Fedor Dostoiewski

 

 

 

EL ADOLESCENTE

 

 

 

PRIMERA PARTE

CAPITULO PRIMERO

Sin resistir más, empiezo (1) a escribir esta historia de mis primeros pasos en la carrera

de la vida. Y sin embargo, muy bien podría pasarme sin esto. Una cosa es segura: que ya

nunca más escribiré mi autobiografía, aunque tenga que vivir cien años. Hay que estar

prendado muy bajamente de uno mismo para hablar así sin avergonzarse. La sola excusa

que me doy, es que no escribo por el mismo motivo que todo el mundo, es decir, para

obtener las alabanzas del lector. Si de repente se me ha ocurrido anotar palabra por

palabra todo to que me ha pasado desde ei año anterior, es por una necesidad íntima: ¡tan

impresionado me he quedado por los hechos acaecídos! Me limito a registrar los

acontecimientos, evitando con todas mis fuerzas lo que les es ajeno, y sobre todo los

artificios literarios; un literato se lleva escribiendo treinta años, y al final ignora por qué

ha escrito tanto tiempo. No soy literato ni quiero serlo. Arrastrar la intimidad de mi alma

y una bonita descripción de mis sentimientos por el mercado literario sería a mis ojos una

inconveniencia y una bajeza. Preveo no obstante, no sin disgusto, que será probablemente

imposible evitar del todo las descripciones de sentimientos y las reflexiones (quizás

incluso vulgares): ¡tanto desmoraliza al hombre todo trabajo literario, hasta el

emprendido únicamente para sí! Y estas reflexiones pueden aún ser muy vulgares, porque

to que uno estima puede muy bien no tener valor alguno para un extraño. Pero quede

diçho todo esto entre paréntesis. He aquí hecho mi prefacio: no habrá nada más por el

estilo. ¡Manos a la obra! Aunque no haya nada más embarazoso que emprender una obra,

y quizás el poner manos a la obra en general.

 

II

Comienzo; es decir, querría comenzar mis memorias en la fecha del 19 de septiembre

del año pasado (2), o sea precisamente el día en que por primera vez me encontré con...

Pero explicar con quién me encontré, así como así, de buenas a primeras, cuando nadie

sabe nada, será una vulgaridad; este tono mismo, a mi parecer, es ya vulgar: después de

haberme jurado evitar los adornos literarios, he aquí que caigo en ellos desde la primera

línea. Además, para escribir de manera sensata, no basta con quererlo. Haré notar

también que no hay, estoy convencido, una sola lengua europea que sea tan difícil para

escribir como el ruso. Acabo de releer lo que he escrito hace un instante, y veo que soy

mucho más inteligente que lo que ha quedado escrito. ¿Cómo puede suceder esto de que

las cosas enunciadas por un hombre inteligente sean infínitamente más estúpidas que lo

que se queda en su cerebro? Lo he notado más de una vez en mí y en mis relaciones

orales con los demás hombres durante todo este último año fatal, y me he sentido bien

atormentado por eso.

Aunque comience en la fecha del 19 de septiembre, diré sin embargo en dos palabras

quién soy, dónde he estado antes de esa fecha y por añadidura lo que yo podía tener en la

cabeza, a lo menos parcialmente, en aquella mañana del 19 de septiembre, para que todo

sea más inteligible al lector, y quizás a mí mismo también.

 

III

Soy un antiguo bachiller, y heme aquí ahora con veintiún años cumplidos. Me llamo

Dolgoruki, y mi padre legal es Makar Ivanov (3) Dolgoruki, ex siervo criado de los

señores Versilov. Así pues, soy hijo legítimo, aunque ilegítimo en el más alto grado, no

cabiendo la menor duda sobre mi origen. He aquí cómo fue la cosa: hace veintidós años,

el propietario Versilov (mi padre), que entonces tenía veinticinco años, visitó sus

propiedades de la provincia de Tula. Supongo que en aquella época era todavía un ser de

escasa personalidad. Es curioso cómo este hombre que me ha impresionado tanto desde

mi infancia, que ha tenido una influencia tan capital en la formación de mi alma y que,

por mucho tiem.po quizá, ha contaminado todo mi porvenir, siga siendo para mí, incluso

hoy y en una infinidad de puntos, un verdadero enigma. Pero volveremos sobre eso más

tarde. No es tan fácil de referir. Pero, de todas formas, mi cuaderno entero estará lleno de

este hombre.

En aquella época, a los veinticinco años, acababa de perder a su mujer. Era una

muchacha del gran mundo, pero no muy rica, una Fanariotova, y él tenía de ella un hijo y

una hija. Mis noticias sobre esa esposa desaparecida tan pronto son bastante incompletas

y se pierden en el conjunto de mis materiales; por lo demás, muchas circunstancias de la

vida de Versilov se me han escapado, hasta tal punto se ha mostrado siempre conmigo

orgulloso, altivo, reservado y negligente, a pesar de una especie de humildad, pasmosa a

veces, hacia mí. Menciono sin embargo, a título de indicación, que ha gastado en el curso

de su existencia tres fortunas a incluso bastante grandes, por un total de más de

cuatrocientos mil rublos (4) y quizá me quedo corto. Ahora, naturalmente, no tiene ya un

copec. . .

Pues sucedió que fue a sus propiedades «Dios sabe por qué»; por lo menos así es

como.se explicó él más tarde conmigo. Sus hijitos no estaban con él, sino en casa de

parientes, según su costumbre; así es como se comportó toda la vida con su prole,

legítima o ilegítima. Había en aquella hacienda una gran cantidad de criados: entre ellos,

el jardinero Makar Ivanov Dolgoruki. Agregaré aquí, para no tener que volver sobre lo

mismo, lo siguiente: pocas personas han podido maldecir su apellido tanto como yo lo he

hecho a lo largo de toda mi vida. Era una cosa estúpida, pero era así. Cada vez que yo

entraba en una escuela o me encontraba con gente a la que mi edad me obligaba a rendir

cuentas, en una palabra, cada maestro de escuela, preceptor, censor, cura, no importa

quién, después de haberme preguntado el nombre y de haberse enterado de que yo era

Dolgoruki, experimentaba la necesidad de añadir:

-¿El príncipe Dolgoruki?

Y cada una de las veces me veía obligado a explicarles a todos aquellos holgazanes:

-No, Dolgoruki tout court (5).

Aquel tout court terminó por volverme loco. Anotaré como una especic de fenómeno

que no me acuerdo de una sola excepción: todos me hacían la pregunta. Algunos,

indudablemente, la hacían sin el menor interés; por lo demás, no sé qué podía interesar

aquello a quienquiera que fuese. Pero todos lo hacían, todos, hasta el último. Al enterarse

de que yo era simplemente Dolgoruki, el interrogador me examinaba de ordinario con

una mirada obtusa y estúpidamente indiferente, poniendo de manifiesto que él mismo no

sabía por qué me había interrogado, y se iba. Pero los más ofensivos eran los camaradas

de la escuela. ¿Cómo pregunta un escolar a un novato? El novato, aturdido y confuso, el

primer día de su entrada en la escuela (en no importa qué escuela) es la víctima

propiciatoria en general: se le ordena, se le irrita, se le trata como a un criado. Un

mocetón lleno de salud se planta de repente delante del infeliz, bien cara a cara, y lo

observa algunos instantes con ojos severos a insolentes. El nuevo se mantiene delante de

él en silencio, le mira a hurtadillas, si no es un cobarde, y aguarda los acontecimientos.

-¿Cómo te llamas?

-Dolgoruki.

.¿Príncipe Dolgoruki?

-No, Dolgoruki a secas.

-¡Ah!... ¡a secas! ¡Idiota!

Y tienen razón: nada más estúpido que llamarse Dolgoruki cuando no se es príncipe.

Esa estupidez la arrastro conmigo sin que haya culpa por mi parte. Más tarde, cuando

empecé a enfadarme seriamente, ante la pregunta «¿Eres príncipe?», respondía siempre:

-No, soy hijo de un criado, antiguo siervo.

Más tarde todavía, cuando llegué por fin a encolerizarme, a la pregunta «¿Es usted

príncipe?», respondî firmemente un día:

-No, Dolgoruki a secas, hijo natural de mi antiguo señor, el caballero Versilov.

Fue en clase de retórica donde hice ese descubrimiento y, aunque me convencí pronto

de que era una tontería, no renuncié en seguida. Me acuerdo de que uno de los profesores

- por lo demás, el único - descubrió que yo estaba «lleno de ideas de venganza y de

civismo». De una manera general, se acogió aquella salida con una seriedad un poco

ofensiva para mí. Por fin uno de mis camaradas, un bajito muy mordaz con el cual yo

apenas hablaba más de una vez al año, me dijo con aire profundo, pero mirándome

ligeramente de costado:

-Esos sentimientos le honran a usted, desde luego, y, sin duda alguna, tiene motivos

para estar orgulloso. Sin embargo, en su lugar, yo no me jactaría tanto de ser hijo

natural... ¡Se diría en realidad que está usted en una situación envidiable!

Desde entonces cesé de jactarme de mi ilegitimidad.

Lo repito, es difícil escribir en ruso: he ennegrecido ya tres hojas de papel para explicar

cómo he abominado toda mi vida de mi apellido, y el lector ha sacado seguramente la

conclusión de que lo único que me pasa es que estoy rabioso por no ser príncipe, sino

sencillamente Dolgoruki a secas. No me rebajaré a explicarme ni a justificarme una vez

más.

 

IV

Así pues, entre aquella servidumbre que era legión, además de Makar Ivanov se hallaba

una muchacha que tenía ya los díeciocho años cuando Makar Dolgoruki, a los cincuenta,

manifestó de repente la intención de casarse con ella. En el régimen de servidumbre, los

casamientos entre siervos domésticos se realizaban, como se sábe, con autorización de los

señores, a veces incluso por orden de los mismos. En la propiedad habitaba entonces una

tía; a decir verdad, no era tía mía, sino la señora del castillo; solamente que, no sé por

qué, todo el mundo la llamaba tía, tía en general, y lo mismo ocurría entre los Versilov,

con los cuales, por lo demás, puede que estuviera emparentada. Era Tatiana Pavlovna

Prutkova. Poseía aún en aquella época, en la misma provincia y en el mismo distrito,

treinta y cinco «almas» (6) de su propiedad exclusiva. Adrninistraba, o vigilaba más bien,

a título de vecina, la hacienda de Versilov (quinientas almas), y aquella vigilancia, por lo

que he oído decir, era tan eficaz como la de no importa qué intendente especialmente

instruido. Por lo demás sus conocimientos no me interesan en absoluto; quiero agregar

solamente, rechazando todo pensamiento de alabanza y de adulación, que esta Tatiana

Pav1ovna es una criatura noble y hasta original.

Fue, pues, ella quien, lejos de contrariar las inclinaciones matrimoniales del sombrío

Makar Dolgoruki (parece que era muy sombrío), las animó en el más alto grado. Sofía

Andreievna (aquella sierva de dieciocho años, mi madre) era huérfana desde hacía varios

años; su padre, que sentía por Makar Dolgoruki un respeto extraordinario y le estaba, no

sé por qué, muy agradecido, siervo él también, al morir seis años antes, en su lecho de

muerte, y se pretende incluso que un cuarto de hora antes de entregar el último suspiro,

tanto que se podría haber visto en aquello, en caso de necesidad, un efecto del delirio si

no hubiese sido ya incapaz como tal siervo, había llamado a Makar Dolgoruki y, delante

de todo el personal y en presencia del sacerdote, le había expresado en voz alta y

apremiante aquella última voluntad, señalándole a su hija:

-¡Edúcala y tómala por esposa!

Aquellas palabras fueron oídas por todo el mundo. En lo que concierne a Makar

Ivanov, ignoro con qué sentimientos se casó seguidamente, si con gran placer o

solamente para cumplir un deber. Lo más probable es que presentara el aire exterior de

una perfecta indiferencia. Era un hombre que, ya entonces, sabía adoptar una pose. Sin

estar versado en las Escrituras ni ser un letrado (se sabía de memoria todos los oficios y

sobre todo algunas vidas de santos, pero principalmente de oídas), sin ser una especie de

razonador de profesión, tenía sencillamente un carácter resuelto, a veces incluso

aventurero; hablaba con aplomo, tenía juicios categóricos y, en una palabra, « vivía

respetablemente», según su pasmosa expresión. He ahí la clase de hombre que era

entonces. Naturalmente, disfrutaba del respeto universal, pero, se dice, se hacía

insoportable a todo el mundo. Todo cambió cuando salió de la casa: no se habló ya de él

más que como de un santo y un mártir. Todo esto lo sé de buena fuente.

Por lo que se refiere al carácter de mi madre, Tatiana Pavlovna la guardó a su vera

hasta que cumplió los dieciocho años, a pesar del intendente, que quería ponerla como

aprendiza en Moscú, y le dio alguna educación, es decir, le enseñó la costura, el corte, las

buenas maneras a incluso le hizo aprender un poco a leer. En lo que se refiere a escribir,

mi madre no llegó a hacerlo nunca pasablemente. A sus ojos, aquel matrimonio con

Makar Ivanov era desde hacía mucho tiempo una cosa resuelta y todo lo que le sucedió

entonces le pareció excelente y perfecto; se dejó conducir al altar con la fisonomía más

tranquila que se pueda tener en caso semejante, tanto que la misma Tatiana Pavlovna la

trató entonces de «pava». Por esta misma Tatiana Pavlovna me he enterado de lo que

concíerne al carácter de mi madre en aquella época. Versilov llegó a sus tierras

exactamente seis meses después de aquel matrimonio.

 

V

Quiero indicar solamente que jamás he podido saber ni adivinar de manera satisfactoria

cómo comenzaron las cosas entre él y mi madre. Estoy totalmente dispuesto a creer,

como él mismo me lo aseguró el año pasado, con rubor en las mejillas, aunque me hiciera

todo el relato con el aire más desenvuelto y más «espiritual», que no hubo a11í ni la

novela más mínima, y que todo pasó «como pasan esas cosas». Creo que es verdad, y el

«como pasan esas cosas» es una expresión encantadora. A pesar de todo, siempre he

tenido deseos de saber cómo pudo iniciarse aquello. Esas porquerías siempre me han

inspirado horror y me lo siguen inspirando. No, desde luego no es porque haya curiosidad

malsana por mi parte. Haré notar que hasta el año pasado no he conocido a mi madre, por

así decirlo; desde la infancia he estado confiado a extraños, para mayor comodidad de

Versilov (más tarde se tratará de eso), y por consiguiente soy incapaz de figurarme la

fisonomía que ella pudiera tener entonces. Si no era hermosa, ¿qué había en ella que

pudiese seducir a un hombre como Versilov? Esta cuestión es importante para mí, porque

este hombre se dibuja aquí en un aspecto extremadamente curioso. He ahí por qué me

planteo la pregunta, y no por perversión. Él mismo, este hombre sombrío y reservado, me

decía, con esa amable ingenuidad que se sacaba Dios sabe de dónde (como se saca un

pañuelo del bolsillo) cuando le era necesario, que, por aquel entonces, no era más que

«un cachorrillo estúpido» y, sin ser sentimental, acababa de leer, « como quien no quiere

la cosa», Antonio el Desgraciado (7) y Paulina Saxe (8), dos producciones literarias que

han tenido un inapreciable influjo civilizador sobre la generación de aquellos tiempos.

Agregaba que había sido quizás a causa del personaje de Antonio por lo que había vuelto

al campo, y decía eso muy seriamente. ¿En qué forma aquel «cachorrillo estúpido» pudo

entrar en relaciones con mi madre? Acabo de pensar que, si yo tuviese solamente un

lector, éste no dejaría de prorrumpir en carcajadas a mis expensas: ridículo adolescente

que, conservando su tonta inocencia, pretende razonar sobre cosas de las que no entiende

ni jota. Sí, desde luego, todavía no entiendo nada de eso, y lo confieso sin el menor

orgullo, porque sé hasta qué punto esta inexperiencia es algo estúpido en un chicarrón de

veinte años; solamente que diré a ese señor que tampoco él entiende nada y se lo probaré.

Es cierto que en cuestión de mujeres no sé nada, y nada quiero saber, porque me burlaré

de ellas toda mi vida, me lo he jurado decididamente. Y sé sin embargo que una mujer

puede encantarle a uno con su belleza, o sabe Dios con qué, en un abrir y cerrar de ojos; a

otra, hace falta estarla trabajando seis meses antes de comprender lo que lleva en la

mollera; a la de más a11á, para verla del todo y quererla, no basta con mirarla, no basta

con estar dispuesto a todo. Hace falta además ser un superdotado. Estoy convencido de

ello, aunque no entienda nada; de no ser así, se necesitaría de golpe y porrazo rebajar a

todas las mujeres a la categoría de simples animales domésticos y no mantenerlas cerca

de uno más que en esta forma. Eso es lo que querría quizá muchísima gente.

Lo sé positivamente por varios conductos, mi madre no era una belleza, aunque yo no

haya visto jamás su retrato de aquellos tiempos, retrato que existe en alguna parte. Pren-

darse de ella a la primera mirada era pues imposible. Para una simple «distracción»,

Versilov podía elegir a otra cualquiera, y había una, en efecto, una jovencita, Anfisa

Constantinovna Sapojkova, una criadita. Por lo demás, para un hombre que llegaba allí

con el desgraciado Antonio, atentar, en virtud del derecho señorial, contra la felicidad

conyugal de su siervo, habría resultado muy vergonzoso a sus propios ojos, puesto que, lo

repito, apenas hace unos meses, es decir, después de transcurridos veinte años, hablaba

aún de aquel infeliz Antonio con una seriedad extraordinaria. Ahora bien, a Antonio no le

habían quitado más que el caballo, y no la mujer. Sucedió, pues, alguna cosa rara, en

detrimento de la señorita Sapojkova (a mi entender, para ventaja de ella)j Una o dos

veces, el año pasado, en los momentos en que se podía hablar con él, cosa que no ocurría

todos los días, le hice estas preguntas y noté que, a pesar de toda su cortesía y a veinte

años de distancia, se hacía rogar largo rato antes de decidirse a hablar. Pero yo lograba mi

propósito. Por lo menos, con aquella desenvoltura mundana que se permitía conmigo

muchas veces, esbozó un día cosas muy extrañas: mi madre era una de esas personas sin

defensa a las que no se puede querer, ¡desde luego que no!, pero que de repente, sin que

se sepa por qué, suscitan un sentimiento de lástima, a causa de su dulzura. ¿A causa de

qué en realidad? Nunca se sabe con seguridad. Pero la lástima perdura; a fuerza de

lástima, se siente uno ligado... «En una palabra, pequeño, sucede incluso que no es

posible ya zafarse.» Eso es to que él me dijo. Y si las cosas ocurrieron realmente de

aquella manera, me veo obligado a ver en él algo muy distinto al cachorrillo estúpido de

que él mismo habla, refiriéndose a cómo era en aquella época. Esto es todo lo que yo

quería hacer constar.

Por lo demás, se puso en seguida a asegurarme que mi madre lo había querido por

«humildad»; un poco más, y ya iba a inventar que «por obediencia servil». Mentía por

dárselas de elegante, mentía contra su propia conciencia, contra toda norma de honor y de

generosidad.

Todo esto, desde luego, lo he escrito, pudiera decirse, en alabanza de mi madre, y sin

embargo, como ya lo he declarado, ignoro en absoluto to que ella fuese entonces. Es más,

conozco muy bien la impermeabilidad del ambiente y de las nociones lastimosas entre las

cual.es ella se ha enranciado desde su infancia y entre las cuales ha pasado a continuación

toda su existencia. A pesar de todo, la desgracia terminó por consumarse. A propósito,

una rectificación: me he perdido entre las nubes y he olvidado un hecho que, por el

contrario, era preciso hacer resaltar: todo se inició entre ellos precisamente por la

desgracia. (Espero que el lector no se pondrá a fingir ahora que no comprende todo

aquello de lo que inmediatamente quiero hablar.) En una palabra, aquellos comienzos

fueron señoriales, aunque la señorita Sapojkova hubiese sido dejada a un lado. Pero aquí

intervengo yo y declaro anticipadamente que no me contradigo en lo más mínimo. ¿De

qué, gran Dios, de qué podía en aquella época hablarle un hombre como Versilov a una

persona como mi madre, ni siquiera en el caso de un amor irresistible? Les he oído decir

a personas libertinas que muy frecuentemente el hombre, al abordar a la mujer, empieza

sin pronunciar una palabra, lo que es evidentemente el colmo de la monstruosidad y del

cinismo; Versilov, aunque lo hubiese querido, no habría podido, creo yo, empezar de otra

manera con mi madre. ¿Podría empezar explicándole el argumento de Paulina Saxe? Sin

contar con que la literatura rusa era la menor preocupación de ambos; según sus propias

palabras (un día que se franqueó conmigo), se ociltaban en los rincones, se acechaban el

uno al otro en las escaleras, rebotaban lejos, como globos, con las mejillas rojas, si

alguien pasaba, y el «tirano» temblaba delante de la última de las lavanderas, a pesar de

todos sus derechos feudales. Si las cosas empezaron a la manera señorial, continuaron del

mismo modo, pero no completamente, y en el fondo no hay que buscar explicaciones. No

servirían más que para espesar las tinieblas. Las proporciones que tomó el amor de la

pareja son ya un enigma, puesto que la primera cualidad de individuos como Versilov es

la de dejarlo todo plantado una vez conseguido su objetivo. Pero aquí ocurrió de otra

forma. Pecar con una bonita sierva pazguata (y no es que mi madre fuera tonta), para un «

cachorrillo» libertino (todos eran libertinos, todos, hasta el último, progresistas y

retrógrados) es cosa no solamente posible, sino incluso inevitable, sobre todo si se piensa

en su situación novelesca de viudo joven y a sus anchas. Pero quererla toda la vida, es

demasiado. No garantizo que él la haya querido; pero que la ha arrastrado detrás de él

toda su vida, es un hecho.

He hecho muchas preguntas, pero hay una, la más ímportante, que no me he atrevido a

hacerle a mi madre de una manera formal, aunque me haya compenetrado mucho con ella

el año pasado y, aunque hijo grosero a ingrato que juzga que se es culpable ante él, no me

haya enfadado con ella en absoluto. En cuanto a la pregunta, hela aquí: ¿cómo pudo ella,

casada no hacía más que seis meses y aplastada bajo todas las ideas sobre la santidad del

matrimonio, aplastada como una mosca sin defensa, ella que respetaba a su Makar

Ivanovitch como una especie de Dios, cómo pudo, en quince días escasos, caer en

semejante pecado? No se trataba sin embargo de una mujer descarriada. A1 contrario, to

diré ahora anticipadamente, sería difícil representarse un alma más pura, como lo ha sido

durante toda su vida. La sola explicación es que obró sin darse cuenta de lo que hacía, sin

tener conciencia de ello, no en el sentido en que los abogados de hoy en día lo dicen de

sus asesinos o de sus ladrones (9), sino bajo una de esas impresiones fuertes que, en una

víctima un poco simplota, la arrastran fatal y trágicamente. ¿Quién sabe? Tal vez ella le

amó hasta la locura, amó el porte de sus trajes, la raya a la parisiense de sus cabel.los, su

pronunciación francesa, sí, francesa, de la cual ella no comprendía ni jota, la romanza que

él cantó al piano. Amó algo que ella no había visto ni oído jamás (él era un hombre muy

guapo) y de golpe y porrazo lo amó de cuerpo entero, hasta el desfallecimiento, lo amó

con sus trajes y sus romanzas. He oído decir que esto les sucedía a veces a siervas

jóvenes en la época de la servidumbre, a incluso a las más honradas. Lo comprendo.

Vergüenza para quien lo explique únicamente por la servidumbre y «la humildad». Así

pues, aquel joven pudo tener bastante fuerza y seducción para atraer a una criatura hasta

entonces tan pura, y sobre todo a una criatura tan perfectamente extraña a su naturaleza,

procediendo de un mundo muy distinto y de una tierra muy diferente, pudo atraerla a un

abismo tan manifiesto. Que aquello era un abismo, espero que lo comprendió mi madre

en todo momento; solamente que mientras caminaba hacía él no pensaba en eso; estos

seres «sin defensa» son siempre los mismos: saben que el abismo está ahí y corren hacia

él.

Cometido el pecado, se arrepintieron inmediatamente. Él me ha contado con bastante

ingeniosidad cómo sollozó sobre el hombro de Makar Ivanovitch, llamado expresamente

para eso a su despacho, mientras que ella, durante aquel tiempo... Ella estaba acostada en

algún sitio sin conocimiento, en su cuartito de sierva...

 

VI

Pero ya he hablado bastante de estas cuestiones y de estos detalles escandalosos.

Versilov rescató a mi madre, comprándosela a Makar Ivanov, se marchó

precipitadamente y desde entonces, como ya he escrito más arriba, la arrastró tras él casi

por todas partes, salvo cuando se ausentaba por mucho tiempo: entonces la dejaba casi

siempre encomendada a los buenos cuidados de la tía, es decir, de Tatíana Pavlovna

Prutkova, que en aquellas ocasiones se encontraba siempre presente. Pasaban temporadas

en Moscú, las pasaban en toda clase de otros dominios o villas, a incluso en el extranjero,

y por fin en Petersburgo. Hablaré de eso más tarde o bien no hablaré en absoluto. Diré

solamente que un año después de la separación de Makar Ivanovitch vine yo al mundo;

un año después de mí nacimiento, vino mi hermana; luego, diez a once años más tarde,

mi hermano menor, un niño enfermizo que murió al cabo de pocos meses. Aquellos

partos dolorosos pusieron fin a la belleza de mi madre. Por ro menos eso es lo que se me

ha dicho: empezó a envejecer y a debilitarse rápidamente.

Pero con Makar Ivanovitch las relaciones no cesaron jamás. O bien estuviesen pasando

temporadas los de Versilov, o bien viviesen varios años seguidos en el mismo sitio o

viajasen, Makar Ivanovitch no dejaba de enviar noticias suyas «a la familia». Se

constituyeron así relaciones singulares, un poco solemnes y casi serias. Entre señores,

fatalmente se habría mezclado en aquello algo de cómico, lo sé muy bien; pero en este

caso, ni hablar de eso. Las cartas llegaban dos veces al año, ni más ni menos,

asombrosamente parecidas las unas a las otras. Las he visto; no contienen casi nada de

índole personal; por el contrario, en todo lo posible, únicamente informaciones

ceremoniosas sobre los acontecimientos más genetales y los sentimientos más generales

también, si es lícito expresarse así a propósito de sentimientos: noticias de su salud, luego

preguntas sobre la salud del destinatario, luego votos de felicidad, saludos y bendiciones

ceremoniosas, y pare usted de contar. Esta generalización y esta impersonalidad

constituyen, a mi entender, el buen tono y el savoir vivre de aquel ambiente. «A nuestra

amable y respetada esposa Sofía Andreievna dirijo nuestro más humilde saludo...» «A

nuestros queridos hijos envío nuestra bendición paternal inalterable por siempre.»

Seguían todos los nombres de los hijos, en el orden en que se habían ido acumulando, yo

incluido. Anotaré aquí que Makar Ivanovitch tenía la suficiente inteligencia para no

calificar a «Su nobleza el muy respetado señor Andrés Petrovitch» como «bienhechor»

suyo, pero en cada carta le dirigía invariablemente sus más humildes saludos, pidiéndole

su bendición a impetrando para él la gracia de Dios. Las respuestas a Makar Ivanovitch

eran remitidas prontamente por mi madre, redactadas siempre en el mismo estilo.

Versilov no participaba en la correspondencia. Makar Ivanovitch escribía desde todos los

rincones de Rusia, desde las ciudades y desde los monasterios donde residía, a veces

durante mucho tiempo. Llegó a convertirse en un «errabundo» (10). No pedía nunca

nada; pot el contrario, tres veces al año venía sin falta a casa y se detenía en las

habitaciones de mi madre, que siempre resultaba tener entonces un apartamiento

exclusivo para ella, distinto del ocupado pot Versilov. Tendré que volver más tarde sobre

este particular, pero anotaré aquí solamente que Makar Ivanovitch no se tendía a pierna

suelta en los divanes del salón, sino que se instalaba modestamente en algún sitio detrás

de un biombo. No se quedaba mucho tiempo: cinco días, una semana.

Se me ha olvidado decir que él amaba y respetaba mucho el apellido de Dolgoruki.

Naturalmente, es una estupidez ridícula. Lo más ridículo es que aquel nombre le agradaba

precisamente porque hay príncipes Dolgoruki. ¡Extraña idea, lo más contrario al sentido

común!

He dicho que la familia estaba siempre completa: ni que decir tiene que sin mí. Yo

había sido, por decirlo así, como arrojado pot la borda y colocado, casi inmediatamente

después de mi nacimiento, en casa de extraños. No hubo en eso la menor intención; fue

una cosa que se produjo con la mayor naturalidad. Cuando me trajo al mundo, mi madre

era todavía joven y hermosa: a él le servía por tanto para algo, y un niño de pecho

resultaba muy molesto, sobre todo en los viajes. He ahí cómo se explica que, hasta no

cumplir los veinte años, no vi, por decirlo así, a mi madre fuera de dos o tres ocasiones

pasajeras. La falta no podía achacársele a los sentimientos de mi madre, sino a la actitud

altiva de Versilov hacia la gente.

 

VII

Pasemos ahora a otra cosa.

Hace un mes, es decir, un mes antes del diecinueve de septiembre en Moscú, resolví

renunciar a todos ellos y retirarme definitivamente dentro de mi idea. Escribo a propósito

«retirarme dentro de mi idea», porque esta expresión puede significar todo mi

pensamiento esencial, por lo que sigo estando vivo. En cuanto a lo que sea « mi idea», no

haré más que hablar con mucha extensión en lo que sigue. En la soledad soñadora de mis

largos años de Moscú se ha formado en mí desde los primeros años de estudio y desde

entonces no me ha abandonado un instante. Ha devorado toda mi existencia. También

antes de concebirla, yo vivía en el sueño, he vivido desde mi infancia en un reino

encantado de un cierto matiz, pero, con la aparición de esa idea esencial y devoradora,

mis sueños se han consolidado y han revestido de golpe y porrazo una forma

determinada: absurdos que eran, se han hecho sensatos. El Instituto no impedía los

sueños; tampoco impidió la llegada de la idea. Añadiré sin embargo que mi último curso

fue malo, mientras que en todas las clases hasta entonces yo había estado en los primeros

puestos: aquello se debió a esa misma idea, a la consecuencia tal vez falsa que extraje de

ella. Así pues el Instituto no molestó a la idea, pero la idea molestó al Instituto. Molestó

también a la Universidad. Salido del Instituto, tuv a inmediatamente la intención de

romper de una manera radical no sólo con todos los míos, sino, si era preciso, con el

mundo entero, aunque no tuviese aún más que veinte años. Escribí sin ambages, a

Petersburgo, que se me dejase definitivamente tranquilo, que no se enviase más dinero

para mi sostenimiento, y, que si era posible, se me olvidase del todo (en el caso, claro es,

en que se acordasen un poco de mí), y, en fin, que «por nada de este mundo» entraría yo

en la Universidad. El dilema que se me planteaba era ineluctable: o bien la Universidad y

la continuación de mis estudios, o bien retrasar cuatro años todavía la puesta en práctica

de mi «idea». Tomé sin vacilar el partido de mi idea, porque yo estaba convencido

matemáticamente. Versilov, mi padre, al que yo solamente había visto una vez en mi

vida, por espacio de un instante, cuando yo tenía diez años (y que con aquel instante

había tenido tiempo para dejarme estupefacto), Versilov, en respuesta a mi carta, que por

lo demás no había estado dirigida a él, me llamó a Petersburgo con un billete escrito de su

puño y letra, prometiéndome un empleo en casa de un señor particular. Aquella

invitación de un hombre seco y orgulloso, lleno de altivez y de negligencia respecto a mí

y que hasta entonces, después de haberme engendrado y abandonado en manos de

desconocidos, no solamente no me había tratado, sino que ni siquiera se había arrepentido

jamás (¿quién sabe?, quizá de mi propia existencia no tenía más que una noción vaga a

imprecisa, puesto que, como se reveló más tarde, no era él el que entregaba el dinero

necesario para mi estancia en Moscú, sino otras personas); la invitación de aquel hombre,

digo, acordándose de mí de repente y honrándome con una carta autógrafa, esta

invitación, al halagarme, decidió mi suerte. Cosa singular, lo que me agradó entre otros

detalles en su billete (una paginita de formato pequeño) era que no decía una palabra de

la Universidad, no me pedía que cambiase de intención, no me censuraba por no querer

proseguir mis estudios, en una palabra, no usaba ninguno de los sermones paternales que

son obligados en semejantes casos: y sin embargo era aquello precisamente lo que estaba

mal de su parte, al testimoniar aún más su indiferencia hacia mí. Resolví partir por otro

motivo además, el que aquello no dificultaba en nada mi sueño principal: « Ya veremos

qué pasará: en todo caso, me ligaré con ellos únicamente durante algún tiempo, y quizá

muy breve. En cuanto que me dé cuenta de que este viaje, por condicional a

insignificante que sea, me aleja sin embargo de lo esencial, romperé inmediatamente, lo

abandonaré todo y volveré a entrar en mi concha.» ¡En mi concha, qué bien está eso!

«Me acurrucaré en ella como la tortuga»; la comparación me agradaba enormemente.

«No estaré solo», continuaba yo haciendo mis cálculos mientras corría de un extremo a

otro de Moscú durante aquellos días como una ardilla; «ya nunca estaré solo, como lo he

estado hasta aquí durante tantos años espantosos: tendré conmigo mi idea, a la que no

traicionaré jamás, aunque me agradasen todos los de por allá, aunque me diesen la

felicidad más completa y aunque viviera con ellos diez años». He ahí la impresión, lo

digo anticipadamente, he ahí la dualidad de planes y de objetivos que, esbozada ya en

Moscú, no me abandonó ni un solo instante en Petersburgo (no sé si ha habido un solo día

en Petersburgo que no me lo haya fijado de antemano como el plazo definitivo para

ruptura con ellos y para mi partida); esta dualidad, digo, ha sido, creo yo, una de las

causas principales de muchas de mis imprudencias en el curso de este año, de muchas de

mis infamias, de mis bajezas incluso, sin hablar, naturalmente, de mis estupideces.

De repente hacía irrupción en mi vida un padre que antes no existía. Esa idea me

embriagaba durante mis preparativos en Moscú, durante el viaje en el tren. Un padre no

era todavía nada, a mí no me gustaban los mimos: pero aquel hombre no habia querido

conocerme y me había humillado, mientras que, durante todos aquellos años, yo no

soñaba más que con él hasta la saciedad (si esta expresión puede aplicarse a un sueño).

Cada uno de mis sueños, desde mi infancia, se refería a él, flotaba en torno a él,

terminaba por volver a él una y otra vez. No sé si lo odiaba o si lo quería, pero él llenaba

todo mi porvenir, todas mis previsiones sobre la vida, y aquello había ido formándose por

su cuenta, a medida que yo crecía.

Lo que influyó en mi partida de Moscú fue también una circunstancia poderosa, una

tentación que, tres meses antes de mi partida (en un momento en que, por consiguiente, ni

siquiera había surgido la más remota posibilidad de lo de Petersburgo), hacía ya latir y

encogerse mi corazón. Lo que me atraía en aquel océano desconocido, era que yo podía

entrar en él como dueño y señor de la suerte de otra persona, ¡y de quién! Pero en mí

borboteaban sentimientos magnánimos, y no despóticos. lo prevengo con anticipación

para que mis palabras no induzcan a error. Versilov podía pensar (si es que en general se

dignaba pensar en mí) que iba a recibir a un jovencito recién salido del Instituto, un

adolescente, entornando los ojos a la luz. Ahora bien, yo sabía, yo en persona, todo lo que

él se traía entre manos y yo tenía en mi poder un documento de suma importancia, a

cambio del cual (hoy lo sé con toda seguridad) él habría dado varios años de su vida, si

yo le hubiese descubierto entonces el secreto. Pero me doy cuenta de que estoy hablando

con enigmas. Imposible describir sentimientos sin hechos. Por lo demás, de todo esto se

hablará suficientemente en el lugar que le corresponde, y por eso precisamente he cogido

la pluma. Escribir de esta manera es casi estar sumergido en un delirio o ir andando por

las nubes.

 

VIII

En fin, para llegar definitivamente a la fecha del 19, diré en pocas palabras, y, por

decirlo así, de paso, que los encontré a todos, a Versilov, a mi madre y a mi hermana

(veía a ésta por primera vez en mi vida) en un estado lamentable, casi en la miseria o al

borde de la miseria. Ya me había enterado de eso en Moscú, pero estaba lejos de suponer

que la cosa llegase a tal extremo. Desde mi infancia, me había acostumbrado a repre-

sentarme a aquel hombre, «mi futuro padre, con una especie de aureola; yo no podía

figurármelo de otra manera que ocupando en todas partes el primer puesto. Versilov

jamás había habitado con mi madre, le alquilaba siempre un apartamiento particular:

obraba así, desde luego, a causa de innobles «conveniencias». Ahora, por el contrario,

vivían todos juntos, en un pabellón de madera de una callejuela del Semenovski Polk

(11). Todo el mobiliario estaba ya en el Monte de Piedad, de forma que tuve incluso que

entregar a mi madre, a espaldas de Versilov, mis misteriosos sesenta rublos. Misteriosos,

porque se habían ido acumulando, con el dinero para mis gastos menudos que se me daba

a razón de cinco rublos por mes, durante dos años; la acumuiación había comenzado

desde el primer día de mi «idea», y por eso precisamente Versilov no debía saber nada de

aquel dinero. Era algo que me daba pánico.

Aquella ayuda no fue más que una gota de agua en el océano. Mi madre trabajaba, mi

hermana hacía también labores de costura; Versilov vivía en la ociosidad, se mostraba

caprichoso y conservaba una multitud de viejas costumbres pasablemente dispendiosas.

Era terriblemente difícil de contentar, sobre todo en la mesa, y sus aires eran siempre los

de un verdadero déspota. Pero mi madre, mi hermana, Tatiana Pav1ovna y toda la familia

del difunto Andronikov (un jefe de oficina muerto tres meses antes y que llevaba también

los asuntos de Versilov), comprendiendo una infinidad de mujeres, estaban de rodillas

delante de él como delante de un fetiche. Yo no podía figurarme espectáculo semejante.

Debo decir que nueve años antes él era infinitamente más seductor. He dicho ya que se

me aparecía en mis sueños con una especie de aureola, y además me costaba trabajo creer

que hubiese podido envejecer y estropearse hasta aquel punto en nueve años escasos;

experimenté por ello inmediatamente pena, lástima y vergüenza. Entre mis primeras

impresiones de llegada, la de verle a él fue una de las más penosas. Distaba mucho de ser

un anciano, apenas tenía cuarenta y cinco años. Examinándolo más de cerca, descubrí en

su belleza algo más impresionante aún que lo que se me había quedado en la memoria.

Menos brillo, menos apariencia, menos rebuscamiento, pero la vida había marcado aquel

rostro con un no sé qué mucho más curioso que antaño.

Sin embargo, la miseria no era más que la décima o vigésima parte de sus desgracias;

eso yo lo sabía muy bien. Además de la miseria, había algo infinitamente más grave, sin

hablar de la esperanza que él conservaba aún de ganar un proceso entablado desde hacía

un año contra los príncipes Sokolski a propósito de una herencia, y que podía reportarle

en breve plazo una hacienda de setenta mil rublos y quizá más. Ya he dicho más arriba

que este Versilov se había tragado en su vida tres herencias: ¡una vez más iba a sér

salvado por otra! El asunto debía decidirse muy en breve. Yo había llegado con aquella

esperanza. Únicamente que nadie prestaba dinero contando con una simple esperanza, no

había nadie a quien pedirle prestado; mientras se aguardaba, había que sufrir.

Por lo demás, Versilov no iba a pedirle nada a nadie, aunque a veces estuviese todo el

día fuera de casa. Hacía más de un año que lo habían expulsado de la buena sociedad.

Aquella historia, a pesar de todos sus esfuerzos, seguía estando para mí inexplicada, no

obstante llevar ya más de un mes en Petersburgo. ¿Versilov era culpable o no? ¡Aquello

era lo que me importaba y por lo que yo estaba a11í! Todo el mundo le había vuelto la

espalda, entre otros todos los personajes influyentes con los que siempre había sabido

mantener relaciones. La causa eran ciertos rumores relativos a la conducta extrema-

damente baja y, lo que es peor a los ojos del mundo, extremadamente escandalosa, de la

que se habría hecho culpable poco más de un año antes en Alemania, habiendo recibido

entonces de forma muy ostentosa una bofetada justamente de un príncípe Sokolski, al

cual no habría respondido con un desafío. Incluso su prole (legítima), su hijo y su hija, le

habían vuelto la espalda y vivían separados de él. Cierto que este hijo y esta hija

frecuentaban los medios más elevados de la buena sociedad, por su parentesco con los

Fanariotov y el viejo príncipe Sokolski (ex amigo de Versilov). En realidad, al

examinarlo en el curso de aquel mes, vi a un hombre orgulloso al que la sociedad no

había excluido de su seno, sino que más bien era él quien había rechazado de su vera a la

sociedad, ¡tan índependiente era el aire que tenía! Pero ¿tenía derecho a adoptar aquel

aire? Eso era lo que me turbaba. Yo tenía que saber forzosamente toda la verdad en el

plazo más breve posible, porque yo había venido a juzgar a aquel hombre. Yo le ocultaba

todavía mis fuerzas, pero me era preciso o bien adoptarlo, o bien rechazarlo enteramente.

La segunda solución me habría resultado demasiado penosa, y de esta forma me ator-

mentaba a mí mismo. Haré, en fin, una confesión: ¡quería a aquel hombre!

De momento vivía con ellos, en su mismo alojamiento, trabajaba y a duras penas

refrenaba mis groserías. No es que me abstuviese de ellas enteramente. Después de

transcurrido un mes, estaba cada día más convencido de que la explicación definitiva no

tenía que pedírsela a él. Aquel hombre orgulloso se erguía delante de mí como un

enigma, profundamente ofensivo. Conmigo se mostraba incluso amable y complaciente,

pero yo habría preferido las disputas a las bromas. Todas mis conversaciones con él

tenían siempre no sé qué ambigüedad, o sencillamente no sé qué ironía singular por su

parte. Desde el principio, a mi llegada de Moscu, no me había tomado en serio. Yo no

llegaba a comprender por qué obraba él así. Sin duda, había conseguido aquel resultado

consistente en permanecer impenetrable ante mí; pero, por mi parte, yo no me habría

rebajado jamás pidiéndole que me tratase más en serio. Además, él tenía procedimientos

sorprendentes a imperiosos ante los cuales yo no sabía qué hacer. En una palabra, me tra-

taba como al último de los mocosos, cosa que me costaba trabajo soportar, aun sabiendo

que aquello debía ser así. Consiguientemente, dejé incluso de hablar- casi en absoluto. Yo

esperaba a una persona cuya llegada a Petersburgo podría descubrirme definitivamente la

verdad: en eso estribaba mi última esperanza. De todos modos, me preparaba a romper

definitivamente y tomé todas las medidas necesarias para eso. Mi madre me daba lástima,

pero... «o él, o yo»: he ahí lo que, quería proponerle, a ella y a mi hermana. El día incluso

estaba fijado; mientras tanto, yo iba a mi oficina.

 

CAPÍTULO II

 

I

Aquel día diecinueve, yo debía también percibir mi primer mes de sueldo en casa del

«partícular» en cuestión. No sé me había pedido mi opinión sobre aquella colocación, se

me había entregado simplemente, por las buenas, a mi patrón, creo, el primer día de mi

llegada. Era demasiado grosero, y casi me vi obligado a protestar. El sitio estába en casa

del viejo príncipe Sokolski. Pero protestar inmediatamente habría sido romper de golpe

con ellos, lo que no me asustaba en lo más mínimo, pero era contrario a mis objetivos

esenciales. Así, pues, acepté la colocación, esperando, sin decir palabra; defender mi

dignidad con mi silencio. Diré ahora mismo que este príncipe Sokolski, rico y consejero

privado (12), no era en forma alguna pariente de los príncipes Sokolski de Moscú

(miserables desde hacía varias generaciones) con los que Versilov estaba enfrentado en

aquel proceso. Lo único que tenían de semejante era el apellido. Sin embargo, el viejo

príncipe se interesaba mucho por ellos y quería de uná manera muy especial a uno de

ellos, el jefe por así decirlo de la familia, un oficial joven. Versilov, hasta hacía poco,

había tenido una influencia inmensa en los asuntos de aquel viejo y era su amigo, un

amigo muy singular, puesto que aquel pobre príncipe, según he podido darme cuenta, le

tenía un miedo terrible, no solamente en la época que entré a su servicio, sino también,

creo, en todo el tiempo que duró aquella amistad. Por lo demás, desde hacía tiempo, ya

no se veían; el acto deshonroso del que se acusaba a Versilov afectaba directamente a la

familia del príncipe; pero Tatiana Pavlovna se encontró alií muy a propósito y por inter-

medio de ella fui colocado en casa del viejo, que quería tener a su vera « a un hombre

joven», en su despacho. Sucedió también que él tenía un gran deseo de mostrarse

agradable con Versilov, de dar en suma un primer paso hacia el otro, y que Versilov lo

apreciara. El viejo príncipe había decidido de esta forma en ausencia de su hija, viuda de

un general, que desde luego no le habría permitido hacer aquel avance. De eso se tratará

más tarde, pero anotaré en seguida que esta rareza en sus relaciones con Versilov me

impresionó en favor de éste. Yo pensaba que, si el jefe de una familia ofendida

continuaba así teniendo respeto hacia Versilov, los rumores extendidos sobre la

inmoralidad de éste debían ser falsos o por lo menos estar expuestos a interpretación.

Aquello fue to que en parte me impidió protestar: yo esperaba, al entrar en casa del prín-

cipe, poder comprobar todo aquello.

Esta Tatiana Pavlovna desempeñaba un raro papel en la época en que me la encontré en

Petersburgo. Casi me había olvidado de su existencia y no esperaba en absoluto que tu-

viese que atribuirle semejante importancia. Me la había encoritrado tres o cuatro veces en

Moscú; ella surgía, no se sabía de dónde ni por orden de quién, cada vez que hacía falta

instalarme en alguna parte, hacerme entrar en la triste pensión Tuchard o bien, dos años y

medio más tarde, trasladarme al Instituto o bien alojarme en casa del inoividable Nicolás

Semenovitch. Una vez aparecida, se quedaba conmigo todo el día, pasaba revista a mi

ropa blanca, a mis trajes, iba conmigo al Kuznetski (13), me compraba todos los objetos

necesarios, me constituía, en una palabra, todo mi equipo, hasta el último maletín y el

último portaplumas; y, mientras hacía aquello, no cesaba de gruñirme, de regañarme, de

abrumarme de reproches, de hacerme sufrir exámenes, de proponerme como ejemplo a yo

no sé qué otros muchachos imaginarios de sus conocidos o de su parentela, todos mejores

que yo, según ella, a incluso, a fe mía, me pellizcaba, me daba verdaderos golpes, en

varias tandas y dolorosos. Después de haberme instalado y colocado, desaparecía durante

varios años sin dejar rastro. Pues bien, fue ella la que, inmediatamente después de mi lle-

gada, se presentó de nuevo para colocarme. Era una personilla bajita y seca, con una

naricilla puntiaguda de pájaro y ojillos penetrantes, de pájaro también. Para Versilov, era

una verdadera esclava. Estaba en adoración delante de él como delante de un Papa, pero

por convicción. Sin embargo, note bien pronto con asombro que todo el mundo sin

excepción y en todas partes la respetaba y sobre todo que todo el mundo sin excepción y

en todas partes la conocía. El viejo príncipe Sokolski tenía para ella una veneración

extraordinaria; en su familia, pasaba lo mismo; los orgullosos hijos de Versilov, también;

en casa de los Fanariotov, también. Sin embargo, ella vivía de la costura, del lavado de yo

no sé qué encajes, y trabajaba para un almacén. Nos peleamos desde la primera palabra,

porque pretendió regañarme como seis años antes; a continuación seguimos disputando

cada día; pero eso no nos impedía conversar juntos a veces y confieso que al terminar el

mes ya ella comenzaba a agradarme; esto era, pienso, a causa de la independencia de su

carácter. Por to demás, me guardé muy mucho de decírselo.

Comprendí en seguida que se me había colocado junto a aquel enfermo únicamente

para «ocuparlo» y que en eso consistía mi servicio. Naturalmente, aquello me humilló y

tomé al punto mis medidas; pero bien pronto el viejo original me causó una impresión

inesperada, como una especie de lástima, y, hacia fin de mes, sentía ya por él un raro

afecto: en todo caso, abandoné mi intención de dejarlo plantado. Por lo demás no tenía

mucho más de sesenta años. Había tenido toda una historia. Dieciocho meses antes había

sufrido un ataque: en viaje para no sé dónde, perdió la cabeza por el camino, lo que dio

lugar a una especie de escándalo del que se habló en Petersburgo. Como es conveniente

en tales casos, se le condujo instantáneamente al extranjero, pero cinco meses después

hizo su reaparición en perfecto estado de salud, únicamente que retirado. Versilov

aseguraba seriamente (y con visible calor) que lo que le había pasado no era en modo

alguno locura, sino un simple ataque de nervios. Aquel calor de Versilov, lo noté

inmediatamente. Diré por lo demás que yo casi compartía su opinión. El viejo parecía

únicamente a veces de una excesiva ligereza que no convenía en nada a su edad, lo que,

según se dice, no le pasaba antes en ningún momento. Se decía que en otros tiempos daba

yo no sé qué consejos ni dónde y que había ejecutado con mucha distinción una misión

que le había sido confiada. Conociéndole desde hacía un mes, yo no le habría supuesto

jamás capacidades especiales para ser consejero. Se había notado (aunque yo, por mi

parte, no haya observado nada) que después de su ataque había quedado afectado por la

singular manía de querer casarse lo antes posible y que, más de una vez en el curso de

aquellos dieciocho meses, había pensado realizar aquella idea. En el mundo, a1 parecer,

se sabía aquello y se estaba interesado en el asunto. Pero como aquella inclinación no

respondía apenas a los intereses de ciertas personas que le rodeaban, por todas partes se

montaba la guardia en torno al anciano. Su familia no era numerosa; hacía ya veinte años

que.él estaba viudo y no tenía más que una hija única, aquella viuda de general que se

esperaba que llegase de Moscú de un día a otro, una persona joven cuyo carácter él temía

visiblemente. Pero tenía una masa de parientes lejanos, sobre todo por parte de su difunta

esposa, y todos los cuales estaban, por así decirlo, en la miseria; además de eso, existía la

multitud de sus pupilos varones y hembras, objetos de sus beneficencias, y todos los

cuales aguardaban una pequeña parte en el testamento y por consiguiente ayudaban a la

generala a vigilar al anciano. Tenía éste además, desde su juventud, una singularidad de

la que no sabría decir si era ridícula o no: la de casar a muchachas pobres. Las casaba

desde hacía veinticinco años: parientes lejanos, nietas de primos hermanos de su mujer,

ahijadas, y hasta la hija de su portero. Empezaba trayéndolas a su lado, muy niñas

todavía, las hacía educar por institutrices y criadas francesas, luego las enviaba a los

mejores establecimientos de instrucción, y por fin las dotaba. Todo aquel mundo giraba

perpetuamente en torno a él. Naturalmente, las pupilas, una vez casadas, tenían a su vez

hijas, todas estas hijas aspiraban también a su protección, en todas partes era padrino,

todo aquel mundo venía a felicitarle en su fiesta y todo aquello le resultaba

extremadamente agradable.

Una vez en su casa, noté en seguida que en el cerebro del anciano se albergaba una

convicción - era imposible no notarlo -, a saber que la gente le consideraba ahora con un

aire extraño, que no se le trataba ya como antes, cuando el estado de su salud era

perfecto; esa impresión no le abandonaba jamás, ni siquiera en las reuniones mundanas

más alegres. El anciano se hizo susceptible; notaba algo en todos los ojos. La idea de que

se le tuviese aún por loco le atormentaba visiblemente; incluso a mí mismo me miró a

veces con desconfianza. Y si alguna vez se hubiese enterado de que alguien propagaba o

confirmaba aquel rumor respecto a él, creo que ese hombre absolutamente sin rencor

alguno se habría convertido en su enemigo mortal. Esto es lo que os ruego que tengáis en

cuenta. Añadiré que esto fue también lo que me decidió desde el primer día a no tratarlo

brutalmente; incluso me sentía feliz cuando por casualidad se me presentaba la ocasión

de alegrarlo o de distraerlo; no creo que esta confesión pueda echar ninguna sombra sobre

mi dignidad.

Tenía invertida en negocios una gran parte de su fortuna. Después de su enfermedad

había adquirido una participación en una gran sociedad anónima. Por lo demás muy

sólida (14). Y aunque la empresa fuera gobernada por otros, él se interesaba también,

frecuentaba las reuniones de los accionistas, se hizo elegir miembro fundador, asistía a

los consejos, pronunciaba largos discursos, refutaba, hacía ruido, con una satisfacción

manifiesta. Le encantaba pronunciar discursos: por lo menos todo el mundo podia así ver

su ingenio. Y de una manera general, incluso en su vida privada más íntima, le encantaba

enormemente colocar en su conversación algunas sentencias profundas o algunas frases

brillantes; y yo lo comprendo. Había en su palacio, en el piso inferior, una especie de

mostrador doméstico en el que un empleado se ocupaba de los negocios, hacía las cuentas

y llevaba los libros, sin dejar de gobernar la casa. Este empleado, que tenía además un

puesto oficial, era completamente suficiente, pero, por deseos del príncipe, se me colocó

junto a él, con el pretexto de ayudarle.

Ünicamente que fui trasladado en seguida a1 gabinete del príncipe, y con mucha

frecuencia no tenía delante de mí, ni siquiera para cubrir las apariencias, ni trabajo ni

papeles ni libro.

Escribo hoy como un hombre que se ha serenado hace mucho tiempo y está de vuelta

de muchas cosas; pero ¿cómo representaría yo la pena (de la que me acuerdo aún tan vi-

vamente) que invadía entonces mi corazón y sobre todo mi turbación de aquella época,

que me condujo a un estado tal de inquietud y de acaloramiento, que ya no dormía por las

noches, a causa de mi misma impaciencia y de los enigmas que me proponía a mí

mismo?

 

II

Pedir dinero es una cosa muy sucia; incluso un salario, si en alguna parte de los

repliegues de la conciencia se siente que ese salario no está bien ganado. Ahora bien, la

víspera, mi madre, cuchicheando con mi hermana a propósito de Versilov («para no

causarle pena a Andrés Petrovitch»). había manifestado su intención de llevar al Monte

de Piedad un icono al que ella estimaba mucho. Yo tenía un salario de cincuenta rublos

por mes, pero ignoraba en absoluto cómo lo percibiría; al colocarme, no se había

precisado nada. Tres días después, al encontrarme abajo con el empleado, le pregunté

dónde podría hacer que me pagaran. El otro me miró con una sonrisa de hombre

asombrado (no me tenía la menor simpatía):

-¿Es que tiene usted que cobrar algo?

Yo esperaba que él agregase, inmediatamente después de mi respuesta:

-¿Y por qué?

Pero se limitó a responder secamente:

-No sé nada -sumergiéndose luego en su libro rayado al que iba volcando cuentas

escritas en tiras de papel.

Por lo demás, él bien sabía que yo realizaba algún trabajo, a pesar de todo. Quince días

antes, me había llevado exactamente cuatro días ocupado en un trabajo que él mismo me

encargó: copiar en limpio un borrador. Había sido preciso redactarlo casi todo de nuevo.

Era un amasijo de « ideas» del príncipe, ideas que se disponía a presentar al comité de los

accionistas. De todo aquello había que componer un todo, y arreglar el estilo. A

continuación el príncipe y yo nos pasamos todo un día hablando de aquel documento, y

discutió muy vivamente conmigo; pero se quedó satisfecho. Solamente ignoro si el

escrito fue remitido o no. No mencionaré dos o tres cartas de negocios que escribí

también a petición suya.

Si me fastidiaba lo de pedir mi salario, era porque había resuelto dejar la colocación,

presintiendo que me vería obligado a irme también de allí, a causa de ciertas

circunstancias inevitables. Aquella mañana, una vez despierto y dispuesto a vestirme en

el piso alto, en mi habitacioncita, sentí que el corazón me latía con fuerza y tuve que

imponerme a mí mismo para fingir indiferencia, pero al entrar en las habitaciones del

príncipe, volví a sentir todavía la misma turbación: aquella mañana debería llegar la

persona, la mujer de la que yo aguardaba la explicación de todo lo que me atormentaba.

Era la hija del príncipe, la generala Akhmakova, aquella viuda joven de la que ya he

hablado y que estaba en guerra abierta con Versilov. ¡He escrito ese nombre por fin!

Naturalmente yo no la había visto nunca y no podía figurarme cómo le hablaría ni si le

hablaría; pero me parecía (quizá con razones suficientes) que con su venida se disiparían

las tinieblas que, a mis ojos, rodeaban a Versilov. No podía estar tranquilo: era un terrible

fracaso encontrarse desde el primer momento tan cobarde y tan torpe; era terriblemente

curioso y sobre todo odioso: tres impresiones a la vez. Aquel día lo recuerdo con todo

detalle.

Mi príncipe no sabía nada aún de la llegada probable de su hija. No la aguardaba antes

de una semana. Yo me había enterado la víspera y totalmente por azar: Tatiana Pavlovna,

que había recibido una carta de la generala, había dejado escapar su secreto delante de

mí, hablando con mi madre. En vano se habían esforzado en hablar en voz baja y con

términos vagos; yo lo había adivinado todo. No es que estuviese escuchando, eso es

evidente; pero no pude menos que poner el oído alerta cuando vi de repente hasta qué

punto mi madre se turbaba al enterarse de la llegada próxima de aquella mujer. Versilov

no estaba en casa.

Yo no quería avisar al anciano, porque había podido notar durante todo aquel tiempo

cómo temía él aquella llegada. E incluso, tres días antes, se había dejado decir, tímida y

vagamente, que aquella llegada la temía por mí, o más bien que por mi causa habría una

discusión. Debo añadir sin embargo que, con respecto a su familia, conservaba su

independencia y su superioridad, sobre todo en asuntos de dinero. Mi primera conclusión

respecto a él fue que no era más que una mujercilla; pero en seguida tuve que enmendar

aquel juicio en el sentido de que, si era una mujercilla, le quedaba sin embargo a veces

una cierta terquedad, a falta de virilidad verdadera.

Había instantes en los que, con su carácter en apariencia cobarde y maleable, se ponía

casi insufrible. Versilov me explicó la cosa en seguida más detalladamente. Anoto ahora

con curiosidad que casi nunca hablábamos de la generala, por así decirlo evitábamos

hablar de ella: era yo sobre todo quien lo evitaba, y él a su vez evitaba hablar de Versilov,

y yo adivinaba que no me respondería en caso de hacerle una de esas preguntas delicadas

sobre cosas que me intrigaban tanto.

Si se quiere saber de qué hablamos durante todo aquel mes, responderé: en resumen, de

todo, pero siempre de cosas raras. Lo que me agradaba mucho era la extrema

bonachonería con la que me trataba. A veces yo consideraba a aquel hombre con un

asombro extremado y me preguntaba: « ¿Dónde ha podido encajar bien? En el Instituto,

en el cuarto curso por ejemplo, habría sido un camarada encantador.» Yo estaba también

impresionado por su rostro: parecía extraordinariamente serio (y casi guapo), seco;

cabellos rizados, blancos, espesos, ojos abiertos; en toda su persona era enjuto, de buena

estatura; pero su rostro tenía la particularidad más bien desagradable, casi inconveniente,

de pasar de pronto de una seriedad extrema a una alegría excesiva, que el que le veía por

primera vez no habría podido prever jamás. Se lo dije a Versilov, que me escuchó con

curiosidad; sin duda no me creía capaz de hacer tales observaciones; pero indicó como de

paso que eso le acontecía al príncipe desde su enfermedad y en la época más reciente.

Con frecuencia hablábamos de dos temas abstractos: Dios y su existencia - ¿existe o

no? - y de las mujeres. El príncïpe era muy religioso y muy sensible. Tenía en su

despacho un inmenso armario de iconos con una lámpara. Pero en ciertos rnomentos le

asaltaba la murria y se ponía de golpe y porrazo a dudar de la existencia de Dios, y decía

cosas sorprendentes, para provocar mi réplica. Yo era bastante indiferente, de una manera

general, a aquella idea, pero esto no impedía que nos enzarzásemos los dos y siempre

sinceramente. Por lo demás, todas aquellas conversaciones me han dejado, hasta hoy día,

un recuerdo agradable. Sin embargo, lo más agradable para él era charlar sobre las

mujeres, y como, no gustándome apenas ese tema de conversación, yo no podía ser un

buen interlocutor, a veces se mostraba dolido por eso.

Se puso justamente a hablar de ese tema desde el momento en que llegué a su casa

aquella mañana. Me lo encontré de muy buen humor, siendo así que la víspera lo había

dejado extremadamente cariacontecido. Ahora bien, me hacía una falta enorme resolver

aquel mismo día la cuestión de mi salario, antes de la llegada de ciertas personas. Yo

preveía que aquel día seríamos seguramente interrumpidos (no en vano me latía tan

fuertemente el corazón); y entonces no tendría quizá valor para hablar de dinero. Pero

como la conversación no recaía sobre el dinero, me enfurecí naturalmente contra mi es-

tupidez y, me acuerdo muy bien de ello, por reacción contra alguna pregunta suya

verdaderamente demasiado alegre, le expuse mis ideas sobre las mujeres de un solo tirón

y con una vivacidad extraordinaria. Resultó así que .se desbocó todavía más y siempre a

mi costa.

 

III

... No me gustan las mujeres, porque son groseras, porque son torpes, porque no tienen

iniciativa y porque llevan un vestido absurdo.

Tal fue la conclusión desordenada de mi larga parrafada.

-¡Piedad para ellas, querido mío! - exclamó él, terriblemente divertido, lo que me

enfureció aún más.

Soy conciliador y minucioso solamente en las cosas pequeñas; en las grandes no cedo

jamás. En las cosas pequeñas, en vagas actitudes mundanas, se puede hacer de mí todo lo

que se quiera, y maldigo siempre ese rasgo de mi carácter. Por no sé qué infecta

bonachonería, he estado a veces dispuesto a aprobar incluso a un fatuo mundano,

únicamente porque me sentía encantado por su cortesía, o a emprender una discusión con

un imbécil, cosa que es de lo más imperdonable. Todo eso a causa de no saberme

contener y porque he crecido en mi rincón. Uno se va furioso y jura no volver a empezar,

pero al día siguiente es la misma historia. He ahí por qué se me ha tratado a veces como a

un chiquillo de dieciséis años. Pero en lugar de adquirir el dominio de mí mismo,

prefiero, aun hoy día, encerrarme más y más en mi rincón, aunque sea en la forma más

misántropa: « ¡Torpe si queréis, pero os digo adiós! » Y lo digo en serio y para siempre.

Por lo demás, no escribo esto en absoluto a propósito del príncipe, ni a propósito de la

conversación de marras.

No estoy hablando para divertirle a usted - casi le grité -. Expreso sencillamente mi

opinión.

-Pero ¿en qué son groseras las mujeres y por qué están vestidas de una manera absurda?

Eso es lo que me parece nuevo.

-Son groseras. Vaya usted al teatro, vaya al paseo. Todos los hombres saben caminar

por la derecha, se llega a un cruce y se cede el paso, yo cojo por la derecha y el otro

también. La mujer, quiero decir la señora, porque estoy hablando de las señoras, arremete

contra uno sin mirarlo siquiera, como sí estuviésemos obligados a desviarnos para

cederles el sitio. Yo estoy dispuesto a ceder ante una criatura más débil, pero aquí no es

cuestión de derecho. ¿Por qué está ella tan segura de que estoy obligado a hacerlo? ¡He

ahí lo indignante! En esos encuentros escupo siempre de disgusto. Después de lo cual,

ellas gritan que se las humilla, reclaman la igualdad. ¡La igualdad! ¡Cuando me empujan

o me llenan la boca de polvo!

-¡De polvo!

-Sí. Porque van vestidas de una manera inconveniente. Hay que ser tan depravado para

no notarlo. En los tribunales se hacen los juicios a puerta cerrada cuando se va a tratar de

cosas inconvenientes: ¿por qué se permiten esas cosas en la calle, donde el público es aún

más numeroso?

»Se cuélgan ostensiblemente polisones en el trasero, para demostrar que son mujeres

guapas. ¡Ostensiblemente! Yo no puedo dejar de notarlo, los muchachos lo notan

también, el niño, el jovencito que empieza, también lo nota. Es una infamia. ¡Que los

viejos libertinos las admiren y corran detrás con la lengua afuera, ¡sea!, pero hay una

juventud pura, a la que es preciso preservar. No queda más que escupir de disgusto. Va

andando por el bulevar y detrás de ella una cola de un metro barre el polvo. Usted, que va

detrás, tiene que salir corriendo para rebasarla o bien dar un salto de costadillo, de lo

contrario ella le meterá en la boca y en la nariz dos kilos de polvo. A más de eso, esa

seda, la pasea ella sobre los guijarros durante tres kilómetros, simplemente para obedecer

a la moda, y su marido gana quinientos rublos por año en el Senado: ¡he ahí de donde

vienen todos los tiestos! Yo escupo encima, escupo ruidosamente y suelto un juramento.

Anoto esta conversación de manera un poco humorística y con mi vivacidad de

entonces; pero las ideas siguen siendo aún las mías.

-¿Y no te ha pasado nada? - se interesa el príncipe.

-Escupo y paso. Naturalmente, ella comprende, pero no lo deja entrever, avanza

majestuosamente sin volver la cabeza. Una solo vez he disputado muy en serio con dos

mujeres, las dos con cola, en el bulevar, sin palabras feas, desde luego, solamente he

hecho la observación en voz alto de que aquellas colas me ofendían.

-¿Así lo dijiste?

-Desde luego. Ante todo, ese tipo de mujer traspasa las reglas de la buena sociedad.

Además levanta polvo, y el bulevar es para todo el mundo: yo me paseo por él, otro se

pasea, un tercero... Fedor, Iván, poco importa. Eso es lo que dije. Y por lo general no me

gusta el andar de las mujeres, vistas de espalda; lo he dicho también, pero por alusión.

-Pero, amigo mío, puedes buscarte un 1ío desagradable. Podrían llevarte ante el juez de

paz.

-¡Imposible! ¿De qué podían ellas quejarse? Un hombre pasa a su lado y va hablando

solo. Cada cual tiene derecho a expresar sus opiniones en voz alto. Yo hablaba en

abstracto, sin dirigirma a ellas. Son ellas las que me han atacado: ellas se han puesto a

decir palabras gruesas mucho más feas que las mías; que yo era un vago, que debían

dejarme sin postre, que era un nihilista, que se me debía llevar al calabozo municipal, que

las había insultado porque eran solas y débiles y que, si hubiesen tenido un hombre con

ellas, me habría escapado aprisa y corriendo. Declaré fríamente que sería mejor que me

dejasen tranquilo y yo pasaría por el otro lado. Pero, para demostrarles que no tenía

miedo de sus maridos y que estaba dispuesto a aceptar el desafío, las seguiría a veinte

pasos hasta sus casas, luego me apostaría delante de su puerta y aguardaría a11í a sus

maridos. Eso es lo que hice.

-¿Es posible?

-Desde luego. Era una tontería, pero yo estaba rabioso. Ellas me arrastraron así más de

tres kilómetros, con un color tórrido, hasta los Institutos de señoritas. En seguída entraron

en una casa de madera sin pisos, muy decorosa, tengo que reconocerlo, en las ventanas de

la cual se veían muchas flores, dos canarios, tres perritos y grabados puestos en sus

marcos. Me quedé una media hora delante de la casa, en plena calle. Ellas miraron tres

veces a hurtadillas, luego bajaron todas las persianas. Por fin, por una puertecita salió un

funcionario de edad madura. A juzgar por su aspecto, debía de estar durmiendo y lo

habían despertado a propio intento; estaba con ropa de dormir o, por lo menos, vestido

muy sumariamente; se apostó ante la puertecilla, con las manos detrás de la espalda, y se

dedicó a mirarme; yo le miraba. Luego él apartó la vista, me miró después una vez más, y

de pronto me sonrió. Volví la espalda y me fui.

-¡Pero, amigo mío, eso es Schiller! (15). Una cosa me ha asombrado siempre: tienes las

mejillas rojas, la cara te brilla de salud, y... semejante..., sí, se le puede llamar así, ¡seme-

jante repugnancia hacia las mujeres! ¿Es posible que la mujer no te produzca, a tu edad,

una cierta impresión? Yo. mon cher yo no tenía más que once años cuando mi preceptor

me hacía observar que miraba demasiado de cerca las estatuas del Jardín de Verano (16).

-Está usted empeñado en que haga una visita a cualquier Josefina de esos parajes y le

traiga luego noticias. ¡Es inútil! A los trece años he visto la desnudez femenina, toda por

entero. Desde aquel momento no tengo más que rcpugnancia por ella.

-¿En serio? Pero, cher enfant (17), una mujer hermosa y joven es como una manzana.

¿Qué hay en eso de repugnante?

-En mi antigua pensión, en casa de Tuchard, antes del Instituto, yo tenía un camarada

llamado Lambert. Me pegaba siempre, pordue tenía tres años más que yo, y yo le servía y

le sacaba las botas. El día de su confirmación, el abate Rigaud vino a visitarlo con motivo

de su primera comunión; los dos se lanzaron al cuello el uno del otro con grandes llantos

y el sacerdote to estrechó contra su pecho con toda clase de gestos. Yo lloraba también, y

sentía muchos celos. Cuando su padre murió, salió de la pensión, estuve sin verle más de

dos años, y luego me lo encontré en la calle. Dijo que me vendría a ver. Yo estaba

entonces en el Instituto y vivía en casa de Nicolás Semenovitch. Vino una mañana, me

enseñó quinientos rublos y me invitó a seguirle. Por más que dos años antes me pegara,

siempre había tenido necesidad de mí, y no solamente para quitarse las botas; me contaba

todos sus asuntos. Me dijo que aquel mismo día había robado el dinero a su madre,

haciendo un duplicado de la llave de su cofrecito, porque el dinero del padre le pertenecía

legalmente y ella no tenía derecho a negárselo; que el abate Rigaud había venido la

víspera por la noche a sermonearlo: había entrado, se había colocado delante de él y se

había puesto a gimotear, fingiendo horror y levantando los brazos al cielo: «yo saqué mi

navaja y dije que iba a degollarlo» (pronunciaba degoyallo). Nos fuimos juntos al

Kuznetski. Me contó por el camino que su madre tenía relaciones con el abate Rigaud,

que él se había dado cuenta, que se ciscaba en todo, que todo lo que decían de la comu-

nión eran tonterías. Habló todavía muchísimo más, y a mí me daba miedo. En el

Kuznetski compró una escopeta de dos tiempos, un morral, cartuchos, una fusta y una

libra de bombones. Nos fuimos a cazar por los alrededores y por el camino nos

encontramos a un pajarero con jaulas. Lambert le compró un canario. En un bosquecillo,

soltó el canario, que no podía volar bien, al salir de la jaula, y le tiró, pero sin darle. Era

la primera vez en su vida que tiraba, pero, desde hacía mucho tiempo ya, quería comprar

una escopeta; en casa de Tuchard aquello había sido por mucho tiempo el sueño de

nosotros dos. Estaba como ahogado por la emoción. Sus cabellos eran de un negro

espantoso, la cara blanca y roja, como una máscara, la nariz larga y corva como la tienen

los franceses, los dientes blancos, los ojos negros. Ató al canario con un hilo a una rama

y, con los dos cañones, a boca de jarro, a cuatro centímetros de distancia, soltó dos

disparos que lo destrozaron en mil plumitas. En seguida deshicimos el camino, entramos

en un hotel, tomamos una habitación, comimos, y bebimos champaña. Llegó una señora...

me acuerdo que me quedé muy impresionado por el lujo de su indumentaria, su vestido

de seda verde. Allí fue donde vi todo... eso de lo que le he hablado a usted... En seguida

nos pusimos otra vez a beber y a enfadarla y a injuriarla. Estaba desnuda. Él escondió la

ropa y, cuando ella se enfadó y reclamó la ropa para vestirse, le dio con toda su fuerza un

fustazo en las espaldas desnudas. Me levanté, le cogí por los cabellos y le golpeé tan

diestramente que, al primer golpe, cayó en tierra. Se apoderó de un tenedor y me lo clavó

en el muslo. A mis gritos, la gente acudió, y pude huir. Desde entonces la desnudez me

causa horror. Y, créalo usted, era una belleza.

A medida que yo hablaba veía como la fisonomía del príncipe pasaba del regocijo a la

tristeza.

-Mon pauvre enfant! Siempre he estado convencido de que tu infancia ha conocido

muchos días desgraciados.

-No se inquiete usted por rní, se to ruego.

-Pero estabas solo, tú mismo me lo has dicho. En cuanto a ese Ambert, me has hecho

un retrato de él...: ese canario, esa confirmación con llanto sobre el pecho, y

seguidamente, un año después, esa historia de su madre con el abate... O mon cher! Esta

cuestión de la infancia es sencillamente terrible en nuestra época: mientras esas cabecitas

doradas, con sus bucles y su inocencia, en su primera infancia, evolucionan delante de

uno, mirándolo, con sus risas claras y sus ojos luminosos, se creería estar viendo ángeles

del buen Dios o pajarillos encantadores; pero más tarde... ¡más tarde sucede que mejor

habrían hecho no creciendo!

-¡Oh, príncipe, he aquí que se desanima usted! Se diría en realidad que tiene usted

hijos. Sin embargo, no los tiene ni los tendrá nunca.

-Tiens! - y todo su rostro cambió de pronto -. justamente Alexandra Petrovna, anteayer,

¡ja, ja! Alexandra Petrovna Sinitskaia, tú debes de haberla encontrado aquí hace tres

semanas, figúrate que anteayer, a mi observación burlona de que, si yo me casaba ahora,

podría estar seguro por lo menos de no tener hijos, me replicó súbitamente, casi con una

especie de rabia: «Al contrario, usted los tendrá, la gente como usted es la que los tiene

oblígatoriamente, y vendrán dentro del primer año, ya lo verá.» ¡Ja, ja! Todo el mundo se

figura, no sé por qué, que voy a casarme. En fin, aunque esto se diga con malignidad,

confiesa que es ingenioso.

-Ingenioso, pero ofensivo.

-Oh, cher enfant, hay gente con la que no se puede uno ofender. Lo que aprecio más en

la gente es el ingenio, que por lo visto está en vías de desaparecer. Pero, ¿es que hay que

echar cuenta de lo que pueda decir Alexandra Petrovna?

-¿Cómo, que ha dicho usted? Hay gente con la que no se puede... ¡Está muy bien eso!

No todo hombre merece que se le preste atención. ¡Regla admirable! Justamente es una

regla así la que yo necesito. Voy a anotarla. Príncipe, de vez en cuando dice usted cosas

maravillosas.

Todo su rostro se iluminó.

-Nest-ce pas? Cher enfant, el verdadero ingenio desaparece, y cada día más. Eh mais...

C'est moi qui connais les femmes. Créeme, la vida de toda mujer, cualesquiera que sean

sus palabras, no es más que la búsqueda eterna de un amo... Una sed de obediencia, por

decirlo así. Y, nótalo bien, sin la menor excepción.

-¡Absolutamente justo, admirable! -exclamé yo, entusiasmado.

En otro momento cualquiera, nos habríamos lanzado inmediatamente a consideraciones

filosóficas sobre este tema, a lo menos durante una hora larga, pero de repente me sentí

como mordido y me ruboricé hasta la raíz de los cabellos. Me pareció que, alabando sus

frases brillantes, yo lo halagaba por su dinero y que, de todos modos, se quedaría

persuadido de aquello cuando le formulase mi petición. Por eso menciono el hecho aquí.

-Príncipe, le quedaría muy reconocido si me hiciera entregar hoy mismo los cincuenta

rublos que me debe de este mes - dije de una tirada y con una irritación que rozaba la

grosería.

Me acuerdo (porque se me ha quedado impresa er la memoria toda aquella mañana

hasta en sus menores detalles) que entonces se produjo entre nosotros una escena odiosa,

por su realismo. Al principio, no me comprendió, me miró largo rato, sin llegar a

entender de qué dinero quería yo hablarle. Era evidente que ni siquiera tenía la más

mínima idea de que yo percibiese un salario. ¿Y por qué, por otra parte? Es cierto que en

seguida me aseguró que se había olvidado y que, inmediatamente después de haber

comprendido, sacó instantáneamente cincuenta rublos, apresurándose a incluso

poniéndose colorado. Viendo aquello, me levanté y declaré categóricametite que ahora ya

no podía yo aceptar dinero alguno, que si se me había hablado de un sueldo, era sin duda

error o engaño, para que yo no me negase a aceptar el puesto, y que yo comprendía ahora

demasiado bien que no tenía nada que percibir, puesto que nada tenía que hacer. El

príncipe se asustó y se esforzó en persuadirme de que yo le prestaba servicios inmensos,

que se los prestaría todavía más y que cincuenta rublos eran una suma tan ínfima, que,

por el contrario, me la aumentaría, porque era deber suyo, y que él mismo se había puesto

de acuerdo con Tatiana Pavlovna, pero que había cometido «un olvido imperdonable».

Estallé y declaré definitivamente que me deshonraría percibiendo dinero por relatos

escandalosos sobre la manera como había acompañado a dos suripantas hasta los

Institutos, que yo no estaba a su servicio para divertirle, sino para trabajar en serio, que, si

él no tenía trabajo, era preciso poner punto final, etc., etc. Yo no tenía la menor idea de

que uno pudiese asustarse tanto como él se asustó después de aquellas palabras.

Evidentemente, el asunto terminó de esta forma: dejé de protestar, y él me metió entre las

manos, a pesar de todo, aquellos cincuenta rublos. ¡Todavía me acuerdo con la frente

llena de vergüenza habérselos aceptado! En este mundo todo termina con alguna bajeza.

Y, lo que es peor, casi llegó a demostrarme que yo había ganado indiscutiblemente aquel

dinero, y cometí la estupidez de creerlo. Me parecía absolutamente imposible no

tomarlos.

-Cher, cher enfant! - exclamaba abrazándome y cubriéndome de besos (lo confieso, yo

estaba a punto de llorar, el diablo sabe por qué, pero me contuve a incluso hoy día, al

escribir, el rubor me sube a la cara) -. Querido amigo, tú eres para mí casi un hijo, tú te

has convertido durante este mes en un pedazo de mi corazón. En el «gran mundo» no hay

más que el «gran mundo» y nada más. Catalina Nicolaievna - su hija - es una mujer

brillante y estoy orgulloso de ella, pero con mucha frecuencia, querido mío, ella me

hiere... En cuanto a esas muchachas (elles sont charmantes) y a sus madres, que vienen a

felicitarme en mai onomástica, se traen consigo sus labores y son incapaces de decir una

palabra. Tengo ya, hechos por ellas, docenas de cojines, siempre con perros y ciervos.

Las quiero mucho, pero contigo me siento casi como con un hijo, o, mejor, con un

hermano y me gusta sobre todo cuando me replicas... Tú tienes letras, tú has leído, tú eres

capaz de entusiasmo...

-No he leído nada y no tengo letras en absoluto. He leído todo lo que me ha caído en las

manos, y estos dos últimos años no he leído nada de nada y nunca leeré ya.

-¿Y por qué eso?

-Mis propósitos son otros.

--Cher..., será una lástima si, al fin de tu vida, te dices como yo: Je sais tout, mais je ne

sais rien de bon. ¡No sé verdaderamente para qué he vivido! Pero... te debo tanto... quería

incluso...

Se interrumpió de repente, se ensombreció, y se quedó pensativo. Después de cualquier

arrebato (y esos arrebatos podían ocurrirle en cualquier instante, Dios sabe por qué moti-

vo), solía perder durante cierto tiempo la facultad de razonar y de comportarse; por lo

demás, se recuperaba tan rápidamente y de una manera tan total, que todo aquello no le

causaba demasiado daño. Nos quedamos así por espacio de un minuto. Su labio inferior,

muy ancho, le colgaba completamente... Lo que más me asombraba, era que hubiese

nombrado a su hija, y sobre todo con tanta franqueza. Se lo atribuía al desarreglo de su

espíritu.

-Cher enfant, no me tomarás a mal, ¿verdad?, que te hable de tú - soltó de improviso.

En lo más mínimo. Al principio, las primeras veces, lo confieso, la cosa me chocó un

poco y quería hablarle a usted también de tú. Pero después he visto que era una tontería,

puesto que usted no me tuteaba para humillarme.

Ya no me escuchaba y había olvidado su pregunta.

-Bueno, ¿y tu padre?

Bruscamente alzó hacia mí su mirada pensativa.

Me estremecí. Por lo pronto, llamaba a Versilov mi padre, cosa que no se permitía

hacer jamás conmigo; además, era él el primero que había hablado de, Versilov, lo que no

ocurría nunca.

-¡Está sin dinero y se lo llevan los diablos! -respondí secamente, pero ardiendo de

curiosidad.

-Sí, sin dinero. Hoy precisamente va su asunto al tribunal de apelación, y estoy

esperando el príncipe Sergio para ver qué me dice. Me ha prometido que vendrá

directamente desde el tribunal aquí. Hoy se decide el destino de todos ellos: se trata de

sesenta mil o de ochenta mil. Evidentemente, yo siempre le he tenido simpatía a Andrés

Petrovitch (es decir, a Versilov), y creo qua será él quien ganará, pero los príncipes se

quedarán sin nada. ¡Es la ley!

-¿Hoy? -exclamé estupefacto.

La idea de que Versilov ni siquiera se había dignado comunicarme esta noticia me

llenaba de estupor. «Entonces no ha dicho nada a mi madre, ni a nadie quizá - pensé yo al

punto -. ¡Vaya un carácter! »

-¿Y el príncipe Sokolski está en Petersburgo? -De golpe y porrazo se me había ocurrido

una idea muy distinta.

-Desde ayer. Ha venido directamente de Berlín, especialmente para este día.

Otra noticia de extrema importancia para mí. «Y vendrá hoy, el mismo individuo que le

dio a él una bofetada»

-Bueno - la fisonomía del príncipe cambió súbitamente -, continuará predicando, y sin

duda... cortejará a las jóvenes, a las muchachitas sin experiencia. ¡Ja, ja! A propósito de

esto, tengo una anécdota muy divertida... ¡Ja, ja!

-¿Quién predica? ¿Quién corteja a las muchachas?

-¡Andrés Petrovitch! ¿Podrás creerlo? Entonces estaba pendiente de todos nosotros:

¿qué comemos?, ¿en qué pensamos? O cosas por el estilo. Nos llegaba a dar miedo: «Si

sois religiosos, ¿por qué no entráis en el convento?» ¡Ni más ni menos! Mais quelle idée!

Quizá tenía razón, pero ¿no era algo demasiado riguroso? A mí sobre todo, a mí era cosa

que le encantaba asustarme con el juicio final.

-Yo no he notado nada de esa índole, y, sin embargo, hace ya un mes que estamos

viviendo juntos - respondí con impaciencia.

Estaba muy molesto al ver que no se recuperaba del todo y que balbuceaba sin orden ni

concierto.

-Entonces es que ahora ya no lo dice, pero, créelo, es completamente cierto. Es un

hombre espiritual, indudablemente, y de una ciencia profunda; pero ¿tiene la cabeza en su

sitio? Todo eso le ha pasado después de sus tres años de estancia en el extranjero. Y to

confieso, me sentí trastornado... como todo el mundo, por otra parte... Cher enfant, j'aime

le bon Dieu... yo creo, creo todo lo que me es posible creer, pero en aquellos momentos...

me hizo salir de mis casillas. Admitamos que empleé un procedimiento poco

caballeresco, pero lo hice adrede, por despecho, y por lo demás, en el fondo, mi objeción

era tan seria como lo ha sido siempre desde el principio del mundo: «Si existe un Ser

Supremo, le decía yo, y si existe personalmente, y no bajo la forma de un espíritu

repartido a través de la creación, bajo la forma de un líquido por ejemplo (porque.

entonces es todavía más difícil de comprender), ¿dónde reside, pues? Amigo mío, c'était

béte, sin duda alguna, pero ¿es que todas las objeciones no vienen a desembocar ahí? Un

domicile, es una cosa grave. Se enfadó terriblemente. Era que allá abajo se había

convertido al catolicismo.

-También yo to he oído decir. Seguramente es una mentira.

-Te lo garantizo, por lo que haya de más sagrado. Obsérvalo bien... Por lo demás, tú

mismo dices que ha cambiado. Pues bien, en el momento que nos atormentaba tanto,

¿podrás creerlo?, se daba aires de santo, ¡no le faltaban más que los milagros; Nos pedía

cuentas de nuestra conducta, ¡te lo juro! ¡Milagros! En voilà une autre! Todo lo monje o

ermitaño que quieras, pero el caso es que se paseaba con traje de paisano y todo lo

demás... ¡y después de eso, milagros! Extraño deseo para un hombre de mundo y, lo

confieso, un gusto raro. No digo... desde luego, son cosas sagradas, y todo puede suce-

der... Además, todo eso, es de l'inconnu, pero para un hombre de mundo es incluso una

inconveniencia. Si la cosa me sucediera a mí, o si se me ofreciera, yo rehusaría, lo juro.

Supongamos por ejemplo que ceno hoy en el círculo, que en seguida, de golpe y porrazo,

he aquí que me pongo a hacer milagros. ¡Se reirían de mí! Es lo que le dije entonces...

Llevaba cadenas (18 ).

Enrojecí de cólera.

-¿Las vio usted esas cadenas?

-No es que las viera, pero...

-Entonces, se lo digo a usted, son mentiras, no es más que un amasijo de viles

comadreos, una calumnia de enemigos, o más bien de un enemigo, principal a inhumano,

puesto que él. no tiene más que un enemigo, ¡y es su hija de usted!

El príncipe estalló a su vez.

-Mon cher, te to ruego, a insisto en ello, te encarezco que, a partir de hoy, el nombre de

mi hija no se pronuncie jamás delante de mí a propósito de esa historia infame.

Hice ademán de levantarme. Ël estaba fuera de sí; le temblaba la barbilla.

-Cette histoire infâme!... Yo no me la creía, no he querido jamás creer en eso... Pero...

me lo han dicho: créeme, créeme, yo...

En aquel momento entró un criado y anunció una visita. Me volví a sentar.

 

IV

Entraron dos señoras, o más bien dos muchachas. Una era la nieta de un primo hermano

de la difunta mujer del príncipe, o algo por el estilo, protegida suya, a la cual le había

otorgado ya una dote y que (lo anoto para el porvenir) tenía ya fortuna; la segunda era

Ana Andreievna Versilova, hija de Versilov, tres años mayor que yo y que vivía con su

hermano en casa de los Fanariotova, no habiéndola yo visto hasta ahora más que una sola

vez, de paso, en la calle, aunque, por otra parte, tuve unas palabras, también de paso, en

Moscú, con su hermano (es muy posible que más ádelante mencione esta escaramuza, si

tengo ocasión, porque en el fondo no vale la pena). Esta Ana Andreievna había sido

desde su infancia la gran favorita del príncipe (las relaciones de Versilov con el príncipe

se habían iniciado hacía muchísimo tiempo). Yo estaba tan turbado por lo que acababa de

suceder, que, a su entrada, ni siquiera me levanté, aunque el príncipe se hubiese levantado

para acogerlas; después pensé que ya sería vergonzoso levantarse, y me quedé en mi sitio.

Sobre todo estaba desorientado por el hecho de que el príncipe me hubiese gritado tres

minutos antes, y seguía sin saber si debía irme o no. Pero mi buen viejo lo había olvidado

ya todo, como era su costumbre, y se animó del todo, muy agradablemente, al ver a las

jóvenes. Incluso se las arregló, con una fisonomía cambiada rápidamente y un guiño de

ojos misterioso, para susurrarme a toda prisa, justo un segundo antes de que entraran:

-Observa-bien a Olimpia, mírala atentamente, muy atentamente... ya te contaré luego...

La mire con bastante atención y no le encontré nada de particular: una muchacha de una

estatura media, fuerte, con mejillas extraordinariamente rojas. Un rostro por lo demás

bastante agradable, de los que agradan a los materialistas. Quizás una expresión de

bondad, pero con sus reservas. No sería precisamente por su inteligencia por lo que

podría brillar, por lo menos en el sentido superior de la palabra, puesto que en sus ojos se

leía la astucia. No más de diecinueve años. En una palabra, nada digno de atención. En el

Instituto habríamos dicho: una pavita. (Si la describo de manera tan detallada, es

únicamente porque esto me servirá más tarde.)

Por lo demás, todo lo que he descrito hasta aquí, con tantos detalles en apariencia

inútiles, todo eso prepara la continuación y será necesario más adelante. Todo se volverá

a encontrar en su debido momento; no he encontrado medio de evitarlo; si resulto

aburrido, no me leáis.

La hija de Versilov era una persona completamente distinta. Alta, incluso un poco

delgada; un rostro ovalado y notablemente pálido, aero cabellos negros y abundantes;

ojos sombríos y grandes, la mirada profunda; labios pequeños y bermejos, una boca

fresca. La primera mujer cuyos andares no me inspiraban repugnancia; por lo demás era

fina y un poco seca. Una expresión que no era del todo bondadosa, pero seria; veintidós

años. Casi ningún parecido exterior con Versilov, y sin embargo, no sé por qué milagro,

un parecido extraordinario en la expresión, en la fisonomía. No sé si era bonita; eso es

cuestión de gusto. Las dos iban vestidas muy modestamente: nada que describir. Yo

contaba ser ofendido inmediatamente por alguna mirada o algún gesto de Versilova, y

estaba preparado; desde luego había sido bien ofendido por su hermano, en Moscú, en el

primer encuentro que tuvimos en la vida. Ella no podía conocerme de vista, pero desde

luego había oído decir que estaba en casa del príncipe. Todo lo que proyectaba o hacía el

príncipe suscitaba inmediato interés y parecía un acontecimiento en toda aquella banda de

parientes y de «postulantes»: con mucha más razón el apasionamiento súbito que había

concebido por mí. En compensación, yo sabía que el príncipe se interesaba muchísimo

por la suerte de Ana Andreievna y le buscaba un novio. Pero encontrar ese novio era más

difícil para Versilova que para las que se dedicaban a hacer labores.

Ahora bien, contra toda previsión, Versilova, después de haber estrechado la mano del

príncipe y cambiado con él algunos festivos cumplidos mundanos, me miró con una

curiosidad extrema, y, viendo que yo la miraba también, se inclinó bruscamente con una

sonrisa. En suma, acababa de entrar y se inclinaba como la que ha llegado la última, pero

aquella sonrisa era tan bondadosa, que, indudablemente, era algo querido a propio

intento. Me acuerdo de eso; experimenté una sensación asombrosamente agradable.

-Y aquí---. aquí, es mi joven y querido amigo Arcadio-Andreievitch Dol... - balbuceó el

príncipe notando que ella no había saludado, y que yo seguía sentado.

De repente se interrumpió: quizá se sintió confuso al presentarme a ella (es decir, al

preserítar el hermano a la hermana). La pavita me saludó también; pero súbitamente y de

una manera muy estúpida estallé y salté de mi asiento: un arrebato de orgullo ficticio,

absolutamente insensato; ¡siempre mi amor propio!

-Dispense, príncipe, no soy Arcadio Andreievitch, sino Arcadio Makarovitch -- corté

violentamente, olvidando por completo que era preciso responder a la señora con un

saludo.

¡Al diablo aquella minucia incongruente!

-Mais. .. tiens! - exclamaba ya el príncipe, dándose con la mano en la frente.

-¿Dónde ha hecho usted sus estudios? - resonó en mis oídos la pregunta un poco tonta y

lánguida de la pavita que se había acercado muchísimo.

-En Moscú, en el Instituto.

-Ah, ya me lo habían dicho. Bueno, ¿y enseñan bien allí?

Muy bien.

Yo seguía estando de pie, y respondía como un soldado a su jefe.

Las preguntas de aquella muchacha no denotaban ciertamente mucha imaginación, pero

no por eso había dejado de encontrar algo con lo que hacer olvidar mi absurda salida de

tono y calmar la turbación del príncipe, que escuchaba ya con una sonrisa gozosa las

cosas alegres que le cuchicheaba al oído Versilova; se veía que no estaban hablando de

mí. Pero ¿por qué aquella muchacha, que me era absolutamente desconocida, había

juzgado necesario hacer olvidar mi absurda salida de tono y todo lo demás? Sin embargo,

era imposible admitir que se condujera así -conmigo sin razón: ella tenía una intención

determinada. Me examinaba con demasiada curiosidad; se hubiera dicho que deseaba que

yo también por mi parte la observase lo más posible. Todo aquello me lo dije a mí mismo

inmediatamente... y no me equivoqué.

-¿Cómo, hoy? - exclamó de repente el príncipe, saltando de su asiento.

-¿No lo sabía usted entonces? - se asombró Versilova -. Olympe!, el príncipe no sabía

que Catalina Nicolaievna llega hoy. Hemos ido a casa de ella, pensábamos que había

cogido el tren de la mañana y que estaba en casa desde hacía mucho tiempo. Pero

acabamos de encontrárnosla en el zaguán; llegaba directamente de la estación y nos ha

dicho que entremos a verle a usted; ella también va a venir de un momento a otro... ¡por

lo demás, hela aquí!

La puerta lateral se abrió y ¡apareció aquella mujer!

Yo la conocía ya de cara, por un retrato sorprendente colgado en el despacho del

principe; me había estudiado aquel retrato a lo largo de todo el mes. Frente a ella pasé en

aquel despacho tres minutos, sm apartar los ojos de su rostro ni un solo segundo. Pues

bien, sí yo no hubiese conocido el retrato y si me hubiesen preguntado después de

aquellos tres minutos: « ¿Cómo la encuentra usted? », no habría respondido nada, porque

veía turbio.

Me ha quedado de esos tres minutos el recuerdo de una mujer verdaderamente hermosa,

a la que el príncipe abrazaba y bendecía con la mano y que de repente dirigió una mirada

rápida - completamente de improviso, entrada apenas - hacia mí. Distinguí claramente

que el príncipe, sin duda señalándome, musitaba algo, con una risita, a propósito de su

nuevo secretario y pronunciaba mi nombre. Ella hizo una mueca, me lanzó una mirada

desagradable y sonrió tan insolentemente, que di un paso, me aproximé al príncipe y

balbuceé, temblando locamente, sin acabar una sola palabra, y, a lo que creo, rechinando

los dientes:

-Así pues, yo... yo tengo ahora que hacer... me voy.

Volví la espalda y salí. Nadie me dijo una palabra, ni siquiera el príncipe; todos se

limitaban a mirar. El príncipe me contó luego que yo estaba tan pálido, que él «había

tenido miedo».

¡No había por qué!

 

CAPÍTULO III

 

I

No había por qué tener miedo: una consideración superior absorbía todos los detalles,

un sentimiento potente compensaba para mí todo el resto. Salí sumido en una especie de

entusiasmo. A1 poner el pie en la calle, estaba dispuesto a echarme a cantar. Como hecha

adrede, la mañana era espléndida: sol, transeúntes, ruido, movimiento, alegría,

muchedumbre. ¿Cómo, es que esa mujer no me ha ofendido? ¿De quién habría yo

tolerado aquella mirada y aquella sonrisa insolente sin una protesta inmediata, por tonta

que fuera, poco importa, de mi parte? Y notadlo, había llegado justamente con la idea de

ofenderme lo antes posible, antes de haberme visto: yo era a sus ojos «el comisionado de

Versilov», y estaba persuadida ya en aquel momento, y lo ha seguido estando mucho

tiempo después, de que Versilov tenía entre sus manos todo el destino de ella y tenía el

medio de perderla en el momento mismo, si quisiera, gracias a un determinado

documento; por lo menos ella lo sospechaba. Era un duelo a muerte. Pues bien, sin em-

bargo yo no estaba ofendido. Había ofensa, pero yo no la sentía. ¿Qué digo?, estaba

incluso contento; venido para odiar, sentía incluso que empezaba a amarla. «Me pregunto

si la araña puede odiar a la mosca a la que acecha y a la que atrapa. ¡Querida mosca! Me

parece que uno quiere a su víctima; por lo menos se la puede amar. De esta manera yo,

por lo que a mí se refiere, amo a mi enemiga: estoy terriblemente contento de que sea tan

bella. Estoy terriblemente contento, señora, de que sea usted tan arrogante y tan altiva: si

fuese más modesta, tendría yo menos placer. Ha escupido usted sobre mí y yo triunfo;. si

me hubiese usted escupido efectivamente al rostro, quizá no me habría enfadado, porque

usted es mi víctima, la mía, y no la suya. ¡Qué seductora es esta idea! No, la conciencia

secreta que se tiene de su poder es infinitamente más agradable que una dominación

manifiesta. Si yo fuese rico hasta el punto de tener muchos millones, creo que encontraría

un gran placer llevando vestidos raídos y haciéndome pasar por el más miserable de los

hombres, casi por un mendigo, haciéndome despreciar y dar de empellones: la convicción

de mi riqueza me bastaría. »

He aquí cómo podría traducir mis pensamientos de entonces y mi alegría y mucho de lo

que sentía. Agregaré solamente que lo que acabo de escribir es más superficial: en

realidad, yo era más profundo y más pudibundo. Todavía ahora, soy más pudibundo en

mí mismo que en mis palabras y en mis actos. A Dios gracias.

Quizá he hecho mal en ponerme a escribir: quedan dentro de mí infinitamente más

cosas que lo que se trasluce en las palabras. El pensamiento de uno, por mezquino que

sea, en tanto que está en uno, es siempre más profundo; una vez expresado, es siempre

más ridículo y más desleal. Versilov me ha dicho que lo contrario no sucede más que en

la gente malvada. Éstos no hacen más que mentir, eso les resulta fácil; en cuanto a mí, me

esfuerzo en escribir toda la verdad: ¡es terriblemente difícil!

 

II

Aquel 19 hice aún otra gestión.

Por primera vez desde mi llegada, me veía teniendo dinero en el bolsillo, puesto que los

sesenta rublos reunidos en dos años se los había dado a mi madre, como ya he dicho más

arriba; desde hacía algunos días, había decidido realizar, el día en que percibiese mi

sueldo, una «experiencia» en la que pensaba desde hacía mucho tiempo. La víspera, había

recortado de un periódico un anuncio de «el secretario ministerial en el consejo de los

jueces de paz de San Petersburgo», etc., diciendo qu.e « este diecinueve de septiembre, a

mediodía, en el barrió de Kazán, comisaría N.°- x, etc., etc., en la casa N.° x, serán

vendidos los bienes muebles de la señora Lebrecht», y que «el inventario, las tasaciones

de precio y los objetos que han de venderse podían ser vistos el día de la venta», etc., etc.

No eran mucho más de las dos. Me dirigí a pie a la dirección indicada Era el tercer año

que no cogía nunca un coche: me había hecho el juramento a mí mismo (de otra forma no

habría ahorrado jamás sesenta rublos). No iba nunca a las subastas públicas, todavía no

me lo permitía a mí mismo, y mi aproximación ahora no iba a ser más que experimental.

Había decidido no emprender nada de aquello más qúe cuando hubiese salido del

Instituto, después de haber roto con todo el mundo, cuando hubiera vuelto a entrar en mi

concha y estuviese completamente libre. En realidad, estaba muy lejos de estar a11í, en

mi concha, y lejos de estar libre; pero esta gestión había decidido hacerla únicamente a

título de experiencia, para ver, casí para soñar un poco, y no volver a ello en mucho

tiempo quizá, mientras no llegase el día en que me ocuparía de eso seriamente. Para los

demás, no era más que una pequeña venta sin importancia; para mí, era la primera

cuaderna del barco sobre el que Cristóbal Colón partió para descubrir América. He ahí

cuáles eran entonces mis sentimientos.

Una vez llegado, penetré en un hueco del patio del inmueble designado en el anuncio y

entré en el apartamiento de la señora Lebrecht. Se componía de un recibidor y de cuatro

habitaciones pequeñas y bajas. En la primera a partir de la entrada se apretujaba una

multitud de una treíntena de personas: la mitad eran pastores; los otros, a primera vista, o

curiosos o aficionados, o gente que operaba a favor de los Lebrecht; había comerciantes,

judíos que acechaban los objetos dorados, y algunas personas de «buen porte». Las

fisonomías de algunos de estos señores se han quedado grabadas en mi memoria. En la

puerta grande y abierta de la habitación de la derecha, justamente entre l.os dos batientes,

se había colocado una mesa, de forma que era imposible entrar en dicha habitacióm a11í

se encontraban los objetos inventariados y destinados a ser vendidos. A la izquierda había

otra habitación, pero su puerta estaba cerrada, aunque se entreabriese de vez en cuando

dejando una pequeña hendidura por la que se veía mirar a alguien: sin duda un miembro

de la numerosa familia de la señora Lebrecht, presa naturalmente de una gran vergüenza.

Detrás de la mesa, de cara al público, se sentaba el señor secretario ministerial, revestido

con sus insignias y que procedía a la subasta. Cuando llegué iban ya casi por la mitad;

inmediatamente me abrí paso hasta la mesa. Estaban vendiendo candelabros de bronce.

Miré.

Miré y me dije en seguida: ¿qué puedo comprar aquí? ¿Y dónde depositar estos

candelabros de bronce, una vez adquiridos? ¿Es así como se hacen los negocios? ¿Pueden

realizarse mis cálculos? ¿No era un cálculo infantil? Yo agitaba aquellos pensamientos y

aguardaba. Era poco más o menos el sentimiento que se experimenta delante de una mesa

de juego en el momento en que uno no ha coloeado aún su postura, pero en que se acerca

ya con su carta: «Puedo poner, puedo marcharme, todo depende de mí.» El corazón no os

late aún, pero comienza a fallaros, palpita ligeramente, sensación que no carece de un

cierto agrado. Pero la indecision os pesa pronto, y estáis como ciego: tendéis la mano,

cogéis una carta, pero maquinalmente, casi contra vuestra voluntad. Como si vuestra

mano estuviese regida por otro; por fin, heos aquí decididos, apostáis, y la sensación es

completamente distinta, inmensa (19). No hablo de la venta, hablo de mí: ¿qué otra

persona sentiría latir su corazón en una venta en pública subasta?

Había gente que se acaloraba. Había otros que se callaban y acechaban. Había algunos

que compraban y se arrepentían. En cuanto a mí, no sentí la menor lástima de un señor

que por error, por haber oído mal, había comprado una lecherita de imitación de plata,

creyéndola de plata, por cinco rublos, en lugar de dos; incluso yo mismo me divertí

mucho. El comisario-subastador variaba los objetos: después de los candelabros vinieron

unos zarcillos, un cojín de cuero bordado, luego un cofrecito, sin duda por conseguir

mayor variedad, o bien para responder a las exigencias del público. No pude contenerme

más de diez minutos, me aproximé primeramente al cojín, luego al cofrecito, pero cada

una de las veces me detuve en seco en el instance decisivo: aquellos objetos me parecían

verdaderamente imposibles. Por fin entre las manos del comisario apareció un álbum.

-Un álbum, encuadernado en cuero rojo, usado, con dibujos en acuarela y en tinta

china, en un estuche de marfil esculpido, con broches de plata: ¡dos rublos!

Me adelanté: el objeto parecía exquisito, pero había un defecto en el trabajado del

marfil. Fui el único que me acerqué a mirar; todo el mundo se callaba, ningún

competidor. Podía deshacer los atados y sacar el álbum de su estuche para examinarlo,

pero no hice use de mi derecho a hice la señal, con una mano que temblaba: «¡Poco

importa!»

-¡Dos rublos, cinco copeques! - dije rechinando los dientes, creo.

El álbum fue para mí. Saqué en seguida el dinero, pagué, cogí el álbum y me fui a un

rincón de la estancia. Allí, lo saqué de su escuche y, febrilmente, con apresuramiento, me

puse a examinarlo: con excepción del estuche, era la cosa más miserable del mundo, un

álbum pequeñito, no más grande que una hoja de papel de cartas de formato pequeño,

delgado, con los cantos desdorados ya, como aquellos álbumes que tenían antiguamente

las jovencitas que salían de los colegios. En colores y con tinta china estaban dibujados

templos sobre montañas, amorcillos, un estanque donde nadaban cisnes. Había también

versos:

Me voy para una larga ausencia,

Abandono Moscú para siempre,

A mi amor digo adiós con tristeza,

A Crimea me marcho sin verte.

(¡Se me han quedado en la memoria!) Deduje que había cometido una pifia; si podía

existir un objeto inútil para todo el mundo, aquél desde luego lo era.

«Es igual - me dije -; la primera postura se pierde siempre. Incluso eso es una señal

excelente.»

Estaba decididamente satisfecho.

--¡Ah, llego demasiado tarde! ¿Es usted quien lo tiene? ¿Lo ha comprado usted? -

resonó completamente de improviso y cerca de mí la voz de un caballero de abrigo azul,

de buen porte y bien parecido.

Llegaba retrasado.

-¡Demasiado tarde! ¡Ah, qué desgracia! ¿Y por cuánto?

-Dos rublos cinco copeques.

-¡Ah! ¡Qué lástima! ¿Y no me lo cedería usted?

-Salgamos - le musité al oído, latiéndome el corazón.

Salimos al rellano.

-Se lo cederé por diez rublos - dije, corriéndome un escalofrío por la espalda.

-¡Diez rublos! Perdone, ¿qué está usted diciendo?

-Como usted quiera.

Me miró con los ojos abiertos de par en par; yo iba bien vestido, no me parecía en lo

más mínimo a un judío o a un revendedor.

-Pero, permítame, es un viejo álbum sin valor. ¿De qué puede servirle a usted? Ni

siquiera el estuche vale nada. No encontrará a quien vendérselo.

-Sin embargo, usted quiere comprarlo.

-Pero es que yo tengo mis motivos particulares. Solamente me enteré ayer. Soy el único

comprador posible.

-Debería pedirle veinticinco rublos; pero como, a pesar de todo, hay el riesgo de que

renuncie usted a él, le he pedido solamente diez, para mayor seguridad. No rebajaré ni un

solo copes.

Volvfíla espalda y me fui.

--¡Acepte usted cuatro rublos! - dijo alcanzándome, ya en el patio. ¡Vamos, cinco!

Continué andando sin responder.

-¡Vamos, tome! - sacó diez rublos, y le entregué el álbum -. Confiese que no es una

acción muy honrada. ¡De dos rublos a diez!

-¿Y por qué no ha de ser honrada? ¡Es el mercado!

-¿Qué mercado? - Empezaba ya a enfadarse.

-Donde hay demanda, hay mercado. Si usted no lo hubiese pedido, yo no lo habría

podido vender ni siquiera en cuarenta copeques.

Tenía que hacer grandes esfuerzos para no echarme a reír a carcajadas y conservar mi

seriedad; reía interiormente, reía no de entusiasmo, sino sin saber por qué. Me ahogaba

un poco.

-Escúcheme -- rezongué yo completamente a mi pesar, pero amistosamente y con un

gran afecto hacia él -, escuche. Cuando el difunto James Rothschüd de París, el que ha

dejado mil setecientos millones de francos (él agachó la cabeza), en su juventud, se

enteró por casualidad, unas horas antes que los demás, del asesinato del duque de Berry,

se apresuró a visitar a quien le correspondía, y por eso, en un abrir y cerrar de ojos, ganó

varios millones (20). He ahí cómo se hacen las cosas.

-Entonces, ¿usted es Rothschild, usted? - me gritó indignado, como si estuviera

dirígiéndose a un imbécil.

Salí vivamente de la casa. ¡Una sola gestïón, y siete rublos noventa y cinco copeques de

ganancias! La maniobra había sido insensata, era un juego de niños, convengo en ello,

pero lo cierto era que coincidía con mi idea y no podía menos que conmoverme

profundamente. Por lo demás, no hay en esto sentimientos que describir. El billete de

diez rublos estaba en el bolsillo de mi chaleco, hundí allí dos dedos para palparlo y

caminé así sin retirar la mano. A cien pasos de la casa, cogí el billete para mirarlo, lo

examiné y tuve ganas de besarlo. De repente un coche se detuvo delante de una casa; el

portero abrió la puerta y una señora subió al carruaje, lujosa, joven, bella, rica, envuelta

en sedas y terciopelos, con una cola de metro y medio. De pronto, un bonito

portamonedas se le escapó de las manos y cayó al suelo; ella se acomodó; el criado se

bajó para recoger el objeto, pero yo di un brinco, lo cogí y se lo alargué a la señora

alzándome el sombrero (un bombín; iba vestido como un joven elegante, no mal del

todo). La señora me dijo con discreción, pero con una sonrisa muy agradable:

-Merci, caballero.

El coche partió. Besé el billete de diez rublos.

Aquel mísmo día tenía yo que ver a Efim Zvierev, uno de mis antiguos camaradas del

Instituto, que lo había abandonado para entrar en una escuela especial de Petersburgo. No

vale la pena de una descripción y, en suma, yo no tenía con él ningún lazo de amistad;

pero me había puesto en su búsqueda; él podía (en virtud de ciertas circunstancias que

tampoco merecen ser mencionadas) proporcionarme la dirección de un tal Kraft, del que

yo tenía una necesidad extrema, en el momento en que ese Kraft volviese de Vilna.

Zvierev lo aguardaba justamente aquel mismo día o al otro, y me to había hecho saber la

antevíspera. Era preciso it a Petersburgskaia storona (21), pero yo no sentía ningún

cansancio.

Encontré a Zvierev (él también tenía los diecinueve años cumplidos) en el patio de la

casa de su tía, con la que vivía provisionalmente. Acababa de comer y se paseaba por el

patio en zancos; me anunció de sopetón que Kraft había- llegado la víspera y que había

bajado a su antiguo apartamiento, también en Petersburgskaia storona, y que deseaba, él

también, verme lo más pronto posible, para comunicarme inmediatamente una noticia

urgente.

-Se vuelve a marchar no sé dónde - agregó Zvierev.

Como para mí era de una importancia capital, dadas las circunstancias, ver a Kraft, le

rogué a Efim que me condujera inmediatamente a su casa, puesto que resultaba que vivía

en una callejuela vecina, a dos pasos de a11í. Pero Zvierev me declaró que se lo había

encontrado una hora antes, cuando se dirigía a casa de Dergatchev.

-¡Pero vamos a11í! - me invitó -. ¿Por qué has de negarte siempre? ¿Es que tienes

miedo?

Efectivamente, Kraft podía demorarse en casa de Dergatchev, y entonces, ¿dónde iba a

poder encontrarlo? Yo no le tenía miedo a Dergatchev, pero no tenía ganas de ir a su

casa, aunque aquella fuese por lo menos la tercera vez que Efim quería arrastrarme hasta

a11í. Pronunciaba siempre aquel «¿tienes miedo?» con una sonrisa muy desagradable

para mí. Sin embargo, no era cuestión de miedo, lo digo de antemano, y si temía algo, era

una cosa muy distinta. Aquella vez resolví ir; la casa estaba también a dos pasos. Por el

camino le pregunté a Efim si seguía teniendo intenciones de marcharse a América.

-Quizás espere todavía - respondió con una risita.

Yo no lo apreciaba mucho, en realidad no lo apreciaba en absoluto. Tenía los cabellos

casi blancos, una cara redonda, demasiado blanca, blanca hasta la inconveniencia, casi

infantil; era más alto que yo, pero era imposible calcularle más de diecisiete años. Con él

no era posible sostener ninguna conversación.

-¿Y qué pasa por a11á? ¿Siempre hay tanta gente? - pregunté por decir algo.

-Pero, ¿por qué has de tener siempre miedo? - dijo una vez más, echándose a reír.

-¡Vete al diablo! - respondí furioso.

-No hay gente en lo más mínimo. No vienen más que conocidos, ningún extraño, estáte

tranquilo.

-Extraños o no, ¿qué quieres tú que eso me importe? ¿Y yo, es que no soy yo un

extraño en esa casa? ¿Por qué quieres que tengan confianza en mí?

-Soy yo quien te lleva y eso basta. Han oído hablar de ti. Kraft también puede decir lo

que piensa de ti.

-Oye, ¿estará Vassine?

-No sé.

-Si está, empújame con el codo cuando entremos y señálamelo; en el mismo momento

que entremos, ¿comprendes?

Yo había oído hablar tan bien de Vassine, que hacía mucho tiempo que me interesaba

por él.

Dergatchev vivía en un pequeño pabellón en el patio de la casa de madera de una mujer

de comerciante, pero él solo ocupaba todo aquel pabellón. Tenía tres hermosas habitacio-

nes. Las cuatro ventanas tenían las persianas echadas. Era casi ingeniero y ocupaba un

puesto en Petersburgo; incidentalmente the había enterado de que le proponían una

colocación muy ventajosa en provincias y que iba a marcharse a11í.

Acabábamos de entrar en un minúsculo recibidor, cuando resonaron voces. Se habría

dicho que era una discusión animada y alguien gritaba: «Quae medicamenta non sanat,

ferrum sanat; quae ferrum non sanat, ignis sanat!» (22).

Yo estaba realmente inquieto. Sin duda no estaba acostumbrado a la sociedad,

cualquiera que fuese. En el Instituto nos tuteábamos todos, pero, por así decirlo, yo no

tenía ni un solo camarada; me había hecho mi rinconcito para mí y a11í me quedaba.

Pero no era eso lo que me tenía preocupado. Me había hecho a mí mismo la promesa de

no participar en ninguna discusión y no pronunciar más que las palabras indispensables,

para que nadie pudiese formular conclusión alguna sobre mí; sobre todo, no discutir.

En la habitación, muy exigua, había siete personas, y diez con las señoras. Dergatchev

tenía veinticinco años y estaba casado. Su mujer tenía una hermana y otra parienta; vivían

también con él. La habitación estaba amueblada de cualquier manera, suficientemente, a

incluso con pulcritud. En la pared se veía un retrato litografiado, pero sin valor, y en el

ángulo un icono sin adornos de metal, pero con una lámpara encendida. Dergatchev

avanzó a mi encuentro, me estrechó la mano y me ofreció una silla.

-Siéntese usted; está aquí en su casa.

-Háganos el favor - agregó inmediatamente una mujer joven de figura bastante

agradable, vestida muy modestamente, y a continuación, después de haberme dirigido un

ligero saludo, salió. Era su mujer y parecía haber tomado parte en la discusión; ahora iba

a darle de mamar a su niño. Pero quedaban todavía dos señoras, una de estatura muy baja,

de unos veinte años, vestida de negro y tampoco fea; la otra, de unos treinta años, seca y

de ojos penetrantes. Estaban sentadas, escuchaban mucho, pero no intervenían en la

conversación.

En cuanto a los hombres, todos estaban de pie, excepto Kraft, Vassine y yo. Efim me

los señaló en seguida, puesto que yo veía a Kraft también por primera vez. Me levanté y

me aproximé a ellos para entablar conocimiento. No olvidaré jamás el rostro de Kraft:

ninguna belleza particular, pero algo de delicado y de desprovisto de malicia, con una

dignidad personal que se marcaba en todo. Veintiséis años, una cierta delgadez, una

estatura superior a la estatura media, rubio, la fisonomía seria, pero dulce; una especie de

tranquilidad en toda su persona. Y sin embargo, si queréis saberlo, no cambiaría jamás mi

rostro tan vulgar por el suyo, que me parecía tan seductor. Había en su fisonomía un no

sé qué que no me habría gustado en la mía, una especie de tranquilidad excesiva en el

sentido moral de la palabra, una especie de orgullo secreto, ignorándose a sí mismo. Sin

embargo, yo no podía juzgar exactamente de esta manera en aquel tiempo; es ahora

cuando me parece haber juzgado así, después de consumado el hecho.

-Encantado de verle - dijo Kraft --. Tengo una carta que le interesará. Nos quedaremos

aquí un momento y en seguida iremos a casa.

Dergutehev era (23) de estatura mediana, un moreno robusto, de hombros anchos, con

una gran barba. Se veía en su mirada la inteligencia práctica y la reserva en todas sus

cosas, una cierta prudencia jamás desmentida; en vano se esforzaba en callarse la mayor

parte del tiempo; era él quien evidentemente dirigía la conversación. La fisonomía de

Vassine no me impresionó apenas, aunque yo hubiese oído alabar su rara inteligencia:

rubio, de grandes ojos de un gris claro, el rostro muy abierto, pero al mismo tiempo algo

de un exceso de firmeza. Se le presentía poco sociable, pero la mirada era realmente

inteligente, más que la de Dergatchev, más profunda, más inteligente que las de todos los

presentes. Por lo demás, puede ser que yo esté exagerando ahora. De los restantes, no me

acuerdo más que de dos personas entre toda aquella juventud: un hombre alto, bronceado,

con patillas negras, hablando mucho, de edad de unos veintisiete años, profesor o algo

por el estilo, y un muchacho de mi edad, con cazadora de campesino, el rostro corroído,

taciturno, y todo oídos. Resultó ser en efecto de origen aldeano.

-¡No, no es así como hay que plantear la cuestión! - comenzó, reanudando por lo visto

la discusión del momento, el profesor de las patillas negras, más acalorado que todos los

demás -. Por lo que se refiere a las pruebas matemáticas, no tengo nada que decir, pero

esta idea, que estoy dispuesto a aceptar incluso sin pruebas matemáticas...

-Espere un momento, Tikhomirov (24)-interrumpió ruidosamente Dergatchev -, los

recién llegados no comprenden. Miren ustedes, se trata - y se volvió bruscamente hacia

mí sólo (confieso que, si tenía intención de hacer sufrir un examen al «nuevo» a

obligarrne a hablar, el procedimiento era muy hábil por su parte; lo percibí

inmediatamente y me preparé) -, miren ustedes, se trata de que el señor Kraft, por

ejemplo, del que todos conocemos su fuerza de carácter y la firmeza de sus convicciones,

ha sido conducido por un hecho muy ordinario a una conclusión totalmente extraordinaria

y que a todos nos ha asombrado. Ha llegado a la conclusión de que el pueblo ruso es un

pueblo de segunda categoría...

-¡De tercera categoría! - le gritó alguien.

-... De segunda categoría, destinado a servir de materia prima a una raza más noble, sin

tener jamás un papel independiente en los destinos de la humanidad. Basándose en esta

conclusión, quizá justa, el señor Kraft ha llegado a decir que toda la actividad de los

rusos, cualquiera que sea, debe quedar en lo sucesivo paralizada por esta idea, que, por

así decirlo, los brazos se nos deben caer a todos y...

-¡Permite, Dergatchev! ¡No es así como hay que plantear la cuestión! - intervino

Tikhomirov con impaciencia. (Dergatchev le cedió la palabra en seguida) -. Siendo asi

que Kraft ha realizado estudios serios, ha extraído de la fisiología deducciones que él

estima matemáticas y ha consagrado quizá dos años a su idea (que estoy dispuesto a

adoptar con toda tranquilidad a priori), siendo así esto, quiero decir, la alarma y la

seriedad de Kraft, la cosa se me aparece como un fenómeno. Todo nos conduce a la

cuestión que Kraft no puede comprender, y de eso es de lo que debemos ocuparnos,

quiero decir, de la incomprensión de Kraft, porque se trata de un fenómeno. Hay que

decidir si este fenómeno corresponde a la clínica como caso aislado, o bien si es una

propiedad que puede reproducirse normalmente en otros casos; es interesante para la

causa común. Por lo que se refiere a Rusia, yo creo lo mismo que Kraft, y diría incluso

que me alegro de ello; si esta idea fuese aceptada por todos, nos dejaría las manos libres y

desembarazaría a mucha gente del prejuicio patriótico...

-No es por patriotismo - dijo Kraft con una especie de esfuerzo.

Todos aquellos debates parecían resultarle desagradables.

-¡Patriotismo o no, dejemos eso a un lado! - declaró Vassine, silencioso desde hacía

mucho tiempo.

-Pero ¿de qué forma, decidme, la conclusión de Kraft podría debilitar las aspiraciones

hacía la obra común de la humanidad? - gritó el profesor (él solo gritaba, todos los demás

hablában.en voz baja)-. Yo bien quiero que Rusia sea colocada en un segundo rango; pero

se puede trabajar para otros que no sean Rusia. Además, ¿cómo puede ser Kraft patriota

si ha dejado de creer en Rusia?

-¡Por otra parte, él es alemán! - lanzó de nuevo una voz.

-¡Soy ruso! -dijo Kraft,

-Ésa es una cuestión que no afecta al fondo de las cosas - le hizo observar Dergatchev

al interruptor.

--Salid, pues, de la estrechez de vuestra idea - continuó Tikhomirov, que no quería oír

nada -. Si Rusia no es más que una materia para razas más nobles, ¿por qué no había ella

de aceptar ese papel de materia? Es todavía un papel bastante brillante. ¿Por qué no

descansar sobre esa idea para extender a continuación los puntos de vista? La humanidad

está en vísperas de su regeneración, que ha comenzado ya. Hace falta estar ciego para

negar las tareas que van a presentarse. Dejen ustedes a Rusia, si no tienen ya fe en ella, y

trabajen por el porvenir, por el porvenir de un pueblo todavía desconocido, pero que se

compondrá de toda la humanidad, sin distinción de razas. De todos modos, Rusia estará

muerta un día; los pueblos, incluso los mejor dotados, viven mil quinientos años, dos mil

años como máximo; dos mil años o doscientos años, ¿no es eso casi lo mismo? Los

romanos, ¿no han triunfado durante mil quinientos años, y se han cambiado también en

materia? Hace mucho tiempo que no existen, pero han dejado una idea, y esta idea ha

sido un elemento de progreso en la evolución de la humanidad. ¿Cómo se le puede decir

a un hombre que no tiene nada que hacer? Trabajad por la humanidad y no os preocupéis

del resto. Hay tantas cosas que hacer, que la vida no bastará, sí se considera bien.

-¡Hay que vivir según la ley de la naturaleza y de la verdad! - dijo desde detrás de la

puerta la señora Dergatcheva.

La puerta estaba entreabierta, y se la veía de pie, con el niño en el seno, el pecho

semicubierto, escuchando ardientemente.

Kraft escuchaba sonriendo ligeramente. Al fin dijo, con aire un poco cansado, y además

con una sinceridad enérgica:

-No comprendo cómo se puede, si se está bajo la influencia de alguna idea dominante a

la cual se subordina enteramente vuestro espíritu y vuestro corazón, tener una razón

cualquiera para vivir fuera de esa idea.

-Pero si se os ha dicho lógicamente, matemáticamente, que vuestra conclusión es

errónea, que toda vuestra idea es falsa, que no tenéis el menor derecho a apartaros de la

actividad útil común por la sola razón de que Rusia sería irrevocablemente un valor de

segundo orden; si se os ha mostrado en lugar de un horizonte estrecho un infinito que se

nos ofrece, en lugar de vuestra idea estrecha de patriotismo...

-¡Ah! - dijo Kraft haciendo un gesto con la mano --, os he dicho va que no se trata de

patriotismo.

-Aquí hay una equivocación evidente - intervino de golpe Vassine -. El error consiste

en que no tenemos en Kraft una simple deducción lógica, sino, por decirlo así, una deduc-

ción que degenera en sentimiento. Todas las naturalezas no son idénticas; hay muchos en

quienes la deducción lógica se transforma a veces en un sentimiento violento que se

apodera de todo el ser y que es muy difícil de expulsar o de modificar. Para curar al

hombre así alcanzado, es preciso cambiar ese sentimiento, y la cosa no es posible más

que reemplazándola por otra fuerza igual. Es siempre penoso, y en muchos casos

imposible.

-¡Eso es un error! - clamó el disputador -. La conclusión lógica disuelve por si misma

los prejuicios. La convicción razonable engendra un sentimiento apropiado. ¡El pen-

samiento emana del sentimiento y a su vez, al instalarse en nosotros, formula uno nuevo!

-Los hombres son muy diferentes. Unos cambian fácilmente de sentirnientos; otros, con

dolor - respondió Vassine con aire de no querer prolongar la discusión.

Por mí, yo estaba encantado con su idea.

-¡Es exactamente como usted dice! - exclamé bruscamente, rompiendo el hielo y

comenzando de pronto a hablar -. En efecto, en el lugar de un sentimiento es necesario

poner otro capaz de substituirlo. En Moscú, hace cuatro años de esto, un general... es que,

fíjense, yo no lo conocía, pero... Puede ser que, en el fondo, por sí mismo no fuese digno

de inspirar respeto... Además el hecho mismo podía parecer irracional, pero... En fin,

vean lo que pasó, perdió un hijo, o más bien dos hijas, una después de la otra, de la

escarlatina... ¡Y bien!, se quedó súbitamente tan abrumado, que no olvidó jamás su dolor;

daba lástima verle, y finalmente se murió apenas seis meses más tarde. Que murió de ese

dolor, es un hecho. ¡Y bien!, ¿cómo se le habría podido resucitar? Respuesta: ¡por un

sentimiento de una fuerza equivalente! Se necesitaba sacar de la tumba a esas dos hijitas

y dárselas, eso es todo, quiero decir... alguna cosa de ese género. Él está muerto. Y sin

embargo se le habrian podido ofrecer deducciones admirables: que la vida es corta, que

todos nosotros somos mortales; se habría podido tomar del almanaque la estadística de

los niños muertos por la escarlatina... estaba retirado...

Me interrumpí, oprimido, y miré a mi alrededor.

-¡Eso no es por completo lo mismo! - dijo alguien.

-El hecho que usted alega, sin ser de la misma naturaleza que el caso presente, es sin

embargo análogo y lo aclara - dijo Vassine, volviéndose hacia mí.

 

IV

Debo confesar aquí por qué he estado entusiasmado por el argumento de Vassine sobre

«la idea-sentimiento», y al mismo tiempo debo confesar una vergüenza infernal. Sí, yo

tenía miedo de ir a casa de Dergatchev, pero por una razón distinta a la que suponía Efim.

Yo tenía miedo porque los creía ya en Moscú. Sabía que esas gentes (ellos, a otros de la

misma clase, poco importa) son dialécticos y que muy probablemente destrozarían «mi

idea». Yo estaba muy seguro de que esta idea no se la comunicaría a ellos jamás, no se la

diría nunca; pero podían (una vez más, ellos o la gente de la misma clase) decirme cosas

que me harían perder confianza en mi idea, incluso sin que hiciesen alusión a la misma.

Había en mí «idea» problemas no resueltos, pero yo no quería que otro los resolviese por

mí. En estos dos últimos años yo había dejado incluso de leer, temiendo tropezar con

cualquier pasaje que no estuviese a favor de mi «idea», y que habría podido turbarme. Y

he aquí que Vassine del primer golpe resuelve el problema y me calma

extraordinariamente. En efecto: ¿de qué, por tanto, tenía yo miedo y qué podían hacerme

con toda su dialéctica? He sido tal vez el único en comprender lo que Vassine quería

decir con su «idea-sentimiento». No basta con refutar una hermosa idea, es preciso

reemplazarla por otra no menos bella; de otra forma, no queriendo separarme a ningún

precio de mis sentimientos, yo refutaría en mi corazón la refutación, incluso haciéndome

violencia, sea lo que fuere lo que ellos pudiesen decir. Y ellos, ¿qué podían darme a

cambio? También yo habría debido ser más osado; tenía el deber de ser más valiente. Y

al entusiasmarme por Vassine, experimentaba cierta vergüenza, ¡me encontraba como un

hijo indigno!

Todavía otro motivo de vergüenza. No es el despreciable sentimiento de hacer valer mi

talento lo que me ha impulsado a romper el hielo y a hablar, sino que es también un deseo

de «saltar al cuello» de la gente. Este deseo de saltar al cuello, para que se me encuentre

bueno, para que se pongan a abrázarme o yo no sé qué de ese tipo (una porquería, en una

palabra), estimo que es el más infame de todos mis motivos de vergüenza. Desde hace

mucho tiempo, sospechaba la existencia de eso en mí, y precisamente en aquel rincón

donde me he mantenido durante tantos años, aunque no tenga por qué arrepentirme de

ello. Yo sabía que debía mostrarme más sombrío en el mundo. La única cosa que me

consolaba, después de cada una de aquellas vergüenzas, era que, a pesar de todo, me

quedaba todavía mi «idea» , siempre en su escondite, y que yo no la había entregado. Con

un encogimiento de corazón, me imaginaba a veces que, el día mismo en que hubiera

comunicado mi idea a alguien, de pronto no me quedaría ya nada, de forma que yo sería

semejante a todo el mundo y que quizás hasta abandonaría mi idea; por eso la guardaba,

la conservaba y temía los cotilleos. Y he aquí que en casa de Dergatchev, casi desde el

primer encuentro, no había sabido contenerme: cierto que no había entregado nada, pero

había charloteado de manera imperdonable; me había cubierto de vergüenza. ¡Triste

recuerdo! No, no puedo vivir con los hombres; incluso hoy día estoy convencido de ello;

y hablo con cuarenta años de anticipación. Mi idea es mi rincón.

Apenas me hubo aprobado Vassine, me sentí presa de unas ganas incontenibles de

hablar.

-En mi opinión, cada cual tiene derecho a tener sus sentimientos propios... con tal de

que eso se haga por convicción... Y nadie tiene derecho a reprochárselo - dije dirigién-

dome a Vassine.

La frase había sido pronunciada contuadentemente, pero me parecía que yo no tenía

nada que ver con aquello, como si fuese la lengua de otra persona la que se hubiese

movido en mi boca.

-¿Que-no-es-po-si-ble? - preguntó con ironía y recalcando las sílabas la misma voz que

había interrumpido a Dergatchev y que le había gritado a Kraft que era, alemán.

Juzgándolo una completa nulidad, me volví hacia el profesor, como si fuera él el que

hubiese gritado.

-Mi convicción es que no tengo ningún derecho para juzgar a nadie.

Yo estaba ya temblando, sabiendo de antemano que no podría contenerme.

-¿Y por qué hacer tanto misterio de eso? - resonó de nuevo la voz de la nulidad.

-¡Que cada cual tenga su idea! - dije yo mirando fijamente al profesor, que, por el

contrario, se callaba y me examinaba con una sontisa.

-¿Y cuál es la suya? - gritó la nulidad.

-Es demasiado larga para contarla... En parte consiste en esto: ¡que los demás me dejen

en paz! Mientras que tenga dos rublos, quiero vivir solo, no depender de nadie

(tranquilícense, me sé las objeciones) y no hacer nada, ni siquiera para la gran humanidad

por venir, al servicio de la cual se quería hacer trabajar al señor Kraft. La libertad

individual, es decir, mi libertad para mí, ante todo; no quiero saber nada fuera de eso.

Mi error fue que me irrité.

-¿Eso es decir que usted predica la tranquilidad de la vaca satisfecha?

-Lo reconozco. La vaca no tiene nada de ofensivo. Yo no debo nada a nadie, pago mi

tributo a la sociedad en forma de impuestos para que no me roben, no me den la lata y no

me maten), y nadie tiene derecho a reclamarme más. Tal vez yo tenga personalmente

otras ideas, tal vez querría servir a la humanidad y la serviré, quizás incluso diez veces

más que todos los predicadores. Únicamente que no quiero que nadie exija de mí ese

servicio, que nadie me obligue a ello, como se quiere obligar al señor Kraft. Quiero que

mi libertad permanezca completa, aunque yo no mueva ni el dedo meñique. En cuanto a

eso de salir corriendo para ir a colgarse del cuello de todo el mundo por amor a la

humanidad y derramar lágrimas de enternecimiento, no es más que una moda. ¿Y para

qué tendría yo que amar al prójimo o a vuestra humanidad futura, que no veré nunca, que

no me conocerá, y que a su vez desaparecerá sin dejar rastro ni recuerdo (el tiempo nada

tiene que ver con esto), cuando la tierra se cambiará a su vez en un bloque de hielo y

volará por el espacio sin aire como una multitud infinita de otros bloques semejantes, lo

que es con mucho la más absurda de las cosas que se pueda imaginar? ¡He ahí vuestra

doctrina! Díganme, ¿por qué tendría yo que ser totalmente generoso? Especialmente si

todo no dura más que un instante.

-¡Vamos! ¡Vamos! -- gritó una voz.

Yo había soltado aquella parrafada nerviosa y malévolamente, quemando todas mis

naves. Sabía que me lanzaba al abismo, pero me apresuraba, temiendo las objeciones. Me

daba perfecta cuenta de que rodaba al azar, sin orden, sin concierto, pero me daba prisa

en convencerlos y en aplastarlos. ¡Era para mí tan importante! ¡Llevaba tres años

preparándome! Lo curioso es que se callaron repentinamente, como si nunca hubiesen

dicho nada, limitíndose a escuchar. Continué dirigiéndome al profesor:

-Perfectamente. Un hombre en extremo inteligente ha dicho entre otros que no hay nada

más difícil que responder a la pregunta: « ¿Por qué hace falta en forma alguna ser

virtuoso?» Existen aquí abajo, vean ustedes, tres especies de pillos: los pillos ingenuos,

convencidos de que su pillería es la virtud suprema; los pillos vergonzantes, los que se

ruborizan de su propia pillería, aun teniendo la firme intención de practicarla hasta el

colmo, y, por fin, los pillos sin más ni más, los pillos pura-sangre. Permítanme: he tenido

como camarada a un cierto Lambert que me decía ya a los dieciséis años que, cuando

fuera rico, su mayor placer consistiría en alimentar a perros con pan y carne cuando los

hijos de los pobres estuvieran muriéndose de hambre y que, cuando no tuvieran con qué

calentarse, él compraría todo un pedazo de bosque, lo transportaría al campo abierto y

caldearía el aire, sin dar a los pobres ni una sola ramita. ¡He ahí los sentimientos que él

tenía! Pues bien, díganme ustedes qué podré responder a ese canalla pura-sangre si me

pregunta: «¿Por qué hace falta en forma alguna ser virtuoso?» Y sobre todo en nuestra

época, que ustedes han hecho de esta manera. ¡Puesto que las cosas nunca han ido peor

que hoy, señores! La situación no está del todo clara en nuestra sociedad. Ustedes niegan

a Dios, niegan la santidad; ¿cuál es entonces la rutina, sorda, ciega y obtusa, que puede

obligarme a obrar de una determinada manera, si me resulta más ventajoso obrar de otra?

Ustedes dicen: «Obrar razonablemente hacia la humanidad es también obrar en mi propio

interés.» Pero ¿qué pasa si yo encuentro irrazonables todas esas cosas razonables, todos

esos cuarteles, esas falanges? ¿Qué tengo yo que hacer con todo eso, qué tengo yo que

ver con eso y con el porvenir de ustedes, si no tengo más que una vida que vivir? Que me

dejen saber a mí mismo cuál es mi propio interés: extraeré más placer de eso. ¿Cómo voy

a interesarme por lo que sucederá en vuestra humanidad de dentro de mil años, si vuestro

código no me concede a cambio ni amor, ni vida futura, ni patente de virtud? No,

caballeros, si la cosa es así, viviré, con la mayor insolencia del mundo, para mí mismo.

¡Al diablo los demás!

-¡Bonito deseo!

-Estoy dispuesto a seguirlo.

-¡Mejor todavía! - Seguía siendo la misma voz.

Todos los demás continuaban callados, mirándome y observándome; pero poco a poco,

desde varios rincones de la habitación, empezaron a elevarse unas risitas, al principio dis-

cretas. Luego todos se me echaron a reír en la cara. Únicamente Vassine y Kraft no reían.

El. hombre de las patillas negras sonreía también; me miraba fijamente y escuchaba.

-Señores - yo temblaba con todo mi cuerpo -, no les diré mi idea, por nada del mundo.

Les preguntaré, por el contrario, según el punto de vista que ustedes tienen, no según el

punto de vista mío, puesto que quizá yo amo a la humanidad mil veces más que todos

ustedes juntos. Díganme, y están ustedes obligados a responderme inmediatamente, están

ustedes obligados a ello - precisamente porque se están riendo, díganme entonces: ¿Qué

tienen ustedes que ofrecerme para que yo les siga? Díganme cómo me van a probar que

todo irá mejor con el sistema de ustedes. ¿Qué harán de la protesta de mi individuo en el

cuartel de ustedes, en los alojamientos comunes, en el strict nécessaire, en el ateísmo, en

las mujeres comunes y sin hijos...? Porque ésa es la conclusión final, lo sé muy bien. ¡Y

por todo eso, por esa porción ínfima de interés medio que me asegurará la racionalidad de

ustedes, por un trozo de pan y un poco de calor, toman ustedes a cambio toda mi persona!

¡Aguarden un poco! Se me quita a la mujer; ¿aplastarán ustedes lo bastante mi

individualidad como para impedirme matar a mi rival? Me dirán ustedes que en ese

momento habré llegado a ser más razonable; pero mi mujer, ¿qué pensará de un marido

tan rarzonable, si ella se respeta por poco que sea? Confiesen que es algo contra

naturaleza. ¿No les da a ustedes vergüenza? (25).

-¿Es usted especialista... en temas femeninos? - se burló la voz de la nulidad.

Por un instante tuve ganas de lanzarme contra él y molerlo a golpes. Era un hombrecillo

pelirrojo y cubierto de pecas ... . En realidad, al cuerno su aspecto.

-Tranquilícese, todavía no he conocido a la mujer - solté yo, volviéndome por primera

vez hacia su lado.

-Preciosa comunicación, que podría haber sido hecha en forma más educada, dada la

presencia de las señoras.

Pero todo el mundo empezó a agitarse; cada cual cogía su sombrero y hacía ademán de

marcharse, no por causa mía, sino porque ya era hora. Únicamente que aquella manera de

tratarme con el silencio me cubrió de vergüenza. Me levanté también.

-¿Quiere usted decirme, a pesar de todo, cómo se llama? No ha hecho usted más que

mirarme - dijo el profesor, dando un paso hacia mí, con una innoble sonrisa.

-Dolgoruki.

-¿Príncipe Dolgoruki?

-No, Dolgoruki a secas, hijo del ex siervo Makar Dolgoruki a hijo natural de mi ex amo

señor Versilov. Cálmense, señores: no digo eso para que se me lancen ustedes al cuello y

se pongan a llorar de enternecimiento como vacas.

Hubo un estallido de risas sonoras y sin acritud, de forma que el niño que estaba

durmiendo en la otra parte se despertó y se echó a llorar. Yo temblaba de furor. Todos

estrechaban la mano a Dergatchev y se iban sin prestarme la menor atención.

-¡Vámonos!

Era Kraft, que me empujaba con el codo. Me dirigí hacia Dergatchev, y le estreché la

mano con todas mis fuerzas y se la sacudí varias veces, con todas mis fuerzas también.

-Discúlpeme - me dijo - si Kudriumov - el tipo pelirrojo - no ha hecho más que

ofenderle.

Seguí a Kraft. No me avergonzaba de nada.

 

VI

Evidentemente, entre mi yo de hoy y mi yo de entonces hay una distancia infinita.

Persistiendo en mi empeño de «no avergonzaxme de nada», alcancé a Vassine en 1a

escalera, abandonando para eso a Kraft, personaje de segunda categoría, y, con el aire

más natural del mundo, como si nada hubiese pasado le pregunté:

-Creo que conoce usted a mi padre, quiero decir a Versilov, ¿no es así?

-No lo conozco muy a fondo - respondió inmediatamente (sin el más mínimo matiz de

esa cortesía refinada, pero ofensiva, de la que usan las personas delicadas respecto a

quienes acaban de cubrirse de oprobio) -, pero lo conozco un poco. He coincidido con él

y lo he oído hablar.

-Si lo ha oído usted, entonces lo conoce, porque usted es usted. Pues bien, ¿qué piensa

de él? Perdóneme esta pregunta a quemarropa, pero necesito su respuesta. Necesito saber

qué piensa usted de él, qué opinión tiene.

-Es mucho pedir. Me parece que es un hombre capaz de formularse a sí mismo

exigencias enormes y cumplirlas quizá, pero sin dar cuentas a nadie.

-¡Exacto, completamente justo, es muy orgulloso! Pero, ¿es sincero? Escuche usted un

poco. ¿Qué piensa usted de su catolicismo? Pero he olvidado que quizás usted no está al

corriente. . .

Si yo no hubiese estado tan turbado, indudablemente no le habría hecho a quemarropa

preguntas semejantes a un hombre con el que nunca había hablado y al que no conocía

más que de oídas. Me asombraba que Vassine no pareciera notar mi locura.

-He oído decir algo de eso, pero ignoro hasta qué punto puede ser verdad - respondió

con un tono siempre igual y tranquilo.

-¡No hay nada de verdad en todo esto! ¡Nó son más que mentiras! ¿Se imagina usted

que él pueda creer en Dios?

-Es un hombre muy orgulloso, como usted mismo ha dicho, y a muchos hombres muy

orgullosos les gusta creer en Dios sobre todo los que desprecian un poco a los hombres.

Muchos hombres fuertes experimentan una especie de necesidad material de encontrar a

alguien o algo que adorar. Al hombre fuerte le cuesta a veces mucho trabajo soportar su

propia fuerza.

-¡Escuche, eso debe de ser terriblemente cierto! - exclamé yo -. Solamente que me

gustaría comprender...

-Oh, el motivo de eso es bastante claro: eligen a Dios para no tener que adorar a los

hombres, naturalmente sin darse cuenta de lo que ocurre en ellos mismos. Adorar a Dios

no tiene nada de humillante, he ahí cómo se reclutan los creyentes más apasionados, o

con más exactitud, los que apasionadamente desean creer; pero toman su deseo por una fe

verdadera. Y esos son también los que, al final, pierden con más frecuencia sus ilusiones.

En cuanto al señor Versilov, creo que tiene rasgos de carácter extremadamente sinceros.

De una manera general, me interesa.

-Vassine - exclamé yo -, usted me agrada. No es su inteligencia lo que me asombra,

sino que pueda usted, un hombre tan puro y tan inconmensurablemente superior a mí,

caminar a mi lado y hablar con tanta sencillez y cortesía como si nada hubiese pasado.

Vassine sonrió:

-Me adula usted. Lo único que ha pasado allí es únicamente que a usted le gustan

demasiado las conversaciones abstractas. Sin duda usted ha permanecido hasta ahora

silencioso durante mucho tiempo.

-He estado tres años callado; durante tres años me he estado preparando para hablar...

Es natural; no le he parecido a usted un tonto, porque usted mismo es extraordinaria-

mente inteligente; aunque me haya sido imposible conducirme de una manera más

estúpida. Pero estoy seguro de que le he parecido una persona vil.

-¿Una persona vil?

-¡Sí, sin duda alguna! Dígame, ¿no me desprecia usted en secreto por haber dicho que

soy híjo natural de Versilov... por haberme jactado de ser hijo de un siervo?

-Se atormenta usted demasiado. Si le parece que ha hablado mal, no tiene más sino no

hablar la próxima vez; aún le quedan cincuenta años por delante.

-¡Oh! Ya sé que es preciso mantenerse en silencio frente a los demás. La más innoble

de todas las perversiones es la de colgarse del cuello de la gente. A ellos acabo de decír-

selo. ¡Y he aquí que ahora me cuelgo del cuello de usted! Pero hay una diferencia, ¿no es

verdad? Si ha comprendido usted esta diferencia, si ha sido capaz de comprenderla, ben-

digo este minuto.

Vassine sonrió de nuevo:

-Véngame a ver, si gusta. Ahora tengo trabajo y estoy ocupado, pero será un placer para

mí.

-Acabo de deducir por su cara de usted, que es usted muy tenaz y poco comunicativo.

-Quizá sea bastante cierto. El año pasado conocí en Luga a su hermana de usted. Isabel

Makarovna... Kraft se ha parado y le está aguardando. Ahora tendrá usted que retroceder.

Estreché fuertemente la mano de Vassine y alcancé a Kraft, que había seguido andando

mientras yo hablaba con Vassine. Caminamos en silencio hasta su alojamiento; yo to-

davía ni quería ni podía hablarle. Uno de los rasgos, más acusados del carácter de Kraft

era la delicadeza.

 

CAPÍTULO IV

Kraft había tenido en tiempos un cargo oficial, y además ayudaba al difunto

Andronikov (mediante una remuneración) a tratar ciertos asuntos privados de los que el

último se ocupaba constantemente fuera de las horas de servicio. Lo que a mí me

importaba era que Kraft, dada su intimidad con Andronikov, podía estar enterado de

ciertas cosas que por su índole me interesaban. Pero yo sabía por María Ivanovna, mujer

de Nicolás Semenovitch, en cuya casa yo había vivido tantos años mientras estaba en el

Instituto - y que era la propia sobrina, la pupila y la favorita de Andronikov -, que Kraft

había incluso recibido el «encargo» de entregarme algo. Yo lo estaba aguardando desde

hacía un mes largo.

Vivía en un pequeño apartamiento de dos habitaciones completamente aislado, y, de

momento, recién llegado, de vuelta de Vilna, estaba incluso sin servidumbre. Tenía abier-

ta la maleta, pero los objetos no colocados estaban aún esparcidos sobre las sillas. Una

mesa, delante del diván, sostenía un maletín, un cofrecillo, un revólver, etc... Cuando en-

tramos, Kraft iba sumergido en sus pensamientos, como si me hubiese olvidado

completamente, quizá ni siquiera había notado que yo no le había dirigido ni una sola

palabra por el camino. Se puso en seguida a buscar algo, pero viendo de pronto un espejo,

se detuvo y se miró fijamente un minuto largo. Noté aquella singularidad (no he hecho

más que acordarme demasiado de todo aquello, más tarde), pero me sentía triste y muy

turbado. No tenía fuerzas para concentrarme. Por un instante, experimenté el deseo súbito

de marcharme y de abandonarlo todo a11í para siempre. ¿De qué se trataba en el fondo?

¿No era una preocupación ficticia la que yo me estaba proporcionando? Me desesperaba

al ver cómo desperdiciaba mi energía en futilidades indignas, por pura sensibilidad,

siendo así que tenía frente a mí toda una meta enérgica. Ahora bien, mi ineptitud para

toda acción seria era evidente, en vista de to que había pasado en casa de Dergatchev.

-Kraft, ¿seguirá usted yendo a casa de ellos? -pregunté completamente de improviso.

Se volvió despacio hacia mí, como si me comprendiese mal. Yo me senté.

-Perdónelos usted - me dijo de pronto Kraft.

Naturalmente me pareció que se burlaba; pero, al mirarle, vi en su rostro una

bonachonería tan extraña a incluso tan asombrosa, que yo mismo me asombré de la

seriedad con que me rogaba que los «perdonase». Cogió una silla y se sentó a mi lado.

-Yo sé muy bien que soy quizás un amasijo de todas las clases que haya de amor propio

y nada más --- empecé a decir -, pero no pido ningún perdón.

-¿Y a quién iba usted a pedírselo? -preguntó, dulcemente y con seriedad.

Siempre hablaba dulcemente y muy despacio.

-Admitamos que soy culpable ante mí mismo... Me gusta ser culpable ante mí mismo...

Kraft, perdóneme si en este momento digo tonterías. Dígame, ¿es que también usted for-

ma parte de ese círculo? Eso era lo que le quería preguntar.

-No son ni más tontos ni más sensatos que los demás; están chalados, como todo el

mundo.

-¿Es que todo el mundo está chalado?

Me volví hacia él con una curiosidad involuntaria.

-Entre la gente bien, todo el mundo está hoy chalado. Sólo los mediocres y los

incapaces se divierten... Pero ¿de qué sirve todo eso?

Mientras hablaba, miraba al vacío, empezaba frases y las interrumpía. Me chocó sobre

todo observar un cierto aburrimiento en su voz.

-¿Y también Vassine está con ellos? Vassine tiene por su parte una inteligencia, una

idea moral - exclamé yo.

-Hoy día no hay ideas morales. Han desaparecido súbitamente, todas, hasta la última.

Se podría creer que nunca las ha habido.

-¿No las había en otros tiempos?

-Dejemos ese tema - dijo con un cansancio evidente.

Me sentí conmovido por su amarga seriedad. Ruborizándome por mi egoísmo, me puse

a tono con él.

-La época presente - dijo él de una manera espontánea después de unos minutos de

silencio, y mirando siempre al vacío - es la época del justo medio y de la insensibilidad.

Pasión de la ignorancia, pereza, incapacidad de obrar, necesidad de que todo esté hecho.

Nadie reflexiona ya; muy pocos podrían forjarse una idea.

Se volvió a interrumpir y se calló un instante. Yo escuchaba.

-Ahora se está desboscando a Rusia, se agota su suelo, se le transforma en estepa y se le

prepara con vistas a los calmucos. Si un hombre llega esperanzado y planta un árbol, todo

el mundo se echará a reír: «¿Es que piensas que lo verás crecer? » Por otra parte, los que

desean el bien discuten lo que pasará dentro de mil años. La idea estabilizadora ha

desaparecido. Todos estamos como en una posada, dispuestos a salir mañana mismo de

Rusia. Cada cual vive como para desembarazarse...

-Permita usted, Kraft. Usted ha dicho: «se ocupan de lo que pasará dentro de mil años».

Pero, esa desesperación suya... en cuanto al destino de Rusia ... .¿no es una inquietud del

mismo tipo?

-¡Es... es la cuestión más esencial que pueda existir! -. declaró con irritación

levantándose rapidamente -. ¡Ah, sí! ¡Ya se me olvidaba! - dijo completamente de

improviso, con una voz muy distinta, mirándome con embarazo -. Le he hecho venir a

usted por cuestión de negocios, y... ¡Perdóneme, por el  amor a Dios!

Se hubiera dicho que acababa de salír de un sueño. Estaba casi confuso. Cogió una

carte que estaba dentro de un vade colgado sobre la mesa y me la alargó.

-He aquí lo que tenía que entregarle a usted. Es un documento de alguna importancia -

empezó a decir con precaución y con aire de hombre de negocios.

Mucho tiempo después, al reflexionar en aquello, me asombré por aquella facultad que

él tenía (en horas tan graves pare él) de tratar con tanta cordialidad los asuntos de otros,

de referirlos con tanta calma y firmeza.

-Es una carte de ese mismo Stolbieiev cuyo testamento ha dado lugar, después de su

muerte, al proceso de Versilov contra los príncipes Sokolski. Ese proceso se está

juzgando actualmente y terminará sin dude a favor de Versilov. La ley está de su lado.

Ahora bien, en esta carta particular, escrita hace dos años, el testador anuncia él mismo su

voluntad auténtica, o más bien su deseo, y la anuncia más bien en favor de los príncipes

que de Versilov. Por lo menos, los puntos sobre los que se apoyan los príncipes Sokolski

para impugnar el testamento encuentran en esta carta una poderosa confirmación. Los

adversarios de Versilov darían cualquier cosa por este documento, que, por lo demás no

tiene un valor jurídico absoluto. Alexis Nikanorovitch (Andronikov), que se ocupaba del

asunto de Versilov, conservaba esta carta en su casa. Poco antes de su muerte me la

confió con el encargo de «guardarla preciosamente»; quizá temía por sus papeles, viendo

venir la muerte. Yo no tengo por qué juzgar sobre las intenciónes que pudiera tener

Alexis Nikanorovitch en aquellos momentos y confieso que, muerto él, me hallé en una

penosa indecisión: ¿qué hacer con aquel documento? ¿Qué hacer, sobre todo, en

presencia de la vista en cierne? Pero María Ivanovna, en la que Alexis Nikanorovitch

parecía tener mucha confianza, me sacó del apuro: me escribió categóricamente, hace tres

semanas, encargándome que le entregara a usted el documento, lo que, ella cree (es su

expresión) responde a la intención de Andronikov. Helo, pues, aquí, y me siento muy

dichoso al podérselo entregar a usted por fin.

-Escuche - dije yo, intrïgado con una noticia tan inesperada -. ¿Qué voy a hacer ahora

con esta carta? ¿Qué conducta debo seguir?

-Eso depende enteramente de usted.

-Es imposible. No soy libre en absoluto, convenga usted mismo en ello. Versilov

confiaba hasta tal punto en esta herencia... Usted sabe que, sin ella, está perdido. ¡Y de

golpe y portazo aparece un documento semejante!

-No existe más que aquí, en esta habitación.

-¿Es seguro eso? - dije mirándole atentamente.

-Si no encuentra usted por sí mismo la conducta que debe seguir, ¿qué consejo puedo

yo darle?

-Sin embargo, yo no puedo entregárselo al príncipe Sokolski: mataría todas las

esperanzas de Versilov y además ¿qué papel iba a representar yo a sus ojos? El de un trai-

dor... Por otra pane, entregándoselo a Versilov, arrojo a unos inocentes en brazos de la

miseria, y Versilov no dejaría de encontrarse en una situación sin salida: renunciar a la

herencia, o convertirse en un ladrón.

-Exagera usted la importancia de la cosa.

--Dígame otra cosa: ¿este documento tiene un carácter terminante, decisivo?

-No. Apenas soy jurísta. El abogado de la parte contraria encontraría naturalmente el

medio de utilizer el documen. lo y de extraerle todo el provecho que pudiera. Pero Alexis

Nikanorovitch estimaba realmente que esta carta, si llegaba a ser mostrada, no tendría un

gran valor jurídico, y Versilov podría de todos modos ganar su pleito. Es más bien, por

así decirlo, un asunto de conciencia...

-Pero es que eso es lo que importa sobre todo - le interrumpí yo -; ¡por eso justamente

se verá Versilov en una situación sin salida.

-Pero él puede destruir el documento, y entonces, por el contrario, estará prevenido

contra todo peligro.

-¿Tiene usted motivos especiales para juzgarlo así, Kraft? Esto es lo que yo quería

saber; por esto he venido a su casa.

-Creo que cualquier hombre en su lugar obraría de esa manera.

-¿Y usted también, y usted también obraría así?

-Yo no tengo que recibir ninguna herencia, y por eso no sé lo que haría.

--Bueno - dije guardándome la carta en el bolsillo -. Ya esto es una cosa decidida.

Escúcheme, Kraft. María Ivanovna, que, se lo aseguro a usted, me ha descubierto muchas

cosas, me ha dicho que usted, y solamente usted, podría decirme la verdad sobre lo que

ocurrió en Ems hace dieciocho meses entre Versilov y los Akhmakov. Lo he estado

esperando a usted como al sol que me daría luz. Usted no conoce mi situación Kraft. Le

suplico que me diga toda la verdad. Quiero saber qué clase de hombre es, y ahora ¡ahora,

es más necesario que nunca!

-Me extraña que no se lo hay a contado todo la misma María Ivanovna. Ella ha podido

estar informada de todo por el difunto Andronikov, y seguramente se ha enterado y sabe

mucho más que yo.

-El mismo Andronikov se ha visto embrollado en este asunto: eso es to que dice María

Ivanovna. Es un asunto que, a mi entender, nadie llegará a poner en claro. El mismo

diablo se rompería aquí la crisma, Pero yo sé que usted estaba entonces en Ems...

-Yo no estuve presence en todo, pero quiero contarle lo que sé. Aunque ¿podré

satisfacerle así?

 

II

No recogeré textualmente su relato, sino que me limitaré a dar brevemente la substancia

del mistno.

Dieciocho meses antes, Versilov, que, por intermedio del viejo príncipe Sokolski, había

llegado a ser amigo de la casa Akhmakov (estaban todos entonces en el extranjero), había

causado una fuerte impresión primeramente en el mismo Akhmakov en persona, el

general, no muy viejo aún, pero que había perdido en el juego la rica dote de su mujer,

Catalina Nicolaievna, en tres años de matrimonio, y a quien sus excesos le habían

producido ya un ataque. Se había recuperado y había partído para el extranjero: vivía en

Ems a causa de su hïja, fruto de un primer matrimonio. Era una jovencita enferrniza de

unos diecisiete años, delicada del pecho, muy bella, según se dice, y también

extraordinariamente caprichosa. No tenía dote; se contaba, como de costumbre, con el

viejo príncipe. Catalina .Nicolaíevna era, al parecer, una buena madrastra. Pero la joven

se prendó de una manera muy particular de Versilov. Éste predicaba entonces «no sé qué

cosa apasionada», para emplear la expresión de Kraft, no sé qué vida nueva, «estaba

presa de una exaltación religiosa del más alto grado», según la expresión extraña, y quizá

bu.rlona, de Andronikov, que me ha sido transmitida. Llamando la atención, bien pronto

fue detestado por todo el mundo. El general mismo le temía; Kraft no desmiente en

manera alguna el rumor según el cual Versilov habría conseguido implantar en el cerebro

de su marido enfermo la idea de que Catalina Nicolaievna no era indiferente al joven

príncipe Sokolski (que pot aquel entonces había salido de Ems para París). Lo hizo no

directamente, sino, «según su costumbre», por alusiones, insinuaciones y con toda clase

de rodeos, «en to que ha llegado a ser maestro», declaró Kraft. En general, debo decir que

Kraft lo juzgaba, y quería juzgarlo, más bien coma un bribón y un íntrigante, nato que

como un hombre realmente poseído por una idea superior o sencillamente original. Yo

sabía por otra parte, por fuera de Kraft, que Versilov, que había ejercido al principio una

inmensa influencia sobre Catalina Nicolaievna, había llegado poco a poco a romper con

ella. En qué consistía todo aquel juego, no he podido jamás hacérmelo explicar por Kraft,

pero el odio mutuo sobrevenido entre ellos dos, después de su enemistad, me había sido

confirmado por todos los conductos. Se produjo a continuación un hecho singular: la

enfermiza hijastra de Catalina Nicolaievna se enamoró sin duda de Versilov, o bien se

quedó impresionada por algún rasgo de su persona, o bien fue influida por sus discursos,

en resumen no sé nada de eso; pero es cosa sabida que, durante algún tiempo, Versilov

pasaba, casi todos los días, horas y horas junto a aquella muchacha. Finalmente, ella

declaró con toda brusquedad a su padre que quería a Versilov por marido. El hecho es

real, está confirmado por todos, y Kraft, y Andronikov, y María Ivanovna a incluso

Tatiana Pavlovna han hecho alusión a él un día en mi presencia. Se aseguraba también

que Versilov no sólo deseaba aquel matrimonio, sino que incluso insistía, y que el

acuerdo de aquellas dos criaturas heterogéneas, de un hombre viejo y de una niña, fue

mutuo. Pero aquella idea espantaba al padre; a medida que iba aborreciendo a Catalina

Nicolaievna, a la que había amado mucho en otros tiempos, se había puesto a adorar a su

hija, sobre todo después de sufrir su ataque. Pero el adversario más encarnizado de

semejante casamiento fue Catalina Nicolaievna. Hubo una cantidad extraordinaria de

conflictos domésticos, secretos y extremadamente desagradables, de disputas, de enfados;

en una palabra, suciedades de toda índole. El padre por fin comenzó a ceder, al ver la

testarudez de su hija, enamorada de Versilov y «fanatizada» por él (la expresión es de

Kraft). Pero Catalina Nicolaievna continuaba rebelándose, con un odio implacable. Y

aquí es donde comienza el embrollo del que nadie comprende una palabra. He aquí sin

embargo la hipótesis construida por Kraft según ciertos datos, pero no es más que una hi-

pótesis.

Versilov habría conseguido sugerir, a su manera, delicada e irresistible, a la jovencita

que, si Catalina Nicolaievna se negaba a dar su consentimiento, era porque ella misma

estaba enamorada de él y desde hacía largo tiempo se hallaba atormentada por los celos:

lo perseguía, intrigaba, le había hecho ya una declaración, y estaba dispuesta ahora a

quemarlo vivo porque él amaba a otra. En resumen, algo por ese estilo. Lo peor era que

habría «deslizado» una palabrita al padre, al marido de la mujer «infiel», explicando que

lo del príncipe no había sido más que una distracción. Según otras variantes, Catalina

Nicolaievna quería con locura a su hijastra y ahora, calumniada ante ella, estaba

entregada a la desesperación, sin hablar de sus relaciones con su marido enfermo. En fin,

existe aún otra variante en la cual, con gran pena por mi parte, creía rotundamente Kraft,

y en la cual creía yo mismo (porque ya de eso había tenido indicios). Se aseguraba (según

se dice, Andronikov lo había sabido por boca de la misma Catalina Nicolaievna) que

Versilov, por el contrario, ya antes, es decir, antes de que la jovencita hubiese conocido

aquellos sentimientos, había ofrecido su amor a Catalina Nicolaievna; que ésta, que era

su amiga a incluso había sido exaltada por él durante algún tiempo, pero que no lo creía

nunca y lo contradecía siempre, había acogido aquella declaración con un odio extra-

ordinario y lo había abrumado de burlas venenosas. Lo había puesto formalmente de

patitas en la calle, porque el otro le proponía lisa y llanamente hacerla su mujer,

previendo un segundo ataque, inminente, del marido. Así pues, Catalina Nicolaievna

debió de experimentar una aversión particular contra Versilov cuando le vio

seguidamente buscar de una manera tan ostensible la mano de su hijastra. María

Ivanovna, al contarme todo aquello en Moscú, creía en la verdad de una y otra variante,

es decir, todo a la vez: ella aseguraba que todo aquello podía conciliarse, que era la haine

dans l'amour, una especie de orgullo amoroso herido, de una y de otra parte, etcétera; en

una palabra, una especie de embrollo novelesco, indigno de un hombre serio y en

posesión de sus cinco sentidos, y con una mezcla además de infamia. Pero María

Ivanovna estaba repleta de novelas desde su infancia, las leía noche y día, a pesar de tener

un carácter excelente. Lo que se desprendía de aquello, era la evidente ignominia de

Versilov, la mentira y la intriga, algo negro y repugnante, tanto más cuanto que el final

fue trágico: la pobre jovencita, inflamada de amor, se envenenó, se dice, con cerillas de

fósforos; por lo demás, aún no sé hoy día si este último rumor es exacto; de todas

maneras, se trató de ahogarlo por todos los medios. La joven no estuvo enferma más de

quince días y murió. De ese modo la historia de las cerillas quedó dudosa, pero Kraft

creía en ella firmemente. A continuación, muy rápidamente, murió el padre de la joven,

se dice que de pena, pena que le produjo un segundo ataque, pero, sin embargo, no antes

de tres meses. Pero, después del entierro de la muchacha, el joven príncipe Sokolski,

vuelto de París a Ems, abofeteó públicamente a Versilov en pleno jardín, y el otro no

respondió con un desafío; al contrario, al día siguiente se mostró en el paseo como si

nada hubiera pasado. Fue entonces cuando todo el mundo le volvió la espalda, también en

Petersburgo; Versilov conservaba no obstante algunos conocimientos, pero en un

ambiente completamente distinto. Sus amigos del gran mundo se hicieron todos sus

acusadores, aunque muy pocos conociesen todos los detalles; no se sabía más que la

historia de la muerte novelesca de la jovencita y lo de la bofetada. Únicamente dos o tres

individuos poseían datos tan completos como era posible tener; el que más sabía de

aquello fue el difunto Andronikov, que desde hacía mucho tiempo estaba ya en relaciones

de negocios con los Akhmakov y en particular con Catalina Nicolaievna a causa de un

determinado asunto. Pero guardó el secreto incluso en el seno de su propia familia; no se

había franqueado un poco más que a Kraft y a María Ivanovna, y eso por necesidad.

-Lo esencial - concluyó Kraft - es que existe un documento al que la señora

Akhmakova teme espantosamente.

Y he aquí lo que él me comunicó a este respecto.

Catalina Nicolaievna había cometido la imprudencia, en el momento en que el viejo

príncipe su padre se reponía en el extranjero de su ataque, de escribir a Andronikov, con

gran secreto (Catalina Nicolaievna tenía en él una completa confianza), una carta

extremadamente comprometedora. En aquellos momentos, el príncipe convaleciente

había manifestado, según se dice, una cierta inclinación a derrochar su dinero, casi a

tirarlo por la ventana: se había puesto a comprar en el extranjero objetos perfectamente

inútiles, pero costosos, cuadros, jarrones; a hacer regalos y donativos, en grandes canti-

dades, incluso a diversos establecimientos del país; había estado a punto de comprarle a

un noble ruso arruinado, a muy alto precio y sin hacer ninguna visita, una hacienda

devastada y cargada de pleitos, y, en fin, pensaba realmente en el matrimonio. Pues bien,

por todas aquellas razones, Catalina Nicolaievna, que no se habia apartado un paso de su

padre durante su enfermedad, le plánteó a Andronikov, en su calidad de jurista y de

«viejo amigo», esta pregunta: «¿Sería posible, conforme a la ley, poner al príncipe bajo

tutela o someterlo a consejo judicial; o sea, cuál es el mejor medio para conseguir eso sin

escándalo, para que nadie encuentre motivos para hacer comentarios, para no herir

tampoco los sentimientos del padre?», etc., etc. Se dice que Andronikov la llamó al orden

y la disuadió de semejante empeño; más tarde, cuando el. príncipe estuvo completamente

curado, no hubo ya ocasión de volver sobre lo mismo; pero la carta se quedó en casa de

Andronikov. Ahora bien, Andronikov muere; Catalina Nicolaievna se acuerda en seguida

de su carta: si algún día la descubrieran entre los papeles del difunto y cayese en manos

del viejo príncipe, seguramente éste la expulsaría para siempre, la desheredaría y no le

daría ya un solo copec en vida. La idea de que su propia hija no creía en su razón a

incluso quería hacerlo declarar loco haría de aquel cordero una verdadera fiera. Ahora

bien, en su viudedad, ella se había quedado, gracias al jugador de su marido, sin la menor

fortuna y no contaba más que con su padre; tenía la firme esperanza de obtener de él una

nueva dote, tan generosa como la primera.

De la suerte que hubiese corrido aquella carta, Kraft sabía muy poco. Había notado sin

embargo que Andronikov «no rompía nunca los papeles que podían servir» y que además

tenía el espíritu amplio, pero la conciencia muy «amplïa» también. (Me asombré entonces

de aquella extraordinaria independencia de Kraft, que quería y respetaba mucho a

Andronikov.) Pero Kraft tenía sin embargo la convicción de que el documento

comprometedor había debido de caer entre las manos de Versilov, dada su intimidad con

la viuda y con las hijas de Andronikov: se sabía ya que ellas habían puesto a su disposi-

ción a inmediatamente todos los papeles del difunto. Kraft sabía además que Catalina

Nicolaievna no ignoraba que la carta estaba en poder de Versílov y que esto era lo que

ella temía, pensando que aquél iría inmediatamente a mostrársela al viejo príncipe; sabía

también que cuando ella regresó del extranjero, había buscado la carta en Petersburgo,

había estado en casa de los Andronikov, y continuaba aún buscándola, puesto que

conservaba, a pesar de todo, la esperanza de que no estuviese en poder de Versilov; en

fin, que había hecho el viaje desde Moscú únicamente con esta intención y le había

suplicado a María Ivanóvna que hiciese una rebusca entre los papeles que se habían

quedado en casa de esta última. En cuanto a la existencia de María Ivanovna y sus rela-

ciones con el difunto Andronikov, ella se había enterado a última hora, una vez de vuelta

en Petersburgo.

-¿Y cree usted que ella no ha encontrado nada en casa de María Ivanovna? - pregunté

yo, teniendo mi idea.

-Si María Ivanovna no le ha revelado nada a usted, ni siquiera a usted, es quizá porque

no tiene nada.

-Entonces, ¿cree usted que el documento está en poder de Versilov?

-Es lo más verosímil. Por lo demás, no estoy enterado de nada, todo es posible - declaró

éi con un cansancio evidente.

Dejé de interrogarle. ¿Para qué seguir? Todo lo esencial estaba aclarado, a pesar de

aquel abominable embrollo. Todo lo que yo temía se confirmaba.

-Todo esto me hace el efecto de un sueño o de un delirio - dije con una pena profunda,

agarrando mi sombrero.

-¿Quiere usted mucho a ese hombre? - preguntó Kraft, con una simpatía grande y

manifiesta, que leí en aquel momento en su rostro.

-Ha pasado lo que me imaginaba -- dije -: que no me enteraría de todo en casa de usted.

Me queda una esperanza, con Akhmakova. Contaba con ella. Tal vez vaya a verla. Tal

vez no.

Kraft me miró, un poco perplejo.

-¡Adiós, Kraft! ¿Para qué aferrarse a la gente que no quiere saber nada de uno? ¿No

vale más romper de una vez?

-¿Y después? - preguntó con aire sombrío y mirando al suelo.

-¡Entrar dentro de uno, dentro de uno! ¡Romper con todo y entrar dentro de sí mismo!

-¿Irse a América? (26).

-¡A América! ¡Dentro de sí, sólo dentro de sí mismo! ¡He ahí en lo que consiste toda

«mi idea», Kraft! - dije con excitación.

Me miró con curiosidad.

-¿Y tiene usted un sitio de ésos: un «dentro de sí»?

-Sí. Hasta la vista, Kraft. Le doy las gracias y lamento haberle importunado. En su

lugar, con una Rusia semejante a la cabeza, yo enviaría a todo el mundo al diablo;

marchaos, intrigad, comeos los unos a los otros; ¿qué me importa a mí eso?

-Quédese todavía un momento - dijo él de pronto, después de haberme acompañado ya

a la puerta.

Ligeramente asombrado, volví y me senté de nuevo. Kraft se sentó enfrente.

Cambiamos algunas sonrisas: vuelvo a ver todo aquello como si estuviese a11í. Recuerdo

que me sentía un poco sorprendido.

-Lo que me agrada de usted, Kraft, es su cortesía -dije de repente.

-¿Es posible?

-Es que yo raramente consign ser cortés, por más que me esfuerce... Por otra parte,

quizá sea preferible ofender a la gente: por lo menos se libra uno así de la desgracia de

amarla.

-¿Qué hora del día es la que prefiere usted más? - preguntó él, evidentemente ya sin

escucharme.

-¿Qué hora? No sé. No me gusta la puesta de sol.

-¿De verdad? - preguntó con una curiosidad extraña.

E inmediatamente volvió a caer en su ensimismamiento.

-¿Vuelve usted a marcharse a alguna parte?

-Sí... me voy...

-¿Pronto?

-Pronto.

-¿Es que, para ir hasta Vilna, hay necesidad de tener un revólver? - pregunté yo sin e1

menor mal pensamiento, incluso sin pensamiento alguno.

La pregunta se me había ocurrido porque había visto un revólver y no sabía qué decir.

Se volvió y miró fijamente el revólver.

No, no tiene importancia, es una mera costumbre.

--Si yo tuviese un revólver, lo guardaría bajo llave en algún sitio. Mire usted, es algo

terriblemente tentador. No creo en las epidemias de suicidios; pero cuando se tiene

siempre un objeto así al alcance de la vista, hay instantes en que está uno tentado.

--¡No diga usted eso! - exclamó él, levantándose bruscamente.

-No me refiero a mí - añadí yo, levantándome también -. Yo nunca haría uso de una

cosa de ésas. Que me den tres vidas, si quieren. Ni aun así tendría bastante.

-¡Que viva usted mucho tiempo!

Aquellas palabras parecieron escapársele.

Sonrió con aire distraído y de una manera rara se dirigió derechamente hacía el

recibidor, como para guiarme hasta la salida, sin darse cuenta a punto fijo de lo que hacía.

-Le deseo toda clase de felicidades, Kraft - dije poniendo el pie en el rellano.

-Eso está por ver - respondió con firmeza,.

-Hasta la vista.

-También eso está por ver.

Me acuerdo de la última mirada que lanzó.

 

III

Así, pues, he aquí el hombre por el que mi corazón ha latido tantos años. ¿Y qué

esperaba yo de Kraft, qué revelaciones?

A1 salir de casa de Kraft, sentí un hambre terrible. Caía la tarde, y yo no había comido.

Desemboqué en seguida en la Gran Perspectiva de Petersburgskaia storona y entré en un

pequeño traktir (27) con intención de gastar veinte copeques, y en ningún caso más de

veinticinco; por nada del mundo me habría permitido un gasto mayor en aquellos

momentos. Pedí una sopa y, me acuerdo muy bien, después de habérmela tragado, miré

por la ventana. En el interior había mucha gente; un olor de grasa quemada, de servilletas

de posada y de tabaco. Era algo infecto. Por encima de mi cabeza, un ruiseñor mudo,

sombrío y pensativo, golpeaba con el pico en el fondo de su jaula. En la sala de billar

hacían un gran ruido, pero yo me quedé en mi silla reflexionando. La puesta de sol (¿por

qué Kraft se había sorprendido tanto al enterarse de que no me gustaban las puestas de

sol?) me procuró sensaciones nuevas a inesperadas, completamente fuera de lugar. Yo

entreveía siempre la dulce mirada de mi madre, sus hermosos ojos, que, desde hacía un

mes, se posaban en mi tan tímidamente. En aquellos últimos tiempos yo me portaba en

casa muy groseramente, sobre todo con ella; a quien le guardaba rencor era a Versilov,

pero no atreviéndome a decirle groserías, según mi costumbre innoble, era a ella a la que

me dedicaba a atormentar. Hasta me tenía miedo: a menudo me miraba con ojos

suplicantes cuando entraba Andrés Petrovitch temiendo alguna intemperancia por mi

parte... Cosa rara, fue entonces, en el traktir, cuando me di cuenta por primera vez de que

Versilov me hablaba de tú, y ella de usted. Ya me había asombrado antes de eso, y no

precisamente a favor de ella, pero aquí me dabá cuenta de una manera especial, a ideas

raras, unas tras otras, atravesaban mi cerebro. Me quedé mucho tiempo inmóvil, hasta

que el crepusculo imperó por completo. Pensaba también en mi hermana...

¡Instante fatal! Hace falta decidirse a toda costa. ¿Es que soy incapaz de tomar una

decisión? ¿Qué hay de difícil en una ruptura, sobre todo cuando los demás no quieren

saber nada de mí? ¿Mi madre y mi hermana? Pero a ellas yo no las abandonaré en ningún

caso, pase lo que pase.

Es verdad, la aparición de aquel hombre en mi existencia, por espacio de un relámpago,

en mi primera infancia, ha sido el choque fatal que ha hecho tambalear mi conciencia. Si

no me lo hubiese encontrado entonces, mi espíritu, mi manera de pensar, mi destino

habrían sido seguramente distintos, a pesar del carácter que me estaba reservado por la

suerte y que yo no habría podido evitar.

Ahora bien, resulta que este hombre no es más que un sueño, un. sueño de mis años de

infancia. Soy yo quien me lo he imaginado de esta manera: en realidad él es muy

diferente, está muy por debajo de mi fantasía. A quien yo he venido a buscar es a un

hombre honrado, y no a éste. Pero ¿por qué me he prendado de él, de una vez para

siempre, en aquel corto instante en que le vi en tiempos, siendo todavía un niño? Este

«para siempre» debe desaparecer. Un día, si se presenta la ocasión, referiré cómo fue

aquel primer encuentro: es una mera anécdota de la que no se puede extraer consecuencia

alguna. Pero en mí toda una pirámide ha salido de aquel momento. He empezado esa

pirámide bajo mi manta de niño, en el momento en que, antes de dormirme, podía llorar y

pensar. ¿En qué? Yo mismo lo ignoro. ¿En el abandono en que se me tenía?, ¿en los

tormentos que se me hacía sufrir? Pero no se me había atormentado apenas: escasamente

dos años, en la pensión Tuchard, donde él me había metido antes de marcharse para

siempre. A continuación, nadie me atormentó ya; al contrario, era yo quien miraba de

arriba abajo a mis camaradas. Por lo demás, no puedo aguantar a esos huérfanos que

gimotean sobre su suerte. No hay espectáculo más repulsivo que el de esos huérfanós,

esos bastardos, todos esos desechos de la sociedad y, en general, toda esa canalla por la

que no siento la menor lástima, que, de golpe y porrazo, se yergue solemnemente delante

del público y se pone a clamar lastimeramente, pero también para recitar su lección:

«¡Mirad cómo nos han tratado! » ¡Ya les daría yo de latigazos a semejantes huérfanos!

No hay ni siquiera uno en esa turba vil, que comprenda que es diez veces más noble

callarse, en lugar de gimotear y juzgarse digno de lástima. Si tú mismo lo juzgas digno de

lástima, hijo del amor, no tienes más que lo que mereces. Eso es lo que pienso por mi

parte.

Pero lo que resulta curioso, no son los sueños que yo acariciaba en otros tiempos, «bajo

mi manta», sino el hecho de que he venido aquí por él, siempre por este hombre imagi-

nario, olvidando casi mis objetivos esenciales. He venido a ayudarle a vencer la

calumnia, a aplastar a sus enemigos. El documento del que hablaba Kraft, la carta de

aquella mujer a Andronikov, carta que ella teme tanto, que puede destrozar su felicidad y

sumirla en la miseria, y que ella cree que se encuentra entre las manos de Versilov, esa

carta no estaba en poder de Versilov, sino en el mío, cosida en mi bolsillo lateral. Yo

mismo la había cosido allí. Sí; no lo sabía nadie en el mundo. Si la novelesca María

Ivanovna, que tuvo el documento «en custodia», había juzgado necesario entregármelo a

mí, y no a otra persona, eso era un efecto de sus ideas y de su voluntad, y yo no tengo por

qué explicarlo; quizás un día tendré ocasión de referirlo; pero, armado así de improviso,

yo no podía menos de experimentar el deseo de venir a Petersburgo. Naturalmente,

contaba con ayudar a este hombre en secreto, sin ponerme en evidencia y sin

apasionarme, sin esperar de su parte ni alabanzas ni abrazos. ¡Y jamás, jamás, me habría

juxgado digno de dirigirle un reproche! ¿Era culpa suya que yo me hubiese prendado de

él y que me hubiese forjado con él un ideal fantástico? ¡Quizá ni siquiera le quería! Su

espíritu original, su carácter curioso, sus intrigas y sus aventuras, la presencia cerca de él

de mi madre, todo eso, al parecer, no podía ya detenerme; bastante era que mi muñeca

fantástica se hubiese roto y que yo fuese tal vez incapaz de quererle en lo sucesivo.

Entonces, ¿qué era lo que me detenia aún, qué era lo que me sujetaba? He ahí la cuestión.

Al fin y a la postre, el tonto lo era yo y nadie más.

Pero, porque exijo la franqueza de los demás, seré franco conmigo mismo: debo

confesarlo, el documento cosido en mi bolsillo no despertaba en mí solamente un deseo

apasionado de correr en socorro de Versilov. Ahora está demasiado claro para mí, aunque

entonces me ruborizase ante aquella idea. Yo entreveía a una mujer, a una orgullosa

criatura del gran mundo, con la que me encontraría cara a cara; ella me despreciaría, se

reiría de mí como de un ratón, sin sospechar siquiera que soy el dueño de su destino. Esa

idea me embriagaba ya en Moscú, y más aún en el tren, en el momento en que me dirigía

aquí; ya lo he confesado más arriba. Sí, yo detestaba a esa mujer, pero la quería ya como

víctima que iba a ser mía, y todo aquello era verdad, todo aquello era real. Pero era una

puerilidad como nunca hubiese creído ni siquiera de una criatura como yo. Describo mis

sentimientos de entonces, es decir, lo que me pasaba por la cabeza en el momento en que

estaba sentado en el traktir debajo del ruiseñor, en el momento en que decidí romper con

ellos, aquella misma noche, irrevocablemente. La idea de mi reciente encuentro con

aquella mujer hizo subir de pronto a mi rostro el arrebol de la vergüenza. ¡Vergonzoso

encuentro! ¡Vergonzosa y estúpida impresión, y que sobre todo demostraba, de la mejor

manera posible, mi ineptitud para la acción! Demostraba solamente, pensaba yo entonces,

que yo era incapaz de resistir ni siquiera a los cebos más estúpidos, siendo así que

acababa de declararle a Kraft que yo tenía, en algún lugar al sol, mi obra propia, y que, si

me diesen tres vidas, sería aún demasiado poco para mí. Yo había dicho aquello

orgullosamente. Que hubiese abandonado mi idea para inmiscuirme en los asuntos de

Versilov, era todavía perdonable; pero lanzarme a un lado y a otro, como una liebre

deslumbrada, y mezclarme en toda clase de estupideces. era evidentemente una pura

imbecilidad de mi parte. ¿Qué necesidad tenía yo de haber ido a casa de Dergatchev a

exponer mis tonterías, cuando estaba convencido desde hacía mucho tiempo de que yo

era incapaz de contar nada con ilación y buen sentido y que mi mayor interés estaba en

callarme? Y un Vassine me daba una lección con el pretexto de que yo tenía aún «

cincuenta años de vida por delante, y que por consiguiente no tenía por qué inquietarme».

Magnífica objeción, lo reconozco, objeción que hace honor a su inteligencia indiscutible;

magnífica, porque es la más sencilla, y las cosas sencillas no se comprenden nunca más

que al final, cuando se han tanteado todas las complicaciones y todas las tonterías; pero

esa objeción ya la sabía yo sin necesidad de Vassine; esa idea ya la había experimentado

hacía más de tres años; hay más, en parte era «mi idea». He aquí lo que me decía

entonces a mí mismo en el traktir.

