambón el cambio forzoso de los asignados por dinero, medida
que reclamaban los desarrapados y que los franciscanos pedían el mismo día,
Danton se opuso y dio a entender a las picas que su papel había
terminado:
“Recordemos
que si con la pica podemos destruir, con el compás de la razón y del genio
podemos erigir y consolidar el edificio de la sociedad”.
Contraatacado
el 13 de frimario (3 de diciembre), en los Jacobinos, Danton concedió que no
tenía la intención en absoluto de “romper el nervio revolucionario” y tuvo que
hacer su defensa. Fue detenido por Robespierre, preocupado por la unidad de la
Montaña. “La causa de los patriotas es una, igual que ocurre con la tiranía:
todos son solidarios”.
La
campaña del Vieux Cordelier dio mucha difusión a la ofensiva dantoniana y
puso en juego toda la política gubernamental. Camilo Desmoulins, gran periodista
y viejo político, lanzó su nueva hoja el 15 de frimario, año II (5 de diciembre
de 1793). “¡Oh Pitt! rindo homenaje a tu genio!” Según Desmoulins, todos los
revolucionarios avanzados eran agentes de Pitt. En su segundo número, 20 de
frimario (10 de diciembre), Desmoulins libró una violenta batalla contra Cloots,
responsable de la descristianización, vinculándole a Chaumette, procurador de la
Comuna de París. “Anacharsis y Anaxagoras creyeron empujar la rueda de la razón,
mientras que era la de la contrarrevolución”. El 25 de frimario (15 de
diciembre) aparecía el tercer número de Vieux Cordelier, que acusaba a
todo el sistema del Terror y al propio Gobierno revolucionario. Plagiando a
Tácito, Desmoulins afrentaba, a través de los crímenes de los primeros Césares,
la práctica terrorista de la represión.
“El
Comité de Salud Pública… ha creído que para establecer la República tenía
necesidad, por un momento, de la jurisprudencia de los
déspotas”.
Este
número tuvo un éxito enorme. Levantó las esperanzas de la contrarrevolución,
arrastrando tras la facción a todos aquellos a quienes el Terror inquietaba. Los
indulgentes se enardecieron por la actitud benevolente que Robespierre había
observado hasta entonces respecto de ellos. El 27 de frimario, año II (17 de
diciembre de 1793), Fabre d’Eglantine, que había engañado perfectamente al
Comité, denunciaba en la Convención a dos de los más conocidos jefes
revolucionarios avanzados: Vincent, secretario general del ministerio de la
Guerra (a través del secretario, el ministro, Bouchotte, era alcanzado), y
Ronsin, general del ejército revolucionario; se decretó su arresto. El Terror,
¿se va a volver contra sus artífices? Los comités de gobierno no habían sido
consultados. La maniobra tendía a minar su autoridad. El 30 de frimario (20 de
diciembre), como respuesta a una delegación de Lyon (“que al reino del terror
suceda el del amor”) y en una importante reunión de mujeres, la Convención
decretó la organización de un comité de justicia para examinar las detenciones y
liberar a los prisioneros encarcelados sin razón.
La
corriente cambió, no obstante, a finales de frimario. El 29 de frimario (19 de
diciembre), el descubrimiento entre los papeles de Delaunay, del falso decreto
de la liquidación de las compañías de Indias (la minuta con la firma de Fabre al
pie de un texto que era lo contrario de su enmienda), puso a los dantonistas en
una situación muy comprometedora. Además los patriotas avanzados contraatacaron.
Collot d’Herbois, avisado, volvió bruscamente de Commune-Affranchie. El 1 de
nivoso (21 de diciembre), en medio de un gran gentío que le escoltó desde la
Bastilla a las Tullerías y de una delegación de sans-culottes de Lyon,
llevando la cabeza y las cenizas de Chalier, Collot se presentó en la
Convención. Justificó la represión de Lyon por el peligro que había corrido la
República. La Asamblea lo aprobó. Por la tarde Collot d’Herbois arengó a los
jacobinos, reprochándoles su pereza, alabando la energía de Ronsin y criticando
la falsa sensibilidad en favor de las víctimas de la
represión.
“¿Quiénes
son aquellos que todavía tienen lágrimas para verter sobre los cadáveres de los
enemigos de la libertad, cuando el corazón de los patriotas está
desgarrado?”
El
Comité de Salud Pública abandonó su actitud de neutralidad benévola respecto de
la ofensiva indulgente: el 3 de nivoso (23 de diciembre) en los jacobinos,
Robespierre tomó posiciones por encima de los partidos.
La
lucha de facciones en los departamentos amenazaba el equilibrio gubernamental.
La ruptura del Gobierno revolucionario con el movimiento popular, más clara
después de haber detenido la descristianización, llevó en muchos lugares a un
cambio de orientación política. Numerosos representantes en misión rompieron con
los sans-culottes y llevaron la represión contra los ultras,
liberando a los sospechosos. Así, en Sedan, en Lille, en Orleáns o en Taboureau.
Un fanático fue detenido en Blois, en el mismo mes de frimario; en Lyon,
Fouché atacaba ahora a los antiguos amigos de Chalier; en Burdeos, Tallien, para
ocultar sus cohechos, denunciaba a los ultras, en el Gard, donde Boisset deponía
al alcalde patriota de Nîmes, Courbis. Por todas partes, había conflictos entre
moderados y exagerados, ante los cuales los representantes en misión tomaban
partido en lugar de arbitrar. Consciente del peligro, intervino el Comité de
Salud Pública para afirmar su posición como árbitro.
Al
número 4 del Vieux Cordelier, distribuido el 4 de nivoso (24 de
diciembre), respondió el 5 el informe de Robespierre sobre los principios del
Gobierno revolucionario. En su número 4, y en nombre de la libertad (),
Camilo Desmoulins pedía la rehabilitación de , y
declaraba .
Robespierre, el 5 de nivoso (25 de diciembre) justificó el Terror por el estado
de guerra. Expuso a la Convención la teoría del Gobierno revolucionario, cuyo
fin es fundar la República y la del Gobierno constitucional, cuya
finalidad es la de conservarla.
“La
Revolución es la guerra de la libertad contra sus enemigos; la Constitución es
el régimen de la libertad victoriosa y pacífica”.
Precisamente
porque está en guerra, el Gobierno revolucionario tiene necesidad de
“Debe
a todos los buenos ciudadanos toda la protección nacional; a los enemigos del
pueblo no debe más que la muerte”.
Tomando
una posición de árbitro, Robespierre condenaba a las dos facciones
extremas:
“El
Gobierno revolucionario ha de bogar entre dos escollos: la debilidad y la
temeridad, el moderantismo y el exceso. El moderantismo, que es para la
moderación lo que la impotencia para la castidad, y el exceso que se parece a la
energía como la hidropesía a la salud”.
El
fracaso de la ofensiva indulgente empezó a conformarse el 6 de nivoso (26 de
diciembre), cuando Billaud-Varenne hizo que se suprimiese instituido
el 30 de frimario. Durante algún tiempo todavía el Comité se esforzó por
mantener la balanza en el fiel entre dos facciones que se combatían en vano. El
16 de nivoso, año II (5 de enero de 1794), Camilo Desmoulins publicó el número 5
del Vieux Cordelier; atacaba a fondo a Hébert, acusado de recibir por su
Père Duchesne dinero del ministerio de la Guerra, dirigido por Bouchotte.
Pero el 18 de nivoso (7 de enero), el Vieux Cordelier fue denunciado en
los Jacobinos; Robespierre amonestó a Desmoulins y terminó quemando las hojas.
“Quemar no es responder”, replicó Desmoulins. El 19 (8 de enero), Robespierre
denunció de nuevo a las dos facciones que amenazaban al Gobierno revolucionario,
pero que se entendían como “dos bandoleros en un bosque”. Ese mismo día,
definitivamente comprometido por el descubrimiento del proyecto de decreto sobre
la liquidación de la Compañía de Indias, corregido a lápiz y de su mano, Fabre
d’Eglantine fue denunciado por Robespierre en los Jacobinos. Fue detenido en la
noche del 23 al 24 de nivoso (12-13 de enero). Cuando Danton intervino a la
mañana siguiente en favor de su amigo, “Desgraciado aquel que se sentó junto de
Fabre d’Eglantine -le gritó Billaud-Varenne- y que continúa engañado”. Era el
fracaso de la ofensiva de los Indulgentes. Además, estando ya comprometidos, se
vieron pronto amenazados por la respuesta de sus
adversarios.
3.La
contraofensiva de los Exagerados (febrero de 1794)
La
facción ultra de los Exagerados, en un principio desorientada por la
desaprobación gubernamental de la descristianización, herida por sus compromisos
con ciertos extranjeros
extremistas, víctima de las intrigas de Fabre d’Eglantine, una vez libre
de los ataques de los Indulgentes, volvió a tener influencia. La facción
arrastró al Club de los franciscanos, que reclamaba incansablemente la
liberación de Vincent y de Ronsin. Uno de sus bastiones estaba constituido por
las oficinas de Guerra que Vincent había llenado de patriotas sin tacha. Gracias
a Hébert era influyente en la Comuna, por Momoro, en el Departamento. El
esfuerzo de los Exagerados tendía a que se liberasen los patriotas encarcelados,
a acelerar el Terror y reforzar la economía dirigida.
La
campaña en favor de Vincent y de Ronsin era librada encarnizadamente por los
franciscanos. Constituyó un tema de
agitación en las sociedades populares y en las secciones parisinas. El 12 de
Pluvioso, año II (31 de enero de 1794), los franciscanos declararon que había
opresión y envolvieron con tela la tablilla de la Declaración de derechos. Esta
amenaza implícita, la ausencia de toda evidencia de cargo, la necesidad de los
comités de gobierno de hacer algunas concesiones a los patriotas avanzados para
equilibrar la influencia moderada explican la liberación de Vincent y Ronsin el
14 de pluvioso (2 de febrero).
La
campaña de aceleración del Terror fue en aumento. Estimulados por este primer
éxito, excitados por Vincent, salido de la prisión con un deseo desenfrenado de
venganza, los franciscanos denunciaron con un vigor aún mayor a los nuevos
moderados. Reclamaban el castigo de los (el
18 de pluvioso): entiéndase la depuración de la Convención. La campaña
terrorista se centraba especialmente en los 75 diputados que habían protestado
contra el 2 de junio, que fueron detenidos, pero que Robespierre había evitado
que los enviasen al tribunal revolucionario. Eran también denunciados los
firmantes de las peticiones moderadas de la primavera de 1792, llamadas de los
ocho mil y de los veinte mil. El 24 de pluvioso (12 de febrero), Hébert decía a
los franciscanos: .
El 2 de ventoso (20 de febrero de 1794) los franciscanos decidieron volver a
publicar el periódico de Marat. Desenmascaraban en sus páginas a “los traidores
que engañaban al pueblo, a los facciosos y dominadores que quieren corromperle o
seducirle”.
La
campaña para reforzar la economía dirigida encontró en los medios populares una
aceptación cada vez más favorable. Durante el invierno la situación económica no
había cesado de agravarse. La tasa de precios no había, a pesar de todo,
eliminado las dificultades. El pan no faltaba; pero era detestable. La escasez y
la carestía alcanzaban a los comestibles, cuyo precio máximo se violaba
impunemente. A partir de pluvioso, el descontento popular llegó a su paroxismo a
causa de una grave crisis de abastecimiento de carne. El movimiento de
reivindicación se adormecía en el terreno político, aunque continuase vivo en el
terreno de las subsistencias. La hostilidad contra los comerciantes, tan propia
de la mentalidad popular, no cesaba de afirmarse, a pesar del funcionamiento de
los órganos de control de la vida económica. Dos categorías sociales eran las
que particularmente sufrían esta crisis: los artesanos, cuyo oficio no estaba en
relación con las necesidades de la guerra y que apenas tenían trabajo, y los
jornaleros. Los unos y los otros estimaban que la violencia y una represión dura
constituían un medio de volver a traer la abundancia. Hébert contribuyó con sus
hojas a reanimar el espíritu terrorista, durante un cierto tiempo adormilado. El
número 345 del Père Duchesne presentaba
“su
gran moción para que aquellos carniceros que tratan a los sans-culottes
como a perros, dándoles sólo los huesos a roer, y que hacen el doble juego,
sean guillotinados; como todos los enemigos de los sans-culottes, así como los
comerciantes de vino que vendimian bajo el Pont-Neuf”.
La
idea de una jornada popular tomó forma. La crisis de la subsistencia tenía el
peligro de poner en movimiento otra vez a los
desarrapados.
El
Comité de Salud Pública, arrastrado de momento por la ofensiva indulgente,
había, no obstante, tomado una posición media entre el moderantismo y la
exageración. Pero entre esas tendencias contradictorias, ¿dónde encontrar el
punto de equilibrio? Robespierre no veía más que la virtud o el terror. En su
informe del 17 de pluvioso, año II (5 de febrero de 1794), habla sobre los
principios de moral política que deben guiar a la
Convención.
“Si
la fuerza del Gobierno popular en la paz es la virtud, la fuerza del Gobierno
popular en la Revolución es a la vez la virtud y el terror; la virtud sin la
cual el terror es funesto; el terror sin el cual la virtud es impotente. El
terror no es otra cosa que la justicia rápida, severa, inflexible. Es, pues, un
resultado de la virtud; es menos un principio especial que una consecuencia del
principio general de la democracia aplicada a las necesidades más apremiantes de
la patria”.
La
virtud, es decir, el desinterés personal, la entrega al bien del interés general
y, si es preciso, el espíritu de sacrificio. Robespierre quería apuntalar esta
virtud cívica por medio de instituciones y garantías legales y judiciales. En
cuanto al Terror, el Comité de Salud Pública quería sostenerlo en los límites de
la legalidad revolucionaria, manteniéndolo como una forma de
gobierno.
La
crisis de las subsistencias a finales del invierno se agravó bruscamente. La
situación de París empeoró: podía preverse una explosión popular que pusiera en
peligro al Gobierno revolucionario.
4.
La crisis de ventoso y la caída de las
facciones (marzo-abril de 1794)
La
crisis se había ido precisando poco a poco durante el invierno del año II. Las
características de la revolución social y política que se esbozaban desde que se
había establecido el Gobierno revolucionario se endurecieron y dieron sentido a
la crisis de ventoso, que planteó con toda agudeza el problema de las relaciones
del movimiento popular y del Gobierno revolucionario.
En
principio, crisis social. El impuesto, la reglamentación y la dirección
autoritaria de la economía resultaron incapaces de asegurar un abastecimiento
satisfactorio de la población parisina. Los desarrapados se veían constreñidos
en su existencia material. El hambre y la carestía conjuraban sus efectos. Los
aumentos de salarios, que permitían con frecuencia una aplicación débil del
máximo, no compensaban el alza de precios. Las colas habían vuelto a producirse
a las puertas de los carniceros, como antes se produjeron en las panaderías: se
formaban en las horas de la madrugada, se empujaban, se pegaban. Hubo alborotos
en las Halles, donde faltaban los productos hortícolas. Los asalariados,
viéndose tan duramente tratados, reclamaban; los obreros de la construcción
reclamaban aumentos de salario; las perturbaciones en los talleres donde se
fabricaban las armas no cesaron en todo el mes de ventoso. La crisis de la
subsistencia sobreexcitó la mentalidad terrorista. “¿Para qué necesitamos a esos
aristócratas? -decía una mujer el 8 de ventoso (26 de febrero) en la Sociedad
Popular de los Derechos del Hombre-. ¿No tendrían que estar ya en la guillotina
todos esos traidores que oprimen al pueblo?”
Además,
la crisis política. Las exigencias de la defensa nacional y su concepción
jacobina del poder arrastraban cada vez más al Gobierno revolucionario a
asegurarse la obediencia pasiva de las organizaciones populares, reduciendo poco
a poco las prácticas populares de la democracia a escala burguesa. Los
desarrapados estaban debilitados en su comportamiento revolucionario. La
actividad de las secciones parisinas y las sociedades populares se desvió hacia
el esfuerzo de la guerra (armamento de caballeros jacobinos, recogida del
salitre, mantenimiento de los niños y padres de los soldados). Y se alejó de los
problemas de política general. Las organizaciones básicas fueron progresivamente
pasando a manos de los comités revolucionarios de sección, ahora a las órdenes
del Gobierno, lo que provocó múltiples incidentes y numerosos conflictos. Los
moderados se aprovecharon para reemprender su propaganda, aumentando con ello la
confusión. Los militantes de la Revolución se daban cuenta: “Si perdéis por un
momento el movimiento revolucionario -declaraba un orador a la Sociedad Popular
del Hombre en Armas, el 4 de nivoso (22 de febrero)-, adiós los patriotas; su
fin está próximo”.
La
crisis de ventoso, año II, cristalizó el antagonismo entre patriotas del 89
y patriotas del 93. Este antagonismo era el reflejo de la oposición
irreductible entre desarrapados, jacobinos o montañeses; entre las concepciones
populares de la vida política y de la organización social y las de la burguesía,
incluso jacobina. Con este subsuelo de crisis, la oposición entre nuevos
moderados y patriotas sin tacha, envenenada por los resentimientos
personales, se exasperó. Los partidarios de Vincent y de Ronsin no cedían. En
vano Collot d’Herbois, que desde su vuelta a Lyon se había dedicado a llevar la
concordia entre patriotas divididos, se esforzó por reconciliar, el 8 de ventoso
(26 de febrero), a franciscanos y jacobinos. El 9 de ventoso aquellos reclamaron
una vez más el arresto de los “traidores indignos de estar en la Convención”, de
Camilo Desmoulins particularmente. La unión de la oposición avanzada y del
descontento popular constituía una amenaza grave para el Gobierno
revolucionario; quiso prevenirla con medidas sociales
atrevidas.
Los
decretos de ventoso, año II, respondieron a esas preocupaciones. Ya el 13 de
pluvioso (1 de febrero) la Convención votó diez millones para socorros; el 3 de
ventoso (21 de febrero),Barère presentó el nuevo maximun general. Los
decretos de ventoso iban aún más lejos. El 8 de ventoso (26 de febrero de 1794),
como consecuencia de su informe sobre las personas que habían sido encarceladas,
Saint-Just decretó la requisición de los bienes de los sospechosos. El 13 (3 de
marzo), un segundo decreto encargó al Comité de Salud Pública presentar un
informe .
“La
fuerza de las cosas, había declarado Saint-Just, nos conduce, tal vez, a
resultados que no habíamos pensado siquiera. La opulencia está en las manos de
un gran número de enemigos de la Revolución. Las necesidades ponen al pueblo
trabajador bajo el poder de sus enemigos. ¿Concebís que un Estado pueda existir
si las relaciones civiles van a parar a quienes son contrarios a la forma de
gobierno?”
Y
más aún:
“Los
desgraciados son los poderosos de la tierra; tienen derecho a hablar como amos a
los Gobiernos que los descuidan”.
Saint-Just
terminaba su segundo informe con un desafío a los monarcas del Antiguo Régimen:
“La felicidad es una idea nueva en Europa”.
El
alcance de los decretos de ventoso no debe exagerarse. Albert Mathiez se extraña
de que Saint-Just no haya sido “ni comprendido ni seguido por los mismos a
quienes quizo contentar”. Saint-Just y el Gobierno revolucionario fueron
indudablemente comprendidos. Que los enemigos de la Revolución no tienen ningún
derecho en la República, que sus bienes han de servir para indemnizar a los
patriotas que la defienden con peligro de su vida, eran ideas extendidas desde
hacía tiempo entre los desarrapados y que venían formulándose desde la primavera
de 1793; y era precisamente esto lo que quitaba todo carácter de excepción a los
decretos de ventoso. Tampoco se puede seguir a Mathiez cuando escribe que las
conclusiones de Saint-Just constituían “una tentativa formidable para extraer de
las aspiraciones confusas del herbetismo un programa
social”.
Los
sans-culottes y los patriotas avanzados habían logrado en este sentido un
programa más radical. Por otra parte, si el requisamiento de los bienes de los
sospechosos y la indemnización en favor de los patriotas indigentes respondía a
las exigencias del momento, no aportaban ningún remedio a la crisis de las
subsistencias. Sin que pueda ponerse en duda la sinceridad de los Saint-Just y
robespierristas, los decretos de ventoso deben considerarse como una maniobra
táctica, para contrarrestar la propaganda avanzada. La maniobra fracasó. Hacia
la mitad de ventoso, el Gobierno revolucionario no intentaba nada en el terreno
económico para asegurar las subsistencias de los desarrapados, ni tampoco en el
terreno político para alejar la amenaza de los moderados, alcanzando la crisis
su paroxismo.
El
paroxismo de ventoso se caracterizó en los centros populares por los propósitos
terroristas contra los comerciantes y los ricos mediante carteles sediciosos con
rumores de insurrección, que pusieron en estado de alerta a los Comités
gubernamentales e ilusionaron a los franciscanos, incitándoles para
desembarazarse de sus adversarios a una acción que creían decisiva. Creyeron
poder conseguirlo definitivamente acentuando su presión. Hébert, en su Père
Duchesne, denunciaba la nueva facción de los adormecedores, es decir,
de los robespierristas. En su número 350 considera a “la santa guillotina como
la piedra filosofal”, denunciando la política gubernamental de equilibrio entre
las facciones.
“Es
en vano, escribe, que se quiera hacer amigos a la cabra y el repollo y que se
intente salvar a los desalmados que han conspirado contra la la libertad. La
justicia se hará a pesar de los adormecedores..”.
Hébert
termina formulando un programa social preciso:
“Asegurad
trabajo a todos los ciudadanos, concededles socorros para los viejos y enfermos,
y para coronar vuestra obra organizad rápidamente la instrucción
pública”.
Pero
olvidando la experiencia de las jornadas revolucionarias, los dirigentes
franciscanos no se preocuparon de organizar el movimiento que habían soñado ni
tampoco de asegurar su vinculación con las masas populares más sensibles a la
escasez de las subsistencias que al peligro de los
moderados.
La
liquidación de los exagerados fue un drama rápido que desorientó a los
militantes populares y los desvinculó un poco más del Gobierno revolucionario.
El 12 de ventoso, en el club de la facción franciscana, Ronsin, general del
Ejército revolucionario, proclamó la necesidad de un levantamiento. El 14 (4 de
marzo de 1794), las tablas de los Derechos del Hombre fueron veladas; Vincent,
secretario general del Ministerio de la Guerra, denunció a aquellos “que parecía
que se habían puesto de acuerdo para restablecer un sistema destructor; el de
los moderados”; Carrier, dada la opresión contra los patriotas, deducía la
necesidad de la insurrección, una santa insurrección. Hébert replicó:
“Sí, la insurrección; los franciscanos no serán los últimos en dar la señal que
ha de matar a los opresores”.
