BEATRIZ
SARLO
CAPÍTULO
II
El
sueño insomne
1.
Zapping
La
imagen ha perdido toda intensidad. No produce asombro ni intriga; no resulta
especialmente misteriosa ni especialmente transparente. Esta allí sólo un
momento, ocupando su tiempo a la espera de que otra imagen la suceda. La segunda
imagen tampoco asombra ni intriga, ni resulta misteriosa ni demasiado
transparente. Está allí sólo una fracción de segundo, antes de ser reemplazada
por la tercera imagen, que tampoco es asombrosa ni intrigante y resulta tan
indiferente como la primera o la segunda. La tercera imagen persiste una
fracción infinitesimal y se disuelve en el gris topo de la pantalla. Ha actuado
desde el control remoto. Cierra los ojos y trata de recordar la primera imagen:
¿eran algunas personas bailando, mujeres blancas y hombres negros? ¿Había
también mujeres negras y hombres blancos? Se acuerda nítidamente de unos pelos
largos y enrulados que dos manos alborotaban tirándolos desde la nuca hasta
cubrir los pechos de una mujer, presumiblemente la portadora de la cabellera. ¿O
esa era la segunda imagen: un plano más próximo de dos o tres de los bailarines?
¿Era negra la mujer del pelo enrulado? Le había parecido muy morena, pero quizás
no fuera negra y sí fueran negras las manos (y entonces, quizás, fueran las
manos de un hombre) que jugaban con el pelo. De la tercera imagen recordaba
otras manos, un antebrazo con pulseras y la parte inferior de una cara de mujer.
Ella estaba tomando algo, de una lata. Atrás, los demás seguían bailando. No
pudo decidir si la mujer que bebía era la misma del pelo largo y enrulado; pero
estaba seguro de que era una mujer y de que la lata era una lata de cerveza.
Accionó el control remoto y la pantalla se iluminó de
nuevo.
Uno,
dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, cincuenta y cuatro. Primer
plano de león avanzando entre plantas tropicales: primer plano de un óvalo
naranja con letras negras sobre fondo de una gasolinera; plano general de una
platea de circo (aunque no parece verdaderamente un circo) llena de carteles
escritos a mano; primer plano de una mujer, tres cuartos perfil, muy maquillada,
que dice “No quiero escucharte”; dos tipos recostados sobre el capó de un coche
de policía (son jóvenes y discuten); un trasero de mujer, sin ropa, que se aleja
hacia el fondo; plano general de una calle, en un barrio que no es de acá;
Libertad Lamarque a punto de ponerse a cantar (quizás no estuviera por cantar
sino por llorar por que un tipo se le acerca amenazador); una señora simpática
le hace fideos a su familia, todos gritan, los chicos y el marido; un samurai,
de rodillas, frente a otro samurai más gordo y sobre la tarima, al ras de la
pantalla, subtítulos en español; otra señora apila ropa bien esponjosa mientras
su mamá (no sabe porqué, pero la más vieja debe ser la madre) observa; Tina
Turner en tres posiciones diferentes en tres lugares diferentes de la pantalla;
después Alaska, iluminada desde atrás (pero se ve bien que es ella); una
animadora bizca sonríe y grita; el presidente de alguna de esas repúblicas
nuevas de Europa le habla a una periodista en inglés; dos locutores hablan como
gallegos; Greta Garbo baila con una media en un hotel lujosísimo; Tom Cruise;
James Stewart; Alberto Castillo; primer plano de un hombre que gira la cabeza
hacia un costado donde se ve un poco de la cara de una mujer; Fito Páez se
sacude los rulos; dos locutores hablan en alemán; clase de aerobismo en una
playa; una señora bastante humilde grita mirando el micrófono que le acerca una
periodista; tres modelos sentadas en un living: otras dos modelos sentadas
frente a una mesita ratona; diez muchachos haciendo surf; otro presidente; la
palabra fin sobre un paisaje montañoso; una aldea incendiada, la gente corre con
unos bultos de ropa y chicos colgados al cuello (no es de acá); Marcello
Mastroianni le grita a Sofía Loren, al lado de un auto lujoso, en una carretera;
unos chicos entran corriendo a la cocina y abren la heladera; orquesta sinfónica
y coro; Orson Welles subido a un púlpito, vestido de cura; Michelle Pfeiffer; un
partido de fútbol americano; un partido de tennis, dobles damas; dos locutores
hablan en español pero con acento de otro lado; a un negro le dan de trompadas
en el pasillo de un bar; dos locutores, de acá, se miran y se ríen; actores
blancos y negros en una favela hablan portugués; dibujitos animados japoneses.
Acciona el control remoto por última vez y la pantalla vuelve al gris
topo.
Al
rato, enciende de nuevo porque son las diez de la noche. Un señor elegantísimo
está sentado detrás de un escritorio, dice buenas noches y explica someramente
lo que va a suceder a lo largo de dos horas de entrevistas con políticos y
personalidades de todo tipo. Después, una serie de planos muestran el decorado;
plantas artificiales que simulan plantas naturales, y otras construcciones tipo
ikebana, con penachos medio electrizados; focos cenitales; planos de muebles;
sillones, aparadores, mesas y tacitas de café, macetas, arreglos florales; un
cuadro moderno; otro cuadro; luces cenitales y de nuevo el señor que asegura que
volverá en algunos minutos. Control remoto. Avisos: otra vez el baile de las
blancas y los negros; ahora se ve bien que están en un paisaje caribeño. Control
remoto: dos actores ponen cara de idiotas, juntan las cabezas y se miran.
Avisos: un auto rueda por una carretera con paisaje montañoso. Un señor de
cuarenta y pico abre la puerta de un departamento donde hay un chico de
diecisiete y una chica de la misma edad, que se sobresaltan. Control remoto.
Vuelve el señor elegantísimo; a derecha e izquierda se han sentado algunos
políticos conocidos y una señora desconocida. Deja el control remoto sobre el
brazo del sillón y se levanta. Desde la cocina puede escuchar el comienzo de la
entrevista. Después de cinco minutos, el señor elegante se despide hasta después
del corte comercial. Control remoto. Flash
informativo. Avisos. Comedia de enredos. Serie policial. Avisos. Un señor gordo
jadea mientras besa a una mujer dormida, que parece quejarse en sueños.
Avisos.
Un hombre joven (especie
de hermano mellizo de Richard Gere) termina de afeitarse y se tira una colonia
brillante y gelatinosa sobre la cara y el pecho desnudo; una mujer joven,
lindísima, se está vistiendo; el hombre, sin camisa, recorre su pent-house, va
hasta el teléfono, se detiene distraído por algo, toma un saxo y empieza a
tocar; la mujer ha terminado de vestirse, estilo formal elegante; el hombre
sigue tocando el saxo en su pent-house; la mujer hace un mohín de contrariedad y
sale a la calle; el hombre ya está en la calle con su coche y la intercepta;
parece que se conocían. Una chica muy joven anda en camiseta y medias por el
departamento que ocupa con su novio o marido; va hasta el dormitorio buscando
algo; la cama está deshecha y él, recostado contra la pared, la observa
sonriendo: de golpe, la chica levanta las sábanas y encuentra un saxo; se
arrodilla sobre la cama y comienza a tocar. La fiesta está en su mejor momento;
todo el mundo cruza miradas significativas y toma vasos de bebida con mucho
hielo; de las botellas cae un líquido color miel que parece caramelo; de pronto,
todos miran hacia un rincón de la sala porque un muchacho de saco blanco ha
empuñado su saxo. El médico del film trabaja en un loquero, donde tiene que
enfrentarse con los casos más enigmáticos, incluido el de un loco que, al
parecer, ha llegado de otro planeta a mostrar la verdad de éste; en su casa,
para distraerse de tantas preocupaciones, el médico también toca el saxo. Esta
noche la televisión parece un inesperado homenaje a John Coltrane y Charlie
Parker. En cualquier momento, el canal de video-clips pasa a Wayne
Shorter.
Demasiadas imágenes y un
gadget relativamente sencillo, el control remoto, hacen posible el gran avance
interactivo de las últimas décadas, que no fue producto de un desarrollo
tecnológico originado en las grandes corporaciones electrónicas sino en los
usuarios comunes y corrientes. Se trata, claro está, del
zapping.
El control remoto es una
máquina sintáctica, una moviola hogareña de resultados imprevisibles e
instantáneos, una base de poder simbólico que se ejerce según leyes que la
televisión enseñó a sus espectadores. Primera ley: producir la mayor acumulación
posible de imágenes de alto impacto por unidad de tiempo; y, paradójicamente,
baja cantidad de información por unidad de tiempo o alta cantidad de información
indiferenciada (que ofrece, sin embargo, el “efecto de información”). Segunda
ley: extraer todas las consecuencias del hecho de que la retrolectura de los
discursos visuales o sonoros, que se suceden en el tiempo, es imposible (excepto
que se grabe un programa y se realicen las operaciones propias de los expertos
en medios y no de los televidentes). La televisión explota este rasgo como una
cualidad que le permite una enloquecida repetición de imágenes: la velocidad del
medio es superior a la capacidad que tenemos de retener sus contenidos. El medio
es más veloz que lo que trasmite. En esa velocidad, muchas veces, compiten hasta
anularse los niveles de audio y video. Tercera ley: evitar la pausa y la
retención temporaria del flujo de imágenes porque conspiran contra el tipo de
atención más adecuada a la estética massmediática y afectan lo que se considera
su mayor valor: la variada repetición de lo mismo. Cuarta ley: el montaje ideal,
aunque no siempre posible, combina planos muy breves; las cámaras deben moverse
todo el tiempo para llenar la pantalla con imágenes diferentes y conjurar el
salto de canal.
