RUBÉN
DARÍO
Allá
lejos, en la línea, como trazada con un lápiz azul, que separa las aguas y los
cielos, se iba hundiendo el sol, con sus polvos de oro y sus torbellinos e
chispas purpuradas, como un gran disco de hierro candente. Ya el muelle fiscal iba quedando en
quietud; los guardas pasaban de un punto a otro, las gorras metidas hasta las
cejas, dando aquí y allá sus vistazos.
Inmóvil el brazo de los pescantes, los jornaleros se encaminaban a las
casas. El agua murmuraba debajo del
muelle, y el húmedo viento salado que sopla de mar afuera a la hora en que la
noche sube, mantenía las lanchas cercanas en un continuo
cabeceo.
*
Todos
los lancheros se habían ido ya; solamente el viejo tío Lucas, que por la mañana
se estropeara un pie al subir una barrica a un carretón, y que, aunque cojín
cojeando, había trabajado todo el día; estaba sentado en una piedra y, con la
pipa en la boca, veía triste el mar.
- ¡Eh
tío Lucas! ¿Se
descansa?
- Sí,
pues, patroncito.
Y empezó
la charla, esa charla agradable y suelta que me place entablar con los bravos
hombres toscos que viven la vida del trabajo fortificante, la que da la buena
salud y la fuerza del músculo, y se nutre con el grano del poroto y la sangre
hirviente de la viña.
Yo veía
con cariños a aquel viejo, y le oía con interés sus relaciones, así, todas
cortadas, todas como de hombre basto, pero de pecho ingenuo. ¡Ah, conque fue militar! ¡Conque de mozo fue soldado de
Bulnes! ¡Conque todavía tuvo
resistencia para ir con rifle hasta Miraflores! Y es casado, y tuvo un hijo
y...
Y aquí
el tío Lucas:
- ¡Sí,
patrón, hace dos años que se murió!
Aquellos
ojos chicos y relumbrantes bajo las cejas grises y peludas, se humedecieron
entonces.
- ¿Qué
como se murió? En el oficio, por
darnos de comer a todos: a mi mujer, a los chiquitos y a mí, patrón, que
entonces me hallaba enfermo.
Y todo
me lo refirió, al comenzar aquella noche, mientras las olas se cubrían de brumas
y la ciudad encendía sus luces; él, en la piedra que le servía de asiento,
después de apagar su negra pipa y de colocársela en la oreja, y de estirar y
cruzar sus piernas flacas y musculosas, cubiertas por los sucios pantalones
arremangados hasta el tobillo.
*
El
muchacho era muy honrado y muy de trabajo.
Se quiso ponerlo a la escuela desde grandecito; pero ¡los miserables no
deben aprender a leer cuando se llora de hambre en el
cuartucho!
El tío
Lucas era casado, tenía muchos hijos.
Su mujer
llevaba la maldición del vientre de los pobres: la fecundación. Había, pues, mucha boca abierta que
pedía pan, mucho chico sucio que se revolcaba en la basura, mucho cuerpo magro
que temblaba de frío; era preciso ir a llevar qué comer, a buscar harapos, y
para eso, quedar sin alientos y trabajar como un buey.
Cuando
el hijo creció ayudó al padre. Un
vecino, el herrero, quiso enseñarle su industria, pero como entonces era tan
débil casi un armazón de huesos y en el fuelle tenía que echar el bofe se puso
enfermo y volvió al conventillo.
¡Ah, estuvo muy enfermo!
Pero no murió. ¡No
murió! Y eso que vivían en uno de
esos hacinamientos humanos, entre cuatro paredes destartaladas, viejas, feas, en
la callejuela inmunda de las mujeres perdidas, hedionda a todas horas, alumbrada
de noche por escasos faroles y en dónde resuenan en perpetua llamada a las
zambras de echacorvería, las arpas y los acordeones, y el ruido de los marineros
que llegan al burdel, desesperados con la castidad de las largas travesías, a
emborracharse como cubas y a gritar y patalear como condenados. ¡Sí! Entre la podredumbre, al estrépito
de las fiestas tunantescas, el chico vivió y pronto estuvo sano y en
pie.
Luego
llegaron sus quince años.
*
El tío
Lucas había logrado, tras mil privaciones, comprar una canoa. Se hizo pescador.
Al venir
el alba, iba con su mocetón al agua, llevando los enseres de la pesca. El uno remaba, el otro ponía en los
anzuelos la carnadas. Volvían a la
costa con buena esperanza de vender lo hallado, entre la brisa fría y las
opacidades de la neblina, cantando en bajo voz alguna "triste", y enhiesto el
remo triunfante que chorreaba espuma.
Si había
buena venta, otra salida por la tarde.
Una de
invierno había temporal. Padre e
hijo en la pequeña embarcación, sufrían en el mar la locura de la ola y del
viento. Difícil era llegar a
tierra. Pesca y todo se fue al
agua, y se pensó en librar el pellejo.
Luchaban como desesperados por ganar la playa. Cerca de ella estaba; pero una racha
maldita les empujó contra una roca; y la canoa se hizo astillas. Ellos salieron sólo magullados, ¡gracias
a Dios! Como decía el tío Lucas al narrarlo. Después, ya son ambos
lancheros.
