ALEJANDRO
DUMAS
EL
TULIPÁN NEGRO
I
UN
PUEBLO AGRADECIDO
El
20 de agosto de 1672, la ciudad de La Haya, tan animada, tan blanca, tan
coquetona que se diría que
todos
los días son domingo, la ciudad de La Haya con su parque umbroso, con sus
grandes árboles
inclinados
sobre sus casas góticas, con los extensos espejos de sus canales en los que se
reflejan sus
campanarios
de cúpulas casi orientales; la ciudad de La Haya, la capital de las siete
Provincias Unidas,
llenaba
todas sus calles con una oleada negra y roja de ciudadanos apresurados,
jadeantes, inquietos, que
corrían,
cuchillo al cinto, mosquete al hombro o garrote en mano, hacia la Buytenhoff,
formidable prisión
de
la que aún se conservan hoy día las ventanas enrejadas y donde, desde la
acusación de asesinato
formulada
contra él por el cirujano Tyckelaer, languidecía Corneille de Witt, hermano del
ex gran pen-
sionario
de Holanda.
Si
la historia de ese tiempo, y sobre todo de este año en medio del cual comenzamos
nuestro relato, no
estuviera
ligada de una forma indisoluble a los dos nombres que acabamos de citar, las
pocas líneas
explicativas
que siguen podrían parecer un episodio; pero anticipamos enseguida al lector, a
ese viejo
amigo
a quien prometemos siempre el placer en nuestra primera página, y con el cual
cumplimos bien que
mal
en las páginas siguientes; anticipamos, decimos, a nuestro lector, que esta
explicación es tan
indispensable
a la claridad de nuestra historia como al entendimiento del gran acontecimiento
político en la
cual
se enmarca.
Corneille
o Cornelius de Witt, Ruart de Pulten, es decir, inspector de diques de este
país, ex
burgomaestre
de Dordrecht, su ciudad natal, y diputado por los Estados de Holanda, tenía
cuarenta y nueve
años
cuando el pueblo holandés, cansado de la república, tal como la entendía Jean de
Witt, gran
pensionario
de Holanda, se encariñó, con un amor violento, del estatuderato que el edicto
perpetuo
impuesto
por Jean de Witt en las Provincias Unidas había abolido en Holanda para siempre
jamás.
Si
raro resulta que, en sus evoluciones caprichosas, la imaginación pública no vea
a un hombre detrás de
un
príncipe, así detrás de la república el pueblo veía a las dos figuras severas de
los hermanos De Witt,
aquellos
romanos de Holanda, desdeñosos de halagar el gusto nacional, y amigos
inflexibles de una libertad
sin
licencia y de una prosperidad sin redundancias, de la misma manera que detrás
del estatuderato veía la
frente
inclinada, grave y reflexiva del joven Guillermo de Orange, al que sus
contemporáneos bautizaron
con
el nombre de El Taciturno, adoptado para la posteridad.
Los
dos De Witt trataban con miramiento a Luis XIV, del que sentían crecer el
ascendiente moral sobre
toda
Europa, y del que acababan de sentir el ascendiente material sobre Holanda por
el éxito de aquella
campaña
maravillosa del Rin, ilustrada por ese héroe de romance que se llamaba conde De
Guiche, y
cantada
por Boileau, campaña que en tres meses acababa de abatir el poderío de las
Provincias Unidas.
Luis
XIV era desde hacía tiempo enemigo de los holandeses, que le insultaban y
ridiculizaban cuanto
podían,
casi siempre, en verdad, por boca de los franceses refugiados en Holanda. El
orgullo nacional hacía
de
él el Mitrídates de la república. Existía, pues, contra los De Witt la doble
animadversión que resulta de
una
enérgica resistencia seguida por un poder luchando contra el gusto de la nación,
y de la fatiga natural a
todos
los pueblos vencidos, cuando esperan que otro jefe pueda salvarlos de la ruina y
de la vergüenza.
Ese
otro jefe, dispuesto a aparecer, dispuesto a medirse contra Luis XIV, por
gigantesca que pareciera ser
su
fortuna futura, era Guillermo, príncipe de Orange, hijo de Guillermo II, y
nieto, por parte de Henriette
Stuart,
del rey Carlos I de Inglaterra, ese niño taciturno, del que ya hemos dicho que
se veía aparecer su
sombra
detrás del estatuderato.
Ese
joven tenía veintidós años en 1672. Jean de Witt había sido su preceptor y lo
había educado con el
fin
de hacer de este antiguo príncipe un buen ciudadano. En su amor por la patria
que lo había llevado por
encima
del amor por su alumno, por un edicto perpetuo, le había quitado la esperanza
del estatuderato. Pero
Dios
se había reído de esta pretensión de los hombres, que hacen y deshacen las
potencias de la Tierra sin
consultar
con el Rey del cielo; y por el capricho de los holandeses y el terror que
inspiraba Luis XIV,
acababa
de cambiar la política del gran pensionario y de abolir el edicto perpetuo
restableciendo el
estatuderato
en Guillermo de Orange, sobre el que tenía sus designios, ocultos todavía en las
misteriosas
profundidades
del porvenir.
El
gran pensionario se inclinó ante la voluntad de sus conciudadanos; pero
Corneille de Witt fue más re-
calcitrante,
y a pesar de las amenazas de muerte de la plebe orangista que le sitiaba en su
casa de
Dordrecht,
rehusó firmar el acta que restablecía el estatuderato.
Bajo
las súplicas de su llorosa mujer, firmó al fin, añadiendo solamente a su nombre
estas dos letras: V.
C.
(Vi coactus), lo que quería decir: «Obligado por la
fuerza.»
Por
un verdadero milagro, aquel día escapó a los golpes de sus
enemigos.
En
cuanto a Jean de Witt, su adhesión, más rápida y más fácil a la voluntad de sus
conciudadanos apenas
le
fue más provechosa. Pocos días después resultó víctima de una tentativa de
asesinato. Cosido a
cuchilladas,
poco faltó para que muriera de sus heridas.
No
era aquello lo que necesitaban los orangistas. La vida de los dos hermanos era
un eterno obstáculo
para
sus proyectos; cambiaron, pues, momentáneamente, de táctica, libres, en un
momentó dado, para
coronar
la segunda con la primera, a intentaron consumar, con ayuda de la calumnia, lo
que no habían
podido
ejecutar con el puñal.
Resulta
bastante raro que, en un momento dado, se encuentre, bajo la mano de Dios, un
gran hombre para
ejecutar
una gran acción, y por eso, cuando se produce por casualidad esta combinación
providencial, la
Historia
registra en el mismo instante el nombre de ese hombre elegido, y lo recomienda a
la posteridad.
Pero
cuando el diablo se mezcla en los asuntos humanos para arruinar una existencia o
trastornar un Im-
perio,
es muy extraño que no se halle inmediatamente a su alcance algún miserable al
que no hay más que
soplarle
una palabra al oído para que se ponga seguidamente a la
tarea.
Ese
miserable, que en esta circunstancia se encontró dispuesto para ser el agente
del espíritu malvado, se
llamaba,
como creemos haber dicho ya, Tyckelaer, y era cirujano de
profesión.
Declaró
que Corneille de Witt, desesperado, como había demostrado además por su
apostilla, de la dero-
gación
del edicto perpetuo, a inflamado de odio contra Guillermo de Orange, había
encargado a un asesino
que
librase a la república del nuevo estatúder, y que ese asesino era él, Tyckelaer,
quien, atormentado por
los
remordimientos ante la sola idea de la acción que se le pedía, había preferido
revelar el crimen que
cometerlo.
Pueden
imaginarse la explosión que se originó entre los orangistas ante la noticia de
este complot. El
procurador
fiscal hizo arrestar a Corneille en su casa, el 16 de agosto de 1672; el Ruart
de Pulten, el noble
hermano
de Jean de Witt, sufrió en una sala de la Buytenhoff la tortura preparatoria
destinada a arrancarle,
como
a los más viles criminales, la confesión de su pretendido complot contra
Guillermo.
Pero
Corneille tenía no solamente un gran talento, sino también un gran corazón.
Pertenecía a la gran fa-
milia
de mártires que, teniendo la fe política, como sus antepasados tenían la fe
religiosa, sonríen en los
tormentos,
y, durante la tortura, recitó con voz firme y espaciando los versos según su
metro, la primera
estrofa
de Justum et tenacem de Horacio, no confesó nada, y agotó no solamente la fuerza
sino también el
fanatismo
de sus verdugos.
No
por ello los jueces exoneraron menos a Tyckelaer de toda acusación, ni dejaron
de pronunciar contra
Corneille
una sentencia que le degradaba de todos sus cargos y dignidades, condenándole a
las costas del
juicio
y desterrándole a perpetuidad del territorio de la
república.
Ya
era algo para la satisfacción del pueblo, a los intereses del cual se había
dedicado constantemente
Corneille
de Witt, ese arresto realizado no solamente contra un inocente, sino también
contra un gran
ciudadano.
Sin embargo, como se verá, esto no fue bastante.