Me sentía muy a disgusto cuando, cansado de andar y de pensar, llegué por la noche,

después de las siete, al Semenovski polk. La oscuridad era completa; el tiempo había

cambiado; estaba ahora seco, pero se había levantado un viento desagradable, el viento de

Petersburgo, cruel y penetrante; lo tenía a la espalda, y hacía girar alrededor la arena y el

polvo. ¡Cuántas caras rudas, entre la gente humilde que se apresuraba a entrar en su

rincón, de vuelta del trabajo o de la oficina! Cada cual llevaba grabado en su rostro su

duro cuidado, ¡y ni siquiera una sola idea común que uniese a toda aquella

muchedumbre! Kraft tiene razón: cada uno tira por su sitio. Me encontré con un niño, tan

pequeño, que se asombraba uno de verlo solo en la calle a semejante hora; debía de

haberse perdido; una buena mujer se detuvo un momento para interrogarlo, pero, no

comprendiendo nada, hizo ademán de que ella nada podía hacer y continuó su camino

abandonándolo solo en la oscuridad. Me acerqué, pero tuvo miedo de mí y huyó. Al 

llegar a casa, decidí no ir a visitar nunca a Vassine. Mientras subía la escalera, me sentí

invadido pot unas ganas locas de encontrar a mi familia sola en casa, sin Versilov, para

tener tiempo de decir antes de su llegada algunas palabras amables a mi madre o a mi

querida hermana, a la cual, por así decirlo, no le había dirigido en todo aquel mes una

sola palabra afectuosa. Eso pasó: él no estaba en casa...

 

IV

A propósito de esto: al introducir en mis «memorias» a este «nuevo personaje» (quiero

decir a Versilov), debo dar brevemente algunos datos sobre la carrera de su vida, datos

que. por lo demás, no significan nada. Lo hago para que el lector me comprenda mejor, y

porque no veo en qué sitio podría situar lógicarriente estos datos en el curso de la na-

rración.

Había estado en la Universidad, pero había entrado en seguida en la guardia, en un

regimiento de caballería. Se casó con una Fanariotova y pidió el retiro. Hizo varios viajes

al extranjero. En los intervalos, vivía en Moscú, entregado a los placeres mundanos.

Después de la muerte de su mujer, se retiró al campo; a11í es donde se sitúa el episodio

de mi madre. Seguidamente, residió largo tiempo en alguna parte del Mediodía. Cuando

estalló la guerra con Europa, volvió a entrar en servicio, pero no fue enviado a Crimea y

no participó en ningún combate. Acabada la guerra, cogió su retiro, viajó por el

extranjero, a incluso con mi madre, a la cual abandonó en Koenigsberg. La infeliz me ha

contado varias veces, con una especie de espanto y agachando la cabeza, cómo tuvo que

pasar seis meses absolutamente sola, con su hijita, sin saber el idioma del país, como en

pleno bosque, y, al final, sin dinero. Entonces vino a buscarla Tatiana Pavlovna y se la

llevó consigo a algún lugar en la provincia de Nijni. A continuación Versilov formó parte

de la primera hornada de los «mediadores de paz» (28) y, según se dice, desempeñó sus

funciones a maravilla. Pero las abandonó pronto y se ocupó, en Petersburgo, de distintos

asuntos civiles privados. Andronikov estimó siempre en mucho su competencia. Lo

respetaba enormemente, agregando tan sólo que no comprendía su carácter. Luego

Versilov abandonó también aquella ocupación y volvió a marcharse al extranjero, esta

vez por mucho tiempo, por varios años. Tras de lo cual se iniciaron sus relaciones muy

estrechas con el viejo príncipe Sokolski. Durante todo aquel tiempo, la situación de su

fortuna cambió radicalmente dos o tres veces: ora caía en la miseria, ora se enriquecía de

nuevo y volvía a salir a flote.

Por lo demás, hoy, al llegar a esta parte de mis memorias, me resuelvo a hablar de «mi

idea». Por primera vez, voy a describirla, comenzando por su nacimiento. Me decido, por

así decirlo, a descubrírsela al lector, y también para dar más claridad a la continuación de

mi relato. No es el lector solamente, sino que también yo mismo, el autor, empiezo a me-

terme en dificultades al tratar de explicar mi conducta sin explicar antes lo que me ha

guiado y lo que me ha impulsado. Con esta «figura de preterición», heme aquí caído de

nuevo, por mi torpeza, en los «artificios» de novelista de los que me he burlado más

arriba. A1 entrar en mi novela de Petersburgo, con todas sus aventuras vergonzosas para

mí, encuentro este prefacio indispensable. No son los «artificios» los que me han hecho

guardar silencio hasta aquí, sino la naturaleza de las cosas, es decir, la dificultad del

relato. Incluso hoy día, después de todo lo que ha pasado, experimento una dificultad

insuperable en referir esta «idea». Además, evidentemente debo exponerla en la forma

que la misma tenía entonces, tal como estaba formada y concebida por mí en aquella

época, y no tal como es ahora, to que implica una nueva dificultad. Hay ciertas cosas que

resultan casi imposibles de contar. Precisamente las ideas más simples y más claras son

las menos a propósito para ser comprendidas. Si, antes de descubrir América, Colón

hubiese querido contar su idea a otros, estoy convencido de que se habría estado mucho

tiempo sin comprenderle. En realidad, no se le comprendía. Hablando así, no pretendo en

manera alguna equipararme con Colón, y si alguien extrae esta consecuencia, él es, ni

más ni menos, quien debe avergonzarse.

 

CAPÍTULO V

Mi idea es ser Rothschild. Invito al lector a que tenga calma y seriedad.

Lo repito: mi idea es ser Rothschild, ser tan rico como Rothschild; no simplemente rico,

sino precisamente como Rothschild. Con qué intención, por qué motivo, qué fines voy

persiguiendo, son cosas de las que se tratará más tarde. De momento, demostraré

solamente que la consecución de mi objetivo está garantizada matemáticamente.

La cosa es de una sencillez infinita; todo el secreto consiste en dos palabras: terquedad

y continuidad.

-Ya sabemos eso - se me dirá -; no es novedad ninguna. En Alemania, cada «Vater» se

lo repite a sus hijos. Y sin embargo su Rothschild de usted (el difunto James Rothschild,

de París, al que me refiero) ha sido siempre único, mientras que hay millones de «Vater».

Responderé:

-Ustedes aseguran que ya lo saben. Pues bien, no saben absolutamente nada. Existe un

punto sin embargo en el que ustedes tienen razón: si he dicho que es una cosa «infinita-

mente simple», me he olvidado de añadir que es también la más difícil. Todas las

religiones y todas las morales del mundo se reducen a esto: «Hay que amar la virtud y

huir del vicio.» ¿Cómo, parece que haya nada más sencillo? ¡Pues bien, haced algo

virtuoso, huid de uno solo cualquiera de vuestros vicios, ensayadlo un poco! Todo

consiste en eso.

He aquí por qué vuestros innumerables «Vater», durante una infinidad de siglos,

pueden repetir esas dos palabras asombrosas en las que estriba todo el secreto, mientras

que sin embargo Rothschild sigue siendo único. Por tanto, no se trata de éso en absoluto,

y los «Vater» no repiten en modo alguno el pensamiento que sería necesario.

En cuanto a la terquedad y a la continuidad, sin duda alguna, también ellos han oído

hablar de eso; pero, para llegar a mi objetivo, no es la terquedad de los «Vater» ni la

continuidad de los « Vater» la que hace falta.

Esta sola palabra de «Vater» - y no hablo solamente de los alemanes -, el hecho de que

se tenga familia, de que se viva como todo el mundo, de que se tengan los mismos gastos

que los demás, las mismas obligaciones, todo eso os impide llegar a ser Rothschild y os

obliga a seguir siendo un hombre moderado. Por mi parte, comprendo demasiado bien

que una vez llegado a ser Rothschild o incluso solamente deseando llegar a serlo, no a la

manera de los «Vater», sino seriamente, en el mismo momento salgo fuera de la

sociedad.

Hace algunos años leí en los periódicos que había muerto en un vapor del Volga un

mendigo vestido de harapos, que pedía limosna y que era conocido por todo el mundo en

la comarca entera. Después de su muerte, se le encontraron cosidos en sus andrajos tres

mil rublos en billetes de Banco. Estos días he leído una nueva historia de mendigos: un

noble, ya anciano, que iba de posada en posada tendiendo la mano. Lo han detenido y le

han encontrado encima cinco mil rublos. De ahí se extraen dos conclusiones: la primera,

que la terquedad en la acumulación, aunque se trate de céntimos, da a la larga resultados

inmensos (el tiempo no tiene nada que ver con el asunto); la segunda, que la forma más

fácil de enriquecimiento, con tal que sea continua, tiene el éxito asegurado

matemáticamente.

Existen quizá numerosos hombres honorables, inteligentes y modestos que no tienen

(por más que se empeñen) ni tres mil, ni cinco mil rublos, y que sin embargo desearían

terriblemente tenerlos. ¿Por qué pasa eso? La respuesta es clara: porque ni siquiera uno

solo entre todos ellos, a pesar de todo su deseo, quiere hasta el punto, si no hay otro

medio, de hacerse incluso mendigo; ninguno es lo bastante terco como para, una vez

hecho mendigo, no gastar las primeras monedas recibïdas en procurarse un pedazo más

para él mismo o para su familia. Ahora bien, con este procedimiento de acumulación,

quiero decir, con la mendicidad, hace falta alimentarse, para acumular sumas semejantes,

con pan y con sal y nada más; por lo menos así es como yo comprendo la cosa. Desde

luego, eso es to que hacían los dos mendigos mencionados más arriba; comían pan seco y

dormïan al aire libre. Es muy cierto que no tenían la intención de llegar a ser Rothschild:

no eran más que tipos a to Harpagon o Pliuchkine (29) en el estado puro, y nada más;

pero la acumulación consciente, bajo una forma completamente distinta, con la intención

de llegar a ser Rothschild, no exigirá menos deseo y fuerza de voluntad que los que han

tenido estos dos mendigos. Ningún «Vater» tendrá esa fuerza. En este mundo, las fuerzas

son muy variadas, las fuerzas de voluntad y de deseo sobre todo. Hay la temperatura de

ebullición del agua y hay la temperatura en la que el fuego se pone al rojo.

Es un verdadero monasterio, son verdaderas hazañas de santos. Es un sentimiento, y no

una idea. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Es moral, no es una monstruosidad llevar harapos y co-

mer pan negro toda la vida, cuando se lleva consigo una fortuna semejante? Estas

cuestiones llegarán más tarde; de momento se trata solamente de la posibiiidad de

alcanzar la meta.

Cuando concebí «mi idea» (precisamente no consiste más que en el caldeamiento al

rojo), quise ponerme a prueba: ¿estaba yo hecho para el monasterio y para la santidad? A

este efecto, durante todo el primer mes no comí más que pan y agua. No me hacían falta

más que dos libras y media de pan negro por día. Para conseguir aquello, tuve que

engañar al astuto Nicolás Semenovitch y a María Ivanovna, que me quería mucho. Insistí,

con gran pena de ella y no sin intrigar al muy delicado Nicolás Semenovitch, para que se

me trajese la comida a la habitación. Allí, la destruía pura y simplemente. Tiraba la sopa

por la ventana, sobre las ortigas o en cualquier otra parte; la carne, o bien se la arrojaba al

perro por la ventana, o bien, envuelta en papel, me la metía en el bolsillo y me la llevaba

afuera, y con el resto por el estilo.

Como me daban mucho menos de dos libras y media de pan, yo me lo compraba en

secreto. Resistí muy bien aquel mes, quizá solamente me estropeé un poco el estómago;

pero durante el mes siguiente añadí al pan un poco de sopa, y por la mañana y por la

noche un vaso de té. Y puedo aseguraros que pasé así un año con perfecta salud y

resistencia, y moralmente sumido en un estado de encantamiento y en una perpetua

exaltación secreta. Lejos de echar de menos mis platos, nadaba en entusiasmo.

Terminado el año, convencido de que me hallaba en condiciones de soportar cualquier

clase de ayuno, volví a comer como todo el mundo, a hice mis comidas con ellos. No

contento con esta prueba, hice una segunda: para mis gastillos menudos tenía derecho,

además de la pension pagada a Nicolás Semenovitch, a cinco rublos por mes. Resolví no

gastar más de la mitad. Fue una prueba muy difícil, pero al cabo de poco más de dos

años, al llegar a Petersburgo, llevaba en el bolsillo, aparte de otro dinero, setenta rublos

producidos únicamente pot esas economías. El resultado de esas dos experiencias fue

para mí colosal: comprobé positivamente que era capaz de querer lo bastante para llegar

a mi objetivo, y es en esto, lo repito, en lo que constste «mi idea»; el resto no es más que

futilidad.

 

II

Sin embargo, veamos también esas futilidades.

He descrito mis dos experiencias. En Petersburgo, como ya se sabe, hice una tercera:

me dirigí a una subasta pública y, de un solo golpe, obtuve una ganancia de siete rublos

noventa y cinco copeques. Naturalmente no era una verdadera experiencia, sino una

especie de juego, de recreo: había tenido la fantasia de robarle al porvenir un minutito y

ver cómo me comportaría y obraría. De una manera general, desde el principio, en

Moscú, había aplazado la verdadera puesta en marcha hasta el momento en que me viese

enteramente fibre; comprendía demasiado bien que me hacía falta primeramente, por

ejemplo, terminar con el Instituto (como se sabe, a la Universidad ya la había

sacrificado). Indudablemente, yo partía para Petersburgo presa de una cólera secreta:

recién salido del Instituto y fibre por primera vez, había visto de pronto que los asuntos

de Versilov iban a distraerme nuevamente de mi empress hasta una fecha desconocida.

Aunque con cólera, yo partía absolutamente tranquilo hacia mi meta.

Sin duda yo ignoraba la práctica; pero había reflexionado sobre esos tres años seguidos

y no podia albergar duda alguna. Me había figurado mil veces la manera como

procedería: me encuentro de golpe y porrazo, como caído de las nubes, en una de

nuestras dos capitales (había elegido para el estreno las capitales, y, en particular, a

Petersburgo, a la cual le daba la preferencia con motivo de un determinado cálculo) y, así

bajado de mis nubes, pero enteramente libre, no dependo de nadie, tengo salud y cien

rublos escondidos en el bolsillo como primer fondo de inversion. Con menos de cien

rublos, imposible empezar, porque eso habría sido retrasar durante demasiado tiempo

incluso el primerísimo período de éxito. Además de estos cien rublos, tengo, como se

sabe, el valor, la terquedad, la continuidad, el aislamiento perfecto y el secreto. El

aislamiento sobre todo: he detestado terriblemente hasta el último instante las relaciones

y las asociaciones con la gente; de una manera general, estaba decidido a emprender «mi

idea» absolutamente solo, condition sine qua non. La gente es para mí una carga; yo

habría tenido el espíritu turbado, y esa turbación habría perjudicado el objetivo. Por otra

parte, hasta el día de hoy, durante toda mi vida, en todos mis sueños sobre mis relaciones

futuras, con los hombres, siempre he salido del paso muy inteligentemente; apenas

metido en faena, siempre muy estúpidamente. Lo reconozco con indignation y sinceridad,

me he traicionado siempre por mis discursos, siempre demasiado apresurado, y por eso

he resuelto suprimir a los hombres. Beneficio: independencia, tranquilidad de espíritu,

claridad de la meta.

A pesar de los precios espantosos de Petersburgo, decidí de una vez para siempre que

no gastaría más de quince copeques en mi alimentation, y sabía que cumpliría esta

palabra. Había examinado largamente y con detalles este problems de la alimentation;

resolví por ejemplo comer a veces dos días seguidos pan con sal, gastando en el tercero

las economías así realizadas; me parecía que esto sería más ventajoso para mi salud que

un desayuno igual y perpetuo con un mínimo de quince copeques. Seguidamente, para

alojarme, me hacía falta un rincón, literalmente un rincón, únicamente donde pasar la

noche o abrigarme en los días de muy mal tiempo. Resolví vivir en la calle y estaba

dispuesto, en caso de necesidad, a dormir en los asilos nocturnos en los que se da, además

del techo, un trozo de pan y un vaso de té. ¡Oh!, ya sabré yo esconder mi dinero para que

no me roben, en mi rincón o en el asilo; nadie adivinará siquiera que lo tengo, os to

garantizo.

«¿Robarme a mí, cuando me guardo de robar a los demás?»: he oído una vez esta frase

burlona en la calle, en boca de un compadre astuta. Naturalmente, lo único que retengo de

la frase es la prudencia y la astucia; no tengo la menor intención de robar. Hay más, ya en

Moscú, y quizá desde el primer día de mi «idea», decidí que no sería ni prestamista, ni

usurero: para eso están los judíos y aquellos rusos que no tienen ni inteligencia ni

carácter. El préstamo y la usura son creaciones de la mediocridad.

En cuanto a la ropa, resolví tener dos trajes: uno para todos los días y otro presentable.

Una vez adquiridos, yo estaba seguro de llevarlos mucho tiempo; me había pasado dos

años y medio aprendiendo a llevar mis trajes a incluso había descubierto este secreto:

para que un traje esté siempre nuevo y no se estropee, hay que cepillarlo lo más

frecuentemente posible, cinco y seis veces por día. La tela no tiene nada que temer del

cepillo, lo digo a ciencia cierta; sus enemigos son el polvo y la suciedad. El polvo, sí se

mira al microscopio, es un conjunto de pequeños guijarros, mientras que el cepillo, por

duro que sea, no se diferencia mucho de la lana. Aprendí igualmente cuál era la forma

mejor de llevar las botas; he aquí el secreto: hay que posar el pie con precaución, toda la

suela a la vez, apoyándose en los lados lo más raramente posible. Es una ciencia que

puede adquirirse en quince días, luego ya todo funcionará por sí mismo. Con este

procedimiento, las botas duran por término medio un tercio más que antes. Es mi

experiencia de dos años (30).

A continuación venía la acción en sí. Yo partía de esta consideración: poseo cien

rublos. Hay en Petersburgo tantas ventas en pública subasta, tantas liquidaciones, tantas

tiendecillas a indigentes, que es imposible, después de haber comprado un objeto a un

cierto precio, no revenderlo un poco más caro. Por un álbum, yo había obtenido siete

rublos noventa y cinco copeques de ganancia por dos rublos cinco copeques de capital

desembolsado. Aquel beneficio colosal fue logrado sin ningún riesgo: en los ojos del

comprador yo notaba que éste no se echaría atrás. Comprendo muy bien que fue una

casualidad; pero esas casualidades son las que yo busco, y por eso he resuelto vivir en la

calle. Estas casualidades pueden ser raras; mi regla esencial no será tampoco la de no

correr ningún riesgo, y mi segunda regla, la de ganar cada día algo por encima del

mínimo gastado en mi manutención, a fin de que la acumulación no se interrumpa un solo

día.

Se me dirá: ésos son sueños, usted no sabe lo que es la calle, se hará aplastar al primer

paso. Pero yo tengo voluntad y carácter, y la ciencia de la calle es una ciencia como las

demás, se aprende con terquedad, atención a inteligencia. En el Instituto siempre estuve

entre los primeros, hasta en filosofía, y estaba muy fuerte en matemáticas. ¿Es que está

permitido erigir la experiencia y el conocimiento de la calle en fetiche, para predecirme

obligatoriamente el fracaso? La gente que habla así es siempre la que no ha tenido

ninguna experiencia, los que nunca han hecho nada, no han comenzado vida alguna y han

vegetado en lo todo hecho. «Aquél se ha roto la crisma, por tanto este otro se la romperá

fatalmente.» De ninguna manera; no me la romperé. Tengo carácter, y con un poco de

atención aprenderé no importa qué. ¿Es posible figurarse que con una terquedad

incesante, una penetración incesante, reflexiones y cálculos incesantes, una actividad y

unas gestiones incesantes, no pueda uno llegar a adquirir la ciencia de ganar cada día

veinte copeques de más? Y sobre todo yo estaba decidido a no buscar nunca el máximum

de ganancia, sino a conservar siempre mi sangre fría. Más tarde, cuando poseyese mil o

dos mil rublos, abandonaría con toda naturalidad la compra y la pequeña reventa.

Todavía conocía muy mal lo relativo a la Bolsa, a las acciones, la Banca y el resto. Pero

por el contrario sabía, lo mismo que dos y dos son cuatro, que a todas aquellas Bolsas y a

aquellos Bancos los conocería y los estudiaría en su momento tan bien como no importa

qué otra cosa y que esa ciencia me llegaría con toda naturalidad, únicamente porque sería

el instante adecuado. ¿Hacía falta para eso mucha inteligencia? ¿Hacía falta ser un Salo-

món? Bastaba con tener carácter; el saber, la habilidad, la ciencia llegarían por sí mismas.

Solamente hacía falta no dejar nunca de «querer».

Y sobre todo, no correr riesgos, lo que no es posible más que teniendo carácter. Hace

aún poquísimo tiempo, después de mi llegada, hubo en Petersburgo una suscripción para

acciones de ferrocarril; los que pudieron suscribirse habían ganado mucho dinero.

Durante cierto tiempo las acciones estuvieron subiendo. De pronto uno que se había

retrasado o un avaro, viendo acciones entre mis manos, me propondría que se las

vendiese, con un cierto porcentaje de beneficios. Pues bien, yo se las vendería, a

inmediatamente. Como es lógico, la gente se burlaría de mí: con sólo que hubiese

esperado, habría ganado diez veces más. Sí, pero mi ganancia es más segura, porque la

tengo en el bolsillo, y la vuestra está aún en el aire. Se me dirá que no es éste el medio de

ganar mucho; perdón, ése es vuestro error, el error de todos nuestros Kokorev, Poliakov,

Gubonine (31). Aprended esta verdad: la continuidad y la terquedad en la ganancia, y

sobre todo en la acumulación, son más fuertes que beneficios instantáneos, incluso del

ciento por ciento.

Poco antes de la Revolución Francesa hubo en París un tal Law que forjó un proyecto,

verdaderamente genial en principio (y que a continuación, en la realidad, fue un chasco

espantoso). Todo París se conmovió; todo el mundo se disputaba las acciones de Law. La

gente se apretujaba. El palacio en el que se recibían las suscripciones se tragaba el dinero

de todo París; finalmente aquel palacio no bastó: el público se agolpaba en la calle; todas

las profesiones, todas las condiciones sociales, todas las edades, burgueses, nobles y sus

hijos, condesas, marquesas, prostitutas; todo aquello no formaba más que una masa

furiosa, medio loca, como mordida por un perro rabioso; los títulos, los prejuicios de la

sangre y de la vanidad, incluso el honor y el buen nombre, todo era pisoteado; todo se

sacrificaba (incluso las mujeres) para obtener algunas acciones. La suscripción se trasladó

por fin a la calle, pero no había sitio donde escribir. Fue entonces cuando se le propuso a

un jorobado que cediese por un momento su joroba para servir de mesa. El jorobado

consintió, fácil es de imaginar a qué precio. Poco después (muy poco después) vino la

bancarrota: todo reventó, toda la idea se fue al diablo y las acciones perdieron todo su

valor. ¿Quién ganó, pues, en aquel negocio? El jorobado, y sólo el jorobado, porque se

hacía pagar no con acciones, sino con verdaderos luises de oro. Pues bien, ¡yo soy ese

jorobado! He tenido la fuerza de no comer y de economizar a base de copeques setenta y

dos rublos; tendré también la fuerza necesaria para mantenerme tranquilo en medio de la

fiebre que se ha apoderado de todos los demás; preferiré una suma segura a una más

considerable. No soy mezquino más que en las cosas pequeñas; no en las grandes. A

menudo he carecido de carácter, incluso después del nacimiento de mi «idea», por una

dificultad insignificante; para una gran dificultad, siempre tendré carácter de sobra.

Cuando mi madre me servía por las mañanas, antes de ir al trabajo, un café frío, me

enfadaba, le decía groserías, y sin embargo yo era el mismo hombre que había vivido

todo un mes a pan y agua.

En una palabra, no ganar, no llegar a saber ganar sería contra naturaleza. Tampoco sería

natural, con una acumulación igual a ininterrumpida, con una atención y una sangre fría

incesantes, con reserva y economía, con una energía siempre creciente, no sería natural,

digo, no llegar a ser millonario. ¿Cómo ha ganado el mendigo su fortuna, sino por un

carácter y un encarnizamiento fanáticos? ¿Es que no valgo yo tanto como él? «En fin,

podría ser que no obtuviese nada, podría ser que mi cálculo no fuera justo, podría ser que

quebrase y me hundiera; poco importa, yo camino hacia delante. Camino porque así lo

quiero.» He aquí lo que me decía ya en Moscú.

Se me objetará que no hay en esto ni sombra de «idea», ni nada nuevo. Diré por mi

parte, y por última vez, que hay en esto una infinidad de ideas y una infinidad de

novedades.

¡Oh! Ya presentía la trivialidad de todas las objeciones, y hasta qué punto sería trivial

yo mismo al exponer mi «idea»: pues bien, ¿qué he dicho? No he dicho ni la centésima

parte; comprendo que todo esto es mezquino, grosero, superficial e incluso quizá por

debajo de mi edad.

 

III

Quedan las respuestas para los « ¿de qué sirve eso?», « ¿para qué? », « ¿es moral o no?

», etc., etc., preguntas a las que he prometido responder.

Siento muchísimo tener que desilusionar al lector desde el principio, lo siento y estoy al

mismo tiempo encantado. Que se sepa bien esto: en los objetivos de mi «idea» no hay

ningún sentimiento de «venganza», nada de byroniano, ni maldiciones, ni quejas de

huérfano, ni lágrimas de bastardo, nada, nada. En una palabra, una señora romántica, si

mis memorias fuesen a parar a sus manos, torcería inmediatamente el gesto. Todo el

objetivo de mi «idea» es el aislamiento.

-Pero ese aislamiento se puede conseguir sin empeñarse en llegar a ser un Rothschild.

¿Qué tiene que ver Rothschild con todo esto?

-Es que, además del aislamiento, quiero también el poder.

Aquí un preámbulo: el lector se asustará tal vez de la franqueza de mi confesión y se

preguntará ingenuamente: ¿cómo es posible que el autor no se haya avergonzado? Res-

ponderé diciendo que no escribo para ser publicado; tendré un lector tal vez dentro de

diez años, cuando todo esté tan bien determinado, probado y cumplido, que no habrá ya

necesidad de avergonzarse de nada. Por tanto, si en estas memorias me dirijo a veces al

lector, no es más que un artificio. Mi lector es un personaje de fantasía.

No, no es mi nacimiento ilegítimo, por el que tanto me hacían sufrir en casa de

Tuchard, no son mis tristes años de la niñez, no es la venganza ni una justa protesta lo

que ha constituido el punto de partida de mi «idea»: la causa de todo está en mi carácter.

A los doce años, creo, es decir, casi al principio de mi vida consciente, comencé a no

querer a los hombres. No querer no es la palabra, pero me resultaban cargantes. A veces

me era penoso, en mis momentos de pereza, no poder decírselo todo ni siquiera a quienes

estaban más cerca de mí, o, mejor dicho, habría podido, pero yo no quería, había algo que

me retenía: yo era desconfiado, moroso a insociable. Por lo demás, he observado en mí

desde hace mucho tiempo, casi desde mi infancia, ese rasgo del que muy a menudo acuso

o me siento inclinado a acusar a los demás; pero después de eso llegaba con mucha

frecuencia a inmediatamente otro pensamiento, muy penoso; y éste, para mí: «¿No soy yo

quien estoy equivocado, en lugar de ellos?» ¡Cuántas veces me he acusado sin razón!

Para no tener que resolver cuestiones de esta índole, yo buscaba naturalmente la soledad.

Por lo demás, no encontraba nada en la sociedad de los hombres, a pesar de todos mis

esfuerzos, ¡y los hacía! Por lo menos, todos los de mi edad, todos mis camaradas, todos

sin excepción, erán menos inteligentes que yo; no recuerdo una sola excepción.

Sí, soy sombrío, sin cesar me encierro en mí mismo. Con frecuencia siento ganas de

retirarme de la sociedad. Quizás hiciese bien a los hombres, pero a menudo no veo el

menor motivo para hacerles bien. Los hombres no son en realidad tan hermosos como

para que haya que ocuparse tanto de ellos. ¿Por qué no le abordan a uno limpia y

francamente, por qué he de ser yo siempre el que me dirija a ellos primero? Ésas eran las

preguntas que yo me hacía. Soy una criatura agradecida, y lo he demostrado con un

centenar de locuras. Yo correspondería instantáneamente a la franqueza con la franqueza

y les querría en seguida. Es lo que hago; pero todos inmediatamente me han engañado y

se han cerrado respecto a mí, burlándose. E1 más abierto de todos era Lambert, que me

pegaba tan fuertemente en mi infancia; pero también él no es más que un pillo de siete

suelas y un bribón; y su franqueza no proviene más que de su bestialidad. He ahí cuáles

eran mis pensamientos al llegar a Petersburgo.

Al salir de casa de Dergatchev (¿qué demonio me había empujado allí?) me acerqué a

Vassine y, en un arrebato de entusiasmo, me puse a prodigarle alabanzas. ¿Qué más? La

misma noche sentí que le quería ya muchísimo menos. ¿Por qué? justamente porque, al

cubrirlo de alabanzas, me había de camino rebajado delante de él. Parece que debería ser

al contrario: un hombre lo bastante equitativo y generoso para admirar a otro incluso en

propio detrimento suyo, ¿no es, por su propia dignidad, superior a cualquier otro? Sin

duda yo lo comprendía, y, a pesar de todo, quería menos a Vassine, a incluso muchísimo

menos: elijo intencionadamente un ejemplo ya conocido del lector. Lo mismo me pasaba

con Kraft; me acordaba de él con cierto sentimiento de amargura y acritud porque me

había mostrado el camino en su recibidor, y aquello duró hasta el día siguiente, en que se

aclaró todo y en que ya no hubo medio de guardarle rencor. Desde las clases más

inferiores del Instituto, cuando un camarada me sobrepasaba en conocimientos, o en la

rapidez de sus respuestas, o en su fuerza física, yo dejaba inmediatamente de tratarlo y de

hablar con él. No era que lo detestase o que le deseara algún mal; me apartaba

sencillamente de él, porque tal es mi carácter.

Sí, toda mi vida he tenido sed de poder, de poder y de aislamiento. Soñaba con eso

incluso en la edad en que cualquiera se me habría reído en la cara si hubiese podido ver lo

que yo tenía en el cráneo; he ahí por qué me gusta tanto el misterio. Sí, soñaba con todas

mis fuerzas, y hasta tal punto, que no tenía ya ni siquiera tiempo para hablar; se deducía

de aquello que yo era un salvaje, y, de mi distracción, se sacaban conclusiones aún más

desfavorables sobre mí, pero mis mejillas rosas demostraban lo contrario.

Yo era sobre todo feliz cuando, en la cama y cubriéndome con mi manta, emprendía

solo,. en el aislamiento más perfecto, sin nadie a mi alrededor y sin un solo sonido de voz

humana, la tarea de reconstruir el mundo a mi modo. Aquel estado de ensoñación

exasperada me acompañó hasta el descubrimiento de mi «idea»: entonces todos los

sueños, de absurdos que eran, se convirtieron de pronto en sensatos y, de la forma

imaginativa de la novela, pasaron a la forma razonable de la realidad.

Todo se fundió en un solo objetivo. En el fondo, incluso antes, no eran tan idiotas,

aunque fuesen legión y legión. Pero los había más y menos preferidos... Por lo demás, es

inútil citarlos aquí.

¡El poder! Estoy persuadido de que muchos se reirían enormemente si se enterasen de

que una «nulidad» semejante apetece el poder. Pero yo les asombraría todavía más: desde

mis primeras ensoñaciones quizás, es decir, desde mi infancia o poco menos, no he

podido verme jamás de otra forma que en primera fila, en todas partes y en todas las

circunstancias. Añadiré una confesión singular: quizás eso dura todavía. Y anotaré

además que no pido perdón.

Ahí es donde justamente radica mi «idea», ahí está su fuerza, la de qut el dinero es la

única vía capaz de conducir a una nulidad a la primera fila. Yo no soy quizás una nulidad,

pero sé por ejemplo, por los espejos, que mi aspecto exterior me perjudica, porque tengo

una cara vulgar. Pero, si yo fuese rico como Rothschild, ¿quién iba a preocuparse de mi

cara? No tendría más que dar un silbido, y millares de mujeres correrían a mí con sus

«bellezas». Estoy incluso convencido de que, muy sinceramente, ellas acabarían por

creerme guapo. Soy quizás hasta inteligente. Pero aunque tuviera una frente de siete

pulgadas, pronto aparecería uno de ocho, y me vería perdido. Mientras que, si yo fuese

Rothschild, ¿es que ese sabio de ocho pulgadas iba a tener el menor valor a mi lado? No

se le dejaría ni siquiera abrir la boca. Soy quizás ingenioso, espiritual; sí, pero a mi lado

podrían estar Talleyrand o Piron, y heme ya eclipsado, mientras que si yo fuese

Rothschild, ¿dónde iban a estar los Piron y quizás incluso los Talleyrand? El dinero, sin

duda, es una potencia despótica, pero es al mismo tiempo la suprema igualdad, y ahí

radica su gran fuerza. El dinero niv ela todas las desigualdades. Ésa era la conclusión a la

que yo había llegado, ya en Moscú.

Vosotros no veréis, estoy seguro, en este pensamiento más que insolencia, violencia,

triunfo de la nulidad sobre el talento. De acuerdo, este pensamiento es audaz (y por consi-

guiente voluptuoso). ¡Sea! Pero ¿creéis que yo quería entonces el poder forzosamente

para oprimir? ¿Para vengarme? Así es como obraría fatalmente la mediocridad. Aún más,

estoy convencido de que hay millares de esos talentos y de esas inteligencias muy

orgullosos de sí mismos, que, si se les cargase de repente con todos los millones de

Rothschild, no sabrían resistirlo y se comportarían como viles mediocridades y serían los

peores opresores. Mi «idea» es completamente distinta. El dinero no me da miedo; no me

oprimirá y no me hará oprimir a los demás.

No tengo necesidad del dinero, o más bien no es del dinero de lo que tengo necesidad;

no es ni siquiera del poder; tengo necesidad solamente de lo que se adquiere por el poder

y no puede adquirirse sin él: ¡la conciencia, tranquila y solitaria, de su fuerza! He ahí la

más perfecta definición de la libertad, sobre la cual discute tanto el mundo. ¡La libertad!

Por fin he escrito esta palabra grandiosa... Sí, la conciencia solitaria de su fuerza es cosa

hermosa y embriagadora. Tengo fuerza, y estoy tranquilo. Los rayos están entre las

manos de Júpiter, y él está tranquilo; ¿es que lo oís tronar con frecuencia? Los imbéciles

pueden creer que dormita. Poned ahora en lugar de Júpiter a un literato vulgar o a una

buena mujer del campo, ¡ya veréis si entonces oís truenos!

Si tuviese solamente el poder, razonaba yo, ya no tendría necesidad ni de eso siquiera;

estoy seguro de que, por mí parte, con mi mejor voluntad, yo ocuparía en todas partes el

último puesto. Si yo fuera Rothschild, rne pasearía con un abrigo raído y con un paraguas

en la mano. ¿Qué me importaría ser empujado en la calle o tener que correr por el fango

para no ser aplastado por los coches? La conciencia existente en mí de que soy

Rothschild bastaría para constituir mi gozo en ese momento. Sé que puedo tener un festín

como nadie lo tiene, y el primer cocinero del mundo: me basta con saberlo. Me comeré

una rebanada de pan y jamón y quedaré saciado con mi conocimiento. Incluso hoy día

sigo pensando así.

No seré yo quien me impondré a las aristocracia; será ella la que acudirá a mí. No seré

yo quien correré detrás de las mujeres, serán ellas las que acudirán como moscas

ofreciéndome todo to que puede ofrecerme una mujer. Las más «vulgares» vendrán

atraídas por el dinero, las más sensatas por la curiosidad hacia una criatura extraña,

orgullosa, cerrada e indiferente a todo. Me mostraré acariciador tanto con las unas como

con las otras. Quizá les daré dinero, pero no aceptaré nada de ellas. La curiosidad

engendra la pasión: quizá también yo inspiraré pasión. Ellas se volverán a marchar sin

nada, os lo aseguro, a no ser algún que otro regalo. Resultaré para ellas doblemente

curioso.

... Me basta

 con este conocimiento (32).

Lo que es raro es que este cuadro (por lo demás exacto) me ha seducido desde mis

diecisiete años.

No tengo intención de oprimir ni de atormentar a nadie; pero sé que, si quisiese perder a

tal hombre, enemigo mío, nadie podría impedírmelo, y todo el mundo se dedicaría a ello;

y también en esto, ya con eso tengo bastante. Ni siquiera me vengaría de nadie. Siempre

me ha sorprendido el hecho de que James Rothschild pudiera consentir en ser barón.

¿Para qué sirve eso, para qué, si sin el título era ya superior a todos los de aquí abajo? «

¡Oh, que Dios libre a ese insolente general de ofenderme en el parador donde los dos

aguardamos a que lleguen los caballos; si él supiera quién soy, correría a enjaezarlos en

persona y me ayudaría a sentarme en mi modesto coche! Se ha contado que un conde o

un barón extranjero, en un ferrocarril de Viena, había puesto en público unas zapatillas en

los pies de un banquero de aquella ciudad, y que éste había sido lo bastante ordinario

como para tolerarlo. ¡Oh, libra a esa hermosa temible (temible, porque las hay temibles),

esa hija de una aristocracia suntuosa y encopetada, al encontrarme por casualidad en un

barco o en otra parte, líbrala de que me mire de arriba abajo y, alzando la nariz, se

asombre con desprecio de que ese hombrecillo modesto, enclenque, con un libro o un

periódico en la mano, haya osado sentarse en primera clase, al lado de ella! ¡Pero si

supiera cerca de quién está sentada! Lo sabrá, ella lo sabrá y vendrá por sí misma a

sentarse cerca de mí, sumisa, tímida, acariciadora, implorando una mirada mía, gozosa de

arrancarme una sonrisa...» Inserto adrede estas pequeñas escenas prematuras, para

explicar mejor mi pensamiento; pero son pálidos y tal vez vulgares. Sólo la realidad lo

justifica todo.

Se me dirá que es absurdo vivir así: ¿por qué no tener un palacio, una casa abierta para

todo el mundo, por qué no reunir a numerosas amistades, por qué no tener influencias,

por qué no casarse? ¿A qué se reducirá entonces Rothschild? Será como todo el mundo.

Todo el encanto de la «idea» desaparecerá, con toda su fuerza moral. En mi infancia me

aprendí de memoria el monólogo de El Caballero Avaro de Puchkin (33). Puchkin no ha

producido nada más superior en cuanto a la idea. Incluso hoy me aferro a esas ideas.

-Pero ese ideal de usted es muy bajo - se me dirá con desprecio -: ¡el dinero!, ¡la

riqueza! ¿Y el interés social, y las empresas humanitarias?

Pero ¿sabéis vosotros en qué emplearé yo mi riqueza? ¿Qué inmoralidad y qué bajeza

hay en el hecho de que de una multitud de garras judías sucias y malhechoras, esos

millones caigan entre las manos de un solitario firme y razonable que dirige sobre el

mundo una mirada penetrante? De una manera general, todos estos sueños de porvenir,

todas estas previsiones, no son aún más que una especie de novela y he hecho más quizás

en anotarlos; habría sido preferible dejarlos en mi cerebro; sé también que tal vez nadie

leerá estas líneas; pero, si alguien las leyera, ¿creería que yo no podría resistir quizá los

millones de Rothschild? No que me puedan aplastar, sino en un sentido diferente,

completamente opuesto. Más de una vez, en mis sueños, he abrazado el momento futuro

en el que mi conciencia quedará enteramente satisfecha y en el que el poder me parecerá

insuficiente. Entonces, no por fastidio ni por un tedio sin objeto, sino porque querré

infinitamente más, entregaré todos rnis millones a los hombres: que la sociedad reparta a

su gusto toda mi riqueza, y yo, yo volveré a caer en la nada. Quizás incluso me

metamorfosearé en ese mendigo que murió en el barco, con la diferencia de que no se

encontrará nada cosido en mis harapos. La sola conciencia de que he tenido entre las

manos millones y los he tirado al fango me alimentará en mi desierto. Aún hoy estoy

dispuesto a pensar así. Sí, mi «idea» es la fortaleza en la que, en todo tiempo y en toda

ocasión, puedo huir de todos los hombres, aunque fuese como el mendigo muerto en el

barco. ¡He ahí mi poema! Y sabedlo, tengo necesidad de mi voluntad viciosa toda enters

únicamente para probarme a mí mismo que tengo la fuerza de renunciar a ella.

Se objetará sin duda alguna que esto es poesía y que no soltaré jamás mis millones si

alguna vez llego a poseerlos, y no me cambiaré nunca en mendigo de Saratov. Quizás en

efecto no los soltaré; no he hecho más que bosquejar el ideal de mi pensamiento. Pero

añadiré ahora en serio: si llegase, en mi acumulación de riqueza, a la misma cifra que

Rothschild, podría efectivamente acabar por tirarlos a la cara de la sociedad. (Antes de

llegar a la cifra de Rothschild, eso sería difícil de ejecutar.) Y no sería la mitad lo que yo

daría, porque entonces eso no sería más que vulgaridad: yo sería dos veces más pobre

nada más; sino el todo, hasta el último copec, porque, al convertirme en pobre, me

encontraría de golpe y porrazo dos veces más rico que Rothschild. Si no se comprende

esto, no es culpa mía; no entraré en explicaciones.

« ¡Es faquirismo, es la poesía de la nulidad y de la impotencia, decidirá la gente, es el

triunfo de la incapacidad y de la mediocridad.» Sí, confieso, es en parte el triunfo de la

incapacidad y de la mediocridad, pero no el de la impotencia. He experimentado una

alegría loca representándome a una criatura, precisamente incapaz y mediocre, plantada

frente al mundo y diciéndole con una sonrisa: vosotros sois los Galileos y los Copérnicos,

los Carlomagnos y los Napoleones, los Puchkins y los Shakéspeares, los mariscales de

campo y de corte, mientras que heme a mí aquí, sin talento y sin linaje, y sin embargo por

encima de vosotros; puesto que vosotros os habéis sometido voluntariamente a esto. Lo

confieso, he estirado esta fantasía hasta el extremo, hasta el punto de borrar incluso la

instrucción. Me ha parecido que sería más hermoso que este hombre fuera incluso

suciamente inculto. Este sueño exasperado ejerció su influjo sobre mí desde la última

clase del liceo; dejé de estudiar por fanatismo: sin instrucción, el ideal aumentaba en

belleza. Ahora he cambiado de opinión en este punto; la instrucción no perjudicará en

absoluto.

Señores, ¿es posible que la independencia del pensamiento, aun la más reducida, os sea

tan penosa? ¡Dichoso el que posea un ideal de belleza incluso erróneo! Pero yo creo en el

mío. Sólo que lo he expuesto torpemente, elementalmente. Dentro de diez años, estoy

seguro, lo expondré mejor. Mientras tanto, guardaré esto en lo sucesivo.

 

IV

He terminado con mi «idea». Si la he descrito en forma vulgar y superficial es culpa

mía, no de ella. He advertido ya que las ideas más sencillas son las más difíciles de

comprender; ahora añado que son también las más difíciles de exponer; tanto más cuanto

que he contado mi «idea» en su forma primera.

La inversa es también justa; las ideas lisas y rápidas son comprendidas

extraordinariamente pronto y precisamente por la multitud, por la calle; mucho más, son

consideradas las más grandes y las más geniales, pero solamente el día de su aparición.

Lo barato dura poco. La comprensión rápida es el índice de la vulgaridad de la cosa que

hay que comprender. La idea de Bismarck (34) se ha hecho instantáneamente genial, y

Bismarck mismo es un genio, pero es una rapidez que resulta sospechosa: aguardo a

Bismarck dentro de diez años, y veremos entonces lo que quedará de su idea, y quizá del

mismo señor Canciller en persona. Ésta es una observación totalmente incidental y que

nada tiene que ver con el tema: la inserto evidentemente no a título de comparación, sino

también para hacer memoria. (Explicacíón destinada al lector verdaderamente demasiado

grosero. )

Voy ahora a contar dos anécdotas, para acabar con la « idea» como quiera que sea y

para que no nos embarace más en el porvenir.

Un verano, en julio, dos meses antes de mi partida para Petersburgo y como yo estaba

ya enteramente libre, María Ivanovna me pidió que fuese a Troitski-Possad (35) para

darle un recado a una anciana señorita que habitaba por a11í, y que carece de interés para

mencionarla aquí con detalle. Al volver el mismo día observé en el vagón a un joven

raquítico, no mal vestido, pero sucio, barrilludo, uno de esos morenos con cutis de un

color bronceado sucio. Se caracterizaba porque en cada estación o apeadero descendía

obligatoriamente para beber vodka. Al final del trayecto, se formó alrededor de él una

alegre compañía, por lo demás muy vulgar. El más entusiasta era un comerciante,

también él ligeramente beodo, que admiraba la capacidad que tenía el joven para beber

incesantemente y sin embriagarse. No menos satisfecho estaba un muchachillo

espantosamente estúpido y hablando por los codos, vestido a la europea y oliendo

espantosamente mal: un lacayo, como supe más tarde; aquél incluso llegó a entáblar

amistad con el joven aficionado al vodka y en cada parada era él quien le invitaba a bajar:

«¡Ha llegado el momento, vamos a beber! », tras de lo cual descendían los dos juntos

muy abrazados. Después de haber bebido, el joven no decía casi una sola palabra, pero un

número cada vez mayor de interlocutores se iba instalando alrededor de él. Él se limitaba

a escucharlos, sin dejar de soltar risitas y de babear, y de cuando en cuando, pero de

improviso, hacía oír algunos sonidos de este tipo: « ¡Tur-lur-lu! », llevándose un dedo en

dirección a la nariz con un gesto caricaturesco. Eso era lo que regocijaba tanto al co-

merciante, al lacayo y a todo el mundo, y se reían con una risa extraordinariamente

sonora y francota. A veces resulta imposible comprender por qué se ríe la gente. Me

acerqué yo también; y no comprendo por qué aquel joven me agradó; quizás era por

aquella violación manifiesta de las conveniencias oficiales y admitidas; en una palabra,

no me di cuenta de su estupidez; inmediatamente empezamos a tutearnos, y al salir del

tren me enteré de que iría por la noche, después de las ocho, al bulevar Tverskoi (36). Era

un ex estudiante. Acudí a la cita, y he aquí el ejercicio que me enseñó,: nos paseábamos

juntos por los bulevares y, un poco más tarde, en cuanto que observábamos a una mujer

de buena facha; no habiendo nadie alrededor de ella, nos pegábamos inmediatamente a su

lado. Sin decir una palabra, nos colocábamos, él a un lado, yo al otro, y con el aire más

tranquilo del mundo, como si ni siquiera la viésemos, sosteníamos entre él y yo la

conversación más escabrosa. Nombrábamos los objetos por sus nombres, con una

seriedad imperturbable y como si fuera la cosa más natural del mundo, y para explicar

todas aquellas clases de porquerías y de infamias, entrábamos en detalles que la

imaginación más sucia del más sucio desvergonzado no habría imaginado jamás.

(Naturalmente, yo había adquirido todos aquellos conocimientos en las escuelas, incluso

antes que en el Instituto, pero sólo en palabras, no en acción.) La mujer cogía miedo,

apresuraba el paso, pero nosotros haciamos otro tanto y continuábamos todavía peor.

Nuestra víctima no podía evidentemente hacer nada, no podía ponerse a dar gritos:

ningún testigo, y además habría sido raro presentar una queja. Empleamos unos ocho días

en aquella diversión; no comprendo cómo pude complacerme en aquello; por otra parte,

no me agradaba, pero el caso es que... era así. Aquello me parecía al principio original,

saliéndose de lo ordinario, de las convenciones admitidas; además, yo no podia tragar a

las mujeres. Le confié una vez al estudiante que Jean-Jacques Rousseau, en sus

confesiones (37 ), reconoce haberse complacido, siendo joven, en exhibir secretamente,

completamente desnudas, las partes del cuerpo que ordinariamente se llevan ocultas y

esperar en esta postura a las mujeres que pasaban. El estudiante me respondió con su

tur-lur-lu. Noté que era terriblemente ignorante y que no se interesaba por nada. En su

cabeza, ni una sola de aquellas ideas que yo esperaba encontrar en él. En lugar de

originalidad, no descubrí más que una abrumadora monotonía. Yo le apreciaba cada vez

menos. Todo acabó de una manera inesperada: un día, en plenas tinieblas, nos pegamos a

una muchacha muy jovencita que pasaba rápida y tímidamente por él bulevar; quizá

dieciséis años o menos aún, vestida muy limpia y muy modestamente, viviendo tal vez de

su trabajo y volviendo a casa junto a una madre vieja, una pobre viuda cargada de hijos;

pero es inútil meterse en sentimentalismos. La muchacha escuchó algún tiempo, luego

apresuró el paso, agachó la cabeza y se cubrió con su velo, asustada y temblorosa. De

repente se detuvo, descubrió un rostro que nada tenía de feo, por lo menos que yo me

acuerde, pero macilento, y nos gritó con ojos relampagueantes:

-¡Ustedes no son más que unos miserables!

Tal vez estaba a punto de echarse a llorar, pero fue otra cosa lo que sucedió: tomó

impulso y, con su manecita flaca, le soltó al estudiante la bofetada más hábil que tal vez

se haya dado nunca. ¡Se oyó el restallido! El otro lanzó un juramento e hizo ademán de

arrojarse sobre ella, pero yo le sujeté, y la muchacha tuvo tiempo de escapar. Una vez

solos, nos peleamos: le dije todos los reproches que se habían acumulado en mí durante

aquel tiempo: le dije que él no era más que un incapaz, que era una nulidad, que nunca

había tenido el menor asomo de idea. Me respondió con injurias... (yo le había hablado

una vez de mi nacimiento ilegítimo), luego nos separamos con escupitajos de desprecio y

no le he vuelto a ver en mi vida. Aquella noche experimenté un inmenso despecho; al día

siguiente un poco menos, al otro día ya me había olvidado de todo. A continuación

aquella joven me ha vuelto a la memoria de cuando en cuando, pero solamente por

casualidad y de paso. Solamente cuando llegué a Petersburgo, al cabo de unos quince

días, me acordé de pronto de la escena. Me acordé y me sentí invadido al punto por una

vergüenza tal, que las lágrimas me corrieron literalmente por las mejillas. Estuve

atormentado por aquello toda la tarde, toda la noche, y aún to estoy un poco ahora. Al

principio me resultaba imposible comprender cómo había podido yo caer tan bajo, y

sobre todo cómo había podido olvidar aquel incidente, no estar avergonzado, no estar

corroído por el arrepentimiento. Solamente ahora he comprendido a qué se debía aquello:

la culpa era de la «idea». En una palabra, llego a esta conclusión: que, cuando se tiene en

el espíritu una cosa fija (38), perpetua, poderosa, por la que se está enteramente ocupado,

uno se aleja al mismo tiempo del mundo, se interna en la soledad, y todo to que acaece no

hace más que deslizarse, sin rozar lo esencial. Incluso las impresiones son percibidas de

una manera inexacta. Además y sobre todo, siempre se tiene una excusa. ¡Cuánto he

podido atormentar a mi madre en esa época!, ¡cómo abandonaba vergonzosamente a mi

hermana! «¡Bah!, tengo mi "idea", todo el resto no cuenta.» He aquí lo que me decía a mí

mismo. Me podían ofender, incluso cruelmente: yo me iba sin más ni más y me decía

seguidamente: «¡Bah!, soy un asqueroso, pero tengo mi "idea", y ellos no saben nada de

eso.» La «idea» me consolaba en la vergüenza y en la nulidad; pero todas mis infamias

parecían refugiarse bajo la «idea»; ella lo hacía todo más fácil, pero lo velaba todo

delante de mí; sin embargo, una aprehensión tan confusa de las circunstancias y de las

cosas no puede menos que perjudicar a la «idea» misma, sin hablar de todo lo demás.

Ahora, la segunda anécdota.

María Ivanovna, el primero de abril del año pasado, celebraba su fiesta. Por la tarde

hubo algunos invitados, muy poco numerosos. De pronto he aquí a Agrafena (39) que en-

tra desatentada, y declara que en el vestíbulo, frente a la cocina, hay un recién nacido

abandonado que llora... y que ella no sabe qué hacer. La noticia emociona a todo el

mundo. Se corre hacia allá y se ve una cestilla de mimbre y dentro una niñita de unas tres

o cuatro semanas, lanzando gritos. Cogí la cestilla y la trasladé a la cocina. Encontré

entonces un billete plegado en dos: «Queridos bienhechores, otorgad vuestra benévola

asistencia a esta niña, bautizada Arina (40). Ella y nosotros elevaremos eternamente

nuestras lágrimas al cielo por vuestra felicidad. Os deseamos una fiesta agradable. Per-

sonas a las que no conocéis.» Fue entonces cuando Nicolás Semenovitch, al que yo tanto

respetaba, me produjo una gran pena: puso una cara muy seria y decidió enviar

inmediatamente la niña a la Beneficencia Pública. Me quedé muy triste. Ellos vivían muy

apretadamente, pero no tenían hijos, y Nicolás Semenovitch se felicitaba siempre de eso.

Saqué con precaución a la pequeña Arina de su cestilla y la levanté por los hombros; se

desprendió un olor agrio y fuerte como el que esparcen los recién nacidos descuidados

durante mucho tiempo. Después de haber discutido un momento con Nicolás Se-

menovitch, le declare bruscamente que tomaba a la niña a mi cargo. Se puso a presentar

objeciones, con alguna severidad a pesar de la dulzura de su carácter, y terminó con una

broma, pero su intención respecto a la Beneficencia Pública continuaba en pleno vigor.

Sin embargo, todo pasó como yo quería. Había en el mismo inmueble, pero en otro

pabellón, un carpintero muy pobre, ya entrado en edad y aficionado a la bebida; su mujer,

aún joven y muy sana, acababa de perder una niña de pecho, y, sobre todo, hija única,

nacida después de ocho años de matrimonio infecundo, niña que, por una extraña

felicidad, se llamaba también Arina. Digo: por felicidad, porque en el momento en que

discutíamos en la cocina, aquella mujer, enterada del incidente, vino a mirar y, al saber

que era una pequeña Arina, se sintió conmovida. Ella tenía leche todavía: se descubrió el

seno y se lo tendió a la niña. Caí a sus pies y le supliqué que se la llevase a su casa; yó le

pagaría la pensión todos los meses. Ella dudaba sobre si su marido se to permitiría o no;

sin embargo, se la llevó por lo pronto para pasar la noche. Por la mañana, el marido dio

su permiso, mediante el pago de ocho rublos por mes, y yo le entregué inmediatamente el

primer mes adelantado; él se fue a continuación a beberse el dinero. Nicolás

Semenovitch, sin dejar de sonreír extrañamente, consintió en hacerse fiador mío por la

suma de ocho rublos mensuales, garantizando que sería entregado regularmente. Le

ofrecí a Nicolás Semenovitch entregarle en prenda mis sesenta rublos, pero él no los

aceptó; por otra parte, él sabía que yo tenía dinero y tenía confianza en mí. Esa delicadeza

borró nuestro disentimiento de un instante. María Ivanovna no dijo nada, pero se asombró

de verme aceptar semejante preocupación. Yo aprecié mucho la delicadeza de que los dos

habían hecho gala al no permitirse la menor burla a expensas mías y al considerar, por el

contrario, la cosa con toda la seriedad que convenía. Tres veces cada día, yo daba una

escapada a casa de Daria Rodivonovna (41), y al cabo de una semana le entregué

personalmente, en propia mano, a espaldas de su marido, tres rublos de más. Mediante

otros tres rublos, me procuré una mantita y una toquilla. Pero al cabo de diez días la

pequeña Arina cayó enferma. Llamé inmediatamente al médico, prescribió no sé qué

remedio y nos pasamos la noche atormentando a la criaturita con la repugnante droga. Al

día siguiente, declaró que era demasiado tarde v, en respuesta a mis ruegos - y también,

creo, a mis reproches --, declaró con una noble discreción: «No soy el Buen Dios.» La

lengüecita, los labiecitos y toda la boca estaban cubiertos por una erupción blanca y

menuda, y por la tarde murió, clavando en mí sus grandes ojos negros, como si ella

comprendiese ya. No sé por qué no se me ocurrió la idea de sacar una fotografía de la

muertecita. Pues bien, se crea o no, no lloré aquella noche, pero maldije, cosa que no me

había permitido jamás hasta entonces, y María Ivanovna se vio obligada a consolarme, y

eso, una vez más, sin burlas de ninguna clase por parte de ella ni por parte de él. El

carpintero confeccionó él mismo el pequeño ataúd; María Ivanovna lo decoró con encajes

y colocó en él una almohadita muy graciosa; yo compré flores y las arrojé sobre la niña:

de esa manera se llevaron a mi pobre florecilla de los campos, que no llego a olvidar

todavía, se crea o no. Pero un poco más tarde este acontecimiento casi súbito me hizo

reflexionar, a incluso muy seriamente. Sin duda Arina no me había costado cara: con el

féretro, el entierro, el doctor, las flores y el salario de Daria Rodivonovna, no más de

treinta rublos. Cuando partí para Petersburgo, recuperé aquel dinero con los cuarenta

rublos enviados por Versilov para el viaje y con la venta de algunos objetos menudos, de

forma que todo mi « capital» quedó intacto. «Pero - me dije -, si hago muchos dispendios

de esta clase, no iré muy lejos.» La historia del estudiante demuestra que la «idea» puede

introducir una parturbación en las impresiones y distraer de la actividad real. Con la

historia de Arina, pasa todo lo contrario: ninguna «idea» es capaz de seducir (por lo

menos en lo que a mí se refiere) hasta el punto de impedir que uno se detenga de súbito

ante un hecho abrumador y que se le sacrifique inmediatamente todo lo que se ha

realizado durante años de esfuerzos en pro de la «idea». Las dos conclusiones eran

igualmente justas.

 

 

CAPÍTULO VI

I

Mis esperanzas no se realizaron del todo: no las encontré solas. Versilov no estaba a11í,

pero Tatiana Pavlovna se había instalado en casa de mi madre, y era a pesar de todo una

desconocida. La mitad de mis disposiciones generosas se desvanecieron de golpe. Es

asombroso lo rápido y cambiante que soy en tales ocasiones: basta una mota de polvo o

un cabello para disipar mi buen humor y reemplazarlo por el malo. Y por desgracia mis

malas impresiones son menos rápidas en dispersarse, aunque yo no sea rencoroso.

Cuando entré, me di cuenta de que mi madre acababa de interrumpir en aquel instante y a

toda prisa el hilo de su conversación, por lo visto muy animada, con Tatiana Pavlovna.

Mi hermana había vuelto del trabajo apenas un minuto antes que yo y aún no había salido

de su habitación.

Aquel partido se componía de tres habitaciones: aquella en la que todo el mundo se

reunía según la costumbre, la habitación del medio o salón, era bastante espaciosa y hasta

conveniente. Se veían a11í divanes rojos y blandos, por lo demás pasablemente usados

(Versilov no soportaba las fundas), algunos tapices, varias mesas veladores inútiles. Se-

guidamente, a la derecha, se abría el cuarto de Versilov, estrecho y exiguo, con una sola

ventana; había a11í una miserable mesa de escritorio sobre la que se arrastraban varios

libros abandonados y papeles olvidados, y delante de la mesa un no menos lastimoso

sillón blando, cuyos muelles rotos apuntaban al aire, lo que con frecuencia hacía gemir y

jurar a Versilov. En aquel mismo gabinete era donde se le preparaba la cama en un diván

blando a igualmente usado; él detestaba aquel gabinete y, según creo, no se servía jamás

de él, prefiriendo quedarse sin hacer nada en el salón durante horas enteras. A la

izquierda del salón se encontraba un cuartito exactamente idéntico, donde dormían mi

madre y mi hermana. Se tenía acceso al salón por un pasillo que terminaba en la cocina,

donde se alojaba la cocinera Lukeria (42). Cuando ella estaba en funciones, un olor a

grasa quemada se esparcía sin piedad por todo el apartamiento. Había instantes en que

Versilov maldecía en alta voz de su suerte y de toda su existencia a causa de aquellos

aromas cocineriles, y en eso por lo menos yo estaba de perfecto acuerdo con él; también

yo detesto esos olores, aunque entonces no llegasen hasta mí: yo vivía arriba, en la

buhardilla bajo el techo, adonde subía por una escalera chirriante y terriblemente gastada.

Las curiosidades del lugar eran una claraboya ovalada, un techo horriblemente bajo, un

diván cubierto de tela encerada, sobre el cual Lukería extendía por las noches una sábana

y ponía una almohada; el resto del mobiliario se componía de dos espejos, una mesa de

simples tablas v una silla de enea.

En realidad, todavía subsistían sin embargo en nuestra casa restos de un cierto confort

hoy desaparecido: había por ejemplo en el salón una lámpara de porcelana bastante buena

y, colgado de la pared, un grabado admirable de la Madona de Dresde (43), y justamente

enfrente, en la otra pared, una preciosa fotografía de gran formato representando las

puertas de bronce de la catedral de Florencia (44). En aquella misma estancia se hallaba

en un rincón una gran vitrina de viejos iconos de familia: uno de ellos (el icono de Todos

los Santos) estaba revestido de plata dorada -era el que se quería empeñar-, y el otro (el

icono de la Santísima Virgen), de terciopelo bordado de perlas. Delante de aquellas

imágenes había una lámpara que se encendía las vísperas de las fiestas. Versilov se

mostraba claramente indiferente a tales iconos, en lo que atañía a la significación de los

mismos: se limitaba a fruncir las cejas, en un visible esfuerzo por contenerse, ante la luz

de la lámpara reflejada por los adornos dorados, quejándose con dulzura de que aquello le

perjudicaba la vista, pero no le prohibía a mi madre que la encendiera.

De ordinario yo entraba en silencio y con aire sombrío, clavando la mirada en uno de

los rincones; a veces incluso sin decir buenos días. Entraba siempre más temprano que

esta vez, y me llevaban la comida a11á arriba. Esta vez, al entrar, dije de repente: «

¡Buenos días, mamá! », lo que no me sucedía nunca antes, aunque, por una especie de

falsa vergüenza, no pudiese tampoco esta vez atreverme a mirarla, y me senté en el

ángulo opuesto de la habitación. Estaba muy fatigado, pero no pensaba en eso.

-Este mal educado continúa entrandó en vuestra casa tan insolentemente como antes -

susurró Tatiana Pavlovna.

También en otros tiempos ésta se permitía palabras malsonantes, y había ya, entre ella y

yo, una especie de costumbre.

-¡Buenos días!... -respondió mi madre, como estupefacta por el hecho de que yo le

hubiera dicho buenos días -. La comida está lista desde hace mucho tiempo - agregó, casi

confusa -. Cori tal que la sopa no se haya enfriado... Las chuletas, voy ahora mismo a dar

la orden...

Hizo ademán de levantarse precipitadamente para ir a la cocina, y, por primera vez

quizá después de un mes largo, sentí vergüenza de repente al verla apresurarse tanto para

servirme, siendo así que hasta aquel día era yo mismo quien se lo exigía.

-Gracias, mamá, ya he comido. Si no le molesto, descansaré aquí un poco.

-¡Ah!... ¿cómo no?... Desde luego, descanse...

-No se inquiete usted, mamá, no diré más groserías a Andrés Petrovitch - declaré

bruscamente.

-¡Señor, qué grandeza de alma! - gritó Tatiana Pav1ovna -. Mi querida Sonia, ¿es

posible que continúes hablándole de usted? ¿Quién es él para merecer semejante honor, y

encima de parte de su madre? ¡Mira, pero si estás toda nerviosa delante de él! ¡Es

vergonzoso!

-A mí mismo me sería muy agradable que me hablase usted de tú, mamá.

--¡Ah! ... Bueno, está convenido - se apresuró a decir mi madre -. Lo que pasa es que...

no todas las veces... A partir de hoy, es cosa hecha.

Enrojeció vivamente. Su rostro resultaba a veces extremadamente seductor... Era un

rostro bondadoso, pero de ninguna manera ingenuo, un poco pálido, anémico. Sus

mejillas eran muy flacas, incluso huecas, y en su frente las arrugas empezaban a

acumularse con gravedad, pero no las había aún en torno a los ojos, y esos ojos, bastante

grandes y bastante abiertos, brillaban siempre con un resplandor dulce y tranquilo, que

me había atraído desde el primer día. Lo que me gustaba también era que su rostro no

tenía nada de afligido o de humillado; al contrario, su expresión habría sido incluso

alegre, si no estuviese alarmada con tanta frecuencia, a veces absolutamente sin motivo

alguno, espantándose, sobresaltándose en ocasiones por una completa nadería o

escuchando con espanto alguna nueva conversación, hasta el momento en que se

convencía definitivamente de que todo continuaba transcurriendo bien como de

costumbre. «Todo va bien», era para ella sinónimo de « Todo continúa como de

costumbre». ¡Con tal solamente que no haya ningún cambio, con tal que no sobrevenga

nada nuevo, ni siquiera dichoso!... Se hubiera creído que en su infancia le habían

producido algún miedo horrible. Además de los ojos, me gustaba en ella el óvalo de su

rostro y creo que, si hubiese tenido los pómulos un poco menos salientes, se la habría

podido juzgar, no solamente en su juventud, sino incluso ahora, bonita. Entonces no tenía

más de treinta y nueve años, pero sus cabellos castaños estaban ya fuertemente mezclados

de blanco.

Tatiana Pavlovna me miró con una indignación declarada.

-¡Un mocoso como éste! ¡Temblar así delante de él! Eres ridícula, Sofía, harás que me

enfade.

-Ay, Tatiana Pavlovna, ¿por qué lo trata usted así? Pero quizás está bromeando,

¿verdad? - agregó mi madre, notando en la fisonomía de Tatiana Pavlovna una especie de

sonrisa.

La verdad era que los regaños de Tatiana Pavlovna apenas podían tomarse en serio,

pero ella se sonreía aquella vez (si sonrisa era aquello) únicamente de mi madre, porque

ella amaba hasta la locura su bondad y había notado desde luego la felicidad que mi

sumisión le estaba procurando en aquel instante.

-Desde luego, no puede pasárseme por alto la manera que tiene usted de echarse sobre

la gente, Tatiana Pavlovna, y esto justamente en el momento en que he dicho al entrar: «

¡Buenos días, mamá! », lo que nunca he hecho antes - juzgué por fin necesario hacerle

notar.

-¿Ven ustedes eso? - estalló ella inmediatamente -. ¡Él ve en eso una hazaña! ¿Hará

falta entonces arrodillarse delante de ti porque has tenido educación una vez en tu vida?

¿Y es que eso es educación? ¿Por qué miras al rincón cuando entras? ¿Crees que no sé lo

mucho que te agitas frente a ella? También a mí podrías haberme dicho buenos días. He

sido yo la que te ha envuelto en los pañales, soy tu madrina.

Naturalmente, desdeñé contestar. En aquel instante entró mi hermana, y me dirigí a ella

inmediatamente:

-Lisa, hoy he visto a Vassine, y me ha preguntado cómo estabas. ¿Lo conoces?

-Sí, desde Luga, el año pasado - respondió ella con mucha sencillez sentándose junto a

mí y lanzándome una mirada amable.

No sé por qué, pero me parecía que ella iba a estallar en el momento en que le hablase

de Vassine. Mi hermana era rubia, una rubia de matiz claro; no tenía los cabellos de mi

padre ni los de mi madre, pero los ojos y el óvalo del rostro eran casi los de mi madre. La

nariz muy derecha, pequeña y regular; una particularidad aún: pequeñas pecas en el

rostro, lo que mi madre no tenía en absoluto. De Versilov, no tenía gran cosa, a no ser, si

acaso, la finura del talle, una buena estatura y no sé qué de encantador en el andar.

Conmígo, ni el menor parecido: los dos polos opuestos.

-Le conozco desde hace tres meses - agregó Lisa.

-¿Hablando de Vassine dices le? Hace falta decir to y no lo. Perdona que te corrija, pero

me resulta penoso ver que tu educación ha sido descuidada hasta ese punto.

-Es una indignidad de tu parte hacer semejante observación en presencia de tu madre -

estalló Tatiana Pavlovna -. Por lo demás, eso no es verdad. Ella no ha sido descuidada en

forma alguna.

-No hablo aquí de mi madre - intervine resueltamente -. Sepa usted, mamá, que

considero a Lisa como a una segunda madre; usted ha hecho de ella una tal delicia de

bondad y de carácter, que ella recuerda desde luego lo que usted era, lo que es usted aún,

y lo que será eternamente... Quería hablar únicamente de ese lustre exterior, de todas esas

tonterías mundanas, que son sin embargo indispensables. Me indigno de que Versilov, al

escucharte decir uno de esos errores gramaticales, no te haya corregido jamás, tan

altanero e indiferente es con nosotros. ¡Eso es lo que me da rabia!

-¡Miren ustedes a este osezno metiéndose a enseñar buenas maneras! Le prohíbo,

caballero, que digan en lo sucesivo «Versilov» en presencia de su madre de usted, así

como en presencia mía. ¡No lo toleraré! - Tatiana Pavlovna lanzó un relámpago.

-Mamá, he cobrado hoy mi salario, cincuenta rublos. Tómelos usted, se lo ruego. Aquí

están.

Me acerqué y le alargué el dinero; inmediatamente ella se alarmó.

-Pero, no sé... cómo coger este dinero - dijo, como si incluso temiese alargar la mano.

Yo no comprendía.

-Pero, mamá, si ustedes me consideran las dos un hijo y un hermano, entonces...

-¡Ah!, soy culpable ante ti, Arcadio. Tengo varias cosas que confesarte, pero me das

demasiado miedo...

Dijo eso con una sonrisa tímida y suplicante; nuevamente me quedé sin comprender y

la interrumpí:

-A propósito, ¿sabe usted, madre, que hoy era la vista del pleito entre Andrés Petrovitch

y los Sokolskis?

-¡Qué me dices! - dijo ella, lanzando una exclamación de espanto, cruzándose las

manos sobre el pecho - era su gesto.

-¿Hoy? -Tatiana Pavlovna se estremeció de pies a cabeza -. ¡Pero es imposible, él me lo

habría dicho! ¿Te lo ha dicho a ti? - añadió, volviéndose hacia mi madre.

-No, no me ha dicho que fuera hoy. Pero tengo tanto miedo desde hace una semana...

Que pierda, para que nos veamos libres de eso y todo vaya como de costumbre.

-¡Entonces tampoco a ustedes se lo ha dicho! - exclamé yo -. ¡Qué hombre! He ahí una

prueba más de su indiferencia y de su altanería. ¿Qué les estaba diciendo hace un

momento?

-¿Y cuál ha sido el resultado? ¿Y quién te lo ha dicho? - atacaba Tatiana Pavlovna -.

¡Dilo de una vez!

-¡Aquí está él en persona! Quizá quiera decírnoslo -anuncié yo, al oír sus pasos en el

pasillo, y me senté muy aprisa cerca de Lisa.

-Hermano, por el amor de Dios, ten miramientos con mamá, sé paciente con Andrés

Petrovitch - me susurró ella.

-Tendré paciencia, con esa intención he vuelto.

Le estreché la mano.

Lisa me lanzó una mirada llena de desconfianza, y tenía razón.

 

II

Hizo su entrada, muy contento consigo mismo, tan contento que ni siquiera estimó

necesario ocultar su estado de ánimo. Por lo demás, había adquirido la costumbre, en

aquellos últimos tiempos, de desahogarse delante de nosotros sin la más mínima

ceremonia, no solamente en sus momentos malos, sino aun en sus accesos de alegría, lo

que todo hombre teme más que nada; y sin embargo él sabía muy bien que nosotros lo

comprenderíamos todo hasta el último detalle. Se abandonaba enormemente en su

presentación desde el año pasado, como lo había notado Tatiana Pavlovna: iba vestido

siempre convenientemente, pero con trajes viejos y sin elegancia. Estaba dispuesto a

llevar la misma camisa dos días seguidos, lo que apenaba a mi madre; en casa eso pasaba

por ser un sacrificio, y todo aquel grupo de mujeres abnegadas veía en eso incluso una

proeza. Llevaba siempre sombreros blandos, negros, de alas anchas; cuando se quitaba el

sombrero al entrar, todo un mechón de sus cabellos, muy espesos, pero con muchas

hebras blancas, le caía por la frente. Me gustaba mirar sus cabellos cuando se quitaba el

sombrero.

-Buenos días. Hoy tenemos aquí el completo. Incluso éste - señalándome -forma parte

del número. He oído su voz en el recibidor. Estaba hablando mal de mí, ¿verdad?

Cuando hacía chistes a costa mía, aquello era signo de buen humor. Naturalmente, no

repliqué. Entró Lukeria con todo un montón de cosas que puso sobre la mesa.

-¡Victoria, Tatiana Pavlovna! He ganado mi pleito, y los príncipes no se atreverán

seguramente a apelar. ¡El gato está en la talega! Ahora mismo acabo de encontrar quien

me preste mil rublos. Sofía, deja ahí tu labor, no te canses los ojos. Lisa, ¿vuelves del

trabajo?

-Sí, papá - respondió ella con ternura,

Le llamaba padre; por mi parte, yo nunca había querido conformarme a eso.

-¿Cansada?

-Sí.

-Deja ese trabajo, no vayas mañana, y abandónalo completamente.

-Pero, papá, eso me sentará mal.

-Te lo ruego... Detesto a las mujeres que trabajan, Tatiana Pavlovna.

-¿Y cómo vivir sin trabajar? ¿Qué haría una mujer que no trabajase?

-Ya lo sé, ya lo sé... todo eso está muy bien y es muy bonito, y doy mi aprobación de

antemano; pero de lo que estoy hablando sobre todo es del trabajo de la señora. Porque,

mirad, es una de las impresiones más penosas de mi infancia o, por decirlo mejor, de las

más falsas. En mis vagos recuerdos de la época en que yo tenía cinco o seis años, veo con

la mayor frecuencia, con desagrado naturalmente, alrededor de una mesa redonda un

conclave de mujeres inteligentes, severas y gruñonas, tijeras, telas, patrones y figurines

de moda. Toda esa gente discute y razona, agachando la cabeza grave y lentamente, sin

dejar de medir y calcular y preparándose a cortar. Todos esos rostros cariñosos, que me

quieren tanto, se han hecho de repente inabordables; que yo cometa la menor travesura, y

me echarán fuera inmediatamente. Incluso mi pobre niñera, que me sostiene de la mano y

ha dejado de responder a mis gritos y a mis tirones, es todo ojos y todo oídos como si

estuviese frente a un ave del paraíso. Pues bien, esa severidad en rostros inteligentes, ese

aire grave antes de comenzar el corte, lo experimento como un sufrimiento, incluso hoy

día, cuando pienso en ello. Tatiana Pavlovna, a usted le gusta apasionadamente cortar.

Por aristocrático que eso sea, yo prefiero una mujer que no haga nada en absoluto. No

creas, que esto va por ti, Sofía... Pero, ¿de qué sirve? La mujer no tiene necesidad de eso

para ser una gran potencia. Por lo demás, tú también lo sabes muy bien, Sonia (45). ¿Qué

piensa usted de esto, Arcadio Makarovitch? Seguramente opinará lo contrario.

-No, de ninguna manera - respondí -. Es una expresión excelente: la mujer como gran

potencia, aunque no comprendo todavía por qué relaciona usted eso con las labores de las

señoras. Y que sea imposible no trabajar cuando no se tiene dinero, eso lo sabe usted

mismo.

-¡Pues ahora se acabó! - Se volvió hacia mi madre, que estaba toda radiante (se había

echado a temblar cuando él se dirigió a mí) -. ¡Por lo menos en los primeros tiempos, que

yo no vea más trabajo por aquí! Lo pido por consideración a mí. Tú, Arcadio, como

verdadero joven de nuestro tiempo, debes de ser un poco socialista; pues bien, lo creas o

no, amigo mío, quienes más gustan de la ociosidad, son las gentes del pueblo, ese pueblo

dedicado eternamente al trabajo.

-Quizá lo que quieren es reposo, y no ociosidad.

-¡No, es desde luego la ociosidad, la holgazanería absoluta; ése es su ideal! He

conocido a uno de esos trabajadores eternos, que por lo demás no era del pueblo; era un

hombre bastante cultivado, capaz de razonar. Toda su vida, cada día quizá, soñaba con

gozo y delectación en la ociosidad perfecta. Por así decirlo, llevaba ese ideal hasta lo

absoluto, hasta la independencia ilimitada, la libertad perpetua del sueño y de la

contemplación ociosa. Aquello duró hasta el día en que se agotó completamente a fuerza

de trabajo: imposible volverlo a poner en pie; murió en el hospital. Yo estaba entonces

seriamente dispuesto a extraer la conclusión de que los gozos del trabajo habían sido

inventados por hombres desocupados, naturalmente hombres virtuosos. Ésa es una de las

«ideas ginebrinas» de finales del pasado siglo. Ah, Tatiana Pavlovna, recorté anteayer un

anuncio que traía el periódico. Helo aquí (se sacó un trozo de papel del bolsillo de arriba

del pantalón): es uno de esos «estudiantes» perpetuos que saben lenguas antiguas y

matemáticas y están dispuestos a marcharse a cualquier provincia, a un granero o no

importa dónde. Escuchad esto: «Profesora prepara ingreso en todos los establecimientos

de enseñanza (¡fijaos, en todos! ), y da clases de aritmética.» ¡Una línea solamente, pero

del todo clásica! Prepara para el ingreso en los establecimientos de enseñanza: parecería

que la aritmética debiera estar comprendida. ¡Pues no! Ella pone la aritmética aparte. Eso,

eso es la verdadera hambre, el último grado de la miseria. Esa torpeza es precisamente la

que me conmueve: con toda seguridad, ella no ha sido jamás profesora, es incapaz de

enseñar lo que quiera que sea. Pero no hay nada que hacer, es preciso llevar el último

rublo al periódico y anunciar que se prepara para el ingreso en todos los establecimientos

de instrucción y por añadidura que se dan lecciones de aritmética. Per tutto mundo e in

altri siti (46).

-Pues bien, Andrés Petrovitch, será necesario ir a ayudarla. ¿Dónde vive? - exclamó

Tatiana Pavlovna.

-¡Bah! ¡Hay tantas así! - y se guardó la dirección en el bolsillo -. En este paquete hay

regalos para ti, Lisa, y para usted, Tatiana Pavlovna. A Sofía y a mí no nos gustan las

golosinas. ¡También hay para ti, jovencito! Lo he elegido todo yo mismo en casa de

Elissieev y de Ballet (47). Hemos estado demasiado tiempo «muriéndonos de hambre»,

como dice Lukeria (nota bene: nunca se había muerto nadie de hambre en esta casa). Hay

ahí uvas, bombones, peras escarchadas y una tarta de fresas. Hasta he comprado un licor

maravilloso. Y cacahuetes. Es curioso cómo desde mi infancia siguen gustándome los

cacahuetes, Tatiana Pavlovna, y, usted lo sabe, los más sencillos de todos. Lisa es como

yo; también a ella le encanta cascar cacahuetes, como una ardillita. Nada más encantador,

Tatiana Pavlovna, que figurarse alguna vez, por casualidad, niño en el bosque, dispuesto

a coger cacahuetes... Es casi el otoño, pero los días son claros, a veces hace fresco, uno se

acurruca en los sitios perdidos, se interna en el bosque, las hojas huelen muy bien... ¡Veo

que me mira usted con simpatía, Arcadio Makarovitch!

-Es que también yo he pasado en el campo los primeros años de mi infancia.

-¿Cómo es eso? Me parece que por el contrario tú has vivido siempre en Moscú... a

menos que me equivoque.

-En casa de los Andronikov, él vivía en Moscú, en el momento en que usted llegó a11í.

Pero hasta entonces, estuvo en casa de la difunta tía de usted, Varvara Stepanovna, en el

campo - confirmó Tatiana Pavlovna.

-¡Toma, Sofía, mira, dinero, apriétalo! Para uno de estos días me han prometido cinco

billetes de mil.

-Entonces, ¿los príncipes no tienen ya ninguna esperanza?

-Absolutamente ninguna, Tatiana Pavlovna.

-Siempre he tenido verdadera simpatía por usted, Andrés Petrovitch, y por todos los

suyos, siempre he sido amiga de la casa. Pero por más que los príncipes me sean

desconocidos, les tengo lástima, se lo juro a usted. Sobre todo no se enfade, Andrés

Petrovitch.

-No tengo intención de repartir, Tatiana Pavlovna.

-Usted ya sabe cómo pienso, Andrés Petrovitch. Ellos habrían abandonado el asunto si

usted les hubiese ofrecido la partición desde el primer momento; hoy, naturalmente, es ya

demasiado tarde. Por lo demás, no es asunto mío... Lo que digo lo digo porque el difunto

desde luego no los habría olvidado en su testamento.

-No solamente no los habría olvidado, sino que desde luego se lo habría dejado todo a

ellos, No me habría olvidado más que a mí, si él hubiese hecho las cosas en regla y redac-

tado su testamento como Dios manda. Pero ahora tengo la ley en mi favor. Se acabó. Ni

puedo ni quiero repartir, Tatiana Pavlovna; es cosa hecha.

Pronunció estas palabras con irritación, cosa que se permitía raramente. Tatiana

Pavlovna se calló. Mi madre bajó los ojos un tanto tristemente: Versilov sabía que ella

aprobaba a Tatiana Pav1ovna.

«He aquí la bofetada de Ems», pensé en aquel instante. El documento que me había

entregado Kraft y que yo tenía en el bolsillo, habría sufrido una triste suerte si hubiese

caído en manos de Versilov. Pensé de pronto que todavía pesaba sobre mis espaldas todo

aquel asunto; aquel pensamiento, juntamente con todo lo demás, contribuyó a irritarme.

-Arcadio, me gustaría que te vistieses mejor, amigo mío. No estás mal vestido, pero, en

lo sucesivo, podré recomendarte a un francés, muy concienzudo y que tiene gusto.

-Le pediré a usted que no me haga jamás una proposición semejante - espeté

bruscamente.

-¿Cómo es eso?

-¡Oh! No veo en eso nada de humillante, pero usted y yo no estamos tan de acuerdo a

incluso más bien estamos en desacuerdo, puesto que estos días, desde mañana, déjo de ir

a casa del príncipe, ya que no veo que haya la menor necesidad de hacerlo.

-Pero ir allí, estar a su lado, ¿no es eso una tarea?

-Tales pensamientos son humillantes.

-No comprendo. Y además, si eres tan puntilloso, no tienes más que no tomar su dinero,

aunque hagas acto de presencia. Vas a apenarlo enormemente; él ya te tiene mucho

afecto, créeme... En fin, haz lo que quieras...

Se le notaba que estaba descontento.

-Dice usted que no le coja su dinero. Y justamente, por causa de usted, he cometido hoy

una infamia: usted no me había advertido de nada y hoy le he reclamado al príncipe mi

sueldo del mes.

-Pero eso es porque tú has querido. Confieso que yo no creía que fueses a reclamar.

¡Sin embargo, qué hábiles sois todos hoy en día! Ya no hay juventud, Tatiana Pavlovna.

Estaba terriblemente amargado. Yo también,

-Me hacía falta sin embargo arreglar mis cuentas con usted... Es usted quien me ha

obligado, y ahora no sé qué hacer.

-A propósito, Sofía, devuélvele inmediatamente a Arcadio sus sesenta rublos. Y tú,

amigo mío, no te enfades por este arreglo de cuentas precipitado. Te adivino en la cara

que estás maquinando alguna empresa y que tienes necesidad... de fondos para gastos o

para alguna cosa de ese estilo.

-Ignoro lo que expresa mi cara, pero no esperaba que mamá le hablase a usted de ese

dinero, siendo así que yo le había rogado a ella que no dijese nada,

Miraba a mí madre, y mis ojos lanzaban relámpagos. No sabría decir hasta qué punto

me sentía vejado.

-Arkacha, hijo mío, perdóname, por el amor de Dios, no he podido evitar decírselo...

-Amigo mío, no le guardes rencor porque me haya descubierto tus secretos - dijo él

dirigiéndose a mí -. Y además, la intención era buena: la madre ha querido sencillamente

ufanarse de los sentimientos de su hijo. Pero, créelo, yo habría adivinado, sin necesidad

de eso, que eras un capitalista. Todos tus secretos están escritos en tu rostro leal. Él tiene

su «idea», Tatiana Pavlovna, ya se lo dije a usted.

-Dejemos mi rostro leal - continué yo, rabioso -. Sé que con frecuencia usted lee los

pensamientos de la gente, aunque en otros casos no vea usted más allá de la punta de la

nariz. Siempre me ha asombrado su perspicacia. Pues bien, sea. Tengo mi « idea».

Evidentemente ha empleado usted esa expresión por casualidad, pero no temo confesarlo;

tengo mi «idea». Y ni tengo miedo ni me da vergüenza de ella.

-Sobre todo no tengas vergüenza de ella.

-Y sin embargo no se la revelaré a usted.

-Es decir, que no me juzgarás digno de semejante cosa. Es inútil, ámigo mío, conozco

yo las sustancias de tu idea. En todo caso, es:

Me retiro al desierto (48).

Tatiana Pavlovna, mi opinión es que quiere convertirse en Rothschild o en alguna cosa

por el estilo, y retirarse dentro de su grandeza. Naturalmente, nos concederá

magnánimamente, a usted y a mí, una modesta pensíón; a mí quizá no, pero lo que sí es

seguro, es que pasará entre nosotros como un meteoro. Como la luna nueva; salida y, en

el mismo momento, desaparecida.

Me sobresalté. Desde luego, no era más que una coincidencia: él no sabía nada, hablaba

de una cosa muy distinta, aunque hubiese nombrado a Rothschild, pero ¿cómo podía

definir con tanta exactitud mis sentimientos: romper con ellos y retirarme? Lo había

adivinado todo. Y quería con anticipación sazonar con su cinismo lo trágico de la cosa.

Estaba furioso; no se podía dudar de eso.

-Mamá, perdóname mi exclamación, tanto más cuanto que, de todas maneras, era

imposible ocultarme de Andrés Petrovitch.

Fingí echarme a reír y me esforcé, al menos por un instante, en convertirlo todo en una

broma.

-Lo mejor que ha habido en esto, querido mío, es que te has reído. Es difícil imaginarse

hasta qué punto se gana con eso, incluso exteriormente. Lo digo muy en serio. Tatiana

Pavlovna, la verdad es que el muchacho tiene siempre el aspecto de estar incubando en su

cabeza algo tan grave, que él mismo se avergüenza.

-Le ruego seriamente que tenga un poco más de compostura, Andrés Petrovitch.

-Tienes razón, amigo mío; pero sin embargo hacía falta decirlo una vez, para no volver

más sobre esto. No has venido de Moscú más que para rebelarte. He ahí lo único que

sabemos hasta ahora del motivo de tu llegada. Naturalmente, no hablaré de que hayas

venido para asombrarnos. Seguidamente, desde hace un mes que estás aquí, no haces más

que burlarte de nosotros; sin embargo, tú eres un hombre inteligente, por lo que parece, y

con esa cualidad podrías dejar esas risitas para la gente que no tiene más medio que ése

para vengarse de su nulidad. Te cierras siempre, siendo así que tu aspecto leal y tus

mejillas rojas manifiestan que podrías mirar cara a cara a todo el mundo con una perfecta

inocencia. Es hipocondríaco, Tatiana Pavlovna; no llego a comprender por qué hoy en día

todos son hipocondríacos.

-Si no sabe usted ni siquiera dónde me he criado, ¿cómo va a saber que soy

hipocondríaco?

-He ahí todo el misterio: estás dolido de que yo haya podido olvidar dónde te has

criado.

-En lo más mínimo, no me atribuya usted semejante tontería. Mamá, Andrés Petrovitch

me ha felicitado hace un momento por haberme reído; riámonos, pues; ¿por qué hemos

de estar hechos unos mustios? ¿Quieren ustedes que les cuente historias divertidas sobre

mi persona? Sobre todo teniendo en cuenta que Andrés Petrovitch no sabe nada de mis

aventuras.

Yo estaba en ebullición. Sabía que nunca más volveríamos a encontrarnos juntos como

hoy y que una vez salido de aquella casa no volvería nunca. Por eso, en la víspera de todo

aquello, no pude contenerme más. Fue él mismo quien provocó aquel desenlace.

-Eso es muy agradable, con tal que sea verdaderamente divertido - observó él

mirándome con ojos penetrantes -. Te has vuelto un poco salvaje, amigo mío, allí donde

te has criado. Por lo demás, a pesar de todo, estás aún bastante presentable. Está

encantador hoy, Tatiana Pavlovna, y ha hecho usted muy bien en abrir por fin ese

paquete.

Pero Tatiana Pavlovna frunció las cejas; ni siquiera se volvió y continuó abriendo el

paquete y colocando los regalos sobre los platos. Mi madre también se quedó perpleja,

comprendiendo y presintiendo que las cosas tomaban un mal camino. Mi hermana, una

vez más, me empujó con el codo.

-Quiero contarles sencillamente - comencé a decir con el aire más desenvuelto - cómo

un padre se encontró por primera vez con su hijo querido. Eso sucedió justamente «a11í

donde te has criado».

-Pero, amigo mío, ¿no resultará eso... aburrido? Ya sabes: touts les genres...

-No frunza usted las cejas, Andrés Petrovitch, no es en absoluto lo que usted cree.

Quiero hacerles reír a todos.

-¡Que Dios te oiga, querido mío! Ya sé que nos quieres a todos y que... no te interesará

turbar nuestra velada - susurró él con aspecto falsamente desenvuelto.

---Será seguramente por mi rostro por lo que habrá adivinado usted que le quiero, ¿no?

-Sí, en parte por tu rostro.

-Pues bien, por rni parte, yo he adivinado desde hace mucho tiempo en el rostro de

Tatiana Pavlovna que está enamorada de mí. No me lance usted miradas tan feroces, Ta-

tiana Pav1ovna, es preferible reír. ¡Es preferible reír!

Ella se volvió bruscamente hacia mí y durante medio minuto me estuvo mirando con

ojos penetrantes:

-¡Ten cuidado!

Y me amenazaba con el dedo, tan seriamente, que aquello no podía relacionarse apenas

con mi broma estúpida, sino que se parecía más bien a una advertencia: «¿Es que te

empeñas en empezar? »

-Andrés Petrovitch, ¿no se acuerda usted entonces de cómo nos encontramos en la vida

por primera vez?

-Lo he olvidado, te lo juro, y te pido por eso sinceramente perdón. Me acuerdo

solamente de que fue hace mucho tiempo... y ya no sé dónde...

-Y usted, mamá, ¿no se acuerda usted de cuando estaba en el campo, en el pueblo

donde fui criado hasta los seis o siete años, creo? ¿Ha vivido usted verdaderamente en ese

pueblo, o bien es en sueños como me parece haberla visto por primera vez? Hace mucho

tiempo que quería hacerle a usted esta pregunta, y retrocedía siempre; ahora ha llegado el

momento.

-¡Cómo, mi pequeño Arcadio! Naturalmente, fui tres veces de visita a casa de Varvara

Stepanovna; la primera vez cuando tú tenías apenas un año, la segunda cuando habías

cumplido ya los cuatro, y luego cuando tenías más de diez años.

-Eso es. Todo este mes he estado queriendo hacerle la pregunta.

Mi madre enrojeció intensamente ante la brusca afluencia de recuerdos y me preguntó

conmovida:

-¿Es posible, mi pequeño Arcadio, que te acuerdes de mí?

-No me acuerdo de nada y no sé nada; solamente ha quedado algo del rostro de usted en

el fondo de mi corazón y para toda mi vida, y además, me ha quedado el saber que es

usted mi madre. Todo ese pueblo lo veo hoy como en un sueño. Incluso me he olvidado

de mi ama. Esa Varvara Stepanovna... Me acuerdo de ella un poco, solamente porque

tenía siempre vendas en las mejillas. Aún veo de nuevo, alrededor de la casa, árboles

inmensos, creo que tilos; luego, algunos días, un sol fuerte entrando por las ventanas

abiertas, platabandas de flores, una alameda, y a usted, mamá, no vuelvo a verla

claramente más que un solo instante: cuando me dieron la comunión en la iglesia del

pueblo y usted me cogió en brazos para hacerme recibir la hostia y besar el cáliz; era en

verano, una paloma atravesó la cúpula, de una ventana a otra... (49).

-¡Señor! Eso es completamente verdad - mi madre cruzó las manos -; me acuerdo de

esa paloma. En el momento mismo de comulgar, te pusiste muy agitado y gritabas: « ¡La

paloma, la paloma! »

-El rostro de usted, o por lo menos parte, una expresión, se quedó tan grabado en mí

memoria, que hace cinco años, en Moscú, la reconocí inmediatamente como mi madre,

aunque nadie me lo dijese. Luego, después de mi primer encuentro con Andrés

Petrovitch, se me sacó de casa de los Andronikov; yo había pasado con ellos, dulce y

alegremente, cinco años seguidos. Me acuerdo con sus menores detalles de cómo era su

casa en un edificio del Estado y de todas aquellas señoras y señoritas que hoy han

envejecido tanto, y de la casa llena, y el mismo Andronikov, que traía en persona de la

ciudad las provisiones, la volatería, los corderos y los lechoncíllos y nos servía él mismo

la sopa en la mesa, en lugar de su mujer, que se las daba siempre de orgullosa; nosotros

nos burlábamos de eso y él era el primero en hacerlo. Fue a11í donde las jovencitas me

enseñaron el francés, pero lo que más me gustaba eran las fábulas de Krylov (50); me

aprendí de memoria muchísimas y cada día le declamaba una a Andronikov: yo entraba

sin vacilar en su pequeño despacho, estuviese ocupado o no. Pues bien, a causa de una de

esas fábulas trabé conocimiento con usted, Andrés Petrovitch... Veo que empieza usted a

acordarse.

-En efecto, estoy recordando un poco, querido mío... ¿Qué es lo que me contaste

entorces... una fábula, o bien un pasaje de Aflicción de espíritu? (51). De todos modos,

¡qué memoria tienes!

-¡Memoria! ¡Eso es lo de menos! Es el único recuerdo que he conservado toda mi vida.

-¡Magnífico, magnífico, amigo mío! Me interesas.

Incluso sonrió, y después de él sonrieron mi madre y mi hermana. La confianza

retornaba; únicamente Tatiana Pavlovna, que se había sentado en un rincón después de

haber colocado los regalos sobre la mesa, continuaba atravesándome con una mirada

desagradable.

-He aquí la historia - proseguí yo -. Un buen día mi amiga de la infancia, Tatiana

Pav1ovna, que siempre ha surgido de improviso en mi existencia, como pasa en el teatro,

vino a buscarme, se me llevó a un coche y se me depositó en un palacio señorial, en un

lujoso apartamiento. Usted se había alojado entonces, Andrés Petrovitch, en la mansión

de los Fanariotova, en la casa desocupada en aquellos momentos -y que ella le había

comprado a usted antaño; ella estaba en el extranjero. Yo llevaba siempre blusas; para

aquello me pusieron de repente un bonito traje azul y ropa de la más fina. Tatiana

Pavlovna pasó todo el día junto a mí y me compró toda clase de cosas; yo recorría las

habitaciones vacías y me miraba en todos los espejos. Pues bien, no sé cómo fue, pero el

caso es que, a la mañana siguiente, a eso de las diez, barzoneando por el apartamiento,

entré de repente, por casualidad, en el despacho de usted. Ya la víspera le había visto en

el momento en que se me acababa de conducir, pero solamente de paso, en la escalera.

Usted bajaba para subir al coche e ir a no sé dónde: se encontraba usted entonces solo en

Moscú, por muy poco tiempo y después de una larga ausencia, de forma que le

reclamaban de todas partes y no estaba usted casi nunca en casa. Al encontrarnos a

Tatiana Pavlovna y a mí, usted solamente exclamó: « ¡Ah! », pero sin ni siquiera

detenerse.

Describe con verdadero amor - observó Versilov, dirigiéndose a Tatiana Pavlovna.

Ella se alejó sin responder.

-Le veo como si todavía me encontrase allí, tal como usted era entonces, florido y

guapo. Es asombroso cómo ha podido usted envejecer y afearse tantísimo en estos nueve

años, perdóneme la franqueza. Por lo demás, ya en aquellos momentos tenía usted los

treinta y siete años cumplidos, pero yo no podía cansarme de mirarlo. ¡Qué cabellos más

asoinbrosos!, casi enteramente negros, brillantes, sin un pelo blanco, bigotes y patillas de

un acabado de joyero, no encuentro otra expresión; un rostro pálido y mate, pero no de

una palidez enfermiza como la de hoy, pero, espere... Un rostro como el de su hija de

usted, Ana Andreievna, a la que he tenido el honor de ver hace un rato; ojos ardientes y

sombríos, dientes deslumbrantes, sobre todo cuando usted se reía. Precisamente se echó

usted a reír al mirarme, cuando entré en su despacho; yo no sabía entonces distinguir las

cosas, y su sonrisa me alegró el corazón. Llevaba usted aquella mañana una chaqueta de

terciopelo azul marino, una bufanda de tonalidad Solferino, una maravillosa camisa

guarnecida de encajes de Alençon; estaba usted delante del espejo, con un cuaderno en la

mano, en plan de estudiar y de declamar el último monólogo de Tchatski y en particular

su último grito: « ¡Mi coche, mi coche!» (52).

-¡Oh, Dios mío - exclamó Versilov -, lo que él dice es verdad! Yo había aceptado

entonces, a pesar del poco tiempo de que disponía en Moscú, el desempeñar el papel de

Tchatski en casa de Alejandra Petrovna Vipovtova, en su teatrito privado, a causa de la

enfermedad de Jileiko (53).

-¿Y lo había usted olvidado? - preguntó Tatiana Pavlovna echándose a reír.

-¡Me lo ha recordado él! Y lo confieso, ¡aquellos pocos días en Moscú fueron quizá los

mejores de mi vida! Éramos entonces todos tan jóvenes... esperábamos todas las cosas

con un ardor tal... Me encontré entonces en Moscúcon tantas... Pero continúa, hijo mío,

has hecho muy bien esta vez al entrar en detalles...

-Yo estaba allí plantado, mirándole. De repente grité: « ¡Oh, qué bien está, ése es el

verdadero Tchatski! » Usted se volvió innediatamente para preguntarme: « ¿Es que tú

conoces ya a Tchatski? » Luego se sentó usted en el diván y con el mejor humor del

mundo se puso a tomar el café. Yo le habría abrazado. Entonces le confié que en casa de

Andronikov todo el mundo leía mucho, que las señoritas sabían muchos versos de

memoria, que representaban entre ellas escenas de Griboiedov y que, toda la semana

pasada, se había leído en reunión y en. alta voz los Relatos de un cazador (54), en fin,

que me gustaban sobre todo las fábulas de Krylov y que me las sabía de memoria. Usted

me invitó a recitar algo, y yo dije La novia difícil: «Una novia soñaba con su novio...»

(55).

-_.¡Eso es, eso es, ahora me acuerdo de todo! - exclamó de nuevo Versilov .... Pero,

amigo mío, me acuerdo también de ti. Tú eras entonces un muchachito lindísimo, un

muchachito delicioso, y, te lo juro, has perdido mucho durante estos nueve años.

En aquel momento, la misma Tatiana Pavlovna se echó a reír. Estaba claro que Ardrés

Petrovitch se burlaba y me pagaba con mi misma moneda. Todo el mundo se alegró, y

estuvo muy bien dicho.

-A medida que yo recitaba, usted se sonreía, peró no había llegado todavía a la mitad

cuando me detuvo, tocó la campanilla y dio orden al criado que entró en aquel momento

de que llamase a Tatíana Pavlovna, que acudió en seguida con un aspecto tan gozoso,

que, después de haberla visto la víspera, casi no la reconocí. En presencia de Tatiana

Pavlovna, volví a empezar La novia difícil y terminé brillantemente (56); Tatiana

Pavlovna me sonrió, y usted, Andrés Petrovitch, usted incluso llegó a gritarme: « ¡Bravo!

», y se puso a observar con ardor que, si se hubiese tratado de La cigarra y la hormiga no

habría habido nada de particular en que un niño inteligente, a mi edad, la recitase con

gusto, pero que... aquella fábula:

Una novia soñaba con su amado.

En eso no hay pecado...

»Escuche cómo dice eso de: «En eso no hay pecado». En una palabra, estaba usted

entusiasmado. Entonces se puso usted a hablar en francés con Tatiana Pavlovna.

Inmediatamente ella frunció las cejas y empezó a poner objeciones, incluso muy

acaloradamente; pero, como es imposible contradecir a Andrés Petrovitch si tiene ganas

de algo, Tatiana Pavlovna me llevó en seguida a su casa: a11í me lavaron una vez más la

cara y las manos, me cambiaron la ropa interior, me dieron pomada y hasta me rizaron.

Luego, por la noche, la misma Tatiana Pavlovna se vistió suntuosamente, mucho más de

lo que yo hubiera creído, y me llevó en coche. Por primera vez en mi vida, iba yo al

teatro, a una función de aficionados en casa de Vitovtova: candelabros, bustos, señoras,

militares, generales, señoritas el telón, las filas de sillas... yo todavía no había visto nada

parecido. Tatiana Pavlovna escogió un sitio modesto en una de las últimas filas y me hizo

sentar junto a ella. Naturalmente, también había niños como yo, pero yo no miraba ya

nada, aguardaba, latiéndome violentamente el corazón, que la función empezara. Cuando

usted entró en escena, Andrés Petrovitch, me quedé entusiasmado, entusiasmado hasta las

lágrimas; el porqué, lo ignoro. ¿Por qué esas lágrimas de entusiasmo? He aquí algo que

siempre me ha parecido raro, me he acordado de eso durante estos nueve años. Yo seguía

la comedia, y el corazón se me paraba; todo lo que yo comprendía, evidentemente, era

que ella le había traicionado, y que gentes imbéciles a indignas de tocarle un dedo del pie

se burlaban de él. Mientras que él declamaba en el baile, yo comprendía que estaba

humillado, pero que él era grande, muy grande (57 ). Sin duda, mi preparación en casa de

Andronikov me ayudó a comprender, pero también la manera como usted representó su

papel, Andrés Petrovitch. Por primera vez, yo veía teatro. En el momento de la partida,

cuando Tchatski grita: « ¡Mi coche, mi coche! » (usted daba un gríto asombroso), boté de

mi silla y con toda la sala, en una tempestad de aplausos, me puse a dar palmadas y a gri-

tar con todas mis fuerzas: ¡Bravo!

»Me acuerdo también de que en aquel mismo instante sentí un alfiler que se me clavaba

detrás «un poco por debajo de la cintura»; era Tatiana Pavlovna que me pinchaba furio-

samente, pero yo no le echaba cuenta. Como es natural, inmediatamente después de la

función, Tatiana Pavlovna me llevó a casa: «No te irás a quedar a bailar, y por causa tuya

no me quedo yo», y estuvo usted gruñendo contra mí, en el coche, Tatiana Pavlovna,

durante todo el camino de regreso. Me pasé la noche en un delirio, y al día siguiente a las

diez ya estaba otra vez delante del despacho, pero la puerta estaba cerrada: tenía usted

visita, estaba tratando de negocios; en seguida usted desapareció de repente durante todo

el día hasta la noche, y ya no le vi más. ¿Qué quería decirle? Lo he olvidado, ni siquiera

entonces lo sabía, pero queria apasionadamente verle de nuevo lo antes posible. A la

mañana síguiente, a las ocho, usted partió para Serpukhov (58); acababa usted de vender

su hacienda de Tula para calmar a los acreedores, pero todavía le quedaba un buen

pedazo, y por eso era por lo que había venido usted a Moscú, donde hasta aquel día no

había podido mostrarse públicamente por miedo a los acreedores; y entre todos ellos,

únicamente aquel grosero personaje de Serpukhov se negaba a aceptar la mitad en lugar

del total de la deuda. Tatiana Pavlovna ni siquiera respondía a mis preguntas: «Estáte

tranquilo, pasado mañana te llevaré a la pensión, prepárate, coge tus cuadernos, arregla

tus libros y aprende a hacer tú mismo la maleta. No está usted destinado a vivir como un

príncipe, caballero», etc., etc.; muletilla con la que me estuvo usted martillando los oídos

durante aquellos tres días, Tatiana Pav1ovna. Y en efecto, me llevó usted a la pensión

Tuchard, a mí, inocente y enamorado como estaba de usted, Andrés Petrovitch.

Comprendo que aquel encuentro no fue más que una casualidad absurda, pero, créalo o

no, sé que meses más tarde todavía quería escaparme de casa de Tuchard para ir en su

busca.

-Lo has contado admirablemente, has despertado todos mis recuerdos - recalcó Versilov

-Pero lo que más me choca en tu historia es la riqueza de ciertos detalles particulares, a

propósito de mis deudas, por ejemplo. Sin hablar de una cierta inconveniencia propia de

tales detalles, no veo dónde has podido adquirirlos.

-¿Esos detalles? ¿Que dónde los he adquirido? Se lo repito, durante estos nueve años,

no he tenido otra ocupación que la de recoger detalles sobre usted.

-¡Singular confesión, ocupación singular!

Me volvió la espalda, medio tendido en su sillón, y esbozó un ligero bostezo, voluntario

o no, lo ignoro.

-¿Debo continuar contándole cómo quise escaparme de casa de aquel Tuchard?

-¡Prohíbaselo, Andrés Petrovitch!- ¡Repréndalo, expúlselo de aquí! - profirió Tatiana

Pavlovna.

-No, Tatiana Pavlovna - respondió Versilov expresivamente -. Arcadio tiene sin duda

algún proyecto. Es completamente indispensable dejarlo terminar. ¡Que continúe!

¡Que haga su relato y que se libre de él! Por lo demás, eso es todo lo que él quiere,

librarse de ese peso para siempre. Vamos, querido mío, empieza tu nueva historia. Nueva,

es una manera de hablar, porque, estáte tranquilo, conozco el final.

 

IV

-Quería escaparme, huir junto a usted, es muy sencillo. Tatiana Pavlovna, ¿se acuerda

usted de que, quince días después de mi entrada en la pensión Tuchard, le envió a usted

una carta? ¿No se acuerda? María Ivanovna me enseñó esa carta mucho más tarde; estaba

también en los papeles de Andronikov. Tuchard se había dado cuenta de pronto de que

había pedido demasiado poco, y le comunicaba a usted «dignamente» que educaba en su

establecimiento a príncipes y a hijos de senadores, y que juzgaba indigno de ese

establecimiento tener a un pensionista cuyo origen era como el mío, a menos que se le

pagase un suplemento.

-Mon cher, bien podrías...

-¡No es nada, no es nada! - interrumpí yo -; no tengo más que una palabra que decir de

Tuchard. Usted le respondió desde el campo, Tatiana Pavlovna, quince días más tarde,

con una negativa categórica. Lo veo, todavía todo encarnado, entrar en nuestra clase. Era

un francés bajito, rechoncho y gordo, de unos cuarenta y cinco años y llegado realmente

de París; antiguo zapatero remendón, como es lógico, pero se había instalado en Moscú,

desde tiempo inmemorial, como profesor de francés con título, y poseía incluso diplomas

de los que estaba extremadamente orgulloso; un hombre profundamente inculto (59). En

su casa sólo estábamos seis internos; había efectivamente entre ellos el sobrino de un se-

nador moscovita. Vivíamos todos en su casa absolutamente en familia, casi siempre bajo

la vigilancia de su esposa, una señora muy amanerada, hija de un oscuro funcionario

ruso. Durante aquellos quince días me jacté terriblemente delante de mis camaradas, me

ufanaba de mi chaquetilla azul y de mi papá Andrés Petrovitch y, cuando me preguntaba

por qué me llamaba Dolgoruki y no Versilov, la pregunta no me turbaba lo más mínimo,

porque yo mismo ignoraba el porqué.

--¡Andrés Petrovitch! - gritó Tatiana Pavlovna con un tono casi amenazador.

Por el contrario, mi madre me escuchaba sin perder una sola palabra y deseaba

evidentemente verme continuar.

-Ce Tuchard..., to recuerdo en efecto, aquel hombrecillo bullidor - dijo Versilov entre

dientes -; me habían dado de él los mejores informes...

-Ce Tuchard entró pues con la carta en la mano, se acercó a nuestra gran mesa de roble,

ante la cual empollábamos los seis no sé ya qué lección, me agarró fuertemente por el

hombro, me hizo levantar y me ordenó que cogiese mis cuadernos. «Tu sitio no está aquí,

sino allí.» Y me mostró un cuartito minúsculo a la izquierda del recibidor, donde había

una mesa vulgar, una silla de enea y un diván recubierto de hule, exactamente como hoy

en una buhardilla. Me dirigí a11í con asombro y poniéndome muy colorado; todavía

nunca se me había tratado con grosería semejante. Media hora después, cuando Tuchard

hubo salido de la clase, fui a cambiar guíños y a reírme con los camaradas; naturalmente,

se burlaban de mí, pero yo no sospechaba nada y creía que nos reíamos juntos porque

estábamos contentos. En aquel momento apareció Tuchard. Me cogió por un mechón de

pelos y me arrastró. «No te atrevas a ir más con hijos de buena familia. Tú eres de

extracción vil, no eres más que una especie de lacayo.» Y me golpeó muy dolorosamente

la mejilla llenita y colorada. La cosa le agradó, empezó una segunda vez, luego una terce-

ra. Me deshice en lágrimas. Estaba terriblemente sorprendido. Me quedé una hora larga

con la cabeza oculta entre las manos, llorando a todo llorar. Sucedía algo que yo no lle-

gaba a comprender. No comprendía cómo un hombre sin maldad como Tuchard, un

extranjero, el mismo que se había alegrado tanto con la liberación de los campesinos

rusos, podía pegarle a un niño ingenuo como yo. En el fondo yo estaba solamente

asombrado, nada ofendido; todavía no sabía sentir las ofensas. Me parecía que yo había

cometido alguna travesura, que una vez castigado se me perdonaría y que de nuevo

estaríamos todos contentos, iríamos a jugar al patio y reanudaríamos la buena vida.

-Amigo mío, si yo hubiese sabido. .. - dijo Versilov con la sonrisa negligente de un

hombre un poco cansado - qué loco era aquel Tuchard... En fin, no pierdo aún la

esperanza de que reunirás tu valor a manos llenas, que nos perdonarás por fin todo esto y

que reanudaremos la buena vida.

Se siguió un bostezo enérgico.

-Pero si yo no acuso a nadie, absolutamente a nadie, no me quejo ni siquiera de

Tuchard, créame - grité yo, un poco desorbitado -. Por lo demás, no me pegó más que por

espacio de dos meses. Me acuerdo de que yo siempre quería desarmarlo, me lanzaba

hacia él para besarle las manos, y se las besaba, llorando con todas las lágrimas de mi

cuerpo. Los camaradas se burlaban de mí y me despreciaban, porque Tuchard me

utilizaba a veces como criado suyo, me ordenaba que le trajera su ropa cuando él se

vestía. En esto mi servilismo encontró instintivamente en qué emplearse: yo trataba con

todas mis fuerzas de agradarle, sin mostrarme ofendido en lo más mínimo, porque aún yo

no comprendía nada, y hasta hoy mismo me asombro de haber sido tan idiota como para

no comprender cuán por debajó estaba de todos ellos. Sin duda mis camaradas me

explicaban ya muchas cosas; yo estaba en una buena escuela. Tuchard acabó por preferir

los puntapiés en el trasero a los golpes en la cara; seis meses después comenzó incluso a

acariciarme de cuando en cuando; solamente que yo estaba seguro de que me pegaría por

lo menos una vez al mes, para hacerme recordar cuál era mi puesto. Bien pronto se me

volvió a poner con los demás niños, se me dejó jugar con ellos, pero ni una sola vez en el

curso de aquellos dos años y medio olvidó Tuchard la diferencia de nuestras condiciones

sociales y, aunque sin exagerar, no dejaba de emplearme constantemente para su servicio,

y creo que eso era también a título de recordatorio.

»Me fugué, es decir, pensé fugarme, cinco meses después de aquellos dos meses

primeros. En general siempre he sido lento en decidirme. Cuando me acostaba y me

tapaba con la manta, me ponía inmediatamente a soñar con usted, Andrés Petrovitch,

únicamente con usted; ignoro en absoluto por qué era así. Le veía a usted incluso en

sueños. Y sobre todo soñaba una y otra vez, siempre apasionadamente, que usted venía

de pronto y se me aparecía, que yo me echaría en sus brazos, que me sacaría usted de

aquel sitio y me llevaría a su casa, a su despacho, que iríamos juntos al teatro, y así suce-

sivamente. Sobre todo, que ya no nos separaríamos nunca más: aquello era lo principal.

Cuando me despertaba por las mañanas, tropezaba en seguida con las burlas y el desdén

de los chiquillos; a uno de ellos se le antojó pegarme y obligarme a que le limpiase los

zapatos; me trataba dándome toda clase de nombres insultantes, empeñándose sobre todo

en hacerme comprender mi origen, para la mayor alegría de todos los oyentes. Cuando

por fin llegaba Tuchard, había siempre en mi interior algo que resultaba intolerable. Yo

comprendía que no se me perdonaría nunca. Empezaba ya a comprender poco a poco qué

era lo que no se me perdonaría y cuál era mi crimen. Por eso resolví huir. Llevaba ya so-

ñando dos meses con aquello; por fin la decisión quedó tomada; era en septiembre.

Aguardé a que llegase un sábado, cuando todos mis camaradas se hubiesen dispersado

para pasar el domingo; y me hice cuidadosamente un paquete con los objetos más

indispensables; por todo dinero tenía dos rublos. Quería aguardar a que llegase el

crepúsculo:.«entonces bajaré por la escalera», me decía yo, «saldré y luego ire adelante».

¿Adónde? Yo sabía que Andronikov había partido para Petersburgo, y resolví descubrir

la casa de Fanariotova junto al Arbat (60). «Pasaré la noche no importa dónde, pa-

seándome o sentado en un banco; por la mañana le preguntaré a alguien en el patio:

¿dónde está ahora Andrés Petrovitch, y, si no está en Moscú, en qué ciudad o en qué

país? No dejarán de decirmelo. Me iré, y a continuación preguntaré en otra parte y a otra

persona: ¿por qué sitio salir para dirigirse a tal o cuál ciudad? Saldré e iré, iré por la

carretera general. Caminaré siempre; pasaré la noche no importa dónde o bajo los

matorrales, no comeré más que pan, con dos rublos tendré para mucho tiempo.» Pero el

sábado fue imposible escaparme; hubo que esperar hasta el día siguiente, domingo; como

hecho adrede, Tuchard y su mujer se ausentaron. No quedamos en toda la casa más que

Ágata y yo. Aguardé la noche con una emoción terrible. Estaba sentado, me acuerdo muy

bien, delante de la ventana de nuestra clase, mirando por ella la polvorienta caile con sus

casitas de madera y sus escasos transéúntes. Tudhard vivía en el fin del mundo y desde

nuestras ventanas se veía la puerta de las murallas de la ciudad: ¡si fuese la buena!, me

decia yo. El sol se ponía espléndidamente rojo, el cielo estaba helado, un viento áspero,

exactamente como el de hoy, levantaba el polvo. Por fin la oscuridad cayó íntegramente;

me planté delante del icono y recé, pero aprisa, aprisa, porque estaba muy apurado de

tiempo; cogí mi hatillo y bajé de puntillas nuestra escalera chirriante, con un miedo

terrible de que Ágata me oyese desde la cocina. La llave estaba en la puerta. Abrí y de

repente la noche negra me rodeó, como un desconocido peligroso y sin límites, y el

viento se me llevó la gorra. Yo estaba ya fuera. En la acera opuesta resonó el grito ronco

de un borracho que maldecía; me detuve, miré, y volví a entrar muy silenciosamente.

Muy silenciosamente subí la escalera, muy silenciosamente me desnudé, solté el hatillo y

me acosté boca abajo, sin lágrimas y sin pensamientos. Pues bien, desde aquel instante es

cuando me puse a pensar, Andrés Petrovitch. Sí, desde el momento en que me di cuenta

de que no era sólo un criado, sino también un cobarde. Entonces fue cuando empezó mi

desarrollo verdadero y regular.

-¡Y en aquel momento fue cuando yo también empecé a comprender lo que tú eres en

realidad! - Era Tatiana Pavlovna que brincaba de pronto, y de manera tan inesperada, que

me cogió completámente desprevenido -. ¡No fue solamente en aquel momento cuando

fuiste un criado, lo eres siempre, tienes alma de criado! ¿Qué habría podido impedirle a

Andrés Petrovitch que hiciera de ti un aprendiz de zapatero? ¡Incluso te habría hecho un

favor enseñándote un oficío! ¿Quién habría podido exigir más de él, quién exigía algo?

Tu padre, Makar Ivanovitch, no rogaba solamente, sino que casi exigía que no te sacasen

de tu condición. No, tú no aprecias bastante lo que él ha hecho por ti al conducirte hasta

la Universidad. Gracias a él gozas de los derechos de las clases superiores. Los niños le

hacían burla, miren ustedes, y entonces ha jurado vengarse de la humanidad... ¡No eres

más que un canalla!

Lo confieso, me quedé aplastado por aquella salida. Me levanté y miré un momento sin

encontrar nada que responder.

--Lo que Tatiana Pavlovna acaba de decirme me resulta nuevo en efecto - dije,

volviéndome por fin deliberadamente hacïa Versilov -. Soy en efecto lo bastante criado

para no contentarme con que Versilov no haya hecho de mí un zapatero. Ni siquiera los

derechos de las clases superiores me han enternecido, reclamo a todo Versilov, réclamo

un padre... eso es lo que me hace falta. ¿No quiere decir eso que yo sea un criado? Mamá,

tengo siempre sobre mi conciencia, desde hace ya ocho años, el momento en que usted

vino sola a verme a casa de Tuchard y la manera como la recibí a usted entonces. Pero no

es éste el momento de hablar de eso, Tatiana Pavlovna no lo permitirá. Hasta mañana,

mamá, quizá volvamos a vernos todavía. Tatiana Pavlovna, ¿qué diría usted si soy aún lo

bastante criado para no poder admitir que una persona se vuelva a casar viviendo su

mujer? Sin embargo, eso es lo que estuvo a punto de pasarle a Andrés Petrovitch en Ems.

Mamá, si no quiere usted quedarse con un marido que se casará mañana con otra,

acuérdese de que tiene un hijo, que promete ser un hijo eternamente respetuoso,

acuérdese y vayámonos de aquí. Solamente con una condición: o él o yo. ¿Quiere usted?

No pido una respuesta inmediata: sé que éstas son preguntas a las que no se puede

responder en el acto...

No pude acabar, primero porque me había acalorado y perdía la cabeza. Mi madre se

puso lívida, la voz le faltó: no podía decir ya una palabra. Tatiana Pavlovna habló mucho

y ruidosamente, aunque yo no pude ni siquiera distinguir lo que ella decía, y por dos

veces me hundió el puño en la espalda. Me acuerdo solamente de que ella gritaba que mis

palabras estaban «calculadas, largamente acariciadas por un alma mezquina, retorcidas».

Versilov seguía sentado, inmóvil y muy serio, sin sonreír. Subí a mi habitación. La última

mirada que me acompañó fue la mirada reprobadora de mi hermana; balanceaba la

cabeza con aire severo.

 

CAPITULO VII

I

Describo todas estas escenas sin perdonarme nada, a fin de que todo quede en claro,

recuerdos a impresiones. Al entrar en mi habitación ignoraba en absoluto si debía

avergonzarme o enorgullecerme por haber cumplido mi deber. Si yo hubiese sido un poco

más experimentado, habría debido adivinar que la menor duda en semejante asunto hay

que interpretarla en el sentido malo. Pero estaba desorientado por otras circunstancias: no

comprendía por qué tenía que alegrarme, pero el caso era que me hallaba presa de un

regocijo loco, a pesar de mis dudas y del claro convencimiento que tenía de haber sufrido

a11á abajo un rotundo fracaso. Incluso las injurias rabiosas de Tatiana Pavlovna me

parecían divertidas y graciosas, y no me enfadaban lo más mínimo. Aquello era sin duda

porque, a pesar de todo, yo había roto mis cadenas y por primera vez me sentía en

libertad.

Sentía también que había estropeado mis asuntos: ¿cómo obrar ahora con respecto a la

carta sobre la herencia? La cuestión se tornaba aún más tenebrosa. Seguramente iban a

creer que yo quería vengarme de Versilov. Pero mientras estábamos en el salón, durante

todos aquellos debates, yo había resuelto someter la cuestión a un arbitraje y elegir como

árbitro a Vassine o, si no era posible, a algún otro, y ya sabía a quién. Un día,

exclusivamente para eso y por única vez, iría yo a casa de Vassine, pensaba;

seguidamente desapareceré para todo el mundo y por mucho tiempo, para varios meses,

desapareceré incluso y sobre todo para Vassine; veré si acaso solamente, de cuando en

cuando, a mi madre y a mi hermana. Todo aquello era algo muy desordenado; yo me

daba cuenta de que alguna cosa estaba ya hecha, pero no como habría sido preciso, y...

estaba contento; lo repito, a pesar de todo, me sentía dichoso.

Entonces decidí acostarme más temprano, previendo una larga caminata para el día

siguiente. Además de buscar un alojamiento y trasladar mis cosas, tendría que tomar

ciertas decisiones que resolví ejecutar de una forma a otra. Pero la jornada no debía

acabarse sin imprevistos y Versilov consiguió sorprenderme de una manera asombrosa.

Él no venía nunca, absolutamente nunca, a mi buhardilla. Ahora bien, todavía no llevaba

yo una hora en mi cuarto cuando oí sus pasos en la escalera: me llamó, para que le

alumbrara. Cogí una vela y, tendiendo hacia abajo una mano que él agarró, le ayudé a

trepar arriba.

-Merci, amigo mío, no he subido aquí ni una sola vez, ni siquiera cuando alquilé la

casa. Tenía mis temores sobre lo que esto pudiera ser, pero no preveía semejante perrera.

- Se detuvo en medio de mi buhardilla, mirando en torno con curiosidad -: ¡Es un ataúd,

un verdadero ataúd!

Había en efecto un cierto parecido con el interior de un ataúd, y admiré incluso la

exactitud de su definición. El cuartito era estrecho y largo; al nivel de mi hombro, no más

alto, comenzaba el ángulo de la pared y del techo, que podía tocar con la palma de la

mano. Versilov, en el primer instante, se mantuvo instintivamente encorvado, por miedo

a chocar con la cabeza en el techo, pero no chocó, y acabó por sentarse con bastante

tranquilidad en mi diván, donde ya estaba hecha mi cama. Por mi parte, no me senté y me

quedé mirándole con el más profundo asombro.

-Tu madre me ha contado que no sabía si tomar el dinero que le has entregado por lo

pensión de este mes. Teniendo en cuenta semejante ataúd, no solamente no tienes nada

que pagar, sino que, por el contrario, somos nosotros los que estamos en deuda contigo.

No he estado nunca aquí y... me cuesta trabajo imaginar que se pueda vivir en sitios

semejantes.

-Ya estoy acostumbrado. Pero a lo que no me acostumbro es a verle a usted en mi

habitación después de lo que ha pasado abajo.

-¡Ah, sí!, te has mostrado bastante grosero abajo. Pero... también yo tengo mis motivos

particulares, que lo explicaré, aunque en el fondo mi presencia no tenga nada de

extraordinario; incluso lo que ha pasado abajo entra también en el orden natural de las

cosas; pero explícame un detalle, te lo ruego: lo que nos has contado allá abajo y para lo

cual nos preparaste tan solemnemente, ¿era todo lo que tenías la intención de revelarnos o

de confiarnos? ¿No había otra cosa que tuvieras que decirnos?

-Es todo. O más bien admitamos que sea todo.

-Entonces es poco, amigo mío. A juzgar por tu exordio y por la manera como nos

invitaste a reír, en una palabra, viendo las ganas que tenías de hablar, yo esperaba muchí-

simo más.

-Pero, ¿qué le va a usted en esto?

-Creo que en cuanto a mí es porque tengo el sentimiento de la medida... ¿Para qué tanto

alboroto? Ahí no se ve la medida por ninguna parte. ¡Un mes de silencio y de pre-

parativos, para dar a luz una nadería!

--Mis intenciones eran hacer un largo relato, pero me avergüenzo por lo que ya he

dicho. Todo no puede contarse en palabras, hay cosas de las que vale más no acordarse.

Ya he dicho bastante, y de todos modos usted me ha comprendido.

-¡Ah!, ¿y sufres a veces por el hecho de que tu pensamiento no se pliegue al molde de

las palabras? Ese noble sentimiento, amigo mío, no se da más que a los elegidos; el im-

bécil siempre está satisfecho con lo que ha dicho y además siempre dice más de lo que

hace falta; gente así gusta de lo excesivo.

-¿Como por ejemplo yo, hace poco, abajo? También yo he dicho más de lo que era

preciso. He reclamado a «todo Versilov»; es infinitamente más: no tengo necesidad

alguna de Versilov.

-Ya veo, amigo mío, quieres recuperar el tiempo perdido. Te arrepientes, y como

arrepentirse significa entre nosotros lanzarse inmediatamente sobre alguien, estás bien

decidido a no fallarme otra vez. He venido demasiado pronto, tu fuego no está todavía

apagado y además soportas mal las críticas. Pero siéntate, te lo ruego, tengo algo que

comunicarte. Gracias, así está mejor. Por lo que has dicho a tu madre al salir, se

desprende claramente que conviene más, de todas maneras, que nos separemos. He

venido a aconsejarte que lo hagas lo más dulcemente posible y sin alboroto, para no ape-

nar y asustar todavía más a tu madre. Simplemente el verme subir aquí le ha hecho ya

bien: está convencida de que todavía podemos hacer la paz y que todo continuará como

en el pasado. Creo que si pudiésemos los dos reír ruidosamente una o dos veces,

sembraríamos la alegría en sus corazones tímidos. Estos corazones son sencillos, pero

amantes, sinceros a ingenuos. ¿Por qué no mecerlos un poco, si se puede? Bueno, ése es

el primer punto. He aquí el segundo: ¿por qué tendríamos que separarnos forzosamente

con sed de venganza, rechinar de dientes, maldiciones y todo lo demás? Sin duda, no

vamos a colgarnos el uno del cuello del otro, pero hay medios de separarse respetándose,

por decirlo así, mutuamente. ¿No te parece?

-¡Todo eso son tonterías! Le prometo irme sin escándalo alguno, y ya eso es bastante.

¿Se atormenta usted por mi madre? Me parece sin embargo que la tranquilidad de mi ma-

dre le importa a usted muy poco. Eso no son más que palabras.

-¿No me crees?

-Me habla usted verdaderamente como a un niño.

-Amigo mío, estoy dispuesto a pedirte mil perdones, tanto por todas las cosas que me

imputas, como por todos tus años de infancia y así sucesivamente. Pero, cher enfant, ¿qué

resultaría de eso? Eres lo bastante inteligente para no desear colocarte en una postura tan

tonta. Sin hablar de que ni siquiera conozco muy bien el carácter de tus reproches: ¿de

qué me acusas en el fondo? ¿De no haber nacido Versilov? ¿No es eso? Te ríes con aire

despreciativo y lo defiendes con la mano. Entonces, ¿no es eso?

-No, créalo usted. Crea que no encuentro ningún honor en llamarme Versilov.

--Dejemos el honor a un lado. Y además, ¿no sería preciso queto respuesta fuese

democrática? Pero entonces, ¿de qué me acusas?

-Tatiana Pavlovna acaba de decirme todo lo que yo quería saber y que hasta entonces

no he podido comprender: que usted no ha hecho de mí un zapatero, y por consiguiente

que le debo agradecimiento. No llego a comprender en qué soy ingrato, ni siquiera ahora

que se me ha dado la lección. ¿No será la altiva sangre de usted la que está hablando?

-No lo creo. Debes admitir además que todas tus salidas de tono de hace un momento,

en lugar de caer sobre mí, a quien tú las destinabas, no han hecho más que acongojarla y

atormentarla a ella. Me parece sin embargo que tú no eres quién para juzgarla. Porque

¿en qué es ella culpable delante de ti? A propósito, explícame además esto, amigo mío:

¿por qué motivo y con qué intención has propalado, en la escuela y en el Instituto y

durante toda to vida, y hasta en los oídos del primer recién llegado, porque me lo han

dicho, que tú eras un hijo natural? Me he enterado de que lo hacías con un cierto placer.

Ahora bien, eso no es más que una estupidez y una innoble calumnia: tu eyes Dolgontki,

hijo legítimo de Makar Ivanytch (61) Dolgoruki, persona respetable, notable por su

inteligencia y por su carácter. Si has recibido una instrucción superior, es en efecto

gracias a tu ex señor Versilov, pero ¿qué se desprende de ahí? Primeramente, al

proclamar tu ilegitimidad, cosa que es una calumnia, has revelado al mismo tiempo el

secreto de tu madre; por yo no sé qué falso orgullo has arrastrado a tu madre por el fango,

exponiéndola al juício del primer recién llegado. Pues bien, amigo mío, he ahí lo que no

tiene nada de nobleza, tanto más cuanto que tu madre no es personalmente culpable de

nada: es un carácter de una pureza perfecta, y si no es Versilova, es únicamente porque

tiene todavía a su marido.

-¡Basta! Estoy enteramente de acuerdo con usted y creo hasta tal punto en su

inteligencia, que espero que cesará en esas reprimendas que no han hecho más que durar

demasiado. Usted que gusta tanto de la medida... Hay una medida en todo, incluso en ese

amor súbito por mi madre; pues bien, prefiero que me díga otra cosa: si ha decidido usted

venir a buscarme para pasar conmigo un cuarto de hora o una media hora (sigo sin saber

por qué, pero admitamos que sea por la tranquilidad de mi madre) y si por añadidura

encuentra usted tanto placer en charlar conmigo a pesar de lo que ha sucedido abajo,

entonces, hábleme más bien de mi padre, de ese Makar Ivanov (62), el errante; quisiera

que fuera usted el que me hablase de él; desde hacía mucho tíempo tenía la intención de

pedirle a usted esto. Al separarnos, tal vez por mucho tiempo, me gustaría mucho

también obtener de usted una respuesta a esta otra pregunta: ¿es posible que en estos

veinte años no haya usted podido actuar sobre los prejuicios de mi madre, y ahora

también sobre los de mi hermana, con la suficiente fuerza para disipar con la influencia

civilizadora que usted tiene las tinieblas primitivas del ambiente en que ellas han vivido?

¡Oh. no es que yo quiera hablarle de la pureza de ella! Ella siempre le ha sido a usted

infinitamente superior desde un punto de vista moral, le ruego que me perdone, pero... no

es más que un cadáver infinitamente superior. No hay vida más que para Versilov; todo el

resto en torno a él, todo lo que con él tiene relación vegeta con la condición absoluta de

tener el honor de nutrirlo con sus energías, con sus jugos vitales. Y sin embargo ella ha

estado viva, ella también, en otros tiempos, ¿no es así? Usted encontró en ella algo que

amar, ¿verdad? Ella ha sido mujer, ¿no?

-Amigo mío, si quieres saberlo, ella no lo ha sido jamás - me respondió él haciendo una

mueca a su manera de otras veces, mueca de la que yo había guardado tan bien el

recuerdo y que me irritaba tanto; es decir, que se creía estar tratando con la bonachonería

más sincera, siendo así que no había en él más que una burla profunda, hasta el punto de

que a veces yo no podía comprender nada por su fisonomía -. No, ella no lo ha sido

nunca. Una mujer rusa nunca es mujer.

-¿Y la polaca, la francesa, lo son? ¿O bien la italiana, una italiana apasionada, capaz de

cautivar a un ruso civilizado de la alta sociedad como Versilov?

-¡Conque ésas tenemos! ¿Quién iba a esperar encontrarse con un eslavófilo? (63 ).

Y Versilov se echó a reír.

Me acuerdo de su relato palabra por palabra; hablaba incluso muy a gusto y con

evidente placer. Para mí estaba demasiado claro que había venido a buscarme no para

charlar ni para calmar a mi madre, sino con intenciones completamente distintas.

 

II

-Tu madre y yo hemos vivido todos estos veinte años en el silencio - así fue como

comenzó él su charla (extremadamente ficticia y poco natural) - y todo lo que hubo entre

nosotros transcurrió también en silencio. El rasgo principal de este vínculo de veinte años

ha sido el silencio. Creo que ni siquiera una sola vez hemos disputado. Sin duda, yo me

he ausentado con frecuencia, dejándola sola, pero siempre he acabado por volver. Nous

revenons toujours, ése es el gran carácter de los hombres; eso proviene de la

magnanimidad que nos es propia.. Si el matrimonio fuese una cosa que dependiera

únicamente de las mujeres, ni siquiera un matrimonio se sostendría; humildad, sumisión,

rebajamiento, y al mismo tiempo firmeza, fuerza, fuerza verdadera, he ahí el carácter de

tu madre. Y fíjate, es la mejor de todas las mujeres que yo haya encontrado jamás. Tiene

fuerza, de eso soy yo testigo: he visto cuanto sostenía esa fuerza. Desde el momento en

que se trate, no diré de convicciones (convicciones verdaderas no vendrían al caso), sino

de lo que en ellas se llama convicciones y de lo que, por consiguiente, es para ellas

sagrado, están dispuestas a afrontar todos los tormentos... Pues bien, tú puedes sacar tus

conclusiones por ti mismo. ¿Es que yo me parezco a un verdugo? He ahí por qué he

preferido callarme casi siempre, y no solamente porque eso sea más fácil, y no me

arrepiento, lo confieso. De esta manera todo se ha arreglado por sí mismo, humanamente

y ampliamente, tanto que no me atribuyo por eso el menor mérito. Diré a este respecto,

entre paréntesis, que sospecho de ella un poco que no haya creído nunca en mi

humanitarismo y que por tanto siempre haya estado temblando. Pero, temblando y todo,

nunca se ha prestado a ninguna clase de cultivo. Esta gente así sabe arreglárselas, y

nosotros no vemos más que fuego. En general saben mucho mejor que nosotros arreglar

sus pequeños asuntos. Pueden continuar viviendo a su manera en las situaciones más

contrarias a su naturaleza y seguir siendo ellas mismas en tales situaciones; nosotros, en

cambio, no somos tan hábiles.

-¿A qué gente se refiere usted? No le comprendo bien.

-Al pueblo, amigo mío, estoy hablando del pueblo. Ha demostrado su gran fuerza tan

vivaz y su amplitud histórica, y eso a la vez moralmente y políticamente. Pero, volviendo

a nosotros, diré de tu madre que no siempre ha estado silenciosa; ella habla a veces, y

habla con la suficiente claridad como para demostrarle a uno de manera contundente que

se ha estado perdiendo el tiempo soltándole discursos, aunque uno se haya llevado cinco

años preparándola poco a poco con anticipación. Y además, las objeciones más

inesperadas. Obsérvalo una vez más y fíjate bien: no digo de ninguna manera que sea

tonta; al contrario, hay una especie de inteligencia e incluso muy notable; pero tal vez tú

no creerás en esa inteligencia...

-¿Por qué no? En lo que no creía es en que usted crea realmente en su inteligencia en

lugar de aparentarlo.

-¿Sí? ¿Me tomas por un camaleón? Amigo mío, te consiento quizá demasiado... como a

mi niño mimado... Pero dejemos esto por ahora.

-Hábleme usted de mi padre; dígame la verdad, si es que puede.

-¿Makar Ivanovitch? Pues bien, Makar Ivanovitch, como tú sabes, es un siervo

doméstico que ha tenido deseos, como se dice, de una cierta fama...

-Me apuesto algo a que en estos momentos usted tiene celos de él.

-Al contrario, amigo mío, al contrario. Y, si quieres saberlo, me alegro mucho de verte

con humor tan complicado. Te juro que en estos momentos estoy en disposiciones muy

propensas al arrepentimiento y que, precisamente hoy, en este instante, por milésima vez

quizá, lamento inútilmente todo lo que sucedió hace veinte años. Dios me es testigo de

que todo aquello pasó completamente por casualidad... y además, en lo que de mí ha

dependido, de una manera humana; al menos según la idea que yo me hacía por aquel

entonces de la virtud del humanitarismo. ¡Oh!, es que entonces todos nosotros ardíamos

en el deseo de hacer el bien, de servir a la sociedad y a la idea, condenábamos los títulos,

nuestros derechos hereditarios, las fincas a incluso, al menos algunos de nosotros, el

Monte de Piedad... Te lo juro. Éramos pocos, pero nos hablábamos mucho, y te lo

aseguro, a veces incluso obrábamos bien.

-Por ejemplo cuando se puso usted a sollozar encima de su hombro, ¿no?

-Amigo mío, de antemano estoy de acuerdo contigo en todo; a propósito, la historia del

hombro la sabes por mí, y por consiguiente abusas en este momento de mi sinceridad y

de mi confianza; concédeme que aquel hombro no era tan malo para esa primera visita,

sobre todo para aquella época; entonces yo lo ignoraba. Tú, por ejemplo, ¿es que nunca

has cometido cursilerías en la vida práctica?

-Hace un momento abajo, he caído en el sentimentalismo, y me he avergonzado mucho,

una vez vuelto aquí, ante la idea de que usted pensaría que lo había hecho adrede. Es bien

verdad; en ciertos casos se esfuerza uno inútilmente en ser sincero, se hace teatro de uno

mismo; pero en lo de hoy, abajo, lo juro, todo era completamente.natural.

-Está bien eso. Lo has definido con una buena frase: «Se esfuerza uno inútilmente en

ser sincero, se hace teatro de uno mismo.» Pues bien, eso es exactamente lo que pasó

conmigo: en vano hacía teatro conmigo mismo; la verdad era que sollozaba con toda

sinceridad. No niego que Makar Ivanovitch habría podido tomar aquel hombro por un

colmo de irrisión, si él hubiese tenido un poco más de inteligencia; pero su lealtad

perjudicó entonces a su perspicacia. Lo que ignoro es si me tuvo entonces lástima o no;

me acuerdo de que yo tenía un gran deseo de que se me compadeciera.

-Usted lo sabe -interrumpí yo-, y ahora, al decir estas palabras, se está usted burlando.

De uná manera general, todas las veces que usted me ha hablado, durante este mes, lo ha

hecho usted burlándose. ¿Por qué ha obrado así cada vez que me ha hablado?

-¿Tú crees? -respondió él dulcemente-. Eres muy susceptible.. Si me río, no me río de

ti, o por lo menos no me río de ti únicamente, tranquilízate. Pero en este momento no me

estoy riendo, y entonces... en una palabra, hice todo lo que pude y, créeme, no en

provecho mío. Nosotros, quiero decir la gente bien, por oposición al pueblo, nosotros

éramos entonces incapaces de obrar en provecho nuestro. Al contrario, nos hacíamos el

mayor daño posible, y sospecho que en eso era justamente en lo que consistía, entre

nosotros, «el interés superior que es también el nuestro», en un sentido más elevado, se

entiende. La generación avanzada de hoy día es infinitamente más interesada que

nosotros. Por tanto se lo expliqué todo a Makar Ivanovitch, con una extraordinaria

franqueza, incluso antes de que ocurriera el pecado. Admito hoy que muchas de aquellas

cosas no tenían por qué ser explicadas, sobre todo con semejante franqueza; sin hablar de

humanitarismo, aquello habría sido más cortés; pero, ¡váyase usted a contener, cuando,

ebrio de bailes, se tienen ganas de hacer un paso bonito! Quizás aquéllas eran las

deficiencias de lo bello y del bien: todavía no he podido resolver la cuestión. En fin, es un

tema demasiado profundo para una conversación superficial como la nuestra. En todo

caso lo juro que ahora me muero algunas veces de vergüenza ante tal recuerdo. Le ofrecí

tres mil rublos. Él se callaba, era yo sólo el que hablaba. Me figuraba que tenía miedo de

mí, es decir, de mi derecho señorial, y me empeñé con todas mis fuerzas en animarlo, me

acuerdo muy bien. Le exhorté a que me expresara todos sus deseos sin temer nada, a

incluso con todas las críticas posibles. A título de garantía, le di mi palabra de que, si

rehusaba mis condiciones, es decir, los tres mil rublos, la liberación (para él y para su

mujer, naturalmente), y un viaje a donde Cristo dio las tres voces (sin su mujer,

naturalmente), él no tenía más que decírmelo francamente y yo lo liberaría acto seguido,

le devolvería la mujer y les regalaría a los dos aquellos mismos tres mil rublos, y

entonces no serían ya ellos los que se irían al cuerno, sino yo, que me iría a pasar tres

años en Italia, solo y arrepentido. Mon ami, no me habría llevado a Italia a mademoiselle

Sapojkova, puedes estar seguro; yo estaba demasiado lleno de pureza en aquel instante.

¿Y qué? Aquel Makar comprendía demasiado bien que yo obraría como yo le había

dicho; pero continuó guardando silencio, y solamente cuando quise por tercera vez

echarme a sus pies, retrocedió, hizo un gesto de desinterés y salió, incluso con un cierto

descaro que no dejó de asombrarme, te lo aseguro. Me vi entonces por casualidad en un

espejo, y jamás olvidaré el espectáculo. En general, cuando ellos no dicen nada, es

cuando la cosa resulta más temible. Y aquél era de un carácter sombrío y, lo confieso, no

solamente no me inspiraba confianza cuando entraba en mi casa, sino que yo le tenía un

miedo horrible: en aquel ambiente hay caracteres, y en abundancia, que encierran en sí

mismos, por así decirlo, la personificación de la inconveniencia, y eso es de temer más

que los golpes. Sic ¡y cuánto arriesgué en aquellos momentos, cuantísimol Por ejemplo,

se hubiera puesto a gritar como un loco, a lanzar aullidos, aquel Urías de pueblo. ¿Qué

habría sido de mí, pobre David, y qué habría podido yo hacer? He ahí por qué puse en

primer lugar, antes que nada, los tres mil rublos; era algo instintivo, pero, por fortuna, me

equivoqué: aquel Makar Ivanovitch era algo muy diferente...

-Dígame, ¿hubo pecado? Acaba usted de decirme que llamó usted al marido incluso

antes del pecado.

-Es que, mira, eso depende...

-Entonces, hubo pecado. Acaba usted de decir que se equivocó en cuanto a él, que era

una persona muy diferente... ¿Qué era entonces?

-¿Que qué era? ¡Ah!, todavía lo ignoro. Pero desde luego algo muy diferente, y mira,

muy comedido; llego a esta conclusión porque con posterioridad me sentí tres veces más

culpable delante de él. Al día siguiente, él consintió en el viaje, sin palabras, se entiende,

y sin olvidar una sola de las compensaciones ofrecidas.

-¿Tomó el dinero?

-¡Y cómo! Has de saber, amigo mío, que en ese punto hasta llegó a asombrarme.

Naturalmente, yo no llevaba encima los tres mil rublos. Saqué de mi bolsillo setecientos

rublos y se los entregué, para empezar. ¿Qué crees? Me exigió los dos mil trescientos

rublos restantes en forma de pagaré y, para más seguridad, a la orden de un comerciante.

Seguidamente, dos años más tarde, armado de aquel documento, reclamó su dinero por

medio de los tribunales y con los intereses, de forma que me asombró una vez más, tanto

más cuanto que el buen hombre estaba de vuelta de una jira para la construcción de una

iglesia para el buen Dios; hace ya veinte años que vagabundea de esa manera. No

comprendo para qué un errabundo tiene necesidad de llevar tanto dinero consigo... el

dinero es una cosa tan mundana... Naturalmente, en aquellos momentos se los ofrecí con

toda sinceridad, y, por así decirlo, arrastrado por el primer ardor, pero más tarde, después

de haber pasado tantas horas, yo podía naturalmente cambiar de opinión... pensaba que

por lo menos me perdonaría... o más bien nos perdonaría, a ella y a mí, que esperaría por

lo menos un poco. Pues bien, ni siquiera esperó. ..

(Haré aquí una observación indispensable: si se diera el caso de que mi madre sobre

viviese al señor Versilov, se quedaría literalmente bajo los pies de los caballos hasta el fin

de sus días, a no ser por aquellos tres mil rublos de Makar Ivanovitch, duplicado desde

hace mucho tiempo por los intereses y que él le ha dejado íntegramente hasta el último

rublo por testamento, el año pasado. Ya él había calado a Versilov en aquella época.)

-Me dijo usted un día que Makar Ivanovitch se había alojado varias veces en casa de

ustedes y que se quedaba siempre en las habitaciones de mi madre, ¿no es así?

-Sí, amigo mío, y, lo confieso, al principio me asustaban terriblemente aquellas visitas.

Durante todo este tiempo, estos veinte años, él ha venido en total seis o siete veces; las

primeras veces, si yo estaba en casa, me escondía. Incluso, al principio, yo no

comprendía nada: ¿qué quiere decir esto? ¿Por qué viene aquí? Pero más tarde, por

ciertas señales, me pareció que eso no era tan estúpido por su parte. Seguidamente, por

casualidad, tuve la curiosidad de ir a mirarle y, te aseguro, saqué de él una impresión muy

original. Era ya su tercera o cuarta visita; en la época en que acababan de nombrarme

mediador de paz y en la que, como de encargo, creía mi deber estudiar cómo era Rusia.

Aprendí de él infinidad de cosas. Además, encontré en su persona algo qua yo no

esperaba de ninguna manera encontrar: bondad de alma, igualdad de carácter y, lo que es

todavía más asombroso, casi alegría. Ni la menor alusión a la chose (tu comprends?), una

habilidad espléndida para hablar concretamente y en términos admirables, es decir, sin

esos aires profundos de los siervos domésticos, que, te lo confieso, a pesar de todas mis

ideas democráticas, no puedo aguantar, y sin todos esos rusismos sacados por los pelos

que emplean en las novelas y en el escenario los «verdaderos rusos» (64). Además de

eso, muy pocos discursos sobre la religión, a menos que fuese uno el que hablase de eso,

a incluso relatos muy agradables en su estilo sobre los monasterios y la vida monacal, si

uno se interesaba por aquello. Y sobre todo respeto, ese respeto modesto, ese respeto que

es indispensable para la igualdad suprema, sin el cúal, a mi juicio, es imposible llegar ni

siquiera a la primacía. Precisamente así, por esta carencia de toda susceptibilidad, es

como se obtiene el supremo buen tono y como se manifiesta el hombre que se respeta

verdaderamente y que está dentro de su condición, cualquiera que ella sea y cualquiera

que pueda ser su destino. Esta facultad de respetarse en su condición es extremadamente

rara en este mundo, por lo menos tan rara como la verdadera dignidad personal... Ya lo

verás tú mismo, cuando hayas vivido un poco. Pero lo que más me impresionó a

continuación, precisamente a la larga y no al principio (agregó Versilov), es que este

Makar es una persona extremadamente imponente y, te lo aseguro, de una extraordinaria

belleza. Sin duda es viejo, pero

Bronceado, alto y derecho (65 ),

sencillo y grave; incluso he llegado a sorprenderme de que mi pobre Sofía hubiese

podido preferirme entonces; y eso que estaba ya en la cincuentena, pero no era menos

gallardo, y delante de él yo tenía el aspecto de un pisaverde. Por lo demás, me acuerdo de

que estaba ya cano como la nieve y lo estaba también cuando se casó con ella... Quizá fue

eso lo que actuó.

Aquel Versilov tenía las maneras más repugnantes del gran mundo: después de haber

pronunciado (cuando no había medio de hacerlo de otra manera) algunas palabras muy

inteligentes y muy bellas, acababa de pronto y adrede con una estupidez por el estilo de

aquella sobre los cabellos blancos de Makar Ivanovitch y su influencia sobre mi madre.

Lo hacía aposta y sin duda, sin que él mismo supiera por qué, por una estúpida costumbre

mundana. Al oírlo, se hubiera dicho que hablaba muy seriamente, siendo así que él

mismo hacía muecas o se reía.

 

III

No comprendo por qué, pero de pronto me sentí presa de una terrible irritación. En

general, me acuerdo con gran disgusto de algunas de mis salidas de tono en aquellos

momentos; de repente me levanté de la silla.

-¿Sabe usted lo que pasa? - dije -. Usted pretende haber venido sobre todo para que mi

madre crea que hemos hecho las paces. Ya ha pasado bastante tiempo para que se lo crea;

¿no le importaría a usted dejarme solo?

Enrojeció ligeramente y se puso en pie:

-Querido mío, te comportas conmigo sin ceremonia alguna. En fin, hasta la vista. La

amistad no es cosa que pueda imponerse. Me permitiré solamente hacerte una pregunta:

¿de verdad quieres abandonar al príncipe?

-¡Ah!, ¡ah!, ya sabía yo que usted venía con otras intenciones...

-Es decir, que sospechas que he venido a empujarte para que te quedes en casa del

príncipe porque yo tendría algún interés en ello. Pero, amigo mío, ¿no crees tú también

que te he hecho venir de Moscú porque yo tenga en eso algún provecho? ¡Oh, qué

susceptible eres! Al contrario, todo eso es por tu bien. Y hoy que mi fortuna está

restablecida, querría que nos permitieses de vez en cuando, a tu madre y a mí, acudir en

tu ayuda...

-Yo no le quiero a usted, Versilov.

-¡Hasta «Versilov»! A propósito, lamento mucho no haberte podido dejar este nombre,

porque en resumen en eso es lo que consiste toda mi falta, si es que hay falta. ¿No es así?

Pero, insisto una vez más, yo no podía casarme con una mujer ya casada, compréndelo tú

mismo.

-He ahí sin duda por qué quiso usted casarse con una mujer sin marido, ¿no es así?

Una ligera convúlsión sacudió su rostro.

-Te refieres a Ems. Escucha, Arcadio, hace un momento te has permitido una salida de

ese género, señalándome con el dedo en presencia de tu madre. Pues bien, es preciso que

lo sepas, tu mayor error estriba en eso. De esa historia con la difunta Lidia Akhmakova tú

no sabes ni una palabra; tampoco sabes hasta qué punto tu madre participó en todo eso.

Si, aunque ella no estuviese allí conmigo. Y si alguna vez he visto a una mujer virtuosa,

fue, desde luego, entonces, al mirar a tu madre; pero basta, todo esto permanece aún en el

secreto, y tú, tú hablas de lo que no sabes y a base exclusivamente de murmuraciones.

-Precisamente hoy mismo decía el príncipe que es usted muy aficionado a las jovencitas

sin experiencia.

--¿El príncipe ha dicho eso?

-Sí, mire, ¿quiere que le diga exactamente por qué ha venido usted a verme? No he

hecho más que preguntarme todo el tiempo cuál era el secreto de esta visita, y creo ha-

berlo descubierto por fin.

Hacía ademán de marcharse, pero le detuve y volvió la cabeza hacia mí, esperando.

-Hace poco dije, como quien no quería la cosa, que la carta de Tuchard a Tatiana

Pavlovna, caída entre los papeles de Andronikov, se había encontrado después de la

muerte de éste, en casa de María Ivanovna en Moscú. He visto no sé qué crisparse de

repente en el rostro de usted, y solamente en este instante, al notar, una vez más, esa

misma crispación en su rostro, he adivinado: allá abajo se le ocurrió a usted una idea en

aquel momento; si una carta de Andronikov se ha descubierto ya en casa de María

Ivanovna, ¿por qué la otra no había de estar a11í también? Andronikov ha podido dejar

cartas extremadamente graves y necesarias, ¿no es así?

-Y tú crees que he venido para hacerte hablar, ¿no?

-Es usted quien lo dice.

Palideció intensamente.

-Esa idea no se te puede haber ocurrido a ti solo. Percibo ahí a la mujer; ¡y cuánto odio

hay en tus palabras, en esa suposición grosera!

-¿La mujer? ¡Pero si a esa mujer la acabo de ver justamente hoy! ¿Es quizá

precisamente para espiarla por lo que quiere usted que me quede en casa del príncipe?

-Veo que irás extremadamente lejos por tu nuevo camino. ¿No será ésa tu «idea»?

Continúa, amigo mío, tienes un talento indudable para detective. Cuando uno está dotado

de un determinado talento, es preciso cultivarlo.

Se interrumpió para tomar aliento.

-¡Cuidado, Versilov! ¡No haga usted de mí un enemigo suyo!

-Amigo mio, en casos semejantes nadie expresa sus últimos pensamientos. Uno los

guarda para sí. Y ahora, alúmbrame, to to ruego. Por más que to esfuerces en ser enemigo

mío, no to serás hasta el punto de querer que me rompa la crisma. Tiens, mon ami!,

figúrate - continuó sin dejar de bajar -que durante todo este mes to he estado tomando por

un buen muchacho. Tienes una voluntad tal de vivir, una sed tal de vivir, que, si se to

diesen tres vidas, creo que aún no tendrías bastante. Está escrito en to rostro. Pues bien, la

mayoría de las veces, la gente así son buenos muchachos. ¡Me he equivocado de medio a

medio!

 

IV

No sabría decir hasta qué punto se me encogió el corazón cuando volví a encontrarme

solo: era como si me hubiese cortado, lleno de vida, un trozo de mi propia carne. Sería

incapaz de decir ahora, naturalmente, y también era incapaz entonces, por qué de repente

me había arrebatado, por qué lo había ofendido hasta tal punto, tan fuertemente y con

tanta intención. ¡Cómo había palidecido! Aquella palidez, ¿no era la expresión del

sentimiento más puro y más sincero, de la pena más profunda, más bien que la de la

cólera y la del resentimiento? Siempre me pareció que había instantes en que me quería

muchísimo. ¿Por qué, por qué no habría de creerlo hoy? Tanto más cuanto que

muchísimas cosas se han explicado completamente desde aquel entonces.

Pero yo me había indignado de repente y lo había plantado en la puerta quizá como

consecuencia de aquella suposición súbita de que él había venido a buscarme con la espe-

ranza de saber si no quedaban en casa de María Ivanovna otras cartas de Andronikov.

Que él estuviese obligado a buscar aquellas cartas y que las buscase, yo lo sabía; pero

quizás en aquel mismo minuto había cometido yo un error espantoso. Y quién sabe si

quizá soy yo el que, por ese error, le he hecho pensar más tarde en María Ivanovna y le

he inspirado la idea de que podía ser ella quien tuviera las cartas.

Finalmente, otra cosa extraña: una vez más, había él repetido palabra por palabra mi

pensamiento (sobre las tres vidas), el que yo le había expresado hacía poco a Kraft y en

los mismos términos. Una coincidencia de palabras no es más que una casualidad, pero, a

pesar de todo, ¡cómo conoce él el fondo de mi naturaleza!, ¡qué clarividencia!, ¡qué

adivinación! Pero, si él comprende tan bien una cosa, ¿por qué no comprende en absoluto

la otra? ¿Es posible creer que él no estaba fingiendo, sino que era realmente incapaz de

adivinar que no era de la nobleza de Versilov de lo que yo tenía necesidad, que no era mi

nacimiento lo que yo no podía perdonarle, sino que me hacía falta Versilov en persona,

toda mi vida me había hecho falta, el hombre todo entero, el padre, y que aquel

pensamiento se me había entrado en la sangre? ¿Un hombre tan fino puede ser tan obtuso

y tan grosero? Y si no lo era, ¿para qué entonces hacerme rabiar, para qué fingir?

 

CAPÍTULO VIII

I

A la mañana siguiente traté de levantarme lo antes posible. Por lo general en mi casa

nos levantábamos a las ocho, quiero decir, mi madre, mi hermana y yo; Versilov solía

quedarse acostado, durmiendo la mañanita. hasta las nueve y media. A las ocho y media

en punto, mi madre me traía el café. Pero aquella vez, sin aguardar al café, me escabullí

de la casa exactamente a las ocho. Desde la víspera por la noche tenía hecho un plan de

acción para todo aquel día. Notaba ya en aquel plan, a despecho de una voluntad

apasionada de ponerlo inmediatamente en ejecución, una multitud de vacilaciones a

incertidumbres en los puntos más importantes; por eso me había pasado casi toda la

noche en un estado de duermevela, casi de delirio, había tenido muchísimos sueños y, por

así decirlo, ni una sola vez había dormido como Dios manda. A pesar de eso, me levanté

pimpante y dispuesto como nunca. Sobre todo no quería encontrarme con mi madre. Con

ella no podía hablar más que de un solo tema y temía dejarme apartar de mis propósitos

por alguna impresión nueva a imprevista.

La mañana era fría, y sobre toda la naturaleza flotaba una bruma húmeda y lechosa. No

sé por qué, pero las mañanitas atareadas de Petersburgo, a pesar de su feo aspecto, me

agradan siempre y toda esa multitud egoísta y perpetuamente preocupada apresurándose a

ir a sus asuntos tiene para mí, a las siete de la rnañana, algo muy seductor. Me gusta

sobre todo, yendo de camino, a toda prisa, pedir un dato, o mejor todavía si alguien me

pregunta! pregunta y respuesta son siempre breves, claras, netas, pronunciadas sin

detenerse y casi siempre amistosas. Es el momento del día en que se está más dispuesto a

responder. El petersburgués, por el mediodía o por la tarde, se hace menos comunicativo.

Con el menor pretexto se pone a gruñir o a burlarse. Es muy diferente por la mañana

temprano antes del trabajo, en el momento más sobrio y más serio. Lo tengo observado.

Me dirigí de nuevo hacia Petersbourgskaia storona. Como tenía que estar por fuerza de

regreso a la Fontanka (66) para el mediodía en casa de Vassine (al que casi siempre se le

solía encontrar en casa a mediodía), apresuré el paso, sin detenerme en ninguna parte, a

pesar de las ganas extraordinarias que tenía de tomarme un café aquí o a11á. Y luego

estaba también Efim Zveriev, al que era preciso sin remedio sorprender en casa; yo iba

una vez más a visitarlo. Estuve a punto de llegar demasiado tarde; estaba acabando su

café y se disponía a salir.

-¿Qué lo trae por aquí con tanta frecuencia?

Así fue como me recibió, sin moverse del sitio.

-Voy a explicártelo.

Todos los principios de la mañana, los de Petersburgo entre otros, ejercen sobre la

naturaleza del hombre una acción desentumecedora. Hay sueños nocturnos inflamados

que, con la luz y el frescor, se evaporan enteramente, y a mí mismo me ha sucedido a

veces acordarme por la mañana de algunos de mis sueños de la noche, apenas acabados, y

a veces de algunos actos, con reproche y disgusto. Pero notaré sin embargo de pasada que

las mañanas de Petersburgo, las más prosaicas, podría pensarse, de todo el globo

terrestre, son para mí las más fantásticas del mundo. Es la idea que yo tengo o, por mejor

decir, es mi impresión, pero me aferro a ella. En una de esas mañanas de Petersburgo, una

mañana pegajosa, húmeda y llena de bruma, el sueño salvaje de un Hermann de La Reina

de Pica (67) (personaje colosal, nada ordinario, un verdadero tipo de Petersburgo y del

período petersburgués) debe, en mi opinión, fortificarse muchísimo más. A través de

aquella bruma tuve cien veces esta visión extraña, pero tenaz: «Cuando se disipe y se

levante esta niebla, ¿no se llevará consigo a toda esta ciudad podrida y viscosa, no se

alzará la ciudad con la niebla para desaparecer como humo, dejando en su lugar el viejo

pantano finlandés y en el medio, si se quiere, para que haga bonito, al caballero de bronce

sobre su corcel de patas inflamadas y de aliento quemante?» (68). En una palabra, no

sabría expresar mis impresiones, porque todo esto es fantasía, poesía al fin, y por

consiguente tonterías. Sin embargo me he planteado con frecuencia y me planteo aún una

pregunta absolutamente insensata: «Helos aquí que todos corren y se precipitan. ¿Y quién

sabe? Todo esto quizá no es más que un sueño. Quizá no hay aquí un solo hombre

verdadero, auténtico, un solo acto real. Alguien va a despertarse de repente, el que tiene

este sueño, y todo se desvanecerá.» Pero me he apartado del tema.

Lo diré de antemano: hay en cada existencia deseos y sueños tan excéntricos, al

parecer, que a primera vista y sin riesgo de error se podría tomarlos por fruto de la locura.

Una de aquellas fantasías era la que yo llevaba aquella mañana a casa de Zveriev, porque

yo no tenía a nadie en Petersburgo a quien poder dirigirme aquella vez. Ahora bien, Efim

era ciertamente la última persona a quien, si me hubiese sido posible elegir, habría debido

yo enunciarle semejante proposición. Cuando me senté frente a él, me pareció que yo

estaba allí, yo, el delirio y la fiebre encarnados, sentado frente al justo medio y a la prosa

encarnados en un ser humano. Pero por mi parte había la idea y el sentimiento justo; por

la suya, esta única conclusión práctica: eso no se hace. En una palabra, le expliqué clara y

sumariamente que fuera de él no tenía a nadie en Petersburgo a quien pudiese tomar

como testigo en un asunto de honor extremadamente grave; que él era un viejo camarada

y que no tenía derecho a negarse; que yo quería provocar a un teniente de la guardia,

príncipe Sokolski, porque hacía más de un año, en Ems, había abofeteado a mi padre

Versilov. Haré notar que Efim conocía al detalle todos mis asuntos de familia, mis

relaciones con Versilov, y, aproximadamente, todo lo que yo mismo sabía de la historia

de éste; eran cosas que yo le había confiado en diversas ocasiones, excepto, naturalmente,

algunos secretos. Escuchaba sentado, como de costumbre, erizado como un gorrión en

una jaula, silencioso y grave, inflado, con sus rubios cabellos hirsutos. Una sonrisa

estereotipada y burlona no se apartaba de sus labios. Esa sonrisa era tanto más

desagradable cuanto que de ninguna manera era algo premeditado, sino completamente

involuntario; se veía que él se juzgaba en aquellos momentos real y verdaderamente muy

superior a mí tanto en inteligencia como en carácter. Yo sospechaba también que me

despreciaba por la escena de la víspera en casa de Dergatchev; así tenía que set, porque

Efim es la muchedumbre, Efim es la calle, y la calle no se inclina nunca más que ante el

éxito.

-¿Y Versilov no lo sabe? - preguntó él.

--Claro que no.

-Entonces ¿qué derecho tienes tú a inmiscuirte en sus asuntos? Además, ¿qué quieres

probar con eso?

Yo me imaginaba sus objeciones y le expliqué inmediatamente que la cosa no era tan

tonta como a él le parecía. En primer lugar, yo le probaría a aquel principillo insolente

que hay todavía hombres que comprenden lo que es el honor, incluso en nuestra clase

social; en segundo lugar, yo conseguiría así avergonzar a Versilov y darle una lección. En

tercer lugar, y era lo esencial, incluso si Versilov había tenido sus motivos, en virtud de

yo no sé qué convicciones, para no provocar al príncipe y encajar la bofetada, vería por lo

menos que existe uns criatura capaz de sentirse tan dolido por el hecho de que le ofendan

a él, que toma esa ofensa por su cuenta, y se lanza a sacrificar su vida para defender sus

intereses... aunque separándose de él para siempre.

-Espera un poco, no grites, a mi tía no le gusta. Dime, ¿Versilov no anda metido en

pleitos con ese mismo príncipe Sokolski por una cuestión de herencia? En tal caso, será

un medio completamente nuevo y original para ganar el pleito: matar en duelo al

adversario.

Le expliqué en toutes lettres que él no era más que un imbécil y un insolente y que, si

su sonrisa burlona se alargaba más y más, aquello solamente era un signo de orgullo y de

mediocridad, que él no podía sin embargo suponer que tales consideraciones sobre el

proceso no se me hubiesen ocurrido, e incluso desde el principio mismo, y que no podían

honrar con su presencia más que a su profundo cerebro. Le expliqué a continuación que

el proceso estaba ya ganado, que no afectaba al príncipe Sokolski, sino a los príncipes

Sokolskis, de grande suerte que, si uno de ellos resultaba muerto, quedaban los demás.

Pero que sin duda habría que aplazar el desafío hasta que transcurriera el término legal

para la apelación (aunque los príncipes no pensasen apelar), únicamente por el qué dirán.

Vencido el plazo, el duelo se celebraría; yo había venido sabiendo muy bien que el duelo

no iba a ser cosa de hoy, pero tenía necesidad de tomar mis precauciones porque no tenía

testigo y no conocía a nadie, para tener por la menos tiempo de descubrir a alguien si él,

Efim, se negaba. Por eso era por lo que había venido.

-Entonces, vuelve a hablarme cuando llegue ese momento. Siempre habría sido mejor

que andar diez verstas sin motivo.

Se levantó y cogió su gorra.

-¿Vendrás entonces?

-No, desde luego que no.

-¿Por qué?

-Primeramente por esta razón: que, si consintiese hoy para más tarde, vendrías a darme

la lata aquí todas los días durante el plazo que queda para la apelación. Y luego, porque

todo esto no son más que tonterías, ni más ni menos. ¿Te figuras que yo voy a destrozar

mi carrera por ti? ¿Y si el príncipe me pregunta «Quién le ha enviado a usted»?

«Dalgoruki.» «¿Y qué relación hay entre Dolgoruki y Versilov?» Entonces, ¿me voy a

poner quizás a explicarle tu genealogía? ¡Se moriría de risa!

-Entonces tú le das en la boca.

-Eso no es serío.

-¿Es que tines miedo? Tú, tan grandote; tú que eras el más fuerte de todos nosotros en

el Instituto.

-Tengo miedo, naturalmente que tengo miedo. Y además el príncipe se negará a batirse:

uno se bate con su igual.

-También yo soy un caballero por mi educación, tengo derechos privilegiados, soy su

igual... Él sí que no es igual mío.

-No, tú eres demasiado pequeño.

-¿Cómo pequeño?

-Como suena; nosotros dos somos pequeños y él es grande

-¡Imbécil! Hace ya más de un año que puedo casarme, conforme a la ley.

-Pues bien, cásate. Al fin y al cabo, no eres más que un mocoso: no has terminado de

crecer.

Comprendí que quería burlarse de mí. Evidentemente podría haberme ahorrado de

contar este estúplido episodio, y hasta habría valido más que desapareciese en lo

desconocido. Para colmo, es repelente por su mezquindad y su inutilidad, aunque haya

tenido consecuencias bastante serias.

Pero, para castigarme más todavía, diré el final. Después de haber notado que Efim se

burlaba de mí, me permití golpearle en el omóplato con la mano derecha o, mejor dicho,

con el puño derecho. Entonces me cogió por los hombros, me volvió de cara a la calle y

me mostró efectivamente que él era el más fuerte de todos nosotros en el Instituto.

 

II

El lector se figurará seguramente que yo estaba de humor execrable al dejar a Efim, y

sin embargo se equivocará. Comprendía demasiado bien que era un incidente entre

escolares, entre bachilleres, y que lo serio de la cosa seguía intacto. Me tomé un café una

vez que estuve en la isla Vassili (69), evitando adrede mi taberna de la víspera, en

Petersburgskaia storona: aquel figón y su ruiseñor me resultaban ahora doblemente

odiosos. Cualidad singular: soy capaz de detestar los lugares y las cosas tan exactamente

como a las personas. Conozco por el contrario en Petersburgo ciertos sitios dichosos, es

decir, donde he sido dichoso un día. Pues bien, a esos sitios los mimo, permanezco el

mayor tiempo posible sin ir a ellos, expresamente, para ír más tarde, cuando me vea

completamente solo y desgraciado, a desesperarme y a acordarme. Mientras me bebía el

café, le hice plenamente justicia a Efim y a su buen sentido. Sí, él era más práctico que

yo, pero ¿era más real? El realismo que no ve más allá de la punta de su nariz es más

peligroso que la más alocada de las fantasías, porque es ciego. Pero, aun haciendo justicia

a Efim (que, en aquel momento, estaba persuadido sin duda de que yo me deshacía en

injurias mientras iba zancajeando por las calles), no abandoné ninguna de mis

convicciones, como no las he abandonado en nada hasta hoy. He visto a gente que, al

primer cubo de agua fría, reniegan no solamente de sus actos, sino incluso de su idea, y se

ponen a reírse de lo que una hora antes consideraban sagrado. ¡Oh, qué fácil les resulta

eso! Efim, incluso en la cuestión de fondo, tenía quizá más razón que yo, yo era tal vez el

último de los imbéciles, yo era tal vez insincero, pero había en el fondo de la cuestión un

punto en el que yo tenía razón, había también en mí algo justo y que, sobre todo, la gente

no ha podido nunca comprender.

Llegué a casa de Vassine, en la esquina de la Fontanka y del puente de San Simeón

(70), casi sonando las campanas del mediodía, pero no estaba en su casa. Trabajaba en la

isla Vassili y no volvía más que a ciertas horas fijas, entre otras casi siempre al mediodía.

Como además era no sé qué fiesta, estaba seguro de que iba a encontrarlo; no siendo así,

me dispuse a aguardarlo, aunque estuviese en su casa por primera vez.

He aquí cómo razonaba yo: la cuestión de la carta a propósito de la herencia es un

asunto de conciencia. A1 tomar a Vassine por árbitro, le hago ver con eso toda la

profundidad de mi respeto, lo que necesariamente debe halagarlo. Yo estaba realmente

preocupado por aquella carta y firmemente convencido de la necesidad de un arbitraje;

sospecho sin embargo que habría podido, ya en aquel momento, salir de aquella

dificultad sin ninguna ayuda extraña. Y sobre todo lo sabía yo mismo: bastaba con

entregarle a Versilov la carta en mano; que hiciera con ella lo que quisiera. He ahí la

solución. Colocarse como juez supremo en un asunto de aquella índole era perfectamente

inoportuno. A1 entregarle la carta en mano, sin decir nada, y colocándome así fuera del

asunto, todas las perspectivas de triunfo estaban a mi favor, me colocaba de golpe y

porrazo por encima de Versilov, puesto que, por el hecho de renunciar, en lo que a mí se

refería, a todos los beneficios de la herencia (como hijo de Versilov, una parte de aquel

dinero me habría venido a los bolsillos, si no inmediatamente, por lo menos más tarde) yo

me reservaba para siempre un derecho moral de vigilante sobre la conducta futura de

Versilov. Nadie podía reprocharme haber arruinado a los príncipes, puesto que el

documento no tenía ningún valor jurídico decisivo. Pensé en todo aquello y me lo dije a

mí mismo claramente en la habitación vacía de Vassine, e incluso se me ocurrió de

repente la idea de que había venido a buscar a Vassine, con semejante deseo de saber por

él la conducta que adoptar; únicamente para hacerle ver con esa ocasión que yo era el

más noble y el más desinteresado de los hombres, y por consiguiente para vengarme de

mi humillación de la víspera.

Comprobado que hube todo aquello, experimenté un gran despecho; sin embargo no me

fui, sino que me quedé, aunque sabía muy bien que mi despecho no haría más que crecer

por momentos.

Ante todo, la habitación de Vassine me desagradó enormemente. «Muéstrame tu

habitación y te diré quién eres», podría decirse con toda razón. Vassine tenía alquilada

una habitación amueblada a arrendatarios evidentemente pobres y que hacían de aquello

su oficio, teniendo a otros inquilinos además de él. Yo conozco muy bien esas

habitacioncitas estrechas, apenas amuebladas y que sin embargo pretenden dar una

sensación de comodidad; hay obligatoriamente un diván relleno de crin y comprado en

alguna tienda de viejo y al que se teme mover, un lavabo y una cama de hierro detrás de

un biombo. Vassine debía de ser el mejor inquilino y el más seguro: cada patrona tiene

necesariamente su mejor inquilino, al que se profesa un reconocimiento especial; se

arregla y se barre más cuidadosamente su habitación, se cuelga encima de su diván

alguna litografía, se tiende sobre su mesa un tapete mezquino. Las gentes que gustan de

esta limpieza que huele a moho y sobre todo de esta solicitud respetuosa de los patronos

son ellas mismas sospechosas. Yo estaba convencido de que el título de inquilino

perfecto halagaba a Vassine. No sé por qué, pero al ver aquellas dos mesas llenas de

libros me fui enfureciendo poco a poco. Libros, papeles, tintero, todo estaba en el orden

más repelente, ese orden cuyo ideal coincide con la filosofía de una patrona alemana y de

su criada. Los libros eran numerosos, verdaderos libros, no periódicos o revistas, y él

debía de leerlos. Sin duda adoptaba, para leer o para escribir, un aire extremadamente

grave y preocupado. No sé por qué, pero prefiero que los libros estén en desorden: por lo

menos eso es señal de que se trabaja sin pontificar. Seguramente este Vassine es

extremadamente cortés con los visitantes, pero cada uno de sus gestos debe de decir: «Me

interesa desde luego pasar una horita contigo, pero en cuanto te marches, volveré a

ocuparme de cosas serias.» Sin duda se puede mantener con él una conversación muy

interesante y aprender cosas nuevas, pero «vamos a charlar un rato y yo te interesaré

mucho, y luego, cuando te hayas marchado, me pondré a hacer lo que es verdaderamente

interesante... » Y sin embargo no me decidía a irme, seguía a11í. Que no tenía necesidad

de sus consejos era algo de lo que estaba ahora perfectamente persuadido.

Llevaba a11í una hora larga o más, sentado delante de la ventana, sobre una de las dos

sillas de enea que se encontraban a11í. Lo que más rabia me daba era que el tiempo

pasaba y que me era preciso encontrar un alojamiento antes de que se hiciera de noche.

Tuve ganas de coger algún libro para disipar el aburrimiento, pero no hice nada de eso: la

sola idea de distraerme redoblaba mi disgusto. Hacía ya más de una hora que reinaba un

silencio extraordinario, cuando de pronto, muy cerca, detrás de la puerta condenada por el

diván, distinguí, a pesar mío y progresivamente, un cuchicheo cada vez más fuerte. Había

allí dos voces, voces de mujer, se las oía bien, pero resultaba imposible distinguir las

palabras; sin embargo, movido por el aburrimiento, me esforcé en ello. Estaba claro que

se hablaba con animación, y que no se trataba de cosas corrientes. La cuestión parecía ser

ponerse de acuerdo o bien se discutía, o bien una voz se hacía convincente y suplicante

mientras que la otra negaba y objetaba. Eran sin duda otros inquilinos. Bien pronto la

cosa me aburrió y mi oído llegó a acostumbrarse; yo continuaba escuchando, pero

maquinalmente y a veces incluso olvidándome por completo de que estaba a la escucha,

cuando de pronto se produjo un acontecimiento extraordinario: se hubiera dicho que

alguien había saltado de su silla con las dos piernas hacia delante o se había lanzado

bruscamente y golpeaba con el pie; en seguida se oyó un gemido, luego un grito o más

bien un aullido de animal, furioso y nada inquieto por la preocupación de saber si

personas extrañas estaban escuchando o no. Me dirigí a la puerta de un  salto y la abrí, al

mismo tiempo se abrió otra puerta, al extremo de un corredor (me enteré más tarde de

que era la de la patrona), de donde surgieron dos cabezas curiosas. Los gritos cesaron

inmediatamente, pero de improviso se abrió la puerta vecina a la mía y una joven, por lo

que me pareció, se escapó vivamente y bajó corriendo la escalera. Otra mujer, ya de edad,

quería sujetarla, pero no lo consiguió y se limitó a gemir tras la otra:

-¡O1ía! ¡O1ía! (71). ¿Adónde vas? ¡Oh!

Pero, viendo abiertas nuestras dos puertas, ella empujó rápidamente la suya, dejando

una rendija para oír lo que pasaba en la escalera, hasta el momento en que los pasos de

Olia en fuga dejaron de oírse en absoluto. Volví a mi ventana. El silencio se había

restablecido. Incidente sin importancia, hasta ridículo quizá, y dejé de pensar en eso.

Aproximadamente un cuarto de hora después resonó en el corredor, ante la puerta de

Vassine, una voz de hombre sonora y francota. Una mano empuñó el tirador de la puerta

y la entreabrió lo suficiente para que se pudiera distinguir en el pasillo a un hombre de

alta estatura, quien, sin duda, me había visto también a incluso se me quedó mirando

fijamente, pero no llegaba a entrar aún y continuaba hablando con la patrona de un

extremo al otro del corredor, la mano en el picaporte. La patrona hacía eco, con una

vocecilla aflautada y alegre, y solamente por su voz se podía comprender que el visitante

era un conocido suyo, respetado y apreciado, lo mismo como huésped de confianza que

como personaje divertido. El divertido personaje gritaba y bromeaba, pero todo se

reducía a que Vassine no estaba en casa, que no lograba encontrarlo nunca, que eran

cosas que no le pasaban más que a él, que aguardaría como la vez precedente, y todo

aquello, sin duda alguna, le parecía a la patrona el colmo del ingenio. Por fin el visitante

entró abriendo ampliamente la puerta.

Era un caballero muy bien puesto, vestido en casa de buen sastre, «noblemente», como

se dice, y sin embargo no tenía nada de noble, a pesar de su deseo manifiesto. Era un

sinvergüenza, o más bien uno naturalmente desvergonzado, lo que sin embargo es menos

odioso que un desvergonzado que se ha estudiado delante del espejo. Sus cabellos,

castaños con algunas hebras blancas, sus cejas negras, su gran barba y sus ojos grandes,

lejos de infundirle carácter, le comunicaban por el contrario no sé qué de común, de

semejante a todo el mundo. Gentes así ríen y están dispuestas a reír, pero uno jamás se

siente alegre en su compañía. De lo placentero pasan rápidamente a lo grave, de lo grave

a lo juguetón o a los guiños de ojos insinuantes, pero todo eso con un orden perfecto y sin

motivo... Por lo demás, es inútil describirlo con anticipación. Más tarde conocí bastante

bien a aquel señor y bastante de cerca, por eso lo he presentado aquí, a pesar mío, con

rasgos mucho más precisos que los que pude obtener en el momento en que abrió la

puerta y entró en la habitación. Sin embargo, incluso hoy día me costaría trabajo decir de

él algo que sea determinado y preciso, porque el principal carácter de esta gente es

precisamente su inacabamiento, su dispersión y su indeterminación.

No se había sentado todavía cuando se me ocurrió de repente la idea de que aquél debía

de ser el padrastro de Vassine, un cierto señor Stebelkov (72) del que yo ya había oído

contar alguna cosa, pero tan incidentalmente, que me habría resultado imposible decir

qué: me acordaba solamente de que no era una cosa buena. Yo sabía que Vassine había

estado mucho tiempo bajo su férula en calidad de huérfano, pero que había escapado a su

influencia desde hacía muchos años, que sus objetivos y sus intereses eran divergentes y

que vivían separados en todos los aspectos. Me acordé también de que aquel Stebelkov

poseía un cierto capital, que era incluso un especulador y un ventajista; en una palabra,

quizá yo ya sabía algo más detallado respecto a él, pero se me había olvidado. Me

atravesó con la mirada, sin saludarme. Colocó su chistera sobre la mesa situada delante

del diván, apartó imperiosamente la mesa con el pie y se sentó, o más bien se dejó caer

sobre el diván, donde yo no me había atrevido a sentarme, tan pesadamente, que se oyó

un crujido; dejó colgar las piernas y, levantando la punta de su pie derecho, calzado con

un zapato de charol, se puso a contemplarlo. Por lo demás, se volvió en seguida hacia mí,

y me midió con sus grandes ojos un poco inmóviles.

-¡No voy a encontrarlo nunca entonces! - dijo con una ligera inclinación de cabeza

hacia mí.

Yo no respondí palabra.

-¡No es puntual! Quiere tener ideas propias sobre todo, ¡Venir de Petersburgskaia

storona!

-¿Viene usted de Petersburgskaia storona? - le pregunté yo.

-No, soy yo quien le hace a usted la pregunta.

-Yo... en efecto, pero ¿cómo lo sabe usted?

-¿Cómo? Hum...

Guiñó un ojo, pero no se dignó dar ninguna explicacíón.

-Es decir, no vivo en Petersburgskaia storona, pero vengo de allí y de a11í he venido

aquí.

Continuó sonriendo en silencio, con una sonrisa importante que me desagradó

horriblemente: tenía algo de idiota.

-¿En casa del señor Dergatchev? - pronunció él por fin.

-¿Cómo en casa de Dergatchev? - y abrí los ojos asombrado.

Me miró con aire victorioso.

-Ni siquiera lo conozco - añadí.

-Hum...

-Como usted quiera - respondí.

Ahora me era odioso.

-Hum... Sí... no..., permítame. Compra usted un objeto en una tienda, en otra tienda de

al lado otro comprador compra otro objeto, ¿cuál cree usted? Dinero, en casa de un

comerciante que se llama usurero... Porque el dinero también es un objeto, y el usurero

también es un comerciante... ¿Me comprende usted?

-Creo que sí.

-Pasa un tercer comprador que dice, señalando a una de las tiendas: «Eso es serio», y

señalando la otra: «Eso no es serio.» ¿Qué puedo deducir de ese comprador?

-¿Y yo qué sé?

-No, permítame. Era un ejemplo. El hombre vive de buenos ejemplos. Me paseo por el

Nevsky y observo que, al otro lado de la calle, por la acera, se pasea un caballero cuyo

carácter me interesaría comprobar. Llegamos, cada uno por nuestro lado, hasta la

Morskaia, allí donde está el Almacén Inglés, y observamos a un tercer transeúnte que

acaba de ser aplastado por un coche. Ahora, ponga usted mucha atención: pasa un cuarto

señor, que quiere comprobar el carácter de nosotros tres, incluido el del aplastado, en

cuanto se refiere a espíritu práctico y a seriedad... ¿Usted me comprende?

-Perdone, con mucho trabajo.

-Bueno, eso era lo que yo pensaba. Voy a cambiar de tema. Estoy tomando las aguas en

Alemania, las aguas minerales, como lo he hecho muchas veces, poco importa el sitio.