*
¡Sí!
Lancheros; sobre las grandes embarcaciones chatas y negras; colgándose de la
cadena que rechina pendiente como una sierpe de hierro del macizo pescante que
asemeja una horca; remando de pie y a compás; yendo con la lancha del muelle al
vapor y del vapor al muelle; gritando:
¡hiiooeep!, cuando se empujan los pesados bultos para engancharlos en la
uña potente que los levanta balanceándolos como un péndulo. ¡Sí! Lancheros; el viejo y el muchacho,
el padre y el hijo; ambos a horcajadas sobre un cajón, ambos forcejeando, ambos
ganando su jornal, para ellos y para sus queridas sanguijuelas del
conventillo.
Ibanse
todos los días al trabajo, vestidos de viejo, fajadas las cinturas con sendas
bandas coloradas y haciendo sonar a una sus zapatos groseros y pesados que se
quitaban al comenzar la tarea, tirándolos en un rincón de la
lancha.
Empezaba
el trajín, el cargar y descargar.
El padre era cuidadoso:
-
¡Muchacho, que te rompes la cabeza!
¡Que te coge la mano el chicote!
¡Que vas a perder una canilla!
Y
enseñaba, adiestraba, dirigía al hijo, con su modo, con sus bruscas palabras de
roto viejo y de padre encariñado.
*
Hasta
que un día el tío Lucas no pudo moverse de la cama, porque el reumatismo le
hinchaba las coyunturas y le taladraba los huesos.
¡Oh! Y
había que comprar medicinas y alimentos, eso sí.
- Hijo,
al trabajo, a buscar plata; hoy es sábado.
Y se fue
el hijo, solo, casi corriendo, sin desayunarse, a la faena
diaria.
Era un
bello día de luz clara, de sol de oro.
En el muelle rodaban los carros sobre sus rieles, crujían las poleas,
chocaban las cadenas. Era la gran
confusión del trabajo que da vértigos el son del hierro, traqueteos por doquiera
y el viento pasando por el bosque de árboles y jarcias de los navíos en
grupo.
Debajo
de uno de os pescantes del muelle estaba el hijo del tío Lucas con otros
lancheros, descargando a toda prisa.
Había que vaciar la lancha repleta de fardos. De tiempo en tiempo bajaba la larga
cadena que remata en un garfio, sonando como una matraca al correr con la
roldana; los mozos amarraban los bultos con una cuerda doblada en dos, los
enganchaban en el garfio, y
entonces éstos subían a la manera de un pez en un anzuelo, o del plomo de una
sonda, ya quietos, ya agitándose de un lado a otro, como un badajo, en el
vacío.
La carga
estaba amontonada. La olía movía
pausadamente de cuando en cuando la embarcación colmada de fardos. Estos formaban una a modo de pirámide en
el centro. Había uno muy pesado,
muy pesado. Era el más grande de
todos, ancho, gordo y oloroso a brea.
Venía en el fondo de la lancha.
Un hombre de pie sobre él, era pequeña figura para el grueso
zócalo.
Era algo
como todos los prosaísmos de la importancia envueltos en lona y fajados con
correas de hierro. Sobre sus
costados, en medio de líneas y de triángulos negros, había letras que miraban
como ojos. - Letras en "diamante" -
decía el tío Lucas. Sus cintas de
hierro estaban apretadas con clavos cabezudos y ásperos; y en las entrañas
tendría el monstruo, cuando menos, linones y percales.
*
Sólo él
faltaba.
- ¡Se va
el bruto! - dijo uno de los
lancheros.
- ¡El
barrigón! - agregó
otro.
Y el
hijo de Lucas, que estaba ansioso de acabar pronto, se alistaba para ir a cobrar
y desayunarse, anudándose un pañuelo a cuadros al
pescuezo.
Bajó la
cadena danzando en el aire. Se
amarró un gran lazo al fardo, se probó si estaba bien seguro, y se gritó: ¡Iza!, mientras la cadena tiraba de la
masa chirriando y levantándola en vilo.
Los
lancheros, de pie, miraban subir el enorme peso, y se preparaban para ir a
tierra, cuando se vio una cosa horrible.
El fardo, el grueso fardo, se zafó del lazo, como de un collar holgado
saca un perro la cabeza; y cayó sobre el hijo de tío Lucas, que entre el filo de
la lancha y el gran bulto quedó con los riñones rotos, el espinazo desencajado y
echando sangre negra por la boca.
Aquel
día no hubo pan ni medicinas en casa del tío Lucas, sino el muchacho destrozado,
al que se abrazaba llorando el reumático, entre la gritería de la mujer y de los
chicos, cuando llevaban el cadáver a Playa Ancha.
*
Me
despedí del viejo lanchero, y a pasos elásticos dejé el muelle, tomando el
camino de la casa, y haciendo filosofía con toda la cachaza de un poeta, en
tanto que una brisa glacial, que venía de mar afuera, pellizcaba tenazmente las
narices y las orejas.