Orazio
Bagnasco
EL
BANQUETE
Lecteur
paisible et bucolique,
sobre
et naif homme de bien,
jette
ce livre saturnien,
orgiaque
et mélancolique.
CHARLES
BAUDELAIRE
(Épigraphe
pour
un
livre condamné
GLOSARIO
Con
el propósito de documentar y de permitir una mejor comprensión al lector, se han
incluido en este glosario algunos términos arcaicos, especializados o
extranjeros que aparecen en la novela y que no poseen una explicación completa
en la narración.
Agujeta.
Lazo
acabado con puntas preciosas. Las agujetas servían tanto para atar las mangas
como las calzas que en la Edad Media y en el Renacimiento casi siempre estaban
separadas del traje. En especial, las calzas eran dos piezas separadas y tenían
la función de los actuales pantalones.
Albañar.
Según
Ruperto da Nola [v. Personajes históricos] pila o tina donde se fregaban
las piezas o cacharros sucios y donde no debían permanecer después de
limpios.
Alla
longa. Expresión
italiana con la que en la Edad Media se denominaba a las gafas utilizadas por la
persona miope para ver de lejos.
Amurada.
Se
dice de los lados de la galera por la parte interior.
Asado
seco.
Carne cocinada a la brasa o al horno, solamente en su propia grasa, sin
humedecerla con vino o jugos. Los cocineros italianos distinguen así, con
los términos de «seco» o «mojado», los dos modos distintos de preparar los
asados.
Barbero.
Hoy llamado
Barbera, es un vino tinto italiano
muy famoso producido en Piamonte de una cepa
homónima.
Barbero
dei Canelli. Es
uno de los vinos de los Barbera, producidos en la zona piamontesa del
Monferrato, que con los Barbera de Asti y de las colinas de Tortona forma parte
de los Barbera reconocidos [v. Barbero]
Baseta.
Juego
de cartas de azar, llamado así porque a cada jugador se le distribuía un mazo de
cartas bajas, del uno al cinco.
Bastardo.
Con
este nombre se indica, en los recetarios del siglo xv, un vino de use común,
comparable al actual vino de mesa.
Beca.
Tira
de paño, a menudo larguísima, que descendía del capuchón, llamado a beca, y se hacía girar suavemente
sobre el pecho, encuadrando el rostro, para después llevarla hacia atrás por el
hombro izquierdo.
Bibelot.
Voz francesa
que indica pequeño y artístico objeto que sirve para adornar en mesas y
chimeneas.
Borceguíes.
Calzado
con forma de bota pequeña que llegaba hasta más arriba del tobillo.
Abiertos por delante, se ajustaban con cordones o botones y estaban
decorados. Podían ser de tela, pero en el siglo xv los más apreciados eran
los realizados con el finísimo cordobán [v.]
Bourgbour.
Tipo de
grano usado en la cocina árabe que se molía poco, se cocía y se dejaba secar al
sol. En la época se utilizaba como guarnición.
Brial.
Traje
lujoso de las mujeres nobles españolas y napolitanas, con mangas adheridas
y normalmente sujeto en la cintura con un cinto. Se lucía sobre la ropa
interior, que era visible sólo levantando los otros vestidos, y con una
sobreveste de tela distinta por encima.
Brocado.
En
los inventarios de la época con este término se define cualquier tipo de tejido
de gran valor (tafetán, raso, lampazo, damasco, terciopelo, etc.), sobre
cuya superficie, por medio de un dispositivo especial de tela, se dibujan
preciosos motivos ornamentales en ligero relieve, con hilos de oro, plata, o
incluso seda, de color distinto al del fondo del tejido.
Brocado
rizado o rico. Antigua
técnica de los brocados de oro y de plata, en que los motivos en relieve estaban
tejidos, tal como ocurría en el terciopelo rizado [v.], levantando el
hilo sin recortarlo; así el hilo formaba sobre el fondo anillitos que brillaban
en función de los reflejos de la luz a hinchaban el
dibujo.
Burato
de oro. Es
un cedazo que simboliza la separación de la harina del grano, es decir, lo bueno
de lo malo.
Butiro.
Variante
regional y arcaica de mantequilla obtenida de la leche batida. En Italia
meridional, queso típico en cuyo interior se encuentra una nuez de
mantequilla.
Caballero
de la Espuela de Oro. Perteneciente
a la Orden de la Espuela de Oro, dicha «milicia áurica» A los caballeros se les
investía con una espuela de oro, antigua señal de honor. De origen incierto,
esta institución caballeresca seguramente es anterior al siglo
xvi.
Caduceo
de Mercurio. Verga
con dos serpientes entrelazadas y con dos alas abiertas en el vértice, era
símbolo de prosperidad y de paz, atributo de los heraldos y del dios Mercurio,
mensajero de Júpiter.
Camarero
Secreto. Dignatario
de las Cortes señoriales, especialmente de la pontificia, con funciones
relativas al cuidado personal del Príncipe.
Camarlengo.
Es
uno de los títulos más importantes del Reino de Nápoles. Jefe del tribunal y
administrador del patrimonio real, era una persona de absoluta confianza
del Rey, que tenía a su cargo la dirección de la Cámara Real de la Curia
Sumaria, supremo órgano financiero, jurídico y administrativo del
Reino.
Cancillería
Ducal o Secreta. Departamento
del estado de Milán compuesto de secretarios, cancilleres, registradores,
coadyuvantes, ujieres. La Cancillería Ducal dependía directamente del Duque
y se ocupaba de la gestión de todos los asuntos de estado.
Capitanesca.
Típico
bonete del siglo xv, de color rojo, redondo y ancho en la parte superior.
Lo utilizaban los Condotieros y los Señores.
Capón
armado. Apelativo
que se refiere a un capón en costra. La carne se asaba envuelta en lonchas
de lardo, rociadas con yema de huevo batida con azúcar y espolvoreándolo
todo con piñones y almendras. Esta preparación formaba una especie de
armadura alrededor del animal. Generalmente la definición de «armado» se utiliza
para los alimentos preparados con costra.
Carbonada.
Jamón
o, en general, carne de cerdo o de buey conservada en sal y después puesta a
churrascar a la brasa o guisada a modo de estofado.
Cardamomo.
Semillas
de olor parecido a la canfora utilizadas como especia. El cardamomo se
utiliza muy raramente solo y es uno de los componentes del curry. En Italia
actualmente se incluye en los licores amargos.
Cetí.
Tejido
de seda parecido al raso que obtuvo el nombre de la ciudad china de Zaytun.
De hecho, en origen y al igual que todos los tejidos séricos, se importaba de
Oriente. A menudo se indicaba como «zetonino raso», pero existía también un tipo
aterciopelado.
Cinamomo.
Del
nombre latino de la planta de la que se extraía la canela. La raíz latina
sobrevive aún hoy en la palabra inglesa cinnamon.
Civero.
Del
francés civet, nombre de una antigua
preparación de la carne de caza, liebre y volatería en general, marinada al
menos durante veinticuatro horas con vino tinto y mezclado con la sangre del
animal al final de la cocción.
Cómitre.
De
la misma raíz que el vocablo «conde», designaba al oficial de grado
superior de la marina medieval, que vigilaba y dirigía la boga en las
galeras. Por extensión, los capitanes de una escuadra o armada. Sus subalternos
inmediatos o sustitutos eran los Sotacómitres.
Completa.
La
última de las horas canónicas del oficio divino que se corresponde con la
medianoche y con la que se concluye la oración de la jornada
litúrgica.
Confit.
Término
francés que indica una comida conservada en azúcar, como la fruta confitada
o una carne cocinada y colocada en una tarrina, recubierta y
conservada en su propia grasa de cocción.
Confitero.
Encargado
de la pastelería, dulces y confituras en las casas
señoriales.
Consejo
de justicia. Magistratura
Suprema del estado de Milán con competencias judiciales limitadas a las
causal civiles.
Consejo
Secreto. Magistratura
del estado de Milán con función de tribunal, tanto civil como penal,
especialmente para los actos referidos al orden público. También era
un órgano político que, bajo el mandato del Príncipe, obtenía competencia en
problemas de naturaleza varia.
Cónsul
de las aldeas. Funcionario
público de las aldeas italianas durante la Edad Media. Representaba al
estado de Milán en sus funciones jurídicas y administrativas,
comparables en parte a las de un alcalde, en parte a las de un secretario de
ayuntamiento y en parte a las de un juez.
Copero
de Honor o Copero Noble. Cargo
de Corte y título honorífico de aquellos que tenían el deber de servir el
vino al Príncipe en los banquetes reales o señoriales. Era la persona más
cualificada y de mayor grado de entre los que se ocupaban de vinos y bebidas en
la Corte. Después, e incluso hoy, parte de las tareas del Copero las realiza el
sommelier.
Cordobán
o cuero de Córdoba. Piel
curtida de macho cabrío o de cabra que se trabajaba en la ciudad española
de Córdoba. La elaboración se hacía con calor y existían dos tipos: el
propiamente cordobán de cabra,
suave y a veces dorado, utilizado para zapatos resistentes, y el cuero
artístico de Gadamés (Trípoli) de cordero, policromado y brillante, que se usaba
para revestir muebles y paredes.
Corniola.
Variedad
rojiza de calcedonio, translúcida, utilizada como piedra semipreciosa.
Famosa es la corniola de los
Visconti y de los Sforza, anillo grabado a sigilo que servía para lacrar
cartas, despachos y órdenes concediendo valor jurídico al mensaje
transmitido.
Cota.
Chaqueta masculina corta que se vestía bajo el traje principal. Sin embargo, en
la moda femenina era un vestido largo de color claro, juvenil, generalmente
estival y parecido al brial, con mangas separadas de tela y color distinto,
aligeradas a partir de cortes que ofrecían salida a la camisa. Se lucía
sola, con una jornea [v.] o con una
hopalanda [v.]
Cotto
in suo colore. Verso
del Ordine de le Imbandisone, que
evocaba la carne asada en el jugo que ella misma producía durante la
cocción.
Credencia
[v. Credenciero]
Credenciero.
Nombre
que deriva de la expresión italiana «fare
la credenza», es decir
«hacer la salva» o probar las comidas destinadas a un alto personaje y
comprobar que no han sido envenenadas. De aquí la labor de probador del
Credenciero. A lo largo del tiempo, esta figura amplía su importancia
dedicándose principalmente a la preparación de la mesa: custodia de la
platería, doblado artístico de las servilletas, adornos de las mesas y
confección de los platos de credencia, es decir de los platos fríos, ensaladas,
carnes, embutidos y confituras (frutas confitadas, anises, etc.) del
primero y del último servicio de los convites.
Cubiletes.
Vasos,
copas, juegos de cristal graciosos que decoraban las mesas para divertir a los
comensales.
Culebrina.
Antigua
pieza de artillería, arma de caña larga y fina, de gran precisión, que lanzaba
proyectiles de peso inferior a los del cañón.
Curial.
En
la Edad Media era un personaje notable y también aquel perteneciente a la
magistratura de algunas ciudades.
Danza
alta. Cualquier
tipo de danza veloz, bailada con pasos saltarines y
descompuestos.
Danza
baja. Cualquier
tipo de danza lenta, bailada casi arrastrando los pasos.
Derthona.
Antiguo
nombre de la ciudad de Tortona.
Despensero
Mayor. Responsable
de las provisiones y de los géneros de la despensa en la casa
señorial.
Dorado.
En
la Edad Media y en los banquetes señoriales, se tenía la costumbre de servir los
animales asados y cocinados revestidos de láminas de oro. En referencia a este
uso, por imitación, los alimentos se empanaban y se freían para proporcionarles
esa tonalidad dorada. Otro signo de la moda de los alimentos dorados es el uso
del azafrán en preparaciones, como el arroz, en las que no era posible utilizar
las láminas de oro.
El
primo, el segundo, el tercio. Ruperto
da Nola [v. Personajes históricos] define así tres guisos o salsas de su
recetario, muy parecidos entre sí, todos con cilantro y con el añadido
final de azúcar y canela.
Escarcela.
Bolsa
utilizada para guardar dinero a otras cosas. Podía confeccionarse con
tejido preciado, bordado de oro y perlas. La diferencia entre una bolsa y
una escarcela radicaba en la forma: la primera era redonda y la segunda
cuadrada.
Estradiote.
Soldado
perteneciente a ciertos cuerpos de milicia de a caballo, procedentes de la Morea
y de Albania.
Falconete.
Pequeño
y largo cañoncito muy utilizado en las galeras. En su parte exterior, en la
caña, tenía dos pernos que se introducían en una horquilla apoyada
sobre una base de madera. Tenía un diámetro de 6 centímetros y lanzaba
balas que llegaban a pesar hasta un kilo y medio.
Farseto.
Jubón
masculino muy corto, abotonado por delante y realizado con ojales y lazos a
los que se ataban las larguísimas calzas. Era un indumento que no se lucía
a la vista, aunque a menudo se enriquecía con seda y terciopelo. Dada su pequeña
dimensión, la camisa aparecía en una posición incómoda, entre una calza y
otra.
Fruta
confitada de Génova. Elaboración
tradicional y secular de la pastelería de Liguria, reconocida y
admirada en todo el mundo. Aún hoy supone un regalo típico de las
autoridades ciudadanas a sus invitados.
Galanga.
Raíz
aromática originaria de China y conocida en Europa desde la antigüedad. En el
siglo XIX tenía fama de ser un remedio contra el mal de mar y figuraba, por
tanto, en la cocina de a bordo.
Gallarda
española. Especie
de danza de la escuela española, así llamada por tener movimientos vivaces y
airosos.
Garbo.
Forma
arcaica o septentrional italiana utilizada para definir un vino un poco
áspero.
Garnacha.
Citado
desde los tiempos de Dante, es un vino antiguo bastante difundido en Italia,
donde existen muchas variedades. Es dulce, generoso, de uva perfumada y se
produce particularmente en las Cinque
Terre (Cinco Tierras) y en la zona de Verona.
Garnacha.
Amplio
y solemne chaquetón masculino, en uso durante los siglos XIV y XVI. Largo hasta
la rodilla, tenía muchos pliegues que se ensanchaban en forma de abanico desde
la cintura hacia los hombros y hacia el orlo decorado a menudo con pieles. Las
mangas eran muy anchas y se acostumbraba hacerles una abertura para dejar libres
los brazos de su exagerada amplitud.
Garnacha
de Corniglia. Vino
típico de las Cinque Terre [v.
Garnacha]
Garnacha
de las Cinque Terre [v. Garnacha]
Garnacha
de Verona [v. Garnacha]
Ginestrata.
Especie
de polenta dulce elaborada con leche, mucho azúcar y harina de arroz. Después se
añadían dátiles, pasas, piñones, especias y sobre todo azafrán, para que
adoptase un intenso color amarillo.
Gonela.
Elegante
vestido femenino de línea simple, cerrado por delante con lazos; botones
preciosos o perlas. Las mangas casi siempre eran de color distinto del
resto del traje y estaban unidas a él con alfileres o lazos. La moda de
hacer ver la camisa a través de las aberturas acuchilladas en los hombros y
a la altura del codo inducía a llevar la gonela sin
sobreveste.
Gran
Mariscal. Jefe
supremo del gobierno de la casa principesca, a veces título absolutamente
honorífico.
Gran
Senescal. Alto
funcionario, cercano al Príncipe, con la función de sobrentender en los
banquetes y en las fiestas de las casas señoriales y de proveer a las
exigencias de la Corte. Sus subalternos eran los Senescales Menores y los
Senescales.
Gran
Tamborilero. Personaje
que en los cortejos precedía a los músicos, marcando el tiempo con la maza.
Junto al Pífano Mayor, dirigía las
bandas musicales que, en la Edad Media, estaban compuestas generalmente por
pífanos y tambores, tal como aún hoy podemos ver en los desfiles de Carnaval de
algunas ciudades suizas.
Gran
Veedor. Era
uno de los oficios más importantes de la Corte en el Renacimiento.
Fundamentalmente se encargaba de las compras diarias en el mercado. De regreso a
palacio entregaba las provisiones al Despensero [v.] El Gran Veedor tenía que
ser un hombre fuerte y resistente al cansancio de las caminatas, de
absoluta confianza en el manejo del dinero, además de saber reconocer la
calidad de los alimentos.
Greco
de Somma. Vino
blanco producido en Italia por las antiguas cepas homónimas en la zona vesubiana
de Somma, en la región de Campania. El Greco era un vino de gran consumo durante
los siglos pasados y existían distintas variedades, ya fuera en Campania o en
Toscana.
Guilda.
Nombre
de las antiguas asociaciones de asistencia mutua, de carácter religioso,
mercantil y artesanal, características de la Edad Media, generalmente del
norte de Europa, y con funciones económicas análogas a las de las corporaciones
medievales.
Helenio.
Planta
perenne con pequeñas flores amarillas de forma acampanada cuya raíz, muy
aromática, posee propiedades digestivas.
Hibisco.
Género
de plantas de las malváceas, que comprenden unas sesenta especies, alguna
de las cuales tienen una gran importancia en el campo alimenticio, pues
poseen semillas de las que se extrae un aceite comestible y flores con las
que se prepara una infusión ácida y refrescante.
Hopalanda.
Largo
manto de gala, tanto masculino como femenino, a veces con cola. Tenía enormes
mangas y capucha, y se confeccionaba con tela muy lujosa, a menudo forrada con
piel o seda.
Huca
pro acqua o huca encerada. Sobreveste
encerada de paño negro utilizada en Génova y considerada el origen de los
modernos impermeables. Tenía dos aberturas para hacer pasar los brazos y
estaba confeccionada con tejido fino de lana, decorada con finas tiras de cuero
y en invierno podía forrarse con pieles.
Imbandisone
[v. Ordine de le imbandisone]
Islas
Flamencas. Antiguo
nombre de las islas Azores portuguesas, que en el siglo xv estaban habitadas por
colonos flamencos, pues el rey de Portugal había cedido una parte de ellas a la
duquesa de Borgoña y de Flandes.
Lacrima
Christi. Vino
licoroso italiano con denominación de origen controlada, producido en la zona
del Vesubio. Es uno de los vinos moscateles más conocidos e
imitados.
Lampazo
lampás, tejido
de seda de gran valor, caracterizado por grandes dibujos ornamentales y
floreales obtenidos por efecto de la trama, a menudo con hilos de oro y de
plata, que resaltan sobre el fondo raso. El lampazo ha tenido una gran difusión
en la historia de la industria de la seda; de origen oriental,
particularmente famoso era el de Génova, donde desde la Edad Media se
desarrolló un refinado artesanado textil.
Lampazo
de Génova [v. Lampazo lampás]
Lechuguillas.
En
la vestimenta masculina italiana de la Edad Media, guarnición blanca de tela o
encaje, que almidonada y en varias capas decoraba las aberturas de la camisa por
la parte del pecho y en los puños.
Loba.
Sobreveste
masculina amplia, cerrada y sin mangas, de la que los brazos salían por debajo o
desde dos aperturas laterales llamadas «maneras» Era de lana o de damasco.
Cerrada en el cuello con grandes ganchos y lazos, podía estar forrada con
tafetán en verano y con piel o terciopelo en invierno. En el vestuario
femenino la loba era una sobreveste que llamaba la atención por su
línea fluida y majestuosa, que se adhería graciosamente al seno y después se
abría amplia. Las mangas podían ser a «alas», largas y anchas, aunque también
las había adheridas y con cortes que dejaban entrever el vestido. El forro era
de piel o de seda.
Macis.
Especia
conseguida de la membrana que recubre la nuez moscada. Fue utilizada en Europa,
bajo la forma de especia molida, incluso antes que la nuez. Hoy es uno de los
componentes del curry.
Maestro
de Ceremonias. En
la Edad Media era el responsable del protocolo y tenía la función de
instruir y hacer respetar las normas del ceremonial diplomático. Era una
figura de las Cortes mayores, cuya labor realizaba el Senescal [v.] en los palacios con menor
servidumbre.
Maestro
de las entradas. Cargo
del estado de Milán comparable al moderno ministro de
Hacienda.
Maggiori.
Término
histórico utilizado en las crónicas italianas del siglo xv para indicar
personas excelentes o superiores a otras en orden
jerárquico.
Malvasía.
Bajo
este nombre se incluye una cantidad considerable de viñedos que no
presentan un denominador común. Por este motivo se prefiere hablar de
«malvasías», de las que existen variedades con uvas blancas, negras, de sabor
aromático o simple, dulce o seco, producidas en muchas localidades italianas y
transalpinas. Cierto es su origen griego, en la ciudad de Monembasia [o
Monemvasia o Monovaxia], en el Peloponeso, donde en 1248 penetraron los
venecianos que transportaron las cepas a la isla de Creta, que formaba
parte de sus posesiones coloniales. Allí nace una floreciente producción de malvasía de Creta, que la potente flota
veneciana se encargó de exportar a larga escala. Si el vino de Monembasia suplantó al antiguo de Creta,
se mezcló con él o constituyó una especie por sí mismo, resulta difícil de
establecer. Además surgió la costumbre de denominar indistintamente vinos griegos a todos los importados, no sólo de
Grecia sino también de Creta y de las islas del mar Egeo. Se trataba sobre todo
de moscateles con un alto contenido alcohólico que, sin tendencia a la
acidez, se revelaron óptimos para el transporte.
Malvasía
dulce de Grecia [v. Malvasía]
Malvasía
perseghina. Probablemente
antigua malvasía veneciana, aromatizada con melocotón. Efectivamente,
«persego» es una voz del dialecto veneciano, que significa melocotón.
Además, antiguamente era costumbre injertar las yemas de las cepas en
árboles frutales para obtener uvas con gustos y sabores
particulares.
Marone.
El
término se refiere a la castaña que en italiano dialectal se llama «marone» En
la Edad Media las joyas de los personajes de las casas nobles tenían un
sobrenombre con el que se solían denominar estas particularísimas
obras de arte de la orfebrería. En este caso concreto il marone, famoso rubí de la casa Sforza,
se denominaba así por su tamaño.
Melapia.
Nombre
que deriva del latín Appius, el romano que obtuvo está variedad de manzana, con
fruto pequeño, rojo vivo por un lado y blanco por el otro, con la piel muy
fina y la pulpa compacta y dulce. Las melapiàs se utilizaban frecuentemente
en la cocina medieval y aún hoy son muy comunes en
Francia.
Menestra
a la húngara. En
el Renacimiento había costumbre de atribuir platos a pueblos distintos,
incluso sin que la receta justificase tal atribución. En este caso se trata de
una menestra de huevo, leche, azúcar y mantequilla, cocida al baño
María.
Mijoter.
Término
francés que significa «cocer a fuego muy lento» Es un tipo de cocción que se
utiliza sobre todo para víveres con prevalencia de
líquido.
Monjil.
Amplio
y elegante manto de origen español, con mangas, largo hasta los pies, abierto
por delante y de moda durante la segunda mitad del siglo
xv.
Montero
Mayor. Oficial
de las casas señoriales que se ocupaba de todos los detalles en las
cacerías del señor.
Mortadela
amarilla. Mortadela
coloreada y aromatizada con azafrán. El embutido amarillo más célebre en
Italia es la salchicha lombarda de sesos.
Moscatel
de Candía. Nombre
de una malvasía dulce de Creta. Candía es la ciudad más poblada y uno de los
mayores puertos de la isla [v. también Malvasáa]
Moscato
de Asti. Vino
espumoso producido en la región piamontesa de Asti.
Mostillo
o Mosto agustín. Dulces
compactos de forma romboidal hechos con harina, azúcar, uva pasa, almendras
y piñones. Producidos artesanalmente, deben su nombre al mosto cocido con el que
se empastaban la harina y el azúcar.
Moyana.
Pieza
de artillería de pequeño y medio calibre, de caña corta, muy utilizada en las
galeras. Lanzaba proyectiles de hierro con un alcance máximo de 800
metros.
Nebbiolo
de Carema. Reconocido
vino tinto italiano producido con uva nebbiolo en la localidad piamontesa de
Carema, al nordeste de Turín. Parece ser que el nombre «nebbiolo» deriva del ligero velo gris,
parecido a la niebla, que recubre la uva.
Noble
de popa. Hombre
de extracción noble, experto en navegación y en armas. Entre el grupo de Nobles de popa se elegía el eventual
sustituto del Capitán de la nave.
Ordine
de le Imbandisone. Incunable
lombardo sin fecha ni lugar de publicación, cuya única copia conocida se
encuentra en la Biblioteca Internacional de Gastronomía, en Suiza. Los
expertos lo atribuyen al poeta de Corte Baldasarre Taccone, y consideran la obra
como el menú del banquete nupcial de Isabel, princesa de Aragón, y Gian Galeazzo
Sforza, duque de Milán, celebrado en Tortona en 1489. El Ordine de le... es una alegórica puesta
en escena del banquete ‑ tortonés y está reconocido como uno de los primeros
testimonios relativos a los espectáculos danzados, citado incluso en
la historia del ballet.
Pan
dulce de Navidad. Receta
antigua de un dulce, especialidad de la ciudad de Génova, que ha llegado a
ser típico navideño. Tiene forma plana y pasta compacta, pues se hace fermentar
muy poco. Además de fruta confitada y pasas, contiene
piñones.
Papardelle.
Tipo de
pasta italiana con forma de láminas muy anchas, similar a la
lasaña.
Pasa
de Morea. Uva
pasa azucarada proveniente de la región griega de Morea, actual Peloponeso.
La cocina renacentista utilizaba mucho los distintos tipos de uva pasa. De aquí
el desarrollo de viñedos particulares, especialmente en el archipiélago
griego.
Pavo.
Antes
del descubrimiento de América, de donde es oriundo, con el término «pavo» se
indicaba únicamente a la especie conocida y originaria de Asia
actualmente denominada «pavo real»
Pedrero.
Pieza
de artillería parecida al cañón, que, como indica el término, lanzaba piedras,
aunque a veces las mezclasen con fragmentos de hierro a modo de
metralla.
Pera
moscatel. Pera
de fruto pequeño, distribuida en el árbol en racimos, de piel amarilla,
enrojecida por el sol y con la pulpa dulce y aromática. Las primeras noticias de
esta especie nos llegan a través de las citas de Plinio.
Pífano
Mayor. [v. Gran Tamborilero]
Pignolo
della Morra. Vino
tinto producido con una uva llamada «pignolo», con racimo pequeño y compacto,
casi como una piña. Antiguamente se elaboraba en la zona piamontesa de la Morra,
cerca de Alba, y hoy lo encontramos solamente en Friuli.
Piñonate.
Dulce
de piñones con azúcar o miel. En Sicilia se hacían con forma de piñas, fritas en
aceite y espolvoreadas con pistachos y miel. Era unos de los dulces que
abrían el primer servicio de credencia
de muchos banquetes renacentistas.
Protonotario.
Gran
oficial al que se confiaba el control de la redacción de los diplomas regios o
ducales. Era uno de los cargos principales, sobre todo en el Reino de Nápoles y
en la curia papal. Los Protonotarios apostólicos eran siete, estaban
colegiados y se ocupaban de redactar y registrar los actos de la Santa Sede, de
los Consistorios y de los procesos de canonización de los
santos.
Provatura.
Queso a base de leche de búfala típico de la zona del Lacio, similar a la
mozzarella pero más pequeño y de fusión más completa.
Queso
de búfala.
Queso fresco italiano de consistencia blanda y sabor suave, originario del sur
de Italia y elaborado con leche de búfala también conocido como mozzarella
de búfala.
Romania.
Nombre genérico que distinguía ante todo los vinos griegos de tierra
firme.
Romania
de Lepanto.
Vino originario de 1a ciudad griega homónima, situada en el estrecho de Corinto,
entre el golfo del mismo nombre y el de Patrasso.
Saint
Emilion. Vino
tinto francés muy generoso. Es uno de los más famosos de la región de Burdeos y
pertenece aún hoy a los Grands Crus Classés. Era célebre ya en la Edad
Media.
Salsa
camellina.
Llamada así por su color ocre, parecido al del pelo del camello. Era una salsa
hecha con uva pasa muy machacada, pan tostado embebido en vino tinto, almendras,
mosto cocido, vinagre o agraz, según se quisiera más dulce o más ácida. Todo
ello se pasaba por el tamiz y se aromatizaba con canela, clavo y nuez moscada.
Era una de las salsas más utilizadas en la Edad Media. .
Sándalo
blanco, rojo y cedrino. Polvo
de madera de sándalo utilizado como especia. El sándalo blanco es suave y
poco perfumado; el rojo posee un fuerte color rojizo y carece de olor; el
cedrino tiene el color del cedro, perfumadísimo y extraído de trozos de madera
no demasiado madura.
Senescal.
Oficial a las órdenes del Gran Senescal [v.] Mandaba sobre el cocinero, el
Veedor [v. Gran Veedor], el Despensero [v.] y el Credenciero [v.] También
controlaba los trabajos del Copero [v. Copero de Honor] y del Botellero. Bajo el
Senescal Mayor o Gran Senescal rotaba una jerarquía compleja compuesta por una
serie de Senescales Menores o Senescales responsables de sectores
específicos en el gobierno de las diversas Cortes del siglo
xv.
Senescal
de la Familia.
En la organización de la casa señorial, aquel que vigilaba directamente el
servicio de los componentes de la familia.
Senescal
de los Forasteros.
En la organización de la casa señorial, el responsable de recibir a los
huéspedes y a las personas extranjeras que temporalmente podían alojarse en
el castillo.
Senescal
Menor [v.
Senescal]
Sotacómitre
[v.
Cómitre]
Spigo.
En la Edad Media las joyas de los personajes nobles tenían un sobrenombre con el
que se denominaban estas particulares obras de arte de la orfebrería. En este
caso concreto, el spigo era el famoso rubí balaje con forma de
corazón que lucía Gian Galeazzo Sforza.
Spongate.
Dulces típicos de antigua tradición en algunas regiones italianas, con forma
redonda y baja, elaborados con frutos secos, fruta confitada, miel y
especias.
Taray.
Probablemente se trata de una especia derivada de la Tamarix gallica, planta
mediterránea cuyas hojas y corteza servirían para aromatizar un tipo de
cerveza.
Tesorero
General.
Magistrado del estado de Milán, que tenía la responsabilidad de administrar
los fondos que correspondían a la Cámara Ducal.
Terciopelo
de Zoagli.
O de Génova. Es un terciopelo realizado con una técnica especial, llamada
«levantina», que consiste esencialmente en entrelazar los hilos de fondo en
diagonal. La producción de terciopelo era una de las glorias de Génova y de
Zoagli, ciudad de la riviera de levante, que en el siglo xv formaban parte de
los centros textiles europeos más importantes. Aún hoy, en Zoagli sobreviven
grandes artesanos del terciopelo, tejido todavía en telares
manuales.
Terciopelo
frappé. Es
un terciopelo compacto, recortado, muy suave, que se moja y después de escurre.
El pelo queda aplastado a inclinado un poco por cada lado, creando un juego de
reflejos en la superficie.
Terciopelo
rizado. En
la confección de los terciopelos los hilos de pelo se levantan y después se
recortan con una cuchilla. Cuando el pelo del terciopelo no se recorta, se
llama «rizado o de pelo rico», pues
forma una especie de ricitos en la superficie. Es, principalmente, de un
terciopelo con decoración floral.
Terciopelo
de pelo. Terciopelo
trabajado con la técnica del terciopelo
rizado [v.], es decir, sin recortar y proporcionando distintas alturas
al pelo.
Terciopelo
cincelado o pelo sobre pelo. Terciopelo
elaborado, cuyos dibujos se obtienen utilizando conjuntamente los
sistemas de tejido recortado y de tejido rizado [v. Terciopelo rizado]
Torricella.
Existen
datos que hacen suponer que fue una prisión situada en la última planta del
Palacio Ducal de Venecia, en el lugar denominado Torricella. Sin embargo no se excluye
que existiera más de una prisión con este nombre.
Tortas
blancas. Tortas
dulces cuyo ingrediente principal era el queso. En efecto, el relleno era de mozzarella [v. Queso de búfala],
requesón fresco, queso graso y parmesano, a los que se añadían huevos,
azúcar, nata, agua de rosas, pasas, jengibre y canela. Se servían cubiertas de
azúcar en polvo y en las grandes ocasiones se presentaban revestidas de
láminas de oro y plata. Queda un particular recuerdo de este tipo de tortas
en las pastelerías siciliana y napolitana.
Tortas
de hierbas a la boloñesa, tortas de hierbas a la lombarda, torta genovesa.
Tortas
saladas con cobertura de pasta, con verdura, huevos y queso. Las tortas de hierbas son típicas de la
cocina del norte de Italia, desde el siglo xv, y su receta se retomaba cada vez
con variantes regionales. La torta
genovesa se preparaba haciendo la cobertura con hojaldre y rellenándola con
remolacha, queso fresco, menta machacada, pimienta y huevos; aún hoy es un plato
típico de la cocina genovesa, en el que la remolacha puede sustituirse por
espinacas o alcachofas. Las tortas de
hierbas a la boloñesa se preparaban del mismo modo, pero los
ingredientes del relleno eran: remolacha, parmesano, mayorana,
perejil, pimienta y huevos. Para las tortas de hierbas a la lombarda la pasta
se preparaba con harina, agua de rosas, azúcar, mantequilla y yema de
huevo, y el relleno con remolacha, parmesano, requesón, clavo, nuez
moscada, pimienta, canela y huevos.
Tortas
reales. Nombre
de varias tortas saladas con costra u hojaldre, definidas como «reales» en los
recetarios italianos renacentistas, probablemente porque estaban destinadas
a las mesas importantes.
Trebbiano
de Toscana. Vino
blanco producido en Toscana de una uva homónima. Es uno de los vinos más
difundidos desde hace siglos en Italia; existen muchas variedades, no sólo
en Toscana, sino en otras regiones italianas.
Triunfo
de mesa. En
los banquetes señoriales italianos se definían así las presentaciones de viandas
que con gran pompa se introducían en el festín, dispuestas sobre lujosas
fuentes y bandejas decorativas.
Veste
a la francesa. Se
distinguía por el escote en forma de corazón, por las mangas, muy amplias al
ala, y por la suave y ondulada cola de las sobrevestes. Los tocados se componían
de un pañuelo negro de seda que caía por la espalda, sobrepuesto a una toca de
tejido blanco fino, normalmente de Holanda, cuyos lados sobresalían
bajo el velo negro.
Veste
a la milanesa. Veste
que se distinguía por el escote en punta o cuadrado, con los ángulos
redondeados, y por las mangas ceñidas, acuchilladas y atadas con agujetas [v.] o lacitos, de las que
asomaba la camisa. La moda milanesa se caracterizaba por un peinado del
cabello recogido en una red de oro o de seda, que a menudo caía por
detrás en una larga trenza o cola envuelta en tela o
lazos.
Vicario
General. Magistrado
del estado de Milán. Su función era juzgar la actuación de varios
funcionarios al final de su mandato y de proceder en las causas de tipo civil,
criminal o mixtas que le confiaban el Duque, el Consejo Ducal o los Secretarios
Ducales.
Vignamaggio.
Vino
tinto italiano, originario de la localidad homónima de Toscana, en la región del
Chianti.
Vinillo
tinto de Broni. Vino
tinto rústico producido en Broni, provincia de Pavía. Hace tiempo se
consideraba un vino de hostería y se vendía a granel. Hoy la zona de Broni
y su vecina Stradella presentan vinos de elite, conocidos con el nombre de
«vinos Dell'Oltrepó
pavese»
Vinillo
de Coronata. Vino
blanco que se producía en la localidad genovesa del mismo
nombre.
Vino
de Creta. Tipo
de malvasía
[v.] Textos
del Renacimiento atestiguan que a Roma llegaban tres cualidades, que
el Papa utilizaba de forma distinta: el dulce para la sopa en días de
tramontana, el redondo para nutrir el cuerpo y el garbo [v.] para los
gargarismos.
Vino
de Chipre. Típico
vino de la isla, conocido como la bebida más antigua con la denominación de vino
Comandaria, de la que encontramos referencias en las Cruzadas. Parece ser
que ya desde la antigüedad era muy apreciado por los faraones y reyes. Como la
malvasía [v.], en el
Renacimiento fue muy apreciado también por los venecianos. Aún hoy se
produce como vino de postre, licoroso y de color pajizo
oscuro.
Vino
de Filleo. Vino
actualmente desconocido, probablemente de origen
griego.
Vino
de Gragnano. Vino
tinto, rojo rubí y con bastante cuerpo, producido en la localidad napolitana de
Gragnano en la costa amalfitana. Se conoce también el Gragnano de Lucca,
producido con uva sangiovesa.
Vino
dell'Oltrepó. Vino
originario del área conocida como Oltrepó, en la provincia de
Pavía.
Vino
dulce de Grecia [v. Malvasía]
Vino
tinto de San Colombano. Vino
tinto rústico, producido con uvas Barbera y Croatina en San Colombano al
Lambro, en la llanura sudeste de Milán. Hay que decir que si no existieran los
viñedos de San Colombano, la provincia de Milán sería la única en Italia
que no produciría vino.
Vino
tinto de Volpaia. Vino
tinto do gran excelencia producido por uva sangiovesa en Toscana, en ras
zonas de Volpaia y del Chianti sienés.
PERSONAJES
HISTÓRICOS
Acciamoli,
Niccolò (1310‑1365) Exponente
de la célebre familia florentina, fue consejero de Roberto de Anjou en Nápoles y
logró gran fama además de notables beneficios económicos y numerosos
feudos. Boccaccio llegó a compararlo con Ulises y Eneas.
Adorno,
Agostino. En
1487 fue Doge, gobernador de Génova; era uno
de los hombres fieles de Ludovico el Moro.
Alimento
Neri, Giovanni. Nacido
en 1439, fue un importante
prelado milanés. Ocupó altos cargos eclesiásticos hasta llegar a ser
miembro de la Cancillería papal.
Altilio,
Gabriele (aprox.
1440‑1501) Poeta y humanista, formó
parte de la Academia Pontaniana.
Ambrogio
da Corte. Noble
lombardo, que desde 1488 ocupó
diversos cargos del estado de Milán.
Ambrogio
da Rosate (Ambrogio
Varesi da Rosate, 1437-1522) Fue
el médico y astrólogo de Gian Galeazzo y después de Ludovico el
Moro.
Antonio
da Corte. Notable
lombardo que en 1435 fue nombrado
miembro del Consejo Secreto del estado de Milán [v.
Glosario]
Apicio
(lt.
Apicius) Con este nombre escribió el tratado De re coquinaria en diez volúmenes (s. t
d. C.) que contiene aproximadamente quinientas recetas. Es la obra de cocina más
antigua que se conoce. El autor crea recetas que testimonian un gran arte
culinario e ilustra las características básicas de la cocina en la época
romana.
Aragón
[v. gráfico]
Fernando
de Aragón (1431‑1494)
en
1477 casó en segundas nupcias con
Giovanna,
hija del rey de Aragón de España,
madrina
de Alfonso
Alfonso
(1448‑1495),
duque
de Calabria,
sucedió
a su padre como Alfonso II y
casó
con Ippolita Sforza (v. Sforza)
(1446‑1488)
Fernando(1467‑1496)
Isabel de Aragón (1470‑1524)
Bellincioni,
Bernardo (1452‑1492)
Fue poeta oficial en la Corte de los Sfórza de Ludovico el
Moro.
Bentivoglio,
Annibale (1469‑1540)
Exponente de la célebre familia boloñesa. En el año 1488 Ludovico el Moro
lo asalarió.
Bessarione
(aprox.
1403‑1472) Cardenal. Recogió en su casa a los humanistas griegos a italianos más
ilustres. Con el deseo de salvar el patrimonio espiritual helenístico, creó
una biblioteca que superaba a cualquier otra de la época en el número de códigos
griegos. Con la aprobación del Papa, la donó a la República de Venecia,
constituyendo el núcleo más importante de la Biblioteca
Marciana.
Boltraffio,
Giovanni Antonio (1467‑1516)
Pintor milanés.
Borromeo,
Vitaliano (1451‑1495)
Exponente de la célebre familia patricia milanesa.
Botta,
Bergonzio (1454‑1504)
Señor de Tortona, fue ministro de Finanzas del estado de Milán. Tras
organizar el banquete de Tortona, fue reconocido como el iniciador del
ballet.
Botta,
Giacomo
(†
1496)
Hermano de Bergonzio [v.] fue obispo de Tortona y embajador de los Sforza en la
Corte papal.
Calco,
Bortolomeo (1434‑1508)
Fue secretario de la Cancillería Ducal de los Sforza
[v.
Glosario]
Caradosso
(Foppa,
Cristoforo; 1442‑1527) Orfebre.
Carafa,
Alessandro (aprox.
1430‑1503) Arzobispo de Nápoles.
Cariteo
(Gareth
Benedetto, aprox. 1450‑1514) Poeta y hábil con la música. Fue amigo de Pontano y
de los mejores literatos napolitanos de la Academia
Pontaniana.
Castiglioni,
Branda. Jurisconsulto
milanés, en 1481 fue consejero de justicia y en 1487 consejero secreto del
estado de Milán. [v. Glosario]Varias veces embajador, representó al Moro
ante la Corte aragonesa de Nápoles durante largo tiempo.
Castiglioni,
Giovanni Battista (†
1501) Jurisconsulto
del Consejo de justicia del estado de Milán [v. Glosario]
Cattaneo.
Familia
de hombres políticos, mercaderes y banqueros del patriciado
genovés.
Colombo,
Bartolomeo (aprox.
1460‑1514) Tercer hermano del navegante genovés Cristoforo
Colombo.
Conte
di Conza. Se
trata de Luigi, de la familia de los Gesualdo, condes de Conza desde 1452. Fue
uno de los principales señores del Reino de Nápoles, fiel al rey Fernando, y a
menudo presente en las embajadas diplomáticas de los
aragoneses.
Conte
di Potenza. Miembro
de la noble familia de los Zurla, condes de Sant'Angelo y de Potenza. Se trata
probablemente de Giovanni Antonio, que fue el cuarto conde de
Potenza.
Corio,
Bernardino (aprox.
1459‑1509) Historiador oficial de la Corte de los Sforza.
De
Conti, Bernardino (1450‑1525
aprox.) Retratista de la Corte de los Sforza.
De
Fiesrhi, Ibleto. Notario
de la Curia papal, en 1482 fue miembro del Consejo Secreto del estado de Milán
[v. Glosario]
De
Fuso, Pietro (t 1490)
Fue obispo de Venecia y en 1488 fue nombrado cardenal por el papa Sixto
IV.
De
Lazzara, Nicoló. Noble
de una antigua familia de Padua, entre los primeros conspiradores que en
1488 organizaron una conjura para liberar a Padua del dominio
veneciano.
De
Predis, Cristoforo.(t antes
de 1484) Miniaturista, era hermano mayor de Giovanni Ambrogio
[v.].
De
Predis, Giovanni Ambrogio (aprox.
1455‑1522) Retratista de Corte, fue compañero, socio y amigo de Leonardo da
Vinci.
De
Rossi, Martino. Cocinero
del Ticino que a principios de 1400, estando al servicio de Francesco Sforza y
de Gian Giacomo Trivulzio, exportó a Milán su arte culinaria. Está
considerado uno de los cocineros más famosos de la
historia.
De'
Medici, Piero (1472‑1503)Hijo
y sucesor de Lorenzo el Magnífico en la señoría de
Florencia.
Del
Carretto, Galeotto (aprox.
1455‑1509) Literato y poeta, perteneciente a una familia noble de
Monferrato, entró desde muy joven en el ambiente milanés, llegando a
ser amigo de Baldassarre Taccone [v.] y Giasone del Maino
[v.]
Del
Maino, Giasone (1435‑1519)
Jurista de la Universidad de Pavía.
Di
Negro. Importante
linaje de la aristocracia genovesa.
Duccio
di Boninsegna
(†
1319)
Gran pintor de Siena considerado el maestro del estilo pictórico sienés del
siglo xiv.
Hermes
Trismegisto. A
este nombre se atribuye una serie de escritos de la época tardía helenística (s.
III d. C.) resúmenes de coloquios celebrados en círculos filosóficos
restringidos. Más tarde también fueron atribuidos a Hermes otros escritos
arqueológicos, mágicos y alquimistas, que hicieron hablar de una tradición
hermética o hermética‑alquimista.
Fieschi.
Célebre
familia del patriciado genovés.
Fregoso.
Célebre
familia del patriciado genovés.
Gallerani,
Cecilia
(†
1536
aprox.) Dama noble del patriciado milanés, fue amante de Ludovico el Moro.
Casada con el conde de San Giovanni in Croce, en su residencia feudal
y en Milán convocaba a los hombres más famosos de las letras y de las
artes.
Gerolamo
da Cremona. Miniaturista
lombardo cuya actividad floreció entre 1467 y 1483.
Giustiniani.
Rama
genovesa de una relevante familia italiana que produjo un buen número de
prelados, escritores y hombres políticos.
Graciano.
Monje
camandulense, autor de una colección sistemática y completa de las leyes
eclesiásticas titulada Concordia
discordantium canonum (post. 1139), en la cual se proponía conciliar las
aparentes contradicciones de las leyes canónicas.
Gregorio
de Tours. En
el año 573 fue obispo de la ciudad francesa de Tours. Escribió muchas obras de
carácter eclesiástico, pero la más importante es Historia ecclesiastica Francorum,
en diez volúmenes. Se encuentra entre los más importantes cronistas de la
Edad Media.
Grimaldi.
Célebre
familia del patriciado genovés.
Guicciardini,
Giacomo (1421‑1490)
De la potente familia florentina de los Guicciardini y hombre dé confianza de
Lorenzo de Medici, ocupó importantes cargos en la señoría de Florencia.
.
Lampugniani,
Cristoforo. Primero
fue miembro de la Cancillería Secreta del estado de Milán [v. Glosario], y desde
1491 ocupó el cargo de canciller del Consejo Secreto [v.
Glosario]
Lampugnani,
Giovanni Andrea. Noble
milanés, en 1476 organizó la conjura para asesinar a Galeazzo Maria
Sforza.
Landriani,
Antonio (†
1499)
Fue ministro de Finanzas de Ludovico el Moro.
Missaglia.
Familia
fabricante de armas conocida en toda Europa en los siglos XV y XVI.
Montemerlo.
Noble
familia de Tortona cuyos miembros ocuparon numerosos cargos políticos en el
estado de Milán.
Opizzoni.
Noble
familia de Tortona cuyos miembros ocuparon numerosos cargos políticos en el
estado de Milán.
Opizzoni,
Dertonino. Hijo
de Lorenzo, notario y canciller de Tortona.
Orígenes
(II‑III
d. C.) Célebre doctor de la Iglesia, escritor prolífico, fundó una escuela
de pensadores y teólogos cuya influencia en la doctrina cristiana fue
predominante durante el siglo III d. C. y durante buena parte del IV d.
C.
Pandolfini,
Pietro Filippo. Consejero
y embajador de Lorenzo de Medici.
Piccolomini,
Antonio
(† 1493)
Sobrino del papa Pío II y duque de Amalfi.
Piccolomini,
Maria (hija
de Marino Marzano, príncipe de Rossano) En 1461 se convirtió en esposa en
segundas nupcias del duque de Amalfi, Antonio Piccolomini.
Pontano,
Giovanni (aprox.1429‑1503)
Ministro y poeta de los reyes aragoneses en Nápoles, está reconocido como
fundador de la Academia Pontaniana.
Riario,
Raffaele (t
1521) En 1477 el papa Sixto IV lo nombró cardenal del Sacro
Colegio.
Rufolo.
Noble
y rica familia de Ravello. Su villa del siglo XIII aún hoy es el monumento más
conocido de Ravello.
Ruperto
da Nola. Célebre
cocinero del rey de Nápoles Fernando de Aragón. Autor del Libre del Coch, impreso en catalán
en 1520 y en castellano en 1525 con el título Libro de cocina.
Rustichello
da Pisa. Compañero
de celda a quien Marco Polo dictó su Milione, mientras estaba encerrado en la
cárcel de la República de Génova, que lo hizo prisionero como consecuencia
de una batalla entre naves mercantiles genovesas y
venecianas.
Sannazaro,
Jacopo (aprox.1456‑1530)
Noble cortesano de los palacios reales aragoneses de Nápoles, poeta y refinado
humanista de la Academia Pontaniana.
Sanseverino,
Galeazzo (†
1525)
Hijo de Roberto, como su padre fue un hombre de armas, se casó con una hija
natural del Moro, Blanca. Posteriormente se pasó a los franceses y se convirtió
en Gran Escudero de Francia.
Sanseverino,
Roberto (1418‑1487)
Condotiero y capitán de gran valor, militó con Francesco Sforza y ocupó
altos cargos del gobierno de Milán. Acudió en ayuda del rey Fernando de
Aragón y obtuvo el título de primer conde de Caiazzo.
Sclafenate,
Giovanni Giacomo (1460‑1497)
Obispo de Parma. Cuando apenas tenía veintitrés años, Sixto IV lo eligió
cardenal del Sacro Colegio de Roma.
Sergregorio
da Gravedona. Gran
orfebre lombardo de finales del siglo xv y principios del
xvi..
Sfondrati,
Battista (1461‑1497)
Jurisconsulto de Cremona. En 1487 obtuvo la ciudadanía milanesa por parte de
Gian Galeazzo Sforza. Embajador del Moro en todos los principados italianos, era
estimado como uno de los más profundos legisladores de su
tiempo.
Sforza
[v. gráfico]
Francesco
I Sforza(1401‑1466),
casó
con Bianca Maria Visconti († 1469)
Galeazzo
María Ascanio
Ippolita
Ottaviano
Ludovico el Moro
(1444‑1476),
Cardenal (1446‑1488)
(1458‑1477)
(1451‑1508)
casado con
(† 1505)
casada con
casado con
Bona
de Saboya
Alfonso de Aragón
Beatriz d'Este
(† 1494)
(1448‑1495)
(1474‑1497)
Gian
Galeazzo
Hermes
Isabel
Fernando
Sforza,
Ottaviano (1477‑1541
aprox.) Hijo ilegítimo de Galeazzo Maria Sforza y Lucia Marliani. Obispo de Lodi
en 1497, fue una figura de gran poder del Ducado de
Milán.
Sforza,
Secondo (1433‑1492)
Hijo natural de Francesco I Sforza. Hombre de armas, que dio origen a la rama de
los Sforza de Borgonuovo.
Simonetta,
Cicco (t1480)
Ministro de los Sforza. Durante la regencia de la duquesa Bona, concentró
en sus manos la totalidad de los asuntos del Ducado. Sobre su persona se
volcaron las envidias de la Corte que logró acabar con él. En Pavía fue
hecho prisionero por orden del Moro, que lo mandó
decapitar.
Soderini,
Paolo Antonio. Perteneciente
a la más antigua nobleza florentina, entre los años 1527‑1530 fue un activo
exponente de la vida política de Florencia.
Spannocchi,
Ambrogio. Banquero
sienés que en Roma tuvo la más importante sede bancaria de la segunda mitad del
siglo xv. Supo conquistar un inmenso crédito y la estima del rey Fernando
de Nápoles y de su hijo Alfonso, pero después de la muerte del fundador el banco
quebró.
Spinola.
Antigua,
ilustre y potente familia de la aristocracia
genovesa.
Taccone,
Baldassarre (t
1521) Escribano
de la Corte Ducal de Milán, fue poeta a incluso llegó a crear versos para una
representación de Corte de Leonardo da Vinci.
Trivulzlo,
Antonio (1449‑1508)
Eclesiástico y embajador de los Sforza, en 1487 fue nombrado obispo de Como
por recomendación del Moro.
Trivulzio,
Gian Giacomo (1441‑1518)
Gran Condotiero, combatió para los Sforza, que no supieron recompensarlo.
Entonces juró venganza y abandonó Italia para pasar al servicio de los reyes
franceses. Está reconocido como el fundador de la milicia de
Francia.
Trotti,
Jacopo. Embajador
de los duques de Ferrara en las Cortes más importantes. Dejó un rico carteo
sobre su actividad diplomática, que se desarrolló durante la segunda mitad
del siglo xv.
Vincimala,
Gian Giacomo. En
1487 era Gran Senescal [v. Glosario] en la Corte de los
Sforza.
Visconti,
Gaspare (t
1499 aprox.) Fue
uno de los mejores poetas en italiano vulgar de la época de Ludovico el
Moro.
I
‑
Criadillas de cochinillo:
50 libras.
‑
Lomos de cerdo: 106
libras.
‑
Mortadelas amarillas:
125
libras.
‑
Salchichas rojas:
120
libras.
Desde
las carretas los dos asistentes voceaban las cantidades de mercancía que
controlaban, para que el Gran
Veedor, un poco duro de
oído, pudiera escucharlas, pues se encontraba a bastante distancia en la
explanada nevada. El funcionario estaba ante un escritorio pequeño, casi en
el centro del inmenso patio del castillo, sentado en un banco cercano a la gran
hoguera de leña. Buena parte del patio aparecía abarrotada de carros y
carretas y la nieve estaba manchada por el estiércol de los caballos y los
mulos y por los surcos de las ruedas. La explanada, con el castillo, la catedral
y el palacio episcopal, ocupaba la vasta meseta en la cima de la colina,
que se erguía baja y maciza para defender la parte oriental del notable burgo de
Tortona. El gran descampado estaba protegido por tres lados con altos muros
espaciados por torres, mientras que el de levante estaba defendido por la
gruesa mole del castillo de los Botta, condes de Tortona, que se entreveía
azulado en la niebla.
Hacia
el pueblo, es decir, en la parte opuesta al castillo, se elevaba la
imponente silueta de la catedral de Tortona, con el palacio episcopal anexo.
Abajo, allá donde la colina y el castillo no lo protegían, el poblado estaba
defendido por muros almenados y torres situadas a distancia regular una de
la otra.
El
Gran Veedor, enjuto y calvo, intentaba protegerse del frío y la niebla que
le entraban en los huesos, manteniéndose lo más cerca posible del fuego
pero, a pesar del bonete calado hasta las orejas, el ropón que le llegaba
hasta los pies, con cuello y solapas de piel y los espesos mitones, que
usaban los contables para escribir y contar el dinero, no conseguía calentarse.
Controlaba en un borrador que los víveres que llegaban en carreta desde
Milán correspondieran a la carga registrada en el momento de la partida.
Apenas las carretas entraban en el patio, a través de la gran puerta cochera,
sus dos asistentes saltaban encima y, en voz muy alta, en parte para
hacerse oír bien por su jefe y en parte para darse importancia,
comenzaban la cuenta del material transportado:
‑
Ocas en salmuera: 300.
‑
Morcillas: 2.800.
‑
Crestas y criadillas de pollo: 120
libras.
‑
Membrillos y granadas: 150
libras.
‑
Gajos de nuez: 300
libras.
‑
Avellanas frescas y secas: 260
libras.
De
vez en cuando, mientras seguían el recuento, los dos asistentes arrojaban desde
las carretas, ora una cesta de salchichas, ora unos grandes trozos de tocino o
unos jamones de jabalí. Algunos de sus compadres cogían al vuelo lo que lanzaban
y lo cargaban en una carreta vecina. Nadie parecía preocupado por la
presencia del Gran Veedor, quien al menos tenía dos buenos motivos para no
moverse de su puesto. Por nada del mundo hubiera apartado de la hoguera sus
magros huesos, que le parecían a punto de congelarse; además, sabía
perfectamente que la mitad de lo robado iría a parar a su escarcela. Los asistentes, no satisfechos con
todo lo que hurtaban de acuerdo con sus compinches, se metían sartas de
salchichas, sobrasadas y hormas enteras de queso en los amplios
bolsillos de sus ropones.
Al
gran patio continuaban llegando carretas con todo lo necesario para el colosal y
suntuosísimo ágape para más de ochocientas personas, que al cabo de pocos días
tendría lugar en el castillo. El número de carros era tal que una buena parte
del descampado comenzaba a saturarse.
El
resto de los víveres se conseguirían en los alrededores, en la colina y las
llanuras que rodeaban el burgo.
Comenzaron
a llegar carros más grandes cargados de toneles:
‑
Malvasía: 18
toneles.
‑
Romania: 7
toneles.
‑
Bastardo: 21
toneles.
‑
Greco de Somma: 19
toneles.
‑Garnacha: 32
toneles.
No
era fácil hacer desaparecer los toneles, pero las frases breves, los guiños y
las señas de complicidad que los dos asistentes intercambiaban con los
carreteros permitían suponer que, por lo menos, una parte de aquel vino sería
sustraída.
La
corpulenta figura de maese Stefano apareció sobre la grupa de su caballo,
saliendo de improviso por detrás del castillo entre la niebla del patio.
Estaba acompañado por maese Anselmo, viejo jefe de cocina del castillo de
los condes de Botta, quien, siendo nativo del pueblo, hacía los honores de casa
y, sin lamentarse, había cedido el mando de todo lo necesario para la
preparación del ágape al Gran Cocinero de Milán. Pensándolo bien, le estaba
agradecido porque él jamás habría sabido organizar tan extraordinaria
empresa; por eso ahora hacía todo lo posible por ayudar a su ilustre colega,
director de las cocinas ducales. En ese momento los asistentes del Gran Veedor
revisaban una carga de quesos alpinos.
En
cuanto el gran Gran Veedor vio al Gran Cocinero, lo saludó. familiarmente con la
mano y desde lejos le gritó:
‑Hola,
maese Stefano, mirad qué trabajo me dais con todos vuestros trastos. Llevamos
toda la mañana controlando mercancías.
Maese
Stefano sonrió al pensar cuánto habrían robado aquellos pícaros durante la
mañana, pero se limitó a decir:
‑Es
verdad, maese Ubaldo; sin embargo dentro de poco vos habréis terminado y, en
cambio, mi trabajo comienza ahora.
El
Gran Cocinero estaba casi congelado y se frotaba sus redondas y heladas
mejillas con las manos. Tras descabalgar fue a sentarse cerca de maese Ubaldo,
en un banco frente a la hoguera. Sus rojizos bigotes vueltos hacia arriba y
su perilla estaban cuajados de hielo y nieve.
‑Este
bribón 1488 nos está regalando uno de los inviernos más fríos que recuerdo ‑dijo
maese Stefano, estremeciéndose, mientras sacaba del bolsillo de su ropón,
forrado de piel, una frasca de aguardiente de sus valles y la ofrecía
gentilmente al Gran Veedor.
‑
Probad éste del valle de Blenio. Reanimaría incluso a un
ahorcado.
Maese
Ubaldo trincó aquel fuego líquido, se estremeció por la quemazón y
tosió.
‑¡Magnífico!
‑Y bebió otro gran sorbo. Luego le preguntó‑: ¿Ya habéis encontrado dónde situar
vuestra cocina? Yo no entiendo de esto, pero ¡la del castillo me parece un
poco pequeña!
‑Es
peor que pequeña ‑espetó el Gran Cocinero‑. La acabo de visitar con maese
Anselmo y también él piensa que no es adecuada para nuestro banquete. El conde
Botta y el conde Obispo, su hermano, nunca reciben a más de treinta
personas a la vez. No está hecha para un banquete principesco. Faltan los albañares, los hornos, los asadores, los morteros y
todo lo demás. Necesito un local donde puedan trabajar tres cocineros
principales, veinte cocineros, treinta oficiales de cocina, veinte mozos y una
cincuentena de galopillos.
También
él echó buenos tragos de su frasca, mientras recordaba su salida de la
Corte de Milán aquella misma mañana o, mejor dicho, aquella noche cerrada, dos
horas después de medianoche, al son de la hora octava. Había necesitado
diez horas de viaje, entre la niebla y la nieve, y ahora estaba allí, en el
centro de un patio helado, rompiéndose la cabeza para encontrar el mejor
local donde preparar el banquete principesco. Había buscado por todas
partes.
‑Pero
quizá lo he encontrado ‑dijo el Gran Cocinero como hablando consigo mismo‑.
Maese Anselmo me ha enseñado los sótanos del castillo, precisamente debajo de
una de las salas del banquete. Es un espacio enorme, de momento abarrotado de
escombros y cubierto por al menos un palmo de polvo, pero con un poco de
trabajo conseguiré transformarlo en la cocina moderna que necesito. Estoy
esperando a uno de los senescales
menores, que llegará dentro de
poco con algunos aldeanos para despejar el local, hacer una gran
limpieza y blanquear las paredes. Es un semisótano, es verdad, pero está
seco, es luminoso y, además, para unos días irá bien.
Había
acabado de hablar cuando, bajo el arco del portón y a través de la niebla, se
vislumbró la silueta de un personaje con un monjil forrado de zorro y un bonete
emplumado. Iba seguido por un jinete que podía ser un secretario o un ayudante.
Cuando estuvo un poco más próximo, maese Stefano saltó en pie y
gritó:
‑¡Bienvenido,
Excelencia, ahora me siento mejor!
Y
corrió a su encuentro. El Diplomático hacía amplios gestos con las manos y,
en cuanto estuvo cerca, bajó del caballo y los dos se abrazaron afectuosamente,
ante la mirada asombrada del Gran Veedor.
El
embajador Jacopo Trotti, enviado del duque de Ferrara a la Corte de los Sforza,
cogió del brazo a maese Stefano y juntos se acercaron a la hoguera, que aún
ardía alimentada por la leña que los criados traían continuamente. El
Diplomático, después de intercambiar breves cumplidos con el Gran Veedor, se
dirigió al cocinero con tono burlón:
‑¿No
hay nada para estos pobres diplomáticos congelados?
Era
cordial y estaba de buen humor, como siempre.
Maese
Stefano no se hizo rogar, sacó otra vez su frasca y, en silencio, como en un
ritual ya conocido por ambos, la ofreció a su amigo, quien después de mirarla a
contraluz y olerla, sin decir una palabra, hizo un guiño al Gran Cocinero y
solemnemente empezó a beber a grandes sorbos.
‑¡Qué
diablos estos lugareños! Un aguardiente como el vuestro no lo hace nadie, ¿qué
le metéis dentro?, ¿tizones del infierno? ‑Y bromeando así, los dos amigos se
acercaron aún más a la hoguera. Tras quitarse los guantes, ofrecieron las palmas
de sus manos al calor de las llamas mientras las frotaban
enérgicamente.
En
ese momento las iglesias de Tortona comenzaron a tocar el ángelus, e
incluso desde los campanarios de las iglesias parroquiales más lejanas llegaron,
volando sobre las llanuras nevadas y sobre las filas de moreras de la
Lomellina, los nasales repiques de las campanas de Lombardía. Cada vez, ese
lamento lleno de ecos como el aleteo de un ángel hacía penetrar en todos la
melancolía por la noche que sobrevenía y la añoranza por el día
acabado.
‑Es
la hora del véspero, maese Stefano ‑dijo el Embajador‑, y ya oscurece. ¿Acaso no
ha llegado el momento de comenzar a pensar en algo serio? ¿No pasaremos aquí
toda la noche? ‑Y guiñó el ojo, sonriendo, como para romper aquel instante
helado que el sonido de las campanas había apoyado en
ellos.
‑No,
Excelencia, no dormiremos aquí con el estómago vacío. Sólo tengo que decir
dos palabras al Senescal Menor, en cuanto llegue, y luego podremos bajar al
pueblo. Maese Anselmo, el cocinero, que es del lugar, me ha aconsejado una
taberna que, por Dios, no es como las nuestras, pero se está caliente y se puede
echar al buche algo decente.
‑Estaba
seguro de que habríais pensado en todo, maese Stefano. Vos no me decepcionáis
jamás.
Por
fin uno de los cinco Senescales Menores llegó jadeante, tratando de adoptar una
pose como queriendo decir: «Después del Gran Senescal, el gobierno de la Casa
Ducal nos lo confían a nosotros. »
Ante
las palabras de maese Stefano, hizo ademán de ponderar bien si se adhería a la
petición de enviar a limpiar el sótano del castillo a la gente del pueblo
que, en esta ocasión, se encontraba a sus órdenes. Y para subrayar la
gravedad de sus pensamientos se acariciaba ostensiblemente el
mentón.
Maese
Stefano no parecía preocupado en absoluto; es más, mientras esperaba a que aquél
acabara su pantomima, adoptó una irónica actitud de vacilante
humildad.
Todos
sabían que las órdenes del duque Ludovico habían sido tajantes. Cada uno debía
cooperar en el éxito del gran banquete ofreciendo la máxima
disponibilidad para cualquier cosa que fuera menester en la cocina. Nada de
caprichos ni de obstáculos, ¿estaba claro? Fastidiar o contradecir al Duque
en aquel momento habría sido muy peligroso, y el Senescal Menor lo sabía
perfectamente, pero quería darse un poco de importancia. Después de toser y
de estirarse hacia fuera el labio inferior con dos dedos, como si estuviera
atormentado por insuperables dudas, al fin sentenció:
‑¡Bien,
lo intentaremos!
Usó
el plural con intención de suscitar un gran respeto en el
auditorio.
Maese
Stefano sonrió y por toda respuesta le dio, con su manota, un fuerte golpe en la
espalda que le hizo tambalearse y lo dejó atónito.
‑¡Bravo!
‑exclamó. Luego se volvió sobre sí mismo, cogió del brazo al diplomático
ferrarés y se encaminó con él hacia el portón, ya casi inmerso en la
oscuridad.
El
refinado Embajador y el Gran Cocinero, a pesar de ser bastante diferentes,
formaban una pareja muy bien avenida y muy conocida en la Corte de los Sforza.
Con el rabillo del ojo, los dos amigos observaron al Senescal Menor, cuya
arrogancia se había desinflado completamente, y estallaron en
carcajadas.
Maese
Anselmo trotaba servicial delante de ellos con la linterna. Guiados por él
comenzaron a descender hacia el burgo. El camino estaba cubierto por una
capa de nieve helada. En el silencio y la oscuridad casi completa, sólo se oía
el crujir del hielo bajo sus zapatos, mientras el viento hacía revolotear
algunos copos blancos.
‑¿Cómo
es Tortona, maese Anselmo? ‑preguntó con bonhomía el Embajador para romper el
silencio. A pesar de su linaje, era muy afable con los cocineros porque se
consideraba miembro honorario de su guilda.
‑Mire,
Excelencia ‑comenzó maese Anselmo‑, Tortona no es una gran ciudad, pero tampoco
una aldea, y los duques de Milán siempre han considerado que posee una
situación muy importante.
Tortona,
pequeña pero estratégica, se encontraba en el camino que, desde Génova y a
través del paso de los Giovi, conducía a Milán.
Era
el primer asentamiento del Ducado Sforza, al que se llegaba a través de los
pasos de montaña de Liguria y, desde la época romana, siempre fue una base
militar decisiva. Todo el poblado, de unas cuatro mil quinientas almas,
estaba rodeado de imponentes muros almenados con torreones de defensa
intercalados.
La
aldea surgía en el centro del valle del río Scrivia y, salvo la colina del
castillo, las montañas, a un lado y al otro, quedaban a varias leguas de
distancia, lo que hacía aireada y risueña la amplia vega. Adosado a la colina
que lo protegía por levante, el burgo, con sus grises muros, se presentaba con
cierta dignidad, pues el castillo, la catedral y el palacio episcopal parecían
formar parte del poblado, que en realidad se componía en gran parte de
casuchas de una o dos plantas.
Ahora,
en invierno, la nieve blanqueaba las colinas, mientras que abajo, al fondo del
valle, los campos estaban nevados sólo a manchas porque en Tortona,
aunque hacía frío, nieve caía poca. Entre las modestas casas de ladrillo y
piedra corrían pequeñas calles de fango helado, con un poco de nieve aquí y
allá. Las callejas tenían la calzada pendiente hacia el centro, donde se
había excavado un canalón al que confluía el agua de la lluvia y las aguas
negras. Mientras bajaban hacia el poblado, cuyos tejados nevados ya se
entreveían, maese Anselmo describía de modo muy colorista la vida que se hacía
en el pueblo.
‑Hay
que decir que el señor Duque, el Moro, se preocupa mucho por la limpieza de las
aldeas fronterizas. Por eso todas las calles, empedradas o de tierra
batida, tienen un canalón en el centro para recoger las aguas
sucias.
Habitualmente
el sitio de decencia, si existía, estaba en la segunda planta. Era una especie
de garita que sobresalía del muro de la casa. Dentro, una ménsula de
pizarra, en la que se habían practicado dos grandes agujeros, era lo
suficientemente ancha para que pudieran encaramarse dos personas. Los orines y
las heces salían por los agujeros de la pizarra y caían directamente a la calle,
cerca del muro de la casa, y cuando soplaba el viento lo ensuciaban dejando
evidentes huellas. Maese Anselmo proseguía con la descripción de
su aldea natal:
‑Con
un poco de agua o con la lluvia, las aguas negras acaban en el canalón
central y, desde allí, fluyen lentamente hasta un gran foso, del que los
campesinos las recuperan para abonar los Campos. Es una auténtica bendición de
Dios para todos. Por eso en primavera los cultivos de los alrededores son tan
verdes y lujuriantes.
‑Pero
‑observó, realista como siempre, maese Stefano‑ al pasar por las callejas hay
que estar muy atentos, porque si uno camina por la zona equivocada, antes o
después acaba por caerle encima toda esa bendición de
Dios.
Maese
Anselmo se quedó un poco contrariado, pero prosiguió:
‑En
verano, hay que admitirlo, este
sistema crea algunos
problemas, pero en invierno y sobre todo en primavera y en otoño, cuando las
lluvias son frecuentes, todo va de maravilla.
Fue
maese Stefano quien preguntó de nuevo al cocinero
local:
‑Pero
con este tipo de cloacas, ¿no hay siempre un poco de mal olor en el
pueblo?
Había
ironía en sus palabras, pero maese Anselmo, que quizá la había notado, hizo como
si nada y respondió:
‑Claro
que hay un poco de mal olor, pero basta con acostumbrarse. Las cosas irían mejor
si no fuera por los cerdos y las demás bestias que corretean por la planta baja
de las casas comiendo los desechos que, precisamente para ellos, los campesinos
dejan caer al suelo al preparar la comida. Estos animaluchos también se ensucian
hozando en el canalón de la calle y luego gandulean por la cocina y las
demás habitaciones del piso bajo. Por eso, cada semana hay que cambiar la paja
del suelo de todos los locales.
»Para
emporcar las casas, además de los cerdos y las gallinas que picotean por doquier
‑seguía diciendo el cocinero tortonés‑, también están las ocas y ánades. Hasta
las cabras, cuando consiguen escaparse de los establos, vienen a la planta
baja para tratar de comer
algún que otro troncho de col. Pero todos estos animales son la vida, y sin
ellos no sabríamos que meternos en la panza durante los días de fiesta. Además,
el cerdo salado se conserva bien, su manteca dura todo el año y
alimenta incluso las mechas de las linternas.
‑¿Cuáles
son las exquisiteces culinarias del lugar? ‑preguntó el Diplomático, llevando de
nuevo la conversación hacia el tema que más le
interesaba.
‑Por
aquí comemos muchos guisos, pero no se puede vivir siempre de menestras de col o
de nabos con corteza de cerdo. Claro que los guisos bien humeantes y con un
trozo de pan de centeno dentro, después de haberlo frotado con ajo, son una
buena comida. Pero tampoco se puede negar que, de cuando en cuando, una buena
oca al horno es un verdadero placer. No comiendo demasiada y usando su jugo
para dar sabor a algunos trozos de pan y a la polenta de farro, una oca
puede hacer feliz a una familia durante tres o cuatro comidas. Los días en que
no se come carne, y son bastantes, tenemos las castañas ya sean frescas o
secas. Asadas en la sartén sobre los trébedes y regadas con vino tinto, cuando
el calor empieza a abrirlas, son muy buenas. Pero mejor aún son las hervidas con
hinojo silvestre. Peladas aún calientes, con una buena taza de leche recién
ordeñada, ni siquiera el abad de Bobbio las
desdeñaría.
Mientras
se acercaban al pueblo, micer Jacopo Trotti y maese Stefano advirtieron,
entre las numerosas casuchas, algunas hermosas viviendas de antiguas
familias, como los Montemerlo y los Opizzone. Pero eran
pocas.
Abundaban,
en cambio, las iglesias y conventos, que poseían buena parte de los campos y los
pastos de la vega.
‑¿
Cuántas tabernas decentes hay en el burgo? ‑inquirió el Embajador, que estaba
muy preocupado por su cena.
‑En
el pueblo tenemos dos tabernas donde se puede comer queso de Cerdeña, salchichas
y longanizas a la brasa y donde también se puede beber un buen vinillo
local. Para hacer venir la sed siempre hay preparadas unas escudillas
grandes con altramuces cocidos y salados, y conocido es que cuando se comienza
con uno no se acaba nunca. ‑Maese Anselmo estaba de veras muy orgulloso de
las tabernas locales‑. A veces se encuentran también unas deliciosas patas de
gallina tostadas, que se comen con una salsa de pimienta y mostaza muy picante.
Un día por semana, cuando llegan los ricos mercaderes para la feria, la
hostería prepara una gran olla de cocido donde se pone de todo,
pescuezo, tetillas de vaca, nalga, rabo, morcillo, cabeza de buey con sus
deliciosas quijadas, un poco de gallina vieja y algunos chorizos. Todo este bien
de Dios se come con una salsa de ajo o bien con confitura picante de fruta,
hervida en otoño en mosto denso de vino con hierbas y especias varias. En suma,
en Tortona con algunos bayocos es posible pasar un buen
rato.
‑Y
en cuanto a diversiones, ¿qué se puede encontrar? ‑aventuró micer Jacopo,
esperando que hubiera algo que hacer con esas aldeanillas sanas y rozagantes, de
mejillas blancas y rojas como melapias, que había visto por las callejas
mientras llegaba al pueblo.
Sin
embargo quedó decepcionado ante la respuesta del cocinero:
‑
¡Por supuesto que hay diversiones, cómo no! Sobre todo los días de fiesta,
cuando está aquí el obispo Giacomo, vicario de Roma y hermano del señor conde
Bergonzio Botta. ‑En ese momento el Obispo se encontraba en la sede apostólica
en calidad de embajador de Milán ante el Papa. Cuando Su Excelencia está en
palacio, los domingos se celebran funciones bellísimas en la
catedral.
Las
vestiduras del Obispo y de los canónigos, bordadas de oro y plata, con
resplandecientes piedras preciosas engarzadas, los coros de los cantores, el
sonido del órgano, la brillantez de las telas doradas que en días festivos
cubrían las columnas, las ricas arañas de muchos brazos y las nubes de incienso,
todo hacía que las funciones en la iglesia fueran tan majestuosas que a
maese Anselmo le parecía estar en la Corte de la reina de Saba. Parecía
convencido de que los ilustres visitantes se quedarían fascinados con tanta
riqueza.
‑Durante
la Cuaresma ‑continuaba‑, se comen sábalos y otros pescados en conserva que nos
llegan en barriles desde Génova. También comemos buñuelos de bacalao y rodajas
de manzana, con su rebozado bien tierno, fritos en manteca de cerdo muy
caliente. En este período vienen de allende la frontera algunos
franciscanos, siempre de dos en dos. En la iglesia cada uno se sube a un
púlpito. Uno finge que es muy inteligente y el otro que es un gran ignorante,
haciéndose el tontarrón y provocando la risa de todos los fieles con su
escaso saber sobre los Santos Evangelios y los relatos de la Sagrada
Biblia. Durante la Cuaresma, cuando al atardecer estos franciscanos hacen
sus diálogos en la iglesia, las campanas que tocan a reunión congregan a gente
que acude incluso desde los burgos más lejanos.
Con
orgullo de auténtico tortonés, maese Anselmo se entusiasmó enumerando las
delicias del lugar, pero tuvo la sensación de que el Diplomático no estaba
demasiado impresionado con su relato y entonces trató de hacer interesante
su aldea recordando otras ocasiones de diversión.
‑Durante
la Pascua se celebra una función en el atrio de la catedral. Es muy hermosa
porque hay turcos infieles, representados por campesinos del lugar, que se
ennegrecen el rostro con grasa y polvos de carbón. También hay apóstoles con
largas barbas de algodón o de lino y soldados romanos con yelmo y coraza, todos
con vestidos de vivaces colores. Es un gran espectáculo para el que llega gente
desde todas partes.
‑Y
los jóvenes, ¿cómo se divierten? ¡Sin duda no será cuando asisten a las
funciones de la catedral! ‑fue el comentario del
Diplomático.
Maese
Anselmo extendió los brazos y no respondió. Maese Stefano, que era de
campo, sabía de verdad cuáles eran las ocasiones de encuentro entre los jóvenes
de aquellos pueblos. En invierno, cuando las sombras azules caían temprano desde
las colinas cercanas y las manchas de nieve se teñían de violeta, hacía mucho
frío en las casas. Entonces, después de cenar, se reunían en los establos,
entibiados por el heno y el calor de las vacas y los asnos. Bastaba una
sola linterna para todos. Siempre había alguno que contaba viajes por mar a
lejanos países de las especias, mientras las ancianas chupaban algunas
castañas secas, para tener suficiente saliva y poder hilar el lino durante toda
la velada, escuchando los relatos que ya habían oído otras muchas veces.
Durante esas vigilias, protegidos por la dulce temperatura y la
penumbra del establo, se cortejaba a las muchachas y se hacían algunas
cosas más.
‑En
estos días aquí, en la aldea, se habla de un gran matrimonio y circulan rumores
de todo tipo, pero pocos saben con exactitud qué está sucediendo ‑dijo maese
Anselmo, orgulloso de encontrarse entre los enterados‑. Para el banquete
están llegando a Tortona muchos señores desde Milán y desde más lejos. Se ven
aldeanos asombrados y confusos porque los que llegan lucen vestidos de
terciopelo o de lampazo, bordados en oro y plata. Llevan capas de felpa
con cuello de piel y gorros de fieltro con plumas grandes. En el pueblo se sabe
que los señores más importantes serán alojados en el castillo y en el palacio
del Obispo, mientras que los demás dormirán en el burgo. La gente de Tortona
tendrá que ceder sus propias camas, pero no bastarán, y muchos, ya sean
nobles o capitanes, deberán reposar en los establos y en los heniles. A los que
alojen a un caballero se les ha prometido un sueldo milanés. Los bien informados
dicen que acudirá también el señor duque Ludovico el Moro en persona. Figúrense,
Sus Señorías, que algunos han llegado a murmurar que es todo negro salvo los
ojos, que los tiene blancos. El párroco de Sant'Abbondio, que una vez lo vio en
carne y hueso, tuvo que explicar desde el púlpito que no era verdad en absoluto
y que el Moro era como nosotros, sólo un poco más moreno. A pesar de ello, los
más siguen creyendo que es un negro ‑añadió con aires de sabérselas
todas.
En
el villorrio la actividad bullía y eran muchos los contentos porque estaban
obteniendo buenos beneficios. Algunos hombres ayudaban a montar palcos para la
ceremonia, grandes estatuas de madera y de tela y arcos de triunfo bajo los
cuales pasaría el cortejo. Otros acudieron a trabajar al castillo para preparar
la gran fiesta. Cortaban leña para las chimeneas y las estufas y luego rompían
el hielo del río para llenar las cubas de agua y llevarlas arriba, hasta los
albañares de la cocina. En suma, aunque casi nadie sabía quién se casaba,
estaba claro que la fiesta sería un maná llovido del cielo sobre
Tortona. Y de ello se hablaría largamente durante el invierno, en las
interminables y tibias veladas de los establos.
Maese
Anselmo calló, como si temiera haber sido demasiado locuaz con esos forasteros
tan importantes; quizá había superado los límites del debido respeto. Se mordió
el labio esforzándose por no volver a abrir la boca.
El
viento había cesado de soplar cuando los tres llegaron al burgo. Al pasar
por delante de las viviendas, entre las callejas oscuras, se percibía el olor de
la leña que ardía en las chimeneas. Era la hora en que en las ollas, colgadas de
negras cadenas, se cocían los guisos de nabos y de coles con algunas cortezas de
cerdo. De vez en cuando, por los ventanucos se entreveían mujeres vestidas
de oscuro que, sentadas en los bancos de piedra de las chimeneas, esperaban a
que hirviera el agua o mezclaban las menestras que ya se
cocinaban.
De
vez en cuando les llegaba el olor de algo que se estaba friendo; tanto podían
ser unas tortillas de acelgas con huevos y queso como coles rebozadas con harina
y leche. Mientras, alguna de las mujeres, con una espátula larga, mezclaba en el
caldero de cobre la polenta de sorgo, que al hervir hacía emerger a la
superficie grandes burbujas de vapor oloroso. Aquellos efluvios de humo y de
comida pobre le resultaban familiares a maese Stefano. También en su valle
se repetía a esa hora el mismo y mísero rito. A menudo Stefano sentía nostalgia
de las cosas humildes de su tierra, tan nevada en invierno y tan verde en
primavera. Pasaron ante el taller del calderero, iluminado por la débil luz de
una lámpara de aceite. El artesano aún trabajaba remendando una pieza. En torno
a él, en el cuartito casi oscuro, pendían muchos objetos de cobre grandes y
pequeños, cazoletas, sartenes, hervidores para infusiones, cazos y
tenedores trinchantes.
En
la semi oscuridad del pequeño taller, los destellos de la luz se
reflejaban, en rojos resplandores, sobre los objetos de cobre
colgados.
Los
tres llegaron al umbral de una modesta taberna, que proyectaba un poco de su
débil luz en el callejón helado. Respetuoso, maese Anselmo los acompañó hasta el
interior, pero no quiso sentarse con ellos.
‑¡No
me siento cómodo en la mesa con un Embajador y un Gran Cocinero tan famosos
como vuestras mercedes, que vienen de la Corte ducal de
Milán!
Y
tenía razón. Maese Stefano también era famoso, pues era hijo del renombradísimo
maese Martino de Rossi, y sus dos nombres eran conocidos en todas las Cortes y
cocinas de Europa.
‑No,
gracias, yo sé estar en mi sitio ‑dijo con humilde orgullo‑. Cuando hayáis
cenado encontraréis aquí fuera a un ayudante mío con una carreta para
escoltar a Su Excelencia hasta el castillo, donde se aloja, y otro para
acompañar a maese Stefano a mi casa, donde me honro en
hospedarlo.
El
viejo se quitó con una reverencia la gorra y, reculando, salió a la
oscuridad de la gélida noche llevando su linterna en la
mano.
En
la taberna ya todos sabían de su llegada, y el amo se desvivía por acomodarlos
en la mejor mesa, prodigándose en continuas inclinaciones. Cuando el Diplomático
se quitó la pelliza, en su pecho brillaron una preciosa cadena y una gran
medalla de oro con las armas del duque de Ferrara. Los que allí se
encontraban enmudecieron. Pero cuando en el cuello de maese Stefano
apareció, sujeta con un cordón de seda roja, la imponente placa de cobre
esmaltado con los colores de los Sforza, entonces el respeto fue reemplazado por
un sentimiento muy similar al miedo. Los campesinos que estaban sentados en las
mesas más cercanas se levantaron, llevándose las frascas y los bocales en
que estaban bebiendo, y se desplazaron a los bancos mas apartados. Muy
tímidamente, casi de puntillas, volvían uno a uno a recoger los platos con la
comida, alargando los brazos para acercarse lo menos posible a aquellos señores
tan importantes.
Se
creó así un espacio vacío entre la mesa de los dos forasteros y las de los
clientes habituales de la taberna.
Todo
este silencioso tráfago hizo sonreír a los dos amigos, aunque no les
disgustó demasiado porque les permitía charlar en paz sin ser molestados.
Aquellos eran tiempos en que una palabra de más en un oído equivocado podía
costar muy caro y ellos deseaban intercambiar muchas palabras que no debían
ser oídas.
El
Patrón, obsequiosísimo, rayando en lo fastidioso, sin esperar a que se lo
pidieran, puso sobre la mesa dos bocales de estaño y una botella de vino tinto de San Colombano, y no se
iba.
‑Es
del mejor ‑dijo. La abrió y empezó a verter el contenido en los vasos‑. ¿Qué
puedo servir a Sus Excelencias? Tengo una panceta y unos salamis de cerdo que
son una maravilla. ¿Querrían Sus Excelencias comenzar con ellos y con algunas
morcillas? ¡Para la fiesta he preparado un gran cocido y aún me quedan unos
magníficos trozos de carne! ¡Además está el asado!
‑Está
bien ‑dijo el Embajador‑, regalémonos con los embutidos de cerdo y con las
morcillas, luego probaremos el cocido. ¿De acuerdo, maese Stefano? Sin embargo
pienso que antes deberíamos calentarnos un poco. Aún tenemos el frío metido en
los huesos.
‑Por
supuesto, Excelencias, podríamos comenzar con un caldo esforzado de carnero bien
graso al vino tinto de Volpaia. Es lo
ideal para recuperarse del frío y despertar el apetito.
Maese
Stefano hizo un gesto de asentimiento y el Diplomático estuvo de acuerdo.
Mientras esperaban empezaron a catar el vino en sus bocales de
estaño.
‑¡No
está nada mal! ‑fue el comentario.
Luego
comenzaron a conversar sobre la comitiva que a esas horas se disponía a regresar
por mar desde Nápoles, tras el matrimonio entre Gian Galeazzo Sforza e
Isabel de Aragón, y al cabo de algunos días, llegaría precisamente allí, a
Tortona.
‑De
modo que casi cuatrocientas personas ‑decía el Embajador‑ han partido desde
Milán hacia Nápoles. Muchos son nobles lombardos, pero también llegarán
delegaciones de los principados vecinos, amigos y enemigos. Algunos
Embajadores plenipotenciarios, como yo, por ejemplo, no hemos acudido
porque el viaje se presentaba demasiado fatigoso, pero hemos enviado a nuestros
jóvenes Legados. La comitiva ha partido haciendo gala de un lujo increíble. El
duque Ludovico, generalmente tan atento al dinero, esta vez no ha escatimado en
gastos. Seguro que los vestidos que habrán lucido en Nápoles están entretejidos
de oro y las berretas incrustadas de perlas y piedras
preciosas.
Mientras
comenzaban a sorber el ardiente caldo de carnero, avivado por el vino tinto
añadido, el Diplomático continuó con su descripción.
El
cocinero ya estaba al corriente de muchas de las cosas que el Embajador contaba,
pero las había sabido del modo confuso e impreciso en que las noticias
llegaban habitualmente a su cocina. Ahora, en cambio, micer Trotti se
las exponía con conocimiento directo, y estos relatos le
fascinaban.
La
comitiva se había formado en Milán siguiendo un orden muy
riguroso.
El
joven Hermes Sforza, hermano del novio, Gian Galeazzo, era el jefe de la
delegación, pero sólo formalmente, porque carecía de poderes reales. Quien
los detentaba, el verdadero fiduciario del duque Ludovico, era Galeazzo
Sanseverino, conde de Caiazzo y comandante en jefe de las milicias del
Ducado de Milán.
Monseñor
Ottaviano da Melzo, gran limosnero de los Sforza, y el conde Vitaliano Borromeo
estaban entre los personajes designados para acompañar a Isabel de Nápoles a
Milán. También formaban parte de la comitiva otros muchos notables lombardo
y de la Casa Ducal, como Bernardino Visconti, Antonio da Corte, Galeotto del
Carretto, Giovanni Battista Castiglioni y los poetas Gaspare Visconti y Bernardo
Bellincioni.
Además,
entre los más elegantes y con mejor aspecto, había casi ciento cincuenta
jóvenes nobles de ambos sexos, elegidos expresamente para asombrar, con su
nobleza y donaire, a la presuntuosa, españolizada y altiva Corte
napolitana. Entre ellos se encontraban los cinco amigos del joven Duque,
componentes de la perversa camarilla del castillo de Vigevano, de cuya vida
disipada, si bien en voz baja, todos hablaban. Durante las ceremonias y por
expresa voluntad del Duque, sus amigos tenían que ocupar siempre un puesto de
honor, inmediatamente detrás de su hermano Hermes.
Luego
estaban las embajadas. Entre los numerosos Legados jóvenes, destacaban por su
prestigio y porte los cuatro diplomáticos de Florencia, Mantua, Venecia y del
Ducado de Borgoña.
También
viajaban muchos funcionarios de la Corte, notarios, administradores y
espías, junto con algunos hombres de confianza del Moro, como Moisés da
Corteolona, su experto en monedas, usurero y banquero personal. Completaban
el grupo los arqueros, los encargados de la guardarropía, los peluqueros, los
servidores y los esclavos.
Las
damas eran extraordinariamente bellas y vivaces. Provenían de las familias
más ilustres de la aristocracia paduana y se presentaban siempre cubiertas de
oro, preciosos encajes y joyas.
‑¿Vos,
Excelencia, conocéis a alguna de estas nobles damas? ‑preguntó con sorna
maese Stefano.
Sabía
que Trotti era un gran experto en cuestión de mujeres, que sus amistades
femeninas eran considerables y sus conquistas innumerables. A maese Stefano
le agradaba oírlo chismorrear sobre las aventuras de las damas de la Corte y
estaba pendiente de sus labios, como si fuera él mismo quien las viviera. Le
gustaban las descripciones colorísticas que, a menudo, hacía de ellas y se
informaba siempre con todo detalle de sus vidas y
amoríos.
‑Claro
que conozco a alguna, es más, conozco a varias. Dos de ellas, verdaderamente
dignas de mención, han salido con la comitiva de los Legados, una tal Dona
Isa y una tal Dona Andrea. Las conozco desde hace tiempo y las aprecio mucho; es
más, tengo que decir que durante la velada de despedida en el castillo de
los Sforza, el día antes de partir hacia Nápoles, estaban espléndidas.
Conociéndolas bien como las conozco, estoy convencido de que animarán bastante
el viaje.
No
era difícil prever que, en semejante compañía, donde los más eran jóvenes de
ambos sexos, surgirían vínculos e intrigas de todo tipo.
‑Las
espléndidas criaturas femeninas que han enviado a Nápoles parecen las
indicadas para desencadenar pasiones y desgracias ‑pronosticó
Trotti.
‑Exacto
‑interrumpió maese Stefano‑, mi padre siempre decía: «La paja attaccb alfoeugh la tacca[L1] .»