Los
atenienses, que han dejado una hermosa reputación de ingratitud, cedían en este
punto ante los
holandeses.
Aquéllos se contentaron con desterrar a Arístides.
Jean
de Witt, a los primeros rumores-de la acusación formulada contra su hermano,
había dimitido de su
cargo
de gran pensionario. Así era dignamente recompensado por su devoción al país. Se
llevaba a su vida
privada
sus disgustos y sus heridas, únicos beneficios que consiguen en general las
personas honradas
culpables
de laborar por su patria olvidándose de ellas mismas.
Durante
este tiempo, Guillermo de Orange esperaba, no sin apresurar los acontecimientos
por todos los
medios
en su poder, a que el pueblo del que era ídolo le construyera con los cuerpos de
los dos hermanos
los
dos peldaños que le hacían falta para alcanzar la silla del
estatuderato.
Ahora
bien, el 29 de agosto de 1672, como hemos dicho al comenzar este capítulo, toda
la ciudad corría
hacia
la Buytenhoff para asistir a la salida de Corneille de Witt de la prisión,
partiendo para el exilio, y ver
qué
señales había dejado la tortura sobre el cuerpo de ese hombre que conocía tan
bien a Horacio.
Apresurémonos
a añadir que toda aquella multitud que se dirigía hacia la Buytenhoff no acudía
solamente
con esta inocente intención de asistir a un espectáculo, sino que muchos, en sus
filas, tenían que
representar
un papel, o más bien completar un trabajo que creían había sido mal
realizado.
Nos
referimos al trabajo del verdugo.
Había
otros, en verdad, que acudían con intenciones menos hostiles. Para ellos se
trataba solamente de
ese
espectáculo, siempre atrayente para la multitud, con el que se halaga el
instintivo orgullo de ver
arrastrándose
por el polvo al que ha estado mucho tiempo de pie.
Ese
Corneille de Witt, ese hombre sin miedo, se decían, ¿no estaba encerrado,
debilitado por la tortura?
¿No
iban a verlo, pálido, sangrante, avergonzado? ¿No era un hermoso triunfo para
esta burguesía, más
envidiosa
todavía que el pueblo, y del que todo buen ciudadano de La Haya debía tomar
parte?
Y
además, se decían los agitadores orangistas hábilmente mezclados en aquel gentío
al que esperaban
manejar
como un instrumento decisivo y contundente a la vez, ¿no se encontrará, desde la
Buytenhoff a la
puerta
de la ciudad, una ocasión para lanzar un poco de barro, incluso algunas piedras,
a ese Ruart de
Pulten,
que no solamente no ha dado el estatuderato al príncipe de Orange más que vi
coactus, sino que
todavía
ha querido hacerlo asesinar?
Sin
contar, añadían los feroces enemigos de Francia, que, si se hacían las cosas
bien y se mostraban
valientes
en La Haya, no dejarían siquiera partir para el exilio a Corneille de Witt,
quien, una vez libre,
tramaría
todas sus intrigas con Francia y viviría del oro del marqués de Louvois con su
perverso hermano
Jean.
En
semejantes disposiciones, como es de prever, los espectadores corren más que
caminan. Por ello, los
habitantes
de La Haya corrían tan deprisa hacia la Buytenhoff.
En
medio de los que más se apresuraban, lo hacía, con rabia en el corazón y sin
proyectos en la mente, el
honrado
Tyckelaer, jaleado por los orangistas como un héroe de probidad, de honor
nacional y de caridad
cristiana.
Este
valiente facineroso contaba, embelleciéndolas con todas las flores de su alma y
todos los recursos de
su
imaginación, las tentativas que Corneille de Witt había hecho contra su virtud,
las sumas que le había
prometido
y la infernal maquinación preparada de antemano para allanarle a él, a
Tyckelaer, todas las
dificultades
del asesinato.
Y
cada frase de su discurso, ávidamente recogida por el populacho, levantaba
rugidos de entusiástico
amor
por el príncipe Guillermo, y alaridos de ciega ira contra los hermanos De
Witt.
El
populacho se dedicaba a maldecir a aquellos inicuos jueces que con el arresto
dejaban escapar sano y
salvo
a un abominable criminal como era ese malvado Corneille.
Y
algunos instigadores repetían en voz baja:
-¡Va
a partir! ¡Se nos va a escapar!
A
lo que otros respondían:
-Un
barco le espera en Schweningen, un barco francés. Tyckelaer lo ha
visto.
-¡Valiente
Tyckelaer! ¡Honrado Tyckelaer! -gritaba la muchedumbre a
coro.
-Sin
contar -decía una voz- con que durante esta huida de Corneille, Jean, que no es
menos traidor que su
hermano,
se salvará también.
-Y
los dos bribones se comerán en Francia nuestro dinero, el dinero de nuestros
barcos, de nuestros
arsenales,
de nuestras fábricas vendidas a Luis XIV.
-¡Impidámosles
partir! -gritaba la voz de un patriota más avanzado que los
otros.
-¡A
la prisión! ¡A la prisión! -repetía el coro.
Y
con estos gritos, los ciudadanos corrían más, los mosquetes se cargaban, las
hachas relucían y los ojos
brillaban.
Sin
embargo, no se había cometido todavía ninguna violencia, y la línea de jinetes
que guardaba los acce-
sos
a la Buytenhoff permanecía fría, impasible, silenciosa, más amenazadora por su
flema que toda aquella
horda
burguesa lo era por sus gritos, su agitación y sus amenazas; inmóvil bajo la
mirada de su jefe, capitán
de
caballería de La Haya, el cual sostenía la espada fuera de su vaina, pero baja y
con la punta en el ángulo
de
su estribo.
Esta
tropa, único escudo que defendía la prisión, contenía, con su actitud, no
solamente a las masas po-
pulares
desordenadas y ardientes, sino también al destacamento de la guardia burguesa
que, colocada
enfrente
a la Buytenhoff para mantener el orden, juntamente con la tropa, daba el ejemplo
a los
perturbadores
con sus gritos sedicentes:
-¡Viva
Orange! ¡Abajo los traidores!
La
presencia de Tilly y de sus jinetes era, ciertamente, un freno saludable para
todos aquellos soldados
burgueses;
mas, poco después, se exaltaron con sus propios gritos y como no comprendían que
se puede
tener
valor sin gritar, imputaron a la timidez el silencio de los jinetes y dieron un
paso hacia la prisión
arrastrando
tras de sí a toda la turba popular.
Pero
entonces, el conde De Tilly avanzó solo ante ellos, levantando únicamente su
espada a la vez que
fruncía
las cejas.
-¡Eh,
señores de la guardia burguesa! -les increpó-. ¿Por qué camináis, y qué
deseáis?
Los
burgueses agitaron sus mosquetes repitiendo:
-¡Viva
Orange! ¡Muerte a los traidores!
-¡Viva
Orange, sea! -dijo el señor De Tilly-. Aunque yo prefiero los rostros alegres a
los desagradables.
¡Muerte
a los traidores! Si así lo queréis y mientras no lo queráis más que con gritos,
gritad tanto como
gustéis:
¡Muerte a los traidores! Pero en cuanto a matarlos efectivamente, estoy aquí
para impedirlo, y lo
impediré
-y volviéndose hacia sus soldados, gritó-: ¡Arriba las armas,
soldados!
Los
soldados de De Tilly obedecieron al mandato con una tranquila precisión que hizo
retroceder in-
mediatamente
a los burgueses y al pueblo, no sin una confusión que hizo sonreír con desdén al
oficial de
caballería.
-¡Vaya,
vaya!-exclamó con ese tono burlón de los que pertenecen a la carrera de las
armas-. Tranquili-
zaos,
burgueses; mis soldados no se batirán, mas por vuestra parte no deis un paso
hacia la prisión.
-¿Sabéis,
señor oficial, que nosotros tenemos mosquetes? -replicó furioso el comandante de
los
burgueses.
-Ya
lo veo, pardiez, que tenéis mosquetes -dijo De Tilly-. Me los estáis pasando por
delante de los ojos;
pero
observad también por vuestra parte que nosotros tenemos pistolas, que la pistola
alcanza admira-
blemente
a cincuenta pasos, y que vos no estáis más que a
veinticinco.
-¡Muerte
a los traidores! -gritó la compañía de los burgueses
exasperada.
-¡Bah!
Siempre decís lo mismo -gruñó el oficial-. ¡Resulta
fatigante!
Y
recuperó su puesto a la cabeza de la tropa mientras el tumulto iba en aumento
alrededor de la Buyten-
hoff.
Y,
sin embargo, el pueblo enardecido no sabía que en el mismo momento en que
rastreaba la sangre de
una
de sus víctimas, la otra, como si tuviera prisa por adelantarse a su suerte,
pasaba a cien pasos de la
plaza
por detrás de los grupos y de los jinetes, dirigiéndose a la
Buytenhoff.
En
efecto, Jean de Witt acababa de descender de la carroza con un criado y
atravesaba tranquilamente a
pie
el patio principal que precede a la prisión.
