A LUCILIO
Por
qué, aunque hay Providencia, acaecen algunas
desgracias a los hombres
buenos
I.
Me has preguntado, Lucilio, por qué, si el mundo es regido por una providencia,
acaecen muchos males a hombres buenos. Más cómodamente se dará la respuesta en
el contexto de la obra, cuando probemos que la providencia preside a todas las
cosas y que Dios interviene en nosotros; pero como es grato separar del todo una
parte pequeña y resolver una contradicción, dejando intacto el pleito,
emprenderé una tarea no difícil: defender a los Dioses.
Al presente es superfluo demostrar que obra tan grande no estaría en pie,
si alguien no la conservase, y que la reunión y el curso de los astros no es un
movimiento fortuito, pues las cosas que mueve el azar con frecuencia se
perturban y con facilidad chocan; que procede del imperio de la ley eterna esta
velocidad sin tropiezo, que lleva tantas cosas por la tierra y por el mar y
tantas clarísimas lumbreras, tan ordenadamente resplandecientes; que este orden
no es de una materia errante, ni las cosas que por casualidad se reunieron
penden las unas de las otras con tanto arte que la pesadísima mole de tierra
permanezca inmóvil y contemple cerca de sí la huida del veloz cielo, que los
mares metidos en los valles ablanden las tierras y no crezcan con las entradas
de los ríos, que de las pequeñas semillas nazcan grandes plantas. Ni aun aquellas cosas que parecen
irregulares e indeterminadas, como las lluvias y las nubes, los golpes de
encontrados rayos, los fuegos que emergen de las cumbres rotas de los montes,
los temblores del suelo vacilante, con lo demás que los elementos tumultuosos
promueven en derredor de la tierra, aunque sean repentinos, acontecen sin razón,
sino que también ellos tienen sus causas, no menos que esas otras que, por verse
en lugares impropios, parecen milagro, como las aguas calientes en medio de los
ríos y las nuevas islas espaciosas que emergen en el vasto mar. Del mismo modo, si alguien observa cómo
los litorales se desnudan al retirarse el mar sobre sí mismo y cómo se cubren al
poco tiempo, creerá que por una ciega rotación tan pronto como las aguas se
contraen y van mar adentro, como irrumpen y con gran ímpetu recobran su
primitivo lugar, cuando crecen y se hacen mayores y menores en determinados días
horas según las atrae la luna a cuyo arbitrio crece el océano. Quédese esto para su tiempo, mucho más
puesto que tú no dudas de la providencia sino que te quejas de ella. Te reconciliaré con los Dioses, que son
inmejorables con las más buenos.
Pero ni la misma naturaleza consiente que jamás dañe lo bueno a lo bueno;
entre los hombres buenos y los Dioses hay amistad mediante la
virtud.
¿Amistad digo? Más aun,
cierta familiaridad y semejanza, porque sólo por la duración se diferencia de
Dios el hombre bueno, que es su discípulo, su imitador y su verdadera progenie,
a quien este padre magnífico, exigente (y no con blandura) de las virtudes,
educa en la dureza, como los padres severos. Y así cuando veas a los hombres buenos y
gratos a los Dioses trabajar, sudar, subir por asperezas, y a los malos
entregarse a la lascivia y abundar en placeres, piensa que nosotros nos
deleitamos en la modestia de nuestros hijos y en la licencia de los esclavos, y
que contenemos a aquéllos con la disciplina más severa mientras que fomentamos
la audacia de éstos. Lo mismo has
de entender de Dios. No tiene en
delicias al hombre bueno: lo prueba, lo endurece, lo prepara para
sí.
II.
"¿Por qué suceden muchas cosas adversas a los hombres buenos? "Ningún mal puede
acaecer al hombre bueno, porque no se mezclan los contrarios. Así como tantos ríos, tantas lluvias
caídas de lo alto, la fuerza de tantas fuente medicinales no cambian el sabor
del mar, ni lo atenúan siquiera, del mismo modo el ímpetu de la adversidad no
trastorna el ánimo del varón fuerte.
Permanece en su estado y todo cuanto le sucede lo cambia en su color,
porque es más fuerte que todas las cosas externas. No digo que no las sienta, sino que las
vence y además se levanta sereno y apacible contra las cosas que le atacan. Piensa que todas las adversidades son un
ejercicio. Porque ¿quién, que sea
hombre e inclinado a lo honesto, no está ansioso de un trabajo justo y pronto a
cumplir su deber, aun con peligro?
