DIEGO
SAAVEDRA FAJARDO
EMPRESA
XCVII
Vencido
el león, supo Hércules gozar de la vitoria, vistiéndose de su piel
para
sujetar mejor otros monstruos. Así los despojos de un vencimiento
arman
y dejan más poderoso al vencedor, y así deben los príncipes usar de
las
vitorias, aumentando sus fuerzas con las rendidas, y adelantando la
grandeza
de sus estados con los puestos ocupados. Todos los reinos fueron
pequeños
en sus principios; después crecieron conquistando y manteniendo.
Las
lo mismas causas que justificaron la guerra, justifican la retención.
Despojar
para restituir es imprudente y costosa ligereza. No queda
agradecido
quien recibe hoy lo que ayer le quitaron con sangre. Piensan
los
príncipes comprar la paz con la restitución, y compran la guerra. Lo
que
ocuparon, los hace temidos; lo que restituyen, despreciados,
interpretándose
a flaqueza; y cuando, arrepentidos o provocados, quieren
recobrallo,
hallan insuperables dificultades. Depositó Su Majestad
(creyendo
excusar celos y guerras) la Valtelina en poder de la Sede
Apostólica;
y, ocupándola después los franceses, pusieron en peligro al
estado
de Milán, y en confusión y armas a Italia. Manteniendo lo ocupado,
quedan
castigados los atrevimientos, afirmado el poder, y con prendas para
comprar
la paz cuando la necesidad obligare a ella. El tiempo y la ocasión
enseñarán
al príncipe los casos en que conviene mantener o restituir, para
evitar
mayores inconvenientes y peligros, pesados con la prudencia, no con
la
ambición; cuyo ciego apetito muchas veces por donde pensó ampliar,
disminuye
los estados.
Suelen
los príncipes en la paz deshacerse ligeramente de puestos
importantes,
que después los lloran en la guerra. La necesidad presente
acusa
la liberalidad pasada. Ninguna grandeza se asegure tanto de sí, que
no
piense que lo ha menester todo para su defensa. No se deshace el águila
de
sus garras; y, si se deshiciera, se burlarían della las demás aves;
porque
no la respetan como a reina por su hermosura, que más gallardo es
el
pavón, sino por la fortaleza de sus presas. Más temida y más segura
estaría
hoy en Italia la grandeza de Su Majestad si hubiera conservado el
estado
de Siena, el presidio de Placencia y los demás puestos que ha
dejado
en otras manos. Aun la restitución de un estado no se debe hacer
cuando
es con notable detrimento de otro.
No
es de menos inconvenientes mover una guerra que usar templadamente de
las
armas. Levantallas para señalar solamente los golpes es peligrosa
esgrima.
La espada que desnuda no se vistió de sangre, vuelve vergonzosa a
la
vaina. Si no ofende al enemigo, ofende al honor propio. Es el fuego
instrumento
de la guerra; quien le tuviere suspenso en la mano, se
abrasará
con él. Si no se mantiene el ejército en el país enemigo, consume
el
propio, y se consume en él. El valor se enfría si faltan las ocasiones
en
que ejercitalle y los despojos con que encendelle. Por esto Vócula
alojó
su ejército en tierras del enemigo [Ut praeda ad virtutem
incenderetur
(Tac., lib. 4, Hist.)]. David
salió a recibir a los filisteos
fuera
de su reino [Venit ergo Davit in Baal Pharasim, et percussit eos ibi
(2,
Reg., 5, 20.)], y dentro del suyo acometió a Amasías el rey de Israel
Joás
[Ascenditque Joas, Rex Israel, et viderunt se, ipse et Amasias Rex
Juda
in Bethsames, oppido Judae. Percussusque
est Juda coram Israel (4,
Reg.,
14, 11.)], sabiendo que venía contra él. Los vasallos no pueden
sufrir
la guerra en sus casas, sustentando a amigos y enemigos; crecen los
gastos,
faltan los medios, y se mantienen vivos los peligros. Si esto se
hace
por no irritar más al enemigo y reducille, es imprudente consejo,
porque
no se ha de lisonjear a un enemigo declarado. Lo que se deja de
obrar
con las armas, no se interpreta a benignidad, sino a flaqueza, y,
perdido
el crédito, aun los más poderosos peligran. Costosa fué la
clemencia
de España con el duque de Saboya Carlos. Movió éste la guerra al
duque
de Mantua, Ferdinando, sobre la antigua pretensión del Monferrato;
y,
no juzgando por conveniente el rey Filipe Tercero que decidiese la
espada
el pleito que pendía ante el Emperador, y que la competencia de dos
potentados
turbase la paz de Italia, movió sus armas contra el duque
Carlos
de Saboya, y se puso sobre Asti, no para entrar en aquella plaza
por
fuerza (lo cual fuera fácil), sino para obligar al Duque con la
amenaza
a la paz, como se consiguió. Desta templaza le nacieron mayores
bríos,
y volvió a armarse contra lo capitulado, encendiéndose otra guerra
más
costosa que la pasada. Pusiéronse las armas de Su Majestad sobre la
plaza
de Berceli, y, en habiéndola ocupado, se restituyó; y, como le
salían
al Duque baratos los intentos, se coligó luego en Aviñón con el rey
de
Francia y venecianos, y perturbó tercera vez a Italia. Estas guerras se
hubieran
excusado si en la primera hubiera probado lo que cortaban los
aceros
de España, y que le había costado parte de su estado. El que una
vez
se atrevió a la mayor potencia, no es amigo sino cuando se ve oprimido
y
despojado; así lo dijo Vócula a las legiones amotinadas, animándolas
contra
algunas provincias de Francia que se rebelaban [Nune hostes, quia
molle
servitium: cum spoliati exutique fuerint, amicos fore (Tac., lib. 4,
Hist.)].