Llamó
al portero, al que además conocía, diciendo:
-Buenos
días, Gryphus, vengo a buscar a mi hermano Corneille de Witt para llevármelo
fuera de la ciu-
dad,
condenado, como tú sabes, al destierro.
Y
el portero, especie de oso dedicado a abrir y cerrar la puerta de la prisión, lo
había saludado y dejado
entrar
en el edificio, cuyas puertas se habían cerrado tras él.
A
diez pasos de allí, se había encontrado con una bella joven de diecisiete o
dieciocho años, vestida de
frisona,
que le había hecho una encantadora reverencia; y él le había dicho pasándole la
mano por la
barbilla:
-Buenos
días, buena y hermosa Rosa, ¿cómo está mi hermano?
-¡Oh,
Mynheer Jean! -había respondido la joven-. No es por el daño que le han causado
por lo que temo
por
él: el mal que le han hecho ya ha pasado.
-¿Qué
temes entonces, bella niña?
-Temo
el daño que le quieren causar Mynheer Jean.
-¡Ah,
sí! -dijo De Witt-. El pueblo, ¿verdad?
-¿Lo
oís?
-Está,
en efecto, muy alborotado; pero cuando nos vea, como nunca le hemos hecho más
que bien, tal vez
se
calme.
-Ésta
no es, desgraciadamente, una razón -murmuró la joven alejándose para obedecer
una señal impe-
rativa
que le había hecho su padre.
-No,
hija mía, no; lo que dices es verdad -luego, continuando su camino, murmuró-: He
aquí una chi-
quilla
que probablemente no sabe leer y que por consiguiente no ha leído nada, y que
acaba de resumir la
historia
del mundo en una sola palabra.
Y,
siempre tan tranquilo, pero más melancólico que al entrar, el ex gran
pensionario siguió caminando
hacia
la celda de su hermano.
II
LOS
DOS HERMANOS
Como
había dicho la bella Rosa en una duda llena de presentimientos, mientras Jean de
Witt subía la
escalera
de piedra que conducía a la prisión de su hermano Corneille, los burgueses
hacían cuanto podían
por
alejar la tropa de De Tilly que les molestaba.
Lo
cual, visto por el pueblo, que apreciaba las buenas intenciones de su milicia,
se desgañitaba gritando:
-¡Vivan
los burgueses!
En
cuanto al señor De Tilly, tan prudente como firme, parlamentaba con aquella
compañía burguesa ante
las
pistolas dispuestas de su escuadrón, explicándoles de la mejor manera posible
que la consigna dada por
los
Estados le ordenaba guardar con tres compañías de soldados la plaza de la
prisión y sus alrededores.
-¿Por
qué esa orden? ¿Por qué guardar la prisión? -gritaban los
orangistas.
-¡Ah!
-respondió el señor De Tilly-. Me preguntáis algo que no puedo contestar. Me han
dicho:
«Guardad»;
y guardo. Vosotros, que sois casi militares, señores, debéis saber que una
consigna no se
discute.
-¡Pero
os han dado esta orden para que los traidores puedan salir de la
ciudad!
-Podría
ser, ya que los traidores han sido condenados al destierro -respondió De
Tilly.
-Pero
¿quién ha dado esta orden?
-¡Los
Estados, pardiez!
-Los
Estados nos traicionan.
-En
cuanto a eso, yo no sé nada.
-Y
vos mismo nos traicionáis.
-¿Yo?
-Sí,
vos.
-¡Ah,
ya! Entendámonos, señores burgueses; ¿a quién traicionaría? ¡A los Estados! Yo
no puedo traicio-
narlos,
ya que siendo su soldado, ejecuto fielmente su consigna.
Y
en esto, como el conde tenía tanta razón que resultaba imposible discutir su
respuesta, redoblaron los
clamores
y amenazas; clamores y amenazas espantosas, a las que el conde respondía con
toda la educación
posible.
-Pero,
señores burgueses, por favor, desarmad los mosquetes; puede dispararse uno por
accidente, y si el
tiro
hiere a uno de mis jinetes, os derribaremos doscientos hombres por tierra, lo
que lamentaríamos
mucho;
pero vosotros mucho más, ya que eso no entra en vuestras intenciones ni en las
mías.
-Si
tal hicierais -gritaron los burgueses-, a nuestra vez abriríamos fuego sobre
vosotros.
-Sí,
pero aunque al hacer fuego sobre nosotros nos matarais a todos desde el primero
al último, aquéllos a
quienes
nosotros hubiéramos matado, no estarían por ello menos
muertos.
-Cedednos,
pues, la plaza, y ejecutaréis un acto de buen ciudadano.
-En
primer lugar, yo no soy un ciudadano -dijo De Tilly-, soy un oficial, lo cual es
muy diferente; y
además,
no soy holandés, sino francés, lo cual es más diferente todavía. No conozco,
pues, más que a los
Estados
que me pagan; traedme de parte de los Estados la orden de ceder la plaza y daré
media vuelta al
instante,
contando con que me aburro enormemente aquí.
-¡Sí,
sí! -gritaron cien voces que se multiplicaron al instante por quinientas más-.
¡Vamos al Ayun-
tamiento!
¡Vamos a buscar a los diputados! Vamos, vamos!
-Eso
es -murmuró De Tilly mirando alejarse a los más furiosos-. Id a buscar una
cobardía al Ayuntamien-
to
y veamos si os la conceden; id, amigos míos, id.
El
digno oficial contaba con el honor de los magistrados, los cuales a su vez
contaban con su honor de
soldado.
-Estará
bien, capitán -dijo al oído del conde su primer teniente-, que los diputados
rehúsen a esos
energúmenos
lo que les pidan; pero que nos enviaran a nosotros algún refuerzo, no nos haría
ningún mal,
creo
yo.
Mientras
tanto, Jean de Witt, al que hemos dejado subiendo la escalera de piedra después
de su conversa-
ción
con el carcelero Gryphus y su hija Rosa, había llegado a la puerta de la celda
donde yacía sobre un
colchón
su hermano Corneille, al que el fiscal había hecho aplicar, como hemos dicho, la
tortura
preparatoria.
La
sentencia del destierro había hecho inútil la aplicación de la tortura
extraordinaria.
Corneille,
echado sobre su lecho, con las muñecas dislocadas y los dedos rotos, no habiendo
confesado
nada
de un crimen que no había cometido, acabó por respirar al fin, después de tres
días de sufrimientos, al
saber
que los jueces de los que esperaba la muerte, habían tenido a bien no condenarlo
más que al destierro.
Cuerpo
enérgico, alma invencible, hubiera decepcionado a sus enemigos si éstos hubiesen
podido, en las
profundidades
sombrías de la celda de la Buytenhoff, ver brillar sobre su pálido rostro la
sonrisa del mártir
que
olvida el fango de la Tierra después de haber entrevisto los maravillosos
esplendores del Cielo.
El
Ruart había recuperado todas sus fuerzas, más por el poder de su voluntad que
por una asistencia real,
y
calculaba cuánto tiempo todavía le retendrían en prisión las formalidades de la
justicia.
Precisamente
en aquel momento los clamores de la milicia burguesa mezclados a los del pueblo,
se
elevaban
contra los dos hermanos y amenazaban al capitán De Tilly, que les servía de
escudo. Este
alboroto,
que venía a romperse como una marea ascendente al pie de las murallas de la
prisión, llegó hasta
el
prisionero.
Mas,
por amenazante que fuera ese rumor, Corneille despreció informarse ni se tomó el
trabajo de levan-
tarse
para mirar por la ventana estrecha y enrejada que dejaba entrar la luz y los
murmullos de fuera.
Estaba
tan embotado por la continuidad de su mal, que ese mal se había convertido casi
en una
costumbre.
Finalmente, sentía con tanta delicia a su alma y a su razón tan cerca de
desprenderse de los
estorbos
corporales, que le parecía ya que esta alma y esta razón escapadas a la materia,
planeaban por
encima
de ella como flota por encima de un hogar casi apagado la llama que lo abandona
para subir al
cielo.
Pensaba
también en su hermano.
Probablemente,
era que su proximidad, por los misterios desconocidos que el magnetismo ha
descubierto
después,
se hacía sentir también. En el mismo momento en que Jean se hallaba tan presente
en el
pensamiento
de Corneille, que casi murmuraba su nombre, la puerta se abrió; Jean entró, y
con paso
apresurado
se acercó al lecho de su hermano, el cual tendió sus brazos martirizados y sus
manos envueltas
en
vendas hacia aquel glorioso hermano al que había conseguido sobrepasar, no por
los servicios prestados
al
país, sino por el odio que le profesaban los holandeses.
Jean
besó tiernamente a su hermano en la frente y depositó suavemente sobre el
colchón sus manos en-
fermas.
-Corneille,
mi pobre hermano -dijo-, sufrís mucho, ¿verdad?
-No
sufro ya, hermano mío, porque os veo.
-¡Oh,
mi pobre, querido Corneille! Entonces, en su defecto, soy yo el que sufre por
veros así, os lo ase-
guro.