Los
franciscanos verosímilmente no se proponían más que una manifestación en masa
que, más allá de los moderados, apuntaba al Gobierno revolucionario y a su
política. En vano Collot d’Herbois intentó reconciliar a jacobinos y a
franciscanos. El 17 de ventoso (7 de marzo), Ronsin respondió con un violento
discurso, haciendo a Robespierre responsable de la palabra
ultra-revolucionario, “palabra que había servido de pretexto a los nuevos
facciosos para oprimir a los patriotas más ardientes, exigiendo que se hiciera
volver rápidamente a la nada a moderados, bribones, ambiciosos y
traidores”.
Más
allá de la oposición de franciscanos y jacobinos, del movimiento popular y del
Gobierno revolucionario se enfrentaban dos políticas: la resistencia y la
revolución. Los patriotas sin tacha optaban por el movimiento revolucionario,
único capaz a sus ojos de asegurar la salvación de la revolución vinculándole
definitivamente a la sans-culotterie. “Un sólo paso atrás perdería a la
República”, escribía Hébert en su último número. Tenía razón, tratándose de la
República popular que los desarrapados habían contribuido a construir. Para los
moderados, cuya idea era una república burguesa y conservadora, un paso hacia
adelante era también la perdición.
La
ofensiva del grupo franciscano se confirmó a mediados de ventoso poniendo en
peligro el equilibrio social sobre el que se fundaba la acción gubernamental. El
Comité de Salud Pública perdió la paciencia: en la noche del 23 al 24 de ventoso
(13-14 de marzo), los principales dirigentes franciscanos fueron detenidos y
llevados ante el Tribunal revolucionario. El proceso unió al grupo de los
franciscanos (Hébert, Ronsin, Vincent, Momoro), a los patriotas avanzados
(Mazuel, jefe del escuadrón de la caballería revolucionaria, integrada por
Descombes, de la Administración de Subsistencias), a los militantes populares
(Ancard, del Club de los franciscanos; al humilde Ducroquet, comisario contra
los acaparamientos de la sección Marat) y a los agentes del extranjero (Cloots,
el banquero Kock, Proli, Desfieux, Pereira, Dubuisson). Todos ellos fueron
guillotinados el 4 de germinal, año II (24 de marzo de
1794).
La
liquidación de los Indulgentes sucedió a la de los Cordeleros. Los dantonistas
creyeron por un momento que había llegado su hora. Desde finales de ventoso
acentuaron su presión. El número 7 del Vieux Cordelier fue recogido,
dirigía una violenta requisitoria contra la política del Comité de Salud
Pública. Pero el Comité que no atacó a los exagerados hasta después de
muchas vacilaciones, no creía que le pudieran rebasar. La Convención ya había
decretado el 28 de ventoso (18 de marzo) la acusación de los diputados
comprometidos en el escándalo de la Compañía de Indias: Fabre d’Eglantine,
Basire, Chabot y Delaunay, Billaud-Varenne y Collot d’Herbois, inquietos ante la
desgracia de Hébert y de sus amigos, sostenidos por el Comité de Seguridad
General, terminaron por convencer a Robespierre, dudoso. En la noche del 9 al 10
de germinal (29-30 de marzo), Danton, Camilo Desmoulins, Delacroix y Philippeaux
fueron detenidos. La Convención ratificó después de un discurso patético de
Robespierre (11 de germinal):
“Yo
también he sido amigo de Pétion; cuando se ha desenmascarado lo he dejado; he
tenido vinculaciones con Roland, ha traicionado y lo he denunciado. Danton
quiere ocupar su lugar; a mis ojos no es más que un enemigo de la
patria”.
En
cuando a los jefes dantonistas, el proceso unió a los diputados prevaricadores,
a los agentes del extranjero (Guzmán y los hermanos Frey), a un especulador, el
abate de Espagnac; al general Westermann, amigo de Danton y Hérault de
Séchelles.
Danton
pecó de audaz y denunció a sus acusadores; un decreto hizo que quedasen al
margen de las discusiones aquellos que insultasen a la justicia nacional. Todos
fueron guillotinados el 6 de germinal, año II (5 de abril de
1794).
Un
tercer proceso tuvo como pretexto un proyecto de conspiración de
prisiones, cuyo fin era liberar a los detenidos. Sirvió para liquidar los
restos de la oposición: Chaumette, agente nacional de la Comuna de París, las
viudas de Desmoulins y Hébert, el general Dillon...; hornada heteróclita que
pereció el 24 de germinal, año II (13 de abril de 1794).
El
drama de germinal fue decisivo. La tentativa azarosa del grupo franciscano dio
ocasión al Gobierno para precipitar la evolución que se preveía desde su
formación. Si había consentido ante la urgencia del peligro en una alianza con
la sans-culotterie y si para mantenerla había hecho algunas concesiones,
jamás aceptó los fines sociales ni los métodos políticos de la democracia de los
desarrapados. Para los Comités del Gobierno la lucha contra la coalición y la
contrarrevolución, lo mismo que sus concepciones políticas, se legitimaban por
el control de las organizaciones populares y su integración en los cuadros
jacobinos de la revolución burguesa. La oposición de los franciscanos amenazaba
su equilibrio y el Gobierno revolucionario tuvo que recurrir a la represión;
pero al ver que condenaban al Père Duchesne y a los franciscanos que
contaban con su asentimiento y expresaban sus aspiraciones, los
sans-culottes dudaron del Gobierno revolucionario. En vano Danton fue
también condenado. La represión que siguió a estos grandes procesos, a pesar de
su carácter limitado, desarrolló entre los militantes un complejo d e miedo que
paralizó la vida política de las secciones. El contacto directo y fraternal
quedó roto entre las autoridades revolucionarias y los sans-culottes de
las secciones. “La Revolución está congelada”, escribió bien pronto Saint-Just.
El drama de germinal constituye el prólogo de termidor.
II.
La dictadura jacobina de salud pública
La
dictadura del Gobierno revolucionario de la liquidación de las facciones a la
caída de los robespierristas, de germinal a termidor, fue ilimitada. A pesar de
algunas alteraciones bajo la influencia de las circunstancias, gozó de una
cierta estabilidad. La centralización se esforzó, el Terror se aceleró, las
autoridades depuradas obedecieron, la Convención votó sin discusión. Pero la
base social del Gobierno revolucionario se había reducido peligrosamente. Aparte
de la crisis del verano de 1793, los militantes de las secciones parisinas
impusieron instituciones que correspondían a sus aspiraciones sociales y
políticas; así, en julio, los comisarios para los acaparamientos; en setiembre,
el Ejército revolucionario. Al lograrlo, gracias a los sans-culottes, los
Comités de Gobierno llevaron a cabo un gran esfuerzo, regularizaron las
instituciones y unieron las fuerzas revolucionarias. La crisis de ventoso y el
proceso de germinal les permitieron terminar con la autonomía del movimiento
popular, liquidando las instituciones que habían impuesto o creado: el Ejército
revolucionario fue licenciado el 7 de germinal, año II (27 de marzo de 1794);
los comisarios de los acaparamientos, suprimidos el 12 (1 de abril). La Comuna
de París, depurada; las sociedades populares de sección, disueltas. El
movimiento popular quedó integrado en los cuadros de la dictadura jacobina; pero
aquello que los Comités lograron por la fuerza lo perdieron en confianza. De
germinal a termidor, las relaciones del Gobierno revolucionario con el
movimiento popular fueron poco a poco enfriándose.
1.
El Gobierno revolucionario
La
organización y los caracteres del Gobierno revolucionario, que no habían cesado
de evolucionar desde el verano anterior, quedaron fijos, en sus líneas
generales, en abril de 1794. Su programa lo constituyen el decreto del 19 de
vendimiario (10 de octubre) y aún más el de 14 de frimario, año II (4 de
diciembre de 1793). La teoría del Gobierno revolucionario ha sido especialmente
desarrollada por Saint-Just en su informe de 10 de octubre de 1793, por
Robespierre en su informe sobre los principios del Gobierno
revolucionario (4 de nivoso, año II - 25 de diciembre de 1793) y en el de
los principios de moral política que han de guiar a la Convención (17 de
pluvioso, año II - 5 de febrero de 1794).
El
Gobierno revolucionario es un gobierno de guerra. “La revolución es la guerra de
la libertad contra sus enemigos”, según Robespierre; tanto los de dentro como
los de fuera. Su fin es fundar la República. Cuando el enemigo haya sido
vencido, se volverá al gobierno constitucional, “régimen de la libertad
victoriosa y tranquila”, pero solamente entonces. Porque está en guerra, “el
Gobierno revolucionario tiene necesidad de una actividad extraordinaria”, ha de
“actuar como la pólvora”, romper todas las resistencias; no se puede “someter al
mismo régimen la paz y la guerra, la salud y la enfermedad”. El Gobierno
revolucionario tiene, pues, en sus manos la fuerza coactiva, es decir, el
terror. “¿La fuerza -interroga Robespierre- sólo se ha hecho para proteger al
crimen?”... El Gobierno revolucionario “no debe a los enemigos del pueblo más
que la muerte”. Pero el terror no se emplea más que en beneficio de la
República; la virtud, “principio fundamental del gobierno democrático o
popular”, constituye la garantía de que el Gobierno revolucionario no vuelva al
despotismo. La virtud, “es decir, el amor a la patria y a sus leyes”, “el
sacrificio magnánimo que conduce todos los intereses privados al interés
general”.
“En
el sistema de la Revolución francesa, termina diciendo Robespierre, lo
que es inmoral es impolítico, lo que es corruptor es
contrarrevolucionario”.
De
este modo se precisa el fin de la Revolución:
“Queremos
satisfacer la voz de la Naturaleza, llevar a cabo los fines de la humanidad,
mantener las promesas de la filosofía, acabar de una vez con el reinado
interminable del crimen y de la tiranía. Que la Francia del pasado sirva de
ejemplo a los países esclavos, eclipsando la gloria de todos los pueblos libres
que han existido y que se convierta en el modelo de las naciones, el terror de
los opresores, el consuelo de los oprimidos, el adorno del universo, y que
sellando nuestra obra con nuestra sangre podamos al menos ver brillar la aurora
de la felicidad universal”. (17 de pluvioso, año II).
La
Convención continúa siendo “el centro único que impulsa al Gobierno”. Reside en
ella la soberanía, detenta la máxima autoridad, los Comités del Gobierno están
bajo su control y aplican sus decretos. Pero después de germinal el poder
ejecutivo se convierte en la pieza maestra del sistema gubernamental, la
Asamblea está prácticamente subordinada a él.
Los
Comités de la Convención, 21 en el año II, dirigían o contraloreaban los
diversos sectores de la administración y de la política. Pero dos sólo ejercen
efectivamente el poder político: el Comité de Salud Pública y el de Seguridad
General, llamados Comités de Gobierno.
El
Comité de Salud Pública, reelegido cada mes, ha quedado ahora reducido a once
miembros (Robespierre, Saint-Just y Couthon, Billaud-Varenne y Collot d’Herbois,
Barère, Carnot, el Prior de Côte-d’Or y el Prior de Marne, Jeanbon Saint-André y
Lindet). “Desde el centro de la ejecución” tiene “bajo su inspección inmediata”
a todos los cuerpos constituidos y a todos los funcionarios públicos. Dirige la
diplomacia, la guerra mediante su oficina topográfica, la fabricación de
armamentos por medio de su comisión de armas y pólvora. La economía del país por
la Comisión de Subsistencias. Ordena los arrestos y usurpa las atribuciones del
Comité de Seguridad General mediante su Oficina de Policía, creada a finales de
floreal, año II. Aunque ciertos miembros del Comité se especializan, como
Lindet, en subsistencias, el Prior de Côte-d’Or en los armamentos; en resumen,
todos ellos eran solidarios en la dirección de la política y en la dirección de
la guerra.
Del
Comité de Salud Pública dependen los seis ministros del Consejo Ejecutivo
provisional; después, las doce comisiones ejecutivas, que les
reemplazarán el 1 de abril de 1794 (12 de germinal, año II), según informe de
Carnot a la Convención. Nombrados por la Asamblea y presentados por el Comité,
las comisiones ejecutivas quedan estrechamente subordinadas a este último, que
conserva su papel preponderante, “reservándose el pensamiento del Gobierno,
proponiendo a la Convención nacional las medidas
principales”.
El
Comité de Seguridad General, reelegido también cada mes, se estabilizó más tarde
(Amar, Moyse, Bayle, el pintor David, Lebas, Louis du Bas-Rhin, Vadier,
Voulland). Tiene bajo su “inspección especial”, de acuerdo con la ley de 17 de
septiembre de 1793, “todo aquello relativo a las personas y a la política
general e interior”. Encargado de aplicar la ley a los sospechosos, el Comité de
Seguridad General dirige la política y la justicia revolucionaria; es el
ministerio del Terror.
En
los departamentos, la organización administrativa ha quedado simplificada por el
decreto de 14 de frimario, año II. La centralización aumentó. Las
administraciones departamentales, sospechosas de federalismo, perdieron la mayor
parte de los poderes, no ocupándose más que de las contribuciones, de las obras
públicas, de las propiedades nacionales. Las dos circunstancias esenciales son
los distritos y las comunas, encargados los primeros de “vigilar la ejecución de
las leyes revolucionarias y de las medidas de seguridad general y salud
pública”, las segundas, de que se apliquen. Cada diez días, las municipalidades
dan cuenta de su actividad a los distritos, los distritos a los Comités del
Gobierno.
Los
agentes nacionales estaban al lado de cada administración de distrito y
de cada municipalidad, pues los procuradores-síndicos quedaron suprimidos. Están
encargados de “requerir y continuar la ejecución de las leyes y de denunciar las
negligencias que se produzcan en la ejecución y las infracciones que pudieran
cometerse”. Los agentes nacionales de distrito han de “dar cuenta cada dos años”
a los dos Comités del Gobierno.
Los
comités revolucionarios, antiguos comités de vigilancia instituidos el 21 de
marzo de 1793, reorganizados por ley de 17 de septiembre siguiente, constituyen
los órganos de ejecución de la Ley de sospechosos. Compuestos de doce miembros,
a razón de un comité por comuna (muchos pueblos, sin embargo, no los poseyeron
jamás) o por sección de comuna en las grandes ciudades, los comités
revolucionarios tienen especialmente poderes de Policía, haciendo las listas de
sospechosos, procediendo a los registros domiciliarios y a los arrestos. Los
comités revolucionarios han de dar cuenta de su actividad cada diez días al
Comité de Seguridad General.
Clubs
y sociedades populares refuerzan la acción gubernamental por medio de su
vigilancia revolucionaria.
El
club de los jacobinos extiende su red de filiales a todos los departamentos. Los
recluta en las capas medias de la burguesía, con frecuencia compradores de
bienes nacionales. Los jacobinos son los hombres de la resistencia; frente a
todos los peligros que se conjugan mantienen las conquistas políticas y sociales
del 89. Con este fin se han aliado con el pueblo de los desarrapados.
Partidarios del liberalismo económico, han aceptado la reglamentación y el
impuesto como una medida guerrera y como una concesión a las reivindicaciones
populares. Su reclutamiento, como consecuencia del movimiento de la Revolución y
de las depuraciones sucesivas, se democratizó algo; la proporción de jacobinos
procedentes de las clases medias pasa de un 62 por 100 para los años 1789-1792 a
un 57 por 100 para el período 1793-1794. El porcentaje de los artesanos y
militantes se eleva en la mismas fechas de un 28 a un 32 por 100 y de un 10 a un
11 por 100 de los
campesinos.
Las
sociedades fraternales de reclutamiento más populares agrupaban a los
desarrapados. Se habían desarrollado en París como resultado de la fundación por
el maestro de escuela Dansard, el 2 de febrero de 1790, de la Societé
fraternelle des patriotes de l’un et l’autre sexe, que también tenía su base
en el convento de los jacobinos de Saint-Honoré. Estas sociedades de barrio
abiertas a las gentes humildes, se multiplicaron en París después del 10 de
agosto de 1792. Cuando la Convención hubo suprimido, el 9 de septiembre de 1793,
la permanencia de las asambleas de sección, los militantes populares
transformaron esas sociedades populares de fundación antigua en sociedades de
sección o bien crearon otras nuevas. Estas sociedades seccionarias, de
tipo moderno, constituyeron la organización de base del movimiento popular
parisino; por medio de ellas, los militantes dirigían la política seccionaria,
contraloreaban las administraciones, presionaban sobre las autoridades
municipales e incluso gubernamentales. Del otoño a la primavera del año II, la
República quedó cubierta de una red de sociedades densa y eficaz. Su número es
difícil de valorar para el conjunto del país. En el Sudeste, amenazado por un
momento por la contrarrevolución, parece que fue especialmente elevado: 139
sociedades populares para 154 comunas en el departamento de Vaucluse; 132 para
382 en el Gard; en Drôme, 258 sociedades para 355 comunas; 117 para 260 en
Basses-Alpes. El papel de esas organizaciones patrióticas fue importante para
derrotar el enemigo interior.
Sin
embargo, no tardó en surgir un antagonismo entre los jacobinos y sus filiales,
baluartes estrictos de la política gubernamental, las sociedades seccionarias,
expresión de la autonomía del movimiento popular en la corriente general de la
Revolución. Después de germinal, los Comités del Gobierno, apoyados en los
jacobinos, emprendieron con un gran esfuerzo la unificación de las fuerzas
revolucionarias: la sociedad-madre de los jacobinos debía constituir el
centro único de la opinión. Bajo la presión gubernamental, las sociedades
seccionarias parisinas tuvieron que disolverse: desaparecieron en floreal y
prairial, año II, 39 sociedades. Los Comités del Gobierno rompieron la
estructura del movimiento popular. Pero al integrar a la fuerza en los cuadros
jacobinos un movimiento hasta entonces autónomo, con aspiraciones propias y su
propia práctica de la democracia, los comités se alejaron de los desarrapados.
De este modo se produjo el antagonismo inevitable entre los sans-culottes
y la burguesía jacobina.
La
centralización gubernativa viose por fin fortalecida en la primavera del año II,
cuando fueron llamados los representantes en misión en los departamentos.
Investidos al principio de grandes poderes, los representantes en misión vieron
su competencia limitada por decreto del 14 frimario, año II. Intervino una gran
misión, la última, en diciembre de 1793, para aplicar el decreto, y estos
representantes quedaron subordinados al Comité de Salud Pública, a quien tenían
que rendir cuentas cada diez días; no podían ya delegar sus poderes ni tampoco
llevar ejércitos y obtener impuestos revolucionarios. El 30 de germinal (19 de
abril de 1794) fueron retirados 21 representantes en misión. El Comité de Salud
Pública prefería utilizar a sus propios agentes: así, Julien, de París, hijo del
representante de la Drôme, quien denunció los excesos de Carrier en Nantes, de
Tallien en Burdeos, y consiguó su vuelta a París. A veces, el Comité delegaba en
uno de sus miembros: Saint-Just por ejemplo, a la frontera del Norte, en
mesidor.
La
centralización no pudo llevarse hasta el fin. El Comité de Salud Pública tuvo
siempre que contar con la Convención y los Comités. Las finanzas, regenteadas
por Cambon, se le escapaban. El Comité de Seguridad General, muy celoso de sus
prerrogativas, soportaba mal la actividad de la Oficina de Policía del Comité de
Salud Pública; el conflicto de ambos comités precipitó la caída del Gobierno
revolucionario. En los departamentos, a pesar de los esfuerzos del Comité de
Salud Pública, hubo bastantes matices en cuanto a la aplicación de las medidas
gubernamentales.
2.
La “fuerza coactiva” y el Terror
La
voluntad punitiva constituía desde 1789 uno de los rasgos esenciales de la
mentalidad revolucionaria; frente a la conjura aristocrática se
asentaban, como lo demuestra Georges Lefebvre, la reacción defensiva y la
voluntad punitiva de las masas populares como dirigentes preclaros de la
Revolución. De ahí las revueltas populares y las matanzas. De ahí, también,
desde 1789, esos comités permanentes, comités de Investigación y, después, de
Seguridad General. El decreto de 11 de octubre de 1789 atribuía al Châtelet de
París el juicio en último término de los crímenes de lesa-nación. El 17
de agosto de 1792 se instituía un tribunal extraordinario, dotado dos días más
tarde de un procedimiento expeditivo, sin posibilidad de recurso alguno de
casación. Las matanzas de septiembre señalaron el punto culminante del terror
popular. Los girondinos odiaban emplear la represión aunque fuese legal y el
tribunal de 17 de agosto quedó suprimido a partir del 29 de noviembre de
1792.
Al
establecerse el Terror se produjo un empeoramiento de la crisis. No obstante, el
Gobierno revolucionario, al establecerse y reforzarse, hizo que se organizase y
legalizase el Terror. El 10 de marzo de 1793, para evitar nuevas matanzas
populares, el tribunal revolucionario quedó instituido para que vigilase
“cualquier empresa contrarrevolucionaria”; quedó reorganizado el 5 de
septiembre; nombrado por la Convención, juzgaba según un procedimiento
simplificado (el jurado de acusación había sido suprimido), sin apelación ni
recurso de casación. Los comités de vigilancia, creados el 21 de marzo de 1793,
quedaron sometidos a la ley de sospechosos el 17 de septiembre siguiente, bajo
el control del Comité de Seguridad General. Además, la Convención instituía
comisiones militares dotadas de un procedimiento especial. El 19 de marzo de
1793 intervinieron contra los rebeldes de la Vendée y el 28 contra los
emigrados. Para los rebeldes, los emigrados y los refractarios deportados que
habían vuelto, todos ellos considerados fuera de la ley, el proceso quedaba
reducido a una simple comprobación de identidad y a la sentencia de
muerte.
Durante
este segundo período, la intensidad del terror varió según los departamentos,
según los representantes en misión y la influencia de los terroristas locales.
El campo de la represión se ampliaba o disminuía según las circunstancias y la
importancia de los peligros y también según el temperamento de los responsables
y la interpretación que daban a los textos legislativos. Algunos la emprendieron
con los antiguos realistas moderados, con los protestantes del 10 de agosto o
del 31 de mayo al 2 de junio. El empeoramiento de la crisis económica, la
aplicación de la economía dirigida, multiplicaron el número de sospechosos; los
ricos que atesoraban, los productores y comerciantes que contravenían el máximo.
Por último, la descristianización, que dio una nueva extensión al Terror: la
represión la emprendió con los sacerdotes constitucionales, que fueron demasiado
lentos en cuanto a abandonar su sacerdocio y con los fieles que se obstinaban en
practicar su culto.
La
centralización del Terror se fortaleció con la caída de las facciones y de los
procesos de germinal. Hasta entonces estaba frente a los enemigos de la
Revolución, y desde ese momento contra los adversarios de los comités del
Gobierno, que hicieron más apremiante su control. Los terroristas más notables
fueron poco a poco reducidos: Fouché, Barras y Fréron, Tallier, Carrier. El
decreto de 27 de germinal, año II (16 de abril de 1794), votado después del
informe de Saint-Just sobre la policía en general y los crímenes de las
facciones, establecía “que las acusaciones de conspiración serían enviadas
desde todos los puntos de la República al Tribunal revolucionario, en París”. El
19 de floreal (8 de mayo), los tribunales y las comisiones revolucionarias
establecidas en los departamentos por los representantes en misión se
suprimieron. El Tribunal revolucionario de Arrás, creado por Lebon, se mantuvo,
no obstante, hasta el 22 de mesidor (10 de julio): el 21 de floreal (10 de mayo)
se creó la Comisión Popular de Orange. Son excepciones impuestas por las
circunstancias.
