Compiladores JOSÉ NUN Y JUAN CARLOS PORTANTIERO
“ENSAYOS SOBRE LA TRANSICIÓN DEMOCRÁTICA EN LA ARGENTINA”
La
crisis de un régimen:
Es
sabido que la economía argentina ha atravesado por dos etapas de integración al
mercado mundial y que los años treinta marcan una verdadera divisoria de aguas
entre dos procesos de acumulación capitalista.
Por
cierto que la dirección de esta secuencia no es privativa de la Argentina: otros
países de América Latina la comparten y es mérito de la literatura de la CEPAL
haber popularizado esta imagen desde sus estudios iniciales publicados en los
años cincuenta.
Pero
esta equivalencia pierde su capacidad de generalización si lo que se busca es
enfatizar sobre los aspectos institucionales de los procesos de acumulación. En
este caso —y sabiendo que no existe una constitución de lo económico en
un vacío social, político y cultural— la similitud entre procesos productivos
que se dan contemporáneamente en diversas sociedades no debe opacar la
especificidad irrepetible configurada por cada uno de esos “casos”
nacionales.
El
problema de las discontinuidades entre la abstracción simplificada de una
acumulación económica y la configuración compleja de un régimen social de
acumulación surge también en el interior de las historias propias de cada
país.
De
tal modo, si para nuestro caso y desde el punto de vista de la producción
económica podría considerarse que el período que recorre desde los años treinta
hasta los años setenta conforma una unidad, es evidente que subestimar las
notables diferencias que separan, por ejemplo, la coalición conservadora de
1930-1943 de la coalición populista de 1945-1955 implica hacerse cargo de una
abstracción abusiva, con perniciosos efectos incluso para el propio examen
económico del ciclo. Es que el análisis de un régimen social de acumulación,
como proceso histórico, implica hacerse cargo de sus distintas fases internas,
que van desde su emergencia —que nunca implica una ruptura total con el pasado—
hasta su consolidación y su decadencia y, eventualmente, su
crisis.
El
primer ciclo de acumulación
Esa
misma consideración que acabamos de mencionar para el período que comenzara
alrededor de 1930 podría hacerse para la etapa anterior, la de la integración
temprana de la economía argentina a la economía mundial. En ese período, cuya
emergencia se situaría alrededor de 1880, si bien es cierto que el ascenso de la
Unión Cívica Radical al gobierno en 1916 no habría de cambiar los patrones de
desarrollo económico vigentes, en cambio si lo hizo con las dimensiones
sociales, políticas y culturales de ese fenómeno.
Aquel
primer ciclo de acumulación económica tuvo por soporte, como es sabido, la muy
rápida inserción de nuestra economía agropecuaria en el mercado internacional.
Ese proceso de crecimiento por vía de la explotación de una renta natural dio
lugar a una vertiginosa modernización que convirtió a una sociedad casi
desértica a mediados del siglo XIX en una nación emergente con una
estratificación social y cultural compleja y con una densidad institucional que
expresaba esos cambios. En pocos años, la llamada conquista del desierto que
llevó a una ocupación total del territorio, el trazado de los ferrocarriles, la
llegada de la inmigración masiva desde Europa, las inversiones extranjeras,
preferentemente inglesas, y la aparición de las manufacturas fijaron los rasgos
de la Argentina moderna.
Una
primera consecuencia de esa expansión fue la sucesión de conflictos sociales que
obligaron a la apertura progresiva del sistema oligárquico, expresada no sólo en
el aludido éxito electoral de la Unión Cívica Radical sino también en el
paralelo crecimiento de la capacidad de presión del sindicalismo y del
socialismo en los centros urbanos del país.
Fueron
los momentos de apogeo de la incorporación de la Argentina en la “economía-mundo
capitalista” (Wallerstein, 1976), a través de la consolidación de un perfil
exportador de materias primas agrícola-ganaderas complementario de los
requerimientos del desarrollo industrial de las sociedades capitalistas
centrales. Junto con algunos países del Commonwealth como Australia y Nueva
Zelandia, con los que compartía muchos rasgos, la Argentina se convirtió en un
partner preferencial de Gran Bretaña y bajo ese amparo creció
impetuosamente en el curso de pocas décadas. Con el Uruguay, configuró en
América Latina un caso “exitoso” de la dependencia económica en las condiciones
particulares del capitalismo que emergía de la llamada “gran depresión” de fines
del siglo XIX.
Pero
ya hacia mediados de la década del ’20 esas condiciones comenzarían a cambiar,
achicando los límites económicos del sistema: las exportaciones de carne a Gran
Bretaña tocarían su techo en 1924 y la ocupación de la pampa, esto es, la
incorporación de nuevas tierras cultivables, se interrumpiría hacia finales de
la década.
En
términos cuantitativos, el régimen social de acumulación vigente desde finales
de siglo tuvo un desempeño excepcional. Como señala un historiador: “Hacia 1914
la población se había cuadruplicado en poco más que una generación. Entre 1880 y
1910 el valor de sus exportaciones se sextuplicó. Con posterioridad a 1860 la
producción total había crecido a un ritmo anual promedio del 5%; la población,
al 3,4%; la superficie cultivada, al 8,3%, y la extensión de las vías férreas,
al 15,4%”. (Rock, 1977:3.)
