DIEGO SAAVEDRA FAJARDO

 

 

EMPRESA II

 

 

Con el pincel y los colores muestra en todas las cosas su poder el arte.

Con ellos, si no es naturaleza la pintura, es tan semejante a ella, que en

sus obras se engaña la vista, y ha menester valerse del tacto para

reconocellas. No puede dar alma a los cuerpos, pero les da la gracia, los

movimientos y aun los afectos del alma. No tiene bastante materia para

abultallos, pero tiene industria para realzallos.

Si pudieran caber celos en la naturaleza, los tuviera del arte; pero,

benigna y cortés, se vale dél en sus obras, y no pone la última mano en

aquellas que él puede perficionar. Por esto nació desnudo el hombre, sin

idioma particular, rasas las tablas del entendimiento, de la memoria y la

fantasía, para que en ellas pintase la dotrina las imágenes de las artes y

sciencias, y escribiese la educación sus documentos, no sin gran misterio,

previniendo así que la necesidad y el beneficio estrechasen los vínculos

de gratitud y amor entre los hombres, valiéndose unos de otros; porque, si

bien están en el ánimo todas las semillas de las artes y de las sciencias,

están ocultas y enterradas y han menester el cuidado ajeno, que las

cultive y riegue [Omnibus natura fundamenta dedit semenque virtutum, omnes

ad ista omnia nati sumus; cum irritator accessit, tunc illa animi bona

velut sopita excitantur (Sen., epist. 10)]. Esto se debe hacer en la

juventud, tierna y apta a recibir las formas, y tan fácil a percibir las

sciencias, que más parece que las reconoce, acordándose dellas, que las

aprende: argumento de que infería Platón la inmortalidad del alma [Ex hoc

posse cognosci animas inmortales esse, atque divinas quod in pueris

mobilia sunt ingenia et ad percipiendum facilia (Plat. De An.)]. Si

aquella disposición de la edad se pierde, se adelantan los afectos y

graban en la voluntad tan firmemente sus inclinaciones, que no es bastante

después a borrallas la educación. Luego en naciendo lame el oso aquella

confusa masa, y le forma sus miembros. Si la dejara endurecer, no podría

obrar en ella. Advertidos desto los reyes de Persia, daban a sus hijos

maestros que en los primeros siete años de su edad se ocupasen en

organizar bien sus cuerpecillos, y en los otros siete los fortaleciesen

con los ejercicios de la jineta y la esgrima, y después les ponían al lado

cuatro insignes varones: el uno muy sabio, que les enseñase las artes; el

segundo muy moderado y prudente, que corrigiese sus afectos y apetitos; el

tercero muy justo, que los instruyese en la administración de la justicia;

y el cuarto muy valeroso y práctico en las artes de la guerra, que los

industriase en ellas, y les quitase las aprehensiones del miedo con los

estímulos de la gloria.

Esta buena educación es más necesaria en los príncipes que en los demás,

porque son instrumentos de la felicidad política y de la salud pública. En

los demás es perjudicial a cada uno o a pocos la mala educación; en el

príncipe, a él y a todos, porque a unos ofende con ella, y a otros con su

ejemplo. Con la buena educación es el hombre una criatura celestial y

divina, y sin ella el más feroz de todos los animales [Homo rectam nactus

institutionem, divinissimum, mansuetissimumque animal effici solet, si

vero, vel non sufficienter, vel non bene educentur eorum quae terra

progenuit ferocissimum (Plat., lib. 3, De leg; A. Gel., lib. 9, Noct. At,

c. 3)]. ¿Qué será, pues, un príncipe mal educado, y armado con el poder?