En la atención a estas
leyes reside el éxito de la televisión pero, también, la posibilidad estructural
del zapping. Los alarmados ejecutivos de los canales y las agencias
publicitarias ven en el zapping un atentado a la lealtad que los espectadores
deberían seguir cultivando. Sin embargo, es sensato que acepten que, sin
zapping, hoy nadie miraría televisión. Lo que hace casi medio siglo era una
atracción basada sobre la imagen se ha convertido en una atracción sustentada en
la velocidad. La televisión fue desarrollando las posibilidades de corte y
empalme que le permitían sus tres cámaras, sin sospechar que en un lugar de ese
camino, por el que transitó desde los largos planos generales fijos hasta la
danza del switcher, tendría que tomar de su propia medicina: el control remoto
es mucho más que un switcher para aficionados.
El switcher es el arma
de los directores de cámara: ellos, muchas veces sin ton ni son, aprietan
botones y pasan de un punto de vista a otro; el control remoto es el arma de los
espectadores que aprietan botones cortando donde los directores de cámara no
habían pensado cortar y montando esa imagen trunca con otra imagen trunca,
producida por otra cámara, en otro canal o en otro lugar del planeta. El
switcher ancla a los directores de cámara en un decorado (el mostrador de los
noticieros, el living de las modelos-animadoras, la pista y las gradas de los
musicales, los patios y palacetes de las telenovelas). El control remoto no
ancla a nadie en ninguna parte: es la irrelevante e irresponsable sintaxis del
sueño producido por un inconsciente posmoderno que baraja imágenes planetarias.
Los optimistas podrían pensar que se ha alcanzado la apoteosis de la “obra
abierta”, el límite del arte aleatorio en un gigantesco banco de imágenes
ready-made. Para pensar así, es necesario cultivar una indiferencia cínica ante
el problema de la densidad semántica de esas imágenes.
El zapping suscita una
serie de cuestiones interesantes. Está, por supuesto, el asunto de la libertad
del espectador que se ejerce con la velocidad mercurial con que se recorrería un
shopping-center tripulando un trasbordador atómico. Toda detención obliga a una
actividad suplementaria: enlazar imágenes en lugar de superponerlas, realizar
una lectura basada en la subordinación sintáctica y no en la coordinación (el
zapping nos permite leer como si todas las imágenes-frases estuvieran unidas por
“y”, por “o”, por “ni”, o simplemente separadas por puntos). Viejas leyes de la
narración visual que legislaban sobre el punto de vista, el pasaje de un tipo de
plano a otro de menor o mayor inclusividad, la duración correlativa de planos,
la superposición, el encadenado, el fundido de imágenes, son derogadas por el
zapping. No se trata, como quería Eisenstein, del “montaje soberano”, sino, más
bien, de la desaparición del montaje, que siempre supone una jerarquía de
planos. El zapping demuestra que el montaje hogareño conoce una sola autoridad:
el deseo moviendo la mano que pulsa el control remoto. Como muchos de los
fenómenos de la industria cultural, el zapping parece una realización plena de
la democracia: el montaje autogestionado por el usuario, industrias domiciliadas
de televidentes productivos, tripulantes libres de la cápsula audiovisual,
cooperativas familiares de consumo simbólico donde la autoridad es discutida
duramente; ciudadanos participantes en una escena pública electrónica,
espectadores activos que contradicen, desde el control remoto, las viejas
teorías de la manipulación, zapadores de la hegemonía cultural de las élites,
saboteadores porfiados de las mediciones de rating y, si se presenta la ocasión,
masas dispuestas a rebelarse ante los Diktats de los capitalistas
massmediáticos.
Como sea, el zapping es
lo nuevo de la televisión. Pero su novedad exagera algo que ya formaba parte de
la lógica del medio: el zapping hace con mayor intensidad lo que la televisión
comercial hizo desde un principio: en el núcleo del discurso televisivo siempre
hubo zapping, como modo de producción de imágenes encadenadas sacando partido de
la presencia de más de una cámara en el estudio. La idea de zapar, por
casualidad semántica, evoca la improvisación sobre pautas melódicas o rítmicas
previas; la idea de zapada televisiva conserva algo de la improvisación dentro
de pautas bien rígidas. Entre ellas, la velocidad pensada como medio y fin del
así llamado “ritmo” visual, que se corresponde con los lapsos cortos (cada vez
más cortos) de atención concentrada. Atención y duración son dos variables
complementarias y opuestas: se cree que sólo la corta duración logra generar
atención.
En el camino, se ha
perdido el silencio, uno de los elementos formales decisivos del arte moderno
(de Miles Davis a John Cage, de Malevich a Klee, de Dreyer a Antonioni). La
televisión, casi contemporánea de las vanguardias, utiliza de ellas
procedimientos, jamás principios constructivos. No hay necesidad de atacarla ni
de defenderla por esto: la televisión no mejora ni empeora porque tome en
préstamo pocos o muchos procedimientos del arte “culto” de este siglo. Su
estética es suya. La pérdida del silencio, del vacío o del blanco no afecta a la
televisión porque el arte moderno haya realizado obras donde el silencio y el
vacío mostraban exasperadamente la imposibilidad de decir y la necesidad de lo
no dicho para que algo pueda ser dicho.
La pérdida del silencio
y del vacío de imagen a la que me refiero aquí es un problema propio del
discurso televisivo, no impuesto por la naturaleza del medio sino por el uso que
desarrolla algunas de sus posibilidades técnicas y clausura otras. Ritmo
acelerado y ausencia de silencio o de vacío de imagen son efectos
complementarios: la televisión no puede arriesgarse, porque tanto el silencio
como el blanco (o la permanencia de una misma imagen) van en contra de la
cultura perceptiva que la televisión ha instalado y que su público le devuelve
multiplicada por el zapping. El salto de canal es una respuesta no sólo frente
al silencio sino también frente a la duración de un mismo plano. Por eso, la
televisión del mercado necesita de eso que llama “ritmo”, aunque la sucesión
vertiginosa de planos no constituya una frase rítmica sino una estrategia para
evitar el zapping. Se confía en que el alto impacto y la velocidad compensarán
la ausencia de blancos y de silencios, que deben evitarse porque ellos abren las
grietas por donde se cuela el zapping. Sin embargo, habría que pensar si las
cosas no suceden exactamente al revés: que el zapping sea posible precisamente
por la falta de ritmo de un discurso visual repleto, que puede ser cortado en
cualquier parte ya que todas las partes son equivalentes. La velocidad y el
llenado total del tiempo son leyes no de la televisión como posibilidad virtual
sino de la televisión como productora de mercancías cuyo costo es gigantesco y,
en consecuencia, los riesgos de las apuestas deben reducirse al
mínimo.
En todo esto se origina
una forma de lectura y una forma de memoria: algunos fragmentos de imagen, los
que logran fijarse con el peso de lo icónico, son reconocidos, recordados,
citados: otros fragmentos son pasados por alto y se repiten infinitamente sin
aburrir a nadie porque, en realidad, nadie los ve. Son imágenes de relleno, una
marea gelatinosa donde flotan, se hunden y emergen los íconos reconocibles, que
necesitan de esa masa móvil de imágenes justamente para poder diferenciarse de
ella, sorprender y circular velozmente: las imágenes más atractivas necesitan de
un “medio de contraste”. Existen porque hay una infantería de imágenes que no se
recuerdan pero pavimentan el camino. Las imágenes de relleno, cada vez más
numerosas, no se advierten mientras existan las otras imágenes; cuando estas
últimas comienzan a escasear, zapping. Todo esto tarda más en escribirse que en
suceder.
Las imágenes de relleno
se repiten más que las imágenes “afortunadas”. Pero éstas también se repiten.
Los admiradores intelectuales de la estética televisiva reconocen que la
repetición es uno de sus rasgos y, con erudición variable según los casos,
rastrean sus orígenes en las culturas folk, los espectáculos de la plaza
pública, las marionetas, el grand-guignol, el folletín decimonónico, el
melodrama, etc. No voy a detenerme en precisiones. Más bien convengamos
rápidamente: la repetición serializada de la televisión comercial es como la de
otras artes y discursos cuyo prestigio ha sido legitimado por el tiempo. Como el
folletín, la televisión repite una estructura, un esquema de personajes, un
conjunto pequeño de tipos psicológicos y morales, un sistema de peripecias e
incluso un orden de peripecias.
Gozar con la repetición
de estructuras conocidas es placentero y tranquilizador. Se trata de un goce
perfectamente legítimo tanto para las culturas populares como para las
costumbres de las élites letradas. La repetición es una máquina de producir una
felicidad apacible, donde el desorden semántico, ideológico o experiencial del
mundo encuentra un reordenamiento final y remansos de restauración parcial del
orden: los finales del folletín ponen las cosas en su lugar y esto les gusta
incluso a los sujetos fractales y descentrados de la posmodernidad. No es
necesario reiterar todos los días lo que ya ha sido dicho veinte veces a
propósito del folletín, sólo para buscarle a la televisión antecedentes
prestigiosos que verdaderamente ni pide ni necesita. Se trataría más bien de
preguntarse si los efectos estéticos de la repetición televisiva evocan más la
serialidad de Alejandro Dumas que la del con justicia olvidado Paul Feval.
Quiero decir: en el folletín decimonónico estaban Dumas y Paul Feval. Sé bien
quiénes podrían ser los Paul Feval de la televisión, pero resulta más complicado
encontrar sus Dumas. Si esta comparación es improcedente, habría que pensar que
la comparación entre televisión y folletín del siglo XIX tampoco está bien
ajustada. Hasta Umberto Eco piensa que Balzac es más interesante que los autores
de Dallas; y, en realidad, sólo quien no vio Dallas o no leyó a Balzac podría
imaginar una demostración en sentido contrario.
La novedad de la
televisión es tal que habría que leerla en sus recursos originales. Comencé por
el zapping porque allí hay una verdad del discurso televisivo. Es un modelo de
sintaxis (es decir, de una operación decisiva: la relación de una imagen con
otra imagen) que la televisión manejó antes de que sus espectadores inventaran
ese uso “interactivo” del control remoto. La televisión realmente existente en
el mercado comercial está obligada a una cantidad infinita de horas anuales; así
como sus espectadores se ven requeridos por demasiadas imágenes, la televisión
debe producir también demasiado. La relación cuantitativa entre una imagen y
otra, donde emerge una tercera imagen ideal que permite construir sentidos, es
casi imposible en la línea ininterrumpida de montaje que el mercado exige de la
televisión comercial. El azar del encuentro de imágenes no es, entonces, una
elección estética que acerque la televisión al arte aleatorio, sino un último
recurso adonde la televisión retrocede porque tiene que poner centenares de
miles de imágenes por semana en pantalla.