El
modelo económico de crecimiento se asentaba, como es sabido, en la exportación
de productos del agro y en la importación de productos industriales. En ese
esquema, la clase económicamente dominante estaba constituida por una élite que
controlaba monopólicamente la propiedad de las tierras fértiles y que, desde ese
privilegio, establecía una alianza con el capital extranjero. Se trataba de un
caso típico de lo que Cardoso y Faletto (1969) calificaron como situación de
dependencia con “control nacional del sistema productivo”, a diferencia de lo
que se daba en las situaciones latinoamericanas de
“enclave”.*
La
ideología económica dominante era la del librecambio y la especialización
productiva. pero ese liberalismo económico no implicaba ausencia de Estado. Este
cumplió un rol importante: por lo pronto ocupó el territorio, desarmó las
resistencias autonomistas provinciales y unificó la legislación básica y la
moneda. Intervino también institucionalmente en lo directamente económico a
través de medidas fiscales y aduaneras y de la política cambiaria y bancaria, de
promoción del desarrollo de la infraestructura necesaria para una producción
volcada hacia el mercado mundial, de políticas de población y de contratación de
empréstitos, entre otras.
Pero
el Estado fue también un instrumento de intervención social. Intentó el
disciplinamiento del mercado de trabajo mediante la represión, pero fue
simultáneamente un canal de movilidad social para las clases medias, a través de
su incorporación a la administración pública o a la educación secundaria y
universitaria en manos del Estado. Como señala el citado Rock, “el Estado
controlaba todos los mecanismos de movilidad social de la clase media urbana.
Sus políticas y sus medidas concretas en materia de erogaciones determinaban en
última instancia la cantidad de roles dependientes disponibles: podía,
incrementando el gasto público, ampliar el acceso de los grupos de clase media a
cargos de alto estatus o bien restringir dicho acceso”. Esta capacidad será
decisiva para el ascenso al poder del radicalismo y para su política
“clientelística” hasta 1930.
Pero
el radicalismo accedió al gobierno cuando la capacidad expansiva del modelo
comenzaba a tocar sus limites económicos. La crisis mundial de 1929 no haría
sino precipitar esa decadencia. Los principios que hasta entonces habían regido
al comercio mundial y al amparo de los cuales se había producido el “milagro
argentino” habrían de derrumbarse en la medida en que una ola proteccionista se
instalaba en los países centrales La conclusión económica del ciclo obligaba a
una readaptación, la que se produjo rápidamente. Así, la Argentina iba a pasar
en pocos años de un modelo abierto de crecimiento a otro semicerrado. Un nuevo
régimen social de acumulación emerge desde entonces.
La
crisis del treinta y sus consecuencias
El
nuevo escenario planteado por los cambios en el capitalismo mundial habrá de
conducir a una progresiva
declinación
de la base agropecuaria y de apertura comercial sobre la que se había afirmado
la fortaleza anterior de la economía argentina y a un despegue, también
creciente, de una industria liviana sustitutiva de las antiguas importaciones,
que habría de crecer bajo amplios marcos de proteccionismo. Esa
industrialización estaría más preocupada —tanto por lo que se refiere al
gobierno como a los mismos industriales— por su capacidad como generadora de
empleo que por su eficacia competitiva.
De
todas maneras, como ya ha sido señalado, este largo período en el que se
consolidará la centralidad de la manufactura orientada hacia el mercado interno
tendrá lugar en el interior de marcos institucionales diversos y aun
contrapuestos, que se iban coagulando por medio de una dinámica cambiante de
estructuras y de proyectos.
Así
aparece, primero, una orientación de tipo excluyente, que culminará hacia
mediados de los años cuarenta, y luego otra integrativa, que a su vez
entrará en una larga decadencia —apenas interrumpida por períodos de aparente
recuperación— desde los años cincuenta.
Ese
primer momento excluyente en el ciclo abierto en 1930, en el que el cambio en el
régimen social de acumulación coincide con el primer golpe de Estado triunfante
desde la sanción de la Constitución Nacional, engloba los quince años que corren
hasta la aparición del peronismo en 1945.
Varios
fenómenos habrán de caracterizar a esa etapa. En primer lugar la aparente
paradoja de una progresiva centralidad económica de la industria que tenía lugar
dentro de un sistema político en el que los grupos más concentrados de la
tradicional élite conservadora habían retomado la conducción del
Estado.
Un
segundo rasgo que se consolida en la década del treinta y que, como el anterior,
trae consigo un conflicto entre orientaciones culturales y comportamientos
políticos de la élite dominante, es el crecimiento de la intervención del Estado
en la dirección del proceso de acumulación del capital.
Por
vía de los aranceles, del manejo del crédito y del tipo de cambio, pero también
a través de formas más directas, como la creación de juntas gubernamentales que
controlaban los niveles de producción, el sector público fue transformándose —en
manos de quienes habían sido adalides del más ortodoxo librecambismo— en actor
principal de la regulación de la vida económica.
Cierto
que esa primera expresión de abierto intervencionismo estatal no tomaría las
formas de la promoción social, como sí sucedió en el período siguiente, pero
habría de sentar las bases materiales y las posibilidades burocráticas para que
pudiera darse luego un proceso de redistribución basado en el sector
público.
