LUIS ALBERTO ROMERO

 

 

 

BREVE HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE LA ARGENTINA

 

 

 

Cap. V

La economía entre la modernización

y la crisis

 

El programa que en 1958 sintetizó de manera convincente Arturo Frondizi expresaba una sensibilidad colectiva y un conjunto de convicciones e ilusiones compartidas acerca de la modernización económica. En parte ésta debía surgir de la promoción planificada por el Estado, y de una renovación técnica y científica hacia la cual de 1955 en adelante se volcaron muchos esfuerzos. Así surgieron el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), de incidencia importantísima en su campo, y el menos influyente Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI). La investigación básica y la tecnológica fueron promovidas desde el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, creado en 1957, o desde la Comisión Nacional de Energía Atómica, que frecuentemente actuaron asociados con las universidades. El Consejo Federal de Inversiones debía regular las desigualdades regionales mientras que el Consejo Nacional de Desarrollo, creado en 1963, asumiría la planificación global y la elaboración de planes nacionales de desarrollo. En suma, un conjunto de instituciones debían poner en movimiento, planificadamente, la palanca de la inversión pública, la ciencia y la técnica.

Pero la mayor fe estaba puesta en los capitales extranjeros. Éstos llegaron en cantidades relativamente considerables entre 1959 y 1961; luego se retrajeron, hasta que en 1967 se produjo un segundo impulso, aunque en él pesaron mucho las inversiones de corto plazo. Pero su influencia excedió largamente la de las inversiones directas. Los inversores tuvieron una gran capacidad para aprovechar los mecanismos internos de capitalización, ya sea de créditos del Estado o simplemente del ahorro particular, que juzgaba conveniente canalizarse a través de las empresas extranjeras. También se instalaron por la vía de la compra o la asociación con empresas nacionales existentes o su compra, o simplemente por la concesión de patentes o marcas. Su influencia se notó en la transformación de los servicios o en las formas de comercialización —los supermercados fueron al principio lo más característico— y en general en una modificación de los hábitos de consumo, estimulada por lo que podía llegar a verse y apetecerse a través de la televisión. La presencia creciente del idioma inglés atestigua el grado de adaptación a los estilos mundiales que alcanzó la vida económica.

 

En estos primeros años su efecto fue traumático. En la industria, las nuevas ramas —petróleo, acero, celulosa, petroquímica, automotores— crecieron aceleradamente, por efectos de la promoción y aprovechando la existencia de un mercado insatisfecho, mientras que las que habían liderado el crecimiento en la etapa anterior —textil, calzado, y aun electrodomésticos— se estancaron o retrocedieron, en parte porque su mercado se había saturado o incluso retrocedía, y en parte también porque debían competir con nuevos productos, como fue el caso del hilado sintético, que lo hizo con el algodón en el sector de los textiles. Por otro lado, aumentó la concentración, sobre todo en la industria, modificando la estructura relativamente dispersa heredada de la etapa peronista. En las ramas nuevas, donde pesaron los capitales extranjeros, esto se debió a la magnitud de las inversiones iniciales requeridas así como a las condiciones mismas de la promoción estatal, que con excepción de los automotores garantizaban esa concentración. En las actividades antiguas, tradicionalmente dispersas, y en un contexto de contracción, algunas empresas con mayor capacidad de adaptación lograron, gracias a un crédito o a una asociación ventajosa, crecer a expensas de otras.

 

En suma, se creó una brecha entre un sector moderno y eficiente de la economía, en progresiva expansión, ligado a la inversión o al consumo de los sectores de mayor capacidad, y otro tradicional, más bien vinculado al consumo masivo, que se estancaba. La brecha tenía que ver con la presencia de empresas extranjeras, o su asociación con ellas, de modo que para muchos empresarios locales la experiencia fue fuertemente negativa. Lo fue, sobre todo, para muchos de los trabajadores. El empleo industrial tendió a estancarse, sin que el aumento en las nuevas empresas compensara la pérdida en las tradicionales, y se deterioraron los ingresos de los asalariados por razones tanto económicas como políticas: un mayor desahogo empresarial en el mercado de trabajo, debido a los frutos de la racionalización y la contracción, se sumaba a un recorte en la capacidad de negociación de las organizaciones sindicales, sobre todo en el ámbito específico de la empresa y la planta. Así, la participación relativa de capital y trabajo en el producto bruto interno varió sensiblemente, revelando la consistencia de la fase acumulativa que se había puesto en marcha: la porción de los asalariados cayó aproximadamente del 49% del PBI en 1954 —pico máximo de la etapa peronista— a un 40% hacia 1962.

 

El efecto traumático debía compensarse con otro renovador más fuerte y persistente, que sin embargo se relativizó bastante. Aun en el caso de las actividades modernas, los inversores nuevos debían moverse en un contexto de características singulares y arraigadas: el tipo de fábricas heredado de la etapa peronista se caracterizaba por su escala pequeña, alta integración vertical, elevados costos y escasa preocupación por la competitividad. Eran más bien grandes talleres que verdaderas fábricas modernas. Las empresas nuevas —particularmente las de automotores— tuvieron que adecuar su tecnología y sus formas de organización a estas realidades, de las que no podían desentenderse, de modo que —como estudió Jorge Katz— su eficiencia fue mucho menor que en los países de origen. Muchas empresas vinieron a aprovechar la crema de un mercado protegido y largamente insatisfecho, antes que a realizar una instalación de riesgo con perspectivas de largo plazo. Tal lo que ocurrió con las 21 terminales de automotores existentes en 1965. Pero aun las que tenían planes de largo alcance no estuvieron dispuestas a sacrificar la protección concedida, que les garantizaba el dominio del mercado local pero las condenaba a limitarse a él.

 

En esos años la sociedad argentina, dominada por la problemática del desarrollo, la dependencia y el imperialismo, discutió mucho más la magnitud y destino de las ganancias de estas empresas que su aporte —ciertamente relativo— a la modernización y competitividad de la economía y particularmente del sector industrial. Lo cierto es que los capitales extranjeros contribuyeron a mantener algunos de los mecanismos básicos, tal como se habían conformado en los años treinta y reforzado en la guerra y la posguerra. Su horizonte siguió siendo el mercado interno, y al igual que sus antecesoras nacionales, no fue prioritario alcanzar acá una eficiencia que les permitiera competir en mercados externos, a los que abastecían desde otras filiales, salvo con estímulos específicos. Atraídos con regímenes de promoción, pugnaron por mantener las situaciones de privilegio y hasta extenderlas, y así —junto con las empresas nacionales que pudieron seguirlos en esa línea— contribuyeron a fortalecer la injerencia de un Estado que debía garantizar las ventajas especiales.