La repetición serial es
una salida para este cuello de botella: cientos de horas de televisión semanales
(en los canales de aire y en el cable) son inmanejables si cada unidad de
programa quisiera tener su formato propio. Lo que fue un rasgo de la literatura
popular, del cine de género, del circo, de los cómicos de barraca, de la música
campesina, del melodrama (todo el mundo se apura a recordarlo citando una vez
más antecedentes cuya vejez garantiza el prestigio) es una respuesta obligada
por el sistema de producción. La serie evita los imprevistos estilísticos y
estructurales. En el teleteatro, el sistema binario de personajes permite
construir relatos con la rapidez exigida por productores que graban tres o
cuatro episodios por día: los actores saben perfectamente a qué atenerse, los
escenarios responden a pocas tipologías bien identificables; los conflictos
enfrentan fuerzas morales y psicológicas cuya previsibilidad sólo es
interrumpida por la complicación de la peripecia que, por un lado, recurre a los
tópicos clásicos y, por el otro, los actualiza con paquetes de referencias
inmediatas que traen al teleteatro los temas de los noticieros. Sobre una misma
trama de pasiones codificadas desde hace décadas, la nueva televisión de los
últimos años aplica un zurcido de pedazos que nombran la realidad: corrupción de
los políticos, SIDA, excesos sexuales, homosexualidad, negociados públicos y
privados.
La estética seriada
necesita de un sistema sencillo de rasgos cuya condición es el borramiento de
los matices. El maniqueísmo psicológico y moral baja el nivel de problematicidad
y cose las grietas de desestructuración formal e ideológica. Una moda de
intelectuales que, hace ya algunos años, comenzó curioseando el Kitsch radial y
teleteatral y luego terminó consumiéndolo, no alcanza para responder de manera
convincente a las condenas de la cultura de masas, que la demonizaron muchas
veces sin conocerla del todo. Al elitismo de las posiciones más críticas no
debería oponerse su simétrica inversión bajo la figura de un neopopulismo
seducido por los encantos de la industria cultural.
Los programas de
misceláneas, los cómicos, los infantiles o los musicales encuentran en la
repetición serial un cañonazo fuerte (una especie de fantasmal guión de hierro)
sobre el cual la improvisación borda su repetición con variaciones. Esta novedad
moderada es funcional a todo el sistema productivo, desde los guionistas hasta
los actores; y económica por que, al permitir la repetición de decorados y
vestuarios, garantiza una mínima inversión de tiempo. La televisión no renuncia
de buena gana a lo que ya ha probado su eficacia y esto no se opone al flujo
ininterrumpido de imágenes sino que, precisamente, lo hace posible. Los mejores
y los peores programas pueden ser realizados dentro de módulos seriales: éstos,
en sí mismos, no garantizan resultados. Aseguran, sí, un modo de producción
donde la repetición compensa las lagunas de la improvisación actoral y técnica.
Pero, aunque parezca odioso mencionarlo, la repetición banaliza las
improvisaciones actorales y se convierte en una estrategia para salir del paso
ajustada obedientemente a la avaricia del tiempo de producción televisivo. Como
en cualquier otro arte, lo improvisado no es una cualidad sustancial sino un
conjunto de operaciones técnicas y retóricas. Que sean los cómicos de televisión
o los actores de teleteatro quienes cultiven con mayor constancia la
improvisación habla más del modo de producción en condiciones de mercado que de
la influencia de lo que fue una innovación teatral hace ya varias décadas. La
improvisación televisiva responde a la lógica de la producción seriada
capitalista antes que a la estética.
Los estilos televisivos
llevan, muy evidentemente, las señales de un discurso serializado: comedias,
dramas, costumbrismo, entretenimientos responden, más que a una tipología de
géneros (el conflicto psicosocial, los avatares del sentimiento, el enigma del
crimen, la presentación de la juventud, del baile y la música) a un estilo
marco: el show, que tributa a sus orígenes en las variedades cómicas, musicales
o circenses. El show planea sobre todas las demás matrices estilísticas: show de
noticias, show de reportajes, show de goles, show nocturno político diferenciado
entre show de medianoche y show de media tarde, show teleteatral, show infantil,
show cómico, show íntimo de subjetividades. El denominador común es la
miscelánea.
Este estilo marco funda
la televisividad. Los políticos, por ejemplo, buscan construir sus máscaras
según esa lógica y, en consecuencia, memorizar líneas de diálogo, gestualidades,
ritmos verbales; deben ser expertos en las transiciones rápidas, los cambios de
velocidad y de dirección para evitar el tedio de la audiencia. La destreza del
político televisivo se aprende en la escuela audiovisual que emite certificados
de carisma electrónico. La televisividad es una condición que debe ser dominada
no sólo por los actores sino por todos los que aparecen en pantalla. Tiene la
importancia de la fotogenia en las décadas clásicas de Hollywood. Asegura que
las imágenes pertenezcan a un mismo sistema de presentación visual, las
homogeiniza y las vuelve inmediatamente reconocibles. Permite la variedad porque
sostiene la unidad profunda que sutura las discontinuidades entre los diferentes
programas (la publicidad colabora ampliamente en esta tarea). La televisividad
es el fluido que le da su consistencia a la televisión y asegura un
reconocimiento inmediato por parte de su público. Si se la respeta, es posible
alterar ciertas reglas: el tono de algunos intelectuales electrónicos, importado
de la academia o el periodismo escrito, conserva el atractivo de la
televisividad sin tributar a sus modelos más comunes. Ese tono hace valer su
diferencia: frente al torbellino de todo el día, se abre el paréntesis calmo que
desafía la “tiranía del tiempo” y demuestra que la televisión no expulsa,
necesariamente, una hora de reflexión de vez en cuando, siempre que algunos
rasgos se conserven: fuerte presencia icónica, movimientos de cámara tributarios
pero a los que todos estamos habituados, imágenes digitalizadas, escucha atenta
a la palabra del público, sentimentalismo.
La televisión comparte
lo que antes ha impartido, e imparte lo que ha tomado un poco de todos lados
pero siempre según el principio de que así como el público es su mejor
intérprete (de allí la fuerza del rating en la televisión de mercado), la
televisión sabe de públicos por lo menos tanto como lo que el público sabe de
televisión. Espejo democrático y plebeyo, espejo de la totalidad de los públicos
que, además, ha comenzado a reflejar a cada uno de sus fragmentos, la televisión
constituye a sus referentes como públicos y a sus públicos como referentes.
¿Cómo contestar a la pregunta acerca de si el público habla como los astros del
star-system o éstos como su público?
Estos rasgos pueden
proteger a los discursos televisivos de la discontinuidad del zapping: en todo
momento, siempre uno sabe donde está y se puede abandonar un programa para pasar
a otro con la garantía de que se entenderá qué sucede en el segundo. Votamos con
el control remoto. La competencia entre canales es una disputa por ocupar el
lugar (imaginario) donde el zapping se detenga. Con todo, las imágenes
significan cada vez menos y, paradójicamente, son cada vez más importantes.
Desde un punto de vista formal, la televisión, que parece una vencedora feliz de
todos los discursos, llegó a una encrucijada.
2. Registro
Directo
Diálogo visto y oído, al
atardecer, en un programa periodístico emitido por el canal
estatal.
Animador: Este programa
nos da sorpresas a cada rato. Acá viene una más grande todavía. La vamos a dar
con todo cuidado. Este señor vino al canal y dijo que acababa de matar a una
persona y que quería entregarse en cámara...
NN: No sé si lo maté.
Peleamos y yo me defendí.
Animador: Cuénteme
todo.
NN: Ayer a la tarde
estábamos tomando unas cajas de vino con mi esposa y otros amigos, cuando
algunos empezaron a burlarse de mi mujer porque tiene labio leporino. Y este
muchacho empezó a tomarnos el pelo con la forma que habla mi señora. Le dije que
no se metiera conmigo. Vea, yo soy una buena persona, me considero una buena
persona. Por ahí, más de un vecino viene y le dice que no la va con mi carácter.
Mi carácter, yo reconozco que es bastante fuerte mi carácter. Y le cuento que
peleamos. Le di dos cachetazos y después peleamos. Eran tres más o menos, y yo
era solo. No me acuerdo bien.
Animador: ¿Qué pasó
entonces?
NN: Me pegaron, me
patearon la cabeza. Me rompieron la boca. Mire cómo tengo el labio
roto.
Animador: ¿Por qué se
entrega? ¿Usted por qué viene acá?
NN: Y... no tenía donde
ir, y no me considero un asesino o...
Animador: ¿Pero mató a
alguien o no?
NN: Y... yo lo lastimé.
No sé si está vivo el pibe. Ojalá que esté vivo.
Animador: ¿Cree que lo
mató?
NN: No sé,
no...
Animador: ¿Con qué le
pegó?
NN: Con un
cuchillo.
Animador: Usted sabe que
de acá se va a ir detenido.
NN: No importa, yo creo
que hay justicia.
¿Qué diferencia este
diálogo del que este hombre podría tener si hubiera ido a una comisaría? La
pregunta es simple. Pero si acertamos la respuesta, damos en el clavo de porqué
la televisión puede parecer un espacio más próximo que la comisaría del barrio,
y el animador del programa alguien más confiable que un policía de guardia. Dejo
de lado las razones más obvias: los sectores populares conocen bien la cara
violenta de la policía. La cuestión no pasa sólo por allí. El tramo citado del
programa reúne todos los rasgos de la “nueva televisión” o, como también se la
ha llamado, “televisión relacional”. Está, en primer lugar, el registro directo;
luego, la presentación de una franja de vida, de manera más nítida de lo que
hubiera soñado un escritor naturalista del siglo XIX o un escritor de non
fiction de este siglo; en tercer lugar, el hecho de que un estudio de televisión
parece más seguro, más accesible y a la medida del protagonista que las
instituciones; finalmente, la permanente ampliación igualadora de la referencia,
que produce en los espectadores la creencia de que todos somos, potencialmente,
objetos y sujetos que pueden entrar en cámara.