Pero
el crecimiento industrial y la emergencia del Estado como actor significativo no
agotan el listado de los cambios más importantes que tienen lugar en la década.
Como corolario de esas transformaciones, la estructura social y demográfica tomó
la forma de una moderna sociedad de masas.
Esta
expansión tuvo lugar, como quedó dicho, en un espacio político cerrado que, por
vía del fraude, de la violencia y de la corrupción creciente del sistema
institucional, excluyó de la participación efectiva a grandes sectores
populares, muchos de ellos recién urbanizados.
Este
bloqueo de la representación política en el interior de un régimen que se
presentaba como formalmente democrático precipitó el desarrollo de nuevos modos
de intercambio de demandas, que terminarían de establecerse al promediar la
década del ’40.
En
efecto: los puntos críticos alojados en el carácter sólo formalmente
representativo del sistema político favorecieron la incorporación de modalidades
corporativas de negociación de intereses, en primer lugar entre las
organizaciones de los grupos económicamente dominantes —la Sociedad Rural y la
Unión Industrial, por caso—, pero también entre sindicatos y Estado,
acentuándose así una orientación que, en lo que hace al movimiento obrero, había
aparecido ya bajo los gobiernos radicales a partir del crecimiento de la
corriente “sindicalista” en las filas gremiales, más partidaria que los
socialistas, y por supuesto que los anarquistas, de negociaciones directas con
el Estado. La falencia del Parlamento y de la vida democrática en general
ayudaría a la consolidación de estos canales no partidarios de intermediación
política.
Este
cuadro de modificaciones institucionales se completaba con el papel central que,
como grupo de presión en el interior del Estado, comenzaban a jugar las fuerzas
armadas, en un crescendo de intervencionismo estamental que alcanzaría su
nivel más alto con el golpe militar de 1943, punto de partida para una nueva
coalición social entre las fuerzas emergentes en la década: industriales,
sindicatos y militares.
Los
años del peronismo
Esa
coalición, cuyo vértice sería el cesarismo de Perón, abrirá una fase larga en el
régimen social de acumulación. El populismo modificará los patrones políticos
vigentes, introduciendo un modelo redistributivo en lo económico e inclusive en
lo social, distinto al establecido en los años treinta y aun a las primitivas
intenciones de acumulación autárquica en la industria pesada que manifestaban
los militares nacionalistas en 1943.
Guido
de Tella (1979) ha resumido en dos los puntos de vista más significativos en la
discusión económica de los años previos al peronismo. Por un lado, el asumido
por Federico Pinedo y su llamado Plan de Reactivación Económica de 1942, en el
que se bregaba por una industrialización selectiva que pusiera sus ojos en las
posibilidades de exportación. Por el otro, el ejemplificado por Raúl Prebisch
—cuyos argumentos centrales serían retomados por el Consejo Nacional de
Postguerra entre 1944 y 1945— que enfatizaba sobre la producción para el mercado
interno. Es obvio que una coalición populista no podía montarse sobre la primera
opción sino sobre la segunda. Aunque, como señala el autor citado, “en cierto
modo, la estrategia peronista se encontraba a medio camino entre la de Pinedo y
los puntos de vista de Prebisch; ponía el acento en industrias intensivas en la
utilización de mano de obra, de acuerdo a la dotación relativa trabajo-capital,
pero no ponía el acento en la exportación, ni agrícola ni industrial” (el
subrayado es nuestro).
Esta
elección, de bases profundamente políticas, incidiría sensiblemente sobre las
formas institucionales del régimen de acumulación, generando conflictos y
contradicciones que rápidamente pondrían en cuestión su capacidad
expansiva.
En
realidad los rasgos centrales de la nueva fase reforzaban una línea ya esbozada
antes: economía industrial protegida e internamente orientada, en el marco de
una creciente pérdida de posiciones en el comercio mundial; centralidad del
Estado como orientador de la producción y como agente redistributivo de las
rentas generadas; modalidad corporativa de negociación de las
demandas.
Si
entre fines de siglo y los años treinta el motor del crecimiento había estado
constituido por una renta natural, la que se originaba en la feracidad de
las praderas pampeanas, luego, desde la crisis del ’29 y crecientemente a partir
de entonces, el citado motor será reemplazado aunque no su patrón de consumo
rentístico. En su lugar aparecerá un mecanismo político de subsidios estatales
al mundo urbano e industrial que, en poco tiempo, sólo podrá ser financiado
inflacionariamente. Este estilo de desarrollo montado sobre cuasi rentas
políticas potencia la presión corporativa sobre un Estado cada vez más
prebendalista y por lo tanto más codiciado por las organizaciones de clase, en
tanto dispensador de privilegios.
Sobre
esos rasgos se ha configurado la Argentina industrial moderna, fijando sus bases
de legitimidad política y de desarrollo económico. Ellos todavía hoy presionan,
en su fase de descomposición, sobre el proceso de transición
democrática.
A
la manera del New Deal roosevelteano en los Estados Unidos de los años
’30, el peronismo fue el encargado de incluir en el sistema a los hasta entonces
excluídos. La conquista de esa ciudadanía social es un resultado cierto del
proyecto populista y no puede ser subvalorado.
