ELISEO
VERÓN *
Si
el sujeto se estructura en el interior de la red discursiva, lo hace a varios
niveles. ¿Cuáles son esos niveles? Aquí interviene nuevamente un tercer término.
En efecto, si el “pensamiento ternario” que ya evocamos con los nombres de Frege
y Peirce, permite recuperar el problema de la construcción de lo real, eliminado
por la bidimensionalidad del modelo saussureano de signo, juega también un papel
capital en la conceptualización de los niveles de funcionamiento a través de los
cuales se construye el sujeto en el seno de la semiosis.
El
punto de partida de esta conceptualización lo encontramos en la célebre trilogía
peirciana del ícono, el índice y el símbolo; recordemos que esta categorización
interviene cuando se trata de considerar los signos en su relación con sus
objetos.[1] En el interior de la Terceridad que es el orden del sentido, de la
“representación”, el ícono es un primero, el índice un segundo y el símbolo un
tercero. El tercer término que aquí reintroducimos es sin duda el índice, que
corresponde a un modo de funcionamiento olvidado durante mucho tiempo: la
reflexión sobre los signos y la comunicación fue dominada por otro binarismo,
que consiste en distinguir por un lado los fenómenos propiamente lingüísticos
(en la terminología de Peirce, el orden del símbolo) y, por el otro... todo el
resto. Este binarismo fue consagrado en “teoría de la información” por la
distinción entre “códigos digitales” (cuyo lenguaje es el ejemplo más acabado) y
“códigos analógicos”, los primeros constituidos por unidades discretas y
combinables, teniendo los segundos, como soporte, una materia significante
continua, es decir, que no presenta articulaciones entre unidades claramente
diferenciadas una de otras (como por ejemplo todas las especies de
imágenes).
Desde
hace mucho tiempo se acostumbra oponer lo arbitrario de los signos lingüísticos
al carácter “no arbitrario” (o “motivado”) que funda los fenómenos icónicos: la
palabra “mesa” no se parece al objeto que designa; mientras que la fotografía de
un gato no lo sería si no hubiera una semejanza entre el “referente” y su
representación. Ahora bien, el interés de los procesos indiciales es no
corresponder ni a una ni a otra de esas dos categorías; el humo es con certeza
un índice no arbitrario del fuego, pero no se le
parece.[2]
“(Un
índice es) un signo... que remite a su objeto no tanto porque tenga alguna
semejanza o analogía con él, ni porque se lo asocie con los caracteres generales
que posee, cuanto porque está en conexión dinámica (comprendida allí la
espacial) con el objeto individual, por un lado, y con los sentidos o la memoria
de la persona para quien sirve como signo, por el otro.”[3] “Los índices se
pueden distinguir de los otros signos... por tres rasgos característicos: en
primer lugar, no tienen ninguna semejanza significante con sus objetos; en
segundo lugar, remiten a individuos, unidades singulares, colecciones singulares
de unidades, o de continuos singulares; en tercer lugar, llaman la atención
sobre sus objetos por impulso ciego.”[4]
Dos
campos fundamentales de la discursi-vidad pueden entonces ser tratados a partir
de la noción de funcionamiento indicial: los comportamientos sociales en su
dimensión interaccional, y las estructuraciones de los espacios sociales,
incluyendo entre éstos a los “sistemas de objetos”; constituyendo la
articulación entre ambos campos la mate-rialidad significante de la semiosis
social.
Si
el puño cerrado agitado de una manera amenazante puede significar, por un
mecanismo indicial, la agresión posible, ello es así porque el acto de cerrar el
puño es un fragmento de una secuencia conductal de ataque, que ha sido extraída
de la secuencia para significarla.