-Por
eso he pensado más en vos que en mí mismo, y mientras me torturaban, no pensé en
lamentarme
más
que una vez para decir: «¡Pobre hermano!» Pero ya que estáis aquí, olvidémoslo
todo. Venís a
buscarme,
¿verdad?
-Sí.
-Estoy
curado; ayudadme a levantar, hermano mío, y veréis cómo camino
bien.
-No
tendréis que caminar mucho tiempo, hermano mío, porque tengo mi carroza en el
vivero, detrás de
los
jinetes de De Tilly.
-¿Los
jinetes de De Tilly? ¿Por qué están en el vivero?
-¡Ah!
Es que se supone -dijo el ex gran pensionario con esa sonrisa de fisonomía
triste que le era ha-
bitual-
que las gentes de La Haya desearán vernos partir, y se teme algún
tumulto.
-¿Un
tumulto? -repitió Corneille clavando su mirada en su turbado hermano-. ¿Un
tumulto?
-Sí,
Corneille.
-Entonces,
esto es lo que oía hace un momento -dijo el prisionero como hablándose a sí
mismo. Luego,
volviéndose
hacia su hermano-: Hay mucha gente en la Buytenhoff, ¿no es verdad?
-pregunté.
-Sí,
hermano mío.
-Pero
entonces, para venir aquí...
-¿Y
bien?
-¿Cómo
os han dejado pasar?
-Sabéis
bien que no somos muy queridos, Corneille -explicó el ex gran pensionario con
melancólica
amargura-.
He venido por las calles apartadas.
-¿Os
habéis ocultado, Jean?
-Tenía
el deseo de llegar hasta vos sin pérdida de tiempo, y he hecho lo que se hace en
política y en el
mar
cuando se tiene el viento de cara: he bordeado.
En
ese momento, el ruido ascendió más furioso de la plaza a la prisión. De Tilly
dialogaba con la guardia
burguesa.
-¡Oh!
¡Oh! -exclamó Corneille-. Sois realmente un gran piloto, Jean; pero no sé si
sacaréis a vuestro
hermano
de la Buytenhoff, con esta marejada y con las rompientes populares, tan
felizmente como
condujisteis
la flota de Tromp a Amberes, en medio de los bajos fondos del
Escalda.
-Con
la ayuda de Dios, Corneille, trataremos de hacerlo, por lo menos -respondió
Jean-. Mas, primero,
una
palabra.
-Decid.
Los
clamores ascendieron de nuevo.
-¡Oh!
¡Oh! -continuó Corneille-. ¡Qué encolerizada está esa gente! ¿Es contra vos? ¿Es
en contra mía?
-Creo
que es contra los dos, Corneille. Os decía, pues, hermano mío, que lo que los
orangistas nos repro-
chan
en medio de sus burdas calumnias, es el haber negociado con
Francia.
-Sí,
nos lo reprochan.
-¡Los
necios!
-Pero
si esas negociaciones hubieran tenido éxito, nos habrían evitado las derrotas de
Rees, de Orsay, de
Veel
y de Rhemberg; les hubieran impedido el paso del Rin, y Holanda podría creerse
todavía invencible
en
medio de sus pantanos y de sus canales.
-Todo
eso es verdad, hermano mío, pero lo que es una verdad más absoluta todavía es
que si se hallara en
este
momento nuestra correspondencia con el señor De Louvois, por buen piloto que yo
fuera, no podría
salvar
el frágil esquife que va a llevar a los De Witt y su fortuna fuera de Holanda.
Esta correspondencia,
que
probaría a esas honradas gentes cuánto amo a mi país y qué sacrificios ofrecía
realizar personalmente
por
su libertad, por su gloria, nos perdería ante los orangistas, nuestros
vencedores. Así pues, querido
Corneille,
me gustaría saber que la habéis quemado antes de abandonar Dordrecht para venir
a buscarme a
La
Haya.
-Hermano
mío -respondió Corneille-, vuestra correspondencia con el señor De Louvois
prueba que vos
habéis
sido en los últimos tiempos el más grande, el más generoso y el más hábil
ciudadano de las siete
Provincias
Unidas. Amo la gloria de mi país; amo sobre todo vuestra gloria, hermano mío, y
me he
guardado
mucho de quemar esa correspondencia.
-Entonces
estamos perdidos para esta vida terrenal -comentó tranquilamente el ex gran
pensionario acer-
cándose
a la ventana.
-No,
muy al contrario, Jean, y obtendremos a la vez la salvación del cuerpo y la
resurrección de la popu-
laridad.
-¿Qué
habéis hecho, pues, con esas cartas?
-Se
las he confiado a Cornelius van Baerle, mi ahijado, al que vos conocéis y que
vive en Dordrecht.
-¡Oh!
¡Pobre muchacho, ese querido a inocente niño! ¡A ese erudito que, cosa rara,
sabe tantas cosas y no
piensa
más que en las flores que saludan a Dios, y en Dios que hace nacer las flores,
le habéis encomenda-
do
ese depósito mortal! Pero ¡ese pobre, querido Cornelius, está perdido, hermano
mío!
-¿Perdido?
-Sí,
porque o será fuerte o será débil. Si es fuerte, porque por inaudito que sea to
que nos suceda; porque,
aunque
sepultado en Dordrecht, aunque distraído, ¡éste es el milagro!, un día a otro
sabrá lo que nos pasa, si
es
fuerte, se alabará de nosotros; si es débil, tendrá miedo de nuestra intimidad;
si es fuerte, gritará el
secreto;
si es débil, se lo dejará coger. En uno a otro caso, Corneille, está perdido y
nosotros también. Así
pues,
hermano mío, huyamos deprisa, si todavía estamos a tiempo.
Corneille
se incorporó de su lecho y, cogió la mano de su hermano, que se estremeció al
contacto de las
vendas.
-¿Acaso
no conozco a mi ahijado? -dijo-. ¿Es que no he aprendido a leer cada pensamiento
en la cabeza
de
Van Baerle, cada sentimiento en su alma? ¿Me preguntas si es débil, si es
fuerte? No es ni lo uno ni lo
otro,
¡pero no importa lo que sea! Lo importante es que guardará el secreto, teniendo
en cuenta que ese
secreto,
ni siquiera lo conoce.
Jean
se volvió sorprendido.
-¡Oh!
-continuó Corneille con su dulce sonrisa-. El Ruart de Pulten es un político
educado en la escuela
de
Jean; os repito, hermano mío, Van Baerle ignora la naturaleza y el valor del
depósito que le he confiado.
-¡Deprisa,
entonces! -exclamó Jean-. Todavía estamos a tiempo, démosle la orden de quemar
el legajo.
-¿Con
quién le damos esa orden?
-Con
mi criado Craeke, que debía acompañarnos a caballo y que ha entrado conmigo en
la prisión para
ayudaros
a descender la escalera.
-Reflexionad
antes de quemar esos títulos gloriosos, Jean.
-Pienso
que antes que nada, mi valiente Corneille, es preciso que los hermanos De Witt
salven su vida
para
salvar su renombre. Muertos nosotros, ¿quién nos defenderá, Corneille? ¿Quién
nos comprenderá tan
solo?
-¿Creéis,
pues, que nos matarían si encontraran esos papeles?
Jean,
sin contestar a su hermano, extendió la mano hacia la ventana, por la que
ascendían en aquel
momento
explosiones de clamores feroces.
-Sí,
sí -dijo Corneille-, ya oigo esos clamores; pero ¿qué
dicen?
Jean
abrió la ventana.
-¡Muerte
a los traidores! -aullaba el populacho.
-¿Oís
ahora, Corneille?
-¡Y
los traidores, somos nosotros! -exclamó el prisionero levantando los ojos al
cielo y encogiéndose de
hombros.
-Somos
nosotros -repitió Jean de Witt.
-¿Dónde
está Craeke?
-Al
otro lado de esta puerta, imagino.
-Hacedle
entrar, entonces.
Jean
abrió la puerta; el fiel servidor esperaba, en efecto, ante el
umbral.
-Venid,
Craeke, y retened bien to que mi hermano va a deciros.
-Oh,
no, no basta con decirlo, Jean, es preciso que lo escriba,
desgraciadamente.
-¿Y
por qué?
-Porque
Van Baerle no entregará ese depósito ni lo quemará sin una orden
precisa.
-Pero
¿podéis escribir, mi querido hermano? -preguntó Jean, ante el aspecto de
aquellas pobres manos
quemadas
y martirizadas.
-¡Oh!
¡Si tuviera pluma y tinta, ya veríais!-dijo Corneille.
-Aquí
hay un lápiz, por lo menos.
-¿Tenéis
papel? Porque aquí no me han dejado nada.
-Esta
Biblia. Arrancad la primera hoja.
-Bien.
-Pero
vuestra escritura ¿sera legible?
-¡Adelante!