Lo
que, en cambio, queda abierto a la discusión es la manera en que esa
incorporación fue institucionalizada, dentro de un marco semicorporativo
sostenido por una política económica más preocupada por la redistribución de lo
obtenido que por la generación de nuevos recursos. Cuando, en las postrimerías
de su segundo gobierno, quiso modificar sus objetivos, se encontró con la
enconada resistencia de las organizaciones que había contribuido a expandir como
base de su legitimidad; tal lo que demuestra el fallido Congreso de la
Productividad de 1954.
La
literatura económica suele colocar ya en 1948 la caducidad de ese programa
redistributivo de base autárquica que no alteró —aunque amplió sus bases— la
cultura económica rentística propia de todos los regímenes sociales de
acumulación en la Argentina.
No
es extraño, obviamente, que ese breve período figure todavía en la memoria
colectiva como una época dorada. El boom redistributivo implicó que en
sólo dos años le fueran transferidos al sector asalariado más de diez puntos
porcentuales del PBI. En tres años éste creció un 28% y la disponibilidad total
de bienes y servicios aumentó en un 45% (Mallon y Sourrouille,
1976).
La
finalización de la Segunda Guerra Mundial había dejado a la Argentina en una
posición coyuntural en extremo favorable, a partir de la muy buena situación de
la balanza de pagos del país. Se calcula que, en dólares de hoy, las reservas
existentes entonces eran de cerca de 20.000 millones de
dólares.
Los
autores citados (Mallon y Sourrouille: 270) recuerdan que en esos años la
Argentina tenía un ingreso per cápita similar al de muchos países
europeos, una estructura de producción diversificada, una gran reserva de oro y
de divisas y un mercado internacional que demandaba las exportaciones
argentinas. “Sin embargo —agregan—
en el cuarto de siglo siguiente, en vez de elevarse a la categoría de potencia
industrial, la Argentina apenas fue capaz de acrecentar su ingreso real per
cápita en un insignificante promedio del 1% anual”.
Si
en lo económico la característica fue un cambio en la distribución de lo ya
acumulado, en lo institucional lo que hubo fue la modificación de los
beneficiarios sociales de un mismo patrón de funcionamiento. Eso se puede ver en
dos aspectos centrales: el papel del Estado funcionando como máquina
prebendalista y el decrecimiento del peso de los partidos como canales de
intermediación de los intereses.
La
vertiginosa constitución del peronismo, entre 1944 y 1946, como fuerza política
mayoritaria da el mejor ejemplo del estado de crisis en que se encontraban los
partidos tradicionales, forjados durante el primer régimen social de acumulación
y que sobrevivieron penosamente a la débâcle democrática de los
treinta.
Si
bien ellos mantuvieron sus estructuras durante la década peronista, sostenidos
en su negatividad opositora, a partir de 1955 todos sin excepción entraron en un
sucesivo proceso de fraccionamientos, desde radicales y conservadores hasta
socialistas y comunistas.
El
peronismo, que, en el gobierno o en la proscripción, ocupó siempre la primacía
en la representación política, no contribuyó a superar esa crisis con su teoría
sobre el movimiento nacional como sustituto de la partidocracia.
Son muchos los textos de Perón —al menos hasta 1973— en los que se teoriza sobre
el rol secundario de los partidos, como residuos liberales frente a una
democracia organizada en la que deben primar las
corporaciones.
Este
paso atrás del sistema de partidos en la organización del orden político fue una
constante entre 1930 y 1983, año en que, con el triunfo electoral de la Unión
Cívica Radical, se habrá de intentar, con fortuna variada, que ese proceso de
corporativización de los intereses fuese siquiera compensado por la
representación ciudadana y territorial, según las líneas clásicas del
liberalismo político.
La
decadencia de un régimen
La
visibilidad de la decadencia del régimen social de acumulación vigente en la
Argentina industrial que nace en la década del ’30 se hará más nítida con el
derrocamiento del peronismo en 1955. El examen de lo sucedido desde entonces
parece confirmar el aserto de Gramsci (1975, I:311): “la crisis consiste
justamente en que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer; en ese terreno se
verifican los hechos morbosos más tremendos”.
Durante
un largo período que consume a una generación, se tratará de intentar un retorno
a los mecanismos de exclusión propios de la primera fase. Este retroceso
político implicará costos cada vez más altos en términos de la gobernabilidad
del sistema, que colocarán al régimen en una situación de larga
decadencia.
Se
va a dar desde entonces una acumulación incesante de puntos críticos que irán
desnudando su inviabilidad, en un momento en que el capitalismo mundial vive su
era más exitosa, con la Argentina al margen de esa
expansión.
Precisamente
en el momento de su descomposición es que se aprecian mejor los rasgos
característicos de un régimen social de acumulación, porque allí se marcan con
nitidez los límites con que ha chocado su potencial de
reproducción.