¿Para qué hombre activo no es una pena el descanso? Vemos a los atletas,
que cuidan de sus fuerzas; consienten ser heridos y vejados y si no encuentran
adversarios de igual fuerza, pugnan a la vez con varios. Se marchita la virtud sin oposición;
conócese cuán grande es y las fuerzas que tiene cuando prueba en el sufrimiento
lo que puede. Has de saber que esto
mismo han de hacer los hombres buenos: no han de temer las cosas duras y
difíciles, ni quejarse del hado; lo que les acaeciere ténganlo por bueno,
conviértanlo en bien. Lo que
importa, no es lo que te sucede, sino cómo lo lleves.
¿No ves de cuán diferente modo tratan los padres que las madres? Los padres mandan a sus hijos levantarse
temprano para estudiar, no consienten que estén ociosos, ni siquiera los días de
fiesta, y les hacen sudar y algunas veces llorar: en cambio, las madres quieren
tenerlos en su regazo, mantenerlos en la sombra, que nunca estén tristes, que
nunca lloren, que nunca trabajen.
Dios tiene corazón de padre para con los buenos y los ama fuertemente:
"que se ejerciten -dice- en
trabajos, en dolores, en infortunios para que alcancen la verdadera
fuerza". Están fláccidos los
engordados en la inacción y desfallecerán no ya con el trabajo, sino con el
movimiento y con su mismo peso. No
resiste golpe alguno la felicidad que nunca fue herida, pero la que sostuvo
constante pelea con las contrariedades, se encalleció con las injurias y no se
rinde a ningún mal, sino que, aun caída de rodillas pelea. ¿Te maravillará que Dios, que tanto ama
a los buenos, a los que quiere perfectos y nobles, les asigna la fortuna para
que con ella se ejerciten? Yo por
mi parte no me admiro si algunas veces los enardece el deseo de contemplar a los
hombres grandes luchando con alguna calamidad. Es a veces para nosotros un placer que
un muchacho de ánimo constante reciba con un venablo a la fiera que le acomete,
que resista impávido la acometida del león, y el espectáculo es tanto más
agradable cuando más noble es quien lo da.
No son estas cosas, pueriles y entretenimientos de la liviandad humana,
las que pueden atraer las miradas de los Dioses. He aquí el espectáculo digno de ser
contemplado por Dios: el varón fuerte luchando con la mala fortuna, mucho más
que si él mismo la provocó. No veo,
afirmo, que haya nada más bello a los ojos de Júpiter, si se quiere fijar en
ello, que contemplar a Catón, que derrotada ya varias veces su parcialidad, se
mantenía, sin embargo, en pie y firme en medio de las ruinas de la
República. "Aunque -dice- todos los poderes pasen a manos
de uno, aunque el soldado de César sitie las puertas, Catón tiene por donde
salir; con una mano hará un ancho camino a la libertad. Esta espada, limpia aún e inocente de
guerra civil, hará por fin obras buenas y nobles: dará a Catón la libertad que
no pudo dar a la patria. Acomete,
¡oh alma! la obra largamente pensada, líbrate de las cosas humanas. Ya Petreyo y Juba se acometieron y yacen
muertos el uno por la mano del otro.
Fuerte y egregia, esta convención del hado, pero no se aviene con mi
grandeza: tan vergonzoso es para Catón recibir de otro la muerte como la
vida". Para mí es claro que los
Dioses contemplaron con gran gozo a aquel varón, vengador acérrimo de sí mismo,
cuando atendía a la salvación de los demás y disponía la huida de los fugitivos,
cuando se ocupaba de sus estudios hasta la última noche, cuando hundía la espada
en el sagrado pecho, y cuando esparcía sus entrañas y sacaba con su propia mano
aquella santísima alma, que no merecía ser manchada por el hierro. Por eso creo que, si la herida fue poca
certera y eficaz, se debió a que los Dioses no se satisficieron con contemplar a
Catón una sola vez. Se le retuvo y
devolvió el vigor para que se mostrara en una prueba más difícil, porque no es
de tan gran ánimo intentar matarse como volverlo a hacer. ¿Cómo no habían de contemplar con gusto
a su discípulo evadirse con tan ilustre y memorable muerte? La muerte consagra a aquellos cuyo fin,
aun los que le temen, han de alabarlo.
III. Pero a medida que la discusión progrese,
probaré cómo no son males los que lo parecen. Esto digo ahora: que estas cosas, que tú
llamas asperezas, adversidades y abominaciones, son para bien, en primer lugar,
de aquellos a quienes acaecen, después para el de todo el género humano del que
los Dioses cuidan más que de cada hombre; digo por último que los buenos quieren
que les sucedan y que son acreedores de castigo, si las rehusan. Todavía añadiré que estas cosas están
regidas por el destino y que ocurren a los buenos justamente porque son
buenos. Te convenceré por último de
que nunca has de compadecer al hombre bueno, porque se le puede llamar
desgraciado, pero no puede serlo.