El
Gran Terror procedió de la ley de 22 de prairial, año II (10 de junio de
1794). Tiene como explicación las circunstancias del momento. El 1 de prairial
(20 de mayo). Collot d’Herbois había sufrido los disparos hechos por un tal
Admirat. El 4 (23 de mayo), se detenía a Cécile Renault, que parecía querer
atentar contra Robespierre: esta mujer sostuvo sus convicciones
contrarrevolucionarias. Así no acababa la conjura aristocrática,
manteniendo la continuación de la contrarrevolución hasta la víspera de
iniciarse la campaña. Una ola terrorista sacudió a las secciones parisienses,
desencadenándose la pasión del castigo. Pero la época estaba demasiado llena de
reacciones espontáneas. El Terror se simplificó y se reforzó: “No se trata de
dar algunos ejemplos -declaró Couthon- informador de la ley de 22 de prairial,
sino de exterminar a los satélites implacables de la
tiranía”.
La
defensa y el interrogatorio previos de los acusados quedaron suprimidos, los
jurados podían limitarse a las pruebas morales; el tribunal sólo tenía elección
entre cumplir con su deber o la muerte. La definición de los enemigos de la
Revolución fue considerablemente ampliada: “Se trata menos de castigarlos que de
acabar con ellos”. El artículo 6° enumera las diversas categorías de las
personas reputadas como enemigos del pueblo:
“Quienes
hayan secundado los propósitos de los enemigos de Francia, persiguiendo o
calumniando el patriotismo, quienes hubieran intentado acabar con la moral,
depravar las costumbres, alterar la pureza y la energía de los principios
revolucionarios, todos aquellos que por cualquier medio a su alcance, de una u
otra forma, hayan atentado contra la libertad, la unidad y la seguridad de la
República o bien que hayan intentado impedir que se
consolide”.
Durante
este último período, la práctica de la “amalgama” se generalizó: una idea más
amplia de la conjura aristocrática permitió meter en el mismo proceso a acusados
sin que hubiera vínculo alguno entre ellos, pero juzgados como solidarios en sus
actuaciones contra la nación. El abarrotamiento de sospechosos en las prisiones
parisienses, más de 8.000, hizo que se temiese una revolución de los detenidos.
Las conspiraciones en las
prisiones, atestiguadas por algunos indicios, pero bastante exagerados
justificaron las tres hornadas de junio y las del 7 de julio, sacadas de
las tres principales prisiones: Bicêtre, Luxemburgo, Carmes y Saint-Lazare. De
marzo de 1793 al 22 de prairial, año II, se dio muerte en París a 1.251
personas; 1.376 fueron guillotinadas por la ley del gran Terror del 9 del
termidor. “Las cabezas caían como pedrisco”, fue expresión de Fouquier-Tinville,
acusador público del Tribunal revolucionario.
El
balance del Terror ha de matizarse. El número de sospechosos detenidos ha sido
calculado, según unos, en 100.000 aproximadamente; la cifra de 300.000 no parece
inverosímil a otros. El número de muertos calculados por Donald Greer es de
35.000 a 40.000, teniendo en cuanta las ejecuciones habidas sin juicio, como en
Nantes y Tolón. El número de sentencias capitales pronunciadas por el tribunal
revolucionario y las diversas jurisdicciones excepcionales se elevó según las
estadísticas hechas por este historiador, a 16.594: de marzo a septiembre de
1793, 518 condenadas; de octubre de 1793 a mayo de 1794, 10.812; de junio a
julio, 2.554; en agosto de 1794, 86. Examinando la repartición regional, si el
16 por 100 de las condenas capitales se pronunciaron en París, el 71 por 100
procede de las principales regiones de la guerra civil: el 19 por 100, en el
Sudeste; el 52 por 100, en el Oeste. Los motivos de la condena coinciden con
este reparto regional: en el 78 por 100 de los casos, las condenas han sido
pronunciadas por rebelión o por traición. Las opiniones (agitación refractaria,
federalismo, conspiraciones) motivaron un 19 por 100 de las condenas. Los
delitos de orden económico (fabricación de asignados falsos, exacciones), el 1
por 100 tan sólo. En cuanto a la composición social, el 84 por 100 de los
condenados procedían del antiguo Tercer Estado (burgueses, un 25 por 100;
campesinos, un 28 por 100; “desarrapados”, un 31 por 100; un 8,5 por 100 tan
sólo de la nobleza y un 6,5 por 100 del clero). “Pero en una lucha tal -hacía
observar Georges Lefebvre- los tránsfugas eran tratados con menos miramientos
que los adversarios originales”.
El
Terror fue, esencialmente, un instrumento de defensa nacional y revolucionaria
contra los rebeldes y traidores. Lo mismo que la guerra civil, de la cual no es
más que un aspecto, el Terror desvinculó de la nación aquellos elementos
socialmente inadmisibles, ya que, aristocratizantes, habían unido su suerte a la
de la aristocracia. El Terror confirió a los comités gubernamentales la
fuerza coactiva que le permitió restaurar la autoridad del Estado,
imponiendo a todos las normas de salud pública, contribuyendo a desarrollar el
sentimiento de solidaridad nacional, acallando por un momento los egoísmos de
clase. Permitió especialmente que se impusiese la economía dirigida necesaria
para el esfuerzo de la guerra y la salvación de la nación. En este sentido fue
un factor de la victoria.
3.
La economía dirigida
La
instauración de la economía dirigida se debe a las exigencias de la defensa
nacional: se trataba de alimentar, de vestir, de equipar, de armar a los hombres
que habían sido llevados en masa, de abastecer a las poblaciones de las
ciudades, cuando el comercio exterior estaba moribundo a causa del bloqueo y
Francia vivía como una plaza asediada. Por esto el Gobierno revolucionario, a
partir del verano de 1793, tuvo que ir poco a poco asegurando la dirección de la
economía.
La
requisición recaía sobre todos los recursos materiales del país. La ley de 26 de
julio de 1793 imponía la pena de muerte a todos los acaparadores y obligaba a
los productores y comerciantes a que declarasen sus existencias, e instituía
para comprobarlo los comisarios de los acaparamientos. El campesino
entregaba sus granos, sus forrajes, su lana, su lino; el artesano, los productos
de su trabajo. En algunos casos excepcionales, los ciudadanos civiles daban
armas, calzado, mantas o sábanas; Saint-Just requisó en Estrasburgo, el 10 de
brumario, año II (31 de octubre de 1793), 5.000 pares de zapatos y 1.500
camisas, y el 24 (14 de noviembre), 2.000 camas entre los ciudadanos ricos de la
ciudad para curar a los heridos. Las materias primas estaban muy buscadas,
almacenadas: metales, cuerdas, pergaminos para los cartuchos, tierras
salitrosas...; las campanas de las iglesias se quitaban y se fundían para
obtener bronce. Todas las empresas trabajaban para la nación, bajo el control
del Estado, con el fin de lograr una producción máxima y aplicar las técnicas
más modernas de los sabios que habían sido movilizados por el Comité de Salud
Pública. El requisamiento limitaba la libertad de empresa.
El
impuesto constituía el complemento necesario de la requisa. El decreto de 4 de
mayo de 1793 instituía el máximo de granos y harinas; en realidad, no se
aplicó. El de 11 de septiembre lo restablecía. El decreto de 29 de septiembre
impuso el máximo general a las mercancías de primera necesidad (los
precios de 1790 aumentados en una tercera parte), que habrían de fijar los
distritos. Los salarios (según el impuesto de 1790 aumentados en una mitad)
quedaban al cuidado de las municipalidades. Para poner en marcha la nueva
legislación y vigilar su aplicación, la Convención creó el 6 de brumario, año II
(27 de octubre de 1793), una Comisión de Subsistencias, bajo la autoridad del
Comité de Salud Pública. La Comisión emprendió un trabajo extenso de
regularización y publicó el 2 de ventoso (20 de febrero de 1794) la tarifa del
máximo nacional en el lugar de producción; cada distrito tenía que pagar los
gastos de transporte (veintiseis céntimos por cada legua de posta para los
granos y la harina); el beneficio del almacenista al por mayor era de un 5 por
100, y el del detallista, un 10 por 100. Así, el máximo imponía márgenes
beneficiarios, frenaba la especulación y limitaba la libertad de
beneficios.
La
nacionalización de la economía afectó en grados distintos a la producción y al
comercio exterior, pero en función sobre todo de los ejércitos; el Comité de
Salud Pública se abstuvo, en efecto, de nacionalizar el abastecimiento civil.
Este sistema de producción y de intercambios, que limitaba la libertad
económica, tenía evidentemente un valor social a ojos de los desarrapados. Pero
el Comité de Salud Pública no estaba comprometido en la vía de la economía
dirigida más que por causa de la necesidad imperiosa: para él no había más que
un expediente de defensa nacional y revolucionaria, ya que la burguesía
continuaba firmemente hostil a la nacionalización, lo que limitaba la libertad
económica.
La
producción fue en parte nacionalizada, bien directamente por medio de la
creación de manufacturas del estado, bien indirectamente por la provisión de las
materias primas a los fabricantes, por la reglamentación y el control y por el
requisamiento y la tasa. La industria de armamentos tuvo un impulso enérgico al
poner en marcha las manufacturas nacionales de armas y municiones; así la gran
manufactura de fusiles y armas blancas de París, las creadas por Lakanal en
Bergerac, por Noël Pointe en Moulins, e incluso el polvorín de Grenelle en
París. El Comité de Salud Pública evitó, no obstante, multiplicar las
manufacturas del Estado (Carnot era hostil), rehusando nacionalizar las
minas.
El
comercio exterior estuvo nacionalizado durante algunos meses. La Comisión de
Subsistencias lo tomó a su cargo desde noviembre de 1793, enviando agentes al
extranjero, requisando los navíos comerciales, estableciendo almacenes
nacionales en los puertos. Para financiar este comercio con los neutrales y
asegurar el pago de las compras en Hamburgo, Suiza y Estados Unidos, la Comisión
requisó para su exportación vino y aguardientes, sederías y algodones; el 6 de
nivoso, año II (26 de diciembre de 1793), Cambon requisó las divisas extranjeras
que estaban a la par. Después de la ejecución de Hébert, el control de comercio
exterior se hizo más débil. A partir del 23 de ventoso (13 de marzo de 1794) se
concedieron facilidades a los negociantes: para asegurar el abastecimiento y la
producción, el Gobierno buscó desde ese momento la colaboración del comercio
importante. Los negociantes de los puertos fueron agrupados en agencias
comerciales, los agentes de la Comisión fueron llamados a Francia. Es una
evolución de acuerdo con los intereses de la burguesía comerciante e industrial,
y no podía sino provocar la oposición de los desarrapados.
El
abastecimiento civil no fue nunca directamente nacionalizado. La Comisión de las
Subsistencias convertida el 12 de germinal, año II (1 de abril de 1794), en la
Comisión del Comercio y de los Abastecimientos, empleó su derecho de requisa,
especialmente en beneficio de los ejercicios, preocupándose poco de los
consumidores civiles; el débil desarrollo de la concentración capitalista, la
ausencia de estadísticas generales,
no permitía fijar exactamente las necesidades de la población
estableciendo una cartilla nacional de abastecimiento. Recayó sobre los
distritos la tarea de hacer las requisas para abastecer los mercados, sobre las
municipalidades vigilando a los molineros, reglamentando la panadería,
estableciendo el racionamiento. En bastantes ciudades la panadería quedó
totalmente municipalizada, como en Troyes; bastante menos, en Clermont-Ferrand ,
por ejemplo, la carnicería. En cuanto a los demás productos, salvo el azúcar y
el jabón, la Comisión de Subsistencias se desinteresó en absoluto,contentándose
con publicar el máximo, llegando incluso el Comité de Salud Pública a prohibir
toda requisición a las autoridades locales. En vano los desarrapados trataron de
que se respetase la tasa por los comerciantes por medio de su vigilancia
revolucionaria: el mercado clandestino, principalmente los productos agrícolas ,
fue desarrollándose considerablemente. Los comisarios de acaparamiento quedaron
suprimidos el 12 de germinal, año II (1 de abril de 1794). Dirigiendo a la vez a
los productores, labradores y artesanos, y también a los comerciantes, el Comité
de Salud Pública no podía sino aflojar poco a poco el control del abastecimiento
civil, a pesar de las recriminaciones de los desarrapados. Finalmente,el Comité
toleró la violación del máximo de las subsistencias, salvo para el
pan.
Se
esbozaba una política económica nueva hacia la primavera de 1794, mientras se
confirmaba el divorcio del Gobierno revolucionario y el movimiento popular. El
Comité de Salud Pública, sensible a las aspiraciones de la clase media, daba
marcha atrás, tranquilizando a los comerciantes, suavizando los controles y la
legislación intervencionista. La dirección de la economía afirmóse esencialmente
en beneficio de los ejércitos y en beneficio del Estado. No podía escapar al
Comité de Salud Pública que la aplicación del máximo constituía un factor de
disociación del antiguo Tercer Estado: mientras que la burguesía y los
campesinos acomodados soportaban con repugnancia la economía dirigida, los
artesanos y comerciantes exigían la aplicación del máximo a las subsistencias,
aunque les indignaba sufrirlo.
El
máximo de salarios irritaba a los obreros. La leva en masa y el esfuerzo de la
guerra hacían que escasease la mano de obra, aprovechándolo para obtener
aumentos. Muchos municipios, como el de París en especial, no habían publicado
el cuadro oficial de salarios. El Estado, sin embargo, lo aplicaba estrictamente
en sus fábricas, rehusando toda concesión a los trabajadores. Después del drama
de germinal, la nueva Comuna de París reprimió las tentativas de coalición, y el
Comité de Salud Pública adoptó una actitud de resistencia respecto de los
salarios. Estimaba que todo el edificio económico y financiero reposaba sobre el
máximo doble y que su abandono llevaría al derrumbamiento del sistema y la ruina
del asignado. Las huelgas se sofocaron al aproximarse la cosecha, los obreros
agrícolas fuero movilizados y sus salarios tasados. El 5 de termidor (23 de
julio), la Comuna de París publicó por fin el máximo de los salarios; para
muchos oficios correspondía en realidad a una baja autoritaria del precio del
trabajo. Así aumentó el descontento de los obreros, agregándose el de los
campesinos, abrumados por las requisas; el de los comerciantes, irritados por
los impuestos; el de los rentistas, arruinados por la desvalorización del
asignado.
El
balance de la economía dirigida no podía considerarse negativo, ya que ésta
permitía alimentar y equipar a los ejércitos de la República: sin ella la
victoria no se concebía. Gracias a ella, las clases populares urbanas tuvieron
su pan cotidiano asegurado; el retorno a la libertad económica los hundió en la
miseria más atroz el año III.
4.
La democracia social
El
ideal de una democracia social fue compartido, aunque con ciertos matices, por
las masas populares y por la burguesía revolucionaria media. Que la desigualdad
de las riquezas reduce los derechos políticos a no ser más que una vana
apariencia, que en el origen de la desigualdad entre los hombres no sólo está la
naturaleza,sino también la propiedad privada, era tema trivial de la filosofía
social del siglo XVIII. Eran pocos quienes opinaban que había que cambiar el
orden social aboliendo la propiedad privada. “La igualdad de bienes es una
quimera”, declaraba Robespierre en la Convención el 24 de abril de 1793. Como
todos los revolucionarios, condenaba la ley agraria, es decir, el reparto
de las propiedades. El 18 de marzo anterior, la Convención, por unanimidad,
había decretado la pena de muerte contra los partidarios de la ley agraria. Pero
Robespierre no dejaba de afirmar en ese mismo discurso que “la desproporción
extrema de las fortunas era la fuente de muchos de los males y de muchos
crímenes”; los desarrapados y los montañeses afirmaron su hostilidad a “la
opulencia”, a los gordos, a la riqueza excesiva. El ideal común era una
sociedad de pequeños productores independientes, campesinos y artesanos, cada
uno de ellos poseedores de su campo, de su tienda o de su puestecillo, capaces
de alimentar a su familia sin recurrir al trabajo asalariado. Ideal a la medida
de la Francia popular de finales del siglo XVIII, de acuerdo con las
aspiraciones del pequeño campesino y del jornalero agrícola, del artesano y del
cuadrillero, así como del tendero. Ideal y en armonía con las condiciones
económicas de la mayoría de los productores de la época, pero que se afirmaba en
contra de la libertad de producción reclamada por otros, que llevaba a la
concentración capitalista.
La
formulación más exacta de este ideal social fue dado a la vez por militantes de
las secciones parisienses y por los robespierristas.
El
2 de septiembre de 1793, reclamando el máximo de subsistencias y aumento de
salarios, la sección de las Sans-culottes, antes del
Jardin-des-Plantes, declara que “la propiedad no tiene más base que el
ámbito de las necesidades físicas”; pedía a la Convención que decretase “que el
máximum de las fortunas quedaría determinado; que el mismo individuo no
podría poseer más que un máximum, que nadie tuviese en arrendamiento más
tierras que las necesarias para un número determinado de arados; que el mismo
ciudadano no pudiese tener más que un taller, una tienda”.
Robespierre,
sin embargo, a partir del 2 de diciembre de 1792, subordinó el derecho de
propiedad al derecho de existencia. “El primer derecho es el de existir; la
primera ley social es aquella que garantiza a todos los miembros de la sociedad
los medios de existir; todos los demás quedan subordinados a éste”. El 24 de
abril de 1793, en un discurso sobre una nueva declaración de derechos,
Robespierre da un paso más y hace de la propiedad no ya un derecho natural, sino
un derecho definido por la ley:
“La
propiedad es el derecho que tiene cada ciudadano de gozar y de disponer de la
parte de los bienes que le garantiza la ley”.
Saint-Just
precisó con éxito esta orientación social: “No son necesarios ni ricos ni
pobres: la opulencia es una infamia”. En sus Fragments d’Institutions
républicaines mantiene a la propiedad dentro de límites estrechos, aboliendo
la libertad de testar y la división por igual de las sucesiones en línea
directa, prohibiendo la herencia en línea directa y defendiendo el retorno al
Estado de los bienes de los ciudadanos sin parentesco directo. El fin de esta
legislación es el de
“dar
a todos los franceses los medios de sufragar las primeras necesidades de la vida
sin depender más que de las leyes y sin dependencia mutua en el estado
civil”.
Y
aún más: “Es preciso que el hombre viva independiente”. De esta forma quedaba
restablecida en el pensamiento republicano la noción de derecho social: la
comunidad nacional, investida del derecho de control según la organización de la
propiedad, intervino para mantener una igualdad relativa por la reconstitución
de la pequeña propiedad a medida que la evolución económica tiende a destruirla,
con el fin de evitar el restablecimiento del monopolio de la riqueza y la
formación de un proletariado dependiente.
La
legislación montañesa procedía de esos principios. Las leyes del 5 de brumario,
año II (26 de octubre de 1793) y del 17 de nivoso (6 de enero de 1794),
aseguraron la división de los patrimonios con la igualdad absoluta para los
herederos, incluso para los hijos naturales, con efecto retroactivo a contar del
14 de julio de 1789. No bastaba con asegurar la división igual de las herencias;
era preciso que tuviesen acceso a la propiedad aquellos que no la tenían. De
aquí su división en pequeños lotes prescrita el 3 de junio de 1793 para la venta
de los bienes de los emigrados, quedando los pagos escalonados hasta diez años;
estas estipulaciones se extendieron hasta el 2 de frimario, año II (22 de
noviembre de 1793), a todos los bienes nacionales. La ley de 10 de junio de 1793
autorizaba el reparto gratuito de los bienes comunales por cabeza. La división
permitió a un cierto número de campesinos redondear sus dominios o convertirse
en propietarios, aunque la mayor parte no obtuvo ningún beneficio de esta
legislación. La pura y simple abolición de los derechos feudales, el 17 de julio
de 1793, llevó consigo la desaparición de la solidaridad campesina: la
disociación del mundo rural se aceleró; los campesinos propietarios y la
explotación en gran escala, bajo la presión de las necesidades de la mano de
obra, tenían que ser hostiles al acceso de los obreros agrícolas a la propiedad
y a la transformación de los proletarios rurales en productores independientes.
Los decretos del 8 y 13 de ventoso, año II (26 de febrero y 3 de marzo de 1794),
definieron la voluntad de los robespierristas de ir más lejos y dar alguna
satisfacción a los desarrapados más pobres; los patriotas indigentes
serían indemnizados con la confiscación y la distribución de los bienes
de los sospechosos. Pero desde que Saint-Just había hablado en su informe de la
cesión gratuita de esos bienes, ya no se mencionó la cuestión en el decreto; las
modalidades de su ejecución no se precisaron nunca. En realidad, los decretos de
ventoso no podían resolver el problema agrario. Adictos en el fondo a la
libertad económica, a los robespierristas y a los montañeses, no les gustaba
intervenir en los problemas agrarios; sordos los unos y los otros a las
reinvindicaciones de los campesinos pobres, no proyectaron la reforma de los
arriendos o la división de las grandes fincas en pequeñas explotaciones, y
fueron incapaces de concebir un programa agrario de acuerdo con las aspiraciones
de los desarrapados campesinos.
La
legislación social propiamente dicha entra en la línea de las tentativas de la
Asamblea constituyente, superándolas al mismo tiempo. Los decretos del 19 de
marzo y del 28 de junio de 1793 instituyeron los socorros para los indigentes,
para los niños y para los viejos. La Declaración de derechos del 24 de junio de
1793 reconoce en su artículo 21 que
“los socorros públicos son una deuda sagrada”. El derecho de asistencia quedó
sancionado por la ley de 22 de floreal, año II (11 de marzo de 1794), que
instituyó el principio de la seguridad social y abrió en cada departamento un
libro de beneficiencia nacional ; serían inscritos en él los campesinos
enfermos, las madres y las viudas cargadas de hijos; unos y otros recibirían una
pensión anual y socorros, beneficiándose de la asistencia médica gratuita y a
domicilio.
“Que
aprenda Europa que no queréis ni oprimidos ni opresores en el territorio
francés, había dicho Saint-Just el 13 de ventoso, año II (3 de marzo de
1794); que este ejemplo fructifique sobre la tierra; que propague el amor a
las virtudes y a la felicidad. La felicidad es una idea nueva en
Europa”.
5.
La moral republicana
La
virtud, según Robespierre, el 17 de pluvioso, año II (5 de febrero de 1794)
constituye el principio y el resorte del Gobierno popular:
“Hablo
de esa virtud mágica que tantos prodigios operó en Grecia y en Roma...; de esa
virtud que no es más que el amor a la patria y a sus
leyes”.
