XAVIER ZUBIRI

 

 

EN TORNO AL PROBLEMA DE DIOS

 

 

I

Introducción

La expresión "problema de Dios" es ambigua. Puede significar los problemas

de toda suerte que la divinidad plantea al hombre. Pero puede significar

también algo previo y más radical: ¿existe un problema de Dios para la

filosofía? Voy a tratar de esto último; por tanto, no de Dios en sí mismo,

sino de la posibilidad filosófica del problema de Dios.

La cuestión es sumamente antigua. La filosofía, en efecto, en todos los

momentos importantes de su historia, ha tenido que habérselas con las

pruebas de la existencia de Dios: argumento ontológico, las cinco célebres

vías de Santo Tomás, argumento a simultaneo de Duns  Scoto, etc.(1). Frente

a estos intentos de probar racionalmente la necesidad de la existencia de

Dios no han faltado nunca en la filosofía quienes han tenido por

insuficientes esas pruebas racionales, sea por no considerar concluyentes

las pruebas alegadas de hecho, sea por rechazar a priori la posibilidad de

toda demostración racional referente a la divinidad Y, entonces, o bien se

ha adoptado una actitud atea, o bien se ha estimado que el hombre posee un

sentimiento de lo divino que oscila desde una bella religiosidad hasta las

llamadas exigencias vitales, que le llevarían a creer en Dios a despecho

de la incapacidad racional de conocerle.

Pero esta cuestión de la posibilidad de probar racionalmente la existencia

de Dios no coincide formalmente con lo que he llamado problema de Dios. El

problema surge más bien cuando se pone en claro el su puesto de toda

"demostración", lo mismo que de toda "negación", o incluso de todo

"sentimiento" de la existencia de Dios.

En este punto, la situación tiene una íntima analogía con la que se

produjo en torno a la célebre cuestión de la existencia de un mundo

"exterior". El idealismo ha negado la existencia de cosas reales, esto es,

externas al sujeto e independientes de él. El hombre sería un ente

encerrado en sí mismo, que no necesitaría para nada de una realidad

exterior: si existiera ésta, seria incognoscible. El realismo, por el

contrario, admite la existencia del mundo exterior, pero en virtud de un

razonamiento, fundado sobre un "hecho" evidente: la interioridad del

propio sujeto, y uno o varios principios racionales, asimismo evidentes:

tal, por ejemplo, el principio de causalidad u otro semejante. No faltan

quienes consideran que este realismo "critico" es , no solamente

insuficiente, sino más bien inútil, por no encontrar motivo bastante para

dudar de la percepción "externa", la cual nos manifestaría con inmediata

evidencia el "hecho" de que hay algo "externo" al hombre. Es el llamado

realismo "ingenuo".

Ahora bien: estas tres actitudes envuelven un supuesto fundamental que les

es común: la existencia o inexistencia del mundo exterior es un "hecho", o

bien demostrado, o bien inmediato, o bien indemostrado, o bien

indemostrable. Cualquiera que sea la actitud definitiva que se adopte,

siempre se trata de un "hecho", de un factum. El idealismo y el realismo

crítico tienen además otro supuesto: la existencia de un mundo "exterior"

es algo "añadido" a la existencia del sujeto: "además" del sujeto existen

las cosas. El sujeto es lo que es, en y para sí, y luego -tal es la

opinión del realismo crítico- necesita echar mano de un mundo exterior

para poder explicarse sus propias vicisitudes interiores. Así, pues, se

supone:

1.o Que la existencia del mundo exterior es un "hecho".

2.o Que es un hecho "añadido" a los hechos de conciencia.

Estos dos supuestos son más que discutibles. ¿Es verdad que la existencia

del mundo exterior sea algo "añadido"? ¿Es verdad que sea un simple hecho,

todo lo inconcuso que se quiera, pero hecho al fin y al cabo? Esto

retrotrae la cuestión a un plano ulterior: al análisis de la subjetividad

misma del sujeto. Y se ha visto que el ser del sujeto consiste

formalmente, en una de sus dimensiones, en estar "abierto" a las cosas.

Entonces, no es que el sujeto exista y "además", haya cosas, sino que ser

sujeto "consiste" en estar abierto a las cosas. La exterioridad del mundo

no es un simple factum, sino la estructura ontológica formal del sujeto

humano. En su virtud, podría haber cosas sin hombres, pero no hombres. sin

cosas, y ello, no por una especie de necesidad fundada en el principio de

causalidad, ni tan siquiera por una especie de contradicción lógica,

implicada en el concepto mismo del hombre, sino por algo más: porque sería

una especie de contra-ser o contra-existencia humana. La existencia de un

mundo exterior no es algo que le adviene al hombre desde fuera; al revés:

le viene desde sí mismo. El idealismo había dicho algo parecido; pero, al

hablar de "sí mismo" quería decir que las cosas exteriores son una

posición del sujeto. No se trata de esto; el "sí mismo" no es un estar

"encerrado" en sí, sino estar "abierto" a las cosas; lo que el sujeto

"pone" con esta su "apertura" es precisamente la apertura y, por tanto, la

exterioridad", por la cual es posible que haya cosas "externas" al sujeto

y "entren" (sit venia verbo) en él. Esta posición es el ser mismo del

hombre. Sin cosas, pues, el hombre no sería nada. En esta su constitutiva

nihilidad ontológica va implícita la realidad de las cosas. Sólo entonces

tiene sentido preguntarse in individuo si cada cosa es o no es real.

La filosofía actual ha logrado, por lo menos, plantearse en estos términos

el problema de la realidad de las cosas. No son ni "hechos" ni "añadidos",

sino un constitutivum formale y, por tanto, un necessarium del ser humano

en cuanto tal.

Pues bien: por lo que toca a Dios, no parece que la situación haya

mejorado notablemente. Se parte del supuesto de que el hombre y las cosas

son, por lo pronto, substantes y sustantivas; de suerte que, si hay Dios,

lo habrá "además" de estas cosas substantes. Los unos apelan a una

demostración racional; los otros, a un ciego sentimiento. Hay también

quienes tienen la cosa por inútil y pretenden que es un "hecho" evidente,

como todos los hechos (tal el ontologismo de Rosmini y el idealismo

hegeliano); y como este hecho, que sería Dios, no puede "yuxtaponerse" a

nada, esta actitud conduce, en último término, al panteísmo. Todas estas

actitudes suponen:

1.o Que la sustantividad de las cosas exige que se demuestre que "además"

de ellas existe un Dios.

2.o Que esta existencia es un factum (para los no ateos), por lo menos,

quoad nos, desde nuestro punto de vista humano.

Decía quoad nos. Las demostraciones de la existencia de Dios distinguen,

en efecto, cuidadosamente su existencia quoad se, esto es, por lo que

afecta a Dios mismo, y quoad nos. La limitación de la razón humana trae

como consecuencia esta necesaria distinción, en virtud de la cual todo

conocimiento de Dios es forzosamente "indirecto". Pero en qué consista

esta limitación y, sobre todo, cómo esta limitación (que, por serlo, es

algo negativo) cobre sentido positivo para hacer posible y necesario el

conocimiento mismo de Dios, es algo que casi nunca ha sido esclarecido con

suficiente precisión. Los que no admiten este conocimiento ven en esta

limitación la puerta abierta al sentimiento, a lo irracional. Parece

entonces como sí la cuestión previa fuera cuál sea el órganon primario

para llegar a Dios: el conocimiento o el sentimiento.

Y esto es precisamente lo que, al igual que tratándose de la realidad del

mundo exterior, hace surgir la sospecha de si aquellos dos supuestos son

suficientemente exactos: ¿Es la existencia de Dios quoad nos tan sólo un

factum? ¿Es el acceso a ella algo tan sólo necesariamente consecutivo al

modo de ser de la razón humana? ¿No será, tal vez, quoad nos algo

constitutivo suyo? ¿Son el conocimiento, o el sentimiento, o cualquier

otra "facultad", el órganon para entrar en "relación" con Dios? ¿No será

que no es asunto de ningún órganon, porque el ser mismo del hombre es

constitutivamente un ser en Dios? ¿Qué significará entonces este "en"?

¿Qué sentido tiene, en tal caso, una demostración de la existencia de

Dios? ¿Se ha hecho ociosa tal demostración o, por el contrario, se habrán

mostrado precisamente entonces, de una manera rigurosa, las condiciones de

la posibilidad y del carácter de esta demostración?

La cuestión acerca de Dios se retrotrae así a una cuestión acerca del

hombre. Y la posibilidad filosófica del problema de Dios consistirá en

descubrir la dimensión humana dentro de la cual esa cuestión ha de

plantearse, mejor dicho, está ya planteada.