La
fase integrativa del populismo había dejado como producto una gran densidad
organizacional —en la que se destacarían los sindicatos, por su capacidad de
adaptación y supervivencia en momentos difíciles—, lo cual, aun bajo las duras
condiciones marcadas por sucesivos períodos autoritarios, permitía la formación
de “coaliciones distributivas” (Olson, 1986) en condiciones de bloquear, por vía
de vetos múltiples, la capacidad de organización de un nuevo régimen social de
acumulación.
Por
cierto que el estancamiento y aun el retroceso que se vivirá desde entonces no
ha de seguir un curso lineal: habrá incluso un decenio durante el cual la
acumulación económica alcanzará tasas de crecimiento sólo comparables a las de
principios de siglo. Sin embargo, el resultado final será la decadencia, a la
que se entra, con ritmo de vértigo, en los años setenta. Destaca Llach (1986)
que entre 1970 y 1983 se concentra casi la mitad del porcentaje de la pérdida de
su posición relativa sufrida por la economía argentina desde 1929, en
comparación con veintiocho sociedades de América del Norte, América Latina y
Europa. Así, hoy la acumulación neta de capital se encuentra en la Argentina en
el menor nivel del siglo XX.
¿Cuáles
son las contradicciones y los conflictos, los factores institucionales y
culturales que precipitan esa decadencia?
Hemos
señalado ya algunas de las estructuras de funcionamiento y de sentido,
“sistémicas” y “sociales” (Lockwood, 1964; Habermas, 1975) que organizaron las
fases de emergencia y expansión del estadio capitalista posterior a los años
’30. Por un lado, la industrialización semiautárquica que, si bien consolidaba
un perfil social más nítidamente capitalista, quedaba limitado en su capacidad
de reproducción por un horizonte “mercado-internista” que trababa la innovación
tecnológica, hacia lentos los incrementos de productividad y transformaba la
lucha distributiva en un creciente juego de suma-cero.
En
ese marco de estancamiento el Estado era visto como una máquina generadora de
privilegios, como una agencia prebendalista asediada por los reclamos
corporativos. El pluralismo no podía sino desdibujarse y el elemento corporativo
de la representación de intereses acrecentar su intervención en la vida
política.
Si
esto era así, la democracia representativa perdía sentido porque no era a través
de sus canales por donde se constituían y se expresaban los intereses. En esta
dinámica de vaciamiento, los impasses periódicos del sistema servían de
estímulo para el intervencionismo cada vez más desembozado de una institución
estatal, las fuerzas armadas, que, funcionando como una corporación sui
generis, buscaban transformarse en árbitros para resolver —ilusoriamente—
los conflictos por la repartición de un ingreso cada vez más
exiguo.
Este
fue el tema de la “Revolución Argentina” de 1966 y aun el del “Proceso de
Reorganización Nacional” de 1976 que, en ambos casos, pudieron quebrar el
pluralismo político pero debieron coexistir con la lógica de las
corporaciones.
La
ingobernabilidad política y la inflación creciente —hasta llegar en dos
oportunidades a las puertas de la hiperinflación— fueron los síntomas, en lo
político y en lo social, de la descomposición del régimen de acumulación. La
depreciación de la legitimidad del poder y del valor de la moneda llevaron
progresivamente a un verdadero
vaciamiento de la política y de la economía, en el marco de una cultura política
cada vez más fascista y autoritaria.
En
ventiocho años se sucedieron quince presidentes de la República y se produjeron
ocho golpes de estado (tres contra los gobiernos constitucionales instaurados en
el período; el resto, palaciegos), marcando un ciclo de inestabilidad que abarcó
todas las experiencias gubernamentales, civiles o
militares.
La
inflación, entre tanto, creció entre 1950 y 1975 a un promedio anual del 25%,
pero en la década 1975-1985, la cifra promedio anual alcanzó al 200%. Como
señalan dos analistas, en el mundo “no se conocen otros ejemplos de procesos
inflacionarios de esa magnitud y duración” (Sábato y Schwarzer,
1985).
Un
paréntesis de auge
La
aludida decadencia no excluyó —como hemos dicho— momentos de crecimiento
económico—. Más aun: entre 1963 y 1974 la economía creció en promedio a una tasa
del 5.6% anual, pero esos rendimientos no lograron consolidar, sin embargo, una
mejor integración del capitalismo en la Argentina.
El
inicio de esta fase de auge fugaz hay que ubicarlo a finales de los años
cincuenta, con el programa “desarrollista” del presidente Frondizi, coincidente
con un momento de expansión transnacional del capital industrial. Superada por
el capitalismo mundial la etapa reconstructiva de la posguerra, la orientación
económica planteada por Frondizi significó un intento de apertura al flujo de
capitales y de tecnología que se daba por entonces. El período le abre al modelo
económico de sustitución de importaciones, con el que se había organizado la
economía argentina desde los ’30, un nuevo horizonte.
Pero
no se trató de un cambio cualitativo —y este hecho puede ser visto hoy como una
condición del retraso posterior— porque en realidad lo que hizo fue llevar hasta
sus últimas consecuencias el proyecto en curso de industrialización ligado al
mercado interno, sin intentar participar en el boom que se daba entonces
en el capitalismo a través de una enorme expansión del comercio
internacional.
La
producción automotriz —aprovechando la demanda acumulada—, la petroquímica, la
siderurgia y el petróleo compusieron el espectro de esta segunda fase de
acumulación por vía de un industria subsidiada y orientada al mercado interno.
