El final de
un discurso muy aplaudido. ‑
Presentación del doctor Samuel Fergusson.
‑
«
Excelsior. » ‑ Retrato de cuerpo entero del doctor. ‑
Un
fatalista convencido. ‑ Comida en el Traveller’s
Club. ‑
Numerosos brindis de circunstancias
El día 14 de enero
de 1862 había asistido un numeroso auditorio a la sesión de la Real
Sociedad Geográfica de Londres, plaza de Waterloo, 3. El presidente, sir Francis
M .... comunicaba a sus ilustres colegas un hecho importante en un discurso
frecuentemente interrumpido por los aplausos.
Aquella notable muestra de elocuencia finalizaba con
unas cuantas frases rimbombantes en las que el patriotismo manaba a
borbotones:
«Inglaterra ha marchado siempre a la cabeza de las
naciones (ya se sabe que las naciones marchan universalmente a la
cabeza unas de otras) por la intrepidez con que sus viajeros acometen
descubrimientos geográficos. (Numerosas
muestras de aprobación.) El doctor Samuel Fergusson, uno de sus gloriosos
hijos, no faltará a su origen. (Por
doquier.¡No! ¡No!) Su tentativa, si la corona el éxito (gritos de: ¡La coronará!), enlazará,
completándolas, las nociones dispersas de la cartografía africana (vehemente aprobación), y si fracasa (gritos de: ¡Imposible! ¡Imposible!), quedará
consignada en la Historia como una de las más atrevidas concepciones del
talento humano. (Entusiasmo
frenético.)»
‑¡Hurra! ¡Hurra! ‑aclamó la asamblea, electrizada por
tan conmovedoras palabras.
‑¡Hurra por el intrépido Fergusson! ‑exclamó uno de
los oyentes más expansivos.
Resonaron entusiastas gritos. El nombre de
Fergusson salió de todas las bocas, y fundados motivos tenemos para
creer que ganó mucho pasando por gaznates ingleses. El salón de sesiones se
estremecio.
Allí se hallaba, sin embargo, un sinfín de intrépidos
viajeros, envejecidos y fatigados, a los que su temperamento inquieto había
llevado a recorrer las cinco partes del mundo. Todos ellos, en mayor o menor
medida, habían escapado física o moralmente a los naufragios, los
incendios, los tomahawk de los indios, los rompecabezas de los salvajes,
los horrores del suplicio o los estómagos de la Polinesia. Pero nada pudo
contener los latidos de sus corazones durante el discurso de sir Francis M
.... y la Real Sociedad Geográfica de Londres, sin duda, no recuerda otro
triunfo oratorio tan completo.
Pero en Inglaterra el entusiasmo no se reduce a
vanas palabras. Acuña moneda con más rapidez aun que los volantes de la Royal Mint.[L1] Se abrió, antes de levantarse la sesión, una
suscripción a favor del doctor Fergusson que alcanzó la suma de dos mil
quinientas libras. La importancia de la cantidad recaudada guardaba
proporción con la importancia de la empresa.
Uno de los miembros de la sociedad interpeló al
presidente para saber si el doctor Fergusson seria presentado
oficialmente.
‑El doctor está a disposición de la asamblea
‑respondió sir Francis M...
‑¡Que entre! ¡Que entre! ‑gritaron todos‑. Bueno es
que veamos con nuestros propios ojos a un hombre de tan extraordinaria
audacia.
‑Acaso tan increíble proposición ‑dijo un viejo
comodoro apoplético‑ no tenga más objeto que
embaucarnos.
‑¿Y si el doctor Fergusson no existiera? ‑preguntó
una voz maliciosa.
‑Tendríamos que inventarlo ‑respondió un miembro
bromista de aquella grave sociedad.
‑Hagan pasar al doctor Fergusson ‑dijo
sencillamente sir Francis M...
Y el doctor entró entre estrepitosos aplausos, sin
conmoverse lo más mínimo.
Era un hombre de unos cuarenta años, de estatura y
constitución normales; el subido color de su semblante ponía en evidencia un
temperamento sanguíneo; su expresión era fría, y en sus facciones, que nada
tenían de particular, sobresalía una nariz asaz voluminosa, a guisa de
bauprés, como para caracterizar al hombre predestinado a los descubrimientos;
sus ojos, de mirada muy apacible y más inteligente que audaz, otorgaban un gran
encanto a su fisonomía; sus brazos eran largos y sus pies se apoyaban en el
suelo con el aplomo propio de los grandes andarines
Toda la persona del doctor respiraba una gravedad
tranquila, que no permitía ni remotamente acariciar la idea de que pudiese ser
instrumento de la más insignificante farsa.
Así es que los hurras y los aplausos no cesaron hasta
que, con un ademán amable, el doctor Fergusson pidió un poco de silencio. A
continuación se acercó al sillón dispuesto expresamente para él y desde allí, en
pie, dirigiendo a los presentes una mirada enérgica, levantó hacia el
cielo el índice de la mano derecha, abrió la boca y pronunció esta sola
palabra:
‑¡Excelsior!
¡No! ¡Ni una interpelación inesperada de los señores
Dright y Cobden, ni una demanda de fondos,extraordinarlos por parte de lord
Palmerston para fortificar los peñascos de Inglaterra, habían obtenido nunca un
éxito tan completo! El discurso de sir Francis M... había quedado atrás,
muy atrás. El doctor se manifestaba a la vez sublime, grande, sobrio y
circunspecto; había pronunciado la palabra adecuada a la situación: «¡Excelsior!»
El viejo comodoro, completamente adherido a aquel
hombre extraordinario, reclamó la inserción «íntegra» del discurso de Samuel
Fergusson en los Proceedings of the Royal
Geographical Society of London[L2] .
¿Quién era, pues, aquel doctor, y cuál la empresa que
iba a acometer?
El padre del joven Fergusson, denodado capitán de la
Marina inglesa, había asociado a su hijo, desde su más tierna edad, a los
peligros y aventuras de su profesión. Aquel digno niño, que no pareció haber
conocido nunca el miedo, anunció muy pronto un talento despejado, una
inteligencia de investigador, una afición notable a los trabajos científicos;
mostraba, además, una habilidad poco común para salir de cualquier atolladero;
no se apuró nunca por nada de este mundo, ni siquiera a la hora de servirse por
vez primera en la comida del tenedor, cosa en la que los niños no suelen
sobresalir.
Su imaginación se inflamó muy pronto con la
lectura de las empresas audaces y de las exploraciones marítimas.
Siguió con pasión los descubrimientos que señalaron la primera parte del
siglo XIX y soñó con la gloria de los Mungo‑Park, de los Bruce, de los Caillié,
de los Levaillant, e incluso un poco, según creo, con la de Selrik, el
Robinsón Crusoe, que no le parecía inferior. ¡Cuántas horas bien ocupadas pasó
con él en la isla de Juan Fernández! Aprobó con frecuencia las ideas del
marinero abandonado; discutió algunas veces sus planes y sus proyectos. Él
habría procedido de otro modo, tal vez mejor; en cualquier caso, igual de bien.
Pero, desde luego, jamás habría dejado aquella isla de bienaventuranza,
donde era tan feliz como un rey sin súbditos... No, ni siquiera en el caso de
que le hubieran nombrado primer lord del Almirantazgo.
Dejo a la consideración del lector si semejantes
tendencias se desarrollaron durante su aventurera juventud lanzada a los
cuatro vientos. Su padre, hombre instruido, no dejaba de consolidar aquella
perspicaz inteligencia con estudios continuados de hidrografía, física y
mecánica, acompañados de algunas nociones de botánica, medicina y
astronomía.
A la muerte del
digno capitán, Samuel Fergusson tenía veintidós años de edad y había dado
ya la vuelta al mundo. Ingresó en el cuerpo de ingenieros bengalíes y se
distinguió en varias acciones; pero la existencia de soldado no le
convenía, dada su escasa inclinacion a mandar y menos aún a obedecer.
Dimitió y, ya cazando, ya herborizando, remontó hacia el norte de la península
india y la atravesó desde Calcuta a Surate. Un simple paseo de
aficionado.
Desde Surate le vemos pasar a Australia, y tomar
parte, en 1845, en la
expedición del capitán Sturt, encargado de descubrir ese mar Caspio que se
supone existe en el centro de Nueva Holanda.
En 1850, Samuel Fergusson regresó a Inglaterra
y, más dominado que nunca por la fiebre de los descubrimientos, acompañó
hasta 1853 al capitán Mac Clure
en la expedición que costeó el continente americano desde el estrecho de Behring
hasta el cabo de Farewel.
A pesar de todas las fatigas, y bajo todos los
climas, Fergusson resistía maravillosamente. Se hallaba a sus anchas en
medio de las mayores privaciones. Era el perfecto viajero, cuyo estómago se
reduce o se dilata a voluntad, cuyas piernas se estiran o se encogen según la
improvisada cama, y que se duerme a cualquier hora del día y despierta a
cualquier hora de la noche.
Nada menos asombroso por consiguiente, que
hallar a nuestro infatigable viajero visitando desde 1855 hasta 1857 todo
el oeste del Tíbet en compañía de los hermanos Schtagintweit, para traernos de
aquella exploración observaciones etnográficas de lo más
curioso.
Durante aquellos viajes, Samuel Fergusson fue el
corresponsal más activo e interesante del Daily Telegraph, ese periódico que cuesta un
penique y cuya tirada, que asciende a ciento cuarenta mil ejemplares diarios,
apenas logra abastecer a sus millones de lectores.
Así pues, el doctor era hombre bien conocido, pese a
no pertenecer a ninguna institución científica, ni a las Reales Sociedades
Geográficas de Londres, París, Berlín, Viena o San Petersburgo, ni al Club
de los Viajeros, ni siquiera a la Royal Politechnic Institution, donde su amigo,
el estadista Kokburn, metía mucho ruido.
Un día Kokburn le
propuso, para darle gusto, resolver el siguiente problema: dado el número
de millas recorridas por el doctor alrededor del mundo, ¿cuántas millas más
ha andado su cabeza que sus pies, teniendo en cuenta la diferencia de los
radios? O bien, conociendo el número de millas recorridas por los pies y por la
cabeza del doctor, calcular su estatura con toda
exactitud.
Pero Fergusson continuaba manteniéndose alejado de
las sociedades científicas, pues era feligrés militante, no parlante; le parecía
emplear mejor el tiempo investigando que discutiendo, y prefería un
descubrimiento a cien discursos.
Cuéntase que un inglés se trasladó a Ginebra con
intención de visitar el lago. Le metieron en un carruaje antiguo en el
que los asientos estaban de lado, como en los ómnibus, y a él le tocó por
casualidad estar sentado de espaldas al lago. El carruaje realizó pacíficamente
su viaje circular y nuestro inglés, aunque ni una sola vez volvió la
cabeza, regresó a Londres perdidamente enamorado del lago de
Ginebra.
El doctor Fergusson, por su parte, durante sus viajes
se había vuelto más de una vez, y de tal modo que había visto mucho. No hacía
más que obedecer a su naturaleza, y tenemos más de un motivo valedero para creer
que era algo fatalista, aunque de un fatalismo muy ortodoxo, pues contaba
consigo mismo y hasta con la Providencia; se sentía más bien empujado a los
viajes que atraído por ellos y recorría el mundo a la manera de una locomotora,
la cual no se dirige, sino que es dirigida por el camino.
‑Yo no sigo mi camino ‑decía el doctor con
frecuencia‑; el camino me sigue a mí.
A nadie asombrará, pues, la indiferencia y sangre
fría con que acogió los aplausos de la Real Sociedad; estaba muy por encima de
tales miserias, exento de orgullo y más aún de vanidad; le parecía muy sencilla
la proposición que había dirigido al presidente, sir Francis M .... y ni
siquiera se percató del inmenso efecto que había
producido.
Después de la sesión, el doctor fue conducido al
Traveller's Club, en Pall Mall, donde se celebraba un soberbio banquete.
Las dimensiones de las piezas servidas a la mesa guardaban proporción con la
importancia del personaje, y el esturión que figuraba en tan espléndida comida
no medía ni un centímetro menos que el propio Samuel
Fergusson.
Se hicieron numerosos brindis con vinos de Francia en
honor de los célebres viajeros que se habían ilustrado en las tierras de África.
Se bebió a su salud o en su memoria, y por orden alfabético, lo que es muy
inglés: por Abbadie, Adams, Adamson, Anderson, Arnaud, Baikie, Baldwin, Barth,
Batuoda, Beke, Beltrame, Du Berba, Binbanchi, Bolohnesi, Bolwik, Bolzoni,
Bonnemain, Brisson, Browne, Bruce, Brun‑Rollet, Burchell, Burtckhardt,
Burton, Caillaud, Caillié, Campbell, Chapman, Clapperton, Clol Rey, Colomien,
Courval, Cumming, Cunny, Debono, Decken, Denham, Desavamchers, Dicksen, Dickson,
Dochard, Duchaillu, Duncan, Durand, Duroulé, Duveyrier, Erchardt,
D'Escayrac de Lautore, Ferret, Fresnel, Gallnier, Galton, Geoffroy, Golberry,
Hahn Hahn, Harnier, Hecquart, Heuglin, Homernann, Houghton, Imbert Kaufmann,
Knoblecher, Krapf, Kummer, Lafaille, Lafargue, Laing, Lambert,
Lamiral, Lamprière, John Lander, Richard Lander, Lefebre, Lejean, Levaillan,
Livingstone, Maccarthie, Magglar, Maizan, Malzac, Moffat, Mollien, Monteiro,
Morrison, Mungo‑Park, Neimans, Overweg, Panett, Partarrieau, Pascal, Pearse,
Peddie, Peney, Petherick, Poncet, Puax, Raffene, Rath, Rebmann, Richardson,
Riley, Ritchie, Rochet D'Aricourt, Rongawi, Roscher, Ruppel Saugnier,
Speke, Steidner, Tribaud, Thompson, Thornton, Toole, Tousny, Trotter, Tuckey,
Tyrwitt, Vaudey, Veyssiére, Vincent, Vinco, Vogel, Warhlberg, Warington,
Washington, Werne, Wild y, por último, por el doctor Samuel Fergusson, el cual,
con su increíble tentativa, debía enlazar los trabajos de aquellos viajeros y
completar la serie de los descubrimientos africanos.
Un artículo
del Daily Telegraph. ‑ Guerra
de
Periódicos
científicos. ‑ El señor Petermann apoya a su
amigo el
doctor Fergusson. ‑ Respuesta del sabio Koner.
‑ Apuestas
comprometidas. ‑ Varias proposiciones
hechas al
doctor
Al día siguiente, en su número del 15 de enero, el Daily Telegraph publicó un artículo
concebido en los siguientes términos:
África desvelará por fin el secreto de sus vastas
soledades. Un Edipo moderno nos dará la clave del enigma que no han podido
descifrar los sabios de sesenta siglos. En otro tiempo, buscar el nacimiento del
Nilo, fontes Nili quoerere, se
consideraba una tentativa insensata, una irrealizable
quimera.
El doctor Barth, siguiendo hasta Sudán el camino
trazado por Denham y Clapperton; el doctor Livingstone, multiplicando sus
intrépidas investigaciones desde el cabo de Buena Esperanza hasta el golfo de
Zambeze; y los capitanes Burton y Speke, con el descubrimiento de los
Grandes Lagos interiores, abrieron tres caminos a la civilización moderna.
Su punto de intersección, al cual no ha podido llegar ningún viajero, es el
corazón mismo de África. Hacia ahí deben encaminarse todos los
esfuerzos.
Pues bien, los trabajos de aquellos atrevidos
pioneros de la ciencia quedarán enlazados gracias a la audaz tentativa del
doctor Samuel Fergusson, cuyas importantes exploraciones han tenido ocasión
de apreciar más de una vez nuestros lectores.
El intrépido descubridor (discoverer) se propone atravesar en
globo toda África de este a oeste. Si no estamos mal informados, el punto
de partida de su sorprendente viaje será la isla de Zanzíbar, en la costa
oriental. En cuanto al punto de llegada, tan sólo la Providencia lo
sabe.
Ayer se presentó oficialmente en la Real Sociedad
Geográfica la propuesta de esta exploración científica, y se concedieron dos mil
quinientas libras para sufragar los gastos de la empresa.
Tendremos a nuestros lectores al corriente de tan
audaz tentativa, sin precedente en los fastos
geográficos.
Como era de esperar, el artículo del Daily Telegraph causó un gran alboroto.
Levantó las tempestades de la incredulidad, y el doctor Fergusson pasó por un
ser puramente quimérico, inventado por el señor Barnum, que después de
haber trabajado en Estados Unidos, se disponía a «hacer» las islas
Británicas.
En Ginebra, en el número de febrero de los
Boletines de la Sociedad Geográfica, apareció una respuesta humorística; su
autor se burlaba, con no poco ingenio, de la Real Sociedad de Londres, del
Traveller's Club y del fenomenal esturión.
Pero el señor Petermann, en sus Mittneilungen, publicados en Gotha, impuso el
más absoluto silencio al periódico de Ginebra. El señor Petermann conocía
personalmente al doctor Fergusson y salía garante de la empresa de su
valeroso amigo.
Todas las dudas se invalidaron muy pronto. En Londres
se hacían los preparativos del viaje; las fábricas de Lyon habían recibido el
encargo de una importante cantidad de tafetán para la construcción del
aeróstato; y el Gobierno británico ponía a disposición del doctor el transporte
Resolute, al mando del capitán
Pennet.
Brotaron estímulos, estallaron felicitaciones. Los
pormenores de la empresa aparecieron muy circunstanciados en los
Boletines de la Sociedad Geográfica de París y se insertó un artículo notable en
los Nuevos Anales de viajes, geografía,
historia y arqueología de V. A. Malte-Brun. Un minucioso trabajo
publicado en Zeitschrift Algemeine Erd
Kunde por el doctor W. Kouer, demostró la posibilidad del viaje, sus
probabilidades de éxito, la naturaleza de los obstáculos y las inmensas ventajas
de la locomoción por vía aérea; no censuró más que el punto de partida; creía
preferible salir de Massaua, ancón de Abisinia, desde el cual James Bruce,
en 1768, se había lanzado a la exploración del nacimiento del Nilo. Admiraba sin
reserva alguna el carácter enérgico del doctor Fergusson y su corazón cubierto
con un triple escudo de bronce que concebía e intentaba semejante
viaje.
El North
American Review vio, no sin disgusto, que estaba reservada a
Inglaterra tan alta gloria; procuro poner en ridículo la proposición del
doctor, y le indicó que, hallándose en tan buen camino, no parase hasta
América.
En una palabra, sin contar los diarios del mundo
entero, no hubo publicación científica, desde el Journal des Missions evangéliques hasta la Revue algérienne et coloniale,
desde los Annales de la Propagation
de la Foi hasta el Church
Missionary Intelligencer, que
no considerase el hecho bajo todos sus
aspectos.
En Londres y en toda
Inglaterra se hicieron considerables apuestas: primero, sobre la existencia
real o supuesta del doctor Fergusson; segundo, sobre el viaje en sí, que no
se intentaría, según unos, y según otros se emprendería pronto; tercero,
sobre si tendría o no éxito; y cuarto, sobre las probabilidades o
improbabilidades del regreso del doctor Fergusson. En el libro de las apuestas
se consignaron enormes sumas, como si se hubiese tratado de las carreras de
Epsom.
Así pues, crédulos e incrédulos, ignorantes y sabios,
fijaron todos su atención en el doctor, el cual se convirtió en una
celebridad sin sospecharlo. Dio gustoso noticias precisas de sus proyectos
expedicionarios. Hablaba con quien quería hablarle y era el hombre más franco
del mundo. Se le presentaron algunos audaces aventureros para participar de la
gloria y peligros de su tentativa, pero se negó a llevarlos consigo sin dar
razón de su negativa.
Numerosos inventores de mecanismos aplicables a la
dirección de los globos le propusieron su sistema, pero no quiso aceptar
ninguno. A los que le preguntaban si acerca del particular había
descubierto algo nuevo, les dejó sin ninguna explicación, y siguió
ocupándose, con una actividad creciente, de los preparativos de su
viaje.
El amigo
del doctor. ‑ De cuándo databa su amistad. ‑
Dick
Kennedy en Londres. ‑ Proposición inesperada,
pero nada
tranquilizadora. ‑ Proverbio poco
consolador.
‑ Algunas palabras acerca del martirologio
africano. ‑
Ventajas del globo aerostático. ‑ El secreto
del doctor
Fergusson
El doctor Fergusson tenía un amigo. No era éste una
réplica de sí mismo, un alter ego,
pues la amistad no podría existir entre dos seres absolutamente
idénticos.
Pero, si bien poseían cualidades y aptitudes
diferentes y un temperamento distinto, Dick Kennedy y Samuel Fergusson
vivían animados por un mismo y único corazón, cosa que, lejos de molestarles,
les complacía.
Dick Kennedy era escocés en toda la aceptación de la
palabra; franco, resuelto y obstinado. Vivía en la aldea de Leith, cerca de
Edimburgo, un verdadero arrabal de la «Vieja Ahumada».[L3] A veces practicaba la pesca, pero en todas partes y
siempre era un cazador determinado, lo que nada tiene de particular en un hijo
de Caledonia algo aficionado a recorrer las montañas de Highlands. Se le citaba
como un maravilloso tirador de escopeta, pues no sólo partía las balas contra la
hoja de un cuchillo, sino que las partía en dos mitades tan iguales que,
pesándolas luego, no se hallaba entre una y otra diferencia
apreciable.
La fisonomía de Kennedy recordaba mucho la de Halbert
Glendinning tal como lo pintó Walter Scott en El Monasterio. Su estatura pasaba de seis pies ingleses[L4] aunque agraciado y esbelto, parecía estar dotado de
una fuerza hercúlea. Un rostro muy tostado por el sol, unos ojos vivos y negros,
un atrevimiento natural muy decidido, algo, en fin, de bondad y solidez en
toda su persona, predisponía en favor del escocés.
Los dos amigos se conocieron en la India, donde
servían en un mismo regimiento. Mientras Dick cazaba tigres y elefantes, Samuel
cazaba plantas e insectos. Cada cual podía blasonar de diestro en su
especialidad, y más de una planta rara cogió el doctor, cuya conquista le costó
tanto como un buen par de colmillos de marfil.
Los dos jóvenes nunca tuvieron ocasión de salvarse la
vida uno a otro ni de prestarse servicio alguno, por lo que su amistad
permanecía inalterable. Algunas veces les alejó la suerte, pero siempre les
volvió a unir la simpatía.
Al regresar a Inglaterra, les separaron con
frecuencia las lejanas expediciones del doctor, pero este, a la vuelta, no dejó
nunca de ir, no ya a preguntar por su amigo el escoces, sino a pasar con él
algunas semanas.
Dick hablaba del pasado, Samuel preparaba el
porvenir; el uno miraba hacia adelante, el otro hacia atrás. De ello
resultaba que Fergusson tenía el ánimo siempre inquieto, mientras que Kennedy
disfrutaba de una perfecta calma.
Después de su viaje al Tibet, el doctor estuvo dos
años sin hablar de expediciones nuevas. Dick llegó a imaginar que se habían
apaciguado los instintos de viaje e impulsos aventureros de su amigo, lo que le
complacía en extremo. La cosa, se decía a sí mismo, tenía un día u otro que
concluir de mala manera. Por más que se tenga don de gentes, no se viaja
impunemente entre antropófagos y fieras. Kennedy procuraba, pues, tener a
raya a Samuel, que había hecho ya bastante por la ciencia y demasiado para
la gratitud humana.
El doctor no respondía una palabra; permanecía
pensativo y después se entregaba a secretos cálculos, pasando las noches en
operaciones de numeros y experimentos con aparatos singulares de los que nadie
se percataba. Se percibía que en su cerebro fermentaba un gran
pensamiento.
‑¿Qué estará tramando? ‑se preguntó Kennedy en enero,
cuando su amigo se separó de él para volver a Londres.
Una mañana lo supo por el artículo del Daily
Telegraph.
‑¡Misericordia! ‑‑exclamó‑. ¡Insensato! ¡Loco!
¡Atravesar África en un globo! ¡Es lo único que nos faltaba! ¡He aquí en lo
que meditaba desde hace dos años!
Sustituyan todos esos signos de admiración por
puñetazos enérgicamente asestados en la cabeza, y se harán una idea del
ejercicio al que se entregaba el buen Dick mientras profería semejantes
palabras.
Cuando la vieja Elspteh, que era su ama de llaves,
insinuó que podía tratarse muy bien de una chanza, él
respondió:
‑¡Una chanza! No, le conozco demasiado, ya sé yo de
qué pie cojea. ¡Viajar por el aire! ¡Ahora se le ha ocurrido tener envidia
de las águilas! ¡No, no se irá! ¡Yo le ataré corto! ¡Si le dejase, el día menos
pensado se nos iría a la Luna!
Aquella misma tarde, Kennedy, inquieto y también
incomodado, tomó el ferrocarril en General Rallway Station, y al día siguiente
llegó a Londres.
Tres cuartos de hora después se apeó de un coche de
alquiler junto a la pequeña casa del doctor, en Soho Square, Greek Street, se
encaramó por la escalera y llamó a la puerta cinco veces
seguidas.
Le abrió Fergusson en persona.
‑¿Dick? ‑dijo sin mucho
asombro.
‑El mismo ‑respondió Kennedy.
‑¡Cómo, mi querido Dick! ¿Tú en Londres durante las
cacerías de invierno?
‑Yo en Londres.
‑¿Y qué te trae por aquí?
‑La necesidad de impedir una locura que no tiene
nombre.
‑¿Una locura? ‑preguntó el
doctor.
‑¿Es cierto lo que dice este periódico? ‑replicó
Kennedy, mostrando el número del Daily Telegraph.
‑¡Ah! ¿Te refieres a eso? ¡Qué indiscretos son los
periódicos! Pero, siéntate, Dick.
‑No quiero sentarme. ¿De verdad tienes la
intención de emprender ese viaje?
‑Ya lo creo. Estoy haciendo los preparativos y
pienso...
‑¿Dónde están esos preparativos, que quiero
hacerlos pedazos? ¿Dónde están?
El digno escocés estaba verdaderamente
furioso.
‑Calma, mi querido Dick ‑repuso el doctor‑.
Comprendo tu cólera. Estás ofendido conmigo porque hasta ahora no te he
contado nada acerca de mis nuevos proyectos.
‑¡Y a eso le llamas nuevos
proyectos!
‑Estaba muy ocupado ‑añadió Samuel sin admitir la
interrupción‑, he tenido que hacer muchas cosas. Pero, tranquilízate, no hubiera
partido sin escribirte...
‑Me río yo...
‑Porque tengo intención de llevarte
conmigo.
El escocés dio un salto digno de un
camello.
‑¿Conque ésas tenemos? ‑repuso‑. ¿Pretendes que nos
encierren a los dos en el hospital de Betlehem?[L5]
~He contado positivamente contigo, carísimo Dick, y
te he escogido a ti excluyendo a muchos aspirantes. ‑Kennedy estaba atónito‑.
Cuando me hayas escuchado durante diez minutos ‑respondió tranquilamente el
doctor‑, me darás las gracias.
‑¿Hablas en serio?
‑Muy en serio.
‑¿Y si me niego a acompañarte?
‑No te negarás.
‑Pero ¿y si me niego?
‑Me iré solo.
‑Sentémonos ‑dijo el cazador‑, y hablemos
desapasionadamente. Puesto que no bromeas, vale la pena discutir el
asunto.
‑Discutamos almorzando, si no tienes en ello
inconveniente, mi querido Dick.
Los dos amigos se sentaron a la mesa frente a frente,
entre un montón de emparedados y una enorme tetera.
‑Amigo Samuel ‑dijo el cazador‑, tu proyecto es
insensato. ¡Es de realización imposible! ¡Es de todo punto
impracticable!
‑Eso lo veremos después de haberlo
intentado.
‑Precisamente eso es lo que no hay que hacer,
intentarlo.
‑¿Por qué?
‑¿Y los peligros y obstáculos de todo
género?
‑Los obstáculos ‑contestó gravemente Fergusson-
se han inventado para ser vencidos. En cuanto a los peligros, ¿quién puede
estar seguro de que los evita? Todo es peligro en la vida. Peligroso puede ser
sentarse a la mesa o ponerse el sombrero; además, es preciso considerar lo
que debe suceder como si hubiese ya sucedido, y no ver más que el presente en el
porvenir, puesto que el porvenir no es sino un presente algo más
lejano.
~¿Qué dices? ‑replicó Kennedy, encogiéndose de
hombros‑. Eres un fatalista.
‑Fatalista en el buen sentido de la palabra. No nos
preocuparemos de lo que la suerte nos reserva y no olvidemos jamás nuestro
proverbio inglés: «Haga lo que haga, no se ahogará quien ha nacido para ser
ahorcado.»
No había nada que responder, lo que no impidió a
Kennedy eslabonar una serie de argumentos fáciles de imaginar, pero que
resultaría interminable reproducir aquí.
‑En fin ‑dijo, después de una hora de discusión‑, si
te empeñas en atravesar África, si ello es necesario para tu felicidad, ¿por qué
no tomas los caminos ordinarios?
‑¿Por qué? ‑respondió el doctor, animándose‑.
¡Porque hasta ahora todas las tentativas han fracasado! ¡Porque desde
Mungo‑Park, asesinado en el Níger, hasta Vogel, que desapareció en el Wadal;
desde Oudney, muerto en Murmur, y Clapperton, muerto en Sackatou, hasta Maizan,
hecho pedazos; desde el mayor Laing, asesinado por los tuaregs, hasta Roscher de
Hamburgo, degollado a principios del 1860, se han inscrito numerosas víctimas en
el martirologio africano! ¡Porque luchar contra los elementos, contra el hambre,
la sed y la fiebre, contra los animales feroces y contra tribus más feroces aún
es imposible! ¡Porque lo que no se puede hacer de una manera, debe
intentarse de otra! ¡En fin, porque cuando no se puede pasar por en medio, se
pasa por un lado o por encima!
‑¡Si no se tratase más que de pasar! ‑replicó
Kennedy‑. ¡Pero es posible caerse!
‑Y bien ‑repuso el doctor con la mayor sangre fría‑,
¿qué puedo temer? Como supondrás, he tomado mis precauciones para no sufrir una
caída del globo; y, si éste me fallase, me hallaría en tierra en las condiciones
normales de los exploradores. Pero mi globo no me fallará; ni siquiera
considero tal posibilidad.
‑Pues es menester considerarla.
‑No, amigo Dick. No pienso separarme de mi globo
hasta que haya llegado a la costa occidental de África. Con él, todo es posible;
sin él, quedo expuesto a los peligros y obstáculos naturales de tan difícil
expedicion; con él, ni el calor, ni los torrentes, ni las tempestades, ni el
simún, ni los climas insalubres, ni los animales salvajes, ni los hombres
pueden inspirarme miedo alguno. Si tengo demasiado calor, subo; si tengo frío,
bajo; si encuentro una montaña, la salvo; si un precipicio, lo paso; si un río,
lo atravieso; si una tempestad, la domino; si un torrente, lo cruzo como un
pájaro. Avanzo sin cansarme, me detengo sin necesidad de reposo. Planeo sobre
ciudades desconocidas. Vuelo con la rapidez del huracán, tan pronto por las
regiones más elevadas de la atmósfera como a cien pasos de tierra, y el mapa de
África se abre ante mis ojos en el gran atlas del mundo.
El buen Kennedy empezaba a emocionarse, y sin
embargo, el espectáculo evocado le producía vértigo. Contemplaba a
Samuel con admiración, pero también con miedo; le parecía que estaba ya
balanceándose en el espacio.
‑Veamos ‑dijo‑. Reflexionemos un poco, amigo
Samuel. ¿Has hallado pues, el medio de dirigir los
globos?
‑Por supuesto que no. Es una
utopía.
‑Entonces, irás...
‑A donde quiera la Providencia; pero será del este al
oeste.
‑¿Por qué?
‑Porque cuento con valerme de los vientos alisios,
cuya dirección es constante.
‑¡Es verdad! ‑exclamó Kennedy, reflexionando‑. Los
vientos alisios... Seguramente... En rigor, se puede... Algo
hay...
‑¡Si hay algo! No, amigo mío, hay más que algo. El
Gobierno inglés ha puesto un transporte a mi disposición, y está también
resuelto que crucen tres o cuatro buques por la costa occidental hacia la época
presunta de mi llegada. Dentro de tres meses, todo lo más, me hallaré en
Zanzibar, donde hincharé mi globo, y desde allí nos
lanzaremos...
‑¿Nos lanzaremos? ‑exclamó
Dick.
‑¿Te atreverás a hacerme aún alguna nueva
objeción? Habla, amigo Kennedy.
‑¡Una objeción! Se me ocurren más de mil; pero
entre otras, dime: si tienes previsto conocer el país, si tienes previsto
subir y bajar a tu albedrío, no lo podrás hacer sin perder gas; hasta ahora no
se ha podido proceder de otra manera, lo que ha impedido siempre las largas
peregrinaciones por la atmósfera.
‑Querido Dick, sólo te diré una cosa: yo no perderé
ni un átomo de gas, ni una molécula.
‑¿Y bajarás cuando quieras?
‑Cuando quiera.
‑¿Cómo?
‑El cómo es mi secreto, amigo Dick. Ten confianza, y
que mi divisa sea la tuya: ¡Excelsior!
‑Pues bien, ¡Excelsior! ‑respondió el cazador, que
no sabía una palabra de latín.
Sin embargo, estaba decidido a oponerse por todos los
medios posibles a la partida de su amigo. De momento fingió adherirse a su
parecer y se contentó con observar. En cuanto a Samuel, fue a activar sus
preparativos.
Exploraciones africanas. ‑ Barth,
Richardson,
Overweg, Werne,
Brun‑Rollet, Peney, Andrea
Debono,
Miani, Guillaume Lejean, Bruce, Krapf
y
Rebmann, Maizan, Roscher,
Burton y Speke
La línea aérea que el doctor Fergusson se proponía
seguir no había sido escogida al azar; su punto de partida fue
cuidadosamente estudiado, y no sin razón el explorador resolvió verificar
la ascensión desde la isla de Zanzíbar. Esta isla, situada cerca de la costa
oriental de África, se encuentra a 60 de latitud austral, es decir,
cuatrocientas treinta millas geográficas debajo del
ecuador.
De aquella isla acababa de partir la última
expedición enviada por los Grandes Lagos en busca del nacimiento del
Nilo.
Pero conviene indicar qué exploraciones esperaba
enlazar el doctor Fergusson unas con otras.
Destacan dos: la del doctor Barth, en 1849, y la de
los tenientes Burton y Speke, en 1858.
El doctor Barth es un hamburgués que obtuvo para sí y
para su compatriota Overweg el permiso de unirse a la expedición del inglés
Richardson, encargado de una misión en Sudán.
Sudán es un vasto país situado entre los
150 y los 100 de latitud norte, es decir, que para llegar
a él es menester penetrar mas de mil quinientas millas en el interior de
África.
Hasta entonces aquella comarca únicamente era
conocida por el viaje de Denham, Clapperton y Oudney, verificado entre 1822
y 1824. Richardson, Barth y Overweg, ansiosos de llevar más lejos sus
investigaciones, llegan a Túnez y a Trípoli, como sus antecesores, y luego
a Murzuk, capital del Fezzán.
Abandonan entonces la línea recta y tuercen en
dirección oeste, hacia Ghat, guiados, no sin dificultades, por los tuaregs.
Después de mil escenas de saqueo, vejaciones y ataques a mano armada, su
caravana llega en octubre al vasto oasis del Asben. El doctor Barth se separa de
sus compañeros, hace una excursión a la ciudad de Agadés y se incorpora de nuevo
a la expedición, la cual vuelve a ponerse en marcha el 12 de diciembre.
Ésta llega a la provincia de Damergu, donde los tres viajeros se separan, y
Barth, que toma el camino de Kano, llega a este punto a fuerza de paciencia y
pagando considerables tributos.
A pesar de una fiebre intensa, deja la ciudad de Kano
el 7 de marzo, acompañado por un solo criado. El principal objeto de su viaje es
reconocer el lago Chad, del cual le separan aún trescientas cincuenta millas.
Avanza, pues, hacia el este y alcanza la ciudad de Zuricolo, en Bornu, que es el
núcleo del gran imperio central de África. Allí se entera de la muerte de
Richardson, debida a la fatiga y las privaciones. Llega a Kuka, capital de
Bornu, a orillas del lago. Al cabo de tres semanas, el 14 de abril, doce meses y
medio después de haber salido de Trípoli, alcanza la ciudad de
Ngornu.
Le volvemos a encontrar partiendo el 29 de marzo de
1851, con Overweg, para visitar el reino de Adamaua, al sur del lago. Llega a la
ciudad de Yola, un poco más abajo de los 90 de latitud norte; es el
límite extremo alcanzado al sur por tan atrevido
viajero.
En agosto vuelve a Kuka, desde donde recorre
sucesivamente el Mandara, el Baguirmi y el Kanem, y alcanza como
límite extremo al este la ciudad de Mesena, situada a 170 20’
de longitud oeste.[L6]
El 25 de noviembre de 1852, después de la muerte de
Overweg, su último compañero, se adentra por el oeste, visita Sokoto, atraviesa
el Níger y llega al fin a Tombuctú, donde se consume durante ocho largos
meses, sometido a las vejaciones del jeque, los malos tratos y la
miseria. Pero la presencia de un cristiano en la ciudad no puede tolerarse
por más tiempo y los fuhlahs amenazan con sitiarla. El doctor sale de ella el 17
de marzo de 1854, se refugia en la frontera, donde permanece treinta y tres días
en la indigencia más completa, regresa a Kano en noviembre y vuelve a entrar en
Kuka, desde donde toma de nuevo el camino de Denham, tras cuatro meses de
espera. A últimos de agosto de 1855 se traslada a Trípoli y llega a Londres
el 6 de septiembre, después de haber perdido a todos sus
compañeros.
He aquí lo que fue el audaz viaje de
Barth.
El doctor Fergusson anotó cuidadosamente que se había
detenido a 40 de latitud norte y 170 de longitud
oeste.
Veamos ahora lo que hicieron los tenientes Burton y
Speke en África oriental.
Las diversas expediciones que remontaron el Nilo no
pudieron llegar jamás a su misterioso nacimiento. Según el relato del
médico alemán F. Werne, la expedición intentada en 1840, bajo los auspicios de
Mehemed Alí, se detuvo en Gondokoro, entre los paralelos 40 y
50 norte.
En 1855, Brun‑Rollet, un saboyano nombrado
cónsul de Cerdeña en Sudán oriental, en sustitución de Vaudey, que
había muerto en activo, partió de Kartum y, bajo el seudónimo de Zacub,
traficante de goma y marfil, llegó a Belenia, más allá del grado 4, y
regresó enfermo a Kartum, donde murió en 1857.
Ni el doctor Peney, jefe de los servicios médicos
egipcios, el cual, en un pequeño vapor, llegó un grado más abajo de Gondokoro y
murió extenuado en Kartum; ni el veneciano Miani, que recorriendo las
cataratas situadas debajo de Gondokoro, alcanzó el paralelo 20, ni el
negociante maltés Andrea Debono, que llevó más lejos aún su excursión por
el Nilo, pudieron franquear el infranqueable límite.
En 1859, Guillaume Lejean, encargado por el
Gobierno francés de una misión especial, se trasladó a Kartum por el
mar Rojo y embarcó en el Nilo con veintiún hombres de tripulación y veinte
soldados; pero no pudo pasar de Gondokoro y corrió los mayores peligros entre
los negros insurrectos. La expedición dirigida por el señor D'Escayrac de
Lautore intentó también en vano llegar al famoso
nacimiento.
El mismo término fatal detuvo siempre a los
viajeros. Los enviados de Nerón habían alcanzado en su época los
90 de latitud; por consiguiente, en dieciocho siglos no se avanzo mas
que cinco o seis grados, es decir, de trescientas a trescientas sesenta millas
geográficas.
Algunos viajeros intentaron llegar al origen del Nilo
tomando un punto de partida en la costa oriental de
África.
De 1768 a 1772, el escocés Bruce salió de Massaua,
puerto de Abisinia, recorrió el Tigré, visitó las minas de Axum, vio el
nacimiento del Nilo donde no estaba y no obtuvo ningún resultado
importante.
En 1844, el doctor Krapf, misionero anglicano,
fundaba un establecimiento en Mombasa, en la costa de Zanguebar, y en
compañía del reverendo Rebmann descubría dos montañas a trescientas millas
de la costa. Se trata de los montes Kilimanjaro y Kenia, que De Heuglin y
Thornton, acaban de escalar en parte.
En 1845, el francés Malzan desembarcaba solo en
Bagamoyo, frente a Zanzíbar, y llegaba a Deje‑la‑Mhora, cuyo jefe le hacía
perecer víctima de los más crueles suplicios.
En agosto de 1859, el joven viajero Roscher, natural
de Hamburgo, partía con una caravana de mercaderes árabes y alcanzaba el lago
Nyassa, donde fue asesinado mientras dormía.
Por último, en 1857, los tenientes Burton y Speke,
oficiales ambos del Ejército de Bengala, fueron enviados por la Sociedad
Geográfica de Londres para explorar los Grandes Lagos africanos. Salieron de
Zanzíbar el 17 de junio y se encaminaron directamente al
oeste.
Después de cuatro meses de padecimientos
inauditos, de que les hubiesen robado el equipaje y hubieran matado a sus
porteadores, llegaron a Kazeh, centro de reunión de traficantes y caravanas. Se
habría dicho que estaban en la Luna; allí recogieron precisos documentos acerca
de las costumbres, el gobierno, la religión, la fauna y la flora del país.
Después se dirigieron hacia el primero de los Grandes Lagos, el Tanganica,
situado entre los 30 y los 80 de latitud austral; llegaron
a él el 14 de febrero de 1858 y visitaron las diversas tribus de las
orillas, en su mayor parte caníbales.
Partieron de allí el 26 de mayo y regresaron a Kazeh
el 20 de junio. En Kazeh, Burton, rendido de fatiga, permaneció enfermo
algunos meses; durante este tiempo, Speke realizó una incursión de más de
trescientas millas en dirección norte, hasta el lago Ukereue, avistándolo el 3
de agosto; pero sólo pudo ver su embocadura, a 20 3’ de
latitud.
El 25 de agosto había regresado a Kazeh y reanudaba
con Burton el camino hacia Zanzíbar, país que los dos intrépidos viajeros vieron
de nuevo en marzo del año siguiente. Entonces volvieron a Inglaterra, y la
Sociedad Geográfica de París les concedió su premio anual.
El doctor Fergusson fijó mucho su atención en que los
dos exploradores no habían traspasado ni los 20 de latitud austral,
ni los 290 de longitud este.
Tratábase, pues, de enlazar las exploraciones de
Burton y Speke con las del doctor Barth, lo que equivalía a salvar una
extensión de país de más de doce grados.
Sueños de
Kennedy. ‑ Artículos y pronombres en
plural ‑
Insinuaciones de Dick. ‑ Paseo por el mapa de
África. ‑
Lo que queda entre las dos puntas del compás.
‑
Expediciones actuales. ‑ Speke y Grant. ‑ Krapf, De
Decken y De
Heuglin
El doctor Fergusson activaba afanoso los
preparativos de su marcha. Él mismo dirigía la construcción de su
aeróstato, introduciendo ciertas modificaciones acerca de las cuales guardaba un
silencio absoluto.
Se había dedicado, desde mucho tiempo atrás, al
estudio de la lengua árabe y de varios idiomas mandingas, en los cuales,
gracias a sus aptitudes políglotas, hizo rápidos
progresos.
Entretanto, su amigo el cazador no le dejaba ni a sol
ni a sombra, pues sin duda temía que el doctor tomase el portante sin decirle
una palabra; seguía dirigiéndole acerca del particular las arengas más
persuasivas, sin persuadir con ellas a Samuel Fergusson, y se deshacía en
súplicas patéticas que no conmovían lo más mínimo a éste. Dick notaba que
su amigo se le escapaba de las manos.
El pobre escocés era, en realidad, digno de lástima.
No podía mirar sin terror la azulada bóveda del cielo, al dormirse experimentaba
balanceos vertiginosos y todas las noches soñaba que se despeñaba desde
inconmensurables alturas.
Debemos añadir que, durante tan terribles
pesadillas, se cayó dos o tres veces de la cama. Su primer impulso fue
mostrar a Fergusson la señal de un fuerte golpe que había recibido en la
cabeza.
‑¡Y no llega ni a un metro de altura! ‑exclamó con
candor seráfico‑. ¡Ni a un metro! ¡Y el chichón es como un huevo! ¡Juzga tú
mismo!
Aquella insinuación melancólica no conmovió al
doctor.
‑Nosotros no caeremos ‑dijo.
‑¿Y si caemos?
‑No caeremos.
La convicción del doctor dejó a Kennedy sin
respuesta.
Lo que exasperaba particularmente a Dick era que el
doctor parecía dar muestras de una abnegación absoluta hacia él; le consideraba
irrevocablemente destinado a ser su compañero aéreo. Eso ya no era objeto de
duda alguna. Samuel abusaba de un modo insoportable del pronombre de
primera persona en plural.
‑«Nosotros» vamos adelantando..., «nosotros»
estaremos en disposicion .... «nosotros» partiremos el
día...
Y del adjetivo posesivo en
singular:
‑«Nuestro» globo..., «nuestro» esquife..., «nuestra»
exploración...
Y también en plural:
‑«Nuestros» preparativos..., «nuestros»
descubrimientos .... «nuestras» ascensiones...
Dick sentía escalofríos, a pesar de que estaba
decidido a no marchar; sin embargo, no quería contranar demasiado a su
amigo. Confesemos, no obstante, que, sin darse él mismo cuenta de ello, había
hecho que le enviaran poco a poco de Edimburgo algunos trajes
apropiados y sus mejores escopetas de caza.
Un día, después de reconocer que aun teniendo
mucha suerte había mil probabilidades contra una de salir mal del negocio,
fingió acceder a los deseos del doctor; pero, para retardar el viaje todo lo
posible y ganar tiempo, esgrimió una serie de argumentos de lo más
variados. Insistió en la utilidad de la expedición y en su
oportunidad... ¿El descubrimiento del origen del Nilo era absolutamente
necesario? ... ¿Contribuiría en algo al bienestar de la humanidad? ...
Cuando finalmente se consiguiese civilizar a las tribus de África, ¿serían
éstas más felices ?... Además, ¿quién podía asegurar que no estuviese en
ellas la civilización más adelantada que en Europa? Nadie... Y, amén de
todo, ¿no se podía esperar algún tiempo ... ? Un día u otro se atravesaría
África de un extremo a otro, y de una manera menos azarosa... Dentro de un
mes, o de seis, o de un año, algún explorador llegaría sin
duda...
Aquellas insinuaciones producían un efecto
enteramente contrario al perseguido, y la impaciencia del doctor
aumentaba.
‑¿Quieres, pues, desgraciado Dick, pérfido amigo, que
sea para otro la gloria que nos aguarda? ¿Quieres que traicione mi pasado?
¿Quieres que retroceda ante obstáculos de poca importancia? ¿Quieres que pague
con cobardes vacilaciones lo que por mí han hecho el Gobierno inglés y la Real
Sociedad de Londres?
‑Pero... ‑respondió Kennedy, que era muy
aficionado a esta conjunción.
‑Pero ‑replicó el doctor‑ ¿no sabes que mi viaje ha
de concurrir al éxito de las empresas actuales? ¿Ignoras que nuevos exploradores
avanzan hacia el centro de Africa?
‑Sin embargo...
‑Escúchame atentamente, Dick, y contempla este
mapa.
Dick lo miró con resignacion.
‑Remonta el curso del Nilo ‑dijo el doctor
Fergusson.
‑Lo remonto ‑respondió dócilmente el
escocés.
‑Llega a Gondokoro.
‑Ya he llegado.
Y Kennedy pensaba cuán fácil era un viaje
semejante... en el mapa.
‑Coge una punta de este compás ‑prosiguió el
doctor‑, y apóyala en esta ciudad, de la cual apenas han podido pasar
los más audaces.
‑Ya está.
‑Ahora busca en la costa la isla de Zanzíbar, a
60 de latitud sur.
‑Ya la tengo.
‑Sigue ahora ese paralelo y llega a
Kazeh.
‑Hecho.
‑Sube por el grado treinta y tres de longitud hasta
la embocadura del lago Ukereue, en el punto en que se detuvo el teniente
Speke.
‑Ya estoy. Un poco más y caigo de cabeza al
lago.
‑Pues bien, ¿ sabes lo que tenemos derecho a suponer,
según los datos suministrados por las tribus ribereñas?
‑No tengo ni idea.
‑Pues voy a decírtelo. Este lago, cuyo extremo
inferior se halla a 20 30’ de latitud, debe de extenderse
igualmente a 20 50’ Por encima del
ecuador.
‑¿De veras?
‑Y de este extremo septentrional surge una
corriente de agua que necesariamente ha de ir a parar al Nilo, si es que no
es el propio Nilo.
‑Realmente curioso.
‑Apoya la otra punta del compás en este extremo del
lago Ukereue.
‑Apoyada, amigo Fergusson.
‑¿Cuántos grados cuentas entre los dos puntos? ~dijo
Fergusson.
‑Apenas dos.
‑¿Sabes cuánto suma todo, Dick?
‑No.
‑Pues apenas ciento veinte millas, es decir,
nada.
‑Casi nada, Samuel.
‑¿Y sabes lo que pasa en este
momento?
‑¿Yo?
‑Voy a decírtelo. La Sociedad Geográfica ha
considerado muy importante la exploración de este lago entrevisto por
Speke. Bajo sus auspicios, el teniente, en la actualidad capitán Speke se ha
asociado al capitán Grant, del ejército de las Indias, y ambos se han puesto a
la cabeza de una numerosa expedición generosamente subvencionada. Se les ha
confiado la misión de remontar el lago y volver a Gondokoro. Han recibido una
subvención de más de cinco mil libras, y el gobernador de El Cabo ha puesto
a su disposición soldados hotentotes. Partieron de Zanzibar a últimos de octubre
de 1860. Al mismo tiempo, el inglés John Petherick, cónsul de Su Majestad en
Kartum, ha recibido del Foreign Office unas setecientas libras; debe equipar un
buque de vapor en Kartum, abastecerlo suficientemente y zarpar para Gondokoro,
donde aguardará la caravana del capitán Speke y se hallará en disposición de
proporcionarle víveres.
‑Bien pensado ‑dijo Kennedy.
‑Ya ves que el tiempo apremia si queremos
participar en esos trabajos de exploración. Y eso no es todo; mientras hay
quien marcha a paso seguro en busca del nacimiento del Nilo, otros viajeros se
dirigen audazmente hacia el corazón de África.
‑¿A pie? ‑preguntó Kennedy.
‑A pie ‑repitió el doctor, sin percatarse de la
insinuación‑. El doctor Krapf se propone encaminarse al oeste por el Djob,
río situado debajo del ecuador. El barón De Decken ha salido de Mombasa, ha
reconocido las montañas de Kenia y de Kilimanjaro y penetra en el
centro.
‑¿A pie también?
‑Todos a pie o montados en
mulos.
~Para lo que yo quiero significar es exactamente lo
mismo ‑replicó Kennedy.
‑Por último ‑prosiguió el doctor‑, De Heuglin,
vicecónsul de Austria en Kartum, acaba de organizar una expedición muy
importante, cuyo principal objeto es indagar el paradero del viajero Vogel, que
en 1853 fue enviado a Sudán para asociarse a los trabajos del doctor Barth. En
1856 salió de Bornu y resolvió explorar el desconocido país que se extiende
entre el lago Chad y el Darfur. Desde entonces no ha aparecido. Cartas
recibidas en Alejandría, en junio de 1860, informan que fue asesinado por
orden del rey de Wadai; pero otras, dirigidas por el doctor Hartimann al
padre del viajero, afirman, basándose en el relato de un fellatah de Bornu,
que Vogel se encuentra prisionero en Wara y que, por consiguiente, no están
perdidas todas las esperanzas. Bajo la presidencia del duque regente de
Sajonia‑Coburgo-Gotha, se ha formado una comisión de la que es
secretario mi amigo Petermann; se han cubierto los gastos de la expedición
con una suscripcion nacional en la que han participado muchísimos sabios. El
señor De Heuglin partió de Massaua en junio; mientras busca las huellas de
Vogel, debe explorar todo el país comprendido entre el Nilo y el Chad, es decir,
enlazar las operaciones del capitán Speke con las del doctor Barth. ¡Y
entonces África habrá sido cruzada de este a oeste![L7]
‑Y bien ‑respondió el escocés‑, puesto que todo
enlaza sin nosotros tan perfectamente, ¿qué vamos a hacer
allí?
El doctor Fergusson dio la callada por respuesta,
contentándose con encogerse de hombros.
Un criado
excepcional ‑ Distingue los satélites de
Júpiter. ‑
Controversia entre Dick y Joe. ‑ La duda
y la
creencia. – El peso. ‑Joe‑Wellington.
‑ Recibe
media
corona
El doctor Fergusson tenía un criado que respondía con
diligencia al nombre de Joe. Era de una índole excelente. Su amo, cuyas
órdenes obedecia e interpretaba siempre de una manera inteligente, le inspiraba
una confianza absoluta y una adhesión sin límites. Era un Caleb, aun cuando
estaba siempre de buen humor y no refunfuñaba; no habría salido tan buen
criado si lo hubieran mandado construir expresamente. Fergusson se confiaba
enteramente a él para las minuciosidades de su existencia, y hacía
perfectamente. ¡Raro y honrado Joe! ¡Un criado que dispone la comida de su señor
y tiene su mismo paladar; que arregla su maleta y no olvida ni las
medias ni las camisas; que posee sus llaves y sus secretos, y ni sisa ni
murmura?
¡Pero qué hombre era también el doctor para el
digno Joe! ¡Con qué respeto y confianza acogía éste sus decisiones!
Cuando Fergusson había hablado, preciso era para responderle haber perdido el
juicio. Todo lo que pensaba era justo; todo lo que decía, sensato; todo lo que
mandaba, practicable; todo lo que emprendía, posible; todo lo que concluía,
admirable. Aunque hubiesen hecho a Joe pedazos, lo que sin duda habría repugnado
a cualquiera, no le habrían hecho modificar en lo más mínimo el concepto
que le merecía su amo.
Así es que cuando el doctor concibió el proyecto de
atravesar África por el aire, para Joe la empresa fue cosa hecha. No había
obstáculos posibles. Desde el momento en que Fergusson había resuelto partir,
podía decirse que ya había llegado..., acompañado de su fiel servidor, porque el
buen muchacho, aunque nadie le había dicho una palabra, sabía que formaría parte
del pasaje.
Por otra parte, prestaría grandes servicios gracias a
su inteligencia y su maravillosa agilidad. Si hubiese sido preciso nombrar un
profesor de gimnasia para los monos del Zoological Garden, muy espabilados
por cierto, sin lugar a dudas Joe habría obtenido la plaza. Saltar,
encaramarse, volar y ejecutar mil suertes imposibles eran para él cosa de
juego.
Si Fergusson era la cabeza y Kennedy el brazo, Joe
sería la mano. Ya había acompañado a su señor en varios viajes, y a su manera
poseía cierto barniz de la ciencia apropiada; pero se distinguía principalmente
por una filosofía apacible, un optimismo encantador; todo le parecía fácil,
lógico, natural, y, por consiguiente, desconocía la necesidad de gruñir o
de quejarse.
Poseía, entre otras cualidades, una capacidad visual
asombrosa. Compartía con Moestlín, el profesor de Kepler, la rara facultad
de distinguir sin anteojos los satélites de Júpiter y de contar en el grupo
de las Pléyades catorce estrellas, las últimas de las cuales son de novena
magnitud. Pero no se envanecia por eso; todo lo contrario, saludaba de muy
lejos y, llegado el caso sabía sacar partido de sus ojos.
Con la confianza que Joe tenía en el doctor, no son
de extrañar, pues las incesantes discusiones que se producían entre el
señor Kennedy y el digno criado, si bien guardando siempre el debido
respeto.
El uno dudaba, el otro creía; el uno era la prudencia
clarividente, el otro la confianza ciega; y el doctor se encontraba entre
la duda y la creencia, aunque debo confesar que no le preocupaba ni la una
ni la otra.
‑¿Y bien, muchacho?
‑El momento se acerca. Parece que nos
embarquemos para la Luna.
‑Querrás decir la tierra de la Luna, que no queda ni
mucho menos tan lejos. Pero, no te preocupes pues tan peligroso es lo uno como
lo otro.
‑¡Peligroso! ¡Con un hombre como el doctor
Fergusson! ¡Imposible!
‑No quisiera matar tus ilusiones, mi querido Joe,
pero lo que él trata de emprender es simplemente una locura. No
partirá.
‑¿Que no partirá? ¿Acaso no ha visto su globo en el
taller de los señores Mitchell, en el Borough[L8] ?
‑Me guardaré mucho de ir a
verlo.
‑¡Pues se pierde un hermoso espectáculo, señor mío!
¡Qué cosa tan preciosa! ¡Qué corte tan elegante!
¡Qué esquife tan encantador! ¡Estaremos a nuestras
anchuras ahí adentro!
‑¿Cuentas, pues, con acompañar a tu
señor?
‑¡Yo le acompañaré a donde él quiera! ‑replicó Joe
con convicción‑. ¡Faltaría más! ¡Dejarle ir solo, cuando juntos hemos recorrido
el mundo! ¿Quién le sostendría cuando estuviese fatigado? ¿Quién le tendería una
mano vigorosa para saltar un precipicio? ¿Quién le cuidaría si cayese enfermo?
No, señor Dick, Joe permanecerá siempre en su puesto junto al doctor, o, por
mejor decir, alrededor del doctor Fergusson.
‑¡Buen muchacho!
‑Además, usted vendrá con nosotros ‑repuso
Joe.
‑¡Sin duda! ‑dijo Kennedy-. Os acompañaré para
impedir hasta el último momento que Samuel cometa una locura semejante. Le
seguiré, si es preciso, hasta Zanzíbar, a fin de que la mano de un amigo le
detenga en su proyecto insensato.
‑Usted no detendrá nada, señor Kennedy, salvo su
respeto. Mi señor no es un cabeza loca; siempre medita mucho lo que va a
emprender y, cuando ha tomado una resolución, no hay quien le apee de
ella.
‑Eso lo veremos.
‑No alimente semejante esperanza. En fin, lo
importante es que venga. Para un cazador como usted, África es un pais
maravilloso y, por consiguiente, no se arrepentirá del
viaje.
‑Dices bien, no me arrepentiré; sobre todo si ese
terco se rinde al fin a la evidencia.
‑A propósito –dijo Joe‑, ya sabrá que hoy nos
pesan.
‑¡Cómo! ¿Nos pesan?
‑Exacto, vamos a pesarnos los tres: usted, mi señor,
y yo.
‑¿Como los jockeys?
‑Como los jockeys. Pero, tranquilícese, no se le hará
adelgazar si pesa demasiado. Se le aceptará tal como es.
‑Pues yo no me dejaré pesar ‑dijo el
escocés.
‑Pero señor, parece que es necesario para la
máquina.
‑¿Qué me importa a mí la
máquina?
‑¡Le debe importar! ¿Y si por falta de cálculos
exactos no pudiéramos subir?
‑¡Qué más quisiera yo!
‑Pues sepa, señor Kennedy, que mi señor vendrá
enseguida a buscarnos.
‑No iré.
‑No querrá hacerle un desaire,
¿verdad?
‑Se lo haré.
‑¡Bueno! ‑exclamó Joe, riendo‑. Habla así porque no
está él delante; pero cuando le diga a la cara: «Dick (perdone la confianza),
Dick, necesito saber exactamente tu peso», irá, yo respondo de
ello.
‑No iré.
En aquel momento entró el doctor en su gabinete de
trabajo, donde tenía lugar esta conversacion, y miro a Kennedy, el cual se
sintió como encogido.
‑Dick ‑dijo el doctor‑, ven con Joe; necesito saber
cuánto pesáis los dos.
‑Pero...
‑No hará falta que te quites el sombrero.
Ven.
Y Kennedy fue con él.
Entraron los tres en el taller de los señores
Mitchell, donde había preparada una de esas balanzas, llamadas romanas. Preciso
era, efectivamente, que el doctor conociese el peso de sus compañeros para
establecer el equilibrio de su aeróstato. Hizo, pues, subir a Dick a la
plataforma de la balanza, y éste, sin oponer resistencia
murmuró:
‑Está bien, está bien. La verdad es que esto no
compromete a nada.
‑Ciento cincuenta y tres libras ‑dijo el doctor,
apuntando la cifra en su libreta de notas.
‑¿Peso demasiado? .
‑No, señor Kennedy ‑replicó Joe‑. Además, yo soy
ligero y eso compensara.
Y, diciendo esto, Joe ocupó con entusiasmo el sitio
del Cazador, el cual estuvo a punto de derribar la balanza al bajar. Joe se
colocó en la actitud del Wellington que remeda a Aquiles en la entrada de Hyde
Park, y, aunque no llevaba el escudo, estaba magnífico.
‑Ciento veinte libras ‑escribió el
doctor.
‑¡Bravo! ‑exclamó Joe, sonriendo sin saber muy bien
por qué.
‑Ahora yo ‑dijo Fergusson, y añadió por propia cuenta
ciento treinta y cinco libras.
‑Señor ‑intervino
Joe‑, si fuese necesario para la expedición, yo, absteniéndome de comer,
podría adelgazar perfectamente unas veinte libras.
‑No hace falta, muchacho ‑respondió el doctor-
puedes comer cuanto quieras. Toma media corona para atracarte como te venga en
gana.
Pormenores
geométricos. ‑ Cálculo de la capacidad del
globo. ‑ El
aeróstato doble. ‑ La envoltura. ‑ La
barquilla.
‑ El aparato misterioso. ‑ Los víveres. ‑ La
adición
final
El doctor Fergusson se ocupaba desde hacía mucho
tiempo de todos los pormenores de su expedición. Como se supondrá, el globo, el
maravilloso vehículo destinado a transportarle por aire, fue objeto de su
constante solicitud.
En primer lugar, y para no dar al aeróstato
dimensiones excesivas, resolvió hincharlo con gas hidrógeno, que es catorce
veces y media más ligero que el aire. La producción del hidrógeno es fácil, y es
el gas que ha dado en los experimentos aerostáticos resultados más
satisfactorios.
El doctor, calculando con la mayor exactitud,
concluyó que el peso de los objetos indispensables para su viaje y de su
aparato daba un total de cuatro mil libras; por consiguiente, fue preciso
averiguar cuál sería la fuerza ascensional capaz de levantar este peso, y
cuál por tanto sería la capacidad del aparato.
Un peso de cuatro mil libras está representado por un
desplazamiento de aire de cuarenta y cuatro mil ochocientos cuarenta y siete
pies cúbicos, lo que equivale a decir que cuarenta y cuatro mil ochocientos
cuarenta y siete pies cúbicos de aire pesan unas cuatro mil
libras.
Dando al globo esta capacidad de cuarenta y cuatro
mil ochocientos cuarenta y siete pies cúbicos y llenándolo, en lugar de
aire, de gas hidrógeno, que, por ser catorce veces y media más ligero, sólo
pesa doscientas setenta y seis libras, se produce una ruptura de
equilibrio, es decir una diferencia de tres mil setecientas veinticuatro
libras. Esta diferencia entre el peso del gas contenido en el globo y el peso
del aire circundante constituye la fuerza ascensional del
aeróstato.
Sin embargo, si se introdujesen en el globo los
cuarenta y cuatro mil ochocientos cuarenta y siete pies cúbicos de gas
de que hablamos, éste quedaría totalmente lleno, cosa inadmisible, pues, a
medida que el globo sube a las capas menos densas del aire, el gas que contiene
tiende a dilatarse y no tardaría en romper la envoltura. Así pues no se suelen
llenar más que dos terceras partes.
Pero el doctor, a consecuencia de cierto proyecto que
solamente él conocía, resolvió no llenar más que la mitad de su aeróstato, y
como tenía que llevar cuarenta y cuatro mil ochocientos cuarenta y siete pies
cúbicos de hidrógeno, dio a su globo una capacidad casi
doble.
Lo concibió con esa forma alargada que se sabe es la
preferible. El diámetro horizontal era de cincuenta pies y el vertical de setenta y cinco;[L9] así obtuvo un esferoide, cuya capacidad ascendía, en
cifras redondas, a noventa mil pies cúbicos.
Si el doctor Fergusson hubiese podido emplear dos
globos, habrían aumentado sus probabilidades de éxito, porque en caso de
romperse uno en el aire, es posible, echando lastre, sostenerse por medio del
otro. Pero la maniobra de dos aeróstatos resulta muy difícil cuando se trata de
que conserven una fuerza de ascension igual.
Después de haber reflexionado largamente,
Fergusson mediante una disposicion ingeniosa, reunió las ventajas que
ofrecen dos globos evitando sus inconvenientes. Construyó dos de desigual
volumen y metió uno dentro de otro. El globo exterior, que conservó las
dimensiones citadas, contuvo otro más pequeño, de la misma forma, que sólo
tenía cuarenta y cinco pies de diámetro horizontal y sesenta y ocho de diámetro
vertical. La capacidad de este globo interior no era, pues, mas que de
sesenta y siete mil pies cúbicos. Debía nadar en el fluido que lo envolvía, y de
uno a otro globo se abría una válvula que, en caso necesario, permitia ponerlos
en comunicacion uno con otro.
Esta disposición presentaba la ventaja de que, si era
preciso dar salida al gas para bajar, se dejaría escapar el del globo grande; de
este modo, aun en caso de que hubiera que vaciarlo por completo, el pequeño
quedaría intacto. Entonces era posible desembarazarse de la cubierta
exterior como de un peso inútil, y el segundo aeróstato, al quedar solo, no
ofrecía al viento el asidero que le dan los globos medio
hinchados.