Los otros daños de la república suelen durar poco; este lo que dura la

vida del príncipe. Reconociendo esta importancia de la buena educación,

Filipe, rey de Macedonia, escribió a Aristóteles (luego que le nació

Alejandro) que no daba menos gracias a los dioses por el hijo nacido,

cuanto por ser en tiempo que pudiese tener tal maestro. Y no es bien

descuidarse con su buen natural, dejando que obre por sí mismo, porque el

mejor es imperfecto, como lo son casi todas las cosas que han de servir al

hombre: pena del primer error humano, para que todo costase sudor. Apenas

hay árbol que no dé amargo fruto si el cuidado no le trasplanta y legitima

su naturaleza bastarda, casándole con otra rama culta y generosa. La

enseñanza mejora a los buenos, y hace buenos a los malos [Educatio et

institutio commoda bonas naturas inducit, et cursum bonas naturas, si

talem institutionem consequantur, meliores adhuc et praestantiores evadere

scimus (Plat, dial. 4, De leg.)]. Por esto salió tan gran gobernador el

emperador Trajano, porque a su buen natural se le arrimó la industria y

dirección de Plutarco, su maestro. No fuera tan feroz el ánimo del rey don

Pedro el Cruel, si lo hubiera sabido domesticar don Juan Alonso de

Alburquerque, su ayo. Hay en los naturales las diferencias que en los

metales: unos resisten al fuego, otros se deshacen en él y se derraman;

pero todos se rinden al buril o al martillo y se dejan reducir a sutiles

hojas. No hay ingenio tan duro en quien no labre algo el cuidado y el

castigo. Es verdad que alguna vez no basta la enseñanza, como sucedió a

Nerón y al príncipe don Carlos, porque entre la púrpura, como entre los

bosques y las selvas, suelen criarse monstruos humanos al pecho de la

grandeza, que no reconocen la corrección. Fácilmente se pervierte la

juventud con las delicias, la libertad y la lisonja de los palacios, en

los cuales suelen crecer los malos afectos, como en los campos viciosos

las espinas y yerbas inútiles y dañosas; y, si no están bien compuestos y

reformados, lucirá poco el cuidado de la educación, porque son turquesas

que forman al príncipe según ellos son, conservándose de unos, criados en

otros, los vicios o las virtudes, una vez introducidas. Apenas tiene el

príncipe discurso, cuando, o le lisonjean con las desenvolturas de sus

padres y antepasados, o le representan aquellas acciones generosas que

están como vinculadas en las familias. De donde nace el continuarse en

ellas de padres a hijos ciertas costumbres particulares, no tanto por la

fuerza de la sangre, pues ni el tiempo ni la mezcla de los matrimonios las

muda, cuanto por el corriente estilo de los palacios, donde la infancia

las bebe y convierte en naturaleza. Y así, fueron tenidos en Roma por

soberbios los Claudios, por belicosos los Escipiones, y por ambiciosos los

Appios. Y en España están los Guzmanes en opinión de buenos, los Mendozas,

de apacibles; los Manriques, de terribles, y los Toledos, de graves y

severos. Lo mismo sucede en los artífices. Si una vez entra el primor en

un linaje, se continúa en los sucesores, amaestrados con lo que vieron

obrar a sus padres y con lo que dejaron en sus diseños y memorias. Otras

veces la lisonja, mezclada con la ignorancia, alaba en el niño por

virtudes la tacañería, la jactancia, la insolencia, la ira, la venganza y

otros vicios, creyendo que son muestras de un príncipe grande, con que se

ceba en ellos y se olvida de las verdaderas virtudes, sucediéndole lo que

a las mujeres, que, alabadas de briosas y desenvueltas, estudian en sello,

y no en la modestia y honestidad, que son su principal dote. De todos los

vicios conviene tener preservada la infancia. Pero principalmente de

aquellos que inducen torpeza u odio, porque son los que más fácilmente se

imprimen [Cuncta igitur mala, sed ea maxime, quae turpitudinem habent vel

odium pariunt, sunt procul pueris removenda.» (Arist., Pol, lib. 7, c.

17)]. Y así, ni conviene que oiga estas cosas el príncipe, ni se le ha de

permitir que las diga; porque, si las dice, cobrará ánimo para cometellas.

Fácilmente ejecutamos lo que decimos o lo que está próximo a ello [Nam

facile turpia loquendo efficitur ut homines his proxima faciant (Arist.,

Pol., lib. 7, c. 10)].