-dijo Corneille mirando a su hermano-. Estos dedos que han resistido las mechas
del ver-
dugo,
esta voluntad que ha dominado al dolor, van a unirse en un común esfuerzo y,
estad tranquilo, herma-
no
mío, las líneas serán trazadas sin un solo temblor.
Y
en efecto, Corneille cogió el lápiz y escribió.
Entonces
pudo verse aparecer bajo las blancas vendas unas gotas de sangre que la presión
de los dedos
sobre
el lápiz dejaba escapar de las carnes abiertas.
El
sudor perlaba la frente del ex gran pensionario.
Corneille
escribió:
20
de agosto de 1672
Querido
ahijado:
Quema
el depósito que te he confiado, quémalo sin mirarlo, sin abrirlo, a fin de que
continúe
desconocido
para ti. Los secretos del género que éste contiene matan a los depositarios.
Quémalo,
y
habrás salvado a Jean y a Corneille.
Adiós,
y quiéreme.
CORNEILLE
DE WITT.
Jean,
con lágrimas en los ojos, enjugó una gota de aquella noble sangre que había
manchado la hoja, la
entregó
a Craeke con una última recomendación y se volvió hacia Corneille, a quien el
sufrimiento le había
hecho
palidecer más, y que parecía próximo a desvanecerse.
-Ahora
-explicó-, cuando ese valiente Craeke deje oír su antigun silbato de
contramaestre, es que se
hallará
fuera de los grupos del otro lado del vivero... Entonces, partiremos a nuestra
vez.
No
habían transcurrido cinco minutos, cuando un largo y vigoroso silbido rasgó con
su retumbo marino
las
bóvedas de follaje negro de los olmos y dominó los clamores de la
Buytenhoff.
Jean
levantó los brazos al cielo para dar las gracias.
-Y
ahora -dijo- partamos, Corneille.
III
EL
DISCIPULO DE JEAN DE WITT
Mientras
los aullidos de la muchedumbre reunida en la Buytenhoff, subiendo siempre más
espantosos
hacia
los dos hermanos, determinaban a Jean de Witt a apresurar la salida de su
hermano Corneille, una
comisión
de burgueses se había dirigido, como hemos dicho, al Ayuntamiento, para pedir la
retirada del
cuerpo
de caballería de De Tilly.
No
estaba muy lejos la Buytenhoff de la Hoogstraet; así vemos a un extraño que,
desde el momento en
que
aquella escena había comenzado seguía los detalles con curiosidad, dirigirse con
los otros, o más bien
detrás
de los otros, hacia el Ayuntamiento, para conocer la nueva de lo que iba a
suceder.
Este
extraño era un hombre muy joven, de unos veintidós o veintitrés años apenas, sin
vigor aparente.
Ocultaba,
porque sin duda tenía sus razones para no ser reconocido, su rostro pálido y
alargado bajo un fino
pañuelo
de tela de Frisia, con el cual no cesaba de enjugarse la frente húmeda de sudor
o sus labios
ardientes.
Con
la mirada fija como un pájaro de presa, la nariz aquilina y larga, la boca fina
y recta, abierta o más
bien
hendida como los labios de una herida, este hombre hubiera ofrecido a Lavater,
si Lavater hubiese
vivido
en aquella época, un sujeto de estudios fisiológicos que al principio no habrían
hablado mucho en su
favor.
Entre
el rostro de un conquistador y el de un pirata, decían los antiguos, ¿qué
diferencia se hallará? La
que
se encuentra entre el águila y el buitre.
La
serenidad o la inquietud.
Así,
aquella fisonomía lívida, ese cuerpo delgado y miserable, ese paso inquieto con
el que iba de la
Buytenhoff
a la Hoogstraet siguiendo a todo aquel pueblo aullante, constituía el tipo y la
imagen de un amo
suspicaz
o de un ladrón inquieto; y un policía habría ciertamente optado por esta última
creencia, a causa
del
cuidado que ponía en ocultarse.
Por
otra parte, vestía sencillamente y sin armas aparentes; su brazo delgado pero
nervioso, su mano seca
pero
blanca, fina, aristocrática, se apoyaba no en un brazo, sino en el hombro de un
oficial que, con el puño
en
la espada, había, hasta el momento en que su compañero se puso en camino y lo
arrastrara con él,
contemplado
todas las escenas de la Buytenhoff con un interés fácil de
comprender.
Llegado
a la plaza de la Hoogstraet, el hombre del rostro pálido empujó al otro bajo el
resguardo de una
contraventana
abierta y fijó los ojos en el balcón del Ayuntamiento.
A
los frenéticos gritos del pueblo, la ventana de la Hoogstraet se abrió y un
hombre avanzó para dialogar
con
el gentío.
-¿Quién
aparece en el balcón? -preguntó el joven al oficial, señalándole solamente con
el ojo al orador,
que
parecía muy emocionado y que se sostenía en la balaustrada más bien que se
inclinaba sobre ella.
-Es
el diputado Bowelt -explicó el oficial.
-¿Qué
tal hombre es ese diputado Bowelt? ¿Le conocéis?
-Es
un hombre valiente, según creo al menos, monseñor.
El
joven, al oír esta apreciación del carácter de Bowelt hecha por el oficial, dejó
escapar un movimiento
de
desagrado tan extraño, un descontento tan visible, que el oficial lo notó y se
apresuró a añadir:
-Por
lo menos, así se dice, monseñor. En cuanto a mí, no puedo afirmar nada, no
conociendo personal-
mente
al señor de Bowelt.
-Hombre
valiente -repitió el que era llamado monseñor-. ¿Es un hombre valiente, queréis
decir, o un
valiente
hombre?
-¡Ah!,
monseñor me perdonará; no me atrevería a establecer esta distinción frente a un
hombre que,
repito
a Vuestra Alteza, no conozco más que de vista.
-Al
grano -murmuró el joven-, esperemos, y vamos a ver.
El
oficial inclinó la cabeza en señal de asentimiento y se
calló.
-Si
ese Bowelt es un hombre valiente -continuo Su Alteza-, recibirá de mal grado la
petición que estos
enfurecidos
vienen a hacerle.
Y
el movimiento nervioso de su mano, que se agitaba a su pesar sobre el hombro de
su compañero, como
hubieran
hecho los dedos de un instrumentista sobre las teclas de un piano, traicionaba
su ardiente
impaciencia,
tan mal disfrazada en ciertos momentos, y sobre todo en esta ocasión, bajo el
aspecto glacial y
sombrío
del rostro.
Se
oyó entonces al jefe de la comisión burguesa interpelar al diputado para hacerle
decir dónde se
hallaban
los otros diputados, sus colegas.
-Señores
-repitió por segunda vez De Bowelt-, os digo que en este momento estoy solo con
el señor
D'Asperen,
y no puedo tomar una decision por mí mismo.
-¡La
orden! ¡La orden! -gritaron varios millares de gargantas.
El
señor De Bowelt hablaba, pero no se oían sus palabras y solamente se le veía
agitar sus brazos en ges-
tos
múltiples y desesperados.
Pero
viendo que no podía hacerse entender, se volvió hacia la ventana abierta y llamó
al señor
D'Asperen.
D'Asperen
apareció a su vez en el balcón, donde fue saludado con gritos más enérgicos
todavía que los
que
habían acogido, diez minutos antes al señor De Bowelt.
Emprendió
también la difícil tarea de dialogar con la multitud, pero ésta prefirió forzar
la guardia de los
Estados,
que por otra parte no opuso ninguna resistencia al pueblo soberano, a oír el
discurso del señor
D'Asperen.
-Vamos
-dijo fríamente el joven mientras el pueblo se introducía por la puerta
principal de la Hoogstraet-
parece
que la deliberación tendrá lugar en el interior, coronel. Vamos a
oírla.
-¡Ah,
monseñor, monseñor! ¡Tened cuidado!
-¿A
qué?
-Entre
esos diputados, hay muchos que han tenido relaciones con vos, y basta con que
uno solo reco-
nozca
a Vuestra Alteza.
-Sí,
para que se me acuse de ser el instigador de todo esto. Tienes razón -dijo el
joven, cuyas mejillas
enrojecieron
un instante lamentando haber demostrado tanta precipitación en sus deseos-. Sí,
tienes razón;
quedémonos
aquí. Desde aquí les veremos volver con o sin la autorización y juzgaremos así
si el señor De
Bowelt
es un hombre valiente o un valiente hombre, que es lo que tengo que
saber.
-Pero
-observó el oficial mirando con asombro al que daba el título de monseñor-
Vuestra Alteza no
supondrá
por un solo instante, imagino, que los diputados ordenen alejarse a los jinetes
de De Tilly,
¿verdad?
-¿Por
qué? -preguntó fríamente el joven.
-Porque
si lo ordenaran, esto significaría simplemente firmar la sentencia de muerte de
los señores Cor-
neille
y Jean de Witt.
-Ya
veremos -respondió fríamente Su Alteza-. Sólo Dios puede saber lo que pasa en el
corazón de los
hombres.
El
oficial miró a hurtadillas el rostro impasible de su compañero, y
palideció.