‑Pero
¿es posible que tengáis un proverbio para todo? ‑El Embajador, sonriendo,
continuó‑: Dona Isa, la que primero he citado, es la hija del marqués Malacrida,
feudatario de Poschiavo, y la madre es de origen alemán. La joven ha ido a
Nápoles para acompañar como dama a la duquesa Isabel hasta Milán. Alta y
esbelta, con una larga cabellera rubio pálido, como el benigno sol de su tierra
en los bellos días de invierno, sus ojos son de un azul tan claro que a veces,
en especial cuando los abre de par en par para fingir sorpresa, se asemejan al
cristal transparente y parece que se pudiera ver a través de ellos. Es una
mirada insólita, que capta la atención de quien se encuentra con ella.
Inmediatamente después, uno queda impresionado por sus labios que, carnosos
y sensuales, se abren en una inocente y maliciosa sonrisa. Dos pícaros pliegues
a los lados de la boca le dan un aire de chiquillo sorprendido in fraganti»
Precisamente esos ojos inquietantes y esa boca pícara, como si quisiera
hacerse perdonar una travesura mientras ya piensa en cometer otra, son la clave
de su inmediato y misterioso encanto. También sus formas suscitan gran
inquietud, pues sus sinuosidades se realzan con esa infantil inocencia.
Parece divertirse provocando celos y rivalidad entre sus compañeros de
viaje. No es que prive a sus cortejadores de sus gracias, siempre y cuando
se las merezcan, pero nunca concede a nadie la sensación de poseerla. Es como si
las disputas entre sus admiradores o amantes le resultaran indispensables
para mantener intacto ese sentimiento de libertad absoluta que tanto
necesita y al que se atiene en muchas de sus decisiones, incluida la elección de
sus amores y de su sexo, que no necesariamente siempre es el mismo. Con
semejantes dones y modos, Dona Isa no hará más que provocar desgracias en gran
parte del cortejo nupcial. Sé que el primero en acercarse a ella, ya desde
el principio del viaje ‑continuó Trotti‑, ha sido el Legado del Ducado de Mantua
Basso Folchini, que la había conocido en una recepción en el castillo. Pero
todos los diplomáticos, de un modo u otro, revoloteaban a su alrededor.
Dona Isa, a pesar de su ascendencia nórdica, tiene un temperamento muy
mediterráneo, y Basso ha podido constatarlo en el breve trayecto desde
Milán hasta el puerto de Génova. Después de las primeras cinco noches, el
jovenzuelo empezó a dar claros signos de desaliento físico e incluso moral,
porque, a pesar de que sus prestaciones eran intensas, ella seguía coqueteando
con todos. Isa dice que las relaciones amorosas la hacen florecer y asegura
que el olor del amor hecho con uno es un poderoso afrodisíaco para todos los
demás.
El
embajador Trotti hizo señas para que le llenaran de nuevo el bocal y, tras un
largo sorbo, prosiguió:
‑Mi
fiduciario de allá abajo, Ludovico Terzaghi, me tiene informado hasta en los más
mínimos detalles de cuanto sucede. La otra dama que os he mencionado, Dona
Andrea, es la hija de un dignatario de la Corte de origen trevisano, Alvise
degli Alzigani. Rubia, con matices más bien oscuros, tiene unos bellísimos
ojos verdes que siempre te miran un poco pasmados, quizá porque no ve bien
alla longa. El cuerpo es regordete y tiene unas hermosas y pulposas
piernas, cuyas formas se entrevén sin dificultad por las curvas de sus vestidos.
La mirada y los movimientos denotan un fuego interior que no arde sólo en
el corazón y que contrasta bien con la indolencia de sus modos, bien con la
musical flema de su habla, que refleja las dulces cadencias del
dialecto véneto. Dona Andrea posa las palabras sobre los demás, lenta y
suavemente, como los camellos apoyan sus grandes patas en la arena abrasada por
el sol del desierto. Se emociona en cuanto conoce a alguien que podría reavivar
su fuego interior, lo que se aprecia fácilmente en sus ojos, porque
enseguida empiezan a resplandecer con una luz insólita, alimentada por su
calor interno. Pero su natural indiferencia, una especie de elegante fatalismo,
le impide tomar cualquier iniciativa para alimentar o apagar ese ardor. Por
suerte, muy a menudo encuentra quien galantemente suple su apatía... Aunque
sólo por poco tiempo, porque apenas aplacado, el fuego vuelve a arder ante
cualquier nueva ocasión que de antemano se anuncie agradable. Quizá sea la
ansiosa sed de los ojos la que, a pesar de su perezoso caminar y su hablar
pausado y distanciado, suscita tanto interés en los varones que la rondan.
Parece que dijera: «Yo muero de ganas, pero haced vos, para mí es demasiado
fatigoso tomar la iniciativa» Es una especie de reto difícil de
evitar.
Mientras
tanto, el tabernero y su ayudante habían traído los primeros trozos de carne del
cocido, cabeza de ternera y tetilla de vaca, aderezados con salsa de
perejil, cebolla, alcaparras, anchoas en salmuera y miga de pan embebida en
agraz.
Maese
Stefano nunca se cansaba de escuchar a su ilustre amigo y, mientras cortaba
gruesas rebanadas de carne, cada vez más interesado y curioso, le preguntó,
tratando de adoptar un aire indiferente:
‑Excelencia,
atisbando por entre las cortinas de la Corte, he visto varias veces a una
morenita francesa que baila con gracia incomparable, ¿quién
es?
‑Ah,
sí... la conozco bien, es Dona Evelyne de Tours, pero no disimuléis, maese
Stefano, hace rato que vengo notando que la muchacha ha hecho mella en vuestra
fantasía, si no en vuestro corazón. Ya me habéis pedido noticias de ella en
otras ocasiones.
El
otro, evidentemente turbado, trató de evitar una respuesta masticando con mucho
empeño un gran bocado de nerviecillos en salsa camellina.
‑¡Está
bien! La joven y hermosa condesa Evelyne de Tours que tanto os interesa acompaña
al conde Thierry de Commynes, Legado del Ducado de Borgoña. Solamente lo
acompaña, porque el aristócrata borgoñón no se preocupa precisamente de las
mujeres. Es sólo un delicioso y divertido amigo para las
damas.
Gentil,
frágil e incluso un poco cínico, el conde Thlerry era considerado un inmejorable
compañero para las damas hermosas porque, en sobremanera cortés y elegante, no
tenía ninguna mira puesta en ellas y servía óptimamente de antipara a sus
intrigas y proyectos.
‑Dona
Evelyne ‑dijo complacido Trotti‑ es menuda, aunque estilizada, delgada y con
grandes tetas que siempre rebosan por el escote, mientras ella parece que
pidiera excusas por ese deplorable inconveniente, como si escapara a su
voluntad. Sus bellísimas y esbeltas piernas parecen hechas para el baile, y a
menudo y sabiamente deja entrever sus líneas cuando, al bailar una danza alta, levanta con las dos manos el
borde de la saya.
La
descripción de Trotti se hacía cada vez más detallada, y la mirada de maese
Stefano, más atenta. Evelyne tenía el cabello oscuro, una hermosa boca roja y
unos espléndidos ojos gris‑azulado, que parecían llenos de luces, en una
carita tan delicada y menuda que los hacía aun más grandes de lo que eran. Quien
había gozado de sus gracias decía que, a pesar de su aparente timidez, en
ciertos momentos era, no sólo muy disponible, sino sorprendentemente sabia
y fantasiosa. Varias veces su belleza serena y delicada había atraído la
atención, incluso, de algunas damas de la Corte interesadas por ese tipo de
feminidad, y ella aceptaba de buen grado sus atenciones. Asombraba cómo, a pesar
de su notable actividad amatoria, seguía conservando un aspecto tan
inocente y reservado. Estaba casi siempre junto a su inutilizable amigo y se
apartaba de él solamente cuando un cortejador comenzaba a interesarle.
Chascarrillos y chanzas la hacían reír, y reír le gustaba muchísimo, también
porque así podía hacer alarde de dos graciosos hoyuelos en las mejillas, que
acentuaban la simpatía de su rostro delicado y envolvente.
Había
llegado la noticia de que, incluso, el mismo Legado veneciano, Zane dei Roselli,
al que se había visto acompañado por una fascinante y leonada circasiana,
se interesaba a veces mas por ésta que por su mujer. Antes de partir de Milán,
ya había comenzado a cortejarla con éxito. Pero al mismo tiempo, Dona
Evelyne no desdeñaba las delicadas atenciones de Dona Isa, que siempre estaba a
su lado haciéndole la corte de todas las maneras posibles. A menudo desaparecían
juntas en un carro y con frecuencia durante las paradas paseaban dulcemente
próximas.
‑Yo
pensaba que entre la muchacha y el borgoñón había ternura porque los veía
siempre juntos ‑declaró el cocinero, aunque en realidad más que una
afirmación era una pregunta que evidentemente se tomaba muy en
serio.
‑Y
os equivocabais de medio a medio. El conde de Commynes es su acompañante
habitual, pero tiene otros intereses. Ya durante el viaje a Génova buscaba
cualquier excusa para acercarse a los gallardos palafreneros y más tarde,
navegando hacia Nápoles, a los jóvenes y robustos
grumetes.
En
sus despachos, Terzaghi había referido al embajador Trotti detalles sobre
todos, incluidos los hábitos sexuales del legado de Borgoña. Éste, con suma
cortesía, iniciaba interesándose por las vicisitudes personales de los
musculosos y bronceados mozalbetes, para terminar ofreciéndoles, sin reparo
alguno, dinero, vestidos u objetos de valor. Sea como fuere, siempre
encontraba algún jovencito condescendiente que se prestaba a apagar sus
emociones bien localizadas. Durante estas batidas de caza al varón, su habitual
cortesía, casi afeminada, cedía paso a una avidez sorprendente en él, que
le hacía cometer actos impensables.
‑En
la Corte hay quien murmura ‑añadió el Diplomático‑ que en el puerto de
Marsella, durante una hermosa noche de luna junto con un compañero de aventuras,
con los codos apoyados sobre un murete y con los trajes no precisamente en
orden, ambos solicitaron las atenciones de cuantos quisieran homenajearlos
y, sin siquiera darse la vuelta, después de cada prestación regalaron un sueldo
turinés. La fila de los portuarios a la espera de actuar para recibir la merced
se había hecho muy larga, pero parece que Thierry de Commynes, a despecho de su
porte refinado y pacífico, aguantó, sin pestañear, todos aquellos vigorosos
asaltos.
»Durante
el viaje también se dividió ofreciendo compañía fraternal a las bellas señoras y
disfrutando con la actuación, mucho más corpórea, si bien breve, de quien se
pusiera, digámoslo así, al alcance de la mano. Era inevitable que, como le
sucedía a menudo, se convirtiera en el confidente de todas sus amigas.
Penas de amor, alegrías y celos o feroces odios femeninos, todas volcaban sobre
él sus emociones, sus decepciones, sus esperanzas y la felicidad de sus
éxitos.
El
Embajador aún hablaba cuando se oyó el ruido de los cascos de un caballo que se
acercaba. La puerta de la taberna se abrió de par en par y, entre ráfagas
de viento mezcladas con los escasos copos de nieve que revoloteaban en la
oscuridad, irrumpió un joven correo con sus botas altas y su huca encerada. Llevaba los blasones
del Ducado de Milán. Miró alrededor y se dirigió sin vacilar hacia la mesa de
los dos forasteros.
‑¿Su
Excelencia el embajador Trotti? ‑preguntó.
‑Sí,
en efecto.
‑Tengo
una misiva para vos de parte del micer Ludovico Terzaghi. ‑Y le entregó un
pliego con unos vistosos sellos de lacre.
Micer
Trotti tomó el pliego, rompió los sellos y, mientras leía, su rostro cambió de
expresión. El mensaje debía de ser breve, porque el Diplomático dio la
vuelta al folio para ver si continuaba detrás. Luego lo releyó más despacio y
dobló el pliego mientras, vuelto hacia el tabernero,
decía:
‑¡Patrón,
dé algo caliente a este joven, que viene de muy lejos y un poco de cebada y
una manta para su caballo! ‑Y dirigiéndose al correo añadió‑: Gracias.
Ahora reconfortaos un poco porque, con esta fea noche, aún os queda mucho camino
hasta llegar al castillo de Milán.
‑Gracias,
Excelencia.
Maese
Stefano miraba ansioso y preocupado a su amigo, que incluso le parecía había
empalidecido. Intuyó que no se trataba de buenas noticias mientras esperaba
que su amigo lo pusiera inmediatamente al corriente del contenido del
mensaje.
Cuando
estuvieron un momento solos, micer Jacopo habló:
‑Malas
nuevas de Nápoles, maese Stefano... malas nuevas, muy malas. El joven que acaba
de llegar forma parte del servicio de estafetas que el duque Ludovico ha
diseminado por toda la península, para tener novedades sobre la expedición,
rápida y continuamente. Mi hombre en Nápoles ha aprovechado el viaje de uno de
los correos ducales para enviarme con urgencia una misiva brevísima, pero
muy importante. Allá abajo las cosas no les van bien a los milaneses. Me
comunican que...
De
golpe Trotti enmudeció, mientras indicaba con la mirada que el tabernero se
estaba acercando con una nueva botella y otros vasos.
2
En
Castel Capuano, en las habitaciones de la princesa Isabel, todos estaban
atareados preparando el viaje. Se procedía con orden y laboriosidad frenética,
bajo las expertas órdenes de la duquesa de Amalfi, María Piccolomini,
íntima confidente y amiga del alma de Isabel.
Una
mañana, en medio de todo aquel alboroto, la joven princesa cogió delicadamente
de la mano a Dona María Piccolomini y la invitó a sentarse junto a ella en el
banco de mármol del gran vano de la ventana.
Fuera,
en un hermoso día de invierno, se veían Nápoles y su puerto hormigueante de
actividad. Además del tráfico habitual, ya muy intenso, bullían los
preparativos para el cortejo que, al cabo de tres días, acompañaría a Isabel y a
su séquito hasta las naves con rumbo a Génova.
Las
galeras genovesas, la gran carraca armada de los caballeros de Rodas y los
veloces jabeques de escolta oscilaban en el puerto, con los estandartes
desplegados al fresco viento y listos para salir al mar.
‑Duquesa...
querría... querría preguntaros algo, pero no sé si puedo ‑dijo en voz baja
Isabel, ruborizándose como una flama.
‑Decidme,
mi niña ‑replicó la Duquesa con aire muy maternal‑, ¿de qué se
trata?
‑Duquesa,
querría... me gustaría preguntaros, no querría que vos me juzgarais mal, pero...
querría saber cómo tendré que comportarme cuando esté sola con mi marido, el
Duque ‑dijo de un tirón, y prosiguió‑: Bien sé, porque me lo ha dicho mi amiga
Elisabetta de Calabria, que es muy lista, que los hombres acarician y abrazan a
sus mujeres, pero ¿yo qué debo hacer? Entendedme, Dona María, sois la única
a la que me atrevo a preguntárselo. Me aterroriza hacer un mal papel con él
porque no sé qué actitud tomar ni qué decir. ¡Hace años que espero ese momento y
ahora me doy cuenta de que ni siquiera sé cómo hacer para que se enamore
enseguida de mí! Y yo deseo su amor más que mi vida.
La
duquesa de Amalfi permaneció un momento en silencio, pensativa, antes de
responder:
‑Mi
querida princesa, vos no tendréis que hacer nada, lo hará todo él, ¡ya lo
veréis!
‑Pero,
Duquesa, ¿no es pecado dejarse acariciar?
‑Qué
va, qué va, mi niña, la Santa Madre Iglesia quiere, es más, ordena, que
nosotras, las mujeres, obedezcamos siempre y en todo a nuestros maridos y
también que los contentemos. Porque, veréis, querida Isabel, vuestro
deber de esposa y de Duquesa reinante será hacerlo feliz y tener enseguida niños
con él.
‑Sí,
Duquesa, he entendido, pero ¿qué hay que hacer para tener niños? Esa deslenguada
de Elisabetta d Calabria me ha
dicho que, cuando se va a la cama con un hombre, después de nueve meses nace un
niño, y desde hace tiempo que nacen de la barriga de las mujeres . Pero hay algo
que no entiendo y en lo que piden con frecuencia. Hace algunos años, cuando aún
no sabía todo lo que hoy sé, una noche, durante un terrible temporal,
estaba tan espantada por los truenos y los relámpagos que parecían estallar
dentro, en Castel Capuano, que asustada me precipité al corredor, pero no había
nadie. Los truenos y los relámpagos continuaban cada vez más fuertes y más
cerca, y yo me sentía morir. Abrí muchas puertas y al fin vi a los arqueros de
la guardia ante el cuarto del príncipe Alfonso, mi padre, y entré corriendo en
su estancia. Temblaba por el espanto y el frío. Entonces, mi padre me hizo
entrar en su gran cama; sólo así me sentí tranquila y dormí hasta la mañana.
Bien... a pesar de que estuve en la cama con un hombre, querida Dona María, no
tuve ningún niño.
‑Mi
dulce princesita, aparte del hecho de que era vuestro padre, no basta sólo con
dormir con un hombre. Hay que hacer con él algo más.
‑Pero
¿qué, mi Duquesa? ¡Es precisamente eso lo que querría
saber!
‑Bueno,
veamos cómo explicarlo... Vos, princesa, conocéis bien los retratos del duque
Gian Galeazzo, con quien estáis a punto de casaros, y también su hermoso
perfil, tan bien cincelado en la medalla que os ha mandado desde Milán. Es un
joven guapísimo, y vos lo amáis. Pues bien, mi niña, ¿os habéis preguntado
alguna vez qué impulso tendríais si os encontrarais finalmente a solas
con él, entre sus brazos?
‑ Ah... Vos no sabéis cuántas veces he
pensado en ello... Por eso sé bien qué haría. Querría abrazarlo, besarle las
manos y, aunque me da un poco de vergüenza decirlo, me gustaría acariciarlo como
hago con mi gatito.
‑Perfecto
‑exultó la Duquesa como liberada de una pesadilla‑, haced exactamente lo que
acabáis de decirme y veréis, mi pequeña, que pronto llegará un hermoso y pequeño
Duque, tan pequeño que nos hará felices a todos nosotros y también a vuestro
pueblo. No tengo dudas al respecto.
.
‑Qué contenta estoy. Tenía pavor a decepcionarlo. Vos no sabéis cuánto amo
al guapo joven rubio que se convertirá en mi señor, aunque sólo lo he visto en
retratos. Nuestros Embajadores en la Corte de Milán me han hablado de él en
términos entusiastas y, además, conozco las maravillosas cartas y sus
espléndidos regalos, que denotan un ánimo noble y sensible. Estoy de veras
enamorada de él.
La
duquesa de Amalfi, aunque acostumbrada a las intrigas y al cinismo de la Corte,
tuvo un sincero arrebato de ternura, besó a su pupila en la frente y,
suspirando, salió de la habitación después de haberse asegurado, con
una ojeada, de que los preparativos continuaban según había
dispuesto.
En
la antecámara encontró a Dona Ludonia, condesa de Salerno, con algunos
gentiles hombres.
‑¿Qué
os sucede, Duquesa? Parecéis alterada ‑observó la Condesa cogiéndola del brazo y
llevándosela hacia un rincón tranquilo.
‑No
me hagáis hablar. La Princesita me está volviendo loca. Por suerte dentro
de pocos días partimos. Comienza a sentir unos vivos e infrecuentes deseos, pero
el Príncipe, su padre, no quiere que se le diga nada; ¡no puedo más! No entiendo
por qué se manda a una doncella al matrimonio pretendiendo que no sepa nada de la vida.
‑Pero
‑replicó la Condesa‑ yo sé, y también lo sabéis vos, por qué a todos se nos ha
impuesto no hablar a la joven de ciertas cosas y por qué se la ha
vigilado con tanta atención. La virginidad de la hija de un rey es un
preciado bien del estado, y si en el matrimonio la novia no resultase pura, las
consecuencias diplomáticas e incluso económicas podrían ser desastrosas. Por eso
ninguna precaución para proteger su virtud se considera excesiva. Aun
cuando la muchacha no conoce los detalles de su futura vida conyugal, yo
creo que está más que preparada para el matrimonio. Habréis notado que,
apenas un guapo joven de la Corte le besa la mano o se acerca para invitarla a
bailar, enrojece como una llama. La Princesita es tímida y gentil, pero tengo la
impresión de que ya posee la serenidad de la mujer que se sienta sobre una
estufa candente, después de haberse levantado el
vestido.
‑Sí,
es verdad ‑dijo la duquesa de Amalfi‑. Imaginaos que cuando, con sus damas,
la ayudamos a desvestirse y ella se queda desnuda, si alguna le toca
inadvertidamente un costado o sólo un brazo, o bien cuando un tejido de
seda le roza el cuerpo, sus pezones se levantan que parecen dos alubias.
Imaginaos que hace poco me confesó que una noche había soñado que su Duque
la acariciaba y le había gustado muchísimo. Por la mañana, cuando se despertó,
se había sentido extraña y, avergonzada, me dio a entender que tuvo la sensación
de estar mojada, como si se hubiera hecho pipí.
‑¡Ya,
ya... pipí! ‑comentó la condesa Ludonia. Las dos mujeres se cubrieron el rostro
con las manos para esconder la risa maliciosa que les había
entrado.
‑Al
fin se encontrará con su guapo duque de Milán ‑prosiguió la Duquesa‑, luego
será él quien la curará de sus males. Sí, porque hace algunas semanas, al
advertir unas emociones que nunca antes había tenido, quería llamar a Paolo da
Granita, el médico de la Corte. Tuve que utilizar toda mi autoridad y mi
diplomacia para hacerle cambiar de idea. En cualquier caso, el joven Duque
tendrá que afanarse porque, en cuanto ella descubra qué tipo de medicina
necesita para calmar sus anhelos, ya no lo dejará en paz.
‑Entenderéis
‑añadió la Condesa‑ que a su edad, con la sangre de Zaragoza que lleva en sus
venas, con ese cuerpo bellísimo, con cada curva ya en su sitio y los músculos
bien formados de tanto cabalgar y bailar, es natural que comience a
agitarse. Estoy segura de que al Duque le gustará mucho, aun cuando, hay que
admitirlo, de cara no es muy bella y tiene la piel un poco aceitunada, pero en
compensación tiene unos espléndidos ojos españoles. Es de una gracia y una
gentileza únicas y también mucho más culta que las demás princesas. Sabe latín,
conoce lenguas extranjeras, poesía y música. Sin duda toda esa cultura que
su madre, una mujer de gran erudición, ha querido inculcarle, es magnífica, pero
en ciertos momentos, cuando la sangre comienza a moverse, sirve de poco. Por
otra parte, el Duque la ha visto bien en el retrato que le ha hecho Boltraffio.
Lástima que, para hacerla parecer más tímida, no se vean sus bellísimos
ojos. En el cuadro los mantiene bajos. Pero, por lo que me dicen, la doncella le
ha gustado. Desde luego, es muy sanguínea ‑continuó la Condesa‑; basta ver
el color rosa y rojo de sus mejillas y de sus labios. Ahora, con el hecho de que
debe partir, ya no cabe en sí.
‑Os
diré, querida Ludonia, que si la historia durara un poco más habría pedido al
príncipe Alfonso, su padre, que, por precaución, le hiciera aplicar de vez en
cuando unas sanguijuelas o que le hicieran algunas
sangrías.
‑Bueno...
‑repuso maliciosa la Condesa‑, también yo, si estuviera esperando a irme a
la cama con un Duque así, necesitaría sangrías. Según dicen, es guapísimo,
con largos cabellos rubios, grandes ojos celestes y una tez rosada. ¿Qué más
queréis? A mí me vendría muy bien probar un tipo así, aunque generalmente
prefiero los hombres más hechos y más machos, y él aún tiene poca barba y
parece un poco afeminado. Pero, como ya sabéis, de cuando en cuando se puede
hacer una excepción ‑concluyó la Condesa, que era conocida como una
apasionada entendedora.
Así,
charlando, las dos nobles damas se encaminaron, para vigilar de cerca la
marcha de los trabajos, hacia las salas donde los servidores extendían
aceite de lino sobre la tela que envolvía los baúles, para hacerla más
resistente a la lluvia y a las salpicaduras del mar. En la ciudad, los
representantes de los Sforza fueron acomodados por todas partes. Los personajes
más importantes se alojaban en el palacio real de Castelnuovo, que desde
hacía poco se había convertido en la nueva residencia real, o bien en la antigua
sede palaciega de Castel Capuano. Los de menor rango y los más jóvenes se
instalaron en casas privadas o en hosterías.
A
su llegada los milaneses sorprendieron a la Corte y a toda la ciudad por la
belleza y la elegancia de sus hombres y mujeres, pero sobre todo por la
inimaginable riqueza de su vestuario. Como era usual en las relaciones
entre los principados, todo se había estudiado meticulosamente con el fin de
superar y humillar a la Corte anfitriona, en este caso la de los aragoneses, ya
por naturaleza un poco quisquillosos.
Algunos
gentileshombres lombardos sólo en las mangas de la garnacha llevaban un
tesoro en gemas equivalente a siete mil ducados de oro. Esto fue lo que más
irritó al príncipe Alfonso cuando, con cuatro galeras, acudió a recibir las
naves de sus huéspedes con el fin de escoltarlos hasta el palacio de Castelnuovo
para rendir homenaje al rey Fernando y a la reina Juana.
La
envidia de los aragoneses pretendió enseguida una revancha ante la excesiva
ostentación de riqueza de los milaneses. El rey Fernando, no encontrando nada
mejor para poner freno a las exhibiciones, decretó que en la Corte no se
lucirían vestidos lujosos o multicolores, debiéndose respetar el duelo por
la muerte de Hipólita, la madre de Isabel, fallecida pocos meses antes. Se
proclamó obligatorio para todos el traje negro de luto, con la excepción de los
dos días de la boda.
Sin
embargo, las fiestas eran continuas, especialmente en las moradas de los
nobles, donde la decisión real podía ser desatendida y cada uno era libre de
vestirse como mejor creía. También bullía la vida nocturna en las tabernas
cerca del puerto y en el antiguo barrio de la Vicaria, que rodeaba Castel
Capuino. Aquí los jóvenes milaneses se encontraban con los nobles vástagos
napolitanos para comer, beber, bailar y jugar a las cartas o a los
dados.
Los
jóvenes diplomáticos del grupo de Milán, con sus damas acompañantes, estrecharon
una buena amistad con el conde Ridolfo da Pusterla, el joven marqués
Ugoleto Crivelli, el conde Uberto dei Pirovani, el marqués de Crema
Michelangelo Zurla y el caballero de la
Espuela de Oro Bartolomeo Stampa, todos ellos jóvenes y brillantes,
amigos del duque Gian Galeazzo. El grupillo se alojaba en el convento de
Sant'Arcangelo, a los pies de Castel Sant'Elmo, en medio de las verdes y famosas
viñas del Lacrima Christi, con una
estupenda vista sobre el arco de mar. A lo lejos, de día y de noche, los
destellos del sol y de la luna sobre el agua hacían centellear aquel golfo
encantador, entre las islas de Ischia y Capri.
Generalmente
por la tarde, en cuanto los compromisos de la Corte lo permitían, toda la
cuadrilla iba a la Taberna del Crispano, extramuros de Porta Capuana, en el
Borgo Sant'Antonio, o bien al mesón del Cerriglio, a Levante. Allí los amigos
del joven Duque se entregaban a interminables partidas de dados y de baseta con otros tantos disolutos jóvenes
napolitanos. A menudo perdían grandes sumas y, cortos de dinero,
comenzaron a pedir préstamos a Moisés da Corteolana, el famoso
usurero.
Noche
tras noche la deuda contraída con él se hacía cada vez mayor. Al principio
Moisés se conformó con la palabra de los jóvenes, de los que no dudaba, pues
eran los amigos de tan ilustre personaje, pero al aumentar la suma el
usurero estaba cada vez más intranquilo y, al final, pretendió un reconocimiento
por escrito de la deuda. Fue entonces cuando empezaron los problemas. Los
cinco, insolentes por naturaleza y descarados gracias a su confianza en la
protección del Duque, comenzaron a buscar pretextos. No querían reconocer
por escrito su compromiso, sosteniendo que con los nobles de su rango era
suficiente la palabra dada. Luego llegaron incluso a poner en duda el monto de
los préstamos recibidos. El pobre Moisés, al límite de la
desesperación, perseguía por doquier a los cinco con la esperanza de
obtener al fin la suspirada declaración escrita.
La
cuestión parecía no tener solución y ponla en un aprieto a toda la camarilla,
que no veía de buen grado la continua persecución de aquel judío, que se
empeñaba en alternar lastimeras súplicas a la corrección con las amenazas más
oscuras. Los jóvenes del grupo sabían que aquel hombre tenía razón en protestar,
pero nadie quería entrometerse en un asunto en el que estaban involucrados
los íntimos amigos del Duque.
En
el mismo convento también se habían alojado otros invitados. Entre ellos, un
príncipe moro, que venía desde un desconocido país de África, punto de
partida de largas caravanas cargadas de especias preciadas, venenos y raras
y perfumadas maderas. Las drogas se utilizaban, además de para los perfumes,
para elaborar preparados medicamentosos que eran la especialidad de los doctores
de la cercana Universidad de Salerno.
Ya
desde tiempos muy remotos, se trasvasó allí la extraordinaria sabiduría de los
médicos árabes de Sicilia, desarrollándose la Schola Salernitana, conocidísimo
faro del saber que iluminaba las escuelas de medicina de toda Europa. El joven
Príncipe africano aparecía en la Corte aragonesa de tanto en tanto para ocuparse
de los intereses de su padre el Rey y negociar los envíos de nuevas caravanas.
Era un moro de tan extraordinaria potencia y belleza que las señoras de la Corte
competían para no perderse la ocasión y probar una experiencia tan
exótica. Les excitaba la idea de conocer a fondo a ese bello ejemplar, tan
distinto de sus hombres, y de desnudar a alguien vestido de manera tan singular.
Además, y al decir de las entendidas, llegaba precedido por una fama muy
particular y turbadora referida a las dimensiones y la resistencia de sus
atributos.
El
príncipe Ibn Mansour Al Amid, éste era su nombre, viajaba en muchas
ocasiones a Salerno presentando a los ilustres doctores las novedades de su país
en especias, drogas y venenos cada vez más potentes. Vestía a la turquesca,
con calzones de seda bordados de plata, muy amplios y con bullón por debajo de
las rodillas, sobre los que llevaba una loba larga hasta el suelo, de color azul,
forrada de piel fina y con una amplia capucha. De las grandes aberturas
laterales salían las mangas del jubón carmesí, bordadas en oro y cerradas por
cadenillas y agujetas también de oro. A diferencia de los milaneses y los
napolitanos, calzaba unos rojos borceguíes de cordobán con la punta vuelta hacia
arriba. En la cabeza llevaba un gran turbante de seda amarilla con perlas y
blancas plumas de garza.
Fue
él quien propuso al grupo una excursión a Ravello, situada en lo alto sobre
la costa amalfitana, como huéspedes de los nobles Rufolo, en cuya residencia ya
se había alojado otras veces en sus viajes a Salerno. Con una galera puesta a su
disposición por el rey Fernando, los jóvenes partirían de Nápoles al anochecer
y, tras una noche de navegación en dirección a la estupenda península
sorrentina, desembarcarían en Amalfi para luego, a lomo de mulo, remontar el
sendero que trepaba hasta Ravello.
A
los milaneses y a otros amigos del Príncipe moro se añadieron algunos
napolitanos. Así se formó una comitiva de unos cincuenta jóvenes, que
embarcó en el muelle cercano a Castel dell'Ovo hacia la hora décima del día,
cuando ya tocaban el véspero. Los acompañaban muchos servidores y esclavos,
además de un escuadrón de arqueros milaneses, como protección, al mando de
un alto oficial. Moisés da Corteolana pidió unirse al grupo con la excusa de
intentar establecer relaciones comerciales, por cuenta del duque Ludovico, con
la poderosa familia de los Rufolo, pero todos sabían que en realidad el judío se
proponía no dar tregua a sus cinco deshonestos
deudores.
La
velada era tranquila y el dulce clima invernal de Nápoles ya sabía a primavera.
Soplaba una ligera brisa, y las velas no siempre estaban tensas, por lo que, de
vez en cuando, se oían los gritos del Cómitre, que ordenaba poner los remos en
el agua o levantarlos según la intensidad y la dirección del viento. Cuando
el viento disminuía, exclamaba:
‑¡Adelante!
¡Bajad remos!
‑¡Palada!
‑¡Derecha!
‑¡Izquierda!
‑¡Todos
juntos!
‑¡Bogad!
Los
galeotes, todos esclavos moriscos, remaban rítmicamente bajo los rebencazos
de los Sotacómitres.
Y
cuando el viento cargaba, se oía:
‑¡Levad
remos!
‑¡Parad!
Ante
tal orden los forzados retiraban los remos y podían
descansar.
Era
evidente que el Cómitre, en presencia de tan ilustres huéspedes, quería hacer
alarde de una chusma adiestradísima y bien ritmada; por eso no escatimaba el
látigo de nueve puntas. De vez en cuando se oían las imprecaciones de los
Sotacómitres, seguidas del sibilante ruido de los azotes y de los alaridos
sofocados de los galeotes.
En
el puente, se dispuso una larga mesa a la que los huéspedes se sentaron
inmediatamente para cenar después de la partida. Un grupo de músicos y
clarineros tocaba dulces romanzas, en boga en el reino aragonés, que recordaban
a las músicas de España y las nenias de los árabes de
Sicilia.
Se
sirvió una comida muy sencilla, de sólo dos servicios. En gran parte eran
platos fríos de credencia, mientras
que las otras pitanzas fueron preparadas en el horno de a bordo. Para el primer
servicio, llegaron a la mesa unos cuencos de cuscús con pichones rellenos
cocidos en agua de rosas, azúcar y canela, y un jamón hervido en vino,
servido con pasas, azúcar y zumo de naranjas agrias.
Luego
hicieron su aparición los capones, servidos fríos con limoncillos cortados y
azúcar, acompañados de hojaldres de manjar blanco. Para terminar los
servidores trajeron unas apetitosas ensaladas frescas y hervidas, con
mucha salsa de mostaza suave. El vino
espumoso de Gragnano corría
de los cántaros a los bocales, salpicando alegría. Una humeante sopa a la
catalana, a base de higadillos asados, pan tostado, canela, jengibre, pimienta y
azafrán, cerró el primer servicio.
Dona
Andrea estaba sentada en un banco con el príncipe Ibn Mansour Al Amid. Los dos
entablaron enseguida una conversación que continuó largamente. Él le hablaba de
su tierra, de la ciudad de su padre, en medio de un desierto abrasador, y de las
caravanas que surcaban el mar de arena.
El
segundo servicio presentó una menestra caliente a la húngara, preparada con leche y
muchos huevos, a los que se habían añadido zumo de naranjas agrias, una onza de
canela, media de jengibre, un poco de azafrán, agua de rosas y azúcar. Se
introducía todo en una vasija de vidrio o de mayólica, bien untada de
mantequilla, para que se cociera al baño María. La menestra estaba lista cuando
quedaba trabada como una cuajada.
Un
buen guiso, a mitad de la cena, era lo ideal para que los comensales se
preparasen para degustar el resto de las viandas; en efecto, los jóvenes se
dispusieron de buena gana a atacar un pastel de conejos enteros, seguido de
una olla podrida, una torta de alcachofas y cardos, una paletilla de
carnero a la parrilla con salsa de vinagre rosado, unos buñuelos de dátiles
y unas bolitas de almendras enharinadas y fritas en manteca de cerdo. Los
dátiles habían estado a remojo en agua de rosas desde la tarde anterior, después
se pasaron por el cedazo y al final se añadieron unas almendras, castañas
secas y un manojito de mejorana, todo muy bien
machacado.
La
cena llegaba a su fin con la pizza real, una especie de torta amasada con
cinco variedades de queso fresco y tres tipos de ricota, huevos, almendras, agua
de rosas y azúcar. Una vez mediada la cocción, se quitaba la corteza y se cubría
con una pasta de azúcar y almendras amalgamadas. Apenas estaba lista, se
aromatizaba con almizcle. Era excelente para predisponer a los comensales a
degustar las inmejorables tortas dulces y las bellas composiciones de fruta seca
y confitada que, con algunas copas de resoli de azucenas, cerraban el
banquete servido en la nave.
Antes
de que el cielo comenzara a hacerse demasiado oscuro, la galera pasó al
través de Pompeya. Con la incierta luz de la tarde, el cono del Vesubio parecía
el manto azul de una Virgen extendido para proteger todos los declives y
los verdes valles que lo circundaban. Cuando la galera se preparó para doblar
Punta Campanella, en ese breve tramo de mar que separa la península de
Sorrento de Capri, el aire refrescaba, y las tinieblas, de levante a poniente,
conquistaban el cielo. Algunas damas empezaron a sentir el frío de la noche
y se refugiaron en la carroza de popa. El armazón de madera sostenía
el cuero de Córdoba de las paredes y del techo curvo. Así,
se creaba una especie de gran habitación protegida del viento y de la
intemperie. Grandes cojines de seda en el suelo permitían pasar la noche e
incluso descansar un poco.
Los
caballeros permanecieron fuera, envueltos en sus capas de piel de ardilla o de
zorro. Alguno más friolero bajó al puente inferior, aunque allí tenía que
soportar los miasmas del sudor, los excrementos y las llagas
purulentas de los cuerpos desnudos de los galeotes encadenados. En realidad, el
tufo también llegaba hasta el puente superior, pero allá arriba, al aire libre,
era más soportable.
La
galera se deslizaba sobre el agua calma, empujada solamente por el céfiro
de la noche, mientras abajo los galeotes moriscos, ya retirados los remos,
reposaban como podían sobre los bancos a los que estaban
encadenados.
Algunos
de esos desgraciados cantaban una nenla de sus países lejanos, compuesta con
notas de dolor y de nostalgia. En el puente, apoyados aquí y allá en la
batayola, algunos huéspedes seguían mirando las escamas brillantes que los
reflejos de la luna dejaban en el agua.
El
Príncipe africano y Dona Andrea escuchaban juntos el canto de los galeotes, que
a él le traía a la memoria su ciudad, tan llena de sol, perdida en la
anaranjada arena del desierto y ceñida por cegadoras murallas
blancas.
Ibn
Mansour Al Amid le hablaba de las moradas calcinadas por la luz deslumbrante del
mercado en el inmenso descampado de tierra batida a extramuros, donde ciertos
días se reunían los hombres del desierto con sus camellos y sus mercancías,
procedentes de quién sabía dónde. Después de largos tratos bajo el sol ardiente,
nacían los acuerdos para las caravanas que surcarían miles de leguas de arena
abrasadora y gélidas noches estrelladas en el inmenso desierto, siempre
apuntando hacia septentrión, hasta vislumbrar a lo lejos las verdes y
frescas aguas del océano.
Dona
Andrea estaba fascinada por la descripción de esos mundos lejanos y por la voz
profunda que aquella noche le parecía aún más arcana. Ahora el Príncipe
parecía hablar consigo mismo:
‑...Y
los mediodías, cuando se oye el zumbido de los abejorros y el calor hace vibrar
el aire en las terrazas, en las plazas y a lo lejos, en el horizonte, sobre la
arena ondulada como un mar; a esa hora todos se apresuran entre los blancos
muros de las callejas sombreadas por cahizos y hojas de palmera. Cada uno
desea sumergirse en la penumbra de las casas bien protegidas de las flamas del
sol y, recostado sobre los aireados lechos de tallos vegetales
entrelazados, sorbe pequeños vasos de té a la menta mientras espera la
tarde.
Durante
esas horas, él también permanecía tendido en la oscuridad de su habitación del
palacio de su padre, escuchando los grillos y las cigarras. Pequeñas esclavas
bereberes le preparaban la hirviente infusión de menta, lo refrescaban con sus
abanicos de paja y estaban atentas a todas sus voluntades. Pero el calor
excita el sexo de las mujeres y debilita el deseo de los hombres. Así, en su
ciudad se espera la sombra fresca de la tarde para salir de los patios de las
casas. Entonces, una vez disminuido el calor, bulle el comercio y se
cierran los tratos.
Luego,
con la oscuridad, desciende el hielo de la noche y de pronto, brillando en el
desmesurado azul del cielo, se esparcen inmensos puñados de estrellas amarillas
del desierto. En ningún otro lugar del mundo las estrellas son tantas y tan
brillantes.
‑Una
vez al año ‑proseguía el Príncipe‑, al alba del día del sol, ese en el que más
dura la luz, mi padre, el Rey, se presenta ante su pueblo desde la albarrana del
palacio. Todos los súbditos, con sus blancas túnicas, se reúnen en la
polvorienta plaza y esperan. Cuando el sol comienza a alzarse en el cielo, en la
terraza más alta aparece el gran Rey, totalmente cubierto con relucientes
láminas de oro. En ese momento el sol, al batir en las placas doradas, reverbera
sobre los súbditos postrados en el suelo. Al alzar los ojos no ven a su
Rey, sino un remolino de reflejos de oro, como si el sol mismo brillase desde
las albarranas de palacio. Así, cada año se renueva el pacto entre él y sus
gentes. Un día seré yo quien aparezca cubierto de oro en lo alto de la muralla.
En mi tierra todo es inmutable desde hace siglos y todo permanecerá inmóvil para
siempre. En esos pueblos la llama del sol ha borrado el
tiempo.
Dona
Andrea, muy cerca del príncipe Mansour, escuchaba embelesada su voz, que
incluso parecía envolverla físicamente. Se sentía inquieta por su
presencia, por los reflejos sobre el mar y por la triste nenia que llegaba
desde los bancos de los forzados. Era plena noche cuando, tras haberle rozado el
rostro con ambas manos, lo abandonó para ir a descansar en la cámara de
popa, con una mirada que prometía mucho y que presagiaba una decisión ya
tomada.
La
galera llegó al puerto de Amalfi cuando el sol ya clareaba detrás de los montes.
Casi todos los habitantes bajaron a los muelles para recibirlos. Aquel grupo de
guapos y elegantes jóvenes, que venían de la capital y que llegarían a Ravello a
lomo de mulo para una gran fiesta, despertaba curiosidad y sumisión. El homenaje
de dulces, de suave vino de Salerno y de canastos rebosantes de espléndidos
limones y cidros subrayó el calor de la acogida.
Los
Curiales de Amalfi llegaron al puerto con sus trajes de ceremonia para ofrecer a
la noble comitiva un ligero desayuno de bienvenida antes de que afrontase la
subida a Ravello.
Les
presentaron sopas dulces de ciruelas secas, de dátiles y de uvas de Corinto,
servidas calientes sobre un lecho de rebanadas de pan. Deliciosamente apetitosos
resultaron los canutillos de huevos frescos y las tortillas rellenas de canela,
azúcar y pasas. En su preparación se utilizó un poco de mantequilla, zumo
de naranjas agrias y agua de rosas y, antes de servirlos calientes apilados
uno sobre otro, los espolvorearon con azúcar y cinamomo, y para
ablandarlos los rociaron con zumo de naranja.
Tortillas
de almendras picadas, huevos y azúcar, hechas con mantequilla fresca, se
sirvieron también templadas, una vez más, con el habitual zumo de
naranjas.
La
leche de vaca recién ordeñada se calentaba en bocales para obtener la nata, es
decir, la crema que, mezclada con azúcar fino, se servía en escudillas de
vidrio bien cerradas hasta el último momento para que el aire no la
agriara.
Además,
en las mesas había nueces en conserva de vino tinto, bizcochos con malvasía,
mostillos napolitanos, rosquillas de monjas, tartas de pera moscarda
con mazapán y de membrillos, huevos batidos en vino blanco servidos con
rebanadas de pan debidamente embebidas en vino y con poca mantequilla fresca,
además de buñuelos de queso graso, preparados con miga de pan rallado,
ablandada en leche de cabra, harina y flores de saúco fritas en manteca de
cerdo. Los limones, aderezados con esencia de cidra y cortados en rodajas, se
servían con sal, agua de rosas y azúcar.
Por
último se sirvió pulpa de capón en gelatina con zumo de membrillos, pastel frío
de pernil de chivo, lomo de ternera asada, bien troceado y condimentado con
limoncillos, alcaparras y azúcar.
Después
de esta degustación, cada uno se acomodó de buena gana sobre una mula y comenzó
la larga subida que los llevaría al gran banquete nocturno en casa de los
Rufolo. El estrecho sendero trepaba por las pendientes de las profundas
vegas y por los verdes desfiladeros de los montes pespunteados de trapiches
para el aceite y de molinos de agua.
Dona
Andrea ya no se separaba de su bello moro, y sus mulas subían
juntas.
Por
su parte, Dona isa estaba atareada chismorreando con dos nobles napolitanos
que trotaban alrededor de ella e, insaciable, saboreaba con antelación la
velada en casa y en compañía de los Rufolo, aunque tampoco olvidaba a la hermosa
Evelyne, con la que seguía su delicada e íntima relación, iniciada desde
que salieron de Milán. Aunque continuaba intercambiando ocurrencias cada vez más
audaces con la pareja de fogosos cortejadores, se volvía a menudo hacia la
amiga por la que parecía sentir, además de un vínculo afectivo, un sentimiento
de protección. Pero ella cabalgaba serena y alegre al lado del diplomático
veneciano Zane dei Roselli.
El
legado Zane dei Roselli era un elegante noble de la República véneta,
proveniente de una familia de origen paduano. Rubio, de ojos claros, vestido a
la manera rebuscada típica de su ciudad, llevaba magníficas jorneas de
terciopelo rizado ribeteadas en oro y con cintos
enjoyados de mucho valor. Las orneas caían por delante y por detrás, hasta
la mitad de la pantorrilla, con voluminosos y elegantes pliegues, y estaban
completamente abiertas en los dos lados. El collar, por el que se hacía pasar la
cabeza, lo adornaba en invierno con piel de visón, de marta o bien de
armiño, según el color de la jornea. Los bordes, abiertos del todo en los
costados, dejaban ver el corto farseto de brocado oriental, con ambas
mangas ornadas de perlas y joyas.
Era
evidente, por su vestimenta, que en su ciudad la abundancia de las preciadas
sedas orientales estaba favorecida por el ingente comercio. Las largas
calzas con suela eran de seda de vivos colores.
Como
todos los jóvenes, en la entrepierna llevaba una braga para contener sus
atributos. Este indumento habría debido esconderlos, pero, en realidad, los
destacaba. La braga era de los mismos colores que las calzas, pero
dispuestos de manera contraria. Los colores y los dibujos de la seda que le
fajaban las piernas indicaban su pertenencia a una de las Compañías de Calza,
congregaciones de jóvenes y vividores nobles que se formaban en
Venecia. Pero él no parecía un juerguista, su actitud era siempre reservada y
muchas veces velada por la tristeza.
Desde
los primeros días de viaje, Zane del Roselli había establecido una relación
discreta y continua con Dona Evelyne, no obstante la presencia de la leonada
circasiana, su amante, que siempre estaba con él.
Ésta
era una mujer esplendorosa, de unos veinticinco años, que se decía nativa
de las colinas del Cáucaso. Tenía una gran masa de cabellos color cobrizo con
reflejos rubios, que hacían resplandecer sus grandes ojos verdes, vivaces e
incitadores. La boca tenía un hermoso color rojo natural, y su rostro, sutil y
armonioso, reflejaba espléndidos tonos. No necesitaba afeites ni
blanquetes, pues la naturaleza ya se los había proporcionado
maravillosos. Una rareza en aquel tiempo, porque la moda exigía maquillajes
espesos que, a menudo, convertían a las damas en maniquíes pintados. El
cuerpo esbelto y los movimientos elegantes le conferían un encanto
inmediato e impetuoso. Su actitud provocadora y disponible hacía que, cuando
prestaba un mínimo de atención a alguien, éste cayera inmediatamente en las
redes de su seducción. El único que parecía no emocionarse con ella era
precisamente su hombre, lo que asombraba a muchos. Pero quizá la costumbre podía
haber atenuado la pasión.
El
legado de Florencia, Manetto dei Portinari, era un guapo joven de cabellos
castaños. Como muchos florentinos, tenía los ojos claros, heredados no se sabía
de quién, y cosechaba notables éxitos amorosos. últimamente había
encontrado en la Corte de Nápoles a una española que se convertiría en su
compañera fija. Doña Juana, mujer del marqués Padilla y Cabrera de Valladolid,
acreditado en la Corte de Aragón, era alta, no demasiado joven, pero aún muy
atractiva. La marquesa tenía una hija de quince años, Inmaculada, que iba
siempre con ella.
Doña
Juana vivía sola en la corte aragonesa, porque su marido la había
abandonado. Desde hacía tiempo la descuidaba y se dedicaba sobre todo a la
cría de caballos, además de a las actrices y cantantes de su
país.
Las
mulas de Manetto dei Portinari y de las dos españolas viajaban todo el
tiempo cerca, y el vínculo de simpatía entre el joven y la noble dama era ya
evidente a toda la compañía.
Durante
la subida los jóvenes, eufóricos por la aventura de Ravello, que prometía ser
agradable, intercambiaban sus ocurrencias y bromas, pero sobre todo trataban de
crear el ambiente para una velada excitante.
Thierry
de Commynes, el legado de Borgoña, desde que se inició el ascenso trataba con
mucha familiaridad a algunos jóvenes arqueros de a pie que acompañaban a
las mulas. También él se preparaba, a su modo, para la fiesta anunciada para
aquella noche.
Los
cinco amigos del duque Glan Galeazzo cortejaban, como siempre, a la
circasiana, aunque sin pasar por alto a algunas nobles napolitanas. Detrás de
todos, aferrado a su mula, marchaba en silencio Moisés da
Corteolona.
La
subida, con alguna que otra parada, duró seis horas, y sólo hacia la hora décima
de la tarde la caravana llegó a la plaza de la catedral, en
Ravello.
El
sol descendía ya tras las cimas de los montes, tiñéndolos de rojo y dorando
los mármoles de la iglesia y de los palacios encantados que le hacían de corona.
Ravello era un lugar mágico por su posición y por la belleza de sus casas
patricias, erigidas siglos atrás.
Algunas
construcciones fueron edificadas por arquitectos árabes durante la
conquista, para convertirse luego en propiedad de nobles cristianos. La más
extraordinaria era el palacio de los Rufolo, que compuesto de varios
edificios moriscos contaba con más de trescientas habitaciones. La entrada,
a través de un portal en arco agudo, se abría sobre la plaza de la catedral para
dar paso a una alameda de plantas, flores y vegetación tan densa que, incluso de
día y no obstante el sol, allí reinaba una extraña penumbra. Al paseo se
asomaban torres moriscas, claustros apenas visibles, fuentes árabes,
corredores inmersos en la sombra y pequeños pabellones. El conjunto parecía
un lugar hechizado, fuera del tiempo, donde toda delicia era posible y la
impiedad estaba permitida.
Al
fondo, en el umbral del palacio, los Rufolo esperaban a sus huéspedes. Su
presencia hacía aún más irreal la atmósfera.
Eran
dos jóvenes altos, esbeltos y bien parecidos, de tez ligeramente aceitunada, tan
iguales que hasta llevaban los mismos trajes; dos gemelos tan idénticos que ni
siquiera la madre que los engendró habría podido distinguirlos. Llevaban el
cabello corto, densamente rizado y entrecano, a pesar de su tierna edad.
Seguramente un poco de sangre árabe habría quedado en sus venas, quizá a
causa de una de las tantas correrías de esos malditos y fogosos piratas. De sus
antepasados normandos conservaban unos sorprendentes ojos claros, cuyo
color celeste sobre los rostros aceitunados parecía iluminarse de una luz
conscientemente irónica. Ante aquella visión las señoras, aunque fatigadas por
la dura subida, sintieron acelerarse, de golpe, los latidos del corazón, y las
damas más emotivas advirtieron unos ardores tan placenteros como
inoportunos.
En
medio de los dos gemelos había una mujer joven y alta. De tez bastante oscura,
asemejaba una hermosa gitana. Con un brazo se apoyaba sobre el hombro de uno
mientras con la otra mano ceñía amorosamente la cintura del
otro.
Melita
tenía el cabello negro azabache, era esbelta y poseía un hermoso cuerpo
andrógino, con caderas estrechas, espaldas anchas y pechos pequeños. Bajo
los arcos perfectos y negros de las cejas, unos ojos oscuros como la pez y
brillantes parecían siempre enfebrecidos. Una hermosa nariz puntiaguda y unos
labios no demasiado carnosos le daban un aire casi de desafío. Una leve
pelusa le oscurecía apenas el labio superior. Tampoco ella, como la
circaslana, lucía en el rostro blanquete o cinabrio. Ni siquiera los ojos
estaban marcados con bistre.
Vestía
una larga y amplia cota floreada, como lucían en verano ciertas campesinas,
y llevaba encima una almilla corta, abierta por delante y sin mangas, toda
arabescada en oro. Dos babuchas azules, a la turquesca, completaban su extraño
vestuario. Impresionaba por su perfume de sensualidad feroz, casi desesperada e
insaciable. Era una bella y extraña criatura, que podía infundir temor a
ciertos hombres y alarmar a muchas mujeres.
Sin
embargo no había en ella doblez o herencia de pecado; al contrario, emanaba de
ella una pureza animal y una atávica experiencia de vida.
Los
huéspedes fueron recibidos con gran señorío y cortesía. Inmediatamente después
se les condujo a las habitaciones que les habían asignado para acicalarse
antes de la cena y de la gran fiesta. Al atravesar los claustros
moriscos, fragantes de flores, y los corredores, llenos de sombras, para
alcanzar uno de los trescientos cuartos del palacio, muchos advirtieron una
extraña sensación de inquietud y un ligero vértigo, como si hubieran caído en un
mundo de seducciones desconocidas, al límite de lo
místico.
‑No
hay nada extraño ‑dijo Melita, como si hubiera intuido la agitación,
mientras acompañaba a Dona Isa a su habitación-. Es la atmósfera de Ravello la
que confunde. Aquí, uno es presa del mismo impulso que te invade en Asuán, en el
Nilo alto, o en Ouazarzate, en el valle del Dra. En estos lugares, los
hombres sienten que se duplica su deseo, y las mujeres como si se les
humedecieran sus virtudes.
Esas
palabras y la voz ronca y profunda de Melita aumentaron la agitación de
Isa.
‑Aquí,
a menudo me sucede que no consigo esperar a que lleguen mis hombres y, si
no hay alguien que pueda ayudarme, debo satisfacerme sola y rápido, allá donde
me encuentre. Verás como te ocurrirá lo mismo si te quedas un tiempo en este
lugar y en este palacio.
Las
dos mujeres llegaron a la habitación de Isa. La extraña gitana se le acercó en
silencio, sonriendo le rozó los labios con un beso y desapareció en el
corredor.
Isa
advertía que los latidos de su corazón se aceleraban. Se sintió envuelta en
un sortilegio e incapaz de dominar sus emociones. Por primera vez probaba
una sensación de impotente inferioridad frente a una mujer. Era la criatura más
auténtica e incontaminada que jamás había encontrado. No estaba
acostumbrada a tanta sinceridad vital. En la Corte cada uno enmascaraba‑sus
pensamientos y usaba los sentimientos sólo en su propio interés o
placer.
¿Cómo
ha podido intuir mi estado de animo, sin que yo le haya dicho nada? pensaba.
¿Por qué esa especie de gitana me ha dicho esas cosas? ¿Por qué se ha marchado
inmediatamente después de haberme turbado, si ya intuía lo que yo
sentía?
Mientras
tanto, Dona Andrea había bajado desde su estancia al patio para encontrarse con
Ibn Mansour Al Amid, su imponente moro, que la esperaba. El atardecer llegó
derramando por doquier sus sombras violetas. Salieron a un jardín de
palmeras y cedros, donde los olorosos limones embriagaban todos los espacios, y
se acercaron a la balaustrada sobre el precipicio, que parecía querer
absorberlos.
Allá
abajo el espectáculo era fantástico. El valle descendía más de mil pies bajo el
palacio y se extendía hasta el golfo encantado de la costa amalfitana. Por
levante aún se entreveía la península sorrentina, suavemente iluminada por
los últimos resplandores de poniente. A lo largo del arco de la costa, en
las aldeas pequeñas, como Maiori, Minori, Atrani o Conca dei Marini,
centelleaban algunas luces tenues, mientras en lo alto del cielo se iluminaban
las primeras y escasas estrellas del anochecer.
Estaban
en silencio e inmóviles, entrelazados en la semi oscuridad. Ella lo mantenía
apretado, con los brazos metidos en las aberturas laterales de la loba.
Luego introdujo las manos bajo la turquesca y deslizó los dedos sobre su
pecho y sus hombros. Era una piel muy distinta de las que había conocido
hasta entonces, sérica, lisa y sin vello, con una aterciopelada suavidad bajo la
que se advertía, poderosa, la turgencia de los músculos.
Le
rozó los pezones y se dio cuenta de que, por delante, los calzones de seda
a la turca se movían. Contribuyó a ese movimiento y quedó sorprendida por
la dimensión del deseo del moro. Era una percepción nueva, no acariciaba
algo rígido o impersonal, como le había sucedido con el ardor de tantos jóvenes
varones, sino algo vivo y palpitante, insólitamente dúctil, como una larga y
amistosa serpiente, lista para acomodarse en su cuerpo.
Incluso
cuando estuvieron en su cuarto, Andrea lo sintió grande y flexible en su
interior, moviéndose como si le hurgase dentro. Pujaba en ella mucho más
profundamente de cuanto nunca hubiera podido imaginar. Una sensación desconocida
le vaciaba el cerebro y la conducía continuamente hasta el umbral más allá del
cual de repente sobrevenía impetuoso, aunque largamente anunciado, el
placer. Era suficiente que lo sintiera penetrar dentro de sí para que todo
su cuerpo comenzara a temblar y a precipitarse, enseguida y una infinidad de
veces, en las profundidades del desfallecimiento.
En
palacio y en el patio la fiesta había comenzado. El gran salón para la comida
era de un hermoso estilo morisco, con haces de finas y elaboradas columnas
que sostenían las bóvedas. A lo largo de las paredes, se abrían algunos
pabellones decorados a la turca, con cómodos sofás apoyados en todos los
muros. Un lado daba al vasto patio, lujurioso de vegetación. En el centro
había una fuente árabe de chorro minúsculo, enlosada con pequeños azulejos de
España.
Alrededor
corría un porticado repleto de matas de rosas, de ciclámenes y de rododendros.
Sostenidas por las columnas del pórtico y semi escondidas por la
vegetación, había armaduras de formas muy distintas, unas bastante
antiguas, otras más recientes, las de torneo decoradas suntuosamente, y las
más sencillas de combate; de metal brillante, en medio de plantas y flores,
parecían recordar que aquel lugar era un oasis de paz, aunque
estuviera rodeado por la crueldad de los tiempos.
En
un ángulo del salón los gemelos Rufolo, recostados sobre un inmenso diván
árabe lleno de cojines, observaban a su mujer, que se contoneaba al ritmo de las
notas de una orquestina de turcos que tocaban melodías llenas de añoranzas
y de lamentos eróticos. Ambos hermanos mantenían una actitud distanciada,
casi burlona, como si estuvieran seguros de que Melita derramaría alrededor el
embrujo de su animalesca sabiduría, envolviendo al resto de los jóvenes con
su sensualidad mágica.
Esclavos
sarracenos reemplazaban continuamente las fuentes de la mesa. Árabes ataviados
con trajes de su país daban vueltas por el salón, rellenando las copas de los
invitados que danzaban o descansaban sobre los cojines de seda de mil
colores dispuestos por todos los rincones.
En
un momento dado, Melita se acercó a Dona Isa, que sobre un sofá se dejaba
cortejar por dos napolitanos, secundando su audacia. La tomó de la mano y
suavemente la condujo a bailar con ella.
Todas
las miradas apuntaban a las dos extraordinarias criaturas, la nórdica y la
gitana, que no escondían su recíproca fascinación y transformaban esa danza baja en un claro preliminar amoroso. Durante
un buen rato siguieron con sus cuerpos la rítmica ondulación de la música
sarracena, en un crescendo de languidez y excitación que atraían las
miradas y los sentidos, hasta que, exhaustas y excitadas, salieron juntas al
patio y desaparecieron en medio de los limoneros, sobre un lecho cubierto
de telas y flecos orientales rodeado de naranjos y
viburnos.
Cualquier
cosa que hiciera aquella fascinante gitana, cualquier actitud que asumiera,
nada impuro o vulgar parecía rozarla. Personificaba con naturalidad las fuerzas
más elementales y atávicas de la condición humana, y quien estaba a su lado
no podía dejar de advertirlo. Cada uno de los presentes se sentía
extrañamente embestido por una ráfaga de aire limpio que incluso provocaba
aturdimiento. Una insólita tensión corría ya por todo el grupo... demasiado
vehemente, aunque, a su modo, incorrupta.
En
tanto, sobre la larga mesa del centro de la sala, fueron colocados, en perfecta
simetría, los platos del primero de los tres servicios, a base de potajes de
higadillos y crestas de gallo, de col y costillitas de cerdo, de carnero y
escorzonera, de granadas y hierbecillas, además de las tortillas de hongos,
de almendras y de manzanas reinetas con miel.
Siguió
una gran cantidad de tortas saladas, como las costradas de calamares, de pollo,
huevos y hierbas montañesas, bien espolvoreadas de azúcar y cinamomo, de
queso picante y de queso dulce, torta de yemas de huevo, ñoquis, potaje de nata
y albóndigas de ternera. Ciertamente, tampoco faltaron los platos de manjar
blanco de pollo con almendras o con salsa de rosas. En el centro de la mesa
sobresalían las botellas de resolí de muchos colores y
sabores.
Dona
Evelyne siempre estaba al lado del legado de Venecia, quien se ocupaba de ella,
aunque parecía muy alejado de la fiesta.
En
cambio su mujer, la circaslana, cuando comenzaron las muy vivaces danzas altas, se lanzó a una gallarda española con el conde Uberto dei Pirovani, entre
los aplausos de los demás amigos del Duque, marcando así sus pasos punteados y
sus volteretas, mientras palpaban a las hermosas napolitanas que habían
conquistado durante la subida a lomos de mulo.
El
vino corría incitando a la risa y a la confidencia, mientras que para el segundo
servicio llegaban a la mesa los confites de distintos sabores, spongate, tortas de mazapán y platos
desbordantes de tortillas con pulpa de pollo y magníficas tortas reales: la torta real de carne de faisán, la
famosa torta real de pulpa de pichón, conocida entre los napolitanos como «pizza
de boca de dama» y las costradas de mollejas de ternera, de jamón, los platos de
pollo con zumo de limón y las crepes. Eran unas viandas riquísimas y
aromatizadas, espolvoreadas con las especias del Duque, cinamomo, jengibre
blanco, clavo y azúcar blanco.
Los
dueños de la casa, con su antigua sabiduría, ofrecieron platos exquisitos, si
bien no numerosos, porque no querían que los jóvenes caballeros y las
damas, demasiado saciados, se sintieran entumecidos durante los bailes
o en los sucesivos y previstos juegos de amor. Además, durante toda la noche se
servirían otras comidas y nuevas bebidas para quien lo
necesitara.
La
noche había sembrado de zonas oscuras el salón comedor, los pabellones y el
patio que los coronaba. Las sombras, que resistían a la sinuosa luz de las
antorchas, hacían más audaces los gestos de los jóvenes y de sus mujeres,
también excitadas por los aromatizados vinos. El banquete y las danzas
proseguían en una atmósfera cada vez más irreal y
desgarradora.
El
hebreo Moisés, sentado en un rinconcito, masticaba algo lentamente mientras
seguía con la vista a sus desgraciados y achispados deudores, a los que su
presencia les era del todo indiferente.
En
un ángulo apartado, el legado mantuano, Basso Folchini, que tuvo que renunciar a
Isa, se dejaba mimar por dos pequeñas esclavas delgadas y ágiles como dos
cabritillas bereberes.
Poco
a poco, la atmósfera, al principio tan vivaz, se fue transformando en torpe y
silenciosa. Todos los presentes estaban recostados en los sofás de los
pabellones, en grupos pequeños que se movían lentamente mientras entre las
notas de la música se oían jadeos, susurros y suspiros.
El
embrujo del gran edificio morisco y la magia de la original mujer que lo
habitaba envolvieron a los jóvenes huéspedes, que esa misma noche intuyeron lo
cerca que estaban de las fuentes de la vida.
En
realidad, fueron pocos los que se acercaron a las viandas cuando llegó a la mesa
el tercer servicio, durante el cual se ofrecieron potajillos de sardinas
frescas, de lecha de lubina, potaje de colas de langostinos, pastelillos de
lucio, buñuelos de anguilas, salchichas de pescado y caldo de sepias. Cesó
también la música y, poco a poco, en el palacio inmerso en la oscuridad se hizo
el silencio. Sólo las fuentes árabes de los patios hacía sentir el
gorgoteo de sus sutiles bocas.
En
una mañana que se presentaba espléndida y al toque de mediodía, los huéspedes
adormecidos afrontaron con dificultad la luz deslumbrante del sol invernal de
Ravello. Muchos se retrasaban, en especial las damas, y la fatigada columna de
los que parecían náufragos, aunque espléndidamente vestidos, salió del gran
arco ojival de acceso y se arrastró silenciosa hacia la
catedral.
La
solemne función estaba a punto de empezar cuando los primeros jóvenes se
tumbaron cansinamente sobre los bancos. Con lentitud llegaban también otros
miembros del grupo. Las damas enmascaraban mejor el esfuerzo nocturno ayudadas
por la tupida capa de blanquete y los toques de carmín en los labios y pómulos.
Los caballeros parecían más pensativos y agotados.
La
catedral era espléndida. La despojada claridad de los muros hacía resaltar la
rica policromía del mosaico del suelo y los refinados mármoles de los
púlpitos. Mientras desde el coro se extendían por todas partes las hermosas
notas de un canto gregoriano, muchos se preguntaban si la estupenda noche
transcurrida había existido realmente. El color oro claro del sol invadía
toda la catedral a través de las grandes ventanas e iluminaba las nubes de
incienso que se elevaban desde el altar, haciendo brillar los dorados
paramentos sagrados de los celebrantes.
Cuando,
al fin, con los últimos cantos concluyó la ceremonia, algunos invitados no
habían llegado aún a la iglesia. Quizá habían tenido más dificultades que otros
para recuperarse del adormecimiento del vino y de la larga
velada.
Las
hojas del portón se abrieron de par en par y, deslumbrados, salieron todos a la
plaza calentada por el sol. Las campanas sonaban a fiesta mientras las
estrechas vegas circundantes restituían el repique repetido varias
veces.
Después
de la ceremonia en la catedral, un banquete de despedida, a la usanza
árabe, esperaba a los huéspedes en el palacio. Luego volverían a Amalfi y desde
allí, con la misma galera, regresarían a Nápoles. Los dos inquietantes e
indescifrables gemelos Rufolo, con su dama, se unirían al grupo, pues formaban
parte de los nobles que debían escoltar a Isabel hasta
Milán.
La
comida era de un solo servicio, compuesto enteramente de platos y dulces
árabes. Se dispusieron en la mesa codornices a la uva, ensalada de sesos,
pichones rellenos, pollo al vinagre y pollo con pistachos.
Luego
fue el turno del ragú de cordero a la miel, del hígado de cordero con higos y
del cordero confit al limón, a
cuya carne cocida y salteada con especias, ajo, aceite y cebolla se había
añadido abundantemente miel, pasas, albaricoques y almendras picadas antes de
dejarlo mijoter al menos durante
una hora. Así, la carne quedaba blanda y tierna, cubierta con su salsa
dulce. Se servía en platos hondos con guarnición de bourghour con mantequilla y arroz. Los
platos se alternaban con alcachofas a la naranja, ensalada de berenjenas y
una refrescante y antigua invención de los árabes de Sicilia, el
sorbete de melón de invierno, para el cual se mezclaba la pulpa del fruto
con menta triturada y leche fermentada con sal y pimienta.
Cerraba
la comida una serie de ricos dulces a base de sémola, miel, canela, pétalos de
rosa y flores de naranjo, unos bizcochos llamados «dedos de Zenobia», los kataif o rosquillas con miel, la
tarta con crema de almendras, el helado con miel, la confitura de pétalos de
rosa y de granadas, y los bâqlâwâ,
galletas de almendras y pistachos.
A
la fuerte tensión emotiva que todos vivieron la noche anterior, había sucedido
una lánguida calma mezclada con la añoranza de la ebriedad ya
pasada.
Dona
Andrea, que no se separaba de su moro, continuaba acariciándole el pecho y
ciñéndole los costados como si quisiera probar y degustar cada centímetro de su
piel.
Dona
Evelyne y Zane dei Roselli comían en el mismo plato y cada vez estaban más
ajenos a la atmósfera del palacio y de la compañía.
Olvidada
por su hombre, la circasiana seguía coqueteando con audacia entre el grupo
de amigos del Duque y de los jóvenes pajes. Dona Isa, como siempre, parecía
haber olvidado lo sucedido durante la noche y no prestaba atención a los dos
napolitanos con los que, tan intensamente, había compartido sofá y gracias.
Ellos se daban cuenta del cambio y no conseguían reconocerla como la mujer
desenfrenada y enamorada que habían tenido entre los brazos pocas horas
antes.
Algunos
caballeros y doncellas no habían salido aún de sus habitaciones. El conde Uberto
dei Pirovani estaba entre los que no habían llegado a la catedral, ni siquiera
para asistir al final de la función, y sus amigos lo buscaban, sin demasiada
convicción, pues quien sabía a cuál de las trescientas habitaciones del
palacio habría ido a dormir la violenta borrachera de la
noche.
Madre
e hija españolas atendían a Manetto dei Portinari, el toscano, llevándole
bocados selectos de la mesa y copas de vino y de hipocrás. Evidentemente la
marquesa estaba muy agradecida a su hija por haber acogido tan bien a su amante
y por mostrarse tan servicial con él.
Casi
al final de la comida, uno de los dos gemelos Rufolo batió las palmas, y desde el patio porticado entraron los músicos con
instrumentos relucientes, tocando una canción ritmada por
tamborcillos.
Desde
el fondo, detrás de ellos, sobre unas andas doradas a hombros de cuatro esclavos
sarracenos, avanzaba la inquietante Melita, que solamente cubría su desnudez con
lujuriosos y embriagadores sarmientos de limoneros mezclados con el verde
intenso de sus hojas.
Un
aplauso divertido saludó la sorpresa por la aparición de esa criatura
singular, emocionante, sutil y turbadora de hombres y de mujeres. La inesperada
visión se abría camino, avanzando entre las plantas y flores del pórtico
soleado, cuando se oyó un estruendo de objetos metálicos precipitándose al
suelo. Las andas, al pasar, golpearon una de las tantas armaduras semi
escondidas por la vegetación del porticado.
El
arnés, que no debía de estar bien sujeto a la columna, al caer se dividió
en numerosos pedazos que rodaron por las losas de
terracota.
Pocos
instantes después, se elevó un grito entre los presentes. En medio de quijotes,
hombreras, panceras y brazales esparcidos por el suelo, se vio el cuerpo de un
joven que yacía boca abajo. Lucía una magnífica jornea dorada y una gran mancha
de sangre coagulada oscurecía el dorso. Antes aún de que le dieran la vuelta
para verle el rostro, sus amigos comprendieron. Se trataba del cadáver del
conde Uberto dei Pirovani, uno de los amigos íntimos del duque Gian Galeazzo
Sforza, y había sido asesinado con una puñalada en la
espalda.
El
joven rostro exangüe conservaba una expresión serena. En sus vestidos no se
advertía ninguna huella de lucha, no eran visibles rasguños ni contusiones.
Parecía haber pasado, trágicamente, de la ebriedad a la
muerte.
3
Cuando
la galera que regresaba desde Ravello con la comitiva de jóvenes entró en el
muelle del puerto de Nápoles, algunos arqueros milaneses, al mando de un
Oficial, se esforzaban haciendo señas al piloto para que se
apresurase.
La
mayoría pensó que su presencia estaría relacionada con el asesinato en
Ravello, del que sin duda ya se habrían enterado. La muerte del joven pesaba
como una losa sobre todos, envuelta en un misterio de lo más inquietante porque,
inmediatamente después de descubrir el cadáver, el jefe de los arqueros
mandó alejar a los presentes y, un instante más tarde, el cuerpo había
desaparecido. El silencio cayó sobre el trágico suceso, aunque, por
parte de los compañeros del joven, no se había olvidado. Era inútil pedir
noticias a los soldados. Quizá aquel Oficial esperaba a la comitiva para
indagar. En cambio, apenas echaron la pasarela sobre el muelle, el Oficial subió
a bordo con algunos de los suyos y ansiosamente empezó a buscar a Moisés da
Corteolona. En cuanto lo encontraron, lo prendieron y, haciéndole bajar a
tierra a toda prisa, lo metieron en una carreta con cuatro caballos que esperaba
en el puerto desde hacía horas.
Del
asesinato, ni una palabra.
‑Rápido,
maestro Moisés, el conde Sanseverino os aguarda con urgencia. Está a punto de
comenzar la cuenta de la dote de la duquesa Isabel y debéis controlar las
monedas de la cifra pactada. Vos ya conocéis el carácter de mi jefe. Soporta muy
mal las esperas, especialmente en ocasiones tan
importantes.
La
carreta corrió veloz hacia el palacio real de Castelnuovo. Moisés,
sostenido por los arqueros, fue obligado a subir casi volando por la escalinata
y, jadeante, se encontró en medio de la sala de la notaría, abarrotada de
personajes que parecían muy importantes. Estaba confuso y apurado. De todos
modos, comenzó a prodigarse en reverencias dirigidas a todos los presentes,
tratando de no descuidar a nadie. Sólo después de concluir tan fatigoso
ejercicio, logró comprender quiénes eran aquellas personas, lo cual no
contribuyó a tranquilizarlo.
La
sala estaba llena de altos dignatarios de las Cortes de Nápoles y
Milán.
En
un trono pequeño estaba sentado el duque Alfonso, hijo del Rey. El príncipe
heredero tenía fama de ser un verdadero bruto e incluso tenía el aspecto físico
de serlo.
Con
su padre había urdido una conjura contra los barones infieles, invitándoles a un
falso banquete nupcial. Una vez en la sala, mandó cerrar las puertas y los hizo
prisioneros para después llevárselos encadenados a Ischia. Aquí, en los
calabozos del castillo, fueron estrangulados más de treinta. Entre ellos se
encontraban los ex ministros, el conde de Policastro y el de Sarno, además de
los ilustrísimos personajes de la nobleza más rica del reino, como eran los
príncipes de Altamura y de Bisignano.
Se
murmuró que el verdadero ideador de la masacre no había sido el padre, sino
precisamente él, Alfonso. Por una nimiedad infligía torturas espantosas, y su
cólera y sus sanguinarias venganzas causaban horror aun cuando en las demás
Cortes, pensaba Moisés, seguramente la crueldad no era una mercancía
escasa.
Alfonso
era una persona muy desagradable, muy musculoso, con cuello de toro y ojos tan
saltones que siempre parecía estar a punto de explotar en un ataque de rabia.
Ante él eran pocos los que no sentían desazón e inquietud.
A
su lado, sentado también en un sillón dorado, estaba el imberbe Hermes
Sforza, todo vestido de negro. Su rostro adolescente descollaba pálido sobre el
traje de luto y casi desaparecía bajo el gran bonete de terciopelo negro
con bellísimas plumas blancas. De pie, ante una mesa larga, estaba Galeazzo
Sanseverino, conde de Caiazzo, a su lado el protonotario ducal Cristoforo
Lampugnani y otros notarios lombardos. Además lo flanqueaban dos cortesanos
milaneses muy influyentes, Antonio y Ambrogio da Corte.
El
conde de Caiazzo era un hombre alto y bien parecido, con un físico
vigoroso, robustecido por sus continuos esfuerzos en las cacerías y torneos. Más
famoso por sus conquistas femeninas que por sus victorias en los campos de
batalla, era conocido por la arrogancia y soberbia con que trataba incluso
a los hombres más autorizados de la Corte.
Su
padre, Roberto, fue desterrado del Ducado de Milán por estar implicado en la
trama de Cicco Simonetta y se refugió en tierras del rey de Francia. La cosa no
había preocupado mucho al joven Sanseverino, que no tuvo escrúpulos en ponerse
al servicio del mismísimo Ludovico el Moro'.
Esa
mañana, vestía una jornea de terciopelo negro con árboles y leones bordados,
calzas negras, costosas botas de piel de vaca a la lombarda y el bonete de seda
fruncida, adornado con vistosas plumas, también negras. Se había adecuado a la
imposición del rey Fernando poniéndose el traje de luto prescrito, pero de la
jornea forrada sobresalía la típica camisa de hombre labrada, cuyas
mangas estaban diseminadas de perlas y diamantes.
Sobre
el pecho y en forma de cruz, brillaban las armas de su linaje y de los
Sforza que, elaboradas con oro y piedras preciosas, pendían de una cadena de oro
y granates con la inscripción LUDOVICUS LUX repetida varias veces.
Efectivamente, el Moro tenía el apelativo de Duque, pero no de Milán, sino
de Bari. El título de dux,
ligado al nombre de Ludovico y ostentado por el jefe de delegación, que
debería representar al estado de Milán, confirmaba los rumores que acusaban al
Moro de usurpación de poder.
A
los napolitanos todo este asunto les resultaba muy molesto, precisamente porque
estaba sucediendo en su palacio real y durante un acto oficial que precedía al
matrimonio de Isabel con el auténtico duque de Milán. Y éste era el clima que se
estaba creando entre las dos partes.
Los
notarios napolitanos ocupaban muy dignos el otro lado de la mesa. Al igual que
sus colegas milaneses vestían los típicos ropones de terciopelo negro con las lechuguillas en el cuello y los birretes
de fieltro a la capitanesca.
Cuando
maese Moisés llegó, ya se había dado lectura al acta verbal de la dote de
la Duquesa, firmada en su momento por el rey Fernando y por el ministro y poeta
Pontano. El documento encargaba a los herederos del banco «quondam Ambrogio Sannocchi e Soci di Siena» de Nápoles que en el
momento del matrimonio «pagaran en dinero contante y sonante» 80.000
ducados «boni aurei et justi
ponderis» y aplazaran para más tarde la entrega de los 20.000 ducados
restantes. El pago se efectuaba en mano a Hermes Sforza Visconti y a Galeazzo
Sanseverino, actuando el duque Alfonso como procurador del rey
Fernando.
Sobre
la mesa se colocaron diez cofres labrados en plata. Los hombres de Alfonso
comenzaron a contar los ducados de oro según los iban extrayendo. Moisés, como
siempre que se manejaba aquel preciado metal, estaba muy concentrado. Casi
inmediatamente tuvo una sensación de desazón. Su sensibilidad de cambista lo
mantenía en guardia.
A
medida que avanzaba la cuenta, las gotas de sudor comenzaron a surcarle el
rostro, aun cuando en la gran estancia no había ninguna chimenea encendida.
Notaba que algo no funcionaba en esas monedas. Del amplio bolsillo de su
garnacha extrajo un estuche, lo abrió y saco unas grandes gafas de madera de boj
cuyos lentes habían sido fabricados en Venecia y eran de lo mejor que había en
Italia. Con la mano izquierda sostuvo las dos patillas, que estaban unidas por
la parte de abajo, y abrió los lentes hasta la altura de sus ojos. Se acercó
cautamente a la mesa y la sangre se le heló en las
venas.
‑¡Por
Belcebú, estas monedas están cercenadas! ‑murmuró.
¡Estaba
atrapado! Denunciar el engaño significaba una posible muerte a mano de los
vengativos aragoneses, al quedar desautorizados en presencia de una
asamblea tan solemne. Callar significaba, con certeza, recibir por parte
del Moro la cárcel de por vida, tras una buena dosis de tortura. Ni siquiera
venía al caso hablar de valor. Eligió el peligro incierto ante el cierto.
Ahora su problema era cómo avisar a Sanseverino en presencia del temible
Alfonso.
El
sudor le caía por todas partes cuando se acercó temblando a Caiazzo y, con un
dedo, le tocó la negra manga a bullón plagada de joyas. El conde lo miró
fastidiado por el roce de aquel judío.
Moisés
tragó saliva y le volvió a tocar la manga. Esta vez Sanseverino se volvió hacia
él con aire interrogante y molesto.
‑¿Puedo...
Excelencia? ¿Puedo... deciros algo..., perdonad la osadía..., al
oído?
El
conde estaba asombrado por la audacia.
‑¿Y
bien? ‑dijo conteniendo las ganas de darle una lección.
Moisés,
que ya no sabía si estaba vivo o muerto, acercó la boca al oído de Su
Excelencia, pero la voz no le salía.
‑Las
m... nedas están... nadas.
‑¿Qué
carajo refunfuñáis? ¡Encima oléis a ajo!
Ahora
todos los ojos apuntaban a él. El judío estaba casi desfallecido y,
haciendo acopio de todas las fuerzas que le quedaban, le dijo al
oído:
‑Las
monedas están cercenadas.
Sanseverino
se puso en pie, como si le hubieran clavado la punta de una misericordia en
el costado. Asió a Moisés por un brazo y lo arrastró al fondo de la
sala.
‑¿Estáis
seguro?
‑Me
temo que sí, Excelencia ‑respondió el cambista, cuya sangre comenzaba,
aunque lentamente, a descongelarse. Para tener la certeza debería pesarlas en mi
pesillo, pero acabo de llegar directamente desde Amalfi y, al partir, lo dejé en
mi habitación.
‑Corred
a buscarlo; uno de mis oficiales os acompañará.
Susurró
algo a su ayudante, que a su vez aferró al judío por un brazo llevándoselo
afuera.
La
cuenta avanzaba, pero Alfonso, al ver los movimientos de los soldados de
Caiazzo y de su experto en monedas, debió de intuir algo. Quizá los milaneses
estaban a punto de descubrir la estafa. Tratando de aparentar indiferencia,
aunque traicionado por la tensión de su rostro, se despidió del grupo y,
utilizando como excusa unas audiencias en la Corte, abandonó
apresuradamente la sala de la notaría, seguido por sus nobles y por la
guardia de corps.
El
recuento continuaba con normalidad, pero los notarios milaneses, ya advertidos
por Caiazzo, trataban de alargarlo. Por fin Moisés volvió llevando en la
mano un pesillo de orfebre.
El
Protonotario ducal, muy diplomático, después de aclararse la voz y tratando de
quitar importancia al procedimiento que estaba a punto de solicitar,
comenzó diciendo:
‑Señores
notarios, aun cuando la duda no pueda subsistir, como sus señorías ya saben, es
costumbre pesar algunas de las monedas. Es evidente que se trata de un mero
acto formal, cuyo único fin es poder mencionar el peso en el acta que, al final
de este acto, será nuestro deber redactar.
El
estupor fue enorme entre los togados. Poner en duda la palabra del Rey era
absolutamente inconcebible. Pero los milaneses, a pesar de haber utilizado un
tono cortés, seguían insistiendo. En particular Antonio y Ambrogio da Corte
presionaban para que se verificara el contenido áureo. Al final, y casi a
la fuerza, Sanseverino cogió un puñado de monedas y se las entregó al maese
Moisés. En la sala se respiraba un ambiente helador, nadie osaba moverse.
Mientras tanto, el hebreo se disponía a pesar el primer
ducado.
En
ese momento, el pesillo capturó la atención de todos. Sobre un platillo,
Moisés puso unos pesos pequeños equivalentes a la quilatación exacta de las
monedas. En el otro colocó el primer ducado. La moneda no consiguió reequilibrar
el pesillo. La cantidad de oro era inferior a la muestra que estaba en el otro
plato. A pesar de que el pobre Moisés dio con un dedo unos golpecitos al
platillo de la moneda, para asegurarse de que el pesillo no se había bloqueado,
inexorablemente la balanza no se movía.
¡No!
El ducado pesaba menos del justo pondere. A continuación se controlaron
una segunda, una tercera y una cuarta moneda. Ninguna llegaba al peso
justo.
‑¿Falsas?
‑preguntó Sanseverino entre el silencio de la sala. Aunque la pronunció a media
voz, la palabra pareció rebotar de una pared a otra.
‑Falsas,
no, Excelencia, cercenadas. El borde ha sido raspado para recuperar el
oro.
Ya
no parecía posible salir de la situación sin ocasionar un drama. Los
notarios napolitanos, probablemente ignorantes de todo, se encontraban en un
grave apuro.
Rojo
de ira, el conde no pudo contenerse.
‑Vuestro
Rey y su hijo son unos la... ‑No acabó la frase. El Protonotario ducal le había
apretado la muñeca tan fuerte que le hizo daño.
Con
razón o sin ella, esa palabra no debía pronunciarse o acarrearía
consecuencias desastrosas. El mismo Caiazzo empezó a darse cuenta de la gravedad
en el momento en que la palabra estaba saliendo de sus labios, consiguiendo
frenarse a tiempo.
Una
vez más, micer Antonello de Petrucis fue quien desbloqueó la situación,
esforzándose por ser natural.
‑No
me parece oportuno terminar de redactar el acta en ausencia del augusto príncipe
Alfonso. Es casi mediodía, y todos estamos cansados y hambrientos. Propondría
suspender la ceremonia ahora y finalizarla mañana.
La
sensación de alivio de los presentes ante el aplazamiento fue evidente. Los
napolitanos, horrorizados por lo que habían visto y, es más, por lo que podrían
haber oído, asentían vistosamente, mientras observaban con complicidad y
admiración al Protonotario milanés.
Tras
intercambiar unas breves y apresuradas palabras de despedida, todos los
presentes salieron sin mirar hacia atrás; unos, felices por evitar el
enorme apuro, los otros meditando represalias terribles por el intento de estafa
en perjuicio de su Duque.
Las
personas que presenciaron la escena habían sido demasiadas y, no obstante los
esfuerzos, la noticia se propagó por toda la Corte como un cubo de aceite
arrojado sobre la superficie del mar.
Si
los milaneses no hubieran procedido al pesaje, les habrían estafado nada menos
que 15.000 ducados de los 80.000 pactados en el contrato dotal. ¿Qué pretendía
conseguir Alfonso?
‑¿Por
qué creía que era posible casar a esta Duquesa sin dote? ‑comentaban entre
sí los milaneses.
Era
un escándalo enorme, pero había que sofocarlo de alguna manera, porque el
matrimonio no podía ser objeto de discusión. Era preciso que Alfonso y su
padre tuvieran la posibilidad de salir de aquel desgraciado asunto con el
menor deshonor posible. Había que inventar un pretexto formal para volver a
empezar el recuento desde el principio, con la esperanza de que, mientras
tanto, los aragoneses sustituyeran las monedas cercenadas por otras con su
justo peso.
Por
parte de los milaneses, fue micer Branda Castiglioni, embajador permanente
en la Corte de Aragón e inmejorable diplomático, quien recibió el encargo de
afrontar el tema con toda cautela. Su deber era pedir audiencia a Alfonso y, sin
dar importancia a lo sucedido, rogarle que permitiera recomenzar la cuenta
de los ducados, pues un atolondrado notario milanés había extraviado los
documentos donde se habían apuntado las cifras.
Alfonso
estaba tan furioso que utilizó todos los pretextos imaginables para
insultar con violencia al Embajador y a los lombardos en general. Al final,
como si estuviera concediendo un gran favor, dio su autorización para que
se reanudase la ceremonia desde el principio.
La
nueva sesión quedó fijada para el día siguiente. Alfonso, ciego de rabia porque
su estafa había quedado al descubierto, consideraba responsable a Sanspverino,
como si hubiera sido él quien hubiera urdido la trama. Seguramente una de esas
noches habría ordenado estrangularlo, pero no estaba seguro si su padre
aprobaría una venganza consumada en su propia ciudad. Sin embargo, el
insulto atroz que Caiazzo había estado a punto de proferir tendría que
haberse lavado con una venganza rápida, aunque no habría sido demasiado
prudente enfrentarse abiertamente al duque Ludovico; quizá más adelante, cuando
el traidor hubiera puesto los pies fuera del Reino de
Nápoles.
Sea
como fuere, entre las dos comunidades se había abierto una brecha cuyos efectos
no tardaron en manifestarse. Si bien era cierto que los amoríos y las
amistades aún existían, a menudo también volaban insultos y amenazas entre
ambos grupos.
Los
napolitanos trataban con benevolencia al pobre Hermes, pero contra
Sanseverino se había puesto en marcha una especie de ostracismo. En cuanto
podían, al conde lo ignoraban ofensivamente, procurando en todo
momento que llegaran a sus oídos presagios maliciosos y augurios de desgracias,
sin que él jamás pudiera saber exactamente cuáles serían y cuándo se
concretarían.
De
todos modos, se celebró el nuevo encuentro y la ceremonia se desarrolló en un
clima de sospecha y de sordo resentimiento. Alfonso se hizo representar por un
barón, y Hermes delegó también en un noble lombardo. Con gran satisfacción de
los milaneses, las monedas se habían cambiado por ducados nuevos, esta vez
boni et justi
ponderis.
Nadie
osó mencionar la sesión del día anterior y, con alivio de todos, se consiguió
redactar el tan suspirado documento que sancionaba el pago de la primera
parte de la dote. Por tanto, el matrimonio podía tener
lugar.
Era
el 21 de diciembre cuando, en la sala del trono de Castelnuovo, decorada con
austeridad española, Hermes Sforza, hermano menor del novio, Gian Galeazzo,
desposó por poderes y en nombre de éste a Isabel, colocándole el anillo nupcial
en el dedo y consagrándola así nueva duquesa de Milán. Sin embargo, la
atmósfera de la ceremonia quedó empañada por el luto por la muerte de la
bondadosa y virtuosa princesa Hipólita, madre de la
novia.
El
obispo de Como, Antonio Trivulzio, durante la celebración del sacramento declamó
las virtudes de Isabel y, con oportuna adulación, exaltó no tanto las
cualidades del novio, tal como las circunstancias habrían requerido,
como las de su tío Ludovico el Moro, aludiendo que había sido para él un buen
tutor.
No
obstante el luto, la recién casada Isabel, vistiendo un traje napolitano, y
la mismísima reina Juana, luciendo uno castellano, quisieron bailar una breve
danza baja en honor de los huéspedes.
Con
semejantes simbolismos formales, las Cortes se enviaban mensajes y advertencias
cifradas, que no siempre eran amistosas.
A
pesar de la tensión que se había creado, las fiestas, los bailes y las
noches en blanco continuaban en las tabernas.