Me paseo y veo a unos ingleses. Como usted sabe, es difícil trabar conocimiento con un

inglés; pero, al cabo de dos meses, acabada la estación, henos a todos en las montañas,

hacemos juntos ascensiones, con bastones de contera puntiaguda, ya por una montaña, ya

por otra. En el recodo, es decir, en la etapa, a11í donde los monjes fabrican el Chartreuse,

nótelo usted bien, me encuentro con un indígena, plantado a11í, solitario y mirando

silenciosamente. Quiero formarme idea de su seriedad: ¿qué cree usted?, ¿podría yo

dirigirme para eso al grupo de ingleses con los que camino, únicamente porque he sido

incapaz de trabar conversación con ellos en las aguas?

-¿Y yo qué sé? Perdone usted, pero me cuesta mucho trabajo comprenderle.

-¿Mucho?

-Sí, me marea usted.

-Hum...

Guiñó el ojo a hizo con la mano un gesto que sin duda debía de significar algo muy

victorioso y muy triunfal; en seguida, muy gravemente y con mucha calma, sacó de su

bolsillo un periódico que seguramente acababa de comprar, lo desplegó y se puso a leer la

última página, como para dejarme completamente tranquilo. Durante cinco minutos no

posó los ojos en mí.

-¿No han caído las Brest-Graev? No, van bien, siguen subiendo. Conozco a muchos que

se han derrumbado.

Me miró con toda su alma.

-Todavía no comprendo gran cosa de la Bolsa - respondí yo.

-¿Lo condena usted?

-¿El qué?

-¡El dinero, caramba!

-No condeno el dinero, pero... me parece que la idea viene primero, el dinero después,

-Es decir, permítame... he aquí un hombre que tiene, como se dice, buena suerte...

-Primero la idea, después el dinero. Sin idea superior, la sociedad, a pesar de todo su

dinero, se hundirá.

No sé verdaderamente por qué me acaloré. Me miró un poco tontamente, como hombre

que no sabe ya cómo salir de su embarazo; luego, de repente, su rostro floreció en una

sonrisa gozosa y astuta:

-¿Y Versilov, eh? ¡Se ha llevado la tajada! Le dieron la razón ayer, ¿verdad?

Vi de pronto y con asombro que él sabía desde hacía tiempo quién era yo y que quizá

sabía muchas cosas más. Solamente no comprendo por qué me ruboricé de pronto y le

miré de la manera más estúpida sin quitarle los ojos de encima. Por lo visto gozaba con

su triunfo, me miraba gozosamente, como si me hubiese sorprendido con alguna fina

astucia y me hubiese cogido en la trampa.

-¡No! - alzó las dos cejas -. ¡Pregúnteme lo que sé del señor Versilov! ¿Qué le decía yo

a usted hace un momento a propósito de la seriedad? Hace dieciocho meses, a causa de

aquel niño, él habría podido realizar un negociejo estupendo, sí, querido, y en lugar de

eso se partió la crisma. ¡Perfectamente!

-¿Qué niño?

-Pues el niño de pecho que él hace criar en secreto; solamente que no ganará nada con

eso... porque...

-¿Qué niño de pecho? ¿De qué se trata?

-El suyo, claro está, su propio hijo, que ha tenido de mademoiselle Lidia Akhmakova...

«Una chica muy linda, me traía loco.. . » Cerillas de fósforo, ¿eh?

-¿Qué significan esas tonterías? Él no ha tenido nunca ningún niño de Akhmakova.

-¡Eso es! ¿Y yo, dónde estaba yo entonces? Me parece sin embargo que soy doctor y

comadrón. Me llamo Stebelkov. ¿No me conoce usted? Cierto que en aquella época yo ya

no ejercía desde hacía mucho tiempo, pero podía dar un consejo práctico en un caso

práctico.

-Usted es médico... ¿Usted ha estado en el parto de Akhmakova?

No, yo no he estado en parto ninguno. Había por a11á, en las afueras, un doctor Granz,

cargado de familia, se le pagó medio tálero, lo que se da allí a los doctores, y además la

verdad era que nadie lo había llamado. En fin, él estaba allí, en mi puesto... Fui yo quien

lo recomendé, para espesar las tinieblas. ¿Me comprende usted? Por mi parte, no hice

más que dar un consejo práctico respecto a la pregunta de Versilov, de Andrés Petrovitch,

una pregunta completamente secreta, de oído a oído. Pero Andrés Petrovitch prefirió

seguir dos liebres.

Yo le escuchaba con el asombro más profundo.

-Quien persigue a dos liebres no caza a ninguna, se dice entre nosotros, o más bien en el

pueblo. Por mi parte, yo digo: las excepciones constantemente repetidas llegan a ser la

regla general. Él cazó una segunda liebre, es decir, un buen ruso, una segunda señora, y

de resultado nulo. Un pájaro en mano vale más que ciento volando. Cuando hace falta

obrar aprisa, se pone a holgazanear. La verdad es que Versilov es «un profeta para buenas

mujeres», como el joven príncipe Sokolski lo calificó tan bien delante de mí. No, usted

me agrada. Si quiere saber muchas cosas sobre Versilov, venga a verme.

Por lo visto, admiraba mi boca, toda redonda por efecto del asombro. Jamás en mi vida

había oído yo hablar del niño de pecho. En aquel instante se oyó abrirse la puerta de las

vecinas y alguien entró rápidamente en la habitación de las mismas.

-Versilov vive en Semenovski Polk, calle Mojaisk, casa Litvinova, número 17. Vengo

de la Oficina de Direcciones - gritó una voz irritada de mujer.

Se oían todas las palabras. Stebelkov frunció las cejas y levantó el dedo más alto que su

cabeza.

-Hablábamos de él, y helo aquí... ¡Helos aquí a los dos, las excepciones completamente

repetidas! Quand on parle d'une corde...

Rápidamente, de un salto, se sentó sobre el diván, y pegó la oreja a la puerta contra la

que estaba adosado aquel mueble.

Me sentí terriblemente sorprendido. Comprendí que aquel grito debía proceder de la

joven que se había escapado hacía un momento con una agitación tan grande. Pero ¿por

qué misterio se hablaba a11í de Versilov? Bruscamente resonó de nuevo el grito de hacía

un momento, un grito histérico, grito de un ser loco de cólera a quien se le niega algo o a

quien se le impide que haga alguna cosa. La única diferencia fue que los gritos y los

aullidos duraron todavía más tiempo. Era una lucha, palabras precipitadas, rápidas: «No

quiero, no quiero», «Devuélvemelo, devuélvemelo inmediatamente», o bien algo por el

estilo, no llego a recordarlo con exactitud. Seguidamente, como hacía un momento,

alguien saltó bruscamente hacia la puerta y la abrió. Las dos vecinas se lanzaron por el

pasillo, la una, como poco antes, sujetando por lo visto a la otra. Stebelkov, que desde

hacía largo rato se había bajado del diván y prestaba oído con complacencia, no dio más

que un respingo hacia la puerta y con toda frescura corrió derechamente hacia las

vecinas. Pero su aparición en el corredor causó el efecto de un cubo de agua helada: las

vecinas se eclipsaron vivamente cerrando con estrépito. Stebelkov hizo ademán de correr

tras ellas, pero se detuvo, levantando el dedo, sonriendo y reflexionando; aquella vez

distinguí en su sonrisa algo extremadamente maligno, sombrío y siniestro. Viendo a la

patrona plantada de nuevo delante de su puerta, corrió cerca de ella andando de puntillas;

después de haber cuchicheado dos minutos con la mujer y obtenido indudablemente

algunos datos, volvió a la habitación con un paso majestuoso y decidido, cogió de la

mesa su chistera y se encaminó hacia el cuarto de las vecinas. Por un instante se quedó

escuchando a la puerta, pegando la oreja a la cerradura y dirigiendó al otro extremo del

corredor un guiño victorioso a la patrona, que le amenazaba con el dedo y balanceaba la

cabeza como si dijera: « ¡Curiosón, curiosón! » En fin, con aire decidido, pero

infinitamente delicado, casi tronchándose de delicadeza, golpeó con los nudillos en la

habitación de las vecinas. Se oyó una voz:

-¿Quién está ahí?

-¿No me concederán ustedes permiso para entrar? Se trata de un asunto de la mayor

importancia - declaró Stebelkov con voz alta y digna.

No se apresuraron mucho, pero de todas maneras la puerta se abrió, al. principio un

poco, la mitad; pero Stebelkov había empuñado ya fuertemente la manija y no habría

dejado que se cerrara. La conversación se inició: Stebelkov hablaba en voz alta,

insistiendo en penetrar en la habitación; no me acuerdo de las palabras, pero se trataba de

Versilov; él podía dar noticias, explicaciones. «No, pregúntenme a mí, a mí. Vénganme a

ver», y así sucesivamente. Le hicieron entrar a toda prisa. Me volví junto al diván y me

puse a escuchar, pero no llegué a entenderlo todo: oía solamente que se nombraba con

frecuencia a Versilov. Por la entonación de la voz adivinaba que Stebelkov dirigía ya la

conversación y no hablaba ya insidiosamente, sino con imperio y con un tono

desenvuelto, como hacía un momento conmigo: «¿Ustedes me comprenden? Déjenme

ahora avanzar un poco más», etc., etc. Por lo demás, debía mostrarse extraordinariamente

amable con las mujeres. Por dos veces había resonado su risa sonora, y desde luego

inoportuna, porque, junto a su voz y a veces dominándola, se oían las voces de dos

mujeres, que estaban muy lejos de expresar alegría; sobre todo la de la más joven, aquella

que había lanzado los gritos; hablaba mucho, nerviosamente, aprisa, sin duda para acusar

y quejarse, y reclamar justicia. Pero Stebelkov no se quedaba atrás; elevaba el tono más y

más, y se reía con mayor frecuencia; la gente de esta clase no sabe escuchar a los demás.

Me aparté bien pronto del diván, porque me pareció vergonzoso estar a11í escuchando, y

volví a ocupar mi antiguo sitio ante la ventana, sobre la silla de enea. Estaba persuadido

de qua Vassine no sentía ningún aprecio por aquel individuo, pero también me figuraba

que, si le manifestaba yo mi opinión, inmediatamente tomaría su defensa con una dig-

nidad grave y me daría una lección: «Es un hombre práctico, uno de esos hombres

modernos de negocios a los que es imposible juzgar desde nuestro punto de vista general

y abstracto.» En aquel instante, por lo demás, me acuerdo muy bien, yo estaba

moralmente destrozado, el corazón me latía con fuerza y esperaba que ocurriese algo.

Transcurrieron así unos diez minutos, y de pronto, en pleno arranque de una carcajada

estrepitosa, alguien, exactamente como hacía un momento, saltó de su silla, luego se

oyeron los gritos de las dos mujeres, se percibió que Stebelkov se había puesto también

en pie de un salto, que hablaba con otro tono, como para justificarse, para suplicar que

tuvieran la bondad de escucharlo hasta el final... Pero no le escucharon. Resonaron gritos

furiosos: « ¡Fuera de aquí! ¡Usted no es más que un canalla, un sinvergüenza! » Era

evidente que lo ponían de patitas en la calle. Abrí la puerta en el instante preciso en que

salía del cuarto de las vecinas al pasillo, literalmente expulsado por las manos de

aquéllas. A1 verme, se puso a gritar, al mismo tiempo que se acercaba a mí, señalándome

con el dedo:

-¡He aquí el hijo de Versilov! Si no me creen ustedes, pues bien, he aquí a su hijo, su

propio hijo. - Y me cogió imperiosamente por la mano -. ¡Es su hijo, su verdadero hijo! -

repetía conduciéndome cerca de las señoras y sin agregar otra explicación.

La joven estaba en el pasillo; la de más edad, a un paso de ella, en el marco de la

puerta. Me acuerdo solamente de que aquella pobre muchacha no era fea: podía tener

unos veinte años, pero era delgada y de aspecto enfermizo, rubicunda y pareciéndose un

poco a mi hermana en la cara; aquel detalle me atravesó el espíritu y se me ha quedado en

la memoria. Únicamente que Lisa no se había encontrado jamás, y naturalmente jamás

había podido encontrarse, en un acceso de cólera comparable a aquel en que se hallaba

aquella joven frente a mí; tenía los labios blancos, sus ojos de un gris claro echaban

chispas, temblaba de indignación. Y me acuerdo también de que yo me sentía en una

postura extremadamente estúpida y vergonzosa, porque no encontraba en absoluto nada

que decir, todo aquello por culpa de aquel grosero personaje.

-¿Su hijo? ¿Y qué? Si está con usted, es otro sinvergüenza. - Se volvió de repente hacia

mí -: Si es usted el hijo de Versilov, pues bien, dígale de mi parte a su padre que es un

bribón, un canalla desvergonzado, y que no tengo necesidad de su dinero... Tome, tome,

devuélvale inmediatamente todo este dinero.

Se sacó bruscamente del bolsillo algunos billetes de Banco. Pero la mujer de más edad,

su madre, como supe en seguida, la cogió por el brazo:

-Olia, pero tal vez no es verdad, tal vez no es su hijo.

Olia lanzó una rápida mirada, comprendió, me examinó con desprecio y volvió a entrar

en la habitación, pero antes de cerrar la puerta, en el umbral, le dijo una vez más a Ste-

belkov:

-¡Fuera de aquí!

E incluso llegó a dar una patadita. Seguidamente la puerta se encajó de golpe y la

cerraron con llave. Stebelkov, que seguía sujetándome por el hombro, levantó el dedo y,

con la boca dilatada en una sonrisa larga y pensativa, fijó sobre mí una mirada

interrogadora.

-Encuentro su conducta de usted con respecto a mí ridícula a indigna - rezongué

indignado.

Pero él no me escuchaba, aunque no apartase de mí sus ojos.

-Eso es lo que habría que examinar - dijo con aire pensativo.

-Pero ¿cómo se ha atrevido usted a mezclarme en todo esto? ¿Qué significa? ¿Quién es

esa mujer? Me ha cogido usted por el hombro y me ha arrastrado. ¿Qué quiere decir esto?

-¡Ah, diablo! Una mujer que ha perdido su inocencia... «la excepción frecuentemente

repetida». ¿Me comprende usted?

Y me clavó el dedo en el pecho.

-¡Váyase al diablo! - exclamé, rechazándole el dedo.

Pero de repente, de la manera más inesperada, se puso a reír con suavidad, largamente,

muy contento. Por último se puso el sombrero y, con una fisonomía ya cambiada y

adusta, observó frunciendo las cejas:

--Habría que dar una lección a la patrona... Habría que echarlas del apartamiento. Y lo

antes posible además... Ya verá usted. Recuerde lo que le digo, usted lo verá. Diablo - se

interrumpió de pronto -, ¿va usted a esperar a Gricha?

-No, no le esperaré - respondí muy decidido.

-Vámonos, es igual...

Sin añadir una sílaba, volvió la espalda, salió y tomó escaleras abajo, sin honrar ni

siquiera con la mirada a la patrona que parecía esperar explicaciones y noticias. Yo

también cogí mi sombrero y, después de haberle rogado a la patrona que le dijese a

Vassine que Dolgoruki había venido, bajé corriendo.

 

III

Había perdido el tiempo. En cuanto que me vi fuera, me dediqué a la búsqueda de un

alojamiento; estaba distraído; estuve andando varias horas por las calles, entré en cinco o

seis casas con habitaciones amuebladas, pero estoy seguro de que dejé pasar más de

veinte sin mirarlas. Con gran despecho por mi parte, la verdad era que nunca hubiese

creído tan difícil encontrar un alojamiento: por todas partes habitaciones como la de

Vassine, y muchísimo peores aún, y precios imposibles, a lo menos para mi presupuesto.

Yo pedía simplemente un rincón, nada más que para poder tenderme, y me respondían

con desprecio que en aquel caso debía dirigirme a los «arrendadores de rincones» (73).

Además, por todas partes, una masa de inquilinos rarísimos con los cuales, a juzgar por

su aspecto, yo no habría podido vivir jamás; incluso habría pagado para no vivir junto a

ellos. Señores sin chaqueta, en chaleco, con la barba hirsuta, curiosos y desverzongados.

En una habitación microscópica había diez jugando a las cartas y bebiendo cerveza: me

ofrecieron una habitación contigua. Por otra parte, era yo quien respondía tan

estúpidanàente a las preguntas de los arrendadores, que se me quedaban mirando con

asombro; en un sitio, incluso llegué a enfadarme. Por lo demás, es inútil describir todos

estos detalles ínfimos; quería decir únicamente que, hallándome terriblemente cansado,

comí algo en una posada cuando ya se hacía casi de noche. Llegué a la resolución

definitiva de que iría inmedi.atamente, solo y en persona, a entregarle a Versilov la carta

a propósito de la herencia, sin darle la menor explicación, que resolvería mis asuntos por

todo lo alto, llenaría la maleta y un maletín y me iría a pasar la noche al hotel. Sabía que

al final de la Perspectiva Obukhov, cerca del Arco de Triunfo (74), había albergues en los

que se podía conseguir una habitación individual por treinta copeques; decidí por una

noche hacer ese sacrificio, a fin de no permanecer por más tiempo en casa de Versilov.

Ahora bien, al pasar por delante del Instituto Tecnológico me dieron ganas de pronto de

entrar en casa de Tatiana Pavlovna, que vivía enfrente. Como pretexto, tenía el de aquella

misma carta a propósito de la herencia, pero mi deseo invencible obedecía naturalmente a

otras causas, que por lo demás soy incapaz de explicar hoy: reinaba en mi espíritu una

terrible confusión entre «el niño de pecho», «las excepciones que se convierten en regla

general» y todo lo demás. Ignoro si lo que quería hacer era contar cosas, o darme

importancia, o pelearme, o incluso llorar, pero el caso es que subí la escalera de Tatiana

Pavlovna. No había estado en su casa más que una vez, al principio de mi estancia en

Petersburgo, a darle no sé qué recado de parte de mi madre, y me acuerdo de que entré, di

el recado, y me fui un minuto después, sin sentarme y sin que ella hiciera nada por rete-

nerme.

Llamé. La cocinera me abrió inmediatamente y me hizo entrar en silencio. Todos estos

detalles son necesarios para hacer eomprender cómo pudo producirse un acontecimiento

tan loco, que ha tenido una importancia tan colosal sobre todo lo demás. Primeramente la

cocinera. Era una finlandesa colérica y chata que, según creo, detestaba a su ama, Tatiana

Pavlovna, la cual, por el contrario, no podía separarse de ella, por una de esas pasiones

que sienten las viejas por los perros muy viejos ya y de nariz húmeda o por los gatos per-

patuamente dormidos. La finlandesa, o bien rezongaba y gruñía, o bien, después de

alguna disputa, no abría la boca durante semanas enteras, para castigar a su ama. Sin duda

yo había caído en uno de aquellos días de silencio, porque, a mi pregunta: « ¿Está la

señora en casa? », que recuerdo positivamente haberle hecho, no respondió, y se volvió a

la cocina sin decir esta boca es mía. Después de eso, naturalmente, persuadido de que la

señora estaba en casa, entré, y, no encontrando a nadie, aguardé, pensando que Tatiana

Pavlovna iba a salir de su habitación; no siendo así, ¿por qué la cocinera me habría hecho

pasar? Me quedé de pie dos o tres minutos; caía la noche y el apartamiento de Tatiana

Pav1ovna, ya sombrío de por sí, se tornaba aún menos acogedor debido a las oleadas de

cretona que colgaban por todas partes. Dos palabras sobre este feo apartamiento, para

hacer comprender el sitio donde sucedió la cosa. Tatiana Pavlovna, visto su carácter

autoritario y terco y sus viejas fantasías señoriales, no podía acomodarse a una habitación

amueblada: había alquilado aquella parodia de apartamiento únicamente para vivir por su

cuenta y ser dueña en su casa. Aquellas dos habitaciones eran literalmente dos jaulas de

canarios, pegadas la una a la otra, una más pequeña que la contigua, en el segundo piso y

con vistas al patio. Al entrar se encontraba uno primeramente con un pequeño pasillo

angosto, de una longitud de un metro poco más o menos; a la izquierda, las dos jaulas de

canarios ya mencionadas; y todo derecho, al fondo del corredor, la entrada de una cocina

minúscula. Los catorce metros cúbicos de aire, indispensables al hombre para una

duración de doce horas, quizá existían a11í, pero seguramente poco más. Las

habitaciones eran espantosamente bajas y, para colmo de estupidez, las ventanas, las

puertas, los muebles, todo, todo estaba tapizado o cubierto de cretona, de hermosa

cretona francesa, con festones; pero la habitación parecía así dos veces más sombría y

semejaba el interior de una diligencia. En la habitación donde yo aguardaba se podía, con

cierto trabajo, darse la vuelta, aunque todo estuviese lleno de muebles, por lo demás no

feos del todo: había allí toda clase de mesitas de marquetería con adornos de bronce,

cajitas y un tocador exquisito a incluso rico. Pero el cuartito siguiente de donde yo

esperaba verla salir, su alcoba, separada de esta otra habitación por una cortina, no

contenía literalmente, como lo supe en seguida, más que una cama. Todos estos detalles

son indispensables para comprender la estupidez que cometí.

Así, pues, aguardaba sin experimentar la menor duda, cuando sonó la campanilla. Oí

como la cocinera recorría el pasillo sin apresurarse y dejaba entrar en silencio,

exactamente como había hecho conmigo hacía un momento, a varias visitas. Eran dos

señoras y las dos hablaban en voz alta, pero ¡cuál no fue mi asombro cuando, por la voz,

reconocí en una a Tatiana Pavlovna y en la otra a la mujer con la que menos preparado

estaba a encontrarme en aquellos momentos, sobre todo en aquel ambiente! No había

error posible; el día anterior yo había escuchado aquella voz sonora, fuerte y metálica,

tres minutos solamente, es verdad, pero era una voz que se había quedado en mi corazón.

Sí, era desde luego «la mujer de ayer». ¿Qué hacer? No dirijo en modo alguno esta

pregunta al lector. Trato de representarme solamente para mí mismo aquel minuto y

todavía hoy me resulta absolutamente imposible explicarme cómo pudo suceder que me

lanzase de repente detrás de la cortina y me encontrase en el dormitorio de Tatiana

Pavlovna. En una palabra, me escondí y apenas tuve tiempo de dar aquel bote cuando

ellas entraban. El por qué no les salí al encuentro en lugar de ocultarme, lo ignoro; todo

aquello pasó por casualidad, sin que yo me diera cuenta.

En la habitación, tropecé con la cama y observé inmediatamente que había una puerta

que se abría a la cocina, por tanto una salida posible en caso de necesidad y por la cual se

podía escapar perfectamente. Pero, ¡horror!, la puerta estaba cerrada con llave y la llave

no estaba en la cerradura. Llevado por la desesperación, me dejé caer en la cama; para mí

estaba claro que ahora iba a escuchar la conversación y, desde las primeras frases, desde

los primeros sonidos, adiviné que su entrevista era secreta y muy delicada. ¡Oh!, desde

luego, un hombre noble y leal habría debido levantarse, incluso en aquel momento, salir y

decir en alta voz:. « ¡Estoy aquí, esperen! » y, a pesar del ridículo de su situación, pasar

adelante; pero no me levanté y no salí; de la manera más innoble, me dio miedo.

-Catalina Nicolaievna, querida mía, me apena usted profundamente - suplicaba Tatiana

Pavlovna -, cálmese de una vez, eso no va bien con su carácter. Dondequiera que usted

está reina la dicha, y he aquí que de pronto... Pero, por lo que a mí respecta, al menos,

espero que continúe usted creyéndome, sabe hasta qué punto la estimo. Por lo menos

tanto como a Andrés Petrovitch, a quien sin embargo no oculto mi eterna fidelidad... Pues

bien, créame, se lo juro por mi honor, él no tiene ese documento, y quizá no lo tiene

nadie; por otra parte, él es incapaz de semejantes intrigas y hace usted mal en sospechar

de él. Son ustedes dos los que se han imaginado esta hostilidad...

-El documento existe, y él es capaz de todo. Ayer, no hago más que llegar, y mi primer

encuentro es con ese petit espion que él se ha encargado de imponerle al príncipe.

-Vamos, ce petit espion? Ante todo, no es espion en absoluto. Soy yo quien he insistido

para que lo coloquen en casa del príncipe, de lo contrario habría perdido la cabeza en

Moscú o se habría muerto de hambre. Por lo menos tales son los informes que he recibido

de a11í; y sobre todo ese muchacho grosero no es más que un imbécil, ¿cómo iba a hacer

de espía?

--Sí, un imbécil, lo que no le impide por otra parte que sea un sinvergüenza. Si yo no

hubiese tenido tanta rabia, me habría muerto de risa ayer: se puso pálido, se aturulló, se

dio importancia, se puso a hablar en francés. ¡Y decir que en Moscú María Ivanovna me

hablaba de él como de un genio! Esa maldita carta está intacta y se encuentra en alguna

parte, en el sitio más peligroso, lo he deducido por la cara que ponía esa María Ivanovna.

-¡Querida! Pero si usted misma dice que no hay nada en casa de ella.

Al contrario, hay algo, ella miente. Y puede decirse, tiene sus miras al mentir. Antes de

ir a Moscú, yo tenía todavía la esperanza de que no quedase rastro del papel, pero ahora,

ahora...

-Pero, querida, se dice por el contrario que es una criatura excelente y muy razonable.

Su difunto tío la apreciaba más que a todas sus sobrinas. Cierto que yo no la conozco

bien, pero usted debería hacerle un poco la corte, querida. No le costaría ningún trabajo

obtener la victoria: yo misma, que soy ya una vieja, pues bien, estoy enamorada de usted,

dispuesta a abrazarla. ¿Qué le costaría a usted seducirla a ella?

-Le he hecho la corte, Tatiana Pavlovna, lo he ensayado todo, incluso se ha mostrado

encantada, solamente que es astuta, ella también es astuta... No, es un carácter entero y

original, un carácter moscovita... Figúrese usted que me ha aconsejado que me dirija aquí

a un tal Kraft, que fue pasante de Andronikov; quizá él supiese algo. Yo ya tenía alguna

idea de este Kraft a incluso creo recordarlo un poco. Pero en el momento en que me habló

de ese Kraft tuve de repente la convicción de que, lejos de ignorar el asunto, ella miente,

ella lo sabe todo.

-Pero ¿para qué, para qué todo eso? En todo caso es posible informarse en casa de ese

Kraft. Es un alemán, muy poco hablador y muy honrado, me acuerdo de él. Desde luego,

haría falta preguntarle. Sólo que creo que no está ya en Petersburgo...

-Volvió ayer, vengo ahora de su casa... Por eso precisamente me ve usted tan alarmada,

me tiemblan los brazos y las piernas. Quería preguntarle, ángel mío, Tatiana Pavlovna,

puesto que usted conoce a todo el mundo, ¿no habría medio de buscar entre sus papeles?

Seguramente ha dejado papeles. ¿A quién irán a parar? ¿Caerán también éstos en manos

peligrosas? He venido a pedirle a usted consejo.

-Pero ¿de qué papeles habla usted? - preguntó Tatiana Pavlovna, que no comprendía

nada de aquello -. Acaba de decirme usted misma que viene de casa de Kraft.

-Sí, de allí vengo, pero él se ha matado. Ayer por la noche.

Salté abajo de la cama. Había podido quedarme quieto oyéndome tratar de espía y de

idiota; cuanto más avanzaban ellas en su conversación, menos posible me parecía

presentarme. ¡Era inconcebible! Resolví esperar, con el corazón latiéndome apenas, hasta

el momento en que Tatiana acompañaría hasta la puerta a la visitante (si, para suerte mía,

no tenía necesidad de entrar antes en su aicoba), y en seguída, una vez que se fuera

Akhmakova, estaba dispuesto a entendérmelas con Tatiana Pavlovna... Pero cuando, al

enterarme de la muerte de Kraft, salté de la cama, me vi dominado por una especie de

convulsión. Sin pensar ya en nada, sin razonar, sin darme cuenta, di un paso, levanté la

cortina y me encontré frente a ellas. Había aún bastante claridad para que se me pudiese

ver pálido y tembloroso... Lanzaron un grito. ¿Cómo no gritar?

-¿Kraft? - balbucí, volviéndome hacia Akhmakova -. ¿Se ha matado? ¿Ayer? ¿A la

puesta de sol?

-¿Dónde estabas?~ ¿De dónde sales? - chilló Tatiana Pavlovna, que me clavó

literalmente las uñas en el hombro -. ¿Nos espiabas? ¿Nos estabas escuchando?

-¿Qué le decía yo a usted? - preguntó Catalina Nicolaievna, levantándose del diván y

señalándome con el dedo.

Salí de mis casillas.

-¡Eso no son más que mentiras y estupideces! - interrumpí furioso -. ¡Hace un momento

me ha tratado listed de espía! ¡Señor! ¿Vale la pena, no digo yo espiar, sino solamente

vivir aquí en este mundo, al lado de gente como usted? Los hombres generosos acaban en

el suicidio. Kraft se ha matado por la idea, por Hécuba... pero, ¿cómo va usted a conocer

a Hécuba?... Aquí se está condenado a vivir en medio de vuestras intrigas, a chapotear

entre vuestras mentiras, vuestros engaños, vuestros manejos subterráneos... ¡Basta ya!

-¡Déle una bofetada! ¡Déle una bofetada! - gritó Tatiana Pavlovna.

Y como Catalina Nicolaievna continuaba mirándome (me acuerdo de todo, -hasta del

más mínimo detalle) sin desviar los ojos, pero sin moverse del sitio, Tatiana Pavlovna iba

en el mismo instante a ejecutar en persona su consejo... tanto que a pesar mío levanté la

mano para protegerme el rostro. A causa de aquel gesto, le pareció que la amenazaba.

-¡Vamos, pega, pega pues! Demuestra que siempre has sido un bestia... Eres el más

fuerte, ¿por qué preocuparte de unas pobres mujeres?

-¡Basta ya de calumnias, basta! - grité -. ¡Nunca levantaré la mano contra una mujer! Es

usted una desvergonzada, Tatiana Pavlovna, me ha despreciado siempre. ¿Para qué res-

petar a la gente? ¿Se ríe usted, Catalina Nicolaievna? Sin duda será de mi cara: sí, Dios

no me ha dado un semblante como el de sus ayudantes de campo. Y sin embargo frente a

usted no me siento humillado, sino, al contrario, superior... En fin, poco importan las

palabras, pero no soy culpable. He venido aquí por casualidad, Tatiana Pavlovna. La

única culpable es esa cocinera finlandesa que usted tiene, o, por decirlo mejor, la pasión

que usted tiene por ella: ¿por qué no me ha contestado cuando le he preguntado si usted

estaba y por qué me ha conducido aquí sin decir palabra? Luego, usted comprenderá, me

ha parecido tan monstruoso salir del dormitorio de una mujer, que he decidido soportar

en silencio todos sus insultos antes que mostrarme... ¿Se sigue usted riendo, Catalina

Nicolaievna?

-¡Vete, vete, fuera de aquí! - gritó Tatiana Pavlovna, casi empujándome -. No le tome

usted en cuenta sus mentiras, Catalina Nicolaievna, ya le dije antes que desde Moscú me

lo han descrito siempre como un chiflado.

-¿Un chiflado? ¿Desde Moscú? ¿Quién y cómo? Pero poco importa, basta ya. Catalina

Nicolaievna, se lo juro por lo que hay para mí de más sagrado: esta conversación y todo

lo que he oído quedará entre nosotros... ¿Es culpa mía si he descubierto sus secretos?

Además desde mañana dejo de ir a casa de su padre. Así es que puede usted estar

tranquila sobre la suerte del documento que está buscando.

-¿Cómo...? ¿De qué documento habla usted?

Catalina Nicolaievna se turbó tanto, que se puso muy pálida. Quizá sólo me lo pareció.

Comprendí que había dicho demasiado.

Salí rápidamente. Me acompañaron sus miradas silenciosas en las que se leía un

extraordinario asombro. En una palabra. yo les había planteado un enigma...

 

CAPÍTULO IX

Me apresuré a volver a casa y, ¡oh maravilla!, estaba muy contento de mí mismo. Sin

duda, no se habla así a mujeres, y sobre todo a tales mujeres, o más exactamente a tal

mujer, porque yo no tomaba en cuenta a Tatiana Pavlovna. Quizá no está permitido

decirle a la cara a una mujer de semejante categoría: « ¡Me cisco en sus intrigas!» , pero

yo lo había dicho y por eso estaba contento. Sin hablar de lo demás, estaba seguro al

menos de que, por haber adoptado aquel tono, yo había borrado todo lo que había de

ridículo en mi posición. Pero no tuve tiempo de pensar largamente en todo aquello: mi

cerebro estaba ocupado por Kraft. No es que me atormentase mucho, pero a pesar de todo

yo estaba conmovido hasta el fondo del alma; y hasta el punto de que el sentimiento

ordinario de placer que experimentan los hombres en presencia de la desgracia del

prójimo, por ejemplo cuando alguien se rompe una pierna, pierde el honor, se ve privado

de un ser querido, etc., aquel mismo sentimiento ordinario de innoble satisfacción cedía

en mí enteramente a otro sentimiento, a una sensación extremadamente imperiosa, a la

pena, al dolor... si es que aquello era el dolor, lo ignoro... en todo caso a un sentimiento

extremadamente poderoso y bueno. Y por aquello también estaba yo contento. Es

asombrosa la multitud de ideas extrañas que pueden atravesarle a uno el espíritu

precisamente cuando se está sacudido por alguna noticia colosal que debería, parece,

ahogar los demás sentimientos y dispersar todas las ideas extrañas, sobre todo las ideas

sin importancia; ahora bien, son éstas, por el contrario, las que se presentan. Me acuerdo

de eso todavía; me vi cogido poco a poco por un temblor nervioso bastante sensible, que

duró aigunos minutos a incluso todo el tiempo que permanecí en casa para explicarme

con Versilov.

Aquella explicación tuvo lugar en circunstancias singulares e insólitas. He dicho ya que

vivíamos en un pabellón que había en el patio; aquel alojamiénto llevaba el número 3.

Incluso antes de meterme debajo de la puerta cochera, oí una voz de mujer, que

preguntaba en voz alta, con impaciencia a irritación: «¿Dónde está el partido número

trece?» Era una señora que acababa de abrir la puerta de una tiendecilla contigua. Pero

sin duda no le contestaron nada o hasta la mandaron a paseo, puesto que bajó los

escalones con cólera y desesperación.

-¿Pero dónde está el dvornik? - gritó dando pataditas.

Hacía mucho tiempo que yo había reconocido aquella voz.

-Voy al partido número trece - dije acercándome a ella -. ¿Por quién pregunta usted?

-Hace una hora que estoy buscando al dvornik, le he preguntado a todo el mundo, he

subido todas las escaleras.

-Es en el patio. ¿No me reconoce usted?

Pero ya me había reconocido.

-¿Quiere usted ver a Versilov? Tiene usted algún asunto con él; yo también - continué -.

He venido a decirle adiós para siempre. ¡Vamos a11á!

-¿Es usted hijo suyo?

--Eso no significa nada. Admitamos, si usted quiere, que sea su hijo. Aunque me llamo

Dolgoruki. Soy ilegítimo. Este señor tiene una multitud de hijos ilegítimos. Cuando la

conciencia y el honor lo exigen, incluso un hijo legítimo abandona la casa. Eso está ya en

la Biblia. Además, ha recibido una herencia que no quiero compartir. Me contento con el

trabajo de mis manos. Cuando es preciso, un corazón generoso sacrifica hasta su propia

vida. Kraft se ha matado por la idea, figúrese usted, Kraft, un joven que hacía concebir

tantas esperanzas... ¡Por aquí, por aquí! Vivimos en un pabellón aislado. Ya en la Biblia

se lee que los hijos abandonan a sus padres y fundan su nido,... Cuando la idea le arrastra

a uno... cuando la idea está ahí... La idea lo es todo, todo está en la idea...

Continué algún tiempo aquel parloteo, hasta el momento en que llegamos a nuestra

casa. El lector ha notado sin duda que no me ahorro nada y que me trato como es debido.

Quiero aprender a decir la verdad. Versilov estaba en casa. Entré sin quitarme el abrigo;

ella, lo mismo. Iba vestida muy ligeramente; sobre un vestido oscuro se agitaba en alto un

trozo de no sé qué, destinado a figurar como cuello o mantellina; llevaba a la cabeza un

viejo gorro raído que estaba lejos de embellecerla. Cuando entramos en la sala, mi madre

ocupaba su sitio acostumbrado delante de su labor, mi hermana salió de su habitación

para mirar y se detuvo en el umbral. Versilov, como de costumbre, no hacía nada y se

levantó para recibirnos... Clavó en mí una mirada severa a inquisitiva.

-Yo no tengo nada que ver con esto - me apresuré a asegurarle al mismo tiempo que me

apartaba -, he encontrado a esta señorita delante de la puerta; le buscaba a usted y nadie le

daba razón. Pero también yo tengo mi asunto, que tendré el placer de explicarle

inmediatamente...

Versilov no dejó de examinarme de una manera curiosa.

-¡Permítame! - comenzó a decir la muchacha con impaciencia.

Versilov se volvió hacia ella.

-He reflexionado largamente sobre el motivo que le impulsó a usted ayer a dejarme este

dinero... Yo... en una palabra, ¡he aquí su dinero! - Casi lanzó un grito como horas antes,

y arrojó sobre la mesa un puñado de billetes -. He tenido que it a la Oficina de

Direcciones para saber dónde vivía usted, de lo contrario habría venido antes. Escuche

usted - dijo volviéndose de repente hacia mi madre, que palideció de una manera terrible

-.No quiero ofenderla, tiene usted aspecto de ser una persona honrada y quizá ésa es hija

de usted. Ignoro si es usted su mujer, pero sepa que este caballero recorta de los

periódicos los anuncios que publican con sus últimos copeques las institutrices y

profesoras y se dedica a visitar a esas desgraciadas, buscando ventajas deshonestas,

apabullándolas con su dinero. No comprendo cómo pude aceptar ayer su dinero. ¡Tenía

un aire tan leal! ¡Cállese, no diga una palabra! ¡Es usted un sinvergüenza, caballero!

Incluso aunque tuviese usted intenciones honradas, no quiero limosnas suyas. ¡Ni una

palabra,  ni una palabra! ¡Oh, qué contenta estoy de avergonzarle delante de sus mujeres!

¡Que Dios le maldiga!

Se escapó rápidamente, pero en el umbral se volvió un instante para gritar tan sólo:

-¡Se dice que ha recibido usted una herencia!

En seguida desapareció como una sombra. Insisto una vez más: era una furia. Versilov

estaba profundamente impresionado. Se quedó inmóvil, con sire soñador, como

meditando en algo; por último, se dirigió a mí bruscamente:

-¿Tú no la conoces de nada?

-La he visto esta mañana por casualidad en casa de Vassine. Se agitaba por el corredor,

lanzaba gritos y soltaba rmaldiciones contra usted. Pero no hemos hablado y no sé nada

de ella. Ahora acabo de encontrármela ante la puerta. Será sin duda la profesora del

anuncio de ayer, la que «da lecciones de aritmética».

-Ella es. Una vez en mi vida que hago una buena acción y... Y a ti, ¿qué te trae por

aquí?

-¡He aquí una carta! - respondí -. No hace falta darle explicaciones: procede de Kraft, y

él la recibió del difunto Andronikov. El contenido se lo explicará a usted todo. Debo aña-

dir que nadie en el mundo conoce ahora la existencia de esta carta, excepto yo, puesto

que Kraft, que me la entregó ayer, se mató inmediatamente después de mi visita...

Mientras que yo hablaba, jadeante y apresurándome, cogió la carta y, teniéndola en

suspenso en su mano izquierda, continuó examinándome atentamente. Cuando le anuncié

el suicidio de Kraft, le miré a la cara para ver el efecto producido. Pues bien, ¿qué creerán

ustedes? La noticia no le produjo la menor impresión. Ni siquiera levantó las cejas. A1

contrario, viendo que me había detenido, agarró sus lentes, de los que no se desprendía

nunca y llevaba colgados de una cinta negra, aproximó la carta a una bujía y, después de

un vistazo a la firma, empezó a descifrarla. No sabría decir lo mucho que me hirió aquella

orgullosa insensibilidad. Él debía de conocer muy bien a Kraft. ¡Una noticia, a pesar de

todo, tan extraordinaria! Además, naturalmente, me habría gustado causar cierto efecto.

Después de medio minuto de espera, sabiendo que la carta era larga, volví la espalda y

me fui. Tenía preparada la maleta

 

desde hacía mucho tiempo, no me quedaba más que hacer un paquete con algunos

objetos. Pensé en mi madre: no me había acercado a ella. Diez minutos más tarde, cuando

ya estaba casi listo y me disponía a it a buscar un coche de caballos, mi hermana entró en

mi buhardilla.

-Toma, mamá te devuelve tus sesenta rublos y te ruega una vez más que la excuses por

haber hablado de ellos a Andrés Petrovitch. Y además, ten estos veinte rublos. Ayer diste

para tu pensión cincuenta rublos: mamá dice que no tiene derecho a pedirte más de

treinta, porque ella no ha gastado más en ti, y te devuelve los veinte rublos que sobran.

-Gracias, si es que dice la verdad. Adiós, hermana, me voy.

-¿Adónde vas?

-Por lo pronto al albergue, con tal de no pasar una noche más en esta casa. Dile a mamá

que la quiero.

-Ella lo sabe. Sabe que quieres también a Andrés Petrovitch. ¿Cómo no te da vergüenza

de haber traído aquí a esa desgraciada?

-No la he traído yo, te lo juro. Me la encontré delante de la puerta.

-No, eres tú quien la has traído.

-Te aseguro...

-Reflexiona, interrógate, y verás que también tienes tú la culpa...

-La verdad es que estoy muy contento de haber avergonzado a Versilov. Figúrate que

tiene de Lidia Akhmakova un niño de pecho... Pero no vale la pena que te hable de esto...

-¿Él? ¿Un niño de pecho? ¡Pero no es suyo! ¿Dónde has oído contar semejante

mentira?

-¿Qué sabes tú de eso?

-¿Cómo no voy a saberlo? Soy yo quien ha criado ese niño en Luga. Escucha, hermano,

veo desde hace tiempo que, sin saber nada, ofendes a Andrés Petrovitch y a mamá al

mismo tiempo.

-Pues bien, si él tiene razón, seré yo el que estaré equivocado, eso es todo. Pero no por

eso os quiero menos. ¿Por qué te pones colorada, hermana? Bueno, ahora te pones más

colorada todavía. A pesar de todo, provocaré en duelo a ese principillo por la bofetada

que le dio a Versilov en Ems. Si Versilov se portó bien con Akhmakova, con mucha más

razón aún.

-¿Qué estás diciendo, hermano? Piensa un poco.

-Es una suerte que el pleito se haya acabado... Vamos, ahora se te ocurre ponerte pálida.

-Pero el príncipe no se batirá contigo - sonrió Lisa con una pálida sonrisa a través de su

espanto.

-Entonces lo insultaré públicamente. ¿Qué tienes, Lisa?

Había palidecido hasta el punto de no poderse tener de pie y se había dejado caer sobre

el diván.

-¡Lisa!

Era su madre, que la llamaba desde abajo.

Se repuso y se levantó; me dirigió una tierna sonrisa.

-Hermano, déjate de esas tonterías o espera a estar más enterado. Lo que sabes es muy

poco.

-Me acordaré, Lisa, de que has palidecido al saber que voy a batirme en duelo.

-Sí, sí, acuérdate.

Sonrió una vez más en señal de despedida y bajó.

Llamé a un cochero y con su ayuda trasladé mis cosas. Nadie en la casa me puso

obstáculo ni me detuvo. No fui a despedirme de mi madre para no tenerme que encontrar

con Versilov. Cuando ya estaba montado en el coche, se me ocurrió una idea:

-Fontanka, Puente de San Simeón - ordené inopinadamente.

Y volví a casa de Vassine.

 

II

Había pensado de pronto que Vassine ya sabía la noticia, y quizá sabía de aquello cien

veces más que yo. Eso es lo que sucedió. Vassine me comunicó inmediatamente y con

amabilidad todos los detalles, por lo demás sin gran calor. Deduje que estaba fatigado, y

era verdad. Había estado por la mañana en casa de Kraft. Kraft se había pegado un tiro de

revólver (¡aquel mismo revólver!) la víspera, una vez que se hizo completamente de

noche, como se desprendía de su diario. La última anotación estaba hecha justamente

antes del suicidio: escribia que estaba casi en tinieblas, y que distinguía apenas las letras;

pero que no quería encender la bujía, por miedo a dejar tras él un incendio. «En cuanto a

encenderla para apagarla, antes de acabar con mi vida, no quiero», agregaba

extrañamente en la última línea. Aquel diario lo había empezado la antevíspera, recién

llegado a Petersburgo, antes de la visita a casa de Dergatchev. Después de mi salida,

había anotaciones todos los cuartos de hora; las tres o cuatro últimas habían sido hechas

cada cinco minutos. Me asombré mucho de que Vassine, habiendo tenido tanto tiempo

aquel diario bajo su mirada (se lo habían dado a leer), no hubiese sacado copia, tanto más

cuanto que no tenía mucho más de una hoja y todas las anotaciones eran cortas: « ¡por lo

menos la última página! » Vassine me hizo notar con una sonrisa que se acordaba de

todo, que las anotaciones no tenían sistema ninguno y que estaban hechas a propósito de

todo lo que había pasado por la cabeza del suicida. Yo iba a responderle que eso era

justamente to que le daba más valor, pero renuncié a insistí para que se acordase de algu-

na frase. Se acordó en efecto de algunas líneas, trazadas aproximadamente una hora antes

del disparo y en las que se decía que «tenía escalofríos»; «que, para calentarse, le daban

ganas de beber un trago, pero que la idea de que el derramamiento de sangre podría ser

así más abundante, lo había detenido».

-Y poco más o menos, todo es por este estilo - concluyó Vassine.

-¡Y a eso lo llama usted tonterías! - exclamé yo.

-¿Cuándo he hablado de tonterías? Me he limitado a no sacar copias. Pero, si no

tonterías, ese diario es verdaderamente muy vulgar, o más bien natural, es decir,

precisamente lo que debía ser en semejante caso...

-¡Pero los últimos pensamientos, los últimos pensamientos!

-Los últimos pensamientos son a veces asombrosamente nulos. Conozco a un suicida

que se queja en su diario por no ser asaltado, en una hora tan grave, por ningún

«pensamiento superior»: nada más que pensamientos vacíos y fútiles.

-¿Y el escalofrío, es también un pensamiento vacío?

-¿Quiere usted hablar del escalofrío o más bien del derramamiento de sangre? Es un

hecho sabido que muchos de los que tienen vigor para pensar en su muerte inminente,

voluntaria o no, con mucha frecuencia se llegan a preocupar por el estado en que se

encontrarán sus cuerpos. En este sentido era como Kraft temía un derramamiento de

sangre demasiado intenso.

-Ignoro si es un hecho sabido... y si es exacto - refunfuñé -, pero me asombra que

juzgue usted todo esto una cosa tan natural. Sin embargo, no hace tanto tiempo que Kraft

conversaba, se conmovía, estaba sentado entre nosotros. ¿Es posible que no tenga usted

lástima de él?

-Oh, desde luego, tengo lástima de él, pero ésa es otra cuestión. De todos modos, el

mismo Kraft ha presentado su muerte bajo el aspecto de una deducción lógica. Parece

que todo lo que se dijo ayer de él en casa de Dergatchev es exacto; ha dejado un gran

cuaderno lleno de conclusiones científicas, según las cuales los rusos son una raza de

segundo orden, todo eso basado en la frenología a incluso en las matemáticas, y

consiguientemente, no vale la pena vivir cuando se es ruso. Si usted quiere, lo que hay en

esto de más característico es que uno puede deducir todas las conclusiones lógicas que

quiera, pero volarse los sesos a causa de esas conclusiones es cosa que no ocurre todos

los días.

-Por lo menos hace falta rendir homenaje a su carácter.

-Y quizá también a otra cosa - observó Vassine evasivamente.

Pero estaba claro que pensaba en la estupidez o en la debilidad de mollera. Todo

aquello me irritaba.

-Fue usted mismo quien habló ayer de los sentimientos, Vassine.

-Y tampoco -los niego hoy. Pero, en presencia del hecho consumado, encuentro en él

algo tan groseramente erróneo, que mi juicio severo me despoja, a pesar mío, hasta de la

lástima.

-Mire, yo había ya adivinado al verle que hablaría usted mal de Kraft y, para no oírselo

decir, había resuelto no preguntarle su opinión; pero me la ha expresado usted mismo y a

mi pesar me veo obligado a estar de acuerdo; y sin embargo, me siento descontento de

usted. Kraft me da lástima.

-Nos estamos apartando, usted sabe..

-Sí, sí... - interrumpí yo -. Pero lo que es tranquilizador al menos es que siempre en

tales casos los supervivientes, jueces del difunto, pueden decirse: «Es inútil que el suicida

sea un hombre digno de lástima y de indulgencia; nosotros permanecemos, y por

consiguiente no hay por qué afligirse demasiado.»

-Sí, es exacto, si se adopta ese punto de vista. Ah, pero creo que usted bromea. Es muy

ingenioso. Tengo la costumbre de tomar té a esta hora. Voy a encargarlo. Seguramente

me hará usted compañía.

Y salió, midiendo con los ojos mi maleta y mi paquete.

Me habría gustado soltar alguna frase maligna para vengar a Kraft. La dije como mejor

pude, pero lo más curioso era que en un principio él había tomado en serio. mi expresión

de «nosotros permanecemos». Sin embargo, como quiera que fuese, él tenía más razón

que yo, incluso en cuestión de sentimientos. Yó lo reconocía así en mi fuero interno sin el

menor disgusto, pero comprendía claramente que no lo estimaba.

Cuando trajeron el té, le expliqué que le pedía hospitalidad por una noche solamente y

que, si era imposible, no tenía más que decirlo: iría al albergue. A continuación le expuse

brevemente mis razones, aduciendo con toda franqueza que me había peleado para

siempre con Versilov, sin entrar en detalles. Vassine me escuchó atentamente, pero sin

ninguna emoción. Por lo general, se limitaba a responder a las preguntas, por lo demás

amablemente y de manera bastante completa. De la carta a propósito de la cual había

venido por la mañana a pedirle consejo, no dije ni palabra; le expliqué mi visita anterior

como una simple visita. Después de la palabra dada a Versilov de que aquella carta no era

conocida por nadie excepto yo, no me consideraba ya con derecho a hablar de ella a

quienquiera que fuese. Por otra parte, me resultaba particularmente desagradable hablar

de ciertas cosas con Vassine. De ciertas, pero no de otras: conseguí interesarle contándole

las escenas ocurridas en el corredor y en casa de las vecinas y que habían tenido su

epílogo en casa de Versilov. Me escuchó con extraordinaria atención, sobre todo en lo

referente a Stebelkov. Cuando le hablé de las preguntas que Stebelkov hizo a propósito

de Dergatchev, me instó a que se las repitiera dos veces a incluso se puso pensativo; pero

al final estalló en una carcajada. De repente me pareció en aquel instante que nada ni

nadie podría nunca turbar a Vassine; esa idea se presentó en mí, si recuerdo bien, en

forma muy halagadora para él.

--No he podido sacar gran cosa de lo que me ha dicho el señor Stebelkov - concluí a

este respecto -, habla evasivamente... hay siempre en él un no sé qué demasiado ligero...

Inmediatamente Vassine puso un semblante grave.

-Cierto que no posee el don de la palabra, pero es solamente a primera vista; le ha

sucedido el hacer observaciones de una extraordinaria justeza; por lo demás, esta gente

abunda en hombres prácticos, hombres de negocio más bien que de pensamiento; es

preciso tomarlos tal como son...

Era exactamente lo que yo había adivinado mucho antes.

-Sin embargo, la verdad es que ha causado en casa de sus vecinas un gran escándalo y

¿quién sabe cómo habrá terminado todo eso?

A propósito de esas vecinas, Vassine me contó que estaban allí desde hacía unas tres

semanas y que habían venido de provincias; que tenían una habitación muy pequeña y

que, según todas las apariencias, eran muy pobres; que estaban a11í aguardando algo. No

sabía que la joven hubiese puesto un anuncio en los periódicos como profesora, pero se

había enterado de que Versílov les había hecho una visita; había sido estando él ausente,

pero la patrona se lo había dicho. Las vecinas, por el contrario, no hablaban con nadie, ni

siquiera con la patrona. Había notado en los últimos días que, en efecto, algo no

marchaba bien en aquella casa, pero nunca había habido escenas como las de hoy.

Recuerdo nuestra conversación a propósito de las vecinas a causa de las consecuencias;

en el partido de ellas reinaba en aquel momento un silencio de muerte. Vassine se enteró

con mucho interés de que Stebelkov había juzgado necesario hablar de las vecinas a la

patrona y que había repetido por dos veces: «¡Ya verán!, ¡ya verán!»

-Y ya verá usted - agregó Vassine - que esta idea no se le ha ocurrido sin motivo; en

este aspecto, tiene una vista muy penetrante.

-Entonces, según usted, ¿sería preciso aconsejarle a la patrona que las pusiera en la

calle?

-No, no es cuestión de ponerlas en la calle, pero me temo que haya jaleo... Por lo

demás, todas esas historias, de una manera o de otra, acaban siempre... Dejemos esto.

Sobre la visita de Versilov a las vecinas, se negó categóricamente a dar su opinión.

-Todo es posible. El buen hombre se ha sentido con dinero en el bolsillo... Por otra

parte, es posible también que haya querido sencillamente dar una limosna; eso entra

dentro de sus tradiciones y tal vez también dentro de sus inclinaciones.

Le conté los comentarios de Stebelkov sobre «el niño de pecho».

-En eso, Stebelkov está en un completo error - declaró Vassine con una seriedad y un

acento muy especiales (todavía me parece estar oyéndole) -. Stebelkov se fía a veces

exageradamente de su sentido práctico, y se apresura a extraer conclusiones conforme a

su lógica, a menudo muy penetrante. Y sin embargo el acontecimiento puede adoptar un

color infinitamente más fantástico y totalmente inesperado, si se tiene en cuenta a las

personas en juego. Esto es to que ha pasado aquí: conociendo una parte del asunto, él ha

llegado a la conclusión de que el niño pertenece a Versilov; y sin embargo no es así.

Insistí, y he aquí de lo que me enteré, con gran asombro por mi parte: el niño (mejor

dicho, la niña) era del príncipe Sergio Sokolski. Lidia Akhmakova, a causa de una

enfermedad o sencillamente de su carácter caprichoso, obraba a veces como una

verdadera loca. Se había enamorado del príncipe antes de la llegada de Versilov, y el

príncipe «no se había recatado en aceptar su amor», según la expresión de Vassine.

Aquellas relaciones duraron un instante. Se pelearon, como ya se sabe, y Lidia puso al

príncipe en la calle, «cosa de la que, parece ser, éste se alegró».

-Era una muchacha muy extraña - añadió Vassine -; es muy posible que jamás haya

disfrutado del uso completo de la razón. Pero al marcharse a París, el príncipe ignoraba

totalmente el estado en que dejaba a la víctima, lo ignoró hasta el final, hasta su regreso.

Versilov, convertido en amigo de la joven, le ofreció el matrimonio, precisamente a causa

de su estado ya visible y que, por lo que parece, los padres no sospecharon casi hasta el

final. La joven se sintió muy conmovida, y en la propuesta de Versilov vio algo más que

un sacrificio, aun apreciando también este último. Por lo demás, también él supo

adaptarse. La niña nació un mes o seis semanas antes de tiempo, fue dada a criar en algún

sitio de Alemania y luego recogida por Versilov y se encuentra ahora en Rusia, en Pe-

tersburgo quizá.

-¿Y las cerillas de fósforo?

-De eso no sé absolutamente nada - dijo Vassine -. Lidia Akhmakova murió quince días

después del parto; lo que haya pasado, lo ignoro. El príncipe se enteró, recién llegado de

París, de la existencia de la niña, y, por lo que parece, no creyó al principio que fuera

suya... En fin, por todas partes, hasta ahora, se ha mantenido esta historia en secreto.

-Pero ¿qué tipo es entonces ese príncipe? - exclamé yo, indignado -. ¿Es ésa una

manera de comportarse con una muchacha que está enferma?

-Entonces no estaba tan enferma---. y además fue ella misma quien lo echó... Cierto que

tal vez él se precipitó demasiado en aprovecharse de la despedida.

-¿Justifica usted a un canalla semejante?

-No, únicamente que no lo llamo canalla. Hay en esto una cosa distinta de la canallada.

Por lo demás, es un asunto bastante vulgar.

-Dígame, Vassine, ¿lo ha conocido usted de cerca? Me gustaría mucho conocer su

opinión, a causa de una circunstancia que me interesa enormemente.

Pero entonces Vassine se puso a contestar con extremada reserva. Conocía al príncipe,

pero, sobre las circunstancias en que hubiese hecho aquel conocimiento, guardaba un

silencio premeditado. Me dijo a continuación que su carácter le daba derecho a alguna

indulgencia.

-Está lleno de buenas inclinaciones, se deja influir, pero no tiene ni bastante razón ni la

voluntad suficiente para dominar sus deseos. Es un hombre sin cultura; un conjunto de

ideas y de cosas que están por encima de él; y, a pesar de eso, se lanza más a11á. Por

ejemplo, le martillea a uno los oídos con declaraciones de esta índole: «Soy príncípe y

desciendo de Rurik. Pero, ¿por qué no habría de ser ayudante de zapatero, si tengo

necesidad de ganarme la vida y si soy incapaz de hacer otra cosa? Llevaría como

insignia: príncipe fulano de tal, zapatero. ¿Qué cosa podía haber más noble?» Lo dice y

es capaz de hacerlo, y eso es lo grave. Ahora bien, lo cierto es que no es en absoluto por

convicción, sino simplemente por ligereza de espíritu a impresionabilidad. En seguida

llega fatalmente el arrepentimiento, y entonces está siempre dispuesto a algún

extremismo absolutamente contrario. Y ésa es toda su vida. En nuestra época, hay

muchos hombres que se ven arrastrados así a un callejón sin salida, únicamente porque

han nacido en nuestra época.

Aquello me dejó pensativo.

-¿Es verdad que en cierta ocasión fue expulsado del regimiento? - pregunté.

-Ignoro si fue expulsado, pero el caso es que dejó su regimiento después de algunas

desavenencias. Usted no ignora que, en el otoño pasado, estando ya retirado, pasó dos o

tres meses en Luga.

-¿Yo? Lo único que sé es que por aquel entonces estaba usted en Luga.

-Sí, residí a11í algún tiempo. El príncipe conocíá también a Isabel Makarovna.

-¿Sí? No sabía nada. Bien es verdad que he hablado muy poco con mi hermana... Pero

¿le han llegado a recibir en casa de mi madre? -exclamé.

-¡Oh, no! Fue un conocimiento muy superficial, por medio de una tercera persona.

-Sí, eso encaja con lo que me ha dicho mi hermana sobre la criatura. Porque la niña

también estuvo en Luga, ¿no?

Durante algún tiempo.

-¿Y dónde está ahora?

-Seguramente en Petersburgo.

-No creeré jamás - exclamé muy turbado - que mi madre haya tenido algo que ver con

esta historia, con esa Lidia.

-En esa historia, aparte de todas esas intrigas, que yo no trato de analizar, el papel de

Versilov no tuvo en el fondo nada de execrable - observó Vassine con una sonrisa

indulgente -. Creo que tenía ganas de hablar conmigo de eso, pero él no quería darlo a

entender.

-Nunca, nunca creeré que una mujer - exclamó de nuevo - haya podido ceder su marido

a otra mujer. No, es una cosa que no creeré nunca... ¡Lo repito, mi madre no ha in-

tervenido en una historia así!

-Me parece sin embargo que ella no mostró oposición alguna.

-En su lugar, por simple orgullo, yo habría hecho otro tanto.

-Por mi parte, me niego completamente a juzgar - concluyó Vassine.

En efecto. Vassine, con toda su inteligencia, no comprendía nada de las mujeres, tanto

que todo un ciclo de idea y de fenómenos le quedaba completamente desconocido. Me

callé. Vassine trabajaba provisionalmente en una sociedad anónima y yo sabía que se

llevaba trabajo a casa. En respuesta a mis preguntas apremiantes, confesó que tenía en

efecto algunas cuentas que hacer, y le rogué calurosamente que no se preocupase por mí.

Aquello creo que le agradó; pero, antes de sentarse a su mesa escritorio, quiso hacerme la

cama en el diván. A1 principio pretendió cederme la suya, pero como me negué, creo que

también eso le agradó. Buscó en casa de la patrona una almohada y una manta; se mostró

extremadamente amable y cortés, pero a mí me desagradaba un poco verle molestarse por

mí. Me había encontrado más a mis anchas, tres semanas antes, cuando pasé la noche por

casualidad en casa de Efim, en Petersburgskaia storona. También él me había hecho la

cama en el divan ocultándose de su tía, suponiendo, no sé por qué, que a ella le

disgustaría enterarse de que los camaradas venían a dormir a su casa. Nos habíamos reído

mucho, habíamos tendido una camisa a modo de sábana y enrollado un abrigo por

almohada. Me acuerdo de que Zvieriev, una vez todo terminado, dio en el divan una

palmadita afectuosa y dijo:

-Vous dormirez comme un petit roi.

Y aquella alegría estúpida, y aquella frase francesa, que tan incongruente resultaba en

sus labios, tuvieron por resultado que pasase en casa de aquel bufón una noche excelente.

En cuanto a Vassine, me sentí encantado cuando, por fin, se sentó a la mesa y me volvió

la espalda. Me tendí en el divan y, mirando a su espalda, reflexioné largamente en

muchas cosas.

 

III

Había en qué reflexionar. Mi alma estaba turbada, no había nada compacto; pero

algunas sensaciones sobresalían, aunque ninguna consiguiese arrastrarme completamente

tras ella, en vista de su abundancia. Todo espejeaba, por así decirlo, sin vínculo ni

sucesión, y yo mismo no quería detenerme en nada ni establecer ningún orden. Incluso el

recuerdo de Kraft retrocedió insensiblemente al segundo plano. Lo que me turbaba más

era mi propia situación, el hecho de que ahora yo había «roto», que tenía a11í mi maleta,

que no estaba en casa, que comenzaba una vida completamente nueva. Era como si, hasta

aquel día, todas mis intenciones y mis preparativos hubiesen sido cosa de broma y como

si «ahora, de improviso, y sobre todo súbitamente, todo empezase de verdad» . Aquella

idea me animaba y, a pesar de la turbación que sentía por muchas razones, me alegraba.

Pero... pero había otras sensaciones; una de ellas en particular tenía gran deseo de

ponerse al frente y de conquistar mi alma y, cosa extraña, aquella sensación me animaba

también; me impulsaba, por lo visto, a algo alocadamente gozoso. Sin embargo, aquello

había comenzado por el miedo; yo tenía miedo desde hacía tiempo, desde hacía mucho

tiempo, de haber dicho demasiado a Akhmakova, en mi indignación y en mi sorpresa, a

propósito del documento. «Sí, he dicho demasiado - pensaba yo -; seguramente ellas

habrán adivinado algo... ¡Qué desgracia! Desde luego no me dejarán en paz, si se les

ocurre la menor sospecha. En fin, tal vez no me encuentren. Me ocultaré. Pero ¿y si se

ponen a buscarme?...» Entonces me volví a ver, hasta en los menores detalles y con un

placer creciente, frente a Catalina Nicolaievna, volví a ver sus ojos audaces, pero

terriblemente asombrados, mirándome con fijeza cara a cara. Al partir la había dejado en

aquel asombro; «sin embargo sus ojos no son absolutamente negros... sólo las pestañas

son muy negras, y eso es to que hace los ojos tan sombríos.. . »

Y de repente, me acuerdo muy bien, aquel recuerdo me inspiró un terrible disgusto...

despecho, náusea por ella y por mí. Me hacía a mí mismo no sabía qué reproches, trataba

de pensar en otra cosa. «¿Por qué no siento la menor indignación contra Versilov en

cuanto a la historia esa con la vecina?», pensé de pronto. Por mi parte estaba firmemente

persuadido de que se había puesto en plan de conquistador, y de que había venido

únicamente para divertirse, pero en el fondo aquello no me indignaba. Me parecía incluso

que era imposible figurárselo de otra manera y en vano the alegraba de que lo hubieran

avergonzado; yo no lo acusaba. No era eso to que me importaba; era que me había

mirado con tanto odio cuando había entrado yo con la vecina; jamás había tenido él una

mirada así. «¡Por fin, también él me ha tomado en serio!», pensé latiéndome fuertemente

el corazón. ¡Oh, si yo no lo quisiese, no me alegraría tanto por su odio!

Al final me cogió el sueño y me dormí completamente. Como a través de un sueño,

vuelvo a ver a Vassine que, acabado su trabajo, pone cuidadosamente todo en orden y,

después de haber mirado fijamente mi diván, se desnuda y apaga la bujía. Era más de

medianoche.

 

IV

Dos horas más tarde, algo más, exactamente, me desperté sobresaltado y me senté en

mi diván. Detrás de la puerta, en casa de los vecinos, había gritos horribles, llantos y

aullidos. Nuestra puerta estaba abierta de par en par y, en el pasillo, ya iluminado, la

gente gritaba y corría. Quise llamar a Vassine, pero adiviné. bien pronto que no estaba ya

en su lecho. No sabiendo dónde encontrar las cerillas, cogí a tientas mis vestidos y me

vestí a prisa en la oscuridad. La patrona, y todos los inquilinos quizá, parecían haberse

dado cita en casa de los vecinos. Los aullidos provenían en suma de una sola voz, la de la

vecina de edad, y la joven de ayer, de la que me acordaba muy bien, estaba

completamente silenciosa. Ésa fue la primera observación que me atravesó el espíritu. No

estaba vestido del todo cuando entró Vassine precipitadamente. En un instante, con mano

habituada a hacerlo, encontró las cerillas y alumbró la habitación. Estaba recién

levantado, en camisón de dormir y en babuchas y comenzó en seguida a vestirse.

-¿Qué ha pasado? - le grité.

-¡Una historia muy desagradable y muy enojosa! - respondió casi encolerizado -. Esa

jovencita de la que usted me ha hablado se ha ahorcado en su habitación.

Lancé un grito. ¡No sabría decir hasta qué punto mi alma fue herida por el dolor!

Corrimos al pasillo. No me atrevía, lo confieso, a entrar en casa de los vecinos. Entoces

vi a la desgraciada, ya descolgada, a cierta distancia. Estaba cubierta por un paño, por

abajo apuntaban las dos estrechas suelas de sus zapatos. No miré su rostro. La madre

estaba en un estado espantoso; estaba con ella nuestra patrona, muy poco espantada por

cierto. Todos los inquilinos estaban apiñados. No eran numerosos; solamente un viejo

marino, siempre gruñón y exigente y que sin embargo hoy se mantenía perfectamente

tranquilo, algunos nuevos llegados de la provincia de Tver, un anciano y una anciana,

marido y mujer, personas bastante venerables y que eran funcionarios. No describiré el

resto de aquella noche, las idas y venidas, las visitas oficiales; hasta romper el día, estuve

agitado literalmente por un pequeño temblor rápido y consideré deber mío no acostarme,

aunque no tenía nada que hacer. Todo el mundo por cierto tenía una cara extremadamente

despierta, incluso alegre. Vassine fue a dar un recado, no sé adónde. La patrona se mostró

mujer bastante estimable, más de lo que yo pensaba. La convencí (y me honro de ello) de

que no se debía dejar a la madre tan sola con el cadáver de su hija, y de que debía, al

menos hasta el día siguiente, llevársela a su habitación. Consintió y la madre, aunque se

resistió, debatiéndose y llorando y negándose a abandonar el cadáver, se trasladó sin

embargo a casa de la patrona, que en seguida se puso a encender el samovar. Tras de lo

cual los inquilinos se dispersaron por sus habitaciones y se cerraron con llave. Pero yo no

quise a ningún precio volverme a acostar y permanecí mucho tiempo en casa de la

patrona, que se alegraba de tener a11í a un extraño capaz además de contarle cosas a

propósito del asunto. El samovar fue bien venido, ya que generalmente el samovar es la

cosa más indispensable en Rusia en todas las catástrofes y todas las desgracias, sobre

todo las más espantosas, las más súbitas y más excéntricas; la misma madre bebió dos

tazas de té, naturalmente después de toda clase de súplicas y casi a la fuerza. Y sin

embargo, hablando sinceramente, no he visto jamás desesperación más cruel y más

franca. Después de los primeros sollozos y de los gritos histéricos, comenzó a hablar

incluso muy a gusto, y escuché ávidamente su relato. Hay desgraciados, sobre todo entre

las mujeres, que necesitan en casos análogos hablar to más posible. Hay además

caracteres tan trabajados, por así decirlo, por la desgracia, tan probados a todo lo largo de

sus vidas, tan abrumados por las penas de todas clases, grandes y pequeñas, que nada les

asombra ya, ni las catástrofes súbitas, e, incluso enfrente del cadáver del ser más querido,

no olvidarán jamás una sola de las reglas, tan dolorosamente aprendidas, del arte de

conciliarse la benevolencia. No condeno; no es ni egoísmo vulgar ni educación grosera;

se encontrará tal vez en esos corazones más oro que en las heroínas de muy noble

apariencia, pero la larga costumbre de la humillación, el instinto de la conservación,

aprensiones perpetuas y una larga opresión, las rebajan al fin. En eso, la pobre suicida no

se parecía a su madre. Pero de rostro eran muy parecidas, aunque la muerta fuera

positivamente bella. La madre no era aún vieja, en los alrededores de la cincuentena;

también era rubia, pero con los ojos hundidos y las mejillas huecas y grandes dientes

amarillos y desiguales. Todo en ella era un poco amarillento: la piel de la cara y de las

manos recordaban el pergamino; la bata, de co!or oscuro, había también amarilleado por

la vejez y la uña del índice de su mano derecha, no sé por qué, estaba cuidadosamente

recubierto de cera amarilla.

El relato de la pobre mujer carecía a veces de ilación. Contaré lo que he comprendido y

aquello de lo que me acuerdo.

 

V

Ellas habían venido de Moscú. Ella era viuda desde hacía mucho tiempo, «pero viuda

de consejero áulico» (75). Su marido había sido funcionario y no le había dejado casi

nada, «salvo doscientos rublos de pensión, pero, ¿qué son doscientos rublos?» Ella había

sin embargo educado a Olia, la había mandado al instituto... « ¡Y qué bien aprendía, qué

bien aprendía! Había recibido a su salida la medalla de plata...» (Aquí, naturalmente,

largos llantos.) Su marido había perdido en casa de un comerciante de Petersburgo un

capitalito de cerca de cuatro mil rublos. Súbitamente ese comerciante había rehecho su

fortuna.

-Tengo papeles, he visto a abogados, me han dicho: «Reclame, y seguramente cobrará

toda la suma...» Es lo que hice, el comerciante se mostró tratable: « Vaya usted misma»,

me dijeron. Hemos hecho nuestras maletas, Olia y yo, y henos aquí desde hace ya un

mes. Tenemos algunos recursos; hemos alquilado esta habitación porque es la más

pequeña de todas, pero en una casa bien, nosotras mismas lo vemos, y para nosotras eso

es lo que cuenta sobre todo: mujeres como nosotras, sin experiencia, todo el mundo

podría hacernos daño. Mire, se le ha pagado a usted el mes, bien que mal, y es que Pe-

tersburgo cuesta mucho. Y nuestro comerciante que se niega a pagar: «No la conozco y

no quiero conocerla», y mis papeles que no están en orden, bien lo veo yo misma. Me

aconsejan ir a ver a un abogado célebre; ha sido profesor, no es un simple abogado, sino

un jurista, de forma que debe decir seguramente to que hay que hacer. He ido a llevarle

nuestros últimos quince rublos; ¡y bien!, se ha mostrado tal como es, y no me ha

escuchado ni tres minutos: «Veo de qué se trata -ha dicho -, lo sé. Si quiere, pagará; si no

quiere, no pagará. Si intenta usted un proceso, puede tener que pagar los gastos. Lo mejor

es obrar amistosamente.» Incluso ha bromeado con el Evangelio: «Haz la paz mientras

estás en camino, antes de pagar lo último as.» Me ha acompañado a la puerta riendo.

¡Quince rublos perdidos! Encuentro de nuevo a Olia, nos quedamos la una frente a la

otra, y lloro... Ella no llora, se queda igual, orgullosa, indignada. Y así ha sido siempre

toda su vida, incluso de pequeñita, nada de ¡oh! ni de ¡ah!, nada de lágrimas, se quedaba

con los ojos severos, yo sentía hasta frío en la espalda al mirarla. Lo creerán ustedes si

quieren; yo tenía miedo de ella, miedo de verdad desde hace mucho tiempo; a veces tenía

ganas de quejarme, pero no me atrevía delante de ella. Volví a casa del comerciante una

última vez, prorrumpí en lágrimas: «Bueno», dijo sin escuchar más. Debo decirles que,

como no contábamos quedarnos tanto tiempo, estamos sin dinero. He vendido alguna

ropa. La llevamos al Monte de Piedad y vivimos de ella. Todo se había ido ya. Entonces

ella me ha dado su última camisa y yo he vertido una lágrima amarga. Ha golpeado con el

pie, ha corrido ella misma a casa del comerciante. Es una viuda; le ha hablado así:

«Venga mañana a las cinco, quizá tenga algo que decirle.» Ella ha vuelto contenta: «He

aquí que ha dicho que tendrá algo que decirme.» Yo también estaba contenta, sólo que

algo me oprimía el corazón: ¡va a pasar algo!, me decía, pero no tenía valor para hacerla

hablar. A los dos días, vuelve de casa del comerciante, pálida, toda temblorosa, y se tira

al lecho: yo había comprendido todo, no me atrevía ni a preguntarle. Bueno, ¿qué es lo

que creen ustedes?: ha sacado quince rublos, el bandido: «Y si te encuentro virgen - le ha

dicho -, añadiré todavía cuarenta más.» Le ha dicho eso cara a cara, sin ruborizarse:

Entoces ella se ha lanzado contra él, según me contó, pero él la ha rechazado con el pie y

se ha encerrado con llave en otra habitación. Sin embargo, se lo confieso a ustedes, sobre

mi conciencia, no teníamos casi nada que comer. Hemos cogido un bolero forrado de

liebre y lo hemos vendido. En seguida ella ha ido al periódico y ha puesto un anuncio:

Preparo para todas las ciencias y para la aritmética. «Me pagarán bien treinta copeques»,

me decía. Y al verla, yo, su madre, hasta rne espantaba. Ella no me decía nada, se

quedaba sentada horas enteras a la ventana, para mirar el tejado de la casa de enfrente,

luego lanzaba un grito:

»-Iré a lavar la ropa, iré a cavar si hace falta.

»Una palabra así y después golpeaba con el pie en el suelo. Y es que no tenemos

amigos aquí, nadie a quien se pueda ir a buscar. ¿En qué vamos a parar? Y yo tengo

siempre miedo de hablar con ella. Duerme en pléno día, de pronto se despierta, abre los

ojos y me mira. Yo estoy sentada sobre el cofre y la miro también. Se levanta sin decir

nada, se acerca a mí, me besa fuerte, fuerte, y las dos no aguantamos más, lloramos así y

nos acobardamos la una por la otra. Era la primera vez que le sucedía eso en su vida.

Estábamos así una y otra, cuando he aquí a vuestro Nastassia que entra y dice:

»-Hay una señora que pregunta por usted.

»Era hace cuatro días. Ella entra, la señora esa: muy bien vestida, hablando ruso, pero

con una especie de acento alemán.

»-¿Ha insertado usted, un anuncio en el periódico? ¿Da usted lecciones?

»La hemos festejado, hemos hecho que se sentara, reía amablemente:

»-No es para mí, es para mi sobrina, que tiene hijos pequeños; venga a vernos, si

quiere, y nos pondremos. de acuerdo.

»Ha dado su dirección: Voznessenski, número tal, partido tal. Y luego se ha marchado.

Mi peqtieña Olio Ira ido a11í, ha corrido allí el mismo día. ¡Y bien!, ha vuelto dos horas

después en plena histeria. Me ha contado en seguida:

-Le pregunto al dvornik: "¿Dónde está el apartamiento número tal?" El dvornik me

mira: "¿Y qué es lo que necesita en ese apartamiento?" Dijo eso en forma extraña, tanto

que se podía ya dudar algo.

Pero ella era tan orgullosa, tan impaciente, que no sufría las preguntas ni las groserías.

-Bueno, vaya -dijo el otro indicándole con el dedo la escalera.

»Le volvió la espalda y se metió en su cuartito. ¿Qué creen ustedes que pasó? Entra,

pregunta y pronto acuden mujeres de todas partes.

»-¡Entre! ¡Entre! .

»Todas se precipitan riendo, cubiertas de joyas falsas, se toca el piano, la arrastran.

»-Yo quería huir, pero ellas no me dejaban.

» Ha cogido miedo, sus piernas no la sostienen; las otras no la soltaban, sino que le

hablaban suavemente, tiernamente, la animaban; se descorchó una botella de Oporto,

querían complacerla. Entonces ella se revolvió, lanzó injurias, toda temblorosa:

»-¡Dejadme! ¡Dejadme!

»Se arrojó contra la puerta, la sujetaron, ella gritaba. Entonces saltó la otra, la que había

venido a casa, le dio a Olia dos bofetadas y la echó fuera.

» -No vales la pena, basura, no mereces habitar en una casa decente.

»Y otra le gritó en la escalera:

»-¡Eres tú misma quien ha venido a ofrecerse, porque no tienes nada que comer en tu

casa; de otra forma, con esa jeta, no te habríamos ni mirado.

»Toda esa noche la pasó con fiebre y delirio. Por la mañana sus ojos brillaban. Se

levanta:

»-Voy a querellarme.

»Yo no digo nada, pero pienso para mí: ¿cómo querellarse? No hay pruebas. Se pasea

de arriba abajo, se retuerce las manos, las lágrimas le corren por las mejillas; pero aprieta

los labios, inmóvil. Desde ese momento, todo el rostro se le ha ennegrecido, hasta el

último instante. Dos días después se encontraba mejor, se la habría creído calmada.

Entonces es cuando ha venido, a las cuatro de la tarde, el señor Versilov.

»Pues bien, lo diré francamente: no puedo todavía comprender cómo Olia, tan

desconfiada, ha podido escucharlo ni siquiera la primera palabra. Lo que nos atraía a las

dos era su aire serio, hasta severo, su forma de hablar dulce, tan educada, hasta

respetuosa, y sin embargo no se veía en él halago alguno: se veía que eso procedía de su

buen corazón:

»--He leído su anuncio en el periódico. No lo ha redactado exactamente como es

preciso hacerlo, y eso podría hasta perjudicarla.

»Luego le ha explicado algo, no he comprendido bien, a propósito de la aritmética. Sólo

he visto que Olia enrojecía (¡debe de ser un hombre muy inteligente! ). Oí incluso que

ella le daba las gracias. Él le ha hecho preguntas, se veía que habitaba en Moscú desde

hacía mucho tiempo, conocía personalmente a una directora de instituto.

»-La encontraré lecciones - dijo -, porque conozco a mucha gente aquí, puedo hasta

preguntar a personas muy influyentes, a incluso si usted quiere una plaza permanente, se

puede estar a la vista... Mientras tanto, perdóneme una pregunta directa: ¿En qué puedo

ahora serle útil? No será usted quien tendrá que estarme agradecida, es usted, al contrario,

quien me causará un placer si me permite hacerle un pequeño servicio. Me lo devolverá,

si quiere, en cuanto haya usted obtenido una plaza. Para mí, créame bajo mí palabra de

honor, si yo cayera un día en el estado en que está usted, y usted, por lo contrario, se

hubiera hecho rica, ¡bien!, no tendría vergüenza de pedirle ayuda, le enviaría a mi mujer

y a mi hija...

»No les diré todas sus palabras, desde luego, sólo que derramé una lágrima al ver los

labios de Olia temblar de reconocimiento. Ella le respondió así:

»--Si acepto es porque tengo confianza en un hombre leal y humano que podría ser mi

padre.

»Lo ha dicho así de bien, tan brevemente, tan noblemente: « ¡un hombre humano! » Él

se levanta en seguida:

»-Nada de eso, nada de eso; le encontraré lecciones y una plaza, me ocuparé hoy

mismo, tanto más cuanto que tiene usted títulos por completo suficientes...

»Pero yo había olvidado decirles que, en seguida, al entrar, él había examinado los

diplomas de ella del instituto, y la interrogó sobre toda clase de temas.

»-¡Cómo me ha preguntado! - me ha dicho en seguida Olia-. ¡Qué inteligente es!, ¡qué

agradable resulta hablar con un hombre tan culto, tan instruido... !

»Estaba toda resplandeciente de alegría. Había sesenta rublos sobre la mesa:

»-Recójalos - me dijo ella -; tendremos una plaza, los devolveremos lo antes posible,

probaremos que somos personas honradas, puesto que, en cuanto a ser delicadas, él ha

visto ya que lo somos. - En seguida se ha callado, yo veía que respiraba profundamente -.

Si fuéramos gentes groseras, no habríamos tal vez aceptado, por orgullo, pero al aceptar,

hemos mostrado así nuestra delicadeza, hemos demostrado que tenemos confianza en él,

un hombre respetable de cabellos blancos, ¿no es verdad?

»Al principio no he comprendido y he dicho:

»-¿Y por qué, Olia, no aceptar un favor de un hombre noble y rico, si además tiene

buen corazón?

»Ella frunció las cejas.

»-No, mamá, no es eso, no es de favor de lo que se trata, sino de humanidad. En cuanto

a lo del dinero, habría quizá valido más no tomarlo: puesto que ha prometido

encontrarme una plaza, eso bastaba... aunque tengamos mucha necesidad de él.

»Y yo:

»-Vamos, Olia, estamos en una situación como para no rehusar - y hasta me he reído al

decir eso.

»Yo estaba contenta por mi parte, sólo que, una hora despues, ella vuelve al tema:

»-Espere un poco, mamá, antes de gastar ese dinero -dijo en tono categórico.

»-¿Cómo? - dije.

»-¡Sí, aguarde! - y no dijo nada más.

»Toda la tarde ha permanecido silenciosa; sólo a la noche, a las dos de la madrugada,

me despierto y oigo a Olia revolverse en la cama:

»-Mamá, ¿no duerme?

»-No.

»-¿Sabe usted?, ha querido ofenderme.

»-¿Qué estás diciendo?

»-Seguramente, seguramente, y sobre todo no gaste un solo copec de su dinero.

»Yo iba a responderle, comenzaba incluso a llorar en mi cama, pero ella se volvió de

cara a la pared diciendo:

»-¡No me responda, déjeme dormir!

»Por la mañana la miro y no la reconozco; lo creerán ustedes o no lo creerán, pero les

juro delante de Dios, ¡ella había perdido ya la razón! Desde que se la había tratado así en

aquella casa infame, su corazón no estaba en su sitio, y su razón tampoco... La miro, esa

mañana, y no sé qué pensar; tengo miedo; me digo: no hay que contradecirla. Me pre-

gunta:

»--Mamá, ¿no ha dejado su dirección?

»-Estás equivocada, Olia; le oíste hablar ayer, has hecho su elogio, en seguida has

estado dispuesta a llorar lágrimas de reconocimiento.

»No le he dicho nada más, pero ella lanza gritos, patea:

»-Usted no tiene más que sentimientos bajos, se ve bien ahí, ¡la vieja educación de la

esclavitud...!

»-¿Qué es lo que no me ha dicho...? Coge su sombrero, se escapa, y le grito en la

escalera. Me digo: « ¿qué es lo que tiene?, ¿a dónde huye?» Había ido a la oficina de

direcciones, para saber dónde habitaba el señor Versilov. Al volver, me dijo:

»-Hoy mismo voy a devolverle su dinero, se lo tiraré a la cara; ha querido ofenderme,

lo mismo que Safronov (era nuestro comerciante), sólo que Safronov lo ha hecho como

rudo mujik, y éste como astuto hipócrita.

»Exactamente en ese mismo momento, llama a la puerta ese señor de ayer:

»-Oigo. que se habla de Versilov; puedo daros noticias de Versilov.

»Al oír ese nombre de Versilov, ella se lanza sobre él, completamente furiosa: se pone a

hablar. Yo la miraba y no creía en mis ojos: ¡ella, tan silenciosa! Jamás había hablado de

aquella forma, y muchísimo menos a un desconocido. Sus mejillas estaban rojas, sus ojos

brillantes... y él:

»-Tiene usted toda la razón. Versilov es exactamente como esos generales que se

describen en los periódicos; el general se coloca todas sus condecoraciones y recorre

todas las amas de llave que insertan anuncios en los periódicos, acude y encuentra lo que

le hace falta; si no lo encuentra, se queda a charlar, promete montañas y maravillas y se

vuelve, y es por lo menos una distracción que se ha procurado.

»Hasta Olia estalla en risotadas, pero es una especie de risa malvada. Ese señor la coge

por la mano y se lleva esa mano a su corazón:

»-Yo mismo tengo cierto capital que podría siempre ofrecer a una bella, pero comienzo

por besar esta gentil manecita...

»Y veo que la atrae para besarla. Ella salta, y yo con ella esta vez, y entre las dos lo

ponemos en la puerta. Por la tarde Olia recoge el dinero, se va corriendo y vuelve

diciendo:

»-¡Mamá, me he vengado de ese grosero!

»-¡Ah, mi pequeña Olia, tal vez es a nuestra fortuna a lo que hemos expulsado, has

ofendido quizás a un hombre noble y bienhechor!

»Lloro de despecho; no podía aguantar más. Entonces ella me grita:

»-¡No quiero, no quiero! ¡Aunque fuera el hombre más honrado del mundo, no quiero

sus limosnas! ¡No quiero que se tenga piedad de mí!

»Me acuesto sin una idea en el cerebro. ¡Cuántas veces lo he mirado, he mirado ese

clavo que tiene usted en la pared, que ha quedado de algún espejo!; ¡pues bien!, no

sospeché nada, ni ayer, ni antes, no adivinaba nada, y sobre todo no me esperaba eso de

mi Olia. Duermo como de costumbre, a puños cerrados, ronco, es la sangre que se me

sube a la cabeza. Otras veces me baja al corazón, y grito en el sueño; entonces Olia me

despierta en la noche:

»-¿Qué significa eso, mamá? Duerme tan profundamente que no se consigue

despertarla cuando hace falta.

»-¡Ah, sí!, mi pequeña Olia, duermo muy profundamente, muy profundamente.

»Por lo que hay que creer que yo roncaba así ayer. Es lo que ella esperaba: entonces se

ha levantado sin temor. Había allí una correa de maleta, una larga correa que se arrastraba

todos estos meses, bien a la vista. Todavía ayer mañana, yo me decía:

»-Habrá que arreglarla, que no se arrastre de esa forma.

»En seguida, sin duda, ha empujado la caja con el pie; para que no hiciese ruido, había

puesto su camisa por debajo. Y, sin duda, me desperté mucho tiempo después, una hora

larga o más. Llamo:

»-¡O1ía, Olia!

»Tuve de pronto una especie de visión para llamarla así. O bien era que no oía su

respiración en la cama o bien distinguía en la oscuridad que su lecho parecía estar vacío.

El caso es que me levanté de repente y alargo el brazo: ¡nadie en la cama, la almohada

está fría! Entonces mi corazón se agita, estoy como sin conocimiento, mi razón se turba.

«Ha debido salir» , me digo. Doy un paso y luego, cerca de la cama, en el rincón, delante

de la puerta, me parece verla de pie. La miro sin decir nada y ella también, en la

oscuridad, me mira sin hacer un movimiento... Pero, ¿por qué está de pie encima de la

silla? Digo muy bajito:

»-Olia, tengo miedo. Olia, ¿me oyes?

Entonces de pronto todo se aclara, doy un paso, me lanzo con los brazos por delante

sobre ella, la abrazo, y ella, ella se balancea entre mis manos, la agarro y continúa

balanceándose. Entonces lo comprendo todo, y no quiero comprender... Quiero gritar, el

grito no viene... ¡Ah!, ¡cuánto pienso! Caigo al suelo y entonces grito... (76).

-Vassine - dije al llegar la mañana, entre cinco y seis -, sin su Stebelkov, todo esto no

habría tal vez sucedido.

-¿Quién sabe? Seguramente habría sucedido. No está permitido juzgar así; todo estaba

ya preparado... Es cierto que a veces este Stebelkov...

No terminó y frunció desagradablemente las cejas. A eso de las seis se marchó; siempre

estaba marchándose. Al fin, me quedé solo. Era de día. La cabeza me daba vueltas ligera-

mente. La imagen de Versilov me vino a la memoria: el relato de aquella señora lo

mostraba bajo otra luz. Para reflexionar más cómodamente me estiré en la cama de

Vassine, tal como estaba, vestido y calzado, sin la menor intención de dormir, y de pronto

me quedé dormido, no recuerdo ni cómo pasó, Dormí cerca de cuatro horas; nadie me

despertó.

 

CAPÍTULO X

I

Me desperté a las diez y media y durante mucho tiempo no creí en mis ojos: sobre el

diván donde había dormido la víspera, estaba sentada mi madre, y al lado de ella la

infortunada vecina, la madre de la suicida. Las dos estaban cogidas de la mano y

conversaban en voz baja, sin duda para no despertarme, y las dos lloraban. Me levanté y

me precipité a abrazar a mi madre. Toda radiante, me besó y me hizo tres veces la señal

de la cruz con la mano derecha. No habíamos pronunciado ni una palabra, cuando la

puerta se abrió: Versilov y Vassine entraron. Mi madre inmediatamente se levantó,

llevándose a la vecina. Vassine me tendió la mano; Versilov no me dijo una palabra y se

dejó caer en la butaca. Mi madre y él estaban allí seguramente desde hacía algún tiempo.

Su rostro estaba tenso y preocupado.

-Lo que más lamento - le explicaba lentamente a Vassine, continuando sin duda la

conversación comenzada - es no haber podido arreglar todo eso ayer tarde. ¡Esta terrible

historia no habría sucedido sin duda! Apenas ella se escapó de mi casa, decidí por mi

parte seguirla hasta aquí y sacarla de su error, pero ese asunto imprevisto y urgente, que

además habría podido muy bien aplazar hasta hoy... a incluso durante una semana, ese

lamentable asunto ha impedido todo y todo lo ha estropeado. ¡Las cosas que pasan!

-Tal vez no hubiera usted conseguido convencerla. Aparte de usted, había ya mucho

rencor acumulado - observó incidentalmente ~ Vassine.

-No, yo habría triunfado. Seguramente habría triunfado. Tenía incluso una idea en la

cabeza, enviar en mi lugar a Sofía Andreievna. La idea me atravesó el espíritu, pero no

hizo más que atravesarlo. Sofía Andreievna habría triunfado y la desgraciada estaría

todavía viva. No, jamás me meteré... en «buenas acciones...» ¡Para una vez que me he

metido! ¡Y yo que pensaba que era aún de mi tiempo, y que comprendía a la juventud

moderna! Sí, vuestros viejos cerebros han envejecido ya antes de madurar. A propósito,

hay una cantidad espantosa de hombres que, por costumbre, continúan considerándose de

la joven generación porque todavía ayer lo eran, y no se dan cuenta de que están ya para

el arrastre.

-Aquí ha habido un equívoco, una confusión demasiado evidente - observó Vassine

atinadamente -. Su madre dice que después de la terrible ofensa de la casa pública ella

había algo así como perdido la razón. Añada a eso las demás circunstancias, la primera

ofensa del comerciante... todo habría podido producirse en otros tiempos exactamente de

la misma forma y no caracteriza en absoluto, según yo, a la juventud de hoy.

-Es más bien impaciente la juventud de hoy, sin hablar, claro es, de esa mediocre

comprensión de la realidad que es propia sin duda de la juventud de todos los tiempos,

pero más aún de la juventud de hoy... Dígame, ¿y qué ha pintado en esto el señor

Stebelkov?

-El señor Stebelkov es la causa de todo. - Era yo el que intervenía en la conversación -.

Sin él, no habría sucedido nada; ha echado aceite al fuego.

Versilov escuchó, pero no me miró. Vassine hizo una mueca de desagrado.

-Me reprocho también una circunstancia ridícula - continuó Versilov sin apresurarse y

arrastrando las palabras -. Me parece que, de acuerdo con mi mala costumbre, me he

permitido con ella una especie de alegría, una risita ligera, en una palabra, no he sido

bastante cortante, seco y sombrío, tres cualidades que, según creo, son también muy

apreciadas por nuestra joven generación... En una palabra, le he dado motivo para

tomarme por un Céladon ambulante.

-Todo lo contrario -interrumpí de nuevo violentamente -, la madre asegura que usted ha

producido una excelente impresión precisamente por su seriedad, incluso su severidad, su

sinceridad. Éstas son sus mismas palabras. La difunta, poco después de marcharse usted,

ha hecho su elogio precisamente en ese sentido.

-¿Si...í?-balbució Versilov, lanzándome al fin una mirada furtiva -. Tome, pues, ese

papel, es indispensable para el caso -..- dijo, tendiendo un trocito minúsculo de papel a

Vassine.

Vassine lo cogió, y, viendo que yo miraba con curiosidad, me lo dio a leer. Era una

nota, dos líneas irregulares garrapateadas con lápiz y probablemente en la oscuridad:

«Mamá, mi querida mamá, perdóneme por haber fracasado en el comienzo de mi vida.

Su Olia que le ha causado dolor.»

-Se ha encontrado esta mañana - explicó Vassine.

-¡Qué billete tan singular! - exclamé, asombrado.

-¿En qué es singular? - preguntó Vassine.

-¿Es que se puede, en un instante como ése, escribir en ese estilo humorístico?

Vassine me miró con aire inquisitivo.

-Este humor es singular - continué -, es jerga escolar... Y bien, ¿quién, pues, en un

momento así y en una nota a su infortunada madre, a su madre a quien ella amaba, se ve

bien claro, puede escribir: «por haber fracasado en el comienzo de mi vida»?

-¿Y por qué no? - Vassine continuaba sin comprender.

-Aquí no hay el más mínimo humor - observó al fin Versilov -. La expresión sin duda

es impropia, chirría, ha podido nacer en efecto de alguna jerga escolar o de cualquier

germanía, como tú has dicho, o bien hasta puede provenir de cualquier novela de folletín,

pero la difunta, al emplearla, no ha observado seguramente que no encajaba en el tono y,

créame, la ha empleado en esa terrible nota con completa inocencia y seriedad.

-Eso es imposible; ella terminó sus estudios y salió con la medalla de plata.

-La medalla de plata no tiene nada que ver. En nuestros tiempos, hay muchos que

terminan sus estudios de esa forma.

-¿Incluso la juventud? -- sonrió Vassine.

-De ninguna manera - le respondió Versilov levantándose y cogiendo su sombrero -. Si

la generación actual es menos literaria, posee sin ninguna duda... otros méritos - añadíó

con una seriedad desacostumbrada -. Además, «mucho» no es «todo». Usted, por

ejemplo, yo no le acusaré de poseer un acervo literario insuficiente, y sin embargo usted

es un hombre joven todavía.

--¡Pero Vassine no ha encontrado nada de malo en ese «fracasado en el comienzo»! -

hice notar sin poder contenerme (77 ).

Versilov le tendió silenciosamente la mano a Vassine. Éste cogió también su gorra para

salir con él y me gritó:

-¡Hasta la vista!

Versilov salió sin prestarme atención. Yo tampoco tenía tiempo que perder: ¡era preciso

a todo precio correr en busca de un alojamiento, ahora más que nunca! Mi madre no es-

taba ya a11í, había salido, llevándose a la vecina. Me encontré en la calle de un humor

excelente... Una sensación nueva e inmensa nacía en mi alma. Además, como por azar,

todo me salió bien: encontré extraordinariamente pronto un alojamiento perfectamente

conveniente; volveré a hablar después de él, por ahora terminemos con lo esencial.

Era poco más de la una cuando volví a casa de Vassine para recoger mi maleta. Lo

encontré precisamente en casa. Al verme gritó con aire gozoso y sincero:

-¡Cuánto me alegra que me haya encontrado! ¡Iba a salir! Tengo que comunicarle una

cosa que, estoy seguro, le interesará mucho.

-¡Estoy seguro de ello de antemano! - exclamé.

-¡Ah, qué aspecto tan alegre tiene! Dígame, ¿no sabe usted nada de cierta carta que

estaba en casa de Kraft y que cayó ayer en manos de Versilov, a propósito de la herencia

que le ha sido adjudicada? El testador explica en ella su voluntad en un sentido opuesto a

la decisión del tribunal. Esta carta está escrita hace mucho tiempo. En una palabra, no sé

exactamente lo que hay dentro, pero, ¿no sabe usted nada de ella?

-¡Claro que sí! Kraft me llevó anteayer a su casa... desde la casa de esos señores, para

entregarme esa carta, y fui yo quien se la entregó ayer a Versilov.

-¿Sí? Es justo lo que pensaba. Figúrese que el asunto de que hablaba ahora mismo aquí

Versilov, y que le impidió venir ayer tarde a sacar de su error a esa muchacha, ¡bien!, ese

asunto ha sido suscitado por esa carta. Versilov se dirigió ayer tarde a casa del abogado

del príncipe Sokolski, le ha remitido esa carta y ha renunciado a toda la herencia. A estas

horas esta renuncia ha revestido ya forma legal. Versilov no hace un donativo, reconoce

en este acto el justo derecho de los príncipes.

Yo estaba aturdido, pero encantado. A decir verdad, estaba absolutamente convencido

de que Versilov destruiría la carta. Más aún: yo le había dicho a Kraft que eso sería

deshonroso y me lo había repetido incluso en el restaurante, me había dicho que «contaba

con tener que tratar con un hombre puro y no con ése», pero aparte de mí, es decir, en lo

más profundo de mi corazón, consideraba que era imposible obrar de otra forma más que

suprimiendo radicalmente el documento. Es decir, que yo veía en eso la cosa más normal

del mundo. Si, luego, yo hubiera acusado a Versilov habría sido a propósito, en

apariencia solamente, es decir, para conservar sobre él mi superioridad. Pero ahora, al

saber la hazaña de Versilov, sentía un entusiasmo sincero y completo; lamentaba y

condenaba mi cinismo y mi indiferencia en cuanto a la virtud y alcé instantáneamente a

Versilov a una altura infinita sobre mí. Estuve a punto de abrazar a Vassine.

-¡Qué hombre! ¡Qué hombre! ¿Quién habría hecho otro tanto? - exclamaba yo en mi

exaltación.

-Reconozco con usted que muchos hombres no lo habrían hecho... y que este paso es

sin discusión altamente desinteresado...

-¿«Pero»?... Acabe, Vassine, ¿hay un «pero»?

-Claro que sí, hay un «pero». El paso de Versilov, a mi juicio, es un poco rápido, y un

poco menos franco - dijo Vassine sonriendo.

-¿Menos franco?

-Sí. Él quiere concederse, como si se dijera, un «pedestal». Pues, en todo caso, se habría

podido hacer igual sin perjudicarse a sí mismo. Si no la mitad, al menos una cierta parte

de la herencia podría ahora todavía volver a Versilov, incluso con la lealtad más

puntillosa, tanto más cuanto que el documento no tenía valor decisivo y el proceso estaba

ganado. Éste es el parecer del abogado de la parte contraria; acabo de hablar con él. La

decisión no habría sido menos hermosa, y únicamente por deseo de vanidad ha resultado

de otra forma. Sobre todo el stñor Versilov se ha excitado y se ha apresurado demasiado.

¿No dijo él mismo ahora que habría podido aplazarla una semana...?

-¡Ya sabe usted, Vassine! No tengo más remedio que estar de acuerdo con usted, pero...

¡prefiero ver las cosas a mi manera! ¡Esto me gusta más!

-Es cuestión de gusto. Es usted quien me ha provocado, yo no pedía nada mejor que

callarme.

-E incluso aunque haya un «pedestal», ¡de todas formas es mejor así! - continué -. El

pedestal tiene a gala ser un pedestal, no por eso es menos una cola muy estimable. Es a

pesar de todo un «ideal» y, si ciertas almas de hoy no lo tienen, eso no es un progreso;

con una pequeña deformación, si usted quiere, ¡pero prefiero que exista! ¡Y seguramente

usted piensa otro tanto, Vassine, amigo mío, Vassine, mi quetido Vassine! En una

palabra, yo me he entusiasmado, naturalmente, pero usted me comprende bien. De otra

forma, usted no sería Vassine. ¡De todas formas, le cojo a usted y lo abrazo, Vassine!

-¿De alegría?

-¡De alegría inmensa! ¡Pues este hombre «estaba muerto y ha resucitado, estaba perdido

y ha sido encontrado»! Vassine, soy un mal muchacho y no lo merezco a usted. Es desde

luego eso lo que me hace darme cuenta en ciertos momentos de ser otro completamente

distinto, más educado y más profundo. Por haberle lanzado anteayer su elogio en pleno

rostro (lo hïce únicamente porque usted me había humillado y abrumado), ¡lo he

detestado durante dos largos días! Mé prometí, esta misma troche, no venir jamás a verle

y, si vine ayer por la mañana, fue únicamente por rabia, ¿comprende usted bien?, por

rabia. Sentado en esta silla, solo, criticaba su habitación y a usted mismo y a todos sus

libros y a su patrona; me esforzaba en rebajarlo y burlarme de usted...

-No era muy útil el contármelo...

-Ayer por la tarde, habiendo deducido de una de sus frases que usted no comprende a

las mujeres, yo estaba encantado de poder cogerle por ahí. A1 momento, a propósito del

«fracaso del comienzo», estuve otra vez encantado locamente al cogerle en falta, y todo

eso porque yo había hecho su elogio el otro día...

-¡Pero no puede ser de otra forma! - exclamó al fin Vassine (continuaba sonriendo, sin

asombrarse lo más mínimo) -. Pero es lo que pasa siempre, a casi todo el mundo, y hasta

es el primer móvimiento. Sólo que nadie lo confiesa, y además no hace falta confesarlo,

porque eso pasa y no entraña ninguna consecuencia.

-¿A todo el mundo? ¿Es posible? ¿Todos los hombres son así? ¿Y usted, al decir eso,

está tranquilo? Pero, ¡con semejantes ideas, la vida es imposible!

-Entonces, según usted:

Más querida me es la ilusión que nos alza

que mil bajas verdades (78).

-¡Eso sí que es verdad! - exclamé -. ¡Esos dos versos encierran un axioma sagrado!

-No sé nada: no pretendo de ninguna forma decidir si esos versos son verdaderos o no.

La verdad, como siempre, debe de estar en alguna parte en el medio: es decir, en un caso

una santa verdad, y en otro una mentira. No hay más que una cola que sé bien: que

durante mucho tiempo aún esta idea seguirá siendo uno de los grandes puntos de litigio

entre los hombres. Hago observar, en todo caso, qué usted tiene ahora deseos de bailar.

¡Pues bien, baile! El ejercicio es bueno, y yo estoy precisamente esta mañana abrumado

de trabajo... ¡Además ya estamos retrasados!

-¡Me voy, me voy! Una palabra solamente - grité, cogiendo ya mi maleta -. Si alguna

vez me he «lanzado al cuello de alguien», es únicamente porque usted me ha comunicado

la noticia, desde mi llegada, con una alegría tan sincera y porque usted se ha sentido 

«dichoso» al yo encontrarle en casa, y eso después de la historia del «fracaso en los

comienzos». Esa síncera alegría ha vuelto por completo mi «joven corazón» a favor de

usted. ¡Pues bien!, adiós, trataré de no venir más durante el mayor tiempo posible, y sé

que eso le será extremadamente agradable. Lo leo en sus ojos. Y además eso será una

cosa excelente para los dos...

Parloteando así y asfixiándome casi con ese divertido coterreo, levanté mi maleta y salí

con ella para mi nuevo alojamiento. Lo que me complacía sobre todo era que Versilov se

hubiese enfadado tan pronto conmigo y se negara a hablarme y a mirarme. Una vez

depositada mi maleta, volé a casa de mi viejo príncipe. Esos dos días sin él me habían

sido, lo confieso, un poco penosos. Además ya él debía estar enterado de la conducta de

Versilov.

 

II

Yo sabía muy bien que se alegraría al verme y, lo juro, incluso sin Versilov, habría ido

a buscarle hoy mismo. Yo estaba solamente asustado, ayer y ahora mismo, por la idea de

que me encontraría con Catalina Nicolaievna. Pero ahora no tenía ya miedo de nada.

Me abrazó con alegría.

-¡Ese Versílov! ¡Ha visto usted! - comencé en seguida abordando lo esencial.

-¡Cher enfant, mi querido amigo, es tan noble, tan educado! ¡Hasta Kilian (el

funcionario de abajo) ha quedado impresionado! Es una locura por su parte, ¡pero es

magnífico, es una hazaña! ¡Hay que saber apreciar el ideal!

-¿No es eso? ¿No es eso? Siempre hemos estado de acuerdo en este punto.

-Querido, siempre estamos de acuerdo. ¿Dónde estabas? Quería decididamente ir a

verte, pero no sabía dónde encontrarte... Sin embargo no podía ir a casa de Versilov...

aunque hoy, después de todo... Fíjate, amigo mío: he aquí lo que le ha permitido triunfar

de las mujeres, rasgos de este género, estoy seguro...

-A propósito, antes de olvidarlo... Se lo tenía reservado precisamente para usted. Ayer,

un indigno golfillo, injuriando a Versilov en mi presencia, lo trató de «profeta para

buenas mujeres». ¡Qué expresión tan rara! ¿La expresión misma? Se la reservaba para

usted...

-« ¡Profeta para buenas mujeres! » Mais... c'est charmant! ¡Ah, ah, ah! ¡Pero eso le va

tan bien! ... ¡o más bien eso no le va en absoluto! ¡Puf!, pero está bien dicho... o más bien

no está dicho nada, pero...

-Eso no importa, eso no importa, no se preocupe; ¡no considere más la frase!

-La frase es admirable y, ya sabes, tiene un sentido muy profundo... ¡La idea es

completamente justa! Quiero decir que tú lo creeras tal vez... En resumen, te cunfiaré un

secretito. ¿Te has fijado el otro día en esa Olimpia? ¿Creerás que siente una debilidad por

Andrés Petrovitch, hasta el punto, creo, de alimentar algo...?

-De alimentar... ¡que tenga cuidado! - grité, adoptando una postura amenazadora, en mi

indignación.

-Mon cher, no grites. Siempre es lo mismo, además tú tienes razón desde tu punto de

vista. A propósito, amigo mío, ¿qué es lo que te sucedió la otra vez, delante de Catalina

Nicolaievna? Vacilaste... creí que ibas a caerte, a iba a lanzarme para sostenerte.

-No es el momento de hablar de eso. Bueno, en una palabra, me sentí confuso por

completo, por cierta razón...

-Y ahora mismo acabas de ruborizarte...

-Y usted tiene necesidad de insistir aún. Usted sabe que ella no es amiga de Versilov:..

luego, todos esos asuntos, ¡bueno!, me he turbado. Vamos, ¡dejemos eso para después!

-Dejemos, dejemos, ya me gustaría a mí... En resumen, soy muy culpable ante ti, y

hasta, tú te acuerdas de eso, gruñí algo entonces... ¡Pero he aquí al príncipe Serioja!

Vi entrar a un oficial joven y hermoso. Lo examiné con ojo ávido porque no le había

visto jamás hasta entonces. Digo hermoso, porque era lo que todo el mundo decía de él,

pero había en ese joven y bello rostro un no sé qué muy poco seductor. Lo anoto aquí

como la primera impresión recibida en la primera ojeada que lancé sobre él y que siempre

he conservado. Era delgado, de buena estatura, castaño. Su tez era brillante, pero tirando

un poco a amarilla, y la mirada decidida. Sus hermosos ojos oscuros parecían ligeramente

severos, incluso cuando estaba perfectamente tranquilo. Pero su mirada decidida era

precisamente desagradable porque se olía. que esta decisión le costaba demasiado barata.

En fin, no sé cómo expresarme... Sin duda su fisonomía era capaz de pasar bruscamente

de la severidad a la amabilidad o a una expresión asombrosamente dulce y acariciadora, y

eso con una indiscutible sinceridad. Esta sinceridad atraía. Un rasgo más: a pesar de su

amabilidad y de su sinceridad, esa fisonomía no estaba jamás alegre; incluso cuando el

príncipe reía de buena gana se sentía a pesar de todo que no debía de tener en su casa una

verdadera alegría, ligera y luminosa... Pero es extremadamente difícil describir un rostro.

Por lo que a mí toca soy absolutamente incapaz de hacerlo. El viejo príncipe se precipitó

en hacernos trabar conocimiento, según su tonta costumbre.

-Mi joven amigo, Arcadio Andreievitch (¡otra vez Andreievitch!) Dolgoruki.

El joven príncipe se volvió hacia mí con una expresión doblemente respetuosa, pero se

veía que mi nombre le era totalmente desconocido.

-Es el... pariente de Andrés Petrovitch - murmuró mi insoportable príncipe. (¡Cuán

insoportables son a veces estos viejecitos, con sus costumbres! )

E1 joven príncipe adivinó en seguida.

-¡Ah! He oído hablar hace mucho tiempo... - dijo rápidamente -. He tenido el gran

placer de conocer, el año pasado, en Luga, a su hermana, Isabel Makarovna... Ella me

habló también de usted---.

Yo mismo me quedé sorprendido: una alegría sincera brillaba en su rostro.

-Permítame, príncipe - balbuceé, llevándome a la espalda los brazos -, debo decirle

sinceramente, y me alegra que sea en presencia de nuestro querido príncipe, que deseaba

mucho encontrarle a usted, y muy recientemente, ayer aún, yo tenía ese deseo, pero con

una intención muy distinta. Lo digo francamente, usted seguramente se asombrará. En

resumen, yo quería provocarle por la injuria que le hizo usted hace dieciocho meses, en

Ems, a Versilov. Y aunque usted tuviera que rechazar mi desafío porque no soy más que

un escolar y un adolescente todavía menor de edad, se lo lanzaría de todas formas,

cualesquiera que fuese su respuesta y lo que usted pudiera hacer... Y todavía hoy, lo

confieso, tengo la misma intención. ..

El viejo príncipe me dijo más tarde que yo había pronunciado esta frase muy

noblemente.

Un disgusto sincero se marcó en el rostro del príncipe.

-No me ha dejado usted terminar - respondió con aire importante -. Si le he dirigido

esas pocas palabras con toda mi buena voluntad, la razón está en los verdaderos

sentimientos que experimento ahora hacia Andrés Petrovitch. Lamento no poder

comunicarle en este mismo momento todas las circunstancias, pero, se lo aseguro por rni

honor, desde hace mucho tiempo considero mi desgraciado acto de Ems con el más

profundo pesar. A1 volver a Petersburgo he resuelto conceder todas las satisfacciones

posibles a Andrés Petrovitch, es decir, pedirle perdón con toda franqueza, literalmente en

la forma que fije él mismo. Influencias muy altas y muy poderosas han sido la causa de

este cambio de opinión. El que hayamos tenido un proceso no ha influido en nada en mi

decisión. Su forma de obrar ayer conmigo me ha emocionado, por decirlo así, y en este

mismo momento, créame, no me he. repuesto todavía. ¡Bueno!, debo prevenirle que he

venido a casa del príncipe para comunicarle un hecho de extremada importancia: hace

tres horas, es decir, exactamente en el momento en que se redactaba ese acta con el

abogado, el hombre de confianza de Andrés Petrovitch ha venido a buscarme y me ha

transmitido de su parte un desafío... un desafío en regla por la historia de Ems...

-¡Él le ha desafiado! - exclamé, y sentí que se me saltaban las lágrimas y me subía la

sangre a la cara.

-Sí, me ha desafiado; he aceptado en seguida el desafío, pero he resuelto, antes del

encuentro, dirigirle una carta exponiéndole el juicio que me merece mi acción y mi pesar

por aquel terrible error... ¡pues no fue más que un error, desgraciado, fatal error! Le haré

notar que mi posición en el regimiento me hace correr un gran riesgo: una carta como esa

en la víspera de un duelo me hace víctima de la opinión pública... ¿comprende? Pero a

pesar de eso yo estaba decidido. Sólo que me ha faltado tiempo para remitirle la carta,

pues, una hora después del reto, he recibido una nueva carta de él en la que me rogaba

que le excuse por haberme importunado, que olvide el reto, y añadiendo que lamentaba

«ese acceso pasajero de cobardía y de egóísmo», éstas son sus propias palabras. Me

facilita así considerablemente el paso... la carta. No la he enviado aún, pero he venido

justamente para decir una palabra al príncipe. Y créame, he sufrido personalmente

reproches de mi propia conciencia infinitamente más que cualquier otro... ¿Le satisface

esta explicación, Arcadio Makarovitch, al menos por el momento? ¿Me hará usted el

honor de creer en mi perfecta sinceridad?

Yo estaba vencido por completo. Veía una franqueza indiscuíible que no me esperaba

de ninguna forma. No aguardaba por cierto nada semejante. Balbucí no sé qué en

respuesta y le tendía mis manos; él las estrechó alegremente entre las suyas. Luego se

llevó al príncipe aparte y habló cinco minutos con él en su habitación.

-Si quiere usted proporcionarme un gran placer - me dijo en voz alta y franca al salir de

casa del príncipe -, vamos a ir juntos y le enseñaré la carta que le envío a Andrés Petro-

vitch y, al mismo tiempo, la que he recibido de él.

Consentí con gran placer. Mi príncipe se empeñó ardorosamente en acompañarme hasta

la puerta y me llamó también, un momento, a su habitación.

-Mon ami, ¡qué dichoso soy, qué dichoso soy! ... Hablaremos de todo esto después. A

propósito, tengo aquí en mi cartera de mano dos cartas, una que hay que llevar en mano y

explicar personalmente, otra para el Banco, y aquí también...

Y me dio dos recados que pretendía que eran urgentes y exigían, según él, mucho

trabajo y atención. Se trataba de ir a11í, de remitir una carta, de firmar, etc.

-¡Ah, qué astuto es usted! - exclamé, cogiendo las cartas -. Le juro que todo eso no es

más que una falsa propuesta y que no hay absolutamente nada que hacer. ¡Estos dos

recados los ha inventado usted a propósito para hacerme creer que le soy útil y que no

robo mi sueldo!

-Mon enfant, te juro que te engañas. Son dos recados de verdad urgentes... Cher enfant!

- exclamó de pronto enterneciéndose infinitamente -, ¡mi querido jovencito! - Me puso

las manos sobre la cabeza -. Te bendigo lo mismo que a tu destino... Sé siempre tan puro

de corazón como hoy... Sé bueno y bello cuanto te sea posible... Amemos todo lo que es

bello... bajo los aspectos más variados... ¡Vamos, enfin, enfin, rendons grâce... et je to

bénis!

No acabó y sollozó sobre mi cabeza. Lo confieso, estuve a punto de llorar yo también;

al menos abracé sinceramente y con placer a mi original anciano. Cambiamos miles de

besos.

 

III

El príncipe Serioja (quiero decir Sergio Petrovitch, así lo nombraré de ahora en

adelante) me llevó a su casa en un elegante coche y comencé por admirar la

magnificencia de su apartamiento. O más bien, sin hablar de magnificencia, era un apar-

tamiento como el que posee «la gente bien»: habitaciones altas y vastas, luminosas (vi

dos, las otras estaban cerradas); muebles que, sin recordar de ninguna forma a Versailles

o a la Renaissance, eran blandos, confortables, suntuosos, muy elegantes; alfombras,

maderas esculpidas y estatuillas. Sin embargo, todo el mundo decía de ellos que eran

miserables, que no tenían nada. Yo había permitido que me dijeran no obstante que ese

príncipe lanzaba la pólvora a los ojos en todo sitio donde podía: aquí, en Moscú, en su

antiguo regimiento, en París, que era jugador y que tenía deudas. En cuanto a mí, yo

llevaba un redingote descolorido y además cubierto de plumas, porque había dormido

completamente vestido, y una camisa de cuatro días. Por cierto que este redingote casi no

estaba ya presentable, pero, una vez en casa del príncipe, me acordé de la recomendación

de Versílov de que me encargara un traje nuevo.

-Figúrese- que me he pasado la noche sin desnudarme, con motivo de un suicidio - dije

con aire distraído.

Pero como manifestó pronto atención, le conté brevemente la historia. Lo que más le

preocupaba sin embargo era su carta. Yo encontraba raro que él no hubiese ni siquiera

sonreído, ni esbozado el menor gesto en ese sentido cuando le anuncié hacía un

momento, de sopetón, que quería provocarlo a un duelo. Sin duda yo había sabido

obligarle a no reírse, pero eso no era menos extraño por parte de un hombre semejante.

Nos sentamos uno enfrente del otro en medio de la habitación, delante de una inmensa

mesa de escritorio, y me enseñó su carta a Versilov, ya lista y puesta en limpio. Ese do-

cumento se parecía mucho a todo lo que acababa de expresarme en casa de mi príncipe;

estaba escrito hasta con calor. Yo no sabía aún, es verdad, qué pensar definitivamente de

esta franqueza aparente y de estas disposiciones hacia el bien, pero comenzaba ya a

dejarme seducir, pues, en suma, ¿que razón tenía para no creer en eso? Quienquiera que

fuese el hombre, y cualesquiera los rumores que corriesen sobre él, no podia menos de

tener buenas inclinaciones. Miré también la última nota de Versilov, siete líneas, para

renunciar a su reto. Él había en efecto hablado claramente y con todas sus letras de su

«cobardía» y de su «egoísmo», pero esa nota se distinguía en su conjunto por cierta

altura... o más bien se sentía en todo este paso no sé qué desdén. Me guardé bien de

decirlo.

-Pero usted, ¿qué piensa de esta renuncia? -pregunté -. ¿No cree que él tenga miedo?

-¡Seguro que no! - sonrió el príncipe, pero con una sonrisa muy seria.

Estaba por cierto cada vez más preocupado. Yo conocía demasiado bien el valor de este

hombre. Naturalmente es una idea mía... una disposición de espíritu que me es

particular...

-Sin duda alguna - le interrumpí calurosamente -. Un tal Vassine dice que en esta

historia de carta y de renuncia a la herencia hay un «pedestal»... deseado. Según yo, estas

cosas no se hacen por exhibición, sino que corresponden a un sentimiento profundo,

íntimo.

-Conozco muy bien al señor Vassine - dijo el príncipe.

-¡Ah!, sí, usted ha debido de verlo en Luga (79).

Nos miramos de pronto y recuerdo haber enrojecido un poco. En todo caso, él

interrumpió la conversación. Yo estaba completamente decidido a hablar. La idea de, un

encuentro que yo había tenido la víspera me incitaba a formularle algunas preguntas, sólo

que no sabía cómo expresarlas. Y en general no me sentía muy a mi gusto. Lo que me

chocaba también era su buena educación, su urbanidad, la naturalidad de sus modales, en

una palabra, todo el lustre que esa gente adquiere casi al salir de la cuna. Yo había notado

en su carta dos faltas gramaticales groseras. En general, en encuentros parecidos, no me

rebajo jamás, al contrario, me hago cortante, lo que a veces puede ser malo. Pero en el

caso presente yo estaba impulsado además por la idea de que estaba cubierto de plumas,

si bien exageré un poco y caí en la familiaridad.,. Había observado muy poco a poco que

el príncipe me examinaba a veces muy fijamente.

-Diga, príncipe - lancé de repente -, ¿no encuentra ridículo, en su fuero interno, que un

«mocoso» como yo haya querido provocarle a un duelo, y sobre todo por una ofensa

hecha a un tercero?

-Cuando se trata de un padre, está permitido ofenderse. No, no veo en eso nada de

ridículo.

-Y a mí me parece que es espantosamente ridículo... desde el punto de vista de otro... es

decir, naturalmente no del mío. Tanto más cuanto que yo soy Dolgoruki, y no Versilov. Y

si usted no dice la verdad, si le quita importancia a las cosas por conveniencias

mundanas, entonces, ¿me engaña también en todo lo demás?

-No, no veo en eso nada de ridiculo - repitió con gran seriedad -. ¡Usted no puede dejar

de sentir en sí mismo la sangre de su padre! ... Sin duda, es usted aún joven y... no sé...

pero me parece que un menor no tiene derecho a batirse, y no se tiene derecho a aceptar

su desafío... según los reglamentos... Pero, si usted quiere, no puede haber en esto más

que una objeción seria: si usted lanza su desafío sin que lo sepa el ofendido cuya injuria

quiere usted vengar, manifiesta por eso mismo, en cuanto a él, una cierta falta de respeto.

¿No es verdad?

Nuestra entrevista fue bruscamente interrumpida por un criado que entró a anunciar a

alguien. Al verle, el príncipe, que sin duda lo esperaba, se levantó sin acabar su discurso

y avanzó rápidamente a su encuentro, de tal forma, que el otro habló a media voz y yo no

oí nada.

-Excúseme - me dijo el príncipe -, vuelvo en un minuto.

Y salió. Me quedé solo. Recorrí a grandes zancadas la habitación de arriba abajo,

reflexionando. Cosa extraña, me gustaba y no me gustaba del todo. Había un no sé qué

que no habría sabido decir, pero que me chocaba. «Si no se mofa de ninguna forma de

mí, entonces, sin duda alguna, es terriblemente franco; pero, si se mofase de mí,

entonces... me parecería más inteligente. . . » Esta idea extraña me atravesó el espíritu.

Me aproximé a la mesa y releí la carta a Versilov. Distraído así, no sentí pasar el tiempo y

cuando volví en mí advertí súbitamente que el minuto del príncipe duraba ya un buen

cuarto de hora. Me sentí ligeramente turbado; me puse de nuevo a andar arriba y abajo, al

fin cogí mi sombrero y, lo recuerdo, decidí marcharme: si veía a alguien, mandaría a

buscar al príncipe y, cuando viniera, me despediría de él asegurándole que tenía un

asunto urgente y no podía esperar más. Me pareció que sería lo más digno, pues yo estaba

un poco atormentado por la idea de que, al abandonarme así tanto tiempo, me mostraba

cierto desdén.

Las dos puertas cerradas de esta habitación se encontraban en las dos extremidades de

una misma pared. Como yo había olvidado por cuál habíamos entrado, o más bien por

distracción, abrí una de ellas y de pronto vi, en una habitación larga y estrecha, sentada

en un diván, a mi hermana Lisa. No había nadie más y ella debía de esperar a alguien.

Pero apenas tuve tiempo de asombrarme cuando oí la voz del príncipe que hablaba en voz

alta y volvía a su despacho. Volví a cerrar rápidamente la puerta, y el príncipe, que

entraba por la otra, no advirtió nada. Recuerdo que se deshizo en excusas, habló de no sé

qué Ana Fedorovna... Pero yo estaba tan sorprendido y turbado que no comprendí casi

nada y balbucí que debía obligatoriamente volver a mi casa, después de lo cual salí a

pasos precipitados. Este príncipe tan bien educado debió evidentemente considerar mi

conducta con curiosidad. Me acompañó hasta la antesala hablando siempre, mientras yo

no respondía nada y no lo miraba.

 

IV

Una vez en la calle, torcí a la izquierda y anduve al azar. Todo se confundía en mi

cabeza. Caminaba lentamente y creo que había andado no poco trecho, unos quinientos

pasos, cuando sentí de pronto que me daban un golpecito suave en el hombro. Me volví y

vi a Lisa: me había alcanzado y me había dado suavemente con la sombrilla. Había en su

mirada radiante una alegría loca, y un asomo de malicia.

-¡Qué contenta estoy porque hayas cogido por este lado! ¡De otra forma no lo habría

encontrado en todo el día!

Ella jadeaba un poco por la marcha tan rápida.

-¡Cómo jadeas!

-¡He corrido tanto para alcanzarte!

-Lisa, ¿eres de verdad tú a quien he visto hace un momento?

-¿Dónde?

-En casa del príncipe... el príncipe Sokolski...

No, no era yo, no has podido verme...

Me callé, y anduvimos una decena de pasos. Lisa estalló en risas.

-¡Era yo, seguro que era yo! ¡Escucha un poco! Pero tú me has visto, me has mirado a

los ojos y yo te he mirado también. ¿Por qué me preguntas si era yo? ¡Qué carácter tan

extraño! Has de saber que sentí unas ganas terribles de reír cuando me miraste a los ojos;

tenías un aspecto demasiado raro.

Ella no podía contener la risa. Sentía que todo mi enojo me abandonaba.

-Pero, ¿cómo diablos te encontrabas a11í?

-En casa de Ana Fedorovna.

-¿Qué Ana Fedorovna?

-Stolbieieva. Cuando vivíamos en Luga pasé en casa de ella días enteros. Ella nos

recibía, a mamá y a mí, y venía también a nuestra casa. Ella no iba, por decirlo así, a casa

de nadie más. Es una pariente lejana de Andrés Petrovitch, y también de los príncipes

Sokolski. Debe de ser poco más o menos abuela del príncipe.

-Entonces, ¿ella vive en casa del príncipe?

-No, es el príncipe quien vive con ella.

-Entonces, ¿de quién es el apartamiento?

-De ella. Hace ya un año que todo el apartamiento es de ella. Ella misma no está en

Petersburgo más que desde hace cuatro días.

-Bueno... ¿sabes una cosa, Lisa? Al diablo el apartamiento y la mujer también...

-No, ella es buena...

-Quiero creerlo; además tiene los medios. ¡Nosotros también somos buenos! Mira un

poco: ¡qué día!, ¡qué buen tiempo!, ¡qué hermosa estás hoy, Lisa! Pero en el fondo no

eres más que una niña terrible.

-Díme, Arcadio, esa muchachita de ayer...

-¡Ay!, ¡qué lástima, Lisa! ¡Qué lástima!

-¡Ah, qué lástima! ¡Qué destino! ¿Tú sabes? Es malo por nuestra parte estar tan alegres

mientras que su alma vuela ahora en las tinieblas en una oscuridad sin fondo, con su

pecado y su resentimiento... Arcadio, ¿quién tiene la culpa de su pecado? ¡Ah, qué

terrible! ¿Piensas alguna vez en esas tinieblas? ¡Ah, qué miedo tengo de la muerte!, ¡y

qué mala es! No me gusta la oscuridad; ¡ah, este sol, cuánto mejor es! Mamá dice que es

malo tener miedo... Arcadio, ¿tú la conoces bien a mamá?

-Todavía bastante poco, Lisa, la conozco bastante poco.

-¡Ah, qué criatura es! ¡Tú debes, tú debes conocerla! Hace falta sobre todo

comprenderla...

-Pero a ti misma, yo no te conocía, y ahora te conozco por completo. En un minuto he

pentrado en ti por completo. Lisa, te esfuerzas en vano en tener miedo de la muerte,

debes ser orgullosa, audaz, valiente. ¡Vales más que yo, infinitamente más que yo! Te

quiero locamente, Lisa. ¡Ah, Lisa! ¡La muerte puede venir cuando quiera; por el

momento, vivamos, vivamos! Lamentemos la pérdida de esa desgraciada, pero

bendigamos la vida. ¿No tengó razón? Tengo mi «idea», Lisa. Lisa, ¿sabes que Versilov

ha renunciado a la herencia?

-¿Cómo no iba a saberlo? Nos hemos abrazado mamá y yo.

-Tú no conoces mi alma, Lisa, tú no sabes lo que era para mí ese hombre...

-¡Vamos, lo sé todo!

-¿Tú lo sabes todo? ¡Seguro! Tienes alma; incluso más que Vassine. Mamá y tú tenéis

ojos penetrantes, quiero decir la mirada, no los ojos, me confundo... Muy a menudo soy

un imbécil, Lisa:..

-¡Hay que llevarte de la mano, eso es todo!

-¡Pues bien!, llévame, Lisa. ¡Qué bueno es mirarte hoy! Pero, ¿sabes que eres adorable?

No había visto nunca tus ojos... Acabo de verlos por primera vez... ¿Dónde los has cogido

hoy, Lisa? ¿Dónde los has comprado? ¿Cuánto has pagado por ellos? Lisa, yo no tenía

amigos, y luego considero esta «idea» como una tontería; pero contigo no es una tonte-

ría... ¿Quieres que seamos amigos? ¿Comprendes bien lo que quiero decir?

-Lo comprendo muy bien.

-Y, ¿sabes?, sin contrato, sin condiciones, seremos amigos por las buenas.

-Sí, completamente por las buenas. Sólo hay una condición: si un día nos acusamos el

uno al otro, si estamos descontentos de algo, si estamos de mal humor, si incluso nos

olvidamos de todo, ¡bien no nos olvidaremos jamás de este día ni de esta hora! Démonos

palabra. Prometamos acordarnos eternamente de este día en que nos hemos paseado

juntos, cogidos de la mano, y en que tanto nos hemos reído, y hemos tenido tanta

felicidad... ¿Sí? ¿Dices sí?

-Sí, Lisa, sí, te lo juro. Pero, Lisa, me parece que te oigo por primera vez... Lisa, ¿tú has

leído mucho?

-¡No me habías hecho todavía esta pregunta! Fue ayer, cuando me equivoqué en una

palabra, la primera vez que te dignaste prestarle a esa atención, querido señor, señor Filó-

sofo.

-¿Por qué no hablabas tú, tú misma, si yo he sido tan bestia?

-Esperaba siempre que te hicieras más inteligente. He visto a través de usted desde el

principio, Arcadio Makarovitch. Y pronto me dije: él vendrá, terminará seguramente por

venir. Y he preferido concederle el honor de dar el primer paso: «No - me decía yo -, te

toca a ti ahora correr detrás de mí. »

-¡Ah!, así ha sido la cosa, ¡pequeña coqueta! ¡Bueno!, Lisa, confiésalo francamente, ¿te

has reído mucho de mí este mes?

-¡Caramba!, es que eres muy ridículo, ¡abominablemente ridículo, Arcadio! Y, ¿sabes?,

tal vez te he amado este mes sobre todo por eso, porque eres tan original. Pero con fre-

cuencia eres un mal original, digo eso para que no te enorgullezcas. Pero, ¿sabes quién se

ríe todavía de ti? Mamá se ha reído, nos hemos reído juntas: « ¡Qué original! », nos

cuchicheábamos, « ¡qué original de todas formas! » Y tú, tú te figurabas durante todo ese

tiempo que estábamos allí temblando ante ti.

-Lisa, ¿qué piensas de Versilov?

-Muchas cosas. Pero, ¿sabes?, no vamos a hablar de él ahora. No es el día, ¿verdad?

-Tienes razón. No, ¡eres terriblemente inteligente, Lisa! Eres seguramente más

inteligente que yo. ¡Bueno! Espera un poco, terminaré con todo esto y luego te diré

quizás una cosa...

-¿Por qué has fruncido las cejas?

-No he fruncido nada por completo, Lisa, no es nada... Mira, Lisa, vale más decirlo

francamente: no me gusta que se me toque con el dedo ciertos lugares cosquillosos de mi

alma... o más bien que se haga exhibición de ciertos sentimientos para que todo el mundo

los admire. Es vergonzoso, ¿no es verdad? Por eso prefiero algunas veces fruncir las cejas

y no decir nada. Tú eres inteligente, debes comprender.

-Pero yo también soy así. Te comprendo perfectamente y, ¿sabes?, mamá también es

así.

-¡Ah, Lisa! ¡Sólo con que pudiésemos vivir mucho tiempo aquí! ¡Cómo! ¿Qué es lo que

has dicho?

-Pero si no he dicho nada.

-¿No me estás mirando?

-Pero tú también me estás mirando. Te miro y te quiero.

La acompañé de vuelta casi hasta la casa y le di mi dirección. Al dejarla, la besé por

primera vez en mi vida...

 

V

Y todo esto habría estado bien; no había más que una sombra: una idea triste se agitaba

en mí desde la noche y no me salía del alma. Era que, cuando la víspera por la tarde había

encontrado delante de nuestra puerta a esa desgraciada, yo le había dicho que también yo

me iba de la casa, del nido, que se abandonaba a los malvados para fundar su propio nido

para sí mismo, y que Versilov tenía muchos bastardos. Estas palabras de un hijo sobre su

padre habían seguramente confírmado sus sospechas a propósito de Versilov y su

impresión de que él había querido ofenderla. Yo acusaba a Stebelkov, y era tal vez yo

quien había arrojado aceite al fuego. Terrible idea, terrible aún hoy... Pero entonces, esa

mañana, yo había intentado en vano comenzar a atormentarme, me parecía que no era

más que una tontería: «Vamos, había ya sin mí mucho rencor acumulado», me repetía de

tiempo en tiempo. « ¡Bah, eso pasará! ¡Me tranquilizará! Compensaré eso de una manera

a otra... con cualquier buena acción... ¡Tengo todavía cincuenta años delante de mí! »

Pero la idea continuaba agitándose

 

SEGUNDA PARTE

 

CAPÍTULO PRIMERO

I

Salto un intervalo de cerca de dos meses; que el lector no se inquiete: todo se aclarará a

continuación. Anoto el día 15 de noviembre, día demasiado memorable para mí por

muchas razones. Ante todo, nadie habría podido reconocerme, de los que me habían visto

dos meses antes; al menos exteriormente, es decir, que me habrían reconocido desde

luego, pero no habrían comprendido nada. Estoy vestido como un dandy; esto es un

primer punto. El «francés consciente y lleno de gusto» que me recomendaba un día

Versilov me ha hecho todo un traje, e incluso ha sido ya superado: tengo ahora otros

sastres, de rango superior, de primerísima clase, y hasta tengo cuenta en casa de ellos.

Tengo también una cuenta en un restaurante selecto, pero allí me da todavía un poco de

miedo y, en cuanto tengo dinero, en seguida pago, aunque sepa que eso es de mal gusto y

que así me comprometo. Junto al Nevski, estoy en las mejores relaciones con un

peluquero francés, y cuando me hago cortar el pelo en su casa, él me cuenta anécdotas. Y,

lo confieso, me ejercito con él en hablar francés. Conozco la lengua, y hasta bastante

decentemente, pero en la buena sociedad siento siempre alguna timidez al arriesgarme;

además mi acento debe de estar bastante alejado del acento parisiense. Tengo también a

Matvei, el cochero, el buen servidor, que está a mis órdenes cuando lo llamo. Hay un

potro bayo claro (no me gustan los caballos grises). Hay sin embargo ciertas cosas que no

marchan bien... Es el 15 de noviembre. El invierno está instalado desde hace tres días, y

tengo todavía mi vieja pelliza, de tejón, un regalo de Versilov: de venderlo me darían

bien veinticinco rublos. Tengo que encargarme una nueva, y mis bolsillos están vacíos.

Además es preciso desde ahora mismo reunir el dinero para esta tarde, y esto a toda

costa; de lo contrario, «soy un desgraciado, estoy perdido»; éstas son mis propias

expresiones de entonces. ¡Oh, qué miseria! ¿Y de dónde han venido de pronto esos

billetes de mil,, esos trotones, y los Borel? (80). ¿Cómo he podido olvidar así todo,

cambiar hasta este punto? ¡Qué vergüenza! Lector, emprendo ahora el relato de mi

vergüenza y de mi deshonor, y para mí no puede haber nada más infamante que estos re-

cuerdos.

Hablo como juez, pero me reconozco culpable. En el torbellino que me arrastraba

entonces, me esforzaba en vano en estar solo, sin guía ni consejero; me daba ya cuenta de

mi caída, lo juro, y por tanto no puedo excusarme. Y, sin embargo, durante esos dos

meses fui casi dichoso. ¿Por qué casi? ¡Fui demasiado dichoso! Y hasta un punto tal, que

la conciencia de mi deshonor, que se me aparecía en algunos instantes (¡instantes

frecuentes!) y que hacía que mi alma se estremeciera, esa conciencia, ¿será posible

creerlo?, me embriagaba todavía más: «Puesto que hay que caer, caigamos

completamente. Por lo demás, no caeré, saldré de esto. Mi estrella me guía.» Avanzaba

sobre una pasarela de virutas, sin barandillas, por encima del precipicio, y me alegraba de

avanzar así; me gustaba mirar el precipicio. El peligro estaba a11í, y eso me alegraba. ¿Y

la «idea»? La «idea» vendría después, la idea podía esperar; todo aquello « no era más

que un rodeo»...: « ¿por qué no concederse un poco de diversión?» He ahí en lo que mi

«idea» es mala, lo repito una vez más: es mala por lo que tiene de tolerar absolutamente

todos los rodeos. Si fuese menos firme y menos radical, tal vez yo temería apartarme de

ella.

De momento, conservaba mi pequeña habitación; la conservaba, pero sin vivir en ella:

tenía a11í mi maleta, mi saco de viaje y otros objetos; mi principal residencia estaba en

casa del príncipe Sergio Sokolski. Vivía en su casa, dormía en su casa y pasaba a11í

semanas enteras. La forma en que aquello había sucedido se verá inmediatamente; por

ahora hablemos de mi pequeño alojamiento. Me resultaba muy querido: a11í era adonde

había venido a buscarme Versilov en persona, la primera vez después de nuestra disputa.

Y después había venido otras muchas veces. Lo repito, aquel período no fue más que una

vergüenza terrible, pero también una inmensa felicidad. Entonces todo me salía bien,

todo me sonreía. «¿Para qué esas caras tristes de antes -- me decía yo en aquellos ins-

tantes de embriaguez -, para qué aquellos esfuerzos- dolorosos, mi infancia aislada y

amarga, mis sueños absurdos bajo las mantas, mis juramentos, mis cálculos a incluso mi

"idea"?» Todo aquello me lo había figurado yo, me lo había imaginado, y sucedía que el

mundo era de una manera muy distinta; todo me resultaba tan diveitido y tan fácil...; yo

tenía aún... pero dejemos esto. ¡Ay!, todo se hacía en nombre del amor, de la grandeza de

alma, del honor, y todo se convirtió en seguida en algo monstruoso, insolente,

deshonroso.

¡Basta!

 

II

Vino a mi casa por primera vez al día siguiente de nuestra ruptura. Yo había salido. Me

esperó. Cuando entré en mi minúscula habitacioncita, donde le había aguardado en vano

durante todos aquellos tres días, mis ojos se velaron y mi corazón latió tan fuerte, que me

detuve en el umbral. Afortunádamente él estaba con mi casero, quien, para que el

visitante no se aburriera, había juzgado útil trabar inmediatamente conocimiento con él y

estaba a punto de hacerle un relato inflamado. Era un consejero titular (81), de unos

cuarenta años, muy marcado por la viruela, muy pobre, con la carga de una mujer tísica y

de un hijo enfermo; de carácter extremadamente comunicativo y pacífico, por lo demás

bastante delicado. Me alegré de su presencia; a incluso así me vi salvado, porque, de lo

contrario, ¿qué habría podido yo decirle a Versilov? Yo sabía, había sabido con seguridad

aquellos tres días, que Versilov vendría por sus pasos, él primero, exactamente como yo

deseaba, porque por nada en el mundo habría sido yo el primero en ir a su casa, no por

obstinación, sino precisamente por afecto a él, por no sé qué celos amorosos, no llego a

expresar este sentimiento. Por lo demás, en general, el lector no encontrará en mí

elocuencia alguna. Pero en vano lo había yo aguardado aquellos tres días

imaginándomelo constantemente en el momento de hacer su entrada; era incapaz de

calcular con anticipación, a pesar de todos mis esfuerzos, de qué íbamos a hablar, de

golpe y porrazo, después de todo to que había pasado.

-¡Ah, ya estás aquí! - y me tendió amistosamente la mano, sin levantarse -. Siéntate

aquí, junto a nosotros. Pedro Hippolitovich estaba a punto de contar una historia muy

interesante sobre esa piedra que hay cerca de los cuarteles de Pablo... o en uno de esos

parajes...

-Sí, ya sé la piedra que es - respondí apresuradamente, sentándome en una silla junto a

ellos.

Estaban delante de la mesa. La habitación formaba un cuadrado exacto de cuatro

metros de lado. Yo respiraba penosamente.

Un relámpago de satisfacción brilló en los ojos de Versilov: sin duda no estaba

tranquilo, sin duda pensaba que yo querría hacer una escena. Ahora se había

tranquilizado.

-Empiece usted desde el principio, Pedro Hippolitovitch.

Ya se llamaban por sus nombres de pila y sus patronímicos.

-Pues bien, la cosa ocurrió en el reinado del difunto emperador (82) - dijo Pedro

Hippolitovitch volviéndose hacia mí.

Hablaba nerviosamente y con una especie de sufrimiento, como si se atormentara de

antemano por el éxito de su relato.

-Sabe usted cuál es la piedra a que me refiero, una estúpida piedra en mitad de la calle y

que no hace más que molestar: El emperador pasó por a11í muchísimas veces, y aquella

piedra estaba siempre en el mismo sitio. Aquello terminó por irritarlo, puesto que,

efectivamente, era una verdadera montaña, una montaña en plena calle, que estropeaba la

perspectiva. « ¡Que desaparezca esa piedra! » Había dicho: « ¡Que desaparezca! », y ya

comprenderán ustedes lo que eso significaba: « ¡Que desaparezca! » ¿Se acuerdan

ustedes de cómo era el difunto emperador? ¿Qué hacer con aquella piedra? Todo el

mundo andaba de cabeza. Estaba el Consejo municipal, y había alguien, no me acuerdo

exactamente quién, pero uno de los más altos personajes de aquel tiempo, que estaba en-

cargado de aquella misión. Pues ese personaje se entera de lo siguiente: le dicen que

aquello costará quince mil rublos, ni uno más ni uno menos, y además rublos de plata

(puesto que, en el reinado del difunto emperador, se acababan de cambiar los billetes por

plata). «¡Quince mil rublos! ¿Es posible?» Primeramente los ingleses querían colocar

carriles, ponerla encima y llevársela luego en una máquina de vapor; pero ¿cuánto no

habría costado aquello? Todavía no existían los ferrocarriles; la única línea que

funcionaba era la de Tsarskoie Selo...

-Bueno, ¿es que no la podían aserrar?

Yo empezaba a fruncir las cejas; me sentía lleno de despecho y vergüenza delante de

Versilov; pero éste escuchaba con un visible placer. Comprendí que el casero era para él

una persona grata por el simple hecho de que también él tenía vergüenza de estar delante

de mí; era una cosa que se le notaba a las claras y que incluso resultaba conmovedora.

-¿Aserrarla? Justamente ésa fue la idea que surgió entonces, la de Monferrand, ya usted

sabe, el que en aquellos momentos estaba construyendo San Isaac (83). La aserraremos,

decía, y luego se la llevarán. Sí, pero ¿a qué precio?

-No veo que tuviera que resultar tan costoso; simplemente aserrarla y llevársela.

-No, no, permítame, hacía falta instalar una máquina, una máquina de vapor, y, además,

¿llevársela adónde? ¡Una montaña de semejante tamaño! Se decía que la cosa no costaría

menos de diez mil rublos, diez mil o doce mil.

-Mire usted, Pedro Hippolitovitch, eso es una tontería, la cosa no sucedió así... - pero en

aquel momento Versilov me hizo un guiño imperceptible y entreví en el gesto una

compasión tan delicada hacia mi casero, incluso un tal sufrimiento por él, que aquello me

agradó enormemente y me eché a reír.

-Bueno, vamos a ver, vamos a ver - dijo el otro, alegre, que no se había dado cuenta de

nada y que temía terriblementa, como todos los narradores, ser interrumpido con pre-

guntas -. Entonces viene un burgués, todavía joven, ya ustedes me comprenden, un

verdadero ruso, con una puntiaguda perilla, con el caftán cavéndole hasta los tobillos,

quizás un poco embriagado... bueno, no precisamente embriagado. He aquí que se acerca

precisamente en el momento en que están conferenciando los ingleses y Monferrand. Y el

personaje encargado del asunto, que acaba de llegar en su coche, escucha y se enfada:

¿cómo es posible que lleven tanto tiempo discutiendo y que no hayan llegado a ninguna

conclusión? De pronto se da cuenta de que a cierta distancia está plantado aquel burgués

y que sonríe con un aire falso, bueno, no es que sea falso, no es eso, sino...

-Irónico - propuso prudentemente Versilov.

-Irónico, es decir, un poco irónico, esa sonrisa rusa tan especial, ustedes me

comprenden. Pues bien, el gran personaje, enfadado como estaba, como ustedes se hacen

cargo, le grita:

-Y tú, el barbudo, ¿qué esperas ahí? ¿Quién eres?

»-No hago más que mirar la piedra -dice -, Alteza.

»Porque en realidad era Alteza, tal vez incluso era el príncipe Suvorov, el italiano, el

descendiente del general... No, no era Suvorov; es lástima, me he olvidado de quién era,

pero desde luego lo mismo daba que fuera Alteza que no, era un ruso auténtico, un

verdadero tipo ruso, un patriota, un gran corazón ruso; así es que lo adivinó todo.

»-¿Por qué te ríes? ¿Es que podrías llevarte tú la piedra?

»-Me río de los ingleses, Alteza. Desde luego piden tan caro porque la bolsa rusa está

bien hinchada y en su país no tienen qué comer. Que me dé su Alteza cien rublos y

mañana por la tarde la piedra ya estará quitada.

»Ya pueden ustedes figurarse la escena. Los ingleses, naturalmente, querían comérselo

crudo; Monferrand se echó a reír; solamente aquel príncipe, aquel buen corazón ruso,

dijo:

»-¡Que le den cien rublos! ¿Seguro que la quitarás?

»-Mañana por la tarde estará quitada, Alteza.

»-¿Y cómo vas a arreglártelas?

»-Eso, sea dicho sin ofender a Su Alteza, es secreto nuestro - respondió, y, ustedes me

comprenden, en buen idioma ruso. Aquello le agradó:

»-¡Bueno, que le den lo que pida!

»Y lo dejaron allí. Pues bien, ¿qué creen ustedes? ¿Lo hizo tal como lo había dicho o

no?

El narrador se detuvo y paseó sobre nosotros una mirada enternecida.

-No sé - sonrió Versilov. (Por mi parte, yo estaba sombrío. )

-Pues bien, lo hizo, ¡y cómo! - exclamó el otro tan triunfante como si lo hubiera hecho

él mismo -. Contrató a mujiks con palas, algunos buenos rusos sencillamente, y excavó

un foso alrededor de la piedra; toda la noche estuvieron excavando, se hizo un enorme

agujero, exactamente del tamaño de la piedra y quizás un dedo más profundo, y cuando

todo estuvo acabado, ordenó ahondar poco a poco y prudentemente por debajo de la

piedra. Como es natural, al poco tiempo la piedra no tenía ya tierra que la sostuviera, y

empezó a perder el equilibrio; una vez que se tambaleaba, la empujaron por el otro lado a

fuerza de brazos, a la rusa, y, ¡pum!, ¡he aquí a la piedra dentro del agujero! Se rellenó lo

demás con la pala, se apisonó la tierra con un pilón y por encima se rehízo la calzada. ¡La

piedra había desaparecido! ¡Todo estaba despejado!

-¡Vaya un caso! - dijo Versilov.

-Vino una multitud de gente, el pueblo entero. Aquellos ingleses, que lo habían

adivinado todo desde hacía tiempo, se enfurecen. Monferrand llega: «Es un trabajo a lo

mujik -dice -, demasiado sencillo. Pero todo consistía en eso, que era tan sencillo como

los buenos días y que a ustedes no se les podía ocurrir, ¡partida de imbéciles!» Y todavía

hay más: el gran jefe, el personaje del Gobierno, lo cogió y lo abrazó: «Pero, ¿de dónde

eres tú?» «Yo, de la provincia de Iaroslavl (84), Alteza. Somos sastres de profesión, y en

el verano venimos a la capital a vender fruta.» Pues bien, la cosa llegó hasta las

autoridades; las autoridades ordenaron que le colgasen al cuello una medalla; él se

paseaba por todas partes con la medalla al cuello, luego se dedicó a beber. Ustedes saben

que nosotros, los rusos, no tenemos arreglo. Por eso todavía nos dejamos comer por los

extranjeros, ¿no es así? (85).

-Desde luego, el espíritu ruso... - empezó a decir Versilov.

Pero en aquel momento el narrador tuvo la suerte de que lo llamara su esposa enferma,

y corrió a atenderla. De lo contrario yo no habría podido contenerme. Versilov se reía.

-Pero, muchacho, me ha entretenido durante una hora larga antes de que llegases. Esa

piedra es de lo más innoblemente patriótico que hay entre todos los relatos de ese género.

Pero, ¿cómo interrumpirlo? Tú mismo has visto cómo se hinchaba de placer. En realidad,

creo que esa piedra está todavía en su sitio, si no me equivoco, y de ninguna forma en el

agujero...

-¡Oh Dios mío! - exclamé ---. ¡Claro que está a11í! ¿Cómo se ha atrevido... ?

-¿Qué dices? Por lo que veo, estás verdaderamente indignado. Ha debido confundirse:

en mi infancia también escuché una historia así a propósito de una piedra, pero desde

luego no se trataba de ésa. «La cosa llegó hasta las autoridades.» Es que toda su alma

cantaba en aquel momento: «llegó hasta las autoridades». .En ese ambiente lastimoso,

esas anécdotas son necesarias. Cuentan con un gran número, sobre todo a causa de su

intemperancia. No han aprendido nada, no saben nada, no saben nada exactamente. Pues

bien, fuera de los naipes y de su oficio, sienten deseos de hablar de algo humano,

poético... ¿Quién es, en el fondo, este Pedro Hippolitovitch?

-La más pobre de las criaturas, un desgraciado.

-Bueno, ya ves, es posible que ni siquiera juegue a las cartas. Te lo repito, al contar esas

paparruchas, satisface su amor hacia el prójimo; ha querido agradarnos. Su sentimiento

patriótico también queda satisfecho; por ejemplo, tienen también la anécdota esa de que

Zavialov (86) recibió de los ingleses la oferta de un millón, con la condición única de no

poner su marca en sus artículos...

-¡Oh Dios mío! Conozco esa anécdota.

-¿Y quién no la conoce? También él, al hacerte su relato, sabe que seguramente tú to

has oído ya, pero te lo cuenta a pesar de todo, figurándose voluntariamente que no lo

sabes. La visión del rey de Suecia (87) parece haber pasado de moda; pero en mi

juventud la repetían con delicia y con murmullos misteriosos, de la misma manera que

aquella otra historia según la cual, a principios de siglo, cierto personaje se habría puesto

de rodillas en pleno Senado delante de los senadores (88). Había también muchas

anécdotas a propósito del comandante Bachutski (89) y del robo de un monumento. Les

encantan las anécdotas sobre la corte: por ejemplo las historias acerca de Tchernychev

(90), un ministro del último reinado, quien, a la edad de setenta años, habría transformado

tan perfectamente su fisonomía que no se le calculaban más de treinta, y el difunto

emperador no creía to que sus ojos estaban viendo en los desfiles...

-También conozco esa historia.

-¿Y quién no la conoce? Todas estas anécdotas son el colmo del mal gusto. Pero has de

saber que esta categoría del mal gusto está extendida mucho más amplia y profundamente

de lo que creemos. El deseo de mentir para agradar al prójimo, lo encontrarás incluso en

la mejor sociedad, puesto que todos nosotros sufrimos de esta intemperancia del corazón.

Únicamente que entre nosotros son historia de otro género: ¿qué no se cuenta de

nosotros, por ejemplo, en América? ¡Es espantoso, a incluso entre hombres de Estado!

Yo mismo, lo confieso, pertenezco a esta categoría de personas y toda mi vida he sufrido

por eso.

-También yo he contado varias veces la historia de Tchernychev.

-¿Tú también, ya?

-Vive conmigo otro inquilino, un funcionario también marcado por la viruela, ya viejo,

pero terriblemente realista, y en cuanto que Pedro Hippolitovitch abre la boca, se pone a

interrumpirlo y a contradecirlo. Tan bien lo hace, que el otro lo adula como un esclavo y

no trata más que de hacérsele agradable, únicamente para conseguir que lo escuche.

-Ése es otro tipo de mal gusto, a incluso más desagradable quizá que el primero. ¡El

primero es todo entusiasmo! «Déjame exagerar; ya verás lo bonito que es.» El segundo

no es más que prosa y melancolía: «No me cuente historias: ¿dónde fue eso?, ¿cuándo?,

¿qué año?» Un hombre sin corazón, en una palabra. Amigo mío, permite siempre a los

hombres mentir un poco, es de lo más inocente. Incluso déjalos mentir mucho.

Primeramente así demostrarás tu delicadeza; por otra parte, en cambio, te dejarán mentir

a ti: dos enornes ventajas que adquieres a la vez. Que diable! Es necesario amar al

prójimo. Pero tengo prisa. Estás instalado maravillosamente - agregó, levantándose de su

silla -. Le contaré a Sofía Andreievna y a tu hermana que te he hecho una visita y que te

he encontrado bien de salud. Hasta la vista, querido mío.

Cómo, ¿eso es todo? Pero yo no tenía la menor necesidad de esto; yo esperaba otra

cosa, lo esencial, aunque comprendiera perfectamente que no podía ser de otra manera.

Lo acompañé, con una vela en la mano, hasta la escalera; el casero hizo intención de salir

de su casa, pero, muy dulcemente, sin que Versilov se diera cuenta, lo agarré del brazo, y

tiré de él con brutalidad. Me lanzó una mirada de asombro, pero se eclipsó

instantáneamente.

-Estas escaleras... - refunfuñaba Versilov arrastrando sus palabras por decir algo y

temiendo sin duda que yo dijera alguna cosa -. No estoy acostumbrado a estas escaleras,

y estás en un segundo piso. Bueno, ya podré orientarme yo solo. No te molestes más,

muchacho, vas a enfriarte.

Pero yo no lo dejaba. Descendimos juntos hasta el primero.

-Llevo aguardándolo estos tres días.

La frase se me escapó a pesar mío. Me atraganté.

-Gracias, querido.

-Sabía con toda seguridad que usted vendría.

-Y yo sabía que tú sabías que yo vendría. Gracias, muchacho.

Se calló. Estábamos delante de la puerta y yo lo seguía aún. Abrió; el viento, que se

coló bruscamente, me apagó la vela. Entonces lo agarré del brazo; había una completa

oscuridad. Se estremeció, pero no dijo ni una palabra. Me lancé sobre su mano y me puse

a besársela ávidamente, varias veces, una multitud de veces.

-Mi querido niño, ¿por qué me quieres tanto? - dijo, pero con uua voz completamente

distinta.

Esa voz temblaba y producía un sonido totalmente nuevo; se habría dicho que no era él

quien hablaba.

Yo quería responder, pero no pude, y volví a subir corriendo. Él seguía aguardando en

el mismo sitio, y solamente cuando llegué a mi piso oí abrirse y cerrarse con ruido la

puerta de afuera. Escapando al casero, que una vez más se hallaba en el corredor, me

deslicé dentro de mi habitación, corrí el cerrojo y, sin encender la vela, me arrojé encima

de la cama, el rostro contra la almohada, y lloré, lloré. Era la primera vez que lloraba

desde la época de Tuchard. Aquellos sollozos se me escapaban con tanta fuerza, y yo era

tan feliz... Pero, ¿cómo describirlo?

Acabo de trazar estas palabras sin enrojecer, porque tal vez todo aquello estaba bien, a

pesar de toda su absurdidad.

Pero, ¡cómo tuvo que arrepentirse! Me mostré un déspota terrible. Como de costumbre,

entre nosotros no se volvió a hablar de aquella escena. Al contrario, nos encontramos al

día siguiente como si nada hubiera sucedido. Es más, aquella segunda noche me mostré

casi grosero, y también él me pareció seco. Me pasaba algo raro; no sé por qué, no había

ido todavía a su casa, a pesar de mi deseo de ver a mi madre.

Durante todo aquel tiempo, es decir, durante aquellos dos meses, no hablamos más que

de las materias más abstractas. Y eso es to que me asombra: no hacíamos más que tratar

de cuestiones abstractas, las más humanas y las más indispensables sin duda, pero sin

rozar lo más mínimo lo esencial. Ahora bien, en lo esencial muchísimas cosas

necesitaban ser decididas y aclaradas, a incluso lo necesitaban con urgencia, pero aquello

era precisamente de lo que no hablábamos. Yo no decía nada ni de mi madre, ni de Lisa...

ni, en fin, de mí mismo, de toda mi historia. ¿Era vergüenza o bien algún capricho de

juventud? Lo ignoro. Supongo que era por puerilidad, puesto que la vergüenza podia, a

pesar de todo, ser superada. Yo lo tiranizaba terriblemente a incluso varias veces llegué a

rozar la insolencia, hasta contra mi corazón: aquello se hacía por sí mismo,

irresistiblemente, sin que yo pudiera evitarlo. En cuanto a él, en su tono había, como

antiguamente, una ligera ironía, aunque siempre extremadamente acariciadora, a pesar de

todo. Lo que me chocaba también era que él prefiriese venir a mi casa, tanto que acabé

yendo muy raramente a casa de mi madre, una vez por semana, no más, sobre todo en la

época más reciente, cuando me sentía completamente aturdido. Él venía siempre por las

noches y se quedaba para charlar; le gustaba también charlar con mi casero; me ponía

furioso que un hombre como él hiciera eso. Se me ocurrió una idea: ¿sería tal vez que no

disponía de otras personas a las que visitar? Pero yo sabía con toda certeza que tenía

amistades; en aquellos últimos tiempos había incluso reanudado muchas antiguas

relaciones mundanas descuidadas el año anterior; pero no parecía que lo sedujeran

desmesuradamente y muchas de ellas no las había renovado más que de una forma

oficial; prefería venir a mi casa. A veces me conmovía mucho el hecho de que, al

presentarse por las noches, casi todas las veces tenía una especie de timidez en el

momento de abrir la puerta y, en el primer instante, me miraba siempre con una singular

inquietud en los ojos: a¿No te molesto? Dímelo francamente y me iré.» Incluso algunas

veces llegaba a decirlo. Una vez, por ejemplo, justamente en estos últimos tiempos, a

entró en el instante en que yo estaba ya completamente vestido con un traje que acababa

de salir de casa del sastre, y me preparaba a ir a recoger al «príncipe Serioja» para

dirigirme con él a un sitio donde tenía algo que hacer (más tarde explicaré a qué sitio).

Entró y se sentó, probablemente sin darse cuenta de que yo me disponía a salir; algunos

momentos tenía distracciones extraordinarias. Como al azar, dejó caer la conversación

sobre el casero; yo me puse furioso.

-¡Al diablo el casero!

-¡Ah, querido! - y de pronto se levantó -, pero veo que te dispones a salir y que te estoy

molestando... Perdóname, te lo ruego.

Y se apresuró humildemente a marcharse. Era aquélla su humildad ante mí por parte de

un hombre tan mundano y tan independiente, y dotado de tanta originalidad, la que

resucitaba de golpe en mi corazón toda mi ternura hacia él, toda mi confianza en él. Pero,

si me quería hasta tal punto, ¿por qué entonces no me había detenido en el momento de

mi infamia? No tenía más que haber dicho una palabra y tal vez yo me habría contenido.

Tal vez no. Pero él veía sin embargo ese dandismo, esas fanfarronadas, ese Matvei

(incluso una vez había querido llevarlo en mi trineo, pero él se había negado siempre, a

incluso aquello se había reproducido varias veces y siempre se había negado). Veía sin

embargo que yo gastaba sumas locas, y ni una palabra, ni una sola palabra, ni la más

mínima curiosidad. Eso me asombra todavía, incluso hoy. Y yo, como de costumbre, no

me cortaba delante de él; lo mostraba todo con ostentación, naturalmente, sin darle la ex-

plicación más mínima. Él no me hacía preguntas y yo tampoco hablaba.

Sin embargo, dos o tres veces estuvimos a punto de hablar de lo esencial. Una vez, al

principio, después de la renuncia a la herencia, le pregunté de qué iba a vivir ahora.

-Ya me las arreglaré, amigo mío - declaró con una calma extraordinaria.

Hoy sé que hasta el capitalito de Tatiana Pavlovna, cinco mil rublos, ha sido gastado a

medias por Versilov en estos dos últimos años.

Otra vez nos pusimos a hablar de mi madre:

-Amigo mío - dijo él de pronto y con mucha tristeza -, frecuentemente le advertí a Sofía

Andreievna, en los comíenzos de nuestra unión, o mejor dicho, en los comienzos, a me-

diados y al final: «Querida mía, te atormento y te atormentaré siempre, y no me

arrepiento mientras estás frente a mí; pero, si murieses, sé que me dejaría morir a modo

de castigo.»

Por lo demás, me acuerdo de que aquella noche se mostró especialmente franco:

-¡Si por lo menos yo fuera una nulidad sin carácter y sufriese por darme cuenta de eso!

Pero no, sé muy bien que soy infinitamente fuerte. ¿Fuerte en qué, según tú? Pues bien,

precisamente con esa fuerza inmediata de poder adaptarme a lo que quiera que sea, que es

tan característica de los rusos inteligentes de nuestra generación. Nada puede derribarme,

nada puede destruirme, y nada me asombra. Soy vivaz como un perro pastor. Puedo

experimentar con la mayor comodidad del mundo dos sentimientos opuestos en el mismo

instante y eso sin que mi voluntad participe en ello. Pero yo sé sin embargo que es

desleal, sobre todo porque es demasiado razonable. He vivido cerca de cincuenta años, y

hasta hoy ignoro si es un bien o un mal haber llegado a esta edad. Sin duda me gusta la

vida, y eso se desprende directamente de los hechos; pero para un hombre como yo, amar

la vida es una cobardía. Hay cosas nuevas en estos últimos tiempos: los Krafts no se

adaptan, y se saltan la tapa de los sesos. Es evidente que los Krafts son imbéciles; por

tanto nosotros somos los inteligentes, pero no se puede trazar ningún paralelo y la

pregunta queda sin contestar. ¿Es posible que la tierra no exista más que para gente como

nosotros? Es probable que sí. Pero esta idea es de por sí bastante desoladora. En fin, el

caso es que la pregunta queda sin contestar.

Hablaba tristemente y, sin embargo, yo no sabía si era sincero o no. Había siempre en él

no sé qué repliegue del que no quería deshacerse a ningún precio.

 

IV

Lo abrumé entonces a fuerza de preguntas. Me lancé sobre él como un hambriento

sobre un trozo de pan. Me respondía siempre con amabilidad y sencillez, pero al final

terminaba siempre recurriendo a aforismos generales, tanto que era imposible deducir en

resumen algo. Ahora bien, todas aquellas preguntas me habían turbado durante toda mi

vida y, lo reconozco francamente, ya en Moscú, yo aplazaba su solución a nuestra

entrevista de Petersburgo. Se lo declaré incluso, y no se burló de mí: al contrario, me

acuerdo de eso, me estrechó la mano. Sobre la política general y los problemas sociales,

no pude sacarle casi nada, y sin embargo aquellas cuestiones, en vista de mi «idea», eran

las que más me turbaban. Sobre personas como Dergatchev, le arranqué una vez esta

observación: «Están por debajo de toda crítica», pero agregó de una manera muy extraña

que se reservaba el derecho de no conceder a su propia opinión «ninguna importancia».

¿Cómo acabarán los estados contemporáneos y el universo? ¿Cómo se restablecerá la paz

social? A todo eso se hizo el sordo durante mucho tiempo; por fin obtuve penosamente de

él estas pocas palabras:

-Pienso que todo eso sucederá de la manera más ordinaria. Completamente por las

buenas, todos los estados, a pesar del equilibrio de los presupuestos y «la ausencia de

déficit», un beau matin se verán cogidos definitivamente en sus propias mentiras y todos,

desde el primero al último, se negarán a pagar, para renovarse en seguida, desde el

primero al último, en una bancarrota universal. Sin embargo, todos los elementos

conservadores del mundo entero se opondrán a eso, puesto que ellos serán los accionistas

y los acreedores y no querrán admitir la quiebra. Entonces se producirá naturalmente una

especie de oxidación general; en seguida todos los que nunca han tenido acciones y que

en general nunca han tenido nada, es decir, todos los mendigos, se negarán naturalmente

a participar en la oxidación... Vendrá la batalla, y después de setenta y siete derrotas, los

mendigos aniquilarán a los accionistas, les quitarán sus acciones y se instalarán en lugar

de ellos, como accionistas también, se entiende. Quizá dirán algo nuevo; quizá no. Lo

más probable es que también ellos lleguen a la bancarrota. A continuación, amigo mío,

soy incapaz de leer más lejos en los destinos que transformarán la faz de este mundo. Por

lo demás, estudia el Apocalipsis...

-Pero, ¿es que las cosas van a ser tan materiales? ¿Es que únicamente por cuestiones

económicas va a acabar el mundo actual?

-¡Oh!, claro está que yo no me he fijado más que en un ángulo del cuadro, pero ese

ángulo se relaciona con todo el resto por vínculos indisolubles.

-Y entonces, ¿qué se debe hacer?

-¡Ah!, Dios mío, no tengas prisa: todo esto no va a suceder ahora mismo. Hablando de

una manera general, lo mejor es no hacer nada en absoluto. Uno tiene por lo menos la

conciencia tranquila, puesto que no ha participado en nada.

-Déjese de eso, hablemos en serio. Quiero saber lo que tengo que hacer y cómo debo

vivir.

-¿Lo que tienes que hacer, querido? Sé honrado, no mientas nunca, no desees la casa de

tu prójimo, en una palabra, relee los Diez Mandamientos: todo eso está escrito en ellos

para toda la eternidad.

-Basta, basta, todo eso es demasiado viejo, y además no son más que palabras, siendo

así que hace falta obrar.

-Pues bien, si te ves presa de un aburrimiento demasiado grande, trata de amar a alguien

o algo, o incluso sencillamente de aficionarte a algo.

-Usted todo lo toma a broma. Además, ¿qué haría yo solo con sus Diez Mandamientos?

-Pues los pondrás en práctica, a pesar de tus preguntas y de tus dudas, y serás un gran

hombre.

-Ignorado de todos.

-Nada hay oculto que no se descubra un día.

-¡Usted siempre está bromeando!

-Pues bien, si lo tomas todo tan en serio, lo mejor sera que trates de especializarte lo

antes posible. Hazte arquitecto o abogado. Tendrás entonces una ocupación verdadera y

seria, te calmarás y olvidarás todas esas chiquilladas.

Me callé. ¿Qué más podía sacar? Y sin embargo, después de cada una de aquellas

conversaciones, me sentía aún más turbado que antes. Además, veía claramente que en él

seguía habiendo una especie de misterio; eso era lo que me atraía hacia él más y más.

-Escuche -le interrumpí un día-, siempre he sospechado que usted hablaba así

únicamente por despecho y por súfrimiento, mientras que en el fondo de usted mismo

está adherido a no sé qué idea superior que usted oculta o que se avergüenza de confesar.

-Te doy las gracias, querido mío.

-¡Escuche! No hay nada más sublime que hacerse útil. Dígame en qué, en el momento

dado, puedo ser más útil. Sé que no va a resolverme usted la pregunta. Pero sólo necesito

su opinión, dígamela y haré lo que usted diga, ¡lo juro! Pues bien, ¿en qué consiste ese

gran pensamiento?

-Cambiar las piedras en panes, he ahí el gran pensamiento.

-¿Es el más grande? No, en verdad, usted ha indicado toda una vía a seguir. Usted me

lo dirá sin embargo: ¿es la más grande?

-Es muy grande, amigo mío, muy grande. Pero no es la más grande; es grande, pero de

segunda categoría, y grande solamente en el momento actual: el hombre, una vez saciado,

perderá el recuerdo de esto; por el contrario, dirá en séguida: «Bueno, heme aquí saciado.

Y ahora, ¿qué voy a hacer?» La pregunta queda eternamente sin contestar.

-Ha hablado usted de las «ideas ginebrinas». No he comprendido qué quiere decir eso

de « ideas ginebrinas».

-Las ideas ginebrinas, amigo mío, es la virtud sin el Cristo, son las ideas de hoy día, o,

por decirlo mejor, es la idea de toda la civilización moderna; en una palabra, es una de

esas largas historias que son muy fastidiosas de empezar y haríamos mejor callándonos.

-¡Usted siempre querría callarse!

-Acuérdate, amigo mío, de que el silencio es cosa sin peligro, buena y bella.

-¿Bella?

-Desde luego. El silencio es siempre hermoso, y el silencioso es siempre más bello que

el charlatán.

-Pero hablar como nosotros hacemos, usted y yo, equivale de todas maneras a callarse.

¡Al diablo esa belleza, al diablo una ventaja así!

-Querido mío - me dijo de pronto, cambiando ligeramente de tono, incluso con

sentimiento y con una cierta insistencia particular-, querido mío, no quiero en forma

alguna seducirte con alguna buena virtud burguesa a cambio de tus ideales. Yo no te digo

que «la felicidad vale más que el heroísmo». A1 contrario, el heroísmo es superior a no

importa qué felicidad, y la sola predisposición al heroísmo constituye la felicidad. Así,

pues, eso es una cosa que queda bien resuelta entre nosotros. Si siento respeto por ti, es

porque tú has sabido, en nuestra época podrida, crearte en tu corazón una «idea» para ti

(tranquilízate, me acuerdo de eso muy bien). Sin embargo, es imposible no pensar

también en la mesura, puesto que tienes deseos ahora de una vida resonante, de incendiar

no sé qué, de hacer añicos no sé qué, de elevarte por encima de toda Rusia, de pasar

como una nube fulgurante, de sumir a todo el mundo en el espanto y en la admiración y

de desvanecerte en los Estados Unidos. Seguramente hay algo como esto en tu corazón, y

por eso creo útil prevenirte, puesto que he concebido por ti un afecto sincero.

¿Qué podía yo sacar tampoco de aquello? Allí no había más que inquietud respecto a

mí, a propósito de mi suerte material. Era el padre con sus sentimientos prosaicos, aunque

buenos, pero ¿era eso lo que me hacía falta, en presencia de ideas por las cuales todo

padre leal debería enviar a su hijo a la muerte, como el viejo Horacio a los suyos por la

idea romana?

Frecuentemente le hice preguntas sobre la religión, pero en aquel terreno la bruma era

aún más densa. Si yo preguntaba: ¿qué debo hacer en este sentido?, me respondía de la

manera más tonta, como a un niñito: hace falta creer en Dios, querido mío.

-Pero ¡si yo no creo en todo eso! - exclamé una vez, lleno de irritación.

-Entonces, está muy bien, querido.

-¿Cómo que está muy bien?

-Es un signo excelente, amigo mío; es incluso el más seguro de todos, puesto que

nuestro ateo ruso, si solamente es ateo de verdad y tiene un poquito de espíritu, es el

mejor hombre del mundo, siempre dispuesto a acariciar a Dios, porque es bueno, y es

bueno porque está inmensamente satisfecho de ser ateo. Nuestros ateos son gente

respetable y dignos de toda confianza; son; por así decirlo, el sostén de la patria...

Ya aquello era evidentemente algo, pero no era lo que yo quería. Solamente una vez

enunció sus pensamientos, pero de una manera tan rara, que me quedé todavía más

asombrado, sobre todo teniendo en cuenta todas aquellas veleidades católicas y todas

aquellas cadenas de las que yo había oído hablar:

-Querido mío - me dijo un día, no en casa, sino en la calle, después de una larga

conversación, mientras lo acompañaba -. Amigo mío, amar a los hombres tal como son es

imposible. Y sin embargo es preciso. Por eso hay que hacerles el bien refrenando los

propios sentimientos, tapándose la nariz y cerrando los ojos (esta última condición es

indispensable). Debes soportar el mal que te hacen, sin tomarles odio, si eso es posible,

«acordándote de que también tú eres hombre». Naturalmente, tienes derecho a mostrarte

severo con ellos si te ha sido concedido el ser un poco más inteligente que el término

medio. Los hombres son bajos por naturaleza y les gusta amar por miedo; no te dejes

coger en este amor y no ceses nunca de despreciarlos. En alguna parte del Corán, Alá

ordena a su profeta que mire a los «recalcitrantes» como si fueran ratones, que les haga el

bien y siga su camino. Es una conducta un poco altanera, pero es justa. Has de saber

despreciarlos, incluso cuando son buenos, porque entonces es precisamente cuando son

más infectos. ¡Oh, amigo mío, hablo así porque me conozco muy bien! Quien no es

demasiado bestia no puede vivir sin despreciarse, honrado o pillo, poco importa. Amar a

su prójimo y no despreciarlo, es imposible. A mi entender, el hombre ha sido creado

físicamente con la incapacidad de amar a su prójimo (91). Hay en eso un error de

lenguaje, desde el principio mismo, y «el amor a la humanidad» debe comprenderse

únicamente en el sentido de la humanidad que tú te creas a ti mismo en tu corazón (en

otras palabras, me creo a mí mismo así como al amor hacia mí), y que por consiguiente

no existirá nunca en realidad.

-¿No existirá nunca?

-Reconozco, amigo mío, que eso sería un poco idiota, pero no tengo yo la culpa. Y

como no se me ha pedido mi opinión en el momento de la creación del mundo, me

reservo el derecho a pensar lo que me parezca.

-¿Cómo, después de eso, le pueden llamar a usted - exclamé - cristiano, monje cargado

de cadenas, predicador? ¡No lo comprendo!

-¿Y quién me llama así?

Se lo conté. Me escuchó muy atentamente, pero dejó que la conversación decayera...

No consigo acordarme a propósito de qué tuvimos aquella charla memorable. Pero

incluso se enfadó, lo que no le sucedía casi nunca. Hablaba con pasión y sin ironía, como

si estuviera dirigiéndose a otra persona. Pero todavía yo no lo escuchaba con confianza:

no era posible que se pusiese a tratar con un chiquillo como yo de temas tan serios.

 

 

CAPÍTULO II

I

Aquella mañana, 15 de noviembre, me lo encontré en casa del «príncipe Serioja». Era

yo quien se lo había presentado al príncipe, pero, aun sin mi intervención, tenían

bastantes puntos de contacto (me refiero a aquellas viejas historias de lo ocurrido en el

extranjero, etc.). Además, el príncipe le había dado su palabra de asignarle por lo menos

un tercio de la herencia, lo que vendría a representar unos veinte mil rublos. Me acuerdo

de que me pareció muy raro que no le asignase más que un tercio y no la mitad; pero no

dije nada. Aquella promesa la había dado el príncipe por su propia iniciativa; Versilov no

había pronunciado la menor palabra ni aventurado la más mínima alusión; el príncipe

mismo fue quien dio los primeros pasos, y Versilov admitió la cosa en silencio y no

volvió a mencionarla nunca; jamás mostró acordarse en forma alguna de la promesa. Diré

de paso quc el príncipe, al principio, se mostró totalmente encantado con él, en particular

con sus discursos; llegó incluso a entusiasmarse y me lo dijo en varias ocasiones.

Exclamaba a veces, a solas conmigo y casi con desesperación, que era «tan inculto, que

llevaba un camino tan equivocado...». La verdad es que ¡éramos entonces tan amigos... !

Por mi parte me esforzaba en hacer que Versilov adquiriera una buena opinión del

príncipe, defendía sus defectos, aunque los veía muy bien; pero Versilov se quedaba

silencioso o sonreía.

-¡Si tiene defectos, para mí por lo menos tiene tantas cualidades como defectos! -

exclamé un día, plantándole cara a Versilov.

-¡Cómo lo adulas, gran Dios! - se burló.

-¿En qué? - pregunté sin comprender.

-¡Tantas cualidades! ¡Pues hará milagros, si tiene tantas cualidades como defectos!

Por lo visto, no se trataba solamente de una opinión. En una palabra, evitaba entonces

hablar del príncipe, como en general evitaba hablar de todos los problemas esenciales;

pero del príncipe todavía más. Yo sospechaba ya que iba a ver al príncipe cuando yo no

estaba y que sostenía con él relaciones particulares, pero aquello no me molestaba.

Tampoco me sentía celoso porque le hablase más seriamente que a mí, de manera más

positiva, por así decirlo, con menos ironía; pero yo era entonces tan feliz, que incluso

aquello me agradaba. Hasta lo excusaba con el hecho de que el príncipe era un poco torpe

y, además, le gustaba la precisión en los términos y era incluso incapaz de comprender

algunas bromas. Pues bien, en los últimos tiempos, empezaba a emanciparse. Hasta sus

sentimientos hacia Versilov parecían cambiar. Versilov, siempre sensible, no dejó de

notarlo. Advertiré también que el príncipe cambió al mismo tiempo respecto a mí, incluso

de una manera demasiado visible; de nuestra amistad primitiva, casi calurosa, no

quedaban sino algunas fórmulas muertas. Sin embargo yo continuaba yendo a su casa;

por lo demás, ¿ cómo habría podido obrar de otra manera, una vez embarcado en todo

aquello? ¡Oh, qué novato era yo entonces! ¿Es posible que la sencillez de corazón pueda

conducir a un hombre a un grado semejante de torpeza y de humillación? Aceptaba

dinero de él y creía que aquello no tenía importancia. O, mejor dicho, no es eso: yo sabía

ya que era algo que no se debía hacer, pero apenas pensaba en eso. No era por el dinero

por lo que yo iba a11í, aunque me hiciese una falta terrible. Yo sabía que no iba a11í por

el dinero, pero comprendía que iba cada día a coger dinero. Pero yo estaba ya metido en

el torbellino y además mi alma se ocupaba entonces de otra cosa completamente distinta:

¡en mi alma había un cántico!

Al entrar, a eso de las once de la mañana, me encontré a Versilov terminando una larga

parrafada; el príncipe escuchaba dando zancadas por la habitación y Versilov estaba

sentado. El príncipe parecía estar un poco turbado. Versilov tenía casi siempre el don de

turbarlo. El príncipe era un ser extremadamente receptivo, hasta la ingenuidad, lo que

muchas veces me impulsaba a mirarlo por encima del hombro. Pero, lo repito, en

aquellos últimos días había aparecido en él una especie de malignidad declarada. Se

interrumpió al verme y el rostro pareció contraérsele. Por mi parte yo sabía cómo expli-

carme aquella mañana su aire sombrío, pero no esperaba un cambio tal de fisonomía.

Sabía que se le habían acumulado toda clase de dificultades, pero la lástima era que yo no

conocía más que la décima parte; por aquel entonces el resto era para mí un secreto

absoluto. Era algo estúpido y desagradable, porque yo me permitía a menudo consolarlo

y darle consejos, me burlaba olímpicamente de su debilidad, reprochándole que se

desanimara «por semejantes tonterías». Él guardaba silencio; pero era imposible que no

me odiase terriblemente en aquellos momentos: yo estaba en una situación demasiado fal-

sa, sin ni siquiera sospecharlo. ¡Oh, Dios es testigo, yo no sospechaba lo esencial!

Sin embargo, me tendió cortésmente la mano y Versilov inclinó la cabeza sin

interrumpir su discurso. Me senté en el diván. ¡Qué aires me daba yo entonces, qué

ademanes! Me hacía el importante, trataba a sus amigos como si fueran los míos... ¡Oh, si

hubiese algún medio para volver atrás, de qué manera más distinta me comportaría!

Dos palabras, para no olvidarme: el príncipe vivía entonces en el mismo apartamiento,

pero ahora lo ocupaba casi del todo; la propietaria, Stolbieieva, no había pasado a11í más

que un mes y había vuelto a marcharse.

 

II

Hablában de la nobleza. Haré constar que esta idea atormentaba mucho al príncipe, a

pesar de sus aires de progresista, y hasta sospecho que muchos aspectos malos de su vida

provienen de ahí, han tenido ese comienzo: herido por su título de príncipe y privado de

fortuna, se pasó toda la existencia derrochando dinero por falso orgullo y se cubrió de

deudas. Versilov le insinuó muchas veces que no era en eso en lo que consistía la nobleza

y se esforzó en hacer penetrar en su corazón un concepto más elevado; pero el príncipe

acabó por ofenderse de que se le quisiera dar lecciones. Evidentemente era una escena de

este tipo la que se estaba representando aquella mañana, pero yo no había asistido al

comienzo. Las palabras de Versilov me parecieron al principio reaccionarias, pero se

corrigió en seguida.

-La palabra honor significa deber - decía él (reproduzco tan sólo el sentido, por lo que

recuerdo aún) -. Cuando en un estado domina una clase privilegiada, el país es fuerte. La

clase dominante tiene siempre su honor y su religión del honor, que puede por lo demás

ser falsa, pero que sirve de cimiento y consolida la nación; es útil moralmente y todavía

más en política. Pero los esclavos sufren, quiero decir, todos los que no pertenecen a esa

casta. Para que no sufran, se les concede la igualdad de derechos. Es lo que se ha hecho

entre nosotros, y está muy bien. Pero todas las experiencias que han tenido lugar hasta

ahora y en todas partes (es decir, en Europa) muestran que la igualdad de derechos

arrastra consigo una mengua del sentimiento del honor, y por consiguiente del deber. El

egoísmo ha reemplazado la antigua idea que servía de cimiento al país, y todo se ha

disuelto en libertad de los individuos. Los hombres, liberados, al quedarse sin idea que

les sirva de cimiento, han perdido por fin tan totalmente toda idea superior, que incluso

han cesado de defender su libertad. Pero la nobleza rusa no se ha parecido nunca a la de

Occidente. Aun hoy, después de haber perdido sus derechos, nuestra nobleza podría

seguir siendo un orden superior, conservador del honor, de las luces, de la ciencia y de las

ideas superiores, sobre todo al cesar de ser una casta cerrada, lo que entrañaría la muerte

de la idea. A1 contrario, las puertas de la nobleza se han entreabieito en nosotros desde

hace mucho tiempo; hoy ha llegado el instante de abrirlas definitivamente. Que cada

proeza del honor, de la ciencia y de la valentía confiera a cada uno de nosotros el derecho

de adherirse a esa categoría superior. De esa forma la clase degenera por sí misma en una

reunión de las mejores, en el sentido literal y verdadero, y no en el sentido antiguo de

casta privilegiada. Bajo esta forma nueva o, por mejor decir, renovada, esta clase podría

mantenerse.