Este
oficial era a la vez un hombre valiente y un valiente
hombre.
Desde
el lugar donde permanecían, Su Alteza y su compañero oían los rumores y los
pisoteos del pueblo
en
las escaleras del Ayuntamiento.
Luego
se oyó crecer ese ruido y extenderse sobre la plaza por las ventanas abiertas de
aquella sala en
cuyo
balcón habían aparecido De Bowe1t y D'Asperen, los cuales habían entrado al
interior, ante el temor
sin
duda, de que empujándolos, el pueblo no les hiciera saltar por encima de la
balaustrada.
Después
se vieron unas sombras arremolinadas y tumultuosas pasar por delante de aquellas
ventanas.
La
sala de las deliberaciones se llenaba de revoltosos.
De
repente, cesó el ruido; luego más de repente todavía, redobló en intensidad y
alcanzó tal grado de ex-
plosión
que el viejo edificio tembló hasta los cimientos.
Después,
finalmente, el torrente volvió a rodar por las galerías y las escaleras hasta la
puerta, bajo cuya
bóveda
se le vio desembocar como una tromba.
En
cabeza del primer grupo, volaba, más que corría, un hombre horrorosamente
desfigurado por la
alegría.
Era
el cirujano Tyckelaer.
-¡La
tenemos! ¡La tenemos! -gritó agitando un papel en el aire.
-¡Tienen
la orden! -murmuró el oficial estupefacto.
-¡Y
bien! Ya me he fijado -dijo tranquilamente Su Alteza-. No sabíais, mi querido
coronel, si el señor De
Bowelt
era un hombre valiente o un valiente hombre. No es ni lo uno ni lo
otro.
Luego,
mientras seguía con la mirada, sin pestañear, a toda aquella muchedumbre que
corría delante de
él,
ordenó:
-Ahora
venid a la Buytenhoff, coronel; creo que vamos a ver un extraño
espectáculo.
El
oficial se inclinó y siguió a su amo sin responder.
El
gentío era inmenso en la plaza y en los accesos a la prisión. Pero los jinetes
de De Tilly lo contenían
siempre
con la misma fortuna y sobre todo con la misma firmeza.
Pronto
oyó el conde el rumor creciente originado por el flujo de hombres que se
aproximaba, de los que
percibió
enseguida las primeras oleadas avanzando con la rapidez de una catarata que se
precipita.
Al
mismo tiempo, vio el papel que flotaba en el aire, por encima de las manos
crispadas y de las armas
resplandecientes.
-¡Eh!
-exclamó levantándose sobre sus estribos y tocando a su teniente con el pomo de
la espada-. Creo
que
los miserables han conseguido su orden.
-¡Cobardes
bribones! -gritó el teniente.
Era
en efecto la orden, que la compañía de burgueses recibió con rugidos de
alegría.
Enseguida
se puso en movimiento y marchó con las armas bajas y lanzando grandes gritos al
encuentro
de
los jinetes del conde De Tilly.
Pero
el conde no era hombre que les dejara aproximarsé más de lo
conveniente.
-¡Alto!
-gritó-. ¡Alto! Y separaos del pecho de mis caballos, o cargo contra
vosotros.
-¡Aquí
está la orden! -respondieron cien voces insolentes.
La
cogió con estupor, lanzó por encima una ojeada rápida, y en voz alta
dijo:
-Los
que han firmado esta orden son los verdaderos verdugos del señor Corneille de
Witt. En cuanto a
mí,
no quisiera por mis dos manos haber escrito una sola letra de esta infame orden
-y rechazando con el
pomo
de su espada al hombre que quería cogérsela, añadió-: Un momento. Un escrito
como éste es de
importancia,
y se guarda.
Plegó
el papel y lo metió con cuidado en el bolsillo de su
casaca.
Luego,
volviéndose hacia su tropa, gritó:
-¡Jinetes
de De Tilly, desfilad por la derecha!
Luego,
a media voz, y no obstante de forma que sus palabras no se perdieran para todo
el mundo, dijo:
-Y
ahora, asesinos, realizad vuestro trabajo.
Un
grito furioso compuesto de todos los odios sedientos y de todas las alegrías
feroces que reinaban en la
Buytenhoff,
acogió esta partida.
Los
jinetes desfilaron lentamente.
El
conde se quedó atrás, haciendo frente hasta el último momento al populacho
enloquecido que ganaba
terreno
a medida que lo perdía el caballo del capitán.
Como
se ve, Jean de Witt no había exagerado el peligro cuando, ayudando a su hermano
a levantarse, le
apremiaba
a salir.
Corneille
descendió, pues, apoyado en el brazo del ex gran pensionario, la escalera que
conducía al patio.
Al
pie de la escalera halló a la bella Rosa toda temblorosa.
-¡Oh,
Mynheer Jean! -exclamó-. ¡Qué
desgracia!
-¿Qué
ocurre, hija mía? -preguntó De Witt.
-Dicen
que han ido a buscar a la Hoogstraet la orden que debe alejar a los jinetes del
conde De Tilly.
-¡Oh!
¡Oh! -exclamó Jean-. En
efecto, hija mía, si los jinetes se van, la posición es mala para
nosotros.
-Si
me atreviera a daros un consejo... -aventuró la joven
temblando.
-Dalo,
hija mía. ¿Qué habría de asombroso que Dios me hablara por tu
boca?
-¡Pues
bien! Mynheer Jean, yo no saldría por la calle. Mayor.
-¿Y
por qué, ya que los jinetes de De Tilly permanecen en su
puesto?
-Sí,
pero mientras no sea revocada, la orden es de quedarse delante de la
prisión.
-Sin
duda.
-¿Tenéis
una orden para que os acompañen hasta las afueras de la
ciudad?
-No.
-¡Pues
bien! Desde el momento en que hayáis sobrepasado a los primeros jinetes caeréis
en manos del
pueblo.
-Pero
¿y la guardia burguesa?
-¡Oh!
La guardia burguesa es la más enfurecida.
-¿Qué
hacer, entonces?
-En
vuestro lugar, Mynheer Jean -continuó tímidamente la joven-, saldría por la
poterna. Da a una calle
desierta,
porque todo el mundo está en la calle Mayor, esperando en la entrada principal,
y desde allí
alcanzaría
la puerta de la ciudad por la que queráis salir.
-Pero
mi hermano no podrá caminar -objetó Jean.
-Lo
intentaré -respondió Corneille con una expresión sublime de
firmeza.
-Pero
¿no tenéis vuestro coche? -preguntó la joven.
-El
coche está en el umbral de la gran puerta.
-No
-replicó la joven-. Pensé que vuestro cochero sería un hombre fiel y le dije que
fuera a esperaros en
la
poterna.
Los
dos hermanos se miraron con ternura, y su doble mirada, llevando toda la
expresión de su recono-
cimiento,
se concentró sobre la joven.
-Ahora
-dijo el ex gran pensionario- queda por saber si Gryphus querrá abrirnos esa
puerta.
-¡Oh,
no! -exclamó Rosa-. No querrá.
-¡Y
bien! ¿Entonces?
-Entonces,
yo he previsto su negativa y, hace un momento, mientras él conversaba por la
ventana de la
cárcel
con un jinete de De Tilly, cogí la llave del manojo.
-¿Y
la tienes?
-Aquí
está, Mynheer Jean.
-
-Hija
mía -dijo Corneille-, no tengo nada que ofrecerte a cambio del servicio que me
rindes, excepto la
Biblia
que hallarás en mi celda: éste es el último regalo de un hombre honrado; espero
que te traiga la
felicidad.
-Gracias,
Mynheer Corneille, no me abandonará jamás -respondió la
joven.
Luego
para sí misma y suspirando, añadió:
-¡Qué
desgracia que no sepa leer!
-Los
clamores se están redoblando, hija mía -lijo Jean-. Creo que no hay un instante
que perder.
-Venid,
pues -invitó la bella frisona, y por un pasillo interior condujo a los dos
hermanos al lado opuesto
de
la prisión.
Siempre
guiados por Rosa, descendieron una escalera de una docena de peldaños,
atravesaron un peque-
ño
patio de murallas almenadas y, habiendo abierto la puerta cimbrada, se hallaron
al otro lado de la prisión
en
la calle desierta, frente al coche que les esperaba con el estribo
bajado.
-¡Eh!
Deprisa, deprisa, mis amos, ¿los oís? -gritó el cochero
asustado.
Pero
después de haber hecho subir a Corneille el primero, el ex gran pensionario se
volvió hacia la joven.
-Adiós,
hija mía -dijo-. Todo lo que pudiéramos decirte expresaría sólo muy pobremente
nuestro
reconocimiento.
Te recomendaremos a Dios, que recordará que acabas de salvar la vida de dos
hombres,
como
espero.
Rosa
cogió la mano que le tendía el ex gran pensionario y la besó
respetuosamente.
-Marchaos
-apremió-, marchaos; se diría que están hundiendo la
puerta.
Jean
de Witt subió precipitadamente al coche, tomó asiento al lado de su hermano, y
cerró el capotillo,
gritando:
-¡A
la Tol-Hek!