 

 

II

Existencia y religación: El problema de Dios

La existencia humana, se nos dice hoy, es una realidad, que consiste en

encontrarse entre las cosas y hacerse a sí misma, cuidándose de ellas y

arrastrada por ellas. En este su hacerse, la existencia humana adquiere su

mismidad y su ser, es decir, en este su hacerse es ella lo que es y como

es. La existencia humana está arrojada entre las cosas, y en este

arrojamiento cobra ella el arrojo de existir. La constitutiva indigencia

del hombre, ese su no ser nada sin, con y por las cosas, es consecuencia

de estar arrojado, de esta su nihilidad ontológica radical.

Pero con esto no hemos hecho sino comenzar: ¿cuál es la relación del

hombre con la totalidad de su existencia? ¿Cuál es el carácter de este su

estar arrojado entre las cosas? ¿No es sino un "encontrarse" existiendo?

¿Es sólo un "simple" encontrarse o es algo más? ¿No será más honda y

radical aún su constitutiva nihilidad ontológica?

Desearía observar, antes de seguir, la índole de estas explicaciones. Lo

mismo el fenómeno de "estar arrojado" que otros a que voy a referirme, no

pueden adquirirse sino en el análisis mismo de la existencia. Todo el

sentido de lo que va a seguir consiste en tratar de hacer ver que no está

descrita la existencia humana con suficiente precisión si no se dice sino

que el hombre se encuentra existiendo. Y en todo ello téngase

constantemente ante la vista el ejemplo (nada más que ejemplo) de la

realidad del mundo exterior a que antes he aludido.

Por lo pronto, yo preferiría decir que el hombre se encuentra, en algún

modo, implantado en la existencia. Y si queremos evitar toda complicación,

superflua de momento, digamos que el hombre se encuentra implantado en el

ser. Pues la palabra existencia es, en efecto, harto equivoca. ¿Qué se

quiere decir con ello? ¿La manera como el hombre es? Entonces existencia

significa tanto como el modo como el hombre ex-siste, sistit extra causas,

está fuera de las causas, que aquí son las cosas. En este sentido, no

habría demasiado inconveniente en decir que existir es transcender y, en

consecuencia, vivir. Bien. Pero, ¿es el hombre su existencia? Aquí se

cruza otro posible sentido del existir, que tal vez haga ambigua esta

pregunta. Pues existir puede designar, además, el ser que el hombre ha

conquistado trascendiendo y viviendo. Entonces habría que decir que el

hombre no es su vida, sino que vive para ser. Pero él, su ser, está, en

algún modo, allende su existencia en el sentido de "vida". Ya los teólogos

escolásticos decían que no es lo mismo "naturaleza" y "supuesto", y

especialmente naturaleza y persona, aun entendiendo por naturaleza la

naturaleza singular. Boecio definía el supuesto: naturae completae

individua substantia; la persona sería el supuesto racional. Y añadían los

escolásticos que ambos momentos se hallan entre sí en la relación de

"aquello por lo que es" (natura ut quo) y "aquel que es" (suppossitum ut

quod). Así decía San Agustín: "Verum haec quando in una sunt persona,

sicut est horno, potest nobis quispiam dicere: tría ista, memoria,

intellectus et amor, mea sunt, mon sua; nec sibi sed mihi agunt quod

agunt, immo ego per illa. Ego enim memini per memoriam, intelligo per

intelligentiam, amo per amorem... Ego per omnia illa tria memini, ego

intelligo, ego diligo, qui nec memoria sum, nec intelligentia, nec

dilectio sed haec habeo." (De Trin., lib. XV, c. 22). La personalidad es

el ser mismo del hombre: actiones sunt suppositorum, porque el supuesto es

quien propiamente "es". Esta cuestión, si bien transcendental, se

consideró como un bizantinismo. Y la filosofía, desde Descartes hasta

Kant, rehizo, penosa y erróneamente, el camino perdido. El hombre aparece,

en Descartes, como una sustancia: res (sin entrar, por lo demás, en la

cuestión clásica de la unidad, puramente analógica, de la categoría de

sustancia); en la "Crítica de la Razón pura" se distingue esta res, como

sujeto, del ego puro, del yo; en la "Crítica de la Razón práctica" se

descubre, allende el yo, la persona; a la división cartesiana entre cosas

pensantes y cosas extensas sustituyó Kant la disyunción entre personas y

cosas. La historia de la filosofía moderna ha recorrido así sucesivamente

estos tres estadios: sujeto, yo, persona (2). Mas qué sea persona, es cosa

que Kant dejó bastante oscura. Desde luego, no es sólo conciencia de la

identidad, como para Locke. Es algo más. Por lo pronto, ser sui juris, y

este "ser sui juris" es, para Kant, ser imperativo categórico. Mas tampoco

se llegó con ello a la cuestión radical acerca de la persona. Hay que

retroceder nuevamente a la dimensión, estrictamente ontológica, en que por

última vez se movió la Escolástica, en virtud de fecundas necesidades

teológicas, desdichadamente esterilizadas en pura polémica. Pero esto nos

llevaría demasiado lejos. En lo sucesivo, el contexto indicará el sentido

en que empleo el vocablo "existencia".

Nos basta, de momento, con decir que la persona es el ser del hombre. La

persona se encuentra implantada en el ser "para realizarse". Esa unidad,

radical e incomunicable, que es la persona, se realiza a sí misma mediante

la complejidad del vivir. Y vivir es vivir con las cosas, con los demás y

con nosotros mismos, en cuanto vivientes. Este "con" no es una simple

yuxtaposición de la persona y de la vida: el "con" es uno de los

caracteres ontológicos formales de la persona humana en cuanto tal, y, en

su virtud, la vida de todo ser humano es, constitutivamente, "personal".

Toda vida, por ser vida de una persona, es, constitutivamente, una vida: o

bien "impersonal", o bien "más o menos personal", o bien

"despersonalizada"; es decir, aquello con que el hombre se realiza como

persona puede y, en cierta medida, tiene que ocultar su ser personal.

Esto supuesto, tal vez fuera poco decir que el hombre se encuentra

implantado en el ser. Para no perderme en desarrollos excesivamente

prolijos, el lector me permitirá hacer una enumeración concisa de algunas

proposiciones que estimo fundamentales. No se vea en su laconismo otra

cosa sino concisión.

1a El hombre existe ya como persona, en el sentido de ser un ente cuya

entidad consiste en tener que realizarse como persona, tener que elaborar

su personalidad en la vida.

2a El hombre se encuentra enviado a la existencia, o, mejor, la existencia

le está enviada. Este carácter misivo, si se me permite la expresión, no

es sólo interior a la vida. La vida, suponiendo que sea vivida, tiene

evidentemente una misión y un destino. Pero no es ésta la cuestión: la

cuestión afecta al supuesto mismo. No es que la vida tenga misión, sino

que es misión. La vida, en su totalidad, no es un simple factum; la

presunta facticidad de la existencia es sólo una denominación provisional.

Ni es tampoco la existencia una espléndida posibilidad. Es algo más. El

hombre recibe la existencia como algo impuesto a él. El hombre está atado

a la vida. Pero, como veremos más tarde, atado a la vida no significa

atado por la vida.

3a Esto que le impone la existencia es lo que le impulsa a vivir. El

hombre tiene, efectivamente, que hacerse entre y con las cosas, mas no

recibe de ellas el impulso para la vida: recibe, a lo sumo, estímulos y

posibilidades para vivir.

4a Esto que le impulsa a vivir no significa la tendencia o el apego

natural a la vida. Es algo anterior. Es algo en que el hombre se apoya

para existir, para hacerse. El hombre, no sólo tiene que hacer su ser con

las cosas, sino que, para ello, se encuentra apoyado a tergo en algo, de

donde le viene la vida misma.

5a Este apoyo no es un puro punto de apoyo físico. Es apoyo en el sentido

de que es lo que nos apoya en la existencia; es lo que nos hace ser. El

hombre, no sólo no es nada sin cosas, sino que, por sí mismo, no "es". No

le basta poder y tener que hacerse. Necesita la fuerza de estar

haciéndose. Necesita que le hagan hacerse a sí mismo. Su nihilidad

ontológica es radical; no sólo no es nada sin cosas y sin hacer algo con

ellas, sino que, por sí solo, no tiene fuerza para estar haciéndose, para

llegar a ser.

6a No puede decirse que esta fuerza seamos nosotros mismos. Atados a la

vida, no es, sin embargo, la vida lo que nos ata. Siendo lo más nuestro,

puesto que nos hace ser, es en cierto modo, lo más otro, puesto que nos

hace ser.