E1 príncipe enseñó los dientes:

-¿Qué quedará entonces de la nobleza? Lo que usted proyecta es una especie de logia

masónica, no es nobleza ya.

Lo repito, el príncipe era espantosamente inculto. Llegué a darme una vuelta en el

diván, lleno de despecho, aunque tampoco estuviera completamente de acuerdo con

Versilov. Versilov comprendió que el príncipe estaba irritado.

-Ignoro en qué sentido habla usted de masonería - respondió -, pero si incluso un

príncipe ruso rechaza una idea semejante, ¡pues bien!, es que el momento no ha llegado

todavía. La idea del honor y de la instrucción como regla de conducta de cualquiera que

desee adherirse a una corporación no cerrada y renovada sin cesar es evidentemente una

utopía, pero ¿por qué había de ser imposible? Si esta idea está viva, aunque no sea más

que en algunos cerebros, no está perdida, brilla como un punto luminoso en medio de

profundas tinieblas.

-A usted le gusta emplear las palabras «idea superior», «gran idea», « idea que

cimenta» y así sucesivamente. Me gustaría saber qué es lo que entiende usted

precisamente por «gran idea».

-No sé muy bien qué responderle, querido príncipe - dijo Versilov con fina burla -; si le

confieso que soy totalmente incapaz de responderle, seré más exacto. Una gran idea es

por lo general un sentimiento que durante mucho tiempo permanece sin definición. Sé

solamente que eso ha sido siempre lo que ha dado nacimiento a la vida viviente (92), es

decir, no libresca y ficticia, sino, al contrario, alegre y sin fastidio. Por eso la idea

superior, de la que emana, es absolutamente indispensable, en desacuerdo con todos,

naturalmente.

-¿Por qué en desacuerdo con todos?

-Porque es fastidioso vivir con ideas. Sin ideas, siempre se está alegre.

El príncipe se tragó la píldora.

-¿Y qué es entonces, según usted, esa vida viviente? -Era claro que estaba muy furioso.

-Tampoco yo lo sé, príncipe; sé simplemente que debe de ser algo infinitamente simple,

totalmente ordinario, que salta a los ojos cada día y a cada minuto; tan simple, que nos

cuesta trabajo creer que sea una cosa tan sencilla delante de la cual pasamos con toda

naturalidad desde muchos millares de años, sin observarla ni reconocerla.

-Quería decir únicamente que la idea que usted tiene de nobleza es al mismo tiempo la

negación de la nobleza - dijo el príncipe.

-Pues bien, puesto que usted insiste, diré que la nobleza tal vez no ha existido nunca

entre nosotros.

-Todo eso es terriblemente sombrío y oscuro. ¿De qué sirve hablar tanto? En mi

opinión, lo que habría que hacer es desarrollar...

La frente del príncipe se arrugó. Inquieto, lanzó una mirada al reloj. Versilov se levantó

y cogió su sombrero:

-¿Desarrollar? - dijo -. No, vale más no desarrollar nada, y además mi debilidad es la de

hablar sin nada de desarrollos. Sí, es la verdad. Otra cosa rara: si alguna vez me pongo a

desarrollar una idea en la que creí, casi siempre, al final de mi alegato, yo mismo dejo de

creer en ella. Me temo que hoy pasaría igual. Hasta la vista, mi querido príncipe. La ver-

dad es que en casa de usted me dejo arrastrar por la charla; no tengo perdón.

Salió. El príncipe lo acompañó cortésmente, pero yo estaba ofendido.

-¿Por qué se amohína usted? - preguntó de improviso, sin mirarme y pasando a mi lado

sin detenerse.

-Me amohíno - empecé a decir con un temblor en la voz - porque encuentro en usted un

cambio tan extraño respecto a mi e incluso respecto a Versilov, que... Sin duda, Versilov

ha empezado quizá de una manera un poco reaccionaria, pero en seguida ha rectificado

y... tal vez había en sus palabras un pensamiento profundo, pero usted no ló ha com-

prendido y...

-¡No quiero que se me den lecciones y que se me trate como a un colegial! -

interrumpió, casi enfadado.

-Príncipe, ésas son palabras que...

-¡Hágame el favor de no recurrir a gestos dramáticos! ¡Se lo ruego! Lo sé, lo que hago

es indigno, soy un pródigo, un jugador, un ladrón quizá... Sí, un ladrón, puesto que pierdo

el dinero de mi familia, pero no quiero jueces por encima de mí. No quiero, no lo

toleraré. Yo soy mi propio juez. Y, ¿a qué vienen esas ambigüedades? Si tiene algo que

decirme, que lo diga francamente, en lugar de perderse en profecías nebulosas. Pero, para

decírmelo, hace falta tener derecho para ello, hace falta que uno mismo sea honrado...

-Ante todo no he estado presente en el comienzo a ignoro de qué está usted hablando;

además, ¿en qué no es honrado Versilov? Permítame que le haga la pregunta.

-¡Basta, se lo ruego, basta! Ayer me pidió usted tresciento rublos: ¡helos aquí!

Depositó el dinero sobre la mesa, se sentó en un sillón, se dejó caer nerviosamente

sobre el respaldo y cruzó las piernas. Me detuve, turbado:

-No sé... - balbuceé -. Es verdad que se los he pedido... y ese dinero me es muy

necesario, pero, en vista de ese tono...

-Déjese de tonos. Si he pronunciado alguna palabra ofensiva, excúseme. Le aseguro que

tengo otras preocupaciones. Escuche una cosa importante: he recibido una carta de

Moscú. Usted sabe que mi hermano Sacha, niño todavía, ha muerto hace tres días. Mi

padre, como usted sabe también, hace dos años que está paralítico y me escriben que ha

empeorado, que ya no puede articular una palabra y que no reconoce a nadie. Allá abajo

se regocijan de antemano, a causa de la herencia, y quieren llevárselo al extranjero; pero

el médico me escribe que no le quedan más de quince días de vida. Por tanto nosotros nos

quedamos, mi madre, mi hermana y yo, y de esta forma me encuentro poco más o menos

solo... En una palabra, heme aqui solo... Esa herencia... esa herencia, ¡oh, quizás habría

sido mejor que no hubiese llegado nunca! Pero he aquí lo que tenía que comunicarle a

usted: de esa herencia le he prometido a Andrés Petrovitch un mínimo de veinte mil

rublos. Ahora bien, hágase cargo de que las diversas formalidades me han impedido

hacer nada hasta ahora. E incluso yo... es decir, nosotros... bueno, mi padre, todavía no ha

tomado posesión de esos bienes. Sin embargo he perdido tanto dinero estas tres últimas

semanas, y ese sinvergüenza de Stebelkov cobra unos intereses tales... Acabo de darle a

usted poco más o menos mis últimos...

-¡Oh, príncipe, si es así.. . !

-No lo digo por eso. ¡En absoluto! Stebelkov me traerá hoy seguramente dinero, y

habrá bastante de momento, pero, ¡qué mal bicho es ese Stebelkov! Le he suplicado que

me busque diez mil rublos, para poderle dar al menos esa cantidad a Andrés Petrovitch.

Mi promesa de cederle ese tercio de la herencia me atormenta, me martiriza. He

empeñado mi palabra y debo cumplirla. Y, se lo juro a usted, ardo en deseos de librarme

de mis compromisos, por lo menos en lo que a eso se refiere. ¡Son compromisos pesados,

muy pesados, insoportables! Es una obligación que me pesa... No puedo ver a Andrés

Petrovitch, porque no puedo mirarlo a la cara... ¿Por qué abusa él entonces?

-¿En qué abusa, príncipe? - me detuve asombrado ante él -. ¿Es que alguna vez le ha

hecho a usted alusiones?

-¡Oh, no, y se lo agradezco! Pero me odio a mí mismo. En fin, me torturo más y más...

Ese Stebelkov...

-Escuche, príncipe, cálmese, se lo ruego. Veo que cuanto más insiste usted, tanto más

trastornado se siente. Y sin embargo todo eso no es quizá tal vez más que un espejismo.

¡Oh!, yo también me he torturado, imperdonablemente, bajamente; pero sé que eso es

pasajero... Me bastaría con ganar una pequeña suma y luego... dígame, con estos

trescientos, serán dos mil quinientos los que le debo, ¿no es así?

-Me parece que no se los estoy reclamando - dijo el príncipe, mostrando de pronto los

dientes.

-Usted ha dicho: diez mil a Versilov. Si yo acepto ahora el dinero de usted, será porque

entra a cuenta de los veinte mil de Versilov. No lo aceptaría de otra forma. Pero... pero se

lo devolveré yo mismo con toda seguridad... ¿Cree quizá que Versilov viene a su casa a

causa de su dinero?

-Me encontraría mejor, si viniera a causa de su dinero --- dijo el príncipe

enigmáticamente.

-Habla usted de una «obligación que le pesa»... Si se trata de Versilov y de mí, es

ofensivo. En fin; usted dice: ¿por qué no es él mismo lo que quiere que sean los demás?

¡He ahí su lógica! Ante todo, eso no es lógica, permítame que se lo diga; aunque él no

fuera lo que exige ser, eso no le impediría predicar la verdad... Además, ¿por qué esa

palabra, «predica»? También dice usted: «profeta». Dígame, ¿fue usted quien lo trató de

«profeta para buenas mujeres» en Alemania?

-No, no fui yo.

-Stebelkov me ha dicho que sí.

--Ha mentido. No soy capaz de poner motes tan divertidos. Pero si alguien se dedica a

predicar la virtud, que sea él mismo virtuoso: he ahí mi lógica, y si es falsa, poco me

importa. Quiero que él sea así, y así lo será. ¡Y que nadie se atreva a venir a mi casa a

juzgarme y a tratarme como a un crío! Ya está bien - me gritó haciendo un ademán con la

mano para que no continuara -. ¡Ah, al fin!

La puerta se abrió y Stebelkov entró.

Estaba igual que siempre, elegantemente vestido, con el pecho echado hacia delante,

mirando tontamente a los ojos de los demás, creyéndose más listo que los otros, y muy

satisfecho de sí mismo. Pero en esta ocasión, al entrar, lanzó una curiosa ojeada circular;

había en su mirada no sé qué particularmente prudente y penetrante; se habría dicho que

trataba de adivinar algo por nuestras fisonomías. Por lo demás, se calmó

instantáneamente y una sonrisa plena de presunción se abrió en sus labios, esa sonrisa de

«solicitante insolente» que me era tan inmensamente desagradable.

Yo sabía desde hacía tiempo que él atormentaba mucho al príncipe. Había ya venido

una o dos veces en mi presencia. Yo... también yo había tenido que ver con él por

cuestión de negocios en el pasado mes, pero esta vez, por cierta razón, me quedé un poco

sorprendido por su visita.

-Inmediatamente - le dijo el príncipe, sin decirle siquiera buenos días, y, volviéndonos

la espalda, sacó de su mesa escritorio papeles y cuentas.

Yo estaba personalmente ofendido en serio por las últimas palabras del príncipe; la

alusión a la falta de honestidad de Versilov era tan clara (¡y tan sorprendente! ), que era

imposible dejarla pasar sin una explicación radical. Pero delante de Stebelkov no se podía

soñar en eso. Me tumbé de nuevo sobre el diván y abrí un libro que estaba ante mí.

-¡Bielinski (93), segunda parte! Es una novedad. ¿Quiere usted intruirse? - le pregunté

al príncipe, con tono probáblemente muy falso.

Él estaba muy ocupado y se daba prisa, pero al oír aquellas palabras se volvió

bruscámente:

-Se lo ruego, deje ese libro tranquilo - exclamó con tono tajante.

Aquello pasaba ya de los límites. Sobre todo en presencia de Stebelkov. Como si lo

hiciera adrede. Stebelkov esbozó un visaje innoble y astuto y con un guiño de ojos me

hizo señal por detrás del príncipe. Me aparté de aquel imbécil.

-No se enfade usted, príncipe. Se lo cedo al hombre más esencial y me eclipso...

Había decidido no enfadarme.

-¿Soy yo el hombre más esencial? - preguntó Stebelkov, señalándose gozosamente con

el dedo.

-Sí, usted lo es. Usted es el hombre más esencial, y además lo sabe muy bien.

-No, no, permita. Aquí abajo hay en todas partes un segundo. Yo soy ese segundo. Hay

el primero, y hay el segundo. El primero hace, y el segundo toma. De esa forma el

segundo llega a ser primero, y el primero, segundo. ¿Es verdad o no?

-Es posible, solamente que no le comprendo a usted, como de costumbre.

-Permítame. En Francia hubo la Revolución, y se guillotinó a todo el mundo. Vino

Napoleón, y se apoderó de todo. La Revolución es lo primero, y Napoleón es lo segundo.

Pues bien, Napoleón llegó a ser lo primero y la Revolución lo segundo. ¿Es verdad o no?

Diré de paso que cuando se puso a hablar de la Revolución Francesa, volví a encontrar

en eso su malicia de la otra vez, que me divertía tanto: seguía viendo en mí a un

revolucionario y, todas las veces que me encontraba, juzgaba oportuno algunas frases por

aquel estilo.

-¡Vamos! - dijo el príncipe, y los dos se retiraron a otra habitación.

Una vez que me quedé solo, decidí definitivamente devolverle sus trescientos rubos en

cuanto Stèbelkov se hubiese marchado. Me hacía muchísima falta aquel dinero, pero ha-

bía tomado mi decisión.

Se quedaron unos diez minutos sin que se oyese nada, y de pronto empezaron otra vez a

hablar en voz alta. Hablaban los dos a la vez, pero el príncipe se puso en seguida a gritar:

se diría que era víctima de una violenta irritación que casi llegaba a la rabia. Algunas

veces era muy violento, y por eso le pasaban muchas cosas. Pero en aquel mismo instante

entró un criado; le indiqué la habitación donde se encontraba el príncipe y todo se calmó

allí dentro instantáneamente. En seguida, el príncipe volvió a salir, con el rostro

preocupado, pero con una sonrisa. El criado se marchó corriendo y, medio minuto

después, entraba un visitante.

Era un personaje de aspecto majestuoso que llevaba cordones y emblema imperial, un

señor de unos treinta años como máximo, miembro del gran mundo y de severa aparien-

cia. Debo advertirle al lector que el príncipe Sergio Petrovítch no pertenecía en realidad

al gran mundo petersburgués, a pesar del deseo apasionado que tenía de lograrlo (yo

estaba enterado de ese deseo), y por consiguiente debía apreciar muchísimo una visita

semejante. Eran unas relaciones que, como yo sabía, acababan de trabarse después de

grandes esfuerzos del príncipe; el visitante devolvía ahora la visita, pero, por desgracia,

cogía desprevenido al dueño de la casa. Vi con qué sufrimiento y con qué mirada de

angustia el príncipe se volvió un instante hacia Stebelkov; pero el otro sostuvo aquella

mirada como si no pasase nada y, sin pensar lo más mínimo en retirarse, se sentó con aire

desenvuelto en el diván y se puso a frotarse los cabellos con la mano, sin duda en señal

de independencia. Incluso adoptó un aspecto grave. En una palabra, era imposible. En

cuanto a mí, en aquella época, sabía ya comportarme y no habría hecho que nadie tuviera

que ruborizarse, pero, ¿cuál no sería mi asombro cuando sorprendí también sobre mi

persona aquella mirada angustiosa, lastimera y llena de odio del príncipe? ¡Por tanto, se

avergonzaba de nosotros dos, me colocaba al mismo nivel que a Stebelkov! Esa idea me

puso furioso; me senté todavía más cómodamente y hojeé el libro con aire de quien no se

siente afectado por nada. Stebelkov, por el contrario, abrió ojos tamaños, se inclinó hacia

delante y puso oído atento a la conversación, juzgando sin duda que eso era lo cortés y lo

amable. El visitante le lanzó una o dos miradas, y también me las lanzó a mí.

Se comunicaron noticias de familia; aquel señor había conocido a la madre del príncipe,

que procedía de una familia renombrada. Por lo que pude deducir, el visitante, a pesar de

su amabilidad y de la aparente sencillez de su tono, era persona muy engreída y se

juzgaba tan superior, que una visita suya debía ser, en su opinión, un honor extremo para

quien quiera que fuese. Si el príncipe hubiese estado solo, es decir, sin nosotros, estoy

convencido de que se habría mostrado más digno y más ingenioso; pero un no sé qué de

tembloroso en su sonrisa, quizás afable en exceso, y una distracción extraña lo

traicionaban.

No llevaban sentados cinco minutos, cuando fue anunciado otro visitante más, y, como

designado por la suerte, también era comprometedor. Yo lo conocía muy bien y había

oído hablar mucho de él, aunque él no me conociera en absoluto. Era un hómbre muy

joven, de unos veintitrés años aproximadamente, vestido admirablemente, de buena

familia y muy bien parecido, pero que no pertenecía desde luego a la buena sociedad. El

año anterior todavía servía en uno de los más célebres regimientos de Caballería de la

Guardia, pero se había visto obligado a pedir el retiro, y todo el mundo sabía por qué. Sus

padres hasta habían llegado a anunciar en los periódicos que no respondían de sus

deudas, pero no por eso él cesaba en sus francachelas, encontrando dinero al diez por

ciento, jugando de una manera terrible en los casinos y arruinándose por una francesa

famosa. Aproximadamente una semana antes había ganado en una velada unos doce mil

rublos, y se sentía triunfador. Se llevaba muy bien con el príncipe; con frecuencia

jugaban juntos y a medias; el príncipe incluso se estremeció al verlo, lo noté desde mi

sitio; aqued muchacho se sentía en todas partes como si estuviera en su casa, hablaba

ruidosamente sin cortarse delante de nadie y decía con la mayor desenvoltura todo lo que

le pasaba por las mientes, y, desde luego, no se le podía ocurrir que nuestro anfitrión

temblase hasta tal punto por su compañía, estando a11í su empingorotado visitante.

No había hecho más que entrar, interrumpió la conversación de los dos y se puso en

seguida a contar la partida de juego del día anterior, incluso antes de sentarse.

-También estaba usted a11í, creo- dijo en su tercera frase, volviéndose hacia el visitante

empingorotado, a quien tomaba por uno de los suyos.

Pero, después de considerarlo con más atención, exclamó:

-¡Ah, perdone!, le había tomado a usted por uno de los de ayer.

-Alexis Vladimirovitch Darzan, Hipólito Alexandrovítch Nachtchokine- dijo el

príncipe, apresurándose a presentar el uno al otro.

A pesar de todo, aquel muchacho era presentable: el nombre era bueno y conocido;

pero, en cuanto a nosotros, no nos había presentado y nos quedamos en nuestros rincones.

Yo me negaba en absoluto a volver la cabeza hacia donde estaban. Pero Stebelkov, al ver

al joven, esbozó una mueca gozosa y hasta pareció dispuesto a abrir la boca. Todo

aquello empezaba a divertirme.

-Lo he encontrado a usted con frecuencia el año pasado en casa de la princesa

Veriguina - dijo Darzan.

-Me acuerdo, pero entonces usted llevaba el uniforme, creo - respondió afablemente

Nachtchokine.

-Sí, estaba entonces de uniforme, pero gracias a... ¡pero si es Stebelkov! ¿Cómo diablos

está aquí? Precisamente a causa de estos caballeretes no llevo ya el uniforme.

Señaló francamente a Stebelkov y se echó a reír. Stebelkov se rió también

gozosamente, tomando sin duda aquella frase por una amabilidad. El príncipe se sonrojó

y se apresuró a hacerle alguna pregunta a Nachtchokine, mientras que Darsan, después de

acercarse a Stebelkov, se enzarzaba con él en una conversación muy animada, pero a

media voz.

-Usted debió de conocer muy bien en el extranjero a Catalina Nicolaievna Akhmakova,

¿no es así? - le preguntó el visitante al príncipe.

-¡Oh, sí!, muy bien...

--Creo que pronto tendremos noticias. Se dice que va a casarse con el barón Bioring.

.¡Es verdad! - exclamó Darzan.

-¿Lo sabe usted... de una manera cierta? - le preguntó el príncipe a Nachtchokine con

una turbación visible a imprimiendo a su pregunta un acento particular.

-Es lo que me han dicho. Y creo desde luego que ya se habla de eso. Pero no lo sé de

forma segura.

¡Oh, es seguro!-dijo Darzan, aproximándose a ellos-. Dubassov me lo dijo ayer: es

siempre el primero en enterarse de esas cosas. Sin embargo, el príncipe debería saber...

Nachtchokine aguardó a que Darzan hubiera acabado y se volvió de nuevo hacia el

príncipe:

-Ahora se la ve raramente en sociedad.

-Su padre estaba enfermo el mes pasado - observó secamente el príncipe.

-Me parece que es una señorita que ha tenido aventuras - soltó de pronto Darzan.

Levanté la cabeza y me enderecé.

-Tengo el gusto de conocer personalmente a Catalina Nicolaievna y creo que es mi

deber asegurarle a usted que todos esos rumores escandalosos no son más que mentitas e

infamias... han sido inventados por los... que rondaban en torno de ella, pero que han

fracasado.

Después de aquella tonta interrupción me callé y seguí mirando a los asistentes, con el

rostro inflamado y el busto erguido. Todo el mundo se volvió hacia el lado donde yo esta-

ba, pero de repente Stebelkov se echó a reír; Darzan, sorprendido, sonrió también.

-Arcadio Makarovitch Dolgoruki - le dijo el príncipe a Darzan, señalándome.

-¡Ah!, créame, príncipe-dijo Darzan volviéndose hacia mí con un aire franco y

benévolo -. No soy yo quien habla; si hay rumores, no he sido yo quien los ha propalado.

-¡Oh, no le acuso a usted! -- respondí rápidamente.

Pero ya Stebelkov estallaba en una risotada indecente, motivada, según se aclaró más

tarde, por el hecho de que Darzan me hubiese llamado príncipe. ¡Otra mala pasada que

me jugaba aquel nombrecito infernal! Todavía hoy me sonrojo al pensar que no supe,

naturalmente por una vergüenza mal entendida, deshacer inmediatamente aquella tontería

y declarar bien alto que yo era Dolgoruki a secas. Era la primera vez que me pasaba

aquello. Darzan nos miró perplejo a Stebelkov, todo risueño, y a mí.

-¡Ah, sí!, ¿quién es esa muchacha tan linda que acabo de encontrarme, pimpante y

fresca, en la escalera? - le preguntó súbitamente al príncipe.

-No sé nada - respondió el otro rápidamente, ruborizándose.

-¿Quién podrá saberlo entonces? - preguntó Darzan sonriente.

-En realidad... puede que sea.. . - y el príncipe se interrumpió.

-Es... pues es su hermanita... Isabel Makarovna - soltó Stebelkov, señalándome -. Yo

también acabo de encontrarme con ella...

- -¡Ah, desde luego! - dijo el príncipe, esta vez con rostro extremadamente grave y serio

-. Debe de ser Isabel Makarovna, una buena amiga de Ana Fedorovna Stolbieieva, cuya

casa ocupo ahora. Seguramente habrá venido a ver a Daria Onissimovna, otra buena

amiga de Ana Fedorovna, que le ha confiado su casa al partir...

Conque era aquello. Aquella Daria Onissimovna era la madre de la pobre Olia, de la

que ya he hablado, y a la que Tatiana Pavlovna había colocado por fin en casa de la

Stolbieieva. Yo sabía perfectamente que Lisa iba a casa de Stolbieieva y que a veces veía

a11í a la pobre Daria Onissimovna, hacia la cual todo el mundo en nuestra casa había

concebido un gran cariño; pero en aquel momento, después de aquella declaración tan

precisa del príncipe y sobre todo después de la absurda salida de Stebelkov, y quizá

también porque se me acababa de llamar príncipe, sentí que me sonrojaba de la cabeza a

los pies. Por fortuna, en aquel mismo instante, Nachtchokine se levantó para despedirse;

le tendió la mano también a Darzan. Durante el instante que nos quedamos solos con

Stebelkov, éste me señaló a Darzan que nos volvía la espalda en el umbral; amenacé a

Stebelkov con el puño.

Un minuto después, Darzan se fue también, después de haber convenido con el príncipe

una cita para el día siguiente, ni que decir tiene que en una casa de juego. Al salir, le gritó

algo a Stebelkov y se inclinó ligeramente delante de mí. Apenas se había marchado,

Stebelkov saltó de su sitio y se plantó en mitad de la habitación, alzando un dedo en el

aire:

-Ese señorito ha hecho la semana pasada la faena siguiente: ha firmado un pagaré con

un falso endoso a nombre de Averianov. Ese delicioso pagaré existe todavía. ¡Es inad-

misible! Es una cuestión de derecho. ¡Ocho mil rublos!

-¿Y es usted quien tiene ese pagaré? - le pregunté, lanzándole una mirada feroz.

-Lo que yo tengo es una banca, un mont-de-piété, y no un pagaré. Ustedes saben lo que

es el mont-de-piété en París. Es pan y felicidad para los pobres. Pues bien, yo tengo un

mont-de-piété mío particular...

El príncipe lo interrumpió maligna y brutalmente:

-¿Y qué hacía usted ahí? ¿Por qué se ha quedado?

-¿Cómo? - dijo Stebelkov, parpadeando -. ¿Y la cosa?

-¡No, no y no! - exclamó el príncipe, pataleando -. ¡Ya lo he dicho!

-Bueno, si es así... está bien. Solamente que eso no es todo...

Dio media vuelta y salió bruscamente bajando la cabeza y encorvando la espalda. El

príncipe le gritó cuando ya estaba en el umbral:

-¡Y sepa usted bien, caballero, que no le tengo miedo!

Estaba muy irritado. Tenía ganas de sentarse, pero al verme no lo hizo. Su mirada

parecía decirme también: «¿Y tú, qué haces tú ahí?»

-Príncipe - empecé.

-No tengo tiempo, de verdad, Arcadio Makarovitch, tengo que salir.

-Un momentito, príncipe, es muy importante. Y ante todo, tenga usted sus trescientos

rublos.

-¿Qué quiere decir eso ahora?

Se iba, pero se detuvo.

-Es que después de lo que ha pasado... y de lo que usted ha dicho de Versilov, que no es

decente, y, en fin, el tono que ha adoptado usted todo este tiempo... En una palabra, no

puedo aceptar.

-Sin embargo ha estado usted aceptando durante todo un mes.

Se sentó bruscamente. Yo estaba en pie delante de la mesa; con una mano me entretenía

atormentando el libro de Bielinski, con la otra tenía agarrado el sombrero.

-Los sentimientos eran distintos, príncipe... Y, además, yo nunca habría sobrepasado de

una determinada cifra... Este juego... En una palabra, no puedo.

-No se ha distinguido usted de ninguna manera, y por eso está furioso. Le ruego que

deje en paz ese libro.

-¿Qué quiere usted decir con eso de «distinguido de ninguna manera»? Además, en

presencia de sus invitados, me ha puesto usted poco más o menos al mismo nivel que

Stebelkov.

-¡He ahí la clave del enigma! - dijo con una sonrisa mordaz -. Además, le ha molestado

que le digan príncipe.

Soltó una risita maligna. Yo estallé:

-Ni siquiera comprendo... Príncipe, he ahí un título que no querría ni siquiera de balde.

-Conozco su carácter. ¡Cómo se ha revuelto para defender a Ahkmakova! ¡Suelte usted

ese libro!

-¿Qué significa eso? - grité yo también.

-¡Suel-te-e-se libro! - aulló, enderezándose furiosamente en su sillón, como dispuesto a

echárseme encima.

-¡Esto ya sobrepasa todos los límites! - dije, dirigiéndome rápidamente hacia la puerta.

Pero todavía no había llegado cuando me gritó:

-¡Vuelva, Arcadio Makarovitch! ¡Vuelva! ¡Vuelva inmediatamente!

Yo ya no lo escuchaba y me iba. Me alcanzó a pasos rápidos, me cogió por el brazo y

me arrastró a su despacho, tendiéndome los trescientos rublos que yo había abandonado -.

¡Tómelos, lo exijo... de lo contrario... Se lo ordeno!

-Pero, príncipe, ¿cómo voy a cogerlos?

-Pues bien, le pido perdón, si quiere. Venga, perdóneme.

-Príncipe, yo siempre lo he querido a usted, y si, por su parte también...

-Yo también. Tenga...

Tomé los billetes. Sus labios temblaban.

-Le comprendo, príncipe, está usted enfadado con ese sinvergüenza... pero a pesar de

todo no aceptaré más que si nos besamos, como después de nuestros enfados anteriores...

Diciendo aquellas palabras, también yo temblaba.

-Ahora, mimos... - rezongó el príncipe, sonriendo tímidamente.

Pero se inclinó y me besó. Me estremecí: en el momento de aquel beso, leí en su rostro

una clara repugnancia.

-¿Le ha traído a usted el dinero al menos?

-Bueno, poco importa. -Entonces es que...

-Lo ha traído, lo ha traído...

-Príncipe, éramos amigos... y, además, Versilov...

-Sí, sí, ¡está bien!

-En fin, no sé realmente si estos trescientos rublos...

Los tenía entre las manos.

-¡Tómelos, tómelos!

Y se echó a reír de nuevo, pero había en su sonrisa algo malvado.

Los tomé.

 

CAPÍTULO III

I

Los tomé, porque le tenía cariño. Al que no me crea, le responderé que, por lo menos en

el momento en que yo tomaba aquel dinero, estaba firmemente convencido de que podría,

si quisiera, procurármelo en otra parte. Así, pues, lo tomaba no por necesidad, sino por

delicadeza, para no herirlo. ¡Ay, he ahí cómo yo razonaba entonces! Pero de todas formas

me sentía demasiado confuso al separarme de él aquella mañana. Con respecto a mí,

observaba en él un cambio enorme. Él nunca había empleado un tono parecido; y, contra

Versilov, era una rebelión declarada. Sin duda Stebelkov lo habia puesto de mal humor;

pero aquello había comenzado antes de la llegada de Stebelkov. Lo repito: el cambio

podia notarse ya los días precedentes, pero no de esta manera, no hasta tal punto, y eso

era lo importante.

Lo que había podido causar aquel efecto era la estúpida noticia relativa a aquel

ayudante de campo de Su Majestad, el barón Bioring (94)... También yo había salido

turbado, pero... El hecho es que yo tenía entonces otra luz delante de los ojos y dejaba

pasar muchas cosas sin prestarles ninguna atención: me apresuraba a dejarlas pasar,

rechazaba todo lo que era sombrío y me dirigía hacia lo que brillaba...

No era todavía la una de la tarde. Desde la casa del príncipe me dirigí con mi Matvei, se

crea o no, directamente a casa de Stebelkov. Acababa de sorprenderme menos por su

visita al príncipe (le había prometido venir) que por los guiños de ojos que me había

dirigido según su estúpida costumbre, pero sobre un tema completamente diferente del

que yo me imaginaba. Yo había recibido de él, el día anterior por la noche y por correo,

un billete bastante enigmático en el cual me suplicaba que fuera a verlo hoy entre la una y

las dos: tenía que comunicarme «ciertas cosas inesperadas». Y de aquella carta, no había

dicho ni una sola palabra hacía un momento, en casa del príncipe. ¿Qué secretos podía

haber entre Stebelkov y yo? La sola idea era ridícula; pero, después de todo lo que había

pasado, yo no dejaba de sentir un temblorcillo al dirigirme a su casa. Claro que ya había

ido a buscarlo una vez, hacía unos quince días, para una cuestión de dinero, y él me lo

había ofrecido, pero no nos habíamos puesto de acuerdo y yo no había aceptado; en

aquella ocasión rezongó alguna cosa oscura, según su costumbre, y me pareció que quería

hacerme una proposición, ofrecerme condiciones especiales... Y, como yo lo había

tratado altivamente todas las veces que me lo encontré en casa del príncipe, rechacé con

orgullo toda idea de condiciones especiales y salí, aunque él saliera corriendo detrás de

mí hasta la puerta. Y entonces fue cuando le pedí prestado al príncipe.

Stebelkov vivía completamente independiente y con gran lujo: un apartamiento de

cuatro hermosas habitaciones, un bonito mobiliario, dos sirvientes, hombre y mujer, más

una ama de llaves, por to demás de edad madura. Me mostré muy colérico.

-Escuche usted, señor mío - empecé desde la puerta -; ante todo, ¿qué significa esa

cartita? No admito correspondencia entre usted y yo. ¿Y por qué no me ha dicho todo lo

que tenga que decirme hace un momento, en casa del príncipe? Me tenía usted a su

disposición.

-Y usted, ¿por qué no habló usted hace un momento? ¿Por qué no me preguntó nada?

Y abrió la boca en una sonrisa de perfecta satisfacción.

-Sencillamente porque no soy yo quien tiene necesidad de usted, sino usted quien la

tiene de mí - exclamé enfurecido.

-Y entonces, ¿por qué viene usted a verme, si la cosa es como me dice?

Casi se puso a saltar de alegría. Inmediatamente di media vuelta para marcharme, pero

me agarró por el hombro.

-No, no era broma. El asunto es serio, usted lo verá.

Me senté. Lo confieso, me arrastraba la curiosidad. Nos instalamos al extremo de un

amplio despacho, el uno frente al otro. Sonrió finamente y levantó el dedo.

-¡Si le parece, sin finuras y sin rodeos! Y sobre todo sin alegorías. Derecho al grano, o

me voy - le grité, enfadado nuevamente.

-¡Es usted orgulloso! - dijo con un reproche idiota, balanceándose en su sillón y

marcando todas las arrugas de la frente.

-Así es como hay que obrar con usted.

-Hoy... ha recibido usted dinero en casa del príncipe. Trescientos rublos. También yo

tengo dinero. El mío vale más.

-¿Cómo sabe usted que lo he aceptado? - me sentía terriblemente sorprendido -. ¿Es que

se lo ha dicho él?

-Me lo ha dicho. Cálmese usted, ha sido de una manera incidental, de pasada, no a

propósito. Me lo ha dicho. Pero usted no podía rechazar. ¿Es así o no?

No sé por qué me propone eso; he oído decir que desuella usted a la gente con los

intereses.

-Tengo mi mont-de-piété, no desuello a nadie. Fácilito dinero únicamente a los amigos,

no a los demás. Para los demás hay el mont-de-piété...

Ese mont-de-piété era sencillamente préstamos sobre objetos dejados en prenda,

manipulacíón que se llevaba a cabo en un local distinto, siendo, por lo demás, una

empresa floreciente.

-A los amigos les doy grandes sumas.

-¿Y el príncipe es uno de sus amigos?

-Lo es. Pero... quiere contarnos paparruchas. ¡Que tenga cuidado!

-¿Hasta ese punto lo tiene usted entre las manos? Le debe mucho, ¿no?

-¿Él. .. ? Muchísimo.

-No dejará de pagarle. Tiene una herencia...

-Esa herencia no es suya. Me debe dinero, y otra cosa además. No basta con la

herencia. A usted le prestaré sin intereses.

-¿También a título de amigo? ¿Por qué me lo he merecido? - pregunté, echándome

luego a reír.

-Se lo merecerá usted.

Avanzó hacia mí con todo su cuerpo y se dispuso a elevar el dedo.

-¡Stebelkov, nada de dedos!, o me voy.

-¡Escuche... él puede casarse con Ana Andreievna! - y me hizo un guiño infernal.

-Mire, Stebelkov, la conversación está tomando un aspecto demasiado escandaloso...

¿Cómo se atreve usted a mencionar el nombre de Ana Andreievna?

-No se enfade usted.

-Estoy conteniéndome para poder escucharle, porque en todo esto veo no sé qué

maquinación y querría saber... Pero ya no puedo resistir más, Stebelkov.

-No se enfade usted, no se haga el orgulloso. Deje de hacerse el orgulloso un

momentito. ¿Conoce usted la historia de Ana Andreievna? ¿Sabe usted que el príncipe

puede casarse?

-Naturalmente, he oído hablar de ese proyecto, estoy enterado de todo. Pero jamás he

comentado eso con el príncipe Sokolski, que sigue enfermo hoy día. Y yo nunca he dicho

nada ni he participado en eso. Se lo digo a usted únicamente a título de explicación, y me

permito preguntarle ante todo: ¿por qué ha sacado a relucir este tema? Y además, ¿cómo

es posible que el príncipe hable de estas cosas con usted?

-No es él quien habla de eso conmigo; no quiere hablarme; soy yo quien le hablo y él

no quiere escucharme. Hace un momento se puso a gritar.

-¡Y con mucha razón; yo lo apruebo!

-El viejo, el príncipe Sokolski, dotará espléndidamente a Ana Andreievna. Ella le

agrada. Entonces, el novio, el príncipe Sokolski, me devolverá mi dinero. Y me devolverá

también la otra deuda. Seguro que me la devolverá. Mientras que ahora no puede hacerlo.

-Pero yo, ¿en qué puedo serle yo útil?

-Puede usted serme útil para una cuestión esencial: usted los conoce. A usted lo

conocen en todas partes. Puede enterarse de todo.

-¡Demonios!, ¿de qué?

-Si el príncipe consiente, si consiente Ana Andreievna, si consiente el príncipe anciano.

Usted puede saber la verdad.

-¡Y usted me propone que me convierta en su espía, y además por dinero! - salté,

indignado.

-No se muestre orgulloso, no se muestre orgulloso. Resista todavía un ratito, no más de

cinco minutos.

Hizo que volvieran a sentarse. Se notaba que no le temía ni a mis gestos ni a mis

exclamaciones; decidí escucharlo hasta el fin.

-Solamente me hace falta saber, enterarme pronto, porque... porque bien pronto quizá

sea demasiado tarde. ¿Ha visto usted hace un momento cómo se tragó la píldora cuando

el oficial le habló del barón y de Akhmakova?

Decididamente me rebajé al quedarme más tiempo escuchándolo, pero mi curiosidad

estaba interesada de manera irresistible.

-Mire, usted es... usted es un sinvergüenza-dije con tono categórico -. Si me quedo aquí

a escucharle y si le permito que hable de esas personas... a incluso si me decido a

responderle, no es en absoluto porque le reconozca a usted ese derecho. Solamente es que

veo en todo eso no sé qué maquinación. Y ante todo, ¿qué esperanzas puede fundar el

príncipe sobre Catalina Nicolaievna?

-Ninguna, pero está rabioso.

-Es falso.

-Está rabioso. Pero dejemos entonces lo que se refiere a Akhmakova. Bueno, en eso he

perdido la partida. Queda todavía lo de Ana Andreievna. Le daré a usted dos mil... sin

intereses ni pagarés.

Dicho esto, se reclinó, decidido y grave, sobre el respaldo de su sillón y me asaeteó con

los ojos. Yo lo miraba también con toda fijeza.

-Lleva usted puesto un traje que procede de la Gran Millionnaia (95 ). Hace falta

dinero, hace falta. Mi dinero vale más que el suyo. Yo daré más de dos mil...

-Pero, ¿por qué? ¿Por qué?, ¡qué diablos!

Pataleé un poco. Se inclinó hacia mí y dijo en forma expresiva:

-Para que usted no me moleste.

-Para eso no necesita darme dinero, yo no me mezclo en nada - exclamé.

-Ya sé que usted no dice nada. Eso está bien.

-No tengo necesidad ninguna de que usted me dé su aprobación. Es verdad que es una

cosa que yo deseo muchísimo por mi parte, pero pienso que no es asunto mío y que sería

incluso inconveniente.

-¡Ya lo ve usted, ya lo ve usted, inconveniente! - repitió, levantando el dedo.

-¿Qué quiere usted decir?

-Inconveniente... ¡ja, ja! - se echó a reír -. Comprendo, comprendo que sería

inconveniente para usted, pero... ¿de verdad que no me estorbará?

Hizo un guiño, pero en aquel guiño había algo horriblemente descarado, burlón, bajo.

Suponía en mí no sé qué bajeza, una bajeza con la que él contaba. Aquello estaba claro,

pero yo seguía sin comprender adónde quería ir a parar.

-Ana Andreievna es también hermana de usted - dijo con intención.

-Le prohíbo que hable de ella. No tiene usted derecho a hablar de Ana Andreieana.

Deje de mostrarse orgulloso por lo menos un minutito más. Escúcheme: él recibirá

dinero y se lo facilitará a todo el mundo - dijo Stebeikov, recalcando la frase -, a todo el

mundo, ¿me comprende usted?

-Entonces, ¿usted cree que yo voy a aceptar su dinero?

-Por lo menos lo está aceptando ahora.

-Es un dinero que es mío.

-¿Suyo?

-Es dinero de Versilov: él le debe veinte mil rublos a Versilov.

-¡Poco importa! ¡También yo he podido razonar así! Yo sabía que eso importaba

muchísimo: no era tan imbécil. Pero repito que razonaba así por «delicadeza».

-¡Basta! - exclamé -. No comprendo nada de nada. ¿Cómo se ha atrevido usted a

hacerme venir para decirme semejantes tonterías?

-¿Es posible que realmente no comprenda usted? ¿Lo hace adrede? - pronunció

lentamente Stebelkov, lanzándome una mirada penetrante acompañada de una sonrisa de

desconfianza.

-Se lo juro, no comprendo una palabra.

-Digo que él puede proveer a todo el mundo, a todo el mundo, solamente que no hay

que estorbarlo, no hay que disuadirlo...

-¡Usted ha perdido la cabeza! ¿Qué quiere decir con eso de «todo el mundo»? ¿Es que

va a proveer a Versilov?

-No está usted solo, ni Versilov tampoco... Hay otras personas. Ana Andreievna es tan

hermana de usted como Isabel Makarovna.

Lo miré, abriendo los ojos de par en par. Súbitamente hubo en su innoble mirada una

especie de lástima hacia mí:

-Entonces es que usted no comprende, ¡tanto mejor! Está muy bien, está muy bien esto

de que no comprenda. Es algo admirable... si es verdad que no comprende.

Me enfurecí del todo:

-¡Váyase al diablo con sus estupideces! ¡Está usted loco! - grité, recogiendo mi

sombrero.

No son estupideces. ¿Lo cree? Mire, usted volverá.

-¡No! - dije en forma tajante, ya en el umbral.

-Usted volverá y entonces... entonces hablaremos de otra manera. Hablaremos de cosas

serias. Acuérdese de que son dos mil rublos.

 

II

Había producido en mí una impresión tan turbia y tan sucia, que, al salir, me esforcé en

no pensar más en aquello y me limité a escupir asqueado. La idea de que el príncipe hu-

biera podido hablarle de mí y de aquel dinero me hacía el efecto de un pinchazo de aguja.

«Los recuperaré y se los devolveré hoy mismo», pensé con decisión.

Por bestia y retorcido que fuese Stebelkov, yo veía ahora al tunante en todo su

esplendor, y, sobre todo, que no podía dejar de haber a11í alguna intriga. Únicamente que

yo no tenía tiempo entonces para ocuparme en descifrar intrigas, y ésa era la causa

principal de mi ceguera momentánea. Miré mi reloj con inquietud, pero todavía no eran

ni siquiera las dos; por tanto aún podía hacer una visita, de lo contrario estaría hasta las

tres muerto de emoción. Me dirigí a casa de Ana Andreievna Versilova, mi hermana. Me

había encontrado con ella hacía mucho tiempo, en casa de mi anciano príncipe, durante

su enfermedad. El pensamiento de que no la veía desde hacía tres o cuatro días

atormentaba mi conciencia. Pero fue Ana Andreievna quien me sacó del apuro: el

príncipe sentía por ella una verdadera pasión y delante de mí la había llamado su ángel de

la guarda. A propósito, la idea de casarla con el príncipe Sergio Petrovitch había

arraigado efectivamente en la cabeza de mi buen viejo y me lo había incluso manifestado

más de una vez, en secreto, naturalmente. De aquello yo le había hablado a Versilov,

porque ya antes había notado que, si bien se mostraba indiferente para todas las cosas

esenciales, sin embargo siempre se interesaba por las noticias que yo le daba de mis

encuentros con Ana Andreievna. Versilov había refunfuñado entonces que Ana

Andreievna era bastante inteligente y podía arreglárselas, en un asunto tan delicado, sin

consejos de nadie. Stebelkov estaba evidentemente en lo cierto al suponer que el viejo le

daría una dote, pero ¿cómo podía él haber contado con una cosa segura? El príncipe

acababa de gritarle que no le tenía miedo, pero, al fin y al cabo, ¿no era de Ana

Andreievna de quien Stebelkov le había hablado en su despacho? Me imagino hasta qué

punto yo me habría sentido furioso en su lugar.

En los últimos tiempos yo iba bastante a menudo a casa de Ana Andreievna. Pero

siempre pasaba una cosa rara: era ella siempre la que me concedía la cita y me esperaba

con toda puntualidad, pero, apenas llegado, me daba la impresión de que me había

presentado a11í de una manera completamente inopinada; había observado en ella ese

detalle, pero no por eso le tenía menos cariño. Ella vivía en casa de Fanariotova, su

abuela. naturalmente a título de pupila (Versilov no daba nada para su manutención),

pero con un papel muy distinto del que se atribuye de ordinario a las pupilas de las damas

nobles, como por ejemplo en Puchkin, en La dama de Pica, la de la vieja condesa. Ana

Andreievna era por sí misma una especie de condesa. Tenía en la casa su departamento

particular, completamente independiente, aunque en el mismo piso y en el mismo

apartamiento que Fanariotova, pero formado por dos habitaciones aisladas, de modo que

ni al entrar ni al salir me encontraba yo nunca con ninguno de los Fanariotov. Tenía de-

recho a recibir a quien quisiera y emplear su tiempo como le pareciera bien. Cierto es que

ya había cumplido los veintitrés años. El año pasado había dejado de ir casi en absoluto a

las fiestas de sociedad, aunque Fanariotova no ahorrase gastos en su nieta, a la que quería

muchísimo, por lo que he oído decir. Por el contrario, lo que más me agradaba en Ana

Andreievna era que me la encontraba siempre con un vestido muy modesto, siempre

ocupada, con alguna labor o un libro entre las manos. Había en su porte no sé qué de

monástico, de casi monjil, que también me agradaba. No era locuaz, pero hablaba

siempre con ponderación y le gustaba mucho escuchar, cosa de la que siempre he sido

incapaz. Cuando yo le decía que, sin tener ningún rasgo común con él, ella me recordaba

enormemente a Versilov, no dejaba de ruborizarse un poco. Se ruborizaba con frecuencia,

y siempre rápidamente, pero siempre de una manera muy tenue, y esa particularidad de su

rostro me agradaba mucho. En su casa yo nunca designaba a Versilov por su nombre: lo

llamaba siempre Andrés Petrovitch, y eso parecía estar convenido tácitamente. Incluso

había notado que, en casa de los Fanariotov en general, se debía de tener un poco de

vergüenza de Versilov; por mi parte sólo lo había notado en Ana Andreievna, aunque

todavia no sepa si «vergüenza» es aquí el término más apropiado; pero había algo de

aquello. Yo hablaba también con ella del príncipe Sergio Petrovitch, y ella escuchaba

mucho, parecía interesarse por aquellos informes; pero sucedía siempre que era yo quien

se los comunicaba sin que ella me preguntase jamás. Yo nunca me había atrevido a

hablarle de la posibilidad de un casamiento entre ellos, aunque muchas veces me asaltase

el deseo de hacerlo, porque la idea me agradaba muchísimo. Pero había una multitud de

temas que yo no me atrevía a abordar en su habitación, y sin embargo me sentía a11í

infinitamente bien. Lo que también me gustaba mucho era que se trataba de una

muchacha muy cultivada que leía enormemente, incluso libros serios; leía mucho más

que yo.

La primera vez fue ella quien me hizo ir a su casa. Comprendí entonces que pensaba

sacarme alguna noticia. ¡Oh, en aquella época, mucha gente podía sonsacarme con la

mayor facilidad! «Pero, ¿qué importa? - me decía yo -; no me recibe solamente por eso.»

En una palabra, yo me sentía dichoso por poderle ser útil y... y cuando estaba sentado

cerca de ella, me parecía siempre que era mi hermana quien estaba a mi lado, aunque

nunca hubiésemos hablado de nuestro parentesco, ni con palabras claras ni siquiera con

alusiones; se habría dicho que ese parentesco no había existido jamás. Al visitarla en su

casa, me parecía completamente imposible abordar aquel tema y, al mirarla, una idea

absurda me atravesaba a veces el espíritu: ¡que quizás ella ignoraba aquel parentesco, en

vista de la forma que tenía de comportarse conmigo!

 

III

Al entrar, me encontré con que estaba allí Lisa. Me quedé casi aturdido. Yo sabía muy

bien que ellas se habían conocido ya; el encuentro se había producido en casa del «niño

de pecho». Tal vez hablaré más tarde, si se presenta la ocasión, del capricho que tuvo la

orgullosa y púdica Ana Andreievna de ver aquel niño, así como de su encuentro a11í con

Lisa; pero no me esperaba en forma alguna que Ana Andreievna ïnvitara a Lisa a su casa.

Me sentí por tanto agradablemente sorprendido. Sin demostrarlo, como es natural, le di

los buenos días a Ana Andreievna, estreché calurosamente la mano de Lisa y me senté a

su lado. Las dos estaban ocupadas con asuntos serios: sobre la mesa y sobre sus rodillas

estaba extendido un vestido de noche de Ana Andreíevna, suntuoso pero anticuado, es

decir, que se lo había puesto ya tres veces, y que quería transformarlo. Lisa era una gran

«artista» en el asunto y tenía buen gusto: se celebraba pues un consejo de guerra entre

aquellas «sabihondas». Me acordé de Versilov y me eché a reír; por lo demás, estaba de

un humor radiante.

-Está usted hoy muy alegre. Eso es muy agradable - dijo Ana Andreievna, destacando

gravemente cada palabra.

Tenía una voz de contralto cálida y vibrante, pero pronunciaba siempre calmosa,

tranquilamente, bajando un poco sus largas cejas, con una sonrisa fugitiva sobre su pálido

rostro.

-Lisa sabe lo desagradable que soy cuando no estoy alegre - respondí jovialmente.

-También es posible que lo sepa Ana Andreievna.

Era un alfilerazo que me dirigía la desvergonzada de Lisa. ¡Pobrecilla, si yo hubiese

sabido entonces el peso que había en su corazón!

-¿Qué hace usted ahora? - preguntó Ana Andreievna. (Nótese que era ella quien me

había rogado que viniese a verla aquel día. )

-Ahora estoy aquí y me pregunto por qué me gusta más encontrarla delante de un libro

que delante de una labor. No, verdaderamente, las labores de señoras no van con usted.

En ese aspecto, soy de la opinión de Andrés Petrovitch.

--¿Todavía sigue usted sin decidirse a ingresar en la Universidad?

-Le agradezco infinito que no haya olvidado nuestras conversaciones anteriores. Eso es

señal de que piensa en mí algunas veces. Pero, en lo que se refiere a la Universidad,

todavía no estoy decidido, y además tengo ciertos proyectos.

-Lo cual quiere decir que tiene su secreto - observó Lisa.

-Déjate de bromas, Lisa. Un hombre inteligente ha dicho estos días que todo nuestro

movimiento progresista de estos últimos veinte años ha probado en primer lugar que

todos somos unos groseros incultos. Y, como era justo, no ha olvidado nuestras

universidades.

-Vamos, papá ha estado en lo cierto; con mucha frecuencia tú repites sus mismas ideas

- observó Lisa.

-Lisa, se diría que, en opinión suya, carezco de cerebro.

-En nuestra época es útil escuchar los discursos de las personas inteligentes y retenerlos

- replicó Ana Andreievna, intercediendo ligeramente a mi favor.

-Exactamente, Ana Andreievna - repliqué con ardor -. Quien no piensa en estos

momentos en Rusia, no es ciudadano. Considero a Rusia desde un punto de vista tal vez

extraño: hemos sufrido la invasión tártara, luego dos siglos de esclavitud, sin duda porque

lo uno y lo otro fueron de nuestro gusto. Ahora se nos ha dado la libertad y se trata de

soportarla: ¿podremos hacerlo? ¿Nos gustará realmente la libertad? He ahí el problema.

Lisa envió una mirada rápida a Ana Andreievna; ésta bajó inmediatamente la cabeza y

fingió estar buscando alguna cosa; vi que Lisa hacía los mayores esfuerzos por

contenerse, pero de repente nuestras miradas se encontraron por casualidad y ella estalló

en una carcajada; yo prorrumpí:

-¡Lisa, eres imposible!

-¡Perdón! - dijo bruscamente, cesando de reír y casi con pena -. No sé lo que tengó en la

cabeza...

De pronto unas lágrimas temblaron en su voz; me dio una vergüenza espantosa: le cogí

la mano y se la besé con fuerza.

-Es usted muy bueno - me dijo dulcemente Ana Andreievna, viéndome besar la mano

de Lisa.

-Lo que me siento es muy dichoso, Lisa, por encontrarte una vez con ganas de reír. ¿Lo

creerá usted, Ana Andreievna?: todos estos últimos días me ha estado recibiendo con una

mirada especial y en su mirada una especie de pregunta: «Y bien, ¿te has enterado de

algo? ¿Va todo bien?»- Verdaderamente, hay algo en ella de ese tipo.

Ana Andreievna la miró lenta y fijamente; Lisa bajó los ojos. Por lo demás, yo notaba

muy bien que había entre ellas muchísima más intimidad de la que yo hubiera supuesto al

entrar; aquella idea me resultó agradable.

-Acaba usted de decir que soy bueno; no podría usted creer hasta qué punto me siento

mejorado al estar aquí y lo bien que me encuentro en su casa, Ana Andreievna -.- dije

emocionado.

-Y a mí me encanta oírle hablar así en este momento - me respondió ella con gravedad.

Debo decir que ella no me hablaba nunca de mi vida desordenada ni del torbellino en el

que yo estaba sumergido, aunque, yo lo sabía, estuviese informada de todo a incluso pre-

guntase a los demás por mí. Por tanto aquélla era la primera alusión, y mi corazón no

hizo más que sentirse todavía más atraído hacia ella.

-¿Y nuestro enfermo? - pregunté.

-¡Oh! Va mucho mejor: sale, ayer y hoy ha ido a dar un paseo. Pero, ¿es que no ha ido

usted a verlo hoy? Lo está esperando.

-Estoy en deuda con él, pero ahora es usted quien lo visita y me ha reemplazado

perfectamente. Es un gran infiel, me ha cambiado por usted.

Se puso muy seria, porque mi broma podía pasar muy bien por una vulgaridad.

-Salgo de casa del príncipe Sergio Petrovitch, y... A propósito, Lisa, ¿has estado en casa

de Daria Onissimovna?

-Sí - respondió ella brevemente, sin levantar la cabeza -. Pero me parece que vas todos

los días a casa del príncipe enfermo, ¿no es asi? - preguntó de pronto, quizá para decir

algo.

-Sí, voy, solamente que no llego hasta el final - respondí riendo -. Entro y hago un giro

a la izquierda.

-Incluso el príncipe ha notado que va usted con mucha frecuencia a casa de Catalina

Nícolaievna. Ayer hablaba de eso y se rió mucho - dijo Ana Andreievna.

-¿Y de qué se reía?

-Bromeaba, ya usted me comprende. Decía que, al contrario de lo que se piensa, una

mujer joven y bella produce siempre en un joven de la edad de usted una impresión de

furia y de cólera. .. - dijo Ana Andreievna, echándose luego a reír.

-Oiga... ¿Sabe usted que eso está muy bien dicho? -exclamé -. Seguramente no es cosa

de él; será usted quien se lo habrá apuntado, ¿no es así?

-¿Y por qué? No; es cosa suya.

-Y si esa hermosa le presta atençión, aunque él sea tan poquita cosa, que se mantiene en

un rincón y le da rabia ser «su pequeño», y si de pronto ella lo prefiere a la multitud de

adoradores que la rodean, ¿qué pasará entonces? - pregunté bruscamente con semblante

atrevido y provocador mientras el corazón me latía con fuerza.

-Pues que estás perdido frente a ella - respondió Lisa, y estalló en una carcajada.

-¿Perdido? - exclamé -. No, ne estoy perdido. Creo firmemente que nunca estaré

perdido. Si una mujer se atraviesa en mi camino, está obligada a seguirme. No se me

cierra el camino impunemente...

Lisa me dijo un día, incidentalmente, mucho tiempo después, que yo había pronunciado

esa frase de una manera extraña, con una terrible seriedad y como sumido de pronto en

mis reflexiones; pero en aquel momento «resultaba tan cómico, que no había manera de

contenerse». Efectivamente, Ana Andreievna se echó a reír una vez más.

-¡Ríase, búrlese de mí! - exclamé en una especie de embriaguez, porque toda aquella

conversación y su tono me agradaban enormemente -. Que lo haga usted, es para mí un

placer. Me encanta oír su risa, Ana Andreievna. Es su característica más acusada: se

queda usted silenciosa y luego se echa de pronto a reír, en un instante, sin que en el

segundo anterior hubiese nada en su rostro que presagiara esa risa. En Moscú conocí de

lejos a una señora, puesto que yo la miraba desde mi rinconcito: era casi tan guapa como

usted, pero no sabía reír y su rostro, tan seductor como el de usted, perdía con eso toda su

seducción; lo que me atrae en usted tanto, es esa facultad... He aquí algo que hace mucho

tiempo quería decírselo.

Cuando pronuncié la frase sobre la dama «tan guapa como usted», estaba mintiendo;

fingí que aquella frase se me había escapado sin querer, incluso sin darme cuenta; sabía

que aquel elogio «escapado» sería más apreciado que no importa qué cumplido

alambicado. Y Ana Andreievna se sonrojó inútilmente: yo estaba seguro de que se sentía

contenta. Incluso la dama en cuestión era imaginaria: nunca había conocido en Moscú a

semejante señora; era únícamente para halagar a Ana Andreievna y producirle una

alegría.

-Se podría creer verdaderamente - me dijo con una sonrisa encantadora -- que estos días

últimos ha estado usted sometido a la influencia de alguna beldad.

Tenía la impresión de estar volando... Incluso me daban ganas de hacerle una

confidencia... pero me contuve.

-A propósito, hace un momento se le ha escapado a usted a cuenta de Catalina

Nicolaievna una expresión completamente hostil.

-Si me he expresado mal - repuse mientras mis ojos relampagueaban -, la causa es esa

monstruosa columnia que afirma que es enemiga de Andrés Petrovitch; a él se le calum-

nia también, diciendo que ha estado enamorado de ella, que le ha hecho proposiciones y

no sé cuántas tonterías más. Esa idea no es menos monstruosa que la otra calumnia que

pretende que ella le haya ofrecido al príncipe Sergio Petrovitch casarse con é1 sin que

después haya cumplido su palabra. Sé de buena tinta que todo eso es falso y que no

consistió más que en broma. Estoy muy bien enterado. En cierta ocasión, en el extranjero,

en un momento de alegría, ella le dijo efectivamente al príncipe: «Quizá», refiriéndose al

porvenir; pero, ¿era aquello otra cosa que una palabra lanzada al aire? Sé muy bien que el

príncipe, por su parte, no puede conceder el menor valor a una promesa de esa clase, ni

ésa es tampoco su intención - añadí, conteniéndome -. Tiene ideas muy diferentes -

insinué con astucia -. Hace un momento Nachtchokine decía en su casa que Catalina

Nicolaíevna se va a casar con el barón Bioring. Pues bien, créanme ustedes, ha escuchado

esa noticia con la mayor tranquilidad del mundo, pueden estar convencidas.

-¿Que Nachtchokine estaba en su casa? -preguntó Ana Andreievna con gravedad y

como asombrada.

-Pues claro; creo que es de esa clase de gente que...

-¿Y Nachtchokine le ha hablado de ese casamiento~ con Bioring? - continuó Ana

Andreievna, súbitamente interesada.

-Del casamiento, no; sino de su posibilidad, de un rumor. Dice que ese rumor corre por

el gran mundo. Por mi parte, estoy convencido de que se trata de una estupidez.

Ana Andreievna reflexionó y se inclinó sobre su labor

-Yo le tengo simpatía al príncipe Sergio Petrovitch -añadí de pronto ardorosamente -.

Tiene sus defectos, es indudable, ya otras veces he hablado de eso, una cierta estrechez de

ideas... pero esos mismos defectos manifiestan la nobleza de su alma, ¿no es verdad? Por

ejemplo, hoy mismo, hemos estado a punto de enfadarnos por una idea: está convencido

de que, para hablar de la nobleza, es preciso que sea noble el que habla; de lo contrario,

todo lo que dice es una mentira. Pues bien, ¿es eso lógico? Indudablemente, no; pero eso

mismo revela sus altas exigencias en cuestión de honor, de deber, de justicia... ¿No tengo

razón? ¡Ah, Dios mío!, ¿qué hora es? - exclamé, habiéndose fijado mi mirada por casua-

lidad en la esfera del reloj colocado sobre la chimenea.

-Las tres menos diez - declaró ella tranquilamente, después de haber mirado el reloj.

Todo el tiempo que yo había estado hablando del príncipe me había escuchado con los

ojos bajos, con una cierta ironía marrullera, pero suave: sabía por qué me preocupaba de

alabarlo tanto. Lisa escuchaba con la cabeza inclinada sobre su labor, y desde hacía largo

rato no tomaba parte en la conversación.

Me puse en pie de un brinco como si acabara de sufrir una quemadura.

-¿Tiene usted prisa?

-Sí... no... Tengo prisa, es verdad. Pero permítame un momento... Una palabra

solamente, Ana Andreievna - empecé a decir todo conmovido -, ya hoy no puedo callarlo

más. Quiero confesarle que muchísimas veces he bendecido ya su bondad y la delicadeza

con que me ha invitado a visitarla... Nuestras relaciones han producido en mí la más

fuerte impresión... En casa de usted, me. purifico; salgo de su casa mejor de lo que era.

Es verdad. Cuando estoy a su lado, no solamente no puedo decir nada malo: ni siquiera

puedo tener malos pensamientos; desaparecen en presencia de usted. Si un mal recuerdo

me pasa por la cabeza, estando junto a usted, en seguida me ruborizo y me da vergüenza.

Y mire, me ha resultado particularmente agradable encontrar hoy a mi hermana en casa

de usted... Eso demuestra tanta nobleza por su parte... un sentimiento tan bello... En una

palabra, me ha dicho usted algo tan fraternal, si me permite que rompa por fin el hielo,

que yo...

Mientras yo hablaba, ella se había levantado y se sonrojaba más y más. De pronto se

asustó, como si hubiera un límite que no se debía sobrepasar, y me interrumpió rápida-

mente:

-Créame, sabré apreciar con todo mi corazón sus sentimientos... Sin palabras, ya había

comprendido... desde hace mucho tiempo...

Se interrumpió, turbada, estrechándome la mano.

De pronto, Lisa me arrastró a la otra habitación.

 

IV

-Lisa, ¿por qué me has tirado de la manga? - le pregunté.

-Es mala, es astuta, no merece... Te mima para hacerte hablar - me confió en un susurro

rápido y lleno de odio.

Jamás le había yo visto semejante fisonomía.

-¿Qué estás diciendo, Lisa? ¡Una muchacha tan encantadora!

-Entonces, es que soy yo la mala.

-¿Qué te pasa?

-Soy muy mala. Quizás ella es la más deliciosa de las muchachas y la mala soy

únicamente yo. Bueno, déjame. Escucha: mamá te pide «lo que ella misma no se atreve a

decir». Son sus propias palabras. ¡Mi querido Arcadio! Deja de jugar, cariño, te lo

suplico... mamá también...

-Lisa, yo también lo sé, pero... Sé que es una cobardía, pero... son idioceces y nada más.

Mira, he contraído deudas con un imbécil, y quiero recuperarme para verme libre. Hay

maneras de ganar, porque hasta ahora he jugado sin cálculo, al azar, como un imbécil,

mientras que ahora temblaré por cada rublo... ¡Dejaré de ser yo, si no gano! En mí no es

una pasión; no es la cosa esencial, es algo pasajero, te lo aseguro. Soy demasiado fuerte

para no apartarme en cuanto quiera... Devolveré el dinero, y entonces estaré con vosotras

sin ninguna reserva, y dile a mamá que no os abandonaré..,

-Esos trescientos rublos de hace un momento te han costado muchísimo.

-¿Cómo lo sabes? -- pregunté estremeciéndome.

-Daría Onissímovna lo oyó todo...

Pero en aquel instante Lisa me empujó detrás de la cortina y los dos nos vimos en el

«mirador», una habitacioncita redonda toda de ventanas. No había vuelto en mí de mi

sorpresa cuando oí una voz conocida y un ruido de espuelas, y adiviné unos pasos que me

resultaban familiares.

-¿El príncipe Serioja? - susurré.

-El mismo - murmuró ella.

-¿Por qué tienes tanto miedo?

-Porque sí; no quiero que me vea aquí por nada del mundo...

-Tiens, ¿estará por casualidad cortejándote?-pregunté, y me eché a reír -. Ya le daré una

buena lección. ¿Adónde vas?

-Salgamos. Me voy contigo.

-¿Ya te has despedido?

-Sí. Tengo el abrigo en la antecámara...

Salimos; en la escalera se me ocurrió una idea:

-Mira, tal vez ha venido a declarársete.

-No... No se declarará... - afirmó lentamente y con firmeza, en voz baja.

-Fijate, Lisa, aunque acabo de enfadarme con él, puesto que ya te lo han contado... te lo

juro, lo aprecio sinceramente y deseo que tenga éxito. Hemos hecho la paz. Somos todos

tan buenos cuando nos sentimos dichosos... Mira, hay muchas cosas buenas... y cosas

humanas... por lo menos la semilla... y, entre las manos de una muchacha firme e inteli-

gente como Versilova, él se pondría completamente en orden y llegaría a ser feliz. Es una

lástima que en algunos momentos... Pero vamos a ir juntos un buen trecho, me gustaría

contarte...

-No, vete tú solo, yo voy por otro lado. ¿Vendrás a casa?

-Iré, iré, te lo prometo. Escucha, Lisa; hay un individuo innoble, en una palabra, la

criatura más infame de todas, Stebelkov, si sabes a quién me refiero... Ese tiene sobre sus

asuntos un poder terrible... Tiene unos pagarés... en una palabra, lo tiene entre las garras y

bien sujeto por cierto, y el otro ha caído ya tan bajo, que los dos no ven más salida que

ofreciéndose a Ana Andreievna. Haría falta prevenirla en serio; por lo demás, son

tonterías, ella misma arreglará todo eso más tarde. ¿Y qué crees tú, lo rechazará?

-Adiós. No tengo tiempo - interrumpió Lisa, y vi de repente en su mirada furtiva tanto

odio, que exclamé, espantado:

-Lisa, cariño, ¿por qué...?

-No es contra ti. Únicamente, no juegues más...

-¡Ah!, ¿es por el juego? No jugaré más, se acabó.

-Has dicho hace un momento: «cuando nos sentimos dichosos». Pues bien, ¿te sientes

tú muy dichoso?

-¡Terriblemente dichoso! ¡Lisa, terriblemente! ¡Dios mío, pero son ya las tres, incluso

más! Adiós, mi pequeña Lisa; dime, cariñito, ¿se puede hacer esperar a una mujer? ¿Está

eso permitido?

-¿En una cita?

Lisa sonrió apenas, con una sonrisa que le nacía ya muerta, temblorosa.

-Dame la mano para darme suerte.

-¿Darte suerte? ¿Mi mano? ¡Por nada en el mundo!

Y se alejó rápidamente. ¡Había lanzado aquel grito con tanta seriedad! Me lancé sobre

mi trineo.

¡Sí, sí, era aquella « dicha» lo que constituía la causa principal de mi ceguera, de que,

como un topo ciego, no comprendiese ni viese nada fuera de mí mismo!

 

CAPÍTULO IV

I

Incluso hoy mismo me da miedo de contarlo. Todo esto es ya viejo. Pero todo esto,

ahora aún, es para mí como un espejismo. ¿Cómo una mujer así había podido darle una

cita a un muchacho tan mezquino como lo era yo en aquella época? Eso era lo que

sucedía a primera vista. Cuando, después de haber dejado a Lisa, me alejé rápidamente, el

corazón me latía y me pareció haber perdido la razón: la idea de una cita se me antojó de

pronto de un absurdo chocante, que no había manera de creer en ello. Y sin embargo no

sentía la menor duda; es más, cuanto más escandalosa me parecía aquella absurdidad,

más creía en ella.

Habían dado ya las tres, eso era lo que me inquietaba: « ¡Teniendo una cita, llegar

tarde! » También se presentaban a mi espíritu cuestiones estúpidas de esta índole: « ¿Qué

es ahora más conveniente: la audacia o la timidez?» Pero todo aquello no hacía más que

pasar, porque en mi corazón estaba lo esencial, un algo esencial que yo no podía precisar.

Era algo que había sido dicho la víspera: «Estaré mañana a las tres en casa de Tatiana

Pavlovna.» Era todo. Pero, primeramente, en su casa, en su habitación, yo era recibido de

una forma completamente particular, y ella podía decirme todo lo que quisiera sin

trasladarse a casa de Tatiana Pavlovna. Entonces, ¿qué objeto tenía fijar otro lugar, decir

que en casa de Tatiana Pavlovna? Otra pregunta más: ¿Tatiana Pavlovna estará en su casa

o no? Si se trata de una cita, Tatiana Pavlovna no estará. ¿Y cómo hacer que no esté sin

explicárselo todo previamente? ¿Está entonces Tatiana Pavlovna en el secreto? Esa idea

me parecía horrible, inconveniente, casi grosera.

En fin, sencillamente, ella había podido tener la intención de hacerle una visita a

Tatiana Pavlovna: me lo había comunicado el día anterior sin otro propósito, y yo me

había formado unas ideas raras. Aquello había sido dicho incidentalmente, con todo

abandono, con entera tranquilidad, y después de una sesión bien aburrida, porque todo el

tiempo que permanecí en su casa había estado como desorientado: clavado en mi sitio,

farfullando y no sabiendo qué decir, rabioso y tímido, mientras que ella se disponía a

salir, como se descubrió en seguida, y le alegró ver que me marchaba. Todas estas

reflexiones se arremolinaban en mi cerebro. Resolví finalmente: «Iré, llamaré, la cocinera

abrirá, y preguntaré: ¿Está Tatiana Pavlovna en casa? Si no está, será desde luego una

cita.» Pero yo no tenía la menor duda, ¡en absoluto!

Subí corriendo y, una vez en el rellano, delante de la puerta, todo mi terror desapareció:

« Vamos- me dije-, lo principal es hacerlo pronto.»La cocinera abrió y gangoseó con su

flema repugnante que Tatiana Pavlovna no estaba en casa. «¿Y no hay nadie más? ¿No

hay nadie que espere a Tatiana Pavlovna?» Quise hacer aquella pregunta, pero no la hice:

«Yo mismo veré.» Farfullándole a la cocinera que me quedaría a esperar, me quité la

pelliza y abrí la puerta...

Catalina Nicolaievna estaba sentada delante de la ventana y « aguardaba a Tatiana

Pavlovna».

-¿No está ella ahí? - me preguntó con preocupación e inquietud, en cuanto me vio.

Su voz y su rostro respondían tan poco a mis esperanzas, que me quedé clavado en el

umbral.

-¿A quién se refiere? - balbuceé.

-¡A Tatiana Pavlovna! Ayer le rogué a usted que le dijese que estaría en su casa a las

tres.

-Yo... pero yo no la he visto.

-Se ha olvidado, ¿verdad?

Me dejé caer como muerto en una silla. ¡He aquí de lo que se trataba: estaba claro como

el día! Y yo, yo que me empeñaba todavía en creer...

No me acuerdo de que usted me rogase que se lo dijera. Usted no me pidió nada: me

dijo solamente que estaría aquí a las tres - interrumpí con impaciencia y sin mirarla.

-¡Ah! - exclamó ella de improviso -. Entonces, si a usted se le ha olvidado decírselo y si

sabía. por otra parte, que yo estaría aquí, ¿por qué ha venido?

Levanté la cabeza: ni burla ni cólera en su rostro, sino una sonrisa luminosa y alegre,

una travesura muy marcada en. su expresión, su expresión de siempre por lo demás, una

travesura casi infantil: «Pues bien, como ves, te he cogido en la trampa. ¿Qué vas a decir

ahora?», parecía expresar todo su rostro.

No quise responder, y bajé los ojos. Aquel silencio duró medio minuto.

-¿Viene usted de casa de papa? - preguntó ella bruscamente.

-Vengo de casa de Ana Andreievna, no he estado en casa del príncipe Nicolás

Ivanovitch... y usted lo sabe muy bien - añadí.

-¿No le ha pasado a usted nada en casa de Ana Andreievna?

--¿Se refiere a que tengo aires de loco? No, ya tenía este aire antes de ver a Ana

Andreievna.

-¿Y no se ha vuelto usted más cuerdo en su casa?

-No. Allí me he enterado de que va usted a casarse con el barón Bioring.

-¿Es ella quien se lo ha dicho? - preguntó, súbitamente interesada.

-No, soy yo quien se lo ha anunciado, por habérselo oído decir a Nachtchokine, que se

lo comunicó al príncipe Sergio Pétrovitch.

Seguía sin levantar los ojos sobre ella; mirarla era lo mismo que bañarse en luz, en

alegría y en felicidad, y yo quería ser dichoso. El aguijón de la cólera estaba clavado en

mi corazón, y en un instante tomé una decisión colosal. En seguida me puse a hablar, no

sé ya bien de qué. Me ahogaba y balbuceaba, pero ahora la rniraba atrevidamente. El

corazón me latía con fuerza. Dije no sé qué frase que no tenía nada que ver con aquello,

por lo demás bastante bien construida. Al principio me escuchó con su sonrisa igual y

paciente, que no abandonaba jamás su rostro; pero, poco a poco, el asombro, el espanto

luego, atravesaron su mirada inmóvil. Sin embargo su sonrisa no la abandonaba, pero esa

misma sonrisa suya temblaba a veces.

-¿Qué tiene usted? - pregunté de pronto, al observar que ella había temblado de la

cabeza a los pies.

-Tengo miedo de usted - me respondió, casi alarmada.

-¿Por qué no se marcha? Ahora que Tatiana Pavlovna no está y que usted sabe muy

bien que no vendrá, su obligación es levantarse a irse.

Yo quería aguardar, pero ahora... en efecto...

Se había levantado a medias.

-¡No, no, quédese sentada! - dije, deteniéndola -. Acaba usted de temblar de nuevo,

pero, incluso con su miedo, sigue sonriendo... Usted siempre tiene su sonrisa... Mire, aho-

ra se sonríe completamente...

-¿Está usted delirando?

-Estoy delirando.

-Tengo miedo... - murmuró ella otra vez.

-¿De qué?

-Tengo miedo de que usted... de que usted se ponga a dar puñetazos en las paredes--- .

--- sonrió ella nuevamente, pero con verdadero miedo.

-¡No puedo resistir su sonrisa...!

Y otra vez me puse a hablar. Casi volaba. Había algo que me empujaba. Nunca, nunca

jamás le había hablado de aquella manera: siempre con timidez. Y ahora también, pero

sin embargo hablaba; me acuerdo de que pronuncié un verdadero discurso sobre su

rostro:

-¡No puedo resistir más su sonrisa! - exclamé de improviso -. ¡Y yo que la veía a usted,

ya en Moscú, temible, magnífica, dejando caer pérfidas palabras mundanas! Sí, en

Moscú; ya allí hablábamos de usted con María Ivanovna, tratábamos de verla tal como

debía de ser... ¿Se acuerda usted de María Ivanovna? Estuvo usted en su casa. Durante el

viaje la vi en sueños toda la noche en mi vagón. Aquí, antes de su llegada, he estado

mirando todo un mes su retrato en el despacho de su padre, y no he adivinado nada.

Porque la expresión que usted tiene en el rostro es de una malicia infantil y de una

sencillez infinita, eso es todo. Es una expresión que he admirado en usted siempre que la

veo. ¡Oh! Claro que también sabe usted tener un semblante altivo y aplastar con la

mirada: me acuerdo cómo me miró en casa de su padre, cuando estaba recién llegado de

Moscú... La vi entonces, y sin embargo, si me hubieran preguntado en seguida cómo era

usted, no habría podido decir nada. ¡Ni. siquiera cómo era su talle! No hice más que verla

y me quedé ciego. Su retrato no se le parece lo más mínimo: no tiene usted los ojos

oscuros, sino claros; son las largas pestañas las que los hacen parecer sombríos. Es usted

gruesa, de estatura regular, pero de un grosor carnoso, ligero, un grosor de aldeana joven

y sana. También su rostro es completamente rústico, un rostro de belleza pueblerina. No

se ofenda usted, no hay cosa más excelente que un rostro redondo, sonrosado, claro,

atrevido, risueño y... tímido. Sí, tímido. ¡Tímido, Catalina Nicolaievna Akhmakova!

¡Tímido y casto, lo juro! ¡Más que casto, lo juro! ¡Más que casto, infantil: eso es su

rostro! Es una cosa que siempre me ha tenidó asombrado y que me ha hecho preguntarme

una y otra vez: ¿es de verdad la misma mujer? Ahora ya lo sé, es usted muy inteligente,

pero al principio la creía un poco simplona. Tiene usted el espíritu alegre, pero sin

bellezas ficticias... Lo que más me gusta de todo es su eterna sonrisa: esó es mi paraíso.

Me gusta también su calma, su dulzura, su manera de hablar, reposada, tranquila y casi

perezosa. Ésa es la pereza que amo. Creo que, si un puente se hundiese bajo sus pies,

usted continuaría hablando con ese tono medido y reposado... Yo creía que era usted el

colmo del orgullo y de las pasiones, y he aquí que hace dos meses que habla usted

conmigo como una estudiante con un estudiante... Yo no me figuraba nunca una frente

como ésa: un poco baja, como una estatua, pero tierna y blanca corno el mármol, bajo

una cabellera suntuosa. Tiene usted el pecho alto; el andar, ligero; una belleza extra-

ordinaria y ni el más mínimo orgullo. ¡Sólo ahora lo creo, siempre me había negado a

creerlo!

Ella escuchó con grandes ojos abiertos de par en par aquella tirada bárbara. Se daba

cuenta de que yo temblaba. En varias ocasiones levantó con un gesto gracioso y prudente

su manecita enguantada, para detenerme, pero cada vez la retiraba perpleja y temerosa.

Incluso en ocasiones, se echaba haciá atrás rápidamente con todo el cuerpo. Dos o tres

veces, una sonrisa alumbró de nuevo su rostro; hubo un momento en que se sonrojó

muchísimo, pero al final tuvo verdaderamente miedo y palideció. Apenas me hube

parado, tendió su mano y pronunció con voz suplicante, pero siempre mesurada:

-No se debe decir eso... No está permitido hablar así...

Y de repente se levantó, cogió sin prisa su manteleta y su manguito de cebellina.

-¿Se va usted? - exclamé.

-Indudablemente, le tengo miedo... Usted desvaría... - dijo ella, como con pena y

reproche.

-Escúcheme, no voy a hundir las paredes, se lo juro.

-¡Pero es que ya ha empezado! - No se contuvo y sonrió -. Ni siquiera estoy segura de

que me deje pasar.

Y creo que temía verdaderamente que le cerrase el paso.

-Yo mismo le abriré la puerta, puede irse, pero sépalo bien, he tomado una decisión

importantísima; y si quiere usted darle luz a mi alma, vuelva, siéntese y escuche

solamente dos palabras. Si no quiere, váyase y yo mismo le abriré la puerta.

Me miró y se. volvió a sentar.

-¡Con qué indignación habría salido otra .nujer cualquiera, y usted ha vuelto a sentarse!

- dejé escapar en mi embriaguez.

-Nunca se había permitido usted hablar así.

-Entonces yo era tímido. Ahora también; no sabía lo que iba a decir cuando he llegado.

¿Se figura usted que no soy tímido ya? Lo soy siempre. Pero he tomado de golpe una de-

cisión importantísima y he comprendido que voy a ponerla en práctica. Habiéndola

tomado, he perdido la cabeza y me he puesto a hablar... Escúcheme, he aquí mis dos

palabras: ¿soy yo su espía, sí o no? Respóndame. ¡Ésa es la pregunta!

El sonrojo le subió bruscamente al rostro.

-No responda todavía, Catalina Nicolaievna, continúe escuchando y en seguida dígame

toda la verdad.

Yo había derribado de un manotazo todas las barreras y volaba por el espacio.

 

II

-Hace dos meses, yo estaba aquí detrás de la cortina... ya usted sabe... y usted con

Tatiana Pavlovna hablaba de la carta. Me lancé, fuera de mí, y hablé más de la cuenta.

Usted comprendió en seguida que yo estaba enterado de algo... no tenía usted más

remedio que comprenderlo... usted buscaba un documento importante y temía el destino

que se le pudiera dar... Espere, Catalina Nicolaievna, no hable todavía. Le confieso que

sus sospechas estaban bien fundadas: ese documento existe... es decir, existía... yo lo he

visto; se trata de la carta que usted le escribió a Andronikov, ¿no es así?

-¿Usted ha visto esa carta? - preguntó ella rápidamente, llena de turbación y de temor -.

¿Dónde la ha visto?

-La vi... la vi en casa de Kraft... el que se mató...

-¿De verdad? ¿La vio usted con sus propios ojos? ¿Y qué ha sido de ella?

-Kraft la hizo trizas.

-¿Delante de usted, viéndolo usted?

-Delante de mí. La rompió, pensando ya en su muerte, sin duda... Yo no sabía que iba a

pegarse un tiro...

-Así, pues, está destruida. ¡Alabado sea Dios! - dijo lentamente, después de lanzar un

suspiro, y se santiguó.

Yo no le había mentido. O más bien yo había mentido sin proponérmelo, puesto que el

documento estaba en mi casa y nunca había estado en casa de Kraft, pero aquello no era

más que un detalle. En lo esencial yo no había mentido, porque, en el mismo instante en

que estaba mintiendo, me prometía quemar aquella carta esa misma noche. Y lo juro, si la

hubiese tenido en el bolsillo en aquel instante, la habría sacado y se la habría entregado;

pero no la llevaba conmigo, estaba en casa. Por lo demás, quizá no se la habría dado,

porque me habría resultado muy difícil confesarle que era yo quien tenía la carta y que la

había conservado tanto tiempo sin dársela. Es igual: yo la habría quemado en casa de

todas maneras y no he mentido. Yo era puro en aquel instante, puedo jurarlo.

-Si es así -- continué, casi fuera de mí -, dígame una cosa: ¿por qué me ha atraído usted,

me ha halagado y me ha recibido en su casa, sino porque sospechaba que yo conocía la

existencia del documento? Espere - continué -, Catalina Nicolaievna, todavía un minutito,

no hable y déjeme acabar: todas las veces que yo venía a verla, todo este tiempo he

estado sospechando que usted me animaba únicamente para hacerme hablar de esa carta,

para obligarme a confesar... Espere todavía un momento; yo sospechaba, pero sufría. La

doblez de usted me resultaba insoportable porque... porque yo había descubierto en usted

a la más noble de las criaturas. Se lo digo francamente, sí, se to digo a usted francamente:

yo era su enemigo, pero había descubierto en usted a la más noble de las criaturas. Todo

fue vencido de repente. Pero la duplicidad me tenía abrumado... Ahora debe decidirse

todo, explicarse, ha llegado el momento; pero aguarde todavía un poco, no hable,

entérese de la manera que considero ahora todo esto, en el momento actual; se lo digo

francamente: si todo ha ocurrido como yo digo, no me enfadaré... quería decir más bien:

no me sentiré ofendido, porque es lo más natural del mundo, lo comprendo. ¿Qué puede

haber en eso de cosa mala y contra naturaleza? Usted está atormentada por ese do-

cumento, sospecha que hay alguien que lo sabe todo, y claro, usted podía desear

perfectamente que ese individuo hablase... No hay en eso nada de malo, absolutamente

nada. Hablo sinceramente. Pero sin embargo es preciso que usted me diga ahora mismo

una cosa... que usted confiese (perdone esta expresión). Tengo necesidad de saber la

verdad. ¡Tengo una necesidad tan grande! Así, pues, dígame: ¿era para hacerme hablar

del documento por lo que me engatusaba?..., ¿era por eso, Catalina Nicolaievna?

Yo hablalba sin poder detenerme y tenía la frente ardiendo. Ella me escuchaba ahora

sin inquietud; al contrario, su fisonomía revelaba emoción; pero tenía un aire un poco

tímido, tal vez por vergüenza.

--Era por eso -- declaró lentamente y a media voz-. Perdóneme, he hecho mal - agregó

de pronto, levantando las manos ligeramente hacia mí.

Yo no esperaba aquello. Lo esperaba todo, pero no aquellas tres palabras; ni siquiera

viniendo de ella, a la que yo conocía ya tan bien.

-¡Y usted me dice: «He hecho mal» con esa tranquilidad: « He hecho mal» - exclamé.

-¡Oh!, hace ya mucho tiempo que comprendo que me estoy portando muy mal con

usted... Y me alegro de que hoy se ponga todo en claro...

-¿Desde hace mucho tiempo? ¿Y por qué no lo dijo usted antes?

-Es que no sabía cómo decirlo - sonrió -. O, mejor dicho, si habría sabido - volvió a

sonreír --, pero tenía remordimientos... porque es muy cierto que al principio lo «atraje»,

como usted dice, únicamente para eso, pero en seguida yo misma me sentí asqueada... y

toda esta falsedad me ha desagradado muchísimo, ¡se to aseguro! - agregó con amargura -

¡y además todas a estas preocupaciones!

-¿Y por qué, por qué no hacer la pregunta francamente? Usted podría haberme dicho:

«Puesto que conoce la carta, ¿a qué fingir esa ignorancia?» E inmediatamente yo se lo

habría contado todo, se to habría confesado todo en un instante.

-Es que... le tenía un poco de miedo. Lo confieso, no me inspiraba usted la suficiente

confianza. Y, además, a decir verdad, si yo he obrado con doblez, también usted ha hecho

lo mismo - añadió, echándose luego a reír.

-¡Sí, sí, me he portado indignamente! - exclamé abatidísimo -. ¡Oh, no sabe usted

todavia todo lo bajo que he caído, en qué abismo...!

-Bueno, ya estamos con los abismos. Reconozco en eso su estilo.-Sonrió dulcemente -.

Esa carta - agregó con tristeza - ha sido el acto más triste y más insensato de mi vida. Mi

conciencia me lo ha reprochado siempre. Influida por las circunstancias y por mis

temores, llegué a dudar de mi querido y magnánimo padre. Sabiendo que esa carta podía

caer... en manos de gente malvada... pudiendo pensarlo todo - dijo eso con fuego -,

temblaba con la idea de que pudieran servirse de ella para enseñársela a papa... Y eso

habría podido producir en él una impresión fortísima... en su estado... en su salud... y me

habría detestado... Sí - agregó, mirándome a los ojos y después de haber sorprendido sin

duda algún fulgor en mis miradas -, sí, temía también por mí misma: temía que... bajo la

influencia de su enfermedad... fuera a privarme de sus bondades... La verdad es que ese

sentimiento también estaba presente en mí, pero en eso estoy segura de que también he

pensado mal de él: él es tan bueno y tan generoso, que seguramente me habría perdonado.

Y eso es todo lo que ha sucedido. En cuanto a mi conducta respecto a usted, pues bien,

reconozco que no debería haber obrado así - acabó, súbitamente avergonzada -. Me hace

usted avergonzarme de mí misma.

-¡No, no tiene usted por qué avergonzarse! - exclamé.

-La verdad es que yo contaba con su impulsividad... y lo confieso - dijo, bajando los

ojos.

-¡Catalina Nicolaievna! ¿Qué, qué la obliga, dígamelo, qué la obliga a hacerme

confesiones semejantes? - exclamé como embriagado -. ¿Qué le costaba a usted

levantarse y, con expresiones escogidas, de la manera más delicada, probarme, como dos

y dos son cuatro, que todo esto ha sucedido, pero que a pesar de todo no ha sucedido:

usted me comprende, lo mismo que de ordinario se sabe tratar entre ustedes, en el gran

mundo, las verdades más incuestionables? ¡Yo soy un bruto y un grosero, la habría creído

inmediatamente, habría creído de su boca todo lo que usted me hubiese querido contar!

¿Qué trabajo le costaba a usted obrar de esa manera? ¿No tendría miedo de mí? ¿Cómo

ha podido humillarse voluntariamente delante.de un pequeño chismoso, de un muchacho

miserable?

-En cuanto a eso, no creo haberme humillado delante de usted - declaró con una infinita

dignidad, sin duda no habiendo comprendido mi exclamación.

-¡Al contrario, al contrario! ¡Lo que me consume es tratarle de explicar eso!

-Mire, ¡es que era una cosa tan mala y tan desconsiderada por mi parte! - exclamó ella,

llevándose la mano a la cara, como para esconderse detrás -. Ya ayer tenía vergüenza, y

por eso no me sentía a mis anchas cuando vino usted a verme... La verdad es - añadió -

que hoy las circunstancias son tales, que me es absolutamente necesario saber por fin

toda la verdad sobre la suerte de esa malhadada carta que, por otra parte, empezaba ya a

olvidarla... porque no era exclusivamente por la carta por lo que le recibí a usted en casa -

añadió bruscamente.

Me tembló el corazón.

-Desde luego que no - y sonrió finamente -, desde luego que no. Yo... Usted lo ha

notado muy bien hace un momento, Arcadio Makarovitch, usted ha dicho que

hablábamos como un estudiante con una condiscípula. Se lo aseguro, con mucha

frecuencia me aburro en el gran mundo; sobre todo después de mi estancia en el

extranjero y después de todas esas desgracias de familia... Ya ni siquiera salgo mucho, y

no es únicamente por pereza. A menudo me entran ganas de retirarme al campo. Releería

a11í mis libros favoritos, abandonados desde hace mucho tiempo y que nunca llego a

releer. Pero ya le he dicho a usted todo eso. ¿Se acuerda de lo mucho que se rió cuando le

dije que leía dos periódicos rusos por día?

-Yo no me reí...

-Sería sin duda porque también usted estaba emocionado. Se lo confesé hace mucho

tiempo: soy rusa y amo a Rusia. Usted se acuerda, leíamos juntos los «hechos», como

usted los llamaba - se sonrió -. En vano trataba usted de mostrarse con demasiada

frecuencia un poco... raro, usted se animaba a veces hasta el punto de encontrar una

palabra bien sentida, y se interesaba justamente por las cosas - que me interesaban a mí.

Cuando usted es « estudiante», se muestra verdaderamente agradable y original. Los otros

papeles no le encajan tan bien - añadió con una sonrisa astuta y deliciosa -. Acuérdese de

que nos hemos pasado a veces horas enteras ocupándonos nada más que de cifras,

contábamos y calculábamos, buscábamos cuántas escuelas hay en nuestro país, adónde

lleva la instrucción. Contábamos los asesinatos y los asuntos criminales, los

comparábamos con las buenas noticias... Queríamos saber hacia dónde tendía todo

aquello y lo que sucederá finalmente con nosotros. En usted he encontrado sinceridad. En

el mundo, no es así como se nos habla a nosotras, las mujeres. La semana pasada, le

hablé al príncipe ...ov de Bismarck, porque me interesaba mucho por él y no sabía qué

pensar en definitiva. Figúrese que se sentó a mi lado y se puso a contarme historias, con

muchos detalles, pero siempre con una especie de ironía y con esa condescendencia,

insoportable para mí, de la que hacen use por lo general los «grandes hombres» para con

nosotras las mujeres, si se nos ocurre mezclarnos «en lo que no nos concierne»... ¿Se

acuerda usted de cómo estuvimos a punto de pelearnos a propósito de Bismarck? Quería

usted demostrarme que tenía una idea «infinitamente superior» a la de Bismarck. - De

repente se echó a reír -. No he encontrado en toda mi vida más que a dos personas que me

hayan hablado verdaderamente en serio: mi difunto marido, un hombre muy, muy

inteligente y... lleno de nobleza - pronuncíó esa palabra con tono conmovido -, y luego...

pero usted sabe muy bien quién...

-¿Versilov? - exclamé, todo anhelante.

-Sí. Me gustaba mucho oírlo, terminé por ser con él completamente... quizá incluso

demasiado franca, pero en aquel momento no me creyó.

-¡No la creyó!

-Por lo demás, nadie me ha creído nunca.

-¡Pero Versilov, Versilov!

-No sólo no se contentó con no creerme - dija, bajando los ojos y sonriendo

extrañamente -, sino que juzgó que yo tenía «todos los vicios».

-¡No tiene usted ni siquiera uno!

-No, eso tampoco; algunos tengo.

-Versilov no la quería a usted, por eso no ha podido comprenderla-exclamé, con los

ojos brillantes.

Algo cambió en su rostro.

-Deje usted eso y no me hable nunca de... ese hombre - agregó calurosamente y con una

fuerte insistencia -. Pero basta. Ya es hora. - Se levantó para irse -. Bueno, ¿me perdona

usted, sí o no? - dijo, mirándome limpiamente.

-¡Yo... perdonarla yo a usted! Mire, Catalina Nicolaievna, no se enfade, ¿es verdad que

va a casarse?

-No es una cosa que está totalmente decidida - dijo como asustada, turbada.

-¿Es una buena persona? Perdón, perdóneme esta pregunta.

-Sí, muy buena...

-¡No me responda ya, no me conceda ni una sola respuesta! ¡Yo sé muy bien que estas

preguntas son imposibles, siendo yo quien las hago! Quería solamente saber si se trata de

un hombre digno o no, pero yo mismo me procuraré los informes.

-¡Oh, mire! - exclamó espantada.

-No, no quiero, no quiero. Iré más allá... Pero he aquí lo que tengo que decirle a usted:

¡Que Dios le conceda toda clase de felicidades, todas las que usted desee... a cambio de

toda la felïcidad que acaba usted de otorgarme en menos de una hora! En lo sucesivo,

usted permanecerá grabada siempre en mi memoria. He conseguido un tesoro: el

pensamiento de su perfección. Me imaginaba una cosa de perfidia, una coquetería

grosera, y me sentía desgraciado... porque no podia compaginar esa idea con usted...

Estos días últimos, pensaba en eso día y noche; y ahora todo está claro como el amanecer.

Al venir aquí, pensaba que recogería hipocresía, astucia, preguntas de serpiente, y he

encontrado honor, gloria, franqueza de estudiante... ¿Se ríe usted? Bueno, bueno. Lo que

pasa es que es usted una Santa y no puede reírse de lo que es sagrado...

-¡Oh!, no, me río solamente porque emplea usted palabras tan aterradoras... ¿Qué

significa por ejemplo eso de «preguntas de serpiente»?

Se echó a reír.

-Hoy se le ha escapado a usted una palabra preciosa - continué entusiasmado -. ¿Cómo

ha podido decir delante de mí «que contaba con mi impulsividad»? Lo creo a pies

juntillas, usted es una Santa, y usted misma lo reconoce, puesto que se imagina culpable

de no sé qué falta y quiere castigarse por eso... aunque en realidad nó hay falta en

absoluto, puesto que, aunque hubiera algo, todo lo que proviene de usted es santo. Pero,

sin embargo, usted podría no haber pronunciado esa palabra, esa expresión... Una

franqueza tan poco natural prueba solarnente su suprema castidad, su respeto hacia mí, su

fe en mí - exclamé sin transición -. ¡Oh!, no se ruborice usted, no se ruborice... ¿Y quién,

quién ha podido calumniarla y decir que es usted una mujer apasionada? Oh, perdóneme:

veo una expresión de dolor en su rostro, perdone a un muchacho exaltado sus frases tan

torpes. Pero, ¿cómo va a tratarse hoy de frases, de expresiones? ¿No está usted por

encima de todas las expresiones? Vetsilov dijo un día que si Otelo mató a Desdémona y

se mató en seguida él no fue por celos, sino porque le habían arrebatado su ideal... ¡Lo

comprendo muy bien, porque hoy me ha sido devuelto mi ideal!

-Usted me alaba demasiado; no lo merezco - dijo ella, emocionada -. ¿Se acuerda de lo

que le dije de sus ojos? - agregó jovialmente.

-Que no son ojos, sino microscopios, y que convierto a una mosca en un camello. No,

no hay camello que valga... ¿Cómo, se va usted?

Estaba en medio de la habitación, con el manguito y el chal en la mano.

-No, esperaré que usted se marche, me iré a continuación. Tengo que escribírle a

Tatiana Pavlovna don palabritas.

-Me voy, me voy, pero una vez más: ¡que sea usted muy dichosa, sola o con el que

usted elija! Por mi parte, no necesito más que mi ideal.

-Mi querido, mi buen Arcadio Makarovitch, créame, pensaré en usted... Mi padre

siempre dice al hablar de usted: «El buen muchacho, el agradable joven.» Créame, me

acordaré siempre de sun historian sobre el pobre muchachito abandonado en casa de

desconocidos, sobre sus sueños solítarios... Comprendo muy bien cómo se ha ido

formando el alma de usted... Pero ahora no podemos volver a ser estudíantes por más que

hagamos - agregó, con una sonrisa suplicante y púdica, estrechándome la mano-, no

tenemos ya derecho a vernos como otras veces y... pero usted me comprende, ¿verdad?

-¿Que no tenemos derecho?

-No, y por mucho tiempo... Y es culpa mía... Veo que ahora es completamente

imposible... Nos encontraremos algunas veces en casa de papa.

« ¿Teme uested "la impulsividad" de mis sentimientos? ¿No tiene confianza en mí?»,

quise exclamar, pero ella sintió de repente tanta vergüenza delante de mí, que las palabras

no llegaron a salirme de los labios.

-Dígame - me detuvo de pronto, cuando me hallaba a un paso de la puerta -, ¿vio usted

con sus propios ojos que... aquella carta... fue hecha pedazos? ¿Se acuerda usted -bien?

¿Y cómo supo que era la carta escrita a Andronikov?

-Kraft me habló del contenido, incluso me la enseñó... ¡Adiós! Cuando estaba en casa

de usted, me mostraba enormemente tímido, pero, cuando usted salía, siempre me hallaba

dispuesto a lanzarme y a besar la parte del entarimado donde se habían posado sus pies...

- dije de repente, sin saber cómo ni por qué, y, sin mirarla, salí rápidamente.

Me preecipité hacia mi casa, mi alma presa del entusiasmo. Todo daba vueltas en mi

mente como un torbellino, y mi corazón estaba rebosante. A1 acercarme a la casa de mi

madre, me acordé de improviso de la ingratitud de Lisa hacia Ana Andreievna, de sus

palabras crueles y monstruosas de hacía un momento, y al punto me dolió el corazón por

ellas dos. « ¡Qué corazón más duro tienen todas! Pero Lisa, ¿qué tendrá?», pensé al poner

el pie en la escalinata.

Despedí a Matvei y le ordené que viniese a recogerme a mi casa a las nueve.

 

CAPÍTULO V

I

Llegué tarde para la comida, pero todavía no se habían sentado a la mesa: me

esperaban. Tal, vez porque yo comía raramente en casa de ellos, se habían hecho algunos

extraordinarios, como entremeses, sardinas, etc. Pero, con gran asombro por mi parte y

gran pena, encontré a todo el mundo preocupado, enfurruñado: Lisa apenas sonrió al

verme, y mamá estaba visiblemente inquieta; Versilov sonreía, pero con esfuerzo. «¿No

habrán disputado?», pensé. Al principio, todo fue bien. Versilov solamente torció el gesto

delante de la sopa de fideos, poniendo una cara larguísima cuando trajeron las

albóndigas.

-Basta que diga que mi estómago no soporta un determinado plato para que, al día

siguiente, haga su aparicién - se dejó decir, lleno de despecho.

-Pero, Andrés Petrovitch, ¿qué quiere usted que haga? Todos los días no se puede

inventar un plato nuevo - respondió tímidamente mi madre.

-Tu madre es todo lo contrario de algunos de nuestros periódicos para los que todo lo

que es nuevo es bueno.

Versilov quería bromear, decir alguna cosa jovial y amable, pero no lo consiguió; no

hizo más que asustar mayormente a mi madre que, como es natural, no comprendió nada

de aquella comparación con los periódicos y lanzó miradas angustiadas. En aquel instante

entró Tatiana Pavlovna, que declaró haber comido ya y que se sentó sobre el diván al

lado de mi madre.

Yo no había conseguido aún ganarme las simpatías de aquella persona; al contrario, me

atacaba más y más, a propósito de todo y de nada. Su descontento había incluso aumen-

tado en los últimos tiempos: no podía ver mi traje de dandy, y Lisa me había confiado

que estuvo a punto de sufrir un ataque al enterarse de que tenía un cochero a mis órdenes.

Yo había acabado por rehuirla lo más que podía. Hacía dos meses, después de la

restitución de la herencia, había corrido a su casa para contarle la conducta de Versilov,

pero no me encontré con la menor simpatía; al contrario, se había mostrado terriblemente

disgustada: le desagradaba mucho que se hubiese devuelto todo, en lugar de la mitad; en

cuanto a mí, me hizo esta observación virulenta:

-Me apuesto algo a que estás seguro de que ha devuelto el dinero y ha provocado al otro

en duelo únicamente para subir un poco más en la estimación de Arcadio Makarovitch.

¡Casi lo había adivinado! Por aquel entonces yo tenía sentimientos de ese tipo.

Desde que entró, comprendí en seguida que fatalmente se me iba a echar encima; estaba

incluso bastante convencido de que ella hábía venido exclusivamente para eso. Por tal

motivo adopté al punto un tono extremadamente despreocupado, cosa que en realidad no

me costaba ningún trabajo, puesto que continuaba sintiéndome radiante de alegría.

Advertiré de una vez para siempre que ese tono de despreocupación no encajaba conmigo

en absoluto, no convenía a mi fisonomía y, por el contrario, me cubría siempre de

vergüenza. Eso fue lo que sucedió: bien pronto fui atrapado en flagrante delito de

mentíra. Sin ninguna mala intención, por pura ligereza, habiendo notado que Lisa estaba

espantosamente triste, solté de repente, sin reflexionar en lo que decía:

-Hace un siglo que no como aquí, y da la casualidad de que te veo toda enfurruñada,

Lisa.

-Me duele la cabeza - respondió ella.

-¡Oh, Dios mío! - atacó Tatiana Pavlovna -, está enferma, ¿y qué importa eso? Arcadio

Makarovitch se ha dignado venir a comer: es preciso bailar y alegrarse.

-Decididamente es usted el azote de mi existencia, Tatiana Pavlovna. No vendré nunca

más cuando esté usted aqui.

Y con un despecho sincero, di un golpe en la mesa. Mi madre se sobresaltó y Versilov

me miró con expresión extraña. Me eché a reír y pedí perdón.

-Tatiana Pavlovna, retiro lo de azote- dije, volviéndome hacia ella, con tono siempre

despreocupado.

-No, no - dijo secamente -, me halaga muchísimo más ser tu azote que lo contrario,

puedes estar convencido.

-Muchacho, es preciso saber soportar los pequeños azotes de la existencia - susurró

Versilov sonriendo -. Sin azotes, la vida carece de encanto.

-Mire, algunas veces es usted un terrible reaccionario -prorrumpí, y me eché a reír

nerviosamente.

-Amigo mío, eso me es completamente igual.

-No, ¿cómo va a ser igual.? ¿Por qué no decirle francamente a un asno que es un asno?

-¿Quieres hablar de ti? Ante todo ni quiero ni puedo juzgar a nadie.

¿Por qué no quiere usted, por qué no puede?

-Pereza y repugnancia. Una mujer inteligente me dijo un día que no tengo derecho a

juzgar a los demás porque «yo no se sufrír», siendo así que para erigirse en juez, hace

falta ganarse con los sufrimientos el derecho a juzgar. Es un poco grandilocuente, pero,

aplicado a mí, tal vez es cierto, y me he sometido gustosamente a ese juicio.

-¿No será Tatiana Pavlovna la que le haya dicho a usted eso? -- pregunté.

-¿Cómo lo has adivinado? -- dijo Versilov lanzándome una mirada ligeramente

asombrada.

-Se lo he notado a ella en la cara: ha tenido una contracción.

Yo había adivinado por casualidad. Aquella frase, como supe más tarde, le había sido

dicha la víspeta a Versilov por Tatiana Pavlovna, en el curso de una conversación

animada. (En general, lo repito, con mi alegría y mi expansividad, había caído a11í muy

inoportunamente: cada uno de ellos tenía su preocupación, y bien penosa por cierto. )

-No comprendo nada de eso; es todo demasiado abstracto. use es un rasgo de su

carácter: es espantoso lo mucho que le gusta a usted hablar en tono abstracto, Andrés

Petrovitch; es signo de egoísmo: únicamente a los egoístas les gusta hablar en tono

abstracto.

-No está mal dicho eso, pero no insistas.

-¡No, permítame! - insisti con mi natural expansivo -. ¿Qué significa «ganar con los

sufrimientos el derecho a juzgar»? Todo hombre honrado puede ser juez, eso es lo que yo

pienso.

-Entonces apenas encontrará jueces.

-Conozco a uno.

-¿A quién?

-Está aquí a punto de discutir conmigo.

Versilov tuvo una risa extraña, se inclinó del todo sobre mi oreja y, agarrándome por el

hombro, me susurró:

-Te está mintiendo.

No he comprendido todavía cuál era entonces su pensamiento, pero sin duda él se

encontraba en aquel instante presa de una extrema turbación (como consecuencia de

cierta noticia, como lo he conjeturado más tarde). Pero aquella frase: « Te está

mintiendo» era tan inesperada, había sido dicha tan en serio y con una expresión tan

singular, de ningún modo agradable, que me estremecí nerviosamente, me sentí casi

espantado y le lance una mirada salvaje; pero Versilov se apresuró a reírse.

-¡Bueno, Dios sea alabado! - dijo mi madre, que se había asustado al verlo

cuchichearme al oído, no fuese yo a creer... -. Tú, mi querido Arcadio, no debes enfadarte

con nosotros; personas inteligentes las encontrarás a montones, pero, ¿quién te querrá si

no estamos nosotros?

-Precisamente por eso el cariño de los padres es inmoral, mamá: es una cosa

inmerecida. Y el cariño debe ser merecido.

-Ya te lo merecerás más tarde; mientras tanto, se te quiere gratis.

Todo el mundo se echó a reír.

-Pues bien, mamá, tal vez no lo has dicho adrede, pero lo cierto es que has dado en el

blanco - exclamé, y me eché también a reír.

-¿Y te figuras tú quizá que hay motivos para quererte? - era de nuevo Tatiana Pavlovna,

que otra vez se lanzaba sobre mí-. O te quieren gratis, o más bien te quieten venciendo su

repugnancia.

-¡Ah, no! - exclamé alegremente -. ¿Sabe usted quién me ha dicho hoy que me quiere?

-¡Si lo ha dicho, es para burlarse de ti! - replicó repentinamente Tatiana Pavlovna con

una malicia poco natural, como si hubiera estado aguardando de mí precisamente aquella

frase -. Sí, un hombre delicado, y más todavía una mujer, tiene que sentirse repelido por

la negrura de tu alma. Te peinas a raya, tienes ropa blanca de lo más fino, trajes hechos

en casa del mejor sastre francés, y todo eso no es más que fango. ¿Quién te viste, quién te

alimenta, quién te da dinero para jugar a la ruleta? Acuérdate de esa persona a la que no

te da vergüenza de pedirle ese dinero.

Mi madre se puso roja como una amapola. Nunca había visto yo en su rostro tanta

vergüenza. Me invadió la rabia:

-Si gasto, lo hago con mi dinero y no tengo que rendirle cuentas a nadie - declare, todo

arrebolado.

-¿Tu dinero? ¿Qué es eso de tu dinero?

-Si no es mi dinero, es el de Andrés Petrovitch. Él no me lo negará... Se lo he pedido

prestado al príncipe, de lo que éste le debe a Andrés Petrovitch...

-Amigo mío - declaró firmemente Versilov -, él no tiene un solo copec que sea mío.

La frase era terrible. Me quedé clavado en el sitio. Sin duda, al recordar mi estado de

ánimo entonces, paradójico y desordenado, habría debido dejarme arrastrar por algún

«noble» impulso, por alguna palabra detonante o alguna otra cosa de ese tipo; pero de

repente observé en el rostro sombrío de Lisa una expresión malvada, acusadora, una

expresión injusta, casi una burla sarcástica, y un demonio me empujó:

-Me parece, señorita - me volví de pronto hacia ella -, que va usted a visitar muchísimo

a Daria Onissimovna, en casa del príncipe. ¿Puedo pedirle que entregue al príncipe estos

trescientos rublos, por los cuales ya me ha atormentado usted hoy bastante?

Saqué el dinero y se lo tendí. Pues bien, ¿podrá creerse?, esas palabras villanas fueron

dichas sin ningún propósito, es decir, sin la menor alusión a lo que quiera que fuese. Por

otra parte, no podía haber alusión alguna, porque en aquel momento yo no estaba

enterado absolutamente de nada. Quizá tuve solamente el deseo de lanzarle un puntazo,

relativamente muy inocente, poco más o menos de este tenor: usted, señorita, que se mete

en lo que no le importa, usted consentirá tal vez, puesto que tanto le interesa meter la

nariz en todas partes, en ir a ver a ese príncipe, a ese joven, a ese oficial petersburgués, y

entregarle ese recado, «puesto que tanto disfruta usted entrometiéndose en los asuntos de

la gente joven». Pero cuál no sería mi estupefacción cuando mi madre se levantó

bruscamente y, levantando el dedo para amenazarme, lanzó este grito:

-¡Cállate! ¡Cállate!

Yo no podía esperar nada parecido por parte de ella y me sobresalté, no de temor, sino

con una especie de sufrimiento, con una herida torturante en el corazón, al adivinar de

pronto que acababa de producirse algo terrible. Pero mamá no resistió mucho tiempo:

ocultándose el rostro entre las manos, salió rápidamente de la habitación. Lisa la siguió,

sin mirar hacia el sitio donde yo estaba. Tatíana Pavlovna me examinó medio minuto en

silencio:

-¿Es posible que hayas querido decir una porquería? -exclamó enigmáticamente,

mirándome con profundo asombro.

Pero, sin aguardar mi respuesta, se marchó también. Versilov se levantó de la mesa con

aire hostil, casi maligno, y cogió el sombrero que tenía en un rincón.

-Me parece que no eres tan estúpido... no eres más que un inocente - gruñó con tono

burlón -. Si las mujeres vuelven, díles que no me esperen para el postre: voy a dar una

vuelta.

Me quedé solo. Al principio encontré aquello extraño, luego ofensivo, por fin vi

claramente que no sabía a qué atenerme. Por lo demás, no sabía por qué, presentía algo.

Me senté ante la ventana y aguardé. Al cabo de unos diez minutos, también yo cogí mi

sombrero y subí a mi antigua buhardilla. Sabía que ellas estaban a11í, es decir, mamá y

Lisa, y que Tatiana Pavlovna se había marchado ya. En efecto, me las encontré a las dos

juntas sobre mi diván, cuchicheando. Cuando aparecí, aquel cuchicheo cesó en absoluto.

Con gran asombro por mi parte, no se mostraron enfadadas; por lo menos mamá me

sonrió.

-Perdón, mamá - comencé.

-Vamos, vamos, no es nada - interrumpió ella -; lo que tenéis que hacer es quereros el

uno al otro y no pelearos nunca. Dios os dará la felicidad.

-Él, mamá, no me hará nunca ningún daño, de eso estoy segura - dijo Lisa con

convicción y sentimiento.

-Sin esa Tatiana Pav1ovna, nada de esto habría sucedido - exclamé -. Es un ser odioso.

-¿Ve usted, mamá? ¿Lo oye? - dijo Lisa señalándome.

-Y he aquí lo que voy a deciros a las dos - proclamé -. Si hay alguien malo aquí, soy yo

sólo; el resto es encantador.

-Mi pequeño Arcadio, no te enfades, querido mío, pero si pudieras dejar...

-¿De jugar? ¿De jugar? Dejaré, mamá. Iré hoy por última vez. sobre todo después de lo

que Andrés Petrovitch acaba de declarar a todo pulmón, que no tiene a11í ni un solo

copec suyo. No podéis figuraros hasta qué punto me dio vergüenza... Pero tengo que

explicaros... Mi querida mamá, la última vez que estuve aquí pronuncié... unas palabras

torpes... Mamá, he mentido: quiero creer sinceramente, me las he dado de fanfarrón, pero

amo mucho al Cristo...

En efecto, la véz precedente habíamos tenido una conversación de ese tipo. Mi madre

se había mostrado muy apenada y muy alarmada. Ahora, después de oírme, me sonrió

como a un niño:

-El Cristo, mi pequeño Arcadio, lo perdonará todo, tanto tus blasfemias como cosas

todavía peores. El Cristo es un padre, el Cristo no tiene necesidad de nada y

resplandecerá hasta en las tinieblas más profundas...

Me despedí de ellas y salí pensando en las posibilidades que tenía de ver aquel mismo

día a Versilov; tenía que hablar mucho con él, y hacía un momento había sido imposible.

Tenía grandes sospechas de que me aguardaba en casa. Me dirigí a11í a pie; estaba

empezando a helar ligeramente y el paseo resultaba muy agradable.

 

II

Yo vivía cerca del puente Voznessenski (96) en un gran edificio, por la parte del patio.

A1 entrar en el portal tropecé con Versilov que salía de mi casa.

-Siguiendo mi costumbre, he venido, dando un paseo, hasta tu casa a incluso te he

aguardado en la habitación de Pedro Hippolitovitch, pero he acabado por aburrirme.

Están siempre con ganas de disputa y hoy la mujer se ha metido en la cama y se ha puesto

a llorar. He echado una ojeada y me he marchado.

Experimenté una especie de descontento.

-Creo que soy la única persona a cuya casa va usted y que, aparte de mí y de Pedro

Hippolitovitch, no tiene usted a nadie en todo Petersburgo, ¿no es así?

-Amigo mío... ¿qué más te da eso?

-Y ahora, ¿adónde va usted?

-No, no volveré a subir a tu casa. Si quieres, podemos pasearnos, la noche es

espléndida.

-Si, en lugar de consideraciones abstractas, me hubiese usted hablado humanamente, si

por ejemplo me hubiese hecho una alusión, una simple alusión a ese juego maldito, quizá

no me habría yo dejado embarcar como un imbécil - dije de pronto.

-¿Te arrepientes? Está bien - respondió pesando sus palabras -. Siempre he sospechado

que el juego en ti no era lo esencial, sino una simple desviación pasajera... Tienes razón,

amigo mío, el juego es una porquería, y además se puede perder.

-Y perder también el dinero de los demás.

-¿Has perdido tú el dinero de los demás?

-El de usted. Yo le pedía prestado al príncipe contando con la deuda de éste. Sin duda

era un comportamiento absurdo y estúpido por mi parte esto de considerar el dinero de

usted como mío, pero yo siempre quería jugar para desquitarme.

-Te prevengo una vez más, muchacho, que el príncipe no tiene ningún dinero mío. Sé

que ese joven está por su parte en una situación muy apurada, y estimo que no me debe

nada, a pesar de sus promesas.

--En ese caso, mi situación es dos veces peor... ¡Es cómica! ¿Y a título de qué me dará

él y aceptaré yo, después de esto?

-Eso es asunto tuyo... ¿De verdad no tienes justificación ninguna para admitir su dinero,

eh?

-Fuera de la camaradería...

-¿Ninguna justificación fuera de la camaradería? ¿No algún otro niotivo que te permita

pedirle prestado? Vamos, en virtud de ciertas consideraciones... ¿eh?

-¿Qué consideraciones? No comprendo.

-Tanto mejor si no comprendes. Te confieso, amigo mío, que estaba persuadido de ello.

Brisons là, mon cher. Y por lo menos trata de no jugar más.

-¡Si me lo hubiese usted dicho antes! E incluso ahora, no me lo dice usted, me lo

susurra.

-Si te lo hubiese dicho antes, no habríamos conseguido más que enfadarnos y tú no

tendrías tanta alegría al recibirme en tu casa por las noches. Ha de saber, amigo mío, que

todos esos consejos saludables y dados por anticipado no son más que intrusiones en la

conciencia del prójimo. Yo estoy ya bastante escarmentado de esas incursiones y, al fin y

a la postre, eso no proporciona nada más que quebraderos de cabeza y burlas. De los

papirotazos y las burlas, me importa un comino, pero lo importante es que esas maniobras

no acaban en nada: por más que uno se entrometa, nadie escucha... y todo el mundo llega

a detestarnos.

-Me alegro de que empiece usted a hablarme de una manera que no tenga nada que ver

con las abstracciones. Hace mucho tiempo que quiero preguntarle una cosa, pero no he

podido hasta ahora. Es conveniente que estemos en la calle. ¿Se acuerda usted de aquella

noche, en su casa, la última noche, hace dos meses, cuando usted estaba sentado en mi

habitación, en mi «ataúd», y yo le hacía preguntas sobre mamá y sobre Makar

Ivanovitch? ¿Se acuerda usted de lo descarado que era yo entonces? ¿Se le podía permitir

a un hijo mocoso hablar en esos términos de su madre? Pues bien, usted no pronunció

una sola palabra; al contrario, se franqueó completamente y con eso me sumió en

mayores confusiones.

-Amigo mío, me alegro de oírte expresar... sentimientos semejantes... Sí, me acuerdo

muy bien; yo aguardaba en efecto, en aquellos momentos, la aparición de un rubor en tu

rostro y, si te dejaba seguir, era quizá para empujarte hasta el límite...

-¡Y lo único que hizo usted entonces fue engañarme y enturbiar todavía más la fuente

pura que había en mi alma. Sí, soy un muchacho miserable a ignoro a veces lo que está

bien y lo que está mal. Si usted me hubiese mostrado el camino aunque sólo fuera un

poquito, yo habría comprendido, y me habría puesto inmediatamente en el camino recto.

Pero usted no hizo más que irritarme.

-Cher enfant, siempre he presentido que, de una manera o de otra, llegaríamos a

ponernos de acuerdo: ese «rubor» en tu rostro, te ha venido ahora con toda naturalidad,

sin indicación de mi parte, y, te lo juro, eso vale más para ti... Observo, querido mío, que

has ganado mucho en estos últimos tiempos... ¿No se deberá eso a la compañía de ese

joven príncipe?

-No me alabe usted; eso no me gusta. No deje en mi corazón la penosa sospecha de que

me alaba por hipocresía, en perjuicio de la verdad, para no dejar de agradarme. En estos

últimos tiempos... mire usted... he hecho amistad con señoras. Por ejemplo soy muy bien

recibido en casa de Ana Andreievna, ¿sabe usted?

-Lo sé por ella misma, amigo mío. Sí, es encantadora e inteligente. Mais brisons là,

mon cher. Es curioso, me siento mal hoy, ¿será quizás el spleen? Lo atribuyo a las

hemorroides. ¿Qué pasó en casa? ¿Nada? Hiciste la paz, hubo besos y abrazos,

naturalmente, ¿no es así? Cela va sans dire. Es triste algunas veces verse obligado a ir a

buscarlas, incluso después del paseo más desagradable. Te aseguro que hay ocasiones en

que doy rodeos bajo la lluvia para retardar el momento de volver a entrar en casa... ¡Qué

fastidio, Dios mío, qué fastidio!

-Mamá...

-Tu madre es la más perfecta y la más deliciosa de las criaturas, mais... En una palabra,

lo más probable será que yo no valga lo que ella. A propósito, ¿qué es lo que tienen hoy?

Todos estos últimos días tienen todas ellas, diríamos... Es que, tú sabes, trato siempre de

no enterarme, pero me parece que hoy se ha cerrado algo entre ellas... ¿No has notado

nada?

-No sé absolutamente nada y ni siquiera habría notado lo más mínimo sin esa maldita

Tatiana Pavlovna, que no puede dejar de morder. Tiene usted razón: hay algo. Encontré a

Lisa en casa de Ana Andreievna; estaba un poco... incluso me ha dejado asombrado.

Usted sabe sin duda que la reciben en casa de Ana Andreievna, ¿no?

-Lo sé, amigo mío. Y tú... ¿Cuándo has estado en casa de Ana Andreievna... a qué hora

exactamente? Tengo necesidad de saberlo a causa de un cierto detalle.

-Entre las dos y las tres. Y figúrese que en el momento en que yo salía, llegaba el

príncipe...

Le conté toda mi visita hasta en sus menores detalles. Escuchó sin decir una palabra;

sobre el posible matrimonio del príncipe y de Ana Andreievna no hizo el menor

comentario; a mis elogios entusiastas de Ana Andreievna susurró de nuevo que era

«encantadora».

-Hoy la he asombrado enormemente al comunicarle la noticia recentísima de que

Catalina Nicolaievna Akhmakova se casa con el barón Bioring - dije bruscamente como

si la frase se me hubiera escapado.

-¿Sí? Pues bien, figúrate que ella me ha comunicado esa misma «noticia» esta mañana,

antes del mediodía, es decir, mucho antes de que tú hubieras podido asombrarla.

-¿Qué me dice usted? - me quedé clavado en el sitio -. ¿Y cómo ha podido saberla?

Pero, ¿qué digo? Desde luego que ha podido enterarse antes que yo, pero figúrese usted

que me la ha escuchado decir como si se tratase de una noticia portentosa. En fin, ¿qué se

le va a hacer? Tiene que haber gente de todas clases, ¿no es eso? Yo, por ejemplo, habría

propalado la noticia inmediatamente, mientras que ella se la guarda en el buche... De

acuerdo, está bien... ¡Y sin embargo es la más encantadora de las criaturas y el más

admirable de los caracteres!

-Sin duda, cada cual está hecho de una manera distinta. Pero lo más original es que

estos caracteres admirables se superan a veces proponiendo extraños enigmas. Figúrate

que Ana Andreievna, hoy mismo, me lanza a quemarropa esta pregunta: «¿Quiere usted a

Catalina Nicolaievna Akhmakova, sí o no?»

-¡Qué pregunta más absurda y más ridícula! - exclamé, nuevamente aturdido.

Por un momento lo vi todo turbio. Yo nunca había tratado con él de aquel tema, y ahora

era él mismo quien...

-Pero, ¿cómo ha formulado esa pregunta?

-Pues de ninguna manera, amigo mío. El buche, como tú dices, se volvió a cerrar, más

herméticamente que antes. Y fíjate bien, yo no había admitido jamás la posibilidad de

semejantes conversaciones entre nosotros, y ella tampoco por su parte... Pero tú mismo

dices que la conoces; puedes por tanto figurarte hasta qué punto le cuadra una pregunta

así... ¿No sabías tú algo?

-Tan enigma resulta para mí como para usted. ¿Quizás una curiosidad frívola, una

broma?

-Al contrario, la pregunta era muy seria. No era una pregunta, sino casi un

interrogatorio, y por lo visto por motivos extraordinarios y categóricos. ¿La verás tú?

¿Puedes enterarte de alguna cosa? Incluso te pediría que lo hicieras, porque, como

comprendes...

-¡Pero la posibilidad, el suponer simplemente que usted pueda querer a Catalina

Nicolaievna... ! Perdóneme, no llego a salir de mi asombro. Nunca, nunca me he

permitido hablarle a usted de este tema ni de nada que se le parezca...

-Y has obrado cuerdamente, querido mío.

-Las antiguas intrigas de usted, sus antiguas relaciones, serían naturalmente entre

nosotros un tema inconveniente. Incluso habría sido estúpido por mi parte. Pero da la

casualidad de que en estos últimos tiempos, estos últimos días, me he preguntado varias

veces a mí mismo: bueno, si un día quiso a esta mujer, ¿no fue más que un instante? ¡Oh,

usted no habría cometido jamás por su parte un error tan terrible como el que se produjo a

continuación! Lo que sucedió, lo sé: estoy enterado de la hostilidad y de la repugnancia

mutuas, por así decirlo, que siente cada uno de ustedes por el otro, he oído hablar do eso,

incluso demasiado, ya en Moscú, y, precisamente, lo que destaca aquí, ante todo, es ese

hecho de una repugnancia a ultranza, de una hostilidad encarnizada, exactamente to

contrario del amor. ¡Y he aquí que Ana Andreievna le pregunta a usted de repente si la

quiere! ¿Es posible que esté tan mal informada? Es muy extraño. Quería reírse, se lo

aseguro a usted, quería reírse.

-Pero observo, querido mío - percibí en su voz no sé qué de nervioso y de íntimo,

penetrante hasta el corazón, lo que le sucedía muy raras veces -,observo que tú mismo ha-

blas de esto con mucho calor. Acabas de decir que tienes amistades femeninas...

Naturalmente, me desagrada hacerte preguntas... sobre un tema semejante, como tú

acabas de decir... Pero « esta mujer», ¿no está en la lista de tus nuevos amigos?

-Esta mujer... - mi voz tembló de repente -, escuche. Andrés Petrovitch, escuche: esta

mujer es lo que usted dijo hace poco en casa del príncipe sobre la «vida viviente» (97),

¿se acuerda usted? Usted dijo que esta vida verdadera es algo tan claro y tan sencillo, que

le mira a uno tan de frente, que precisamente por esa misma rectitud y esa límpieza es

imposible creer que sea lo que hemos buscado toda nuestra vida con tanto esfuerzo...

¡Pues bien, he ahí con qué ojos ha acogido usted a la mujer ideal y reconocido en la

perfección, en el ideal, «todos los vicios»! ¡Eso es lo que hay!

El lector puede juzgar hasta qué punto yo estaba fuera de mí.

-¡«Todos los vicios»! ¡Oh, oh, he ahí una frase que conozco muy bien! - exclamó

Versilov -. Si hemos llegado hasta el extremo de que esta frase te haya sido comunicada,

tal vez convendría felicitarte, ¿no es así? Eso supone entre vosotros una intimidad tal, que

quizá fuera preciso alabarte por una modestia y una discreción de las que pocos jóvenes

son capaces...

En su voz sonaba una risa amable, amistosa, acariciadora... Había algo provocativo y

gentil en sus palabras, en su rostro luminoso, en la medida en que podía darme cuenta de

ello en medio de la oscuridad. Se mostraba presa de una extraña excitación. Me iluminé a

pesar mío.

-¡Modestia, díscreción! ¡Oh, no, no! - exclamé, ruborizándome y estrechando al mismo

tiempo su mano, que ya le había agarrado y que, sin darme cuenta, no se la había sol-

tado-. ¡No, por nada en el mundo...! ¡No hay motivo para felicitarme y nada semejante

podrá producirse jamás!, ¡jamás! - Yo me ahogaba y volaba, ¡tenía tantas ganas de volar!,

¡encontraba tantos encantos en aquel momento! -. Usted sabe..., ¡oh, si eso llegase algún

día, un momentito nada más!, usted ve, mi querido, mi simpático papá, ¿me permite usted

que le llame papá?, no es solamente un padre a su hijo, pero quienquiera que sea debe

prohibirse hablar a una tercera persona de sus relaciones con una mujer, por puras que

esas relaciones sean. E incluso cuanto más puras sean, más secretas deben permanecer.

Es repugnante, es grosero, en una palabra, aquí no hay confidente posible. Pero si no

existe nada, absolutamente nada, se puede hablar entonces, está permitido, ¿verdad?

-Si el corazón te lo aconseja...

-Una pregunta indiscreta, muy indiscreta: usted, en su vida, usted ha conocido mujeres,

usted ha tenido amoríos, ¿no? Se lo pregunto en general, no en particular.

Me sonrojaba, me ahogaba de entusiasmo.

-Pues bien, admitamos que sí.

-Entonces, he aquí un caso que usted va a explicarme, puesto que tiene más

experiencia: una mujer le dice a usted de repente al despedirle, esto es, completamente de

pronto, mirando a otro lado: « Mañana estaré a las tres en tal sitio»... en casa de Tatiana

Pavlovna, por ejemplo.

Estaba lanzado y fui hasta el fin. El corazón me latía irregularmente, incluso cesó de

latir. Quería pararme y no seguir hablando: ¡imposible! Él era todo oídos.

-Pues bien, el día siguiente a las tres, estoy en casa de Tatiana Pavlovna. Entro y me

hago estos razonamientos; « Va a abrirme la cocinera, ¿conoce usted a su cocinera?, y le

preguntaré de golpe y porrazo: ¿Está Tatiana Pavlovna en casa? Y si me dice que Tatiana

Pavlovna no está en casa y que hay una mujer que la espera», entonces, ¿qué debo

deducir?, dígamelo, si usted... En una palabra, si usted...

-Sencillamente que te han dado una cita. Pero, ¿ha sido así la cosa? ¿Y era hoy? ¿Sí?

-¡Oh, no, no, no! ¡En absoluto, de ninguna manera! ¡La cosa ha sucedido, pero no de

esta forma! Una cita, pero no para eso, lo declaro antes que nada, para no ser un bellaco,

la cosa ha sucedido, pero...

-Amigo mío, todo esto empieza a ponerse tan interesante, que te propongo...

-Yo mismo, yo he dado diez y veinticinco copeques ¡se acabó! Solamente algunos

copeques, es un teniente quien lo pide, un antiguo teniente.

La alta silueta de un mendigo, tal vez, en verdad, un teniente retirado, nos cerraba de

pronto el paso. Lo más curioso era que estaba muy bien vestido para ejercer aquella

profesión; lo que no le impedía tender la mano.

 

III

Aquel miserable episodio del miserable teniente lo menciono aposta, porque Versilov

se presenta siempre en mi memoria acompañado por todos los detalles, incluso los más

menudos, de aquella circunstancia que para mí fue fatal. ¡Fatal, pero yo no lo sabía!

-¡Déjenos en paz, o llamo inmediatamente a la policía!

Versilov había elevado la voz súbitamente y de manera poco natural, parándose delante

del teniente. Yo no me habría figurado nunca que fuera posible una cólera semejante por

parte de tal filósofo y por un motivo tan insignificante. Y, fíjense ustedes,

interrumpíamos nuestra conversación en el pasaje más interesante para él, según él

mismo acababa de manifestarlo.

-Entonces, ¿es que no tienen ustedes ni una simple moneda de cobre? - gritó

groseramente el teniente con un ademán - ¿Qué canalla es ésta que no tiene hoy ni

siquiera una moneda? ¡Roñoso! ¡Pillo! ¡Lleva un cuello de castor y forma un escándalo

por una moneda!

-¡Agente! .-- gritó Versilov.

Pero no había necesidad de gritar: el agente estaba a dos pasos, en la esquina, y habia

oído las injurias del teniente.

-Le ruego que sea testigo del insulto. ¡En cuanto a usted, sírvase seguirnos al

cuartelillo!

-Ja ,ja! Ésa es una cosa que me tiene completamente sin y cuidado, usted no podrá

probar nada. Sobre todo no demostrará ser inteligente.

-Agente, usted no lo suelte y guíenos - decidió imperiosamente Versilov.

-¿Al cuartelillo? ¿Para qué? - le susurré yo.

-Es preciso, querido mío. Este desorden en nuestras calles comienza a fastidiarme, y, si

cada cual cumpliera su deber, todo el mundo se encontraría mejor. Ç'est comique, mais

ç'est ce que nous ferons.

Durante un centenar de pasos, el teniente se mostró muy acalorado; se las daba de

valiente y de orgulloso; aseguraba que «era imposible» que... «por una moneda de

cobre», etc. Por fin, empezó a cuchichear al oído del agente. El agente, hombre reflexivo

y visiblemente hostil a los nerviosismos de la calle, parecía estar a su favor, pero

solamente en cierto sentido. Le comunicaba a media voz que «ahora ya la cosa no tenía

remedio», que «el asunto estaba ya en marcha», y que «si, por ejemplo, se excusaba, y el

señor consentía en aceptar su excusas, entonces tal vez... »

-Bueno, escuche, mi buen señor, ¿adónde vamos? Se lo pregunto: ¿adónde corremos

así?, ¿qué hay de gracioso en todo esto? - gritó el teniente -. Si un desgraciado que está en

las últimas consiente en ofrecer sus excusas... si es que usted tiene necesidad de

humillarlo... No estamos en un salón, ¡qué diablos! ¡Estamos en la calle! Para la calle,

esto basta y sobra como excusas...

Versilov se detuvo y se echó a reír. Yo estaba a punto de pensar que había liado toda

aquella historia para divertirse; pero no se trataba de eso.

-Le disculpo enteramente, señor official, y le aseguro que no está usted desprovisto de

talento. Obre así incluso en un salón; bien pronto, para .los salones también, sobrará con

eso; mientras tanto, tome aquí dos monedas. Querría darle las gracias por su trabajo, pero

se ha colocado usted en una postura tan noble... Querido mío - se dirigió a mí -, hay por

aquí cerca una tabernilla que en el fondo no es más que una espantosa cloaca, pero se

puede tomar allí té, y yo lo invito... Estamos a dos pasos, vamos pues.

Lo repito, yo nunca lo había visto con una excitación tal. Sin embargo su rostro estaba

alegre y radiante de luz. Pero noté que; cuando sacó de su portamonedas dos piezas de

cobre para dárselas al oficial, las manos le temblaban y los dedos no le obedecían, tanto

que acabó por rogarme que cogiera las monedas y se las diese al teniente; es un detalle.

que no puedo olvidar.

Me guió a un pequeño traktir al otro lado de la calle. No había mucha gente. Estaba

tocando un organillo ronco y desafinado; aquello olía a manteles sucios; nos instalamos

en un rincón.

-Quizá no lo sabes. El caso es que a veces, por aburrimiento... por un terrible

aburrimiento del corazón... me gusta descender hasta estas cloacas. Este ambiente, ese

aria trémula de Lucía (98), estos camareros en traje ruso hasta la inconveniencia, esta

humareda de tabaco, esos gritos de los jugadores de billar, todo es tan vulgar y tan

prosaico, que casi roza con lo fantástíco. Bueno, querido mío, ¿dónde estábamos? Ese

hijo de Marte nos ha interrumpido en el momento más interesante, creo... Pero he aquí el

té; me encanta el té, aquí... Figúrate que Pedro Hippolitovitch aseguraba hace un

momento a ese otro inquilino marcado por la viruela que el Parlamento inglés había

constituido en el siglo pasado una comisión de juristas para examinar todo el proceso de

Cristo delante del Sumo Sacerdote y de Pílatos, únicamente para saber cómo sucedería

hoy la cosa según nuestras leyes, y que toda esa historia se montó con toda la solemnidad

deseada, con abogados, procuradores y todo lo demás... y que los jurados se vieron

obligados a dictar un veredicto de culpabilidad... ¡Es asombroso!, ese imbécil de

inquilino se ha puesto a discutir, se ha enfadado y ha dicho que se marchará mañana

mismo... La casera se ha deshecho en lágrimas, porque pierde unos ingresos... Mais

passons! Algunas veces en estos traktirs hay ruiseñores. ¿Sabes esa vieja anécdota

moscovita à la Pedro Hippolitovítch? Un ruiseñor canta en un traktir de Moscú; entra uno

de esos comerciantes cascarrabias de los que se enfadan en seguida: « ¿Cuánto el

ruiseñor? --- ¡Cien rublos! -.-- ¡Que lo asen y que me lo sirvan!» Así se hizo. « ¡Córteme

una lonja de dos centavos!» Se la conté un día a Pedro Hippolitovitch, pero no quiso

creérsela, incluso se indignó. ..

Habló mucho todavía. Cito estos fragmentos a título de muestra. Me interrumpía sin

cesar en el momento mismo en que yo abría la boca para contar una historia por mi

cuenta, y soltaba alguna tontería completamente original y que no tenía la menor relación

con lo que se estaba hablando; hablaba exaltadamente, con alegría; se reía de todo a

incluso soltaba una risita por lo bajo, cosa que yo no le había visto hacer nunca. Se bebió

de un trago un vaso de té y se sirvió un segundo. Ahora lo comprendo: se parecía a un

hombre que ha recibido una carta querida, curiosa y que esperaba desde hacía mucho

tiempo, que la ha colocado delante de sí y que, adrede, se retrasa en abrirla. Por el

contrario, le da vueltas largo rato entre sus dedos, examina el sobre, el sello de lacre, va

de una habitación a otra para dar órdenes, retrasa, en una palabra, el minuto más

interesante, sabiendo muy bien que no se le escapará; y todo eso para aumentar su

contento.

Naturalmente, se lo conté todo, desde el principio, y mi relato duró una hora tal vez.

¿Cómo podía ser de otra forma? Desde el primer momento yo había tenido deseos de ha-

blar. Comencé por nuestro primer encuentro en casa del príneipe, después de su llegada;

luego conté cómo había sucedido todo, poco a poco. No me salté nada, y no podía

saltarme nada: él mismo me ponía sobre el carril, adivinaba, me soplaba las palabras. Me

parecía a veces que yo estaba viviendo un cuento fantástico, que él había estado siempre

a11í, sentado o de pie en cualquier parte detrás de la puerta, en todo momento durante

esos dos meses: sabía de antemano cada uno de mis gestos, cada uno de mis sentimientos.

Yo experimentaba un gozo infinito haciéndole aquella confesión, porque veía en él tanta

dulzura cordial, tanta finura psicológica, una capacidad tan asombrosa para adivinarlo

todo con la más pequeña palabra... Me escuchaba tiernamente, como una mujer. Sobre

todo se comportó tan bien, que no llegué a experimentar ninguna vergüenza; a veces me

detenía bruscamente para preguntar. me algún detalle; a menudo me interrumpía y repetía

con nerviosismo:

-No olvides los detalles, sobre todo no olvides los detalles; cuanto más minúsculo es un

rasgo, más importante es a veces.

Volvió a decirlo en varias ocasiones. ¡Oh!, desde luego, al empezar yo había tomado la

cosa desde muy alto, con respecto a ella, pero muy pronto recaí en la verdad. Conté

sinceramente que estaba dispuesto a besar el sitio del entarimado donde se hubiera

posado su pie. Lo más bello, lo más espléndido, era que él comprendía perfectamente que

se pudiera «sentir miedo por el documento» y al mismo tiempo seguir siendo una criatura

noble y sin reproche, tal como hoy se había descubierto ante mis ojos. Comprendió

perfectamente lo de la palabra. «estudiante». Pero, cuando estaba ya por el final, noté que

su bondadosa sonrisa era atravesada de vez en cuando por una impaciencia demasiado

visible, algo brusco y distraído. Cuando llegué a lo del «documento», pensé para mí:

«¿Decirle toda la verdad o no?» Y no se la dije, a pesar de todo mi entusiasmo. Lo hago

constar aquí para acordarme de eso toda mi vida. Le expliqué la cosa de la misma manera

que a ella, es decir, sacando a colación a Kraft. Sus ojos se encendieron. Un pliegue

singular se trazó en su frente, un pliegue muy sombrío.

-¿Y te acuerdas con toda seguridad de que esa carta la quemó Kraft en la vela? ¿No te

equivocas?

--No, no me equivoco - confirmé.

-Es que ese billete es de una extrema importancia para ella, y, si lo tuvieses hoy día en

tus manos, podrías desde hoy mismo... - Pero no llegó a decir lo que «yo podría» -. En-

tonces, ¿es totalmente cierto que no lo tienes ya en tu poder?

Me estremecí en mi interior, pero no exteriormente. Exteriormente, no me traicionó de

ninguna manera: ni siquiera un parpadeo; ni siquiera quise creer en la pregunta.

-¿Cómo en mi poder? ¿Que lo tengo ahora en mi poder? ¡Pero si le digo que Kraft lo ha

quemado!

-¿Sí?

Fijó sobre mí una mirada de fuego, inmóvil, de la que me acuerdo todavía. Por lo

demás, estaba sonriente, pero toda su bonachonería, toda la feminidad de su expresión

habían desaparecido de pronto. Adoptó un aire indeciso y desorientado; se mostraba cada

vez más distraído. Si hubiese sido más dueño de sí, tan dueño como lo había sido hasta

entonces, no me habría hecho aquella pregunta sobre el documento; si la había hecho, era

seguramente porque estaba fuera de sí. Pero es hoy cuando hablo así; en aquella época no

aprecié tan rápidamente el cambio sobrevenido en su persona: yo continuaba transportado

y mi alma estaba llena de la misma música. Pero, habiendo terminado mi relato, lo miré.

-¡Asombroso! - dijo él de repente, cuando le hube entregado hasta la última coma -.

Asombroso, amigo mío; tú dices que has estado a11í de tres a cuatro y Tatiana Pavlovna

no estaba en casa, ¿no es así?

-Para ser más exacto, de tres a cuatro y media.

-Pues bien, figúrate que yo fui a casa de Tatiana Pav1ovna a las tres y media justas, y

ella me recibió en la cocina; casi siempre entro por la escalera de servicio.

-¿Cómo, que lo recibió a usted en la cocina? - exclamé, retrocediendo de asombro.

-Sí, y me declaró que no podía recibirme; me quedé sólo dos minutos, y por lo demás

sólo iba para invitarla a comer.

-Tal vez acababa de volver a casa, ¿no?

-No sé. Seguramente no. Estaba en bata. Eran exactamente las tres y media.

-Pero... ¿no le dijo a usted Tatiana Pavlovna que yo estaba allí?

-No, no me dijo que estuvieras... De lo contrario, yo lo habría sabido y no lo habría

sabido y no te habría preguntado nada.

-Escuche, eso es muy importante...

-Sí... eso depende del punto de vista; te estás poniendo pálido, muchacho. Pero, ¿qué

importancia tiene eso?

-¡Me han engañado como a un crío!

-Sencillamente «a ella le ha dado miedo de tu impulsividad», como ella misma te ha

dicho. Y se ha refugiado detrás de Tatiana Pavlovna.

-¡Dios mío, qué historia! Escuche, ella me ha dejado decir todo aquello en presencia de

una tercera persona, delante de Tatiana Pavlovna. ¡Por tanto, la otra ha oído todo lo que

yo decía! ¡Es..., es terrible sólo el pensarlo!

-C'est selon, mon cher! Además, tú mismo has hablado hace un momento de que tiene

que haber gente de todas clases y te ha parecido muy bien que así sea.

-Si yo fuese Otelo y usted Yago, no podría usted decir nada mejor... Pero estoy

bromeando. Aquí no puede haber Otelo, puesto que no existen relaciones de ese tipo. ¿Y

cómo no echarse a reír? ¡Sea! ¡A pesar de todo sigo creyendo en lo que está infinitamente

por encima de mí y no pierdo mi ideal... ! Si es una broma por parte de ella, se la

perdono. Admito lo de burlarse de un miserable muchachillo. Yo nunca me he disfrazado,

y el estudiante... el estudiante estaba a11í, a pesar de todo, sigue a11í frente a todo y

contra todo, estaba en su alma, estaba en su corazón, existe y existirá. ¡Basta! Escuche,

¿qué cree usted: debo o no debo ir inmediatamente a su casa para saber toda la verdad?

Yo decía: « río», y tenía las lágrimas en los ojos.

-Pues bien, ve, amigo mío, si sientes deseos de hacerlo.

-Me siento como manchado por haberle contado a usted todo esto. No se enfade, pero

no está permitido, se lo repito, no está permitido hablar de una mujer a una tercera

persona. El confidente no comprenderá nunca. Ni siquiera un ángel comprendería.

Cuando se respeta a una mujer no se toma confidente; cuando se respeta uno a sí mismo,

no se toma confidente tampoco. En este momento yo no me respeto. Hasta la vista; no me

perdonaré nunca...

-Vamos, amigo mío, exageras. Tú mismo lo dices: no ha pasado nada.

Salimos y nos dijimos adiós.

-Pero, ¿no me vas a abrazar nunca con todo tu corazón, como un hijo abraza a su padre?

- me dijo con un temblor singular en la voz.

Lo abracé calurosamente.

-Querido mío... sé siempre tan puro como lo eres en este momento.

Todavía yo no lo había abrazado nunca, y nunca habría podido figurarme que iba a ser

él quien lo reclamara.

 

CAPÍTULO VI

I

« ¡Está claro, hace falta ir a11í! », decidí mientras me apreuraba a volver a casa. Hace

falta ir a11í inmediatamente. Lo más probable será que me la encuentre sola; sola o con

alguien, poco importa: se la puede llamar. Me recibirá; se quedará asombrada, pero me

recibirá. Si no me recibe, insistiré para que lo haga, le mandaré decir que es

absolutamente necesario. Creerá que se trata del documento, y me recibirá. Y me enteraré

de todo con respecto a Tatiana. A continuación... pues bien, a continuación, ¿qué? Si soy

yo el que estoy equivocado, presentaré mis excusas; si tengo razón y es ella la que se ha

portado mal, entonces será el fin de todo. ¿Qué es lo que voy a perder? Nada. ¡Vamos

a11á, vamos a11á! »

Ahora bien, no lo olvidaré nunca, y me acordaré de eso con orgullo, ¡no fui de ninguna

rnanera! Nadie lo sabrá, esto quedará ignorado, pero me basta con saberlo yo, con saber

que en aquel momento he sido capaz de una reacción de infinita nobleza. «Es una

tentación, y la venceré», decidí al fin, después de haber reflexionado. «Se me ha querido

asustar, pero yo no he creído, no he perdido mi fe en su pureza. ¿Qué necesidad hay de ir

a11í? ¿Para informarme de qué?, ¿Por qué tendría ella que creer en mí de la misma

manera absoluta que yo creo en ella, creer en mi «pureza», no temer mí «impulsividad» y

no ocultarse detrás de Tatiana? Yo no he merecido todavía nada de eso a sus ojos. Que

ella ignore, pues, que lo merezco, que no me dejo seducir por las «tentaciones», que no

creo en las malas lenguas. Por el contrario, yo lo sé, y así me respetaré más. Respetaré mi

sentimiento. ¡Oh!, sí, ella me ha dejado hablar delante de Tatiana, ha admitido a Tatiana,

sabía que Tatiana estaba allí y escuchaba (puesto que no podía menos que escuchar),

sabía que Tatiana se burla de mí, ¡es espantoso, espantoso...! Pero... ¿y si era imposible

evitarlo? ¿Qué podía ella hacer en su situación, y cómo acusarla de eso?

¿No le he mentido yo respecto a Kraft? ¿No la he: engañado yo también, porque

también era imposible evitarlo? También yo he mentido involuntariamente,

inocentemente. « ¡Ah, Dios mío! - exclamé de pronto sonrojándome dolorosamente -, yo

mismo, yo mismo, ¿qué es lo que acabo de hacer?, ¿no he sido yo quien la he atraído

delante de esa misma Tatiana, no he sido yo quien acabo de contárselo todo a Versilov?

Pero, ¿para qué hablar de mí? Hay una gran diferencia. Se trataba solamente del

documento; en el fondo, yo no le he hablado a Versilov más que del documento, porque

no había otra cosa que contarle ni podía haberla. ¿No he sido yo el primero en prevenirle,

y el primero que le he asegurado que no podía haber otra cosa? Es un hombre que

comprende la vida. ¡Hum...., ¡pero sin embargo ese odio en su corazón, todavía a estas al-

turas, hacia esa mujer! ¿Qué drama ha debido producirse en otros tiempos entre ellos y

por qué? ¡Naturalmente por amor propio! Versilov no es capaz de ningún sentimiento

fuera de un amor propio ilimitado.»

Sí, este último pensamiento se me escapó, y ni siquiera lo noté. He aquí, pues, las ideas

que, sucesivamente, una tras otra, atravesaron entonces mi cerebro, y yo era en ese

momento sincero conmigo mismo: no disimulaba, no me engañaba a mí mismo; y si hay

alguna cosa que yo no haya comprendido en aquel instante, es únicamente porque me ha

faltado la comprensión, y no por hipocresía ante mí mismo.

Volví a entrar en la casa, presa de una excitación espantosa, y, no sé por qué, de un

humor muy alegre, aunque muy turbio. Pero temía analizarme y me esforzaba con todas

mis fuerzas en distraerme. Inmediatamente fui a buscar a la casera: habia habido en

efecto una terrible disputa entre su marido y ella. Era una mujer de funcionaiio,

completamente tuberculosa y buena, pero, como todas las enfermas del pecho,

extremadamente caprichosa. Me dediqué inmediatamente a reconciliarlos. Vi al inquilino,

un imbécil muy grosero, marcado por la viruela, excesivamente vanidoso, que trabajaba

en un Banco, un cierto Tcherviakov, por el que no sentía la menor simpatía, pero con

quien mantenía sin embargo relaciones pacíficas porque tenía la debilidad de aliarme con

él para tomarle el pelo a Pedro Hippolitovitch. Lo convencí en seguida para que no se

marchara; por lo demás, no estaba decidido en forma alguna a hacerlo. Por fin calmé

definitivamente a la casera y, además, supe arreglarle muy bien su almohada.

-¡He ahí una cosa que Pedro Hippolitovitch nunca sabrá hacer! - dijo ella

maliciosamente.

En seguida me ocupé en la cocina de prepararle sus cataplasmas, y con mis propias

manos le fabriqué dos totalmente notables. El pobre Pedro Hippolitovitch me miraba con

envidia, pero no le permití que las tocase siquiera y fui recompensado, literalmente, con

lágrimas de agradecimiento. Luego, me acuerdo muy bien, todo aquello me aburrió de

golpe y adiviné bruscamente que no era en modo alguno por bondad de alma por lo que

cuidaba a la enferma, sino por hacer algo, no sabía por qué, o por alguna razón totalmente

distinta.

Aguardaba nerviosamente a Matvei: aquella noche estaba decidido a probar la suerte

por última vez y... y, además de la suerte, sentía una necesidad terrible de jugar; de lo

contrario aquello rne habría resultado insoportable. Si no hubiese ido a ninguna parte, no

habría podido contenerme y me habría dirigido a casa de ella. Matvei debía llegar pronto,

pero de repente la puerta se abrió y vi entrar a una visitante inesperada: Daria

Onissimovna. Fruncí las cejas y dejé revelar mi asombro. Ella sabía dónde vivía yo

porque una vez había venido a darme un recado de mi madre. La invité a que se sentara y

la miré con aire interrogador. Ella no dijo nada, limitándose a mirarme a los ojos y a

sonreír humildemente.

-¿Viene usted quizá de parte de Lisa? - pregunté de repente.

-No, he venido porque sí.

Le advertí que iba a salir; respondió de nuevo que había venido « porque sí», y que

también ella se iba a marchar. De pronto sentí no sé qué movimiento de lástima. Debo

hacer constar que, de todos nosotros, de mi madre y en particular de Tatiana Pavlovna,

había recibido muchas muestras de simpatía, pero que, después de haberla colocado en

casa de Stolbieieva, todos los nuestros la habían olvidado poco más o menos, salvo tal

vez Lisa, que la visitaba con frecuencia. El motivo, estoy convencido, procedía de ella

misma, puesto que tenía la particularidad de alejarse y desvanecerse, a pesar de toda su

humildad y de sus sonrisas humildes. A mí esas sonrisas no me agradaban lo más

mínimo: la veía siempre adoptar un aire falso y llegué a pensar un día que no había

llorado mucho tiempo a su Olia. Pero esta vez, no sé por qué, sentí lástima de ella.

Ahora bien, sin decir una palabra, se agachó de pronto, bajó los ojos y, lanzando los

brazos hacia delante, me cogió por la cintura mientras que su rostro se inclinaba hacia

mis rodillas. Me cogió la mano y ya me figuraba que era para besármela, pero se la llevó

a los ojos y me la mojó con lágrimas ardientes. Estaba toda sacudida por los sollozos,

pero lloraba sin ruido. Se me encogió el corazón, aunque al mismo tiempo empecé a

sentirme un poco irritado. Pero ella me besaba con una completa confianza, sin temor a

molestarme, siendo así que hacía un momento me dedicaba sonrisas tan tímidas y tan

serviles. Le rogué que se calmase.

-Mi buen señor, yo ya no sé qué hacer de mí. En cuanto se pone oscuro, no puedo

soportarlo; cuando cáe la noche, ya no puedo resistir a11í, es preciso que salga a la calle,

a las tinieblas. Lo que sobre todo me atrae es un sueño. Un sueño que ha nacido en mi

cerebro y que me dice que cuando salga me la encontraré en la calle. Me pongo a andar y

me parece verla. Es decir, que son los otros los que andan, y yo ando detrás adrede y me

digo: ¿no es ella? ¡Sí, sí, he ahí que ésa es mi Olia! Y pienso, pienso. Al final he termi-

nado por volverme loca, a fuerza de correr entre la multitud; siento mareos. Empujo a la

gente como si estuviera borracha; hay quienes me cubren de injurias. Pero yo guardo todo

eso para mí y no voy ya a casa de nadie. Además, vaya adonde vaya, todavía me siento

peor. Hace un momento pasé por delante de la casa de usted y me dije: «¿Y si entrara? Él

es mejor que los demás, y además ha presenciado la cosa.» Mi buen señor, perdóneme

usted; me voy en seguida e iré...

Se levantó bruscamente y se dispuso a marcharse. En aquel momento llegó Matvei; la

hice sentarse a mi lado en el trineo y, al pasar, la dejé en su domicilio, en casa de

Stolbieieva.

 

II

En los tiempos más recientes yo freeuentaba la ruleta de Zerchtchikov. Hasta entonces

había ido a tres casas, siempre con el príncipe, que me «introducía» en esos lugares. En

una de esas tres casas se dedicaban sobre todo al bacará y se jugaba fuerte. Pero yo a11í

no me encontraba bien: vela que habría hecho falta mucho dinero y además acudían

muchos desvergonzados y muchos jóvenes de la alta sociedad con los bolsillos bien

provistos. Eso era precisamente lo que le gustaba al príncipe; le gustaba jugar, pero le

gustaba también rozarse con aquellos insensatos. Noté que, si entraba a veces llevándome

a su lado, en el curso de la noche se apartaba de mí y no me presentaba a ninguno «de los

suyos». Yo tenía el aspecto de un verdadero salvaje, hasta el punto de llamar a veces la

atención. En la mesa de juego me sucedía en ocasiones ponerme a charlar con uno o con

otro; pero una vez intenté al día siguiente, en la misma sala, saludar a un señor bajito con

el que en la víspera no solamente había hablado, sino reído, estando sentado a su lado (e

incluso le había adivinado las cartas): pues bien, no me reconoció. O más bien fue peor

aún: me miró con un asombro fingido y pasó con una sonrisa. Por consiguiente, abandoné

pronto aquella casa y me puse a frecuentar una cloaca; no sabría llamarla de otra manera.

Era una ruleta bastante miserable, minúscula, regentada por una prostituta, que sin

embargo no se dejaba ver nunca en la sala.

Allí se estaba en completa confianza y, aunque viniesen oficiales y comerciantes ricos,

todo transcurría en familia, lo que no dejaba de atraer a mucha gente. Además allí la

suerte me sonreía con frecuencia. Pero dejé de ir después de una sucia historia acaecida

un buen día en pleno juego y que acabó con una riña entre dos jugadores. Entonces

empecé a acudir a casa de Zerchtchikov, adonde también me había llevado el príncipe.

Era un capitán de Caballería retirado, y el tono de sus veladas era muy soportable, un

poco militar, muy puntilloso en cuanto a las formas, rápido y práctico. Por ejemplo, no

venían nunca ni bromistas ni aguafiestas. Además, el juego estaba muy lejos de ser una

broma. Se jugaba al bacará y a la ruleta. Hasta aquella noche, 15 de noviembre, yo había

estado allí en total dos veces, y creo que Zerchtchikov me conocía de vista; pero yo no

había trabado conocimiento con nadie más. Como si lo hubiera hecho adrede, el príncipe

vino aquella noche a eso de las doce con Darzan, de vuelta del bacará de aquellos

insensatos del gran mundo donde yo había dejado de ir, así es que aquella noche yo

estaba como un desconocido en medio de una muchedumbre desconocida.

Si yo tuviese un lector y éste hubiera leído todo lo que he escrito ya sobre mis

aventuras, no tendría necesidad, desde luego, de explicarle que verdaderamente no he

nacido para la vida de sociedad, cualquiera que ésta sea. Primeramente, no sé cómo

comportarme en el mundo. Cuando voy a un sitio donde hay mucha gente, me parece

siempre que todas las miradas me electrizan. Me siento nervioso, me encuentro físi-

camente a disgusto, incluso en sitios como un teatro, sin hablar de las casas particulares.

En todas esas ruletas y esas reuniones, yo era absolutamente incapaz de seguir una con-

ducta normal: tan pronto, sentado, me reprochaba mi exceso de dulzura y de educación,

tan pronto me levantaba y cometía alguna grosería. Y, sin embargo, cualquier tunante

vulgar, en comparación conmigo, sabía comportarse con una desenvoltura asombrosa y,

eso era lo que me daba más rabia: se comportaba tan bien, que yo llegaba a perder más y

más mi sangre fría. Lo diré francamente, no sólo hoy, sino incluso entonces, toda aquella

sociedad y hasta las ganancias en el juego, si es preciso decirlo todo, acabaron por

parecerme repugnantes y dolorosas. Exactamente: dolorosas. Sin duda yo experimentaba

un gozo extremado, pero ese gozo lo conseguía mediante el sufrimiento; todo aquello,

quiero decir la gente, el juego, y yo, sobre todo, con ellos, me parecía algo espanto-

samente sucio. «¡Que tenga la suerte de ganar, y lo mando todo al diablo! », me decía una

y otra vez a mí mismo, al despertarme por la mañana después del juego de la noche. La

ganancia por ejemplo: el. dinero no me gustaba lo más mínimo. No voy a repetir la frase

trivial, corriente en semejantes casos, de que jugaba por jugar, por las sensaciones, por el

placer del riesgo, del azar y todo lo demás, y de ninguna manera por la ganancia. Tenía

una necesidad terrible de dinero, y sin duda no era aquél mi camino, ni era mi idea, pero,

de una forma u otra, no estaba menos decidido entonces a probar también, a título de

experiencia, aquel camino. Había una idea poderosa que me turbaba siempre: «Has

llegado a la conclusión de que puedes llegar a ser millonario con toda seguridad, a

condición de tener un carácter suficientemente fuerte; ya has hecho la prueba de tu

carácter; pues bien, muestra, aquí también, lo que vales: ¿iría a exigir la ruleta más

carácter que tu idea?» He aquí lo que yo me repetía. Y como todavía hoy estoy

convencido de que, en los juegos de azar, con una calma perfecta, que permita conservar

toda la finura de la razón, es imposible no superar la grosería del azar ciego y no ganar,

yo debía fatalmente, en esta época, irritarme más y más al ver que a veces perdía mi

sangre fría y me embalaba como un muchachillo. « ¡Yo, que he podido resistir el

hambre!, ¿no podré dominarme a mí mismo en una tontería semejante?» Eso era lo que

me ponía de mal humor. Además, la convicción que yo poseía, por ridículo y humillado

que pareciera, de tener un tesoro de fuerza que los obligaría a todos a cambiar de opinión

un día sobre mí, esa convicción, desde mis años de infancia humillada, era entonces la

única fuente de mi vida, mi luz y mi patrimonio, mi arma y mi consolación, de lo

contrario tal vez me habría matado siendo todavía niño. Así, pues, ¿cómo no iba a

enfadarme contra mí mismo, viendo la criatura lamentable en que me convertía ante una

mesa de juego? He aquí por qué no podía ya abandonar el juego: hoy lo veo claramente.

Además de esta razón principal, el mezquino amor propio sufría también: la pérdida en el

juego me rebajaba a los ojos del príncipe, a los ojos de Versilov, aunque éste no se

dignase decir nada; a los ojos de todos, a incluso de Tatiana; por lo menos eso era lo que

me parecía, lo que sentía. En fin, haré además una confesión: estaba ya corrompido; me

era ya difícil renunciar a mi comida de siete platos en el restaurante, a Matvei, al almacén

inglés, a la opinión de mi perfumista, a todo eso en fin. Ya entonces tenía conciencia de

todo aquello, pero cerraba los ojos; es hoy, al escribirlo, cuando me ruborizo.

 

III

Habiendo entrado solo y encontrándome en medio de una muchedumbre desconocida,

me instalé primeramente en un rincón de la mesa y empecé jugando cantidades pequeñas.

Permanecí así dos horas sin moverme. Fueron dos horas de un terrible marasmo: ni buena

ni mala suerte. Dejaba pasar oportunidades asombrosas, tratando de no enfadarme, de

dominarlo todo con mi sangre fría y mi seguridad. Al final resultó que, en aquellas dos

horas, no había ni ganado ni perdido: de trescientos rublos, había perdido de diez a

quince. Aquel resultado miserable me enfureció. Además, sucedió un incidente de lo más

desagradable. Yo sé que a veces se encuentra alrededor de esta ruleta a ladrones, no

venidos de la calle, sino que son jugadores conocidos. Por ejemplo, estoy persuadido de

que el famoso jugador Aferdov es un ladrón; se pavonea hoy por la ciudad; lo he

encontrado hace muy poco con sus dos jacas, pero no por eso deja de ser un ladrón, y me

ha robado. Pero esta historia es para más tarde; aquella noche fue solamente el preludio:

yo había estado sentado aquellas dos horas en el rincón de la mesa y a mi izquierda se

encontraba un petimetre muy elegante, un pequeño judío, creo; formaba parte de no sé

qué, a incluso escribía y se costeaba sus obras. En el último minuto, gané de golpe veinte

rublos. Dos billetes rojos estaban allí delante de mí, cuando bruscamente vi que el

pequeño judío tendía la mano y recogía con la mayor tranquilidad del mundo uno de mis

billetes. Iba a detenerlo, pero con el aire más insolente y sin elevar la voz, ¿no tiene la

frescura de decir que es su ganancia, que acaba de hacer la puesta y que ha ganado? No

quiso ni siquiera proseguir la conversación y me volvió la espalda. Como hecho adrede,

yo estaba en aquel segundo en un estado de ánimo muy estúpido: se me había ocurrido

una gran idea. Escupí, me levanté rápidamente y me fui, sin querer discutir, regalándole

el billete rojo. Por lo demás, habría sido una torpeza querer solventar el asunto con

semejante pillastre, porque había pasado el tiempo; el juego había continuado. Pues bien,

aquello fue por mi parte una falta inmensa, que debía tener sus consecuencias: tres o

cuatro jugadores en torno a nosotros habían observado nuestra discusión, y, al verme

retroceder tan fácilmente, habían debido de pensar de mí: ¡es uno de ésos! Era

exactamente medianoche; me fui a la sala vecina, reflexioné, elaboré un nuevo plan, volví

y cambié en la banca mis billetes por monedas de oro. Me vi así en posesión de más de

cuarenta monedas. Hice diez partes y resolví apostar diez veces seguidas al zéro, cuatro

semiimperiales (99) cada vez, una tras otra: «Si gano, será mi oportunidad; si pierdo,

tanto mejor: no jugaré más,» Haré notar que en aquellas dos horas el zéro no había salido

ni una sola vez, tanto que, al final, nadie apostaba al zéro.

Yo jugaba de pie, silencioso, frunciendo las cejas y apretando los dientes. A la tercera

vez, Zerchtchikov anunció en alta voz el zéro, que no había salido en toda la noche. Me

pagaron ciento cuarenta seiimperiales de oro. Me quedaban rodavía siete puestas.

Continué, pero ya todo alrededor de mí se agitaba y bailaba.

-¡Pásese usted aquí! - le grité a un jugador que estaba al otro lado de la mesa y cerca del

cual yo había estado sentado un momento antes, un hombre bigotudo. muy cano, con el

rostro escarlata y en traje de etiqueta, que, desde hacía ya varias horas, arriesgaba con

indecible paciencia sumas muy pequeñas y perdía todas las veces-. ¡Pásese usted aquí!

¡Aquí es donde está la suerte!

-¿Se refiere usted a mí? - gritó el bigotudo del extremo de la mesa, con un asombro

amenazador.

-¡Sí, a usted! ¡En ese sitio va a perderlo todo!

-Eso no es asunto suyo. Le ruego que me deje en paz.

Pero yo ya no podía contenerme. Frente a mí, al otro lado de la mesa, estaba sentado un

militar de cierta edad. Al verme hacer la apuesta, le farfulló a su vecino:

-Es raro: el zéro. No, no me decidiré nunca por el zéro.

-¡Atrévase usted, coronel! - grité, apostando de nuevo.

-Le ruego que me deje en paz a mí también. No necesito para nada sus consejos - me

dijo violentamente -. Hace usted mucho ruido aquí.

-Le estoy dando un buen consejo. ¿Quiere usted apostarse que el zéro va a salir una vez

más?: diez monedas de oro, quiere usted?

Y empujé diez semiimperiales.

-¿Diez monedas? ¿Una apuesta? Acepto - pronunció, seco y severo -. Apuesto contra

usted a que no saldrá el zéro.

-Diez luises de oro, coronel.

-¿Qué es eso de diez luises de oro?

-Diez semiimperiales, coronel. En estilo noble: diez luises de oro

-Diga entoncas diez semiimperiales, y no bromee conmigo.

Naturalmente yo no tenía la menor esperanza de ganar mi apuesta: había treinta y seis

probabilidades contra una de que el zéro no saldría; pero yo había apostado primeramente

para «epatar» y además porque quería atraerme a mi favor a todo el mundo. Me daba

demasiada cuenta de que nadie me tenía simpatía allí y eso se me hacía notar con una

malignidad especial. La ruleta se puso a girar, y, ¿cuál no sería la estupefacción general

cuando el zéro salió una vez más? Hubo incluso una exclamación unánime. Entonces la

gloria del triunfo me nubló el cerebro. Inmediatamente me contaron ciento cuarenta

semiimperiales. Zerchtchikov me preguntó si no quería recibir una parte en billetes, pero

le respondí con un gruñido, porque literalmente era incapaz de explicarme con calma y

con claridad. La cabeza me daba vueltas, me flaqueaban las piernas. Comprendí de

repente que ahora iba a correr un riesgo terrible; además, tenía ganas de emprender algo,

de proponer todavía alguna apuesta, de entregarle a no importa quién algunos millares de

rublos. Recogí maquinalmente mi montón de billetes y de monedas de oro y no pude

decidirme a contarlos. En aquel momento noté inmediatamente detrás de mí al príncipe y

a Darzan; llegaban entonces de su bacará, donde, como me enteré en seguida, lo habían

perdido todo.

-¡Mire, Darzan! - le grité -, ¡aquí es donde está la suerte! ¡Apueste al zéro!

-Lo he perdido todo, no me queda dinero - respondió secamente.

El príncipe, por su parte, tenía el aspecto de no observar nada y de no reconocerme.

-¿Dinero? ¡Helo aquí! - grité, mostrándole mi montón de oro -. ¿Cuánto quiere usted?

-¡Demonios! - exclamó Darzan, muy colorado -. Me parece que no le he pedido a usted

nada.

-Le llaman a usted - me dijo Zerchtchikov, tirándome de la manga.

El coronel me había llamado ya varias veces y casi con injurias, después de haber

perdido su apuesta de diez semiimperiales.

-¡Tome! - me gritó, todo rojo de cólera -. No estoy obligado a aguardarle. Después se

iría usted diciendo que no ha recibido nada. ¡Cuente!

-Le creo, le creo, coronel, le creo sin contar. Solamente le ruego que no me grite y que

no se enfade.

Y le recogí de la mano su montón de oro.

-Señor mío, le ruego que dirija sus entusiasmos a otra persona, no a mí - gritó

violentamente el coronel -. ¡No hemos comido nunca en el mismo plato!

-¡Es curioso que se admita a personas como éstas! ¿Quién es? ¿Un mozalbete? - se

decía por todas partes a media voz.

Pero yo no escuchaba, apostaba al azar y ya no al zéro. Coloqué todo un paquete de

billetes arco iris sobre los dieciocho primeros.

-¡Vámonos, Darzan! .- dijo el principe detrás de mí.

---¿A casa? - me volví hacia ellos -. Espérenme, nos iremos juntos. He acabado.

Mi número ganó; era una ganancia enorme.

-¡Basta! -grité, y, con manos temblorosas, recogí el oro y me lo fui echando en los

bolsillos sin contarlo; arrugando torpemente entre mis dedos los fajos de billetes, que

quería meter todos a la vez en un bolsillo lateral.

De repente, una mano regordeta y con un anillo, la de Aferdov, que estaba ahora a mi

derecha y había apostado también grandes sumas, se plantó sobre tres de mis billetes arco

iris y los cubrió con su palma.

-¡Permítame, éstos no son de usted! - dijo severamente y recalcando las sílabas, por lo

demás con una voz bastante dulce.

Aquél era el preludio de lo que, pocos días después, debía tener tales consecuencias.

Hoy lo juro por mi honor, aquellos tres billetes de cien rublos eran desde luego míos,

pero, para mi desgracia, en vano estaba entonces persuadido; me quedaba todavía una

milésima de duda y, para un hombre honrado, todo estriba en eso; ahora bien, yo soy un

hombre honrado. Sobre todo no sabía entonces con seguridad que Aferdov era un ladrón;

ignoraba entonces hasta su nombre, de forma que pude creer verdaderamente que me

había engañado y que aquellos tres billetes no eran de los que se me acababan de alargar.

Durante toda la velada no había contado jamás mi montón de dinero y me contentaba con

recogerlo con las manos, mientras que Aferdov tenía delante de él su dinero, al lado del

mío, pero en buen orden, y bien contado. En fin, Aferdov era conocido en la casa, se le

consideraba como a un ricachón, lo trataban con respeto: todo aquello me imponía, y una

vez más no protesté. ¡Terrible error! Lo peor de todo, era que me encontraba en pleno

arrebato de entusiasmo.

-Es una lástima que no me acuerde exactamente; pero me parece que esos billetes son

míos - dije con los labios temblándome de indignación.

Aquellas palabras suscitaron inmediatamente un murmullo.

-Para decir una cosa así, hace falta estar seguro, y usted mismo acaba de proclamar que

no se acuerda exactamente - dijo Aferdov con tono de insoportable superioridad.

-Pero, ¿qué es eso? ¿Cómo pueden permitirse tales cosas? - fueron algunas de las

exclamaciones que se oyeron.

-No es la primera vez. Hace un momento tuvo la misma historia con Rechberg por un

billete de diez rublos - dijo cerca de mí una voz encanallada.

-¡Bueno, está bien, basta! - exclamé -. No protesto. ¡Lléveselos! Príncipe... Pero,

¿dónde están el príncipe y Darzan? ¿Se han marchado? Señores, ¿no han vista ustedes

por qué parte se han ido el príncipe y  Darzan?

Recogí por fin todo mi dinero y, sin tomarme tiempo para guardarme en un bolsillo

algunos imperiales que llevaba todavía en la mano, me lancé en seguimiento del príncipe

y de Darzan. El lector ve que no silencio nada y que me acuerdo con todo detalle de

cómo estaba yo en aquellos minutos, hasta la idiotez más insignificante, para que se

comprenda del todo lo que pasó a continuación.

El príncipe y Darzan estaban ya en los bajos de la escalera; no habían prestado la menor

atención a mi llamada y a mis gritos. Los alcancé, pero me detuve un segundo delante del

portero y le metí en la mano tres semümperiales, el diablo sabe por qué; me miró

intrigado sin ni siquiera darme las gracias. Pero aquello me importaba poco, y, si Matvei

se hubiese encontrado por allí, le habría soltado desde luego un buen puñado de monedas

de oro, por lo menos ésa era la intención que llevaba al poner el pie en la escalinata, pero

entonces me acordé de pronto de que ya lo había despachado. En aquel momento, se hizo

avanzar al trineo del príncipe y éste se montó.

-¡Voy con usted, príncipe, voy a su casa! - exclamé, agarrando la cortina del trineo y

levantándola para sentarme; pero bruscamente, pasando delante de mí, Darzan se montó

de un salto, y el cochero, arrancándome la cortina, cubrió con ella a sus amos.

-¡Diablos! - grité, fuera de mí.

Todo había sucedido como si yo hubiese levantado la cortina para que entrara Darzan,

como podría haber hecho un criado.

-¡A casa! - gritó el príncipe.

-¡Deténgase! - aullé, agarrándome al trineo.

Pero el caballo arrancó y rodé por la nieve. Creo incluso que oí como se reían. Me

levanté, salté instantáneamente al primer coche de punto que se presentó y volé a casa del

príncipe, hostigando en todo momento al pobre jamelgo.

 

IV

Como par casualidad, el jamelgo avanzaba con una lentitud que no parecía natural; sin

embargo yo había prometido un rublo. E1 cochero no cesaba de dar latigazos al pobre

caballo y, como es natural, lo azotaba por un rublo. El corazón se me salía par la boca:

me puse a hablarle al cochero, pero no me salían las palabras, balbucí no sé qué

estupidez. En ese estado acudí a casa del príncipe. A Darzan lo había dejado en la suya, y

estaba solo. Pálido y de mal humor, paseaba par su despacho. Lo repito una vez más: él

había perdido mucho. Me miró con una perplejidad distraída.

-¡Todavía usted! - exclamó, frunciendo las cejas.

-¡Es para acabar con usted, caballero! - dije ahogándome -. ¿Cómo se ha atrevido a

tratarme de esa manera? -Me lanzó una mirada interrogadora -. Si se llevaba usted a Dar-

zan, no tenía más que decírmelo, en lugar de hacer que arrancara el caballo y que yo...

-¡Ah!, sí, se ha caído en la nieve, creo.

Y se me echó a reír en la cara.

-A estas cosas se responde con un desafío, y por eso primeramente vamos a arreglar

nuestras cuentas...

Con mano temblorosa, saqué mí dinero; fui colocándolo sobre el diván, sobre el velador

de mármol a incluso sobre un libro abierto, por paquetes, a puñados, por montones.

Varias monedas rodaron por la alfombra.

-¡Ah!, sí, ha ganado usted, creo... Se le nota en el tono.

Nunca me había hablado tan insólentemente. Yo estaba muy pálido.

-Hay aquí... no sé cuánto. Habría que contar... Le debo a usted unos tres mil... o bien,

¿cuánto...? ¿Más o menos?

-Me parece que no le exijo a usted que me pague.

-No, soy yo quien desea hacerlo, y usted debe de saber por qué. Sé que en este fajo de

arco iris (100) hay mil rublos. ¡Tenga! - Me puse a contar con manos temblorosas, pero

desistí al poco rato -. Es igual, sé que hay mil rublos. Pues bien, cojo estos mil rublos

para mí, y todo el resto, todos esos montones, tómelos en pago de mi deuda, de una parte

de mi deuda: creo que debe de haber dos mil rublos o quizá más.

-¿Y esos mil se los queda usted? - dijo el príncipe, sonriendo.

-¿Los necesita? En ese caso... se los... pensé que usted no querría... pero, si le hacen

falta... ahí están.

-No, no los quiero. - Se apartó de mí con desprecio y se puso a pasear por la habitación

-. ¿Y por qué diablos se le ocurre esta idea de pagar sus deudas? - me preguntó, vol-

viéndose de repente hacia mí con aire provocador.

-Le devuelvo ese dinero para poderle exigir cuentas -grité por mi parte.

-¡Váyase al diablo con sus grándes palabras y sus gestos sempiternos! - pataleó, como

fuera de sí -. Hace mucho tiempo que quería ponerles en la calle a los dos, a usted y a su

Versilov.

-¡Está usted loco! - exclamé.

Y era como si lo estuviese.

-Me han puesto ustedes dos en el suplicio con sus frases grandilocuentes. ¡Siempre

frases, frases, frases! ¡Por ejemplo, sobre el honor! ¡Puaf! Hace mucho tiempo que quería

romper... Estoy contento, muy contento de que haya llegado el momento. Me creía atado

y me avergonzaba de verme obligado a recibirles... ¡A los dos! Pues bien, ahora no me

considero atado por nada, por nada, ¡sépalo bien! Y ese Versilov suyo que me incitaba a

atacar a Akhmakova y a deshonrarla... Después de eso, no se arriesgue usted a hablar de

honor en mí casa. Son ustedes mala gente... los dos, los dos. Y a usted, ¿es que no le daba

vergüenza de coger mi dinero?

Yo veía turbio.

-Le he tomado dinero prestado en plan de camarada -empecé a decir muy dulcemente -.

Fue usted quien me lo propuso y yo creí que me lo decía de corazón...

-¡No soy camarada de usted! Le he dado dinero, pero no por eso. Usted sabe muy bien

por qué.

-Era a cuenta del dinero de Versilov. Desde luego estaba mal, pero...

-Usted no podía tomar nada a cuenta del dinero de Versilov sin que él lo autorizase, y

yo no podía darle a usted nada sin permiso de él... Yo le daba a usted ese dinero por mi

cuenta, y usted lo sabía; lo sabía y lo aceptaba; y yo he aguantado en mi casa esta

comedia odiosa.

-¿Qué es to que yo sabía? ¿Qué comedia es ésa? ¿Y por qué me to daba usted entonces?

-Pour vos beaux yeux, mon cousin! - se me rió en plena cara.

-¡Váyase al diablo! - grité -. ¡Tómelo todo! ¡Tenga, ahí tiene también esos mil! Ahora

estamos en paz, y mañana...

Le lancé el fajo de billetes con que me había quedado, le dio en el chaleco y cayó al

suelo. Dio tres pasos rápidos, inmensos, y me declaró a quemarropa:

-¿Se atreverá usted a decir - hablaba. ferozmente y sílaba a sílaba - que, al aceptar mi

dinero durante todo este mes, no sabía que su hermana está embarazada y que soy yo el

culpable?

-¿Qué? ¡Cómo! - exclamé.

Mis piernas se negaron a sostenerme y me dejé caer sin fuerzas sobre el diván.

Él mismo me dijo después que yo me había quedado literalmente blanco como un

pañuelo. Se me turbó la conciencia. Me acuerdo que nos miramos en silencio a los ojos.

Una especie de espanto recorría su rostro; se inclinó bruscamente, me cogió por los

hombros y me sostuvo. Me acuerdo muy bien de su sonrisa fija; se leía en ella la

desconfianza y el asombro. ¡Sí! Él no esperaba un efecto semejante de sus palabras, por-

que estaba convencido de mi culpabilidad.

Aquello acabó con un temblor nervioso, pero que no duró más de un minuto; recuperé

mis fuerzas, me puse en pie, lo miré y comprendí. ¡La verdad se descubrió de repente a

mi espíritu, tanto tiempo dormido! Si me lo hubiesen dicho antes y me hubiesen

preguntado: « ¿Qué haría usted de él en ese momento?», habría respondido, desde luego,

que lo haría pedazos. Pero lo que sucedió fue completamente distinto, y no por cierto

porque yo me lo propusiera: de repente escondí la cara entre las manos y me puse a

derramar amargas lágrimas. ¡Eso es lo que sucedió! El niñito volvía a encontrarse en el

joven. El niñito estaba todavía vivo en mi alma, en una gran mitad. Caí sobre el diván y

sollocé:

-¡Lisa! ¡Lisa! ¡La desgraciada!

El príncipe entonces me creyó completamente.

-¡Dios mío, qué gran culpable soy con usted! - exclamó con una pena profunda -. ¡Oh!,

yo que pensaba cosas tan sucias de usted, con mis sospechas... ¡Perdóneme, Arcadio

Makarovitch!

Me puse en pie de un brinco, quise decirle algo, me planté delante de él, pero, sin decir

nada, salí huyendo de la habitación y del piso. Volví a mi casa a pie y apenas me acuerdo

de cómo lo hice. Me lancé sobre mi cama, el rostro en la almohada, en la oscuridad, y

pensé, pensé. En esos minutos, los pensamientos no se siguen nunca armoniosamente. El

espíritu y la imaginación estaban como suspendidos de un hilo, y me acuerdo que me

puse a soñar con cosas absolutamente extrañas y hasta Dios sabe con qué. Pero mi dolor

y mi desgracia se me hicieron notar súbitamente con espanto y sufrimiento, y volví a

retorcerme las manos, exclamando: ¡Lisa! ¡Lisa! Después de lo cual me eché de nuevo a

llorar. No sé cómo me quedé dormido. Pero me dormí con un sueño intenso y delicioso.

 

CAPÍTULO VII

I

Me desperté a eso de las ocho de la mañana, a inmediatamente cerré mi puerta con

llave, me senté delante de la ventana y otra vez empecé a pensar. Me quedé así hasta las

diez. La criada llamó dos veces, pero la despedí con cajas destempladas. Por fin, después

de las diez, llamaron de nuevo. Me disponía a lanzar otro grito, pero era Lisa. La criada

entró con ella, me trajo mi café y se dispuso a encender la estufa. Imposible echarla.

Todo el tiempo que Fecla tardó en poner la leña y encender el fuego, paseé por mi

habitacioncita a grandes zancadas, sin iniciar la conversación y hasta evitando mirar a

Lisa. La criada maniobraba con una lentitud indecible, adrede, como hacen todas las

criadas en semejantes casos, cuando notan que a los amos les molesta hablar delante de

ellas. Lisa estaba sentada sobre la mesa delante de la ventana y me seguía con la mirada.

-El café se te va a enfriar - dijo de repente.

La miré: ni la más mínima turbación, una calma perfecta, e incluso una sonrisa en los

labios.

«He aquí cómo son las mujeres», pensé, encogiéndome de hombros. Por fin la criada

terminó de encender la estufa y empezó a arreglar la habitación. Pero la despedí enérgica-

mente y cerré la puerta con llave.

-¿Quieres hacer el favor de decirme por qué has cerrado la puerta? - preguntó Lisa.

Me planté delante de ella.

-¡Lisa!, ¿cómo has podido creer que ibas a engáñarme de semejante manera? - exclamé

de improviso, sin haber pensado lo más mínimo que empezaría así.

Esta vez no fueron las lágrimas, sino un sentimiento casi malvado lo que me atravesó

súbitamente el corazón, tanto que ni siquiera yo me lo esperaba. Lisa se sonrojó, pero no

respondió, continuando solamente mirándome a los ojos.