Además, en caso de accidente, por ejemplo, si el
globo exterior sufría un desgarrón, se jugaba con la ventaja de que el otro
quedaba ileso.
Los dos aeróstatos se construyeron con un tafetán
asargado de Lyon, untado de gotapercha. Esta sustancia gomorresinosa está dotada
de una impermeabilidad absoluta, y es resistente a los ácidos y los gases.
El tafetán se puso doble en el polo superior del globo, donde se realiza casi
todo el esfuerzo.
Esta envoltura podía retener el fluido durante un
tiempo ilimitado. Pesaba media libra por cada nueve pies cuadrados. Como la
superficie del globo exterior era de once mil seiscientos pies cuadrados, su
envoltura pesaba seiscientas cincuenta libras. La envoltura del segundo
globo tenía nueve mil doscientos pies cuadrados de superficie, y no pesaba, por
consiguiente, más que quinientas diez libras, o sea, en total mil ciento sesenta
libras.
La red destinada a sostener la barquilla era de
cuerda de cáñamo muy sólida. Las dos válvulas fueron objeto de cuidados
minuciosos, tal como lo hubiera sido el gobernalle de un
buque.
La barquilla, de forma circular y de un diámetro de
quince pies, era de mimbre. Estaba reforzada con una ligera armadura de
hierro y revestida en su parte inferior de resortes elásticos destinados a
amortiguar los choques. Su peso y el de la red no excedían de doscientas
ochenta libras.
El doctor hizo construir, además, cuatro cajas de
palastro de un grosor de dos líneas, unidas entre sí por medio de tubos
provistos de llaves. Agregó a ellas un serpentín de unas dos pulgadas de
diámetro, que terminaba en dos ramas rectas de longitud desigual, la mayor de
las cuales medía veinticinco pies y la más corta, quince.
Las cajas de palastro fueron colocadas en la
barquilla de modo que ocupasen el menor espacio posible. El serpentín, que
no tenía que ajustarse hasta más adelante, fue empaquetado separadamente, al
igual que una pila eléctrica de Bunsen de gran potencia. El aparato había sido
tan ingeniosamente ideado que no pesaba más de setecientas libras, incluyendo en
ellas veinticinco galones de agua contenidos en una caja
especial.
Los instrumentos destinados al viaje consistieron en
dos barómetros, dos termómetros, dos brújulas, un sextante, dos
cronómetros, un horizonte artificial y un altacimut para medir los objetos
lejanos e inaccesibles. El observatorio de Greenwich se había puesto a
disposición del doctor, pese a que éste no se proponía hacer
experimentos de física, sino únicamente reconocer su dirección y
determinar la posición de los principales ríos, montañas y
poblaciones.
Se proveyó de tres anclas de hierro a toda prueba,
así como de una escala de seda ligera y resistente, de cincuenta pies de
longitud.
Calculó igualmente el peso exacto de los víveres, que
consistían en café, té, galletas, carne salada y pemmican, preparacion que, en un pequeño
volumen, contiene muchos elementos nutritivos. Independientemente de
una considerable reserva de aguardiente, dispuso dos cajas de agua que contenían
veintidós galones cada una.
El consumo de estos alimentos haría disminuir poco a
poco el peso sostenido por el aeróstato. Y debe saberse que el equilibrio de un
globo en la atmósfera es de una sensibilidad extremada. La pérdida de un peso
casi insignificante basta para producir un desplazamiento muy
apreciable.
El doctor no olvidó ni una tienda para cubrir una
parte de la barquilla, ni las mantas para dormir durante el viaje, ni las
escopetas del cazador con las correspondientes
municiones.
He aquí el resumen de sus diferentes
cálculos:
Fergusson ………………………………………. 135 libras
Kennedy
................................................................... 153
>>
Joe
............................................................................ 120
>>
Peso del primer globo
............................................. 650
>>
Peso del segundo globo
.......................................... 510 >>
Barquilla y red
......................................................... 280
>>
Anclas, instrumentos, escopetas, mantas,
tienda, utensilios varios
..........................................
190 >>
Carne, pemmican, galletas, té, café, aguardiente .. 386
>>
Agua
......................................................................... 400
>>
Aparato
.................................................................... 700
>>
Peso del hidrógeno
.................................................
276 >>
Lastre
....................................................................... 200
>>
TOTAL
.............................................. 4,000
>>
Así se desglosaban las cuatro mil libras que el
doctor Fergusson se proponía echar a volar; no llevaba mas que doscientas libras
de lastre, «sólo para casos imprevistos», decía él, porque, gracias a su
aparato, no creía tener que recurrir a ellas.
Importancia de Joe. ‑ El comandante del
Resolute.-
El arsenal de Kennedy. ‑ Arreglos. ‑ Banquete
di
despedida. ‑ Partida del 21 de febrero. ‑
Sesiones
científicas del doctor. ‑ Dwveyrier y
Livingstone.‑
Pormenores del viaje aereo. ‑ Kennedy
reducido
al silencio
Hacia el 10 de febrero, los preparativos tocaban a su
fin. Los aeróstatos, encerrados uno dentro de otro, estaban totalmente
terminados. Habían sido sometidos a una fuerte presión de aire comprimido, dando
buena prueba de su solidez y demostrando que se había procedido a su
construcción con el mayor esmero.
Joe no cabía en sí de gozo. Iba incesantemente de
Greek Street a los talleres de los señores Mitchell, siempre atareado, pero
comunicativo, explicando detalles del asunto hasta a los que no se los pedían y
sintiéndose orgulloso por encima de todo de acompanar a su señor. Se me
antoja que incluso enseñando el aeróstato, desarrollando las ideas y los
planes del doctor, y dando a conocer a éste a través de una ventana
entreabierta o cuando pasaba por la calle, el digno muchacho ganó alguna que
otra media corona. Pero no hay que reprochárselo; tenía derecho a especular un
poco con la admiración y curiosidad de sus
contemporáneos.
El 16 de febrero, el Resolute ancló delante de
Greenwich. Era un buque de hélice de ochocientas toneladas de porte, muy
rápido, que ya había tenido a su cargo el abastecimiento de la última expedición
de sir James Ross a las regiones polares. Pennet, su comandante, pasaba por
hombre de trato agradable y estaba muy interesado en el viaje del doctor, a
quien apreciaba desde hacía mucho tiempo. Pennet parecía más un sabio que un
soldado, lo cual no impedía a su buque llevar cuatro piezas de artillería, que
no habían hecho nunca daño a nadie y que servían solamente para producir los
estrépitos más pacíficos del mundo.
Se acondicionó la bodega del Resolute para acomodar en ella el
aeróstato, que fue transportado con las mayores precauciones el día 18 de
febrero. Se almacenó de la mejor manera posible para prevenir cualquier
accidente, y en presencia del propio Fergusson se estibaron la barquilla y
sus accesorios, las anclas, las cuerdas, los víveres y las cajas de agua
que debían llenarse a la llegada.
Se embarcaron diez toneladas de ácido sulfúrico y
otras tantas de hierro viejo para obtener gas hidrógeno. Esta cantidad era más
que suficiente, pero convenía estar preparado para posibles pérdidas. El
aparato destinado a producir el gas, compuesto de unos treinta barriles,
fue colocado al fondo de la bodega.
Estos preparativos finalizaron al anochecer del día
18 de febrero. Dos camarotes cómodamente dispuestos aguardaban al doctor
Fergusson y a su amigo Kennedy. Este último, mientras juraba que no partiría, se
trasladó a bordo con un verdadero arsenal de caza, dos excelentes escopetas de
dos cañones que se cargaban por la recámara, y una carabina de toda
confianza de la fábrica de Purdey Moore y Dickson, de Edimburgo. Con
semejante arma, el cazador no tenía ningún problema para alojar, a una distancia
de dos mil pasos, una bala en el ojo de un camello. Llevaba también dos
revólveres Colt de seis disparos para los imprevistos, su frasco de pólvora, su
cartuchera, y perdigones y balas en cantidad suficiente, aunque sin traspasar
los límites prescritos por el doctor.
El día 19 de febrero se acomodaron a bordo los tres
viajeros, que fueron recibidos con la mayor distinción por el capitán y sus
oficiales. El doctor, preocupado por la expedición, se mostraba distante; Dick
estaba conmovido, aunque no quería aparentarlo; y Joe, que brincaba de
alegría y hablaba por los codos, no tardó en convertirse en la distracción
de la tripulación, entre la que se le había reservado un
puesto.
El día 20, la Real Sociedad Geográfica ofreció un
gran banquete de despedida al doctor Fergusson y a Kennedy. El comandante Pennet
y sus oficiales asistieron al festín, que fue muy animado y abundante en
libaciones halagüeñas. Se hicieron numerosos brindis para asegurar a todos
los invitados una existencia centenaria. Sir Francis M... presidía con emoción contenida, pero rebosante de
dignidad.
Dick Kennedy, para su gran sorpresa, recibió buena
parte de las felicitaciones báquicas. Tras haber bebido «a la salud del
intrépido Fergusson, la gloria de Inglaterra», se bebió «a la salud del no menos
valeroso Kennedy, su audaz compañero».
Dick se puso colorado como un pavo, lo que se tomó
por modestia. Aumentaron los aplausos, y Dick se puso más colorado
aún.
Durante los postres llegó un mensaje de la reina, que
cumplimentaba a los viajeros y hacía votos por el éxito de la
empresa.
Ello requirió nuevos brindis «por Su Muy Graciosa
Majestad».
A medianoche los convidados se separaron, después de
una emocionada despedida, sazonada con entusiastas apretones de
manos.
Las embarcaciones del Resolute aguardaban en el puente de
Westminster. El comandante tomó el mando, acompañado de sus pasajeros y de sus
oficiales, y la rápida corriente del Támesis les condujo hacia
Greenwich.
A la una todos dormían a bordo.
Al día siguiente, 21 de febrero, a las tres de la
madrugada, las calderas estaban a punto; a las cinco levaron anchas y
el Resolute, a impulsos de su hélice,
se deslizó hacia la desembocadura del Támesis.
Huelga decir que, a bordo, las conversaciones no
tuvieron más objeto que la expedición del doctor Fergusson. Tanto
viéndole como oyéndole, el doctor inspiraba una confianza tal que, a excepción
del escocés, nadie ponía ya en duda el éxito de la
empresa.
Durante las largas horas de ocio del viaje, el doctor
daba un verdadero curso de geografía en la cámara de los oficiales. Aquellos
jóvenes se entusiasmaban con la narración de los descubrimientos hechos durante
cuarenta años en África. El doctor les contó las exploraciones de
Barth, Burton, Speke y Grant, y les describió aquella misteriosa comarca objeto
de las investigaciones de la ciencia. En el norte, el joven Duveyrier
exploraba el Sáhara y llevaba a París a los jefes tuaregs. Por iniciativa
del Gobierno francés se preparaban dos expediciones que, descendiendo del
norte y dirigiéndose hacia el oeste, coincidirían en Tombuctú. En el sur, el
infatigable Livingstone continuaba avanzando hacia el ecuador y, desde marzo de
1862, remontaba, en compañía de Mackenzie, el río Rovuma. El siglo XIX no
concluiría ciertamente sin que África hubiera revelado los secretos ocultos en
su seno por espacio de seis mil años.
El interés de los oyentes aumentó cuando el doctor
les dio a conocer en detalle los preparativos de su viaje. Todos quisieron
verificar sus cálculos; discutieron, y el doctor participó en la discusión con
toda franqueza.
En general, les asombraba la cantidad relativamente
escasa de víveres con que contaba. Un día, uno de los oficiales le interrogó
acerca del particular.
‑¿Eso les sorprende? ‑preguntó
Fergusson.
‑Sin duda.
‑Pero ¿cuánto suponen que durará mi viaje? ¿Meses
enteros? Están en un error; si se prolongase, estaríamos perdidos; no lo
lograríamos. Sepan que no hay más de tres mil quinientas millas, pongamos cuatro
mil, de Zanzíbar a la costa de Senegal. Pues bien, recorriendo doscientas
cuarenta millas cada doce horas, velocidad menor a la de nuestros ferrocarriles,
si se viaja día y noche bastarán siete días para atravesar
África.
‑Pero entonces no podría ver, ni dibujar planos
geográficos, ni reconocer el país.
‑¿Cómo? ‑respondió el doctor‑. Si soy dueño de mi
globo, si subo o bajo a mi arbitrio, me detendré cuando me parezca bien, sobre
todo cuando corra peligro de que me arrastren corrientes demasiado
violentas.
‑Y encontrará esas corrientes ‑dijo el comandante
Pennet‑. Hay huracanes en los que la velocidad del viento sobrepasa las
doscientas cincuenta millas por hora.
‑¿Se dan cuenta? ‑replicó el doctor‑. Con una
rapidez tal cruzaría África en doce horas; me levantaría en Zanzíbar y me
acostaría en San Luis.
‑Pero ‑repuso el oficial‑ ¿acaso podría un globo ser
arrastrado a una velocidad semejante?
‑Es cosa que se ha visto ‑respondió
Fergusson.
‑¿Y el globo resistió?
‑Perfectamente. Fue en la época de la coronación de
Napoleón, en 1804. El aeronauta Garnerin lanzó en París, a las once de la
noche, un globo, con la siguiente inscripción en letras de oro: «París, 25
frimario año XIII, coronación del emperador Napoleón por S. S. Pío VII.» A
día siguiente, a las cinco de la mañana, los habitantes de Roma veían el mismo
globo balancearse sobre el Vaticano, recorrer la campiña romana y caer en
el lago de Braciano. Así pues, señores, un globo puede resistir tan
considerable velocidad.
‑Un globo, sí; pero un hombre... ‑balbució
tímidamente Kennedy.
‑¡Un hombre también! Porque no lo olviden, un globo
siempre está inmóvil con relación al aire que lo circunda; no es él el que
avanza, sino la propia masa de aire. Si encendemos una vela en la barquilla, la
llama no oscilará siquiera. Un aeronauta que se hubiese hallado en el globo
de Garnerin, no habría sufrido ningún daño a causa de la velocidad. Además,
yo no trato de alcanzar una rapidez semejante, y si durante la noche puedo
enganchar el ancla en algún árbol o algún accidente del terreno, no dejaré
de hacerlo. Llevamos víveres para dos meses, y nada impedirá que nuestro hábil
cazador nos proporcione caza en abundancia cuando tomemos
tierra.
‑¡Ah! ¡Señor Kennedy! ¡Dará golpes maestros! ‑dijo un
joven guardiamarina, mirando al escocés con envidia.
‑Sin contar ‑repuso otro‑ con que a su placer se
asociará una gran gloria.
‑Señores ‑respondió el cazador‑, soy muy sensible ...
a sus cumplidos..., pero no me corresponde aceptarlos ...
‑¡Cómo! ‑exclamaron todos‑. ¿No
partirá?.
‑No partiré.
‑¿No acompañará al doctor
Fergusson?
‑No sólo no le acompañaré, sino que mi presencia aquí
no tiene más objeto que intentar detenerle hasta el último
momento.
Todas las miradas se dirigieron al
doctor.
‑No le hagan caso -respondió éste con calma‑. Es un
asunto que no se debe discutir con él; en el fondo, sabe perfectamente que
partirá.
‑¡Por san Patricio! ‑exclamó Kennedy-.
juro...
‑No jures nada, amigo Dick. Estás medido y
pesado, y también lo están tu pólvora, tus escopetas y tus balas; así
que no hablemos más del asunto.
Y de hecho, desde aquel día hasta la llegada a
Zanzíbar, Dick no dijo esta boca es mía. No habló ni del asunto ni de
ninguna otra cosa. Calló.
Se dobla el
cabo. ‑ El castillo de proa. ‑ Curso de
cosmografía
por el profesor Joe. ‑ De la dirección de los
globos. ‑
De la investigación de las corrientes
atmosféricas. ‑ ¡Eureka!
El Resolute
avanzaba rápidamente hacia el cabo de Buena Esperanza. El tiempo se mantenía
sereno, aunque el mar se pico un poco.
El 30 de marzo, veintisiete días después de la salida
de Londres, se perfiló en el horizonte la montaña de la Mesa. La ciudad de El
Cabo, situada al pie de un anfiteatro de colinas, apareció a lo lejos, y
muy pronto el Resolute ancló en
el puerto. Pero el comandante no hacía escala allí, sino para proveerse de
carbón, lo que fue cosa de un día, y al siguiente el buque se dirigió hacia el
sur para doblar la punta meridional de África y entrar en el canal de
Mozambique.
No era aquél el primer viaje por mar de Joe, de
manera que éste no tardó en hallarse a bordo como en su propia casa. Todos
le querían por su franqueza y su buen humor. Gran parte de la celebridad de su
señor repercutía en él. Se le escuchaba como a un oráculo, y no se
equivocaba más que cualquier otro.
Mientras el doctor prosegula su curso en la cámara de
los oficiales, Joe se despachaba a gusto en el castillo de proa y hacía historia
a su manera, procedimiento seguido por los más eminentes historiadores de
todos los tiempos.
Se trataba, como era natural, del viaje aéreo. Joe
consiguió, no sin trabajo, que aceptasen la empresa los espiritus
recalcitrantes; pero, una vez aceptada, la imaginación de los marineros,
estimulada por los relatos de Joe, ya no concibió nada que fuese
imposible.
El ameno narrador persuadía a su auditorio de que
después de aquel viaje emprenderían otros muchos. Aquél no era más que el primer
eslabón de una larga serie de empresas sobrehumanas.
‑Creedme, camaradas; cuando se ha probado este género
de locomoción, no se puede prescindir de él; así es que, en nuestra próxima
expedición, en lugar de ir de lado, iremos hacia adelante sin dejar de
subir.
‑¡Bueno! ‑exclamó un oyente, maravillado‑.
Entonces llegaréis a la Luna.
‑¡A la Luna! ‑respondió Joe con desdén‑. ¡No, eso es
demasiado común! A la Luna va todo el mundo. Además, allí no hay agua y es
preciso llevar una enorme cantidad de provisiones; e incluso atmósfera en
frascos, por poco interés que se tenga en respirar.
‑¡Con tal de que haya ginebra! ‑dijo un marinero muy
aficionado a esta bebida.
‑Tampoco, camarada. ¡No! Nada de Luna.
Recorreremos esas hermosas estrellas, esos encantadores planetas de
los que tantas veces me ha hablado mi señor. Visitaremos primero
Saturno...
‑¿ El que tiene un anillo? ‑preguntó el
contramaestre.
‑¡Sí, un anillo nupcial! Lo que ocurre es que se
ignora el paradero de su mujer.
‑¡Cómo! ¿Tan alto irán? ‑preguntó un grumete,
atónito‑. Su señor debe de ser el diablo.
‑¿El diablo? ¡Es demasiado bueno para ser el
diablo!
‑¿Y después de Saturno? ‑preguntó uno de los más
impacientes del auditorio.
‑¿Después de Saturno? Haremos una visita a
Júpiter, un extraño país donde los días no son más que de nueve horas Y
media, lo cual resulta cómodo para los perezosos, y donde los años, por
extraño que parezca duran doce años, lo cual ofrece ventajas para los que
no tienen más que seis meses de vida. ¡Eso prolonga algo su
existencia!
‑¿Doce años? ‑repuso el
grumete.
‑Sí, pequeño, en esas tierras tú mamarías aún, y
aquel de allá, que roza la cincuentena, sería un chiquillo de cuatro anos y
medio.
‑¡No puede ser! ‑exclamaron unánimes todos los
hombres que se hallaban en el castillo de proa.
‑Es la pura verdad ‑‑dijo Joe con aplomo‑. Pero ¿que
queréis? Cuando uno se empeña en vegetar en este mundo, no aprende nada y es tan
ignorante como una marsopa. ¡Pasead un poco por Júpiter y veréis! ¡Es
menester, sin embargo, saber comportarse allí arriba, pues hay satélites
que no son tolerantes!
Y todos reían, pero sólo le creían hasta cierto
punto.. Y él les hablaba de Neptuno, donde los marineros son muy bien recibidos,
y de Marte, donde los militares imponen su autoridad, lo cual acaba por
resultar fastidioso. En cuanto a Mercurio, es un pícaro país de ladrones y
mercaderes, tan parecidos unos a otros que difícilmente se les distingue. Y, por
último, de Venus les pintaba un cuadro verdaderamente
encantador.
‑Y cuando volvamos de esta expedición ‑dijo el ameno
narrador‑ se nos condecorará con la Cruz del Sur, que brilla allá arriba en el
ojal del buen Dios.
‑¡Y bien merecida la tendréis! ‑admitieron los
marineros.
Así, en alegres pláticas, transcurrían las largas
tardes en el castillo de proa. Mientras tanto, las conversaciones instructivas
del doctor seguian su camino.
Un día, hablando de la dirección de los globos, se le
pidió a Fergusson que diese acerca del particular su
parecer.
‑Yo no creo ‑dijo‑ que se pueda llegar a dirigir un
globo. Conozco todos los sistemas que se han ensayado o ideado, y ni uno solo es
practicable. Como comprenderán, me he ocupado de esta cuestión, de interés
capital para mí. Sin embargo, no he podido resolverla con los medios
suministrados por los conocimientos actuales de la mecánica. Sería preciso
descubrir un motor de un poder extraordinario y de una ligereza imposible.
Y aun así, no se podrían contrarrestar las corrientes de cierta importancia.
Además, hasta ahora se ha pensado más en dirigir la barquilla que el globo, lo
cual es un error.
‑Existe, sin embargo ‑replicó un oficial‑, una gran
relación entre un aeróstato y un buque, y éste puede dirigirse a
voluntad.
‑No ‑respondió el doctor Fergusson‑. Existe muy poca
relación o ninguna. El aire es infinitamente menos denso que el agua, en la cual
el buque no se sumerge más que hasta cierto punto, mientras que el aeróstato se
abisma por completo en la atmósfera y permanece inmóvil con relación al
fluido circundante.
‑¿Cree entonces que la ciencia aerostática ha dicho
ya su última palabra?
‑¡No tanto! ¡No tanto! Es preciso buscar otra cosa;
si no se puede dirigir un globo, al menos hay que intentar mantenerlo en
las corrientes atmosféricas favorables. Éstas, a medida que se sube, se vuelven
mucho más uniformes y son constantes en su direccion; ya no las
perturban los valles y las montañas que surcan la superficie del planeta, y
eso, como muy bien sabe, es la principal causa de las variaciones del viento y
de la irregularidad de su soplo. Una vez determinadas estas zonas, el globo no
tendrá más que colocarse en las corrientes que le
convengan.
‑Pero, entonces ‑repuso el comandante Pennet‑, para
alcanzarlas será menester subir o bajar constantemente. He ahí la verdadera
dificultad, mi querido doctor.
‑¿Por qué, mi querido
comandante?
‑Entendámonos: sólo supondrá una dificultad y un
obstáculo para los viajes de largo recorrido, no para los simples paseos
aéreos.
‑¿Y tendría la bondad de decirme por
qué?
‑Porque para subir es imprescindible soltar lastres,
y para bajar es imprescindible perder gas, y con tanto subir y bajar las
provisiones de gas y de lastre se agotan enseguida.
‑He ahí la cuestión, amigo Pennet. He ahí la única
dificultad que debe procurar allanar la ciencia. No se trata de dirigir globos;
se trata de moverlos de arriba abajo sin gastar ese gas que constituye su
fuerza, su sangre, su alma, si es lícito hablar así.
‑Tiene razon, mi querido doctor, pero esa dificultad
aún no está resuelta, ese medio todavía no se ha
encontrado.
‑Perdone, se ha encontrado.
‑¿Quién lo ha encontrado?
‑¡Yo!
‑¿Usted?
‑Comprenderá que, de otro modo, no me
aventuraría a cruzar África en globo. ¡A las veinticuatro horas me quedaría
sin gas!
‑Pero no habló de eso en
Inglaterra.
‑¿Para qué? Quería
evitar una discusión pública; me parecía algo inútil. Hice experimentos
preparatorios en secreto y quedé satisfecho de ellos. No tenía necesidad de
más.
‑Y bien, mi querido Fergusson, ¿sería una
imprudencia preguntarle su secreto?
‑En absoluto. El medio es muy sencillo, señores;
ahora lo verán.
El auditorio redobló su atención y el doctor tomó
tranquilamente la palabra.
X
Ensayos
anteriores. ‑ Las cinco cajas del doctor. ‑ El
soplete de
gas. ‑ El calorífero. ‑ Manera de maniobrar.
‑ Exito
seguro
‑Se ha intentado muchas veces, señores, subir o bajar
a voluntad sin perder el gas o el lastre del globo. Un aeronauta francés,
el señor Mounier, pretendía alcanzar este objetivo comprimiendo aire en un
receptáculo interior Un belga, el doctor Van Hecke, por medio de alas y
paletas desplegaba una fuerza vertical que en la mayor parte de los casos
hubiera sido insuficiente. Los resultados prácticos obtenidos por estos medios
han sido insignificantes.
»Yo he resuelto abordar la cuestión más
directamente. Desde luego, suprimo por completo el lastre, salvo que
me obligue a recurrir a él algún caso de fuerza mayor, como, por ejemplo, la
rotura del aparato o la necesidad de elevarme con gran rapidez para evitar
un obstáculo imprevisto.
»Mis medios de ascensión y descenso consisten
únicamente en dilatar o contraer, por medio de distintas temperaturas, el
gas almacenado en el interior del aeróstato. Y he aquí cómo obtengo este
resultado.
»Han visto que, con la barquilla, embarcaron unas
cajas cuyo uso desconocen sin duda. Hay cinco cajas.
»La primera contiene unos veinticinco galones de
agua, a la cual añado algunas gotas de ácido sulfúrico para aumentar su
conductibilidad y la descompongo por medio de una potente pila de Bunsen. El
agua, como saben, se compone de dos volúmenes de gas hidrógeno y un volumen
de gas oxígeno.
»Este último, bajo la acción de la pila, pasa por el
polo positivo a una segunda caja. Una tercera, colocada encima de la segunda y
de doble capacidad, recibe el hidrógeno que llega por el polo
negativo.
»Dos espitas, una de las cuales tiene doble abertura
que la otra, ponen en comunicación estas dos cajas con otra, que es la cuarta y
se llama caja de mezcla. En ella, en efecto, se mezclan los dos gases
procedentes de la descomposición del agua. La capacidad de esta caja de mezcla
viene a ser de cuarenta y un pies cúbicos.
»En la parte superior de esta caja hay un tubo de
platino, provisto de una llave.
»Ya habrán comprendido, señores, que el aparato que
les describo es, simplemente, un soplete de gas oxígeno e hidrogeno, cuyo calor
supera el del fuego de una fragua.
»Establecido esto, paso a la segunda parte del
aparato.
»De la parte inferior del globo, que está
herméticamente cerrado, salen dos tubos separados por un pequeño
intervalo. El uno arranca de las capas superiores del gas hidrógeno, y el otro
de las inferiores.
»Estos dos tubos están provistos, de trecho en
trecho, de sólidas articulaciones de caucho que les permiten adaptarse
a las oscilaciones del aeróstato.
»Los dos bajan hasta la barquilla y se pierden en una
caja cilíndrica de hierro, llamada caja de calor, cerrada en ambos por dos
fuertes discos del mismo metal.
»El tubo que sale de la región inferior del globo
pasa a la caja cilíndrica por el disco inferior y, penetrando en él, adopta
entonces la forma de un serpentín helicoidal, cuyos anillos superpuestos ocupan
casi toda la altura de la caja. Antes de salir, el serpentín pasa a un pequeño
cono, cuya base cóncava, en forma de esférico, se dirige hacia
abajo.
»Por el vértice de este cono sale el segundo tubo,
que se traslada, como he dicho, a las partes superiores del
globo.
»El casquete esférico del pequeño cono es de
platino, para que no se funda por la acción del soplete, pues éste se halla
colocado en el fondo de la caja de hierro, en el centro del serpentín
helicoidal, y el extremo de la llama roza ligeramente el
casquete.
»Todos saben, señores, lo que es un calorífero
destinado a calentar las habitaciones, y saben también cómo actúa. El aire
de la habitación, tras pasar por los tubos, vuelve a una temperatura más
elevada. El aparato que acabo de describir no es, en realidad, más que un
calorífero.
»¿Qué ocurre entonces? Una vez encendido el
soplete, el hidrógeno del serpentín y del cono cóncavo se calienta y sube
rápidamente por el tubo, que lo conduce a las regiones superiores del aeróstato.
Debajo se forma el vacío, que atrae el gas de las regiones inferiores, el cual
se calienta a su vez y es continuamente reemplazado. Así se establece en los
tubos y el serpentín una corriente sumamente rápida de gas, que sale del
globo y vuelve a él calentándose sin cesar.
»Ahora bien, los gases aumentan 1/480 de su
volumen por grado de calor. Por lo tanto, si fuerzo 180 la temperatura[L10] , el hidrógeno del aeróstato se dilatará 18/480, o
mil seiscientos setenta y cuatro pies cúbicos;' por consiguiente,
desplazará mil seiscientos setenta y cuatro pies cúbicos de aire más, lo cual
aumentará mil seiscientas libras su fuerza ascensional que equivale a un
desprendimiento de lastre de igual peso. Si aumento 1800 la temperatura[L11] , el gas experimentará una dilatación de 180/480,
desplazará dieciséis mil setecientos cuarenta pies cúbicos más y su fuerza
ascensional se incrementará mil seiscientas libras.
»Como ven, señores, puedo obtener fácilmente
desequilibrios considerables. El volumen del aeróstato ha sido calculado de
manera que, estando medio hinchado, desplace un peso de aire exactamente igual
al de la envoltura del hidrógeno y la barquilla con los viajeros y todos
los accesorios. En ese punto, se halla en equilibrio en el aire, sin subir ni
bajar.
»Para verificar la ascensión, doy al gas una
temperatura superior a la temperatura ambiente por medio del soplete. Con
este exceso de calor, obtiene una tensión más fuerte e hincha más el globo, que
sube tanto más cuanto más dilato el hidrógeno.
»El descenso se realiza, naturalmente, moderando el
calor del soplete y dejando que baje la temperatura. La ascension sera, pues,
generalmente mucho más rápida que el descenso. Pero esta circunstancia resulta
favorable, pues no tengo ningún interés en bajar rápidamente, mientras que
una pronta marcha ascensional es lo que me permite evitar los obstáculos. Los
peligros están abajo, no arriba.
»Además, como les he dicho, tengo cierta cantidad de
lastre que me permitirá elevarme con más prontitud aun en caso necesario. La
válvula situada en el polo superior del globo no es más que una válvula de
seguridad. El globo conserva siempre la misma carga de hidrógeno, siendo las
variaciones de temperatura que produzco en ese medio de gas cerrado las que
provocan todos los movimientos de ascension y
descenso.
»Ahora, señores, añadiré un detalle
práctico.
»La combustión del hidrógeno y del oxígeno en la
punta del soplete produce únicamente vapor de agua. He dotado, por ello, a la
parte inferior de la caja cilíndrica de hierro de un tubo de
desprendimiento con válvula que funciona a menos de dos atmósferas de presión;
por consiguiente, desde el momento en que alcanza esta presión, el vapor se
escapa por sí mismo.
»He aquí cifras muy exactas.
»Veinticinco galones de agua descompuesta en sus
elementos constitutivos, dan 200 libras de oxígeno y 25 de hidrógeno. Esto
representa en la presión atmosférica, mil ochocientos noventa pies cúbicos del
primero y tres mil setecientos ochenta del segundo; en total cinco mil
seiscientos setenta pies cúbicos de mezcla.
»La espita del soplete, enteramente abierta, consume
veintisiete pies cúbicos por hora, con una llama por lo menos diez veces más
potente que la de las farolas de alumbrado. Por término medio, pues, para
mantenerme a una altura poco considerable, no quemaré más de nueve pies
cúbicos por hora, por lo que mis veinticinco galones de agua representan
seiscientas treinta horas de navegación aérea, es decir, algo más de veintiséis
días.
»Y como puedo bajar a mi arbitrio, y renovar por el
camino la provisión de agua, mi viaje puede prolongarse
indefinidamente.
»He aquí mi secreto, señores. Es sencillo, y, como
todas las cosas sencillas, no puede dejar de tener éxito. La dilatación y la
contracción del gas del aeróstato, tal es mi medio, que no exige ni alas
embarazosas ni motor mecánico. Un calorífero para producir las variaciones de
temperatura y un soplete para calentarlo; eso no es incómodo ni
pesado.
»Creo, pues, haber reunido todas las condiciones para
el éxito.
Así terminó su discurso el doctor Fergusson, y fue
cordialmente aplaudido. No había objeción alguna que hacer; todo estaba previsto
y resuelto.
-Sin embargo ‑dijo el comandante‑, puede ser
peligroso.
¿Qué importa ‑respondió sencillamente el
doctor‑, si es practicable?
XI
Llegada a
Zanzíbar. ‑ El cónsul inglés. ‑ Mala
disposición
de los habitantes. ‑ La isla de Kumbeni. ‑
Los
hacedores de lluvia. ‑ Hinchan el globo. ‑ Partida
del 18 de
abril. ‑ último adiós. ‑ El Victoria
Un viento constantemente favorable había
acelerado la marcha del Resolute
hacia el lugar de su destino. La navegación del canal de Mozambique fue
particularmente apacible. La travesía marítima era un buen presagio de
la aérea. Todos deseaban llegar pronto y ayudar al doctor Fergusson en sus
últimos preparativos.
El buque avistó por fin la ciudad de Zanzíbar,
situada en la isla del mismo nombre, y el 15 de abril, a las once de la
mañana, ancló en el puerto.
La isla de Zanzíbar pertenece al imán de Mascate,
aliado de Francia y de Inglaterra, y es indudablemente la más bella de sus
colonias. El puerto recibe muchos buques de los países
vecinos.
La isla está separada de la costa africana por un
canal, cuya anchura mayor no pasa de treinta millas.
Existe un gran comercio de caucho, marfil y, sobre
todo, ébano, porque Zanzíbar es el gran mercado de esclavos. Allí se
concentra todo el botín conquistado en las batallas que los jefes del interior
libran incesantemente. El tráfico se extiende por toda la costa oriental, e
incluso en las latitudes del Nilo, y G. Lejean ha visto allí tratar abiertamente
bajo pabellón francés.
Apenas llegó el Resolute, el cónsul inglés de
Zanzíbar subió a bordo y se puso a disposición del doctor, de cuyos
proyectos le habían tenido al corriente desde hacía un mes los periódicos
de Europa. Pero hasta entonces había formado parte de la numerosa falange
de los incrédulos.
‑Dudaba ‑dijo, tendiéndole la mano a Samuel
Fergusson‑, pero ahora ya no dudo.
Ofreció su propia casa al doctor, a Dick Kennedy y,
naturalmente, al bravo Joe.
Por el cónsul tuvo el doctor conocimiento de varias
cartas que había recibido del capitán ‑Speke. El capitán y sus compañeros habían
tenido que pasar mucha hambre y muchos contratiempos antes de llegar al país de
Ugogo. No avanzaban sino con una gran dificultad y no pensaban poder dar
noticias inmediatas de su situación y paradero.
‑He aquí peligros y privaciones que nosotros
podremos evitar ‑dijo el doctor.
El equipaje de los tres viajeros fue trasladado a la
casa del cónsul. Se disponían a desembarcar el globo en la playa de Zanzíbar,
pues cerca del asta de las banderas de señalización había un sitio favorable,
junto a una enorme construcción que lo hubiera puesto a cubierto de los vientos
del este. Aquella gran torre, semejante a un tonel inmenso junto al cual la cuba
de Heidelberg habría parecido un insignificante barril, servía de fuerte, y
en su plataforma vigilaban unos beluchíes, armados con lanzas, especie de
soldados haraganes y vocingleros.
Sin embargo, durante el desembarco del aeróstato, el
cónsul recibió aviso de que la población de la isla se opondría a ello por la
fuerza. No hay nada tan ciego como el apasionamiento fanático. La noticia de la
llegada de un cristiano que iba a elevarse por los aires fue recibida con
indignación, y los negros, más conmocionados que los árabes, vieron en este
proyecto intenciones hostiles a su religión, figurándose que se dirigía contra
el Sol y la Luna, que son objeto de veneración para las tribus africanas.
Así pues, resolvieron oponerse a expedición tan
sacrílega.
El cónsul conferenció acerca del particular con el
doctor Fergusson y el comandante Pennet. Éste no quería retroceder ante las
amenazas; pero su amigo le hizo entrar en razón.
‑Ya sé ‑le dijo‑ que acabaremos metiéndonos a esa
gente en el bolsillo, y en caso necesario los propios soldados del imán nos
prestarán auxilio; pero, mi querido comandante, un accidente sobreviene en el
momento menos pensado, y bastaría un golpe cualquiera para causar al globo
una avería irreparable que comprometiera el viaje irremisiblemente. Es, pues,
preciso, que andemos con pies de plomo.
‑¿Qué haremos, pues? Si desembarcamos en la
costa de África, tropezaremos con las mismas dificultades. ¿Qué podemos
hacer?
‑Es muy sencillo ‑respondió el cónsul‑. ¿Ven
aquellas islas situadas más allá del puerto? Desembarquen en una de ellas
el aeróstato, aposten a los marineros formando un cinturón de protección, y
no correrán ningún peligro.
‑Perfectamente ‑dijo el doctor‑. Y allí podremos con
toda libertad concluir nuestros preparativos.
El comandante aprobó el consejo y el Resolute se acercó a la isla de Kumbeni.
Durante la madrugada del 16 de abril, el globo fue puesto a buen recaudo en
medio de un claro, entre los extensos bosques que cubrían aquella
tierra.
Clavaron en el suelo dos palos de 80 pies de alto,
situados a una distancia similar uno de otro; un juego de poleas sujeto a
su extremo permitió levantar el aeróstato por medio de un cable transversal. El
globo estaba entonces enteramente deshinchado. El globo interior se hallaba
unido al vértice del exterior, de modo que subían los dos a un mismo
tiempo.
En el apéndice inferior de uno y otro, se fijaron los
dos tubos de introducción del hidrógeno.
El día 17 se invirtió en disponer el aparato
destinado a producir el gas; se componía de 30 toneles, en los que se verificaba
la descomposición del agua por medio de pedazos de hierro viejo y acido
sulfúrico sumergidos en una gran cantidad de agua. El hidrógeno pasaba a un gran
tonel central tras haber sido lavado, y desde allí subía por los tubos de
introducción a los dos aeróstatos. De esta manera, ambos recibían una cantidad
de gas perfectamente determinada.
Para esta operación fue preciso echar mano de mil
ochocientos sesenta y seis galones de ácido sulfúrico, dieciséis mil cincuenta
libras de hierro y novecientos sesenta y seis galones de
agua.
Esta operación empezó aproximadamente a las tres de
la mañana del día siguiente y duró casi ocho horas. Al otro día, el aeróstato,
cubierto con su red, se balanceaba graciosamente sobre la barquilla, sostenido
por un gran número de sacos llenos de tierra. Se montó con el mayor cuidado el
aparato de dilatación, y los tubos que salían del aeróstato fueron adaptados a
la caja cilíndrica.
Las anclas, las cuerdas, los instrumentos, las mantas
de viaje, la tienda, los víveres y las armas ocuparon en la barquilla el puesto
que tenían asignado; la aguada se hizo en Zanzíbar. Las doscientas libras de
lastre se distribuyeron entre cincuenta sacos colocados en el fondo de la
barquilla, pero al alcance de la mano.
Hacia las cinco de la tarde finalizaban estos
preparativos. Unos centinelas montaban guardia alrededor de la isla, y las
embarcaciones del Resolute surcaban
el canal.
Los negros seguían manifestando su cólera con
gritos, muecas y contorsiones. Los hechiceros recorrían los grupos
irritados y acababan de exasperar los ánimos; algunos fanáticos trataron,de
ganar la isla a nado, pero se les rechazó fácilmente.
Entonces empezaron los sortilegios y los
encantamientos; los hacedores de lluvia, que pretendían tener poder sobre
las nubes, llamaron en su auxilio a los huracanes y a las «lluvias de piedra»; [L12] cogieron hojas de todas las especies de árboles del
país y las cocieron a fuego lento, mientras mataban un cordero clavándole
una larga aguja en el corazón. Pero, a pesar de todas sus ceremonias, el
cielo permaneció sereno y puro.
Entonces los negros se entregaron a furiosas orgías
embriagándose con tembo, aguardiente
que se extrae del cocotero, o con una cerveza sumamente fuerte llamada togwa. Sus cantos, sin melodía apreciable,
pero con un ritmo muy exacto, duraron hasta muy entrada la
noche.
Hacia las seis, una
última comida reunió a los viajeros alrededor de la mesa del comandante y
de sus oficiales. Kennedy, a quien nadie dirigía pregunta alguna,
murmuraba en voz baja palabras incomprensibles, con la mirada fija en el
doctor Fergusson.
La comida fue triste. La aproximación del momento
supremo inspiraba a todos penosas reflexiones. ¿Qué reservaba el destino a
aquellos audaces viajeros? ¿Volverían a hallarse entre sus amigos, a
sentarse junto al fuego del hogar? Si les llegaban a faltar los medios de
transporte, ¿que seria de ellos en el seno de tribus feroces, en aquellas
comarcas inexploradas, en medio de desiertos inmensos?
Estas ideas, vagas hasta entonces y a las que todos
se inclinaban poco, en aquel momento asaltaban las imaginaciones
sobreexcitadas. El doctor Fergusson, tan frío e impasible como siempre, habló de
varias cosas para disipar aquella tristeza comunicativa, pero sus esfuerzos
fueron vanos.
Como se temía alguna demostración contra la
persona del doctor y de sus compañeros, los tres se quedaron a dormir
a bordo del Resolute. A las seis de
la mañana salieron de su camarote y se trasladaron de nuevo a la isla de
Kumbeni.
El globo se balanceaba ligeramente, mecido por el
viento del este. Los sacos de tierra que lo retenían habían sido
reemplazados por veinte marineros. El comandante Pennet y sus oficiales
asistían a aquella solemne marcha.
En aquel momento Kennedy se dirigió al doctor, le
cogió la mano y le dijo:
‑¿Es cosa decidida tu marcha,
Samuel?
‑Muy decidida, mi querido Dick.
‑¿He hecho yo cuanto de mí dependía para impedir este
viaje?
‑Todo.
‑Entonces tengo sobre el particular la conciencia
tranquila y te acompaño.
‑Ya lo sabía ‑respondió el doctor, dejando que
aflorase a su semblante una furtiva emoción.
Se acercaba el instante de los últimos adioses. El
comandante y los oficiales abrazaron con efusión a sus intrépidos
amigos, sin exceptuar al digno Joe, que estaba muy contento y satisfecho. Todos
quisieron que el doctor Fergusson les diese un apretón de
manos.
A las nueve, los tres compañeros de viaje ocuparon su
puesto en la barquilla. El doctor encendió el soplete y avivó la llama de modo
que produjese un calor rápido. El globo, que se mantenía junto al suelo en
perfecto equilibrio, empezó a levantarse a los pocos minutos. Los marineros
tuvieron que aflojar un poco las cuerdas que lo retenían. La barquilla se elevó
unos veinte pies.
-¡Amigos míos -exclamó el doctor, puesto en pie entre
sus dos compañeros y quitándose el sombrero‑, pongámosle a nuestro buque aéreo
un nombre que le dé suerte! ¡Llamémosle Victoria!
Resonó un hurra formidable.
‑¡Viva la reina! ¡Viva
Inglaterra!
En aquel momento la fuerza ascensional del
aeróstato aumentó prodigiosamente. Fergusson, Kennedy y Joe dirigieron un
último adiós a sus amigos.
‑¡Suelten las cuerdas! ‑exclamó el
doctor.
Y el Victoria
se elevó por los aires rápidamente, mientras las cuatro piezas de artillería
del Resolute atronaban el
espacio en su honor.
Travesía
del estrecho. ‑ El Mrima. ‑ Conversación de
El uzaramo.
‑ El desventurado Maizan. ‑
El monte
Duthumi. ‑ Las cartas del doctor. ‑
Noche sobre
un nopal
El aire era puro y el viento moderado. El Victoria subió casi perpendicularmente a
una altura de mil quinientos pies, que fue indicada por una depresión de
dos pulgadas menos dos líneas en la columna barométrica.
A aquella altura, una corriente más marcada impelió
al globo hacia el suroeste. ¡Qué magnífico espectáculo se extendía ante los ojos
de los viajeros! La isla de Zanzíbar se ofrecía por completo a la vista y
destacaba en un color más oscuro, como sobre un vasto planisferio; los campos
tomaban la apariencia de muestras de varios colores; y grandes ramilletes
de árboles indicaban los bosques y las selvas.
Los habitantes de la isla parecían como insectos. Los
hurras y los gritos se perdían poco a poco en la atmósfera, y sólo los
cañonazos del buque vibraban en la concavidad inferior del
aeróstato.
‑¡Qué hermoso es todo esto! ‑exclamó Joe,
rompiendo por primera vez el silencio.
No obtuvo respuesta. El doctor estaba ocupado
observando las variaciones barométncas y tomando nota de los pormenores de
su ascensión.
Kennedy miraba y no tenía ojos para verlo
todo.
Los rayos del sol, uniendo su calor al del soplete,
aumentaron la presión del gas. El Victoria subió a una altura
de dos mil quinientos pies.
El Resolute presentaba el aspecto de un
barquichuelo, y la costa africana aparecía al oeste como una inmensa
orla de espuma.
‑¿No dicen nada? ‑preguntó Joe.
‑Miramos ‑respondió el doctor, dirigiendo su
anteojo hacia el continente.
‑Lo que es yo, si no hablo,
reviento.
‑Habla cuanto quieras, Joe; nadie te lo
impide.
Y Joe hizo él solo
un espantoso consumo de onomatopeyas. Los « ¡oh! », los « ¡ah! » y los «
¡eh! » brotaban de sus labios a borbotones.
Durante la travesía del mar, el doctor creyó
conveniente mantenerse a aquella altura que le permitía observar la costa
más extensamente. El termómetro y el barómetro, colgados dentro de la tienda
entreabierta, se hallaban constantemente al alcance de su vista, y otro
barómetro, colocado exteriormente, serviría durante la guardia de
noche.
Al cabo de dos horas, el Victoria, a una velocidad de
poco más de ocho millas, se aproximó sensiblemente a la costa. El doctor
resolvió acercarse a tierra; moderó la llama del soplete, y muy pronto el globo
bajó a trescientos pies del suelo.
Se hallaba sobre el Mrima, nombre que lleva aquella
porcion de la costa oriental de África. Protegían sus orillas espesos
manglares, y la marea baja permitía distinguir sus gruesas raíces roídas por los
dientes del océano índico. Los dunas que formaban en otro tiempo la línea
costera ondulaban en el horizonte, y el monte Nguru alzaba su pico al
noroeste.
El Victoria pasó cerca de una aldea que el doctor
reconocio en el mapa como Kaole. Toda la población reunida lanzaba
aullidos de cólera y de miedo; dirigieron en vano algunas flechas a ese monstruo
de los aires que se balanceaba majestuosamente sobre aquellos impotentes
furores.
El viento conducía hacia el sur, lo que, lejos de
inquietar al doctor, le complació, porque le permitía seguir el
derrotero trazado por los capitanes Burton y Speke.
Kennedy se había vuelto tan hablador como Joe, y los
dos se dirigían mutuamente frases admirativas.
‑¡Se acabaron las diligencias! ‑decía el
uno.
‑¡Y los buques de vapor! ‑decía el
otro.
‑¡Y los ferrocarriles ‑respondía Kennedy‑, con los
que se atraviesan los países sin verlos!
‑¡No hay como un globo! ‑exclamaba Joe‑. Se anda sin
sentir, y la naturaleza se toma la molestia de pasar ante tus
ojos.
‑¡Qué espectáculo! ¡Qué asombro! ¡Qué éxtasis! ¡Un
sueño en una hamaca!
‑¿Y si almorzásemos? ‑preguntó Joe, a quien el aire
libre abría el apetito.
‑Buena idea, muchacho.
‑¡Oh! ¡Los preparativos no serán largos! Galletas y
carne en conserva.
‑Y café a discreción ‑añadió el doctor‑. Te permito
tomar prestado un poco de calor de mi soplete, que tiene de sobra. Así no
tendremos que temer un incendio.
‑Sería terrible ‑repuso Kennedy‑. Parece que
llevemos encima un polvorín.
‑No tanto ‑respondió Fergusson‑. Si el gas se
inflamase, se consumiría poco a poco y bajaríamos a tierra, lo que sin duda
sería un contratiempo; pero, no temáis, nuestro aeróstato está herméticamente
cerrado.
‑Comamos, pues ‑dijo Kennedy.
‑Coman, señores ‑‑dijo Joe‑, y yo, al mismo tiempo
que les imito, prepararé un café del que me hablarán después de haberlo
tomado.
‑El hecho es ‑repuso el doctor‑ que Joe, amén de mil
virtudes, tiene un talento especialísimo para preparar esa bebida
deliciosa; la elabora con una mezcla de varias procedencias que nunca me ha
querido dar a conocer.
‑Pues bien, mi señor, a la altura en que nos hallamos
puedo confiarle mi receta. Se reduce simplemente a mezclar moca, bourbon y
rio‑nunez en partes iguales.
Pocos instantes
después, tres humeantes y aromáticas tazas ponían punto final de un
sustancial almuerzo, sazonado por el buen humor de los comensales; luego, cada
cual volvió a su punto de observación.
El país destacaba por su prodigiosa fertilidad.
Senderos tortuosos y estrechos desaparecían bajo bóvedas de verdor. Se
pasaba por encima de campos cultivados de tabaco, maíz y centeno en plena
madurez, y recreaban la vista vastos arrozales con sus tallos rectos y sus
flores de color purpúreo. Se distinguían carneros y cabras encerrados en
grandes jaulas colocadas en alto, sobre pilotes, para preservarlas de la
voracidad de los leopardos. Una vegetación espléndida cubría aquel suelo
pródigo. En muchas aldeas se reproducían escenas de gritos y asombro a la vista
del Victoria, y el doctor Fergusson se mantenía prudentemente fuera
del alcance de las flechas. Los habitantes, agrupados alrededor de sus chozas
contiguas, perseguían largo tiempo a los viajeros con vanas
imprecaciones.
Al mediodía, el doctor, consultando el mapa, estimó
que se hallaba sobre el país de Uzaramo[L13] . La campiña se presentaba erizada de cocoteros,
papayos y algodoneros, sobre los cuales el Victoria parecía reírse.
Tratándose de África, a Joe aquella vegetación le parecía muy natural.
Kennedy veía liebres y codornices que le pedían por favor una perdigonada; pero
no quiso complacerlas, pues, siendo imposible cobrarlas, no hubiera hecho más
que gastar pólvora en salvas.
Los aeronautas navegaban a una velocidad de doce
millas por hora, y pronto se hallaron a 380 20’ de longitud
sobre la aldea de Tounda.
‑Allí es ‑dijo el doctor‑ donde Burton y Speke
sufrieron calenturas violentas y por un instante creyeron su expedición
comprometida. A pesar de que todavía no se hallaban demasiado alejados de la
costa, ya se hacían sentir rudamente las fatigas y las
privaciones.
En efecto, en
aquella comarca reina una malaria perpetua, cuyo ataque el doctor sólo pudo
evitar elevando el globo por encima de las miasmas de aquella tierra
húmeda, cuyas emanaciones absorbía el ardiente sol.
De vez en cuando divisaban una caravana que
descansaba en un kraal, aguardando el fresco de la noche para
proseguir su camino. Un kraal es un vasto espacio rodeado de espinos, una
especie de vallado o seto vivo donde los traficantes se ponen al abrigo de los
animale dañinos y de las tribus merodeadoras de la comarca. Se veía a los
indígenas correr y dispersarse al ver al Victoria. Kennedy deseaba
contemplarlos de cerca, a lo que Samuel se opuso
constantemente.
‑Los jefes ‑dijo‑ van armados con mosquetes, y
nuestro globo ofrece un blanco fácil para alojar en él una
bala.
‑Y un balazo, ¿echaría abajo el globo? ‑preguntó
Joe.
‑Inmediatamente, no; pero el agujero se haría
grande muy pronto, y por él se escaparía todo el gas.
‑Mantengámonos, pues, a una distancia respetable de
esos tunantes. ¿Qué pensarán de nosotros, viéndonos volar por el aire? Estoy
seguro de que desean adorarnos.
‑Que nos adoren, pero de lejos ‑respondió el
doctor‑. No les quiero ver de cerca. Mirad, el país toma otro aspecto. Las
aldeas son más escasas; los inangles han desaparecido; a esta latitud la
vegetación se detiene. El terreno se vuelve montuoso y preludia montañas
proximas.
‑En efecto ‑dijo Kennedy‑, me parece que por aquel
lado distingo algunas prominencias.
‑Hacia el oeste... Son las primeras cordilleras del
Urizara; el monte Duthumi, sin duda, detrás del cual espero que podamos
refugiarnos para pasar la noche. Voy a activar la llama del soplete, pues
debemos mantenernos a una altura de entre quinientos y seiscientos
pies.
‑Es una magnífica idea, señor, la que ha tenido ‑dijo
Joe-, la maniobra no es difícil ni fatigosa: se da vuelta a una llave y no hay
necesidad de más.
‑Aquí estamos mejor ‑afirmó el cazador, cuando el
globo hubo subido; el reflejo de los rayos del sol en la arena roja resultaba
insoportable.
‑¡Qué árboles tan magníficos! ‑exclamó Joe‑.
Aunque son una cosa muy natural, son hermosísimos. Con menos de una docena
se podría hacer un bosque.
‑Son baobabs ‑respondió el doctor Fergusson‑.
Mirad, allí hay uno cuyo tronco tendrá cien pies de circunferencia.
Fue acaso al pie de este mismo árbol donde en 1845 pereció el francés Malzan,
pues nos hallamos sobre la aldea de Deje‑la‑Mhora, donde se aventuró a entrar
solo y fue apresado por el jefe de la comarca. Le amarraron al pie de un
baobab, y aquel negro feroz, mientras sonaba el canto de guerra, le cortó
lentamente las articulaciones una tras otra; al llegar a la garganta se
detuvo para afilar su cuchillo embotado y arrancó la cabeza del desventurado
mártir antes de que estuviese enteramente cortada. El pobre francés tenía
veintiséis años.
‑¿Y Francia no ha vengado un crimen semejante?
‑preguntó Kennedy.
‑Francia reclamó, y el sald de Zanzíbar hizo cuanto
pudo para dar caza al asesino, pero todas sus pesquisas fueron
inútiles.
‑Suplico que no nos detengamos en el camino ‑dijo
Joe‑; subamos, subamos, señor, hágame caso.
‑Encantado, Joe, ya que el monte Duthumi se alza ante
nosotros. Si mis cálculos son exactos, antes de las siete de la tarde lo
habremos pasado.
‑¿No viajaremos de noche? ‑preguntó el
cazador.
~No, mientras podamos evitarlo. Con precauciones y
vigilancia, no habría peligro; pero no basta atravesar África, es preciso
verla.
‑Hasta ahora no tenemos motivo de queja, señor. ¡El
país más cultivado y fértil del mundo, en lugar de un desierto! ¡Como para creer
a los geógrafos!
‑Aguarda, Joe, aguarda; veremos más
adelante.
Hacia las seis y media de la tarde, el
Victoria se encontró frente al monte Duthumi; para salvarlo, tuvo
que elevarse a más de tres mil pies. Al efecto, el doctor no tuvo más que elevar
180 la temperatura[L14] . Bien puede decirse que maniobraba el globo con
habilidad. Kennedy le indicaba los obstáculos que tenía que salvar, y el
Victoria volaba por los aires rozando la
montaña.
A las ocho descendía la vertiente opuesta, cuya
pendiente era más suave. Echaron las anclas fuera de la barquilla, y
una de ellas, encontrando las ramas de un enorme nopal, se agarró
firmemente a ellas. Joe se deslizó por la cuerda y la sujetó con la mayor
solidez. Luego le tendieron la escala de seda, y se encaramó por ella con gran
agilidad. El aeróstato, al abrigo de los vientos del este, permanecía casi
inmóvil.
Los viajeros prepararon la cena y, excitados por su
paseo aéreo, abrieron una amplia brecha en sus
provisiones.
‑¿Cuánto camino hemos recorrido hoy? ‑preguntó
Kennedy, engullendo inquietantes bocados.
El doctor fijó su posición por medio de
observaciones lunares y consultó el excelente mapa que le servía de guía,
el cual pertenecía al atlas Der Neuster
Entedekungen in Africa, publicado en Ghota por su sabio amigo Potermann
y que éste le había enviado. Aquel atlas debía servir para todo el viaje
del doctor, pues contenía el itinerario de Burton y Speke a los Grandes Lagos,
Sudán según el doctor Barth, el bajo Senegal según Guillaume Lejean, y el delta
del Níger por el doctor Baikie.
Fergusson se había provisto también de una obra que
en un solo volumen reunía todas las nociones adquiridas sobre el Nilo.
Titulábase The sources of the Nil, being a general
survey of the basin of that river and of its heab stream with the history of
the Nilotic discovery by Charles Beke, th. D.
Poseía igualmente los excelentes mapas publicados en
los Boletines de la Sociedad Geográfica de Londres, y no podía escapársele
ningún punto de las comarcas descubiertas.
Consultando el mapa, vio que su rumbo latitudinal era
de 20 o ciento veinte millas oeste.
Kennedy observó que el camino se dirigía hacia el
mediodía. Pero esta dirección satisfacía al doctor, el cual queria reconocer, en
la medida de lo posible, las huellas de sus predecesores.
Se resolvió dividir la noche en tres partes, a fin de
turnarse en la vigilancia. El doctor comenzaba su guardia a las nueve,
Kennedy a las doce y Joe a las tres.
Así pues, Kennedy y
Joe, envueltos en sus mantas, se tendieron bajo la tienda y durmieron a pierna
suelta mientras el doctor Fergusson velaba.
XIII
Cambio de
tiempo. ‑ La fiebre de Kennedy. ‑ La
medicina
del doctor. ‑ Viaje por tierra. ‑ La cuenca de
Imengé. ‑
El monte Rubeho. ‑A seis mil pies. ‑ Un
alto en el
camino del día
La noche transcurrió en calma. Sin embargo, el
sábado por la mañana, Kennedy sintió cansancio y escalofríos al
despertarse. El tiempo cambiaba; el cielo, cubierto de densas nubes, parecía
prepararse para un nuevo diluvio. Un triste país, Zungomero, donde llueve
continuamente, excepto tal vez unos quince días en el mes de
enero.
Una violenta lluvia no tardó en envolver a los
viajeros; debajo de ellos, los caminos cortados por nullabs, especie de torrentes
momentáneos se volvían impracticables, además de estar cubiertos de
matorrales espinosos y llanas gigantescas. Se percibían claramente esas
emanaciones de hidrógeno sulfurado de las que habla el capitán
Burton.
‑Según él ‑dijo el doctor‑, y tiene razón, se diría
que hay un cadáver oculto detrás de cada matorral.
‑Es un maldito pais ‑respondió Joe‑, y me parece que
el señor Kennedy se encuentra mal por haber pasado en él la
noche.
‑En efecto, tengo una fiebre bastante alta ‑dijo el
señor Kennedy.
‑Nada tiene de particular, mi querido Dick; nos
hallamos en una de las regiones más insalubres de África. Pero no
permaneceremos en ella mucho tiempo. En marcha.
Gracias a una diestra maniobra de Joe, el ancla se
desenganchó, y, por medio de la escala, el hábil gimnasta volvió a subir a
la barquilla. El doctor dilató considerablemente el gas y el Victoria
remontó el vuelo, impelido por un viento bastante fuerte.
Aparecía alguna que otra choza en medio de aquella
niebla pestilente. El país cambiaba de aspecto. En Africa ocurre con frecuencia
que una región mefítica y de poca extensión confina comarcas absolutamente
salubres.
Kennedy sufría visiblemente; la calentura abatía su
vigorosa naturaleza.
‑Sería mala cosa caer enfermo ‑dijo, envolviéndose en
su manta y echándose bajo la tienda.
‑Un poco de paciencia, mi querido Dick ‑respondló el
doctor Fergusson‑, y pronto recobrarás completamente la
salud.
-¡Ojalá, Samuel! Si en tu botiquín de viaje tienes
alguna droga para curarme, adminístramela sin perder tiempo. La tragaré a ojos
cerrados.
‑Tengo un medicamento mejor que todas las
drogas, amigo Dick, y naturalmente, voy a darte un febrífugo que no
costará nada.
‑¿Y cómo lo harás?
‑Muy sencillo. Subiré encima de estas nubes que nos
envuelven y me alejaré de esta atmósfera pestilente. Diez minutos te pido para
dilatar el hidrógeno.
No habían transcurrido los diez minutos cuando los
viajeros estaban ya fuera de la zona húmeda.
‑Aguarda un poco, Dick, y notarás la influencia del
aire puro y del sol.
‑¡Vaya un remedio! ‑dijo Joe‑. ¡Es
maravilloso!
‑¡No! ¡Es totalmente natural!
‑Eso no lo pongo en duda.
‑Envió a Dick a tomar aires, como se hace todos los
días en Europa, y del mismo modo que en la Martinica le enviaría a los Pitons [L15] para librarle de la fiebre
amarilla
‑La verdad es que este globo es un paraíso ‑dijo
Kennedy, ya más aliviado.
‑O por lo menos conduce a él ‑respondió Joe cor
gravedad.
Era un espectáculo curioso el que ofrecían las nubes
aglomeradas en aquel momento debajo de la barquilla. Rodaban unas sobre otras, y
se confundían en un resplandor magnífico reflejando los rayos del sol. El
Victoria llegó a una altura de 4.000 pies. El termómetro
indicaba algún descenso en la temperatura. No se veía ya la tierra. A unas
cincuenta millas al oeste, el monte Rubeho levantaba su cabeza
centelleante. Formaba el límite del país de Ugogo, a 360 20’ de
longitud. El viento soplaba a una velocidad de veinticinco millas por hora,
pero los viajeros no se percataban de su rapidez, ni siquiera tenían sensación
de locomoción.
Tres horas después, la predicción del doctor se
realizaba. Kennedy no experimentaba ningún escalofrío y almorzó con
apetito.
‑¡Y que aún haya quien tome sulfato de quinina! ‑dijo
con satisfacción.
‑Decididamente ‑exclamó Joe‑, aquí es donde me
retiraré cuando sea viejo.
Hacia las diez de la mañana, la atmósfera se despejo.
Se hizo un agujero en las nubes, la tierra reapareció y el Victoria se
acercó a ella insensiblemente. El doctor Fergusson buscaba una corriente que le
llevase al noroeste, y la encontró a seiscientos pies del suelo. El terreno se
volvía accidentado, incluso montuoso. Al este, el distrito de Zungomero se
borraba con los últimos cocoteros de aquella latitud.
Luego, las crestas de una montaña se presentaron más
acentuadas. Algunos picos se levantaban en distintos puntos del horizonte.
Era preciso vigilar constantemente los conos agudos que parecían surgir
inopinadamente.
‑Nos hallamos entre los rompientes ‑dijo
Kennedy.
‑Puedes estar tranquilo, amigo Dick, no
tropezamos.
‑¡Hermosa manera de viajar! ‑replicó
Joe.
En efecto, el doctor manejaba el globo con una
destreza maravillosa.
-Si tuviésemos que andar por este terreno
encharcado ‑dijo‑, nos arrastraríamos por un lodo insalubre. Desde nuestra
salida de Zanzíbar hasta llegar donde estamos, la mitad de nuestras bestias
de carga habrían muerto de fatiga, y nosotros pareceríamos espectros y
llevaríamos la desesperación en el alma. Estaríamos en incesante lucha con
nuestros guías y expuestos a su brutalidad desenfrenada. Durante el día nos
agobiaría un calor húmedo, insoportable, sofocante. Durante la noche,
experimentaríamos un frío con frecuencia intolerable, y acabarían con
nuestra paciencia las picaduras de ciertas moscas, cuyo aguijón atraviesa la
tela más gruesa y es capaz de volver loco a cualquiera. ¡Ya no digo nada de las
bestias salvajes y de las tribus feroces!
‑¡Dios nos libre de
unas y otras! ‑replicó simplemente Joe.
‑No exagero nada ‑prosiguió el doctor Fergusson‑,
pues no se pueden leer las narraciones de los viajeros que han tenido la audacia
de penetrar en estas comarcas sin que se le llenen los ojos de
lágrimas.
Hacia las once pasaban la cuenca de Imengé; las
tribus esparcidas por aquellas colinas amenazaban en vano con sus armas al
Victoria, que llegaba, por fin, a las últimas ondulaciones montuosas
que preceden al Rubeho y forman la tercera y más elevada cordillera de las
montañas de Usagara.
Los viajeros distinguían perfectamente la
conformación orográfica del país. Aquellas tres ramificaciones, de las que
el Duthumi forma el primer eslabón, están separadas unas de otras por
vastas llanuras longitudinales; las elevadas lomas se componen de conos
redondeados, entre los cuales las gargantas están sembradas de pedruscos
erráticos y guijarros. El declive mas acusado de aquellas montañas se halla
frente a la costa de Zanzíbar; las pendientes occidentales no son mas que
llanuras inclinadas. Las depresiones del terreno están cubiertas de una
tierra negra y fértil donde la vegetación es vigorosa. Varios riachuelos se
infiltran hacia el este y afluyen al Kingani, entre gigantescos ramos de
sicomoros, tamarindos, guayabas y palmeras.
‑¡Atención! ‑dijo el doctor Fergusson‑. Nos
acercamos al Rubeho, cuyo nombre significa en la lengua del pais «paso de
los vientos». Haremos bien en doblar a cierta altura los agudos picachos. Si mi
mapa es exacto, subiremos hasta una altura de más de cinco mil
pies.