 

Pese a que el gobierno había desarrollado una serie de organismos de planificación, sus políticas de promoción no tuvieron en cuenta cuestiones claves, como cuándo dejar de promover, para estimular la competitividad, o la forma de compatibilizar las necesidades fiscales con la promoción, que generalmente consistía en la exención de impuestos. Sobre todo, fue una política errática: hubo bruscas oscilaciones, determinadas en parte por la capacidad de presión de cada uno de los interesados —como cuando el ministro Pinedo dispuso en 1962 una devaluación del 80%— y en parte por razones políticas generales —como cuando el gobierno de Illia anuló los contratos petroleros—, que reforzó en las empresas la actitud contraria de consolidar los privilegios obtenidos.

 

En los diez años que siguieron al fin del peronismo, la economía no sólo se transformó sustancialmente sino que, en conjunto, creció, aunque probablemente menos de lo que se esperaba. En el sector industrial, esto fue el resultado de un promedio entre el crecimiento de los sectores nuevos —muchos de los cuales tenían un ciclo de maduración largo— y la retracción de los tradicionales. En el sector agrícola empezaron a sentirse algunos efectos de los incentivos cambiarios ocasionales, de las mejoras tecnológicas impulsadas por el INTA o por grupos de empresarios innovadores, o de la mayor difusión de los tractores, producidos por plantas industriales recientemente instaladas. Sin ser espectaculares, los resultados permitieron que la producción alcanzara en promedio los niveles de 1940, antes del comienzo de la gran contracción. Hubo también algunas mejoras relativas en el comercio exterior. Todo ello fue la base de una etapa de crecimiento general sostenido pero moderado, sustentado principalmente en el mercado interno, iniciada en los años del gobierno de Illia, que se prolongaría hasta mediados de la década siguiente. Perceptible a la distancia, esta bonanza relativa permaneció oculta a los contemporáneos, cuya perspectiva estuvo dominada por los ciclos de expansión y contracción, y las violentas crisis que los separaban.

 

Las crisis estallaron con regularidad cada tres años —1952, 1956, 1959, 1962, 1966— y fueron puntualmente seguidas por políticas llamadas de estabilización. Desde un punto de vista estrictamente económico, expresaban las limitaciones que desde 1950 experimentaba el país para un crecimiento sostenido. La expansión del sector industrial y del comercial y de servicios ligados al mercado interno dependía en último término de las divisas con las que pagar los insumos necesarios para mantenerlo en movimiento. Éstas eran provistas por un sector agropecuario con escasas posibilidades de expandirse, que afrontaba difíciles condiciones en los mercados mundiales y que era habitualmente usado, a través de las políticas cambiarias y de precios relativos, para solventar al sector interno. De ese modo, todo crecimiento de éste significaba un aumento de las importaciones y concluía en un déficit serio de la balanza de pagos. El endeudamiento externo, creciente en la época, y la necesidad de cumplir con los servicios, agregaba un elemento adicional a la crisis y un motivo de interés para los acreedores y sus agentes. Los planes de estabilización, que recogían la normativa estándar del Fondo Monetario Internacional —a quien se recurría en la emergencia—, consistían en primer lugar en una fuerte devaluación, y luego en políticas recesivas —suspensión de créditos, paralización de obras públicas—, que reducían el empleo industrial y los salarios, y con ellos las importaciones, hasta recuperar el equilibrio perdido, creando las condiciones para un nuevo crecimiento.

 

Cada uno de estos ciclos de avance, detención y nuevo avance —capaces de justificar el difundido pesimismo acerca del futuro de la economía— se inscribía en el contexto de la puja por el ingreso entre los distintos sectores, que a su vez formaba parte de la puja política más general, pues al empate político correspondía un empate económico. En una negociación entre varias partes, los beneficiados y perjudicados cambiaban en forma permanente, así como las alianzas y los enfrentamientos. En las fases ascendentes, los intereses de empresarios y trabajadores industriales podían coincidir, a costa de los sectores exportadores: esta coincidencia, que fue una de las bases de la alianza peronista, explica el margen de negociación logrado por los sindicatos luego de 1955. Otras veces —y en estos años fue más frecuente— los empresarios aprovecharon la coyuntura para capitalizarse intensamente. Con la crisis y la devaluación había en primer lugar una traslación de ingresos del sector urbano al rural, pero también de los trabajadores a los empresarios, pues los salarios reales retrocedían ante la fuerte inflación. También solían perder las empresas chicas a manos de las grandes, y en esas coyunturas la concentración de la propiedad avanzó a saltos.

 

En suma, la crisis potenció la puja por el ingreso entre aquellos sectores con capacidad corporativa para negociar y creó la posibilidad de aprovechar una coyuntura, un cambio de las reglas del juego, producidas desde el poder, y quedarse con la parte del otro. Se trataba de un juego en el que no había reglas racionales y previsibles, ni un sector capaz de imponérselas al otro. Si bien la acción del Estado era decisiva, no se trazaban desde allí políticas autónomas sino que estaba a disposición de quien pudiera capturarlo un instante, y utilizarlo para sacar el mayor provecho posible. Hubo entre los sectores propietarios quienes advirtieron las posibilidades que ofrecía un funcionamiento tan anormal para los parámetros del capitalismo y descubrieron las ventajas de la indisciplina. Hubo otros, en cambio, cuyas mejores posibilidades estaban en el establecimiento del orden y la racionalidad y empezaron a reclamar la presencia, en el poder político, de quien pudiera cumplir esa tarea.

VI. DEPENDENCIA O

 LIBERACIÓN,

1966-1976

 

El ensayo autoritario

 

Un amplio consenso acompañó al golpe del 28 de junio de 1966: los grandes sectores empresarios y también los medianos y pequeños, la mayoría de los partidos políticos —con excepción de los radicales, socialistas y comunistas— y hasta muchos grupos de extrema izquierda, satisfechos del fin de la democracia “burguesa”. Perón abrió una carta de crédito, aunque recomendó “desensillar hasta que aclare”, los políticos peronistas fueron algo más explícitos y los sindicalistas se mostraron francamente esperanzados y concurrieron a la asunción del nuevo presidente, especulando con la persistencia del tradicional espacio para la negociación y la presión, y quizá con las posibles coincidencias con un militar que —como aquel otro— ponía el acento en el orden, la unidad, un cierto paternalismo y un definido anticomunismo.