-Un momento, Lisa, un momento, ¡oh, qué imbécil soy! ¿Pero soy imbécil? Hasta ayer

no se han cerrado en un haz todas las alusiones, pero hasta entonces, ¿cómo podía yo adi-

vinar? ¿Por el hecho de que ibas a casa de Stolbieieva y a casa de esa... Daria

Onissimovna? Pero yo lo consideraba como un sol, Lisa, ¿cómo podría habérseme

ocurrido...? ¿Te acuerdas cómo te recibí, hace dos, meses, en su casa, y cómo salimos a

pasearnos juntos al sol y cómo nos alegramos...? ¿Ya estaba todo en marcha entonces?

¿Sí?

Ella respondió inclínando afirmativamente la cabeza.

-¡Entonces ya me engañabas en aquel momento! No, Lisa, no era estupidez, era más

bien egoísmo por mi parte. No es la estupidez la causa, es el egoísmo de mi corazón y... y

quizá mi fe en tu santidad. ¡Oh, siempre he estado convencido de que vosotras estabais

infinitamente por encima de mí... y he aquí... ! Ayer, finalmente, en un solo día, no pude

comprender a pesar de todas las alusiones... Y además ayer estaba muy ocupado con otra

cosa.

Entonces me acordé de repente de Catalina Nicolaievna. Y sentí de nuevo un dolor en

el corazón como una picadura de aguja, y me sonrojé violentamente. Como es natural, en

aquel instante, yo no podía ser bueno.

-Pero, ¿de qué te justificas? Me parece, Arcadio, que tienes prisa en justificarte, pero,

¿de qué? - preguntó dulcemente Lisa, pero con una voz firme y convencida.

-¿Cómo que de qué? ¿Pero qué debo hacer ahora? ¡Aunque no hubiese más que esa

cuestión! Y tú dices: «¿de qué?» ¡Ya no sé cómo comportarme! No sé cómo se

comportan los hermanos en casos como éstos... Ya sé que hay veces en que se obliga al

hombre a casarse poniéndole la pistola en el pecho... obraré como debe hacerlo un

hombre honrado. Pero precisamente ignoro de qué manera debe obrar un hombre

honrado. ¿Por qué? Porque nosotros no somos nobles; él, él es príncipe y sigue su

carrera; no querrá ni siquiera escucharnos a nosotros, a la gente honrada. Ni siquiera

somos hermano y hermana, sino bastardos sin nombre, hijos de siervos; ¿es que los

príncipes se casan con las siervas? ¡Oh, qué infamia! ¡Y tú que te quedas ahí parada,

mirándome y asombrándote!

-Creo que te atormentas mucho - dijo Lisa enrojeciendo de nuevo -, pero te apresuras

demasiado y te atormentas a ti mismo.

-«¿Te apresuras?» Pero, ¿es que según tú, no he esperado todavía bastante? ¿Es propio

del caso que seas tú, Lisa, la que hable así? - Por fin me dejaba llevar por mi indignación

-. ¡Cuánta ignominia he acumulado y cuánto ha debido despreciarme ese príncipe! ¡Oh!,

ahora todo está claro, todo el cuadro está ahí delante dé mí: se ha figurado que desde

hacía mucho tiempo yo había adivinado sus relaciones contigo, pero que me callaba o

incluso que me hacía el tonto y me alababa del «sentimiento del honor»... ¡eso es lo que

ha podido pensar de mí! ¡Y que era por mi hermana, por el precio de la deshonra de mi

hermana por lo que yo cogía su dinero! Eso era lo que le resultaba odioso ver, y lo

comprendo. Lo comprendo totalmente: ver un día y otro a un individuo infame,

simplemente porque. es el hermano, y encima oírle hablar de honor... ¡He ahí una cosa

capaz de secar un corazón, incluso un corazón como el suyo! ¡Y tú has tolerado todo eso,

no me has advertido! Él me despreciaba tanto, que le hablaba de mí a Stebelkov, y ayer

mismo me dijo que quería ponernos en la calle a los dos, a Versilov y a mí. Y Stebelkov

diciéndome: «Ana Andreievna no es menos hermana de usted que Isabel Makarovna.» Y

me gritaba a mis espaldas: «Mi dinero vale más.» ¡Y yo; yo que me tendía

insolentemente en su casa, sobre sus divanes, que me pegaba como un igual a sus amigos,

el diablo los lleve! ¡Y tú, tú has permitido todo eso! Seguramente el mismo Darzan está

advertido ahora, a juzgar por el tono que adoptó anoche... ¡Todo el mundo, todo el mundo

lo sabe, excepto yo!

-Nadie sabe nada. No ha hablado de esto con ninguno de sus amigos y no ha podido

hablarles - interrumpió Lisa -. En cuanto a ese Stebelkov, lo único que sé es que ese tipo

lo atormenta y todo lo más puede haber concebido alguna sospecha... En cuanto a ti, le he

hablado varias veces de ti, y ha creído enteramente lo que le decía: que tú lo ignorabas

todo, sólo que no sé por qué ni cómo ha sucedido ayer eso entre vosotros.

-¡Ah!; por lo menos ayer le pagué mi deuda. ¡Al menos eso es una carga que me he

quitado del corazón! Lisa, ¿lo sabe mamá? Pero, ¿cómo no va saberlo? ¡Hay que ver

cómo se levantó ayer contra mí! ¡Ah! ¡Lisa! Pero, ¿es que tú te crees verdaderamente

justificada, no te acusas de nada? Ignoro cómo se consideran estas cosas hoy día y cuáles

son tus ideas, quiero decir sobre mí mismo, sobre mamá, sobre tu hermano, sobre tu

padre... ¿Lo sabe Versilov?

-Mamá no le ha dicho nada; él no pregunta nada; seguramente no quiere preguntar.

-Él lo sabe, pero no quiere saberlo. Es eso. ¡Eso le va muy bien! Pues bien, tú puedes

burlarte de tu hermano, del idiota de tu hermano, cuando habla de pistolas, pero, ¿de tu

madre, de tu madre? ¿No te has dicho jamás, Lisa, que es un reproche para mamá? Esta

idea me ha atormentado toda la noche; el primer pensamiento de mamá hoy, helo aquí: «

¡Esto es porque yo también he sido culpable; a tal madre, tal hija! »

-¡Oh! ¡Qué malvado y cruel eso que acabas de decir! - exclamó Lisa, escapándosele las

lágrimas de los ojos.

Se levantó y anduvo rápidamente hacia la puerta.

-¡Espérate! ¡Espérate!

La agarré, hice que se volviera a sentar y me coloqué junto a ella sin retirar mi mano.

-Yo me imaginaba muy bien, al venir aquí, que pasaría todo esto y que tú tendrías una

absoluta necesidad de que yo me acusara. Tranquilízate, me acuso. Sólo por orgullo me

he callado hace un momento y no he dicho nada, pero me da mucha más lástima de

vosotros y de mamá que de mí misma...

No acabó la frase y se deshizo en lágrimas.

-¡Basta, Lisa!, no, no tengo necesidad de nada. No soy tu juez, Lisa; ¿y mamá? Dime,

¿hace mucho tiempo que ella lo sabe?

-Creo que sí, pero no hace mucho tiempo que se lo dije... cuando esto llegó - dijo

dulcemente, bajando los ojos.

-¿Y entonces?

-Me dijo: « ¡Cuídalo! » - dijo aún más dulcemente Lisa.

-¡Ah!, Lisa, sí, « ¡cuídalo! » ¡No hagas nada por impedirlo, no lo permita Dios!

-No haré nada - respondió firmemente, y levantó los ojos de nuevo hacia mí -. Estáte

tranquilo - añadió -; no se trata de eso en absoluto.

-Lisa, querida mía, veo solamente que no sé nada de nada; por el contrario, acabo de

comprobar lo mucho que te quiero. Sólo hay una cosa que no puedo comprender, Lisa:

todo está claro ahora, lo único que no comprenderé jamás es por qué te has enamorado de

él. ¿Cómo has podido querer a un hombre semejante? Ésa es la pregunta.

-¿Y seguramente esa idea to habrá estado atormentando también esta noche? - dijo Lisa

sonriendo dulcemente.

-Espera, Lisa, es una pregunta idiota, y veo que te burlas de mí. Búrlate, pero, a pesar

de todo, es imposible no asombrarse: tú y él, ¡los dos polos opuestos! A él lo tengo bien

estudiado: sombrío, suspicaz, tal vez muy bueno, lo reconozco, pero en compensación

muy inclinado a ver el mal en todas partes (en eso, por lo menos, es exactamente igual

que yo). Respeta apasionadamente la nobleza, lo reconozco también, lo veo, pero estoy

convencido de que solamente en el plano ideal. Le gusta estarse arrepintiendo toda la

vida, sin descanso, se maldice y se arrepiente, pero jamás se corrige, por lo demás quizá

también en eso es como yo. ¡Mil prejuicios, mil ideas falsas y ni siquiera una sola idea

verdadera! Busca las grandes hazañas y acumula las pequeñas pillerías. Perdóname, Lisa.

En realidad, soy un imbécil: al hablar así, te ofendo y lo sé, lo comprendo...

-El retrato sería verdadero - sonrió Lisa - si tú no le tuvieras tanta antipatía por mi

causa; por tanto, no hay nada de verdadero. Desde el principio, él desconfió de ti y tú no

has podido verlo en su integridad, mientras que conmigo, ya en Luga... Desde Luga no ha

visto más que por mis ojos... Sí, es suspicaz y descontentadizo, y sin mí habría perdido la

cabeza; y, si me abandona, la perderá o se pegará un tiro; creo que él lo comprende y lo

sabe - añadió Lisa como hablando consigo misma, pensativa -. Sí, él es siempre débil,

pero esos débiles son a veces capaces de cosas extremadamente fuertes... ¡Qué

tontamente has hablado de la pistola, Arcadio!; no hace falta nada parecido y yo sé bien

lo que pasará. No soy yo quien le persigue; es él quien corre tras de mí. Mamá llora, dice:

«Si te casas con él, serás desgraciada, dejará de amarte.» No creo nada de esto;

desgraciada tal vez lo sea, mas él no dejará de amarme. Pero no retrasaba por eso siempre

mi consentimiento, sino por otra razón. Hace ya dos meses lo estaba dejando pasar, pero

hoy le he dicho: Es sí, me casaré contigo. ¿Sabes, Arcadio?, ayer - sus ojos brillaban y

ella me echó de pronto sus brazos al cuello -, ayer fue a casa de Ana Andreievna y le ha

dicho con toda franqueza que no puede amarla... Sí, se ha explicado claramente, ¡y esa

idea ha quedado descartada ahora para siempre! Además él no ha participado nunca de

ella, no era más que un sueño del príncipe Nicolás Ivanovitch, y esos verdugos lo

presionaban, Stebelkov y otro más... En recompensa, le he dicho hoy: Es sí. Mi querido

Arcadio, te ruega insistentemente que vayas a verlo, que no te sientas molesto por la

historia de ayer: hoy no se encuentra muy bien, estará todo el día en su casa.

Verdaderamente no está bien, Arcadio; no creas que eso es un pxetexto. Me ha enviado

exclusivamente para esto y me ha rogado que te diga que tiene «necesidad» de ti, que

tiene muchas cosas que decirte y que aquí, en tu casa, en este apartamiento, eso estaría

fuera de lugar. ¡Vamos! ¡Ah! Arcadio, da vergüenza decirlo, pero, al venir aquí, yo tenía

un miedo terrible de que tú no me quisieras ya; he venido santiguándome todo el camino.

¡Y tú, eres tan bueno, tan noble! ¡No lo olvidaré jamás! Voy a casa de mamá. Y tú,

quiérelo un poco al menos, ¿eh?

La abracé calurosamente y le dije:

-Creo, Lisa, que eres un carácter fuerte. Sí, lo creo, no eres tú quien corre tras él, sino

más bien él quien corre detrás de ti, sólo que, a pesar de todo...

-Sólo que, a pesar de todo, « ¿por qué te has enamorado de él?, ¡he aquí la pregunta! » -

replicó Lisa, con una risa astuta, como otras veces, y pronunció exactamente igual que

yo: « ¡He aquí la pregunta! »

Y, exactamente como yo hacía al pronunciar esta frase, ella elevó el índice hasta la

altura de sus ojos. Nos abrazamos, pero, cuando ella se marchó, mi corazón se sintió de

nuevo acongojado.

 

II

Lo anotaré aquí para mí: hubo por ejemplo instantes, después de la partida de Lisa, en

que los pensamientos más inesperados me atravesaron tumultuosamente el cerebro, y yo

me sentía incluso muy satisfecho. «Vamos, ¿por qué me mezclo en esto? - me decía -,

¿qué me importa esto? Estas cosas le suceden a todo el mundo o a casi todo el mundo. Le

ha pasado a Lisa, ¿y qué? ¿Y qué, es que yo debería saltar por el «honor de la familia»?

Anoto todas estas indignidades para mostrar hasta qué punto yo estaba aún vacilando en

la comprensión del bien y del mal. Únicamente el sentimiento me salvaba: yo sabía que

Lisa era desgraciada, que mamá era desgraciada; lo sabía por el sufrimiento que sentía

cuando pensaba en ellas, y sentía también que todo lo que había sucedido no debía estar

bien.

Prevengo ahora que a partir de ese día hasta la catástrofe de mi enfermedad, los

acontecimientos se sucedieron con tal rapidez, que me asombro yo mismo, al pensar en

eso hoy, de haber podido resistir, de no haber sido aplastado por el destino. Excitaron mi

inteligencia a incluso mis sentimientos y si, finalmente, no pudiendo resistir más, yo

hubiera cometido un crimen (crimen que estuvo a punto de cometerse), los jurados

habrían podido absolverme con toda facilidad. Pero trataré de contarlo todo en un orden

estricto, aunque, lo aviso de antemano, haya habido muy poco orden entonces en mis

pensamientos. Los sucesos me asaltaron como una tempestad, y las ideas se

arremolinaron en mi cabeza como las hojas secas de otoño. Como yo estaba totalmente

nutrido por las ideas de los demás, ¿de dónde habría podido encontrar en mí ideas

nuevas, en el momento en que las necesitaba para tomar una decisión independiente?

Como guía, absolutamente a nadie.

Decidí ir por la noche a casa del príncipe, para hablar de todo con entera libertad, y

hasta por la noche me quedé en casa. Pero con el crepúsculo recibí por correo una nueva

cartita de Stebelkov, tres líneas, pidiéndome con urgencia y de la manera «más

convincente» que fuera a visitarlo al día síguiente a las once de la mañana «para asuntos

de la mayor importancia, usted mismo verá cuáles». Después de reflexionar, decidí obrar

según las circunstancias, en vista de que el día siguiente todavía estaba lejos.

Eran ya las ocho; por mi gusto me habría marchado hacía tiempo, pero seguía

esperando a Versilov; tenía muchísimas cosas que decirle y el corazón me ardía. Pero

Versilbv no venía, y no vino en absoluto. Yo no podía ya, de momento, presentarme en

casa de mamá y de Lisa, y por lo demás presentía que Versilov no había estado allí en

todo el día. Me fui a pie, y por el camino se me ocurrió la idea de echar un vistazo en el

traktir de la víspera, en los sótanos. Versilov estaba allí, en el mismo sitio que el día

anterior.

-Pensaba que vendrías --. dijo con una extraña sonrisa y una extraña mirada.

Su sonrisa no tenía bondad alguna; hacía mucho tiempo que no le había visto una

expresión semejante en el rostro.

Me senté a su mesa y le conté desde el principio los hechos relativos al príncipe y a

Lisa y mi escena de la noche anterior en la casa del príncipe, después de la ruleta; tampo-

co me olvidé de mi buena suerte en el juego. Me escuchó con mucha atención y me

interrogó sobre la decisión tomada por el príncipe, de casarse con Lisa.

-Pauvre enfant! Quizás ella no salga ganando nada con eso. Pero sin duda, no llegará a

realizarse... aunque él sea muy capaz...

-Dígame, como a un amigo: ¿usted lo sabía, lo presentía?

-Amigo mío, ¿qué podía yo hacer? Todo esto es cuestión de sentimiento y de

conciencia, aunque no fuese más que a favor de esa desgraciada hija. Te lo repito:

bastante me he entrometido en otros tiempos en la conciencia de los demás, lo que

constituye la más torpe de las pretensiones. No me negaré nunca a ayudar a cualquiera

que esté en la desgracia, en la medida de mis fuerzas y si me entero de algo. Pero tú,

querido mío, ¿no has sospechado nada en todo este tiempo?

-Pero, ¿cómo ha podido usted - exclamé todo inflamado -, cómo ha podido usted,

sospechando por poco que fuera las relaciones del príncipe con Lisa y viendo que al mis-

mo tiempo yo aceptaba dinero de él, cómo ha podido usted hablar conmigo, seguir

sentado a mi lado, tenderme una mano, a mí, a quien, sin embargo, tenía usted que

considerar como un perfecto miserable? Porque, me atrevería a hacer la apuesta, usted

sospechaba seguramente que yo estaba enterado de todo y que cogía el dinero del

príncipe a cambio de mi hermana, con perfecto conocimiento de causa.

-Te digo una vez más que es una cuestión de conciencia - sonrió -. ¿Y sabes tú - agregó

claramente, con no sé qué sentimiento enigmático -, sabes tú si yo no temía, como tú

ayer, en una ocasión completamente distinta, perder mi «ideal» y encontrarme, en lugar

de mi muchacho leal y arrebatado, a un pillastre? Temiéndolo, yo retrocedía de momento.

¿Por qué no suponer en mí, en lugar de pereza o de perfidia, algo más inocente, más

idiota si quieres, pero un poco más noble? Que diabde! Sin embargo, con bastante

frecuencia soy un idiota sin nobleza. ¿De qué me habría servido todo si tú tenías

inclinaciones de ese tipo? Aconsejar y corregir en semejantes casos es una bajeza; tú

habrías perdido todo valor a mis ojos, incluso una vez corregido...

-¿Y de Lisa, tiene usted lástima de ella? ¿Le da lástima?

-Me da muchísima lástima, querido mío. ¿Y por qué supones que yo sea tan

insensible... ? Por el contrario, trato por todos los medios... Bueno, ¿y tú?, ¿cómo van tus

asuntos?

-Dejemos mis asuntos; ahora no hay asuntos míos que valgan. Escúcheme, ¿por qué

duda usted de que él pueda casarse con ella? Ayer estuvo en casa de Ana Andreievna y

seguramente ha renunciado... quiero decir, a esa idea estúpida... que ha nacido en el

espíritu del príncipe Nicolás Ivanovitch sobre to de casarlos. Ha renunciado seguramente.

-¿Sí? ¿Y cuándo ha ocurrido eso? ¿Y cómo te has enterado? - preguntó con curiosidad.

Le conté todo 1o que sabía.

-Hum... - murmuró, pensativo y como reflexionando para sí -. Entonces todo eso ha

pasado exactamente una hora... antes de otra explicación. Hum... sí, sin duda, semejante

explicación ha podido tener lugar entre ellos... aunque, lo sé muy bien, nada se haya

dicho ni hecho a11í hasta hoy de una parte o de otra... Sí, indudablemente, bastan dos pa-

labras para explicarse. Pero he aquí - de repente tuvo una risa extraña - que voy a

comunicarte una noticia extraordinaria que seguramente te interesará: si tu príncipe se

hubiese declarado ayer a Ana Andreievna, lo que, teniendo sospechas sobre Lisa, yo me

habría empeñado con todas mis fuerzas en no tolerar, entre nous soit dit, Ana Andreievna

lo habría rechazado inmediatamente y de una manera total. Yo creo que tú quieres mucho

a Ana Andreievna, que la respetas, que la aprecias. Es mucha amabilidad por tu parte, y,

por consiguiente, te alegrarás por ella: pues bien, querido mío, se casa y, a juzgar por su

carácter, se casará sin titubeos, y yo, naturalmente, le doy mi bendición.

-¿Que se casa? ¿Con quién? - pregunté, terriblemente asombrado.

-Adivínalo. Bueno, no quiero atormentarte; con el príncipe Nicolás Ivanovitch, tu

querido anciano. - Abrí los ojos de par en par -. Es de creer que desde hace mucho tiempo

ella alimentaba esa idea, y seguramente la ha trabajado con un arte exquisito en todas sus

facetas - continuó él perezosamente y con entera claridad -. Calculo que eso debió de

pasar exactamente una hora después de la visita del «príncipe Serioja». (¡He ahí un

bonito ejemplo de sus incursiones intempestivas!) Con la mayor naturalidad ella se

trasladó a casa del príncipe Nicolás Ivanovitch y se le declaró.

-¿Cómo que se le declaró? Querrá usted decir que él se le declaró.

-¡Él, vamos! ¡Ha sido ella, ella misma! El caso es que está lleno de entusiasmo. Por lo

visto ahora parece que se asombra de que la idea no se le hubiese ocurrido a él. He oído

decir que está incluso enfermo... de entusiasmo también, sin duda.

-Escuche un momento, habla usted tan irónicamente... Me cuesta trabajo creerlo.

¿Cómo ha podido ella hacer una propuesta semejante? ¿Qué es lo que le ha dicho?

-Puedes estar seguro, amigo mío, de que me alegro sinceramente - respondió de pronto

con aire muy serio -. Sin duda, es viejo ya, pero puede casarse, con arreglo a todas las

leyes y a todas las costumbres. En cuanto a ella, una vez más nos tropezamos con el

campo de la conciencia del prójimo, como ya te lo he repetido, amigo mío. Por otra parte,

es lo bastante lista para tener su propia opinión y adoptar sus decisiones. En cuanto a los

detalles, las palabras de que se haya servido, no puedo decírtelo, amigo mío. Como quiera

que sea, ha sabido salir del paso, y quizá como no habríamos podido nosotros, ni tú ni yo.

Lo mejor del caso es que en todo esto no hay el menor escándalo, todo es très comme il

faut a los ojos del mundo. Es evidente que ella ha querido crearse una situación, pero es

que se la merece. Todo esto, amigo mío, son cosas completamente mundanas. Su

proposición ha debido de hacerse en términos admirables y exquisitos. Es un carácter

severo, amigo mío, una monja, como tú la definiste un día; «una muchacha de sangre

fría», como yo la llamo desde hace tiempo. El caso es que ella es casi su pupila, tú lo

sabes, y más de una vez ha experimentado sus bondades. Hace ya muchísinno tiempo,

ella me aseguraba que sentía por él « ¡tanto respeto y tanta estima, tanta lástima y tan

simpatía! », y todo lo demás, que yo estaba ya poco más o menos preparado. Todo esto

me ha sido comunicado esta mañana, en su nombre y a ruego suyo, por mi hijo y su

hermano Andrés Andreievitch, al que creo que no conoces y al que veo exactamente una

vez cada seis meses. Él aprueba respetuosamente el paso dado por su hermana.

-¿Entonces es ya una cosa del dominio público? ¡Dios mío, que asombrado estoy!

-No, todavía no es completamente del dominio público; tardará aún algún tiempo, no sé

cuánto. En general, es una cosa en la que ni entro ni salgo. Pero todo esto es verdad.

-Pero ahora, Catalina Nicolaievna... ¿Qué cree usted? Este preludio no creo que sea del

gusto de Bioring.

-Ésa es una cosa que ignoro... En el fondo, ¿qué es lo que no le hará gracia? Pero

créeme, Ana Andreievna, también en ese aspecto, es una persona de gran tacto. ¡Esta Ana

Andreievna! Precisamente ayer mañana me preguntaba si quiero a la señora viuda

Akhmakova. Te acuerdas, te lo dije ayer con asombro: ¿no podría ella casarse con el

padre, si yo me casaba con la hija? ¿Comprendes ahora?

-¡Ah, en efecto! - exclamó -. Pero, ¿Ana Andreievna podia suponer verdaderamente que

usted... pudiera querer casarse con Catalina Nicolaievna?

-Así es, amigo mío. En fin... en fin, creo que es tiempo de que vayas al sitio adonde

tengas que ir. Ya ves, a mí me sigue doliendo la cabeza. Voy a decir que pongan Lucía.

Me gusta la solemnidad del aburrimiento, creo habértelo dicho ya... Me repito

imperdonablemente... Quizá también yo me marche dentro de poco. Te quiero

muchísimo, muchacho, pero adiós. Cuando me duele la cabeza o las muelas, siempre ten-

go sed de soledad.

Un pliegue doloroso apareció en su rostro; creo ahora que le dolía la cabeza, sobre todo

la cabeza...

-¡Hasta mañana! - dije.

¿Qué quiere decir hasta mañana? ¿Y qué pasará mañana - y tuvo una sonrisa torva.

-Yo iré a casa de usted o usted vendrá a la mía.

-No, yo no iré a tu casa; serás tú quien vendrá a buscarme...

Había en su rostro algo maligno, pero no puse mucha atención en ello: ¡era una noticia

tan asombrosa!

 

III

El príncipe estaba efectivamente enfermo: se había quedado en casa, con la cabeza

envuelta en un frapo mojado. Me esperaba impacientemente; pero no era solamente la

cabeza lo que tenía enferma, era toda su persona la que sufría moralmente. Una

advertencia más: en todos estos últimos tiempos y hasta la catástrofe, no encontré más

que gente sobreexcitada hasta la locura, tanto que, a pesar de mi resistencia, tuve que

sufrir el contagio. Llegué, lo confieso, con malos sentimientos, y además me daba mucha

vergüenza de haber llorado en su casa la víspera. Me habían engañado tan astutamente,

Lisa y él, que no podía menos que parecerme a mí mismo imbécil. En resumen, en el

momento en que entraba en su casa, mi corazón latía irregularmente. Pero todo eso era

superficial, y estos falsos latidos pronto desaparecieron. Debo rendirle justicia: desde que

su susceptibilidad caía o se rompía, él se entregaba completamente; se descubrían en él

rasgos casi infantiles de ternura, de confianza y de amor. Me abrazó con lágrimas en los

ojos y comenzó en seguida a hablar del asunto... Sí, tenía verdaderamente gran necesidad

de mí: había un gran desorden en sus palabras y en la ilación de sus ideas.

Me declaró muy firmemente su intención de casarse con Lisa lo antes posible.

-El que ella no sea noble, créame, no me ha turbado un solo instante - me dijo -. Mi

abuelo se casó con una sierva que cantaba en el escenario privado de un propietario

vecino. Sin duda mi familia acariciaba en cuanto a mí esperanzas sui generis, pero se

verán obligados ahora a ceder sin lucha. ¡Quiero romper, romper definitivamente con

todo este mundo de ahora! ¡Quiero una cosa distinta, nueva! No comprendo por qué su

hermana se ha enamorado de mí; pero muy bien puede ser que, sin ella, yo no estuviera

ya en este mundo. Se lo juro con todo mi corazón,. veo ahora en mi encuentro con ella en

Luga el dedo de la Providencia. Creo que ella me amó por «la inmensidad de mi caída»...

Pero, ¿comprende usted esto, Arcadio Makarovitch?

-¡Perfectamente! --dije con voz completamente convencida.

Yo estaba sentado en la butaca frente a la mesa y él paseaba de un lado a otro.

-Tengo que contarle toda esa historia de nuestro encuentro sin disimular nada. Todo

comenzó por un secreto íntimo que sólo ella sabía, porque yo no se lo había confiado a

nadie más que a ella. Y nadie más hasta ahora lo sabe. Llegué a Luga con la

desesperación en mi alma, y fui a vivir a casa de Stolbieieva no sé por qué, tal vez porque

yo buscaba el aislamiento más completo. Acababa entonces de dejar el ejército. Había

entrado en mi regimiento a mi regreso del extranjero, después de aquel encuentro con

Andrés Petrovitch. Yo tenía entonces una fortuna considerable, echaba la casa por la ven-

tana, vivía completamente al día; pero mis compañeros oficiales no me apreciaban, y sin

embargo yo me esforzaba en no ofenderlos. Es una cosa que tengo que confesarle a usted:

nadie me ha querido nunca. Había allí un corneta, un tal Stepanov, es preciso que se lo

diga, extremadamente vacío, nulo, a incluso poco menos que embrutecido, en una

palabra, sin nada de particular. Por lo demás, intachablemente honrado. Se pegó a mí. Yo

no me enfadaba con él, se pasaba en mi casa, sentado en un rincón, días enteros, sin

despegar la boca, pero con dignidad, y no me molestaba en lo más mínimo. Un día le

conté una anécdota de ocasión, sobre la cual improvisé muchas tonterías: la hija del

coronel no me miraba con indiferencia; el coronel, confiándose en mí, haría todo lo que

yo quisiera---. En una palabra, desdeñando los detalles, más tarde salieron de aquello

comentarios muy complicados y terriblemente sucios. No procedían de Stepanov, sino de

mi asistente, que lo había oído y se había quedado con todo, porque había allí una historia

rara que comprometía a una persona joven. Pues bien, aquel asistente, interrogado por los

oficiales en el momento en que la historia hizo explosión, nombró a Stepanov, o más bien

dijo que era yo el que le había contado la cosa a Stepanov. Stepanov se vio en la impu-

sibilidad de negar que lo había oído. Lo peor era que se trataba de una cuestión de honor.

Y como, a aquella historia yo le había añadido dos terceras partes de mi invención, los

oficiales se indignaron y el coronel tuvo que reunirnos en su casa y pedir explicaciones.

Entonces fue cuando se le hizo a Stepanov, en presencia de todo el mundo, la pregunta

esencial: ¿Lo oyó usted, sí o no? El otro dijo toda la verdad. Pues bien, ¿cómo me he

comportado yo, yo, príncipe desde hace mil años? Negué y dije frente a Stepanov que él

había mentido, claro que lo dije suavemente, es decir, que él no había «comprendido

bien», etc. Una vez más me salto los detalles, pero la ventaja de mi posición consistía en

que, como Stepanov se quedaba todo el tiempo en mi casa, yo podía, no sin cierta

verosimilitud, presentar la cosa como si él se hubiera puesto de acuerdó con mi asistente

para conseguir determinados beneficios. Stepanov se limitó a mirarmé sin decir palabra y

a encogerse de hombros. Me acuerdo de su mirada; no la olvidaré jamás. Inmediatamente

presentó su dimisión. Pero usted no adivinará nunca lo que ocurrió. Los oficiales, desde

el primero al último, fueron a visitarlo y le pidieron que no se marchase. Quince días

después era yo el que abandonaba el regimiento: nadie me daba con la puerta en las na-

rices, nadie me invitaba a marcharme; pretexté un asunto de familia para presentar mi

dimisión. He ahí cómo acabó el asunto. Al principio me quedé indiferente, incluso estaba

enfadado contra ellos; vivía en Luga, conocí allí a Isabel Makarovna, pero a

continuación, un mes más tarde, empecé a mirar mi revólver y a pensar en la muerte. Yo

siempre veo las cosas negras, Arcadio Makarovitch. Preparé una carta para el coronel y

los camaradas del regimiento, para confesarles mi mentira y rehabilitar a Stepanov.

Escrita la carta, me planteé este problema: «¿Enviarla y vivir, o bien enviarla y morir?»

Habría sido incapaz de encontrar la solución por mí mismo. El azar, un azar ciego,

después de una conversación rápida y extraña con Isabel Makarovna, me aproximó

bruscamente a ella. Hasta entonces se la veía con. frecuencia en casa de Stolbieieva; nos

encontrábamos allí, cambiábamos unos saludos y hablábamos raramente. De pronto se lo

descubrí todo. Y entonces ella me tendió su mano.

-¿Y cómo resolvió ei problema?

-No envié la carta. Fue ella quien lo decidió. Ella lo razonaba de la siguiente manera: si

yo enviaba la carta, sin duda obraría noblemente, lo bastante noblemente para lavar mi

honra con creces, pero ¿soportaría yo mismo aquel paso? Su opinión era que nadie podría

soportarlo, porque entonces todo porvenir quedaba perdido y toda resurrección a una nue-

va vida resultaba imposible. Y además, aquello estaría muy bien si Stepanov hubiese

sufrido alguna consecuencia desagradable; pero ¿no estaba ya rehabilitado por la

oficialidad? En una palabra, una verdadera paradoja; pero el caso es que ella me contuvo

y yo me entregué completamente en sus manos.

-¡Ella decidió de una manera jesuítica, pero como mujer! - exclamé -. ¡Ya lo quería a

usted!

-Y eso fue lo que hizo que yo renaciera a una vida nueva. juré transformarme, cambiar

de vida, adquirir méritos a mis propios ojos y a los ojos de ella. Y he aquí en lo que ha

terminado todo. Hemos recorrido, usted y yo, los garitos, hemos jugado al bacará; no me

he contenido delante de la herencia, no he visto más que la alegría en mi camino, toda esa

gente, ese fausto... He atormentado a Lisa. ¡Oh, qué vergüenza! - se pasó la mano por la

frente y anduvo por la habitación -. Lo que nos sucede a nosotros, a usted y a mí, Arcadio

Makarovitch, es el destino corriente de los rusos: usted no sabe qué hacer y yo no sé qué

hacer. Desde que un ruso se sale, por poco que sea, del carril trazado oficialmente para él

por la costumbre, he aquí que ya no sabe qué hacer. Dentro del carril, todo es claro: la

renta, el rango, la situación en el mundo, el tren de vida, las visitas, el cargo, la mujer. A

la menor desviación, ¿qué queda de mí? Una hoja llevada por el viento. Ya no sé qué

hacer. Estos dos últimos meses he tratado de mantenerme dentro del carril, he querido

amar mi carril, me he hundido dentro de mi carril. Usted no sabe todavía la profundidad

de mi nueva caída: ¡quería a Lisa, la quería sinceramente y al mismo tiempo soñaba con

Akhmakova!

-¿Es posible? - exclamé con dolor -. A propósito, príncipe, ¿qué es lo que usted me

decía ayer de Versilov, sobre que lo estaba incitando a no sé qué infamia contra Caralina

Nicolaievna?

-Quizás he exagerado. Quizá soy tan culpable hacia él, como hacia usted mismo, por

culpa de mi susceptibilidad. Dejemos eso. Pues bien, ¿quiere usted figurarse que durante

todo este tiempo, tal vez desde Luga, no he acariciado ningún ideal elevado de vida? Se

lo juro, ese ideal no me ha abandonado jamás, estaba delante de mí constantemente, sin

perder en mi alma nada de su belleza. Me acordaba del juramento prestado ante Isabel

Makarovna de que me regeneraría. Andrés Petrovitch, al hablarme aquí de nobleza, ayer

mismo, no me dijo nada nuevo, puede usted estar seguro. Mí ideal está sólidamente

asentado: varias decenas de hectáreas ¡solamente varias decenas, puesto que, por decirlo

así, no me queda más de mi herencia); luego una ruptura completa, absolutamente

completa, con el mundo y con la carrera; una vivienda rústica, mi familia, yo mismo

labrador o algo por el estilo. ¡Oh!, en nuestra familia eso no es ninguna novedad: el

hermano de mi padre empujaba el arado, mi abuelo también. Somos príncipes desde hace

mil años y nobles como los Rohan, pero somos pobres. Y he aquí to que enseñaré a mis

hijos: «Acuérdate toda tu vida de que eres noble, de que la sangre sagrada de los

príncipes rusos corre por tus venas, pero no te avergüences de que tu padre haya

empujado el arado: o ha hecho como tal príncipe.» No les dejaré otra fortuna que ese

trozo de tierra, pero en compensación les daré una instrucción superior, eso será para mí

un deber. Lisa me ayudará a eso. Lisa, hijos, el trabajo, ¡oh!, cómo hemos soñado con

todo eso, ella y yo, aquí mismo, en este apartamienío. Pues bien, al mismo tiempo yo

pensaba en Akhmakova; sin querer lo más mínimo a dicha persona, pensaba en la

posibilidad de un casamiento mundano y rico. Y solamente después de la noticia, traída

ayer por Nachtchokine, de ese Bioring, resolví dirigirme a casa de Ana Andreievna.

-¡Pero usted fue a11í para renunciar! Ése es un paso leal, creo.

-¿Cree usted? - se plantó delante de mí -. No, usted no conoce todavía mi manera de

ser. O bien... o bien hay algo que ni siquiera yo mismo conozco: porque no debe tratarse

sólo exclusivamente de una cosa de la naturaleza. Yo le quiero a usted sinceramente,

Arcadio Makarovitch, y además soy un gran culpable por haberle mirado con

desconfianza durante estos dos meses y por eso deseo que usted, como hermano de Lisa,

lo sepa todo: fui a casa de Ana Andreievna para pedirle la mano y no para renunciar.

-¿Es posible? Pero Lisa decía...

-Engañé a Lisa.

-Permítame: ¿hizo usted una petición en regla y Ana Andreievna lo rechazó? ¿Sí? ¿Es

eso? Los detalles son muy importantes para mí, príncipe.

-No, no hice petición en absoluto, pero únicamente porque no tuve tiempo para eso. Fue

ella la que me previno, no con las palabras adecuadas, evidentemente, pero, en términos

claros y bastante comprensibles, me dio a entender «delicadamente» que esa idea era ya

imposible.

-Entonces, es como si no hubiera usted hecho petición alguna, y su orgullo no ha

recibido ninguna ofensa.

-¿Es posible que razone usted así? ¿Y el juicio de mi propia conciencia, y Lisa, a la que

he engañado, a la que, por consiguiente, he querido abandonar? ¿Y la palabra que me

había dado a mí mismo y a todo el linaje de mis antepasados, de regenerarme, de borrar

mis infamias pasadas? Se lo suplico, no hable usted de eso. Es quizá la única cosa que no

podré perdonarme nunca. Desde ayer estoy enfermo por eso. Y sobre todo, me parece que

ahora todo se ha acabado y que el último de los príncipes Sokolski va a marcharse a

prisión. ¡Pobre Lisa! Le esperaba a usted con impaciencia, Arcadio Makarovitch, para

descubrirle, en calidad de hermano de Lisa, lo que ella no sabe todavía. Soy un criminal

de derecho común y participo en la fabricación de falsas acciones de una compañía de

ferrocarriles.

-¡Qué me dice! ¿Cómo, a prisión?

Me levanté de un salto y me quedé mirándolo con espanto. Su rostro expresaba una

profunda amargura, sombrío y sin brillo.

-Siéntese usted - dijo, y él mismo se sentó en un sillón frente a mí -. Por lo pronto sepa

esto: hace ya más de un año, aquel mismo verano de Ems, de Lidia y de Catalina

Nicolaievna y, a continuación, de París, precisamente en el momento en que iba a pasar

dos meses en París, como es natural, me quedé sin dinero. Entonces se presentó

Stebelkov, al que yo ya conocía. Me dio dinero y me prometió darme más, pero me pidió

por su parte que lo ayudara: tenía necesidad de alguien, artista dibujante, grabador,

litógrafo y todo lo demás... químico y técnico, todo eso para ciertos fines. Esos fines me

los dejó adivinar desde el primer momento con bastante claridad. Pues bien, él sabía

cómo era mi carácter; todo aquello me divirtió, sin darle más importancia. El caso era que

yo había conocido, en los bancos de la escuela, a un individuo que es actualmente un

emigrante ruso, por lo demás no ruso de nacimiento, y que habita en algún sitio de

Hamburgo. En Rusia había estado ya metido en un 1ío de papeles falsos. Stebelkov

contaba con aquel individuo, pero tenía necesidad de una recomendación para él y se

dirigió a mí. Yo le di dos líneas escritas de mi puño y letra y no pensé más en aquello.

Más tarde me vio todavía algunas veces, y recibí de el en total unos tres mil rublos

aproximadamente. Literalmente llegué. a olvidarme de todo aquel asunto. Aquí. en

Petersburgo, yo le pedía prestado dándole prendas o pagarés y él se inclinaba ante mí

como un esclavo. Pero de pronto me entero por él, ayer, por primera vez, de que soy un

criminal de derecho común.

-¿Cuándo fue eso, ayer?

-Ayer, en el momento en que gritábamos él y yo en mi despacho, poco antes de la

llegada de Nachtchokine. Por primera vez y en términos muy claros, se atrevió a

hablarme de Ana Andreievna. Levanté la mano para pegarle, pero de repente se puso en

pie y me manifestó que yo era solidario de él y que debía acordarme de que era su

cómplice, que era un canalla como él. En una palabra, si no fueron éstas sus expresiones,

por lo menos sí el sentido.

-¡Pero eso es una estupidez! ¿Se trata de un sueño?

-No; no es un sueño. Hoy ha venido nuevamente a mi casa y se ha explicado con más

detalle. Esas acciones están en circulación desde hace mucho tiempo y otras se pondrán

en circulación en seguida. Parece que aquí y a11á está empezando a revelarse el engaño.

Naturalmente, yo no tengo nada que ver con eso, pero Stebelkov me dijo que en otros

tiempos bien me digné darle aquella cartita.

-Pero usted no sabía para qué. ¿O quizá lo sabía?

-Lo sabia - respondió el principe en voz baja, bajando los ojos también -. O más bien,

mire, yo sabía sin saber. Reía, la cosa me parecía divertida. De momento no pensé en

nada, tanto más cuanto que no tenía necesidad ninguna de acciones falsas y no estaba

dispuesto en lo más mínimo a fabricarlas. A pesar de todo, esos tres mil rublos que me

dio entonces, no los apuntó en mi cuenta, y se lo toleré: Y además, quién sabe, quizá yo

también haya sido un falsificador. No era posible no saberlo; yo no era un niño; yo lo

sabía, únicamente que aquello me hacía gracia, y he ayudado a unos criminales, los he

ayudado por dinero. Por tanto, también yo soy un falsificador.

-¡Oh, usted exagera! Es usted culpable, pero exagera.

-Lo más grave es que en todo esto está metido un tal Jibelski, un hombre joven todavía,

que pertenece a la carrera judicial y es algo así como secretario de un abogado fullero.

También él ha participado en este asunto de las acciones y además ha venido varias veces

a buscarme de parte de ese señor de Hamburgo, para tonterías, naturalmente, ni yo mismo

sabía para qué, y no se trataba nunca de las acciones... Sólo que ha conservado consigo

dos documentos escritos de mi puño y letra, siempre cartitas de dos líneas, y también esos

papeles pueden servir de testimonio; hoy lo he comprendido muy bien. Stebelkov dice

que este Jibelski es un tipo engorroso: ha robado no sé qué, el dinero de no sé dónde, de

Hacienda, creo, y tiene la intención de robar más y de emigrar en seguida. Pues bien, le

hacen falta, por lo menos, ocho mil rublos, para gastos de viaje. Mi parte de herencia es

suficiente para satisfacer a Stebelkov, pero Stebelkov dice que hay que contentar también

a Jibelski... En una palabra, que renuncie a mi parte de la herencia y que además les

entregue diez mil rublos; ésa es la última palabra. Con esa condición me devolverán mis

cartas. Están en convivencia, eso es evidente.

-¡Qué absurdo! Pero, si le denuncian a usted, éllos mismos se entregarán. Seguro que

no harán nada.

-Ya lo comprendo. Por lo demás, no es que amenacen con denunciarme; únicamente

dicen: «No vamos a denunciarle, pero si el asunto se descubre... » Eso es lo que dicen; es

todo, y me parece que es bastante. Mas no es de eso de lo que se trata: pase lo que pase, a

incluso si yo tuviese ya esas cartas en mi bolsillo... ¡pero ser solidario de esos

sinvergüenzas, ser su camarada eternamentte, eternamente! ¡Mentirle a Rusia, mentir a

los niños, mentir a Lisa, a mi propia conciencia. . . !

-¿Lo sabe Lisa?

-No, ella no lo sabe todo. En su posición, no sobreviviría al disgusto. Yo llevo ahora el

uniforme de mi regimiento, y cada vez que me cruzo con un soldado del mismo, cada se-

gundo, tengo la sensación de que soy indigno de llevarlo.

-Escuche - exclamé de repente -. No hace falta pronunciar largos discursos. No tiene

usted más que un único camino de salvación. Vaya a buscar al príncipe Nicolás Ivano-

vitch, pídale diez mil rublos, sin contarle nada, y llame en seguida a esos dos bribones y

arregle definitivamente sus cuentas y rescate sus cartas. Y todo se acabó. Todo se acabó,

y a trabajar. Se acabaron las fantasías, ¡confíe usted en la vida!

-Había pensado en eso - dijo firmemente -. Todo el día de hoy he reflexionado y por fin

me he decidido. No esperaba más que a usted. Iré. Mire, nunca en la vida le he pedido un

solo copec al príncipe Nicolás Ivanovitch. Es bueno para nuestra familia a incluso nos ha

testimoniado un interés afectuoso, pero personaimente nunca le he pedido dinero. Ahora

estoy decidido. Fíjese bien que nuestra rama es más antigua que la del príncipe Nicolás

Ivanovitch: la de ellos es la rama menor, incluso colateral, casi discutida... Nuestros

antepasados eran enemigos. Al principio de la reforma de Pedro el Grande, mi

tatarabuelo, Pedro él también, era y siguió siendo Raskolnik y anduvo errante por los

bosques de Kostroma. Ese príncipe Pedro se casó en segunda nupcias, él también, con

una mujer que no era noble; entonces fue cuando se pasarón por delante estos otros

Sokolski; pero... ¿de qué estaba yo hablando?

Se le veía abatido y como cansado de hablar.

-Cálmese - dije levantándome y cogiendo mi sombrero -; ante todo, váyase a acostar.

En cuanto al príncipe Nicolás Ivanovitch, desde luego no se negará, sobre todo ahora que

está tan contento. ¿Se ha enterado usted de la noticia? ¿No? ¡No es posible! Me he

enterado de una cosa absurda: se casa. Es un secreto, pero no para usted, naturalmente.

Y se lo conté todo, ya de pie, con el sombrero en la mano. Él no sabía nada.

Rápidamente preguntó detalles, sobre todo en cuanto a la fecha, al lugar y al grado de

verosimilitud. Naturalmente no le oculté que aquello había sucedido, por lo que se decía,

inmediatamente después de su visita de la víspera a Ana Andreievna. Yo no sabría

reflejar la impresión penosa que le produjo esa noticia; su rosotro se deformó, apareció

como surcado de arrugas, una sonrisa torva tendió convulsivamente sus labios; acabó por

palidecer y hundirse en una meditación profunda, bajando los ojos. Yo veía con

demasiada claridad que su amor propio había quedado espantosamente herido por la

negativa de Ana Andreievna. Quizás, en su estado enfermizo, se representaba demasiado

vivamente en aquellos instantes el papel ridículo y grotesco que había desempeñado la

víspera delante de aquella muchacha cuyo consentimiento esperaba con tanta seguridad,

como ahora se veía bien claro. En fin, tal vez era el pensamiento de la infamia que había

cometido respecto a Lisa, una infamia sin consecuencias. Es curioso ver lo que los

hombres de mundo piensan los unos de los otros y a título de qué pueden respetarse

mutuamente; aquel príncipe podía sin embargo suponer que Ana Andreievna estaba ya

enterada de sus relaciones con Lisa, con su propia hermana al fin y al cabo, y que, si no

estaba enterada, se enteraría seguramente algún día; pues bien, a pesar de eso, él «no

tenía dudas sobre su decisión».

-¿Cómo ha podido usted creer entonces - dijo clavando bruscamente en mí unos ojos

fieros a insolentes - que yo sería capaz, yo, de ir ahora, después de semejante noticia, a

pedirle dinero al príncipe Nicolás Ivanovitch? ¡Él, el novio de la mujer que acaba de

negarme su mano! ¡Pero eso sería un acto de mendicidad, de servilismo! ¡No, ahora todo

está perdido y, si la ayuda de ese viejo era mi última esperanza, dejemos que esa

esperanza muera también!

En el fondo de mí mismo yo estaba de acuerdo con él; pero sin embargo era preciso

considerar las cosas con mayor amplitud de miras: «¿era el anciano príncipe un hombre,

un novio?» Varias ideas se agitaban en mi cerebro. Yo había resuelto ya que iría al día

siguiente a hacerle una visita. Mientras tanto, me esforcé en suavizar la impresión

producida y en enviar al pobre príncipe a la cama.

-Pasará usted una buena noche, y cuando se levante tendrá las ideas más claras, ya verá.

Me estrechó calurosamente la mano, pero sin besarme. Le di palabra de que vendría a

verlo al día siguiente por la noche,

-Hablaremos, hablaremos: habrá muchas cosas de que hablar.

Al oír esas palabras, sonrió con una sonrisa fatal.

 

CAPÍTULO VIII

I

Toda aquella noche me la pasé soñando con la ruleta, con el juego, con el oro, con los

arreglos de cuentas. Calculaba, como frente a una mesa de juego, las posturas y las

oportunidades, y durante toda la noche aquello fue como una especie de pesadilla

abrumadora. Diré la verdad: en todo el día anterior, a pesar de mis impresiones

extraordinarias, no podía menos que acordarme una y otra vez de mis ganancias en casa

de Zerchtchikov. Expulsaba la idea, pero no podía rechazar la impresión, y me estremecía

a cada recuerdo. Aquella ganancia me había mordido en el corazón. ¿Habría -nacido yo

jugador? Por lo menos, sí era probable que tuviese las cualidades ser jugador. Incluso hoy

día, al escribir estas líneas, me gusta a veces pensar en el juego. Me sucede en ocasiones

pasarme horas enteras, en silencio, haciendo cálculos de juego y viéndome en sueños

apostando y ganando (101). Sí, tengo «cualidades» muy diversas, y mi alma no está

tranquila.

Tenía el proyecto de ir a las diez a casa de Stebelkov, a pie. Despedí a Matvei en cuanto

se presentó. Mientras me bebía mi café, trataba de examinar las cosas. Estaba contento; al

entrar por un instante en mí mismo, adiviné que estaba contento sobre todo porque «hoy

estaría en casa del príncipe Nicolás lvanovitch». Pero aquella jornada de mi vida fue fatal

a inesperada y principió con una sorpresa.

A las diez en punto, mi puerta se abrió de par en par y vi entrar toda sofocada a Tatiana

Pavlovna. Yo podía esperarlo todo, excepto su visita, y me puse en pie de un salto,

muerto de miedo. Traía un rostro feroz y sus gestos eran desordena. dos. Si yo le hubiese

hecho alguna pregunta, quizá no habría podido contestarme para qué había entrado en mi

casa. Debo advertirlo con anticipación: acababa de recibir una noticia extraordinaria,

abrumadora, y se hallaba todavía bajo el efecto de la primera impresión. Ahora bien, la

noticia también me afectaba a mí. Por lo demás, no pasó en mi casa más que medio

minuto, un minuto si ustedes quieren, pero no más con seguridad. Y se me echó encima:

-¡Vaya, estás aquí! - se plantó delante de mí, toda inclinada hacia delante -. ¡Estás aquí,

sinvergüenza! ¿Qué es lo que has hecho? ¿Cómo, no sabes? ¡Bebe su café! ¡Ah!, pequeño

charlatán, molinillo de palabras, amante de papel mascado...! ¡Pero habría que darte con

el látigo, con el látigo, con el látigo!

-Tatiana Pavlóvna, ¿qué ha pasado? ¿Qué ha sucedido? ¿Mamá... ?

-¡Ya lo sabrás! - amenazó ella, quitándose de en medio.

Desapareció. Naturalmente me lancé en su persecución, pero una idea me detuvo, o

más bien no una idea, sino una vaga inquietud: percibía que en sus gritos «el amante de

papel» había sido la frase esencial. Sin duda yo no habria podido adivinar nada por mí

mismo, pero salí rápidamente, para acabar cuanto antes con Stebelkov a ir en seguida a

casa del príncipe Nicolás Ivanovirch. « ¡A11í es donde está la clave de todo! », pensaba

yo instintivamente.

Cosa asombrosa: Stebelkov sabía ya toda la historia de Ana Andreievna a incluso con

sus menores detalles; no refiero su conversación y sus gestos, pero estaba encantado, loco

de entusiasmo, delante del «valor artístico de esta hazaña».

-¡He ahí una verdadera personalidad! ¡Ella sí que es grande! - exclamaba -. No, no es

como nosotros; nosotros nos quedamos aquí tranquilos, pero ella ha tenido ganas de

beber el agua en su verdadera fuente, y la ha bebido. ¡Es... es una estatua antigua de

Minerva, pero que anda y que lleva vestidos modernos!

Le rogué que se atuviese a los hechos; los hechos, como yo había adivinado

perfectamente, consistían en que yo debía persuadir y convencer al príncipe para que

fuera a pedir un socorro definitivo al príncipe Nicolás Ivanovitch.

-De lo contrario, la cosa puede ponerse muy mal, pero que muy mal para él, y no por mi

culpa. ¿Es verdad o no?

Me miraba a los ojos, pero sin duda no suponía ni remotamente que yo supiese algo

más que la víspera. No tenía por qué suponerlo y, naturalmente, yo no dejé adivinar ni

con palabras ni con alusiones lo que sabía de la falsificación. Nuestra explicación no fue

larga; casi inmediatamente me prometió dinero:

-Una buena suma, sépalo usted; lo único que tiene que hacer es que el príncipe vayá

allí. Es urgente, muy urgente; todo consiste en eso: en que es terriblemente urgente.

No quise entrar en discusiones con él como en el día anterior, a hice intención de

marcharme, diciéndole vagamente que lo intentaría. Pero de pronto me asombró de una

manera indecible: me dirigía ya hacia la puerta cuando de improviso me rodeó

tiernamente la cintura y empezó a decirme... las cosas más incomprensibles.

Desdeño los detalles y no recogeré todo el hilo de la conversación, para no cansar. Pero

el sentido, helo aquí: me propuso que lo pusiera en relación con el señor Dergatchev,

«puesto que usted frecuenta esa casa».

Inmediatamente agucé el oído, tratando con todas mis fuerzas de no traicionarme con

gesto alguno. Respondí en seguida que yo no conocía a11í a nadie y que, si había estado,

había sido exclusivamente una vez y por casualidad.

-Pero, si lo han admitido a usted una vez, puede ir una segunda vez, ¿no es verdad?

Le pregunté francamente, pero con mucha frialdad, que qué interés tenía. Y hasta hoy

no consigo comprender cómo puede encontrarse tanta ingenuidad en ciertas personas que,

por lo que se ve, no tienen pelo de tonto y son incluso « prácticas», como las definía

Vassine. Me explicó con entera franqueza que, según sus sospechas, en casa de

Dergatchev pasaba «seguramente algo que estaba prohibido, severamente prohibido, que

me bastaría estudiarlo para poder sacar de eso alguna ventaja». Y, sin dejar de sonreír, me

hizo un guiño con el ojo izquierdo.

No respondí nada afirmativo, pero fingí reflexionar y prometí «pensar en aquello»,

después de lo cual me apresuré a irme. Las cosas se complicaban: vole a casa de Vassine

y tuve la suerte de encontrármelo a11í.

-¡Ah, usted también!

Desde el mismo momento en que me vio, me acogió con esta frase enigmática. Sin

prestarle atención, fui directamente al grano y le conté el asunto. Estaba visiblemente

turbado, pero sin perder de ninguna forma su sangre fría. Me pidió que le contara todos

los detalles.

-Es muy posible que usted no haya comprendido bien.

-No, he comprendido bien, el sentido estaba absolutamente claro.

-De todas formas, le estoy infinitamente agradecido -añadió él con sinceridad -. Sí,

verdaderamente, si todo ha sucedido así, es que él suponía que usted no podría resistir

ante cierta suma.

-Y además conocía bien mi situación; yo no hacía más que jugar, me portaba mal,

Vassine.

-Lo he oído decir.

-Lo más extraño para mí es que él sabe que usted también frecuenta esa casa - me

arriesgué a decir.

-Él sabe perfectamente - respondió Vassine con toda sencillez- que no tengo nada que

ver con eso. Todos esos jóvenes son sobre todo charlatanes, nada más; usted se acordará

por cierto mejor que nadie.

Me pareció que tenía en cuanto a mí algo de desconfianza.

-De todas formas, le estoy infinitamente agradecido.

-He oído decir que los asuntos del señor Stebelkov no iban muy bien ahora - dije

intentando sonsacarle -, al menos he oído hablar de ciertas acciones.

-¿Y de que acciones ha oído usted hablar?

Yo había mencionado a propósito las «acciones», pero de ninguna forma para contarle

el secreto del príncipe. Quería solamente hacer una alusión y juzgar por su rostro, por sus

ojos, si él sabía alguna cosa. Alcancé mi objetivo: en un movimiento inapreciable a

instantáneo de su rostro, adiviné que tal vez sabía alguna cosa. No respondí a su pregunta

de «¿qué acciones?» y me callé; en cuanto a él, cosa extraña, no insistió.

-¿Cómo está Isabel Makarovna? - preguntó con ínterés.

-Está bien. Mi hermana siempre ha sentido respeto por usted...

La alegría brilló en sus ojos: yo había adivinado desde hacía mucho tiempo que él no

miraba a Lisa con indiferencia.

-He recibido estos últimos días la visita del príncipe Sergio Petrovitch - me confió

bruscamente.

-¿Cuándo? - exclamé.

-Hace exactamente cuatro días.

-¿Ayer, no?

-No, no ayer - me lanzó una mirada interrogadora -. Después le hablaré quizá con más

detalle de esta visita, pero de momento creo necesario prevenirle -- dijo Vassine miste-

riosamente - que me ha parecido encontrarse en un estado anormal, de alma... y hasta de

espíritu. Y además, he tenido también otra visita - sonrió de pronto - ahora mismo, un

poco antes que la de usted, y me he visto obligado a deducir también un estado de

ninguna forma normal del visitante.

-El príncipe estaba aquí ahora mismo.

-No, no el príncipe, no hablo del príncipe ahora. He tenido aquí hace un rato a Andrés

Pretrovitch Versilov y... ¿no sabe usted nada? ¿No le ha pasado a él nada?

-Puede ser que le haya sucedido alguna cosa tal vez, pero, ¿qué le ha pasado aquí, en

casa de usted? - pregunté precipitadamente.

-Yo debía evidentemente guardar el secreto... he aquí una extraña conversación entre

nosotros: siempre secretos -sonrió de nuevo -. Por cierto que Andrés Petrovitch no me ha

exigido guardar el secreto. Además usted es su hijo y, sabiendo cuáles son sus

sentimientos hacia él, me parece que yo haría bien previniéndole en esta ocasión.

Figúrese que ha venido a plantearme la siguiente pregunta: « Si por casualidad uno de

estos días, muy próximamente, me viera obligado a batirme en duelo, ¿consentiría usted

en ser mi testigo?» Naturalmente, me he negado en redondo.

Yo estaba infinitamente asombrado; esta noticia era la más inquietante de todas; había

sucedido algo, se había producido necesariamente cualquier acontecimiento que yo no

sabía aún. Me acordé de pronto de que Versilov me había dicho la víspera: «No soy yo

quien irá a tu casa, eres tú quien correrá a la mía.» Volé a casa del príncipe Nicolás

Ivanovitch, presintiendo otra vez anticipadamente que allí estaba la clave del enigma.

Vassine, al despedirme, me dio las gracias una vez más.

 

II

El anciano príncipe estaba sentado delante de su chimenea, las piernas envueltas en una

manta. Me acogió con una mirada ligeramentc interrogadora, como sorprendido por mi

visita; y sin embargo, casi a diario, me invitaba a visitarlo. Además me saludó

amablemente, pero respondió a mis primeras preguntas con una especie de desdén y con

aire horriblemente distraído. A cada instante parecía reflexionar y me examinaba

fijamente, como si hubiera olvidado alguna cosa de la que se acordara ahora y que debía

seguramente relacíonarse conmigo. Dije con franqueza que ya lo sabía todo y que estaba

contento. Una afable sonrisa se mostró en seguida en sus labios. Se animó. Su prudencia

y su desconfianza habían desaparecido; parecía haberlas olvidado. Y seguramente las

había olvidado.

-Mi querido amigo, yo sabía muy bien que tú serías el primero en venir y, ¿sabes?, ayer

mismo me dije: «¿Quién va a alegrarse? Él», nadie más, seguro. Pero eso no importa. La

gente tiene mala lengua... pero poco importa... Cher enjant, todo eso es tan elevado y tan

delicioso... Pero tú la conoces muy bien, por tu parte. Por lo demás, Ana Andreievna

tiene de ti la mejor opinión. El suyo es un rostro severo y encantador, un rostro de

keepsake inglés. Es el más delicioso de los grabados ingleses... Hace dos años, yo tenía

toda una colección de esos grabados... Siempre tuve esta intención, siempre; lo único que

me asombra es que nunca se me haya ocurrido.

-Pero, por lo que recuerdo, usted siempre ha querido y distinguido a Ana Andreíevna.

-Amigo mío, nosotros no queremos perjudicar a nadie. Vivir con amigos, con parientes,

con personas queridas, es el paraíso. Nosotros somos todos poetas... En una palabra, esto

se sabe desde los tiempos prehistóricos. Mira, pasaremos el verano primeramente en

Soden (102), después en Bad-Gastein (1(13 ). Pero ¡cuánto tiempo llevabas sin venir!

¿Dónde has estado? Te aguardaba. ¡Cuántos, cuantísimos acontecimientos desde

entonces!, ¿no es verdad? Solamente que es una lástima que yo no esté tranquilo: en

cuanto me quedo solo, me pongo inquieto. He aquí por qué no debo quedarme solo, ¿no

es verdad? Está claro como el día. La comprendí desde sus primeras palabras, y... era

como la más maravillosa de las poesías. Pero es que tú eres su hermano, casi su hermano,

¿no es así? ¡Querido mío, por algo yo te apreciaba tanto! Yo presentía todo esto, te lo

juro. Le besé la mano y me eché a llorar.

Sacó su pañuelo, como si otra vez fuera a echarse a llorar. Estaba muy conmovido y

creo que en uno de los «estados» más tristes en que yo hubiese podido verlo durante todo

el tiempo que lo conocía. Por lo general, a incluso casi siempre, se le veía muchísimo

más fresco y más valiente.

-Yo los perdonaré a todos, amigo mío - balbució a continuación -. Tengo ganas de

perdonar a todo el mundo y hace ya muchísimo tiempo que no le tengo antipatía a nadie.

El arte, la poésie dans la vie, el socorro a los desgraciados y ella, ¡la belleza bíblica!

Quelle charmante personne, ¿eh? Les chants de Salomon... non, ce n'est pas Salomon...

c'est David qui mettait une belle jeune dans son lit pour se chauffer dans se vieillesse

(104). Enfin, David, Salomon, todo eso me da vueltas en la cabeza, un verdadero

torbellino. Toda cosa, cher enfant, puede ser a la vez majestuosa y ridícula. Cette jeune

belle de la vieillesse de David, c'est tout un poème, mientras que Paul de Kock no tiene ni

gusto ni mesura, aunque tenga talento... (105). Catalina Nicolaievna sonrió... Le he dicho

que no la molestaríamos. Nosotros hemos empezado nuestra novela, que se nos permita

terminarla. Es un sueño, si ustedes quieren, pero que no se nos quite nuestro sueño.

-¿Qué es eso de un sueño, príncipe?

-¿Un sueño? ¿Que qué es eso de un sueño? Todo lo que se quiera de sueño, pero que se

nos deje morir con eso.

-¡Oh, príncipe!, ¿por qué morir? ¡Lo que hace falta ahora es vivir!

-¿Y qué era lo que yo decía entonces? Creo que no estoy diciendo otra cosa. No sé

verdaderamente por qué la vida es tan corta. Seguramente para que no se aburra uno,

porque la vida también es una obra de arte del Creador, bajo la forma definitiva a

impecable de una poesía de Pushkin. La brevedad es la primera condición del arte. Pero a

los que no se aburren, se les debía permitir que viviesen más tiempo.

-Dígame, prínc¡pe, ¿se ha hecho ya pública la noticia?

-No, querido mío, en absoluto. Sólo nos hemos puesto de acuerdo entre nosotros. En

familia, en familia, nada más que en familia. De momento. No me he confiado

abiertamente más que a Catalina Nicolaievna, porque me considero culpable delante de

ella. Y es que Catalina Nicolaievna es un angel, un verdadero ángel.

-¡Sí, sí!

-¿Sí? ¿Tú también dices sí? ¡Y yo que te creía su enemigo! ¡Ah!, a propósito, ella me

ha pedido que no te reciba más. Figúrate que, cuando has entrado, se me ha olvidado de

pronto.

-¿Qué dice usted? - exclamé, poniéndome en pie de un salto -. ¿Y por qué?, ¿cuándo?

(Mi presentimiento no me había engañado: era algo por ese estilo lo que yo me

esperaba después de la visita de Tatiana. )

-Ayer, amigo mío, ayer. No comprendo siquiera cómo has podido entrar, porque se han

tomado todas las medidas necesarias. ¿Cómo has logrado entrar?

-De la manera más simple.

-Es lo más probable. Si hubieses intentado entrar astutamente, te habrían detenido con

toda seguridad, pero como has entrado con toda sencillez, te han dejado pasar. La simpli-

cidad, mon cher, es en definitiva la mejor de las astucias.

-No comprendo nada. Entonces, ¿usted ha decidido, usted también, no recibirme más?

-No, amigo mío, he dicho que eso no era asunto mío... Es decir, he dado mi pleno

consentimiento. Y, puedes estar bien convencido, mi querido niño, te quiero

enormemente. Pero Catalina Nicolaievna lo ha exigido con demasiada insistencia... ¡Ah!,

¡hela aquí!

En aquel instante apareció en el umbral Catalina Nicolaievna. Estaba vestida como para

salir y, como siempre, antes venía a darle un beso a su padre. Al verme, se detuvo, se

turbó, volvió la espalda y salió.

-Voilà! - exclamó el príncipe, estupefacto y terriblemente impresionádo.

-¡Es una equivocación! - exclamé -. ¡Un momento solamente... yo... vuelvo en seguida,

príncipe!

Y me eché a correr detrás de Catalina Nicolaievna.

Todo lo que sucedió a continuación pasó con tanta rapidez, que, lejos de poder

reflexionar, ni siquiera pude preparar lo más mínimo mi conducta. ¡Si yo hubiese podido

prepararme, desde luego me habría comportado de una manera muy distinta! Pero estaba

trastornado como un niño. Me precipité hacia sus habitaciones, pero un criado me dijo

que Catalina Nicolaievna había salido hacía un instante y que se dirigía a su coche. Me

lancé, con la cabeza gacha, por la gran escalera. Catalina Nicolaievna bajaba, embutida

en una pelliza, y a su lado caminaba, o, por decir mejor, la conducía, un oficial alto y bien

formado, en uniforme, sin capote, con el sable a un costado; un criado llevaba su capote

detrás. Era el barón, coronel, de treinta y cinco años, el tipo de oficial elegante, seco, de

rostro un poco demasiado ovalado, los bigotes rojizos, a incluso las pestañas. Su rostro no

tenía nada de belleza, pero poseía una expresión descarada y provocativa. Lo describo a

toda prisa, tal como lo vi en aquel momento. Hasta entonces, nunca me había encontrado

con él. Corrí en seguimiento de la pareja, sin sombrero y sin pelliza. Catalina Nicolaievna

fue la primera que se dio cuenta de mi presencia y le susurró algo al oído a su

acompañante. Él volvió la cabeza, e inmediatamente les hizo una señal al criado y al

portero. El criado dio un paso hacia mí, delante de la puerta, pero lo rechacé con la mano

y, siguiéndolos, llegué hasta la escalinata. Bioring ayudaba a Catalina Nicolaievna a

sentarse en el coche.

-¡Catalina Nicolaievna! ¡Catalina Nicolaievna! - exclamé estúpidamente (¡como un

imbécil!, ¡como un imbécil! ¡Oh!, me acuerdo de tedo. ¡Estaba sin sombrero! ).

Bioring, furioso, se volvió una vez más y le gritó en voz alta al criado una o dos

palabras que no comprendí. Sentí que me agarraban por el codo. En aquel instante el

coche arrancó; lancé un grito y corrí detrás. Catalina Nícolaievna, yo lo veía, miraba por

la ventanilla del coche y parecía hallarse en un estado de gran inquietud. Pero en mi gesto

rápido, en el momento en que me lanzaba, choqué fuertemente, sin proponérmelo en lo

más mínimo, con Bioring, y creo que le pisé un pie. Lanzó una exclamación, rechinó los

dientes y, cogiéndome por el hombro con una mano vigorosa, me rechazó con tanta rabia,

que retrocedí tres pasos largos. En aquel momento le alargaron su capote, se lo echó por

encima, subió a su trineo y desde a11í lanzó todavía un grito de amenaza señalándome a

los criados y al portero. Me agarraron y me tuvieron sujeto: un criado me tiró mi pelliza,

otro me alargó mi sombrero, y no me acuerdo ya de lo que me dijeron: hablaban y yo

estaba allí escuchándolos sin comprender nada. Pero de repente los dejé plantados y me

escapé.

Sin distinguir nada, tropezando con los transeúntes, corriendo siempre, llegué por fin a

casa de Tatiana Pavlovna, sin que ni siquiera se me hubiese ocurrido coger un coche de

punto por el camino. ¡Bioring me había empujado delante de ella! Sin duda, yo le había

dado un pisotón y él me había rechazado instintivamente, como hombre al que le han

aplastado un callo (quizás, en realidad, yo le había aplastado un callo). Péro e!la lo había

presenciado, y había visto que los criados me agarraban, ¡todo eso delante de ella, en su

presencia! Cuando irrumpí en casa de Tatiana Pavlovna, al príncipio no pude decir una

sola palabra, mi mandíbula inferior estaba como sacudida por la fiebre. En realidad tenía

fiebre, y además lloraba... ¡Me sentía tan terriblemente ofendido!

-¡Vaya! ¿Qué pasa ahora? ¿Te han puesto de patitas en la calle? ¡Muy bien hecho!

¡Muy bien hecho! - dijo Tatiana Pavlovna.

Sin decir nada me dejé caer sobre el diván y me quedé mirándola.

-Pero, ¿qué le pasará a este tonto? - dijo ella, mirándome fijamente -. ¡Toma, coge este

vaso, traga un poco de agua, bebe! Y cuéntame qué nueva tontería has hecho.

Balbucí que me habían dado con la puerta en las narices y que Bioring me había pegado

un empujón en la calle.

-¿Eres capaz de comprender algo, sí o no? ¡Pues bien, lee, deléitate!

Y, depués de tomar de encima de la mesa una carta, mé la tendió, y se plantó delante de

mí. Reconocí inmediatamente la letra de Versilov; no había más que unas cuantas líneas:

era una cartita a Catalina Nicolaievna. Me estremecí; instantáneamente la capacidad de

comprender me volvió con todo su vigor. He aquí el contenido de ese billete terrible,

escandaloso, absurdo, criminal, palabra por palabra:

A la señora Catalina Nicolaievna.

Señora:

Por perversa que usted sea por naturalexa y por estudio, pensaba sin embargo que

sería dueña de sus pasiones y que, por to menos, no intentaría nada contra niños. Pero ni

siquiera eso la ha espantado. Le informo que el documento que usted sabe no ha sido

desde luego quemado sobre una bujía y nunca estuvo en poder de Kraft, por lo que, en

ese aspecto, nada tiene usted que ganar. Por tanto no corrompa inútilmente a un

muchacho. Déjelo tranquilo, es todavía menor de edad, casi un niño, y no ha alcanzado

su completo desarrollo intelectual y físico: ¿de qué puede servirle a usted? Me intereso

por él, y por eso me arriesgo a escribirle esta carta, aunque no espero ningún resultado

satisfactorio. Tengo el honor de advertirle que envío copia de esta carta al barón

Bioring.

A.        VERSILOV

 

Mientras leía me puce palidísimo, luego estallé de pronto y mis labios temblaron de

indignación.

-¡Se trata de mí! ¡Es a propósito de lo que le conté anteayer! - exclamé furioso.

-¡Precisamente lo que le contaste!

Y Tatiana me arrancó la carta.

-Pero... no es, no es de ninguna manera lo que yo le dije. ¡Oh, Dios mío!, ¿qué pensará

de mí ella ahora? ¡Pero está loco! Es un loco... Lo vi ayer. ¿Cuándo ha sido enviada la

carta?

-En el día de ayer; llegó por la noche, y hoy mismo me la ha traído ella en persona.

-¡Pero yo lo vi ayer, está loco! ¡Versilov no ha podido escribir eso, es la obra de un

loco! ¿Quién puede escribirle así a una mujer?

-Precisamente los locos furiosos de su estilo, cuando los celos y la cólera los ponen

sordos y ciegos y la sangre se les cambia en sus venas en vitriolo... ¡Y tú no sabías

todavía la clase de personaje que es! Ahora, que lo van a arreglar por esto. Lo van a dejar

hecho papilla. Él mismo pope la cabeza en el tajo. Mejor habría hecho yéndose una noche

a la línea férrea de Nicolás y poniendo la cabeza sobre los raíles. Se la habrían cortado

con más limpieza si tan pesada la encuentra de llevar. ¿Y qué lo impulsó a hablarle?

¿Qué necesidad tenías de darle rabia? ¿Es que quisiste pavonearte?

-¡Pero qué odio! ¡Qué odio! - me golpeaba la cabeza con la mano -. ¿Y por qué, por

qué? ¡Contra una mujer! ¿Qué le ha hecho ella? ¿Qué relaciones ha habido entre ellos,

para escribir cartas semejantes?

-¡El odio! - repitió Tatiana Pavlovna, remedándome con una ironía furiosa.

La sangre me subió de nuevo al rostro: me pareció súbitamente comprender alguna cosa

por completo nueva; la miré con aire interrogador, con todas mis fuerzas.

-¡Vete de aquí! ! - gritó ella con voz agria, volviéndome la espalda después de

amenazarme con la mano -. ¡Bastante jaleo he tenido ya con todos vosotros! ¡Ahora se

acabó! Por mi pane podéis reventar todos... La única que me da lástima es tu madre...

Naturalmente corrí a casa de Versilov. Pero, ¡qué perfidia, qué perfidia!

 

IV

Versilov no estaba solo. Lo diré con anticipación: después de haber enviado la víspera

esa carta a Catalina Nicolaievna y remitido en efecto una copia (Dios sabe para qué) al

barón Bioring, debía naturalmente aguardar en el curso de la jornada ciertas

«consecuencias» del paso que había dado, y por consiguiente había tornado ciertas

medidas: desde por la mañana había hecho que se trasladaran a la parte de arriba, al

«ataúd», mamá y Lisa (quien, como supe en seguida, al volver por la mañana, había caído

enferma y estaba en cama), mientras que las habitaciones, y sobre todo nuestro «salón»,

habían sido cuidadosamente barridos y arreglados. Y en efecto, a las dos de la tarde se

presentó un barón R., militar, coronel, un señor de unos cuarenta años, de origen alemán,

alto, seco y con el aspecto de ser muy fuerte físicamente, pelirrojo él también, como

Bioring, solamente que un poco calvo. Era uno de esos barones R. que abundan tanto en

el ejército ruso, todos muy puntillosos en cuestiones de honor, sin fortuna de ninguna

clase, viviendo de su sueldo, grandes militares y grandes batalladores. Yo no había

asistido al comienzo de la conversación; los dos estaban muy animados, y, ¿cómo iba a

ser de otra manera? Versilov estaba sobre el diván delante de la mesa, el barón en una

butaca a11í al lado. Versilov estaba pálido, pero hablaba con mesura y pesando sus

palabras; el barón elevaba la voz y parecía inclinarse a los gestos bruscos, pero se

contenía; tenía una mirada severa, altiva a incluso desdeñosa, aunque no sin cierto

asombro. Al verme, frunció las cejas, pero Versilov casi se alegró al darse cuenta de mi

presencia:

-Buenos días, querido mío. Barón, he aquí justamente al jovencito del que se habla en

la carta. Créame, lejos de molestarnos, puede hasta sernos útil. - El barón me miró con

desprecio -. Querido mío - agregó Versilov -, me alegro de que hayas venido. Quédate en

un rincón, te lo ruego, y espera que hayamos acabado. Esté usted tranquilo, barón, se

quedará en su rincón...

Aquello me resultaba indiferente, puesto que me sentía decidido a todo, y además

estaba asombrado; me senté sin decir palabra y lo antes posible en el rincón y permanecí

a11í sin moverme y sin parpadear hasta el fin de la explicación.

-Se lo repito una vez más, barón - dijo Versilov, recalcando fuertemente todas las

palabras -, considero a Catalina Nicolaievna Akhmakova, a quien le he escrito esa carta

indigna y repugnante, no solamente como la más noble de las criaturas, sino también

como el colmo de todas las perfecciones.

-Semejante refutación de sus propias palabras, ya se lo he dicho, se parece demasiado a

una confirmación de las mismas - rugió el barón -. Las expresiones que usted emplea son

positivamente irrespetuosas.

-Y sin embargo lo más conveniente será que usted las tome en su sentido literal. Es que,

mire usted, sufro ataques... y diversos desórdenes, incluso me veo obligado a cuidarme, y

en uno de esos momentos me ha sucedido...

-Esas explicaciones no pueden admitirse. Lo repito una vez más que continúa usted

obstinándose en su error. Tal vez desea equivocarse aposta. Ya le he advertido desde el

principio que la cuestión referente a esa dama, es decir, su carta de usted a la generala

Akhmakova, debe ser dejada a un ládo en la explicación actual; y usted no hace más que

volver a la carga. El barón Bioring me ha rogado y encargado que ponga en claro

únicamente lo que a él le concierne, es decir, el insolente envío de esa copia y además el

post-scriptum donde usted dice estar «dispuesto a responder a no importa quién y no

importa cómo».

-Pero me parece que ese último punto está bien claro sin más amplias explicaciones.

-Lo comprendo, lo sé. Usted ni siquiera se excusa, usted continúa afirmando que está

«dispuesto a responder a no importa quién y no importa cómo». Pero eso sería para usted

salir muy bien librado. Por eso estimo que es mi derecho, visto el giro que usted quiere

dar forzosamente a la explicación, expresarle mi parecer sin molestarme: he llegado a la

conclusión de que el barón Bioring no debe de ninguna manera tener con usted un

asunto... en un pie de igualdad.

-Esa solución es naturalmente de las más ventajosas para su amigo el barón Bioring y,

lo confieso, no me asombra usted lo más mínimo: era una cosa que me esperaba.

Lo haré notar entre paréntesis: yo había comprendido desde las primeras palabras, en la

primera ojeada, que Versilov buscaba un choque, provocaba y azuzaba a aquel barón

irritable y tal vez sometía su paciencia a una prueba demasiado ruda. El barón estaba

sobre ascuas.

-Sabía que podía usted ser ingenioso, pero el ingenio no es lo mismo que la

inteligencia.

-¡Observación extraordinariamente profunda, coronel!

-No tengo necesidad de sus elogios - gritó el barón -, y no he venido aquí para hablar en

el desierto. Haga el favor de escucharme: el barón Bioring, al recibir su carta, se ha visto

en una extrema perplejidad porque aquello olía a leguas a manicomio. Y sin duda se

habría podido encontrar inmediatamente medios para... calmarle a usted. Pero, por ciertas

razones particulares, se le han guardado miramientos y se han tomado informes: se ha

sabido que usted perteneció en tiempos a la buena sociedad y que sirvió en la Guardia,

pero también se ha sabido que fue usted excluido de esa sociedad y que su reputación es

más que dudosa. Sin embargo, a pesar de eso, me he trasladado aquí para hacerme cargo

personalmente, y resulta que, por si fuera poco, se permite usted jugar con las palabras a

incluso llega a confesar que está sujeto a ataques... ¡Basta! La situación del barón Bioring

y su reputación no pueden comprometerse en este asunto. En una palabra, caballero,

estoy encargado de manifestarle que si este acto o cualquier otro por el estilo se repite, se

hallarán inmediatamente los medios para tranquilizarle, medios muy seguros y muy

rápidos, se lo garantizo. ¡No vivimos en los bosques, sino en un Estado organizado!

-¿Está usted muy seguro, mi buen barón R.?

-¡Pardiez! - el barón se levantó repentinamente -, me tienta usted a probarle

inmediatamente que no soy «su buen barón».

-Le prevengo una vez más - Versilov se levantó también - que mi mujer y mi hija no

están lejos, por lo que le ruego que no hable tan alto, ya que sus gritos llegan hasta ellas.

-Su mujer... ¡Diablos...! Si me he quedado aquí para hablar con usted, ha sido

únicamente con la intención de poner en claro este sucio asunto - continuó el barón,

siempre enfadado y sin bajar la voz lo más mínimo -. ¡Basta! - gritó enfurecido -, no sólo

está usted excluido de la sociedad de la gente digna, sino que además es un loco, un

verdadero loco, un chiflado, y así es como me lo habían descrito. No merece usted

indulgencia alguna y le declaro que hoy mismo se tomarán medidas y que se le llamará a

un lugar donde sabrán hacerle entrar en razón... ¡y se le hará salir de la ciudad!

Abandonó la habitación rápidamente y a grandes zancadas. Versilov no lo acompañó.

Seguía de pie, mirándome distraídamente y como sin darse cuenta de mi presencia; de

repente, sonrió, agitó su cabellerá y, después de coger su sombrero, se dirigió también

hacia la puerta. Lo agarré por la mano.

-¡Ah!, es verdad, estabas ahí. ¿Has... escuchado?

Se detuvo delante de mí.

-¿Cómo ha podido usted obrar así? ¿Cómo ha podido deformar así las cosas,

deshonrar... con tanta perfidia? - Me miraba fijamente, pero su sonrisa se alargaba más y

más y se transformaba verdaderamente en risa -. ¡Pero es a mí a quien se ha deshonrado...

delante de ella!, ¡delante de ella! He sido ultrajado ante sus ojos; y él... me ha dado un

empellón - exclamé, fuera de mí.

-¿Es posible? ¡Ah! Mi pobre niño, qué lástima te tengo... ¡Te han... ul-tra-ja-do!

-¡Usted se ríe, usted se ríe de mí! ¡A usted le parece esto gracioso!

Liberó rápidamente su mano de la mía, cogió su sombrero, que había soltado para

hablar conmigo, y riéndose, riéndose ahora con una risa verdadera, salió de la habitación.

¿Alcanzarlo? ¿Para qué? ¡Yo lo había comprendido todo, y todo lo había perdido en un

instante! De repente, vi a mamá; había bajado y lanzaba una mirada tímida.

-¿Se ha ido?

La besé silenciosamente, y ella me besó con fuerza, con mucha fuerza, pegándose a mí.

-Querida mamá, ¿puede usted quedarse aquí? Vámonos todos inmediatamente, yo las

protegeré, yo trabajaré para ustedes como un condenado, para usted y para Lisa...

Abandonémosle todos, todos, y vayámonos. Estaremos solos. Mamá, ¿se acuerda usted

de cuando vino a verme a casa de Touchard y yo me negué a reconocerla?

-Me acuerdo, hijo mío. Toda mi vida he sido culpable contigo; te traje al mundo y no te

conocí.

-El culpable es él, mamá; él, que es la causa de todo. No nos ha querido nunca.

-Sí, nos ha querido.

-Vámonos, mamá.

-¿Cómo podría yo abandonarlo? ¿Es que él es dichoso?

-¿Dónde está Lisa?

-En cama. Apenas volvió, cayó enferma. Tengo miedo, ¿por qué están tan furiosos

contra él? ¿Qué van a hacerle? ¿Adónde ha ido? ¿Por qué lo amenazaba ese oficial?

-No le pasará nada, mamá, nunca le pasa nada. Jamás le pasará nada. Y nada puede

pasarle. ¡Es un hombre que está hecho así! Pero he aquí a Tatiana Pavlovna,

pregúnteselo, si no me cree a mí. - Tatiana Pavlovna acababa de entrar -. Hasta la vista,

mamá. Volveré en seguida y una vez más volveré a pedirle lo mismo...

Me marché. No podía ver a nadie. Sin hablar de Tatiana Pavlovna, ella, mamá, me

ponía en el tormento. Quería estar solo, solo.

Pero no había llegado a la calle siguiente cuando ya me sentía incapaz de andar;

chocaba absurdamente con aquellas rersonas indiferentes o extrañas; pero, ¿dónde

refugiarme? ¿A quién era yo útil y qué me hacía falta a mí ahora? Me arrastré

maquinalmente hasta la casa del príncipe Sergio Petrovitch, sin pensar en él de ninguna

manera. No estaba en casa. Le dije a Pedro (su criado) que me quedaría a esperarlo en su

despacho (como lo había hecho tantísimas veces). Era una gran habitación de techo muy

alto, abarrotada de muebles. Me hundí en el rincón más sombrío, me senté en un diván y,

con los codos sobre la mesa, me cogí la cabeza entre las manos. Sí, la cuestión era: «¿qué

me hacía a mí falta ahora?» Sí bien era capaz de. formular la pregunta, era absolutamente

incapaz de responderla.

Pero yo no podía ni razonar ni preguntar. Ya he advertido más arriba que, al final de

este perïodo, estaba «aplastado por los acontecimientos». Ahora, sentado, era como un

caos que se arremolinaba en mi cerebro. «Sí, no he visto nada, no he comprendido nada

de este hombre», tal era la idea que por momentos me atravesaba el espíritu. « Hace un

instante se me ha reído en la cara: no, no se reía de mí; era siempre de Bioring, y no de

mí. Anteayer en la comida, lo sabía ya todo y estaba sombrío. Sorprendió mi estúpida

confesión en el traktir y lo ha deformado todo a expensas de la verdad. ¿Qué necesidad

tenía él de la verdad? No cree ni una sola palabra de todo to que le ha escrito. Le hacía

falta únicamente herir, herir sin motivo, sin saber siquiera por qué, agarrándose a

cualquier pretexto, y el pretexto he sido yo quien se lo ha proporcionado... ¿Impulso de

perro rabioso? ¿Va a matar ahora a Bioring? ¿Y por qué? Su corazón lo sabe, sabe el

porqué. Pero yo ignoro lo que tiene en el corazón... No, no, todavía ahora lo ignoro, ¿y lo

sabe él mismo? ¿Por qué le he dicho a mamá que a él no puede pasarle nada? ¿Qué quería

decir con eso? ¿La he perdido o no la he perdido?»

... «Ella ha visto cómo me empujaban... Ella se ha reído también, ¿o no se ha reído?

¡Por mi parte, yo me habría reído! ¡Era el espía al que estaban vapuleando, el espía...!»

«¿Y qué significa (esa idea se me ocurrió de repente), qué significa eso que él ha escrito

en esa carta infame de que el documento no estaba quemado, sino que existía aún. .. ? »

« No matará a Bioring, seguramente en estos momentos está en el traktir y se dispone a

escuchar Lucía. Pero quizá después de Lucía se irá a matar a Bioring. Bioring me ha

empujado, casi me ha pegado. ¿Me ha pegado? Bioring desdeña batirse incluso con

Versilov: ¿irá a batirse conmigo? » « ¿Debería yo quizá matarlo mañana de un tiro de

revólver, acechándolo en la calle...?» Esa idea la concebí de forma enteramente maquinal,

sin detenerme en ella to más mínimo.

En algunos instantes soñaba que la puerta iba a abrirse, dando paso a Catalina

Nicolaievna: entraría y me tendería la mano y nos echaríamos a reír los dos... ¡Ah, el

estudiante, querido mío! Esa idea se presentó, o más bien, ese deseo, cuando ya en la

habitación reinaba la oscuridad. «¿Pero tanto tiempo hace que yo estaba delante de ella y

le decía hasta la vista mientras ella me tendía la mano y se reía? ¿Cómo es posible que en

tan poco tiempo se haya interpuesto una distancia tan espantosa? ¡Ir a buscarla

sencillamente y explicarme con ella, ahora mismo, sencillamente, sencillamente! ¡Señor,

pero es un mundo completamente nuevo el que acaba de empezar! Sí, un mundo nuevo,

completamente, completamente nuevo... Lisa, el príncipe, eso es todavía cosa del tiempo

antiguo... Ahora, estoy en casa del príncipe. ¿Y maná, cómo ha podido vivir con él, si es

cierto? Yo, yo habría podido, yo puedo cualquier cosa, ¿pero ella? ¿Qué va a pasar

ahora?» Y, como en un torbellino, las siluetas de Lisa, Ana Andreievna, Stebelkov, el

príncipe, Aferdov, las siluetas de todos, desfilaron sin dejar huellas por mi cerebro

enfermo. Las ideas se hacían por momentos más informes a inasibles; me contentaba

cuando podía comprender una y recogerla.

«Tengo mi  "idea" - pensé de pronto -, pero, ¿es verdad? ¿No es una frase aprendida de

memoria? Mi idea es la oscuridad y la soledad, pero ahora, ¿puedo hundirme en la oscu-

ridad de antes? ¡Ah, Dios mío, pero es que no he quemado el documento! Se me olvidó

quemarlo anteayer. Volveré a casa y lo quemaré sobre la bujía, sí, sobre la bujía;

únicamente que no sé si está bien lo que pienso ahora... »

Hacía ya tiempo que reinaba la oscuridad: Pedro trajo velas. Se detuvo delante de mí y

me preguntó sí había comido. Me limité a hacerle un signo con la mano. Sin embargo,

una hora después, me trajo té y me bebí ávidamente una gran taza. En seguida le pregunté

la hora. Eran las ocho y media y ni siquiera me asombré de estar allí desde las cinco.

-He venido tres veces - dijo Pedro -, pero creía que estaba durmiendo.

Yo no me acordaba de que él hubiese entrado. No sé por qué, pero de repente, muy

asustado por haberme «dormido», me levanté y me puse a caminar de arriba abajo para

no «dormirme» más. Por fin, la cabeza empezó a dolerme. A las diez en punto, el

príncipe entró y me asombré de haberlo esperado. Lo había olvidado completamente, de

una manera total.

-¡Estaba usted aquí, y yo, en cambio, he ido a buscarlo a su casa! - me dijo.

Su semblante estaba sombrío y severo, sin la menor sonrisa. En sus ojos, una idea fija.

-He estado moviéndome todo el día y he empleado todos los medios - continuó, con

aire concentrado -; todo ha fracasado y ahora es horrible... - Nota bene: no había estado

en casa del príncipe Nicolás Ivanovitch -. He visto a Jibelski, es un hombre imposible.

Mire, lo primero es tener el dinero, después veremos. Si es imposible con dinero,

entonces... Pero he decidido no pensar hoy en eso. Hoy solamente encontrar el dinero,

mañana veremos. Lo que usted ganó anteayer está todavía intacto, hasta el último copec.

Hay ahí tres mil rublos, menos tres rublos. Deduciendo lo que usted me debía, le quedan

trescientos rublos. Tómelos y añada setecientos para hacer el millar, y yo cogeré los otros

dos mil. En seguida nos iremos a casa de Zerchtchikov, nos instalaremos en dos extremos

opuestos y trataremos de ganar diez mil rublos, quizás así consigamos algo, si no... Es la

única salida que me queda.

Me miró con aire fatal.

-Sí, sí - exclamé de repente, como si resucitara -. ¡Vamos a11í! No esperaba más que a

usted...

Nótese que, en todas aquellas horas, ni un solo instante se me había ocurrido pensar en

la ruleta.

-¿Y la infamia? ¿La bajeza del acto? - preguntó de repente el príncipe.

-¿El qué? ¿El hecho de que vayamos a la ruleta? ¡Pero todo está a11í! - exclamé -. ¡El

dinero lo es todo! Nosotros sí que somos santos, usted y yo, mientras que Bioring se ha

vendido, Ana Andreievna se ha vendido, y Versilov, ¿sabe usted que Versilov es un loco?

¡Un loco! ¡Un loco!

-¿Se siente usted bien, Arcadio Makarovitch? Tiene una mirada muy rara.

-¿Dice usted eso para ir sin mí? Ahora, ya no le abandono. No en vano me he pasado

toda la noche soñando con el juego. ¡Vamos a11á!, ¡vamos a11á! -grité, como si de pron-

to hubiese encontrado la solución del enigma.

-Pues bien, vamos, aunque usted tenga fiebre, y a11í...

No acabó. En su rostro había una cosa dolorosa, impresionante. Salíamos ya.

-¿Sabe usted - me dijo de pronto, parándose en el umbral - que hay todavía una salida

además del juego?

-¿Cuál?

-¡Una salida principesca!

-Pero, ¿cuál? ¿Cuál?

-Ya lo sabrá usted más tarde. Sepa solamente que ahora soy indigno de ella, de esa

salida, porque es demasiado tarde. Vamos, y acuérdese usted de mis palabras. Probemos

la salida vulgar... ¿Es que por ventura no iba yo a darme cuenta de que conscientemente,

con mi plena voluntad, voy a comportarme como un lacayo?

 

 

VI

Volé hacia la ruleta como si allí estuviesen concentradas la salud y la salvación, y sin

embargo, como ya he dicho, antes de la llegada del príncipe no había pensado lo más

mínimo en eso. Por lo demás, iba a jugar no para mí, sino con dinero del príncipe y para

el príncipe. No llego a comprender lo que me atraía, pero me sentía atraído

irresistiblemente. No, jamas aquella gentuza, aquellos rostros, aquellos ayudantes de ban-

queros, aquellos gritos de jugadores, toda aquella sala innoble de Zerchtchikov me

parecieron tan repugnantes, tan sombríos, tan groseros ni tan tristes como aquella vez. Me

acuerdo muy bien del dolor y la pena que por momentos se iban apoderando de mi

corazón durante todas aquellas horas pasadas a11í, delante de la mesa. Pero, ¿por qué no

me iba? ¿Por qué resistía, como si me hubiese impuesto un trabajo, un sacrificio, una

proeza? Diré solamente esto: no sabría afirmar en verdad que tuviese entonces toda mi

razón. Y sin embargo nunca he jugado tan razonablemente como aquella noche. Estaba

silencioso y concentrado, atento y calculador hasta inspirar pánico; me mostraba paciente

y avaro, y al mismo tiempo resuelto, en los momentos decisivos. Me coloqué nuevamente

delante del zéro, es decir, una vez más entre Zerchtchikov y Aferdov, que se sentaba

siempre a la derecha de Zerchtchikov; aquel sitio me desagradaba, pero yo quería

irresistiblemente apostar al zéro, y todos los demás sitios alrededor del zéro estaban

ocupados. Llevábamos jugando ya más de una hora; por fin, vi desde mi sitio que el

príncipe acababa de levantarse y, pálido, avanzaba hacia nuestro extremo y se detenía

frente a mí, al otro lado de la mesa: había perdido todo y examinaba mi juego en silencio,

probablemente sin comprender nada de él y sin ni siquiera pensar en el juego. Precisa-

mente yo empezaba a ganar y Zerchtchikov me había pagado una determinada cantidad.

De pronto Aferdov, sin decir una palabra, ante mis propios ojos, con la mayor insolencia,

cogió uno de mis billetes de cien rublos y lo unió a un montón que tenía delante de él.

Lancé un grito y lo agarré por la mano. Entonces me sucedió algo inesperado incluso para

mí: estaba como disparado; todos los horrores y todas las ofensas del día se veían

bruscamente concentradas en aquel solo instante, en aquella desaparición del billete. Se

habría dicho que todo lo que estaba acumulado y comprimido en mí no aguardaba más

que aquel instante para hacer explosión.

-¡Es un ladrón! ¡Acaba de robarme un billete de cien! - exclamé, fuera de mí, mirando

alrededor.

No describo todo el tumulto que suscitaron estas palabras. Un escándalo así era una

cosa completamente nueva en aquel lugar. En el salón de Zerchtchikov la gente se

comportaba de una manera decorosa, y su casa tenía fama por eso. Pero yo no podía

dominarme. En medio del ruido y de los gritos, se oyó de repente la voz de Zerchtchikov:

-Han desaparecido, no hay más qué decir. ¡Estaban aquí! ¡Cuatrocientos rublos!

Era otra cuestión: un fajo de cuatrocientos rublos había desaparecido de la banca, bajo

las propias narices de Zerchtchikov. Zerchtchikov señalaba el sitio donde había estado el

fajo, «estaba ahí hace un momento», y aquel sitio se encontraba muy cerca de mí, me

rozaba, rozaba el sitio donde estaba mi dinero, en una palabra, estaba infinitamente más

cerca de mí que de. Aferdov.

-¡El ladrón está aquí! ¡Es él quien ha robado también eso, regístrenlo! - exclamé,

señalando a Aferdov.

-Todo esto proviene - empezó a decir una voz imponente y atronadora en medio de los

gritos - de que se permite entrar aquí a toda clase de gente. ¡Gente sin recomendación!

¿Quién lo ha traído? ¿Quién es?

-Un cierto Dolgoruki.

-¿El príncipe Dolgoruki?

-Ha sido el príncipe Sokolski quien lo ha traído - gritó alguien.

-¡Escuche, príncipe! - le grité fuera de mí, a través de la mesa -, creen que soy yo el

ladrón; cuando se me acaba de robar hace un momento. ¡Dígales, dígales quién soy!

Entonces se produjo la cosa más espantosa de todas las que habían sucedido aquel día...

a incluso de las que me habían sucedido en toda mi vida: el príncipe renegó de mí. Vi

cómo se encogía de hombros y, en respuesta a las preguntas que llovían sobre él, declaró

con voz limpia y cortante:

-Yo no respondo de nadie. Les ruego que me dejen en paz.

Sin embargo, Aferdov se erguía en medio de la multitud, reclamando en voz alta que lo

registraran. Ya se sacaba los forros de los bolsillos. Pero a sus reclamaciones se respondía

con gritos:

-¡No! ¡No!, ¡el ladrón, ya sabemos quién es!

Dos criados, llamados con anterioridad, me agarraron por detrás, cogiéndome por los

brazos.

-¡No me dejaré registrar, no lo permitiré! - grité, tratando de soltarme.

Pero me arrastraron a una habitación contigua y allí, en medio de la multitud, se me

registró completamente, hasta el último pliegue. Yo gritaba y me debatía.

-Sin duda ha tirado el dinero al suelo, será conveniente buscar - propuso alguien.

-Pero, ¿buscar dónde, en el suelo?

-Debajo de la mesa. Sin duda ha tenido tiempo de echar los billetes allí.

-Lo más seguro será que no quede ya ni rastro.

Se me condujo a la fuerza, pero Sin embargo pude pararme en el umbral y gritar,

poseído de una rabia loca:

-¡La ruleta está prohibida por la policía! ¡Hoy mismo les denunciaré a todos!

Se me hizo bajar la escalera, me echaron encima el abrigo y... abrieron delante de mí la

puerta de la calle.

 

CAPÍTULO IX

I

El día había terminado con una catástrofe, pero quedaba el resto de la noche. He aquí lo

que recuerdo de aquellas horas.

Creo que era poco más de medianoche cuando me vi en la calle. La noche era clara,

tranquila y fría. Yo casi corría, con una prisa febril, pero no hacia mi casa. «¿Para qué

volver a entrar en casa? ¿Es que puede tratarse ahora de ir o no ir a una casa? En una casa

se vive, mañana me despertaré para vivir: ¿es posible, ahora? La vida se ha acabado,

imposible vivir, ahora.» Erré pues por las calles, sin distinguir adónde iba a ignoro por lo

demás si quería ir a alguna parte. Tenía mucho calor y de vez en cuando me abría mi

pesada pelliza de tejón. «En lo sucesivo ninguna acción, me parecía en aquel momento,

puede tener objeto alguno.» Cosa extraña: me parecía sin cesar que todo, alrededor de mí,

incluso el aire que respiraba, pertenecía a otro planeta, como si de pronto me hubiese

trasladado a la Luna. Todo, la ciudad, los transeúntes, la acera sobre la que corría, todo

aquello no tenía nada que ver conmigo. «Esto es la plaza de los Palacios; esto es San

Isaac - me decía yo -, pero ahora no tengo nada que ver con ellos.» Todo se había hecho

desconocido, todo había cesado bruscamente de ser para mí. «Yo tenía a mamá, a Lisa;

pues bien, ¿qué me importan ahora Lisa y mamá? Todo se ha acabado, todo ha llegado de

repente al fin, excepto una cosa: que soy un ladrón para toda la eternidad.»

«¿Cómo demostrar que no soy un ladrón? ¿Es posible, ahora? ¿Marcharme a América?

Y bien, ¿qué demostraré con eso? Versilov será el primero en creer que he robado. ¿"La

idea"? ¿Qué "idea"? ¿Qué es ahora "la idea"? Dentro de cincuenta años, de cien años,

cuando yo pase, siempre habrá alguien para decir, señalándome con el dedo: Ése es un la-

drón. Estrenó "su idea" robando dinero en la ruleta...»

¿Tenía yo rencor? No sé nada de eso. Tal vez sí. Es raro, pero siempre he tenido, quizá

desde mi más temprana infancia, este rasgo característico: si se me hace daño, si. ese

daño se lleva hasta el colmo, si se me ofende hasta el límite máximo, siento siempre un

deseo insaciable de someterme pasivamente al ultraje a incluso de it más allá de los

deseos del ofensor: «Bueno, usted me ha humillado. Pues bien, yo mismo me humillaré

todavía más. ¡Mire, asómbrese! » Tuchard me azotaba y quería demostrar que yo era un

criado y no un hijo de senador. Pues bien, yo me acomodaba inmediatamente a mi papel

de criado, no me limitaba a alargarle su ropa, sino que yo mismo cogía el cepillo y me

imponía el deber de quitarle hasta la última mota de polvo, sin que él me to hubiese

pedido a ordenado; to perseguía a veces, con el cepillo en la mano, en el ardor de mi celo

de criado, para quitarle hasta la rnás pequeña suciedad que llevara en el traje, hasta el

punto de que, a veces, era él mismo quien me frenaba: « ¡Basta, hasta ya, Arcadio, es

suficiente! » Cuando volvía a casa y se quitaba el abrigo, yo se lo cepillaba, lo doblaba

cuidadosamente y lo cubría con un trapo de seda con un dibujo de cuadraditos. Yo sabía

que los camaradas se burlaban de mí y me despreciaban, lo sabía muy bien, pero eso era

lo que me agradaba: « Habéis querido que sea criado, ¡pues lo soy! ¡Si hay que ser un

tipo lacayuno, serlo hasta el final!» (106). Aquel odio pasivo y aquel rencor secreto, he

podido conservarlos durante años. En casa de Zerchtchikov, había gritado,

completamente fuera de mí, a toda la sala: «Los denunciaré, la ruleta está prohibida por la

policía»; pues bien, lo juro, había en eso un sentimiento de la misma clase: se me habia

humillado, registrado, tratado públicamente como ladrón, matado, en una palabra. « ¡Pues

bien!, sépanlo todos, ustedes lo han adivinado, no soy solamente un ladrón, soy también

un denunciante.» Al acordarme hoy, así es como lo explico y resumo todo esto; pero

entonces no se trataba de analizar; lancé ese grito sin intención; un segundo antes no

sabía que iba a lanzarlo; salió de mí mismo, pero porque aquel rasgo estaba ya en mí.

En el momento en que corría, el delirio había empezado desde luego, pero me acuerdo

muy bien de que obraba conscientemente. Sólo que, lo digo con toda seguridad, un ciclo

entero de ideas y de conclusiones me estaba ya cerrado: incluso en aquel momento yo

sentía aparte de mí mismo que «podía tener ciertos pensamientos, y no podía en absoluto

tener otros determinados». De la misma manera, algunas de mis decisiones, aunque

tomadas con una conçiencia lúcida, podían entonces no tener la menor lógica interna.

Aún más,, me acuerdo muy bien de que en ciertos momentos podía tener perfecta

conciencia de la absurdidad de una decisión y, al mismo tiempo, emprender

inmediatamente y de una manera concienzuda su puesta en práctica. Sí, el crimen me

acechaba aquella noche y sólo por una casualidad no llegó a realizarse.

Súbitamente me vino al recuerdo la frase de Tatiana Pavlovna sobre Versilov: «Que

vaya a la línea de ferrocarril Nicolás (107) y que ponga la cabeza sobre los raíles; se la

cortarán limpíamente.» Aquel pensamiento dominó por un instante todo mi ánimo, pero

lo rechacé en seguida y con dolor: «¿Poner la cabeza sobre los raíles y morir? Pero

mañana se dirá: si lo ha hecho, es que ha robado, se ha avergonzado. ¡No, nunca! »Pues

bien, en aquel instante, me acuerdo con toda claridad, hubo de repente en mí la chispa de

un odio terrible. « ¿Pues qué, me decía, será imposible ahora justificarse, imposible

comenzar una nueva vida? Será preciso pues someterse, hacer de criado, de perro, de

mosca, de denunciante, el verdadero denunciante ahora, y durante ese tiempo prepararme

muy dulcemente y, un buen día, hacerlo saltar todo, aniquilarlo todo, a todo el mundo,

culpables a inocentes. Entonces todo el mundo sabrá de pronto que es aquel a quien se ha

tratado de ladrón... Y solamente entonces matarme.»

No sé cómo llegué a una calleja próxima al bulevar de los Caballeros-Guardias (108).

Estaba bordeada a los dos lados, en más de un centenar de pasos, por altas murallas que

servían de vallado a patios traseros. Detrás de una de ellas, a la izquierda, vi un inmenso

montón de madera, un verdadero montículo que sobrepasaba al muro más de dos metros.

Me detuve repentinamente y me puse a reflexionar. Llevaba en el bolsillo cerillas-velas

en una cajita de plata. Lo repito, tenía entonces una conciencia clara de to que meditaba y

quería hacer, y por eso me acuerdo aún hoy día de aquello, pero ignoro en absoluto la

razón por la que quería hacerlo. Me acuerdo solamente de que de pronto se apoderó de mí

este deseo. «Trepar a lo alto del muro es perfectamente posible», razoné; había

precisamente, a dos pasos de a11í, una puerta de cochera cerrada sin duda desde hacía

largos meses. «Poniendo el pie en el reborde de abajo - continué reflexionando -, se

puede, agarrándose a lo alto de la puerta, trepar sobre el muro, y nadie verá nada; ¡nadie!,

¡silencio completo! Arriba sobre el muro me instalaré cómodamente y prenderé fuego a

la madera. Es fácil, incluso sin volver a bajar, puesto que la madera casi roza con el

muro. Con el frío seco, el fuego no puede. menos que prender muy bien; no hay más que

alcanzar con la mano una rama de abedul... ¿y por qué precisamente un rama?, se puede

directamente, sentado sobre el muro, arrancar con la mano un poco de corteza y prenderle

fuego con la cerilla, prenderle fuego y lanzarla inmediatamente en medio de la madera, y

es el incendio. Por mi parte, saltaré abajo del muro y me iré; no vale la pena ni siquiera

de echarse a correr, porque tardarán mucho tiempo en darse cuenta...» (109). Razoné todo

aquello y bruscamente me decidí de una manera definitiva. Experimenté un placer extre-

mado, un profundo gozo, y trepé. Sabía trepar muy bien: ya en el Instituto, la gimnasia

era mi fuerte; pero los zapatos tenían suelas de goma y eso fue una dificultad. Logré sin

embargo llegar con una mano a un reborde apenas perceptible y empecé a izarme; iba a

lanzar la otra mano para sujetarme al filo del muro, cuando de repente perdí pie y me caí

de espalda, Supongo que di con la nuca en el suelo y me quedé sin duda uno o dos

minutos sin conocimiento. A1 volver en mí cerré maquinalmente mi pelliza, porque

sentía un frío insoportable, y, todavía sabiendo apenas to que estaba haciendo, me arrastré

hacia un rincón de la puerta cochera y me encogí a11í, acurrucado, vuelto sobre mí

mismo, en un hueco entre el portal y la salida del muro. Mis ideas estaban en completo

desorden, y, sin duda, me amodorré muy pronto. Me acuerdo ahora como en un sueño de

que de golpe resonó en mis oídos un tañido de campanas profundo y pesado, y que

escuché con delicia...

 

II

La campana tañía precisamente una vez cada dos o cada tres segundos; sin embargo, no

era el doble de difuntos, sino un sonido agradable y amplio, y lo reconocí

inmediatamente: ¡pero si es un toque de campanas muy conocido, es el de San Nicolás, la

iglesia bermeja frente a la casa de Tuchard! : una antigua iglesia moscovita, de la que me

acuerdo tan bien, construida bajo Alexis Mikhailovitch, con sus encajes, sus múltiples

cúpulas, sus columnas. La semana de Pascuas acaba de terminar, sobre los raquíticos

abedules del jardín de los Tuchards tiemblan ya las hojas verdes recién nacidas. El sol

vivo del final de la tarde vierte sus rayos oblicuos (110) en nuestra clase y yo, en mi

cuartito de la izquierda, donde Tuchard me ha relegado hace ya un año, lejos de los «hijos

de condes y senadores», tengo una invitada. Sí, niño sin nacimiento, tengo una invitada,

por primera vez desde que estoy en casa de Tuchard. Y la he reconocido desde que entró:

era mamá; aunque, desde la época en que me hacía comulgar en la iglesia del pueblo y en

que la paloma atravesaba la cúpula (111), no la haya visto ni una sola vez. Estábamos

a11í los dos, y yo la examinaba de una manera curiosa. Más tarde, muchos años después,

he sabido que en aquel momento, habiéndose quedado sola, sin Versilov, que había salido

súbitamente para el extranjero, ella había venido a Moscú por su propia autoridad, con su

poquísimo dinero, casi ocultándose de los que debían cuidarse de ella, y eso únicamente

para verme. Era desde luego una cosa rara: al entrar, había hablado con Tuchard, pero a

mí no me había dicho que era mi madre. Estaba a11í cerca de mí, y, me acuerdo, me

asombré de oírla hablar tan poco. Traía un paquete, que abrió: había dentro seis naranjas,

algunos pasteles de pasta de especias y dos panecitos blancos. Me enfadé al ver aquellos

panes, y respondí con aire ofendido que nos daban muy bien de comer y que cada día nos

entregaban con el té un pan entero.

-Es igual, hijo mío, yo me había dicho ingenuamente: «Quizá les dan mal de comer en

esa escuela.» No te enfades por eso conmigo, querido mío.

-Y Antonina Vassilievna (la mujer de Tuchard) se enfadará. Los camaradas también

van a burlarse de mí...

-Entonces, ¿no los quieres? Sin embargo, puede ser que te los comas, ¿no?

-Déjelos usted, si quiere...

Ni siquiera toqué aquellos regalos; las naranjas y los panes de especias estaban sobre la

mesa delante de mí, y yo seguía a11í sentado con los ojos bajos, pero con un gran aire de

dignidad. Quién sabe, quizá yo tenía también ganas de no ocultarle que su visita me

avergonzaba ante los camaradas; de demostrárselo un poquito, para que ella

comprendiera: «Ya ves, me das vergüenza, y por tu parte tú no lo comprendes.» ¡Yo, que

ya. en aquellos momentos corría detrás de Tuchard con el cepillo en la mano para quitarle

la más pequeña mota de polvo! Me imaginaba también las burlas que tendría que sufrir

por parte de los otros niños desde que ella se marchara, y quizá también por parte de

Tuchard en persona, y no había en mi corazón ni un solo buen sentimiento para ella.

Miraba de reojo su vestido oscuro y viejo, sus manos bastante groseras, casi de

trabajadora, sus zapatos completamente bastos y su rostro muy enflaquecido; la frente la

tenía ya surcada por pequeñas arrugas, aunque Antonina Vassilievna me dijese aquella

misma noche, después de su marcha:

-Su maman no ha debido estar mal en otros tiempos.

Estábamos, pues, así, cuando Ágata entró con una bandeja sobre la cual había una taza

de café. Era por la tarde, y los Tuchard, a aquella hora, tomaban siempre el café en casa,

en el salón. Pero mamá dio las gracias y no aceptó la taza: supe después que no tomaba

nunca café, porque le producía palpitaciones. Los Tuchard, en su intimidad, consideraban

su visita y la autorización que se le había concedido para verme como una extrema

condescendencia por su parte, de forma que la taza de café enviada a mi madre era por así

decirlo el colmo de la humanidad, una hazaña que, siendo todas las cosas relativas, hacía

un honor extremado a sus sentimientos de personas civilizadas y a sus conceptos

europeos. Pero, como si lo hubiese hecho aposta, mi madre la rehusó.

Se me llamó a casa de los Tuchard. Él me dijo que cogiese todos mis cuadernos y todos

mis libros y se los enseñase a mi madre.

-Para que vea lo mucho que usted ha progresado ya en mi colegio.

Entonces Antonina Vassilievna, con los labios fruncidos, me susurró por su parte, en

tono burlón:

-Creo que nuestro café no le ha agradado a su maman.

Recogí mis cuadernos y se los llevé a mi madre, que estaba esperando. Pasé delante de

«los hijos de condes y de senadores», apiñados en la clase y que nos espiaban á los dos.

Incluso hallé un placer especial ejecutando la orden de Tuchard con una exactitud

rigurosa. Abría metódicamente mis cuadernos y explicaba:

-Éstas son las lecciones de Gramática Francesa. Aquí están los dictados. Aquí, la

conjugación de los verbos auxiliares avoir y étre. Aquí, la Geografía, la descripción de

las principales ciudades de Europa y de todas las partes del mundo, etc.

Durante una media hora larga o más, expliqué todo aquello con una vocecita

cadenciosa, bajando los ojos como un niño bien educado. Yo sabía que mama no entendía

nada de ciencias, que quizá no sabía escribir, pero por eso me agradaba tanto más mi

papel. No llegué sin embargo a fatigarla. Escuchaba todo sin interrumpirme, con una

extremada atención y casi con lástima, tanto, que al final me cansé y terminé por mi

cuenta. Por lo demás, su mirada estaba triste y no sé qué cosa lastimera se leía en su

rostro.

Se levantó por fin, para irse. De repente entró Tuchard en persona. Con una gravedad

imbécil, le preguntó si estaba contenta de los progresos de su hijo. Mamá balbuceó in-

finitas gracias. Entonces llegó Antonina Vassilievna. Mi madre les rogó a los dos que no

abandonasen al huérfano, «puesto que ahora casi es un huérfano, continúen ustedes con él

su obra de caridad...». Y, con lágrimas en los ojos, saludaba a los dos, a cada uno por

separado, a cada uno con un profundo saludo, como hacen las gentes del «pueblo»

cuando vienen a pedir algo a señores importantes. Los Tuchard no esperaban tanto, y

Antonina Vassilievtia se ablandó visiblemente; sin duda cambió en seguida de conclusión

en cuanto a la taza de café. Tuchard, redoblando su gravedad, respondió, muy hu-

manitario, que él no hacía «distinción entre los niños, que todos aquí eran sus hijos y él el

padre de todos, que yo estaba casi al mismo nivel que los hijos de los senadores y de los

condes, y que eso era tanto más de apreciar... », etc., etc. Mi madre se deshacía en

saludos, pero al fin, confusa, se volvió hacia mí y dijo, brillándole las lágrimas en los

ojos:

-Adiós, hijo mío.

Me besó, o más bien le permití que me besara. Se le notaba que habría querido besarme

más, estrecharme contra ella, pero, bien porque le diera vergüenza de hacerlo delante de

la gente, bien porque estuviese poseída por la pena, o bien porque adivinase que yo me

avergonzaba de ella, el caso es que después de un último saludo a los Tuchard, se

apresuró a dirigirse hacia la salida. Yo me quedé a11í plantado.

-Mais suivez donc votre mère - dijo Antonina Vassilievna-. Il n'a pas de coeur, cet

enfant!

Tuchard, en respuesta, se encogió de hombros, lo que quería decir: «Para que veas que

no es por capricho por lo que te trato como a un criado.»

Dócilmente, bajé detrás de mi madre; salimos a la escalinata. Yo sabía que los demás

me miraban ahora por la ventana. Mi madre se volvió hacia la iglesia a hizo la señal de la

cruz tres veces, con ademanes profundos; sus labios temblaban; una campana grave tañía,

regular y sonora, en lo alto del campanario. Se volvió hacia mí y no resistió más: me puso

las dos manos en la cabeza y se deshizo en lágrimas.

-Basta, mamá... me da vergüenza... nos están viendo por la ventana...

Retrocedió y se turbó:

--Bueno, que el Señor... que el Señor sea contigo... Que los ángeles del cielo te guarden

y la Santísima Virgen y San Nicolás... ¡Señor! ¡Señor! - repetía ella con palabras preci-

pitadas signándome una y otra vez, tratando de depositar en mí más y más cruces y más y

más aprisa -, ¡querido mío, querido mío! Pero espera un poco...

Rápidamente se metió la mano en el bolsillo y se sacó un pañuelo, un pañuelo azul a

cuadros, con un pico fuertemente anudado y el cual nudo se puso a deshacer... Pero no lo

conseguía. . .

-Bueno, es igual, quédate con el pañuelo, está completamente limpio, quizá pueda

servirte. Hay ahí cuatro moneditas, creo que podrán servirte para algo. No te enfades

conmigo, hijo mío, no tengo más... no te enfades, querido mío.

Cogí el pañuelo; quise hacerle notar que «se nos trataba muy bien por parte del señor

Tuchard y de Antonina Vassilievna y que no carecíamos de nada», pero me contuve y

acepté el pañuelo.

Volvió a trazarme la señal de la cruz, farfulló aún no sé qué oración y de pronto,

completamente de improviso, me hizo, exactamente igual que allá arriba les había hecho

a los Tuchard, un saludo profundo, lento y largo; ¡no lo olvidaré jamás! Me estremecí

desde la cabeza hasta los pies, sin saber yo mismo por qué. ¿Qué quería ella decir con

aquel saludo? Ignoro si era «su falta que reconocía delante de mí» como me to imaginé

muchísimo después. Pero entonces, una vez más me dio vergüenza, porque «ellos estaban

a11á arriba mirando, y quizá Lambert iba a pegarme».

Por fin, ella se fue. Las naranjas y los panes de especias habían sido ya comidos mucho

antes de mi regreso por los hijos de los condes y de los senadores, y las cuatro moneditas

me las quitó en seguida Lambert. Con ese dinero compraron en la confitería un montón

de cocholate y de pasteles y ni siquiera me los dieron a probar.

Han pasado seis meses. Estamos ahora en octubre; viento y temporales. He olvidado

completamente a mi madre; el odio, un odio sordo contra todo, ha penetrado ya en mi

corazón, lo ha impregnado completamente; en vano cepillo como antes los trajes de

Tuchard, lo detesto ahora con todas mis fuerzas y cada día más. Ahora bien, un día, a la

hora triste del crepúsculo, estando rebuscando en mi maleta, vi de pronto en un rincón su

pañuelo de batista azul; estaba a11í desde el día en que lo guardé. Lo saqué y lo miré

incluso con una cierta curiosidad; el pico conservaba aún las señales bien visibles del

nudo y hasta la marca redonda de una moneda; por lo demás, volví a poner el pañuelo en

su sitio y cerré la maleta. Era víspera de fiesta y las campanas empezaron a sonar para los

oficios de la noche. Después de la comida, los alumnos se habían ido con sus familias,

pero esta vez Lambert se había quedado, porque no lo habían mandado a buscar. Conti-

nuaba pegándome como antes, pero ahora me confiaba muchas cosas y tenía necesidad de

mí. Hablamos toda la tarde de las pistolas de Lepage (112), que no habíamos visto nin-

guno de los dos; de los sables quirguices y de los golpes que se pueden dar con ellos; del

buen negocio que sería organizar una banda de ladrones, y por fin Lambert vino a parar a

su conversación favorita, sobre un tema asqueroso, y era en vano que yo me asombrara,

me gustaba muchísimo escucharlo. Pero aquella vez me resultó de repente insoportable y

le dije que me dolía la cabeza. A las diez nos fuimos a acostar; escondí la cabeza debajo

de la manta y saqué de debajo de la almohada el pañuelo azul: yo había vuelto una hora

antes para sacarlo de mi maleta y, en cuanto nuestras camas quedaron hechas, lo había

metido debajo de la almohada. Lo apreté contra mi rostro y me puse a besarlo.

-Mamá, mamá - le susurraba yo a aquel recuerdo, y tenía todo el pecho apretado como

dentro de un tubo.

Al cerrar los ojos volvía a ver su rostro de labios temblorosos en el momento en que se

persignaba delante de la iglesia y trazaba en seguida sobre mí el signo de la cruz,

mientras que yo le decía: «Me da vergüenza, nos están mirando.»

«Mamá, mi mamaíta, por lo menos una vez en mi vida te he tenido conmigo... ¿Dónde

estás ahora, mi visitante lejana? ¿Te acuerdas tú ahora de tu pobre niñito que viniste a

ver...? Muéstrate ahora una sola vez más, ven a verme por lo menos en sueños, que yo te

diga cuánto te quiero, que pueda abrazarte y besar tus azules ojos, decirte que ahora ya no

me da vergüenza de ti, que también te quería entonces y que mi corazón sufría, mientras

que me quedaba a11í inmóvil como un criado. ¡Tú no sabrás nunca, mamá, cuánto te

quería entonces! Mi mamaíta, ¿dónde estás ahora, me oyes? Mamá, mamá, : te acuerdas

de la paloma, en el pueblo... ? »

-¡Demonios!, ¿qué le pasa a éste? -gruñe Lambert desde su cama -. ¡Espera un poco!

No deja dormir a la gente.

Helo ahí que salta por fin de su cama, corre a la mía y trata de arrancarme la manta,

pero me agarro a ella sólidamente, a esa manta bajo la que está escondida mi cabeza.

-Estás llorando, ¿por qué tienes que ponerte a gemir ahora, idiota? ¡Encaja esto! ¡Toma!

- y me golpea, me da puñetazos en la espalda, en las costillas, me hace más y más daño

y... de pronto abro los ojos.

Es ya completamente de día, la helada brilla sobre la nieve, sobre el muro... Estoy

sentado, acurrucado, medio muerto, entumecido dentro de mi pelliza, y alguien se yergue

delante de mí, me despierta, con fuertes injurias y golpeándome las costillas con la punta

de su pie derecho. Me enderezo y miro: un hombre en una rica pelliza de piel de oso,

gorro de cebellina, ojos negros, dientes blancos brillando sobre mí, blanco, bermejo, un

rostro como una máscara... Se ha inclinado sobre mí, y a cada soplo de su boca se escapa

un vapor helado:

-¡Estás helado, rnaldito borracho, idiota! ¡Vas a quedarte ahí helado como un perro! ¡En

pie, en pie!

-¡Lambert! - exclamé.

-¿Quién eres tú?

-Dolgoruki.

-¿Qué Dolgoruki?

-¡Dolgoruki a secas! ... Tuchard... El mismo a quien le clavaste un tenedor en el muslo

en la taberna...

-¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! - exclamé, sonriéndose con una sonrisa de hombre que se acuerda.

(¿Sería posible que me hubiese olvidado?)--. ¡Ahl ¡Entonces eres tú!

Me endereza, me pone en pie; me cuesta trabajo sostenerme, moverme; me conduce

aguantándome con la mano. Me mira a los ojos, como pará acordarse y comprender, y me

escucha con toda atención; por mi parte balbuceo también con todas mis fuerzas sin

pausa y sin descanso, y estoy contento, contento de hablar y contento de que sea Lambert.

¿Es porque se me ha aparecido como «la salvación», o bien me he echado en sus brazos

en ese momento porque te he tomado por un hombre de otro mundo? Lo ignoro, yo no

razonaba entonces, pero me he echado en sus brazos sin razonar. No me acuerdo en

absoluto de lo que dije entonces, y sin duda no debía de ser nada coherente; ni siquiera

debía de pronunciar con claridad; pero él me escuchaba con mucha atención. Detuvo al

primer coche de alquiler que se presentó ~y unos cuantos minutos después estaba ya

calentito, en su habitación.

 

III

Todo hombre, quienquiera que sea, conserva desde luego el recuerdo de algún incidente

personal que considera o se siente inclinado a considerar como algo fantástico, insólito,

fuera de to ordinario, casi maravilloso: sueño, encuentro, predicción, presentimiento o

cualquier otra cosa por el estilo. Hasta ahora me siento inclinado a ver en aquel encuentro

con Lambert algo incluso profético... Por lo menos a juzgar por sus circunstancias y sus

consecuencias. Todo aquello sucedió, por lo menos en cierta manera, de la forma más

natural del mundo: él volvió sencillamente de una de sus ocupaciones nocturnas (la cual

se pondrá en claro más adelante), medio borracho, y, al detenerse un momento delante de

una puerta cochera, me vio. Estaba en Petersburgo desde hacía algunos días solamente.

La habitación a la que me vi transportado era un cuartito amueblado con mucha

sencillez, de un vulgar estilo petersburgués de segunda categoría. Por lo demás, Lambert

estaba vestido lujosamente y de una manera admirable. En el suelo estaban tiradas dos

maletas, vaciadas únicamente a medias. Un rincón del cuarto estaba aislado por un

biombo, que ocultaba la cama.

-Alphonsine! - gritó Lambert.

-Présente! - respondió desde detrás del biombo una temblorosa voz femenina de acento

parisiense y, dos minutos después, todo lo más, apareció mademoiselle Alphonsine ves-

tida a la ligera, en peinador, en salto de cama.

Una criatura singular, grande y seca como una viruta, joven, morena, de talle alto,

rostro alargado, ojos saltones y mejillas hundidas, una criatura terriblemente estropeada.

-¡Aprisa! - Traduzco, porque él le hablaba en francés-. En casa de ellos debe de haber

un samovar que puedan prestarnos. Pronto, agua hirviendo, vino tinto y azúcar, un vaso a

toda prisa; está helado. Es amigo mío... Ha pasado la noche en la nieve.

-Malheureux! - exclamó ella, torciéndose las manos en un gesto teatral.

-¡Vamos! ¡Andando! - gritó Lambert como si se dirigiera a un perro y amenazándola

con el dedo; ella dejó en seguida de hacer gestos y corrió a ejecutar la orden.

Él me examinó y me palpó, me tomó el pulso, me tocó la frente, las sienes.

-Es extraño - rezongaba - que no estés completamente helado... Cierto que estabas

completamente embutido en tu pelliza, incluyendo la cabeza, como si te hubieses metido

en una madriguera.

El vaso de agua caliente hizo su aparición, me lo tragué con avidez y me reanimó en

seguida; nuevamente me puse a balbucear; estaba medio recostado en el rincón, sobre el

diván, y no dejaba de hablar, me aturdía a fuerza de palabras, pero no me acuerdo apenas

de lo que contaba de aquella manera; hay momentos, incluso episodios enteros, que he

olvidado completamente. Lo repito: ignoro si él comprendió algo de mis relatos; pero en

seguida adiviné desde luego una cosa: que me había comprendido lo bastante para extraer

la conclusión de que aquel encuentro conmigo no había que pasarlo por alto... Explicaré

en seguida, cuando qué podían consistir sus cálculos.

Yo no estaba solamente muy animado, estaba ihcluso, según creo, más y más alegre por

momentos. Me acuerdo del sol que de pronto alumbró la habitación cuando se levantaron

las cortinas, y de la estufa que empezó a crepitar cuando la encendieron, aunque no me

acuerdo de quién la encendió ni cómo. Me acuerdo también de1 minúsculo perrito negro

que mademoiselle Alphonsine tenía entre las manos, apretándolo coquetamente sobre su

corazón. Aquel perrito me distraía muchísimo, tanto que incluso dejé de hablar y tendí las

manos hacia él en dos ocasiones, pero Lambert hizo una señal, y Alphonsine con -su

perro desaparecieron instantáneamente al otro lado del biomho.

E1 mismo estaba muy silencioso, sentado frente a mí, y me escuchaba muy inclinado

hacia delante, sin separarse; a veces sonreía con una sonrisa larga y lenta, enseñaba los

dientes y guiñaba los ojos, como en un esfuerzo por comprender y adivinar. He

conservado el recuerdo claro de que cuando le conté la historia del «documento», no me

era posible explicarme claramente y ofrecer un relato que tuviese cierta coherencia: veía

demasiado bien eü su rostro que no llegaba a comprenderme; incluso se arriesgó a

hacerme una pregunta, cosa que era peligrosa, puesto que, en cuanto se me interrumpía,

yo cambiaba de tema y me olvidaba de lo que estaba hablando. Ignoro el tiempo que

estuvimos charlando así y casi me es imposible hacer el menor cálculo. Él se levantó de

pronto y llamó a Alphonsine.

-Hay que dejarlo tranquilo. Quizás haga falta llamar al doctor. Que se haga todo lo que

pida, es decir... vous comprenez, ma fille. Vous avex de l'argent? ¿No? ¡Helo aquí!

Y sacó un billete de diez rublos; luego le susurró algo:

-Vous comprenez!, vous comprenez! - decía él amenazándola con el dedo y frunciendo

severamente las cejas.

Vi que ella temblaba mucho delante de él.

-Volveré. Tú - me dijo sonriendo -, duerme; es lo mejor que puedes hacer.

Cogió su sombrero.

-Mais vous n'avex pas dormi du tout, Maurice! - gritó Alphonsine, toda patética.

-Taisez-vous, je dormirai après - y salió.

-Sauvée! - murmuró ella patéticamente, mostrándome el dorso de su mano.

-Monsieur, monsieur! - Se puso en seguida a declamar, colocándose en medio de la

habitación --: Jamais homme ne fut si cruel, si Bismarck, que cet être, qui regarde une

femme comme une saleté de hasard. Une femme, quest-ce que ça dans notre époque?

"Tue la!", voilà le dernier mot de l'Académie f rançaise. ..! (* ).

Abrí los ojos de par en par, veía doble, percibïa ahora a dos Alphonsines... Noté de

repente que la mujer estaba llorando, me estremecí y me di cuenta de que me hablaba

desde hacía muchísimo tiempo y que, por consiguiente, todo aquel rato yo había estado

dormido o me había quedado sin conocimiento,

-...Hélas! de quoi m'aurait servi de le découvrir plus tôt - exclamó - et n'aurais-je pas

autant gagné à tenir ma honte cachée toute ma vie? Peut-être nest-il pas honnête à une

demoiselle de s'expliquer si librement devant monsieur, mais enfin je vous avoue que, s'il

m'était permis de vouloir quelque chose, oh! ce serait de lui plonger au coeur mon cou-

teau, mais en détournant les yeux, de peur que son regard exécrable ne f ît trembler mon

bras et ne glaçât mon courage! Il a assassiné ce pope russe, monsieur, il lui arracha sa

barbe rousse, pour la vendre à un artiste en cheveux au pont des Maréchaux, tout près de

la maison de monsieur Andrieux: hautes nouveautés, articles de Paris, linge, chemises,

vous savez, nest-ce pas... Oh!, monsieur, quand l'amitié rassemble à table épouse,

enfants, soeurs, amis, quand une vive allé gresse en f lamme mon coeur, je vous le

demande, monsieur: est-il bonheur preférable à celui dont tout jouit? Mais il rit,

monsieur, ce monstre exécrable et inconcevable, et si ce n'était pas par l'entremise de

monsieur Andriéux, jamais, oh!, jamais je ne serais... Mais quoi, monsieur, qu'avez-vous,

monsieur? (* * ).

(*) Jamás ha habido hombre tan cruel, tan Bismarck, como este individuo, que

considera a una mujer una porquería del azar. Una mujer, ¿qué es eso en nuestra época? «

¡Mátala! », he ahí la última palabra de la Academia francesa.

(**) ¡Ay! ¿De qué me habría servido descubrirlo antes y no habría ganado lo mismo

manteniendo oculta mi vergüenza toda mi vida? Quizá no sea decente para una señorita

explicarse tan libremente delante del caballero, pero, en fin, le confieso a usted que, si me

estuviese permitido desear algo, ¡oh!, sería clavarle en el corazón un cuchillo, pero

apartando los ojos, por miedo a que su mirada execrable hiciese temblar mi brazo y

helara mi valor. Ha asesinado a ese pope ruso, señor, le arrancó su barba roja, para

vendérsela a un peluquero en el puente de los Mariscales, muy cerca de la casa de

monsieur Andrieux, altas novedades, artículos de París, ropa interior, camisas, usted sabe,

¿verdad...? ¡Oh!, caballero, cuando la amistad reúne en la mesa esposa, hijos, hermanas,

amigos cuando una viva alegría inflama mi corazón, le pregunto caballero: ¿hay felicidad

preferible a esa én la que todo goza? Pero él río, caballero, ese monstruo execrable a

inconcebible, y ei no fuera por la mediacián de monsiems Andrieux, jamás, ¡oh!, jamás

estaría yo... Pero, ¿ qué, caballero, qué tiene usted, caballero?

 

Se lanzó hacia mí: yo tenía escalofríos; creo, quizá incluso me desmayé. No sabría

explicar la impresión lasti.mera y dolorrosa que me causaba aquella criatura medio loca.

Quizá se figuraba que era su deber distraerme, en todo caso no me abandonaba un

instante. Quizá había sido actriz en sus tiempos; declamaba, gesticulaba, hablaba sin

interrupción, mientras que yo estaba callado ya hacía mucho tiempo. Todo lo que pude

comprender de sus discursos fue que había tenido relaciones íntimas con "la maison de

monsieur Andrieux, hautes nouveautés, articles de Paris", etc., a incluso que ella salía

quizá de "la maison de monsieur Andrieux", pero que le había sido arrancada para

siempre a monsieur Andrieux, par ce monstre furieux et inconcevable, y en aquello era en

lo que consistía su tragedia.:. Sollozaba, pero me parecía que era solamente para guardar

las formas y que no lloraba en absoluto; yo tenía a veces la impresión de que iba a caerse

toda ella convertida en polvo, como un esqueleto; hablaba con voz ahogada, temblorosa;

la palabra préférable, por ejemplo, la pronunciaba préféa-ble y sobre la sílaba a hacía oír

un balido de oveja. Cuando hube recobrado el conocimiento, la vi que hacía piruetas en

medio de la habitación, pero sin bailar, porque aquella pirueta estaba relacionada con su

relato, que ella animaba de esa forma. Repentinamente se lanzó y abrió un pequeño

piano, viejo y desafinado, que había en la habitación, aporreó las teclas y cantó... Creo

que, durante unos diez minutos o más, perdí el conocimiento y me dormí, pero el perrito

ladró y abrí los ojos: me había vuelto la conciencia, por un instante y repentinamente,

alumbrándome con toda su luz; asustado, me puse en pie de un salto.

« ¡Lambert, estoy en casa de Lambert!», me dij.e y, tomando mi sombrero, me lancé

sobre mi pelliza.

-Où allez-vous, monsieur? - me gritó la vigilante : -Alphonsine.

-¡Quiero irme, quiero salir! Déjeme, no me retenga...

-Oui, monsieur! - confirmó con todas sus fuerzas Alphonsine, que se lanzó para abrirme

la puerta del corredor -. Mais c'est ne pas loin, monsieur, c'est pas loin du tout, ça ne vau

pas la peine de mettre votre chouba (113), c'est ici près, monsieur! - exclamó ella para

que la oyese todo el pasillo.

Una vez salido de la habitación, giré a la derecha.

-Par ici, monsieur, c'est par ici! - gritaba ella con todas sus fuerzas, agarrándose a mi

pelliza con sus largos y huesudos dedos, mientras que con la otra mano me enseñaba a la

izquierda, en el pasillo, un sitio adonde yo no tenía ninguna necesidad de ir.

Me escapé y corrí a la puerta de salida en la escalera.

-Il s'en va, il s'en va! - gritaba Alphonsine con su voz cascada corriendo detrás da mí -.

Mais il me tuera, monsieur, il me tuera!

Pero yo estaba ya en la escalera, y aunque ella siguió corriendo detrás de mí hasta el

rellano inferior, conseguí abrir la puerta de abajo, saltar a la calle y meterme en el primer

coche de punto. Di la dirección de mi madre...

 

IV

Pero la conciencia, después de haber brillado un instante, se apagó rápidamente.

Apenas recuerdo cómo se me trasladó y se me condujo a casa de mamá, pero a11í caí casi

inmediatamente sin conocimiento. Al día siguiente, como me lo han contado más tarde (y

por lo demás yo mismo me acordaba), mi razón se aclaró una vez más por algunos

instantes. Me vuelvo a ver en la habitación de Versilov, sobre su diván; me acuerdo de

que están alrededor de mí los rostros de Versilov, de mamá, de Lisa, recuerdo muy bien

cómo Versdov me habló de Zerchtchikov y del príncipe, me mostró una cierta carta, trató

de calmarme. Contaban que toda mi manía era hacer preguntas aterradas sobre un cierto

Lambert y quejarme de que oía siempre los ladridos de un perrito. Pero aquella débil luce

cita de conciencia se ensombreció en seguida: en la tarde de aquel segundo día estaba ya

en plena fiebre. Pero anticiparé los acontecimientos para explicar lo que sigue.

Cuando aquella noche me vi fuera de la casa de Zerchtchikov y todo se hubo calmado

un poco en la sala, Zerchtchikov, al reanudar el juego, declaró de repente con voz atro-

nadora que se había producido un deplorable error: el dinero perdido, los cuatrocientos

rublos, se había encontrado en un montón de otro dinero, y las cuentas de la banca

estaban perfectamente justas. Entonces el príncipe, que se había quedado en la sala,

abordó a Zerchtchikov a insistió para que proclamara públicamente mi inocencia y,

además, me expresase por escrito sus excusas. Zerchtchikov juzgó legítima esa exigencia

y dio su pálabra delante de todo el mundo de que al día siguiente me dirigiría una carta de

explicación y de excusas. El príncipe le comunicó la dirección de Versilov, y en efecto, al

día siguiente Versilov recibió de Zerchtchikov una carta dirigida a mí, con más de mil

trescientos rublos que me pertenecían y que yo había dejado olvidados en la ruleta. De

esta forma el asunto de la casa de Zerchtchikov estaba terminado; aquella alegre noticia

contribuyó muchísimo a mi restablecimiento cuando recobré el use de mis facultades.

El príncipe, al volver del juego, escribió por la noche dos cartas, una a mí, otra a su

antiguo regimiento, en el que había tenido aquella historia lamentable con el corneta

Stepanov. Las envió las dos al día siguiente por la mañana. Después de lo cual escribió

un informe para sus jefes y muy temprano se presentó él mismo, con aquel informe entre

las manos, al coronel y le declaró que «siendo criminal de derecho común, cómplice en

un asunto de fabricación de acciones falsas, se entregaba a la justicia y pedía ser

juzgado». Al mismo tiempo, le hizo entrega del informe en el que todo estaba expuesto

por escrito. Lo detuvieron.

He aquí la carta, palabra por palabra, que me escribió aquella noche:

Inestimable Arcadio Makarovitch:

Después de haber intentado "la salida vulgar", he perdido por el mismo golpe el

derecho a consolarme por poco que sea por haber sabido al fin decidirme a un acto

valeroso y gusto. Soy culpable delante de la patria y delante de mi raza por este crimen, y

yo, el último de mi linaje, me castigo a mí mismo. No comprendo cómo he podido

aferrarme a un bajo instinto de conservación y pensar un solo momento en rescatarme a

fuerza de dinero. A pesar de todo, delante de mi conciencia seguiría siendo siempre un

criminal. Esas gentes, incluso si me hubieran restituido las cartas que me comprometen,

no me habrían dejado en paz en toda mi vida. ¿Qué había que hacer? ¡Vivir con ellos,

estar con ellos todo el resto de mi existencia: he ahí la suerte que me aguardaba! Yo no

podía aceptarla, y he hallado por fin en mí mismo bastante firmeza o quizá bastante

desesperación para obrar como lo hago ahora.

He escrito a mi antiguo regimiento, a mis antiguos camaradas, para justificar a

Stepanov. No hay y no podría haber en este acto ninguna hazaña redentora: no es más

que el testamento de un hombre que mañana será un muerto. He ahí cómo hay que

comprenderlo.

Perdóneme por haberme apartado de usted en la sala de juego; es que en aquel

momento no estaba seguro de usted. Ahora que ya soy un hombre muerto, puedo hacer

con f esiones semejantes... desde el otro mundo.

¡Pobre Lisa! Ella no sabía nada de esta decisión; que no me maldiga, sino que rezone.

Yo no puedo justificarme, no encuentro ni siquiera palabras para explicarle lo que quiera

que sea. Sepa bien, Arcadio Makarovitch, que ayer mañana, cuando ella vinó a verme por

última vez, le descubrí mi éngaño, le confesé que había ido a casa de Ana Andreievna

con la intención de pedirle su mano. No podía tener aquello sobre mi conciencia ante mi

última decisión, ya tomada, en vista de su amor, y se lo descubrí. Ella ha perdonado, ha

perdonado todo, pero yo no la he creído; no es un perdón; en su lugar, yo no hubiera

podido perdonar.

Acuérdese usted de mí.

Su desgraciado y último príncipe,

SOKOLSKI

Estuve en la cama sin conocimiento exactamente nueve días.

 

 

TERCERA PARTE

 

CAPfTULO PRIMERO

I

Ahora, hablemos de otra cosa.

Proclamo siempre: «de otra cosa, hablemos de otra cosa», y siernpre vuelvo a hablar de

mí misrno. Sin embargo he declarado mil veces que no tenia la menor intención de na-

rrarme, y que estaba firmemente decidido a ello al comenzar estas notas: comprendo

demasiado bien que no presento ningún interés pare el lector. Describo y quiero describir

a los otros, y no a rní, y si es siempre mi individualidad la que vuelve bajo mi pluma, no

es más que por efecto de un deplorable error, al que me resulta imposible escapar, a pesar

de todos mis deseos. Lo que, sobre todo, me apena es que, al contar con tanto fuego mis

propias aventuras, de rechazo doy motivos para creer que sigo siendo lo que era entonces.

El lector se acuerda por otra parte de que he exclamado más de una vez: «Ah, si se

pudiera cambiar el pasado y volver a empezar todo de nuevo! » Yo no habría podído

lanzar esta exclamación si no estuviese ahora radicalmente cambiado, si no me hubiese

convertido en un hombre completamente distinto. Es demasiado obvio; ¡si solamente

fuera posible hacerse una idea de hasta qué punto rne fastidian todas estas excusas y estos

prefacios que me veo obligado a insertar en todo instante, en mitad mismo de mis notas!

¡Al grano!

Después de nueve días de inconsciencia, volví en mi, resucitado, pero no corregido; mi

renacimiento era por lo demás estúpido, si se le toma en un sentido amplio, y quizá, si eso

sucediera hoy, ocurriría de una manera muy distinta. La idea, es decir, el sentimiento,

consistía una vez más únicamente (como millares de veces antes) en abandonarlos de

verdad, pero en absoluto, y no como antes, cuando me había propuesto mil veces esa

resolución sin llegar nunca a ejecutarla. Yo no quería vengarme de nadie, doy mi palabra

de honor, aunque tuviese motivos para quejarme de todos. Me preparaba a marchar sin

disgusto, sin maldiciones, pero quería mi fuerza para mí, fuerza verdadera esta vez,

independiente de todos ellos y del mundo entero; ¡yo, que había estado a punto de

ponerme en paz con el mundo! Anoto mi sueño de entonces no como una idea, sino como

mi sensación irresistible del momento. No quería formularla aún, mientras estuviese en

cama. Enfermo y sin fuerzas, acostado en la habitación de Versilov, que ellos me habían

dejado, sentía dolorosamente hasta qué grado de impotencia había caído; un maniquí de

paja que se arrastraba en una cama, y no un hombre, y no era la enfermedad el único

motivo, ¡y cómo sufría yo por aquello! Así, de lo más profundo de mi ser, con todas mis

fuerzas, empezó a elevarse una protesta, y yo me ahogaba con no sé qué sentimiento de

insolencia infinitamente exagerada y de desafío. No me acuerdo de ninguna época de

toda mi vida en que haya estado más lleno de sensaciones altivas que en aquellos

primeros días de mi convalecencia, es decir, cuando la brizna de paja se arrastraba sobre

el lecho.

Pero, mientras estaba aguardando, callaba e incluso había resuelto no reflexionar en

nada. Estudiaba los rostros de ellos, para tratar de descubrir todo lo que yo necesitaba. Se

veía que tampoco ellos tenían deseos de interrogarme ni de mostrarse curiosos, sino que

hablaban conmigo de cosas indiferentes. Aquello me agradaba y al mismo tiempo me

daba pena; no explicaré esa contradicción. Veía a Lisa más raramente que a mi madre,

aunque viniera cada día a incluso dos veces por día. Por ciertos fragmentos de

conversaciones y por el rostro de ellas deduje que Lisa tenía un montón de

preocupaciones y que con mucha frecuencia no estaba en casa, a causa de sus asuntos:

esta sola idea de que pudiera tener «sus asuntos» privativos de ella encerraba algo de

ofensivo para mí; por lo demás no había a11í más que sensaciones enfermizas, puramente

fisiológicas, que es inútil describir. Tatiana Pav1ovna también venía a verme casi todos

los días y, sin mostrarse precisamente tierna, no me injuriaba como antiguamente, cosa

que me molestó mucho, como se lo declaré con toda ingenuidad:

-Usted, Tatiana Pav1ovna, cuando no está diciendo injurias, resulta de lo más aburrido.

-Pues bien, ya no vendré más a verte - dijo en tono cortante, y se marchó.

Yo me alegré de haber espantado por lo menos a una.

Pero atormentaba sobre todo a mamá; era ella quien más me irritaba. Me había entrado

un apetito feroz y a cada momento estaba refunfuñando, diciendo que se retrasaban

siempre con la comida (cosa que no sucedía nunca). Mamá no sabía qué imaginar para

agradarme. Una vez, me trajo sopa y, según su costumbre, me la hizo comer ella misma:

por mi parte, gruñía sin dejar de tragar. De repente me avergoncé de mis gruñidos: « ¡Ella

es quizá la única a la que quiero, y es a ella a la que atormento! » Pero mi maldad no se

alejaba y de repente aquella maldad me hizo derretirme en lágrimas. Ella, la pobrecilla, se

figuró que yo lloraba de enternecimiento; se inclinó sobre mí y me besó largamente. Me

enrigidecí, dejé pasar la tormenta, pero en realidad, en aquel minuto, la detestaba. Sin

embargo yo siempre he querido a mamá, también entonces la quería, no era verdad que la

detestase, únicamente pasaba lo que siempre ocurre: el más amado es el primer ofendido.

A quien yo odiaba realmente aquellos primeros días, era a un doctor. Ese doctor era un

joven de aire orgulloso, que hablaba brutalmente a incluso con indecencia. Se diría

siempre que esa gentecilla ha hecho en la ciencia, no más tarde de ayer mismo, un

descubrimiento extraordinario y repentino, siendo así que ayer no sucedió nada de

particular; pero así son siempre la «mediocridad» y el « arroyo». Aguanté con paciencia

mucho tiempo, pero por fin estallé bruscamente y le declaré delante de todos los nuestros

que hacía mal en molestarse, que yo me curaría muy bien sin él, que con su aire de

realista estaba lleno de prejuicios y no comprendía aún que la medicina no había curado

jamás a nadie; que, en fin, según parecía lo más verosímil, él debía de ser groseramente

inculto, «como todos nuestros técnicos y especialistas de hoy, que en estos últimos

tiempos se dan tantos humos». El doctor se ofendió muchísimo (con lo que demostró lo

que era), pero continuó sus visitas. Le declaré en fin a Versilov que, si el doctor no dejaba

de venir, le diría cosas diez veces aún más desagradables. Versilov me hizo observar

solamente que cosas dos veces más desagradables que las que yo había dicho ya era

perfectamente imposible, cuanto más diez veces. Me contentó su observación.

¡Qué hombre, sin embargo! Es de Versilov de quien hablo. Era él, él sólo quien tenía la

culpa de todo; pues bien, únicamente a él no lo detestaba. No era solamente su manera de

obrar conmigo lo que me había seducido. Creo que habíamos sentido entonces los dos

que nos debiamos mutuamente muchas explicaciones... y que por esta razón lo mejor era

no explicarnos jamás nada. Es infinitamente agradable, en tales circunstancias, tener que

tratar con un hombre inteligente. Ya he dicho, en la segunda parte de mi relato,

anticipadamente, que él me había hablado de una manera muy breve y muy clara de la

carta que el príncipe detenido me había dirigido, de Zerchtchikov, de su explicación a mi

favor, etc. Como yo había resuelto callarme, le hice lo más brevemente posible dos o tres

preguntas concretas; respondió a ellas de manera clara y concreta, pero sin palabras

superfluas y, lo que es mejor aún, sin sentimientos superfluos. Los sentimientos

superfluos, eso era lo que yo tenía entonces.

De Lambert no digo nada, pero el lector ha adivinado desde luego que pensaba mucho

en él. En el delirio, yo había hablado varias veces de Lambert; pero, una vez vuelto en

mí, al lanzar algunas ojeadas alrededor, me di cuenta en seguida de que toda la historia de

Lambert seguía siendo un misterio y que ellos no sabían nada, ni siquiera Versilov.

Entonces me alegré y mi miedo pasó. Pero yo me engañaba, como supe más tarde, con

gran asombro mío: él había venido durante mi enfermedad, pero Versilov no me había

dicho nada y deduje que, para Lambert, yo estaba ya en el otro mundo. Sin embargo yo

pensaba frecuentemente en él; es más, pensaba en él no solamente sin repugnancia, no

solamente con curiosidad, sino incluso con simpatía, como si yo hubiera presentido a11í

algo nuevo, algo que respondía a los nuevos sentimientos y a los nuevos planes que

estaban a punto de nacer en mí. En una palabra, decidí pensar en Lambert antes que en

ninguna otra cosa, cuando me resolviera a empezar a pensar. Una cosa extraña: había

olvidado completamente dónde vivía él y en qué calle había pasado todo aquello. La

habitación, Alphonsine, el perrito, el pasillo, me acordaba de todo; habría podido dibu-

jarlo inmediatamente; pero dónde había ocurrido todo aquello, en qué calle y en qué casa,

lo había olvidado completamente. Y, lo que es más singular aún, me di cuenta de eso

solamente al tercero o cuarto día de mi pleno conocimiento, cuando hacía ya mucho

tiempo que había empezado a inquietarme por Lambert.

Así, pues, he aquí cuáles fueron mis primeras sensaciones después de mi resurrección.

No noté más que lo más superficial y es probable que no supiese notar lo esencial. En

efecto, lo esencial fue quizá justamente en aquel momento cuando se resolvió y se

formuló en mi corazón; a pesar de todo, no perdía el tiempo enteramente enfadándome y

enfureciéndome porque no se me traía mi caldo. ¡Oh, me acuerdo de lo triste que estaba,

de cómo me aburría a veces, sobre todo cuando me quedaba mucho tiempo solo! En

cuanto a ellos, como si lo hicieran a própósito, habían comprendido muy pronto que me

sentía violento con ellos y que su compasión me irritaba, y me dejaban solo cada vez con

mayor frecuencia: ¡exceso de delicadeza!

 

II

El cuarto día de mi pleno conocimiento, estaba en la cama, a eso de las dos de la tarde,

y no había nadie conmigo. El tiempo era claro y yo sabía que después de las tres, cuando

declinase el sol, un rayo rojo oblicuo daría en el ángulo de mi pared y alumbraría aquel

sitio con una mancha brillante. Lo sabía por los días precedentes, sabía también que

aquello ocurriría obligatoriamente dentro de una hora, y ese hecho de saberlo con

anticipación como dos y dos son cuatro me irritó hasta la exasperación. Me volví

convulsivamente con todo mi cuerpo, y de pronto; en el silencio profundo, oí claramente

estas palabras: «Señor Jesucristo, Dios nuestro, ten piedad de nosotros,» (114). Habían

sido pronunciadas en un semimurmullo, luego llegó un profundo suspiró de todo el

pecho, luego nuevamente volvió a caer todo en silencio. Levanté rápidamente la cabeza.

Ya antes, es decir, la víspera, a incluso la antevíspera, yo había notado algo de

particular en nuestras tres habitaciones de la planta baja. En el cuartito donde se alojaban

antiguamente mamá y Lisa, al otro lado de la sala grande, debía de haber ahora otra

persona. Yo había oído ya varias veces algunos ruidos, y de día y de noche, pero siempre

durante muy cortos intervalos, en seguida se restablecía el silencio, absoluto, durante

varias horas, de manera que yo no había prestado mucha atención. La víspera se me había

ocurrido la idea de que fuera Versilov, tanto más cuanto que un momento después había

venido a verme; sin embargo yo sabía de manera segura, por sus conversaciones, que

Versilov se había trasladado durante mi enfermedad a otro apartamiento donde pasaba la

noche. En cuanto a mamá y a Lisa, yo sabía desde hacía mucho tiempo que se habían

mudado las dos (para mi tranquilidad, pensaba yo) al piso superior, a mi antiguo «ataúd»,

a incluso cierto día me dije: «¿Cómo pueden ellas caber a11í las dos?», y de pronto

resultaba ahora que su antigua habitación estaba habitada por algún otro y ese otro no era

en modo alguno Versilov. Con una ligereza que yo no me había supuesto (ya que hasta

entonces me figuraba que estaba absolutamente sin fuerzas), saqué las piernas del lecho,

me calcé unas babuchas, eché sobre mis hombros una bata gris de piel de cordero que

estaba por a11í cerca (ofrecida por Versilov), y me puse en marcha, a través de nuestro

salón, hacia la antigua habitación de mi madre. Lo que vi allí me trastornó; no me

suponía nada parecido y me detuve, como clavado en el sitio, en el umbral.

Estaba a11í un viejo completamente cano, con una gran barba terriblemente blanca, y

era evidente que estaba allí desde hacía ya mucho tiempo. Estaba sentado no sobre la

cama, sino en el escabel de mamá, sólo la espalda apoyada en el lecho. Por cierto que se

mantenía tan derecho, que parecía no tener necesidad de sostén alguno, aunque estuviese

claramente enfermo. Llevaba, encima de su camisa, un chaquetón forrado de cordero, sus

rodillas estaban cubiertas con la manta de viaje de mamá, y los pies estaban calzados con

babuchas. Debía de ser alto, con los hombros anchos y el rostro saludable, a pesar de la

enfermedad, a pesar de cierta palidez y de un poco de delgadez, el rostro ovalado, con

cabellos muy espesos, pero no muy largos, y parecía tener más de setenta años. Junto a él,

sobre una mesita al alcance de su mano, se encontraban tres o cuatro libros y unas gafas

con montura de plata. Yo, que estaba seguro de no tener la menor idea de haberlo visto

antes, adiviné instantáneamente quién era, sólo que no llegué a comprender de qué forma

había pasado él tanto tiempo, casi pegado a mí, tan silenciosamente que yo no había

sospechado nada hasta ahora.

No se movió al verme, sino que me miró fijamente y en silencio, y yo lo miré lo mismo,

con la diferencia de que yo mostraba un inmenso asombro y él ni el más mínimo. Al

contrario, después de haberme examinado por completo, hasta el último rasgo, durante

esos cinco o diez segundos de silencio, sonrió de pronto y tuvo incluso una pequeña risita

apenas perceptible que pasó rápidamente, pero cuya estela luminosa y alegre quedó sobre

su rostro y sobre todo en sus ojos, muy azules, radiantes, grandes, pero de párpados

hinchados y caídos por la vejez y rodeados de una infinidad de pequeñas arrugas. Fue

sobre todo su risa lo que me impresionó.

Yo tengo la idea de que cuando un hombre ríe, la mayoría de las veces es una cosa que

repugna contemplar. La risa manifiesta de ordinario en las personas un no sé qué de

vulgar y de envilecedor, aunque el que ríe casi nunca sepa nada de la impresión que está

produciendo. Lo ignora, lo mismo que se ignora por lo general la cara que se tiene

durmiendo. Hay durmientes cuyo rostro sigue pareciendo inteligente, y otros, inteligentes

por demás, que, al dormirse, adquieren un rostro estúpido y hasta ridículo. Ignoro a qué

se debe eso: quiero decir solamente que el reidor, como el durmiente, lo más ordinario es

que no sepa nada de su rostro. Hay una multitud extraordinaria de hombres que no saben

reír en absoluto. En realidad, no se trata de saber: es un don que no se adquiere. O bien,

para adquirirlo, es preciso rehacer la propia educación, hacerse mejor y triunfar de sus

malos instintos: entonces la risa de un hombre así podría muy probablemente mejorarse.

Hay gente a la que su risa traiciona: uno se da cuenta en seguida de lo que llevan en las

entrañas. Incluso una risa índiscutiblemente inteligente es a veces repulsiva. La risa exige

ante todo franqueza, pero ¿dónde encontrar franqueza entre los hombres? La risa exige

bondad, y la gente ríe la mayoría de las veces malignamente. La risa franca y sin maldad,

es la alegría: ¿dónde encontrar la alegría en nuestra época y dónde encontrar a la gente

que sepa estar alegre? (Por lo que se refiere a la alegría de nuestra época, ésta es una

observación que le escuché a Versilov y que he conservado.) La alegría del hombre es su

rasgo más revelador, juntamente con los pies y las manos. Hay caracteres que uno no

llega a penetrar, pero un día ese hombre estalla en una risa bien franca, y he aquí de golpe

todo su carácter desplegado delante de uno. Tan sólo las personas que gozan del

desarrollo más elevado y más feliz pueden tener una alegría comunicativa, es decir,

irresistible y buena. No quiero hablar del desarrollo intelectual, sino del carácter, del

conjunto del hombre. Por eso si quieren ustedes estudiar a un hombre y conocer su alma,

no presten atención a la forma que tenga de callarse, de hablar, de llorar, o a la forma en

que se conmueva por las más nobles ideas. Miradlo más bien cuando ríe. Si ríe bien, es

que es bueno. Y observad con atención todos los matices: hace falta por ejemplo que su

risa no os parezca idiota en ningún caso, por alegre a ingenua que sea. En cuanto notéis el

menor rasgo de estupidez en su risa, seguramente es que ese hombre es de espíritu

limitado, aunque esté hormigueando de ideas. Si su risa no es idiota, pero el hombre, al

reír, os ha parecido de pronto ridículo, aunque no sea más que un poquitín, sabed que ese

hombre no posee el verdadero respeto de sí mismo o por lo menos no lo posee

perfectamente. En fin, si esa risa, por comunicativa que sea, os parece sin embargo

vulgar, sabed que ese hombre tiene una naturaleza vulgar, que todo lo que hayáis

observado en él de noble y de elevado era o contrahecho y ficticio o tomado a préstamo

inconscientemente, y de manera fatal tomará un mal camino más tarde, se ocupará de

cosas aprovechosas» y rechazará sin piedad sus ideas generosas como errores y tonterías

de la juventud.

No inserto sin intención aquí esta larga parrafada sobre la risa, sacrificándole la

coherencia del relato; la considero como una de las más serias conclusiones que yo haya

extraído de la vida. Y se la recomiendo muy especialmente a las novias jóvenes que están

en vísperas de casarse con el hombre elegido pero que lo miran todavía con desconfianza

y perplejidad y no se han decidido aún definitivamente. No hay que burlarse de un pobre

adolescente que se pone a dar lecciones en asuntos matrimoniales de los que no

comprende una palabra. No comprendo más que una cosa: que la risa es la prueba más

segura de un alma. Mirad a un niño; ciertos niños saben reír a la perfección, y por eso son

irresistibles. Un niño que llora me resulta odioso, pero el que ríe y se alegra es un rayo

del paraíso, una revelación del porvenir en el que el hombre llegará a ser, por fin, tan

puro a ingenuo como un niño. Pues bien, no sé qué cosa infantil a increíblemente

seductora pasó por la risa efímera de aquel anciano. Inmediatamente me acerqué a él.

 

III

-Siéntate, siéntate un momento, tus piernas no están todavía lo bastante fuertes - me

dijo amablemente, indicándome un sitio a su lado y continuando mirándome a la cara,

con la misma mirada radiante.

Me senté junto a él y dije:

-Yo le conozco a usted. Usted es Makar Ivanovitch.

-Sí, querido mío. Me alegro de que estés ya levantado. Tú eres joven y eso es lo que te

conviene. Al viejo la tumba, al joven la vida.

-¿Está usted enfermo?

-Sí, amigo mío, las piernas sobre todo; las pobres me han podido traer todavía hasta

aquí, pero, en cuanto me he sentado, se han hinchado. Esto ha comenzado el jueves pa-

sado, cuando el termómetro se paró. (Nota bene: es decir, que ha helado.) Antes, me las

ablandaba con una pomada, ya ves; fue el doctor Lichten Edmundo Karlovitch quien me

la recomendó en Moscú, hace tres años, y me hacía mucho bien esa pomada; muchísimo

bien. Y luego, desde ayer, también la espalda; se diría que hay perros que me están

comiendo... Ya no duermo por las noches.

-¿Y cómo es que yo no le oigo a usted lo más mínimo? - lo interrumpí.

Me miró y pareció reflexionar:

--.-Lo que tienes que hacer es no despertar a tu madre -añadió, como ante un brusco

recuerdo -. Se ha estado agitando toda la noche, en la habitación de al lado, pero sin rui-

dos; se habría dicho que era una mosca; ahora descansa, lo sé. ¡Oh!, es triste ser un pobre

viejo - suspiró -. Uno se pregunta a qué está aferrada el alma, y sin embargo se agarra

muy bien, se alegra de ver el día; incluso si fuera necesario volver a empezar toda la vida,

creo que mi alma no tendría miedo de eso; pero quizá es un pecado pensar así.

-¿Y por qué un pecado?

-Esa idea es un sueño, y un viejo debe marcharse suavemente. Sí, acoger la muerte con

murmullos o descontento, es un gran pecado. A1 fin y al cabo, si es por alegría espiritual

por lo que se ama a la vida, creo que Dios lo perdonará, incluso a un viejo. Al hombre le

resulta difícil saber lo que es pecado y lo que no lo es; es un misterio que sobrepasa al

entendimiento humano. Un viejo debe estar siempre contento, debe morir en la plena luz

de su espíritu, dichosamente y con belleza, saturado de días, suspirando por su última

hora y alegre de irse como una espiga a la parva, cumplido su misterio.

-Usted habla siempre de «misterio»; ¿qué quiere decir «cumplir su misterio»? -

pregunté, lanzando una ojeada hacia la puerta.

Yo estaba contento de que estuviésemos solos y de que nos rodease un silencio

imperturbable. El sol brillaba vivamente en la ventana antes de su ocaso. Él hablaba con

un poco de énfasis y sin precisión, pero muy sinceramente y con una fuerte excitación,

como si estuviera verdaderamente contento con mi presencia. Pero observé en él un

estado febril indudable a incluso bastante acusado. Yo también estaba enfermo, también

yo tenía fiebre, desde el instante en que había entrado a11í.

-¿Qué es un misterio? Todo es misterio, amigo mío, el misterio de Dios está en todas

partes. En cada árbol, en cada brizna de hierba, está encerrado ese misterio. Que un

pajarito cante, que las estrellas como un gran espectáculo brillen por la noche, todo eso es

misterio, el mismo misterio. Pero el mayor de todos los misterios es lo que espera al alma

del hombre en el otro mundo. ¡Helo ahí, amigo mío!

-No sé en qué sentido usted... Desde luego, no es por irritarlo, y esté seguro de que creo

en Dios; pero todos esos misterios han sido descubiertos desde hace mucho tiempo por la

razón, y lo que no ha sido descubierto aún, lo será, eso es absolutamente cierto, y quizá

dentro de un plazo brevísimo. La botánica sabe perfectamente cómo nace el árbol, el

fisiólogo y el anatomista saben incluso por qué canta el pájaro, o lo sabrán bien pronto, y

en cuanto a las estrellas, no solamente han sido contadas, sino que cada uno de sus

movimientos ha sido calculado con una exactitud de minutos, tanto que se puede

predecir, con mil años de anticipación, el minuto exacto en que aparecerá no importa qué

cometa... Y ahora estamos conociendo incluso la composición de las constelaciones más

alejadas. Coja usted un microscopio, es un cristal de aumento que agranda los objetos un

millón de veces, y mire dentro de una gota de agua; verá allí todo un mundo nuevo, toda

una vida de criaturas vivas, y sin embargo eso era también un misterio; pues bien,

nosotros lo hemos descubierto.

-Ya he oído hablar de eso, hijo mío, y muchas veces, a muchas gentes. No lo niego: es

una cosa grande y prodigiosa; todo le ha sido entregado al hombre por la voluntad de

Dios; no en balde Dios le dio el soplo de vida: «vive y conoce».

-Vamos, eso son lugares comunes. ¿No es usted un enemigo de la ciencia, un clerical?

Es decir, que no sé si usted comprende...

-No, hijo mío, desde mi juventud he respetado las ciencias y, sin dármelas de

entendido, no murmuro contra ellas; lo que no me ha sido dado a mí le ha sido dado a

otros. Y quizá está mejor así: a cada uno su don. Lo que pasa, mi querido amigo, es que

la ciencia no sirve para todos. Las gentes son intemperantes, cada cual quiere asombrar al

universo, y yo también tal vez, y más aún que los demás, si me comprendiese a mí

mismo. Mientras que, ignorante como soy ahora, ¿cómo puedo glorificarme, cuando no

sé nada? Tú, tú eres joven y fino, es tu destino, estudia pues. Trata de conocerlo todo a fin

de que cuando lo encuentres con un impío o con un libertino, tengas con qué responderle

y que no pueda inundarte con vanas palabras y turbar tu cerebro sin madurez. En cuanto a

ese cristal de aumento, no hace mucho tiempo que lo vi.

Tomó aliento y suspiró. Decididamente, mi llegada le procuraba un placer extremado.

Tenía una sed enfermiza de desahogarse. Además, no me engañaré desde luego al afirmar

que me consideraba, por instantes, con un afecto extraordinario: apoyaba tiernamente su

mano en la mía, acariciaba mi hombro... pero también, por instantes, preciso es

confesarlo, parecía haberme olvidado por completo. Se habría dicho que estaba solo y, si

continuaba hablando con ardor, era, al parecer, en el vacío.

Hay, amigo mío - continuó -, en la ermita de San Gennade, un hombre de gran sentido.

Es de raza noble y teniente coronel, y posee una gran fortuna. Cuando estaba en el siglo,

no quiso dejarse atrapar por el matrimonio; hace ya diez años que se ha separado del

mundo, por amor al silencio y a la soledad, y ha apartado sus sentidos de las vanidades

mundanas. Observa toda la regla monástica, pero no quiere profesar. Y, amigo mío, hay

tantos libros en su casa que yo no he visto jamás una cosa igual en ninguna otra parte; por

lo menos tiene por valor de ocho mil rublos, es él quien me lo ha dicho. Se llama Pedro

Valerianitch. En diferentes épocas me ha enseñado muchas cosas, y a mí siempre me ha

gustado mucho escucharlo. Una vez le dije: «¿Cómo es posible que, con un espíritu tan

cultivado como el suyo y llevando desde hace diez años una existencia de monje que ha

hecho renuncia por completo de su voluntad, cómo es posible que no desee recibir el

hábito para ser todavía más perfecto?» Y él me contestó: «¿Cómo te atreves, anciano, a

hablar de mi espíritu? Tal vez justamente soy prisionero de mi espíritu, en lugar de

dominarlo. Y, en cuanto a mi obediencia, quizás es que desde hace mucho tiempo he

perdido ya la justa estimación de mi persona. ¿Y hablas también del abandono de mi

voluntad? Pues bien, abandonaría inmediatamente mi dinero, entregaría mis grados,

soltaría encima de este mesa todas las condecoraciones, pero mi pipa... he aquí que han

pasado ya diez años y me temo que no podré renunciar jamás a ella. ¿Qué monje sería yo

después de eso, de qué abandono de mi voluntad puedes tú alabarme? » Y yo me asombré

entonces de aquella humildad. Pues bien, el verano pasado, allá por el día de San Pedro,

volví a aquella ermita, fue Dios quien lo quiso, y ¿qué es lo que veo en su celda?

Precisamente, ese objeto: un microscopio que él había hecho venir con grandes gastos del

extranjero. «Espera un poco, me dice, voy a enseñarte una cosa sorprendente y que nunca

has podido ver hasta ahora. Tú ves esta gota de agua, limpia como una lágrima; pues

bien, mira lo que hay dentro, y encontrarás que la mecánica descubrirá en seguida todos

los secretos del buen Dios... no nos dejarán ni uno siquiera.» He aquí lo que me dijo y

que yo he conservado en mi memoria. Por mi parte, yo había ya mirado en aquel

microscopio treinta y cinco años antes, en casa de Alejandro VIadimirovitch Malgassov,

nuestro dueño, el tío de Andrés Petrovitch por parte de su madre y cuyos bienes pasaron

en seguida, después de su muerte, a Andrés Petrovitch. Era un señor importante, un gran

general, tenía una jauría numerosa, y yo he vivido muchos años junto a él como montero.

Él también había instalado aquel microscopio, que se había traído consigo, a hizo que

viniera toda su gente, unos detrás de otros, hombres y mujeres, para mirar, y se mostraba

allí una pulga y un piojo, una punta de aguja, un cabello y una gota de agua. ¡Cómo se

divirtieron! Tenían miedo de acercarse, pero también se le tenía miedo al amo; no era una

cosa cómoda. Unos no sabían mirar, cerraban los ojos y no veían nada; otros gritaban de

espanto, y el alcalde Savine Makarov se tapó los ojos con las dos manos gritando: «

¡Haced conmigo lo que queráis, no me acercaré!» ¡Menudas carcajadas que hubo! Sin

embargo, no le confesé a Pedro Valerianovitch que, hacía ya muchísimo tiempo, más de

treinta y cinco años, yo había visto aquella misma maravilla; él disfrutaba muchísimo

enseñándola. A1 contrario, hice como si me asombrara mucho y me espantara. Me deja

un momento y luego me pregunta: «Pues bien, anciano, ¿qué me dices de eso?» Yo me

incorporo y le digo: «El Señor ha dicho: "Que se haga la luz", y la luz se hizo.» Y él me

interrumpe bruscamente: «¿No serían las tinieblas las que se hicieron?» Dijo aquello de

una manera extraña, sin reírse. En aquel momento me quedé sorprendido y e1 casi se

enfadó y no dijo nada más.

-Es muy sencillo, ese Pedro Valerianovitch está en el monasterio para comer kutia

(115) y hacer inclinaciones, pero él no cree en Dios, y usted apareció por a11í en uno de

esos momentos, eso es todo - le dije-. Por lo demás, es un hombre bastante raro:

seguramente había mirado por el telescopio su buena decena de veces; ¿pr qué ha caído

en la cuenta a la undécima? Es una impresionabilidad un poco nerviosa... Efecto del

monasterio, sin duda.

-Es un hombre puro y de espíritu elevado - declaró el viejo con tono convencido -, no

es un impío. Tiene espíritu para dar y vender, pero su corazón está inquieto. Gentes de

esta clase nos llegan ahora a manadas de casa de los señores sabios. Y he aquí además lo

que voy a decirte: el hombre se castiga a sí mismo. Elúdelos, no los atormentes, y antes

de dormirte nómbralos en tus oraciones, porque esos hombres buscan a Dios. ¿Rezas tus

oraciones antes de dormirte?

-No. Opino que es un rito inútil. Pero debo confesarle que su Pedro Valerianovitch me

agrada; él por lo menos no es un fantoche, sino un hombre, y por cierto se parece un poco

a otro que está muy cerca de nosotros y que los dos conocemos.

El anciano no prestó atención más que a la primera frase de mi respuesta:

-Haces mal, amigo mío, al no rezar tus oraciones. Es una cosa buena, que alegra el

corazón, tanto al acostarse como al levantarse, y cuando se despierta uno por la noche.

Soy yo quien te lo dice. Un verano, en el mes de julio, nos apresurábamos a llegar al

monasterio de la Virgen para una fiesta. Cuanto más nos acercábamos, más gentes se nos

iban reuniendo, y nos encontramos por fin cerca de dos centenares, ansiosos todos por

besar las santas y venerables reliquias de los dos grandes taumaturgos Anice y Gregorio.

Pasamos la noche en un campo, y abrí los ojos muy de mañana, cuando todo el mundo

dormía aún y ni siquiera el sol había salido todavía del bosque. Pues bien, hijo mío,

levanté la cabeza, abracé con una mirada el horizonte y suspiré: ¡por todas partes una

belleza inefable! Todo está tranquilo; el aire, ligero; la hierba brota, ¡brota, hierbecita del

buen Dios!; el pajarito canta, ¡canta, pues, pajarito del buen Dios!; el niñito lloriquea

sobre los brazos de su madre, ¡Dios te guarde, hombrecito, crece y sé dichoso! (116). Y,

quizá por primers vez en toda mi vida, encerré todo aquello en mí mismo... Me volví a

acostar de nuevo, ¡y me dormí con un sueño tan ligero! ¡Se está bien aqui abajo, querido

mío! Yo, si estuviese mejor, me pondria en camino desde que empieza la primavera.

Tanto mejor que haya misterios. Es terrible para el corazón y es maravilloso, pero este

miedo alegra el corazón: « ¡Todo está en Ti, Señor, yo mismo estoy en Ti, recíbeme! »

No murmures, joven: lo más bello es ser misterio - agregó con enternecimiento.

-«Lo más bello es ser misterio...» Me acordaré de esas palabras. Es terrible ver lo

inexactamente que usted se expresa, pero yo comprendo... Lo que rne choca es que usted

sabe y comprende muchas más cosas que las que puede expresar; únicamente que se diría

que habla usted delirando...

Esta frase se me escapó al ver sus ojos febriles y su rostro empalidecido. Pero él, creo,

no me oyó.

-¿Sabes, mí querido pequeño - dijo, como prosiguiendo su discurso interrumpido -,

sabes que hay un límite para la memoria del hombre sobre esta tierra? Este límite a la

memoria del hombre ha sido fijado en cien años solamente. Cien años después de su

muerte, su recuerdo puede subsistir aún en sus hijos o en sus nietos que han llegado a ver

su rostro; más tarde, si su recuerdo dura aún, no es más que un recuerdo oral, mental,

porque todos los que han visto su figura viva habrán pasado. Y su tumba en el cementerio

estará tapada por la hierba, su lápida se romperá, todos los hombres lo olvidarán e incluso

su posterioridad, en cuanto se olvide también su nombre, porque son muy pocos los que

permanecen en la memoria de los hombres; ¡pues bien, sea! ¡Que se me olvide, amigos

míos, pero yo os quiero desde el fondo de la tumba! Oigo, niñitos, vuestras voces alegres,

oigo vuestros pasos sobre las tumbas de vuestros padres el día de los Difuntos. Mientras

tanto, vivid al sol, alegraos, y yo rezaré a Dios por vosotros, descenderé hasta vosotros en

vuestros sueños... ¡El amor subsiste después de la muerte!

Yo estaba poseído de la misma fiebre que él; en lugar de irme o de exhortarlo a que se

calmara, o quizá tenderlo en su cama, porque parecía hallarse en pleno delirio, lo agarré

de pronto por la mano e, inclinándome sobre él y apretándole la mano, dije en un susurro

conmovido y con lágrimas en el corazón:

-Soy feliz pudiendo verle. Le esperaba a usted quizá desde hace largo tiempo. Entre

ellos, no quiero a nadie: no tienen belleza... No los seguiré, no sé adónde ir, iré con

usted...

Pero, por fortuna, mi madre entró en aquel momento; de lo contrario, no sé cómo habría

podido acabar aquello. Entró con el aire de una persona que acaba de despertarse y que se

alarma. Tenía en la mano un frasco y una cuchara sopera; al vernos, exclamó:

--¡Ya lo sabía yo! ¡No le he dado la quinina a tiempo, y ahora está todo febril! ¡He

dormidó demasiado, Makar Ivanovitch, querido mío!

Me levanté y salí. Ella le dio de todas formas su poción y lo acostó. También yo me

acurruqué en mi cama, pero con una turbación extrema. Había vuelto con una gran

curiosidad, y reflexionaba con todas mis fuerzas sobre aquel encuentro. Ignoro qué era lo

que yo esperaba entonces de aquello. Sin duda, yo razonaba sin cesar y to que se sucedía

en mi espíritu no eran ideas, sino muñones de ideas. Yo estaba acostado con la cara

vuelta hacia la pared: de repente vi en el rincón la mancha brillante y luminosa del sol

poniente, aquella misma mancha que yo aguardaba hacía poco con tantas maldiciones, y

me acuerdo de que toda mi alma se exaltó, como si una luz nueva penetrase en mi

corazón. Me acuerdo de aquel minuto delicioso, no quiero olvidarlo. No fue más que un

instante de esperanza nueva y de nueva fuerza... Yo estaba ya convaleciente, y por lo

tanto aquellos accesos podían ser la consecuencia inevitable del estado de mis nervios,

pero por lo que se refiere a esa esperanza luminosa, todavía hoy día creo en ella: eso es lo

que he querido hoy anotar y conservar aquí. Evidentemente, yo sabía ya muy bien que no

me iría de peregrino con Makar Ivanovitch y sabía también que ignoraba por mi parte en

qué consistía la aspiración nueva que se había apoderado de mí, pero yo había ya

pronunciado aquella frase, aunque lo hubiese hecho en el delirio: « ¡Ellos no tienen

belleza! » «Se acabó - pensaba yo en mi deslumbramiento -, a partir de este instante yo

busco la belleza, ellos no la tienen, y por eso es por lo que los abandono.» Hubo a mi

espalda como un ligero roce; me volví; era mamá que se inclinaba sobre mí y me rniraba

a los ojos con una curiosidad tímida. La agarré de pronto por la mano:

-¿Por qué, mamá, no se me ha dicho nunca nada de nuestro querido huésped? - le

pregunté bruscamente, sin esperar a lo que ella me fuera a decir.

Toda su inquietud desapareció inmediatamente, y la alegría alumbró su rostro, pero no

me respondió, excepto estas pocas palabras:

-No te olvides tampoco de Lisa, de Lisa; te has olvidado de Lisa.

Dijo aquello rápidamente, ruborizándose, a hizo un ademán como para marcharse en

seguida, porque también ella tenía horror a desplegar sus sentimientos; en ese aspecto se

me parecía, es decir, que era reservada y casta; además, naturalmente, ella no habría

querido discutir conmigo aquel tema: Makar Ivanovitch; lo que habíamos podido

decirnos con aquel cambio de miradas bastaba. Pero fui yo, que detesto todo despliegue

de sentimientos, quien la retuvo a la fuerza por la mano: la miré dulcemente a los ojos, reí

dulce y tiernamente, y con la otra mano acaricié su rostro querido, sus mejillas hundidas.

Ella se inclinó y apoyó su frente contra la mía:

-¡Bueno, que Cristo sea contigo! - dijo repentinamente, irguiéndose y toda radiante -,

cúrate. Te quedaré muy agradecida por ello. Él está enfermo, muy enfermo... Nuestra

vida está en manos de Dios... ¡Ah!, ¿qué he dicho? ¡Pero es imposible!

Ella se fue. Ella había honrado siempre, durante toda su vida, en el temor y el temblor y

en el respeto, a su legítimo esposo, al peregrino Makar Ivanovitch, que la había perdo-

nado magnánimamente y de una vez para siempre.

 

 

CAPÍTULO II

I

A Lisa, yo no la había «olvidado»; mamá se engañaba. Aquella madre sensible veía que

reinaba una especie de frialdad entre el hermano y la hermana, pero no era cuestión de

falta de cáriño, antes bien de celos. Voy a explicarme, puesto que viene a cuento, en dos

palabras.

La pobre Lisa, después del arresto del príncipe, estaba como poseída de yo no sé qué

orgullo arrogante, qué altivez inaccesible, casi insoportable; pero todo el mundo en la

casa adivinó la verdad, a saber, que ella sufría, y, en cuanto a mí, si al principio me

irritaba y fruncía las cejas ante aquellos modales, fue únicamente a causa de mi

susceptibilidad mezquina, decuplicada aún por la enfermedad; por lo menos eso es lo que

pienso hoy de ello. Pero jamás dejé de querer a Lisa. Muy al contrario, la quería todavía

más. Solamente que no quería ser yo quien diera el primer paso, aun comprendiendo que

tampoco sería ella quien to daría, a ningún precio.

Desde que se conoció la historia del príncipe, inmediatamente después de su arresto,

Lisa no tuvo más preocupación que la de tomar respecto a nosotros y respecto a todo el

mundo la actitud de una persona que no sabría ni siquiera admitir la idea de que se la

pudiese compadecer o consolar, al justificar al príncipe. A1 contrario, siempre tratando

de no explicarse y de no discutir jamás, tenía en todo momento el aire de gloriarse con la

conducta de su desgraciado novio, como si se tratara de un heroísmo supremo. Ella

parecía decirnos a todos y en cualquier instante (sin pronunciar una palabra, lo repito):

«Ninguno de vosotros hará jamás otro tanto. No seríais capaces de ir a entregaros por

motivos de honor y de deber. Es que ninguno de vosotros tiene la conciencia tan delicada

y tan pura. En cuanto a sus actos, ¿quién es el que no tiene alguna mala acción sobre su

conciencia? Solamente que los demás se ocultan, mientras que él ha preferido perderse

antes que seguir siendo indigno a sus propios ojos.» He aquí lo que significaba a ojos

vistas cada uno de sus gestos. Yo no sé, pero me parece que yo habría obrado

exactamente igual en la posición de ella. No sé tampoco si son éstas ciertamente las ideas

que ella tenía en el fondo de su corazón, dentro de ella misma; sospecho que no. Con la

otra mitad de su razón, la mitad clara, debía fatalmente mirar con entera claridad la

nulidad de su «héroe»; porque, ¿quién se negará hoy a reconocer que aquel hombre

infortunado a incluso magnánimo en su género era al mismo tiempo una perfecta

nulidad? Aquella susceptibilidad misma, aquella disposición a lanzarse sobre todos

nosotros, esas eternas sospechas de que pudiésemos pensar de él otra cosa, todo eso

dejaba adivinar que se había formado en los arcanos del corazón de ella una opinion

completamente diferente en cuanto a su desgraciado amigo. Me apresuro sin embargo a

añadir que, a mi entender, ella tenía razón por lo menos en la mitad; se le podía perdonar

mejor que a nosotros todos que vacilase sobre la conclusión definitiva. Yo mismo, lo con-

fieso de todo corazón, ahora que todo eso ha pasado ya, no sé en absoluto cómo juzgar,

cómo estimar definitivamente a ese desgraciado que nos ha planteado a todos semejante

enigma.