Me parece que la más difícil de las cuestiones que he propuesto es la
primera, a saber, que estas cosas de que nos horrorizamos y por las que
temblamos son para bien de aquellos mismo a quienes suceden. "¿Es en provecho suyo, dices, ser
arrojado al destierro, reducido a la pobreza, enterrar a los hijos y a la mujer,
sufrir la ignominia, perder la salud?"
Si te maravilla que esto sea provechoso, también te maravillará que
algunos se curen con hierro y fuego no menos que con hambre y sed. Pero si recapacitas contigo mismo que a
algunos para curarlos les roen y arrancan los huesos, que les extraen las venas,
que les amputan ciertos miembros, que sin daño de todo el cuerpo no podían estar
unidos a él, habrás de convenir en que esto también te prueba que ciertas
desgracias aprovechan a aquellos a quienes acaecen, tanto a fe mía como algunas
de las cosas que se alaban y apetecen dañan a los que se deleiten con ellas, muy
semejantes a las harturas y embriagueces que matan con placer. Entre las muchas
magníficas sentencias de nuestro Demetrio, hay ésta, tan fresca para mí, que
resuena y vibra aún en mis oídos: "Nadie
-dijo- me parece más
desgraciado que aquel a quien nunca sucedió nada adverso". Porque nunca pudo experimentarse. Ya le vinieran las cosas según sus
deseos, ya se anticiparan a ellos, los Dioses lo juzgaron malo. Les pareció indigno de vencer alguna vez
a la fortuna, que rehuye a todo indolente, como diciendo: "Por qué he de tomarle
como adversario? Dejará en seguida
las armas; contra él no necesito de toda mi fuerza, me lo quitaré de en medio,
con una ligera amenaza; no puede resistir mi rostro. Que aparezca otro en mi alrededor con el
que pueda combatir. Me avergüenza
luchar con un hombre resignado a ser vencido". El gladiador tiene como ignominia
combatir con un inferior, pues sabe que se vence sin gloria al que es vencido
sin peligro. Lo mismo hace la
fortuna: busca a los más fuertes, que son iguales a ella; a los otros los pasa
por alto con desdén. Acomete al más
contumaz y al más erguido, contra el cual emplea su fuerza: experimenta el fuego
en Mucio, la pobreza en Fabricio, el destierro en Rutilio, la tortura en Régulo,
el veneno en Sócrates, la muerte en Catón.
Los grandes ejemplos no se encuentran sino en la mala
fortuna.
¿Es un desgraciado Mucio porque apretó con su diestra el fuego del
enemigo y se exigió a sí mismo el castigo de su error? ¿Porque hizo huir con su mano quemada al
rey que no pudo ahuyentar con su mano armada? Pues ¿qué? ¿Hubiera sido más feliz si la hubiese
calentado en el seno de la amiga?
¿Es un desgraciado Fabricio porque tan pronto como cesó en sus cargos
públicos, se puso a cavar su campo?
¿Porque hace la guerra tanto a Pirro como a las riquezas? ¿Porque junto al hogar cena aquellas
mismas raíces y hierbas que arrancó limpiando su campo el laureado anciano? Pues ¿qué? ¿Hubiera sido más feliz si juntara en su
vientre peces de litorales remotos y aves extrañas, si excitara la inapetencia
de su estómago perezoso con ostras de los mares oriental y occidental, si ciñera
con grandes montones de frutas las hermosas fieras, cazadas a costa de muchas
muertes de cazadores?
¿Es desgraciado Rutilio porque los que le condenaron tendrán que
responder de su sentencia en todos los tiempos? ¿Porque sufrió con mejor ánimo que le
quitaran la patria que no le levantaran el destierro? ¿Porque fué el único que negó algo a
Sila, el dictador, y al ser llamado, no sólo no volvió el rostro, sino que huyó
más lejos? "Allá se las vean -dijo- aquellos a los que tu felicidad halló en
Roma.
Vean la mucha sangre que hay
en el foro y las cabezas de los senadores en el lago Serviliano (porque éste es
el espoliario de los proscritos por Sila) y las hordas de asesinos vagando por
todas partes de la ciudad y los muchos miles de ciudadanos romanos degollados en
un mismo lugar después de haberle jurado fidelidad, más aun, por haberla jurado;
que vean estas cosas los que no pueden ir al destierro? ¿Qué, pues? ¿Acaso es feliz L. Sila porque al bajar
al foro le abre camino la espada, porque consiente que se muestren las cabezas
de los varones consulares, haciendo que se registre por el cuestor y las tablas
públicas el precio de los asesinatos?