‑¿Alcanzaremos con frecuencia esas zonas
superiores ?
‑Rara vez; la altura de las montañas de África es
menor, según parece, que la de las de Europa y Asia. Pero, de todos modos,
el Victoria las salvará sin dificultad alguna.
En poco tiempo el gas se dilató, bajo la acción del
calor y el globo tomó una marcha ascensional muy pronunciada. La
dilatación del hidrógeno no ofrecía ningun peligro, y la vasta capacidad del
aeróstato no estaba llena más que en sus tres cuartas partes. El barómetro,
mediante una depresión de unas ocho pulgadas, indicó una elevación de seis mil
pies.
‑¿Podríamos estar subiendo así mucho tiempo?
‑preguntó Joe.
‑La atmósfera
terrestre ‑respondió el doctor‑ tiene una altura de seis mil toesas. Con un
globo muy grande, iríamos lejos. Eso es lo que hicieron los señores Brioschi y
Gay‑Lussac, pero empezó a manarles sangre de la boca y los oídos. Les faltaba
aire respirable. Hace unos años, dos audaces franceses, los señores Barral y
Bixio, se lanzaron también a las altas regiones, pero su globo se
rasgó...
‑¿Y cayeron? ‑preguntó al momento
Kennedy.
‑Sin duda,
pero como deben caer los
sabios, sin hacerse ningún daño.
‑¡Pues bien, señores ‑dijo Joe‑, son ustedes libres
de caer cuantas veces lo deseen! Pero yo, que no soy más que un ignorante,
prefiero permanecer en un justo término medio, ni demasiado alto, ni
demasiado bajo. No hay que ser ambicioso.
A seis mil pies, la densidad del aire ha disminuido
ya sensiblemente; el sonido se mueve con dificultad y la voz se oye mucho menos.
Los objetos se ven confusamente. La mirada no percibe más que grandes moles
bastante indeterminadas; los hombres y los animales se vuelven absolutamente
invisibles; los caminos parecen cintas, y los lagos,
estanques.
El doctor y sus compañeros se sentían en un estado
anormal; una corriente atmosférica de gran velocidad los arrastraba más allá de
las montañas áridas, cuyas cimas coronadas de nieve deslumbraban; su
aspecto convulsionado demostraba algún trabajo neptuniano de los primeros
días del mundo.
El sol brillaba en
su cenit, y los rayos caían a plomo sobre aquellas desiertas cimas. El doctor
hizo un dibujo exacto de las montañas, formadas por cuatro cumbres situadas casi
en línea recta, de las cuales la más septentrional es la más
alargada.
El Victoria no tardó en descender por la
vertiente opuesta del Rubeho, costeando una llanura poblada de árboles de un
verde muy sombrío. A esta llanura sucedieron crestas y barrancos colocados
en una especie de desierto que precedía al país de Ugogo. Más abajo se
presentaban llanuras amarillentas, tostadas, agrietadas, salpicadas a trechos de
plantas salinas y de matorrales espinosos.
Algunos bosquecillos, que más adelante se
convirtieron en verdaderas selvas, embellecieron el horizonte. El doctor se
aproximó a tierra, echaron las anclas, y una de ellas quedó agarrada a las ramas
de un corpulento sicomoro.
Joe, deslizándose rápidamente, sujetó el ancla con
precaución; el doctor dejó el soplete funcionando para conservar en el aeróstato
cierta fuerza ascensional que lo mantuvo en el aire. El viento había calmado
casi súbitamente.
‑Ahora, amigo Dick ‑dijo Fergusson‑, coge dos
escopetas, una para ti y otra para Joe, y procurad entre los dos traer unos
buenos filetes de antilope para la comida de hoy.
‑¡De caza! ‑exclamó Kennedy.
Echó la escala y bajó. Joe fue brincando de una a
otra rama y aguardó, desperezándose, a Kennedy. El doctor, aliviado del peso de
sus dos compañeros, pudo apagar el soplete.
‑No eche a volar, señor ‑exclamó
Joe.
‑Tranquilo, muchacho, estoy sólidamente anclado. Voy
a poner en orden mis apuntes. Cazad bien y sed prudentes. Yo, desde aquí,
observaré el terreno y a la menor sospecha que conciba dispararé la
carabina. El tiro será la señal de reunión.
‑De acuerdo
‑respondió el cazador.
XIV
El bosque
de gomeros. ‑ El antílope azul ‑ La señal de
reunión. ‑
Un asalto inesperado. ‑ El Kanyemé. ‑ Una
noche en el
aire. ‑ El Mabunguru. ‑Jihoue‑la‑Mkoa. ‑
Provisión
de agua. ‑ Llegada a Kazeb
El país, árido, seco, formado de una tierra arcillosa
que el calor agrietaba, parecía desierto. De vez en cuando se encontraban
algunos vestigios de caravanas, osamentas blanquecinas de hombres y
animales, medio roídas y mezcladas con el polvo.
Dick y Joe, después de una media hora de marcha, se
internaron en un bosque de gomeros, al acecho y con el dedo en el gatillo de la
escopeta. No sabían con quién tendrían que habérselas. Joe, sin ser un tirador
de primera, manejaba bien un arma de fuego.
‑Caminar sienta bien, señor Dick, aunque el terreno
que pisamos no es muy cómodo ‑dijo Joe, tropezando con los fragmentos de cuarzo
de que estaba sembrado el suelo.
Kennedy indicó con un gesto a su compañero que
callase y se detuviese. Faltaban perros, y la agilidad de Joe, por mucha que
fuese, no equivalía al olfato de un pachón o de un
podenco.
En el lecho de un torrente, en el que quedaban
algunas aguas estancadas, saciaba su sed un grupo de unos diez antílopes.
Aquellos graciosos animales, olfateando un peligro, parecían inquietos; entre
sorbo y sorbo de agua, levantaban la cabeza con azoramiento, husmeando con sus
hocicos las emanaciones de los cazadores.
Kennedy rodeó unos matorrales, en tanto que Joe
permanecía inmóvil. Llegó a tiro de los antílopes y disparó su escopeta. El
grupo desapareció rápidamente, quedando sólo un antílope macho que cayó
como herido por un rayo. Kennedy se precipitó sobre su
víctima.
Era un magnífico ejemplar de un azul claro, casi
ceniciento, con el vientre y la parte anterior de las patas de una blancura
deslumbradora.
‑¡Buen tiro! ‑exclamó el cazador‑. Es una especie de
antilope muy rara, y espero poder preparar su piel para
conservarla.
‑¿Qué dice, señor Dick?
‑Lo que oyes. ¡Mira qué pelaje tan
espléndido!
‑Pero el doctor Fergusson no admitirá un exceso de
peso.
‑¡Tienes razón, Joe! Triste cosa es, sin embargo, no
aprovechar nada de una pieza tan magnífica.
‑¿Nada? No, señor Dick; vamos a sacar del animal
todas las ventajas nutritivas que posee, y, con su permiso, lo haré ahora
mismo pedazos tan bien como pudiera hacerlo el síndico de la ilustre corporación
de carniceros de Londres.
‑Pues ya puedes empezar, camarada; aunque debes saber
que, a fuer de cazador, me desenvuelvo tan bien desollando una res como
matándola.
‑Estoy seguro de ello, señor Dick, como lo estoy
también de que, en menos que canta un gallo, con tres piedras armará una
parrilla. Leña seca no falta, y sólo le pido unos minutos para utilizar sus
ascuas.
‑La operación no es muy larga ‑replicó
Kennedy.
Y procedió de inmediato a la construcción de la
parrilla, de la que unos instantes después salían numerosas
llamas.
Joe sacó del cuerpo del antilope una docena de
chuletas y trozos de lomo, que se convirtieron muy pronto en un asado
delicioso.
‑El amigo Samuel ‑dijo el cazador‑ se va a chupar los
dedos de gusto.
‑¿Sabe lo que estoy pensando, señor
Dick?
‑¿En qué has de pensar más que en lo que estás
haciendo?
‑Pues, no, señor. Pienso en la cara que pondríamos si
no encontráramos el globo.
‑¡Vaya una ocurrencia! ¿Había el doctor de
abandonarnos?
‑Pero ¿y si se desenganchara el
ancla?
‑Imposible. Y aunque se desenganchara, ya sabría
Samuel bajar con su globo.
‑Pero ¿y si el viento se lo
llevase?
‑Mala cosa sería; pero, no hagas semejantes
suposiciones que nada tienen de agradable.
‑No hay nada imposible en este mundo, señor, y es por
tanto preciso preverlo todo...
En aquel mismo momento se oyó un
tiro.
‑¡Oh! ‑gritó Joe.
‑¡Mi carabina! Conozco su
detonación.
‑¡Una señal!
‑¡Un peligro nos amenaza!
‑¡A él tal vez! ‑replicó Joe.
‑¡En marcha!
Los cazadores recogieron en un momento la carne que habían asado y
empezaron a desandar el camino, guiándose por las ramas que Kennedy había
esparcido con esa intención. La espesura de la arboleda les impedía ver el
Victoria, del cual no podían estar lejos.
Se oyó un segundo disparo.
‑La cosa apremia ‑dijo Joe.
‑¡Otro tiro!
‑Eso tiene trazas de una defensa
personal.
‑¡Corramos!
Y echaron a correr con todo el vigor de sus piernas.
Al salir del bosque vieron el Victoria, con el doctor en la
barquilla.
‑¿Qué pasa, pues? ‑preguntó
Kennedy.
‑¡Dios del cielo! ‑exclamó Joe.
‑¿Qué ves?
‑¡Mire! ¡Una caterva de negros asaltan el
globo!
En efecto, a dos
millas de donde ellos estaban, unos treinta individuos se agolpaban,
gesticulando, gritando y brincando, al pie del sicomoro. Algunos,
encaramándose por el árbol, subían hasta las ramas más altas. El
peligro parecia inminente.
‑¡Mi señor está perdido! ‑exclamó
Joe.
‑¡Calma, Joe, y apunta bien! En nuestras manos
tenemos la vida de cuatro de esos monigotes.
¡Adelante!
Habían avanzado una milla con suma rapidez,
cuando partió de la barquilla otro tiro que derribó a uno de aquellos
demonios que se encaramaba por la cuerda del ancla. Un cuerpo sin vida cayó de
rama en rama y quedó colgado a veinte pies del suelo, con las piernas y los
brazos extendidos.
‑¿Por dónde diablos se sostiene ese bárbaro?
‑exclamó Joe.
‑¿Qué nos importa? ‑respondió Kennedy‑.
¡Corramos! ¡Corramos!
‑¡Ah, señor Kennedy! ‑exclamó Joe, sin poder
contener la risa‑. ¡Por el rabo! ¡Es un mono! ¡Un asalto de
monos!
‑Mejor, más vale que sean monos que hombres
‑replicó Kennedy, precipitándose hacia el grupo
vociferante.
Era una manada de cinocéfalos bastante temibles,
feroces y brutales, con un hocico de perro que les daba un aspecto
repugnante. Sin embargo, unos cuantos tiros bastaron para obligarles a abandonar
el campo de batalla, donde dejaron no pocos
cadáveres.
Kennedy se encaramó por la escala. Joe subió al
sicomoro, desenganchó el ancla y subió a la barquilla sin dificultad.
Algunos minutos después, el Victoria volvió a remontarse y se dirigía
hacia el este a impulsos de un viento moderado.
‑¡Vaya un asalto! ‑exclamó Joe.
‑Creíamos que estabas rodeado de
indígenas.
‑Afortunadamente, no eran más que monos
‑respondió el doctor.
~De lejos, la diferencia no es grande, amigo
Samuel.
‑Ni de cerca tampoco ‑replicó
Joe.
‑De cualquier modo ‑repuso Fergusson‑, este
ataque de monos podía haber tenido funestas consecuencias. Si, con sus
repetidos tirones llegan a desenganchar el ancla, no sé adónde me hubiera
llevado el viento.
‑¿No se lo decía yo, señor
Kennedy?
‑Tenías razón, Joe; pero, aun teniéndola, en aquel
momento estabas asando unas chuletas de antilope cuya visión me abría el
apetito.
‑Lo creo ‑respondió el doctor‑. La carne de
antílope es exquisita.
‑Ahora la probaremos señor; la mesa está
puesta.
‑En verdad ‑dijo el cazador‑ que estas lonchas de
venado echan un humillo montaraz nada desdeñable.
‑¡Ya lo creo! ‑respondió Joe con la boca llena‑. Yo
me comprometería a no comer mas que antílope todos los días de mi vida, con tal
que no me faltase un buen vaso de grog para digerirlo más
fácilmente.
Joe preparó la codiciada pócima y los tres la
paladearon con recogimiento.
‑La cosa marcha ‑dijo.
‑A pedir de boca ‑respondió
Kennedy.
‑¿Qué tal, señor Dick? ¿Siente habernos
acompañado?
‑¿Quién hubiera sido capaz de impedírmelo?
‑respondió el cazador resueltamente.
Eran las cuatro de la tarde. El Victoria
encontró una corriente más rápida. El terreno se elevaba insensiblemente, y
muy pronto la columna barométrica indicó una altura de mil quinientos pies sobre
el nivel del mar. El doctor se vio entonces obligado a sostener el
aeróstato mediante una dilatación de gas bastante fuerte, y el soplete
funcionaba incesantemente.
Hacia las siete, el Victoria planeaba sobre la
cuenca de Kanyemé. El doctor reconoció al momento aquel vasto desmonte de seis
millas de extensión, con sus aldeas ocultas entre baobabs y güiras. Allí se
encuentra la residencia de uno de los sultanes del país de Ugogo, donde la
civilización está menos atrasada y se comercia rara vez con carne humana; sin
embargo, hombres y animales viven juntos en chozas redondas sin armazón de
madera, que parecen haces de heno.
Después de Kanyemé, el terreno se vuelve árido y
pedregoso; pero a una hora de distancia, cerca de Mdaburu, hay un valle
fértil donde la vegetación recobra todo su vigor. El viento cesó al anochecer, y
la atmósfera pareció dormirse. El doctor buscó en vano una corriente a
diferentes alturas; al constatar la calma de la naturaleza, resolvió pasar
la noche en el aire y, para mayor seguridad, se elevó unos mil pies. El
Victoria permanecía inmóvil, y la noche, magníficamente estrellada, cayó
en silencio.
Dick y Joe se tumbaron en su apacible cama y se
sumieron en un profundo sueño durante la guardia del doctor, que fue
reemplazado por el escocés a medianoche.
‑Si se produce cualquier incidente ‑le dijo a Dick‑,
despiértame y, sobre todo, no pierdas de vista el barómetro. El barómetro
es nuestra brújula.
La noche fue fría; llegó a haber 270[L16] de diferencia con la temperatura del día. Con las
tinieblas había empezado el concierto nocturno de los animales, a quienes
la sed y el hambre obligaban a abandonar sus guaridas. Se oyo la voz de soprano
de las ranas, acompañada de los aullidos de los chacales, mientras que los
imponentes graves de los leones sostenían los acordes de aquella orquesta
viviente.
Por la mañana, al volver a su puesto, el doctor
Fergusson consultó la brújula, y observó que durante la noche había
variado la dirección del viento. Hacía cosa de dos horas que el Victoría
derivaba unas treinta millas hacia el noreste. Pasaba por encima de
Mabunguru, país pedregoso, sembrado de bloques de sienita bellamente pulida y de
gibosos montículos; masas cónicas, análogas a los peñascos de Karnak, erizaban
el terreno cual dólmenes druídicos; numerosas osamentas de búfalos y
elefantes salpicaban el suelo de blanco, y, exceptuando la parte del este,
en que se levantaban profundos bosques bajo los cuales se ocultaban algunas
aldeas, había pocos árboles.
Hacia las siete, una roca esférica, que tendría dos
millas de extensión, apareció como inmensa concha de
galápago.
‑Vamos bien encaminados ‑dijo el doctor
Fergusson‑. Allí está Jihoue‑la‑Mkoa, donde nos detendremos un rato. Quiero
renovar la provisión de agua necesaria para alimentar el soplete. Busquemos un
sitio donde agarrarnos.
‑Pocos árboles hay ‑respondió el
cazador.
‑Probemos. Joe, echa las
anclas.
El globo, perdiendo poco a poco su fuerza
ascensional, se acercó a tierra; las anclas corrieron hasta que una de
ellas hincó una uña en la hendidura de una roca, y el Victoria quedó
sujeto.
No se crea que el
doctor, durante las paradas, pudo apagar completamente el soplete. El equilibrio
del globo había sido calculado al nivel del mar, y como el terreno se elevaba
sin cesar, al hallarse a una altura de seiscientos o setecientos pies, el globo
habría tenido una tendencia a descender más abajo que el propio suelo; por eso
era preciso sostenerlo mediante una dilatación del gas. Sólo en el caso de que,
en ausencia total de viento, el doctor hubiera dejado la barquilla descansar en
el suelo, el aeróstato, libre de un peso considerable, se habría mantenido
en el aire sin ayuda del soplete.
Los mapas indicaban vastas cienagas en la vertiente
occidental de Jihoue‑la‑Mkoa. Joe se dirigió allí solo con un barril que podría
contener unos diez galones; encontró sin trabajo el punto indicado, no
lejos de un poblado desierto, hizo su provision de agua y en menos de tres
cuartos de hora estuvo ya de vuelta. No había visto nada de particular, aparte
de enormes trampas para cazar elefantes; incluso estuvo a punto de caer en
una de ellas, en la que yacía un esqueleto medio roído.
Trajo de su excursion una especie de nísperos que los
monos comían ávidamente. El doctor reconoció el fruto del mbenbú, árbol que abunda en la parte
occidental de Jihoue‑la‑Mkoa. Fergusson aguardaba a Joe con cierta
impaciencia, porque en aquella tierra inhospitalaria una detención, por
breve que fuese, le inspiraba siempre zozobra.
El agua fue embarcada sin dificultad, pues la
barquilla descendió casi al nivel del suelo; Joe, tras desenganchar el
ancla, subió con presteza junto a su señor. En cuanto éste reavivó la llama, el
Victoria reemprendió su ruta por los aires.
Se hallaba entonces a unas cien millas de Kazeh,
importante establecimiento del interior de África, donde, gracias a una
corriente del sureste, podían prometerse los viajeros llegar durante aquel día.
Avanzaban a una velocidad de catorce millas por hora. La conducción del
aeróstato se hizo entonces bastante difícil; no era posible elevarse a gran
altura sin dilatar excesivamente el gas, porque el terreno se hallaba ya a una
altura media de tres mil pies. El doctor prefería, en la medida de lo posible,
no forzar su dilatación, por lo que siguió muy hábilmente las sinuosidades
de una pendiente bastante empinada, y pasó casi rozando las aldeas de
Thembo y de Tura‑Wels. Esta última forma parte del Unyamwezy, magnífica comarca
donde los árboles alcanzan las más colosales dimensiones, especialmente los
cactos, que son gigantescos.
Hacia las dos, con un tiempo magnífico, bajo un sol
ardiente que devoraba la menor corriente de aire, el Victoria planeaba sobre la ciudad de Kazeh,
situada a trescientas cincuenta millas de la costa.
‑Partimos de
Zanzíbar a las nueve de la mañana ‑dijo el doctor Fergusson, consultando sus
notas‑, y en dos días de travesía hemos recorrido más de quinientas millas
geográficas. ¡Los capitanes Burton y Speke invirtieron cuatro meses y medio
en hacer el mismo camino!
XV
‑Kazeb. ‑
El mercado bullicioso. ‑ Aparición del
Victoria. ‑
Los waganga. ‑ Los hijos de la Luna. ‑
Paseo del
doctor. ‑ Población. ‑ El tembé real. ‑ Las
mujeres del
sultán. ‑ Una borrachera real. ‑ Joe,
adorado. ‑
Cómo se baila en la Luna. ‑ Peripecia. ‑
Dos lunas
en el firmamento. ‑ Inestabilidad de las
grandezas
divinas
Hablando con propiedad, Kazeh, punto importante del
África central, no es una ciudad; a decir verdad, en el interior no hay
ciudades. Kazeh no es mas que un conjunto de seis vastas excavaciones,
repleto de barracas y chozas con patios y huertecillos cuidadosamente
cultivados; allí crecen cebollas, patatas, berenjenas, calabazas y setas de
un sabor delicioso.
El Unyamwezy es la tierra de la Luna por
excelencia, el fértil y espléndido jardín de África. En el centro se
encuentra el distrito de Unyanembé, deliciosa comarca donde viven perezosamente
algunas familias de omaníes, que son arabes de origen muy
puro.
Durante mucho tiempo se dedicaron al comercio en el
interior de África y en Arabia; traficaban en gomas, marfil, telas de algodón y
esclavos; sus caravanas surcaban aquellas regiones ecuatoriales, y aún van
a buscar a la costa objetos de lujo y de placer para mercaderes ricos, los
cuales, rodeados de mujeres y criados, llevan en aquella encantadora comarca la
existencia menos agitada y más horizontal posible, siempre tumbados, riendo,
fumando o durmiendo.
Alrededor de esas excavaciones, numerosas barracas de
indígenas, grandes extensiones para los mercados, campos de cannabis y de
datura, hermosos árboles y frescas sombras: eso es Kazeh.
Es el punto de cita general de las caravanas: las del
sur, con sus esclavos y cargamentos de marfil, y las del oeste, que exportan
algodón y abalorios a las tribus de los Grandes
Lagos.
Así es que en los mercados reina una agitación
perpetua, una algarabía indescriptible donde se mezclan gritos de
vendedores ambulantes mestizos, ruido de tambores y cornetas, relinchos de
mulos, rebuznos de asnos, cantos de mujeres, chillidos de chiquillos y golpes de
vara del imadar[L17] ,
que en aquella sinfonía pastoral es
quien marca el compás.
Allí se exhiben desordenadamente, o, por mejor
decir, con un desorden encantador, telas vistosas, sartas de abalorios,
objetos de marfil, dientes de rinoceronte y de tiburón, algodón, miel, tabaco;
allí se llevan a cabo las más extravagantes transacciones mercantiles, en las
que cada objeto sólo tiene valor en función de los deseos que
excita.
De repente, aquella agitación, aquel movimiento,
aquel ruido cesaron como por encanto. El Victoria acababa de aparecer en
el aire; planeaba majestuosamente y descendía poco a poco, sin desviarse de
la vertical. Hombres, mujeres, niños, esclavos, mercaderes, árabes y negros,
todos desaparecieron, agazapándose más que deprisa en los tembés y las
chozas.
‑Amigo Samuel ‑dijo Kennedy‑, si seguimos
causando el mismo efecto en todas partes, trabajo nos ha de costar
establecer con estas gentes relaciones mercantiles.
‑Sin embargo ‑dijo
Joe‑, podríamos realizar una operación comercial muy sencilla. Consistiría en
bajar tranquilamente y cargar con las mercancías de más valor, sin
cuidarnos de entrar en tratos con los vendedores. Nos haríamos
ricos.
‑¡Sí! ‑replicó el doctor‑. Pero esos indígenas,
pasado el primer sobresalto, no tardarán en volver, movidos por su
superstición o su curiosidad.
‑¿Usted cree, señor?
‑Pronto lo veremos. Por si acaso, será una medida
prudente no acercarse demasiado a ellos. El Victoria no es un globo
blindado ni acorazado; por lo tanto, no está a salvo de balas y
flechas.
‑¿Piensas, amigo Samuel, entrar en tratos con esos
africanos?
~¿Por qué no, si se puede? ‑respondió el doctor‑. En
Kazeh debe de haber mercaderes árabes más instruidos y menos salvajes.
Recuerdo que Burton y Speke no tenían bastante boca para alabar la hospitalidad
de los habitantes de este pueblo. Podemos, pues,
intentarlo.
El Victoria, tras haberse acercado poco a poco
a tierra, enganchó una de sus anclas en la copa de un árbol, cerca de la
plaza del mercado.
En aquel momento toda la población salía de sus
madrigueras, asomando la cabeza con circunspeccion. Varios waganga, a quienes se
reconocia por sus insignias de conchas conicas, se acercaron resueltamente a los
viajeros. Eran los magos del lugar. Llevaban colgando de la cintura
calabacitas negras untadas con grasa y varios objetos de magia de una
suciedad verdaderamente doctoral.
Poco a poco, la muchedumbre siguió su ejemplo;
salieron de todas partes niños y mujeres, y hubo ruido de tambores, y
palmoteos, y millares de manos levantadas hacia el cielo.
‑Ésa es su manera de orar ‑dijo el doctor
Fergusson‑. Si no me equivoco, estamos llamados a representar un importante
papel.
‑Pues bien, señor,
represéntelo.
‑Tal vez tú, mi buen Joe, te conviertas en un
dios.
‑No lo sentiría, señor; no me disgusta el olor del
incienso.
En aquel mismo momento, uno de los magos, un
myanga, hizo un ademán, y el clamor se transformó en un profundo
silencio. El hombre les dirigió algunas palabras a los viajeros, pero en
una lengua desconocida.
El doctor Fergusson, que no había entendido
absolutamente nada, dijo lo primero que se le ocurrió en árabe, lengua en
la que obtuvo inmediata y pronta respuesta.
El orador pronunció, con una verbosidad suma, una
arenga muy florida que fue escuchada con religiosa atención; el doctor no tardó
en comprender que el Victoria había sido tomado por la Luna en
persona, amable dios que se había dignado acercarse a la ciudad con sus tres
hijos, honra incomparable que permanecería eternamente grabada en la
memoria de aquella tierra tan amada del Sol.
El doctor respondió, con gran dignidad, que la Luna
realizaba cada mil años una gira por todas las provincias para que sus
adoradores la viesen más de cerca, y les suplicó que le diesen a conocer
sus necesidades y deseos sin miedo de abusar de su divina
presencia.
El mago dijo entonces que el sultán, el mwani, enfermo desde hacía muchos
años, imploraba la ayuda del cielo, y que él invitaba a los hijos de la Luna a
que fuesen a visitarle.
El doctor hizo partícipes a sus compañeros de la
invitación.
‑¿Y serás capaz de ir a visitar a ese rey negro?
‑preguntó el cazador.
‑¡Sin duda! ¿Qué inconveniente hay? Me parece que los
ánimos están dispuestos a nuestro favor; la atmósfera está tranquila, no se
mueve ni la hoja de un árbol. Por el Victoria, nada tenemos que
temer.
‑¿Y qué harás?
‑No te preocupes, amigo Dick; con un poco de
medicina saldré del paso. ‑Luego, dirigiéndose al público, añadió‑: La
Luna, compadeciéndose del soberano a quien tan acendrado cariño profesan los
hijos del Unyamwezy, nos ha confiado su curación. ¡Prepárese, pues, a
recibirnos!
Los gritos, los cantos y las demostraciones se
multiplicaron y todo aquel hormiguero de cabezas negras se puso de nuevo en
movimiento.
‑Ahora, amigos, hay que prepararse para cualquier
eventualidad. En un momento dado, podemos vernos obligados a partir rápidamente.
Así pues, Dick se quedará en la barquilla y, por medio del soplete,
mantendrá una fuerza ascensional suficiente. El ancla está sólidamente
sujeta; no hay que temer nada. Yo bajaré a tierra. Joe me acompañará, pero se
quedará al pie de la escala.
‑¡Cómo! ‑exclamó Kennedy‑. ¿Vas a ir solo a casa de
ese salvaje?
‑¡Señor! ‑le secundó Joe‑. Entonces, ¿no quiere que
le acompañe hasta la conclusión de la aventura?
‑No, iré solo. Estas buenas gentes creen que ha
venido a visitarles su gran diosa la Luna, así que la superstición nos
protege. Nada temáis, pues, y permaneced cada cual en el puesto que le he
asignado.
‑Si ése es tu deseo... ‑respondió el
cazador.
‑Vigila la dilatación del gas.
‑Puedes marcharte tranquilo.
Los gritos de los indígenas iban en aumento;
reclamaban la intervención del cielo.
‑¡Escuche! ‑dijo Joe‑. Percibo una actitud un tanto
imperiosa hacia la bondadosa Luna y sus divinos hijos.
El doctor, provisto de su botiquín de viaje, bajó a
tierra precedido de Joe. Éste, grave y digno como exigían las
circunstancias, se sentó junto a la escala con las piernas cruzadas a la usanza
árabe, y parte de la multitud formó un círculo respetuoso a su
alrededor.
Entretanto, el doctor Fergusson, conducido al son de
numerosos instrumentos y escoltado por un grupo que ejecutaba danzas religiosas,
marchó lentamente hacia el tembé
real, situado en las afueras de la ciudad. Eran las tres, y el sol,
haciéndose sin duda cargo de la solemnidad del acto,
resplandecía.
El doctor andaba con dignidad; los waganga lo
rodeaban y contenían a la multitud que se agolpaba a su paso. Al poco se
unió a la comitiva el hijo natural del sultán, un jovencito de buena figura que,
según la costumbre del país, era el único heredero de los bienes
paternos, con exclusión de los hijos legítimos. El príncipe se prosternó
reverentemente ante el hijo de la Luna, el cual, con un ademán solemne, le hizo
levantarse.
Después de tres cuartos de hora de marcha por
senderos sombríos, entre el lujo de una vegetación tropical, la
entusiasmada procesión llegó al palacio del sultán, una especie de edificio
cuadrado, llamado Ititenya, situado en la ladera de una
colina. El techo de bálago, apoyado en postes de madera que querían parecer
esculpidos, formaba como un alero. Adornaban las paredes largas líneas de
arcilla rojiza que intentaban reproducir figuras de hombres y de serpientes,
pareciéndose más al natural éstas que aquéllos. No había ventanas; sólo una
puerta de muy poca consideración. Sin embargo, el aire circulaba interiormente
con la mayor libertad, gracias a la abertura que dejaba la techumbre al no
descansar directamente sobre las paredes del
edificio.
El doctor Fergusson fue recibido con grandes
honores por los guardias y los favoritos, pertenecientes a la hermosa raza
de los wanyamwezi, tipo puro de las poblaciones de África central. Eran
hombres fuertes y robustos, sanos y bien formados. Caían sobre sus hombros
los cabellos divididos en mechones minuciosamente trenzados, y desde las sienes
hasta la boca surcaban sus mejillas numerosas incisiones negras o azules. Sus
orejas, horriblemente grandes, estaban adornadas con discos de madera y placas
de copal, y cubrían su cuerpo con telas pintadas de colores brillantes. Los
soldados iban armados con azagayas, arcos, flechas envenenadas con zumo de
euforbio, cuchillos y largos sables llamados simes, dentados como sierras, amén de
con un sinfín de hachas.
El doctor penetró en el palacio, donde a pesar de la
enfermedad del sultán, el estrépito, que era ya terrible, aumentó. En el dintel
de la puerta vio rabos de liebre y crines de cebra colgados a modo de talismán.
Fue recibido por el tropel de esposas de Su Majestad al armonioso son del
upatu, especie de címbalo hecho con
el fondo de una cacerola de cobre, y el estruendo del kilindo, un tambor de cinco pies de
altura construido con el tronco ahuecado de un árbol, que dos virtuosos tocaban
a puñetazos.
La mayor parte de las mujeres parecían muy guapas, y
fumaban, riendo, thang y tabaco en grandes pipas
negras; revelaban muy buenas formas bajo las largas túnicas dispuestas
con gracia y ceñidas al talle con su kilt
de fibras de calabaza entretejidas.
Seis de ellas formaban un grupo separado de las demás
a causa del cruel suplicio a que se las tenía destinadas, pese a lo cual
demostraban la misma alegría que el resto. A la muerte del sultán debían ser
enterradas vivas junto al cadáver de éste, para proporcionarle alguna
distracción en su eterna soledad.
El doctor Fergusson, tras haber abarcado todo el
conjunto de una soja ojeada, se acercó a la cama de madera del soberano.
Allí vio a un hombre de unos cuarenta años, completamente embrutecido por
orgías de toda clase y por el cual no se podía hacer nada. Su enfermedad,
que se prolongaba desde hacía años, no era más que una borrachera crónica y
continua. El real borracho casi había perdido el conocimiento, y ni todo el
amoníaco del mundo le habría hecho volver en sí.
Durante la solemne visita, los favoritos y las
mujeres se inclinaban flexionando las rodillas. El doctor, por medio de algunas
gotas de un poderoso estimulante, consiguió reanimar instantáneamente aquel
cuerpo embrutecido. El sultán hizo un movimiento, y ese síntoma, en un
hombre casi cadáver que no daba signos de vida desde hacía horas, fue acogido
con gritos en honor del médico.
Éste, cansado ya de tanta farsa, se abrió paso entre
sus demasiado entusiastas adoradores y salió del palacio para dirigirse al Victoria. Eran las seis de la
tarde.
Durante su ausencia,
Joe aguardaba tranquilamente al pie de la escala, siendo objeto de la mayor
veneración. Como verdadero hijo de la Luna, él se dejaba adorar. Para ser una
divinidad, su actitud era la de un buen hombre, nada soberbio e incluso de
trato familiar con las jóvenes africanas, que no se cansaban de
contemplarlo. Él les dirigía las más amables frases.
‑Adorad, señoritas, adorad ‑les decía‑. ¡Aunque hijo
de diosa, no soy más que un pobre diablo!
Le presentaron ofrendas propiciatorias, que
normalmente se depositaban en los mzimu o chozas‑fetiches, y que consistían
en espigas de cebada y en pombé. Joe se creyó en la obligación de probar
aquella especie de cerveza fuerte, pero su paladar, aunque acostumbrado a
la ginebra y el whisky, no pudo resistirla. Hizo una mueca horrible, que sus
adoradores tomaron, por una amable sonrisa.
A continuación, las jóvenes, cantando a coro una
melopea, ejecutaron a su alrededor una danza muy grave.
‑¡Conque sabéis bailar! ‑exclamó el muchacho‑. Pues
yo no he de quedarme corto con vosotras. Os enseñaré un baile de mi
país.
Y empezó una giga aturdidora, estirándose,
encogiéndose, retorciéndose, bailando apoyado en los pies, en las rodillas,
en las manos, girando de mil maneras a cuál más extravagante, adoptando
actitudes increíbles, haciendo gestos imposibles, en definitiva, dando a
aquellas gentes una extraña idea de la manera que tienen los dioses de
bailar en la Luna.
Y todos aquellos africanos, imitadores como monos,
quisieron reproducir sus maneras, sus cabriolas, sus movimientos; no se
perdían un gesto, no olvidaban una postura, y aquello se convirtió en un
delirio, una tremolina, una tempestad de carne y huesos de la que resulta
imposible dar la más pequeña idea. En lo mejor de la fiesta, Joe vio acercarse
al doctor.
Éste regresaba precipitadamente, en medio de una
chusma aulladora y desordenada. Los magos y los jefes parecían muy enojados.
Rodeaban al doctor, lo empujaban y le amenazaban. ¡Extraño giro! ¿Qué había
sucedido? ¿Había sucumbido torpemente el sultán entre las manos de su
médico celestial?
Kennedy, desde la barquilla, vio el peligro sin
comprender la causa. El globo, imperiosamente solicitado por la dilatación
del gas, tensaba la cuerda que lo sujetaba, impaciente por
elevarse.
El doctor llegó al pie de la escala. Un temor
supersticioso contenía aún a la multitud y le impedía actuar con violencia
contra su persona. El doctor subió rápidamente los escalones y Joe le
siguió con agilidad.
‑No hay que perder un instante ‑le dijo su señor‑.
¡No intentes desenganchar el ancla! ¡Cortaremos la cuerda!
¡Sígueme!
‑Pero ¿qué pasa? ‑preguntó Joe, entrando en la
barquilla.
‑¿Qué ha sucedido? ‑dijo Kennedy, con la carabina en
la mano.
‑Mirad ‑respondió el doctor, señalando el
horizonte.
‑¿Y bien? ‑preguntó el cazador.
‑¿Y bien? ¡La Luna!
La Luna, en efecto, roja y espléndida, destacaba como
un globo de fuego sobre un fondo azul. ¡Era ella! ¡Ella y el
Victoria!
¡O había dos lunas, o los extranjeros eran unos
impostores, unos intrigantes, unos falsos dioses!
Tales habían sido las reflexiones naturales de la
muchedumbre. De ahí el giro que habían dado los
acontecimientos.
Joe soltó una carcajada. La población de Kazeh,
comprendiendo que se les escapaba la presa, lanzó prolongados aullidos;
arcos y mosquetes apuntaron hacia el globo.
Pero uno de los magos hizo un signo y todos
bajaron las armas; el mago se encaramó al árbol con intención de coger
la cuerda del ancla y obligar a la máquina a bajar.
Joe cogió un hacha.
‑¿Corto? ‑dijo.
‑Aguarda ‑respondió el doctor.
‑Pero, ese negro...
‑Tal vez podamos salvar el ancla, y me conviene no
perderla. Para cortar siempre habrá tiempo.
El mago, ya en el árbol, rompió las ramas con sus
maniobras y desenganchó el ancla; ésta, violentamente arrastrada por el
aeróstato, agarró entre las piernas al pobre mago, el cual, montado en aquel
hipogrifo inesperado, partió hacia las regiones del
aire.
Inmenso fue el asombro de la multitud al ver
lanzarse al espacio a uno de sus waganga.
‑¡Hurra! ‑exclamó Joe, en tanto que el Victoria, gracias a su poder
ascensional, subía con gran rapidez.
‑Se agarra bien ‑dijo Kennedy‑; un paseíto no le
vendrá mal.
‑¿Lo soltaremos de golpe? ‑preguntó
Joe.
‑¡No! ‑replicó el doctor‑. Le dejaremos en tierra
tranquilamente, y creo que después de esta aventura su poder de mago crecerá
singularmente en el ánimo de sus contemporáneos.
‑Capaces son de
convertirlo en dios ‑exclamó Joe.
El Victoria
había alcanzado una altura de aproximadamente mil pies. El negro se
agarraba a la cuerda con una energía increíble. Permanecía en silencio y con la
mirada fija. Había en su terror algo de asombro. Un ligero viento del oeste
empujaba el globo más allá de la ciudad.
Media hora después, el doctor, viendo el país
desierto, moderó la llama del soplete y se acercó a tierra. Al llegar a
veinte pies de ella, el negro tomó rápidamente la iniciativa: soltó la cuerda,
cayó de pie y echó a correr hacia Kazeh mientras el Victoria, súbitamente libre de aquel
lastre, subía otra vez a gran altura.
XVI
Signos de
tempestad. – El país de la Luna. – El porvenir
del
continente africano. ‑ La máquina de la última
hora. ‑
Vista del país al ponerse el sol. ‑ Flora y fauna.
‑ La
tempestad. ‑ La zona de fuego. ‑ El cielo estrellado
‑He aquí las consecuencias ‑dijo Joe‑ de hacerse
pasar por hijos de la Luna sin su permiso. Este satélite ha querido
jugarnos una mala pasada. ¿Acaso, señor, ha comprometido su reputación con
su medicina?
‑En resumidas cuentas ‑intervino el cazador‑, ¿quien
era el sultán de Kazeh?
‑Un borracho medio muerto ‑respondió el doctor‑, cuya
pérdida será poco sentida. Pero la moraleja de todo lo que ha pasado es que los
honores son efímeros y no conviene aficionarse a ellos
demasiado.
‑Es una lástima ‑replicó Joe‑. La cosa me iba a
pedir de boca. ¡Ser adorado! ¡Hacer el dios a mi arbitrio! Pero ¿qué le
vamos a hacer? Ha aparecido la Luna, y muy roja, lo cual demuestra claramente
que estaba enfadada.
Durante estos razonamientos y otros varios, en los
que Joe examinó al astro de la noche bajo un punto de vista enteramente nuevo,
en el cielo, por la parte del norte, se acumulaban densas nubes, nubes
siniestras y pesadas. Un viento bastante fuerte, que soplaba a trescientos
pies del suelo, impelía al Victoria
hacia el norte‑noreste. Encima del globo, la bóveda azulada estaba límpida,
pero resultaba abrumadora.
Hacia las ocho de la noche, los viajeros se
encontraron a 320 40’ de longitud y 40 17’ de
latitud. Las corrientes atmosféricas, bajo la influencia de una tormenta
próxima, los empujaban a una velocidad de treinta y cinco millas por hora.
Pasaban rápidamente bajo sus pies las llanuras onduladas y fértiles de Mfuto.
Los aeronautas admiraron aquel espectáculo.
‑Nos hallamos en pleno país de la Luna ‑dijo el
doctor Fergusson‑. Sin duda ha conservado este nombre que le dio la
antigüedad, porque en él siempre se ha adorado a la Luna. Es verdaderamente
una comarca magnífica, y difícilmente se encontraría en el mundo otra
vegetación más bella.
‑Si se la encontrase cerca de Londres ‑respondió
Joe‑, no sería natural, pero sí muy agradable. ¿Por qué tales bellezas están
reservadas a países tan bárbaros?
‑¿Quién sabe ‑replicó el doctor‑ si no se convertirá
algún día esta comarca en el centro de la civilización? Tal vez se establezcan
aquí los pueblos del futuro, cuando, extenuadas, las regiones de Europa no
puedan ya nutrir a sus habitantes.
‑¿Tú crees? ‑preguntó Kennedy.
‑Sin duda, mi
querido Dick. Observa la marcha de los acontecimientos; considera las
migraciones sucesivas de los pueblos y llegarás a la misma conclusion que yo.
¿No es verdad que Asia es la primera nodriza del mundo? Por espacio tal vez
de cuatro mil años, trabaja, es fecundada, produce, y después, cuando no se
ven mas que piedras donde antes brotaban las doradas mieses de Homero, sus
hijos abandonan aquel seno agotado y marchito. Entonces se dirigen a
Europa, joven y vigorosa, que los está alimentando desde hace ya dos mil años.
Pero su fertilidad se agota; sus facultades productoras disminuyen de día en
día; esas enfermedades nuevas que atacan cada año los productos de la tierra,
esas malas cosechas, esos recursos insuficientes, todo ello es indicio
cierto de una vitalidad que se altera, de una extenuación próxima. Así es que ya
vemos a los pueblos precipitarse a los turgentes pechos de América, como a un
manantial que no es inagotable, pero que aún no está agotado. A su vez, el nuevo
continente se hará viejo: sus bosques vírgenes desaparecerán bajo el hacha
de la industria; su suelo se debilitará por haber producido en exceso lo
que en exceso se le ha pedido; allí donde anualmente se recogían dos
cosechas, apenas saldrá una de esas tierras al límite de sus fuerzas.
Entonces África ofrecerá a las nuevas razas los tesoros acumulados por
espacio de siglos en su seno. Estos climas fatales para los extranjeros se
sanearán por medio de la desecación y las canalizaciones, que reunirán en
un lecho común las aguas dispersas para formar una arteria navegable. Y este
país sobre el cual planeamos, más fértil, más rico, más lleno de vida que los
otros, se convertira en un gran reino donde se producirán descubrimientos más
asombrosos aún que el vapor y la electricidad.
‑¡Ah, señr! ‑exclamó Joe‑. Quisiera ver todo
eso.
‑Te has levantado demasiado temprano,
muchacho.
‑Además ‑dijo Kennedy‑, tal vez sea una epoca muy
desdichada aquella en la que la industria lo absorba todo en su provecho. A
fuerza de inventar máquinas, los hombres acabarán devorados por ellas. Yo
siempre he imaginado que el último día del mundo será aquel en que alguna
inmensa caldera calentada a miles de millones de atmósferas haga estallar
nuestro planeta.
‑Y yo añado ‑dijo Joe‑ que no serán los americanos
los que menos contribuyan a la construcción de esa
caldera.
‑¡En efecto ‑respondió el doctor‑, son grandes
caldereros! Pero, prescindiendo ahora de semejantes discusiones,
limitémonos a admirar esta tierra de la Luna, ya que nos hallamos en disposición
de verla.
El sol, filtrando sus últimos rayos por el cúmulo de
nubes amontonadas, adornaba con una cresta de oro los menores accidentes del
terreno: árboles gigantescos, hierbas arborescentes, musgos a ras del suelo,
todo recibía su parte de aquel luminoso efluvio. El terreno, ligeramente
ondeado, formaba de vez en cuando pequeñas colinas cónicas. Ninguna montaña
limitaba el horizonte. Inmensas empalizadas cubiertas de maleza,
impenetrables setos y junglas espinosas delimitaban los claros donde se
levantaban numerosas aldeas, que los gigantescos euforbios cercaban de
fortificaciones naturales, entrelazándose con las ramas coraliformes de los
arbustos.
Luego, el Malagarasi, principal afluente del lago
Tanganica, empezó a serpentear bajo el follaje. En su seno recogía numerosos
riachuelos, derivados de los torrentes que se formaban en la época de las
crecidas y de los estanques abiertos en la capa arcillosa del terreno. Aquel
panorama, para los que observaban a vista de pájaro, era una red de
cascadas tendida sobre toda la superficie occidental del
país.
Animales provistos de gibas monstruosas pacían en las
fértiles praderas y desaparecían bajo las altas hierbas. Los bosques, que
exhalaban magníficas esencias, se ofrecían a la vista como inmensos ramilletes;
pero en aquellos ramilletes se refugiaban de los últimos calores del día leones,
leopardos, hienas y tigres. De vez en cuando, un elefante hacía ondear la cima
de las selvas, y se oía el crujido de los árboles que cedían a sus ebúrneos
colmillos.
‑¡Qué país de caza! ‑exclamó Kennedy,
entusiasmado‑. Una bala disparada al azar, en medio del bosque, tropezaría
siempre con una res digna de ella. ¿No podríamos cazar un
poco?
‑No, amigo Dick, se acerca la noche, una noche
amenazadora, escoltada por una tormenta. Y las tormentas son terribles en
esta comarca, cuyo suelo esta dispuesto como una inmensa batería
eléctrica.
‑Tiene razón, señor ‑dijo Joe‑; el calor se ha vuelto
sofocante y el viento ha cesado por completo. Este bochorno me dice que se
prepara algo.
‑La atmósfera está sobrecargada de electricidad
‑respondió el doctor‑. Todo ser viviente es sensible a este estado del aire que
precede a la lucha de los elementos, y confieso que nunca había
experimentado tanto como ahora su influencia.
‑¿No convendría, pues, descender? ‑preguntó el
cazador.
‑Al contrario, Dick, preferiría subir; pero temo ser
arrastrado más allá de donde vamos durante estos cruzamientos de corrientes
atmosféricas.
‑¿Quieres, pues, abandonar el rumbo que seguimo desde
la costa?
‑Si puedo ‑respondió Fergusson‑, me dirigiré má
directamente hacia el norte durante siete u ocho grados y procuraré subir hacia
las presuntas latitudes de las fuentes del Nilo. Quizá encontremos algún rastro
de la expedición del capitán Speke, o incluso de la caravana del señor De
Heuglin. Si mis cálculos son exactos, nos hallamos a 320 40’ de
longitud, y quisiera subir directamente hasta más allá del
ecuador.
‑¡Mira! ‑exclamó Kennedy, interrumpiendo a su
compañero‑. ¡Mira esos hipopótamos que se deslizan fuera de los estanques, esas
masas de carne sanguinolenta y esos cocodrilos que aspiran el aire con
estrépito!
‑¡Parece que se ahogan! ‑dijo Joe‑. ¡Ah! ¡Qué
manera de viajar tan deliciosa la nuestra, que nos permite despreciar a
toda esa chusma dañina! ¡Señor Samuel! ¡Señor Kennedy! ¡Miren esas manadas de
animales que marchan en columna cerrada! No bajan de doscientos; son
lobos.
‑No, Joe, son perros salvajes; una famosa raza que no
teme luchar contra el león. Su encuentro es para los viajeros el peligro más
terrible. El que tropieza con ellos es inmediatamente
despedazado.
‑Pues no será Joe quien se encargue de ponerles
bozal ‑respondió el buen criado‑. Por lo demás, si tal es su naturaleza, no
se les puede reprochar.
Poco a poco, bajo la influencia de la tempestad se
imponía el silencio; parecía que el aire condensado resultaba impropio para
transmitir los sonidos; la atmósfera estaba como acolchada y, al igual que
una sala forrada de gruesos tapices, perdía toda sonoridad. El pájaro
remero, la grulla coronada, los arrendajos rojos y azules, el sinsonte y la
moscareta se ocultaban entre las ramas de los grandes árboles. Toda la
naturaleza presentaba los signos de un cataclismo proximo.
A las nueve de la noche el Victoria permanecía
inmóvil sobre Msené, un gran grupo de aldeas difíciles de distinguir en la
penumbra. Algunas veces, la reverberación de un rayo extraviado en el agua
dormida indicaba hoyos regularmente distribuidos, y, gracias a un último
resplandor crepuscular, pudo la mirada captar la forma tranquila y sombría de
las palmeras, los tamarindos, los sicomoros y los euforbios
gigantescos.
‑¡Me ahogo! ‑dijo el escocés, aspirando a pleno
pulmón la mayor cantidad posible de aquel aire enrarecido‑. ¡No nos
movemos! ¿Vamos a bajar?
‑Pero ¿y la tormenta? ‑objetó el doctor, bastante
inquieto.
‑Si temes ser arrastrado Por el viento, me parece que
no puedes hacer otra cosa.
‑Tal vez la tormenta no estalle esta noche ‑repuso
Joe‑. Las nubes están muy altas.
‑Una razón más que me impide traspasarlas. Sería
menester subir a mucha altura, perder la tierra de vista y estar toda la noche
sin saber si avanzamos, ni hacia dónde nos dirigimos.
‑Pues decídete, Samuel, porque la cosa
urge.
‑Ha sido una fatalidad que cesase el viento ‑repuso
Joe‑. Nos habría alejado de la tormenta.
~En efecto, amigos, es lamentable, ya que las nubes
suponen un peligro para nosotros. Contienen corrientes opuestas que pueden
envolvernos en sus torbellinos y rayos capaces de incendiarnos. Además, la
fuerza de las ráfagas puede precipitarnos al suelo si echamos el ancla en la
copa de un árbol.
‑¿Qué hacemos, pues?
‑Es preciso mantener el Victoria en una zona
media entre los peligros de la tierra y los del cielo. Tenemos suficiente
agua para el soplete, y conservamos intactas las doscientas libras de lastre. En
caso necesario, las utilizaré.
‑Haremos la guardia contigo ‑dijo el
cazador.
‑No, amigos. Poned las provisiones a cubierto y
acostaos; yo os despertaré si sobreviene alguna novedad.
‑Pero, señor, ¿por qué no se echa también un poco,
puesto que nada nos amenaza aún?
‑No, muchacho, prefiero vigilar. Estamos
inmóviles, y, si no varían las circunstancias, mañana amaneceremos
exactamente en el mismo sitio.
‑Buenas noches, señor.
‑Buenas noches, si es posible.
Kennedy y Joe se acostaron, y el doctor permaneció
solo en la inmensidad.
Sin embargo, la cúpula de nubes bajaba
insensiblemente y la oscuridad se hacía profunda. Aquella negra bóveda se
condensaba alrededor del globo terrestre como si intentara
aplastarlo.
De repente, un potente relámpago, rápido e incisivo,
rasgó las tinieblas; aún no se había cerrado la grieta cuando un espantoso
trueno conmovió las profundidades del cielo.
‑¡Alerta! ‑gritó Fergusson.
Los dos compañeros del doctor, a quienes había
despertado el estampido del trueno, estaban ya a sus
órdenes.
‑¿Vamos a bajar? ‑preguntó
Kennedy.
‑¡No! El globo se haría pedazos. ¡Subamos antes de
que esas nubes se conviertan en agua y se desencadene el
viento!
Acto seguido, activó la llama del soplete en las
espirales del serpentín.
Las tempestades de los trópicos se desarrollan con
una rapidez comparable a su violencia. Un segundo relámpago desgarró la
nube, y otros muchos le sucedieron inmediatamente. Cruzaban el cielo destellos
eléctricos que chisporroteaban bajo las gruesas gotas de
lluvia.
‑Hemos tardado demasiado ‑dijo el doctor‑.
¡Ahora tenemos que atravesar una zona de fuego con nuestro globo lleno de
aire inflamable!
‑¡A tierra! ¡A tierra! ‑repetía sin cesar
Kennedy.
‑El peligro de ser fulminados por un rayo sería casi
el mismo, y las ramas de los árboles no tardarían en rasgar el
globo.
‑¡Subimos, señor Samuel!
‑¡No tan deprisa como yo
quisiera!
Durante las borrascas ecuatoriales es muy común, en
aquella parte de África, contar de treinta a treinta y cinco relámpagos por
minutos. El cielo se convierte materialmente en una inmensa fragua, y los
truenos se suceden sin interrupción.
En aquella atmósfera inflamada, el viento se
desencadenaba con una violencia aterradora y retorcía las nubes
incandescentes; parecía que el soplo de un ventilador inmenso activase
aquella hoguera.
El doctor Fergusson mantenía el soplete a pleno
rendimiento; el globo se dilataba y subía, mientras Kennedy, de rodillas en
el centro de la barquilla, sujetaba las cortinas de la tienda. El globo se
arremolinaba hasta el punto de producir vértigo, y los viajeros
experimentaban peligrosas oscilaciones. Formábanse grandes huecos en la
envoltura del aeróstato, y el viento se introducía en ellos con fuerza,
golpeando el tafetán. Una especie de granizada, precedida de un rumor
tumultuoso, surcaba la atmósfera y crepitaba sobre el Victoria. El globo,
sin embargo, seguía su curso ascensional; los relámpagos trazaban en su
circunferencia tangentes inflamadas que le daban la apariencia de una esfera de
fuego.
‑¡Confiémonos a Dios! ‑dijo el doctor Fergusson‑.
Estamos en sus manos; sólo Él puede salvarnos. Preparemonos para cualquier
cosa, incluso un incendio. Nuestra caída puede ser gradual y no
súbita.
La voz del doctor llegaba apenas a oídos de sus
compañeros, pero éstos podían ver su semblante tranquilo en medio de los
surcos que abrían los relámpagos. Observaba los fenómenos de fosforescencia
producidos por el fuego de San Telmo que ondeaba en la red del
aeróstato.
Éste giraba, se arremolinaba, pero no dejaba de
subir, y al cabo de un cuarto de hora había traspasado la zona de las nubes
tempestuosas. Las emanaciones eléctricas se extendían debajo de él como una
gigantesca corona de fuegos artificiales suspendida de su
barquilla.
Aquél era uno de los más bellos espectáculos que la
naturaleza puede ofrecer al hombre. Abajo, la tempestad. Arriba, el cielo
estrellado, tranquilo, mudo, impasible, con la luna proyectando sus
pacíficos rayos sobre las nubes enfurecidas.
El doctor Fergusson consultó el barómetro.
Marcaba doce mil pies de elevación. Eran las once de la
noche.
‑¡Gracias a Dios, el peligro ha pasado! ‑dijo‑.
Ahora basta con mantenernos a esta altura.
‑¡De buena nos hemos
librado! ‑respondió Kennedy.
‑Bien ‑replicó Joe‑, estas cosas animan el viaje. No
me pesa haber visto una tempestad desde cierta altura. ¡Es un espectáculo
grandioso!
XVII
Las
montañas de la Luna. ‑ Un océano de verdor. ‑
Se echa el
ancla. ‑ El elefante remolcador. – Fuego nutrido. –
Muerte del
paquidermo. ‑ El horno de campaña. –
Comida
sobre la hierba. – Una noche en tierra
Hacia las seis de la mañana del lunes, el sol se
elevó sobre el horizonte, las nubes se disiparon y un agradable vientecillo
refrescó el ambiente durante la alborada.
La tierra, intensamente perfumada, reapareció ante
los viajeros. El globo, girando alrededor de sí mismo en medio de las corrientes
antagonistas, había derivado muy poco, y el doctor, dejando que el gas se
contrajera, descendió con objeto de tomar una dirección más septentrional.
Sus tentativas fueron durante mucho tiempo infructuosas. El viento lo empujó
hacia el oeste, hasta avistar las célebres montañas de la Luna, que forman un
semicírculo alrededor de un extremo del lago Tanganica.
La cordillera, poco accidentada, destacaba en el
azulado horizonte; parecía una fortificación natural, inaccesible a
los exploradores del centro de África. Algunos conos aislados ostentaban el
sello de las nieves perpetuas.
‑Nos encontramos en un país inexplorado ‑dijo el
doctor‑. El capitán Burton avanzó mucho hacia el oeste, pero no pudo llegar a
estas montañas célebres; incluso negó su existencia, defendida por su compañero
Speke, pretendiendo que eran fruto de la imaginación de éste. Para nosotros,
amigos, ya no hay duda posible.
‑¿Las traspasaremos? ‑preguntó
Kennedy.
‑No lo quiera Dios. Espero hallar un viento
favorable que me devuelva hacia el ecuador; si es necesario, me detendré,
igual que un barco echa el ancla para evitar vientos que le harían perder el
rumbo.
Pero las previsiones del doctor no tardaron en
realizarse. Después de haber tanteado diferentes alturas, el Victoria fue impelido hacia el nordeste
a una velocidad moderada.
‑Avanzamos en la dirección correcta ‑dijo,
consultando la brújula‑, y escasamente a doscientos pies de tierra.
Tales circunstancias nos favorecen para explorar estas nuevas regiones. El
capitán Speke, cuando iba en busca del lago Ukereue, remontó más al este, en
línea recta con Kazeh.
‑¿Iremos mucho tiempo así? ‑preguntó
Kennedy.
‑Tal vez. Nuestro objetivo es reconocer el
nacimiento del Nilo, y aún nos quedan por recorrer seiscientas millas
antes de llegar al límite extremo que han alcanzado los exploradores procedentes
del Norte.
‑¿Y no echaremos pie a tierra para estirar un poco
las piernas? ‑preguntó Joe.
‑Por supuesto; tenemos que conseguir víveres. Tú, mi
buen Dick, nos aprovisionarás de carne fresca.
‑Cuando quieras, amigo Samuel.
‑Tendremos tambien que reponer la reserva de agua.
¿Quién nos asegura que no seremos arrastrados hacia comarcas áridas? Todas las
precauciones son pocas.
A mediodía, el Victoria se hallaba a 290 15’
de longitud y 30 15’ de latitud. Había pasado la aldea de Uyofu,
último límite septentrional del Unyamwezy, a la altura del lago Ukereue, que los
viajeros no tenían aún al alcance de sus miradas.
Los pueblos que viven cerca del ecuador parecen algo
más civilizados, y están gobernados por monarcas absolutos cuyo despotismo no
conoce límites. Su aglomeración más compacta constituye la provincia de
Karagwah.
Quedó resuelto entre los tres viajeros echar pie a
tierra en cuanto encontrasen un sitio favorable. Debían hacer un alto
prolongado para inspeccionar cuidadosamente el aeróstato. Se moderó la
llama del soplete y se echaron fuera de la quilla las anclas, que corrían
rozando las altas hierbas de una inmensa pradera; desde cierta altura
parecía cubierta de menudo césped, pero este césped tenía en realidad de
siete a ocho pies de largo.
El Victoria acariciaba aquellas hierbas sin
curvarlas, como si fuera una mariposa gigantesca. La vista no tropezaba con
ningún obstáculo. Parecía un océano de verdor sin ningun
rompiente.
‑No sé cuándo pararemos de correr ‑dijo
Kennedy‑, pues no distingo un solo árbol al cual podamos acercamos. Me
parece que tendré que renunciar a la caza.
‑Aguarda, amigo Dick, aguarda. Imposible te sería
cazar en medio de estas hierbas, que son más altas que tú; pero acabaremos por
encontrar un lugar propicio.
Verdaderamente era un paseo delicioso, un
auténtico crucero por aquel mar tan verde, casi transparente, con suaves
ondulaciones provocadas por el soplo del viento. La barquilla justificaba su
nombre, pues parecía realmente que hendía las olas, levantando de vez en cuando
bandadas de pájaros de espléndidos colores que escapaban emitiendo alegres
gritos. Las anclas se sumergían en aquel lago de flores y trazaban un surco
que se cerraba tras ellas, como la estela de un barco.
De pronto, el globo recibió una fuerte sacudida. Sin
duda el ancla había hincado sus uñas en la hendidura de una roca oculta bajo la
gigantesca alfombra de césped.
‑Estamos anclados ‑dijo Joe.
‑Pues bien, echa la escala ‑replicó el
cazador.
No bien hubo pronunciado estas palabras, un grito
agudo retumbó en el aire, y de la boca de los tres viajeros escaparon las
siguientes frases, entrecortadas por exclamaciones:
‑¿Qué es eso?
‑¡Un grito singular!
‑¡Y seguimos avanzando!
‑Se habrá desprendido el ancla.
‑¡No! ¡Está asegurada! ‑exclamó Joe, tirando de la
cuerda.
‑¡Sin duda con el ancla arrastramos la
roca!
Las hierbas se removieron a bastante distancia, y
encima de ellas apareció una forma alargada y
sinuosa.
‑¡Una serpiente! ‑exclamó Joe.
‑¡Una serpiente! ‑repitió Kennedy, al tiempo que
cargaba su carabina.
‑¡No! ‑replicó el doctor‑. Es la trompa de un
elefante.
‑¡Un elefante, Samuel!
Y así diciendo, Kennedy apuntó con la
escopeta.
‑Aguarda, Dick, aguarda.
~No, no tire, señor; el animal nos
remolca.
~Y en buena dirección, Joe, en muy buena
dirección.
El elefante, que avanzaba con cierta rapidez, no
tardó en llegar a un raso, donde se le pudo ver entero. Por su gigantesco
tamaño, el doctor reconoció a un macho de una magnífica especie. Los brazos del
ancla habían quedado trabados entre sus dos blancos colmillos,
admirablemente curvados, cuya longitud no bajaba de ocho
pies.
El animal forcejeaba en vano para desprenderse con la
trompa de la cuerda que lo sujetaba a la barquilla.
‑¡Adelante, valiente! ‑exclamó Joe en el colmo de la
alegría, animándolo con entusiasmo‑. ¡He aquí una nueva manera de viajar! Mejor
tira este animal que un buen caballo.
‑Pero ¿adónde nos lleva? ‑preguntó Kennedy, que
agitaba con impaciencia la carabina como si le quemase las
manos.
‑Nos lleva a donde queremos ir, amigo Dick. Ten un
poco de paciencia.
‑Wig a more! Wig a
more!, como dicen los
campesinos escoceses ‑gritaba el alegre Joe‑. ¡Adelante,
adelante!
El animal empezó a galopar muy deprisa. Agitaba la
trompa de derecha a izquierda, y con sus bruscos movimientos sacudía
violentamente la barquilla. El doctor, hacha en mano, estaba preparado para
cortar la cuerda en caso necesario.
‑Pero no nos separaremos del ancla hasta el último
momento ‑dijo.
Aquella carrera a remolque del elefante duró cerca de
hora y media. El animal, al parecer, no sentía la menor fatiga. Esos
enormes paquidermos pueden estar mucho tiempo galopando, y de un día para
otro se los encuentra a distancias enormes, como las ballenas, con las que
coinciden en velocidad y dimensiones.
‑Si bien se mira ‑dijo Joe‑, hemos hincado el arpón
en una ballena y no hacemos mas que remedar la maniobra de los balleneros
durante la pesca.
Pero un cambio en la naturaleza del terreno obligó al
doctor a modificar su medio de locomoción.
Al norte de la pradera, a unas tres millas, se veía
un espeso bosque, por lo que era necesario separar el globo de su improvisado
conductor.
Kennedy tomó a su cargo detener al elefante en su
carrera; apuntó, pero estaba mal colocado para herir al animal con éxito. Una
primera bala, dirigida al cráneo, quedó tan chafada como si hubiese dado contra
una plancha de hierro fundido, sin causar la menor impresión a la enorme
bestia; ésta, al estampido del arma, no hizo más que acelerar el paso,
alcanzando la velocidad de un caballo lanzado al galope.
‑¡Diablos! ‑dijo Kennedy.
‑¡Vaya una cabeza dura! ‑exclamó
Joe.
‑Lo intentaremos con unas balas cónicas ‑repuso Dick,
cargando la carabina con cuidado.
Cuando el escocés hizo fuego, el animal lanzó un
grito terrible y siguió galopando como si tal cosa.
‑Señor Dick ‑dijo Joe, cogiendo una escopeta‑, si no
le ayudo esto va a ser el cuento de nunca acabar.
Y dos balas entraron en los costados del
elefante.
Éste se detuvo, levantó la trompa y emprendió de
nuevo la marcha a todo escape hacia el bosque. Sacudía su colosal cabeza, y la
sangre empezaba a brotar copiosamente de sus heridas.
‑Sigamos haciendo fuego, señor
Dick.
‑¡Y que sea muy nutrido! ‑añadió el doctor‑.
Tenemos el bosque a menos de veinte toesas.
Sonaron otros diez disparos. El elefante dio un salto
tan espantoso que la barquilla y el globo crujieron como si se hubiesen partido,
y al doctor se le cayó el hacha de las manos.
La pérdida del hacha, que fue a parar al suelo,
complicaba la situación de una manera terrible, pues el cable del ancla,
reciamente asegurado, no podía ni ser desatado ni cortado por los cuchillos
de los viajeros. El globo se aproximaba rápidamente al bosque cuando el animal,
en el momento de levantar la cabeza, recibió un balazo en un ojo. Entonces se
detuvo, vaciló, sus rodillas se doblaron y presentó su pecho al
cazador.
‑Una bala en el corazón ‑dijo éste, descargando una
vez más la carabina.
El elefante lanzó un grito de dolor y de agonía; se
incorporó momentáneamente, haciendo ondear la trompa, y cayó
desplomado sobre uno de sus colmillos, que se rajó de arriba abajo. Estaba
muerto.
‑¡Se ha partido un colmillo! ‑exclamó Kennedy~. En
Inglaterra, el marfil se paga a treinta y cinco guineas las cien
libras.