Sin embargo, por culpa de ella, la casa se transformó en un pequeño infierno. Lisa, que

había querido tantísimo, debía de sufrir mucho. Con su carácter, prefirió sufrir en

silencio. Su carácter era parecido al mío, es decir, autoritario y orgulloso, y siempre he

creído, y lo sigo creyendo hoy, que ella había querido al príncipe por autoritarismo,

porque él no tenía carácter y desde la primera palabra y la primera hora se había

subordinado enteramente a ella. Todo éso ocurre por su cuenta en el corazón, sin ningún

cálculo previo; pero ese amor del más fuerte hacia el débil es a veces infinitamente más

violento y más torturante que el amor entre caracteres iguales, porque, a pesar de uno

mismo, se asume la responsabilidad del amigo débil. Por lo menos, eso es lo que yo creo.

Todos los nuestros, desde el principio mismo, la rodearon con la más tierna solicitud,

sobre todo mamá; pero ella no se enterneció, no respondió a esa simpatía y pareció

rechazar toda ayuda. Con mamá hablaba aún, al principio, pero de día en día se hacía rnás

avara de palabras, más seca a incluso más cruel. A1 principio consultaba con Versilov,

pero bien pronto tomó como consejero y ayudante a Vassine, cosa de la que me enteré

más tarde con asombro... Iba cada día a casa de Vassine, recorría también los tribunales,

veía a los jefes del príncipe, a los abogados, al procurador; al final, pasaban días enteros

sin que casi se la viese en casa. Naturalmente, dos veces al día iba a visitar al príncipe,

que estaba en la cárcel, en el departamento de los nobles, pero esas entrevistas, como

terminé por darme cuenta a la larga, eran muy penosas para Lisa. Evidentemente, ¿cuál es

la tercera persona que puede conocer de una manera perfecta los asuntos de dos

enamorados? Sin embargo, yo sé que el príncipe la ofendía profundamente, más y más

por momentos, ¿y cómo? Cosa curiosa: con unos celos incesantes. Pero más tarde

volveremos sobre esto. Añadiré solamente una idea: es difícil decidir cuál de los dos

atormentaba más al otro. Lisa, que, entre nosotros, se jactaba de su héroe, tal vez se

comportaba de una manera completamente distinta frente a él, como he tenido ocasión de

sospecharlo, según ciertos datos que también saldrán a relucir posteriormente.

Por tanto, en lo que concierne a mis sentimientos y a mis relaciones con Lisa, todo lo

que se veía no era más que una mentira querida y celosa de una parte y de otra, pero

jamás nos quisimos más intensamente que en aquel tiempo. Añadiré aún que, desde la

aparición en nuestra casa de Makar Ivanovitch, después del primer movimiento de

asombro y de curiosidad, Lisa se comportó con él con una especie de desdén, incluso de

altivez. Parecía hacerlo adrede y no le concedía la más mínima atención.

Habiéndome jurado a mí mismo guardar silencio, como he explicado en el capítulo

precedente, yo pensaba, como es natural en teoría, es decir, en mis sueños, en mantener

mi palabra. ¡Oh! Con Versilov, por ejemplo, antes habría hablado de zoología o de los

emperadores romanos que de ella o por ejemplo de aquella línea esencial de su carta en

que él la informaba de que el «documento» no había sido quemado, sino que existía y

aparecería públicamente; aquella línea sobre la que yo me había puesto a pensar

inmediatamente, desde que recobré el conocimiento y me volvió la razón después de la

fiebre. Pero, ¡ay!, desde los primeros pasos prácticos, y casi antes de darlos, adiviné hasta

qué punto era difícil a imposible persistir en semejantes decisiones preconcebidas. Al día

siguiente de mi primer encuentro con Makar Ivanovitch, me vi terriblemente conmovido

por una circunstancia inesperada.

 

II

Aquella emoción fue causada por la visita imprevista de Daria Onissimovna, la madre

de la pobre Olia. Yo había sabido ya por mi madre que Daria había venido dos veces

durante mi enfermedad, y que se interesaba mucho por mí salud. No me preocupé en

averiguar si verdaderamente era por mí por quien había venido aquella «excelente

mujer», como la nombraba siempre mi madre, o bien sencillamente venía a ver a ésta,

según la costumbre establecida. Mi madre me contaba siempre los acontecimientos de la

casa, de ordinario en el momento en que venía a hacerme comer mi sopa (en la época en

que yo no podía aún comer por mí mismo), para distraerme; yo me empeñaba en

demostrar todas las veces que me interesaba muy poco por aquellos informes, así es que

no le pregunté mucho sobre Daria Onissimovna. No llegué a decir absolutamente nada.

Eran poco más o menos las once; iba a levantarme para trasladarme al sillón cerca de la

mesa, cuando ella entró. Me quedé a propósito en la cama. Mamá estaba muy ocupada en

las habitaciones de arriba y no bajó a verla, por lo que nos encontramos solos. Se instaló

frente a mí, sobre una silla cerca de la pared, sonriendo y sin pronunciar una palabra. Yo

presentía un largo silencio; por lo demás generalmente su llegada producía en mí una

impresión de lo más irritante. Ni siquiera le hice un signo con la cabeza, y la miré

fijamente a los ojos; pero ella también me miró cara a cara.

-¿Se aburre ahora usted mucho allá sola en su casa, sin el príncipe? - le pregunté de

pronto, perdiendo la paciencia.

-Pero si ya no me alojo allí. Gracias a Ana Andreievna, me ocupo de vigilar ahora a su

niñito.

-¿Qué niñito?

-El de Andrés Petrovitch - declaró ella en un susurro confidencial, mirando hacia la

puerta.

-Pero está a11í Tatiana Pavlovna...

-Tatíana Pavlovna y Ana Andreievna, las dos, y también Isabel Makarovna, y la mamá

de usted... todas. Todas toman parte. Tatiana Pav1ovna y Ana Andreievna son ahora muy

amigas.

Aquello era una novedad. Ella se animaba mucho hablando. La miré con odio.

-La veo muy excitada en comparación con la última vez que vino.

-¡Ah, desde luego!

-Ha engordado usted, creo.

Tuvo una mirada extraña.

-Ahora la quiero mucho, muchísimo.

-¿A quién?

-Pues a Ana Andreievna. ¡Muchísimo! Una persona tan noble y tan razonable...

-¡Vaya! ¿Y cómo está ella ahora?

-Está muy tranquila, muy tranquila.

-Siempre ha sido tranquila.

-Desde luego, siempre.

-Si ha venido usted a contarme comadreos - exclamé de repente, no aguantando más -,

sepa que no me mezclo en nada y que he decidido dejar todo eso... todo y a todos... todo

me es igual: ¡voy a marcharme!

Me callé, porque me volvió la razón. No quería rebajarme explicándole mis nuevos

propósitos. Ella me escuchó sin asombro y sin turbación, pero se produjo en seguida un

nuevo silencio. De repente se levantó, se dirigió hacia la puerta y echó una ojeada a la

habitación contigua. Después de haberse asegurado de que no había nadie a11í y de que

estábamos solos, volvió con la mayor tranquilidad del mundo y se sentó nuevamente en

el mismo sitio.

-¡Hombre, eso está muy bien! - dije, y estallé en una carcajada.

-¿Y su alojamiento en casa de los funcionarios, lo conservará usted? - preguntó ella de

repente, inclinándose un poco hacia mí y bajando la voz, corno si fuera ésa la cuestion

esencial por la que había venido.

-¿Mi alojamiento? No sé. Tal vez lo deje... ¿Es que lo sé yo mismo?

-Es que los caseros lo esperan a usted con ansia. El funcionario está muy impaciente; su

esposa, también. Andrés Petrovitch les ha asegurado que seguramente usted volverá.

-Pero, ¿qué tiene usted que ver con eso?

-Ana Andreievna quería también saberlo; le ha alegrado mucho saber que usted

continuará.

-¿Y por qué está tan segura de que continuaré en ese alojamiento?

Yo quería añadir: «¿Y qué le importa a ella?», pero me abstuve de hacer la pregunta,

por orgullo.

-Es que se lo ha confirmado el señor Lambert.

-¿Co-ó-mo?

-El señor Lambent. Él también se lo ha confirmado con toda energía a Andrés

Petrovitch que usted se quedaba, y se lo ha asegurado asimismo a Ana Andreievna.

Me quedé trastornado. Otra historia más. ¡Asi es que Lambent conoce ya a Versilov,

Lambert se ha introducido hasta Versilov! ¡Lambent y Ana Andreievna: ha llegado

también hasta ella! Se apoderó de mí un acceso de fiebre, pero me callé. Un terrible

aflujo de orgullo inundó mi alma, de orgullo o de otra cosa. Pero fue como si me dijese

en aquel momento: «Si pido una sola palabra de explicación, me mezclaré de nuevo con

ese mundo y no lo abandonaré jamás.» El odio se inflamó en mi corazón. Resolví con

todas mis fuerzas callarme, y me quedé inmóvil en la cama. Ella también permaneció

silenciosa un minuto largo.

-¿Y el príncipe Nicolás Ivanovitch? - pregunté de pronto, como perdiendo la cabeza.

Había hecho la pregunta en tono decidido, para cambiar de tema; y una vez más, a

pesar de mis esfuerzos, planteaba la pregunta capital, volvía a entrar por mis propios

pasos, como un loco, en el mismo mundo del que tan convulsivamente había resuelto

huir.

-Está en Tsarskoie-Selo (117). Se encuentra un poco enfermo; la ciudad está llena ahora

de estas fiebres. Todo el mundo le ha aconsejado que se retire a Tsarskoie, al palacio que

tiene allí, a causa del buen aire.

No respondí.

-Ana Andreievna y la generala van a verlo cada tres días. Hacen el viaje juntas.

¡Ana Andreievna y la generala (es decir, ella), amigas! ¡Hacen el viaje juntas! No dije

nada.

-Es que las dos se han hecho muy amigas, y Ana Andreievna dice tantas cosas buenas

de Catalina Nicolaievna...

Yo seguía silencioso.

-Catalina Nicolaievna se ha prendado nuevamente del mundo, no hay más que fiestas,

está resplandeciente; se dice que toda la corte está enamorada de ella... En cuanto a lo del

señor Bioring, todo ha quedado abandonado, no se hará el matrimonio; es lo que todo el

mundo asegura... desde que...

Quería decir: desde la carta de Versilov. Tuve un temblor, pero no dije palabra.

-¡Cómo compadece Ana Andteievna al príncipe Sergio Petrovltch! ¡Y Catalina

Nicolaievna también! No hacen más que hablar de él; ellas dicen que será absuelto y que

condenarán al otro, a Stebelkov...

Yo la miraba con odio. Ella se levantó y de pronto se inclinó hacia mí.

-Ana Andreievna me ha recomendado mucho que me informe de la salud de usted -

declaró susurrando apenas -, y me ha ordenado que le ruegue que vaya a verla en cuanto

pueda salir a la calle. Hasta la vista. Cúrese usted, y yo diré que. . .

Salió. Me senté en la cama. Un sudor frío me resbalaba por la frente, pero lo que yo

sentía no era espanto: la noticia, incomprensible para mí y monstruosa, concerniente a

Lambert y a sus intrigas, no me había espantado lo más mínimo, en comparación con el

miedo tal vez irreflexivo con que me había llenado durante mi enfermedad y en los

primeros días de mi convalecencia el recuerdo de mi encuentro con él, aquella noche de

marras. Al contrario, en aquel primer instante de turbación, sobre mi cama,

inmediatamente después de la partida de Daria Onissimovna, ni siquiera me detuve a

pensar en Lambert, sino... lo que, me sobrecogió más fue la noticia de la ruptura entre

ella y Bioring, su felicidad en el gran mundo, sus fiestas, sus triunfos, su esplendor. «Ella

brilla», había dicho Daria Onissimovna. Y sentí de repente que no tenía fuerzas para

arrancarme a aquel torbellino, aunque las hubiese tenido para enrigidecerme, para

callarme y para no interrogar a Daria Onissimovna después de sus relatos pasmosos. Una

sed desmesurada de aquella vida, de la vida de ellos, se apoderó de mí y... también yo no

sé qué otra sed deliciosa, que experimentaba hasta la felicidad y hasta un sufrimiento

torturador. Mis pensamientos giraban en remolino, pero yo los dejaba correr. « ¿De qué

sirve razonar? - me decía yo -. Sin embargo, incluso mamá me ha ocultado que Lambert

había venido», pensé, por fragmentos, sin ilación. «Es que Versilov seguramente le ha

dicho que se calle... Me moriré, pero no le haré ninguna pregunta a Versilov sobre

Lambert.» Volvía sobre lo mismo: «Versilov, Versilov y Lambert, ¡oh, cuántas cosas

nuevas en ellos! ¡Qué pillo este Versilov! Le ha metido el miedo en el cuerpo al alemán,

a Bioring, con esa carta; la ha calumniado; la calomnie... il en reste toujours quelque

chose, y ese cortesano de alemán ha tenido miedo del escándalo, ¡ja, ja! ¡Buena lección

para ella! » «Lambert..: ¿pero Lambert no habrá llegado también hasta ella? ¿Cómo que

no? ¡Seguro! ¿Y por qué iba a negarse ella a aliarse con él?»

Al llegar a ese punto, cesé de repente de agitar aquellos pensamientos sin coherencia y,

desesperado, dejé caer la cabeza sobre la almohada.

-¡Ah, de ningún modo! - exclamé en una decisión súbita.

Salté de la cama, me puse las zapatillas y mi batín y me dirigí directamente a la

habitación de Makar Ivanovitch, como si a11í estuviese el remedio para las obsesiones, la

salvación, el ancla a la que me aferraría.

En efecto, podía ser que yo sintiese entonces aquella idea con todas las fuerzas de mi

alma; porque, de lo contrario, ¿cómo habría dado yo aquel bote irresistible y súbito y me

habría precipitado, en semejante estado de ánimo, en la habitación de Makar Ivanovitch?

 

III

Pero en la habitación de Makar Ivanovitch encontré a visitantes con los que no contaba:

mamá y el doctor. Como me había figurado, al ir a11í, que me encontraría al viejo solo,

como la víspera, me detuve en el umbral en una estúpida perplejidad. Pero no había

tenido todavía tiempo de fruncir las cejas cuando llegó además Versilov y detrás de él,

inmediatamente, Lisa... Todos se habían reunido pues en la habitación de Makar

Ivanovitch, y «precisamente cuando menos falta hacía».

-He venido a informarme de su salud - dije, avanzando directamente hacia Makar

Ivanivitch.

-Gracias, hijo mío, sabía que vendrías. Esta misma noche he estado pensando en ti.

Me miraba tiernamente a los ojos y yo veía que me quería quizá más que a todos los

demás. Pero noté instantáneamente y a pesar de mi turbación que, si su rostro estaba

alegre, no por eso la enfermedad había dejado de hacer grandes progresos durante la

noche. E1 doctor acababa de examinarlo muy en serio. Más tarde he sabido que ese

doctor (el joven con el que yo había disputado y que cuidaba a Makar Ivanovitch desde la

llegada de éste) trataba a su paciente con mucha atención y - no soy capaz de decirlo en la

lengua médica que ellos emplean - suponía en él toda una complicación de enfermedades

diversas. Makar Ivanovitch, como me di cuenta a la primera ojeada, tenía ya con él las

relaciones más amistosas; de momento aquello no me agradó; por otra parte, yo estaba de

muy mal humor en aquellos instantes.

-Bueno, Alejandro Semenovitch, ¿cómo se encuentra hoy nuestro querido enfermo? -

preguntó Versilov.

Si yo no hubiese estado tan trastornado, mi primera ocupación habría sido la de estudiar

con curiosidad las relaciones de Versilov con aquel viejo, y yo había pensado ya en eso la

víspera. Lo que ahora me chocó sobre todo fue la expresión extremadamente dulce y

conciliadora de su rostro; había a11í algo absolutamente sincero. Creo que ya he

registrado la observación de que la fisonomía de Versilov se tornaba de una belleza

asombrosa en cuanto que era un poco sencilla.

-Pero si no hacemos más que disputar - respondió el doctor.

-¿Con Makar Ivanovitch? No lo creo; con él no se puede disputar.

-Pero no quiere escucharme: no duerme en toda la noche...

-¡Vamos, ya está bien, Alejandro Semenovitch, ya está bien de bromas! - dijo, riendo,

Makar Ivanovitch -. Entonces, mi querido Andrés Petrovitch, ¿qué ha hecho usted con

nuestra señorita? Se ha pasado toda la mañana agitada, inquieta - añadió señalando a mi

madre.

-¡Ah, Andrés Petrovitch! - exclamó mi madre con una inquietud extrema en efecto -.

Cuéntenos todo rápidamente, no nos haga impacientarnos: ¿qué le han hecho a nuestra

pobrecita?

-¡La han condenado, a nuestra pobrecita!

-¡Oh! - exclamó mi madre.

-Cálmate, ella no irá a Siberia: quince rublos de multa. ¡Es una comedia!

Se sentó y también lo hizo el doctor. Hablaban de Tatiana Pavlovna, y yo no sabía aún

nada de esa historia. Yo estaba a la izquierda de Makar Ivanovitch, y Lisa estaba sentada

frente a mí, a la derecha; visiblemente traía una pena, su pena de cada día, que había

venido a contársela a mamá; la expresión de su rostro era atormentada y despreciativa. En

este momento, cambiamos una mirada y me dije de repente: «Los dos estamos

deshonrados, y me corresponde a mí dar el primer paso haciá ella.» Mi corazón se había

enternecido de pronto a su vista. Mientras tanto Versilov comenzaba a contar la aventura

de la mañana.

Tatiana Pavlovna había comparecido por la mañana con su cocinera ante el juez de paz.

El asunto era perfectamente ridículo; ya he dicho que la finesa intratable, cuando estaba

furiosa, se quedaba callada a veces semanas enteras sin responder una sola palabra a las

preguntas de su ama; he mencionado también la debilidad que sentía hacia ella Tatiana

Pavlovna, que le aguantaba todo y no la habría despedido definitivamente por nada del

mundo. Todos esos caprichos de las viejas criadas y de las amas son a mi juicio

completamente dignos de desprecio, y de ninguna forma merecen atención, y, si me

decido a mencionar aquí esta historia, es únicamente porque esta cocinera desempeñará

posteriormente en mi relato cierto papel de ningún modo despreciable, y sí fatal. Así,

pues, al perder por fin la paciencia ante la testaruda finlandesa que no le respondía nada

desde hacía varios días, Tatiana Pavlovna le había pegado de pronto, cosa que no había

sucedido jamás. La finlandesa, en esta ocasión, no profirió tampoco el menor sonido,

pero se puso en contacto el mismo día con un inquilino que habitaba en la misma escalera

de servicio, por algún rincón de a11á abajo, el abanderado ya retirado Osetrov, quien

hacía de solicitante en toda clase de asuntos y, naturalmente, presentaba quejas de ese

género ante los tribunales, en virtud de la lucha por la existencia. El resultado fue que se

citó a Tatiana Pavlovna ante el juez de paz y que Versilov fue llamado para prestar

declaración.

Versilov relató toda esta historia con mucha alegría y en tono divertido, tanto, que hasta

mamá se rió; él imitó a los personajes: Tatiana Pavlovna, el abanderado y la cocinera. La

cocinera había comenzado por declarar al juez que ella solicitaba una indemnización en

metálico, «de otra forma, si meten a la señora en la cárcel, ¿a quién voy a prepararle la

comida?» A las preguntas del juez, Tatiana Pavlovna respondía con mucho orgullo, sin

dignarse siquiera justificarse; por el contrario, concluyó con estas palabras: «Le he

pegado y le pegaré otro vez», lo que hizo que fuera inmediatamente condenada a tres

rublos de multa por insulto al juez. El abanderado, un joven como descoyuntado y flaco.,

se lanzó a pronunciar un largo discurso en favor de su cliente, pero se despistó

vergonzosamente e hizo reír a toda la sala. Los debates quedaron pronto terminados y

Tatiana Pavlovna condenada a pagar a María, su víctima, quince rublos. Sin esperar sacó

inmediatamente su portamonedas y contó la suma. Al punto, el abanderado surgió y

tendió la mano, pero Tatiana Pavlovna apartó aquella mano, casi golpeándola, y se volvió

hacia María: «Está bien, no se inquiete usted, señora, las añadirá usted a mi cuenta. A

ése, ya me encargaré yo de arreglarlo. Ya ves, María, qué gran mocoso has escogido»,

dijo Tatiana Pavlovna, designando al abanderado y muy contenta de que María hubiera

abierto por fin la boca. «Desde luego que ser mocoso, lo es, señora», respondió María

con una mirada maligna. «¿Eran chuletas con guisantes lo que usted había pedido hoy?

Hace un momento no la entendí bien; tenía prisa por venir aquí.» «No, no, con coliflores,

María, y sobre todo -que no se te quemen, como ayer.» «Pondré toda mi atención, sobre

todo hoy, señora. Déme usted la mano», y, en señal de reconciliación, besó la mano de su

dueña. En una palabra, hizo que toda la sala se regocijara.

-¡Qué muchacha más rara! - dijo mi madre, meneando la cabeza, por lo demás muy

satisfecha con el informe así como con el relato de Andrés Petrovitch, pero mirando a

hurtadillas y con inquietud a Lisa.

-La señorita siempre ha tenido carácter, desde su infancia - dijo Makar Ivanovitch,

riéndose.

-¡La bilis y la ociosidad! - respondió el doctor.

-¿Soy yo quien tiene carácter, soy yo la bilis y la ociosidad? - Era Tatiana Pavlovna que

hacía irrupción, por lo visto muy contenta de sí misma-. Harías mejor, tú, Alejandro Se-

menovitch, no diciendo tonterías; me has conocido cuando todavía no tenías diez años; tú

sabes si soy o no háragana, y, en cuanto a la bilis, hace todo un año que me estás

cuidando, y no llegas a curarme. ¡Deberías avergonzarte de eso! Vamos, ya os habéis

burlado bastante de mí; gracias, Andrés Petrovitch, por haber venido a declarar. Pues

bien, mi querido Makar, sólo he venido a verte a ti, no a éste - me señaló, pero

inmediatamente me dio una palmadita amistosa en el hombro; no la había visto nunca de

un humor tan alegre.

-Bueno, ¿qué pasa? - concluyó, volviéndose de pronto hacia el doctor y frunciendo las

cejas con aire preocupado.

-Pues que no quiere quedarse acostado, y, sentado, no hace más que agotarse.

-Pero no me quedaré más que un momento, con nuestros amigos - farfulló Makar

Ivanovitch con una expresión suplicante, como un niño.

-Claro, a todos nos gusta eso, nos gustar charlar en público, cuando se hace corro

alrededor de nosotros. Conozco a nuestro Makar - dijo Tatiana Pavlovna.

-¡Y mira que es ágil, cuantísimo! - sonrió todavía el anciano, volviéndose hacia el

doctor-. Espera un poco, déjame que lo diga: me meteré en la cama. Lo sé, pero entre

nosotros se dice: «Quien se mete en la cama es muy posible que ya no se levante.» Y eso

es lo que me tiene escamado, amigo mío.

-¡Ah, ya lo sabía, siempre los prejuicios populares: «Si me meto en la cama, no me

volveré a levantar», eso es lo que se teme con demasiada frecuencia en el pueblo, y se

prefiere pasar la enfermedad en pie que ir al hospital. Pero lo de usted, Makar Ivanovitch,

es sencillamente el aburrimiento, la nostalgia de la libertad y de la carretera. Ésa es toda

su enfermedad: usted ha perdido la costumbre de quedarse en un sitio. ¿No es usted eso

que se llama un vagabundo? Sí, el vagabundeo es una especie de pasión en nuestro

pueblo. Lo he notado más de una vez. Nuestro pueblo es el vagabundo por excelencia.

-Entonces, ¿según tú, Makar es un vagabundo? - preguntó Tatiana Pavlovna.

-¡Oh!, no en ese sentido. Empleaba la palabra en su sentido general. El vagabundo

religioso, piadoso, pero vagabundo al fin y al cabo. En el buen sentido, en el sentido

honorable, pero un vagabundo... Desde el punto de vista médico...

Me volví completamente de improviso hacia el doctor:

-Le aseguro a usted que los vagabundos somos más bien usted y yo y todas las personas

aquí presentes, y no este viejo, que todavía podría darnos tantas lecciones, porque tiene

un principio firme en su vida, mientras que nosotros dos, tal como estamos aquí, no

tenemos nada sólido... En realidad, usted no puede comprender.

Yo había hablado brutalmente; pero para eso era para lo que había venido. En el fondo

no sé por qué seguía quedándome allí, y estaba sumido en una especie de locura.

-¿Cómo? - Tatiana Pavlovna me miró con aire suspicaz -. Y bien, ¿cómo lo has

encontrado, Makar Ivanovitch? - dijo ella, señalándome con el dedo.

-Que Dios lo bendiga, tiene el espíritu vivo - dijo el anciano seriamente, pero a la

palabra «vivo» casi todo el mundo se echó a reír.

Me puse rígido; el que más reía era el doctor. Lo molesto era que entonces yo no sabía

el convenio que tenían hecho previamente. Versilov, el doctor y Tatiana Pavlovna se

habían puesto de acuerdo, desde hacía ya tres días, para hacer todo lo posible con tal de

apartar de mamá sus malos presentimientos y sus temores en cuanto a Makar Ivanovitch,

que estaba infinitamente más enfermo y más incurable de lo que yo pensaba entonces. He

ahí por qué todo el mundo bromeaba y se esforzaba en reír. Solamente que el doctor era

un idiota y, por temperamento, no sabía bromear; ésa fue la causa de todo lo que pasó. Si

yo hubiese estado enterado de su convenio, habría obrado de otra manera. Lisa tampoco

sabía nada.

Me quedé escuchando nada más que a medias; ellos hablaban y reían mientras que yo

tenía en la cabeza a Daria Onissimovna con sus noticias, y no podía desprenderme de

aquello; me parecía verla a11í, sentada y mirando, levántándose prudentemente y

lanzando una ojeada a la otra habitación. En fin, de repente, todos se echaron a reír:

Tatiana Pavlovna, no sé a propósito de qué, había calificado de pronto al doctor de ateo:

-Pero ya se sabe, todos vosotros, doctores de mala muerte, no sois más que ateos.

-Makar Ivanovitch - exclamó el doctor, fingiendo, de la manera más estúpida del

mundo, estar ofendido y reclamar justicia-, ¿soy yo ateo, sí o no?

-¿Tú, ateo? No, tú no eres ateo - respondió gravemente el anciano, mirándolo con fijeza

-no a Dios gracias -- meneo la cabeza -, eres demasiado alegre.

-Entonces, ¿si se es alegre, no se puede ser ateo? - preguntó irónicamente el doctor.

-¡Es todo un pensamiento! -- dijo Versilov, pero sin reírse.

-¡Es un, gran pensamiento! - exclamé yo, sin poder contenerme, impresionado por

aquella idea.

El doctor miraba alrededor de él con aire interrogador.

-Esa gente instruida, esos profesores - empezó Makar Ivanovitch, bajando ligeramente

los ojos (sin duda se había dicho antes alguna cosa sobre los profesores) -, al principio,

me inspiraban un miedo atroz: me mostraba tímido frente a ellos, porque no había cosa

que temiera más que a los ateos. Yo me decía: «No tengo más que un alma; si la pierdo,

no volveré a encontrar otra.» Pero más tarde adquirí valor: «Vamos a11á, al fin y al cabo

no son dioses, son hombres como nosotros, a incluso más bajos que nosotros.» Y además,

la curiosidad aguijoneaba: «Quiero saber por fin qué es eso del ateísmo.» Únicamente,

amigo mío, que también esa curiosidad pasó en seguida.

Se calló un momento, pero muy decidido a continuar, con la misma sonrisa digna y

grave. Existe una ingenuidad que se fía de todo el mundo, sin sospechar que pueda existir

la burla. Ese tipo de hombres se distingue porque son individuos limitados, dispuestos a

desplegar delante del primero que llegue lo que de más precioso tiene en el corazón. Pero

me parecía que en Makar Ivanovitch había una cosa distinta y que no era únicamente la

inocencia de su simplicidad lo que lo empujaba a hablar: se adivinaba en él a un

propagandista. Yo había captado con satisfacción cierta ironía, incluso un poco maligna,

dedicada al doctor y quizá también a Versilov. Esta conversación era por lo visto la

continuación de discusiones anteriores que habían tenido en el curso de la semana. Pero,

por desgracia, se había dejado escapar una vez más la misma palabra fatal que tanto me

había electrizado la víspera y que me impulsó a una salida que todavía lamento.

-El ateo-hombre - continuó el anciano, con aire concentrado - es posible que me inspire

más temor aún. Lo que pasa únicamente, mi querido Alejandro Semenovitch, es que a ese

ateo no lo he encontrado jamás, ni siquiera una sola vez, y en su lugar he encontrado al

ateo embrollón, que es como hay que llamarlo. Son individuos de muy distintas clases; ni

siquiera se puede distinguir sus especies; grandes y pequeños, tontos y sabios, a incluso

gente del pueblo, y todos unos embrolladores. Se pasan toda la vida leyendo y razonando,

están saturados por el encanto de los libros, péro por su parte permanecen siempre en la

duda, sin poder decidir nada. Los hay que están totalmente dispersos, que ni siquiera se

observan ya a sí mismos; otros están más endurecidos que la piedra, y su corazón está

recorrido por sueños; otros son insensibles y ligeros con tal de poder soltar sus bromas.

Otros no han cogido de sus libros más que la flor, y encima según la idea que ellos

tienen; pero siempre son embrolladores y sin decisión; he aquí lo que os diré aún: hay en

eso mucho de aburrimiento. El hombre sencillo vive en la necesidad, no tiene pan, no

tiene nada que dar a los niños, duerme sobre la picante paja, pero tiene siempre el

corazón alegre y ligero; comete pecados y dice groserías, pero el corazón sigue estando

entero. El grande hombre se atraca de bebida y de alimento, está sentado sobre su montón

de oro, pero el corazón lo tiene siempre lleno de fastidio. Los hay que han atravesado

todas las ciencias, y el fastidio sigue estando a11í. Yo creo ciertamente que, cuanto más

espíritu se tiene, tanto mayor es el tedio. Tomen en cuenta solamente una cosa: se está

enseñando desde que el mundo es mundo, pues bien, ¿qué es lo que se ha áprendido de

bueno, qué es lo que se ha aprendido para que el mundo sea una morada bella y alegre

dentro de lo posible y desbordante de todos los gozos? Y os diré aún otra cosa: ellos no

tienen belleza, ni siquiera la quieren; están todos muertos, únicamente que cada uno alaba

su muerte y no piensa en volverse hacia la única Verdad; vivir sin Dios no es más que

tormento. Sucede así que maldecimos a lo que nos alumbra, y eso sin siquiera saberlo. ¿Y

qué sentido común hay en eso? El hombre no puede vivir sin arrodillarse; no se

soportaría, ningún hombre sería capaz de ello. Si rechaza a Dios, se arrodilla delante de

un ídolo, de madera, o de oro, o imaginario. Todos son idólatras, y no ateos, así es como

hay que llamarlos. ¿Y cómo no ser ateo? Los hay que son verdaderamente ateos, sólo que

ésos son mucho más terribles que los otros, porque se presentan con el nombre de Dios

en la boca. He oído hablar de ellos muchas veces, pero nunca me he encontrado con

ninguno. Pero ellos existen, amigo mío, y creo que deben existir.

-Los hay, Makar Ivanovitch - confirmó de repente Versilov -, los hay y «deben existir».

-¡Desde luego que los hay y «deben existir»! - esta frase se me escapó irresistiblemente

y con fuego, no sé por qué; pero el tono de Versilov me había arrastrado y una idea me

seducía en la expresión: «deben existir».

Esta conversación me resultaba totalmente inesperada. Pero en aquel momento se

produjo súbitamente algo completamente inesperado también.

 

IV

El día era de una luminosidad notable. Por lo general, en la habitación de Makar

Ivanovitch no se levantaba la persiana en todo el día, por orden del doctor; solamente que

lo que había en la ventana no era una persiana, sino una cortina, de forma que la parte alta

de la ventana no llegaba a estar cubierta; en efecto, el viejo se encontraba mal cuando no

vela en absoluto el sol, con la antigua persiana. Ahora bien, nos quedamos charlando

justamente hasta el momento en que un rayo de sol le dio a Mákar Ivanovitch en pleno

rostro. Ocupado en la conversación, al principio no se dio cuenta de eso, pero varias

veces volvió la cabeza maquinalmente, sin dejar de hablar, porque aquel rayo brillante lo

molestaba a irritaba sus ojos enfermos. Mamá, en pie al lado de él, había mirado ya varias

veces la ventana con inquietud; habría hecho falta sencillamehte cegarla del todo, pero,

para no estorbar la conversación, imaginó el procedimiento de intentar arrastrar hacia la

derecha el taburete sobre el que estaba sentado Makar Ivanovitch: bastaba empujarlo

quince centímetros, veinte como máximo. Ya ella se había inclinado varias veces para

ponerle la mano encima, pero no había podido moverlo; el taburete, con Makar

Ivanovitch sentado, no se movía lo más mínimo. Sintiendo sus esfuerzos, pero de manera

completamente inconsciente, en el ardor de la conversación, Makar Ivanovitch había

intentado varias feces levantarse, pero sus piernas no le obedecían. Sin embargo, mamá

continuaba haciendo todos sus esfuerzos y tirando, y por fin todo aquello impacientó a

Lisa. Me acuerdo de ciertas miradas brillantes, irritadas; únicamente que en el primer

momento yo no sabía a qué atribuirlas, y además estaba distraído por la conversación. De

repente, resonó esta invitación violenta, casi un grito, dirigida a Makar Ivanovitch:

-¡Pero, levántese usted un poco, ya ve las molestias que está pasando mamá!

El anciano la miró rápidamente, comprendió en seguida y trató inmediatamente de

obedecer, pero sin éxito: apenas se había levantado diez centímetrqs, volvió a caer sobre

el taburete.

-¡No puedo, hija mía! - respondió quejumbrosamente a Lisa, mirándola con humildad.

-Contar historias como para llenar un libro sí puede usted, pero para hacer un sencillo

movimiento no tiene fuerzas, ¿verdad?

-¡Lisa! - gritó Tatiana Pavlovna.

Makar Ivanovitch hizo de nuevo un esfuérzo extraordinario.

-¡Coja usted su muleta, está caída en el suelo, y ayúdese con ella! - lanzó Lisa de

nuevo.

-¡Es verdad! - dijo el anciano, que se apresuró a coger su muleta.

-Sencillamente, no hay más que levantarlo - dijo Versilov, poniéndose en pie.

El doctor se puso en movimiento, Tatiana Pav1ovna se lanzó a su vez, pero no llegaron

a tiempo: Makar Ivanovítch, apoyándose con todas sus fuerzas en la muleta, se había

levantado de repente y se mantenía en pie mirando en torno a él, gozoso y triunfante.

-¡Lo he conseguido, yo solo! - exclamó casi con orgullo, riendo alegremente -. Gracias,

hija mía, tú me has hecho más sabio, y yo que creía que mis piernas no servían ya para

nada...

Pero no se quedó de pie mucho tiempo. No había terminado su frase, cuando la muleta

sobre la que se apoyaba con todo su peso se deslizó de repente por la alfombra, y, como

las piernas no lo sostenían casi en absoluto, se derrumbó cuan largo era sobre el

entarimado. Resultó un espectáculo casi espantoso, me acuerdo muy bien. Hubo un «

¡Oh! » general, nos lanzamos todos a recogerlo, pero, a Dios gracias, no se había

fracturado nada; sus rodillas habían chocado pesadamente con el entarimado, formando

un gran ruido, pero él había tenido tiempo de avanzar la mano derecha y de aguantarse

sobre ella. Lo levantaron y se le tendió en la cama. Estaba muy pálido, no de miedo, sino

a causa del golpe. (El doctor le había encontrado, entre otras cosas, una enfermedad del

corazón.) Mamá estaba fuera de sí, de terror. Súbitamente, Makar Ivanovitch, todavía

pálido, sacudido el cuerpo y pareciendo apenas haber vuelto en sí, se volvió hacia Lisa y,

con una voz dulce, casi tierna, le dijo:

-¡No, hija mía, ya lo ves, rnis piernas ya no me soportan!

Yo no sabría explicar la impresión que se había apoderado de mí. Las palabras del

pobre viejo no tenían el menor acento de queja o de reproche; por el contrario, era

evidente que él no había notado, desde el principio, la menor malignidad en las palabras

de Lisa y que había considerado los gritos que ella le había dirigido como una cosa

merecida, es decir, como una reprimenda a la que él se había hecho acreedor por su falta.

Todo aquello obró también terriblemente sobre Lisa. En el momento de la caída, ella

había dado un salto como todo el mundo y estaba a11í como muerta, sufriendo

naturalmente porque ella era la causa de todo. Pero, al oír aquellas palabras, casi

instantáneamente, enrojeció toda ella de vergüenza y de arrepentimiento.

-¡Basta! - ordenó de pronto Tatiana Pav1ovna -. Todo esto proviene de esas

conversaciones tan tontas. Que cada uno se vaya a su habitación. Pero, ¿qué hacer cuando

es el mismo médico el que empieza la cháchara?

-Desde luego - contestó Alejandro Semenovitch, afanándose en torno al enfermo -.

Perdón, Tatiana Pav1ovna, él necesita reposo.

Pero Tatiana Pavlovna no escuchaba: desde hacía medio minuto observaba a Lisa

silenciosamente y sin perderla de vista.

-Ven aquí, Lisa, y bésame, ¡vieja tonta que soy!; si quieres, claro está - invitó

súbitamente.

Y la abrazó, ignoro por qué, pero desde luego eso era lo que había que hacer; hasta el

punto que a mí mismo me faltó poco para lanzarme a abrazar a Tatiana Pavlovna; en

efecto, era preciso no aplastar a Lisa bajo los reproches, sino acoger con alegría y

felicitaciones el nuevo y buen sentimiento que seguramente iba a nacer en ella. Sin

embargo, en lugar de todos esos sentimientos, me levanté de pronto y, martillando las pa-

labras, empecé:

-Makar Ivanovitch, usted ha vuelto a emplear esa palabra: «la belleza», y justamente

ayer y todos estos días esa palabra me viene atormentando... En realidad toda mi vida me

ha atormentado, solamente que otras veces yo no sabía lo que era. Considero esta

coincidencia como fatal, casi maravillosa...Lo declaro en su presencia...

Pero se me interrumpió. Lo repito: yo ignoraba lo que ellos habían acordado en cuanto

a mamá y Makar Ivanovitch; y, por mis actos pasados, ellos naturalmente me creían

capaz de un escándalo de esa clase.

-¡Calmadlo, calmadlo!

Tatiana Pavlovna estaba completamente enfadada. Mamá se puso a temblar. Makar

Ivanovitch, al ver el espanto general, se asustó también.

---¡Arcadio, cállate! - gritó con severidad Versilov.

-El verlos a todos ustedes alrededor de ese recién nacido - elevé la voz todavía más y

señalé a Makar - es para mí una monstruosidad. Aquí no hay más que una santa, y es

mamá, y todavía...

-¡Va usted a asustarlo! - insistió el doctor.

-Sé que soy el enemigo de todo el mundo - balbucí (o alguna cosa de esa clase), pero,

después de una nueva ojeada circular, lancé una mirada provocativa a Versilov.

-¡Arcadio! - gritó de nuevo -. Ya ha sucedido aquí entre nosotros una escena análoga.

Te lo suplico, ¡reprímete ahora!

Yo no sabría expresar el potente sentimiento con el cual pronunció estas palabras.

Había en sus rasgos una pena extraordinaria, sincera, completa. Lo más asombroso era

que él tenía una expresión de culpabilidad: era yo el juez, y él, el criminal. Todo esto me

sacó de quicio.

-¡Sí! - grité en respuesta -, esta escena se produjo ya el día en que enterré a Versilov,

cuando lo arranqué de mi corazón... Luego ha habido la resurrección de los muertos, pero

ahora... ahora ¡está terminado del todo! Pero... pero van a ver todos ustedes de lo que yo

soy capaz. ¡No se esperan ustedes lo que yo soy capaz de probar!

Dicho esto, me lancé hacia mi habitación. Versilov corrió tras de mí.

Tuve una recaída: un acceso muy fuerte de fiebre, y, al atardecer, delirio. Pero no todo

era delirio: había sueños innumerables, en procesión interminable, de entre los cuales he

retenido durante toda mi vida uno, o un fragmento de uno. Lo registro aquí sin ninguna

explicación; ese sueño era profético y no puedo omitirlo.

Me encontré de pronto, lleno el corazón con un propósito grande y orgulloso, en una

sala vasta y alta; sólo que no en casa de Tatiana Pavlovna: me acuerdo muy bien de esta

sala; hago esta observación por anticipado. Pero me esfuerzo en vano por estar solo;

siento siempre, con inquietud y sufrimiento, que no estoy solo del todo, que se me espera

y que se espera de mí alguna cosa. En alguna parte por detrás de la puerta hay personas

que esperan to que voy a hacer. Una sensación insoportable: « ¡Ah, si yo estuviera solo! »

Y de repente ella entra. Tiene un aspecto tímido y está terriblemente asustada; busca mis

ojos. Tengo en mis manos el documento. Sonríe para seducirme, se pega a mí; me da

lástima, pero comienzo a experimentar malestar. De pronto esconde su rostro entre las

manos. Arrojo el «documento» sobre la mesa con un desprecio inexpresable: « ¡No me

pida nada, tome, no le reclamo nada! ¡Me vengo con el desprecio de todas las injurias que

he sufxido! »

Salgo de la habitación, lleno de un inmenso orgullo. Pero en el umbral, en la oscuridad,

Lambert me detiene: « ¡Imbécil! Idiota! - musita con toda su fuerza, agarrándome por el

brazo -: Ella va a abrir en Vassili Ostrov una pensión para niñas de la nobleza.» (Nota

bene: es decir, para ganarse la vida si su padre, informado por mí de la existencia del

documento, la deshereda y la pone de patitas en la calle. Anoto literalmente las

expresiones de Lambert, tal como las oí en el sueño.)

-Arcadio Makarovitch busca «la belleza» - es la vocecita de Ana Andreievna la que

oigo muy cerca, en la escalera; pero no era alabanza, era, por el contrario, una burla

insoportable lo que vibraba en aquellas palabras.

Vuelvo a la habitación con Lambert. Pero, al verle, ella se echa inmediatamente a reír.

Mi primera impresión es un terrible espanto, un espanto tal, que me detengo y me niego a

seguir avanzando. La miro y no creo en mis ojos; es como si de repente se hubiese

quitado una máscara del rostro: los rasgos son los mismos, pero cada uno de ellos está

defermado por una desvergüenza desmedida. « ¡El rescate, señora, el rescate! », grita

Lambert, y los dos se echan a reír cada vez con más fuerza, y mi corazón deja de latir: «

¿Es posible que esta mujer desvergonzada sea la misma que aquella que con una sola

mirada hacía hervir mi corazón de virtud?»

-¡He aquí de to que son capaces por dinero, estos orgullosos, en su gran mundo! -

exclama Lambert.

Pero la desvergonzada no se turba por tan poca cosa; se echa a reír precisamente al

verme tan espantado. ¡Ah!, está dispuesta a pagar el rescate, lo veo, y... ¿qué es lo que

pasa en mí? Ya no experimento ni lástima ni repugnancia. Tiemblo como nunca... Un

nuevo sentimiento se apodera de mí, un sentimiento inexpresable, que no he conocido

nunca, y poderoso conio todo el universo... ¡No tengo ya fuerzas para irme de a11í, por

nada en el mundo! ¡Oh, qué dichoso soy al verla tan desvergonzada! La agarro por las

manos, el contacto de sus manos me sacude dolorosamente, y aproximo mis labios a sus

labios desvergonzados, bermejos, temblorosos de risa y que me llaman.

¡Lejos de mí ese recuerdo humillante! ¡Maldito sueño! ¡Lo juro, antes de ese sueño

infame no había habido nada en mi espíritu que se pareciese en to más mínimo a aquel

pensamiento vergonzoso! No, ni siquiera un sueño involuntario de aquella índole (sin

embargo, yo guardaba el documento cosido dentro de mi bolsillo y a veces me llevaba las

manes al bolsillo con una sonrisa extraña). ¿De dónde había venido todo aquello de

golpe? ¡Es que yo tenía un alma de araña! Qtliero ¿ecir que todo estaba desde hacía

mucho tiempo en germen y reposaba en mi corazón perverso, en mi deseo, pero que el

corazón estaba todavía retenido por la vergüenza, en el estado de vigilia, y el espiritu no

osaba todavía representarse conscientemente nada parecido. En el sueño, por el contrario,

el alma había presentado y desplegado delante de ella misma todo to que había en el

corazón, con una precisión perfecta y en un cuadro muy completo, y bajo forma

profética. ¿Era precisamente aquello to que yo quería probarles, al escaparme por la

mañana de la habitación de Makar Ivanovitch? ¡Pero basta, ni una palabra más de eso

antes de que llegue el momento! Aquel sueño que tuve es una de las aventuras más

extrañas de mi vida.

 

CAPÍTULO III

I

Tres días más tarde, me levanté por la mañana y comprendí de repente, una vez en pie,

que no volvería a meterme en la cama. Experimentaba en todo mi ser la cercanía de la

curación. Todos estos menudos detalles no valdrían quizá la pena de ser anotados, pero

entonces sobrevino una serie de días en los cuales no se produjo nada de particular, y que,

no obstante, han permanecido todos en mi memoria como algo tranquilo y gozoso: es una

rareza en mis recuerdos. De momento, no hablaré de mi estado mental; si el lector

supiese en qué consistía, no querría creerlo. Conviene más que esto resalte más tarde por

los hechos. Mientras tanto, diré solamente esto: que el lector se acuerde de un alma de

araña (118). Y de esto, de la habitación desde la que quería abandonarlos y, con ellos, al

mundo entero, en nombre de «la belleza». El anhelo de belleza estaba en su colmo, eso

era una gran verdad, pero la forma en que pudo aliarse con otros anhelos, ¡y cuáles!, es

para mí un misterio. Eso siempre ha sido un misterio, y mil veces me he asombrado de

esta facultad que tiene el hombre (y, creo, por excelencia el hombre ruso) de mecer su

corazón a una altura sublime y junto a la peor bajeza, y siempre con una absoluta

sinceridad. Sobre si esta famosa amplitud de espíritu del ruso, que lo conducirá lejos, es

eso, amplitud de espíritu, o si es sencillamente bajeza, la cuestión queda sin dilucidar.

Pero dejemos esto. De una manera o de otra, se produjo una calma. Yo había

comprendido que era preciso a toda costa volver a estar sano y lo más pronto posible,

para comenzar lo más pronto posible a obrar, y por eso decidí vivir higiénicamente, y

escuchar al doctor (cualquiera que fuese), aplazando las intenciones belicosas, con una

sabiduría extrema (fruto de la amplitud de espíritu) hasta el día de mi salida, es decir,

hasta la curación. La forma en que todas las impresiones pacíficas y los disfrutes de

aquella calmá pudieran conciliarse con los latidus alarmados y agradablemente dolorosos

de mi corazón, ante el presentimiento de las tempestuosas decisiones próximas, to ignoro,

pero lo sigo atribuyendo a la «amplitud de espíritu». Sin embargo yo no esperaba la

inquietud de otras veces; lo había aplazado todo hasta el término fijado, sin temblar ante

el porvenir como antes temblaba, sino en plan de hombre rico, seguro de sus recursos y

de sus fuerzas. La arrogancia y el desafío ante el destino que me aguardaba iba creciendo,

un poco, creo, a causa de mi curación ya efectiva y del retorno rápido de las energías

vitales. Aquellos pocos días de curación definitiva a incluso verdadera, los recuerdo

todavía con gran satisfacción.

Me habían perdonado todo, quiero decir mi salida, ellos, esas mismas personas a las

que yo había tratado como monstruos. Eso es to que me gusta en la gente, eso es lo que

yo llamo la inteligencia del corazón; por lo menos, eso me sedujo inmediatamente, hasta

un cierto punto sin duda. Versilov y yo, por ejemplo, continuábamos charlando como

buenos y viejos amigos, pero hasta cierto punto: en cuanto se manifestaba demasiada

expansión (cosa que no dejaba de suceder de vez en cuando), los dos nos conteníamos

inmediatamente, con un asomo de vergüenza. Hay casos en que el vencedor no tiene más

remedio que avergonzarse ante su vencido, precisamente por haberlo derribado. El

vencedor, evidentemente, era yo; y me sonrojaba por eso.

Aquella mañana, es decir, el día en que me levanté del lecho después de mi recaída,

vino a verme y fue entonces cuando me enteré por él, por primera vez, del convenio que

habían formado todos respecto a mamá y a Makar Ivanovitch. Añadió que el anciano

estaba mejor, pero que, a pesar de todo, el doctor no respondía de él. Le hice de todo

corazón la promesa de ser más prudente en el porvenir. En el momento en que Versilov

me contaba todo aquello, noté de repente, por primera vez, que él mismo estaba muy

sinceramente preocupado por aquel anciano, es decir, infinitamente más de lo que yo

habría podido esperar de un hombre como él, y que lo consideraba como a una criatura

particularmente querida, querida por él mismo y no tan sólo por causa de mamá. La cosa

me interesó, casi me asombró, y, lo reconozco, sin Versilov hay muchas cosas que se me

habrían escapado y que yo no habría apreciado suficientemente en aquel anciano, que me

ha dejado uno de los recuerdos más sólidos y más originales de mi corazón.

Versilov parecía temer en cuanto a mis relaciones con Makar Ivanovitch, o más bien no

se fiaba ni de mi inteligencia ni de mi tacto, y por eso se mostró extremadamente

satisfecho más tarde, cuando se dio cuenta de que yo también era capaz a veces de

comprender cómo había que comportarse con un hombre de ideas y de concepciones

totalmente distintas; en una palabra, que yo sabía ser, cuando se presentaba el caso,

conciliador y tolerante. Reconozco también (creo que sin humillarme) que encontré en

aquella criatura venido del pueblo algo absolutamente nuevo para mí en cuanto a los

sentimientos y a las ideas, algo que yo desconocía, infinitamente más limpio y consolador

que la manera que yo tenía de comprender antes aquellas cosas. A pesar de todo, no había

medio de no sulfurarse algunas veces, ante ciertos prejuicios categóricos en los cuales él

creía con una calma y una seguridad imperturbables. Pero de eso, naturalmente, la única

causa estaba en su falta de instrucción, y su alma se hallaba bastante bien organizada, in-

cluso tan bien, que no he conocido nunca a nadie que le sea superior en ese aspecto.

 

II

Ante todo, lo que me atraía en él, como ya he dicho anteriormente, era su extremo

candor y una ausencia total de amor propio; se presentía allí un corazón casi sin pecados.

Poseía «la alegría» del corazón, y por consiguiente también «la belleza». Esta palabrita

de «alegria», él la amaba mucho y la empleaba frecuentemente. Sin duda, a veces estaba

poseído por una especie de excitación enfermiza, por una enfermedad de

enternecimiento, un poco exagerada, supongo, porque la fiebre, a decir verdad, no lo

abandonó en todo aquel tiempo; pero aquello no era obstáculo para la belleza. Había

también contrastes: junto a una asombrosa ingenuidad, que a veces no se daba cuenta en

absoluto de la ironía (a menudo con gran despecho por mi parte), había también no sé qué

fina astucia, sobre todo en las escaramuzas polémicas. La polémica era cosa que lo

entusiasmaba, pero solamente de vez en cuando y a su manera. Se veía que había errado

mucho a través de Rusia, oído mucho, pero lo repito, le gustaba más que nada el

enternecimiento y por consiguiente todo lo que terminaba en ternura, y era muy

aficionado a contar cosas enternecedoras. En general, le gustaba muchísimo relatar. De su

boca he oído multitud de relatos sobre sus propios viajes, toda clase de leyendas sobre la

vida secreta de los más antiguos ascetas. Tales temas no me son apenas conocidos, pero

creo que él añadía a esas leyendas no pocas mentiras, procedentes en su mayor parte de la

tradición oral de nuestro pueblo. Había cosas verdaderamente imposibles de admitir.

Pero, junto a deformaciones evidentes o puras mentiras, resplandecía siempre no sé qué

asombrosamente sólido, lleno de sentimiento popular y siempre enternecedor... He

retenido, por ejemplo, de todos esos relatos, la larga historia denominada «Vida de Santa

María Egipcíaca» (119). De esa vida y de casi todas las otras análogas, yo no tenía hasta

entonces la más mínima idea. Lo digo francamente: era imposible oírlo sin echarse a

llorar, no de enternecimiento, sino por una especie de extraño entusiasmo: se sentía a11í

algo extraordinario y ardiente, como la arena calcinada hasta el blanco vivo del desierto,

habitado por leones, a través del cual erraba la santa. Pero no es de eso de lo que quiero

hablar, y además no soy competente.

Además del enternecimiento, lo que me agradaba en él eran ciertos puntos de vista

extremadamente originales sobre ciertas cuestiones extremadamente discutidas aun en

nuestra época. Un día, por ejemplo, contaba la historia reciente de un soldado licenciado;

él había sido casi testigo presencial del suceso. Aquel soldado había vuelto a sus Tares, y,

al hallarse de nuevo entre los campesinos, no se había sentido ya a11í a gusto ni les había

agradado a ellos tampoco. Nuestro hombre se descarrió, se puso a beber y cometió no sé

qué acto de latrocinio; no había pruebas ciertas; sin embargo, lo detuvieron y lo juzgaron.

El abogado había conseguido ya casi que lo absolvieran: ¡no había pruebas!, cuando de

pronto el otro, que estaba escuchando, se levantó bruscamente a interrumpió a su

defensor: « No, espera un poco.» Y lo contó todo «hasta el último entresijo»; se

reconoció culpable de todo, con llantos y arrepentimiento. Los jurados se retiraron, se

encerraron en su sala, y helos aquí que vuelven a salir: «No, no es culpable.» No hubo

más que gritos de alegría. Pero el soldado se quedó clavado en el sitio, como si lo

hubiesen transformado en una columna, sin comprender nada; no comprendió tampoco lo

que le dijo el presidente para su gobierno, al ponerlo en libertad. Se marchó, no creyendo

lo que veían sus ojos. Fue poseído por el fastidio: helo aquí sumergido en sus reflexiones,

ni come ni bebe, y no habla ya con la gente. Cinco días después se ahorcó. «¡He ahí lo

que significa vivir con un pecado sobre la conciencia! », concluyó Makar Ivanovitch.

Este relato carece evidentemente de valor, y de esas historias hay ahora multitudes en

todos .los periódicos, pero lo que me agradó fue el tono, y más aún ciertas palabras que

expresaban verdaderamente una idea nueva. A1 contar por ejemplo cómo el soldado, de

vuelta al pueblo, no agradaba ya a los aldeanos, Makar Ivanovitch se expresó así: «Un

soldado, ya se sabe lo que es: un soldado es un campesino echado a perder.» Hablando en

seguida del abogado que había estado a punto de ganar el juicio, dijo también: «Ya se

sabe lo que es un abogado: un abogado es una conciencia de alquiler.» Estas dos

expresiones las encontró sin la menor dificultad y sin prestar la menor atención él irismo,

y sin embargo contienen todo un concepto justo de esos dos seres, concepto que, si bien

no es el de todo el pueblo, es el de Makar Ivanovitch, suyo propio y no tomado a

préstamo. Esos juicios completamente acabados que tiene el pueblo sobre tal o cual tema

son a veces verdaderamente maravillosos por su originalidad.

-Makar Ivanovitch, ¿y qué piensa usted sobre el pecado del suicidio? - le pregunté a

propósito de aquel relato.

--El suicidio es el pecado mayor del hombre - respondió con un suspiro -, pero el Señor

es el único juez de éste, porque Él solo lo sabe todo, las medidas y los límites. El deber

por nuestra parte, es el de rezar por pecadores tan grandes. Cada vez que oyes hablar de

un pecado como ése, antes de dormirte reza por ese pecador una tierna plegaria; a lo

menos suspira por él cerca de Dios; incluso si no lo has conocido en absoluto, tu oración

por eso será todavía más eficaz.

-Pero, ¿de qué le servirá mi oración, si está ya condenado?

-¿Y qué sabes tú? Muchos, ¡oh!, muchos no creen y aturden por eso a las personas mal

informadas; no los escuches, porque no saben adónde van. La oración de un hombre toda-

vía vivo por un condenado llega verdaderamente a Dios. Pero, ¿qué será de aquel que no

tiene a nadie para rezar por él? Por eso, cuando reces, antes de acostarte, añade al

terminar: «Señor jesús, ten piedad también de todos aquellos que no tienen a nadie que

rece por ellos.» Esta oración es muy eficaz y muy agradable. Lo mismo por todos los

pecadores aún vivos: «¡Señor, por los medios que Tu sabes, salva a todos los impeni-

tentes! » Esta oración también es buena:

Le prometí rezar esas oraciones, comprendiendo que esa promesa le proporcionaría un

placer extremo. Y en efecto, la alegría brilló en su rostro; pero me apresuro a añadir que

en casos semejantes él no me miraba nunca de arriba abajo, como una especie de

ermitaño podría tratar a un vulgar adolescente; al contrario, muy a menudo le gustaba

escucharme discurrir, y no se cansaba, sobre diferentes temas, estimando sin duda que

tenía que vérselas con un joven, pero también que ese joven era infinitamente más

instruido que él. Le gustaba por ejemplo hablar muy a menudo de los ermitaños y

colocaba «el desierto» inmensamente por encima de «la vida errante». Le hice ardientes

objeciones, insistiendo sobre el egoísmo de esas personas que abandonan al mundo y

desdeñan el bien que podían hacer a la humanidad, únicamente en vista de una idea

egoísta de su salvación. Al principio, él no comprendía e incluso sospecho que no me

comprendió jamás; pero defendía mucho al desierto: «Primeramente se tiene lástima de sí

mismo, como es natural (es decir, en el momento de instalarse en el desierto), en seguida

empieza a alegrarse más y más cada día y después, por fin, se ve a Dios.» Desarrollé

entonces delante de él un cuadro completo de la actividad útil del sabio, del médico, en

general del amigo de la humanidad en el mundo, y le causé un verdadero entusiasmo,

puesto que él mismo hablaba de eso calurosamente; a cada momento me aprobaba: «Sí,

hijo mío, sí, Dios te bendiga, estás en lo cierto.» Pero cuando hube terminado, no se

mostró sin embargo completamente de acuerdo: «Está bien eso - suspiró profundamente

-, pero ¿hay muchos que resistan bien y que no se dejen distraer? El dinero no es Dios,

pero es un semidiós, es una gran tentación; y después hay también la mujer, y después la

duda y después la envidia. Se olvida el gran negocio y se pone uno a ocuparse del

pequeño. En el desierto pasa de una manera muy distinta. En el desierto, el hombre se

fortifica para todas las hazañas. ¡Amigo mío! Pero ¿qué pasa en el mundo? - Y exclamó

con un sentimiento extraordinario -. ¿No es solamente un sueño? Coge arena y siémbrala

sobre los guijarros; cuando esa arena amarilla empiece a brotar sobre tus guijarros,

entonces se realizará to sueño en el mundo, así es como se habla entre nosotros. Pero en

Cristo se habla de otra manera: "Ve y distribuye to riqueza y hazte el servidor de todos."

Y serás más rico que antes, una infinidad de veces; porque no es solamente el alimento ni

los vestidos preciosos, ni el orgullo y la ambición los que dan la felicidad, sino el amor

infinitamente multiplicado. ¡No es una pequeña riqueza, ni cien mil, ni un millón, sino el

universo entero lo que ganarás! Ahora, amasamos sin hartarnos y disipamos locamente;

pero entonces no habrá ni huérfanos ni pobres, porque todos son míos, todos son mis

parientes, a todos los he adquirido, a todos los he comprado desde el primero hasta el

último. Hoy, no es raro que incluso el rico y el grande se muestren indiferentes al número

de sus días, y no sepan ellos mismos qué distracción inventar; pero entonces tus días y tus

horas se multiplicarán por mil, porque tú no querrás ya perder ni un solo minutito y de

cada uno to darás cuenta en la alegría de tu corazón. Entonces adquirirás la sabiduría no

solamente por los libros, porque estarás con Dios mismo cara a cara; y la tierra

resplandecerá más que el sol, y no habrá a11í ni penas ni suspiros, sino únicamente un

paraíso único, sin precio... »

He ahí los accesos de entusiasmo que a Versilov le gustaban, creo, enormemente.

Aquella vez se encontraba precisamente en la habitación.

-¡Makar Ivanovitch! -lo interrumpí yo de repente, caldeado yo mismo sobremanera (me

acuerdo muy bien de aquella velada) -. ¡Pero es el comunismo, un verdadero comunismo

lo que está usted predicando!

Y como él no sabía absolutamente nada de la doctrina comunista, a incluso era aquélla

la primera vez que oía esa palabra, me puse en seguida a explicarle todo lo que yo sabía

de aquello. Confieso que sabía pocas cosas y las sabía mal, a inclúso ahora no soy nada

competente en la materia, pero lo que sabía, lo expuse a pesar de todo con mucho ardor.

Me acuerdo aún con complacencia de la impresión extraordinaria que produje en el

anciano. No era sólo una impresióri, sino más bien una sacudida. Se interesaba

enormemente por los detalles históricos: «¿Dónde? ¿Cómo? ¿Quién lo hizo? ¿Quién lo

dijo?» He observado por lo demás que eso es en general una particularidad del pueblo: no

se contenta con la idea general; desde el momento en que algo le interesa mucho, reclama

con avidez detalles firmes y precisos. Por mi parte, yo me extraviaba entre los detalles, y

como Versilov estaba presente, yo tenía un poco de vergüenza delante de él y me

acaloraba cada vez más. Finalmente, Makar Ivanovitch, todo enternecido, no hacía más

que repetir después de cada palabra: « ¡Sí, sí! », pero visiblemente sin comprender nada y

sin seguir el hilo. Yo estaba irritado por aquello, pero de repente Versilov interrumpió la

conversación, se levantó y declaró que era la hora de irse a acostar. Estábamos todos

reunidos y era ya tarde. Cuando, algunos minutos después, lanzó un vistazo por mi

habitación, le pregunté inmediatamente qué concepto tenía sobre Makar Ivanovitch en

general y qué pensaba de él. Soltó una risa gozosa (no era ni muchísimo menos por mis

errores sobre el comunismo; al contrario, no habló de aquello). Lo repito una vez más: él

estaba literalmente chiflado por Makar Ivanovitch, y yo sorprendía con frecuencia en su

rostro una sonrisa extraordinariamente seductora cuando escuchaba al anciano. Esa son-

risa, por lo demás, no impedía la crítica.

-Has de tener en cuenta, ante todo, que Makar Ivanovitch no es un mujik, sino un siervo

doméstico - declaró recalcándolo mucho -, un antiguo siervo doméstico y un antiguo

servidor, nacido servidor y de un servidor. Esos siervos y esos domésticos compartían

muchos aspectos de la vida privada, intelectual y espiritual de sus amos, en los viejos

tiempos. Fíjate bien en que Makar Ivanovitch, incluso hoy día, se interesa sobre todo por

los acontecimientos de la vida señorial y aristocrática. Tú no sabes hasta qué punto siente

curiosidad por ciertos sucesos que han ocurrido en nuestro país estos últimos tiempos.

.¿Sabías tú que es un gran político? He ahí a uno a quien no se le puede llevar por una

oreja; hace falta contárselo todo, quién hace la guerra y dónde, y si nosotros la haremos

también... En otros tiempos, con conversaciones de este tipo, le he proporcionado un

auténtico bienestar. Respeta mucho las ciencias, y entre todas las ciencias prefiere la

astronomía. Con todo, se ha creado en sí mismo algo tan independiente, que es imposible

cambiarlo. Hay en él convicciones, firmes y bastante claras... y sinceras. A pesar de su

enorme ignorancia, es capaz de asombrarlo o uno de repente con el conocimiento

inesperado de ciertas nociones que jamás se habrían supuesto en él. Alaba el desierto con

entusiasmo, pero él no irá por nada del mundo ni al desierto ni al convento, porque es

sobre todo « un vagabundo», como lo ha llamado suavemente Alejandro Semenovitch, a

quien, dicho sea de paso, detestas sin motivo alguno. ¿Qué más? Es un poco artista, tiene

una cantidad de frases que son suyas propias, y otras también que no le pertenecen. Su

lógica flaquea un poco. Algunas veces es muy abstracto, con accesos de sentimentalismo,

pero de sentimentalismo puramente popular o, para decirlo mejor, accesos de ese

enternecimiento nacional que nuestro pueblo introduce tan ampliamente en su

sentimiento religioso. Dejo aparte la cuestión de la pureza de su corazón y de su bondad:

no es cosa nuestra ocuparnos de ese tema...

 

III

Para terminar el retrato de Makar Ivanovitch, reproduciré uno de sus relatos, tomado a

préstamo de su vida privada. El carácter de estos relatos era singular, o más bien no

tenían ningún carácter común; era imposible sacar de ellos ninguna moraleja ni ninguna

tendencïa general, salvo la de que todos eran poco más o menos enternecedores. Pero los

había tanmbién que no lo eran, los había incluso muy alegres y hasta con burlas contra

ciertos monjes descarriados, tanto que al contarlos perjudicaba a su idea, cosa que le hice

observar; pero él no comprendió lo que yo quería decir. Algunas veces resultaba difícil

adivinar qué era lo que lo empujaba a relatar de aquella forma, de modo que yo llegaba

incluso a asombrarme de semejante locuacidad, que atribuía en parte a la senilidad y a un

estado enfermizo.

-Ya no es lo que era - me cuchicheó un día Versilov -. antes no era así, ni pensarlo.

Morirá bien pronto, mucho antes de lo que pensamos, y hay que estar preparados.

Me he olvidado de decir que se había establecido entre nosotros algo así como

«veladas» regulares. Además de mama, que no abandonaba casi nunca a Makar

Ivanovitch, estábamos todos los días en su habitación Versilov y yo, que por lo demás no

tenía otro sitio adonde ir; los últimos días Lisa solía entrar también, aunque más tarde que

los otros, y casi siempre se quedaba silenciosa. Estaba también Tatiana Pavlovna y,

aunque raras veces, el doctor. Yo no sé cómo se hizo aquello, pero bruscamente me había

aproximado al doctor; no de una manera enorme, pero, en todo caso, nada de sofiones

como antes. Lo que me agradaba en él era una cierta simplicidad que le había notado por

fin y una cierta adhesión a nuestra familia, tanto que decidí por fin perdonarle su orgullo

médico y además le enseñé a lavarse las manos y a cuidarse las uñas, puesto que

decididamente le era imposible llevar la ropa limpia. Le hice comprender que no se

trataba de la elegancia ni de las «bellas artes», sino que la limpieza entraba naturalmente

en las funciones de un doctor, y se lo demostré. Finalmente, Lukeria venía a menudo

desde su cocina hasta la puerta y escuchaba por detrás lo que contaba Makar Ivanovitch.

Un día, Versilov la invitó a entrar y a sentarse con nosotros. Aquello me agradó; sin

embargo, ya no volvió. Tenía su carácter.

Inserto aquí uno de esos relatos, al azar, únicamente porque es el que he retenido mejor.

Es una historia de comerciantes, y creo que historias de esa clase, en nuestras ciudades

grandes y pequeñas, las hay a millares, por poco que se sepa observar: El lector es libre

de saltarse el relato, tanto más cuanto que lo cuento en el estilo del pueblo.

 

IV

Aquello sucedió en nuestro país, en la ciudad de Afinievo. Voy a contaros ahora esta

maravilla. Había una vez un comerciante que se llamaba Rotoboinikov (120) Máximo

Ivanovitch. Era el hombre más rico de toda la comarca. Había construido una fábrica de

indiana y les daba trabajo a varios centenares de obreros. Acabó por endiosarse un poco.

Y, preciso es decirlo, todo el mundo estaba a sus órdenes. Las autoridades no le

presentaban ninguna dificultad, el archimandrita le daba las gracias por su celo; daba

mucho para el convento, y, cuando el humor se lo decía, suspiraba grandemente por su

alma y se preocupaba muchísimo por la vida futura. Era viudo y sin hijos; sobre su

esposa corría el rumor de que él la había mimado muchísimo el primer año y que en su

juventud había sido su esclavo; sólo que de aquello hacía ya muchísimo tiempo; en

cuanto a volver a casarse, no quería ni oír hablar de eso. Tenía también una cierta

debilidad por la bebida, y cuando le daba por ahí, se le veía correr borracho a través de la

ciudad, desnudo y lanzando gritos; la ciudad no es nada grande, y todo se sabe. Pasado el

momento, volvía a ponerse serio y todo lo que él juzgaba estaba bien juzgado, todo lo que

ordenaba estaba bien ordenado. Con la gente arreglaba las cuentas según su fantasía.

Helo aquí que coge su ábaco y se coloca las gafas: «¿Y contigo, Foma, cómo están las

cuentas?» «No he recibido nada desde Navidad, Máximo Ivanovitch; se me deben treinta

y nueve rublos.» «¡Huy, cuantísimo dinero! Es demasiado para ti; tú no los vales; eso no

te conviene en absoluto; vamos, digamos diez rublos de menos, y quedan veintinueve,

toma.» El otro no dice nada; nadie dice una palabra, silencio general.

-Yo sé muy bien cuánto hay que darles. Con esta gente es imposible obrar de otra

manera. La gente de aquí está podrida. Sin mí, hace ya muchísimo tiempo que estarían

todos muertos de hambre, desde el primero al último. Os lo repito, son todos ladrones:

llenan antes el ojo que la barriga y no ponen corazón en el trabajo. Añadid a esto que son

unos borrachos: les dais su paga, se la llevan a la taberna y salen de allí sin camisa,

desnudos como gusanos. Y luego, son unos bribones: van a sentarse sobre una piedra

enfrente de la taberna y hay que oírlos lamentarse: «Mamá querida, ¿por qué me has

puesto en e1 mundo, pobre borracho que soy? ¡Mejor hubiera sido que a semejante

borracho lo hubieses estrangulado al nacer! » ¿Es que puede llamarse a eso un hombre?

Una bestia es, y no un hombre. Hace falta primero educarlo, y luego darle dinero. Yo sé

muy bien cuándo hay que dárselo.

Pues bien, he ahí cómo Máximo Ivanovitch hablaba de la gente de Afinievo. Era una

cosa que estaba mal por su parte, pero era verdad: nuestras gentes eran débiles, sin

firmeza.

Habia en aquella misma ciudad otro comerciante, pero se murió; era un hombre joven y

ligero, había quebrado y perdido todo su capital. El último año se debatía como un pez en

la arena, pero su hora había llegado. Él y Máximo Ivanovitch se llevaban todo el tiempo

disputando; el quebrado le debía montones de dinero. Todavía en su último suspiro mal-

decia a Máximo Ivanovitch. Dejó viuda todavía joven y con cinco hijos. Una viuda es

como una golondrina sin refugio; es una dura prueba, y sobre todo con cinco niñitos,

cuando no se tiene nada que darles de comer: su última propiedad, una casa de madera,

Máximo Ivanovitch se la arrebató para cobrarse. Entonces ella puso a todos los hijos

delante de la puerta de la iglesia como una fila de cebollas: el mayor tenía ocho años

cumplidos, un varoncito; las otras eran todas hembras; la de más edad tenía cuatro años y

la más joven mamaba aún. Acabada la misa, he aquí a Máximo Ivanovitch que sale, y to-

dos los hermanos se arrodillan en cola delante de él (la madre les había enseñado bien la

lección) y cruzan delante de él sus manecitas todos juntos, mientras que detrás de ellos,

con la quinta niña en los brazos, la viuda le hace una inclinación hasta rozar con la tierra,

delante de todo el mundo: «Mi buen señor, Máximo Ivanovitch, ten piedad de los pobres

huérfanos, no les arrebates su último pedazo de pan, no los eches del nido paterno.»

Todos los que estaban allí derramaron lágrimas: ¡ella les había enseñado muy bien la

lección! Ella se decía: delante de la gente, le dará vergüenza y perdonará: «Tú, viuda

joven, lo que quieres es un marido, y no es por los huérfanos por lo que lloras. Tu difunto

me maldijo desde su lecho de muerte.» Y pasó sin devolver la casa. «¿Cómo voy a ceder

a sus tqnterías? Se da el pie y se toman la mano. Todo eso no conduce a nada y no causa

más que quebraderos de cabeza.» Ya corría el rumor de que, cuando aquella viuda era

todavía joven, diet años atrás, él le había ofrecido una gran suma (ella era muy guapa),

olvidando que ese pecado es lo mismo que destruir una iglesia del buen Dios; pero él no

había conseguido nada. Porquerías de aquella clase, él no había dejado de hacerlas en la

ciudad a incluso en toda la provincia. Pero en aquel caso se había pasado de la raya.

La madre lanzó alaridos con sus pequeñuelos. Él expulsó a los huérfanos de la casa, no

solo por maldad, sino porque hay veces en que uno no sabe por qué motivo se empeña en

su idea. Así es que al principio se la ayudó y luego ella empezó a trabajar. Solamente que

¿qué se puede ganar entre nosotros, si no es trabajando en la fábrica? Lavar un suelo aquí,

escardar un jardín a11á, calentar un baño, y encima con una criaturita en brazos, que no

hace más que llorar, y las otras cuatro que están en la calle corriendo en camisa. Cuando

ella había puesto a las criaturas de rodiilas delante de la iglesia, todas tenían todavía sus

zapatitos y sus abriguitos, como hijas que eran del comerciante, al fin y al cabo; mientras

que ahora corrían descalzas: ya se sabe que a los niños no les duran mucho las prendas.

En el fondo, los pequeños no tienen necesidad de nada: están contentos desde que hay

sol, no se dan cuenta de la desgracia, son como pajarillos, repiquetean como campanillas.

La viuda se decía: « El invierno va a llegar, ¿qué haré de vosotros? ¡Si el buen Dios

quisiera llamaros para entonces!» Pero no tuvo que esperar hasta el invierno. Hay en

nuestra comarca una tos infantil, la tos ferina, que se pasa de un niño a otro.

Primeramente murió la niña de pecho, en seguida las otras cayeron enfermas, y las cuatro

hijas, el mismo otoño, fueron llevadas una detrás de otra. Verdad es que una de ellas fue

aplastada en la calle. Pues bien, ¿qué crees que pasó?: las enterró a todas y lanzó gritos;

antes, las maldecía, y cuando Dios las hubo llamado, las lloró muchísimo. ¡Ése es el

corazón maternal!

Le quedaba vivo el mayor, el varoncito, y temblaba por él, no se atrevía ni siquiera a

respirar. Era delgadíto y frágil, una figurita suave como una niña. Ella lo condujo a la

fábrica, a casa de su padrino, que era capataz, y luego ella se quedó como criada en casa

de un funcionario. Un día que el níño corría por el patio, llega Máximo Ivanovitch en su

coche y da la casualidad de que viene borracho. El niño, desde la parte baja de la

escalera, cae directamente sobre él, se resbala y choca con él en el momento en ue bajaba

de su coche. Le pone las dos manos en el vientre. El lo coge por los cabellos gritando:

«¿De quién es? ¡Los látigos! ¡Que lo azoten inmediatamente, delante de mí! » El niño

está muerto de miedo, lo azotan y él grita. «¿Encima vas a gritar? ¡Azótalo hasta que deje

de gritar!» Lo siguieron azotando, no dejó de gritar hasta el momento en que se quedó ya

totalmente inanimado. Entonces se pararon, se asustaron: el niño no respira ya, está

tendido sin conocimiento. Se dijo en seguida que no lo habían azotado mucho, pero que

era muy miedoso. Máximo Ivanovitch se asustó también. « ¿De quién es? », pregunta. Se

lo dicen. « ¡Encargaos de eso! ¡Llevadlo a casa de su madre! ¿Qué tenía él que hacer en

la fábrica?» Dos días más tarde, pregunta: «¿Y el niño?» Las noticias eran malas: estaba

enfermo, acostado en un rincón en casa de su madre, porque con aquel motivo ella había

abandonado su puesto en casa de los funcionarios, y él tenía una congestión pulmonar. «

¡Qué tontería! ¿Y por qué, en definitiva? Si lo hubiesen azotado seriamente, se explica,

pero lo único que se hizo fue meterle miedo. He pegado a todos los demás exactamente

de la misma manera y nunca ha habido ninguna complicación. » Él esperaba que la madre

fuera a quejarse, y se hacía el orgulloso. Solamente que ¿cómo quejarse? Ella no se

atrevió. Entonces él le mandó quince rublos y un médico de su parte. No porque tuviera

miedo, sino así como así, después de reflexionar. En seguida le vino la picada y no dejó

de estar borracho en tres semanas.

Pasó el invierno. El día de Pascua, en plena fiesta, Máximo Ivanovitch pregunta de

nuevo: «A propósito, ¿y aquel niño?» Todo el invierno había estado callado, no había

preguntado nada. Le dicen: « Está curado, está en casa de su madre, y ella, ella hace

faenas.» El mismo día, Máximo Ivanovitch fue a buscar a la viuda, sin entrar en la casa,

pero la hizo llamar desde la entrada, y él estaba en su coche: «Mira, digna viuda, quiero

el bien para tu hijo, quiero ser su verdadero bienhechor y testimoniarle bondades sin

cuento: lo llevo a mi casa a partir de hoy, a mi hogar. Y por poco que simpatice con e1, le

dejaré un capital suficiente; y si me gusta del todo, puedo dejarlo después de mi muerte

heredero de toda nuestra fortuna, como si fuera mi hijo, a condición solamente de que tú

no vengas jamás a mi casa, excepto en las grandes fiestas. Si eso te va bien, entonces,

mañana por la mañana llévame al muchacho; no puede estar siempre jugando a los

huesos.» Dicho esto, se volvió, y la madre se quedó como loca. La gente había

escuchado, y le decía: «Cuando el niño sea grande, te reprochará haberlo privado de una

suerte así.» Toda la noche, ella lloró encima de él, y luego, por la mañana, se lo llevó. El

pequeño estaba más muerto que vivo.

Máximo Ivanovitch lo vistió como a un señorito y contrató a un preceptor, y desde ese

momento lo puso delante de los libros. No le quitaba la vista de encima, siempre estaba a

su lado. En cuanto el niño bostezaba, gritaba él: « ¡Coge tu libro! Estudia: quiero hacer de

ti un hombre.» Pero el niño estaba delicado desde la otra vez, cuando lo del látigo. Tosía.

«Entonces, ¡la vida no es buena en mi casa! » , se asombraba Máximo Ivanovitch. En

casa de su madre corría descalzo, roía cortezas, y he aquí que ahora está más débil que

antes.» Entonces el preceptor le dijo: «Los niños necesitan correr, no pueden estudiar

todo el tiempo, necesitan moverse. . . » Y le explicó todo esto con razones. Máximo

Ivanovitch pensó: «Tiene razón.» Este preceptor era Pedro Stepanovitch - que Dios lo

tenga en su seno -, una especie de inocente. Bebía, y tal vez un poco demasiado; también

lo habían expulsado de todas partes y vivía, en suma, de limosnas, y sin embargo era un

gran cerebro, y estaba fuerte en ciencias. «Éste no es mi sitio - se decía a sí mismo -, yo

debería ser profesor de universidad, mientras que por el contrario estoy aquí en el fango y

"hasta mis costumbres me disgustan".» He aquí que Máximo Ivanovitch le grita al niño: «

¡Vete a correr! », y el otro respira apenas ante él. Llega incluso a no poder sufrir su voz:

se había puesto a temblar. Máximo Ivanovitch se asombra del todo: «No se sabe nunca lo

que tiene en la barriga. Lo he sacado del fango, lo he vestido con finas ropas, tiene botas

de buen cuero, unu camisa bordada, lo trato como a un hijo de general, ¿y todavía no me

quiere? ¿Por qué tiene que mirarme como un lobezno?» Desde hacía tiempo, nada

asombraba ya que viniera de Máximo Ivanovitch, pero en aquel momento empezaron

nuevamente a asombratse: él no sabía ya qué imaginar, estaba todo pendiente de aquel

pequeño, no podía abandonarlo. « Que me ahorquen, pero le cambiaré el carácter. Su

padre me maldijo desde su lecho de muerte, después de haber recibido la Santa Comu-

nión. Es su padre clavado.» Ni siquiera una sola vez le hizo dar de latigazos (tenía ya

demasiado miedo, desde la otra vez). El niño vivía en medio del terror, No había

necesidad de latigazos.

Entonces se produjo la cosa. Un día que acababa de salir de la habitación, el niño soltó

su libro para subirse a una silla: su pelota había caído en lo alto de una vitrina. Él quería

cogerla, únicamente que la manga se le enganchó en una lámpara de porcelana que estaba

arriba; la lámpara cae al suelo v se rornpe en mil pedazos. Toda la casa tiembla con el

ruido, y era un objeto precioso, una porcelana de Sajonia. He aquí a Maximo Ivanovitch

que lo oye desde la tercera habitación y que aúlla. El niño, de miedo, pone pies en

polvorosa, se salva por la terraza, atraviesa el jardín y, por la puerta de atrás, desemboca

derechamente en el muelle. Hay a11í un bulevar, con viejos cítisos, en una palabra un

sitio alegre. Corrió hasta el agua, las gentes lo vieron, estiró los brazos, justamente en el

sitio donde atraca el transbordador, y luego quizá tuvo miedo delante del agua, y se

quedó clavado en el sitio. Aquella parte es ancha, el río rápido, las gabarras pasan , al

otro lado, tiendas, una plaza, una iglesia, con cúpulas doradas que brillan. Justamente la

coronela Ferzing bajaba del transbordador con su hija: teníamos en la ciudad un

regimiento de infantería. La niña, ella también de ocho años, con su vestidito blanco,

mira al muchachito y se ríe; ella llevaba en la mano una jaulita de madera y dentro un

erizo. « ¡Mira, niamá, cómo ese niño mira mi erizo! » «No - dice la coronela -, solamente

es que ha tenido miedo de alguna cosa.» «¿Por qué has tenido tanto miedo, lindo

muchachito? - Así es como han contado la cosa después -. « ¿Y quién es este pequeño tan

lindo? ¡Qué bien vestido va! ¿Quién eres tú, hijo mío?» Y él no había visto nunca erizos:

se aproxima y mira. Ya ha olvidado; ¡los niños! «¿Qué es lo que llevas ahí?» «Esto-dice

la señorita - es un erizo. Lo hemos comprado hace un momento a un campesino, y él lo

ha encontrado en el bosque.» «¿Y qué es un erizo?» Él ríe, quiere tocarlo con el dedo, el

erizo se eriza y la niñita se divierte. « Nos lo llevamos a casa y vamos a domesticarlo.» «

¡Oh! ¡Dame tu erizo! » Se lo pedía así como así, con esa sencillez. Apenas había acabado

cuando he aquí que Máximo grita desde lo alto: « ¡-Ah, estás ahí! ¡Detenedlo! »(Estaba

tan furioso, que había corrido detrás de él sin ponerse siquiera el sombrero.) El niño se

acuerda de todo, lanza un grito, avanza hacia el agua, apretando sus puñitos sobre el

pecho, mira al cielo (¡se lo ha visto, se lo ha visto!) y, ¡puf, al agua! Entonces fueron los

gritos, gente que se lanzó desde el transbordador; se creyó agarrarlo, pero el agua lo había

arrastrado, el río es rápido, y cuando lo retiraron, ya estaba muerto. Estaba débil del

pecho y no había soportado el agua. No le hacía falta mucho, ¿no es verdad? Y, por lo

que pueda recordar el hombre., en nuestras tierras, nunca se había oído decir que un niño

tan. pequeño hubiese atentado contra su vida. ¡Un pecado tan grande! ¡Y qué es lo que

podrá decir esa almita a11á arriba al buen Dios!

Desde aquel día Máximo Ivanovitch empezó a reflexionar sobre lo sucedido. Y se

transformó hasta hacerse irreconocible. Se puso muy triste. Se dedicó a beber, bebió

muchísimo, luego cejó: nada lo aliviaba. Dejó también de ir a la fábrica, ya no escuchaba

a nadie. Cuando se le hablaba, no respondía, o bien hacía una señal indicando que lo

aburrían. De esta forma se pasaron dos meses y en seguida se puso a hablar solo. Se

paseaba hablándose. Cerca de la ciudad ardió el pueblecito de Vaskova, novecientas

casas ardiendo. -Máximo Ivanovitch se acercó a ver. Los damnificados lo rodearon,

lanzaron gritos: él prometió ayudarlos y dio órdenes, pero después llamó al administrador

y anuló todo: «No hay que darles nada», sin decir por qué: «El Señor me ha puesto como

azote de todos los hombres, como una especie de monstruo. ¡Pues bien, sea! Mi fama se

ha propagado como el viento.» El archimandrita en persona vino a buscarlo: era un viejo

monje severo, y que había introducido la vida común en el monasterio (121). «¿Cómo te

estás conduciendo?», le dice severamente. «¡He aquí! » Y Máximo Ivanovitch le abrió un

libro y le indicó el pasaje:

«Pero a quien escandalizare a uno de estos pequeños que creen en Mí, más le valiera

que le colgasen al cuello una piedra de molino y lo lanzasen al fondo del mar.» (San

Mateo, 18, f6)

--Sí -- dijo el archiniandrita -, eso no ha sido dicho en este sentido, pero hay sin

embargo una relación. Es una desgracia cuando el hombre pierde su mesura: ese hombre

está acabado. Tú, tú lo has elevado demasiado.

Máximo Ivanovitch está rigido: se creería que lo ha atacado el tétanos. El archimandrita

lo mira:

Escucha - l.e dice -, y recuérdalo bien. Se ha dicho: «Las palabras del desesperado son

llevadas por el viento.» Y acuérdate también de esto, que los ángeles del buen Dios son

ellos mismos imperfectos, y que el único perfecto y sin pecado es Dios, Jesucristo, al que

sirven los ángeles. Por lo demás, tú no has querido la muerte de este niño, tú solamente

has sido imprudente. Sólo que he aquí lo que yo encuentro incluso admirable: tú has

cometido muchísimos otros desórdenes más graves, tú has reducido a tantísima gente a la

mendicidad, tú has corrompido a tantas personas, a tantas las has empujado hacia la

muerte, que es como si las hubieses matado. ¿Y sus hermanas, no han muerto antes que

él, las cuatro de corta edad, casi ante tus ojos? ¿Por qué ha de ser éste el único en

turbarte? ¿Es que por casualidad lo habrías olvidado de todos los precedentes, aparte de

que no los hayas lamentado? ¿Por qué lo has asustado tan fuertemente por ese niño, de la

muerte del cual no eres del todo culpable?

-Es que lo veo en sueños - declaró Máximo Ivanovitch.

-¿Y qué más?

Pero él no le descubrió nada más y permaneció silencioso. El archimandrita se asombró

y se fue: ¡no había nada que responsable. hacer!

Entonces Máximo Ivanovitch envió a buscar al preceptor, Pedro Stepanovitch; no se

habían visto desde el accidente.

-¿Tú te acuerdas? - le dijo.

-Me acuerdo.

-Se dice que tú has pintado cuadros al óleo para el traktir y que has hecho una copia del

retrato del obispo. ¿Es que puedes hacerme un cuadro en colores?

-Sí, puedo hacerlo; domino todas las artes y puedo hacerlo todo.

-Entonces, hazme un cuadro, lo más grande posible, que ocupe toda la pared, y que

todas las gentes que estaban entonces allí estén también ahora, Y que estén la coronela y

su niñita, y el erizo. Y ponme la otra orilla toda entera, que se la vea tal como es, la

iglesia, la plaza, las tiendas, y aquí y allá los coches parados, todo como en la realidad. Y

delante el transbordador, el niño, justamente al borde del río, en aquel sitio, y que tenga

completamente sus dos puñitos apretados así sobre el pecho, sobre las tetillas.

¡Completamente! Y luego, delante de él, al otro lado, por encima de la iglesia, tú abrirás

el cielo; y que todos los ángeles en la claridad celeste vuelen a su encuentro. ¿Tú puedes

pacer eso, sí o no?

-Yo puedo todo.

-Es que yo podría, en lugar de un pintor de brocha gorda como tú, hacer venir al primer

pintor de Mosrú o incluso de Londres, solamente que tú, tú te acuerdas de su carita. Si él

no se parece o bien no se parece bastante, te daré cincuenta rublos, pero si lo haces

completamente parecido, te daré doscientos. Acuérdate, los ojitos azules... Y que el

cuadro sea lo más grande, lo más grande posible.

Tomaron sus disposiciones; Pedro Stepanovitch puso manos a la obra, pero helo aquí

que va a buscar al comerciante:

-No, no hay medio de hacerlo de esa manera.

-¿Por qué?

-Es que ese pecado, él suicidio, es el más grande de todos los pecados. ¿Cómo pueden

acogerlo los ángeles, después de un pecado semejante?

-Pero es un niño; no es responsable.

-No, no era ya un niño, tenía ya la edad de la razón. Tenía ocho años cuando sucedió la

cosa. Es, a pesar de todo, un poco respozable.

Máximo Ivanovitch se asustó muchísimo más.

-Entonces - dijo Pedro Stepanovitch -, he aquí lo que he imaginado: inútil abrir el cielo

y pintar ángeles. Solamente yo haré caer del cielo, a su encuentro, un rayo; un simple

rayo de luz: eso será por lo menos algo.

Se hizo caer el rayo. Y yo mismo he visto, más tarde, ese cuadro y ese rayo, y el río,

todo azul, alargándose por toda la pared; estaba a11í el niño, sus dos manecitas apretadas

contra el pecho, y la niñita y el erizo; todo estaba a11í. Solamente que Máximo

Ivanovitch no le enseñó el cuadro a nadie: lo encerró bajo llave en su despacho. Y sin

embargo todo el mundo en la ciudad se precipitó para verlo: a todos les dio con la puerta

en las narices. Se habló mucho de aquello. Pero Pedro Stepanovitch parecía no ser ya el

mismo hombre: «Ahora ya lo puedo todo. Mi verdadero puesto está en Petersburgo, en la

corte.» Era el más amable de los hombres, únicamente que le gustaba sobremanera

endiosarse. Y su destino lo alcanzó bien pronto: habiendo recibido sus doscientos rublos,

se puso en seguida a beber y a mostrar su dinero a todo el mundo, para pavonearse; fue

asesinado una noche, en estado de embriaguez, por uno de nuestros paisanos con el que

había estado bebiendo y que le quitó su dinero; todo se descubrió por la mañana.

Y el final de toda la historia fue tan raro, que todavía hoy lo recuerda todo el mundo,

a11á abajo. Un buen día, Máximo Ivanovitch llega en coche a casa de la viuda: estaba

alojada en una pequeña isba en las afueras de la ciudad. Esta vez, él entró en el patio; se

plantó delante de ella y le hizo un saludo inclinándose hasta el suelo. La otra, después de

todas aquellas aventuras, estaba enferma, se arrastraba apenas. «Mi querida, mi digna

viuda, ven, cásate conmigo, monstruo como soy, devuélveme la fuerza de vivir.» La otra

lo mira, ni viva ni muerta. «Quiero - le dice él - que tengamos todavía un niñito, y si lo

tenemos, eso será señal de que el otro nos ha perdonado a los dos, a ti y a mí. Es él quien

me lo ha ordenado.» Ella ve que él no está en sus cabales, que está como fuera de sí, y sin

embargo no se amedrenta:

-Todo eso son tonterías - le responde ella -, y cobardía. A causa de esa cobardía, he

perdido a todas mis criaturas; no puedo ni siquiera verle a usted frente a mí, sin hablar de

lo que sería condenarme para siempre a semejante martirio.

Máximo Ivanovitch se fue, pero no se calmó. Toda la ciudad se hizo lenguas de

semejante milagro. Máximo Ivanovitch envió a comadres. Hizo venir de provincias a dos

de sus tías, que eran burguesas. Tías o no tías, en todo caso parientes, pues a todo bien

todo honor; ellas se pusieron a exhortarla, a halagarla y no la dejaban ni a sol ni a sombra.

Envió también a gente de la ciudad, comerciantes, la mujer del arcipreste, mujeres de

funcionarios; toda la ciudad le hizo la corte, pero ella los desdeñaba: «Si resucitaran mis

huérfanos, tal vez; pero ahora, ¿para qué? ¡Sería un pecado delante de mis huerfanitos! »

Él hizo ceder incluso al archimandrita, y éste fue también a soplarle a la oreja: «Puedes

hacer nacer en é1 a un hombre nuevo.» Ella se asustó. La gente se asombraba dc su

conducta: «¡Cómo se puede rehusar semejante felicidad?» Y he aquí de qué manera él la

conquistó finalmente: «A pesar de todo, él se suicidó; no era ya un niñito, estaba ya en la

edad de la razón, su edad le impedía ya comulgar sin confesar, por consiguiente era ya un

poco responsable. Si tú te casas conmigo, yo hago una gran promesa: haré construir una

iglesia nueva únicamente para el reposo eterno de su alma.» A este argumento, ella se

rindió, consintió. Y se celebró el matrimonio.

El resultado asombró a todo el mundo; vivieron, desde el primer día en acuerdo

perfecto y sincero, guardándose una inviolable fidelidad, como una sola alma en dos

cuerpos. Ella concibió aquel mismo invierno, y se dedicaron a visitar iglesias y a temer la

cólera del Señor. Estuvieron en tres monasterios y escucharon las profecías. Por su parte

él hizo edificar el templo prometido y construyó en la ciudad un hospital y un asilo. Dio

una parte de su capital para las viudas y los huérfanos. Se acordó de todos aquellos a los

que había perjudicado, y deseo hacer restituciones; pero se puso a repartir el dinero sin

mesura, de forma que su esposa y el archimandrita le sujetaron la mano: «¡Ya basta! Ya

es suficiente así.» Máximo Ivanovitch obedece. «Una vez, engañé a Foma.» Se devuelve

pues a Foma lo que se le debía. Foma derramó lágrimas por aquello: «No valía la pena...

Ya se ha recibido bastante de usted, todos les estamos eternamente agradecidos.» Todo el

mundo, pues, estaba conmovido, y es que es verdad cuando se dice que el hombre vive de

buenos ejemplos. Nuestra gente tiene buen corazón.

Fue la misma esposa la que gobernó la fábrica, y de tal manera, que todavía hoy se

recuerda. Por su parte, él no dejó de beber, pero ella lo vigilaba esos días y trató de

curarlo. Las palabras de él se hicieron graves a incluso su voz cambió. Se hizo

infinitamente compasivo, incluso con las bestias: un día que había visto desde su ventana

a un hombre dándole latigazos a un caballo ert la cabeza, mandó a comprar aquel caballo

a un precio dos veces mayor del que valía. Y recibió el don de lágrimas: cuando hablaba

con alguien, se le veía súbitamente inundado en llanto. Cuando llegó la hora, el Señor es-

cuchó por fin las oraciones de la pareja y les envió un hijo. Y, por primera vez desde su

desgracia, Máximo Ivanovitch pareció radiante; distribuyó muchas limosnas, perdonó

muchas deudas a invitó a toda la ciudad al bautizo. Invitó, pero al día siguiente, en cuanto

se hizo de noche, salió. Su esposa vio que había algo que no iba bien, y le trajo al recién

nacido: «Nuestro hijo nos ha perdonado, ha escuchado nuestro llanto y nuestras

oraciones.» Es preciso decir que ellos no habían tocado aquel tema en todo el año: lo

guardaban los dos para sí. Y Máximo Ivanovitch la miró, sombrío como la noche: «Pues

fíjate, él no había venido en todo el año y sin embargo esta noche he vuelto a verlo en

sueños.» «Fue entonces cuando el horror penetró también en mi corazón, después de

aquellas palabras singulares», se recordaba ella más tarde.

Y no era que el niño hubiese vuelto por capricho. Apenas Máximo Ivanovitch había

pronunciado aquellas palabras cuando en el mismo instante le pasó algo al recién nacido:

cayó bruscamente enfermo. Ocho días estuvo enfermo, se rezaba sin cesar y se llamaba a

los doctores. Se hizo venir de Moscú al primero de todos los doctores, en ferrocarril.

Llegó y se enfadó: «Soy el primero de todos los doctores, todo Moscú me aguarda.»

Ordenó gotas y se apresuró a marcharse. Se llevaba ochocientos rublos, y por la noche el

niño murió.

¿Qué pasó a continuación? Máximo Ivanovitch le dejó toda su fortuna a su querida

esposa, le entregó todos sus capitales y todos sus papeles, ejecutó todo aquello con las

reglas y las fórmulas legales, en seguida se plantó delante de ella y la saludó inclinándose

hasta el suelo: « Deja, esposa mía inestimable, que vaya a salvar mi alma mientras tengo

medios para eso. Si paso este tiempo sin resultado para mi alma, no volveré ya. He sido

duro y cruel, he hecho sufrir a los demás, pero pienso que mis dolores futuros y mi vida

errante me valdrán la misericordia de Dios, puesto que abandonar todo esto no es una

pequeña cruz ni un pequeño dolor.» Su esposa se esforzó en calmarlo con fuertes

lágrimas: « No tengo a nadie más que a ti sobre la tierra, ¿quién se cuidará de mí? En este

año, mi corazón se ha abierto a la ternura.» Y toda la ciudad lo estuvo exhortando durante

un mes, se le suplicó, se decidió retenerlo por la fuerza. Pero él no escuchó a nadie, se fue

secretamente una noche y ya no volvió. Se dice que todavía está peregrinando y

sufriendo, y que cada año va a hacer una visita a su querida esposa.

 

 

CAPÍTULO IV

I

Llego ahora a la catástrofe definitiva que pone fin a estas notas. Pero, antes de

continuar, me veo obligado a anticipar los acontecimientos y a explicar una cosa de la

que yo no sabía nada por aquella época, pero que he conocido y que me he explicado

perfectamente muchísimo después, cuando todo estaba ya acabado. De lo contrario, no

podría ser claro, tendría que explicarme por enigmas. Así, pues, daré esta explicación

franca y sencilla, sacrificando el pretendido lado artístico, y lo haré como si no fuese yo

quien escribiera, sin que mi corazón esté interesado en ello, bajo la forma de una especie

d'entre-filet de periódico.

Lambert, mi camarada de infancia, habría podido muy bien y casi literalmente estar

afiliado a esas innobles bandas de pequeños intrigantes que se asocian con objeto de lo

que hoy se llama «chantage» y que caen ahora bajo el peso de ciertas definiciones y

penas del código. La banda en la que participaba Lambert se había formado en Moscú y

había cometido ya allí no pocas fechorías (posteriormente fueron descubiertas en parte).

Supe después que en Moscú habían tenido, durante algún tiempo, a un dirigente

extraordinariamente experimentado y no tonto del todo, un hombre ya maduro.

Ejecutaban sus empresas, bien toda la banda junta, bien por grupos. Al lado de cosas

extremadamente sucias a indecibles (de las que por otra parte se ha hablado en los

periódicos), se entregaban también a empresas bastante complicadas a incluso muy

sabias, bajo la dirección de su jefe. Me he enterado de algunas de ellas luego, pero no

entraré en detalles. Mencionaré solamente que el rasgo más caracteristico de su actividad

consistía en descubrir los secretos de hombres a veces muy honrados y colocados en alta

posición; tras de lo cual, iban a visitar a esos personajes y los amenazaban con publicar

ciertos documentos (que a veces no poseian en absoluto), reclamando dinero para seguir

callando. Hay cosas que no son reprensibles y que de ninguna manera son criminales,

pero cuya publicación teme el hombre más honrado y más firme. La mayoría de las veces

explotaban secretos de familia. Para mostrar con qué habilidad operaba a veces su jefe,

contaré, sin ningún detalle, y, en tres líneas, uno de sus desaguisados. En una casa muy

honorable se había producido un acto realmente lastimoso a incluso criminal: la mujer de

un hombre conocido y respetado tenía relaciones secretas con un joven y rico oficial. Los

de la banda husmearon la cosa y he aquí lo que hicieron: informaron al joven de que

advertirían al marido. Ellos no tenían la menor prueba, y el joven lo sabía perfectamente,

sin que ellos, por su parte, lo ocultasen; pero toda la destreza del procedimiento y toda la

hábilidad de su cálculo consistían, dadas las circunstancias, en la consideración de que el

marido, una vez enterado, obraría, incluso sin pruebas, exactamente de la misma manera

y daría exactamente los mismos pasos que si hubiese recibido las pruebas más

matemáticas. Especulaban aquí con el conocimiento del carácter de aquel hombre y con

la situación de su familia. Había en la banda un joven de la mejor sociedad y que había

conseguido procurarse previamente las informacioneg necesarias. Le extorsionaron al

enamorado una suma muy importante, y sin el menor peligro para ellos, puesto que la

víctima misma no deseaba más que el silencio.

Lambert, a pesar de participar en aquello, no pertenecía del todo a esa banda moscovita.

Pero, una vez le tomó gusto a la cosa, comenzó poco a poco y a título de ensayo a operar

por su cuenta. Lo diré de corrido: no era del todo capaz. No es que fuese imbécil del todo;

calculador, pero demasiado ardiente y además demasiado simplote o, para decirlo mejor,

demasiado ingenuo: no conocía ni a los hombres ni a la sociedad. Creo, por ejemplo, que

no comprendía del todo el papel de aquel jefe de Moscú y que dirigir y organizar

semejantes empresas le parecía muy fácil. En fin, creía que casi todo el mundo era tan

pillo como él. O bien, por ejemplo, habiéndose figurado una vez que tal o cual persona

tenía miedo o debía de tenerlo por tal o cuál razón, no dudaba ya de que esa persona

tuviese miedo realmente: era un axioma. No me explico bien; luego, todo esto será

aclarado por los hechos, pero, a mi entender, él era de educación bastante grosera y había

ciertos sentimientos nobles y buenos en los cuales no solamente no creía, sino de los que

ni siquiera tenía quizá la menor idea.

Se dirigió a Petersburgo porque, desde hacía mucho tiempo ya, pensaba en aquella

capital como en un campo de acción más vasto que el de Moscú, y también porque ya

había tenido un tropiezo en Moscú y era buscado por cierta persona que estaba animada

para con él de las más aviesas intenciones. Una vez en Petersburgo, se puso en seguida en

relacíón con un antiguo camarada. Pero halló el campo reducido; los asuntos, mezquinos.

Esos conocimientos se extendieron luego, pero sin llegar a nada: «Las gentes de aquí son

unos desgraciados, muchachitos y nada más», me dijo posteriormente. Ahora bien, una

buena mañana, al despuntar el día, he aquí que me encuentra helado al pie de un muro y

cae así sobre la pista de un «negocio muy rico». Por lo menos tal era su opinión. Todo

aquel negocio consistía en los comentarios que hice en su casa mientras entraba en calor.

Sin duda, yo estaba, por decirlo así, presa del delirio. Pero no por eso dejaba de

comprenderse por mis discursos que, de todas las ofensas que se me habían hecho en

aquella jornada fatal, lo que más me venía a la memori.a y me pesaba solamente en el

corazón, era la injuria recibida de Bioring y de ella, aunque ella no fue el único tema de

mi delirio en casa de Lambert: deliré también por ejemplo a propósito de Zerchtchikov;

ahora bien, él no se fijó más que en lo primero, como supe más tarde por boca del mismo

Lambert. Además, yo estaba poseído de entusiasmo y consideraba, aquella mañana

terrible, a Lambert y a Alphonsine como a una especie de liberadores y salvadores.

Cuando, a continuación, durante mi convalecencia, me preguntaba a mí mismo, todavía

en la cama: «¿Qué es lo que Lambert ha podido colegir de mis comentarios y hasta qué

punto me he entregado a él?», nunca me asaltaba la menor sospecha de que hubiera

podido decirle tantas cosas. Claro es que, a juzgar por mis remordimientos, yo

sospechaba ya entonces que había debido de hablar demasiado, pero, lo repito, no habría

supuesto nunca que había hablado hasta tal punto. Esperaba también, y contaba con eso,

no haber tenido fuerzas en aquellos momentos para pronunciar palabras articuladas; me

había quedado de eso el recuerdo bastante claro: y sin embargo sucedió en realidad que

yo pronunciaba entonces mucho más claramente de lo que suponía y esperaba. Pero lo

importante es que todo aquello no se descubrió hasta mucho más tarde y largo tiempo

después: en eso consistía mi desgracia.

Por mi delirio, mis comentarios, balbuceos, arranques entusiásticos y todo to demás, se

enteró primeramente: poco más o menos de todos los nombres con exactitud, a incluso de

algunas direcciones. En segundo lugar, se formó una idea bastante aproximada del papel

de aquellos personajes (el viejo príncipe, ella, Bioring, Ana Andreievna, a incluso

Versilov); en tercer lugar, se enteró de que yo estaba ofendido y que amenazaba con

vengarme; por fin, en último lugar y más importante, se enteró de que existía un cierto

documento misterioso y escondido, una carta que bastaría enseñar a un viejo príncipe

medio loco para que, al leerla y ver que su propia hija lo juzgaba loco y «consultaba a

juristas» para hacerlo internar, o bien se volvería definitivamente loco, o bien la echaría

de casa y la desheredaría, o bíen se casaría con una demoiselle Versilov con la que quería

ya contraer un matrimonio que no se lo permitían. En una palabra, Lambert se enteró de

muchas cosas. Sin duda, muchas otras quedaban oscuras, pero el chantajista no dejaba de

estar ya sobre la pista. Cuando, posteriormente, me escapé de casa de Alphonsine, des-

cubrió inmediatamente mi dirección (de la manera más sencilla del mundo: en la Oficina

de Direcciones) (122); en seguida recogió inmediatamente los informes necesarios, que le

confirmaron que todas las personas mencionadas por mí existían realmente. Entonces dio

el primer paso.

Lo esencial era que existía un documento y que era yo quien lo tenía. Ese documento

tenía un gran.valor: Lambert no dudaba de eso lo más mínimo. Silencio aquí una circuns-

tancia que será preferible mencionarla después en el lugar que corresponde; diré

solamente que esa circunstancia robusteció de forma poderosa en Lambert su convicción

en cuanto a la existencia real y sobre todo en cuanto al valor del documento.

(Circunstancia fatal, prevengo con anticipación, y que yo no podia de ninguna manera

figurarme en aquella época, ni siquiera hasta el final de toda la historia, hasta el momento

en que todo se hundió de golpe y se aclaró por sí misma.) Así, bien convencido de aquel

punto esencial, se fue a buscar, ante todo, a Ana Andreievna.

Es todavía para mí un enigma: ¿cómo pudo él, este Lambert, insinuarse y penetrar cerca

de una persona tan inabordable y sublime como Ana Andreievna? Él había tomado sus

informes, sin duda, pero ¿qué importancia tenía eso? Estaba bien vestido, desde luego,

tenía acento parisiense y llevaba un apellido francés; pero ¿cómo Ana Andreievna no

distinguió inmediatamente al bribón? ¿O bien habría que suponer que era aquel bribón de

quien tenía ella necesidad precisaménte en tales momentos? ¿Es posible?

No he podido saber nunca los pormenores de su entrevista, pero muchísimas veces me

he imaginado la escena. Lo más probable es que Lambert, desde las primeras palabras y

los primeros gestos, desempeñase ante ella el papel de amigo de la infancia, temblando

por un camarada amado y querido. En todo caso, desde aquella primera entrevista, supo

soltar una alusión muy clara al «documento» que yo poseía, darle a entender que era un

secreto que únicamente él, Lambert, compartía, y que yo contaba con aquel documento

para vengarme de la generala Akhmakova, y así sucesivamente. Y, sobre todo, pudo

explicarle, con toda la precisión que era de desear, la importancia y el valor de aquel

papel. En cuanto a Ana Andreievna, se encontraba en una situación tal, que no podía

menos de aferrarse a una noticia de aquella categoría, escucharla con una extremada

atención y dejarse coger en el anzuelo... a causa de «la lucha por la existencia».

Se acababa, justamente en aquellos momentos, de birlarle al novio y de conducirlo en

tutela a Tsarskoie, y a ella misma se la había puesto bajo tutela también. Ahóra se

presenta una verdadera ganga: no son cuchicheos de comadres, ni quejas lacrimosas, ni

comentarios o murmuraciones; hay ahora una carta, un manuscrito, es decir, una prueba

matemática de las intenciones pérfidas de la hija del príncipe y de todos los que se lo

arrebatan; la prueba, por consiguiente, de que él necesita salvarse, aunque sea por la fuga,

salvarse colocándose junto a ella, junto a Ana Andreievna, casándose con ella en el plazo

de veinticuatro horas; de lo contrario, van a internarlo en un manicomio.

También es posible que Lambert no usara astucia alguna. ni un solo minuto, con

aquella señorita, sino que, desde el primer momento, la intimara brutalmente:

«Mademoiselle, o bien se queda usted solterona, o bien se convierte en princesa y

millonaria; he aquí que existe el documento, yo se lo sustraeré a ese joven y se lo

entregaré a usted... a cambio de un billete de treinta mil.» Creo incluso que fue esto lo

que pasó. Sí, juzgaba a todo el mundo tan pillo como él; lo repito, tenía la ingenuidad del

pillo, la inocencia del pillo... De una manera o de otra, es muy posible que Ana

Andreievna también, frente a un ataque así, no se haya turbado un solo instante, haya

sabido contenerse perfectamente y escuchar al chantajista que le hablaba en el estilo de

él; todo eso por «largueza de espíritu». Sin duda, al principio, se sonrojó un poco, pero

luego se atiesó y escuchó hasta el fin. Puedo imaginarme muy bien a esta mujer

inabordable, orgullosa, verdaderamente digna y de tanto espíritu, su mano en la mano de

Lambert. ¡Sí... precisamente de tal espíritu! ¡Un espíritu ruso, de semejante envergadura,

enamorado de la «largueza»; y, además, un espíritu de mujer y en semejantes

circunstancias!

Ahora, voy a resumir: en el día y en la hora de mi salida, Lambert ocupaba las dos

posiciones siguientes (ahora es cuando lo sé de manera segura): primeramente, exigir de

Ana Andreievna, a cambio del documento, un billete de por lo menos treinta mil;

seguidamente, ayudarla a hacer concebir temor al príncipe, a raptarlo y a celebrar el

matrimonio bruscamente; en una palabra, algo por ese estilo. Hubo incluso todo un plan

establecido; se aguardaba únicamente mi cooperación, es decir, el documento.

Segundo proyecto: traicionar a Ana Andreievna, abandonarla y venderle el documento

a la generala Akhmakova si había en eso más ventaja. En ese caso, se contaba también

con Bioring. Pero Lambert no había visto todavía a la generala, únicamente la tenía

sometida a su acecho. Para esta combinación, me aguardaba también.

¡Oh!, yo le era muy necesario, no yo, sino el documento. Con respecto a mí, él tenía

también dos planes. El primero consistía, si no había otro medio, en obrar de consuno

conmigo, e ir a medias, después de haberse apoderado de mí previamente tanto en el

aspecto moral como en el físico. Pero el segundo plan le sonreía mucho más: consistía en

engañarme como a un niñito y en hurtarme el documento o incluso arrebatármelo por la

fuerza. Éste era el plan que él acariciaba y mimaba en sus sueños. Lo repito: existía una

determinada circunstancia a causa de la cual no dudaba, por así decirlo, del éxito de su

segundo plan, pero ya he dicho que lo explicaré más tarde. En todo caso, me aguardaba

con una impaciencia convulsiva: todo dependía de mi, todos los pasos y la elección del

plan.

Es preciso hacerle justicia en esto: se dominó hasta el momento deseado, a pesar de su

fiebre. No vino a verme durante mi enfermedad, una vez solamente pasó por mi casa y

habló con Versilov; no me atormentó, no me metió miedo, mantuvo respecto a mi, hasta

el día y la hora de mi salida, una actitud de completa indiferencia. En cuanto al hecho de

que yo pudiera dar a conocer o entregar o destruir el documento, él estaba completamente

tranquilo. Había podido deducir de mis palabras en su casa el aprecio en que yo tenía

aquel secreto y lo mucho que temía que el documento llegara a ser conocido. No dudaba

to más mínimo de que iría a su casa y no a casa de otra persona, el primer día mismo de

mi curación; eso era cosa de la que no dudaba: Daria Onissimovna había venido a verme

en parte obedeciendo órdenes suyas, y él sabía que mi curiosidad y mi temor estaban ya

despiertos, que no podría resistir... Además había tomado todas sus medidas, había

podido saber hasta el día de mi salida, tanto que yo no podría esquivarlo de ninguna

manera aunque hubïese querido.

Pero, si Lambert me aguardaba, Ana Andreievna, a su vez, me aguardaba todavía más.

Lo diré francamente: Lambert podía tener razón al disponerse a traicionarla, y ella era la

que tenía toda la culpa. A pesar de su convenio cierto (ignoro la forma, pero no me cabe

duda en, cuanto al hecho), Ana Andreievna, hasta el último minuto, no fue enteramente

franca con él. Ella no se le había confiado. Le había hecho alusión a toda clase de

consentimientos por su parte y a toda clase de promesas, pero solamente alusión; había

escuchado, quizá, todo el plan de él en los detalles, pero lo había aprobado únicamente

con su silencio. Tengo sólidas razones para creerlo, y la causa de eso es que ella me

aguardaba. Ella prefería ponerse de acuerdo conmigo que no con un bribón como

Lambert: ¡para mí ése es un hecho evidente! Y la comprendo; pero el error estaba en que

Lambert también lo comprendió al fin. Para él habría resultado demasiado desventajoso

el que ella me hubiese sacado el documento a espaldas de él, que se pusiese de acuerdo

conmigo a espaldas de él. Además, en aquel momento, él estaba ya convencido de lo

serio que era «el negocio». Otro cualquiera en su lugar habría temblado, habría

continuado teniendo dudas; pero Lambert era joven, audaz, sediento de ganancia

inmediata, conocía poco a los hombres y los suponía a todos unos pillos; un hombre

como él no podía tener dudas, tanto más cuanto que ya había obtenido de Ana

Andreievna todas las confirmaciones esenciales.

Una palabra aún, y la más importante: ¿sabía Versilov aquel día algo? ¿Participaba él

ya en ciertos planes, por lo menos remotos, en connivencia con Lambert? No, no y no; en

aquel momento, ni participaba todavía, aunque quizá una palabra fatal hubiese sido ya

arriesgada... Pero basta, basta: verdaderamente estoy anticipando demasiado.

Ahora bien, ¿y yo? ¿Sabía yo algo? ¿Qué sabía yo, el día de mi salida? A1 empezar ese

entrefilet, he advertido que yo no sabía nada el día de mi salida, que me he enterado de

todo muchísimo más tarde, a incluso cuando ya todo estaba consúmado. Es verdad, pero,

¿lo es totalmente? No, no totalmente. Yo sabía ya algo, es cierto, yo sabía incluso mucho,

pero, ¿cómo? ¡Que el lector se acuerde del sueño! Si semejante sueño pudo existir, si

pudo atrancarme de mi corazón y formularse como lo hizo, es que yo ignoraba todavía

este montón de cosas, pero las presentía según lo que acabo de explicar aquí, y de las que

no me enteré en efecto más que en el momento en que «todo estaba ya terminado»:

Conocimiento, lo que se dice conocimiento, yo no tenía, pero mi corazón latía de

presentimientos, y los malos. espíritus se habían apoderado ya de mis sueños. ¡He ahí,

pues, el hombre a cuya casa yo me dirigía, sabiendo perfectamente lo que él era y

presintiendo incluso los detalles! ¿Y por qué me lanzaba tan impetuosamente? Figúrense

ustedes una cosa: ahora, en este instante mismo en el que escribo, me parece que yo sabía

ya en aquel momento, hasta en los menores detalles, por qué me lanzaba hacia él, siendo

así que en realidad, entonces, repito una vez más, yo no sabía nada. Tal vez el lector

podrá comprender. Ahora, al grano, y todos los hechos unos detrás de otros.

 

II

Todo comenzó de esta manera: dos días antes de mi primera salida, Lisa entró por la

tarde toda agitada. Su trastorno era terrible; en efecto, le había sucedido algo intolerable.

Ya he mencionado sus relaciones con Vassine. Ella había ido a buscarlo no solamente

para demostrarnos que no tenía necesidad de nosotros, sino también porque lo apreciaba

de verdad. Se habían conocido en Luga, y a mí siempre me había parecido que Vassine

no miraba a Lisa con indiferencia. En la desgracia que la abrumaba, ella podía

naturalmente desear los cónsejos de un espíritu firme, tranquilo, siempre elevado, como

to suponía en Vassine. Además, las mujeres no son nada expertas en la apreciación de los

espíritus masculinos, desde el momento que un hombre les agrada. Gustosamente, toman

paradojas por conclusiones estrictas en cuanto esas paradojas coinciden con sus deseos. A

Lisa le gustaba en Vassine el interés que éste se tomaba por su situación actual y le

gustaba su simpatía por el príncipe, como le había parecido desde la primera vez.

Sospechando por otra parte los sentimientos de él hacia ella, no podía menos que apreciar

aquella simpatía hacia su rival. El príncipe, a quien ella misma le había confiado que iba

a veces a consultar a Vassine, acogió esa noticia, desde el primer momento, con una

extremada inquietud; se mostró celoso. Lisa se ofendió por eso y continuó, ahora

completamente aposta, viendo a Vassine. El príncipe se calló, pero permaneció sombrío.

Lisa me confesó posteriormente (muchísimo tiempo después) que Vassine dejó bien

pronto de agradarle; era tranquilo, y esa tranquilidad perpetua y regular que tanto le había

agradado a ella en un principio, le pareció en seguida antipática. Desde luego, él era un

hombre práctico y le había dado sin duda varios consejos excelentes en apariencia, pero

todos esos consejos, como por casualidad, resultaban ser impracticables. Él juzgaba

algunas veces desde muy arriba, y sin la más mínima timidez delante de ella; cada vez

con menor timidez: lo que ella atribuyó a una falta de interés involuntario y creciente por

su situación. Una vez, ella le dio las gracias por el hecho de que él continuará portándose

benévolamente conmigo, siendo así que me era tan superior intelectualmente, y que

hablase conmigo como con un igual (es.decir, que ella le transmitió mis propias

palabras). Él le respondió:

-No es eso y no es por eso. Es que entre él y los demás yo no veo la menor diferencia.

Yo no lo juzgo ni más tonto que la gente inteligente ni más malvado que los buenos. Yo

soy el mismo para todos, porque a mis ojos todos son idénticos.

--¿Cómo? ¿Usted no ve diferencias?

-iOh! Claro, unas personas difieren de otras por tal o cual punto, pero a mis ojos esas

diferencias no existen porque no me afectan; para mí, todos son iguales y todo me da lo

mismo, y por eso soy igualmente bueno con todo el mundo.

-¿Y no se aburre usted?

-No; siempre estoy satisfecho de mí mismo.

-¿Y no tiene usted deseos?

-Sí. Únicamente que no tengo muchos. No tengo necesidad de nada, o casi de nada, ni

siquiera de un rublo de más. Yo, vestido de oro o tal como estoy, soy siempre el mismo;

los vestidos de oro nada añadirían a Vassine. Los buenos bocados no me seducen:

¿existen puestos a honores que valgan más que lo que yo valgo?

Lisa me aseguró por su honor que un día él le dijo todo aquello textualmente. En

realidad, antes de juzgar, haría falta saber en qué circunstancias fueron pronunciadas

aquellas palabras.

Lisa llegó poco a poco a la conclusión de que, también en lo referente al príncipe, él

mostraba indulgencia tal vez solamente porque todo el mundo era igual a sus ojos, y las

diferencias no existían, y de ninguna manera por simpatía hacia. ella; pero, al final,

perdió visiblemente aquella indiferencia y consideró al príncipe no solamente con

desaprobación, sino incluso con una ironía despreciativa. Aquello irritó a Lisa, pero no

por eso Vassine dejó de continuar. Sobre todo, usaba siempre expresiones delicadas,

incluso al condenar se mostraba sin indignación, limitándose a extraer las conclusiones

lógicas de la nulidad del héroe de Lisa; en esa lógica consistía la ironía. En fin, dedujo

abiertamente todo «lo irracional» de su amor, toda la naturaleza forzada de aquel amor.

«Usted se ha equivocado en cuanto a sus propios sentimientos, y los errores, una vez re-

conocidos, deben necesariamente ser reparados.»

Aquello había sucedido justamento aquel día; Lisa, indignada, se levantó para

marcharse, pero, ¿qué es lo que hizo y a qué conclusión 11egó aquel hombre razonable?

Con el aire más noble a incluso con sentimiento, le ofreció su mano. Lisa lo trató

inmediatamente y bien cara a cara de idiota y de necio, y salió.

Proponerle traicionar a un desgraciado porque este desgraciado «no se la merece», y

sobre todo hacerle esa proposición a una mujer que estaba encinta por causa de aquel

mismo desgraciado, ¡he ahí la inteligencia de esa gente! Yo llamo a eso un espantoso

confinamiento en las teorías y una ignorancia absoluta de la vida, procedente todo de un

inmenso orgullo. Para colmo, Lisa se dio cuenta muy claramente de que él estaba

orgulloso de su propia conducta, aunque no fuese más que porque sabía que ella estaba

embarazada. Con lágrimas de indignación, ella corrió a ver al príncipe, y éste, éste

incluso se portó peor que Vassine; lo lógico habría sido que se convenciera, después del

relato de ella, de que no tenía por qué estar celoso; en lugar de eso, perdió la cabeza. Por

lo demás, todos los celosos son así. Le hizo una escena terrible y la ofendió tanto, que

ella estuvo a dos dedos de romper inmediatamente todas las relaciones.

Pero ella volvió a casa conteniéndose todavía, pero no pudo menos que confiarse a mi

madre. Aquella tarde volvieron a compenetrarse como antes: el hielo se había roto; las

dos, naturalmente, lloraron a sus anchas, muy abrazadas, según su costumbre, y Lisa

pareció calmarse, aunque quedándose muy sombría. A1 anochecer, se quedó sentada en

la habitación de Makar Ivanovitch sin pronunciar una palabra, pero sin salir de la

habitación. Escuchó gran parte de lo que aquél decía. Desde el día del taburete, tenía

hacia él un respeto extraordinario y un poco tímido, aunque permaneciendo poco locuaz.

Pero aquella vez, Makar Ivanovitch, de forma un poco inopinada y sorprendente,

cambió el tema de conversación; haré constar que Versilov y el doctor habían hablado

por la mañana sobre su salud con aire muy preocupado. Haré notar también que, desde

hacía ya varios días, se estaban haciendo preparativos en nuestra casa para celebrar el

cumpleaños de mamá, que caía exactamente dentro de cinco días, hablándose con

frecuencia de aquello. A propósito de esto, Makar Ivanovitch se lanzó de repente a

escarbar en sus recuerdos y rememoró la infancia de mamá, en la época en que «ella no

podía sostenerse aún sobre sus piernecitas». «Yo no la abandonaba nunca - recordaba el

anciano -. La enseñaba a andar, la ponía de pie en un rincón a tres pasos de mí, y luego la

llamaba, y ella atravesaba el.cuarto toda bamboleante, sin miedo, riéndose, y corría hasta

mí, se echaba en mis brazos y se me abrazaba al cuello. En seguida, yo te contaba

cuentos, Sofía Andreievna, tú eras muy aficionada a los cuentos; ella se quedaba dos

horas seguidas sobre mis rodillas, escuchando. Todo el mundo se asombraba en la isba:

"Mirad lo mucho que se ha encariñado con Makar." O bien yo te llevaba al bosque,

descubría un frambueso, te sentaba a11í y te hacía un silbato de madera. Después de

habernos paseado mucho, volvíamos a entrar en casa: la niña, dormida en mis brazos. Un

día, ella tuvo miedo del lobo, se lanzó sobre mí toda temblorosa, y no había lobo por

ninguna parte.»

-De eso me acuerdo - dijo mama.

--¿Te acuerdas? ¡No es posible!

Me acuerdo de muchas cosas. Por mucho que me remonte en mis recuerdos, siempre

encuentro el amor y la ternura que usted ha tenido para conmigo - dijo ella con una voz

palpitante, poniéndose roja como una amapola.

Makar Ivanovitch aguardó un instante:

-Adiós, hijos míos, me voy. Ahora ha llegado el final de mi vida. En mi vejez, he

encontrado el consuelo de todas mis penas; gracias, amigos míos.

-No diga eso, Makar Ivanovitch, querido mío - exclamó Versilov, un poco conmovido

-; el doctor me decía hace un momento que está usted incomparablemente mejor...

Mamá prestaba oídos toda espantada.

-¿Qué sabe de eso tu Alejandro Semenovitch? - sonrió Makar Ivanovitch -. Él es muy

bondadoso, pero eso es todo. Dejaos de eso, amigos míos, o ¿es que os figuráis que tengo

miedo de morir? Esta mañana, después de mi rezo, me vino al corazón una especie de

presentimiento de que no saldré ya de aquí; alguien me lo ha dicho. ¡Pues bien, vamos,

bendito sea el nombre del Señor! Solamente que me gustaría contemplaros a todos

todavía otra vez. El paciente Job (123 ), al mirar a sus nuevos nietos se consolaba, pero

¿olvidaba a los anteriores y podia olvidarlos? ¡No, eso es imposible! Solamente con los

años, la pena se mezcla con la alegría, se transforma en un suspiro dichoso. Así pasa en el

mundo: cada alma es probada y consolada a la vez. He decidido, hijos míos, deciros una

palabrita no más - continuó con una dulce y bella sonrisa, que no olvidaré jamás; luego,

volviéndose de repente hacia mí -. Tú, querido mío, muéstrate celoso de la santa Iglesia

y, si te llega la hora, muere por ella; pero aguarda, no te asustes, no es una cosa que vaya

a pasar en seguida - añadió riendo -. Ahora, tú no piensas en eso; más tarde, tal vez se te

ocurrirá. Solamente una cosa todavía: si proyectas hacer algún bien, hazlo por Dios, y no

por envidia. Aférrate firmemente a tu propósito, y no cedas por ninguna clase de

cobardía; pero obra poco a poco, sin precipitarte ni lanzarte; eso es todo lo que necesitas.

Todavía esto: acostúmbrate a rezar sin falta todos los días tus oraciones. Te lo digo así,

quizá te acordarás algún día. A usted también, Andrés Petrovitch, querido mío, querría

decirle algunas palabras, pero Dios sabrá encontrar su corazón sin que yo tenga que decir

nada. Hace mucho tiempo que hemos dejado de hablar de aquello, desde que esta flecha

atravesó mi corazón. Pero ahora, al irme, recordaré sólo... la promesa que me hizo usted

entonces...

Pronunció estas últimas palabras en un susurro, la cabeza gacha.

-¡Makar Ivanovitch! - dijo Versilov con emoción y levantándose.

Bueno, bueno, no se turbe usted, querido mío, no es más que un simple recuerdo... El

más culpable hacia Dios en este asunto soy yo; por mucho que usted fuera mi señor, yo

no debía ceder a aquella debilidad. Así, tú también, Sofía, no turbes tu alma con exceso,

puesto que todo tu pecado es el mío y yo estoy convencido de que en aquellos momentos

tú no eras dueña de tu razón, y usted no lo era, querido mío, mucho más que ella - sonrió,

temblándole los labios con algún dolor -. Yo habría podido darte una lección, esposa mía,

ihcluso bastonazos, y habría debido hacerlo, pero me dio lástima cuando caíste delante de

mí bañada en lágrimas y me descubriste... Tú besabas mis pies... No es un reproche, mi

bienamada, es solamente para recordarle a Andrés Petrovitch... puesto que usted mismo,

querido mío, usted se acuerda de su promesa de caballero, y que el rnatrimonio todo lo

tapa... Hablo delante de mis nietecitos...

Estaba extremadamente conmovido y miraba a Versilov como si aguardase una palabra

de confirmación. Lo repito, todo aquello era tan inesperado, que me quedé en la silla sin

hacer el menor movimiento. Versilov estaba por lo menos tan conmovido como él: se

acercó en silencio a mamá y la abrazó fuertemente; en seguida mamá avanzó, sin decir

nada tampoco, hacia Makar Ivanovitch y le hizo un profundo saludo.

En una palabra, la escena era turbadora; esta vez no había ninguna persona extraña en

la habitación, ni siquiera Tatiana Pavlovna. Lisa se había enderezado toda ella sobre su

silla y escuchaba en silencio; de repente se levantó y le dijo con firmeza a Makar

Ivanovitch:

-Bendígame también a mí, Makar Ivanovitch, para la gran prueba que me espera.

Mañana se decide todo mi destino... Rece hoy por mí.

Y ella salió. Yo sé que Makar Ivanovitch estaba ya informado de su asunto por mamá.

Pero era la primera vez aquella noche en que yo veía a Versilov y a mamá juntos; hasta

entonces, yo no había visto junto a él más que a una esclava. Había una enormidad de

cosas que yo no sabía aún y que no había notado en aquel hombre al que ya había

condenado; por eso volví a entrar en mi habitación. muy turbado. Es preciso decir que

justamente en aquel momento todas mis dudas respecto a él se habían espesado; nunca

me había parecido tan misterioso, tan enigmático; pero eso es precisamente toda la

historia que estoy escribiendo: todo llegará a su tiempo.

«Sin embargo - pensaba yo al meterme en la cama -, él le dio a Makar Ivanovitch su

"palabra de caballero" de casarse con mi madre en el momento en que ella se quedara

viuda. Él no había dicho nada de eso cuando me habló en otro tiempo de Makar

Ivanovitch.» A1 día siguiente, Lisa no estuvo en casa en todo el día, y cuando entró, era

ya bastante tarde y se fue derechamente a la habitación de Makar Ivanovitch. Yo no

quería entrar para no molestarlo, pero habiendo observado que estaban ya allí mamá y

Versilov, terminé por entrar. Lisa estaba sentada al lado del anciano, y lloraba sobre su

hombro; el otro, con rostro triste, le acariciaba la cabeza en silencio.

Versilov me explicó (en mi habitación, seguidamente) que el príncipe se portaba bien y

que estaba decidido a casarse con Lisa a la primera oportunidad, incluso antes de que el

tribunal dictara su fallo. A Lisa le costaba trabajo decidirse, aunque casi no tuviera ya

derecho para negarse. Makar Ivanovitch le «ordenaba» también que se casara.

Naturalmente, todo aquello se habría arreglado a la larga por sí solo, y desde luego ella se

habría casado con él por sí misma, sin orden ni vacilación, pero de momento había sido

ofendida tan cruelmente por aquel al que amaba y se veía tan humillada por aquel amor,

incluso a sus propios ojos, que le era difícil resolverse a ello. Además de la ofensa, se

mezclaba en aquello una nueva circunstancia que yo no podía sospechar.

-¿Has oído hablar de todos esos jóvenes de Petersburgskaia Storona detenidos ayer? -

añadió de pronto Versilov.

-¿Cómo? ¿Dergatchev? - exclamé.

-Sí. Y Vassine también.

Yo estaba estupefacto, sobre todo por to de Vassine.

-¿Es que se ha mezclado en algo? ¿Qué van a hacer con ellos, Dios mío? ¡Y

precisamente en el momento en que Lisa lo ha acusado tanto...! ¿Qué les puede pasar,

según usted? ¡En esto tiene que estar metido Stebelkov! ¡Se lo juro a usted, Stebelkov

está metido en esto!

-Dejemos eso - dijo Versilov lanzándome una mirada rara (como se mira a un hombre

que no comprende nada y no adivina nada) -, ¿quién sabe lo que hay en ese asunto?

¿Quién puede saber lo que harán ellos? No es eso lo que quería decirte: me he enterado

de que quieres salir mañana. ¿No irás a ver al príncipe Sergio Petrovitch?

-Claro que iré. Aunque, lo confieso, esa visita va a resultarme muy penosa. ¿Quiere

usted que le diga alguna cosa?

-No, nada. Yo mismo iré a verlo también. Me da lástima de Lisa. ¿Qué consejo podrá

darle Makar Ivanovitch? Él no sabe nada ni de los hombres ni de la vida. Otra cosa,

querido mío (hacía mucho tiempo que no me llamaba ya «querido mío»), hay... algunos

jóvenes... uno de los cuales es tu antiguo camarada, Lambert... Tengo la impresión de que

son todos unos pillos redomados... Solamente quería advertirte... Pero todo eso es

cuestión tuya, y comprendo que no tengo derecho...

-Andrés Petrovitch - lo agarré de la mano sin pensarlo y casi arrastrado por el

entusiasmo, como me sucede con frecuencia (aquello sucedía en una oscuridad casi

completa) -, Andrés Petrovitch, no he dicho nada, usted ha podido verlo, no he dicho

nada hasta ahora, ¿y sabe por qué? Para eludir los secretos que usted pueda tener. Estoy

firmemente decidido a no conocerlos jamás. Soy cobarde, tengo miedo de que sus

secretos puedan arrancarlo a usted de mi corazón, y esta vez por completo, y no quiero

eso. Entonces, ¿para qué iba usted a conocer los míos? ¡Manténgase indiferente en cuanto

a mis idas y venidas! ¿Es verdad?

-Tienes razón, pero ni una palabra más, te lo suplico -- declaró al abandonarme.

De esta forma, por casualidad, tuvimos una brizna de explicación. Pero él no había

hecho más que aumentar mi turbación antes del nuevo paso que yo debería dar al día

siguiente, de forma que me pasé toda la noche en un desvelo constante. Pero me

encontraba bien.

 

III

Al día siguiente, cuando sali de casa, eran ya las diez; pero hice todo lo posible para

irme furtivamente, sin decir adiós, sin una palabra; para decirlo más claramente, me

escabullí ¿Por qué obraba así? Lo ignoro, pero, incluso si mamá me hubiese visto salir y

hubiese querido iniciar una conversación, yo le habría respondido cualquier cosa

maligna. Una vez en la calle, cuando respiré el aire fresco, me estremecí con una sen-

sación muy fuerte, casí animal, y que yo llamaría carnicera. ¿Por qué y adónde iba yo?

Era algo completamente indeterminado y al mismo tiempo carnicero. Tenía miedo y

alegría a la vez.

-¿Me mancharé o no me mancharé hoy? - pensaba alegremente, aunque sabiendo muy

bien que el paso que iba a dar aquel día, una vez dado, sería definitivo a irreparable pata

toda mi vida. Pero ¿qué objeto tiene hablar en enigmas?

Me encaminé derechamente a la prisión del príncipe. Desde caso, es que hacía ya tres

días, yo tenía una carta de Tatiana Pavlovna para el director, que me recíbió muy bien.

No sé si era un hombre bueno, y creo que es una cuestión superflua; pero autorizó mi

entrevistacon el príncipe y la dispuso en su propia habitación, que nos cedió

amablemente. La habitación era como todas: una habitación vulgar de funcionario

mediano alojado por el Estado: es superfluo por tanto, creo, describirla. Así, pues, nos

quedamos solos el príncipe y yo.

Me acogió vestido con un traje de casa semimilitar, pero con ropa blanca muy limpia,

una corbata elegante, lavado y peinado, y, sin embargo, terriblemente enflaquecido y

amarillento. Noté aquella amarillez hasta en sus ojos. En una palabra, estaba tan

cambiado, que me detuve estupefacto.

-¡Cómo ha cambiado usted! - exclamé.

-¡No es nada! Siéntese usted, querido mío. -Con aire un poco lánguido, me indicó una

butaca, y él se sentó frente a mí -. Abordemos el punto esencial: mire usted, mi querido

Alejo Makarovitch...

-¡Arcadio! - rectifiqué yo.

-¡Cómo! ¡Ah, sí!; bueno, bueno, poco importa. ¡Ah, sí! - acababa de comprender -.

Perdón, querido mío, vayamos al punto esencial...

En síntesis, tenía una prisa furiosa por llegar a su objetivo. Estaba todo traspasado, de la

cabeza a los pies, por yo no sé qué idea esencial, que deseaba formular y exponer. Habla-

ba mucho y de prisa, explicándose con esfuerzo y súfrimiento y gesticulando, pero al

principio no comprendí absolutamente nada.

-En una palabra (había empleado ya aquella expresión una docena larga de veces), en

una palabra - concluyó -, si le he molestado a usted, Arcadio Makarovitch, si ayer insistí

tanto, por intermedio de Lisa, para hacerle venir, es que es urgente, pero, como la

decisión debe ser excepcional y definitiva, nosotros...

-Permítame un momento, príncipe - lo interrumpí -, ¿me llamó usted ayer? Lisa no me

ha dicho absolutamente nada.

El príncipe se sobresaltó y se puso en pie.

-¿Dice usted la verdad, Arcadio Makaroviteh? En ese caso, es que...

-Pero ¿qué hay en eso que pueda... ? ¿Por qué está usted tan inquieto? Ella se ha

olvidado simplemente, o bien alguna cosa...

Se sentó, pero estaba como entontecido. Se diría que la notícia de que Lisa no me había

transmitido su mensaje lo había aplastado. Volvió a hablar muy de prisa y agitó los

brazos, pero seguía siendo terriblemente difícil de comprender.

-Espere - declaró de pronto, callándose luego y levantando el dedo en el aire -. Espere:

son... si no me equivoco... son todas esas historias... - farfulló con una sonrisa de loco -, y

por consiguiente. . .

-Eso no tiene la menor importancia - le interrumpí -. Y no comprendo por qué una

circunstancia tan insignificante lo atormenta a usted tanto... ¡Ah!, príncipe, desde aquel

momento, desde aquella noche, usted se acuerda...

-¿Qué noche y qué? - gritó con tono de niño caprichoso, visiblemente descontento de

que lo hubiera interrumpido.

-En casa de Zerchtchikov, donde nos vimos por última véz, ya usted sabe, antes de su

carta. También usted estaba entonces en un apuro espantoso. Pero entre entonces y ahora

hay una diferencia tal, que me asusto al mirarlo... ¿O es que usted no se acuerda?

-¡Ah, sí! - declaró con voz de hombre de mundo y como acordándose de repente-, ¡ah,

sí! Aquella noche... He oído decir... Bueno, ¿cómo se encuentra usted?, ¿qué ha sido de

usted después de todas estas historias, Arcadio Makarovitch? Pero vayamos al punto

esencial. Es que, mire usted, yo persigo tres fines; tengo ante mí tres objetivos y yo...

Volvió a hablar de su «punto esencial». Comprendí por fin que tenía que vérmelas con

un hombre al que haría falta por lo menos aplicarle inmediatamente sobre la cabeza un

trapo empapado en vinagre, o bien hacerle una sangría. Toda su conversación

deshilvanada giraba, como en un remolino, en torno al proceso, en torno al posible

resultado, en torno a la visita que le había hecho el comandante del regimiento en

persona, quien durante mucho tiempo había tratado de apartarlo de una cierta gestión

pero al cual no había escuchado; en torno a una carta que acababa de enviar a alguna

parte; en torno de un procurador; en torno a la idea de que lo desterrarían ciertamente a

alguna parte, despojado de sus derechos, al norte de Rusia; en torno a la posibilidad de

hacerse colono y de rehabilitarse en Tachkent (124); en torno a las lecciones que le daría

a su hijo (por nacer, de Lisa) y de lo que le enviaría «al desierto, a Arcángel, a

Kolmogory» (125).

-Si he querido escuchar la opinión de usted, Arcadio Makarovitch, crea que es porque

aprecio tanto... Y si usted supiera, si usted supiera, Arcadio Makarovitch, mi querido

amigo, mi querido hermano, lo que es para mí Lisa, lo que ella ha sido para mi aqui,

ahora, todo este tiempo ... .-- exclamó de repente, cogiéndose la cabeza entre las manos.

-Sergio Petrovitch, ¿es posible que usted desee su muerte y que se la lleve consigo? ¡A

Kolmogory! - esa frase se me escapó en contra de mi voluntad...

La suerte de Lisa, ligada para toda su vida con aquel loco, se me aparecía bruscamente

en toda su claridad y como por primera vez. Me miró, se levantó de nuevo, dio un paso,

volvió la espalda y se sentó otra vez, teniendo siempre la cabeza entre las manos.

-¡No hago más que soñar con arañas! - dijo de repente.

-Está usted en una situación espantosa. Yo le aconsejaría, príncipe, que se metiese en la

cama y llamase inmediatamente al médico.

-No, permita, más tarde. Sobre todo, le he hecho a usted venir para explicarle... a

propósito del casamiento. El casamiento, como usted sabe, se celebrará aquí mismo, ya lo

he dicho. La autorización está concedida, a incluso se me anima... Por lo que se refiere a

Lisa...

-Príncipe, tenga usted piedad de Lisa, querido amigo -exclamé -, no la atormente usted,

por lo menos ahora, no se muestre celoso.

-¿Cómo? - exclamó, mirándome fijamente con los ojos abiertos de par en par y

alargando todo su rostro en una amplia sonrisa absurdamente interrogativa.

Se veía que la palabra «celoso» lo había impresionado terriblemente.

-Perdón, príncipe, es una cosa que se me ha escapado. Es que en estos últimos tiempos

he conocido a un anciano, mi padre legal... ¡Oh!, si usted lo viese, se tranquilizaría... Lisa

lo aprecia mucho también.

-¡Ah, sí, Lisa...! ¡Ah, sí, el padre de ustedes! Sí... pardon, mon cher, hay algo... Me

acuerdo... ella me lo ha contado... un viejecito... Estoy seguro de eso, estoy seguro de eso.

He conocido también a un viejecito... Mais passons, lo esencial es llevar la luz al fondo

de la cosa, es preciso...

Me levanté para irme. Me daba pena mirarlo.

-¡No comprendo! -- declaró él, severo y grave, al ver que me iba.

-Me hace daño verlo - dije.

-¡Arcadio Makarovitch, una palabra todavía, una sola palabra! - y me cogió por los

hombros, con una expresión y un ademán completamente diferentes, y me hizo sentar en

la butaca -. Usted ha oído hablar de esa gente, ¿comprende?

Y se inclinó hacia mí.

-¡Ah, sí, Dergatchev! Seguramente está metido en eso Stebelkov - exclamé sin poderme

contener.

-Sí, Stebelkov y... ¿no lo sabe usted?

Se calló y nuevamente me miró muy fijo, con los mismos ojos abiertos de par en par y

la misma sonrisa larga, convulsiva, estúpidamente interrogativa, cada vez más ancha. Su

rostro palidecía poco a poco. De repente fui asaltado por un temblor: me acordé de la

mirada de Versilov cuando, la víspera, me había anunciado la detención de Vassine.

-¡Oh!, ¿es posible? - exclamé, espantado.

-Ya ve usted, Arcadio Makarovitch, le he hecho venir justamente para explicarle... Yo

quería... - cuchicheó rápidamente.

-¡Es usted quien ha denunciado a Vassine! - exclamé.

-No, es que, mire usted, había un manuscrito. Vassine se lo había entregado a Lisa antes

del último día... para que se lo guardara. Y ella me lo dejó aquí para que yo le echase una

ojeada, después de lo cual sucedió que al día siguiente se enfadaron...

-¿Y usted ha enviado el manuscrito a las autoridades?

-¡Arcadio Makarovitch! ¡Arcadio Makarovitch!

-Y de esa forma - exclamé, poniéndome en pie de un salto y martillando mis palabras -,

sin otro motivo, sin otro objeto, únicamente porque el desgraciado Vassine es su rival,

únicamente por celos, ha remitido usted el manuscrito confiado a Lisa... ¿a quién se lo ha

remitido usted? ¿A quién? ¿Al fiscal?

Pero él no tuvo tiempo de responder. ¿Y qué habría podido responder? Estaba clavado

delante de mí como una estatua, siempre con la misma sonrisa morbosa y la misma

mirada quieta; pero de improviso la puerta se abrió y entró Lisa. Se cayó casi sin

conocimiento, al vernos allí juntos.

-¿Tú aquí? ¿Cómo estás tú aquí? - gritaba ella con un rostro bruscamente cambiado y

agarrándome por las manos -. Entonces, ¿tú... sabes?

Ella había leído ya en mi rostro que yo «sabía». La abracé rápidamente, sin que ella

pudiera oponerse, fuerte, fuerte. Y por primera vez comprendí, en aquel instante, en toda

su energía, qué pena sin consuelo, sin límites y sin horizonte pesaba para siempre sobre

todo el destino de aquella... buscadora benévola de tormentos.

-Pero ¿se le puede hablar ahora? - dijo ella arrancándose de mí de improviso -. ¿Se

puede estar con él? ¿Por qué estás tú aquí? ¡Míralo, míralo! Pero, ¿se le puede juzgar?

En el rostro de ella había un sufrimiento y una compasión infinita en el momento en

que, lanzando aquellas exclamaciones, me mostraba al desgraciado. Él estaba en el sillón,

con el rostro oculto entre las manos. Y ella tenía razón: era un hombre presa de una fiebre

furiosa, irresponsable; tal véz desde hacía tres días era ya irresponsable. Aquella misma

mañana lo llevaron a la enfermería y por la tarde se le había declarado una congestión

cerebral.

 

IV

Después de ver al príncipe, al que dejé con Lisa, a eso de la una de la tarde, me dirigí a

mi antiguo alojamiento. Se me ha olvidado decir que el tiempo estaba húmedo, cubierto,

con un comienzo de deshielo y un viento tibio capaz de atacar los nervios de un elefante.

El casero me acogió con alegría, afanándose y agitándose, cosa que detesto en momentos

semejantes. Me mostré seco y fui directamente a mi habitación, pero él me siguió: no se

atrevía a hacerme preguntas, pero la curiosidad brillaba en sus ojos, y tenía el aspecto de

uno que tiene ya cierto derecho . a ser curioso. Yo debería haberme mostrado cortés por

mi propia conveniencia; pero por más que tenía la mayor necesidad de saber algo (y sabía

que terminaría por saberlo), me resultaba odioso lanzarme a un interrogatorio. Me

informé sobre la salud de su mujer y fuimos a verla a su cuarto. Ella me acogió con

atención pero con aíre extremadamente serio y poco locuaz; eso me calmó un poco. En

una palabra, me enteré aquella vez de cosas muy sorprendentes.

Naturalmente, Lambert había venido, y después había venido otras dos veces más y

había «visitado todas las habitaciones», diciendo que tal vez alquilaría una. Daria

Onissimovna había venido varias veces y era cosa de preguntarse por qué: «También ella

se ha mostrado muy curiosa», añadió el casero, pero no le di el gusto de preguntarle en

qué consistía su curiosidad. En general, yo no interrogaba, él era el único en hablar y yo

fingía estar rebuscando en mi maleta (donde no quedaba ya casi nada). Pero lo más

portentoso fue que también él tuvo la ocurrencia de jugar a los misterios y, notando que

me abstenía de hacer preguntas, juzgó necesario, él también, hacerse más fragmentario,

casi enigmático.

-Ha venido también una señorita - añadió mirándome de una manera extraña.

-¿Qué señorita?

-Ana Andreievna. Ha venido dos veces. Ha hecho amistad con mi mujer. Una persona

muy fina, muy agradable. Un conocimiento así es muy de apreciar, Arcadio

Makarovitch...

Al decir esas palabras, incluso avanzó un paso hacia mí: quería literalmente darme a

comprender algo.

-¿Dos veces? ¡No es posible! - me asombré yo.

-La segunda vez estaba con su hermano.

«Sería Lambert», pensé involuntariamente.

-No, no venía con el señor Lambert - dijo el casero de improviso como si sus ojos

hubieran penetrado hasta el fondo de mi alma -, sino con su hermano, un joven señor

Versilov. Creo que es chambelán.

Yo estaba muy turbado. Él me miraba con una sonrisa horriblemente acariciadora.

-¡Ah!, todavía otra persona ha venido a buscarlo, aquella señorita; la francesa, la

señorita Alphonsine, de Verdún. ¡Oh, qué bien canta! ¡Qué bien declama los versos! Se

fue a escondidas a Tsarkoie a ver al príncipe Nicolás Ivanovitch para venderle un perrito

muy raro, todo negro, no mayor que el puño...

Le rogué que me dejase solo, pretextando que me dolía la cabeza. Me obedeció

instantáneantente, incluso sin acabar su frase, no solamente sin el menor despecho, sino

casi con placer, haciendo con la mano un signo misterioso que quería decir: «Comprendo,

comprendo.» No dijo nada de aquello, pero salió de puntillas, concediéndose ese gusto.

Hay gente muy desconcertante en este mundo.

Me quedé solo, reflexionando, una hora y media. Por lo demás, no reflexionaba en

nada, me contentaba con soñar. Estaba turbado, pero de ninguna manera sorprendido.

Incluso esperaba más, maravillas más grandes. « ¡Ya han tenido que trabajar, ya! »,

pensé. Estaba convencido desde hacía mucho tiempo, ya en mi casa, de que le habían

dado cuerda a su máquina y ésta se encontraba en plena marcha. «Únicamente soy yo lo

que les falta, eso es todo», me dije una vez más, con una satisfacción nerviosa y

agradable. Me aguardaban con todas sus fuerzas, querían tramar algo en mi alojamiento,

estaba claro como el día. « ¿Y si fuera el matrimonio del viejo príncipe? Todo el mundo

se le echa encima. Lo que hay que ver, señores, es si yo lo permitiré, ésa es la cuestión»,

decidí una vez más con una altivez satisfecha.

-Si me meto en esto, me veré cogido inmediatamente en el torbellino, como una brizna

de paja. ¿Soy libre ahora, en este momento, o no lo soy ya? ¿Puedo aún, al volver a entrar

esta noche en casa de mamá, decirme como todos los días: «Soy yo mismo»?

He aquí la sustancia de mis preguntas o, por mejor decir, de los latidos de mi corazón

durante aquella hora y media que pasé en el filo de la cama, los codos sobre las rodillas, y

la cabeza entre las manos. Yo sabía muy bien, lo sabía ya, que todas aquellas preguntas

no eran más que futilidades y que lo que me atraía, era ella, y nada más que ella. En fin,

lo digo con toda claridad, y lo escribo con todas sus letras sobre el papel, porque incluso

hoy día, en el momento en que escribo, transcurrido ya más de un año, no sé todavía el

nombre que habría que darle al sentimiento que yo experimentaba entonces.

Cierto que me daba lástima de Lisa y que mi corazón se veía presa del menos hipócrita

de los dolores. Aquel solo sentimiento de dolor hacia ella habría podido, al parecer,

calmar o borrar en mí, aunque no fuese más que por cierto tiempo, el sentimiento

carnicero (vuelvo a utilizar esta palabra). Pero yo éstaba arrastrado por una curiosidad sin

limites y una especie de miedo, a incluso por un sentimiento, no sé cuál; sé solamente, y

lo sabía ya en aquellos momentos, que no era un sentimiento bueno. Quizá yo aspiraba a

caer a sus pies, quizá también habría querido entregarla a todos los tormentos y probarle

algo «aprisa, aprísa». Ningún dolor, ninguna compasión para Lisa podían detenerme.

Vamos, ¿podía yo levantarme y volver a casa... cerca de Makar Ivanovitch?

«Pero es realmente una cosa imposible: ir a casa de ellos, enterarme por ellos de todo lo

que hay y abandonarlos bruscamente para siempre, pasando indemne ante las maravillas

y los monstruo. »

A las tres de la tarde, después de salir de mi estupor y de darme cuenta de que estaba

casi retrasado, salí rápidamente, tomé un coche de punto y volé a casa de Ana

Andreievna.

 

CAPÍTULO V

I

En cuanto me anunciaron, Ana Andreievna abandonó su labor y se apresuró a venir a

recibirme a su primera habitación, cosa que nunca había sucedido hasta entonces. Me

tendió las manos y se ruborizó rápidamente. En silencio, me condujo a su cuarto, volvió a

coger su labor a hizo que me sentara a su lado; pero ya no cosía, continuaba mirándome

con un interés caluroso, sin decir palabra.

-Me mandó usted a Daria Onissimovna - empecé a quemarropa, un poco molesto

además por aquel interés demasiado manifiesto que, por otra parte, resultaba agradable.

Ella tomó de pronto la palabra, sin contestar a mi pregunta:

-Me lo han contado, lo sé todo. Aquella noche terrible... ¡Cuánto debió usted de sufrir!

¿Es verdad, puede ser verdad que lo encontraron a usted sin conocimiento, expuesto a la

helada?

-¿Es que a usted... Lambert...? - farfullé ruborizándome.

--Me lo contó todo en aquellos momentos; pero yo lo aguardaba a usted: Vino a mi casa

espantado. En casa de usted... donde estaba usted en la cama, enfermo, no quisieron

dejarlo pasar... lo recibieron de una manera extraña... No sé verdaderamente cómo

sucedió aquello, pero él me ha hablado mucho de esa noche; me dijo que al abrir usted

los ojos me nombró en seguida... que habló del afecto que me tiene. Me conmoví hasta

las lágrimas, Arcadio Makarovitch, e ignoro incluso por qué he merecido tanta simpatía

de su parte, sobre todo en el estado en que usted se hallaba. Dígame, ¿el señor Lambert es

sú camarada de infancia?

-Sí, solamente que en este caso... confieso que he sido imprudente, tal vez le he dicho

demasiado.

-¡Oh! ¡Aun sin él, yo habría sabido ver esa negra y terrible intriga! Yo siempre presentí

que lo acorralarían a usted hasta ese extremo. Dígame, ¿es verdad que Bioring se atrevió

a levantarle a usted la mano?

Hablaba como si fuera únicamen.te a causa de Bioring y a causa de ella por lo que yo

me había encontrado al pie del muro. Y en realidad tenía razón, me dije. Sin embargo,

estallé:

-Si a mí me hubiese puesto la mano encima, no se habría quedado impune, y yo no

estaría aquí, delante de usted, sin haberme vengado suficientemente - respondí con calor.

Sobre todo me daba cuenta de que ella parecía querer hostigarme, excitarme contra

alguien (yo sabía bien contra quién); y sin embargo me dejaba manejar.

-Si dice usted que había previsto que se me acorralaría hasta ese extremo, lo cierto es

que por parte de Catalina Nicolaievna sólo ha habido una equivocación... aunque, verdad

es que ella cambió demasiado pronto sus buenos sentimientos hacia mí a causa de esa

equivocación...

-¡Está gracioso eso de que ella cambió bien pronto! -dijo Ana Andreievna con una

especie de arrebato de simpatía -. ¡Oh, si supiese usted qué intriga se está tramando aho-

ra! Desde luego, Arcadio Makarovitch, le costará a usted ahora mucho trabajo

comprender lo delicado de mi posición - declaró ella enrojeciendo y bajando los párpados

-. Desde entonces, desde la misma mañana en que nos vimos por última vez, he dado un

paso que todo el mundo no es capaz de comprender y de apreciar como lo comprendería

un hombre que tenga como usted la inteligencia todavía intacta; el corazón, amante,

fresco y no corrompido. Esté usted seguro, amigo mío, soy capaz de apreciar su adhesión

y de pagarla con un eterno agradecimiento. En el mundo, sin duda, me lanzarán la piedra,

me la han lanzado ya. Pero incluso si tuvieran razón desde su innoble punto de vista,

¿quién podría, quién se atrevería entre ellos a condenarme? Desde mi infancia estuve

abandonada por mi padre; nosotros, los Versilov, una antigua y noble familia rusa, somos

aventureros, y estoy comiendo el pan que otros me dan por caridad. ¿No era natural que

me dirigiese al que, desde mi infancia, tenía para conmigo el papel de padre y del que no

he recibido más que bondades durante tantos años? Dios sólo ve y juzga mis sentimientos

respecto a él, no admito el juicio de los hombres en el paso que he dado. Y cuando,

además, se trama la más pérfida y más negra de las intrigas, cuando un padre magnánimo

y confiado va a ser víctima de su propia hija, ¿se puede soportar eso? ¡No, perderé en ello

mi reputación, pero lo salvaré! ¡Estoy dispuesta a hacer en su casa el oficio de criada, de

guardiana, de enfermera, pero no dejaré triunfar un cálculo frío, mundano, odioso!

Hablaba con una animación extraordinaria, quizá afectada a medias, pero sincera a

pesar de todo, porque se veía hasta qué punto estaba interesada en aquel asunto. Yo

comprendía que estaba mintiendo (por lo demás, sinceramente, porque se puede mentir

sinceramente) y que era falsa; pero es asombroso lo que pasa con las mujeres: esa especie

de buen tono, esas formas superiores, esa altivez mundana y esa orgullosa castidad, todo

aquello me desorientaba y estuve de acuerdo con ella en todos los puntos, es decir,

mientras permanecí en su casa; a lo menos, no me atreví a contradecirla. ¡Oh,

decididamente el hombre es el esclavo moral de la mujer, sobre todo si es magnánimo!

Una mujer semejante puede convencer de no importa qué a un hombre generoso. « ¡Ella

y Lambert, Dios mío! », pensaba yo mirándola, perplejo. Por lo demás, lo diré todo:

incluso hoy día me hallo incapaz de juzgarla. Bien es verdad que sólo Dios podía ver sus

sentimientos, y además el hombre es una máquina tan complicada, que a veces no se

comprende nada de él, sobre todo si ese hombre es una mujer,

--Ana Andreievna, ¿qué espera usted entonces de mí? -- pregunté con aire bastante

decidido.

-¿Cómo? ¿Qué significa su pregunta, Arcadio Makarovitch?

-Me parece, después de todo esto... y después de otras determinadas consideraciones... -

expliqué, embrollándome -, que me había usted mandado llamar porque esperaba de mí

alguna cosa. Pero, ¿qué, precisamente?

Sin responder a la pregunta, ella se puso a hablar inmediatamente, tan de prisa y con

idéntica animación:

-Pero yo no puedo, soy demasiado orgullosa para entrar en explicaciones y regateos con

desconocidos como el señor Lambert. Era a usted a quien esperaba, y no al señor

Lambert. ¡Mi situación es crítica, espantosa, Arcadio Makarovitch! Estoy obligada a usar

de la astucia, rodeada como me veo por las intrigas de esta mujer, y es algo insoportable.

Me rebajo casi hasta la intriga y lo aguardaba a usted como a un salvador. No se me debe

acusar porque mire ávidamente alrededor de mí tratando de descubrir al menos un amigo,

y por eso no he podido menos que acoger con alegría a ese amigo; el que pudo, incluso

aquella noche, casi helándose, acordarse de mí y repetir solamente mi nombre, ése desde

luego me es fiel. Es lo que me ha dicho todo este tiempo, y por eso contaba con usted.

Me miraba a los ojos con una interrogación impaciente. Y he aquí que de nuevo me

faltó el valor para desilusionarla y explicarle francamente que Lambert la había engañado

y que yo no le había dicho ni muchísimo menos que yo fuera tan devoto de ella y que de

ningún modo había «repetido solamente su nombre». Así, con mi silencio, yo confirmaba

la mentira de Lambert. Sé muy bien que ella misma comprendía perfectamente que

Lambert había exagerado o incluso le había mentido, únicamente para tener un pretexto

honorable para presentarse en su casa y entrar en contacto con ella; si me miraba a los

ojos, como convencida de la sinceridad de mis palabras y de mi adhesión, era

naturalmente porque ella sabía muy bien que yo no me atrevería a desmentirla, por

delicadeza y, por así decirlo, por juventud. Por lo demás, ignoro si esta hipótesis es justa

o no. Tal vez me muestro espantosamente perverso,

-Mi hermano tomará mi defensa - declaró ella repentinamente con fuego, al ver que yo

no quería contestar.

-Me han dicho que fue usted a verme acompañada por él - balbucí, turbado.

-Pero ese desgraciado príncipe Nicolás Ivanovitch no tiene ya casi ningún refugio

contra toda esta intriga o, por mejor decir, contra su propia hija, si no es la ayuda de

usted, es decir, la ayuda de un amigo; ¿no tiene derecho, en realidad, a considerarle a

usted, por lo menos a usted, como un amigo? Por tanto, si usted desea hacer algo por él,

hágalo, si es que puede hacerlo, si tiene el corazón noble y atrevido... y en fin, si

verdaderamente puede usted hacer algo. ¡Oh!, no es por mí, no es por mí, no, es por un

desgraciado anciano que, él sólo, le ha querido a usted sinceramente, que le ha tomado

cariño como si de su propio hijo se tratara, y que hasta ahora siempre se ha preocupado

de usted. Para mí, yo no espero nada, puesto que mi mismo padre ha desempeñado

conmigo una comedia tan pérfida y tan malvada.

-Me parece que Andrés Petrovitch - empecé yo. -

-Andrés Petrovitch - me interrumpió ella con una sonrisa amarga -, Andrés Petrovitch

respondió a mi pregunta franca dándome su palabra de honor de que nunca ha tenido la

menor intención respecto a Catalina Nicolaievna, lo que yo creí totalmente cuando di el

paso que di; y sin embargo se ha descubierto que sólo estuvo tranquilo hasta la primera

noticia sobre un cierto señor Bioring.

-¡No es eso! - exclamé yo -. Hubo un instante en que, yo también, creí en su amor hacia

esa mujer, pero no es eso... Sí, incluso si fuera, me parece que ahora podría estar

absolutamente tranquilo... después de la retirada de ese señor.

-¿Qué señor?

-Bioring.

-¿Y quién le ha hablado a usted de su retirada? Ese señor quizá no haya tenido nunca

tanta fuerza como ahora - dijo ella riéndose malignamente; me pareció incluso que me

miraba, a mí también, con ironía.

-Me lo ha dicho Daria Onissimovna - balbuceé con una turbación que no supe disimular

y que ella observó muy bien.

-Daria Onissimovna es una persona encantadora y desde luego yo no puedo prohibirle

que me quiera, pero ella no tiene ningún medio para enterarse de lo que no le incumbe.

Mi corazón sufrió un choque; y, como ella contaba justamente con despertar mi

indignación, la indignación hirvió en mí, no contra la otra mujer, sino, mientras tanto,

contra la misma Ana Andreievna. Me levanté.

Como hombre leal debo advertirle, Ana Andreievna, que sus esperanzas... en cuanto a

mí... podrían resultar vanas...

-Yo espero que usted tome mi defensa - me miró firmemente -, la defensa de una

persona. abandonada por todos... ¡de la hermana de usted, puesto que usted lo quiere;

Arcadio Makarovitch!

Un instante después, se deshacía en lágrimas.

-Entonces vale más que no espere usted nada, porque «quizá» nada sucederá - balbucí

con un sentimiento infinitamente penoso.

-¿Cómo debo interpretar esas palabras? - preguntó ella con muchas precauciones.

-Pues así: ¡los abandonaré a todos y se acabó! - exclamé bruscamente, casi furioso -. En

cuanto al documento, lo haré trizas. ¡Adiós!

La saludé y salí en silencio, sin atreverme casi a mirarla. Pero no había llegado todavía

a los escalones más bajos de la escalera, cuando Daria Onissimovna me alcanzaba con

una hoja de papel de cartas plegada en dos dobleces. De dónde venía Daria Onissimovna,

dónde había estado instalada mientras yo le hablaba a Ana Andreievna, es cosa que no

llego a comprender. Sin decir palabra, me entregó el papel y se escabulló. Desplegué la

hoja: contenía, en letras limpias y claras, la dirección de Lambert, y por lo visto todo

estaba preparado desde hacía algunos días. Me acordé de repente de que el día en. que

Daria Onissimovna había venido a mi casa, yo había dejado escapar que no sabía dónde

vivía Lambert, pero lo había dicho en el sentido de que «no lo sabía y no quería saberlo».

La dirección de Lambert, la sabía ahora por Lisa, a la que le había rogado que se

informase en la Oficina de Direcciones. La ocurrencia de Ana Andreievna me.. pareció

demasiado decidida, incluso cínica: a pesar de mi negativa a colaborar, ella me enviaba

derechamente a casa de Lambert, forma ésta de darme a entender que no creía en mí lo

más mínimo. Estaba demasiado claro que ella sabía ya toda la historia del documento: ¿y

por quién, sino por Lambert, a cuya casa me enviaba ella justamente para que nos

pusiéramos de acuerdo?

«Decididamente, me toman todos, desde el primero hasta el último, por un niñito sin

voluntad y sin carácter y del que es posible hacer lo que se quiera», pensaba yo con

indignación.

 

II

A pesar de todo, fui a casa de Lambert. ¿Dónde, si no, habría podido satisfacer mi

curiosidad? Lambert vivía muy lejos, en el Kossoi Pereulok, cerca del jardín de Verano,

en el mismo departamento amueblado que antes; pero cuando yo me había escabullido de

su casa, me había fijado tan poco en el camino y en la distancia, que, al recibir, cuatro

días antes, su dirección por mediación de Lisa, me había asombrado y casi me había

negado a creer que viviese allí. Ante la puerta de su vivienda, en el tercer piso, conforme

yo subía la escalera, via dos jóvenes y pensé que habían llamado antes que yo y que

esperaban que se les abriera. Mientras yo subía, los dos, de espaldas a la puerta, me

miraban fijamente. «Es un piso amueblado. Sin duda, irán a ver a otros inquilinos», me

dije al llegar junto a ellos. Me habría resultado muy desagradable encontrar a alguien en

casa de Lambert. Procurando no mirarlos, tendí la mano hacia la campanilla.

-¡Espere! - me gritó uno de ellos.

-¡Espere, haga el favor, antes de tocar! - dijo el otro, con una vocecita sonora y tierna,

ligeramente arrastrada -. Vamos a terminar, y luego llamaremos todos juntos, si le parece

bien.

Me detuve. Eran muchachos muy jóvenes todavía, de veinte a veintidós años. Estaban

haciendo allí, delante de la puerta, no sé qué cosa rara, y me esforzaba en comprender,

asombrándome. El que había gritado « ¡Espere! » era de estatura muy alta, un metro

ochenta por lo menos, delgado y alcohólico, pero muy musculoso, con una cabeza muy

pequeña para su estatura y una exprcsión singular, cómicamente sombría, en un rostro

ligeramente picado de viruelas, pero bastante inteligente a incluso agradable. Sus ojos

miraban con fijeza y con una energía inútil a incluso superflua. Iba muy mal vestido con

un viejo capote enguatado, con un pequeño cuello de tejón muy pelado, demasiado corto

para su estatura, visiblemente pedido a préstamo, feas botas de aldeano, y, en la cabeza,

una chistera de reflejos rojizos y espantosamente deteriorada. En conjunto, un

descuidado: las manos, sin guantes, estaban sucias, y las uñas, largas y con luto. Por el

contrario, su camarada estaba de veinticinco alfileres: una ligera pelliza de veso, un

sombrero elegante, guantes nuevos y claros sobre dedos finos; tenía mi estatura, pero con

una expresión extremadamente agradable en su rostro fresco y juvenil.

El muchacho alto se quitaba la corbata, una cinta completamente usada y grasienta,

reducida casi al estado de cuerda, mientras que su elegante camarada, sacándose del

bolsillo otra negra completamente nueva, recién salida de la tienda, se la ponía a

continuación en el cuello. El otro tendía dócilmente y con una terrible seriedad su cuello,

muy largo, echándose hacia atrás el capote.

-No, es imposible, con una camisa tan sucia; no solamente no producirá ningún efecto,

sino que parecerás todavía mucho más sucio. Ya lo dije que te pusieras un cuello postizo.

No sé.. . ¿Y usted, no sabría usted? - dijo, volviéndose hacia mí.

-¿El qué? - pregunté.

-Ponerle la corbata. Mire usted, hace falta ponérsela de forma que no se le vea la

camisa sucia, de lo contrario se perderá todo el efecto. Acabo de comprarle expresamente

una corbata en casa de Felipe, e1 peluquero, por un rublo.

-¿Era tuyo ese rublo? - balbució el alto.

-Sí. Ahora no me queda más que un copes. Entonces, ¿no sabe usted? Habrá que

pedírselo a Alphonsine.

-¿Va usted a casa de Lambert? - me preguntó bruscamente el alto.

-Sí, a casa de Lambert - respondí no menos decidido, mirándole a los ojos.

-.¿Dolgorowky? - repitió él con el mismo tono y la misma voz.

 -No, no es Korovkine - respondí con la misma brutalidad, porque había entendido

mal.

-¿Dolgorowky? - gritó casi el alto repitiéndose y avanzando hacia mí, casi amenazador.

Su camarada se echó a reír.

-Él dice Dolgorowky, y no Korovkine - me explicó -Ya usted sabe, los franceses del

Journal des Débats estropean a menudo los apellidos rusos...

-De L'Indépendance (126) - gruñó el alto .

... Poco importa, de L'Indépendance también. Dolgorukov, por ejemplo, lo escriben

Dolgorowky, yo mismo lo he leído, y a V-ov to llaman siempre comte Wallonieff (127).

-¡Doboyny! - gritó el alto.

-Sí, hay también un tal Doboyny; lo he leído yo mismo, y los dos nos hemos reído: una

cierta madame Doboyny, rusa, en el extranjero... Solamente, compréndelo, ¿de qué sirve

recordarlos a todos? - dijo volviéndose hacia el alto.

-Perdón, ¿es usted el señor Dolgoruki?

-Sí, Dolgoruki. Pero, ¿cómo lo sabe usted?

El alto cuchicheó algo al oído del elegante, éste frunció las cejas a hizo un gesto de

negación; pero el alto se volvió de repente hacia mí:

-Monsieur le prince, vous n'avez pas de rouble d'argent pour nous, pas deux, mais un

seul, voulez vous?

-¡Qué mala persona eres! - exclamó el pequeño.

-Nous vous rendons - concluyó el alto, pronunciando groseramente y con torpeza las

palabras francesas.

-Es que, mire usted, es un cínico - el pequeño se echó a reír - y ¿querrá usted creer que

no sabe hablar francés? Pues se equivoca usted: lo habla como un parisiense, solamente

que remeda a los rusos, que siempre tienen unas ganas locas en el gran mundo de hablar

francés entre ellos cuando en realidad no lo saben...

-Dans les wagons - explicó el alto.

-Está bien, también en los vagones. ¡Qué fastidiioso eres! ¿Qué necesidad hay de

explicarse? ¡Qué gana más tonta de hacerse pasar por un imbécil!

Sin embargo, yo había sacado un rublo y se lo tendí al alto.

-Nous vous rendons --- dijo, guardándose el rublo.

Luego, volviéndose de repente hacïa la puerta, con un rostro absolutamente serio a

inmóvil, se puso a golpearla con la punta de su enorme bota, por lo demás sin la menor

irritación.

-¡Ah! ¡Otra vez vas a pelearte con Lambert! - observó el pequeño con inquietud -. Será

mejor que llame usted con la campanilla.

Llamé, pero el alto no por eso dejó de dar puntapiés.

-¡Ah! sacré...

Era la voz de Lambert que se hacía oír detrás de la puerta. Abrió rápidamente.

-Dites doncs, voulez-vous que je vous casse la tete, mon ami? - le gritó al alto.

-Mon ami, voilà Dolgorowky, l'autre mon ami - declaró el alto seria y gravemente

mirando a la cara de Lambert, rojo de cólera.

Pero, al divisarme, cambió radicalmente.

-¡Eres tú, Arcadio! ¡Por fin! ¡Y bien!, ¿cómo estás? ¿Estás curado por fin?

Me agarró las manos y me las estrechó con fuerza. En una palabra, demostró un

entusiasmo tan sincero, que inmediatamente me sentí encantado y casi prendado de él.

-¡Es la primera visita que hago!

-¡Alphonsine! - gritó Lambert.

Ella saltó inmediatamente desde detrás del biombo.

-Le voilà!

-C'est lui! - exclamó Alphonsine, juntando las manos.

Luego, abriéndolas nuevamente, se lanzaba para abrazarme, pero Lambert me defendió.

-¡Vamos, vamos, ya está bien! - le gritaba como a un perrito -. Ya ves, Arcadio; hoy

nos hemos puesto de acuerdo unos cuantos para comer en casa de los Tatars; no te suelto,

vendrás con nosotros. Comeremos. Me desembarazaré inmediatamente de todos éstos, y

luego charlaremos. ¡Pero entra! Vamos a salir dentro de un momento. Un minuto

solamente.

Entré y me coloqué en el centro de la habitación, mirando en torno y reuniendo mis

recuerdos. Lambert se vestía a toda prisa detrás del biombo. El alto y su camarada

entraron también detrás de nosotros, a pesar de lo que había dicho Lambert. Todos

estábamos de pie.

 

 

 

-Mademoiselle Alphonsine, voulez-vous me baiser? --- canturreó el alto.

-Mademoiselle Alphonsine - dijo el pequeño, avanzando y mostrando la corbata.

Pero ella se lanzó furiosamente contra los dos:

-Ah, le petit vilain! - era al pequeño a quien insultaba -, ne m'approchez pas, ne me

salissez pas. Et vous, le grand dadais, je vous flanque à la porte tous les deux, savez vous

cela?

El jovencito, aunque ella se apartase de él con desdén y desprecio, como si realmente

tuviese miedo de mancharse (cosa que yo no comprendía, porque él estaba muy limpio y

apareció muy bien vestido, una vez despojado de su pelliza), el jovencito le rogó

encarecidamente que hiciera el favor de hacerle el nudo de la corbata al zangolotino y

además prestarle antes uno de los dos cuellos postizos limpios de Lambert. Ella estuvo a

punto de golpearlos de indignación al escuchar era propuesta, pero Lambert, que había

oído, le gritó desde detrás del biombo que no los entretuviera y que hiciese lo que le

pedían, «de lo contrario, no nos dejarán nunca en paz», y Alphonsine cogió en seguida un

cuello postizo y se puso a atender al largo, sin la menor repugnancia. Éste, exactamente

igual que en la escalera, tendió el cuello mientras ella le hacía el nudo de la corbata.

-Mademoiselle Alphonsine, avez vous vendu votre bologne? -preguntó él.

-Quest-ce que ça, ma bologne?

El pequeño explicó que «ma bologne» significaba un perrito.

-Tiens, quel est ce baragouin?

-Je parle comme une dame russe sun les eaux minérales - observó le grand dadais, que

seguía con el cuello tendido.

-Quest-ce que ça qu'une dame russe sun les eaux minérales..., et où est donc votre jolie

montre que Lambent vous a donnée? - dijo ella, volviéndose bruscamente hacia el más

joven.

-¿Cómo?, ¿otra vez sin reloj? -se oyó la voz furiosa de Lambert, detrás del biombo.

-r¡Se lo han comido! -- gruñó le grand dadais.

-Lo he vendido en ocho rublos: era de plata sobredorada, y usted decía que era de oro.

Eros relojes valen ahora dieciséis rublos en la tienda -- le respondió el joven a Lambert,

justificándose sin ardor.

-¡Es preciso acabar de una vez! - continuó Lambert, todavía más furioso -. Amiguito, si

le compro a usted trajes y si le doy objetos bonitos, no es para que se los gaste en su

zangolotino amigo... ¿Qué significa esa corbata que usted le ha comprado?

-¿Eso?, eso no cuesta más que un rublo, y además no de los de usted. Ël no tenía

ninguna corbata. Ahora hace falta comprarle un sombrero.

-¡Idioteces! - dijo Lambert, totalmente rabioso esta vez -. Ya le he dado bastante para

comprarse también un sombrero, pero él se lo gasta todo en seguida en ostras y en

champaña; apesta. Es un cerdo. No se le puede llevar a ninguna parte. ¿Cómo lo voy a

llevar a comer?

-¡En coche! - gruñó le dadais -. Nous avons un rouble d'argent que nous avons preté

(128) chez notre nouvel ami.

-¡No les des nada, Arcadio, nada! - volvió a gritar Lambent.

-Permita usted, Lambert. Le exijo inmediatamente dies rublos - dijo de pronto el

pequeño, tan furioso, que se puso todo colorado y pareció casi dos veces más guapo -. Y

no diga nunca estupideces como las que acaba de decir a Dolgoruki. Reclamo diez rublos

para devolverle inmediatamente su rublo a Dolgoruki, y con el resto le compraré un

sombrero a Andreiev, va usted a ver.

Lambert salió de detrás del biombo:

-He aquí tres billetes amarillos, tres rublos, y nada más hasta el mantes, y no vuelvan a

aparecer por aquí... de lo contrario...

Le grand dadais le arrancó el dinero de las manos.

-Dolgorowky, he aquí un rublo, nous vous rendons avec beaucoup de grace. ¡Pierrot,

nor vamos! -- le gritó a su camarada.

Luego, de improviso, levantándolos en el aire y blandiendo los dos billetes, mientras

miraba cara a cara a Lambert, gritó con todas sus fuerzas:

.-Ohé, Lambert!, où est Lambent?, as-tu-vu-Lambent?

-¡Cállese, cállese! - aulló Lambert con una cólera espantosa.

Vi que en todo aquello había alguna vieja historia que yo ignoraba completamente, y

me quedé mirando con asombro. Pero el alto no se asustó lo más mínimo por el enfado de

Lambert. A1 contrario, aulló todavía con más fuerza: Ohé, Lambert!, y la continuación

(129). Salieron y llegaron a la escalera. Lambert corrió tras ellos, pero se volvió en

seguida.

-¡Les daré con la puerta en las narices! ¡Me cuestan más de lo que me producen!

¡Vamos, Arcadio! Estoy retrasado. Hay alguien que me espera, una... una persona útil...

Un pillo, también... ¡Todos son unos pillos! ¡Los muy canallas! ¡Canallas! - exclamó una

vez más, casi rechinando los dientes.

Pero de pronto se contuvo de una manera definitiva.

-Me alegro de que por fin hayas venido. ¡Alphonsine, que no se te vaya a ocurrir salir!

¡Vamos!

Delante de la puerta lo esperaba un coche de lujo. Nos acomodamos a11í, pero durante

todo el camino no llegó a recobrarse del todo de no sé qué extraño furor contra aquellos

jóvenes. Yo me asombraba de ver que tomaba la cosa tan en serio y también de que ellos

se hubiesen mostrado tan poco respetuosos con Lambert y que Lambert casi hubiera

temblado ante ellos. Me seguía pareciendo, según una vieja impresión de la infancia, que

todo el mundo debía de tenerle miedo a Lambert, tanto más cuanto que, a pesar de toda

mi independencia, seguramente yo le tenía miedo en aquellos instantes.

-Te digo que son unos canallas espantosos - continuaba él desahogando su cólera -.

Créeme: ese alto me hizo sufrir un verdadero martirio hace tres días, en la buena

sociedad. Se ponía delante de mí a gritar: Ohé, Lambert! ¡En la buena sociedad! Todo el

mundo se reía. Se sabía que era para que yo le diese dinero. Ya puedes figurarte la

escena. Se lo di. ¡Oh, son unos sinvergüenzas! Ha sido cadete y lo expulsaron de la

Academia, ya puedes formarte una idea; es instruido; se ha criado en una buena casa, ¡en

una buena casa, puedes creerme! Tiene ideas, habría podido... ¡Diablos, y es fuerte como

un hércules! Hace servicios, pero no muchos. Y, tú mismo puedes comprobarlo, no se

lava nunca las manos. Se lo recomendé a una señora, una vieja aristócrata, como arrepen-

tido que quería matarse de remordimiento; fue a verla, se sentó; ¡y se puso a silbar! El

otro es un buen muchacho, hijo de un general; su familia se avergüenza de él; lo he

salvado del tribunal, le he tendido una mano, y he aquí cómo me paga. ¡No hay nadie

decente! Pero, ¡les daré con la puerta en las narices, tan cierto como me llamo Lambert!

-Ellos saben cómo me llamo. ¿Eres tú quien les ha hablado de mí?

-He cometido esa tontería. En la comida, te lo ruego, domínate, quédate en tu sitio...

Acudirá otro canalla espantoso. Es un canalla horrible y térriblemente astuto. Por lo

demás, aquí no hay más que gentuza; ¡ni un solo hombre honrado! Pero acabaremos, y

luego... ¿qué es lo que más te gusta? Bueno, es igual, las comidas son buenas. Soy yo

quien paga, no te preocupes. Es una suerte que estés bien vestido. Puedo darte dinero. No

tienes más que venir. Figúrate que les he echado de comer y de beber; cada día

pastelillos; ese reloj que ha vendido, es ya la segunda vez. Ese pequeño, Trichatov, tú has

visto cómo a Alphonsine le da horror incluso de mirarlo y cómo le prohi'be que se

acerque a ella, pues bien, ese mismo, en pleno restaurante, delante de unos oficiales, se

pone a gritar: « ¡Quiero chochas!» ¡Y ha tenido sus chochas! Sólo que ya me vengaré.

-¿Te acuerdas, Lambert, del día en que fuimos contigo al traktir, en Moscú; y me diste

un pinchazo con el tenedor? Aquel día llevabas encima más de quinientos rublos.

-Sí, me acuerdo. ¡Diablo, tanto que me acuerdo! Te aprecio... Créeme. Nadie te quiere,

pero yo te quiero. Yo únicamente, recuérdalo bien... Habrá uno en la comida, todo

marcado de viruelas, que es el más astuto de los bribones; no le respondas si te habla, y,

si se pone a hacerte preguntas, respóndele tonterías, no digas nada...

Por lo menos, su turbación le impidió hacerme preguntas durante el trayecto. Incluso

me sentí ofendido al verlo tan seguro de mí, sin sospechar en mí la menor desconfianza.

Me pareció que se figuraba tontamente poderme dar todavía órdenes como en otros

tiempos. «Y para colmo es terriblemente inculto», pensé al entrar en.el restaurante.

 

III

Aquel restaurante, en la Morskaia (130), ya lo habia yo frecuentado en la época de mi

vergonzosa caída y de mi libertinaje, y por consiguiente la vista de aquellos salones, de

aquellos camareros que me miraban y descubrían en mí a un visitante conocido, en fin, la

impresión producida por aquellos misteriosos amigos de Lambert, por esta reunión en

medio de la cual me encontraba de repente y a la cual parecía yo pertenecer, y sobre todo

un vago presentimiento de que iba voluntariamènte al encuentro de ciertas porquerías y

que acabaría sin duda por hacer una mala acción, todo aquello me atravesó de repente.