Vayamos por partes. El
registro directo es el límite extremo que ningún documental fílmico pudo
alcanzar precisamente porque la tecnología del cine lo vuelve imposible. En el
cine, el más directo de los registros siempre tiene una recepción diferida. Se
podrá acortar al máximo el lapso entre la captación de la imagen y su
proyección, pero siempre transcurre tiempo entre una y otra. Y este tiempo no es
neutro. En su transcurso suceden operaciones técnicas (revelado, edición,
copiado) en las cuales la imagen atraviesa un proceso de manipulaciones
indispensables para que pueda ser vista como imagen fílmica. El hecho de que
esas manipulaciones sean necesarias, abre un campo de dudas sobre
manipulaciones, digamos, “innecesarias” atribuibles al azar o a la deliberación:
cuánto negativo no imprimió y, en consecuencia, cuántas imágenes nosotros no
estamos viendo pero sí fueron vistas por el director; qué cortes se introdujeron
en la edición y por cuáles motivos: si parece inevitable el corte por motivos
técnicos (una imagen demasiado borrosa o fuera de foco, por ejemplo), quién y
cómo juzgó su validez. Pero además podemos suponer que se realizaron otros
cortes por razones que nunca son explícitas del todo (el director pudo pensar
que la escena era demasiado larga, que una panorámica sobre el paisaje era
innecesaria, que tal distancia de los objetos los privaba del carácter vívido
que tienen en los primeros planos finalmente elegidos). Un fotógrafo disconforme
con la luz puede intervenir en el curso del revelado y de la copia, y nunca
sabremos si lo hizo o no lo hizo, así como no podremos decidir si lo que estamos
viendo en el film es exactamente lo que se imprimió en su negativo. En el lapso
que va entre el registro del film y su proyección puede suceder todo y ese todo
abre la posibilidad de la ficción, de las opiniones tendenciosas de quienes
hicieron el film, de sus equivocaciones solucionadas en la sala de montaje. En
esta distancia temporal nace la sospecha.
La televisión no se
libra de sospechas si la trasmisión no es en directo. También sobre una cinta
grabada se pueden realizar operaciones de edición, corrección de luz,
sobreimpresiones, fundidos, armado de imágenes sin respetar el orden en que
primero fueron captadas por la cámara. Pero, a diferencia del cine, la
televisión tiene una posibilidad particular: el registro directo unido a la
trasmisión en directo. Allí las manipulaciones de la imagen, aunque subsisten,
no tienen al tiempo como aliado: lo que se ve es literalmente tiempo “real” y,
por lo tanto, lo que sucede para la cámara sucede para los espectadores. Si esto
no es exactamente así, porque se realizan intervenciones técnicas y estilísticas
(iluminación, profundidad de campo, encuadre y fuera de cuadro, paso de una
cámara a otra, interrupción del registro durante los minutos de publicidad), sin
embargo, todo sucede como si fuera así: el público pasa por alto las posibles
intervenciones y la institución televisiva refuerza su credibilidad en el
borramiento de cualquier deformación de lo sucedido cuando se recurre al
registro directo trasmitido en directo.
Entonces se genera una
ilusión: lo que veo es lo que es, en el mismo momento en que lo veo; veo lo que
va siendo y no lo que ya fue una vez y es retransmitido diferidamente; veo el
progreso de la existencia y veo el paso del tiempo; veo las cosas como son y no
las cosas como fueron; veo sin que nadie me indique cómo debo ver lo que veo, ya
que las imágenes de un registro directo transmitido en directo dan la impresión
de que no fueron editadas. El tiempo real anula la distancia espacial: si lo que
veo es el tiempo en su transcurrir, la distancia espacial que me separa de ese
tiempo puede ser puesta entre paréntesis. Veo, entonces, como si estuviera allí.
En sus comienzos, la televisión estaba limitada a este registro directo en
directo, que no era una elección sino una constricción: desde las publicidades
hasta los teleteatros, todo salía en vivo. El perfeccionamiento de las
tecnologías que permiten grabar y emitir en diferido hizo posible el ensayo, la
repetición de lo que había salido mal, la intervención de los editores, la
experimentación con los formatos. El registro directo en directo dejó de ser una
necesidad para convertirse en una elección que ponía de manifiesto lo que la
televisión puede hacer y no lo que había estado obligada a hacer por razones
técnicas.
Se puede, entonces,
elegir entre un tipo de registro y otro, y entre la trasmisión directa y la
diferida. El registro directo obligado de los comienzos de la televisión se ha
transformado en una posibilidad nueva. En este punto adquiere otros valores y
funciones. La ilusión de verdad del discurso directo es (hasta ahora) la más
fuerte estrategia de producción, reproducción, presentación y representación de
“lo real”. Se tiene la impresión de que entre la imagen y su referente material
no hay nada o, por lo menos, hay poquísimas intervenciones y esas intervenciones
parecen neutras porque se las considera técnicas. Frente al registro directo se
puede pensar que la única autoridad es el ojo de la cámara (¿cómo desconfiar de
algo tan socialmente neutro como un lente?). En este punto, el registro directo
parece anular un debate de siglos sobre la relación entre mundo y
representación.
Las consecuencias son
muchas. Porque un lente está en las antípodas de la neutralidad. Y porque,
incluso en el más directo de los registros, subsiste la puesta en escena, la
cámara sigue eligiendo el encuadre y por tanto lo que queda fuera de cuadro, las
aproximaciones y los alejamientos de cámara dramatizan o tranquilizan las
imágenes, los sonidos en off proporcionan datos que se combinan con lo que
muestra la imagen. Todo esto sucede aunque los que captan el registro no sean
demasiado conscientes de sus elecciones: si ellos no deciden, la que decide es
la ideología y la estética del medio que habla cuando los demás están
callados
.
El registro directo
produce una verdad que se agrega al mayor poder de convicción que se adjudica a
las imágenes sobre las palabras sin imagen. No hay ningún mal intrínseco en las
imágenes; ellas tienen esa capacidad de parecer más inmediatas que cualquier
otro discurso. En una cultura sostenida en la visión, la imagen tiene más fuerza
probatoria porque no se limita a ser simplemente verosímil o coherente, como
puede ser un discurso, sino que convence como verdadera: alguien lo vio con sus
propios ojos, no se lo contaron. El registro directo pone al espectador en los
ojos de la cámara y nadie tiene que contarle nada porque es como si hubiera estado allí. Incluso mejor,
porque no hubiera podido acercarse de ese modo para captar una mueca
imperceptible con la nitidez del primer plano, o quizás se hubiera distraído con
detalles secundarios que la cámara ha sacado de cuadro.
Por eso, el hombre se
acusa de asesinato frente a una cámara de televisión: como espectador quiere
ocupar un espacio de verdad donde sus palabras sonarán más creíbles. Dice que
confía en la justicia pero no ha ido a un juez para acusarse. De todas las
instituciones, la televisión en directo le parece la más digna de confianza:
nadie podrá tergiversar ni sus gestos ni sus dichos y, además, ningún policía
podrá forzarlo a decir más de lo que quiere decir ni dejarlo incomunicado
durante horas. La televisión se ha convertido en custodio de su hábeas
corpus.
Los espectadores, por su
parte, reciben lo que han buscado: no mayor verosimilitud (que es un producto de
operaciones discursivas y retóricas), sino directamente la vida. El happening,
es decir, el suceso en su sucederse: tanto más valioso cuanto más desconfianza
despierten otros sucesos públicos de los que no se conocen bien ni sus leyes ni
sus actores, ni las normas de funcionamiento de sus instituciones (es decir
todas aquellas prácticas que, como la política, no siempre pueden ser mostradas
mientras suceden). En el happening, en cambio, la televisión construye un modo
de presentación que amplía y mejora el realismo (con todo, bastante alto) de
otros formatos: el happening trasmitido en directo se diferencia del registro
directo en diferido tal como es utilizado habitualmente por los noticieros, en
el hecho de que los registros directos de noticiero fueron pre-vistos por
alguien en algún lugar del canal. La sintaxis de estos registros directos
diferidos no se armó sola. En el happening de registro directo en directo, se
produce la ilusión de que no hay narrador: los personajes se imponen sin el
filtro de ninguna intermediación, excepto la intermediación institucional
televisiva que, en este caso, busca borrar sus marcas.
Este happening en
directo-directo es un trozo de vida que autoriza no sólo a sus propias imágenes
sino, por procuración, a todas las imágenes televisivas. Su verdad es tan grande
que desborda sobre otros registros directos en diferido y sobre registros que ni
siquiera son directos. La verdad de la televisión está en el registro directo en
directo, no sólo porque ésa sería su original novedad técnica sino porque en
ella se funda uno de los argumentos de confiabilidad del medio: frente a la
opacidad creciente de otras instituciones, frente a la complejidad infernal de
los problemas públicos, la televisión presenta lo que sucede tal como está
sucediendo y, en su escena, las cosas parecen siempre más verdaderas y más
sencillas. Investida de la autoridad que ya no tienen las iglesias ni los
partidos ni la escuela, la televisión hace sonar la voz de una verdad que todo
el mundo puede comprender rápidamente. La epistemología televisiva es, en este
sentido, tan realista como populista, y ha sometido a una demoledora crítica
práctica todos los paradigmas de trasmisión del saber conocidos en la cultura
letrada.
El pacto con el público
se apoya en este basismo ideológico que nadie se atrevería a criticar
desenterrando argumentos elitistas. La televisión es parte de un mundo laico
donde no existen autoridades cuyo poder se origine sólo en las tradiciones, en
la revelación, en el origen. Si funda otros mitos y otras autoridades no lo hace
a través de una restitución del pasado sino por una configuración del presente
y, quiérase o no, probablemente del futuro. La televisión tiende al
igualitarismo porque, hasta el momento, su forma de competir en el mercado está
basada sobre el rating. Y, aunque algunos publicitarios inteligentes opinen que,
arriba de los diez puntos de rating, lo único que puede venderse es la
electricidad necesaria para mantener encendidos los televisores y no las
mercancías de los anuncios, el rating define las políticas de los canales de
aire (y, con una estimación de público más preocupada por la fragmentación por
sectores, también la de los canales de cable y la televisión
codificada).