‑¿Tanto? ‑‑dijo Joe, bajando a tierra por la cuerda
del ancla.
‑¿De qué sirve echar cuentas, amigo Dick? ‑respondió
el doctor Fergusson‑. ¿Traficamos acaso nosotros con marfil? ¿Hemos venido aquí
para hacer fortuna?
Joe contempló el ancla, sólidamente agarrada al
colmillo que había quedado ileso. Samuel y Dick también bajaron, mientras
el aeróstato, medio deshinchado, se balanceaba sobre el cuerpo del
animal.
‑¡Magnífica pieza! ‑exclamó Kennedy‑. ¡Qué mole! ¡En
la India nunca había visto un elefante de este tamaño!
‑Claro que no, amigo Dick; los elefantes del centro
de África son los más corpulentos. Los Anderson y los Cumming los han perseguido
con tal encarnizamiento por las inmediaciones de El Cabo que emigran hacia el
ecuador, donde los encontraremos con frecuencia en nutridas
manadas.
‑Entretanto ‑intervino Joe‑, creo que podremos
saborear un poco de éste. Me comprometo a ofrecerles una suculenta comida a
expensas de este animalazo. El señor Kennedy irá a cazar durante una o dos
horas; el señor Samuel inspeccionará el Victoria y yo desempeñaré
mis funciones de cocinero.
‑Muy bien ordenado ‑respondió el doctor‑. Tienes
carta blanca para obrar culinariamente como mejor te
parezca.
‑Y yo ‑dijo el cazador‑ haré uso de las dos horas de
libertad que Joe se ha dignado otorgarme.
‑Sí, amigo; pero no cometas ninguna imprudencia. No
te alejes.
‑Puedes estar tranquilo.
Y Dick, armado con su fusil, se internó en el
bosque.
Entonces Joe empezó a desempeñar sus funciones.
Primero cavó un hoyo de dos pies de profundidad y lo llenó de ramas secas, que
cubrían el suelo procedentes de los boquetes hechos en el bosque por los
elefantes, cuyas huellas se veían. Una vez estuvo lleno el agujero, levantó
encima una pila de leña de dos pies y le prendió fuego.
A continuación se dirigió a los inanimados restos del
elefante, que había caído a unas diez toesas del bosque; cortó diestramente la
trompa, que medía aproximadamente dos pies de ancho en su base, escogió la
parte más delicada y a ella unió una de las esponjosas pezuñas del animal,
porque, en efecto, estas partes son el mejor bocado, como la giba del
bisonte, las patas del oso y la cabeza del jabalí.
Cuando la hoguera se hubo consumido del todo,
interior y exteriormente, el agujero, limpio de cenizas y brasas, ofreció una
temperatura muy elevada. Los trozos del elefante, envueltos en hojas
aromáticas, fueron depositados en el fondo de aquel horno improvisado y
cubiertos de ceniza caliente, sobre la cual Joe encendió una nueva hoguera.
Cuando se hubo consumido la leña, la carne estaba a punto para ser
comida.
Entonces, Joe sacó la apetitosa carne del horno, la
colocó sobre hojas verdes y la dispuso en medio de una magnífica alfombra de
hierba, añadiendo galletas, aguardiente, café y un agua fresca y cristalina
que cogió de un arroyo inmediato.
Daba gusto ver aquel festín tan bien presentado, y
Joe, sin ser demasiado vanidoso, era de la opinión de que más gusto daría
comerlo.
‑¡Un viaje sin fatigas ni peligros! ‑repetía‑. ¡Una
comida a tiempo! ¡Una hamaca perpetua! ¿Qué más se puede pedir? ¡Y el bueno del
señor Kennedy que no queria venir.l
Por su parte, el doctor Fergusson realizaba una
inspeccion minuciosa del aeróstato, el cual no había sufrido en la tormenta
avería alguna. El tafetán y la gutapercha habían resistido a las mil maravillas.
Teniendo en cuenta la altura actual del terreno y calculando la fuerza
ascensional del globo, el doctor vio con satisfacción que había la misma
cantidad de hidrógeno y que, hasta entonces, la envoltura se mantenía
perfectamente impermeable.
No hacía más que cinco días que los viajeros habían
salido de Zanzíbar. La provisión depemmican estaba incólume; la de galletas
y carne en conserva bastaban para un largo viaje; por consiguiente, lo único que
había que renovar era la reserva de agua.
Los tubos y el serpentín se hallaban en perfecto
estado. Gracias a sus articulaciones de caucho, se habían prestado
dócilmente a todas las oscilaciones del aeróstato.
Terminado su examen, el doctor puso en orden sus
apuntes. Trazó un croquis muy exacto del terreno circundante, con la
pradera que se extendía hasta perderse de vista, el bosque y el globo inmóvil
sobre el cuerpo del monstruoso elefante.
Pasadas las dos horas que tenía a su disposición,
Kennedy volvió con una sarta de rollizas perdices y un pernil de oryx, animal
perteneciente a la especie más ágil de antílopes. Joe se encargó de guisar este
aumento de provisiones.
‑La mesa está puesta ‑anunció luego con cierta
solemnidad.
Y los tres viajeros no tuvieron más que sentarse
sobre la alfombra de verdor. Las pezuñas y la trompa del elefante fueron
declaradas exquisitas por unanimidad; se bebió a la salud de Inglaterra, como de
costumbre, y deliciosos habanos perfumaron por primera vez aquella
encantadora comarca.
Kennedy comía, bebía y hablaba por los codos;
estaba un si es no es achispado, y propuso seriamente a su amigo el doctor
establecerse en aquel bosque, construir en él unas cabañas y comenzar la
dinastía de los robinsones africanos.
La idea no tuvo consecuencias, si bien Joe se
propuso a sí mismo para desempeñar el papel de
Viernes.
La campiña parecía tan tranquila, tan desierta, que
el doctor resolvió pasar la noche en tierra. Joe formó un círculo de hogueras,
barricadas indispensables contra las bestias feroces. Las hienas, los naguardos
y los chacales atraídos por el olor de la carne del elefante, vagaban por los
alrededores. Kennedy tuvo que hacer algunos disparos para ahuyentar a visitantes
demasiado audaces; pero, finalmente, la noche transcurrió sin incidentes
desagradables.
XVIII
El
Karagwah. ‑ El lago Ukereue. ‑ Una noche en
una
isla. ‑ El
ecuador. ‑ Travesía del lago. ‑ Las cascadas. ‑
Vista del
país. ‑ Las fuentes del Nilo. ‑ La isla de
Benga. ‑ La
firma de Andrea Debono. – El pabellón
con las
armas de Inglaterra
A las cinco de la mañana siguiente, empezaron los
preparativos para la marcha. Joe, con el hacha que había tenido la fortuna de
encontrar, rompió los colmillos del elefante. El Victoria, recobrando su
libertad, arrastró a los viajeros hacia el nordeste a una velocidad de
dieciocho millas.
Durante la noche anterior, el doctor había calculado
cuidadosamente su posición guiándose por la altura de las estrellas. Se hallaba
a 20 4’ de latitud por debajo del ecuador, o sea a ciento sesenta
millas geográficas. Atraveso numerosas aldeas sin hacer ningún caso de los
gritos que provocaba su aparición; tomó nota de la conformación de los
lugares basándose en observaciones sumarias; salvó las cuestas del Rubembé, casi
tan pinas como las cimas del Usagara, y más adelante, en Tenga, encontró las
primeras lomas de las cordilleras de Karagwah, que, en su opinión, derivan
necesariamente de las montañas de la Luna. La antigua leyenda que convertía
aquellas sierras en la cuna del Nilo se acercaba a la verdad, puesto que
confinan con el lago Ukereue, presunto receptáculo de las aguas del gran
río.
Desde Kafuro, gran distrito de los mercaderes del
país, distinguió por fin en el horizonte aquel lago tan buscado que el capitán
Speke entrevió el 3 de agosto de 1858.
El doctor Samuel Fergusson se sentía enormemente
emocionado. Estaba casi llegando a uno de los principales puntos de su
exploración y, sin soltar un momento el anteojo, observaba el menor accidente de
aquella comarca misteriosa, estudiándola con todo
detalle.
Debajo de él se extendía una tierra generalmente
estéril, que no presentaba más que algunas laderas cultivadas; el
terreno, sembrado de conos de mediana altura, se hacía llano en las
inmediaciones del lago; campos sembrados de cebada reemplazaban a
arrozales, y allí crecían el llantén de donde se saca el vino del país y el
mwani, planta silvestre sucedánea del café. Un conjunto de unas cincuenta
chozas circulares cubiertas de bálago en flor constituía la capital de
Karagwah.
Se percibían sin
dificultad las expresiones atónitas de una raza bastante bella, de tez morena
amarillenta. Mujeres de una corpulencia inverosímil se arrastraban por las
plantaciones, y el doctor asombro a sus compañeros diciéndoles que aquella
obesidad, allí muy apreciada, se obtenía por medio de un régimen
obligatorio de leche cuajada.
A mediodía el Victoria se hallaba a
10 45’ de latitud austral, y a la una de la tarde el viento lo
empujaba hacia el lago.
Aquel lago debe al capitán Speke el nombre de Nyanza [L18] Victoria.
En aquel punto tenía unas noventa millas de ancho. En su extremo meridional el
capitán encontró un grupo de islas al que llamó archipiélago de Bengala. Llegó
hasta Muanza, el este, donde fue bien recibido por el sultán. Hizo la
triangulación de aquella parte del lago, pero no pudo conseguir una barca para
atravesarlo, ni tampoco para visitar la gran isla de Ukereue, que es muy
populosa, está gobernada por tres sultanes y, al bajar la marea, no forma
más que una península.
El Victoria abordaba el lago más al norte, lo
cual apesadumbraba al doctor, que hubiera querido determinar sus contornos
inferiores. Las orillas, erizadas de matorrales espinosos y maleza
inextricable, desaparecían literalmente bajo miríadas de mosquitos de un color
pardusco.
Aquel país debía de ser inhabitable y estar
deshabitado. Se veían manadas de hipopotamos revolcándose en los cañares o
sumergiendose en las blanquecinas aguas del lago.
Éste, visto desde lo alto, ofrecía hacia el oeste un
horizonte tan ancho que parecía un mar. La distancia impide establecer
comunicaciones entre una y otra orilla; además, las tempestades son allí fuertes
y frecuentes, pues los vientos no encuentran obstáculo alguno en aquella cuenca
elevada y descubierta.
Trabajo le costó al doctor dirigir el globo. Temía
ser arrastrado hacia el este; pero, por fortuna, una corriente le llevó
directamente al norte y, a las seis de la tarde, el Victoria se situó
sobre una pequeña isla desierta, a 00 3’ de latitud y 320
52’ de longitud, y a veinte millas de la costa.
Los viajeros
lograron anclar en un árbol; al anochecer calmó el viento y pudieron
quedarse allí tranquilamente. Era impensable tomar tierra, porque allí, lo
mismo que en las orillas del Nyanza, las legiones de mosquitos cubrían el suelo
como una densa nube. Joe volvió del árbol acribillado; pero, como le parecía muy
natural que los mosquitos picasen, no se desazonó ni poco ni
mucho.
El doctor, sin embargo, menos optimista, soltó toda
la cuerda que le fue posible para librarse de aquellos despiadados insectos
que ascendían con un murmullo inquietante.
El doctor estableció la altura del lago sobre el
nivel del mar, tal como lo había determinado el capitán Speke, es decir, tres
mil setecientos cincuenta pies.
‑¡Conque estamos en una isla! ‑dijo Joe, que se
desollaba rascándose.
‑Una isla que podríamos recorrer en menos que canta
un gallo ‑respondió el cazador‑ y donde, salvo esos amables insectos, no se ve
un solo ser vivo.
‑Las islas de que está el lago salpicado ‑respondió
el doctor Fergusson‑ no son, en realidad, más que crestas de colinas sumergidas,
y no hemos tenido poca fortuna en encontrar en ellas un abrigo, porque las
orillas del lago están pobladas de tribus feroces. Dormid, pues, ya que el cielo
nos prepara una noche tranquila.
‑¿Y no harás tú otro tanto,
Samuel?
‑No; yo no podría cerrar los ojos. Mis pensamientos
me lo impedirían. Mañana, si el viento es favorable, marcharemos
directamente hacia el norte y tal vez descubramos las fuentes del Nilo, ese
secreto hasta ahora impenetrable. Tan cerca de las fuentes del gran río me
sería imposible conciliar el sueño.
Kennedy y Joe, a quienes no turbaban hasta tal
extremo las preocupaciones científicas, no tardaron en dormirse
profundamente bajo la vigilancia del doctor Fergusson.
El miércoles 23 de abril, a las cuatro de la mañana,
el Victoría zarpaba. El cielo estaba ceniciento; la noche abandonaba
difícilmente las aguas del lago, envueltas totalmente en una densa niebla
que un viento violento enseguida disipó. El Victoría se balanceó por
espacio de algunos minutos y por fin remontó directamente hacia el
norte.
El doctor Fergusson palmoteó con
alegría.
‑¡Estamos en el buen camino! ‑exclamó‑. ¡Si hoy no
vemos el Nilo, no lo veremos nunca! ¡Amigos! pasamos el ecuador, entramos
en nuestro hemisferio!
‑¡Oh! ‑exclamó Joe‑. ¿Usted cree, señor, que el
ecuador pasa por aquí?
‑¡Justo por aquí, muchacho!
‑Pues bien, con su permiso, me parece
conveniente que sin pérdida de tiempo lo rociemos con un buen
trago.
‑¡Estupendo, venga
un trago de grog! ‑respondió el doctor Fergusson, riendo‑. Tienes una manera
nada tonta de entender la cosmografía.
Y así se celebró el paso de la línea a bordo del
Victoria.
Este avanzaba rápidamente. Se vislumbraba al oeste la
costa baja y poco accidentada, y al fondo las mesetas más elevadas del Uganda y
el Usoga. La velocidad del viento era excesiva: casi treinta millas por
hora.
Las aguas del Nyanza, agitadas con fuerza,
espumeaban como las olas del mar. El mar de fondo que se percibía le indicó
al doctor que el lago era muy profundo. Durante aquella rápida travesía
apenas vieron una o dos embarcaciones toscas.
‑Este lago ‑dijo el doctor‑ es evidentemente, por su
posición elevada, el depósito natural de los ríos de la parte oriental de
África, dándole el cielo en lluvia lo que le quita en vapor a sus afluentes. Me
parece indudable que el Nilo nace aquí.
‑Lo veremos ‑replicó Kennedy.
Hacia las nueve avistaron la costa oeste, que parecía
desierta y poblada de árboles. El viento aumentó un poco hacia el este, y se
pudo distinguir la otra orilla del lago. Ésta se curvaba de manera que terminaba
en un ángulo muy abierto, a 20 40’ de latitud septentrional.
Altas montañas erguían sus áridos picos en aquel extremo del Nyanza; pero entre
ellas una garganta profunda y sinuosa daba paso a un río que hervía con
violencia.
El doctor Fergusson, al tiempo que maniobraba el
aeróstato, examinaba el terreno con ávida mirada.
‑¡Mirad! ‑exclamó‑. ¡Mirad, amigos míos! ¡Las
narraciones de los árabes eran del todo exactas! Hablaban de un río por el
cual desagua hacia el norte el lago Ukereue, y ese río existe, y nosotros
seguimos su curso, y fluye con una rapidez comparable a nuestra propia
velocidad. ¡Y esa gota de agua que discurre bajo nuestros pies va
indudablemente a confundirse con las olas del Mediterráneo! ¡Es el
Nilo!
‑¡Es el Nilo! ‑repitió Kennedy, que se dejaba
contagiar por el entusiasmo de Samuel Fergusson.
‑¡Viva el Nilo! ‑dijo Joe, que, cuando estaba alegre,
vitoreaba gustoso cualquier cosa.
Enormes rocas obstaculizaban en diversos puntos el
curso de aquel misterioso río. El agua espumeaba; formaba rápidos y
cataratas que confirmaban al doctor en sus previsiones. De las montañas
circundantes partían numerosos torrentes; se podían contar a centenares. De la
tierra se veía brotar delgados hilos de agua, dispersos, que se cruzaban, se
confundían, rivalizaban en velocidad y se precipitaban en aquel riachuelo
que, después de absorberlos, se convertía en caudaloso
río.
‑He aquí el Nilo ‑repitió el doctor con convicción‑.
El origen de su nombre ha apasionado a los sabios no menos que el origen de sus
aguas. Se lo ha hecho derivar del griego, del copto, del sánscrito[L19] ; después de todo, es lo de menos, ya que finalmente
ha tenido que revelar el secreto de su procedencia.
‑Pero ¿cómo podremos estar seguros ‑preguntó el
cazador‑ de que este río es el mismo que exploraron los viajeros del norte
anteriormente?
‑Tendremos pruebas seguras, irrecusables, infalibles
‑respondió Fergusson‑, si el viento sigue siéndonos propicio aunque no sea
mas que una hora.
Las montañas se separaban, dando paso a numerosas
aldeas y a campos cultivados de sésamo, dourrab y caña de azúcar. Las tribus de
aquellas comarcas se mostraban agitadas y hostiles. Presintiendo extranjeros, y
no dioses, parecían más propensas a la cólera que a la adoración. Se
diría que el hecho de dirigirse a las fuentes del Nilo significara usurparles
algo. El Victoria tuvo que mantenerse fuera del alcance de los
mosquetes.
‑Difícil será
abordar aquí ‑dijo el escocés.
‑¡Peor para esos indígenas! ‑replicó Joe‑. Les
privaremos del encanto de nuestra conversación.
‑Y sin embargo, es preciso que yo baje ‑respondió el
doctor Fergusson‑, aunque no sea más que un cuarto de hora. De otro modo, no
puedo comprobar los resultados de nuestra
exploración.
‑¿Es, pues, indispensable,
Samuel?
‑Tan indispensable que bajaremos aunque tengamos
que andar a tiros.
‑No lo sentiría ‑respondió Kennedy, acariciando su
carabina.
‑Dispuesto estoy a bordo, señor ‑dijo Joe,
aprestándose al combate.
‑No será la primera vez ‑respondió el doctor‑ que la
ciencia haya tenido que empuñar las armas. A ellas se vio obligado a recurrir en
las montañas de España un sabio francés cuando medía el meridiano
terrestre.
‑Mantén la calma, Samuel, y confía en tus dos
guardaespaldas.
‑¿Bajamos ya, señor?
‑Todavía no. Vamos a elevarnos un poco para
conocer con exactitud la configuración del terreno.
El hidrógeno se dilató y, en menos de diez minutos,
el Victoria planeaba a una altura de dos mil quinientos pies del
suelo.
Desde allí se distinguía una inextricable red de
arroyos que el río acogía en su lecho. La mayor parte venían del oeste,
atravesando fértiles campos y numerosas colinas.
‑Nos hallamos a menos de noventa millas de
Gondokoro ‑dijo el doctor, señalando el mapa‑, y a menos de cinco del punto
alcanzado por los exploradores procedentes del norte. Acerquémonos a tierra
con precaucion.
El Victoria descendió más de dos mil
pies.
‑Ahora, amigos, preparaos para cualquier
cosa.
‑Lo estamos ‑respondieron Dick y
Joe.
‑¡Bien!
Muy pronto, el Victoria avanzó siguiendo el
lecho del río y apenas a cien pies de éste. En aquel punto, el Nilo medía
cincuenta toesas, y en las aldeas de las orillas los indígenas se agitaban
tumultuosamente. Al llegar al segundo grado, el río forma una cascada vertical
de unos diez pies de altura y, por consiguiente,
infranqueable.
‑Aquí tenemos la cascada indicada por Debono
‑exclamó el doctor.
El cauce del río se ensanchaba y estaba sembrado de
numerosos islotes que Samuel Fergusson devoraba con la mirada; parecía buscar un
punto de referencia que no encontraba.
Unos negros se habían acercado en una barca hasta
quedar situados debajo del globo. Kennedy les saludó con un disparo, y, aunque
no hirió a ninguno, todos huyeron precipitadamente a la
orilla.
‑¡Buen viaje! ‑les deseó Joe‑. Si yo fuera quien
estuviese en su pellejo, no volvería; me daría miedo un monstruo que lanza
rayos a voluntad.
De pronto, el doctor Fergusson cogió su anteojo y
examinó la isla que había en medio del río.
‑¡Cuatro árboles! ‑‑exclamó‑. ¡Mirad allá
abajo!
En efecto, en su extremo se alzaban cuatro árboles
aislados.
‑¡Es la isla de Benga! ‑añadió.
‑¿Y qué? ‑preguntó Dick.
‑Allí bajaremos, si Dios
quiere.
‑¡Pero parece habitada, señor
Samuel!
‑Joe tiene razón; si no me equivoco, hay un grupo de
unos veinte indígenas.
‑Los asustaremos para que huyan ‑replicó
Fergusson‑. No será empresa difícil.
‑De acuerdo ‑asintió el
cazador.
El sol estaba en el cenit. El Victoria se
acercó a la isla. Los negros, pertenecientes a la tribu de Makado, prorrumpieron
en gritos desaforados. Uno de ellos agitaba su sombrero de corteza. Kennedy
apuntó hacia el sombrero, disparó y lo hizo pedazos.
Se produjo una desbandada general. Los indígenas se
echaron al río precipitadamente y lo atravesaron a nado. Enseguida partió de las
dos orillas una granizada de balas y una lluvia de flechas, pero sin peligro
para el aeróstato, cuya ancla había hincado sus uñas en la hendidura de una
roca. Joe se deslizó por la cuerda.
‑¡La escala! ‑gritó el doctor‑. Sígueme,
Kennedy.
‑¿Qué vas a hacer?
‑Bajemos; necesito un testigo.
‑Heme aquí.
‑Joe, alerta.
‑Respondo de todo, señor. Esté
tranquilo.
‑¡Ven, Dick! ‑dijo el doctor al llegar a
tierra.
Y llevó a su companero hacia un grupo de rocas que se
levantaban en la punta de la isla. Una vez allí, se pasó un rato buscando,
escudriñó entre la maleza y se llenó las manos de sangre.
De repente, agarró con fuerza el brazo del
cazador.
~Mira ‑le dijo.
‑¡Letras! ‑exclamó Kennedy.
En efecto, aparecían dos letras grabadas con toda
claridad en la roca. Se leía perfectamente:
A. D.
‑A.D. ‑especificó el doctor Fergusson‑. ¡Andrea
Debono! ¡La firma del viajero que más se ha acercado a las fuentes del
Nilo!
‑El hecho es irrebatible,
Samuel.
‑¿Estás convencido ahora?
‑¡No cabe duda, es el Nilo!
El doctor miró por última vez aquellas preciosas
iniciales, cuya forma y dimensiones copió
exactamente.
‑Y ahora ‑dijo‑, al globo.
‑Rápido, porque veo algunos indígenas que se
preparan para cruzar el río.
‑¡Ya poco nos importa! Que el viento nos empuje
hacia el norte durante algunas horas: llegaremos a Gondokoro y
estrecharemos la mano de nuestros compatriotas.
Diez minutos después, el Victoria se elevaba
majestuosamente, en tanto que el doctor Fergusson, en señal de triunfo,
desplegaba el pabellón con las armas de Inglaterra.
XIX
El Nilo. ‑ La montaña temblorosa. ‑ Recuerdos
de
casa. ‑ Las narraciones de los árabes. ‑ Los
nyam-
nyam. ‑ Reflexiones sensatas de Joe. ‑
El Victoria
da
bordadas. ‑ Las ascensiones aerostáticas. ‑
Madame
Blanchard
‑¿Cuál es nuestra dirección? ‑preguntó Kennedy a su
amigo, que estaba consultando la brújula.
-Norte‑noroeste.
‑¡Entonces no es norte!
‑No, Dick, y creo que nos resultará difícil llegar a
Gondokoro. Lo siento; pero, en fin, hemos enlazado las exploraciones del este
con las del norte y, por consiguiente, no podemos
quejarnos.
El Victoria
se alejaba poco a poco del Nilo.
‑Quiero dirigir una última mirada ‑dijo el doctor‑ a
esta altitud infranqueable que nunca han podido traspasar los más
intrépidos viajeros. Ahí están esas intratables tribus que mencionan Petherick,
D'Arnaud, Miani y el joven viajero Lejean, a quien se deben los mejores
trabajos sobre el Alto Nilo.
‑¿Quiere eso decir ‑preguntó Kennedy‑ que nuestros
descubrimientos concuerdan con los presentimientos de la
ciencia?
‑Completamente. Las fuentes del Nilo Blanco, del
Bahr‑el‑Abiad, están sumergidas en un lago que parece un mar; allí es donde el
río nace. Sin lugar a dudas, la poesía saldrá perdiendo, pues gustaba atribuirle
a este rey de los ríos un origen celestial. Los antiguos lo llamaron
oceano, y algunos creyeron que procedía directamente del sol. Pero es
preciso ceder y aceptar de vez en cuando lo que la ciencia nos enseña. Quizá no
haya sabios siempre; pero siempre habrá poetas.
‑Aún se distinguen cataratas ‑dijo
Joe.
‑Son las cataratas de Makedo, a tres grados de
latitud. ¡No hay nada más exacto! ¡Qué lástima que no hayamos podido
seguir por espacio de algunas horas el curso del Nilo!
‑Y allá abajo, delante de nosotros ‑dijo el cazador‑,
distingo la cima de una montaña.
‑Es el monte Logwek,
la montaña temblorosa de los árabes. Toda esta comarca ha sido explorada por
Debono, que la recorría bajo el nombre de Letif Effendi. Las tribus
próximas al Nilo son enemigas unas de otras y tienden a exterminarse mutuamente.
Imaginaos cuántos peligros habrá tenido que afrontar
Debono.
El viento conducía al Victoria hacia el
noroeste. Para evitar el monte Logwek, fue preciso buscar una corriente más
inclinada.
‑Amigos –dijo el doctor a sus dos compañeros‑, ahora
empezaremos verdaderamente nuestra travesía africana. Hasta hoy apenas hemos
hecho mas que seguir las huellas de nuestros predecesores. En lo sucesivo nos
lanzaremos a lo desconocido. ¿Nos faltará valor?
‑No ‑respondieron a un mismo tiempo Dick y
Joe.
‑¡Adelante, pues, y que el cielo nos
proteja!
A las diez de la noche, sobrevolando hondonadas,
bosques y aldeas dispersas, los viajeros llegaban a la vertiente de la
montaña temblorosa, pasando por entre sus inhabitadas
colinas.
Aquel memorable día 23 de abril, en quince horas de
marcha habían recorrido, a impulsos de un viento fuerte, una distancia de
más de trescientas quince millas.
Pero esta última parte del viaje les había dejado una
impresión triste. Reinaba en la barquilla un silencio completo. ¿Estaba el
doctor Fergusson reflexionando en sus descubrimientos? ¿Pensaban sus dos
compañeros en aquella travesía por regiones desconocidas? Algo de eso había, sin
duda, mezclado con los más vivos recuerdos de Inglaterra y de los amigos
lejanos. Joe era el único que daba muestras de una despreocupada filosofía,
pareciéndole muy natural que la patria no estuviese allí estando en otra parte;
pero respetó el silencio de Samuel Fergusson y de Dick
Kennedy.
A las diez de la noche el Victoria «fondeó» en un
punto de la montaña temblorosa[L20] ; los expedicionarios cenaron debidamente y se
durmieron, quedando, como siempre, uno de ellos de
guardia.
Al día siguiente se despertaron más serenos. Hacía un
tiempo delicioso y el viento era favorable; un almuerzo condimentado con
los chistes de Joe acabó de devolver el buen humor a
todos.
La comarca que entonces recorrían confina con las
montañas de la Luna y las del Darfur, y es casi tan extensa como toda
Europa.
‑Atravesamos, sin duda ‑dijo el doctor‑, la tierra
que se ha dado en llamar reino de Usoga. Algunos geografos afirman que en
el centro de África hay una vasta depresión, un inmenso lago central. Veremos si
tal teoría tiene algún viso de verdad.
‑Pero ¿cómo se ha podido hacer una suposicion
semejante? ‑preguntó Kennedy.
‑Por las narraciones de los árabes. Los árabes son
muy aficionados a los cuentos, tal vez demasiado. Algunos viajeros, al
llegar a Kazeh o a los Grandes Lagos, vieron esclavos procedentes de las
comarcas centrales y les pidieron noticias de su país. De este modo reunieron un
legajo de documentos que les sirvieron de base para elaborar teorías. En el
fondo de todo eso siempre hay algo cierto, pues ya hemos visto que no se
equivocaban respecto al nacimiento del Nilo.
‑En efecto, no se equivocaban ‑respondió
Kennedy.
‑Basándose en esos documentos se han trazado mapas,
entre ellos el que tengo a la vista para que me sirva de guía y que me propongo
rectificar en caso necesario.
‑¿Toda esta región está habitada? ‑preguntó
Joe.
‑Sin duda, y mal habitada, por cierto ‑respondió el
doctor.
‑Me lo figuraba.
‑Estas tribus dispersas se hallan agrupadas bajo la
denominación genérica de nyam‑nyam, y este nombre no es más que una onomatopeya
tomada del ruido que produce la masticación.
‑¡Perfectamente expresado! ‑dijo Joe‑. ¡Nyam!
¡Nyam!
‑Si tú, Joe, fueses la causa inmediata de esta
onomatopeya, no te parecería tan perfecta.
‑¿Qué quiere decir, señor?
‑Que estos pueblos tienen fama de
antropófagos.
‑¿De veras?
‑¡Y tan de veras! Se dijo también que estos indígenas
estaban provistos de rabo, como la mayor parte de los cuadrúpedos; pero luego se
reconoció que tal apéndice pertenecía a la piel de animal con que se
vestían.
‑¡Lástima! Un buen rabo va muy bien para espantar a
los mosquitos.
‑Es posible, Joe; pero debemos relegar eso del rabo a
la categoría de las fábulas, como las cabezas de perro que el viajero
Brun‑Rollet atribuía a ciertos pueblos.
‑¿Cabezas de perro? Para aullar y hasta para ser
antropófago no me parece del todo mal.
‑Lo que desgraciadamente no admite duda es la
ferocidad de estos pueblos, muy ávidos de carne
humana.
‑Sentiría que probaran la mía ‑dijo
Joe.
‑¿De veras? ‑dijo el cazador.
‑Como lo oye, señor Dick. Si estoy predestinado a ser
comido en un momento de hambre, que sea en su provecho y en el de mi señor. Pero
¡servir de pasto a esos salvajes! ¡Me moriría de
vergüenza!
‑De acuerdo, Joe ‑dijo Kennedy‑, contamos
contigo si se da el caso.
‑A su disposicion, senores.
‑Adivino la treta ‑replicó el doctor‑; lo que Joe
quiere es que le tratemos a cuerpo de rey y lo engordemos
‑¡Tal vez! ‑respondió Joe‑. ¡Los hombres somos tan
egoístas!
Por la tarde, una niebla caliente que rezumaba del
sol cubrió el cielo; apenas permitía distinguir los objetos, por lo que,
temiendo chocar contra algún pico imprevisto, el doctor, a eso de las
cinco, dispuso que se echase el ancla. No sobrevino ningún accidente durante la
noche, pero la profunda oscuridad reclamó una vigilancia
extrema.
Al amanecer del día siguiente el monzón sopló con
gran violencia; el viento penetraba con ímpetu en las cavidades del globo y
agitaba violentamente el apéndice por el que entraban los tubos de dilatación.
Fue necesario sujetar los tubos con cuerdas, operación que Joe practicó muy
hábilmente.
Al mismo tiempo, se aseguró de que el orificio del
globo permanecía herméticamente cerrado.
‑La importancia que eso tiene para nosotros ‑dijo el
doctor Fergusson‑ es doble. En primer lugar, evitamos la pérdida de un gas
precioso y, en segundo lugar, no dejamos a nuestro alrededor un reguero
inflamable, al cual tarde o temprano prenderíamos fuego.
‑Lo cual sería un incidente fastidioso ‑dijo
Joe.
‑Si tal sucediese, ¿caeriamos despeñados? ‑preguntó
Dick.
‑¡No! El gas ardería gradualmente y nosotros
bajariamos poco a poco. De este accidente fue víctima Madame
Blanchard, aeronauta francesa que prendió fuego a su globo disparando cohetes
desde la barquilla. No cayó precipitada, y seguramente no habría muerto si no
hubiese tenido la desgracia de que su barquilla chocase contra una chimenea,
desde la cual cayó al suelo.
‑Esperemos que no ‑dijo el cazador‑. Hasta ahora
nuestra travesla no me parece peligrosa, y no veo razon que nos impida llegar a
nuestra meta.
‑Ni yo tampoco, amigo Dick. Los accidentes han sido
casi siempre causados por la imprudencia de los aeronautas o por la mala
construcción de sus aparatos, y aun así, contándose por millares las ascensiones
aerostáticas, no se consignan más que veinte accidentes que hayan
ocasionado la muerte. En general, el momento de tomar tierra y el de
empezar la ascensión son los más peligrosos, y durante ellos no debemos omitir
precaución alguna.
‑Ha llegado la hora de almorzar ‑dijo Joe‑.
Tendremos que contentamos con carne en conserva y café, hasta que al
señor Kennedy se le presente la ocasión de regalarnos con una buena ración
de venado.
XX
La botella
celeste. ‑ La higuera‑palmera. ‑
Los
mammouth trees.
‑
El árbol de la guerra. ‑ El tiro
alado. ‑
Combate entre dos tribus. ‑ Carniceria. ‑
Intervención divina
El viento arreció horriblemente y perdió su
regularidad. El Victoria
bordeaba incesantemente, mirando tan pronto al norte como al sur, sin poder
tomar ningún rumbo determinado.
‑Nos movemos mucho y avanzamos poco ‑dijo Kennedy,
observando las frecuentes oscilaciones de la aguja
imantada.
‑El Victoria
se mueve a una velocidad que no baja de treinta leguas por hora ‑dijo Samuel
Fergusson‑. Asomaos y veréis cuán rápidamente desaparece el campo bajo
nuestros pies. ¡Mirad! Aquel bosque parece que se precipita contra
nosotros.
‑El bosque se ha convertido ya en un raso
‑respondió el cazador.
‑Y el raso en una aldea ‑añadió Joe unos instantes
después‑. ¡Qué caras de negros se ven tan embobadas!
‑Es muy natural ‑respondió el doctor‑. En Francia,
los campesinos, al aparecer los primeros globos, hicieron a éstos fuego
tomándolos por monstruos aereos; por consiguiente, bien se puede permitir a un
negro de Sudán manifestar su asombro.
‑Señor, con su permiso voy a echarles una botella
vacía ‑dijo Joe, mientras el Victoria
pasaba a unos cien pies de una aldea‑. Si la botella llega entera, la
adorarán; si se hace pedazos, cada uno de ellos se convertirá en un talismán
prodigioso.
Y sin más, tiró una botella, que al llegar al suelo
se hizo añicos, como era natural, y los indígenas se metieron
precipitadamente en sus chozas lanzando horribles
gritos.
Un poco más adelante Kennedy
exclamó:
‑¡Mirad qué árbol más extraño! Por arriba es de una
especie y por abajo de otra.
‑¡Ésta sí que es buena! ‑dijo Joe‑. En este país
nacen los árboles unos sobre otros.
‑Es pura y simplemente un tronco de higuera
‑explicó el doctor‑, sobre el cual ha caído un poco de tierra vegetal. El
viento ha llevado hasta allí una semilla de palmera, y ésta ha crecido
igual que en pleno campo.
‑Es un buen procedimiento ‑dijo Joe‑, que pienso
introducir en Inglaterra. Con él mejorarán mucho los parques de Londres y se
multiplicarán considerablemente los árboles frutales. Los huertos se
extenderán a lo alto, lo que será una gran ventaja para los propietarios de
pequeños terrenos.
En aquel momento fue preciso elevar el Victoria para salvar un bosque de
seculares banianos de más de trescientos pies de altura.
‑¡Magníficos árboles! ‑exclamó Kennedy‑. No he visto
nada tan hermoso como el aspecto de esos venerables bosques. Míralos,
Samuel.
‑La altura de esos banianos es verdaderamente
maravillosa, amigo Dick; y sin embargo, no tendría nada de excepcional en
los bosques del Nuevo Mundo.
‑¡Cómo! ¿Hay árboles aún más
altos?
‑Sin duda los hay entre los conocidos como mammouth trees. En California se
encontró un cedro de cuatrocientos pies de altura, es decir, más alto que
la torre del Parlamento y que la gran pirámide de Egipto. La base tenía ciento
veinte pies de circunferencia, y por las capas concéntricas de su madera pudo
calcularse que tenía más de cuatro mil años.
‑No era, pues, extraño que estuviese tan crecidito.
En cuatro mil años da tiempo a dar un buen estirón.
Pero, durante la anécdota del doctor y la respuesta
de Joe, el bosque había dado paso a un grupo de chozas dispuestas circularmente
alrededor de un plaza. En su centro se levantaba un único árbol que hizo
exclamar a Joe:
‑Pues si éste lleva cuatro mil años dando semejantes
flores, no me parece algo digno de elogio.
Y señalaba un sicomoro gigantesco, cuyo tronco
desaparecía enteramente bajo un montón de huesos humanos. Las flores a
que se refería Joe eran cabezas recién cortadas, clavadas en la corteza con
puñales.
‑¡El árbol de guerra de los canibales! ‑dijo el
doctor‑. Los indios arrancan el cuero cabelludo, y los africanos toda
la cabeza.
‑Claro, eso depende de la moda de cada país ‑dijo
Joe.
La aldea de las cabezas sangrientas desapareció en el
horizonte, y se presentó entonces otro espectáculo no menos repugnante:
cadáveres medio devorados, esqueletos carcomidos y miembros humanos
desparramados, dejados para pasto de hienas y chacales.
‑Son, sin duda, cuerpos de criminales. Al igual que
en Abisinia, los dejan a merced de los animales carniceros, que los devoran
después de haberlos despedazado.
‑No es mucho más cruel que la horca ‑dijo el
escocés‑. Tan sólo más asqueroso.
‑En las regiones del sur de África ‑repuso el
doctorse encierra a los criminales en su propia choza, con su ganado y
algunas veces con toda su familia, y les prenden
fuego.
‑Eso es, sin duda, una crueldad, pero convengo con
Kennedy en que la horca no es menos bárbara.
Joe, con la excelente vista de que tan buen uso sabía
hacer, distinguió en el horizonte algunas bandadas de aves de
rapiña.
‑Son águilas ‑exclamó Kennedy, tras haberlas
reconocido con su anteojo‑. Unos magníficos pájaros, cuyo vuelo es tan
rápido como el nuestro.
‑¡Llbrenos el cielo de sus ataques! ‑‑dijo el
doctor‑. Para los que viajamos por el aire, son más terribles que las fieras y
las tribus salvajes.
‑¡Bah! ‑respondió el cazador‑. Con unos cuantos tiros
las ahuyentaríamos.
‑Prefiero, amigo Dick, no tener que recurrir a tu
habilidad; el tafetán del globo no resistiría sus picotazos.
Afortunadamente, me parece que nuestra máquina, lejos de atraerlas, las
asusta.
‑Se me ocurre una idea ‑intervino Joe‑. Hoy estoy en
vena, y a cada instante brota de mi cerebro una nueva. Si pudiésemos formar un
tiro de águilas vivas y engancharlas al globo, nos arrastrarían por los
aires.
‑El método ha sido propuesto en serio ‑respondió el
doctor‑, pero me parece poco practicable con animales tan ariscos por
naturaleza.
‑Las adiestraríamos ‑repuso Joe‑. En lugar de
ponerles bocado, las guiariamos por medio de unas anteojeras que les
tapasen los ojos. Tapando uno de los dos, según cuál fuese éste, irían a derecha
o a izquierda, y tapando los dos se detendrían.
‑Permíteme, Joe, preferir un viento favorable a tus
águilas de tiro; su manutención resulta más barata, y es mas
seguro.
‑Se lo permito, señor;, pero no echo la idea en saco
roto.
Era mediodía. Desde hacía un rato, el Victoria
avanzaba a una velocidad más moderada; la tierra ya no huía a sus pies,
simplemente pasaba.
De pronto llegaron a oídos de los viajeros gritos y
silbidos que les hicieron asomarse para ofrecerles un espectáculo
emocionantísimo.
Dos tribus se batían encarnizadamente,
envolviéndose en nubes de flechas. Cegados por el furor de la pelea,
los combatientes no se percataron de la llegada del Victoria. Eran unos
trescientos, habiendo entre ellos algunos que, revolcándose en la sangre de
los heridos, ofrecían un cuadro de lo más nauseabundo.
Al ver el globo, hicieron cesar un momento las
hostilidades. Luego multiplicaron sus aullidos y dispararon algunas flechas
contra la barquilla. Una de ellas pasó tan cerca que Joe la cogió al vuelo con
la mano.
‑¡Pongámonos fuera de tiro! ‑exclamó el doctor
Fergusson‑. No podemos permitirnos ninguna
imprudencia.
Después de la tregua, empezó de nuevo la matanza con
azagayas y hachas; en cuanto un enemigo caía, era instantáneamente decapitado
por su adversario. Las mujeres tomaban parte en la refriega, recogiendo las
ensangrentadas cabezas y apilándolas a ambos extremos del campo de batalla.
A veces se peleaban para quedarse con los asquerosos
trofeos.
‑¡Repugnante escena! ‑exclamó Kennedy con
profundo asco.
‑¡Menuda pandilla! ‑dijo Joe‑. Y sin embargo, si
llevaran uniforme serían como todos los guerreros del
mundo.
‑¡Qué ganas tengo de intervenir en el combate!
‑repuso el cazador, apuntando con su carabina.
‑¡No! ‑respondió al momento el doctor-. ¡No nos
metamos en camisa de once varas! ¿Sabes acaso cuál de los dos bandos tiene razón
para asumir el papel de la Providencia? Huyamos pronto de tan repugnante
espectáculo. Si los grandes capitales pudieran dominar así el escenario de
sus hazañas, acabarían tal vez por perder la afición a la sangre y las
conquistas.
El jefe de una de las tribus se distinguía por una
constitución atlética, unida a una fuerza hercúlea. Con una mano clavaba la
lanza en las compactas filas de sus enemigos, y con la otra descargaba el hacha.
En un momento dado, tiro su ensangrentada azagaya, se precipitó sobre un
herido a quien cortó un brazo de un tajo, cogió el miembro aún palpitante y
empezó a devorarlo.
‑¡Qué horrible bestia! ‑dijo Kennedy‑. ¡No puedo
seguir conteniéndome!
Y el guerrero, herido de un balazo en la frente, cayó
de espaldas.
Al verlo caer, se apoderó de sus guerreros un
profundo estupor. Aquella muerte sobrenatural los dejó helados y
reanimó el ardor de sus adversarios, que les obligaron a abandonar el campo
de batalla.
‑Busquemos más arriba una corriente que nos aleje de
aquí ‑dijo el doctor‑. Este espectáculo me resulta
vomitivo.
Pero, por mucha que fuese la prisa que se dio en
partir, tuvo que ver cómo la tribu victoriosa se precipitaba sobre los
muertos y heridos y se disputaba aquella carne aún caliente, que devoraba con la
mayor ansia.
‑¡Qué asco! ‑dijo Joe‑. ¡Es
nauseabundo!
El Victoria se elevaba a medida que se iba
dilatando. Los aullidos de la horda ebria de sangre lo siguieron algún
tiempo; finalmente, fue impelido hacia el sur y se apartó de aquella escena de
carniceria y antropofagia.
El terreno presentaba accidentes variados, y lo
surcaban numerosos cursos de agua que fluían hacia el este; sin duda eran
tributarlos de esos afluentes del lago Nu o del río de las Gacelas, del cual
Lejean ha hecho detalles realmente curiosos.
Llegada la noche, el Victoria echó el ancla a 270
de longitud y 40 20’ de latitud septentrional, después de una
travesía de ciento cincuenta millas.
XXI
Rumores
extraños. ‑ Un ataque nocturno. ‑ Kennedy y
Joe en el
árbol ‑ Dos disparos. ‑ ¡A mí! ¡A mí! ‑
Respuesta
en francés. ‑ La mañana. ‑ El misionero. ‑
El plan de
salvación
Oscurecía con gran rapidez. El doctor, sin poder
reconocer el terreno, había enganchado el globo a un árbol muy alto, del cual
distinguía a duras penas confusas formas.
Empezó su guardia a las nueve, como tenía por
costumbre, y Dick le relevó a las doce.
‑¡Vigilancia, Dick, mucha vigilancia! ‑recomendó el
doctor.
‑¿Hay alguna novedad?
‑No, pero no puedo asegurar de una manera
positiva dónde nos ha traído el viento, y creo haber oído debajo de
nosotros vagos rumores. Un exceso de prudencia no resultará
perjudicial.
‑Habrás oído los gritos de algunas
fieras.
‑No, me ha parecido otra cosa... En fin, veremos; a
la menor alarma no dejes de despertarnos.
‑Duerme tranquilo.
El doctor, después de haber escuchado de nuevo con la
mayor atención, sin oír nada de particular, se echó sobre su manta y no
tardó en dormirse.
El cielo estaba cubierto de densas nubes, pero ni un
soplo de aire turbaba la tranquilidad de la atmósfera. El Victoria, sujeto con una sola ancla, no
experimentaba oscilación alguna.
Kennedy, acodado en la barquilla de manera que le
permitiese vigilar el soplete, consideraba aquella oscura calma. Interrogaba el
horizonte, y, como suele sucederles a quienes poseen un espíritu inquieto o
previsor, de vez en cuando su mirada creía distinguir vagos
resplandores.
Hasta hubo un momento en que creyó percibir uno muy
claramente a doscientos pasos de distancia; pero no fue más que un destello,
tras el cual no volvió a ver nada.
Era, sin duda, una de esas sensaciones luminosas que
el aparato de la visión se forja en las oscuridades
profundas.
Kennedy se tranquilizó y volvió a abismarse en su
contemplación indecisa, cuando hendió los aires un agudo
silbido.
¿Era el grito de un animal, de algún pájaro
nocturno? ¿Salía de labios humanos?
Kennedy, comprendiendo la gravedad de la
situacion, estuvo a punto de despertar a sus compañeros, pero como, fueren
hombres o animales, no estaban a su alcance, se limitó a comprobar que sus armas
estaban cargadas y, con un anteojo de noche, abismó su mirada en el
espacio.
Creyó vislumbrar debajo de la barquilla ciertas
formas vagas que se deslizaban cuidadosamente hacia el árbol y, al pálido
resplandor de un rayo de luna que se filtró como un relámpago entre dos nubes,
reconoció claramente a un grupo de individuos que se agitaban en la
sombra.
Recordó entonces la aventura de los cinocéfalos y
tocó con la mano al doctor en el hombro.
El doctor se despertó
inmediatamente.
‑Silencio ‑dijo Kennedy‑, hablemos en voz
baja.
‑¿Ocurre algo?
‑Sí; despertemos a Joe.
En cuanto Joe se levantó, el cazador refirió lo que
había visto.
‑¿Otra vez los malditos monos ? ‑dijo
Joe.
‑Es posible; pero debemos tomar
precauciones.
‑Joe y yo ‑dijo Kennedy‑ bajaremos al árbol por la
escala.
‑Y entretanto ‑respondió el doctor‑ yo tomaré mis
medidas para poder ascender rápidamente.
‑De acuerdo.
‑Bajemos ‑dijo Joe.
‑No hagáis uso de las armas mas que en último
extremo; es inútil revelar nuestra presencia en estos
parajes.
Dick y Joe contestaron con un ademán. Se
deslizaron sin ruido hacia el árbol y se colocaron en la horquilla
formada por las dos gruesas ramas donde el ancla había clavado sus
uñas.
Llevaban unos minutos escuchando, sin moverse y casi
sin respirar, entre el follaje, cuando se produjo como un roce en la corteza y
Joe asió la mano del escocés.
‑¿ Oye?
‑Sí; se acerca.
‑¿Será una serpiente? El silbido que ha
oído...
‑¡No! Tenía algo de humano.
‑Prefiero que sean salvajes. Los reptiles me
repugnan.
‑El ruido aumenta ‑repuso Kennedy poco
después.
‑¡Sí! Algo sube, alguno trepa.
‑Vigila este lado; yo me encargó del
otro.
‑Bien.
Se hallaban aislados en la cima de una robusta rama
que arrancaba verticalmente del centro del baobab, que parecía él solo todo un
bosque. La oscuridad, aumentada por el espeso follaje, era profunda; sin
embargo, Joe, indicando a Kennedy la parte inferior del árbol, le dijo al
oído:
‑Negros.
Algunas palabras pronunciadas en voz baja llegaron a
los dos viajeros.
Joe se preparó para disparar.
‑Aguarda ‑dijo Kennedy.
Unos salvajes, en efecto se habían encaramado por el
baobab; brotaban de todas partes, subiendo por las ramas como reptiles, con
lentitud, pero con aplomo; les denunciaban las emanaciones de sus cuerpos,
frotados con una grasa infecta.
No tardaron en aparecer dos cabezas ante Kennedy y
Joe, justo a la altura de la rama que ocupaban.
‑¡Atención! ‑dijo Kennedy‑.
¡Fuego!
La doble detonación retumbó como un trueno y se
extinguió entre gritos de dolor. En un momento, toda la horda había
desaparecido.
Pero en medio de los aullidos había sonado un grito
extraño, inesperado, imposible. De una boca humana salieron estas palabras
pronunciadas en francés: « ¡A mí! ¡A mí! »
Kennedy y Joe, atónitos, volvieron a la barquilla a
toda prisa.
‑¿Habéis oído? ‑les preguntó el
doctor.
‑¡Perfectamente!
‑¡Un francés en manos de esos
bárbaros!
‑¿Un viajero?
‑¡Un misionero tal vez!
‑¡Pobrecillo! ‑exclamó el cazador‑. ¡Lo están
martirizando!
El doctor procuraba en vano ocultar su
emoción.
‑No hay duda ‑dijo‑. Un desdichado francés ha caí do
en manos de esos salvajes. Pero nosotros no partiremos sin haber hecho todo lo
posible por salvarle. Al oí nuestros disparos, habrá pensado en un auxilio
inesperado, en una intervención providencial. No defraudaremos su última
esperanza. ¿No es éste vuestro parecer?
‑No puede ser otro, Samuel, y dispuestos estamos a
obedecerte.
‑En tal caso, idearemos un plan y apenas amanezca
intentaremos liberarlo.
‑Pero ¿cómo lo separaremos de esos miserables
negros? ‑preguntó Kennedy.
‑Es evidente ‑dijo el doctor‑, por la manera que han
tenido de huir, que no conocen las armas de fuego. Debemos, pues,
aprovecharnos de su terror; pero es preciso aguardar la madrugada para
obrar, y urdir nuestro plan de salvamento según la disposición de los
lugares.
‑El desdichado no debe de estar lejos ‑dijo Joe‑,
porque...
~¡A mí! ¡A mí!
‑repitió la voz, más debilitada.
‑¡Los muy bárbaros! ‑exclamó Joe, conmovido‑. ¿Y si
lo matan esta noche?
‑¿Oyes, Samuel? ‑repuso Kennedy, cogiendo la mano del
doctor‑. ¿Y si lo matan esta noche?
‑No es probable, amigos; los pueblos salvajes dan
muerte a sus prisioneros durante el día; necesitan la luz del
sol.
‑¿Y si aprovechara las tinieblas de la noche ‑dijo el
escocés‑, para llegar hasta ese desdichado?
‑¡Le acompaño, señor Dick!
‑¡Deteneos, amigos, deteneos! Vuestra resolución
honra vuestro corazón y vuestro valor; pero nos pondría en peligro a todos
y acabaría de agravar la situación del que queremos
salvar.
‑¿Por qué? ‑replicó Kennedy‑. Los salvajes están
amedrentados y dispersos. No volverán.
‑Dick, te lo suplico, obedéceme; mi objetivo es la
salvación de todos. Si por casualidad te dejases sorprender, estaría todo
perdido.
‑Pero, ese infortunado, ¿qué aguarda, qué
espera?
¡Ninguna voz responde a su voz!... ¡Nadie le socorre!...
¡Debe de creer que le han engañado sus
sentidos, que no ha oído nada!...
‑Se le puede tranquilizar ‑dijo el doctor
Fergusson.
Y en pie, en medio de la oscuridad, formando con las
manos una bocina, gritó con fuerza en la lengua del
extranjero.
‑¡Quienquiera que sea, tenga confianza! ¡Tres
amigos velan por usted!
Le respondió un aullido terrible, que sin duda ahogó
la respuesta del prisionero.
‑¡Le degüellan..., le van a degollar! ‑exclamó
Kennedy‑. ¡Nuestra intervención no habrá servido más que para acelerar la
hora del suplicio! ¡Es preciso actuar!
‑Pero ¿cómo, Dick? ¿Qué pretendes hacer en medio de
esta oscuridad?
‑¡Oh..., si fuese de día! ‑exclamó
Joe.
‑¿Y qué harías si fuese de día? ‑preguntó el doctor,
en un tono singular.
‑Nada más sencillo, Samuel ‑respondió el cazador‑.
Bajaría a tierra y dispersaría a tiros a esa chusma.
‑¿Y tú, Joe? ‑preguntó
Fergusson.
‑Yo, señor, obraría más prudentemente, haciendo
llegar un aviso al prisionero para que huyera en una dirección
convenida.
‑¿Y cómo harías llegar el
aviso?
‑Por medio de esta flecha que he cogido al vuelo, a
la cual ataría una nota o simplemente hablándole en voz alta, puesto que los
negros no comprenden nuestro idioma.
‑Vuestros planes, amigos míos, son impracticables. La
mayor dificultad para ese infortunado seria escaparse, admitiendo que
llegase a burlar la vigilancia de sus verdugos. En cuanto a ti, Dick, con mucha
audacia y valiéndote del terror ocasionado por nuestras armas de fuego, tal
vez tuvieras éxito; pero si tu proyecto fracasase estarías perdido y tendríamos
que salvar a dos personas en lugar de a una. ¡No! Es preciso que todas las
bazas estén a nuestro favor y actuar de otra manera.
‑Pero inmediatamente ‑replicó el
cazador.
‑¡Tal vez! ‑respondió Samuel, insistiendo en esa
palabra.
‑Señor, ¿sería capaz de disipar estas
tinieblas?
‑¿Quién sabe, Joe?
‑¡Ah! Si hiciera una cosa semejante, le proclamaría
el primer sabio del mundo.
El doctor permaneció algunos instantes silencioso y
reflexivo. Sus dos compañeros le miraban con ansiedad, sobreexcitados por
aquella situación extraordinaria. Fergusson no tardó en volver a tomar la
palabra.
‑He aquí mi plan ‑dijo‑. Nos quedan doscientas
libras de lastre, puesto que están aún intactos los sacos que hemos traído.
Supongamos que el prisionero, extenuado evidentemente por los
padecimientos, pesa tanto como cualquiera de nosotros; todavía nos quedarán unas
sesenta libras para arrojar con objeto de subir más
rápidamente.
‑¿Cómo piensas, pues, maniobrar? ‑preguntó
Kennedy.
‑Voy a decírtelo, Dick. Sin duda admitiras que si
recojo al prisionero y me desprendo de una cantidad de lastre igual a su
peso, no habré turbado en lo más mínimo el equilibrio del globo; pero
entonces, si quiero realizar una ascensión rápida para ponerme fuera del
alcance de esa tribu de negros, tendré que recurrir a medios más enérgicos
que el soplete. Pues bien, precipitando el lastre excedente en el momento
requerido, estoy seguro de subir con mucha rapidez.
‑Es evidente.
‑Sí, pero hay un pequeño inconveniente. Después, para
bajar, tendré que perder una cantidad de gas ‑proporcional al exceso de
lastre de que me haya desprendido. Ese gas no tiene precio, pero no se puede
lamentar su pérdida cuando se trata de la salvación de un ser
humano.
‑Tienes razón, Samuel, debemos sacrificarlo todo por
salvarle.
‑Actuemos, pues, y tengamos los sacos preparados en
la barquilla de modo que podamos arrojarlos todos a un mismo
tiempo.
‑Pero, esta oscuridad...
‑Oculta nuestros preparativos y no se disipará hasta
que estén terminados. Procurad tener todas las armas al alcance de la mano. Tal
vez sea preciso hacer fuego, para lo cual disponemos de una bala en la carabina,
cuatro en las dos escopetas y doce en los dos revólveres; en total, diecisiete,
que pueden dispararse en un cuarto de minuto. Aunque quizá no tengamos que
armar tanto escándalo. ¿Preparados?
‑Preparados ‑respondió Joe.
En efecto, los sacos estaban a punto, y las armas
cargadas.
‑Bien ‑dijo el doctor‑. Estad muy alerta. Joe queda
encargado de arrojar el lastre, y Dick de apoderarse de prisionero; pero que no
se haga nada hasta que yo dé la orden. Joe, ve ahora a desenganchar el ancla y
vuelve enseguida a la barquilla.
Joe se deslizó por el cable y reapareció a los pocos
instantes. El Victoria, en libertad, flotaba en el aire, casi
inmóvil.
Durante este tiempo el doctor se aseguró de que
había una cantidad suficiente de gas en la caja de mezcla para alimentar,
en caso necesario, el soplete sin necesidad de recurrir durante algún
tiempo a la acción de la pila de Bunsen. Quitó los dos hilos conductores
perfectamente aislados que servían para descomponer el agua; luego, tras
registrar su bolsa de viaje, sacó de ella dos pedazos de carbón terminados
en punta y los fijó en el extremo de cada hilo.
Sus dos amigos le miraban sin comprender lo que
hacía, pero callaban. Cuando el doctor hubo terminado su trabajo, se colocó en
pie en medio de la barquilla, cogió un carbón en cada mano y acercó una
punta a la otra.
De repente, un resplandor intenso y deslumbrador, que
no podían resistir los ojos, se produjo entre las dos puntas de carbón, y un haz
inmenso de luz eléctrica disipó la oscuridad de la
noche.
‑¡Oh, señor! ‑exclamó Joe.
‑¡Silencio! ‑ordenó el doctor.
El haz de
luz. ‑ El misionero. ‑ Rapto en un rayo de
luz. ‑ El
sacerdote lazarista. ‑ Poca esperanza. ‑
Cuidados
del doctor. ‑ Una vida de abnegación. ‑ Paso
de un
volcán
Fergusson dirigió a varios puntos del espacio su
poderoso rayo de luz y lo detuvo en un lugar de donde partían gritos de
asombro; sus compañeros lanzaron hacia allí una ansiosa
mirada.
El baobab sobre el cual el Victoria se mantenía casi inmóvil, se
hallaba en el centro de un raso. Entre campos de sésamo y de caña de azúcar,
unas cincuenta chozas, bajas y cónicas, alrededor de las cuales hormigueaba una
numerosa tribu.
A cien pies debajo del globo descollaba un poste,
junto al cual yacía una criatura humana, un joven de apenas treinta años,
con largos cabellos negros, medio desnudo, flaco, ensangrentado, cubierto
de heridas y con la cabeza inclinada sobre el pecho, como Cristo
crucificado. Algunos cabellos más cortos en la coroniua indicaban aún
la existencia de una tonsura casi desaparecida.
‑¡Un misionero! ¡Un sacerdote! ‑exclamó
Joe.
‑¡Pobre desdichado! ‑respondió el
cazador.
‑¡Lo salvaremos, Dick! ‑dijo el doctor‑. ¡Lo
salvaremos!
Aquella caterva de negros, al ver el globo, semejante
a una enorme cometa con una cola de deslumbradora luz, experimentó, como era
natural, un sobresalto indescriptible. Al oír sus gritos, el prisionero
levantó la cabeza. Brilló rápidamente en sus ojos la luz de la esperanza,
y, sin comprender lo que pasaba, tendió los brazos hacia sus inesperados
libertadores.
‑¡Vive, vive! ‑exclamó Fergusson‑. ¡Loado sea Dios!
¡Esos salvajes se hallan abismados en un magnífico espanto! ¡Lo salvaremos!
¿Estáis preparados, amigos?
‑Sí, Samuel.
‑Joe, apaga el soplete.
La orden del doctor fue ejecutada. Un vientecillo
casi imperceptible empujaba suavemente al Victoria encima del prisionero, al
mismo tiempo que, con la contracción del gas, descendía insensiblemente.
Quedó flotando en medio de las luminosas ondas por espacio de diez minutos.
Fergusson envolvió a la muchedumbre en el haz centelleante que proyectaba a
trechos manchas de luz, muy rápidas y vivas. La tribu, bajo el dominio de un
indescriptible terror, desaparecio poco a poco en el fondo de las chozas,
sin quedar ningún negro alrededor del poste. El doctor había acertado al contar
con la aparición fantástica del Victoria, que proyectaba rayos de sol en
aquella intensa oscuridad.
La barquilla se acercó a tierra. Algunos negros, sin
embargo, más audaces que los otros y comprendiendo que se les escapaba su
víctima, aparecieron de nuevo lanzando espantosos gritos. Kennedy cogió su
escopeta, pero el doctor no quiso que la disparase.
El sacerdote, de rodillas, sin fuerzas ya para
tenerse en pie, ni siquiera estaba atado al poste, pues su debilidad hacía
innecesarias las cuerdas. En el momento en que la barquilla llegó cerca del
suelo, el cazador, soltando su arma, tomó al sacerdote en brazos y lo subió
al globo; al mismo tiempo Joe arrojaba, todas a la vez, las doscientas libras de
lastre.
El doctor contaba con subir rápidamente, pero,
contra todas sus previsiones, el globo, después de haberse elevado unos
cuatro pies, permanecio inmóvil.
‑¿Quién nos sujeta? ‑exclamó con acento de
terror.
Algunos salvajes acudían lanzando feroces
aullidos.
‑¡Oh! ‑exclamó Joe, asomándose‑. ¡Uno de esos
malditos negros se ha colgado a la barquilla!
‑¡Dick! ¡Dick! ‑exclamó el doctor‑. ¡La caja del
agua!
Dick comprendió la intención de su amigo y,
levantando una de las cajas de agua, que pesaba más de cien libras, la
arrojó por la borda.
El Victoria, descargado de aquel lastre, subió
bruscamente trescientos pies en medio de los rugidos de la tribu, cuyo
prisionero se evadía envuelto en una luz
resplandeciente.
‑¡Hurra! ‑gritaron
los dos compañeros del doctor.
El globo dio de repente un nuevo salto, que le hizo
alcanzar una altura de más de mil pies.
‑¿Qué sucede? ‑preguntó Kennedy, a punto de
perder el equilibrio.
‑¡Nada! Es ese pícaro, que se ha desasido de la
barquilla ‑respondió tranquilamente Samuel Fergusson.
Y Joe, asomándose rápidamente, pudo aún
distinguir al salvaje girar en el espacio con los brazos extendidos, y
estrellarse al llegar a tierra. El doctor separó entonces los dos hilos
eléctricos, y todo quedó abismado en una oscuridad profunda. Era la una de la
noche.
El francés, que se había desmayado, abrió por fin los
ojos.
‑Está usted a salvo ‑le dijo el
doctor.
‑¡A salvo! ‑repitió él en inglés, con una melancólica
sonrisa‑. ¡A salvo de una muerte cruel! Les doy las gracias, hermanos, pero
tengo los días contados, contadas las horas. Me queda muy poco tiempo de
vida.
Y el misionero, exhausto, cayó en una especie de
sopor.
‑Se muere ‑exclamó Dick.
‑No, no ‑respondió Fergusson, inclinándose sobre él‑,
pero está muy débil. Acostémosle bajo la tienda.
Y, con gran suavidad, tendieron sobre las mantas
aquel pobre cuerpo demacrado, cubierto de cicatrices y heridas de las que aún
brotaba sangre, aquel cuerpo en que el hierro y el fuego habían dejado muchas y
muy dolorosas huellas. El doctor convirtió un pañuelo en hilas, que aplicó
sobre las llagas después de haberlas lavado con la delicadeza de un diestro
médico; luego tomó de su botiquin un estimulante y vertió algunas gotas en los
labios del sacerdote.
Éste abrió con dificultad la boca y apenas tuvo
fuerzas para decir:
‑¡Gracias! ¡Gracias!
El doctor comprendió que el enfermo necesitaba
descansar, por lo que corrió las cortinas de la tienda y volvió a tomar la
dirección del globo.
Teniendo en cuenta el peso del nuevo huésped, el
globo había sido liberado de casi ciento ochenta libras de lastre, y por
consiguiente, se mantenía sin ayuda del soplete. Al rayar el día, una corriente
lo impelió con suavidad hacia el oeste‑noroeste. Fergusson fue a examinar
al sacerdote aletargado.
‑¡Ojalá podamos conservar la vida de este
companero que el Cielo nos ha enviado! ‑exclamó el cazador‑. ¿Tienes alguna
esperanza?
‑Sí, Dick. A base de cuidados y con este aire tan
puro...
‑¡Cuánto ha sufrido el infeliz! ‑dijo Joe, muy
conmovido‑. ¿Saben que ha acometido empresas más atrevidas que las
nuestras, viniendo solo a visitar estos pueblos?
‑¿Quién lo duda? ‑repuso el
cazador.
Durante todo el día, no quiso el doctor que se
interrumplese el sueño del enfermo, a pesar de que aquel sueño era un largo
sopor, entrecortado por quejidos que no dejaban de inspirar a Fergusson serias
inquietudes.
Al llegar la noche, el Victoria permanecía
estacionario en medio de la oscuridad, y en tanto que Joe y Kennedy se
relevaban junto al enfermo, Fergusson velaba por la seguridad de
todos.
Al día siguiente por la mañana, el Victoria
había derivado algo hacia el oeste. El día se anunciaba puro y magnífico.