Peirce
hablaba a este propósito de lazo existencial entre el signo y su objeto. El
nivel de funcionamiento indicial es una red compleja de reenvíos sometida a la
regla metonímica de la contigüidad: parte/ todo; aproximación/alejamiento;
dentro/fuera; delante/detrás; centro/ periferia; etcétera. El pivote de este
funcionamiento, que llamaré la capa metonímica de producción de sentido, es el
cuerpo significante.[5] El cuerpo es el operador fundamental de esta tipología
del contacto, cuya primera estructuración corresponde a las fases iniciales de
lo que Piaget llamaba el período sensomotriz, anterior al
lenguaje.[6]
Podemos
comprender mejor la naturaleza y el funcionamiento de esta capa metonímica de
producción de sentido con el auxilio de la distinción entre simetría y
complementaridad, propuesta por Gregory Bateson. Una de las primeras
formulaciones de esta distinción data de 1935, un año antes de la publicación de
su célebre obra sobre los Iatmul.[7] Fue introducida en relación con problemas
ajenos a la cuestión del cuerpo significante: se trataba de describir tipos de
diferenciación social entre grupos en el interior de una sociedad. Esta
diferenciación opera según un principio de simetría cuando las respuestas de un
grupo B a los comportamientos X, Y, Z de otro grupo A son del mismo tipo: X, Y,
Z. En otras palabras, a un comportamiento dado se responde con una secuencia del
mismo comportamiento. Por ejemplo, se responde a la agresión con agresión, a una
oferta se responde con otra oferta. El principio de diferenciación se puede
llamar complementario cuando ciertas conductas desencadenan, como respuestas,
conductas de naturaleza diferente pero que tienen con las primeras un enlace
específico de correspondencia. Sobre este último principio reposan, como Bateson
mismo lo señaló más tarde al generalizar estas nociones, las relaciones que se
describen inevitablemente en parejas de términos tales como: dominación /
dependencia; sadismo / masoquismo; exhibicionismo / voyeurismo; etcétera... En
un artículo de 1949 en el que Bateson retomaba la distinción
simetría/complementaridad a propósito de una descripción de la cultura balinesa,
remarcaba de paso: “Es interesante notar que todos los modos asociados con las
zonas erógenas, por más que no sean claramente cuantificables, definen temas que
conciernen a las relaciones de complemen-taridad”.[8] En un trabajo de 1964,
Bateson enumera toda una serie de fenómenos que ilustran las “estructuras
complementarias de interacción”. En primer lugar, “todos los temas asociados con
las zonas erógenas —intrusión, invasión, exclusión, eyección, retención y así
sucesivamente— son complementarios”. En segundo lugar, “podemos añadir los temas
relacionados con la locomoción y la mecánica corporal —soporte, equilibrio,
levantarse y caer, control, alcanzar (reach), asir (grasp), etcétera. . . (. ..)
Una tercera categoría de temas complementarios contiene aquellos que se asocian
a los órganos de los sentidos y a la percepción —comprender, ignorar, prestar
atención (attending), etcétera... (...) Cuando el perro para sus orejas, no está
simplemente mejorando su percepción sensorial, sino que también está
trasmitiendo un enunciado (statement) relativo a la orientación de su atención y
que, en las relaciones entre perros, se convierte también en un enunciado de
autoafirmación (self‑confidence) frente al otro individuo (.. .). Para
finalizar, hay dos temas importantes de interacción complementaria, tan
estrechamente ligados entre sí que es mejor mencionarlos juntos: se trata de la
relación progenitor/niño y del territorio. Ni uno ni otro son separables de los
otros tres tipos; los temas de las relaciones progenitor/niño están sin duda
alguna estrechamente ligados con los temas relativos a las zonas erógenas, y los
temas del territorio quizá debieran entenderse considerando el territorio como
una extensión del cuerpo (...). En suma, concentraremos la atención en el cuerpo
y las relaciones progenitor/ niño como fuentes primarias donde posiblemente
encuentre sus orígenes todo comportamiento”.[9]
La
capa metonímica de producción de sentido tiene inicialmente la forma de una red
intercorporal de lazos de complementaridad. Esta red está constituida por
reenvíos cuya economía reposa en la regla de la contigüidad: el sentido de la
conducta de demanda del niño se produce como reenvío a la conducta alimentadora
o protectora de la madre (así como el sentido del comportamiento exhibicionista,
por el que un cuerpo se muestra, se realiza en la mirada de otro cuerpo).
Tenemos frente a nosotros un sistema de deslizamientos intercorporales,
dinamizado por las pulsiones.
En
su forma inicial, la red de unidades intercorporales complementarias permanece
estrechamente ligada a situaciones específicas, definidas por el ritmo de las
necesidades corporales y su satisfacción.
Se
podría decir que en este estadio el tejido es compacto y relativamente rígido:
pero a partir de un cierto momento comienza a funcionar una regla de
similaridad, y la red de los cuerpos actuantes se vuelve multidimensional. En
efecto, la regla de similaridad implica necesariamente un principio de
equivalencia, que permita comparaciones y por lo tanto sustituciones. Entonces
un mismo fragmento de conducta adquiere valores significantes en el seno de una
multiplicidad de secuencias de comportamiento diferentes. Cada unidad de
conducta pierde de este modo su univocidad “orgánica” inicial y deviene el
“lugar de paso” de una pluralidad cada vez más compleja de reenvíos metonímicos.