En
las conversaciones entre los milaneses se intentaba evitar el tema del muerto
que apareció dentro de la armadura en Ravello. Pero el engorroso recuerdo
estaba presente a todas horas en la mente de sus cuatro amigos, turbando
los ánimos y creando angustia e incertidumbre también al resto de los
jóvenes de la compañía. Por más que se esforzaran, no conseguían tener
siquiera una vaga idea de quién podía ser el asesino y por qué había
actuado de aquel modo. Así, en el grupo aumentaban el desconcierto y la
depresión, alimentados por el silencio que se había
impuesto.
Al
salir de Milán, la consigna de Ludovico el Moro a sus hombres había sido que
nada debía alterar la armonía de las bodas. Por eso Sanseverino ordenó a los
milaneses que, durante todo el viaje, no trataran el tema del asesinato del
joven conde Uberto dei Pirovani. Sólo los amigos y conocidos directos del
desaparecido osaban, en voz baja, aventurar
conjeturas.
Por
desgracia, las amenazas de Caiazzo no tenían eficacia entre los napolitanos, que
recordaban de manera continua la muerte del conde, hablando en voz alta de ella
para hacerse oír por los milaneses, insinuando también que los lombardos se
habían matado entre sí. Sin embargo, como sucede a menudo, con el paso de los
días, el trágico evento se vio atenuado por la excitación de los festejos y
la inminente partida de las naves.
La
imponente comitiva de jóvenes nobles de ambos sexos, de oficiales, de soldados,
de pajes, de servidores y de esclavos había entablado inevitablemente muchas
relaciones tanto sentimentales como de amistad.
Además
de los lombardos, cuatrocientos napolitanos, con sus vasallos y cortesanos,
se disponían a acompañar a su Duquesa a Milán.
Habían
surgido muchos amores, algunos apenas en sus inicios, otros ya en rápido
declive, y otros más se habían convertido en verdaderas
pasiones.
Pero
no sólo amores, también disputas, odios, conflictos de intereses y celos
acababan de transformar a aquella inmensa comitiva en un pequeño y animadísimo
universo, donde las emociones que agitaban al mundo exterior asumían una forma
más intensa y excitante.
Cada
uno, amase u odiase, era consciente de que todo terminaría al final del viaje,
cuando después del solemne banquete de Tortona se llegara a Milán y a su
castillo, donde el cortejo se dispersaría.
La
sensación de final inminente de un mundo, aunque fuera de su pequeño mundo
artificial, exasperaba los sentimientos y los deseos, acelerando las
conspiraciones y los tratos, dado que también se hablaba de negocios,
porque con el matrimonio entre los príncipes se abriría un nuevo tráfico entre
Nápoles y Milán. Por tanto, era previsible que las relaciones comerciales, a
diferencia de las amorosas, continuaran también después del final del
viaje.
Los
Legados formaban un grupo bastante unido, junto con los cuatro amigos del
Duque que habían quedado. Después de la muerte de su compañero, tampoco ellos
podían eludir la atmósfera de tensión y provisionalidad.
La
relación entre el legado toscano, Manetto dei Portinari, y la marquesa Juana de
Valladolid ya había desembocado en un amor arrebatador. Morena, esbelta e
inmejorable bailarina, tenía esa edad en la que las mujeres se preocupan
menos de esconder una relación. Como único y frágil biombo utilizaba la
presencia de su hija quinceañera, por la cual se hacía acompañar cada vez que
debía encontrarse con su amante. Su esperanza era que la presencia de la
muchacha salvara al menos las apariencias, evitando que las malas lenguas del
grupo de vividores desocupados chismorrearan demasiado, aun cuando en el fondo
tampoco le importaba en exceso.
La
Marquesa tenía el porte orgulloso de las castellanas, un cuerpo espigado y
un largo cuello, que sostenía una cabeza más bien pequeña, con un rostro de
pómulos altos. Los cabellos negros, brillantes y pegados a la nuca, estaban
divididos por una raya en el medio. Los ojos marrón claro y los dientes
blanquísimos hacían pensar en un hermoso felino. Pero era sobre todo el
porte lo que la distinguía.
Tenía
el busto erecto, con los esbeltos hombros bien hacia atrás, y eso le confería un
aire de desafío contra todos y contra todo. La actitud altiva quedaba subrayada
por el extraño movimiento de la cabeza cuando alguien le dirigía la palabra y
ella consideraba desagradable o inoportuna esa intervención; entonces volvía la
cabeza con calma hacia su interlocutor, manteniendo los ojos entornados, y
luego la bajaba abriendo lentamente los ojos, mientras lo miraba con
descaro de arriba abajo. Sólo en ese momento regalaba al infeliz una sonrisa
entre irónica y despreciativa, acentuada por sus dos expresivas arrugas a los
lados de la carnosa boca. Tenía poco pecho, pero era cuanto bastaba para
rellenar el ajustadísimo vestido a la española. Estaba lejanamente
emparentada con la familia real y la conciencia de esta ascendencia, aunque
no era directa, se reflejaba en la expresión arrogante de sus claros ojos
color avellana, que podían engañar a la mayoría, pero no a los que se daban
cuenta de cómo ardían de pasión.
La
hija quinceañera, Inmaculada, era en todo similar a ella, el mismo talle,
aunque más delgado, los mismos cabellos negros, los mismos ojos claros y el
mismo mentón, con el labio inferior ligeramente saliente, que daba a ambas una
expresión siempre un poco enfadada. Respecto a su madre tenía un aire más burlón
y una sonrisa más maliciosa. Sentía un gran afecto por su progenitora, pero
a menudo tendía a competir con ella.
Durante
la estancia de los milaneses en Nápoles, la Marquesa y el florentino no se
habían separado nunca, y era fácil prever que así sería también durante el viaje
de regreso, ya que la Marquesa y su hija formaban parte de la escolta de Isabel
hasta Milán. Los Legados de Mantua, Borgoña y Venecia, amigos de Manetto dei
Portinari, podían vislumbrar a cualquier hora del día y de la noche a la hermosa
Marquesa introducirse furtivamente en la celda del convento donde, al igual
que el resto de los amigos del grupo, se alojaba el florentino. La hija
acompañaba a la madre hasta la portezuela, la observaba desaparecer por el
jardín que llevaba a la habitación de su amante y regresaba sobre sus
pasos.
Pero
durante los últimos días en Nápoles, los amigos notaron que la hija ya no la
acompañaba. No estaba claro si el Legado florentino le gustaba de verdad o sólo
lo hacía para desafiar a su madre, el hecho es que Inmaculada comenzó
enseguida a provocarlo de todas las maneras posibles. Durante las recepciones
siempre estaba alrededor de él, prodigándose en mimos y galanterías. A
menudo alternaba comportamientos gentiles con ostentosas descortesías sin
motivo.
Luego,
en los bailes, como inmejorable danzarina que era, trataba de atraer su atención
con la agilidad de sus pasos y la elegancia de sus movimientos y lo
provocaba sin pausa mirándolo continuamente. A veces hacía alarde de una
intimidad con él que la madre interpretaba como afecto hacia su amante,
pero que los demás consideraban excesiva, comenzando a pensar que la muchacha se
desvivía, de un modo demasiado manifiesto, por acabar en su cama. Por fin
una tarde los amigos vieron que la joven se introducía rápida y ligera en
el cuarto del florentino, inmediatamente después de que la Marquesa hubiera
salido. Estas visitas se hicieron cada vez más frecuentes, hasta el punto
de que los amigos, al ver salir a la madre, esperaban ver aparecer a la más
joven y fresca hija.
Las
idas y venidas de las mujeres se habían convertido, también para Manetto,
más que en una costumbre, en una droga que poco a poco lo había conquistado
completamente. Estaba desconcertado por la sensación de amar a la misma persona
en dos edades diferentes.
La
madre, obviamente, no sabía nada de lo que sucedía a sus espaldas.
Inmaculada, en cambio, cuando después de haber hecho el amor se relajaba
charlando con su amante, lo asediaba con preguntas sobre su rival y sobre a cuál
de las dos amaba más. Poco a poco, comenzó a preguntarle detalles cada vez más
íntimos de su relación entre él y su madre. Las preguntas que, por una parte,
turbaban al florentino, por la otra lo intrigaban hasta hacerle perder,
lentamente, el sentido de lo que estaba ocurriendo. La jovencita lo había
comprendido y, para excitarlo aún más, durante sus encuentros le proponía,
con mucha libertad de lenguaje, comparaciones picantes que evocaban
situaciones fantasiosas. Esta infantil morbosidad acababa siendo sobremanera
provocadora para Manetto, que estaba plenamente seducido por ella.
Inmaculada era, sin duda, la más descarada y, a veces, en la plenitud de la
pasión, cabalgaba sobre él incitándolo como si fuera un animal de combate,
mientras se comparaba con su madre. En los momentos de intimidad, cuando
estaba con una, Manetto se sorprendía confundiéndola con la otra y esto le
producía un extraño aturdimiento, manteniéndolo en un estado continuo de
excitación psíquica, además de física. En efecto, las dos mujeres estaban
felices por haber encontrado un amante verdaderamente
satisfactorio.
Los
tres vivían esa aventura rodeados de una atmósfera que ellos mismos habían
creado y que los estrechaba en un abrazo casi sofocante. También la madre,
aunque no era consciente de lo que ocurría, percibía la extraña morbosidad
de su relación. La hija estaba orgullosa de haber creado semejante ambiente
y se ilusionaba con dominarlo, porque ella sabía, pero en realidad ninguno de los
tres estaba en condiciones de sustraerse al torbellino que los
arrastraba.
Ahora
ya no se daba el caso de que la madre saliera del convento sin que la hija,
después de poquísimos minutos, no recorriera el mismo camino. Pero con el
paso de los días Manetto, pese a su notable buena voluntad, comenzó a dar
señales de agotamiento.
Poco
después los tres partirían de regreso a Milán. Los amigos se preguntaban cómo se
las apañaría en una nave tan pequeña, sin espacio que permitiera un mínimo de
intimidad y presionado por esas dos endemoniadas
mujeres.
La
marquesa Juana, en cambio, estaba feliz y excitada por el viaje, durante el que
siempre tendría a su amante al alcance de la mano. La hija, por su parte, ya
estaba preparando los planes para continuar saboreando el agradable placer
de lo prohibido. A este respecto hacía a Manetto un montón de preguntas sobre la
nave y sobre cómo se alojarían.
A
veces una duda rápida como un relámpago asaltaba la mente del florentino,
que a pesar del aturdimiento conservaba su espíritu lascivo y profano; quizá
Inmaculada se comportaba así porque, sin saberlo, deseaba que su madre la
descubriera. En algunos momentos, el joven tenía también la sensación de que la
Marquesa sospechaba cuanto estaba sucediendo, pero se negaba a abrir los
ojos para no romper el embrujo de ese amor tan importante para ella.
Manetto del Portinari, de manera muy realista, presentía que nubes tempestuosas
amenazaban su horizonte, pero estaba subyugado por la envolvente ambigüedad de
la relación.
Esta
situación hacía que el florentino tuviera cada vez menos tiempo para sus amigos
diplomáticos, que a menudo se reunían para beber y jugar a las cartas en una
hostería cercana, con los compañeros del Duque.
El
elegante conde de Commynes estaba muy atareado acompañando a sus queridas
amigas a las recepciones u organizando paseos por los estupendos
alrededores de Nápoles, donde era agradable encontrar hospitalidad en las
villas de campo de la aristocracia napolitana. Era fácil tropezarse con
antiguos restos de edificios o de templos semidestruidos pertenecientes a la
fabulosa civilización de la Roma Imperial y, a veces, los visitaban con
curiosidad y admiración. Mientras tanto, el legado de Borgoña no perdía de vista
a algunos pajes imberbes que formaban parte de la expedición. Pero el conde
encontraba también el modo de hacerse amigo de jóvenes golfos, con brillantes
ojos oscuros y sonrisa maliciosa, que en muchas ocasiones poseían una popular y
bribona belleza. Vagaban por el puerto y los barrios viejos en busca de pequeños
trabajos por cuenta de algunas señoras o de algún
comerciante.
A
esos alegres pobretones no les disgustaba conceder sus gracias a aquel
gentil señor, tan perfumado y generoso. Por su parte, el borgoñón se sentía muy
feliz por el encanto de los lugares, el clima y también por la cálida gracia
mediterránea de los jóvenes a los que conseguía
acercarse.
Dona
Isa y Dona Evelyne seguían con su historia a base de delicadas ternuras. Incluso
en la dulzura de su relación, a veces durante las noches serenas en el
convento de Sant'Arcangelo, alcanzaban momentos apasionados en los que
indagaban las profundidades de su amor sin futuro. En la exploración de las más
íntimas sensaciones de sus jóvenes cuerpos consumían lentas horas en las que las
susurradas confidencias sobre sus esperanzas y deseos se alternaban con las
caricias más íntimas, hasta la culminación de los viajes que, en largos
instantes delirantes, separaban sus almas de sus cuerpos. Muchas veces repetían
tales experiencias hasta dormirse abrazadas en el reposado silencio de la
noche.
A
pesar de todo, Dona Evelyne, al despertarse, sonreía pensando que también ese
día volvería a ver al veneciano, tan taciturno y lleno de fascinantes
tristezas.
La
relación con él, si bien impalpable, le proporcionaba la alegría de la
pureza, que, sin saberlo, siempre había deseado. A diferencia de la relación con
Isa, que, aun siendo muy tierna, le dejaba un poso de angustia, aquélla con Zane
dei Roselli, a pesar de ser incompleta, le calentaba el corazón y, cada vez más,
se daba cuenta de que al estar cerca de él la tibieza de Nápoles era más tibia,
las iglesias que visitaban de la mano eran más umbrías y los barrios
populares llenos de ruidos y rumores resultaban más
joviales.
Isa,
siempre rodeada de admiradores, los complacía sin parsimonia, pero la esencia
misma de su ser no permitía que ninguno tuviera derechos sobre ella. Era
una actitud que exasperaba a sus amantes.
En
el momento en que se entregaba a un hombre, Isa daba la impresión de ser su
esclava de amor, pero después de esos maravillosos instantes de abandono, cuando
volvía a encontrarse con los que habían sido sus compañeros de una hora o de una
noche, mostraba hacia ellos una alegre amistad, como si sus relaciones no
hubieran ido nunca más allá de una cordial camaradería. Su comportamiento,
tan espontáneo y natural, era mal aceptado, especialmente por los napolitanos,
que en cada ocasión se ilusionaban con la idea de que la intimidad de una
fugaz relación les diese algún derecho sobre ella. No era ni una táctica ni
un cálculo. Ser libre en sus elecciones y en sus actitudes estaba en su
naturaleza, y no comprendía por qué los hombres tomaban su sabiduría
amorosa y la intensidad de sus sensaciones por promesas de amores duraderos.
Ante las recriminaciones de los amantes decepcionados abría de par en par
sus ojazos, de un celeste casi transparente, y exhibía su sonrisa de chiquilla,
enseñando los blanquísimos dientes como un conejillo. Luego, con un golpe de
cadera, se volvía y se alejaba riendo.
Dona
Andrea con Ibn Mansour Al Amid vivía un momento arrebatador, y la necesidad de
él no la abandonaba nunca. Pero le asombraba el hecho de que en ese delirio,
mientras que lograba recordarlo todo de su amante, cada olor, cada trozo de
piel, la tensión de cada músculo que ella había acariciado, debía esforzarse por
recordar su rostro. Eso no era amor, y ella lo sabía, sólo era un éxtasis
físico, que sin embargo la hacía incapaz de pensar y la arrollaba cada vez
más.
En
vez de recordar su rostro estaba obsesionada por el miembro largo y sinuoso que
él hacía culebrear dentro de su cuerpo, robándole el alma y el cerebro. Más de
una noche había tenido un sueño, siempre el mismo. Se encontraba en la ciudad de
él, invadida de luz, en medio de la plaza polvorienta, iluminada por las
reverberaciones del desierto circundante, esperando, postrada en el suelo, como
todos los demás súbditos. Sabía que cuando el sol, surgiendo del horizonte de
arena ondulada, hubiese llegado a una cierta altura, Mansour aparecería en la
terraza más alta de su palacio.
A
medida que el sol subía en el cielo, sus rayos la calentaban cada vez más y
hacían vibrar el aire que la rodeaba. Su emoción crecía en la espera de que
él apareciera, como su padre, cubierto de refulgentes láminas de oro. Y he
aquí que, cuando su excitación estaba en su apogeo, él aparecía en lo alto del
palacio, reluciente de placas de oro que reflejaban la fulgurante luz del sol,
la deslumbraban con sus relámpagos rutilantes y le procuraban perturbadores
estremecimientos. Pero no era a él a quien veía allá arriba, era su miembro el
que se le aparecía enorme, cubierto de escamas cegadoras que la
aturdían con la luz insoportable de cien soles. En ese punto explotaba en
ella un gran orgasmo y de inmediato despertaba empapada y jadeante, con la
gélida añoranza de un maravilloso sueño desvanecido.
Esta
obsesión la había apartado un poco de la compañía. Los demás se daban
cuenta de que ya no mostraba el mismo interés por las diversiones y las
conversaciones de los amigos y que, a menudo, no participaba, como tampoco su
moro, en las excursiones del grupo a extramuros.
En
las tardes en que estaba libre de los banquetes de la Corte, la comitiva se
dirigía muy gustosamente a la Taberna del Crispano, en el viejo Borgo
Sant'Antonio.
Allí
los jóvenes se sentían más a su aire, podían cantar y danzar los bailes
populares del momento. Luego, hacia las primeras horas de la mañana, cerradas
las puertas de la taberna y retirados los demás clientes, a menudo se liberaban
de muchos escrúpulos y cada uno podía entregarse a cualquier
placer.
En
esos trances la circasiana se desataba, pero sobre todo era Dona Melita, ya
normalmente dotada de un temperamento poco común, quien revelaba del todo su
naturaleza de inquietantes y cautivadores poderes. Era fácil darse cuenta de que
lo que emanaba de esa criatura no era sólo una exasperada sensualidad, sino algo
más misterioso, como un fluido fortísimo que modificaba la atmósfera misma del
lugar en que se movía. En ciertos momentos, irradiaba un aura que provenía de su
inteligencia animal y dominaba la voluntad de los demás con el embrujo de
un ser superior, dilatando, en quien sufría su influencia, los confines de la
sensibilidad y el frenesí.
Melita
tenía una enorme ascendencia sobre los varones que la rodeaban, pero
todavía más sobre las hembras que percibían su poder de abrir de par en par, en
lo más íntimo de ellas, las puertas de un sentir nuevo y distinto. El influjo
que ejercía sobre los demás y los comportamientos que su ser inducía en ellos la
habrían llevado fácilmente a la hoguera por brujería, si no hubiera sido la
mujer de los dos poderosísimos e intocables Rufolo, a quienes gustaba lo
que esa inquietante y extraordinaria criatura lograba suscitar en los demás y se
complacían ofreciendo la mujer a los amigos y a las amigas con un señorial y
casi burlón distanciamiento.
Una
noche, en la Taberna del Cerriglio, al final de una cena muy animada, retirados
los extraños al grupo, Melita fue transportada por sus dos hombres sobre una
mesa, entre las frutas, los jarros de vino y la comida y, boca arriba, con las
faldas levantadas, se concedió, como si debiera saciarse en un inalcanzable
desafío, a todos los que estaban presentes, hombres y mujeres. Al final, cuando
parecía casi extenuada, llamó también a los mozos de la taberna, los cuales,
primero vacilantes y luego tranquilizados por las provocaciones de los
demás, cumplieron la obra con el ímpetu de su edad.
Con
los vestidos húmedos por el sudor, el vino y todo el líquido ardor que esos
hombres le habían echado encima, pareció saciada y, tras acercarse a los
gemelos, se apoyó en sus rodillas y se entregó a un sueño profundo e
inocente.
En
los numerosos palacios reales aragoneses se sucedían espléndidos banquetes
ritmados por los característicos formalismos de la Corte. Pero las normas
protocolarias y el complejo ceremonial español eran estrictamente observados
sólo en la primera parte de los convites; luego, a medida que los ánimos y
los sentidos se calentaban, la etiqueta de la Corte se aflojaba con el vino
y las galanterías. La atmósfera primero se relajaba y después degeneraba
gradualmente, como en cualquier otro banquete, por más que fuera
principesco, alcanzando esas bajezas que, tan a menudo y sabiamente, los
predicadores estigmatizaban.
El
rey Fernando quiso sorprender a toda costa a los milaneses con el fasto y la
opulencia de su hospitalidad. La suntuosidad de los festines debía rebatir la
riqueza y la elegancia inalcanzables de las modas exhibidas por los lombardos,
mientras se les había permitido, con sus vestidos entretejidos de oro, perlas y
diamantes.
Además,
la Corte de Nápoles sabía perfectamente que en el castillo de los Sforza de
Milán trabajaba el célebre cocinero, maese Stefano de Rossi, cuyo padre,
maese Martino, había escrito una colección de recetas de su arte. El manuscrito
había inspirado al bibliotecario papal, el conocido humanista Platina, que
lo imprimió en un libro que se hizo inmediatamente famoso en todos los
países y Cortes. Por eso, incluso en la abundancia y el rebuscamiento de la
comida, los lombardos eran temibles y el desafío era
arduo.
Sin
embargo Nápoles no estaba por debajo de Milán en cuanto a celebridad en el
arte de la cocina. Aquí trabajaba el gran cocinero Ruperto da Nola, un
partenopeo ya españolizado, también autor de un importante libro de
ceremoniales y recetas en lengua catalana, el Libre del coch. En el texto estaban
condensadas la cultura de la mesa española y la de Italia del sur,
integrada por las importantes experiencias culinarias de los árabes de
Sicilia y los refinamientos de los míticos califatos de Sevilla, Granada y
Córdoba.
El
maestro Ruperto mostraría a esos presuntuosos lombardos de lo que era capaz la
cocina de la Corte aragonesa. En las comidas, pues, se quería sorprender a
los huéspedes y, por tanto, no había que reparar en gastos; ésta había sido la
orden del Rey.
Los
soberbios lombardos debían regresar a sus fríos castillos del norte con la
visión de las suntuosas mesas de Aragón en los ojos y el exquisito sabor de las
buenas cosas de España en la boca. Estaba iniciándose un histórico desafío a
distancia entre las dos grandes escuelas del arte de la cocina y las normas
ceremoniales, tan distintas entre sí. Se enfrentaban la cultura de la gran
España y la refinada elegancia de las Cortes renacentistas de Italia. Los
demás, los alemanes, los flamencos (también muy ricos), los ingleses e
incluso los franceses, no podían considerarse unos faros de la cultura del
buen vivir y del buen comer, hasta el punto de poder competir con tan
importantes tradiciones. Quizá sólo el relevante desahogo y señorío de la Corte
ducal de Borgoña no habría salido malparada de la comparación entre las dos
grandes escuelas de Italia. En el salón de honor de Castelnuovo, en la mesa alta
del rey Fernando, ocuparían su puesto la reina Juana, el príncipe de
Calabria Alfonso, Hermes Sforza, Isabel, nueva duquesa de Milán, el obispo de
Como, Antonio Trivulzlo, y el arzobispo de Nápoles, Alessandro
Carafa.
Una
gran tarima, cubierta de preciosas alfombras de Oriente, realzaba la mesa real
por encima de todas las demás. Otras dos larguísimas mesas bajas corrían,
partiendo de la mesa alta, a lo largo de los lados de la sala. Aquí
ocuparían su puesto los demás invitados, distribuidos según un rígido orden
protocolario: los más importantes se sentarían cerca de la mesa real y los
otros cada vez más lejos. Los últimos eran los artistas y los ultimísimos
los poetas, según una vieja costumbre que se remontaba a los
angevinos.
Como
era bien sabido y era justo que fuese, nunca se servían viandas de la misma
calidad a todos los comensales. El pobre Boccaccio, muchos años antes, se había
lamentado desde Nápoles de la mala posición que le había sido asignada en la
mesa de su amigo Accialuoli, ministro de los Anjou, del pésimo nivel y de
la escasez de la comida destinada a los poetas.
La
mesa del rey Fernando se abastecería de comida abundante, rebuscada y de
inmejorable calidad. También los Embajadores de los distintos principados
estarían bien servidos, con platos más que suficientes; luego, poco a poco,
comenzarían a reducirse tanto la cantidad como la calidad de las comidas y
bebidas. A los últimos comensales les servirían las sobras de las fuentes de las
primeras mesas, y a los ultimísimos, las sobras de los platos donde habían
comido los de rango más elevado.
La
entrada del rey Fernando y la reina Juana se produjo de forma solemne, precedida
por los toques de las trompas y el sonido de pífanos y tambores. Los
cortesanos y servidores se arrodillaron, los invitados esperaron de
pie con la cabeza descubierta. El gran chambelán se levantó rápidamente
para acompañar a la pareja real a la mesa.
Después
hizo su entrada el duque Alfonso, seguido por quienes ocuparían un sitio en su
mesa. Cuando los príncipes estuvieron sentados, los criados de la Casa Real se
levantaron y comenzaron a servir la mesa alta. Sólo entonces los huéspedes de
las mesas bajas podían volver a ponerse los birretes y
sentarse.
Según
las órdenes promulgadas por el Rey, los caballeros llevaban traje de luto, pero
los milaneses y su séquito habían hecho coser las joyas que adornaban las mangas
y los bonetes de sus estupendos y variopintos vestidos a los trajes negros. Las
perlas y las piedras preciosas resaltaban aún más sobre el fondo oscuro de
las sedas y los terciopelos. Sobre todo los birretes, que el ceremonial imponla
tener puestos durante toda la cena, refulgían por las plumas, las hileras de
perlas y las grandes piedras preciosas coloreadas.
El
rey Fernando y su hijo, el brutal Alfonso, estaban bastante molestos por la
contramaniobra de los milaneses, pero no habían encontrado un pretexto
convincente para prohibir el uso de las joyas que tanto los
fastidiaban.
En
torno a la mesa real se movía toda esa parte de la Corte que se ocupaba del
oficio de boca.
El
grado más alto era el de Mayordomo, es decir, el mayor de la casa, que
dirigía la marcha de las residencias reales como un padre se ocupa de sus
hijos. Tenía poder sobre el resto del personal del palacio, desde los criados
que se ocupaban de las salas hasta los que trabajaban en la
cocina.
El
responsable directo de las recepciones era el Maestresala, funcionario muy importante porque
supervisaba el buen estado de las decoraciones y la platería, así como los
uniformes del personal y su aseo. Además, se ocupaba de su salarlo. El
Camarero era una especie de secretario cuyas tareas concernían a la cámara
de su señor, velaba por su descanso, perfumaba sus camisas y pañuelos y mantenía
en orden las pellizas reales. Dado que estaba siempre en estrecho contacto con
el soberano, que a veces le hablaba o incluso bromeaba con él, debía ser
una persona de buena condición social y de absoluta confianza. Durante los
banquetes debía estar siempre cerca de él para cualquier
necesidad..
Los
trajes del señor eran responsabilidad del Guardarropa, quien controlaba también que
estuvieran planchados, almidonados, bien lucidos y limpios; por eso lo seguía
por doquier e intervenía si una indumentaria, por cualquier motivo, se
había ensuciado o solamente estaba en desorden.
Las
bebidas eran ofrecidas al soberano por el Escanciador, que probaba
cualquier líquido que pudiera llegar a la augusta boca, para controlar que no
contuviera veneno. De él «se requería una extrema seriedad» ya que, en
efecto, habría sido intolerable que «a un Escanciador se le escapase una
carcajada. También tenía que ser «una persona de aspecto muy limpio,
particularmente en las manos»
También
el Caballerizo, según el ceremonial,
debía mantenerse siempre cerca del Rey por lo que pudiera suceder, mientras que
el Veedor, es decir, el vigilante guardián, tenía el encargo de controlar las
cantidades de las mercancías, los gastos de la Corte y en particular las cuentas
del Despensero y del cocinero con sus
ayudantes de cocina.
El
Trinchante, por último, un personaje de gran importancia en cualquier banquete,
era de origen noble y expertísimo en su arte, que consistía en cortar con
precisión y destreza las carnes de toda clase que se servían a su
príncipe.
La
incisión debía realizarse según reglas bien precisas y siguiendo las líneas
indicadas en los dibujos de los numerosos tratados de ese arte. Los pavos requerían un corte especial, distinto
del previsto para los faisanes, las grullas o los ciervos; cada animal debía ser
trinchado del modo que le era propio, fuera jabalí o ternera de leche o
bien gamo o cochinillo.
Además
el Trinchante debía respetar unas reglas especiales en la preparación de
los bocados reales. Muy elegante en sus vestimentas y gestos, limpísimo, debía
saber afilar a la perfección los numerosos cuchillos que formaban su
especialísimo equipo.
Era
fundamental que las hojas fueran muy cortantes y se mantuvieran relucientes
y «libres de todo rastro de grasa y de herrumbre» Por si era necesaria, llevaba
en el cinturón un estuche con la aguzadera, una varilla de madera de salce,
mojada y engrasada con polvo de amoladura. Este utensilio le permitía dar el
último y delicadísimo afilado a las hojas.
Cuando
el Trinchante rebanaba una carne, solía adelantarse graciosamente con los pies
juntos y realizar su obra con el menor número posible de cortes, sin
ensuciarse nunca con jugo o grasa; éstas eran las
reglas.
Había
varias escuelas sobre el modo de trinchar, y los milaneses esperaban el momento
de las carnes para juzgar. Por la elegancia del Trinchante, la precisión de su
trabajo y, sobre todo, por la escuela que seguía, todo verdadero gentilhombre
podía valorar el refinamiento de la Corte.
En
cuanto el Rey estuvo sentado a la mesa, el primero en moverse fue el
servidor de aguamanos; llegó con un aguamanil de plata cubierto con una tobaja
bordada y una palangana también de plata, fue hacia el Maestresala y se
arrodilló. El Maestresala, tras acercarse a su señor con una tobaja sobre
el hombro, después de las debidas reverencias, besó el paño que estaba
sobre el aguamanil, lo puso sobre la mesa delante del soberano y apoyó
encima la bacía. Con la izquierda vertió el agua sobre las augustas manos,
con la derecha cogió la toalla que tenía sobre el hombro y, tras besarla, la
ofreció a su Rey. Apenas hubo ejecutado su tarea retiró la palangana y,
después de algunas reverencias, devolvió todo al servidor de
aguamanos.
La
ceremonia se repetía con el agua de rosas.
Los
invitados milaneses más importantes también habían tenido, si bien de un modo
más sencillo, su agua de rosas para las manos.
Ahora
que el rey Fernando y sus huéspedes de honor habían sido homenajeados
suficientemente, podía darse inicio al banquete.
La
decisión del rey Fernando de obligar a todos al luto más estricto no ayudaba
desde luego a crear un marco de jovialidad en torno a la cena. Los caballeros de
negro y las damas veladas y de duelo conferían un aspecto surreal a la sala
porque, no obstante el forzado pesar, el brío y la hilaridad eran
generales.
Una
extraordinaria sucesión de viandas comenzó a llegar a la mesa real y a las mesas
bajas que estaban más cerca de ella. Primero se llevó la fruta en grandes cestos
decorados con papeles de varios colores, adornados con figuras alegóricas
doradas y plateadas; membrillos cocidos, peras, pasas de uva e higos secos de
Nápoles y de Esmirna; castañas asadas a las brasas, naranjas agrias, cidras,
limones y frutas confitadas, nueces y avellanas llenaban los cestos suntuosos y
variopintos.
Luego
llegó el turno de los ocho guisos: guiso de manos de carnero, una menestra de
almendras y enebro machacados y disueltos en caldo de carnero con trocitos
de pata del mismo animal, con el añadido de leche de almendras y azúcar en
abundancia.
El
segundo de los guisos que se sirvieron fue el de asadura, para el cual se cocían
en una olla aparte las vísceras de un cabrito que, tras ser cortadas en
daditos, eran sofritas en tocino con cebolla. En ese punto se añadían, muy bien
machacadas en un mortero, unas almendras tostadas, y el hígado del cabrito,
asado a la brasa, con un buen trozo de miga de pan embebido en vinagre blanco.
Pasado todo por el cedazo se diluía con caldo graso, se hacía cocer con una
salsa de especias y, por último, se servía en las escudillas, poniendo en cada
una de ellas un par de huevos. Era importante que la menestra tuviera un vago
sabor a vinagre.
Después
fue el turno de un guiso denominado el
primo, el segundo, el tercio. Este último era a base de cilantro verde
finamente desmenuzado y machacado en el mortero con cilantro seco, almendras y
nueces tostadas; luego se hervía el compuesto con salsa de especias
variadas, añadiendo mucho azafrán, un buen caldo graso y después vinagre y
azúcar; cuándo la menestra había alcanzado la debida consistencia se servía
espolvoreándola con abundante azúcar y canela.
Más
tarde hicieron su aparición los potajes de capón armado, luego la sopa de hígado
condimentado y más guisos, de sémola y de farro. Se lavaba el farro dos o tres
veces en agua fría y después, en una olla con caldo de gallina, se hervía
hasta mediada la cocción; entonces se añadía leche de almendras y azúcar
(que fuera del bueno), y se mantenía sobre el fuego hasta que espesara.
Tras dejarlo reposar, se servía con canela y azúcar. «Era un guiso tan
delicado que podía ser útil incluso a los enfermos»
Con
el estómago puesto a punto por las menestras ahora era fácil afrontar las
comidas más nutritivas.
Por
eso llegaron a las mesas numerosos pasteles, en verdad soberbios, como el de
cabrito con berenjenas y también las renombradas berenjenas a la morisca, que
primero se freían y luego se cocían con queso rallado, cilantro molido y caldo
graso. No faltaban las calabazas fritas con relleno y caldo de carne,
además del arroz en cazuela al horno.
Las
viandas eran presentadas a la mesa alta con muchas reverencias, cambiando
la servilleta en cuanto uno de los ilustres convidados se limpiaba los labios
después de haber bebido un sorbo de vino. Cada vez, las servilletas, los
cuchillos, los saleros y cualquier otro accesorio eran debidamente besados
de rodillas, antes de ser posados sobre la mesa real.
Las
copas de vino las llevaba a la mesa el Escanciador, que se acercaba
cuidándose mucho de mantener el cáliz por encima de su nariz a fin de que en el
caso vituperable, pero posible, de un estornudo nada indeseable cayera en
el vino. Para el agua, el Escanciador se acercaba con la copa en la mano
derecha y la jarra en la izquierda, hacía una reverencia con la mayor
elegancia posible, entregaba el cáliz al rey Fernando, pasaba la jarra a la
mano derecha, vertía con gracia el agua, volvía a pasar la jarra a la mano
izquierda y, por último, después de las debidas reverencias, se
retiraba.
Para
los nobles, las copas eran de plata u otro metal, pero el Rey y los grandes
señores sólo bebían en cálices de finísimo vidrio selicornio, pues según los
sabios, que estaban seguros de ello, el cristal se quebraba de inmediato al
contacto con cualquier bebida que contuviera veneno.
Se
estaba llegando a la parte central de la comida.
El
gran banquete bullía de animación; bebiendo buen vino y comiendo todos esos
bienes de Dios, las lenguas se soltaban y las relaciones se hacían más
confidenciales. Las salsas, los jugos y las grasas comenzaban a ensuciarlo
todo; hasta el mantel, donde todos se limpiaban las manos y la boca, estaba
ya cubierto de manchas.
Comenzaban
a volar, lanzados de un comensal a otro, los primeros trozos de miga de pan
modelados en formas obscenamente alusivas. También los confites y los bizcochos
estaban siempre presentes en las mesas desde el principio hasta el final de todo
banquete. Alguien particularmente hábil conseguía arrojar los confites
en los amplios escotes de las damas y después con grandes voces reclamaba su
restitución, entre el griterío de los vecinos. Algunos, escupiendo vino con la
boca, conseguían hacer llegar pequeños chorros hasta los demás invitados.
Al principio de la comida los comensales habían encontrado sobre la mesa,
además de los bizcochos y los confites, varios tipos de confituras y por
doquier platos de manjar blanco.
El
manjar blanco (así se llamaba en Italia) era una crema densa hecha de carne
blanca de pollo, harina de arroz, almendras blancas, leche de cabra y agua
rosada. Todo ello se machacaba largamente en el mortero y luego se cocía a fuego
lento en un puchero donde nunca había sido cocida ninguna otra vianda. El
manjar blanco se usaba como acompañamiento de casi todos los platos,
especialmente los de carne.
Las
viandas más importantes del banquete estaban por llegar, dado que un hombre de
bien no podía considerarse debidamente alimentado si no comía una cierta
cantidad de caza y carnes variadas, que eran estimadas como la parte seria de
todo festín.
Los
caballeros milaneses estaban al acecho de la llegada de los asados y los
cocidos, porque en ese punto habrían debido exhibirse los esperados
Trinchantes.
Cuando
llegó el gran momento, precedido por pífanos y tamborileros, entró el
cortejo de los sirvientes que llevaban al hombro, sobre angarillas, enormes
bandejas con todo tipo de carne: pavos con sus plumas y colas en forma de
rueda, terneras doradas, cochinillos rellenos y asados, grullas, faisanes,
cabritos, ciervos y jabalíes con su piel.
Por
último, antecedido por sus ayudantes, hizo su entrada el Primer Trinchante,
elegantísimo con su jornea de seda negra bordada en plata. Tenía un gran
bonete con plumas negras de garza, adornado con perlas, y en el cinto
llevaba el espadín, signum distinctionis
de su rango de caballero.
Avanzó
casi a paso de danza hacia el Rey, hizo una profunda inclinación, con gran
maestría se quitó el bonete, que agitó varias veces en señal de reverencia,
volvió a ponérselo en la cabeza con un amplio gesto y se acercó con
gravedad a la pequeña mesa que sus asistentes le habían preparado y sobre
la cual habían dispuesto grandes trozos de carne. Otros ayudantes le ofrecían,
abierto, el gran estuche en el que estaban los cuchillos y tenedores trinchantes
de su arte.
Toda
la sala prestaba atención al espectáculo que estaba a punto de comenzar en la
mesa real, mientras otros Trinchantes menores servían las mesas más
importantes. Los milaneses ya estaban sonriendo con malicia, se habían
dado cuenta que no se trataba de un Trinchante al aire, es decir, de un
Trinchante a la italiana. En efecto, no había escapado a sus ojos que los
ayudantes habían puesto un tajo sobre la pequeña
mesa.
El
caballero, en tanto, continuaba su rito. Había elegido con cuidado un cuchillo y
había extraído del estuche que llevaba colgado a la cintura la aguzadera.
Después de un último afilado de la hoja, comenzó a cortar con unos pocos golpes
seguros el cabrito que estaba sobre el tajo y con el tenedor trinchante
procedió a disponer las rebanadas, a medida que las separaba, en el plato del
Rey, que un ayudante arrodillado tenía frente a él.
El
Trinchante había usado el tajo para apoyar las carnes, en vez de levantar el
trozo y, en el aire, rebanarlo tal y como el decoro de una Corte civil habría
requerido. Los lombardos no esperaron más para burlarse de los napolitanos
y los españoles. Habían empezado a comentar en voz alta, con tonos cada vez más
elevados, la incivilidad de ciertos pueblos y la injustificada vanagloria
de ciertas Cortes.
Con
trozos de carne ensartados en los tenedores trinchantes de mesa, mantenidos bien
altos, fingían cortarlos en el aire con sus cuchillos para mofarse de los
aragoneses. Era indecoroso, decían, que el rey Fernando y su hijo, con sus aires
españoles, ni siquiera tuvieran a su servicio a un Trinchante al aire de
alta categoría. Ya verían los presuntuosos napolitanos de qué era capaz una
Corte civilizada y elegante como la de Milán.
No
se necesitaba mucho más para inflamar los ánimos y desencadenar una riña.
En efecto, un español de la Corte, el conde Ramiro de Guzmán y Barriga,
arremetió contra uno de los amigos del joven duque Gian Galeazzo, el
marqués de Crema Michelangelo Zurla, que claramente intentaba provocarlo. Ya
estaban de senvainando sus espadas cuando de una parte y de otra los amigos se
lanzaron a frenarlos, rojos de cólera. Insultos, gritos de mujeres,
empujones, órdenes secas de los jefes de los arqueros de ambos bandos, y el
tumulto se calmó de la mejor manera posible. Casi por la fuerza los
contendientes fueron reconducidos a sus escabeles, pero ahora la tensión estaba
en el ambiente; aunque en voz baja, las partes siguieron lanzándose motes
lascivos e insultos.
Los
bufones, los prestidigitadores y los músicos habían recibido la perentoria
orden de distraer con sus exhibiciones, siempre que surgieran disputas, a los
comensales más alterados y pendencieros, desplazándose de un punto a otro
del salón, donde parecía que su presencia era más necesaria. En tanto,
otros Trinchantes, ayudados por sus asistentes, cortaban y distribuían grandes
trozos de animales de todo tipo a las mesas más cercanas a la mesa alta y,
luego, poco a poco, a las demás.
Los
comensales de menor rango debían esperar y conformarse con las carnes que los
primeros habían rechazado. Los funcionarios subalternos de la Corte y los
artistas, que estaban acomodados al fondo de las largas mesas, sólo ahora
recibían los restos de las menestras, ya frías, que se habían servido en las
mesas más importantes.
Terminados
los asados y los cocidos, empezarían los platos de pescado, de los cuales el mar
de Nápoles era tan pródigo. Los pescados y los frutos de mar, como es
universalmente reconocido, son poco nutritivos y es recomendable comerlos
en gran cantidad para extraer el justo sustento. No pesan en el estómago, es
más, ayudan a digerir bien las carnes; sin embargo, es oportuno hacer preceder
también estos alimentos de un buen número de guisos.
Por
eso el experto Ruperto da Nola había hecho una menestra de calamares y jiblas.
Después de haberlos lavado bien y una vez mediada su cocción, los había
dejado macerar con almendras, pasas de uva y pifiones. Luego había completado la
preparación haciéndolos hervir en el caldo de pescado con vinagre y
hierbas.
Un
guiso de sémola, cocida en caldo de gallina, con el añadido de leche de
almendras, parecía a propósito para renovar el apetito.
No
podía faltar la menestra de cebolla, llamada cebollada, que se servía
caliente en escudillas junto con un par de huevos; si alguien lo deseaba, la
espolvoreaba con azúcar y canela.
Sólo
los comensales más voluntariosos conseguían degustar todas las viandas que
aparecían en las mesas. Muchos comían apenas una parte de las numerosas
hileras de platos que se habían puesto ante ellos y se limitaban a probar
los demás. Especialmente las jóvenes damas, a diferencia de las voraces
matronas, hacían ademán de desdeñar muchos alimentos. Pero el tiempo a
disposición para el banquete era oportunamente largo y, ayudados por las
abundantes libaciones, al final quien más quien menos hacía honor a los
platos.
No
aprovechar las comidas que se ofrecían era, en verdad, un crimen contra la
carestía. ¿Quién habría rechazado en ese momento un caldito de jiblas y pulpos
enriquecido con pan tostado, nueces y avellanas y aromatizado con zumo de
naranjas agrias?
Un
caldo de pescado cerraba la serie de menestras aptas para estimular el apetito.
El pescado bien lavado y frito en abundante aceite se dejaba enfriar. Luego se
doraban unas cebollas cortadas en el mismo aceite, junto con almendras
Peladas, uvas secas, helenio y ciruelas. Pimienta, azafrán y otras
especias le conferían un inmejorable toque de sabor. Por último, todo ello
se cocía con vino y vinagre. En cuanto estaba listo se añadía el pescado
previamente frito y se servía endulzado con arrope. Así, con nuevo vigor, los
comensales podían disponerse a degustar los extraordinarios platos de
pescado que estaban a punto de llegar.
Sobre
los dones de Neptuno cocinados Por Ruperto da Nola, los milaneses no podían
tener nada que objetar. Antes que nada, se sirvió el manjar blanco de
pescado, una nueva receta adecuada para los platos de pescado, preparada
con carne de langosta machacada en el mortero, almendras, harina, agua rosada y
azúcar.
Las
andas que estaban apareciendo con los productos de la pesca y los platos
preparados con frutos de mar eran verdaderamente impresionantes. Precedidos por
toques de clarín y redobles de tamborcillos, llegaron a la gran sala triunfos de langostas, atunes enteros
asados, lampreas empanadas, grandes alosas con enebro y vinagre, guiso de
esturiones con enebro y cilantro, perca a la parrilla, congrios a la
cacerola o cocidos a las hierbas con vinagre y también pequeñas sardinas a la
cazuela, preparadas con enebro, azafrán, perejil, hierbabuena, almendras,
piñones, hierbas aromáticas varias y vinagre. Para cocinarlas de la mejor manera
había que cocerlas a las brasas más que al horno; en el momento de
comerlas debían ser aromatizadas con pimienta y zumo de
naranja.
Entre
las aclamaciones generales llegaron a las mesas triunfos de rodaballos y
lenguados, calamares, merluzas cocinadas de cinco maneras distintas y, por
último, montañas enteras de ostras.
Las
ostras se freían, luego se dejaban macerar en zumo de naranja con pimienta y
hojas de laurel. También las había fritas con cebolla, hierbas aromáticas y
vinagre.
En
tanto, los convidados de las últimas mesas trataban de roer los huesos que,
por más que descarnados, aún conservaban pegados trocitos de carne y
nerviecillos que habían quedado pegados, además de los esqueletos de las
volátiles que los trinchantes no habían conseguido pulir del
todo.
Los
sirvientes que tenían la tarea de llevar las sobras de las primeras a las
últimas mesas, durante el trayecto, introducían con destreza en los amplios
bolsillos de sus libreas divisadas las mejores sobras para llevárselas a casa.
Así, desaparecían los trozos de carne más grandes, raciones de pasteles y hasta
de manjar blanco.
Incluso
al escanciar los vinos se respetaba la rigurosa jerarquía habitual entre
las distintas mesas. El vino excelente era para el Rey y los convidados de
alcurnia, el bueno para las primeras mesas; para las demás un vinillo
ligero y, por último, para las últimas se servía el sacado de los toneles que,
por haber cogido aire, sabía a vinagre; de todos modos, diluido con agua era una
bebida que saciaba la sed.
Como
era natural, a pesar de los choques entre las dos facciones, los jóvenes
caballeros estaban cortejando, correspondidos, a las damas excitadas por las
copiosas libaciones, y muchos, ayudados por las numerosas zonas de
sombra de la sala, estaban empeñados, con bastante desenvoltura, en amorosas
ocupaciones. La escena que se presentaba era más bien extraña: centenares
de personas compungidamente vestidas de luto se contorsionaban en una orgía
totalmente desinhibida de comida y sexo. En la sala la confusión y el ruido eran
ya altísimos y casi todos, hombres o mujeres, estaban borrachos. Muchos
bancos estaban vacíos y detrás de las columnas, con la complicidad de la
penumbra o incluso de la oscuridad, entre grititos sofocados y carcajadas, todos
se abandonaban por doquier a las más exuberantes y variadas
cópulas.
Era
el gran momento de los postres. Hicieron su aparición en las mesas frutas
confitadas, panes de nueces con melaza, turrones españoles, bolitas de piñones,
mazapán de almendras, que llegaba de Sicilia, y una gran cantidad de dulces
árabes cubiertos de miel y almendras tostadas y trituradas. Calabria había
ofrecido figuras de guerreros, caballeros y damas de dos palmos de altura,
estupendamente realizadas con frutos secos de graciosos colores: higos,
manzanas, albaricoques, ciruelas, castañas, nueces, almendras y
avellanas.
Los
dulces y los postres no pueden considerarse verdaderas comidas, sino más bien un
acompañamiento ligero que, al final de cualquier banquete, predispone
para una buena digestión y propicia un sueño tranquilo y
reparador.
Tocaron
nuevamente las trompetas y resonaron los pífanos. He aquí, traídas a hombros por
servidores en librea, escenas de batallas navales contra los sarracenos, grandes
construcciones de mazapán que representaban los asaltos de los cruzados contra
las fortalezas moriscas de Oriente, de colores vivos y llenas de guerreros,
caballos y ballesteros. En cada victoriosa nave de turrón o en cada
castillo de pasta de almendras conquistado a los sarracenos, flameaba el
estandarte de la Casa de Aragón en pasta de azúcar. Pusieron un gran numero de
ellas sobre las mesas.
Rápidamente
las admirables construcciones fueron despedazadas y comidas; los puentes
levadizos, las almenas y los revellines se usaban también como proyectiles
de una mesa a otra entre aplausos, gritos y carcajadas
fragorosas.
En
ese momento, incluso los lombardos debieron admitir que el rey Fernando había
hecho las cosas a lo grande y que el banquete había sido espléndido, pero los
que estaban más ligados a la tradición tenían, de todos modos, varias
críticas que hacer.
Ante
todo no se había hecho la habitual escansión de la cena en servicios, a los que
seguían los intermedios, como se acostumbraba en sus Cortes. Después de cada
serie de comidas, habrían pretendido que hubiera unos intervalos para que los
huéspedes pudiesen alejarse de la mesa, regocijados por músicas y
entretenidos por bufones y prestidigitadores. Sólo al final de un
intermedio podía servirse otro grupo de viandas, y así
sucesivamente.
Objetaban,
además, que las comidas habían sido aromatizadas con pocas especias, lo que,
además de disminuir el gusto de los alimentos, parecía una clara falta de
consideración hacia los huéspedes. En efecto, el uso o, mejor, el abuso de
especias de todo tipo era, en la práctica, independiente de la calidad del plato
al que se habían añadido. Los carísimos condimentos como la canela, el macis, el
cilantro, el almizcle y todos los demás eran una señal de deferencia del
dueño de la casa hacia el invitado. Cuanto más importante era el huésped,
mayor era la cantidad de especias que se añadían a las recetas. Así, al menos,
se comportaban en las Cortes del norte.
También
criticaban el excesivo empleo, a su juicio, de almendras machacadas y agua de
rosas, lo que denotaba, decían con desprecio, una fuerte influencia de la
cocina árabe.
Y
luego estaba la cuestión del Trinchante.
Por
último, lo más grave y ofensivo de todo: el escaso empleo del azúcar. Este
carísimo dulce debía ser rallado con gran abundancia sobre cada plato, fuera de
carne o de pescado, como homenaje al convidado y como señal de alta
consideración hacia él.
Sin
embargo los huéspedes extranjeros olvidaban que la Corte de Aragón sufría la
influencia de la refinada civilización árabe y de ese genial innovador que era
el gran cocinero Ruperto da Nola. El cocinero, siguiendo la tradición oriental,
había abandonado la arcaica costumbre de rociar con especias de manera
indiscriminada, prefiriendo dosificarlas según las efectivas
necesidades de la receta y acaso sustituyéndolas por hierbas aromáticas y
sabores menos devastadores. El libro que había escrito se amoldaba sin sombra de
duda a estos nuevos criterios. Además, en las Cortes españolas no era frecuente
el antiguo uso de los servicios para escandir los
banquetes.
Sin
embargo, los milaneses, como todos los nórdicos, aun estaban ligados a las
viejas usanzas y no llegaban a apreciar la novedad de esa cocina más sencilla y
de sabores más diferenciados. El abuso de las especias ocultaba toda diversidad
de gusto y hacía similares incluso las preparaciones más
diferentes.
Al
margen de cualquier cosa que se hubiera querido objetar, la cena había
resultado un éxito indiscutible y era imposible no
admitirlo.
La
satisfacción de los aragoneses era palpable y ahora se permitían ser corteses
con los lombardos, ofreciendo a sus huéspedes bocados selectos y dándoles a
beber de sus mismos bocales. En efecto, casi todos se habían declarado
satisfechos y saciados, y a los que aún no lo estaban los napolitanos
continuaban proponiéndoles nuevas delicias expresamente preparadas para
llenar los últimos vacíos de las vísceras.
Por
último, había llegado el momento del solemne brindis de los novios. Un grande y
bellísimo cáliz nupcial de oro fue llevado a Hermes y a Isabel. Ambos
jóvenes, después de haber alzado la copa y haberla hecho girar hacia los
comensales en todas las direcciones, auguraron para sí mismos y para los
presentes todos los parabienes. Luego, entre la conmoción general, bebieron
juntos el tradicional hipocrás de rosas, que según el uso marcaba el final
de todo festín nupcial.
Cada
uno de los comensales tenía ante sí un jarro de hipocrás, y la respuesta al
brindis de los novios fue un gran grito augural que se elevó de toda la sala. A
continuación todos bebieron y el soberano, seguido por los notables de las mesas
altas, se retiró en medio de una profusión de inclinaciones, genuflexiones,
toques de trompetas, redobles de tambores y sones de tuba.
Era
la hora primera de la madrugada.
Pero
en la gran sala, que ahora se había transformado en una orgía, la fiesta
continuó durante toda la noche, cada vez más cansinamente, hasta que la clara
luz del alba invernal de Nápoles penetró a través de las bíforas ojivales.
Sólo entonces, deslumbrado por las manchas de color del sol, que atravesaba las
vidrieras policromadas, cada uno, de repente, se sintió invadido por la
sensación de agotamiento y de íntima melancolía que inevitablemente acompaña el
fin de toda noche como aquélla.
4
Un
galopillo había llevado a la mesa un inmejorable salami cocido en vino
Pignolo della Morra, que se
producía no lejos de Tortona, acompañado con nabos rojos y coles
condimentadas con una salsa de agraz y miel. Disponía los platos sobre fa mesa
con meticulosa lentitud, mientras maese Stefano bramaba de impaciencia y
trataba de ayudar al tabernero a ordenar los platos para que se diera prisa. No
podía seguir esperando sin conocer el contenido del
mensaje.
Después
de un tiempo que al Gran Cocinero le pareció interminable, el hostelero
terminó de ordenar la mesa y, tras hacer algunas inclinaciones, volvió a
zambullirse reculando en la cocina. Por fin Trotti podía poner a su
amigo al corriente de cuanto había sabido.
‑La
carta es muy breve. Mi enviado, ese Ludovico Terzaghi que vos conocéis,
habitualmente me manda largos y minuciosos despachos que, inevitablemente,
llegan a nosotros cuando los eventos hace tiempo que se han desarrollado, pero
esta vez se ha apresurado a entregar la misiva al correo y se ha limitado a
escribir unas pocas líneas. Me comunica que durante una excursión fuera de
Nápoles, a una localidad llamada Ravello, uno de los amigos del joven Duque
murió en circunstancias misteriosas. Por ahora no se sabe quién es el
asesino, y los hombres de Sanseverino han impuesto a los milaneses que no hablen
ni siquiera entre sí de lo sucedido. Con el próximo envío tratará de hacerme
llegar un despacho con noticias más detalladas.
Maese
Stefano se había quedado con la boca abierta. Estuvieron un buen rato en
silencio.
‑Excelencia
‑preguntó luego el cocinero, preocupado‑, ¿la carta no dice nada
más?
‑No;
por desgracia la carta no dice nada más. Ya sabíamos que los milaneses y los
napolitanos no se llevan bien y que el rey Fernando haría incluso lo
imposible para asombrar a los nuestros con fiestas, con bailes en sus
castillos y con platos que parece han sido verdaderamente excepcionales.
Pero ahora nos enteramos de que también ha habido un muerto. Esto me parece
extremadamente peligroso. Auguraba que todo terminaría en uno de los
previstos desafíos de opulencia y riqueza que las Cortes a menudo emprenden
entre sí; en suma, un duelo de banquetes, pero no de
muertos.
‑No
sé qué decir. La cosa ha empezado mal ‑comentó el Gran Cocinero, primero
mirando desconsolado las carnes que tenían en la mesa y luego
escrutando a su amigo. De pronto le pareció evidente que pensaban lo mismo:
las noticias recibidas de Nápoles eran gravísimas, pero no suficientes para
quitarles el apetito.
‑¡Una
cena es una cena! ‑exclamó, y siguieron comiendo.
‑Esta
terrible manía de descollar, ¡incluso en la mesa! ‑continuó el cocinero‑. Algo
sé de comidas. En la Corte tienen un Gran Cocinero, el famoso Ruperto da
Nola. Quizá por eso que el ilustrísimo señor Ludovico Sforza da tanta
importancia al banquete de Tortona.
‑Todos
hablan de ese banquete y, si no me equivoco, incluso el Moro se ha
interesado personalmente ‑añadió Trotti, que prefería no seguir hablando de la
trágica noticia.
‑Es
verdad, querido Embajador, ¿sabíais que el duque Ludovico, cuando dio las
órdenes para la cena al Gran Senescal, quiso que también yo estuviera
presente?
‑Sí,
me lo imaginaba porque en Milán se han hecho muchas suposiciones, pero
nadie ha sabido decirme cómo se desarrolló exactamente la
escena.
‑La
cosa al principio parecía muy sencilla ‑comenzó el Gran Cocinero‑. Una
hermosa tarde, hace diez días, llegó a la cocina el Gran Senescal, el señor Gian
Giacomo Vincimala, con el traje de las audiencias y ese aire suyo de señor de
rango, y me dice que me prepare de inmediato porque nuestro señor Duque nos
espera... «¿A quiénes espera?», le pregunto. «Me espera a mí, y también a vos,
maese Stefano, para unas comunicaciones importantes», me dice con su
habitual condescendencia.
»Me
costaba creerlo, el duque Ludovico me mandaba siempre las órdenes para las
comidas a través del Gran Senescal. Para ser breve, tuve que ponerme mi mejor
jubón, con un bonete de terciopelo carmesí, y nos precipitamos a la sala de los
Scarglioni en la planta superior del castillo. Las piernas me temblaban, pero no
había nada que hacer; ésas eran las órdenes. Esperamos bastante, y al final
se abrió la puerta, entraron seis arqueros con uniforme de gala e inmediatamente
después el duque Ludovico, con ese poeta de la Corte que me parece se
llama... Tac... Taccone, y con ese otro joven pintor florentino de barba
rubia...
‑¡Ah!
¿Queréis decir el maestro Leonardo da Vinci?
‑Sí,
precisamente ese toscano es el que me diseñó un magnífico asador que gira solo.
De inmediato el Gran Senescal puso una rodilla en el suelo y yo, figuraos,
hice lo mismo, y por poco pierdo el equilibrio y me caigo. El Duque tendió la
mano al Gran Senescal para que se la besara y luego le hizo señas de que se
levantara; a mí ni siquiera una mirada. Yo seguía con la rodilla en el
suelo, esforzándome mucho para mantener la estabilidad, pero lo que dijo se
me quedó grabado en el cerebro, a pesar de que hablaba como un Obispo en la
iglesia. ‑El cocinero, imitando al Duque y esforzándose por usar palabras
difíciles, continuó‑: «Señor Gian Giacomo, nuestros correos nos informan que en
Nápoles el rey Fernando y el duque Alfonso, su hijo, nuestros amadísimos
hermanos en la fe de Cristo, además de abuelo y padre de nuestra
dilectísima sobrina Isabel, que está a punto de llegar, están haciendo
grandes honores a nuestros enviados» ‑El cocinero prosiguió remedando
el habla ampulosa del Duque‑«Bailes, comidas y espectáculos excelentes y,
por encima de todo, los banquetes preparados por ese gran maestro de las
exquisiteces de la mesa que se dice es el cocinero Ruperto da Nola, Gran
Cocinero de aquella serenísima Corte.
»Ahora
bien, todo esto nos llena de alegría y reconocimiento hacia el Rey y el
Duque, pero nos obliga, y es grata obligación, a corresponder con la misma
moneda a sus atenciones y a su opulenta hospitalidad, ofreciéndoles un
recibimiento que sea digno de ellos y del gran linaje de los Sforza. Por encima
de todo, sería nuestro deseo presentarles el banquete más extraordinario de
los que se tenga memoria en cuanto la comitiva, con la recién casada, la duquesa
Isabel, ponga el pie dentro de los confines de nuestro Ducado. Por tal
motivo hemos establecido que este evento, que, estamos seguros, será
recordado en las crónicas, tenga lugar en Tortona, primera aldea del Ducado que
tendrá el honor de dar la a nuestra dulce sobrina. Tortona es feudo de nuestro
queridísimo recaudador de impuestos, el conde Bergonzio
Botta»
‑Maese
Stefano trató de recordar las palabras exactas del Duque. «No dudamos de que
nuestro excelente Gran Cocinero...»
»Dijo
exactamente esto y, dirigiéndose hacia mí, que seguía arrodillado, con la mano
enguantada me hizo señas de que me levantara, después continuo... ‑El Gran
Cocinero se esforzaba por hablar como su Duque, pero le resultaba difícil.
Repitió lo que Ludovico el Moro había dicho a continuación‑: «Nuestro maese
Stefano» tan renombrado, incluso más famoso que el excelente Ruperto da Nola,
conseguirá que el orgullo de la Casa de los Sforza no se vea en absoluto
humillado por el de los aragoneses. Es más, esperamos que, en el recuerdo del
nombre y la fama de su gran padre, el difunto maestro Martino De Rossi,
sabrá ofuscar, con su arte, cualquier otra cosa que se haya hecho en
Nápoles. Sería muy vergonzoso para nosotros admitir que no hemos sabido
honrar como deseamos a los nobles napolitanos que acompañarán hasta aquí a
nuestra amada Isabel» ‑En ese punto, el Gran Cocinero estaba aturdido del
todo con aquel difícil hablar y sentía que el sudor le caía por la espalda,
empapándole la camisa. Continuó reproduciendo el discurso del Duque: «Lo
que nosotros deseamos no es un banquete sencillo, por opulento que sea, sino
algo más, algo jamás visto antes. Toda la cena será un triunfo no sólo de
viandas, sino también de música y de poesía. Así lo ha sabiamente sugerido
nuestro querido maestro Leonardo, con el cual vos, egregio Gran Senescal,
os pondréis oportunamente de acuerdo. También el rimador Baldassarre Taccone,
aquí presente, discípulo del poeta de la Corte maestro Bernardo Bellincioni,
prestará su obra y la de sus ayudantes para el logro de tal evento, que
esperamos sea excepcional. También con él, señor, os pondréis de acuerdo
oportunamente. Estamos seguros de que nadie traicionará nuestra confianza.
Desde este momento, cualquier cosa que necesitéis, estáis autorizado a
cogerla, y tenéis permiso para pedir lo que queráis en nuestro nombre y sin
vacilaciones. Cualquier obstáculo que se os interponga, por parte de quien sea,
para la consecución de los fines de que hemos hablado, deseo nos sea referido.
Id con Dios, señor Gian Giacomo, y que la Virgen Santísima os
ayude.»
»Y
salió de la habitación seguido por los suyos. Yo me sentía más muerto que vivo.
La voz no me salía del gaznate, pero con fatiga conseguí preguntar al Gran
Senescal qué quería decir el señor Duque ‑continuó Maese
Stefano.
‑¿Qué
quería decir? ‑repitió el Gran Senescal, que había perdido bastante de su
proverbial soberbia‑. Quería decir que el señor duque Ludovico se muere de rabia
y quiere superar en riqueza e imaginación cualquier fiesta napolitana.
Pero, sobre todo, quería decir que, si no lo conseguimos, nos jugamos el
trasero. ¡Eso quería decir! ¡Esa mención a la protección de la Santa Virgen no
deja dudas, maese Stefano! Pobres de nosotros si
erramos.
Las
palabras de Vincimala y aún más el hecho de que se hubiera dejado llevar, él,
tan aristocráticamente compuesto, por un vocabulario casi vulgar lo había
aterrorizado.
‑Llegué
con fatiga a la cocina del castillo, las piernas apenas me sostenían, me parecía
tener fiebre y, después de haber bebido unas grandes tazas de vino ardiente con
abundante cinamomo, me metí de inmediato en la cama con paños fríos en la
cabeza. Al día siguiente supe por fin qué había inventado aquel loco pintor
florentino.
»El
maestro Leonardo da Vinci, con los Sforza, además de pintar y esculpir, se
ocupaba del sistema hídrico de los canales de Lombardía, proyectaba las
defensas militares y, asimismo, organizaba las fiestas y los
entretenimientos teatrales. Para la ceremonia de Tortona sugería que todo el
banquete fuera ritmado con los versos de un poema, escrito para la ocasión, en
el que los dioses del Olimpo, las ninfas y muchos otros personajes de la
mitología, mientras declamaban, servirían la mesa de los Duques danzando,
ayudados por comparsas y bailarines. Cada personaje llevaría la vianda que
le era más acorde. Exempli gratia,
Diana cazadora llevaría la caza, Neptuno los frutos de mar y el resto toda
suerte de viandas.
»En
tanto, los músicos deberán acompañar el desarrollo del poema con melodías
apropiadas. Es algo jamás realizado y que me parece imposible. ¿Cómo hay que
hacer para preparar, como corresponde, un plato que debe estar listo y cocinado
en su punto, al tiempo que se recita una determinada cuarteta del poema? Cada
vianda debería ser estudiada para que los tiempos sean respetados y además la
poesía debería escribirse de acuerdo con la cocina, dando la posibilidad de
disponer los platos en el momento en que la divinidad los presente, así
decían esos sabihondos. Yo no soy poeta, pero me pregunto como se hace para
escribir un poema decente, cuando debe ser concertado con el cocinero, con el Senescal, con el Credenciero y también con el Bodeguero, además de que con el
Trinchante. ¿Qué clase de poesía podrá ser
¿Y qué clase de exquisiteces puedo preparar en estas condiciones?
Maldito sea ese loco inventor florentino al que llaman el maestro Leonardo.
Él sugiere, pero si las cosas no salen como los Duques esperan, no es él quien
se la juega. Y pensar que hasta me caía simpático por lo del asador que os he
mencionado.
‑¿Y
qué hicisteis? ‑preguntó con interés Trotti.
‑Qué
quiere, Excelencia, nos arremangamos y nos pusimos manos a la obra. Con el poeta
elegido por Bellincioni, Taccone, su pupilo, y con el Gran Senescal, preparamos
una lista de platos para los servicios. De tanto en tanto, para complicar las
cosas, el maestro Leonardo da Vinci metía el pico en nuestro trabajo
sugiriendo o corrigiendo algo. Los músicos, por su parte, comenzaron a
ensayar, y a mi no me quedó más remedio que arriesgar, con este loco banquete,
mi reputación e incluso quizá mi libertad.
Con
sólo hablar de ello 1a garganta se le había quedado seca y para recuperarse
escanció otro bocal de vino.
Seguían
sirviéndose de todo cuanto había en su mesa, aun cuando la noticia del muerto de
Ravello había alterado la serenidad de su charla. Tras haber degustado
la cabeza de ternera con salsa picante de ajo y jengibre, pensaron en la pierna
de cerdo rellena.
La
velada era larga y en la taberna podrían dedicarse con calma, a pesar de
todo, a su pasatiempo favorito: contar chismes de la Corte e intercambiar
confidencias al respecto. Solían hacerlo ciertas noches después de la cena, en
el castillo de los Sforza en Porta Giovia. Cuando los banquetes concluían y
el silencio caía sobre aquella espléndida y rutilante Corte, se quedaban en una
sala pequeña cerca de la cocina. Ambos consideraban que sentarse a la mesa
era un acontecimiento casi sagrado.
Maese
Stefano preparaba una pequeña mesa para ellos dos (a veces admitían también a
algún que otro amigo) y servía algunos manjares especiales que, a lo largo del
día, había preparado precisamente para la ocasión, junto con una buena
botella de vino.
Podía
ser una lonja de lechón asado con higadillos, hierbas, tocino y especias, o bien
unas deliciosas albóndigas de ternera con especias dulces, zumo de naranjas
dulces y clavo machacado, o también jamón cocido en vino y
aromatizado.
El
Diplomático tenía unos cuarenta y cinco años y era un poco más joven que el Gran
Cocinero. No muy alto, más bien regordete y algo calvo, ostentaba dos magníficos
bigotes que cuidaba, rectos y delgados, tratándolos con un compuesto de origen
árabe elaborado a base de resina de un árbol de aquellas tierras, mezclada
con cera de abejas y colofonia. Tenía la costumbre, cuando estaba pensativo, de
enroscar ora una punta ora la otra de sus cuidadísimos
bigotes.
Era
de una elegancia refinada y de una cultura profunda, aunque no ostentosa,
que afloraba en su oratoria como las gemas raras en una mina muy rica.
Grandísimo gastrónomo, incluso se ocupaba personalmente de la cocina. En su
opinión, el placer de lo hermoso y lo refinado lo incluía todo, desde la
literatura, la arqueología y la pintura, hasta los escotes floridos y sedosos de
sus numerosas conquistas femeninas, que no separaba nunca del placer de la
mesa. Antes de convertirse en Embajador en la Corte de los Sforza había ejercido
de diplomático ante numerosos príncipes, siempre por cuenta de su señor, el
duque de Ferrara.
Maese
Stefano, en cambio, había heredado de su padre una complexión grande y robusta,
acentuada por cierta rotundidad de las carnes y, en particular, del vientre.
Tenla una espesa cabellera un poco rizada que tendía al rojizo claro y que
llevaba peinada hacia atrás, como si estuviera corriendo siempre contra el
viento. Perilla y bigotes hacia arriba adornaban la cara redonda. Toda su
robusta estructura denotaba sus orígenes pero, a pesar de su lugar de
nacimiento, había adquirido modos muy urbanos, gracias a la larga
familiaridad con la Corte. También el habla se había afinado por las no
irrelevantes lecturas y por el trato con sus cultos amigos, pero había mantenido
intactos la perspicacia y el sentido del humor popular de sus valles. Era famoso
por los proverbios que intercalaba en sus intervenciones y que con su
agudeza hacían agradable y compendiaban su innata sabiduría. Como su padre,
en la Corte era una leyenda y, como él, aunque modesto, nunca era humilde o
servil.
Los
dos amigos, aun cuando físicamente eran muy distintos, en algunos aspectos se
parecían. Al verlos no era difícil entender que ambos amaban la buena cocina y,
en general, los placeres de la vida. Al tratarlos uno se daba cuenta de que, si
bien de extracciones sociales distintas y de culturas diferentes, los
animaba el mismo sentimiento de tolerancia hacia el prójimo y la misma filosofía
vital.
Poco
a poco, la pasión común por las buenas cosas de los fogones y la bodega los hizo
amigos. De aquí había nacido una profunda estima y una confianza
recíproca que asombraba a muchos, pero que en realidad se basaba en el
mutuo aprecio de su inteligencia lúcida y penetrante, siempre velada de ironía,
y en el reconocimiento de su corrección. Los unía, además, la
curiosidad casi morbosa por todas las intrigas de la Corte, tanto políticas
como amorosas. Intercambiando las informaciones que el Diplomático recibía
del ambiente más elevado con las directas e intimas que al Gran Cocinero le
llegaban a través de la servidumbre, que obviamente tenía ojos y oídos por
doquier, podían descubrir cualquier trama y enredo, incluso el más íntimo y
celosamente guardado. Cuando era necesario, maese Stefano, con la excusa de
algún manjar insólito y especial o de un jarro de vino excepcional, lograba
atraer a la pequeña habitación anexa a la cocina a los personajes de los que se
esperaba alguna jugosa noticia y hacerlos hablar sin despertar sus
sospechas.
Incluso
las damas más sofisticadas e ilustres caían en sus redes tejidas para la ocasión
con exquisitos dulces y resolíes de violeta o jazmín, que les mandaba a través
de alguna de las graciosas e intrigantes criadas que le eran
fidelísimas.
De
este modo, el Embajador podía controlar la exactitud de ciertas noticias y
enviar, casi todos los días, a su señor, el duque de Ferrara, sus despachos,
famosos por su minuciosidad y autenticidad.
Por
su parte, maese Stefano adquiría cada vez más autoridad; al corriente de todo
secreto, podía desenvolverse mejor en la difícil e insidiosa Corte de los
Sforza.
Su
sólida relación estaba basada en un reciproco respeto por las funciones y la
dignidad de cada uno. Así como el cocinero principal, a pesar de la familiaridad
y la evidente afectuosidad de su amistad, siempre concedía a su amigo la
deferencia formal debida a su rango, Trotti jamás se hubiera permitido tratarlo
como a un subalterno, reconociendo sus notables dotes de carácter y su
maestría profesional.
‑Desde
luego que la creciente rivalidad entre el duque Ludovico y la Corte de Nápoles
es incomprensible. Yo a ese hombre no lo entiendo, aunque lo admiro
‑comentó Trotti, que evidentemente estaba rumiando lo sucedido en
Nápoles.
‑No
me explico qué está ocurriendo, Excelencia. El Moro elige, de entre los más
bellos, cuatrocientos gentileshombres y damas para que acompañen hasta Nápoles
al hermano del duque Gian Galeazzo, el guapísimo y joven Hermes, en su
desposorio por poderes con la nieta del rey Fernando e hija del heredero al
trono Alfonso. Sin duda, lo hace para asegurarse la alianza del Reino de
Nápoles, pero al mismo tiempo se muere de rabia y envidia y quiere humillar a
sus huéspedes. Yo, verdaderamente, no lo entiendo. Además, micer Trotti, en
todas estas vicisitudes el duque Gian Galeazzo, que, si no me equivoco, es
el auténtico y único duque de Milán, ¿no tiene nada que
decir?
El
Diplomático no respondió, pues el tabernero estaba llevando a la mesa otros
cocidos: carne roja de muslo, nerviecillos, morcillo, salchichones, tetillas de
vaca y un buen capón entero. No faltaban el agraz y una escudilla con salsa de
miga embebida en aceite y vinagre y espolvoreada con ajo y pimienta. Sobre
otros platos había frutas almibaradas picantes, manjar blanco, frutas
confitadas de Génova, botes con diversas especias, cinamomo, pimienta,
comino y una gran escudilla de ajada.
La
política del Ducado era un tema muy grave y delicado, pero los dos amigos
pensaron que, por el momento, era más interesante hincarle el diente a un trozo
de morcilla caliente cocida con salsa de miel y mostaza.
El
astuto hostelero había previsto la llegada de muchos personajes importantes
a Tortona y se había organizado para ofrecerles lo mejor. En tiempos normales
nunca habría estado tan abastecido.
A
la espera de que el tabernero se alejase, podían atacar el capón hervido,
antes de proseguir sus discursos.
Sólo
entonces el Diplomático, acercándose más al Gran Cocinero, casi como para
hablarle al oído y bajando mucho la voz, comentó:
‑En
verdad, el duque Gian Galeazzo no cuenta nada. Es cierto que es el único duque
de Milán, pero desde hace años ha delegado todo el poder en su tío
Ludovico. El Moro se hace llamar Duque, pero lo es de Bari, no de Milán.
Desde hace ya tiempo, como bien sabéis, el duque Ludovico ha alejado de la
Corte a la madre de Glan Galeazzo, Bona de Saboya, relegándola al castillo
de Abbiategrasso, con el pretexto de que se había convertido en la amante
de uno de sus cortesanos. ¿Y el fin de Cicco Simonetta, el ministro predilecto
de Bona, no lo recordáis? Fue arrestado y decapitado con una maniobra, a decir
poco, cínica. De esta manera, el terreno quedaba despejado y él, en calidad de
tutor, tenía en sus manos todo el poder. El duquecito Gian Galeazzo tenía
once años cuando, delante de todo el consejo del Ducado, pronunció la
famosa declaración: «Habiendo partido mi madre, quiero que el señor
Ludovico, mi tío, sea mi tutor... » Fue así que el señor Ludovico, que
había organizado la puesta en escena, se convirtió de hecho en el duque de
Milán, sin tener el título. Luego mandó al Duque, que hoy cuenta veinte
años, a vivir al castillo de Vigevano con esos mismos amigos descerebrados que
en este momento están en Nápoles con la delegación
milanesa.
»En
Vigevano Ludovico el Moro, utilizando a sus hombres, alentó al Duque y a sus
amigos a una perversa vida de orgías y a toda suerte de vicios para
conseguir debilitar su deseo de inmiscuirse en el gobierno y en los asuntos
del Ducado.
»Ahora,
el joven Duque ya no cuenta y, desde luego, no es él quien ha decidido
desposar a Isabel. Las malas lenguas dicen que Gian Galeazzo se ocupa poco de
las mujeres, más bien está inclinado a otras amistades, como en parte lo
están también sus desgraciados amigos.
‑Pero,
Excelencia, la duquesa Isabel, la tierna novia que está a punto de llegar,
¿sabe todo esto? ‑preguntó maese Stefano con su sano realismo
campesino.
‑¿Qué
queréis que sepa ella, si apenas tiene dieciocho años? En los ambientes
principescos, cuando conviene y con astucia, se logra ocultar a los.
interesados las verdades más evidentes. Entre la gente del pueblo las
cosas son distintas; no consiguen mantenerse los secretos. En las Cortes el
secreto es la linfa de la política y la diplomacia. La recién casada sólo
sabe que el Duquecito es un muchacho guapísimo, lo que es cierto. De él sólo ha
visto retratos y también una magnífica medalla realizada por Caradosso. Los dos
están prometidos desde que eran niños, sin haberse visto nunca. Por tanto,
el Duquecito sólo conoce algunas efigies de la futura esposa, entre otras el
bellísimo dibujo realizado por Boltrafflo. Sea como fuere, desde hace años
los dos novios se mandan, de vez en cuando, retratos y preciosos
regalos.
‑Pero
¿es posible, micer Trotti, que un joven de esa edad y esa importancia se deje
agarrar por las narices de este modo por su tío?
‑¿Qué
queréis que os diga, maese Stefano? El Duque, ciertamente, no piensa en el
poder. Pasa su vida entre las borracheras Y la caza, rodeado de un montón de
putas y embrutecido en orgías de toda clase. Cada banquete se transforma en una
bacanal y también en algo mucho más abominable. Él se deja vivir en su
castillo de Vigevano, que ahora es su único reino. En todo caso, son sus
cinco amigos los que comienzan a preocupar al duque Ludovico, porque traman
y conjuran. Querrían que el joven Duque, su compañero de orgías, pretendiera, si
no todo, al menos una parte de su poder. Obviamente este manejo no agrada a Su
Excelencia, el señor Ludovico.
‑De
las fiestas indecentes en el castillo de Vigevano he oído hablar yo, pero
no sabía que también hubiera intereses políticos de por medio ‑interrumpió
maese Stefano.
Había
llegado a la mesa un buen trozo de espalda de vaca mechada con tocino de cerdo,
acompañado de ajada, perejil, alcaparras y vinagre. Los dos amigos la
encontraron francamente bien. Desde luego, eran comidas sencillas, y sobre todo
ideales para confabular en la mesa.
Maese
Stefano recordaba que su amigo, al comienzo de la velada, le había hablado
de las mujeres que estaban en la Corte de Milán y estaba interesado por
saber más.
‑Excusadme,
micer Trotti, volviendo a las damas de la Corte, me parece que se comportan de
una manera muy... ‑Se interrumpió un momento, perplejo‑. Muy... en definitiva,
quiero decir que esas nobles damas, según vuestros relatos, parecen
bastante desenvueltas.
A
pesar de su familiaridad con esos ambientes, maese Stefano seguía siendo un
hombre de los valles. A él le parecía normal que las encantadoras criadas de las
que se rodeaba no le negaran sus gracias, pero las actitudes ligeras de las
grandes damas continuaban asombrándolo, porque en el fondo mantenía un alto
concepto, muy poco realista, de los comportamientos de la
nobleza.
‑¿Acaso
esas señoras no tienen maridos, padres y hermanos?
‑Pues
claro que tienen maridos, padres y hermanos ‑comentó con una sonrisa
irónica el Embajador que amaba hacer alarde de su elegante cinismo‑. Son
precisamente ellos los que las mandan a la Corte, sobre todo a las más bonitas
para que, con sus gracias, o mejor, concediendo sus gracias, los ayuden en
el cursus bonorum. Las damas de la Corte no hacen más que cumplir con su
deber, aquello para lo que han sido adiestradas desde pequeñas, lo que no
significa que no busquen, cuando se presenta la ocasión, poner de acuerdo el
deber con el placer.
»¿No
pensaréis, maese Stefano, que esto sucede sólo en la Corte de Milán? Ocurre en
todas las cortes principescas. Las damas de compañía al principio son jóvenes y
hermosas, o al menos muy brillantes y están en el palacio del Príncipe para dar
lustre a la Corte. En realidad, son enviadas a los centros de poder para
cuidar de los intereses de sus familias y para procurar títulos,
tierras y prebendas a sus parientes más cercanos. Lo hacen muy bien del único
modo que conocen y que parece ser también el más eficaz. Además, por medio de
ellas sus familias se mantienen informadas con detalle de todo lo que sucede, lo
cual, en este ambiente, como bien sabéis vos, es algo muy
importante.
»Cuando
envejecen, permanecen en la Corte sólo aquellas que han sabido sustituir la
belleza física, ya lejana, por una astuta sabiduría, cosa que, junto con el
conocimiento de todas las reglas y subterfugios de la galantería, las hace
indispensables a las princesas como damas de compañía y confidentes. Esto sucede
en la Corte de Milán y en la de Florencia, en la Corte de Este y en la de
Francia y en la Corte del Sacro Romano Imperio tanto como en la papal. Es
más, la papal está aún más abarrotada de hermosas señoras, porque no se
trata solamente de contentar a Su Santidad y a algunos de sus dignatarios,
sino de mantener buenas relaciones con los numerosos cardenales del Sacro
Colegio y con sus acólitos.
Cuando
micer Trotti dejó de hablar, maese Stefano permaneció largamente en silencio.
Algo lo había aturdido, y al fin sintió la necesidad de
preguntar:
‑¿También
en la Corte papal suceden, de verdad, las mismas cosas?
‑Por
desgracia, sí; es mas, parece que es aun peor. Quizá sea precisamente por eso
por lo que hay tanto mal humor en los países germánicos contra la Corte de Roma,
que muchos consideran la antecámara del infierno. Por los despachos
confidenciales que llegan a las cancillerías de media Europa, provenientes de
las ciudades alemanas, he sabido que el mal humor y el fermento están
aumentando en aquellas tierras y, de veras, no me asombraría si un día u otro
acabara sucediendo algo gordo.
Sin
duda, esta última consideración no tranquilizaba al Gran Cocinero, que
tenía un ánimo auténticamente religioso. El Diplomático comprendió la turbación
de su amigo y trató de poner una nota de serenidad en su
conversación.
‑En
cualquier caso, la Corte de Milán no es sólo un gran lupanar como todas las
demás. Es también un extraordinario centro de refinamiento y cultura. Y eso se
debe precisamente a la sabia dominación de los Sforza y, en particular, a
la de Ludovico el Moro. Él es, por naturaleza, una persona sensible e interesada
por la belleza y por las artes, pero además de eso estimula la exaltación
de los valores culturales de su Corte. Así, intenta hacer olvidar, y que
quede entre nosotros ‑en este punto Trotti bajó aún más la voz‑, que es un
usurpador. Todas las Cortes de Europa lo saben. Por eso, va comprando por todas
partes los códices miniados más extraordinarios que se pueden encontrar en
el mundo para la biblioteca del castillo, se rodea de intelectuales de gran
talla, como el maestro Leonardo da Vinci, Bramante y muchos otros, y promueve
obras públicas de enorme prestigio, como los trabajos de la catedral, la cartuja
de Pavía y el castillo de Porta Giovia.
En
efecto, esto, además de un placer, era también una exigencia fundamental para un
gobernante en su situación. No había que olvidar que todo Príncipe, fuese güelfo
o gibelino, veía con extremo desagrado a un usurpador, porque temía que el
ejemplo pudiera ser adoptado en su propio dominio. Sobre esta premisa, muchos se
mostraban, de palabra, amigos del Sforza, pero en realidad desconfiaban de él.
Entonces él intentaba deslumbrar por todos los medios, con la riqueza y el
esplendor de su Corte, a los Príncipes de Italia y a los ultramontanos.
Presentándose como el protector de las artes y las ciencias, esperaba hacer
olvidar que ejercitaba el poder ilegalmente. Además, temía la comparación
con ese despiadado y sanguinario tirano que había sido su hermano Galeazzo
Maria.
El
cocinero principal estaba impresionado por las palabras de su amigo. Estando
presente en la Corte, había aprendido a intuir ciertas cosas, pero al oír
que una persona como Trotti, al que estimaba muchísimo, pensaba lo mismo,
constataba con dolor que sus dudas se transformaban en certezas. Por otra parte,
en Milán nunca habían podido hablar tan libremente; en Porta Giovia hasta las
sombras conseguían oír y contar.
‑Pero
no hay duda alguna de que nuestro duque Ludovico es muy distinto de su hermano
‑dijo en voz baja maese Stefano, aferrándose a una esperanza y mirando a su
alrededor para saber si alguien escuchaba‑. Dios lo perdone, pero se dice que
Galcazzo Marla era un ser deshonesto e inhumano. Yo serví al hermano de nuestro
Duque e intuí que era un loco sanguinario. Una vez, un arquero cansado de tanta
sangre y de tanta muerte cambió de oficio y vino a trabajar conmigo en la
cocina. Me refirió cosas terribles, que me costaba creer. Parece que el difunto
Galcazzo Maria, casi siento escalofríos al decirlo, había ideado la que él
llamaba la Infernal Cuaresma. El
horrendo procedimiento consistía en martirizar a sus enemigos, cada día,
con una' tortura distinta, de modo que sobrevivieran al menos cuarenta días. Un
día cortaba a aquellos desgraciados las orejas, otro les despellejaba la espalda
y la cubría de sal, después les vaciaba los ojos o les rompía los brazos y así
sucesivamente. Parece que incluso los esbirros a su servicio, después de un
tiempo, ya no se sentían con ánimo para continuar. Me costaba creer tales
horrores. ¿Vos pensáis, Excelencia, que estas cosas eran
ciertas?
‑Por
desgracia, lo eran. ‑En la Corte el Embajador nunca hubiera llegado a decir
tanto‑. Los hechos eran aún más espantosos, porque, según se murmura, parece que
a menudo él quería asistir a estas torturas para deleitarse. No hay que
asombrarse de que luego Lampugnani y los demás lo mataran. Incluso los nobles
que no habían participado en la conjura, después de la muerte del tirano, se
sintieron aliviados de aquella pesadilla. Ya han pasado trece años del
sangriento delito que se consumo en la iglesia de Santo Stefano y todavía muchos
lo recuerdan.
Con
cautela maese Stefano aventuró una pregunta que no habría tenido el valor de
hacer a ningún otro y en ningún otro lugar:
‑Pero,
Excelencia, ¿cómo es, de verdad, nuestro señor Duque?
El
Diplomático parecía preguntarse si podía hablar' libremente, Al final se
decidió.
‑Desde
luego, el señor Ludovico no es así, a pesar de tener un espíritu complicado,
difícil de entender y de juzgar. Desde hace años estoy en contacto con él casi
cada día, pero aún no consigo intuir ni lo que piensa ni lo que quiere de
veras. La personalidad de este Príncipe es compleja y
contradictoria.
Ludovico
el Moro, que tenía treinta y siete años, era, en apariencia, un hombre resoluto,
dotado de un porte majestuoso y elegante, con una expresión viril, acentuada por
una gran nariz aguileña de emperador romano. Sin embargo, las fosas nasales
realzadas, los labios delgados, los ojos salientes, el mentón graso y
cierta flaccidez de las carnes le conferían un toque femenino que se
reflejaba en su carácter titubeante cuando tenía que adoptar decisiones
importantes. Trataba de esconder su desenfrenada ambición tras una actitud dulce
y bonachona, pero, en realidad, para alcanzar sus objetivos no se conformaba con
la intriga y el doble juego, sino que traicionaba muchas veces y a varias
personas al mismo tiempo. Llegaba a un punto tal que, incluso él
mismo, perdía el hilo de Ariadna de sus propias miras y
ambiciones.
En
esto demostraba la genialidad típica de los italianos de siempre, sobre
todo en aquellos tiempos, en que la maquinación y el doble juego casi se habían
convertido en un fin, más que en un medio. Su política nacía de la
tradicional amistad con los Médicis de Florencia, que inmediatamente después
traicionaba. Estipulaba tratados con Venecia y con el Papa, acuerdos que
luego desdecía sin conseguir enmascarar sus propias intenciones, ya fueran
en los territorios venecianos o, en parte, en los papales. En cuanto a Nápoles,
oscilaba entre alianzas, concesiones y hostilidad mal celada. Con el fin de
usar la influencia de Nápoles como contrapeso de la potencia vaticana,
inicialmente había intentado establecer vínculos de matrimonio en primera
persona con alguna de Aragón, para luego recurrir (cuando aún los dos eran
niños) a un contrato de matrimonio entre el desautorizado Gian Galeazzo y la
nieta del Rey, Isabel. Trataba de mantener relaciones amistosas con el rey
de Francia, pero al mismo tiempo azuzaba en su contra al duque de Borgoña.
‑A
pesar de sus contradicciones, su religiosidad casi beata y la crueldad con sus
enemigos, no se puede negar que el Moro es un gran príncipe ‑quiso precisar
Trotti, quizá espantado de su excesiva sinceridad.
En
honor a la verdad, había que admitir que, en pocos años, el duque Ludovico
había transformado la economía del Ducado. Entonces Lombardía era una de las
regiones más ricas de Europa. Tenía tierras bien irrigadas gracias a los
canales construidos por él, según el diseño del maestro Leonardo, hilanderías
famosas en todo el mundo y talleres de armas y fundidores de bronces milaneses
que eran la envidia de todos los Príncipes del
continente.
El
Embajador prosiguió gravemente:
‑Hay
que esperar que toda esta abundancia no suscite la codicia de los grandes
estados cercanos a Lombardía. Si estos poderosos reinos se movieran, sería
una gran desgracia para el Moro y su Ducado.
Las
poderosas naciones que se habían formado en Europa, en particular Francia y
España, forzando el hambre de sus gentes, habían organizado ejércitos
permanentes, bien armados y disciplinados, constituidos por sus propios
súbditos. Francia, especialmente, estaba armándose con una sorprendente
rapidez.
Sin
embargo, el Moro, al igual que todos los príncipes italianos, confiaba en
su oro y recurría al viejo sistema de contratar tropas mercenarias al mando
de capitanes aventureros, pero, lamentablemente, más de una vez se comprobó
cuál era el grado de fidelidad de tales ejércitos. Cuando las cosas se
ponían feas, las tropas a sueldo no tardaban en pasarse al enemigo, si eran
mejor pagadas.