El enfermo pudo llamar a sus nuevos amigos con una voz más clara. Éstos
levantaron las cortinas de la tienda, y el sacerdote aspiró con placer el aire
fresco de la mañana.
‑¿Cómo se encuentra? ‑le preguntó
Fergusson.
‑Mejor, creo ‑respondió él‑. ¡Pero, mis buenos
amigos, no les he visto más que como las imágenes que aparecen en un
sueño! ¡Apenas soy consciente de lo que ha pasado! Díganme sus nombres para que
no los olvide en mis últimas oraciones.
‑Somos viajeros ingleses ‑respondió Samuel‑.
Intentamos atravesar África en globo, y durante nuestra travesía hemos
tenido la suerte de salvarle.
‑La ciencia tiene sus héroes ‑dijo el
misionero.
‑Pero la religión tiene sus mártires ‑respondió el
escocés.
‑¿Es usted misionero? ‑preguntó el
doctor.
‑Soy un sacerdote de la misión de los lazaristas. El
Cielo les ha enviado, ¡loado sea Dios! ¡El sacrificio de mi vida estaba hecho!
Pero, ustedes vienen de Europa. ¡Háblenme de Europa, háblenme de Francia! No he
recibido en cinco años ni una sola noticia.
‑¡Cinco años solo entre esos salvajes! ‑exclamó
Kennedy.
‑Son almas que hay que rescatar ‑dijo el joven
sacerdote‑. Hermanos ignorantes y bárbaros a quienes sólo la religión puede
civilizar e instruir.
Samuel Fergusson, para complacer al misionero, le
habló mucho de Francia.
Éste le escuchaba con atención, y las lágrimas
humedecían sus ojos. El desdichado joven estrechaba sucesivamente las
manos de Kennedy y las de Joe entre las suyas, ardientes a causa de la
fiebre. El doctor le preparó algunas tazas de té, que bebió con fruicion;
entonces se sintió con fuerzas para incorporarse un poco y sonreír, viéndose
mecido en un cielo tan puro.
‑Son audaces viajeros ‑dijo‑, y el éxito coronará su
atrevida empresa; volverán a ver a sus parientes y amigos, regresarán a su
patria...
Pero la debilidad del joven sacerdote aumentó tanto
que fue preciso acostarlo de nuevo. Una postración que duró algunas horas le
tuvo como muerto entre las manos de Fergusson, el cual se sentía
profundamente conmovido. Veía que aquella existencia se extinguía. ¿Tan
pronto iba a perder a la víctima que habían arrancado del suplicio? Curó de
nuevo las horribles úlceras del mártir y sacrificó la mayor parte de su
provisión de agua para refrescar sus ardientes miembros. Le dedicó la atención
más tierna e inteligente. El enfermo renacía poco a poco entre sus brazos, y
recobraba el sentimiento, ya que no la vida.
El doctor sorprendió su historia entre sus palabras
entrecortadas.
‑Hable su lengua materna ‑le había dicho‑. Le
fatigara menos y yo la comprendo perfectamente.
El misionero era un humilde joven bretón, nacido en
la aldea de Aradón, en pleno Morbihan. Emprendió por vocación la carrera
eclesiástica, pero a esa vida de abnegacion quiso anadir una vida de peligro,
para lo cual ingresó en la orden de misioneros fundada por el glorioso san
Vicente de Paúl. A los veinte años pasó de su país a las playas
inhospitalarias de África. Y desde allí, poco a poco, superando obstáculos,
desafiando privaciones, andando y orando, avanzó hasta el seno de las tribus que
pueblan los afluentes del Nilo superior. Por espacio de dos años fue rechazada
su religión, desconocido su celo, despreciada su caridad. Cayó prisionero de una
de las más crueles tribus de Nyambara, que le trató de una manera horrible.
Él, sin embargo, seguía enseñando, instruyendo, orando. Derrotada aquella tribu
en uno de sus frecuentes combates con otras igualmente crueles, el
misionero fue dado por muerto y abandonado. Entonces, en lugar de volver sobres
sus pasos, continuó su peregrinación evangélica. Durante una temporada le
tuvieron por loco, y aquélla fue la más tranquila de su vida. Se familiarizó con
los idiomas de aquellas comarcas y siguió catequizando. Recorrió
aquellas bárbaras regiones durante dos años más, empujado por esa fuerza
sobrehumana que viene de Dios. Un año hacía que su celo evangélico le había
llevado a una tribu de nyam‑nyam llamada Barafri, que es una de las más
salvajes. La inesperada muerte de su jefe, acaecida hacía unos días, le
había sido achacada a él, por lo que se decidió inmolarlo. Cuarenta horas hacía
que duraba su suplicio, que, como el doctor había supuesto, debía terminar
con la muerte al día siguiente a las doce. Cuando oyó las detonaciones de las
armas de fuego, sintió reaccionar en él el instinto de conservación y
gritó: « ¡A mí! ¡A mí! » Y creyó soñar cuando una voz venida de lo alto le
dirigió palabras de consuelo.
‑¡No siento morir! ‑añadió‑. Mi vida es de Dios, y
Dios dispone de ella.
‑Espere ‑le respondió el doctor‑, estamos a su lado y
le salvaremos de la muerte igual que le hemos liberado del
suplicio.
‑No Pido tanto al Cielo ‑respondió el sacerdote,
resignado‑. ¡Bendito sea Dios por haberme concedido, antes de morir, la
dicha de apretar manos amigas y oír la lengua de mi país!
El misionero se sintió desfallecer nuevamente, y el
día transcurrió entre la esperanza y la zozobra. Kennedy estaba muy
conmovido, y Joe volvía la cabeza para ocultar sus
lágrimas.
El Victoria avanzaba poco, y el viento parecía
acunar su preciosa carga.
A la caída de la tarde, Joe distinguió hacia el oeste
un resplandor inmenso. Bajo latitudes más elevadas se hubiera tomado aquel
resplandor por una aurora boreal. El cielo parecía una hoguera. El doctor
examinó con atención el fenómeno.
‑No puede ser más que un volcán en actividad
‑dijo.
‑Pues el viento nos lleva hacia él ‑replicó
Kennedy.
‑Tranquilízate. Pasaremos a una altura
considerable.
Tres horas después, el Victoria se hallaba
rodeado de montañas. Su posición exacta era 250 15’ de longitud y
40 42’ de latitud. Tenía delante un cráter que vomitaba torrentes de
lava derretida y arrojaba a gran altura enormes peñascos. Había arroyos de
fuego líquido que se despeiíaban formando cascadas deslumbradoras. El
espectáculo era magnífico, pero peligroso, porque el viento, con una
fijeza constante, impelía el globo hacia aquella atmósfera
incendiada.
Preciso era salvar aquel obstáculo, ante la
imposibilidad de dejarlo a un lado. La espita del soplete fue abierta
por completo, y el Victoria subió a una altura de seis mil pies, dejando
entre el volcán y él un espacio de más de trescientas
toesas.
Desde su lecho de dolor, el sacerdote moribundo pudo
contemplar aquel cráter del que se escapaban con estrépito mil haces
resplandecientes.
‑¡Qué hermoso espectáculo! ‑dijo‑. ¡Cuán infinito es
el poder de Dios hasta en sus más terribles
manifestaciones!
Aquella inmensa
explosión de lava en ignicion cubría las laderas de la montaña con un
verdadero tapiz de llamas. El hemisferio inferior del globo resplandecía en la
noche, y un calor tórrido subía hasta la barquilla. El doctor Fergusson decidió
que era preciso huir pronto de aquella atmósfera
peligrosa.
Hacia las diez de la noche, la montaña no era más que
un punto rojo en el horizonte y el Victoria proseguía tranquilamente su
viaje por una zona menos elevada.
XXIII
Cólera de
Joe. ‑ La muerte de un justo. ‑ Velatorio del
cadáver. ‑
Arzidez. ‑ El entierro. ‑ Los trozos de
cuarzo. ‑
Fascinación de Joe. ‑ Un lastre precioso. ‑
Localización de las montañas auríferas. ‑ Principio
de
desesperación de Joe
La noche tendió sobre la tierra el más magnífico de
sus mantos. El sacerdote se durmió, sumido en una postración
pacífica.
‑¡No volverá en sí! ‑dijo Joe‑. ¡Pobre joven!
¡Treinta años apenas!
‑¡Morirá en nuestros brazos! ‑dijo el doctor con
desesperación ‑. Su respiración se debilita mas y mas, y nada puedo hacer
yo para salvarle.
‑¡Malvados! ‑exclamó Joe, que sentía de vez en cuando
arrebatos de cólera‑. ¡Cuando pienso que el infeliz aún ha tenido palabras
para compadecerles, para excusarles y para perdonarles ...
!
‑El Cielo le concede una hermosa noche, Joe, tal vez
su última noche. Ya no sufrirá mucho; su muerte no será más que un pacífico
sueño.
El moribundo pronunció algunas palabras
entrecortadas y el doctor se acercó a él. La respiración del enfermo
se hacía difícil; el joven pedía aire. Levantaron enteramente las cortinas,
y él aspiró con deleite la ligera brisa de aquella noche clara; las estrellas le
dirigían su temblorosa luz, y la luna le envolvía en el blanco sudario de
sus rayos.
‑¡Amigos míos ‑dijo con voz débil‑ me muero! ¡Que el
Dios que recompensa les conduzca a puerto! ¡Que les pague por mí mi deuda de
reconocimiento!
‑No pierda la esperanza ‑le respondió Kennedy‑. Lo
que siente no es más que un abatimiento pasajero. ¡No va a morir! ¿Se puede
morir en una noche de verano tan hermosa?
‑¡La muerte está aquí! ‑respondió el misionero‑. ¡Lo
sé! ¡Déjenme mirarla a la cara! La muerte, principio de la eternidad, no es mas
que el fin de las tribulaciones de la tierra. ¡Pónganme de rodillas, hermanos,
se lo suplico!
Kennedy lo levantó. Lástima daba ver aquellos
miembros sin fuerza que se doblaban bajo su propio peso.
~¡Dios mío! ¡Dios mío! ‑exclamó el apóstol
moribundo‑. ¡Ten piedad de mí!
Su semblante resplandeció. Lejos de la tierra cuyas
alegrías no había conocido jamás, en medio de una noche que le enviaba sus
más suaves claridades, en el camino del cielo hacia el cual se elevaba en
una ascensión milagrosa, parecía ya revivir una nueva
existencia.
Su último movimiento fue una bendicion suprema a sus
amigos de un día. Después cayó en brazos de Kennedy, cuyo semblante estaba
inundado de lágrimas.
‑¡Muerto! ‑exclamó el doctor, inclinándose sobre él‑.
¡Muerto! ‑Y los tres amigos se arrodillaron a la vez para orar en voz baja‑.
Mañana por la mañana ‑dijo después Fergusson‑ le daremos sepultura en esta
tierra de África regada con su sangre.
Durante el resto de la noche, el doctor, Kennedy y
Joe velaron sucesivamente el cadáver, y ni una sola palabra turbó su
religioso silencio. Los tres derramaban abundantes
lágrimas.
Al día siguiente el viento venía del sur, y el
Victoria avanzaba lentamente sobre una vasta meseta montañosa,
sembrada de cráteres apagados y yermas hondonadas, sin una gota de agua en
sus áridas crestas. Montones de rocas, cantos rodados y margueras blanquecinas
denotaban una esterilidad profunda.
Hacia mediodía, el doctor, para sepultar el cadáver,
resolvió bajar a una hondonada, en medio de rocas plutónicas de formación
primitiva. Tenía que buscar un refugio en las montañas circundantes para
llegar a tierra, pues no había ni un solo árbol donde poder enganchar el
ancla.
Sin embargo, tal como le había explicado a
Kennedy, el lastre de que se desprendiera para salvar al sacerdote no
le permitía ahora descender sin desprenderse de una cantidad proporcional de
gas, por lo que tuvo que abrir la válvula del globo exterior. El hidrógeno
salió, y el Victoria bajó tranquilamente hacia la
hondonada.
Apenas la barquilla llegó al suelo, el doctor cerró
la válvula; Joe saltó a tierra y, agarrándose con una mano a la barquilla, con
la otra recogió los pedruscos necesarios para reemplazar su peso; entonces,
quedándose ya libre de las dos manos, pudo en muy poco tiempo meter en la
barquilla más de quinientas libras de piedras, que permitieron al doctor y
a Kennedy desembarcar a su vez, sin que la fuerza ascensional del globo fuese
suficiente para levantarlo.
No se necesitaron para mantener el equilibrio del
Victoria tantas piedras como pudiera presumirse, ya que las recogidas por
Joe pesaban extraordinariamente, lo cual llamó la atención del doctor. El suelo
estaba completamente sembrado de cuarzo y de rocas
porfídicas.
«He aquí un singular descubrimiento», se dijo
mentalmente, mientras a pocos pasos de distancia Kennedy y Joe escogían un
sitio a propósito para abrir la fosa.
Aquel barranco encajonado era como una especie de
horno donde hacía un calor insoportable. Los abrasadores rayos del sol de
mediodía caían a plomo.
Fue preciso limpiar el terreno de los fragmentos de
roca que lo cubrían; luego cavaron un hoyo bastante profundo para poner el
cadáver fuera del alcance de las fieras.
Allí depositaron con respeto los restos mortales del
mártir. Luego le echaron tierra encima y formaron con rocas una especie de
tumba. El doctor, sin embargo, permanecía inmóvil y abismado en sus
reflexiones. No oía la llamada de sus compañeros ni buscaba una sombra para
guarecerse del calor del día.
‑¿En qué piensas, Samuel? ‑le preguntó
Kennedy.
‑En un extraño contraste de la naturaleza, en un
singular efecto del azar. ¿Sabéis en qué tierra ha encontrado su sepultura
ese hombre abnegado y pobre por vocación?
‑¿Qué quieres decir, Samuel? ‑preguntó el
escocés.
‑¡Ese sacerdote, que había hecho voto de pobreza,
reposa ahora en una mina de oro!
‑¡Una mina de oro! ‑exclamaron Kennedy y
Joe.
‑Una mina de oro ‑respondió tranquilamente el
doctor‑. Las piedras que pisáis como si careciesen de valor son mineral de
una gran pureza.
‑¡Imposible! ílmposible! –repitió
Joe.
‑Si escarbarais en estas hendiduras de esquisto
arcilloso, no tardaríais mucho en encontrar pepitas
importantes.
Joe se precipitó como un loco sobre aquellos
fragmentos dispersos, y Kennedy no estuvo lejos de
imitarle.
‑Cálmate, mi buen Joe ‑le dijo su
señor.
‑Señor, eso es muy fácil de
decir.
‑¡Cómo! Un filósofo de tu
temple...
‑No, señor; no hay filosofía que
valga.
‑¡Veamos! Reflexiona un poco. ¿De qué nos serviría
toda esta riqueza? No podemos llevárnosla.
‑¿No podemos llevárnosla? ¿Por qué
no?
‑Pesa demasiado para nuestra barquilla. No quería
participarte este descubrimiento por miedo a excitar tu
codicia.
‑¡Cómo! ‑dijo Joe-. ¡Abandonar estos tesoros! ¡Una
fortuna que es nuestra, muy nuestra, y
desperdiciarla!
‑¡Cuidado, amigo! ¿Se habrá apoderado de ti la
fiebre del oro? ¿Acaso ese muerto que acabamos de enterrar no te ha
enseñado el valor de las cosas humanas?
‑Es cierto ‑respondió Joe‑. ¡Pero el oro es oro! ¿No
me ayudará señor Kennedy, a recoger unos cuantos
millones?
‑¿Qué haríamos con ellos, mi pobre Joe? ‑dijo el
cazador, sin poder dejar de sonreír‑. No hemos venido aquí a hacer fortuna
y debemos volver sin ella.
‑Los millones pesan mucho ‑repuso el doctor‑, y no se
meten en el bolsillo tan fácilmente.
‑De todas formas ‑respondió Joe, acorralado en sus
últimas trincheras‑, ¿no podemos, en lugar de arena, cargar este mineral como
lastre?
‑Consiento en ello ‑dijo Fergusson‑. Pero
avinagrarás mucho el gesto cuando tengamos que desprendernos de
algunos miles de libras.
‑¡Miles de libras! –repuso Joe‑. ¿Es posible que esto
sea oro?
‑Sí, amigo mío, es un depósito donde la naturaleza ha
acumulado sus tesoros por espacio de siglos, y hay suficiente para enriquecer
países enteros. Una Australia y una California reunidas en el fondo de un
desierto.
‑¿Y no se aprovechará nada?
‑¡Tal vez! En cualquier caso, haré algo para
consolarte.
‑Difícil será ‑replicó Joe, contrito y
mustio.
‑Tomaré la situación exacta de este sitio y te la
daré. Al regresar a Inglaterra, tú la darás a conocer a tus conciudadanos,
si crees que tanto oro puede hacerlos felices.
‑Veo, señor, que tiene razón. Me resigno, ya que no
puedo hacer otra cosa. Llenemos la barquilla de este precioso mineral, y lo que
quede a la conclusión de nuestro viaje, eso ganaremos.
Y Joe puso manos a la obra con tanto afán que no
tardó en reunir casi mil libras en fragmentos de cuarzo, dentro del cual se
halla encerrado el oro como en una ganga de gran dureza.
El doctor sonreía y le dejaba hacer mientras él
realizaba su estima, de la cual resultó que la mina que servía de tumba al
misionero se hallaba a 220 23’ de longitud y 40 55” de
latitud septentrional.
Después, dirigiendo una última mirada al montículo de
tierra bajo el cual descansaba el cuerpo del pobre francés, volvió a la
barquilla.
Hubiera querido poner una tosca y modesta cruz sobre
a aquella tumba abandonada en medio de los desiertos de África, pero no
había en las cercanías ni un miserable arbusto.
‑Dios la reconocerá ‑dijo.
Una preocupación bastante seria ocupaba también la
mente de Fergusson. El doctor habría dado todo aquel oro por hallar un poco de
agua con que reemplazar la que había echado con la caja cuando el negro se
colgó de la barquilla. Pero eso era imposible en aquellos terrenos áridos, lo
que le tenía muy inquieto. Obligado a alimentar incesantemente el soplete,
empezaba a escasear la destinada a beber, y se propuso no desperdiciar
ninguna ocasión de renovar su reserva.
Al volver a la barquilla, la encontró casi
enteramente ocupada por las piedras del ávido Joe. No dijo, sin embargo,
una palabra. Kennedy ocupó también su sitio habitual, y Joe los siguió a
ambos, no sin dirigir una mirada codiciosa a los tesoros que quedaban en el
barranco.
El doctor encendió el soplete; el serpentín se
calentó, la corriente de hidrógeno se estableció a los pocos minutos y el
gas se dilató; sin embargo, el globo permaneció
inmóvil.
Joe le veía actuar con inquietud y no decía esta boca
es mía.
‑Joe ‑dijo el doctor.
Joe no respondió.
‑¿Me oyes,
Joe?
Joe dio a entender que oía, pero que no quería
comprender.
‑¿Quieres hacerme el favor ‑repuso Fergusson‑ de
arrojar algunas piedras?
‑Pero, señor, usted me ha
permitido...
‑Te he permitido reemplazar el lastre, eso es
todo.
‑Sin embargo...
‑¿Acaso pretendes que nos quedemos eternamente en
este desierto?
Joe dirigió una mirada de desesperación a Kennedy,
pero éste se encogió de hombros dándole a entender que era preciso
resignarse.
‑¿Y bien, Joe?
‑¿Es que no funciona el soplete? ‑insistió el
muchacho con obstinación.
‑Está encendido, ¿no lo ves? Pero el globo no se
elevará mientras no lo aligeres un poco.
Joe se rascó una oreja, cogió un pedazo de cuarzo, el
menor de cuantos había, lo sopesó una y otra vez y, por fin, lo arrojó con la
mayor repugnancia. Pesaría una tres o cuatro libras.
El Victoria permaneció
inmóvil.
‑¿Todavía no subimos?
‑Todavía no ‑respondió el doctor‑. Sigue echando
lastre.
Kennedy se reía. El joven tiró unas diez libras más
pero el globo seguía sin moverse. Joe se puso pálido.
‑Mi querido muchacho ‑dijo Fergusson‑, Dick, tú y yo
pesamos, si no me equivoco unas cuatrocientas libras; es preciso, por
consiguiente, que nos desprendamos de un peso igual al
nuestro.
‑¡Echar cuatrocientas libras! ‑exclamó Joe,
aterrorizado.
‑Y algo más, si hemos de subir.
¡Ánimo!
El digno muchacho, exhalando profundos suspiros,
empezó a echar lastre. De vez en cuando se detenía.
‑¡Subimos! ‑exclamaba.
‑No subimos ‑le respondía invariablemente el
doctor.
‑Ya se mueve ‑decía unos instantes
después.
‑Sigue echando ‑repetía
Fergusson.
‑¡Sube! Estoy seguro de ello.
‑Sigue echando ‑replicaba
Kennedy.
Entonces, Joe, cogiendo con desesperacion un
último pedrusco, lo arrojó fuera de la barquilla. El Victoria se
elevó unos cien pies y, con ayuda del soplete, no tardó en alejarse de las
cumbres de las montañas circundantes.
‑Ahora, Joe ‑dijo el doctor‑, si conseguimos
conservar esta provisión de lastre hasta la conclusión del viaje, te
quedará una buena fortuna y serás rico el resto de tu
vida.
Joe no respondió una palabra y se tumbó sobre su
lecho mineral.
‑Ya ves, mi querido Dick ‑prosiguió el doctor
Fergusson‑, el poder que ejerce ese metal en un buen sujeto como Joe.
¡Cuántas pasiones, cuán sórdidas avaricias, qué crímenes tan atroces engendraría
el conocimiento de una mina semejante! Resulta realmente
triste.
Por la noche, el Victoria había avanzado noventa millas
al oeste y se encontraba a mil cuatrocientas millas de Zanzíbar en línea
recta.
XXIV
El viento
cesa. ‑ Las inmediaciones del desierto. ‑ El
inventario
de la provisión de agua. ‑ Las noches del
ecuador. ‑
Inquietudes de Samuel Fergusson. ‑ La
verdadera
situación. ‑ Enérgicas respuestas de Kennedy
y Joe. ‑
Otra noche
El Victoria,
sujeto a un árbol solitario y casi seco, pasó una noche absolutamente
tranquila. Los viajeros, abrumados por los tristes recuerdos de los últimos
días, pudieron conciliar el sueño que tanto necesitaban.
Al amanecer, el cielo recobró su brillante limpidez y
su calor. El globo se elevó por los aires, y tras varias tentativas
infructuosas, encontró una corriente que, aunque poco rápida, le impelió hacia
el noroeste.
‑No adelantamos nada ‑dijo el doctor‑. Si no me
equivoco en cosa de diez días hemos realizado la mitad de nuestro viaje; pero,
al paso que vamos, necesitaremos meses para llegar a su término. Y, teniendo en
cuenta que empieza a escasear el agua, la cuestión resulta bastante
fastidiosa.
‑Encontraremos agua ‑respondió Dick‑; es
imposible que en un‑país tan extenso no haya algún río, algún arroyo o
algún estanque.
‑Así lo deseo.
‑¿No será el cargamento de Joe el que retarda
nuestra marcha?
Kennedy, al hablar así, quería ver la cara que ponía
el muchacho y divertirse a su costa, como si a él no se le hubiesen ido también
los ojos tras el oro, aunque supo ocultar a tiempo su
codicia.
Joe le dirigió una mirada suplicante. El doctor no
estaba de humor para chanzas, pensando únicamente con secreto terror en las
inmensas soledades del Sáhara, en el que las caravanas pasan semanas enteras sin
encontrar un pozo donde apagar la sed devoradora. Examinaba con la
mayor atención todas las depresiones de la tierra.
Estas precauciones y los últimos incidentes habían
modificado de una manera sensible la disposición de ánimo de los tres viajeros.
Hablaban menos y se quedaban más absortos en sus propios
pensamientos.
El digno Joe no era el mismo hombre desde que su
mirada se había sumergido en un océano de oro. Guardaba silencio y miraba
con avidez las piedras amontonadas en la barquilla, que, aunque en aquel
momento carecían de valor, lo adquirirían más
adelante.
Además, el aspecto de aquella parte de África era
inquietante. Empezaba el desierto. No se veía ni una aldea, ni un grupo
insignificante de chozas. La vegetación languidecía. Distinguíanse apenas
unas cuantas plantas sin fuerza para desarrollarse, como en los terrenos
brezosos de Escocia, algunas arenas blanquecinas y piedras calcinadas,
algunos lentiscos y matorrales espinosos. En medio de aquella esterilidad,
el rudimentario armazón del planeta aparecía en forma de agudas y afiladas
aristas de roca. Aquellos síntomas de aridez daban mucho que pensar al doctor
Fergusson.
No parecía que caravana alguna hubiese cruzado
jamás aquella comarca desierta. No se vislumbraba ningún vestigio de
campamento, ni blancas osamentas de hombres o animales. ¡Nada! Y todo indicaba
que un arenal inmenso sucedería a aquella región desolada.
Sin embargo, no se podía retroceder. Había que
seguir adelante, y el doctor no aspiraba a otra cosa. Hubiera deseado
una tempestad que lo alejase de aquella región. ¡Y ni una nube en el cielo!
Al final de la jornada el Victoria apenas había avanzado treinta
millas.
¡Si no hubiese
escaseado el agua! ¡Pero no quedaban más que tres galones en total! Fergusson
separó uno destinado a apagar la ardiente sed que un calor de 900 [L21] hacía insoportable. Quedaban, pues, dos galones para
alimentar el soplete, los cuales no podían producir más que cuatrocientos
ochenta pies cúbicos de gas, y como el soplete consumía unos nueve pies cúbicos
por hora, sólo había gas suficiente para cincuenta y cuatro horas. El cálculo
era rigurosamente matemático.
‑¡Cincuenta y cuatro horas! ‑dijo a sus
compañeros‑. Y como estoy totalmente resuelto a no viajar durante la
noche para no exponerme a pasar por alto un arroyo, un manantial o un pantano,
nos quedan tres días y medio de viaje, durante los cuales es preciso encontrar
agua a toda costa. He creído, anugos mios, que es mi deber poner en vuestro
conocimiento esta grave situación, pues no reservo más que un solo galón para
apagar nuestra sed y forzoso será que nos sometamos a una ración
severa.
‑Como quieras ‑respondió el cazador‑, pero aún no ha
llegado el momento de entregarnos a la desesperación. ¿No has dicho que
todavía nos queda agua para tres días?
‑Sí, amigo Dick.
‑Pues bien, como nuestros lamentos serían inútiles,
dentro de tres días tomaremos una decision; entretanto, redoblemos la
vigilancia.
En la cena de aquel mismo día se midió
estrictamente el agua. Verdad es que se aumentó la cantidad de aguardiente
en los grogs, pero había que desconfiar de aquel licor, mas propio para aumentar
la sed que para apagarla.
La barquilla
descansó durante la noche sobre una inmensa meseta que presentaba una
depresión considerable. Su altura era apenas de ochocientos pies sobre el
nivel del mar. Esta circunstancia hizo concebir alguna esperanza al doctor,
recordándole la presunción de los geógrafos acerca de la existencia de una vasta
extensión de agua en el centro de África. Pero aun en el supuesto de que el lago
existiese, había que llegar a él, y no se producía modificación alguna en
aquel cielo inmóvil.
A la noche, apacible y magníficamente estrellada, le
sucedieron los ardientes rayos de sol de un día inmutable. La temperatura
fue abrasadora desde que rayó el alba. A las cinco de la mañana, el doctor dio
la señal de marcha, y durante bastante tiempo el Victoria permaneció
estancado en una atmósfera de plomo.
El doctor habría podido librarse de aquel calor
intenso elevándose a zonas superiores, pero hubiera tenido que
consumir una cantidad mayor de agua, lo que entonces era imposible. Se contentó,
pues, con mantener el globo a cien pies del suelo; allí, una corriente harto
débil lo empujaba lentamente hacia el horizonte
occidental.
El almuerzo se compuso de un poco de cecina y de pemmican. Hacia mediodía, el Victoria
apenas había recorrido unas cuantas millas.
‑No podemos ir más deprisa ‑dijo el doctor‑.
Nosotros no mandamos, obedecemos.
‑Amigo Samuel ‑repuso el cazador‑, he aquí una
ocasion en que un propulsor vendría a pedir de boca.
‑Sin duda, Dick; admitiendo, sin embargo, que no
requiriese agua para ponerse en movimiento, pues de lo contrario la situación
sería exactamente la misma. Además, hasta ahora no se ha inventado nada que
sea practicable. Los globos se hallan aún en el punto en que se
hallaban los buques antes de la invención del vapor. Seis mil años se tardó
en idear las ruedas y las hélices; tenemos, pues, para
rato.
‑¡Maldito calor! ‑exclamó Joe, que sudaba a
mares.
‑Si tuviésemos agua, este calor nos serviría de algo,
porque dilata el hidrógeno del aeróstato y se necesita una llama menos viva en
el serpentín. Verdad es que, si tuviésemos agua, no tendríamos necesidad de
economizarla. ¡Maldito sea el salvaje que nos ha costado la preciosa
caja!
‑¿Te arrepientes de lo que has hecho,
Samuel?
‑No, Dick, puesto que hemos podido sustraer a un
desgraciado de una muerte horrible. Pero las cien libras de agua que arrojamos
nos serían muy útiles, pues tendríamos doce o trece días de marcha
asegurada, suficiente sin duda para atravesar el
desierto.
‑¿No estamos, por lo menos, a la mitad del viaje?
‑preguntó Joe.
‑En distancia, sí; pero no en duración, si el viento
nos abandona. Y el viento tiende a cesar completamente.
‑Señor ‑repuso Joe‑, no nos quejemos; hasta ahora nos
las hemos arreglado perfectamente, y a mi, por mas que me empeñe, me es
imposible desesperarme. Hallaremos agua, se lo digo
yo.
De milla en milla se deprimía el terreno, y las
ondulaciones de las montañas auríferas morían en la llanura, siendo las
últimas prominencias de una naturaleza extenuada. Hierbas dispersas
reemplazaban los hermosos árboles del este; algunas fajas de un verdor alterado
luchaban contra la invasión de las arenas; y enormes rocas caídas de las
lejanas cumbres, haciéndose pedazos al caer, se desparramaban en agudos
guijarros, que pronto se convertirían en tosca arena y mas adelante en
impalpable polvo.
‑He aquí África tal como tú te la imaginabas, Joe;
tenia yo razon cuando te decía: ¡Aguarda!
‑¿Y qué, señor? ‑replicó Joe‑. Esto, al menos, es lo
natural. ¡Calor y arena! Absurdo sería buscar otra cosa en un pais semejante. Yo
‑añadió, riendo‑ no confiaba en sus bosques y praderas, que me parecieron
siempre un contrasentido. No valía la pena venir de tan lejos para
encontrar la campiña de Inglaterra. Ahora es la primera vez que creo estar
en África, y no siento conocerla de cerca.
Al anochecer el doctor comprobó que el
Victoria, durante aquel día bochornoso, no había recorrido ni veinte
millas. Una oscuridad caliente lo envolvió una vez que el sol hubo desaparecido
detrás de un horizonte trazado con la limpieza de una línea
recta.
El día siguiente, 1 de mayo, era jueves; pero los
días se sucedían con una monotonía desesperante. Cada mañana era idéntica a
la que había precedido; el mediodía lanzaba siempre con igual profusión los
mismos rayos inagotables, y la noche condensaba en su sombra el calor disperso
que el día siguiente debía legar a la siguiente noche. El viento, apenas
perceptible, parecía más una aspiracion que un soplo, y se podía presentir
el instante en que hasta aquel aliento cesaría.
El doctor lograba reaccionar contra la tristeza de
aquella situación; conservaba la calma y la sangre fría de un corazon aguerrido.
Con un anteojo en la mano, interrogaba todos los puntos del horizonte; veía
decrecer imperceptiblemente las últimas colinas y borrarse la última
vegetación, mientras que ante él se extendía toda la inmensidad del
desierto.
La responsabilidad que pesaba sobre él le afectaba
mucho, aunque sabía disimularlo. Aquellos dos hombres, Dick y Joe, ambos
amigos, habían sido arrastrados por él, casi por la fuerza de la amistad o del
deber. ¿ Había obrado bien? ¿No había entrado en vías prohibidas? ¿No intentaba
en aquel viaje traspasar los límites de lo imposible? ¿No habría Dios reservado
a siglos muy posteriores el conocimiento de aquel continente
ingrato?
Todos estos pensamientos, como sucede en las horas de
desaliento, se multiplicaban en su cabeza, y, por una irresistible asociación de
ideas, le llevaban más allá de la lógica y el raciocinio. Después de constatar
lo que no debió hacer, se preguntaba lo que debía hacer en aquel momento. ¿Sería
imposible volver sobre sus pasos? ¿No había corrientes superiores que le
llevaran hacia comarcas menos áridas? Conocía la zona que habían
atravesado, pero no aquella hacia la que se dirigían, por lo que su
conciencia le hizo tomar la resolución de abrirse a sus compañeros,
exponiéndoles la situación sin tapujos. Les mostró el camino recorrido y el que
quedaba aún por recorrer; en rigor, se podía retroceder, o al menos
intentarlo, y deseaba conocer su opinion.
‑Yo no tengo otra opinión que la de mi señor
‑respondió Joe‑. Lo que él sufra, yo puedo sufrirlo mejor que él. A donde
él vaya, yo iré.
‑¿Y tú, Kennedy?
‑Yo, mi querido Samuel, no soy hombre que se
desespere; nadie era más consciente que yo de los peligros de la empresa,
pero decidí ignorarlos cuando vi que tú los afrontabas. Así pues, estoy contigo
en cuerpo y alma. En la actual situación soy del parecer de que debemos
perseverar, ir hasta el fin. Además, no me parece que retrocediendo fuesen
menores los peligros. Adelante, pues, y cuenta con
nosotros.
‑¡Gracias, mis dignos amigos! ‑respondió el doctor,
verdaderamente conmovido‑. Conocía vuestra adhesión, pero tenía necesidad
de que vuestras palabras me alentasen. ¡Gracias, gracias!
Y los tres se estrecharon la mano con
efusión.
‑Oídme ‑prosiguió Fergusson‑. Según mis cálculos, no
nos hallamos a más de trescientas millas del golfo de Guinea. El desierto no
puede, pues, extenderse indefinidamente, puesto que la costa está habitada
y reconocida hasta cierta profundidad tierra adentro. Si es necesario, nos
dirigiremos hacia dicha costa, y es imposible que no encontremos algún
oasis, algún pozo donde renovar nuestra provisión de agua. Pero lo que nos falta
es viento; sin él nos hallamos retenidos en el aire por una calma
chicha.
‑Aguardemos con resignación ‑dijo el
cazador.
Pero todos interrogaron en vano al espacio durante
aquel interminable día. Nada apareció que pudiese hacer concebir una esperanza.
Los últimos movimientos de la tierra desaparecieron al ponerse el sol, cuyos
rayos horizontales se prolongaron en largas líneas de fuego sobre aquella
inmensa llanura. Era el desierto.
Los viajeros, pese a haber recorrido una distancia no
superior a quince millas, habían consumido, lo mismo que el día anterior, ciento
treinta y cinco pies cúbicos de gas para alimentar el soplete, y de ocho pintas
de agua tuvieron que sacrificar dos para apagar una sed
devoradora.
La noche transcurrió tranquila, demasiado
tranquila. El doctor no durmió.
XXV
Un poco de
filosofía. ‑ Una nube en el horizonte. ‑ En
medio de la
niebla. ‑ El globo inesperado. ‑ Las
señales. ‑
Reproducción exacta del Victoria. ‑ Las
palmeras. ‑
Vestigios de una caravana. – El pozo en
medio del
desierto
Al día siguiente, la misma pureza del cielo y la
misma inmovilidad de la atmósfera. El Victoria se elevó a una altura de
quinientos pies, pero avanzó muy poco hacia el oeste.
‑Nos hallamos en pleno desierto ‑dijo el doctor‑.¡Qué
inmensidad de arena! ¡Qué extraño espectáculo! ¡Qué singular disposición de la
naturaleza! ¿Por qué en algunas comarcas hay una vegetación tan exuberante y en
éstas una aridez tan desconsoladora, hallándose todos en la misma latitud y bajo
los mismos rayos del sol?
‑El porqué, amigo Samuel, me tiene sin cuidado
‑respondió Kennedy‑; la razón me preocupa menos que el hecho. Es así, y no hay
más vueltas que darle.
‑Bueno es filosofar un poco, amigo Dick; eso no
perjudica a nadie.
‑Filosofemos; no hay inconveniente. Tiempo
tenemos para ello, pues apenas nos movemos. Al viento le da miedo soplar,
está dormido.
‑No durará la calma ‑dijo Joe‑, pues ya me parece
distinguir algunos nubarrones al este.
‑Joe tiene razón ‑respondió el
doctor.
‑¡Estupendo! ‑exclamó Kennedy‑. ¿Y nos corresponderá
una nube, con una buena lluvia y un buen viento que nos azoten la
cara?
‑Ya veremos, Dick, ya veremos.
‑Sin embargo, hoy es viernes, señor, y yo desconfío
de los viernes.
‑Pues espero ver hoy mismo disipadas tus
prevenciones.
‑¡Ojalá, señor! ¡Uf! ‑añadió, enjugándose la cara‑.
Bueno será el calor en invierno, pero ahora maldita la falta que
hace.
‑¿No crees que este sol abrasador puede echar a
perder el globo? ‑preguntó Kennedy al doctor.
‑No; la gutapercha con la que está untado el tafetán
resiste temperaturas mucho más elevadas. La temperatura a que lo he
sometido interiormente por medio del serpentín ha sido algunas veces de 1580[L22] , y el envoltorio no se ha resentido lo más
mínimo.
‑¡Una nube! ¡Una nube de veras! ‑exclamó en aquel
momento Joe, cuya vista desafiaba todos los
prismáticos.
En efecto, una faja espesa y ya visible se elevaba
lentamente sobre el horizonte. Era una nube de un carácter especial,
formada, al parecer, de nubecillas que conservaban su forma primitiva, de
lo que el doctor dedujo que no había en su aglomeración ninguna corriente
de aire.
Aquella masa compacta había aparecido hacia las ocho
de la mañana, y a las once alcanzaba el disco del sol, que desapareció por
completo detrás de aquella tupida cortina. En ese mismo momento, la parte
inferior de la nube abandonaba la línea del horizonte, que brillaba con una
luz copiosa.
‑No es más que una nube aislada ‑dijo el doctor‑, y
no podemos contar mucho con ella. Mira, Dick, sigue teniendo exactamente la
misma forma que esta mañana.
‑En efecto, Samuel, ahí no hay ni lluvia, ni viento,
al menos para nosotros.
‑Eso es lo que me temo, pues se mantiene a una gran
altura.
‑Samuel, ¿y si fuésemos a buscar la nube, ya que no
quiere descargar sobre nosotros?
‑No creo que nos sirva de mucho ‑respondió el
doctor‑; será un consumo más considerable de gas y, por consiguiente, de agua.
Pero, en nuestra situacion, debemos intentarlo todo; vamos a
subir.
El doctor activó al máximo la llama del soplete en
las espirales del serpentín. Se produjo un calor violento, y el globo se elevó
bajo la acción del hidrógeno dilatado.
A unos mil quinientos pies de la tierra encontró la
masa opaca de la nube y entró en una espesa niebla, manteniéndose a esta altura.
Sin embargo, no halló un soplo de viento; la niebla parecía incluso desprovista
de humedad, y apenas se humedecieron los objetos expuestos a su contacto.
El Victoria, envuelto en aquel vapor, marchó con un poco menos de pereza,
pero fue cosa insignificante.
El doctor constataba con tristeza el mediocre
resultado obtenido con su maniobra, cuando oyó a Joe exclamar en un
tono de viva sorpresa:
‑¡Cielo santo!
‑¿Qué sucede, Joe?
‑¡Señor Samuel! ¡Señor Kennedy! ¡Qué cosa tan
rara!
‑¿Qué ocurre? Explícate.
‑¡No estamos aquí solos! ¡Hay intrigantes! ¡Nos han
robado nuestro invento!
‑¿Se ha vuelto loco? ‑preguntó
Kennedy.
Joe era la viva imagen del asombro. No se
movía.
‑¿Habrá turbado el sol la razón de este pobre
muchacho? ‑dijo el doctor, volviéndose hacia él.
‑¿Quieres decirme ... ? ‑le
preguntó.
‑Pero ¿no lo ve, señor? ‑exclamó Joe, indicando un
punto en el espacio.
-¡Por san Patricio! ‑exclamó Kennedy a su vez‑. ¡Esto
es increíble! ¡Mira, mira, Samuel!
‑Lo veo ‑respondió tranquilamente el
doctor.
‑¡Otro globo! ¡Otros viajeros como
nosotros!
En efecto, a doscientos pies de distancia, un
aeróstato flotaba en el aire con su barquilla y sus viajeros, y seguía
exactamente el mismo rumbo que el Victoria.
‑Pues bien ‑dijo el doctor‑, vamos a hacerle algunas
señales. Toma el pabellón, Kennedy, y enseñémosle nuestros
colores.
Parece que los viajeros del segundo aeróstato habían
concebido simultáneamente la misma idea, pues la misma enseña repetía
idénticamente el mismo saludo en una mano que la agitaba de la misma
forma.
‑¿Qué significa esto? ‑preguntó el
cazador.
‑¡Son monos! ‑exclamó Joe‑. ¡Se están burlando de
nosotros!
‑Esto significa ‑respondió Fergusson, riendo‑ que
eres tú mismo, amigo Dick, quien hace la señal en las dos barquillas; quiere
decir que en las dos barquillas estamos nosotros, y que ese globo, en resumidas
cuentas, es el Victoria.
‑Con todo respeto, señor –dijo Joe‑, por ahí no
paso.
‑Ponte junto a la borda, Joe, mueve los brazos de un
lado a otro, y verás.
Joe obedeció y vio instantáneamente reproducidos con
toda exactitud sus movimientos.
‑Es un efecto de espejismo ‑explicó el doctor‑, un
simple fenómeno óptico debido al enrarecimiento desigual de las capas de
aire. Ésa es la explicación.
‑¡Es maravilloso! ‑repetía Joe, que no daba crédito a
sus ojos y no paraba de hacer contorsiones para
convencerse.
‑¡Qué curioso espectáculo! ‑repuso Kennedy‑. ¡Da
gusto ver nuestro Victoria! ¿Sabes que tiene buen porte y que se mantiene
majestuosamente?
‑Explíquese como se quiera ‑replicó Joe‑, es la cosa
mas singular del mundo.
Pero la imagen no tardó en desvanecerse
gradualmente: las nubes se elevaron a mayor altura, abandonando al
Victoria, que no trató de seguirlas, y al cabo de una hora desaparecieron
en el cielo.
El viento, apenas perceptible, disminuyo mas y mas.
El doctor, desesperado, hizo bajar el globo hasta muy cerca de
tierra.
Los viajeros, a quienes aquel incidente había
arrancado de sus preocupaciones, se entregaron de nuevo a sus tristes
pensamientos, abrumados por un calor insoportable.
Hacia las cuatro, Joe indicó un objeto que sobresalía
en el inmenso arenal, y pronto pudo afirmar que eran dos palmeras que se
elevaban a poca distancia.
‑¡Palmeras! ‑exclamó Fergusson‑. ¿Hay, pues, una
fuente, un pozo?
Tomó los prismáticos y se convenció de que a Joe no
le engañaba la vista.
‑¡Por fin, agua! ¡Agua! ‑repitió‑. Estamos salvados,
pues, por poco que avancemos, tarde o temprano
llegaremos.
‑¿No podríamos, entretanto, señor, echar un trago? El
aire es sofocante.
‑Echémoslo, muchacho.
Nadie se hizo de rogar. En un momento desapareció una
pinta entera, por lo que la provisión quedó reducida a tres pintas y
media.
‑¡No hay nada en el mundo como el agua! ‑dijo Joe‑.
¡Qué cosa tan rica! Me la he bebido más a gusto que la cerveza de
Perkins.
‑Ahí tienes las ventajas de la privacion ‑respondió
el doctor.
‑¡Pobres ventajas! ‑dijo el cazador‑. Yo de buena
gana renunciaría al placer de beber agua, con tal de que no me faltara nunca
cuando la necesito.
A las seis, el Victoria planeaba sobre las
palmeras.
Eran dos árboles enclenques, enfermizos, casi secos,
dos espectros de árboles sin hojas, más muertos que vivos. Fergusson los
contempló con espanto.
Junto a un tronco se distinguían las piedras medio
pulverizadas de un pozo, que, desmenuzadas por los ardores del sol, se
confundían casi con la arena del desierto. No había rastro alguno de
humedad. Samuel sintió que se le oprimía el corazón, y se disponía a participar
sus recelos a sus compañeros cuando las exclamaciones de éstos llamaron su
atención.
Hacia el oeste, hasta donde alcanzaba la vista, se
extendía una larga línea de blancas osamentas. Fragmentos de esqueletos rodeaban
la seca fuente. Sin duda alguna, una caravana había llegado hasta allí, marcando
su paso con este largo osario. Los más débiles habían caído uno tras otro en la
arena, y los más fuertes, después de llegar a tan deseada fuente, habían
encontrado junto a ella una muerte horrible.
Los pasajeros se miraron y se quedaron
pálidos.
~¡No bajemos! ‑dijo Kennedy‑. ¡Huyamos de tan
horrible espectáculo! No hallaremos una gota de agua.
‑Debemos convencernos por nuestros propios ojos,
Dick, y lo mismo da pasar aquí la noche que en otra parte. Exploraremos el
pozo hasta el fondo; acaso quede aún algo del manantial que hubo en otro
tiempo.
El Victoria tomó tierra. Joe y Kennedy
pusieron en la barquilla un peso de arena equivalente al suyo y bajaron.
Corrieron al pozo y penetraron en su interior por una escalera que no era mas
que polvo. El manantial parecía agotado desde muchos años atrás. Cavaron en
una arena seca y suelta, de una aridez incomparable, sin hallar indicio
alguno de humedad.
El doctor les vio volver a la superficie del desierto
inundados de sudor, agotados, cubiertos de un polvo fino, desalentados,
desesperados.
Comprendió la infructuosidad de sus
investigaciones. Lo presentía, pero no había dicho una palabra. Comprendía
que a partir de aquel momento debería tener valor y energía por los
tres.
Joe traía en la mano los fragmentos de un odre, que
tiró con cólera en medio de los huesos esparcidos por el
suelo.
Durante la cena reinó un profundo silencio entre los
viajeros, que comian con repugnancia.
Y sin embargo, no
habían sufrido aún los verdaderos tormentos de la sed; sólo desesperaban
por el futuro.
XXVI
Ciento
trece grados. ‑ Reflexiones del doctor. ‑
Pesquisas
desesperadas. ‑ Se apaga el soplete. ‑ Ciento
cuarenta
grados. ‑ La contemplación del desierto. ‑ Un
paseo de
noche. ‑ Soledad. ‑ Desfallecimiento. ‑
Proyecto de
Joe. ‑ Un día de plazo
El espacio recorrido por el Victoria en todo el día anterior no
pasaba de diez millas, y había consumido ciento sesenta y dos pies cúbicos de
gas.
El sábado por la mañana el doctor ordenó
partir.
‑El soplete ‑‑dijo‑ ya no puede funcionar mas que
seis horas. Si en este tiempo no hemos descubierto un pozo ni un manantial,
¡Dios sabe lo que será de nosotros!
‑¡Ni un soplo de aire esta mañana, señor! ‑dijo Joe‑.
Aunque tal vez se levante ‑añadió, viendo la mal disimulada tristeza de
Fergusson.
¡Vana esperanza! Reinaba una calma chicha, una de
esas calmas que en los mares tropicales encadenan obstinadamente a los
buques de vela. El calor se hizo intolerable, y el termómetro marcó 1130[L23] a la sombra, bajo la tienda.
Joe y Kennedy, tendidos uno al lado del otro,
buscaban en la modorra, ya que no en el sueño, el olvido de la situación.
Una inactividad forzada los condenaba a penosos ocios. El hombre es más
digno de lástima cuando no puede apartar sus pensamientos por medio de un
trabajo u ocupación material. Los viajeros nada tenían que vigilar, ni nada
tampoco que intentar; debían padecer la situación sin poder
mejorarla.
Los tormentos de la sed empezaron a hacerse sentir
cruelmente. El aguardiente, lejos de apaciguar aquella necesidad imperiosa, la
aumentaba más y más, y se hacía muy acreedor al nombre de «leche de los tigres»
que le dan los naturales de África. Quedaban apenas dos pintas de un líquido
recalentado, y todos fijaban sus miradas en aquellas gotas preciosas, sin que
nadie se atreviese a mojar con ellas sus labios. ¡Dos pintas de agua en medio de
un desierto!
Entonces el doctor Fergusson, abismado en sus
reflexiones, se preguntó si había obrado con prudencia, si no hubiera
valido más conservar el agua que había descompuesto para mantenerse en la
atmósfera. Algún camino había recorrido, sin duda, pero ¿había ganado algo
con ello? Aunque se encontrase seiscientas millas más atrás bajo aquella
latitud, ¿qué podía importarle, puesto que carecía de agua en aquel sitio? El
viento, si por fin se levantara, soplaría tanto allí como aquí, incluso aquí con
menos fuerza si viniera del este. Pero la esperanza empujaba a Samuel hacia
adelante. ¡Y sin embargo, los dos galones de agua consumidos inútilmente
hubieran bastado para hacer en el desierto un alto de nueve días ¡Y en
nueve días podían producirse muchos cambios! Tal vez, al mismo tiempo que
conservaba el agua, debió subir echando lastre, aunque luego para volver a bajar
tuviese que perder gas en abundancia. ¡Pero el gas era la sangre del globo, era
su vida!
Estas mil reflexiones se cruzaban en su cabeza, que
apoyaba entre las manos durante horas enteras sin
levantarla.
« ¡Es preciso hacer un último esfuerzo! ‑se dijo
hacia las diez de la mañana‑. ¡Es preciso intentar por última vez descubrir una
corriente atmosférica que nos lleve! ¡Es preciso arriesgar nuestros últimos
recursos! »
Y, mientras sus compañeros dormitaban, llevó a una
elevada temperatura el hidrógeno del aeróstato, el cual se redondeó con la
dilatación del gas, y subió siguiendo en línea recta los rayos perpendiculares
del sol. El doctor buscó en vano un soplo de aire desde los cien pies hasta
los cinco mil; su punto de partida permaneció tenazmente debajo de la
barquilla. Una calma absoluta parecía reinar hasta en los últimos límites
de la atmósfera.
Finalmente, el agua se acabó, el soplete se apagó por
falta de gas, la pila de Bunsen dejó de funcionar y el Victoria,
contrayéndose, bajó nuevamente a la arena para detenerse en el mismo hoyo
que había abierto con la barquilla.
Era mediodía. El doctor estimó que se encontraban a
190 35’ de longitud y 60 51’ de latitud, a cerca de
quinientas millas del lago Chad y a más de cuatrocientas de las costas
occidentales de África. Al tomar tierra el globo, Dick y Joe salieron de su
pesada modorra.
‑Nos detenemos ‑dijo el
escocés.
‑Por fuerza ‑respondió el doctor en tono
grave.
Sus compañeros le comprendieron. El nivel del
suelo, a consecuencia de su constante depresión, se hallaba entonces al
nivel del mar, por lo que el globo se mantuvo en un equilibrio perfecto y una
inmovilidad absoluta.
El peso de los viajeros fue reemplazado por una
carga equivalente de arena, y éstos echaron pie a tierra, se sumieron en
sus pensamientos y durante algunas horas no despegaron los labios. Joe preparó
la cena, compuesta de galletas y pemmican, que apenas probó nadie, y
un sorbo de agua caliente completó tan triste cena.
Durante la noche, nadie veló, pero nadie durmió
tampoco. El calor era sofocante. Al día siguiente no quedaba más que media pinta
de agua; el doctor la puso aparte y todos resolvieron no recurrir a ella sino en
último extremo.
‑¡Me ahogo! ‑exclamó al poco Joe‑. ¡El calor va en
aumento! No me extraña ‑dijo, después de haber consultado el termómetro‑.
¡Ciento cuarenta grados[L24] !
‑La arena ‑respondió el cazador‑ abrasa como si
saliese de un horno. ¡Y ni una nube en este cielo de fuego! ¡Es para
volverse loco!
‑No nos desesperemos ‑dijo el doctor‑; a estos
grandes calores suceden inevitablemente, en esta latitud, tempestades que llegan
con la rapidez del rayo. A pesar de la angustiosa serenidad del cielo, pueden
producirse en él en menos de una hora grandes
alteraciones.
‑¡Pero algún indicio habría! ‑repuso
Kennedy.
‑Pues bien ‑dijo el doctor‑, me parece que el
barómetro tiene una ligera tendencia a bajar.
‑¡El cielo te oiga, Samuel! Porque estamos clavados
al suelo como un pájaro con las alas rotas.
‑Con una diferencia, sin embargo, amigo Dick:
nuestras alas están intactas y espero que todavía podamos
utilizarlas.
‑¡Viento! ¡Viento! ‑exclamó Joe‑. ¡Viento con que
trasladarnos a un arroyo, a un pozo, y no nos faltará nada! Tenemos víveres
suficientes, y con agua aguardaríamos un mes sin sufrir. ¡Pero la sed es
una cosa horrible!
La sed, así como la contemplación incesante del
desierto, fatiga la mente. No había ni un accidente del terreno, ni un
montículo de arena, ni un guijarro donde descansar la mirada. Aquella llanura
descorazonadora causaba esa desazon conocida como enfermedad del desierto.
La impasibilidad de aquel árido azul del cielo y aquel amarillo inmenso de la
arena acababan por asustar. En aquella atmósfera incendiada, el calor
parecía vibrar, como encima de una fragua incandescente; el corazón se
desesperaba ante aquella calma inmensa, y no se entreveía ninguna razón para que
cesase aquel estado de cosas, pues la inmensidad es una especie de
eternidad.
Así es que los pobres viajeros, privados de agua bajo
aquella temperatura tórrida, empezaron a experimentar síntomas de alucinación;
sus ojos se agrandaban y su mirada se volvía turbia.
Llegada la noche, el doctor resolvió combatir por
medio de un paseo rápido aquella disposición alarmante. Quiso recorrer
aquella llanura de arena durante algunas horas, no para buscar, sino,
simplemente, para andar.
‑Seguldme ‑dijo a sus compañeros‑; creedme, el
paseo os sentará bien.
‑Imposible ‑respondió Kennedy-. No podría dar un
paseo.
‑Yo prefiero dormir ‑dijo Joe.
‑Pero, amigos, el sueño o el reposo os serán
funestos. Reaccionad contra vuestro abatimiento. Vamos,
seguidme.
Nada pudo obtener de ellos el doctor, y partió solo
en medio de la estrellada transparencia de la noche. Sus primeros pasos fueron
penosos: los pasos de un hombre debilitado y que ha perdido la costumbre de
andar. Pero pronto se percató de que aquel ejercicio le resultaría
beneficioso. Avanzó unas millas hacia el oeste, y su ánimo cobraba algún
aliento cuando, de repente, se sintió acometido por una sensación de
vértigo; se creyo inclinado sobre un abismo, sintió que se le doblaban las
rodillas; aquella inmensa soledad le aterrorizó; él era el punto matemático, el
centro de una circunferencia infinita, es decir, ¡nada! El Victoria desaparecía enteramente en la
oscuridad. ¡El impasible doctor, el audaz viajero experimentó súbitamente
un miedo insuperable! Quiso retroceder, pero fue en vano. Gritó, pero no le
contestó ningún eco, y su voz cayó en el espacio como una piedra en un
abismo sin fondo. Se tumbó en la arena desfallecido y solo, en medio de los
grandes silencios del desierto.
A medianoche volvió
en sí entre los brazos de su fiel Joe; éste, inquieto por la prolongada ausencia
de su señor, había seguido sus huellas perfectamente impresas en la llanura
y lo había encontrado desvanecido.
‑¿Qué le ha ocurrido, señor?
‑preguntó.
‑Nada, mi buen Joe; un momento de debilidad, ni más
ni menos.
‑En efecto, señor, no será nada. Pero, levántese;
apóyese en mí y volvamos al Victoria.
El doctor, del brazo de Joe, volvió a tomar el camino
que había seguido.
‑Ha sido una imprudencia, señor, aventurarse como lo
ha hecho. Podían haberle robado ‑añadió, riendo‑. Ahora, señor, hablemos con
seriedad.
‑Habla. Te escucho.
‑Es absolutamente indispensable tomar una
decisión. Nuestra situación no puede prolongarse más que unos pocos días, y
si no llega viento estamos perdidos. ‑El doctor guardó silencio‑. Es necesario
que alguno de nosotros se sacrifique por la salvación común, y es muy natural
que sea yo.
‑¿Qué quieres decir? ¿Cuál es tu
proyecto?
‑Un proyecto muy sencillo: coger provisiones y
caminar siempre hacia adelante hasta llegar a algún sitio. Durante ese
tiempo, si el cielo les envía un viento favorable, no me aguarden; partan.
Yo, si llego a una aldea, saldré del paso con unas cuantas palabras en
árabe que usted me habrá facilitado por escrito y regresaré con ayuda o dejaré
en la empresa mi pellejo. ¿ Qué le parece mi plan?
‑Que es insensato, pero digno de tu gran corazón,
Joe. No te separarás de nosotros; es imposible.
‑Pero, señor, algo se ha de hacer, y lo que propongo
no le perjudica en lo más mínimo, puesto que, como he dicho, no tendrá que
aguardarme; y, en rigor, ¿no puedo salir bien de mi
empeño?
‑¡No, Joe! ¡No! ¡No nos separaremos! La
separación sería un nuevo dolor añadido a los que nos afligen. Estaba
escrito que habíamos de pasar lo que estamos pasando, y escrito también
está probablemente que nuestra situación mejore más adelante. Aguardemos,
pues, con resignacion.
‑De acuerdo, señor, pero le advierto que le doy un
día para pensarlo y no aguardaré más. Hoy es domingo, o, mejor dicho, lunes,
pues ya es la una de la madrugada. Si el martes no partimos, probaré fortuna. Mi
decisión es irrevocable.
El doctor no
respondió; llegó a la barquilla y se acomodó al lado de Kennedy. Éste se
hallaba sumido en un silencio absoluto, que no debía de ser efecto del
sueño.
XXVII
Calor
espantoso. ‑ Alucinaciones. ‑ Las últimas gotas
de agua. ‑
Noche de desesperación. ‑ Tentativa de
suicidio. ‑
El simún. ‑ El oasis. ‑ León
y
leona
Al día siguiente, lo primero que hizo el doctor fue
consultar el barómetro. La columna de mercurio había experimentado un descenso
apenas apreciable.
« ¡Nada! ‑dijo para sí‑. ¡Nada!
»
Salió de la barquilla para examinar el tiempo: el
mismo calor, la misma pureza del cielo, la misma
impasibilidad.
‑¿Es, pues, preciso desesperar?
‑exclamó.
Joe, absorto en sus pensamientos, en su proyecto de
exploración, no despegaba los labios.
Kennedy se levantó muy enfermo y presa de una
sobreexcitación alarmante. Le acosaba la sed de una manera horrible;
su lengua y sus labios entumecidos difícilmente podían articular un
sonido.
Quedaban aún algunas gotas de agua. Todos lo
sabían, todos pensaban en ellas y se sentían atraídos hacia ellas, pero
nadie se atrevía a acercarse.
Aquellos tres compañeros, aquellos tres amigos se
miraban con ojos extraviados, con un sentimiento de avidez bestial que se
pintaba principalmente en el semblante de Kennedy, cuyo vigoroso organismo
sucumbía antes a aquellas intolerables privaciones. Durante todo el día estuvo
delirando; iba y venía lanzando gritos roncos, mordiéndose los puños,
dispuesto a abrirse las venas para apagar su sed con su propia
sangre.
‑¡Ah! ‑exclamó‑. ¡País de la sed! ¡Mejor deberías
llamarte país de la desesperación!
Cayó luego profundamente postrado, y no se oyó más
que el silbido de su respiracion entre sus labios
abrasados.
Al anochecer, Joe fue acometido a su vez por un
principio de locura. Aquella interminable sábana de arena la parecía un
inmenso estanque de limpias y cristalinas aguas, y más de una vez se puso
de bruces en la inflamada arena para beber, y se levantó con la boca llena
de polvo.
‑¡Maldición! ‑dijo con cólera‑. ¡Es agua
salada!
Entonces, mientras Fergusson y Kennedy
permanecían tendidos sin moverse, se apoderó de él el invencible
pensamiento de apurar las pocas gotas de agua que había reservadas. Este
pensamiento fue más fuerte que él; se dirigió, arrastrándose, a la barquilla,
contempló con sedientos ojos la botella donde estaba el agua, la cogió y se
la llevó a los labios.
En aquel momento, estas palabras, « ¡A beber! ¡A
beber! », fueron pronunciadas en un tono que desgarraba el
alma.
Era Kennedy, que se arrastraba junto a él; el
desgraciado inspiraba compasión, pedía de rodillas,
lloraba.
Joe, llorando también, le ofreció la botella, y
Kennedy apuró su contenido hasta la última gota.
‑Gracias ‑dijo.
Pero Joe no le oyó; igual que él, se había
desplomado sobre la arena.
Se ignora lo que pasó durante aquella espantosa
noche. Pero el martes por la mañana, bajo los chorros de fuego que derramaba el
sol, los infortunados sintieron que sus miembros se secaban poco a poco. Cuando
Joe quiso levantarse, le resultó imposible, de manera que no pudo poner en
práctica su proyecto.
El muchacho miró a su alrededor. En la barquilla, el
abrumado doctor, con los brazos cruzados, miraba un punto imaginario en el
espacio espantoso; meneaba la cabeza de derecha a izquierda como una fiera
enjaulada.
De repente, la mirada del cazador se dirigió a su
carabina, cuya culata sobresalía del borde de la
barquilla.
‑¡Ah! ‑exclamó, levantándose con un esfuerzo
sobrehumano.
Y se precipitó hacia el arma, extraviado, loco, y
dirigió el cañón hacia su boca.
‑¡Señor! ¡Señor! ‑exclamó Joe, arrojándose sobre
él.
‑¡Déjame! ¡Quita! ‑dijo el escocés con voz
ronca.
Los dos luchaban con
encarnizamiento.
‑Apártate o te mato ‑repitió
Kennedy.
Pero Joe se asía a él con fuerza, y así combatieron
durante más de un minuto sin que el doctor pareciese reparar en nada; pero,
durante la lucha, la carabina se disparó, y al ruido de la detonación el
doctor se levantó como un espectro y miró a su alrededor.
De pronto, su mirada se animó, extendió una mano
hacia el horizonte y, con una voz que nada tenía de humano,
exclamó:
‑¡Allá! ¡Allá! ¡Allá abajo!
Había una energía tal en su gesto que Joe y Kennedy
se separaron y miraron.
La llanura se agitaba como un mar encrespado por la
tempestad; olas de arena se estrellaban unas contra otras en medio de una
intensa polvareda; una inmensa columna venía del sudeste arremolinándose
con extrema rapidez; el sol desaparecía detrás de una nube opaca cuya
sombra desrnedida se prolongaba hasta el Victoria; los granos de fina
arena se deslizaban con la facilidad de las moléculas líquidas, y aquella marea
ascendente subía poco a poco.
Una enérgica mirada de esperanza brilló en los ojos
de Fergusson.
‑¡El simún! ‑exclamó.
‑¡El simún! ‑repitió Joe, sin comprender muy bien lo
que decía el doctor.
‑¡Mejor! ‑exclamó Kennedy con una rabia
desesperada‑. ¡Mejor! ¡Vamos a morir!
‑¡Mejor! ‑replicó el doctor‑. ¡Vamos a
vivir!
Y empezó a echar rápidamente la arena que servia de
lastre a la barquilla.
Sus compañeros le comprendieron al fin y se
unieron a él.
. ‑¡Y ahora, Joe ‑dijo el doctor‑, echa fuera unas
cincuenta libras de tu mineral!
Joe no vaciló, aunque no dejó de experimentar cierta
repugnancia. El globo se elevó.
‑Ya era hora ‑exclamó el
doctor.
El simún llegaba, en efecto, con la rapidez del rayo.
Poco faltó para que el Victoria quedara aplastado, despedazado,
destrozado. El inmenso torbellino lo alcanzó y lo envolvió en una lluvia de
arena.
‑¡Más lastre fuera! ‑gritó el doctor a
Joe.
‑¡Ya está! ‑respondió este último, arrojando un
enorme fragmento de cuarzo.
El Victoria subió rápidamente encima del
torbellino; pero, envuelto en el inmenso desplazamiento de aire, fue arrastrado
a una velocidad incalculable sobre aquel mar espumoso.
Samuel, Dick y Joe no hablaban. Miraban y
esperaban, refrescados por el viento del torbellino.
A las tres cesaba la tormenta; la arena, al caer de
nuevo, formaba una innumerable cantidad de montículos, y el cielo recobraba
su tranquilidad inicial.
El Victoria, otra vez inmóvil, flotaba a la
vista de un oasis, isla cubierta de árboles verdes que sobresalía de la
superficie de aquel océano.
‑¡Allí! ¡Allí está el agua! ‑exclamó el doctor. De
inmediato, abriendo la válvula superior, dejó escapar el hidrógeno y
bajó lentamente a doscientos pasos del oasis.
Los viajeros habían recorrido en cuatro horas un
espacio de doscientas cuarenta millas.
La barquilla quedó al momento equilibrada, y
Kennedy, seguido de Joe, saltó a tierra.
‑¡Vuestros fusiles! ‑exclamó el doctor‑. ¡Vuestros
fusiles, y sed prudentes!