La
virtud es el correctivo del Terror. El Comité de Salud Pública trató duramente a
los revolucionarios prevaricadores, buscando a los terroristas como presa. Si no
volvió a la descristianización, fue porque creía hacer más puro y perfecto el
culto cívico que se había instaurado un poco por todas partes, y también darle
unidad: era preciso fortalecer por medio de la instrucción pública y el culto
republicano el sentimiento cívico de las masas.
La instrucción pública fue reconocida como
uno de los derechos del hombre por el artículo 22 de la Declaración de 24 de
junio de 1793. Se concibió esencialmente como una educación nacional, una
institución cívica, que enseña a los ciudadanos, según la sección
parisiense de los Derechos del Hombre, el 14 de julio de 1793, “la regla de sus
deberes y la práctica de las virtudes”: antes que nada hay que desarrollar el
espíritu público y fortalecer la unidad nacional. El 21 de octubre de 1793, la
Convención votó un decreto instituyendo las escuelas primarias del Estado, cuyo
programa combinaba la cultura del espíritu y del cuerpo, la moral y la gimnasia,
la enseñanza y la experiencia. Este decreto fue reemplazado por el de 29 de
frimario, año II (19 de diciembre de 1793), que ordenaba que se creasen escuelas
primarias obligatorias, gratuitas y laicas, según un sistema controlado por el
Estado, pero descentralizado, que iba bastante bien con la mentalidad popular.
Pero preocupado constantemente con la guerra, el Gobierno revolucionario
descuidó aplicar esta ley. A pesar de las reclamaciones del pueblo, le faltó
tiempo y dinero. La organización de un culto cívico ya no fue
necesaria.
Los
cultos revolucionarios se desarrollaron desde el principio de la Revolución. La
Federación de 14 de julio de 1790 constituía una de las primeras y más
grandiosas manifestaciones. Las fiestas cívicas se multiplicaron, arte nuevo al
que David tuvo que entregar todos los recursos de su genio. El 10 de agosto de
1793 se celebró en París la fiesta de la Unidad e Indivisibilidad, organizada
por David. Aparte del movimiento de descristianización, el culto de la Razón
reemplazó en las iglesias, en otoño de 1793, al culto católico, y bien pronto se
mudó al culto decadario, a base de civismo y de moral
republicana.
El
culto del Ser supremo,cuyo promotor fue Robespierre, pretendía asentar la
doctrina republicana sobre fundamentos metafísicos. La educación de Robespierre
en el colegio fue de formación espiritualista; discípulo de Rousseau, sentía
horror por el sensualismo de Condillac y aún más por el materialismo ateo de
filósofos como Helvétius, cuyo busto mandó romper en los Jacobinos. El
Incorruptible creía en la existencia de Dios, en la del alma y en la vida
futura; su declaración en los Jacobinos, el 26 de marzo de 1792, no deja lugar a
dudas sobre este punto. Encargado de presentar un informe el 18 de floreal,año
II (7 de mayo de 1794), diole como fin el desarrollo del civismo y de la moral
republicana:
“El
fundamento único de la sociedad civil es la moral. La inmoralidad es la base del
despotismo, como la virtud es la esencia de la República. Reavivad la moral
pública. Imperad sobre la victoria, pero sobre todo hundid el vicio en la
nada”.
Pero
actuando tanto por convicción personal como por política, y cuidadoso de dar al
pueblo un culto que dirigiese sus costumbres y consolidase la moral,
continuaba:
“A
los ojos del legislador, todo cuanto es útil al mun-do es bueno en la práctica y
en la verdad. La idea del Ser supremo es una continua preocupación por la
justicia: es, por tanto, social y republicana”.
El
primer artículo del decreto de 18 de floreal proclama que “el pueblo francés
reconoce la existencia del Ser supremo y la inmortalidad del alma”. Se
instituyeron cuatro grandes fiestas republicanas, dedicadas a la gloria de las
grandes jornadas de la Revolución (14 de julio de 1789, 10 de agosto de 1792, 21
de enero y 31 de mayo de 1793); cada década sería consagrada a una virtud cívica
o social.
La
fiesta del Ser supremo y de la Naturaleza inaugura el nuevo culto el 20 de
prairial, año II (8 de junio de 1794). Elegido presidente de la Convención
algunos días antes, Robespierre la presidió con un ramo de flores y de espigas
en sus manos. En medio de un gentío inmenso, la fiesta cívica fue exhibiendo un
magnífico cortejo, organizado por David, desde el jardín nacional de las
Tullerías al Champ-de-Mars, a los acordes de la majestuosa música de Gossec y de
Méhul. La fiesta del 20 de prairial produjo una profunda impresión sobre los
asistentes y en el extranjero. El empleado Girbal, de la sección Guillaume-Tell,
escribe, con esta fecha, en su diario:
“No
creo que la Historia ofrezca un ejemplo parecido a esta jornada. Era sublime,
tanto en lo físico como en lo moral. Las almas sensibles conservarán un recuerdo
eterno”.
Y
el contrarrevolucionario Mallet du Pan: “Se creyó realmente que Robespierre iba
a cerrar el abismo de la Revolución”.
El
fin político que perseguía Robespierre por medio de la instauración del culto
del Ser supremo falló. En la situación de la primavera del año II, y después de
los dramas ocurridos en germinal, el decreto de 18 de floreal pretendía
resolver, con una misma fe y una misma moral, la unidad de las diversas
categorías sociales que hasta entonces habían sostenido al Gobierno
revolucionario y que los antagonismos de clases dividían enfrentando unas con
otras. Incapaz de analizar las condiciones económicas y sociales, Robespierre
creía en las ideas todopoderosas y en la virtud. En resumen, el culto al Ser
supremo engendró, en el seno mismo del Gobierno revolucionario, un nuevo
conflicto: partidarios de la descristianización violenta y partidarios de un
laicismo total del Estado, no perdonaron a Robespierre el decreto del 18 de
floreal, año II.
6.
El ejército nacional
El
gobierno revolucionario se organizó en función de la guerra y su autoridad fue
sancionada por el Terror; para alimentar y equipar a los ejércitos de la
República se instituyó la economía dirigida. Para que el pueblo se entregase por
entero al combate, la democracia social se dedicó a mejorar su estado, y la
moral republicana, a fortalecer su civismo. “La Revolución es la guerra de la
libertad contra sus enemigos”, declaraba Robespierre. El Gobierno revolucionario
consagró todas sus energías al ejército del año II.
Los
efectivos pasaban, en la primavera de 1794, de un millón de hombres, organizados
en doce ejércitos. Su origen era diverso: regimientos regulares, batallones de
voluntarios y de alistados por la leva de 300.000 hombres y por la leva en masa
que la amalgama y los encuadramientos decretados el 21 de febrero
de 1793 y aplicados durante el invierno de 1793-1794 reagruparon en medias
brigadas. El ejército quedó de esta manera
“nacionalizado”.
Los
cuadros fueron depurados y renovados. La Convención estableció el principio de
elección de los jefes, ya en vigor, en la guardia nacional, pero templado por el
papel que representaba la antigüedad en el servicio. Según la ley de 21 de
febrero de 1793, los soldados elegían a los sargentos. Para los tercios de los
grados superiores, designaban a tres candidatos entre los graduados de categoría
inferior al puesto a ocupar. Los oficiales de una misma clase elegían a quien
iba a ser propuesto; una tercera parte de los grados se atribuían a la
antigüedad; los generales eran nombrados por el poder ejecutivo; una tercera
parte, por antigüedad; dos tercios, por elección. “La elección de los jefes
particulares de los regimientos es derecho cívico del soldado”, había declarado
Saint-Just el 12 de febrero de 1793; “la elección de los generales es derecho de
la nación entera”. En resumen, el Comité de Salud Pública se atribuyó en este
sentido derechos muy amplios, delegando a veces sus poderes en los
representantes en misión que intervinieron en la formación de los cuadros. De
todas maneras, el principio de elección para los grandes subalternos fue siempre
respetado. Cuando se hizo una criba en esta selección, fue apareciendo, poco a
poco, un estado mayor sin igual: Marceau, Hoche, Kléber, Masséna, Jourdan y
tantos otros, rodeados de cuadros sólidos tanto por sus cualidades militares
como por su civismo. Para formar nuevos cuadros, el decreto de 13 de prairial,
año II (1 de junio de 1794), organizó l’Ecole de Mars. Seis jóvenes por
distrito fueron enviados a ella “para recibir una educación revolucionaria, así
como las costumbres y la sabiduría de un soldado
republicano”.
La
disciplina quedó restablecida. “Amad la disciplina que hace vencer” decía
Saint-Just al ejército del Rhin, en brumario, año II. El 27 de julio de 1793, la
Convención decretó la pena de muerte contra los ladrones y desertores; en
resumen los tribunales militares, sin piedad para los emigrados y los rebeldes,
supieron mostrarse clementes para con los soldados. Sobre todo, el Gobierno
revolucionario supo conservar en el ejército el carácter democrático. “Ya no se
trata sólo del número y de la disciplina de los soldados de lo que debéis
esperar la victoria; no la obtendréis más que cuando el progreso del espíritu
logre triunfar en el ejército”, había declarado Saint-Just el 12 de febrero de
1793. La educación política del soldado marcha a la par con su entrenamiento
militar. Los soldados del año II frecuentaban los clubs, leían la prensa
patriótica. Un cálculo que se hizo el 26 de ventoso, año II (16 de marzo de
1794), dio una lista de los periódicos enviados a los diferentes ejércitos de la
República. Lo hizo Bouchotte, el ministro desarrapado de la Guerra; en cabeza
iba Le Pére Duchesne; después, Le journal des Hommes Libres, de
Charles Duval; Le journal de la Montagne, órgano del club de los
Jacobinos; L’Antifedéraliste, de Jullien de la Drôme. El ejército del año
II era un ejército revolucionario que combatía para acabar con el privilegio,
abolir el feudalismo y hacer desaparecer el despotismo. El enemigo era tanto el
contrarrevolucionario como el sacerdote refractario, el emigrado o el inglés, el
prusiano o el austríaco. Identificando la República con la libertad y la
igualdad, el Comité de Salud Pública llegó a convencer a los soldados ciudadanos
que en tanto fueran combatientes tenían que obedecer.
El
mando militar quedó directamente subordinado al poder civil. El Ejército, al no
ser más que el instrumento de una política para el Gobierno revolucionario,
hacía de la dirección de la guerra una prerrogativa esencial del poder civil. El
artículo 110 de la Constitución del 24 de junio de 1793, estipulaba: “No hay
ningún generalísimo”. La Fayette y Dumouriez, al traicionarle, hizo que el
Comité de Salud Pública se asegurase de la obediencia de los generales por medio
del Terror: Custine, Houchard y otros fueron igualmente enviados a la
guillotina. La negligencia o la incapacidad eran pruebas de falta de civismo.
Los discuross de Saint-Just, que seguía desde muy cerca los problemas militares,
abundan en máximas de este tipo: “No se hará el elogio de los militares hasta el
fin de la guerra”. “El generalato continúa perteneciendo a la naturaleza de la
monarquía”. En una célebre circular, el Comité de Salud Pública comentaba,
respecto de los generales, el decreto del 14 frimario, año II, constitutivo del
Gobierno revolucionario:
“En
un Estado libre, el poder militar ha de ser el más limitado; es una palanca
pasiva que mueve la voluntad general. ¡Generales, el tiempo de la desobediencia
ha pasado!”
En
el teatro mismo de las operaciones, el control del poder civil se ejercía por
los representantes en misión, cuyos poderes, ilimitados de hecho, quedaron
definitivamente establecidos el 30 de marzo de 1793. La víspera de la campaña de
1794, el 1 de floreal, año II (20 de abril de 1794), Billaud-Varenne lanzaba
esta advertencia a la Convención:
“Cuando
se tienen doce ejércitos en pie de guerra, no son solamente las sublevaciones lo
que se ha de temer y prevenir; hay que lamentar también la influencia militar y
la ambición de un jefe emprendedor que sale de repente de las líneas. La
historia nos enseña que por esto, precisamente, han perecido las repúblicas. El
gobierno militar es el peor, después de la teocracia”.
La
táctica y la estrategia quedaron transformadas en función de las nuevas
necesidades políticas y sociales. Alimentadas y equipadas gracias a la
movilización material que daba, por último, sus frutos, las tropas de la
República, brigadas y divisiones, poseían ahora la ventaja del número. Sin duda,
el armamento continuaba siendo el de los ejércitos del Antiguo Régimen; el fusil
modelo 1.777, con tiro preciso a los cien metros; la artillería de Gribeauval,
principalmente los cañones, con un tiro de bala de 4 libras, a 400 metros
aproximadamente. Pero “el arte militar de la monarquía no nos interesa ya; el
sistema de guerra de los ejércitos franceses ha de ser atacar”, declaraba
Saint-Just el 10 de octubre de 1793.
La
nueva táctica fue impuesta por falta de instrucción de la tropa: los soldados
del año II combatían, generalmente, como tiradores, utilizando el terreno y
después cargando en masa a la bayoneta. La columna convirtióse por último en la
formación táctica por excelencia de los ejércitos republicanos, más fácil de
mantener en orden y de manejar, que la formación lineal tradicional. La unidad
táctica moderna se precisó en 1794. La división, formada por dos brigadas de
infantería, dos regimientos de caballería, una batería de artillería, o sea, de
8.000 a 9.000 hombres.
La
estrategia también fue renovada por la necesidad de utilizar las masas de
hombres disponibles; pero la antigua práctica de la guerra de sitio persistía y
las plazas fuertes constituían los puntos de apoyo y la base de las operaciones.
Carnot preconizó el ataque sin cesar, renovado por las masas concentradas sobre
puntos decisivos; método donde la energía y el encarnizamiento ocupaban un
puesto más importante que la ciencia militar. El 14 de pluvioso, año II (2 de
febrero de 1794), el comité de Salud Pública precisó su
doctrina:
“Las
reglas generales son actuar siempre en masa y en ofensiva, mantener una severa
disciplina, aunque no minuciosa en los ejércitos; tener siempre las tropas en
estado de alerta sin que se excedan; no dejar los puestos más que con lo
absolutamente preciso para su custodia; obligar en todo momento a combatir con
la bayoneta y perseguir constantemente al enemigo hasta lograr su completa
destrucción”.
El
8 de prairial (27 de mayo de 1794): “Atacad, atacad sin cesar”. El 4 de
fructidor (21 de agosto de 1794), por último: “Espantad como el rayo y herid
como la pólvora”. Rapidez de movimientos, energía en el ataque, encarnizamiento
en el campo de batalla, fue lo que hizo posible, más que la habilidad en
maniobrar, el éxito.
III.
El 9 de Termidor, año II
(27
de julio de 1794)
Hacia
finales de la primavera de 1794, las dificultades que el Comité de Salud Pública
encontraba en la Convención y en París se acentuaron; la separación entre el
movimiento popular y el Gobierno revolucionario afirmóse, mientras que la
oposición se reformaba en la Asamblea. Y esto, mientras las dificultades
económicas se agravaban y hacían que el terror fuese necesario para el régimen,
y la victoria, una vez obtenida, fuera más difícil de legitimar y
soportar.
1.
La victoria de la Revolución (mayo-julio de 1794)
La
política exterior del Comité de Salud Pública fue esencialmente una política de
guerra. La política de negociaciones de Danton se abandonó. Hubiera favorecido
en el interior a los Indulgentes y hubiera contribuido a debilitar las energías
nacionales. El Comité no hizo nada para explotar las divisiones de los aliados o
para sostener a los polacos sublevados ante la llamada de Kosciuszko. Pero el
Comité de Salud Pública trató de halagar a los neutrales. Después del informe de
Robespierre, sobre la situación política de la república (27 de brumario,
año II - 8 de noviembre de 1793), la Convención proclamó su voluntad de respetar
los intereses de las potencias neutrales y manifestó sus “sentimientos de
equidad, de buena voluntad y de estimación” a los cantones suizos y a los
Estados Unidos de América. Se había terminado la guerra de
propaganda.
En
las fronteras Norte, el dispositivo militar de la República, en víspera de
entrar en campaña, consistía en tres ejércitos, frente a las tropas de Cobourg,
escalonadas desde el mar hasta Namur. El ejército del Norte, 150.000 hombres a
las órdenes de Pichegru, que debía atacar Flandes en dirección de Ypres; el
ejército de la Ardenas, con 25.000 hombres en la dirección de Charleroi; el
ejército del Mosela, con 40.000 hombres bajo la dirección de Jourdan, hacia
Lieja. Pichegru maniobró mal y no pudo impedir que Cobourg tomase Landrecies;
pero le venció en Tourcoing, el 29 de floreal, año II (8 de mayo de 1794),
llevando la frontera del Escalda hasta el mar. Reagrupando los ejércitos de las
Ardenas y del Mosela y reforzándolos con 90.000 hombres bajo la dirección de
Jourdan, secundado por Saint-Just (que pronto fue el ejército de
Sambre-et-Meuse), el Comité de Salud Pública los lanzó contra Charleroi, que
capituló el 7 de mesidor (25 de junio de l794). Al mismo tiempo, Cobourg,
vencido en Ypres, por Pichegru, retrocedía. Para proteger su retaguardia atacó a
Jourdan ante Charleroi, en Felurus, el 8 de mesidor (26 de junio de l794),
después de una jornada muy dura y fue vencido. Saint-Just había tomado parte
preponderante en la victoria, llevando sin cesar las columnas al asalto, pero
rehusó informar a la Convención:
La
liberación de Bélgica se realizó por Fleurus. Jourdan y Pichegru se unieron en
Bruselas. Después, Pichegru rechazó a los anglo-holandeses hacia el Norte.
Jourdan, a los austríacos, hacia el Este; entraron, el primero en Amberes, y el
segundo en Lieja, el 9 de termidor (27 de julio de 1794).
En
los Pirineos, Dugommier tomó el campo de Boulú (l2 de floreal, 1 de mayo de
1794), invadiendo Cataluña, mientras que en el Oeste Moncey franqueaba la
frontera y ocupaba San Sebastián (7 de termidor, 25 de julio de 1794). En los
Alpes, la invasión de Italia parecía inminente.
En
el mar, mientras las flotas inglesas dominaban el Mediterráneo apoderándose de
Córcega, con la complicidad de Paoli, las escuadras republicanas del Atlántico
todavía dominaban. Los días 9, 10 y 13 de prairial (28 y 29 de mayo y 1 de
junio), la flota de Villaret-Joyeuse salía de Brest, librando un combate a lo
largo de Quessant para proteger un convoy de trigo procedente de América, con la
flota inglesa de Howe. Las pérdidas francesas fueron grandes (el “Vengeur” fue
hundido), pero los ingleses tuvieron que retirarse y el convoy
pasó.
El
Gobierno revolucionario, con un esfuerzo supremo, parecía que iba a conjurar la
crisis interior, lograr la victoria, forzar a los aliados a la
paz:
“Vamos
no para conquistar, sino para vencer, declaraba Billaud-Varenne en la
Convención, en nombre del Comité de Salud Pública, el 1 de floreal (20 de abril
de 1794); no para dejarnos
arrastrar por la borrachera de los triunfos, sino para dejar de luchar, en el
momento en que la muerte de un soldado enemigo no sea útil a la
libertad”.
En
el mismo momento en que iba a lograr el fin, el Gobierno revolucionario se
dislocó.
2.
La crisis política: la imposible conciliación (julio de
1794)
La
crisis política, en julio de 1794, presentó aspectos múltiples. Mientras la
dictadura jacobina se concentraba y se reforzaba en las manos del Gobierno
revolucionario, su base social se estrechaba sin cesar en París, y su base
política en la Convención. La división de los dos Comités de gobierno y la
desunión en el Comité de Salud Pública acabaron de provocar la
crisis.
En
París, y en el conjunto del país, la opinión se cansaba del Terror, mientras que
el movimiento popular se alejaba del Gobierno
revolucionario.
El
cansancio del Terror era aún mayor, en cuanto que la victoria parecía no exigir
represión alguna. La burguesía de los negocios soportaba de mal grado el control
del Gobierno en la economía; quería que se llegase cuanto antes a la libertad
total de producción y de intercambio que le había otorgado la Revolución de
1789. Lamentaba también que no se hubiese prestado bastante atención a su
derecho de propiedad. La aplicación de los decretos de ventoso, largo tiempo
frenados, parecía que debía impulsarse; las Comisiones populares fueron creadas
para espigar a los sospechosos. El Comité de Salud Pública se había esforzado en
regular el Terror, haciendo volver a los grandes terroristas a su misión y
restableciendo la centralización judicial y represiva por la ley de 22 de
prairial. Pero la aplicación de la ley se le escapó: El Comité de Seguridad
General falseó la aplicación, amalgamó las causas más diversas para condenar a
los acusados por hornadas, tomando por pretexto las conspiraciones de las
prisiones, para acelerar la represión. La náusea del cadalso se agregaba a las
dificultades económicas enfrentando al Gobierno revolucionario con una gran
parte de la opinión pública.
El
movimiento popular, a partir del drama germinal, fue, poco a poco,
desvinculándose del Gobierno revolucionario. Durante la primavera de 1794, bajo
la falsa apariencia de las manifestaciones de lealtad hacia la Convención y los
Comités del gobierno, se comprobó que había una degeneración irremediable de la
vida política de las secciones, una falta de amor de la sans-culotterie
parisina con relación al régimen. “La Revolución está congelada”, dice
Saint-Just. Las razones fueron de orden, a la vez político y
social.
En
el plano político, las Asambleas generales de sección fueron cercenadas. Las
elecciones de los magistrados municipales y seccionarios quedaron suprimidas.
Los desarrapados las consideraban una manifestación esencial de sus derechos
políticos. Se siguió una represión larvada contra los militantes acusados de
hebertismo: palabra fácil que permitía alcanzar los cuadros de las reuniones
hostiles a la centralización jacobina que continuaban vinculados al sistema de
la democracia popular. Algunas tentativas de agitación en las secciones, que
bien pronto fueron reprimidas, manifestaron la persistencia de la oposición
popular. En floreal, la sección de Marat volvió a lanzar el culto del Amigo del
pueblo; pero el 3 de prairial (22 de mayo de 1794), los Comités de gobierno
prohibieron las fiestas “parciales”. A finales de mesidor, en la mayoría de las
secciones campesinas se celebraron banquetes fraternales que pronto fueron
denunciados y condenados.