‑Sea
como fuere ‑continuaba Jacobo Trotti‑, el Moro se está convirtiendo en el punto
de referencia de todos los principados italianos y, si su política tiene éxito,
se convertirá en el verdadero señor de Italia. En su ambicioso plan, podría ser
bloqueado, porque carece del valor del verdadero condotiero y porque en
Italia tiene dos grandes enemigos. El primero es el Papa, que siempre ha
azuzado, uno contra otro, a los Príncipes italianos y, apenas ve surgir un nuevo
poderoso, estrecha alianzas con el resto para conseguir abatirlo. El
segundo, eterno y mortal, enemigo es Venecia, cuyos gobernantes temen,
por encima de todo, que alguien consiga coaligar, sino a todos, al menos a una
parte de los Príncipes de la península. Esto significaría el final de su
predominio e independencia. El Duque ostenta amistad hacia la República
Serenísima, pero los venecianos desconfían cada vez más de él y harían
cualquier cosa por eliminarlo. El Moro lo sabe, pero esconde su aversión hacia
ellos, haciendo alarde de la habitual máscara diplomática. Precisamente por
eso el Sforza se muestra siempre obsequioso con el Embajador ducal y su séquito.
En ocasión de las bodas del joven Duque, con un gesto teatral, incluyó una
embajada de la República de Venecia entre los delegados que enviaron a
Nápoles.
‑Pero
esta vez, con este matrimonio, nuestro Duque se está acercando a lo que
quería, es decir, a convertirse en el Príncipe más importante de toda Italia ‑se
apresuró a comentar el Gran Cocinero, orgulloso de que su amo estuviera
haciéndose tan importante.
El
Diplomático no era tan optimista:
‑No
estoy seguro de que, de ahora en adelante, el camino del Duque sea fácil, aun
cuando me cueste creer en las profecías del maestro Ambrogio da Rosate. Con
independencia de lo que dice el astrólogo y de las noticias de esta noche,
veo nubes oscuras en el horizonte del Ducado de Milán. Hay demasiado odio en
torno al Duque y, en el fondo, también este matrimonio se funda en una
serie de ambigüedades. La alianza con el Reino de Nápoles no es, desde
luego, sólida, como demuestran los sucesos que hemos
conocido.
‑Pero
¿qué demonios ha visto en las estrellas el maestro Ambrogio? ‑preguntó ansioso
el Gran Cocinero.
Antes
de responder, el Embajador meditó largamente:
‑Aún
no se había establecido la fecha del viaje a Nápoles y ya el maestro Ambrogio
había dicho de todo para disuadir al Duque de que prosiguiera con la
alianza matrimonial con los de Aragón. Parece que las estrellas eran
decididamente contrarias, es más, preveían desventuras tanto en el futuro de los
novios como en el del mismo dominio lombardo. Se estaba verificando el triste
influjo de la coniunctione di Marte.
Decía el astrólogo que a veces, y éste parece ser el caso, espíritus
maléficos tejen tramas, de origen lejano, para dañar a las personas o incluso a
países enteros, induciéndolos al error. Los desafortunados creen vivir una época
feliz, inmersos en los placeres y los pecados del mundo, ignorando que
poderes arcanos están preparando su ruina y la de aquellos que los rodean.
El maestro Ambrogio incluso ha llegado a decir que las estrellas le han confiado
cómo el árbol de la Muerte arraigaría
en el jardín de esos jóvenes, a la espera de que brotaran sus gemas...
‑¿Qué
son las gemas de la
muerte)
‑¿Qué
queréis que sean, mi querido maese Stefano? Qué queréis que sean... Sin
embargo, a pesar de que el Duque sigue siempre los consejos del astrólogo y no
toma ni la más pequeña decisión sin consultar con los astros, esta vez la razón
de estado le ha parecido tan fuerte que se ha mostrado impertérrito y ha querido
proseguir a toda costa.
Maese
Stefano se había quedado muy impresionado por el hecho de que una parte,
aunque fuera mínima, de las profecías de Ambrogio da Rosate se hubiera
probado cierta con los hechos. El Gran Cocinero se sentía muy ligado a la casa
de los Sforza, a la que su familia servía desde hacía muchos años y,
seguramente, estaba preocupado por la idea de que las demás predicciones,
las más funestas, también se pudieran verificar. Los dos amigos permanecieron en
silencio un buen rato, mientras terminaban de sorber el vino de sus
bocales.
El
tiempo había transcurrido sin que se dieran cuenta y desde las escarpas del
castillo en la colina se oyó el grito de las rondas que anunciaban la hora
sexta. Los dos amigos bebieron aún otro vaso de resolí de moras, que el
tabernero había llevado como colofón a la cena, dejaron algunas monedas
sobre la mesa y se encaminaron pensativos hacia la salida con sus cálidas
indumentarias. Acababa de pasar la medianoche y fuera los dos ayudantes de
maese Anselmo los esperaban pataleando y frotándose las manos por el
hielo.
‑Feliz
noche, maese Stefano.
‑Feliz
noche ‑replicó el Gran Cocinero‑, la velada se ha pasado en un abrir y
cerrar de ojos. Como dicen en mi región, né a 1'ostaria, né in lecc no se ven mai
vecc...
‑¿Qué
habéis dicho? ‑preguntó Trotti.
‑Por
Baco, es muy fácil; en la hostería y en la cama, nunca se es
viejo.
Micer
Jacopo hizo un gesto gracioso y subió a la carreta para regresar al
castillo.
Maese
Stefano se encaminó, con su acompañante, por la calleja oscura que lo llevaba a
la casa de su huésped. En tanto, el viento había vuelto a soplar y hacía
revolotear la nieve, tan rala que apenas conseguía blanquear el fango
helado de las calles. El día siguiente sería una dura jornada para él, pero el
frío, que maese Stefano sentía dentro, no venía del viento ni de la nieve,
sino de una inquietud que se estaba adueñando de su sencillo corazón
montañés por los infaustos presagios y las nuevas que acababa de
oír.
Ahora,
escrutando la oscuridad, le parecía que también esa noche los perversos
espíritus de la muerte remolineaban junto con los copos de nieve en el aire
negro.
5
La
tarde del 29 de diciembre del año del señor de 1488 el Rey, la Reina y su hijo
Alfonso, príncipe de Calabria, aparecieron, con toda la Corte, en el gran
balcón que, en dirección a la ciudad, se asomaba a la explanada iluminada por
mil antorchas, delante de Castelnuovo.
El
espectáculo que se presentaba ante sus ojos era extraordinario. En el
descampado, vasto como una plaza de armas, se había construido una gran colina
artificial, recorrida por paseos con setos, fuentecillas y prados
donde pastaban vacas, ovejas y cabras, que hacían más realista la escena,
árboles y matas sembrados por todas partes.
Sobre
la parte alta de la loma se había edificado una construcción similar a un
verdadero castillo con torretas, muros, almenas y puente levadizo, de tales
dimensiones que habría podido contener a todo un escuadrón de
soldados.
A
los pies de la colina se extendía un magnífico jardín, diseñado
geométricamente con setos regulares. Tres fuentes, la central más grande y las
dos laterales más pequeñas, coronaban la parte inferior del
prado.
En
la zona llana se habían plantado dos cucañas altas y untadas con mucho
sebo. En la cima de una de ellas habían colgado un traje de campesino bellamente
bordado, con calzas, zapatos, sombrero y todos los demás accesorios. Sobre
la punta de la otra, despuntaba un magnífico traje de aldeana, también éste con
cintas de oro y todo lo demás. Se convertirían en propiedad de aquellos que
fueran los primeros en trepar a los palos, escurridizos por el
sebo.
En
torno a la montaña y en doble fila, estaba formada una compañía de arqueros
que iluminaba con teas y, a duras penas, mantenía a raya a la gran multitud de
harapientos que se amontonaban para invadir la colina. La familia real
estaba complacida por el inmejorable trabajo de los arquitectos y artesanos
de la Corte y por la propia magnanimidad hacia esos pobres desesperados,
llegados en tan gran número, con ocasión de las bodas de su nieta Isabel. Los
andrajosos aclamaban a la augusta esposa, mientras continuaban presionando para
entrar en el recinto.
Desde
lo alto el Rey hizo una señal. De inmediato los tambores comenzaron a redoblar y
los soldados, casi arrollados, permitieron por fin a los desenfrenados
pobretones, hombres, mujeres y niños, que conquistaran la colina de madera
y cartón piedra. Y, entre la diversión de la Corte y de los caballeros,
tuvo inicio el saqueo.
Porque,
en efecto, lo que hacía tan apetecible y distinta de cualquier otra la
pequeña montaña era que todo, paseos, setos, fuentes y el edificio mismo, estaba
hecho de buena comida. Los setos eran de jamones, las calles estaban empedradas
de queso, la casita tapizada de mortadelas, salamis y butiros; de las fuentes brotaba vino
tinto y blanco; todo estaba allí para cogerlo y lleváserlo a casa. Bastaba
apoderarse de algo y defenderlo de la avidez de los otros desesperados. Cada uno
luchaba por arrancar los jamones de los arbustos, por desencajar el
queso de Morea de las columnitas y el resto de los quesos de las balaustradas,
por desprender de los muros los largos festones decorativos de salchichas
alternadas con mortadelas pequeñas.
Enormes
trozos de tocino mezclados con queso cubrían los paseos y se podían desgajar
fácilmente, aunque evitando ser arrollados por los otros desesperados que
iban llegando. Muchos se arrojaban al lago tratando de capturar las ánades
y ocas que nadaban en el agua y de atrapar toda suerte de peces grandes que
culebreaban bajo la superficie.
Había
salamis y quesos de búfala por todas partes, incluso en los prados
donde vacas, cabras y corderos desconcertados intentaban pastar, en vano, porque
en aquella hierba no encontraban nada apetitoso para ellos. También estos
animales se podían llevar a casa, pero había que disputárselos a puñetazos. En
torno a las bestias más grandes se desataron violentas peleas. Había quien
tiraba de las pobres vacas por los cuernos, el rabo o las patas, y las cabras y
los corderos también corrían el riesgo de ser descuartizados
vivos.
Las
piezas más pequeñas, en cambio, eran más fáciles de transportar, y los más
ansiosos escapaban para poner a seguro capones, gallinas y patos, mientras otros
asaltaban el castillo tratando de arrancar los quesos, tocinos, jamones,
salchichones, hogazas de pan blanco, butiros y todos los demás bienes de Dios.
Había panes de todas clases y toneles de vino por doquier. De las tres
fuentes, la central manaba vino tinto y las dos laterales vino
blanco.
La
lucha entre los infelices era feroz, y los nobles huéspedes encontraban muy
divertido observar de lo que eran capaces esos pobretones y, aún más, sus
mujeres, por arrancarse de la mano un jamón o un salchichón. En las
batallas que se habían desencadenado para apoderarse de los bueyes, los cerdos y
las ovejas había habido heridos e incluso algún muerto. Pero el rey
Fernando, que en estas ocasiones era magnánimo, había decidido que las
familias de los que habían perdido la vida fueran resarcidas con dos jamones,
dos quesos y dos grandes frascos de vino.
Entretanto,
muchos jóvenes intentaban escalar las cucañas. Los primeros, al estar los palos
muy resbaladizos por el exceso de sebo, cayeron al suelo y se
rompieron algún hueso. En cambio, otros dos más expertos esperaron a que
los más ingenuos trepadores hubieran quitado gran parte del sebo y luego, aunque
con dificultad, alcanzaron la punta y se apoderaron de los preciosos
regalos.
Entre
la diversión y las carcajadas de la Corte, en poco tiempo todo lo que era
comestible y desmontable se volatilizó, y las familias se alejaban en grupitos
con las carretas y los sacos repletos de toda clase de
delicias.
Incluso
los niños trataban de llevar algo a casa, quién un salami, quién, con
dificultad, un gran frasco de vino, quién escondía, manteniéndola bien apretada,
un ánade. Lo importante era no dejarse robar por los mayores; por eso había que
tener buenas piernas para correr, o bien estar muy cerca de algún pariente. En
las intensas peleas, algunos niños habían sido pisoteados y ahora las madres
gritaban y lloraban mientras los transportaban en brazos al convento
cercano buscando quien pudiera curarlos.
Cuando
todo se acabó, sobre la colina artificial no quedaban más que algunos niños y
algunos viejos mendigos que hurgaban entre las ruinas, esperando
encontrar algo comestible. La escena era más sugestiva debido a las
teas; iluminados por aquellas luces inciertas que sólo en parte desbarataban las
sombras de la noche, los últimos andrajosos vagaban como fantasmas
infelices, aun sabiendo que ya no había nada con que quitarse el
hambre.
Para
la gente del pueblo esa velada había sido un espléndido acontecimiento que
recordarían durante mucho tiempo y también la Corte se había divertido
mucho. Ya era la hora sexta de la noche cuando la familia real se retiró y
los huéspedes se dispersaron por sus alojamientos.
A
la mañana siguiente, la familia real al completo se dispuso, con gran
pompa, a partir a caballo de Castelnuovo. Los aragoneses que debían
acompañar a la nueva Duquesa a Milán, además de los cuatrocientos de la
embajada lombarda, esperaban en la explanada. Fue allí donde se formó el
imponente cortejo que se puso en marcha, a través de las barriadas más populosas
de la ciudad, para alcanzar Castel Capuano, Castel Sant'Elmo y Castel dell'Ovo,
pasando por la plaza de la catedral hasta llegar al Muelle Grande. Allí estaban
ancladas once galeras, escoltadas por una carraca de los caballeros de Rodas y
por un buen número de bajeles pequeños y veloces como las fragatas y los
jabeques.
El
Heraldo Mayor, con la sobreveste real, y el camarlengo Ettore Carafa, con las armas de
los de Aragón, precedían a los trescientos guardias reales a caballo
con armadura de desfile, que sostenían los escudos con el emblema del Reino de
Nápoles. Sus comandantes avanzaban bajo los estandartes de las armadas
reales, que flameaban con la brisa fresca de la
mañana.
El
Rey había concedido que, para la cabalgada, no se respetase el luto, y todos los
trajes eran de grandísimo valor y, «amén de la riqueza suya, sólo por ser
de brocado o de otros paños de oro y plata, con relucientes encajes de oro
y adornos de recamo, eran aún más hermosos de ver uno a uno, enriquecidos con
espléndidas joyas».
Resonaban
los clarines de los músicos y de los heraldos al llegar la procesión de los
hombres de la Iglesia, encabezada por los arzobispos y los obispos con
vestiduras pontificales. La capa aguadera del Arzobispo era de damasco
blanco entretejida con motivos de ángeles y pájaros; los demás con águilas,
leones, radiantes y llamas, o bien con imágenes de la Piedad, la Virgen
María, la Magdalena, Dios Padre y figuras de santos. También el bajo clero tenía
preciosas capas, dalmáticas y casullas.
Inmediatamente
después de los religiosos, seis clarineros a caballo, con clarines de
plata, tocaban a intervalos regulares para anunciar el paso de la familia
real.
Ocho
nobles, cuatro vestidos de rojo y cuatro de oro, sostenían las astas del
baldaquín de seda roja y oro bajo el que marchaba el rey Fernando sobre su
caballo blanco, vestido de terciopelo pardo con acabados de pelo de lince. En la
cabeza llevaba la corona, en la mano derecha el cetro y en las vestiduras tenía
entretejidas las empresas: el armiño con el lema «probanda» y la rosa de oro con
el lema «ante siempre Aragona»
Lo
seguían a caballo el Caballerizo y los escuderos que portaban el estandarte
real, el yelmo de desfile, el escudo y la espada.
Bajo
otro baldaquín marchaba la reina Juana, sentada sobre unas andas sostenidas
por dos caballos, cuyo paso a la española evitaba a la ilustre dama toda
sacudida. Iba vestida con una gonela
de raso negro con bordados de oro rizado y tenía el cuello y el pecho
embellecidos con ricas y hermosas joyas; sobre la cabeza llevaba un
sombrero peloso de seda negra en el que ondeaba un penacho
rojo.
.
Altivo marchaba el príncipe Alfonso, con una vestimenta de terciopelo cetí verde con bordados de oro, guantes
perfumados y un sombrero cuya pluma estaba sujeta por una magnífica gema.
También él llevaba bordadas las empresas de la casa de
Aragón.
Fernandito,
hermano de Isabel, estaba a su lado, vestido con una jornea blanca con botones
de oro, bajo la cual se entreveía una espléndida camisa adornada, alrededor
del cuello y sobre el pecho, con galones de oro.
Bajo
un baldaquín de raso brocado, salió Isabel, al lado de Hermes y acompañada por
angelitos que, a su paso, lanzaban abundantes, variadas y perfumadas
flores. Los angelotes vestían graciosamente trajes de seda, oro y plata
bordados, e iban cargados de anillos, piedras preciosas y collares. En la
cabeza lucían coronas de plata muy adornadas y en los hombros llevaban
pegadas unas delicadas alitas de plumas.
La
Duquesa, «bella et pulita que parecía un
sol», vestía un mantillo de seda blanca sobre el vestido de lampazo con
fondo de tafetán. Hermes tenía una jornea y, sobre los hombros, una larga hopalanda de terciopelo
rizado.
Era
todo blanco: baldaquín, vestidos y caballos. Sólo dos manchas de color brillaban
en aquel candor. Los dos jóvenes llevaban colgados del cuello, con una cadena de
oro, un enorme rubí en forma de corazón de un rojo resplandeciente como la
sangre. En aquella época cada rubí balaje, llamado spigo, estaba valorado en veinticinco
mil ducados: eran los presentes que el duque Ludovico el Moro había hecho a los
novios con ocasión de la boda.
En
doce carretas seguían las nobles damiselas de Isabel, con notoria fama de
vírgenes, vestidas con largas y también blancas cotas con manteletas a la turca,
que llevaban en la mano los símbolos de la castidad, la fortuna y el amor
conyugal.
A
continuación venían los barones del Reino, gentileshombres, feudatarios y
cortesanos, todos resplandecientes con sus sayones en brocado de
oro.
Los
bonetes de los caballeros de ambas Cortes llevaban sobre un lado una
medalla de oro con la efigie del príncipe que era su
señor.
Los
miembros de la embajada milanesa, con sus
trajes de colores vivaces y fulgurantes de joyas y de perlas, estaban
guiados por Galcazzo Sanseverino, conde de Catazzo, que llevaba un elegante
jubón bordado de ardilla, del que sobresalían las mangas en forma de ala,
decoradísimas y pespunteadas de gemas. En la cabeza llevaba un capuchón de
brocado de oro, del que pendía una beca
larga que descendía sobre un hombro y, formando un círculo sobre el pecho,
caía detrás del otro hombro.
A
estos nobles se unían los Embajadores, flanqueados por sus jóvenes Legados,
mientras que las damas que los acompañaban seguían en las
carretas.
Las
nobles napolitanas iban de verde y azul, con un brial ajustado, una saya de seda con terciopelo negro frappé y una ropa de brocado rico, cinto de oro,
espumilla negra de seda de Holanda bordada en oro y plata y sombrero de
seda brillante.
Las
damas milanesas se distinguían por la elegancia fastuosa de las manteletas de
brocado de oro, ricamente guarnecidas en el cuello con encajes. Estaban
enlazadas con fibias y ojales de plata dorada forrados de armiño. Llevaban los
cabellos recogidos en una larga y gruesa cola con una crespina de cintas
doradas, que descendía por la espalda hasta la cintura.
Por
último venían los pajes en librea, mitad de la casa Sforza, mitad
aragonesa.
Se
habían erigido arcos a lo largo de todo el recorrido de la gran cabalgata
que, a través de los barrios de Nápoles, conducía al
puerto.
Según
un cronista de la epoca:
El
arco triunfal erigido a la salida de la plaza de la catedral tenía unos
veintitrés brazos de altura, con una puerta redondeada en la cima y cornisas
dóricas en las bóvedas a modo de capiteles, mientras que el resto estaba
construido con piedras rústicas coloreadas en claroscuro. Bajo la parte cóncava
del arco había hermosísimos festones cargados de verduras y frutos entrelazados,
verdaderos y falsos, sostenidos con hermosas fajas de papel coloreado en torno a
un mascarón en cartón piedra, envuelto en broncíneo papel de estaño. Sobre la
parte frontal de la puerta corría una cornisa compuesta, ennoblecida aún más por
un edificio superior con ornamentos y frisos en los cuales descollan solemnes
palabras latinas con los augurios para los augustos
novios.
Otros
arcos construidos en piedra o con tablas de madera, de una o incluso tres
puertas, se encontraban al principio de las calles más importantes que conducían
desde la catedral hasta el mar. Eran construcciones riquísimas en decoraciones,
estatuas e inscripciones augurales. Los arcos, a menudo de tres puertas con
columnas, base y capiteles de orden corintio, estaban cubiertos con drapeados
rojo y oro, según las enseñas de los de Aragón.
Prosigue
el cronista:
Había
cintas de papel de color oro que subían por las columnas y a lo largo de los
bordes y frisos, y cornisas que llegaban hasta las plantas superiores de las
casas, y en la cima de todo se veía el arquitrabe que, de distinta forma, estaba
cargado de estatuas en cartón piedra, apoyados en pedestales dorados, que
representaban unas veces ángeles, otras santos, y a veces las virtudes
cardinales.
De
factura similar otras figuras o escenas de vida estaban reproducidas en cartón
piedra en los nichos encima de las puertas y en las
pilastras.
Papeles
de distintos colores, que colgaban a modo de velos, hacían agradable la vista y
más a hacían los festones constituidos por mascarones dorados en relieve
que colgaban de hermosas maneras, sostenidos bajo el vano de la puerta con
entrenzados de plantas y verduras entrelazadas y con papeles de colores
enroscados. Todos los arcos tenían magníficas decoraciones de frutos
verdaderos o pintados en relieve, en todo semejantes a los
naturales.
Sobre
cada una de las puertas, en las bóvedas o en las pilastras había guarniciones y
frescos al temple de escudos sobre los que estaban impresas y bien pintadas
del lado izquierdo las armas de los de Aragón y del derecho las de los Sforza. O
bien había cartelones con versos, anagramas, elegías y otras composiciones
poéticas similares, escritas en alabanza y honor de los novios. Los
ornamentos estaban muy graciosamente pintados y variados en los
significados.
El
imponente cortejo, antes de dirigirse al Muelle Grande, atravesó los barrios de
Decumano Mayor, Decumano Menor, del Mercado y de la Marina. La gran multitud
aplaudidora amontonada a los lados de la calle era contenida por una
ininterrumpida hilera de soldados.
Delante
del Castel dell'Ovo se había erigido un pabellón admirablemente decorado
con ramajes, flores y árboles enteros, al punto de parecer un jardín
sobreelevado. El cortejo se detuvo y en el palco se recitó y mimó un
epitalamio compuesto por el joven humanista Gabriele Altillo, el dulce Altillo
de la Academia Pontaniana, tan apreciado por el mismo
Pontano.
Según
los hexámetros del finísimo latinista, al nacer el rosado día, Isabel, la virgen
aragonesa, ahora de los Sforza, zarpaba hacia su esposo, mientras todo el
pueblo napolitano se agolpaba contra los muros y a lo largo del golfo
encantado. Acudían a saludarla en las desembocaduras del Sebeto las ninfas de
Posillipo, del Gauro, de Literno, de Nisida, de Baia, del Vesubio y de
Sarno.
Doce
bellísimas y procaces muchachas, que representaban a las discípulas de la
ninfa Parténope, donosamente danzando y cogiéndose de la mano, entonaban el
himno nupcial. Las doncellas dirigían a Himeneo la ritual invocación, cuyo
origen se pierde en el tiempo:
Dicite
Hymen, Hymen, Hymen ter dicite, Ninphae!
Luego
comenzaron a cantar las futuras voluptuosidades de las que gozaría la
recién casada, entre las mantas de púrpura sidonia y ceñida por los brazos
de su legítimo esposo, ofreciéndole el tierno pecho en cópulas precursoras
de una serie gloriosa de reyes. Ante estas palabras la duquesa Piccolomini, que
seguía de cerca a Isabel, vio cómo el rostro de su dulce princesa se
ruborizaba al oír anunciar las delicias con las que ella había soñado, con
tanto ardor, aunque sin saber en qué consistían.
Después
las agradables ninfas se lanzaron en una larga disertación sobre las bodas de la
antigüedad evocando a Vpnus, Juno y Minerva, portadoras de sus dones a la
duquesa de Milán, admiradas de sus valores. Aquí, el dulce Altilio recordó la
gran cultura de la novia (en efecto, él mismo había sido su preceptor),
además de las dotes de su carácter que, «superando su sexo», la acercaban a
las cualidades de un hombre.
Después
de haber expresado su lamento por la partida de tan dulce criatura, las
muchachas cantaron que siempre recordarían los juegos, los cármenes y los
bailes que habían organizado virginalmente juntas. Bajo su planta de loto
preferida las laboriosas ninfas habrían escrito: «Soy el regio loto de Isabel,
hónrame.»
Llegando
a su fin, el epitalamio recitaba que ya era menester que la real y divina Isabel
partiera para encontrarse con su anhelado esposo, dejando a todos desolados
por la pérdida. Surcaría las aguas del mar Tirreno remontando las itálicas
playas en la alta proa de la nave, al igual que Venus y
Tetis.
Durante
la representación alguien cercano a Sanseverino, aprovechando la
muchedumbre de los caballeros que asistían al espectáculo, había
gritado:
‑¡Muerte
violenta a Calazzo!
Y
poco después otra voz había exclamado:
‑¡Pronto
el cerdo pagará por su soberbia!
Las
amenazas, aunque en falsete, habían sido proferidas de modo que el
interesado las oyera claramente, pero no pudiera localizar a quien las había
pronunciado.
El
conde se había girado prontamente sobre la silla, volviendo la mirada en
todas las direcciones, pero su caballo estaba inmovilizado en medio de la
multitud de las cabalgaduras que, con dificultad, los jinetes trataban de
mantener frenadas; nada que hacer. Se trataba, sin duda, de un napolitano que,
aprovechando la confusión, pretendía amenazarlo por la afrenta hecha al rey
y al príncipe Alfonso en el asunto de las monedas cercenadas. No era la
primera vez que esto le sucedía a Sanseverino.
Renovando
la invocación ¡Dicite Hymen, Hymen, Hymen
ter dicite, Ninphae!, la representación llegó a su término y el cortejo
volvió a ponerse en marcha, encaminándose hacia el Muelle Grande. Llegó al
puerto mientras las campanas anunciaban el mediodía y el dulce sol de
Nápoles, que calentaba hombres y cosas, iluminaba las galeras que oscilaban
en la cuenca portuaria, movidas por la brisa de la tardía mañana
invernal.
En
el Muelle Grande se había montado un palco con arcos de flores y ramas de
limoneros y naranjos; aquí, recibidos los presentes de la ciudad de Nápoles, la
Duquesa saludó entre lágrimas al rey Fernando, a la reina Juana, a su padre, el
príncipe Alfonso, y a toda su Corte, y con acentos desgarradores se despidió de
sus jóvenes compañeras de juegos y confidencias.
Mientras
la Duquesita subía con su séquito a la galera real que le conduciría a
Génova al encuentro de su destino de esposa y de primera dama de Milán,
comenzaron las operaciones de embarque de toda la expedición. Los más
de ochocientos miembros de la comitiva se distribuyeron, llenándolas por todas
partes, en las restantes diez galeras genovesas y en la carraca de los
caballeros de Rodas, que con su potente armamento de sesenta cañones hacían de
escolta contra los terribles sarracenos, siempre al acecho. El terror a los
moriscos angustiaba a todo navegante, y la pesadilla de las continuas
incursiones y maldades que seguían a éstas era tan espantosa que paralizaba
incluso la capacidad de reacción de muchos. Llegaban los piratas, en sus
ágiles flotillas inesperadas y furtivas, escalaban veloces las colinas
sobre las que estaban resguardados los burgos y los muros que habrían debido
defenderlos, y comenzaba el horror. Los hombres aptos, las mujeres y sus niños
eran deportados como esclavos, los demás, violados y asesinados. Eran
horrendamente famosas las torturas para hacer confesar dónde estaban sepultados
los tesoros de las iglesias y los castillos, así como los míseros bienes de
las familias a las que estaban matando cruelmente.
Se
había establecido embarcar a la Duquesa en la imponente galera real, en lugar de
en la más armada y mayor carraca, porque esta última, durante una bonanza
de viento, podía convertirse en una fortaleza, siempre temible, pero inmóvil.
Sin remeros, podía desplazarse sólo por medio del velamen; la galera real,
en cambio, con sus galeotes escogidos tenía mayores posibilidades de
escabullirse y, por tanto, de alejarse durante un eventual ataque enemigo.
Además, la carraca, en caso de peligro, debía detenerse en defensa de todo el
convoy con el fuego de los propios cañones.
Cuando
la Duquesa subió a bordo, el Cómitre ordenó a los Sotacómitres que los
trescientos setenta y ocho galeotes (tantos eran los remeros en una galera real)
ejecutaran los habituales ejercicios de habilidad y de saludo que estaban
reservados a los personajes más importantes.
Al
son del silbato de plata de los Sotacómitres, aquellos desgraciados galeotes,
aún vestidos, se alzaron de golpe de sus bancos. Comenzaban a oírse el pitido y
el chasquido de los azotes, pero ningún grito de dolor; en presencia de la
familia real, gritar por los rebencazos era enfrentarse a una muerte inmediata.
Otro toque de silbato, y al unísono los centenares de galeotes, como monos
amaestrados, se levantaron el gorro rojo al tiempo que se doblaban en una
inclinación; otro pitido y exclamaron en perfecta
sincronía:
‑¡Hua!
¡Hua! ¡Hua! ‑Era el tradicional grito de bienvenida.
Otro
pitido y los desventurados se sentaron. Luego, siguiendo el ritmo escandido
por el silbato, se recostaron sobre los bancos, levantaron en perfecta
vertical la pierna derecha, la encadenada, luego la izquierda y así
sucesivamente, siempre con un sincronismo sorprendente, alentado por los
azotes soportados en silencio. Luego se pusieron de nuevo en pie y alzaron
ora un brazo ora el otro para saludar y, después de tres « ¡Hua! ¡Hua! ¡Hua!»,
por fin se volvieron a sentar.
Ahora
el espectáculo había terminado y se podía partir.
Tres
pitidos y los trescientos setenta y ocho galeotes encadenados se
desnudaron, permaneciendo sólo con un par de bragas concedidas excepcionalmente
por la presencia de la Duquesita.
Los
forzados de las demás embarcaciones debían estar completamente desnudos durante
toda la bogada. El frío no era un problema, a pesar de que era invierno. La nave
estaba a punto de zarpar, el esfuerzo los haría sudar de inmediato y, además,
tenían que permanecer desnudos para recibir mejor los latigazos. Antes de
guardarla, cada uno había sacudido muy bien su propia indumentaria: el
reglamento lo exigía. Así, la mayor cantidad posible de piojos caía al mar, que
se entreveía entre los bancos y las bancadas de la cámara de
boga.
Llegó
la orden:
‑¡Soltad!
Se
soltaron las amarras y algunas vergas empujadas contra el muelle hicieron
alejarse la galera real lo necesario para poder posar los remos en el
agua.
‑¡Palamenta
igualada!
Y
los remos fueron apoyados en los escálamos y mantenidos apenas sobre la
superficie del mar.
‑¡Palada
izquierda!
Los
veintisiete remos de la izquierda impulsaron el agua sólo de esa parte, y la
nave avanzó hacia la derecha, separándose aún más del
muelle.
‑¡Boga
juntos!
Y
toda la palamenta, los cincuenta y cuatro grandes remos, empujaron a la vez la
galera real.
El
veloz casco estaba deslizándose hacia la embocadura del puerto mientras, en
señal de despedida a la nieta del Rey, que dejaba su ciudad, desde las
baterías y las fortalezas atronaban los cañonazos y en la mágica cuenca de
Nápoles los ecos y los estruendos se reflejaban y cruzaban centenares de
veces.
A
lo largo del muelle los últimos pasajeros esperaban el embarque; las
chalupas de seis bogadores, destinados a las galeras, fueron y vinieron muchas
veces hasta que todos estuvieron en las naves.
Según
lo establecido, el grupo de los Legados y las damas que viajaban con ellos
subieron a bordo de la carraca de los caballeros de
Rodas.
Los
equipajes fueron cargados durante toda la mañana, por lo que, en poco más
de cuatro horas fue posible embarcar a los huéspedes y el convoy pudo
moverse hacia septentrión.
El
mar estaba levemente agitado y soplaba un siroco que hinchaba bien las
velas. El viento que llegaba de través y la fuerza de los remos permitieron que
la flota apuntara hacia el cabo Miseno.
A
última hora de la tarde comenzó a refrescar. En la galera las damas se repararon
de la brisa en las cámaras de popa.
Los
caballeros estaban en torno a la cámara o en el castillo de proa, el tamburro, donde se encontraban las piezas de
artillería. El espacio estaba repleto de moyanas, pedreros y falconetes con sus pólvoras y municiones; en el
centro estaba el gran cañón de cubierta que apuntaba hacia proa y tenía un
alcance de una milla.
Las
bocas de fuego, por el momento, servían de asiento para los caballeros, que
estaban embozados en sus amplios tabardos de felpa forrados de piel. Los
capuchones, del mismo tejido, les protegían la cabeza. Miraban desfilar la
costa por el lado derecho de la embarcación.
Isabel,
apoyada en la batayola de la galera real, con lágrimas en los ojos, veía
empequeñecerse los lugares de su infancia, esa ciudad donde estaba sepultada su
madre, Hipólita, las rocas bien conocidas, Castel Capuano, donde había
disfrutado de alegres horas de juegos y de estudio y donde había pasado
tantos momentos deliciosos escuchando a Pontano, que conversaba de poesía
con Altillo, Sannazzaro y Cariteo. Allí se había formado en el gusto a la
poética latina y en su melodiosa y cantarina métrica.
Y
el Vesubio, allá al fondo, se entreveía cada vez más celeste con sus oscuras
pendientes boscosas. Le vino a la memoria Fernandito, su hermano, que había
compartido con ella los juegos y las lecciones del dulce Altilio, y las lágrimas
le cayeron por el rostro.
Los
servidores se acercaron a ella con platos de carnes asadas, de manjar
blanco y un caliente guiso de almendras y carne de cabrito tierno machacada
y bien espolvoreada de azúcar. Pero Isabel sentía que no podría tocar la
comida: la agitaban demasiadas angustias.
El
dulce sueño de ver a su guapo Duque, a su tierno esposo, con el que había
intercambiado tantas delicadas cartas, le parecía ahora ofuscado por negros
presentimientos. Por casualidad, había oído a alguien insinuar que el
castillo de Milán no era un lugar feliz. En esa hora, de golpe, las palabras
oídas por azar le volvían a la mente y le infundían un indefinible
sentimiento de miedo por aquella Corte refinada, pero
desconocida.
Anochecía
y cabo Miseno estaba cerca. Procida e Ischia estaban justo allí, enfrente,
mientras que Nápoles ya quedaba lejana y, aún más distante la querida
península de Sorrento, azulada entre la niebla vespertina. Poco después,
doblado el cabo, también Posillipo y Pozzuoli, como su amada ciudad, habrían
desaparecido, quizá para siempre.
Alcanzada
la punta de Procida, las olas que se iban haciendo más altas distrajeron a
Isabel. Venían de popa; el viento había aumentado y las velas hinchadas tiraban
con fuerza de las jarcias.
Los
Sotacómitres indicaron que se dejara de remar, y los galeotes recibieron la
orden de dejar los largos remos y de vestirse.
Mientras
la oscuridad de la noche ya escondía el perfil de la costa, el viento siguió
aumentando y las naves, cabeceando, avanzaban deprisa, impulsadas en la
popa por el fuerte siroco de diciembre.
En
un momento dado el Cómitre se acercó al duque de Amalfi y le gritó algo al oído.
El Duque fue hacia su princesita y, después de una profunda inclinación,
exclamó tratando de superar el silbido del viento:
‑El
comandante dice que, si el siroco continúa aumentando, habrá que resguardarse en
Gaeta. Antes del alba podría cambiar a lebeche y no quisiera encontrarse en
medio del golfo con ese viento. También los Cómitres de los demás bajeles han
señalado, con las lantias, la misma preocupación.
Isabel
no respondió, extendió los brazos, se envolvió en su capa y entró en la
cámara.
Nápoles
y el perfil del Vesubio habían desaparecido en la oscuridad ventosa, y le
parecía haber entrado también ella en las tinieblas de su nueva
vida.
En
la hora segunda de la noche, los Cómitres habían tomado su decisión y el
convoy apuntaba ahora hacia el puerto de Gaeta, con el mar que batía a popa. En
efecto, el viento había virado a lebeche y la temperatura era menos fresca;
también las nubes se estaban clareando, y por momentos astillas de luna se
reflejaban en la superficie agitada de las olas.
El
mar subía con el paso de las horas. El viento empujaba las olas hinchadas
contra las popas de las embarcaciones y hacía aumentar su velocidad pero,
cada vez que las naves superaban la cresta de una ola, las proas se enfilaban en
la hondonada sucesiva y parecía que se precipitaran
dentro.
El
cabeceo crecía con el refuerzo del viento, y a bordo la mayor parte de los
huéspedes sufría mareos. Había pasajeros tendidos por doquier, y los vómitos
corrían por el puente.
Los
veloces jabeques y las fragatas se había adelantado para anunciar la
llegada de la escuadra y hacer despejar los amarres.
Surgía
el día cuando el convoy entró en la calma de la amplia bahía protegida. En el
puerto se veía, sobre los muelles, a las autoridades y a la población a la
espera de la Princesa.
En
lo alto de la colina que dominaba el poblado surgía, sombría y siniestra, la
imponente ciudadela de las milicias de su abuelo, el Rey.
Se
habían organizado banquetes con los discursos de rigor, pero Isabel no quiso
participar en ellos e incluso se negó a descender de la galera real, que, bien
atracada en el muelle principal, estaba inmóvil en el
puerto.
La
parada sirvió para mandar a los galeotes hacer aguada, es decir, renovar las
provisiones de agua y recoger más leña.
A
bordo, agua y leña nunca eran suficientes; la primera para beber, lavar los
puentes, hacer la comida y curar las heridas, la segunda para el hogar, que era
la cocina de la embarcación, y para disolver la pez en caso de infiltraciones en
el casco.
Las
galeras encontraron amarre en el puerto, mientras la carraca de los
caballeros de Rodas, imponente y protectora, se balanceaba anclada en la bahía
entre Gacta y Formia.
Aquella
gran nave, en la que se encontraban los Legados, tenía una longitud de unos
treinta y nueve metros y una anchura de doce, disponía de dos puentes
armados, donde estaban emplazadas sesenta piezas de artillería, además de
las poderosas cañas de crujía, que disparaban desde proa y popa a lo largo de
todo el eje de la embarcación.
La
carraca no tenía bogadores y era impulsada por un poderoso velamen distribuido
en cuatro mástiles, además del bauprés, que prolongaba la proa. El primero
era el mástil de trinquete, luego, avanzando hacia popa, el de la vela mayor y
el mástil de mesana, seguido justo al final de la nave por el de buenaventura.
Las dos velas anteriores eran cuadradas, mientras que las últimas eran latinas,
es decir, triangulares. Escudos especiales y corazas protegían a los
soldados y a los arcabuceros que estaban en los puentes. Una carraca era
una verdadera fortaleza flotante.
Al
día siguiente, al atardecer, las olas comenzaron a disminuir de intensidad y fue
posible regresar al mar con rumbo noroeste impulsados por un buen viento. Por la
mañana el tiempo, muy mejorado, y el tibio sol invernal del Tirreno favorecieron
la reanudación de la vida normal a bordo.
En
las galeras los forzados descansaban tendidos sobre los bancos a los que estaban
encadenados. Algunos aprovechaban el momento de calma para realizar
pequeños trabajos manuales, como cestitas, tallas en madera y estatuillas de
santos. La venta de tales objetos les proporcionaría el poco dinero necesario
para el vino y las putas, cuando les fueran concedidas.
A
la hora quinta del día, los taberneros comenzaron la distribución del
rancho. A los galeotes les correspondían, en los días magros, 742 gramos de
galletas y, en los días crasos, además de las galletas, un gramo de aceite, 50
de castañas y 40 de arroz. Cada dos días, si las condiciones del mar lo
permitían, se servía un guiso caliente de habas con el polvo de las galletas que
había quedado en el fondo de los sacos y los barriles.
Cuatro
veces por año, en Navidad, en Pascua, en Pentecostés y en Carnaval, se
distribuía una ración de carne. En ocasiones especiales, les correspondían
algunas medias pintas de vino. En caso de boga prolongada, de emergencia o
de batalla, para evitar que los galeotes perdieran el sentido, los Cómitres, los
Sotacómitres y los taberneros pasaban por los bancos con cubos de vino en los
que mojaban las galletas metiéndolas en la boca de los galeotes, que debían
seguir remando bajo los azotes, cada vez más violentos a medida que aumentaba el
peligro.
No
todos los bogadores eran esclavos; algunos debían expiar penas impuestas
por los tribunales. Luego estaban los buenaboyas, unos desgraciados que, para
pagar deudas o bien porque no sabían hacer nada mejor, se enrolaban como
galeotes. Tenían derecho a un mísero sueldo y a una comida que incluía un poco
de carne y un poco de queso o bacalao, pero sobre todo les correspondían algunas
pintas de vino. Podían llevar mostachos, lo que los diferenciaba de los demás
galeotes, que debían estar completamente rapados, sin barba ni bigotes.
Además, los buenaboyas realizaban misiones de confianza para los
Sotacómitres, y durante las batallas se les desencadenaba para
combatir.
‑¿Dónde
encuentran a tantos galeotes? ‑preguntó Dona Isa al piloto de la carraca
mientras, con sus amigas, apoyada en la batayola, observaba el rítmico bogar de
las galeras del convoy en una pausa de viento.
El
viejo marinero, feliz de que una dama tan hermosa le dirigiese la palabra,
fue mucho más locuaz que de costumbre e hizo alarde de sus
competencias.
‑Hay
tres especies de esclavos que se capturan o se compran: los moros, los turcos y
los negros, Los moros sarracenos son los mejores galeotes porque ya están
acostumbrados a las privaciones y las fatigas. Los turcos son demasiado ricos,
habituados a las comodidades y dulzuras de la vida; no sirven para nada. Los
negros, aunque son de constitución robusta, son los peores, porque la mayor
parte de ellos muere al poco tiempo.
‑¿Por
qué los negros se mueren enseguida?
‑De
nostalgia ‑respondió lacónico el piloto. Y añadió‑: En general, el año más
difícil es el primero después de la captura, y muchos no sobreviven a este
período. Por eso es preciso usar cierta moderación para habituarlos a las
fatigas y a la perra vida de los galeotes. Pasado el primer año, cuando se han
habituado, pueden durar incluso mucho tiempo.
‑Pero
quizá se es demasiado cruel con ellos ‑afirmó con vehemencia la mujer,
impresionada por las palabras que acababa de oír.
‑Creo,
señora, que tenéis razón. Los Sotacómitres demasiado violentos no son
recomendables, porque pueden impulsar a los galeotes a intentar una revuelta o
bien a preferir hacerse matar a continuar con una existencia tan
arrastrada.
Dona
Isa y las demás damas estaban horrorizadas por lo que habían oído, y aún más por
la naturalidad con la que el anciano piloto hablaba de las crueldades que se
practicaban en las naves.
Sólo
pocos de los ochocientos huéspedes estaban acostumbrados a los viajes por mar;
es más, para la mayor parte de ellos ésa era la primera experiencia de
navegación y bastaban pocas oscilaciones y cabeceos para indisponerlos a
casi todos.
Ahora,
en cambio, con el mar más calmo y con el sol que resplandecía, las damas,
ayudadas por sus sirvientas, habían vuelto a ocuparse de sus vestidos y a
maquillarse el rostro según la moda en boga. También en la carraca el buen
tiempo favorecía el regreso de las viejas costumbres.
En
ésta, como en todas las naves, se participaba en esos juegos de azar que estaban
severamente prohibidos, pero que se practicaban y toleraban en todas
partes. El puente debajo de cubierta, atestado de cañones y de municiones,
era de hecho una timba. Cuando el estado del mar lo permitía, estaba
abarrotado de jugadores que se concentraban en la baseta, los dados, o el
sacanete. Entre los más encarnizados apostadores estaba Antonio Carazzolo,
el jefe de los arqueros de Sanseverino; habría debido ser él quien
castigara a los jugadores ¡legales, pero, en realidad, pasaba los días y
las noches perdiendo o, a menudo, ganando a las
cartas.
También
los cuatro amigos del joven Duque pasaban horas jugando, siempre controlados por
Moisés da Corteolona, quien una vez más esperaba que una afortunada
ganancia los indujera, por fin, a hacer honor de su compromiso. Lo había
intentado de todas las maneras, tratando de apelar a su sentido del honor,
probando despertar su piedad y, finalmente, los había amenazado varias
veces, pero todo había sido inútil; los cuatro malvados seguían negando incluso
la existencia misma de la deuda.
Con
el buen tiempo los jóvenes reanudaban sus relaciones sentimentales y
amorosas, olvidadas por los mareos. En la carraca las esclavas extendían al sol
los pesados vestidos de las damas, húmedos por la salinidad, y peinaban a
sus señoras.
Entre
los que más habían vomitado estaba Basso Folchini, el joven diplomático
mantuano, que, una vez liberado de tan absorbente ocupación, se dedicaba con
similar empeño al cortejo de algunas briosas criadas.
Melita,
que no había sufrido en absoluto por la borrasca, más vital y enigmática
que nunca, permanecía durante horas mirando las olas, abrazada a sus dos
fascinantes gemelos Rufolo, también muy cortejados por el resto de las
damas.
Mantenía
siempre cerca a un jovencísimo paje, Geraldo da Serravalle, que la miraba
con ojos soñadores. Ella le dejaba apoyar la cabeza en sus rodillas, mientras
charlaba y coqueteaba con sus muchos cortejadores.
La
extraordinaria mujer estaba ahora contando a Dona Isa y a Dona Evelyne cuán
turbada se había sentido en Ravello, en el primer encuentro con su
compañía, a pesar de que todos le habían parecido muy
agradables.
‑Sentí
aletear sobre vuestro grupo un espíritu de muerte, que contrasta con vuestra
juventud y vuestras ganas de vivir. Hay eventos referidos al destino de
alguno de vosotros, eventos ya decididos por los espíritus maléficos, que,
sin que lo sepáis, os han hecho sus cómplices. Tengo miedo de miraros a los
ojos, porque temo descubrir quién es el predestinado. Trato incluso de no mirar
vuestras manos, que quizá me desvelarían vuestros arcanos destinos. Ahora, en
esta nave, en este momento, siento que los espíritus malignos se agitan en lo
alto, sobre las vergas y en medio de las jarcias sacudidas por el
viento.
Y
no fue más allá. Se apoyó en el hombro de uno de los gemelos y, con la vista
vuelta hacia la cima de las velas, pareció haber interrumpido todo contacto
con el mundo que la rodeaba. Quienes la escuchaban o sólo estaban alrededor de
ella recibían de esa singular criatura muchos más mensajes de los que sus
palabras decían y, establecida la relación con ella, les llegaba
profundamente al alma y a los sentidos.
Dona
Isa y Dona Evelyne sintieron un escalofrío, instintivamente se pusieron más
cerca, interrogándose con los ojos, preguntándose si su amor podía ser un
refugio suficiente para mantener alejados esos nefastos influjos. Habían
pasado la noche sobre los cojines de la cámara de popa, intercambiando caricias
y luego durmiendo tiernamente abrazadas. Ahora ya no ocultaban la amistad
que las unía, pero más allá de sus amores nocturnos, durante el día, cuando los
caballeros salían de los improvisados refugios, los ojos azules de Evelyne
todavía seguían a ese guapo veneciano que la correspondía, mostrándose del
todo indiferente a la fogosa dama que lo acompañaba.
Para
Evelyne el sentimiento que experimentaba por el joven véneto era muy distinto de
la atracción que sentía por Isa, y un hecho no perturbaba para nada el
otro.
La
leonada compañera de Zane dei Roselli estaba siempre con los amigos del
duquecito Gian Galeazzo; la seguían por doquier, y ella distribuía
equitativamente entre ellos sus gracias.
No
siempre era armoniosa la relación entre los cuatro; a veces estallaban
agrias discusiones que tenían como pretexto los celos por la circasiana, pero
durante esas lites los jóvenes se acusaban, aunque no explícitamente, de
muchas cosas, incluida la muerte de su amigo en Ravello. En efecto, si bien el
tema nunca se abordaba de manera manifiesta, cada uno de ellos sospechaba que el
otro era el asesino.
La
circasiana, dado que resplandecía el sol invernal, había dado inicio a una
complicada operación. La guapa mujer, asistida por los cuatro voluntariosos
amigos, se había teñido los cabellos de un rojo oscuro, utilizando un polvo
verdoso que había suscitado gran maravilla entre las demás huéspedes; a las
amigas les había explicado que la misteriosa sustancia se llamaba «henné» y
venía de los países más recónditos de Arabia.
Había
buscado un gran sombrero de paja, del que separo el casquete y se puso sólo el
ala alrededor de la cabeza, haciendo pasar por encima los cabellos y
esparciéndolos en torno. Habla permanecido así al sol durante horas.
De este modo su cabellera había perdido gradualmente el violento color de la
henne para asumir la clásica tonalidad rojo‑oro de las damas venecianas, tan
cantada y retratada por poetas y pintores. Con el recurso del ala del sombrero
conseguía no broncearse el rostro. Las aristócratas aborrecían todo colorido: su
preocupación era no perder la absoluta palidez de la cara, la cual las
distinguía naturalmente de las campesinas y las pescadoras. La complicada
operación había sido seguida con gran curiosidad por las otras damas, que no
podían resistirse a espiarla y a pedirle detalles.
La
marquesa Juana de Padilla y Cabrera y su hija se ocupaban de su Manetto,
mimándolo y sirviéndolo en todo. Cuando la campana anunciaba la hora de las
comidas, se afanaban por prepararle una mesa
improvisada.
No
había ni mesas ni sillas, y cada uno se apañaba como mejor podía apoyándose en
las velas amontonadas o en los rollos de jarcias. Incluso se hubiera podido
organizar un auténtico banquete, pero era preciso que el viento amainara un poco
porque, con esa brisa fuerte, el gobierno de las velas obligaba a mantener
despejados el puente superior y los únicos espacios que se podían
utilizar para una mesa.
Las
dos españolas iban por turnos al fogón, esperando a que las viandas
estuvieran listas para llevarlas calientes a su hombre, y no permitían que
fueran los criados, siempre tan lentos y torpes, los que lo
sirvieran.
Cuando
llegaba la tarde y la penumbra caía sobre los amasijos de mesas, cafíones,
barriles y jarcias, que descendían por todos los lados como largos líquenes en
una floresta fantástica, la Marquesa madre siempre encontraba un rincón
donde extender su manto forrado de ardilla, al que arrastraba al
florentino.
La
costumbre de la vida en común de toda la compañía había eliminado muchos de
los habituales pudores y reservas; por tácito acuerdo cada uno trataba de dejar
a los demás toda la intimidad posible en semejantes trances, esforzándose
por no inmiscuirse en los asuntos ajenos.
Pero
Inmaculada no conseguía esconder su irritación mientras su madre cortejaba
a su hombre y en esos momentos se volvía intratable y huraña con todos. A veces
se acercaba furtivamente a los dos amantes, escondida entre los rollos de cabos,
las jarcias y los cabrestantes, hasta oír sus suspiros y los gemidos de su
madre, luego se retiraba al rincón más alejado de la nave para sollozar y
meditar atroces venganzas.
Cuando
la Marquesa, ya saciada, se retiraba para dormir en la cámara, la hija se
precipitaba sobre el esquivo Manetto y, sin atender a razones, lo tiraba de la
mano para llevarlo al puente inferior y, haciendo caso omiso de los numerosos
marineros y soldados que miraban, oculta sólo por la penumbra, pretendía de él
el mismo ardor que había desplegado con su madre.
El
Legado, muy azorado, trataba de aducir mil excusas: la presencia de ojos
indiscretos, la prudencia hacia su progenitora, incluso escrúpulos morales. Pero
cualquier excusa era inútil y, si no quería que los grititos de la muchacha
atrajeran aún más la atención, debía recurrir a toda su energía residual,
demostrando cierta actividad. Era un joven con intenciones honestas y
finalmente había entendido que, si quería ser ecuánime, debía dosificar su
ardor con la Marquesa, porque inmediatamente después sería menester
entretener también, del mismo modo, a su exigente retoño. Inmaculada, por su
parte, se lamentaba a menudo de tener que conformarse con las sobras de la
otra.
Manetto
dei Portinarl maldecía las naves, especialmente la que lo albergaba,
porque, además de producirle mareos, le impedía espaciar esos encuentros, que
con el paso de los días se hacían cada vez más agotadores.
Dona
Andrea vivía su extraña aventura a caballo entre el sueño exótico y el
irrenunciable placer físico que su moro le procuraba. Había algo de lo que no
dudaba: estaba totalmente presa de aquella relación y pensaba con
inquietud en la hora de la separación definitiva, que no tardaría en
llegar.
lbn
Mansour tenía que proseguir su viaje, enseguida, desde Milán hasta Venecia para
concluir sus negocios y de allí regresar a su tierra lejana. Andrea ni siquiera
lograba imaginar cómo y con quién podría llenar el vacío que se crearía en
ella al perderlo. Trataba de vivir plenamente cada momento que pasaban
juntos. Acariciaba, con deseos de recordarla, su piel, tan tersa y musculosa.
Cuando lo sentía moverse dentro de ella le parecía que esa parte de él buscaba a
tientas cada una de sus fibras más intimas y se angustiaba con la idea de que,
un día, su cuerpo ya no conseguiría recordar esas
sensaciones.
Gracias
al buen viento, el viaje hasta el puerto de Civitavecchia se desarrolló veloz y
agradable. Allí, tras veinticuatro horas de navegación, fue necesario
detenerse y aprovisionar las naves.
A
esperar a la Duquesa acudió el cardenal Ascanlo Sforza, tío del novio, que había
llevado consigo a tres de los mayores exponentes del Sacro Colegio: los
cardenales Pletro de Fuso, Rafaele Riario y Gioyanni Jacopo Sclafenate. Con
ellos también estaba el protonotario Ibleto de Fieschi. Debido al viento
favorable, la parada en Civitavecchia fue muy breve y probablemente por
eso, con gran disgusto de los milaneses, no llegó a tiempo el protonotario
Giovanni Alimento Neri, representante oficial del Papa, lo que se juzgó una
falta de consideración hacia los Sforza.
Al
caer la tarde, se pudo reemprender el camino, apuntando las proas hacia el
norte. El convoy se detuvo para cenar en Porto Ercole y luego hizo una nueva
parada en Piombino.
La
escuadra avanzaba con los veloces jabeques y fragatas, que iban adelante y
atrás, como perros de caza, con la carraca siempre en el centro y preparada para
disparar en todas las direcciones.
Alrededor
de la nave más grande marchaban las galeras que, a su vez, rodeaban y
protegían la real, en la que iba embarcada la Duquesa. En caso de ataque
sarraceno, las diez galeras se habrían enfrentado al enemigo para permitir
que la real se escabullera, protegida por los cañones de la
carraca.
Estos
barcos eran bajeles extraordinarios, largos y estrechos, que veloces surcaban el
agua impulsados por las velas latinas y, en caso de ausencia de viento o de
querer desarrollar mayor velocidad, también se utilizaban los grandes
remos.
El
casco tenía una longitud media de cuarenta y siete metros y una anchura
poco inferior a los ocho metros. Los dos flancos llevaban encajadas unas
postizas, una a la derecha y otra a la izquierda, una especie de balconadas que
corrían a lo largo de toda la nave a ambos lados y sobresalían casi dos
metros por encima del agua. En las postizas se situaban los bancos de los
galeotes, los apoyos para sus pies y las vigas externas sobre las que estaban
empernados los toletes para los remos.
Generalmente
en cada lado encontraban sitio veinticinco remos, cuya longitud variaba
entre quince y veinte metros. Cada pala era maniobrada, según el tipo de casco,
por un mínimo de tres a un máximo de seis galeotes encadenados. Sólo las galeras
reales tenían siete forzados por remo.
Cuando
bogaban, los galeotes estaban obligados a orinar y defecar sin dejar el remo,
por lo que sus excrementos caían sobre el fondo del casco. Era considerada
falta muy grave dejar o aflojar la boga, por cualquier motivo, porque si alguno
perdiera el ritmo, los remos de ese lado chocarían uno contra otro, rompiéndose
y produciendo una desastrosa ruptura del ritmo.
Además,
el espacio entre los bancos era muy reducido, para que cupiera la mayor
cantidad de remos posible, y cuando los remeros de una fila empujaban su
pala hacia adelanté, los galeotes del banco anterior, a su vez, tenían que
plegarse hacia adelante para no golpear o recibir el pesadísimo remo en la
cabeza. Por estos motivos, había que evitar a toda costa el mínimo error y,
cuando se producía, era necesario castigarlo con extrema severidad. Si un
galeote se desvanecía durante la boga, el reglamento preveía que fuera
muerto, enseguida y atrozmente, a rebencazos ante toda la
chusma.
Con
el ocaso del sol, la violencia del mar empezaba a atenuarse y durante toda la
noche la escuadra avanzó sacudida por las olas, manteniendo siempre la
ruta.
Cuando
todos pensaban que el puerto de Pisa ya estaba cerca, aunque no del todo a la
vista a causa de la bruma que precedía al alba, se entrevieron dos jabeques que
regresaban de una avanzadilla enarbolando las banderas de alerta
máxima.
Una
vez alcanzada la escuadra y situados al lado de la carraca,
gritaron:
‑¡Flota
sarracena, proveniente del golfo ligur! ¡Pronto estará sobre
nosotros!
El
alba rompía.
Era
evidente que la escuadra berebere navegaba casi en dirección opuesta a la
cristiana; por eso el contacto se produciría muy pronto.
No
pasó mucho tiempo y entre la Gorgona y la Capraia, con la alborada bajo un
cielo de nubes grises y bajas, se perfilaron en poniente las esbeltas siluetas
de una formación de bajeles sarracenos con sus características velas
triangulares. La audacia y la crueldad de los berberiscos eran conocidas por
todos, y a bordo de las galeras el pánico se propagó enseguida. Cada uno, de
pronto, fue presa del atávico terror por la violencia, los estupros y el horror
de la esclavitud de los que tanto había oído hablar.
El
convoy se dispuso en línea de defensa y trató de aumentar la velocidad a pesar
de la fuerza de las olas. Incitados por los azotes, los galeotes fueron
obligados a desnudarse y a disponerse en los remos. Los buenaboyas,
sustituidos por esclavos de reserva, dejaron los bancos y subieron a cubierta
para armarse. Los forzados, en cambio, ‑permanecieron encadenados por un
pie al entarimado y, si se producía un hundimiento, se irían a pique con la
nave; era un eficaz sistema para incentivar su interés por salvar la nave. Los
Sotacómitres ordenaron aumentar la boga mientras seguían
aullando:
‑¡Arranca,
arranca! ‑Para ser más persuasivos, multiplicaron los
latigazos.
Los
Nobles de popa se situaron, como era
tradición, alrededor de las cámaras para la extrema defensa de las
damas.
Las
veloces galeras árabes y la flota de la Princesa se acercan fatalmente cada vez
más. Ambas escuadras navegan a vela y a remos. Los cristianos intentan
ganar Pisa, donde encontrarán protección, lo más rápido posible, mientras
que los sarracenos tratan de interceptarlos en alta mar, intuyendo que las
falucas pretendían llegar a costa, a toda marcha, para llamar en su ayuda a los
bajeles que se encuentran en el puerto.
Ahora
la velocidad alcanzada es la máxima para las dos marinerías. No se puede azotar
más a los galeotes, no por piedad, sino porque, aumentando los golpes,
alguno perderá el sentido y entonces será el desastre para la
nave.
En
las galeras cristianas todos se movilizan. Los artilleros preparan las
bocas de fuego, los Cómitres y los Sotacómitres, ayudados por los taberneros,
van pasando entre los bancos y, como pueden, meten galletas embebidas en
vino en la boca de los galeotes, tensos hasta el espasmo. No es una maniobra
fácil. Si durante la boga el bizcocho no entra en la boca desencajada del
forzado en movimiento, hay que volver a intentarlo. Estos bocados les darán un
suplemento de fuerza durante al menos media hora. Luego se vuelven a oír
los gritos:
‑¡Arranca,
arranca!‑Y los golpes.
En
las postizas se ha desatado un infierno.
Llagados
por las continuas recaídas sobre los bancos y por los latigazos,
chorreantes de vino, sudor y sangre, muchos galeotes se orinan y cagan encima
por el esfuerzo inhumano.
En
una de las galeras un Sotacómitre ha perdido el control, se ha excedido y un
forzado se ha desvanecido. Es una situación dramática, los remos se superponen,
hay heridos. La nave reduce velocidad y, entre gritos bestiales y silbidos de
látigos, remeros de reserva se precipitan a sustituir a los heridos. La ley
es tajante; el galeote desmayado debe ser muerto, a rebencazos, en el
acto,
Mientras
la embarcación vuelve a aumentar su marcha, atan al desgraciado al
tabernáculo de popa, y dos Sotacómitres comienzan a azotarlo. Durante un
momento el desdichado grita, luego se retuerce y cae, los latigazos
descubren el blanco de las costillas y a continuación, cuando se entrevén
las vértebras, la función ha terminado, trágica admonición para todos. Si aún no
está muerto se ahogará. Arrojado al mar, su cuerpo flota durante un momento
alejándose con la estela de la galera, que ahora navega veloz. Luego sus
compañeros lo ven hundirse para siempre.
Mientras
tanto, las flotas están cada vez más cerca, pero cuando las separan sólo unas
pocas millas, y las tripulaciones y los nobles napolitanos y milaneses son presa
del terror, se produce el milagro. Los barcos sarracenos empiezan a desviar
ligeramente su ruta y, desfilando hacia el sur en sentido opuesto a la ruarcha
de los cristianos, primero se acercan y luego los superan en un silencio
grávido de angustia.
Quizá
sea la imponencia del convoy la que los disuade. Quizá sea la vista de las
banderas de San Jorge, que ondean en las vergas de las galeras genovesas.
Quizá les impida agredirlos el tácito acuerdo que liga a sarracenos y
genoveses, y que a ambos conviene respetar. 0 bien la mar está demasiado
agitada para permitir un abordaje provechoso.
Pero
también pueden ser las enseñas y el armamento de los cañones y bombardas de
la carraca de los caballeros de Rodas los que los han desalentado. El hecho es
que los berberiscos renuncian.
En
el momento del adelantamiento las dos formaciones desfilan muy cerca. Alguien
dice que ha conseguido distinguir los turbantes de los moros sobre la amurada.
Desde luego, son muy reconocibles las banderas verdes con la medialuna
blanca, que tanto terror siembra en el Mediterráneo, logrando enmudecer
incluso a los más osados. Hasta quien estaba vomitando se
detuvo.
En
torno a la cámara de la Princesa, que sufre por las incomodidades de la
navegación, se han colocado, para protegerla, los gentileshombres napolitanos y
los Nobles de popa, que sin embargo no consiguen esconder los temblores del
miedo.
Como
una pesadilla, la visión ha pasado silenciosa y se ha alejado hacia el sur,
engullida por el horizonte, que el viento había aclarado.
En
las galeras turcas los galeotes cristianos, aunque embrutecidos por la
esclavitud y los azotes, tienen sin duda los ojos humedecidos: a una milla de
distancia han pasado sus hermanos de fe, que están yendo a abrazar a sus
mujeres e hijos. Ya no volverán a ver sus casas, morirán encadenados al banco o
arrojados al mar cuando ya no tengan fuerzas.
En
las barcas de la Princesa muchos piensan, con rabia, que sólo a una milla de
distancia, a cada uno de aquellos remos, están encadenados seis desgraciados
hermanos cristianos, capturados en una batalla o durante las correrías por las
costas, obligados por la fuerza a servir en condiciones inhumanas a los
infieles. Por el número de palas se puede entender que son
miles.
También
los galeotes sarracenos de las naves cristianas saben que a una milla pasan
sus hermanos mahometanos. Esperaban que un ataque pudiera salvarlos. En
cambio, ahora a todos los encadenados a los remos no les queda más que la mortal
decepción por el sueño irrealizado y la desesperación ante el futuro que
les espera.
El
terror disminuye en las naves, que ahora vuelan seguras hacia Pisa. Es una
aventura que quien la ha vivido contará durante muchos años, haciendo
estremecerse de miedo a los que la escuchen aterrorizados durante las
veladas invernales de los castillos.
El
mar empieza por fin a reducir su fuerza. Fuera del puerto de Pisa, con la salida
del sol, se entrevén algunas naves que van al encuentro del convoy y en las que
se han embarcado Piero de Médicis, hijo de Lorenzo, señor de Florencia, y
otros miembros de su noble familia, Giacomo Guicciardini y Pietro Filippo
Pandolfini, Embajadores ya conocidos por los milaneses, y Paolo Antonio
Soderini, de la más antigua nobleza florentina.
Las
naves pisanas se ponen a la zaga de la flota de la duquesa de Milán y la
escoltan hasta el Puerto. Las galeras y la carraca, cuando el viento ya se
ha transformado en una fuerte brisa, amainan las velas y sólo
maniobran con las más pequeñas.
Primero
atraca, festejada por la multitud, la galera real de Isabel, con la vela que
muestra las armas del Reino de Aragón. Siguen las genovesas con la cruz
roja y el emblema de San Jorge. Por último, la carraca de los caballeros de
Rodas, con la vela de trinquete, que lleva el famoso estandarte, terror de moros
y piratas, con la cruz octogonal blanca sobre fondo
escarlata.
Cuando
la carraca en la que viajan los diplomáticos entra en el puerto, de la multitud
agolpada en los muelles se elevan gritos de horror; una especie de extraña
enseña humana se destaca sobre la blanca cruz de ocho
puntas.
A
medida que el galeón se acerca, en el muelle aumentan los gritos. El cuerpo de
un ahorcado pendiente de una cuerda está inmóvil en el centro de la cruz
blanca, apoyado en la tela hinchada por la brisa.
A
bordo los pasajeros y los tripulantes no entienden el sentido de esos gritos. En
efecto, la silueta del hombre colgado está escondida a sus ojos por la
curvatura de la vela. En tierra, el horror se difunde también entre las
autoridades venidas para rendir homenaje a la esposa del Sforza. Todos están
fulminados por la macabra imagen.
Pero
el espectáculo dura poco. Dada la alarma, el comandante de la carraca
ordena a los marineros que bajen al ahorcado. Un ex bagarino, un tal Nicolò da
Voltri, sube ágil hasta la cofa y baja el cadáver. Es el cuerpo exánime de
un joven elegante con una gran mancha de sangre en la espalda. Ha sido
acuchillado por detrás y luego izado por el cuello hasta el centro de la
vela.
En
la nave reina ya la confusión más completa.
Los
pasajeros, muy afectados por el viaje, se amontonan junto a la pasarela
para descender por fin a tierra firme; un instintivo e irrefrenable miedo los
empuja a alejarse de inmediato.
Algunos
huéspedes, entre otros el grupo de diplomáticos, acuden al puente de la
nave y lo que ven los aterroriza y desconsuela. Es el cuerpo de Michelangelo
Zurla, marqués de Crema, otro de los amigos del duque Gian
Galeazzo.
También
él, como Uberto dei Pirovani, ha sido asesinado de una puñalada por la
espalda y exhibido de manera espectacular.
En
el rostro no tiene ningún signo de terror, como si hubiera expirado sin advertir
el peligro.
6
Las
noticias del viaje, los comentarios y las inevitables maledicencias
llegaban a Tortona con los pocos jinetes que, partiendo de Nápoles,
atravesaban poco a poco toda la península, por caminos helados y
desfiladeros nevados. A ellos se confiaban los despachos para la Corte de
los Sforza y para los Embajadores. Otros caballeros y dignatarios estaban
llegando desde Milán y Lombardía.
Venían
cansados y casi congelados, y la mayor parte acababa por buscar algo de
comer antes de arrojarse sobre un poco de paja y reposar. Desde luego, Tortona
no ofrecía muchas posibilidades de hospitalidad. El burgo, sin hosterías ni
habitaciones donde dormir y con dos tabernas más bien míseras, no podía dar alojamiento conveniente a las más de
ochocientas personas que debían llegar. Aparte de los personajes más
importantes e ilustres, para los cuales ya estaban dispuestas cómodas
habitaciones en el obispado, en el castillo o en casa de algunos nobles de los
alrededores, los demás se daban cuenta enseguida de que su estancia seria
penosa. Había que apañárselas, acaso buscar apoyo en los propios
conocidos.
Se
había corrido la voz de que maese Stefano había llegado y que ya estaba
trabajando para preparar el banquete. Así muchos, antes aún de procurarse un
alojamiento, trataban de acudir a él para comer algo
caliente.
Luego
le pedirían al Gran Senescal que les asignara un lugar donde pasar la noche y un
establo para hacer reposar los caballos.
Maese
Stefano había previsto la afluencia de muchos visitantes ocasionales y
había hecho disponer dos mesitas de nogal oscuro con bancos a cada lado de la
gran escalera que llegaba hasta los semisótanos donde se encontraba su reino. Al
colocar así las mesas, hacía que los huéspedes permanecieran cerca de la
escalera y no vagaran por la gran cocina.
Un
cocinero está habituado a soportar muchas cosas: el calor de los fuegos,
los humos, los olores de la grasa que crepita, la ignorancia de los ayudantes,
los arrebatos de ira de los amos y sus malos caracteres, pero, sin duda, no
acepta que los desconocidos correteen en torno a los fogones y los
albañares.
Al
respecto la consigna a los cocineros principales, a los veinte cocineros y a los
treinta oficiales de cocina, además de a los galopillos fue
rigurosísima:
‑Si
los caballeros desean comer algo, se les servirá, pero que no se atrevan a
alejarse de las mesas a ellos destinadas. ¡Mucho cuidado!
Sólo
Trotti tenía acceso libre a las cocinas, como amigo íntimo de maese Stefano y
porque era considerado uno del oficio, un gastrónomo que sabía más que muchos
cocineros.
También
el tratamiento reservado a los huéspedes había sido bien precisado por maese
Stefano.
‑Para
empezar, se dará de comer sólo a los nobles, sean marqueses o condes, a los
caballeros y a los jefes de las compañías de escuderos. Los demás, si son
afortunados, tendrán que encontrar algo caliente en los campamentos
militares, en las tabernas o en las casuchas del pueblo. También entre los
inoportunos admitidos en las mesas de la cocina debe mantenerse la
jerarquía. A los nobles de bajo rango, a los simples caballeros y a los
oficiales, sólo un poco de caldo caliente de callos y algún trozo de pan de
centeno para mojar dentro, más un bocal de vino local, que cuesta
poco.
Para
los personajes más importantes, además de la sopa de callos, en los fogones
hervía un estofado de carnero con judías y nabos condimentado con la grasa
de los asadores que había caído en las graseras. A ellos les correspondía el
vino dell'Oltrepò y a los
privilegiados también una loncha de cerdo rellena de huevo, apio, castañas,
ciruelas, hierbas variadas, pimiento, azafrán, cinamomo y enebro, todo ello bien
espolvoreado con azúcar.
De
sus amigos, maese Stefano se ocupaba personalmente. En estos casos,
preparaba unas exquisiteces capaces de resucitar a un muerto en un fogón
dispuesto en un rincón apartado; pasteles de ojos de cordero, de tallarines
con jugo de asado, miel y canela, con la corteza azucarada, espolvoreada de
pimienta y canela molida...
Estos
tallarines los había traído secos desde Milán: bastaba un hervor de agua y sal,
y helos aquí listos para las distintas preparaciones.
Para
Trotti, maese Stefano siempre tenía reservada una sorpresa, pero la preparaba de
modo que ninguno de los caballeros se diera cuenta. Hizo calentar bien una
sartén de hierro con el fondo muy espeso, apenas untada de manteca de cerdo
refinada dos veces. Luego, tras coger de la vejiga colgada del techo algunas
cucharadas de caviar del Po en salmuera, lo desaló en agua tibia,
añadió pan rallado bafíado en leche, un puñadito de hierbas olorosas, un poco de
cebolleta bien desmenuzada con el cuchillo y una gota de agua. Entonces
agregaba unos huevos con una pizca, apenas una pizca, de jengibre, lo batía
y echaba en una sartén muy caliente la cantidad contenida en un cucharón de
madera. El tiempo de recitar un réquiem y, con un golpe de muñeca, hacía
saltar y dar la vuelta a la tortillita, que era grande como la hostia del cura y
de medio dedo de espesor.
Otro
réquiem, mucha pimienta y cinamomo machacado, al plato y a cocer otra;
micer Trotti estaba servido. Un vaso de buen vino de jerez joven y seco era el
complemento justo. Pero que Trotti no se hiciera ver por los demás; tenía que
conformarse con comer solo en una mesita cerca de los fogones secretos. El
cocinero esperaba en silencio el dictamen de su amigo palpándose
irónicamente la perilla.
Micer
Jacopo no había probado nunca las tortillitas de caviar y, para su dignidad de
gran gourmet, ¡la sorpresa que le había preparado su amigo era un golpe
durísimo!
Dejó
disolver en la boca la tortillita, que por fuera estaba ligeramente cocida, pero
por dentro era delicadísima y muy tierna. No pudo
contenerse.
‑¡Es
un manjar de dioses!
Luego,
cuando sintió en el paladar el gusto de aquel vino seco español, casi se le
saltaron las lágrimas. Se levantó de la mesa, se dirigió a maese Stefano y
lo abrazó.
‑Sois
un genio, maese Stefano, como vuestro padre y quizá aún más. Pero ‑añadió‑
estas exquisiteces deben probarlas sólo nuestros amigos, que sabrán
apreciarlas: para los demás serían un desperdicio.
Y
volvió a sentarse. Comió otras dos tortillitas masticando lentamente, para
saborearlas como merecían, y luego tomó un último trago de jerez junto con
maese Stefano, sin dejarse ver por los que sorbían el caldo de callos, o como
dicen en Milán la «busecca».
Maese
Anselmo, el viejo cocinero de los Botta, asistía estupefacto a la extraordinaria
organización de los cocineros de Milán, que a las órdenes de maese Stefano
habían transformado el sótano de su castillo en una cocina impresionante y
equipadísima. Seguía trotando, lleno de reverencia y admiración, detrás de su
ilustre colega, tratando de ser útil y de ofrecer su conocimiento sobre los
lugares y sus gentes.
En
tanto, los treinta oficiales cocineros, que algunos anos atrás fueron
seleccionados en los valles más allá de Bellinzona para formar parte del equipo
de maese Stefano, daban de comer en las mesas grandes a los nobles y a los
caballeros. Mientras servían no podían evitar oír las conversaciones de los
huéspedes. Toda noticia o indiscreción que pudiera parecer interesante era
referida de inmediato a maese Stefano, curioso como una
mujer.
Cuando
los comensales hablaban en voz baja, y era en estos casos cuando surgían las
confidencias más sabrosas y picantes, fingían reordenar la gran mesa o bien
añadían un poco de vino en los bocales. Se esforzaban para que nada escapara a
sus oídos, porque sabían que así harían feliz a su jefe y obtendrían su
reconocimiento.
Un
correo de los Sforza, recién llegado, se puso a buscar a alguien que le indicara
dónde estaba el embajador de Ferrara que, según le habían referido, se
encontraba precisamente por allí. Trotti surgía en ese momento desde
el fondo de la cocina, y el mensajero lo reconoció al momento por su elegante
garnacha y sus rectos bigotes untados con pomada. Se le acerco para entregarle
un pliego con los habituales Sellos de lacre.
‑De
parte del caballero Terzaghi, Excelencia. Ha viajado junto con los despachos
ducales, desde Nápoles hasta aquí, a carrera abierta por toda Italia. El
caballero tenía mucho interés en que vos, micer Embajador, tuvierais las
noticias de inmediato.
‑Os
lo agradezco. Debéis de estar muy cansado ‑dijo el Diplomático, que notó las
botas sucias de fango y el uniforme empapado‑. Sin duda ahora querréis
comer algo. Maese Stefano, ¿querríais hacer servir algo a este magnífico
joven?
‑Ciertamente,
Excelencia. Maese Anselmo, por favor, servid a ese caballero, que es un hombre
de micer Embajador.
Estas
palabras fueron suficientes para que el viejo jefe de cocina tortonés y los
demás cocineros entendieran que el joven debía ser tratado con
consideración.
Micer
Trotti se sentó en un rincón apartado de la gran mesa y comenzó a leer el largo
despacho.
A
medida que avanzaba en la lectura asumía un aire cada vez más serio, preocupado.
Luego llamó con una seña a maese Stefano y lo hizo acomodarse a su
lado.
‑Han
llegado más noticias sobre los sucesos de Nápoles. Me informan de que allá abajo
las cosas siguen yendo mal entre milaneses y napolitanos y me refieren los
detalles de una fuerte disputa de Caiazzo con el Rey y el príncipe Alfonso.
Parece ser que los cequíes de oro de la dote marital de la Duquesa estaban
trucados. Pero hay mucho más. Como ya sabemos, también ha habido un muerto. ¡Y
qué muerto! Se me confirma que se trata de un amigo del Duquecito, uno de la
desgraciada banda de Vigevano, el conde Uberto dei Pirovani. Fue asesinado
durante una excursión que la compañía hizo a Ravello, en los dominios de
los Rufolo. El cadáver lo habían ocultado en una armadura. Aún no se ha
descubierto al asesino. Alguien ha hecho desaparecer de inmediato el cadáver,
pero todos siguen hablando del asunto, aunque los hombres del Moro, con
Sanseverino a la cabeza, han tratado de acallar los chismorreos. Esta actitud
podría derivar de la consigna que el Moro dio a Sanseverino en el momento de
partir, diciéndole que nada debía perturbar la alegría de la expedición,
«ocurra lo que ocurra», ni siquiera en el lamentable caso de que las profecías
de Ambrogio da Rosate, de algún modo, se confirmasen. Me pregunto quién puede
estar interesado en matar a un incapaz como el condecito de los Pirovani, que
sólo se dedicaba a las juergas y a las crueldades. Si el homicidio se hubiera
producido en Vigevano, teatro de sus perversiones, podría pensar en la
venganza de un allegado de una de las desventuradas muchachas que cayeron en las
redes de esa pandilla fuera de Dios, pero en Ravello esto no es lógico; los
parientes de esas infelices no tienen ni siquiera los medios para llegar a
Milán. No consigo imaginarme otros enemigos. Hasta ahora nadie ha
encontrado una posible causa del homicidio. ‑El Diplomático se
interrumpió pensativo‑. No existe un delito sin móvil ‑continuó diciendo‑;
además, ni siquiera puede ser el resultado de un arrebato de ira entre
jóvenes caballeros, porque no se explicaría la puesta en escena del cuerpo
metido en la armadura. De verdad no consigo entenderlo. El asunto es
demasiado extraño y me temo que aún dará que hablar.
Tampoco
a maese Stefano le agradaba admitir eventos graves sin causa y por eso la
vicisitud lo turbaba y despertaba su curiosidad más allá de lo que habría
merecido la muerte de aquel corrupto conde.
Así,
por medio de los despachos de Terzaghi, o a través de los chismes de la cocina,
maese Stefano y Trotti se enteraban, poco a poco, de cualquier detalle que
sucediera durante el viaje.
Mientras
los dos amigos estaban aún comentando los hechos, irrumpió en la cocina el conde
de Calazzo con el jefe de los arqueros y otros de sus hombres, precedidos
por el gran estruendo de chatarra de sus armaduras. Tras abandonar la
expedición en Pisa, había venido, a toda velocidad, a galope tendido
directamente hasta Tortona.
Los
arqueros lo rodearon y de pronto empezaron, con malos modos, a echar del local a
todos los presentes, salvo a los cocineros y a los mozos.
Sanseverino
se sentó en una de las mesas ya despejadas y ordenó al jefe de los arqueros,
Carazzolo, que pidiera inmediatamente algo de comer al Gran
Cocinero.
A
maese Stefano no le agradaba ni la arrogancia de ese hombre ni que hubiera
traicionado a su padre filofrancés, aunque fuera para entrar al servicio de los
Sforza.
También
a Trotti, aunque con más consideración, se le pidió que se alejara. Mientras
pasaba a su lado, maese Stefano le susurró al oído:
‑Si
pudiera, le metería veneno en el plato a este soberbio maleducado, pero
¿qué puedo hacer? Le daré de comer lo peor posible y lo haré esperar un buen
rato.
Trotti
hizo una señal a maese Stefano, como invitándolo a moderarse, porque
comenzaba a dar signos visibles de impaciencia ante la violenta
irrupción.
El
Gran Cocinero guiñó el ojo a Trotti y se volvió hacia un
ayudante.
‑¡Una
espléndida cena para el señor Conde, y raído ‑exclamó en voz demasiado
alta.
El
ayudante lo captó al vuelo y, con mucha calma, se encaminó hacia los fogones.
Otro mozo se acercó al tonel que maese Stefano le había indicado con una señal
del mentón, llenó una jarra con mediocre vino local y la posó, con mucha
deferencia, ante Caiazzo, junto con un bocal de barro y una gran hogaza de
pan.
Pero
Sanseverino tenía otras cosas en la cabeza. Llamó otra vez al jefe de sus
hombres.
‑¡Ve
a ver si Ambrogio da Rosate ya está en el pueblo y si lo encuentras, tráelo aquí
enseguida!
‑¿Ambrogio
el alquimista, Excelencia?
‑Sí,
desgraciado, el médico astrólogo del Duque, ¿quién si no? Creo que ya ha llegado
de Milán, ¡vamos, date prisa!
Poco
después el oficial regresó con Ambrogio da Rosate jadeante y
preocupado:
‑Servidor
vuestro, Excelencia.
‑Sentaos
aquí, junto a mí ‑le ordenó Calazzo.
‑Pero,
Excelencia... no me parece correcto...
‑No
seáis idiota, Ambrogio. Acercaos y sentaos. Debo pediros algo muy
importante.
Maese
Stefano hizo entonces un gesto al más espabilado de sus mozos para que se
acercara a la mesa donde los dos hablaban en voz baja; el mozo comprendió
al vuelo y fue a verter lentamente el vino en el bocal.
Otro
fidelísimo del cocinero llevó una escudilla de callos humeantes cubiertos de
queso rallado, mientras Sanseverino empezaba a decir:
‑Hace
días que casi no duermo y apenas como. Quizá sepáis que el duque Alfonso y
su padre, el rey Fernando, debían entregarnos 80.000 cequíes de oro por la
dote matrimonial. ¿Y que tramaron esos dos embrollones? Nos dieron la cantidad
de cequíes convenida, pero después de haberles cercenado una buena cantidad
de oro de los cantos. Por suerte, nos dimos cuenta al instante; aunque fue
motivo de una furibunda disputa con los napolitanos. Al final, esos felones
tuvieron que quedarse con los cequíes cercenados y nos entregaron otros nuevos,
con el peso justo. Desde ese momento no me doy paz. En Nápoles algunos
cortesanos, fingiendo dirigirse a otros, musitaban amenazas de muerte que
ni siquiera eran demasiado veladas. Decían que no tolerarían la afrenta que,
según ellos, yo habría dirigido al Rey y a su hijo. Como sin duda os dais
cuenta, Ambrogio, serían ellos los ofendidos, no nosotros. Pero lo más
preocupante sucedió durante el viaje en la nave. Una tarde, mientras estaba a
punto de acostarme en la yacija que los míos habían preparado, encontré un
papel con la amenaza de que llegaría a Milán «con los pies por delante», y
añadía que ni siquiera merecía una puñalada, sino que pasaría de vivo a
muerto sin siquiera decir un amén. Según vos, ¿ qué
significa?
‑Indudablemente,
Excelencia, me duele decirlo, pero parece que tienen la intención de envenenar a
Su Señoría.
El
maestro Ambrogio estaba contento de darle un disgusto a ese altanero de Caiazzo.
El conde era el único que en la Corte lo trataba con poco respeto, a pesar de
que también él era un noble, si bien de modesta
condición.
‑Es
exactamente lo que pensé y desde entonces me veo obligado, día y noche, a
cubrirme las espaldas. Por eso no he querido continuar el viaje por mar y he
decidido alcanzar Tortona a caballo, pues aquí me siento más protegido.
Vivo siempre rodeado de mis arqueros más dignos de confianza. Cuando duermo
tengo a cuatro hombres en mi misma habitación y a otros fuera, junto a la
puerta. Trato de comer cosas sencillas y cocinadas por personas de mi confianza
y hago probar todo lo que como y bebo por alguno de mis patanes. Por desgracia,
el Duque, nuestro señor, tan generoso y magnánimo en ciertos aspectos, nunca me
ha asignado un Credenciero experto que probase comidas y bebidas antes de
llevármelas a la mesa. Sólo un auténtico experto en el oficio podría
reconocer los venenos que actúan con retardo; con mis catadores
improvisados vivo aterrorizado de morir envenenado.
Los
cocineros y los mozos que lo servían escuchaban todo con la máxima
atención, mientras llevaban a la mesa carnes, pizzas y pasteles, corriendo de
vez en vez a referir a maese Stefano el fragmento de conversación que
habían oído.
‑Quiero
saber, Ambrogio, dado que vos sois un gran físico y alquimista, si de verdad
existen estos potentísimos venenos y cómo es posible defenderse de ellos.
‑Cuando terminó de hablar, Caiazzo llamó a Carazzolo, le tendió su copa de vino
y le dijo‑¡Prueba!
Luego
cogió los trozos de carne y las demás comidas que tenía en los distintos
platos y los hizo probar por otros de sus sicarios.
El
maestro Ambrogio se alisó varias veces la barba, se aclaró la voz y
comenzó:
‑Tengo
la obligación, Excelencia, de citar la Theriaca y la Alexopharmaka, del gran Nicastro da
Colofone.
Sanseverino
no tocaba la comida y estaba atentísimo.
‑Nicastro
divide sabiamente los venenos en cuatro especies: venenos de la sangre,
venenos que detienen el corazón, venenos que detienen la cabeza y
venenos que paralizan los miembros.
‑Adelante,
Ambrogio, no os alarguéis y habladme de los más usados en
Nápoles.
‑Hay
algunos en particular conocidos en ese Reino desde tiempo inmemorial: la
sandáraca, citada incluso por Aristóteles, el agua tófana, el polvo del
Papa, el polvo de sucesión, el agua de Perugia, el polvo de Egipto y la
cicuta de Grecia. ‑Y Ambrogio, orgulloso de su sabiduría, dejó de hablar durante
un momento.
‑Sí,
de acuerdo ‑dijo ansioso Caiazzo‑, pero ¿cómo puede uno percatarse de cuándo se
han añadido a una comida o a una bebida? Porque no es seguro que el catador
muera de inmediato. El veneno podría hacer efecto con cierto retraso y uno
comería un plato envenenado sin sospechar y con la tranquilidad de que el
catador, en ese breve lapso de tiempo, aún no ha muerto. ¿Tienen olores o
sabores especiales estos venenos?
Sentando
cátedra, Ambrogio sentenció:
‑Cada
uno tiene una característica y, a menudo, un olor y un sabor
inconfundibles.
Sanseverino,
habitualmente tan presuntuoso y poco proclive a prestar atención a lo que los
demás le decían, quedó con un trozo de carne ensartado en el cuchillo y la
boca abierta, escuchando como un diligente alumno.
Siempre
dando gran importancia a sus palabras, el alquimista
prosiguió:
‑El
agua tófana sabe a pimienta, el polvo del Papa es dulzón y sabe a miel; el de
Perusa es fácil de descubrir porque tiñe de azul y sabe a hierro; el de Nápoles,
que es uno de los más potentes y se extrae de un tubérculo egipcio, tiene
un buen olor a almendras y es inconfundible, lo conocían incluso los
antiguos faraones.
Calazzo
cerró la boca y tragó, manteniendo aún la comida a media altura. Trató de
recomponerse y preguntó:
‑Y
si por desgracia alguien ingiriese uno de estos venenos, ¿cómo podría conjurar
la muerte?
El
maestro Ambrogio espero un poco antes de responder. Luego, levantando la
vista hacia el techo y juntando las manos, dijo:
‑Dios
nos salve, hay que evitar con sumo cuidado que alguien ingiera un bocado
envenenado, pero en ese deprecativo caso hay que remitirse a la sabiduría del De remedio venenorum, de Pietro d'Abano.
El gran Pietro sugiere, excusad Excelencia, vomitar como sea lo comido y
bebido para luego ingerir una gran cantidad de leche recién ordeñada,
¡cuidado!, recién ordeñada, y después recitar, si hay tiempo, diez Pater Ave Gloria a santa Sofonisba de
Pérgamo, protectora de los envenenados.
En
este punto Caiazzo, visiblemente afectado, posó el bocado en el plato sin
haberlo probado y se puso a vociferar que esa comida era una porquería y que se
le había pasado el apetito de solo verla.
De
pronto, se levantó y, seguido por el ruido de chatarra de sus arqueros, subió
por los peldaños de la escalera y desapareció.
Ambrogio,
que apenas había hecho ademán de levantarse para hacer una reverencia, se
volvió a sentar en el banco, bebió lentamente el bocal de vino que nadie había
tocado y se marchó.
Los
ayudantes habían referido a maese Stefano todo lo que sus oídos habían captado,
en especial la última parte de la conversación. Él, sacudiendo la cabeza, se
encaminó hacia los fogones y murmuró:
‑Menos
mal que no ha tocado la comida ni el vino; de otro modo, si le hubiera dado
dolor de estómago, la culpa habría sido mía. Esperemos que Satanás en
persona lo haga reventar.
Aquellos
a los que Sanseverino había hecho salir volvían a la cocina en grupitos, junto
con los recién llegados.
En
tanto, poco a poco el gran local se había transformado en una verdadera
fragua. Casi todos los fogones estaban preparados, los albañiles daban los
últimos toques bajo la mirada atenta de los tres cocineros; de los diez hornos,
dos ya estaban encendidos y cinco ya estaban listos.