La regla de similaridad/no similaridad, cuando entra en composición con la regla
de contigüidad, se puede describir como una especie de operador que produce una
desagregación de la red de los cuerpos actuantes, que trasforma la superficie
inicial de unidades complementarias en un espacio multidimensional. De este
modo, fragmentos de conducta se desprenden parcialmente en el interior de la
red, siendo portadores, al mismo tiempo, de significaciones cada vez más
complejas: cada uno de ellos se convierte en eslabón de un número cada vez mayor
de cadenas metonímicas. Se podría también decir que la puesta en práctica de un
principio de equivalencia, aplicado a la materia metonímica de los cuerpos
actuantes, pone en marcha el funcionamiento de un proceso de abstracción y hace
así posible la estructuración de niveles parcialmente diferenciados. Se aprecia
con claridad que el efecto de un operador de equivalencia por similaridad/no
similaridad no es, en principio, el de neutralizar la regla metonímica sino ,
por el contrario, el de multiplicar el poder significante de esta última,
haciendo posible la manifestación, en un espacio multidimen-sional, de los
encadenamientos de la contigüidad.
El
problema así planteado es el de los operadores que pueden investir la materia
significante de los cuerpos actuantes; y es a esta cuestión que Bateson (bajo
otra forma y enunciándola con otros conceptos) vuelve una y otra vez a lo largo
de sus escritos. La posibilidad de que un mismo fragmento de conducta pertenezca
a una multiplicidad de cadenas metonímicas diversas supone la existencia de por
lo menos dos niveles “lógicos”; implica la posibilidad mínima de identificar
clases de comportamientos y clases de situaciones. Dicho en otras palabras, hay
que postular que tanto la información propioceptiva cuanto la información
exteroceptiva son tratadas por el organismo en, por lo menos, dos niveles
diferentes. Una diferenciación tal no tiene nada que ver con una “conciencia
subjetiva”, porque parece deber postularse para dar cuenta de procesos de
aprendizaje en niveles infrahumanos.[10] Ahora bien, este funcionamiento implica
una discriminación entre la conducta a cumplir (la “tarea” aprendida o a
aprender) y la situación (el “contexto” dice Bateson), en la cual la conducta
tiene lugar. De esta manera se hace posible transferir un mismo tipo de
comportamiento a situaciones nuevas; y al revés, reconocer una clase de
situaciones en relación con la cual es posible desplegar comportamientos
diferentes. Los lazos metonímicos entre las conductas y su contexto y los que
ligan entre sí los fragmentos de acción están así sometidos a un proceso de
abstracción y generalización.[11]
El
tejido intercorporal se torna así multidimen-sional, en la medida en que se
multiplican y entrecruzan las secuencias de comportamiento, un fragmento
cualquiera de conducta siendo el punto de pasaje de varias cadenas
comportamentales. Si hablamos de un tejido multidimensional, es para subrayar
que la materia significante de que se trata no es en absoluto lineal. El trabajo
de “socialización” de la materia significante de los cuerpos producirá como
resultado una linealización (a excepción de los casos de fracaso total
—psicosis—o parcial —neurosis—), linealización que consiste en trasformar la red
metonímica intercorporal en un conjunto ordenado de secuencias fijas de
actividades socialmente aceptables. Esto supone operadores lingüís-ticos en
funcionamiento.
Ahora
bien, estos operadores se deben injertar en una materia significante cuyas
propiedades son muy especiales. En su artículo citado de 1964, Bateson ya había
tratado de enumerar dichas propiedades; las podemos recordar aquí con la ayuda
de un trabajo de François Bresson.[12]
El
tejido intercorporal no contiene, en sí mismo, huellas que permitan distinguir
entre, por un lado, los operadores, y por otro lado los elementos sobre los
cuales se efectúan las operaciones. Dicho en otros términos, resulta imposible
constituir en el interior de la red de cuerpos actuantes reenvíos que recaigan
sobre reenvíos. Como lo subraya Bresson, sólo la lengua “conserva la huella de
las operaciones que la constituyeron”, lo que supone la linealidad . “Esta
linealidad en el lenguaje es la condición necesaria para que las marcas de
operaciones puedan ser definidas con la indicación de su extensión.”[13] En el
caso de la imagen, siempre resulta posible definir un trayecto que instaura una
linealidad de “lectura”, lo que lleva a “transcribir un sistema espacial con dos
grados de libertad, en un espacio lineal con un grado de libertad”.[14] La
materia significante de los cuerpos actuantes es un espacio con n grados de
libertad.