El período alumbrará un proceso de concentración y transnacionalización de la
economía.
Así,
clasificando las cien mayores empresas según nacionalidad y grado de
concentración de los mercados, en 1964 se advierte que 72 de ellas son
extranjeras y 62 operan en mercados altamente concentrados en los que
virtualmente no tienen competencia con empresas locales. Centrando el análisis
en 1971, en 36 de los 100 lugares entre las empresas líderes aparecen empresas
que no operaban en el país en 1957. Treinta y dos de esas 36 operan en mercados
de alta concentración, de los que 27 corresponden a industrias llamadas
dinámicas (Sourrouille, 1983:47).
La
extranjerización de la economía no la transformó en más eficiente, en la medida
en que no incluyó una estrategia industrial-exportadora sino que siguió
especulando sobre las ventajas rentísticas de un mercado cautivo. De todas
maneras el perfil económico del país varió. Gerchunoff y Llach (1975:10)
sintetizan así el período: “El PBI de la economía argentina creció desde 1964
(...) a tasas relativamente altas, sin ningún año de recesión y solamente en un
caso menor que el crecimiento de la población. Esto determinó que, entre 1964 y
1971, la economía argentina se expandiera sólo un 10% menos que la brasileña,
por citar un caso frecuentemente esgrimido”.
La
crisis del régimen político
Este
período de crecimiento, posterior a una breve depresión entre 1962 y 1963,
atravesará la presidencia constitucional de Illia y el régimen militar que
encumbró, sucesivamente entre 1966 y 1973, a los generales Onganía, Levingston y
Lanusse.
El
primero de ellos, verdadero caudillo de la “Revolución Argentina”, habría de
intentar, con la ayuda del ministro de Economía entre 1967 y 1969, Krieger
Vasena, una empresa económico-política en apariencia consistente: la de lograr
combinar la concentración del poder político con la concentración
transnacionalizada del poder económico, en aras de la modernización capitalista
de la Argentina.
Pero
la estrategia adolecía de un desequilibrio básico, como muy pronto se vería: el
que se daba entre una visión política nacionalista y corporativista que ni
siquiera todo el ejército compartía y una ideología económica
liberal.
Esta
mezcla, que el pragmatismo de Franco había utilizado exitosamente en la España
de los ’60, se deterioró rápidamente en la Argentina de esos mismos años. En un
momento en que la estrella de Perón se hallaba en descenso —como resultado,
entre otras cosas, de su fallido intento de retorno a la Argentina en 1964—
Onganía buscó y consiguió articular un pacto entre militares y sindicatos que
fue decisivo para el derrocamiento de Illia.
Pero
ese pacto no sería duradero, más
allá de la voluntad de sus protagonistas. Ciertos aspectos de la política
económica, en tanto buscaban racionalizar el funcionamiento del capitalismo,
afectaron a sectores asalariados de franjas de baja productividad (ferroviarios,
portuarios, obreros del azúcar, entre otros), lo que provocó conflictos que no
pudieron dejar de ser asumidos por la dirección sindical.
A
su vez, el oscurantismo cultural y el autoritarismo político enajenarían
progresivamente a grupos importantes de una clase media moderna que se había expandido con el desarrollo
económico reciente.
Por
fin, ese desarrollo, que repetía un clásico mecanismo geográfico centralizador,
generó crecientes reclamos de zonas del país que se sentían expoliadas por el
núcleo económico y financiero radicado en Buenos Aires.
En
1969, cuando la situación económica era todavía de auge, estalla en Córdoba una
rebelión popular en la que todas esas tensiones habrían de
expresarse.
El
“cordobazo” sería el primer capítulo de una larga serie de protestas
provinciales. Onganía se desembarazará de Krieger Vasena y él mismo será
derrocado en 1970. Agustín Lanusse, inspirador del “golpe dentro del golpe”,
asumirá la presidencia tras un breve interregno del general
Levingston.
Comienza
entonces una etapa de desagregación política del régimen y de agregación
progresiva de todas las protestas alrededor de la reaparecida figura de Perón.
Mientras tanto, la violencia política se profundizaba bajo el signo de la
guerrilla, de la resistencia obrera, juvenil y regional, en una ofensiva de
masas generalizada que le daría el tono a esa primera experiencia de transición
desde el autoritarismo hacia la democracia.
En
1973, el retorno del peronismo al poder coincidirá con el inicio de la depresión
económica internacional y con el fin de la fase expansiva de la economía
argentina, sin que la crisis política estuviera en verdad resuelta. Más aun: en
muchos sentidos el ascenso del peronismo la agravaría, al introducir éste su
propia crisis en el Estado. Una crisis que se derivaba de la enorme
heterogeneidad de las fuerzas que se sentían representadas en el nuevo régimen.
Comenzaría así una larga etapa de decadencia.
Entre
1973 y 1983, con una tasa de crecimiento negativa, en promedio, del 2% anual, la
descomposición del régimen social de acumulación resultó clamorosa, en el medio
de una combinación infernal de recesión, inflación, ingobernabilidad, virtual
guerra civil, terrorismo de Estado y, en el final, una derrota en una aventura
guerrera internacional.