La
Tol-Hek era la verja que cerraba la puerta que conducía al pequeño puerto de
Schweningen, en el cual
un
pequeño buque esperaba a los dos hermanos.
El
coche partió al galope de dos vigorosos caballos flamencos y se llevó a los
fugitivos.
Rosa
los siguió con la mirada hasta que hubieron doblado la esquina de la
calle.
Después
entró para cerrar la puerta a su espalda y echó la llave a un
pozo.
Aquel
ruido que había hecho presentir a Rosa que el pueblo hundía la puerta, procedía
en efecto del pue-
blo
que, después de hacer evacuar la plaza de la prisión, se lanzaba contra la
entrada de la misma.
Por
sólida que fuera, y aunque el carcelero Gryphus, hay que rendirle esta justicia,
se rehusaba
obstinadamente
a abrirla, veíase a las claras que la puerta no resistiría mucho tiempo y
Gryphus, muy
pálido,
se preguntaba si no sería mejor abrir cuando sintió que le tiraban suavemente
del vestido.
Se
volvió y vio a Rosa.
-¿Oyes
a esos furiosos? -dijo.
-Les
oigo tan bien, padre mío, que en vuestro lugar. ..
-Abrirías,
¿verdad?
-No,
les dejaría hundir la puerta.
-Pero
van a matarme.
-Sí,
si os ven.
-¿Cómo
quieres tú que no me vean?
-Escondeos.
-¿Dónde?
-En
el calabozo secreto.
-Pero
¿y tú, hija mía?
-Yo,
padre mío, descenderé con vos. Cerraremos la puerta tras nosotros y, cuando
abandonen la prisión,
¡pues
bien!, saldremos de nuestro escondite.
-Tienes
razón, pardiez -exclamó Gryphus-. Resulta asombroso -añadió- cuánto juicio hay
en esta pequeña
cabeza.
Pronto,
la puerta se estremeció con gran alegría del populacho.
-Venid,
venid, padre mío -apremió Rosa abriendo una pequeña
trampilla.
-Pero
¿y nuestros prisioneros? -preguntó Gryphus. ,
-Dios
velará por ellos, padre mío -contestó la joven-. Permitidme velar por
vos.
Gryphus
siguió a su hija, y la trampilla cayó sobre sus cabezas, justo en el momento en
que la puerta rota
daba
paso al populacho.
Por
lo demás, este calabozo al que Rosa hacía descender a su pádre y que llamaban el
calabozo secreto,
ofrecía
a los dos personajes, a los que nos vemos forzados a abandonar por unos
instantes, un refugio
seguro,
al no ser conocido más que por las autoridades, que a voces encerraban en él a
algunos de aquellos
reos
de los cuales se temía alguna revuelta o algún rapto.
El
pueblo se precipitó en la prisión gritando:
-¡Muerte
a los traidores! ¡A la horca Corneille de Witt! ¡A muerte! ¡A
muerte!
IV
LOS
ASESINOS
El
joven, siempre protegido por su gran sombrero, siempre apoyándose en el brazo
del oficial, siempre
enjugando
su frente y sus labios con su pañuelo, inmóvil, desde un rincón de la
Buytenhoff, perdido en la
sombra
de un saledizo de una tienda cerrada, contemplaba el espectáculo que le ofrecía
aquel populacho fu-
rioso,
que parecía aproximarse a su desenlace.
-¡Oh!
-le dijo al oficial-. Creo que teníais razón, Van Deken, y que la orden que los
señores diputados
han
firmado es la verdadera sentencia de muerte del señor Corneille. ¿Oís a esa
gente? ¡Decididamente, se-
ñor
coronel, quieren mucho a los señores De Witt!
-En
verdad -replicó el oficial- yo nunca he oído clamores
parecidos.
-Es
de suponer que han hallado la celda de nuestro hombre. ¡Ah! Observad aquella
ventana. ¿No es la del
aposento
donde ha sido encerrado el señor Corneille?
En
efecto, un hombre agarraba con ambas manos y sacudía violentamente el enrejado
que cerraba la
ventana
del calabozo de Corneille, y que éste acababa de abandonar no hacía más de diez
minutos.
-¡Eh!
¡Eh! -gritaba aquel hombre-. ¡No está aquí!
-¿Cómo
que no está? -preguntaron desde la calle los que, llegados los últimos, no
podían entrar de tan
llena
como estaba la prisión.
-¡No!
¡No! -repetía el hombre, furioso-. No está, debe de haber
huido.
-¿Qué
dice ese hombre? -preguntó palideciendo Su Alteza.
-¡Oh,
monseñor! Anuncia una noticia que sería muy afortunada si fuese
verdad.
-Sí,
sin duda, sería una afortunada noticia si fuese verdad -asintió el joven-.
Desgraciadamente, no puede
serlo.
.
-Sin
embargo, mirad... -señaló el oficial.
En
efecto, otros rostros furiosos, gesticulando de cólera, se asomaban a las
ventanas gritando:
-¡Salvado!
¡Evadido! Lo han dejado escapar.
Y
el pueblo que quedaba en la calle, repetía con espantosas
imprecaciones:
-¡Salvados!
¡Evadidos! ¡Corramos tras ellos, persigámosles!
-Monseñor,
parece que el señor Corneille de Witt se ha salvado realmente -observó el
oficial.
-Sí,
de la prisión, tal vez -respondió aquél-, pero no de la ciudad; veréis, Van
Deken, cómo el pobre
hombre
hallará cerrada la puerta que él cree encontrar abierta.
-¿Ha
sido dada la orden de cerrar las puertas de la ciudad,
monseñor?
-No,
no lo creo, ¿quién habría dado esa orden?
-¡Pues
bien! ¿Qué os hace suponer...?
-Existen
fatalidades -respondió negligentemente Su Alteza- y los más grandes hombres han
caído a veces
víctimas
de estas fatalidades.
Ante
esas palabras, el oficial sintió correr un temblor por su cuerpo, porque
comprendió que, de una
forma
o de otra, el prisionero estaba perdido.
En
aquel momento, los rugidos de la muchedumbre estallaban como un trueno, porque
quedaba bien
demostrado
que Corneille de Witt no estaba ya en la prisión.
En
efecto, Corneille y Jean, después de haber pasado el vivero, rodaban por la gran
calle que conduce a
la
Tol-Hek, mientras recomendaban al cochero que retardara la andadura de sus
caballos para que el paso
de
su carroza no despertara ninguna sospecha.
Pero
llegado a la mitad de esta calle, cuando vio a lo lejos la verja, cuando sintió
que dejaba tras él la
prisión
y la muerte y que tenía delante la vida y la libertad, el cochero olvidó toda
precaución y puso la
carroza
al galope.
De
repente, se detuvo.
-¿Qué
ocurre? -preguntó Jean sacando la cabeza por la
portezuela.
-¡Oh,
mis amos! -exclamó el cochero-. Es que...
El
terror sofocaba la voz del animoso hombre.
-Vamos,
acaba -dijó el ex gran pensionario.
-Es
que la verja está cerrada.
-¿Cómo
que la verja está cerrada? No es costumbre cerrar la verja durante el
día.
-Pues,
vedlo vos mismo.
Jean
de Witt se inclinó fuera del coche y vio que, en efecto, la verja estaba
cerrada.
-Sigue
adelante -ordenó Jean-. Llevo la orden de conmutación encima; el portero
abrirá.
El
vehículo reemprendió su carrera, pero era evidente que el cochero no azuzaba ya
a sus caballos con la
misma
confianza.
Porque,
al sacar su cabeza por la portezuela, Jean de Witt había sido visto y reconocido
por un cervecero
que,
con retraso respecto a sus compañeros, cerraba su puerta a toda prisa, para
reunirse con ellos en la
Buytenhoff.
Lanzó
un grito de sorpresa, y siguió en pos de otros dos hombres que corrían delante
de él.
Al
cabo de cien pasos se les unió y les habló; los tres hombres se detuvieron,
mirando alejarse el coche,
pero
todavía no muy seguros de lo que en él se encerraba.
El
coche, durante ese tiempo, llegaba a la Tol-Hek.
-¡Abrid!
-gritó el cochero.
-Abrir
-replicó el portero apareciendo en el umbral de su casa-. Abrir, ¿y con qué
quieres que abra?
-¡Con
la llave, pardiez! -exclamó el cochero.
-Con
la llave, sí; mas para ello sería preciso tenerla.
-¿Cómo?
¿No tenéis la llave de la puerta? -preguntó el cochero.
-No.
-¿Qué
habéis hecho de ella, pues?
-¡Cáspita!
Me la han quitado.
-¿Quién?
-Alguien
que probablemente desea que nadie salga de la ciudad.
-Amigo
mío -dijo el ex gran pensionario, sacando la cabeza del coche y arriesgando el
todo por el todo-,
amigo
mío, es por mí, Jean de Witt y por mi hermano Corneille, a quien llevo al
exilio.