Por
lo tanto, en el interior de esta capa metoní-mica de producción de sentido no
existe negación posible; tampoco es posible introducir modalizaciones.
[15]
La diferencia crucial
entre la materia significante de los cuerpos actuantes y los sistemas llamados
“icónicos” respecto de su relación respectiva con el lenguaje se expresa por la
diferencia misma entre el principio de sustitución (propio de todo “ícono”) y el
principio de contigüidad. En la medida en que opera según el principio de
sustitución, ningún fenómeno de analogía comporta el riesgo de confundir el
significante con el significado (habría más bien que decir: el ícono no comporta
ningún riesgo de confusión entre el término inicial del reenvío analógico y el
término final). Los principios significantes de una imagen no impiden en modo
alguno (más bien al contrario) distinguirla perfectamente de lo que
“representa”. Es completamente distinto lo que ocurre con la materia corpórea:
este “peligro” se encuentra, por definición, siempre presente, pues lo propio de
la regla de contigüidad es precisamente, dar status de significante a una parte
del significado. Ahora bien, ¿cuál es este significado? La multidimensionalidad
del tejido de los cuerpos actuantes demuestra que jamás hay un significado fijo
(fuera, por supuesto, de la intervención del lenguaje). Cada fragmento de
comportamiento remite a una multiplicidad de secuencias posibles de conductas,
que lo pueden prolongar (a fortiori si pensamos en términos de intercambio, es
decir, en términos de reenvíos a comportamientos de otro
cuerpo).
La combinatoria de
dichas propiedades permite enunciar una última, particularmente importante: la
materia significante de los cuerpos actuantes es indiferente a la
contradicción.
El germen de la idea de
esta “indiferencia” del material metonímico a la contradicción está presente en
los textos de Bateson, cuando habla, precisamente, de las relaciones de
complementaridad: allí enuncia ni más ni menos que la ley del pasaje al
contrario. En efecto, como esta materia (metonímica para nosotros, “analógica”
para Bateson) no tiene operadores de “puntuación”, cada relación de
complementaridad (que se describe bajo la forma de oposiciones:
dominación/dependencia; exhibicionismo/voyeurismo, etcétera...) se puede “leer”
en un determinado sentido o bien... en el sentido contrario. Esta idea es
retomada varias veces en los trabajos de Bateson, incluso bajo forma
humorística, cuando evoca a la rata de laboratorio que se dice: “He llegado a
domar a mi experimentador. Cada vez que apoyo la palanca, me da de comer”. En
las palabras de Bateson, esta rata rechazaba la puntuación de la secuencia que
el experimentador buscaba imponerle”.[16]
Una constatación muy
importante resulta de lo que hemos dicho hasta aquí. El conjunto de las
propiedades que creímos poder descubrir en esta red de reenvíos indiciales
(ausencia de negación, de modalizadores y, en general, de operadores
metalingüísticos, no linealidad, confusión siempre posible entre significante y
significado, indiferencia a la contradicción, pasaje al contrario), son
exactamente las que caracterizan a
los procesos que el psicoanálisis llama “primarios”. Esta aproximación se impuso
a Bateson de una manera explícita: las propiedades del material que él llama
“analógico” son las del sueño. “...es importante subrayar que las
características de los procesos primarios... son inevitablemente las
características de todo sistema de comunicación entre organismos que sólo pueden
utilizar la comunicación icónica. Esta misma limitación es la del artista y del
que sueña, así como la del mamífero prehumano y del
pájaro”.[17]
Agreguemos otra
aproximación a la que acabamos de señalar. Quizá no sea inútil recordar que
cuando Freud discute sobre las pulsiones y su destino, tratando de precisar la
idea de la transformación en el contrario, todos sus ejemplos corresponden
exactamente a lo que Bateson llama las relaciones de
complementaridad.[18]
Es en el curso del
proceso de socialización, como ya lo hemos dicho, que se producirá la nivelación
del tejido multidimensional de reenvíos intercorporales: ciertos trayectos serán
prohibidos, ciertos deslizamientos caerán bajo el golpe de la represión, ciertas
secuencias serán privilegiadas por los agentes socializantes y las unidades que
los componen perderán su polivalencia semántica. Este proceso por el cual el
cuerpo significante se somete a la ley social resulta inseparable del
surgimiento de la imagen del cuerpo propio, es decir, de la estructuración del
analogon así como de la intervención masiva del lenguaje: la constitución del
cuerpo propio (en el sentido de propiedad) no es discernible de la constitución
del cuerpo propio (en el sentido de lo correcto).