 

Este crédito amplio y variado tenía que ver con la indefinición inicial entre las diversas tendencias que coexistían en el gobierno. El estado mayor de las grandes empresas —el establishment económico— tenía interlocutores directos en muchos jefes militares. Otros —sobre todo los que rodeaban al general Onganía— se nutrían en cambio de una concepción mucho más tradicional, derivada en parte del viejo nacionalismo pero sobre todo de las doctrinas corporativistas u organicistas que se estaban abriendo paso entre la nueva derecha. Las contradicciones profundas entre corporativistas y liberales (que ni creían en las libertades individuales ni en el liberalismo económico ortodoxo) se disimulaban en una red de contactos sociales e ideas mezcladas, tejidas en la Escuela de Economía de la Universidad Católica, el Instituto de Ciencias Políticas de la Universidad del Salvador o en los cursillos de cristiandad que la Iglesia —lanzada a la conquista de los grupos dirigentes y hábil para disimular las diferencias— organizaba para militares, jóvenes empresarios o “tecnócratas de sacristía”.

 

Así, de momento privaron las coincidencias. Era necesario reorganizar el Estado, hacerlo fuerte, con autoridad y recursos, y controlable desde su cima. Para unos, era la condición de un reordenamiento económico que usara las tradicionales herramientas keynesianas para romper los bloqueos del crecimiento. Para otros, era la condición de un reordenamiento de la sociedad, de sus maneras de organización y representación, que liquidara las formas políticas del liberalismo, juzgadas nefastas, y creara las bases para otras, naturales, orgánicas y jerárquicas.

 

La primera fase del nuevo gobierno se caracterizó por un “shock autoritario”. Se proclamó el comienzo de una etapa revolucionaria, y a la Constitución se le adosó un Estatuto de la Revolución Argentina, por el cual juró el general Juan Carlos Onganía, presidente designado por la Junta de Comandantes, que se mantuvo en el poder hasta junio de 1970. Se disolvió el Parlamento —el presidente concentró en sus manos los dos poderes— y también los partidos políticos, cuyos bienes fueron confiscados y vendidos, para confirmar lo irreversible de la clausura de la vida política. Los militares mismos fueron cuidadosamente apartados de las decisiones políticas, aunque en cuestiones de seguridad se institucionalizó la representación de las armas por la vía de sus Comandantes. Los ministerios fueron reducidos a cinco, y se creó una suerte de Estado Mayor de la Presidencia, integrado por los Consejos de Seguridad, Desarrollo Económico y Ciencia y Técnica, pues en la nueva concepción el planeamiento económico y la investigación científica se consideraban insumos de la seguridad nacional.

 

Unificadas las decisiones, se comenzó a encorcetar la sociedad. La represión del comunismo —uno de los temas que unía a todos los sectores golpistas— se extendió a todas aquellas expresiones del pensamiento crítico, de disidencia o hasta de diferencia. El blanco principal fue la Universidad, que era vista como el lugar típico de la infiltración, la cuna del comunismo, el lugar de propagación de todo tipo de doctrinas disolventes y el foco del desorden, pues se consideraba que las manifestaciones en reclamo de mayor presupuesto eran un caso de gimnasia subversiva. Las universidades fueron intervenidas y se acabó con su autonomía académica. El 29 de julio de 1966, en la “noche de los bastones largos”, la policía irrumpió en algunas facultades de la Universidad de Buenos Aires y apaleó a alumnos y profesores. A este impromptu, grave, simbólico y premonitorio, siguió un movimiento importante de renuncias de docentes. Muchos de ellos continuaron con sus trabajos en el exterior y otros procuraron trabajosamente reconstruir, subterráneamente, las redes intelectuales y académicas, por lo general en espacios recoletos, que alguien comparó con las catacumbas. Mientras tanto en las universidades reaparecieron los grupos tradicionalistas, clericales y autoritarios que habían predominado antes de 1955.

La censura se extendió a las manifestaciones más diversas de las nuevas costumbres, como las minifaldas o el pelo largo, expresión de los males que, según la Iglesia, eran la antesala del comunismo: el amor libre, la pornografía, el divorcio. Al igual que en el caso de la Universidad, venía a descubrirse que amplias capas de la sociedad coincidían con el diagnóstico de los militares o de la Iglesia acerca de los peligros de la modernización intelectual y con la necesidad de usar la autoridad para extirpar los males.

 

Los gestos de autoridad se repitieron en ámbitos elegidos arbitrariamente, donde más visible era la generosidad del Estado, o su debilidad frente a las presiones corporativas. Antes de que se hubiera definido una política económica, se procedió a reducir drásticamente el personal en la administración pública y en algunas empresas del Estado, como los ferrocarriles, y se realizó una sustancial modificación de las condiciones de trabajo en los puertos, para reducir los costos. Otra medida espectacular fue el cierre de la mayoría de los ingenios azucareros en la provincia de Tucumán, que venían siendo ampliamente subsidiados, con el propósito de racionalizar la producción. En todos los casos la protesta sindical, que fue intensa, resultó acallada con violencia, y si bien no se derogó la ley de Asociaciones Profesionales —se trataba del punto principal de la disputa entre corporativistas y liberales— se sancionó una de Arbitraje Obligatorio, que condicionaba la posibilidad de iniciar huelgas. Poco quedaba de las esperanzas de los sindicalistas, rudamente golpeados por la política autoritaria. En febrero de 1967 lanzaron un Plan de Acción, que recordaba el Plan de Lucha montado contra Illia. Pero en la ocasión tropezaron con una respuesta muy fuerte: despidos masivos, retiros de personería sindical, intervenciones a los sindicatos y el uso de todos los resortes que la ley le daba al Estado para controlar al gremialismo díscolo. El paro tuvo por otra parte escasa repercusión y la CGT debió reconocer su derrota total y suspender las medidas.

 

El gobierno había encontrado la fórmula política adecuada para operar la gran reestructuración de la sociedad y la economía. Con la clausura de la escena política y la corporativa había puesto fin a la puja sectorial, dejando descolocado al sindicalismo vandorista, protagonista principal de ambas escenas, y hasta al propio Perón, que se tomó unas vacaciones políticas. Acallado cualquier ámbito de expresión de las tensiones de la sociedad, y aun de las mismas opiniones, podía diseñar sus políticas con tranquilidad, sin urgencias —la revolución no tiene plazos, se decía— y con un instrumento estatal poderoso en sus manos.