¡Y quien hizo todo esto fue el mismo que promulgó la ley
Cornelia!
Vengamos a Régulo: ¿en qué le dañó la fortuna, que lo hizo dechado de
fidelidad y de paciencia? Traspasan
su piel los clavos y dondequiera que reclina el cuerpo fatigado, se acuesta
sobre una herida; están abiertos sus ojos en una vigilia perpetua. Cuanto mayor es el tormento, tanto mayor
será su gloria. ¿Quieres saber cómo
no se arrepiente de haber estimado por de tanto precio a la virtud? Cúrale y vuélvele al Senado: repetirá la
misma sentencia. ¿Acaso piensas tú
que es más feliz Mecenas que, angustiado por el amor y llorando la cotidiana
repulsa de su morosa mujer, busca el sueño con el son de las sinfonías que
suavemente resuenan desde lejos?
Aunque se amodorre con vino y se aturda con el fragor de las cascadas y
engañe su mente ansiosa con mil voluptuosidades, tan despierto estará en sus
plumas como Régulo en su cruz; pero para éste es un placer sufrir por la virtud
estas durezas y en medio de los sufrimientos le alienta la causa por la que los
padece; a Mecenas, ajado por los placeres y trabajado por la demasiada
felicidad, más que lo que lo padece le veja la causa por la que padece. No llegaron los vicios a poseer al
género humano hasta el extremo de que sea dudoso que, pudiendo elegir, no fuesen
más lo que hubieran querido nacer Régulos y no Mecenas; y si hubiera alguno que
tuviera la osadía de decir que hubiera preferido nacer Mecenas y no Régulo, este
mismo, aunque no lo diga, preferiría también haber nacido
Terencia.
¿Juzgas mal tratado a Sócrates porque bebió la poción mezclada con veneno
por el verdugo como bebida de inmortalidad y disputó hasta la muerte de la
muerte? ¿Se obró mal con él porque
se le heló la sangre y, poco a poco, entrándole el frío, se le paró el latido de
sus pulsos? ¡Cuánto es más de
admirar que ésos, a quienes se le sirve en copas de piedras preciosas, a quienes
un mancebo acostumbrado a padecerlo todo, de castrada o dudosa virilidad,
disuelve la nieve en vaso de oro!
Ésos, cuanto bebieron, lo vomitarán regustando su bilis; en cambio, él
bebió alegre y gustoso el veneno.
Por lo que se refiere a Catón, bastante se ha dicho y todos los hombres
convienen en que le cupo la suprema felicidad, pues lo escogió para que luchara
con ella la naturaleza, que tanto es de temer. "Pesadas son las enemistades de los
poderosos; opóngase a la vez a Pompeyo, a César, y a Craso. Pesado es ser precedido en honores por
los más viles; pospóngase a Vatinio. Pesado es intervenir en guerras civiles, luche
en todo el orbe de la tierra por la buena causa, tan desgraciado como
constantemente. Pesado es atentar
contra la propia vida; hágalo. ¿Qué
conseguirá con ello? Qué todos
sepan que no eran males estos que yo creyera dignos de
Catón".
IV. Las cosas prósperas suceden
también a la plebe y a las almas viles; en cambio dominar las calamidades y las
cosas que son el terror de los mortales, es propio del hombre grande. Pero ser siempre feliz y pasar la vida
sin ninguna mordedura en el alma, es ignorar la otra mitad de la
naturaleza. Eres un gran varón;
pero ¿cómo lo sé si la fortuna no te da ocasión de probar tu virtud? Entraste en los juegos olímpicos, pero
ningún otro además de ti; tienes la corona, pero no tienes la victoria. No te felicito como a hombre fuerte,
sino como si hubieras conseguido el consulado o la pretura, pues sólo has
aumentado de honor. Lo mismo puedo
decir también al varón bueno, si ningún trance más difícil le dio ocasión de
manifestar la fuerza de su alma: "Te juzgo un desgraciado porque nunca fuiste
desgraciado. Pasaste la vida sin un
adversario; nadie sabrá cuál era tu fuerza, ni siquiera tú mismo". Para conocerse es necesario hacer la
experiencia; lo que puede cada cual, sólo probándolo, lo supo. Por eso algunos, al cesar sus males, se
ofrecieron espontáneamente a la adversidad y buscaron la ocasión de que la
virtud, que se iba oscureciendo, resplandeciera. Algunas veces, se gozan, repito, los
hombres grandes con la adversidad, no de otra manera que los soldados valientes
con la guerra. Oí yo a Triunfo, un
gladiador del tiempo de Tiberio César, quejarse de la escasez de los juegos y
decir: "¡Qué hermoso tiempo se pierde!"