La “nueva televisión” se
concentra en formatos como el reality show y los programas participativos: es
decir, aquéllos que, por definición, son imposibles sin público en el estudio y
frente a las cámaras, a diferencia de un tipo más arcaico de programa que podía
basarse en competencias entre miembros del público o podía admitir público en el
estudio, pero no trasladaba estos recursos al resto de la programación. En la
actualidad, por el contrario, hasta los programas de discusión política más
reflexivos llevan público, reciben llamados telefónicos y sientan a la mesa a no
expertos precisamente en su calidad de no expertos. Como en la repetida boutade
de Andy Warhol, la televisión promete que todos entraremos en cámara alguna vez,
porque no existen cualidades específicas sino “acontecimientos” que pueden
llevarnos a la televisión y, a falta de “acontecimientos”, nuestra calidad de
ciudadanos es condición suficiente para estar allí. En este punto, la televisión
comercial vive de un imaginario fuertemente nivelador e igualitarista. Pero no
sólo de él.
Todos podemos estar
frente a la cámara porque están allí figuras claves que operan como “anclas”: si
la televisión sólo nos mostrara a nosotros mismos se volvería una pesadilla
hiperrealista. En cambio, ella también nos muestra sus astros, seres
excepcionales que, al mismo tiempo, hablan una lengua completamente familiar y
no evitan las banalidades cotidianas. “Cultura espejo” de su público mediada por
el aura del star-system. En esta paradoja del democratismo televisivo, se funda
una cultura común que permite reconocer a la televisión como un espacio mítico
(allí están sus estrellas, que son las verdaderas estrellas de la sociedad de
masas) y, al mismo tiempo, próximo: Venus en la cocina, la cocina de Venus. El
público se tutea con las estrellas, o se dirige a ellas por el nombre de pila,
confía en ellas porque están electrónicamente próximas y porque las estrellas,
en lugar de basar su carisma en la lejanía y la diferencia, lo buscan en la
proximidad ideológica y de sentimientos.
La televisión presenta a
las estrellas y al público de las estrellas navegando en un mismo flujo
cultural. Esta comunidad de sentidos refuerza un imaginario igualitarista y, al
mismo tiempo, paternalista. El público recurre a la televisión para lograr
aquellas cosas que las instituciones no garantizan: justicia, reparaciones,
atención. Es difícil afirmar que la televisión sea más eficaz que las
instituciones para asegurar esas demandas. Pero sin duda parece más eficaz,
porque no debe atenerse a dilaciones, plazos, procedimientos formales que
difieren o trasladen las necesidades. La escena televisiva es un frontón de
pelota: el rebote puede no llegar adonde se desea, pero siempre hay algún
rebote. La escena institucional, incluso la más perfeccionada, no tiene ni
podría tener esta cualidad instantánea. La escena televisiva vive del impulso,
mientras que la escena institucional cumple adecuadamente sus funciones si
procesa con eficacia los impulsos colectivos. La escena televisiva es rápida y
parece transparente; la escena institucional es lenta y sus formas (precisamente
las formas que hacen posible la existencia de instituciones) son complicadas
hasta la opacidad que engendra desesperanza.
Aunque pudiera
demostrarse que no es mejor que las instituciones para lograr más seguridad o
mejor servicio público, la televisión vive de lo que su público le lleva y,
quizás, a corto plazo le dé algo de lo que ese público busca en ella. El
presunto asesino que corre a un canal para autoinculparse percibe allí más
garantías que en la institución policial: mayor velocidad de la máquina
burocrática, mayor seguridad para su persona después de la publicidad del hecho,
ayuda para la familia que quedará librada a su suerte mientras él esté preso, un
abogado gratis y más interesado en su caso que el defensor de pobres que le
proporcionaría el Estado. Paternalismo televisivo en una época donde el
paternalismo político, en las grandes ciudades, ya no puede garantizar el
intercambio de servicios que antes desplegaba en escenarios menos superpoblados.
En lugar del caudillo político, que mediaba entre sus fieles y las
instituciones, la estrella televisiva es una mediadora sin memoria, que olvida
todo entre corte publicitario y corte publicitario, y cuyo poder no reposa en la
solución de los problemas de su protegido sino en el ofrecimiento de un espacio
de reclamos y, también, de reparaciones simbólicas. Como los solitarios que van
a buscar pareja a los programas de televisión, los olvidados y los rechazados
buscan en ella la escucha que no encontraron en otra
parte.
La televisión reconoce a
su público, entre otras cosas porque necesita de ese reconocimiento para que su
público sea, efectivamente, público suyo. La dinámica capitalista del medio pasa
por alto todo lo que pueda diferenciar a la televisión del público y, en
consecuencia, está impedida de desarrollar estrategias que sólo paguen a largo
plazo (estrategias del tipo de las que encara la industria editorial o
discográfica que vive en un equilibrio siempre inestable entre los gustos del
mercado y el riesgo de una inversión cuyos réditos no sean inmediatos). El
público, a su vez, encuentra en la televisión una instancia que las
instituciones no parecen acordar a los marginales, a quienes atraviesan
situaciones excepcionales, a los que carecen del saber necesario para manejarse
en los zig -zags de la administración, a quienes desconfían de la mediación
política, a los que han fracasado en sus intentos de ser escuchados en otros
aspectos. La televisión juega a ser más transparente y, en este juego, responde
a una demanda de rapidez, eficacia, intervención personalizada, atención a las
manifestaciones de la subjetividad y particularismo que su público no encuentra
en otra parte. Los sujetos televisivos aman la proximidad (aunque esa proximidad
sea imaginaria) y la televisión les repite que ella, la única, está cerca. En la
intemperie relacional de las grandes ciudades, la televisión promete comunidades
imaginarias y en ellas viven quienes hoy son escépticos sobre la posibilidad de
fundar o fortalecer otras comunidades.
Incluso, hay quienes
piensan que el acto de compartir un aparato de televisión, instalado en el
living o la cocina como un tótem tecnológico, une con nuevos lazos a los que se
sientan frente a la misma pantalla. Video-familias a las que el debilitamiento
de las relaciones de autoridad, paternidad y filialidad tradicionales habría
arrojado al límite de la disolución, volverían a reunirse en el calor de la luz
cromática. Es difícil decidir si esta bella ficción neoantropológica tiene
alguna verdad más allá de sus buenas intenciones.
Sin embargo, no hay
razón para desconfiar del hecho de que ciertos héroes de las subculturas
juveniles hoy puedan ser conocidos y escuchados por los más viejos: la
televisión los puso allí y, si ella lo hizo, los aseguró contra el potencial
subversivo o simplemente antiadultos que tenían cuando sus semejantes estaban
confinados a los films y a los discos. Así como la televisión tiende a atravesar
las clases sociales, también atraviesa algunas fronteras de edad y sexo: los
programas para adolescentes son mirados por los niños y los viejos; los
teleteatros pasan, levemente cambiados, a los horarios nocturnos; y,
básicamente, las publicidades de la programación del día o de la semana se ven a
cualquier hora y ponen en circulación, frente a públicos no específicos,
imágenes específicas. La sintaxis aleatoria del zapping provoca el encuentro,
aunque sea fugacísimo, entre un jubilado y un video-clip, entre un programa
hogareño y un hombre que busca el show de goles planetario, entre un metalero y
un pastor electrónico.
A algunas horas del día
o de la noche, millones estamos mirando televisión en una misma ciudad o en un
mismo país. Esta coincidencia de visión produce algo más que puntos de rating.
Produce, a no dudarlo, un sistema retórico cuyas figuras pasan al discurso
cotidiano: si la televisión habla como nosotros, también nosotros hablamos como
la televisión. En la cultura cotidiana de consumo más fugaz, los chistes, los
modos de decir, los personajes de la televisión forman parte de un cajón de
herramientas cuyo dominio asegura una pertenencia: quien no las conoce es un
snob o viene de afuera. Incluso las élites intelectuales, cuando no practican la
condena y el retiro respecto de la televisión, encuentran simpático el cultivo
de los clisés aprendidos mientras se mira televisión (para saber finalmente de
qué se trata, ya que la mira todo el mundo, o porque el gusto por el Kitsch no
se agotó del todo en los años sesenta). Los clisés de la televisión pasan como
contraseñas a la lengua cotidiana, de donde, en muchos casos, la televisión los
toma para devolverlos generalizados. La moda y los cambios en el look son hoy
más televisivos que fílmicos: en las clases de gimnasia se enseña a modelar
cuerpos femeninos como los que aparecen en la televisión; y también ella ha
contribuido a legitimar las intervenciones quirúrgicas embellecedoras, poniendo
un espejo ideal donde las edades son cada vez más indecidibles. Todos estos
avances de un proceso identificatorio no tienen a la televisión como único polo
activo, sino que ella escucha lo que el público ha visto en la pantalla para
volver a registrarlo, generalizarlo y proponerlo a una nueva escucha, y así
sucesivamente en un círculo hermenéutico y productivo en el cual es difícil
encontrar el punto verdaderamente original.
La sociedad vive en
estado de televisión. Pero, contra la ideología neopopulista que encuentra en la
pantalla la energía bajo cuyo influjo pueden restaurarse los lazos sociales que
la modernidad ha corroído, sería necesario averiguar hasta qué punto la
televisión necesita de una sociedad donde esos lazos sociales sean débiles, para
presentarse ante ella como la verdadera defensora de una comunidad democrática y
electrónica amenazada y desdeñada por quienes no escuchan sus voces ni les
importan sus reclamos. No digo que esta ideología sea indispensable a la
existencia de “cualquier” televisión; digo, más bien, que conviene a la que hoy
conocemos: la mimesis de televisión y público no es, como probablemente no lo
sea ninguna fusión completa, lo mejor que puede suceder al mundo en la
posmodernidad. En esa sobreimpresión, la posibilidad de crítica a la televisión,
realmente existente, queda obturada por la acusación de elitismo pasatista o de
vanguardismo pedagógico.