 

Pero en los seis primeros meses, y más allá de aquellas acciones espectaculares, no se había adoptado un rumbo claro en materia económica pues el equipo designado —de orientación vagamente social cristiana— estaba lejos de conformar al establishment. El conflicto se resolvió en diciembre de 1966 en favor de los llamados liberales. El general más afín a ellos, Julio Alsogaray —hermano de Alvaro— fue designado comandante en jefe del Ejército, y Adalbert Krieger Vasena, ministro de Economía y Trabajo. Se trataba de un economista surgido del riñón mismo de los grandes grupos empresarios, con excelentes conexiones con los centros financieros internacionales y de capacidad técnica reconocida. Krieger ocupó el centro del gobierno —su influencia se extendía a los ministerios de Obras Públicas y de Relaciones Exteriores—, pero debió seguir enfrentándose con los grupos corporativistas, que se concentraron en el Ministerio de Interior —donde se manejaba la educación, tema clave para la Iglesia— y la Secretaría General de la Presidencia.

 

El plan de Krieger Vasena, lanzado en marzo de 1967, coincidiendo con la debacle de la CGT, apuntaba en primer término a superar la crisis cíclica —menos aguda que la de 1962-1963—, y a lograr una estabilización prolongada que eliminara una de las causas de la puja sectorial. Más a largo plazo, se proponía racionalizar el funcionamiento de la economía toda y facilitar así el desempeño de las empresas más eficientes, cuya imposición sobre el conjunto acabaría definitivamente, en este terreno, con empates y bloqueos.

 

Contaba para ello con las poderosas herramientas de un Estado perfeccionado en sus orientaciones intervencionistas. En el caso de la inflación se recurrió a la autoridad estatal para regular las grandes variables, asegurar un período prolongado de estabilidad y desalentar las expectativas inflacionarias. Sometidos los sindicatos, se congelaron los salarios por dos años, luego de un módico aumento, y se suspendieron las negociaciones colectivas. También se congelaron tarifas de servicios públicos y combustibles, y se estableció un acuerdo de precios con las empresas líderes. El déficit fiscal se redujo con las racionalizaciones de personal y una recaudación más estricta, pero sobre todo porque se estableció una fuerte devaluación del 40% y una retención similar sobre las exportaciones agropecuarias. Con esta medida, la más importante en lo inmediato, se logró a la vez arreglar las cuentas del Estado, evitar el alza de los alimentos, impedir que la devaluación fuera aprovechada por los sectores rurales y asegurar un período prolongado de estabilidad cambiaria, reforzado por préstamos del Fondo Monetario y una importante corriente de inversiones de corto plazo. Todo ello permitió establecer el mercado libre de cambios. En lo inmediato, los éxitos de esta política de estabilización fueron notables: a mediados de 1969 la inflación se había reducido drásticamente, aunque seguía siendo elevada para los niveles de los países centrales, y las cuentas del Estado estaban equilibradas, lo mismo que la balanza de pagos.

 

Otros poderosos instrumentos de intervención estatal fueron utilizados para mantener el nivel de la actividad económica y estimular a los sectores juzgados más eficientes. No hubo restricción monetaria ni crediticia. Las inversiones del Estado fueron considerables, particularmente en obras públicas: la represa hidroeléctrica de El Chocón, que debía solucionar el fuerte déficit energético, puentes sobre el Paraná, caminos y accesos a la Capital, a lo que se sumó un impulso similar de la construcción privada. Las exportaciones no tradicionales fueron beneficiadas con reintegros de impuestos a insumos importados. Se estimuló la eficiencia general de la economía mediante una reducción, ciertamente selectiva, de los aranceles y la eliminación de subsidios a economías regionales, como la azucarera tucumana o la algodonera chaqueña. También aquí los éxitos globales fueron notables: creció el producto bruto, sosteniendo la tendencia de los años anteriores, la desocupación fue en general baja —aunque las reestructuraciones crearon bolsones de alto desempleo—, los salarios no cayeron notablemente y la inversión fue en general alta, aunque concentrada en obras públicas. No hubo un movimiento inversor privado sostenido, de modo que hacia 1969 el crecimiento parecía alcanzar su techo.

 

El sector más concentrado —predominantemente extranjero— resultó el mayor beneficiario de esta política, que además de estabilizar, apuntaba a reestructurar profundamente el mundo empresario y a consolidar de modo definitivo los cambios esbozados desde 1955. Muchas de las empresas instaladas en la época de Frondizi empezaron por entonces a producir a pleno, pero además hubo compras de empresas nacionales por parte de extranjeras —se notó en bancos o tabacaleras— de manera que la desnacionalización de la economía se hizo más manifiesta. Sin renunciar a las ventajas de los regímenes de promoción con que se instalaron, estas empresas se beneficiaron con la situación de estabilidad, en la cual podían hacer pesar sus ventajas en organización, planeamiento y racionalidad. Las grandes obras públicas realizadas en esta etapa generalmente solucionaban sus problemas de transporte o energía, a la vez que creaban oportunidades atractivas para las que empezaban a operar como contratistas del Estado, un rubro llamado a crecer considerablemente.

 

En cambio, la lista de perjudicados fue amplia. A la cabeza estaban los sectores rurales; si bien se los estimuló a la modernización y tecnificación —a eso apuntaba el temido impuesto a la “renta potencial”— se sintieron perjudicados por lo que consideraban un despojo: las fuertes retenciones a la exportación. Los sectores empresarios nacionales —que hacían oír su voz a través de la Confederación General Económica— se quejaban de falta de protección y se lamentaban de la desnacionalización. Economías provinciales enteras —Tucumán, Chaco, Misiones— habían recibido verdaderos mazazos al suprimirse protecciones tradicionales. La lista de maltrechos se completaba con amplios sectores medios, perjudicados de formas varias, desde la liberación de los alquileres urbanos hasta el avance de los supermercados en la comercialización minorista, y naturalmente con los trabajadores.