Hubo un instante en que estuve a punto de marcharme, pero ese instante pasó y me

quedé.

El «marcado por la viruela» a quien tanto temía Lambert estaba ya esperándonos. Era

uno de esos individuos de apariencia estúpidamente afanosa y práctica que tanto detesto

desde mi infancia; de unos cuarenta y cinco años, estatura mediana, algunos pelos

blancos, una cara imberbe hasta la obscenidad y pequeñas patillas grisáceas cortadas al

ras, como dos salchichas, sobre las dos mejillas de un rostro extraordinariamente

aplastado y desagradable. Como le correspondía, era aburrido, serio, poco locuaz a

incluso, según la costumbre de todos estos individuos, altanero. Me estuvo mirando con

mucha atención, pero no dijo palabra, y Lambert cometió la torpeza de, a pesar de

sentarnos en la misma mesa, no creer necesario hacer las presentaciones. Así, el otro

pudo tomarme por uno de aquellos chantajistas que acompañaban a Lambert. A tales

jóvenes (llegados casi al mismo tiempo que nosotros) tampoco les dijo nada en toda la

comida, pero se veía sin embargo que los conocía íntimamente. No le hablaba más que a

Lambert, y para eso casi cuchicheando, y por otra parte Lambert era poco más o menos el

único que hablaba, contentándose el marcado por la viruela con responder de tarde en

tarde, con palabras molestas y provocativas. Tenía una actitud altanera, era mordaz y

burlón, y parecía dedicarse todo el tiempo a meterle prisa, sin duda para que participara

en determinada empresa. Una vez, tendí la mano hacia una botella de vino tinto; el

marcado por la viruela cogió una botella de jerez y me la tendió; todavía no me había

dirigido la palabra.

-Pruebe usted de éste - invitó, tendiéndome la botella.

Entonces adiviné que él también debía de saber todo lo que humanamente se podía

saber de mí, y mi historia, y mi nombre, y quizá para qué contaba Lambert conmigo. La

idea de que me tomaba por un empleado de Lambert me enfureció una vez más y 1eí en

el rostro del último una inquietud muy fuerte y muy estúpida en cuanto el otro me dirigió

la palabra. El picado de viruelas lo notó y se echó a reír. «Decididamente, Lambert

depende de todos ellos», me dije, detestándolo en aquel momento con todo mi corazón.

Así, pues, aunque sentados a la misma mesa, estábamos divididos en dos grupos: el

marcado por la viruela con Lambert, cerca de la ventana, el uno frente al otro; yo al lado

del grasiento Andreiev y, frente a mí, Trichatov. Lambert tenía prisa por acabar

continuamente estaba azuzando al camarero. En cuanto se sirvió el champaña, tendió de

pronto su copa hacia mí:

-¡A tu salud, brindemos! - dijo, interrumpiendo su conversación con el picado de

viruelas.

-Permítame a mí también brindar con usted - dijo el elegante Trichatov tendiéndome su

copa por encima de la mesa.

Hasta llegar al champaña, él había estado pensativo y silencioso. El dadais no decía

absolutamente nada, pero comía en silencio y mucho.

-¡Con mucho gusto! --le respondí a Trichatov.

Brindamos y bebimos.

-Pues lo que es yo, yo no beberé a su salud - dijo de repente el dadais volviéndose hacia

mí -. No es que le desee la muerte, es para que no beba usted más hoy.

Pronunció estas palabras sombría y sentenciosamente. Continuó:

-Para usted, ya está bien con tres copas. Veo que está usted mirando mí puño sucio,

¿eh? - continuó, exponiendo su puño sobre la mesa -. No me lo lavo y se lo alquilo tal

como está, sin lavar, a Lambert, para romper las cabezas de los demás en los asuntos que

se le ponen de mala manera.

Dicho esto, dio sobre la mesa un puñetazo tan violento, que saltaron los platos y los

vasos. Además de nosotros, había en aquella sala otras cuatro mesas de comensales:

oficiales y señores distinguidos. Era un restaurante a la moda; instantáneamente, todas las

conversaciones se interrumpieron y todas las miradas se dirigieron a nuestro rincón. Por

lo demás, desde hacía ya largo rato, despertábamos una cierta curiosidad. Lambert se

sonrojó violentamente.

-¡Ah!, ¡he aquí que empieza otra vez! ¡Me parece, Nicolás Semenovitch, que le rogué

bien claramente que se reprimiera! - declaró, en un cuchicheo furioso, dirigiéndose a An-

dreiev.

El otro le clavó una mirada larga y lenta.

-No quiero que mi nuevo amigo Dolgorowky beba hoy demasiado vino.

Lambert enrojeció todavía más. El picado de viruela prestaba oído atentamente y en

silencio, pero con visible satisfacción. La ocurrencia de Andreiev le agradaba. Yo era el

único que no comprendía por qué no debía beber más.

-¡Es sencillamente para que le dé más dinero! ¡Recibirá usted todavía siete rublos, ¿me

entiende?, después de la comida, pero ahora déjenos terminar y no nos comprometa! -

dijo Lambert rechinando los dientes.

-¡Ah, ah! .- mugió victoriosamente el dadais.

Aquello encantó decididamente al marcado por la viruela, que soltó una risita.

-¡Oye, estás exagerando...! --le dijo Thichatov a su amigo con inquietud y casi con

dolor, queriendo visiblemente contenerlo.

Andreiev se calló, pero no por mucho tiempo; eso no iba con él. A cinco pasos de

nosotros, en la segunda mesa, estaban comiendo dos señores que sostenían una animada

conversación. Eran señores de edad madura y de aspecto extremadamente susceptible.

Uno, alto y corpulento; el otro, muy gordo también, pero bajito. Hablaban en polaco

sobre los últimos acontecimientos de París. Desde hacía ya largo rato, el dadaís los

miraba con curiosidad, atento el oído. El polaco bajito le produjo sin duda el mismo

efecto que un personaje cómico, a inmediatamente le tomó odio, como les pasa a todos

los individuos biliosos y enfermos del hígado, en los que eso se produce siempre

bruscamente, incluso sin motivo alguno. De repente, el polaco bajito pronunció el

nombre del diputado Madier de Montjau, pero, según la costumbre de muchos polacos, lo

pronunció a la polaca, es decir, acentuando la penúltima sílaba, lo que sonaba Mádier de

Móntjau (131). No le hacía falta más al dadais... Se volvió hacia los polacos, e,

irguiéndose gravemente, con voz alta y clara, dijo, como si hiciera uná pregunta:

-¿Mádier de Móntjau?

Los polacos se revolvieron furiosos.

-¿Qué desea usted? - gritó en ruso el polaco alto y corpulento, en tono amenazador.

El dadais estaba esperando precisamente aquello.

-¿Mádier de Móntjau? - repitió en forma tal que lo oyera toda la sala, sin dar más

explicaciones, exactamente como hacía un momento; ante la puerta, me había repetido

estúpidamente, avanzando hacia mí: ¿Dolgorowky?

Los polacos se sobresaltaron. Lambert se levantó y pareció que iba a lanzarse sobre

Andreiev. Pero, abandonándolo, se precipitó cerca de los polacos y se confundió en

excusas.

-¡Son payasos, demontre, payasos! -- repetía, despreciativo, el polaco bajito, todo

colorado de indignación como una cereza -. ¡Bien pronto, no habrá forma de venir aquí!

Toda la sala se agitaba, por todas partes se oían murmullos, pero, más todavía, risas.

-¡Salga..., se lo ruego..., vámonos! - balbuceaba Lambert completamente trastornado,

tratando de empujar a Andreiev fuera de la sala.

El otro, después de haberle lanzado a Lambert una mirada inquisitiva y adivinado que

ahora le daría dinero, consintió en seguirlo. Sin duda, más de una vez lo había

extorsionado con aquel procedimiento cínico. Trichatov quería también correr detrás de

ellos, pero me miró y se detuvo.

-¡Ah, qué cosa más sucia! - dijo, tapándole los ojos con sus delicados dedos.

--¡Bien sucia, en efecto! - murmuró el picado de viruelas, esta vez con aire descontento.

Pero Lambert se había puesto casi blanco y, con visajes animados, le cuchicheaba algo

al picado de viruelas. Este había ordenado ya que trajesen lo antes posible el café.

Escuchaba con aire desdeñoso. Se veía que habría querido irse. Y sin embargo toda

aquella historia no era más que una chiquillada. Trichatov, con su taza de café, se vino a

mi lado y se sentó cerca de mí.

-Yo quiero mucho a este Andreiev --- me dijo con un aire tan franco como si siempre

hubiésemos estado tratando de aquel tema -. No podría usted creer lo desgraciado que es.

Se ha comido y bebido la dote de su hermana, en. general se les ha comido y bebido todo

durante el año que estuvo haciendo el servicio, y veo que ahora se atormenta. Si no se

lava, es por pura desesperación. Se le ocurren ideas locas: le dice a uno de repente que ser

bribón o ser hombre honrado es la misma cosa, que no hay diferencia; que no hace falta

hacer nada, ni para bien, ni para mal; se puede hacer indistintamente el bien o el mal,

pero lo mejor es quedarse acostado sin desnudarse un mes entero, beber, comer y dormir,

sin preocuparse de nada. Pero, créame, todo eso lo dice solamente por decirlo. Y mire

usted, yo creo incluso que la tontería que acaba de hacer, la ha hecho para romper

definitivamente con Lambert. Ayer mismo me lo decía. ¿Creerá usted que a veces, por la

noche o cuando se queda mucho tiempo solo, se echa a llorar? Y, mire, cuando llora, es a

su manera, como no llora ninguna otra persona: aúlla, lanza aullidos espantosos, y es

todavía más digno de compasión... Un hombre tan alto y tan fuerte, que se pone a aullar...

¡Qué desgraciado!, ¿verdad? Yo quiero salvarlo, pero yo mismo soy un tipo tan

asqueroso, un muchacho perdido, no puede usted formarse idea. ¿Me dejará usted entrar

en su casa, Dolgoruki, si voy alguna vez a verlo?

-Desde luego, me es usted muy si.mpático.

-¿Y por qué eso? En fin, gracias. Escuche, tomemos otra copa. Pero, ¿qué digo? No

beba usted. Él tenía razón: no debe usted beber más -. me lanzó una mirada expresiva -,

pero yo sí beberé. A mí no me causa efecto, y no puedo contenerme en nada. Dígame que

no debo comer en los restaurantes, pues bien, estoy dispuesto a todo con tal de seguir co-

miendo en ellos. ¡Oh!, queremos ser sinceramente honrados, se lo aseguro. Sólo que

siempre lo aplazamos para más tarde,

¡Y los años pasan, los años mejores! (132), pero tengo mucho miedo por él: se

ahorcará. Irá a ahorcarse sin decírle nada a nadie. Está hecho así. Hoy todo el mundo se

ahorca. ¿Quién sabe? Tal vez hay rnuchos como nosotros. Yo, por ejemplo, no puedo

vivir de ninguna manera si no tengo dinero de más. El dinero superfluo me es mucho más

necesarío que el dinero indispensable. Escuche, ¿le gusta a usted la música? A mí me

gusta con locura. Le tocaré algo cuando vaya a verlo. Toco muy bien el piano, y he

estudiado mucho tiempo. He estudiado seriamente. Si compusiera una ópera, ¿sabe

usted?, elegiría un tema del Fausto (133). Me gusta mucho ese tema. Construyo siempre

una escena en una catedral, de esa forma, en mi cabeza solamente; me la imagino. Una

catedral gótica, el interior, los coros, los himnos, Margarita entra y, ya comprende usted,

coros medievales, que se percibía en ellos el siglo XV. Margarita está melancólica:

primeramente un recitativo en voz baja, pero terrible, torturante. Y los coros retumban

con un canto sombrío, severo, indiferente:

Dies irae, dies illa!

y de repente, la voz del diablo, el canto del diablo. Es invisible, no hay más que su

canto, al lado de los himnos, con los himnos, casi coincidiendo con ellos, y sin embargo

completamente diferente, eso es lo que hay que conseguir. El canto es largo, infatigable,

es un tenor, un tenor de cuerpo entero. Comienza dulcemente, tiernamente: « ¿Te

acuerdas, Margarita, de cuando, todavía inocente, todavía niña, venías con tu mamá a esta

catedral y balbuceabas plegarias leídas en un viejo libro?» Pero el canto se hace cada vez

más fuerte, cada vez más apasionado, más ardiente. Las notas son más altas: se perciben

a11í lágrimas, un tedio inagotable y sin fin, y, por último, la desesperación: « ¡Nada de

perdón, Margarita! ¡Nada de perdón aquí para ti! » Margarita quiere rezar, pero de su

pecho no se escapan más que gritos, ya usted sabe, cuando a fuerza de lágrimas se tiene

convulsiones en el pecho, y el canto de Satanás no se calla nunca, penetra cada vez más

profundamente en el alma como la punta de una espada, es cada vez más alto, y de pronto

se interrumpe con este grito: « ¡Todo ha terminado, maldita! » Margarita cae de rodillas,

junta las manos al frente, y entonces es cuando llega su oración, algo muy corto, un

semirrecitativo, pero ingenuo, sin arte, algo Poderosamente medieval, cuatro versos,

cuatro versos solamente, Stradella (134) tiene notas por ese estilo, y, con la última nota,

¡la apoteosis! Un desmayo. La levantan, se la llevam entonces, súbitamente, el trueno del

coro. Un relámpago, un coro .inspirado, triunfante, abrumador, algo por el estilo de

nuestro himno de los Querubines (135). Todo se ve sacudido hasta sus cimientos y todo

termina en un hosanna. Se diría que es el grito de todo el universo mientras se la llevan.

Se la llevan, y el telón cae. Sí, mire usted, si yo fuera capaz, haría algo. Sólo que no sirvo

para nada. Me contento con soñar. ¡Siempre estoy soñando! Toda mi vida no es más que

un sueño, por las noches sueño también. ¡Ah!, Dolgoruki, ¿ha leído usted Almacén de

Antigüedades, de Dickens? (136).

-Sí, sí, ¿por qué?

-Recordará usted que... Espere, me tomaré otra copa. Recordará usted aquel pasaje,

hacia el final, en que los dos, aquel viejo loco y la encantadora niñita de trece años, su

nieta, encuentran ún refugio, después de su fuga fantástica y de sus peregrinaciones en

algún sitio remoto de Inglaterra cerca de una vieja catedral gótica, donde la niña consigue

un empleo: el de enseñar la catedral a los visitantes. Un día, el sol se está poniendo y esa

niña, de pie en el pórtico de la catedral, inundada por los últimos rayos, mira el ocaso con

una dulce y pensativa contemplación en su alma infantil, en su alma asombrada, como si

se encontrara frente a un enigma, porque, ¿no son enigmas el Sol pensado por Dios, y la

catedral pensada por los hombres? ¿No es eso verdad? . ¡Oh!, no conaigo explicarme

bien, pero a Dios le gustan estos primeros pensamientos de los niños... Y allí, cerca de

ella, sobre los escalones, aquel viejo loco, su abuelo, la contempla con una mirada fija...

Mire usted, no hay en eso nada de extraordinario, en esa escena de Dickens, solamente

que uno no la olvidará nunca, y ha permanecido en toda Europa. ¿Por qué? ¡He ahí lo que

es hermoso! ¡Porque está la inocencia! ¡Ah!, tampoco yo sé lo que hay, lo único que sé es

que es bello. En el Instituto, yo siempre estaba leyendo novelas. Mire usted, tengo una

hermana en el campo, sólo me lleva un año... Ahora lo han vendido todo y ya no tenemos

campo. Estábamos juntos en la terraza, bajo nuestros viejos tilos, leyendo esa novela, y el

sol también se ponía: de repente, dejamos de leer y nos dijimos el uno al otro que también

nosotros seríamos buenos, seríamos bellos... Yo me preparaba entonces para entrar en la

Universidad. . , Es que, mire usted, Dolgoruki, cada cual tiene sus recuerdos...

Y de repente inclinó su bonita cabeza sobre mi hombro y se deshizo en lágrimas. Me

dio lástima, mucha lástima de él. Sin duda había bebido mucho vino, pero me hablaba tan

sinceramente, tan fraternalmente, con tanto sentimiento... Y, en aquel instante, se oyó en

la calle un grito y grandes golpes en la ventana (las ventanas eran de una sola pieza,

grandes y situadas en la planta baja, de forma que se las podía golpear desde la calle).

-Ohé, Lambert! Où est Lambert? As-tu vu Lambert?

Ese grito salvaje hizo irrupción desde la calle.

-¡Ah! ¡Pero es que todavía está aquí! ¡No se ha marchado entonces! - exclamó el

pequeño, levantándose de su sitio.

-¡La cuenta! -le ordenó Lambert al camarero.

Sus manos temblaban de cólera cuando pagó la cuenta, pero el picado de viruelas no le

permitió que pagase su parte.

-¿Y por qué? Soy yo quien le he invitado, y usted ha aceptado la invitación.

-No, permítame.

El picado de viruelas sacó su portamonedas y, después de haber hecho el cálculo, pagó

su parte.

-Me está usted ofendiendo, Semen Sidorytch.

-¡Ya lo sé! - cortó Semen Sidorovitch.

Cogió su sombrero y, sin decirle hasta la vista a nadie, salió solo de la sala.

Lambert lanzó su dinero al camarero y se apresuró a correr tras el otro, incluso

olvidándome en su trastorno. Trichatov y yo salimos los últimos. Andreiev estaba

plantado delante de la puerta como un poste, y aguardaba a Trichatov.

-¡Sinvergüenza! - dijo Lambert, que no podía ya contenerse.

-¿Qué es eso? - rugió Andreiev; y, con un revés de la mano, le hizo caer el bombín, que

rodó por la acera.

Lambert corrió humildemente a recogerlo.

-Vingt-cinq roubles! - dijo Andreiev, mostrándole a Trichatov el billete que acababa de

sacarle a Lambert.

-¡Basta! - le gritó Trichatov -. ¿Por qué has de andar siempre formando escándalo? ¿Y

por qué le has pedido veinticinco rublos? No te debía más que siete.

-¿Por qué? Me prometió que íbamos a comer en un reservado, con mujeres, y en lugar

de mujeres nos ha traído a ese picado de viruelas. Además, no he acabado de comer y ha

hecho que me hiele aquí en la calle, precisamente por dieciocho rublos. Con los siete

rublos que nos debía, hace un total de veinticinco.

-¡Váyanse los dos al diablo! - aulló Lambert -. Les despido a los dos y ya les mostraré...

-Lambert, soy yo quien le despide, soy yo quien le dará una lección - gritó Andreiev -.

Adieu, mon prince! ¡No bebas más vino! ¡Pierrot, adelante, en marcha! Ohé, Lambert! Où

est Lambert? As-tu vu Lambert? - profirió una vez más, alejándose a pasos de gigante.

-Entonces, yo iré a casa de usted, ¿me permite? -- me balbuceó a toda prisa Trichatov,

obligado a seguir a su amigo.

Nos quedamos solos Lambert y yo.

-Pues bien... vamos - dijo él como si le costara trabajo recobrar el aliento a incluso

como transportado.

-¿Ir adónde? ¡No iré contigo a ninguna parte! - me apresuré a gritar con tono

provocativo.

-¿Cómo es eso? - preguntó él temerosamente, de pronto vuelto en sí -. ¡Pero si

precisamente yo esperaba que nos quedásemos solos!

-Pero, ¿adónde, ir?

Lo confieso, yo tenía la cabeza también un poco trastornada, después de tres copas de

champaña y dos vasitos de jerez.

-Aquí, aquí, ¿ves?

-Pero ahí hay ostras frescas, ya lo ves, lo pone el letrero. Eso huele mal.

-Siempre pasa lo mismo después de comer, pero es la tienda de Miliutine. Ostras no

comeremos, pero pagaré el champaña.

-¡No quiero! Tú quieres hacerme beber.

-Son ellos los que te han dicho eso. Se han burlado de ti. ¿Vas a crees a esos

sinvergüenzas?

-No, Trichatov no es un sinvergüenza. Por otra parte, también yo sabré ser prudente.

¡Eso es!

-¿Entonces, es que tienes carácter?

-Sí, tengo carácter, un poco más que tú puesto que tú eres esclavo del primero que

llega. Nos has cubierto de vergüenza, has pedido perdón, como un lacayo, a esos polacos.

¿Es que te han pegado mucho en las tabernas?

-¡Pero tenemos que hablar, imbécil! - gritó con una impaciencia despreciativa que

parecía decir: «¿Tú también?» -. ¿Es que tienes miedo? ¿Eres amigo mío o no?

-No soy amigo tuyo, y tú no eres más que un bribón. ¡Pues bien, vamos! Quiero

solamente demostrarte que no te tengo miedo. ¡Ah! ¡Qué mal huele esto, esto huele a

queso! ¡Qué porquería! (137).

 

CAPITULO VI

I

Recuérdese una vez más que yo tenía la cabeza un poco vacilante. De no ser así, yo

habría hablado y obrado de otra manera. En aquel establecimiento, en una sala trasera, se

podía en efecto comer ostras, y nos instalamos en una mesa cubierta por un mal mantel

sucio. Lambert pidió champaña; una copa llena de un vino frío color de oro apareció

delante de mí, mirándome con aire atractivo; pero yo estaba descontento.

-Mira, Lambert, lo que más me ofende es que te figures que puedes todavía darme

órdenes como en casa de Tuchard, siendo así que aquí eres tú el esclavo de todos.

-¡Imbécil! ¡Vamos, brindemos!

-Ni siquiera te molestas en fingir delante de mí; si, por to menos, disimulases que

quieres hacerme beber...

-Estás diciendo tonterías y estás borracho. Es preciso seguir bebiendo, y te sentirás más

alegre. Vamos, coge tu cops, cógela.

-¿Cómo es eso de «cógela»? Voy a irme, eso es todo.

Y en efecto, iba a levantarme. Le entró una gran cólera.

-Es Trichatov quien te ha contado historias contra mí: os he visto, murmurabais juntos.

Pues bien, no eres más que un imbécil. A Alphonsine se le revuelve el estómago cuando

él se le acerca... -Es repugnante. Ya te contaré lo que vale.

-Ya me lo has dicho. A cada momento tienes en la boca a Alphonsine. Eres

terriblemente estrecho.

-¿Estrecho? - No comprendía -. Ahora se han puesto de acuerdo con el picado de

viruelas. Por eso los he despedido. Son indecentes. Ese picado de viruelas es un canalla,

va a pervertirlos. Yo, por el contrario, exigía que se comportasen siempre noblemente.

Me senté, cogí maquinalmente la copa y bebí un trago.

-Pero tú, tú tienes miedo de ellos, ¿no es así? - continué enrabiándolo (y ciertamente yo

era entonces todavía más repulsivo que él) -. Andreiev te ha tirado el sombrero y tú le has

dado veinticinco rublos de recompensa.

-Sí, pero me los pagará. Se rebelan, pero ya los domaré...

-El picado de viruelas te atormenta. Mira, me parece que ahora no te queda nadie más

que yo. Todas tus esperanzas descansan ahora únicamente en mí. ¿No?

-Sí, mi pequeño Arcadio, eso es una gran verdad: tú sigues siendo mi único amigo. ¡Lo

has dicho muy bien!

Y me dio una palmada en el hombro. ¿Qué hacer con un hombre tan grosero? Era

totalmente inculto, y tomaba una burla por un elogio.

-Podrías evitarme disgustos si fueses un buen camarada, Arcadio - prosiguió

mirándome tiernamente.

-¿Cómo es eso?

-Tú to sabes muy bien. Sin mí, no eres más que un imbécil, y lo seguirás siendo

siempre, mientras que yo en cambio puedo darte treinta billetes de a mil y, yendo a

medias, ¿tú te figuras lo que eso produciría? Considera un poco lo que eres: no tienes

nada, ni nombre, ni familia. Y así, de golpe y porrazo, será la fortuna. Con una suma

semejante, puedes empezar una carrera.

Me quedé estupefacto con el procedimiento. Suponía que él iba a recurrir a la astucia, y

he aquí que se metía de lleno en el asunto, en plan infantil. Resolví escucharlo, por

largueza de espíritu (138) y... por loca curiosidad.

-Mira, Lambert, tú no comprenderás quizá esto, pero consiento en escucharte porque

tengo amplitud de espíritu - declaré firmemente, y me bebí otro trago.

Lambert, inmediatamente, volvió a llenar la copa.

-Pees bien, helo aquí, Arcadio: si un individuo como Bioring se hubiese permitido

decirme injurias y golpearme delante de una dama a la que adoro, bueno, no sé lo que yo

habría hecho. Tú, en cambio, te has aguantado y me repugnas: no eres más que un

poltrón.

-¿Cómo te atreves a decir que Bioring me ha pegado? - exclamé ruborizándome -. Soy

más bien yo quien le ha pegado a él, y no él a mí.

-No, es él quien te ha pegado, y no tú.

-¡Mientes, incluso le he aplastado un pie!

-Pero él te rechazó a empellones y ordenó a los criados que te despidieran con malos

modos... ¡Y ella, que estaba en el coche mirándote y riéndose de ti! Ella sabe que no

tienes padre y que se te puede hacer tragar todo.

-No sé, Lambert, pero en este momento estamos hablando como escolares, y me da

vergüenza por ti. Quieres solamente irritarme, y lo haces de una manera tan grosera, tan

descaradamente, que se diría que te las estás entendiendo con un muchachillo de dieciséis

años. ¡Te has puesto de acuerdo con Ana Andreievna! - exclamé temblando de cólera y

sin dejar de beber maquinalmente, a sorbitos.

-¡Ana Andreievna es una buena pájara! Nos dará carrete a ti y a mí y al mundo entero.

Te esperaba porque a ti te será más fácil ponerte de acuerdo con la otra.

-¿Qué otra?

-La señora Akhmakova. Lo sé todo. Tú mismo me has dicho que ella tiene miedo de la

carta que tú conservas...

-¿Qué carta? ... Estás mintiendo... ¿La has visto? -balbucí todo conmovido.

-La he visto. Es guapa. Très belle, y has tenido muy buen gusto.

-Sé que la has visto. Pero también sé que no te has permitido hablarle, y no quiero

tampoco que te permitas hablar de ella.

-Eres todavía joven y ella se ríe de ti, eso es todo. Había una de esas virtudes allá en

Moscú: ¡oh, cómo arrugaba la nariz! Y bien, cuando se la amenazó con contar todo se

puso a temblar y en seguida se mostró obediente. Y conseguimos lo uno y lo otro;

¿comprendes?: el dinero y lo demás. Ahora ella está de nuevo en el mundo, inabordable,

vuela alto, ¡diablo!, ¡y qué tren de vida! ¡Y si tú vieras en qué cuchitriles ha pasado eso!

Tú todavía no has conocido eso. Si supieras que esos cuchitriles no las asustan...

-Ya me figuraba algo de eso - balbucí sin poder aguantarme.

-Están corrompidas hasta la médula de los huesos. ¡No sabes de lo que son capaces!

Alphonsine ha vivido en una de esas casas: pues bien, ¡estaba asqueada!

-Ya me lo suponía - confirmé de nuevo.

-Se te pega y tú tienes lástima...

-Lambert, eres un miserable, eres un maldito - exclamé comprendiendo de pronto y

echándome a temblar -. He visto todo eso en sueños. Tú estabas a11í con Ana Andreiev-

na... ¡Oh, eres un maldito miserable! ¿Es que te figurabas que yo soy hasta ese punto

miserable? Lo he visto en sueños porque yo sabía ya que me dirías todo eso. ¡Y, en fin,

las cosas no pueden ser tan sencillas, para que me hables tan franca y simplemente!

-¡Ah, se pone furioso! Ta, ta, ta - dijo Lambert riendo y triunfal -. Y bien, mi pequeño

Arcadio, ya sé todo lo que necesitaba. Por eso te esperaba. Escúchame: la amas y quieres

vengarte de Bioring. Eso es lo que yo quería saber. Lo sospechaba ya mientras te

esperaba. Ceci posé, cela change la question! Y eso resulta tanto mejor cuanto que ella

también te ama. Además, no puedes hacer otra cosa, has escogido lo más seguro. Y luego

has de saber, Arcadio, que tienes un amigo: yo, de quien puedes hacer lo que quieras.

Este amigo te ayudará y te casará. Encontraré todo lo que haga falta, lo haré salir de

debajo de la tierra, mi pequeño Arcadio. A cambio, le darás en seguida a tu antiguo

camarada treinta billetitos para consolar su pena. ¿Eh? Te ayudaré, no te preocupes. En

esta clase de negocios, conozco todos los trucos. Te darán toda la dote, y hete aquí rico,

con una bonita carrera en perspectiva. . .

La cabeza me daba vueltas, pero yo no dejaba de mirar a Lambert con asombro. Estaba

hablando en serio o, más bien, yo veía claramente que él creía a pies juntillas en la

posibilidad de casarme, que incluso adoptaba aquella idea con entusiasmo. Naturalmente,

yo veía también que me ponía la trampa como a un niño (desde luego, ya lo veía por

aquel entonces); pero la idea de aquel casamiento con ella me había traspasado tan

enteramente, que, aun asombrándome de que Lambert pudiera creer en semejante

ocurrencia, yo mismo le había prestado crédito irresistiblemente, sin dejar de darme

cuenta por un solo instante de que la cosa era manifiestamente irrealiznble. No sé cómo

se conciliaba todo aquello.

-Pero, ¿es posible? - balbucí.

-¿Y por qué no? Tú le enseñas el documento, ella te coge miedo y se casa contigo, para

no perder el dinero.

Resolví no frenar a Lambert en sus, pillastrerías, porque las desplegaba tan

ingenuamente ante mí, que ni siquiera sospechaba que de pronto yo pudiese indignarme.

Sin embargo murmuré que no querría casarme exclusivamente por la fuerza:

-De ninguna manera, no me casaré por la fueza. ¿Cómo puedes ser tan vil como para

creerme capaz de eso?

-¡Bueno, ya estamos! Pero si eso es una cosa que saldrá de ella misma; no serás tú, será

ella. Ella cogerá miedo y se casará contigo. Y también se casará contigo porque te ama -

añadió Lambert, corrigiéndose.

-Estás inventando. Te burlas de mí. ¿Cómo sabes tú que ella me quiere?

-Claro que lo sé. También Ana Andreievna lo supone. Te hablo en serio y te digo la

verdad: Ana Andreievna lo supone. Más tarde te contaré todavía algo más, cuando

vengas a verme, y ya verás que ella te quiere. Alphonsine ha estado en Tsarskoie;

también ella se ha informado por su parte...

-¿Y qué es lo que ha podido averiguar allí?

-Vamos a casa; ella misma te lo contará, será más agradable para ti. Y además, ¿es que

tú no vales tanto como otro cualquiera? Eres guapo, estás bien educado...

-Sí, estoy bien educado - susurré, respirando apenas.

El corazón me latía como si fuera a romperse, y, naturalmente, el vino no era la única

causa.

-Eres guapo, estás bien vestido.

-Sí, estoy bien vestido.

-Y eres bueno...

-Sí, soy bueno.

-¿Por qué, entonces, no iba ella a consentir? Bioring, a pesar de todo, no la tomaría sin

dinero, y tú, en cambio, puedes privarla de su dinero, por tanto ella tendrá miedo. Te

casas y, al mismo tiempo, te vengas de Bioring. Tú mismo me dijiste, aquella noche,

cuando estabas helado, que ella está enamorada de ti.

---¿Cómo?, ¿te he dicho yo eso? Seguramente no hablé así.

-Sí, sí, lo dijiste.

-Sería delirando. ¿Fue entonces cuando te hablé también del documento?

-Sí, me dijiste que tenías esa famosa carta. Y entonces yo pensé: ¿Cómo es posible que,

teniendo esa carta, pierda el tiempo de esta manera?

-¡Todo eso no son más que figuraciones! No soy lo bastante estúpido para creérmelo -

balbucí -. Primeramente, la diferencia de edad. Además, yo no tengo nombre.

-Te digo que se casará contigo. Es imposible obrar de otra manera cuando se puede

perder tanto dinero. Ya arreglaré yo eso. Además, ella te quiere. Mira, el viejo príncipe

está muy bien dispuesto hacia ti; tú sabes las relaciones que puedes conseguir gracias a su

protección. En lo que al nombre se refiere, hoy no hace falta ninguna: en cuanto tengas

dinero, lo único que necesitas es avanzar, a irás lejos, y dentro de diez años tendrás tantos

millones, que temblará toda Rusia: ¿qué necesidad tendrás entonces de nombre? En

Austria se puede comprar un título de barón. Una vez casado, átala corto. Con ellas, es

preciso saber manejarlas. Una mujer enamorada prefiere que se la trate con dureza. A la

mujer le gusta que el hombre tenga carácter. Tú le mostrarás el tuyo después de haberla

asustado con la carta. Ella pensará: «¡Tan joven y ya tiene carácter!»

Me quedé en mi asiento como aturdido. Con ninguna otra persona me habría dejado

arrastrar a una conversación tan estúpida. Pero no- sé qué sed deliciosa me empujaba a

prolongarla. Por lo demás, Lambert era demasiado estúpido y demasiado vil para que

pudiera uno ruborizarse delante de él.

-No, mira, Lambert - dije de pronto -, será -todo tu que tú quieras, pero hay en eso

muchas cosas absurdas. Si te hablo, es porque somos camaradas y no tenemos por qué

avengonzarnos el uno del otro. Pero con ninguna otra persona me habría yo rebajado

hasta este punto. Y sobre todo, ¿por qué afirmas con tanta seguridad que ella me quiere?

Hace un momento has hablado acertadamente en cuanto se refiere a la fortuna. Pero,

mira, Lambert, tú no conoces el gran mundo: allí dentro todo transcurre en el plan más

patriarcal, es el régímen de los clanes, por así decirlo, y ahora que ella no conoce todavía

cuáles son mis capacidades ni a qué puedo llegar en la vida, a pesar de todo, se

avergonzará de mí. Pero no lo ocultaré, Lambert, que hay en efecto un punto que puede

hacer concebir esperanzas. Mira: ella podría casarse conmigo por agradecimiento, porque

así la libraría yo del odio de un hombre. Y a ella le da miedo, miedo de ese hombre.

-¡Ah! ¿Te refieres a tu padre? ¿Tanto la quiere él, entonces?

Y Lambert se estremeció de pronto con una extraordinaria curiosidad.

-¡Oh, no! - exclamé -. ¡Qué terrible y qué idiota eres al mismo tiempo, Lambert! ¿Es

que iba yo a querer casarme con ella si él la amase? ¡El hijo y el padre!, sería, de todas

formas, una vergüenza. Él a quien quiere es a mamá; a mamá, lo he visto a punto de

abrazarla, ¡y yo que me figuraba antes que a quien quería era a Catalina Nicolaievna!

Ahora comprendo muy bien que él pudo quererla antes, pero que desde hace tiempo la

detesta... Él quiere vengarse, y ella tiene miedo por eso, porque, mira, Lambert, él es

terrible cuando empieza a vengarse. Se vuelve medio loco. Cuando odia a alguien, es

capaz de todo.

»Son odios de antiguas familias, por altas razones de principios. En nuestra época, se

escupe a todos los principios; en nuestra época, no hay ya principios, sino únicamente

casos particulares. ¡Ah!, Lambert, tú no comprendes nada: eres bruto como un

alcornoque; te hablo ahora de estos principios y desde luego tú no comprendes lo más

mínimo. Eres terriblemente inculto. ¿Te acuerdas cómo me pegabas? Ahora yo soy más

fuerte que tú, ¿lo sabes?

-¡Mi pequeño Arcadio, vamos a mi casa! Pasaremos la tarde juntos, beberemos todavía

otra botellita y Alphonsine cantará acompañándose con la guitarra.

-No, no iré. Escucha, Lambert, yo tengo mi «idea». Si eso no cuaja no me caso, me

retiraré dentro de mi idea; tú en cambio no tienes idea ninguna.

-¡Bueno, bueno, ya me contarás eso después, vamos!

-¡No iré! - y me levanté -. No quiero, y no iré. Iré a tu casa, pero tú no eres más que un

bribón. Te daré treinta mil rublos, de acuerdo, pero yo soy más puro que tú y más noble...

Veo muy bien que quieres engañarme. Pero en cuanto a ella, te prohibo incluso pensar:

ella está por encima de todos nosotros, y tus planes son una porquería tal, que incluso me

asombro por ti, Lambert. Quiero casarme, eso es un asunto distinto, pero no tengo

necesidad de capital, desprecio el capital. No aceptaré, ni siquiera aunque ella me ofre-

ciese su fortuna poniéndose de rodillas... Casarme, casarme, eso es una cosa

completamente distinta. Y mira, lo has dicho muy bien. es preciso atarlas corto. Amar,

amar apasionadamente, con toda la grandeza de alma de que es capaz el hombre y que

una mujer no podrá tener jamás, por ser déspota, eso es lo que está bien. Porque, mira,

Lambert, a la mujer le gusta el despotismo. Tú, Lambert, tú conoces a las mujeres, pero

en todo lo demás eres asombrosamente estúpido. Y, mira, Lambert, no eres en realidad

tan repugnante como pareces, eres simplote. Yo te quiero. ¡Ah, Lambert! ¿Por qué eres

tan bribón? ¡Sería tan agradablc vivir contigo! Mira, Trichatov es muy agradable.

Estas últimas frases sin ilación fueron balbuceadas ya en la calle. ¡Oh!, me acuerdo de

los menores detalles: hace falta que el lector vea cómo; con todos mis entusiasmos, todos

mis juramentos y mis promesas de volver al bien y de buscar la belleza, pude entonces

caer tan fácilmente y en semejante cieno. Y, lo juro, si no estuviese perfecta y

enteramente convencido de que soy ahora otro hombre y de que he adquirido la

costumbre de la vida práctica, a ningún precio haría semejantes confesiones.

Habíamos salido del establecimiento, y Lambert me sostenía rodeándome ligeramente

la cintura. De pronto, volví los ojos hacia él y vi. en su mirada fija, escrutadora,

terriblemente atenta y perfectamente sobria, casi la misma expresión que la mañana en

que estuve a punto de quedarme helado y en que me condujo, ciñéndome con el brazo

exactamente de la misma manera, hasta un coche, escuchando con sus ojos y con sus

oídos mis balbuceos sin ilación. Las personas atrapadas por la bebida, pero que no están

completamente ebrias, tienen de pronto instantes de entera lucidez.

-¡No iré a tu casa a ningún precio! -dije con ilación y con firmeza, mirándolo con aire

burlón y rechazando su brazo,

-Vamos, vamos. Le diré a Alphonsine que haga té.

Él estaba profundamente convencido de que yo no me escaparía. Me rodeaba y me

sostenía con satisfacción, como a su víctima, y bien que le era yo necesario precisamente

aquella tarde y en aquel estado. Más adelante se verá el porqué.

-¡No iré! - repetía yo -. ¡Cochero!

Justamente pasaba un trineo y salté dentro.

-¿Adónde vas? ¿Qué haces ahí? - aulló Lambert con un miedo terrible, sujetándome por

la pelliza.

-¡Y no trates de seguirme! - exclamé -. No corras detrás de mí.

En aquel instante, el cochero le dio un latigazo a su caballo, y mi pelliza se soltó de las

manos de Lambert.

-¡Es igual, ya vendrás! - gritó detrás de mí con una voz malvada.

-Iré, si quiero. ¡Soy libre! - le grité desde el trineo, vuelto hacia él.

 

II

No me persiguió, sin duda porque no halló otro vehículo a mano, y pude escaparme de

él. Pero me hice llevar únicamente hasta la Siennaia; a11í, me levanté y despedí el trineo.

Tenía ganas locas de caminar a pie. No sentía ni fatiga, ni una gran embriaguez. Tenía

solamente una especie de entusiasmo, un aflujo de fuerzas, una capacidad extraordinaria

para cualquier empresa, una infinidad de ideas agradables en la mente.

Mi corazón latía con rapidez y con fuerza: oía cada uno de los latidos. ¡Y todo me

resultaba tan agradable, tan fácil! A1 pasar ante el puesto de guardia de la Siennaia (139),

tuve unas ganas locas de acerçarme al centinela y abrazarlo. Era el deshielo, la plaza

estaba negra y olía mal, pero todo me agradaba, incluso la plaza.

Ahora voy a seguir por la Perspectiva Obukhov, me decía yo. En seguida doblaré a la

izquierda y desembocaré en el Semenovski, cambiaré de pronto de dirección y seguiré

caminando, porque es delicioso, todo es delicioso. Llevo la pelliza desabrochada, pero

nadie me la quita, ¿dónde están entonces los ladrones? Dicen que hay ladrones en la

Siennaia, ¡que se acerquen! Tal vez les daré mi pelliza. ¿Qué falta me hace? Una pelliza

es una propiedad. La propiété, c'est le vol. Pero es idiota. ¡Qué hermoso es todo! ¡Qué

cosa más buena que sea ahora el deshielo! ¿De qué sirve la helada? No debería haber

nunca helada. Se siente uno satisfecho diciendo así tonterías. ¡Caramba!, ¿qué le he dicho

a Lambert sobre los principios? Le dije que no hay principios, sino únicamente casos

particulares. ¡He mentido, requetementido! Aposta para deslumbrarlo. Es un poco

vergonzoso, pero es igual, repararé eso. ¡No te avergüences, no te atormentes, Arcadio

Makarovitch! Arcadio Makarovitch, usted me agrada. Incluso me agrada mucho, mí

joven amigo. Es una lástima que sea usted un pequefio, un pequeñito bribonzuelo... y...

y... ¡ah!... ¡ah!...

Me detuve de pronto y todo mi corazón se sintió nuevamente invadido de embriaguez.

-¡Señor! ¿Qué es lo que él ha dicho? Ha dicho que ella me quiere. ¡Oh!, el muy pillo, ha

mentido. Era para que fuese a pasar la noche en casa de él. En realidad, puede que no sea

eso. Ha dicho que Ana Andreievna también lo cree por su parte... ¡Ja, ja! Es que Daria

Onissimovna ha podido enterarse de algo: siempre está metiendo la nariz por todas

partes. Y ¿por qué, a pesar de todo, no he ido a casa de él? Me lo habría contado todo.

¡Hum!, él tiene su plan; yo presentía todo esto hasta en los menores detalles. Un sueño.

Está bien concebido, señor Lambert, únicamente que está usted mintiendo, que esto no

pasará así. Pero ¡quizá sí! ¡Quizá sí! ¿Es que no podría él conseguir que me casara? Es

muy capaz. Es ingenuo y tiene fe. Es estúpido y audaz como todos los hombres de

negocios. La estupidez y la audacia reunidas son una gran fuerza. Confiesa que has tenido

miedo de Lambert, Arcadio Makarovitch. Y ¿qué necesidad tiene él de gente honrada?

Lo dice con toda seriedad: no hay un solo hombre honrado en este mundo. Pero, ¿y tú,

entonces? ¡Vamos!, ¿qué estoy diciendo? ¿Es que los hombres honrados no son nece-

sarios para los pillos? En la pillería la gente honrada es más necesaria que en cualquier

otra parte. ¡Ja, ja, ja, en tu completa inocencia, tú no sabías todavía esto, Arcadio

Makarovitch! ¡Señor! ¡Y si verdaderamente consigue casa.rme!

Me detuve de nuevo. Debo confesar aquí una tontería (puesto que hace mucho tiempo

que ha pasado), debo confesar que, desde hacía mucho tiempo, yo quería casarme, o más

bien no quería y eso no sucedería jamás (y eso no sucederá jamás, doy mi palabra), pero

más de una vez y mucho tiempo antes, yo había pensado lo agradable que sería casarse,

un número incalculable de veces, sobre todo al dormirme por las noches. Aquello había

empezado cuando yo tenía dieciséis años. Tenía en el Instituto un camarada de mi edad,

Lavroski, un muchacho muy agradable, tranquilo y bonito, que, por lo demás, sólo tenía

eso de particular. Yo - no le hablaba casi nunca. De repente nos encontramos un día

solos, sentados el uno al lado del otro; él estaba muy pensativo y me dijo de pronto:

-¡Ah, Dolgoruki!, ¿qué opina usted, si fuéramos ya hombres casados? Porque, ¿qué

mejor época para casarse que ahora? Y, sin embargo, ¡es tan imposible!

Dijo aquello sinceramente. Y de improviso me sentí de acuerdo con toda mi alma,

porque también yo tenía ya entonces el mismo sueño. A partir de entonces nos

encontramos varios días seguidos y siempre hablábamos de lo mismo, a escondidas por

decirlo así. Más tarde, no sé cómo pasó, pero nos separamos y dejamos de hablarnos.

Pues bien, fue entonces cuando me puse a soñar. Sin duda era inútil mencionarlo, pero he

querido solamente indicar hasta qué punto se remontan a veces las cosas en el pasado...

No hay más que una objeción seria, pensaba yo, continuando mi marcha. ¡Oh!, sin duda

una miserable diferencia de edad no es obstáculo, pero he aquí: ¡ella es tan aristócrata, y

yo Dolgoruki a secas! Es un feo asunto. ¡Hum! Versilov bien podría, al casarse con

mamá, pedirle al Gobierno permiso para adoptarme... en recompensa de los servicios del.

padre... Él ha servido, por tanto ha prestado servicios. Él era mediador de paz... ¡Vamos,

que el diablo me lleve! ¡Qué ignominia!

Lancé esta exclamación y, bruscamente, por tercera vez, me detuve, como aplastado en-

el sitio. Un sentimiento doloroso de humillación ante la idea de que hubiera podido

formar un deseo tan vergonzoso como el de cambiar de apellido mediante la adopción,

esa traición a toda infancia, todo aquello aniquiló en un instante todas mis disposiciones

precedentes, toda mi alegría se disolvió en humo. No, no se lo diré a nadie, pensé,

ruborizándome terriblemente; si me he rebajado tanto, es que... estóy enamorado y soy un

idiota. No, si hay un punto sobre el que Lambert tenga razón, es cuando dice que ahora ya

no hay necesidad de todas esas tonterías, y que en nuestra época lo esencial es el hombre,

y después su dinero. O más bien, no el dinero, sino el poder. Con esa fortuna, me entrego

a mi «idea», y dentro de diez años toda Rusia se estremecerá y yo me vengaré de todo el

mundo. ¿A qué guardarle a ella tantos miramientos? En eso también Lambert tiene razón.

Ella tendrá miedo y se casará conmigo con la mayor facilidad. Dará su consentimiento de

la manera más simple y más trivial del mundo, y se casará conmigo. « ¡No puedes figu-

rarte lo fácil que es eso!» Era la frase de Lambert que me volvía a la memoria. Y es

verdad, confirmaba yo, Lambert tiene razón en todos los aspectos. Tiene mil veces más

razón que yo y que Versilov y que todos esos idealistas. Él sí es un realista. Ella verá que

tengo carácter y dirá: « ¡Es que tiene carácter! » Lambert es un pillo y no piensa más que

en sacarme los treinta mil, pero, a pesar de todo, es mi único amigo. No hay otra amistad

posible; son gentes prácticas las que han imaginado todo esto. Y en cuanto a ella, ni

siquiera la humillo. ¿Es humillarla esto? En to más mínimo. Todas las mujeres son

iguales. ¿Existe una sola mujer sin bajeza? Por eso es por lo que tienen necesidad del

hombre. Han sido creadas para la sumisión. La mujer es vicio y escándalo, el hombre

nobleza y generosidad. Será así hasta la consumación de los siglos. Me propongo hacer

use del «documento»; pues bien, eso no significa nada. Eso no será obstáculo ni para la

nobleza ni para la generosidad. No existen Schiller en el estado puro; los han inventado.

Poco importa que haya un defecto si el fin es magnífico. En seguida todo será lavado y

repasado. De momento es todo sencillamente largueza de espíritu, es vida, es la verdad

práctica. ¡He aquí cómo se llaman las cosas hoy día!

¡Oh!, lo repito una vez más: que se me perdone que transcriba aquí todo este delirio de

borracho, sin perdonar ni una sola línea. No es más que la quintaesencia de mis ideas del

momento, pero me parece sin embargo que son las palabras mismas que empleé. Tenía

que transcribirlas, puesto que escribo para juzgarme. ¿Qué habría que juzgar sino esto?

¿Puede haber en la vida nada más serio? El vino no era una justificación. In vino veritas.

Soñando así, y todo hundido en mis imaginaciones, no noté que había llegado por fin a

casa, quiero decir a la vivienda de mamá. Ni siquiera me di cuenta de cómo había

entrado; pero acababa de poner los pies en nuestra minúscula antecámara cuando

comprendí de golpe que había pasado en nuestra casa algo extraordinario. Se hablaba alto

en las habitaciones, se lanzaban gritos y se oía a mamá que lloraba. En el umbral, estuve

a punto de ser derribado por Lukeria, que pasaba en torbellino de la habitación de Makar

Ivanovitch a la cocina. Me quité la pelliza y entré en el cuarto de Makar Ivanovitch,

donde todo el mundo se había reunido.

Estaban a11í Versilov y mamá. Mamá estaba recostada en sus brazos; y él la estrechaba

fuertemente contra su corazón. Makar Ivanovitch estaba sentado, según su costumbre, en

su taburete, pero como sin fuerzas, mientras que Lisa le sostenía penosamente el hombro

para impedirle que cayera; estaba claro que siempre tenía tendencia a caer. Vivamente, di

un paso hacia él, me sobresalté y adiviné: el anciano estaba muerto.

Acababa de morir, tal vez un minuto antes de mi llegada. Diez minutos antes se sentía

todavía como siempre. Lisa estaba sola con él; estaba sentada a su lado y le contaba sus

penas, mientras que él, como la víspera, le acariciaba la cabeza. De repente, fue asaltado

por un temblor (contaba Lisa), quiso levantarse, quiso gritar, pero volvió a caer en

silencio sobre el lado izquierdo.

-¡Es el corazón! - dijo Versilov.

Lisa profirió un grito que puso en pie a toda la casa, acudió todo el mundo, ¡y todo

aquello acababa de pasar tal vez un minuto antes de mi llegada!

-¡Arcadio! - me gritó Versilov -, ¡corre inmediatamente a casa de Tatiana Pavlovna!

Seguramente debe de estar en su casa. Que venga en seguida. Coge un coche. ¡Date prisa,

te lo suplico!

Sus ojos brillaban, me acuerdo muy bien. En su rostro no noté nada que se pareciese a

una pena auténtica, a lágrimas; sólo lloraban mamá, Lisa, y Lukeria. Por el contrario, lo

he retenido perfectamente, lo que me chocaba en su rostro era una excitación

extraordinaria, una especie de entusiasmo. Corrí a cases de Tatiana Pavlovna.

El trayecto, como se sabe por lo que precede, no es largo. No cogí ningún coche, sino

que hice todo el camino al trote, sin detenerme. Tenía el espíritu turbado, pero, aun así,

casi entusiasta. Comprendía que acababa de suceder un acontecimiento radical. Mi

embriaguez había desaparecido completamente, hasta la última gota, y con ella todas las

ideas innobles cuando llamé en casa de Tatiana Pavlovna.

Abrió la finesa:

-¡La señora ha salido! - y quiso volver a cerrar inmediatamente.

-¿Cómo que ha salido? - dije yo, colándome a viva fuerza en la antecámara -. ¡Pero es

imposible! ¡Makar Ivanovitch ha muerto!

-¿Cómo? - resonó bruscamente el grito de Tatiana Pavlovna a través de la puerta

cerrada de su salón.

-¡Muerto! ¡Makar Ivanovitch ha muerto! Andrés Petrovitch le ruega que vaya en

seguida.

-¡Mientes...!

El cerrojo rechinó, pero la puerta no se abrió más que una pulgada.

-¿Qué hay de eso? ¡Cuenta!

-Yo no estoy enterado. Acabo de llegar; él estaba ya muerto. Andrés Petrovitch dice

que es el corazón.

-¡Pronto! ¡Pronto! Corre, di que ya voy, pero vete, date prisa. ¿Qué haces ahí parado?

Yo veía claramente, a través de la puerta entreabierta, que alguien acababa de salir

desde detrás de la cortina que disimulaba la cama de Tatiana Pavlovna y se había

colocado en lo profundo de la habitación, detrás de Tatiana Pavlovna. Maquinalmente,

instintivarnente, yo había puesto la mano sobre el cerrojo y no dejaba ya que la puerta

volviera a cerrarse.

-¡Arcadio Makarovitch! ¿Es verdad que ha muerto?

Era una voz conocida, dulce, regular, metálica, que hizo instantáneamente que todo

temblara en mi alma; en su pregunta se notaba un acento emocionado; conmovido.

-Si es así- dijo Tatiana Pav1ovna apartándose de pronto de la puerta -, si es así,

arrégleselas usted misma como quiera. ¡Usted es quien lo ha querido!

Se escabulló precipitadamente, atrapando al vuelo un chal y una corta pelliza, y se

precipitó hacia la escalera. Nos quedamos solos. Me quité la pelliza, di un paso y cerré la

puerta.

Estaba enfrente de mí como la otra vez, cuando el día de la entrevista, el rostro claro, la

mirada clara y, como la otra vez, me tendió las dos manos. Fue como si me hubiesen cor-

tado las piernas en el sitio, y caí literalmente a sus pies.

Yo iba a echarme a llorar, no sé por qué. No sé ya cómo hizo que me sentara cerca de

ella; me acuerdo solamente, en un recuerdo sin precio, que estábamos sentados lado a

lado, juntas las manos, hablándonos precipitadamente: ella me hacía preguntas sobre el

viejo y sobre su muerte y yo le iba dando detalles, de forma que se habría podido creer

que yo lloraba por Makar Ivanovitch, siendo así que eso habría sido el colmo de lo

absurdo; y sé que ella no habría podido suponer jamás en mí una vulgaridad tan infantil.

En fin, me recobré de repente y me dio vergüenza. Supongo ahora que entonces lloraba

únicamente de entusiasmo, y creo que ella lo comprendió muy bien, por lo que, en cuanto

a ese recuerdo, estoy muy tranquilo.

De improviso me pareció muy extraño que me interrogase en tal forma sobre Makar

Ivanovitch.

-Pero, ¿es que usted lo conocía?-pregunté con asombro.

-Desde hace mucho tiempo. No lo he visto jamás, pero desempeñó un papel en mi vida.

Le oí contar muchas cosas suyas en otros tiempos al hombre que ahora temo. Usted sabe

a quién me refiero.

-Sé solamente que ese hombre estuvo mucho más cerca de su corazón de lo que usted

me ha confesado - dije, sin saber qué era lo que yo quería expresar con eso, pero con

acento de reproche y con less cejas fruncidas.

-¿Dice usted que él ha abrazado hace un momento .a su madre de usted? ¿La ha

abrazado? ¿Lo ha visto usted con sus propios ojos? - continuaba ella interrogándome, sin

escucharme,

-Sí, lo he visto, Y puede creer que todo eso era perfectamente sincero y generoso - me

apresuré a confirmar, viendo su alegría.

-¡Alabado sea Dios! - se santiguó -. ¡Ahora ya está libre! Ese anciano admirable le tenía

la existencia encadenada. Con su muerte, se verá renacer en él el deber y... la dignidad,

como ya pasó una vez. Como él es generoso sobre todas las cosas, cálmará el corazón de

su madre de usted, a la que quiere más que a nadie en el mundo, y él mismo se calmará al

fin, y, ¡gracias a Dios!, ya era hora.

-¿Tanto le quiere usted?

-Sí, me es muy querido, aunque no en el sentido que a él le gustaría ni en el que usted

lo toma.

-Pero ahora, ¿es por él o es por usted misma por quien teme? - pregunté

repentinamente.

-¡Oh!, son cuestiones difíciles, dejémoslas.

-Dejémoslas, por supuesto; solamente que yo no sabía nada de todo eso y quizá de

muchas otras cosas. En fin, usted tiene razón: ahora todo ha cambiado y, si alguien ha

resucitado, soy yo el primero de todos. En el pensamiento, estoy de lo más bajo delante

de usted, Catalina Nicolaievna, y quizá no hace ni una hora he cometido una bajeza

contra usted, también como acto, pero sepa que, sentado aquí ahora a su lado, no

experimento el menor remordimiento. Es que ahora todo ha desaparecido, todo ha

cambiado; y el hombre que hace una hora meditaba contra usted una bajeza, es un

hombre al que conozco y al que no quiero conocer.

-¡Cálmese! - sonrió ella -, se diría que delira un poco.

-¿Es que es posible juzgarse cerca de usted? - continué yo -. Lo mismo da ser leal que

ser bajó: usted es inaccesible como el Sol... Dígame cómo ha podido salir a mi encuentro

después de todo lo que ha pasado. Pero, ¡si supiese usted lo que ha habido hace una hora,

no más de una hora! ¡Qué sueño estaba a punto de realizarse!

-Creo que lo sé todo - dijo ella con una dulce sonrisa -. Hace un momento usted ha

querido vengarse de mí, usted juró perderme, y, sin embargo, seguramente habría matado

o molido a golpes al que se hubiese atrevido a pronunciar una sola palabra contra mí en

su presencia.

Sin duda, ella sonreía y bromeaba; pero era únicamente un efecto de su extrema

bondad, porque en aquel momento toda su alma estaba llena, según me di cuenta después,

de una inmensa preocupación personal y de un sentimiento tan fuerte y tan poderoso, que

ella no podía hablar conmigo y responder a mis preguntas huecas a irritantes más que de

la manera como se responde a veces a las preguntas pueriles y tercas de un niñito para

verse libre de él. Lo comprendí de repente y me dio vergüenza, pero ya no podía

detenerme.

-No - exclamé, sin poderme dominar -, no, no he matado al que hablaba mal de usted;

al contrarió, incluso le he dado la razón.

-¡Oh!, por el amor de Dios, no me cuente nada, es inútil, no hace falta -- y tendió la

mano para detenerme, incluso con una cierta expresión de sufrimiento en el rostro.

Pero yo ya me había levantado de un brinco y estaba en pie delante de ella para

declarárselo todo, y, si lo hubiese hecho, lo que pasó a continuación no habría sucedido,

porque desde luego yo habría terminado por confesárselo todo y por devolverle el

documento. Pero de repente ella se echó a reír:

-¡Es inútil, no tengo necesidad de nada, no hacen falta detalles! Todos sus crímenes los

conozco. Me apuesto cualquier cosa a que ha querido usted casarse conmigo o algo

parecido y que acaba de ponerse de acuerdo a11í con uno de sus auxiliares, uno de sus

antiguos condiscípulos... ¡Ah, creo que he adivinado! - exclamó mirándome gravemente.

-¿Cómo... cómo ha podido usted adivinar? - balbucí como un imbécil, estupefacto.

-¡Vamos, otra vez! ¡Ya basta, basta! Lo perdono, pero no hable más de eso. - Hizo de

nuevo un ademán con la mano, con una impaciencia manifiesta-. ¡A mí también me gusta

soñar, y si supiera usted a qué procedimientos recurro en mis sueños, cuando nada me

retiene! Ya está bien, no hace usted más que turbarme. Me alegra mucho que Tatiana

Pavlovna haya salido; yo tenía mucho interés en verlo a usted y, en presencia de ella, no

podríamos hablar como lo estamos haciendo. Me parece que soy culpable ante usted de lo

que ha sucedido ahora. ¿Sí? ¿Es eso?

-¿Usted, culpable? Pero si soy yo quien la ha entregado a él. ¿Qué habrá usted pensado

de mí? He reflexionado todo este tiempo, todos estos días, en cada instante he estado

reflexíonando y he tenido esa sensación. (No le mentía.)

-Ha hecho mal atormentándose así; comprendí demasiado bien al momento cómo se

había producido todo. Usted le confesó buenamente en su alegría que estaba enamorado

de mí y que yo... lo dejaba hablar. Por algo tiene usted veinte años. Es que usted lo quiere

más que a nada en el mundo, buscaba en él un amigo, un ideal, ¿no? Lo comprendí, pero

ya era demasiado tarde. Sí, desde luego, yo me he equivocado también: habría debido

llamarlo a usted en seguida y calmarlo, pero yo estaba de mal humor, y dije que no se le

recibiera más en la casa; entonces es cuando sucedió la escena delante de la puerta, y

luego aquella noche: Y, ¿sabe?, durante todo ese tiempo, lo mismo que usted, he

acariciado él sueño de verlo a escondidas, sólo que no sabía cómo llevarlo a la práctica.

Y, en cuanto a usted, ¿qué és lo que yo más temía? Pues bien, era que usted creyese en

cuentos relativos a mí.

-¡Jamás! - exclamé.

-Aprecio nuestros encuentros anteriores. Lo que más me gusta de usted es su juventud y

también, tal vez, esa sinceridad... Porque soy un carácter extremadamente serio. Soy la

más seria y la más triste de las mujeres modernas, sépalo... ¡Ah, ah, ah! Vamos a charlar

juntos de nuevo, ahora no estoy a mis anchas, estoy demasiado emocionada y... creo que

estoy histérica. ¡Pero, al fin, al fin, él me dejará vivir en paz!

Esta exclamación se le escapó de pronto; lo comprendí en seguida y no quise recogerla,

pero yo estaba temblando.

-¡Sabe que lo he perdonado! - exclamó ella de nuevo, como hablándose a sí misma.

-¿Cómo ha podido usted perdonarle esa carta? ¿Y cómo podría él saber que usted lo ha

perdonado? - exclamé, no reteniéndome ya.

-¿Cómo? ¡Oh, él lo sabe muy bien! - continuó respondiéndome, pero con el aspécto de

olvidarme y hablarse para sí -. Ahora él ha recobrado el sentido. ¿Y cómo no iba a saber

que lo he perdonado, cuando se sabe de memoria toda mi alma? Sabe muy bien que soy

algo parecida a él:

-¿Usted?

-Sí, sí, y él lo sabe. ¡Oh!, no soy apasionada, soy tranquila: pero, amigo mío, yo

quisiera, lo mismo que él, que todo el mundo fuese bueno... No se enamoró de mí sin

alguna razón.

-Entonces, ¿por qué decia él que usted tiene todos los vicios?

-Sólo lo decía; aparte eso, él tiene un secreto muy diferente. Pero, ¿no es verdad que su

carta es muy rara?

-¿Rara? - La escuchaba con todas mis fuerzas; supongo que ella tenía en efecto una

crisis de histeria y que quiza no hablaba de ninguna forma para mí; pero no podia evitar

el interrogarla.

-Desde luego, rara, y, ¡cuánto me reiría si... si no tuviera tanto miedo! No soy sin

embargo tan cobarde, no lo crea. Pero esa carta me impidió dormir aquella noche; estaba

escrita con sangre, con sangre de enfermo... Después de una carta así, ¿qué cabía hacer?

Me gusta la vida, temo enormemente por mi vida, en ese punto soy enormemente

cobarde... ¡Ah, escuche! - exclamó de repente -, ¡vaya a buscarlo! Está solo, seguramente

no está ya en casa, sin duda se habrá ido a alguna parte, descúbralo usted pronto,

inmediatamente, corra a su lado, demuéstrele que es usted un hijo cariñoso, pruébele que

es usted un muchacho bueno y agradable, mi estudiante, al que yo... ¡Oh! ¡Que Dios le

otorgue a usted toda clase de felicidades! Yo no quiero a nadie, y más vale así, pero a

todos les deseo felicidad, a todos, y a él el primero, que lo sepa... a incluso que lo sepa

inmediatamente; eso me resultaría tan agradable...

Se levantó y desapareció repentinamente detrás de la cortina; en aquel instante había

lágrimas brillando en su rostro (lágrimas histéricas, después de la risa). Me quedé solo,

conmovido y turbado. Ignoraba verdaderamente a qué atribuir una emoción semejante,

que yo nunca habría supuesto en ella. Algo se apretó en mi corazón.

Aguardé cinco minutos, luego diez; un profundo silencio me impresionó de pronto y

decidí mirar por la puerta y llamar. A mi llamada se mostró María, que me declaró con el

tono más tranquilo del mundo que su ama se había vestido hacía mucho tiempo y había

salido por la escalera de servicio.

 

 

CAPÍTULO VII

I

No me faltaba más que eso. Cogí mi pelliza y, poniéndomela al vuelo, me escabullí con

esta idea: «Ella quiere que vaya junto a él, pero ¿dónde lo encontraré?»

Pero, además de todo el resto, yo estaba impresionado por esta cuestión: «¿Por qué

piensa ella que ahora los tiempos han cambiado y que él la dejará tranquila? Seguramente

porque él va a casarse con mamá, pero ¿qué tiene ella que ver? ¿Se alegra ella de que se

case con mamá o, por el contrario, se siente desgraciada por eso? ¿No será de eso de lo

que proviene su histerismo? ¡Que no sea yo capaz de resolver este problema! »

Anoto esta segunda idea que me atravesó entonces el espiritu, de memoria,

literalmente: es importante. Aquella tarde fue fatal. A pesar de uno mismo se llega a creer

en la predestinación: no había dado yo cien pasos en dirección a la vivienda de mamá

cuando me tropecé con aquel a quien buscaba. Me cogió por el hombro y me detuvo.

-¿Eres tú? - exclamó gozosamente y, al mismo tiempo, con el mayor asombro-, figúrate

que he ido a tu casa - dijo él rápidamente -, te he buscado, he preguntado por ti: ¡ahora

solamente tengo necesidad de ti en todo el universo! Tu burócrata me ha contado no sé

qué historia; pero tú no estabas allí, y me he marchado, incluso olvidándome de dejarle el

encargo de que corrieses inmediatamente a mi casa. Pues bien, mientras caminaba, tenía

la convicción indestructible de que la suerte no podía menos que colocarte en mi camino

en el momento en que me eras tan necesario. ¡Y eres la primera persona con que

tropiezo! Vamos a mi casa. Tú no has venido nunca a mi alojamiento...

En una palabra, nos buscábamos el uno al otro y a los dos nos había sucedido una

aventura idéntica. Apresuramos el paso.

Por el camino no me dirigió más que algunas cortas frases: había dejado a mamá con

Tatiana Pavlovna, etc., etc. Me conducía llevándome de la mano. Él no vivía lejos de allí

y llegamos pronto. En efecto, yo no había ido nunca a su casa. Era un pequeño

apartamiento de tres habitaciones, que él tenía en alquiler (o más exactamente, que tenía

en alquiler Tatiana Pavlona) únicamente para «el niño de pecho». Este alojamiento había

estado siempre bajo el control de Tatiana Pavlovna y había allí una muchacha con el niño

(y, ahora, Daría Onissimovna); pero siempre había habido allí una habitación para

Versilov, la primera al entrar, bastante espaciosa y bastante bien amueblada, una especie

de sala de lectura y de tra, bajo. Había allí en efecto, sóbre la mesa, en un armario y sobre

estanterías, una gran cantidad de libros (en el apartamiento de mamá no había casi

ninguno); había papeles cubiertos de escríturas, mazos de cartas: en resumen, todo eso

parecía una vivienda habitada desde hacía mucho tiempo, y sé que Versilov, ya otras

veces (aunque bastante raramente), se mudaba de vez en cuando a ese apartamiento para

vivir allí durante semanas enteras. El primer objeto que retuvo mi atención fue un retrato

de mamá colgado encima de la mesa escritorio, en un magnífico marco de madera

tallada; una fotografía tomada, evidentemente, en el extranjero, un objeto de gran precio,

a juzgar por sus inusitadas dimensiones. Yo no conocía ese retrato y no había oído jamás

hablar de él hasta entonces, pero lo que me asombró sobre todo fue su extraordinario

parecido, parecido espiritual, por decirlo así: se hubiera dicho un verdadero retrato hecho

por la mano de un artista, y no una prueba mecánica. Tan pronto entré, me quedé contem-

plándolo a pesar mío.

-¿No es verdad, no es verdad? - repetía Versilov.

Quería decir: «¿No es verdad que se parece muchísimo?» Me volví hacia él y me quedé

asombrado por la expresión de su rostro. Estaba un poco pálido, pero su mirada tensa y

cálída brillaba de felicidad y de energía: yo no le conocía todavía esta expresión.

-¡No sabía que usted quisiera tanto a mamá! - lancé de repente, entusiasmado.

Tuvo una sonrisa feliz que reflejaba además también algo de sufrimiento, o, para

expresarlo con más claridad, un sentimiento humano, superior... no sé cómo explicarlo;

pero las personas de elevada cultura, me parece, no pueden tener la expresión triunfal y

victoriosamente feliz. Sin responder, cogió con las dos manos el retrato, se lo acercó y lo

besó. Después lo colgó de nuevo tranquilamente en la pared.

-Fíjate - dijo -, las fotografías se parecen muy pocas veces, y eso se comprende; el

original, es decir, cada uno de nosotros, es tan raro que se parezcá a sí mismo... No hay

más que pocos instantes en que el rostro refleje el rasgo esencial del hombre, su

pensamiento más característico. El artista estudia el rostro y adivina esta idea esencial,

incluso si, en el momento en que pinta, ésta no está marcada en el rostro. La fotografía,

ella sí, sorprende al hombre tal como es, y es muy posible que en ciertos momentos

Napoleón hubiera sido sórprendido con expresión estúpida, y Bismarck, con expresión

tierna. Pero aquí, en esta fotografía, el sol ha. cogido como por azar a Sonia en un

instante esencial, púdico, dulcemente enamorada, con su castidad un poco salvaje,

temerosa. ¡Cuán feliz estaba ella entonces, una vez se convenció de que yo deseaba tanto

tener su retrato! Esta fotografía no es de hace mucho tiempo, pero, de todas formas, ella

era entonces más joven y más bonita; y sin embargo tenía ya esas mejillas hundidas, esas

arrugas en la frente, esa timidez temerosa en la mirada, cosas que no hacen más que

crecer con los años, más y más marcadas. ¿Lo creerás, mi pequeño? Yo soy casi incapaz

ahora de representármela con otro rostro. ¡Y sin embargo ella ha sido, también ella, joven

y encantadora! Las mujeres rusas se afean rápidamente, su belleza no hace más que pasar

y desde luego eso no procede solamente de ciertas particularidades etnográficas, sino

también de que saben amar sin freno. De golpe, la mujer rusa se entrega toda, si ama,

para el instante y para el destino, para el presente y para el porvenir: no saben ahorrar, no

hacen reservas, y su belleza pasa rápida a aquellos a quienes aman. Esas mejillas

hundidas son también belleza que me ha sacrificado para mi corta alegría. Estás contento

de que yo haya amado a tu madre; ¿quizá no creías que yo la hubiese amado? Sí, amigo

mío, la he querido mucho, pero no le he hecho más que daño. Allí hay otro retrato.

¡Toma, míralo también!

Lo cogió de encima de la mesa y me lo tendió. Era también una fotografía, de tamaño

infinitamente más reducido, en un pequeño marco de madera, fino y ovalado: un rostro de

muchachita, flaco y tísico, y a pesar de todo, bonito; pensativo y, al mismo tiempo,

extrañamente desprovisto de pensamientos. Los rasgos, regulares, de un tipo afinado por

las generaciones, pero que dejaban una impresión de debilidad: se habría creído que esta

criatura había sido atrapada bruscamente por alguna idea fija, dolorosa por estar más a11á

de sus fuerzas.

-Ésa... ¿es la jovencita con la que quiso usted casarse allí y que murió tísica...? ¿Su

hijastra?'-dije un poco tímidamente.

-Sí, yo quería casarme con ella, murió tísica, era su hijastra. Yo sabía que tú sabías...

Son murmuraciones. Por lo demás, áparte de las murmuraciones, aquí no podrás enterarte

de nada. Deja ese retrato, amigo mío, es una pobre loca y nada más.

-¿Completamente loca?

-O idiota. Pero loca también, creo. Tuvo un niño del príncipe Sergio Petrovitch (por

locura y no por amor; es uno de los actos más innobles del príncipe Sergio Petrovitch):

ese niño está ahora aquí, en esta habitación, y desde hace mucho tiempo yo quería

enseñártelo. El príncipe Sergio Petrovitch no se ha atrevido a venir aquí a ver a su hijo; es

el convenio que habíamos hecho en el extranjero. Yo lo he recogido en mi casa, con el

permiso de tu madre. Con el permiso de tu madre, yo quería también casarme con... esa

desgraciada...

-¿Es que esos permisos son posibles? - dije yo con ardor.

-¡Pues claro! Ella me lo dio: se puede sentir celos de una mujer, pero no era una mujer.

-No sería una mujer para los demás; pero para mama... ¡No creeré nunca que mama no

haya estado celosa! - exclamé.

-Y tienes razón. Me di cuenta de eso cuando todo estaba ya acabado, es decir, una vez

dado el permiso. Pero dejemos eso. La cosa no llegó a realizarse a causa de la muerte de

Lidia, y quizá no se hubiera llegado a realizar tampoco si hubiera vivido. Como quiera

que sea, ni aun ahora dejo venir a tu madre a ver al niño. No es más que un episodio.

Querido mío, hace ya mucho tiempo que te esperaba aquí. Desde hace mucho tiempo, yo

soñaba con un encuentro aqui entre nosotros; ¿sabes tú desde hace cuánto tiempo? Dos

años.

Me miró, con una mirada sincera y verídica, con un caluroso impulso del corazón. Le

cogí la mano:

-¿Por qué tardó usted, por qué no me llamó? Si supiese usted lo que ha pasado... y que

no habría pasado si usted me hubiese hecho un signo cualquiera...

En aquel instante trajeron el samovar, y Daria Onissimovna, repentinamente, trajo al

niño, que dormía.

-Míralo - dijo Versilov -. Lo quiero y he dicho que lo traigan, aposta para que lo veas.

Ahora, llévatelo, Daria Onissimovna. Siéntate a la vera del samovar. Me imaginaré que

siempre hemos vivido así, tú y yo, y que todas las tardes nos reuníamos de esta forma, sin

separarnos jamás. Déjame mirarte: ponte así, que yo te vea la cara. ¡Cómo me gusta tu

cara! ¡Cómo me la imaginaba ya, cuando esperaba que vinieses de Moscú! Me preguntas

por qué no he mandado a buscarte desde hace tanto tiempo. Espera; vas, tal vez, a

comprender ahora.

-¿Será solamente la muerte de ese viejo lo que le ha soltado la lengua? Es raro...

Pronuncié esta frase, pero no por eso lo miraba con .menos cariño. Charlábamos como

dos amigos, en el sentido superior y completo de la palabra. Me había traído aquí para

explicarme, para contarme, para justificarse... Pero, antes de pronunciar una palabra, todo

estaba ya claro y justificado. Me dijera de lo que me dijese, el resultado estaba ya

conseguido, lo sabíamos los dos con alegría, y nos mirábamos.

No es la muerte de ese anciano - respondió él -, no es solamente su muerte; hay también

otra cosa que ha obrado en el mismo sentido... ¡Dios bendiga este instante y toda nuestra

vida, desde ahora y para siempre! Hablemos, querido mío. Yo divago siempre, me

distraigo, quiero hablar de una cosa y me pierdo en mil detalles que nada tienen que ver.

Es lo que pasa siempre cuando el corazón está rebosando... Pero hablemos; ha llegado el

momento, y hace mucho tiempo que te quiero, hijo mío.

Se echó hacia atrás sobre el respaldo de su butaca y me examinó una vez más desde los

pies a la cabeza.

-¡Qué extraño es esto! ¡Qué raro resulta oírlo! - repetíe yo, ahogado en un transporte de

alegría.

Pero he aquí que, de pronto, recuerdo, reapareció en su rostro su pliegue ordinario de

pena y de burla al mismo tiempo, pliegue tan conocido por mí. Se enrigideció y empezó

con cierto esfuerzo.

 

II

-Pues bien, he aquí, Arcadio: si yo te hubiese llamado antes, ¿qué te habría dicho? Esta

pregunta es toda mi respuesta.

-¿Quiere usted decir que hoy es el marido de mamá y padre mío, mientras que

entonces... no habría usted sabido qué decirme sobre mi situación social? ¿Es eso?

-No solamente eso. Hay muchas cosas que me habría visto obligado a callarte. Hay

muchas cosas ridículas, humillantes incluso porque se parecen a manejos de

prestidigitadores, sí, a movimientos de saltimbanquis. ¿Cómo habríamos podido com-

prendernos el uno al otro, cuando yo no me he comprendido a mí mismo más que hoy, a

las cinco de la tarde, exactamente dos horas antes de la muerte de Makar Ivanovitch? Veo

que me miras con un asombro penoso. No te inquietes: to explicaré lo sucedido. Pero lo

que he dicho es perfectamente justo: toda una vida pasada en peregrinaciones y dudas, y

de pronto la solución de todo, tal día, a las cinco de la tarde. Es incluso molesto, ¿no te

parece? No hace aún mucho tiempo, me habría sentido verdaderamente ofendido por eso.

Yo escuchaba. en efecto con una perplejidad dolorosa; veía, fuertemente marcado, el

viejo pliegue de Versilov, que no habría querido volver a encontrar aquella noche

después de las palabras ya pronunciadas. De repente exclamé:

-¡Dios mío! ¿Ha recibido usted hoy algo... de ella, a las cinco?

Me miró fijamente y, visiblemente extrañado por mi exclamación y quizá también por

mi expresión: «de ella», dijo con una sonrisa pensativa:

-Lo sabrás todo. Y naturalmente no te ocultaré nada de lo que haga falta, puesto que

para eso es para lo que to he traído aquí. Pero ya volveremos a eso más tarde. Ya lo ves,

amigo mío, desde hace mucho tiempo yo sabía que tenemos hijos que, desde su infancia,

se hacen preguntas sobre su familia, se sienten heridos por la fealdad de su padre y de su

medio ambiente. En la escuela he notado ya la presencia de esos niños inquietos y deduje

entonces que eso procedía de que ellos habían conocido la envidia demasiado pronto. Y

era porque yo mismo formaba parte del número de esos niños, pero... perdón, querido

mío, estoy terriblemente distraído. Quería solamente decir lo mucho que todo este tiempo

he estado temiendo aquí constantemente por ti, casi todo este tiempo. Te he visto siempre

como una de esas pequeñas criaturas, pero convencidas de su talento y refugiándose en el

aislamiento. Yo también, lo mismo que tú, no he querido nunca a mis camaradas.

¡Desgracia de esas criaturas, abandonadas a sus solas fuerzas y a sus sueños y dotadas de

una sed apasionada, demasiado precoz y casi vindicativa, de belleza; sí: «vindicativa»!

Pero basta, querido mío, una vez más me he desviado... Incluso antes de empezar a

quererte, yo te veía ya con tus sueños de aislado, de salvaje... Pero basta; he olvidado

verdaderamente de qué quería hablarte... Por lo demás, todo esto también había que

decirlo. Antes, antes, ¿qué te habría podido decir? Ahora veo tu mirada fija en mí y sé

que es mi hijo quien me mira. Todavía ayer, yo no podía creer que un día me

sorprendería, como hoy, de estar hablando con mi hijo.

En efecto, se mostraba extremadamente distraído y al mismo tiempo parecía

profundamente emocionado.

-Ahora ya no tengo necesidad de soñar ni de fantasear, ¡ahora me basta con tenerle a

usted! ¡Le seguiré! - dije, entregándome a él con toda mi alma.

-¿Seguirme a mí? Pero precisamente hoy han acabado mis peregrinaciones: llegas con

retraso, querido mío. Hoy es el fin del último acto, cae el telón. Este último acto ha

durado largo tiempo. Comenzó hace mucho tiempo, la última vez que me marché al

extranjero. Entonces lo abandoné todo y, sábelo, amigo mío, abandoné entonces a to

madre y se lo declaré. Debes saberlo. Le expliqué que me iba para siempre, que ella no

me volvería a ver jamás. Lo peor es que se me olvidó incluso dejarle dinero. Tampoco en

ti pensé un solo instante. Me fuí con la intención de quedarme en Europa, querido mío, y

de no volver nunca a casa. Emigré.

-¿Junto a Herzen? (140). ¿Para hacer propaganda en el extranjero? Seguramente, toda

su vida ha participado usted en algún complot, ¿no? - exclamé, incapaz de contenerme.

-No, amigo mío, no he participado en ningún complot. He visto brillar tus ojos; me

gustan tus exclamaciones, querido mío. No, me marché simplemente por aburrimiento.

Como consecuencia de un aburrimiento repentino. Era el aburrimiento del aristócrata

ruso, no encuentro una expresión mejor. Un aburrimiento de gentilhombre ruso, y nada

más.

-¿La servidumbre... la liberación del pueblo? - musité, anhelante.

-¿La servidumbre? ¿Tú crees que yo echaba de menos la servidumbre? ¿Que no podía

soportar la liberación del pueblo? Pues no, amigo mío, por lo demás fuimos nosotros

quienes lo liberamos. Emigré sin el menor resentimiento. Acababa de ser mediador de

paz, y había prodigado mis mejores esfuerzos; había trabajado con desinterés y, si me fui,

tampoco fue porque me hubieran recompensado mal mi liberalismo. Entonces no se

recompensó a ninguno de los nuestros, quiero decir a gente como yo. Me marché más

bien por orgullo que por arrepentimiento, y, créelo, estoy muy lejos de creer que haya

llegado el momento para mí de acabar mi vida como modesto zapatero. Je suis

gentilhomme avant tout et je mourrai gentilhomme! Pero no por eso dejaba de estar

menos triste. Hay en Rusia tal vez un millar de personas así; no más, pero es suficiente

para que la idea no muera. Nosotros somos los portadores de la idea, querido mío. Amigo

mío, te hablo con la extraña esperanza de que comprenderás este galimatías. Te he hecho

venir no por un capricho de mi corazón: hacía mucho tiempo que soñaba con lo que te

diría... a ti, ¡sí, a ti! Por otra parte... por otra parte...

-¡No, no, hable! - exclamé -. Leo en su cara la sinceridad... Y entonces, ¿no llegó a

Europa a resucitarlo? ¿En qué consistía su «aburrimiento de gentilhombre»? Perdóneme,

pero todavía no comprendo.

-¿Si Europa me ha resucitado? ¡Pero si yo salía para enterrarla!

-¿Enterrarla? - repetí yo, asombrado.

Sonrió.

-Arcadio, amigo mío, ahora mi alma está enternecida y mi espíritu está turbado. No

olvidaré jamás mis primeros instantes en Europa. Yo había ya vivido en Europa, pero en-

tonces -era en una época especial y nunca jamás había yo puesto los pies en ella con una

pena tan desesperada ni... con tanto amor. Te contaré una de mis primeras impresiones de

entonces, un sueño que tuve, un verdadero sueño.

»Era todavía en Alemania. Yo acababa de abandonar Dresde, había rebasado por

distracción una estación en la que me era preciso cambiar de tren y había ido a parar a

otro empalme. Inmediatamente me hicieron bajar; eran poco más de las dos de la tarde; el

tiempo era claro. Se trataba de una pequeña ciudad de Alemania. Me indicaron un hotel.

Había que esperar: el próximo tren pasaba a las once de la noche. Incluso estaba

encantado con la aventura, porque nada me urgía. Yo erraba, amigo mío, era un errante.

El hotel era pequeño y malo, pero estaba anegado en verdor y en arriates floridos, como

siempre pasa entre ellos. Me dieron una habitación estrecha y, como había pasado toda la

noche viajando, me dormí después del almuerzo, a eso de las cuatro de la tarde.

» Y tuve un sueño absolutamente inopinado, porque nunca he tenido sueños parecidos.

Hay en Dresde, en el museo, un cuadro de Claude Lorrain que el catálogo titula Acis y

Galatea; yo siempre lo he llamado «La Edad de Oro», pero ignoro por qué. Lo había

visto anteriormente y esta vez, tres días antes, lo había vuelto a ver al pasar. Vi pues en

sueños aquel cuadro, solamente que no en pintura, sino como una realidad. Por lo demás

no sé exactamente lo que vi así; como en el cuadro, un rincón del Archipiélago, hace más

de tres mil años; olas azules y acariciadoras, islas y rocas, una costa florida, a lo lejos un

panorama portentoso, una puesta de sol seductora... imposible expresar eso en palabras.

Es la humanidad europea que se acuerda de su cuna: esa idea llenó mi alma de un amor

filial. Estaba allí el paraíso terrestre de la humanidad: los dioses bajados del cielo y

apareciéndose ante los hombres... ¡Oh, cuán hermosos eran aquellos hombres! Se

levantaban y se dormían dichosos a inocentes; los prados y los bosquecillos se llenaban

con sus cánticos y con sus gritos gozosos; una inmensa abundancia de energías vírgenes

se derramaba en amor y en ingenua alegría. El sol los inundaba de calor y de luz,

admirando a aquellos hijos maravillosos... ¡Sueño maravilloso, sublime aberración de la

humanidad! La edad de oro es el sueño más inverosímil de todos los que hayan existido

jamás, pero por él ha habido hombres qúe han dado toda su vida y todas sus fuerzas, por

él han muerto o han sido sacrificados los profetas; sin él, los pueblos no quieren vivir y

no pueden ni siquiera morir. Y toda esa sensación la viví en aquel sueño; las rocas y el

mar, los rayos oblicuos del sol poniente, todo aquello, me parecía seguirlo viendo aún

cuando me desperté y abrí los ojos literalmente bañados en lágrimas. Yo era dichoso, me

acuerdo de eso. Una sensación de felicidad nunca experimentada atravesó mi corazón

hasta el punto de hacerse dolorosa; era un amor a toda la humanidad. Caía ya

completamente la atardecida; a través del follaje de las flores colocadas en la ventana, un

haz de rayos oblicuos golpeaba el vidrio de mi habitacioncita y me inundaba de luz. Pues

bien, amigo mío, pues bien, ese sol poniente del primer día de la humanidad europea, que

yo había visto en mi sueño, se transformó de pronto para mí, en cuanto me desperté, en

una realidad, en sol poniente del último día de la humanidad europea. En aquel momento

sobre todo se oía redoblar sobre Europa un toque de difuntos. No quiero hablar solamente

de la guerra, ni de las Tullerías (141); yo sabía, sin el sueño, que todo aquello pasaría,

toda la faz del viejo mundo europeo, tarde o temprano; pero yo, como tal europeo ruso,

no podía admitirlo. Sí, acababan entonces de quemar las Tullerías... ¡Oh!, estáte

tranquilo, ya sé que eso era «lógico». Y comprendo muy bien el poder irresistible de la

idea corriente, pero, como representante del alto pensamiento ruso, yo no podía admitirlo,

porque el alto pensamiento ruso es la conciliación universal de las ideas. ¿Y quién habría

podido comprender entonces aquel pensamiento en el mundo entero?: yo estaba solo y

errante. No hablo de mí personalmente, sino del pensamiento ruso. Allá abajo había

combate y lógica; allá abajo el francés no era más que francés; el alemán, alemán, y eso

con una intensidad más fuerte que nunca en el curso de toda su historia; por consiguiente,

jamás el francés ha hecho tanto daño a Francia, ni el alemán a su Alemania que en

aquella época. En toda Europa no había entonces un solo europeo. Yo solo, entre todos

los íncendiarios, podía decirles a la cara que sus Tullerías eran un error; yo solo entre

todos los conservadores-vengadores podía decirles a los vengadores que las Tullerías

eran un crimen sin duda, pero no por eso dejaban de ser lógicas. Y eso, pequeño mío,

porque sólo, en tanto que ruso, era yo entonces en Europa el único europeo. No hablo de

mí, hablo de todo el pensamiento ruso (142). Yo estaba errante, amigo mío, yo estaba

errante y sabía muy bien que no me quedaba otra cosa que hacer sino callarme y

vagabundear... Pero a pesar de todo, yo estaba triste. Es que, hijo mío, no puedo dejar de

respetar mi nobleza. ¿Te ríes, verdad?

-No, no me río - declaré con voz conmovida -. No me río lo más mínimo: usted ha

trastornado mi corazón con su visión de la edad de oro, y esté convencido de que

empiezo a comprenderlo. Pero lo que me hace más dichoso es que usted se respetara

tanto. Me apresuro a declarárselo. ¡Jamás habría esperado eso de usted!

-Ya lo he dicho que me gustan tus exclamaciones. querido mío - sonrió de nuevo a mi

ingenua observación, y, levantándose de su butaca, empezó, sin darse cuenta de ello, a

recorrer la habitación de arriba abajo.

Yo me levanté también. Continuó hablando con su extraño lenguaje, pero con una

extremada penetración de pensamiento.

 

III

-Sí, pequeño mío, te lo repito, no puedo dejar de respetar mi nobleza. Se ha creado

entre nosotros, en el curso de los siglos, un tipo superior de civilización desconocido en

otras partes, que no se encuentra en todo el universo: el de sufrir por el mundo. Ése es un

tipo ruso, pero, como está tomado en la categoría más cultivada del pueblo ruso, tengo

por tanto el honor de pertenecer a él. Contiene en sí el porvenir de Rusia. Tal vez no

somos más que un millar de individuos, quizá más, quizá menos, pero toda Rusia no ha

vivido hasta ahora más que para producir este millar. Se dirá que es poco, se

escandalizarán de que para producir un millar de hombres se hayán gastado tantos siglos

y tantos millones de individuos. Según yo, no es poco.

Yo escuchaba con esfuerzo. Veía aparecer la convicción, la tendencia de toda una. vida.

Aquel «millar de hombres» lo traicionaban por entero. Yo me daba cuenta de que ese

exceso de expansión conmigo procedía de una sacudida exterior. Él me decía todas

aquellas palabras calurosas porque me quería; pero la causa por la que de repente se había

puesto a hablar y por la que había querido hablarme, precisamente a mí, seguía siéndome

desconocida.

-Emigré - prosiguió - y no eché de menos nada de lo que dejaba detrás de mí. Todas las

fuerzas que yo tenía las había puesto al servicio de Rusia mientras había vivido en ella;

una vez alejado, continué sirviéndola, solamente que agrandando mi idea. Pero, al

servirla así, la servía infinitamente mejor que si hubiese sido sencillamente ruso de pies a

cabeza, como el francés de entonces no era más que francés, y el alemán, alemán. En

Europa seguirán sin comprender esto. Europa ha creado los nobles tipos del francés, del

inglés, del alemán, pero de su hombre futuro ella no sabe todavía casi nada. Y creo que

todavía no quiere saber nada de esto. Es comprensible: ellos no son libres, mientras que

nosotros somos libres. Yo solo en Europa, con mi aburrimiento ruso, era entonces libre.

»Nuestro bien, amigo mío, constituye una rareza: cada francés puede servir, con su

Francia, a la humanidad, a condici6n solamente de que él siga siendo sobre todo francés;

lo mismo les pasa al inglés y al alemán. Sólo el ruso, incluso en nuestra época, es decir,

mucho antes de que se haya trazado el balance general, ha recibido el don de ser

precisamente tanto más ruso cuanto es más europeo. Es el distintivo nacional más

importante que nos separa de todos los demás, y, en ese aspecto, no somos como nadie.

En Francia soy francés, soy alemán con el alemán, griego con el griego de la antigüedad

y, por eso mismo, soy siempre ruso al máximo. Por eso mismo soy verdaderamente ruso

y presto el máximo de servicios a Rusia, porque hago valer su pensamiento principal. Soy

el pionero de este pensamiento. Emigré, pero ¿abandoné Rusia? No, continué sirviéndola.

Incluso aun no habiendo hecho nada en Europa, incluso habiéndome ido simplemente

para vagabundear (y yo sabia que iba únicamente para eso), era bastante para que fuese

a11í con mi pensamiento y con mi con. ciencia. Transporté a11í mi tedio ruso. ¡Oh!, no

es solamente la sangre que corría entonces to que me espantó tanto, no fueron ni siquiera

las Tullerías, sino todo to que debía seguir. Estaban condenados a batirse aún durante

mucho tiempo, porque son todavía demasiado alemanes y demasiado franceses y no han

acabado de actuar en estos papeles. Hasta entonces, a mí me daba pena por las

destrucciones. Para el ruso, Europa es tan preciosa como Rusia; cada piedra allí es dulce

y cara a su corazón. Europa no era menos nuestra patria que Rusia. ¡Incluso más! Es

imposible querer a Rusia más que la quiero yo, pero jamás me he reprochado de

encontrar a Venecia, a Roma, a París, sus tesoros de ciencia y de arte, toda su historia,

más amables que Rusia. ¡Oh!, los rusos acarician esas viejas piedras extranjeras, esas

maravillas del viejo mundo, esos restos de milagros sagrados; a incluso todo eso nos es

más querido que a ellos. Ellos tienen ahora otras ideas y otros sentimientos, han dejado

de apreciar las viejas piedras... Allá abajo, el conservador no lucha más que por la

existencia; el incendiario no obra más que para reclamar su derecho a un pedazo de pan.

Solamente Rusia no vive para ella misma, sino por el pensamiento, y, reconócelo, amigo

mío, es un hecho notable que, desde hace ya cerca de un siglo, Rusia no vive ya

decididamente para ella misma, sino únicamente para Europa. En cuanto a ellos, están

destinados a terribles sufrimientos, antes de alcanzar el Reino de Dios.

Yo lo escuchaba, lo confieso, con una turbación extrema; incluso el tono de su discurso

me espantaba, aunque no pudiera impedir sentirme impresionado por sus ideas. Yo tenía

un miedo enfermizo a la mentira. Bruscamente, le hice observar con voz severa:

-Acaba usted de decir: «el Reino de Dios...». Me he enterado de que a11á abajo usted

hacía de predicador, usted llevaba cadenas.

-En cuanto a lo de mis cadenas, más vale dejarlo - sonrió -; es un asunto completamente

distinto. En aquella época yo no predicaba todavía nada, pero me aburría cerca de su

Dios, es verdad. Acababan de proclamar el ateísmo (143)... un puñado de entre ellos, pero

poco importa; no eran más que los primeros corredores de vanguardia, pero era el primer

paso en la ejecución, y eso sí que era grave. Siempre la lógica de ellos. Pero es el caso

que la lógica siempre trae consigo el aburrimiento. Yo era de .otra civilización y mi

corazón no admitía aquello. La ingratitud con que se separaban de una idea, aquellos

silbidos, aquellas salpicaduras de fango, me resultaban insoportables. Aquellos

procedimientos de zapatero me daban miedo. Por otra parte, la realidad deja oler siempre

la bota, incluso cuando, de manera deslumbradora, se tiende hacia el ideal,. y yo debía

saberlo sin duda; sin embargo, yo era otro tipo de hombre: era libre en mi elección, y

ellos no to eran. Yo lloraba, lloraba por ellos, lloraba sobre la vieja idea y tal vez eran

lágrimas verdaderas las que yo lloraba, sin palabras bonitas.

-¿Tan firmemente creía usted en Dios? - pregunté, incrédulamente.

-Amigo mío, he ahí una cuestión tal vez superflua. Supongamos incluso que yo no

creyese de tal forma; no podía sin embargo abstenerme de echar de menos una idea.

Había momentos en que no llegaba a imaginarme cómo el hombre podría vivir sin Dios,

ni si eso sería posible alguna vez. Mi corazón respondía siempre que era imposible; pero

quizá será posible en un determinado período... Para mí, no cabe duda alguna de que ese

período vendrá; pero entonces yo me imaginaba un cuadro completamente distinto...

-¿Cuál?

Sin duda, él me había declarado ya que era dichoso; había evidentemente en sus

palabras mucho entusiasmo; así es como tomo una buena parte de lo que me dijo

entonces. Respetando a este hombre, no me arriesgaré desde luego a transcribir sobre el

papel todo lo que nos dijimos entonces; pero ciertos rasgos del cuadro singular que llegué

a conseguir de él deben mencionarse aquí. Sobre todo yo había estado siempre ator-

mentado por aquellas «cadenas» y quería ponerlas en claro: por eso era por lo que yo

insistía. Varias ideas fantásticas y extremadamente singulares expresadas por él aquel día,

se han quedado grabadas en mi corazón para siempre.

-Me imagino, querido mío - empezó él con una sonrisa pensativa -, el combate ya

terminado y la lucha calmada. Después de las maldiciones, las pelladas de fango y los

silbidos, viene la calma, y los hombres se quedan solos, como ellos querían: la gran idea

de antes los ha abandonado; la gran fuente de energía que hasta aquí los ha alimentado y

calentado se ha retirado, como el sol majestuoso y seductor del cuadro de Claude Lorrain,

pero áhora es el último día de la humanidad. Y de pronto los hombres han comprendido

que se han quedado completamente solos, han sentido bruscamente un gran abandono de

huérfanos. Mi querido pequeño, yo nunca he podido figurarme a los hombres ingratos y

embrutecidos. Los hombres convertidos en huérfanos se apretarían inmediatamente los

unos contra los otros, más estrechamente y más afectuosamente; se cogerían de las

manos, comprendiendo que de ahora en adelante son totalmente los unos para los otros.

Entornces desaparecería la gran idea de la inmortalidad, y sería preciso reemplazarla;

todo aquel gran exceso de amor para lo que era la inmortalidad se volveria hacia la

naturaleza, hacia el mundo, hacia los hombres, hacia la menor brizna de hierba. Se

prendarían de la tierra y de la vida irresistiblemente, y en la medida misma en que

progresivamente irían dándose cuenta de su estado pasajero y finito, considerarían todo

aquello con un amor especial, que no sería ya el de antes. Notarían y descubrirían en la

naturaleza fenómenos y misterios hasta entonces insospechados, porque la mirarían con

ojos nuevos, con una mirada de amantes hacia su bienamada. Se despertarían y se

apresurarían a abrazarse los unos a los otros, se darían prisa en amarse, sabiendo que sus

días son efímeros y que es todo lo que les queda. Trabajarían los unos para los otros, y

cada cual daría todo a todos y con eso sería dichoso. Cada niño sabría y comprendería

que todo hombre en la tierra es para él un padre y una madre. «Que mañana sea mi último

día, se diría cada cual mirando al sol poniente; yo moriré, poco importa: ellos

permanecerán, todos, y, después de ellos, sus hijos», y ese pensamiento de que

permanecerán, continuando amándose y temblando los unos por los otros, reemplazará a

la idea del reencuentro de ultratumba. ¡Oh!, cómo se apresurarán a quererse, para ahogar

la gran pena de sus corazones. Serán orgullosos y atrevidos para con ellos mismos, pero

tímidos para con los demás; cada uno temblará por la vida y la felicidad de cada uno.

Serán tiernos unos con otros y no tendrán vergüenza como hoy de acariciarse como

niños. Al encontrarse, se mirarían con una mirada profunda y llena de inteligencia, y en

sus ojos habría amor y pena.

Se interrumpió de repente con una sonrisa. Explicó:

-Querido mío, todo esto no es más que una fantasía, e incluso de las más inverosímiles;

pero me la he imaginado muy a menudo porque nunca he podido vivir sin ella ni evitar

pensar en ella. No hablo de mi fe: mi fe no es grande; soy deísta, deísta filósofo como

todo ese millar de hombres, por lo menos lo supongo, pero... pero lo que es curioso, es

que siempre he terminado mi cuadro con una visión, como en Heine, «del Cristo sobre el

Báltico» (144). Nunca he podido prescindir de Él. No podía ni siquiera no verlo entre los

hombres convertidos en huérfanos. Él venía a ellos, tendía hacia ellos los brazos y decía:

«¿Cómo habéis podido olvidarme?» Entonces una especie de venda caería de todos los

ojos y resonaría el himno entusiasta de la nueva y última resurrección...

»Dejemos esto, amigo mío; en cuanto a mis «cadenas», es una tontería: no te inquietes

por eso. Otra cosa todavía: tú sabes que soy púdico y sobrio en mi lenguaje; si me he

dejado ir hablando, es... a causa de diversos sentimientos y porque estoy contigo; a

ninguna otra persona yo le diría nunca nada. Añado esto para tranquilizarte. .

Pero yo estaba incluso conmovido; la mentira que yo temía no estaba a11í y me sentía

particularmente dichoso al ver con toda claridad que él se hallaba verdaderamente presa

del fastidio, que sufría, y que desde luego amaba muchisimo, y eso era lo que me

emocionaba más. Se lo dije con ímpetu.

-Pero, mire usted -- añadí de repente -, me parece que, a pesar de todo su aburrimiento,

usted debió de sentirse extremadamente feliz en aquella época, ¿no?

Se echó a reír gozosamente.

-Hoy das siempre en el clavo con tus observaciones -dijo -. Sí, era dichoso, pero ¿es

que podía ser desgraciado con un aburrimiento así? No hay nada más libre ni más

dichoso que el trotamundos ruso y europeo perteneciente a nuestro millar de individuos.

Lo digo sin reírme, y hay en eso mucha seriedad. Sí, mi aburrimiento, yo no lo habría

cambiado por ninguna clase de felicidad. En ese sentido, siempre he sido dichoso,

querido mío, toda mi vida. Y fue por esa felicidad por lo que quise entonces a tu madre

por primera vez en mi vida.

»Así es. Errando y en mi aburrimiento, de pronto la quise como nunca la había querido

antes, a inmediatamente la mandé buscar.

-iOh, cuénteme usted eso, hábleme de mamá!

-Pero si para eso es para lo que te he llamado y, mira -sonrió gozosamente -, ya temía

que me mantuvieses apartado de mamá a cambio de Herzen o de cualquier conspiracion-

cita...

 

CAPÍTULO VIII

I

Como nos pasamos toda la tarde hablando y nos quedamos hasta que se hizo de noche,

no contaré todo lo que se dijo: sino solamente lo que por fin me explicaba un punto

enigmático de su vida.

Comenzaré con esto: no hay para mí duda alguna de que quiso a mamá y que si la

abandonó y se separó de ella al marcharse al extranjero fue porque estaba demasiado

abrumado por el fastidio o por alguna otra .razón de esa índole, cosa que por otra parte le

sucede aquí a todo el mundo, pero que siempre es difícil de explicar. Por lo demás, en el

extranjero, después de haber pasado no mucho tiempo, se sintió invadido de pronto por su

amor a mamá, desde lejos, en pensamiento, y la mandó a buscar. «Una picada», se dirá

tal vez, pero yo diría otra cosa: a mi entender, había a11í todo to que puede haber de más

serio en la vida de un hombre, a pesar de todas las falsedades de las que en parte admito

la existencia. Pero, lo juro, su tedio europeo está fuera de dudas y no se halla únicamente

al nivel, sino infinitamente por encima de no importa cualesquiera de esas actividades

prácticas de hoy día, la construccion de ferrocarriles por ejemplo. En su amor por la hu-

manidad veo un sentimiento extremadamente sincero y profundo, sin la menor falsedad;

y en su amor a mamá, algo absolutamente indiscutible, aunque tal vez un poco fantástico

también. En el extranjero, en «el aburrimiento y la felicidad», y, añadicé aún, en el

aislamiento más estrictamente monacal (este dato particular me ha sido suministrado más

tarde por Tatiana Pav1ovna), se acordó de pronto de mamá, se acordó precisamente de

sus «mejíllas hundidas» y al punto la mandó llamar.

-Amigo mío - esta frase se le escapó entre otras -, comprendí de pronto que servir a la

idea no me liberaba en lo más mínimo, en tanto que ser moral y razonable, del deber de

hacer, en el curso de mi vida, por lo menos a una persona prácticamente feliz.

-Entonces, ¿ha sido un pensamiento tan libresco la causa de todo? - pregunté, perplejo.

-No es un pensamiento libresco. En realidad, puede que sí. Todo se mezcla a la vez: yo

quería a tu madre realmente, sinceramente, en absoluto de una manera libresca. Si yo no

la hubiese querido de esa forma, no la habría mandado llamar, habría «hecho la felicidad»

del primer alemán o de la primera alemana que hubieran llegado, desde el momento

mismo en que yo había descubierto aquella idea. En cuanto a hacer obligatoriamente la

felicidad de una criatura al menos en el curso de su vida, pero prácticamente, es decir,

efectivamente, lo erigiría como mandamiento para todo hombre cultivado, exactamente

como podría hacer una ley o imponer una obligación a todo campesino de plantar por lo

menos un árbol en su vida, en vista de los muchos árboles que se pierden en Rusia;

aunque un árbol sería poco, se podría ordenar plantar uno cada año. Un hombre superior

y cultivado, persiguiendo un alto pensamiento, se vuelve a veces de espaldas a la vida

cotidiana, se hace ridículo, caprichoso y frío a incluso, lo diré francamente, estúpido, en

la vida práctica se entiende, pero también, al final, incluso en sus teorías. Por eso, el

deber de ocuparse de la práctica y hacer la felicidad real al menos de una criatura real

curaría y refrescaría en primer lugar al bienhechor. Como teoría, es muy ridículo, pero, si

esto se pusiese en práctica y se transformase en costumbre, no sería tan idiota. Yo lo ex-

perimenté en mí mismo: desde que empecé a desarrollar esta idea de un nuevo

mandamiento - al principio, como es natural, a modo de broma - empecé a comprender

cuán grande era el amor que había en mí hacia tu madre. Hasta entonces, yo no había

comprendido del todo que la quería. Mientras vivía con ella, me contentaba con encontrar

a11í mi placer mientras ella era hermosa; más tarde, me las di de caprichoso. Solamente

en Alemania comprendí que la quería. Aquello empezó por sus mejillas hundidas, que yo

no lograba recordar nunca, que a veces incluso veía con un dolor en el corazón,

literalmente un verdadero dolor, auténtico, físico. Hay recuerdos dolorosos, querido mío,

que causan un daño real; existen en cada uno de nosotros o poco falta, solamente que se

los olvida; pero sucede que de repente se recuerda algo, a veces un simple rasgo, y ya no

es posible desligarse de aquello. Me puse pues a recordar mil detalles de mi vida con

Sonia; al final acudían por sí mismos y me asediaban en masa; estuvieron a punto de

hacerme morir de tormento mientras la aguardaba. Pero estaba atormentado sobre todo

por el recuerdo de su eterno rebajamiento delante de mí, por la idea de que ella siempre

se había considerado como infinitamente por debajo de mí en todos los aspectos, y,

¡figúrate!, incluso físicamente. Tenía incluso oleadas de vergüenza y de rubor cuando, a

veces, yo miraba sus manos y sus dedos, que no tenían nada de aristocráticos. No era

solamente de sus dedos, sino de toda su persona de lo que ella tenía vergüenza, aunque yo

amase su belleza. Conmigo era siempre púdica hasta el salvajismo. Y lo que estaba mal

era que, en ese pudor, se percibía siempre como una especie de espanto. En una palabra,

se consideraba frente a mí como no sé qué cosa inexistente o casi indecente. A veces, sin

duda, al principio, yo creía que ella seguía viendo en mí a su señor y que me temía, pero

no era aquello en absoluto. Y sin embargo, te lo juro, ella era más capaz que cualquiera

de comprender mis defectos y no he encontrado en toda mi vida un corazón de mujer tan

delicado y tan perspicaz. ¡Qué desgraciada era cuando, al principio, siendo todavía tan

bella, yo la obligaba a adornarse! Había en eso amor propio, y también otro sentimiento

pronto a sentirse herido: ella comprendía que no sería nunca una señora y que con un

vestido extraño estaría sencillamente ridícula. Como mujer, no quería ser ridícula en su

atavío y comprendía que cada mujer debe tener el vestido que le es propio, cosa que

millares y cientos de millares no comprenderán jamás; ¡con estar a la moda, tienen

suficiente! A ella le daba miedo de mi mirada burlona, ésa es la verdad. Pero me

resultaba penoso sobre todo acordarme de sus miradas profundamente asombradas, que a

menudo yo sorprendía clavadas en mí durante toda nuestra unión: se sentía en ellas un

perfecto entendimiento de su suerte y del porvenir que la aguardaba, hasta un punto tal,

que yo mismo me sentía molesto por aquello, aunque, lo confieso, no entrase en

conversación con ella y la tratase siempre con altanería. Y, mira, no siempre ella ha sido

temerosa y huraña como hoy; incluso ahora, le sucede a veces engallarse de pronto y

embellecerse como una mujer de veinte años; pero entonces, en su juventud, le encantaba

a veces charlar y reír, desde luego en su ambiente, con las criadas, con nuestras vecinas;

¡y cómo se estremecía cuando, de pronto, la sorprendía yo a punto de reírse, con qué

rapidez se ruborizaba y me miraba temerosamente! Un día, no mucho antes de mi salida

para el extranjero, o quizá casi la víspera del día en que me separé de ella, entré en su

habitación y me la encontré sola, sin labor, puestos los codos sobre la mesa y sumida en

una profunda meditación. Casi nunca le sucedía aquello de estar así, ociosa. En aquella

época, hacía ya mucho tiempo que yo había dejado de acariciarla. Pude acercarme a ella

muy suavemente, de puntillas, y agarrarla de pronto y besarla... Se sobresaltó: no olvidaré

nunca aquel deslumbramiento, aquella felicidad pintada en su rostro, y de repente todo

aquello hizo sitio a un rápido rubor y sus ojos lanzaron un relámpago. ¿Sabes tú lo que yo

leí en aquel relámpago? « ¡Me has dado una limosna, eso es lo que has hecho! » Se puso

a sollozar cómo una histérica, con el pretexto de que la había asustado, a incluso yo me

quedé pensativo. En general, todos estos recuerdos son algo muy penoso, amigo mío.

Pasa como en los grandes artistas: hay a veces en sus poemas escenas tan dolorosas, que

te hacen daño a lo largo de toda la vida cuando las recuerdas, por ejemplo el último

monólogó de Otelo, Eugenio a los pies de Tatiana (145 ), o bien el encuentro del

condenado a trabajos forzados, que se ha evadido, con la niña, en.la noche fría, cerca de

un pozo, en Los miserables, de Víctor Hugo; eso te atraviesa el corazón de una vez para

siempre, y la herida no se cierra nunca. ¡Oh, cómo esperaba yo a Sonia y cómo quería

abrazarla lo antes posible! Soñaba con una impaciencia convulsiva en todo un programa

de vidá nueva; pensaba en destruir poco a poco en su alma, por un esfuerzo metódico, su

eterno miedo ante mí, hacerle comprender lo que ella valía, cuán por encima estaba de

mí. ¡Oh!, yo sabía muy bien, ya en aquel momento, que yo empezaba siempre a querer a

tu madre en cuanto nos separábamos y que me enfriaba siempre que nos reuníamos de

nuevo; pero en aquel momento había otra cosa, no era eso.

Yo estaba asombrado; una pregunta me atravesó el espíritu: «¿Y ella?»

-Y entonces, ¿cómo se desarrolló el encuentro? - pregunté prudentemente.

-¿Aquella vez? ¡Pero si no llegó a realizarse en absoluto! Ella llegó a duras penas hasta

Koenigsberg y se quedó allí, mientras que yo estaba junto al Rin. No fui a buscarla, le

dije que se quedase allí y que me esperara. Nos vimos mucho después, ¡oh!, mucho más

tarde, cuando fui a pedirle permiso para casarme.

 

II

No registraré aquí más que lo esencial del asunto, es decir, lo que he podido retener. Y

por lo demás, también él se puso a hablar sin ilación. Sus parrafadas se hicieron de pronto

diez veces más incoherentes y desordenadas al llegar a ese pasaje.

Se encontró con Catalina Nicolaievna por casualidad, precisamente cuando estaba

esperando a mamá, en el minuto más impaciente de aquella espera. Estaban todos

entonces junto al Rin, en el balneario, pasando la temporada. El marido de Catalina

Nicolaievna estaba ya casi moribundo o, por lo menos, condenado por los médicos. Ella

le causó una gran impresión desde el primer encuentro: se hubiera dicho que lo había em-

brujado. Era una fatalidad. Noten ustedes que al registrar y recordar ahora todo esto, no

tengo el menor recuerdo de que él haya empleado jamás en su relato la palabra « amor»

ni que haya dicho que hubiese estado «prendado». En cuanto a la palabra «fatalidad», la

he retenido.

Y verdaderamente fue una fatalidad. Él no quiso aquello, «él no quiso amar». No sé si

podré explicarlo claramente; pero toda su alma estaba indignada por el hecho de que le

hubiese podido suceder aquello. Todo lo que en él había de libre había sido bruscamente

aniquilado con aquel encuentro, y el hombre se vio ligado para siempre a una mujer que

no tenía nada de común con él. Él no había deseado aquella esclavitud de la pasión. Lo

diré hoy francamente: Catalina Nicolaievna es un tipo raro de mujer de mundo, tipo que,

tal vez, no se encuentra en ese ambiente. Es un tipo de mujer sencilla y franca en el más

alto grado. He oído decir, o más bien lo sé de buena tinta, que por eso precisamente

resultaba irresistible en el gran mundo cuando se dejaba ver en él (con frecuencia, se

alejaba totalmente). Versilov, como es natural, a raíz de aquel primer encuentro, no creyó

que ella tuviese esas cualidades, y creyó justamente lo contrario, es decir, que era

afectada e hipócrita. Registraré aquí, anticipándome a los hechos, el juicio que ella hizo

sobre él: aseguraba que él no había podido formarse de ella otra opinión, «porque un

idealista, al chocar con la realidad, está siempre más dispuesto que los otros a suponer

toda clase de porquerías». Ignoro si esto es verdad en general por lo que se refiere a los

idealistas, pero era perfectamente cierto por lo que se refería a él. Tal vez añadiré aquí mi

propio juicio, que se formó en mi espíritu mientras lo estaba escuchando: me dije que él

amaba a mamá con un amor, por decirlo así, humanitario y universal, más bien que con el

amor simple con que se ama en general a las mujeres, y que, al primer encuentro que tuvo

con una mujer a la que amó con ese amor simple, rechazó dicho amor, sin duda por falta

de costumbre. Pero es quizá una idea falsa; por lo demás no se la expuse. Habría sido una

falta de tacto; juro que él se hallaba en un estado en que había que tratarlo con

miramiento: estaba trastornado; en algunos pasajes del relato, se interrumpía a veces y se

quedaba silencioso varios minutos, recorriendo a zancadas la habitación con semblante

hosco...

Ella adivinó bien pronto su secreto o tal vez coqueteó con él: incluso las mujeres más

puras se muestran vulgares en estos casos, es su instinto insuperable. Todo acabó con una

ruptura violenta y creo que él la quiso matar; le inspiró miedo, tal vez la habría matado;

«pero todo aquello se transformó bruscamente en odio». A continuaeión, sobrevino un

período singular: se vio cogido de repente por una idea extraña: domarse por medio de la

disciplina, «esa misma disciplina que emplean los monjes. Mediante una práctica

progresiva y metódica, uno llega a superar su propia voluntad, empezando por las cosas

más ridículas y más menudas, para acabar por conseguir un triunfo completo sobre la

propia voluntad y llegar a ser libre». Agregó que en los monjes era una cosa seria, puesto

que estaba erigida en ciencia por mil años de experiencia. Pero lo más notable es que esa

idea de «disciplina» se le ocurrió entonces no para desembarazarse de Catalina Nico-.

laievna, sino por la completa convicción de que, lejos de amarla ahora, la odiaba hasta el

último grado. Creyó tanto en su odio a ella, que imaginó de improviso enamorarse de su

hijastra, engañada por el príncipe, y casarse con ella; se persuadió a sí mismo de su nuevo

amor y se atrajo irresistiblemente el amor de aquella pobre idiota, amor que le procuró a

la infeliz en los últimos meses de su vida la perfecta felicidad. El porqué, en lugar de ella,

no se acordó de mamá, que seguía esperándolo en Koenigsberg, es cosa que queda para

mí inexplicada... Por el contrario, olvidó a mamá súbita y totalmente, y dejó incluso de

mandarle dinero para vivir, tanto que ella debió entonces su salvación a Tatiana

Pavlovna; sin embargo, de repente, fue a buscarla para «pedirle permiso» para casarse

con aquella muchacha, con el pretexto de que «una novia así no era una mujer». ¡Oh, tal

vez todo esto no es más que el retrato de un «hombre libresco»!, como lo calificó

posteriormente Catalina Nicolaievna. Pero, ¿por qué estos «hombres de papel» (si son

verdaderamente de papel) son capaces, a pesar de todo, de atormentarse tan

verdaderamente y llegar a semejantes tragedias? Por lo demás, aquella tarde yo pensaba

de una manera un poco diferente, y fui sacudido por una idea:

-Toda la cultura de usted, toda su alma, se la debe al sufrimiento y a los combates de

toda su vida, mientras que ella ha recibido la perfección gratuitamente. No es lo mismo...

En eso es en lo que la mujer resulta repelente.

Lo dije no para congraciarme con él, sino con fuego a incluso con indignación.

-¿La perfección? ¿Su perfección? ¡Pero si ella no tiene la más mínima perfección! -

declaró, casi asombrado de mis palabras -. ¡Es la más ordinaria de las mujeres, es hasta

una mujer del montón...! ¡Pero está obligada a tener todas las perfecciones!

-¿Qué quiere decir eso de obligada?

-Pues que, teniendo semejante poder, está obligada a tener todas las perfecciones -.

exclamó con cólera.

-Lo más triste es que ahora está usted completamente atormentado.

Esa frase se me escapó involuntariamente.

-¿Ahora? ¿Atormentado? - repitió parándose delante de mí en una especie de

perplejidad.

De pronto, una sonrisa tranquila, pensativa y prolongada, iluminó su rostro. A

continuación, completamente vuelto en sí, cogió de encima de la mesa una carta sacada

de su sobre. y la lanzó ante mí:

-¡Toma, lee! Debes saberlo todo absolutamente... ¿Por qué me has dejado rebuscar

durante tanto tiempo en estas viejas tonterías? ¡No he hecho más que ensuciar a irritar mi

corazón!

No sabría expresar mi asombro. Aquella carta le había sido dirigida por ella hoy

mismo, y había llegado a eso de las cinco de la tarde. La leí, casi temblando de emoción.

No era larga, pero estaba escrita con tanta franqueza y sinceridad, que, mientras la leía,

me parecía verla a ella misma enfrente de mí y oír sus palabras. De manera perfectamente

verídica (y por consiguiente casi conmovedora), ella le confesaba su temor y a

continuación le suplicaba «que la dejase en paz». Al terminar, le informaba que ahora iba

a casarse definitivainente con Bioring. Hasta entonces, ella nunca le había escrito.

Y he aquí ahora lo que comprendí por las explicaciones de él.

No había hecho más que leer esa carta cuando sintió de pronto en sí mismo un

fenómeno totalmente inesperado: por primera vez en aquellos dos años fatales no

experimentaba el menor odio hacia ella ni la menor emoción, como en el momento en

que, hacía todavía poco, había « perdido la cabeza» al escuchar solamente el nombre de

Bioring. «Por el contrario, le he enviado mi bendición con la mayor cordialidad», me dijo

con un sentimiento profundo. Escuché aquellas palabrás con admiración. De esa forma,

todo lo que había en él de pasión, de sufrimiento, había desaparecido de golpe de él

mismo, como un sueño, como una obsesión de dos años. Asombrado de sí mismo, se

había apresurado a ir a casa de mamá y había entrado en el instante preciso en que ella

pasaba a ser una mujer libre y en que el anciano que se la había legado la víspera acababa

de morir. Aquellas dos coincidencias lo habían trastornado. Un momento después, se

lanzó a buscarme, y no olvidaré jamás el hecho de que tan rápidamente hubiese pensado

en mí.

No olvidaré tampoco el fin de aquella velada. Aquel hombre se halló, una vez más y

súbitamente, todo transformado. Nos quedamos juntos hasta bien entrada la noche. El

efecto que nos produjo aquella «nueva» lo diré más adelante, cuando llegue la hora; de

momento, me limitaré a algunas palabras de conclusión sobre él. Al reflexionar hoy,

comprendo que lo que más me sedujo entonces fue esa especie de humildad ante mí, esa

sinceridad tan verdadera delante de un mocoso de mi especie. « ¡Era una ceguera, pero

ceguera bendita! - exclamó él -. Sin esta ceguera, tal vez nunca habría podido volver a

encontrar en mi corazón, tan completamente y para siempre, a mi sola reina, a mi mártir,

a tu madre.» Estas palabras entusiastas que se le escaparon irresistiblemente, las anoto

con particular empeño, en previsión de lo que seguirá. Pero entonces, él se apoderó de mi

alma y triunfó completamente.

Me acuerdo de que al final teníamos una alegría loca. Hizo traer champaña, y bebimos

a la salud de mamá y «por el porvenir». Él estaba tan lleno de vida, tan dispuesto a vivir...

Pero, si estábamos locamente alegres, no era a causa del vino: no habíamos bebido más

que dos copas cada uno. No sé por qué, pero al final reíamos sin poder contenernos. Nos

pusimos a hablar de cosas indiferentes; él contó anécdotas; yo, también. Esas risas y esas

anécdotas eran perfectamente inocentes, de ninguna manera burlonas, pero nos alegraban.

Él no quería soltarme: « ¡quédate, quédate todavía! », repetía, y yo me quedaba. Incluso

salió para acompañarme; la noche era espléndida, helaba ligeramente.

-Dígame: ¿le ha contestado usted ya? - pregunté de pronto, completamente de

improviso, apretándole la mano por última vez, en una encrucijada.

-No, todavía no. Pero es igual. Ven mañana, ven más pronto... ¡Ah!, una cosa todavía:

abandona completamente a Lambert y rompe el «documento» lo antes posible. ¡Adiós!

Dicho esto, se fue rápidamente; me quedé clavado en el sitio y tan turbado que no me

atreví a llamarlo. La palabra «documento» me había impresionado sobre todo: ¿por quién

se habría enterado, y en términos tan precisos, sino por Lambert? Volví a casa con una

extrema turbación. Una idea me atravesó el cerebro: ¿cómo podía ser aquello de que una

«obsesión de dos años» hubiese desaparecido como un sueño, como una humareda, como

una visión?

 

CAPÍTULO IX

I

Me desperté por la mañana más fresco y mejor dispuesto. Me reproché incluso,

involuntaria y cordialmente, una cierta ligereza y la especie de altivez con las que, me

acordaba, había escuchado la víspera ciertos pasajes de su «confesión». A veces había

sido desordenada, algunas revelaciones eran un tanto vagas y hasta incoherentes; pero ¿se

había él preparado para un discurso de orador cuando me invitó a su casa? Sólo me había

hecho un gran honor al dirigirse a mí como a su único amigo en un momento semejante,

y jamás yo podría olvidar aquello. Por el contrario, su confesión era «conmovedora»,

aunque él tuviera que burlarse de ese calificativo, y si a veces contenía elementos cínicos

o incluso un poco ridículos, yo era lo bastante ancho de miras para comprender o admitir

el realismo, sin, por otra parte, manchar el ideal. Sobre todo, yo había comprendido por

fin a aquel hombre y estaba un poco molesto y despechado por el hecho de que hubiera

sido una cosa tan sencilla: a aquel hombre yo lo había instalado siempre en mi corazón, a

una altura extrema, en las nubes; me era preciso absolutamente revestir su destino de

misterio, y deseaba, como es natural, que ese misterio no se descubriese de una manera

tan fácil. Por otra parte, en su encuentro con ella y en sus dos años de sufrimiento, había

también bastantes cosas complicadas: «él no había querido la fatalidad; el tenía necesidad

de libertad, y no de la servidumbre del destino; era esa servidumbre del destino lo que lo

había obligado a ofender a mamá, que lo esperaba en Koenigsberg... Además, ese

hombre, en todo caso, era para mí un predicador: llevaba en su corazón la edad de oro y

conocía el porvenir del ateísmo. ¡Pues bien, su encuentro con ella lo había roto todo, todo

lo había deformado! ¡Oh!, desde luego, yo no la traicioné, pero sin embargo tomé partido

por él. Mamá, por ejemplo, razonaba yo, no habría turbado nada en su destino, ni siquiera

casándose con él. Yo to comprendía; era completamente diferente de su encuentro con la

otra. Sin duda, mamá no le habría dado ni siquiera la calma, pero incluso era mejor así:

esos hombres deben ser juzgados de otra manera, su vida será siempre así; no hay en eso

nada de monstruoso; al contrario, la monstruosidad sería que encontrasen la calma o, en

general, que llegasen a ser parecidos a todos los hombres mediocres-- Su elogio de la

nobleza y su frase: «Moriré siendo gentilhombre» no me turbaban to más mínimo: yo

comprendía de qué clase de gentilhombre se trataba; el que da todo y se hace el

anunciador del ciudadano del universo y de la gran idea rusa de la «reunión universal de

las ideas». Todo aquello eran tal vez tonterías, quiero decir «la reunión universal de las

ideas» (que es evidentemente indispensable), pero de todas formas estaba ya bien el que

se hubiese dedicado toda su vida a la idea y no al estúpido becerro de oro. ¡Dios mío!,

pero yo, desde que concebí mi «idea», ¿es que me he inclinado ante el becerro de oro, es

el dinero to que yo necesitaba? ¡Lo juro, yo no tenía necesidad más que de la idea! ¡Lo

juro, no habría tapizado ni una sola silla ni un solo diván de terciopelo y habría comido,

con cien millones, el mismo plato de sopa que hoy!

Me vestí. y me sentí irresistiblemente impulsado hacia él. Añadiré: con respecto a su

alusión de la víspera al «documento», yo estaba también cinco veces más tranquilo que la

noche anterior. Primeramente, esperaba explicarme con él; después, si Lambert se había

insinuado también con él y le había hablado de algo, ¿que mal había en eso? Pero mi

principal alegría estribaba en una sensación extraordinaria; era la idea de que ahora «él ya

no la quería»; yo tenía de eso una persuasión absoluta y sentía que era un peso espantoso

del que se había librado mi corazón. Me acuerdo incluso de una suposición que me

atravesó entonces el cerebro: la monstruosidad y la absurdidad de su última y furiosa

ocurrencia al recibir la noticia de Bioring, y el envío de su carta injuriosa; ese exceso

había podido ser el anuncio y la anticipación de un cambio radical en sus sentimientos y

de un pronto retorno al buen sentido; debía de ser, me decía yo, poco más o menos como

en una enfermedad, y tenía que llegar al punto opuesto: ¡un episodio médico y nada más!

Esa idea me hacía dichoso.

«Y ahora, que ella disponga de su destino como Dios le dé a entender, que se case con

su Bioring todas las veces que quiera, pero por lo menos que él, mi padre, mi amigo, no

la ame ya», exclamaba yo para mis adentros. Por lo demás en mis propios sentimientos

había un cierto misterio, pero aquí, en estos recuerdos, no tengo ganas de seguir

insistiendo sobre eso.

Basta ya de esto. Ahora contaré todos los horrores que se siguieron y toda la

complicación de los hechos, esta vez sin reflexiones de ninguna clase.

 

 

II

A las diez de la mañana, cuando me disponía a salir (para ir a casa de él, naturalmente)

apareció Daria Onissimovna. Le pregunté alegremente si era que venía de parte de él y

tuve el disgusto de enterarme que no venía de ninguna manera de parte de él, sino de

parte de Ana Andreievna, y que ella, Daria Onissimovna, «había salido del piso al romper

el día».

-¿De qué piso?

-¿De cuál va a ser? Del de ayer. Del apartamiento de ayer; el del niñito; está alquilado a

mi nombre, pero es Tatiana Pavlovna la que paga...

-¡Eso me tiene sin cuidado! - la interrumpí, molesto -. Pero él, ¿está él en casa? ¿Lo

encontraré allí?

Me asombré al enterarme de que había salido todavía más ternprano que ella; o sea, que

ella había salido «con el día», y él todavía antes.

-¿Y ahora, puede haber vuelto?

-No, seguramente no ha vuelto, y quizá no volverá nunca - sentenció, mirándome con

sus agudos y astutos ojos, que no apartaba de mí un solo momento, lo mismo que en la

visita ya referida, cuando yo estaba en la cama, enfermo.

Lo que más rabia me daba, sobre todo, eran esos misterios y esas estupideces que

reaparecían: decididamente, esta gente no podía pasarse sin misterio y astucia.

-¿Por qué dice usted que seguramente no volverá? ¿Qué quiere decir con eso? ¡Ha ido a

casa de mi madre, eso es todo!

-No sé.

-Pero usted, ¿para qué ha venido usted?

Me declaró que, de momento, venía de casa de Ana Andreievna y que ésta me invitaba

y me esperaba precisamente ahora mismo; si no, «será demasiado tarde». Una vez más,

esa frase enigmática me hizo salir de mis casillas.

-¿Por qué demasiado tarde? ¡No quiero ir allí y no iré! ¡No me dejaré dar órdenes una

vez más! ¡Me importa tres pitos Lambert, dígaselo, y añada que, si me envía a su Lam-

bert, lo pondré de patitas en la calle y de mala manera! ¡Dígaselo así!

Daria Onissimovna se quedó espantada.

-¡Oh, no, no! - dijo, dando un paso hacia mí, juntando las manos y casi suplicándome -,

¡no se precipite usted! La cosa es grave, incluso muy grave para usted, para ellos tam-

bién, para Andrés Petrovitch, para su mamá, para todo el mundo... Vaya usted a ver

inmediatamente a Ana Andreievna, porque ella no puede estarlo esperando mucho

tiempo... Se lo aseguro por mi honor... Luego, usted podrá tomar una decisión.

La miré con sorpresa y con repugnancia.

-¡Tonterías, no pasará absolutamente nada, no iré! - exclamé con obstinación -y

malignidad -. ¡Ahora, ya ha cambiado todo! ¿Puede usted comprenderlo? Adiós, Daria

Onissimovna, no iré, lo hago aposta, y aposta no quiero hacerle ninguna pregunta. Me

haría usted perder la cabeza. No quiero meter la nariz en sus enigmas.

Pero, como ella no se iba y se quedaba a11í plantada, cogí mi pelliza y mi gorro y salí,

dejándola en medio de la habitación. En mi habitación no había ni cartas ni papeles, y yo

casi nunca la cerraba con llave al salir. Pero no había llegado aún a la puerta de la calle

cuando mi casero, Pedro Hippolitovitch, sin sombrero y sin abrigo, echó a correr detrás

de mí.

-¡Arcadio Makarovitch! ¡Arcadio Makarovitch!

-¿Qué le pasa a usted ahora?

-¿No time usted ninguna orden que darme al marcharse?

-No

Me miró con mirada penetrante y llena de inquietud.

-En cuanto al cuarto, por ejemplo.

-¿Cómo en cuanto al cuarto? ¡Ya le he entregado el dinero del mes!

-Pero no, si no se trata de dinero - dijo él, sonriendo de pronto con una ancha sonrisa y

atravesándome con la mirada.

-Pero, ¿se puede saber qué les pasa a todos ustedes? -grité, casi lleno de rabia -. ¿Qué

quiere usted ahora?

Aguardó algunos segundos, como si siguiera esperando algo de mí.

-Bueno, ya me lo dirá usted más tarde... puesto que ahora no está de buen humor -

refunfuñó él, sonriendo todavía más marcadamente -. Bueno, váyase, también yo tengo

que irme a la oficina.

Subió la escalera corriendo. Naturalmente, todo aquello daba que pensar. Me propongo

no descuidar ningún detalle de todas estas pequeñas cosas absurdas del momento, porque

cada una entró más tarde en el ramillete definitivo y encontró allí su lugar, como el lector

podrá persuadirse de ello, es la verdad pura. Si yo estaba tan trastornado y tan irritado,

era porque acababa de encontrar en sus palabras ese tono de intriga y de enigma del que

me daba asco y que me recordaba el pasado. Pero prosigo.

Versilov no estaba en su casa: se había marchado, en efecto, al romper el día. «Estará

seguramente en casa de mamá», pensé obstinándome. No le pregunté nada a la nodriza,

una buena mujer bastante tonta; no había nadie más en el piso. Corrí a casa de mamá y, lo

confieso, con una inquietud tal, que a mitad de camino cogí un coche. En casa de mamá,

no había aparecido desde el día anterior por la tarde. Con ella no estaban más que

Tatiana Pavlovna y Lisa. En el momento en que yo entraba, Lisa se disponía a salir.

Seguían estando arriba, en mi «ataúd». En el salón, abajo, Makar Ivanovitch estaba

estirado sobre la mesa, y un viejo desconocido leía a su lado el Salterio. Ya no describiré

nada de lo que no se refiera directamente al asunto. Solamente haré constar que el féretro,

que estaba ya hecho y que se encontraba allí, en la habitación, no era vulgar: aunque

negro, estaba tapizado de terciopelo, y la tela que recubría el cuerpo era de valor: lujo que

apenas cuadraba con el anciano ni con sus convicciones; pero tal había sido el deseo

imperioso de mamá y de Tatiana Pavlovna.

Naturalmente, yo no esperaba hallarlas alegres; pero de golpe me impresionaron la pena

abrumadora, la inquietud y la preocupación que leí en sus ojos, y deduje al punto que

«había seguramente otra cosa además del muerto». Todo eso, lo repito, es cosa de la que

me acuerdo perfectamente.

A pesar de todo, abracé tiernamente a mamá y en seguida le pregunté por él.

Instantáneamente, una curiosidad alarmada se encendió en sus ojos. Añadí

apresuradamente que habíamos pasado la velada juntos hasta bien entrada la noche, pero

que hoy él no estaba en casa, de donde había salido al rayar el día, siendo así que él

mismo me había invitado la víspera, al separarnos, a que fuera a buscarlo lo antes posible.

Mamá no respondió nada, pero Tatiana Pavlovna, aprovechando una ocasión, me

amenazó con el dedo.

-¡Hasta la vista, hermano! - dijo de improviso Lisa, saliendo rápidamente del tabuco.

Desde luego, la alcancé, pero ya antes ella se había detenido en la puerta de la calle.

-Ya pensaba yo que se te ocurriría bajar - dijo en un susurro rápido.

-¿Qué sucede, Lisa?

-Tampoco yo sé nada; pero ocurren muchas cosas. Seguramente es el desenlace de esta

«eterna historia». Él no ha venido, pero ellas tienen noticias de él. No, te contarán nada,

estáte tranquilo, y no les preguntes tú tampoco, si tienes un poco de juicio. Pero mamá

está muerta. Yo, por mi parte, tampoco he preguntado nada. ¡Hasta la vista!

Abrió la puerta.

-¡Lisa!, ¿y tú, no sabes tú nada?

Y brinqué en seguimiento de ella por el vestíbulo. Su semblante terriblemente fatigado,

desesperado, me traspasaba el corazón. Me miró no con cólera, pero casi con

encarnizamiento, soltó una risa amarga a hizo un gesto de desesperación:

--¡Y aunque hubiera muerto, tanto mejor!-me lanzó desde la escalinata, al marcharse.

Quería referirse al príncipe Sergio Petrovitch, el cual e5staba entonces acostado con

fiebre y sin conocimiento. «¡La eterna historia! ¿Qué eterna historia?», pensé con

irritación, e inmediatamente me entraron ganas de contarles al menos una parte de mis

impresiones de la víspera, después de su confesión nocturna, y la confesión misma.

«Están formándose sobre él sabe Dios qué ideas perversas: ¡pues bien, que lo sepan todo!

» He ahí el pensamiento que me atravesó el cerebro.

Me acuerdo de que empecé mi. relato con mucha destreza. Inmediatamente, una loca

curiosidad se marcó en sus rostros. Por una vez, la misma Tatiana Pav1ovna bebía mis

palabras; mamá estaba más reservada; estaba muy grave, pero una sonrisa ligera,

admirable, aunque absolutamente desesperada, iluminó su rostro y permaneció allí casi

hasta el final del relato. Naturalmente yo hablaba bien, aun sabiendo que para ellas

resultaba poco más o menos ininteligible. Con gran asombro por mi parte, Tatiana

Pavlovna no refunfuñó, no pidió precisiones, no me tendió trampas, como hacía siempre

que yo me ponía a hablar. Se limitaba a apretar los labios de cuando en cuando y a

entornar los ojos, como para esforzarse en comprender. Había veces en que incluso me

parecía que lo captaban todo, pero era casi imposible. Por ejemplo, hablé de las

convicciones de él, sobre todo de su entusiasmo por mamá, de su amor por mamá, conté

cómo había besado su retrato... Al escucharme, ellas cambiaban en silencio miradas

rápidas; mamá enrojeció de la cabeza a los pies. Por lo demás, las dos continuaron sin

decir nada. Luego... luego, naturalmente no pude, delante de mamá, referirme al punto

esencial, es decir, al encuentro de él con la otra y su « resurrección» moral después de

aquella carta; ahora bien, aquello era lo esencial, de forma que todos los sentimientos de

él de la víspera, con los que tanto yo esperaba alegrar a mamá, quedaron, lógicamente,

incomprendidos, y no por culpa mía, porque todo lo que era posible contar, lo conté muy

bien. Cuando terminé, estaba absolutamente turbado; su silencio no se había

interrumpido, y yo me encontraba muy incómodo con ellas.

-Seguramente, ya habrá vuelto. Quizá esté en mi casa esperándome.

-Pues bien, ve, ve - me animó Tatiana Pavlovna, categórica.

-¿Has estado en la habitación de abajo? .- me preguntó mamá en un susurro.

-Si, le he hecho mi reverencia y he rezado por él. ¡Qué rostro tan tranquilo y tan bello

tiene, mamá! Gracias por no haber ahorrado nada para el féretro. Al principio, eso me

pareció un poco raro, pero inmediatamente comprendí que yo habría hecho lo mismo.

-¿Vendrás mañana a la iglesia? - preguntó, y sus labios temblaron.

-¿Qué le pasa a usted, mamá? - me asombré -. También hoy iré al oficio, y volveré a

venir: y además... mañana es el cumpleaños de usted, mamá, mamá querida. A él sólo le

han faltado tres días para llegar a esta fiesta.

Me fui, presa de un asombro doloroso: ¡qué pregunta tan rara! ¡Decirme si iba a ir o no

a la iglesia! Y si se han preocupado tanto por mí, ¿qué piensan entonces de él?

Sabía que Tatiana Pavlovna correría detrás de mí, y me detuve aposta en el umbral. Ella

me alcanzó en efectó, pero me empujó con la mano hasta la escalera, salió detrás de mí y

cerró la puerta.

-¡Tatiana Pavlovna!, ¿es que no esperan ustedes a Andrés Petrovitch ni hoy, ni siquiera

mañana? Estoy asustado...

-¡Cállate! ¡Asustarte tú, vaya una novedad! Habla: tú no lo has dicho todo al contar esas

historias de lo que ocurrió ayer, ¿verdad?

No juzgué necesario disimular, y, casi molesto con Versilov, le conté todo el asunto de

la carta de Catalina Nicolaievna y el efecto producido, es decir, su resurrección a una

nueva vida. Con gran sorpresa por mi parte, vi que el hecho de la carta no le extrañaba lo

más mínimo, y comprendí que ya ella estaba advertida.

-¿Mientes?

-No, no miento.

-¿Y pretendes - sonrió pérfidamente, como reflexionando - que él ha resucitado? ¡No

faltaba más que eso! ¿Es verdad que ha besado el retrato?

-Es verdad, Tatiana Pavlovna.

-¿Lo ha besado con sentimiento, no ha sido una cosa fingida?

-¡Una cosa fingida! ¿Es que él finge alguna vez? Debería usted avergonzarse, Tatiana

Pavlovna; tiene usted el alma grosera, un alma de mujer.

Lo dije con calor, pero ella hizo como si no me hubiese oído: estaba nuevamente

sumida en sus pensamientos, a pesar del frío que reinaba en la escalera. Por mi parte,

llevaba la pelliza, mientras que ella no tenía puesto más que su vestido.

-Te confiaré una cosa, solamente que es una lástima que seas tan idiota - profirió con

désprecio y como fastidiada -. Escucha un momento, ve a casa de Ana Andreievna, y

mira lo que pasa a11í, en las habitaciones de ella... O más bien, no, no vayas; ¡no dejarás

de ser siempre un imbécil! Vamos, vete, ¿qué haces ahí, plantado como un poste?

-¡Oh, no! No iré a casa de Ana Andreievna. Y sin embargo Ana Andreievna me ha

mandado llamar.

-¿Ella? ¿Por medio de Daria Onissimovna?

Y se volvió bruscamente hacia mí; estaba ya a punto de irse y de abrir la puerta, pero la

volvió a cerrar.

-¡Por nada en el mundo iré a casa de Ana Andreievna! - repetí con placer -. Y no iré,

porque se me acaba de tratar de imbécil, siendo así que nunca he estado tan penetrante

como hoy. Todas esas historias de ustedes, las comprendo ahora de pe a pa. De todas

formas no iré a casa de Ana Andeievna.

-¡Ya lo sabía yo! - exclamó ella, pero sin responder a lo que yo le había dicho,

prosiguiendo sus reflexiones -. Ahora la van a amarrar y a meterla en el saco.

-¿A Ana Andreievna?

-¡Idiota!

-Entonces, ¿de quién habla usted? ¿De Catalina Nicolaievna? ¿Qué saco?

Yo estaba terriblemente asustado. Una idea vaga, pero espantosa, me atravesaba el

alma. Tatiana me lanzó una mirada penetrante:

-Y a ti, ¿qué te importa eso? - preguntó «de repente -¿Qué papel desempeñas tú en todo

esto? También he oído hablar de ti. ¡Ten cuidado!

---Escuche, Tatiana Pavlovna. Le contaré a usted un secreto terrible, pero no ahora, no

tengo tiempo: mañana, a solas. Solamente dígame ahora mismo toda la verdad, y de qué

saco se trata... porque estoy~ temblando de la cabeza a 1os pies...

-¡Me importa un comino que tiembles! - exclamó ella -. ¿Qué es ahora ese misterio que

quieres contarme mañana? Vamos, dilo francamente, ¿no sabes nada? -y fijó sobre mí

una mirada interrogativa -. ¿Es que no le juraste entonces que habías quemado la carta de

Kraft?

-Tatiana Pavlovna, se to repito, no me atormente - continué a mi vez, sin responder a su

pregunta porque yo estaba fuera de mí -, ponga usted atención, Tatiana Pavlovna: a causa

de lo que usted me oculta puede suceder todavía algo peor... ¡Ayer él estaba en plena

resurrección!

-¡Vete al diablo, farsante! Tú estás enamorado, tú también, como un pierrot. ¡El padre y

el hijo, enamorados de una misma persona! ¡Uf, qué asquerosos!

Desapareció, haciendo retemblar la puerta de indignación. Furioso por el cinismo

desvergonzado, impúdico, de sus últimas palabras, ese cinismo del que sólo puede ser

capaz una mujer, me marché profundamente ofendido. Pero no contaré mis turbadas

impresiones: he dado palabra de eso; no contaré más que los hechos, que, ahora, darán la

clave de todo. Naturalmente, fui otra vez en un salto a casa de él y otra vez me enteré por

la nodriza de que no había vuelto.

-¿Y no volverá?

-¡Dios lo sabe!

 

III

¡Los hechos, los hechos...! Pero, ¿es que el lector comprende algo de esto? Me acuerdo

de hasta qué punto, yo mismo, estaba entonces aplastado por aquellos mismos hechos,

que no llegaba a comprender, tanto, que al final de la jornada la cabeza me daba vueltas,

literalmente. Por eso, en dos o tres palabras, anticiparé los acontecimientos.

He aquí en qué eonsistían todos mis tormemos: si la víspera él había resucitado y había

dejado de amarla, en ese caso, ¿dónde debía él de estar hoy? Respuesta: ante todo, en mi

casa, a verme a mí, a quien había abrazado la víspera, a inmediatamente a continuación

en casa de mamá, cuyo retrato había besado. Pues bien, en lugar de esas dos visitas

lógicas, resultaba que había salido de casa «con el día» y había desaparecido no se sabía

dónde, y Daria Onissimovna opinaba que sin duda no volvería. Hay más: Lisa hablaba

del desenlace de una «eterna historia», aseguraba que mamá tenía ciertos informes sobre

él, más recientes todavía; además se sabía lo de la carta de Catalina Nicolaievna (yo lo

había notado), y a pesar de todo no se creía en su «resurrección a una nueva vida»,

aunque me hubiesen escuchado atentamente. Mamá estaba destrozada, y Tatiana

Pavlovna sonreía pérfidamente ante aquella palabra de «resurrección». Pero entonces,

¡entonces era que durante la noche había tenido otra revolución, una nueva crisis, y eso

después de su entusiasmo de ayer, de su enternecimiento, de su emoción! Así, pues, toda

esa « resurrección» había estallado como una pompa de jabón. Y tal vez ahora estaba

dominado por la misma rabia que había tenido después de la noticia de Bioring.

Entonces, ¿qui iba a ser de mamá, de mí, de nosotros todos y... qué iba a ser en fin de

ella? ¿De qué «saco» hablaba Tatiana al enviarme a casa de Ana Andreievna? ¿Era

entonces a11í donde se encontraba ese «saco», en casa de Ana Andreievna? ¿Y por qué

en casa de Ana Andreievna? Desde luego corrí a casa de Ana Andreievna. Había sido

aposta, por despecho, por lo que dije que no iría; ahora corrí a11á. Pero, ¿qué es lo que

dijo Tatiana del «documento»? ¿No fue él quien me dijo ayer: « Quema el documento,»?

Tales eran mis pensamientos. He ahí lo que me ahogaba. Pero sobre todo yo tenía

necesidad de él. Con él, lo habría resuelto todo en un abrir y cerrar de ojos, lo presentía;

nos habríamos comprendido con medias palabras. Yo le habría cogido las manos, se las

habría apretado; habría encontrado en mi corazón palabras calurosas, pensaba yo a pesar

de mí mismo. ¡Habría triunfado de su locura...! Pero, ¿dónde estaba él? ¿Dónde estaba?

¡No me faltaba más, en momento semejante, que encontrarme con Lambert, hallándome

yo tan acalorado! Me faltaban unos pasos para llegar a la casa cuando, de repente, tropecé

con Lambert. Lanzó gritos de alegría al verme y me cogió por la mano.

--Es la tercera vez que he estado en tu casa.:. enfin! Vamos a almorzar.

- -¡Espera! ¿Vienes de mi casa? ¿No está allí Andrés Petrovitch?

-No, no hay nadie. ¡Déjalos a todos! ¡Imbécil, ayer te enfadaste; estabas borracho, y

tengo que hablarte seriamente; hoy me he enterado de noticias excelentes relativas a lo

que decíamos ayer. . . !

-Lambert - lo interrumpi, jadeante y apresurado, declamando ligeramente sin

proponérmelo -, si me he parado, es únicamente para acabar contigo de una vez para

siempre. Te lo dije ayer, pero te obstinas en no comprender. Lambert, eres un niño y

bruto como un francés, Te sigues figurando que estás en casa de Tuchard y que yo soy

tan tonto como en casa de Tuchard... Pero no soy tan tonto como en casa de Tuchard...

Ayer yo estaba borracho, no de vino, sino porque ya estaba excitado; si aprobé lo que tú

me decías, lo hice fingiendo, para saber cuáles eran tus pensamientos. Te engañaba, y tú

te alegraste y me creíste y continuaste charlando. Entérate, casarme con ella es una

tontería en la que no podría creer ni siquiera un alumno de preparatorio. ¿Cómo es

posible figurarse que haya creído yo? Sin embargo tú te lo has figurado. Y es que no se te

recibe en la buena sociedad y no sabes lo que pasa a11í. En su ambiente, en el gran

mundo, las cosas no ocurren con tanta facilidad. No es tan sencillo como tú crees el que

ella decida de pronto casarse conmigo... Ahora te diré claramente qué es lo que tú

quieres: quieres atraerme para hacerme beber, para que entregue el documento y participe

contigo en alguna canallada contra Catalina Nicolaievna. Pues bien, te equivocas, no iré

jamás a tu casa, y convéncete además de que mañana mismo o a lo más tardar pasado

mañana, ese papel estará en manos de ella, porque ese documento le pertenece, por. que

es ella quien lo escribió, y se lo devolveré personalmente, y si quieres saber cómo, pues

bien, entérate de que se lo devolveré por conducto y en casa de Tatiana Pavlovna y no le

reclamaré nada a cambio... Y ahora, ¡lárgate! De lo contrario, de lo contrario, Lambert,

me mostraré menos educado.

Terminado eso, me sacudió un gran temblor. La peor cosa, la costumbre más mala, una

costumbre que perjudica a cualquier hombre y en cualquier circunstancia, es la de

conducirse con afectación. ¿Qué diablo me impulsó a acalorarme ante él hasta el punto de

contarle, al acabar mi discurso y recalcando con complacencia las palabras y elevando la

voz más y más, ese detalle completamente superfluo de que entregaría el documento a

Catalina Nicolajevna por conducto de Tatiana Pavlovna y en casa de esta misma? Era un

brusco deseo que había tenido de dejarlo abrumado de estupor. Cuando hablé tan

crudamente del documento y me di cuenta en seguida de su estúpido espanto, me dieron

ganas de aplastarlo todavía más con la precisión de los detalles. Pues bien, esa charla

vanidosa de comadre fue luego causa de desgracias horribles, porque ese detalle

concerniente a Tatiana Pavlovna y a su alojamiento se grabó inmediatamente en su

espíritu de pillo y de hombre práctico en pequeños negocios; en los grandes y serios, era

nulo y no comprendía nada, pero para esos detalles tenía siempre buen olfato. Si yo no

hubiese mencionado a Tatiana Pavlovna, muchas desgracias no habrían ocurrido. Sin

embargo, después de haberme escuchado, al principio se mostró totalmente aturdido.

-Escucha - farfulló ---, Alphonsine.. . Alphonsine cantará... Alphonsine ha estado en

casa de ella; escucha, tengo una carta, casi una carta, en la que Akhmakova habla de ti;

me la há procurado el picado de viruelas, tú te acuerdas de él. Ya verás, ya verás, vamos

a11á.

--Estás mintiendo, enséñame la carta.

-Está en casa, la tiene Alphonsine, vamos a11á.

Naturalmente, en su miedo a que me escapase de él, mentía, deliraba; pero lo abandoné

de repente en medio de la calle, y, como pareciera dispuesto a seguirme, me detuve y lo

amenacé con el puño. Tuvo un momento de vacilación que me permitió escabullirme:

quizá un nuevo plan germinaba ya en su cabeza. Pero para mí no habían acabado las

sorpresas y los encuentros. Cuando me acuerdo de aquel día de desgracias, me parece

siempre que esas sorpresas y esos encuentros imaginados se dieron cita para derramarse

sobre mí desde no sé qué maldito cuerno de la abundancia. Apenas había abierto la puerta

de mi alojamiento cuando me tropecé, en la antecámara, con un joven de alta estatura, de

rostro ovalado y pálido, de aire importante y «distinguido», vestido con una maravillosa

pelliza. Tenía lentes; pero, en cuanto me divisó, se los quitó (sin duda por cortesía) y,

levantando cortésmente con la mano su sombrero de copa, pero sin detenerse, me dijo

con una sonrisa delicada: «Ah!, bonsoir!» Luego llegó a la escalera. Nos habíamos

reconocido inmediatamente, aunque yo no lo hubiera visto más que una vez, de pasada,

en Moscú. Era el hermano de Ana Andreievna, el chambelán, el joven Versilov, hijo de

Versilov, y por consiguiente casi hermano mío. Iba acompañado por la casera (el marido

de ésta aún no había vuelto de la oficina). Una vez él se hubo marchado, me lancé sobre

ella:

-¿Qué hacía ése aquí? ¿Estaba en mi habitación?

-No, no, en su habitación no. Es a mí a quien ha venido a verme - cortó ella rápida y

secamente, y me volvió la espalda.

-¡No, esto no se quedará así! - exclamé -. Haga el favor de responderme: ¿qué ha

venido a hacer aquí?

-¡Ah, Dios mío!, ¿es que va a haber que contarle a usted por qué viene aquí gente? Creo

que también nosotros podemos tener nuestros asuntos. Ese joven quizá ha venido para

pedirme prestado dinero, para pedirme una dirección. Quizá yo se lo había prometido la

última vez...

-¿Cómo la última vez?

-¡Ah, Dios mío!, ¡pues no es la primera vez que viene!

La mujer se alejó. Yo había cornprendido que en la casa estaba cambiando el tono: se

ponían ahora a decirme groserías, ¡Otro secreto más! Los secretos se acumulaban a cada

paso, a cada hora. La primera vez, el joven Versilov había venido con su hermana, Ana

Andreievna, mientras que yo estaba enfermo; me acordaba de aquello muy bien, como asi

mismo de que Ana Andreievna había dejado escapar la víspera una frasecita asombrosa:

que tal vez el viejo príncipe se quedaría en mi casa... Pero todo aquello era tan confuso y

tan anormal, que yo no podía comprender casi nada. Me di una palmada en la frente y, sin

sentarme siquiera para descansar, corrí a casa de Ana Andreievna; no estaba en su casa,

pero el portero me dijo que había salido para Tsarskoie; no volvería hasta el día siguiente,

poco más o menos a la misma hora,

¡A Tsarskoie! ¡Seguramente a casa del viejo príncipe, y su hermano inspecciona mi

alojamiento! ¡No, es imposible!

Rechiné los dientes: ¡y si en efecto hay en eso una amenaza, defenderé a «la pobre

mujer»!

Desde la casa de Ana Andreievna no volví a la mía, porque de repente en mi inflamado

cerebro surgió el recuerdo de la taberna donde Andrés Petrovitch tenía la costumbre de

refugiarse en sus horas de tristeza. Muy contento por aquella idea, corrí a11í

inmediatamente; eran ya más de las tres de la tarde y el sol declinaba. En el traktir me

dijeron que había venido: «Se quedó un momento y luego se marchó. Quizá vuelva.»

Decidí de pronto, con toda mi energía, que lo esperaría, y pedí que me sirvieran de

comer; por lo menos había una esperanza.

Comí, comí incluso más de la cuenta, para tener derecho a quedarme el mayor tiempo

posible, y creo que permanecí más de cuatro horas. No describo mi pena y mi

impaciencia febril. Todo en mí estaba sacudido y temblaba. Aquel organillo, aquellos

bebedores, todo aquel fastidio se imprimieron en mi alma, quizá para toda la vida. No

describo tampoco los pensamientos que se elevaban en mi cabeza como una nube de

hojas secas, en otoño, después de un huracán; era verdaderamente algo por ese estilo y, lo

confieso, sentía por momentos que la razón me abandonaba.

Pero lo que me atormentaba hasta el sufrimiento (dejando, naturalmente, a un lado el

sufrimiento principal) era una impresión tenaz, venenosa, tenaz como una mosca de

otoño, en la que no se piensa, pero que gira alrededor de uno, lo molesta y de pronto le

pica dolorosamente. No era más que un recuerdo, un acontecimiento del que no he

hablado todavía a nadie de este mundo. He aquí de to que se trata, porque, de todas

formas, es preciso que to cuente en alguna parte.

 

IV

En el momento en que, en Moscú, había quedado decidido que me trasladara a

Petersburgo, se me hizo saber por Nicolás Semenovitch que tenía que esperar el dinero

que me sería enviado para el viaje. No me preocupé en saber de quién procedería ese

dinero; yo sabía que era de Versilov, y como en aquella época, noche y día, yo soñaba,

con fuertes latidos del corazón y con planes ambiciosos, en mi encuentro con Versilov,

dejé completamente de hablar de eso en alta voz, incluso con María Ivanovna. Recuerdo

por otra parte que yo tenía también mi dinero para el viaje; pero decidí, a pesar de todo,

esperar: yo suponía que el dinero vendría por correo.

Ahora bien, un buen día, Nicolás Semenovitch, al entrar en casa, me declaró

(brevemente, según su costumbre, y sin insistir) que debía ir al día siguiente a la

Miasnitskaia, a las once de la mañana, a la casa y apartamiento del príncipe V-ski, y que

a11í el chambelán Versilov, hijo de Andrés Petrovitch, venido de Petersburgo y alojado

en casa de su camarada de Instituto el príncipe V-ski, me entregaría la suma enviada para

el viaje. La cosa parecía muy sencilla: Andrés Petrovitch muy bien había podido hacerle

ese encargo a su hijo, en lugar de enviar el dinero por correo; sin embargo, esa noticia me

ahogó y me espantó de manera poco natural. No cabía ninguna duda de que Versilov

quería hacer que yo entablara conocímiento con su hijo, mi hermano; de esa forma se

dibujaban las intenciones y los sentimientos del hombre con el que yo soñaba. Pero se

planteaba una pregunta colosal: ¿cómo iba yo a comportarme y cómo debería hacerlo, en

aquel encuentro totalmente inesperado, y cómo mi dignidad iba a salir parada?

Al día siguiente, a las once en punto, me presenté en casa del príncipe V-ski,. un

apartamiento de soltero, pero, por lo que me pareció, lujosamente amueblado, con criados

de librea. Me detuve en la antecámara. Del interior llegaban rumores de conversación

animada y risas: además del chambelán, el príncipe debía de tener otros invitados. Me

hice anunciar, y sin duda en términos bastante orgullosos: por lo menos, al retirarse, el

criado me miró de una manera extraña a incluso, por lo que me pareció, menos

respetuosamente de lo que habría convenido. Con gran asombro por mi parte, permaneció

bastante tiempo ausente, cerca de cinco minutos, y durante aquel rato se seguían oyendo

siempre las mismas risas y los mismos ecos de conversación.

Naturalmente, yo esperaba de pie, sabiendo muy bien que, al ser «un señor como es

debido», resultaba indecoroso, imposible, sentarme en la antecámara, donde se reunían

los criados. Por otra parte, yo no quería a ningún precio, por mi propia autoridad y sin

invitación particular, poner el pie en el salón, por orgullo; por orgullo refinado, es

posible, pero tenía que ser así. Me asombró ver que los criados que quedaban (dos) se

permitieron sentarse en presencia mía. Me volví para no notarlo y sin embargo me puse a

temblar con todo el cuerpo. De repente, dando media vuelta y dirigiendome a uno de los

criados, le ordené que fuera «inmediatamente» a anunciarme una vez más. A pesar de mi

mirada severa y de mi extremada excitación, el criado me miró perezosamente sin levan-

tarse, y fue el otro quien respondió por él:

-Ya han ido, no se preocupe.

Resolví seguir esperando un minuto solamente o incluso, si era posible, menos de un

minuto, y luego, marcharme. Yo estaba vestido muy correctamente: mi traje y mi abrigo

eran nuevos, mi ropa blanca, absolutamente impecable, María Ivanovna se había

preocupado especialmente de todo para aquella ocasión. Pero, en lo que se refiere a los

criados, me enteré de buena fuente, mucho después y ya en Petersburgo, que habían sido

informados la víspera, por un criado venido con Versilov, que iba a llegar « un fulano,

hermano natural y estudiante». Ahora lo sé a ciencia cierta.

El minuto transcurrió. Esa sensación singular que se experimenta cuando uno quiere

decidirse y no llega a hacerlo: « ¿marcharse o no, irse o no? », yo la sentía a cada

segundo casi estremeciéndome; de repente apareció el criado que había ido a anunciarme.

Traía en la mano, entre los dedos, cuatro billetes rojos, cuarenta rublos.

-Tenga, haga el favor de recoger estos cuarenta rublos.

Me puse a hervir. ¡Qué injuria! Toda la noche precedente yo había soñado en aquel

encuentro organizado por Versilov entre los dos hermanos; toda la noche me había

preguntado febrilmente cómo iba a comportarme para no dejarme enpequeñecer, no dejar

empequeñecer todo el ciclo de ideas que me había forjado en mi aislamiento y de las que

podia estar orgulloso en no importa qué ambiente. Pensaba hasta qué punto yo me

mostraría noble, orgulloso, y triste quizá, incluso en el ambiente del príncipe V-ski, cómo

sería de esa manera introducido directamente en aquel mundo. ¡Oh! ¡No silencio nada:

así es como hay que registrar el hecho, en sus menores detalles! ¡Y bruscamente, esos

cuarenta rublos, enviados por ün criado, en la antecámara, después de diez minutos de

espera, y directamente de la mano, de los dedos del criado, y no sobre una bandeja o en

un sobre!

Grité con tanta fuerza tras el criado, que éste tembló y retrocedió; le ordené

inmediatamente que se llevase su dinero:. « ¡Que me lo traiga su propio dueño! » En una

palabra, mi exigencia resultaba, como es lógico, incoherente y desde luego

incomprensible para el criado. Sin embargo, grité con tanta fuerza, que él volvió para

a11á. Además, mis gritos fueron oídos desde el salón, y las conversaciones y las risas

cesaron inmediatamente.

Casi al instante oí pasos, importantes, mesurados, afelpados, y la alta estatura de un

joven guapo y altivo (me parecíó entonces todavía más pálido y más esbelto que luego,

en el segundo encuentro) se mostró en el umbral, o más bien se detuvo algunos

centímetros antes de llegar al umbral. Llevaba un maravilloso batín de seda roja y

pantuflas y unos lentes. Sin decir palabra, dirigió sus lentes hacia mí y se puso a exa-

minarme. Como una bestia feroz, di un paso hacia él y me planté en una actitud. de

desafío, mirándolo fijamente. Pero no me examinó así más que un instante, no más de

diez segundos; de repente una burla imperceptible se esbozó en sus labios, y sin embargo

infinitamente ofensiva, ofensiva precisamente porque era casi imperceptible; dio media

vuelta en silencio y regresó al salón, sin apresurarse lo más mínimo, tan d:ulce y

regularmente como había venido. ¡Oh!, estos insolentes aprenden desde su infancia, en el

seno de su familia, de sus madres, a ofender a los demás. Naturalmente, perdí mi

presencia de espíritu... ¡Oh, si no la hubiese perdido!

Casi en el mismo instante, el mismo criado volvió con los mismos billetes en las

manos:

-Haga usted el favor de aceptar. Es un envío de Petersburgo. No se le puede recibir:

«En otro momento, quizá, cuando el señor esté más desocupado.»

Comprendí que estas últimas palabras las había agregado por su cuenta. Pero mi

turbación era cada vez mayor; cogí el dinero y me dirigí hacia la puerta; fue por turbáción

por lo que lo cogí, puesto que era preciso rechazarlo; pero el criado, deseando

naturalmente ofenderme, se permitió una verdadera salida de lacayo: bruscamente, abrió

delante de mí la puerta de par en par y, teniéndola muy abierta, pronunció gravemente y

recalcando las palabras, cuando pasé delante de él:

-Si hace usted el favor...

-¡Bribón! - grité levantando el brazo, pero sin dejárselo caer encima -, y tu dueño otro

tanto. Díselo inmediatamente - añadí, dirigiéndome rápidamente hacia la escalera.

-¡No tiene usted derecho! Si se lo contase todo inmediatamente al señor, el señor podría

hacerle conducir ahora mismo a la comisaría con una nota suya. En cuanto a

amenazarme, no tiene usted derecho...

Bajé la escalera. La escalera era lujósa, al descubierto, y desde arriba se me podía ver

de cuerpo entero mientras bajaba sobre la alfombra roja. Los tres criados salieron y se

colocaron en lo alto de la rampa. Naturalmente, decidí guardar silencio: ¿cómo disputar

con criados? Llegué abajo sin apresurar el paso y, creo, más bien retrasándolo.

¡Oh!, quizás hay filósofos (¡mal rayo los parta!) que dirán que éstas son tonterías,

irritación de mocoso; sea, pero para mí era y es una herida, una herida que todavía no está

cicatrizada, ni siquiera en el momento presente en que escribo y cuando todo esté ya

concluido a incluso vengado. ¡Oh! ¡Lo juro, lo juro! No soy rencoroso ni vengativo. Sin

duda, siempre tengo deseos, hasta un grado doloroso, de vengarme cuando se me ofende,

pero, lo juro, es solamente por generosidad. Devolver la ofensa con generosidad pero de

forma que el otro lo vea, lo comprenda, y heme así vengado. A este respecto, añadiré que

no soy vengativo, pero sí rencoroso, aunque generoso: ¿pasa lo mismo en los demás? El

caso es que, en aquella época, yo había ido a11í con sentimientos generosos, quizá ri-

dículos, sea, pero vale más ser ridículo y magnánimo que no ser ridículo siendo bajo,

vulgar y mediocre. De aquel ercuentro con mi « hermano» no le hablé a nadie, ni siquiera

a María Ivanovna, ni siquiera a Lisa en Petersburgo; ese encuentro equivalía a una

bofetada recibida vergonzosamente. Y he aquí que de pronto me tropezaba con aquel

caballero en el momento en que él menos me esperaba. Me sonríe, se quita el sombrero y

me dice de improviso amistosamente: «Bonsoir». Naturalmente, había motivos para estar

pensativo... Pero el caso era que la herida había vuelto a abrirse.

 

V

Después de más de cuatro horas pasadas en el traktir, me levanté de pronto aprisa y

corriendo, como presa de un ataque, naturalmente para ir a casa de Versilov, y natural-

mente no lo encontré a11í: no había vuelto en absoluto; la nodriza estaba preocupada y

me rogó al punto que mandase a llamar a Daria Onissimovna; ¡bueno estaba yo para

pensar en eso! Corrí también a casa de mamá, pero no entré, y llamé a Lukeria al

vestíbulo; ella me dijo que él no estaba a11í y que tampoco Lisa había vuelto. Vi que

Lukeria habría querido también hacerme una pregunta y quizás igualmente darme un

encargo; pero, ¡bueno estaba yo para pensar en eso! Quedaba una última esperanza: la de

si él habría ido a mi casa. Pero yo ya no lo creía así.

He advertido ya que poco más o menos había perdido la razón. Ahora bien, he aquí que

de improviso me encuentro en mi habitación a Alphonsine y a mi casero. Cierto es que

salían, y Pedro Hippolitovitch llevaba una vela en la mano.

-¿Qué significa esto? - le grité casi absurdamente al casero -. ¿Cómo se ha atrevido

usted a introducir a esa criatura en mi habitación?

-Tiens! - exclamó Alphonsine -. Et les amis?

-¡Fuera de aquí! - bramé.

-Mais c'est un ours! - y corrió por el pasillo con aire asustado, luego desapareció en un

abrir y cerrar de ojos en la habitación de la casera.

Pedro Hippolitovitch, con la vela todavía en la mano, se aproximó a mí con semblante

severo:

-Permítame hacerle observar, Arcadio Makarovitch, que se acalora usted demasiado.

Por mucho que lo respetemos, la señorita Alphonsine no es una criatura, ni muchísimo

menos. Está de visita no en casa de usted, sino en casa de mi mujer. Se conocen desde

hace ya algún tiempo.

-¿Y cómo se ha permitido usted introducirla en mi habitación? - repetí llevándome las

manos a la cabeza, que, casi de pronto, había empezado a dolerme de una manera

horrible.

-Pues por casualidad. Entré para cerrar la ventana, que había abierto para airear el

cuarto, y como proseguíamos con Alphonsine Carlovna nuestra cónversación anterior,

ella entró hablando en el cuarto de usted, únicamente para acompañarme.

-Es falso. Alphonsine es una espía, Lambert es un espía. Tal vez usted también es otro.

Y Alphonsine ha entrado en mi habitación para robar algo.

-Como a usted le plazca. Hoy dice usted una cosa, mañana otra. Pero he alquilado mis

habitaciones por algún tiempo, y mi mujer y yo nos trasladaremos al despacho; de forma

que Alphonsine Carlovna es ahora inquilina aquí, al menos con los mismos derechos que

usted.

-¿Es a Lambert a quien ha alquilado usted las habitaciones? - grité espantado.

-No, no a Lambert - sonrió con su larga sonrisa, en la que se leía por demás una cierta

firmeza substituyendo al embarazo de por la mañana -, y supongo que usted mismo sabe

a quién. Solámente que finge no saberlo nada más que para divertirse, y por eso es por to

que se molesta usted. ¡Buenas noches!

-¡Sí, sí, déjeme, déjeme tranquilo!

E hice un ademán, llorando casi, de forma que me miró asombrado; sin embargo, salió.

Le eché el cerrojo a la puerta y me tendí en la cama, la cabeza en la almohada. He aquí

cómo transcurrió para mí esta primera y terrible jornada, en las tres últimas jornadas

fatales que terminan mis memorias.

 

CAPÍTULO X

I

Pero, una vez más, anticiparé los acontecimientos: juzgo necesario dar ahora al lector

algunas aclaraciones, porque se han mezclado en el curso lógico de esta historia tantos

incidentes fortuitos, que, sin explicaciones previas, sería imposible saber a qué atenerse.

Se trataba de aquel «saco» del que había hablado Tatiana Pavlovna. Consistía en que Ana

Andreievna se había arriesgado, por fin, a dar el paso más osado que hubiera sido posible

imaginarse en su situación. ¡He ahí verdaderamente un carácter! Aunque el viejo

príncipe, bajo pretexto de su delicada salud, hubiese sido confinado en Tsarskoie-Selo, de

forma que la noticia de su proyectado casamiento con Ana Andreievna no había podido

propagarse por el gran mundo y había sido de momento, por así decirlo, ahogada en

germen, el débil anciano, del que se podía concebir todo, no habría consentido jamás, por

nada en el mundo, en abandonar su idea y en traicionar a Ana Andreievna, que le había

pedido que se casara con ella. En este aspecto era un caballero; tarde o temprano, podría

levantarse de repente y poner en ejecución su proyecto con una energía indomable, cosa

que sucede tan a menudo, precisamente en los caracteres débiles, porque hay un límite

más a11á del cual no conviene empujarlos. Además se daba cuenta perfectamente de la

situación delicada de Ana Andreievna, a la que respetaba infinitamente, así como de la

posibilidad de rumores, burlas y comentarios de mal gusto a cuenta de ella. La que lo

calmaba y lo detenía de momento, era únicamente que Catalina Nicolaievna no se había

permitido nunca, ni con palabras, ni por alusiones, emitir en su presencia una opinion

molesta sobre Ana Andreievna, ni manifestar nada contra su intención de casarse con

ella. Por el contrario, testimoniaba una alegría extrema, una extremada atención hacia la

novia de su padre. Ana Andreievna ae hallaba por tanto en una situación extremadamente

delicada, comprendiendo muy bien, con su olfato de mujer, que si arriesgaba el menor

ataque contra Catalina Nicolaievna, ante la cual el príncipe estaba también en adoración,

hoy incluso más que nunca, y justamente porque ella le había permitido tan generosa y

respetuosamente pensar en casarse, ofendería sus sentimientos más delicados y

despertaría en él una gran descon. fianza respecto a ella a incluso tal vez indignación.

Era, pues, en ese campo donde se desarrollaba de momento la batalla: las dos rivales

parecían competir entre ellas en delicadeza y paciencia, y el príncipe, en definitiva, no

sabía cuál de las dos era más admirable. Según la costumbre de todos los hombres

débiles, pero de corazón tierno, acabó por sufrir y por acusarse a sí mismo de todo. Su

melancolía, se dice, llegó hasta la enfermedad; sus nervios se vinieron abajo, y, en lugar

de dirigirse a Tsarskoie, estuvo, se aseguraba, a punto de meterse en cama.

Anotaré aquí entre paréntesis una cosa de la que no me he enterado sino mucho tiempo

después: Bioring le había propuesto con entera franqueza a Catalina Nicolaievna trasladar

al anciano al extranjero, preparándolo para eso con cualquier ardid, haciendo correr

secretamente por el gran mundo el rumor de que había perdido totalmente la razón; tras

de lo cual, en el extranjero, sería fácil obtener un certificado de los médicos. Pero eso era

lo que Catalina Nicolaievna no habría aceptado por nada en el mundo; por lo menos así

se afirmaba más tarde. Habría rechazado, pues, ese proyecto con indignación. Todo esto

no es más que un rumor muy vago, pero yo creo en él.

Ahora bien, estando el asunto, por decirlo así, parado en un callejón sin salida, he aquí

que Ana Andreievna se entera por Lambert de que existe una carta en la que la hija con-

sulta a un jurista sobre el medio de hacer declarar loco a su padre. Su espíritu orgulloso y

vengativo se vio excitado hasta el último extremo. Recordando sus precedentes

conversaciones conmigo y relacionando una multitud de circunstancias ínfimas, no pudo

dudar de la exactitud de la noticia. Entonces, en aquel corazón de mujer firme a

inflexible, maduró irresistiblemente un plan de ataque. Consistía en revelar bruscamente

al príncipe, sin rodeos ni circunloquios de ninguna clase, toda la historia, asustarlo,

sacudirlo, mostrarle que el manicomio lo aguardaba fatalmente y, en el momento en que

se mostrase terco, se indignara, se negase a creer, enseñarle la carta de su hija: «Esta

intención de declararlo a usted loco ha existido ya: por tanto, hoy, para impedirle que se

case, con mucha más razón.» En seguida, coger al anciano asustado, destrozado, y

trasladarlo a Petersburgo, directamente a mi casa.

Era un riesgo terrible, pero ella contaba firmemente con su poder. Diré aquí,

apartándome un instante de mi tema, y anticipando mucho los acontecimientos, que ella

no se equivocaba sobre el efecto del golpe; al contrario, sobrepasó en mucho a sus

esperanzas. La noticia de aquella carta obró sobre el viejo príncipe mucho más

fuertemente de lo que Ana Andreievna y todos nosotros suponíamos. Yo no había sabido

jamás, hasta entonces, que el príncipe sabía ya algo de aquella carta; pero, según la

costumbre de todos los hombres débiles y tímidos, no había creído en aquel rumor y se

había defendido contra él con todas sus fuerzas, para conservar su tranquilidad; aún más,

se acusaba a sí mismo de ingratitud y de ligereza. Añadiré también que el hecho de la

existencia de la carta obró igualmente sobre Catalina Nicolaievna con muchísima más

fuerza de lo que yo me imaginaba entonces. En una palabra, aquel papel resultó ser

muchísimo más importante de lo que suponía yo, yo que lo llevaba en el bolsillo. Pero

estoy anticipando demasiado.

Pero, se preguntará, ¿para qué trasladarlo a mi casa? ¿Para qué transportar al príncipe a

nuestros miserables cuartitos y asustarlo tal vez con aquel cuadro miserable? Si ir a su

casa era imposible (porque a11í se podía impedir de golpe toda la empresa), ¿por qué no

darle un alojamiento «rico», como proponía Lambert? Pero en eso consistía todo el riesgo

del paso extraordinario dado por Ana Andreievna.

Lo esencial era, inmediatamente después de la llegada del príncipe, presentarle el

documento; pero yo no quería entregarlo por nada en el mundo. Como no había tiempo

que perder, Ana Andreievna, contando siempre con su poder, se decidió a emprender la

cosa sin documento, pero conduciendo al príncipe directamente a mi casa, ¿y para qué?

Justamente primero para comprometerme y, como dice el refrán, para matar dos pájaros

de un tiro. Ella calculaba obrar también sobre mí por medio del choque, la sacudida, la

sorpresa. Reflexionaba que, viendo en mi casa al anciano, viendo su espanto, su angustia,

y escuchando sus comunes súplicas, yo me rendiría y presentaría el documento. Lo

confieso, el cálculo era hábil e inteligente, muy psicológico, y casi estuvo a punto de dar

resultado. En cuanto al anciano, Ana Andreievna lo arrastró, lo obligó a creerla por su

palabra, declarándole con toda franqueza que lo conducía a mi casa. Todo esto lo he

sabido más tarde. La mera noticia de que el documento estaba en mi casa destruyó en el

corazón tímido del anciano sus últimas dudas sobre la realidad del hecho: ¡tanto me

quería y me respetaba él!

Haré constar además que Ana Andreievna por su parte no dudó un solo instante que el

documento estuviese todavía en mi poder y nunca temió que lo hubiese soltado. Sobre

todo, élla comprendía mal mi carácter, contaba cínicamente con mi inocencia, con mi

simplicidad, a incluso con mi sensibilidad; por otra parte, ella estimaba que, incluso si yo

me decidía a entregarle la carta a Catalina Nikolaievna por ejemplo, sería necesariamente

en ciertas circunstancias especiales: esas círcunstancias ella quería apresurarse a

impedirlas, impedirlas por la sorpresa, por el ataque inopinado, por el choque.

En fin, estaba informada de todo eso por Lambert. Ya he dicho que la situación de

Lambert era en aquel momento extremadamente crítica: él, el traidor, quería con todas

sus fuerzas apartarme de Ana Andreievna, para que, de acuerdo con él, yo le vendiese el

documento a Akhmakova, cosa que él encontraba más ventajoso. -Pero como por nada en

él mundo yo consentía en entregar el documento hasta el último minuto, resolvió, en el

peor de los casos, ayudar incluso a Ana Andreievna, para no perder todo beneficio, y por

esa razón se empeñaba en ofrecerle sus servicios, hasta el último momento, y sé que

propuso incluso buscarle, si se daba el caso, un sacerdote... Pero Ana Andreievna le rogó,

con una sonrisa despreciativa, que se callara. Lambert le parecía horriblemente grosero y

no suscitaba en ella más que una profunda repugnancia; por prudencia. aceptó sin

embargo sus servicios, que consistían por ejemplo en espionaje. A propósito de esto, ig-

noro hasta hoy si habían comprado a Pedro Hippolitovitch, mi casero, o no, y si él había

recibido algo de ellos por sus servicios, o bien si había entrado sencillamente en su

sociedad por afición a la intriga; lo único que sé es que también él me espiaba, y en

cuanto a su mujer, lo sé a ciencia cierta.

El lector comprenderá ahora que, aun estando advertido en parte, yo no podía sin

embargo adivinar que al día siguiente o al otro me encontraría al viejo príncipe en mi

casa. Yo no habría podido nunca suponer semejante audacia por parte de Ana

Andreievna. En palabras, se podía decir todo lo que se quería, hacer alusión a no importa

qué; pero decidirse, emprender y realizar... ¡no, lo digo yo, eso es tener carácter!

 

 

 

II

Continúo.

Me desperté por la mañana bastante tarde. Había tenido un sueño extraordinariamente

pesado y sin pesadillas, me acuerdo de eso con asombro, de forma que, nada más des-

pertar, me sentí de nuevo con una extraordinaria valentía moral, como si la jornada de la

víspera no hubiera existido. Decidí no ir a casa de mamá y encaminarme directamente a

la capilla del cementerio. Después de la ceremonia iría a casa de mamá para no

abandonarla en todo el día. Estaba firmemente convencido de que lo volvería a encontrar,

en todo caso, en casa de mamá, tarde o temprano a lo largo del día, pero que lo

encontraría.

Ni Alphonsine ni el casero estaban tampoco desde hacía largo rato. Yo no quería

preguntarle nada a la casera, y había decidido en general terminar todas las relaciones con

ellos e incluso abandonar la casa lo antes posible; por eso, en cuanto me trajeron el café,

volví a encerrarme. Pero inmediatamente llamaron a mi puerta; me asombré: era

Trichatov.

Le abrí, inmediatamente y, contento, le rogué que entrase. Pero se negó.

-No tengo que decirle más que dos palabras, desde el umbral... O quizá será mejor que

entre; creo que aquí habrá que hablarse al oído; sólo que no me sentaré. Está usted mi-

rando mi asqueroso abrigo: Lambert me ha retirado la pelliza.

En efecto, tenía un abrigo viejo, en mal estado y demasiado largo para su estatura.

Estaba a11í, plantado delante de mí, preocupado y sombrío, con las manos en los

bolsillos y sin quitarse el sombrero.

-No me sentaré, no me sentaré. Escuche, Dolgoruki, no sé ningún detalle, pero sé que

Lambert maquina contra usted alguna traición, rápida a inevitable, lo sé a ciencia cierta.

Así, pues, manténgase en guardia. Es el picado de viruelas quien se ha ido de la lengua.

¿Se acuerda usted del picado de viruelas? Pero no me ha dicho de qué se trata, de forma

que no puedo decide más. He venido solamente para avisarle. ¡Hasta la vista!

-¡Pero siéntese usted, mi querido Trichatov! Aunque yo también tengo mucha prisa, me

alegro mucho de verle... -exclamé.

-No, no me sentaré. Pero me acordaré de que usted me ha recibido muy bien. Sí,

Dolgoruki, ¿de qué sirve engañar a los demás?: conscientemente, con pleno

consentimiento, he consentido toda clase de porquerías, ignominias tales que a mí mismo

me da vergüenza de nombrarlas en casa de usted. Todavía ahora, en casa del picado de

viruelas... ¡Adiós! No merezco sentarme en casa de usted.

-Deje usted, Trichatov, querido amigo...

-No, mire usted, Dolgoruki, me avergüenzo delante de todo el mundo y voy a tomar

parte en una juerga. Bien pronto tendré una pelliza mucho más bonita y me pasearé en

calesa. Pero sabré a pesar de todo, para mí, que no me he sentado en casa de usted porque

no me he juzgado digno de eso; porque, delante de usted, soy bajo. De todos modos, me

alegrará acordarme de eso cuando esté en plena orgía. ¡Bueno, adiós, adiós! Tampoco le

doy la mano. La misma Alphonsine no acepta darme la mano. Y, se lo ruego, no corra

detrás de mí ni venga a verme. Tenemos nuestro convenio.

El singular muchacho dio media vuelta y se fue. Yo no tenía tiempo, pero me prometí

localizarlo a toda costa, lo antes posible, en cuanto se arreglasen nuestros asuntos.

A continuación no describiré toda aquella mañana, y sin embargo tal vez habría muchos

recuerdos que conservar. Versilov no estaba en la iglesia y creo incluso, por la actitud de

los demás, que se podía estar seguro antes del levantamiento del cadáver, de que no

aparecería por la iglesia. Mamá rezaba con fervor; estaba absorta en su oración. Cerca del

cadáver no estaban más que Tatiana Pavlovna y Lisa. Pero no describo nada, no describo

nada. Después del entierro, todo el mundo volvió a casa y se sentó a la mesa. Y una vez

más deduje por la expresión de sus rostros que tampoco se lo esperaba a la mesa. Cuando

ésta fue quitada, me acerqué a mamá, la besé calurosamente y le deseé un feliz

cumpleaños; Lisa, después de mí, hizo lo mismo,

-Escucha, hermano - me cuchicheó a hurtadillas-, lo esperan.

-Lo calculo, Lisa, lo veo.

-Seguramente vendrá.