Atada al espejo del
rating, la televisión no puede sino proponer una cultura de espejo, donde todos
puedan reconocerse. Y este “todos”, precisamente, es el sujeto ideal televisivo:
el número más amplio posible es el target de los canales de aire; la ampliación
de las fracciones de público hasta incluir a todos los interesados potenciales
es el objetivo de los canales de cable. Por el momento, aunque este rasgo no sea
necesariamente para siempre, la televisión desea la universalidad o la
saturación de los espacios fragmentados. Para conseguirlo, el nuevo modelo
“relacional” o “participativo” se instala en las grietas dejadas por la
disolución de otros lazos sociales y de otras instancias de participación. Allí
donde la democracia complica los mecanismos institucionales y disuelve las
relaciones cara a cara, la televisión ha encontrado un campo donde puede operar
como medio a distancia que, paradójicamente, encuentra en la representación de
la proximidad una de sus virtudes.
Desde todo punto de
vista, la televisión es accesible: refleja a su público y se refleja en su
público, como una estructura en abismo que confirmaría los rasgos barrocos que
muchos creen descubrir en la condición posmoderna. La televisión es laica y
democratista pero tiene, además, fuertes elementos de anclaje mítico. Repara la
ausencia de dioses en este mundo, a través de un Olimpo de pequeños ídolos
descartables, efímeros pero fuertes como semihéroes mientras posean la cualidad
aurática que la televisión les proporciona. Frente a la aridez de un mundo
desencantado, la televisión trae una fantasía a la medida de la vida
cotidiana.
También opera en otro
sentido difícilmente distinguible del primero: contribuye a la erosión de
legitimidades tradicionales, porque habla de todo lo que su público desea y el
deseo de su público se ha vuelto incontrolable para los principios que antes lo
gobernaban o parecían gobernarlo. Mimética y ultrarrealista, la televisión
construye a su público para poder reflejarlo, y lo refleja para poder
construirlo: en el perímetro de este círculo, la televisión y el público pactan
un programa mínimo, tanto desde el punto de vista estético como ideológico. Para
producirse como televisión, basta leer el libro del público; para producirse
como público, basta leer el libro de la televisión. Después, el público usa a la
televisión como le parece mejor o como puede; y la televisión no se priva de
hacer lo mismo. El mercado audiovisual, que a todos ficcionaliza como iguales,
reposa sobre ese pacto que no es necesario a las posibilidades técnicas del
medio sino a la ley capitalista de la oferta y la demanda. La relación de
fuerzas es tan desigual (y tan satisfactoria) que nada cambiará salvo que desde
afuera se intervenga sobre ella. Pero ¿quién querría hacerlo en estos tiempos de
liberalismo de mercado y populismo sin pueblo?
3.
Política
La televisión hace
circular todo lo que puede convertirse en tema: desde las costumbres sexuales a
la política. Y también reduce al polvo del olvido los temas que ella no toca:
desde las costumbres sexuales a la política. La primera imagen que trasmitió la
televisión argentina (y de ella básicamente he estado hablando a lo largo de
estas páginas) fue una foto de Eva Perón. Sucedió el 17 de octubre de 1951,
durante una transmisión experimental a la que, poco después, siguieron las
emisiones regulares. No es sorprendente la elección de este primer ícono
televisivo (aunque haya sido la imagen de alguien que no llegó a vivir en la era
de la televisión): Evita era la política bajo su forma sexualizada y su
fotogenia era apropiadamente televisiva. Con la imagen de Evita, la televisión
argentina suscribió su primer manifiesto: todo lo que pase por una pantalla debe
estar tocado por un aura. La imagen de Evita unía el aura del carisma a la de la
juventud y la belleza. De allí en más, el camino hasta la actual política
televisiva sería largo y sinuoso, pero en su origen tenía un gesto que, sin
proponérselo, había sido doblemente fundador.
Hoy, la política es, en
la medida en que sea televisión. No puede haber lugar para la nostalgia de
pasadas (y probablemente hipotéticas) formas directas de la política. Todo lo
que puede hacerse es la crítica más radical de la video-política realmente
existente.
El deseo de una sociedad
donde las relaciones sean perceptibles inmediatamente a todos sus integrantes,
donde la comunicación entre ellos sea siempre sencilla y directa, donde no
parezcan necesarios los dispositivos artificiosos de la política, es en el
límite, un deseo anticultural. La televisión inventó, hace años, un personaje
femenino, llamémoslo Doña Rosa, que sintetizaba hasta la exageración
hiperrealista, este deseo. A Doña Rosa no le importa cómo se alcanzan sus
objetivos; no le importa lo que otros padezcan como consecuencia de la atención
de sus reclamos; no le importa los valores en juego, excepto cuando coinciden
con la moral miniaturizada que profesa. Por eso doña Rosa niega la política que,
precisamente, puede oponerse a este primitivismo darwiniano, propio de quien
está en condiciones de sustentar con más fuerza y persistencia sus derechos (o
lo que considera sus derechos).
Para doña Rosa la
política deliberativa-institucional es un obstáculo y no un medio. Por eso,
ataca a los políticos, desconfiando no sólo de sus intenciones, sino, más
radicalmente, de su existencia misma. Los políticos separarían a los sujetos de
la materialización de sus necesidades. La política, por otra parte, es
artificial, frente a los deseos de los sujetos que son considerados naturales.
Doña Rosa participa de un sentido común que sólo por exageración paródica podría
denominarse liberal: según ella, es ilegítimo cualquier sistema que no ponga en
primer lugar la realización de lo que considera derechos individuales
indiscutibles. Doña Rosa tiene una relación brutal con el Estado y sus
instituciones. Piensa, en primer lugar, que el hecho de pagar impuestos la
faculta para ser juez en la asignación de partidas del presupuesto nacional. Ha
visto demasiadas series norteamericanas en las que los ciudadanos afirman su
derecho no por pertenecer a la comunidad nacional sino en su carácter de fuente
de recaudación impositiva. Esta concepción fiscalista de la ciudadanía, en el
límite, se contrapone a toda idea de igualdad: los que más pagan tendrían más
derechos a reclamar y los que menos pagan deberían aceptar la capitis diminutio de su
situación. Doña Rosa entiende poco de esto y además no le interesa. En realidad,
su idea de ciudadanía está vinculada a lo económico más que a lo civil y
político; está definida por el uso y no por el ejercicio; está centrada en los
derechos, no en los derechos y deberes.
Doña
Rosa sólo puede vivir en un mundo de política massmediatizada (aunque tiene
abuelas entre la pequeñoburguesía de las novelas realistas del siglo XIX). La
política que le interesa está construida por los comunicadores, el orden del día
propuesto por los noticieros de televisión, la confiabilidad sustraída de los
representantes para ser administrada por los líderes de los mass-media. A la
cultura de la discusión parlamentaria, que Doña Rosa aborrece porque acusa al
Parlamento de dilaciones insoportables, le sucede la de la mesa redonda
televisiva donde los periodistas dictan cátedra (liberal, progresista,
democrática o reaccionaria) a los políticos y los políticos quieren pasar por
menos inteligentes de lo que son, cuando son inteligentes; y por más honestos de
lo que son, porque saben que el público ha aprendido con Doña Rosa casi una sola
verdad: que los políticos son siempre corruptos.
Si
hoy es imposible imaginar política sin televisión, se puede, sin embargo,
imaginar cambios en la video-política: no hay ningún destino inscripto en la
televisión del que no pueda escaparse. No es inevitable creer que los políticos
son en sí mismos poco interesantes y, por consiguiente, deben convertirse al
estilo televisivo si desean, en primer lugar, aparecer en pantalla, y en segundo
lugar hablarles a sus conciudadanos como ellos quieren ser hablados. Dicho sea
de paso, sería bueno que los políticos fueran los primeros convencidos sobre el
punto, para que luego convenzan a sus asesores de imagen quienes, diligentes
siervos-patrones, les indican a los políticos cómo, cuándo y qué decir en radio
y televisión.
La
identidad de los políticos no se construye sólo en los medios. Los políticos,
entregándose del todo al llamado de la selva audiovisual, renuncian a aquello
que los constituyó como políticos: ser expresión de una voluntad más amplia que
la propia y, al mismo tiempo, trabajar en la formación de esa voluntad.
Precisamente porque en la política hay poco de inmediato y mucho de construcción
y de imaginación, puede decirse que es la política la que debe hacer visibles
los problemas, la que debe arrancar los conflictos de su clausura para
mostrarlos en una escena pública donde se definan y encuentren su resolución.
Ahora bien, si los conflictos no son presentados por la política, los medios
toman su lugar señalando otros caminos prepolíticos o antipolíticos para
resolverlos. La política tiene un momento de diagnóstico y un momento fuerte de
productividad. En ambos momentos la relación de los políticos y los ciudadanos
necesita hoy de los medios como escenario, pero no necesita inevitablemente de
los animadores massmediáticos como mentores. Si algunas cuestiones que son
importantes para amplias mayorías se convierten en objeto solamente
massmediático, el sentido de la política y de los políticos no aparecerá
evidente para nadie.
4.
Cita
Como
todas las semanas a la misma hora los actores intervienen en un sketch de un
programa cómico. El actor principal es rápido, astuto, fanfarrón y, al mismo
tiempo, discreto. El otro lo acompaña, le da el pie para las réplicas
ingeniosas, finge ser más listo pero demuestra siempre que comprende menos,
aunque en realidad es quien lleva la responsabilidad del desarrollo del sketch.