La nueva política modificaba profundamente los equilibrios —cambiantes pero estables— de la etapa del empate, y volcaba la balanza en favor de los grandes empresarios. La utilización del más tradicional de los instrumentos de política económica —la transferencia de ingresos del sector rural tradicional al sector urbano— operaba de un modo nuevo: en lugar de alimentar a éste por la vía del mayor consumo de los trabajadores y la expansión del mercado interno —clásica en las alianzas distribucionistas entre empresarios y trabajadores— lo hacía por la expansión de la demanda autónoma: inversiones, exportaciones no tradicionales, y un avance en la sustitución de importaciones. Como ha señalado Adolfo Canitrot, se trataba del proyecto propio y específico de la gran burguesía, que sólo en estas circunstancias sociales y políticas podía ser propuesto. Sostenido por quienes gustaban de llamarse liberales, era en realidad una política que si bien achicaba las funciones del Estado benefactor, conservaba y aun expandía las del Estado intervencionista. Ni los empresarios querían renunciar a esa poderosa palanca, ni los militares hubieran aceptado el achique de aquellas partes del Estado con la que más fácilmente se identificaban: las empresas militares orientadas de una u otra manera a la Defensa y las mismas empresas del Estado, que con frecuencia eran llamados a administrar. En estos años la expansión del Estado parecía perfectamente funcional con la reestructuración del capitalismo, pero probablemente no se ocultaban a sus beneficiarios los peligros potenciales de conservar activa una herramienta tan poderosa.

 

A lo largo de 1968 empezaron a notarse los primeros indicios del fin de la pax romana. En marzo, un grupo de sindicalistas contestatarios, encabezados por Raimundo Ongaro, dirigente gráfico de orientación social cristiana, ganó la conducción de la CGT, aunque de inmediato los dirigentes más tradicionales la dividieron. Pero a lo largo de 1968 la CGT de los Argentinos —en torno de la cual se reunieron activistas de todo tipo— encabezó un movimiento de protesta que el gobierno pudo controlar combinando amenazas y ofrecimientos. Esta emergencia contestataria reunió a dos grupos de dirigentes hasta ese momento enfrentados: el tradicional núcleo vandorista, carente de espacio para su política, y los llamados “participacionistas”, dispuestos a aceptar las reglas del juego impuestas por el régimen y a asumir su función de expresión corporativa, ordenada y despolitizada, del sector laboral de la comunidad. En ellos centraban sus ilusiones quienes rodeaban a Onganía: concluida la reestructuración económica —pensaban—, era posible iniciar el “tiempo social”, con el apoyo de una CGT unida y domesticada. Esta corriente, con representación en el Ejército, pero fuerte sobre todo por su cercanía a la Presidencia, se sumó a otra alimentada por las protestas cada vez más generales de la sociedad. Los sectores rurales eran fácilmente escuchados por los jefes militares, y también los sectores del empresariado nacional, capaces de tocar una fibra todavía sensible en ellos: frente a la política económica imperante hay otra alternativa, decían; es posible un desarrollo más nacional, algo más popular y más justo.

 

Todas estas voces, poco orquestadas todavía, pusieron en tensión la relación entre el presidente y su ministro de Economía. A mediados de año, Onganía relevó a los tres Comandantes y reemplazó a Julio Alsogaray —conspicuo liberal— por Alejandro Lanusse, de momento menos definido. Las voces del establishment salieron a defender a Krieger Vasena, comenzaron a quejarse del excesivo autoritarismo de Onganía, de sus veleidades corporativistas y autoritarias, y empezaron a pensar en una salida política, para la que se ofrecía el general Aramburu y hacía su aporte el nuevo delegado personal de Perón, Jorge Daniel Paladino. Cuando en mayo de 1969 estalló el breve pero poderoso movimiento de protesta —el Cordobazo—, el único capital de Onganía, el mito del orden, se desvaneció.

 

 

Cap VII

La economía imaginaria: la gran

transformación

 

Esa transformación fue conducida por José Alfredo Martínez de Hoz, ministro de Economía durante los cinco años de la presidencia de Videla. Cuando asumió, debía enfrentar una crisis cíclica aguda —inflación desatada, recesión, problemas en la balanza de pagos—, complicada por la crisis política y social y el fuerte desafío de las organizaciones armadas al poder del Estado. La represión inicial, que descabezó la movilización popular, sumada a una política anticrisis clásica —más o menos similar a todas las ejecutadas desde 1952— permitió superar la coyuntura. Pero esta vez las Fuerzas Armadas y los sectores del establishment que las acompañaban habían decidido ir más lejos. En su diagnóstico, la inestabilidad política y social crónica nacía de la impotencia del poder político ante los grandes grupos corporativos —los trabajadores organizados pero también los empresarios— que alternativamente se enfrentaban, generando desorden y caos, o se combinaban, unidos por una lógica peculiar, para utilizar en beneficio mutuo las herramientas poderosas del Estado intervencionista y benefactor. Una solución de largo plazo debía cambiar los datos básicos de la economía y así modificar esa configuración social y política crónicamente inestable. No se trataba de encontrar la fórmula del crecimiento —pues se juzgaba que a menudo allí anidaba el desorden— sino la del orden y de la seguridad. Invirtiendo lo que hasta entonces —de Perón a Perón— habían sido los objetivos de las distintas fórmulas políticas, se buscó solucionar los problemas que la economía ponía a la estabilidad política, si era necesario a costa del propio crecimiento económico.

 

Según un balance que progresivamente se imponía, cuyas implicaciones ha puesto en evidencia Adolfo Canitrot, el Estado intervencionista y benefactor, tal como se había constituido desde 1930, era el gran responsable del desorden social; en cambio, el mercado parecía el instrumento capaz de disciplinar por igual a todos los actores, premiando la eficiencia e impidiendo los malsanos comportamientos corporativos. Este argumento, que como se verá llegó a dominar en los discursos y en el imaginario, oscureció lo que fue, en definitiva, la solución de fondo: al final de la transformación que condujo Martínez de Hoz, el poder económico se concentró de tal modo en un conjunto de grupos empresarios, trasnacionales y nacionales, que la puja corporativa y la negociación ya no fueron siquiera posibles. Esta transformación no fue el producto de fuerzas impersonales y automáticas: requirió de una fuerte intervención del Estado, para reprimir y desarmar a los actores del juego corporativo, para imponer las reglas que facilitaran el crecimiento de los vencedores y aun para trasladar hacia ellos, por la clásica vía del Estado, recursos del conjunto de la sociedad que posibilitaron su consolidación.

 

La ejecución de esa transformación planteaba un problema político, que ha expuesto Jorge Schvarzer: la conducción económica debía en primer lugar durar en el poder un tiempo suficientemente prolongado, y luego crear una situación que, más allá de su permanencia, fuera irreversible. El ministro de Economía y su grupo permanecieron durante cinco años: la irreversibilidad de la situación que crearon se manifestó inmediatamente después de su salida, cuando sus sucesores intentaron cambiar algo el rumbo y fracasaron rotundamente.