Se
habían instalado cuatro grandes albañares de mármol contra la pared, hacia el
exterior. La gente de la aldea traía en cubas el agua del río y la vertía en una
enorme tina que habían dispuesto en el patio. De allí, por medio de tubos de
plomo, se alimentaban los albañares de la cocina.
Doce
asadores se emplazaron a lo largo de las paredes, pero entre todos
descollaba un extrañísimo artilugio mecánico de grandes
dimensiones.
El
embajador Trotti charlaba con monseñor Ottaviano da Melzo, alto prelado
milanés y gran limosnero de la Corte de los Sforza, conocido por su glotonería y
su grueso vientre. Era muy inteligente y agudo y formaba parte del grupito
de los amigos íntimos y estimadores de maese Stefano.
Le
gustaban los clásicos latinos y griegos tanto como la buena cocina y el buen
vino. Acababa de llegar de Pisa, tiritando y cansado por el largo trayecto en
carreta a través de Lunigiana y los pasos del Apenino, para preparar las
ceremonias religiosas en la catedral. Los dos se acercaron al Gran Cocinero, que
daba las últimas indicaciones a los ayudantes preocupados en montar la
extraña máquina hecha de tornillos, ruedas y
cadenillas.
‑¿Veis,
micer Trotti, este extraordinario asador? ‑empezó diciendo con orgullo
profesional maese Stefano‑. Pues bien, no necesita mozos para hacerlo
girar. Es una asombrosa invención del maestro Leonardo da Vinci, que lo ha
diseñado. Es increíble, sólo lo mueve el calor de la madera que arde
debajo, sin ninguna mano humana.
‑Lo
que decís, maese Stefano, parece imposible, si no supiera que sois una persona
seria...
‑Sin
embargo, a fe mía, lo he visto girar solo con mis propios ojos. Si me permitís,
os cuento cómo funciona. Mirad ese disco allá en lo alto, dentro de la
campana; lo han cortado en gajos para formar muchos triángulos
inclinados...
Quedaba
claro que esta vez el cocinero se complacía asombrando y mostrando a su
amigo que también tenía conocimientos y saberes a medio camino entre la ciencia
y la magia.
‑Pues
bien, según me han explicado, es el calor el que, al subir, choca con los
triángulos haciéndolos girar. A su vez las cadenillas y las ruedas dentadas
que veis mueven los asadores, que como sin duda habréis notado son nada menos
que cuatro. Me ha explicado el mismo maestro Leonardo que es parecido a un
molino de agua, pero, en vez del agua, son el aire caliente y el humo los que
suben. Además, las ventajas son muchas: ante todo se evita saciar la hambruna de
los voraces mozos encargados de hacer rotar las manivelas de los asadores.
Luego, cosa aun más importante, se evita un inconveniente muy habitual: el
muchacho se distrae o, incluso peor, se duerme, y la carne, expuesta a la llama,
se quema. Con esta extraordinaria invención cuanto más fuerte es el fuego más
rápido gira el asador y viceversa. Hay que decir que ese pintor toscano, si no
se entrometiese demasiado en los asuntos de la cocina ni en los preparativos de
este maldito banquete, en verdad sería un gran hombre.
Trotti
se mostraba sinceramente admirado ante la invención. En cambio, monseñor
Ottaviano da Melzo parecía contener su indignación y al final
estalló.
‑Es
verdad, se trata de una máquina extraordinaria, casi infernal, pero precisamente
por eso me pregunto adónde iremos a parar. Ni la Santa Biblia, ni los Santos
Evangelios nos autorizan a tomar estos inhumanos caminos que desconocemos
adónde nos conducirán. En el Génesis, Dios nos condena, por el pecado original,
a ganarnos el pan con el sudor de la frente; con el sudor, está escrito, no
con el aire caliente. Me parece un sacrilegio, como sacrilegio seria, para las
mujeres, querer parir sin dolor; ¡es el Génesis el que lo ordena! Estoy asustado
con todo este incontrolable desorden. Si el hombre sigue por este camino,
no es difícil prever terribles calamidades y castigos divinos para las
generaciones futuras.
Maese
Stefano estaba mortificado de verdad al oír aquellos razonamientos tan severos,
aunque atendibles, del insigne prelado. Se había sentido muy orgulloso de su
prodigioso asador, pero ahora ya no estaba tan
convencido.
‑Francamente,
se me había escapado el detalle de la Biblia. Querrá decir, monseñor, que cuando
haya acabado esta comida iré a confesarme, pero ahora lo necesito y además es
tarde para sustituirlo; que Domine
Iddio... me perdone.
‑Desde
luego, la culpa no es vuestra, maese Stefano. Es el demonio quien
enorgullece al hombre y lo impulsa en la búsqueda de objetos modernos más
allá de los senderos trazados por nuestros padres y las Sagradas
Escrituras. Todo esto nos llevará a la ruina.
Micer
Jacopo posó una mano sobre el brazo de maese Stefano y, sin que el apocalíptico
monseñor lo viera, hizo una mueca como queriendo decir: «Olvidadlo, no le
hagáis caso, dice simplezas.»
Los
dos amigos se entendieron al vuelo y, para zanjar el tema, el Gran Cocinero
hizo servir a ambos unas tazas humeantes de caldo con Barbero piamontés, bien cubiertas de
queso.
En
la cocina los hombres intentaban trabajar deprisa, el tiempo era poco. En
las columnas, entre un capitel y otro, se tendieron maromas robustas de las que
se colgaron salamis, jamones, mortadelas, sobrasadas, cestos de longanizas,
morcillas, vejigas con manteca de cerdo y con mantequilla, canastos con todo
tipo de queso, sardo, parmesano y romano, para defenderlos de los voraces
ratones del castillo, de los gatos y perros que correteaban por todas
partes.
Ahora
los mozos colocaban algunos morteros de bronce grandes, con asas de roble y tres
pies de altura, que se empuñaban con las dos manos. Cada embutido debía ser no
sólo triturado, sino machacado largamente, para que rezumase bien el jugo
de sus componentes y se amalgamase todo el relleno. Sin este tratamiento los
embuchados sabrían a poco. Maese Stefano recordaba cuántas veces su difunto
padre había repetido: «Comida machacada vale doble que la
picada.»
A
menudo pensaba en su gran progenitor. Ahora, sentado en un rincón oscuro de la
estancia, volvía a ver a su padre, el experto cocinero mayor, que al lado de los
fogones le enseñaba a él, entonces joven, los más celosos secretos del
oficio, que lo habían hecho famoso en todo el mundo. Aunque había pasado mucho
tiempo, recordaba aún la colegiata de San Martino Viduale, a poca distancia
de donde había nacido.
Su
familia era originaria del valle de Blenio, una profunda vega que, partiendo de
la llanura de Biasca, en Bellinzona, lleva hasta el paso del Lucomagno. El
camino Francigena recorre el valle en toda su longitud y conduce desde el
territorio del Ticino hasta más allá del desfiladero
alpino.
Al
otro lado del desfiladero del Lucomagno está la cuenca del Rin; a escasa
distancia empieza el curso del Ródano y, un poco más a septentrión, se encuentra
el valle del Danubio. Así, a través de ese paso, desde la llanura lombarda
se alcanzan Alemania, Francia y todos los países de levante. Superando el
desfiladero, se desciende a Biasca, a Bellinzona y, luego, a la gran ciudad
de Como. En dirección hacia Italia, a través del Ticino, se llegaba, por fin, a
Milán en la llanura del Po y aún más abajo a las tierras del
sol.
La
excepcional posición geográfica de esa vega escondida y de la solitaria
colegiata había favorecido la formación de una verdadera cultura cosmopolita del
arte de la mesa.
Desde
niño, Stefano había visto transitar a lo largo del camino, en la otra orilla del
río Brenno, que recorre todo el valle, caravanas de carros y mulos que, cargados
de mercancías, subían hacia. el paso o descendían cansados desde los países
extranjeros de tramontana. Desde la ventana de la casita donde habitaba con su
familia en Grumo, un pequeño arrabal con sólo cuatro casas, Stefano también
observaba los cortejos de nobles vestidos de terciopelo y oro. Se encaramaban
hacia el paso con sus damas sentadas en las tambaleantes carretas y
escoltados por soldados armados con corazas relucientes y coloridos
estandartes ondeados por el viento que descendía de los
montes.
Todavía,
después de tantos años, quedaban en sus ojos las imágenes y en sus oídos los
relatos de los ancianos que contaban de lejanos países, más allá del
desfiladero. Un mundo donde vivían reyes y emperadores de fábula, que alguna vez
habían atravesado también su tierra.
En
tales ocasiones los cortejos eran inmensos. Los oros y platas de los escudos,
los bordados de los pendones y las oriflamas reales relampagueaban en medio
de un remolino de sedas y colores. Los caballos iban enjaezados con petos
relucientes y gualdrapas de colores. De niño, en una tarde de invierno,
estaba seguro de haber visto pasar la caravana con los Magos, de los que tanto
había oído hablar en Navidad.
La
colegiata de San Martino Viduale, de los frailes Humillados, se encontraba un
par de millas más abajo de su aldea. Era un grupo de edificios con iglesia,
refectorio, cocinas amplias y una hostería para pasar la noche. Tenía
grandes salas, con mesas muy largas, para comer antes de afrontar el Paso o tras
haberlo atravesado. Las cocinas, que eran muy espaciosas, contaban con
bodegas famosas por sus vinos y con enormes fresqueras para conservar la
comida.
Las
caravanas traían los toneles de Borgoña, del valle del Rin y de los viñedos
a orillas del Danubio. También desde Italia llegaban los vinos más
preciados, junto con los de las tierras de Oriente como Morea y
Candía.
En
invierno, el paso permanecía cerrado durante tres o cuatro meses, mientras que
el resto del año el tráfico por el camino era continuo. Con el tiempo los
mercaderes, los jefes de las expediciones e incluso los mulateros se
acostumbraron a detenerse, antes o después del paso, en esa colegiata
hospitalaria de la vía Francigena, cortada a pico sobre el río y con una
bellísima vista sobre el valle. Pero no era el panorama lo que atraía a los
viajeros. Con los años la hospedería se había hecho famosa por su
cocina.
Los
clientes que allí se detenían eran muy exigentes, ya se tratara de nobles, de
caballeros, ricos mercaderes o de sencillos arrieros, conocidos desde siempre
como buscadores de buenas mesas. Con esos largos y fatigosos viajes, los
mulateros ganaban bien y el único lujo que se permitían era comer y beber hasta
la saciedad.
Por
allí pasaban lombardos, italianos, franceses, alemanes, magiares, flamencos y
cualquier otro extranjero que eligiera ese desfiladero en sus viajes de
negocios. Cada uno pedía la especialidad de su tierra y los cocineros del
valle, poco a poco, se las ingeniaron para satisfacer las exigencias de
todos.
A
veces, incluso durante la estación cálida, ocurría que el paso se hacía
impracticable por una nevada fuera de temporada o por un intenso mal tiempo;
entonces había que refugiarse en la hostería durante dos o tres días seguidos.
En esos casos era necesario variar las comidas, contentando, al mismo
tiempo, los gustos más heterogéneos. Así, la gente del lugar acabó siendo
experta y capaz de satisfacer, en modo excelente, las peticiones de
gentes procedentes de ambientes y de países muy distintos.
El
valle de Blenio pertenecía al Ducado de Milán por eso era inevitable que la fama
de esos cocineros no llegara a la Corte. Entonces, los cocineros mas capaces del
valle comenzaron a trasladarse hacia la capital del Ducado y hacia las demás
ciudades. Así nació, gradual y espontáneamente, una nueva cocina italiana que se
había enriquecido con la experiencia de otros muchos países y, a través de los
hombres del valle, se estaba difundiendo por doquier.
Maese
Stefano recordaba que el tío de su padre, llamado Stefano como él, había
sido durante mucho tiempo rector de la colegiata. En el año del señor de
1442, su padre, que recibió el nombre de Martino debido a la hospedería, lo
sucedió en el cargo. Rápidamente se hizo famoso y fue nombrado Cocinero mayor en
la Corte del gran duque de Milán, Francesco Sforza. Allí permaneció largo
tiempo, para luego pasar al servicio del noble Gian Giacomo Trivulzio, célebre
capitán de las tropas milanesas.
Ya
desde que trabajaba en la colegiata, su padre, Martino de Rossi (quienes
hablaban en latín lo llamaban de
Rubeis), había comenzado a anotar en una minuta las principales recetas
de su arte, pues quería dejarlas a su hijo, Stefano, si continuaba sus
pasos.
Luego,
en la Corte de Milán, hizo amistad con un célebre humanista, amante de la buena
cocina, Bartolomeo Sacchi, bibliotecario de Su Santidad el papa Sixto
IV, que estaba de visita en Lombardía. En el ambiente de los literatos se
le llamaba «Platina», por el nombre del pueblo donde había nacido:
Piádena.
Fue
precisamente Platina el que tradujo, en un inmejorable latín, las recetas
de Martino, embelleciéndolas y completándolas. Luego, en Venecia, entregó a la
imprenta su manuscrito, que comenzaba así: «De honesta voluptate et valetudine.»
El libro se hizo famosísimo en todos los países de la cristiandad. Por vez
primera, la reciente invención alemana de micer Gutenberg se utilizaba para
imprimir un volumen de recetas. Corría el anno domini de 1475. Platina reconoció,
muy correctamente y sin reticencias, haber recogido las recetas del Magister Martinus, pero cometiendo una
imprecisión lo definió como un Novocomensis, es decir, nativo de Como.
Stefano estaba molesto por la confusión entre Como y su amado valle de Blenio,
pero se sentía orgulloso de la obra de su padre y de ser su
continuador.
En
la colegiata de San Martino Viduale se comía verdaderamente bien. Stefano lo
recordaba a la perfección, aun cuando en aquellos años todavía era
demasiado joven para ser admitido en los fogones. Por tanto, sólo realizaba
pequeños encargos, tratando de aprender el arte y las recetas, como la del
famoso caldo lardero de caza, preparado con vino tinto aromatizado con
salvia y especias y espesado con yemas de huevo y pan tostado y machacado.
Al final, se añadía una salsa de sangre de caza cocinada con asaduras majadas en
el mortero.
Stefano
recordaba haber visto, mientras estaba escondido detrás de un arcón, a más
de un cardenal de la santa romana Iglesia, con el gran manto escarlata como el
solideo, mirar alrededor circunspecto y luego untar el pan en lo que había
quedado en la escudilla. Los purpurados, al igual que los Príncipes, no
dormían ni en carreta ni sobre paja, como los demás, sino que eran huéspedes en
el convento de la colegiata.
Servían
las mesas jóvenes lozanas del valle, de mejillas blancas y rojas como
melapias, que movían las caderas de un modo que, incluso en él, aún
chiquillo, suscitaba extraños pruritos. No siempre las criaduelas
reaccionaban con el debido rigor a los propósitos de ciertos ricos mercaderes y,
sobre todo, de los grandes prelados. Gracias al comportamiento de aquellas
doncellas, empezó a entender muchas e interesantes cosas sobre la vida y
las mujeres.
A
menudo los personajes importantes, al levantarse de la mesa después de una
opípara comida, pedían como conforte un hipocrás caliente con canela y clavo ‑se
decía que era sobremanera digestivo‑ o un delicado resolí de azucenas. Entonces,
las sirvientas contritas, diligentes y seguras de sí mismas, sin
apresurarse demasiado, se dirigían a las celdas con la bandeja en una mano y un
candelero en la otra para poder afrontar las oscuras escaleras y los fríos
pasillos del convento. Volvían al refectorio sólo después de cierto tiempo,
ruborizadas, con un aspecto muy digno, contoneándose y sacando pecho, como
si esos peldaños las hubiera hecho subir en la escala
social.
El
joven Stefano notó varias veces que las muchachas, al regresar de aquellos
encargos, con la mano en el bolsillo del mandil, movían algo que parecía un
montoncito de monedas. En cambio, lo que lo desconcertaba era el tono
ofendido y la dureza con los que defendían sus virtudes ante los mulateros
y los carreteros, que aunque fueran criados de grandes señores estaban
visiblemente cortos de bayocos. Al respecto aún le parecía oír a su padre,
que decía a borbotones: «Dona che mena l'anca, se 1’è minga na’pütana poch ghe
manca...»
Le
quedó para siempre esa idea de que «una mujer que menea la cadera, si no es una
puta, poco le falta». Éstas fueron sus primeras lecciones de la
vida.
Por
el contrario, los frailes humillados enseñaron a Stefano a leer y a escribir,
así como el poco latín necesario para entender los textos sagrados y algún
que otro clásico. De vez en cuando sucedía que los huéspedes se olvidaban algún
libro; entonces se apoderaba de él ávidamente y trataba de leerlo como
podía.
Desde
los tiempos de la colegiata de San Martino, su padre ejercitaba su noble
profesión con dignidad y autoridad absolutas. No era fácil que se acercase
a la mesa de alguien para saludarlo o para aconsejar un manjar. Cuando lo hacía
era porque la persona valía la pena o porque le era simpático. Sus consejos se
aceptaban siempre de buen grado, y él daba la impresión de que, al
desplazarse desde la cocina, concedía un gran
privilegio.
El
civero de liebre y jabalí era una de sus especialidades. Lo preparaba
dejando macerar bien las carnes en el vino que le traían desde Borgoña y luego,
con ese mismo caldo aromatizado y espesado, confeccionaba la salsa que a todos
parecía única en la cristiandad.
De
entre sus muchas menestras, eran famosas las de membrillos, las de mazapán y las
de limón, así como las tortas de garbanzos rojos, de pescado y las tortas
blancas. En fin, durante la Cuaresma solía preparar la torta papal, las
tortillas con flores de saúco, la tarta de dátiles con almendras, aunque sus
especialidades de vigilia eran muchas más.
De
repente, una voz distrajo a Stefano de sus recuerdos y nostalgias. Era la
de Trotti, que estaba ante él con aire preocupado.
‑Maese
Stefano, por desgracia hay otras novedades de la comitiva en viaje, malas
nuevas. ‑El Embajador hablaba con la voz mas grave que el cocinero le
hubiera oído jamás‑. No conozco muchos detalles porque la noticia proviene de un
despacho secretísimo dirigido al duque Ludovico en persona, pero algo he podido
saber; parece que hubo otro muerto. Otro amigo del Duque. El marqués de
Crerna, Michelangelo Zurla. Parece que lo encontraron colgado del mástil de una
nave al llegar a Pisa.
Y
se dejó caer en el banco al lado de maese Stefano en el rincón oscuro de la gran
cocina.
‑Pero
¿quién puede tener un comino de interés en matar también al marquesito Zurla?
‑preguntó el cocinero, como hablando consigo mismo.
‑Tratemos
de ser lógicos ‑dijo el Diplomático- lo he pensado y me parece que podemos
lanzar cuatro hipótesis. La primera es que lo haya matado el usurero Moisés da
Corteolona para atemorizar a los otros tres amigos del Duque e inducirlos a
saldar la fuerte deuda que los cinco contrajeron con él en Nápoles. Estos
desventurados incluso negaban su existencia. Es todo cuanto Terzaghi me
refiere en su despacho. Pero me parece una hipótesis carente de sentido. No creo
que Moisés sea la persona; además, en tal caso, podía haber pedido humildemente
ayuda a su amo, el Moro, en lugar de cometer un acto tan loco y arriesgado.
Pero también se podría ver el asunto desde otro punto de vista: que haya
sido el príncipe Alfonso quien matara a los amigos del joven Duque para
apartarlo de su nefasta influencia y de sus especiales hábitos sexuales,
incompatibles con el feliz y fecundo matrimonio de su hija. Alfonso es
un auténtico bruto y sería capaz de esto e incluso de más, pero si el inductor
es él hay que esperar que ordene matar a otros, sino a toda la pandilla de
disolutos. Con estos crímenes pretendería liberar a la novia de sus viciosas
presencias. La tercera posibilidad ‑añadió Trotti bajando mucho la voz‑ es que
haya sido el Moro el que mandara matarlos pensando en atemorizar a los tres
amigos restantes para que dejen de incitar al Duque, su compañero de juergas, a
recuperar al menos una parte del poder sustrayéndoselo a su
tío.
‑De
acuerdo, micer Trotti, pero ¿por qué matar con toda esta puesta en escena?
Además, ¿por qué a dos? ¿Por qué precisamente en este viaje, con todos los
diplomáticos del mundo presentes? No, excusadme, pero hay algo que no me
convence.
‑Aún
hay otra posibilidad, que quizá sea la más atendible ‑continuó el Diplomático‑;
quizá sean los mismos amigos del Duque, que, luchando entre sí, se eliminan
recíprocamente para asegurarse una mayor influencia sobre él. Parece que en
Nápoles, después de la muerte de su compañero, han estallado entre los
jóvenes algunas disputas furibundas.
‑No,
no; hay algo en todas estas explicaciones que no me suena bien ‑concluyó maese
Stefano, sacudiendo la cabeza con ese campesino sentido común que nunca lo
abandonaba‑. Es sólo una sensación, pero siento que detrás de todo esto quien
mueve los hilos es el diablo. ¿Recordáis, micer Trotti, las extrañas
palabras de Ambrogio da Rosate a propósito de este viaje y del
matrimonio?
‑Por
supuesto que las recuerdo y aún las tengo bien claras en mi mente, pues me
impresionaron mucho. Ahora, a la luz de los últimos y funestos eventos,
aquellas premoniciones de desgracias me parecen plagadas de significados arcanos
que van incluso más allá de los dos asesinatos y que podrían llegar a
involucrarnos a todos.
Ambos
amigos se sentían atraídos por el conocido misterio de las muertes y comenzaban
a apasionarse por la idea de descubrir la verdad de aquellos inexplicables
hechos. Lo hacían con los medios limitados que tenían a su disposición, las
informaciones que Trotti lograba de los mensajeros y las que se podían
sonsacar a los huéspedes que frecuentaban la cocina. Pero sus mentes funcionaban
bien, en especial cuando razonaban unidas.
7
El
muerto bajado de la verga causó una gran zozobra en el muelle. Gritos de
horror, órdenes frenéticas, un ir y venir de arqueros. El puente donde se
encontraba el cadáver del joven marqués de Crema fue despejado
brutalmente. Ya nadie podía acercarse. Ni siquiera los tres aterrorizados
supervivientes del grupito de Vigevano, que protestaban en el embarcadero
tratando de hacer preguntas a los oficiales de Sanseverino. Inútilmente se
desesperaban, nadie quería decir nada, porque nadie tenía libertad para
hablar.
Los
jóvenes, después del segundo homicidio, empezaron a temer que el asesino
siguiera una línea que pasaba a través de su grupo, pero no lograban intuir ni
la lógica ni la razón por la que tanto horror les afectaba tan de
cerca.
Las
únicas respuestas que daban los oficiales eran: «Es un suicidio, se trata de un
suicidio... ‑Y añadían en tono amenazador‑: Hasta que todo lo sucedido esté
aclarado, está prohibido hablar. Polemizar sobre ello será considerado un acto
de grave falta de lealtad hacia los Duques.»
No
quedaba más que callar, aunque en el círculo de los amigos más fieles se
murmuraban las conjeturas más fantásticas sobre los
crímenes.
Parecía
claro que los dos acontecimientos tenían elementos comunes: ambos muertos eran
jóvenes, nobles lombardos y pertenecían al grupo de los amigos del duquesito
Gian Galeazzo.
También
Sanseverino, representante de Ludovico el Moro en la expedición, respondía con
dificultad a los jóvenes que se mostraban cada vez más alterados y ávidos
de noticias:
‑Es
una coincidencia, sin duda alguna. El conde Uberto ha sido asesinado por
cuestiones del corazón, y la muerte del marqués Zurla, descubierta aquí, en
Pisa, ha sido consecuencia de un momento de desaliento por las fuertes pérdidas
en el juego. Aun cuando estimo que no tenéis nada que temer, de ahora en
adelante mis arqueros os protegerán siempre. No hay peligro, pero de todos
modos intentad estar siempre en grupo.
Las
palabras del conde de Caiazzo no eran convincentes y sus argumentos, en
contraste evidente con la realidad de los hechos, no tranquilizaban a
nadie.
Por
su parte, el conde ordenó, en estricto secreto, una investigación sobre los
huéspedes de la carraca, porque estaba seguro de que allí se ocultaba el
atroz asesino.
La
nave transportaba a una notable y variada cantidad de personas: nobles
napolitanos y milaneses, diplomáticos, arqueros de ambos estados,
marineros, esclavos, siervos, funcionarios de la Corte e incluso prelados; por
tanto, un control minucioso resultaba difícil, si no imposible. ¿Cómo
localizar a un homicida, si ni siquiera se podía intuir el móvil de sus
crímenes? En cualquier caso, debía tratarse de alguien que podía moverse a
placer entre aquellos jóvenes.
El
único dato cierto era que todos los presentes en Ravello la noche del primer
homicidio estaban embarcados en la carraca. Pero ¿cómo continuar indagando sin
crear alarma y sin que las delegaciones extranjeras lo supieran? Las condiciones
del tiempo seguían empeorando. Sólo entonces fue evidente que la parada en Pisa
duraría algunos días.
Los
huéspedes, ya desembarcados, se dispersaron por el poblado. Cada uno trató de
aprovechar la pausa forzosa para recuperarse de las peripecias del viaje, que
desde Nápoles los hizo atracar en la que, en otro tiempo, había sido una
hermosa ciudad.
Más
de uno encontró alojamiento en casa de amigos o parientes, algunos en las
hospederías; otros se acomodaron en los hospitalarios prostíbulos que
también ofrecían lecho y comida.
Pisa
presentaba al visitante un aspecto singular. Villa rica en monumentos
extraordinarios, en aquel tiempo estaba habitada por poco más de ocho mil
almas.
El
puerto se iba alejando de la, ciudad a causa del continuo enterramiento, y el
dominio de Florencia había sofocado su actividad mercantil. La imponente
catedral con su campanario circular, el campo santo con sus maravillosos
frescos, la universidad, conocida en el mundo entero, y otros cien monumentos
embellecían aún más la ciudad. Pero las casas y los palacios estaban vacíos, y
un sentimiento de sombría tristeza aleteaba sobre todas esas maravillas
desiertas.
Después
de la ocupación de los florentinos, casi un millar de los más destacados
ciudadanos fueron obligados a trasladarse como rehenes a Florencia. En los
años sucesivos otros, para sustraerse a las vejaciones de los dominadores,
emigraron con sus familias a las vecinas Lucca y Siena, o bien a otras más
lejanas, como Génova, Nápoles y Palermo, allá donde encontraran asilo y
buena acogida. Tuvieron que abandonar sus viviendas, de las que se adueñaron de
inmediato los florentinos. La guarnición militar, para mantener bajo control la
ciudad, se estableció en la vieja y en la nueva ciudadela, erigida a toda prisa
junto a Porta San Marco.
Los
ocupantes habían destruido zonas enteras del antiguo centro; casas, iglesias y
campanarios fueron arrasados para obligar a los habitantes a trasladarse a otras
partes.
Los
cronistas narran:
En
Pisa los negocios iban muy mal. Sus habitantes se han reducido. Sospechan
tanto de sí mismos que han perdido el ánimo. Incluso los campesinos,
constreñidos al mínimo que la tierra les da, quisieran salir de su angustia y
someterse al diablo... en conclusión, Pisa está muy mal...
Los
amigos del Duque estaban alojados en el cuerpo de guardia, donde se
encontraban los cuarteles de Sanseverino y de sus arqueros. Por su parte el
conde de Caiazzo, tras las amenazas recibidas en la nave, no había tenido
ánimos para proseguir el viaje por mar y partió enseguida hacia Tortona,
confiando a los oficiales subalternos la investigación, que de hecho estaba
encallada.
Los
dos Rufolo y su hermosa Melita se habían alojado en la Casa de las Cien
Lámparas, donde numerosas y complacientes mujercitas recibían a ricos
mercaderes pisanos y florentinos. En otros tiempos ésta fue la morada de
una de las tantas familias nobles extinguidas aun antes del advenimiento de
la señoría de los Médicis.
El
burdel tenía muchas salas para banquetes con grandes bañeras, donde incluso se
podía comer en las tinas de agua caliente, deleitándose con la dulce
compañía de las señoras huéspedes. Las muchachas de la casa eran
particularmente doctas en hacer agradables las abluciones y los banquetes que
las colofonaban.
En
las espaciosas salas había enormes camas con baldaquín y cojines de pluma. Una
pared estaba ocupada por una monumental chimenea con un tronco que mantenía
caliente la estancia. Casi en el centro de la habitación, encontraba su
sitio una tina oval de nogal espeso reforzada con aros de
hierro.
En
una de las salas la bañera oblonga era tan grande que en sus lados podía
contener cómodamente ocho parejas de hombres y mujeres sentados, con el agua
hasta por encima del ombligo. En medio de la tina corría, de una orilla a la
otra, en toda su longitud, una mesa larga y estrecha que apenas surgía por
encima de la superficie del agua. La mesa estaba puesta con manteles
bordados en lino adamascado; había platos, vajilla y bocales de inmejorable
factura. Fuentes con dulces, frutas confitadas y piñonates estaban listas en la mesa antes
de que llegaran los huéspedes.
Los
caballeros y las damas se desnudaban y entraban en la gran bañera, mientras
un grupo de músicos tocaba agradables melodías para danzas altas y
bajas.
Dada
la placidez, los festines en los baños duraban varias horas y hasta los médicos
los aconsejaban por las virtudes terapéuticas del agua caliente, en especial si
se perfumaba con menta, artemisa, malva y sándalo. Las cenas y los almuerzos en
las tinas eran cada vez más frecuentados, pues eran una moda francesa
importada desde hacía poco a Italia por los hosteleros
borgoñones.
Melita
llevó consigo a la Casa de las Cien Lámparas a Geraldo da Serravalle, el paje
que había encontrado en la carraca y la seguía siempre como un
perrito.
Ese
chiquillo, de dieciséis años, vivía junto a la mujer como en un sueño. Alto
y enjuto, con la delgadez de los adolescentes, tenía una gran nariz sensual
acentuada por el rostro afilado, y un pronunciado hoyuelo le surcaba el
mentón. En la palidez huesuda del rostro destacaban los ojos, negros,
sentimentales e inteligentes, y una boca carnosa. Las orejas de soplillo
acentuaban su aire de muchacho. Vestía la jornea de los pajes de la Corte de
Milán; en las piernas, muy hermosas, pero flacas, llevaba como era
costumbre en los cortesanos de la casa Sforza las largas calzas divisadas,
blanca la derecha y rojo oscuro la izquierda.
Las
atenciones y carantoñas de una mujer de más de veinte años estimulaban su amor
propio y sus sentidos. Sus ojos, intensos y negros, parecían siempre
enfebrecidos, aun cuando esa señora sólo se limitaba a acariciarle el
rostro delgado e imberbe y a sonreírle con ternura. Lo mantenía cerca, incluso
cuando coqueteaba con sus infalibles cortejadores, y le rozaba los cabellos
mientras él, con mirada devota, continuaba admirando su rostro y sufría apenas
ella dirigía una frase galante a alguien. Parecía que la hermosa señora quería
hacerle aprender, poco a poco, las artes del amor cortés y de la
seducción.
El
segundo día de estancia en Pisa, en una sala de la Casa de las Cien Lámparas,
Melita conversaba con un caballero y Geraldo estaba, como siempre, junto a ella,
cuando de repente se interrumpió y se volvió hacia el chiquillo y le
preguntó:
‑¿Quieres
cenar conmigo esta noche?
Geraldo
la miró sorprendido, con los oscuros ojos maravillados.
Estaba
muy confuso y, al mismo tiempo, asustado por la posibilidad de acudir a una cena
de adultos con una maravillosa señora de esa edad. Además, le parecía que su
jornea no estaba en condiciones pata esas circunstancias. Logró
responder:
‑Sí,
por supuesto, sí... entonces iré a cambiarme de traje.
‑No
es necesario, no creo que necesites ni jornea, ni jubón, ni ninguna otra cosa.
Veámonos aquí a la hora prima de la noche ‑dijo ella distraídamente. Y
reanudó la charla con su cortejador.
Geraldo
salió de la sala porque no sabía cómo esconder el rubor que le había encendido
el rostro. La cabeza le daba vueltas. No conseguía entender qué le había
querido decir. Quizá por primera vez en su vida se sentaría en una mesa de
caballeros y damas, quizá entraría en la sala del brazo de una mujer mucho
más madura que él; habría dado cualquier cosa para que sus amigos pajes lo
hubiesen podido ver.
Comenzó
a vagar por la Casa de las Cien Lámparas y por el jardín; cada vez que se
encontraba con alguien preguntaba si ya era la hora prima. El tiempo no pasaba
nunca. ¿Por qué Melita no había querido que se cambiara el traje? En su
equipaje tenía la jornea tejida de oro, que le dieron para las ceremonias en
Nápoles; con ella sí habría hecho un buen papel. Ni siquiera el bonete que
llevaba en la cabeza, con forma de pan de azúcar y una plumita roja, estaba a la
altura de los uniformes de los caballeros que, sin duda, encontraría en la cena.
Los envidiaba con locura porque estaban tan seguros de sí mismos y siempre
preparados para burlarse de un muchacho ingenuo como él. Las manos le sudaban,
la cabeza le zumbaba. Temía que durante la cena, para azuzarlo, alguien lo
interrogase sobre sus experiencias con las mujeres; ¿qué podría
responder?
No
quería confesar que nunca había conocido mujer, al menos no en el sentido
que ellos entendían. Sabía que eran distintas de los hombres y si bien varios
jóvenes amigos suyos trataban de asumir aires de sabihondos, nunca
habían conseguido explicarle nada, porque, con seguridad, tampoco ellos eran muy
expertos. Sí, una vez en un corredor del castillo de Porta Giovia, había
dado un beso a una damisela de la Gallerani, pero ella escapó de inmediato.
Luego él tuvo que partir hacia Nápoles y todo terminó
allí.
Sabía,
porque así lo decían sus compañeros, que el hecho de que él solo consiguiera
procurarse placer tenia que ver con lo que sucedía con las mujeres. Pero ¿cómo?
Si en la cena le hubieran preguntado algo sobre ese tema, habría muerto. No
podía soportar la idea de que su amiga Melita descubriera que ni siquiera sabía
cómo estaban hechas las mujeres. Quizá era mejor no ir a esa cena, pero había
sido imposible decir que no a la señora.
Entonces
decidió que, si le preguntaban algo sobre las mujeres, fingiría sentirse mal y
se escaparía. La hora esperada, que parecía no arribar nunca, al fin
llegó.
Geraldo
entró en la sala donde Melita lo había citado. Estaba vacía. Aguardó con
una mezcla de esperanza y temor: esperanza de que no se hubiera olvidado de él,
temor de que llegara de verdad. ¿Cómo habría podido competir con todos esos
brillantes hombres?
Después
de una larga espera, apareció Melita, hermosa, inalcanzable y misteriosa
como nunca, con su aire de salvaje de lujo emanando fluidos de misterio y
feminidad extrema. Geraldo sintió su corazón a punto de estallarle por los
latidos y intentó balbucear algo, tratando de fingir serenidad, pero la garganta
seca se lo impidió. Se sintió morir del ridículo, pero ella lo acogió con una
gran sonrisa dulce y maliciosa, se acercó y le dio un sonoro beso en la
mejilla.
‑Ven
‑le dijo cogiéndolo de la mano‑, la cena está lista.
Geraldo
tenía las piernas que le temblaban cuando subió, junto a ella, por las escaleras
que conducían al primer piso, donde, aunque no había estado jamás, sabía se
encontraban los comedores con las tinas para los baños. Ya en la planta
superior, la mujer, siempre estrechando fuerte la mano del muchacho, se
encaminó hacia una puerta, la abrió y entró. En la habitación no había
nadie.
Una
chimenea con un gran fuego calentaba la sala y sólo los reflejos de las llamas y
las velas de la mesa iluminaban el ambiente, dejando vastos rincones de
sombra. Bajo un baldaquín de seda, Geraldo vio una bañera no demasiado grande
sobre la que habían puesto una tabla cubierta con un mantel y lo necesario para
una comida para dos. Una gran cama se encontraba en la pared del fondo. Trató de
farfullar algo sobre los otros que debían llegar. Melita lo miró
sonriendo.
‑Nunca
he dicho que habría otros. Ayúdame.
Fue
hacia la cama y cogió unos grandes cojines que iba arrojando sobre el suelo de
alerce, al lado de la chimenea.
‑Túmbate
encima de la manta de zorro que está
sobre la cama.
El
muchacho ya no estaba en condiciones de comprender nada, pero sentía que
estaba a punto de suceder algo deliciosamente trágico.
Obedeció.
Entonces,
Melita se recostó suavemente sobre las pieles y le hizo un gesto. Él se acercó y
se tendió a su lado mientras el corazón le latía como nunca, con la mente
confusa por extraños presentimientos.
Ella
se acercó y delicadamente le acarició la frente con los dedos; él entrecerró los
ojos y poco después sintió que los labios de ella rozaban los suyos. Se
entretuvo también en el rostro. Luego Melita, relajada sobre la piel,
empezó a desabrochar con calma la interminable hilera de veintidós
preciosos botones de perlas que cerraban su gonela.
Después
de un rato, que a Geraldo le pareció no acabar nunca, la mujer lo miró fijamente
a los ojos, le sonrió con una expresión maternal, lentamente separó los lados de
su larga gonela y, en un susurro, dijo:
‑Así
es como está hecha una mujer. ¿No era esto lo que querías saber desde hace
tiempo?
El
muchacho la miraba con ojos desorbitados. No había pensado que pudiera existir
nada más misterioso, más bello y, al mismo tiempo, más terrorífico. Entre las
dos orlas bien abiertas del vestido veía su cuerpo, oscuro como si estuviera
bronceado, su piel lisa, sus pechos con enormes pezones casi negros y sus
piernas envueltas en largas calzas de seda roja. Un pequeño cinto de cuero, del
que descendían seis cadenillas de plata a cada lado para sujetar las calzas, le
ceñía la cintura. En medio, un denso triángulo de reluciente, rizado y negro
vello fascinaba y espantaba a un Geraldo jadeante. Permanecía inmóvil con los
ojos llenos de asombro y la boca abierta con una expresión de sorpresa, hasta
que ella lentamente lo atrajo hacia sí, le hizo posar la cabeza sobre el seno y
dejó que su aliento afanoso se calmase. Luego le desató la braga, entre las dos
calzas, y contempló su juventud, que fulguraba tiesa. El paje estaba muy
avergonzado por lo que le sucedía a su cuerpo y temió que la señora se enfadase.
Melita, en cambio, le acarició precisamente allí con la palma de la mano y lo
acercó despacio a su gran mancha negra. Poco a poco, Geraldo sintió que se
estaba adentrando en una humedad misteriosa e insondable. Una realidad
nueva se le estaba revelando y, de pronto, entendió lo que era una madre.
Ella, sujetándole las caderas, ritmaba sus movimientos y a la vez los secundaba.
Pronto él sintió que le estaba regalando el alma y, de repente, fluyó en
ella como una esclusa que abre las puertas de par en par. Melita lo apretó
fuerte y Geraldo se dio cuenta de que había entrado en una nueva
vida.
Entretanto,
la mujer poco a poco lo había desvestido y ahora lo acariciaba por todo el
cuerpo con antigua sabiduría, dejándolo reposar aún sobre su seno. Luego lo
atrajo de nuevo hacia sí y continuaron muchas veces hasta que él comenzó a
emitir un líquido transparente como el agua y las fuerzas le faltaron. Geraldo
sentía sus caderas vacías y ligeras como su cabeza.
Después
de un larguísimo silencio el paje oyó la voz de Melita, que lo despertaba del
sueño.
‑Ahora
podemos entrar en el baño y cenar, amor mío.
Entraron
en el agua que la estufa había mantenido caliente, y Geraldo se sintió renacer
ante ese contacto. Melita batió las palmas y unas raudas criadas entraron
portando comida y vino. Hicieron su ingreso también algunos músicos, con sus
escabeles, y comenzaron a tocar.
Geraldo
se sentía azorado por aquellas presencias, pero no quería darlo a entender, y de
vez en cuando lanzaba miradas de reojo en dirección a los músicos. Melita lo
miró, sonriendo con ternura por su pudor; alargó un brazo a través de la mesa,
apoyó la mano sobre la suya y murmuro:
‑Son
ciegos.
La
mesa estaba iluminada por las velas de dos candelabros y por los reflejos
de la chimenea. Llegaron a la mesa un pastel de ostras cocidas en vinagre y
miel, un platillo de manjar blanco a las rosas, un potaje de pollo con almendras
picadas y una pierna de cordero al horno con azúcar y canela. Las
sirvientas trajeron una garrafa de Vignamaggio de un rojo resplandeciente y
lo vertieron en los cálices.
Geraldo
vivía lo que ocurría alrededor como un sueño; estaba sentado en un baño,
cenando, completamente desnudo, frente a esa estupenda criatura morena que le
parecía una diosa, en absoluto turbada por estar desnuda ante él. No podía creer
que, poco antes, hubiera gozado de ella y ya estaba temiendo el momento en
que despertaría repentinamente de aquel sueño.
Melita
cogió la copa donde el Vignamaggio, filtrando la luz de las velas, lanzaba
destellos de color rubí; la levantó a la altura de sus labios y, mirándolo entre
irónica y maternal, dijo:
‑Por
ti y por todas las mujeres que vendrán después de mí.
Geraldo
quería decir algo, pero estaba demasiado agitado para hablar, pues comprendía, a
su manera, que era un momento solemne. Alzó el cáliz de vino y, por primera vez
desde que había nacido, vació de un trago todo su contenido. Ahora ya sabía que
se había convertido en un hombre.
En
el puerto, era intensa la actividad de las naves que habían llegado de Nápoles.
Ante todo era necesario controlar la estanquidad de las carenas. Si había
filtraciones de agua, los carpinteros debían calafatearlas con pez y
estopa. Después de los fuertes vientos, había que verificar también los velajes,
que podían haberse desgarrado, controlar las jarcias, además de las poleas
y los cabrestantes, que debían ser untados otra vez con sebo, al igual que los
barraganetes de los remos. Era necesario achicar el agua y los excrementos
que se habían acumulado en el fondo de las quillas y después repasar toda
la nave con agua dulce.
A
los galeotes les dieron permiso para lavar sus indumentarias, es más, se
les aconsejó que las hicieran hervir para liberarlas de los
piojos.
Debido
a las largas remaduras del viaje, muchos forzados estaban llagados. La boga de
las galeras, con remos grandes de varios bogadores, requería que, en perfecta
sincronía, todos los remeros al unísono primero empujaran hacia adelante
los remos y luego, en pie, los sumergieran en el agua y tirasen, con gran
esfuerzo, hacia sí, dejándose caer, pesadamente, todos a la vez sobre las
entabladuras para aumentar la velocidad de la remadura. Estas continuas recaídas
sobre los bancos, acolchados con tela y estopa, muy a menudo provocaban a
los galeotes llagas que se infectaban con los excrementos que había por
todas partes. Apenas podían, los desgraciados se curaban con vinagre o con vino
aromático, o bien con hierbas, porque sabían que, si comenzaba la gangrena,
su suerte estaba echada. Los harían remar mientras tuvieran fuerzas y luego los
desembarcarían en cualquier playa o los arrojarían al
mar.
Por
eso en las paradas, como la de Pisa, cada uno trataba de curarse como mejor
podía, consciente de que era una cuestión de vida o muerte. A pesar de todo,
siempre quedaba en ellos algún deseo, es más, había un pensamiento indeleble que
los ayudaba a sobrevivir: las féminas.
Trabajaban
temporadas enteras haciendo cestillos, silbatos y estatuillas para luego
venderlos y procurarse algunas pintas de vino, pero sobre todo trataban de
juntar unos bayocos para poder desahogarse, una vez obtenido el permiso, con
alguna vieja prostituta.
Los
Sotacómitres sabían que la espera de tal sueño convertía en menos frecuentes los
intentos de rebelión. También advertían que, después de los encuentros con las
prostitutas, la chusma era más fácilmente gobernable.
La
homosexualidad estaba muy difundida entre los galeotes, que durante largos
períodos no tenían otra posibilidad de elección, aunque para evitar desórdenes e
indisciplina era preciso alimentarles, al menos, con la otra esperanza. Por eso,
de tanto en tanto, cuando una buena parte de los forzados, con sus míseros
comercios, acumulaba el dinero suficiente, se concedía que algunas
putas subieran a bordo.
Las
prostitutas que se prestaban a la necesidad eran consideradas, en su ambiente,
seres inmundos y las demás las evitaban. Se trataba de viejísimas y
repugnantes mujeres que, enfermas y aisladas por todos, estaban dispuestas a
bajar a ese infierno con tal de seguir tirando un poco
más.
En
Pisa subieron a bordo, fatigosamente, tres o cuatro, embellecidas
vergonzosamente para esconder el esfacelo del rostro y las carnes. Fueron
aferradas por los doscientos cincuenta desesperados, desnudadas ávidamente por
centenares de manos libidinosas y empujadas sobre los bancos, a los cuales
permanecían encadenados los galeotes. Si los hubieran liberado habrían
estallado inmediatamente feroces riñas por la
precedencia.
Aquellos
que tenían los pocos bayocos necesarios, se apoderaban de las desgraciadas e
intentaban satisfacer el sueño largamente acariciado, entre los aullidos y
alientos de sus compañeros, que como fuera, también querían
aprovecharse.
En
esa sima obscena de hombres desnudos, entre gritos animalescos y las blasfemias
más ruines, quien estaba gozando de sus gracias intentaba, inútilmente, alejar a
los demás endemoniados que pretendían usar a sus mujeres en ese preciso momento.
Mientras tanto, los de los bancos vecinos, tirando de las cadenas, se
tendían hacia las desdichadas tratando de consumar sobre ellas cualquier
libidinosidad posible. O bien se agitaban para satisfacerse solos, tratando
de ensuciarlas, mientras las tocaban con avidez.
Entre
los gritos y las incitaciones más lascivas, las miserables mujeres se prestaban
a satisfacer a la vez, como podían, a todos los que estaban encima de ellas y
también a los que estaban en torno, hasta que los galeotes de los demás
bancos, con alaridos y amenazas, reclamaban sus derechos. Entonces eran
trasladadas de un banco al otro durante horas, hasta que acababan exhaustas y
chorreantes de semen por todas partes.
Incluso
durante aquel embrutecimiento y degradación, las desdichadas y viejas
prostitutas, durante unos pocos instantes, despertaban antiguos y dulces
recuerdos en las mentes y los cuerpos de los galeotes, ya apagados por
el horror de la vida que llevaban. Era Dios quien, en su infinita misericordia,
utilizaba también a las viejas mujerzuelas para devolver a los bestializados
esclavos musulmanes una llama de alegría, recuperándola de las profundidades del
olvido. Había permitido que esos desgraciados se evadieran de su trágica vida,
durante un breve instante, ayudándolos a volar sobre el mar hasta los souk de
sus lejanas aldeas africanas y proporcionándoles la ilusión de que volvían
a abrazar a sus ya casi olvidadas mujeres, a acariciar y a sentir de nuevo el
fresco olor de su piel, a contemplar otra vez la profundidad de sus
ojos.
Dios
había regalado a esos miserables un momento humano, antes de volver a ser
animales, en ese bullente hormiguero y alrededor de esas viejas y escuálidas
abejas reinas.
Al
alba del tercer día la flota regresó a alta mar; soplaba un buen gregal fresco
que allanaba el mar junto a la costa e inflaba las velas impulsando el
convoy en su ruta hacia el noroeste. El gregal, como su nombre indica, llegaba
desde Grecia. Ahora Génova parecía cercana y todos se preparaban para las cada
vez más inminentes ceremonias de Tortona.
Sin
embargo, los viejos pilotos no estaban tan
tranquilos.
‑Con
tal de que no haga el girasol ‑decían. Difícilmente los demás habrían
podido entender su jerga.
Hacia
la hora sexta del día estaban al través de Bocca di Magra y el viento, que
había cambiado a siroco, levantaba olas pequeñas que parecían querer acariciar
la proa de las galeras.
‑Ya
estamos en siroco ‑comentaban lacónicos, como siempre, los pilotos, dirigiendo
la mirada hacia Siria, de donde procedía el viento. Para ellos esa frase
contenía un presagio inquietante.
A
la hora octava se desató un viento muy tenso de mediodía que alzaba un poco la
mar, pero las naves aún conseguían avanzar a buen ritmo.
‑Ya
ha hecho el girasol. Han pasado dos horas desde el mediodía. Dentro de poco
estaremos.
Los
Cómitres de todas las naves, sin ni siquiera consultarse, viraron a babor y se
alejaron de la tierra firme.
‑Si
nos coge el lebeche junto a la costa estamos apañados ‑fue la única respuesta a
quien preguntaba el porqué del desvío de la ruta.
Y
puntual, a la hora décima, el temible lebeche comenzó a soplar con las
primeras ráfagas cálidas y violentas. La dirección del viento había dado toda la
vuelta, siguiendo al sol, de nordeste hasta más allá del sur: había hecho
el girasol.
Ahora
las rachas eran más fuertes y frecuentes y a los marineros les llegaba, junto
con el calor del desierto, el olor de la arena roja. Los griegos llamaban a ese
viento lebeche porque, desde su punto de observación, provenía de Libia. El
lebeche soplaba hacia tierra y había que evitar, como fuera, que impulsara las
naves hacia la costa, donde ya no habrían podido dar bordadas. Ahora la mar
se había vuelto muy gruesa y olas enormes golpeaban las naves por delante
de la amurada, sacudiendo las estructuras de proa a popa.
Las
salpicaduras, cada vez más fuertes, bañaban completamente las cubiertas y los
huéspedes buscaban refugio en los puentes inferiores. Tratar de usar los
remos era una locura, se habrían despedazado a la primera oleada. Había que
proseguir contra el viento y, luego, en el momento oportuno, virar a estribor
dejándose llevar por el lebeche y las olas de popa, para después tratar de
refugiarse tras las islas del Tino y la Palmaria.
La
mar se hacía cada vez más gruesa. Las imponentes oleadas rompían fuerte,
barriendo el puente superior y cayendo sobre el otro lado de la
embarcación. Si alguien hubiera tenido la desgracia de ser sorprendido en
cubierta, habría sido arrollado y expedido al mar; el manejo de las velas se
había vuelto imposible. Las olas que se paraban delante eran como nuevas
montañas que escalar y hacían cabecear las naves de manera preocupante.
Cada oleada, enorme, era seguida por una hondonada impresionante. A menudo
parecía que la nave se dejara engullir por aquellos profundos valles, con la
proa que se precipitaba entre las volteretas de la espuma.
En
un momento dado, no fue posible avanzar; había que virar de bordo y tratar
de refugiarse detrás de la isla, volviendo, como mejor se pudiera, la popa al
mar y manteniendo las olas en los llenos de popa.
Ahora
los golpes de mar, elevados por el fuerte lebeche, se erizaban como finas
cuchillas que, con las crestas cubiertas de espuma blanca y atravesadas por el
sol, aparecían verdes. A medida que pasaban las horas el mar se hacía más
tempestuoso. El viento arrancaba la espuma de la cima de las olas y la extendía
sobre el mar en blancas cintas horizontales. Casi todas las velas estaban
amainadas. Sólo las de los trinquetes y los foques pequeños del bauprés
estabilizaban aún las embarcaciones, impulsándolas incluso demasiado.
Estaban en medio de la tempestad: las oleadas golpeaban las naves en los raceles
sacudiéndolas y haciendo gemir maderas y arboladuras.
A
bordo, gran parte de los invitados estaban tumbados en los puentes
inferiores. Vómitos y lamentos quedaban ahogados por el silbido del viento entre
las jarcias y el arrítmico choque de las garruchas, que parecía fueran a
romperse con los golpes. Ahora, las oleadas venían de popa y recaían delante de
las proas, que entre una cresta y Otra, parecían abismarse aún más en los
amplios valles. Sólo tras varias horas, mientras caía el sol, en un cielo
barrido por el lebeche, por fin se empezó a vislumbrar la azulada isla del
Tino.
Alcanzarla
significaba la salvación. En pocas horas todas las maltrechas naves ganaron, con
gran esfuerzo, el suspirado reparo, donde, aunque el viento seguía
silbando, el mar estaba calmo y los huéspedes exhaustos pudieron por fin
reposar.
Quien
aún tuvo fuerzas consiguió comer un guiso caliente. Quizá al atardecer del día
siguiente, el tiempo fuese mejor y entonces se podría intentar la última
etapa.
En
efecto, al otro día, al caer la tarde, el viento disminuyo y se tomó la
decisión de partir, pero cerca de Portum
Delphini el golfo estaba aún muy agitado y hubo que repararse de nuevo. Una
parte de la flota ancló en esa bahía desprotegida, a la que los lugareños
llaman Portofino, mientras los demás bajeles buscaban refugio en las
ensenadas más próximas. Hubo otros dos días de espera enervante, antes de
afrontar otra vez la mar.
Desde
la noche de Pisa, Geraldo trataba de reencontrar en Melita a la criatura
incitadora y maternal que lo alentó y ayudó tan dulcemente, pero ella había
vuelto a ser la mujer que exhalaba misterio y animalesca sensualidad y que
desde el primer encuentro lo había atemorizado.
Como
siempre ocupada en embrujar a los cien cortejadores que la rondaban, era
amigable y afectuosa con Geraldo, pero el muchacho creía tener otros derechos
muy distintos. No podía aceptar ser uno de tantos, sólo pensarlo le resultaba
intolerable y lo sacaba de sus casillas.
Soy
yo su hombre, se repetía, me ha llamado «amor» ¿Cómo puede coquetear con todos
esos hombres que no son nada para ella?
Zumbaba
continuamente alrededor de ella, sin acercarse, para no mezclarse con los
demás, a los que detestaba. Cada vez más desesperado, le parecía que su
existencia había acabado y estaba seguro de que, durante toda su vida, odiaría a
las mujeres, criaturas que se habían demostrado desleales e
incomprensibles.
Pero
bastaba una sonrisa de Melita para hacerle recuperar el aliento y el color.
Durante los años que le quedaban de vida nunca amaría a otra mujer, y ya se veía
viejo y cansado suspirando y llorando por el gran amor
perdido.
Todo
entre él y las mujeres había terminado para siempre, estaba seguro. Incluso
trató de decírselo. Quizá se mataría, pero ella no parecía muy preocupada por su
triste futuro y seguía acariciándolo y sonriéndole mientras lo invitaba a
acercarse. Sin embargo, no le reservaba ningún privilegio sobre los demás,
y a esto él no se resignaba. No podía intuir lo que esa extraordinaria
criatura intentaba enseñarle. Lo entendería sólo más
tarde.
Después
de un día y una noche de navegación, en el centro del golfo aparecieron al fin
las pizarras claras de los tejados de la soberbia ciudad de Génova y una
liberadora emoción invadió a los navegantes.
Esa
larga y angustiosa travesía por mar llegaba por fin a su término; todos estaban
marcados por las desventuras afrontadas, pero sólo sobre algunos aleteaba la
lóbrega sombra de los dos jóvenes asesinados.
8
El
convoy llegó ante el golfo de Génova casi al atardecer. Para quien venía
del mar, la ciudad y sus alrededores daban una impresión de armonía y poder
difícilmente olvidable.
A
poniente se extendía la larga playa de San Pier d'Arena, con sus casas alineadas
hasta casi el litoral.
A
levante, las rocas escarpadas de Malapaga protegían sólidamente la ciudad.
En el centro del golfo, la vasta cuenca portuaria estaba limitada a un lado por
el promontorio de San Benigno, en el que destacaba el Lanterna, el famoso faro,
y al otro por el gran muelle externo de Levante.
El
puerto estaba repleto de embarcaderos y diques. Gran cantidad de barcos de carga
y de guerra oscilaban en sus protegidas aguas.
De
espaldas al puerto, Génova se extendía soberbia hacia lo alto, como un
anfiteatro de pizarra gris aclarada por el sol y los vientos salobres,
rodeada por altos muros almenados, sólo interrumpidos por las torres de las
puertas.
En
el denso tejido urbano se destacaban iglesias, castillos, torres nobiliarias y
la hermosa catedral de San Lorenzo, de mármol blanco y
negro.
En
primera fila, junto a los muelles, como una gema, el importante Palazzo delle
Compere, de San Jorge, banco y centro de poder comercial de todo el
Mediterráneo y de más allá. En torno, en la cima de las colinas que
rodeaban la ciudad, se veían los fuertes que, agazapados como si fueran
gigantescos gatos, la defendían.
En
aquellos tiempos Génova era, de hecho, un protectorado de los Sforza de
Milán, por eso la llegada de Isabel de Aragón significaba también la primera
visita de la nueva Duquesa a la ciudad. Toda la aristocracia, salvo la del
exilio, y el pueblo habían acudido a recibirla con estandartes y pendones
desplegados al viento maestral, bajo grandes arcos de flores y de papel de
colores.
Los
nobles estaban alineados sobre el muelle exterior: a la cabeza, el dux
gobernador, Agostino Adorno, con Secondo Sforza, Annibale Bentivoglio y los
suyos, luego los Grimaldi, los Fregoso, los Fieschi, los Doria, los Spinola, los
Cattanco, los Giustiniani y así sucesivamente los demás representantes de
la aristocracia genovesa. Detrás de cada familia noble estaba alineado el
correspondiente albergo, es
decir, los grupos de aristócratas que integraban la misma parentela o el mismo
blasón. Cada uno colocaba en cabeza el linaje más importante. Toda familia de un
albergo participaba con su cuota en
los mismos negocios y en los mismos tráficos; conspiraba en las mismas conjuras
y, en el momento de la elección del Dux, todos sus miembros votaban a
unanimidad.
El
conjunto de los nobles y de sus albergbi
era una escena de gran sugestión. Los jubones de terciopelo de Zoagli de vivos colores
tejido con oro o plata, los birretes de paño con gemas y perlas, las
vistosas plumas exóticas de tonos encendidos, las calzas divisadas con los
colores de los linajes, todo ello dorado por el rojo sol del atardecer, producía
una sensación de opulencia y de solemnidad.
La
primera nave en acercarse al muelle fue la galera real de Isabel, impulsada por
el batir regularísimo de los remos, orgullo de capitanes y Cómitres y terror de
los galeotes, a quienes un error en aquel trance comportaría la más cruel de las
desgracias.
Cuando
estuvo cerca, ante el grito del Cómitre: «¡Palpad!», los galeotes, en perfecta
sincronía, pusieron la punta de los remos en el‑ agua para frenar la velocidad
de la embarcación.
Luego
ante la orden «¡ Levad remos! », todos los levantaron al tiempo. Después
ante el mandato «¡Desarmad!», perfectos, como si fueran uno solo, los
hicieron desaparecer dentro de la galera, que así pudo acercarse al muelle,
entre los hurra de la multitud y los saludos de los alberghi.
A
medida que se colocaban las pasarelas sobre los muelles, iban subiendo los
nobles genoveses, con el dux Adorno a la cabeza, para saludar a la Duquesa, que,
sufriendo aún por la travesía, estaba tendida, pálida y sin fuerzas, en la
cámara de popa, rodeada de sus damas. De inmediato la princesa Isabel
manifestó su intención de aplazar la salida hacia Tortona, pues en esas
condiciones no se sentía capaz de afrontar el viaje ni, mucho menos, de
encontrarse, tan mal ataviada, con su amadísimo Duque. Se alojaría durante
algunos días con los Spinola.
Una
tras otra iban atracando todas las galeras y, al final, maniobrando sólo con las
velas menores, se acercó, grande y solemne, la carraca de los caballeros de
Rodas. Las veloces fragatas habían llegado hacía ya un buen
rato.
Comenzó
la estancia en Génova para los centenares de nobles y damas llegados desde
Nápoles, que con su séquito superaban las ochocientas personas. Entre las
recepciones, las comidas en las moradas patricias y las parrandas en las alegres
tabernas, el tiempo pasaba mientras esperaban a que la Duquesa estuviera en
condiciones de reemprender el viaje hacia Tortona a través del Apenino
nevado.
A
pesar de los apremios de Ludovico el Moro, Isabel, con la infantil
testarudez que le era propia, no se decidía a partir.
Toda
la comitiva experimentaba dos sentimientos opuestos. Por un lado, el deseo
natural de poner término al fatigosísimo viaje, y por otro la triste certeza de
que ese mundo efímero y brillante, creado durante la larga convivencia, estaba a
punto de acabar.
Había
sido un período breve e irrepetible que dejaría una huella profunda en su
existencia, pero al que, inevitablemente, el banquete de Tortona pondría
fin.
También
los cuatro Legados bajaron al muelle en compañía de sus damas, del príncipe
africano Mansour y de los tres amigos del joven Duque que, cada vez más
asustados y desconcertados, miraban sospechosos alrededor, manteniéndose
muy cerca de los demás.
Apenas
desembarcados asistieron a una escena singular: cuatro arqueros subieron a
bordo de la carraca en la que habían viajado y descendieron arrastrando al judío
Moisés da Corteolona, esposado e implorante.
‑Entonces
¿deberíamos pensar que es éste el asesino? ‑preguntó poco convencido
Manetto dei Portinari. Menos mal que lo han encontrado, así la historia se
puede dar por terminada ‑añadió con un ademán de alivio el borgoñón, un poco
cínico.
Apenas
tuvieron tiempo para preguntar a los arqueros adónde lo conducían, cuando
el escuadrón desapareció entre las barracas del puerto. Lo estaban llevando a
las cercanas prisiones de Malapaga.
Su
grupo fue alojado en una hospedería próxima al embarcadero, casi en la playa del
barrio de los Peciari. Entre el muelle y el puente de los Borgognoni, los
artesanos embreaban las quillas de los bajeles o de las gabarras para
hacerlas impermeables. Por todas partes había fuegos siempre encendidos que
mantenían hirviendo grandes calderos de alquitrán líquido. Las emanaciones
pegajosas de la pez, no demasiado desagradables, se expandían en torno e
impregnaban los trajes y los cabellos. El olor invadía también una
hospedería que estaba cerca de allí, El Delfín Coronado. El nombre era
bastante pomposo, pero el aspecto era más bien
modesto.
La
marquesa de Valladolid parecía sentir, más que ningún otro, el peso del próximo
e inevitable epílogo de su amor; la hija, también consciente de que vivía los
últimos días de su aventura, se mostraba cada vez menos prudente en
esconder su relación: a veces daba la impresión de querer desafiar a su
madre, hasta el punto de que llegaba incluso a enfrentarse con ella. Por su
parte, Manetto dei Portinari, que en general era un joven de actitudes
muy racionales, ya no conseguía controlar la situación y se dejaba
arrastrar por una corriente de sentimientos, cada vez más peligrosos y
enredados, a los que ambas mujeres lo habían inducido.
Aunque
mantenía su modo indolente y pasivo hacia sus muchos cortejadores, Dona
Andrea sólo concedía sus gracias a su hermoso Príncipe negro, del que no se
separaba nunca, como si quisiera remediar la brevedad de las horas que le
quedaban para compartir con él y, abandonado su natural talante, había asumido
una actitud casi audaz.
La
compañía seguía con interés las distintas vicisitudes sentimentales de Dona
Isa y Dona Evelyne. Esta última no cesaba de cultivar un amor simple, con dulces
miradas y breves contactos de los dedos o las rodillas, con el taciturno y
melancólico Zane dei Roselli. Mientras tanto proseguía serenamente su relación,
a un tiempo tierna y sensual, con Dona Isa. Por otra parte, el hecho no parecía
molestar ni al veneciano, que sólo tenia ojos y atenciones para la hermosa
Evelyne, ni a su espléndida circasiana, que dirigía sus. privanzas un poco a
todos, con una gracia y una fascinación raras en una criatura nacida en las
salvajes pendientes del Cáucaso, lejos de la civilización de las grandes
Cortes.
El
fervor amoroso del Legado borgoñón despertaba una considerable curiosidad.
Thierry de Commynes parecía muy feliz por alojarse al lado del puerto. No se
cansaba de admirar desde la ventana de su cuarto a los musculosos mozos que,
perfumados de pez y medio desnudos a pesar de la estación invernal, sudaban en
torno a los calderos bullentes en la cercana escala de las gabarras. Algunos,
situados uno arriba y otro abajo, maniobraban las grandes sierras cortando
gruesos troncos de abeto para hacer tablones.
A
menudo reclamaba su atención con breves saludos de su aristocrática mano y
con graciosos y alusivos guiños. Su admiración tuvo que traducirse muy pronto en
algo más concreto, pues sus amigos lo veían a menudo eclipsarse furtivo
entre las barracas del puerto.
Cuando
regresaba tenía los ojos un poco vidriosos, el andar muy relajado, y olía a
suaves vapores de pez. Los amigos, aunque sentían mucha simpatía por él,
comentaban con sarcasmo sus encuentros con los vigorosos
mozos.
El
mantuano, Basso Folchini, había establecido, como tenía por costumbre, una veloz
y sabrosa relación con la sirvienta de la hostería, mujer lozana y
apetitosa, siempre dispuesta a la réplica lujuriosa en su cantarín y casi
incomprensible dialecto ligur.
Los
Legados comentaban a menudo los trágicos acontecimientos del viaje y estaban
cada vez más convencidos de que Moisés no era el culpable del doble asesinato,
aunque no decían nada a los amigos del Duque para no agravar su
preocupación. El manso usurero parecía la persona menos indicada para
cometer homicidios, y menos aún de ese modo tan inútilmente espectacular.
Es cierto que el judío sentía un fuerte resentimiento hacia los amigos de Gian
Galeazzo, tan altaneros y, por añadidura, orgullosos de su impunidad,
siempre listos para mofarse de él y de su crédito. Pero la idea de asesinar a
dos personajes tan conocidos sólo para atemorizar a los demás e inducirlos a
hacer honor de su deuda no se correspondía con su carácter, siempre
dispuesto a mediar y tan respetuoso de la autoridad de los potentes. No; no
podía haber sido él quien desafiara, de manera tan teatral, el prestigio de
Gian Galeazzo, que, si bien desacreditado, seguía siendo el duque de
Milán.
Circulaba
la voz de que partirían al día siguiente, lo que indujo a los cuatro a pedir
autorización para visitar al pobre Moisés da Corteolona en las prisiones de
Malapaga, en la parroquia de los Santos Nazario y Celso, en lo alto del
puerto.
Era
una tarde lluviosa, grandes nubes bajas y negras entraban velozmente desde el
mar hacia las montañas del Apenino, oscureciendo el cielo ya
gris.
‑Lloverá
‑dijo el arquero que encontraron en la puerta de la prisión‑; cuando las nubes
van a la montaña, coge el jergón que el agua te baña.
Contento
de su propia sabiduría, no fue estricto, como de costumbre, en el control de los
pases, sino que introdujo sin demora a los cuatro visitantes en el cuerpo
de guardia.
Entraron
en el tétrico edificio, donde muchos años antes Marco Polo estuvo prisionero y
dictó a Rustichello da Pisa, su compañero de celda, las memorias de su
extraordinario viaje a Oriente.
Los
Legados temblaban de frío y tristeza, incluso bajo las cálidas capas de paño de
Prato.
Superado
el cuerpo de guardia, recorrieron un largo corredor hediondo al que se
asomaban las celdas. Espesas puertas de alerce trabadas con resistentes
cerrojos daban paso a los que se encontraban en aislamiento o a los
recluidos por delitos políticos o contra la seguridad de la
República.
El
veneciano Zane dei Roselli comentó con mucha melancolía:
‑Quién
sabe cuántos, en cada país e incluso en mi propia patria, languidecen, quizá
inocentes, en cubículos oscuros y húmedos como éstos, donde están obligados
a respirar un único hilo de aire y a ver la poquísima luz que consigue entrar
por las bocas de lobo cercanas al techo.
La
triste visión parecía haberlo impresionado mucho.
Al
fondo del corredor una reja daba acceso a una escalera de pocos peldaños
que descendía hasta una gran sala con arcos y columnas, semejante a una iglesia.
El suelo era de tierra batida. De pronto, el hedor de suciedad, excrementos
y muerte golpeaba como un puño en el estómago.
En
la gran sala de tres naves estaban instalados los ladrones, violadores,
tahúres y asesinos, todos ellos delincuentes comunes a la espera de condena
o ya condenados. Según la gravedad del delito algunos simplemente estaban
encadenados por los pies, otros sentados contra el muro, con las piernas
abiertas por un yugo que bloqueaba los tobillos y con los brazos atados a
las paredes, otros más estaban literalmente colgados de los muros. Además, había
algunos, a decir verdad pocos, completamente sepultados en el suelo, sólo
con la cabeza fuera de la tierra y destinados a morir en esa
posición.
Por
la longitud de las barbas, el cabello y las uñas, y por el estado de sus
indumentos, se podía inferir desde cuándo se encontraban en esa condición.
También se deducía por las llagas que los hierros habían abierto en las muñecas
y los tobillos con el pasar de los meses. Grumos de gusanos se movían entre las
heridas, pero pocos prisioneros tenían las manos libres para podérselos quitar.
Estaban obligados a orinar y defecar en su sitio y ni siquiera podían volverse
sobre un costado, pudriéndose así en sus propios excrementos. Algunos que
parecían más afortunados no llevaban cadenas ni en las manos ni en los pies,
pero sólo porque, durante las torturas, les habían roto las piernas y los brazos
y no podían escapar. Desde una habitación contigua se oían, de vez en cuando,
los aullidos de los torturados. De noche los gritos acrecentaban las pesadillas
de los detenidos.
En
toda esa fetidez de efluvios y humores humanos, de podrido, de excrementos
y de vapores, entre el lamento de los moribundos, unas figuras femeninas,
vestidas de negro y con un largo velo que les ocultaba el rostro, daban vueltas
con cestos de mimbre y frascas cubiertas de paja. Eran las damas del oratorio de
San Siro, que hacían obras de caridad, visitando a los encarcelados y
llevándoles un poco de comida caliente y un sorbo de vino aguado. Se acercaban a
los miserables y, con cautela, trataban de lavar las plagas con agua y
vinagre. Luego les pasaban un trapo húmedo por el rostro hirsuto y
sufriente. A los que no podían mover los brazos para alimentarse, les llevaban
la comida a la boca con una cuchara de madera. A los enterrados hasta la
cabeza y a los ya próximos a la muerte les daban un poco de aguardiente y
algunas cucharadas de polenta de trigo templada, mezclada con miel. Como
una sombra marrón, seguía a las pías damas el hábito de un franciscano que
pasaba entre los condenados, que no lo insultaban, para confesar, bendecir y
absolver a los reclusos e impartir la extremaunción a los
moribundos.
Al
fondo de la gran sala, sobre un estrado de madera cubierto de paja, estaba
tendido Moisés el judío. Solo tenía un tobillo sujeto a una cadena, lo
suficientemente larga como para permitirle ponerse de pie y dar algunos
pasos. No había sufrido torturas y lo habían situado entre los prisioneros de
respeto. Merecía este privilegio por ser un hombre del Moro y porque los
carceleros aún esperaban instrucciones de Milán.
En
cuanto vio a los Legados, Moisés los recibió con esa sonrisa triste con que,
desde hace siglos, su gente acostumbra aceptar todas las injusticias, como si
fueran eventos naturales. Los gentileshombres le habían llevado vino, pan,
queso y una capa espesa para echársela por encima. Zane dei Roselli, que parecía
el más afectado por la reclusión del judío, le llevó como obsequio un
paquete de fruta confitada,
una especialidad de
Génova, y también aguardiente con ruda que, a decir verdad, se usaba como
digestivo, y, en cualquier caso, calentaba el estómago.
Intercambiaron
con el detenido pocas palabras, porque ninguno sabía qué decir. Debido a las
miasmas, a alguno de los diplomáticos le costaba no vomitar. Cuando salieron a
la oscuridad de la noche, las violentas y casi tibias rachas del siroco sacudían
la lluvia, que a ráfagas fuertes se metía por todas partes. Lentamente
bajaron hacia la hostería, en el muelle de los
Borgoñones.
Frente
al portón del hostal, sobre la arena de la playa donde estaban los pequeños
astilleros para la construcción de cascos y gabarras, el trabajo era vivaz.
A pesar de la penumbra, los maestros de hacha seguían martilleando rítmicamente
las cepas de madera y los clavos que mantenían unidas las barcazas usadas para
desplazar las mercancías en el puerto. Otros, con grandes cazos, recogían
el alquitrán que hervía en enormes calderos de hierro, apoyados sobre un
trípode, lo que permitía darles la vuelta sobre la arena cuando la pez ya no
servía. Bajo los calderos, el fuego debía permanecer encendido día y noche,
especialmente en invierno, pues de otro modo el alquitrán se endurecía con
rapidez y a la mañana siguiente se habrían necesitado muchas horas antes de
poder reanudar el trabajo. Con la pez y la estopa se calafateaban los huecos
entre los tablones de las naves. Para sellarlos bien se usaban unos hierros
especiales que los maestros de hacha golpeaban con sus ágiles martillos.
Luego embreaban toda la tablazón para protegerla del agua y del
salitre.
Los
Legados, sacudiéndose la lluvia que había empapado sus capas, entraron
silenciosos en el Delfín Coronado, mientras aún se oía el martilleo rítmico de
los peones.
Los
ruidos sólo cesarían cuando la noche se hiciera tan sombría que impidiera a los
trabajadores ver la punta del mazo. Al otro lado del puerto, en la colina de San
Benigno, se recortaba la silueta de la Lanterna de Génova, negra sobre el fondo
del cielo de Occidente, que en esa dirección tardaba en oscurecer. En lo
alto del faro, las llamas de la hoguera, que quemarían hasta el alba para
orientar a los navegantes nocturnos, comenzaban a derramar resplandores
rojos.
Quizá
a causa de la extraordinaria visión de la prisión, o por la noche húmeda y
tediosa, los jóvenes parecían angustiados por infaustos presagios. De todos
modos, más tarde saldrían con las damas, sus amigas, e irían a cenar y a
divertirse a la Taberna de la Puerta Soprana.
De
vuelta al Delfín Coronado recibieron la noticia de que al día siguiente la
Duquesa se pondría en camino, a través de los escarpados desfiladeros del
Apenino, para reunirse con su esposo en Tortona.
Cuando
dejaron el hostal, la noche ya había caído oscura y ventosa. Las gabarras del
embarcadero estaban envueltas por las tinieblas y el silencio. Solamente los
fuegos ardían aún bajo los calderones de la pez, que expandía su penetrante
olor. El siroco desplazaba hacia los montes densas nubes negras y sólo de vez en
cuando aparecía, entre el pasar de las nubes, la débil claridad de una luna
velada. El viento silbaba y se introducía por la estrecha calleja que, desde el
mar y en empinada pendiente, subía hasta la puerta Soprana, pasando junto a
la catedral de San Lorenzo.
El
grupo de amigos iba precedido por un siervo que trataba de iluminar el camino
con la luz temblorosa de una linterna flamenca. La pandilla tenía que detenerse
de vez en cuando para permitir a las señoras recuperar el aliento, pues las
suntuosas y largas vestes, desordenadas por el viento, las hacían torpes y
pesadas. Mientras, los jóvenes caminaban riendo y bromeando con estrépito,
quizá para darse valor, por la callejuela oscura entre ecos y golpes de
viento.
De
cuando en cuando, en la oscuridad de los callejones, se oía el estruendo de
los pasos y las voces de los marineros achispados, que bajaban hacia el puerto.
Sus siluetas aparecían de improviso sólo cuando entraban en el haz de luz del
Lanterna.
Pasaron
junto a la catedral, que inmersa en la oscuridad tenía un aspecto irreal. A
la derecha de la fachada se distinguía, a duras penas, el perfil del
campanario construido, como todo el edificio, alternando las tan características
listas de piedra clara y oscura.
En
la base, las tres amplias bocas negras de los portales parecían inspirar
las tinieblas, dando la impresión de que la parte superior flotase, gris, en la
oscuridad. Arriba, en el centro de la fachada, un enorme y redondo ojo de
cíclope parecía mirar fijamente a los viandantes con la claridad de sus
radios de mármol blanco. En la parte alta del ascenso, cerca de las torres de la
Porta, estaba la entrada a la taberna, iluminada con antorchas
resinosas.
Los
cuatro Legados, Dona Isa, las dos de Valladolid, Dona Evelyne, Dona Andrea
con su Príncipe moro, la circaslana y los tres amigos del joven Duque entraron
entre grandes reverencias de los sirvientes. Las señoras se detuvieron en la
entrada tratando de arreglarse los peinados y los vestidos deslucidos por el
siroco.
La
conocida Taberna de Puerta Soprana era muy frecuentada y, durante las noches en
que no había cena o bailes oficiales, muchos de los llegados desde Nápoles se
daban cita en ella.
El
amplio local, en la planta baja, estaba iluminado con velas y con los
resplandores de los hornos y lo asadores. La humanidad propia de un gran puerto
marítimo presentaba aquí su exótico y variopinto
muestrario.
Españoles,
africanos, árabes, germánicos e incluso orientales de ojos almendrados se
reunían en el mesón para comer y tratar de aventuras y negocios. Cliente de todo
tipo ocupaban ya las mesas: capitanes de mar Cómitres, oficiales de los
arqueros, mercaderes, seño ras y mujercillas de toda especie y color, todos
ellos dedicados a comer, beber y jugar. El vocerío era fuerte y resultaba
difícil hacerse entender.
En
general, se jugaba a los dados o a las cartas pero detrás del mostrador del bar
entre el bullicio, el biribís atraía a muchos clientes a apostar sus
dineros.
Aunque
el biribís era un juego de azar prohibido castigado con graves penas, entre los
jugadores también había esbirros y arqueros que no parecían preocuparse por
ello. Cuando la flecha, tras girar, se detenía sobre una figura por la que
alguien había apostado una suma fuerte, el alarido de los jugadores y de los
espectadores sacudía toda la taberna.
Sujetas
con cadenas a las vigas negras del techo, había celosías de madera, donde se
conservaban jamones tocinos, salchichones y los más variados quesos, par
defenderlos de los insaciables dientes de las gallarda ratas del
puerto.
En
las paredes pintadas de colores, ya ahumados, se veían ingenuas sirenas de
grandes tetas, que se ofrecían a deseosos marineros, y dragones bonachones
heridos por belicosos san Jorge mientras, atadas a las rocas, complacientes
vírgenes volvían sus ojazos al cielo, desnudas e
implorantes.
También
dibujados en los muros, junto a los edictos de la Señoría y las
prohibiciones legales, había anuncios advirtiendo «hoy no se fía, pero mañana
sí», que se exhibían en todas las tiendas de la ciudad. En una pared estaba
expuesto un bando de los Protectores de
la Redención de los Esclavos de la Serenísima República de Génova, que
fijaba los criterios para afrancar a los esclavos cristianos pertenecientes a
familias indigentes, que no podían permitirse pagar el rescate de sus seres
queridos. A tal fin se organizaban colectas por parte de hermandades, parroquias
y guildas, pero los hombres y mujeres cristianos reducidos a la esclavitud eran
demasiados, y los medios disponibles nunca eran suficientes. Todos los que
viajaban por mar vivían con el terror de acabar esclavizados, y bastaba la
simple visión del bando para recordarles la horrenda perspectiva. Por
eso los marinos que entraban en la taberna trataban de no mirar hacia
aquellos manuscritos o se volvían hacia otra parte apenas los
veían.
Por
entre las mesas, un fraile capuchino de barba larga daba vueltas y pedía un
óbolo con un manoseado cesto de juncos sobre el que se leía: «Para el rescate de
los esclavos pobres» La gente de mar, en este caso, era bastante generosa en sus
ofrendas.
La
calígine de los fuegos y las candelas velaba todo el local. En esa atmósfera
densa de olores, humos y alboroto, los sudados mozos llevaban hasta las
mesas, con habilidad y manteniéndolas bien altas, grandes fuentes y cuencos de
loza cargados de comida caliente y humeante.
Sobre
una tarima, un grupo de hombres sin bigotes y con el cráneo completamente
rapado, salvo un mechón de pelo en la coronilla, típico de los esclavo
orientales, tocaban las nenias eróticas y nasales de su tierras con extraños
instrumentos. Al fondo, una hilera de toneles separaba la zona reservada a la
gente común de la de los nobles y oficiales, donde vigorosa muchachas estaban
atareadas llevando platos de estaño y manteniendo limpios los bancos,
repasándolos con trapos húmedos. En una de estas mesas, esperando a sus amigos,
estaba sentado Lamba Fieschi con dos hermosas señoras genovesas, Obiettina y
Ranucc Fregoso.
El
tabernero, muy obsequioso, fue enseguida al encuentro de la compañía y comenzó a
ponderar las especialidades del local: los preparados al horno, como las gachas
de garbanzos, las hogazas, los rellenos; sus famosos asados de cerdo y de vaca o
las empanadas de verduras, de pescado y de ojos de cabrito, los sabrosos
rollitos de ternera y la famosa torta genovesa de acelgas con huevos y queso.
Por último, los quesos de Piamonte, ya fueran dulces o picantes, y los de oveja
de Cerdeña.
En
cuanto a los vinos, era suficiente leer los nombres escritos con tiza en los
toneles para juzgar su variedad y excelencia: malvasía perseghina, malvasía dulce de
Grecia, romania de Lepanto y vino de Chipre tinto Garbo, garnacha de Verona,
moscatel de Candía vino de Filleo...
Entre
los dulces, además de las famosas frutas confitadas de Génova, había tarta de
membrillo y canestrilli. El tabernero explicó a los
forasteros que eran unos deliciosos dulces en forma de estrella, con un agujero
en el centro, hechos de un tercio de harina, un tercio de azúcar y un tercio de
mantequilla. Siendo la época de las fiestas de fin de año, había quedado también
u inmejorable pan dulce de Navidad
con frutas confitadas, piñones y pasas de uva.
El
veneciano, que era un buen entendedor de vino echó un vistazo a los nombres y
precios escritos en los toneles y pidió, para empezar, malvasía dulce del
Peloponeso para las señoras y vino de Chipre para los hombres. Después
hizo llevar también garnacha de las
Cinque Terre.
Comenzaron
a llegar a la mesa menestras humeantes de callos de buey cubiertas de queso,
hermosos perniles dorados de carnero
con relleno picante y lardeados de clavo. Luego fue el turno de las, apenas
deshornadas, gachas de garbanzos bien pimentadas y de las tortas tibias de
acelgas con huevos.
La
pandilla empezó a animarse, acalorada por la comida y el vino. Las señoras,
con los pómulos y las orejas sonrosadas, concedían licencias cada vez más
audaces a sus cortejadores, que a su vez excitados por tanta bebida se
mostraban disolutos. La circasiana se dividía con igual ánimo entre el amigo del
Duque, el joven marqués Ugoleto, y las ocurrencias de Thierry de
Commynes.
El
veneciano, Zane dei Roselli, siempre indiferente a las evidentes coqueterías de
su bella circasiana, charlaba con Fleschi sobre la situación del tráfico
marítimo de Génova, pero no dejaba de seguir con la mirada a su vecina Dona
Evelyne. Los dos tenían las manos encima de la mesa y sus dedos, de vez en
cuando, se rozaban en una caricia. También sus rodillas se tocaban, y ella
sentía, con un estremecimiento de placer y de ternura, el calor del contacto
delicado y reticente con el cuerpo de él.
Fleschi
ciñó con un brazo la cintura de Dona Isa mientras explicaba al veneciano cómo se
había intensificado el tráfico con España y más allá del estrecho de
Gibraltar.
‑En
este momento, nuestros navegantes tienden a llegar hasta las islas Canarias y
las Azores, aunque hay quien cree posible avanzar aun más a poniente. ¿Veis a
ese que está allá, con barba de navegante, sentado a la mesa con dos pilotos y
un Cómitre? Es un capitán de mar, Bartolomé Colón, y está tratando de convencer
a alguien, aquí, en Génova, de que financie una expedición ideada por su
hermano. Cristóbal, que así se llama, va diciendo por ahí que quiere «buscar
Oriente por el Occidente» e imagina un viaje hacia el extremo ocaso porque es en
esa dirección donde espera encontrar Catai. Creo que Bartolomé Colón está
aquí precisamente porque confía en encontrar apoyo de la Señoría o del Banco de
San Jorge. Pero por lo que he oído, entre nosotros, nadie lo toma en serio.
Cristóbal, que ahora se encuentra en España, dice que tiene en su mano
pruebas ciertas de la existencia de un mundo desconocido a poniente. Este
mundo, según él, sólo puede ser el Catai visitado por Marco Polo. Como prueba,
sostiene que a las playas de Madeira el mar ha devuelto el cadáver de un hombre
con rasgos de una raza ignota. Según Colón y otros fantasiosos como él, a estas
islas, también llamadas islas
Flamencas, parece que llegan hojas exóticas traídas por el océano y pájaros
migratorios que desde Occidente alcanzan sus costas para reposarse. Pero
estamos en el año 1489 y hoy en día ya nadie cree en las quimeras de otros
tiempos. También yo considero que esta nueva tierra no existe, porque pensar lo
contrario sería negar las convicciones de nuestros padres y de nuestros expertos
cartógrafos. Tampoco creo que alguien sea tan temerario como para financiar
semejante empresa. A lo sumo, se podría descubrir, aunque tengo mis dudas,
alguna islita como Sao Miguel o Lanzarote, y tanto esfuerzo no merecería la
pena. Además, es conocido por todos que en un punto dado, hacia
poniente, una vez superada Madeira, aparecen nieblas densísimas y se
oye un inmenso fragor que crece a medida que se avanza hacia Occidente. Luego se
llega al báratro. El mar entonces se precipita en un torbellino de espuma que
sube hasta el cielo, y con él naves, hombres y peces caen en un abismo sin
fondo, en una inmensa perdición sin retorno. En todo caso, mi familia no tiene
ninguna intención de correr semejante riesgo, basándose sólo en unas tan vagas
afirmaciones. Pero hay que decir que ese Cristóbal Colón, cuando estuvo aquí, en
Génova, al servicio de los Spinola y de los Di Negro, se demostró un magnífico
navegante y un hombre temeroso de Dios. Lástima, capitanes así podrían tener
riquezas y fama. En cambio, por una fijación maníaca, pasan por visionarios y
acaban descuidando a su familia y obligándola a vivir en la
miseria.
Entretanto,
la alegría había aumentado en el grupo. Doña Juana y su hija, Inmaculada,
seguían bebiendo el vino dulce de
Grecia, mientras ambas se
prodigaban en caricias y frases audaces que susurraban al oído de
Manetto.
A
la mesa seguían llegando pasas de
Morea, uva moscatel de España,
rosquillas, dulces de miel y un cesto grande con piñonates y fruta confitada de
Génova. Todos empezaron a lanzarse trozos de dulces, confites y fruta
almibarada. Las manos volaban entre los amplísimos escotes de las vestes a la francesa y bajo las amplias y complacientes
faldas. Risas y falsos reproches cada vez más enérgicos animaban al grupo. Era
evidente que cada uno de ellos se preparaba para una alegre y loca
velada.
Ya
sonaba la hora sexta de la noche cuando, saciados de comida y vino, los
amigos se levantaron de la mesa y se pusieron las capas para afrontar los
callejones ventosos. El tabernero, cada vez más obsequioso, distribuyó
linternas flamencas para adentrarse en las callejas oscuras de la
ciudad.
Salieron
atravesando Porta Soprana y se encontraron ante una iglesia con el claustro
abarrotado de columnas. Aquí los amigos se dispersaron por los callejones
estrechos que descendían hacia el puerto. Durante un rato, en la oscuridad de la
noche desierta, unos grupos oían a lo lejos las carcajadas y el alboroto de
los otros.
Ya
ebrios, los amigos del Duque, con la circasiana, Ranuccia y Obiettina Fregoso,
buscaban otra taberna donde se pudiera bailar.
Abrazadas
al Legado florentino, la ‑madre y la hija de Valladolid bajaban hacia el hostal,
El Delfín Coronado. Dona Andrea se apretaba bien fuerte a su
corpulento moro, mientras que Dona Isa aceptaba gustosa los muy calurosos
abrazos de Fieschi, respondiendo al mismo tiempo a las divertidas ocurrencias de
Thierry de Commynes.
Los
contactos furtivos, aquellas miradas llenas de ternura que iban más allá,
dejaban cada vez más perpleja a Dona Evelyne, que durante toda la cena
había pensado en su insólita relación con Zane dei Roselli. Se preguntaba
por qué todo no se desarrollaba con naturalidad. Sin duda, no era por la
presencia de la circasiana, que parecía ocupada en muy distintos
asuntos.
Caminaban
juntos, cogidos de la mano, mientras él iluminaba con la linterna las
callejuelas que descendían hacia los barrios del puerto. Antes de llegar a la
catedral, se encontraron en una plazoleta con una pequeña iglesia de estilo
antiguo, también decorada en franjas de piedras blanca y
negra.
Era
la iglesia de San Mateo. A la izquierda de la fachada, un arco ojival daba
acceso a un pequeño y elegante claustro. El corredor que atravesaba sus cuatro
lados estaba delimitado por un murete en el que se apoyaba, de dos en dos,
una serie de finas columnas que sostenían los arcos góticos. En las paredes de
la galería estaban enlosadas las lápidas tumbales de los Doria, familia a
la que pertenecía la iglesia. En el centro, apenas iluminado por la luz de la
linterna, se entreveía un jardincillo con hierbas, flores y un
brocal.
En
aquel lugar reinaba un silencio pleno de misterio y de gracia. Sin hablar,
se sentaron en el murete posando en él la linterna. Evelyne, con la espalda
apoyada contra dos de las columnillas, hizo recostar a Zane, le levantó
dulcemente la cabeza y se la apoyó sobre el regazo. Él sentía su tierno e
íntimo contacto mientras seguía mirando los arcos que estaban por encima de
ellos.
Sólo
después de un rato cogió lentamente la mano de Evelyne y la besó. Estuvieron así
mucho tiempo, saboreando el silencio tranquilo de aquel pequeño lugar
sagrado. Ella era feliz, aunque estaba un poco confusa. A pesar de sus esfuerzos
no lograba descifrar el comportamiento de Zane. ¿Por qué tanta ternura,
tanta atracción, si luego todo quedaba así, sin ni siquiera un beso? ¿Cuándo se
decidiría a amarla como ella deseaba? ¿Acaso estaba enfermo o era
impotente? Evelyne se daba cuenta de que algo lo inquietaba, lo advertía en su
respiración y en su manera nerviosa de mover las manos.