Dick cogió su carabina y Joe una de las escopetas.
Avanzaron rápidamente hasta los árboles y penetraron bajo aquella fresca
vegetación que les anunciaba manantiales abundantes, sin hacer caso de unas
anchas pisadas, de unas huellas recién dejadas en la tierra
húmeda.
De repente, a veinte pasos de distancia, sonó un
rugido.
‑¡El rugido de un león! ‑dijo
Joe.
‑¡Mejor! ‑repitió el cazador, exasperado‑.
¡Lucharemos! Uno es fuerte cuando no se trata más que de
luchar.
‑¡Prudencia, señor Dick, prudencia! De la vida de uno
depende la de todos.
Pero Kennedy no le escuchaba. Avanzaba con los ojos
en llamas y la carabina amartillada, terrible en su audacia. Debajo de una
palmera, un enorme león de negra melena permanecía en actitud de ataque.
Apenas distinguió al cazador, dio un salto hacia él; pero no había llegado
aún a tierra cuando una bala le atravesó el corazón y cayó
muerto.
‑¡Hurra! ¡Hurra! –exclamó Joe.
Kennedy se precipitó hacia el pozo, se deslizó por
los húmedos peldaños y se tumbó boca abajo ante un fresco manantial, donde
sumergió los labios ávidamente. Joe le imitó. Sólo se oían esos lametones
que dan los animales para beber.
‑¡Cuidado, señor Dick! ‑‑dijo Joe, respirando‑. ¡No
abusemos!
Pero Dick, sin responder, seguía bebiendo.
Sumergía la cabeza y las manos en aquella agua bienhechora; se
embriagaba.
‑¿Y el señor Fergusson? ‑preguntó
Joe.
El nombre del doctor hizo volver en sí a Kennedy, el
cual llenó una botella que llevaba y se dirigió corriendo hacia la escalera del
pozo.
Pero cuál no sería su asombro al encontrarse cerrada
por un enorme cuerpo la salida de la gruta. Joe, que lo seguía, tuvo que
retroceder con él.
‑¡Estamos encerrados!
‑¿Quién nos puede haber encerrado? ¡Eso es
imposible!
Antes de concluir la frase, un rugido terrible le
hizo comprender con qué nuevo enemigo tenía que habérselas
‑¡Otro león! ‑exclamó Joe.
‑¡No, una leona! ¡Ah! ¡Maldito animal! Aguarda ‑dijo
el cazador, volviendo a cargar con presteza su
carabina.
Un instante después hacía fuego, pero el animal
había desaparecido.
‑¡Adelante! ‑exclamó Kennedy.
‑No, señor Dick, no. La leona está viva; si la
hubiese matado, su cuerpo habría rodado hasta aquí. ¡Está a acecho, preparada
para saltar sobre el primero que vea aparecer, y ése está
perdido!
‑¿Qué hacer, pues? ¡Es preciso salir! ¡Samuel nos
está esperando!
‑Atraigamos al animal; coja mi escopeta y déme su
carabina.
‑¿Cuál es tu plan?
‑Ahora lo verá.
Joe se quitó la chaqueta que llevaba, la puso en el
extremo del arma y se la presentó como cebo a la leona, asomándola por la
abertura. La fiera se arrojó con furor contra aquel objeto, y Kennedy, que la
aguardaba muy preparado, le metió un balazo en el cuerpo. La leona rodó por la
escalera, rugiendo, y derribó a Joe. Éste creía ya sentir en su cuerpo las
enormes garras del animal, cuando se oyó un segundo disparo y el doctor
Fergusson apareció en la abertura, con una escopeta todavía humeante en la
mano.
Joe se levantó con ligereza, saltó por encima de la
leona, ya rematada, y le entregó a su señor la botella llena de
agua.
Cogerla y vaciarla
casi por completo fue para Fergusson una misma cosa, y los tres viajeros,
desde el fondo de su corazón, dieron gracias a la Providencia, que tan
milagrosamente les había salvado.
XXVIII
Noche
deliciosa. ‑ La cocina de Joe, ‑ Disertación sobre
la carne cruda. ‑ Historia
de James Bruce. ‑ Los sueños
de Joe. ‑
El barómetro baja. ‑ El termómetro sube. ‑
Preparativos de marcha. ‑ El
huracán
La noche fue encantadora. La pasaron bajo la fresca
sombra de las mimosas, después de una reconfortante cena en la que no se
escatimaron el té y el grog.
Kennedy había recorrido aquel pequeño dominio en
todas direcciones, sin dejarse un solo matorral por registrar. Los viajeros
eran los únicos seres animados de aquel paraíso terrenal; se echaron sobre sus
mantas y pasaron una noche apacible que les hizo olvidar sus pasados
dolores.
Al día siguiente, 7 de mayo, el sol brillaba con todo
su esplendor; pero sus rayos no podían atravesar la densa cortina de
sombra. Como había abundancia de víveres, el doctor resolvió aguardar en
aquel punto un viento favorable.
Joe había trasladado allí su cocina portátil y se
entregaba a una multitud de combinaciones culinarias, gastando el agua
con despreocupada prodigalidad.
‑¡Qué extraña sucesión de penas y placeres!
‑exclamó Kennedy‑. ¡Tanta abundancia después de tanta privación!
¡Tanto lujo después de tanta miseria! ¡Cuán cerca estuve de volverme
loco!
‑Amigo Dick ‑le dijo el doctor‑, de no ser por Joe,
no estarías ahora en actitud de disertar sobre la inestabilidad de las
cosas humanas.
‑¡Buen amigo! ‑exclamó Dick, tendiéndole la mano a
Joe.
‑No tiene que agradecerme nada ‑respondió éste‑.
Llegado el caso, señor Dick, usted haría conmigo otro tanto, aunque prefiero que
no se le presente la ocasión.
‑¡Cuán pobre es nuestra naturaleza! ‑repuso
Fergusson‑. ¡Dejarse abatir por tan poca cosa!
‑¡Por un poco de agua, señor! ¡Preciso es que sea el
agua un elemento muy necesario para la vida!
‑Sin duda, Joe. Los que se ven privados de comer
resisten mucho más tiempo que los que se ven privados de
beber.
‑Yo lo creo. Además, en caso necesario se come lo que
se encuentra, aunque sea a un semejante, si bien debe de ser un alimento que
deja una profunda huella en el ánimo.
‑Es una comida, sin embargo ‑dijo Kennedy‑, a la que
los salvajes no hacen ningún asco.
‑Sí, pero los salvajes son salvajes y están
acostumbrados a comer carne cruda, una costumbre que me
repugnaria.
‑Tan repugnante es, en efecto ‑repuso el doctor‑, que
nadie dio crédito a los relatos de los primeros viajeros que vinieron a
África, los cuales refirieron que muchas tribus se alimentan de carne
cruda. La generalidad negó el hecho, lo que dio origen a una singular aventura
de James Bruce.
‑Cuéntenosla, señor, ya que tenemos tiempo para
escucharle ‑dijo Joe, repantigándose voluptuosamente sobre la fresca
hierba.
‑Con mucho gusto. james Bruce era un escocés del
condado de Stirling que, desde 1768 hasta 1772, recorrió toda Abisinia hasta el
lago Tana, en busca de las fuentes del Nilo. Regresó después a Inglaterra, donde
no publicó sus viajes hasta 1790. Sus narraciones fueron acogidas con la
mayor incredulidad, como sin duda alguna serán acogidas las nuestras. Los
hábitos de los abisinios parecían tan diferentes de los usos y costumbres
ingleses que nadie quería creerlo. Entre otros pormenores, James Bruce había
dicho que los pueblos del África oriental comían carne cruda. Este hecho hizo
que todo el mundo se declarase contra el viajero. ¡Podía decir lo que se le
ocurriese! ¡Nadie iría a comprobarlo! Bruce era un hombre de mucho valor y con
un genio de demonios. Las dudas le ponían de un humor de perros. Un día, en un
salón de Edimburgo, un escocés sacó delante de él el tema de las chanzas
diarias, y al hablar de la carne cruda declaró que tal cosa no era ni posible ni
cierta. Bruce guardó silencio. Salió y volvió a los pocos instantes con un
filete crudo, espolvoreado con sal y pimienta, según la costumbre africana.
«Caballero ‑dijo el escocés‑, por el mero hecho de dudar de una cosa que yo he
asegurado, me ha inferido una gran ofensa. Creyéndola imposible, ha
incurrido en error, y para demostrárselo a los presentes se va a comer
inmediatamente este filete crudo o me dará satisfacción por sus injurias.» El
escocés tuvo miedo y obedeció sin dejar de hacer muecas de repugnancia.
Entonces, con la mayor sangre fría, James Bruce añadió: «Aun admitiendo,
caballero, que la cosa no sea cierta, en lo sucesivo no sostendrá que es
imposible.»
‑Bien contestado ‑dijo Joe‑. Si el escocés cogió una
indigestión, bien merecida la tuvo. Y si al regresar a Inglaterra hay quien
ponga nuestro viaje en duda...
‑¿Qué harás, Joe?
‑¡Haré comer a los incrédulos los restos del
Victoria, sin sal y sin pimienta!
Y Kennedy y el doctor se rieron de la ocurrencia de
Joe. Así pasó el día en agradables conversaciones. Con la fuerza volvía la
esperanza, y con la esperanza, la audacia. El pasado se borraba delante del
porvenir con una rapidez providencial.
Joe no hubiera querido salir nunca de aquel sitio
encantador; era el reino de sus sueños. Estaba en él como en su casa. Se
empeñó en que su señor le diera la situación exacta del oasis, y con mucha
gravedad escribió entre sus apuntes de viaje: 150 43’ de
longitud y 80 32’ de latitud.
Kennedy no lamentaba mas que una cosa: no poder cazar
en aquel bosque en miniatura, por no haber, según él decía, abundancia de
fieras.
‑Sin embargo, amigo Dick ‑repuso el doctor‑, eres
demasiado olvidadizo. ¿Y el león y la leona?
‑¿Y qué? ‑dijo con el desdén que inspira al
verdadero cazador la caza ya muerta‑. Pero el hecho es que su presencia en
este oasis nos permite suponer que no estamos muy lejos de comarcas más
fértiles.
‑No es suficiente prueba, Dick. Semejantes
animales, acosados por el hambre o la sed, salvan con frecuencia
distancias considerables. Así es que durante la noche haremos bien en vigilar
con más atención e incluso en encender hogueras.
‑¡Hogueras con esta temperatura! ‑exclamó Joe‑. En
fin, si es necesario, se hará. Pero, la verdad, me causará verdadero pesar la
destrucción de este hermoso bosque que tan útil nos ha
sido.
-Procuraremos no incendiarlo ‑respondió el doctor‑, a fin de que otros puedan hallar en él un
refugio en medio del desierto.
‑Lo procuraremos, señor; pero ¿cree usted que este
oasis es conocido?
‑Sin duda. Es un lugar de alto para las caravanas que
frecuentan el centro de África, y su visita podría no gustarte,
Joe.
‑¿Es que por aquí también abundan esos horribles
nyam‑nyam?
‑Desde luego. Ése es el nombre general de todas
estas poblaciones, y, bajo el mismo clima, las mismas razas deben de tener
costumbres análogas.
‑¡Qué asco! ‑dijo Joe‑. Pero, si bien se mira, la
cosa es muy natural. Si los salvajes tuviesen los mismos gustos que los
civilizados, ¿en qué se diferenciarían unos de otros? He aquí unos personajes
que no se hubieran hecho de rogar para zamparse el filete del escocés y al
propio escocés por añadidura.
Después de esta reflexión tan sensata, Joe fue a
encender las hogueras para la noche, procurando escatimar la leña todo lo
posible. Afortunadamente, las precauciones fueron inútiles, y uno tras otro
cayeron en un tranquilo sueño.
Al día siguiente el tiempo siguió sin cambiar; se
mantenía obstinadamente bueno. El globo permanecía inmóvil, sin que la más
insignificante oscilación revelase el menor soplo de
viento.
El doctor empezaba a inquietarse de nuevo. Si el
viaje se prolongaba, los víveres serían insuficientes. Después de
haber estado próximos a sucumbir por falta de agua, ¿se verían condenados a
morir de hambre?
Pero cobró ánimo al ver que el mercurio bajaba muy
sensiblemente en el barómetro. Había señales evidentes de una próxima variación
atmosférica. Resolvio, por tanto, hacer los preparativos de marcha para
aprovechar la primera ocasión. La primera medida fue llenar la caja de víveres y
la de agua.
Fergusson tuvo que restablecer a continuación el
equilibrio del aeróstato y Joe se vio obligado a sacrificar una notable parte de
su precioso mineral. Con la salud le habían vuelto las ideas de ambicion, y puso
muy mala cara antes de obedecer a su señor, pero este le manifestó que no podía
levantar un peso tan considerable, y le dio a escoger entre el agua y el oro.
Joe dejó de vacilar, y echó a la arena un considerable número de sus preciosos
pedruscos.
‑Para los que vengan detrás de nosotros ‑dijo‑.
Quedarán muy asombrados al hallar la fortuna en este
sitio.
‑¿Y si algún sabio viajero ‑preguntó Kennedy‑
encuentra esos ejemplares?
‑No dudes, amigo Dick, que le sorprenderá mucho y
publicará su sorpresa en numerosos volúmenes. Algún día oiremos hablar de un
maravilloso yacimiento de cuarzo aurífero en medio de las arenas de
África.
‑Y la causa de todo será Joe.
La idea de engañar tal vez a algún sabio consoló al
joven y le hizo sonreír.
Durante el resto del día el doctor aguardó en vano
una variación en la atmósfera. La temperatura subió, y habría resultado
insoportable sin las sombras del oasis. El termómetro marcó 1490 [L25] al sol. Una verdadera lluvia de fuego atravesaba el
aire. Fue el día de más calor observado hasta
entonces.
Joe dispuso las hogueras igual que la noche anterior,
y, durante las guardias del doctor y de Kennedy, no se produjo ningún nuevo
incidente.
Pero, hacia las tres de la mañana, Joe, que era el
encargado de la vigilancia, notó que bajaba la temperatura, que el cielo se
cubría de nubes y que la oscuridad aumentaba.
‑¡Alerta! ‑exclamó, despertando a sus
compaiíeros‑. ¡Alerta! ¡Se levanta viento!
‑¡Es una tempestad! ‑dijo el doctor contemplando el
cielo‑. ¡Al Victoria! ¡Al Victoria!
Tuvieron que darse prisa. El Victoria se inclinaba bajo la fuerza del
huracán y arrastraba la barquilla, que iba surcando la arena. Si, por
casualidad, hubiera caído una parte del lastre, el globo habría partido y toda
esperanza de encontrarlo habría sido vana.
Pero Joe, corriendo más que un galgo, detuvo la
barquilla, y el aeróstato se dobló sobre la arena con peligro de romperse.
El doctor ocupó su sitio, encendió el soplete y arrojó el exceso de
peso.
Los viajeros miraron
por última vez los árboles del oasis, que se plegaban por efecto de la
tempestad, y luego arrastrados por un viento del este a doscientos pies de
altura, desaparecieron en la noche.
XXIX
Indicios de
vegetación. ‑ Idea fantástica de un autor
francés. ‑
País magnífico. ‑ El reino de Adamaua. ‑ Las
exploraciones de Speke y Burton enlazadas con las
de
Barth. ‑
Los montes Alantika. ‑ El río Benué. ‑ La
ciudad de
Yola. ‑ El Bagelé. ‑ El monte Mendif
Desde el momento de la partida, los viajeros
avanzaron con gran rapidez, como si les faltase tiempo para abandonar aquel
desierto que tan funesto había estado a punto de serles.
Hacia las nueve y cuarto de la mañana se entrevieron
algunos indicios de vegetación: hierbas flotando en aquel mar de arena y que les
anunciaban, como a Cristóbal Colón, la proximidad de la tierra. Verdes
vástagos brotaban tímidamente entre pedruscos que, a su vez, se convertirían en
rocas de aquel océano.
Ondeaban en el horizonte colinas aun poco
elevadas, cuyo perfil, difuminado por la bruma, se dibujaba vagamente. La
monotonía desaparecía.
El doctor saludaba con entusiasmo aquella nueva
comarca, y, cual vigía en un buque, estaba a punto de
gritar:
‑¡Tierra, tierra!
Una hora después, el continente se ofrecia a sus ojos
con un aspecto aún salvaje, pero menos llano, menos desnudo y con algunos
árboles que se perfilaban en el cielo ceniciento.
‑¿Nos hallamos, pues, en tierra civilizada?
‑preguntó el cazador.
‑Según lo que entienda por civilizado, señor Dick; de
momento no veo habitantes.
‑Al paso que llevamos ‑respondió Fergusson‑, no
tardaremos en verlos.
‑¿Nos encontramos aún en tierra de negros, señor
Samuel?
‑Sí, Joe, mientras no lleguemos al país de los
árabes.
‑¿Árabes, señor? ¿Verdaderos árabes con sus
camellos?
‑No, sin camellos. Los camellos son raros, por no
decir desconocidos, en estas comarcas. Para encontrarlos es preciso subir
unos grados al norte.
‑¡Qué fastidio!
‑¿Por qué, Joe?
‑Porque, si tuviésemos viento contrario, los
camellos podrían sernos útiles.
‑¿ Cómo?
‑Es una idea que se me ocurre, señor. Podríamos
engancharlos a la barquilla y hacer que la
remolcaran.
‑¿Qué le parece?
‑No eres el primero, Joe, a quien se le ha ocurrido
la idea. Ha sido explotada, aunque es verdad que en una novela, por un autor
francés muy ingenioso[L26] . Unos viajeros montan en un globo tirado por
camellos, a quienes devora un león, el cual se coloca en su puesto y arrastra a
su vez, y así sucesivamente. Ya ves que todo eso no es más que pura fantasía y
nada tiene en común con nuestro género de locomoción.
Joe, algo humillado al pensar que su idea ya había
sido utilizada, estuvo devanándose los sesos para averiguar qué animal pudo
devorar al león, y, no encontrándolo, se dedicó a examinar el
país.
Bajo su mirada se extendía un lago de mediana
extensión, con un anfiteatro de colinas que aún no tenían derecho a
llamarse montañas. Allí serpenteaban valles numerosos y fecundos, e intrincadas
selvas con gran variedad de árboles. El palmito dominaba aquella masa, con
sus hojas de quince pies de longitud y sus tallos erizados de agudas
espinas; el bombax transmitía al viento el fino vello de sus semillas; los
intensos perfumes del pendano, ese kenda
de los árabes, impregnaban el aire hasta la zona que atravesaba el
Victoria, el papayo de hojas palmeadas, la esterculiácea que produce
la nuez de Sudán, el baobab y los bananos completaban aquella flora
lujuriante de las regiones intertropicales.
‑El país es soberbio ‑dijo el
doctor.
‑Ahí hay animales ‑dijo Joe‑. No estarán lejos los
hombres.
‑¡Magníficos elefantes! ‑exclamó Kennedy‑. ¿No habría
medio de cazar un poco?
‑¿Cómo quieres que nos detengamos, amigo Dick, con
una corriente tan violenta? Sufre un poco el suplicio de Tántalo. Ya te
desquitarás más adelante.
Motivos había, en efecto, para excitar la imaginacion
de un cazador, así es que el corazón de Dick palpitaba con fuerza y sus dedos se
crispaban sobre la culata de su Purdey[L27] .
La fauna de aquel país estaba a la altura de su
flora. El toro salvaje se revolcaba en una hierba espesa bajo la cual
desaparecía enteramente. Elefantes de la mayor talla, grises, negros o
amarillos, pasaban como un tifón tempestuoso por los poblados bosques,
rompiendo, golpeando, saqueando, dejando tras de sí una huella de
devastación. Por las verdes laderas de las colinas fluían cascadas y arroyos,
formando espaciosas charcas donde los hipopótamos se bañaban con mucho
estrépito, y manatíes de doce pies de longitud y de cuerpo pisciforme se
exhibían en las orillas, dirigiendo al cielo sus redondos pechos henchidos de
leche.
Era un extraño zoológico en un maravilloso jardín
botánico, donde innumerables pájaros de mil colores brillaban entre las plantas
arborescentes.
Por aquella prodigalidad de la naturaleza, el doctor
reconoció el soberbio reino de Adamaua.
‑Seguimos las huellas de los descubrimientos
modernos ‑dijo‑. He recuperado la pista interrumpida de los viajeros, lo
que es, amigos mios, una feliz fatalidad. Podremos enlazar los trabajos de los
capitanes Burton y Speke con las exploraciones del doctor Barth. Hemos dejado a
los viajeros ingleses para encontrar a un hamburgués, y no tardaremos en
llegar al punto extremo alcanzado por este atrevido
sabio.
‑Me parece ‑dijo Kennedy‑, a juzgar por el espacio
que hemos recorrido, que entre las dos exploraciones hay una extensión de país
muy considerable.
‑Es cosa fácil de calcular; coge el mapa y mira cuál
es la longitud de la punta meridional del lago Ukereue alcanzada por
Speke.
-Se encuentra aproximadamente a treinta y siete
grados ‑dijo Kennedy.
‑Y la ciudad de Yola, cuya situación fijaremos esta
noche y a la que llegó Barth, ¿a cuántos grados se
encuentra?
‑A unos doce grados de
longitud.
‑Son, pues, veinticinco grados; a sesenta millas cada
uno hacen un total de mil quinientas millas.
‑Un agradable paseíto para hacerlo a pie ‑dijo
Joe.
‑Se dará, sin embargo, ese paseo. Livingstone y
Moffat siguen subiendo hacia el interior; el Nyassa, descubierto por ellos,
no está muy lejos del lago Tanganica, reconocido por Burton, y, antes de que
concluya el siglo presente, estas comarcas inmensas serán indudablemente
exploradas. Pero ‑añadió el doctor, consultando su brújula‑ siento que el viento
nos empuje tan al oeste; yo hubiera querido remontar hacia el
norte.
Después de doce horas de marcha, el Victoria
se encontró en los confines de la Nigricia. Los primeros habitantes de
aquella tierra, árabes chouas, apacentaban sus rebaños nómadas. Las inmensas
cumbres de los montes Alantika pasaban por encima del horizonte. Sus
montañas, que hasta ahora no ha pisado ningun pie europeo, tienen una
altura que se calcula en mil trescientas toesas. Su pendiente occidental
determina el curso de todas las aguas de aquella parte de África hacia el
océano; son las montañas de la Luna de aquella región.
A la vista de los viajeros apareció, al fin, un
verdadero río, y por los inmensos hormigueros que lo rodeaban, el doctor
reconoció el Benué, uno de los grandes afluentes del Níger, llamado por los
indígenas la «fuente de las aguas».
‑Este río ‑dijo el doctor a sus compañeros‑ se
convertirá con el tiempo en la vía natural de comunicación con el interior
de la Nigricia. El vapor Pléyade, bajo el mando de uno de nuestros bravos
capitanes, ya lo ha remontado hasta la ciudad de Yola. De manera que, como
veis, nos encontramos en tierras conocidas.
Numerosos esclavos se ocupaban de los trabajos del
campo; cultivaban sorgo, una especie de mijo que constituye la base de su
alimentación. Las más estúpidas muestras de asombro se sucedían al paso del
Victoria, que pasaba como un meteoro. Al anochecer, el globo se detuvo a
cuarenta millas de Yola, y ante él, aunque a lo lejos, se alzaban los dos conos
puntiagudos del monte Mendif.
El doctor mandó echar las anclas, que quedaron
enganchadas en la copa de un árbol elevado. Pero un viento muy recio
azotaba al Victoria hasta el punto de tumbarlo, y algunas veces la
posición de la barquilla resultaba sumamente peligrosa. Fergusson no cerró los
ojos en toda la noche, y con frecuencia estuvo a punto de cortar el cable y huir
de la tormenta. Por último, la temperatura calmó y las oscilaciones del
aeróstato ya nada tuvieron de alarmante.
Al día siguiente, el viento fue más moderado, pero
alejaba a los viajeros de la ciudad de Yola, la cual, reconstruida por los
fuhlahs excitaba la curiosidad de Fergusson; sin embargo, fue preciso
elevarse hacia el norte e incluso un poco hacia el este.
Kennedy propuso hacer un alto en aquel territorio de
caza; Joe, por su parte, afirmaba que la necesidad de carne fresca se dejaba
sentir; pero las costumbres salvajes de aquel país, la actitud de la
población y algunos disparos dirigidos al Victoria obligaron al
doctor a proseguir el viaje. Atravesaban una comarca, escenario de matanzas
y de incendios, en que los combates son incesantes y los sultanes se juegan
un reino entre las más atroces carnicerías.
Numerosas y pobladas aldeas se extendían entre
inmensos prados, cuya espesa hierba estaba sembrada de violetas; las chozas,
semejantes a gigantescas colmenas, se refugiaban detrás de espinosos setos.
Kennedy comentó varias veces que las agrestes laderas de las colinas
recordaban los glen de las altas
tierras de Escocia.
Pese a todos sus esfuerzos por seguir otro rumbo, el
doctor iba derecho al nordeste, hacia el monte Mendif, que desaparecía entre las
nubes. Las altas cumbres de aquellas montañas separan la cuenca del Níger de la
cuenca del lago Chad.
No tardó en aparecer el Bagelé, con sus dieciocho
aldeas a su alrededor, corno una multitud de niños en torno a su
madre. El espectáculo era magnífico para unas miradas que dominaban y abarcaban
todo el conjunto. Las laderas estaban cubiertas de campos de arroz y de
cacahuetes.
A las tres, el Victoria se hallaba frente al monte
Mendif. No habiéndolo podido evitar, era menester traspasarlo. El
doctor, aumentando ciento ochenta grados la temperatura[L28] , dio al globo una fuerza ascensional de cerca
de mil seiscientas libras; éste se elevó a más de ocho mil pies. Fue la mayor
elevación obtenida durante el viaje; la temperatura bajó de tal modo que el
doctor y sus compañeros tuvieron que recurrir a las
mantas.
Fergusson se dio prisa en bajar, ya que el envoltorio
del aeróstato amenazaba romperse. Tuvo, sin embargo, suficiente tiempo para
comprobar el origen volcánico de la montaña, cuyos cráteres apagados no son más
que profundos abismos. Grandes aglomeraciones de excrementos de aves daban
a las lomas del Mendif la apariencia de rocas calizas, bastando aquellas
aglomeraciones para abonar las tierras de todo el Reino
Unido.
A las cinco, el Victoria, a resguardo de los vientos del
sur, seguía con lentitud las pendientes de la montaña y se detenía en un inmenso
raso separado de todo lugar habitado. Apenas llegó a tierra, se tomaron las
debidas precauciones para sujetarlo, y Kennedy, escopeta en mano, se
dirigió hacia la llanura inclinada. No tardó en volver con media docena de
ánades y una especie de chocha que Joe condimentó lo mejor que pudo. La cena fue
agradable y la noche transcurrió en una gran calma.
Mosfeya. ‑
El jeque. ‑ Denham, Clapperton y
Oudney.
‑ Vogel. ‑
La capital de Loggum. ‑ Toole. ‑ Calma
sobre
Kernak. ‑ El gobernador y su corte. ‑ El ataque.
‑ Las
palomas incendiarias
Al día siguiente, de mayo, el Victoria reemprendió su azaroso
viaje. Los viajeros tenían puesta en él la misma confianza que un marino en su
buque.
Huracanes terribles, calores tropicales, ascensiones
peligrosas y descensos más peligrosos aún, todo lo había resistido. Se podría
decir que Fergusson lo guiaba con un gesto; de modo que, pese a no conocer el
punto definitivo de su llegada, el doctor no dudaba del buen éxito de su
viaje. Pero, en aquel país de bárbaros y fanáticos, la prudencia le
obligaba a tomar las más severas precauciones, por lo que recomendó a sus
companeros que estuviesen siempre ojo avizor, vigilándolo todo a todas
horas.
El viento conducía un poco más hacia el norte, y
alrededor de las nueve entrevieron la gran ciudad de Mosfeya,
edificada en una eminencia encajonada entre dos altas montañas. Inexpugnable por
su posición, no se podía penetrar en ella sino por un camino angosto entre
un pantano y un bosque.
En aquel momento, un jeque acompañado de una escolta
a caballo, vestido con ropajes de vivos colores, y precedido de trompeteros y
batidores que separaban las armas del camino, entraba orgullosamente en la
ciudad.
El doctor descendió para contemplar más de cerca a
aquellos indígenas, pero, a medida que el globo aumentaba de tamaño a sus
ojos, se fueron multiplicando sus ademanes de profundo terror, y no tardaron en
desfilar con toda la velocidad que les permitían sus piernas o las patas de sus
caballos.
El jeque fue el único que permaneció inmóvil.
Cogió su largo mosquete, lo amartilló y aguardó resueltamente. El
doctor se acercó a él a menos de quince pies y, con toda la fuerza de sus
pulmones, le saludó en árabe. Al oír aquellas palabras bajadas del cielo, el
jeque se apeó y se prosternó sobre el polvo del camino, y el doctor no pudo
distraerle de su adoración.
‑Es imposible ‑dijo‑ que esas gentes no nos tomen por
seres sobrenaturales, puesto que cuando vieron a los primeros europeos creyeron
que pertenecían a una raza sobrehumana. Y cuando este jeque hable de su
encuentro con nosotros, no dejará de exagerar el hecho con todos los
recursos de una imaginación árabe. Juzgad, pues, lo que las leyendas dirán algún
día acerca de nosotros.
‑Bajo el punto de vista de la civilización ‑respondió
el cazador‑, sería preferible pasar por simples mortales; eso daría a estos
negros una idea muy distinta del poder europeo.
‑Estamos de acuerdo, amigo Dick; pero ¿qué
podemos hacer? Por más que les explicases a los sabios del país el
mecanismo de un aeróstato, se quedarían en ayunas y continuarían
atribuyéndolo a una intervención sobrenatural.
‑Señor ‑preguntó Joe‑, ha hablado de los primeros
europeos que exploraron este país, ¿puede decirnos quiénes
fueron?
‑Querido muchacho, nos hallamos precisamente en la
ruta del mayor Denham, que fue recibido en Mosfeya por el sultán de Mandara.
Había salido de Bornu, acompañaba al jeque a una expedición contra los
fellatahs y asistió al ataque de la ciudad, que con sus flechas resistió
denodadamente a las balas árabes y obligó a huir a las tropas del jeque. Todo
eso no era mas que un pretexto para cometer asesinatos, robos y razzias.
Despojaron al mayor de sus pertenencias y lo dejaron desnudo, y de no ser por un
caballo bajo el vientre del cual se escondio y que le permitió huir a todo
escape gracias a su desenfrenado galope, jamás hubiera regresado a Kuka, la
capital de Bornu.
‑Pero ¿quién era ese mayor
Denham?
‑Un intrépido inglés que, desde 1822 hasta 1824,
estuvo al mando de una expedición en Bornu, en compañía del capitán
Clapperton y del doctor Oudney. Partieron de Trípoli en marzo, llegaron a
Murzuk, la capital del Fezzán, y, siguiendo el camino que más adelante
tomaría el doctor Barth para regresar a Europa, llegaron a Kuka, cerca del
lago Chad, el 16 de febrero de 1823. Denham llevó a cabo varias exploraciones en
Bornu, en el Mandara y en las orillas orientales del lago; durante ese tiempo,
el 15 de diciembre de 1823 el capitán Clapperton y el doctor Oudney
penetraron en Sudán hasta Sackatu, muriendo Oudney de fatiga y agotamiento en la
ciudad de Murmur.
‑Según veo ‑dijo Kennedy‑, esta parte de África
también ha pagado a la ciencia su correspondiente tributo de
víctimas.
‑Sí, esta comarca es fatal. Marchamos directamente
hacia el reino de Baguirmi, que en 1856 Vogel atravesó para penetrar en Wadai,
donde desapareció. Era un joven de veintitres años, que había sido enviado
para cooperar en los trabajos del doctor Barth; se encontraron los dos el 1
de diciembre de 1854; luego Vogel empezó las exploraciones del país y, hacia
1856, anunció en sus últimas cartas su intención de reconocer el reino de
Wadai, en el cual no había penetrado aún ningún europeo; parece que llegó
hasta Wara, la capital, donde, según unos, cayó prisionero, y, según otros, fue
condenado a muerte y ejecutado por haber intentado subir a una montaña sagrada
de las inmediaciones. Pero no se debe admitir con ligereza la noticia de la
muerte de los viajeros, ya que ello dispensa de buscarlos. ¡Cuántas veces
ha circulado oficialmente la noticia del fallecimiento del doctor Barth, cosa
que a menudo le ha causado una legítima irritación! Es muy posible, pues,
que Vogel se encuentre retenido por el sultán de Wadai, el cual tal vez
exija un rescate. El barón de Nelmans se puso en marcha hacia Wadai, pero murió
en El Cairo en 1855. Ahora sabemos que De Heuglin, con la expedición
enviada de Leipzig, sigue el rastro de Vogel, y es de esperar que pronto
conozcamos de una manera positiva el paradero de este joven e interesante viajero[L29] .
Mosfeya había desaparecido del horizonte hacía
tiempo. El Mandara desplegaba bajo las miradas de los aeronautas su asombrosa
fertilidad, con sus bosques de acacias, sus árboles de rojas flores y las
plantas herbáceas de sus campos de algodón y de índigo. El Chari, que
desagua en el Chad, ochenta millas más alla, corria
impetuosamente.
El doctor mostró a sus companeros el curso del río en
los mapas de Barth.
‑Ya veis ‑‑dijo‑ que los trabajos de este sabio son
de una precisión suma. Nosotros marchamos en línea recta hacia el distrito de
Loggum, tal vez hacia su capital, Kernak, que es donde murió el pobre
Toole, joven inglés de veintidós años. Era abanderado en el 800
regimiento y hacía algunas semanas que se había unido al mayor Denham en
África, donde no tardó en hallar la muerte. ¡Bien puede llamarse a esta inmensa
comarca el cementerio de los europeos!
Algunas canoas de cincuenta pies de longitud
descendían el curso del Chari. El Victoria, a mil pies de
tierra, llamaba poco la atención de los indigenas; pero el viento, que
hasta entonces había soplado con bastante fuerza, tendía a
disminuir.
‑¿Vamos a sufrir otra nueva calma chicha?
‑preguntó el doctor.
‑¿Qué nos importa, señor? Ahora no hemos de
temer ni la falta de agua ni el desierto.
‑No, pero hemos de temer a las tribus, que son aún
peores.
‑He aquí ‑dijo Joe‑ algo que parece una
ciudad.
‑Es Kernak, a donde nos llevan las últimas
bocanadas de viento. Podremos, si nos conviene, sacar un plano con toda
exactitud.
‑¿No nos acercaremos? ‑preguntó
Kennedy.
‑Nada más fácil, Dick. Estamos justo encima de la
ciudad. Permíteme cerrar un poco la espita del soplete y no tardaremos en
bajar.
Media hora después, el Victoria se mantenía
inmóvil a doscientos pies de tierra.
‑Más cerca estamos de Kernak ‑dijo el doctor‑ que lo
estaría de Londres un hombre encaramado en la esfera que corona la cúpula
de San Pablo. Podemos examinar la ciudad a gusto.
‑¿Qué ruido de mazos es ese que se oye por todas
partes?
Joe miró con atención y vio que el ruido era
producido por un considerable número de tejedores, que golpeaban al
aire libre sus telas extendidas sobre gruesos troncos de
árbol.
La capital de Loggum se dejaba abarcar toda entera
por las miradas de los viajeros, como si fuese un plano. Era una verdadera
ciudad, con casas alineadas y calles bastante anchas. En medio de una gran plaza
había un mercado de esclavos que atraía a muchos compradores, pues los
mandarenses, de manos y pies sumamente pequeños, van muy buscados y se
colocan ventajosamente.
A la vista del Victoria se produjo el efecto
de costumbre. Primero gritos y después un profundo asombro. Se abandonaron
los negocios, se suspendieron los trabajos, cesaron todos los ruidos. Los
viajeros permanecían inmóviles y no se perdían ni un detalle de la populosa
ciudad. Descendieron hasta sesenta pies del suelo.
Entonces el gobernador de Loggum salió de su
morada, desplegando su estandarte verde y acompañado de músicos, que
soplaban en roncos cuernos de búfalo con fuerza suficiente para destrozar los
tímpanos. La muchedumbre se agolpó a su alrededor y el doctor
Fergusson quiso hacerse comprender, pero no pudo
conseguirlo.
Aquellos indígenas de frente alta, cabellos
ensortijados y nariz casi aguileña parecían altivos e inteligentes, pero la
presencia del Victoria les turbaba de manera singular. Se veían
jinetes corriendo en distintas direcciones, y pronto fue evidente que las tropas
del gobernador se reunían para combatir a tan extraordinario enemigo. En vano
desplegó Joe, para calmar la efervescencia, pañuelos de todos los colores.
No obtuvo resultado alguno.
El jeque, sin embargo, rodeado de su corte, reclamó
silencio y pronunció un discurso del cual el doctor no pudo entender una
palabra; era árabe mezclado con baguirmi. El doctor reconoció, por la
lengua universal de los gestos, que se le invitaba a marcharse cuanto antes,
cosa que no podía hacer, pese a sus deseos, por falta de viento. Su inmovilidad
exasperó al gobernador, cuyos cortesanos comenzaron a aullar para obligar al
monstruo a alejarse de allí.
Aquellos cortesanos eran personajes muy
singulares. Llevaban la friolera de cinco o seis camisas de diferentes
colores y tenían vientres enormes, algunos de los cuales parecían postizos. El
doctor asombró a sus compañeros al decir que aquélla era su manera de
halagar al sultán. La redondez del abdomen indicaba la ambición de la persona.
Aquellos hombres gordos gesticulaban y gritaban, principalmente uno de ellos,
que forzosamente había de ser primer ministro, si la obesidad encontraba su
recompensa en la Tierra. La muchedumbre unía sus aullidos a los gritos de los
cortesanos, repitiendo como monos sus gesticulaciones, lo que producía un
movimiento único e instantáneo de diez mil brazos.
A estos medios de intimidación, que se juzgaron
insuficientes, se añadieron otros más temibles. Soldados armados de arcos y
flechas formaron en orden de batalla, pero el Victoria ya se
hinchaba y se ponía tranquilamente fuera de su alcance. El gobernador,
cogiendo entonces un mosquete, apuntó hacia el globo. Pero Kennedy le
vigilaba y con una bala de su carabina rompió el arma en la mano del
jeque.
A este golpe inesperado sucedió una desbandada
general. Todos se metieron precipitadamente en sus casas y durante el resto
del día la ciudad quedó absolutamente desierta.
Vino la noche. No hacía nada de viento. Preciso fue a
los viajeros resolverse a permanecer inmóviles a trescientos pies de
tierra. Ni una luz brillaba en la oscuridad, y reinaba un silencio
sepulcral. El doctor redobló su prudencia, porque aquella calma podía ser muy
bien una estratagema.
Razón tuvo Fergusson en vigilar. Hacia
medianoche, toda la ciudad pareció arder. Centenares de líneas de fuego se
cruzaban como cohetes, formando una red de llamas.
‑¡Cosa singular! ‑exclamó el
doctor.
‑Lo más singular es ‑replicó Kennedy‑ que las
llamas suben y se acercan a nosotros.
En efecto, acompañada de un griterío espantoso y
descargas de mosquetes, aquella masa de fuego subía hacia el Victoria. Joe se preparó para arrojar
lastres. Fergusson encontró muy pronto la explicación del
fenómeno.
Millares de palomas con la cola provista de materias
inflamables habían sido lanzadas contra el Victoria. Asustadas, las pobres aves
subían, trazando en la atmósfera zigzagues de fuego. Kennedy descargó
contra ellas todas sus armas, pero nada podían contra un ejército tan numeroso.
Las palomas ya revoloteaban alrededor de la barquilla y del globo, cuyas
paredes, reflejando su luz, parecían envueltas en una red de
llamas.
El doctor no vaciló y, arrojando un fragmento de
cuarzo, se puso fuera del alcance de tan peligrosas aves. Por espacio de dos
horas se las vio desde la barquilla corriendo azoradas en distintas
direcciones, pero poco a poco fue disminuyendo su número y, por último,
desaparecieron todas entre las sombras de la noche.
‑Ahora podemos dormir tranquilos ‑declaró el
doctor.
‑¡Para ser obra de salvajes ‑exclamó Joe‑, el ardid
no es poco ingenioso!
‑Sí, suelen utilizar palomas incendiarias para
prender fuego a las chozas de las aldeas; pero nuestra aldea vuela más alto
que sus palomas.
‑Está visto que un globo no tiene enemigos que
temer ‑dijo Kennedy.
‑Sí los tiene ‑replicó el
doctor.
‑¿ Cuáles?
‑Los imprudentes que lleva en su barquilla. Así que,
amigos míos, vigilancia y más vigilancia, siempre y por
doquier.
XXXI
Partida
durante la noche. ‑ Los tres. ‑ Los instintos de
Kennedy. ‑
Precauciones. ‑ El curso del Chari. ‑ El
lago Chad.
‑ El agua del lago. ‑ El hipopótamo. ‑ Una
bala
perdida
Hacia las tres de la mañana, Joe, que estaba de
guardia, vio que el globo se alejaba de la ciudad. El Victoria volvía a emprender su marcha.
Kennedy y el doctor se despertaron.
Este último consultó la brújula y reconoció con
satisfacción que el viento los llevaba hacia el
norte‑nordeste.
‑Estamos de suerte ‑dijo‑, todo nos sale a pedir de
boca; hoy mismo descubriremos el lago Chad.
‑¿Es una gran extensión de agua? ‑preguntó con
interés el señor Kennedy.
‑Considerable, amigo Dick; en algunos puntos
puede llegar a medir ciento veinte millas tanto de largo como de
ancho.
‑Pasear sobre una alfombra líquida dará un poco de
variedad a nuestro viaje.
‑Me parece que no tenemos motivo de queja.
Nuestro viaje es muy variado y, sobre todo, lo hacemos en las mejores
condiciones posibles.
‑Sin duda, Samuel; si exceptuamos las privaciones del
desierto, no hemos corrido ningún peligro grave.
‑Cierto es que nuestro valiente Victoria se ha portado siempre a
las mil maravillas. Partimos el dieciocho de abril y hoy estamos a doce de mayo.
Son veinticinco días de marcha. Diez días más y habremos
llegado.
‑¿Adónde?
‑No lo sé; pero ¿qué nos
importa?
‑Tienes razón, Samuel. Confiemos a la Providencia la
tarea de dirigirnos y de mantenernos sanos y salvos. Nadie diría que hemos
atravesado los países más pestilentes del mundo.
‑Porque nos hemos podido elevar y nos hemos
elevado.
‑¡Vivan los viajes aéreos! ‑exclamó Joe-. Después de
veinticinco días, nos hallamos rebosantes de salud, bien alimentados y bien
descansados; demasiado tal vez, porque mis piernas empiezan a entumecerse y no
me vendría mal hacer a pie unas treinta millas para estirarlas un
poco.
‑Te darás ese gustazo en las calles de Londres, Joe.
Ahora diré, para concluir, que al partir éramos tres, como Denham, Clapperton y
Overweg, y como Barth, Richardson y Vogel, y que, más dichosos que nuestros
predecesores, seguimos siendo tres, Sin embargo, es importantísimo que no
nos separemos. Si, hallándose en tierra uno de nosotros, el Victoria
tuviese que elevarse de pronto para evitar un peligro súbito e imprevisto,
¿quién sabe si le volveríamos a ver? A Kennedy se lo digo, pues no me gusta que
se aleje con el pretexto de cazar.
‑Me permitirás, sin embargo, amigo Samuel, que siga
con mi capricho; no hay ningún mal en renovar nuestras provisiones. Además,
antes de partir me hiciste entrever una serie de soberbias cacerías, y hasta
ahora he avanzado muy poco por la senda de los Anderson y de los
Cumming.
‑O tienes muy poca memoria, amigo Dick, o la
modestia te obliga a olvidar tus proezas. Me parece que, sin contar la caza
menor, pesan ya sobre tu conciencia un antílope, un elefante y dos
leones.
‑¿Y qué es eso para un cazador africano que ve pasar
por delante de su fusil todos los animales de la creación? ¡Mira, mira qué
manada de jirafas!
‑¡Jirafas! ‑exclamó Joe‑. ¡Si son del tamaño del
puño!
‑Porque estamos a mil pies de altura. De cerca verías
que son tres veces más altas que tú.
‑¿Y qué dices de esa manada de gacelas? ‑repuso
Kennedy‑. ¿Y de esos avestruces que huyen con la rapidez del
viento?
‑¡Avestruces! ‑exclamó Joe‑. Son gallinas, y aún me
parece exagerar bastante.
‑Veamos, Samuel, ¿no podríamos
acercarnos?
‑Sí podemos, Dick, pero no tomar tierra. ¿Y qué
sentido tiene herir a unos animales que no hemos de poder coger? Si se
tratara de matar a un león, un tigre o una hiena, lo comprendería; siempre sería
una bestia peligrosa menos. Pero matar a un antílope o una gacela, sin más
provecho que la vana satisfacción de tus instintos de cazador, no merece la
pena. Así pues, amigo mío, nos mantendremos a cien pies del suelo, y si
distingues alguna fiera obtendrás nuestros aplausos hiriéndola de un balazo
en el corazón.
El Victoria bajó poco a poco, pero se mantuvo
a una altura tranquilizadora. En aquella comarca salvaje y muy poblada era
menester estar siempre en guardia contra peligros
inesperados.
Los viajeros seguían directamente el curso del
Chari, cuyas encantadoras márgenes desaparecían bajo las sombrías arboledas
de variados matices. Lianas y plantas trepadoras serpenteaban en todas
direcciones y formaban curiosos entrelazamientos. Los cocodrilos
retozaban al sol o se zambullían en el agua ligeros como lagartos, y se
acercaban, como jugando, a las numerosas islas verdes que rompían la corriente
del río.
Así pasaron sobre el distrito de Maffatay, con el
cual tan pródiga y espléndida ha sido la naturaleza. Hacia las nueve de la
mañana, el doctor Fergusson y sus amigos alcanzaron la orilla meridional del
lago Chad.
Allí estaba aquel mar Caspio de África, cuya
existencia se relegó por espacio de mucho tiempo a la categoría de las
fábulas, aquel mar interior al que no habían llegado más expediciones que la de
Denham y la de Barth.
El doctor intentó fijar la configuración actual, muy
diferente de la que presentaba en 1847. En efecto, no es posible trazar de una
manera definitiva el mapa de ese lago rodeado de pantanos fangosos y casi
infranqueables donde Barth creyó perecer. De un año a otro, aquellas
ciénagas, cubiertas de espadafías y de papiros de quince pies de altura,
desaparecen bajo las aguas del lago. Con frecuencia, las poblaciones ribereñas
también quedan semisumergidas, como le sucedió a Ngornu en 1856; en la
actualidad, los hipopótamos y los caimanes se zambullen donde antes se alzaban
las casas.
El sol derramaba sus deslumbradores rayos sobre
aquellas aguas tranquilas, y al norte los dos elementos se confundían en un
mismo horizonte.
El doctor quiso comprobar la naturaleza del agua, que
por espacio de mucho tiempo se creyó salada. No había ningún peligro en
acercarse a la superficie del lago, y la barquilla descendió hasta rozar el agua
como una golondrina.
Joe metió una botella y la sacó medio llena. El agua
tenía cierto gusto de natrón que la hacía poco potable.
En tanto que el doctor anotaba el resultado de su
observación, a su lado sonó un disparo. Kennedy no había podido resistir el
deseo de enviarle una bala a un gigantesco hipopótamo. Éste, que respiraba
tranquilamente, desapareció al oírse el estampido, sin que la bala cónica
hiciese en él ninguna mella.
‑Mejor hubiera sido clavarle un arpón ‑dijo
Joe.
‑¿Y dónde está el arpón?
‑¿Qué mejor arpón que cualquiera de nuestras
anclas? Para un animal semejante, un ancla es el anzuelo
apropiado.
‑¡Caramba! Joe ha tenido una idea... ‑dijo
Kennedy.
‑A la cual os suplico que renunciéis ‑replicó el
doctor‑. El animal nos arrastraría muy pronto a donde nada tenemos que
hacer.
‑Sobre todo, ahora que conocemos la calidad del agua
del Chad. ¿Y es comestible ese pez, señor Fergusson?
‑Tu pez, Joe, es un mamífero del género de los
paquidermos, y su carne, según dicen excelente, es objeto de un activo
comercio entre las tribus ribereñas del lago.
‑Siento, pues, que el disparo del señor Dick no haya
tenido mejor éxito.
‑El hipopótamo sólo es vulnerable en el vientre y
entre los muslos. La bala de Dick no le ha causado la menor impresión. Si
el terreno me parece propicio, nos detendremos en el extremo septentrional
del lago; allí, Kennedy podrá hacer de las suyas y
desquitarse.
‑¡De acuerdo! ‑dijo
Joe‑. Que cace el señor Dick algún hipopótamo; me gustana probar la carne
de ese anfibio. No me parece natural penetrar hasta el centro de
África para vivir de chochas y perdices como en
Inglaterra.
XXXII
La capital
de Bornu. ‑ Las islas de los biddiomahs. ‑
Los
quebrantahuesos. ‑ Las inquietudes del doctor. ‑
Sus
precauciones. ‑ Un ataque en el aire. ‑ La
envoltura
destrozada. ‑ La caída. ‑ Sacrificio sublime.
‑ La costa
septentrional del lago
Desde su llegada al lago Chad el Victoria había encontrado una
corriente, que se inclinaba más al oeste. Algunas nubes moderaban el calor del
día; además, circulaba un poco de aire en aquella inmensa extensión de
agua. Sin embargo, hacia la una, el globo, tras cruzar en diagonal aquella parte
del lago, se internó en las tierras por espacio de siete u ocho
millas.
El doctor, al principio algo contrariado por esta
dirección, ya no pensó en quejarse de ella cuando distinguió la ciudad
de Kuka, la célebre capital de Bornu, rodeada de murallas de arcilla
blanca; unas mezquitas bastante toscas se alzaban pesadamente por encima de esa
especie de tablero de damas que forman las casas árabes. En los patios de las
casas y en las plazas públicas crecían palmeras y árboles de caucho, coronados
por una cúpula de follaje de más de cien pies de ancho. Joe comentó que el
tamaño de aquellos parasoles guardaba proporción con la intensidad de los rayos
de sol, lo que le permitió sacar conclusiones muy halagüefías para la
Providencia.
Kuka está formada por dos ciudades distintas,
separadas por el dendal, un
paseo de trescientas toesas de ancho, a la sazón atestado de transeúntes a
pie y a caballo. A un lado se encuentra la ciudad rica, con sus casas altas y
aireadas, y al otro la ciudad pobre, triste aglomeración de chozas bajas y
cónicas, donde pulula una población indigente, porque Kuka no es ni comercial ni
industrial.
Kennedy encontró en aquellas dos ciudades,
perfectamente diferenciadas, cierta semejanza con un Edimburgo que se
extendiera en un llano.
Pero los viajeros no pudieron dedicar a Kuka más que
una mirada muy rápida, porque con la inestabilidad característica de las
corrientes de aquella comarca, un viento contrario sobrevino de pronto y los
arrastró por espacio de unas cuarenta millas sobre el
Chad.
Entonces se les presentó un nuevo panorama.
Podían contar las numerosas islas del lago, habitadas por los biddiomahs,
sanguinarios piratas no menos temidos que los tuaregs del Sahara. Aquellos
salvajes se disponían a recibir valerosamente al Victoria con flechas y piedras,
pero el globo pronto dejó atrás las islas, sobre las que parecía aletear como un
escarabajo gigantesco.
En aquel momento, Joe miraba el horizonte, y
volviéndose hacia Kennedy le dijo:
‑Señor Dick, usted que siempre está pensando en
cazar, aquí tiene una buena oportunidad.
‑¿Por qué, Joe?
‑Y ahora mi señor no se opondrá a sus
disparos.
‑Explícate.
‑¿No ve qué bandada de pajarracos se dirige hacia
nosotros?
‑¡Pajarracos! ‑exclamó el doctor, cogiendo el
anteojo.
‑Sí, los veo ‑replicó Kennedy‑. Por lo menos hay una
docena.
‑Si no le importa, catorce ‑respondió
Joe.
‑¡Quiera el cielo que sean de una especie bastante
dañina para que el tierno Samuel no tenga nada que
objetarme!
‑Lo que yo digo es ‑respondió Fergusson‑ que
preferiría que esos pajarracos estuvieran muy lejos de
nosotros.
‑¿Les tiene miedo? ‑dijo Joe.
‑Son quebrantahuesos de gran tamaño, Joe, y si nos
atacan...
‑¿Y qué? Si nos atacan, nos defenderemos, Samuel
Tenemos todo un arsenal. No me parece que esos animales sean muy
temibles.
‑¿Quién sabe? ‑respondió el
doctor.
Diez minutos después, la bandada se había puesto a
tiro. Los catorce individuos de que se componía lanzaban roncos graznidos y
avanzaban hacia el Victoria más
irritados que asustados por su presencia.
‑¡Cómo gritan! ‑dijo Joe‑. ¡Qué escándalo! Al
parecer no les hace gracia que alguien invada sus dominios y se ponga a
volar como ellos.
‑La verdad es ‑dijo el cazador‑ que su aspecto es
imponente, y me parecerian bastante temibles si fuesen armados con una carabina
Purdey Moore.
‑No la necesitan ‑respondió Fergusson, cuyo
semblante empezaba a nublarse.
Los quebrantahuesos volaban trazando inmensos
círculos, que iban estrechándose alrededor del Victoria. Cruzaban el
cielo con una rapidez fantástica, precipitándose algunas veces con la
velocidad de un proyectil y rompiendo su línea de proyección mediante un brusco
y audaz giro.
El doctor, inquieto,
resolvió elevarse en la atmósfera para escapar de aquel peligroso vecindario y
dilató el hidrógeno del globo, el cual subió al
momento.
Pero los quebrantahuesos subieron con él, poco
dispuestos a abandonarlo.
‑Tienen trazas de querer armar camorra ‑dijo el
cazador, amartillando su carabina.
En efecto, los pájaros se acercaban, y algunos de
ellos parecían desafiar las armas de Kennedy.
‑¡Qué ganas tengo de hacer fuego! ‑dijo
éste.
‑¡No, Dick, no! ¡No los provoquemos! ¡Nos
atacarían!
‑¡Buena cuenta daría yo de
ellos!
‑Te equivocas, Dick.
‑Tenemos una bala para cada
uno.
‑Y si se colocan encima del globo, ¿cómo les
dispararás? Imagínate que te encuentras en tierra frente a una manada de
leones, o rodeado de tiburones en pleno océano. Pues bien, para un
aeronauta, la situación no es menos peligrosa.
‑¿Hablas en serio, Samuel?
‑Muy en serio, Dick.
‑Entonces, esperemos.
‑Aguarda... Estáte preparado por si nos atacan, pero
no hagas fuego hasta que yo te lo diga.
Los pájaros se agruparon a poca distancia, de suerte
que se distinguían perfectamente su cuello pelado, que estiraban para gritar, y
su cresta cartilaginosa, salpicada de papilas violáceas, que se erguía con
furor. Su cuerpo tenía más de tres pies de longitud, y la parte inferior de sus
blancas alas resplandecía al sol. Hubiérase dicho que eran tiburones alados, con
los cuales presentaban un fantástico parecido.
‑¡Nos siguen! ‑dijo el doctor, viéndolos elevarse con
él‑. ¡Y por más que subamos, subirán tanto como nosotros!
‑¿Qué hacer, pues? ‑preguntó Kennedy. El doctor no
respondió‑. Atiende, Samuel ‑prosiguió el cazador‑; haciendo fuego con todas
nuestras armas, tenemos a nuestra disposición diecisiete tiros contra catorce
enemigos. ¿Crees que no podremos matarlos o dispersarlos? Yo me
encargo de unos cuantos.
‑No pongo en duda tu destreza, Dick, y doy por
muertos a los que pasen por delante de tu carabina; pero, te lo repito, si
atacan el hemisferio superior del globo, se pondrán a cubierto de tus
disparos y romperán el envoltorio que nos sostiene. ¡Nos hallamos a tres mil
pies de altura!
En aquel mismo momento, uno de los pájaros más
feroces se dirigió al globo con el pico y las garras abiertos, en actitud
de morder y desgarrar a un tiempo.
‑¡Fuego, fuego! ‑gritó el
doctor.
Y el pájaro, mortalmente herido, cayó dando vueltas
en el espacio.
Kennedy cogió una escopeta de dos cañones y Joe
amartilló otra.
Asustados por el estampido, los quebrantahuesos se
alejaron momentáneamente, pero volvieron casi enseguida a la carga con
furor centuplicado. Kennedy decapitó de un balazo al que tenía más cerca.
Joe le rompió un ala a otro.
‑Ya no quedan más que once
‑dijo.
Pero entonces los pájaros adoptaron otra táctica y,
como si se hubiesen puesto de acuerdo, se dirigieron al Victoria; Kennedy
miró a Fergusson.
Éste, a pesar de su
impasibilidad y energía, se puso pálido. Hubo un momento de espantoso silencio.
Después se oyó un ruido estridente, como el de un tejido de seda que se
rasga, y la barquilla empezó a precipitarse rápidamente.
‑¡Estamos perdidos! ‑gritó Fergusson, fijando la
vista en el barómetro, que subía muy deprisa.
‑¡Afuera el lastre! ‑añadió‑. ¡Nada de
lastre!
Y en pocos segundos desapareció todo el
cuarzo.
‑¡Seguimos cayendo!... ¡Vaciad las cajas de agua!
¿Me
oyes, Joe? ¡Nos precipitamos en el
lago!
Joe obedeció. El doctor se inclinó, mirando el lago
que parecía subir hacia él como una marea ascendente. El volumen de los objetos
aumentaba rápidamente; la barquilla se encontraba a menos de doscientos
pies de la superficie del Chad.
‑¡Las provisiones! ¡Las provisiones! ‑exclamó el
doctor.
Y la caja que las contenía fue lanzada al
espacio.
La velocidad de la caída disminuyó, pero los
desdichados seguían cayendo.
‑¡Echad más! ¡Echad más! ‑repitió el
doctor.
‑No queda ya nada ‑dijo
Kennedy.
‑¡Sí! ‑respondió lacónicamente Joe, persignándose
rápidamente.
Y desapareció por encima de la
borda.
‑¡Joe! ¡Joe! ‑gritó el doctor,
aterrorizado.
Pero Joe ya no podía oírle. El Victoria, sin lastre, recobró su
marcha ascensional y se elevó hasta una altura de mil pies. El viento,
introduciéndose en la envoltura deshinchada, lo arrastraba hacia las costas
septentrionales.
‑¡Perdido! ‑dijo el cazador con un gesto de
desesperación.
‑¡Perdido por salvarnos! ‑respondió
Fergusson.
Y dos gruesas lágrimas brotaron de los ojos de
aquellos dos hombres tan intrépidos. Ambos se asomaron, intentando
distinguir algún rastro del desgraciado Joe, pero ya estaban
lejos.
‑¿Qué haremos? ‑preguntó
Kennedy.
‑Bajar a tierra en cuanto sea posible, Dick, y
aguarlar.
Después de haber recorrido sesenta millas, el Victoria descendió a una costa
desierta, al norte del lago. Engancharon las anclas en un árbol poco
elevado, y el cazador las sujetó sólidamente.
Llegó la noche, pero ni Fergusson ni Kennedy
pudieron conciliar el sueño un solo instante.
XXXIII
Conjeturas.
‑ Restablecimiento del equilibrio del
Victoria. ‑
Nuevos cálculos del doctor Fergusson. ‑
Caza de
Kennedy. ‑ Exploración completa del lago
Chad. ‑
Tangalia. ‑ Regreso. ‑ Lari
Al día siguiente, 13 de mayo, los viajeros
reconocieron la parte de la costa que ocupaban, la cual era una
especie de islote en medio de un inmenso pantano. Alrededor de aquel
trozo de terreno firme se levantaban cañas tan grandes como árboles de Europa y
que se extendían hasta donde alcanzaba la vista.
Aquellas ciénagas inaccesibles hacían segura la
posición del Victoria. Bastaba
vigilar la parte del lago. La superficie del agua parecía ilimitada, sobre todo
por el este, sin que en ningún punto del horizonte se distinguiesen ni
islas ni continente.
No se habían atrevido aún los dos amigos a hablar de
su desgraciado compañero. Kennedy participó, al cabo, sus conjeturas al
doctor.
‑Quizá Joe no esté perdido ‑dijo‑. Es un muchacho
listo como pocos y un excelente nadador. En Edimburgo atravesaba sin
dificultad el Firth of Forth. Lo volveremos a ver, aunque no sé ni cómo ni
cuándo; por nuestra parte, debemos hacer todo lo posible para facilitarle
la ocasión de encontrarnos.
‑Dios te oiga, Dick ‑respondió el doctor,
conmovido‑. Haremos cuanto esté a nuestro alcance para encontrar a
nuestro amigo. Ante todo, orientémonos, después de haber liberado al
Victoria de su envoltura exterior, que de nada sirve, con lo que nos
libraremos de un peso de seiscientas cincuenta libras. ‑
El doctor Fergusson y Kennedy pusieron manos a la
obra. Tropezaron con grandes dificultades, pues fue preciso arrancar trozo a
trozo el tafetán, que ofrecía mucha resistencia, y cortarlo en estrechas
tiras para desprenderlo de las mallas de la red. El desgarrón
ocasionado por el pico de los quebrantahuesos tenía algunos pies de
longitud.
Invirtieron más de cuatro horas en la operación; pero
al fin vieron que el globo interior, enteramente aislado, no había sufrido
ninguna avería. El Victoria ofrecía un volumen una quinta parte menor que
el de antes. La diferencia fue bastante sensible para llamar la atención de
Kennedy.
‑¿Será suficiente? ‑preguntó al
doctor.
‑Acerca del particular, Dick, puedes estar tranquilo.
Yo restableceré el equilibrio, y, si vuelve nuestro pobre Joe, volveremos a
emprender con él el camino por el espacio.
‑Si no me falla la memoria, Samuel, en el momento de
nuestra caída no debíamos de estar muy lejos de una isla.
‑Lo recuerdo, en
efecto; pero aquella isla, como todas las del Chad, estará sin duda
habitada por una chusma de piratas y asesinos que seguramente habrán sido
testigos de nuestra catástrofe, y si Joe cae en sus manos, ¿que será de él, a no
ser que la superstición le proteja?
‑Él es perfectamente capaz de ingeniárselas para
salir de apuros, te lo repito; confío en su destreza y en su
inteligencia.
‑También yo. Ahora, Dick, vete a cazar por las
inmediaciones, pero no te alejes. Urge renovar nuestros víveres, de los
cuales hemos sacrificado la mayor parte.
‑Bien, Samuel; volveré pronto.
Kennedy cogió una escopeta de dos cañones y, por
entre las crecidas hierbas, se dirigió a un bosque bastante cercano.
Repetidos disparos dieron a entender al doctor que la caza sería
abundante.
Entretanto, él se ocupó de hacer el inventarlo de los
objetos conservados en la barquilla y de establecer el equilibrio del segundo
aeróstato. Quedaban unas treinta libras de pemmican, algunas provisiones
de té y café, una caja de un galón y medio de aguardiente y otra de agua
totalmente vacía; toda la carne seca había desaparecido.
El doctor sabía que, a causa de la pérdida del
hidrógeno del primer globo, su fuerza ascensional había sufrido una
reducción de unas novecientas libras. Así pues, tuvo que basarse en esta
diferencia para reconstruir su equilibrio. El nuevo Victoria tenía una
capacidad de sesenta y siete mil pies y contenía treinta y tres mil
cuatrocientos ochenta pies cúbicos de gas. El aparato de dilatación
parecía hallarse en buen estado, y la espita y el serpentín no habían
experimentado deterioro alguno.
La fuerza ascensional del nuevo globo era, pues, de
unas tres mil libras. Sumando el peso del aparato, de los viajeros, de la
provisión de agua, de la barquilla y sus accesorios, y embarcando cincuenta
galones de agua y cien libras de carne fresca, el doctor llegaba a un total de
dos mil ochocientas treinta libras.
Podía, por tanto, llevar para los casos imprevistos
ciento setenta libras de lastre, en cuyo caso el aeróstato se hallaría
equilibrado con el aire.
Tomó sus disposiciones en consecuencia y
reemplazó el peso de Joe por un suplemento de lastre. Invirtió todo el día
en estos preparativos, los cuales llegaron a su término al regresar Kennedy. El
cazador había aprovechado las municiones. Volvió con todo un cargamento de
gansos, ánades, chochas, cercetas y chorlitos, que él mismo se encargó de
preparar y ahumar. Ensartó cada pieza en una fina caña y la colgó sobre una
hoguera de leña verde. Cuando las aves estuvieron en su punto fueron
almacenadas en la barquilla.
Al día siguiente, el cazador debía completar las
provisiones.
La noche sorprendió a los viajeros en medio de sus
ocupaciones. Su cena se compuso de pemmican, galletas y té. El cansancio,
después de haberles abierto el apetito, les dio sueño. Durante su guardia, ambos
interrogaron más de una vez las tinieblas creyendo oír la voz de Joe, pero,
¡ay!, estaba muy lejos de ellos aquella voz que hubieran querido
oír.
Al rayar el alba, el doctor despertó a
Kennedy.
‑He meditado mucho ‑le dijo‑ acerca de lo que
conviene hacer para encontrar a nuestro companero.
‑Cualquiera que sea tu proyecto, Samuel, lo
apruebo. Habla.
‑Lo más importante es que Joe tenga noticias
nuestras.
‑¡Exacto! Si llegase a figurarse que lo
abandonamos...