 

Martínez de Hoz contó inicialmente con un fuerte apoyo, casi personal, de los organismos internacionales y los bancos extranjeros —que le permitió sortear varias situaciones difíciles— y del sector más concentrado del establishment económico local. La relación con los militares fue más compleja, en parte por sus profundas divisiones —entre las armas y aun entre fracciones— que se expresaban en apoyos, críticas o bloqueos a su gestión, y en parte por el peso que entre ellos tenían muchas ideas y concepciones que en el plan del ministro debían ser cambiadas, y con las que tuvo que encontrar algún punto de acuerdo. Fue una relación conflictiva, de potencia a potencia. Los militares juzgaban que el descabezamiento del movimiento popular, la eliminación de sus grandes instrumentos corporativos y la fuerte reducción de los ingresos de los sectores trabajadores debía equilibrarse, por razones de seguridad, con el mantenimiento del pleno empleo, de modo que la receta recesiva más clásica estaba descartada. También tenían los militares una visión más tradicional de la cuestión del Estado, o al menos de la parte de él que aspiraban a manejar en beneficio personal o corporativo. Pero muchos de los que aceptaron la propuesta básica de eliminar la participación del Estado en la transferencia de ingresos exigieron en cambio la supervivencia de las empresas estatales —generalmente conducidas por oficiales superiores— y la expansión del gasto público, lo que también bloqueó la clásica receta recesiva y supuso a la larga un fracaso en el plan del ministro. Las relaciones con los empresarios tampoco fueron fáciles, debido a la cantidad de intereses sectoriales que debían ser afectados; para imponerse, fue decisiva la inflexibilidad del ministro, unida a su capacidad de predicador, mostrando la tierra prometida al final de la travesía del desierto, con una seguridad mayor cuanto más la realidad parecía desmentir sus pronósticos. Pero su arma de triunfo principal fue haber colocado durante varios años a la economía en una situación de inestabilidad tal que sólo era posible seguir avanzando, guiados por el mismo piloto, so riesgo de una catástrofe; cuando esto dejó de funcionar, la concentración y el endeudamiento ya habían creado los mecanismos definitivos de disciplinamiento y control.

 

Las primeras medidas del equipo ministerial, que cubrieron largamente el primer año, no dieron idea del rumbo futuro. Luego de intervenir la CGT y los principales sindicatos, reprimir a los militantes, intervenir militarmente muchas fábricas, suprimir las negociaciones colectivas y prohibir las huelgas, se congelaron los salarios por tres meses con lo que —dada la fortísima inflación— cayeron en términos reales alrededor de un 40%. El Estado pudo superar su déficit y las empresas acumular, lo que sumado a los créditos externos rápidamente otorgados permitió superar la crisis cíclica sin desocupación.

 

Desde mediados de 1977 —y a medida que la conducción se afirmaba— comenzaron a plantearse las grandes reformas, que supusieron trastornar las normas básicas con que había funcionado la Argentina desde 1930. La reforma financiera acabó con una de las herramientas del Estado para la transferencia de ingresos entre sectores: la regulación de la tasa de interés, la existencia de crédito a tasas negativas y la distribución de este subsidio según normas y prioridades fijadas por las autoridades. Profundizando un mecanismo que ya operaba desde 1975, se liberó la tasa de interés, se autorizó la proliferación de bancos e instituciones financieras y se diversificaron las ofertas —títulos y valores indexados de todo tipo, emitidos por el Estado, se sumaron a los depósitos a plazo fijo, preferidos por los ahorristas— de modo que, en un clima altamente especulativo, la competencia mantuvo alta las tasas de interés, y con ella la inflación, que el equipo económico prácticamente nunca pudo o quiso reducir. En la nueva operatoria se mantuvo una norma de la vieja concepción: el Estado garantizaba no sólo los títulos que emitía sino los depósitos a plazo fijo, tomados a tasa libre por entidades privadas, de modo que ante una eventual quiebra devolvía el depósito a los ahorristas. Esta combinación de liberalización, eliminación de controles y garantía generó un mecanismo que llevó pronto a todo el sistema a la ruina.

 

La segunda gran modificación fue la apertura económica y la progresiva eliminación de los mecanismos clásicos de protección a la producción local, vigentes desde 1930. Se disminuyeron los aranceles, aunque en forma despareja y selectiva, y como posteriormente se agregó la sobrevaluación del peso, la industria local debió enfrentar la competencia avasallante de una masa de productos importados de precio ínfimo. La fiebre especulativa ganó a toda la población, que para defender el valor de su salario debía colocarlo a plazo fijo por unos pocos días o ensayar alguna otra martingala más arriesgada; junto con el alud de productos importados de precio mínimo fueron los fenómenos salientes de esta transformación profunda y profundamente destructiva.

 

La transformación se completó con la llamada “pauta cambiaria”, una medida de importancia adoptada en diciembre de 1978, poco después de que el general Videla fuera confirmado por la Junta Militar por tres años en la presidencia, aventando amenazas sobre la estabilidad del ministro. El gobierno fijó una tabla de devaluación mensual del peso, gradualmente decreciente hasta llegar en algún momento a cero. Se adujo que se buscaba reducir la inflación y establecer alguna previsibilidad, pero como la inflación subsistió, el peso se revaluó considerablemente respecto del dólar. La adopción de la pauta cambiaria coincidió con una gran afluencia de dinero del exterior, originado en el reciclamiento que los bancos internacionales debían hacer de los dólares generados por el aumento de los precios del petróleo, que en 1979 volvieron a subir notablemente. El flujo de dólares —origen del fuerte endeudamiento externo— fue común en toda América Latina y en muchos países del Tercer Mundo, pero en la Argentina lo estimuló la posibilidad de tomarlos y colocarlos sin riesgo aprovechando las elevadas tasas de interés internas, pues el Estado aseguraba la estabilidad del valor con que serían recomprados. Pero la “tablita” —tal el nombre popular de la pauta cambiaria— no bastó para reducir ni las tasas de interés ni la inflación, en buena medida por la incertidumbre creciente a medida que la sobrevaluación del peso anticipaba una futura y necesaria gran devaluación. Mientras se constituía la base de la deuda externa, esta “bicicleta” se agregaba a la “plata dulce” y los “importados coreanos” para configurar la apariencia folclórica de una modificación sustancial de las reglas de juego de la economía.