El
funcionamiento del capitalismo en la Argentina ingresaba en un tobogán de
desacumulación. En 1975 un analista resumía así los rasgos centrales de esa
performance negativa: “Las empresas nacionales son débiles y las empresas
fuertes en su mayor parte extranjeras. La burguesía nacional no ha podido
constituir un programa de integración con el sistema de grandes empresas
multinacionales que sea, a la vez, económicamente rentable y políticamente
aceptable. En ausencia de ese programa se acopla a programas ajenos de distinto
signo. En esas condiciones, de capitalistas débiles y sindicatos fuertes, el
capitalismo argentino es, por necesidad, una experiencia tortuosa y
contradictoria” (Canitrot, 1975:349).
La
inflación como síntoma de la crisis
En
todo ese período la inflación fue el más claro síntoma institucional de la
decadencia del régimen social de acumulación. Subrayamos así que la inflación es
un fenómeno “de fronteras”: se expresa en lo monetario pero en su origen están
involucradas causas económicas, políticas y culturales y en ese sentido ilustra
sobre un punto crítico fundamental de todo sistema: la debilidad del consenso
social sobre el valor de recursos básicos como lo son el dinero y el
poder.
Albert
Hirschman (1984) ha descripto los rasgos de la inflación latinoamericana en
términos de una conceptualización capaz de analizarla a través de una mirada
sociológica y no estrechamente económica. Si esta última hace excesivo hincapié
en los problemas de la oferta monetaria (y ésta es, en efecto, la lectura
excluyente que efectúan los liberales sobre el fenómeno), la segunda busca
enfatizar una interpretación institucional de sus raíces para verla como la
expresión de un conflicto entre grupos que demandan sobre el Estado. Ese Estado
—débil— trata de comprar, por medio de la inflación, cuotas alternativas de
consenso por parte de los sectores involucrados en la puja
distributiva.
Las
valoraciones colectivas acerca del papel jugado por la inflación en la
distribución del ingreso atravesaron entre nosotros por varias etapas. Así, para
los sindicatos y partidos obreros que emergieron durante el primer régimen
social de acumulación, la inflación era percibida como un mecanismo
expropiatorio de los ingresos de los trabajadores.
En
el momento de expansión del ciclo iniciado en la década del ’30, la valoración
varió, en la medida en que el Estado podía actuar, a través de la inflación,
como un agente redistributivo en favor de los grupos sociales emergentes,
industriales “mercadointernistas” y trabajadores, democratizando así, aunque
fuera fugaz y superficialmente, las relaciones sociales. Este nuevo rol del
Estado no hizo otra cosa que acentuar la puja por gozar de sus favores
prebendalistas. En esas condiciones “un grupo social tras otro
(...aprendieron...) a aprovechar la ventaja redistributiva inicial derivada de
la inflación” (Hirschman, 1984) para mantener o acrecentar sus posiciones
relativas.
Claro
está que esas transferencias son sólo temporales. Lo que se obtiene hoy se
perderá mañana, en un juego de aparente “empate”, en el que los conflictos
sociales reciben un alivio transitorio por vía del financiamiento inflacionario
de las distintas y contrapuestas demandas. Esta política, clásica en las etapas
populistas, fue adoptada también por los regímenes autoritarios, una vez
superada la fase inicial de acumulación forzada, cuando debían hacerse cargo de
los reclamos sociales organizados de modo corporativo.
En
ausencia de un consenso elaborado a partir del reconocimiento explícito de la
conflictualidad social, la receta de la inflación parecía permitir, aunque
ilusoriamente, una reconstrucción errática de los equilibrios. En ese camino, la
depreciación de la moneda se transforma, inevitablemente, en depreciación del
poder: economía y Estado se vacían, con lo que no sólo logran develarse los
aspectos institucionales como causa de la inflación, sino también
los efectos deletéreos de ésta sobre las instituciones.
Hemos
aludido al “empate”, al menos aparente, favorecido por una cultura y una
práctica inflacionaria. Queda claro que esa paridad alude solamente a un
equilibrio corporativo momentáneo del que sacan rédito las grandes
organizaciones que pujan sobre el poder político. En cuanto al poder económico y
social relativo de las clases, ese empate no ha existido, como lo muestra
cualquier tabla sobre distribución del ingreso. Lo que el “invento”
inflacionario ha logrado, en cambio, es darle al desarrollo capitalista un sesgo
errático, parasitario y, por lo tanto, escasamente acumulativo y abusivamente
dependiente del Estado como una gigantesca burocracia asignadora de
privilegios.
Quizás
el efecto institucional más evidente de las prácticas inflacionarias consista en
la dialéctica perversa —para la estabilidad democrática— que establece sobre la
relación entre corporaciones y partidos. Llevando la hipótesis más lejos,
diríamos que, en un círculo vicioso que se autorreproduce, la relación entre
corporaciones fuertes y estado de partidos débil, causante institucional de la
inflación, es a la vez productora de ingobernabilidad del régimen social de
acumulación, en tanto bloquea la posibilidad de elaboración de consensos y los
suplanta por equilibrios perversos y momentáneos. Se trata de los ya mencionados
efectos de las “coaliciones
distributivas” sobre las políticas del Estado.