En
el terreno social, la nueva orientación de la política económica no agradaba a
los consumidores populares. La Comuna, depurada y dirigida ahora por el
robespierrista Payan, rehabilitaba el comercio: “¿Qué han producido los
griteríos, sin cesar renovados, contra las sanguijuelas del pueblo..., contra
los comerciantes?”, pregunta el 9 de mesidor (27 de junio de 1794). Las
mercancías de primera necesidad estaban tasadas, pero el Gobierno no las
requisaba; se contentaba con proporcionar pan, cuya distribución incumbía a las
autoridades municipales. Precisando que nada se interponía ahora a que los
particulares hiciesen venir las mercancías de fuera, ordenando que se arrestase
a aquellos que pusiesen trabas al comercio, la Comuna de París favorecía el
mercado clandestino y arruinó los impuestos. Halagaba de esta forma a los
productores y artesanos, pero en detrimento de las capas más pobres de los
desarrapados, trabajadores y asalariados, a los que por otra parte impedía todo
acto de reivindicación. A partir de floreal, la subida de los precios de las
subsistencias, inmediata a la publicación del nuevo máximum y al
relajamiento del control, suscitó la agitación obrera para un aumento de
salarios que atañía a los diversos gremios. Fue brutalmente reprimida por la
Comuna, al aplicar la ley de Le Chapelier. La publicación del máximum
parisino de los salarios, el 5 de termidor (23 de julio de 1794), fue el
coronamiento de esta política restrictiva. Este máximum, aplicando
estrictamente la ley de 29 de septiembre de 1793, imponía a los trabajadores una
baja de salarios a veces considerable; un picapedrero de las canteras de
Panthéon, que ganaba 5 libras en ventoso, no recibía más de 3 libras, 32
céntimos. El descontento obrero estalló en el preciso momento en que las
autoridades robespierristas de la Comuna de París habrían tenido necesidad del
apoyo confiado de las masas populares.
En
la Convención, la oposición se había reagrupado en torno a los representantes
llamados de sus misiones, a los terroristas inexorables, que en particular, se
consideraban amenazados: Carrier, Fouché y, sobre todo, los prevaricadores
Barras, Fréron, Tallien. La facción de los corrompidos se había reformado. Se
apoyó en los nuevos Indulgentes que sacaban partido de la victoria para pedir el
fin del Terror, y sobre el estado llano que no había aceptado al Gobierno
revolucionario más que como un expediente temporal. No teniendo que temer una
nueva jornada revolucionaria ahora que el movimiento popular había sido
domesticado, ¿qué razón podía haber para que la Convención soportase por más
tiempo la tutela de los Comités? Entre la Convención, impaciente por el yugo, y
la sans-culotterie parisiense, irreductiblemente hostil, el
Gobierno revolucionario estaba suspendido en el vacío.
Los
Comités del Gobierno, dividiéndose, terminaron por
perderse.
El
Comité de Seguridad general, que tenía la dirección de la represión, soportaba
de mal grado las usurpaciones del Comité de Salud Pública, especialmente la
actividad de su Oficina de Policía. Constituido por hombres inexorables como
Amar, Vadier, Voulland, cuyo estado de espíritu se aproximaba al extremismo,
querían prolongar el Terror, del cual dependía su autoridad. Eran ateos, y el
decreto de descristianización, el culto al Ser supremo, eran para ellos
preocupaciones de tipo secundario. Salvo David y Lebas, eran especialmente
hostiles a Robespierre, tanto por razones personales como de
principio.
El
Comité de Salud Pública hubiera neutralizado fácilmente esta oposición si
hubiese permanecido unido. Pero la división se insinuó en el gran Comité.
Robespierre, por sus brillantes servicios, se había convertido en el verdadero
jefe del Gobierno, a ojos de la Francia revolucionaria. Por tanto, no tenía
contemplaciones con las susceptibilidades de sus colegas. Severo para los demás
como para sí mismo, se vinculaba poco a los demás, manteniendo con la mayoría
una reserva distante que podría parecer cálculo o ambición. Esta acusación
lanzada ya contra el Incorruptible por los girondinos, después por los
franciscanos, fue nuevamente hecha en el Comité mismo por Carnot y por
Billaud-Varenne, que declaró en la Convención el 1 de floreal, año II (20 de
abril de 1794):
”Todo
pueblo celoso de su libertad debe tener cuidado incluso de las virtudes de los
hombres que ocupan puestos importantes”.
Además
de las oposiciones temperamentales, de los conflictos de competencia (Carnot
tuvo violentos altercados con Saint-Just, irritándose por las críticas de
Robespierre y de Saint-Just, respecto de sus planes militares), se añadía la
divergencia de las orientaciones sociales. Carnot, como Lindet, hombres de la
Llanura, vinculados a la Montaña, eran burgueses conservadores; soportaban mal
la dirección de la economía y no gustaban de la democracia social.
Billaud-Varenne y Collot d´Herbois tendían hacia el extremo opuesto. Irritado,
agriado por las maniobras torcidas del Comité de Seguridad General, donde Vadier
empezó a ridiculizar el culto del Ser supremo, a propósito de Catherine Théot,
una anciana señora que pretendía ser “la madre de Dios”, Robespierre dejó de
acudir al Comité hacia mediados de mesidor. Su retirada favoreció a sus
adversarios.
La
tentativa de reconciliación de ambos Comités de gobierno reunidos en sesión
plenaria los días 4 y 5 de termidor, año II (22 y 23 de julio de 1794), fracasó.
Los miembros de los Comités se habían dado cuenta de que si el acuerdo no se
restablecía, el Gobierno revolucionario no podría mantenerse y resistir la
ofensiva de los corrompidos y de los nuevos Indulgentes. Pero si Saint-Just y
Couthon se prestaron a la conciliación, Robespierre rehusó, queriendo romper
definitivamente la alianza entre sus adversarios de la Montaña y de la Llanura,
que hasta entonces le había sostenido.
3.
El desenlace: la imposible insurrección
Robespierre
resolvió llevar el conflicto ante la Convención. Era hacerla juez del
mantenimiento del Gobierno revolucionario, asumiendo públicamente un gran
riesgo, ya que el movimiento popular estaba en ese momento paralizado, y la
sans-culotterie parisiense,
indiferente u hostil.
El
8 de termidor (26 de julio de 1794), Robespierre atacó a sus adversarios ante la
Convención, acusándoles de terroristas de presa disfrazados de indulgentes, y
achacándoles los excesos del Terror. Pero rehusando nombrar a los diputados que
acusaba, se perdió: todos aquellos que tenían algo que reprocharse se sintieron
amenazados. A la tarde, cuando Robespierre se hacía aplaudir en los Jacobinos y
cuando los Comités navegaban sin rumbo, sus adversarios actuaban. El complot se
urdió durante la noche, entre los diputados que desde hacía largo tiempo
meditaban la pérdida de Robespierre y la Llanura, a quienes habían prometido el
fin del Terror; una coalición de circunstancias, cuyo único fundamento fue el
miedo.
El
9 de termidor (27 de julio de 1794), la sesión de la Convención se abría a las
once. A mediodía, Saint-Just pidió la palabra. Desde ese momento, todo se
desarrolló rápidamente. La táctica de obstrucción mantenida por los conjurados,
cerró implacablemente la boca a Saint-Just, después de Robespierre. El arresto
de Hanriot, comandante de la guardia nacional parisiense, y de Dumas, presidente
del Tribunal revolucionario, quedó decretado. En medio de un tumulto increíble,
un diputado oscuro, Louchet, propuso contra Robespierre el decreto de acusación,
que fue votado por unanimidad; su hermano pidió compartir su suerte. Couthon y
Saint-Just se le unieron. Lebas reclamó. “La República está perdida; los
malvados triunfan”, dijo Robespierre. Los espectadores de las tribunas
abandonaron la Convención y llevaron a las secciones esta noticia tan espantosa.
No eran siquiera las dos de la tarde.
La
tentativa de insurrección de la Comuna de París fue mal organizada y dirigida.
Antes de las tres, y habiendo sido advertidos, el alcalde Fleuriot-Lescot y el
agente nacional Payan invitaron a los miembros del consejo general a que se
dispersaran en sus secciones, para tocar a generala y a rebato. Hacia las seis,
todos los militantes estaban alerta; las secciones, en pie. Pero de las cuarenta
y ocho secciones, sólo dieciséis enviaron destacamentos de guardias nacionales a
la Comuna, plaza de la Grève. De este modo se pusieron de manifiesto las
consecuencias de la represión, desde el germinal a los cuadros de secciones. Las
compañías de artilleros, guardia avanzada de la sans-culotterie, hicieron
gala de una mayor iniciativa revolucionaria que la de los batallones. Hacia las
diez, las autoridades insurrecionales disponían de diecisiete compañías de
artillería de la treintena que permanecían en la capital, y de treinta y dos
piezas, cuando la Convención no tenía más que la compañía de guardia. Durante
varias horas la Comuna dispuso de una superioridad aplastante en artillería:
hubiera sido un triunfo decisivo si se hubiera encontrado un jefe para dirigir
esta fuerza. Liberados los diputados que tenían orden de arresto fueron a la
Convención y allí deliberaron. La Convención cobró nueva fuerza y proclamó a los
diputados rebeldes fuera de la ley; a Barras se le encargó que reuniese un
ejército armado; las secciones moderadas se agruparon. La guardia nacional y la
artillería, reunidos ante la Casa Consistorial, estaban sin instrucciones ni
abastecimiento: bien pronto circuló el rumor de que estaban fuera de la ley;
poco a poco la plaza de la Grève quedó desierta. Hacia las dos de la mañana,
Barras toma por sorpresa el ayuntamiento. La Comuna hacía sido vencida sin haber
combatido.
El
10 de termidor (28 de julio de 1794) por la tarde, Robespierre, Saint-Just,
Couthon y diecinueve de sus partidarios fueron guillotinados, sin juicio previo.
Al día siguiente tuvo lugar una hornada de 71, la más numerosa de la
Revolución.
La
responsabilidad de la derrota, teniendo en cuenta la propia tentativa de
insurrección, recae sobre los jefes de la Comuna de París y los robespierristas,
que no supieron reaccionar. A pesar de haberse aumentado el aparato
gubernamental y de la pasividad de numerosas autoridades de sección, los Comités
revolucionarios, en particular, que desde hacía tiempo estaban frenados, los
sans-culottes acudieron por
millares a la Casa Consistorial. Si esto fue en vano, la responsabilidad incumbe
a los robespierristas que esperaron el golpe de gracia en lugar de bajar a la
plaza de la Grève y ponerse a la cabeza de los combatientes populares. Pero
remontándose más, es en las contradicciones del movimiento revolucionario donde
estaba la necesidad histórica del 9 de termidor, tanto como en la propia
sans-culotterie.
***
Robespierre,
discípulo de Rousseau, pero con una cultura científica y económica casi nula,
sentía horror por el materialismo de filósofos como Helvétius. Su idea
espiritualista de la sociedad y del mundo lo desarmó ante las contradicciones
que se expresaron en la primavera de 1794. Aunque supo dar una justificación
teórica del Gobierno revolucionario y del Terror, Robespierre fue incapaz de un
análisis preciso de las realidades económicas y sociales de su tiempo. Sin duda,
no podía subestimar el equilibrio de las fuerzas sociales y descuidar el papel
preponderante de la burguesía en la lucha contra la aristocracia y el Antiguo
Régimen. Pero tanto Robespierre como Saint-Just quedaron prisioneros de sus
contradicciones; ambos eran demasiado conscientes de los intereses de la
burguesía para vincularse totalmente con la sans-culotterie, y también
demasiado preocupados por las necesidades de los desarrapados para caer bien
ante los ojos de la burguesía.
El
Gobierno revolucionario se fundaba sobre una base social constituida por
diversos elementos contradictorios, y, por tanto, desprovisto de una conciencia
de clase. Los jacobinos, en quienes se apoyaban los robespierristas, no podían
darle la necesaria base: ellos tampoco constituían una clase, y todavía menos un
partido de clase, estrictamente disciplinado, que hubiera sido un instrumento
eficaz de acción política. El régimen del año II reposaba sobre una concepción
espiritualista de las relaciones sociales y democráticas; las consecuencias
fueron fatales.
En
el terreno político, más que una oposición de circunstancias, existían
contradicciones fundamentales entre la burguesía montañesa y la
sans-culotterie parisiense, entre los militares de las secciones y el
Gobierno revolucionario. La guerra exigía un gobierno autoritario, y los
desarrapados tuvieron conciencia de ello, puesto que contribuyeron a su
creación. Pero la guerra y sus exigencias estaban entonces en contradicción con
la democracia que montañeses y desarrapados invocaban igualmente, pero sin tener
la misma concepción. La democracia, tal y como los sans-culottes la practicaban, tendía espontáneamente al
gobierno directo. El Gobierno revolucionario estimaba esta práctica incompatible
con la conducta de guerra. Control de los elegidos, derecho para el pueblo a
revocar su mandato, voto en alta voz o por aclamación, características que
indicaban que los militantes de las secciones no se contentaban con una
democracia de tipo formal. Pero este comportamiento político se oponía
irremediablemente a la democracia liberal, tal y como la concebía la burguesía.
Los sans-culottes reclamaban
un gobierno fuerte para aplastar a la aristocracia: no perdonaban al Gobierno
revolucionario haberles frenado y obligado a obedecer.
El
problema de las relaciones del movimiento popular y del Gobierno revolucionario
se planteaba todavía en otro sentido. Por el propio efecto del éxito popular en
la primavera y durante el verano de 1793, la sans-culotterie, había visto
cómo se deshacían sus cuadros. Muchos de los militantes de las secciones
parisienses, sin haberse movido, sólo por la ambición, consideraban que obtener
un puesto era la recompensa legítima de su sacrificio. La eficacia del Gobierno
revolucionario sería, por otra parte, ese precio. En el otoño de 1793, las
administraciones fueron depuradas y pobladas con desarrapados bondadosos.
Entonces se produjo un nuevo conformismo, del que da idea el ejemplo de los
comisarios revolucionarios de las secciones parisienses. Nacidos de los
elementos más populares y más ardientes de la sans-culotterie, formaron,
en principio, el sector más combativo de los revolucionarios. Su condición y el
propio éxito de su tarea exigían que fuesen asalariados: durante el año II, esos
militantes se transformaron en funcionarios tanto más dóciles en manos del
Gobierno revolucionario, cuanto temían perder los beneficios adquiridos. Esta
evolución se producía necesariamente por el agudizamiento de la lucha de clases
en el interior y en las fronteras; los elementos más conscientes del movimiento
popular entraban en el aparato del Estado y reforzaban el poder revolucionario.
Pero de ello nació un debilitamiento del movimiento popular y una alteración de
las relaciones con el Gobierno. La actividad política de las organizaciones de
sección se encontró frenada, teniendo en cuenta también las exigencias cada vez
mayores de la defensa nacional. Al mismo tiempo se debilitaba la democracia en
el seno de las secciones, y la burocratización produjo gradualmente la parálisis
del espíritu crítico y de la combatividad política de las masas. Por último se
debilitó el control popular sobre los órganos gubernamentales, cuyas tendencias
autoritarias se reforzaron. Así, entre el Gobierno revolucionario y el
movimiento popular, que le había llevado al poder, se introdujo una
contradicción nueva. Los robespierristas asistieron impotentes a esta evolución.
“La Revolución está congelada”, decía Saint-Just, pero no puede exponer las
razones.
En
el terreno económico y social, las contradicciones no fueron menos insuperables.
Los adeptos de la economía liberal, los pertenecientes al Comité de Salud
Pública, y Robespierre, en un principio, sólo aceptaron la economía dirigida
porque no podían pasarse sin el impuesto y la requisa para sostener una guerra
nacional, mientras que los desarrapados, al imponer el máximum, soñaban
antes que nada con su propia subsistencia. La revolución, por democrática que se
hubiese hecho, no era por eso menos burguesa, pues el Gobierno revolucionario no
podía tasar las subsistencias sin tasar los salarios, con el fin de mantener el
equilibrio entre los jefes de empresa y los asalariados. Esta política suponía
la alianza de montañeses y desarrapados. Por tanto, perjudicaba a la propia
burguesía jacobina, puesto que suprimía la libertad económica y limitaba el
beneficio. Salvo para las industrias de guerra pagadas por el Estado y las
requisas de granos y forrajes impuestas a los campesinos, el máximum fue violado por los productores y los
comerciantes. Los desarrapados, al vincularse esencialmente a la relación de
precios y salarios, buscaban beneficiarse de las circunstancias y elevar los
aumentos de salarios. Se entiende, que en una sociedad de estructura burguesa,
el Comité de Salud Pública al intervenir para intentar resolver la crisis, debía
con su arbitraje beneficiar a los poseedores y a los productores más que a los
asalariados. De aquí, el máximum
parisiense de salarios del 5 de termidor, en especial. No fundándose en
una base clasista, la economía dirigida del año II a nada
conducía.
El
Gobierno revolucionario, minado por esas contradicciones fue mortalmente herido
en Robespierre y sus partidarios, y al mismo tiempo en la República democrática
igualitaria que habían querido fundar. Pero contra la burguesía termidoriana,
cada vez más dominada por la reacción que había desencadenado, el movimiento
popular va a sostener durante diez meses aún, un combate de retaguardia,
encarnizado y desesperado: una lucha dramática al término de la cual el auge de
la República quedaría definitivamente malogrado.
Capítulo
V
La
Convención termidoriana, la
reacción burguesa y el fin del movimiento popular
(julio
de 1794-mayo de 1795)
Caído
Robespierre, el Gobierno revolucionario no le sobrevivió, la reacción se aceleró
rápidamente. Detrás del encarnizamiento y el caos de las luchas políticas, el
carácter social de la reacción confiere a este período termidoriano su principal
interés. El régimen del año II tenía un contenido social popular que había
subrayado las decisiones que se tomaron, como los decretos de ventoso y la ley
de beneficencia nacional. En el plano político había permitido que el pueblo
participase en la dirección de los negocios. Así, el privilegio de la riqueza y
el monopolio político instaurados por la Constituyente en beneficio de la
burguesía, habían sido atacados en toda línea.
Sin
duda, el movimiento popular de los desarrapados parisienses, que habían impuesto
el Gobierno revolucionario, había cedido terreno desde el germinal, año II. La
orientación de la política económica y social del Comité de Salud Pública se
había hecho entonces menos popular. Desde este punto de vista, el 9 de termidor
señala no un corte, sino una aceleración. Desde termidor, año II, hasta la
primavera siguiente, la reacción progresa, pero nada se ha conseguido aún. La
revolución burguesa y el movimiento popular se enfrentan, gentes
honradas y sans-culottes; año decisivo, señalado por la esperanza de
los unos y el miedo de los otros, para una gran jornada popular que sellase, en
último término, el destino de la Revolución. Desde 1789, el pueblo de París
continuaba sin ser vencido.
La
derrota de prairial, año III, marcó el fin de los desarrapados parisienses y la
eliminación definitiva del movimiento popular. La Revolución continuó su curso
burgués.
I.
Los progresos de la reacción termidoriana
El
período termidoriano se caracteriza por las luchas políticas confusas, pero, sin
embargo, este confusionismo no puede ocultar la verdadera causa: las gentes
honradas, a quienes pronto se calificará de notables, deseaban
eliminar de la vida política a esos pequeños burgueses, esos artesanos y esos
comerciantes, también a los cuadrilleros, en una palabra, a los desarrapados,
que por un momento les habían impuesto sus leyes. Además, aparte del auge del
movimiento popular en 1793, las luchas parlamentarias que pusieron en peligro a
una minoría montañesa y a una mayoría reaccionaria cada vez mayor, se duplicaron
con motivo de un conflicto más amplio: por todas partes, reaccionarios y hombres
del año II estaban en peligro. Pero desorientado, desorganizado, privado de sus
cuadros, el movimiento popular, factor de aceleración de la Revolución en 1793,
y ahora una sencilla fuerza de resistencia, no era ya capaz más que de combatir
en retirada.
1.
La dislocación del Gobierno revolucionario y el fin del Terror (verano de
1794)
El
Comité de Salud Pública, una vez que se hubo desembarazado de los
robespierristas, creyó mantener de este modo el sistema gubernamental. Hablando
en su nombre, el 10 de termidor (28 de julio de 1794), Barère declaró a la
Convención que la jornada del 9 no era sino “una conmoción parcial que dejaba al
Gobierno toda su integridad”. “La fuerza del Gobierno revolucionario va a
centuplicarse desde que el poder, volviendo a sus orígenes, ha dado un alma más
enérgica y unos Comités más puros”. Barère se levantaba al mismo tiempo contra
“algunos aristócratas disfrazados que hablaban de indulgencia”: “¡De
indulgencia! Sólo para el error
involuntario; pero las maniobras de los aristócratas son maldades y sus errores
no son sino crímenes”.
En
realidad, el sistema gubernamental del año II se dislocó en algunas semanas,
perdiendo sus rasgos esenciales; la estabilidad, la concentración y, al
abandonar el Terror, la fuerza coactiva.
La
estabilidad gubernamental quedó destruida desde el 11 de termidor, año II (29 de
julio de 1794). La Convención decretó ese día, a propuesta de Tallien, que los
Comités gubernamentales fuesen, a partir de ese momento, renovados por cuartas
partes cada mes, no pudiendo ser reelegidos los miembros salientes más que con
intervalos de un mes. Fueron excluidos y reemplazados de inmediato, en el Comité
de Salud Pública, el Prior de Côte d’Or y Jeanbon Saint-André, elecciones muy
significativas, por Tallien y por el dantonista Thuriot. Sólo Carnot permaneció
de los del gran Comité del año II. En el Comité de Seguridad Nacional, David,
Jagot y Lavicomterie, diputados robespierristas, fueron sustituidos por hombres
como Legendre o Merlin de Thionville. Si ciertos convencionales adquirieron
influencia en el Gobierno fue por la estabilidad del personal
dirigente.
La
concentración gubernamental no sobrevivió al decreto del 7 de fructidor, año II
(24 de agosto 1794). La preeminencia del Comité de salud Pública había
conservado hasta ese momento la unidad del Gobierno. Fue atacada a partir del 11
de termidor, por Cambon, que reinaba en el Comité de Finanzas y de quien
dependía la tesorería: único servicio que había escapado a la autoridad del Gran
Comité. Barère respondió denunciando, el 13, el feudalismo moral, que se
quería de este modo instituir. La Convención dudó, adoptando finalmente el
decreto de 7 de fructidor, de acuerdo con las proposiciones de Cambon. Hubo a
partir de entonces dieciséis Comités de los cuales, los doce principales
dirigían cada uno de ellos a una de las Comisiones ejecutivas. El Comité de
Salud Pública veía sus atribuciones reducidas a la guerra y a la diplomacia. El
Comité de Seguridad General conservaba las atribuciones de policía y vigilancia.
El Comité de Legislación adquiría una importancia nueva: la administración
interior y los tribunales pasaban a sus atribuciones. Se había terminado la
concentración gubernamental; el poder se dividía, sobre todo, entre los tres
Comités del Gobierno.
El
abandono del Terror iba a la par, la fuerza coactiva desapareció al mismo
tiempo que los otros resortes del Gobierno revolucionario. La ley de 22 de
prairial fue actualizada el 14 de termidor (1 de agosto de 1794).