7a Es decir, el hombre, al existir, no sólo se encuentra con cosas que

"hay" y con las que tiene que hacerse, sino que se encuentra con que "hay"

que hacerse y "ha" de estar haciéndose. Además de cosas, "hay" también lo

que hace que haya.

8a Este hacer que haya existencia no se nos patentiza en una simple

obligación de ser. La presunta obligación es consecuencia de algo más

radical: estamos obligados a existir porque previamente estamos religados

a lo que nos hace existir. Ese vinculo ontológico del ser humano es

"religación". En la obligación estamos simplemente sometidos a algo que, o

nos está impuesto extrínsecamente, o nos inclina intrínsecamente, como

tendencia constitutiva de lo que somos. En la religación estamos más que

sometidos; porque nos hallamos vinculados a algo que no es extrínseco,

sino que, previamente, nos hace ser. De ahí que, en la obligación, vamos a

algo que, o bien se nos añade en su cumplimiento, o, por lo menos, se

ultima o perfecciona en él. En la religación, por el contrario, no "vamos

a", sino que, previamente, "venimos de". Es, si se quiere, un "ir", pero

un ir que consiste, no en un "cumplir", sino más bien en un acatar aquello

de donde venimos, "ser quien se es ya". En tanto "vamos", en cuanto

reconocemos que "hemos venido". En la religación, más que la obligación de

hacer o el respeto del ser (en el sentido de dependencia), hay el

doblegarse del reconocer ante lo que "hace que haya".

9a En su virtud, la religación nos hace patente y actual lo que,

resumiendo todo lo anterior, pudiéramos llamar la fundamentalidad de la

existencia humana. Fundamento es, primariamente, aquello que es raíz y

apoyo a la vez. La fundamentalidad, pues, no tiene aquí un sentido

exclusiva ni primariamente conceptual, sino que es algo más radical.

Tampoco es simplemente la mera causa de que seamos de una u otra manera,

sino de que estemos siendo (si se me perdona la expresión).

10. Ahora bien: existir es existir "con"-con cosas, con otros, con

nosotros mismos-. Este "con" pertenece al ser mismo del hombre: no es un

añadido suyo. En la existencia va envuelto todo lo demás en esta peculiar

forma del "con". Lo que religa la existencia, religa, pues, con ella el

mundo entero. La religación no es algo que afecte exclusivamente al

hombre, a diferencia, y separadamente, de las demás cosas, sino a una con

todas ellas. Por esto afecta a todo. Sólo en el hombre se actualiza

formalmente la religación; pero en esa actualidad formal de la existencia

humana que es la religación aparece todo, incluso el universo material,

como un campo iluminado por la luz de la fundamentalidad religante.

Entiéndase bien que se trata tan sólo de que este campo aparezca

"iluminado". Se trata tan sólo de que las cosas aparezcan colocadas en la

perspectiva de su fundamentalidad última. En manera alguna quiere decirse

con esto que se haya logrado otra cosa sino contemplar el mundo a la luz

de este "problema".

La existencia humana, pues, no solamente está arrojada entre las cosas,

sino religada por su raíz. La religación-religatum esse, religio,

religión, en sentido primario (3) -es una dimensión formalmente

constitutiva de la existencia. Por tanto, la religación o religión no es

algo que simplemente se tiene o no se tiene. El hombre no tiene religión,

sino que, velis nolis, consiste en religación o religión. Por esto puede

tener, o incluso no tener, una religión, religiones positivas. Y, desde el

punto de vista cristiano, es evidente que sólo el hombre es capaz de

Revelación, porque sólo él consiste en religación: la religación es el

supuesto ontológico de toda revelación. Los escolásticos hablaban ya de

cierta religio naturalis; pero dejaron la cosa en gran vaguedad al no

hacer mayor hincapié sobre el sentido de esta su naturalidad. Natural no

significa aquí inclinación natural, sino una dimensión formal del ser

mismo del hombre. Algo constitutivo suyo y no simplemente consecutivo. La

religación no es una dimensión que pertenezca a la naturaleza del hombre,

sino a su persona, si se quiere a su naturaleza personalizada. La pura

naturaleza con el simple mecanismo de sus facultades anímicas y

psicofísicas, no es el sujeto formal de la religación. El sujeto formal de

la religación es la naturaleza personalizada. Estamos religados

primariamente, no en cuanto dotados naturalmente de ciertas propiedades,

sino en cuanto subsistentes personalmente. Por esto, mejor que de religión

natural, hablaríamos de religión personal. La índole de nuestra

personalidad envuelve formalmente la religación. Ya San Buenaventura hacía

consistir toda persona, aun la finita, en una relación, y caracterizaba

dicha relación como un principium originale. La persona envuelve en sí

misma una relación de origen para San Buenaventura. La religación no es el

principium originale, pero es el fenómeno primario en que se actualiza en

nuestra existencia. La religión no es una propiedad ni una necesidad; es

algo distinto y superior: una dimensión formal del ser personal humano.

Religión, en cuanto tal, no es ni un simple sentimiento, ni un nudo

conocimiento, ni un acto de obediencia, ni un incremento para la acción,

sino actualización del ser religado del hombre. En la religión no sentimos

previamente una ayuda para obrar, sino un fundamento para ser. Por esto,

su "ultimación" o expresión suprema es el "culto", en el más amplio e

integral sentido del vocablo, no como conjunto de ritos, sino corno

actualización de aquel "reconocer" o acatar a que antes aludía.

11. Y así como el estar abierto a las cosas nos descubre, en este su estar

abierto, que "hay" cosas, así también el estar religado nos descubre que

"hay" lo que religa, lo que constituye la raíz fundamental de la

existencia. Sin compromiso ulterior, es, por lo pronto, lo que todos

designamos por el vocablo Dios, aquello a que estamos religados en nuestro

ser entero. No nos es patente Dios, sino más bien la deidad. La deidad es

el título de un ámbito que la razón tendrá que precisar justamente porque

no sabe por simple intuición lo que es, ni si tiene existencia efectiva

como ente. Por su religación, el hombre se ve forzado a poner en juego su

razón para precisar y justificar la índole de Dios como realidad. Pero la

razón no lo haría si previamente la estructura ontológica de su persona,

la religación, no instalara a la inteligencia, por el mero hecho de

existir personal y religadamente, en el ámbito de la deidad. Volveremos

sobre ello. La vista como tal no garantiza la realidad de un objeto

determinado. Pero abre ante el hombre el ámbito de lo visible. La

religación no nos coloca ante la realidad precisa de un Dios, pero abre

ante nosotros el ámbito de la deidad, y nos instala constitutivamente en

él. La deidad se nos muestra como simple correlato de la religación; en la

religación estamos "fundados" y la deidad es "lo fundante" en cuanto tal.

Inclusive el intento de negar toda realidad a lo fundante (ateísmo) es

metafísicamente imposible sin el ámbito de la deidad: el ateísmo es una

posición negativa ante la deidad.

Mejor que infinito, necesario, perfecto, etc., atributos ontológicos

excesivamente complejos todavía, creo poder atreverme a llamar a Dios, tal

como le es patente al hombre en su constitutiva religación, ens

fundamentale o fundamentante (a reserva de explicarme seguidamente sobre

este vocablo "ens"). Lo que nos religa, nos religa bajo esa forma

especial, que consiste en apoyarnos haciéndonos ser. Por ello, nuestra

existencia tiene fundamento, en todos los sentidos que el vocablo posee en

castellano. El atributo primario, quoad nos, de la divinidad, es la

fundamentalidad. Cuanto digamos de Dios, incluso su propia negación (en el

ateísmo), supone haberlo descubierto antes en nuestra dimensión religada.

En cierto modo, pues, así como la exterioridad de las cosas pertenece al

ser mismo del hombre, en el sentido arriba indicado, esto es, sin que por

esto las cosas formen parte de él, así también la fundamentalidad de Dios

"pertenece" al ser del hombre, no porque Dios fundamentalmente forme parte

de nuestro ser, sino porque constituye parte formal de él el "ser

fundamentado", el ser religado. Dios no es nada subjetivo, como tampoco lo

son las cosas externas. Existir es, en una de sus dimensiones, estar

habiendo ya descubierto a Dios en nuestra religación.