La estructuración de la
imagen del cuerpo (teorizada por Lacan en el “estadio del espejo” [19]) implica
la estabilización progresiva del espacio perceptual. La mirada aparece entonces
como una bisagra entre el orden metonímico y el orden icónico. Hay que subrayar
que el modo de operación de la mirada es estructuralmente metonímico: la mirada
es un sistema de deslizamientos, sólo puede operar bajo la forma de trayectos.
Desde este punto de vista, la mirada tiene la misma estructura que el cuerpo
significante: tejido de reenvíos compuesto de múltiples cadenas entrecruzadas.
Antes de constituirse la imagen del cuerpo propio, la mirada funciona en el
interior de la red intercorpórea de reenvíos metonímicos, es prolongación y
anticipación del contacto. Se puede concebir a las zonas de esta red que están
asociadas con los contactos erógenos como “paquetes” de recorridos fuertemente
investidos por las pulsiones y que funcionan por deslizamiento metonímico. La
intervención progresiva de las prohibiciones provoca rupturas en las cadenas de
la contigüidad intercorpórea, dando lugar a suspensiones de recorridos.
Rosolato, a propósito precisamente de Bateson, compara la interrupción del acto
a la negación, pero reproduce la confusión, presente en Bateson, entre el
material de los actos (lo que llamo aquí el cuerpo significante) y el “material
analógico”.[20] La suspensión del acto es, a mi juicio, la primera forma de
intervención de la censura sobre la materia de los cuerpos actuantes, la primera
forma de la represión como ruptura de las cadenas de deslizamiento metonímico.
Muy probablemente estas rupturas sean inseparables del surgimiento de las
imágenes, como puntos de inmovilización en el interior de la red intercorporal.
Estos “puntos de suspensión” se producen ante todo en la materia significante de
los cuerpos, pero se convierten en lugares de anclaje para el surgimiento de lo
figural, para el surgimiento de los íconos como correlatos de las rupturas en
los recorridos metonímicos. Se ve allí con claridad el papel de “bisagra” de la
mirada: ella se sitúa exactamente en el punto de encuentro entre la suspensión
de un trayecto, evento que se produce en el plano de la materia significante del
cuerpo, y la inmovilización que da nacimiento al fantasma, la inmovilización que
está en el origen de lo icónico. Este encuentro no parece separable de la
censura: pensemos en el fantasma de la escena primitiva. Este proceso se
completa en el estadio del espejo: la formación del cuerpo propio (cuerpo
visible) implicada en el desdoblamiento del espejo, consagra la instauración de
la distancia que separa la mirada de la figura mirada: a partir de ese momento,
la mirada será una mirada “habitada”, localizada “en mi cuerpo”, separada para
siempre del ícono que vino a ocupar el lugar producido por la ruptura de la
cadena metonímica. Este lugar será también ocupado, sin duda, por el cuerpo del
otro.
La mirada no pierde, sin
embargo, su estructura operativa fundamental: procede, como ya lo dijimos, por
deslizamientos. En virtud de su relación con la mirada, en consecuencia, toda
imagen es a la vez ícono, figura aislable que obedece a la similaridad, a la
sustitución, y espacio de deslizamientos metonímicos. El enlace de la figura al
tejido del cuerpo significante, en otras palabras, jamás desaparece por
completo, aunque más no sea por el hecho de que allí se ha ejercido la censura.
Es por ello que toda imagen puede ser el punto de partida de un deslizamiento
hacia cadenas anteriormente afectadas por la represión.[21] Toda imagen es
portadora de la posibilidad de activar trayectos prohibidos: si está en relación
de sustitución con lo que no hay que mirar, si se yergue como pantalla en el
punto mismo en que se suspendió el acto, ofrece por este mismo hecho a la
mirada, operador metonímico, la posibilidad de reacti-vación de un trayecto
primario.