Por
fin, como si hubiera madurado una decisión largamente sufrida, Zane se sentó. Le
ciñó los hombros con un brazo, la atrajo hacia sí y la besó en la
boca.
No
era un beso tierno, como ella habría esperado, sino algo ardiente y desesperado
al mismo tiempo. Luego el veneciano se levantó, la empujó con dulzura
contra el muro del claustro, estrechándola con fuerza, y comenzó a rozarle
el cuello con los labios y a besarle la nuca. Escalofríos de placer la hicieron
estremecerse mientras no podía dejar de advertir la indudable excitación de él
contra su cuerpo. Percibió con claridad que Zane, con ese abrazo, quería
transmitirle un tácito mensaje.
Cuando
el campanario dio la hora nona de la noche, salieron a la plazoleta de los
Doria y se encaminaron por las callejas hacia su alojamiento. De los demás
amigos ni siquiera la sombra; quién sabía adónde habían ido para acabar la
velada.
Pasaron
delante de los calderos de pez del embarcadero y entraron en la hospedería.
En el pequeño claustro, algo había cambiado entre ellos y Evelyne lo
advirtió cuando, con un largo, casi doloroso beso, se separaron delante de
la puerta de la habitación de las señoras.
Se
acostó junto a su amiga Isa, que ya dormía. Se sentía cada vez más desconcertada
y sólo sabía que Zane la estaba embrujando con su encanto y su silencio
misterioso. No estaba habituada a semejante comportamiento; hasta ahora los
hombres o las mujeres que había conocido siempre trataban de poseer su
cuerpo mas que suscitarle estremecimientos de amor. Pensando en esto se abandonó
a un sueño dulce surcado por recurrentes inquietudes.
La
claridad del sol aún no había iluminado el levante, cuando toda la hospedería se
despertó con ruidos y gritos crecientes que llegaban desde la playa. Con el
débil esplendor del amanecer de invierno, desde las ventanas se distinguía a los
maestros de hacha y a los mozos del muelle que formaban un corro, agitándose y
vociferando en torno a algo que, entre las tinieblas, no se conseguía
ver bien. Llegaron los arqueros y los huéspedes del Delfín Coronado, damas y
caballeros, comenzaron a bajar a la playa embozados como mejor podían.
Frente a sus ojos, ante la deslizante luz de los fuegos que ardían
bajo los peroles, se presentó una escena irreal.
La
gente se amontonaba en torno a una gran mancha circular de pez, sin duda
derramada sobre la arena desde uno de los calderos. Era un enorme disco negro en
cuyo centro se intuía una extraña protuberancia. La luz antelucana delineaba
unas formas que tenían algo de humano. Los más cercanos empezaban a
comprender. En el centro del círculo oscuro ya se distinguía el trágico
bajorrelieve de un hombre tendido boca abajo y cubierto por la pez. El betún se
había endurecido por el frío de la noche y algunos maestros de hacha, con sus
herramientas, trataban de levantar de la arena el gran cerco
negro.
Casi
sin respirar, los presentes seguían el levantamiento de la inquietante
forma. Poco a poco, con el uso de picos y palanquetas, el macabro disco comenzó
a separarse de la arena y fue enderezado lentamente por medio de maromas y
estacas. Cuando, gracias a la fuerza de muchos hombres, se pudo colocar en
vertical, un grito de horror se elevó desde la pequeña multitud. En el centro de
la esfera, del lado que había quedado apoyado en el arenal, donde la pez no
se había infiltrado, apareció, como un espeluznante camafeo, el cadáver de un
hombre sucio de arena.
Un
arquero se acercó sosteniendo una antorcha y con la otra mano empezó a sacudir
la arena de la ropa del muerto que no había quedado encastrada en el betún.
Entonces, quedó claro que se trataba de un joven y elegante caballero. Su jornea
estaba empapada de sangre, que debió caerle desde la espalda, porque por
delante no había traza de heridas.
Cuando
el arquero le limpió el rostro y la luz de la antorcha lo iluminó, apareció el
rostro espectral del joven marqués Ugoleto Crivelli. Otro amigo del Duque. El
tercero.
9
‑¿Sabríais
decirme, micer Embajador, por qué este vino se conserva durante tanto tiempo?
Aquí, después de un año o dos, como máximo tres, se vuelve ácido.
Sobre todo el de los campesinos, a pesar de que lo trasvasan a unas frascas de
loza esmaltadas por dentro, que deberían ser ideales para conservarlo ‑dijo el
Gran Cocinero mientras seguía atareado en el fogón.
‑Os
diré, maese Stefano, que yo he estado, al servicio de mi señor, en la Corte
del duque de Borgofía, y allá las cosas se hacen de un modo muy distinto de
aquí, en Italia. Para empezar, como ya sabéis, ellos usan esas botellas de
vidrio oscurísimo, casi negro, que no deja pasar la luz; la luz estropea el vino
al igual que estropea el aceite de oliva. Además los recipientes de
vidrio son más impermeables que las frascas de loza y tienen un cuello
tan largo y tan fino que no entraría ni mi meñique. Cuando enfrascan, con la
luna adecuada, esto es importante, cubren la boca de la frasca con un tapón de
madera blanda, bien embebido en la cera amarilla de abejas y al final, lo sellan
todo con lacre rojo. En nuestra tierra, las escasas botellas y las frascas se
cierran casi siempre con poco cuidado, por eso el vino se vuelve ácido
enseguida. ¿Vos sabéis, maese Stefano, que estando en tierras de Francia me
dijeron que el primer reglamento del vino de Saint Émilion, en la zona de
Burdeos, se remonta a antes del 1200? ¡Hace casi trescientos
años!
‑Acá
‑replicó el cocinero‑ los blancos son los que se conservan peor. Después de dos
años ya no están buenos, pero he oído decir que en Borgoña hay vinos
blancos que duran cinco o seis años. ¿Es verdad?
‑Más
aún, caro amigo, precisamente en Borgoña, en la zona de la Côte de Beaune, hay
blancos que sólo son buenos si se beben pasados diez o doce años, no antes.
Algunos vinos blancos licorosos de la zona de la Gironda pueden durar incluso
cincuenta o sesenta años... ¡y no hablemos del vino galant, que cocido y saturado de
especias dura para siempre!
Y
así, entretenidos, maese Stefano y el Diplomático cataban, como expertos, la
botella de viejo Borgoña tinto que acababan de abrir dejándolo cerca de un
fogón para que alcanzara su justa temperatura.
Trotti,
como buen entendedor, hacía girar el líquido en el vaso y observaba con
escrúpulo su color rubí, que en los bordes adoptaba tonos amarillos, lo olía
durante un buen rato para captar su aroma y, luego, bebía una pequeña
cantidad. Lo hacía pasar de una mejilla a la otra y, al fin, lo mandaba al fondo
de la boca, contra el paladar, para apreciar su regusto.
‑Mirad,
querido ‑‑continuó micer Jacopo‑, estos ilustres vinos no tienen un único
sabor, sino un bouquet de sabores,
como se dice en Francia; muchos sabores en el mismo sorbo que se pueden degustar
uno tras otro o incluso juntos. Son bebidas de dioses creadas para
pocos...
En
ese momento entró de nuevo en la cocina el gran limosnero de la Corte, monseñor
Ottaviano da Melzo, quien después de saludarlos se sentó junto a ellos. Aún se
lamentaba de las fatigas que había soportado en el viaje por tierra, desde Pisa
hasta Tortona, pues quería llegar a tiempo para preparar la bendición de los
novios, que se celebraría en la catedral antes del gran
banquete.
También
al Limosnero, prelado glotón del grupo de amigos de maese Stefano, le estaba
permitido acceder a la cocina y apreciar sus especialísimos manjares. Su
corpulencia delataba, sin posibilidad de duda, sus inclinaciones gastronómicas.
Completamente esférico, bajo la túnica violeta sacaba a pasear una gran barriga
que a menudo golpeaba con sus regordetas manos y gesto complacido. Una boquita
rosa y una naricilla, que desaparecía entre las dos considerables mejillas
siempre muy coloreadas, le daban a su carota rolliza un aire de niño goloso.
Sólo los ojos, vivacísimos y escrutadores, contrastaban con el resto. Al
caminar lanzaba ora un lado del vientre ora el otro, y las piernas eran las que
parecían seguir ese movimiento. Habitualmente mantenía los dedos de ambas manos
cruzados y sus cortos brazos apoyados sobre su notable
vientre.
Sin
embargo, era amablemente culto, y su curiosidad por los textos clásicos le
había incluso procurado una justa fama de humanista. Maese Stefano, que a
pesar de su amistad siempre tenía un gran respeto por las formas, se
levantó de la mesa, pero el prelado lo detuvo.
‑¿Qué
hacéis, maese Stefano? Por favor, sentaos aquí. ‑Y le pidió como cortesía que le
hiciera servir un poco de aquel caldo caliente con vino que tanto le
gustaba.
Los
tres estaban sentados a la cabecera de una gran mesa vacía, mientras los mozos
se preparaban para desviar hacia otra mesa, enfrente de la escalera, a los
que fueran llegando a comer.
‑Monseñor,
vos, que venís de Nápoles, sin duda sabréis lo que está sucediendo en la
comitiva –dijo Trotti con aspecto preocupado.
‑Por
desgracia, lo sé. No debería saberse ni, menos aún, hablarse, pero lo he sabido.
Es algo terrible, pero cuando en un grupo hay tantas criaturas del demonio,
todo es inevitable.
Y
comenzó a sorber el gustoso, sustancioso y humeante caldo, enriquecido con
Barbero dei Canelli y espolvoreado
con abundante queso, que le sirvieron rápidamente.
‑Monseñor,
¿qué queréis decir con estas palabras tan impresionantes? ‑preguntó maese
Stefano, con respeto, afligido por los razonamientos del prelado y curioso como
siempre.
‑Bien
sé lo que quiero decir; no sólo me lo han contado, sino que incluso he tenido la
desgracia de ver con mis propios ojos el comportamiento irrepetible de esas
mujerzuelas de alta condición social que forman parte del cortejo. Sean
milanesas, españolas o napolitanas, siempre son mujeres y, como todas las
criaturas inferiores, fácil presa del demonio. Ciertamente, son ellas las
provocadoras de las desgracias que nos han acompañado durante todo el
viaje. Ellas han favorecido las condiciones para que madurasen los crímenes. Los
Padres de la Iglesia, que se han pronunciado una infinidad de veces sobre
las mujeres, las han relegado justamente a una posición subalterna del varón y,
en esencia, las han definido como auténticos instrumentos del demonio.
Tertuliano, que por lo general es benévolo con las mujeres, en el De cultu feminarum las acusa sobre todo
de haber causado la ruina de la humanidad, lo que exige por parte de ellas una
actitud de luto y de dolor penitencial para reparar su pecado original. Las
mujeres deben saber que toda su historia estará marcada por la herencia de Eva:
«Mujer, debes vivir en estado de imputación perenne.» Eres la puerta del
diablo, has profanado el árbol y has arrastrado al pecado a tu hombre, que
aunque se resistió, te ha seguido en el pecado sólo por amor a ti. Casi parecía
que predicara desde el púlpito. Según Graciano, que se remite a san
Agustín, la superioridad del hombre sobre la mujer es una verdad que no
puede dar pábulo a dudas. Santo Tomás afirma que el hombre está más dotado
intelectualmente e incluso declara que el estado original de inocencia del varón
y el de la mujer no eran iguales. Orígenes, para estar completamente seguro de
no tener nada que temer de las mujeres, criaturas tan cercanas a Satanás,
se castró a los veinte años de edad. Todos los Padres de la Iglesia consideran a
las mujeres el acecho del demonio y, a través de su pérfida mediación, el mundo
del pecado puede incluso infiltrarse en las asambleas de los santos.
‑El fervor de su arenga no le impedía, de vez en cuando, bañarse la garganta con
un buen vaso de tinto de Stradella‑. Muy a propósito y según nos cuenta Gregorio
de Tours, en el Concilio de Mácon del año 585 un teólogo pidió confirmar
solemnemente que a la mujer no se le aplicase el término homo en la plenitud de su significado, y
consideró necesario que la naturaleza de la fémina fuera reconocida como
intermedia entre el animal y el hombre.
‑Sí,
pero si no me equivoco, la tesis no fue aceptada ‑objetó micer Trotti, que
como hombre de cultura conocía bien la historia de los
concilios.
‑Eso
no quita ‑rebatió enojado el prelado‑, que los Padres de la Iglesia sigan
distinguiendo entre la naturaleza del hombre y la de la mujer. Además, nos
lo dice la Sagrada Biblia, es evidente que Dios Nuestro Señor, tomando una
costilla del hombre para crear a la mujer, ha querido indicar que ella es un
brote del varón y, por tanto, no es del todo humana: sólo una pequeña parte, la
que proviene del hombre, lo es. Por eso, los Padres mantienen que la hembra es
inferior al varón y, como tal, es presa de las más turbias y fáunicas
pasiones, a las que intenta arrastrar también a los hombres. El Creador ha
establecido una escala de valores y el hombre está en el vértice. El demonio
actúa casi siempre a través de las féminas, porque sabe que son presas más
fáciles, en cuanto menos cercanas a Dios.
El
Diplomático daba claros signos de desacuerdo.
‑Lo
siento, querido monseñor, pero pienso que puede darse una interpretación
distinta de las palabras del Génesis.
Un
sincero estupor se dibujó en la carota del Limosnero. Su gargüero temblaba
por la indignación y al final estalló:
‑¿Cómo
es posible que alguien ose dar una interpretación de la Sagrada Biblia
distinta de la de los Padres de la Iglesia? ¡Bien sabéis, micer Embajador,
que ésta es de por sí una herejía!
Tales
discusiones eran frecuentes entre ambos porque, a menudo, Trotti se
divertía azuzando al Gran Limosnero hasta hacerle perder los estribos, en
especial cuando el prelado hubiera querido saborear en paz un buen plato. Lo
hacía de buena fe, para divertirse y divertir a la
compañía.
‑En
cuanto a lo que está escrito en el libro del Génesis ‑prosiguió
impertérrito Trotti‑, me parece evidente que el Padre Eterno quiso comenzar
la creación por las entidades más inanimadas y menos similares a Él: las
tierras, los cielos, las aguas y, poco a poco, los árboles, los peces, los
animales del aire y los que pisan el suelo, luego en un crescendo de perfección
creó al hombre «a Su imagen y semejanza». Sólo al final, como coronación de toda
Su obra, y después del reposo del sábado, hizo Su obra maestra, creando a la
mujer y colocándola en el vértice más alto de la escala de los seres «a Su
imagen y semejanza» De este modo manifestó que, en el crescendo de Su obra, ella
era la más similar a Él. El hecho de que la haya concebido al final, según el
orden reproducido por las Escrituras, nos induce a pensar que Dios considera más
a la mujer que a cualquier otra de Sus criaturas, confiando en ella para
cumplir Su designio en los milenios venideros. Ni a mí ni a nadie nos ha
sido dado a conocer lo que hay en la mente de Dios, pero si se nos ha
concedido una certeza sobre Su naturaleza: por el hecho mismo de que es
Dios, siempre estaré seguro de que Él es una entidad esencial, coherente y
absolutamente eficaz. Por tanto, también la mujer, a la que Él prefiere, debería
serlo y, en efecto, lo es. Por su naturaleza, ella pretende directamente ciertos
objetivos que cree prioritarios y que parecen coincidir con los fines de la
creación, es decir, con los fines de Dios.
Monseñor
se había puesto morado y, al tratar de rebatir los argumentos de Trotti, apeló,
con deslealtad, a los autores paganos:
‑Sois
un hereje. Por
eso no creéis en lo que dice la Madre Iglesia, pero, al menos, no podéis negaros
a aceptar el pensamiento de nuestros grandes clásicos. Tendréis que reconocer
que el mismo Eurípides, en su Medea, declara que «las mujeres no siempre saben
hacer el bien, pero son expertas en hacer el mal»
El
prelado era consciente de la vasta cultura de Trotti, aunque esperaba que
su amigo no conociera las obras griegas, que sin embargo él había tenido la
fortuna de leer en la biblioteca del cardenal Bessarione. En este caso no
habría podido rebatirle.
En
efecto, el Embajador quedó perplejo; esta vez el clerizonte había conseguido
ponerlo en un aprieto. El Gran Limosnero, poco satisfecho y bajando la voz para
que nadie pudiera oírlo, susurró:
‑Vos
estáis apartado de todas las Escrituras y de todas las enseñanzas de
nuestra Santa Madre Iglesia. Yo tendría la obligación de denunciaros a los
dominicos para que os asaran vivo; es más, creo que uno de estos días lo
haré.
Maese
Stefano miraba divertido a los dos amigos y con aire provocador
preguntó:
‑Pero
¿no es acaso nuestro Embajador un gran amigo de los dominicos y de su protector,
el duque Ludovico?
‑Bien
sé que es amigo de ésos y también del duque Ludovico ‑respondió Da Melzo, con
aire de quien no puede hacer nada ante las injusticias del mundo‑;
precisamente por eso se permite pronunciar en público semejantes infamias,
que a cualquier otro le costarían la vida. ¡Pero un buen día me divertiré
encendiendo su hoguera con estas manos mías y será un gran momento para la
cristiandad!
El
Diplomático, manteniendo una sonrisa imperturbable, aumentó la
dosis.
‑El
impulso que las mujeres sienten de manera tan fuerte y que induce a los hombres
a realizar tantas locuras es un estímulo deseado por Dios. Su dedo las
dirige y las empuja a actos que vos consideráis reprobables, pero que son la
expresión de Sus inescrutables planes. Sin duda alguna, esas actitudes tienden a
llevar adelante Su maravilloso designio orientado a la continuación de la
humanidad para poder salvarla. En efecto, proseguir la especie es la única y
verdadera moralidad.
Monseñor
ya estaba al borde del colapso.
‑Entonces
¿debería admitir que las atrocidades, a las que he tenido la triste suerte de
asistir durante este viaje, eran queridas por Dios y no se oponían a Sus
deseos? ‑Trató de recuperar el aliento y, como si se avergonzara de lo
que estaba a punto de decir, prosiguió‑: He visto a mujeres adorando el sexo de
un negro ante los ojos de todos; a otras pasando de las cópulas más
desenfrenadas con los varones a los amores con otra hembra. He visto a madre e
hija compartir al mismo hombre; personas dignísimas de confianza me han
referido que, en una taberna de Nápoles, algunas damas se han concedido a
todos los parroquianos y luego, aún no saciadas y sin recato alguno, a los mozos
de la fonda ¿y debería aceptar la idea de que todo eso está en las
intenciones de Domine Iddio?
¡Estáis loco, micer Embajador!
Trotti,
sin alterarse, continuó:
‑Estoy
dispuesto a admitir que, de tanto en
tanto, desviarse de la recta vía forma parte de la naturaleza humana. Por
eso, a veces puede ocurrir que los comportamientos de las mujeres excedan
los designios de Dios, pero estoy seguro de que detrás de su frenesí está Su
poderosa mano, que mira a Sus fines. De todos modos, no se puede dudar que
las intenciones del Creador están más cerca de una mujer que concede su
sexo que de micer Giotto cuando pinta esos frescos que el señor Limosnero y yo
admiramos tanto en el viaje que hicimos a Asís. ¿ O quizá creéis que Dios pasa
las veladas leyendo la Divina
Comedia, de nuestro gran padre Dante, para saber cómo son el infierno, el
purgatorio o el paraíso? Soy más propenso a creer que, para Él, sólo son
idealizaciones fruto de nuestra fantasía, pobres hombres, que torpemente
tratamos de comprender un fragmento de la imagen de lo
Eterno.
El
eminente prelado ya estaba al límite del espanto y del furor por aquellas
sacrílegas palabras. Pero Trotti aún no había terminado:
‑A
menudo, para confirmar la inferioridad de las hembras, se dice que ellas nunca
se han puesto a prueba realizando obras como las Etimologías, de Isidoro de Sevilla, o
que jamás han pintado la Majestad,
como el gran Duccio di Boninsegna lo ha hecho en Siena. Pero éste es un
criterio de medida del todo desorientador. No se trata de menor inteligencia,
sino de que las mujeres sienten como primordial imperativo todo lo que
atañe a los valores esenciales de la vida en su devenir y consideran accesorias,
aunque las aprecien, muchas otras cosas, a las que nosotros, los varones,
atribuimos enorme importancia. Además, es incontestable que los hombres somos
más propensos a un proceso de transfiguración intelectual del mundo que nos
rodea. A diferencia de ellas, nosotros construimos fácilmente nuestra realidad ficticia, que no
es más que la proyección de nuestros
sueños. ¿Qué es una obra de arte, sino un sueño cristalizado? Para las
mujeres es distinto; sus fines existenciales requieren mantener una visión más
objetiva de la realidad que las circunda. Es una necesidad de su naturaleza
que nace de la tarea que Dios les ha confiado en el devenir de la creación.
Difícilmente se dejan distraer de sus objetivos.
El
Diplomático se interrumpió Porque, mientras hablaba, se había levantado varias
veces para meter el dedo en la salsa de uvas pasas que se estaba cociendo y, al
final, se había quemado.
‑¡Ahora
empieza el castigo de Dios! ‑comentó satisfecho monseñor.
Sin
embargo Trotti, después de haber sumergido el dedo quemado en el agua fría,
continuo:
‑Es
verdad, ellas no son las que construyen la catedral de Milán ni la de Pisa
o la abadía de Cluny, pero quizá sea porque, en el fondo, saben que es una
distracción que las alejaría de las finalidades últimas que Dios les ha
asignado. Estos fines requieren de las hembras belleza, gracia, elegancia,
coquetería, astucia, sexo, incluso impudicia y muchas otras cosas que
nosotros insistimos en considerar fútiles, aun cuando nos atraigan hasta tal
punto que estaríamos dispuestos a hacer lo que fuera para disfrutar de ellas.
Quizá tampoco Dios le da mucha importancia a esas que nosotros, tan
pomposamente, llamamos «obras de arte» Él, inteligencia suprema, no puede más
que considerarlas balbuceos de niños soñadores que intentan imitarlo. De la
misma manera, las hembras no aman la guerra, que es otra trágica
distracción típicamente masculina del devenir. Honor, coraje y heroísmo son
virtudes que exaltan al hombre, pero que tienen poco que ver con los designios
de Dios sobre la continuidad de los seres vivos; en otras palabras, están
alejados de la verdadera moralidad. La guerra, para casi todas las mujeres, es
sólo una grave pérdida de humanidad y de tiempo en el transcurso de la
vida. Reaccionan como fieras sólo cuando ven amenazados los principios que
consideran primordiales. Cuando están en juego tales valores, a los que se
sienten consagradas, se vuelven demasiado astutas e imprevisibles para poder ser
contrariadas. ‑Trotti pareció meditar, luego prosiguió‑: El sentido de
realismo de las hembras se vislumbra también analizando su manera de amar.
Los hombres, cuando amamos, intentamos esconder a nuestros ojos los
vicios y defectos de nuestras mujeres. Perdemos el sentido de la realidad y
transformamos sus carencias en improbables virtudes, haciendo lo posible
para que así nos parezcan. En gran medida, somos incapaces de amar a una
fémina sin hacer este esfuerzo de abstracción que nos permite no ver sus
imperfecciones. Nuestros excelsos poetas, al tener un escaso sentido de la
objetividad, suelen transfigurar el objeto de su amor con tal fervor que
corren el riesgo de caer en el ridículo. Tienden a elevar a sus mujeres a
alturas divinas convirtiéndolas en criaturas carentes de defectos,
celestiales e inmunes a cualquier rastro de pecado. Diríase que se han
prendado no de una mujer verdadera, sino de la imagen que ellos mismos han
creado de ella. Es decir, están enamorados de las muñecas que han fabricado con
sus abstracciones y no de seres humanos que tienen la ventura de compartir con
ellos el mismo tiempo mortal. Es una forma de pretensión pueril para
situarse en el centro del universo que no tiene nada que ver con los designios
de Dios ni con la verdadera moralidad de la vida.
Maese
Stefano, que estaba atentísimo, se limitó a comentar, según su costumbre, con un
proverbio de sus valles: .
‑Diné
e santité mité de la míté.
‑
¿Qué demonios murmuráis?
‑Es
sencillo; cuando se trata de dinero y de pureza, ¡siempre es mejor calcular
la mitad de la mitad!
El
Embajador le lanzó una mirada torva por haber banalizado así los conceptos que
había expresado y, luego, atacó implacable.
‑Jamás
me ha sucedido al leer a una poetisa, y las hay muy buenas, que al citar el
objeto de su amor le confiriese connotaciones divinas. Es más, a menudo
reconocer la humanidad y las imperfecciones de su hombre constituía la
esencia misma de la composición poética y el motivo de su dolor y de sus
lamentos. En efecto, las mujeres aman de manera más madura y consciente. Pueden
adorar a un hombre, incluso conociendo sus defectos; no los transfiguran,
los aceptan. A veces incluso llegan a amar al amado precisamente por algunas de
estas imperfecciones, que lo hacen aparecer más frágil e indefenso ante sus
ojos.
Cuando
terminó de hablar, sus interlocutores no sabían qué pensar de esas palabras tan
insólitas. Al final fue maese Stefano, con su buen juicio, quien puso voz a la
pregunta que estaba en el aire.
‑Pero
entonces, micer Trotti, si las mujeres son más concretas que los hombres, igual
de inteligentes, más astutas, más cercanas al corazón de Dios y, como diríais
vos, que sois instruido, más determinadas en perseguir el destino de la
humanidad, ¿no son acaso peligrosas para nosotros, los
varones?
‑Claro
que son peligrosas ‑respondió agudamente el Diplomático, que ahora se
disponía a revelar la otra cara de la moneda‑. Estoy convencido de que los
hombres, en el fondo, siempre hemos sido conscientes de la insidia que
ellas representan y también por eso siempre hemos intentado mantener a nuestras
mujeres en estado de sumisión. Y hemos hecho bien. Estas criaturas, que
interpretan mejor que nosotros la voluntad del Altísimo, también son más
resistentes física y psicológicamente. Por esta razón es bueno que no
aprendan nunca a leer, a escribir y a hacer cuentas.
»Hay
que continuar, tal como siempre hicieron nuestros padres, tratándolas como seres
inferiores, estúpidos y frívolos, para que se convenzan de ello. Debemos
persuadirlas de que, si no reinaran las virtudes masculinas, el mundo no se
sostendría. Debemos afirmar en todo momento y con seguridad que las cosas que
hacemos nosotros son más importantes que las que se ocupan ellas. ‑El
Embajador esperaba una violenta reacción del prelado, pero éste callaba,
pensativo, y entonces prosiguió‑: El hecho de que algunas damas, como nuestra
joven Duquesa, sean instruidas y hayan estudiado las Escrituras no es
peligroso, porque se trata de excepciones no imitables. Debemos intentar
mantener nuestra supremacía, incluso con la fuerza si es necesario, porque de
otro modo nosotros, los hombres, nos veríamos arrollados fácilmente. ¡Ay
del día en que la actual sumisión desapareciese y ellas se pusieran nuestros
pantalones y llevaran la escarcela en nuestro lugar! No quisiera vivir
tales tiempos, si es que llegan. Quizá en esas condiciones incluso correríamos
el riesgo de volvernos impotentes, perdiendo así nuestra razón de
ser.
‑Pero
entonces ¿en el futuro no hay esperanza para nosotros, los hombres? ‑preguntó de
nuevo el cocinero.
‑Esperanzas
para nosotros hay al menos dos: la primera es que las mismas razones que las
vuelven tan peligrosas hagan ardua o imposible la unión entre ellas. En efecto,
sus objetivos son de carácter extremadamente individual y resulta difícil
que encuentren motivos comunes que las unan con vistas a una finalidad
conjunta. Para los hombres es distinto, desde siempre tienen tendencia
a juntarse para alcanzar sus pretensiones, muchas veces ilógicas, pero comunes a
todos. La segunda, y quizá la más importante, se basa en su instintiva
resistencia a afrontar una guerra cara a cara.
Trotti
calló como si algo se hubiera agotado en él. También el Gran Limosnero estaba
confundido, ya no entendía bien dónde estaban la razón y la sinrazón y cuánto
tenían de verdad las palabras de micer Jacopo, pero algo le decía que quizá un
poco de verdad había.
Maese
Stefano pensaba en sus experiencias y en particular en sus criadas jóvenes a
ingenuas sólo en apariencia. Pudiera ser que no fueran tan incautas como siempre
había creído. Y pensó también en las mujeres de los campesinos de su valle,
obligadas a cumplir en la cama el deber conyugal tan sólo como una de las
muchas tareas gravosas de su vida, como también lo eran labrar los campos,
llevar el heno, ordeñar las vacas y cocinar. Quizá una fatiga peor, porque era
por la noche, cuando estaban deshechas por el cansancio y sólo deseaban
dormir en el propio lecho. Entendió que tenía la cabeza un poco confusa, pero se
sacudió y con su habitual afabilidad comenzó a decir:
‑Lástima
que de ustedes, señores, el uno esté ocupado en presentar denuncias a los
dominicos y el otro deba prepararse para ser asado, porque en caso
contrario tendría una sorpresita para que la probaran Sus
Excelencias.
‑Yo,
en verdad, casi podría esperar algunos días antes de hacer asar a este hereje
‑replicó al instante monseñor.
‑En
este caso, por mi parte, podría aceptar probar la especialidad de maese Stefano,
sentado en la misma mesa con este clerizonte que desea vernos a todos en el
infierno.
El
cocinero hizo un gesto y dos mozos, instruidos previamente, llevaron a la mesa
un pan recién sacado del horno y un inmejorable vinillo de Coronata,
originario de las alturas a poniente de Génova y con un delicioso aroma a
azufre.
Llegaron
a la mesa tres platos de anchoas en salmuera, bien limpias de espinas,
cubiertas con un excelente aceite de oliva y con un ligero pellizco de
orégano por encima. Otro mozo llegó con una buena trufa de las Langhe y, con un
cuchillo especial, empezó a hacer caer finísimas rebanadas sobre las
anchoas.
Las
protestas de los dos gastrónomos no se hicieron
esperar.
‑Esta
vez, caro Gran Cocinero, os habéis equivocado de veras; son dos sabores
incompatibles, me horroriza sólo pensarlo.
Maese
Stefano no dijo nada y comenzó a comer tranquilamente. Unos instantes después,
también los amigos, no demasiado convencidos, lo imitaron. Ya con la primera
degustación, sus rostros cambiaron de expresión: nunca habían probado algo tan
paradisíaco. Jamás una trufa había liberado su fragancia con tanta delicadeza a
intensidad.
‑Si
vuestra fe fuera sólo un décimo de vuestras capacidades culinarias, ya
seríais venerado en los altares, maese Stefano ‑logró decir monseñor, entre un
bocado y otro.
Y
micer Jacopo añadió:
‑No
pensaba que aún pudierais tenernos reservado algo tan inédito y, al mismo
tiempo, tan asombroso. Pero, queridísimo maese Stefano, debéis explicarme algo.
Las delicias que de vez en cuando nos ofrecéis, a nosotros, vuestros amigos, son
siempre delicadas y exquisitamente sencillas, pues añadís poquísimos
condimentos, nada de azúcar ni agua de rosas o cosas similares; en cambio,
en los banquetes públicos abundáis en especias, en azúcar y en sabores
complicados. ¿Por qué dos comportamientos tan opuestos?
‑¿Qué
queréis que os responda? Vos sabéis tan bien como yo que los Príncipes desean,
es más, ordenan, que en las comidas haya un gran derroche de gustos
exóticos, azúcar y gustos demasiado elaborados. Temen que la sencillez de la
mesa sea interpretada como escasez de medios o, peor aún, como demostración
de poco respeto por sus huéspedes. ¿Y qué puedo hacer yo? Cont i superior besogna sempre sbassà el coo[L2] .
Ya
mi padre intentó modernizar su cocina, ¡pero no hubo nada que
hacer!
También
el vino de Coronata casaba magníficamente con los aromas y el vago sabor a
azufre completaba la magia. Los dos no añadieron nada más para no estropear
el encanto de aquel momento.
Así,
mientras estaban tranquilos intentando degustar plenamente la delicadeza que
tenían en el plato, Antonio Carazzolo, Cómitre Principal de los arqueros de
Caiazzo y, por tanto, oficial muy importante en la Corte, entró en la cocina y
se sentó a la otra mesa. Al verlo el Gran Limosnero rompió por fin el silencio,
que tras las exclamaciones de maravilla, reinaba en su mesa. Con la elegancia
propia del hombre de Corte se limpió las manos y la boca con la servilleta y,
refiriéndose al recién llegado, exclamó:
‑He
aquí a hombre muy afortunado, o bien un fullero. Durante la noche en que
llegamos a Pisa, nadie conseguía dormir en la carraca debido a las
condiciones del mar, y ése organizó una partida de baseta. Jugó todo el
tiempo sin parar, siempre ganando. Tenía la banca y, para tranquilizar a los
jugadores, dejaba que siempre cortara la baraja una persona distinta, pero no
había nada que hacer: seguía ganando. Incluso sus adversarios más acérrimos
se rendían y se iban, aunque inmediatamente los sustituían otros optimistas. Y
él seguía ganando. Sólo cuando fue casi de día y se dio la alarma por el
avistamiento de una flota sarracena, cogió un saco, metió dentro la fortuna
que había ganado y subió corriendo al puente porque tenía que organizar la
defensa. De haber podido, sin duda, habría seguido jugando, pues hasta ese
momento no se había alejado de la partida desde la noche anterior. Sólo de vez
en cuando se ponía de pie, estiraba las piernas y los brazos, pero no se movía
de su sitio porque debía vigilar el montón de monedas que había ganado y
que cada vez era más grande. Nunca he visto semejante suerte, demasiada
suerte; para mí que hacía trampas o bien tenía un cómplice que le comunicaba las
cartas de los adversarios. Traté de descubrir su truco, pero no conseguí
ver nada anormal, a pesar de que me encontraba a poca distancia de él en
una especie de lecho, algo menos incómodo que el de los demás pasajeros, que me
habían preparado sobre un montón de velas. En cualquier caso, en mi opinión se
trata de un pésimo sujeto.
‑Quien
con lobos anda... ‑añadió maese Stefano, que detestaba a Sanseverino, jefe del
oficial de los arqueros.
‑¿Fue
la mañana en que encontraron al segundo muerto colgado en el centro de la vela?
‑preguntó distraídamente el Embajador.
‑Sí,
justamente, fue la noche anterior a esa horrenda mañana. ¿Qué pensáis vos
de esas extrañas a inútiles muertes?
Stefano
y micer Jacopo se miraron de reojo y casi a la vez
respondieron:
‑Nada.
Desde esta cocina es un poco difícil hacerse una idea sobre hechos tan
lejanos.
Ambos
se quedaron impresionados por la justa observación de que, bajo cualquier
aspecto, aquellas muertes parecían inútiles, demasiado inútiles. A menos que...
A menos que debajo de esa inutilidad, que parecía tan evidente, se
escondiera una trama mucho más vasta.
10
La
caravana compuesta por caballeros y carros de cuatro ruedas se iba formando
cerca de la desembocadura del Polcevera, a poniente de Génova. Era una
jornada de frío intenso y la nevisca revoloteaba en el aire gris, sin
detenerse sobre el terreno. Un viento gélido descendía desde la vega del río,
haciendo estremecer a las damas que se arrebujaban entre sus pieles de viaje. El
convoy seguiría la antigua vía Postumia, a través de los pasos apenínicos, hasta
llegar a Tortona, desviándose después hacia el mar
Adriático.
Los
pasajeros se preparaban para afrontar cincuenta millas bajo la nieve
intentando resguardarse de los rigores del invierno como podían. Los carros
estaban cubiertos con espesas lonas impermeabilizadas con cera de abeja y
sostenidas con arcos de flexible fresno. Por delante y por detrás, estaban
protegidos por cortinajes acolchados. Dentro, a ambos lados, había bancos con
cojines en los que, al abrigo de la nieve y del viento, se acomodaron las damas
y sus sirvientes. Pero incluso bajo las coberturas, a pesar de los mantos y las
pieles, las señoras seguían teniendo frío.
En
las carretas más importantes, como la de la duquesa Isabel y sus damas, se
dispusieron unas sanseras; eran unos braserillos donde se quemaba sansa, es
decir, la hojuela de las olivas, ya exprimida en los molinos para obtener el
aceite. En Liguria y en Toscana se usaba como inmejorable combustible, pues se
consumía sin llama ni humo, formando una brasa que duraba muchas horas.
Ardía dentro de grandes copas de terracota esmaltada, de tres palmos de altura,
cerradas con una tapa. Unos oportunos agujeros distribuidos a los lados y en la
tapa permitían que el aire alimentara la brasa y que el calor saliera templando
el ambiente. Las damas, ateridas, permanecían abrazadas a sus sanseras
relucientes y calientes, mucho más apasionadas que si estuvieran con
un amante.
El
carro de la Duquesa era especial; decorado con tallas doradas, tenía las lonas
acolchadas y, en el interior, las banquetas eran de terciopelo de Zoagli, con
kilos de plata. Los emblemas de las dos familias, esculpidos y
coloreados, se repetían en todo el carro y en la lona.
Los
caballeros que seguían a los carruajes llevaban hucas impermeables forradas con
ardilla o zorro, según sus posibilidades. En la cabeza lucían amplios birretes
de fieltro orillados de lobo y se cubrían las manos con guantes de oveja con el
pelo vuelto hacia el interior. Sobre las largas calzas, con los colores de
su linaje, habían extendido mantas y pieles de animales. Algunos por prudencia,
especialmente los napolitanos, poco acostumbrados a ese clima, se habían
provisto de indumentarias en Génova, ciudad donde se podían encontrar las
famosas hucas pro acqua, adecuadísimas para los climas
invernales.
Los
carreteros y los mulateros, que transportaban los enseres, discutían sobre las
condiciones prohibitivas en que se encontraba el paso de los Giovi.
Comunicaron a los señores su preocupación sobre el tránsito a través de los
desfiladeros de los Apeninos, en su opinión demasiado helados y nevados.
Pero si por una parte el Moro mandaba desde Milán mensajes cada vez más
irritados (y sólo Dios sabía si era prudente hacer irritar al Duque), por otra
Isabel, que ya se había restablecido, por fin había decidido partir sin
preocuparse de las condiciones del tiempo. Hasta ese momento todo había sido
inútil: Isabel no había querido moverse, y cuando se obstinaba, no había
nada que hacer. Ahora, en cambio, se sentía en forma y reposada, se había
hecho peinar y acicalar, y ya estaba impaciente por encontrarse con su joven
esposo.
Hacia
la hora segunda de la mañana, cuando ya había amanecido, se formó al fin la
caravana y se pudo dar inicio al viaje que, a través de los montes, les
conduciría hasta la primera ciudad del tan suspirado Ducado de
Milán.
A1
principio, el camino bordeaba el torrente Polcevera, luego trepaba hacia
los pasos del Apenino. Ya en la primera sucesión de recodos, durante el ascenso,
la nieve caía en copos más grandes, depositándose sobre el fango helado y las
ramas desnudas de los árboles. Fue forzoso pasar la noche en Campo Morone, a los
pies del desfiladero. A la mañana siguiente, temprano, con la oscuridad, toda la
larga caravana volvió a ponerse en marcha. Había que trepar hasta el paso de los
Giovi y, por seguridad tanto de las personas como de los carros, descender al
otro lado antes de que se echara encima la noche.
En
uno de los carros más grandes viajaba la hermosa circasiana con Melita y
otras señoras; detrás cabalgaban los gemelos Rufolo y los dos amigos del
Duque cada vez más obsesionados con el temor por su vida, a pesar de que iban
escoltados por los arqueros del conde de Caiazzo, que los seguían por
doquier.
Con
el arresto de Moisés da Corteolona se había creído que, descubierto el culpable,
la pesadilla había terminado, pero el feroz asesinato del tercer noble de
la banda de Vigevano había hecho evidente que el homicida estaba aún en
circulación y que, ahora sin sombra de duda, precisamente ellos eran los
objetivos del criminal. Ya no había nadie que lo dudara, y los dos desventurados
jóvenes eran observados como si de unos condenados a muerte se
tratara.
El
asesino había actuado según una línea de conducta que aún parecía
incomprensible, pero seguramente impulsado por motivos precisos. Los
muertos eran jóvenes disolutos, unidos solamente por el hecho de ser compañeros
del Duque, en sus atroces juegos y por ejercer una gran influencia sobre
él.
Ni
siquiera eran acaudalados; sus familias, no ellos, poseían las riquezas. No
habían tenido amores arrebatadores en común, al menos no tanto como para
suscitar tan feroces celos.
Moisés
era el único que tenía claros motivos de rencor hacia ellos. Estaba
presente en el descubrimiento del cadáver de Ravello y se encontraba en la nave
del ahorcado, pero en el momento de la muerte del marqués Crivelli,
hallado en la playa de Génova cubierto de pez, tenía una coartada de
hierro: estaba encerrado desde hacía días en las prisiones de Malapaga. Si no
había matado al tercero, era probable que no hubiese matado tampoco a los otros
dos, ya que los tres homicidios parecían llevar la misma firma. ¿Entonces?
Cualquier hipótesis que se formulase no tenía como base ninguna constatación
real. ¿El duque Alfonso? ¿Ludovico el Moro?
Alguien
argumentaba que el asesino podía ser uno de la banda de Vigevano, pero también
ésta era una conjetura sin pruebas.
Más
acostumbrado a los climas de África que a las nieves de Lombardía, el
príncipe lbn Mansour no iba a caballo sino que viajaba acurrucado en una
carreta, la tez gris por el frío, estrechándose a Dona Andrea. En el mismo carro
estaban Dona Isa y Dona Evelyne con sus sirvientes y sus abundantes
equipajes.
De
vez en cuando Zane, acercándose con su cabalgadura, se asomaba al interior
y charlaba largamente con Evelyne. En otro vehículo, también sobrecargado de
víveres, doncellas y esclavas, las dos damas de Valladolid eran seguidas a
caballo por Manetto.
Las
divergencias entre madre a hija ya eran frecuentes. Quizá la Marquesa
comenzaba a sospechar que el comportamiento de Inmaculada con su hombre no era
una sencilla expresión de gentileza. No estaba segura y, sin embargo, la actitud
de la muchacha la irritaba. A su vez la joven soportaba mal que la otra
quisiera poseer en exclusiva al que consideraba su
amante.
Los
roces entre la mujer y la quinceañera halagaban mucho a Manetto, pero estaba
cada vez más preocupado por la evolución de la situación. Con alivio veía
aproximarse el final del viaje, porque, considerando todo, temía que de un
momento a otro empezasen los problemas.
La
caravana llegó al paso de los Giovi en plena nevada, pero los hombres del
vane, que habían sido reclutados para la ocasión, mantenían despejado el
recorrido. Después de una reparadora distribución de bebidas calientes, que
había preparado la guarnición de soldados que controlaban el paso, y tras
el cambio de caballos, el largo cortejo inició el descenso hacia la llanura
lombarda.
En
la vertiente septentrional del Apenino, el frío del invierno era aún más intenso
y la naturaleza tenía un aspecto irreal. En los estrechos valles que
descendían hacia Pietra Bissara se veían capas de hielo azulado por todas
partes. En el suelo y sobre los árboles, la abundante nieve había sido modelada
por el viento, creando extrañas esculturas.
La
escarcha había resquebrajado ramas y troncos, convirtiéndolos en finas astillas
negras que, cubiertas con gemas de hielo, a Isabel le parecieron delgados y
adiamantados brazos que imploraban piedad.
La
recién casada, aunque excitada por el próximo encuentro con su amado, sentía
como si aquel frío, al que no estaba habituada, le posase sobre el corazón una
mano helada. Nápoles, Sorrento, Capri, su querida Prócida, con su clima dulce,
le parecían un universo de ensueño ya desvanecido, si es que alguna vez había
existido.
Ahora
se encontraba en una gélida fábula de brumas y relucientes carámbanos que
escondían las pendientes de los montes hinchados de nieve. Entre los remolinos
de la tormenta, la caravana seguía descendiendo hacia el fondo del valle, a
través de la senda helada, que se mantenía abierta gracias a los badiles de
la gente del valle. Al paso del carro de Isabel, los campesinos se quitaban con
gran respeto los capuchones de tela de saco y humildemente posaban la
rodilla en el suelo, sin atreverse a mirar a la que, desde ese día, se convertía
en su nueva señora.
En
la comitiva, algunos estaban de viaje desde hacía semanas, otros desde hacía
meses, pero a muchos esas últimas horas de camino les parecían intolerablemente
lentas. En cambio, había quien advertía la angustia del fin ya próximo de ese
pequeño mundo que durante todo aquel tiempo se fue
creando.
Para
la mayoría, la llegada a Tortona coincidía con el epílogo de unos amores que
habían sido más intensos precisamente porque desde el principio estaban
dominados por un constante sentimiento de
provisionalidad.
Hacía
poco que la campana del castillo de Milán acababa de dar la medianoche,
cuando el portón se abrió para recibir el galope de un escuadrón de arqueros que
precedían el cortejo de los Sforza. Tenían el deber de anunciar en pueblos
y burgos que su paso era inminente.
Aquella
mañana nevosa los señores de la Corte partirían tempranísimo para acompañar
al esposo, Gian Galeazzo, hasta Tortona, donde se encontraría con Isabel y
los ochocientos integrantes de su séquito, llegados desde Nápoles. Desde hacía
días estaban en marcha grandes preparativos a lo largo y ancho de todo el
recorrido, incluso en las aldeas más pequeñas del
dominio.
En
homenaje a la noble cabalgata, que atravesaría los pueblecitos, se estaban
montando arcos de frasca con grandes flores de papel de colores y los emblemas
de los Sforza y los de Aragón, sostenidos por angelotes y ninfas de cartón que,
bajo la copiosa nieve, parecían estremecerse en su
desnudez.
En
los pueblos más importantes se erigían también palcos desde los que los notables
del pueblo intentarían pronunciar algunas palabras de saludo y de bienvenida.
Pero la principal orden que transmitía el escuadrón de arqueros era mantener el
camino despejado de nieve y esparcir arena y tierra allá donde la senda
estuviera helada. De noche eran ya centenares los aldeanos que
trabajaban en el camino que llevaba de Porta Giovia a
Tortona.
La
luz gris del alba lombarda aún no iluminaba la nieve en torno al castillo cuando
el cortejo de los Duques salía con paso altivo por el portón de la torreada
morada ducal, haciendo crujir las vigas del enorme puente levadizo. Era una
larga hilera de caballeros, de soldados en uniforme de gala y de carros
cubiertos para las damas y los equipajes.
Estaban
representados todos los oficios del estado de Milán: desde el Consejo de Justicia, con Battista
Sfondrati, a los miembros del Consejo
Secreto, entre los que se encontraban los favoritos del Moro, y la Cancillería Ducal, con su
secretario, Bartolomeo Calco. Con ellos galopaban otros hombres de confianza de
Ludovico, además de los capitanes ducales y del general en jefe de los
ballesteros.
A
poca distancia iban el Tesorero General,
Antonio Landriani, el secretario de asuntos eclesiásticos, el
Vicario General, el
presidente del tribunal y otros muchos a importantes nobles milaneses.
Encabezados por el insigne jurista de la Universidad de Pavía, Giasone del
Maino, avanzaban los más ilustres doctores de ese centro de
estudios.
Una
delegación de Embajadores de los Príncipes de Italia y de las naciones vecinas
acompañaba a los señores de Milán. Los seguían los más renombrados artistas
de la Corte de los Sforza: los pintores Antonio Boltraffio, Giovanni
Ambrogio de Predis, Bernardino de Conti, el miniaturista Gerolamo da Cremona,
además de los orfebres Sergregorio da Gravedona y Cristoforo Foppa, llamado «el
Caradosso». Tampoco faltaban los principales arquitectos que obraban en
Milán.
Formaban
parte del escuadrón ducal el pintor florentino Leonardo da Vinci, Donato
Bramante y el poeta Baldassarre Taccone, pupilo de Bellincioni. Cerraba el
grupo el historiador oficial, Bernardino Corio, cuyo deber era transmitir a la
posteridad el memorable evento a través de sus detalladas
crónicas.
En
el centro, rodeados de arqueros de la guardia en uniforme de gala, cabalgaban
Ludovico el Moro, duque de Bari, y a su lado el jovencísimo Gian Galeazzo
Sforza, auténtico duque de Milán, además de esposo, aunque lo fuera
aún por poderes, de la tierna Isabel.
Los
dos Sforza, bajo las amplias capas que usaban para la nieve y que estaban
bordadas en oro y forradas de piel, llevaban espléndidos vestidos de terciopelo
rico y oro con las mangas y el jubón plagados de piedras preciosas. Una
gualdrapa de zorro defendía del frío y de la nieve sus piernas calzadas con
seda.
Todos
los gentileshombres y los altos dignatarios vestían paños entretejidos con hilo
de oro; doradas eran también las gruperas y los jaeces de las
cabalgaduras.
Una
larga fila de carruajes transportaba a las damas, la primera ante todo era la
bellísima Cecilia Gallerani, amante del Moro. El carro de la favorita del Duque
estaba decorado lujosamente y a los lados mostraba, talladas, las
empresas de su divisa. Esta dama descendía de una familia de la pequeña nobleza
lombarda. La naturaleza la había dotado de una extraordinaria belleza, que
unida a su donaire y a una viva inteligencia, alimentada por una
considerable cultura, fascinaba a poetas y literatos.
El
Moro, que estaba muy enamorado de ella, le había regalado las tierras de
Saronno y el palacio Dal Verme en la ciudad. Seguía siempre y a todas
partes a su Duque, aportando una nota de elegancia y el refinamiento de una
conversación docta y brillante. Incluso con ocasión de este viaje Ludovico quiso
tenerla cerca, y allí estaba ella con sus doncellas y una notable cantidad
de equipajes y vestidos.
Muchos
carros más abandonaban el castillo portando otras damas y muchachas de la
nobleza de Milán. El cortejo se desplegaba durante algunas millas, cerrado por
un denso escuadrón de soldados de la guardia de Corps del Moro, con sus
peculiares corazas negras de la fragua de los Missaglia.
Había
que alcanzar Tortona antes del anochecer, porque el cortejo que provenía de
Génova se estaba acercando. Quedaban por recorrer nada menos que catorce
leguas bajo la nieve. Si bien el camino era llano, había que apresurarse y
obligar de inmediato a los caballos a mantener un galope sostenido. A lo
largo de todo el camino los campesinos espalaban la nieve, que seguía
acumulándose, y se arrodillaban al paso de los Duques.
Los
gritos de « ¡viva! » y los saludos estaban dirigidos, casi exclusivamente,
a Ludovico.
‑¡Moro!
¡Moro!
Pero
Gian Galeazzo no recelaba, es más, a menudo comentaba las aclamaciones con su
tío:
‑Me
parece que todos os quieren mucho, señor tío.
La
nieve caía lenta y suavemente en grandes copos, como sucede a menudo en
Lombardía cuando el viento está en calma. El cortejo no se detuvo ni en Rozzano
ni en Binasco. Los Duques sólo pararon brevemente en la Cartuja de Pavía, aún no
concluida, donde los frailes prepararon una comida para los ilustrísimos
huéspedes. Los religiosos eran muy fieles al duque Ludovico, pues había
reanudado los trabajos de construcción del monasterio; por tanto, dispusieron
con premura una suntuosa imbandisone
compuesta de: penochiate,
biscotti et anchette cum malvasia, gambari cum aceto, pesce in
zelatina, carpioni et riso per menestra, pesce a leso cum la peverata, pesce a
rosto a pescharia cum salsa, pomeranze limoni et ughe, fritate verde et bianche,
tartare cum anesi confectura, pome cocte cum zucharo, maroni et
amandole monde, confecti de più raxoni[L3] .
Pero
la decepción de los monjes fue grande: Gian Galeazzo y su tío y tutor sorbieron
deprisa una tisana caliente y, una vez cambiados los caballos,
reemprendieron el camino entre los gritos de despedida y los augurios de la
pequeña multitud que se había reunido. Entre la neblina, los carros con las
damas aún no estaban a la vista.
La
caravana, sin detenerse, atravesó Broni, Casteggio y Voghera, entre la
consternación de los Cónsules de las
aldeas, que habían preparado mensajes de bienvenida hasta en latín. A
su paso, desde cada iglesia, convento y parroquia, el sonido de las
campanas saludaba largamente a los Duques que cruzaban veloces la Blanca
llanura.
Fuera
de las aldeas, en los campos nevados, se distinguían los troncos negros de
las moreras con las ramas cargadas de nieve, que había dejado de caer sólo hacia
las últimas horas de la tarde.
Hacía
una hora que había pasado la completa cuando, acercándose a Tortona y en
la oscuridad brumosa, entrevieron muchas luces al fondo del camino. Los
arqueros milaneses, que habían precedido el cortejo, se situaron a una
milla fuera del pueblo iluminando el camino con sus antorchas como si fuera
de día.
Acompañado
por su corte y los próceres locales, el conde Bergonzio Botta, señor del lugar y
Maestro de las entradas del
Ducado, estaba con monseñor Ottaviano da Melzo, Ambrogio da Rosate y con
los altos dignatarios de los Sforza y Embajadores que, poco a poco y día
tras día, habían llegado a Tortona para el banquete. El grupo a la espera
estaba escoltado por la guarnición que en uniforme de gala presidiaba el
castillo.
Los
saludos y las bienvenidas fueron calurosas. Mientras entraba en el pueblo, el
duque Ludovico quiso tener a su lado a Trotti, con el que mantenía buenas
relaciones de amistad.
Los
señores fueron avisados inmediatamente de que ni siquiera tendrían la
posibilidad de comer tras la larga cabalgada, porque las estafetas ya anunciaban
que la duquesa Isabel y su séquito ya habían abandonado Cassano y estaban
llegando a Tortona. Apenas sin tiempo para cambiar de caballos, cruzaron el
poblado a trote sostenido, seguidos por todo el grupo de notables. Había
por doquier empavesadas y decoraciones con arcos, palcos de honor, enormes
estatuas alegóricas y grandes emblemas de los Sforza y los de Aragón, pero con
las prisas nadie los observó. Acababan de salir del burgo, después de haber
atravesado el poblado, cuando entre la bruma de la noche vieron las primeras
teas del grupo que llegaba de Génova.
En
ese momento el duque Gian Galeazzo espoleó a su caballo y, seguido solamente por
algunos caballeros, alcanzó al galope el cortejo de Isabel, que mientras tanto y
a pesar de la fría noche, había ordenado levantar la lona que cubría su
carruaje. Por fin, a la luz de las antorchas y después de tantos años de
espera, los jóvenes pudieron verse. Gian Galeazzo frenó el caballo y se acercó
al carro, aún en marcha, desde el que se asomaba, en dulce actitud, la
tierna muchacha. Él se acercó aún más para besarla, pero en ese momento su
cabalgadura dio una reparada. El esposo tuvo que alejarse para de nuevo
regresar enseguida junto a ella. Los presentes se miraron asustados. La ira de
un caballo durante el encuentro de dos esposos se consideraba un feísimo
presagio de tristeza y desventura que se proyectaba sobre su destino. Pero,
en un instante, el Duque desmontó de la silla, saltó sobre el carro y
comenzó a besar tiernamente a su esposa, que emocionadísima y entre sollozos no
pudo dejar de admirar al guapísimo joven rubio que la acogía entre sus
brazos.
El
encuentro de los dos bellos chiquillos a la luz de las antorchas, la ternura de
ella, la espontaneidad del Duque, unidas a la emoción por el fin del largo y
azaroso viaje, habían conmovido a los asistentes. Después de los saludos
ceremoniales de los distintos Embajadores, después de los cumplidos y mensajes
de augurio, el cortejo volvió a ponerse en marcha, a Isabel y Gian Galeazzo
al fin pudieron entrar juntos en Tortona.
Mientras,
poco a poco, llegaban los demás. La acogida que el tío Ludovico, regente
del Ducado, dispensó a la nueva duquesita de Milán fue especialmente
afectuosa; él fue muy galante y pródigo en halagos y augurios por la
felicidad de los novios.
El
cansancio ya se había apoderado de todos, pero sólo los Duques, los Embajadores
y los más altos personajes sabían dónde comerían y dónde se habían preparado sus
alojamientos; dormirían en el castillo y en el obispado y cenarían con el
conde Botta. En una sala del palacio, además de una mesa suntuosamente
dispuesta, ya estaban listos numerosos pajes que se encargarían del servicio de
los ilustrísimos comensales.
Para
que entraran en calor maese Stefano preparó un caldo espeso de faisán, haciendo
hervir durante más de siete horas los huesos despedazados de las aves,
junto con tocino magro, pimienta, salvia, hojas de laurel y un poco de
canela y clavo.
La
breve cena proseguiría luego con caviar untado sobre finas rebanadas calientes
de pan tostado; cabrito al ajo, asado y servido con una salsa de agraz, huevo,
dientes de ajo bien machacados, azafrán y poca pimienta; fricasé de riñón de
ternera; pichones rellenos a la lombarda; pasteles de alcaparras; torta de
caviar mezclado con verduras finamente cortadas, miga de pan, poca cebolla y
poca pimienta; luego trufas y uvas pasas.
Para
terminar y predisponer a los huéspedes para un buen reposo, después del largo
viaje del día, el Gran Cocinero sirvió las refinadas uvas moscatel de
Damasco, lavadas en agua de rosas con azúcar fino y copas de nata
batida.
Los
demás caballeros, que habían llegado desde Milán y Nápoles, enseguida empezaron
a buscar lugares donde pasar la noche. Se dirigían al Gran Mariscal, que trataba de
encontrarles un hospedaje. Acababan alojados por todas partes, allá donde fuera
posible, en las tabernas o en las casas de los campesinos y, a falta de éstas,
incluso en los establos.
Pero
había una exigencia común a todos: tenían que comer. Maese Stefano lo había
previsto perfectamente y estaba preparado para el asalto de aquellos
hambrientos, que además en su mayor parte eran
jóvenes.
En
el salón donde al día siguiente se celebraría el gran banquete se colocaron
largas mesas provisionales con todo tipo de viandas: rabos de carnero con
puerros a la parrilla, becadas asadas con pan untuoso, perdices grises a la
catalana, carbonada de jamón con jugo
de limón, sopas de ñoquis y de semillas de cáñamo, lasañas de piel de capón
y tortas de castañas y de garbanzos.
En
tanto, las chuletas de ternera cortadas finas, machacadas y marinadas en
sal a hinojo durante media hora se pasaron por la parrilla y se sirvieron bien
calientes.
Además,
estaban los nabos armados, que maese Stefano, después de haberlos rebanado,
primero los soasaba en la ceniza para luego cocerlos en la sartén en capas
alternadas con buen queso graso, a modo de torta.
Los
comensales, ya sin frío y casi saciados, terminaron con unas raciones de
piñonates y de savorea, un dulce de
azúcar, almidón y agua rosada, y luego aún con ciruelas en almíbar, peras en
conserva y confites con almizcle.
Maese
Stefano y el Diplomático ferrarés querían aprovechar la llegada de los
caballeros de Génova para enterarse mejor de los eventos intrigantes que
habían funestado el viaje. Entonces pensaron en hacer cenar en la gran
cocina al grupo de los Legados, a los que Trotti conocía bien, y a sus amigos.
En efecto, según los mensajes de Terzaghi, se trataba de los que habían
vivido más de cerca los misteriosos hechos.
Así,
procuraron que en las dos mesas al lado de la escalera se acomodara, con
especial consideración, a los cuatro jóvenes diplomáticos, las señoras que los
acompañaban y los dos amigos del Duque.
Maese
Stefano y Micer Trotti se habían puesto a charlar en un rincón en penumbra
mientras los sirvientes llevaban a la mesa unos inmejorables panes de
pueblo y unas jarras de vinillo
tinto de Broni, caldo muy rotundo en la boca, aunque después pasaba como
agua.
Además
de los muchos platos que se habían servido en la gran sala, aparecieron en la
mesa grandes platos de sábalos en salmuera recién llegados de Génova en
barriletes de madera, con guarnición de cebollas blancas rebanadas muy
finamente y condimentadas con vinagre y aceite de la Riviera. Luego fue el turno
del jamón asado con salsa densa de mosto de uva y de una gran fuente de mojama
de delfín sobre rebanadas de pan tostado.
‑He
añadido estos platos picantes y salados para que nuestros amigos se sientan
inclinados a empinar el codo y, en efecto, veo que las jarras de vinillo de
Broni se vacían y se sustituyen rápidamente. El remate final lo darán el moscato de Asti y el resolí de moras
cuando lleguen a la mesa los platos con dulces ‑dijo el Gran
Cocinero.
Durante
un rato maese Stefano y el Embajador, muy atentos, estuvieron en silencio y
dejaron que los jóvenes, hambrientos por la larga jornada, se lanzaran sobre
esas viandas y vinos tan gustosos. Los dos amigos, tranquilos y burlones
como dos gatos al acecho de ratones, miraban con satisfacción cómo los
comensales regaban abundantemente las comidas con todo aquel buen tinto ofrecido
con tanta generosidad.
‑Esperemos
a que estén en su punto; sólo entonces tendrán la lengua más suelta
‑comentó en un momento dado micer Jacopo.
‑Así
lo creo yo también ‑replicó Stefano retorciéndose los rojizos
bigotillos.
Cuando
se dieron cuenta de que el apetito de los jóvenes se había calmado y de que
el vino había empezado a calentarles el estómago y la lengua, se acercaron
a la mesa y se pusieron a conversar.
El
embajador de Ferrara, con aire indiferente, pidió al florentino que le
describiera la villa de Ravello y pareció divertirse mucho con la
exposición de lo que hizo cada uno durante la memorable noche. Como era
inevitable, el relato cayó en el homicidio. Estaba prohibido hablar de
lo sucedido, pero el cansancio, la comida y el vino consiguieron vencer el temor
que Sanseverino había tratado de infundir en la comitiva.
Manetto,
en voz baja para no hacerse oír por los dos amigos del joven Duque,
continuó:
‑No
logro entender cómo un asesino, aunque fuera de constitución robusta,
consiguió ceñir una armadura alrededor de un cuerpo, ya sin vida, y cómo
pudo erguirlo y atarlo a la columna. Vestirse la armadura es una empresa
sumamente complicada hasta para un soldado experto, bien vivo y decidido a
ponérsela, figurémonos para un muerto difícil de mover y que se cae por
todas partes.
El
borgoñón intervino:
‑Yo
más bien no puedo comprender por qué el homicida, una vez cometido el crimen, se
tomó la molestia de volver a vestir a la víctima, si bien apresuradamente,
con una coraza, arriesgándose a ser descubierto. ¿Qué quería obtener? El crimen
ya había sido cometido. ¿Qué necesidad había de hacerlo tan teatral con esa
estrambótica puesta en escena?
‑Ah,
si es por eso, los otros dos muertos también fueron exhibidos en modo
increíblemente espectacular ‑comentó el veneciano‑. Parece que el homicida
quiere exhibirse ante todos. Quién sabe si no es uno de los esclavos sarracenos
al servicio de la expedición, quizá obedeciendo la orden de algún califa.
Actuando así querría hacernos entender, por ejemplo, que las feroces incursiones
cristianas en los puertos berberiscos se vengarán precisamente aquí, en nuestra
casa. He aquí, pues, la necesidad de ostentar los pobres cuerpos con tanta
pompa.
‑Entonces,
no se trataría ni de una venganza ni de un crimen pasional, porque en estos
casos las escenas con los muertos serían inútiles ‑observó el legado de Mantua,
Basso Folchini.
El
veneciano no replicó.
Esta
última observación debió de impresionar mucho a micer Trotti, porque de
pronto quedó pensativo y permaneció en silencio ensortijando, como tenía por
costumbre, la punta de su largo bigotillo.
Luego
maese Stefano, acercándose a la mesa con un óptimo queso de oveja sardo,
preguntó en voz baja quién había tenido el valor de subir hasta la cima del
mástil de la carraca para recuperar al segundo muerto que colgaba sobre la vela.
Fue Fieschi quien respondió:
‑Fue
uno de mis hombres, un ex bonaboya que ahora está al servicio de nuestra
familia, el que fue el primero en trepar, bajarlo al puente y liberarlo de la
gaza. ‑Hizo una pausa y, después de un buen sorbo de vino Dell'Oltrepó, continuó
con la voz ya un poco empañada‑: A decir verdad, no se trataba de una gaza
normal. La gaza es lo adecuado para apretar; en cambio, era una gaza de
amante que, una vez hecha, ni se mueve ni aprieta.
Maese
Stefano estaba ansioso por saber más pero, no queriendo despertar sospechas, se
puso a hablar de otras cosas. Luego, como si hubiera sentido curiosidad por el
extraño nombre, preguntó qué era una gaza de amante.
‑Es
un nudo que vosotros, los de tierra firme, no conocéis. Aunque es complicado,
los buenos marinos lo realizan a ojos cerrados y se llama así porque cuanto más
se tira más resiste, como los vínculos entre amantes, pero basta muy poco
para desatarlos, aunque estén anudados desde hace mucho tiempo. Lo usan los
marineros para asegurar con fuerza las barcas y jamás he conocido a
nadie de tierra que lo supiera hacer.
Maese
Stefano intercambió una rápida mirada con Trotti, luego desvió la conversación
proponiendo una degustación de dulces y piñonates.
Los
jóvenes ya estaban un poco achispados y unos se burlaban de las proezas
realizadas por los otros durante el viaje: de Dona Andrea por su moro, de
Melita por ciertas amistades infantiles, de la circasiana por la extraña tintura
de los cabellos con la henné y el sol, de Dona Evelyne porque dividía sus
atenciones entre su amiga Isa y los suspiros por el hombre de otra; también
se mofaban del borgoñón, por su familiaridad con los mozos de a bordo.
Todos reían y bromeaban, aunque ya empezaban a ceder al cansancio y al vino. A1
final, con fatiga, se levantaron de las mesas y fueron acompañados al lugar
donde pasarían la noche. A1 día siguiente se celebraría la ceremonia solemne en
la catedral y luego, por la tarde, tendría lugar la gran cena
nupcial.
‑¿Qué
decís, micer Trotti, a propósito de lo que acabamos de
oír?
‑Caro
maese Stefano, tengo la impresión de que esos jóvenes, sin quererlo, nos han
dado una nueva clave para penetrar un poco más en el
asunto.
‑Yo
también he tenido la misma idea y, además, ha habido algo que no me ha sonado
bien. Tenemos que hablar de ello con calma, pero ahora debo subir a la sala
donde los genios se están ocupando de organizar el banquete de
mañana.
Se
despidió de micer Jacopo, salió de la cocina y subió al gran salón. A pesar de
que ya era de noche, aún había quien trabajaba.
El
maestro Leonardo da Vinci, el Gran Senescal, el poeta de Corte Bellincioni con
su asistente, Baldassarre Taccone, el Gran Credenciero, el Gran Bodeguero y
ahora también el Gran Cocinero ponían a punto cada detalle y se empeñaban para
que el banquete, que tendría lugar en ese mismo local al cabo de pocas
horas, estuviera destinado a recordarse como uno de los más memorables del
siglo.
11
‑¡Apestas
como un cabrón!
El
escrupuloso Senescal de la Familia le
asestó un garrotazo en la espalda, mientras los Senescales Menores lo
empujaban hacia la puerta de la sala.
‑¡Adelante,
otro! ¡Muéstrame las manos, patán!
El
infeliz las tendió con cautela y recibió un buen bastonazo en los
dedos.
‑¡Ve
a lavarte las manos y las uñas y luego vuelve! ‑dijo otro Senescal, el que se
ocupaba de los Forasteros.
Desde
bien temprano los Senescales de menor grado seguían examinando a la masa de
campesinos que, esa misma noche, deberían ayudar a los pajes y a los criados
venidos de Milán para servir en el banquete, y ya era la hora segunda del día.
Dentro de poco llegaría el egregio Gran Senescal, Gian Giacomo Vincimala, y para
entonces era preciso que el personal de la sala estuviera en
orden.
El
jefe era un tipo muy severo y perfeccionista. Si hubiera visto gente demasiado
sucia, aldeanos con sarna, con costras en la cabeza o con el cabello graso, se
habría enfurecido de inmediato. Estos nobles decadentes que prestaban
servicio en la Corte eran más jactanciosos a irascibles que los mismísimos
Duques; el Gran Senescal lo era particularmente con su erre lánguida y sus modos
afectados de pederasta. De todos modos, aun careciendo de tierras y de
castillos, era un gran señor y, cuando aparecía en la sala para supervisar
una cena o una fiesta, era muy temido por sus subalternos y, al mismo tiempo,
admirado por su elegancia, porte y refinadas maneras.
Alto
y enjuto, con finos bigotes puntiagudos, vestía siempre una amplia garnacha
negra con enormes mangas arrocadas, llevaba un birretón de terciopelo
también negro, con una pluma blanca, y como único ornamento lucía la
gran cadena de oro y el resplandeciente medallón de su grado, con las armas del
Ducado en relieve.
Sólo
cuando finalizó la selección y todos los temerosos y desorientados
aldeanos, aseados y vestidos con la corta jornea del linaje de los Sforza,
fueron agrupados detrás de los criados y los pajes milaneses, llegó el
egregio Gran Senescal.
Entró
en la sala seguido por el Trinchante Mayor y los otros diez Trinchantes Menores,
el Gran Credenciero, con sus veinte ayudantes, el Gran Copero Secreto,
también él con veinte Escanciadores, el Copero de Honor, el Despensero Mayor con
sus asistentes y, por último, el Gran Cocinero con sus tres cocineros
principales. En cambio, los cocineros, los Oficiales de Cocina, de rango
más bajo, y los galopillos se quedaron en la espaciosa cocina donde bullían los
preparativos y, al cabo de pocas horas, estarían listos los primeros platos.
También estaban presentes el Pífano Mayor y el Gran Tamborilero, con sus
músicos.
El
Gran Senescal se situó en el centro de la reunión sobre una tarima expresamente
dispuesta. Cuando estuvo seguro de que también estaban en la sala el poeta de la
Corte, Bernardo Bellincioni, con su discípulo Taccone, se aclaró la voz con
algún que otro educado golpe de tos y, con tono muy cortesano, empezó
diciendo:
‑Como
todos saben, esta noche tendrá lugar el gran banquete por los faustos esponsales
de nuestros jóvenes duques Gian Galeazzo a Isabel, ¡que Domine Iddio bendiga sus nombres y su
augusta unión! En la cena, además de nuestro bienamado duque Ludovico,
participarán muchos huéspedes extranjeros, que tan amorosamente han querido
acompañar a la noble esposa hasta nuestro Ducado. La mayor parte proviene
del augusto Reino de Nápoles, que ha tenido el privilegio de ser la cuna de la
princesa Isabel. Habrá más de ochocientos convidados. Las circunstancias
que hemos citado hacen de este
banquete un acontecimiento totalmente excepcional y digno de permanecer en
las crónicas de nuestros tiempos. Su Celsitud el duque Ludovico ha querido que
no se tratara de una simple cena, sino de un convite donde poesía, música,
danza, arte de la decoración y sapiencia de la cocina se fundieran en una
admirable unión. Por tanto, será conveniente que todos conozcan las
tareas que deberán cumplir siguiendo las órdenes de su superior y que cada uno
sepa cómo se desarrollará exactamente el banquete.
En
ese momento, el Gran Senescal adoptó un aire aún más condescendiente. Estaba a
punto de hablar de poesía a esa masa de patanes.
‑El
poeta Baldassarre Taccone, pupilo del augusto aedo de la Corte Bernardo
Bellincioni, ha preparado una eximia composición poética ‑explicó el Gran
Senescal, hombre de cultura y de gusto, consciente de que mentía, pero no
lo dio a entender en lo más mínimo‑, que será el hilo de Ariadna de toda la
cena. La preciosa oda se inicia con estas palabras: Ordine de le Imbandisone se hanno adare
a cena. Prima imbandisone... La declamación de tales versos dará comienzo al
solemne festín. Como gran novedad se ha preparado un cuadernillo a prensa, según
la nueva técnica del alemán Gutenberg, con la elegía de Taccone. Así será
posible poner una copia delante de cada convidado para que pueda seguir los
versos del poeta y saber cómo se sucederán todos los preciados platos.
Aparte de estas novedades nunca vistas en un festín, esta noche tendrá
lugar un típico banquete all’italiana,
como se celebran en nuestra Corte. Para quienes no estuvieran
familiarizados con los usos de las Cortes gentiles, nos tomaremos la
molestia de dar cuenta de ello.
En
efecto, los aldeanos, vestidos de sirvientes, ni siquiera lograban entender
de qué estaba hablando ese señor de negro, que sin duda alguna para ellos era un
príncipe o incluso algo más.
Vincimala
continuó:
‑Banquete
all’italiana significa que, cuando
los invitados se sienten a las mesas bajas, ya encontrarán todas las bandejas o
fuentes, como se prefiera decir, del primer servicio y cada uno elegirá
directamente lo que más le agrade. Toda la comida estará compuesta por cinco
servicios. Por tanto, es obvio que en las mesas se dispondrán cinco manteles
superpuestos y los invitados se levantarán cuatro veces para otros tantos
intrametz. ‑A1 Gran Senescal le
gustaba hacer ostentación de cultura y por eso siempre usaba el vocablo francés
intra‑metz, es decir, «entre las
comidas», en vez del italiano intermezzo, que si bien quería decir lo
mismo, a él le parecía menos elegante. Durante las pausas, los sirvientes y los
pajes retirarán los platos del servicio anterior y quitarán uno de los
cinco manteles, ya sucio, pues los comensales se habrán limpiado las manos y la
boca con él. Luego, las mesas se cubrirán con los platos del siguiente servicio,
disponiendo de nuevo todo lo necesario y así durante cuatro veces; ésta será la
norma para las mesas bajas. En cambio, en las mesas altas de los Duques y
señores más importantes, en esta especial circunstancia y por vez primera, se
ofrecerá un servicio especial. He aquí en qué consistirá tan admirable
invención; cuando los Duques y los huéspedes más eminentes se sienten
a sus mesas, éstas estarán totalmente preparadas, pero, contrariamente al uso,
aún no lo estarán las viandas. A las mesas privilegiadas, las bandejas con
la comida de cada uno de los cinco servicios serán presentadas por danzarines
que, al son de la música, seguirán los versos que, mientras tanto, irá
declamando el poeta Taccone. Por ejemplo, Mercurio con sus ayudantes
propondrá, a paso de danza, un triunfo de ternera plateado relleno de aves
cocidas; Diana Cazadora y sus ninfas, los platos de caza; Neptuno con las
náyades y los tritones, los frutos del Océano y así todos los demás. Todo
ello, como ya he dicho, siguiendo el Ordine de le imbandisone de la
composición poética. Un servicio como el que os hemos descrito, con poesía,
música, danzarines y divinidades del Olimpo jamás se ha visto en Corte alguna
desde que el hombre tiene memoria. Para recalcar la importancia que nuestro
señor Ludovico atribuye al banquete de esta noche, os baste saber que se ha
dignado dar personalmente sus disposiciones al respecto, repetimos,
personalmente a nos y a nuestro ilustre Gran Cocinero, maese Stefano. ‑Diciendo
esto se volvió hacia maese Stefano, que respondió con una cortés inclinación‑.
Por nuestras palabras ‑añadió el Gran Senescal, a quien gustaba subrayar su
importancia en la Corte usando el plural al hablar de sí mismo‑, habréis
entendido cuán ardua ha sido y aún será la preparación de la cena; cada plato
deberá estar listo puntualmente antes de que el poeta declame los versos
que lo anuncian, pero dando tiempo a que los danzarines avancen bailando y
lleguen a las mesas altas en el momento exacto. Obviamente, al presentar
los distintos tipos de carne, los Trinchantes, siguiendo el ejemplo del eximio
Trinchante Mayor, que servirá la mesa de los Duques, trincharán con arte las
carnes para el resto de los invitados. Los Coperos, cada uno según su nivel,
retirarán de inmediato las copas vacías para reemplazarlas con otras
llenas. Será el Gran Copero Secreto quien decidirá la calidad de los vinos que
se servirán a cada huésped según su rango.
El
tono de su voz daba a entender que ya se había prodigado demasiado con aquel
auditorio y que se encaminaba hacia la conclusión.
‑Una
vez concluido el quinto servicio, es decir, acabados los platos, el Copero Noble
tendrá el honor de servir al duque Gian Galeazzo la gran copa nupcial con
hipocrás de rosas, con la que el augusto esposo pronunciará, junto con la
duquesa Isabel, el tradicional brindis augural y sólo entonces el magnífico
banquete finalizará. Debe tenerse muy en cuenta que el Gran Cocinero no
sólo deberá preparar especiales las viandas de las mesas principescas, sino
también las de todas las demás; habrá comida distinta adecuada a la importancia
de 1ós comensales. Por eso invitamos
a todos a estar preparados y ser premurosos a nuestras órdenes y a las
de maese Stefano. Cualquier error o distracción se castigará de manera ejemplar.
Dejemos ahora que nuestros ayudantes, los Senescales de la Familia y los de los Forasteros os den las últimas
instrucciones.
Gian
Giacomo Vincimala, gran senescal de los duques de Sforza, se calló, lanzó
una mirada circular a toda la asamblea, descendió con gesto grave de la tarima
mientras los presentes lo reverenciaban con una inclinación y, moviendo
imperceptiblemente las caderas, se alejó.
Los
dos Senescales Mayores eran menos elegantes que su gran jefe, pero más
explícitos y expresivos.
‑Por
tanto, cabezotas ‑dijeron‑, ya habéis entendido; a la hora undécima, una
hora después del véspero, empieza la
batalla, y pobre del que cometa un error. Comenzaréis
inmediatamente extendiendo los cinco manteles sobre las mesas y estirándolos
bien con planchas calientes. Luego hay que colocar los adornos y decoraciones en
el centro de las mesas, además de las cucharas, los cuchillos y los cuadernillos
donde está estampado el Ordine de le
imbandisone. Los comensales de las mesas más largas deben poder alcanzar los
manjares de los distintos servicios sin demasiadas molestias. Para
conseguirlo es preciso que todos los platos que componen el servicio estén a
disposición de cada grupo de comensales, ocho como máximo. Por consiguiente,
cada ocho sitios habrá una serie completa de platos y así se repetirá a lo largo
de toda la mesa. Además, para facilitar su acceso, cada serie de bandejas se
ordenará según el esquema previsto en estos dibujos. Y vosotros, patanes, debéis
aprender de memoria la disposición precisa de las fuentes, estando bien atentos
a cuanto os enseñarán vuestros jefes.
Los
dibujos que ilustraban la disposición de las bandejas se hicieron circular entre
los Senescales Menores, que dirigirían las operaciones.
Como
los comensales eran más de ochocientos, para cada servicio tendría más de cien
grupos de fuentes. En efecto, por su dignidad no era concebible que un
marqués, un conde o un caballero estuviera obligado a pedirle a su vecino
de mesa que le hiciera el favor de pasarle un plato. Más inconcebible aún
era que alguno de ellos tuviera que levantarse para ir a buscarlo. Esto se
refería exclusivamente a las mesas bajas porque en las mesas principescas,
como había explicado el Gran Senescal, todo se desarrollaría de otro
modo.
Después
tomó la palabra el otro Senescal Mayor.
‑Ahora
vamos a hablar de la conducta de los servidores, tanto de los ya expertos
que vienen del castillo de Milán, como de los aldeanos que acabamos de enrolar
entre la gente de Tortona. Sabéis perfectamente que à todos los convidados no se
les sirven las mismas viandas, ya provengan directamente de la cocina o de la
credencia. A los de menor prestigio, que ocupan los últimos sitios de
la sala principal, deberá llevárseles la comida que queda en las fuentes de los
primeros, después de que éstos se hayan saciado. En fin, para los últimos
en orden de importancia, recogeréis, como de costumbre, las sobras de los
platos de los demás y formaréis las raciones; nos referimos a los que no
cenarán en la sala principal, sino en los comedores adyacentes. Aquí surge
el grave problema de siempre; algunos de vosotros tenéis la pésima costumbre de
meteros en los bolsillos los mejores pedazos de las sobras para llevároslos
a casa, de modo que a los malaventurados últimos no les llegan más que huesos
descarnados, mendrugos de pan mordisqueados y cortezas de queso. Os conviene
saber que fuera de las salas están los arqueros con unos robustos vergajos,
esperando a quien sea sorprendido robando comida que, aunque en parte roída,
sigue siendo propiedad ducal. Los deshonestos catarán durante un buen rato
la calurosa bienvenida de los arqueros de los Sforza.
Los
sirvientes trataban de adoptar un aspecto inocente, aunque para sus
adentros ya estaban pensando en cómo conseguir llevarse a casa los mejores
bocados sin que los pillaran.
‑Y
ahora, holgazanes, ¡todos a trabajar que el tiempo apremia! ‑Después se volvió
hacia los que se ocuparían de las mesas altas. -Que comiencen también los
ensayos del servicio y de la música y que los danzarines repitan una vez más sus
pantomimas manteniendo en buen equilibrio las bandejas que deberán llevar a
las mesas.
Desde
el día anterior, aún antes de que la oscuridad cayera sobre la neblina de
la llanura, en la enorme cocina, el trabajo bullía con el lúcido y rítmico
frenesí de los auténticos maestros del arte. Los mozos desplumaban los pavos y
faisanes, los carniceros descuartizaban los bueyes que pendían de los ganchos,
dividiéndolos con grandes tajos. Colgados de una cuerda estaban las vejigas
rellenas de caviar salado del Po.
Algunos
Oficiales de Cocina condimentaban las carnes con clavo, pimienta, cinamomo, cardamomo, azafrán, nuez moscada,
jengibre, galanga, regaliz,
genciana, sándalo blanco, rojo y
ciprino, taray, hibisco, tomillo y mejorana. Otros mechaban la carne
con trocitos de tocino, mientras otros marinaban cuartos enteros de carne
de buey con vino aromático, romero y hojas de laurel.
En
gran cantidad de morteros, los mozos machacaban las almendras peladas. En
otros más se desmenuzaba finamente la carne blanca de pollo que, unida a las
almendras y al agua de rosas, serviría para preparar el manjar
blanco.
En
los hornos las empanadas habían llegado a un buen punto de cocción. Un horno
entero estaba dedicado a las de ojos de cabrito; las empanadas rellenas de
huevos y de verduras, sazonadas con azúcar en polvo y canela, se cocían en otro;
también estaban casi listas las de higadillos de pollo con pimienta y en otros
hornos las de zorzales y codornices espolvoreadas de jengibre, clavo y nuez
moscada.
En
las jaulas colgadas de las bóvedas estaban las alondras, las tórtolas y las
palomas blancas que más tarde se introducirían vivas en el cuerpo de los
terneros asados, para después salir y sobrevolar la sala en cuanto el Trinchante
comenzara a cortar los animales cocinados. Sobre los fogones, al fondo de
la cocina, hervían los potajes de róbalos, de sardinas frescas y de carne magra
de carnero capón, además de los de asaduras de ternero y de perniles de cerdo.
Los jabalís, los ciervos y la caza, previamente frotados con ajo y lardeados con
panceta, estaban macerándose en el salmorejo de vino con
especias.
Una
parte de la cocina, tres arcadas enteras, estaba dedicada a los dones del mar;
doradas, atunes y peces espada hervían en grandes calderos con especias y
condimentos. Los peces espada se habían cortado en rodajas, que a su
vez se habían rellenado con huevos, frutos de mar, ostras y pequeños
langostinos. Luego las rodajas se recomponían y los peces espada,
reconstruidos y encorvados en un vigoroso impulso hacia lo alto, saltarían
fuera de las olas espumosas hechas con manteca de cerdo azul y clara de huevo
montada.
Se
preparaban bolitas con alcanfor para meterlas en la boca de los pavos. El
alcanfor, encendiéndolo poco antes de entrar en la sala, liberaría llamas
luciferinas de los picos abiertos de las aves, produciendo un admirable
efecto. Entretanto, los decoradores colocaban las plumas de los pavos en
forma de rueda para después poder pegar la cola al cuerpo del ave cuando, al
final de la cocción, se la vistiera de nuevo con piel y
plumas.
Ahora
todos los fogones estaban encendidos, los hornos en pleno funcionamiento y en
cada asador se doraban lentamente las carnes. Mientras, los mozos, casi
adormecidos si no fuera por los reveses de los cocineros, recogían la grasa que
caía en las graseras con manojos de plumas de oca y la distribuían sobre las
carnes chisporroteantes, para evitar que quedaran demasiado secas.
Sólo en el momento en que llegaran a su justo punto de cocción ‑y cada una tenía
el suyo‑ se atizarían las brasas, dejando que el calor del fuego reavivado
diese el golpe final. Con tal procedimiento se formaba esa capa crujiente ‑como
decían los borgoñones, grandes expertos en asados‑, suavemente
socarrada y un poco dura al hincarle el diente. Así se da sabor a la
carne roja y tierna, confiriéndole un leve aroma amargo, apenas una sombra, que
se funde admirablemente con el perfume a romero y
salvia.
En
el asador que giraba solo, proyectado por el maestro Leonardo, rotaban
lentamente y se soasaban a la perfección varios ciervos que más tarde los
doradores revestirían con finísimas láminas de oro. Antes de meterlos en
los espetones se rellenaron con castañas, ciruelas, pan tostado embebido en
leche y salsa picante; luego se mechaban con lonjas de tocino y clavo.
Previamente habían marinado durante doce horas en Nebbiolo de
Carema.
Terneros
enteros, aromatizados con azafrán y canela, se metían en el horno rellenos
con gansos, gallinas y capones cocidos. Después había que untarlos con miel y
espolvorearlos con cinamomo. Algunos cocineros preparaban asados secos de capón, lomo de ternera y
paloma a la parrilla, para comerlos con salsa verde, limoncillos confitados
y olivas.
Maese
Stefano, en calzas y casaca blanca, con un borde del amplio delantal levantado y
remetido en el ancho cinturón de cuero, pasaba de un grupo al otro, sonrojado y
chorreando sudor, dando instrucciones a los cocineros
principales.
‑Las
cabezas de jabalí, no lo olvidéis, hay que desollarlas sin estropear la
piel y después hervirlas en vino con pimienta, clavo, canela y macis. Una vez hechas deben servirse
enteras, revestidas con su piel, decoradas con flores y con un fuego de alcanfor
en la boca.
También
los morros de ternera se cocinaban del mismo modo, pero sin
despellejarlos.
El
Gran Cocinero ponía una atención especial en la renombrada ternera medio asada y medio hervida.
Esta preparación la supervisaba en persona, pues era una receta que
había hecho célebre a su padre y que él había perfeccionado. Su famoso
progenitor la descubrió en el texto del romano Apicio, gran experto en cocina
del siglo II después de Cristo.
En un caldero a medida, se hacía hervir la mitad posterior de una ternera grande en un caldo graso con todos los aromas. Mientras, la otra mitad sobresalía por un agujero practicado en la tapa de la ollaza y, para evitar que se cociera, se la mantenía fresca con paños mojados. La parte que quedaba cruda se asaba posteriormente en un horno apropiado. Esta vez se hacía entrar en el horno sólo la parte por asar, y la ya hervida salía por la portezuela preservándola del calor, también en este caso, con unos trapos húmedos. De esta manera, el Gran Cocinero podía presentar una ternera intacta, sin haber dividido nunca el cuerpo del animal, mitad hervida y mitad asada, recubierta con láminas de oro y rellena con aves vivas.
En
su rincón, los pasteleros se ocupaban de los panes pimentados, panes dulces
con trozos de cidro confitado y uvas de Chipre, y rellenaban los fruteros y
los bibelots con tortas de mazapán,
piñonates de Parma y triunfos de fruta confitada de Génova. También con fruta
confitada a higos secos se componían figuras de gigantes que combatían contra
monstruos, bajeles en medio de una tempestad y trofeos con las armas del Ducado
de Milán y del Reino de Nápoles.
Los
confites dorados, los plateados y los esponjosos de Holanda rellenaban
grandes copas de cristal de Murano, que se acompañaban con bandejas de pastas
con sabor a rosa, menta y tamarindo.
Al
cuidado del Bodeguero y en bacinas llenas de nieve, se ponían al fresco los
vinos y los licores, entre otros, el preciosísimo licor de rosas traído
expresamente desde Rodas para el brindis final de los
novios.
Con
los últimos preparativos del banquete se habían pasado la tarde y toda la
noche. Cuando despuntaron las primeras luces del alba y desde el coro de la
catedral, llegó hasta el sótano el majestuoso canto de maitines, los
cocineros y los mozos del turno de noche, agotados por la fatiga, fueron
reemplazados por los que habían conseguido descansar un rato. Sólo entonces el
Gran Cocinero también se concedió un breve sueño; regresaría al trabajo hacia la
hora cuarta de la mañana.
Cuando
Stefano, puntual y recobrado gracias al reposo, reapareció entre sus
hombres, encontró allí mismo a Trotti, como siempre elegante con sus bigotes muy
derechos y encerados y aquella barriguilla que no conseguía ocultar
bajo su capotín. Lo estaba esperando mientras seguía con interés de apasionado
la actividad de los cocineros.
‑Hola,
maese Stefano, me parece que todos se están empeñando mucho y que las cosas
proceden bien.
‑Sí,
estoy satisfecho ‑respondió el amigo‑, aunque siempre puede torcerse algo.
Lo que más me preocupa es que, como sabéis, cada vianda deberá llegar a la
sala en el preciso momento en que el poeta declame sus malditos
versos.
‑Estoy
seguro de que lo conseguiréis. Pero ¿no dedicaríais acaso un poco de vuestro
tiempo para hablar de lo que los jóvenes diplomáticos nos dijeron ayer? He
hecho algunas reflexiones de las que quisiera poneros al
tanto.
‑
¡Soy todo oídos!
‑Pues
bien... Sabemos que las tres víctimas fueron asesinadas de una sola puñalada en
la espalda, casi misericordiosa... Ninguna de ellas manifestaba en el
rostro signos de terror, no tenía los ojos desorbitados, ni la boca abierta
de par en par en un grito mudo, lo que hace suponer que el asesino deseaba
matarlos de la manera menos dolorosa posible.
‑Pero
también podría significar que los muertos lo conocían y no tenían miedo de él
‑comentó Stefano.