Nótese, sin embargo, que exterioridad y religación son, en cierto modo, de

signo contrario. El hombre está abierto a las cosas; se encuentra entre

ellas y con ellas. Por eso va hacia ellas, bosquejando un mundo de

posibilidades de hacer algo con esas cosas. Pero el hombre no se encuentra

así con Dios. Dios no es cosa en este sentido. Al estar religado el

hombre, no está con Dios, está más bien en Dios. Tampoco va hacia Dios

bosquejando algo que hacer con Él, sino que está viniendo desde Dios,

"teniendo que" hacer y hacerse. Por esto, todo ulterior ir hacia Dios es

un ser llevado por Él. En la apertura ante las cosas, el hombre se

encuentra con las cosas y se pone ante ellas. En la apertura que es la

religación, el hombre está puesto en la existencia, implantado en el ser,

como decía al principio, y puesto en él como viniendo "desde". Como

dimensión ontológica, la religación patentiza la condición de un ente, el

hombre, que no es ni puede ser entendido en su mismidad, sino desde fuera

de sí mismo.

"Nos movemos, vivimos y somos en Él". Y este "en" significa: 1.o Estar

religado. 2.o Estarlo constitutivamente. Como problema, el problema de

Dios es el problema de la religación.

Esto no es una demostración ni nada semejante, sino el intento de indicar

el análisis ontológico de una de nuestras dimensiones. El problema de Dios

no es una cuestión que el hombre se plantea como pueda plantearse un

problema científico o vital, es decir, como algo que, en definitiva,

podría o no ser planteado, según las urgencias de la vida o la agudeza del

entendimiento, sino que es un problema planteado ya en el hombre, por el

mero hecho de hallarse implantado en la existencia. Como que no es sino la

cuestión de este modo de implantación.

III

Equívocos

Como, Dios es, pues, algo que afecta al ser mismo del hombre, resulta

caduca toda discusión acerca de las "facultades" que primariamente nos

llevan a Él. Dios está patente en el ser mismo del hombre (4). El hombre

no necesita llegar a Dios. El hombre consiste en estar viniendo de Dios,

y, por tanto, siendo en Él. Las aspiraciones del corazón son de suyo una

vaguedad romántica que de nada nos serviría. Esos arrebatos o arrobos

hacia el infinito, esa sentimentalidad religiosoide, es, a lo sumo,

indicio y efecto de algo más hondo: del ser del hombre en Dios.

Para evitar todo equívoco, no será malo añadir que nada tiene que ver el

punto de vista que aquí sustento con lo que se llamó en su tiempo

"filosofía de la acción". La acción es algo practico. Ahora bien: aquí no

se trata ni de teoría, ni de práctica, ni de pensamiento, ni de vida, sino

del ser del hombre. Ese espléndido y formidable libro que es L'Action, de

Blondel, no logrará toda su maravillosa eficacia intelectual más que

llevando el problema al terreno claro de una ontología. Y me inclino a

creer que Dios no es primariamente un "incremento" necesano para la

acción, sino más bien el "fundamento" de la existencia, descubierto como

problema en nuestro ser mismo, en su constitutiva religación.

Tampoco resulta más favorable el conocimiento puro en cuanto tal. Porque

hay en el conocimiento dos dimensiones distintas: la una, lo conocido

efectivamente en el conocimiento; la otra, lo que nos lleva a conocer. El

hombre es llevado a conocer por su propio ser. Y precisamente porque su

ser está abierto y religado, su existencia es necesariamente un intento de

conocimiento de las cosas y de Dios. Esto requiere alguna consideración

especial.

Pero, antes, una observación. No se trata tampoco de una experiencia de

Dios. En realidad, no hay experiencia de Dios, por razones más hondas, por

aquellas por las que tampoco puede hablarse propiamente de una experiencia

de la realidad. Hay experiencia de las cosas reales; pero la realidad

misma no es objeto de una o de muchas experiencias. Es algo más: la

realidad, en cierto modo, se es; se es, en la medida en que ser es estar

abierto a las cosas. Tampoco hay propiamente experiencia de Dios, como si

fuera una cosa, un hecho o algo semejante. Es algo más. La existencia

humana es una existencia religada y fundamentada. La posesión de la

existencia no es experiencia en ningún sentido, y, por tanto, tampoco lo

es Dios (5).

La presunta controversia entre un llamado método de inmanencia y un método

de transcendencia no tiene sentido, porque lo que no tiene sentido es

necesitar de un método para llegar a Dios. Dios no es algo que está en el

hombre como una parte de él, ni es una cosa que le está añadida desde

fuera, ni es un estado de conciencia, ni es un objeto. Lo que de Dios haya

en el hombre es tan sólo religación en que somos abiertos a Él, y en esta

religación se nos patentiza Dios. Por esto no puede, en rigor, hablarse de

una relación con Dios. O, si se quiere, toda relación con Dios supone

previamente que el hombre consiste en patentizar cosas y patentizar a

Dios, bien que ambas patencias sean de distinto sentido. Hay, como he

indicado antes y vamos a ver en seguida, un problema intelectual en torno

a Dios; pero esto no quiere decir ni que el modo primario de patentizar a

Dios sea un acto de conocimiento o de cualquier otra facultad ni tampoco

que el conocimiento sea una postrera reflexión sobre una quimérica

experiencia religiosa; no se trata de ningún acto, sino del ser del

hombre.

IV

Haber y ser: Dios y el problema del ser

El hombre, en efecto, tiene, entre otras, una capacidad de conocer. El

entendimiento conoce si algo es o no es; si es de una manera o es de otra;

por qué es como es, y no de otra manera. El entendimiento se mueve siempre

en el "es". Esto ha podido hacer pensar que el "es" es la forma primaria

como el hombre entra en contacto con las cosas. Pero esto es excesivo. Al

conocer, el hombre entiende lo que hay, y lo conoce como siendo. Las cosas

se convierten entonces en entes. Pero el ser supone siempre el haber. Es

posible que luego coincidan; así por ejemplo, para Parménides, sólo hay lo

que es. Mas no se puede, como lo hace el propio Parménides, convertir esta

coincidencia en una identidad entre ser y haber, como si fuesen sinónimos

cosa y ente.

Y, en efecto, ya Platón, siguiendo a Demócrito, barruntaba que "hay" algo

que "no es", en el sentido del ente, es decir, de la "cosa que es" que nos

descubrió Parménides. Y Aristóteles se esfuerza por mostrarnos algo que

"hay" y que va afectado por el "no es", bien porque sobreviene a quien

propiamente "es", bien porque "todavía no es", etc. Si el idioma griego no

hubiera poseído un solo verbo, el verbo ser, para expresar las dos ideas

del ser y el haber (lo propio acontece en latín), se hubieran simplificado

y aclarado notablemente grandes paradojas de su ontología. La forzosidad

de servirse sólo del "es" obligó así a Platón a afirmar que "es" también

lo que "no es". Tal vez pudiera expresarse con bastante fortuna uno de los

grandes descubrimientos de la filosofía post-eleática diciendo que intenta

captar, desde el punto de vista del ser, algo que, indiscutiblemente, hay,

pero que es "de lo que no es".

El hombre entiende, pues, lo que hay, y lo entiende como siendo. El ser es

siempre ser de lo que hay. Y este haber se constituye en la radical

apertura en que el hombre está abierto a las cosas y se encuentra con

ellas. Como este encontrarse pertenece a su ser, le pertenece también la

intelección de las cosas, es decir, entender que "son".

Dentro ya de la órbita del ser y, por tanto, del entender, en su sentido

más lato, decimos que las cosas son o no son. Pero empleamos el término

ser en muchas acepciones: esto es un hombre; esto es rojo; es verdad que

dos y dos son cuatro, etc. Desde Aristóteles se viene diciendo, por esto,

que es problemático que todos- estos saberes acerca del ser de las cosas

constituyen una sola ciencia, un solo saber. Y desde Aristóteles también

se ha respondido afirmativamente, diciendo que todos estos sentidos del

término "ser" tienen una unidad analógica, que estriba en la diversa

manera como todos ellos implican un mismo sentido fundamental: ser, en

sentido de cosa substante. La cosa es, pues, quien propiamente "es", el

ente propiamente tal. Hay, pues: 1.o El ente simpliciter, la cosa o

sustancia. 2.o Todo lo demás que, en su diversidad, ofrece también una

diversa ratio entis, según se las haya, en una u otra medida, respecto de

la sustancias En su virtud, los saberes acerca del ser de las cosas son

una sola ciencia: la ciencia del ente en cuanto tal, la filosofía primera

o metafísica. La filosofía no es, para Aristóteles, una ciencia del ser,

porque él, probablemente, no ha llegado a un concepto del ser (6). La

filosofía es tan sólo ciencia de los entes en su entidad: averigua en qué

medida poseen ratio entis.

Como el hombre está abierto "hacía" las cosas, el "ser" que el

entendimiento entiende primariamente es el ser de las cosas. Aristóteles

se limitó a consignarlo. La filosofía debe, sin embargo, interpretar este

"hecho".