 

Su verdadero corazón se hallaba ahora en el sector financiero, donde se concentraron los beneficios. Se trataba de un mercado altamente inestable, pues la masa de dinero se encontraba colocada a corto plazo y los capitales podían salir del país sin trabas, si cambiaba la coyuntura, de modo que, antes que la eficiencia o el riesgo empresario, allí se premiaba la agilidad y la especulación. Muchas empresas compensaron sus fuertes quebrantos operativos con ganancias en la actividad financiera; muchos bancos se convirtieron en el centro de una importante red de empresas, generalmente endeudadas con ellos y compradas a bajo precio. Muchas empresas tomaron créditos en dólares, los emplearon en reequiparse o los colocaron en el circuito financiero, y para devolverlos recurrieron a nuevos créditos, una cadena de la felicidad que, como era previsible, en un momento se cortó.

 

El momento llegó a principios de 1980. Mientras la economía imaginaria del mercado financiero rodaba hacia la vorágine, la economía real agonizaba. Las altas tasas de interés eran inconciliables con las tasas de beneficio, de modo que ninguna actividad era rentable ni podía competir con la especulación. Todas las empresas tuvieron problemas, aumentaron las quiebras, y los acreedores financieros, que comenzaron a ver acumularse los créditos incobrables, buscaron solucionar sus problemas captando más depósitos, elevando así aún más la tasa de interés, lo que ponía en evidencia las consecuencias de garantizar los depósitos y a la vez eliminar los controles a las instituciones financieras. En marzo de 1980, finalmente, el Banco Central decidió la quiebra del banco privado más grande y de otros tres importantes, que a su vez eran cabezas de sendos grupos empresarios. Hubo una espectacular corrida bancaria, que el gobierno logró frenar a costa de asumir todos los pasivos de los bancos quebrados, que en un año llegaron a representar la quinta parte del sistema financiero.

 

El problema financiero se agravó a lo largo de 1980, y desde entonces hasta el fin del gobierno militar la crisis fue una constante. En marzo de 1981 debía asumir el nuevo presidente, general Roberto Marcelo Viola. Se vislumbraba que Martínez de Hoz dejaría el ministerio, y con él cesaría la vigencia de la “tablita”, preanunciada por una masiva emigración de divisas. El gobierno debió endeudarse para cubrir sus obligaciones —la deuda pública empezó a sumarse a la privada— y finalmente tuvo que abandonar la paridad cambiaria sostenida. A lo largo de 1981, y ya con la nueva conducción económica, el peso fue devaluado en un 400%, mientras la inflación recrudecida llegaba al 100% anual. La devaluación fue catastrófica para las empresas endeudadas en dólares y el Estado, que ya había absorbido las pérdidas del sistema bancario, terminó en 1982 nacionalizando la deuda privada de las empresas, muchas de las cuales los propios empresarios ya habían cubierto con salidas de dólares no declaradas.

 

La era de la “plata dulce” terminaba; probablemente muchos de sus beneficiarios no sufrieron las consecuencias del catastrófico final, pero la sociedad toda debió cargar con las pérdidas. La suba de las tasas de interés en Estados Unidos indicó la aparición de un fuerte competidor en la captación de fondos financieros. En 1982 México anunció que no podía pagar su deuda externa y declaró una moratoria. Fue la señal. Los créditos fáciles para los países latinoamericanos se cortaron, mientras los intereses subían espectacularmente, y con ellos el monto de la deuda. En 1979, ésta era de 8.500 millones de dólares; en 1981 superaba los 25.000 y a principios de 1984 los 45.000. Los acreedores externos comenzaron a imponer condiciones. Deshecho el mecanismo financiero, la deuda externa ocupó su lugar como mecanismo disciplinador.

 

La economía real: destrucción y concentración

 

En cuanto a la economía “real”, hubo un giro total respecto de las políticas aplicadas en las décadas anteriores. El valor asignado al mercado interno fue cuestionado y se reclamó prioridad para las actividades en las que el país tenía ventajas comparativas y podía competir en el mercado mundial. El criterio de proteger la industria —a la que se achacó su falta de competitividad— fue reemplazado por el del premio a la eficiencia, y fue abandonada la idea de que el crecimiento económico y el bienestar de la sociedad se asociaban con la industria. Se trataba de un cuestionamiento similar al del resto del mundo capitalista, pero la respuesta local fue mucho más destructiva que constructiva.

 

La estrategia centrada en el fortalecimiento del sector financiero, la apertura, el endeudamiento y —como se verá— el crecimiento de algunos grupos instalados en distintas actividades, no benefició particularmente a ninguno de los grandes sectores de la economía. Por el contrario, Martínez de Hoz mantuvo conflictos con todos, aunque no encontró ninguna resistencia consistente. El sector agropecuario se encontraba en 1976 en situación óptima: culminaba su formidable expansión productiva en momentos en que se abrían nuevos mercados, particularmente el de la Unión Soviética, afectada por el embargo cerealero norteamericano, al tiempo que el gobierno eliminaba las retenciones a la exportación. Pero la sobrevaluación del peso llevó a los productores a una pérdida de ingresos y a una situación crítica, que culminó en 1980-1981. Los ingresos del sector agropecuario pampeano, que en etapas anteriores subsidiaban a la industria, en la ocasión se trasladaron al sector financiero y a través de él a la compra de dólares o de artículos importados. Luego, cuando la debacle financiera los volvió a colocar en buenas condiciones, la modificación de las condiciones en los mercados internacionales prolongó su crisis.

 

Por la pérdida de su tradicional protección, la industria sufrió la competencia de los artículos importados, que se sumó al encarecimiento del crédito, la supresión de la mayoría de los mecanismos de promoción y la reducción del poder adquisitivo de la población. El producto industrial cayó en los primeros cinco años alrededor de un 20%, y también la mano de obra ocupada. Muchas plantas fabriles cerraron y en conjunto el sector experimentó una verdadera involución. Lo más grave fue que la reestructuración de la actividad, en lugar de mejorar la eficiencia supuso, como planteó Jorge Katz, una verdadera regresión. Los sectores más antiguos e ineficientes, como el textil y el de confecciones, fueron barridos por la competencia, pero también resultaron muy golpeados aquellos nuevos, como el metalmecánico o el electrónico, que habían progresado notablemente. En momentos en que en esos campos se producía en el mundo un avance tecnológico notable, la brecha que separaba a la Argentina, que se había reducido en los veinte años anteriores, volvió a ensancharse de manera irreversible. Las ramas industriales que crecieron y se beneficiaron con la reestructuración fueron sobre todo las que elaboraban bienes intermedios: celulosa, siderurgia, aluminio, petroquímica, petróleo, cemento, que emplean intensamente recursos naturales —mineral de hierro, carbón, madera— y tienen un efecto dinamizador interno mucho menor que las anteriores. Las escasas empresas dedicadas a estas actividades, sumadas a las automotrices, se beneficiaron de los regímenes de promoción establecidos antes de 1975 y que el nuevo gobierno mantuvo, y también de una protección arancelaria ad hoc, en el caso del papel de diario o de los automotores. Proyectadas en un tiempo en que se suponía que el crecimiento industrial se iba a profundizar, estas empresas se encontraron limitadas por la dimensión del mercado interno, y en muchos casos se convirtieron en exportadoras.