Por evitar estos daños buscaban los romanos una matrona de su familia, ya

de edad y de graves costumbres, que fuese aya de sus hijos y cuidase de su

educación, en cuya presencia ni se dijese ni hiciese cosa torpe [Coram qua

neque dicere fas erat quol turpe dictu, neque facere quod inhonestum factu

videretur (Quint., dial. De or.)]. Esta severidad miraba a que se

conservase sincero y puro el natural, y abrazase las artes honestas [Quae

disciplina ac severitas eo pertinebat, ut sincera et integra, et nullis

pravitatibus detorta uniuscujusque natura toto statim pectore arriperet

artes honestas (Quint., ibid.)]. Quintiliano se queja de que en su tiempo

se corrompiese este buen estilo, y que, criados los hijos entre los

siervos, hubiesen sus vicios, sin haber quien cuidase (ni aun sus mismos

padres) de lo que se decía y hacía delante dellos [Nec quisquam in tota

domo pensi habet quid coram infante domino aut dicat, aut faciat: quando

etiam ipsi parentes nec probitati, neque modestiae parvulos assuefaciunt.

sed lasciviae et libertati (Quint., ibid.)]. Todo esto sucede hoy en

muchos palacios de príncipes, por lo cual conviene mudar sus estilos y

quitar dellos los criados hechos a sus vicios, substituyendo en su lugar

otros de altivos pensamientos, que enciendan en el pecho del príncipe

espíritus gloriosos [Neque enim auribus jucunda convenit dicere, sed ex

quo aliquid gloriosus fiat (Eurip., in Hippol.)], porque, depravado una

vez el palacio, no se corrige si no se muda, ni quiere príncipe bueno. La

familia de Nerón favorecía para el imperio a Otón, porque era semejante a

él [Prona in eum aula Neronis ut similem (Tac., lib. 1 Hist.)]. Pero, si

aun para esto no tuviere libertad el príncipe, húyase dél, como lo hizo el

rey don Jaime el Primero de Aragón, viéndose tiranizado de los que le

criaban y que le tenían como en prisión [Mar., Hist. Hisp. 1. 12, c. 5];

que no es menos un palacio donde están introducidas las artes de cautivar

el albedrío y voluntad del príncipe, conduciéndole adonde quieren sus

cortesanos, sin que pueda inclinar a una ni a otra parte, como se encamina

al agua por ocultos conductos para solo el uso y beneficio de un campo.

¿Qué importa el buen natural y educación, si el príncipe no ha de ver ni

oír ni entender más de aquello que quieren los que le asisten? ¿Qué mucho

que saliese el rey don Enrique el Cuarto tan remiso y parecido en todos

los demás defectos a su padre el rey don Juan el Segundo, si se crió entre

los mismos aduladores y lisonjeros que destruyeron la reputación del

gobierno pasado? Casi es tan imposible criarse bueno un príncipe en un

palacio malo, como tirar una línea derecha por una regla torcida. No hay

en él pared donde el carbón no pinte o escriba lascivias. No hay eco que

no repita libertades. Cuantos le habitan son como maestros o idea del

príncipe, porque con el largo trato nota en cada uno algo que le puede

dañar o aprovechar; y cuanto más dócil es su natural, más se imprimen en

él las costumbres domésticas. Si el príncipe tiene criados buenos, es

bueno, y malo, si los tiene malos. Como sucedió a Galba, que, si daba en

buenos amigos y libertos sin reprehensión, se gobernaba por ellos, y si en

malos, era culpable su inadvertencia [Amicorum libertórumque ubi in bonos

incidisset, sine reprehensione patiens: si mali forent, usque ad culpam

ignarus (Tac., lib. 1, Hist.)].

No solamente conviene reformar el palacio en las figuras vivas, sino

también en las muertas, que son las estatuas y pinturas; porque, si bien

el buril y el pincel son lenguas mudas, persuaden tanto como las más

facundas. ¿Qué afecto no levanta a lo glorioso la estatua de Alexandro

Magno? ¿A qué lascivia no incitan las transformaciones amorosas de

Júpiter? En tales cosas, más que en las honestas, es ingenioso el arte

(fuerza de nuestra depravada naturaleza), y por primores las trae a los

palacios la estimación, y sirve la torpeza de adorno de las paredes. No ha

de haber en ellos estatua ni pintura que no críe en el pecho del príncipe

gloriosa emulación [Cum autem ne quis talia loquatur prohibetur, satis

intelligitur vetari ne turpes vel picturas vel fabulas spectet (Arist.,

Pol. 7, c. 17)]. Escriba el pincel en los lienzos, el buril en los

bronces, y el cincel en los mármoles los hechos heroicos de sus

antepasados, que lea a todas horas, porque tales estatuas y pinturas son

fragmentos de historia siempre presentes a los ojos.