Ya desde antiguo se viene diciendo que el primer objeto adecuado del

conocimiento son las cosas externas. Y forzoso es añadir que esta

adecuación se funda en que la existencia humana "consiste", en una de sus

dimensiones, en estar abierto, y, por tanto, constitutivamente dirigida

hacia ellas. Por esto, todo conocimiento de sí propio es constitutivamente

un retorno desde las cosas hacia si mismo. La máxima dificultad de este

conocimiento estriba en la forzosa inadecuación de ese "es" de las cosas,

aplicado a lo que no es cosa, al humano existir. Entonces, el "sí mismo"

no entra en aquel "es".

Esto hace caer en la cuenta de que la dialéctica ontológica no es una mera

aplicación de "un" concepto ya hecho, el concepto del ser, a nuevos

objetos. No es evidente que haya un "es" puro y abstracto que sea "uno".

Por ello, la dialéctica del ser no es una simple aplicación ni una

ampliación de una idea del ser a diversas regiones de entes, sino una

progresiva constitución del ámbito mismo del ser, posibilitada, a su vez,

por el progresivo descubrimiento de nuevos objetos o regiones, que obligan

a rehacer ab initio el sentido mismo del ser, conservándolo, pero

absorbiéndolo en una unidad superior.

Si se mantiene la idea de la analogía, habrá que decir que la analogía no

es una simple correlación formal, sino que envuelve una dirección

determinada: se parte del "es" de las cosas para marchar in casu al "es"

de la existencia humana, pasando por el "es" de la vida, etc. Como este

"es" no puede ser simplemente transferido a la existencia humana desde el

universo material, resulta, por lo pronto, absolutamente problemática la

ontología de aquélla. Supongamos resuelto ya el problema. Para ello habrá

hecho falta volver al "es" de las cosas para modificarlo, evitando su

circunscripción al mundo físico. Es esencial a la dialéctica ontológica no

sólo la dirección a la nueva meta, sino también esta reversión a su primer

origen. Al revertir sobre éste, nos vemos forzados a operar nuevamente

sobre el "es" de las cosas. Es decir, tercer momento; hay un momento de

radicalización. La analogía se mantiene en lo entendido en el punto de

partida para modificarlo. ¿En qué consiste esta modificación? No se trata

simplemente de añadir o quitar notas, sino de dar al "es" un nuevo sentido

y una nueva amplitud de horizontes que permitan alojar en él al nuevo

objeto. Pero entonces no se habrá logrado tan sólo descubrir un nuevo ente

en su entidad, sino una nueva ratio entis (7). Y ello permaneciendo en el

ente anterior, pero mirándolo desde el nuevo. De suerte que este último

ente, que fue lo que en un comienzo se nos presentó como problemático, ha

convertido ahora en problema al primero. La solución del problema ha

consistido en conservar el contenido del concepto, subsumiéndolo en una

nueva y más amplia ratio. Creo esencial esta distinción entre concepto y

ratio entis. Ampliando la frase de Aristóteles, habría que afirmar no sólo

que el ser, en el sentido de concepto, se dice de muchas maneras sino que,

ante todo, se dice de muchas maneras la razón misma de ente. Y ello de un

modo tan radical, que abarcaría formas del "es" no menos verdaderas que la

del ente en cuanto tal: la mitología, la técnica, etc., operan también con

objetos que presentan, dentro de esas operaciones, su propia ratio entis.

La dialéctica ontológica es, ante todo, la dialéctica de estas rationes.

En nuestro caso, vistas las cosas desde el punto de vista de la existencia

humana, nos encontramos con que ésta nos fuerza a conservar el "es" de

ellas, eliminando, sin embargo, lo que es peculiar a la "coseidad" en

cuanto tal.

Pues bien: el entendimiento se encuentra no sólo con que "hay" cosas, sino

también con eso otro que "hay", lo que religa y fundamenta a la

existencia: Dios. Pero es un "hay" en que su contenido es problema. Por la

religación es, pues, posible y necesario a un tiempo, plantearse el

problema intelectual de Dios. Nuestro análisis no sólo no ha eliminado la

intelección de Dios, no sólo no la ha hecho superflua, sino que conduce

inexorablemente a ella, con todo su radical problematismo: nos lleva, sin

remisión, a tener que plantearnos el problema de Dios.

Pues si, en efecto, fue radical el retorno que nos llevó desde las cosas a

entendernos a nosotros mismos, es todavía más radical aquel retorno en

que, sin pararnos en nosotros mismos, somos llevados a entender, no lo que

"hay", sino lo que "hace que haya". Toda posibilidad de entender a Dios

depende, pues, de la posibilidad de alojarlo (si se me permite la

expresión) en el "es". No se trata simplemente de ampliar el "es" para

alojar en él a Dios. La dificultad es más honda. No sabemos, por lo

pronto, si este alojamiento es posible. Y ello, en forma mucho más radical

que tratándose de la existencia humana. Porque el "es" se lee siempre en

lo que "hay". Y con todas sus peculiaridades, la existencia humana es de

"lo que hay". Dios, en cambio, no es, para una mente finita, "lo que hay",

sino lo que "hace que haya algo". Es decir, no es que, de un lado, haya

existencia humana, y de otro, Dios, y que "luego" se tienda el puente por

el cual "resulte" ser Dios quien hace que haya existencia. No: el modo

primario como para el hombre "hay" (si se quiere emplear la expresión)

Dios, es el fundamentar mismo; mejor aún: desde el punto de vista humano,

el estar fundamentando es la deidad. De ahí que sea un grave problema la

posibilidad de encontrar algún sentido del "es" para Dios. Que Dios tenga

algo que ver con el ser, resulta ya del hecho de que las cosas que hay

son. Mas el problema está justamente en averiguar en qué consiste este

habérselas. No se identifica, en manera alguna, el ser de la metafísica

con Dios. En Dios rebasa infinitamente el haber, respecto del ser. Dios

está allende el ser. Prima rerum creatorum est esse, decían ya los

platonizantes medievales. Esse formaliter non est in Deo...nihil quod est

in Deo habet rationem entis, repetía el maestro Eckhardt y, con él, toda

la mística cristiana (8). Cuando se ha dicho de Dios que es el ipsum esse

subsistens, se ha dicho de Él, tal vez, lo más que podernos decir

entendiendo lo que decimos; pero no hemos tocado a Dios en su ultimidad

divina. No pretendo sugerir ningún vago sentido misticoide, sino algo

perfectamente captable y concreto: Dios es cognoscible en la medida en que

se le puede alojar en el ser; es incognoscible, y está allende el ser, en

la medida en que no se le puede alojar en él. La posible analogía o unidad

ontológica entre Dios y las cosas tiene un sentido radicalmente distinto

de la unidad del ser dentro de la ontología extradivina. A lo sumo podría

hablarse de una supra-analogía (9). No sabemos, por lo pronto, si Dios es

ente, y silo es, no sabemos en qué medida. O mejor: sabemos que hay Dios,

pero no lo conocemos: tal es el problema teológico.

Pero no significa, repito, que se trate de una mera aplicación o simple

ampliación del concepto del ser. Se trata de algo mas: de descubrir una

nueva ratio entis, que lo vuelve problemático todo: las cosas mismas, los

hombres y la propia persona. De ahí que el problema que Dios plantea no se

refiere sólo a Él, como sí fuera un ente yuxtapuesto y agregado a leos

otros, sino que se refiere también a todo lo demás, pues a su luz adquiere

todo sentido distinto, sin por eso dejar de ser lo que antes era.

Pongamos un ejemplo. Para Aristóteles la sustancia es el ser suficiente

para existir por separado. Se opone, por esto, al accidente. Qué entienda

Aristóteles por esa suficiencia y esa separación, si se quiere dale a

estos vocablos un contenido positivo, es algo que sólo puede entenderse

cuando contemplamos cómo las cosas llegan las unas a ser desde las otras,

cómo están sujetas a movimiento. La separación y la suficiencia de que se

trata se acusan integralmente cuando, en la generación de las cosas,

llegan éstas a bastarse a sí mismas, con independencia de sus

progenitores. Entonces decimos que las cosas comienzan propiamente a

existir, tienen consistencia propia, son sustancias. En cambio. Santo

Tomás ve las cosas saliendo de Dios. Define así la creación: emanatio

totius esse a Deo. Las cosas se oponen aquí, ante todo, a la nada. y se

llamará entonces sustancias, a las que pueden recibir existencia directa

de Dios sin necesidad de que Dios las produzca o las concree en un sujeto

anterior. La idea aristotélica de "suficiencia", aun conservada en toda su

integridad, adquiere un sentido distinto a la luz de la nueva ratio entis:

es una suficiencia en orden a la inhesión, pero puramente aptitudinal. (La

confusión de estos dos puntos de vista se manifiesta en la ontología de

Spinoza, y le lleva al panteísmo.) El "es" del mundo físico cambia

entonces radicalmente de sentido. Para Aristóteles cobraba sentido preciso

desde el devenir; para Santo Tomás, desde la creación ex nihilo, es decir,

desde su Dios. Prescindamos en ello de la idea especial de Dios, propia

del cristianismo, y considerémoslo tan sólo como una ilustración de lo que

venimos diciendo: visto desde Dios, el mundo entero cobra una nueva ratio

entis, un nuevo sentido del "es". Al ser problema Dios, lo es también a

una el mundo.