Sobre esta estructura
compleja, compuesta de un tejido metonímico de contactos intercorpóreos
empobrecido por obra de los “puntos de fijación” icónicos, llega finalmente a
injertarse la matriz del lenguaje. Como lo subrayó Bateson, no existe código (en
el sentido estricto del término) para pasar del nivel de las relaciones
corporales complementarias al lenguaje;[22] tampoco existe pasaje codificado
entre el cuerpo significante y el orden icónico, entre los íconos y el lenguaje.
Todo pasaje de un nivel a otro está afectado de indeterminación, como el pasaje
del sueño a su “relato”. Todo sueño, para ser comunicable, ya es
relato‑de‑sueño; sabemos que el sueño y su puesta‑en‑palabras no son idénticos;
mas por definición no podemos probar esta diferencia ni medir su
distancia.
El sujeto significante
está hecho de la composición de estos tres órdenes; todo intercambio entre
“sujetos hablantes” es un “paquete” compuesto por mecanismos significantes de
los tres niveles, resultado de la puesta en acto de los tres órdenes. Entre
estos últimos, por lo tanto, se establecen relaciones interdiscursivas
complejas; pero sólo el lenguaje puede engendrar relaciones metadiscursivas, es
decir, referir a los otros niveles. Las operaciones de referenciación, por
supuesto, no anulan la indeterminación que existe entre los tres niveles: un
gesto es irreductible a lo que se puede decir de él.
Sería un error pensar
que el problema de la articulación entre los tres órdenes del sentido sólo es
pertinente en el nivel de los intercambios interpersonales entre actores
sociales. Estos tres órdenes son aquéllos a través de los cuales se despliega la
semiosis entera. Se podría decir que el surgimiento de la cultura y la
constitución del lazo social se define por la transferencia de estos tres
órdenes sobre soportes materiales autónomos, en relación con el cuerpo
significante: desde el arte rupestre de la prehistoria hasta los medios
electrónicos masivos, la cultura implica un proceso por el cual materias
significantes distintas del cuerpo son investidas por los tres órdenes del
sentido. El extraordinario dinamismo de las pinturas primitivas testimonia que
no se trata de íconos fijados por la mirada en una pura relación de sustitución;
estos bestiarios están marcados por el tejido metonímico del contacto; lo que
así se representa no es sólo analógico, sino también (y quizá sobre todo) el
sistema de relaciones metonímicas que inviste los lazos entre el hombre y las
especies animales, como por ejemplo, para usar la terminología de René Thom, la
“creoda de captura”.[23]
Es por ello que estos
tres órdenes del sentido son, como lo había entendido Peirce, no tipos de
signos, sino niveles de funcionamiento: los tres órdenes están presentes bajo
diversas formas y en grados diversos, en cualquier discurso, aun dentro de los
límites de la materia lingüística: en la palabra, las modalidades del decir
permiten que el destinatario categorice al locutor por medio de operaciones de
comparación analógicas, y el tono de la voz construye la naturaleza del
contacto; en la escritura impresa, lo figural y lo metonímico aparecen tan
pronto como prestamos atención al funcionamiento de la “puesta en página”. La
importancia de la articulación de los tres grandes órdenes se vuelve a fortiori
crucial cuando consideramos “paquetes” significantes complejos (postura gestual
y palabra en los intercambios interpersonales, texto e imagen en los discursos
mediáticos).
Cuando leemos el diario,
desentrañamos lo simbólico en el texto, interpretamos los íconos de la
actualidad en las imágenes; y la puesta en página y las variaciones tipográficas
definen el contacto. Cuando estamos frente al aparato de televisión, en el
momento del noticiario, el locutor se dirige a nuestros mecanismos simbólicos
por lo que dice, se ofrece a nuestra interpretación analógica por sus
vestimentas, su estilo físico, sus modales (que asociamos a modelos
psicológicos, sociales, culturales, etcétera) y nos mira a los ojos, en busca de
contacto.[24]
La presencia de los tres
órdenes en cualquier discurso proviene del hecho de que el sujeto significante
es el invariante universal, podríamos decir, del reconocimiento de sentido; pues
no debemos olvidar que la evolución histórica de las sociedades humanas desde el
punto de vista de la producción discursiva, desde los pueblos sin escritura
hasta la actual “revolución de las comunicaciones” es un proceso que sólo tuvo
que ver con las condiciones y las gramáticas de producción. La más sofisticada
de las tecnologías de comunicaciones debe adaptarse siempre, en reconocimiento,
al equipamiento biológico de la especie, invariable desde el alba de la
humanidad: el sujeto significante y sus cinco tipos de captores sensoriales.