En la relación entre estos dos hombres diferentes (que en la vida real son
estrechísimos amigos) surge lo cómico. El segundo actor prepara con una
habilidad no ostentosa el terreno para la réplica final que corre por cuenta del
primero; su misión, repetida semanalmente, es arar el terreno para que el chiste
se produzca y el sketch termine en una explosión cómica. A veces interviene
alguna mujer joven, semidesnuda, con quien se ensaya un repertorio banal, pero
igualmente eficaz, de bromas, sobreentendidos y bocadillos de doble intención,
miradas, manoseos y, según la noche, ofensas provocadas por la mezcla
convencional de abundancia sexual e ingenuidad. Como siempre, la improvisación
forma parte del efecto cómico y abundan las miradas hacia la cámara, las
alusiones a lo que sucede en el fuera de cuadro, los olvidos fingidos o reales
de la letra, las frases dichas a media voz con la intención de que sólo se
escuchen a medias para demostrar que algo imprevisto (un subtexto más privado
entre los dos actores) se desliza detrás de las líneas conocidas del
sketch.
Esa
noche, después de la mujer, entra en escena un tercer actor, mucho menos famoso
que los dos primeros. En un clima general de improvisación aparentemente sin
brújula, instalado por el protagonista y su acompañante, el tercer actor se cree
autorizado a abandonar las réplicas que el guión le marca y responde, con una
frase de su cosecha, a otra del protagonista, invadiendo el lugar del actor que
habitualmente da el pie para el chiste final. Este, sin vacilar, lo corta en
seco: “Segundo, sí; tercero, no”.
La
réplica, fuera de todo libreto, pone de manifiesto la existencia de una
estructura dialogal fuerte que responde, a su vez, a una jerarquía de actores.
Las cosas vuelven, por esa réplica, a su lugar habitual. En un sketch que
abundaba en malentendidos, el segundo actor no dejó pasar el malentendido
doblemente improvisado que le usurpaba su lugar. Los técnicos del canal festejan
ruidosamente la resolución del microconflicto. Todo el episodio se sostiene en
el rasgo metaficcional que el programa presenta como una de sus virtudes más
originales. La replica improvisada del segundo actor desnuda las leyes del
sketch que, por lo menos en teoría, deberían permanecer ocultas. Sin embargo,
mostrarlas como acostumbra hacerlo ese programa, en lugar de destruir la ilusión
de lo cómico, la acentúa. Reímos del chiste que figura en el guión y reímos
(más) de la mordacidad con la que un actor de tercera ha sido puesto en su lugar
por un actor segundo, diestro, veloz y, además, amigo del protagonista: la
jerarquía de los carteles queda al desnudo y, en lugar de producir una extrañeza
que frustre el efecto cómico, lo subraya: hay dos chistes de los cuales reírse.
El chiste improvisado (metaficcional, autorreflexivo porque se refiere a una
jerarquía actoral previa al sketch) solicita nuestra complicidad y por tanto
reconoce nuestra destreza en el manejo del repertorio semanal. Hay que saber
muchas más cosas para entender el chiste improvisado que para reír con el chiste
del guión. Quien se ría de “Segundo, sí; tercero, no” sabe bien cómo son las
cosas en ese programa. Comprender la réplica aproxima a los actores (en este
caso dos verdaderos ídolos televisivos) a nosotros, los espectadores, aunque, de
algún modo, nos desvíe de la ficción cómica. Reímos en la televisión y no con
ella. Todos somos un poco de la tribu y la autoridad de quienes saben cómo son
las cosas está repartida: ni el guionista, ni el director de cámaras, ni el
primer actor pueden evitar que el segundo actor replique poniendo de manifiesto
las leyes del programa. Pero, lo que es todavía más excitante, los espectadores
nos damos cuenta de lo que está pasando, porque ese programa y muchos otros nos
han enseñado no sólo su comicidad sino sus leyes de producción. Reímos con una
risa doble: la de quien entiende el chiste y la de quien sabe por qué
ríe.
La
familiaridad de la televisión con su público y la proximidad imaginaria que el
público establece con la televisión echa mano de un recurso que ofrece una
garantía de transparencia: la autorreflexividad. La televisión muestra su cocina
no sólo cuando lleva al público a los estudios o lo coloca frente a la cámara.
Estas serían las visitas guiadas cuya función es la de aproximar pero no la de
interiorizar. La autorreflexividad, en cambio, es la forma en que la televisión
interioriza a su público mostrándole cómo se hace para hacer televisión. Lo que
comenzó como recurso improvisado de algunos actores y animadores en una época
donde la mayoría, en cambio, se esforzaba en ocultar las marcas de lo que se
estaba haciendo y se empeñaba en presentar a la televisión como “cosa hecha”,
hoy es un rasgo de estilo ya clásico cuya productividad no se discute. La
televisión se presenta a sí misma en directo (aun en los casos de trasmisiones
diferidas) y, en consecuencia, no puede ni quiere borrar las señales de lo que
es directo. Estas señales se han vuelto tan típicas que persisten en los
programas grabados: todos los programas cómicos son autorreflexivos; los
noticieros están repletos de comentarios autorreflexivos sobre la tarea
realizada para conseguir las imágenes de la noticia; los programas periodísticos
más serios incluyen mediciones de rating del propio programa, mirándose a sí
mismos en el espejo de las elecciones del público; los animadores no vacilan en
mencionar sus dificultades, los tropiezos organizativos, o los hechos que están
teniendo lugar detrás de la cámara; los artistas invitados a los shows y sus
presentadores se refieren a los momentos previos a la emisión, poniendo de
manifiesto las condiciones de producción de lo que enseguida va a verse; el
dueño de un canal puede irrumpir en medio de una toma y mostrar la verdad de su
poder en pantalla. Es habitual ver el desplazamiento de una cámara que se
dispone a captar un ángulo diferente; a nadie le importa demasiado, por otra
parte, que se noten los reflectores o los micrófonos, en medio de un clima donde
la improvisación de la puesta en escena se une a la legitimidad con la que se
beneficia lo autorreflexivo: la televisión se nos muestra como proceso de
producción y no sólo como resultado.
Si
el registro directo da la impresión de que nadie está interponiéndose entre la
imagen y su referente, o entre la imagen y el público, y lo que se ve en
pantalla es una efusión misma de la vida, la autorreflexividad sólo en
apariencia produce un efecto contradictorio con éste. Por el contrario, la
autorreflexividad promete que el público (por lo menos en hipótesis) puede ver
las mismas cosas que ven los técnicos, los directores, los actores, las
estrellas: nadie manipula lo que se muestra, porque toda manipulación puede ser
mostrada y de ella puede hablarse. La televisión se cuenta sola y al contarse es
sincera. Nada por aquí, nada por allá: televisión de manos limpias. El uso
desenfrenado de tecnicismos tales como pantallas partidas, virajes de color,
sobreimpresiones, ralentis, efectos computados, que también caracteriza a la
televisión realmente existente, se combina con la autorreflexividad sin
anularla. Posiblemente éste sea uno de los milagros de la retórica televisiva de
los últimos años: un “realismo” que asegura la presencia de la “vida” en
pantalla; una alusión constante a cómo “la vida” llegó allí; y procedimientos
discursivos para que la “vida” sea atractiva y no simplemente sórdida o
banal.
La
televisión nos quiere a su lado (a diferencia del cine, que necesita de la
oscuridad, la distancia, el silencio, la concentración atenta, la televisión no
necesita ninguna de estas situaciones ni cualidades). La autorreflexividad que,
en la literatura, es una marca de distancia, funciona en la televisión como una
marca de cercanía que hace posible el juego de complicidades entre televisión y
público. De todos los discursos que circulan en una sociedad, el de la
televisión produce el efecto de mayor familiaridad: el aura televisiva no vive
de la distancia sino de mitos cotidianos. Hay un solo modo de aprender
televisión: viéndola. Y es preciso convenir que este aprendizaje es barato,
antielitista e igualador.
Por
eso, la televisión no encuentra obstáculos culturales para realizar sus
operaciones autorreflexivas. También por eso, la cita (que en la literatura o en
la pintura plantean siempre la dificultad del reconocimiento) puede ser
utilizada por la televisión sin preocupaciones: todos los espectadores
entrenados en televisión están, en teoría, preparados para reconocer sus citas.
Al hacerlo, participan de un placer basado en el lazo cultural que los une con
el medio: la televisión los reconoce como expertos en televisión y por eso les
proporciona esos momentos en los cuales el saber de los espectadores es
indispensable para completar un sentido (cuando es preciso saber que se está
hablando de un programa competidor, o se recurre a una frase hecha inventada en
otro programa, o se menciona el argumento de una publicidad, o se entrevista a
una estrella dando por sentado que el público conoce todo lo que ella hace en
televisión).
La
culminación de la cita es la parodia que hoy se usa como recurso fundamental de
la comicidad televisiva: programas enteros, todos los días, parodian otros
programas, sus títulos, los peinados de sus personajes, las formas de hablar,
los tics actorales, repiten sus repeticiones. En el otro extremo del arco está
la copia, que funciona como estrategia de los canales envidiosos del éxito de
los programas competidores. La copia resulta menos interesante como recurso,
porque su lógica de reproducción con variaciones es más inherente a la
competencia en el mercado que a las formas discursivas.
La
cita y la parodia, en cambio, son un plus de sentido. Para descifrarlo, es
necesario conocer el discurso citado y reconocerlo en su nuevo contexto. Ambas
operaciones deben ser inmediatas porque una cita o una parodia explicadas, como
un chiste explicado, pierden todo efecto. La televisión vive de citarse y
parodiarse hasta el punto en que la repetición del procedimiento llega a
despojarlo de todo sentido crítico. La parodia televisiva es sencilla: opera con
sentidos conocidos a los que somete a operaciones deformantes (caricatura,
exageración, repetición); entre la parodia y lo parodiado se establece una
distancia mínima (que garantiza el reconocimiento inmediato), regulada por un
principio de repetición. Por eso, la televisión ha reciclado una especie que
viene del teatro de revistas y estaba en vías de desaparición: los imitadores.
La incertidumbre que la parodia introduce en otros discursos (como el literario)
es aniquilada por la cercanía que la televisión establece entre la parodia a lo
parodiado.
Muchas
veces se han mencionado estas operaciones como prueba de la relativa
sofisticación formal del discurso televisivo. Me gustaría coincidir con esta
perspectiva, pero no puedo.