La virtud es codiciosa de peligros y piensa en aquello a que ha de tender
y no en lo que ha de padecer, pues lo que ha de padecer es también parte de la
gloria. Los soldados se glorían de
sus heridas y alegres enseñan, como la mejor fortuna, la sangre que corre;
aunque hayan hecho lo mismo los que del combate vuelven ilesos, se admira más al
que regresa herido. Diré que los
Dioses velan por los que quieren que sean más ilustres cada vez que les dan
ocasión de hacer algo animosa y fuertemente, para lo cual es necesario que las
cosas sean difíciles. Has de
conocer al piloto en la tempestad, al soldado en el combate. ¿Cómo puedo saber el ánimo que tengas
para soportar la pobreza, si abundas en riquezas? ¿Cómo puedo saber la constancia que
tengas ante la ignominia y la infamia y el odio popular, si envejeces entre
aplausos, si te sigue el favor del pueblo, irresistible y fácil por cierta
inclinación de las mentes? ¿Cómo
puedo saber con qué ánimo llevarías la pérdida de tus hijos si ves junto a ti a
los que engendraste? Te he oído
cuando consolabas a otros: si te consolaras a ti mismo, si te prohibieses a ti
mismo dolerte, entonces te vería como tú eres. Os ruego que no os atemoricen estas
cosas con las que, como si fueran
estímulos, los Dioses inmortales mueven los ánimos: la adversidad es ocasión de
virtud. En verdad había de llamarse
desgraciados a los que están aletargados por la demasiada felicidad: cualquier
cosa que les sobrevenga, será una novedad.
Las crueldades abruman más a los que nunca las han sufrido; el yugo es
pesado a la cerviz tierna. A la
sospecha de una herida palidece el bisoño; el veterano mira tranquilamente su
sangre, porque sabe que con frecuencia ha vencido después de derramarla. Así, pues, a aquellos a quienes Dios
aprueba, a quienes ama, los endurece, examina y ejercita; mas a esos otros a
quienes parece complacer, a quienes parece perdonar, consérvalos blandos para
los choques futuros. Porque os
equivocáis si pensáis de alguno que está exceptuado. También le llegará su parte a quien por
tanto tiempo fue feliz; el que parece que está dispensado, no está sino
diferido. ¿Por qué Dios aflige a
los mejores con enfermedades, duelos y otras desgracias? Por la misma razón que también en los
campamentos las cosas de mayor peligro se mandan a los más fuertes; el general
envía a los más escogidos a que ataquen al enemigo con emboscadas nocturnas, o a
que exploren en camino o a que arrojen de un lugar a su guarnición. Ninguno de los que salen dice: "Me ha
agraviado el general", sino "me ha juzgado bien". Que digan lo mismo todos esos a quienes
se manda padecer cosas por las que lloran los tímidos y los cobardes: "A los
dioses les hemos parecido dignos de que se experimente en nosotros cuánto puede
padecer la naturaleza humana".
Huíd de las delicias, huíd de la enervadora felicidad, en la que los
ánimos se ablandan y, como no sobrevenga algo que les advierta cuál es la
condición humana, permanecen aletargados como por una perpetua embriaguez. Quien se guardó siempre del aire, tras
las vidrieras, a quien calentaron los pies con fomentos calientes renovados con
frecuencia, cuyos comedores templó un calor puesto debajo o distribuido por las
paredes, a éste no le tocará sin peligro el aura más ligera. Como todo lo inmoderado daña, la
felicidad más peligrosa es la que es desmesurada: trastorna al cerebro,
despierta en la mente vanas fantasías, desvanece entre tinieblas la diferencia
entre lo falso y lo verdadero.
¡Cuánto mejor es tolerar la perpetua desgracia con la ayuda de la virtud
que deshacerse con continuos e inmoderados placeres! La muerte es suave en el ayuno, y en la
hartura, explosiva.
Los Dioses siguen con los hombres buenos la misma conducta que con sus
alumnos los preceptores, que exigen más de los que ofrecen ciertas
esperanzas. ¿Acaso crees tú que
odiaban los lacedemonios a sus hijos, cuando los azotaban públicamente para
experimentar su índole? Sus mismo
padres los exhortaban a que soportaran con fortaleza los azotes y, despedazados
ya y medio muertos, les rogaban que continuaran ofreciendo sus heridas a nuevas
heridas. ¿Qué de maravilloso, que
Dios pruebe con dureza a los espíritus generosos? Nunca es suave la prueba de la
virtud. Nos azota y dilacera la
virtud; ¡padezcamos! No es crueldad, sino combate, al cual
mientras con mayor frecuencia nos entreguemos, más fuertes seremos. La parte más fuerte del cuerpo es la más
trabajada por el frecuente ejercicio.