‑¿Él? ¡Nos conoce demasiado! Nunca se le ocurriría
semejante idea; pero es preciso que sepa dónde estamos.
‑Pero
¿cómo?
‑Montaremos en la barquilla y nos
elevaremos.
‑¿Y si el viento nos arrastra?
‑No nos arrastrará, afortunadamente. El viento nos
conduce al lago, y esta circunstancia, que hubiera sido contraria ayer, hoy es
propicia. Nuestros esfuerzos se limitarán, pues, a mantenernos durante todo el
día sobre esta vasta extensión de agua. Joe no podrá dejar de vernos allí
donde sus miradas se dirigirán incesantemente. Acaso llegue hasta a informarnos
de su paradero.
‑Lo hará, sin duda, si está solo y
libre.
‑Y si está preso ‑repuso el doctor‑, no teniendo los
indígenas la costumbre de encerrar a sus cautivos, nos vera y comprenderá el
objeto de nuestras pesquisas.
‑Pero ‑repuso Kennedy‑, si no hallamos ningun
indicio, pues debemos preverlo todo, si no ha dejado una huella de su paso,
¿qué haremos?
‑Procuraremos regresar a la parte septentrional del
lago, manteniéndonos a la vista todo lo posible; allí, aguardaremos,
exploraremos las orillas, registraremos las márgenes, a las cuales Joe intentará
sin duda llegar, y no nos iremos sin haber hecho todo lo posible por
encontrarlo.
‑Partamos, pues ‑respondió el
cazador.
El doctor tomó el plano exacto de aquel pedazo de
tierra firme que iba a dejar y estimó, según su mapa, que se hallaba al norte
del Chad, entre la ciudad de Lari y la aldea de Ingemini, visitadas ambas por el
mayor Denham. Mientras tanto, Kennedy completó sus provisiones de
carne fresca; sin embargo, pese a que en los pantanos circundantes se
distinguían huellas de rinocerontes, manatíes e hipopótamos, no tuvo ocasión de
encontrar uno solo de semejantes animales.
A las siete de la mañana, no sin grandes dificultades
de esas que el pobre Joe sabía solucionar a las mil maravillas,
desengancharon el ancla del árbol. El gas se dilató y el nuevo Victoria
se elevó a doscientos pies del suelo. Primero vaciló, girando sobre sí mismo;
pero atrapado luego por una corriente bastante activa, avanzó sobre el lago y
fue empujado muy pronto a una velocidad de veinte millas por
hora.
El doctor se mantuvo constantemente a una altura que
variaba entre doscientos y quinientos pies. Kennedy descargaba con frecuencia su
carabina. Cuando sobrevolaban las islas, los viajeros se acercaban a tierra
imprudentemente, registrando con la mirada los cotos, los matorrales, los
jarales, los puntos sombríos, todas las desigualdades de las rocas capaces de
dar asilo a su compañero. Bajaban hasta situarse muy cerca de las largas
piraguas que surcaban el lago. Los pescadores, al verles, se precipitaban al
agua y regresaban a su isla, sin disimular en absoluto el miedo que
sentían.
‑No se ve nada ‑dijo Kennedy, después de dos
horas de búsqueda.
‑Aguardaremos, Dick, sin desanimarnos; no
debemos de estar lejos del lugar del accidente.
A las once, el Victoria había avanzado noventa
millas. Encontró entonces una nueva corriente que, en ángulo casi
recto, lo impelió unas sesenta millas hacia el este. Planeaba sobre una isla muy
extensa y poblada que, en opinión del doctor, debía de ser Farram, donde se
encuentra la capital de los biddiomahs. Al doctor Fergusson le parecía
que de todos los matorrales veía salir a Joe escapándose y llamándole. Libre, lo
hubieran cogido sin dificultad; preso, se hubieran apoderado de él repitiendo la
maniobra empleada con el misionero; pero nada apareció, nada se movió.
Motivos había para desesperarse.
A las dos y media, el Victoria avistó
Tangalia, aldea situada en la margen oriental del Chad y que marcó el punto extremo alcanzado por Denham en la
época de su exploración.
Inquietaba al doctor la dirección persistente del
viento. Se sentía empujado hacia el este, arrojado de nuevo al centro de África,
a los interminables desiertos.
‑Es absolutamente indispensable que nos
detengamos ‑‑dijo‑, e incluso que tomemos tierra. Debemos regresar al
lago, sobre todo por Joe; pero tratemos antes de encontrar una corriente
opuesta.
Por espacio de más de una hora, buscó en diferentes
zonas. El Victoria siguió derivando tierra adentro; pero,
afortunadamente, a la altura de mil pies un viento muy fuerte lo condujo hacia
el noroeste.
No era posible que Joe estuviese retenido en una de
las islas del lago, pues hubiera hallado algún medio de manifestar su presencia.
Tal vez le habían llevado a tierra. Así discurría el doctor cuando volvió a
ver la orilla septentrional del Chad.
La idea de que Joe se hubiese ahogado era
inadmisible. Un pensamiento horrible cruzó la mente de Fergusson y de
Kennedy: los caimanes eran numerosos en aquellos parajes. Pero ni uno ni otro
tuvieron valor para formular semejante preocupación. Sin embargo, resultaba
tan insistente que el doctor dijo sin más preámbulos:
‑Los cocodrilos no se encuentran más que en las
orillas de las islas o del lago, y Joe habrá sido bastante diestro para no caer
en sus garras. Además, no son muy peligrosos, pues los africanos se bañan
impunemente sin temer sus ataques.
Kennedy no respondió; prefería callar a discutir tan
terrible posibilidad.
El doctor distinguió la ciudad de Larl hacia las
cinco de la tarde. Los habitantes estaban ocupados en la recolección del
algodón delante de chozas formadas con cañas entretejidas, en medio de
cercados muy limpios y cuidadosamente conservados. Aquella aglomeración de unas
cincuenta cabañas ocupaba una ligera depresión de terreno en un valle que se
extendía entre suaves colinas. La violencia del viento les hacía avanzar más de
lo que les convenía; pero su dirección varió por segunda vez y condujo al
Victoria precisamente a su punto de partida en el lago, en la especie de
isla firme donde habían pasado la noche precedente. El ancla, en lugar de
encontrar las ramas del árbol, hizo presa en las raíces de un haz de cañas
a las que daba una gran resistencia el fango del pantano.
A duras penas pudo el doctor contener el aeróstato;
pero, al fin, el viento amainó al llegar la noche, que los dos amigos pasaron en
vela, casi desesperados.
El huracán.
‑ Salida forzada. ‑ Pérdida de un ancla. ‑
Tristes
reflexiones. ‑ Resolución tomada. ‑ La tromba.
‑ La
caravana engullida. ‑ Viento contrario y
favorable.
‑ Regreso al sur. ‑ Kennedy en su puesto
A las tres de la mañana, el viento soplaba tan
furiosamente que el Victoria no
podía permanecer sin peligro cerca del suelo, ya que las cañas rozaban su
tafetán y lo exponían a romperse.
‑Tenemos que irnos, Dick ‑dijo el doctor‑. No
podemos seguir en esta situación.
‑Pero ¿y Joe?
‑¡No lo abandono! ¡Volveré a por él aunque el
huracán me lleve a cien millas al norte! Pero aquí comprometemos la
seguridad de todos.
‑¡Partir sin él! ‑exclamó el escocés con gran
dolor.
‑¿Crees acaso ‑repuso Fergusson‑ que no tengo el
corazón tan lacerado como tú? ¡Obedezco a una necesidad
imperiosa!
‑Estoy a tus órdenes ‑respondió el cazador‑.
Partamos.
Pero la partida ofrecía grandes dificultades. El
ancla, profundamente hincada, resistía a todos los esfuerzos, y el globo,
tirando en sentido inverso, aumentaba su resistencia. Kennedy no logró
arrancarla; además, en la posición en que se hallaba su maniobra era muy
peligrosa, porque se exponía a que el Victoria ascendiese antes de poder él
montar en la barquilla.
No queriendo exponerse a una eventualidad de
tanta trascendencia, el doctor hizo regresar a la barquilla al escocés,
resignándose a cortar el cable del ancla. El Victoria dio en el aire un salto de trescientos
pies y puso directamente rumbo al norte.
Fergusson no podía dejar de someterse a esa
tormenta, de manera que se cruzó de brazos absorto en sus tristes
reflexiones.
Después de algunos instantes de profundo silencio, se
volvió hacia Kennedy, no menos taciturno.
‑Tal vez hayamos tentado a Dios ‑dijo‑. ¡No
corresponde a los hombres emprender un viaje
semejante!
Y se escapó de su pecho un doloroso
suspiro.
‑Hace apenas unos días ‑respondió el cazador‑ nos
felicitábamos por haber escapado a tantos peligros. ¡Nos dimos los tres un
apretón de manos!
‑¡Pobre Joe! ¡Tan bondadoso! ¡Con un corazón tan
valiente y franco! Deslumbrado momentáneamente por sus riquezas, a continuación
sacrificaba gustoso sus tesoros. ¡Y ahora tan lejos de nosotros! ¡Y el
viento nos arrastra a una velocidad irresistible!
‑Dime, Samuel, admitiendo que haya hallado asilo
entre las tribus del lago, ¿no podría hacer como los viajeros que las han
visitado antes que nosotros, como Denham y Barth? Éstos regresaron a su
país.
‑¡No te hagas ilusiones, Dick! ¡Joe no sabe una
palabra de la lengua del país! ¡Está solo y sin recursos! Los viajeros de
que tú hablas no daban un paso sin enviar a los jefes numerosos presentes, sin
llevar una gran escolta, sin estar armados y preparados para una
expedición. ¡Y aun así, no podían evitar padecimientos y tribulaciones de
la peor especie! ¿Qué quieres que haga nuestro desgraciado compañero? ¿Qué será
de él? ¡Es horrible pensarlo! Jamás había experimentado pesar tan
grande.
‑Pero volveremos, Samuel.
‑Volveremos, Dick, aunque tengamos que abandonar el
Victoria, volver a pie al lago Chad y ponernos en comunicación con el
sultán de Bornu. Los árabes no pueden haber conservado un mal recuerdo de
los europeos.
‑¡Te seguiré,
Samuel! ‑respondió el cazador con energía‑. ¡Puedes contar conmigo! ¡Antes
renunciaremos a terminar este viaje! Joe se ha sacrificado por
nosotros, ¡nosotros nos sacrificaremos por él!
Esta resolución devolvió algún valor al corazón de
aquellos dos hombres. La idea en sí los fortaleció. Fergusson hizo todo lo
imaginable para encontrar una corriente contraria que le acercase al Chad;
pero en aquellos momentos era imposible, e incluso el descenso resultaba
impracticable en un terreno pelado y reinando un huracán de tan espantosa
violencia.
El Victoria atravesó también el país de los
tibúes, salvó el Belad‑el‑Dierid, desierto espinoso que forma la frontera de
Sudán, y penetró en el desierto de arena, surcado por largos rastros de
caravanas. Muy pronto, la última línea de vegetación se confundió con el
cielo en el horizonte meridional, no lejos del principal oasis de aquella parte
de África, dotado de cincuenta pozos sombreados por árboles magníficos.
Pero el globo no pudo detenerse. Un campamento árabe, tiendas de telas
listadas, algunos camellos que estiraban sobre la arena su cabeza de
víbora animaban aquella soledad; mas el Victoria pasó como una
exhalacion, y recorrió en tres horas una distancia de sesenta millas, sin que
Fergusson pudiese dominar su rumbo.
‑¡No podemos hacer alto! ‑dijo‑. ¡No podemos tampoco
bajar! ¡Ni un árbol! ¡Ni una prominencia en el terreno! ¿Vamos, pues, a pasar el
Sahara? ¡Decididamente, el cielo está contra
nosotros!
Así hablaba, con una rabia de desesperado, cuando
vio, al norte, las arenas del desierto agitarse entre nubes de denso polvo y
arremolinarse a impulsos de corrientes opuestas.
En medio del
torbellino, quebrantada, rota, derribada, una caravana entera desaparecía
bajo el alud de arena; los camellos lanzaban gemidos sordos y lastimosos;
gritos y aullidos surgían de aquella niebla sofocante. A veces un traje
multicolor destacaba entre aquel caos, y el mugido de la tempestad dominaba
la escena de destrucción.
Luego la arena se acumuló formando nubes
compactas, y donde momentos antes se extendía la lisa llanura, ahora
se levantaba una colina aún agitada, inmensa tumba de una caravana
engullida.
El doctor y Kennedy,
pálidos, asistían a aquel terrible espectáculo. No podían manejar el globo,
que se arremolinaba en medio de corrientes contrarias, y ya no obedecía a las
diferentes dilataciones del gas. Envuelto en los torbellinos de la atmósfera,
giraba con una rapidez vertiginosa, y la barquilla describía amplias
oscilaciones; los instrumentos colgados bajo la tienda chocaban unos
con otros hasta hacerse pedazos; los tubos del serpentín se enroscaban
amenazando romperse y las cajas de agua se agitaban con estrépito. Los viajeros
no podían oírse y se agarraban con crispación a las cuerdas, intentando luchar
contra el furor del huracán.
Kennedy, con los cabellos revueltos, miraba sin
hablar; pero el doctor había recobrado la audacia en medio del peligro y
ninguna de sus violentas emociones se tradujo en su semblante, ni aun
cuando, después de un último remolino, el Victoria se halló
súbitamente detenido en medio de una calma inesperada. El viento del norte había
ganado la partida y lo impelía en sentido inverso por el camino de la mafíana,
con no menos rapidez.
‑¿Adónde vamos? ‑exclamó
Kennedy.
‑Dejemos actuar a la Providencia, amigo Dick; he
hecho mal en dudar de ella; sabe mejor que nosotros lo que nos conviene, y ahí
nos tienes regresando a los lugares que esperábamos no volver a
ver.
Aquel terreno tan llano, tan igual durante la ida, se
hallaba ahora revuelto, como el mar después de la tempestad. Una serie de
pequeños montículos, apenas asentados, jalonaban el desierto; el viento
soplaba con violencia y el Victoria
volaba en el espacio.
La dirección seguida por los viajeros difería
ligeramente de la que habían tomado por la mañana; así pues, hacia las
nueve, en lugar de encontrar las orillas del Chad, todavía vieron el desierto
que se extendía ante ellos.
Kennedy comentó el hecho.
‑Da igual ‑respondió el doctor‑. Lo importante es
volver al sur; encontraremos de nuevo las ciudades de Bornu, Wuddle y Kuka, y no
vacilaré en detenerme en ellas.
‑Si a ti te parece bien, a mí también ‑respondió el
cazador‑. ¡Pero quiera el Cielo que no nos veamos reducidos a
atravesar el desierto como aquellos desgraciados árabes! Lo que hemos visto es
horrible.
‑Y se repite con frecuencia, Dick. Las travesías por
el desierto son mucho más peligrosas que por el océano. El desierto presenta
todos los peligros del mar, además de fatigas y privaciones
insostenibles.
‑Me parece ‑dijo Kennedy‑ que el viento tiende a
calmar. El polvo de los arenales es menos compacto, sus ondulaciones disminuyen
y el horizonte se aclara.
‑Mejor; es preciso examinar atentamente con el
anteojo y que ningún objeto se nos escape.
‑Me encargo de ello, Samuel. En cuanto aparezca un
árbol, aviso.
Y Kennedy, con el anteojo en la mano, se colocó en la
proa de la barquilla.
La historia
de Joe. ‑ La isla de los biddiomahs. ‑ La
adoración.
‑ La isla sumergida. ‑ Las orillas del lago. ‑
El árbol de
las serpientes. ‑ Viaje a pie. ‑
Padecimientos. ‑ Mosquitos y hormigas. ‑ El hambre.
‑
Paso del
Victoria. ‑ Desaparición del Victoria.
‑
Desesperación. – El pantano. ‑ Un último
grito
¿Qué era de Joe durante la vana búsqueda de su
señor?
Tras arrojarse al lago, su primer movimiento al
volver a la superficie fue levantar la vista. Vio entonces al Victoria, muy elevado ya, que subía más
y más a gran velocidad, la cual poco a poco fue disminuyendo, y que luego,
atrapado por una corriente violenta, desaparecía hacia el norte. Su señor, sus
amigos, estaban salvados.
«Ha sido una suerte ‑se dijo‑ que se me haya
ocurrido la idea de arrojarme al Chad. Si no, se le habría ocurrido al
señor Kennedy, el cual tampoco habría vacilado en hacer lo que acabo de hacer
yo, porque es muy natural que un hombre se sacrifique para salvar a dos.
Eso es matemático.»
Tranquilizado sobre este punto, Joe empezó a pensar
en si mismo. Se hallaba en medio de un lago inmenso rodeado de tribus
desconocidas y, probablemente, feroces. Razón de más para procurar salir de
apuros contando sólo con sus propias fuerzas. No podía hacer otra
cosa.
Antes del ataque de las aves de presa, que, en su
opinión, se habían comportado como auténticos quebrantahuesos, había
distinguido una isla en el horizonte; resolvió, pues, dirigirse a ella, y
empezó a desplegar todos sus conocimientos en el arte de la natación, después de
desprenderse de sus más pesadas prendas de vestir. No le arredraba en absoluto
un paseo de cinco o seis millas; por eso mientras estuvo en el lago no se
preocupó más que de nadar con vigor y en línea recta.
Al cabo de hora y media, la distancia que le separaba
de la isla había disminuido considerablemente.
Pero, a medida que se acercaba a la orilla, cruzo por
su mente una idea que, siendo en un principio pasajera, se apoderó luego
tenazmente de su cerebro. Sabía que poblaban las orillas del lago enormes
caimanes cuya voracidad conocía.
Por más que tuviese la manía de que todo es natural
en este mundo, el buen muchacho estaba preocupado sin poderlo remediar;
antojósele que la carne blanca debía de halagar muy particularmente el
paladar de los cocodrilos, y, por consiguiente, se iba acercando a la playa con
las mayores precauciones. En esta disposicion de ánimo, hallándose a unas cien
brazas de una margen coronada de verdes árboles, llegó a su olfato una
bocanada de aire cargado de un fuerte olor a
almizcle.
«¡Ya apareció lo que yo temía! ‑se dijo‑. ¡El caimán
no anda lejos! »
Y se zambulló rápidamente, aunque no lo bastante para
evitar el contacto de un cuerpo enorme, cuya escamosa epidermis le arañó al
pasar; se creyó perdido y empezó a nadar con una precipitación desesperada;
subió a la superficie, respiró y desapareció de nuevo. Pasó un cuarto de hora en
una angustia indecible que toda su filosofía no pudo dominar, creyendo oír
detrás el ruido de las monstruosas mandíbulas que ya casi le tenían atrapado.
Nadaba entre dos aguas, con la mayor suavidad posible, cuando se sintió
cogido por un brazo y luego por la mitad del cuerpo.
¡Pobre Joe! Tuvo para su señor un último
pensamiento y empezó a luchar con desesperación, sintiéndose atraído,
no hacia el fondo del lago, que es a donde los cocodrilos suelen arrastrar la
presa para devorarla, sino hacia la superficie.
No bien pudo respirar y abrir los ojos, se vio entre
dos negros que parecían de ébano, los cuales le sujetaban vigorosamente y
lanzaban gritos extraños.
‑¡Toma! ‑exclamó Joe‑. ¡Negros en lugar de
caimanes! Mal por mal, los prefiero. Pero ¿cómo se atreven esos monotes a
bañarse en estos parajes?
Joe ignoraba que los habitantes de las islas del Chad
como otros muchos negros, se zambullen impunemente en las islas infestadas de
caimanes, sin hacerles el menor caso. Los anfibios de aquel lago gozan sobre
todo de una reputación bastante merecida de animales
inofensivos.
Pero ¿no había evitado Joe un peligro para caer en
otro? Dio a los acontecimientos el encargo de resolver este problema y, no
pudiendo hacer otra cosa, se dejó conducir a la playa sin manifestar el menor
miedo.
«Evidentemente ‑se decía‑, estos salvajes han visto
el Victoria rozando las aguas del lago como un monstruo aéreo; han
sido testigos lejanos de mi caída y no pueden dejar de guardar consideraciones a
un hombre caído del cielo. Dejémosles obrar a su gusto.»
Estaba Joe sumido en estas reflexiones cuando
aterrizó en medio de una muchedumbre aulladora, compuesta de
individuos de ambos sexos y de todas las edades, aunque no de todos los
colores. Se encontraba entre una tribu de biddiomahs de un negro magnífico. No
tuvo motivos para avergonzarse de la ligereza de su traje, ya que se
hallaba «desnudo» a la última moda del pais.
Pero antes de tener
tiempo de darse cuenta de su situación, no pudo equivocarse respecto a la
adoración de que era objeto, lo que no dejó de tranquilizarle, si bien la
historia de Kazeh asaltó su memoria.
« ¡Presiento que voy a convertirme de nuevo en un
dios, en un hijo cualquiera de la Luna! En fin, lo mismo da ese oficio que otro
cualquiera cuando no se tiene elección. Lo que importa es ganar tiempo. Si veo
pasar el Victoria, aprovecharé mi nueva posición para ofrecer a mis
adoradores el espectáculo de una ascensión
milagrosa.»
Mientras se hacía Joe estas reflexiones, la turba se
agolpaba a su alrededor, se prosternaba ante él, aullaba, lo palpaba, se hacía
familiar, y tuvo la buena idea de ofrecerle un magnífico festín, compuesto de
leche agria y miel con arroz machacado. El digno muchacho, que de todo sabía
sacar partido, hizo una de las mejores comidas de su vida y dio a su pueblo
una ajustada idea de cómo devoran los dioses en las grandes
ocasiones.
Llegada la tarde, los magos de la isla lo cogieron
respetuosamente de la mano y lo condujeron a una especie de choza rodeada
de talismanes. Antes de penetrar en ella, Joe echó una mirada bastante inquieta
a algunos montones de huesos que había alrededor del santuario, y estaba
pensando en su posición cuando lo encerraron en la choza.
Al anochecer, y aun después de muy entrada la
noche, oyó cánticos de fiesta, el retumbar de una especie de tambor y un
estrépito de chatarra, todo ello muy agradable para oídos africanos. Coros
de aullidos acompañaban interminables danzas condimentadas con
contorsiones y gestos, que se bailaban alrededor de la cabaña
sagrada.
Por entre los cañizos rebozados de lodo que
formaban las paredes de la choza, Joe distinguía aquel conjunto
ensordecedor, y tal vez en otras circunstancias le hubiera divertido tan
extraña ceremonia; pero una idea muy desagradable atormentaba su mente. Aun
mirando las cosas bajo el mejor aspecto posible, le parecía estúpido e
incluso triste hallarse perdido en aquella comarca salvaje entre semejantes
tribus. De los viajeros que habían llegado a aquellas comarcas, pocos
habían vuelto a su patria. ¿Podía fiarse de la adoración de que era objeto?
¡Tenía muy buenas razones para creer en la vanidad de las grandezas humanas! Se
preguntó si, en aquel país, la adoración llevaría hasta el extremo de comerse al
adorado.
Pese a tan lamentable perspectiva, después de
algunas horas de reflexión el cansancio pudo más que las ideas negras
y Joe se entregó a un sueño bastante profundo, que sin duda habría durado hasta
el amanecer si no le hubiese despertado una humedad
inesperada.
Aquella humedad no tardó en convertirse en agua, que
subió hasta cubrirle a Joe la mitad del cuerpo.
«¿Qué es esto? ‑se dijo‑. ¡Una inundación! ¡Una
tromba! ¡Un nuevo suplicio que han inventado esos negros! Pues no pienso
esperar a que el agua me llegue al cuello.»
Apuntaló sus atléticos hombros contra la frágil
pared y consiguió derribarla. Entonces se encontró en medio del lago.
No había isla; se había sumergido durante la noche. Sólo se veía en su lugar la
inmensidad del Chad.
«¡Triste país para sus propietarlos», pensó Joe, y
volvió a ejercitar vigorosamente sus facultades
natatorias.
Un fenómeno bastante frecuente en aquel lago había
salvado al valiente mozo. Del mismo modo que la isla en que él se hallaba, han
desaparecido de la noche a la mañana otras que presentaban la solidez de
una roca, y con frecuencia las poblaciones ribereñas han tenido que recoger
a los infelices que han escapado con vida de tan terribles
catástrofes.
Joe ignoraba esta particularidad, mas no por eso dejó
de aprovecharse de ella. Descubrió una barquichuela abandonada y no tardó
en alcanzarla. No era más que un tronco de árbol toscamente ahuecado. Tenía
dentro, afortunadamente, un par de remos, y Joe se dejó llevar a la deriva por
una corriente bastante rápida.
«Orientémonos ‑se dijo‑. La estrella Polar, que
desempeña honradamente su oficio de indicar a todo el mundo el camino del
norte, vendrá gustosa en mi ayuda.»
Se dejó llevar por la corriente, pues vio con
satisfacción que le llevaba a la orilla septentrional del lago. Hacia
las dos de la mañana puso el pie en un promontorio cubierto de cañas espinosas
que parecian muy molestas hasta para un filósofo; pero con mucha oportunidad se
hallaba allí un árbol que le ofrecía asilo entre sus ramas. Joe trepó a él para
mayor seguridad, y aguardó dormitando, la luz del
alba.
Llegó la mañana con esa rapidez propia de las
regiones ecuatoriales. Joe echó una mirada al árbol que le había
servido de refugio durante la noche, y le heló de terror un espectáculo
inesperado. Las ramas del árbol estaban literalmente cubiertas de serpientes y
camaleones, bajo cuyos apretados anillos desaparecía el follaje. Hubiérase
dicho que era un árbol de una especie nueva que producía reptiles, los cuales, a
los primeros rayos del sol, empezaron a agitarse y retorcerse. Joe
experimentó un sentimiento de terror mezclado con asco y se tiró del árbol
entre desapacibles silbidos.
‑He aquí una aventura a la que nadie dará crédito
‑dijo.
No sabía que las
últimas cartas del doctor Vogel mencionaban esa singularidad de las orillas del
Chad, donde los reptiles son más numerosos que en ningún otro país del mundo.
Después de lo que acababa de ver, Joe resolvió ser más circunspecto en lo
sucesivo y, orientándose por el sol, emprendió de nuevo su peregrinación
hacia el noroeste. Evitó con el mayor cuidado cabañas, chozas, barracas,
cuevas, en una palabra, todo lo que pudiera servir de receptáculo a la raza
humana.
¡Cuántas veces levantó la vista al cielo! Esperaba
ver al Victoria, y, aunque lo buscó en vano durante todo aquel día de
marcha, no por ello disminuyó en lo más mínimo la confianza que tenía en su
señor. Mucha firmeza de carácter necesitaba para aceptar tan
filosóficamente su situación. Unióse el hambre a la fatiga, porque un
hombre no repara sus fuerzas con raíces, médula de arbustos y frutas poco
nutritivas; y sin embargo, según sus cálculos había avanzado unas veinte millas
hacia el oeste. Las cañas del lago, las acacias y las mimosas habían
lacerado con sus espinas su cuerpo, y sus pies ensangrentados sufrían al
andar crueles dolores. Pero logró sobreponerse a sus padecimientos y
resolvió pasar la noche junto al Chad.
Allí tuvo que soportar las atroces picaduras de
millares de insectos. La tierra estaba literalmente cubierta de moscas,
mosquitos y hormigas de media pulgada de largo. A las dos horas de estar en
aquel sitio no le quedaba ya a Joe ni una hilacha de la poca ropa que
llevaba. Las hormigas la habían devorado toda sin dejarle ni un harapo. Aquélla
fue una noche horrible, en la que el viajero fatigado no encontró ni un
instante de reposo. Los jabalíes, los búfalos y los ajubs, manatíes
bastante agresivos, se agitaban entre la maleza y en las aguas del lago, y
un concierto de fieras retumbaba en la noche. Joe no se atrevía a moverse. Su
resignacion y su paciencia eran ya casi insuficientes para sobrellevar una
situación semejante.
Llegó por fin el día. Joe se levantó
precipitadamente, y júzguese cuál sería su asco al ver con que inmundo animal
había compartido su cama: ¡un sapo! Un sapo que medía cinco pulgadas de largo,
un animal monstruoso, repugnante, que le miraba con sus grandes ojos
redondos. Joe sintió que se le contraía el estómago y, sacando alguna
fuerza de su propia repugnancia, corrió al lago y se zambulló en sus aguas.
Aquel baño mitigó un poco la comezón que le atormentaba y, después de
mascar unas cuantas hojas, volvió a emprender su camino con una obstinacion
y un empeño de los que él mismo no sabía lo que hacía, aunque sentía en su
interior un poder superior a la desesperación.
Sin embargo, le torturaba un hambre terrible,
viéndose obligado a ceñirse fuertemente una liana en torno al cuerpo. Su
estómago, menos resignado que él, se quejaba; con todo, sentía un bienestar
relativo al comparar sus padecimientos con los sufridos en el desierto,
cuando le acosaba la sed, pues ahora podía saciarla a cada
paso.
«¿Dónde estará el Victoria? ‑se preguntaba‑.
El viento viene del norte, ¿cómo es que el globo no vuelve hacia el lago? Sin
duda mi señor se habrá detenido en algún sitio para restablecer el
equilibrio; para el efecto debió de bastarle el día de ayer, y, por
consiguiente, es muy posible que hoy... Pero, procedamos como si le hubiese
perdido para siempre. Después de todo, si tuviera la suerte de llegar a una de
las poblaciones del lago, me hallaría en la misma posición que los viajeros de
que me ha hablado mi señor. ¿Por qué no había de salir yo de apuros como ellos?
Algunos han regresado a su país, ¡qué diablos!... ¡Valor, y veremos!
»
Y mientras hablaba, andaba, y andando llegó a un
bosque donde encontró a un grupo de negros salvajes ocupados en emponzoñar sus
flechas con zumo de euforbio. Tal actividad constituye una de las
principales ocupaciones de las tribus de aquellas comarcas y se efectúa con
una especie de ceremonia solemne. El intrépido Joe se detuvo antes de que lo
vieran.
Inmóvil y sin respirar, se hallaba oculto en la
maleza cuando, al alzar la vista, vio entre el follaje al Victoria, que
se dirigía hacia el lago apenas a cien pies de su cabeza. ¡Y no podía dar
ninguna voz para que le oyeran, ni tampoco salir de su escondrijo para dejarse
ver!
Una lágrima asomó a sus ojos, y no de
desesperación, sino de reconocimiento. ¡Su señor le estaba buscando!
¡Su señor no le abandonaba! Tuvo que esperar a que se marchasen los negros y
entonces pudo salir de la maleza y dirigirse a la orilla del
Chad.
Pero entonces el Victoria se perdía a lo lejos
en el cielo. Joe, que abrigaba la convicción de que volvería a pasar, resolvió
esperarlo; y volvió a pasar, efectivamente, pero más al este. Joe corrió,
hizo mil señas, dio mil gritos... ¡En vano! Un viento violento arrastraba al
globo a una velocidad irresistible.
La energía y la esperanza abandonaron por primera vez
el corazón del desgraciado. Se vio perdido, creyó que su señor había partido
para no volver y le faltó hasta la fuerza para seguir reflexionando con
serenidad.
Como un loco, con los pies ensangrentados y el cuerpo
magullado, estuvo andando, andando sin parar durante todo el día y parte de la
noche. Se arrastraba, ya de rodillas, ya a gatas; veía acercarse el momento en
que, faltándole las fuerzas, tenía que morir.
Así llegó a un pantano, o más bien a lo que pronto
supo que era un pantano, pues estaba ya muy entrada la noche, y cayó
inesperadamente en él. A pesar de sus esfuerzos, a pesar de su desesperada
resistencia, se fue hundiendo poco a poco en aquel terreno cenagoso, que a los
pocos minutos ya le cubría la mitad del cuerpo.
« ¡Aquí está la muerte! ‑se dijo‑. ¡Y qué muerte!
»
Luchó, forcejeó con denuedo, hasta con rabia, pero
sus esfuerzos sólo servían para sepultarle más y más en aquella tumba que se
cavaba él mismo. ¡Ni el tronco de un árbol, ni una miserable caña donde
agarrarse! Comprendió que todo para él había concluido y cerró los
ojos.
‑¡Señor! ¡Señor! ¡Socorro ... !
‑gritó.
Y su voz desesperada, aislada, ahogada ya, se perdió
en el silencio de la noche.
XXXVI
Un grupo a
lo lejos. ‑ Un tropel de árabes. ‑ La
persecución. ‑ ¡Es él! ‑ Caída del caballo. ‑ El
árabe
estrangulado. ‑ Una bala de Kennedy. ‑ Maniobra.
‑
Rescate al
vuelo. ‑Joe a salvo
Desde que Kennedy había vuelto a tomar su puesto de
observación en la proa de la barquilla, no cesó un momento de escudriñar con la
mayor atención el horizonte.
Pasado algún tiempo, se volvió al doctor y le
dijo:
‑Si no me equivoco, allá a lo lejos hay un grupo en
movimiento, no siéndome aún posible distinguir si es de hombres o de animales.
Lo cierto es que se agitan violentamente, pues levantan una nube de
polvo.
‑¿No será un viento contrario ‑preguntó Samuel‑,
tromba que nos arrastraría de nuevo hacia el norte?
Y se levantó para examinar el
horizonte.
‑No lo creo, Samuel ‑respondió Kennedy‑. Es una
manada de gacelas o de toros salvajes.
-Tal vez, Dick;
pero, sea lo que sea, se halla al menos a nueve o diez millas de distancia, y yo
no alcanzo a ver nada, ni aun con el anteojo.
‑De todos modos, no lo perderé de vista. Hay, en lo
que vislumbro, algo extraordinario que excita mi curiosidad sin saber por
qué; diríase que es una maniobra de caballería. ¡Y loes! ¡Son jinetes!
¡Mira!
El doctor observó con atención el grupo
indicado.
‑Creo que tienes razón ‑dijo‑; es un destacamento de
árabes o de tibúes, que lleva la misma direccion que nosotros. Pero nosotros
corremos mucho más y les daremos alcance enseguida. Dentro de media hora
estaremos en condiciones de ver y juzgar lo que debemos
hacer.
Kennedy seguía mirando atentamente con el anteojo. La
masa de jinetes se hacía cada vez más visible; algunos de ellos se
apartaban del grupo.
‑Evidentemente ‑repuso Kennedy‑, es una maniobra
o una cacería. Diríase que esas gentes persiguen algo. Y me gustaría saber lo
que es.
‑Paciencia, Dick. Dentro de poco los alcanzaremos y
hasta les dejaremos atrás, si no toman otra direccion; avanzamos a una velocidad
de veinte millas por hora, y no hay caballo que resista semejante
carrera.
Kennedy siguió observando y unos minutos después
dijo:
‑Son árabes corriendo a todo escape. Los distingo
perfectamente. Hay unos cincuenta. Veo sus ropajes ahuecados por el viento. Es
un ejercicio de caballería. Su jefe les precede a una distancia de cien pasos, y
todos le siguen precipitadamente.
‑Sean quienes sean, Dick, no deben inspirarnos
ningun miedo; pero si es necesario, nos elevaremos.
‑¡Aguarda, aguarda, Samuel! ‑exclamó Dick‑. ¡Es
curioso! ‑añadió, después de un nuevo examen‑. Hay algo que no puedo explicarme.
A juzgar por sus esfuerzos y la irregularidad de su línea, esos árabes no
siguen, sino que persiguen.
‑¿Estás seguro de ello, Dick?
‑Evidentemente. ¡No me equivoco ¡Es una cacería, pero
van a la caza de un hombre! El que les precede no es su jefe, sino un
fugitivo.
‑¡Un fugitivo! ‑dijo Samuel,
conmovido.
‑¡Sí!
‑No lo perdamos de vista y
esperemos.
En poco tiempo disminuyó tres o cuatro millas de
distancia que separaba el globo de los jinetes, pese a la prodigiosa ligereza
con que éstos corrían.
‑¡Samuel! ¡Samuel! ‑exclamó Kennedy con voz
trémula.
‑¿Qué ocurre, Dick?
‑¿Es una alucinación? ¿Es
posible?
‑¿Qué quieres decir?
‑Espera.
El cazador limpió rápidamente los cristales del
anteojo y volvió a mirar.
‑¿Qué? ‑le preguntó el doctor.
‑¡Es él, Samuel!
‑¡Él! ‑exclamó éste.
¡ Él! Aquella palabra lo decía todo. No había
necesidad de nombrarle.
‑¡Es él a caballo! ¡A menos de cien pasos de sus
enemigos! ¡Huye!
‑¡Es Joe! ‑dijo el doctor,
palideciendo.
‑¡No puede vernos en su fuga!
‑¡Nos verá! ‑respondió Fergusson, disminuyendo la
llama del soplete.
‑Pero ¿cómo?
‑Dentro de cinco minutos estaremos a cincuenta
pies de tierra; dentro de quince estaremos encima de él.
‑Debemos disparar un tiro para
prevenirle.
‑¡No! ¡No puede retroceder! ¡Le cortan la
retirada!
‑¿Qué hacer, pues?
‑Aguardar.
‑¡Aguardar! ¿Y esos árabes?
‑¡Los alcanzaremos! ¡Los dejaremos atrás! Nos
encontramos a menos de dos millas de ellos; con tal de que el caballo de
Joe resista...
‑¡Dios bendito! ‑exclamó
Kennedy.
‑¿Qué pasa?
Kennedy había lanzado un grito de desesperación al
ver a Joe rodar por tierra. Su caballo, rendido, extenuado, acababa de
caer.
‑¡Nos ha visto! ‑exclamó el doctor‑. ¡Al levantarse
nos ha hecho una seña!
‑¡Pero los árabes van a alcanzarle! ¿A qué
espera?
¡Ah! ¡Valiente! ¡Hurra! ‑gritó el cazador, sin poder
reprimir su entusiasmo.
Joe, tras levantarse en el preciso instante en que se
abalanzaba sobre él uno de los jinetes más rápidos, dio un salto como una
pantera, evitó el golpe, se lanzó a la grupa, asió al árabe de la garganta, lo
estranguló, lo derribó y prosiguió en el caballo de su enemigo su rápida
fuga.
Los árabes lanzaron un grito de furor; pero centrados
totalmente en la persecución del fugitivo, no habían visto al Victoria,
que estaba quinientos pasos detrás de ellos y a menos de treinta pies del suelo.
Ellos distaban entonces del perseguido menos de veinte cuerpos de
caballo.
Uno de ellos estaba ya casi tocando a Joe, e iba a
traspasarle con su lanza cuando Kennedy, que seguía todos sus movimientos,
lo derribó de un balazo.
Joe ni siquiera se volvió al oír el disparo. Una
parte de los perseguidores se detuvo e hincó la frente en el polvo al ver el
Victoria; pero los demás continuaron acosando de cerca al
fugitivo.
‑Pero ¿qué hace Joe? ‑exclamó Kennedy‑. ¡No se
detiene!
‑¡Sabe lo que se hace, Dick! ¡Le he comprendido!
¡Sigue la dirección del globo! ¡Cuenta con nuestra inteligencia! ¡Bien,
valiente! ¡Se lo arrebataremos a los árabes en sus mismas barbas! No
estamos más que a doscientos pasos.
‑¿Qué hay que hacer? ‑preguntó
Kennedy.
‑Deja la carabina.
‑Ya está‑dijo el cazador, soltando el arma‑. ¿Y
ahora?
‑¿Puedes sostener en tus brazos ciento cincuenta
libras de lastre?
‑Aunque sean más.
‑Bastan las que te digo.
Y el doctor fue amontonando sacos de arena sobre los
brazos de Kennedy.
‑Colócate en la popa de la barquilla y estáte
preparado para echar todo el lastre de golpe. ¡Pero, por Dios! No lo
arrojes antes de que te lo diga.
‑¡Descuida!
‑De otro modo, erraríamos el golpe y perderíamos a
Joe irremisiblemente.
‑Te comprendo perfectamente.
El Victoria
caía entonces casi verticalmente sobre el grupo de jinetes que perseguían a
Joe a galope tendido. El doctor, en la proa de la barquilla, tenía en la mano la
escala desplegada, preparado para soltarla en el momento preciso. Joe se
había mantenido a una distancia de cincuenta pies de los perseguidores, a
quienes el Victoria dejó algo
rezagados.
‑¡Atención, Kennedy!
‑Cuando digas.
‑¡Joe ... ! ¡Alerta ... ! ‑gritó el doctor con voz
sonora al tiempo que soltaba la escala, cuyos últimos peldaños levantaron
polvo del suelo.
Al llamarle el doctor, Joe, sin detener el caballo,
había vuelto la cabeza; la escala se desplegó junto a él y, en un momento,
se agarró a ella.
‑¡Abajo! ‑gritó el doctor a
Kennedy.
‑¡Allá va!
Y el Victoria,
descargado de un peso superior al de Joe, se elevó ciento cincuenta pies de
golpe.
Joe se agarró con fuerza a la escala para no ceder a
sus violentas sacudidas; hizo a los árabes una mueca indescriptible y,
trepando con la agilidad de un mono, llegó a los brazos de sus
compañeros.
~¡Señor! ¡Señor Dick! ‑exclamó.
Y, rendido por la emoción y la fatiga, cayó
desvanecido, mientras Kennedy, casi delirante,
exclamaba:
‑¡Salvado! ¡Salvado!
‑¡Pues no faltaba más! ‑dijo el doctor, que había
recobrado su impasibilidad habitual.
Joe estaba casi desnudo y llevaba impresos sus
padecimientos en los ensangrentados brazos en el cuerpo, cubierto de
cardenales y magulladuras. El doctor curó sus heridas y lo acostó bajo la
tienda.
Joe recobró luego el sentido y pidió un vaso de
aguardiente, que el doctor le dejó beber, porque a Joe no había que tratarlo
como a la generalidad de los enfermos. Después de beber, el valiente criado
estrechó la mano de sus dos compañeros y se manifestó dispuesto a contar su
historia.
Pero, como el doctor no le permitió hablar, concilió
un profundo sueño, que bien lo necesitaba.
En aquellos momentos el Victoria trazaba una línea oblicua hacia
el oeste. Empujado por un viento muy fuerte, volvió a ver las orillas del
desierto espinoso por encima de las palmeras curvadas o arrancadas por el
ímpetu de la tormenta; y, tras haber recorrido casi doscientas millas
desde el rescate de Joe, el anochecer superó los 100 de
longitud.
XXXVII
terquedad.
‑ Fin de la historia de Joe. ‑ Tegelel ‑
Zozobras de
Kennedy. ‑ Rumbo al norte. ‑ Una noche
cerca de
Agadés
Durante la noche pareció que el viento tambiér quería
descansar de sus fatigas del día, y el Victoria per maneció pacíficamente sobre
la copa de un corpulento sicomoro. El doctor y Kennedy se repartieron la
guardia, y Joe durmió de un tirón por espacio de veinticuatro
horas.
‑Que duerma ‑dijo Fergusson‑. El reposo es el único
remedio que necesita, y la naturaleza se encargará de completar su
curación.
Al amanecer volvió a soplar un viento fuerte, pero
variable, tan pronto se dirigía al norte como al sur, aunque finalmente el
Victoria fue empujado hacia el oeste.
El doctor, mapa en mano, reconoció el reino de
Damergu, territorio de suaves ondulaciones y muy fértil, con aldeas cuyas
chozas están construidas con altas cañas y ramas de asalpesia entrelazadas.
En los campos cultivados, las gavillas se alzaban sobre una especie de andamios
destinados a preservarlas de la acción de ratones y
termitas.
No tardaron en llegar a la ciudad de Zinder, fácil de
reconocer por su gran plaza de las ejecuciones, en cuyo centro se levanta el
árbol de la muerte; al pie de éste vela el verdugo y cualquiera que pasa bajo su
sombra es inmediatamente ahorcado.
Consultando la brújula, Kennedy no pudo
abstenerse de decir:
‑¡Otra vez rumbo al norte!
‑¿Qué importa? Si el viento nos lleva a Tombuctú, no
tendremos motivos de queja. Nunca se habrá verificado un viaje en mejores
condiciones.
‑Ni con mejor salud ‑añadió Joe, asomando su
apacible semblante por entre las cortinas de la
tienda.
‑¡Aquí tenemos a nuestro valiente amigo, a nuestro
salvador! ¿Qué tal va?
‑De maravilla, señor Kennedy, de maravilla. Nunca he
estado mejor que ahora. No hay nada que entone tanto a un hombre como un viaje
de recreo precedido de un baño en el Chad. ¿No es cierto,
señor?
‑¡Noble corazón! ‑respondió Fergusson,
estrechándole la mano‑. ¡cuántas angustias e inquietudes nos has
ocasionado!
‑Y ustedes a mí, ¿qué? ¿Creen que estaba muy
tranquilo pensando en su suerte? ¡Bien pueden vanagloriarse de haberme
hecho pasar un miedo mortal!
‑Nunca nos entenderemos, Joe, si te tomas las cosas
de ese modo.
‑Ya veo que la caída no le ha cambiado ‑añadió
Kennedy.
‑Tu desprendimiento ha sido sublime, muchacho, y nos
ha salvado, porque el Victoria caía en el lago y una vez allí, nada
podría sacarlo.
‑Pero si mi desprendimiento, como les gusta llama a
mi zambullida, les ha salvado, ¿no me ha salvado tam bién a mí, puesto que aquí
estamos los tres sanos y sal vos? No tenemos, por consiguiente, nada que
agradecernos.
‑No hay manera de entenderse con este mozo ‑dijo el
cazador.
‑La mejor manera de entendernos ‑replicó Joe‑ es no
hablar más del asunto. Lo pasado, pasado. Bueno o malo, no hay que
recordarlo.
‑¡Qué terco eres! ‑dijo el doctor, riendo‑. Pero ¿nos
contarás al menos tu historia?
‑¡Si se empeñan! Pero antes voy a asar este soberbio
ganso, pues ya veo que el señor Dick ha hecho de las
suyas.
‑¡Ya lo creo, Joe!
‑Pues bien; vamos a ver cómo se porta un ganso de
África en un estómago europeo.
Una vez dorado el ganso al calor del soplete, fue
devorado al instante. Joe comió en abundancia, como era natural que lo
hiciese después de tan prolongado ayuno.
Después del té y del grog, puso a sus compañeros al
corriente de sus aventuras; habló con cierta emoción, pese a considerar los
acontecimientos bajo el punto de vista de su filosofía habitual. El doctor le
estrechó varias veces la mano, al ver en él un criado más interesado en la
salvación de su señor que en la suya propia, y, respecto a la sumersión de la
isla de los biddiomahs, le explicó la frecuencia en el lago Chad de tan
notable fenómeno.
Por fin, Joe, prosiguiendo su narración, llegó al
momento en que, hundido en el pantano, lanzó un último grito de
desesperación.
‑Yo me creía perdido, señor, y a usted se dirigian
mis pensamientos. Realicé terribles esfuerzos sin que pueda decir cómo; estaba
totalmente decidido a no dejarme engullir sin oponer resistencia cuando, a
dos pasos de mí, ¿qué creen que vi? ¡Un pedazo de cuerda recién
cortada! Multipliqué mis esfuerzos y, echando el resto, pude llegar a coger el
cable, tiré de él y, después de mucho tirar, puse el pie en tierra firme. En el
otro extremo de la cuerda encontré un ancla... ¡Oh, señor! Y creo que tengo
todo el derecho a llamarla el ancla de la salvación, si usted no ve ningún
inconveniente en ello. ¡La reconocí! ¡Era un ancla del Victoria! ¡Ustedes
habían tomado tierra en aquel mismo punto! Seguí la dirección de la cuerda,
que me indicaba la suya, y después de nuevos esfuerzos salí del atolladero. Con
la libertad de mis miembros había recobrado el ánimo, y caminé durante parte de
la noche alejándome del lago. Llegué al fin a la entrada de un inmenso bosque,
donde había un cercado en el que pastaban tranquilamente unos cuantos
caballos. ¿No les parece que hay ocasiones en la vida en que no hay nadie
que no sepa montar a caballo? Sin perder un minuto en reflexionar, me monté de
un salto en uno de los cuadrúpedos y eché a correr a todo escape en
dirección al norte. No les hablaré de las ciudades que no vi ni de las
aldeas que evité. Atravesé campos sembrados, salté zanjas, corrí, volé y así
llegué a las lindes de las tierras cultivadas. Estaba en el desierto.
¡Mejor! Tendría más horizonte ante mí y observaría más objetos mi mirada.
Esperaba ver al Victoria, que no debía de andar muy lejos, pero no fue así.
Seguí al galope y al cabo de tres horas me metí como un imbécil en un campamento
de árabes. ¡Ah! ¡Qué persecución! Señor Kennedy, le aseguro que un cazador no
sabe lo que es una cacería hasta que ha sido cazado él mismo. Le aconsejo, sin
embargo, que no desee saberlo a tanta costa. Mi caballo no podía más, los
bárbaros me seguían de cerca, los tenía ya encima... En ese momento me caí y, no
quedándome otro recurso, salté a la grupa de uno de mis perseguidores. Yo
no le deseaba ningún mal, y no debe guardarme ningún rencor por haberle
estrangulado. Pero yo les había visto..., y el resto ya lo saben. El
Victoria me siguió y ustedes me cogieron al vuelo, como se coge una
sortija en el juego de este nombre. ¿No tenía razón en confiar? Ya ve, señor
Samuel, que todo lo que ha pasado es muy sencillo y lo más natural del mundo.
Dispuesto estoy a repetir lo hecho, si la ocasión lo requiere. Es cosa de la que
ni siquiera vale la pena de hablar.
‑¡Mi buen Joe! ‑respondió el doctor, muy
conmovido‑. ¡No en vano confiábamos en tu inteligencia y
destreza!
‑No hay más que seguir los acontecimientos para salir
de apuros. Lo mejor es aceptar las cosas como se
presentan.
Durante la narración de Joe, el globo había salvado
rápidamente una extensión de país considerable; Kennedy señaló en el
horizonte una multitud de casas que ofrecían el aspecto de una ciudad. El doctor
consultó el mapa y reconoció la ciudad de Tagelel, en el
Damergu.
‑Aquí ‑dijo‑ volveremos a encontrar el camino de
Barth. Tenemos a la vista el punto donde se separó de sus dos compañeros,
Richardson y Overweg. El primero debía seguir la senda de Zinder, y el
segundo la de Moradi, y ya sabéis que, de los tres viajeros, Barth es el único
que volvió a Europa.
‑Así pues ‑dijo el cazador‑, siguiendo en el mapa la
dirección del Victoria, avanzamos
directamente hacia el norte.
‑Directamente, amigo Dick.
‑¿Y eso no te inquieta un poco?
‑¿Por qué?
‑Porque nos dirigimos a Trípoli cruzando el gran
desierto.
‑Espero no ir tan lejos, amigo
mío.
‑¿Dónde, pues, piensas
detenerte?
‑Dime, Dick, ¿no sientes curiosidad por ver
Tombuctú?
‑¿Tombuctú?
‑Sin duda ‑repuso Joe‑. Nadie debe permitirse
hacer un viaje a África sin visitar Tombuctú.
‑Serás el quinto o sexto europeo que haya visto esa
ciudad misteriosa.
‑Pues vamos a Tombuctú.
‑Entonces deja que lleguemos a 170 o
180 de latitud, y allí buscaremos un viento favorable que nos empuje
hacia el oeste.
‑De acuerdo ‑respondió el cazador‑. Pero
¿tenemos aún que avanzar mucho hacia el norte?
‑Ciento cincuenta millas, al
menos.
‑Entonces ‑replicó Kennedy‑, voy a dormir un
poco.
‑Duerma ‑respondió Joe‑, y usted también, señor. Sin
duda tienen necesidad de descanso, porque les he hecho velar de una manera
indiscreta.
El cazador se tendió bajo la tienda; pero Fergusson,
que era infatigable, permaneció en su puesto de
observación.
Tres horas después, el Victoria salvaba con suma rapidez
un terreno pedregoso, con hileras de altas montañas peladas de base
granítica. Algunos picos aislados llegaban a alcanzar una altura de cuatro mil
pies. Las jirafas, los antílopes y los avestruces saltaban con
maravillosa agilidad entre bosques de acacias, mimosas, guamos y
palmeras. Tras la aridez del desierto, la vegetación recobraba su imperio. Aquél
era el país de los kailuas, que se tapan la cara con una banda de algodón, igual
que sus peligrosos vecinos los tuaregs.
A las diez de la noche, después de una soberbia
travesía de doscientas cincuenta millas, el Victoria se detuvo sobre una ciudad
importante, de la cual, al suave resplandor de la luna, se veía una parte
medio en ruinas. Algunas cúpulas y minaretes de mezquitas reflejaban en
distintos puntos los blancos rayos de la luna, y el doctor calculando la altura
de las estrellas, reconoció que se hallaban en las inmediaciones de
Agadés.
Dicha ciudad, centro en otro tiempo de un inmenso
comercio, caminaba ya rápidamente hacia su ruina en la época en que la visitó el
doctor Barth.
El Victoria,
aprovechando la oscuridad, tomó tierra a dos millas de Agadés, en un gran
campo de mijo. La noche fue bastante tranquila; a las cinco de la mañana el
globo se vio solicitado hacia el oeste, incluso un poco al sur, por un viento
ligero.
Fergusson se apresuró a aprovechar tan excelente
ocasión. Se elevó rápidamente y partió envuelto en los rayos del sol
naciente.
XXXVIII
Travesía
rápida. ‑ Resoluciones prudentes. ‑
Caravanas.
‑ Chubascos continuos. ‑ Gao. ‑ El Níger.
‑ Golberry,
Geoffroy y Gray. ‑ Mungo‑Park. ‑ Laing
y René
Caillié. ‑ Clapperton. ‑John y Richard Lander
El día 17 de mayo fue tranquilo, y sin ningún
incidente. El desierto empezaba de nuevo. Un viento no muy fuerte volvía a
empujar al Victoria hacia el
sudoeste; el globo no oscilaba ni a derecha ni a izquierda, trazando su
sombra en la arena una línea absolutamente recta.
El doctor, antes de partir, había renovado
prudentemente su provisión de agua, temiendo no poder tomar tierra en
aquellas comarcas plagadas de tuaregs. La meseta, cuya elevación era de mil
ochocientos pies sobre el nivel del mar, descendía hacia el sur. Cortando el
camino de Agadés a Murzuk, en el que se distinguían muchas pisadas de
camellos, los viajeros llegaron por la noche a 160 de latitud y
40 55' de longitud, después de haber recorrido ciento ochenta millas
de prolongada monotonía.
Durante aquel día, Joe condimentó las últimas aves,
que no habían recibido más que una preparación preliminar; para cenar
sirvio unos pinchitos de chocha sumamente apetitosos. Como el viento era
favorable, el doctor resolvió proseguir su camino durante la noche, muy
clara por alumbrarla una luna casi llena.
El Victoria
ascendió a una altura de quinientos pies, y en toda aquella travesía
nocturna, de unas sesenta millas, no se habría visto turbado ni el ligero
sueño de un niño.
El domingo por la mañana varió de nuevo el viento
hacia el noroeste. Algunos cuervos cruzaban los aires, y en el horizonte se
distinguían numerosos buitres, que afortunadamente no se
acercaron.
La aparición de aquellas aves indujo a Joe a
cumplimentar a su señor por su feliz idea de embutir un globo dentro de
otro.
~¿Qué sería de nosotros a estas horas ‑dijo‑ con un
solo envoltorio? Este segundo globo es como la lancha del buque que reemplaza a
éste en caso de naufragio.
‑Tienes razón, Joe; pero mi lancha me causa alguna
zozobra, pues no vale tanto como el buque.
‑¿Qué quieres decir? ‑preguntó
Kennedy.
‑Quiero decir que el nuevo Victoria es inferior al otro; bien
porque la tela se haya desgastado a causa del roce, o bien porque la gutapercha
se haya derretido al calor del serpentín, lo cierto es que noto cierta pérdida
de gas. Hasta ahora no es gran cosa, pero no deja de ser apreciable. Tenemos
tendencia a bajar, y para impedirlo me veo obligado a dar mayor dilatación al
hidrogeno.
‑¡Demonios! ‑exclamó Kennedy‑. No se me ocurre
ninguna solución.
‑No la tiene, amigo Dick, por lo que creo que
deberíamos darnos prisa, e incluso evitar detenernos de
noche.
‑¿Estamos aún lejos de la costa? ‑preguntó
Joe.
‑¿Qué costa, muchacho? ¿Sabemos acaso adónde nos
conducirá el azar? Todo lo que puedo decirte es que Tombuctú todavía se
encuentra cuatrocientas millas a oeste.
‑¿Y cuánto tiempo tardaremos en
llegar?
‑Si el viento no nos desvía demasiado, cuento con
encontrar dicha ciudad el martes al anochecer.
‑Entonces ‑dijo Joe, señalando una larga comitiva de
bestias y de hombres que avanzaba por el desierto llegaremos antes que
aquella caravana.
Fergusson y Kennedy se asomaron y vieron una gran
aglomeración de seres de toda especie. Había allí más de ciento cincuenta
camellos, de esos que por doce mutkabas de oro van de Tombuctú a
Tafilete con una carga de quinientas libras. Todos llevaban bajo la cola un
talego destinado a recoger sus excrementos, que es el único combustible con que
se puede contar en el desierto.
Aquellos camellos de los tuaregs son de una especie
superior a todas las demás, pues pueden pasar de tres a siete días sin beber y
dos sin comer; además, superan en ligereza a los caballos y obedecen con
inteligencia al khabir o conductor de la caravana. Son conocidos
en el país con el nombre de meharis.
Tales fueron los pormenores dados por el doctor,
mientras sus compañeros contemplaban aquella multi‑
tud de hombres, mujeres y niños que caminaban
penosamente por una arena movediza, contenida únicamente por algunos
cardos, hierbas agostadas y zarzales muy ruines. El viento borraba casi
instantáneamente la huella de sus pasos.
Joe preguntó cómo lograban los árabes orientarse en
el desierto y encontrar los pozos esparcidos en aquella soledad
inmensa.
‑Los árabes ‑respondió Fergusson‑ han recibido de la
naturaleza un maravilloso instinto para reconocer su rumbo. Donde un europeo se
desorientaría, ellos no vacilan nunca. Una piedra insignificante, un
guijarro, una hierbecita, el indiferente matiz de las arenas les bastan para
avanzar con seguridad completa. Durante la noche se guían por la estrella Polar;
no andan más que dos millas por hora y descansan a mediodía, que es cuando
hace más calor. No hace falta decir más para comprender cuánto tiempo
invertirán en atravesar el Sahara, que es un desierto de más de novecientas
millas.
Pero el Victoria ya se encontraba lejos de las
miradas atónitas de los árabes, que debieron de envidiar su rapidez. Por la
tarde pasaba por los 20 26' de longitud[L30] , y durante la noche avanzó más de un
grado.
El lunes cambió el tiempo completamente. Empezó a
diluviar, y fue preciso resistir el exceso de peso con que la lluvia cargaba el
globo y la barquilla. Aquel aguacero continuado explicaba que toda la superficie
del país fuese una inmensa ciénaga; reaparecía la vegetación, con mimosas,
baobabs y tamarindos.
Era el Sonray, con sus aldeas pobladas de chozas,
cuyos techos presentan cierta semejanza con gorros armenios. Había pocas
montañas, reduciéndose éstas a colinas muy bajas que forman barrancos y
despeñaderos incesantemente cruzados por chochas y pintadas. Un impetuoso
torrente cortaba en diversos puntos las sendas, que los indígenas
atravesaban agarrándose a un bejuco tendido entre dos árboles. Los bosques
iban poco a poco siendo reemplazados por junglas donde se agitaban
caimanes, hipopótamos y rinocerontes.
‑No tardaremos en ver el Níger ‑anunció el
doctor‑; el terreno se metamorfosea en la proximidad de los grandes ríos.
Esos caminos andantes, según una feliz expresion, han traído con ellos
primero la vegetación y más adelante traerán la civilización. Así es como el
Níger, en su trayecto de doscientas cincuenta millas, ha sembrado en sus
márgenes las más importantes ciudades de África.
‑Eso ‑dijo Joe‑ me recuerda la historia de aquel gran
admirador de la Providencia, de la cual decía que era acreedora a sus aplausos
por haber hecho pasar los ríos por las grandes ciudades.
Hacia mediodía, el Victoria pasó sobre una
población llamada Gao, que fue en otro tiempo una gran capital y a la
sazón se hallaba reducida a una aglomeración de chozas bastante
miserables.
‑He aquí el sitio ‑dijo el doctor‑ por el cual Barth
atravesó el Níger a su regreso de Tombuctú, el Níger, ese río famoso de la
antigüedad, el rival del Nilo, al cual la superstición pagana atribuyó un origen
celestial. El Níger, como el Nilo, ha atraído la atención de los geógrafos
de todos los tiempos, y su exploración, más aún que la del Nilo, ha costado
numerosas víctimas.
El Níger corría entre dos orillas muy separadas una
de otra, y sus aguas fluían hacia el sur con cierta violencia; pero los
viajeros apenas tuvieron tiempo de observar sus curiosos
contornos.
‑Me dispongo a hablaros de ese río ‑dijo
Fergusson‑, ¡y está ya lejos de nosotros! El Níger, que casi puede competir
con el Nilo en longitud, recorre una extensión inmensa del país, y según la
comarca que atraviesa toma los nombres de Dhiuleba, Mayo, Egghirreou, Quorra y
otros, todos los cuales significan «el río».
‑¿Siguió el doctor Barth este camino? ‑preguntó
Kennedy.
‑No, Dick. Al dejar el lago Chad atravesó las
principales ciudades de Bornu, y cruzó el Níger por Sau, cuatro grados
más abajo de Gao. Luego penetró en el seno de las inexploradas comarcas que el
Níger encierra en su recodo y, después de ocho meses de nuevas fatigas, llegó a
Tombuctú, lo que nosotros, con un viento tan rápido, haremos en tres días
escasos.
‑¿Se ha descubierto el nacimiento del Níger?
‑preguntó Joe.
‑Hace ya mucho tiempo ‑respondió el doctor‑. El
reconocimiento del Níger y de sus afluentes atrajo numerosas exploraciones,
de las cuales os indicaré las principales. De 1749 a 1758, Adamson reconoce el
río y visita Gorea. De 1785 a 1788, Golberry y Geoffroy recorren los
desiertos de la Senegambia y suben hasta el país de los moros, que asesinaron a
Saugnier, Brisson, Adam, Riley, Cochelet y otros muchos infortunados. Viene
entonces el ilustre Mungo‑Park, amigo de Walter Scott y escocés como él. Enviado
en 1795 por la Sociedad africana de Londres, alcanza Bambarra, ve el Níger,
recorre quinientas millas con un traficante de esclavos, explora la costa de
Gambia y regresa a Inglaterra en 1797; vuelve a partir el 30 de enero de 1805
con su cuñado Anderson, el dibujante Scott y un grupo de operarios;
llega a Gorea, se une a un destacamento de treinta y cinco soldados y vuelve a
ver el Níger el 19 de agosto; pero entonces, a consecuencia de las fatigas, de
las privaciones, de los malos tratos, de las inclemencias del cielo y de la
insalubridad del país, no quedaban ya vivos más que once de los cuarenta
europeos; el 16 de noviembre llegaron a manos de su esposa las últimas cartas de
Mungo‑Park, y un año después se supo por un comerciante del país que, al
llegar a Busse, a orillas del Níger, el 23 de diciembre, el desventurado viajero
vio cómo arrojaban su barca por las cataratas del río antes de ser degollado por
los indígenas.
‑¿Y un fin tan terrible no contuvo a los
exploradores?
‑Al contrario, Dick, porque entonces no sólo hubo que
reconocer el río, sino también buscar los papeles del viajero. En 1816 se
organizó en Londres una expedición, en la cual toma parte el mayor Gray; llega a
Senegal, penetra en el Futa‑Djallon, visita las poblaciones fuhlahs y
mandingas, y regresa a Inglaterra sin otro resultado. En 1822, el mayor Laing
explora toda la parte de África occidental próxima a las posesiones
inglesas, siendo el primero en llegar a las fuentes del Níger; según sus
documentos, el nacimiento de este río inmenso no tiene dos pies de
ancho.
‑Es fácil de saltar ‑dilo Joe.
‑¡Fácil! ‑replicó el doctor‑. Según la tradición,
cualquiera que intenta cruzar de un salto aquel manantial es inmediatamente
engullido, y quien quiere sacar agua de él se siente rechazado por una mano
invisible.
‑¿Y me está permitido ‑preguntó Joe‑ no creer una
palabra de la tradición?
‑Nadie te lo impide. Cinco años después, el mayor
Laing atravesaría el Sahara, penetraría en Tombuctú y moriría estrangulado unas
millas más arriba por los ulad‑shiman, que querian obligarle a hacerse
musulmán.
‑¡Otra víctima! ‑exclamó el
cazador.
‑Entonces, un joven valeroso y con muy escasos
recursos, emprendió y llevó a cabo el viaje moderno más asombroso. Me
refiero al francés René Caillié. Después de varias tentativas en 1819 y en 1824,
partió de nuevo el 19 de abril de 1827 de Río Núñez; el 3 de agosto llegó tan
extenuado y enfermo a Timé, que no pudo proseguir su viaje hasta seis meses
después, en enero de 1828; se incorporó entonces a una caravana, protegido por
su traje oriental, llegó al Níger el 10 de marzo, penetró en la ciudad de
Yenné, se embarcó y descendió por el río hasta Tombuctú, adonde llegó el 30
de abril. En 1670 otro francés, Imbert, y en 1810 un inglés, Robert Adams, tal
vez habían visto aquella curiosa ciudad. Pero René Caillié sería el primer
europeo que suministrara datos exactos; el 4 de mayo se separó de aquella
reina del desierto; el 9 reconoció el lugar exacto donde fue asesinado el mayor
Laing; el 19 llegó a ElArauan y dejó aquella ciudad comercial para cruzar,
corriendo mil peligros, las vastas soledades comprendidas entre Sudán y las
regiones septentrionales de Africa; por último, entró en Tánger, y el 28 de
septiembre embarcó para Toulon, de suerte que en diecinueve meses, pese a una
enfermedad de ciento ochenta días, había atravesado África de oeste a
norte. ¡Ah! ¡Si Caillié hubiera nacido en Inglaterra, se le habría honrado
como al más intrépido viajero de los tiempos modernos, como al mismo Mungo‑Park!