La existencia religada es una "visión" de Dios en el mundo y del mundo en

Dios. No ciertamente una visión intuitiva, como pretendía el ontologismo,

sino la simple patentización que acontece en la fundamentalidad religante.

Ella lo ilumina todo con una nueva ratio entis. Cuando tratamos de

elevarlo a concepto y de darle justificación ontológica, entonces, y sólo

entonces-es decir, supuesta esta visión, supuesta la religación-, es

cuando nos vemos forzados a intentar una demostración discursiva de la

existencia y de los atributos entitativos y operativos de Dios. Tal

demostración no sería jamás el descubrimiento "primario" de Dios.

Significaría que, una vez descubierto, Dios mantiene vinculado al mundo

"por razón del ser". El "hacer que haya" se habrá vertido y vaciado dentro

de un concepto de causalidad divina. Pero esto será siempre una

explicación ontológica, lograda dentro de una previa visión de las cosas:

la visión que nos confiere esa primaria vinculación por la que todo se nos

muestra religado a Dios. Nuestro análisis no sólo no ha hecho inútil la

marcha del entendimiento hacia Dios, sino que la ha exigido

necesariamente. Recíprocamente, el hecho de que el entendimiento humano

posea la nuda facultad de demostrar la existencia de Dios jamás

significaría que sea el discurso la primera vía de llegar intelectualmente

a ella (10).

No prejuzgamos con ello cuál vaya a ser el resultado de este inexorable

intento de conocer a Dios; no prejuzgamos quién sea Dios, dónde se

encuentra y qué hace. Esto es, queda en problema de la índole propia de la

divinidad. Porque no me propuse tratar de Dios, sino esclarecer la

dimensión en que su problema se encuentra y está ya planteado: la

constitutiva religación de la existencia humana. Desde el momento en que

entender es siempre entender lo que hay, resultará que toda existencia

tiene un problema teológico, y que, por tanto es esencial a toda religión

una teología. La teología no se identifica con la religión, pero tampoco

es un apéndice reflexivo, fortuita y eventualmente agregado a ella: toda

religión envuelve constitutivamente una teología. No pretendía más.

V

Religión y libertad

Hay que examinar ahora la significación que posee el ateísmo. Pero antes

conviene completar lo dicho en la religación con algunas consideraciones

referentes a la libertad. La religación parece oponerse a la libertad.

Pero la libertad puede entenderse en muchos sentidos.

La libertad puede significar, en primer término, el uso de la libertad en

la vida; hablamos así de un acto libre o no libre.

Pero puede significar algo más hondo. El hombre puede usar o no de su

libertad, incluso puede verse parcial o totalmente privado de ella, bien

por fuerzas externas, bien por fuerzas internas. Mas no tendría sentido

decir lo mismo de una piedra. El hombre no se distingue de una piedra en

que ejecuta acciones libres de que la piedra se halla desposeída, sino que

la diferencia es más radical: la existencia humana misma es libertad;

existir es liberarse de las cosas, y gracias a esta liberación podemos

estar vueltos a ellas y entenderlas o modificarlas. Libertad significa

entonces liberación, existencia liberada.

En la religación, el hombre no tiene libertad en ninguno de estos dos

sentidos. Desde este punto de vista, la religación es una limitación. Pero

lo mismo el uso de la libertad que la liberación emergen de la radical

constitución- de un ente cuyo ser es libertad. El hombre está implantado

en el ser. Y esta implantación que le constituye en el ser le constituye

en ser libre. El hombre está siendo libre, lo está siendo efectivamente.

La religación, por la que el hombre existe, le confiere su libertad.

Recíprocamente, el hombre adquiere su libertad, se constituye en ser

libre, por la religación. La religación cobra entonces sentido positivo.

Como uso de la libertad, la libertad es algo interior a la vida; como

liberación, es el acontecimiento radical de la vida, es el principio de la

existencia, en el sentido de transcendencia y de vida; como constitución

libre, la libertad es la implantación del hombre en el ser como persona, y

se constituye allí donde se constituye la persona, en la religación. La

libertad sólo es posible como libertad "para", no sólo como libertad "de",

y, en este sentido, sólo es posible como religación. La libertad no existe

sino en un ente implantado en la máxima fundamentalidad de su ser. No hay

"libertad" sin "fundamento". El ens fundamentale, Dios, no es un limite

extrínseco a la libertad, sino que esta fundamentalidad confiere al hombre

su ser libre: primero, por lo que respecta al uso efectivo de su libertad;

segundo, por lo que respecta a la liberación; tercero, porque constituye

al hombre en ser fundamentado: el hombre existe, y su existencia consiste

en hacernos ser libremente. Esta es una esencial estructura en que habría

que ahondar de nuevo. Sin religación y sin lo religante, la libertad

sería, para el hombre, su máxima impotencia y su radical desesperación.

Con religación y con Dios, su libertad es su máxima potencia; tanta, que

con ella se constituye su persona propia, su propio ser, íntimo e interior

a él, frente a todo, inclusive frente a su propia vida.

Las acciones, en efecto, son de los supuestos y, en nuestro caso, de las

personas. Por esto, el hombre no es su existencia, sino que la existencia

es suya. Lo que el hombre es no consiste en el decurso efectivo de su

vida, sino en este "ser suyo". Tratándose del supuesto humano, este "ser

suyo" es algo toto coelo, distinto a la manera como un atributo es

propiedad de la sustancias El "ser suyo" del hombre es algo que, en cierto

modo, está en sus manos, dispone de él. El hombre asiste al transcurso de

todo, aun de su propia vida, y su persona "es" allende el pasar y el

quedar. En su virtud, el hombre puede modificar el "ser suyo" de la vida.

Puede, por ejemplo, "arrepentirse" y rectificar así su ser, llegando hasta

"convertirlo" en otro. Tiene también la posibilidad de "perdonar" al

prójimo. Ninguno de estos "fenómenos" se refiere a la vida en cuanto tal,

sino a la persona. Mientras la vida transcurre y pasa, el hombre "es" lo

que le queda de "suyo" después que le ha pasado todo lo que le tiene que

pasar.

Gracias a esta trascendencia del ser del hombre respecto de su propia

vida, puede la persona humana volverse contra la vida y contra sí misma.

Eso que nos hace ser libres, nos hace ser libres, serlo efectivamente, y,

por tanto, poder actuar efectivamente contra sí misma. Al ser del hombre

le es esencial el contra-ser. Pero el contra-ser es más bien un

ser-contra; supone, pues, la religación. El hombre se vuelve contra sí

mismo en la medida en que ya existe. Por estar religado, el hombre, como

persona, es, en cierto modo, un sujeto absoluto, suelto de su propia vida,

de las cosas, de los demás. Absoluto en cierto modo, también frente a

Dios, pues si bien está implantado en la existencia religadamente, lo está

como algo cuyo estar es estar haciéndose, y, por tanto, como algo

constitutivamente suyo. En su primaria religación, el hombre cobra su

libertad, su "relativo ser absoluto". Absoluto, porque es "suyo";

relativo, porque es "cobrado".

VI

El problema del ateísmo: la soberanía de la vida

Si esto es así, si el hombre está constitutivamente religado, debe

preguntarse entonces qué es y cómo es posible el ateísmo.

Conviene dejar consignado, desde luego, que un verdadero ateísmo es cosa

por demás difícil y sutil. Lo que suele llamarse ateísmo suele consistir,

las más de las veces, en actitudes puramente prácticas, y casi siempre en

negaciones de cierta idea de Dios: por ejemplo, la contenida en el credo

cristiano. Mas la no creencia en el cristianismo y, en general, la no

aceptación de una cierta determinada idea de Dios, no es rigurosamente

ateísmo simpliciter.

Lo que hay que aclarar es qué es lo que hace posible un verdadero ateísmo.

El ateísmo es así, por lo pronto, problema, y no la situación primaria del

hombre. Si el hombre está constitutivamente religado, el problema estará

no en descubrir a Dios, sino en la posibilidad de encubrirlo.