Hemos de ofrecernos a la fortuna para que ella misma nos endurezca contra
sus golpes; poco a poco nos hará iguales a ella; la frecuencia del peligro nos
dará el desprecio de los peligros.
Así es como los cuerpos de los marineros se endurecen para resistir al
mar, así se encallecen las manos del agricultor, así se fortalecen los músculos
de los militares para lanzar los dardos, así se hacen ágiles los miembros de los
corredores; en todos lo que más fuerte, es lo que más ha ejercitado. Por la paciencia llega el ánimo a
despreciar el sufrimiento de los males; sabrás todo lo que la paciencia puede
hacer en nosotros si consideras todo lo que reporta el trabajo a las naciones
pobres, más fuertes por su misma pobreza.
Contempla todos los pueblos en que termina la paz romana, los germanos,
digo, y todos los pueblos nómadas que están por el Istro. Los abruma un perpetuo invierno, un
triste cielo, los sustenta de mala forma un suelo estéril; se defienden de la
lluvia con paja y hojarasca; andan sobre lagos de hielo endurecido: se alimentan
cazando fieras. ¿Te parecen
desgraciados? Nada es nocivo de lo
que la costumbre convirtió en naturaleza; porque poco a poco se convierte en
placer lo que empezó por necesidad.
No tienen otro domicilio ni más asiento sino los que cada día les depara
el cansancio; grosera es y buscada con violencia la comida; tremenda, la
inclemencia del cielo; sin abrigo, los cuerpos; esto que te parece una
calamidad, es la vida de tantos pueblos.
¿Por qué te maravillas de que los hombres buenos sean vejados para que se
robustezcan? Sólo es sólido y
fuerte el árbol que el viento azota con frecuencia, pues la misma violencia le
fortifica y fija las raíces con más fuerza; son frágiles los que han crecido en
un valle abrigado. Luego es en bien
de los hombres buenos, para que de nada les dé miedo, que anden mucho entre
cosas temerosas y que soporten con ecuanimidad lo que no es malo sino para quien
mal lo sufre.
V. Añade ahora que para todos es bueno que
quien es el mejor, por así decirlo, luche y haga grandes obras. Se propone Dios, como el sabio,
manifestar que las cosas que el vulgo apetece como las que teme, ni son buenas,
ni son malas, pero parecerá que son buenas si sólo las concede a los hombres
buenos, y que son malas, si únicamente a los malos las inflige. Será detestable la ceguera, si nadie
pierde los ojos sino a quien se los han de sacar; así, pues, que carezcan de luz
Apio y Metelo. Las riquezas no son
un bien; por consiguiente, que las tenga Elio, el rufián, para que los hombres
vean en la casa de lenocinio el dinero que consagraron en los templos. De ningún modo puede Dios desprestigiar
tanto las cosas que se desean que concediéndolas a los más desvergonzados y
quitándolas a los buenos. "Pero es
inicuo que un hombre bueno sea mutilado o herido o encadenado y que los malos
anden con sus cuerpos íntegros, sueltos y afeminados". Mas ¿qué? ¿No es inicuo que los hombres valientes
tomen las armas, pernocten en los campamentos, permanezcan en las trincheras con
las heridas vendadas, mientras que están seguros en la ciudad los eunucos y los
que profesan el impudor? Mas
¿qué? ¿No es inicuo que las
vírgenes más nobles se levanten por las noches a celebrar los ritos sagrados y
que las mujeres manchadas gocen de un profundo sueño? El trabajo llama a los mejores. Con frecuencia el Senado delibera
durante todo el día, mientras que al mismo tiempo el más vil entretiene su ocio
en el campo o se oculta en la taberna o pierde el tiempo en alguna
tertulia. Lo mismo pasa en esta
gran república de la humanidad: trabajan los hombres buenos, se sacrifican y por
su propia voluntad, ciertamente, son sacrificados; no son arrastrados por la
fortuna, sino que la siguen y andan a igual paso que ella. Si ellos lo hubieran sabido, se la
hubieran adelantado. Recuerdo haber
oído también esta animosa sentencia del fortísimo Demetrio: "De una sola
cosa -decía-, oh Dioses inmortales,
puedo quejarme de vosotros: que no me distéis a conocer antes vuestra voluntad,
porque antes hubiera llegado a estas cosas en las que ahora estoy por haber sido
llamado. ¿Me queréis tomar los
hijos? Para vosotros los crié. ¿Queréis alguna parte de mi cuerpo? Tomadla; no anticipo gran cosa, pues
pronto he de dejarlo todo entero.