Si bien el sector industrial perdió mucha mano de obra, en el conjunto de la economía la desocupación fue escasa, tal como la conducción militar le había requerido al ministro. Hubo transferencias de trabajadores, en algunos casos de las grandes empresas —con más posibilidades de reducir sus costos laborales— hacia las medianas y pequeñas, y de la industria hacia los servicios; hubo muchos trabajadores que cambiaron su empleo asalariado por la actividad por cuenta propia. La mayor expansión se produjo en la construcción y sobre todo en las obras públicas: el gobierno se embarcó en una serie de grandes proyectos, algunos relacionados con el Campeonato Mundial de Fútbol y otros con el mejoramiento de la infraestructura urbana, como las autopistas de la Capital, aprovechando los créditos externos baratos. En los primeros años el gobierno hizo un esfuerzo sistemático para mantener los salarios bajos, pese a la escasa desocupación: hubo una fuerte caída del salario real y de la participación del ingreso personal en el producto, que pasó del 45% en 1974 al 25% en 1976, para subir al 39% en 1980. Por entonces, el gobierno permitió una mayor libertad a los trabajadores para pactar sus condiciones, pero sin la presencia sindical, lo que estimuló el aumento de las diferencias entre actividades y empresas. A partir de 1981, la crisis, la inflación y la recesión hicieron descender drásticamente tanto la ocupación como el salario real. En vísperas de dejar el poder, los gobernantes militares no podían exhibir en este campo ningún logro importante.

 

Cuando la burbuja financiera se derrumbó, quedó en evidencia que la principal consecuencia de la brutal transformación había sido —junto con la deuda externa— una fuerte concentración económica. A diferencia del anterior proceso de concentración, entre 1958 y 1963, el principal papel no correspondió a las empresas extranjeras. No hubo en estos años nuevas instalaciones de importancia, y en cambio algunas grandes empresas se retiraron, y otras vendieron sus activos, aunque se reservaron el papel de proveedoras de partes y de tecnología, como en el caso de algunas de las fábricas de automotores. A diferencia de veinte años atrás, el mercado interno, en franca contracción, resultaba escasamente atractivo; por otra parte, para estas empresas cuya ventaja residía en la posibilidad de planificar su actividad a un plazo mediano o largo no era fácil manejarse en forma eficiente en un medio altamente especulativo, en el que las decisiones diarias significaban grandes ganancias o grandes pérdidas y donde los empresarios locales tenían ventaja. Lo cierto es que, junto con algunas trasnacionales, crecieron de modo espectacular unos cuantos grandes grupos locales, directamente ligados a un empresario o una familia empresarial exitosos, como Macri, Pérez Companc, Bulgheroni, Fortabat, o trasnacionales pero con fuerte base local como Bunge y Born o Techint. Así, el establishment económico adquirió una fisonomía original.

 

En algunos casos estos fue el resultado de la concentración en una rama de actividad, que coincidió con la reestructuración y racionalización de la producción y el cierre de plantas ineficientes. Así ocurrió con el acero, y también con los cigarrillos, una actividad donde tres empresas extranjeras reunieron toda la actividad. Pero los casos más espectaculares fueron los de los conglomerados empresariales, que combinaron actividades industriales, de servicio, comerciales y financieras, tanto por una estrategia de largo plazo de diversificación y reducción del riesgo como —en el contexto fuertemente especulativo— por la búsqueda de distintos negocios de rápido rendimiento. Los grupos que crecieron contaron habitualmente con un banco o una institución financiera que les permitió manejarse en forma rápida e independiente en el sector donde, por unos años, se obtuvieron las mayores ganancias; pero muchos de los grupos que hicieron del banco el centro de su actividad desaparecieron luego de 1980. Sobrevivieron los que capitalizaron sus beneficios comprando empresas en dificultades, con las que constituyeron los conglomerados. Lo decisivo fue, sin embargo, establecer en torno de alguna de las empresas una relación ventajosa con el Estado.

 

En los años en que Martínez de Hoz condujo la economía, el Estado realizó importantes obras públicas —desde autopistas a una nueva central eléctrica atómica— para las que contrató a empresas de construcción o de ingeniería. Por otra parte, las empresas del Estado adoptaron como estrategia privatizar parte de sus actividades, contratando con terceros el suministro de equipos —como con los teléfonos— o la realización de tareas, como hizo YPF en las tareas de extracción, y en torno de esas actividades se constituyeron algunas de las más poderosas empresas nuevas. Las empresas contratistas del Estado se beneficiaron primero con las condiciones pactadas y luego con el mecanismo de ajustar los costos al ritmo de la inflación que, dada la magnitud de ésta y las dificultades del gobierno para cumplir puntualmente con sus compromisos, terminaba significando un beneficio mayor aún que el de la obra misma. Otras empresas aprovecharon los regímenes de promoción, que aunque en general se redujeron, continuaron existiendo para proyectos específicos. Esos regímenes posibilitaban importantes reducciones impositivas, avales para créditos baratos, seguros de cambio para los créditos en dólares, monopolización del mercado interno, decisivo en el caso del papel de diario, o suministro de energía a bajo costo, muy importante para las acerías o la fábrica de aluminio. De ese modo muchos grupos empresarios, a menudo sin experiencia importante en el campo, podían constituir su capital con mínimos aportes propios.

 

Esta política implicaba notables excepciones respecto de las políticas más generales, en beneficio de empresarios específicos, y era el resultado de capacidades también específicas para negociar con el Estado, obtener ventajas en los contratos, mecanismos adicionales de promoción, concesiones en los acuerdos por “mayores costos”, todo lo cual era el resultado de nuevas formas de colusión de intereses. Gracias a ellos, estos grupos pudieron crecer sin riesgos, al amparo del Estado, y en un contexto general de estancamiento. Acumularon una fuerza tal, que en el futuro resultaría muy difícil revertir las condiciones en que actuaban, y junto con los acreedores extranjeros se convirtieron en los nuevos tutores del Estado.

 

 

 

 

Se agradece la donación de la presente obra a la Cátedra de Informática y Relaciones Sociales de la Facultad de Ciencias  Sociales, de la Universidad de Buenos Aires, Argentina.

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