Corregidos, pues (si fuere posible), los vicios de los palacios, y

conocido bien el natural e inclinaciones del príncipe, procuren el maestro

y ayo encaminallas a lo más heroico y generoso, sembrando en su ánimo tan

ocultas semillas de virtud y de gloria, que, crecidas, se desconozca si

fueron de la naturaleza o del arte. Animen la virtud con el honor, afeen

los vicios con la infamia y descrédito, enciendan la emulación con el

ejemplo. Estos medios obran en todos los naturales, pero en unos más que

en otros. En los generosos, la gloria; en los melancólicos, el deshonor,

en los coléricos. la emulación; en los inconstantes, el temor; y en los

prudentes, el ejemplo, el cual tiene gran fuerza en todos, principalmente

cuando es de los antepasados; porque lo que no pudo obrar la sangre, obra

la emulación; sucediendo a los hijos lo que a los renuevos de los árboles,

que es menester después de nacidos ingerilles un ramo del mismo padre que

los perficione. Injertos son los ejemplos heroicos que en el ánimo de los

descendientes infunden la virtud de sus mayores; en que debe ingeniarse la

industria, para que entrando por todos los sentidos, prendan en él y echen

raíces; porque no solamente se han de proponer al príncipe en las

exhortaciones o reprehensiones ordinarias, sino también en todos los

objetos. La historia le refiera los heroicos hechos de sus antepasados,

cuya gloria, eternizada en la estampa, le incite a la imitación. La música

(delicado filete de oro, que dulcemente gobierna los afectos) le levante

el espíritu, cantándole sus trofeos y vitorias. Recítenle panegíricos de

sus agüelos, que le exhorten y animen a la emulación, y él también los

recite, y haga con sus meninos otras representaciones de sus gloriosas

hazañas, en que se inflame el ánimo; porque la eficacia de la acción se

imprime en él, y se da a entender que es el mismo que representa. Remede

con ellos los actos de rey, fingiendo que da audiencias, que ordena,

castiga y premia; que gobierna escuadrones, expugna ciudades y da

batallas. En tales ensayos se crió Ciro, y con ellos salió gran

gobernador.

Si descubriere el príncipe algunas inclinaciones opuestas a las calidades

que debe tener quien nació para gobernar a otros, es conveniente ponelle

al lado meninos de virtudes opuestas a sus vicios, que los corrijan, como

suele una vara derecha corregir lo torcido de un arbolillo, atándola con

él. Así, pues, al príncipe avaro acompañe un liberal; al tímido, un

animoso; al encogido, un desenvuelto; y al perezoso, un diligente; porque

aquella edad imita lo que ve y oye, y copia en sí las costumbres del

compañero.

La educación de los príncipes no sufre desordenada la reprehensión y el

castigo, porque es especie de desacato. Se acobardan los ánimos con el

rigor, y no conviene que vilmente se rinda a uno quien ha de mandar a

todos. Y como dijo el rey don Alonso [Lib. 8, tit. 7, part. II]: "Los que

de buen lugar vienen, mejor se castigan por palabras, que por feridas: e

más aman por ende aquellos que así lo facen, e más gelo agradescen cuando

han entendimiento". Es un potro la juventud, que con un cabezón duro se

precipita, y fácilmente se deja gobernar de un bocado blando. Fuera de que

en los ánimos generosos queda siempre un oculto aborrecimiento a lo que se

aprendió por temor, y un deseo y apetito de reconocer los vicios que le

prohibieron en la niñez. Los afectos oprimidos (principalmente en quien

nació príncipe) dan en desesperaciones, como en rayos las exhalaciones

constreñidas entre las nubes. Quien indiscreto cierra las puertas a las

inclinaciones naturales, obliga a que se arrojen por las ventanas. Algo se

ha de permitir a la fragilidad humana, llevándola diestramente por las

delicias honestas, a la virtud; arte de que se valieron los que gobernaban

la juventud de Nerón [Quo facilius lubricam Principis aetatem, si virtutem

aspernaretur, voluptatibus concessis, retinerent.» (Tac, lib. 13, Ann.)].

Reprehenda el ayo a solas al príncipe, porque en público le hará más

obstinado, viendo ya descubiertos sus defectos. En los dos versos incluyó

Homero [Homer, lliad., 11] cómo ha de ser enseñado el príncipe, y cómo ha

de obedecer:

At tu recta ei dato consilia, et admone,

Et ei impera: ille autem parabit, saltem in bonum.