¿Queréis mi vida? ¿Por qué
no? No me demoraré en que recibáis
lo que me habéis dado. Todo cuanto
pidieréis os lo llevaréis de quien quiere dároslo. ¿Qué mérito hay en ello? Hubiera preferido ofrecerlo a
entregarlo. ¿Qué necesidad hay de
quitarlo? Lo pudistéis recibir;
pero tampoco ahora me lo quitáis, porque nada se quita sino a quien lo
retiene".
No soy coaccionado, nada sufro a la fuerza, ni Dios ha de mandarme, sino
que me conformo con su voluntad, tanto más cuanto que sé que todas las cosas
transcurren conforme a una ley cierta y dictada eternamente. Nos conducen los hados y el tiempo que
ha de tener cada uno está decretado en la primera hora de su nacimiento. Una
causa depende de otra y las cosas privadas y las públicas son determinadas por
una larga secuencia de sucesos. Por
eso todo se ha de soportar con entereza, porque no nos ocurre por azar, como
pensamos, sino que nos viene.
Tiempo ha que fue establecido lo que goces y lo que llores, y aunque
parezca que se distingue la vida de cada uno con gran variedad, en
definitiva todas se reducen a
esto: los que hemos de perecer
recibimos cosas perecederas. ¿Por
qué entonces nos indignamos? ¿De
qué nos quejamos? Para esto nacimos.
Que la naturaleza emplee como quiera sus cuerpos: alegres en todo y
fuertes pensemos que nada perece que sea nuestro.
¿Qué es lo propio del hombre bueno?
Ofrecerse al destino. Gran
consuelo es ser arrebatado con todo el universo; sea lo que fuere lo que nos
manda vivir así y morir así, la misma necesidad liga a los Dioses. Un curso irrevocable lleva igualmente
las cosas divinas y las humanas. El
mismo creador y gobernador de todas las cosas escribió ciertamente los hados,
pero los sigue; obedece siempre quién una vez mandó. "¿Por qué, sin embargo, fue Dios tan
inicuo en la distribución del destino, pues asignó a los buenos la pobreza, las
heridas y las acerbas muertes?". No
puede el artífice cambiar la materia: a su manera está sometido. Hay cosas que no pueden separarse de
otras; están tan unidas que son indivisibles. Los naturales indolentes, que han de
estar inclinados al sueño o a una vigilia muy semejante al sueño, están
compuestos de elementos inertes; para que resulte un hombre, cuyo nombre se
pronuncie con respeto, es necesario un destino más fuerte. No será llano su camino; es necesario
que vaya hacia arriba y hacia abajo, que esté a punto de zozobrar, que gobierne
el navío en la tormenta. Ha de
hacer su camino contra la fortuna; han de acaecerle muchas cosas duras, ásperas,
qué él suavice y allane. El fuego
prueba al oro; la desgracia a los hombres fuertes. Mira cuánto tiene que elevarse la
virtud; sabrás que no ha de ir por caminos tranquilos:
Ardua es la primera parte
del camino y tal que apenas por la mañana
los
caballos frescos osan emprenderlo; llega a la cumbre del
cielo,
de
donde al contemplar el mar y las tierras, tengo miedo
yo
mismo y mi pecho tiembla con pavoroso terror.
La
última parte está inclinada y necesita de un freno seguro;
entonces la misma Tetis, que
me acogió en sus aguas sometidas,
suele temer que sea
arrastrado al precipicio.
Al oír esto aquel mancebo generoso dijo: "Me agrada el camino, subo. Tan grato es ir por él, aunque haya de
caer". No deja de aterrorizar de
miedo al alma fuerte:
Para que te mantengas en el
camino y no caigas en ningún error
andarás por los cuernos del
fiero Toro,
por
el arco del Sagitario y por la boca del violento León.
Después de lo cual dijo: "Unce los carros ofrecidos. Me estimula lo mismo
que piensas que me ha de asustar.
Me agrada estar donde el mismo Sol tiembla". El bajo y cobarde va por lo
seguro; la virtud por las alturas.
VI. "¿Por qué, sin embargo, Dios tolera que
se haga algo malo a los buenos?"
Dios no lo tolera. Aparta de
ellos todos los males: los crímenes, las fechorías, los malos pensamientos, los
propósitos ambiciosos, la ciega libídine y la avaricia ansiosa de lo ajeno: a
ellos los tutela y los defiende; ¿acaso hay alguien que
exija también a Dios que
lleve las cargas de los hombres buenos?