‑¡Exacto! Además, el veneciano nos ha hecho reflexionar justamente ‑dijo el diplomático‑ sobre la anomalía de estos crímenes. Existe un contraste evidente entre el modo casi discreto de matar y la espectacularidad con la que se han exhibido los cadáveres, lo que hace pensar que no se trata de crímenes pasionales, ni de venganzas. El homicida no se mueve por el odio hacia sus víctimas, sino al contrario... Es como si, después de haber matado con tanta caridad, tratara de llamar clamorosamente la atención sobre su gesto.
‑Sin
olvidar, querido Embajador, que la puesta en escena no se ajusta en absoluto a
la desaparición de los cadáveres inmediatamente después de su
descubrimiento.
El
diplomático se quedó un momento pensativo y luego
continuó:
‑No
se puede pensar que quien los ha apuñalado sea una persona distinta de la que ha
organizado la puesta en escena. Este último, si no fuese el homicida, tendría
que haber esperado a que algún otro matara para luego poner en marcha sus
macabros espectáculos, lo cual carece de lógica. Por otra parte, sabemos que no
es el asesino quien ha hecho desaparecer los cuerpos, sino que han sido los
hombres de Sanseverino. Por tanto, nos encontramos ante un homicida que
tiene interés en despertar clamor con sus fechorías, y ante el Moro, que tiene
un interés contrario. Entonces es forzoso descartar a nuestro Duque, y lo hago
con gran alivio, de la lista de posibles instigadores.
También
el Gran Cocinero parecía liberado del peso de tal sospecha y se estiraba la
perilla rojiza tal como hacía siempre en los momentos de mayor
concentración. En efecto, el diálogo entre maese Stefano y Trotti se estaba
haciendo intenso.
‑Por
tanto ‑dijo micer Jacopo‑, a menos que se produzcan otros crímenes y emerjan
otros indiciados, parecería que, a la luz de los hechos, los más sospechosos
siguen siendo el padre de Isabel o uno de los mismos jóvenes; el primero
para salvar el futuro matrimonial de su hija, el segundo por celos o por
envidia.
‑En
cualquier caso, si así fuera, la cadena de crímenes no se detendría aquí:
¡uno o ambos jóvenes de los que hasta ahora se han librado del asesino podrían
estar aún en peligro! ‑comentó maese Stefano, y prosiguió: ‑Me parece que hemos
llegado a un punto crítico y, según cómo vayan las cosas, quizá logremos
entender algo: si los crímenes acabaran, los dos supervivientes podrían haber
sido los responsables de este horrible asunto. Si uno de ellos es asesinado y el
otro sobrevive, quizá este último sea el criminal. Sin embargo, es posible que
la cadena continúe con la eliminación de todos los jóvenes. En este caso,
deberíamos sospechar muy seriamente del duque
Alfonso.
El
Embajador no pudo más que añadir:
‑Tenéis
razón, pero creo que es determinante llegar a comprender por qué el asesino
ha querido presentar tan vistosamente sus actos.
‑Desde
luego ‑replicó maese Stefano, con el buen juicio del hombre del valle‑, nuestras
conclusiones podrían parecer incluso correctas, si no fuera por un detalle
que no debemos olvidar y que contradice todos nuestros razonamientos: los
últimos sospechosos, el duque Alfonso y los mismísimos jóvenes de Vigevano,
no tienen ningún interés por hacer clamoroso el descubrimiento de los muertos,
como tampoco lo tiene nuestro duque Ludovico.
Trotti
se dio cuenta de la importancia de esta afirmación y ambos se dejaron caer
sobre el banco; su investigación parecía haber vuelto al punto de
partida.
En
realidad, aunque no habían descubierto al homicida, sí que habían llegado a
alguna conclusión. Habían conseguido excluir a los que parecían los únicos
posibles culpables, además habían intuido que el asesino mataba sin odio y que
la clave del misterio estaba en descubrir la razón por la que presentaba de
manera tan fantasiosa sus fechorías.
Entre
los milaneses que habían participado en el viaje casi ninguno se atrevía a
hablar de los asesinatos, pues las amenazas de Sanseverino habían resultado muy
eficaces. El cocinero y el diplomático estaban entre los pocos que, si bien
con prudencia, conversaban sobre el asunto, que para ambos se había convertido
en una investigación apasionante.
Presentían
que habría nuevos crímenes, pero al no poder hacer nada por conjurarlos al menos
trataban de recopilar la mayor cantidad posible de noticias sobre los trágicos
acontecimientos, y por ello en la cocina todos los ayudantes del grado que
fueran estaban alertados al respecto. Esperaban sonsacar algún indicio más
concreto o descubrir un paso en falso del asesino que los orientase
hacia la solución del misterio, antes de que fuera el cuarto muerto quien los
iluminara.
Entre
los jóvenes diplomáticos tampoco se podía evitar que se hicieran conjeturas,
aunque con mucha cautela, sobre la identidad del asesino o de los asesinos,
porque los dos supervivientes no hablaban de otra cosa. El conde Ridolfo da
Pusterla y el caballero Bartolomeo Stampa estaban muy asustados y no se
separaban, en parte para protegerse y en parte para vigilarse
mutuamente.
Apenas
llegados a Tortona lo intentaron todo para ponerse en contacto con el duque Gian
Galeazzo, con el fin de confiarse a él y obtener su protección, pero todo fue
inútil. Sanseverino, seguramente obedeciendo órdenes del Moro, había colocado
una barrera insuperable de arqueros en torno al joven Duque para evitar que
las funestas noticias le afectaran durante las pocas horas que pasaría en
Tortona y en las que se mostraría en público.
El
joven tenía un carácter débil a impresionable y nadie podía prever su reacción
frente a la muerte de sus queridos amigos y a las increíbles acusaciones que los
supervivientes habrían podido formular. Todo ello podía provocar un
escándalo irreparable ante el resto de las delegaciones
principescas.
Además
se pretendía evitar que la joven a inexperta Isabel, enterada de lo ocurrido,
organizara un escándalo que habría sido considerado muy grave en presencia
de tantos napolitanos y españoles, que ciertamente no amaban al Moro. No. Era
preciso a toda costa que durante algunas horas más no se produjeran
contactos directos ni indirectos entre los dos jóvenes y los
novios.
En
efecto, a Trotti le constaba que Gian Galeazzo no sabía nada porque los hombres
más fieles al Moro prácticamente lo habían aislado junto a su esposa en una
estancia del palacio episcopal.
Según
cuanto maese Stefano pudo saber por la servidumbre, el Duque había
insistido repetidamente en ver a sus cinco amigos, pero siempre se le respondía
con excusas y evasivas, primero alegando un retraso en su llegada a Tortona,
luego explicando que habían sido dignamente alojados en un castillo en las
afueras y, por último, citando motivos de protocolo.
Varias
veces se había oído a Ridolfo y Bartolomeo discutir con gran vocerío, como si se
acusaran el uno al otro, aunque siempre permanecían juntos; darse la
espalda podía ser muy arriesgado. Evitaban encontrarse con la gente de
Milán y de Nápoles y, a pesar de estar protegidos por algunos arqueros
lombardos, no se fiaban ni siquiera de éstos. Sólo se dejaban acompañar por
los diplomáticos extranjeros y sus mujeres, personas que merecían su confianza,
ya que no tenían ningún interés en eliminarlos.
La
circasiana era muy comprensiva con el inquieto Ridolfo da Pusterla; con el que
no escatimaba lánguidas miradas y caricias. Durante esos momentos el conde
parecía olvidar la pesadilla que lo amenazaba y por eso le estaba agradecido. El
otro, el caballero Stampa, no abandonaba ni un solo instante a sus nuevos
amigos, buscando a su lado una seguridad que, sin embargo, no bastaba para
tranquilizarlo. Incluso Trotti, siendo Embajador ferrarés y, por tanto,
ajeno a las intrigas de las Cortes milanesa y napolitana, disfrutaba con sus
desahogos. Mientras, maese Stefano seguía haciéndolos vigilar discretamente
por algunos de sus avispados galopillos.
El
matrimonio ya celebrado en Nápoles sería ratificado solemnemente en la catedral
de Milán. Pero en Tortona los festejos organizados en honor a los recién casados
no podían pasar por alto la bendición de la Santa Madre
Iglesia.
En
el recinto sagrado de la catedral, bajo un palio montado para la ocasión, el amo
del lugar, Bergonzio Botta, señor de Tortona, rodeado de obispos y
dignatarios, dio la bienvenida oficial a los jóvenes señores de
Milán.
En
la catedral refulgente de oro y de plata, el himno de los cantores se alzó
imponente entre grandes nubes de incienso. Monseñor Ottaviano da Melzo
pronunció una docta homilía dirigida a los augustos esposos y al duque
Ludovico; después llegó la bendición del obispo de Como, Trivulzio, y al final
el majestuoso tedéum de
agradecimiento.
A
la salida, entre los aplausos y los gritos alegres de la multitud, se preparaba
el cortejo, pero antes de que los invitados se pusieran en camino, el notario
Opizzoni, un pequeño notable tortonés, empujó hacia delante a su hijo
Dertonino, que confuso y titubeante se acercó a los Duques y comenzó a declamar
un soneto en homenaje a los ilustres convidados:
Excelso
Duca, o Cesare novelo
justicia
cum forteza et temperanza
prudencia,
fede, carità et speranza
te
fano triumfare sempre vivo a belo[L4] ...
Afortunadamente
los modestos versos del notario pasaron desapercibidos a aquel público desatento
hasta que, al final de la filatería, en medio del aburrimiento general,
concluyó:
Johane
Galeazo Duca de pace
Christo
te exalta cum prosperitade
e
guarda Derthona in tua bontade[L5] .
Aunque
la poesía iba dirigida al joven Duque, fue el Moro quien con la mano enguantada
hizo un distraído gesto de agradecimiento y el notario y su hijo se
retiraron satisfechos.
El
cortejo sólo pudo ponerse en marcha a la hora sexta, cuando al haber pasado el
mediodía todos sus componentes advertían ya los mordiscos del
hambre.
Sin
embargo, el grupo descendió de la colina desfilando por las calles del
pueblo con grandísima fiesta y triunfo. La gente atónita admiraba a los sesenta
caballeros vestidos con brocado y oro y a las cincuenta damas que, cargadas de
perlas y collares, lucían suntuosas vestes, todos ellos al compaseo de sesenta y
dos clarineros y doce pífanos.
Las
calles de Tortona estaban cubiertas con telas blancas y de los muros de las
casas colgaban tapices y festones de enebro y naranjas amargas; tanto que en esa
ciudadela nunca se vio nada más hermoso. De las puertas y ventanas
brotaban muchachas y mujeres vestidas con todo el decoro de su
condición.
Para
contener la exuberancia del pueblo, en las esquinas de las calles que
atravesaba el cortejo había de diez a doce soldados.
Una
vez atravesado el pueblo, remontaron nuevamente hacia el castillo, donde se
celebraría el banquete. A lo largo del camino, se podían ver apostados más de
cien estradiotes y ballesteros a
caballo.
Su
Excelencia el duque Gian Galeazzo llevaba una veste de brocado y oro tan rica y
hermosa como jamás ninguna lo fue antes. En el bonete brillaban una punta de
diamante y una perla redonda más grande que una avellana, mientras que en
el pecho colgaba un estupendo balaje.
También
la Señora Duquesa iba vestida de brocado y tenía una guirlanda de perlas en la
cabeza y joyas maravillosas en las mangas y en el cos; las damas que la
rodeaban llevaban trajes riquísimos.
Pero
más que ningún otro era el duque Ludovico quien a su paso lograba enmudecer a la
multitud fascinada y atemorizada. Lucía una bellísima jornea
pespunteada de rubíes y diamantes y tejida en oro con las empresas de la
casa de los Sforza.
Sobre
el pecho tenía bordada una especie de red en trama de hilos de oro, el burato de oro, sostenido por cuatro
manos angélicas, dos a los lados y dos en los hombros, donde con letras de
oro se leía el lema: «Tale a ti quale a
mi[L6] .
»
De
su cuello colgaba un rubí balaje, llamado «el marone», con el emblema grabado del
caduceo de Mercurio, que tanto
apreciaba como símbolo de paz y prosperidad. En el dedo llevaba el
celebérrimo anillo de corniola
con la efigie tallada de un emperador romano: era el sello que imprimía
sobre todas sus órdenes en señal de autenticidad. En la cabeza llevaba un bonete
oscuro con un broche de oro con la inicial «M» y una gran perla pinjante.
A1 regresar de la función religiosa, los Legados y amigos, que estaban
especialmente hambrientos, optaron esperanzados por reaparecer en la cocina de
maese Stefano, a pesar de que se dijo a todos que el día del banquete no tendría
tiempo para dar de comer a nadie, de veras a nadie. Ante la imprevista
llegada de los intrusos, los cocineros se precipitaron al final de la
escalera de entrada para cerrarles el paso haciendo visibles signos de
denegación con la mano y la cabeza. Pero la circasiana y Dona Evelyne,
exhibiendo las más seductoras de sus sonrisas, forzaron el obstáculo y se
encaminaron directamente hacia maese Stefano.
El
Gran Cocinero trataba de rebelarse a sus zalamerías, pero las dos damas lo
cogieron suavemente por debajo del brazo, implorándole. Casi inmovilizado, maese
Stefano seguía sacudiendo la cabeza, negándose, mientras micer Jacopo, que
acababa de llegar, se sentaba a una mesa y observaba la escena sonriente.
Sabía que su refunfuñón amigo no se resistiría a las monerías de la circasiana y
aún menos a los ojazos gris‑azulados y suplicantes de Dona
Evelyne.
En
un momento dado, forcejeando graciosamente, el cocinero
dijo:
‑¡No,
y siempre no! ‑Se contradijo de inmediato‑. Quizá, a lo sumo, podría daros
sólo alguna cosilla para calmar el hambre y basta, luego ¡todos fuera
enseguida! ‑Lo dijo con el tono más malvado y molesto que pudo... pero lo
dijo.
El
cocinero se irritó mucho, porque el diplomático había estallado en una
carcajada. Le fastidiaba que su amigo lo sorprendiera en un momento de
debilidad.
‑
¡Pero daros prisa! ‑gritó entonces tratando de mostrarse muy brusco, al tiempo
que acompañaba a Doña Evelyne hacia una de las mesas, con tal dulzura de modos y
tal sentimiento de devoción que sus hombres no le reconocían. Dona Evelyne,
al lado de aquel hombretón, aún parecía más menuda y frágil mientras él daba la
impresión de protegerla con su corpachón.
Los
jóvenes se sentaron ruidosamente en los bancos a cada lado de la escalera y, con
alegría, empezaron a comer carne asada, guisos y tortas saladas que, a una
señal del Gran Cocinero, los sirvientes habían acercado, junto con unos bocales
de buen vino, a las dos mesas.
Con
la excusa de ayudar a sus hombres a desembarazarse pronto de aquellos
inoportunos bulliciosos, maese Stefano servía personalmente a Dona Evelyne unos
platitos de exquisiteces elegidas aquí y allá de entre los manjares ya
preparados para la mesa ducal. Durante algunos instantes se quedaba
fascinado con los ojos gris‑azulados de la mujer y con los hoyuelos de sus
mejillas cuando sonreía. Luego, como para recuperarse de un sueño y
mientras se atormentaba la perilla, iba de inmediato a dar alguna imperiosa a
inútil orden a sus cocineros principales.
El
paje Geraldo, con ojos adoradores y tristes, estaba sentado junto a Melita,
cortejadísima como siempre. La seguía por doquier sin apartarse de ella, soñando
en vano con volver a poseerla tan disponible y maternal, como durante la noche
en Pisa. Mientras tanto, la circasiana bromeaba alegremente ora con uno ora
con otro, en particular con los dos amigos del duque Bartolomeo Stampa y Ridolfo
da Pusterla y con Manetto dei Portinari. A1 florentino lo vigilaban desde
la otra mesa las dos damas de Valladolid lanzándole torvas
miradas.
Los
jóvenes ya habían comido bastante y la cocina tenía que volver inmediatamente al
trabajo sin gente fastidiosa por medio; por eso, maese Stefano, sacudiendo
el delantal como si quisiera espantar moscas, expulsó casi a la fuerza al
grupo de los Legados, que se precipitaron veloces hacia la escalinata. Doña
Evelyne, que era la última en salir, a mitad de la escalera se detuvo, se volvió
hacia el cocinero y, levantándose un poco el vestido con las manos para no
tropezar, descendió corriendo por los peldaños. Acercándose a maese
Stefano, se puso de puntillas y le dio un sonoro beso en la mofletuda
mejilla, para luego desaparecer rápidamente escaleras arriba. Él se tocó el
carrillo y, más colorado de lo habitual, se volvió instintivamente hacia su
amigo. Micer Jacopo le estaba guiñando el ojo, con una sonrisa
irónica.
‑¡A
trabajar, holgazanes ‑chilló el Gran Cocinero a sus ayudantes, que habían
observado un poco sorprendidos la escena‑, que pronto se hará de
noche!
Y
trató de asumir una actitud seria.
El
trabajo bullía con un ritmo regular. Maese Stefano de vez en cuando iba a
sentarse a una de las mesas con el embajador Trotti, que ya había concluido sus
compromisos protocolarios. El cocinero descansaba unos instantes a
intercambiaba algunas palabras con su amigo, mientras sorbían un trago de
garnacha de Corniglia bien helada,
mantenida así en la nieve. Incluso sentado, el Gran Cocinero seguía dirigiendo
su numeroso grupo con señales de la cabeza o bien indicando con la mano los
quehaceres, primero a uno después a otro.
Fue
durante una de estas pausas cuando bajó a la cocina Ambrogio da Rosate, el
médico y astrólogo de la Corte. Nunca tenía una cara alegre, pero en ese
momento parecía más triste y angustiado de lo normal; quizá sentía
necesidad de sincerarse con alguien en quien confiara.
‑¿Qué
os pasa, maestro Ambrogio? ‑preguntó Trotti‑. Parecéis un poco bajo de
moral.
‑Lo
estoy, lo estoy, querido Embajador, y vos sabéis también por qué. Los
astros y los hombres me han revelado que sucederían cosas muy graves, que, por
otra parte, están ocurriendo, pero no he podido hacer nada por evitarlas. Es
inútil que los astros os desvelen sus secretos más arcanos, si luego la ceguera
de los hombres hace vano todo consejo, toda insinuación de prudencia. Esta
última noche me la he pasado consultando antiguos textos que tratan de los
influjos siderales, esperando haberme equivocado, confiando en que las
cábalas de Hermes Trismegisto me revelaran que lo que había visto no era cierto.
Noche desperdiciada, peor aún, un esfuerzo inútil y envilecedor. Ahora sé que
los desdichados eventos continuarán, pronto... muy pronto... ‑repitió como si
hablara consigo mismo‑, y seguirán hasta representar una oscura amenaza
incluso para nuestro mismísimo Ducado.
Sin
proferir palabra, maese Stefano delicadamente le puso delante una copa de buen
tinto de Borgoña. El viejo, arrugado y cansado, le dirigió una muda mirada de
gratitud; la necesitaba de verdad, y el cocinero, ese buen hombre, lo había
intuido.
El
astrólogo, un poco reanimado por el calor del vino,
continuó:
‑Inerte,
percibo la cercanía de la catástrofe que las estrellas y la Cábala me anuncian
como próxima... quizá ya se está madurando aquí, ahora. Aunque nada me está
permitido hacer. A nosotros, hombres de la Cábala, no sé si por suerte o por
desgracia, nos es concedido escrutar las estrellas y vemos claros los
eventos lejanos, pero cuando están muy próximos en el tiempo, somos como
ciegos que rondan por las inmediaciones de un barranco del que conocen la
existencia, pero no el lugar.
Ambrogio
calló y permaneció en silencio mientras los otros trataban de aferrar el
misterioso significado de aquellas frases que parecían llegar desde muy lejos.
Maese Stefano, siempre fascinado a impresionado por las palabras del sabio
astrólogo, no pudo menos qué preguntar:
‑Entonces,
maestro, ¿no se interrumpirá jamás la cadena de acontecimientos? Y dado que
nadie puede intervenir, ¿adónde irá a parar la libertad de elegir entre el bien
y el mal? La Madre Iglesia nos enseña que nuestra conducta sólo depende de
nosotros mismos y de nuestra rectitud. Me parece que en vuestras palabras hay
una contradicción. ‑Era su buena cultura religiosa la que lo hacía
hablar.
‑No;
no está dicho que así sea. En efecto, el mal se puede truncar, porque si no
fuera así nosotros ni siquiera seríamos responsables de nuestros pecados. Las
estrellas nos dan indicaciones, pero nunca revelan los detalles, porque tampoco
a ellas les es concedido privarnos de nuestro libre albedrío. La libertad
de elección es un don y, al mismo tiempo, una condena que Domine Iddio nos ha concedido. Ellos,
los astros, nos ofrecen misteriosos, pero correctos, signos, como si en una
densa floresta alguien nos indicase una dirección correcta; sin embargo somos
nosotros los que debemos adentrarnos en el bosque y en cada encrucijada elegir
con plena libertad entre el sendero bueno y el fatal. Por desgracia, no nos
encontramos solos ante esta elección; el Maligno se esfuerza, por todos los
medios, por hacernos elegir el camino de la perdición en la selva
oscura de nuestra vida. ‑Se quedó en silencio durante un rato, como si
dudara en descubrir otros arcanos. Luego, con una voz que parecía surgir
desde las más secretas tristezas de su ánimo, prosiguió‑: Hay sucesos que
las estrellas nos revelan, pero que ninguno de nosotros, hombres que poseemos la
facultad de leer en los astros, puede detener. Son vicisitudes con orígenes
lejanos y conclusiones aún más inescrutables. Hay alguien acá arriba, no en los
altos cielos, sino en el aire cercano a nosotros, que prepara desde hace largo
tiempo y desde muy lejos, las malditas horas que concluirán toda su obra. Se
trata de entidades del Hades, que anidan en lugares insólitos y desde allí
urden largas tramas bajo la guía del más pérfido y astuto de ellos, quizá el
mismo y poderosísimo Azazel en persona, el demonio del desierto. Están por
todas partes, pero preferentemente fuera de algunos edificios sagrados;
alrededor de las grandes catedrales, entre las vigas de los techos, entre los
arcos rampantes o bajo las bóvedas de los pórticos, cerca de las entradas que no
traspasarán nunca, destinadas eternamente a no poder calmar la enorme sed
que tienen de estar cerca de Dios. Hay lugares y horas donde su desesperada
presencia se advierte más que en otros sitios.
Los
dos que lo escuchaban se miraron a los ojos, como si cada uno quisiera escrutar
los temores del otro, mientras el astrólogo continuaba:
‑Por
ejemplo, en el pórtico de la que fue antigua catedral de Torcello, en la isla
cercana a Venecia, a medianoche, el incauto que se encuentre en las
proximidades del pronaos advertiría con claridad el horror de su presencia
bajo las bóvedas mientras empujan desesperadamente para introducirse por
las aberturas y fisuras del templo, donde no conseguirán entrar jamás. Lo mismo
se retuercen entre los arcos del techo y en los campanarios de Notre‑Dame en
París que alrededor de los arcos rampantes en la catedral de Palma de
Mallorca, donde a veces incluso consiguen asomarse a la parte alta de las
vidrieras de colores y, a empellones una contra otra, tratan de escrutar el
interior ansiosas y sedientas de luz. Estas entidades son las que organizan
desde muy lejos las noches de los Siete Pecados para vengarse de la Redención de
la que están excluidas. Eligen hombres y mujeres ignorantes y
particularmente débiles, haciendo de ellos sus instrumentos. Luego, como si se
tratara de muchos caminos que convergen inexorablemente en una encrucijada
desesperada a imprevisible, ponen en marcha sus intrigas y las guían hasta la
fatal conclusión.
Maese
Stefano creyó oportuno llenarle otra vez la copa.
‑A
los seres humanos elegidos ‑continuó el astrólogo‑, se limitan a ofuscarles
la razón. Por eso los designados se comportan como si el tiempo hubiera
sufrido una aceleración. Son instigados a realizar, en pocos días o en
pocos meses, todo lo que para bien o para mal, más a menudo para mal, harían a
lo largo de muchos años. Estos infelices creen vivir o gozar con más
intensidad que los demás. En realidad, queman el tiempo que les ha sido
concedido y, llegados al epilogo, se sienten vacíos a incapaces de retomar su
vida con el espíritu de antes. Es como si una nueva a ilusoria
juventud hubiera ardido y en sus manos sólo quedara la ceniza del
desaliento y de la inutilidad de las cosas. Muchas veces la conclusión, el
inevitable cumplimiento de todo, ocurre durante una de las noches de los Siete
Pecados. Los escogidos, tras haber consumado tan tétrico evento, se
encuentran más viejos y tristes de lo que deberían estar. ‑Hizo una pausa
y, después de un largo y doloroso suspiro, concluyó con tono escéptico‑: Sin
embargo, hay que admitir que la posibilidad de detener el curso de los eventos,
aunque sea remota, sigue existiendo.
‑Maestro
Ambrogio, ¿qué significa una noche de los Siete Pecados? ‑preguntó desconsolado
maese Stefano.
El
viejo astrólogo parecía no haber oído la pregunta. Su voz cansada cesó y los dos
amigos creyeron inútil seguir turbando a aquel ser tan sensible y
extenuado.
El
Gran Cocinero, impresionado, se levantó para dar algunas órdenes a los suyos,
pero al poco regresó con uno de los sirvientes y con una señal dio a entender al
diplomático que tenía urgente necesidad de hablarle a solas. Cuando se apartaron
a un rincón de la cocina, le susurró:
‑Escuchad
un momento lo que me ha referido este valeroso joven, uno de los muchachos más
listos de mi grupo. ‑Se volvió hacia el siervo para añadir‑. Habla sin temor,
Leventino, micer Embajador es un amigo.
‑Mirad,
Excelencia, no es que yo tenga la costumbre de
escuchar...
‑Abrevia,
Leventino, fui yo quien le dijo que estuvieras con los oídos abiertos y que
me refirieras todo, ¡así que adelante!
‑Pues
bien, cuando estaba sirviendo a la comitiva de los jóvenes caballeros he oído a
esa hermosa dama de cabellos rojos...
‑Sin
duda se trata de la circasiana ‑interrumpió el
diplomático.
‑Sí...
precisamente ésa estaba diciendo a los tres con los que hablaba que la noche en
que llegaron a Pisa y fue asesinado el segundo joven, vio merodear por el puente
de la nave al Cómitre Principal de los arqueros, Carazzolo, que con algunos
de sus hombres trataba de no hacerse ver mientras transportaban una especie
de saco, que incluso podía ser un hombre muerto.
‑¿Estás
seguro de lo que has oído? ¿No lo habrás equivocado?
‑No,
Excelencia, estoy tan seguro como verdadero es Domine Iddio. Además, sabiendo cuánto
interesan estos asuntos a maese Stefano, estuve bien atento a sus palabras.
Como no podía detenerme demasiado para no despertar sus sospechas, fui a buscar
un poco de empanada de higadillos y vino y, con mucha calma, los dispuse delante
de esos cuatro. Y entonces escuché claramente el final de la conversación. Uno
de los jóvenes caballeros que hablaban con la pelirroja comenzó a decir: «Ya
sabía yo que era él quien nos quiere muertos; nos odia porque... » Pero en
ese momento el joven enmudeció porque se dio cuenta de que yo estaba a su
lado.
‑Gracias,
Leventino, gracias, ahora puedes irte; eres un buen chico.
Una
vez a solas, los dos amigos se miraron en silencio. Luego maese Stefano
preguntó:
‑Bien,
¿qué decís, Excelencia?
‑Digo
que... ¡quizá nuestra suposición era correcta, maese
Stefano!
‑I
campan i suna mai per negott!
‑¿Qué?
¿Qué?
‑Las
campanas jamás suenan por nada ‑tradujo el Gran Cocinero al Embajador ferrarés.
Ahora en sus ojos se habría podido vislumbrar una luz
nueva.
12
De
nuevo remolineaba la nevisca cuando las campanas tocaron la hora del
ángelus y las sombras de la tarde ya descendían sobre la explanada del castillo
y la catedral. Se acercaba el momento de la cena y los invitados llegaban
entre el piafar de los caballos y un gran ruido de carretas sobre el
empedrado.
Una
multitud de gente atraída por el excepcional acontecimiento se había reunido
delante del castillo para festejar a los novios y ver a su nueva
Duquesa.
Continuamente
se escuchaba «¡Moro! ¡Moro!».
Su
popularidad superaba la de Gian Galeazzo, y las aclamaciones de «¡Viva los
esposos, viva el Duchino!» eran
bastante escasas, pero probablemente la capacidad de persuasión de los hombres
de Ludovico no era del todo ajena a tales manifestaciones. Varios arqueros
mezclados entre la multitud se encargaban de orientar oportunamente
los entusiasmos.
En
los últimos días habían llegado a Tortona desde el Alessandrino y Monferrato
turbas de mendigos que permanecían durante horas bajo el frío, esperando
recibir las sobras de las mesas al final del banquete. También se habían
acercado muchos vendedores ambulantes que, amontonados bajo la nevisca,
pataleaban por el hielo mientras vendían frutas azucaradas, mostillos y
altramuces salados.
En
la inmensa sala muchos huéspedes, antes de sentarse a las mesas, esperaban
la llegada de los maggiori. En tanto, los músicos tocaban melodías lombardas,
napolitanas y españolas.
La
cocina se había convertido en un antro infernal, y maese Stefano, colorado como
buen leonado que era por naturaleza, tenía el rostro enrojecido por el calor y
la reverberación del fuego, mientras que los últimos preparativos se hacían a un
ritmo trepidante.
El
histórico desafío a distancia con la Corte de Nápoles estaba a punto de
iniciarse, tanto en los fogones como en la sala, y todos eran conscientes. El
señor duque Ludovico esperaba que aquel banquete, tan cuidadosamente
preparado en todos sus detalles, no sólo fuera una respuesta a la
abundancia del convite de Nápoles, sino también una clara demostración de
refinamiento y suntuosidad, dignos del rico Ducado de los Sforza. La presencia
de los enviados de las principales cortes italianas, francesas y alemanas
suponía una extraordinaria ocasión para el Moro, que aspiraba a convertirse, si
no en el amo de la península, al menos en su punto de referencia político y
cultural reconocido y aceptado.
Por
tanto era inevitable que el nerviosismo serpentease entre las columnas, las
bóvedas y los fuegos de la cocina, pues se aproximaba la hora crucial en que se
posarían los primeros platos en las mesas del
banquete.
Con
facilidad estallaban las peleas, tanto entre cocineros como entre
galopillos, pero maese Stefano, sin perder nunca la calma, apaciguaba con una
palabra o con un simple gesto las riñas y los altercados. Impartía órdenes
breves y concretas, serenamente aconsejaba a cada uno de sus cocineros
principales, sin descuidarse de preparar él mismo las viandas para la mesa de
los Duques. A su vez los ayudantes repetían las órdenes recibidas gritando a sus
subalternos. Desde que el cortejo ducal había llegado a Tortona, de vez en
cuando irrumpían en la cocina los lebreles del señor duque Gian Galeazzo con sus
dorados collares. Nerviosos y moviendo la cola asaeteaban veloces por doquier
husmeándolo todo y tratando de adentellar algún bocado de los platos ya
preparados. Su presencia molestaba mucho a los cocineros que, sabedores de que
ante los extraños debían tratarlos con el debido respeto, en cuanto una de las
bestias se metía en un rincón apartado se oían los gañidos. Un vigoroso
puntapié, propinado sin hacerse ver, trataba de poner freno a aquellas
inoportunas incursiones.
Los
mozos hacían girar los asadores, cuyas llamas espejeaban en sus rostros y sobre
las bóvedas. La luz de los fogones deslumbraba proyectando en las paredes las
sombras agrandadas de quienes se movían por la cocina. Los hornos eran
bocas de fuego abiertas de par en par que devoraban sin pausa empanadas, pan
dulce, pavos y otras muchas cosas. El humo de los asados y de la madera que
ardía se condensaba en la parte alta de las arcadas. Entre el alboroto y el
griterío general, incluso era arduo oír las órdenes de los cocineros
principales.
En
medio de todo aquel estruendo, los golpes sordos y rítmicos de los morteros
preparaban los últimos rellenos, las salsas y los condimentos, mientras el
chisporroteo de la grasa de cerdo y de oca, con que se mechaban las
carnes, era la melodía de fondo.
Las
llamaradas, los alaridos y el sudor de los cocineros principales y de los
cocineros daban la impresión de que la situación estaba fuera de control, pero,
en realidad, en medio de la aparente confusión existía un orden sustancial que
en su momento conduciría todo a buen término.
El
poeta Taccone, orgulloso de sí mismo, se preparaba releyendo una vez más
los modestos versos que había compuesto, al tiempo que los bailarines y los
actores ensayaban los pasos y figuras que ejecutarían al servir los
manjares en las mesas de los Duques y en las altas. Sin embargo, en las mesas
bajas ya estaban colocadas las fuentes de presentación, en el orden
geométrico previsto por el Gran Senescal: cada ocho convidados se habían
preparado los platos con todas las exquisitas viandas que componían el primer
servicio.
El
enorme salón era muy similar a una iglesia, pues estaba dividido en tres naves
larguísimas con las bóvedas apoyadas en dos hileras de columnas de ladrillo
rojo, rematadas al estilo de Pavía. Los voluminosos tapices que, colgados
de las arcadas, cubrían los muros completaban el efecto de una imponente
riqueza.
A
lo largo de la arcada central, la más espaciosa, se extendían, una frente a la
otra y apoyadas en las columnas, dos interminables mesas. Los huéspedes
sólo se sentarían en el lado exterior, de modo que todos estuvieran vueltos
hacia el centro. El amplio corredor que quedaba en el medio permitía moverse con
facilidad a sirvientes, pajes de la Corte de la mesa alta, bodegueros,
actores, danzarines, enanos, bufones, tragafuegos, saltimbanquis y a los poetas
que declamarían sus apologéticos versos.
A1
fondo de la nave, cerrando a modo de herradura las dos larguísimas mesas del
resto de los invitados, presidía la de los Duques, realzada sobre una tarima
cubierta con una tela con rapacejos de oro. En las dos mesas laterales los
invitados estaban situados según su condición social: los de las mesas altas se
sentaban cerca de los Duques en cómodos escabeles con respaldo, luego, poco
a poco, los de las mesas bajas en taburetes sencillos y, por último,
aquellos a quienes se destinaba un sitio en los bancos.
En
la parte opuesta del salón estaba el portón de entrada. La arcada central se
había iluminado con antorchas resinosas y candelabros, pero su luz no
alcanzaba a las laterales, donde a espaldas de los convidados se dispuso
todo lo necesario para el servicio de las mesas. Los espacios que quedaban
en penumbra, si no en la oscuridad, eran muy amplios y estaban repletos de
bancos y de tinas para mantener fresco el vino. Allí trabajaba todo el
personal. La sombría nave de la derecha la ocupaban el Bodeguero y sus
asistentes. Aún más escondido en la oscuridad, el Credenciero reservaba sus
especialidades: los platos fríos, las ensaladas, los dulces, los bizcochos y las
cremas.
Además
de los convidados de las mesas altas y bajas del salón, estaban los huéspedes de
menor cuenta, que comían en los tinelos vecinos.
La
espera fue larga, pero al final el toque de los clarines de plata anunció la
llegada solemne del cortejo ducal. Primero aparecieron los arqueros en uniforme
de gala, después los escuderos con los gonfalones; luego doce pajes en librea
con las enseñas de los Sforza y de los Visconti y doce con las de las Casas
de Aragón y de España.
Inmediatamente
después venía el Montero Mayor de
Gian Galeazzo, que sujetaba con correa la jauría de los amadísimos lebreles del
joven señor Duque, con sus anchos collares de oro grabados con el emblema de los
Sforza. Apenas los soltaron, los perros comenzaron a correr por todos lados,
metiéndose entre las mesas y las piernas de los
convidados.
Seguían
los maggiori, Hermes Sforza con sus hermanos, el conde Bergonzio Botta,
señor del castillo de Tortona, el obispo celebrante Antonio Trivulzio, los
duques de Amalfi y así sucesivamente los más ilustres invitados de las mesas
altas: Bartolomeo Calco y los dignatarios del estado de Milán, monseñor
Ottaviano da Melzo y los miembros del alto clero, el conde de Caiazzo y los
distintos capitanes ducales, Jacopo Trotti y los Embajadores de los estados
extranjeros, los condes de Conza y de Potenza, los barones aragoneses y, por
último, Dona Cecilia Gallerani y su séquito.
Un
redoble de tambores anunció la entrada de los novios, que avanzaban mientras los
pífanos, los laúdes y las tubas ejecutaban una dulce canción
nupcial.
El
señor duque Gian Galeazzo llevaba un jubón corto bordado con escamas de oro del
que salían dos amplias mangas de ormesí blanco, pespunteadas de perlas. Desde
los hombros, una hopalanda con elegantes pliegues le caía por la espalda
descendiendo hasta las pantorrillas. Era de lampazo blanco de Génova y llevaba repetidas en
todo el tejido las armas de los Sforza y de los Visconti bordadas con hilo de
oro. El joven era graciosísimo de ver con aquel casquete a la
francesa, el cabello rubio y ondulado y sus grandes ojos celestes. Lucía con
donaire y de través un bonete ancho y bajo de terciopelo cincelado de color blanco y
oro, con una gran pluma blanca sujeta por un broche con un enorme brillante en
el centro y una corona de granates alrededor. Colgado de una cadena,
brillaba el spigo, el famoso rubí
balaje en forma de corazón, tan grande como un huevo. Era el mismo que, en
representación suya, su hermano Hermes llevó en Nápoles. Unas calzas de seda
divisadas con suela, una blanca y una dorada, ceñían sus hermosas piernas
de joven dedicado a los juegos y a las cacerías.
De
la recién casada Isabel emanaba un aura de radiante adolescencia. El rostro
limpio, sin sombra de afeites o de blanquetes, los grandes ojos oscuros, los
labios de un bellísimo rojo natural y, a diferencia de muchas damas,
la frente sin rasurar. La piel era ligeramente olivastra y, aunque sus
rasgos no eran muy bellos, una dulce frescura iluminaba su rostro: El cabello
castaño oscuro estaba dividido por la mitad a la altura de la frente y,
adherido a la cabeza, descendía hasta cubrirle las orejas. Una fina cinta con
brillantes lo mantenía sujeto. Vestía una larga gonela blanca de tafetán
deliciosamente bordada con hilo de oro y salpicada de perlas desde los
hombros hasta los pies. La veste a la
milanesa iba rematada con otra densa tira de perlas a modo de ribete.
Las mangas arrocadas estaban unidas a la gonela con cadenillas de oro que
terminaban en largas agujetas de
diamantes. Por delante la vestidura estaba cerrada con una interminable hilera
de botones, con forma de ramilletes de flores de oro y brillantes. Sujeto a los
hombros con dos preciosos alfileres, llevaba un extraordinario monjil
blanco de delgadísimo terciopelo de Zoagli, elaborado con hilos de plata y oro,
que terminaba en una larga cola sostenida por cuatro damiselas de
honor. El escote de la gonela era a la milanesa, cuadrado con los ángulos
redondeados, y pretendía ser un delicado homenaje a su nueva patria. En el
cuello destacaba la cadena con el gran rubí en forma de corazón, obsequio
del señor duque Ludovico, y muy parecido al de su esposo. A los lados, un
cinto de láminas de oro decoradas con perlas sujetaba el
monjil.
Cuando
los esposos hicieron su entrada en la nave central, resplandecientes de perlas y
diamantes, y las luces de las teas y los candelabros se reflejaban sobre sus
joyas, a todos les parecieron dos blancas y celestiales figuras de las que
emanaban rayos de luz. Los presentes no pudieron contener un murmullo de
estupor, los caballeros se quitaron los birretes mientras se oía un largo
susurro de las damas que comentaban los atuendos de la Duquesa y de su esposo.
Entonces apareció Ludovico el Moro, imponente en su sobriedad. Para el
banquete se había vestido con un monjil de amplias mangas con forma de
trompa y una corta muceta de brocado de oro y plata. En la cabeza tenía un
bonete en punta sin plumas y, por coquetería, a diferencia de los demás nobles,
había decidido no lucir joyas salvo una gran cadena de oro de hombro a hombro
con su emblema.
Sus
vivaces ojos oscuros lo controlaban todo y contrastaban con la expresión pacata
del rostro y con su gesto, caracterizado por una aristocrática
solemnidad.
En
cuanto todos los notables estuvieron sentados, los caballeros volvieron a
ponerse los birretes y entonces pudieron sentarse.
Una
vez que se hizo el silencio, Taccone comenzó a declamar:
Ordine
de le Imbandisone se hanno
a
dare a cena. Prima imbandisone.
Y
se anunció la llegada de Mercurio:
Triumpho
uno vitello inargentato qual
serà
pieno de ucelli vivi con dui vitelli cocti
pieni
di pernice a fasani cocti[L8] ...
Desde
el fondo de la sala salieron raudos los bailarines que, vestidos ricamente
como dioses del Olimpo, al son de la música se dirigieron danzando hacia las
mesas altas haciendo girar con maestría las fuentes de las primeras
viandas.
Llegó
Mercurio, acompañado por los suyos, portando, además de la ternera
plateada, terneras asadas rellenas de perdices, corzo asado y faisanes. Los
versos que se recitaban eran:
lo
ho veduto el mio fratello Apollo mutatosi in pastor
guardar
l'armento d'Admeto,
amor
li ha posto il joco al collo[L9]
Con
gran pompa los danzantes proponían a los Duques y a las mesas altas una serie de
triunfos de perdices, de faisanes con langostinos, de cocido con su salsa blanca
y una menestra de perdices y de caldo lardero. La escena era espectacular y, sin
duda, nueva, por lo que toda la sala quedó sorprendida y
admirada.
En
las otras mesas, los convidados empezaban a servirse con las manos de los platos
colocados oportunamente para que al menos estuvieran al alcance de ocho de
ellos; cogían lo que deseaban, lo pasaban a su propio plato, lo cortaban con el
cuchillo y, siempre con las manos, se lo llevaban a la boca; la galantería así
lo requería.
Sólo
unos cuantos extravagantes hacían alarde de unos punzones puntiagudos que se
habían traído de casa en unos estuches especiales o, peor aún, de unos
ridículos tenedores, similares a los de las bandejas comunes, pero
mucho más pequeños. Con estos estrambóticos utensilios se llevaban la
comida a la boca, usanza que era muy criticada por las damas y los caballeros,
pues indicaba escasa virilidad. También la Madre Iglesia estigmatizaba este
decadente hábito por sus connotaciones claramente sibaritas. Los dobleces
del mantel, que caían hasta el suelo, servían para limpiarse educadamente las
manos y la boca y, si era absolutamente necesario, para sonarse la nariz,
aunque no todos estuvieran de acuerdo sobre la conveniencia de esta última
costumbre.
En
la mesa no tenía que haber botellas, salvo las de resolís de vivaces colores,
que alegraban la vista. Los servidores retiraban con una bandejita de cristal
los cálices vacíos y los reemplazaban enseguida por otros llenos, sin
tocarlos nunca con las manos.
En
las mesas de los maggiori había grandes jarrones de credencia
decoradísimos y realizados finamente con esmaltes translúcidos principalmente
azules y con motivos paganos: amorcillos, medallones, escenas de caza y
combate, damas tocando el laúd y la mandolina, además de las gestas de
Hércules. Los candelabros también estaban adornados con esmaltes y los
candeleros eran de bronce esculpido con forma de hojas de palma, festones,
largas ramas que trepaban en espiral, mientras que las copas plateadas estaban
grabadas con los escudos ducales y las angarillas de cristal tenían la base
de plata.
Además,
los vasos y cubiletes, con las asas con flores y racimos de uva de esmalte,
hacían un bonito juego con los saleros en forma de animalillos, las hueveras,
los aguamaniles de bronce y las elegantes bacías para mantener fresco el vino,
también de bronce.
En
cambio, la mesa de los Duques estaba engalanada con los celebérrimos cálices de
cristal con las armas de los Sforza aplicadas en metal. Dignas de admiración
eran las muy refinadas mayólicas lombardas: una bella frasca, azul y amarilla,
que reproducía las divisas de Ottaviano Sforza, y el enorme plato con las
figuras de un paje y de una doncella entre unos escudos que representaban
la serpiente de los Visconti y una enseña de los Sforza.
Para
la ocasión, Caradosso había cincelado un grande y bello jarrón ligando cuatro
trozos de cristal de roca con plata dorada y esmaltada, tallado a modo de
refrescador de vino.
El
primer servicio para las mesas bajas estaba compuesto por lengua de buey en
caja y empanadas diversas, como la de hígado de ternera y la de carrillos, ojos
y morros de buey.
En
las mesas había, además, elegantes bandejas de falda de ternera hervida con
perejil, con montañas de albóndigas de ternera lechal de media libra de peso en
su jugo y salpicadas con pasas, que debían degustarse junto con alcachofas y
cardos crudos sazonados con sal, pimienta y especias. Grandes cantidades de
mostaza darían sabor a las viandas, mientras que para endulzar la boca
había castañas asadas servidas con sal, azúcar y
pimienta.
Un
buen caldo lardero con costillas de cerdo era ideal para sentar el estómago y
permitir saborear los raviolis, ya fueran rellenos de tuétano de buey y
servidos con azúcar o cubiertos de queso, azúcar y canela. Los comensales
podían continuar con la tortilla hecha con parmesano, piñones, pasas de uva,
menta y mejorana machacada.
Entretanto,
los bailarines y los actores anunciados por Taccone seguían abasteciendo tanto
la mesa de los Señores como las cercanas mesas altas, vestidos de
divinidades griegas y mimando personajes mitológicos del séquito de Jasón y
Atalanta.
Para
los Duques los servicios de cubertería eran de oro y los cuchillos y las
cucharas tenían los mangos de nácar. Además, en su mesa, y sólo en ella, los
cubiertos no estaban colocados en orden sobre el mantel, sino que
encontraban sitio en varias nefs de
oro: cada señor tenía la suya. Estos estuches en forma de barquitas, aparte de
los cubiertos, contenían el pan, un paño de mesa humedecido con agua de rosas,
un mondadientes de oro y un puntiagudo punzón de oro con mango de madreperla con
el que los Duques podían coger los trozos de carne de la fuente y posarlos
sobre su propio plato de oro sin usar las manos.
Detrás
de la mesa ducal estaban listos para servir el egregio Gran Senescal, Gian
Giacomo Vincimala, el Camarero Secreto,
el Copero de Honor y el Trinchante Mayor de la Casa de los Sforza, cada uno
con sus asistentes.
El
Trinchante no era un personaje de poca monta. A menudo era de origen noble y
llevaba el espadín al costado para remarcar su condición o en todo caso
debía ser de muy buena cuna. Algunos eran auténticos virtuosos y por su
habilidad se podía deducir el nivel de refinamiento de una mesa
aristocrática.
Ante
todo, el Trinchante debía ser «netto a
lindo nella persona [L10] y
«estar
muy
bien equipado de vestimentas, caballos y otras cosas similares» para mantener
«la reputación de tan estimado oficio y aparecer honorable en presencia de
su señor» Además debía ser «osado», sin ser presuntuoso, porque, «incluso
ante los maggiori, no debe turbarse ni perder el ánimo, que si le temblaran
las manos, en modo de no poder hacer cosa buena, sería vituperado por todos y la
marca infamante le quedaría para siempre»
Por
tanto, con aire aristocrático, bien vestido, seguro de sí mismo, hacía
preparar a sus asistentes una mesita para posar los estuches que contenían sus
especialísimos cuchillos, la serie de horquillas para las distintas carnes
y los punzones. Sobre la mesa del Trinchante también estaban expuestos los
instrumentos para dar el último y delicado afilado a las hojas, además del
salero, porque, en caso necesario y según los gustos del señor, cogería la sal
con la punta del cuchillo y la esparciría sobre el trozo de carne una vez
cortado. Antes de nada los útiles se habían afilado y abrillantado a la
perfección con una arenilla especial. El Trinchante esperaba, firme, a su
Príncipe y, en cuanto éste llegaba, tras quitarse el bonete emplumado, hacía
graciosamente una elegante reverencia. Después se cubría otra vez la cabeza
esperando dar inicio a su oficio y manteniendo siempre la cara vuelta hacia
su señor. Ante todo, cuando el Senescal se presentaba con el plato de las
viandas, le pedía que hiciera la salva de la comida que había traído; es
decir, sin ningún miramiento hacia la persona o el grado, pedía a quien
traía los alimentos que los probara para asegurarse de que no estaban
envenenados. Luego los cubría enseguida con un paño cándido para evitar que les
echaran veneno mientras llegaba el momento de
servirlos.
Cuando
la carne llegó a la mesa ducal, el Gran Trinchante comenzó el esperado ejercicio
de su arte. Manteniendo los pies muy juntos y el cuerpo erguido, ensartó con la
forcina el trozo de corzo que debía cortar. Lo levantó en el aire y, sin
apoyarlo en ningún tajo, rebanó con cortes seguros las lonchas del espesor y la
dimensión oportunos. Despertando como siempre la admiración de los presentes, lo
hizo en tal modo que cada tajada cayera en el plato sostenido por su
ayudante, en un orden perfecto, sin que luego fuera preciso acomodarlas
para servirlas al señor y a sus comensales de alto rango.
Entonces,
con una profunda inclinación, haciendo revolotear su emplumado gorro, dio un
paso atrás y esperó. Así se comportaba y actuaba un noble Trinchante alPitaliana. Todo se desarrollaba como
en un admirable escenario, con una elegancia, un ritmo y una riqueza de
mobiliario y de adornos tal que fascinaban a cualquiera que tuviese un mínimo
conocimiento de los usos cortesanos.
Incluso
los mismos napolitanos, más dispuestos que nunca a criticar todo lo que fuera
lombardo, no podían sustraerse a la fascinación del ceremonial y de aquel
banquete a base de deliciosa y refinada comida, de danzas, música y poesía, que
también parecían penetrar la elegante gestualidad de los sirvientes que
atendían las mesas altas.
Con
la aparición de Jasón, que había presentado un triunfo de cordero dorado, el
primer servicio se encaminaba a su fin, mientras Taccone, según la
composición poética que cada comensal tenía ante sus ojos,
declamaba:
...
a tutti a un tempo a fu quel proprio loco,
volti
tra for se fien de vita spenti.
Sopì
el dracon a tolse l'aureo vello
a
te lo do che cossì vol el cielo[L11] .
Y
de este modo anunciaba el inicio del primer intra‑metz.
El
intervalo, que duraría una media hora, permitía a los convidados salir, danzar o
simplemente charlar mientras paseaban. Entretanto los bufones, los músicos y las
danzarinas se alternaban para entretener a los que decidían permanecer en la
sala.
Durante
el intra‑metz los siervos retiraban la vajilla usada, los
bibelots, las esculturas; los castillos de guirlache y las fuentes,
ahora casi vacías. En la pausa se quitaba el primer mantel, ya sucio por
las manos y la boca de los invitados, y debajo aparecía otro impecable.
Rápidamente todo lo que estaba sobre la mesa se colocaba otra vez en la
misma posición, incluidos la decoración, los candelabros, los saleros, las
especias, los licores, los confites y el imprescindible manjar
blanco.
Por
último, y también en el mismo orden de antes, se disponían los platos del
segundo servicio con las nuevas viandas. Al volver los invitados a la mesa
encontrarían todo exactamente como lo habían dejado, pero con las bandejas
sustituidas por las del segundo servicio y con las copas colmes de
vino.
Hasta
ese momento, sólo había tenido lugar la primera parte de la larga ceremonia
gastronómica, aunque los invitados ya empezaban a sentir los efectos de la
comida y el vino, licores y resolís. El banquete había comenzado con
un respetuoso silencio y en un clima de formal cortesía, pero, poco a poco, se
había ido animando y algunos ya mostraban claros signos de
ebriedad.
Como
sucede a menudo en tales trances, todos hablaban pero ninguno estaba atento
a lo que intentaban decir los demás. Los únicos mensajes que, sin duda
alguna, llegaban a los oídos de los que escuchaban eran los eructos de
sonoro agrado con que caballeros y damas punteaban sus
discursos.
La
brigada de los jóvenes diplomáticos y sus amigos, dada la importancia de
sus títulos, fueron situados por el Maestro de Ceremonias a continuación de
los Embajadores y los grandes dignatarios. Ahora, durante un servicio y otro,
según la costumbre, paseaban juntos entre las naves laterales bromeando y
burlándose de los tocados de las damas y los caballeros que, a su juicio,
vestían a la moda de tiempos pasados.
Los
dos supervivientes de la banda de Vigevano, rechazados tras otro inútil
intento de comunicarse con el señor Duque, se mostraban resignados y quejosos en
medio de sus amigos. Algunas parejas ya flirteaban en los bancos apoyados en los
muros laterales, protegidas por la penumbra que en algunos puntos podía
llamarse oscuridad. El vino y la atmósfera de difusa excitación alentaban
las intimidades. Pero en esa alegría había algo innatural; a pesar del
fasto, el ambiente no podría definirse del todo gozoso. La sensación de que
las horas transcurrían veloces hacia el fin excitaba los ánimos a impulsaba
a los excesos.
He
aquí que, terminado el primer intermedio, la Corte entraba otra vez acompañada
por los huéspedes de las mesas altas y por los Embajadores, que como era
habitual se acercaban a los Duques para intercambiar algunas frases de
circunstancia con Sus Altezas. Luego, cuando Atalanta apareció al fondo de la
sala, Taccone dio inicio al segundo servicio recitando:
Teste
de vitelli cocti col corio
Triumpho:
testa una de porcho salvatico
La
ninfa de los montes llegó ante los Duques danzando y les presentó una
composición con cabeza de jabalí y caza variada. En cambio, Diana y algunas de
sus ninfas traían un triunfo con un ciervo asado y dorado, que representaba
al mítico Acteón castigado y transformado en animal por haber osado espiar
a la diosa mientras se bañaba desnuda en el río. Otras divinidades de los
bosques ofrecían platos de fiambre de liebre en gelatina.
Los
chillidos cubrían ya la voz del Poeta de Corte y, como siempre, los invitados de
noble linaje empezaban a intercambiar las acostumbradas bromas; entre las
carcajadas más estrepitosas se arrojaban unos a otros trozos de carne, confites
o el vino restante en el fondo del vaso. Luego se abandonaban a la diversión más
de moda en los convites, al tiempo que más condenada por los moralistas y
educadores: se trataba de hacer entrar en los escotes de las señoras los
muslos de ave de los platos. Para las más gráciles se reservaban patas de
codorniz y a las más opulentas se destinaban los muslos de pavo, después de lo
cual, entre los aplausos y el griterío general, los caballeros pretendían
recuperar las piezas, aunque hubieran caído muy dentro, con las protestas, más
que nada formales, de las señoras. Entonces, el rescate comportaba una
búsqueda íntima y minuciosa que se producía entre los aplausos de los
vecinos de mesa y los fingidos desvanecimientos de algunas damas.
Algunos ya ebrios rodaban por debajo de las mesas, pero ninguno parecía darse
cuenta de ello. Eructos y otros ruidos ritmaban el estrépito y denotaban el
agrado de los huéspedes por la cena.
El
segundo servicio de las mesas bajas se componía de albondigones de chivo
estofado con gelatina de carne en cuadraditos y una salsa ajada de
almendras.
Luego
había una ginestrata con azafrán,
azúcar y canela y varias tortas de farro también condimentadas con azúcar y
cinamomo. Los platos de carne se componían de patas de ternera, primero hervidas
y luego fritas, servidas con nocchiata, una salsa de avellanas
tostadas, carne de ternera y volatería, tuétano de buey, malvasía y
especias; lomo de carnero hervido y asado después a la parrilla, servido
con vinagre rosado y azúcar.
A
continuación se podían degustar pappardelle, es decir, lasañas cocidas
en leche, con queso, azúcar y canela, acompañadas por ligeras tortas de hierbas a la
lombarda.
Para
quienes aún tenían hambre había tortillas rellenas con lonchas de queso provatura del Lacio, azúcar, canela
y arroz cocido en leche de cabra espolvoreado con azúcar. Había, además,
panceta de cerdo asada y envuelta en red para comer fría con zumo de naranjas
agrias.
La
animación aumentaba en la sala con el fluir del tiempo y del abundante vino.
También en las mesas altas se iba relajando la extrema compostura inicial,
aunque aún nadie osaba adoptar las actitudes descaradas a incluso
indecentes que predominaban ya en las mesas bajas.
En
este caótico crescendo de euforia, el segundo servicio tocaba a su fin, mientras
Baldassare Taccone, imperturbable, declamaba los últimos versos que lo
ritmaban:
Questo
val più ch'esser de vita fuore
e
la transfigurata sua figura
qual
magior gloria mai o che più honore
ch’aver
sì glori(os)a sepultura[L13] .
Luego,
con poco éxito, anunció a grandes voces, tratando de hacerse entender en el
alboroto general, un nuevo intro‑metz.
Los
Duques y su séquito se levantaron otra vez y se retiraron, mientras los bufones
y prestidigitadores intentaban entretener a los
comensales.
Todos
los convidados debían alejarse de las mesas para permitir la retirada del mantel
sucio, bajo el cual aparecería un tercero limpio, dando tiempo para
reordenar la vajilla y colocar en la mesa los platos del nuevo
servicio.
Por
todas partes, en los bancos oscuros de las naves laterales, los caballeros y las
damas se enredaban en vivaces, aunque poco dignas, escenas
orgiásticas.
Las
comparsas y las danzarinas estaban ocupadas sirviendo las mesas altas, por eso
el joven Basso Folchini tuvo que conformarse con una dama napolitana un
tanto procaz y muy habladora. Sin embargo, en la oscuridad de una columna,
había encontrado el modo de hacerla callar, consiguiendo un relevante
goce.
En
la penumbra densa de un apartado rincón, Dona Andrea disputaba con su Príncipe
la que sabía era la última partida de su breve locura. Al alba, ya próxima,
llegaría el maldito momento de partir hacia Milán. Ibn Mansour Al Amid no se
detendría en la ciudad, sino que enseguida proseguiría hacia Venecia, llevándose
para siempre algo que, si no era amor, al menos era una exaltación física
irrepetible. Ella se daba cuenta de que ya no era dueña de sí y, para una mujer
acostumbrada a concederse con tanta cautela limitándose a escoger entre
distintas iniciativas, era como si le faltara todo punto de apoyo y toda
certeza. Estaba asustada porque el desgarro de la despedida no lo percibía sólo
en su corazón, sino en todo su cuerpo, que ya presentía el deseo incolmable
que causa la distancia.
En
esos últimos y tristes momentos ella quiso demostrarle su entrega otra
vez.
Se
puso a horcajadas sobre el pecho del gran moro, que estaba tumbado boca arriba,
y volviéndose hacia sus curvadas babuchas se inclinó sobre aquella
virilidad, que ahora ocupaba toda su boca y las profundidades de su
garganta, repitiendo una vez más lo que Mansour le había enseñado desde sus
primeros encuentros. Esa posición infrecuente era la única que permitía a Dona
Andrea hacer penetrar en su boca, todo entero, el inmenso ardor de él. Para la
mujer las primeras veces habían sido una experiencia violenta, aunque
embriagadora. Él le desgarraba la garganta pero, poco a poco, consiguió
soportar los esfuerzos, controlarse y tenerlo todo dentro de sí. Ahora, aun
sintiendo su garganta violentada, estaba fascinada por la sensación de ser
poseída una vez más como ningún otro podría hacerlo. En su delirio,
haciéndose explorar en todas sus profundidades, creía haber dado y recibido
más de lo posible. Casi con rabia, seguía levantando y bajando la cabeza
rítmicamente, deslizando los labios durante todo ese larguísimo viaje, desde la
cima hasta la base, llegando a rozar el rizado y brillante vello de su
moro.
Dona
Andrea no lograba aceptar que al cabo de pocas horas perdería para siempre
al hombre que había conquistado cada espasmo de su cuerpo como jamás le había
sucedido en su vida, que no obstante había sido bastante profusa en
experiencias.
A1
fin llegó el instante en que sintió el estremecimiento y el lamento de él
mientras borbotones de calor latían en el fondo de la garganta. Comenzó a
levantar la cabeza y, maravillada de su propia audacia, percibió cómo, a través
de los labios, se deslizaba, reluciente de saliva, la larguísima masculinidad de
él. Luego con la garganta dolorida se volvió para mirar, una última vez, el
rostro de Mansour, preso del éxtasis.
En
los pocos minutos que le quedaban intentaba retener todas las imágenes que
podrían alimentar su recuerdo. Había actuado con desesperación, porque
sentía que la vida nunca más le concedería momentos de tan alienante
gloria.
En
el lateral opuesto, el paje Geraldo da Serravalle seguía ahora por doquier
al grupo de los jóvenes diplomáticos y sus mujeres, siempre intentando
acercarse a la hermosa Melita, que si bien era muy tierna con él cada vez más
parecía olvidar lo que había habido entre ellos. Ante sus insinuaciones y
rechazos, en más de una ocasión y con suma dulzura, había tratado de hacerle
entender los motivos de su comportamiento:
‑Caro
Geraldo, te quiero y me gustas, por eso he querido que descubrieras el amor
conmigo, para protegerte y llevarte de la mano hacia tu incipiente madurez, pero
ahora debes recorrer tu camino sin Melita. Para ti soy una amiga, es más, quizá
una segunda madre, porque te he hecho nacer a una nueva vida. Para ti yo
debo ser la mujer, no tu mujer. He intentado enseñarte bien lo que demasiadas
mujeres te habrían enseñado mal. No me obligues a ayudarte a madurar demasiado,
pues me vería forzada a hacerte sufrir y quiero evitarlo. Sólo lo haría si tú lo
provocaras.
Pero
Geraldo no conseguía intuir el significado de aquellas palabras de Melita y
continuaba persiguiéndola desesperadamente con los ojos, con el corazón...
y con las piernas.
Durante
el intermedio el paje, al no verla con los demás, recorría ansioso la nave
izquierda, buscándola, cuando, casi en la oscuridad, en uno de los bancos
apoyados contra el muro, vio algo que en un primer momento se negó a
entender. Aunque no cabía duda, trataba de repetirse a sí mismo que no era
verdad. Sentada sobre el borde del banco, en medio de sus dos Rufolo, que la
besaban y acariciaban, Melita estaba con la falda de la loba levantada hasta las
caderas y con sus hermosas piernas abiertas. De frente, en pie, había un
joven menudo y robusto que estaba gozando vigorosamente de
ella.
Geraldo
cerró los ojos, permaneciendo así algunos instantes, esperando que la
insoportable visión desapareciera. Los volvió a abrir y, por desgracia, la
horrible escena aún estaba ahí. No sólo eso, incluso le pareció que su Melita le
había visto y que le sonreía con ternura. No pudo soportarlo más. Dio algunos
pasos hasta esconderse tras una columna, pues no quería dejarse ver por
ella y, cayendo de rodillas, sollozó desesperado.
No
recordaba cuánto tiempo había pasado así, cuando una mano se posó con delicadeza
sobre su hombro. Era Thierry de Commynes, el legado borgoñón, que desde
hacía tiempo mostraba interés por él. Con su sensibilidad había intuido la
agitación del bello paje ya desde los días en Pisa. Lo venía observando a
escondidas y, al verlo merodear por las naves oscuras en busca de Melita, lo
había seguido. Puesto que también él había asistido a la escena, ahora lo
confortaba con afecto y comprensión.
Tomó
sus manos entre las suyas y lo hizo levantarse.
‑Sé
lo que lo pasa, sé que te sientes morir, pero deja que un amigo comparta contigo
tus penas.
Geraldo,
con el rostro surcado por las lágrimas, miraba atónito al elegante noble,
que, aun conociéndolo apenas, siempre había sido afable y gentil con él. En ese
momento era el único que daba muestras de entender su suplicio. El conde Thierry
lo miró a los ojos con comprensión, trató de secarle las lágrimas con los
dedos y, con delicadeza, le hizo apoyar la cabeza sobre su
hombro.
Geraldo,
entre sollozos, oía su voz, que le susurraba:
‑Llora
cuanto quieras. Te ha hecho sufrir mucho, pero las mujeres están hechas así, es
su naturaleza y no pueden evitarlo. Tendrás que aprender a olvidarla y
quizá a olvidar a todas las demás. Si quieres yo te
ayudaré.
Geraldo
se oyó a sí mismo decir:
‑Ahora
la odio, pero sé que nunca podré olvidarla. Cuando estemos en la Corte de
Milán, la tendré siempre ante mi vista haciéndome sufrir durante todo el tiempo
que se quede en el castillo.
‑Tienes
razón, pero también puedo ayudarte a superar eso. Pasado mañana habrá
concluido mi misión y volveré a mi feudo en Borgoña. ¿Te gustaría que te
llevara conmigo?
El
muchacho entrevió en aquel delicado y refinado señor una presencia amiga. Sin
darse mucha cuenta de lo que estaba ocurriendo, asintió mientras se mordía el
labio para frenar las lágrimas. Habría aceptado cualquier cosa que pudiera
aliviarle el dolor y vengara todo lo que había sufrido.
‑Ven,
dentro de poco volveremos a la mesa, te sentarás junto a mí. Mañana en Milán
pediré a tus superiores la licencia para que puedas servir en la Corte de
Borgoña.
Geraldo
seguía asintiendo como por inercia, mientras las lágrimas le caían aún por
el rostro. Thierry de Commynes lo tomó de la mano, y juntos se encaminaron
hacia las mesas. El paje sentía que la delicada relación con su nuevo amigo
lo estaba envolviendo en una extraña emoción, pero prefería cualquier cosa a
soportar solo el profundo dolor que lo afligía.
No
podía suponer que su tan adorada y odiada Melita, con su vital sabiduría,
probablemente habría aprobado esta decisión, porque según ella la única riqueza
de la vida era la vida misma, y tal riqueza debía compartirse con los
demás.
Los
jóvenes diplomáticos, un poco ofuscados por el vino y el resolí, habían salido
de la sala acompañados por el conde Ridolfo da Pusterla y el caballero
Bartolomeo Stampa. La conversación era menos brillante de lo habitual y sus
voces eran opacas. Como siempre, se formaron grupitos que se dividieron
alborotando por las distintas estancias del castillo. Luego, al regresar al
salón, los Embajadores se detuvieron otra vez ante los Duques para congratularse
por la excelencia del banquete y después volvieron a ocupar sus sitios en
las mesas.
A1
empezar el tercer servicio, cuando todos estaban sentados, se dieron cuenta de
que los sitios de Ridolfo y Bartolomeo estaban vacíos. Los amigos empezaron a
preocuparse, pero pronto suspiraron aliviados al ver llegar al conde de
Pusterla. Estaba solo y desconsolado. Contó que había buscado por todas partes a
su amigo Stampa sin lograr encontrarlo.
El
caballero se retrasaba y los que estaban sentados al lado de su sitio vacío
tuvieron negros presentimientos, comprensibles en esa situación. Algunos
abandonaron la sala para buscarlo. En vano.
Entonces
Zane dei Roselli, el diplomático veneciano, se dirigió al Cómitre de los
arqueros para comunicarle la desaparición de su compañero. El oficial, tras
advertir al conde de Caiazzo, partió en su búsqueda con algunos soldados.
Contraviniendo las normas de la Corte, también Trotti, como siempre atentísimo a
cualquier movimiento fuera de lo normal, se levantó de su sitio para bajar
por un instante a la cocina y avisar a maese Stefano. Luego se unió a los
soldados.
La
exploración fue minuciosa; se inspeccionaron las salas vecinas, los corredores,
los huecos y los trasteros, pero no aparecía rastro alguno del joven. Todavía se
rebuscaba con ahínco cuando se oyó un grito:
‑¡Cómitre,
Cómitre! ¡Aquí hay un muerto!
Era
la voz de un arquero que se había adelantado para inspeccionar la sacristía de
la capilla del castillo. Hubo un gran movimiento de soldados y de caballeros.
Pocos instantes después, reclamado por los gritos y abriéndose paso entre las
milicias, llegó micer Jacopo, seguido por maese Stefano.
Un
cuerpo semidesnudo estaba tendido en el suelo sobre un lecho de vestiduras
litúrgicas del Obispo. Estaba boca abajo, con los brazos abiertos de par en
par y solamente llevaba dos largas calzas de varios colores bajadas
hasta la mitad del muslo. Le habían atravesado de una puñalada la espalda. No
era visible señal alguna de refriega o de violencia; es más, a escasa
distancia sobre una butaca, estaban perfectamente ordenados su jubón
bordado en plata, su camisa y una espesa cota de malla de
acero.
Los
amigos sabían que desde hacía algunos días el caballero y su amigo se protegían
así de posibles puñaladas.
Trotti
no necesitó ver el rostro del muerto. No tenía dudas sobre su identidad:
estaba seguro de que era Bartolomeo Stampa, el cuarto amigo del señor Duque.
Cuando
los arqueros dieron la vuelta al cuerpo, todos obtuvieron la confirmación
en aquel rostro ya ceniciento. Sin embargo, Trotti notó enseguida que, de
nuevo, no había rastro de terror en sus ojos abiertos, ninguna mueca de
horror en esa boca de labios exangües.
13
Mientras
los soldados trajinaban en torno al cadáver, Trotti y maese Stefano se
hacían algunas preguntas. ¿Por qué el joven estaba semidesnudo sobre un
lecho de paramentos sagrados? ¿Por qué había cometido la trágica ligereza
de quitarse la cota que lo habría salvado de la fatal puñalada? No tuvieron
tiempo de buscar indicios. El jefe de los arqueros ya estaba alejando a
todos de la sacristía. También en este caso, el cadáver se hizo desaparecer en
pocos minutos.
Al
Moro, advertido de lo ocurrido, le bastó una mirada para imponer orden
entre los suyos. Los comensales no dieron muestras de pánico. En la sala las
carcajadas y los gritos vulgares de los beodos habían alcanzado un nivel
altísimo, y la confusión era tal que nadie habría podido percatarse de lo
sucedido. La voz del hallazgo de otro muerto solamente se filtró entre los que
se encontraban cerca de la escena del crimen, entre los amigos del
desaparecido y pocos más. El conde Ridolfo da Pusterla, justamente aterrorizado,
prorrumpió en un llanto irrefrenable a histérico.
¿Se
ve obligado a fingir porque es el asesino o porque se da cuenta que el
cerco se estrecha alrededor de él?, se preguntaba micer
Jacopo.
La
circasiana trataba de consolarlo, pero el joven conde, que en la primera parte
del banquete había comido muy poco y bebido bastante, a esa hora estaba casi
borracho y no conseguía oír los consejos que sus angustiados a impotentes amigos
intentaban darle. Sin embargo, a pesar de su estado, comprendía el drama de su
situación y, desesperado, no se atrevía a permanecer solo ni siquiera un
momento, mientras, con la voz arrastrada por el alcohol, seguía repitiendo
patéticamente:
‑¡Yo...
no me quito la cota de acero! ¡No me la quito! ¡No me la quitaré
jamás!
Los
amigos eran partícipes de su angustia pero, no sabiendo ya cómo ayudarlo, le
dejaban trincar los cálices de vino con los que se precipitaba, cada vez más, en
un estado de inconsciencia.
Desde
su mesa, aunque bastante alejado, el señor duque Gian Galeazzo se dio cuenta
vagamente de que había sucedido algo y, una vez más, preguntó al Moro dónde
estaban sus amigos y qué estaba ocurriendo, pero Ludovico y el Obispo lo
tranquilizaron. Por otra parte, el joven señor Duque también había bebido
bastante y no estaba tan lúcido como para advertir del todo que la tensión
y el nerviosismo de los que le rodeaban aumentaban con la precipitación de los
hechos. En ese momento la mesa ducal fue rodeada de oficiales y arqueros que
trataban de descubrir la mínima señal de amenaza obedeciendo la orden de impedir
a cualquiera, que no fuera un criado bien conocido, acercarse a la
mesa.
Llegó
el momento del tercer servicio y Taccone, uno de los pocos participantes en el
banquete que aún estaba sobrio, con su típico gesto enfático, anunció el
inicio:
Triumphi
Pavoni dui the conducano uno
carro
presentato da Iris
Nuntia
de Giunon sono io avisa.
Celsa
madona, intorno alla mia veste
portami
el tuo signor per sua divisa[L14] .
Durante
el intervalo se dispuso sobre las mesas un asado seco de capón, lomo de ternera,
palomas, salsa verde y limoncitos confitados, además de olivas rellenas y
aliñadas de muchas maneras.
El
actor ataviado de Iris se acercó a la mesa de los Duques con un carro tirado por
dos pavos cocidos en triunfo. Estos pájaros los habían decorado con sus
propias plumas y colas, montándolas oportunamente. Luego llegaron los
asados de faisanes y de perdices, con naranjas, limones confitados y
mostaza.
Orfeo
trajo un triunfo de aves del bosque mientras otros personajes se ocupaban de los
lechones asados y dorados con su jugo. Un grupo de griegos antiguos ofreció un
jabalí «cotto in suo
colore»
Fue
entonces cuando hizo su entrada, entre la admiración de las mesas altas, la
celebradísima ternera medio hervida y medio asada.
En
la sala la confusión aumentaba cada vez más. Los vinos y los resolís corrían a
mares, empastaban las lenguas, pero disolvían los pudores.
Con
toda aquella agitación, las formas procaces, que el buen Domine Iddio había prodigado a muchas
damas, se desbordaban por los generosos escotes ofreciéndose, sin límite, a
la admiración de los vecinos de mesa. Por tanto, era inevitable que alguno
tratase de renovar el mito festivo de la loba con Rómulo y Remo. Además,
era menester que estos juegos fueran el preludio de otros ritos más
comprometidos y agradables, según puntos de vista y perspectivas de
naturaleza varia, a los que las nobles damas, tras manifestar ciertas
renuencias puramente formales, se sometían de buen grado y con
evidente entusiasmo.
Aquí
y allí se veían sitios vacíos, porque muchos de los nobles invitados habían
acabado debajo de las mesas, en compañía de las damas complacientes que estaban
a su lado. A pesar del gran estrépito, se oían suspiros, risitas y gruesas
palabras de escarnio. A veces las mismas mesas se estremecían rítmicamente, pero
nadie daba importancia a lo que se consideraba inevitable complemento
de una cena exitosa. En los rincones más oscuros de la sala, las parejas,
protegidas por la sombra de las columnas, se entrelazaban en posturas
inequívocas.
El
lanzamiento de vino, confites y pastas proseguía habiendo ya degenerado en una
difusa y galante batalla. Solamente la mesa ducal mantenía una actitud digna, y
si el señor Duque y la duquesa Isabel estaban un poco ruborizados, era sólo a
causa de la comida y la bebida que se seguía sirviendo. El Moro, completamente
sobrio, tenía un aspecto grave y muy preocupado. Cuando se dirigía al
señor Duque intentaba asumir una actitud de absoluta tranquilidad, pero a
menudo se daba la vuelta hacia Sanseverino, siempre erguido detrás de él, para
pedirle aclaraciones a impartir breves órdenes.
Muy
pocos seguían ya las intrincadas y no siempre comprensibles alegorías del
espectáculo. El dios Pan y sus pastores, con calzones de pelo de cabra, se
acercaron a los Duques danzando y tocando caramillos y siringas. Entre
la excitación de los convidados ya distraídos y borrachos, los faunos
trajeron cestas enormes repletas de tortas de leche y masa amarilla, el
célebre queso de Tortona. En su banco, la marquesa de Valladolid, agitada a
inquieta, seguía preguntando a sus vecinos de mesa si habían visto a
Inmaculada. En realidad, no buscaba tanto a su hija como a Manetto, que también
se había alejado de su sitio. Al final no pudo contenerse y se levantó para
buscar a su hombre en la penumbra de los laterales.
Por
todas partes se entreveían parejas o grupos de amantes que, aún voluntariosos,
ebrios y sin preocuparse en absoluto por los demás, trataban de poseerse
cansinamente. La mujer, cada vez más ansiosa, rondaba en medio de aquel lento
menearse, invadida por un confuso y doloroso presentimiento. Mientras se movía
por el salón, sentía cómo sus temores se hacían cada vez más apremiantes. Ni
Manetto ni su hija estaban allí. Se adentró todavía más, hasta los tinelos,
donde se habían situado las mesas menores para los comensales de escasa
consideración, que comían ávidamente las sobras. De golpe se detuvo y vio lo que
sus ojos se negaban a ver, aunque su corazón ya lo
supiera.
Manetto
estaba tumbado boca arriba en un banco y, sentada sobre él, saltaba su hija,
Inmaculada. La escena en sí no tenía nada de indecente porque la larga loba de
la muchacha caía hasta el suelo y cubría gran parte de lo que estaba
sucediendo.
En
un lampo, a doña Juana le pareció volver a ver a Inmaculada de niña, cuando en
el prado de su castillo jugaba al caballito con sus primos. Pero no era así. La
Marquesa se acercó con cautela, y a Manetto, que fue quien la vio primero, se le
desencajaron los ojos y la boca, logrando tan sólo
balbucear:
‑Tu...
tu madre.
Con
ambas manos trató de quitarse de encima a la muchacha, que demasiado concentrada
en su papel, no se había dado cuenta de la embarazosa presencia. Siguió
agitándose hasta que un tremendo revés de la madre la descabalgó haciéndola caer
al suelo. Manetto se encontró tendido sobre el banco con su aún bien tiesa
virilidad, que Juana observó con horror todavía brillante por los humores
de su hija. Esa visión, más que ninguna otra, hirió su más profunda intimidad.
Se abalanzó sobre la muchacha, que sentada aún en el suelo con las piernas
abiertas y enfundadas en calzas blancas, como una gran muñeca, se sujetaba la
mejilla dolorida con una mano.
Las
dos mujeres se agarraron por los pelos, aullando.
‑¡Puta!
¡Ramera! ¡Ramera! ‑gritaba la madre‑. ¡Lo haces con mi hombre y quién sabe desde
hace cuánto tiempo! ¡Eres peor que las putas del puerto de
Sevilla!
Inmaculada
se recuperó y también comenzó a chillar.
‑Eras
tú quien, sin ningún recato y en todo momento, iba con mi hombre, un hombre
más joven que tú, a quien obligabas a amarte sin tregua. ¿Crees que Manetto no
me lo ha dicho?
‑No
es verdad, me amaba, y tú, que eres una puerca como tu padre, has intentado
quitármelo por todos los medios. ¡Eres una putita de poca
monta!
‑Deja
en paz a mi padre y piensa en tu edad, ¿acaso creías que mi hombre prefería
una vieja como tú a mi juventud?
Manetto,
en tanto, vio recargarse rápidamente su jactanciosa virilidad. Tuvo tiempo
suficiente para ponerse en pie, arreglarse, meter todo en la bragueta y
cerrarla. Tras recoger el jubón y su barreta emplumada, contempló inquieto,
pero también con cierto orgullo, a las dos hermosas mujeres, que en el suelo,
andaban a las greñas por él. Se acercó y, tratando de alardear con un tono
paternalmente autoritario, terció:
‑Venga,
no seáis bobas. No me parece oportuno comportarse de esta manera, queridísimas
señoras, ¡además en presencia de tantos nobles señores! ‑Y con aire
condescendiente intentó aferrar con las manos a ambas rivales para hacerlas
levantar. Si las hubiera metido en un nido de víboras habría sido mejor. De
pronto las dos mujeres se callaron y lo observaron mudas, como si lo vieran
por primera vez. Después se miraron una a otra, se pusieron en pie y, como
si hubieran firmado un acuerdo, se lanzaron sobre él para arañarle y morderle
donde podían. La reacción del joven no fue inmediata. A las dos furias les
dio tiempo de hacerle sangre en la cara y las manos y de arrancarle las
vistosas cintas y ornamentos del traje, antes de que Manetto se percatara de que
debía encontrar una solución. La halló dándose a una apresurada fuga que,
como él mismo tuvo ocasión de admitir después, había sido un tanto tardía y
no demasiado digna.
Mientras
se alejaba veloz, trató de asegurarse de que no le seguían, pero con gran
estupor vio que madre e hija no se habían movido, es más, se habían quedado
sollozando abrazadas. La escena lo tranquilizó bastante, pero no consideró
apropiado volver a sentarse en su sitio, por lo que fue a curarse las heridas
con vinagre en un rincón apartado de la sala.
A
pesar del dolor que el líquido le producía sobre los arañazos y las mordeduras,
intentaba no perder la razón, mientras miraba hacia la dirección por donde
temía pudieran venir las dos mujeres. Deseaba con todas sus fuerzas evitar
nuevos encuentros.
Pero
¿qué mal les he hecho a esas dos locas?, se preguntaba. Quizá la madre
tenía algún motivo para enfurecerse, ¡pero la hija no! ¡Estaba
perfectamente al corriente de la situación! ¿Acaso la he seducido yo? Son
ellas las que me han explotado y exprimido hasta el límite. Hace ya tiempo
que yo no podía más. ¿Por qué se han vuelto las dos contra mí ahora? No consigo
hacerme cargo. ¿Quién sabe lo que les pasa por la cabeza a esas dos
chifladas?
Quizá
su error estaba precisamente en tratar de encontrar una lógica donde no
había nada lógico.
Nunca
comprenderé a las mujeres, se decía, y puesto que era un joven sagaz, se
dio cuenta de que no había hecho una reflexión demasiado original y de que quizá
los hombres también fueran difíciles de entender en algunos trances. Para
consolarse trató de pensar que, al menos, la pesadilla había
terminado.
¡Pero
qué deliciosa pesadilla!, pensó inmediatamente
después.
La
Marquesa y su joven hija volvieron silenciosas a su mesa. Inmaculada tenía la
cabeza apoyada en el hombro de su madre y de tanto en tanto se sacudía por
los sollozos. Doña Juana, con el rostro impasible y su busto más erguido de
lo habitual, mantenía la mirada fija al frente. Algunas lágrimas resbalaban por
su rostro sin que parpadeara siquiera. Sólo un temblor del mentón
traicionaba su angustia. Para ella suponía no sólo el epílogo de un amor,
sino también el de la ilusión de ser aún joven.
Para
Inmaculada era distinto. Estaba muy abatida por el desenlace del asunto, pero
ahora sabía que era una mujer.
A
la sala principal estaban llegando en triunfo tartas blancas dulces y de
almendras, además de quesos variados. Mientras tanto, Taccone entonaba ya
los últimos versos del tercer servicio:
Di
sangue di costumi a di persona
non trova par a lei ve inchoarete.
Dite
el n(ost)ro dio questo vi dona
cossì
faciamo a voi l ácceptarete[L15] .
Nuevo
intermedio. Los comensales que aún estaban en condiciones de caminar salieron al
exterior, a la nieve, para tratar de recuperarse un poco de los vapores
alcohólicos que invadían toda la sala. Al cabo de media hora, apenas
restablecidos al fresco, volvieron a las mesas.
Empezó
el cuarto servicio y con él aparecieron nuevas viandas en las mesas. Las
comparsas, los danzantes y los actores, bailando y tocando instrumentos,
presentaron las delicias que el Gran Cocinero había preparado a los señores
de las mesas altas. Un variopinto tropel de mimos, representando a las
principales divinidades de los ríos y los lagos del Ducado de Milán, introdujo
en el banquete los manjares con pescado.
Las
alegorías del Po, del Adda y del Ticino portaban los peces de río, las náyades,
peces de las aguas de los bosques, Silvano mostraba un gran pez del lago
Verbano, Ulises se encargó de los peces de mar, Baco de los delfines, Tauno
de los peces del Lacio, y Glauco de lecha de pescado y peces del Tirreno. Así,
las mesas altas quedaron sumergidas en una gran cantidad de comida que los
habitantes de los ríos y océanos propusieron: buñuelos de halaches, anchoas
con limoncillos cortados, anguilas saladas y pescadito frito servido con
zumo de naranjas agrias.
En
loza esmaltada con vivos colores humeaban sopas de huevas de trucha y
lucio, potajes a la francesa y salchichas de carne picada, guisos de esturión y
embutidos de sesos y luego menestras de calamares rellenos en su tinta. Los
corredores laterales vertían sin cesar una riada de sirvientes con bandejas
repletas de cangrejos cocidos en vino, cobrajos rellenos, colas de
langostas hervidas y fritas, cubiertas de ajada, tencas a la brasa servidas
con pasas de uva escaldadas en vino azucarado.
De
las parrillas de la cocina salían pequeñas lampreas escalfadas y ostras
cocinadas en papel aceitado. Las primeras se habían sumergido aún vivas en
recipientes con vino blanco dulce para que murieran anegadas. Una vez apartada
la sangre, que se conservaba en zumo de naranjas agrias, se pusieron a macerar
en una vasija con aceite, agraz, sal y pimienta. Luego se colocaban
enroscadas sobre la parrilla candente, humedeciéndolas continuamente con el
zumo de la maceración. Una vez listas se condimentaban con el jugo de
sangre y de naranjas agrias, azúcar y canela.
Otras
ostras, en cambio, una vez extraídas de su concha y ahogadas en una salsilla de
aceite, flores de hinojo y pimienta, se ponían sobre el papel aceitado y se
hacían a la parrilla. Cuando estaban en su punto, se servían con una salsa
de azúcar, zumo de naranjas agrias, pimienta y el agua liberada por las mismas
ostras.
Con
estos platos de pescado maese Stefano había superado a su padre. Para esta
ocasión, el genial cocinero utilizó muchas recetas secretas perfeccionadas
durante años de trabajo y de prueba. Incluso los napolitanos, que
mucho entendían de pescado, se asombraron ante la novedosa cocina y la refinada
fantasía del gran cocinero milanés.
En
torno a los fogones, el ritmo de trabajo decaía. Sólo se trataba de completar
los últimos platos para el quinto servicio, que ya se acercaba. Las viandas
que los cocineros debían elaborar eran ya pocas. El resto era tarea del
Credenciero, que aprestaría las ensaladas y platos fríos, y del Pastelero, que
se ocuparía de las tartas, los pasteles, los dulces de yemas batidas, los
sorbetes y las frutas en almíbar.
Por
fin maese Stefano pudo sentarse, pues su obra estaba llegando a término y
empezaba a sentir el cansancio. Tenía en la mente el último homicidio, que si
bien era previsible, no habían podido conjurar.
Sorbía
un vaso de vino de Creta
mientras observaba a sus ayudantes, que remataban los escasos platos aún
pendientes, cuando se le acercó maese Anselmo, el viejo cocinero de los Botta,
que todavía un poco extrañado merodeaba entre aquellos, en demasía
eficientes, cocineros de ciudad, ayudándoles como mejor podía. Había entendido
perfectamente que a su gran colega milanés le interesaba todo lo relacionado con
las desventuras de los jóvenes asesinados, y quería ser
útil.
‑Maese
Stefano, ¿veis a ese tipo grande y gordo con bigotes? Es amigo mío y me he
permitido ofrecerle una escudilla de callos. Me ha contado que él mismo bajó a
un muerto de la vela de una nave en Pisa. No he entendido de qué hablaba, pero
he pensado que el asunto podía interesaros.
El
Gran Cocinero lo miró sorprendido, luego se levantó y fue a sentarse a la
mesa, al lado de ese extravagante marinero bigotudo que embebía rebanadas de pan
en su tazón.
‑Así
que esa famosa mañana en el puerto de Pisa, ¿fuiste tú quien bajó de la vela el
cuerpo del marqués Zurla?
‑Sí,
Excelencia.
‑¿Y
quién eres?
‑Me
llamo Nicolò, nací en Voltri, a poniente de Génova. He sido buenaboya durante
algunos años y ahora trabajo a las órdenes de micer Lamba Fieschi, para
servirle, Excelencia.
Ese
«Excelencia» le parecía demasiado, pero lo aceptó y, tratando de no mostrar un
excesivo interés, preguntó:
‑Bien,
marinero, cuéntame cómo fue la cosa.
El
bagarino parecía feliz de repetir su historia una vez más, por eso se
extendió en los detalles, tratando de resaltar el valor, el coraje y la fuerza
necesarios en semejante empresa. Maese Stefano fue directo al grano,
asumiendo un aire de pura curiosidad:
‑Dime,
Nicolò, ¿cómo se hace para guindar un peso, como el del desgraciado joven, hasta
la cima del mástil de una nave?
‑
‑Bien, no es fácil. Primero hay que subir a lo alto del trinquete, asegurar bien
una polea, pasar un cabo, que es preciso llevar consigo, a través de la polea,
dejar caer sobre el puente la otra punta de la cuerda y luego anudarla al cuello
del muerto. Llegados a este punto, tirando fuerte, se puede hacer subir el
cadáver hasta donde se quiera, pero para izarlo es necesario que quien tira
de la cuerda pese bastante más que la carga que se quiere elevar. El joven
muerto no era un coloso, pero tampoco un delgaducho. Créame, Excelencia,
¡para levantarlo hicieron falta al menos dos
personas!
‑Muy
bien, muy bien, Nicolò, pero para hacer lo que has dicho, ¿basta uno cualquiera
o hace falta un marinero? ‑preguntó con tono inocente maese Stefano,
mientras se alisaba sus rojizos bigotes.
‑Pues
sí, Excelencia, se precisa un gran marinero, ¿quién, sino, podría hacer
semejante maniobra, de noche, en la cima del mástil de trinquete de una carraca
en ruta y con la mar agitada?
‑Bien...
bien, eres un muchacho listo ‑dijo maese Stefano. Dirigiéndose a maese Anselmo,
añadió‑: ¡Dadle también un trozo de carne y de queso!
‑Gracias,
Excelencia, ¡que Dios lo bendiga!
Después
de haber hecho una seña de agradecimiento al Cocinero de los Botta, el Gran
Cocinero se alejó pensativo.
Entre
la bebida, los gritos descompuestos y las bromas estaba finalizando el
cuarto servicio, y maese Stefano mandó decir a Trotti que le agradaría verlo
antes de que terminara el intermedio.
Micer
Jacopo llegó en cuanto pudo, y los dos se pusieron a confabular cerca de la
escalera. El cocinero refirió con detalle cuanto había averiguado gracias
al bagarino, porque, si bien muchas de las cosas ya las conocía, algunos
datos podían ser importantes.
Obviamente
hablaron también de la muerte del caballero Stampa. La rapidísima
desaparición del cadáver había eliminado toda la espectacularidad al
delito, aunque el espacio de las hipótesis se había reducido muchísimo.