Los príncipes no son temidos y respetados por lo que pueden
ofender,
sino por lo que saben ofender. Nadie se atreve al que es
atrevido.
Casi todas las guerras se fundan en el descuido o poco valor de
aquél
contra quien se mueven. Poco peligra quien levanta las armas contra
un
príncipe muy deseoso de la paz, porque en cualquier mal suceso la
hallará
en él. Por esto parece conveniente que en Italia se muden las
máximas
de España de imprimir en los ánimos que Su Majestad desea la paz y
quietud
pública, y que la comprará a cualquier precio. Bien es que
conozcan
los potentados que Su Majestad mantendrá siempre con ellos buena
amistad
y correspondencia; que interpondrá por su conservación y defensa
sus
armas, y que no habrá diligencia que no haga por el sosiego de
aquellas
provincias; pero es conveniente que entiendan también que, si
alguno
injustamente se opusiere a su grandeza y se conjurare contra ella,
obligándole
a los daños y gastos de la guerra, los recompensará con sus
despojos,
quedándose con los que ocupare. ¿Qué tribunal de justicia no
condena
en costas al que litiga sin razón? ¿Quién no probará su espada en
el
poderoso si lo puede hacer a su salvo? Alcanzada una vitoria, se deben
repartir
los despojos entre sus soldados, honrando con demostraciones
particulares
a los que se señalaron en la batalla, para que, premiado el
valor,
se anime a mayores empresas y sea ejemplo a los demás. Con este fin
los
romanos inventaron diversas coronas, collares, ovaciones y triunfos. A
Saúl,
después de vencidos los amalecitas, se levantó un arco triunfal [Et
erexisset
sibi fornicem triumphalem (1, Reg., 15, 25.)]. No
solamente se
han
de hacer estos honores a los vivos, sino también a los que
generosamente
murieron en la batalla, y a sus sucesores, pues con sus
vidas
compraron la vitoria. Los servicios grandes hechos a la república no
se
pueden premiar si no es con una memoria eterna, como se premiaron los
de
Jonatás, fabricándole un sepulcro que duró al par de los siglos [Et
statuit
septem pyramidas, unam contra unam patri et matri et quatuor
fratribus:
et his circumposuit columnas magnas; et super columnas arma ad
memoriam
aeternam: et juxta arma naves sculptas, quae viderentur ab
omnibus
navigantibus mare. Hoc est sepulchrum, quod fecit in Modin, usque
in
hunc diem (1, Mach., 13, 28)]. El
ánimo, reconociéndose inmortal,
desprecia
los peligros porque también sea inmortal la memoria de sus
hechos.
Por estas consideraciones ponían antiguamente los españoles tantos
obeliscos
alrededor de los sepulcros cuantos enemigos habían muerto [Et
apud
Hispanos, bellicosam gentem, obelisci circum cujusque tumulum tot
numero
erigebantur, quot hostes interemisset (Arist., lib. 7, Pol., c.
2)].
Siendo
Dios árbitro de las victorias, dél las debemos reconocer, y
obligalle
para otras, no solamente con las gracias y sacrificios, sino
también
con los despojos y ofrendas, como hicieron los israelitas después
de
quitado el cerco de Betulia roto a los asirios [Omnis populus post
victoriam
venit in Jerusalem adorare Dominum: et mox ut purificati sunt,
obtulerunt
omnes holocausta, et vota, et repromissiones suas (Judich, 16,
22)];
y como hizo Josué después de la vitoria de los haitas ofreciéndole
hostias
pacíficas [Et offeres super eo holocausta Domino Deo tuo et inmola
bis
hostias pacificas (Deut., 27, 6)], en que fueron muy liberales los
reyes
de España, cuya piedad remuneró Dios con la presente
monarquía.