Porque
el tema de fondo de la ingobernabilidad de una situación como la que vive la
Argentina desde hace décadas es que ella afecta no sólo a los paréntesis
democráticos o populistas, sino también a los
autoritarios.
De
tal modo, la forma cíclica de descomposición se expresa a través de rasgos
conocidos. Vaciada la legitimidad específicamente política-pluralista del
régimen social de acumulación, las corporaciones ingresan directamente en el
terreno del Estado, buscan desplazar a los partidos y se disputan porciones del
proceso
de
toma de decisiones. Primero, como un pacto corporativo contra los partidos, pero
seguidamente como puja intercorporativa sobre el Estado. En los momentos
democráticos es inevitable que el predominio de estas lógicas de acción generen
crisis políticas que finalmente convocan —como remedio para la “anarquía”
representativa— a la acción de las fuerzas armadas. Es la recurrente oportunidad
de los golpes militares.Pero el seudo arbitraje institucional de esa corporación
tampoco resuelve los puntos de crisis acumulados.
Tanto
la experiencia de 1966 cuanto la de 1976 demuestran, a poco andar, que las
intervenciones militares —que buscan erradicar las políticas de compromiso
y consenso— son también rápidamente
jaqueadas por las coaliciones distributivas y entran en el tobogán de la
ingobernabilidad. En ese momento las corporaciones miran otra vez a los partidos
y se abre la expectativa de una restauración del
pluralismo.
Instalada
nuevamente la democracia política, el compromiso que la sustenta vuelve a ser
institucionalmente precario: el débil sistema de partidos comienza a ser
sometido, progresiva y crecientemente, a la presión corporativa, con lo que,
otra vez, se abre el camino de la inestabilidad y de la presencia
militar.
De
esta forma espasmódica se expresa la descomposición del régimen social de
acumulación sobre los distintos regímenes gubernamentales. En lo estrictamente
económico, ese funcionamiento rentístico del capitalismo en la Argentina puede
ser visualizado a través del movimiento de una variable, el Producto interno
bruto por habitante, comparado con el de otras sociedades. La magnitud de la
pérdida de posiciones es notable.
El
cuadro de la página siguiente revela el deterioro extremo de la economía
argentina en el largo plazo: en 1950 su ingreso per cápita era superior a
los de Austria, Italia, Grecia, Portugal y España, en Europa, y al de todas las
sociedades de Extremo Oriente, incluyendo al Japón. En una generación todas esas
economías desplazaron a la Argentina.
Mientras
otras zonas “semiperiféricas” (Wallerstein, 1976:3), como España o Brasil, o aun
periféricas, como algunas de Asia, vivían un momento de “reclasificación” hacia
arriba, la Argentina descendía posiciones en términos absolutos. Y no se trata
de una comparación con datos de hace seis décadas sino con cifras de no mucho
más de tres.
El
desempeño del capitalismo argentino no ha podido ser más mediocre. Del
capitalismo: esto es, de un tejido social que liga al Estado, al mercado y a las
organizaciones; a la forma particular, en una palabra, con que economía y
política se han interconectado institucionalmente desde hace mucho tiempo entre
nosotros.
En
este espacio de descomposición, el tema de la deuda externa es emblemático de
una conducta parasitaria: entre 1975 y 1982 pasó de 7.800 millones de dólares a
43.600 millones. Pero lo grave no es eso: lo grave es que ese crecimiento es
virtualmente igual al que tuvieron las inversiones financieras de argentinos
fuera del país.
Si
uno de los puntos claves de toda transición desde el autoritarismo es la
posibilidad de un compromiso entre capitalismo y democracia, esta mirada
retrospectiva no puede sino cargar de dudas todo pronóstico. O, al menos,
obligar a una reflexión profunda sobre sus dificultades.
Producto
Bruto por Habitante
(en
dólares)
En
precios de 1975
1950 1960 1966 1973 1980 1985 1985/1950
Argentina 1.877 2.124 2.359 3.045 3.209 2.719
1.45
Brasil
637
912
985 1.624 2.152 2.072
3.25
Austria 1.693 2.764 3.488 4.837 6.052 6.565
3.88
Italia
1.379 2.313 2.962 3.971 4.661 4.808
3.49
Japón
810 1.674 2.810 5.025 5.996 7.130
8.80
Grecia
905 1.385 2.024 3.334 3.946 3.990
4.41
Portugal 733 1.137 1.501 2.615 3.092 3.155
4.30
España
1.163 1.737 2.730 3.841 4.264 4.336
3.73
Corea del Sur - - -
631
798 1.356 2.007
2.648
Singapur - - - 1.054 1.306 2.689 3.948
5.001
Taiwan
508
733 1.005 1.691 2.522 3.160
6.22
Fuente:
Techint, Boletín Informativo, Nº
247, Mayo/Junio de 1987.
*
Investigador Clade/Conicet.
Referencias
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(Buenos Aires, Centro de Estudios Transnacionales).
Se
agradece la donación de la presente obra a la Cátedra de Informática y
Relaciones Sociales de la Facultad de Ciencias Sociales, de la Universidad de Buenos
Aires, Argentina.
http://www.hipersociologia.org.ar/base.html