Fouquier-Tinville detenido, el Tribunal revolucionario cesó de funcionar. Quedó
reorganizado el 23 (10 de agosto de 1794) según informe de Merlin de Douai. La
cuestión internacional permitió absolver a cualquier acusado, incluso
convicto, bajo pretexto de que no le había inspirado ninguna intención
contrarrevolucionaria. Los comités revolucionarios, contra los que se había
desencadenado una violenta campaña después del 9 de termidor, fueron suprimidos
y reemplazados el 7 de fructidor (24 de agosto de 1794) por comités de
vigilancia de distritos para las grandes ciudades y para los departamentos. En
París, las 48 secciones quedaron reagrupadas en doce distritos: los nuevos
comités de vigilancia, así como los comités civiles, fueron organismos
gubernamentales independientes de las asambleas generales de sección, reducidas
a una por década, desde el 4 de fructidor (21 de agosto de 1794). Las prisiones
se abrían y los sospechosos quedaban libres: cerca de 500, sólo en París, del 18
al 23 de termidor (5-10 de agosto de 1794). Esto fue el fin del
Terror.
2.
Moderados, jacobinos y desarrapados (agosto-octubre de
1794)
La
reacción política afirmóse rápidamente, a pesar de los esfuerzos de los antiguos
terroristas denunciados el 9 de fructidor (26 de agosto de 1794) por Méhée de la
Touche, en un violento panfleto: La Queue de Robespierre. Atacados el 12
de fructidor (29 de agosto) por Lecointre, por haber participado en la
tiranía, Barère, Billaud-Varenne y Collt d’Herbois presentaron su
dimisión al Comité de Salud Pública. En un mes, el equipo gubernamental del año
II había sido eliminado.
En
la Convención, la Montaña perdió toda su influencia; ya sólo es Creta, y
las filas de los cretenses iban reduciéndose, poco a poco, por una serie
de deserciones. La Llanura fue quien se llevó la mayoría centro, aumentada con
los terroristas arrepentidos, así como los montañeses disidentes; Cambacérès y
Merlin de Douai ocupaban un puesto importante. En cuanto a su orientación
social, los hombres de la Llanura no dejaron lugar a dudas. Adversarios de la
economía dirigida, también lo eran de la democracia social. Pertenecientes a la
burguesía, querían devolverle su preeminencia, restablecer la jerarquía social,
situar al pueblo de nuevo en la subordinación. Cuando Fayau, uno de los
cretenses, propuso el 27 de fructidor (13 de septiembre de 1794) nuevas
modalidades para la venta de los bienes nacionales, que hubieran favorecido a
“los republicanos no propietarios o a los pequeños propietarios”, Lozeau,
diputado por la Charente-Inférieure, le replicó:
“Que
en una República compuesta de veinticuatro millones de hombres, es imposible que
todos sean agricultores; que es imposible que la mayoría de la nación sea
propietaria, ya que en esta hipótesis, teniendo cada uno obligatoriamente que
cultivar su campo o su vida para vivir, el comercio, las artes y la industria
quedarían muy pronto abandonados”.
Los
termidorianos rechazaron el ideal popular de una nación de pequeños productores
independientes. No obstante, estando firmemente vinculados a la Revolución, los
hombres de la Llanura creían defender la República: el 25 de brumario, año III
(15 de noviembre de 1794), mantuvieron, codificándolas, las penas impuestas
contra los emigrados. Pero lo mismo que en 1793, la decisión escapó a la
Convención: esta decisión fue impuesta desde fuera.
En
París, desde termidor, año II, a brumario, año III (agosto-octubre de 1794),
durante una serie de luchas políticas confusas, se enfrentaron tres tendencias
políticas en un conflicto triangular. Los moderados querían restablecer la
preponderancia de las gentes honradas, es decir, de la burguesía
acomodada, como en 1791. Los “neo-hebertistas”, agrupados en el Club electoral y
que dominaban la sección del Muséum, representaban las tendencias populares
hostiles al Gobierno revolucionario; pedían que se devolviese a París el derecho
de elegir el municipio, la aplicación de la Constitución democrática de 1793.
Los jacobinos continuaban siendo partidarios del mantenimiento, mientras durase
la guerra, de la concentración gubernamental y de los medios represivos del año
II.
La
campaña del Club electoral, al dividir las fuerzas populares aislando a los
jacobinos, favorecía los progresos de la reacción. Unidos a los moderados por su
pasión antiterrorista y antirrobespierrista, los “neo-hebertistas” contribuyeron
a que se empezase una evolución, de la cual pronto tuvieron que lamentar los
resultados.Organizado después del 9 de termidor, el Club electoral, animado por
hombres como el antiguo “hebertista” Legray o el avanzado Varlet, emprendió una
campaña contra el sistema del año II, sostenido por Le Journal de la liberté
de la presse, de Babeuf: “El 10 de termidor marca el nuevo período desde el
cual trabajamos para que renazca la libertad”, escribe el 19 de fructidor (5 de
septiembre de 1794), sin ver el conflicto social que sostenía las luchas
políticas. En su número del 1 de vendimiario, año III (22 de septiembre de
1794), Babeuf no distinguía más que dos partidos en
Francia:
“Uno,
en favor del mantenimiento del Gobierno de Robespierre; otro, para restablecer
un Gobierno apuntalado exclusivamente sobre los derechos eternos del
hombre”.
Si
no hubo acuerdo entre Babeuf, el Club electoral y los reaccionarios moderados,
como dice Georges Lefebvre, es seguro que aquél contribuyó al éxito de estos
últimos: Babeuf reconocía esto en su Tribune du peuple, de 28 de frimario
(18 de diciembre de 1794).
La
resistencia jacobina afirmóse en la nueva sociedad abierta por Legendre, desde
el 11 de termidor (29 de julio de 1794), y de la que fueron excluidos los
terroristas tránsfugas, Fréron, Lecointre, Tallien, a petición de Carrier, el 17
de fructidor (3 de septiembre). Mantenidos por Le Journal Universel, de
Audouin, y por L’Ami du peuple, de Chasles y Lebois, los jacobinos
reclamaron el retorno al sistema del Terror: “reducir a la nada a los
aristócratas que osasen descollar”. El 19 de fructidor (5 de septiembre), el
Club elaboró un programa adoptando la petición de los jacobinos de Dijon: para
aplicar la ley de sospechosos, para una nueva deliberación sobre el decreto
relativo a la cuestión intencional, para excluir a los nobles y a los
sacerdotes de todas las funciones públicas, para restringir, por último, la
libertad de prensa. Se adhirieron a la petición de los jacobinos de Dijon ocho
secciones parisienses. El mes de fructidor se señaló por un verdadero empuje
jacobino, que culminó el quinto día sans-culottide, año II (21 de septiembre), con el
traslado de los restos de Marat al Panthéon. Lindet había hecho adoptar a la
Convención, el cuarto sans-culottide (20 de septiembre), un programa de
compromiso, prometiendo protección a los antiguos terroristas, pero negándose a
continuar la represión revolucionaria, condenando a aquellos que soñaban con el
“igualamiento de las fortunas”, y prometiendo devolver al comercio su libertad
de acción. Este informe fue muy criticado por la mayoría jacobina de una decena
de secciones parisienses, el 10 de vendimiario, año III (1 de octubre de 1794).
Esta agitación seccionaria de inspiración jacobina inquietó a la mayoría
convencional que se dejó arrastrar por la reacción. Los dos movimientos que
buscaban el apoyo popular se anularon al oponerse mutuamente: la victoria
continúa estando de parte de los moderados.
La
ofensiva de los moderados arrastró a una coalición heteróclita de todos los
adversarios de derechas del sistema del año II, y de los jacobinos en especial:
burgueses, conservadores, monárquicos, constitucionales, partidarios, más o
menos declarados del Antiguo Régimen. Su programa era puramente negativo:
vengarse de los terroristas, reducir a los sans-culottes a la obediencia,
impedir el retorno a la democracia política y social. Disponían de dos medios de
acción: la prensa y, aun más todavía, los grupos de la dorada
juventud.
La
prensa reaccionaria era quien los arrastraba ahora, ya que disponía de
abundantes recursos, una vez que los periódicos jacobinos habían sido privados
de los subsidios gubernamentales. Según uno de ellos, Lecretelle el joven, del
Républicain français, los periodistas de derechas formaron un comité con
el fin de elaborar en común su
táctica contrarrevolucionaria; se trataba de “hacer retroceder en el camino a la
Convención, después de dos años mortales de una carrera de anarquía”. Se contaba
entre ellos Dussault, de La Correspondance politique; los hermanos
Bertin, de los Débats, y Langlois, del Messager du soir. Fréron
volvió el 23 de fructidor (11 de septiembre de 1794), a su Orateur du
peuple, mientras que Tallien lanzaba L’Ami du citoyen, el 1 de
brumario, año III (22 de octubre). Una multitud de panfletos atacaban a los
jacobinos: Les Jacobins démasqués, por fin en fructidor, y Les
Jacobins hors la loi, en vendimiario. El arma general era la injuria y la
denuncia, la calumnia y el chantaje, contra los bebedores de sangre, los
anarquistas, los exclusivos. El aspecto social de esas campañas de
prensa estaba subrayado por los ataques contra Cambon, el “verdugo de los
rentistas”, el “Robespierre de las propiedades”, o contra Lindet, nombrado en el
año II para la dirección de la Economía. Las gentes honradas, es decir,
los sobresalientes por la riqueza, no podían perdonarles.
Las
bandas de los jóvenes constituyeron, desde finales de fructidor, el medio
de acción esencial de la reacción. Fueron organizadas por los terroristas
tránsfugas, Fréron -se les llamaba la juventud dorada de Fréron -,
Tallien, Merlin de Thionville. Se reclutaban entre la juventud burguesa, la
curia, encargados de Banco y mancebos de botica, reforzados con los emboscados,
los insurrectos y los desertores.
“Eramos
todos, o casi todos, quintos insurrectos, escribe uno de ellos, Duval, en sus
“Souvenirs thermidoriens”: se decía que serviríamos de modo más útil a la
causa pública en las calles de París, que en el ejército de
Sambre-et-Meuse”.
Los
jóvenes eran reconocibles por sus coletas y el cuello cuadrado de sus
trajes; armados de estacas, se reunían al grito de ¡Abajo los jacobinos! ¡Viva
la Convención!, o bien con la canción de Réveil du peuple, cuyo
estribillo era “No se nos escaparán”. Los jóvenes, a quienes sus
adversarios llamaban currutacos, provocaron los primeros altercados a
finales del fructidor, en el Palais-Egalité o en el café de Chartres, que
constitutían su cuartel general, para atacar a los jacobinos o a gentes
reputadas como tales. Con la complicidad del Comité de Seguridad General y de
los comités de vigilancia depurados, la juventud dorada se echó pronto a la
calle. La presión de la reacción burguesa sobre la Convención fue tanto más
insidiosa cuanto que se erigía en defensora de la representación nacional.
Pronto ganó la mano a la mayoría dudosa de la Asamblea, arrastrándola más lejos
de lo que hubiera querido.
3.
La proscripción de los jacobinos y los desarrapados (octubre de 1794 - marzo de
1795)
Al
mediar de brumario, año III, la evolución política del período termidoriano tuvo
una importancia capital: la sociedad de los jacobinos quedó disuelta, el Club
electoral cesó en sus sesiones y las secciones parisinas cayeron en poder de la
reacción.
El
fin de los jacobinos se explica en gran parte por la falta de apoyo popular en
las últimas semanas de su existencia. Desde que el pueblo “había presentado su
dimisión” -escribe Levasseur en sus Mémoires-, el Club no era mas que
“una palanca impotente”. El 25 de vendimiario, año III (16 de octubre de 1794),
la Convención paralizó a la organización jacobina, prohibiendo la fusión de los
clubs entre ellos y las peticiones colectivas. En brumario las deserciones se
multiplicaron, mientras que los ataques de los jóvenes eran cada vez más vivos;
el 19 (9 de noviembre), organizaron una primera expedición contra el club. El
asunto Carrier les ofrecía, dos días después, una ocasión decisiva. Los 132
ciudadanos de Nantes enviados a París por Carrier, el invierno anterior, fueron
absueltos por el Tribunal revolucionario, y Carrier encausado. El 21 de brumario
(11 de noviembre de 1794), en la Convención, Romme canceló la acusación, pero
con reticencias. Para presionar sobre la Asamblea, la misma tarde, Fréron llevó
sus grupos a la calle Honoré, al club: “sorprendamos a la bestia feroz en su
antro”. Llegaron a las manos, y la fuerza armada restableció el orden. Los
Comités gubernamentales decretaron el cierre del club, que la Convención
confirmó al día siguiente.
El
fin del Club electoral no tardó. Después que se había cerrado el de los
jacobinos, había reunido, por un momento, a toda la oposición popular: los
progresos de la reacción burguesa acallaron la pasión antijacobina de los
oponentes de izquierdas. Pero despojado de su sala de sesiones, sección del
Muséum, el Club electoral desapareció en los primeros días de frimario, año III
(finales de noviembre de 1794).
La
conquista de las secciones parisienses por los moderados se facilitó al
desaparecer estos dos centros de resistencia popular: la Sociedad de los
jacobinos y el Club electoral. Desde finales de vendimiario, la juventud dorada
intervenía en las asambleas de la sección. Uno de sus jefes, Jullian, se
convirtió en uno de los dirigentes de la sección de las Tullerías. Las secciones
de jacobinos fueron conquistadas poco a poco; la de Piques, que era la antigua
sección de Robespierre, parece que resistió hasta el 10 de frimario (30 de
noviembre de 1794). Una vez que habían sido eliminados los militantes de las
secciones, no se halló ninguna fuerza popular capaz de resistir a la burguesía
moderada y que se alzase contra la reacción. Después de las instituciones, la
reacción se ensañó con los hombres; el Terror blanco estaba a la
vista.
Durante
el invierno de 1794-1795, de frimario a ventoso, año III, se desarrollaron el
antiterrorismo y la dé-sans-culottisation, una forma larvada de Terror
blanco. No se trataba de una depuración propiamente dicha, como la víspera del 9
de termidor, puesto que los cuadros terroristas ya estaban destruidos: el
elemento venganza predominaba. Después de atacar a los grandes terroristas, la
represión se amplió, englobó el conjunto del antiguo personal de las secciones y
tomó aspecto social: al atacar a los antiguos militantes, se atacaba también a
todo un sistema de valores republicanos. Después de la proscripción de los
jacobinos, Babeuf denunció en Le Tribun du peuple, el 28 de frimario, año
III (18 de diciembre de 1794), la proscripción del sans-culottisme y de
todos sus atributos.
Afirmóse
el antiterrorismo con el proceso de Carrier, llevado al Tribunal revolucionario
el 3 de frimario (23 de noviembre de 1794) y guillotinado el 26 (16 de
dicembre). Había declinado toda responsabilidad en los ahogamientos en masa de
Nantes, asumiendo, sin embargo, la de los fusilamientos, fundándose en el
decreto contra los rebeldes con armas en las manos. Según el informe de Merlin
de Douai, los 75 girondinos que protestaron de las jornadas comprendidas desde
el 31 de mayo al 2 de junio de 1793, a quienes Robespierre había salvado del
cadalso, fueron reclamados por la Convención el 18 frimario (8 de diciembre de
1794) con algunos cuantos dimisionarios o excluidos; 78 convencionales
moderados, como Daunou; reaccionarios como Lanjuinais, e, incluso, con tendencia
realista, como Saladin, que reforzaron la derecha. Los ataques contra los
antiguos miembros de los Comités se multiplicaron; la Convención cedió el 7 de
nivoso (27 de diciembre) y creó una comisión para examinar el caso de Barère,
Billaud-Varenne, Collot d’Herbois y Vadier. En vano, Cambácères propuso una
amnistía. Este asunto, largo tiempo sin resolver, para romper la resistencia de
los convencionales moderados, favoreció a la presión de los grupos de la dorada
juventud, que se hizo más fuerte.
La
dé-sans-culottisation iba a la par en las secciones parisienses. Fueron
creadas comisiones por lo menos en 37 de las 48 secciones para examinar la
conducta del antiguo personal; fueron encausados 200 antiguos militantes en 11
secciones, en las cuales había 152 comisarios revolucionarios que fueron
privados de sus derechos políticos y entregados “al desprecio público”, una
verdadera categoría social de parias. El Gobierno callaba, cuando no estimulaba,
el movimiento, como por ejemplo, la ley de 13 de frimario (3 de diciembre de
1794), que exigía una aclaración de cuentas del año II (préstamos forzados,
suscripciones voluntarias). El aspecto social de la dé-sans-culottisation
quedaba subrayado por los defectos esenciales que los reaccionarios de las
secciones hacían resaltar; el régimen económico y social del año II había
ulcerado la burguesía. Los antiguos comisarios para los acaparamientos fueron
especialmente fiscalizados; requisiciones, préstamos forzosos, confiscación de
mercancías acaparadas; una serie de crímenes contra la propiedad. A los
sanguinarios se los calificaba de niveladores, que defendían “la división de los
bienes”. La dé-sans-culottisation fue la reacción de una burguesía
perjudicada en el año II en su seguridad política, en los intereses económicos,
en sus prerrogativas sociales.
La
pasión antiterrorista fue creciente durante el invierno. El 11 de pluvioso (30
de enero de 1795), la sección del Temple denunció a su antiguo comité
revolucionario a la Convención: “Atacad a esos tigres”. Y el 11 de ventoso (1 de
marzo), la de Montreuil.
“¿Qué
esperáis para purgar la tierra de esos antropófagos? ¿Su tinte lívido y sus ojos
huecos no anuncian cuáles fueron los padres que los alimentaron? Detenerlos...
El peso de la ley les privará del aire que han infectado demasiado
tiempo”.
Los
lechuguinos eran quienes daban ahora caza a sus adversarios por medio de lo que
Le Messager du soir llamaba “paseos cívicos”. Saqueaban los cafés
considerados jacobinos. Desencadenaron la guerra en los teatros en el mes de
pluvioso, obligando a los actores jacobinos a que hiciesen una retractación por
su honor, renegando de “La Marsellesa” y retomando Le Réveil du peuple contre
les terroristes. Después fue la caza de los restos de Marat. Los
desarrapados, protestaron; los alborotos, se multiplicaron, y los comités,
cedieron. El 21 de pluvioso (9 de febrero), los bustos de los mártires de la
libertad, Lepeletier y Marat y los cuatro representando su muerte fueron
quitados de la sala de sesiones de la Convención entre los aplausos de la dorada
juventud en las tribunas. Los Bustos de Marat y de los jóvenes Bara y Viala,
muertos por la patria, fueron sacados del Panteón. Los gritos de asesinato se
multiplicaban: “Si no castigáis a esos hombres - declaraba Rovère hablando de
los antiguos terroristas el 4 de ventoso (22 de febrero)- no habrá ni un solo
francés que no tenga derecho a ahogarlos”. El día siguiente (23 de febrero)
Merlin de Douai logró que se decretase que todos los funcionarios destituidos
después del 10 de termidor tenían que volver a las comunas donde habían estado
domiciliados antes de esa fecha para quedar bajo la vigilancia de las
municipalidades. En algunas regiones era enviarles a la muerte. El 12 de ventoso
(2 de marzo) cedió al fin la Convención, decretando el arresto inmediato de
Barère, Billaud-Varenne, Collot d’Herbois y Vadier. La Asamblea era desde ese
momento prisionera de las facciones de la dorada juventud reforzada por los
insurrectos y los desertores, cuyo número se multiplicaba con los emigrados que
habían vuelto decididos a reclamar la restitución de sus bienes
requisados.
En
los departamentos el Terror blanco había empezado. En Lyon, el 14 de pluvioso,
año III (2 de febrero de 1795), fue señalado con la primera matanza de los
antiguos terroristas detenidos. Los asesinatos individuales habían empezado en
todo el Sudeste desde nivoso. Después, las bandas se habían organizado: Compañía
de Jesús, de Jéhu o del Sol, daban caza a los terroristas, a los jacobinos y,
por último, a todos los patriotas del 89, y especialmente a aquellos que
habían adquirido bienes nacionales. Los representantes en misión dejaban hacer,
cuando no estimulaban la formación de esas facciones. Así, Chambon en Marsella o
el girondino Isnard en el Var. Las matanzas se multiplicaron. En Lyon, los
jacobinos, que aquí se llamaban mathevons, eran asesinados diariamente;
en Nîmes, los prisioneros fueron asesinados el 5 de ventoso (23 de febrero de
1795). Combatidos por el Gobierno, denunciados por los representantes, los
jacobinos no podían oponer resistencia alguna.
La
Convención no intervino, era incapaz, desde luego, de reaccionar. La
inflación,el hambre y el frío multiplicaban los sufrimientos, desarrollando en
el pueblo un espíritu de rebelión y la Convención, temiendo que se produjese un
retorno peligroso de la sans-culotterie parisina, toleraba los excesos de
la reacción ultra y los asesinatos del Terror blanco.
4.
Antiguos y nuevos ricos. Las preciosas y los
pisaverdes
La
reacción moral acompañó a la reacción política y social. En el año II el pueblo,
considerado como el detentador natural de las virtudes republicanas, había sido
ensalzado; ahora se le despreciaba. Según Jullian, uno de los jefes de la dorada
juventud, en sus Souvenirs, las gentes del pueblo son “muy estimables sin
duda cuando honran su estado por medio de virtudes privadas”; pero no han de
ocuparse de los asuntos públicos. Su “simplicidad” se convierte en grosería. Ser
desarrapado se consideraba en prairial motivo suficiente de arresto. El lujo,
estigmatizado en el año II, quedó rehabilitado. A la austeridad republicana
sucedió, en las clases acomodadas, que durante un cierto tiempo habían estado
constreñidas, un frenesí de placeres:
“Las
gracias y las risas que el Terror había hecho huir volvían a París, escribe
el 2 de frimario (22 de noviembre de 1794), ’Le Mesasger du soir’, órgano de la
burguesía que se divierte; nuestras bellas mujeres con peluca rubia son
adorables; los conciertos, tanto públicos como sociales, deliciosos... Los
sanguinarios, los Billaud, los Collot y la banda de fanáticos califican a este
giro de opinión la contrarevolución ”.
La
moda desterraba ahora el traje de los desarrapados: el pantalon, la blusa y,
sobre todo, los cabellos lisos y el gorro rojo. Los jóvenes burgueses se
caracterizaban por sus extravagantes vestimentas, que Cambon definía, el 8 de
nivoso (28 de diciembre de 1794), diciendo: “Hombres antaño cubiertos de
harapos, para parecerse a los sans-culottes, afectan ahora un aire y un
lenguaje tan ridículo como el de antes”.
El
baile hacía furor; se abrían por todas partes, incluso en Carmes, que había
conocido los asesinatos de septiembre, o en el antiguo cementerio de
Saint-Sulpice. A los bailes de las víctimas sólo se admitían a
aquellos que habían perdido a alguien en el cadalso; se exhibían peinados a la
Titus, la nuca afeitada como para el verdugo, un hilo de seda roja en torno al
cuello. Quedó prohibido el tuteo; el monsierur y madame
reaparecieron, reemplazando a ciudadano y
ciudadana.