Para ello hay que recordar que el hombre es persona, en un sentido tan

sólo radical; lo es ya, pero no puede ser sino realizando una

personalidad. Esta realización se lleva a cabo viviendo. De ahí que en el

ser persona está dada la posibilidad ontológica de "olvidar" la religación

y, con ello, de perder aparentemente la fundamentalidad de la existencia.

Aparentemente, porque esta pérdida es tan sólo el modo como siente la

personalidad aquel que se ha perdido en la complejidad de su vida. La

personalidad es, en cuanto tal, la máxima simplicidad, pero una

simplicidad que se conquista a través de la complicación de la vida. La

tragedia de la personalidad está en que, sin vivir, es imposible ser

persona; se es persona en la medida en que se vive. Pero cuanto más se

vive es más difícil ser persona. El hombre tiene que oponerse a la

complicación de su vida para absorberla enérgicamente en la superior

simplicidad de la persona. En la medida en que se es incapaz de

realizarlo, se es también incapaz de existir como persona realizada. Y en

la medida en que se está disuelto en la complicación de la vida, se está

próximo a sentirse desligado y a identificar su ser con su vida. La

existencia que se siente desligada es una existencia atea, una existencia

que no ha llegado al fondo de sí misma. La posibilidad del ateísmo es la

posibilidad de sentirse desligado. Y lo que hace posible sentirse

desligado es la "suficiencia" de la persona para hacerse a sí mismo

oriunda del éxito de sus fuerzas para vivir. El éxito de la vida es el

gran creador del ateísmo. La confianza radical, la entrega a sus propias

fuerzas para ser y la desligación de todo, son un mismo fenómeno. Sólo un

espíritu superior puede conservarse religado en medio del complicado éxito

de sus fuerzas para ser.

Así desligada, la persona se implanta en sí misma en su vida, y la vida

adquiere carácter absolutamente absoluto. Es lo que San Juan llamó, en

frase espléndida, la soberbia de la vida. Por ella el hombre se fundamenta

en sí mismo. La teología cristiana ha visto siempre en la soberbia el

pecado capital entre los capitales, y la forma capital de la soberbia es

el ateísmo.

La posibilidad más próxima a la persona, en cuanto tal, es la soberbia. En

ella el éxito de la vida oculta su propio fundamento, y el hombre se

desliga de todo, implantándose en sí mismo. Parodiando a Heráclito,

pudiera decirse que Dios gusta esconderse. Y ya la Sagrada Escritura nos

recuerda que Dios resiste a los soberbios.

De aquí resulta que la forma fundamental del ateísmo es la rebeldía de la

vida. ¿Puede llamarse a esto un verdadero ateísmo? Lo es, en cierto modo,

en el sentido que acabo de indicar. Pero, en el fondo, tal vez no lo sea.

Es más bien la divinización o el endiosamiento de la vida. En realidad,

más que negar a Dios, el soberbio afirma que él es Dios, que se basta

totalmente a sí mismo. Pero, entonces, no se trata propiamente de negar a

Dios, sino de ponerse de acuerdo sobre quién es el que es Dios. Es posible

que se diga que hay quien renuncia de tal modo a Dios, que no admite ni el

endiosamiento de la vida. Mas, ¿de dónde recibe su fuerza y su posibilidad

esta actitud sino de ese omnímodo poder de negar, tras el cual se oculta

la omnipotencia misma del negador y de la negación? Negar, en el ateísmo,

el endiosamiento de la vida es expeler la vida fuera de sí mismo y

quedarse solo, sin su propia vida. No se ha endiosado la vida, pero sí la

persona. El ateo, en una u otra forma, hace de sí un Dios. El ateísmo no

es posible sin un Dios. El ateísmo sólo es posible en el ámbito de la

deidad abierto por la religación. La persona humana, al implantarse en sí

misma, lo hace por la fuerza que tiene, y que ella cree que es su ser;

inscribe su ser propio en el área de la deidad; testimonio tanto más

elocuente de lo que religadamente le hace ser. En su estar desligado el

hombre está posibilitado por Dios, está en Él, bajo esa paradójica forma,

que consiste en dejarnos estar sin hacemos cuestión de Él, o, como decimos

en español, "estar dejados de la mano de Dios". El hombre no puede

sentirse más que religado, o, bien, desligado. Por tanto, el hombre es

radicalmente religado. Su sentirse desligado es ya estar religado.

Por esto no hay más modo de caer en la cuenta de la vanidad, o

desfundamentación de la soberbia, que el fracaso de una existencia que se

reliega a su puro factum. No me refiero a los fracasos que el hombre puede

padecer dentro de su vida, sino a aquel fracaso que, aun no conociendo

"fracasos", es "fracaso": el fracaso radical de una vida y de una persona

que han intentado sustantivarse. En su hora, la vida fundamentada sobre sí

misma aparece internamente desfundamentada, y, por tanto, referida a un

fundamento de que se ve privada.

No es la angustia cósmica la manera más honda de tropezar con la nada y

despertar al ser. Hay otro acontecimiento (llamémoslo así) más radical

aún: eso que nos invade cuando, ante la muerte súbita de un ser querido,

decimos: "no somos nada". En cambio, sentimos la realidad, el fundamento

de la vida, en aquellos casos en que, el que muere, lo hace haciendo suya

la muerte misma, aceptándola, como justo coronamiento de su ser, con la

fuerza que le viene de aquello a que está religado.

Por esto el ateísmo verdadero sólo puede dejar de serlo dejándole que sea

verdadero, pero obligándole a serlo hasta sus últimas consecuencias. Sin

más, el ateísmo se descubrirá a sí propio siendo ateo en y con Dios. El

fracaso que constitutivamente nos acecha asegura siempre la posibilidad de

un redescubrimiento de Dios.

Esta soberbia de la vida ha revestido formas diversas. El hombre posee una

vida; y hay en la vida humana, en cuanto tal, la posibilidad de

complacerse exhaustivamente en sí misma. En una u otra forma, esto nos

conduciría a un ateísmo oriundo de un peccatum originale (11). Pero el

hombre, además de tener vida, es persona, y tiene, por ello, la máxima

posibilidad de implantarse en sí misma. Esto nos llevaría a un ateísmo

personal, a un peccatum personale. Pero el hombre tiene además historia,

un espíritu objetivo, como lo llamaba Hegel. Junto al pecado original y al

personal habría que introducir temáticamente, en la teología, el pecado de

los tiempos, el pecado histórico (12). Es el "poder del pecado", como

factor teológico de la historia, y creo esencial sugerir que este poder

recibe formas concretas, históricas, según los tiempos. El mundo está, en

cada época, dotado de peculiares gracias y pecados. No es forzoso que una

persona tenga sobre sí el pecado de los tiempos, ni, si lo tiene, es

licito que se le impute, por ello, personalmente. Pues bien: yo creo

sinceramente que hay un ateísmo de la historia. El tiempo actual es tiempo

de ateísmo, es una época soberbia de su propio éxito. El ateísmo afecta

hoy, primo et per se, a nuestro tiempo y a nuestro mundo. Los que no somos

ateos, somos lo que somos, a despecho de nuestro tiempo, como los ateos de

otras épocas lo fueron a despecho del suyo (13). Nuestra época es rica en

ese tipo de vidas, ejemplares por todos conceptos, pero ante las cuales

surge siempre un último reparo: "Bueno, ¿y qué?..."; existencias

magníficas de espléndida figura, desligadas de todo, errantes y

errabundas... Como época, nuestra época es época de desligación y de

desfundamentación. Por eso, el problema religioso de hoy no es problema de

confesiones, sino el problema religión-irreligión. Y, naturalmente, no

podemos olvidar que es también la época de la crisis de la intimidad.

Como ésta no puede ser una posición última, el hombre ha ido echando mano

de toda suerte de apoyos. Hoy parécele llegado el turno a la filosofía.

Desde hace más de dos siglos la filosofía del ateo se ha convertido en

religión de su vida. Y estamos hoy medio convenciéndonos de que la

filosofía es esto. No he logrado aún compartir esta opinión. Es posible

que el hombre eche mano de la filosofía para poder vivir; es posible que

la filosofía sea hasta una héxis de la inteligencia; pero es cosa muy

distinta creer que la filosofía consista en ser un modo de vida. En el

fondo de gran parte de la filosofía actual yace un subrepticio

endiosamiento de la existencia (14).

Probablemente, es necesario apurar aún más la experiencia. Llegará

seguramente la hora en que el hombre, en su íntimo y radical fracaso,

despierte como de un sueño encontrándose en Dios y cayendo en la cuenta de

que en su ateísmo no ha hecho sino estar en Dios. Entonces se encontrará

religado a Él, no precisamente para huir del mundo, de los demás y de sí

mismo, sino al revés, para poder aguantar y sostenerse en el ser. Dios no

se manifiesta primariamente como negación, sino como fundamentación, como

lo que hace posible existir. La religación es la posibilitación de la

existencia en cuanto tal.