La
televisión vive de la cita más por pereza intelectual que por otra cosa. Devora
sus discursos, los digiere y los vuelve a presentar levemente alterados por la
distancia paródica, pero no tan alterados como para que sea difícil reconocerlos
y se produzca un instante de sentidos indeterminados. Este cultivo de la cita y
la parodia se vincula más con los modos de producción televisiva que con una
intención fuertemente crítica. Como la televisión se hace rápido, ella vuelve
con inusitada frecuencia a lo que ya sabe: y lo que la televisión sabe es
televisión. En países donde la televisión se produce con más tiempo o más
dinero, la cita y la parodia de la propia televisión no son recursos que
aparezcan con la frecuencia empleada en televisiones más pobres o más ávidas de
ganancias fáciles e inmediatas. La hiperparodia es una falta de imaginación para
producir otras formas de comicidad, de sátira, de estilización o de grotesco,
antes que una muestra de la audacia creativa o crítica.
Con
la parodia y la cita la televisión se recicla a sí misma y hace de su propio
discurso el único horizonte discursivo, incluso cuando opera sobre personajes o
sentidos que no se originaron en el medio. En esos casos, la televisión los
toma, primero, tal como aparecieron en la pantalla y sobre esta imagen realiza
sus operaciones de deformación paródica. La televisión nunca da por descontado
una existencia extratelevisiva: sus citas de lo extratelevisivo siempre son
precedidas por una aparición audiovisual. Podrá decirse que este rasgo refuerza
la comunidad del medio con su público, y su inherente democratismo. Podrá
decirse que el reciclaje paródico produce “lecturas aberrantes”, inestables,
“turbulencias del sentido”. Por mi parte, sostendría lo contrario. De las
infinitas posibilidades de la cita, la parodia y el reciclaje, la televisión que
conocemos trabaja con el nivel más bajo de transformación, para no obstruir
indebidamente el reconocimiento del discurso citado y en consecuencia arriesgar
el efecto cómico o crítico. Por lo general, la televisión se limita a magnificar
los rasgos de lo parodiado, mostrándolos, por así decirlo, en primer plano.
Básicamente, la parodia televisiva agranda hasta deformar, sin buscar detalles
secundarios ni producir nuevas configuraciones a partir del discurso de base. En
televisión, nunca es posible vacilar (salvo por ignorancia de materiales
televisivos anteriores) sobre la naturaleza de una cita: se sabe de inmediato si
es una copia o una parodia; se descarta, en general , la estilización, la
ironía, el homenaje. Estos usos limitados de la cita no están inscriptos en el
destino formal del medio, sino en una retórica que debe garantizar, siempre y en
cada uno de los puntos, el tendido de un cable a tierra por el que puedan
descender rápidamente todos los espectadores.
Se
ha hablado mucho del reciclaje de géneros realizado por la televisión. Incluso
investigadores sofisticados, al suscribir esta tesis, prometen ejemplos que la
confirmarían. En general, esos ejemplos son siempre los mismos: publicidades que
reciclan publicidades o imitan películas, y películas que exhibirían la
influencia de la publicidad (que, antes, fue influida por otras películas).
Cuando los ejemplos no son contemporáneos, todo el mundo recurre al servicial
folletín decimonónico que habría encontrado su descendencia en el teleteatro;
los más ingeniosos, buscan formas viejas de la comicidad popular que la
televisión habría retomado después de su ocaso. Para encarar seriamente la
discusión habría que diferenciar el reciclaje de formas propias (la televisión
mirándose en la autorreflexión y la cita) de la recuperación de géneros
literarios, musicales, circenses, etcétera.
El
caso de los géneros literarios presenta una cantidad de problemas, entre ellos
el de la traducción de un discurso escrito a uno visual y sonoro. Posiblemente,
la televisión ha hecho mucho más que reciclar el folletín (y en este punto sus
admiradores le hacen poca justicia). También ha hecho mucho menos, limitándose a
la reproducción de un sistema de personajes, la subsistencia de un mundo de
valores cortado en dos mitades simétricas, el enhebrado débil de las peripecias
y la recurrencia a ciertos tópicos: el reconocimiento de padres, madres e hijos
ignorados, perdidos o cambiados, en un típico nudo conflictivo que borda muy
frecuentemente el tabú del incesto; los obstáculos que la sociedad pone a la
virtud y la riqueza al amor, y algunos otros. Si el valor de la operación
televisiva sobre el folletín es éste, no hay inconveniente en convenir que ella
ha sido eficaz en traer un género (que la radio ya había frecuentado) del siglo
XIX hasta la actualidad. La televisión ha hecho justicia, admitámoslo, al
folletín que las élites intelectuales despreciaron por prejuicios estéticos y
sociales.
Las
defensas de la televisión ya se han repetido demasiado: creo que sus
potencialidades no deberían cerrarse con esta mezcla conocida de elegía y
celebración por su caridad para recuperar géneros perdidos. El folletín
televisivo está bien, cuando está bien. Y es malo (no importa cuánto reciclaje
produzca) cuando no logra cumplir con los requisitos mínimos de la especie:
suspenso, fuerte traba de lo personal y lo social, complicaciones inesperadas
pero no totalmente inverosímiles (porque el folletín, si es que de folletín
estamos hablando, es mínimamente realista), reiteraciones para anclar el interés
y novedades para conservarlo. También existe una posibilidad, incumplida en la
televisión que conozco: que la televisión produzca nuevos tipos de ficciones a
partir del esquema básico del folletín.
Pero
no puede decirse que la televisión es el único discurso que propone el reciclaje
de géneros tradicionales ni la universalización de la parodia como casi único
procedimiento cómico. Una red fina pero bien evidente comunica esta marca
televisiva con formas extratelevisivas, incluso con algunas propuestas de
circuitos aparentemente tan lejanos a la televisión como el underground teatral
“joven”.
Se
ha producido un sistema de préstamos por el cual la televisión alimenta el
underground y éste logra, más tarde, alguna forma de reconocimiento en la
televisión. Así dicho, el circuito parecería ideal, casi una invención
vanguardista para la república estética. Sin embargo, cuando el underground se
hace “televisivo” (esto, en términos globales, quiere decir muy o exclusivamente
paródico; muy o exclusivamente recomponedor de géneros tradicionales) convierte
a sus marcas más desprejuiciadas en un estilo que encontró en la parodia el
recurso hegemónico de la comicidad, la dramaticidad y la crítica. La televisión
convoca a este underground, mejora su propia calidad y confirma un circuito de
inspiraciones mutuas. Los defensores de este circuito evocarán la inspiración
que las vanguardias encontraron en el arte de cabaret, de la caricatura o de la
comicidad de feria, en el packaging y en la historieta. Me parece, sin embargo,
que al trabajar estos rasgos de estilo las vanguardias no resignaban sus propias
marcas: dentro de su escritura podían meterlo todo.
Para
tomar un ejemplo especialmente problemático y donde la innovación se aproxima
más a los procedimientos y la iconografía del mercado, demos un rodeo por el pop
art. Desde el pop, el consumo de símbolos, marcas de estilo, íconos de los
medios masivos no asusta a nadie. Se sabe que todo puede ser material estético
(que, en un punto, todo comenzó a serlo con el arte moderno). Lo que el pop
traía era la noticia (no escuchada precisamente por primera vez) de la muerte
del arte y el ocaso de la subjetividad. Con alegría desprejuiciada, el pop se
entregó al consumo y eligió lo que consume todo el mundo: sopas, fotografías de
revistas, films, coca-cola, zapatos, casas de jabón, historietas. Sobre estos
restos apetecibles ejercitó la mirada estética y la recomposición: series,
magnificaciones, repeticiones, copias exactas, miniaturizaciones, blow-ups.
Pero, incluso cuando parece más próximo a los objetos que adopta, de todos modos
el pop ejerce sobre ellos algún grado de violencia simbólica; copiar exactamente
una lata de sopa es distinto a parodiar el diseño de una lata de sopa. Aunque
parezca lo contrario, la copia exacta presenta más problemas estéticos que su
deformación porque impugna muy fuertemente la idea de que el arte transforma
todo lo que toca y que el artista se define en la marca personal que deposita
incluso sobre los objetos más banales. La copia exacta es, en su propia
exactitud, una ironía.
El
pop es imposible sin esta doble distancia: la que, por un lado, critica al arte
consagrado que se origina en una línea de las vanguardias de este siglo; y la
que, por el otro, cambia los usos de una lata de sopa o de un cuadro de
historieta, para decir “esto se puede hacer con aquello”. Consumista y
celebratorio, el pop fue una gigantesca máquina de reciclaje y de mezcla, pero
conservó la distancia que hizo posible, precisamente, la operación pop. Aunque
su legado estético es menos interesante que el de las vanguardias anteriores,
hay que reconocer que el pop lleva hasta un límite la afirmación de que los
materiales artísticos son indiferentes. Para decirlo rápidamente: después del
pop, nadie puede escandalizarse (ni asombrarse) por ningún
reciclaje.
Cuando el underground se
enamora de los massmedia, el bolero y la revista, recorre un camino que pocos
impugnarían hoy y abre puertas que, en verdad, desde los años sesenta el pop
había dejado abiertas. Pero las abre ante un público joven que, seguramente, no
pasó por los escándalos mundanos y estéticos del pop. El programa estético es
más moderado que la libertad de ideas sobre sexualidad, la violencia, la
religión, las autoridades tradicionales o el travestismo, campos en los que el
underground es temáticamente audaz y consigue efectos “progresistas” (aunque el
adjetivo no sea muy popular hoy en día).
Probablemente
por eso, la industria audiovisual (que, créase o no, siempre supo que había que
cuidar más las formas que las ideas) puede adoptar la parodia que le trae el
underground sin grandes conflictos. Como el imperialismo blanco en el siglo
pasado, la televisión no reconoce fronteras: allí su
fuerza.
Se
agradece la donación de la presente obra a la Cátedra de Informática y
Relaciones Sociales de la Facultad de Ciencias Sociales, de la Universidad de Buenos
Aires, Argentina.
http://www.hipersociologia.org.ar/base.html