Considerar las tecnologías de producción de discurso como “extensiones del
hombre” a la manera de McLuhan,[25] es olvidar el desajuste entre la producción
y el reconocimiento y proyectar, de modo mecánico, las innovaciones de los
dispositivos de producción sobre el sujeto receptor: en el dominio de los
discursos sociales, la utopía tecnocrática consiste en provocar una suerte de
encuentro imaginario entre producción y reconocimiento, proyectando la primera
sobre el segundo.
El sujeto significante
no es la fuente del sentido, sino punto de pasaje necesario, relé en la
circulación de sentido. No es fuente porque, aun en el nivel de los intercambios
interper-sonales, donde la circulación discursiva no se halla mediatizada por
dispositivos tecnológicos, más allá del equipamiento biológico de los
individuos, el sentido de un discurso A, en virtud del desajuste entre la
producción y el reconocimiento, sólo se realiza en el discurso B que constituye
la respuesta. A medida que las condiciones de producción se vuelven complejas
con la intervención de los dispositivos tecnológicos, crece el desajuste entre
la producción y el reconocimiento: la principal consecuencia de la
transformación social de las condiciones tecnológicas de producción discursiva
sobre la teoría del sentido fue, quizás, iluminar la existencia de este
desajuste constitutivo, que permanece “invisible” cuando funcionan la producción
y el reconocimiento en el mismo nivel, como es el caso de los intercambios
interpersonales. Lo que se puede llamar el paso a la sociedad mediatizada
consiste precisamente en una ruptura entre producción y reconocimiento, fundada
en la instauración de una diferencia de escala entre las condiciones de
producción y las de reconocimiento.
¿Es casualidad que las
condiciones de surgimiento de una ciencia del lenguaje, se dibujen y se precisen
a lo largo de todo el siglo XIX, que es el de la aparición y consolidación del
primer fenómeno mediático en la historia, a saber, la mediatización de la
escritura en la prensa? En todo caso, el privilegio acordado a la oralidad, en
el marco de un proyecto científico que será el de la lingüística, ocurre en el
momento mismo en que las sociedades occidentales, por vez primera, se ven
sometidas a la circulación masiva del escrito impreso. La distancia será en lo
sucesivo cada vez mayor, entre la teoría que se está elaborando sobre la lengua
-a la luz de la cual la escritura sólo es una trasposición secundaria, un código
parásito de la palabra- y los fenómenos discursivos que invaden la sociedad, en
los cuales la escritura no remite más a la palabra, ya que el sujeto hablante ha
desaparecido del dispositivo tecnológico de producción: sólo hay sujeto en
reconocimiento. Se debió esperar largo tiempo, antes de que apareciera esta inadecuación radical
entre la teoría de la lengua y el funcionamiento de los discursos sociales, así
como para que se abandonara la ilusión según la cual todos los fenómenos de
lenguaje propios de los discursos sociales son sólo la “complejización” de los
fenómenos más simples y fundamentales, estudiados por la lingüística. El
carácter inadmisible de la hipótesis según la cual yendo de la lingüística al
análisis de los discursos se pasa de lo simple a lo complejo (o, si se prefiere,
de la competencia a la performance), se hace patente a partir del momento en que
se comprende que las frases del lingüista no son los elementos simples con los
cuales se construye la complejidad de los discursos. Por el contrario, las
frases son objetos construidos, extraídos de la actividad del lenguaje por una
operación que a su vez no se puede explicar sino a la luz de la noción de
discurso. Aquí también lo complejo está primero; y si la ciencia avanzó tanto en
todos los dominios, descomponiendo y simplificando lo complejo, hoy busca
comprender los sistemas complejos en tanto tales, en su propio nivel de
determinación.[26]
NOTAS
[1] Véase supra, segunda
parte, capítulo 3.
[2] Véase mi artículo:
“Pour une sémiologie des opérations translinguistiques” VS, Quaderni di studi
semiotici, 4: 81‑100 (1973).
[3] Ch. S. Peirce,
Ecrits sur le signe, op. cit., pág. 158.
[4] lbid, pág.
160.
[5] Eliseo Verón, “Corps
Signifiant”, en Sexualité et pouvoir, París, Payot, 1978.