La
vida mundana crecía nuevamente en los salones. La Cabarrús, Mme. Tallien, desde
el 6 de nivoso (26 de dicembre de 1794), “Notre-Dame-de-Thermidor” para sus
admiradores, instalada en su Chaumière de Cours-la-Reine, daba el tono a
las preciosas, lanzando la moda de la túnica griega corta y medio transparente.
Mme. Hamellin y Mme. Récamier, pronto se hicieron célebres. Financieros,
banqueros, proveedores, estraperlistas, asustados por el terror, volvían a
ocupar el primer lugar mientras que los nobles, los grandes burgueses y bien
pronto los emigrados que habían vuelto renovaban la tradición mundana del
Antiguo Régimen. De este modo
empezó a formarse la nueva burguesía, por la fusión de las antiguas clases
dirigentes y de los hombres enriquecidos en la especulación con el asignado, los
bienes nacionales y las industrias de guerra. Un mundo muy mezclado en donde las
actrices de moda como la Contat gozaban de predicamento. Cansados de la virtud,
muchos de los convencionalistas se dejaron ganar o
comprar.
“Fue
así como el partido republicano conoció gran número de deserciones, escribe
Thibaudeau en sus ‘Mémoires ’, pues unos hicieron concesiones y otros se
vendieron totalmente al realismo”.
El
lujo y el impudor, las extravagancias de las preciosas y de los pisaverdes, es
decir, una minoría rica y ociosa, chocaban con el conjunto de la población,
vinculada a las costumbres tradicionales, escandalizando a una minoría política
que había permanecido fiel al ideal republicano. El contraste entre la horrible
miseria de las masas y la riqueza escandalosa de una minoría subrayaba aún más
el aspecto social de la reacción. Se acentuó la hostilidad que cada vez era
mayor según aumentaba el hambre y el invierno avanzaba.
5.
La reacción religiosa y la amnistía de los vendeanos
La
reacción religiosa contribuyó en parte al progreso de la
contrarrevolución.
La
separación de la Iglesia y del Estado había quedado instaurada de hecho por
Decreto el 2do sans-culottide, año II (18 de septiembre de
1794). Por cuestiones de economía, Cambon hizo que se suprimiese ese día del
presupuesto de la Iglesia juramentada; la Constitución civil del clero quedaba
así constituida implícitamente y el Estado totalmente laico. Las medidas contra
los sacerdotes refractarios continuaron en vigor y las iglesias cerradas. Pero a
medida que la reacción se estabilizó muchos franceses echaron de menos las
antiguas ceremonias religiosas y los fieles reclamaron que se abriesen las
iglesias. El culto cívico, demasiado intelectual y despojado en ese momento de
todo carácter patriótico y democrático, no podía ensalzar ya a los
desarrapados.
Los
sacerdotes constitucionales restablecieron poco a poco su Iglesia: así, en
Loir-et-Cher, cuyo obispo Grégoire reclamó la plena libertad de culto, el 1 de
nivoso (21 de diciembre de 1794). No obstante, los sacerdotes refractarios,
llamados curas de maleta en el Norte, celebraban clandestinamente la
misa ciega.
La
libertad de culto no podía encontrar obstáculos, desde el momento en que había
sido concedida a los rebeldes de la Vendée con la pacificación de La Jaunaye, el
29 de pluvioso, año III (17 de febrero de 1794). El 3 de ventoso (21 de
febrero), según informe de Boissy d’Anglas, la Convención autorizó el culto en
los edificios que los sacerdotes y fieles pudieran procurarse. La separación
quedaba confirmada y las iglesias abiertas al culto decadario. El culto católico
continuaba siendo privado; todos los sacerdotes podían celebrarlo a condición de
haber prestado el juramento del 14 de agosto de 1792, a la libertad y a la
igualdad, llamado el pequeño juramento; quedaba prohibido estrictamente tocar
las campanas, llevar los hábitos y las colectas públicas. El culto
constitucional se reorganizó rápidamente bajo la dirección de Grégoire, que
publicó Les Annales de la religion. Los sacerdotes romanos que habían
prestado el pequeño juramento publicaron Les Annales religieuses, politiques
et littéraires. Los refractarios desarrollaron como nunca el culto
clandestino, oponiéndose a los constitucionales en múltiples
conflictos:
“Volviendo
a crear católicos, escribía Mallet du Pan el 17 de marzo de 1795, la
Convención crea realistas... No hay un solo sacerdote que no haga un caso de
conciencia que sus fieles queden vinculados a este
régimen”.
El
descontento de los católicos continuó. Para acallarlo, la Convención estaba
dispuesta a llegar a las últimas consecuencias: al mismo tiempo estaba en una
situación difícil dada la oposición popular que multiplicaba la crisis
económica.
Las
concesiones a los insurrectos del Oeste estaban en la misma línea política. El 9
de termidor, Charette continuaba manteniéndose en el Marais, Sapinaud en Bocage
y Stofflet en Mauges; pero sus facciones, hostigadas por columnas móviles,
quedaban poco a poco diezmadas. La Vendée, sin embargo, se duplicaba en Bretaña
y en las márgenes de sus bosques crecían las guerrillas, los chouanes.
Una vez que hubieron abandonado el Terror y la acción represiva, los
termidorianos creían poder pacificar el Oeste con una política de conciliación.
Imponiendo su autoridad, Hoche recordaba, el 29 de fructidor (15 de setiembre de
1794), que el Terror había terminado. Los prisioneros quedaron libres, los
insurrectos gozaron de la amnistía. El 12 de frimario, año III (2 de diciembre
de 1794), la amnistía extendióse a los rebeldes que se sometían al cabo de un
mes. En enero de 1795 empezaron las conversaciones con los jefes realistas,
quienes, estimulados, continuaban con los asesinatos y el bandorelismo (“hacemos
la guerra de los corderos contra los tigres”, escribía el 4 de pluvioso (23 de
enero de 1795) el representante Boursault); los rebeldes impusieron sus
condiciones.
La
pacificación de La Jaunaye, cerca de Nantes, negociada en especial con Charette,
firmada el 29 de pluvioso (17 de febrero de 1795), concedió la amnistía a los
rebeldes, restituyéndoles sus bienes o indemnizándoles en caso de venta, incluso
aunque fuesen emigrados; dispensó a los de Vendée del servicio militar,
dejándoles sus armas; la libertad de culto había sido concedida al fin, incluso
a los refractarios. La pacificación de la Prévalaye, cerca de Rennes, estipulaba
el 1 de floreal (20 de abril de 1795) las mismas condiciones en favor de los
chouanes.
La
capitulación termidoriana quedó sin efecto y la pacificación fue algo ilusorio.
Los de la Vendée y los chouanes contaron con todo sosiego para prepararse a
reemprender la lucha. La Chouannerie pronto ganó nuevos departamentos. Los termidorianos,
impotentes, no pudieron reaccionar; la continuación del movimiento popular,
exasperado por la crisis económica, exigía la alianza de todos los
reaccionarios.
II.
La
crisis económica y la catástrofe monetaria
El
abandono de la economía dirigida estaba en la línea de la política de la
reacción termidoriana. La Convención no había aceptado al máximun más que
obligada por la presión popular; la burguesía en todos sus sectores la
consideraba opuesta a sus intereses. La dislocación del Gobierno revolucionario
y el fin del terror llevaban necesariamente al relajamiento en la dirección de
la economía; después de su abolición, la fuerza coactiva no podía ya
imponerse a los productores y a los comerciantes partidarios del beneficio libre
y de la economía liberal. Pero el abandono de las limitaciones económicas no
podía llevar sino al hundimiento del asignado y al auge de la inflación, factor
de miseria popular. Una vez más queda subrayado así el carácter social de la
reacción termidoriana.
1.
El retorno a la libertad económica (agosto-diciembre de
1794)
El
máximum general de las
mercancías de primera necesidad, proclamado el 29 de septiembre de 1793, no
había funcionado con rigor, en lo que respecta al abastecimiento civil, más que
para los granos. Con respecto a los otros artículos alimenticios, y aunque sin
tolerar que fuera públicamente violado, el Comité de Salud Pública renunció a
él. El comercio clandestino se había desarrollado; pero, en tanto duró el
Terror, los precios sólo aumentaron levemente. Sobrevino el 9 de termidor. El 21
de fructidor, año II (7 de septiembre de 1794), la Convención prorrogó por todo
el año III el máximum de los granos y de la harina, y el máximum
general del 29 de septiembre de 1793. Pero al haberse abandonado la
represión, se agudizó el alza, el mercado clandestino se amplió y poco a poco
las transacciones se hicieron libres. “En los mercados ya no se sigue el
máximum : todo se vende por las buenas”, observa un informe de policía,
el 20 de vendimiario, año III (11 de octubre de 1794).
El
sistema de las requisiciones por distritos, previsto por el decreto del 11 de
septiembre de 1793 para el avituallamiento en grano de los mercados, se deshizo.
Los cultivadores, sin la amenaza ya de ser tratados como sospechosos, entregaban
sus granos de mala gana y comenzaban a vender clandestinamente. Al encontrar
defensores en la Convención, por el decreto de 19 brumario (9 de noviembre de
1794), los campesinos obtuvieron algunas concesiones: en particular, las
requisas de partidas no entregadas no tenían ya otra consecuencia que la
confiscación del contingente requisado. En consecuencia, la resistencia de los
campesinos se agudizó y el aprovisionamiento de las ciudades se hizo cada vez
más difícil. Con el gobierno revolucionario dislocado y abandonado el Terror,
era imposible exigir la ejecución de las requisas y la observación de las
tasas.
La
nacionalización de un importante sector de la economía (fabricaciones de guerra,
transportes interiores, comercio exterior) ocasionó también muchas dificultades:
sólo era eficaz en el marco del máximum
general. El sistema continuó funcionando después de termidor, siempre
bajo la dirección de Lindet, que, aunque desde el 15 de vendimiario (6 de
octubre de 1794) había dejado de formar parte del Comité de Salud Pública, fue
nombrado presidente del Comité del Comercio, de la Agricultura y de las
Artes.
La
nacionalización de las industrias de guerra provocó numerosas y también
poderosas oposiciones. Los artesanos y los industriales soportaban mal el
control del Estado,la tarifa del máximum y aún más ver que las fábricas
nacionales les quitaban trabajo. Haciendo una primera concesión,el Comité de
Salud Pública hizo entrega a la empresa privada de un determinado número de
fábricas a partir de fructidor, la fundición de Toulouse,la de Maubeuge en
frimario. Sobre todo, desmanteló poco a poco la gran fábrica de armas de París,
reduciéndola a taller de reparaciones y dispersando en los talleres de los
departamentos a aquellos obreros de quienes se temía la oposición política; en
pluvioso no quedaba más que un millar de obreros pagados a
destajo.
La
nacionalización del comercio exterior perjudicaba los intereses de los
armadores, de los negociantes y financieros, para quienes el gran comercio
marítimo y las especulaciones sobre el cambio constituían una fuente esencial de
beneficio. En su informe sobre la situación de la República, el 4to
día sans-culottide, año II (20 de septiembre de 1794), Lindet concedía
que era necesario reanimar el comercio exterior. La cosecha era mala, se
anunciaba hambre para la primavera. El Comité de Salud Pública se preocupaba de
procurar los granos, autorizando a los negociantes y a los neutrales a que
importasen libremente. La Convención inclinóse por la vía de las concesiones: el
26 de vendimiario (17 de octubre) un decreto autorizaba a los fabricantes a
importar libremente los productos necesarios para sus talleres. El 6 de frimario
(26 de noviembre) la importación de las mercancías no prohibidas era libre. Pero
la libertad de las importaciones no podía conciliarse con la aplicación del
máximum tanto más cuanto que
el decreto de 25 de brumario (15 de noviembre) autorizaba en los puertos
franceses el comercio libre con los neutrales.
La
ofensiva contra la economía dirigida y el máximum se generalizó hacia finales de
otoño. El 14 de brumario, año III (4 de noviembre de 1794), la Convención pidió
un informe sobre “los inconvenientes del máximum ”. El ataque se centró
particularmente sobre el desarrollo y los errores de gestión de la burocracia de
la economía nacional, que no poseyendo organización estadística alguna, no podía
tener una idea exacta de los recursos y de las necesidades. Ataque muy fuerte,
ya que esos departamentos estaban repletos de partidarios del régimen del año
II. Por medio de estos departamentos, el propio principio de la economía
dirigida estaba supervisado y especialmente el control de provisiones a los
ejércitos. Los financieros querían que retornaran las antiguas prácticas, para
imponer nuevamente al Estado los servicios de los abastecedores y de las
compañías financieras, fuente de un tráfico fructuoso y de enormes fortunas. La
campaña de los partidarios de la libertad económica terminó por hundirse: el 19
de frimario (9 de diciembre) un informe al Comité de Comercio, del cual fue muy
pronto expulsado Lindet, terminaba pidiendo la abolición del
máximum.
El
decreto de 4 de nivoso, año III (24 de diciembre de 1794), suprimía el
máximum y la reglamentación; la circulación de los granos quedaba
completamente libre en el interior de la República. La Comisión de Comercio y de
Aprovisionamientos conservaba, aunque al precio corriente, el derecho de
prelación respecto de las mercancías necesarias para el Ejército. La supresión
del máximum promovió una
crisis tremenda.
2.
El hundimiento del asignado y sus
consecuencias
El
hundimiento del asignado fue la consecuencia inmediata del abandono del
máximum. El alza de precios
fue vertiginosa, la especulación sobre las mercancías de primera necesidad se
desarrolló de modo monstruoso; el papel-moneda perdió todo valor, el cambio se
hundió. El asignado, que había subido a un 50 por 100 de su valor nominal en
diciembre de 1793, había descendido a un 31 por 100 en termidor, año II (julio
de 1794). La ampliación del máximum le hizo bajar un 20 por 100 en
frimario, año III (diciembre de 1794); en germinal (abril de 1795), estaba en un
8 por 100; en termidor (julio), en un 3 por 100. El alza de precios condenó al
Estado a una inflación masiva, tanto más cuanto que los impuestos se percibían
mal o en asignados desvalorizados. La masa de asignados crecía a causa de las
continuas emisiones; llegó a los diez mil millones en diciembre de 1794, de
éstos ocho estaban en circulación; de pluvioso a prairial (enero-mayo de 1795),
se emitieron siete mil millones, llegando la circulación a más de once mil
millones. Los campesinos y los comerciantes rehusaban los asignados, no
aceptando más que el numerario. Que no se aceptase el asignado multiplicó la
depreciación; así, de noviembre de 1794 a mayo de 1795 la circulación no aumentó
más que a 42,5 por 100; el asignado perdió el 68 por 100 de su valor. Las 100
libras-papel pasaron de 24 a 7,5 libras valor numerario.
El
alza de los precios de las mercancías de primera necesidad variaba de un
departamento a otro. De manera general fue más importante de lo que se hubiera
podido sospechar la depreciación del papel-moneda con relación al valor
numerario. En marzo-abril de 1795 el indice del asignado era de 581, cuando el
índice general de precios alcanzaba 758 con relación a 1790 y sólo los productos
alimenticios 819.
La
penuria multiplcó aún más las consecuencias desastrosas del alza de precios. A
pesar de la prórroga de las requisas hasta el 1 de mesidor (19 de junio de
1795), los campesinos no abastecían ya los mercados, por miedo de que se les pagase en asignados,
tanto más cuanto que estaban autorizados a vender directamente a los agentes de
la Comisión de Aprovisionamiento para los ejércitos o a los negociantes que
abastecían a los tenderos. Se volvió a las medidas coactivas; los distritos
instalaron guardias nacionales en los pueblos hasta que se hubiesen entregado
las cantidades de granos necesarias. Pero al llegar la primavera, la cosecha
insuficiente hizo estos procedimientos inútiles. En vano el Gobierno quiso
comprar en el extranjero. La penuria del Tesoro le obligó a recurrir, salvo para
París y los ejércitos, a los capitales privados, lo que acentuó más aún la
preponderancia de la alta burguesía comerciante. Las importaciones del
extranjero no se lograron hasta mayo de 1795. En el Mediodía, siempre
deficitario, la situación era desastrosa desde el principio del invierno. En
Orleáns ocurría lo mismo, en todo el desfiladero de Beauce, desde principios de
primavera. Mientras la ración disminuía, el precio aumentaba. En Verdún, la
ración de una libra para los obreros desde el verano de 1794, de tres cuartos
para el resto de la población, quedó reducida a la mitad a principios de la
primavera de 1795, mientras que el precio se elevaba en 20 céntimos la libra.
Aunque las municipalidades volvieron a la reglamentación, reuniendo los granos y
racionando su distribución y poniendo la tasa del pan por debajo del precio de
coste, no lograron aliviar los sufrimientos de las clases populares, tanto más
insoportables al compararlos con el lujo que exhibían los nuevos
ricos.
Las
consecuencias sociales del hundimiento del asignado fueron muy diversas según
diferentes categorías. Las clases populares caían en la desesperación (el
invierno del año III fue extremadamente riguroso, añadiendo mayores desgracias a
los pobres), mientras que la burguesía del Antiguo Régimen vivía de sus rentas.
Los acreedores pagados en asignados quedaban arruinados, deudores y
especuladores se enriquecían con rapidez. Verdaderos aventureros,que la
inflación y el tráfico con los bienes nacionales,así como con las provisiones de
guerra, elevaban a los primeros puestos de la sociedad e inyectaban sangre a la
antigua burguesía. Se reclutaron en sus filas muchos hombres de negocios que
fueron los iniciadores de la producción capitalista en la época del directorio o
napoleónica. La inflación completaba la revolución social.
En
París, bajo la doble acción de la penuria de las mercancías y la desconfianza
respecto del asignado, los precios de las subsistencias y de los combustibles
sufrieron una vertiginosa subida. La libra de buey, tasada en las Halles 34
céntimos el 16 de nivoso (26 de diciembre de 1794), alcanzaba las 7 libras, 10
sueldos, el 12 germinal (1 de abril de 1795); de 580, en enero de 1795, sobre la
base de 100 para 1790. El índice parisiense de precios sobre la vida ascendía de
720 en marzo a 900 en abril. El movimiento de salarios y de rentas multiplicaban
las consecuencias sociales del alza de precios. No perjudicaban en absoluto a la
alta burguesía de los negocios y de la industria, los nuevos ricos de la
inflación, que se abastecían en el mercado libre. Pero la masa de población
parisiense veía que su poder de adquisición disminuía según aumentaba el
encarecimiento: asalariados y empleados, artesanos y comerciantes, pequeños
rentistas. El paro alcanzó una extensión considerable como consecuencia de la
penuria de las materias primas y del cierre de las fábricas de armas, y de 5.400
obreros bajó a 1.146. La desesperación se adueñaba de los medios populares, a
los que diezmaba la muerte. El frío multiplicó las desastrosas consecuencias de
la subalimentación. El invierno del año III conoció temperaturas que podían
contarse entre las más bajas del siglo XVIII: -10° a principios de 1795, -15° el
23 de enero. La mortalidad aumentó. A finales del invierno, las raciones de pan
y de carne que proporcionaba la Agencia de Subsistencias y que constituían la
base de la alimentación popular fueron brutalmente reducidas. Como consecuencia
de la insuficiencia de las cantidades adquiridas y también de la penuria de los
transpotes, las reservas de granos para el abastecimiento de París habían
disminuido poco a poco. El 25 de ventoso (15 de marzo), la ración de pan, “único
alimento de los pobres”, quedó reducida a una libra, salvo para los trabajadores
manuales, que recibían una libra y media. Incluso en bastantes secciones como en
la del Jardin-des-Plantes, los panaderos no pudieron dar pan a todas las
cartillas de abastecimiento. En la sección de Gravilliers, el 7 de germinal (27
de marzo), la ración fue de media libra, y de un cuarterón en la de la
Fidelidad, el 10 (30 de marzo).
En
los primeros días de germinal, año III, la desesperación popular se transformó
en cólera, después en revolución. El 20 de ventoso (10 de marzo), el Comité de
Salud Pública decía: “Si nos falta el pan un día no podremos resistir las
consecuencias”. En vano se multiplicaron las medidas de ocasión. El 7 de
germinal (27 de marzo) se prescribió que se distribuyesen ocho onzas de arroz
por cada media libra de pan, pero muchas amas de casa no pudieron cocerlo por
falta de combustible. Atenazados por el hambre, los sans-culottes se
pusieron en movimiento. El 8 de nivoso (28 de diciembre) un informe de Policía
daba cuenta del incremento de la cólera popular: “la clase indigente proporciona
inquietudes a las gentes honradas, que temen las consecuencias por esta carestía
excesiva”. Desde finales de ventoso, el conflicto parecía inevitable. Los mismos
comités se prepararon; multiplicaron los arrestos de jacobinos y de
sans-culottes, armando a los buenos ciudadanos y concediendo toda
clase de licencias a la dorada juventud, Frente al movimiento popular,
nuevamente impusado por el hambre, la reacción burguesa se
unía.
III.
Los últimos levantamientos populares (germinal y prairial, año
III)
Durante
el curso del invierno del año III, mientras el asignado se hundía y la crisis
económica empujaba a las masas populares a la desesperación, se enfrentaron dos
tendencias: el progreso de la reacción y la afirmación del régimen de las
gentes honradas por una parte, y por la otra las primeras tentativas para
dar a la rebelión del hambre que se anunciaba dirección y fines
políticos.
1.
El auge de la oposición popular parisiense (invierno de
1794-1795)
La
oposición popular se apoyó en las organizaciones fundamentales, que habían
podido escapar a la represión termidoriana. La sociedad de los Defensores de los
Derechos del Hombre, reforzada por los jacobinos, que se hicieron admitir
después de haber cerrado su club, constituyó el centro de una vigorosa oposición
sans-culotte en el distrito Saint-Antoine, especialmente en las
secciones de Montreuil y Quinze-Vingts. En la sección de Gravilliers, la
sociedad de Amigos de la Libertad y de la Humanidad,formada “casi en su
totalidad de obreros y de gentes poco instruidas”, según un adversario,
aseguraba al partido patriota la mayoría en la asamblea general. Los
sans-culottes conservaban todavía el poder en las secciones de Bondy, de
los Lombards y del Muséum.
La
unión de todos los adversarios de la reacción termidoriana fue afirmándose poco
a poco. Babeuf emprendía, el 29 de frimario (18 de diciembre), una segunda
campaña. Lamentando uno de los primeros haber despotricado contra el “sistema de
Robespierre”, demostraba que no había más que dos partidos en realidad,el
pueblo dorado y el pueblo desarrapado, a quien se pedía que se
rebelase, en el número 9 de pluvioso (28 de enero de 1795), desde su Tribun
du peuple, lo que dio como resultado su detención. Lebois en L’Ami du
peuple, predicaba también la guerra social contra el millón dorado.
En cuanto a los antiguos jacobinos, reconciliados con Babeuf desde que había
renunciado a su antiterrorismo, estaban ahora de acuerdo con él para reclamar la
aplicación de la constitución democrática de 1793, amenazada por los proyectos
de revisión.