Pero en Francia no se le apreció en todo su valor[L31] .
‑Era un valiente explorador ‑dijo el cazador‑. ¿Y qué
fue de él?
‑Murió a los treinta y nueve años, de resultas de sus
fatigas. En Inglaterra se le habrían tributado los mayores honores; pero en
Francia se creyó haber hecho bastante adjudicándole en 1828 el premio de la
Sociedad Geográfica. Y mientras él realizaba tan maravilloso viaje, un
inglés concebía la misma empresa y la intentaba con igual valor, aunque con
menos fortuna. Se trata del capitán Clapperton, el compañero de Denham. En 1829
entró en África por la costa oeste en el golfo de Benin, siguió las huellas de
Mungo‑Park y de Laing, encontró en Bussa los documentos relativos a la muerte
del primero y llegó el 20 de agosto a Sakatu, donde, tras haber sido apresado,
exhaló el último suspiro entre los brazos de su fiel criado Richard
Lander.
‑¿Y qué fue de ese tal Lander? ‑preguntó Joe con
mucho interés.
‑Consiguió llegar a la costa y regresar a Londres con
los papeles del capitán y una relación exacta de su proplo viaje. Entonces
ofreció sus servicios al Gobierno para completar el reconocimiento del Níger;
incorporo a su empresa a su hermano John, segundo hijo de una humilde familia de
Cornualles, y de 1829 a 1831 ambos bajaron por el río desde Bussa hasta su
desembocadura, describiendo el camino milla a milla y aldea por
aldea.
‑Entonces, ¿esos dos hermanos se libraron de la
suerte común? ‑preguntó Kennedy.
‑Sí, al menos en aquella exploración; pero en 1833
Richard emprendió un tercer viaje al Níger y murió de un balazo junto a la
desembocadura del río. Ya veis, pues, amigos mios, que el país que atravesamos
ha sido testigo de nobles sacrificios que con harta frecuencia no han tenido más
recompensa que la muerte.
El país en
el recodo del Níger. ‑ Vista fantástica de los
montes
Hombori». ‑ Kabar. ‑ Tombuctú. ‑ Plano del
doctor
Barth. ‑ Decadencia. ‑ A donde el Cielo le
plazca
El doctor Fergusson quiso matar el tiempo en aquel
pesado día dando a sus compañeros mil detalles acerca de la comarca que
atravesaban. El terreno, bastante llano, no presentaba ningún obstáculo
para su marcha. La única preocupación del doctor era el maldito viento del
noroeste, que soplaba furiosamente y le alejaba de la latitud de
Tombuctú.
El Níger, después de haber subido hasta esta ciudad
por la parte norte, crece hasta convertirse en un inmenso chorro de agua y
desemboca en el océano Atlántico formando un ancho delta. En aquel recodo
el país es muy variado, distinguiéndose tan pronto por una exuberante fertilidad
como por una aridez extrema. Llanuras incultas suceden a campos de maíz,
que son luego reemplazados por dilatados terrenos cubiertos de retama.
Todas las especies de aves acuáticas, el pelícano, la cerceta, el martín
pescador, habitan las orillas de los torrentes y los márgenes de los pantanos,
formando numerosas bandadas.
De vez en cuando aparecía un campamento de
tuaregs, refugiados bajo sus tiendas de cuero, en tanto que las mujeres se
dedicaban a las faenas exteriores, ordeñando los camellos, con sus pipas
encendidas en la boca.
Hacia las ocho de la tarde, el Victoria había avanzado más de
doscientas millas en dirección oeste, y los viajeros fueron entonces testigos de
un magnífico espectáculo.
Algunos rayos de luna, abriéndose paso por una
hendidura de las nubes y deslizándose entre las gotas de lluvia, bañaban las
cordilleras del Hombori. Nada más extraño que aquellas crestas de apariencia
basáltica. que se perfilaban formando fantásticas siluetas en el sombrío cielo.
Parecían las ruinas legendarias de una inmensa ciudad de la Edad Media y
recordaban los bancos de hielo de los mares glaciales, tal como en las noches
oscuras se presentan a la mirada atónita.
‑He aquí una ciudad de Los Misterios de Udolfo ‑dijo el
doctor‑; Ann Radcllff no hubiera acertado a describir estas montañas con un
aspecto más imponente.
‑No me gustaría ‑respondió Joe‑ pasear solo
durante la noche por este país de fantasmas. Si no pesase tanto, me
llevaría todo este paisaje a Escocia. Quedaría muy bien en las márgenes del lago
Lomond y atraería a muchos turistas.
‑Nuestro globo no es lo bastante grande para
satisfacer tu capricho. Pero, me parece que nuestra dirección varía.
¡Bueno! Los duendes de estos lugares son muy amables; nos envían un vientecillo
del sureste que nos pondrá de nuevo en el buen camino.
En efecto, el Victoria se dirigía más al norte, y el
día 20 por la mañana pasaba por encima de una inextricable red de canales,
torrentes y ríos, que constituían la encrucijada completa de los afluentes
del Níger. Algunos de aquellos canales, cubiertos de una hierba espesa,
parecían feraces praderas. Allí encontró el doctor la ruta de Barth, cuando
éste embarcó para bajar por el río hasta Tombuctú. El Níger, de unas ochocientas
toesas de ancho, corría allí entre dos orillas cubiertas de crucíferas y
tamarindos. Grupos de gacelas triscadoras confundían sus retorcidos cuernos con
las altas hierbas, desde las cuales el caimán las acechaba
silencioso.
Largas recuas de asnos y camellos, cargados de
mercancías de Yenné, se adentraban en las frondosas arboledas; al
poco, en una revuelta del río apareció un anfiteatro de casas bajas, en
cuyas azoteas y techos estaba acumulado todo el heno recogido en las comarcas
circundantes.
‑He aquí Kabar ‑exclamó el doctor con alegría‑. Es el
puerto de Tombuctú; la ciudad se encuentra apenas a cinco millas de
aquí.
‑¿Está, pues, satisfecho, señor? ‑preguntó
Joe.
‑Encantado, muchacho.
‑Bueno, la cosa marcha.
En efecto, dos horas después la reina del desierto,
la misteriosa Tombuctú, que tuvo, como Atenas y Roma, sus escuelas de sabios y
sus cátedras de filosofía, se desplegó bajo las miradas de los
viajeros.
Fergusson seguía los menores detalles en el plano
trazado por el propio Barth, y reconoció su gran exactitud. La ciudad forma un
enorme triángulo en una inmensa llanura de arena blanca. La punta se dirige
hacia el norte y penetra en un extremo del desierto. ¡En los alrededores,
nada! Algunas gramíneas, algunas mimosas enanas, algunos arbustos casi
secos.
El aspecto de Tombuctú, a vista de pájaro, es el de
un amontonamiento de bolos y de dados. Las calles, bastante estrechas, están
bordeadas de casas de una sola planta, edificadas con ladrillos cocidos al sol,
y de chozas de paja y cañas, cónicas o cuadradas. En las azoteas se ven
indolentemente tendidos a algunos habitantes, vestidos con sus ropajes de
colores chillones y con la lanza o el mosquete en la mano. A aquellas horas no
aparece ni una mujer.
‑Pero se dice que las mujeres son bellas ‑añadió el
doctor‑. Mirad los tres minaretes de las tres mezquitas, únicas que quedan de
las muchas que había. La ciudad ha perdido su antiguo esplendor. En el vértice
del triángulo se alza la mezquita de Sankoro, con sus hileras de galerías
sostenidas por arcos de un diseño bastante puro. Más lejos, junto al cuartel de
Sane‑Gungu, se ve la mezquita de Sid‑Yahia y algunas casas de dos pisos. No
busquéis ni palacios ni monumentos. El jeque es un simple traficante, y su
morada real, un lugar de comercio.
‑Me parece ver murallas medio derribadas ‑dijo
Kennedy.
‑Fueron destruidas
por los fuhlahs en 1826, entonces la ciudad era una tercera parte mayor,
pues Tombuctú, objeto de codicia general desde el siglo XI ha
pertenecido sucesivamente a los tuaregs, los kaurayanos, los marroquíes y
los fellatahs. Pero este gran centro de civilización, en que un sabio como
Ahmed‑Baba poseía en el siglo XVI una biblioteca de mil seiscientos
manuscritos, no es hoy más que un almacén de comercio de África
central.
La ciudad, en efecto, parecía sumida en una gran
incuria. Acusaba la desidia epidénúca de las ciudades condenadas a
desaparecer. Enormes cantidades de escombros se amontonaban en los
arrabales y formaban, con la colina del mercado, los únicos accidentes del
terreno.
Al pasar el Victoria se produjo cierto revuelo
e incluso se oyó toque de tambores, pero el último sabio de la localidad
apenas tuvo tiempo de observar aquel nuevo fenómeno. Los viajeros, empujados por
el viento del desierto, volvieron a seguir el curso sinuoso del río, y muy
pronto Tombuctú no fue más que uno de los fugaces recuerdos del
viaje.
‑Y ahora ‑dijo el doctor‑, que el Cielo nos
conduzca a donde le plazca.
‑¡Con tal de que sea al oeste! ‑replicó
Kennedy.
‑¡Bah! ‑exclamó Joe‑. No me asustaría aunque se
tratase de volver a Zanzibar por el mismo camino o de atravesar el océano hasta
América.
‑No podríamos, Joe.
‑¿Qué nos falta para ello?
‑Gas, Joe. La fuerza ascensional del globo
disminuye sensiblemente, y tendremos que llevar mucho cuidado para
conseguir que nos lleve hasta la costa. Voy a verme obligado a echar
lastre. Pesamos demasiado.
‑He aquí las consecuencias de no hacer nada, señor.
Tendidos todo el día como unos haraganes, engordamos excesivamente y así no hay
globo que pueda sostenernos. A la vuelta de nuestro viaje, que es un viaje
de perezosos, nos encontrarán horriblemente obesos.
‑Tus reflexiones, Joe, son dignas de ti ‑respondió el
cazador‑. Pero espera hasta el final. ¿Sabes acaso lo que el Cielo nos reserva?
Estamos aún lejos del término de nuestro viaje. ¿A qué parte de la costa de
África crees que llegaremos, Samuel?
‑No puedo decírtelo, Dick; estamos a merced de
vientos muy variables. Pero, en fin, me daré por muy dichoso si llego entre
Sierra Leona y Portendick, donde hay cierta extensión de tierra donde
encontraremos amigos.
‑Y tendremos mucho gusto en estrecharles la mano.
Pero ¿seguimos al menos el rumbo apetecido?
‑No enteramente, Dick; mira la brújula y verás que
nos dirigimos al sur y remontamos el Níger hacia sus
fuentes.
‑¡Buena ocasión para descubrirlas ‑respondió Joe‑, si
no estuviesen ya descubiertas! Pero ¿no podríamos encontrar
otras?
‑No, Joe. Pero, tranquilízate; espero no llegar
hasta allí.
A la caída de la tarde, el doctor echó los últimos
sacos de lastre. El Victoria se
elevó, pero el soplete, aunque funcionaba con toda la llama, apenas podía
mantenerlo. Se hallaba entonces sesenta millas al sur de Tombuctú, y al día
siguiente los viajeros amanecieron sobre las orillas del Níger, no lejos del
lago Debo.
Zozobra del
doctor Fergusson. ‑ Dirección persistente
hacia el
sur. ‑ Una nube de langostas. ‑ Vista de
Yenné. ‑
Vista de Sego. ‑ Variación del viento. ‑
Sentimientos de Joe
En aquel sitio el lecho del río estaba dividido por
grandes islotes en estrechos brazos de una corriente muy rápida. En uno de
aquéllos se alzaban algunas chozas de pastores, pero la velocidad del Victoria, que iba en progresivo
aumento, no permitió realizar un examen exhaustivo. Desgraciadamente el
globo se inclinaba todavía más hacia el sur, y en unos instantes cruzó el lago
Debo.
]Fergusson buscó a diferentes alturas, forzando
extraordinariamente su dilatación, otras corrientes atmosféricas, pero
infructuosamente, por lo que pronto abandonó una maniobra que aumentaba la
pérdida de gas, comprimiendolo contra las fatigadas paredes del
aeróstato.
Estaba muy inquieto, pero no manifestó su zozobra a
sus compañeros. La obstinacion con que el viento lo empujaba hacia la parte
meridional de África desbarataba sus cálculos. No sabía a que recurrir para
salir de apuros. Si no llegaba a territorio inglés o francés, ¿qué sería de
él y de sus compañeros entre los bárbaros que infestaban las costas de
Guinea? ¿Cómo aguardarían en ellas un buque para regresar a Inglaterra? Y la
dirección actual del viento los lanzaba al reino de Dahomey, una de las
tribus más salvajes, a merced de un rey que en las fiestas públicas sacrificaba
millares de víctimas humanas. Allí su perdición era
irremisible.
Por otra parte, el globo perdía gas visiblemente, y
el doctor veía acercarse el momento en que sería de todo punto inservible. Sin
embargo, viendo que el tiempo se despejaba un poco, abrigaba la esperanza de que
después de la lluvia sobrevendría alguna variación en las corrientes
atmosféricas.
Pero volvió a tomar conciencia de su crítica
situación al oír la siguiente exclamación de Joe:
‑¡Frescos estamos! Va a arreciar la lluvia, y ahora
diluviará, a juzgar por el nubarrón que se acerca a pasos
agigantados.
‑¡Otro nubarrón! ‑dijo
Fergusson.
‑¡Y no pequeño! ‑repuso
Kennedy.
‑Como no he visto otro ‑comentó
Joe.
‑¡Qué alivio! ‑dijo el doctor, dejando el anteojo‑.
No es un nubarrón.
‑¿Cómo que no? ‑exclamó Joe.
‑¡No! ¡Es una nube!
‑Pues eso es lo que decimos.
‑Pero una nube de langostas.
~¡De langostas!
‑Como lo oyes. Millones de langostas pasarán sobre
estas tierras como una tromba, y desgraciada será la comarca que sirva de
teatro a sus devastaciones.
‑Quisiera ver eso.
‑Lo vas a ver, Joe ‑dijo el doctor‑. Dentro de diez
minutos, esa nube nos alcanzará y juzgarás por ti mismo.
Fergusson no mentía. Aquella nube espesa, opaca, de
varias millas de extensión, llegaba con un ruido atronador, proyectando en
la tierra su inmensa sombra. Era una innumerable legión de esas langostas a las
que se da el nombre de caballejos. A cien pasos del Victoria, se
precipitaron sobre un territorio alfombrado de verdor; un cuarto de hora
después, la masa reemprendía el vuelo y los viajeros aún podían distinguir de
lejos los árboles desprovistos de hojas y las praderas convertidas en
rastrojos. Hubiérase dicho que un repentino invierno había sumido la
campiña en la esterilidad más completa.
‑¿Qué te ha parecido, Joe?
‑Una cosa muy curiosa, señor, pero muy natural. Lo
que haría en pequeño una langosta, lo hacen en grande millones de
ellas.
‑¡Espantosa lluvia! ‑exclamó el cazador‑. ¡Y más
devastadora que el granizo!
‑Y de la cual no es posible preservarse ‑respondió
Fergusson‑. Alguna vez, los campesinos han tenido la idea de incendiar los
bosques y hasta las mieses para detener el vuelo de tan voraces insectos;
pero las primeras filas, precipitándose sobre las llamas, las apagaban bajo su
enorme mole, y el resto de la columna pasaba inexorablemente. Por suerte,
en estas comarcas se encuentra cierta compensación de sus estragos, pues los
indígenas recogen un número inmenso de langostas, que son para ellos un bocado
delicado y exquisito.
‑Son los cangrejos del aire ‑dijo Joe‑, y siento no
haberlos podido probar, pues me gusta instruirme.
Al anochecer, los viajeros llegaron a comarcas más
pantanosas. Sucedieron a los bosques grupos de árboles aislados, y en las
márgenes del río se distinguían algunas plantaciones de tabaco y terrenos
anegados cubiertos de forraje. En una extensa isla apareció entonces la ciudad
de Yenné, con las dos torres de su mezquita de tierra y el olor infecto que
emana de millones de nidos de golondrinas acumulados en sus paredes.
Algunas copas de baobabs, mimosas y palmeras descollaban entre las casas;
incluso durante la noche, la actividad de la población parecía muy grande.
Yenné es, en efecto, una ciudad muy comercial, y abastece casi
exclusivamente a Tombuctú, a donde llegan, con los diversos productos de su
industria, sus barcas por el río y sus caravanas por caminos
sombreados.
‑Si no temiera prolongar nuestro viaje ‑dijo el
doctor‑, habríamos descendido a la ciudad, donde sin duda hubiéramos
encontrado a más de un árabe que ha viajado por Francia o Inglaterra, y que
conoce nuestro tipo de locomoción. Pero no sería prudente en las
circunstancias en que nos hallamos.
‑Aplacemos la visita para nuestra próxima
excursión ‑dijo Joe, riendo.
‑Ademas, amigos mios, si no me equivoco, el viento
presenta una ligera tendencia a soplar hacia el este, y no debemos desperdiciar
una ocasión semejante.
El doctor arrojó algunos objetos que ya no les eran
utiles; botellas vacías y una caja que había contenido carne; asi consiguió
mantener el Victoria en una zona más favorable a sus proyectos. A las
cuatro de la mañana, los primeros rayos de sol bañaron Sego, la capital de
Bambara, fácil de reconocer por las cuatro ciudades que la componen, por sus
mezquitas moriscas y por el incesante ir y venir de barcas que trasladan a
los habitantes de un barrio a otro. Pero los viajeros ni vieron ni fueron
vistos, pues volaban con rapidez y directamente hacia el noroeste, y las
inquietudes del doctor se calmaban poco a poco.
‑Dos días más en esta dirección y a esta velocidad, y
alcanzaremos el río Senegal.
‑¿Y nos hallaremos en país amigo? ‑preguntó el
cazador.
‑Todavía no; pero, si el Victoria nos fallase, desde allí
podríamos llegar a territorio francés. Sin embargo, lo que debemos desear es que
el globo tire algunos centenares más de millas, y sin fatiga, zozobras ni
peligros llegaremos a la costa occidental.
‑¡Y todo habrá acabado! ‑dijo Joe‑. ¡Qué pena! Si no
fuese por las ganas que tengo de contarlo, no quisiera bajar nunca de la
barquilla. Señor, ¿cree que se dará crédito a nuestros
relatos?
‑¡Quién sabe, Joe! Pero, en fin, siempre habrá un
hecho incontestable: Miles de testigos nos habrán visto salir de una costa de
África, y miles de testigos nos veran llegar a la otra
costa.
‑En este caso ‑intervino Kennedy‑, no se podrá
negar que la hemos atravesado.
‑¡Ah, señor Samuel!
‑añadió Joe, suspirando‑. Más de una vez echaré de menos mis pedruscos de oro
macizo. Habrían dado consistencia a nuestras historias y verosimilitud
a nuestros relatos. A grano de oro por oyente, habría reunido a un escogido
público para oírme y hasta para admirar.
XLI
Las
proximidades del Senegal. ‑ El Victoria continúa
bajando. ‑
Se sigue echando lastre sin parar. ‑ El
morabito
Al‑Hadjí. ‑ Los señores Pascal, Vincent y
Lambert. ‑
Un rival de Mahoma. ‑ Las montañas
difíciles.
‑ Las armas de Kennedy. ‑ Una maniobra de
Joe. ‑ Alto
sobre un bosque
El 27 de mayo, hacia las nueve de la mañana, el
terreno se presentó bajo un nuevo aspecto. Las extensas pendientes se
transformaban en colinas que hacían presagiar montanas proximas. Había que
traspasar la cordillera que separa la cuenca del Níger de la del Senegal y
determina la dirección de las aguas, o bien al golfo de Guinea, o bien a la
bahía de Cabo Verde.
Aquella parte de África, hasta el Senegal, es
peligrosa. El doctor Fergusson lo sabía por las narraciones de sus
predecesores, que habían sufrido mil privaciones y arrostrado mil peligros entre
aquellos negros bárbaros. Aquel clima funesto acabó con la mayor parte de los
companeros de Mungo‑Park. Fergusson estaba, pues, más decidido que nunca a no
poner los pies en aquella comarca inhospitalaria.
Pero no tuvo un momento de sosiego. El Victoria bajaba sensiblemente, y fue
preciso arrojar multitud de objetos más o menos útiles, sobre todo en el momento
de salvar el pico o cresta de un cerro. Y así anduvieron por espacio de más de
ciento veinte millas, sin parar de subir y bajar; el globo, nuevo peñasco de
Sísifo, descendía incesantemente; las formas del aeróstato, poco
hinchado, se alargaban, y el viento formaba bolsas en sus
paredes.
Kennedy no pudo evitar
comentario.
‑¿Tiene el globo alguna fisura?
‑preguntó.
‑No ‑respondió el doctor‑; pero sin duda, con el
calor, la gutapercha se ha reblandecido o derretido, y el hidrógeno se
escapa por el tejido del tafetán.
‑¿Y cómo impedir que se escape?
‑De ninguna manera. No podemos hacer más que aligerar
peso; arrojemos fuera de la barquilla cuanto podamos
arrojar.
‑Pero ¿qué hemos de arrojar? ‑preguntó el cazador,
recorriendo con su mirada la barquilla, ya muy
desprovista.
‑Desprendámonos de la tienda que pesa
bastante.
Joe, que era a quien incumbía esta orden, subió
encima del círculo que reunía las cuerdas de la red y desde allí pudo
fácilmente desatar las gruesas cortinas de las tiendas y echarlas
abajo.
‑Esto hará feliz a una tribu entera de negros ‑dijo‑.
Hay aquí tela para vestir a mil indígenas, pues ya se sabe cuán ahorrativos son
en materia de trajes.
El globo se había elevado algo, pero enseguida
resultó evidente que no perdía su tendencia a
descender.
‑Bajemos ‑dijo Kennedy‑ y veamos qué se puede hacer
con la envoltura.
‑Te lo repito, Dick, aquí no hay medio de
repararla.
‑¿Cómo nos las arreglaremos,
pues?
‑Sacrificaremos todo lo que no sea absolutamente
indispensable. Quiero evitar a toda costa un alto en estos sitios. Los
bosques sobre los cuales pasamos en este momento, tocando casi la copa de los
árboles, no tienen nada de seguros.
‑¿Hay leones? ¿Hay hienas? ‑preguntó Joe con
desprecio.
‑Hay algo peor, Joe: hombres, y de los más crueles
que viven en África.
‑¿Cómo se sabe?
‑Por los viajeros que nos han precedido. Además, los
franceses, que ocupan la colonia de Senegal, han tenido necesariamente que
ponerse en relación con las tribus circundantes; bajo el mando del coronel
Faldherbe, se han practicado reconocimientos tierra adentro, y los señores
Pascal, Vincent y Lambert han traído de sus expediciones documentos
preciosos. Han explorado estas comarcas formadas por el recodo del Senegal, en
las cuales la guerra y el saqueo no han dejado más que
ruinas.
‑Pero algún origen tendrá esta guerra devastadora
‑dijo el cazador.
‑Sí, lo tiene. En 1854 un morabito del Futa
senegalés, Al‑Hadjí, declarándose inspirado como Mahoma, incitó a todas las
tribus a la guerra contra los infieles, es decir, contra los europeos. Llevó la
destrucción y la ruina entre el río Senegal y su afluente el Falemé. Tres
hordas de fanáticos capitaneados por él recorrieron el país matando y
saqueando, sin que se librase de su furor ni una sola aldea, ni una sola cabaña.
Invadieron luego el valle del Níger, hasta la ciudad de Sego, que estuvo
mucho tiempo amenazada. En 1857 se dirigieron mas al norte y atacaron el
fuerte de Medina, construido por los franceses en las márgenes del río. Aquel
establecimiento fue heroicamente defendido por Paul Holl, el cual resistió
varios meses sin viveres y casi sin municiones, hasta que llegó en su auxilio el
coronel Faidherbe. Al‑Hadji y sus hordas volvieron entonces a pasar el Senegal y
regresaron al territorio de Kaarta, donde continuaron sus rapiñas y
asesinatos. Pues bien, estas comarcas en las que nos hallamos son precisamente
la guarida donde se han refugiado los bandidos, y os aseguro que no sería nada
conveniente caer en sus manos.
‑No caeremos ‑dijo Joe‑, aunque para elevar el
Victoría tengamos que sacrificar hasta nuestros
zapatos.
‑No estamos lejos del río ‑dijo el doctor‑; pero me
temo que nuestro globo no podrá llevarnos más allá.
‑Lleguemos a la orilla ‑replicó el cazador‑ y eso
habremos ganado.
‑Es precisamente lo que intentamos hacer ‑dijo el
doctor‑. Pero me inquieta una cosa.
‑¿ Cuál?
~Tendremos que salvar montañas, y resultará muy
difícil, ya que no puedo aumentar la fuerza ascensional del aeróstato ni
siquiera, produciendo el mayor calor posible.
‑Aguardemos a ver qué ocurre ‑dijo
Kennedy.
‑¡Pobre Victon'a! ‑exclamó Joe‑. Le he tomado el
mismo cariño que un marino a su buque, y me separaré de él con pesar. Ya sé que
no es lo que era cuando emprendimos el viaje, pero, aun así, no debemos
criticarlo. Nos ha prestado grandes servicios, y me romperá el corazón
abandonarlo.
‑Tranquilízate, Joe; si lo abandonamos, sera a pesar
nuestro. Nos servirá hasta que se halle extenuado. Sólo le pido que se mantenga
otras veinticuatro horas.
‑Se agota ‑dijo Joe, contemplándolo‑, flaquea, se le
va la vida. ¡Pobre globo!
‑Si no me equivoco ‑intervino Kennedy-, tenemos en el
horizonte las montañas de que hablabas, Samuel.
‑En efecto ‑dijo el doctor, después de examinarlas
con su anteojo‑. Muy altas me parecen; mucho nos ha de costar
atravesarlas.
‑¿No las podríamos evitar?
‑Me parece que no, Dick ‑dijo Fergusson‑. ¿No ves el
inmenso espacio que ocupan? ¡Casi la mitad del
horizonte!
‑Y diríase que nos cercan ‑añadió Joe‑; avanzan por
los dos extremos.
‑Es absolutamente indispensable pasar por
encima.
Aquellos obstáculos tan peligrosos parecían
acercarse con extrema rapidez, o, mejor dicho, el viento que era muy
fuerte, precipitaba al Victoria hacia los agudos picos. Era preciso
elevarse a toda costa; de lo contrario, se estrellarían.
‑Vaciemos la caja de agua ‑dijo Fergusson‑.
Conservemos tan sólo el líquido estrictarriente necesario para un
día.
‑¡Ya está! ‑dijo Joe.
‑¿Sube ahora el globo? ‑preguntó
Kennedy.
‑Algo, unos cincuenta pies ‑respondió el doctor, que
no apartaba la vista del barómetro‑. Pero no es
suficiente.
Parecía, en efecto, que las altas cumbres salían al
encuentro de los viajeros para precipitarse contra ellos. Éstos se
hallaban muy lejos de dominarlas; todavía les faltaban más de quinientos
pies. También arrojaron la provisión de agua del soplete, de la cual no se
conservaron más que algunas pintas; pero todavía no fue
suficiente.
‑Y sin embargo, hemos de pasar ‑dijo el
doctor.
‑Echemos las cajas, ya que las hemos vaciado ‑dijo
Kennedy.
‑Echémoslas.
‑¡Ya está! ‑gritó Joe‑. ¡Qué triste es desaparecer
trozo a trozo!
‑¡Oye, Joe! ¡Guárdate de repetir el sacrificio del
otro día! Suceda lo que suceda, júrame no separarte de
nosotros.
‑Tranquilícese, señor, no nos
separaremos.
El Victoria había subido unas veinte toesas
más, pero la cresta de la montaña seguía dominándolo. Era una cresta recta que
terminaba en una verdadera muralla escarpada, y se hallaba aún más de doscientos
pies encima de los viajeros.
«Dentro de diez
minutos ‑se dijo el doctor‑, nuestra barquilla se habrá estrellado contra las
rocas si no logramos elevarnos lo suficiente.»
‑¿Qué hacemos,
señor? ‑preguntó Joe.
‑Guarda sólo la provisión de pemmican y arroja
toda la carne, que es lo que más pesa.
El globo se desprendió de otras cincuenta libras de
peso y se elevó muy sensiblemente, lo que de nada le servía si no conseguía
situarse sobre la línea de montañas. La situación era espantosa. El
Victoria corría con una rapidez suma e iba a hacerse trizas. El choque no
podía dejar de ser terrible.
El doctor registró la barquilla con la
mirada.
Estaba prácticamente vacía.
‑¡Por si acaso, Dick, disponte a sacrificar tus
armas!
‑¡Sacrificar mis armas! ‑respondió el cazador,
conmovido.
‑Amigo Dick, no te lo pediría si no fuese
necesario.
‑¡Samuel! ¡Samuel!
‑¡Tus armas y tus municiones pueden costarnos la
vida!
‑¡Nos acercamos! ‑exclamó Joe‑. ¡Nos
acercamos!
¡Diez toesas! La montaña todavía superaba al
Victoria en diez toesas.
Joe cogió las mantas
y las tiró; y, sin decir una palabra a Kennedy, tiró también algunos
paquetes de balas y perdigones.
El globo subió, traspasó la peligrosa cumbre, y los
rayos del sol bañaron su polo superior. Pero la barquilla se hallaba aún a una
altura algo inferior a la de los peñascos, contra los cuales iba
inevitablemente a estrellarse.
‑¡Kennedy! ¡Kennedy! ‑exclamó el doctor~.
¡Arroja tus armas o estamos perdidos!
‑¡Aguarde, señor Dick! ‑dijo Joe‑. ¡Aguarde un
momento!
Y Kennedy, al volverse, le vio desaparecer fuera de
la barquilla.
‑¡Joe! ¡Joe! ‑gritó.
‑¡Desgraciado! ‑exclamó el
doctor.
En aquel punto la cresta de la montaña tenía unos
trescientos pies de ancho, y por el otro lado la pendiente presentaba menos
declive. La barquilla llegó justo al nivel de aquella meseta bastante lisa y se
deslizó por un terreno compuesto de puntiagudos guijarros que
rechinaban'con el roce.
‑¡Pasamos! ¡Pasamos! ¡Hemos pasado! ‑gritó una voz
que hizo palpitar el corazón de Fergusson.
El intrépido muchacho se agarraba con las manos al
borde inferior de la barquilla y corría por la cresta para aligerar al globo de
la totalidad de su peso, viéndose obligado a sujetarlo con fuerza porque tendía
a escapársele.
Cuando hubo llegado a la ladera opuesta y ante sus
ojos se presentó el abismo, Joe, mediante un enérgico juego de muñecas, se
levantó y, agarrándose de las cuerdas, subió al lado de sus
companeros.
‑Nada más difícil que lo que acabo de hacer
‑dijo.
‑¡Valiente Joe! ¡Amigo mío! ‑dijo el doctor con
efusión.
‑¡Oh! Lo que he hecho ‑respondió Joe‑ no ha sido por
ustedes, sino por la carabina del señor Dick. Se lo debía desde el asunto del
árabe y me gusta pagar mis deudas. Ahora estamos en paz ‑añadió, presentando al
cazador su arma predilecta‑. Me hubiera conmovido demasiado verle separarse
de ella.
Kennedy le dio un vigoroso apretón de manos sin
pronunciar una palabra.
El Victoria ya no tenía más que bajar, lo que le era
fácil; muy pronto se encontró a doscientos pies del suelo y entonces
recuperó el equilibrio. El terreno presentaba numerosos accidentes muy
difíciles de evitar durante la noche con un globo que ya no obedecía.
Estaba oscureciendo con gran rapidez y, pese a sus reticencias, el doctor
tuvo que resignarse a hacer un alto hasta el día
siguiente.
‑Vamos a buscar un lugar favorable para detenernos
‑dijo.
‑¡Ah! ¿Te decides al fin? ‑respondió
Kennedy.
‑Sí, he meditado detenidamente un proyecto que vamos
a poner en práctica. No son más que las seis de la tarde; tendremos tiempo. Echa
las anclas, Joe.
Joe obedeció, y las dos anclas quedaron colgando
debajo de la barquilla.
‑Distingo inmensos bosques ‑dijo el doctor‑.
Iremos por encima de las copas de sus árboles y nos agarraremos de
alguna. Por nada de este mundo consentiría en pasar la noche en
tierra.
‑¿Podremos bajar? ‑preguntó
Kennedy.
‑¿Para qué? Os repito que sería peligroso separarnos.
Además, reclamo vuestra ayuda para un trabajo difícil.
El Victoria,
que rozaba la verde bóveda de inmensos bosques, no tardó en detenerse
bruscamente; sus anclas habían quedado enganchadas. El viento cesó entrada ya la
noche, y el globo permaneció casi inmóvil encima de un interminable campo de
verdor formado por las copas de un bosque de sicomoros.
XLII
Combate de
generosidad. ‑ último sacrificio. ‑ El
aparato de
dilatación. ‑ Destreza de Joe. ‑
Medianoche.
‑ La guardia del doctor. ‑ La guardia de
Kennedy. ‑
Dick se duerme. ‑ El incendio. ‑ Los gritos.
‑ Fuera de
alcance
El doctor Fergusson determinó su posición por la
altura de las estrellas; se encontraban a veinticinco millas escasas del
Senegal.
‑Todo lo que podemos hacer, amigos míos
‑declaró, después de examinar el mapa‑, es pasar el río; pero como en él no
hay ni puentes ni barcas, lo hemos de cruzar en globo a toda costa, y al
efecto debemos aligerarlo aún más.
‑Pues no sé cómo lo
haremos ‑replicó el cazador, que temía por sus armas‑, a no ser que uno de
nosotros se decida a sacrificarse, a quedarse atrás... Y, en esta ocasión,
yo reclamo esa gloria.
‑¡De ninguna manera! ‑protestó Joe‑. ¿No tengo yo
acaso la costumbre ... ?
‑No se trata de echarse, amigo mio ‑aclaró el
cazador‑, sino de alcanzar a pie la costa de África, y yo soy buen
andarín.
‑¡No lo consentiré jamás! ‑replicó
Joe.
‑Vuestro combate de generosidad es inútil, mis
buenos amigos ‑intervino Fergusson‑; espero que no lleguemos a tal
extremo, y en el caso de llegar a él, lejos de separarnos, permaneceríamos
juntos para atravesar el pais.
‑Eso es lo mejor ‑dijo Joe‑. Un paseíto no nos
vendría mal.
‑Pero, antes ‑repuso el doctor‑, echaremos mano de un
último medio para aligerar nuestro Victoria.
‑¿Cuál? ‑preguntó Kennedy‑. Estoy en ascuas
deseando conocerlo.
‑Debemos desprendernos de las cajas del soplete, de
la pila de Bunsen y del serpentín que nos obligan a arrastrar por los aires
novecientas libras.
‑Pero, Samuel, ¿cómo obtendrás luego la dilatación
del gas?
‑De ninguna manera; nos las arreglaremos sin
ella.
‑Pero...
‑Oídme, amigos: he calculado muy exactamente lo que
nos queda de fuerza ascensional, y es suficiente para transportarnos a los tres
con los pocos objetos que llevamos. No pesaremos más de quinientas libras,
incluidas las anclas, que tengo interés en conservar.
‑Amigo Samuel ‑respondió el cazador‑, tú, más
competente que nosotros en la materia, eres el único juez de la situación; dinos
lo que hemos de hacer y lo haremos.
‑A sus órdenes, señor.
‑Os repito, amigos míos, que aunque reconozco la
gravedad de la determinación, hemos de sacrificar nuestro
aparato.
‑¡Sacrifiquémoslo! ‑replicó
Kennedy.
‑¡Manos a la obra! ‑dijo Joe.
La operación presentó numerosas dificultades. Fue
preciso desmontar el aparato pieza por pieza. Primero quitaron la caja de
mezcla, después la del soplete y por último la caja donde se operaba la
descomposición del agua. Se necesitó la fuerza reunida de los tres viajeros para
arrancar los recipientes del fondo de la barquilla, donde se hallaban
incrustados; pero Kennedy era tan fuerte, Joe tan diestro y Samuel tan ingenioso
que vencieron todas las dificultades. Las diversas piezas fueron
sucesivamente arrojadas, y desaparecieron abriendo grandes agujeros en el
follaje de los sicomoros.
‑Los negros se quedarán muy asombrados ‑dijo Joe‑ al
encontrar en los bosques semejantes objetos. Capaces serán de convertirlos
en ídolos.
A continuación tuvieron que ocuparse de los tubos
metidos en el globo y que pasaban por el serpentín. Joe consiguió cortar, a unos
pies por encima de la barquilla, las articulaciones de caucho; en cuanto a los
tubos, hubo mayor dificultad, porque se hallaban retenidos por su extremo
superior y sujetos con alambres al círculo mismo de la válvula. Fue
entonces cuando Joe demostró una agilidad maravillosa. Descalzo, para no romper
la envoltura, con ayuda de la red y a pesar de las oscilaciones, logró
encaramarse hasta la cima exterior del aeróstato, y allí, después de mil
dificultades, agarrándose con una mano a aquella superficie resbaladiza,
desatornilló las tuercas exteriores que sujetaban los tubos. Éstos se
desprendieron entonces fácilmente y fueron retirados a través del apéndice
inferior, que fue herméticamente cerrado por medio de una fuerte
ligadura.
El Victoria,
libre de aquel peso considerable, se
elevó y tensó enormemente la cuerda del ancla.
A medianoche quedaron felizmente terminados aquellos
trabajos, que resultaron muy fatigosos. Los viajeros cenaron rápidamente un poco
de pemmican y de grog frío, pues el
doctor ya no tenía calor para ponerlo a disposición de
Joe.
Además, éste y Kennedy estaban
rendidos.
‑Acostaos y dormid, amigos míos ‑dijo Fergusson‑, yo
haré la primera guardia. A las dos despertaré a Kennedy; a las cuatro,
Kennedy despertará a Joe; a las seis partiremos, ¡y que el Cielo siga velando
por nosotros durante esta última jornada!
Los dos compañeros del doctor, sin hacerse de
rogar, se tumbaron al fondo de la barquilla y se sumieron enseguida en un
profundo sueño.
La noche era apacible. Algunas nubes velaban de vez
en cuando el último cuarto de luna, cuyos rayos indecisos disipaban muy
ligeramente la oscuridad. Fergusson, acodado miraba a su alrededor.
Vigilaba con atención la sombría cortina de follaje que se extendía bajo
sus pies sin dejar ver el suelo. El
menor ruido le parecía sospechoso, y procuraba explicarse hasta el
más leve temblor de las hojas.
Se hallaba en esa disposición de ánimo que la soledad
vuelve más sensible aún, y durante la cual vagos terrores asaltan el cerebro. Al
final de un viaje semejante, después de haber vencido tantos obstáculos, en el
momento de conseguir el objetivo, los temores son más vivos, las emociones más
fuertes, y el punto de llegada parece huir ante los ojos.
Por otra parte, la situación no era para tranquilizar
a nadie, en un país bárbaro, y con un medio de transporte que, en definitiva,
podía fallar de un momento a otro. El doctor ya no contaba con el globo de una
manera absoluta; había pasado el tiempo en que maniobraba con audacia
porque estaba seguro de él.
Bajo estas
impresiones, el doctor creyó percibir unos rumores indeterminados en aquellos
inmensos bosques, incluso creyó ver brillar una llama entre los árboles.
Miró con atención y enfocó su anteojo de noche en esa dirección; pero fue
incapaz de distinguir nada, y hasta pareció que el silencio se había hecho más
profundo.
Sin duda Fergusson había experimentado una
alucinación. Escuchó sin sorprender el menor ruido y, habiendo
transcurrido el tiempo de su guardia, despertó a Kennedy, le recomendó que
vigilara con muchísima atención y se acostó al lado de Joe, que dormía a pierna
suelta.
Kennedy encendió tranquilamente su pipa, se
restregó los ojos, que le costaba mucho mantener abiertos, apoyó los codos
en un rincón y empezó a fumar vigorosamente para disipar el
sueño.
El silencio más absoluto reinaba a su alrededor. Un
viento suave agitaba la cima de los árboles y mecía suavemente la
barquilla, invitando al cazador a un sueño que le invadía a su pesar. Quiso
resistirse a él, abrió varias veces los párpados, abismó en las tinieblas
de la noche algunas de esas miradas que no ven y, al final,
sucumbiendo a la fatiga, se quedó dormido.
¿Cuánto tiempo permaneció sumido en aquel estado
de inercia? Lo único que pudo decir fue que le despertó un chisporroteo
inesperado.
Se restregó los ojos y se puso en pie. Un calor
insoportable llegaba a su rostro. El bosque estaba
ardiendo.
‑¡Fuego! ¡Fuego! ‑exclamó, sin comprender lo que
pasaba.
Sus dos compañeros se
levantaron.
‑¿Qué es eso? ‑preguntó Samuel.
‑¡Un incendio! ‑exclamó Joe‑. Pero ¿quién puede ...
?
En aquel momento se oyeron gritos debajo del
follaje, violentamente iluminado.
‑¡Los salvajes! ‑exclamó Joe‑. ¡Han prenddo fuego al
bosque para estar seguros de quemarnos!
‑¡Los talibas! ¡Los morabitos de Al‑Hadjíl ‑dijo el
doctor.
Un círculo de fuego rodeaba al Victoria. Los
chasquidos de los troncos secos se mezclaban con los gemidos de las
ramas verdes. Los bejucos, las hojas, todas las partes vivas de aquella
vegetación exuberante se retorcían envueltas en el elemento destructor. La
mirada se perdía en un océano en llamas; los grandes árboles destacaban en
negro en la inmensa fragua, con las ramas cubiertas de ascuas; el inflamado
conjunto se reflejaba en las nubes, y los viajeros creyeron hallarse encerrados
en una esfera de fuego.
‑¡Huyamos! ‑exclamó Kennedy~. ¡A tierra! ¡Es nuestra
única posibilidad de salvación!
Pero Fergusson lo detuvo con mano firme y,
precipitándose hacia la cuerda del ancla, la cortó de un hachazo. Las
llamas, prolongándose hacia el globo, lamían ya sus iluminadas paredes; pero el
Victona, libre de sus ataduras, se elevó más de mil
pies.
Espantosos gritos resonaron en el bosque,
acompañados de violentas detonaciones de armas de fuego. El globo, atrapado
por una corriente que se levantaba con el día, puso rumbo al
oeste.
Eran las cuatro de la mañana.
Los
talibas. ‑ La persecución. ‑ Un país devastado. ‑
Viento
moderado. ‑ El Victoria baja. ‑ Las últimas provisiones. ‑ Los
saltos del Victoria. ‑ Defensa a tiros.
El viento refresca.
‑ El río Senegal. ‑ Las cataratas de Gouina. ‑ El aire caliente. ‑ Travesía del
río
‑Si ayer por la noche no hubiésemos tomado la
precaución de aligerar peso ‑dijo el doctor‑, a estas horas estaríamos
irremisiblemente perdidos.
‑Por eso es bueno hacer las cosas a tiempo ‑repuso
Joe‑. Gracias a eso nos hemos salvado, y es muy natural.
‑No estamos fuera de peligro ‑replicó
Fergusson.
‑¿Qué temes? ‑preguntó Dick‑. El Victoria no puede descender sin tu
permiso, y aun cuando descendiera...
‑¡Como descendiese ... ! ¡Mira,
Dick!
Los viajeros acababan de trasponer el lindero del
bosque, y vieron a unos treinta jinetes vestidos con pantalón ancho y albornoz
ondeante. Unos armados con lanzas y otros con espingardas, seguían al trote, a
lomos de sus caballos vivos y ardientes, la dirección del Victoria, que avanzaba a una velocidad
moderada.
Al ver a los
viajeros prorrumpieron en gritos salvajes, blandiendo sus armas. La cólera
y la amenaza se leían en sus semblantes morenos, cuya ferocidad acentuaba
una barba escasa pero erizada. Atravesaban con facilidad las mesetas bajas y las
suaves colinas que descienden al Senegal.
‑¡Son ellos! ‑dijo el doctor‑. ¡Los crueles talibas,
los feroces morabitos de Al‑Hadjí! Preferiría hallarme en el bosque rodeado de
fieras, que caer en manos de tan inmundos bandidos.
-Su aspecto no es tranquilizador ‑dijo Kennedy~. ¡Y
se les ve muy fornidos!
‑Afortunadamente ‑dijo Joe‑, son bestias de una
especie que no vuela; al menos es un consuelo.
‑¡Mirad esas aldeas en ruinas y esas chozas
reducidas a cenizas! ‑dijo Fergusson‑. Es obra de ellos; la aridez y
la devastación marcan las huellas de su paso.
‑Pero no pueden alcanzarnos ‑replicó Kennedy‑. Si
logramos poner el río entre ellos y nosotros, estaremos completamente
seguros.
‑Dices bien, Dick; pero para eso es preciso no caer
‑respondió el doctor, mirando el barómetro.
‑Por si acaso, Joe ‑repuso Kennedy‑, no estaría de
mas preparar las armas.
‑Eso no puede perjudicarnos, señor Dick; ha sido una
suerte no haberlas sembrado por el camino.
‑¡Mi carabina! ‑‑exclamó el cazador‑. Espero no
separarme nunca de ella.
Y Kennedy la cargó con el mayor cuidado. Le
quedaba aún pólvora y balas suficientes.
‑¿A qué altura nos mantenemos? -preguntó el
cazador.
‑A unos setecientos cincuenta pies. Pero ya no
tenemos la posibilidad de buscar corrientes favorables subiendo o bajando;
nos hallamos a merced del globo.
‑Lo cual es un grave inconveniente ‑repuso
Kennedy‑. El viento es bastante flojo; si hubiéramos encontrado un
huracán como el de otros días, ya habriamos perdido de vista a esos infames
bandidos.
‑Esos malditos ‑dijo Joe‑ nos siguen sin ninguna
dificultad, al trote. ¡Un auténtico paseo!
‑Si los tuviésemos a tiro ‑dijo el cazador‑, me
divertiría derribándolos a todos uno tras otro.
‑¡Buena la haríamos! ‑respondió Fergusson‑. Si los
tuviesemos a tiro, ellos también nos tendrían a tiro a nosotros, y nuestro
Victoria ofrecería un blanco fácil a
las balas de sus largas espingardas. Hazte cargo de lo que sería de nosotros si
agujereasen el globo.
La persecución de los talibas continuó toda la
mañana. Hacia las once, los viajeros apenas habían recorrido quince millas
hacia el oeste.
El doctor examinaba en el horizonte hasta las más
pequeñas nubecillas. Temía una variación atmosférica. Si el viento
arrastraba el globo hacia el Níger, ¿qué sería de ellos? Notaba, además, que el
globo tendía a bajar sensiblemente. Desde su partida había perdido ya más
de trescientos pies, y el Senegal debía de estar aún a unas doce millas; a
la velocidad actual todavía les faltaban tres horas de
viaje.
En aquel momento, nuevos gritos llamaron su
atención. Los talibas se agitaban, precipitando el galope de sus
caballos.
El doctor consultó el barómetro y comprendió la causa
de aquella algarabía.
‑Bajamos ‑dijo Kennedy.
‑Sí ‑respondió Fergusson.
« ¡Malo! », pensó Joe.
Pasado un cuarto de hora, la barquilla se hallaba a
menos de ciento cincuenta pies del suelo, pero el viento era más
fuerte.
Los talibas, sin detenerse, hicieron una
descarga.
‑¡Estáis demasiado lejos, imbéciles! ‑exclamó Joe‑.
Bueno será tenerlos a raya.
Y, apuntando a uno de los jinetes que iban delante,
hizo fuego. El taliba dio una voltereta; sus compañeros se detuvieron y el
Victoria les sacó ventaja.
‑Son prudentes ‑dijo Kennedy.
‑Porque creen estar seguros de cogernos ‑respondió el
doctor‑. Y nos cogerán si seguimos bajando. Es absolutamente indispensable
que nos elevemos.
‑¿Qué vamos a echar? ‑preguntó
Joe.
‑Todo el pemmican que queda. Serán treinta libras
menos de peso.
‑¡Pues allá va! ‑dijo Joe, obedeciendo las órdenes de
su señor.
La barquilla, que casi llegaba al suelo, subió entre
el griterío de los talibas; pero, media hora después, el Victoria
volvía a bajar rápidamente.
El gas se escapaba por los poros de sus
paredes.
La barquilla rozó el suelo y los negros de Al‑Hadjí
se precipitaron hacia ella; pero, como sucede en semejantes circunstancias,
apenas el globo tocó el suelo, dio un salto y fue a caer una milla más
adelante.
‑¡No escaparemos! ‑dijo Kennedy con
rabia.
‑Joe, echa nuestra reserva de aguardiente ‑ordenó el
doctor‑, nuestros instrumentos, todo lo que pese, por poco que sea, y también el
ancla.
Joe arrancó los barómetros y los termómetros; pero
todo eso suponia muy poco, y el globo, que subió momentáneamente, no tardó en
volver a tocar el suelo Los talibas corrían tras ellos y no estaban ya más que a
doscientos pasos.
‑¡Echa las dos escopetas! ‑exclamó el
doctor.
‑No será sin haberlas descargado ‑respondió el
cazador.
Y cuatro disparos sucesivos hicieron morder el
suelo a cuatro talibas, que cayeron entre los frenéticos gritos de la
horda.
El Victoria se levantó de nuevo, dando saltos
enormes, como una inmensa pelota que bota en el
suelo.
¡Extraño espectáculo el que ofrecían aquellos
desdichados intentando huir a pasos de gigante, y que, a semejanza de
Anteo, parecia que recobraban fuerzas al llegar a tierra! Pero aquella
situación no podía prolongarse incesantemente. Era casi mediodía. El
Victoria se agotaba, se vaciaba, se alargaba; su envoltura se
tornaba fofa y ondulante; los pliegues del tafetán rechinaban al rozar unos con
otros.
‑¡El Cielo nos abandona! ‑dijo Kennedy‑. ¡Vamos a
caer!
Joe no respondió, no hacía más que mirar a su
señor.
‑¡No! ‑dijo éste‑. Aún podemos desprendernos de más
de ciento cincuenta libras.
‑¿Dónde están? ‑preguntó Kennedy, pensando que el
doctor se había vuelto loco.
‑¡La barquilla! ‑respondió éste‑. Colguémonos de la
red. Las mallas nos sostendrán y llegaremos al río. ¡Pronto!
¡Pronto!
Y aquellos hombres audaces no vacilaron en
intentar semejante medio de salvación. Se colgaron de las mallas de la
red, tal como había indicado el doctor, y Joe, sosteniéndose con una mano, cortó
con la otra las cuerdas de la barquilla, la cual cayó en el momento preciso
en que el aeróstato iba a desplomarse definitivamente.
‑¡Hurra! ¡Hurra! ‑exclamó, mientras el globo, sin
lastre alguno, ascendía a trescientos pies de altura.
Los talibas espoleaban a sus caballos, que barrían el
suelo con los cascos; pero el Victoria, encontrando un viento más activo,
les tomó la delantera y avanzó rápidamente hacia una colina que cerraba el
horizonte al oeste. Fue una circunstancia favorable para los viajeros,
porque pudieron pasar al otro lado de la colina, mientras que la horda de
Al‑Hadjí se vio obligada a dar un rodeo por el norte para salvar el
obstáculo.
Los tres compañeros se sostenían agarrados de la red,
que habían podido atar por debajo, de suerte que formaba una especie de bolsa
flotante.
De repente, después de haber pasado la colina, el
doctor exclamó:
‑¡El río! ¡El río! ¡El Senegal!
En efecto, a una distancia de dos millas fluía una
extensa corriente de agua. La orilla opuesta, baja y fértil, ofrecía una
retirada segura y un lugar favorable para el descenso.
‑Un cuarto de hora más ‑dijo Fergusson‑, y a
salvo.
Pero, desgraciadamente, el globo vacío caía poco a
poco sobre un terreno casi enteramente desprovisto de vegetación, compuesto de
largas pendientes y llanuras pedregosas, donde no se velan mas que algunos
matorrales y una hierba espesa que el ardor del sol había
secado.
El Victoria tocó varias veces el suelo y
volvió a elevarse; pero sus saltos disminuían en extensión y altura, y en
el último se quedó enganchado por la parte superior de la red a las altas ramas
de un baobab aislado, único árbol en medio de aquel terreno
desierto.
‑¡Todo ha concluido! ‑exclamó el
cazador.
‑Y a cien pasos del río ‑dijo
Joe.
Los tres desdichados saltaron a tierra y el doctor
condujo a sus dos compañeros hacia el Senegal.
En aquel lugar, el río producía un barboteo
continuado; al llegar a la orilla Fergusson reconoció las cataratas de
Goulna. No había ni una barca, ni un ser animado a la vista. El Senegal, que
tenía allí dos mil pies de ancho, se precipitaba con atronador ruido desde una
altura de ciento cincuenta de este a oeste, y la línea de peñascos que se
oponía a su curso se extendía de norte a sur. En medio de la cascada había rocas
de extrañas formas, como inmensos animales antediluvianos petrificados
entre las aguas.
La imposibilidad de atravesar aquel abismo era
evidente. Kennedy no pudo reprimir un gesto de
desesperación.
Pero el doctor Fergusson, en un tono de enérgica
audacia, exclamó:
‑¡Todavía nos queda un medio!
‑Ya lo sabía yo ‑dijo Joe, con esa confianza en su
señor que no le abandonaba jamás.
La hierba seca le había inspirado al doctor una idea
atrevida. Era el único recurso. Volvió rápidamente con sus compañeros al punto
donde se había quedado la envoltura del aeróstato.
‑Les llevamos al menos una hora de delantera a los
bandidos ‑dijo‑. No perdamos tiempo, compañeros; recoged hierba seca, mucha
hierba seca; necesito por lo menos cien libras.
‑¿Para qué? ‑preguntó Kennedy.
‑Como no tenemos gas, cruzaremos el río
utilizando aire caliente.
‑¡Ah, mi querido Samuel! ‑exclamó Kennedy‑. ¡Eres
verdaderamente un gran hombre!
Joe y Kennedy pusieron manos a la obra y en un
momento reunieron una enorme pila de hierba junto al
baobab.
Entretanto, el doctor había agrandado el orificio del
aeróstato cortando su parte inferior, tras haber hecho salir por la válvula el
poco hidrógeno que aún pudiera contener; despues amontono cierta cantidad de
hierba seca bajo la envoltura y le prendió fuego.
No hace falta mucho tiempo para hinchar un globo con
aire caliente. Una temperatura de 1800[L32] , es suficiente para disminuir a la mitad,
enrareciéndolo, el peso del aire que contiene, de manera que el Victoria
empezó a recobrar sensiblemente su forma redondeada. La hierba abundaba; el
doctor activaba el fuego y el volumen del aeróstato aumentaba
visiblemente.
Era entonces la una menos
cuarto.
En aquel momento unas dos millas al norte,
apareció la partida de talibas. Oíanse sus gritos y el ruido de los cascos
de los caballos corriendo a todo galope.
‑Dentro de veinte minutos estarán aquí ‑dijo
Kennedy.
‑¡Hierba! ¡Hierba, Joe! ¡Dentro de diez minutos
estaremos en el aire!
~Aquí tiene, señor.
El Victoria estaba hinchado en sus dos
terceras partes.
‑Amigos míos, agarrémonos a la red, como hemos hecho
antes.
‑Ya está ‑respondió el cazador.
Diez minutos después, unas sacudidas indicaron la
tendencia del globo a elevarse. Los talibas se acercaban; estaban apenas a
quinientos pasos.
‑Agarraos bien ‑exclamó
Fergusson.
‑¡No tema, señor, no!
Y el doctor, con el pie añadió más hierba a la
hoguera.
El globo, totalmente dilatado por el aumento de
temperatura, se elevó rozando las ramas del baobab.
‑¡En marcha! ‑exclamó Joe.
Una descarga de mosquetes le respondió, y una de las
balas le hizo un rasguño en un hombro; pero Kennedy, inclinándose, descargó
su carabina y derribó a otro enemigo.
Gritos de rabia imposibles de reproducir
acompañaron la ascensión del globo, que subió cerca de ochocientos
pies. Se apoderó de él un viento fuerte que le hizo oscilar de manera
alarmante, mientras el intrépido doctor y sus dignos compañeros contemplaban
bajo sus pies el abismo de las cataratas.
Diez minutos después, sin haber hablado una
palabra, los intrépidos viajeros descendian poco a poco al tiempo que se
acercaban a la otra orilla.
Allí, sorprendido, maravillado, atónito, había un
grupo de unos diez hombres con uniforme francés. júzguese cuál sería su
asombro al ver elevarse aquel globo en la margen derecha del río. Casi creyeron
en un fenómeno celeste. Pero sus jefes, que eran un teniente de Marina
y un alférez de navío, conocían por los periódicos de Europa la audaz tentativa
del doctor Fergusson y al momento comprendieron el suceso.
El globo, deshinchándose poco a poco, descendía con
los atrevidos aeronautas colgados de su red; pero era muy dudoso que pudiese
llegar a tierra, por lo que los franceses se echaron al río y recibieron en sus
brazos a los tres ingleses en el momento de bajar el Victoria a algunas toesas de la orilla izquierda
del Senegal.
‑¡El doctor Fergusson! ‑dijo el
teniente.
‑El mismo ‑respondió tranquilamente el doctor‑, y sus
dos amigos.
Los franceses
llevaron a los viajeros a la orilla del río, mientras que el globo, medio
deshinchado y arrastrado por una corriente rápida, fue a sepultarse como
una inmensa burbuja, con las aguas del Senegal, en las cataratas de
Gouina.
‑¡Pobre Victoria! ‑exclamó
Joe.
El doctor no pudo reprimir una lágrima; abrió los
brazos, y sus dos amigos se precipitaron hacia él profundamente
conmovidos.
Conclusión. ‑ El
acta. ‑ Los establecimientos franceses.
‑ El puesto
de Medina. ‑ El Basilic. ‑ San
Luis. ‑ La
fragata
inglesa. ‑ Regreso a Londres
La expedición que se encontraba a orillas del río
había sido enviada por el gobernador de Senegal y se componía de dos
oficiales, los señores Dufraisse, teniente de Infantería de Marina, y Rodamel,
alférez de navío, un sargento y siete soldados. Hacía dos días que estaban
buscando la situación más favorable para el establecimiento de un puesto en
Gouina, cuando fueron testigos de la llegada del doctor
Fergusson.
Huelga decir que los tres viajeros recibieron muchos
abrazos y muchas felicitaciones. Habiendo los franceses podido comprobar por sí
mismos la realización del audaz proyecto de Samuel Fergusson, se convertían
en los testigos naturales de éste.
Así es que el doctor les pidió, en primer lugar, que
constataran de manera oficial su llegada a las cataratas de
Gouina.
‑¿Tendrá la bondad de levantar acta y firmarla? ‑le
preguntó al teniente Dufraisse.
‑Estoy a su disposicion ‑respondió
éste.
Los ingleses fueron conducidos a un puesto
provisional establecido a orillas del río, y allí se les prodigaron
las mayores atenciones y se les proveyó abundantemente de cuanto pudiera
hacerles falta. Allí se redactó también, en los siguientes términos, el acta que
se encuentra actualmente en los archivos de la Sociedad Geográfica de
Londres.
«Los abajo firmantes declaramos que en el día de la
fecha hemos visto llegar, colgados de la red de un globo, al doctor Fergusson y
a sus dos compañeros, Richard Kennedy y Joseph Wilson[L33] habiendo caído dicho globo a unos pasos de nosotros
en el lecho mismo del río, siendo arrastrado por la corriente y abismándose
en las cataratas de Gouina. En testimonio de lo cual firmamos la presente
en unión de dichos viajeros para que conste donde sea pertinente. Firmado en las
cataratas de Gouina, el 24 de mayo de 1862.
»SAMUEL FERGUSSON, RICHARD KENNEDY, JOSEPH WILSON;
DUFRAISSE, teniente de Infantería de Marina; RODAMEL, alférez de navío; DUFAYS,
sargento; FLIPPEAU, MAYOR, PÉLISSIER, LOROIS, RASCAGNET, GUILLON y LEBEL,
soldados.»
Aquí concluye la asombrosa travesía del doctor
Fergusson y de sus valerosos compañeros, constatada por irrecusables
testigos. Se hallaban ya entre amigos y rodeados de tribus más
hospitalarias que mantienen relaciones con los establecimientos
franceses.
Habían llegado al Senegal el sábado 24 de mayo, y el
27 del mismo mes estaban en el puesto de Medina, situado a orillas del río,
un poco más al norte.
Los oficiales franceses les recibieron con los brazos
abiertos y les agasajaron todo lo posible. El doctor y sus compañeros tuvieron
ocasión de embarcar casi inmediatamente en el pequeño barco de vapor Basilic, que descendía por el
Senegal hasta su desembocadura.
Catorce días después, el 10 de junio, llegaron a Sant
Luis, donde el gobernador les ofreció una magnífica acogida. Ya estaban
repuestos completamente de sus tribulaciones y fatigas. Joe decía a todo
aquel que quisiera escucharle:
‑Nuestro viaje, después de todo, ha sido muy tonto, y
no aconsejo que lo emprenda quien desee experimentar emociones fuertes.
Acaba por resultar tedioso; de no ser por las aventuras del lago Chad y del
Senegal, nos habríamos muerto de aburrimiento.
Había una fragata inglesa próxima a zarpar, y los
tres viajeros embarcaron en ella; el día 25 de junio llegaron a Portsmouth,
y el siguiente a Londres.
No describiremos el entusiasmo con que les acogió la
Sociedad Geográfica ni los obsequios de que fueron objeto. Kennedy partió
inmediatamente para Edimburgo con su famosa carabina, deseoso de
tranquilizar cuanto antes a su vieja ama de llaves.
El doctor Fergusson y su fiel Joe siguieron siendo
los mismos hombres que hemos conocido, sin que se hubiera verificado en ellos
más que una variación importante.
Se habían convertido en íntimos
amigos.
Todos los periódicos de Europa colmaron de
elogios a los audaces exploradores, y el Daily Telegraph lanzó una tirada de
novecientos setenta y siete mil ejemplares el día en que publicó un
extracto del viaje.
En sesión pública celebrada en la Real Sociedad
Geográfica, el doctor dio cuenta de su expedición aeronáutica, y obtuvo para él
y sus compañeros la medalla de oro destinada a recompensar la más notable
exploración del año 1862.
El principal resultado del doctor Fergusson ha sido
constatar de la manera más precisa los hechos y los datos geográficos reunidos
por Barth, Burton, Speke y otros viajeros. Gracias a las expediciones actuales
de Speke y Grant, De Heuglin y Munzinger, que se dirigen a las fuentes del Nilo
o al centro de Africa, podremos dentro de poco comprobar los propios
descubrimientos del doctor Fergusson en la inmensa comarca comprendida entre los
grados 14 y 33 de longitud.
[L1]Casa de la Moneda de Londres.
[L2]Boletines de la Real Sociedad Geográfica de Londres.
[L3]Auld Reekie, sobrenombre de Edimburgo.
[L4]Alrededor de cinco pies y ocho pulgadas.
[L5]Manicomio londinense.
[L6]Se trata del meridiano inglés, que pasa por el observatorio de Greenwich.
[L7]Después de la partida del doctor Fergusson se ha sabido que el señor Heuglin, a consecuencia de ciertas discusiones, ha tomajo un camino distinto del que tenía trazado su expedición, cuyo mandato se ha confiado al señor Munziger.
[L8]Barrio meridional de Londres.
[L9]Estas dimensiones no tienen nada de extraordinario. En 1784, Montgolfier construyó en Lyon un aeróstato cuya capacidad era de 340.000 pies cúbicos, o 20.000 metros cúbicos, y podía elevar un peso de 20 toneladas, es decir, 20.000 kilos.
[L10]10 0C. Los gases aumentan 1/267 de su volumen por grado centígrado.
[L11]100 0C.
[L12]Nombre que los negros dan al granizo.
[L13]U significa «comarca» en la lengua del país.
[L14]10 0C.
[L15]Montaña elevada de la Martinica.
[L16]14 0C.
[L17]Jefe de la caravana.
[L18]Nyanza significa «lago».
[L19]Un sabio bizantino veía en Neilos un nombre aritmético: N representaba 50; E, 5; I, 10; L, 30; O, 70; y S, 200, cuya suma da el número de los días del año.
[L20]Según la tradición, tiembla desde el momento en que la pisa un musulmán.
[L21]500 centígrados.
[L22]70 0C.
[L23]45 0C.
[L24]60 0C
[L25]69 0C.
[L26]M. Méry.
[L27]Célebre armero inglés, a cuyas armas dio nombre.
[L28]100 0C.
[L29]Desde la partida del doctor, cartas escritas desde El’Obeid por Munzinger, el nuevo jefe de la expedición, no dejan, desgraciadamente, duda alguna sobre la muerte de Vogel.
[L30]El cero del meridiano de París.
[L31]El doctor Fergusson, en su calidad de inglés, tal vez exagera. Debemos, sin embargo, reconocer que René Caillié no goza en Francia, entre los viajeros, de una fama digna de su dedicación y valor.
[L32]100 0C.
[L33]Dick es el diminutivo de Richard, y Joe, el de Joseph.