[6] La investigación
experimental sobre el desarrollo de la gestualidad avanzó mucho en estos últimos
años . “ Las investigaciones que se han multiplicado en este dominio, el de los
procesos de desarrollo socioafectivo, llevaron a considerar el papel regulador
del niño de pecho en las relaciones madre‑hijo, obligando a conceptualizar la
noción de sistema de interacción. Ello aparece, por ejemplo. en el estudio de
los intercambios mímicos o gestuales, tanto entre adulto y niño cuanto entre
niños. La inducción de las conductas de uno de los compañeros por las conductas
del otro ya no se estudia más en un solo sentido, sino en ambos; su análisis fue
encarado como tratando de interacciones comunicativas” (S. de Schonen y F.
Bresson, “Données et perspectives nouvelles sur les débuts du développement”, en
“Le développement dans la première année”, Symposium de l’Association de
Psychologie Scientifique de Langue Française, 1981). Un programa de
investigación sobre las regulaciones interactivas entre niño y adulto se
desarrolla en el Centro de Estudio de los Procesos Cognitivos y del Lenguaje
(EHESSCNRS) bajo la dirección de François Bresson.
[7] Gregory Bateson
“Contact culturel et schismogenèse”, en Vers une écologie de l’esprit, vol. l,
París, Seuil, 1977, págs. 77‑87. La obra sobre los Iatmul es Naven. Cambridge,
Cambridge University Press, 1936 (tr. fr.:La cérémonie du Naven, París, Editions
de Minuit, 1971).
[8] G. Bateson, “Bali:
le système de valeurs d’un état stable” en: Vers une écologie de l’esprit, op.
cit. vol. 1, pág. 123. He traducido aquí el texto inglés de una manera
ligeramente diferente de la propuesta por la edición
francesa.
[9] G. Bateson y D. D.
Jackson, “Some varieties of pathogenic organization”, en: Disorders of
Communication, vol. 42, págs. 270-290 (1964). Este texto no ha sido traducido al
francés.
[10] Cf. G. Bateson,
“Planning social et concept d’ apprentissage secondaire”, Vers une écologie de
l’esprit, op. cit., vol. 1, págs. 193-208.
[58l Según la hipótesis
de Bateson, la perturbación sistemática de las relaciones entre comportamiento y
contexto (y más en general, la perturbación de los lazos de complementaridad)
puede producir desórdenes graves en los mamíferos superiores; por ello están
estas ideas estrechamente ligadas a lo que sería la célebre teoría batesoniana
de la esquizofrenia. Cf. ‘’Vers une théorie de la schizophrénie”, en: Vers une
écologie de l’esprit, op. cir., vol. 2, 1980, págs. 9‑34.
[12] François Bresson,
Fonction et développement des systémes de représentation, Centre d’Etude des
Processus Cognitifs et du Langage EHESS‑CNRS. Nótese que ni Bateson ni Bresson
distinguen entre fenómenos icónicos y fenómenos
metonímicos.
[13] F. Bresson,
Fonction et développement des systémes de représentation, op. cit.
[14] F. Bresson,
Ibid.
[15] G. Bateson y D. D.
Jackson, ‘Some varieties of Pathogenic Organization”, loc. cit
.
[16]
Ibid.
[17] G Bateson, “Style,
grace et information dans l’art primitif’, Vers une écologie de l’esprit, op.
cit., vol. 1, pág. 152.
[18] Sigmund Freud,
Métapsychologie, París, Gallimard, 1968.
[19] Jacques Lacan, “Le
stade du miroir comme formateur de la fonction du Je”, Ecrits, París, Seuil
1966.
[20] Guy Rosolato, La
relation d’inconnu, París, Gallimard, 1978, págs. 69‑70.
[21] Potencialidad de la
imagen bien conocida de los creadores publicitarios.
[22] G. Bateson y D. D.
Jackson. “Some varieties of Pathogenic Organization”. Ioc.
cit.
[23] René Thom,
Stabilité structurelle et morphogènese, Reading, Mass, W.A. Benjamin Inc.
1972.
[24] Véase E. Verón, “Il
est là, je le vois, il me parle”, Communications.
[25] Marshall Mc Luhan,
Pour comprendre les médias. París. Mame/ Seuil, 1977 .
[26] lllya Prigogine e
Isabelle Stengers, La nouvelle alliance, París, Gallimard. Cf. también Gregory
Bateson. La nature et la pensée. París, Seuil, 1984.
Se
agradece la donación de la presente obra a la Cátedra de Informática y
Relaciones Sociales de la Facultad de Ciencias Sociales, de la Universidad de Buenos
Aires, Argentina.
http://www.hipersociologia.org.ar/base.html