VII

Observación final

Quiero concluir esta breve nota.

En ella no he dado una demostración racional de la existencia de Dios. No

he dado ni tan siquiera un concepto de Dios. No he hecho sino tratar de

descubrir el punto en que el problema surge y la dimensión en que está ya

planteado: la constitutiva y ontológica religación de la existencia. Ahora

comenzarían a surgir las cuestiones a raudales. Si fuera así, ello

demostraría la utilidad de esta pequeña nota.

¿Es esto un problema para la filosofía? Evidentemente. Mas con esto no

queda dicho en qué sentido lo sea, ni que todo lo dicho hasta aquí acerca

de Dios pertenezca por igual a la filosofía. El problema de Dios podría,

en última instancia, rebasar de la pura filosofía. Esto sólo podría

dilucidarse con un concepto adecuado de la filosofía. Mas ésta es tarea

mucho más compleja que la que aquí me propuse.

Madrid, diciembre de 1935, y Roma, marzo de 1936.

[Publicado originalmente en Revista de Occidente 149 (1935) 129-159.

Edición digital preparada por la Fundación Xavier Zubiri]

Notas

El presente estudio obtuvo el Nihil obstat de la censura eclesiástica el

día 4 de octubre de 1943. Fue publicado en español en 1935 en la Revista

de Occidente, En 1936 se me pidió mi autorización para una versión

francesa del mismo en Recherches Philosophiques. Introduje para ello

algunas modificaciones de detalle, especialmente en IV, que fue objeto

de una nueva y más amplia redacción. La traducción francesa fue

sencillamente monstruosa. No se me sometió antes de su publicación, y el

traductor, malentendiendo nuestro idioma, puso en mi pluma frases

absurdas. Conste, pues, mi total desaprobación. El texto español que

sirvió de base es el que ofrezco en estas páginas. Aprovecho también la

coyuntura para desentenderme muy formalmente del uso y hasta del abuso

que de mis modestas páginas se ha hecho. No se olvide que no trato en

ellas sino del problema de Dios, no de Dios mismo. Sería absurdo pensar

que pretendo dar una demostración de la existencia de Dios o

descalificar las que vienen dándose. No se trata sino de fijar la línea

en que tanto la "demostración" como la "aprehensión" mediata" y racional

de Dios puedan producirse; la línea en que también se mueve,

negativamente, el ateísmo.

En realidad, no se ha pasado de distinguir estos tres términos como si

fueran tres estratos humanos; haría falta plantearse el problema de su

radical unidad. No puedo entrar aquí en esta cuestión.

Desde muy antiguo se discute la etimología de este vocablo. Cicerón,

Lactancio y San Agustín oscilan entre el verbo religare y relegere, ser

escrupuloso en los negocios con Dios. La lingüistica moderna no ha

logrado solventar la duda. Por un momento pareció inclinarse a favor de

la segunda explicación. Pero, en definitiva, ha podido verse que resulta

mucho más probable derivar religio de religare. Puede verse, sobre este

punto, Meillet, Ernout y Bienveniste. En todo caso, ninguna etimología

resuelve problemas teológicos. Y es suficiente que la cosa sea

científicamente probable para que, sin precipitación ni frivolidad,

pueda apelarse a ella apuntando a objetivos, no lingüisticos, sino

teológicos.

Claro esta que no está patente "tal como es en sí" (esto sería un

ontologismo singular), sino como "fundamentante". El modo de su patencia

es "estar fundamentando".

Naturalmente, no se olvide que hablo, no de la "realidad" misma de Dios,

sino de su "patencia" en el hombre.

Me interesa subrayar que esta afirmación de que Aristóteles no llega a

un concepto del ser tiene fecha 1935.

Entiendo aquí por ratio algo anterior al concepto: es lo que da pie para

formar el concepto en cuestión. En cierto modo podría, de momento,

tomarse como equivalente de "sentido". Preferiría, sin embargo, llamarle

idea, siempre que se distinga de ella el concepto. El concepto es la

noción que elaboramos al considerar la cosa dentro de una cierta ratio,

sentido o idea.

Me refiero, naturalmente, tan sólo a la mística especulativa, y tan sólo

en el sentido genérico de declarar a Dios allende el ser, dejando de e

lado las palabras mismas de Eckhardt. Aunque la afirmación de Eckhardt

suscitara violenta reacción por parte de algunos teólogos franciscanos,

sin duda por su forma drástica, es lo cierto que tiene viejas raíces en

la historia de la teología. Asi, Mario Victorino, en el siglo iv: "Dios

no es "ser" (ón), sino más bien "ante-ser" (proón)". (P. L. VIII, col.

2, 29 D) e El discutido e inseguro Juan Escoto Eriugena decía: "Al saber

que Dios es incomprensible, no sin razón se le llama la nada por

excelencia." (P. L. CXXII, col. 680 D). Es cierto que Eriugena tiene

tendencias panteístas, pero no es forzoso interpretar esas frases en

sentido peyorativo. El propio Santo Tomás, hablando de Dionisio

Areopagita, nos dice, efectivamente: "Como Dios es causa de todas las

cosas existentes, resulta ser una "nada" (nihil) de las existentes, no

porque le falte ser, sino porque está sobreeminentemente "segregado de

todas las cosas." (Comm. de Divin. Norn. I, L. 3) e Los entrecomillados

son del texto mismo referidos al Areopagita. Véase, además, el texto de

Cayetano, que está en la nota siguiente. No es mi intención entrar en

esta cuestión, sino tan sólo hacer ver que estas ideas manifiestan con

toda claridad el problema a que aludo: la dificultad de aplicar a Dios

el concepto del ser, si no es modificándolo radicalmente; y en esta

dificultad reside justamente todo el problema de la teología

especulativa. Esto es todo. Lo demás que de aquí quiera inferirse queda

a cargo del lector. No es cosa mía.

Así, Cayetano nos dice: "Res divina prior est ente et omnibus

differentiis ejus: est enim super ens et super unum, etc." (Q.39, a. 1,

VII). "La realidad divina es anterior al ente y a todas sus diferencias;

pues está por encima del ente y por encima del uno, etc." El subrayado

es de Cayetano.

Algún teólogo tomista, como Lepidi, ha llegado a afirmar: "El movimiento

de nuestra inteligencia, siempre que entiende y raciocina, comienza por

el conocimiento implícito de Dios y termina en un conocimiento explícito

de Dios." El propio Santo Tomás toca alguna vez a esta dimensión del

problema. "Secundum quod intelligere nihil aliud dicit quam intuitum,

qui nihil aliud est quam praesentia intelligibilis ad intellectum quocum

que modo, sic anima semper intelligit se et Deum, et consequitur quidam

amor indeterminatus". (El subrayado es mío.) En el amor indeterminatus y

en el entendimiento, en cuanto simple intuición, el hombre se halla

vertido a Dios quocumque modo.

Hoy me inclinaría a tratar de otro modo el problema de las consecuencias

"naturales" del pecado original. Distinguiendo, como lo hago en otro

trabajo, las potencias naturales del hombre y las posibilidades con que

cuenta en cada instante, resulta claro que, si aquéllas quedaron

intactas, éstas cambiaron fundamentalmente con el pecado original. El

propio San Pablo, que insiste en que el hombre, naturalmente, puede

siempre conocer a Dios, no dudó en enseñar en el Areópago ateniense que,

a consecuencia del pecado original, quedó el hombre en la situación de

tener que buscar a Dios a tientas, por tanteos. No es esto todo, pero es

esencial. Quede el tema para otra ocasión.

No me quiero hacer ahora cuestión de lo que en el ateísmo, y, en

general, en los actos humanos, pueda haber o no haber de pecado sensu

stricto. Lo que me importa es el triple calificativo de personal,

histórico y original.

Esta idea del pecado histórico me ha venido sugerida por Ortega, que

insiste frecuentemente en que no son necesariamente imputables al

individuo los vicios de su época y de la sociedad.

No soy sospechoso de falta de entusiasmo por la filosofía actual. Estas

mismas líneas son el testimonio más elocuente de ello; algunos de los

supuestos que implican pertenecen formalmente a aquélla: quien conozca

la filosofía de nuestro tiempo podrá identificarlos a primera vista.

Pero creo sinceramente que en la filosofía actual se ha cometido un

lamentable olvido, altamente sintomático: el pasar por alto esta

religación.

 

 

Facilitado pro Fundación Xavier Zubiri (Madrid)