Tenían la sensación de que el desenlace era inminente y de que sus
sospechas se estaban concretando. Los dos amigos seguían haciéndose la
misma pregunta: ¿por qué se quitó la malla de hierro que se había puesto bajo el
jubón? ¿Qué y, sobre todo, quién le indujo a hacerlo? Por un momento estuvieron
en silencio, pensativos. Luego micer Jacopo preguntó al
cocinero:
‑¿También
vos pensáis lo mismo que yo? ‑Y murmuró algo al oído del
amigo.
‑Creo
que estáis en lo cierto, micer Trotti. Por otra parte, no existe otra
posibilidad, los asesinos sólo pueden ser ellos.
‑Entonces,
después de las últimas novedades, el conde de Pusterla no puede ser el asesino.
Y si así es, corre un gran peligro, pero esta vez podemos salvarlo, al menos a
uno.
Trotti
se precipitó, pues, hacia el salón principal, donde los convidados, cada vez más
ebrios, se habían dispersado fuera, al aire libre, para recuperar el aliento.
Apartó a Ridolfo da Pusterla, alejándolo de sus compañeros, y trató de
convencerlo de que dejara de inmediato el castillo.
‑Si
no tenéis dinero, os lo daré yo. Coged mi caballo y huid, porque ahora
estáis en verdadero peligro.
El
joven, que había bebido demasiado, no estaba en condiciones de dar una respuesta
sensata. A duras penas se sostenía en pie y, tambaleándose,
farfulló:
‑,Yo
ya tengo quien me defienda, mis amigos y esta, esta misma‑replicó, indicando su
pesada cota de malla de acero.
Micer
Trotti trató de insistir otra vez, pero se dio cuenta de que el conde ni
siquiera le escuchaba.
Le
habría gustado insistir con mayor firmeza, incluso arrastrarlo a la fuerza,
pero la tediosa etiqueta requería, si bien durante pocos minutos, dirigirse
de nuevo al Moro para presentarle sus reverencias, como sucedía después de cada
intervalo. Así pues, acompañado por oscuros pensamientos, tuvo que dejar al
muchacho.
Cuando
llegó, el señor duque Ludovico conversaba con el conde de Caiazzo. Sólo pudo
aferrar algunos jirones de frase:
‑¡Ya
basta! Incapaces... Quiero la cabeza del asesino. ¡Traédmelo vivo o
muerto... antes del final del banquete!
Trotti
intercambió algunas palabras corteses con el Moro. Tenía prisa y no se extendió.
Corrió para alcanzar al conde de Pusterla, pero él y su grupo había
desaparecido. El Diplomático intuyó que estaba a punto de consumarse otra
tragedia. Y quizá ya era demasiado tarde...
Los
platos del quinto servicio llegaron a las mesas. En la sala hacían su entrada
Vertumno, Pomona y su cortejo con centros de mesa de verduras y fruta,
sobre todo manzanas y peras confitadas en vino.
En
la nave en penumbra, el Credenciero vigilaba atentamente que ensaladas, platos
fríos y dulces se sirvieran con regularidad y abundancia a los convidados. Así,
se les ofrecía ora tortas verdes de hierbas a la boloñesa, ora tartas
blancas de mazapán, ora tartas de requesón fresco de oveja, ora tortiglioni, dulces con forma de
espiral de pasta de almendra azucarada, ora piñonates frescos, ora tortas
saladas con queso y sangre de ternera, espolvoreadas de azúcar. Cajitas de
gelatinas de membrillo acompañadas de pastelitos de almendra y de peras
pequeñas. Los pastelitos de mantequilla fresca, rociada con la jeringa de
agua de rosas, se alternaban con las galletas romanas bañadas en Trebbiano de
Toscana.
Multitud
de bailarines disfrazados de cocineros, en nombre de Apicio, el legendario
cocinero de la Roma antigua, ofrecieron un centro de nata batida que «dolce e amaro in un sapore assesta[L16] »
En
ese preciso momento llegó a la mesa el agua de rosas para limpiarse los
dedos, cosa que todos necesitaban.
Hebe
portaba, danzando, una composición de «néctar y
ambrosia»
Los
pinches, los oficiales de cocina y los gachupines estaban ordenando un
poco, lavando ollas y vajillas sucias, que colmaban los amplios albañares y
a los que llegaba el agua directamente desde la tina del patio. En la
cocina, a pesar de la enorme fatiga de las horas precedentes, se respiraba
cierto buen humor porque todo estaba llegando a buen fin. Maese Stefano,
satisfecho del trabajo hecho, ofreció a todos sus hombres varios bocales de
buen vino mientras intercambiaba bromas con ellos. En un momento dado, uno de
los tres cocineros principales se acercó un poco desolado.
‑¡Jefe,
está faltando el agua!
‑¡Imposible!
‑replicó el Gran Cocinero‑. Yo mismo he visto hace poco que la tina grande del
patio estaba casi llena. ¡Coge una antorcha y vete en un salto a
controlarla!
Por
el alarido maese Stefano comprendió que ya había ocurrido lo que él y Trotti
previeron. Subió corriendo hacia el patio.
También
el embajador de Ferrara oyó el grito y, abriéndose camino con dificultad entre
los grupos de beodos, salió del castillo y llegó a la carrera hasta la
tina.
En
el fondo del agua oscura, a la luz de las teas, el cuerpo de un joven obstruía
la boca del tubo que bajaba hasta la cocina. Algunos arqueros lo engancharon con
garfios, lo sacaron y lo tendieron sobre la nieve mientras el agua chorreaba por
todas partes. Era inútil preguntarse quién era. Micer Jacopo y el Gran
Cocinero ya sabían, antes de llegar, que se trataba del conde Ridolfo da
Pusterla, el último de los cinco amigos del señor
Duque.
A1
momento llegaron otros arqueros, que echaron a los curiosos y se llevaron el
cadáver del noble goteante con la cara blanca como la nieve del patio. Pero
antes de que retiraran el cuerpo, los dos amigos tuvieron tiempo de notar que no
tenía signos de heridas ni el rostro sereno como los demás. Sus ojos estaban
abiertos de par en par, casi fuera de las órbitas, y la boca completamente
desencajada en un desesperado alarido líquido. La punta de la nariz, las orejas
y las yemas de los dedos aparecieron negras.
Se
había ahogado en el agua gélida de la cisterna. No podía haber saltado dentro
solo. Alguien había empujado con violencia al joven borracho dentro de la tina,
manteniéndolo bajo el agua hasta que ya no dio señales de
vida.
Sin
duda alguna mientras se ahogaba se dio cuenta de quiénes eran sus asesinos.
Mientras regresaban, muy deprimidos, Trotti comentó:
‑Decía
que nunca se quitaría la espesa cota de hierro porque lo protegería y, en
cambio, ha sido precisamente la cota, con su peso, la que ha ayudado a los
asesinos a mantener el cuerpo en el fondo. Por otra parte, ¿cómo hace uno para
prever que morirá ahogado en Tortona...?
‑Además
en invierno... ‑añadió maese Stefano.
14
Con
el quinto servicio la comida estaba llegando a su fin. En la mesa de los jóvenes
diplomáticos había caído un aire helado de muerte. Presas de un gran
desconcierto miraban en silencio los sitios vacíos y únicamente el
rígido ceremonial de la Corte les impedía abandonar la sala. Su oficio y la gran
cercanía con las mesas altas no se lo permitían. No esperar a la conclusión
del banquete con el brindis final de los novios se habría considerado un acto de
descortesía muy grave.
En
la cocina, los últimos platos ya estaban listos. Algunos hornos ya estaban
apagados, todos los asadores parados y muchos cocineros reposaban tras la gran
fatiga. Sólo el Credenciero y el Confitero estaban aún activos preparando
los platos fríos de credencia y los postres del quinto
servicio.
Después
del descubrimiento del último crimen, maese Stefano no sólo se sentía cansado,
sino también muy preocupado.
Reforzada
por algunos hábiles indicios, empezó a tomar forma una nueva sospecha, surgiendo
así el presentimiento de que aún sucedería algo, algo muy grave para
todos.
Si
las suposiciones suyas y de micer Jacopo eran exactas, la cadena de crímenes aún
no había concluido, todavía faltaba un eslabón. ¡Y qué eslabón! Ahora, sin nada
que hacer, el Gran Cocinero no podía entretenerse allí, quieto, a la espera
de que durante la noche se cumpliera el trágico desenlace que él y su amigo
presentían. Sólo esperaban que sus temores fueran infundados. Pero el
cocinero creyó advertir que las presencias maléficas de las que había
hablado Ambrogio da Rosate estaban alrededor en ese
momento.
Por
fin se decidió, subió por la escalera que llevaba a la sala donde se celebraba
el banquete y que terminaba en una zona oscura de la nave derecha. En la
sala todo seguía igual; a pesar de los homicidios ocurridos en el mismo
castillo, las carcajadas, los gritos y el alboroto superaban a la música y
las rimas de los poetas. Es más, la bacanal de la turba de borrachos era incluso
más ensordecedora y se hacía más viciada a medida que se añadía vino al ya
bebido.
Los
lebreles del señor Duque correteaban por todas las esquinas apoyando las
patas anteriores sobre las mesas, adentellando algunos bocados y aumentando el
desbarajuste. En el salón se oían continuamente chillidos a improperios
cuando los asaeteadores perros se acercaban a las mesas y se metían entre las
faldas de las mujeres o entre las calzas de los
caballeros.
Nadie
se preocupaba de la gente que vomitaba aquí y allá apoyada en los muros o en las
columnas, pero si un caballero se acuclillaba para defecar demasiado cerca
de la mesa, los que estaban comiendo se volvían imprecando a intentaban
alejarlo. Y tenían razón, porque las buenas maneras imponían que nunca se
orinase o defecase demasiado cerca de las mesas.
La
buena comida y el buen vino eran elementos tan difíciles de procurar que cada
uno, cuando podía, los consumía en abundancia: por eso borrachera y vómito eran
la normal coronación de todas las grandes comidas. Asimismo, cuanto más se
retozaba en las mesas bajas, más consideraban los Príncipes que el convite había
brillado por su regocijo y opulencia. Es cierto que esa noche se estaba
exagerando, como si una locura más degradante de lo habitual hubiera contagiado
a gran parte de los presentes.
Al
Gran Cocinero, por su cultura de poeta de la buena mesa y del buen beber,
semejantes excesos le repugnaban, porque eran lo opuesto al refinamiento
culinario. Por desgracia, a menudo debía ser testigo de ellos y, de algún
modo, artífice.
Ahora
los ebrios que estaban sentados se agitaban groseramente o bien abatían la
cabeza sobre las mesas entre las sobras de la comida, los platos, los cuchillos,
los tenedores trinchantes, los adornos de esmalte y entre las composiciones
de azúcar cocido y mazapán, rotas y derramadas por todas partes. Otros
caballeros y damas acabaron retozando bajo las mesas sin ningún recato. Era un
espectáculo que, más que a alegría, sabía a angustia. Además de la certeza de
que al día siguiente comenzaría una vida distinta, también afloraba una profunda
inquietud por las misteriosas muertes y los maléficos influjos astrales de los
que ahora todos murmuraban.
Solamente
en torno a la mesa ducal se podía notar un mayor respeto por las formas, porque
la conciencia del propio rango obligaba, fuera a los comensales de la mesa
ducal, fuera a los de las mesas altas, a un mayor control de sus actitudes y a
una compostura a los que los demás no estaban forzados.
Maese
Stefano se adentró por un breve tramo en la nave casi oscura, tratando de no
pisar el vómito y los excrementos dispersos por todas partes, luego se
aproximó más a las mesas y se escondió detrás de una columna, cerca de un
grupo de jóvenes napolitanos.
Las
costumbres de la Corte no admitían que el Gran Cocinero se mostrase en público
durante el banquete sin que se hubiera reclamado su presencia, pero tratándose
de él nadie se habría atrevido a dirigirle un improperio. Sin embargo, era mejor
no dejarse ver demasiado.
Advirtió
inmediatamente que había arqueros apostados por todas partes. El Cómitre
Principal iba de uno a otro, evidentemente impartiendo órdenes a
invitándoles a estar alerta. A menudo lo veía confabular con Sanseverino,
que se movía receloso por la sala con aire torvo y
circunspecto.
En
la mesa ducal se hacía cada vez más difícil seguir ocultando a los jóvenes
esposos el desconcierto, el miedo y la agitación de los arqueros. Gian
Galeazzo sospechó que algo grave había sucedido, aun cuando los que lo
rodeaban inventaban las excusas más extravagantes para seguir justificando la
ausencia de sus amigos. Por otra parte, faltaba poquísimo para la conclusión del
banquete y, por fin, podrían y deberían contarles la
verdad.
Maese
Stefano vio que al fondo, en la nave central, se preparaba el plato fuerte de la
cena, tan comentado entre los cortesanos. Era algo que, tal como esperaban los
Duques, debía impresionar por su singularidad la fantasía de los huéspedes
napolitanos, ya de por sí sorprendidos ante el suntuoso a inusitado
banquete.
Una
multitud de servidores con jorneas de tejido dorado bordadas con las armas de
los Sforza avanzó anunciada por toques de clarines y por un imponente redoble de
tambores. Llevaban sobre sus hombros unas voluminosas construcciones de turrón y
mazapán, de al menos ocho palmos de altura, que representaban los
principales castillos y las más importantes fortalezas del Ducado de Milán y el
Reino de Nápoles.
Entre
las almenas estaban reproducidos grupos de soldados con armas y estandartes. Más
allá de los puentes levadizos, caballos y jinetes defendían sus ciudadelas
de mazapán, de guirlache y de azúcar refinado. Los fosos estaban repletos de
gelatina azul transparente y los prados eran de minúsculos confites sicilianos
que daban una vivaz nota esmeralda. Los árboles y los setos hechos con frutas
confitadas de colores llamativos daban brío a aquellas admirables obras
maestras de la repostería.
Las
construcciones costaron varias semanas de trabajo a los confiteros
milaneses, que habían respetado fielmente los diseños de los arquitectos del
señor duque Ludovico. Algunos servidores hicieron sitio en todas las
mesas para colocar a intervalos regulares los numerosos castillos y
fortalezas.
Las
piezas más hermosas se propusieron a los Duques. Frente a Isabel se colocó
la reproducción perfecta del palacio real napolitano de Castelnuovo. La
Duquesa, cuando vio ante sí la amada morada de su padre y de su querido
abuelo, el rey Fernando, tan bien copiada que parecía de verdad, se conmovió y
con los ojos brillantes abrazó a su esposo y al tío
Ludovico.
Delante
de Gian Galeazzo los servidores pusieron un estupendo castillo de Vigevano. En
cambio, delante del Moro fue exhibido el gran castillo de los Sforza de Milán,
claro mensaje para todos. El joven señor Duque no pareció captar la cruel
alusión, que al mismo tiempo era también una advertencia de su tutor: «Vive feliz con tu esposa en Vigevano,
pero Milán no se toca, es cosa mía»
El
Gran Cocinero sabía que la verdadera sorpresa, al punto de despertar la
admiración de los comensales, aún estaba por aparecer, lo cual sólo sucedería
poco antes de que el señor Duque pronunciara el brindis final. En efecto,
los sirvientes que habían llevado a las mesas los castillos de mazapán no
volvieron a su sitio, sino que esperaron al lado de sus maravillas pasteleras.
Por su parte, maese Stefano estaba muy al corriente de cuál sería su tarea en el
momento oportuno.
Desde
su puesto de observación, el Gran Cocinero veía las espaldas de los comensales
de la larga mesa que tenía en su lado. En esa misma mesa, muy cerca de sus
altezas, estaba sentada el embajador de Ferrara, que de vez en cuando
intercambiaba alguna frase con los Príncipes.
El
Diplomático le daba la espalda, aunque continuamente se volvía hacia la
parte de la escalera que subía desde la cocina, esperando ver a su
amigo.
Maese
Stefano, dándose cuenta que Trotti escrutaba a menudo en la oscuridad,
comenzó a agitar cautamente una mano para hacerse
notar.
Después
de un rato el Diplomático lo entrevió y, extendiendo los brazos a la vez que
hacía una señal con la cabeza, expresó su alivio por tenerlo finalmente a su
lado. En semejantes trances cada uno se sentía confortado por la presencia
del otro. Los dos intuían que ése podía ser el momento culminante y sus sentidos
bien despiertos marchaban sintonizados.
Maese
Stefano se encontraba cerca del mostrador del Bodeguero, que tenía la misión,
entre muchas otras, de designar los distintos vinos y licores según la
importancia de los comensales. Sin embargo, su principal función era
controlar con la máxima atención todas las bebidas dirigidas a la mesa de los
Duques. Según el reglamento, las olía varias veces, escrutaba su color o
una eventual tara en la densidad y, por último, verificaba que no hubiera
rastros de untuosidad sospechosa. Había que examinar cada copa y hacer la
salva; él debía beber un pequeño sorbo, retenerlo un poco en la boca y
luego deglutirlo con lentitud, tratando de advertir hasta el más ligero
ardor en la garganta o, peor aún, indicio de dolor de estómago. Tenía una enorme
experiencia, más que con la vista o el paladar, con el olfato para conjurar
cualquier peligro, incluso el causado por un simple vino echado a
perder.
El
Bodeguero se asombró cuando vio al Gran Cocinero apostado detrás de una
columna, pero el prestigio de maese Stefano en la Corte era indiscutible. Por
eso se limitó a preguntarle, con una señal de la cabeza mientras alzaba un vaso,
si deseaba beber algo. Maese Stefano estaba demasiado absorto para
responder, otros asuntos muy distintos lo angustiaban en ese momento. Buscaba
otra pista que pudiera reforzar sus temores y responder a las dudas que, cada
vez a mayor velocidad, asaltaban su mente. Si él y Trotti estaban en lo cierto,
esa noche todavía ocurriría algo más; lo más terrible. Pero ¿cuándo? Y
¿cómo? ¿Quizá por medio del veneno en la comida o en la bebida? ¡No, no era
posible!
Precisamente
en ese momento observaba al Bodeguero, que atentísimo controlaba cada copa
que se dirigía a los Duques. En medio de aquel estado de alarma que se vivía en
la Corte tras los últimos crímenes, se situaron dos arqueros al lado del
Bodeguero para evitar que intrusos se acercaran al lugar donde se preparaban y
se cataban los líquidos. Dichos hombres tenían orden de matar a cualquier
sospechoso que se aproximara demasiado a la mesa de las
bebidas.
El
mostrador del Credenciero, que inspeccionaba los platos de credencia para los
Duques, estaba vigilado y protegido de la misma manera. La comida que llegaba
desde la cocina la probaba, directamente en las mesas altas, el Magister Mensae Ducali. Incluso el pan
se partía y se examinaba. No, de esa dirección tampoco podía provenir el
peligro.
Micer
Jacopo, que evidentemente estaba haciendo los mismos razonamientos, se volvía,
cada vez con más insistencia, hacia su amigo. Con aspecto interrogante y
preocupado, le hacía gestos indicando su escabel para darle a entender que no
podía moverse de esa posición, tan cercana a los Duques. Maese Stefano lo
comprendía perfectamente pero, en tales momentos de tensión, le habría gustado
contar con el consuelo de su experiencia y con su consejo.
No
sucedía nada nuevo, y el banquete se encaminaba con normalidad a su
término. ¿Quizá se habían equivocado por completo? Cada uno de los hechos que
tanto los habían alarmado, considerado en sí mismo, no tenía mucho sentido. A
falta de una prueba real, ¿sobre quién podrían recaer ahora sus graves sospechas
sin pasar por unos visionarios?
A
su lado y dándole la espalda, los nobles napolitanos, embriagados de
alcohol como los demás, provocaban un gran estruendo que contrastaba con el
grupito silencioso de los Legados, sentados un poco más lejos en dirección a la
mesa ducal. Aún más allá, a poca distancia de los Duques, estaban los
Embajadores y Trotti entre ellos.
Los
jóvenes diplomáticos, a pesar del vino, no parecían eufóricos. En la
desmesurada confusión del banquete, en medio de todos los desenfrenos, no
pasaba inadvertida la sombra gris de tristeza y de miedo del
grupo.
La
única que no parecía afectada por la luctuosa atmósfera ni por los efectos
del alcohol era la circasiana. Incluso se la veía más hermosa y vivaz de lo
habitual. Maese Stefano, atentísimo, la veía muy excitada; al no poder coquetear
con sus compañeros de mesa, demasiado deprimidos, se dedicaba a provocar a
los guapos pajes que prestaban servicio en la mesa de los Duques. Llevaba toda
la noche desafiando a algunos de ellos con caricias y ocurrencias lascivas
cuando pasaban a su lado.
Zane,
el veneciano, seguía mirando a Dona Evelyne, sentada algunos sitios más
allá. En aquella infernal orgía, ambos lograban, a duras penas y casi
aullando, intercambiar pocas palabras aunque, inclinándose por encima de la
mesa, conseguían comunicarse con la mirada y con gestos. Él, más triste que
nunca, parecía muy nervioso. Algo lo inquietaba. Maese Stefano sólo podía verlo
de espaldas, pero intuía que Zane no estaba cómodo. No es que se mostrase celoso
o resentido por la actitud excesivamente galante de su compañera, es más, seguía
flirteando con su hermosa Evelyne y al mismo tiempo vigilaba a la circasiana
como queriendo controlar todos sus movimientos.
El
Bodeguero estaba preparando el hipocrás nupcial con un esmero especial,
sometiendo cada ingrediente a largas y meticulosas catas. El vino tinto de
Borgoña ya estaba caliente sobre un pequeño brasero y él le añadió la miel
mezclándolo durante un rato.
Cuando
estuvo diluida, le agregó las especias: canela, enebro, clavo, macis,
galanga y nuez moscada, todas ellas machacadas previamente en el mortero. Volvió
a mezclarlo todo con cuidado, mientras añadía el extraordinario licor de
rosas encargado en Rodas para la ocasión. Según la tradición, este tipo de
hipocrás usado para los augurios finales en los banquetes de bodas hacía
votos por la dulzura y la armonía en el matrimonio recién
celebrado.
Durante
el brindis nupcial, los esposos levantarían una gran copa azul de cristal
veneciano, obsequio precioso de la Serenísima República. La copa era de dos
palmos de altura y llevaba las armas de los Sforza y los de Aragón esmaltadas
con muchos colores y los retratos de perfil de Isabel y Gian Galeazzo.
Cerca del borde, graciosos angelotes sostenían una guirnalda de hojas verdes y
flores blancas que recorrían toda la copa.
Según
la costumbre, Gian Galeazzo debía pronunciar unas breves palabras mientras
sostenía en alto el cáliz. Los convidados se pondrían en pie, levantarían sus
bocales y todos juntos gritarían los augurios a los novios. También la duquesa
Isabel bebería un sorbo de la copa de su marido y a partir de ese momento la
parte oficial del banquete podía considerarse terminada.
El
poeta declamó:
O
discesa dal ciel lucente stella
Sol
per onor del mondo a di natura,
El
sole in quella parte adombra a scura
ov'e
belli occhi volge or Isabella[L17] .
Maese
Stefano estaba tenso y muy atento escrutando cualquier detalle que pudiera
parecerle sospechoso. Guiado, sobre todo, por su intuición, no apartaba la vista
de los jóvenes diplomáticos, pero no parecía que sucediera nada
anormal.
También
a Trotti le costaba estarse quieto en su escabel. Se dirigía a los Duques,
con los que intercambiaba forzadas sonrisas y breves fragmentos de
conversación, pero no dejaba de volverse hacia su amigo para lanzarle
miradas inquisitivas. Por su parte, maese Stefano respondía extendiendo los
brazos como señal de que no veía nada extraño. Estaba nervioso, se frotaba
continuamente los rojizos bigotes y la barbilla rechazando la idea de que
sus suposiciones pudieran ser erróneas.
El
bodeguero había terminado de preparar el hipocrás; lo filtró varias veces
con una gasa muy fina, hasta que el líquido apareció transparente del todo.
Luego lo trasvasó a la copa azul. Por precaución lo cató otra vez y limpió con
cuidado el borde por donde había bebido. Después llamó a uno de los pajes más
elegantes que servían la mesa ducal, al cual hacía tiempo que se le había
encargado esa tarea y que estaba allí esperando
emocionado.
Era
un muchacho guapo, muy joven, que llevaba una gorrilla verde y redonda con una
pluma blanca, un corto jubón de terciopelo, también verde, bordado con hilo de
plata y unas ajustadas calzas divisadas que le llegaban hasta la cintura,
resaltando sus bellas y musculosas piernas. Una era de color turquesa y la
otra mitad blanca y mitad roja, los típicos colores de los criados de los
Sforza. Por delante, entre las dos calzas, la habitual braga, muy voluminosa,
contenía el sexo y lo exponía. Era uno de esos jovencitos muy orgullosos de no
tener que agrandar con algodón sus íntimas dimensiones, como muchos otros se
veían obligados a hacer.
El
Bodeguero le ofreció la fuente de cristal, que servía para llevar la copa a
la mesa sin tener que tocarla con los dedos. Se aseguró que aferrase firmemente
el asa con ambas manos y, con gran delicadeza, posó encima de ella el gran
cáliz nupcial. Con un paño ligero lo limpió una vez más de las posibles huellas
y le recomendó:
‑Ve
despacio hacia la mesa de los señores Duques y detente al lado del Gran
Escanciador, de modo que cuando el poeta empiece a recitar Signore illustre, in cui mostra natura, oggi
sua gloria solo in farti onore[L18] ..., tú
puedas entregársela. Camina teniéndola bien alta ante ti, sin zarandearla
demasiado.
Tenía
en la mano una copia de la composición que el Poeta de la Corte estaba
declamando y se la enseñó al muchacho para hacerle comprender mejor su
deber.
El
paje se encaminó lento y orgulloso hacia el Gran Escanciador, que permanecía muy
tieso detrás del señor Duque. Según el ceremonial, aquél, con las manos
enguantadas, levantaría el cáliz de la bandeja y lo posaría delante de su
señor.
El
joven avanzaba totalmente persuadido de su misión, consciente de que en ese
momento tenía la responsabilidad de llevar algo muy precioso a
insustituible. Pasó ante la columna donde estaba apostado maese Stefano,
prosiguió caminando detrás de los gesticulantes y ebrios comensales de los
bancos largos, y se encaminó hacia la mesa alta. Cuando llegó a la altura de la
circasiana, la hermosa mujer de cabellos rojos se adelantó con una gran
sonrisa provocativa, aferró el borde de su jubón y lo atrajo a sí, mientras
le hacía una señal de que se acercara. Él se detuvo un instante inclinándose
hacia ella, que con un brazo le ciñó en lo alto uno de los muslos cubiertos
con las calzas de colores. Riéndose lo obligó dulcemente a agacharse,
mientras le decía algo.
Maese
Stefano, a causa de la distancia y el estruendo de los nobles napolitanos
sentados ante él, no podía entender las palabras de la mujer, pero intuía que lo
estaba provocando. El paje, embrujado y perplejo, mantenido firme por
la pierna, se inclinó aún más, acercando el oído a los labios de la dama,
pero al mismo tiempo estaba bien atento a que la preciada copa no perdiera el
equilibrio. En un momento dado a maese Stefano le pareció que el muchacho se
negaba sacudiendo la cabeza y pedía de modo decidido a la mujer que lo
dejara continuar. Ella estalló en una carcajada y le soltó la pierna no sin
antes hacerle una audaz caricia en la braga. Mientras se levantaba, el
jovencito, rojo como una cereza, le susurró algo al oído, luego recuperó la
compostura, llevó de nuevo la copa alta ante sí y volvió a
caminar.
Maese
Stefano no había advertido nada preocupante en aquella escena, pues parecía
una de las habituales galanterías de esa incansable coqueta. Pero Trotti, que
estaba más cerca y vigilaba al grupo, recelaba de la maniobra de la circasiana
y, tras llamar la atención de su amigo, le hizo llamativos gestos para indicarle
a la mujer y preguntarle qué podía haber ocurrido.
El
Poeta recitaba las estrofas que el Bodeguero había
anunciado:
Signore
illustre, in cui mostra natura,
oggi
sua gloria solo in farti onore...
El
paje, con una galante inclinación, entregó el cáliz al Gran
Escanciador.
Fue
entonces cuando los servidores, que se habían mantenido a la espera, destaparon
al unísono los tejados de los fantásticos palacios y castillos dulces.
Blancas palomas, tórtolas, perdices y alondras salieron de los castillos,
las ciudadelas y los torreones de mazapán y guirlache, donde las habían
encerrado, y en tropel, con un maravilloso aleteo, se dispersaron en todas
direcciones.
Un
gran número de palomas y de otros pájaros empezó a revolotear entre las
columnas y a girar bajo las bóvedas, produciendo un ruido que hacía pensar en la
llegada de todas las huestes de querubines y ángeles del cielo. Con sus vuelos
circulares parecían augurar toda felicidad a los augustos
novios.
Por
unos instantes se produjo un maravillado silencio en la sala, y sólo el
ruido de las alas hizo de fondo al admirable espectáculo. En ese momento las
construcciones de mazapán y dulces se trocearían y se comerían, mientras
que las sobras serían devoradas más tarde por los criados y los soldados que
estaban en el salón.
Al
Gran Cocinero, angustiado por las tramas diabólicas de las que le habían
hablado, le pareció percibir entre aquellos vuelos augurales el aleteo de otras
entidades. Otros designios demoníacos estaban a punto de
cumplirse.
En
voz muy alta, para superar el aleteo de los pájaros, el Poeta citó las
frases que precedían al brindis dirigiéndose a Gian
Galeazzo:
Animo
generoso, inclito core[L19] ...
Maese
Stefano vio que el paje regresaba hacia el Bodeguero, orgulloso de la
misión cumplida. Cuando estuvo cerca de él lo aferró por un brazo y le
preguntó brutalmente:
‑¿Qué
quería la dama de cabellos rojos?
‑Pues...
¡pues nada!
‑¡Habla,
desgraciado!
‑Me
dijo que quería verme después de la cena. Lleva toda la velada diciéndomelo.
Además quería que le dejara probar el hipocrás de almendras. Está loca de veras.
Si se lo hubiera permitido, me habrían cortado la cabeza.
‑¿Qué
almendras? ‑preguntó casi con un alarido maese Stefano.
El
paje, ya impaciente por el interrogatorio, respondió:
‑Las
del hipocrás que le estaba llevando al Gran Escanciador.
‑¡El
hipocrás, idiota, es de rosas, no de almendras!
‑No
soy tonto; cuando estaba inclinado para escuchar lo que quería decirme esa
señora, sentí con claridad el olor a almendras. Soy joven, pero sé distinguir
perfectamente el aroma de las almendras del de las rosas. Además, ¡acabad
de una vez con vuestro interrogatorio! ¿Qué derecho tenéis? ¡Sois un
cocinero, no un Bodeguero!
La
mente de Stefano empezó a funcionar a gran velocidad. Como relámpagos
pasaban ante sus ojos algunos fragmentos de imágenes: almendras, no rosas...
Ambrogio da Rosate que hablaba... almendras y el conde de Caiazzo... el
veneno. ¡Ah, el polvo de Nápoles! Seguro, esa zorra había esperado a que el
bodeguero catara la bebida y luego había conseguido poner el polvo de
Nápoles en la copa del hipocrás.
En
ese momento maese Stefano ya no parecía el apacible cocinero, todo sabiduría
campesina y exquisiteces. Algo instintivo había surgido en él, tenía el
cerebro y los músculos tensos como las cuerdas de una viola. Micer
Jacopo, que lo observaba, intuyó por su expresión que quizá había descubierto
algo. El Embajador, que ya no se preocupaba por la etiqueta, agitó un brazo
por encima de la cabeza haciéndole señas de que se uniera a él, pero maese
Stefano ya había decidido por su cuenta. Quizá se estaba jugando la reputación
ganada en tantos años de inteligente esfuerzo. Quizá incluso la vida.
Pero en aquellos escasos instantes le pareció que su mismísimo padre lo alentaba
a enfrentarse a las tramas de los demonios que se habían adueñado de tantas
almas presentes en ese banquete. En tanto eran sus piernas las que lo
transportaban cada vez más rápidas.
Cuando
pasó detrás de Trotti, le susurró al oído:
‑La
ramera... veneno en la copa... Teníamos razón...
‑¡Corred,
Stefano, os sigo!
Era
la primera vez que Trotti no usaba la palabra «maese» antes de su nombre. El
Poeta había llegado al verso:
chiaro
intelletto mente alta a sicura[L20] ...
El
Gran Escanciador posó el alto cáliz azul sobre la mesa delante de Gian Galeazzo.
El señor Duque lo aferró y lo levantó por encima de la cabeza con las dos
manos, en señal de brindis.
‑¡Felicidad,
para nosotros y para todos vosotros! ‑dijo y luego lo bajó solemnemente para
acercárselo a los labios.
Los
comensales se habían puesto en pie, habían levantado los bocales y lanzaban
ruidosamente sus augurios, mientras palomas, tórtolas y perdices
revoloteaban en torno con un ligero batir de alas.
Casi
sin darse cuenta de lo que hacía, maese Stefano se metió en el hueco entre la
última mesa alta y la de los Duques hasta llegar exactamente ante el señor
Duque.
De
pronto el hombretón se percató de que todos lo miraban, pues estaba en medio de
la sala con su traje de cocinero, su mandil blanco. Ya no era la razón la que lo
empujaba, sino el instinto.
‑¡No!
‑chilló el cocinero cuando el joven señor Duque estaba a punto de beber el
primer sorbo, a la vez que con la mano le daba un fuerte golpe a la copa, que
cayó en la mesa y se rompió en mil pedazos de vidrio azul.
El
hipocrás comenzó a derramarse sobre el suelo entre el pasmo de los presentes. La
inesperada aparición ante los Duques de aquel cocinero pelirrojo había
dejado a todos estupefactos.
Pasado
el primer sobresalto, una nube de arqueros se precipitó sobre maese Stefano,
sujetándole los brazos, las piernas, el cuerpo y la cabeza. Sintió que una
correa le apretaba con fuerza el cuello. Las puntas afiladas de las
misericordias se le clavaban detrás de la nuca y, a través de la ropa, en los
flancos. Inútilmente trató de decir algo, pero la correa le bloqueaba la
garganta.
Los
Duques estaban paralizados. Sanseverino, tras dar velozmente la vuelta alrededor
de la mesa, había desenvainado la espada para atravesar al cocinero. Maese
Stefano entendió que estaba a punto de morir. Cerró los ojos y por un segundo le
vino a la mente el color verde de su valle, que quizá no volvería a
ver.
El
Moro, después del primer momento de estupor, se recompuso, se sacudió y
aulló:
‑¡Vivo!
Lo quiero vivo... ¡No lo matéis!
Entonces,
a maese Stefano le pareció oír la voz de micer Jacopo, que
gritaba:
‑¡Señoría,
este hombre os ha salvado la vida!
En
ese momento, desde debajo de la mesa, llegó el desgarrador ladrido de los
lebreles del señor Duque. Se revolcaban por el suelo pateando y babeando, ante
el horror general.
15
‑Señor
Duque, vuestros perros están muriéndose porque han lamido el licor que ha caído
al suelo. Este hombre ha impedido que Su Señoría fuera envenenada en su lugar.
‑Era la voz del embajador de Ferrara, a quien maese Stefano, inmovilizado como
estaba, no podía ver.
Después
de un silencio que al cocinero le pareció interminable, oyó la tajante voz del
Moro:
‑¡Dejadlo!
‑Y añadió‑: Entonces ¿quién es el culpable?
Los
arqueros soltaron la presa. Las puntas de las misericordias ya no lo herían; de
todos modos no conseguía hablar. La correa le había apretado demasiado la
garganta. Con una mano señaló su cuello y con la otra trató de indicar al legado
de Venecia, mientras Trotti proporcionaba al señor Duque los nombres de Zane dei
Roselli y de su amante circasiana, intentando señalar también el lugar
donde deberían estar sentados.
Pero
sus sitios estaban vacíos.
Sanseverino,
seguido por los suyos, salió de la sala corriendo para perseguir al veneciano y
a su compañera.
Entretanto,
el Moro había recuperado la compostura altiva y grave que todos conocían,
mostrando incluso una calma excesiva, como si los últimos acontecimientos
no lo hubieran afectado. Con aire principesco se dirigió al
cocinero.
‑Vuestra
familia siempre ha dado servidores fieles a nuestra Corte. Tendréis la justa
recompensa por lo que habéis hecho. ‑Y le tendió la mano para que se la
besara.
También
el joven señor Duque balbuceó algunas palabras y, luego, sin saber qué hacer,
tendió la mano y mirando al Gran Escanciador ordenó:
‑¡Rápido,
otra copa! Demos fin a este condenado banquete. ‑Tras recibir una cualquiera,
con mucha prisa, hizo como si brindara.
Isabel
se había quedado petrificada, con los ojos desorbitados y la boca abierta. En el
patio se oían gritos, órdenes nerviosas, cascos de caballos que piafaban,
mientras una ligera nevisca enturbiaba el aire gélido de la
noche.
El
señor duque Ludovico, dirigiéndose a los que tenía en torno,
continuó:
‑Deseamos
que de lo ocurrido se hable lo menos posible. Ahora, que todos vayan a reposar,
pues ha sido una jornada muy dura. Es preciso esperar a que regresen
nuestros caballeros y augurarnos que hayan capturado a los asesinos. ‑Y dijo a
Trotti‑: Gracias, micer. Embajador, os rogamos que permanezcáis a nuestra
disposición, porque aún necesitaremos vuestra preciosa ayuda. Mañana por la
mañana, temprano, nos reuniremos para oír las noticias de los perseguidores
y eventualmente tomar las decisiones oportunas. Micer Trotti, os estaríamos
muy agradecidos si también vos quisierais participar en la reunión para
contarnos todo lo que sabéis sobre este triste suceso.
‑Ciertamente,
Vuestra Gracia, me cuidaré de no faltar y, si Vuestras Señorías lo permiten,
quisiera formularles el augurio de un feliz reposo.
El
señor Duque salió de la sala impasible y solemne, pero quien lo conocía bien
estaba convencido de que en ese momento se atormentaba con mil preguntas. Lo
seguían Gian Galeazzo, que pedía explicaciones a diestro y siniestro, y su joven
esposa, Isabel, del brazo, aturdida por lo ocurrido, cuyo sentido le había
quedado oscuro. La Corte desfilaba lentamente detrás de
ellos.
También
Jacopo Trotti y Stefano salieron del trágico salón, exhaustos por la
tensión, pero orgullosos de cuanto habían podido hacer.
En
la sala la orgía continuó durante un rato. La confusión había sido tal que muy
pocos se dieron cuenta de lo acaecido. Los invitados que lo desearan podían
pasar la noche en el mismo local del banquete, donde los servidores alimentaban
sin pausa las chimeneas, manteniéndolo acogedor. Cansados se recostaron
sobre la paja, que los campesinos habían derramado por los laterales,
cubriéndose con sus mantos, sus pieles o cualquier otra prenda que pudiera
defenderlos del frío helador.
Los
diplomáticos habían asistido con estupor a la aceleración de los
acontecimientos, a la huida repentina de Zane dei Roselli y de la circasiana y a
la afanosa búsqueda de los arqueros. Al principio estaban atónitos, pero
luego, poco a poco, empezaron a entrever, al menos, una parte de la verdad.
Algunos comentarios de las mesas altas, a pesar de las precauciones, llegaron a
sus oídos y acabaron por convencerlos. Por más que la realidad fuera
absurda, debían aceptarla; los asesinos eran los amigos con los que habían
convivido durante todo el viaje.
Recordaron
incrédulos tanto los momentos frívolos como los dramáticos que habían
compartido durante el viaje de Milán a Nápoles y luego hasta Tortona.
Ahora, a la luz de la verdad, todo lo que estaba emergiendo asumía matices
nuevos. Sólo ahora caían en la cuenta de algunos indicios que antes, abrumados
por la amistad y la enrarecida atmósfera del viaje, no supieron percibir.
Alguien comentó:
‑Si
el Gran Cocinero lo ha descubierto también nosotros habríamos podido
percatarnos.
Y
seguían diciéndose:
-Bien
es cierto que esos dos no tenían motivos personales contra nuestros cinco pobres
amigos y el señor duque Gian Galeazzo.
Y
se preguntaban:
‑Pero
entonces ¿por orden de quién actuaban y por qué?
Se
interrogaron largamente, oprimidos por un fuerte sentimiento de
culpa.
‑Nosotros
éramos los más cercanos a los acontecimientos y habríamos podido, es más,
habríamos debido salvar por lo menos a alguno de nuestros
amigos.
Atormentados
por estos pensamientos angustiosos, extenuados por la cena y por la tensión que
la presidió al final, cada uno trató de recostarse sobre su lecho
intentando, si le era posible, coger el sueño.
En
un rincón de la gran sala, alejada de los demás, Dona Evelyne, enfadada y
triste, estaba acostada sobre algunas mantas. Había vivido los últimos sucesos y
la verdad sobre el veneciano y su acompañante como un drama
personal.
Su
relación con Zane había sido la cosa más hermosa y pura de su vida.
Continuamente le retornaba a la mente aquel amor construido con miradas lanzadas
y correspondidas, y enseguida apartadas. Un amor basado en roces ligeros, aunque
insistentes, de sus manos o con las rodillas. Pensaba en la circasiana, a la que
todos creyeron una amante infiel; ahora se sabía con seguridad que era su
cómplice y que quizá ni siquiera era su amante.
Evelyne
comprendió por qué, con tanta indiferencia hacia a su compañero, la mujer se
relacionaba con aquellos a los que luego conduciría a la muerte, sin
suscitar en él los más mínimos celos.
¿Por
qué habían asesinado a tantos jóvenes? ¿Qué misterio se escondía detrás de la
melancolía de él? Pensó en la tarde en que a Zane se le escaparon algunas
frases extrañas sobre el terrible momento por el que estaban pasando
sus familiares, pero cuando le pidió que se confiara a ella no quiso responder.
Conocía perfectamente el talante del veneciano y estaba segura de que, si
mataba sin rencor, tenía que ser por un motivo muy importante... quizá por orden
de alguien, como habían comentado poco antes sus amigos.
La
memoria le devolvía los silenciosos mensajes que él le había transmitido sin
poder revelarle nunca el motivo de su sombría tristeza. ¿Por qué no quería, de
ninguna manera, encauzar su amor hacia su fin natural?
Aún
le quedaba bien impresa en el corazón la visita nocturna al claustro de los
Doria, la atmósfera irreal que allí reinaba tanto por el lugar como por la
incomprensible y dolorida actitud de Zane. Evelyne sabía ahora que esa
misma noche, y puede que detestando tener que hacerlo, debía matar a un
compañero de viaje y diversiones. Con su instinto de mujer enamorada
percibía el horrible drama que lo había alterado en aquella como en otras
ocasiones, y precisamente por eso se sentía desgarrada por un amor nunca
realizado y perdido para siempre.
Rememoraba
los besos que por primera vez intercambiaron la noche del claustro, besos
encendidos, pero ambiguos y melancólicamente tristes. Vagamente intuyó que
su ardor no poseía el fuego de una promesa para el futuro, sino más bien un leve
perfume de muerte, como los últimos y desesperados abrazos de un condenado.
Cuando, sentada en el murete de aquel lugar sagrado con la espalda pegada a
las esbeltas columnas, en silencio mantuvo la cabeza de Zane apoyada sobre el
regazo, había advertido insólitos escalofríos que lo estremecían y un
inquietante jadeo de su respiración. Le atormentaba la idea de que esa misma
noche el joven tuviera una cita con su cómplice, cerca de su hospedería.
Sin duda la circasiana llevaría hasta el lugar establecido a su tercera víctima,
completamente borracha a indefensa, como si se tratara de un cordero para el
sacrificio.
Por
desgracia, la insondable tristeza de Zane dei Roselli la había fascinado
aún más. Evocando las horas pasadas junto a él, le vino a la memoria su
sombrío humor en los días en que ocurrieron los crímenes. Sólo ahora lograba
relacionar las dos circunstancias. ¿Quién lo obligaba? Pensaba en las preguntas
que se había hecho durante todo el viaje y en cuando, casi por despecho, quiso
alardear de la relación con su amiga Isa. ¿Por qué él no había aceptado la
oferta de amor que ella le hacía cada vez más
abiertamente?
En
un primer momento dedujo que Zane no era viril, pero en aquel claustro, al
abrazarlo, tuvo una agradable sorpresa al sentir su cálida turgencia viril
contra su cuerpo. Entonces ¿por qué hasta aquella tarde se había limitado a
unas miradas robadas y a emocionantes, pero estériles, contactos? Y ni siquiera
entonces quiso ir más allá de los besos...
Era
ahora cuando volvía a ver su fuga precipitada durante esa misma noche, después
de la intervención de maese Stefano al final del trágico banquete. Todo había
sucedido en pocos instantes que la obligaron a abrir los ojos ante un doloroso a
incomprensible enredo. Entonces fue consciente de que también él, como la
circasiana que lo acompañaba, era un asesino, pero ¿cómo hacer para no
amarlo?
Sentía
con lucidez que Zane, evitando poseerla, le había rendido un delicado y
desgarrador homenaje que ningún otro hombre en el mundo habría sido capaz de
hacer. Sin duda, él se había comportado así porque se horrorizaba de sí mismo y
no se sentía digno de ella. Era su corazón el que le concedía esta
certeza.
Precisamente
porque la amaba no soportaba la idea de mancillarla ligándola íntimamente a un
asesino. Con su renuncia, él le había dado la única cosa pura que podía
entregarle. Le había transmitido un mudo mensaje que ella sólo habría podido
descifrar si los acontecimientos se hubieran precipitado. A pesar de los
dramáticos sucesos, la renuncia de Zane al amor le había ayudado a
recuperar la belleza y el lánguido dolor de un sentimiento diferente que desde
la adolescencia dormitaba en los meandros de su alma. Sólo cuando era muy
joven había experimentado esas delicadas emociones, pero la larga familiaridad
con la Corte se las había hecho olvidar. Había perdido su natural
sensibilidad endurecida por las luchas de poder y por las astucias
cortesanas.
Un
asesino, un dulce asesino, la había hecho redescubrir tales sentimientos y
cuestionarse sobre las decisiones de su turbulento pasado. Evelyne sabía que
aparentemente todo volvería a ser como antes, pero ella ya no sería la
misma.
Dona
Isa la había vigilado durante toda la noche, tratando de respetar su
desconcierto a intentando ayudarla con la ternura y el amor que la ataba a ella.
Se acercó a Dona Evelyne y le acarició los cabellos. Ante ese contacto la
muchacha se estremeció y le lanzó una mirada que la hizo
retroceder.
‑¡Déjame,
no me toques ahora!
A
Evelyne casi le pareció que la relación con Isa era la causa de todo y que las
alegrías que se habían proporcionado mutuamente eran las culpables. ¡Todo
pasaría, pero ahora no, precisamente ahora no! Quizá más tarde aceptaría
las caricias de Isa, sus sabios besos, la capacidad de hacer vibrar su cuerpo
como nadie.
Pero
en esos momentos el simple contacto de una mano le daba la sensación de que
podía hacer palidecer el recuerdo de él, que deseaba quedara impreso en lo más
profundo de su corazón. Quería conservarlo bien escondido en los pliegues de su
vida y no quería compartirlo con nadie, ni siquiera con
Isa.
La
terrible noche de los homicidios y los venenos estaba concluyendo, y los
primeros huéspedes despertaban tras pocas horas de sueño. Algunos se preparaban
para partir, para regresar a la propia vida real, alejada de ese largo a
irrepetible sueño.
Por
fin libre, Moisés da Corteolona, habiendo llegado a Tortona muy tarde, sólo
pudo presenciar la última parte de la cena. Los días y las vigilias
transcurridos en la prisión de Génova, a la espera de ser exculpado, lo habían
impactado terriblemente, y en un rincón farfullaba y gesticulaba para sus
adentros.
Doña
Juana e Inmaculada reposaban abrazadas, cansadas de cuanto había ocurrido
aquella tarde. Los insultos que se habían lanzado durante la riña, a causa de
Manetto dei Portinari, habían sido devastadores para ambas. Estaban abatidas por
la ya irremediable pérdida de su amor, pero sobre todo a la madre le costaba
persuadirse del epílogo de esa aventura. La marquesa de Valladolid había
pasado las últimas horas de la noche insomne, sosteniendo entre los brazos a su
hija, que a pesar de todo se había dormido profundamente.
Por
primera vez, veía en ella a una mujer y había espiado, en el sueño, el
regular movimiento de su pecho, ya bien torneado, con una mezcla de ternura y
rabia. Para Juana todo lo que había sucedido permanecería como una herida
abierta para siempre. La relación con su hija ya no sería la misma, quizá más
profunda o quizá más cómplice, por los recuerdos en común de los que jamás
osarían hablar, pero sin lugar a dudas sería menos maternal y menos armoniosa
que antes. Para Inmaculada aquella iniciación a la vida adulta, aunque muy
particular, sólo había anticipado los tiempos.
Las
palabras que habían mediado entre madre e hija, durante el condenado banquete,
si bien quedaron sepultadas en su corazón, permanecerían como un eco perenne
entre ellas. En esa lívida noche de lombarda para ambas finalizaba una etapa de
la vida.
Dona
Andrea reposaba aferrada casi con desesperación al moro
Mansour.
Sentado
sobre un banco, el borgoñón dejaba que el paje Geraldo durmiera con la cabeza
apoyada en sus piernas y le acariciaba los cabellos.
16
En
la luz que precedía al alba, la colina, con su castillo y la catedral,
parecía una enorme nave inmóvil que emergía entre la inmensa blancura de la
latente niebla.
Entre
dos almenas de la fortaleza, con los brazos cruzados y apoyados sobre la
muralla, micer Jacopo y maese Stefano observaban silenciosos el espectáculo que
debajo de ellos se extendía hasta el horizonte. No necesitaban intercambiar
demasiadas palabras para saber en qué estaban pensando. En realidad, casi
no habían dormido con la conmoción de esa noche. Para los dos había sido un
momento de gloria ante los Duques y, sin duda, no faltaría algún acto de
reconocimiento.
Con
el alba Trotti esperaba que llegase la hora fijada por el señor duque
Ludovico para confrontar lo que cada uno sabía sobre los
hechos.
El
sol aún no había salido, pero ya teñía de rosa el levante y el resplandor se
alargaba hacia poniente, propagándose sobre la extensión ondulada de
niebla. La luz rasante acentuaba las formas y las irregularidades de la
superficie, de la que sólo descollaban algunos oscuros
campanarios.
Aunque
el río Scrivia no era visible, una larga hondonada en la superficie blanca
denotaba su curso. Aquí y allá se elevaban perezosos penachos de humo, signo de
que en las oscuras cocinas y dentro de las chimeneas ennegrecidas por el use el
fuego matutino trataba de derretir el hielo en los calderos, para preparar la
primera comida del nuevo día. Los burgos, allá abajo, empezaban a
animarse y las carretas comenzaban a arrastrarse entre los grumos helados
de las callejas de tierra. Algunos ruidos del despertar llegaban atenuados hasta
ellos.
Mientras
tanto, se oyeron cerquísima los repiques de la catedral, que llamaban a la
primera misa de la mañana. Luego, poco a poco, de todos los campanarios de
las iglesias, incluso de las más lejanas, llegó hasta ellos, amortiguado por la
niebla y repetido cien veces, el sonido del mismo reclamo. Era el momento
en que cada abadía y cada parroquia de la vasta llanura de Lombardía abrían
sus puertas. Desde el portal abierto de la catedral fluían haces de luz
amarilla, mientras se expandían, por todo el patio adormecido, las lentas
notas de los maitines de los canónigos de la catedral.
El
coro del Venite exultemus, aun en la
dulce sonoridad del canto gregoriano, evocaba, implacable y amenazador,
condenas eternas y visiones ultra terrenales. Ante esa llamada, de las casuchas
adosadas al castillo y a los murallones empezaron a salir algunas mujercillas,
que se apresuraban hacia la entrada iluminada de la iglesia, embozadas en sus
toquillas, negras como las faldetas.
Luego,
a levante, la claridad se hizo rápidamente anaranjada, anunciando con certeza
que llegaba el nuevo día. Sólo Domine
Iddio sabía cómo sería.
Ésa
es la hora más fría, porque la luz evapora la humedad de la noche y hurta
el calor a los montes, a las cuevas, a los hombres y a los animales como si un
gélido escalofrío corriera de un extremo al otro de la
tierra.
El
estremecimiento helado que había cruzado veloz la llanura, robando calor por
todas partes, también penetró bajo las capas forradas de piel de los dos amigos
y, a través de los huesos, se insinuó en sus corazones.
Se
sentían invadidos por el desconsuelo y la impotencia, pues tenían una
sensación clara de que incluso ellos habían sido víctimas, no actores, del
dramático juego que ahora concluía, como si inconscientemente todos los
involucrados en los sucesos hubieran seguido un inexorable guión preparado por
otros.
‑Así
que todo ha terminado, no sólo el banquete ‑dijo con tristeza
Stefano.
El
Diplomático habló como si continuara un discurso ya iniciado en su
interior:
‑Stefano,
ayer por la noche parecía que cada uno, en su corazón, lo sentía. Se respiraba
ese frenesí que para bien y para mal nos atrapa a todos cuando se intuye
que algo está a punto de acabar. Ambrogio da Rosate lo había previsto
varias veces. Llegaría la noche de los Siete Pecados.
‑En
definitiva, Jacopo, ¿qué quiere decir una noche de los Siete
Pecados?
Unidos
por las recientes desventuras y por vez primera después de los muchos años
que se conocían, los dos amigos se llamaban por su nombre.
‑El
maestro Ambrogio dice que hay momentos en que hasta las tragedias que se
preparan desde hace tiempo tocan a su fin. Parece ser que durante esas
noches horribles, todos, hombres y mujeres, enloquecen y se comportan como si
fueran las últimas horas de su vida, y esto sucede cuando se cumplen los
designios del maligno.
El
patio se estaba animando. Algunos carros partían hacia Milán con el
material de la pasada fiesta y los lugareños desmontaban los arcos de madera y
papel. Las milicias plegaban sus tiendas y sacaban de los establos a los
robustos caballos bretones de desfile. Todo se desarrollaba sin la tensión de
los días que habían precedido al banquete, sin prisa y sin entusiasmo. Algún
funcionario de la Corte emprendía a caballo el camino hacia la fortaleza de
Porta Giovia para llegar antes que el señor Duque y su
séquito.
Por
el portón del castillo salía Ambrogio da Rosate en compañía de Moisés da
Corteolona, que le hablaba animadamente. Cuando vieron a micer Trotti y a maese
Stefano, se dirigieron hacia ellos.
El
judío, transformado por las noches y los días en los calabozos de Génova, ya no
aparecía humilde y burlón como de costumbre, sino que más bien se
comportaba como un endemoniado, casi hablando para sus adentros y
profiriendo amenazas y maldiciones contra todos. Ambrogio estaba más grave y
triste que nunca.
‑Buenos
días a los dos ‑saludó micer Jacopo‑, vos lo habíais predicho, maestro Ambrogio,
esta última noche ha sido de verdad un aquelarre.
Y
no añadió más, pero el astrólogo le entendió perfectamente. Con esas
palabras, Trotti le echaba en cara, de manera taimada, el no haber sido capaz de
impedirlo. Por eso el viejo sabio estuvo durante un momento absorto en sus
pensamientos antes de responder al saludo:
‑Buenos
días también a vos, si puede ser bueno el día que sigue a semejantes
calamidades. Es verdad que los astros me habían revelado que sería una noche de
los Siete Pecados. Por desgracia, sólo conseguí anunciar esta espantosa velada
en que los demonios han revoloteado más que nunca alrededor de nosotros
descendiendo de sus moradas habituales.
Casi
sin darse cuenta de los presentes, que recordaban los relatos que el
maestro Ambrogio había hecho otras veces, se encontraron mirando hacia la
catedral y los campanarios. El astrólogo prosiguió:
‑No
estaba en mis manos hacer más de lo que he hecho, pero vos, maese Stefano, al
fin habéis conseguido romper el último eslabón de la cadena
demoníaca.
No
es algo que se concede a todos. Se necesita un ánimo sencillo y puro, como
lo tenían los solitarios caballeros de otro tiempo. Los demás, hombres y
mujeres, a veces sin desearlo, se han dejado arrastrar por los espíritus
infernales para preparar el epílogo de los tristes hechos. Ahora son
instrumentos del demonio y por tanto serán fácil presa de la
condenación.
Maese
Stefano, confuso y conmovido por esas alabanzas, se refugió en uno de sus
proverbios:
‑De
là del podè se po minga andà!
Para
los que no entendían, Moisés tradujo:
‑Nose
va más allá de lo que se puede...
Sin
embargo, en ese momento el Gran Cocinero por primera vez se dio cuenta de que
con su gesto había contrariado los designios de las entidades malignas,
impidiendo la conclusión de sus tramas, y sintió temor, pero le preocupaba
mucho otra cuestión.
‑¿Es
verdad que ninguno de esos hombres y mujeres podrá huir de la condenación?
Ellos también deberían tener una esperanza de salvación, aunque sea
pequeña.
Con
la modesta fe heredada de sus padres, se negaba a aceptar la condenación
sin esperanza. El alquimista abrió los brazos, casi con fastidio, haciendo un
gesto que expresaba al mismo tiempo duda y probabilidad.
‑Hay
quien afirma que, en casos raros, muy raros, alguno puede incluso salir de esa
experiencia con el espíritu más fuerte y puro pero, según dicen, se trata de
almas no comunes que, aun viviendo aturdidas por el vicio y la miseria de sus
pecados, sin saberlo desde hace tiempo estaban buscando a
Dios.
Y
no dijo más, como si ya hubiera revelado demasiado sobre aquel misterio
insondable.
‑Debemos
irnos, maestro Moisés ‑continuó Ambrogio, quizá para sustraerse a la tensión que
habían creado sus propias palabras.
La
despedida fue breve. Se volverían a ver en el castillo de Porta Giovia,
sumergidos de nuevo en la inquietante atmósfera de la Corte de los Sforza y bajo
la máscara de la riqueza y la cultura.
Antes
de que se hiciera completamente de día, el señor duque Ludovico convocó al
embajador Trotti a un saloncito del obispado. Estaban presentes Galeazzo
Sanseverino, conde de Caiazzo, Antonio Carazzolo, el jefe de los arqueros, y
Bartolomeo, senescal en jefe de la cancillería privada del Ducado. El Moro,
aunque tratara de ocultarlo, estaba ansioso por conocer los detalles
de cuanto Trotti y maese Stefano habían descubierto. Había logrado
mantenerse frío y lúcido durante los últimos acontecimientos, pero en esos
momentos, en el silencio del salón del Obispo y después de una noche de
insomnio, se le veía desmejorado por la tensión y el cansancio. Comprendía que
los crímenes pasaban a través del señor Duque, su sobrino, y por tanto
también alcanzaban a su misma persona.
El
Diplomático comenzó:
‑Su
Señoría querrá saber cómo maese Stefano de Rossi y yo llegamos a sospechar del
veneciano y de su circasiana. Pequeños indicios, Su Excelencia,
coincidencias un poco extrañas, frases sonsacadas en ese gran punto de
encuentro y confidencias que es la cocina y a veces con la ayuda de un vaso de
más o de un sabroso manjar. Al principio creímos que los asesinos podían ser
muchos. Como buen diplomático y con mucha prudencia, evitó decir que entre ellos
estaban el mismo Moro y el señor duque Alfonso de Calabria. Si Su Señoría me
permite ser explícito diré que, cuando Moisés da Corteolona fue arrestado,
nos fue difícil creer que él fuese el culpable. El personaje no coincidía con la
imagen de un feroz homicida. Debo confesar que incluso llegamos a sospechar
de los mismos amigos de nuestro señor duque Gian Galeazzo. Podía tratarse de una
lucha entre ellos para asegurarse una mayor influencia sobre el pupilo de
Su Gracia. Por otra parte, no había posibilidad de duda, tenía que ser alguien
del grupo de los jóvenes diplomáticos que viajaban juntos o, en cualquier caso,
cerca de ellos. El asesino, para obrar en tales circunstancias, debía de conocer
con precisión los desplazamientos y costumbres de todos los miembros de la
compañía y contar con la confianza de los malaventurados. Luego está el asunto
del color de los cabellos...
‑¿De
los cabellos? ‑preguntó incrédulo el señor Duque.
‑Sí,
Su Alteza, alguien nos dijo que la circasiana, apenas había sol, y en Nápoles
los días soleados no faltan, o bien durante el viaje por mar, se teñía los
cabellos con henné para después decolorarlos en parte, con el inusual método de
permanecer expuesta al sol y obtener ese espléndido color entre cobrizo y
rubio que tanto admiramos en las damas vénetas. En principio esto no supone
nada extraño, salvo que es un uso típico de las vénetas, no de una circasiana.
Además no podemos olvidar que las maneras de esta dama eran las de las
aristócratas de la ciudad lagunar más que las de una campesina del Cáucaso. Otro
detalle es el asunto del nudo con que el segundo muerto fue colgado en el
centro de la vela. Quien subió al mástil de la carraca para desatar el
cadáver es un ex bonaboya, hoy criado de los Fieschi, experto en la vida en las
naves. Este hombre contaba a todos que para colgar al muerto se había
empleado una gaza de amante, típico nudo marinero que sólo un práctico
hombre de mar puede usar, especialmente en trances tan trágicos. Es
impensable que alguien carente de un verdadero conocimiento de amarras
y cabos recurriera a un nudo tan complicado para colgar el cadáver, y encima con
el riesgo de ser visto. Por tanto, el asesino debía de tener mucha familiaridad
con el cordaje de una embarcación. Además, para uno que no fuera un consumado
marinero y no conociera la técnica de izar las velas, era prácticamente
imposible levantar una carga pesada, como la de un cuerpo muerto, hasta el
extremo de una verga. Por último, concédaseme una observación más: para
guindar a un hombre se necesita que quien tira pese bastante más que el que hay
que levantar. Para izar al pobre marqués debían de ser al menos dos, puesto que
la polea usada era de una sola vuelta y la joven víctima era de complexión
robusta. Todas estas sospechas tomadas una a una seguramente no constituían una
prueba ni indicaban un responsable, pero eran suficientes para limitar el campo
de los posibles homicidas y dar crédito a algunas dudas. Al final, fue el
Gran Limosnero de Su Señoría quien, sin saberlo, nos ofreció el primer indicio
seguro. Monseñor Ottaviano da Melzo nos contó, mientras estaba en la cocina
degustando un inmejorable manjar...
El
señor Duque, a pesar de la gravedad del momento, logró sonreír conociendo
perfectamente la glotonería del prelado.
‑Nos
contó, decía, un episodio en contraste evidente con lo que la circasiana
iba insinuando. La muchacha decía a todos que, la noche en que su carraca
estaba llegando a Pisa con el segundo muerto apoyado a la vela, había visto
a Antonio Carazzofo ‑explicó mientras señalaba al Cómitre Principal de los
arqueros‑ con algunos de sus hombres rondar furtivamente por el puente de
la nave transportando algo que podía ser un cadáver.
El
jefe de los arqueros empalideció de golpe y comenzó a sentirse incómodo en
su escabel.
‑Pues
bien, Monseñor con toda seguridad afirmaba precisamente lo contrario; que
durante toda la noche hasta casi el alba, cuando se produjo el encuentro
con los sarracenos, micer Carazzolo no se había movido del puente bajo la
cubierta, donde estuvo jugando y ganando sin parar. La circunstancia fue
confirmada por otros testigos.
El
rostro del jefe de los arqueros se relajó con una sonrisa liberadora, aunque
para entonces grandes gotas de sudor le resbalaban por la cara y el
cuello.
‑Por
tanto, nos preguntábamos por qué la circasiana mentía tratando de echar la
culpa del homicidio sobre los hombres del Ducado. Con licencia de Su Señoría
hablaré de anoche y de la muerte del caballero Stampa, al que encontraron
semidesnudo, sobre un lecho de paramentos sagrados. Nosotros sabíamos que,
atenazado por el miedo, llevaba una cota de acero bajo el coselete pero, cuando
apareció el cadáver, la cota estaba apoyada y bien colocada sobre un sillón
cercano. Alguien lo había inducido a quitársela. Era imaginable que se
tratara de una mujer que le había prometido sus dones, una de la que se fiaba.
Resulta evidente que, borracho como estaba, un cómplice lo apuñaló por la
espalda mientras se disponía a hacerlo. Nosotros logramos saber que las
víctimas siempre fueron vistas con vida por última vez en compañía de Zane
dei Roselli o de la circasiana y, además, los asesinatos siempre se habían
consumado cuando los jóvenes estaban ebrios. Y lo mismo sucedió con el
quinto crimen. Para finalizar, el señor conde Sanseverino evitó que nuestro
amado señor duque Gian Galeazzo también fuera envenenado.
Caiazzo,
muy sorprendido, extendió los brazos y frunció la boca como dando a entender que
no sabía nada.
‑Y
el episodio ocurrió una vez más en la cocina. El señor conde tuvo una
conversación con el maestro Ambrogio da Rosate. El alquimista le explicó los
tipos de veneno que podían usarse para cometer homicidios, habló de los olores y
de las características de cada tóxico. Algunas de sus frases las oyeron por
casualidad esos indiscretos de los sirvientes ‑aclaró con diplomacia Trotti‑, se
propagaron por la cocina y, una vez más por casualidad, llegaron a los oídos de
maese Stefano, que acto seguido castigó al entrometido por haberlas escuchado. Y
esta noche, al final del banquete, mientras vigilábamos al veneciano y a su
compañera, maese Stefano oyó del paje escanciador que el hipocrás del
brindis olía fuertemente a almendras. ¡Pero el brindis final de un festín
de bodas debía hacerse, como siempre, con el hipocrás de rosas! Al mismo tiempo,
yo había advertido las zalamerías y las artimañas, un tanto
sospechosas, de la circasiana con el paje. Para nuestra fortuna, vuestro
Gran Cocinero recordó con prontitud que lo que olía a almendras era el polvo de
Nápoles y enseguida se dio cuenta de que la vida de su señor, el duque Gian
Galeazzo, estaba en peligro mortal y con él la misma existencia del Ducado
—Trotti cargó el acento sobre esta última frase, porque sabía que así
impresionaba al Moro, y prosiguió— -Entendió que debía salvar al señor
Duque a toda costa. Ya no había tiempo, y yo mismo lo alenté. Y así realizó ese
gesto irreverente, pero bendito, que sorprendió a todos. Esto es lo que hemos
descubierto, pero los motivos de tales crímenes nos resultan aún desconocidos.
El Gran Cocinero y vuestro humildísimo servidor seguimos preguntándonos por
qué el asesino no se limitaba a matar sino que, a riesgo de ser desenmascarado,
daba espectacularidad a sus crímenes.
El
señor duque Ludovico estaba cada vez más atento.
‑Fue
el veneciano quien nos proporcionó la primera clave para resolver este
misterio. Ahora sabemos que también él, como tantos delincuentes, no resistió a
la tentación de decir, al menos en parte, la verdad. En efecto, un día, en
la cocina, afirmó que probablemente los homicidios habían sido cometidos por
orden de alguien y que se veía con claridad que el agresor no odiaba a las
víctimas. Nos contó una historia poco creíble, planteando la hipótesis de
que fueran los sarracenos los que habían encargado los asesinatos para
vengarse de las incursiones cristianas; nada más extravagante, pero su
observación nos impresionó muchísimo y nos iluminó. A través de estos crímenes
tan ostentosos se quería atacar a alguien... A alguien muy... muy... muy
arriba.
El
Embajador se interrumpió, pues le pareció inútil y poco conveniente decir quién
era el personaje al que se quería hacer daño. Trotti estaba seguro de que el
señor duque Ludovico intuía ya lo que había tras aquellas muertes, sólo
aparentemente, sin sentido. Hubo un largo silencio durante el cual el señor
Duque parecía buscar en su mente las últimas tramas que le faltaban a aquel
pérfido tejido. Al fin habló:
‑Bien
sé quién ha urdido esta monstruosa conjura y por qué.
En
ese momento llamaron a la puerta y un oficial de los arqueros entró titubeante,
deshaciéndose en inclinaciones. Se acercó a Caiazzo y le entregó algo que
parecía una misiva.
‑Excelencia,
la hemos encontrado escondida entre las cosas del legado de Venecia y de su
amante. Los dos han huido con caballos que habían preparado en caso de
necesidad, pero no han tenido tiempo de recoger su equipaje. Los escuadrones de
arqueros más veloces se han lanzado en su persecución, en todas las direcciones
probables para alguien que quisiera refugiarse más allá de la frontera, pero la
noche ha sido oscura y la nevisca ha jugado en favor de los fugitivos. Con la
oscuridad, las torres de señalización han encendido el fuego de alerta y,
temiendo que la nieve impidiera recibir los mensajes, hemos transmitido las
señales también con toques de culebrina. Por desgracia, de momento no tenemos
ningún rastro de los asesinos. Me temo que a esta hora ya habrán cruzado los
confines del Ducado de Lombardía.
Calló
y, ante una señal del conde, salió reculando e inclinándose varias veces. El
Moro hizo una señal a Caiazzo de que diera lectura al pliego. En el silencio más
profundo Sanseverino empezó:
‑«Ilustrísimo
Señor mío meritísimo, Secretario del Consejo de los Diez de la Serenísima
República de Venecia.
»Ex
Derthona, XXV januarii 1489 hora I noctis
»Mi
hermana Armida y yo ya estamos próximos al cumplimiento de las empresas que
Vuestras Excelencias nos han ordenado...»
‑¡Entonces
‑comentó en voz baja micer Jacopo‑, la mujer no era su amante! Nos engañó a
todos. Y tampoco era una circasiana... ‑Y para sus adentros añadió: Ya
sospechábamos que era una dama véneta, no una aldeana del Cáucaso. Ahora
entiendo por qué el Legado permanecía tan indiferente a‑sus continuos
coqueteos...
Caiazzo
continuaba la lectura:
‑«Con
la ayuda de la buena suerte ad oras
pondremos término etiamdio
al destino del caballero Stampa y del conde de Pusterla. Luego con el
envenenamiento del señor duque Gian Galeazzo no haremos más que mantener la
calma hasta Milán, para después alejarnos a toda prisa de la ciudad, puesto que
tenemos la sensación de que los hombres del antedicho señor Duque han
encontrado ya alguna señal de culpabilidad. Ahora, al término de tan peligroso
viaje, nuestro deseo de volver de inmediato a nuestra patria podría ser
considerado sumamente legítimo, después de tan larga ausencia y de
semejante exculpación.
»En
estos últimos días sentimos que también otros nos vigilan. Si estuviéramos
seguros de que sospechan de nosotros nos daríamos a la fuga enseguida. Es con
desesperada aflicción que me apresto a concluir esta cadena de acciones que
nos han transformado, a mi hermana y a mí, en infames asesinos. La única
esperanza que nos ha dado fuerzas y valor, ayudándonos a soportar hasta ahora la
infamia, es que una vez cumplido el designio, vos dejaréis en libertad,
como habéis prometido, a nuestros seres queridos, injustamente encerrados en las
cárceles venecianas. Nos auguramos que, después de estas malditas
vicisitudes, el antedicho Consejo de los Diez quiera olvidarse de nosotros
y considerar estos horrendos episodios de sangre como nunca ocurridos o
como llevados a término por otros.
»Cuando
Su Señoría el Secretario, vuestro predecesor, en los primeros días del
pasado mes de septiembre, me convocó desde mi misión en Borgoña, por orden de
los antedichos Ilustrísimos Diez, no podía imaginar que mi honrada República me
constreñiría en los cepos de una cadena de crímenes tan espantosos a cambio de
lo que sencillamente era debido. Como mi padre y mis hermanos, Giacomo y Andrea,
siempre han sostenido, honesta y valientemente, su participación en la conjura
paduana de Nicolò de Lazzara nunca ha existido. Delatores pagados con
treinta denarios y falsos testigos, Dios no lo quiera, para salvar a otros han
arrastrado a aquellas pobres gentes honestas hasta Torricella, donde, a pesar de los
tormentos, nunca han confesado. Querían oír, de sus bocas desgarradas, que
habían estado entre los traidores paduanos que, al no saber adaptarse
al dominio de la Serenísima a la que consideraban cruel, habían tramado contra
ella. No podían confesarlo porque eran y son totalmente inocentes. No,
aunque de origen paduano, desde hace doscientos años mi familia siempre ha
servido fielmente a la República.
»Y
es con este espíritu que he doblegado mi ánimo a las acciones criminales
demandadas por vosotros a cambio de la vida y los bienes de mis seres queridos;
acciones que nos han arrojado a ambos en el más terrible duelo. Mi hermana
está exhausta y su razón vacila sobre el abismo de la insania, y yo mismo, a
pesar de que he combatido largamente en
las galeras de la Serenísima y he visto de
cerca los horrores de la guerra, me siento recorrido por angustias y pesadillas.
Aquí todos piensan aún que Armida es mi amante, y si esta ficción nuestra
nos ha facilitado la realización de la cadena de fechorías no escondo que ha
añadido abomio ad
abominio.
»Por
la noche, cuando nos retiramos, abandonadas nuestras vituperables ficciones, nos
cuesta reconocernos. Yo siento horror por ella y ella por mí. Nos oprime un
sentimiento de repulsión por lo que hemos hecho, por lo que aún somos
inducidos a hacer. Y éste es el crudísimo precio que vosotros nos habéis
impuesto y que esta noche acabaremos de pagar.
»Escribo
ahora esta epístola, antes de dirigirme al banquete, porque según lo acordado
mañana por la mañana un mensajero vuestro vendrá a buscarla. La cena, se prevé,
durará hasta las últimas horas de la noche, y es durante la misma cuando
mataremos a los últimos dos amigos del joven señor Duque, aprovechando su
seguro estado de embriaguez.
»Asimismo,
para poner fin a los días del señor duque Gian Galeazzo, mi hermana Armida,
con gran peligro, pondrá en práctica un plan para envenenarlo desbaratando
las precauciones del experto catador.»
Trotti
no pudo contenerse a interrumpió la lectura que Caiazzo estaba
haciendo.
‑¡He
aquí, señor duque Magnífico, por qué la falsa circasiana había coqueteado
todo el día con el paje escanciador! Había proyectado poner veneno en el
hipocrás sólo después de que el bodeguero hubiera terminado sus catas. Ha
podido escoger con seguridad la hora de su actuación porque tenía ante sus ojos,
bien impresa, la composición poética que ha escandido toda la cena y, por tanto,
sabía cuándo se movería el paje y cuánto tiempo tenía a su disposición para
llevar a cabo su plan.
Fastidiado
por la interrupción, Sanseverino reanudó la lectura:
‑«Armida
y yo estamos advertidos del peligro mortal que, ahora más que nunca, nos es
próximo. Todos los oficiales del señor Duque indagan, como no podía ser de otra
manera. Nos sentimos vigilados incluso por otros que hacen preguntas extrañas a
nuestros amigos.»
Esta
vez Trotti no intervino, se limitó a pensar que los «otros» eran, sin duda, él y
maese Stefano.
‑«Las
jaurías de perros que indagan se estrechan en torno a nosotros, pero confiamos
en Dios Omnipotente, que conoce nuestras inclinaciones y que, a pesar de
nuestros delitos, querrá ayudarnos en esta empresa desesperada. Más que a
nuestra seguridad, es al buen honor de la Serenísima República al que respeto en
este momento.
»Debéis
reconocer que hasta esta noche lo hemos llevado todo a cabo según cuanto
vosotros habéis ordenado, sin que Venecia se viera involucrada de ningún modo.
Siguiendo vuestras voluntades nos hemos encargado de que los hallazgos
fueran lo más espectaculares posible y que las sospechas cayeran sobre
quien Su Señoría bien sabe.»
‑También
nosotros sabemos bien sobre quién habrían debido de caer las sospechas...
‑comentó irritado el señor duque Ludovico‑; he aquí por qué la
búsqueda de tanta espectacularidad en los crímenes.
Todos
permanecieron en silencio y luego el lector prosiguió:
‑«Por
el contrario, los arqueros de Milán vigilan para que en torno a la expedición de
bodas la atmósfera sea lo más agradable y alegre posible, y por eso siempre se
han ocupado de hacer desaparecer los cadáveres y han tratado de sofocar las
habladurías. Más tarde, por la noche, dado el escaso tiempo que me quedará, sólo
podré añadir algunas noticias breves sobre los próximos sucesos antes de
traducir esta carta a nuestro habitual lenguaje secreto, para confiarla al
antedicho mensajero. Como hemos acordado, si algo no saliera según nuestros
designios, destruiré esta carta.
»Según
cuanto os hemos jurado sobre la cabeza de nuestros queridos prisioneros, si
estuviéramos a punto de ser descubiertos, tomaríamos de inmediato el veneno
que llevamos siempre con nosotros para este fin. A este respecto estamos
sumamente decididos, incluso porque conocemos perfectamente a qué horrorosas y
prolongadas torturas seríamos sometidos antes de morir. Nuestro deseo es
que, cuando vos hayáis recibido esta misiva, nosotros ya estemos en el Ducado de
Parma, donde estamos seguros de encontrar la novedad de la liberación de
nuestros seres queridos...»
La
carta se interrumpía en este punto.
Ludovico
parecía haber envejecido años, pálido, más aceitunado y fláccido de lo habitual.
Contrariamente a su costumbre, tenía un aire casi abrumado y la cabeza encajada
entre los hombros. Caiazzo al final de la lectura se dejó caer sobre un sillón
mirando fijamente al suelo. Sabía que la tormenta estaba a punto de caerle
encima. De pronto, Trotti sintió la garganta seca, y no era el
único.
‑Quisiéramos
vino ‑dijo el Moro, y añadió‑. No pensábamos que esa República, a la que
llamamos Serenísima, sintiera tanto odio por nosotros.
El
jefe de los arqueros salió para buscar a alguien que trajera vino, feliz de
tener una excusa para alejarse.
‑Su
Señoría ha corrido un peligro mortal. Si hubieran logrado matar a nuestro
amadísimo señor el duque Gian Galeazzo, la responsabilidad o incluso sólo
la sospecha hubiesen dañado irreparablemente a Su Señoría, que inocente habría
sido puesto en entredicho por todos los Príncipes italianos y europeos. Habrían
pensado que usted había querido eliminar a nuestro amado señor duque Gian
Galeazzo y a aquellos que le estaban más próximos. Dios Nuestro Salvador ha
querido que la justicia triunfase.
Trotti
había dado en el blanco, y el Moro asintió largamente. Al señor Duque le costaba
reponerse del golpe, estaba cargado de rencor, aunque se esforzaba por
expresarse con la habitual realeza.
‑Tratad
al menos de capturar al mensajero que estará rondando por ahí. ¡Debería ser
fácil incluso para los ineptos que nos rodean! ‑Estaba claro que el señor Duque
se refería a Sanseverino y a sus hombres‑. Pero sabemos que no servirá.
Conocemos bien los métodos de la República de Venecia y ese hombre, incluso
sometido a las peores torturas, no confesará porque no le habrán dicho
nada. ‑Luego, como si respondiera a Trotti, prosiguió‑: Desde la época del señor
duque Francesco, nuestro llorado padre, nuestro estado nunca había corrido
semejante peligro. Haremos decir un Tedeum en todas las iglesias para dar
gracias al Omnipotente por la Santa Mano que ha querido poner sobre nuestra
cabeza, aunque no será prudente explicar el motivo de este agradecimiento. Sin
embargo, no podemos dejar de preguntarnos cómo es posible que una trama tan
larga no haya sido descubierta. ¡Debemos constatar, con estupor y sumo
desagrado, que con toda la gente a nuestro servicio, con la cantidad de
oficiales que comen en nuestra mesa ‑añadió dirigiendo la mirada a
Sanseverino‑, el Ducado a incluso nuestra misma persona deben ser salvados
por un Embajador inteligente, leal y amigo, nos sea concedido decirlo, y
por la extraordinaria intuición, además de la gran decisión, de un cocinero fiel
desde hace generaciones a nuestra casa! Que al menos se haga de modo que nadie
sepa nada sobre los motivos de tanta atrocidad. Los Príncipes de los demás
estados, nuestros amados hermanos, tendrían una opinión muy deplorable de
nuestro poder y de la seguridad de nuestro Ducado.
Y
salió sin añadir nada más, pero sus espaldas parecían aún más encorvadas y
su paso casi arrastrado.
Sanseverino,
el conde de Caiazzo, aún seguía mirando fijamente las junturas de las
baldosas de terracota del suelo.
Cuando
el Diplomático reapareció en la explanada, Stefano fue a su encuentro
ansioso.
‑¿Entonces?
Micer
Jacopo lo puso al corriente, en líneas generales, de cuanto había sabido y
terminó diciendo:
‑Sin
duda, no nos faltará el modo ni el tiempo de hablar con más calma cuando estemos
en Milán, por el momento las vicisitudes han terminado. Sigue siendo grave el
hecho de que el señor Duque parece haber suscitado alrededor tanto odio que
es difícil prever si al fin no será arrollado por él. Me disgusta, porque lo
estimo como hombre y como gobernante.
A
pesar de la clara invitación a hablar en otro lugar, Stefano, emocionado por las
últimas revelaciones, no pudo contenerse y planteó una pregunta a su amigo
Diplomático:
‑¿Por
qué la República de Venecia odia tanto a Milán como para organizar el asesinato
de nuestro señor Duque?
‑No
odia a Milán, teme a todos los vecinos demasiado poderosos, porque no está
segura de poder resistir, con sus ejércitos mercenarios, una eventual
coalición que, cruzando la frontera sobre el Adda, invada sus dominios de
tierra firme. Lombardía es el estado más rico y poderoso que limita con el
Véneto y por eso es el que Venecia teme más. Pero odia sobre todo a la persona
del Moro, porque recela de su política tortuosa, que tiende a coaligar a
muchos estados contra ella.
Stefano
estaba perplejo.
‑Comprendo,
pero envenenando al joven Gian Galeazzo en vez de al Moro, ¿qué habrían
conseguido?
‑Precisamente
ésta es la desleal astucia de esta conjura ‑respondió Jacopo, orgulloso de su
larga experiencia diplomática‑. Si hubiera urdido directamente el asesinato
del señor duque Ludovico, lo habría convertido en un mártir de la política
véneta. No quería su eliminación física, sino su aniquilación moral. Era
mejor hacerle perder todo el poder político. Un Ludovico el Moro sospechoso de
haber asesinado a su sobrino, al que ya usurpaba el poder, y a todos sus
amigos y partidarios, habría sido un muerto viviente, detestado y
aislado por todos los demás potentados. Hay que admitir que la célebre perfidia
del astuto gobierno de la Serenísima, una vez más, no ha sido
desmentida.
A
Stefano se le ensombreció el rostro y tardó en decir
algo:
‑¡Qué
cosas horribles! ¿Qué sentido tiene todo esto? ¿La diplomacia? ¿Los muertos?
¿Las fiestas? ¿El viaje mismo? ¿Incluso nuestra participación en estos hechos,
si luego los que deciden, en lo bueno o en lo malo, están muy por encima de
nosotros?
‑Pero
vos habéis hecho algo, querido amigo mío, algo... ‑repuso
Jacopo.
‑Sí,
es verdad, pero ¿acaso creéis que nuestros actos han servido de verdad para
cambiar el futuro? ‑La de Stefano no era una pregunta.
‑Quisiera
creerlo ‑dijo Trotti con voz cansada‑, pero yo también estoy confundido, todo me
parece tan inútil. Como si alguien nos permitiera entretenernos con los eventos
de poca monta para hacernos olvidar los importantes, en los que se deciden todos
nuestros destinos. Pero valor, Stefano, siempre nos queda algo: nuestra vida...
mientras dure, nuestra hermosa amistad y las deliciosas cenillas que nos hemos
concedido. Ésas ya no nos las puede quitar nadie, ni siquiera... Acaso
éstas son las únicas verdaderas pequeñas alegrías que nos es dado
concedernos.
‑Es
verdad, por otra parte, püssé che
vif a muré se pö minga fà!
‑espetó Stefano.
‑Ahora
comienzo a entender también yo el milanés ‑dijo Trotti‑, tenéis razón, más
que vivir y morir no se puede hacer...
Los
dos amigos se miraron a los ojos durante un largo instante, y luego el
Diplomático abrazó fuerte a Stefano, casi hasta hacerle
daño.
‑¡Hasta
pronto, Stefano!
‑¡Hasta
pronto, Jacopo!
Ninguno
de los dos añadió más, como a menudo ocurría entre ellos. Ya se habían dicho
mucho más con las miradas y con los silencios.
El
Embajador se encaminó lento y pensativo hacia su caballo, cogió las bridas que
su escribiente le ofrecía, montó en la silla y poco después los dos jinetes
atravesaron el portal y desaparecieron.
Alrededor
bullían los preparativos para la partida. Maese Stefano se encaminó hacia el
castillo. En el atrio había mucha gente a punto de partir hacia Milán y
entre ella entrevió al grupo de los Legados. Con un vuelco del
corazón, que no quiso admitir, vio el rostro de Dona Evelyne. Le pareció más
adorable y radiante de lo habitual. Mientras la contemplaba desde lejos, se dio
cuenta que en su interior deseaba con todas sus fuerzas que fuera una de esas
almas afortunadas, mencionadas por el astrónomo, que podrían
salvarse.
Con
un suspiro se sacudió esos pensamientos y empezó a descender por la amplia
escalera que llevaba a la gran sala que había sido su reino durante poco
tiempo. La gran cocina estaba vacía y fría, más gélida que caliente había
estado en las noches y en los días pasados por las llamas de los hornos y de los
asadores. De toda la frenética actividad de los hombres que habían
trabajado y maldecido allí, de sus miedos y sus sudores, no había quedado
nada.
En
el helador local, algunos cocineros y sus ayudantes rondaban como náufragos
ordenando sus enseres. También maese Anselmo contemplaba con tristeza la
maravillosa cocina que los milaneses habían instalado en cinco días y que,
de golpe, resultaba inútil.
Maese
Stefano se sentó en una de las mesitas donde se habían escuchado tantas
confidencias y se habían hecho tantos fútiles razonamientos. Por la gracia
de Dios no todas las charlas fueron vanas. A través de las grandes ventanas
en forma de arco, en lo alto, al nivel del patio, veía las piernas de los
hombres y los vestidos de las damas moverse en la extraña danza de los adioses.
Hasta él llegaban, si bien atenuados, las despedidas, el piafar de los cascos de
los caballos y el chirrido de las ruedas de las carretas. Se sentía vacío y
triste. No podía dejar de recordar los discursos tenebrosos de Ambrogio da
Rosate y las frases que había intercambiado con su amigo.
Maese
Stefano estaba aturdido, aunque desde hacía algún tiempo Jacopo y él habían
comenzado a percibir que esa aceleración de eventos desatinados y trágicos era
obra de alguna fuerza arcana. Sólo al final se dio cuenta de que estas poderosas
fuerzas estaban tan cerca de los hombres que intervenían para condenarlos y esto
no le gustaba en absoluto.
Cansinamente
se levantó y comenzó a remontar los peldaños de la escalinata que subía a la
planta baja.
¡Maese
Stefano!
No
oía, absorto como estaba en sus pensamientos.
‑¡Maese
Stefano! ‑repitió más fuerte maese Anselmo‑. ¿Qué debemos
hacer?
Stefano
se detuvo un instante, se volvió tristemente hacia él sin mirarlo y
respondió:
‑¡Lo
que se nos había concedido hacer ya lo hemos hecho! ¡La fiesta ha
terminado, desmontad los asadores! ‑dijo.
Donado
por libro.dot
[L1]La paja cerca del fuego arde.
[L2]Con los superiores siempre hay que bajar la cabeza.
[L3]Piñonates, biscotes y contramuslos de pollo con malvasía, gambas con vinagre, pescado en gelatina, carpas y menestra de arroz, pescado hervido con pebrada, pescado asado y fritura de pescado con salsa, naranjas amargas, limones y uvas, tortillas verdes y blancas, tortas con confitura de anís, manzanas cocidas con azúcar, castañas y almendras peladas, confetis variados.
[L4]Excelso
Duque, oh nuevo César, justicia con fortaleza y templanza, prudencia, fe,
caridad y esperanza lo hacen triunfar siempre vivo y
hermoso...
[L5]Gian Galeazzo, Duque de paz, Cristo lo exalta con prosperidad y mira a Derthona en tu bondad.
[L6]A ti como a mí.
[L7]Orden de la imbandisone que se servirá en la cena. Primera imbandisone, langostinos...
[L8]Triunfo, una ternera plateada, la cual llena de aves vivas, y dos terneras asadas llenas de perdices y faisanes cocinados.
[L9]He visto a mi hermano Apolo transformado en pastor custodiar el rebaño de Admeto, el amor le puso el yugo al cuello.
[L10]Limpio y pulcro en su persona.
[L11]... y todos a un tiempo y fue precisamente en aquel lugar, se volvieron unos contra otros y dieron fin a su vida. Adormeció al dragón y quitó el áureo velo, a ti lo doy porque así lo quiere el cielo.
[L12]Cabezas de ternera cocidas con su piel Triunfo: una cabeza de jabalí donado por Atalanta.
[L13]Esto vale más que estar fuera de la vida, y su transfigurada imagen qué mayor gloria o qué más grande honor que tener tan gloriosa sepultura.
[L14]Dos pavos en triunfo que conducen un carro presentado por Iris. Soy la nuncia de Juno. Excelsa señora mía, concede que mi veste sea ornada con la divisa de tu señor.
[L15]De sangre, de costumbres y de persona no encontraréis par a ella, os daréis cuenta. Decid que esto os da nuestro dios, así lo hacemos y vosotros lo aceptaréis.
[L16]Dulce y amargo al mismo tiempo, sienta el estómago.
[L17]Oh brillante estrella descendida del cielo, sólo para honrar al mundo y a la naturaleza, el sol se sombrea y oscurece allá hacia donde sus bellos ojos dirige ahora Isabel.
[L18]Señor ilustre, en quien la naturaleza muestra hoy su gloria sólo con honrarte.
[L19]Alma generosa, ínclito corazón...
[L20]Claro intelecto, mente alta y segura.