Ahorren a Dios este cuidado; desprecien las cosas externas. Demócrito
abandonó las riquezas pensando que eran una carga para la buena mente. ¿Por qué
te maravillas de que Dios permita que suceda a un hombre bueno lo mismo que a
veces quiere él que le suceda?
Pierden sus hijos los hombres buenos; ¿cómo no, si a veces ellos mismos
los matan? Son desterrados; ¿cómo no, si a veces ellos mismos
abandonan la patria para no volver a ella?
Son matados; ¿cómo no, cuando a veces ellos mismos se dan la muerte? ¿Por
qué sufren ciertas desgracias? Para
que enseñen a otros a sufrirlas; han nacido para dechados. Piensa, pues, que Dios dice: "¿Qué
tenéis en que os podáis quejar de mí vosotros, a quienes complació la
rectitud? A otros los rodeé de
bienes falsos y engañé sus almas vacías con un largo y falaz sueño. Los adorné con oro, plata y marfil, pero
por dentro no hay nada bueno. Estos
que tú miras como felices, si vieras no lo que manifiestan sino lo que está
oculto, son desgraciados, sórdidos, asquerosos, cuidados, a semejanza de sus
paredes, por fuera tan sólo; no es esta felicidad la sólida y auténtica; es una
costra y aun delgada. Así, pues,
mientras les es permitido permanecer en pie y manifestarse a su gusto,
deslumbran e imponen; pero como les suceda algo que los perturbe y descubra,
entonces aparece cuanta profunda y verdadera fealdad escondía su postizo
resplandor. A vosotros os he dado
bienes seguros, que han de permanecer, y tanto mejores y mayores cuanto más
vueltas se les dé y se les examine por todas partes; os permití que
despreciarais lo que se teme, que os hastiara lo que se desea: no brilláis por
fuera, todos vuestros bienes están vueltos hacia dentro. Así el mundo, contento con contemplarse
a sí mismo, desprecia lo exterior.
Puse dentro todo el bien: vuestra felicidad es no necesitar la
felicidad.
"Pero ocurren muchas cosas triste, horrorosas, duras de tolerar". Porque no podía sustraeros a ellas, armé
vuestros ánimos contra todas; llevadlas con fortaleza. En esto aventajáis al mismo Dios: él
está fuera del padecimiento de los males, y vosotros por encima de este
sufrimiento. Despreciad la pobreza:
nadie vive tan pobre como nació.
Despreciad el dolor: o acabáis con él o acaba con vosotros. Despreciad la muerte, pues o acaba con
vosotros u os transfiere a otra existencia. Despreciad la fortuna: no le he dado
ningún dardo con que hiriese vuestro ánimo. Ante todo precaví que nada os retuviera
a la fuerza: abierta está la salida.
Si no queréis pelear, os es lícito huir. Por eso, de todas las cosas que quise
que os fueran necesarias, nada hice tan fácil como morir. Puse el alma en un lugar inclinado; ella
sola es llevada; poned un poco de atención y veréis cuán breve y cuán expedito
es el camino que conduce a la libertad.
No os puse tantas tardanzas para salir como tenéis para entrar; de otro
modo, tendría gran poder la fortuna sobre vosotros, si el hombre muriese con
tanta lentitud como nace. Todo
tiempo, todo lugar os enseña cuán fácil es renunciar a la naturaleza y
devolverle su dádiva; en los mismos altares y en los solemnes ritos de los que
sacrifican, mientras se ruega por la vida, aprended la muerte. Los fuertes cuerpos de los toros caen de
una pequeña herida y a animales de grandes fuerzas los derriba el golpe de la
mano humana: un delgado cuchillo corta la comisura de la nuca y así que se corta
esa articulación que une la cabeza y el cuello, aquella gran mole viene por
tierra. El espíritu no se esconde
en los profundo, ni ha de ser sacado con hierro; no hacen falta heridas
profundas para que salgan las entrañas; la muerte está muy cerca. No ha determinado un lugar fijos para
estas heridas, sino que por dondequiera es accesible. Eso mismo que se llama morir, por lo que
el alma se separa del cuerpo, es tan breve que no se puede sentir tanta
velocidad. Ya sea que un nudo
apriete la garganta, ya que el agua impida la respiración, ya que sorbiendo
fuego interrumpáis el curso del aliento, sea como fuera, la muerte es
rápida. ¿No os avergonzáis? ¡Tanto tiempo teméis lo que tan pronto
se hace!
FIN
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