Es preciso, me dije, que tengan informes concretos. Pero no pregunté. Aunque no

describo mis sentimientos, todo aquel enigma, a pesar de mi buen humor, me pesaba en el

corazón. Nos instalamos todos en el salón, en la mesa redonda, alrededor de mamá. ¡Oh,

cuán feliz me sentía por estar con ella y poder mirarla! Mamá me pidió de pronto que le

leyese un pasaje del Evangelio. Le leí un capítulo de San Lucas. Ella no lloraba, no

estaba ni siquiera demasiado triste, pero jamás su rostro me había parecido tan espiritual.

En su dulce mirada brillaba una idea, pero yo no llegué a. notar que estuviese aguardando

algo con impaciencia. La conversación no se agotaba; se recordaron muchas cosas del

difunto; Tatiana Pav1ovna dio también de él muchos detalles que hasta entonces yo

ignorabá en absoluto. Y en general, si se hubiese querido tomar notas, habría habido

material de sobra. Incluso Tatiana Pavlovna parecía haber cambiado completamente de

actitud: estaba muy tranquila, muy cariñosa, y, sobre todo, ella también, poseída de una

gran cálma, aunque hablase mucho, para distraer a mamá. Pero me acuerdo

perfectamente de un detalle: mamá estaba en el diván, y a la izquierda, sobre un pequeño

velador, estaba colocada una imagen que parecía puesta allí expresamente, un viejo

icono, sin chapa de metal, con simples aureolas sobre las cabezas de los dos santos que

a11í estaban representados. Esa imagen perteneció a Makar Ivanovitch: yo lo sabía, y

sabía también que el difunto no se separaba de ella jamás y la consideraba milagrosa.

Tatiana Pavlovna la miró unas cuantas veces.

-Escucha, Sofía - dijo de repente, cambiando de conversación -, ¿no sería mejor colocar

ese icono en la mesa, apoyándolo contra la pared, y encender una lamparilla delante?

-No, está mejor como está - dijo mamá.

-Es verdad. Además, parecería demasiado solemne...

De momento no comprendí nada, pero el caso era que aquella imagen había sido legada

ya, desde hacía mucho tiempo, por Makar Ivanovitch, de viva voz, a Andrés Petrovitch,

mamá se preparaba a entregársela.

Eran ya las cinco de is tarde; nuestra conversación se prolongaba, y de pronto observé

en el rostro de mamá una especie de estremecimiento: se enderezó rápidamente y aguzó

el oído, mientras Tatiana Pavlovna, que hablaba en aquel momento, continuaba sin notar

nada. Me volví inmediatamente hacia al puerta y un instante después divisé en el umbral

a Andrés Petrovitch. No había entrado por la escalinata, sino por la escalera de servicio,

la cocina y el corredor, y sólo mamá de entre todos nosotros había escuchado sus pasos.

Voy ahora a describir toda la escena insensata que se siguió, gesto por gesto, palabra por

palabra; fue breve.

A1 principio no noté nada en su rostro, a primera vista al menos, ni el menor cambio.

Estaba vestido como siempre, es decir, casi elegantemente. Tenía en la mano un ramillete

pequeño, pero precioso, de flores frescas. Se aproximó y se lo tendió a mamá con una

sonrisa. Ella lo miró con un asombro temeroso, pero aceptó el ramillete, y de pronto un

ligeró rubor animó sus mejillas pálidas y la alegría brilló en sus ojos.

-Sabía muy bien que me recibirías así, Sonia - declaró él.

Como todos nor habíamos levantado a su entrada, él se acercó a la mesa y ocupó el

sillón de Lisa, que estaba a la izquierda cerca de mamá, y se sentó sin notar que cogía el

sitio de otro. De esta forma se encontró justamente al lado del velador sobre el que estaba

colocada la imagen.

-Buenas tardes a todo el mundo. Sonia, tenía un gran interés en traerte hoy ese ramillete

para tu aniversario; si no he ido al entierro ha sido para no presentarme delante de un

muerto con un ramillete; pero tú no me esperabas para el entierro, lo sé. El viejo no me

guardará rencor por estas flores, puesto que él mismo nos puso como precepto la alegría,

¿no es así? Creo que está aquí, en algún sitio de esta habitación.

Mamá lo miró extrañamente; Tatiana Pavlovna estaba como trastornada.

-¿Quién está aquí en la habitación? - preguntó ella.

-El difunto. Pero dejemos esto. Ya saben ustedes que el hombre que no cree del todo en

esos milagros es el más propenso a toda clase de prejuicios... Pero hablemos más bien del

ramillete: no comprendo cómo he podido traerlo hasta aquí. En tres ocasiones he sentido

ganas de tirarlo a la nieve y de pisotearlo.

Mama se estreinéció. El continuó:

-Tenía unas ganas locas. Ten piedad de mí, Sonia, y de mi pobre cabeza. Tenía esas

ganas porque era demasiado hermoso. ¿Qué hay en el mundo más hermoso que una flor?

Lo llevo, y por todas partes hay nieve y helada. Nuestra helada y las flores: ¡qué

contraste! Pero no es eso lo que me interesa: tenía ganas de pisotearlo simplemente

porque era hermoso. Sonia, voy a desaparecer de nuevo, pero volveré muy pronto, porque

me parece que tendré miedo. Tendré miedo: ¿quién me curará pues del espanto, dónde

encontrar un ángel como Sonia? Pero, ¿qué es esta imagen que tenéis aquí? ¡Ah!, es la

del difunto, ya me acuerdo. Le venía de su familia, de su abuelo; de toda su vida, no se ha

separado jamás de ella, lo sé, me acuerdo, me la ha legado; me acuerdo muy bien... y creo

que es un icono de viejos creyentes... dejadme que lo mire.

Tomó el icono en sus manos, lo aproximó a la vela y lo miró con fijeza. Pero, después

de haberlo tenido solamente algunos segundos, lo soltó sobre la mesa, esta vez delante de

él. Yo estaba asombrado, pero todas aquellas frases extrañas habían sido pronunciadas

tan inopinadamente, que yo no podía todavía reunir mis ideas. Me acuerdo solamente de

que un espanto enfermizo me atravesó el corazón. El esppato de mamá se cambiaba en

perplejidad y en compasión; veía en él ante todo a un desgraciado: era cosa que le había

sucedido, ya antes, hablar casi de la misma extraña manera. Lisa se puso de repente

palidísima y me hizo con la cabeza una señal designándolo. Pero la más espantada de

todas era Tatiana Pavlovna.

-Pero, ¿qué tiene usted, mi querido Andrés Petrovitch? - dijo ella con precaución.

-No sé verdaderamente lo que tengo, mi querida Tatiana Pavlovna. Esté usted tranquila,

me acuerdo aún de que usted es Tatiana Pavlovna y de que es encantadora. Pero no he

venido. más que por un minuto; quisiera decirle a Sonia alguna cosa buena y busco una

palabra, aunque mi corazón está lleno de palabras, que no sé pronunciar y que, en verdad,

son palabras raras. Mirad, me parece que me desdoblo - nos miró a todos con rostro.

terriblemente serio y con el más sincero deseo de franquearse -. En verdad, me desdoblo

con el pensamiento, y eso es lo que temo tanto. Se diría que uno tiene al lado a su doble;

uno es sensato y razonable, pero el otro quiere hacer, completamente a la vera de uno,

una absurdidad o a veces una cosa muy graciosa, y de repente se nota que es uno mismo

quien quiere hacer esa cosa graciosa, y Dios sabe por qué; uno lo quiere como a pesar

suyo, lo quiere oponiéndose a eso con todas sus fuerzas. Conocí una vez a un doctor que,

en los funerales de su padre, en plena iglesia, se puso de pronto a silbar. Verdaderamente,

hoy me daba miedo de ir al entierro, porque se me había metido en la cabeza la completa

certidumbre de que de pronto me pondría a silbar o a soltar carcajadas, como aquel

desgraciado doctor, que acabó bastante mal... Y verdaderamente no sé por qué el

recuerdo de ese doctor acude hoy a mi mente a cada momento; acude tanto, que no llego

a librarme de él. Mira, Sonia, ahora que he cogido la imagen (la había cogido y le daba

vueltas entre las manos), ¿sabes?, tengo unas ganas locas, en este mismo momento, de

lanzarla contra la estufa, sobre aquel rincón. Estoy seguro de que del golpe se rompería

en dos mitádes, ni más ni menos.

Decía todo aquello sin la más mínima afectacíón, sin el menor deseo de hacer nada

original; hablaba con la más completa sencillez, y por eso resultaba tanto más horrible; se

hubiera dicho que temía efectivamente algo; noté de improviso que las manos le

temblaban ligeramente.

-¡Andrés Petrovitch! - exclamó mamá, juntando las manos.

-¡Deja. deja la imagen, Andrés Petrovitch! ¡Déjala, suéltala! - dijo Tatiana Pavlovna

con un sobresalto -. Desnúdate y métete en la cama. ¡Arcadio, ve a buscar al doctor!

-¡Vaya... vaya, qué agitados estáis todos! - dijo dulcemente, abrazándonos a todos con

una mirada fija.

En seguida, posó los codos sobre la mesa y se cogió la cabeza entre las manos.

-Os produzco miedo, pero me vais a hacer un favorcito, amigos míos. Sentaos de nuevo

y calmaos todos, por un minuto solamente. Sonia, no es eso en absoluto lo que he venido

a decirte; he venido a comunicarte algo, pero completamente diferente. Adiós, Sonia,

parto de nuevo de viaje, como me he ido ya varias veces... Ciertamente, volveré un día a

ti; en este sentido, tú eres inevitable. ¿A quién, si no, volvería yo cuando todo esté

acabado? Créelo, Sonia, he venido hoy a ti como a un ángel, y no a un enemigo; ¿qué

enemigo puedes. tú ser para mí, cómo serías tú mi enemigo? No creas que yo quiera

romper esta imagen, porque, mira, Sonia, a pesar de todo tengo ganas de romperla...

Cuando Tatiana Pavlovna exclamó hacía un momento: « ¡Suelta la imagen! », ella se la

había arrancado de las manos; ahora la tenía en las suyas. De pronto, al pronunciar su

última palabra, él dio un brinco, arrancó instantáneamente la imagen de las manos de

Tatiana y, blandiéndola salvajemente, golpeó con todas sus fuerzas en el ángulo de la

estufa de azulejos. El icono se rompió exactamente en dos pedazos... Se volvió

bruscamente hacia nosotros, su rostro palidísimo se puso de repente todo rojo, casi

bermejo, y cada uno de sus rasgos tembló:

-No tomes esto por una alegoría, Sonia; no es la herencia de Makar lo que he roto, ha

sido solamente porque sí, por romper... Pero, a pesar de todo, volveré al último ángel.

Aunque, al fin y al cabo, puedes tomarlo, si quieres, por una alegoría; porque también lo

era...

Y salió de la habitación con pasos precipitados, esta vez también por la cocina (donde

había dejado la pelliza y el gorro). No contaré con detalles lo que fue de mamá:

mortalmente asustada, estaba de pie, los brazos levantados y cruzados sobre la cabeza, y

de repente le gritó:

-¡Andrés Petrovitch!, ¡vuelve por lo menos para decir adiós, querido mío!

-¡Volverá, Sofía, volverá! ¡No te inquietes! -gritó Tatiana, toda temblorosa, en un

terrible acceso de rabia, de rabia animal---. ¡Ya lo has oído, ha prometido volver! Déjalo,

deja que el pobre loco se pasee todavía una última vez. Cuando esté viejo y paralítico,

¿quién irá a mimarlo, si no tú, su vieja criada? Él lo proclama bien alto, no le da

vergüenza...

Por lo que a nosotros se refiere, Lisa había perdido el conocimiento. Yo había querido

echarme a correr detrás de él, pero me lancé hacia mamá. La cogí y la sostuve en mis bra-

zos. Lukeria acudió con un vaso de agua para Lisa. Pero mamá se recobró en seguida; se

dejó caer sobre el diván, se cubrió el rostro con las manos y lloró.

-¡A pesar de todo, a pesar de todo... alcánzalo! - gritó de repente Tatiana Pavlovna con

todas sus fuerzas, como volviendo en sí-. ¡Ve... ve... alcánzalo, no lo abandones un

momento, ve pues! - y hacía toda clase de esfuerzos por separarme de mamá --. ¡Si no,

voy a ser yo la que me lance detrás!

-¡Mi pequeño Arcadío, vamos, corre aprisa tras él! -gritó de pronto también mi madre.

Salí a la carrera, también por la cocina y por el patio; pero él no estaba ya en ninguna

parte. A lo lejos, sobre la acera, se divisaban en las tinieblas las manchas negras de los

transeúntes; me lancé para alcanzarlos y, a medida que iba llegando a la altura de cada

uno, los miraba, y los rebasaba luego. Llegué así hasta una encrucijada.

«Nadie se enfada contra un loco; ahora bien, Tatiana se ha puesto rabiosa de cólera

contra él; por tanto, no es que esté loco... » Tal fue la idea que me atravesó la cabeza. Me

parecía que todo aquello era una alegoría, y que él había querido a rajatabla acabar con

algo, como había acabado con aquel icono, y hacérnoslo comprender, a mamá y a

nosotros todos, pero su «doble» estaba ciertamente también a su lado; de aquello no cabía

la menor duda...

 

III

Sin embargo, él no estaba en ninguna parte y no había por qué correr a su casa: era

difícil figurarse que hubiese vuelto sencillamente a su casa. De pronto se me ocurrió una

idea, y corrí a casa de Ana Andreievna.

Ana Andreievna había vuelto ya, y me introdujeron inmediatamente. Entré,

dominándome lo más que podía. Sin sentarme, le conté de pe a pa la escena que acababa

de ocurrir, es decir, la historia del «doble» . No olvidaré jamás y no le perdonaré nunca la

curiosidad ávida, pero implacablemente tranquila y segura, con que me escuchó, también

sin sentarse.

-¿Dónde está él? ¿Lo sabe usted quizá? - concluí con insistencia -. Tatiana Pavlovna

quería ayer enviarme a casa de usted...

--Es que yo quería verle a usted ayer. Ayer él estuvo en Tsarskoie, estuvo también en

mi casa. Mientras que hoy - miró el reloj -, son las siete... Estará seguramente en su

propia casa.

-Veo que lo sabe usted todo. Entonces, ¡hable, hable! - exclamé.

-Sé mucho, pero no todo. Naturalmente, no hay nada que tenga que ocultarle a usted... -

me clavó una mirada singular, sonriendo y pareciendo reflexionar -. Ayer por la mañana

él le dirigió a Catalina Nicolaievna, en respuesta a su carta, una petición de mano en

regla.

-¡No es verdad! - dije abriendo los ojos de par en par.

-La carta pasó por mis manos; fui yo quien se la llevó, sin abrir. Esta vez, él ha obrado

«como caballero» y no me ha escondido nada.

-Ana Andreievna, no comprendo una palabra.

-Sin duda, resulta difícil de comprender. Pero es como cuando un jugador lanza sobre el

tapete su último rublo y tiene en el bolsillo un revólver completamente preparado. Ese es

el sentido de su petición. Hay nueve probabilidades sobre diez de que ella no lo acepte;

pero él cuenta por lo menos con la décima y confieso que me resulta muy curioso... Por lo

demás, tal vez estaba fuera de sí...: el «doble» del que usted acaba de hablar con tanta

justeza.

-¿Y se ríe usted? ¿Puedo creer que la carta haya sido transmitida por mediación suya?

¿No es usted la prometida de su padre? No me atormente, Ana Andreievna.

-Me ha rogado que sacrifique mi destino a su felicidad. O más bien, no me ha rogado

verdaderamente nada:, todo se ha hecho silenciosamente, pero lo he leído todo en sus

ojos. ¡Ah, Dios mío!, ¿pero qué más hace falta?; ha ido, ¿no es cierto?, a Koenigsberg, a

casa de la madre de usted, a pedirle permiso para casarse con la hijastra de madame

Arkhmakova, ¿no? He ahí algo que recuerda mucho su conducta de ayer, cuando me

escogió como delegada y confidente suya.

Estaba un poco pálida. Pero su calma no era más que un reforzado sarcasmo. ¡Oh!, yo

le perdoné mucho en aquellos momentos porque fui comprendiendo poco a poco las

cosas. Durante un minuto, reflexioné; ella se callaba y aguardaba.

-¿Sabe usted una cosa? - dije de pronto, echándome a reír ---. Usted ha llevado la carta

porque no había ningún riesgo para usted, porque, de todas formas, el casamiento no se

celebrará. ¿Pero, y él? ¿Y ella, en fin? Naturalmente, ella rechazará su proposición, y

entonces... entonces, ¿qué puede pasarle a él? ¿Dónde está él ahora, Ana Andreievna? -

exclamé -. Cada minuto es precioso, en cualquier instante puede sucederle una desgracia.

-Está en su casa, ya se lo he dicho. En su carta a Catalina Nicolaievna, que yo llevé

ayer, él me pedía, en todo caso, una cita en casa de él, hoy a las siete en punto de la tarde.

Y ella ha aceptado.

-¿Ella, en casa de él? ¿Cómo es posible eso?

-¿Y por qué no? El apartamiento pertenece a Daria Onissimovna: ellos dos han podido

muy bien encontrarse en casa de ésta como visitantes...

-Pero ella le tiene miedo... ¡Puede matarla!

Ana Andreievna se limitó a sonreír:

-Catalina Nicolaievna, a pesar de todo su temor, que yo misma he notado claramente,

ha sentido siempre, ya hace tiempo, cierta admiración o cierto asombro por la nobleza de

principios y la elevación de espíritu de Andrés Petrovitch. Por esta vez, ella se ha

confiado a él, a fin de terminar para siempre jamás. Y él, en su carta, le ha dado su

palabra más solemne, más caballeresca, de que ella no tiene nada que temer... En

resumen yo no me acuerdo de las expresiones de la carta, pero ella se ha confiado... por

última vez, por decirlo así... y, por decirlo así también, ella ha respondido con los

sentimientos más heroicos. Ha podido haber en eso un torneo de caballería por una y otra

parte.

-¿Y el doble, el doble? - exclamé -. ¡Es que ha perdido el juicio!

-Al dar ayer su palabra de acudir a la cita, sin duda Catalina Nicolaievna no preveía la

posibilidad de un accidente así.

De repente di media vuelta y emprendí la fuga... ¡En casa de él, en casa de ellos,

naturalmente! Pero desde la antecámara volví todavía un segundo:

-¡Pero tal vez es eso lo que usted quiere: que él la mate!

Lanzado ese grito, salí corriendo de la casa.

Aunque estuviese todo tembloroso, como en un acceso de fiebre, entré en el

apartamiento sin formar ruido, por la cocina, y pregunté en voz baja por Daria

Onissimovna; pero apareció ella misma inmediatamente y me lanzó en silencio una

mirada terriblemente interrogadora.

-¿El señor? No está en casa.

Pero yo expuse tercamente y con precisión, en un cuchicheo rápido, que estaba

enterado de todo por Ana Andreievna y que venía de casa de ésta.

-Daria Onissimovna, ¿dónde están ellos?

-En el salón, donde estuvieron ustedes anteayer, ante la mesa...

-¡Daria Onissimovna, déjeme ir hasta a11í!

-¿Cómo iba a poder hacerlo?

-No hasta a11í, sino hasta la habitación contigua. Daria Onissimovna, quizás Ana

Andreievna lo desea también. Si ella no lo deseara, no me habría dicho que ellos estaban

aquí. No me oirán... Es ella misma quien lo desea...

-¿Y si no lo desea? -dijo Daria Onissimovna, sin quitarme la mirada de encima.

-Daria Onissimovna, acuérdese de su Olia... Déjeme pasar.

De pronto sus labios y su barbilla se pusieron a temblar:

-Querido mío, desde luego es por Olia... por tu comportamiento... ¡No abandones a Ana

Andreievna, querido mío! ¿No la abandonarás? ¿No la abandonarás?

-No, no la abandonaré.

-Dame tu palabra de honor de que no entrarás en el salón y no gritarás, si te llevo a la

habitación de al lado.

--Lo juro por mi honor, Daria Onissimovna.

Me agarró por mi redingote, me condujo a una habitación sombría; contigua a aquella

donde ellos estaban instalados, me cóndujo sin ruido, por una blanda alfombra, hasta la

puerta, me colocó ante la cortina echada y, levantando una esquinita de aquella cortina,

me los mostró a los dos.

Yo me quedé, ella se marchó. Naturalmente, me quedé. Comprendía que escuchaba

indebidamente, que sorprendía los secretos del prójimo, pero me quedé. ¿Cómo no

quedarse: y el doble? ¿No habíá ya él roto el icono ante mis propios ojos?

 

IV

Estaban sentados el uno frente al otro, ante la misma mesa donde la víspera habíamos

bebido juntos por su «resurrección». Yo podía distinguir perfectamente sus fisonomías.

Ellá estaba con un vestido negro, bella y tranquila al parecer; como siempre. Él hablaba,

y ella lo escuchaba con una atención extraordinaria y cautelosa. Tal vez se habría podido

adivinar en ella una cierta timidez. Él, por el contrario, estaba muy excitado. Yo había

llegado en plena conversación y por eso tardé unos momentos en comprender. Me

acuerdo de que ella preguntó de repente:

-¿Y soy yo quien tiene la culpa?

-No, soy yo - respondió él -; usted, usted es culpable sin serlo. Ya se sabe, éstas son

cosas que pasan. Son las faltas más imperdonables, y casi siempre son castigadas - añadió

con una risa singular -. Y yo, pensé por un instante haberme olvidado completamente de

usted y que llegué a reírme verdaderamente de mi estúpida pasión... Pero usted lo sabe.

Al fin y al cabo, ¿por qué había yo de preocuparme del hombre con que usted se case?

Ayer le dirigí a usted una petición de mano; no me tenga rencor por eso, es una tontería,

pero no tengo nada para reemplazarla... ¿Qué podía yo hacer que no fuera esa tontería?

No sé...

Al decir estas palabras estalló en una risa frenética, levantando bruscamente los ojos

hacia ella; hasta entonces había hablado pareciendo mirar de soslayo. Si yo hubiese

estado en el lugar de ella, aquella risa me habría dado miedo, ésa era mi sensación. De

repente él se levantó de su silla:

-Dígame cómo es posible que haya consentido en venir aquí - le preguntó él de pronto,

como si se acordara de la cuestión esencial -. Mi invitación y toda mi carta no eran más

que una tontería... Espere, puedo todavía adivinar cómo ha sucedido esto de que usted

haya consentido en venir, pero, ¿para qué ha venido?, ésa es la cuestión. ¿Habrá sido

solamente por miedo?

-He venido a verle a usted - declaró ella, mirándolo con una prudencia temerosa.

Los dos permanecieron medio minuto en silencio. Versilov volvió a sentarse y, con una

voz dulce, pero conmovida, casi temblorosa, empezó:

-Hace ya muchísimo tiempo que no la había visto a usted, Catalina Nicolaievna, tanto

tiempo que ya casi ni juzgaba posible encontrarme un día, como me encuentro hoy, sen-

tado a su lado, mirando su rostro y oyendo su voz... Hace dos años que no nos hemos

visto, dos años que no nos hablamos. No contaba ya con hablarle nunca. ¡Bueno, sea!, ¡lo

que ha pasado ha pasado y lo que es hoy desaparecerá mañana como una nubecilla, sea!

Consiento en ello, porque una vez más no tengo con qué reemplazarlo, pero no se vaya

usted ahora sin nada - agregó él de repente, casi suplicante -. Puesto que me ha hecho la

limosna de venir, ¡no se vaya sin nada: contésteme una pregunta!

-¿Qué pregunta?

-No nos volveremos a ver nunca más. ¿Qué trabajo le cuesta? Dígame la verdad de una

vez para siempre, responda a una pregunta que no hace nunca la gente sensata: ¿me ha

querido usted por lo menos un momento, o bien... me he equivocado?

Ella se ruborizó de la cabeza a los pies.

-Le he querido - dijo ella.

Yo esperaba que ella hablase así. ¡Oh, la veraz!, ¡oh, la sincera, ¡oh, la leal!

-¿Y ahora? - continuó él.

-Ahora, ya no le quieto.

-¿Y se ríe usted?

-No, si me he reído ahora, ha sido a pesar mío, porque sabía muy bien que usted iba a

preguntar: « ¿Y ahora? » Y he sonreído .... porque cuando se adivina, se sonríe siempre...

Era extraño; yo no la había visto nunca tan prudente, casi tímida incluso y confusa en

cuanto a aquel punto. Él la devoraba con los ojos.

-Yo sé que usted no me quiere... y en absoluto.

-Quizá no en absoluto. No le quiero - añadió ella firmemente, sin sonreírse y sin

ruborizarse -. Sí, le he querido, pero no mucho tiempo. Muy pronto dejé de quererle...

-Ya sé, ya sé, usted vio que no era yo quien le hacia falta, pero... ¿qué es lo que le hace

a usted falta? Explíquemelo una vez más...

-¿Es que se lo he explicado alguna vez? ¿Lo que me hace falta? Pero si yo soy la más

ordinaria de las mujeres; soy una mujer tranquila, me gusta... me gusta la gente alegre.

-¿Alegre?

-Ya ve usted como soy hasta incapaz de hablar con usted. Me parece que, si usted

hubiese podido quererme menos, yo le habría querido entonces - y de nuevo sonrió

tímidamente.

La más completa sinceridad brillaba en su respuesta. ¿Cómo no comprendía ella que

esa respuesta era la fórmula más definitiva de sus relaciones, la que lo explicaba todo y lo

decidía todo? ¡Qué bien debió de comprenderlo él! Pero la miró y tuvo una sonrisa

especial:

-¿Es alegre Bioring?

-Él no debe inquietarle a usted en lo más mínimo - respondió ella un poco

apresuradaménte -. Me caso con él únicamente porque con él estaré más tranquila que

con otro. Toda mi alma se quedará para mí.

-Se dice que se ha prendado usted nuevamente del gran mundo, de la sociedad.

-No de la sociedad. Sé que en nuestro mundo reina el mismo desorden que en todas

partes. Pero, vistas desde el exterior, las formas son todavía bellas, de manera que, si se

las ve únicamente al pasar, se está mejor allí que en otra parte.

-He oído a menudo esa palabra de «desorden». Usted ha tenido mucho miedo a mi

desorden... cadenas, ideas, tonterías, ¿no?

-No, no era eso todo...

-¿Qué, entonces? ¡Dígalo francamente, por el amor de Dios!

-Bueno, voy a decírselo francamente, porque le considero un espíritu muy generoso...

siempre he encontrado en usted algo de ridículo.

Dicho esto, enrojeció de pronto, como si se hubiera dado cuenta de haber cometido una

imprudencia extrema.

-¡Bien!, por esta palabra que usted ha pronunciado, soy capaz de perdonarle muchas

cosas - dijo él extrañamente.

-No he terminado - se ápresuró ella a añadir todavía ruborizándose ---. Soy yo quien es

ridícula al hablarle como una tonta.

-No, usted no es ridícula, ¡usted es solamente una mujer de mundo, depravada! - y

palideció terriblemente -. Hasta ahora yo tampoco he dicho todo cuando le he preguntado

por qué ha venido. ¿Quiere que termine? Hay aquí una carta, un documento, y usted tiene

un miedo terrible, porque su padre, al tener esa carta en sus manos, puede maldecirla en

vida y desheredarla legalmente en su testamento. Usted le teme a esa carta y... ha venido

a buscarla - dijo él, temblando casi por completo y hastá casi castañeteándole los dientes.

Ella lo escuchó con expresión enojada y dolorida.

-Sé que usted puede causarme muchos disgustos - dijo ella como justificando sus

palabras -, pero he venido menos para persuadirlo de que no me persiga, que para verlo.

Hasta tenía el mayor deseo de verme con usted desde hace mucho tiempo... Pero lo he

encontrado igual que antes - añadió ella de pronto, como impulsada por una idea

particular y decisiva, y hasta por cierto sentimiento extraño y súbito.

-¿Y esperaba usted verme de otra forma? ¿Después de mi carta sobre su perversión?

Dígame, ¿ha venido sin el menor temor?

-He venido porque lo he amado en otros tiempos. Pero, se lo ruego, no me amenace.

Mientras estemos juntos, no me recuerde mis malos pensamientos, mis sentimientos

malos. Si pudiera usted hablarme de otra cosa, me sentiría muy feliz. Las amenazas

pueden venir después, pero por ahora, si hace el favor, hable de otra cosa... Es verdad, he

venido para verle y escucharle un minuto. Si usted no puede resistirlo, máteme ahora

mismo, pero no me amenace ni se atormente delante de mí - concluyó ella, mirándolo en

una extraña espera, como si verdaderamente lo supusiese capaz de matarla.

Él se levantó de nuevo y, examinándola con una mirada ferviente, declaró con firmeza:

-Saldrá usted de aquí sin haber recibido la menor ofensa.

--¡Ah!, ¡sí, su palabra de honor! ---sonrió ella.

-No, no es solamente porque yo haya dado mi palabra de honor en la carta, es porque

quiero pensar y pensaré en usted toda la noche

---¿Para atormentarse?

-Siempre la veo a usted, cuando estoy solo. No hago más que conversar con usted. Me

voy por los bajos fondos y por las covachas, y, como contraste, inmediatamente usted se

aparece delante de mí. Pero siempre se está usted riendo de mí, como ahora... - dijo esto

como fuera de sí.

-¡Nunca, nunca me he reído de usted! - exclamó ella con voz angustiada y con una

compasión extrema pintada en su rostro -. Si he venido, es porque he hecho todo lo que

está en mi mano para no ofenderle en lo que quiera que sea - añadió ella de pronto -. He

venido aquí para decirle quo casi le quiero... Perdóneme, tal vez me he expresado mal - se

apresuró a añadir.

Él se rió.

-¿Por qué no sabe usted fingir? ¿Por qué es usted tan simplota, por qué no es como todo

el mundo?... Vamos, ¿cómo se le puede decir a un hombre a quien se le da con la puerta

en las narices: «Casi le quiero a usted»?

-Es que no he sabido expresarme, no lo he dicho bien. Es que delante de usted, siempre

me ha dado vergüenza, nunca he sabido hablar, desde nuestro primer encuentro. Y si no

me he expresado bien, al decir que «casi le quiero», es que, también en mi pensamiento,

casi era así. Por eso es por lo que lo he dicho, aunque yo lo quiera a usted con ese

querer... ese querer general con que se quiere a todo el. mundo y que nunca se

avergüenza una de confesar...

En silencio, sin apartar de ella su mirada ardiente, él prestaba oídos.

-Sin duda la ofendo - continuó, como fuera de sí -. Esto debe de ser efectivamente lo

que se llama una pasión... Sé una cosa: que con usted estoy acabado; sin usted, también.

Sin usted o con usted, todo es lo mismo: dondequiera que se halle, siempre está conmigo.

Sé también que puedo odiarla mucho más de lo que puedo quererla... Por lo demás, hace

ya mucho tiempo que no pienso en nada, todo me da lo mismo. Únicamente es una

lástima que haya querido a una mujer como usted...

Le faltaba la voz. Continuó, como ahogándose:

-¿Qué quiere usted? ¿Le parece bárbaro que hable así? - dijo con una pálida sonrisa -.

Creo que, si eso pudiera seducirla, sería capaz de quedarme en cualquier sitio treinta años

sobre una sola pierna... Lo veo: le doy lástima; su cara está diciendo: «Te querría si

pudiera, pero no puedo... » ¿Es eso? Poco importa, no soy orgulloso. Estoy dispuesto,

como un mendigo, a recibir de usted no importa qué limosna, ¿comprende?, no importa

cuál... ¿Qué orgullo puede tener un mendigo?

Ella se levantó y se acercó a él:

-¡Amigo mío! - dijo ella, tocándole el hombro con la mano y con un sentimiento

inexpresable en su rostro -, ¡no puedo oír tales palabras! Pensaré en usted toda mi vida

como en el más precioso de los hombres, en el más noble de los corazones, en el objeto

más sagrado entre todo lo que yo pueda respetar y amar. Andrés Petrovitch,

compréndame usted... ¡No es que yo haya venido por nada, querido amigo, usted que

siempre ha sido y será siempre mi querido amigo! No olvidaré nunca lo mucho que usted

me conmovió en nuestros primeros encuentros. Pues bien, separémonos como amigos, y

usted será el pensamiento más serio y más querido que yo tenga en toda mi vida.

-«Separémonos; y entonces le querré»; le querré, pero separémonos. Escuche - dijo

muy palido -, déme otra limosna: no me quiera, no viva conmigo, no nos veamos jamás;

seré su esclavo si usted me llama, desapareceré inmediatamente si usted no quiere ni

verme ni oírme, pero... pero ¡no se case usted!

Mi corazón se oprimió hasta el sufrimiento cuando oí esas palabras. Aquella súplica

ingenuamente humillada era tanto más lastimera, traspasaba tanto más el corazón cuanto

que era más franca y más imposible. Sí, sin duda, él estaba pidiendo limosna. ¿Podía él

creer que ella consintiera? Y sin embargo se rebajaba hasta realizar el intento: trataba de

pedírselo. Ese último grado de la derrota era insoportable presenciarlo. En cuanto a ella,

todos los rasgos de su rostro se deformaron de dolor. Pero, antes de que ella hubiese

dicho una palabra, él se reprimió.

-¡La aniquilaré! - declaró él de pronto con una voz extraña, cambiada, que no era ya la

suya.

Pero ella le respondió también extrañamente, también con una voz inesperada que no

era ya la suya:

-Si le concedo a usted esa limosna, más tarde se vengará todavía más cruelmente de lo

que ahora me amenaza, porque usted no se olvidará nunca de que se puso como mendigo

delante de mí... ¡No puedo oír esas amenazas de su boca! - concluyó ella casi con

indignación, lanzándole una mirada de desafío.

-«Amenazas de su boca», es decir, de la boca de semejante mendigo. Bromeaba - dijo

él dulcemente, con una sonrisa -. No le haré a usted nada, no tenga miedo, váyase... y, en

cuanto a ese documento, haré todo lo posible para enviárselo, pero ahora váyase, váyase.

Le he escrito a usted una carta absurda, a esa carta absurda usted ha respondido y ha

venido: estamos en paz. ¡Por aquí! - le mostró la puerta (ella quería pasar por la

habitación en la que yo me encontraba oculto por la cortina).

-Perdóneme, si puede... - dijo ella, deteniéndose en el umbral.

-¿Y si nos volviéramos a encontrar un día completamente amigos y nos acordáramos

también de esta escena con una buena carcajada? - preguntó él de repente.

Pero todos los rasgos de su rostro temblaban, como en un hombre al borde de un

ataque.

-¡Dios lo quiera! - exclamó ella, juntando las manos, pero mirando temerosamente su

rostro, como adivinando lo que él quería decir.

-¡Váyase usted! Somos demasiado inteligentes los dos, pero usted... ¡Oh, usted es una

persona de mi estilo! Le he escrito una carta loca, y ha consentido usted en venir para

decirme que «casi me quiere». No, usted y yo tenemos la misma locura. Somos unos

grandes originales. Siga siendo siempre tan loca, no cambie, y volveremos a encontrarnos

como buenos amigos, soy yo quien se lo predice, se lo juro.

-¡Y entonces yo le querré sin remedio, lo presiento desde ahora!

No pudo contenerse más y le lanzó desde el umbral estas últimas palabras.

Salió. Me apresuré a ir sin ruido hacia la cocina y, casi sin mirar a Daria Onissimovna,

que me esperaba, me lancé por la escalera de servicio y por el patio a la calle. pero apenas

tuve tiempo de verla subir a un coche que la esperaba delante de la puerta. Me puse a

correr por la calle.

 

CAPITULO XI

I

Me dirigí a casa de Lambert. ¡Oh!, en vano quiero dar una apariencia lógica y descubrir

una brizna de sentido común en mi conducta de aquella tarde y de toda aquella noche;

incluso hoy, que puedo considerar todo el conjunto de los acontecimientos, me veo

incapaz de presentarlos con la ilación y la claridad deseadas. Había a11í un sentimiento o,

por decirlo mejor, todo un caos de sentimientos entre los cuales yo debía naturalmente

extraviarme. Sin duda, había uno, esencial, que me aplastaba y dominaba a todos los

demás, pero... ¿debo confesarlo? Tanto más cuanto que no estoy seguro...

Me colé en casa de Lambert, naturalmente, fuera de mí. Incluso me daba miedo de él y

de Alphonsine. He observado siempre que los franceses, incluso los más desatinados, los

más libertinos, se muestran extraordinariamente apegados, en su interior, a un cierto

orden burgués, a un cierto plan de vida, terriblemente prosaico, rutinario y ritual,

adoptado de una vez para siempre. Por lo demás, Lambert comprendió muy pronto que

había sucedido algo y se mostró encantadó al ver que me tenía por fin en su casa. ¡No

soñaba más que con eso, día y noche, todos aquellos días! ¡Qué necesario le era yo! Y

ahora que había perdido toda esperanza, me presentaba de repente, por mis propios pasos,

y además poseído de una locura tan enorme, exactamente en el estado que a él le hacía

falta.

-¡Lambert, vino! - grité -. ¡Dame de beber! ¡Déjame formar escándalo! ¡Alphonsine!,

¿dónde tiene usted su guitarra?

No describo la escena, es superfluo. Bebimos, y se lo conté todo, todo. Él escuchaba

ávidamente. Fui yo quien le propuso primero una conspiración, un incendio. Ante todo,

debíamos atraer a Catalina Nicolaievna a nuestra casa por medio. de una carta...

-Eso se puede hacer - aprobó Lambert, captando al vue• to cada una de mis palabras.

Además, para más seguridad, era preciso enviarle en esa carta toda la copia de su

«documento», para que ella pudiese ver bien que no se trataba de un engaño.

-¡Eso es, eso es lo que hace falta hacer! - aprobaba Lambert, que no cesaba de cambiar

miradas con Alphonsine.

En tercer lugar, era Lambert quien debía invitarla, por su propia cuenta, bajo la

apariencia de un desconocido llegado de Moscú, y yo por mi parte debía atraer a

Versilov...

-Y Versilov también, quizás - aprobaba Lambert.

-¡Nada de quizás, decididamente! - exclamé -. ¡Es indispensable! ¡Para él es para quien

se hace todo esto! - expliqué yo, bebiendo trago tras trago. (Bebíamos los tres, pero creo

que me bebí yo solo toda la botella de champaña, mientras ellos solamente fingían beber)

-. Nos instalaremos con Versilov en la otra habitación (¡Lambert, es preciso procurarse

otra habitación!) y, en el mismo momento en que de pronto ella consienta en todo, en el

rescate con dinero y en el otro rescate, porque todos son repulsivos, entonces Versilov y

yo saldremos y la convenceremos de toda su ignominia. Versilov, al ver lo repugnante

que es, se curará de golpe y la echará a puntapiés. ¡Pero nos hace falta todavía Bioring,

para que él también la vea! - añadí, entusiasmado.

-No, Bioring es inútil - observó Lambert.

-¡Sí, sí! - aullé de nuevo -. ¡No comprendes nada de esto, Lambert, porque eres idiota!

A1 contrario, hace falta que haya un escándalo en el gran mundo: de esa manera nos

vengaremos del gran mundo y de ella. ¡Que sea castigada! Lambert, ella te dará una letra

de cambio... Por mi parte, no tengo necesidad de dinero, escupiré encima del dinero, pero

tú te agacharás y te lo meterás en el bolsillo con mis gargajos. Pero yo, ¡yo la habré

humillado!

-Sí, sí - seguía aprobando Lambert -. Así es. ..

Él no dejaba de cambiar miradas con Alphonsine.

-¡Lambert! Ella adora a Versilov; acabo de convencerme de eso - balbucí.

--Es una suerte que lo hayas visto todo: ¡no to habría supuesto jamás semejante talento

de espía, ni tanta presencia de ánimo!

Decía aquello para congraciarce conmigo.

-¡Tú mientes, francés, no soy espía, pero tengo mucho espíritu! Y mira, Lambert, ¡es

que ella lo quiere! - continué, esforzándome penosamente en reflejar mi pensamiento -.

Pero ella no se casará con él, porque Bioring es de la Guardia, mientras que Versilov no

es miás que un hombre generoso y un amigo de la humanidad, por tanto, para ellos, un

personaje cómico, y nada más. ¡Oh!, ella comprende esta pasión y disfruta con eso,

coquetea con él, lo atrae, pero no se casará con él. ¡Es una mujer, es una serpiente! Toda

mujer es serpiente y toda serpiente es mujer. Hay que curarlo; es preciso hacer caer el

velo de sus ojos: que él la vea tal como es, y quedará curado. Te lo traeré, Lambert.

-Está bien - aprobaba siempre Lambert, llenando mi vaso a cada instante.

¡Él temblaba tantísimo con el temor de serme desagradable, de contradecirme, se

empeñaba tanto en hacerme beber más! Aquello era tan grosero y tan evidente, que,

incluso yo, no podía menos de darme cuenta. Pero por nada en el mundo me habría ido;

continuaba bebiendo y hablando y tenía unas ganas locas de decir de una vez lo que

pensaba. Cuando Lambent fue a buscar otra botella, Alphonsine tocó en su guitarra un

motivo español; estuve a punto de deshacerme en lágrimas.

-Lambent, ¿te das cuenta de todo? - exclamé con profundo sentimiento -. Es

absolutamente necesario salvar a este hombre, porque está... embrujado. Si ella se casase

con él, por la mañana, después de la primera noche, él la expulsaría a puntapiés... porque

eso es lo que pasa. Porque este amor salvaje, exasperado, obra como un ataque, como una

enfermedad, como un salto mortal, y, apenas obtenida la satisfacción, inmediatamente

cae el velo y surge el sentimiento opuesto: repugnancia y odio, deseo de destruir, de

aplastar. ¿Conoces tú la historia de Abisag (146), Lambert? ¿La has leído?

-No, no me acuerdo. ¿Es una novela? - farfulló Lambent.

-Es que tú no sabes nada, Lambert. Eres terrible, terriblemente inculto... Pero me tiene

sin cuidado. Poco importa. ¡Oh!, él quiere a mamá; besó su retrato; expulsará a la otra al

día siguiente y volverá con mamá; pero será demasiado tarde, y por eso es preciso

salvarlo ahora mismo...

Finalmente, lloré con amargura; pero continué siempre hablando y bebiendo; es

extraordinario lo que bebí. El rasgo más característico era que Lambert, en toda la tarde,

no me pidió ni una sola vez noticias del «documento», quiero decir: de dónde estaba. No

me pidió que se lo enseñara, que lo desplegase sobre la mesa. ¿Qué había sin embargo

más natural que hacer esa pregunta desde el momento en que habíamos llegado a un

acuerdo para empezar a obrar? Otro rasgo más: decíamos solamente que era preciso obrar

así, que « lo» haríamos sin falta, pero dónde, cuándo y cómo, ¡de eso, ni una palabra! ¡No

hacía más que darme la razón en todo y cambiar miradas con Alphonsine, absolutamente

nada más! Sin duda, yo era entonces incapaz de darme cuenta de eso, pero de todos

modos, me acuerdo.

Acabé por dormirme sobre su diván, sin desnudarme. Dormí mucho tiempo y me

desperté muy tarde. Me acuerdo de que, una vez despierto, me quedé algún tiempo

tendido sobre el diván, como atontado, tratando de reunir mis ideas y mis recuerdos,

fingiendo dormir todavía. Pero Lambert no estaba ya allí: había salido. Eran ya más de

las nueve; se oía el crepitar de la estufa, exactamente como la otra vez, cuando, después

de la famosa noche, yo había abierto de nuevo los ojos en casa de Lambert. Pero detrás

del biombo Alphonsine me acechaba: lo noté inmediatamente, porque en dos ocasiones

ella miró y me examinó, pero yo tenía siempre cerrados los ojos y fingía dormir. Obraba

de esa manera porque estaba deprimido, y tenía necesidad de comprender en qué

situación me hallaba. Me daba cuenta con horror de toda la absurdidad y de toda la

ignominia de mi confesión nocturna a Lambent, de mi convenio con él y de mi error al

haber venido a su casa. Pero, gracias a Dios, el documento seguía estando conmigo,

cosido siempre a mi bolsillo del costado; lo palpé con la mano: estaba allí. Por tanto no

había más que dar un brinco y escabullirme; en cuanto a avergonzarme delante de

Lambert, era inútil: Lambert no se lo merecía.

Pero me avergonzaba ante mí mismo. Me hacia mi propio juez y... ¡Dios, cuántas cosas

había en mi alma! Pero no describiré ese sentimiento infernal, intolerable, esa sensación

de fango y de inmundicia. Debo sin embargo confesarlo, porque creo llegado el

momento. Es algo que tengo que registrar en mis memorias. Así, pues, que se sepa bien,

si quería deshonrarla, si me preparaba a ser testigo de la escena durante la cual ella

pagaría su rescate a Lambert (¡oh, bajeza! ), no era de ningún modo para salvar a aquel

loco de Versilov y devolvérselo a mamá, era porque... quizá yo mismo estaba enamorado

de ella, ¡enamorado y celoso! ¿Celoso de quién? ¿De Bioring? ¿De Versilov? ¿De todos

aquellos a quienes ella miraría y con quienes hablaría en los bailes mientras yo me

quedaría en mi rincón, avergonzado de mí mismo... ? ¡Oh, monstruosidad!

En una palabra, ignoro de quién estaba yo celoso; pero comprendía solamente, y me

había persuadido de eso la víspera por la noche como dos y dos son cuatro, que ella

estaba perdida para mí, que esa mujer me rechazaría y se burlaría de mi falsedad y de mi

absurdidad. Ella es veraz y leal; yo, en cambio, soy un espía y detentador de documentos.

Todo esto lo he guardado para mí hasta este momento, pero ahora ha llegado la hora,

y... hago balance. Pero, todavía una vez, y por última vez: es posible que, en una mitad

larga o incluso en tres cuartas partes, me haya calumniado a mí mismo. Aquella noche,

yo la odiaba como un poseído, y más tarde, como un borracho desatado. Lo he dicho ya,

era un caos de sentimientos y de sensaciones en el que era incapaz de encontrarme. Pero,

es igual, hacía falta expresarlo, puesto que una parte al menos de esos sentimientos ha

existido seguramente.

Con una irresistible repugnancia y una irresistible intención de borrarlo todo, salté

inmediatamente del diván; pero apenas había dado el brinco cuando al punto acudió

Alphonsine. Cogí mi pelliza y mi gorro y le dije que le comunicase a Lambert que la

víspera yo había estado delirando, que había calumniado a una mujer, que había

bromeado y que él no debía permitirse nunca más poner los pies en mi casa... Todo

aquello lo expresé, bien que mal, apresurándome, en francés y sin duda muy

oscuramente, pero, con gran ssombro mío, Alphonsine comprendió perfectamente; cosa

más extraña aún, pareció incluso alegrarse de eso.

-Oui, oui - me aprobaba ella -, c',est une honte! Une dame... Oh!, vous êtes généreux,

vous! Soyez tranquille, je ferais voir raison à Lambert...

Aunque en aquel instante debí parecer extrañado, al ver una revolución tan inesperada

en sus sentimientos, y por consiguiente también, sin duda, en los de Lambert, sin

embargo salí en silencio; la turbación reinaba en mi alma y yo razonaba mal. ¡Oh!,

después lo examiné todo, pero entonces, ¡era ya demasiado tarde! ¡Oh, qué infernal

maquinación salió de alli! Hago aquí una parada, para explicarlo anticipadamente, porque

de otra forma el lector no podría comprender nada.

El hecho es que, cuando mi primera entrevista con Lambert, mientras me estaba

deshelando en su casa, le había farfullado como un imbécil que el documento estaba

cosido en mi bolsillo. En aquel momento me había dormido de pronto por algún tiempo

sobre su diván en el rincón, y Lambert había palpado inmediatamente mi bolsillo y se

había convencido de que, en efecto, a11í estaba cosido un papel. Luego. había podido

convencerse en varias ocasiones de que el papel seguía estando a11í: por ejemplo,

durante nuestra comida en los Tatars, me acuerdo de que varias veces me agarró por la

cintura. Comprendiendo por fin de qué importancia era aquel papel, había forjado todo un

plan particular que yo no sospechaba en to más mínimo. Yo me figuraba siempre, como

un imbécil, que, si me invitaba a su casa con tanto empeño, era sencillamente para

inducirme a entrar en su banda y actuar con ellos. Pero, ¡ay!, ¡me invitaba para una cosa

completamente distinta! Me invitaba para dejarme borracho perdido, y, en el momento en

que me tendiese, privado de conocimiento, y me pusiera a roncar, cortarme las puntadas y

apoderarse del documento. Es exactamente lo que hicieron aquella noche Alphonsine y

él; fue Alphonsine quien abrió el bolsillo. Una vez en posesión de la carta, de la carta de

ella, de mi documento de Moscú, tomaron una vulgar hoja de papel de cartas de, la

misma dimensión y la colocaron en el mismo sitio; luego recosieron todo como si nada

hubiese pasado, de forma que no me di cuenta de nada, También fue Alphonsine la que

recosió. ¡Y yo, yo, casi hasta el fin, durante un día y medio aún, continué creyéndome el

detentador del secreto, creyendo que la suerte de Catalina Nicolaievna seguía estando en

mis manos!

Una última palabra: aquel robo del documento fue la causa de todo, de todas las demás

desgracias.

 

II

He aquí ahora los últimos días de mis memorias, y llego al final del fin.

Eran, creo, poco más o menos las diez y media, cuando, muy excitado y, por lo que

recuerdo, extrañamente distraído, pero con una decisión definitiva en el corazón, llegué a

mi alojamiento. No me deba prisa, sabía ya lo que haría. Y de repente, no había hecho

más que poner el pie en el pasillo, comprendí que una nueva desgracia había caído sobre

nosotros y que se había producido una complicación extraordinaria: el viejo príncipe,

recién traído de Tsarkoie-Selo, se encontrába en nuestro apartamiento, con Ana

Andreievna a su lado.

Lo habían instalado, no en mi habitación, sino en las dos habitaciones contiguas, las del

casero. La víspera misma se habían efectuado en aquellos dos cuartos algunas modifica-

ciones y embellecimientos, por lo demás muy ligeros. El casero se había trasladado con

su mujer a la habitación del inquilino caprichoso y picado de viruelas del que ya he

hablado, y este último había sido confinado ya no sé dónde.

Fui acogido por el casero, que se coló inmediatamente en mi habitación. Mostraba un

aire menos decidido que la víspera, pero se le veía poseído por una excitación insólita, al

nivel de los acontecimientos, si se puede decir así. No le dirigí la palabra, pero,

retirándome a un rincón y cogiéndome la cabeza entre las manos, permanecí así un rato.

Él pensó al principio que yo adoptaba una «pose», pero por fin no pudo contenerse más y

se asustó:

-¿Es que pasa algo? - balbuceó -. Le esperaba para preguntarle - agregó al ver que yo

no le respondía - si no le molestaría a usted abrir esta puerta, para comunicar di-

rectamente con las habitaciones del príncipe en lugar de hacerlo por el pasillo.

Señalaba a una puerta lateral, siempre cerrada, y que comunicaba con sus dos

habitaciones que ahora servían de alojamiento al príncipe.

-Pedro Hippolitovitch - le declaré con semblante grave -, le ruego que haga el favor de

ir inmediatamente a invitar a Ana Andreievna a que venga aquí a hablar conmigo. ¿Hace

mucho tiempo que están aquí?

-Pronto hará una hora.

-Pues bien, vaya usted.

Se fue y me trajo esta extraña respuesta: que Ana Andreievna y el príncipe Nicolás

Ivanovitch me esperaban con impaciencia en sus habitaciones; por tanto, Ana Andreievna

no había querido venir. Me abroché y me cepillé mi redingote, que se había arrugado

durante la noche, me lavé, me peine, todo ello sin darme prisa; luego, comprendiendo

hasta qué punto había de ser prudente, me dirigí a las habitaciones del anciano.

El príncipe estaba sentado en un diván delante de una mesa redonda, mientras Ana

Andreievna, en otro rincón, delante de otra mesa cubierta por un mantel y sobre la cual

hervía el samovar de la casa, reluciente como nunca, le preparaba el té. Entré con el

mismo semblante severo, y el viejecito, que lo había notado al momento, se estremeció;

rápidamente, su sonrisa dejó sitio a su verdadero espanto; pero yo no insistí, me eché a

reír y le tendí las manos; el pobre se lanzó a mis brazos.

Sin ninguna clase de dudas, comprendí inmediatamente con quién tenía que

habérmelas. Por lo pronto, estaba claro como la luz del día que, de un anciano todavía

casi gallardo y, a pesar de todo, bastante sensato, dotado de un cierto carácter, habían

hecho, desde que no nos veíamos, una especie de momia, un verdadero niño, temeroso y

desconfiado. Añadiré: él sabía perfectamente para qué lo habían traído aquí, y todo había

pasado exactamente como por anticipado he explicado antes. Literalmente, lo habían

aterrorizado, destrozado, aplastado con la noticia de la traición de su hija y del

manicomio. Se había dejado traer, apenas consciente de lo que hacía, por el miedo tan

grande que experimentaba. Se le había dicho que yo era el detentador del secreto y que

tenía la clave de la solución definitiva. Lo diré de corrido: eran esa solución definitiva y

esa clave to que él temía más que nada en el mundo. Esperaba verme entrar en su

habitación llevándole la sentencia en la frente y el papel en la mano; por eso se mostró

locamente feliz al verme, en cambio, dispuesto a reír y a charlar de cualquier otra cosa.

Cuando nos abrazamos, se deshizo en lágrimas. Lo confieso, también yo lloré un poco;

pero de repente experimenté hacia él una lástima inmensa... El perrito de Alphonsine

dejaba oír un ladrido agudo como una campanilla y se lanzó desde el diván sobre mí. Este

perro miniatura no lo abandonaba nunca desde que lo había adquirido; dormía con él.

-Oh!, je disais qu'il a du ecoeur! - exclamó, dirigiéndose a Ana Andreievna y

señalándome.

-¡Qué repuesto está usted, príncipe! ¡Qué cara más fresca y rozagante tiene! - observé.

¡Ay!, era todo lo contrario: era una momia, y yo hablaba así únicamente para animarlo.

-Nest-ce pas? Nest-ce pas? - repetía él gozosamente.

-Pero tómese usted su té. Si me ofrece una taza a mí también, la- beberé en su

compañía.

-¡Maravillosa idea! «Bebamos y gocemos»... ¿cómo es eso? Hay unos versos por ese

estilo. Ana Andreievna, déle usted té; il prend toujour par les sentiments... Dénos té,

querida.

Ana Andreievna sirvió el té, pero de pronto se volvió hacia mí y empezó con extremada

solemnidad:

-Arcadio Makarovitch, henos aquí a los dos, mi bienhechor el príncipe Nicolás

Ivanovitch y yo, refugiados en su casa. Porque hemos venido a su casa, precisamente a la

casa de usted, y los dos le pedimos asilo. Recuerde que casi todo el destino de este

hombre santo, noble y afligido, está en sus manos... ¡Confiamos en la decisión de su

corazón justo!

Pero no pudo terminar; el príncipe fue asaltado por el temor y casi tembló de espanto:

Après, après, nest-ce pas, chère amie? - repetía levantando las manos hacia ella.

No sabría expresar la penosa impresión que me produjo esta interrupción. No respondí

nada y me contenté con hacer un saludo frío y grave; en seguida me senté a la mesa y

hablé intencionadamente de otra cosa, de tonterías, me puse a reír y a bromear... El

anciano me estaba visiblemente agradecido y se alegraba, muy animado. Pero su alegría,

aunque exaltada, era manifiestamente frágil y podía en un instante dar paso a un

desánimo completo; eso estaba claro a ojos vistas.

--Cher enfant! Me he enterado de que has estado enfermo... ¡Ah, pardón!, me han dicho

que todo este tiempo te has ocupado de cosas de espiritismo, ¿es verdad?

-Ni siquiera he pensado en eso -. dije, con una sonrisa.

-¿No? ¿Quién es entonces el que me ha hablado de es-pi-ri-tis-mo?

-Es el portero de aquí, Pedro Hippolitovitch, quien hablaba de eso hace un momento -

explicó Ana Andreievna -. Es un hombre muy jovial y que sabe muchas anécdotas.

¿Quiere que to llame?

-Oui, oui, il est charmant... sabe anécdotas, pero será mejor llamarlo más tarde. Lo

llamaremos, y nos contará todo; mais après. Figúrate que hace un momento estaban

poniendo la mesa y he aquí que dice: «Estén tranquilos, la mesa no se marchará volando,

no somos espíritus.» ¿Es que, en casa de los espíritus, las mesas desaparecen volando?

-No sé. Se dice que se levantan sobre las patas.

-Mais ce'st terrible ce que to dis - exclamó el príncipe, y me lanzó una mirada

espantada.

-¡Oh!, no se preocupe, son tonterías.

-Eso es lo que yo digo. Natasia Stepanovna Salonievna... tú la conoces... ¡ah!, es

verdad, no la conoces... Bueno, figúrate que ella cree también en el espiritismo y que yo,

chère enfant - se volvió hacia Ana Andreievna - le dije un día: en los Ministerios hay

también mesas, con ocho pares de manos de burócratas puestas encima, que no dejan de

escribir, y bien, ¿por qué no bailan esas mesas? ¡Figúrate si se pusieran de pronto a

bailar! Una insurrección de mesas en el Ministerio de Hacienda o en el de Instrucción

Pública, ¡no faltaría más que eso!

-¡Qué cosas tan divertidas dice usted siempre, príncipe! - exclamé, tratándo de reír

sinceramente.

-Nest-ce pas? Je ne parle pas trop, mais je dis bien.

-Voy a buscar a Pedro Hippolitovitch - dijo Ana Andreievna levantándose.

El contento brillaba en su rostro: al verme tan amable con el anciano, se alegraba. Pero

apenas hubo salido, la fisonomía del anciano cambió de golpe de una manera fulminante.

Miró temerosamente hacia la puerta, lanzó una ojeada en torno e, inclinandose desde su

diván hacia mi, me çuchicheó con voz espantada:

--Cher ami? ¡Si pudiese verlas a las dos aquí juntas! Oh, cher enfant!

-¡Príncipe, cálmese usted...!

-Sí, sí, solamente que:.. nosotros las reconciliaremos, ¿verdad? Es una peleíta sin

importancia entre dos mujeres muy dignas, ¿no? No tengo esperanzas más que en ti... Va-

mos a arreglar todo esto aquí; pero ¡qué alojamiento tan extraño éste! - añadió lanzando

una mirada casi temerosa -, y, mira, este casero... tiene una cabeza tan rara... Dime, ¿no

es peligroso ?

-¿El casero? ¡De ninguna manera! ¿Por qué iba a ser peligroso?

-C'est ça. Tanto mejor. Il semble qu'il est bête, ce gentilhomme. Cher enfant, por el

amor de Dios, no le digas a Ana Andreievna que aquí me da miedo de todo; a ella le digo

que todo está muy bien, desde el primer paso que di aquí, a incluso alabo al casero. Oye,

tú sabes la historia de Von Sohn (147), ¿te acuerdas?

-Sí; ¿y qué?

-Rien, rien du tout... Mais je suis libre ici, nest-ce pas?

¿Qué crees tú, no podrá pasarme aquí algo por el mismo estilo?

-Pero, ¡qué absurdo!, le aseguro a usted, mi querido amigo... créame...

Quería cogerme en brazos; las lágrimas corrían por su rostro; yo no sabría decir hasta

qué punto se me oprimió el corazón: el pobre viejo se parecía a un niño lastimero, débil,

espantado, robado de su nido natal por gitanos y traído a casa de desconocidos. Pero no

se nos permitió abrazarnos: la puerta se abrió y entró Ana Andreievna, pero no con el

casero, sino con el hermano de ella, el chambelán. Esa novedad me desconcertó; me

levanté y me dirigí hacia la puerta.

-Arcadio Makarovitch, permítame que le presente - declaró en voz alta Ana

Andreievna, de forma que, a pesar mío, me vi obligado a detenerme.

---Conozco ya demasiado bien a su hermano - dije martillando las palabras y

recalcando la de demasiado.

-¡Ah!, ¡qué terrible error! Y soy tan culpable, mi querido And... Andrés Makarovitch -

farfulló el joven aproximándose a mí con un aire muy desenvuelto y cogiéndome la

mano, que no me fue posible retirar -. Mi criado Esteban tuvo la culpa de todo; le anunció

a usted de una manera tan estúpida que lo tomé por otro. Es una cosa que pasó en Moscú

- le explicó a su hermana -. Después hice toda clase de esfuerzos para localizarlo y

explicarle lo sucedido, pero caí enfermo, pregúnteselo a él... Cher prince, nous devons

être amis, même par droit de naissance...

Y el desvergonzado joven se atrevió incluso a ponerme la mano en el hombro, lo que

era el colmo de la familiaridad. Di un salto de costado, pero, confuso, preferí retirarme

sin pronunciar una palabra. Vuelto a mi habitación, me senté. en la cama, pensativo y

turbado. La intriga me ahogaba, pero yo no podía sin embargo confundir y aplastar de

golpe a Ana Andreievna. Comprendí de pronto que también ella me era querida y que su

situación era espantosa.

 

III

Como yo esperaba, ella entró en mi habitación, dejando al príncipe con su hermano,

que se había puesto a contarle al viejo toda clase de rumores mundanos, calentitos y

recién sacados del horno, cosa que al momento cautivó y divirtió al anciano, tan

susceptible de dejarse influir. En silencio y con aire interrogativo, me levanté de la cama.

-Ya se lo he dicho todo a usted, Arcadio Makarovitch - empezó ella abiertamente -;

nuestra suerte está en sus manos.

-Pero también yo le advertí que no podía... Los deberes más sagrados me impiden hacer

eso con lo que usted cuenta...

-¿De verdad? ¿Es ésa su respuesta? Entonces, yo pereceré, pero ¿y el viejo? Sépalo:

esta misma tarde perderá la razón.

-No, perderá la razón si le enseño una carta de su hija, en la que ella consulta a un

abogado para saber qué hay que hacer para declarar loco a su padre - exclamé con fuego

-. Eso es to que él no soportará. Y sépalo usted: él no cree en esa cárta, me lo ha dicho ya.

Yo mentía al afirmar que él me lo había dicho; pero aquello venía a propósito.

-¿Se lo ha dicho ya? ¡Me lo imaginaba! En tal caso, estoy perdida; él ha llorado y ha

pedido volver a casa.

-Dígame en qué consiste precisamente el plan que tiene usted formado - le pregunté con

insistencia.

Ella se ruborizó, por orgullo herido, por decirlo así, pero se puso rígida:

-Con esa carta de su hija entre mis manos, estamos justificados a los ojos del mundo.

Inmediatamente mandaré buscar al príncipe V... y a Boris Mikhailovitch Pelitchev, sus

amigos de infancia; son dos personajes honorables a influyentes en el gran mundo, y sé

que hace dos años manifestaron su indignación ante ciertos pasos dados por esa hija ávida

a implacable. Ciertamente lo reconciliarán con, su hija, si yo se lo pido, y yo misma

insistiré en eso; pero, por otra parte, la situación habrá cambiado completamente.

Además, mis parientes, los Fanariotov, estoy segura, se decidirán entonces a sostener mis

derechos. Pero lo que para mí importa sobre todo, es la felicidad de él; que comprenda

por fin y que vea quiénes le tienen verdadero cariño. Sin duda, yo cuento principalmente

con la influencia de usted, Arcadio Makarovitch: usted lo quiere tanto... Pero ¿quién lo

quiere, aparte de usted y yo? É1 no ha hecho más que hablar de usted durante estos

últimos días. Se preocupaba por usted, usted es «su joven amigo»... Ni que decir tiene

que, durante toda mi vida, mi agradecimiento no conocerá límites...

Ahora ella me prometía una recompensa, ¡dinero tal vez!

La interrumpí brutalmente:

-¡Por mucho que usted diga, no puedo! - declaré con un acento de decisión inflexible -.

Sólo puedo corresponderle a usted con la misma sinceridad y explicarle mis últimas

intenciones: dentro de poco le entregaré esa carta fatal a Catalina Nicolaievna en propia

mano, pero a condición de que ella no forme ningún escándalo con todo lo que ha pasado

y que dé por anticipado su palabra de que no impedirá la felicidad de usted. Es todo to

que puedo hacer.

--¡Es imposible! - exclamó ella, enrojeciendo de pies a cabeaa.

La sola idea de que Catalina Nicolaievna pudiera compadecerla excitaba su

indignación.

--No cambiaré de decisión, Ana Andreievna.

-Es posible que cambie.

-Diríjase usted a Lambert.

-Arcadio Makarovitch, usted no sabe las desgracias que pueden nacer de su obstinación

- amenazó con severidad y furor.

-Nacerán desgracias, eso desde luego... - La cabeza me da vueltas -. Pero basta ya: he

decidido y se acabó. Solamente, se lo ruego, por el amor de Dios, no me traiga aquí a su

hermano.

-Pero si él desea precisamente borrar...

-¡No hay nada que borrar! ¡No tengo necesidad, no quièero, no quiero! - exclamé

cogiéndome la cabeza entre las manos (¡oh!, ¡quizá la he tratado con demasiada altivez!)

-. Pero dígame dónde va a pasar el príncipe la noche. ¿Aquí?

-Pasará la noche aquí, en casa de usted y con usted.

-¡Esta misma tarde me mudo!

Pronunciadas esas palabras implacables, cogí mi gorro y empecé a ponerme la pelliza.

Ana Andreievna me observaba en silencio, con aire sombrío. ¡Me daba lástima, sí, me

daba mucha lástima de aquella muchacha altanera! Pero me marché sin darle ni una

palabra de esperanza.

 

IV

Trataré de resumir. Mi decisión estaba tomada irrevocablemente, y me dirigí

derechamente a casa de Tatiana Pav1ovna. ¡Ay!, una gran desgracia se podría haber

evitado, si yo la hubiese encontrado en casa; pero, como por azar, aquel día me perseguía

la mala suerte. Fui también, naturalmente, a casa de mamá, primero para visitar a mi

madre enferma, y luego porque contaba con encontrarme a11í casi con toda seguridad a

Tatiana Pavlovna; pero tampoco estaba a11í; acababa de salir, mamá estaba en cama, y

Lisa se había quedado sola con ella. Lisa me pidió que no entrara y no despertara a

mamá:

--No ha dormido en toda la noche, no ha hecho más que atormentarse. Es una suerte

que ahora mismo se haya quedado dormida.

Besé a Lisa y le dije en dos palabras que había tomado una decisión inmensa y fatal y

que iba a ponerla en práctica. Me escuchó sin gran asombro, como si fueran las palabras

más corrientes. ¡Estaban todos de tal forma acostumbrados a mis interminables «últimas

decisiones» y, a continuación, al cobarde abandono de las mismas! ¡Pero ahora, ahora era

muy diferente! A pesar de todo, me pasé por el traktir y estuve a11í un momento

esperando, para ir a buscar en seguida, a tiro hecho, a Tatiana Pavlovna. Explicaré por

cierto por qué tenía yo de pronto tanta necesidad de ver a esta mujer. Quería mandarla

inmediatamente a casa de Catalina Nicolaievna para hacerla venir a casa de la primera y

restituirle el documento en presencia de esta misma Tatiana Pavlovna, después de ha-

berles explicado todo de una vez para siempre... En resumen, yo quería solamente hacer

el bien; quería justificarme de una vez para siempre. Resuelto este punto, decidí absoluta

y resueltamente decir algunas palabras en favor de Ana Andreievna y, si era posible,

tomar a Catalina Nicolaievna y a Tatiana Pavlovna (como testigos), llevarlas a mi casa, es

decir, a casa del príncipe, y allí reconciliar a las mujeres enemigas, resucitar al príncipe

y... y... en una palabra, a11í, en ese pequeño grupo, al menos ese día, hacer a todo el

mundo feliz, después de to cual no faltaría más que Versilov y mamá. Yo no podía dudar

del éxito: Catalina Nicolaievna, agradecida por la devolución de la carta, a cambio de la

cual yo no le pediría nada, no podría negarse a mi súplica. ¡Ay!, creía todavía estar en

posesión del documento. ¡Oh, en qué situación tan estúpida e indigna me encontraba sin

saberlo!

La oscuridad había ya sobrevenido y serían alrededor de las cuatro cuando me presenté

de nuevo en casa de Tatiana Pavlovna. María respondió groseramente que «no había

vuelto». Me acuerdo muy bien ahora de su mirada sin levantar los ojos; pero, en ese

momento, yo no podía sospechar nada, al contrario, fui traspasado por esta otra idea: al

bajar, irritado y un poco desanimado, la escalera de Tatiana Pavlovna, me acordé del

pobre príncipe que hacía un momento me había tendido los brazos, y de pronto me

reproché amargamente haberlo abandonado, tal vez por despecho personal. Con

inquietud, empecé a figurarme lo que podía haberle sucedido durante mi ausencia, tal vez

algo muy malo, y me apresuré a regresar a casa. Ahora bien, en casa se habían producido

los acontecimientos siguientes:

Ana Andreievna, al abandonarme toda enfadada, no había perdido aún los ánimos. Es

preciso decir que, por la mañana, había mandado a buscar a Lambert; luego, una vez más,

y como Lambert seguía sin estar en casa, había enviado por fin a su hermano a buscarlo.

La desgraciada, al ver mi resistencia, ponía en Lambert y en el influjo que éste pudiera

ejercer sobre mí su última esperanza. Lo aguardaba con impaciencia y lo único que la

asombraba era que él, que no la abandonaba y había rondado en torno a ella hasta aquel

día, la hubiese abandonado de pronto y hubiese desaparecido. ¡Ay!, no podía ocurrírsele

la idea de que Lambert, en posesión ahora del documento, hubiese tomado decisiones

muy distintas y que, por consiguiente, era lo más natural que se ocultase, y que se

ocultase, sobre todo, de ella.

Así, pues, con la inquietud lógica del caso y una alarma creciente en el corazón, Ana

Andreievna casi no tenía ya fuerzas para distraer al anciano; y, para colmo, la inquietud

de éste había adquirido proporciones temibles. Hacía preguntas extrañas y temerosas, se

ponía a mirarla con suspicacia y, en varias ocasiones, se deshizo en lágrimas. El joven

Versilov no se quedó mucho tiempo. Después que su hermano se marchó, Ana

Andreievna trajo, por fin, a Pedro Hippolitovitch, en el que confiaba muchísimo, pero

éste, lejos de agradar, no inspiró más que repugnancia. De una manera general, el

príncipe consideraba a Pedro Hippolitovitch con una desconfianza y una suspicacia cada

vez más grandes. El otro, como por casualidad, se había puesto de nuevo a charlar sobre

el espiritismo y otros fenómenos que él había presenciado: un charlatán de paso, que

cortaba cabezas en público, la sangre corría y todo el mundo to veía, a continuación las

volvía a colocar sobre el cuello respectivo y se pegaban, igualmente a la vista del público,

y todo aquello habría pasado en 1859. El príncipe se espantó tanto y a la vez concibió tal

indignación, que Ana Andreievna se vio obligada a alejar inmediatamente al narrador.

Por fortuna llegó la comida, especialmente encargada la víspera (por precaución de

Lambert y de Alphonsine) a un notable cocinero francés de la vecindad, que no tenía

empleo y lo buscaba en una casa aristocrática o en un club. Esa comida con champaña

alegró mucho al anciano; comió y bromeó de lo lindo. Después de la comida, se sintió

naturalmente pesado y tuvo ganas de dormir; como estaba acostumbrado a hacer la siesta,

Ana Andreievna le había preparado una cama. Mientras se dormía, él le besaba las manos

y decía que ella era su paraíso, su esperanza, su hurí, su «flor de oro»; en una palabra, se

lanzó de lleno a las expresiones más orientales. En fin, se durmió y fue eñtonces cuando

yo volví.

Ana Andreievna se apresuró a entrar en mi habitación, juntó las manos delante de mí y

dijo que me suplicaba «no por ella, sino por el príncipe», no marcharme a ir a verlo

cuando se despertara. « Sin usted, está perdido, tendrá un ataque; temo que no resista

hasta la noche. .. » Añadió que ella no tenía más remedio que ausentarse, «tal vez incluso

por dos horas, y que por consiguiente dejaba al príncipe a mi custodia». Le di

calurosamente palabra de que me quedaría hasta por la noche y que, cuando se

despertara, haría todo lo que estuviese en mi mano para distraerlo.

-¡Y yo cumpliré mi deber! - concluyó ella enérgicamente.

Se fue. Explicaré, anticipadamente: se iba en busca de Lambert; era su última

esperanza; además visitó a su hermano y a sus parientes Fanariotov; se comprende en el

estado en que debió de volver.

El príncipe se despertó aproximadamente una hora después de su marcha. A través de la

pared, lo oí gemir y corrí inmediatamente a su habitación; me lo encontré sentado en su

cama, en camisón de dormir, pero tan asustado por la soledad, por la luz de la única

lámpara y por aquella habitación desconocida, que en el momento en que entré se

estremeció, tuvo un sobresalto y lanzó un grito. Me precipité hacia él y cuando distinguió

que era yo, me abrazó con lágrimas de alegría.

-Me habían dicho que lo habías mudado, que habías cogido miedo y te habías quitado

de en medio.

-¿Quién ha podido decirle eso?

-¿Quién? Bueno, quizá he sido yo que lo he inventado, quizá también ha sido alguien

que me lo ha dicho. Figúrate que hace un momento he tenido un sueño: de repente veo

en. trar a un viejo barbudo con un icono, un icono partido en dos pedazos, que me dice:

«¡Así se romperá tu vida!»

-¡Oh Dios mío!, seguramente ha sabido usted por alguien que Versilov rompió ayer un

icono.

-Nest-ce pas? Sí, sí, lo he sabido. Me he enterado esta mañana por Daria Onissimovna.

Ella ha transportado aquí mi maleta y mi perro.

-¡Vaya un sueño raro!

-¡Poco importa! Y figúrate que ese viejo no dejaba de amenazarme con el dedo. Pero,

¿dónde está Ana Andreievna?

-Va a volver en seguida.

-¿De dónde? ¿Adónde ha ido? - exclamó dolorosamente.

-No, no, estará aquí en seguida. Me pidió que me quedase con usted un momento.

-Oui, ella vendrá. Así, pues, nuestro Andrés Petrovitch ha perdido el juicio; «y tan

repentinamente, con tanta prontitud». Yo siempre le había predicho que acabaría así.

Espera, amigo mío...

De pronto se aferró a mi redingote y me atrajo hacia él.

-El casero - dijo en voz baja - me ha traído hace un momento fotografías, sucias

fotografías de mujeres, nada más que mujeres desnudas en diversas posturas orientales, y

se ha puesto a enseñármelas a la luz de la lámpara... Yo, compréndelo, se las he elogiado,

a regañadientes, pero es lo mismo que cuando le llevaban mujeres malas a aquel

desgraciado, para en seguida embriagarlo más fácilmente...

-Usted quiere seguir hablando de Von Sohn. Pero dejemos eso, príncipe. El casero es

un imbécil, ni más ni menos.

-Un imbécil, ni más ni menos. C'est mon opinion. ¡Amigo mío, si puedes, sácame de

aquí!

Y de repente juntó las manos delante de mí.

-Príncipe, haré todo lo que pueda... Le pertenezco. Mi querido príncipe, espere un poco

y tal vez me será posible arreglarlo todo...

Nest-ce pas? No diremos esta boca es mía, nos escabulliremos, y dejaremos la maleta

para hacerle creer que volveremos.

-¿Adónde iríamos? ¿Y Ana Andreievna?

---No, no, con Ana Andreievna. Oh, mon cher!, la cabeza me da vueltas... Espera: hay

ahí, en el saco de la derecha, un retrato de Katia; lo he metido a escondidas hace un

momento para que Ana Andreievna y, sobre todo, para que esa Daria Onissimovna no lo

noten; sácalo pronto, por el amor de Dios, y ten cuidado de que no nos sorprendan... ¿no

hay manera de echarle el cerrojo a la puerta?

Encontré efectivamente en el saco de viaje una fotografía de Catalina Nicolaievna, en

un marco ovalado. La cogió, la llevó a la luz y pronto empezaron a correr lágrimas por

sus mejillas flacas y amarillentas:

-C'est un angel, c'est un ange du ciel! - exclamó -. Toda mi vida he sido culpable ante

ella... ¡Y ahora también! Chère enfant, no creo en nada, ¡en nada! Amigo mío, dime: ¿es

posible que se me quiera encerrar en un manicomio? Je dis des choses charmantes et tout

le monde rit... ¿y éste es el hombre al que van a enviar a un manicomio?

-¡Es imposible! - exclamé -. Es un error, yo conozco los sentimientos de ella.

-¿También tú conoces sus sentimientos? ¡Pues bien, tanto mejor! Amigo mío, me has

resucitado. ¿Qué es lo que no me han dicho de ti? ¡Llama aquí a Katia, amigo mío, y que

las dos se abracen delánte de mí, las llevaré a casa, y pendremos al casero de patitas en la

calle!

Se levantó, juntó las manos y de pronto se puso de rodillas delante de mí.

-Cher - me susurró, con un miedo insensato, temblando como una hoja -, amigo mío,

dime toda la verdad: ¿dónde me van a encerrar ahora?

-¡Cielo santo! - exclamé, levantándolo y sentándolo en la cama -, ¡tampoco a mí me

cree usted! ¿Cree que yo también formo parte de la confabulación? ¡Pero yo no permitiré

a nadie aquí que le toque con un dedo!

-C'est ça, no lo permitas! - balbuceó apretándome fuertemente los codos con sus manos

y sin dejar de temblar-. ¡No me entregues a nadie! Y tú mismo, no me mientas... porque...

¿es posible que me saquen de aquí? Escucha, ese casero, Hippolito, o bien... ¿cómo lo

llaman?, ¿no es... doctor?

-¿Qué doctor?

-¿Y esto... no es un manicomio, esto, esta habitación?

Pero en aquel instante, repentindmente, la puerta se abrió y entró Ana Andreievna. Sin

duda había estado escuchando a la puerta y, no resistiendo más, había abierto demasiado

bruscamente: el príncipe, que se estremecía al menor ruido, lanzó un grito y escondió la

cabeza en la almohada. Tuvo por fin una especie de ataque, que se resolvió en sollozos.

-¡He aquí el fruto de su hermoso trabajo! - le dije señalándole al anciano.

-¡No, es el fruto del trabajo de usted! - dijo ella elevando la voz -. Por última vez, me

dirijo a usted, Arcadio Makarovitch: ¿quiere usted revelar la intriga infernal urdida contra

este anciano sin defensa y sacrificar «sus sueños de amor insensatos a infantiles» para

salvar a su propia hermana?

-Os salvaré a todos, pero solamente como le he dicho a usted hace un momento. Doy un

salto, y dentro de una hora quizá, Catalina Nicolaievna en persona estará aquí. Yo recon-

ciliaré a todo el mundo y todo el mundo será feliz - exclamé, casi inspirado.

-¡Tráela aquí, tráela aquí! - dijo el príncipe, por fin vuelto en sí -. ¡Llevadle junto a ella!

¡Quiero estar con Katia, quiero ver a Katia y bendecirla! - exclamaba él levantando los

brazos y echándose abajo de la cama.

-Ya ve usted - dije mostrándoselo a Ana Andreievna -, ya oye lo que dice: ahora, de

todas maneras, ningún «documento» podrá salvarla a usted.

-Ya lo veo, pero todavía podría servir para justificar mi conducta a los ojos del mundo,

mientras que ahora me veo deshonrada. ¡Basta!, mi conciencia está tranquila. Me veo

abandonada por todos, incluso por mi propio hermano, que ha temido un fracaso... Pero

cumpliré mi deber y me quedaré junto a este desgraciado, ¡para servirle de criada, de

enfermera!

Pero no había tiempo que perder, y salí de la habitación:

-¡Volveré dentro de una hora y no volveré solo! - grité desde el umbral.

 

 

 

CAPÍTULO XII

I

¡Por fin, encontré a Tatiana Pavlovna! De un tirón se lo conté todo, toda la historia del

documento y todo lo que pasaba en mi casa, hasta el último detalle. Aunque ella

comprendió el asunto perfectamente y pudo darse cuenta con dos palabras, la exposición

nos ocupó, creo, una docena de minutos. Y o no sabía qué más hablar, decía toda la

verdad y no me ruborizaba. Silenciosa a inmóvil, derecha como un poste, estaba sentada

en su silla, apretados los labios, sin quítarme los ojos de encima, escuchándome con toda

atención. Pero cuando acabé, de pronto dio un salto, tan precipitadamente, que también

yo brinqué.

-¡Ah, bribón.! ¡Entonces, esa carta la llevabas verdaderamenté cosida encima, y fue la

imbécil de María Ivanovna quien te la cosió! ¡Ah, canalla, sinvergüenza! ¡Entonces, para

eso venías aquí, para domar los corazones, para conquistar el gran mundo, para vengarte,

no importa contra quién, por ser un bastardo!

-¡Tatiana Pavlovna - exclamé -, le prohibo que me injurie! Quizás ha sido usted, con

sus injurias, desde el principio, la causa del encarnizamiento que he mostrado aquí. Sí,

soy bastado y acaso haya querido en efecto vengarme de ser un bastardo, y quizás en

efecto me he querido vengar en no importa quién, puesto que ni el mismo diablo podría

descubrir al culpable; pero acuérdese usted de que he repudiado mi alianza con los pillos

y he vencido mis pasiones. Soltaré sin decir nada el documento delante de ella y me iré,

sin esperar siquiera a que me diga una palabra; usted será testigo.

-¡Dame esa carta, dámela inmediatamente, ponla aquí en la mesa! ¿Quién sabe si estás

mintiendo?

-La llevo cosida al bolsillo; fue María Ivanovna en persona quien me la cosió; y aquí,

cuando me hicieron un redinjote nuevo, la saqué del vicio y la cosí yo mismo en éste;

aquí está, mire, palpe, no miento.

-¡Pues bien, dámela, sácala! - se emperraba Tatiana Pavlovna.

-Por nada en el mundo, se lo repito. La depositaré delante de ella en presencia de usted,

y me iré sin esperar una sola palabra. Pero es preciso que ella sepa y que vea con sus

propios ojos que soy yo, yo mismo, quien se la devuelve, voluntariamente, sin coacción y

sin recompensa.

-Para lucirte otra vez, ¿verdad? ¿Sigues estando enamorado?

-Diga usted todas las maldades que quiera. Está bien, me las he merecido y no me

ofendo. Ella me tomará tal vez por. un jovencito que la ha espiado y que se ha imaginado

una conspiración, ¡sea!, pero que confiese que me he domado a mí mismo, que he puesto

su felicidad por encima de todo en el mundo. Es igual, Tatiana Pavlovna, es igual. Me

grito a mí mismo: ¡valor y esperanza! Es tal vez mi primer paso en la carrera, sí, pero ha

acabado bien, ha acabado noblemente. Además, sí la quiero - continué, inspirado y con

los ojos brillantes -, no me avergüenzo de eso: mamá es un ángel del cielo, y ella, ¡ella es

una reina en la tierra! Versilov volverá a mamá, y delante de ella yo no tengo por qué

avergonzarme; he oído lo que decían ella y Versilov, yo estaba detrás de la cortina... ¡Oh,

sí!, los tres, los tres somos «gente de la misma locura». ¿Sabe usted de quién es esta

frase: «gente de la misma locura»? ¡Es de él, de Andrés Petrovitch! ¿Y sabe usted que

quizá somos aquí más de tres los que tenemos esta misma locura? ¡Sí, me apuesto algo a

que usted es la cuarta! ¿Quiere que se lo diga?: me apuesto algo a que usted ha estado

enamorada toda la vida de Andrés Petrovitch y que continúa estándolo, incluso ahora...

Lo repito, yo estaba como inspirado y dichoso, pero no tuve tiempo de acabar: de

pronto, con un ademán extraordinariamente rápido, me agarró por los cabellos y me tiró

por dos veces con toda su fuerza hacia atrás... En seguida me soltó y se retiró a un rincón,

la cara contra la pared y oculta en su pañuelo:

-¡Sinvergüenza' ¡No me digas esas cosas! - exclamó llorando.

Era algo tan inesperado, que naturalmente me quedé -estupefacto. Me quedé clavado en

el sitio, mirándola, sin saber qué hacer.

-¡Uf, el imbécil! ¡Ven aquí, ven a besar a tu vieja idiota! - dijo de pronto, riendo y

llorando -. ¡Y no repitas nunca esas cosas... ! ¡A ti, a ti te quiero, y, toda mi vida te he

querido...! ¡Idiota!

La besé. Diré entre paréntesis que, a partir de ese momento, Tatiana Pavlovna y yo

siempre hemos sido buenos amigos.

-¡Pues sí! Pero, ¿qué es lo que hago aquí? - exclamó de pronto, dándose una palmada

en la frente-. ¿Qué me dices, que el viejo príncipe está en tu casa? ¿Es verdad eso?

--Se lo aseguro.

-¡Ah, Dios mío! ¡Se me va a parar el corazón! - se puso a dar vueltas y a bullir por la

habitación -. ¡Y así es cómo lo tratan! ¡Dos idiotas nunca son castigados! ¿Y desde por la

mañana? ¡Vaya con la Ana Andreievna! ¡Miren la monjita! ¡Y la otra, la Militrissa (148),

no sabe nada!

-¿Qué Militrissa?

-¡Pues la reina de la tierra, el ideal, qué sé yo! ¿Y qué vamos a hacer ahora?

-¡Tatiana Pavlovna! - exclamé recobrando mi presencia de espíritu -; hemos estado

diciendo tonterías y nos hemos olvidado de lo principal: he venido a buscar a Catalina

Nicolaievna, y me esperan allá.

Y le expliqué que entregaría el documento a condición de que ella me prometiera hacer

inmediatamente la paz con Ana Andreievna y consentir incluso en su casamiento...

-Eso está muy bien - interrumpió Tatiana Pav1ovna -, yo misma se lo he repetido

infinidad de veces. De todas maneras, él se morirá antes del casamiento, no se casará con

ella y, si le deja a Ana dinero en su testamento, de todas formas el mal estaría hecho...

-¿Es que Catalina Nicolaievna lo único que siente es el dinero?

No, ella siempre temía que el documento estuviese en poder de la otra, de Ana, y yo

también temía lo mismo. Era ella a quien vigilábamos. La hija no tenía ningún deseo de

separarse del viejo, pero era el alemán, Bioring, quien es cierto que sólo se preocupa del

dinero.

-¿Y después de eso puede ella casarse con Bioring?

-¿Y qué quieres tú hacer con una idiota? Cuando se es idiota, se lo es para toda la vida.

Mira, él le proporcionará una especie de tranquilidad: «Hace falta casarse con alguien;

pues bien, lo mismo da él que otro.» ¡Vamos!, verémos después cómo le sale la cosa. En

seguida se tirará de los pelos, pero será demasiado tarde.

-Entonces, ¿por qué lo permite usted? Usted sin embargo la quiere. Usted le ha dicho en

su cara que estaba enamorada de ella.

-Enamorada, sí, y la quiero más que todos ustedes juntos... Lo cual no impide que ella

sea una soberana idiota.

-Entonces, corra a su casa inmediatamente, tomaremos una decisión y la llevaremos

junto a su padre.

-¡Pero es imposible, imposible, tontito! ¡Eso es lo que es precisamente imposible! ¡Ay!,

¿qué hacer? ¡Ah!, la cabeza me da vueltas. - Y se agitó de nuevo, pero echando esta vez

mano de una esclavina -. ¡Ah! , si hubieses venido cuatro horas antes. Ahora son ya más

de las siete, ha ido a cenar a casa de los Pelitchev, para ir en seguida con ellos a la ópera.

-¡Dios mío!, ¿y si corriésemos nosotros a la ópera? Pero no, es imposible... Pero, ¿qué

va a ser del viejo? ¡Tal vez se morirá esta noche!

-Escúchame, no vayas allí, ve a casa de mamá, pasa a11í la noche, y mañana

temprano...

-No, por nada en el mundo abandonaré al viejo, pase lo que pase.

-Tienes razón, no lo abandones. Pero yo, mira... a pesar de todo yo correré a su casa y

le dejaré una notita... Mira, le escribiré a nuestro modo (ella comprenderá) que el

documento está aquí y que mañana, a las diez en punto de la mañana, debe estar en mi

casa sin falta. Tranquilízate, ella vendrá, me escuchará. Y de un solo golpe to

arreglaremos todo. Tú, corre a11á abajo y arréglatelas con el viejo... acuéstalo, tal vez re-

sista hasta por la mañana. No asustes tampoco a Ana; también a ella la quiero; eres

injusto con ella porque no puedes comprender: ella está ofendida, ha estado ofendida

desde su más tierna infancia; ¡ah, la de cosas que me habéis hecho ver entre todos! Pero

no lo olvides, dile de mi parte que yo en persona me encargo de todo y de todo corazón,

que esté tranquila, que su urgullo no tendrá que sufrir... Y es que estos días nos hemos

peleado, nos hemos dicho verdaderas injurias. Vamos, vete ya... Espera, enséñame otra

vez el bolsillo... ¿es verdad, completamente verdad? Bueno, ¿es verdad? Entonces,

dámela, dame esa carta, por lo menos por esta noche, ¿qué te importa eso? Déjamela, no

me la voy a comer. Por manos del diablo, podrías perderla esta noche... cambiar de

opinión.

-¡Por nada en el mundo! - exclamé -. ¡Tenga, palpe, mire! ¡Pero por nada en el mundo

se la dejaré!

--¡Bien veo que hay un papel! - palpaba con los dedos -. Bueno, está bien; vete y quizá

yo me alargue hasta el teatro, es una buena idea que has tenido. Pero, ¡corre, vete ya!

-¡Tatiana Pav1ovna, un momento! ¿Y mamá?

-Está bien.

-¿Y Andrés Petrovitch?

Ella hizo un gesto evasivo.

-Recobrará el juicio.

Me marché, animado, lleno de esperanza, aunque el resultado hubiese sido muy distinto

del que yo esperaba. Pero, ¡ay!, la suerte había decidido otra cosa muy diferente, y yo no

sabía to que me tenía preparado: verdad es que hay un destino en esta tierra.

 

II

Desde la escalera oí ruido en mi casa. La puerta del apartamiento se encontraba abierta.

En el pasillo estaba un criado desconocido, vestido de librea. Pedro Hippolitovitch y su

mujer, aterrados los dos, estaban también en el pasillo, en actitud de espera. La puerta del

príncipe estaba abierta: en el interior resonaba una voz atronadora que reconocí

inmediatamente como la de Bioring. No había dado yo dos pasos, cuando vi de repente al

príncipe, todo deshecho en lágrimas, tembloroso, arrastrado por el pasillo por Bioring y

su compañero, el barón R., el mismo que había ido a negociar con Versilov. El príncipe

sollozaba, abrazaba y besaba a Bioring. Bioring gritaba contra Ana Andreievna que

había, ella también, salido ai pasillo en seguimiento del príncipe: Bioring la amenazaba y,

creo, pataleaba rabioso: en una palabra, se conducía como grosero soldado alemán, a

pesar de todo «su gran mundo». Más tarde se supo que se le había ocurrido la idea de que

Ana Andreievna había cometido un crimen de derecho común y debía ahora responder de

su conducta ante la justicia. Por ignorancia del asunto, lo exageraba, como les pasa a

muchos, y por eso se juzgaba con derecho para obrar absolutamente sin miramientos.

Sobre todo, no había tenido tiempo de profundizar en el caso: lo habían avisado de todo

anónimamente, como se descubrió luego (y como mencionaré a continuación), y había

acudido en ese estado de señor enfurecido en el que, incluso los individuos más

espirituales de esa nacionalidad, sc encuentran dispuestos a veces a comportarse como

traperos. Ana Andreievna había acogido todo aquel asalto con una perfecta dignidad,

pero yo no fui testigo. Vi solamente que, después de haber arrastrado al anciano por el

pasillo, Bioring lo dejó de pronto entre las manos del barón R. y volviéndose

precipitadamente hacia Ana Andreievna, le lanzó, probablemente en respuesta a alguna

observación de ella:

-Es usted una intrigante. Lo que usted quiere es su dinero. A partir de este momento,

está usted deshonrada en -el mundo y responderá ante la justicia...

-Es usted quien explota a un pobre enfermo y lo ha llevado a la locura... Grita usted

contra mí porque soy una mujer y no tengo a nadie que me defienda...

-¡Ah, sí!, usted es su novia, su novia - se echó a reír malvada y rabiosamente Bioring.

-Barón, barón... Chère enfant, je vous aime - sollozó el príncipe tendiendo las manos

hacia Ana Andreievna.

-Vamos, príncipe, vamos, hay una conspiración contra usted, y tal vez contra su vida -

exclamó Bioring.

-Oui, oui, je comprends, j'ai compris au commencement...

-Príncipe --- dijo Ana Andreievna, alzando la voz -, me ofende usted y permite que me

ofendan.

-¡Fuera de aquí! - le gritó de pronto Bioring.

No pude sufrirlo.

-¡Canalla! - grité -. Ana Andreievna, ¡yo soy su defensor!

No tengo ni la intención, ni la posibilidad, de anotar todos los detalles. Fue una éscena

espantosá a innoble. Perdí de repente la razón. Creo que me lancé sobre él y que le

golpeé: al menos, lo empujé fuertemente. Él me golpeó también con toda su fuerza, en la

cabeza, tan fuerte, que caí al suelo. Vuelto en mí, me lancé en su persecución por la

escalera; recuerdo que la sangre me salía por la nariz. Ante la puerta los esperaba un

coche. Mientras se instalaba al príncipe, salté al coche y, a pesar del lacayo que me

apartaba, me arrojé de nuevo sobre Bioring. Ya no recuerdo cómo llegó la policía.

Bioring me cogió por el cuello y ordenó imperiosamente al agente que me condujera a la

comisaría. Grité que él debía ir también, para que se extendiera un proceso verbal, y que

no había derecho para arrestarme casi a la puerta de mi casa. Pero, como esto pasaba en

la calle y no en mi apartamiento, y como yo gritaba, juraba y me debatía como un

borracho, y Bioring estaba de uniforme, el agente me llevó conducido. Pero entonces me

enfurecí por completo y, resistiendo con todas mis fuerzas, golpeé, creo recordar, al

agente. Luego, lo recuerdo, llegaron dos que me condujeron. Me acuerdo apenas de cómo

se me introdujo en una habitación llena de humo, apestada de tabaco, en la que una

multitud de individuos de todas clases, sentados o de pie, esperaban o escribían; allí

también continué gritando: reclamé el proceso verbal. El asunto se complicó con

resistencia y desacato a la autoridad. Por otra parte, mis vestidos estaban demasiado en

desorden. De pronto alguien gritó algo contra mí. El agente mientras tanto me acusaba de

pelea y hacía su informe: un coronel...

-¿Su nombre? - me gritaron.

-Dolgoruki - chillé.

-¿Príncipe Dolgoruki?

Fuera de mí, respondí con insultos muy bajos, luego... luego, recuerdo que me llevaron

a un cuartito negro, «hasta que me refrescara». ¡Oh!, no protesto. Todo el mundo ha leído

recientemente en los periódicos la queja de un señor que pasó una noche entera en la

comisaría, encadenado en la «habitación de los borrachos», y éste, en mi opinión, era

completamente inocente; yo, por el contrario, era culpable. Me tendí en un dormitorio

común, en compañía de dos individuos que dormían con un sueño de cadáveres. Me dolía

la cabeza, me latían las sienes, me galopaba el corazón. Sin duda había perdido el

conocimiento y deliraba. Me acuerdo únicamente de que me desperté en plena noche y

me senté en el camastro. Bruscamente me acordé de todo, lo comprendí todo y, con los

codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos, me sumergí en una profunda

meditación.

¡Oh!, no voy a describir aquí mis sentimientos, no tengo tiempo para eso; anotaré

solamente esto: quizá no he vivido nunca instantes más gozosos que aquellos minutos de

meditación, en la noche profunda, en el camastro, en la comisaría. Esto puede parecerle

raro al lector, como una fanfarronada, un deseo de brillar por mi originalidad, y sin

embargo es como digo. Fue uno de esos instantes que llegan tal vez a todos los hombres,

pero no más de una vez en la vida. En ese instante se decide su suerte, se fijan sus

opiniones, se dice de una vez para siempre: «He ahí donde está la verdad y adonde hay

que ir para encontrarla.» Sí, ese instante iluminó mi alma. Ofendido por aquel

desvergonzado Bioring y contando con ser ofendido el día siguiente por aquella mujer del

gran mundo, yo sabía muy bien que podía tomarme una terrible venganza, pero resolví no

vengarme. Resolví, a pesar de la tentación, no revelar la existencia del documento, no

hacer que el mundo lo conociera (como la idea se agitaba ya en mi cerebro); me repetía

que al día siguiente colocaría aquella carta delante de ella y que, si era preciso, en lugar

de agradecimiento, recibiría su sonrisa burlona, pero que, a pesar de todo, no diría una

sola palabra y la abandonaría para siempre... Pero es inútil insistir. En cuanto lo que

sucedería al día siguiente cuando se me hiciera comparecer ante las autoridades y lo que

harían conmigo, casi se me olvidó pensar en ello. Me santigüé con amor, me acosté en el

camastro y me dormí con un limpio sueño de niño.

Me desperté tarde, cuando ya era de día. Estaba ahora solo en el cuarto. Me. senté y me

puse a esperar en silencio, mucho tiempo, cerca de una hora; eran sin duda las nueve

poco más o menos cuando me llamaron de pronto. Habría podido entrar en muchos más

detalles, pero eso no vale la pena, puesto que toda esta historia está ya pasada; me bastará

con decir lo esencial. Haré constar solamente que, para gran asombro mío, se me trató

con una cortesía inusitada: me hicieron unas cuantas preguntas, respondí no sé qué y me

soltaron inmediatamente. Salí en silencio y leí con satisfacción en sus ojos un cierto

respeto hacia un hombre que, en una situación semejante, había sabido no perder nada de

su dignidad. Si yo no lo hubiese notado, no lo haría constar aquí. Delante de la puerta me

aguardaba Tatiana Pavlovna. Explicaré en dos palabras por qué había salido tan bien

librado.

Muy temprano, quizás a eso de las ocho, Tatiana Pavlovna había ido a mi casa, es decir,

a casa de Pedro Hippolitovitch, esperando encontrar todavía allí al príncipe, y de pronto

se había enterado de todos los horrores de la víspera y sobre todo de que yo estaba

detenido. En un santiamén se plantó en casa de Catalina Nicolaievna (que ya, la víspera,

al regreso del teatro, había tenido una entrevista con su padre, que acababan de traerle), la

despertó, le metió miedo y exigió mi liberación inmediata. Provista con una carta que le

facilitó, corrió en seguida a casa de Bioring y exigió inmediatamente de él otra nota para

la persona competente, con el ruego de aponerme en libertad sin demora, ya que había

sido detenido por error». Con esa nota, llegó al puesto de policía y su ruego fue atendido.

 

III

Retorno ahora al punto esencial.

Tatiana Pavlovna me agarró por el brazo, me metió en el coche y me llevó a su casa.

A11í mandó preparar inmediatamente un samovar, me lavé y me arreglé en su cocina. En

esa misma cocina, me dijo en voz alta que a las once y media Catalina Nicolaievna

vendría a su casa, según habían quedado de acuerdo momentos antes, para verme.

Entonces fue cuando María escuchó esas palabras. Un minuto después trajo el samovar, y

dos minutos más tarde, cuando Tatiana Pavlovna la llamó de pronto, no respondió: había

salido. Ruego al lector que lo tenga en cuenta; eran entoñces, supongo, las diez menos

cuarto. Tatiana Pavlovna se enfadó por el hecho de que hubiera desaparecido sin su

permiso; pero se dijo solamente que habría ido a la tienda y no perisó más en aquello.

Teníamos otra cosa en qué pensar; hablábamos sin parar, porque había de qué, de forma

que yo, por ejemplo, no noté, por así decirlo, la desaparición de María; le ruego al lector

que se acuerde también de esto.

Ni que decir tiene que yo estaba como aturdido; exponía mis sentimientos, y sobre todo

aguardábamos a Catalina Nicolaievná, y la idea de que dentro de una hora iba a

encontrarme por fin con ella, y además en un instante tan decisivo de mi vida, me daba

temblores. En fin, después que me hube tómado dos tazas, Tatiana Pav1ovna se levantó

bruscarnente, cogió las tijeras que estaban sobre la mesa y dijo:

-Acerca el bolsillo: hay que sacar la carta. ¡No vamos a andar cortando delante de ella!

-¡Sí! - exclamé, desabrochándome mi redingote.

-¡Qué chapucería! ¿Quién ha cosido esto?

-He sido yo, Tatiana Pavlovna, yo mismo.

-Ya se ve que has sido tú. Vamos...

Sacamos la carta; el viejo sobre seguía siendo el mismo, pero dentro no había más que

un papel blanco.

-¿Qué quiere decir esto? - exclamó Tatiana Pavlovna dándole vueltas en todos los

sentidos -. ¿Qué te pasa?

Yo estaba en pie, con la lengua paralizada, lívido... y de pronto me dejé caer sin fuerzas

sobre la silla; estuve a punto de perder el conocimiento.

-¿Qué quiere decir todo esto? - gritó Tatiana Pav1ovna -. ¿Dónde está la carta?

-¡Lambert! - exclamé de repente, dando un brinco.

Había adivinado por fin y me daba puñadas en la frente.

A toda prisa, sin aliento, se lo expliqué todo, tanto la noche pasada en casa de Lambert

como nuestra conspiración de entonces; por lo demás ya le había confesado aquella

conspiración la víspera.

-¡Me la han robado! ¡Me la han robado! -- gritaba yo pataleando y mesándome los

cabellos.

-¡Qué desgracia! - dijo de pronto Tatiana Pavlovna, comprendiendo de lo que se trataba

-. ¿Qué hora es?

Eran cerca de las once.

-Y María que no está aquí. ¡María, María!

-¿Qué desea la señora? - respondió de pronto Matía desde el fondo de la cocina.

-¿Estás ahí? Pero ¿qué hacer ahora? Voy a ir en un salto a su casa... ¿Y tú, idiota,

idiota!

-¡Yo voy a casa de Lambert! - aullé -, ¡y lo estrangularé si es necesario!

-¡Señora! - dijo de pronto María desde su cocina -, hay aquí una persona que quiere

verla.. No había terminado su frase cuando la «persona» hizo irrupción por su cuenta, con

gritos y lamentos. Era Alphonsine. No describiré la escena en todos sus detalles;

realmente era una escena teatral: engaño y mentira, pero hay que hacer notar que

Alphonsine la representó a las mil maravillas.Con llantos de arrepent¡m¡ento y gestos

frenéticos, contó (en francés, naturalmente) que la carta había sido ella quien la había

robado, que la tenía ahora Lambert y que Lambert, de acuerdo con aquel «bandido», cet

homme noir, quería atraer a su casa a madarne la générale y matarla, inmediatamente,

dentro de una hora... que ella se había enterado de todo por boca de los dos y que se había

sentido presa de un miedo terrible, al ver que tenían en las manos una pistola, un pistolet,

y que había corrido aquí, a nuestra casa, para que fuéramos a11í, para que la salváramos,

para que la avisáramos... Cet homme noir...

En resumen, todo aquello era extremadamente verosímil, e incluso la estupidez de

ciertas explicaciones de Alphonsine aumentaba la verosimilitud.

-¿Qué homme noir? - gritó Tatiana Pavlovna.

-Tiens, j'ai oublié son nom... Un homme affreux... -Tiens,

Versiloff .

-¡Versilov, es imposible! . - exclamé.

-¡Pues no, es muy capaz! - gritó Tatiana Pavlovna -. Pero dime, jovencita, sin dar

saltos, sin mover los brazos, ¿qué es lo que ellos quieren hacer?

Explicate razonablemente: no puedo creer que quieran tirar sobre ella...

La «jovencita» explicó lo que sigue (nota: todo esto no era más que mentira, lo advierto

una vez más): Versilov se quedará detrás de la puerta, y Lambert, en cuanto ella entre, le

mostrará cette lettre, y entonces Versilov saltará, y ellos... Oh!, ils feront leur vengance!

Y ella, Alphonsine, teme una desgracia, porqué ha sido cómplice y cette dame, la

générale, vendrá seguramente, «en seguida, en seguida» , porque ellos le han enviado

copia de la carta y ella verá inmediatamente que ellos son verdaderamente los

detentadores del original, por tanto ella vendrá; pero es Lambert sólo quien le ha escrito

la carta; ella no sabe nada de Versilov; Lambent se ha presentado como una persona

llegada de Moscú de parte d'une dame de Moscou (nota: ¡Maria Ivanovna! ).

-¡Ah!, me duele el corazón. ¡Me encuentro mal!-exclamó Tatiana Pavlovna.

-Sauvex-la, suuvex-la! - gritó Alphonsine.

Ciertamente, incluso a primera vista, había en esta noticia insensata algo incoherente,

pero no había tiempo de reflexionar en eso, porque en efecto todo era horriblemente vero-

símil. Hasta se podia suponer, con mucha verosimilitud, que Catalina Nicolaievna,

habiendo recibido la invitación de Lambert, pasaría primero por nuestra casa, por casa de

Tatiana Pavlovna, para aclarar la cosa; pero esto también podia muy bien no suceder, ¡y

ella podia ir directamente a casa de ellos, y entonces estaba perdida! Era sin embargo

difícil creer que se lanzara así a casa de un desconocido como Lambert, a la primera

llamada de éste; pero de todas formas eso también podia suceder, por ejemplo después de

haber visto la copia y haberse convencido de que su carta estaba realmente en casa de

ellos, y entonces sería una catástrofe. Y sobre todo, no nos quedaba ni un minuto que

perder, ni para reflexionar.

-¡Y Versilov la estrangulará! ¡Si ha llegado hasta a confabularse con Lambert,

seguramente la estrangulará! ¡Es el doble! - exclamé yo.

-¡Ah, ese «doble»! - dijo Tatiana Pavlovna retorciéndose las manos -. Vamos, no hay

nada que hacer - decidió de pronto -; coge tu gorro y tu pelliza y vámonos juntos.

Condúcenos, jovencita. ¡Ah, qué lejos está! Maria, Maria, si Catalina Nicolaievna viene,

dile que vuelvo en seguida, que se siente y que me espere, y, si no quiere esperarme,

cierra la puerta con llave y retenla a la fuerza, dile que soy yo quien lo manda. Habrá cien

rublos para ti, Maria, si me haces este servicio.

Nos lanzamos por la escalera. Sin ninguna duda, no había nada mejor que hacer, porque

en todo caso el mal principal residía en casa de Lambert y, si Catalina Nicolaievná venía

en efecto primero a casa de Tatiana Pavlovna, Maria podría retenerla. Sin embargo,

Tatiana Pavlovna, que ya había llamado a un cochero, cambió de pronto de parecer:

-¡Ve con ella! - me ordenó, dejándome con Alphonsine -. Y muere si es preciso,

¿comprendes? Yo iré a buscarte, pero antes ire en un salto a casa de ella, quizá la

encuentte allí, porque, ¡por mucho que digas, tengo sospechas!

Y voló a casa de Catalina Nicolaievna. Alphonsine y yo corrimos a casa de Lambert. Le

di prisa al cochero y al mismo tiempo continué haciéndole preguntas a Alphonsine, pero

ésta no respondía más que con exclamaciones y finalmente con lágrimas. Pero Dios

velaba y nos protegió a todos, en el momento en que todo estaba colgado de un hilo. No

habíamos hecho ni la cuarta parte del camino, cuando de repente oí un grito a mis

espaldas: me llamaban por mi nombre. Me volví: era Trichatov, que nos alcanzaba en

coche.

--¿Adónde va usted? - gritaba con aire espantado -. ¡Y con ella, con Alphonsine!

-¡Trichatov! - le grité -. ¡Tuvo usted razón: una desgracia! ¡Voy a casa de ese canalla de

Lambert! ¡Vayamos juntos, así habrá más gente!

-¡Vuelva, vuelva inmediatamente! --- gritó Trichatov -Lambert miente y Alphonsine

miente también. Me envía el picado de viruelas. Ellos no están en casa: acabo de encon-

trarme con Versilov y Lambert; han ido a casa de Tatiana Pavlovna... están ya a11í...

Detuve el coche y salté al de Tricnatov. No comprendo cómo pude tomar tan de repente

esa decisión, pero de repente lo creí y de repente me decidí. Alphonsine lanzó gritos terri-

bles, pero nosotros la dejamos a ignoro si nos siguió o si volvió a su casa; en todo caso no

la volví a ver.

En el coche, Trichatov me contó, mal que bien y jadeando, que había montada toda una

trampa, que Lambert se había puesto de acuerdo con el picado de viruelas, pero que éste

lo había traicionado en el último minuto y acababa de enviarlo a él, a Trichatov, a casa de

Tatiana Pavlovna, para advertirla que no creyese a Lambert ni a Alphonsine. Añadió que

él no sabía nada más, porque el picado de viruelas no le había dicho otra cosa; no había

tenido tiempo, porque por su parte tenía prisa y todo aquello era urgente. «He visto -

continuó Trichatov - como usted salía y he corrido detrás. » Era evidente que aquel

picado de viruelas ebtaba enterado también de todo, puesto que había enviado a Trichatov

directamente a casa de Tatiana Pavlovna; pero aquello constituía un nuevo enigma.

Para que no haya ccmfusión en las ideas, antes de describir la catástrofe, explicaré toda

la verdad auténtica y anticiparé una vez más.

 

IV

Después de haber robado la carta, Lambert se había puesto en contacto con Versilov. El

cómo Versilov había podido ponerse de, acuerdo con Lambert, no lo diré todavía; eso

llegará más tarde; en todo caso era siempre «el doble». Pero, una vez aliado con Versilov,

Lambert tenía que atraer lo más diestramente posible a Catalina Nicolaievna. Versilov le

decía rotundamente que ella no acudiría. Pero, después que, la antevíspera por la tarde, se

había encontrado conmigo en la calle y, para jactarme, le había declarado que restituiría

la carta en casa de Tatiana Pavlovna y en presencia de Tatiana Pavlovna, Lambert, desde

aquel mismo instante había organizado una especie de vigilancia -sobre el apartamiento

de Tatiana Pav1ovna: había comprado a María. Le había dado veinte rublos; a conti-

nuación, al día siguiente, una vez realizado el robo, le había hecho una segunda visita y

entonces se había puesto de acuerdo definitivamente con ella, prometiéndole por sus

servicios doscientos rublos.

He ahí por qué María, en cuanto oyó que a las once y media Catalina Nicolaievna

estaría en casa de Tatiana Pavlovna y que yo estaría también, había salido

inmediatamente de la casa y corrido en coche a llevarle la noticia a Lambert. Eso era

precisamente lo que ella tenía que comunicarle a Lambert, en eso consistían sus servicios.

Justamente Versilov se encontraba en aquel momento en casa de Lambert. En un abrir y

cerrar de ojos imaginó aquella infernal combinación. Se dice que los locos tienen sus

momentos de horrible lucidez.

La combinación consistía en atraernos a los dos, a Tatiana y a mí, fuera de la casa de

aquélla a toda costa, aunque se tratase sólo de un cuarto de hora, pero antes de la llegada

de Catalina Nicolaievna. En seguida, esperar en la calle y, en cuanto Tatiana Pavlovna y

yo saliéramos, penetrar en el apartamiento que María les abriría, y esperar a11í a Catalina

Nicolaievna. Durante ese tiempo, Alphonsíne debía retenernos con todas sus fuerzas

donde quisiera y como quisiera. Ahora bien, Catalina Nicolaievna debía llegar, como lo

había prometido, a las once y media, por consiguiente mucho antes de que nosotros

pudiésemos estar de vuelta. (Naturalmente, Catalina Nizolaievna no había recibido la

menor invitación de Lambert, y Alphonsine había mentido: toda esa historia, era Versilov

quien la había inventado en todos sus detalles; Alphonsine representaba solamente el

papel del traidor asustado.) Evidentemente, corrían un riesgo, pero el razonamiento era

acertado: «Si eso da resultado, es perfecto; si no, tampoco se pierde nada puesto que

tenemos el documento.» Pero la cosa dio resultado y no podía dejar de darlo, puesto que

nosotros no teníamos más remedio que correr en seguimiento de Alphonsine, en virtud de

esta sola suposición: « ¡Y si fuera verdad! » Lo repito: no teníamos tiempo para razonar.

 

V

Hicimos irrupción, Trichatov y yo, en la cocina, y encontramos a María presa de terror.

Se había quedado espantada cuando, al hacer entrar a Lambert y Versilov, vio de pronto

en manos del primero un revólver. Desde luego, había aceptado el dinero, pero lo del

revólver no entraba en sus cálculos. Estaba perpleja, y, en cuanto me vio, se lanzó a mí:

-¡Ha venido la generala, y ellos tienen una pistola!

-Trichatov, quédese usted aquí en la cocina - ordené -. En cuanto grite, acuda en mi

ayuda con toda su fuerza.

María me abrió la puerta del pasillo y me deslicé en la habitación de Tatiana Pavlovna,

aquel cuartito donde no había sitio más que para 1a cama de Tatiana Pavlovna, y donde

yo una vez había escuchado por casualidad una conversación. Me senté en la cama y

descubrí inmediatamente una rendija en la cortina.

En la habitación había ya ruido, y se hablaba en voz alta; haré observar que Catalina

Nicolaievna había entrado exactamente un minuto después que ellos. Aquel ruido y esas

conversaciones yo los había oído ya desde la cocina; los gritos procedían . de Lambert.

Ella estaba sentada en el diván, y él, plantado delante de ella, gritaba como un idiota.

Ahora ya sé por qué habia perdido tan estupidamente su sangre fría: tenía prisa, temía que

los sorprendieran; más tarde explicaré quién era la persona a la que temía. Tenía la carta

en la mano. Pero Versilov no estaba en la habitación; yo me preparaba a saltar al primer

asomo de peligro. Registro únicamente el sentido de las conversaciones; hay quizá

muchas cosas que no recuerdo bien, pero yo estaba entonces demasiado impresionado

para retenerlo todo con la debida precisión.

-¡Esta carta vale treinta mil rublos, y usted se asombra! ¡Vale cien mil y no pido más

que treinta! - dijo Lambert en alta voz y acalorándose terriblemente.

Catalina Nicolaievna, aunque visiblemente asustada, lo miraba con una sorpresa

desdeñosa.

-Veo que es una trampa, y no comprendo nada de esto - dijo -, pero si es verdad que

tiene usted esa carta...

-¡Tenga, hela aquí, mírela, mírela! ¿No es ésta? ¡Un billete de treinta mil, ni un copec

menos! - la interrumpió Lambert.

-No llevo dinero encima.

-Escriba usted un pagaré, he aquí papel. En seguida irá usted a buscar el dinero, y

esperaré, pero no más de una semana. Cuando traiga usted el dinero le devolveré el

pagaré con la carta.

-Me habla usted con un tono muy raro. Está equivocado. Hoy mismo le quitarán ese

documento, si presento denuncia.

-¿A quién? ¡Ah, ah! ¿Y el escándalo? ¿Y la carta que le enseñaremos al príncipe?

¿Dónde me la van a coger? No guardo documentos en mi casa. Haré que se la enseñe al

príncipe una tercera persona. No se obstine, señora, déme las gracias por pedir tan poco,

otro cualquiera en mi lugar pediría además determinados servicios... usted sabe cuáles...

esos que ninguna mujer bonita rehúsa en un caso de apuro, esos mismos... ¡Ja, ja, ja!

Vous êtes belle, vous!

Catalina Nicolaievna no dio más que un salto, enrojeció de la cabeza a los pies... y le

escupió a la cara. En seguida, se dirigió rápidamente hacia la puerta. Entonces aquel

imbécil de Lambert sacó su revólver. Como idiota congénito que era, creía ciegamente en

el efecto que produciría el documento, es decir, que no había considerado con quién tenía

que habérselas, justamente porque, como ya he dicho, suponía en todo el mundo los

mismos sentimientos innobles que él tenía por su parte.

Desde las primeras palabras la había irritado con su grosería, siendo así que ella tal vez

no hubiese rehusado una transacción financiera.

-¡No se mueva! - aulló él, todo furioso por el salivazo, cogiéndola por un hombro y

enseñándole el revólver, evidentemente para meterle miedo.

Ella lanzó un grito y se dejó caer en el diván. Yo me lancé hacia la habitación; pero, en

aquel mismo instante, por la puerta del pasillo entró Versilov. (Estaba a11í esperando.)

Apenas había tenido yo tiempo de lanzar una ojeada, cuando le arrancó el revólver a

Lambert y con todas sus fuerzas le dio unos golpes en la cabeza. Lambert vaciló y cayó

sin conocimiento; la sangre salía a raudales de su cráneo manchando la alfombra.

Ella,. al divisar a Versilov, se puso de pronto pálida como una mortaja; lo miró algunos

instantes fijamente, con un espanto indecible, y de pronto cayó desmayada. Se lanzó

sobre ella. Todo eso, me parece verlo aún. Me acuerdo de haber visto con espanto el

rostro rojo, casi carmesí, de Versilov, y sus ojos encarnizados. Creo que, aun viéndome y

todo en la habitación, no me había reconocido. La cogió, inanimada, la levantó con una

fuerza increíble, la tomó en sus brazos tan fácilmente como si fuera una pluma, y, con un

aire insensato, se puso a pasearla por la habitación como a un niño. La habitación era

minúscula, pero él erraba de un rincón a otro, sin comprender por qué obraba así. En el

espacio de un instante, había perdido la razón. La miraba siempre, miraba su rostro. Yo

corría detrás de él: me daba miedo sobre todo del revólver, que él se había olvidado en la

mano derecha y que tenía pegado a la cabeza de ella. Pero me rechazó una vez con el

codo, otra vez con el pie. Yo quería llamar a Trichatov, pero temía también irritar al loco.

Por fin, corrí de golpe la cortina y le supliqué que la depositara en la cama. É1 se acercó

y la soltó, pero se plantó delante de ella, la miró a los ojos un minuto, fijamente, y de

improviso, agachándose, besó por dos veces sus labios pálidos. Comprendí por fin que

estaba decididamente fuera de sí. De pronto blandió contra ella el revó1ver, pero, como si

una idea se le hubiese ocurrido súbitamente, lo empuñó por la culata y le apuntó a la

cabeza. Instantáneamente, con todas mis fuerzas, le cogí el brazo y llamé a Trichatov. Me

acuerdo de que los dos luchamos contra él, pero que consiguió zafarse el brazo y tirar

sobre sí mismo. Había querido matarla, y matarse a continuación. Pero, como nosotros le

habíamos impedido que la matara, dirigió el revólver derechamente contra su propio

corazón. Pero yo tuve tiempo de tirarle del brazo para arriba, y la bala se le alojó en el

hombro. En áquel instante, un grito: ¡Tatiana Pav1ovna hizo irrupción! Pero él estaba ya

tendido sobre la alfombra, sin conocimiento, al lado de Lambert.

 

 

CAPÍTULO XIII

CONCLUSION

I

Desde aquella escena, han pasado cerca de seis meses; mucha agua ha corrido bajo los

puentes, muchas cosas han cambiado por completo y para mí ha empezado una vida

nueva... Pero voy a liberar, también yo, al lector.

Para mí al menos, la primera pregunta, tanto entonces como mucho tiempo después, fue

ésta: ¿cómo pudo Versilov áliarse con un Lambert y qué meta tenía entonces a la vista?

Poco a poco, llegué a una cierta explicación: a mi juicio, Versilov, en aquel momento, es

decir, durante toda aquella última jornada y la víspera, no podía tener en absoluto ningún

propósito firme e incluso, lo creo a pies juntillas, no razonaba en absoluto, sino que se

encontraba bajo la influencia de no sé qué torbellino de sentimientos. Por lo demás, no

admito en él verdadera locura, tanto más cuanto que tampoco hoy está loco en lo más

mínimo. Pero la existencia del «doble», la admito sin vacilar. ¿Qué es en el fondo el

doble? El doble, a lo menos según el libro de medicina de un experto que, más tarde, he

leído expresamente, no es otra cosa sino el primer grado de un serio desarreglo mental

que puede conducir a un final bastante lamentable. El mismo Versilov, cuando la escena

en casa de mamá, nos había explicado, con una espantosa sinceridad, aquel

«desdoblamiento» de sus sentimientos y de su voluntad. Pero, lo repito una vez más,

aquella escena en casa de mamá, aquel icono roto, todo eso se produjo indiscutiblemente

bajo el influjo de un verdadero doble, y sin embargo siempre me pareció desde entonces

que a11í se mezclaba una cierta alegoría malévola, una especie de odio hacia la espera de

las mujeres, una especie de maldad respecto a sus derechos y a su juicio, y fue entonces

cuando, de acuerdo con el doble, rompió la imagen. Una manera de decir: « ¡Así quedará

rota vuestra esperanza! » En una palabra, había el doble, había también una simple

picada... Pero todo esto no es más que mi conjetura; es difícil de decidir a ciencia cierta.

A pesar de su culto por Catalina Nicolaievna, él siempre había conservado una

desconfianza sincera y profunda con respecto a sus cualidades morales. Creo que lo que

él esperaba entonces, detrás de la puerta, era que ella se humillase delante de Lambert.

Pero, aun esperándolo, ¿lo deseaba? Lo repito una vez más: creo firmemente que él no

deseaba nada en absoluto y que ni siquiera razonaba. Tenía ganas simplemente de estar

a11í, de lanzarse a continuación, de decirle no importa qué... quizá de ultrajarla, quizá

también de matarla... En aquel momento, todo era posible; solamente que, al llegar con

Lambert, él no sabía nada de to que iba a pasar. Añadiré que el revólver pertenecía a

Lambert y que él, por su parte, había venido sin armas. Viendo la orgullosa dignidad de

ella y, sobre todo, no pudiendo soportar la grosería de Lambert que la amenazaba, se

lanzó, y fue entonces cuando perdió la razón. ¿Quería él tirar sobre ella en aquel

momento? A mi entender, él mismo no sabía nada de aquello, pero seguramente habría

tirado si nosotros no le hubiésemos sujetado el brazo.

Su herida no era mortal. Se curó, pero después de estar mucho tiempo en cama,

naturalmente en casa de mamá. Ahora que escribo estas líneas, estamos en primavera. Es

a mediados de. mayo, el día es espléndido, y nuestras ventanas están abiertas. Mamá está

sentada al lado de él, él le acaricia las mejillas y los cabellos y la mira a los ojos con

enternecimiento. No es más que una mitad del Versilov de otros tiempos; ahora no deja

nunca a mamá y ya no la dejará más. Incluso ha recibido « el don de lágrimas», según la

expresión del inolvidable Makar Ivanovitch en su historia del comerciante; por lo demás,

me parece que Versilov vivirá mucho tiempo. Con nosotros, es ahora totalmente sencillo

y sincero como un niño, sin perder por otra parte la mesura ni la reserva, y sin decir nada

de más. Ha conservado toda su inteligencia y todo su carácter moral, aunque todo lo que

había en él de ideal se haya hecho todavía más saliente. Diré con franqueza que nunca lo

he querido tanto como hoy que lamento no tener tiempo ni ocasión para hablar de él más

extensamente. Sin embargo contaré una historia reciente (hay muchísimas): Cuando llegó

la cuaresma, estaba ya curado y a la sexta semana dijo que comulgaría (149). No lo hacía

desde unos treinta años atrás, creo, o más. Mamá era dichosa; no se preparaban más que

platos de vigilia, pero bastante caros y delicados. Desde la habitación vecina, yo lo oía

cantar, el lunes y el martes: «He aquí el novio que viene», y entusiasmarse con la tonada

y con la letra. Aquellos dos días habló admirablemente y en varias ocasiones de la

religión; pero el miércoles todo quedó interrumpido. Fue asaltado por una brusca

irritación, «un contraste divertido», como él decía riendo. Algo le había desagradado en

la actitud del sacerdote, en el ambiente; en todo caso, al volver a casa, dijo de repente,

con una dulce sonrisa: «Amigos míos, yo amo mucho a Dios, pero no estoy preparado

para eso.» El mismo día, en la comida, se sirvió carne asada. Pero yo sé que con

frecuencia, ahora todavía, mamá se sienta a su lado, y con voz dulce, con una dulce

sonrisa, aborda con él los temas más abstractos: ahora está poseída de no sé qué audacia

frente a él; cómo haya sucedido esto, lo ignoro. Se sienta a su lado y le habla, por lo

general en voz baja. Él escucha con una sonrisa, le acaricia los cabellos, le besa las

manos, y la más perfecta felicidad brilla en su rostro. Tiene algunas veces crisis casi

histéricas. Entonces coge su fotografía, la que besaba aquella famosa noche, la mira con

lágrimas, la besa, se acuerda y nos llama a todos, pero en esos momentos habla poco...

Parece haber olvidado completamente a Catalina Nicolaievna, no la ha nombrado ni una

sola vez. De su casamiento con mamá no se ha tratado todavía. Se quería, durante el

verano, llevarlo al extranjero; pero Tatiana Pavlovna insistió para que no se hiciera nada

de eso, y por otra parte tampoco él ha querido. Pasarán el verano en el campo, en algún

sitio del distrito de Petersburgo. A propósito, de momento vivimos todos a costa de

Tatiana Pavlovna. Añadiré una cosa: a lo largo de todas estas memorias me he

desesperado por haberme permitido con frecuencia tratar a esta persona con irreverencia

y altivez. Pero he escrito describiéndome demasiado exactamente tal como yo era en cada

uno de los momentos relatados. Después de haber terminado, escrita la última línea, he

sentido de pronto que me había reeducado a mí mismo, precisamente por este proceso de

rememoración y registro de mis recuerdos. Reniego de no pocas de las cosas que he

escrito,. y sobre todo del tono de ciertas frases o páginas, pero no quiero borrar ni

corregir una sola palabra.

He dicho que él no habla ya en absoluto de Catalina Nicolaievna; creo incluso que está

completamente curado. De Catalina Nicolaievna, los únicos que hablamos a veces somos

Tatiana Psvlovna y yo, y, para eso, en secreto. Catalina Nicolaievna está ahora en el

extranjero; la vi antes de su marcha y estuve varias veces en su casa. Del extranjero he

recibido ya dos cartas de ella, las cuales he contestado. Del contenido de estas cartas y de

los temas que tratamos al despedirnos antes de su partida, no diré nada: es una historia

distinta, completamente nueva y que tal vez está todavía del todo en el porvenir. Incluso

con Tatiana Paviovna hay ciertos temas que no abordo; pero basta. Añadiré solamente

que Catalina Nicolaievna no se ha casado y que viaja con Pelitchev. Su padre ha muerto,

y ella es la más rica de las viudas. Se encuentra actualmente en París. Su ruptura con

Bioring se produjo rápidamente y por sí misma, es decir, de la manera más natural del

mundo. Por lo demás, contaré esto.

La mañana de la terrible escena, el picado de viruelas, aquel mismo en cuya casa habían

estado Trichatov y su amigo, había tenido tiempo de advertir a Bioring de la trampa que

se preparaba. He aquí cómo se hizo eso: a pesar de todo, Lambert lo había convencido

para que tomara parte y, ya en posesión del documento, le había comunicado todos los

detalles y todas las circunstancias de la empresa, y por fin los últimos detalles de su plan,

es decir, la combinación imaginada por Versilov para engañar a Tatiana Pavlovna. Pero,

en el momento decisivo, el picado de viruelas prefirió traicionar a Lambert, porque aquél

era el más razonable de todos y preveía en estos otros proyectos la posibilidad de un

crimen. Y sobre todo, iuzgaba el agradecimiento de Bioring infinitamente más seguro que

el plan fantástico de un Lambert, acalorado y torpe, y de un Versilov casi loco de pasión.

De todo esto me he enterado más tarde por Trichatov. A propósito, ignoro y no com-

prendo las relaciones que existían entre Lambert y el picado de viruelas y por qué

Lambert no podía pasarse sin él. Pero para mí, la pregunta más curiosa es ésta: ¿Qué

necesidad tenía Lambert de Versilov, siendo así que, poseyendo ya el documento, podía

prescindir perfectamente de su concurso? Ahora, la respuesta está clara: tenía necesidad

de Versilov primeramente porque éste conocía las circunstancias, y sobre todo tenía

necesidad de él en caso de alarma o de desgracia, para echarle encima todas las

responsabilidades. Ahora bien, como Versilov no tenía necesidad de dinero, Lambert

juzgó su concurso extremadamente útil. Pero Bioring no llegó en el momento deseado.

Llegó solamente una hora después del disparo, cuando el apartamiento de Tatiana

Pavlovna presentaba ya un aspecto completamente distinto. En efecto, cinco minutos des-

pués de haber caído Versilov sobre la alfombra todo ensangrentado, Lambert se

incorporó y se levantó, cuando todos lo creíamos muerto. Con asombro, lanzó una ojeada

circular, lo comprendió todo inmediatamente y se dirigió a la cocina sin decir palabra, se

puso la pelliza y desapareció para siempre. El «documento» había quedado sobre la mesa.

He oído decir que ni siquiera estuvo enfermo, apenas un poco molesto; el golpe lo había

derribado y había provocado un derramamiento de sangre, sin entrañar ningún daño. Sin

embargo, Trichatov había corrido ya a llamar al médico; pero antes de la llegada del

doctor, Versilov había recobrado el sentido, y, todavía antes que él, Tatiana Pavlovna

había conseguido volver a la vida a Catalina Nicolaievna y la había llevado a su casa.

Así, pues, cuando Bioring hizo irrupción a11í, en casa de Tatiana Pavlovna no estábamos

más que yo, el doctor, Versilov herido y mamá enferma, pero llegaba fuera de sí, avisado

por el mismo Trichatov. Bioring nos miró con asombro y en cuanto se enteró de que

Catalina Nicolaievna se había ido ya, se dirigió a casa de ella sin haber pronunciado una

sola palabra ante nosotros.

Estaba turbado; veía claramente que a continuación el escándalo y la publicidad eran

casi inevitables. Sin embargo, no hubo gran escándalo, sólo corrieron algunos rumores.

Desde luego fue imposible ocultar lo del disparo; pero toda la historia, en su parte

esencial, permaneció poco más o menos ignorada; la encuesta estableció solamente que

un cierto V..., enamorado, por lo demás casado y casi cincuentón, en un acceso de pasión

y en el momento en que declaraba esa pasión a una persona digna del mayor respeto, pero

que no compartía en forma alguna sus sentimientos, se había disparado un tiro en un

ataque de locura. No se supo nada más, y en esa forma la noticia pasó oscuramente por

los periódicos, sin nombres. con sólo las iniciales. Sé por ejemplo que a Lambert no lo

molestaron lo más mínimo. Sin embargo, Bioring, que sabía la verdad, concibió gran

temor. Como por casualidad, se había enterado de pronto de la entrevista que había tenido

lugar entre Catalina Nicolaievna y Versilov, enamorado de ella, dos días antes de la

catástrofe. Se enfureció por eso y se permitió bastante imprudentemente hacerle la

observación a Catalina Nicolaievna de que, después de aquello, no le asombraba que

pudiesen ocurrirle historias tan fantásticas. Catalina Nicolaievna lo despidió

inmediatamente, sin cólera pero sin vacilación. Todo su prejuicio sobre la conveniencia

de un matrimonio con aquel hombre se desvaneció como humo de paja. Quizá, mucho

tiempo antes, había ya calado quién era el individuo; quizá también, después de la

sacudida experimentada, algunos de sus puntos de vista y de sus sentimientos habían

cambiado bruscamente. Pero, en cuanto a eso, también me callo. Añadiré tan sólo que

Lambert desapareció de Moscú y que me he enterado de que lo han cogido en otro

asunto. En cuanto a Trichatov, hace ya muchísimo tiempo, casi desde aquella época, que

lo he perdido de vista, a pesar de todos los esfuerzos que continúo haciendo para

encontrar su rastro. Desapareció después de la muerte de su amigo «el gran tonto»: éste

se saltó la tapa de los sesos.

 

II

He mencionado la muerte del viejo príncipe Nicolás Ivanovitch. Este bondadoso y

simpático anciano murió poco despues del acontecimiento, aproximadamente un mes

después, de noche, en su cama, de un ataque de apoplejía. Desde el día que había pasado

en mi alojamiento, yo no lo había vuelto a ver. Se contaba de él que en el curso de aquel

mes se había hecho infinitamente más sensato, incluso más serio, que no tenía ya miedo y

no lloraba más, y hasta que no había pronunciado en todo ese tiempo una sola palabra

sobre Ana Andreievna. Todo su amor se había volcado sobre su hija. Catalina

Nicolaievna, justamente una semana antes de la muerte de él, le había propuesto

mandarme a buscar, para distraerlo, pero él había fruncido las cejas: registro el hecho sin

otra explicación. Sus tierras se encontraron en buen estado y, además, había un capital

muy importante. Una tercera parte aproximadamente de este capital se debía, de acuerdo

con el testamento del anciano, distribuir entre sus innumerables ahijadas; pero pareció

muy asombroso a todo el mundo que Ana Andreievna no fuera ni siquiera mencionada en

ese testamento: su nombre estaba ausente. He aquí sin embargo lo que sé, como un hecho

absolutamente cierto: unos días sólo antes de su muerte, el anciano, que había hecho

llamar a su hija y a sus amigos, Pelitchev y el príncipe V..., ordenó a Catalina

Nicolaievna que, en el caso posible de su muerte próxima, cediera de ese capital a Ana

Andreievna una parte de sesenta mil rublos. Expresó su voluntad de manera clara, breve y

precisa, sin permitirse una sola exclamación ni rángún comentario. Después de su muerte,

cuando todo fue puesto en claro, Catalina Nicolaievna informó a Ana Andreievna, por

mediación de su procurador, que podía cobrar esos sesenta mil cuando quisiera; pero Ana

Andreievna, secamente y sin palabras inútiles, rehusó el ofrecimiento: se negó a cobrar el

dinero, a pesar de todas las aseveraciones de que tal era efectivamente la voluntad del

príncipe. El dinero está siempre esperándola, a incluso ahora Catalina Nicolaievna confía

en que cambiará de parecer; pero no habrá nada de esto, y lo sé con toda seguridad, pues

soy hoy uno de los pocos conocidos y amigos más íntimos de Ana Andreievna. Su

negativa ha hecho algún ruido y se ha hablado de ella. Su tía Fanariotova, al principio

descontenta por su escándalo con el viejo príncipe, ha cambiado de pronto de opinión y,

después de su negativa a aceptar el dinero, le ha manifestado solemnemente su respeto.

Por el contrario, su hermano se ha enfadado definitivamente con ella a causa de esa

misma negativa. Pero aunque yo vaya con frecuencia a casa de Ana Andreievna, no

podría decir que tengamos una gran intimidad. Del pasado no hablamos en absoluto; me

recibe con mucho gusto, pero me habla un poco abstraída. Entre otras cosas me ha

declarado con firmeza que se iría con mucho gusto a un convento; de esto no hace mucho

tiempo; pero no la creo y no veo en eso más que una frase amargada.

Pero la palabra «amargada» debo pronunciarla sobre todo a propósito de mi hermana

Lisa. La suya sí que es desgracia, y ¿qué son todos mis fracasos al lado de su amargo

destino? Primero, el príncipe Sergio Petrovitch no se curó y, antes del juicio, murió en el

hospital. Murió antes que el príncipe Nicolás Ivanovitch. Lisa se quedó sola, con su hijo

por venir- No lloraba y parecía incluso tranquila; se hizo dulce, sumisa; pero todo el

antiguo ardor de su corazón estaba como enterrado en el fondo de ella misma. Ayudaba

humildemente a mamá, cuidaba a Andrés Petrovitch enfermo, pero se hizo terriblemente

taciturna, no queriendo mirar a nada ni a nadie, como si todo le diese igual, como si

pasara indiferente junto a todo. Cuando Versilov estuvo mejor, ella comenzó a dormir

mucho. Yo le traía libros, pero ella no los leía; enflaqueció hasta causar miedo. No me

atrevía a consolarla, aunque con frecuencia fuese con aquella intención; pero en su

presencia sentía una especie de dificultad en aproximarme a ella y no me acudían las

palabras para tratar de aquel tema. Aquello duró casi hasta que ocurrió un terrible

accidente: se cayó por la escalera, no de muy alto, de tres peldaños solamente, pero

abortó y su enfermedad se arrastró durante casi todo el invierno. Ahora ya está levantada,

pero su salud tardará mucho en recuperarse del todo después de semejante golpe. Con

nosotros, como siempre, se muestra silenciosa y pensativa, pero con mamá ha empezado

de nuevo a hablar un poco. Todos estos últimos días hemos tenido un maravilloso sol de

primavera, alto y claro; me acordaré siempre de aquella mañana soleada, en el otoño

último, en que los dos, Lisa y yo, nos paseábamos juntos, los dos gozosos y llenos de

esperanza, encariñadísimos el uno con el otro. ¡Ay!, ¿qué ha pasado después? Yo no me

quejo, para mí ha empezado una vida nueva, pero ¿y ella? Su porvenir es un enigma, y no

puedo mirarla sin dolor.

Hace tres semanas conseguí sin embargo ínteresarla al hablarle de Vassine. Por fin lo

han soltado y lo han puesto definitivamente en libertad. Se dice que este hombre lleno de

sentido común ha proporcionado las explicaciones más detalladas y los datos más

interesantes, que lo han justificado por entero en la opinión de la gente de la que dependía

su suerte. Por lo demás, su famoso manuscrito no ha resultado ser más que una

traducción del francés, materiales que él reunía exclusivamente para su uso, contando con

sacar de eso más tarde un documentado artículo para una revista. Ahora se ha marchado

para la provincia de... En cuanto a su suegro Stebelkov, está todavía en prisión por su

asunto, que, por lo que sé, no hace más que crecer y complicarse. Lisa se ha enterado de

esas noticias sobre Vassine con una sonrisa extraña, y me ha hecho observar que eso era

lo que tenía que pasarle. Pero por lo visto está contenta: sin duda, de que la intervención

del difunto príncipe Sergio Petrovitch no haya perjudicado a Vassine. De Dergatchev y

de los demás, no tengo nada que decir aquí.

He terminado. Algunos lectores querrían tal vez saber un poco más:. ¿qué ha pasado

con mi «idea», cuál es esta nueva vida que ha empezado para mí y de la que hablo tan

misteriosamente? Pero esta nueva vida, esta vía nueva que se abre ante mí, es justamente

mi «idea», la misma que antiguamente, pero bajo una forma completamente distinta,

hasta el punto de que ya no se la puede reconocer. Todo esto no puede entrar en estas

memorias, porque es una cosa completamente diferente. La vida antigua ha acabado y la

nueva no hace más que empezar. Añadiré sin embargo lo indispensable. Tatiana Pav-

lovna, mi amiga sincera y querida, me insta casi todos los días a que ingrese a toda costa

y lo antes posible en la Universidad: «Luego, cuando hayas terminado tus estudios, deci-

dirás lo que has de hacer. De momento, termina tus estudios.» Confieso que esta

proposición me da qué pensar, pero ignoro totalmente la decisión que tomaré. Le he

objetado sin embargo que ahora ni siquiera tengo derecho a estudiar, porque debo trabajar

para mantener a mamá y a Lisa; pero ella me ofrece su fortuna y me asegura que eso será

suficiente para todo el tiempo que duren mis estudios. He resuelto finalmente pedirle

consejo a alguien. Después de haber mirado atentamente en torno, he escogido a ese

hombre con cuidado y crítica. Se trata de Nicolás Semenovitch, mi antiguo maestro en

Moscú, el marido de María Ivanovna. No es que yo tenga una necesidad tal de consejos;

pero he tenido sencillamente unas ganas irresistibles de conocer la opinión de ese egoísta

absolutamente fuera de todo a incluso un poco frío, pero indiscutiblemente

inteligentísimo. Le he enviado todo mi manuscrito, pidiéndole el secreto, porque todavía

no se to había enseñado a nadie, desde luego en forma alguna a Tatiana Pavlovna. El

manuscrito me ha sido devuelto quince días más tarde, acompañado por una carta

bastante larga. Daré solamente algunos extractos de esa carta, porque encuentro en ella

una cierta opinión general que tiene un valor explicativo. He aquí esos extractos.

 

III

«... Mi inolvidable Arcadio Makarovitch, nunca ha podido usted emplear más útilmente

sus ocios pasajeros que como lo ha hecho ahora escribiendo esas memorias. Por decirlo

así, se ha equipado de esa forma con un reflexivo ajuste de cuentas de sus primeros pasos,

tormentosos y arriesgados, en la carrera de la vida. Creo firmemente que esa exposición

le ha permitido en efecto, en muchos puntos, «rehacer su educación», como usted mismo

dice. No me permitiré la menor crítica verdadera, aunque cada página suscite

reflexiones... por ejemplo, el hecho de que haya conservado consigo tanto tiempo y tan

tercamente el «documento» es característico hasta el más alto grado... Pero ésta no es más

que una observación entre ciento, que me he permitido. Aprecio mucho, igualmente, que

se haya usted decidido a comunicarme, y sin duda a mí solo, «el misterio de su Idea»,

según su propia expresión. Pero cuando usted me pide que le haga conocer mi opinión

sobre esa «idea», me veo obligado a negarme categóricamente: ante todo, no cabría en

una carta; por otra parte, no estoy dispuesto a responder y todavía tengo necesidad de

digerir todo eso. Observaré solamente que su «idea» se distingue por su originalidad,

mientras que la gente joven de la generación actual se lanza la mayoría de las veces a

ideas totalmente hechas, que no proceden de ellos mismos, cuyo número es

extremadamente reducido y que a menudo son peligrosas. Su « idea» le ha preservado,

por ejemplo, al menos durante algún tiempo, de las de los señores Dergatchev y Cía., que

son seguramente menos originales. En fin, estoy completamente de acuerdo con la opi-

nión de la muy honorable Tatiana Pavlovna, a la que he conocido personalmente, pero

que hasta ahora no había tenido ocasión de apreciar como ella se lo merece. Su idea de

hacerle a usted ingresar en la Universidad le resultará enormemente provechosa. Sin duda

alguna, la ciencia y la vida ampliarán aún más, dentro de tres o cuatro años, el horizonte

de sus pensamientos y de sus aspiraciones, y si, después de la Universidad, quiere usted

todavía volver a su «idea», nada se lo impedirá.

»Permítame ahora, sin que usted me lo haya pedido, exponerle francamente ciertas

reflexiones o impresiones que me han sido sugeridas por la lectura de estas memorias tan

sinceras. Sí, estoy de acuerdo con Andrés Petrovitch en que verdaderamente había motivo

para concebir temores por usted y por su juventud aislada. No faltan jóvenes como usted,

y su talento se ve siempre amenazado con la posibilidad de desarrollarse por el mal

camino: servilismo a lo Moltchaline (150), o bien deseo oculto de desorden. Este deseo

de desorden proviene, a incluso tal vez con la mayor frecuencia, de una sed secreta de

orden y de «belleza» (empleo la palabra de usted). La juventud es pura, sólo por el hecho

de ser juventud. Quizás esos impulsos tan precoces de locura encierran justamente esta

sed de orden y esta búsqueda de la verdad. ¿De quién es la falta, si ciertos jóvenes de

nuestra época ven esa verdad y ese orden en cosas tan estúpidas y tan ridículas que ni

siquiera se comprende cómo han podido creer en ellas? Diré a este propósito que

antiguamente, en una época que no está tan lejana, el espacio solamente de una

generación, se habría podido sentir menos lástima por esos interesantes jóvenes, puesto

que entonces acababan casi siempre por sumarse con éxito a la capa superior de nuestra

sociedad cultivada y no formar más que un conglomerado con ella. Si, por ejemplo, al

iniciarse el camino, se daban cuenta del desorden y de la absurdidad, de la ausencia de

nobleza de su ambiente familiar, de la ausencia de tradiciones y de bellas formas, pues

bien, era muchísimo mejor, puesto que en seguida aspiraban conscientemente a todas esas

cosas y por eso mismo se acostumbraban a apreciarlas. Ahora, sucede un poco de otra

manera, porque ya no se sabe a qué sumarse.

»Me expiicaré. con la ayuda de una comparación o, si se quiere, de una similitud. Si yo

fuera novelista y tuviese talento, elegiría siempre mis héroes en la vieja nobleza rusa,

porque solamente en aquel ambiente de hombres cultivados se puede encontrar el bello

orden y la bella impresión que son tan necesarios en una novela para dar al lector el

sentimiento de lo exquisito. Al hablar así no bromeo, aunque yo mismo no sea noble;

como, por lo demás, usted lo sabe. Pushkin había indicado ya los temas de sus futuras

novelas en Las tradiciones de una familia rusa, y, créalo, hay allí realmente todo lo que

hasta ahora hemos tenido de hermoso. Hay a11í, por lo menos, todo lo que hemos tenido

de un poco acabado. Si hablo así, no es porque yo esté absolutamente de acuerdo con la

exactitud y la verdad de esa belleza; pero había allí, por ejemplo, formas acabadas de

honor y de deber que, fuera de la nobleza, no están en ninguna parte en Rusia no

solamente acabadas, sino ni siquiera esbozadas. Hablo como hombre tranquilo y que

busca la tranquilidad.

»Lo de si este honor es bueno y este deber es verdadero, es otra cuestión. Pero to

importante para mí es el carácter acabado de esas formas, es un cierto orden, no prescrito,

sino emanando de la vida de esa nobleza. ¡Dios mío, lo que nos importa más, es tener por

fin un orden, cualquiera que sea, pero realmente nuestro! En eso reside la esperanza y,

por así decirlo, el reposo: algo construido en fin, que no sea ya esta eterna demolición,

estas virutas que vuelan por todas partes, estos escombros y estas basuras de los que no

sale nada desde hace doscientos años.

»No me acuse de eslavofilia; ¡hablo únicamente por misantropía, pues tengo mucha en

el corazón! Desde hace algún tiempo asistimos a un movimiento absólutamente opuesto

al que acabo d'e describir. No es ya la basura to que sube hasta la capa superior de la

sociedad, son por el contrario trozos y bloques que se separan, con una prisa alegre, del

tipo de la belleza para no hacer más que un mismo montón con los hombres del desorden

y del odio. No son aislados los casos en que los padres y los jefes de antiguas familias

cultas se burlan ahora de cosas en las cuales, tal vez, sus hiios querrían creer aún.

Además, se tiene buen cuidado de ocultar a sus hijos su ávida alegría por haber adquirido

súbitamente el derecho al deshonor, derecho que se han apropiado de pronto, en masa, y

no sé cómo. No quiero hablar de los verdaderos progresistas, mi muy querido Arcadio

Makacovitch, sino de esa gentuza, innumerable hoy, a propósito de la cual se ha dicho:

Grattez le Russe, et vous verrez le Tartare. Créalo, los verdaderos liberales, los

verdaderos y generosos amigos de la humanidad, están lejos de ser tan numerosos en

nuestra patria como nos ha parecido de pronto.

»Pero esto no es más aún que filosofía; volvamos a nuestro imaginario novelista. La

situación de nuestro novelista, en ese caso, estaría bien determinada: no podría escribir

más que cosas del género histórico, pues la belleza tipo no existe ya en nuestra época, y,

si quedan restos, según la opinión dominante hoy día, no han conservado su belleza.

¡Ciertamente, también en el género histórico se puede representar una multitud de

pormenores todavía extremadamente agradables y consoladores! Se puede incluso

cautivar tan bien al lector que éste tomará un cuadro histórico por una realidad posible

aún hoy. Esa obra, a condición de tener un gran talento, pertenecerá menos a la literatura

rusa que a la historia. Será un cuadro, estéticamente acabado, del milagro ruso, el cual ha

existido realmente hasta hoy en que se han dado cuenta de que era un milagro. El nieto de

los héroes del cuadro que representa una. familia rusa de mediana cultura durante tres

generaciones y en relación con la historia rusa, ese descendiente de sus antepasados no

podría figurar, en su tipo contemporáneo, más que como un misántropo, un solitario y un

melancólico. Debéría ser hasta una especie de hombre original, de quien el lector podría

pensar, a primera vista, que se ha apartado del camino hollado y que le falta el suelo que

pisar. Un poco más, y este nieto misántropo desaparecerá a su vez; vendrán nuevos

personajes, todavía desconocidos, y un nuevo milagro; ¿pero qué personaje? Si no son

bellos, no hay novela rusa posible. Pero ¡ay!, ¿es que entonces solamente sería imposible

la novela?

»Sin ir a buscar más lejos, volveré a su manuscrito. Mire por ejemplo a las dos familias

del señor Versilov (permítame, por esta vez, ser completamente franco). Primeramente,

no me extenderé sobre el mismo Andrés Petrovitch; a pesar de todo, es siempre un jefe de

familia. Es un noble de raza muy vieja y al mismo tiempo un comunero parisiense. Es un

verdadero poeta y que ama a Rusia, pero por otra parte la niega. No tiene religión, pero

casi está dispuesto a morir por yo no sé qué cola indeterminada que él es incapaz de

nombrar, pero en la que cree apasionadamente, siguiendo el ejemplo de una multitud de

nuestros civilizadores europeos del período Petersburgués de la historia de Rusia. Pero ya

basta en cuanto a él; tomemos su verdadera familia: de su hijo, no hablaré, no merece este

honor. Los que tienen ojos saben anticipadamente cómo acabarán esos insensatos y

adónde podrán conducir a los demás. Pero tomemos a su hija, Ana Andreievna; he ahí

una muchacha de carácter, ¿no es así? Es un personaje que tiene las dimensiones de la

madre Metrofania (151), naturalmente sin predecirle nada de criminal, lo que sería

verdaderamente injusto por mi parte. Dígame ahora, Arcadio Makarovitch, que esa

familia es una excepción, y me alegraré de eso. Pero, por el contrario, ¿no será más justo

sentar la conclusión de que hay ya una multitud de estas familias rusas, indiscutiblemente

nobles, que se transforman, en masa, con una fuerza irresistible, en familias del azar y

que se mezclan con estas últimas en el caos y en el desorden general? En su manuscrito

usted esboza el tipo de una de esas familias del azar. Sí, Arcadio Makarovitch, usted es

un miembro de una familia del azar, en oposición a los tipos aún recientes de hijos nobles

que han tenido una infancia y una adolescencia tan diferentes de las de usted.

»¡Lo confieso, no quisiera ser el novelista de un héroe de una familia del azar!

»Labor ingrata y sin belleza. Estos tipos, de todas formal, pertenecen aún a la vida

corriente y en consecuencia no pueden estar estéticamente acabados. Son posibles graves

errores, exageraciones, olvidos. De todas formas, uno se vería obligado a adivinar

demasiado. ¿Qué debe hacer, a pesar de todo, el escritor que no quiera limitarse al género

histórico, que esté poseído por el deseo de to actual? Adivinar y... equivocarse.

»Sin embargo, memorias como las de usted podrían, creo, servir de materiales para una

futura obra de arte, para un futuro cuadro, desordenado, pero de una época ya pasada.

Desde luego, cuando la actualidad haya pasado y venga el porvenir, el artista futuro

descubrirá fotmas bellas incluso para hacer figurar el desorden y el caos pasados.

Entonces es cuando serán necesarias memorias como las de usted; suministrarán

materiales, con tal. de que lean sinceras, a pesar de su carácter caótico y fortuito...

Subsistirán al menos algunos rasgos verídicos que permitirán adivinar lo que haya podido

ocultarse en el alma de tal o cual adolescente del tiempo de los disturbios, investigación

que de ninguna forma resulta despreciable, puesto que son los adolescentes los que

forman una generación...»

 

FIN

 

 

 

N O T A S

(1) Yo: todo el relato aparece como si lo hubiera escrito el adolescente, pero no en plan

de diario, sino de recuerdo. Dostoiewski, al igual que le sucedió en Crimen y castigo,

vaciló mucho antes de decidirse por la forma de exposición. El 12 de agosto de 1864

escribe en su cuaderno de notas: «Importante solución del problema: escribir en nombre

propio. Comenzar por la palabra: Yo. La confesión de un gran pecador... »

(2) El desarrollo cronoiógico de la acción, en esta novela, está cuidadosamente

precisado por el autor: la primera parte dura tres días, que son el 19, el 20 y el 21 de

septiembre «del año pasado»; la segunda; tres días también, el 15, el 16 y 17 de

noviembre; la tercera empieza «después de nueve días». El lector obtiene así el

sentimiento directo del desarrollo dramático de los acontecimientos.

(3) Ivanov: patronímico formado sin la final -itch. únicamente los nobles tenían derecho

oficialmente al patronímico en itch.

(4) Cuatrocientos mil rublos: se trata de rublos oro. El rublo oro valía 2,66 francos oro.

(5) Los Dolgoruki eran una familia principesca muy conocida: Jorge Dolgoruki había

fundado en el siglo XII el principado de Suzdal.

(6) La fortuna territorial en Rusia se calculaba según el número de siervos (almas) que

estaban obligados a prestar servicio personal a su señor o al pago de un tributo anual,

pudiendo el propietario disponer de ellos libremente, vendiéndolos o hipotecándolos. A

esta institución puso fin el emperador Alejandro II en un decreto promulgado en marzo

de 1861 y por el que se abolía la servidumbre.

(7) El título con que en español se conoce esta novela es Antonio Goremyka, que quiere

decir, poco más o menos: «Antonio burro de carga o cabeza de turco». El autor de esta

obra, Demetrio Vasilievitch Grigorovitch (1822-1900), estudió ingeniería con

Dostoiewski, y sus obras mas famosas fueron la ya mencionada y La aldea, en las que

describe la vida penosa del campesino ruso. Antonio Goremyka tuvo en su época una

popularidad comparable a la de La cabaña del Tío Tom.

(8) Paulina Saxe es una novela de Alejandro Vasilievitch Drujinine (1824-1864) que

fue publicada en 1847. Es la historia de un marido cariñoso que, engañado por su mujer,

la deja en libertad para que pueda casarse con su rival.

 (9) Dostoiewski, que seguía con mucha atención la crónica judicial se pronunció en

diversas ocasiones contra la teoría de la responsabilidad en materia criminal.

(10) El errante (strannik) es uno de los tipos preferidos de la conciencia religiosa

popular. Ha sido representado frecuentemente en la literatura.

(11) En San Petersburgo, en el barrio de los cuarteles del regimiento de la Guardia

Semenovski.

(12) Consejero privado (o secreto) era el título civil que correspondía al tercer grado de

la «Tabla de Honores», que contenía catorce. En la jerarquía militar, correspondía al

grado de general de División.

(13) El Kuznekski most o «Puente de los Mariscales», que era en Moscú la calle de los

almacenes elegantes.

(14) El príncipe Sokolski es para Dostoiewski un representante de aquella parte de la

nobleza que se dedicaba entonces a los negocios, rivalizando con los «comerciantes».

(15) Dostoiewski sintió siempre por Schiller una admiración que se transparentaba en

muchos pasajes de sus obras.

(16) El Jardín de Vérano es un paseo célebre al borde del Neva, adornado con jarrones

y estatuas.

(17) Versilov esmalta su ruso de palabras a inclusó de frases en francés porque es un

noble desarraigado.

(18) Para mortificarse, ciertos ascetas se cargaban con pesadas cadenas de hierro.

(19) Desde finales de abril de 1871, Dostoiewski había dejado de jugar, pero todavía

siente las emociones propias del jugador.

(20) El barón James de Rothschild (1792-1868), «el prestamista de los reyes», acababa

de morir en París. Por otra parte, Petrachevski del que Dostoiewski había sido más o

menos discípulo en 1848-1849, propagaba activamente un folleto francés titulado

Rothschild, rey de los judíos.

(21) Literalmente significa «el lado de Petersburgo», barrio construido en una isla del

Neva, más a11á de la ciudadela.de Pedro y Pablo; para llegar hasta allí, desde Semenovski

polk, hacía falta atravesar de sur a norte una buena parte de la ciudad.

(22) «Lo que los medicamentos no curan, el hierro lo cura; lo que el hierro no cura, el

fuego lo cura.» Este texto latino fue una de las inscripciones encontradas por la policía en

la villa del revolucionario Dolguchine. (Véase la nota siguiente.)

(23) El prototipo de este personaje es un ingeniero, Dolguchine, que acababa de ser

juzgado (del 9 al 15 de julio de 1874) como jefe de una conspiración revolucionaria. El

nombre de Dergatchev puede significar «el que tira de las cuerdas». A1 mismo tiempo

habían sido juzgados Kracht, al que Dostoiewski ha convertido en Kraft, y Vasnine, que

se conviérte en Vassine. Los conspiradores se reunían en una casa de Petersburgskaia

storona.

(24) Tikhomirov era un apellido revolucionario que había pasado ya a la crónica

judicial: Dostoiewski se lo da aquí a un compañero de Dolguchine, el estudiante Panine.

(25) En todos estos párrafos de su obra, Dostoiewski está refiriéndose al escritor

Tchernychevski y a su famoso libro ¿Qué hacer? Él lo había refutado ya en El subsuelo.

(26) La juventud se marchaba de Rusia a América «para conocer el trabajo libre en un

país libre». En otras de sus obras, Dostoiewski vuelve a hacer alusión a aquel atractivo

que ejercía América en la gente joven.

(27) El traktir (como en italiano, trattoria) es un establecimiento popular donde se

puede comer y beber.

(28) Después de la abolición de la servidumbre se instituyó una magistratura temporal

bajo el nombre de «Mediadores de Paz», para resolver amistosamente, entre propietarios

y antiguos siervos, el reparto de las tierras, el importe de las rentas y en general todos los

litigios que podían derivarse de la nueva legislación. Estos mediadores eran elegidos por

la nobleza. Los primeros cumplieron sus funciones con seriedad y generosidad; sus

sucesores se mostraron menos equitativos. Esta magistratura fue suprimida en 1874.

(29) Pliuchkine es el tipo del avaro en Las almas muertas, de Gogol.

(30) La hija de Dostoíewski cuenta de su padre: «Cuidaba mucho sus trajes, los

cepillaba siempre él mismo, y poseía el. secreto para conservarlos nuevos mucho

tiempo.»

(31) Los años que siguieron a la abolición de la servidumbre vieron un florecimiento

extraordinario de todas las actividades económicas: minas, industrias, ferrocarriles,

Bancos. Después de la fiebre del principio, aparecieron los primeros síntomas de crisis,

hacia 1873-1875. La literatura se hizo eco de estos diversos fenómenos. Dostoiewski da

aquí los nombres de hombres de negocios muy conocidos en aquella época: Kokorev era

el más universal; Polinkov y Bubonine eran sobre todo constructores de líneas férreas.

(32) Estas palabras están tomadas del monólogo del barón en El caballero avaro, de

Pushkin. Toda la «idea» de Arcadio está inspirada en este monólogo.

(33) Probablemente éste es un rasgo autobiográfico.

(34) Dostoiewski siguió siempre con mucha atención las actividades de Bismarck, que

estaba entonces en su apogeo.

(35) Troitski-Possad es la localidad que surgió cerca del gran monasterio de la Trinidad

(Troitsa): hoy día Zagorsk, a 71 kilómetros al norte de Moscú.

(36) Uno de los bulevares de la cintura interior de Moscú; arranca de la calle Tverskaia

(hoy día calle Gorki) hacia el sudeste.

(37) Las confesiones, libro III, al principio: Dostoiewaki da una explicación más

detallada de lo que Rousseau no hace más que sugerír: «Yo buscaba alamedas sombrías,

sitios ocultos donde poder exponer desde lejos a las personas el sexo en el estado en que

habría querido estar cerca de ellas.»

(38) Fija: La expresión rusa empleada aquí (literalmente: inmóvil) es bastante extraña y

recuerda la frase de La dama de picas, de Pushkin, que escribe que «dos ideas fijas

(literalmente: inmóviles) no pueden existir juntas en la naturaleza moral, lo mismo que

dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio en la naturaleza física».

(39) Agrafena: es una forma popular del nombre de pila Agripina.

(40) Arina: forma popular de Irene.

(41) Rodivonovna: el nombre de pila griego Herodion se convirtió en ruso en Rodion y

luego en Rodivon para evitar el hiato; de ahí el patronímico Rodivonovna.

(42) Lukeria: es is forma rusa de Gliceria.

(43) Dostoieswki conocía bastante bien Dresde, donde había vivido algunos meses

después de su matrimonio en 1867, y, más tiempo aún, en 1869-1871. En la Pinacoteca le

gustaba pararse delante de la Madonna Sixtina, de Rafael, principal ornamento de la

famosa Galería.

(44) El autor se refiere sin duda a las famosas puertas de bronce del baptisterio, frente a

la catedral. La hija de Dostoiewski dice en su Vida de Dostoiewski: «Frecuentemente,

mis padres daban un rodeo para ver las puertas del baptisterio, ante las cuales se extasiaba

mi padre.» Esa estancia en Florencia se sitúa en 1868-1869.

(45) Sonia es una forma afectuosa de Sofía. Se ha hecho la observación de que este

nombre de pila, que en griego significa Sabiduría, la Sabiduría divina, es en Dostoiewski

el de las mujeres que personifican el bien.

(46) A través de todo el universo y en otros lugares.

(47) Elissieev: propietario de uno de los más grandes almacenes de productos

alimenticios; Ballet: confitería en la Perspectiva Nevski, todavía mencionada en el

Baedeker de 1897.

(48) Verso tomado de Merzliakov, profesor de literatura y crítico de principios del siglo

XIX (1798-1830), que compuso también algunas canciones.

(49) Recuerdo autobiográfico, confirmado por la mujer de Dostoiewski, en sus

anotaciones sobre esta obra. En la Iglesia rusa se da, en efecto, la comunión a los niños

pequeños.

(50) Krylov, el La Fontaine ruso (1768-1844), es el autor de excelentes fábulas.

(51) Se trata de una obra de teatro, Gore ot Ouma, de Griboiedov (1795-1829), que

rápidamente se hizo muy popular en Rusia.

(52) Tchatski: personaje principal de la obra de Griboiedov mencionada en la nota

precedente. Al final del último acto, Tchatski, en un monólogo elocuente, condena a toda

la sociedad y anuncia que se marcha de Moscú «para buscar en la tierra un sitio apartado

donde se tenga libertad para ser hombre de honor», y exclama: « ¡Mi coche, mi cochel»

(53) Jileiko: actor muy conocido en aquella epoca

(54) Los Relatos de un cazador, de Turgueniev, aparecieron en volumen en 1852.

(55) La novia difícil: una de las primeras fábulas de Krylov.

(56) La fábula es relativamente larga.

(57) En la obra de Grigoiedov, Tchatski es «humillado y ofendido» porque la joven a la

que ama, Sofía, prefiere a un secretario y porque, por sus acciones virtuosas, se le juzga

loco; es «grande» porque sólo opone la inteligencia y la integridad intransigente a todos

los vicios de la sociedad.

(58) Serpukhov: pequeña ciudad de la provincia de Moscú, junto al río Oka, a 99

kilómetros al sur de Moscú.

(59) Todo el pasaje referente a la pensión Tuchard (en realidad Suchard) tiene un sello

de autobiografíá. Sin embargo, no está confirmado por otros datos,

(60) Arbat: calle y barrio de Moscú, en la parte oeste de la ciudad, donde se

encontraban muchos hoteles de la nobleza.

(61) Ivanytch: en lugar de Ivanovítch, reproduce la pronunciación corriente.

(62) Ivanov. (Véase la nota número 3.)

(63) Eslavófilo: los eslavófilos estimaban que Rusia, gracias a sus instituciones propias,

a la comunidad rural y a la Iglesia ortodoxa debía seguir su camíno de desarrollo original

sin imitar a Occidente. Se oponían a los «occidentalistas», para los cuales nada de lo ruso

valía la pena.

(64) Los eslavófilos, según lo que ellos pensaban de ellos mismos.

(65) Este verso está tomado del poemíta titulado Blas, en el que Nekrassov, en 1854,

representaba a un aldeano avaro a implacable que en sus últimos días se convierte en

«errante» y se dedica a pedir limosnas para las iglesias.

(66) La Fontanka: es el gran canal que atraviesa la parte central de San Petersburgo

desde el puerto, en el sudoeste, hasta el Jardín de Verano al norte.

(67) La danza de picas, de Pushkin (1834), es una novelita fantástica inspirada en

Hoffmann, poco notada en la época, pero sobre cuyo valor simbólico llamó la atención

precisamente este pasaje de Dostoiewski. Hermann, el héroe del relato, después de haber

causado con su brutalidad interesada la muerte de una vieja condesa, la ve en sueños que

viene a entregarle aquel mismo secreto de los naipes que él le había querido arrancar.

(68) Alusión a una célebre obra teatral de Pushkin: El caballero de bronce y al

monumento que la inspiró: la estatua ecuestre de Pedro el Grande por Falconer, que se

alzaba no lejos del Neva.

(69) La isla Vassili, o Vasilievski Ostrov, es la gran isla que se encuentra

inmediatamente frente al Almirantazgo y al Senado y se extiende hacia el oeste, es decir,

hacia el mar.

 (70) El puente de San Stmeón atraviesa la Fontaka en su parte norte, un poco antes del

Castillo de los Ingenieros y el Jardín de Verano.

(71) Olia: forma afectuosa de Olga.

(72) Dostoiewski ha creado el personaje de Stebelkov basándose en un proceso por

fabricación de falsas acciones de ferrocarril, que constituyó un gran escándalo en 1874.

Solamente cambió el nombre del falsificador.

(73) Para el uso de desgraciados, había en San Petersburgo habitaciones que se

alquilaban no a un solo inquilino, sino a varios, por «rincones».

(73) Barrio pobre, en lea parte sur de San Petersburgo, más allá do los mataderos. Se

trata del «Arco de Triunfo» de Moscú.

(75) Consejero aulico: grado civil de séptima categoría (entre catorce) en la tabla de

honores (teniente coronel en la jerarquía militar).

(76) En una carta a su mujer, del 19 de febrero de 1875, Dostoiewski le cuenta la

terrible impresión que este capítulo había producido en el poeta Nekrassov, su editor.

(77) Dostoiewski seguía con mucha atención la epidemia de suicidios registrada en esta

época por la Prensa.

(78) Palabras del «Poeta», en la obra teatral de Pushkin El héroe.

(79) Luga: pequeña ciudad de la provincia de San Petersburgo, a mitad de camino entre

esta capital y Pskov.

(80) Borel: restaurante francés de San Petersburgo, ya célebre en tiempos de Pushkin.

Al decir «los Borel» , Dostoiewski se refiere a todos los restaurantes de lujo.

(81) Grado civil que ocupa el noveno lugar en la tabla de honores y corresponde al de

capitán en el Ejército. El prototipo de este personaje es, según los borradores, un tal

Fedor Antonovitch Markus, administrador del hospital donde el padre de Dostoiewski era

médico.

(82) El difunto emperador es Nicolás 1, muy autoritario.

(83) La catedral de San Isaac el Dálmata, empezada en 1819, no se acabó hasta 1858.

Los planos fueron trazados por el arquitecto francés Ricard de Monferrand.

(84) La provincia de Iaroslavl, al norte de Moscú, tiene fama por el espíritu ingenioso

de sus habitantes, de los cuales muchos van a trabajar a las capitales, especialmente en

los traktirs.

(85) Dostoiewski recoge aquí una de las numerosas anécdotas en curso para oponer la

ingeniosidad de simple artesano ruso a la ciencia y a las máquinas de los extranjeros, a

menudo menos eficaces.

(86) Zavialov: industrial ruso.

(87) El rey de Suecia Carlos XI, en la noche del 16 al 17 de diciembre de 1867, vio en

una sala iluminada una asamblea en la que unos desconocidos degollaban a una gran

cantidad de jóvenes en presencia de un rey de 15 años, sentado en un trono y la sangre

corría a raudales. Esta visión fue propalada por el embajador de Suecia.

(88) Este personaje no es otro sino el emperador Alejandro I, quien, según la leyenda,

habría sido convocado por el Senado para dar cuenta de su conducta.

(89) Bachutski (Pablo), 1771-1836. Valiente militar que hizo todas las campañas de la

revolución y del imperio y que, ascendido a general, ejerció las funciones de comandante

de la guarnición de San Petersburgo desde 1814 hasta su muerte.

(90) Tchernychev (Alejandro, 1786-1857): Después de haberse distinguido en

Austerlitz y como jefe de guerrilleros en 1812, fue empleado por Alejandro I en misiones

diplomáticas, hecho conde por Nicolás I y ejerció las funciones de ministro de la Guerra

de 1827 a 1852.

(91) Esta misma idea de la imposibilidad de amar a su prójimo se desarrolla también en

Los hermanos Karamazov, en boca de Iván.

(92) La «vida viviente» es una expresión favorita de Dostoiewski y procede de los

eslavófilos, que la tomaron de Hegel.

(93) Bielinski (Bessarion, 1811-1848): crítico positivista y radical al que Dostoiewski

había admirado mucho antes de ser repelido por su anticristianismo.

(94) Este nombre era el de un sacerdote ruso en Nueva York que había escrito en los

periódicos sobre los emigrantes rusos en América.

(95) La Grande Millionnaia: calle paralela al Neva y una de las más ricas de San

Petersburgo.

(96) El Puente de la Ascensión sobre el canal de Catalina en la parte sudoeste de San

Petersburgo y cerca de la Iglesa de la Ascensión.

(97) Véase nota 92.

(98) Célebre aria de la ópera de Donizetti Lucia de Lammermoor.

(99) Semi-imperial: moneda de oro de un valor nominal de cinco rublos.

(100) Es decir, de billetes de cien rublos.

(101) Rasgo autobiográfico.

(102) Soden: pequeña ciudad con balneario al pie del Taunus, a 16 kilómetros al oeste

de Francfort de Meno.

(103) Bad-Gastein: ciudad con balnearios en Austria, cerca de Salzburgo.

(104) Es la historia de Abisag, contada en el Libro III de los Reyes, capítulos I y II.

(105) Dostoiewski había leído a Paul de Kock en su juventud, y, por boca del viejo

príncipe, expresa aquí su juicio sobre él.

(106) Este sentimiento se lo atribuye Dostoiewski con frecuencia a sus personajes; se

puede reconocer en eso un valor autobiográfico.

(107) Se llamaba así a la línea férrea de Moscú a San Petersburgo porque había sido

construida por iniciativa personal del emperador Nicolás I.

(108) Cerca de San Isaac.

 (109) En un primer burrador de El adolescente aparecía aquí un episodio que fue

suprimido en el momento de la impresión.

(110) Dostoiewski experimentaba un sentimiento muy especial hacia los rayos oblicuos

del sol poniente.

(111) Rasgo autobiográfico.

(112) Lepage: armero francés.

(113) Chuba: pelliza forrada.

(114) Esta oración jaculatoria es de use corriente en el pueblo ruso y, en los místicos,

indefinidamentc repetida, sírve de oración permanence.

(115) La kutia (nombre tomado del griego bizantino) es una comida ritual en honor de

los muertos. Probablemente se trata de un recuerdo infantil del autor.

(116) Este sentimiento de la naturaleza renovada por la mística vuelve a encontrarse en

Los hermanos Karamazov.

(117) Tsarskoie-Selo, a 24 kilómetros al sur de San Petersburgo,

lugar de vacaciones y residencia imperial.

(118) La araña es siempre en Dostoiewski el símbolo del mal y de la bajeza.

(119) El relato de la vida de Santa María Egipcíaca, a los doce años cortesana de

Alejandría en Egipto; a los diecisiete, milagrosamente convertida en Palestina; muerta

después de cuarenta y siete años de penitencia en el desierto, encantaba al pueblo ruso.

Tenía el poder de volver al buen camino al hijo pródigo y a la hija perdida, y el privilegio

de juzgar en el cielo a las cortesanas.

(120) Skotoboinikov: la palabra significa «matador de ganado».

(121) En Rusia, como en Grecia y en el monte Athos, existían monasterios sin vida

común en los qqe cada monje conservaba sus propiedades, se vestía y se alimentaba a sus

expensas. A este régimen, los reformadores trataban de substituirlo por el más perfecto de

la comunidad.

(122) Cada ciudad rusa tenía su Oficina de Direcciones, donde cualquiera podía

informarse de la dirección de la persona cuyo nombre le fuera conocido. Esa Oficina

recibía los datos de las Comisarías de Policía, en las que había que declarar todo cambio

de domicilio.

(123) El Libro de Job había producido una fuerte impresión en Dostoiewski desde su

infancia, y en esta época lo estaba releyendo con emoción.

(124) Dostoiewski escribía en la época en que la colonización del Turquestán estaba en

su apogeo.

(125) Kolmogory: pequeña ciudad junto al Duina, a 80 kilómetros al sur de Arcángel.

(126) L'Indépendence: se trata de L'Indépendence Belge, periódico favorito de

Dostoiewski,

(127) No se comprende de qué apellido ruso puede ser Deboyny la deformación;

Wallonieff es la deformación de Valonev.

(128) La confusión entre «prêter» (prestar) y «emprunter» (tomar prestado) es frecuente

entre los rusos que creen saber francés.

(129) «Ohé Lambert!» era un grito que por aquel tiempo estaba de moda en París.

(130) La (Gran) Morskaia: o «Calle del Mar», una de las principales, arrancando de la

Perspectiva Nevski, no lejos del Neva. Estaba a11í el restaurantè Cubat.

(131) Se trata de Noel-François-Alfred Madier de Montjau (18141892). político

desterrado en 1852 y elegido diputado de extrema izquierda en 1874.

(132) Verso tomado de una poesía famosa de Lermontov: «Tedio y pena, y a nadie a

quien tender la mano...» (1840).

(133) Fausto ocupa un lugar importante en la obra de Dostoiewski. Suya es la idea de

hacer cantar a Margarita el hosanna de arrepentimiento.

(134) Stradella: compositor napolitano del siglo XVIII, discípulo de Scarlatti.

(135) Una de las partes más solemnes de la misa ortodoxa.

(136) Dostoiewski admiraba mucho a Dickens. Almacén de anti.güedades aparece

citado en otras obras suyas.

(137) La comicidad grosera de esta escena del restaurante, con sus frases en francés,

evoca reminiscencias de novelas como Los misterios de París, de Eugenio Sue, que a

Dostoíewski le habían encantado en su juventud.

(138) Alusión a las ideas de la época, de las que Dostoiewski volverá a burlarse más

adelante.

(139) Siennaia o Plaza del Heno: plaza muy popular y de bastante mala fama, en la

parte sur de San Petersburgo, al final de la Sadovaia.

(140) Herzen, publicista radical, abandonó Rusia en 1847 para vivir en el extranjero.

Publicó en Londres de 1857 a 1869 una hoja semanal, La Campana, y murió en París en

1870. Dostoiewski había tenido con él una entrevista personal en Londres en el verano de

1862.

(141) Se trata de la guerra franco-prusiana y del incendio de las Tullerías bajo la

Comuna. Dostoiewski se había sentido muy impresionado por aquellos hechos trágicos.

(142) En su famoso discurso sobre Pushkin, en 1880, Dostoiewski desarrollará esta idea

de la univetsalidad del pensamiento ruso.

(143) Dostoiewski alude al Congreso de la Paz, celebrado en Ginebra en 1868 y en el

que Bakunin y otros oradores proclamaron su ateísmo. El mismo había asistido con

indignación a una de las sesiones.

(144) Dostoiewski cita a Heine en algunas de sus obras. Aquí se trata de un poema de

El Mar del Norte titulado «La paz». Dostotewski vio en él el Báltico en lugar del mar del

Norte.

 (145) En Eugenio Onietuin. de Pushkin.

(146) Abisag: Arcadio nombra aquí a Abisag, a la que el viejo príncipe no había hecho

más que aludir. (Véase nota 104.)

(147) Von Sohn: héroe de un proceso que formó mucho ruido en San Petersburgo en

1869-1870. Hombre de edad, había sido asesinado, metido en una maleta y expedido

como equipaje a Moscú; durante la macabra operación, los autores bailaban y cantaban.

(148) Militrissa es la hija del rey Kilbit en Bova el hijo de un rey, novela de caballería

que hizo las delicias del pueblo ruso desde el siglo XVIII a finales del XIX. Militrissa es

una deformación de meretrix, la cortesana.

(149) Comulgaria: más exactamente, que haría el retiro preparatorio para la comunión,

retiro que; en la Iglesia rusa, dura varios días y requiere abstinencia y asistencia a los

oficios durante todo ese tiempo.

(150) Molichaline: personaje de la comedia de Grigoiedov ya citada en la nota 51.

(151) La madre Metrofania: abadesa de un convento de Serpukhov, perseguida por

ciertas operaciones arriesgadas y condenada el 18 de octubre de 1874 a tres años de

destierro en Siberia. El proceso tuvo mucha resonancia y lo comentaron numerosos

escritores.

 

 

ÍNDICE DE LOS PERSONAJES

(Los diminutivos de los nombres propios figuran en cursiva)

 

AKHMAKOVA (Catalina Nicolaievna), Katia, hija del príncipe Nicolás Ivanovitch

Sokolski. Viuda del general Akhmakov.

AKHMAKOVA (Lidia), hija de un primer matrimonio del general Akhmakov. De sus

relaciones con el príncipe Sergio Petrovitch Sokolski tiene un niño al que ha recogido

Andrés Petrovitch Versilov.

ALEJO NIKANOROVITCH, véase Andronikov.

ALPHONSINE CARLOVNA DE VERDUN, cantante, amante de Lambert.

ANDRÉS ANDREIEVITCH, véase Versilov.

ANDREIEV (Nicolás Semenovitch), «el dadais», joven libertino de la pandilla de

Lambert.

ANDRES PETROVITCH, véase Versilov.

ANDRONIKOV (Alejo Nikanorovitch), gestor administrativo encargado de los asuntos

de Andrés Petrovitch Versilov y de los Akhmakov.

ANA ANDREIEVNA, véase Versilov.

ANA FEDOROVNA, véase Stoibieieva.

ARCADIO MAKAROVITCH, véase Dolgoruki.

BIORING (El barón), pretendierte de Catalina Nicolaievna Akhmakova.

CATALINA NICOLAIEVNA, véase Akhmakova.

DARIA ONISSIMOVNA, viuda de un funcionario. Madre de Olia. Afecta al círculo

familiar de Ana Fedorovna Stolbitieva.

DARZAN (Alejo Vladimirovitch), amigo y compañero de juego del príncipe Sergio

Petrovitch Sokolski.

DERGATCHEV, ingeniero, miembro de una sociedad secreta revolucionaria.

DOLGORUKI (Makar Ivanov o Ivanytch o Ivanovitch), antiguo siervo de los señores

Versilov. Marido de Sofía Andreievna, Sonia. Ha dado su nombre a los hijos que su

mujer ha tenido de Andrés Petrovitch Versilov: Arcadio Makarovítch, Arkacha, el

narrador; e Isabel Makarovna, Lisa.

FANARIOTOV (Los); abuelos maternos de Andrés Andreievitch y de Ana Andreievna

Versilov.

ISABEL MAKHAROVNA, véase Dolgoruki.

KRAFT, antiguo colaborador .de Andronikov. Relacionado con Arcadio Makarovitch

Dolgoruki.

LAMBERT (Mauricio), antiguo camarada de pensionnda de Arcadio Makarovitch

Dolgoruki. Caballero de industria.

LIDIA, véase Akhmakova.

LISA, véase Dolgoruki (Isabel Makarovna).

MARIA IVANOVNA, mujer de Nicolás Semenovitch. Vela por los intereses de

Arcadio Makarovitch Dolgoruki.

NICOLAS IVANOVITCH, véase Sokolski.

NICOLAS SEMENOVITCH, maestro y protector de Arcadio Makarovitch Dolgoruki

durante sus años de bachiller en Moscú.

OLIA, joven ínstitutriz en busca de trabajo.

PEDRO HIPPOLITOVITCH, funcionario, alquila una habitación a Arcadio

Makarovitch Dolgoruki.

PRUTKOVA (Tatiana Pavlovna), fiel amiga de los Versilov.

SEMEN SIDORYTCEI o SIDOROVITCH, «el picado de viruelas»; cómplice de

Lambert.

SERIOJA, véase Sokolski (Sergïo Petrovitch).

SOKOLSKI (Nicolás Ivauovitch), «el viejo príncipe», padre de Catalina Akhmaicova.

Amigo de Andrés Petrovitch Versilov.

SOKOLSKI (Sergio Petrovitch), Serioja, «el joven principe», sin lazo de parentesco

con el anterior. Oficial, amante de Isabel Makarovna Dolgoruki.

SOFIA ANDILEIEVNA, Sonia, véase Dolgoruki.

STEBELKOV, negociante sin escrúpulos, acreedor del príncipe Sergio Petrovitch

Sokolski.

STOLBIEIEVA (Ana Fedorovna), pariente de los Versilov y del joven príncipe

Sokolski, que es el que ocupa su apartamiento en San Petersburgo.

TATIANA PAVLOVNA, véase Prutkova.

TRICHATOV, joven de la pandilla de Lambert. Traba amistad con Arcadio

Makarovitch Dolgoruki.

TUCHARD, y su mujer, Antonina Vassilievna, directores del pensionado donde

Arcadio Makarovitch Dolgoruki fue alumno.

VASSINE (Gricha), yerno de Stebelkov. Miembro de una sociedad secreta

revolucionaría.

VERSILOV (Andrés Petrovitch), señor y antiguo alto funcionario. Padre de Arcadio y

de Isabel Dolgoruki, nacidos de su unión con Sofía Andrcievna. De su matrimonio con

una Fanariotova tiene dos hijos: Ana Andreievna, la cual se propone casarse con el

príncipe Nicolás Ivanovitch Sokoiski, y Andrés Andreievitch, chamberlán.

 

 

 

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