La
actividad clandestina constituyó el recurso de los militantes populares cuando
en pluvioso los Comités de Gobierno, inquietos, recurrieron a la represión. La
sociedad de los Defensores de los Derechos del Hombre quedó disuelta el 20 (8 de
febrero de 1795). Hubo cierto número de detenidos, entre ellos Babeuf; mientras
que las gentes honradas se apoderaban en las secciones hasta entonces
tenidas por populares, las del Muséum en especial. Los antiguos
militantes de las secciones se reagruparon clandestinamente. Las denuncias de
los conciliábulos secretos se multiplicaron en ventoso. A finales de ese mes, un
sistema de cotizaciones clandestinas permitió a los patriotas lanzar una
campaña de avisos anónimos de carácter revolucionario; el 22 de ventoso (12 de
marzo), la llamada Pueblo, levántate; es el momento, puesta en pasquines
en las paredes de los barrios; el 3 de germinal (23 de marzo), la llamada al
Arrebato nacional; el 5 (25 de marzo), la Proclama a la Convención y
al Pueblo. El problema, al agravarse, hizo que la agitación popular llegase
al colmo, tanto más cuanto que coincidía con una crisis política en el seno de
la Convención.
2.
Las jornadas de germinal, año III (abril 1795)
La
crisis política de principios de germinal puso en actividad a la mayoría
termidoriana de la Convención y la Creta, minoría montañesa que en cierto
momento viose rebasada por los progresos de la reacción. La oposición
irreductible se cristalizó en dos puntos. La Constitución de 1793 presentada por
Fréron “como creación de algunos desalmados” y que la mayoría termidoriana creía
que iba de acuerdo con las leyes orgánicas, era considerada por el contrario,
por la Creta como el “palladium” del pueblo francés. El 2 de germinal (22
de marzo), por otra parte, empezó el debate sobre la acusación de los
Cuatro: Barère, Billaud-Varenne, Collot d’Herbois y Vadier. Debate
tumultoso que inflamó la opinión popular mientras que la opinión burguesa se
impacientaba. La Convención cortó por medio de dos decretos: el 9 de germinal
(29 de marzo) rechazó toda idea de amnistía decidiendo reemprender el proceso de
los Cuatro; el 12 (1 de abril), nombró a una comisión encargada de
preparar las leyes orgánicas.
La
movilización de las masas populares ya estaba hecha en ese momento. Las
aglomeraciones en las puertas de las panaderías se habían convertido en tumultos
a finales de ventoso (mediados de marzo). El 27 de ventoso (17 de marzo) se
agruparon las barriadas de Saint-Marceau y de Saint-Jacques y fueron a la
Convención; “Nos falta el pan, estamos a punto de lamentar todos los sacrificios
que hemos hecho por la Revolución”. El 1 de germinal (21 de marzo), las tres
secciones del barrio de Saint-Antoine fueron a su vez a la Convención,
reclamando que se pusiese en vigor la Constitución de 1793, que se tomasen
medidas contra el hambre y que se denunciase a los enemigos del pueblo,
“esclavos de las riquezas”. Se multiplicaron los alborotos entre los
desarrapados, llenos de desesperación, y los grupos de la dorada juventud. El
Gobierno, no obstante, continuaba sus preparativos para resistir a la
insurrección que se esperaba. El 1 de germinal (21 de marzo), Sièyes logró que
se votase una ley de máxima represión; dictaba la pena de muerte contra aquellos
que, por medio de un movimiento concertado y con palabras de carácter sedicioso,
se presentasen ante la Convención. El 2 (22 de marzo) los comités hicieron que
se distribuyesen a los ciudadanos de confianza 100 fusiles por cada sección. Las
perturbaciones se agravaron el 7 de germinal (27 de marzo) en la sección de
Gravilliers y duraron dos días. El 10 (30 de marzo), las reuniones de cada
sección fueron tempestuosas; en diez secciones ganaron los desarrapados. Al día
siguiente, la sección de Quinze-Vingts apareció de nuevo ante la Convención con
un verdadero programa popular, criticando con dureza lo ocurrido a continuación
del 9 de termidor y aboliendo el máximun y reclamando una municipalidad
parisiense electiva, la reapertura de las sociedades populares y la puesta en
vigor de la Constitución. “Estamos en pie para sostener la República y la
libertad”. Esa fue la señal del levantamiento popular.
La
jornada del 12 de germinal, año III (1 de abril de 1795), marcó el grado de
desorganización a que había llegado el movimiento popular, privado de sus
cuadros, víctimas de la represión. Manifestación más bien que insurrección fue
la reunión desordenada de una multitud desarmada que se contentó con invadir la
Convención y expresar sus deseos: la Constitución de 1793 y las medidas contra
el hambre. La guardia nacional de los barrios adinerados dispersó sin
dificultades a los manifestantes. La jornada había fracasado por falta de un
plan preciso de acción y también de jefes; las horas en las que los
sans-culottes fueron dueños de la Convención se perdieron en el tumulto y
en los discursos vanos. La agitación continuó al día siguiente, el 13 de
germinal (2 de abril), especialmente en el barrio de Saint-Antoine, en la
sección de Quinze-Vingts. La Convención decretó el estado de sitio y el orden
quedó rápidamente establecido.
Las
consecuencias políticas del golpe popular no se hicieron esperar. Ganó la
derecha. “Es preciso -declaró André Dumont a uno de sus dirigentes- aprovechar
bien esta ocasión”. En la noche del 12 al 13 de germinal la Convención decretó
la deportación de los cuatro a La Guayana sin juicio alguno. La izquierda quedó
una vez más diezmada con el arresto de los ocho montañeses, de los cuales Amar y
Duhem fueron encerrados rápidamente en el fuerte de Ham. Algunos días más tarde
otros ocho diputados fueron desterrados, entre ellos Cambon. El 17 de floreal (6
de mayo), Fouquier-Tinville fue condenado a muerte con catorce miembros del
antiguo Tribunal revolucionario. El problema constitucional pasaba, por tanto,
al orden del día. La Constitución de 1793 no se había puesto hasta ese momento
en tela de juicio. El debate había sido sobre su aplicación por medio de leyes
orgánicas. Fue denunciada el 25 de floreal (14 de mayo); lo que fue por la
sección de la República, como una “constitución decenviral, dictada por el miedo
y aceptada bajo su imperio”. Los progresos de la reacción, conjugándose con la
transformación de la dieta en hambre impulsaron al movimiento popular
nuevamente.
3.
Prairial, año III (mayo de 1795)
La
represión del levantamiento de germinal y la persecución contra los militantes
de las secciones no pudieron en realidad deshacer el movimiento parisiense;
contribuyeron por el contrario, a excitar el espíritu de revolución. El 21 de
germinal (10 de abril de 1795) la Convención decretó el desarme de aquellos
“hombres conocidos en sus secciones por haber participado en los horrores
cometidos bajo la tiranía”. Verdadera ley de sospechosos contra todos los que
habían participado en el sistema del año II. En el Mediodía el desastre de los
antiguos terroristas estimuló a los asesinos del Terror blanco, que alcanzó su
apogeo en floreal y prairial. En París, aunque el número de los desarmados
parecía corto (1.600 aproximadamente para el conjunto de las secciones), el
desarme alcanzó a los militantes mejores del año II. Constituyó, según expresión
de uno de ellos, “una deshonra política, una especie de mal físico”; llevar
armas era uno de los valores esenciales en la ideología popular de la igualdad,
el desarme implicaba la exclusión de la comunidad de los hombres libres y la
pérdida de los derechos cívicos. Exasperó el espíritu de revolución entre los
militantes populares.
El
hambre de floreal llevó a las masas a la desesperación. A medida que la
primavera avanzaba, el abastecimiento disminuía. La ración cotidiana, un
cuarterón, el nivel más bajo antes de germinal, fue lo normal; el reparto estaba
mal organizado; las amas de casa esperaban, a veces en vano a las puertas de las
panaderías. En toda Francia las algaradas se generalizaron; en Normandía, a lo
largo del Sena, los amotinados envalentonados atacaban a los convoyes con
destino a la capital. El alza de precios continuaba mientras que la disminución
de mercancías, especialmente de combustible, aumentaba el paro. En una población
alimentada por bajo de lo normal desde hacía varios meses y que había agotado
todos sus recursos, el hambre de floreal-prairial, año III, tuvo efectos
catastróficos: hambre social que recaía principalmente en las clases populares.
El Gobierno rehusaba establecer un racionamiento general y el dinero permitía
subsistir a los ricos gracias al mercado libre. Hombres y mujeres caían de
inanición en las calles, la mortalidad aumentó y los suicidios se
multiplicaron.
“No
se encuentra en las calles, dice el reaccionario ‘Messager du Soir’ el 8 de
floreal (27 de abril), más que caras pálidas y descarnadas en las que están
pintados el dolor, la fatiga, el hambre y la miseria”.
Al
sentimiento de la compasión se unía en la mentalidad de quienes sentían algo el
miedo a un hambre que indujese al pillaje, amenaza para la
propiedad.
La
cólera popular se mezclaba poco a poco con la deseperación. El hambre revalorizó
el régimen del año II:
“Bajo
el reinado de Robespierre corría la sangre, pero no carecíamos de pan, ahora que
no corre la sangre carecemos de él; es preciso que corra para
tenerlo”.
palabras
terroristas con frecuencia citadas por la Policía. La Constitución de 1793
constituía más que nunca la tierra prometida.
“A
esta promesa de democracia, escribe Levasseur de la Sarthe en sus
Mémoires, se vinculaban todas las esperanzas del
pueblo”.
La
agitación de las secciones volvió a producirse en floreal. El 10 (29 de abril),
la sección de Montreuil se declaró en estado de alerta e invitó a los demás que
la imitasen, para deliberar sobre las subsistencias. El 11 (30 de abril) estalló
un motin en la sección de Bonnet-de-la-Liberté. Los panfletos y los anuncios
incendiarios pronto aparecieron. Inquieto el Gobierno, concentró en torno de
París importantes fuerzas, guadándose mucho de hacerlas penetrar en la capital
con el fin de evitar que se contagiasen del pueblo. En las asambleas de las
secciones del 30 de floreal (19 de mayo), la agitación llegó a su punto
culminante. Ese día el panfleto Insurrection du peuple pour obtenir du pain
reconquérir ses droits dio la señal del levantamiento popular, dándole la
consigna: Pan y Constitución de 1793.
El
1 de prairial, año III (20 de mayo de 1795) tocaron a rebato desde las cinco de
la mañana en los distritos de Saint-Antoine y Saint-Marceau. Bien pronto se tocó
a generala en todos los distritos del Este; las mujeres recorrían las calles,
los talleres; los hombres cogen las armas. Hacia las diez de la mañana, los
primeros grupos de mujeres marchan a toque de tambor hacia la Convención. La
movilización de la guardia nacional fue más lenta. A principio del mediodía los
batallones del distrito de Saint-Antoine se unieron a su vez, reforzando su
número en el camino con batallones de diferentes secciones. También en ese
momento, un grupo de mujeres acompañadas de algunos hombres intentaban invadir
la sala de la Convención. Cuando hacia las tres los batallones aparecieron en el
Carrousel, el impulso fue irresistible. La Convención quedó sumergida; el
diputado Féraud asesinado y su cabeza izada en una pica. Se produjo un gran
tumulto; en medio del cual un artillero, Duval, empezó a leer L’Insurrection
du peuple, un programa de levantamiento. Pero los insurrectos no hicieron
nada en absoluto para apoderarse de los comités de Gobierno, que tuvieron todo
el tiempo a su disposición para preparar el contraataque, esperando que los
diputados montañeses estuvieran comprometidos. Hacia las siete de la tarde
volvieron de nuevo las deliberaciones; Duroy y Romme hicieron que se votase la
permanencia de las secciones y la liberación de los patriotas encarcelados;
Soubrany, la destitución del Comité de Seguridad Social y su reemplazo por medio
de una comisión provisional. Eran las once y media de la noche. La guardia
nacional de los distritos del Oeste fue lanzada contra la sala de la Convención;
rechazó a los rebeldes, que bien pronto huyeron. Los catorce diputados
comprometidos fueron arrestados.
El
2 de prairial, año III (21 de mayo de 1795), reapareció la insurrección en el
arrabal de Saint-Antoine, mientras que reuniones ilegales se celebraban en las
secciones populares. Un grupo se apoderó de la Maison Commune, mientras que los
batallones del distrituo, aproximadamente hacia las tres de la tarde, marcharon
una vez más hacia la Convención. La gendarmería sublevóse. Lo mismo que el 2 de
junio de 1793, los artilleros populares, hacia las 7 de la tarde, apuntaban sus
piezas de artillería hacia la Asamblea, con la mecha encendida. Los artilleros
de las secciones moderadas se sublevaron a su vez. Legendre invitó a los
diputados a que esperasen la muerte en sus bancos. Pero en lugar de aterrorizar
a la guardia termidoriana, los rebeldes dudaron, mientras que los diez
convencionales enviados por los comités del gobierno vinieron a parlamentar; los
rebeldes se dejaron burlar con una falsa “fraternización”. Se admitió una
diputación en la barra; su orador reiteró su proclama amenazadora, las
exigencias de los sans-culottes, del pan y la Constitución de 1793; el
presidente le dio un abrazo. Los batallones rebeldes volvieron a tomar el camino
de sus secciones, dejando escapar su última oportundiad. “Nos ha fallado el
golpe -dijo un rebelde-; se ha engañado al pueblo con los
discursos”.
La
ocupación militar del distrito de Saint-Antoine estaba preparada desde el 3 de
prairial (22 de mayo). Tres mil hombres a caballlo entraron en París, reforzados
al día siguiente por numerosos destacamentos. Con “los buenos ciudadanos”
movilizados por medio de avisos personales, el Gobierno dispuso aproximadamente
de 20.000 hombres, de los cuales Menou fue nombrado general en jefe. “París
parece un campamento”, escribe Le Journal des Hommes Libres. Agotado, el
distrito dormía, mientras las tropas gubernamentales lo rodeaban en la noche. El
4 de prairial, a la mañana, las bandas de la dorada juventud invadieron el
distrito, pero tuvieron que hacer una retirada gloriosa. Los batallones de las
tres secciones estaban en pie; los cañones, enfocados hacia la ciudad,
sostenidos por las mujeres “que se habían agrupado en todos los rincones”, según
el informe de un confidente de la Policía: “El pan es la base de su insurrección
físicamente hablando, pero la Constitución de 1793 es el alma; en general,
tienen un aspecto triste”. Sin jefes, casi sin cuadros, los rebeldes no estaban
sostenidos más que por la desesperación. Hacia las cuatro de la tarde, las
tropas recibieron la orden de avanzar. Invitado a entregar las armas, el
distrito capituló sin combatir. A las ocho todo había
terminado.
La
represión se organizó rápidamente, desarrollándose en dos sentidos: el judicial
y el de sección. A partir del 4 de prairial, el Comité de Seguridad General
anunciaba que las prisiones estaban repletas.
La
represión judicial se llevó a cabo por la comisión militar creada por la
Convención el 4 de prairial. Juzgó a 149 hombres, absolviendo a 73, pero
condenando a muerte a 36, 18 a prisión, 12 deportados y 7 a cadenas. Fueron
condenados a muerte especialmente 18 de los 23 gendarmes que se habían pasado a
la insurrección, cinco jefes de los insurrectos, entre los cuales se contaban
Duval y Delorme, capitán de artilleros de la sección de Propincourt, hombres de
valor y decisión, y seis diputados montañeses comprometidos con el pueblo el 1
de prairial. Estos últimos se apuñalaron a la salida del tribunal; Duquesnoy,
Goujon y Romme cayeron muertos; Bourbotte, Doroy y Soubrany fueron rematados en
la guillotina. Fueron los mártires de prairial.
La
represión por secciones, a causa de sus consecuencias a largo plazo, fue aún más
importante. El 4 de prairial, la Convención prescribía a las secciones parisinas
que desarmasen y detuviesen en caso de necesidad a sus malos ciudadanos.
Esta gran depuración de las secciones se desarrolló del 5 al 13 de prairial,
haciendo aproximadamente unos 1.200 arrestos y 1.700 desarmes, especialmente
insurrectos de prairial y sans-culottes militantes del año II, aunque
fuesen ajenos a las insurrecciones del año III; también cayeron antiguos
terroristas y jacobinos. El efecto psicológico y social fue considerable; el
prolongado encarcelamiento de los hombres significaba para muchas familias un
sacrificio total. De esta forma se destruyeron las dos fuerzas que amenazaron en
cierto momento el régimen termidoriano.
Jornadas
decisivas. Agotado, desorganizado, privado de sus jefes y de sus cuadros por
causa de la represión, el movimiento popular vio alzarse frente a él a los
republicanos, a los partidarios del Antiguo Régimen, al bloque de la burguesía
apoyándose en el ejército. Su resorte, la acción popular, había sido destruido;
la Revolución había terminado.
***
El
fracaso de las insurrecciones populares de germinal y de prairial, año II,
constituye, en último término, el episodio más dramático del conflicto de clases
en el seno del antiguo Tercer Estado. La burguesía francesa tenía vara alta;
quedaba excluido que el movimiento popular pudiese lograr sus propios fines. Lo
mismo que los antagonismos entre el Gobierno revolucionario y el movimiento
popular habían arruinado el régimen del año II, la oposición fundamental entre
la Revolución burguesa y el movimiento popular llevaba a éste a su ruina, tanto
más cuanto que sus contradicciones internas le hacía
degenerar.
La
sans-culotterie no consitituía una clase, ni el movimiento popular un
partido de clase. Artesanos y comerciantes, cuadrilleros y jornaleros, formaron
una minoría burguesa, una coalición que desplegó contra la aristocracia una
fuerza irresistible. Pero en lo profundo de esta misma coalición, la oposición
se afirmó entre aquellos que, artesanos y comerciantes, vivían del beneficio que
sacaban de la propiedad de los medios de producción y aquellos que, cuadrilleros
o jornaleros, no diponían más que de un salario. Las necesidades de la lucha
revolucionaria habían soldado la unidad de la sans-culotterie y situado
en un segundo plano los conflictos de intereses que ponían en peligro los
diversos elementos; desde luego, no suprimió los conflictos. Agreguemos a esto
los esquemas de una mentalidad social que complicaba aún más el juego de las
oposiciones. Las contradicciones de la sans-culotterie no se
identificaban exactamente con las que se conciben entre propietarios y
productores de una parte y asalariados de otra. Entre estos últimos, los
empleados, maestros y artistas se
consideraban, según su forma de vida, como burgueses y no se confundían con el
bajo pueblo , aunque estuviesen de acuerdo con la
causa.
A
los sans-culottes les faltaba la conciencia de clase, ya que su
reclutamiento social era heterogéneo. Si se mostraban generalmente hostiles al
capitalismo naciente, no era por los mismos motivos. El artesano lamentaba
convertirse en un asalariado; el cuadrillero detestaba al acaparador que le
encarecía la vida. Loa asalariados no poseían ninguna conciencia social propia;
su mentalidad estaba estructurada por el artesanado. La concentración
capitalista no se había despertado todavía en el sentido de la solidaridad de
clase. No se puede negar, sin embargo, que entre los sans-culottes
asalariados había un cierto sentido de unidad, que subrayaban no sólo sus
ocupaciones manuales y su categoría en la producción sino también su forma de
vestir y su género de vida. La falta de instrucción, también engendraba en el
elemento popular un sentido de inferioridad y a veces de impotencia; cuando los
hombres de talento de la burguesía media jacobina faltaron, la
sans-culotterie parisina estuvo perdida.
Un
partido disciplinado, que se fundase en un reclutamiento de clase y en una
depuración severa, fue un instrumento de la lucha política que faltó siempre a
los desarrapados parisinos a pesar de algunas tímidas tentativas de
coordinación. Si hubo numerosos militantes que hicieron algunos esfuerzos para
disciplinar el movimiento popular, numerosos fueron también los que no tuvieron
sentido alguno de la disciplina social y de la política. En cuanto a la masa
propiamente dicha, aparte del odio hacia la aristocracia, no podía poseer un
sentido político excesivo. Las condiciones económicas y sociales de la época dan
idea de ello. Esperaban confusamente las ventajas de la Revolución. Reclamaron
el máximum para mantener su nivel de vida. Prescindieron y se alejaron
del Gobierno revolucionario cuando volvió a la economía dirigida con fines de
defensa nacional, sin ver que la caída del Gobierno revolucionario llevaría a la
ruina a la sans-culotterie. El
proceso histórico llevaba en su propia dialéctica la generación del
movimiento popular. Cinco años de luchas revolucionarias constantes le hicieron
perder a la larga su garra y su vigor, mientras la gran esperanza,
siempre diferida, desmovilizaba poco a poco a las masas. “El pueblo se cansa”,
había obervado Robespierre. Y los desarrapados de los arrabales de Saint-Marceau
y de Saint-Jacques, el 27 de ventoso, año III (17 de marzo de 1795), decían:
“Estamos en vísperas de lamentar todos los sacrificios que hemos hecho por la
Revolución”. Mes a mes el esfuerzo de la guerra había debilitado a los
desarrapados, agotados por la leva de hombres, precisamente los más jóvenes, los
más combativos, los más conscientes y también los más entusiastas, para quienes
la defensa de la nueva patria constituía el primer deber revolucionario. A
partir del año II, los batallones de las secciones parisinas estaban compuestos
en una buena parte de hombres de más de cincuenta e incluso sesenta años. Este
envejecimiento del movimiento popular trajo consigo consecuencias irremediables
para el ardor combativo de las masas.
No
se puede, sin embargo, establecer un cálculo puramente negativo del movimiento
popular que zozobró en la represión de prairial, año III. A partir de julio de
1789, incluso después del 10 agosto de 1792, contribuyó a que avanzase la
historia por la ayuda decisiva aportada a la revolución burguesa. Desde 1789 al
año III los desarrapados parisienses constituyeron el elemento eficaz de la
lucha revolucionaria y de la defensa nacional. El movimiento popular permitió en
1793 que se instaurase el Gobierno revolucionario y, por tanto,la derrota de la
contrarrevolución en el interior y de la coalición en el exterior. Su triunfo,
durante el verano de 1793, llevó consigo la actualización del Terror que había
abandonado el terreno, instaurándose nuevas relaciones
sociales.
La
derrota de prairial, año III, al eliminar por bastante tiempo al pueblo de la
escena política y arruinando la esperanza popular de una democracia social
igualitaria, permitía ligar con el Ochenta y nueve y la obra de los
constituyentes, tomando como base la libertad económica y el régimen censatario
nuevamente actualizados. El reino burgués de los notables
empezaba.
Se
agradece la donación de la presente obra a la Cátedra de Informática y
Relaciones Sociales de la Facultad de Ciencias Sociales, de la Universidad de Buenos
Aires, Argentina.
http://www.hipersociologia.org.ar/base.html