-¡Oh,
señor De Witt! Estoy desesperado -contestó el portero precipitándose hacia el
coche-, mas por mi
honor
que me han quitado la llave.
-¿Cuándo?
-Esta
mañana.
-¿Quién?
-Un
joven de veintidós años, pálido y delgado.
-¿Y
por qué se la habéis entregado?
-Porque
traía una orden debidamente firmada y sellada.
-¿De
quién?
-De
los señores del Ayuntamiento.
Vaya
-comentó tranquilamente Corneille-, parece que decididamente estamos
perdidos.
-¿Sabes
si se ha tomado la misma precaución en todas partes?
-No
lo sé.
-Vamos
-dijo Jean al cochero-. Dios ordena al hombre que haga todo to que pueda por
conservar su vida;
llégate
a otra puerta.
Luego,
mientras el cochero hacia girar el carruaje, saludó al
portero:
-Gracias
por tu buena voluntad, amigo mío. La intención se considera como el hecho; tú
tenías la inten-
ción
de salvarnos y, a los ojos del Señor, es como si lo hubieras
conseguido.
-¡Ah!
-exclamó el portero-. ¿Veis ese grupo allá abajo?
-Crúzalo
al galope -ordenó Jean al cochero- y toma la calle de la izquierda: es nuestra
única esperanza.
El
grupo del que hablaba Jean había tenido por núcleo los tres hombres a los que
vimos seguir con los
ojos
al coche, y que desde entonces y mientras Jean parlamentaba con el portero; se
había engrosado con
siete
u ocho nuevos individuos.
Aquellos
recién llegados tenían evidentemente intenciones hostiles con respecto a la
carroza.
Así,
viendo a los caballos venir hacia ellos a galope tendido, se cruzaron en la
calle agitando sus brazos,
armados
de garrotes y gritando:
-¡Deteneos!
¡Deteneos!
Por
su parte, el cochero se inclinó hacia ellos y los fustigó con el
látigo.
El
coche y los hombres chocaron al fin.
Los
hermanos De Witt no podían ver nada, encerrados como estaban en el coche. Pero
sintieron
encabritarse
a los caballos, y luego experimentaron una viólenta sacudida. Hubo un momento de
vacilación
y
de temblor en el coche que arrancó de nuevo, pasando sobre algo redondo y
flexible que podía ser el
cuerpo
de un hombre derribado, y se alejó en medio de blasfemias.
-¡Oh!
-exclamó Corneille-. Temo que hayamos causado alguna
desgracia.
-¡Al
galope! ¡Al galope! -gritó Jean.
Mas,
a pesar de esta orden, el cochero.se detuvo de repente.
-¿Y
bien? -preguntó Jean.
-Mirad
-dijo el cochero.
Jean
miró.
Todo
el populacho de la Buytenhoff aparecía en la extremidad de la calle que debía
seguir el coche, y
avanzaba
aullante y rápida como un huracán.
-Deténte
y sálvate tú -ordenó Jean al cochero-. Es inútil ir más lejos; estamos
perdidos.
-¡Aquí
están! ¡Aquí están! -gritaron conjuntamente quinientas
voces.
-¡Sí,
aquí están los traidores! ¡Los asesinos! ¡Los criminales! -respondieron a los
que venían por delante
del
coche, los que corrían detrás de él, llevando en sus brazos el cuerpo magullado
de uno de sus
compañeros,
que habiendo querido saltar a la brida de los caballos, había sido derribado por
ellos.
Era
sobre aquel por quien los dos hermanos habían sentido pasar el
coche.
El
cochero se detuvo; mas a pesar de las instancias que le hizo su amo, no quiso
ponerse a salvo.
En
un instante, la carroza se halló cogida entre dos fuegos: los que corrían a su
alcance y los que venían
por
delante.
Por
un momento, el coche dominó a toda aquella muchedumbre agitada como una isla
flotante.
Mas
de pronto, la isla flotante se detuvo. Un herrero acababa de matar, de un
mazazo, a uno de los caba-
llos,
que cayó entre las varas del tiro.
En
ese momento se entreabrió el postigo de una ventana y se pudo ver los ojos
sombríos del joven, de
rostro
lívido, clavándose sobre el espectáculo que se adivinaba.
Tras
él apareció el rostro del oficial, casi tan pálido como el de
aquél.
-¡Oh,
Dios mío! ¡Dios mío, monseñor! ¿Qué va a suceder? -murmuró el
oficial.
-Algo
terrible, evidentemente -respondió el joven.
-¡Oh!
Ved, monseñor, sacan al ex gran pensionario del coche, le golpean, le
desgarran.
-En
verdad, es preciso que esas gentes estén animadas por una violenta indignación
-comentó el joven
con
el mismo tono impasible que había conservado hasta
entonces.
-Y
ahora sacan a su vez a Corneille de la carroza, a un Corneille ya roto, mutilado
por la tortura. ¡Oh!
Mirad,
mirad.
-Sí,
en efecto, es realmente Corneille.
El
oficial lanzó un débil gemido y volvió la cabeza.
Es
que en el último escalón del estribo, incluso antes de que hubiera tocado el
suelo, el Ruart acababa de
recibir
un golpe con una barra de hierro, que le quebró la cabeza.
Se
levantó sin embargo, mas para caer enseguida.
Luego,
unos hombres, cogiéndole por los pies, lo arrojaron al gentío, en medio del cual
se pudo seguir el
rastro
sangriento que trazaba en él y que se cerraba por detrás con grandes gritos de
alegría.
El
joven palideció más -todavía, lo que se hubiera creído imposible, y sus ojos se
velaron un instante bajo
sus
párpados.
El
oficial vio ese movimiento de piedad, el primero que su severo compañero había
dejado escapar y
queriendo
aprovecharse de este enternecimiento, dijo:
-Venid,
venid, monseñor, porque van a asesinar también al ex gran
pensionario.
Pero
el joven ya había abierto los ojos.
-¡En
verdad! -comentó-. Este pueblo es implacable. No resulta bueno
traicionarlo.
-Monseñor
-dijo el oficial-, ¿es que no se podría salvar a ese pobre hombre, que ha
educado a Vuestra
Alteza?
Si hay algún medio, decidlo, y estaré dispuesto a perder ahí la
vida...
Guillermo
de Orange, porque era él, plegó su frente de una forma siniestra, apagó el
relámpago de
sombrío
furor que centelleaba bajo sus párpados y respondió:
-Coronel
Van Deken, id, os lo ruego, a buscar a mis tropas, con el fin de que tomen las
armas por lo que
pueda
ocurrir.
-Pero...
dejaré entonces a monseñor solo aquí, frente a esos
asesinos...
-No
os inquietéis por mí más de lo que yo mismo me inquieto -contestó bruscamente el
príncipe-. Partid.
El
oficial partió con una rapidez que testimoniaba menos su obediencia que el
alivio de no asistir al
horroroso
asesinato del segundo de los hermanos.
No
había aún cerrado la puerta de la habitación, cuando Jean, quien con un supremo
esfuerzo había al-
canzado
la escalinata de una casa situada frente a aquélla donde estaba oculto su
discípulo, se tambaleó
bajo
las acometidas del populacho.
-Mi
hermano, ¿dónde está mi hermano? -imploró.
Uno
de aquellos enfurecidos le arrancó el sombrero de un
puñetazo.
Otro,
que acababa de destripar a Corneille, le mostró la sangre que tenía sus manos, y
corrió para no
perder
la ocasión de hacer otro tanto con el ex gran pensionario, mientras arrastraban
a la horca lo que
quedaba
del muerto.
Jean
lanzó un gemido lastimero y se tapó los ojos con las
manos.
-¡Ah!
Cierras los ojos -dijo uno de los soldados de la guardia burguesa-. ¡Pues bien,
yo te los voy a
reventar!
Y
le lanzó al rostro una lanzada con la pica.
-¡Mi
hermano! -clamó De Witt intentando ver to que había sido de Corneille, a través
de la oleada de
sangre
que le cegaba-. ¡Mi hermano!
-¡Ve
a reunirte con él! -aulló otro asesino aplicándole su mosquete en la sien y
soltando el gatillo.
Pero
el disparo no salió.
Entonces,
el asesino invirtió su arma, y cogiéndola con las dos manos por el cañón, asestó
a Jean de Witt
un
culatazo.
Jean
de Witt vaciló y cayó a sus pies.
Pero
enseguida, volviéndose a levantar con un supremo esfuerzo, gritó con voz tan
lastimera que el joven
cerró
la contraventana ante él.
-¡Mi
hermano!
Por
otra parte, quedaba poca cosa que ver, porque un tercer asesino le disparó a
Jean de Witt a bocajarro
un
pistoletazo que le hizo saltar el cráneo.
Jean
de Witt cayó para no levantarse más.
Entonces,
cada uno de aquellos miserables, enardecido por esta caída, quiso descargar su
arma sobre el
cadáver.
Cada uno quiso darle un golpe con la maza, con la espada o con el cuchillo; cada
uno quiso
obtener
su gota de sangre, arrancar su jirón del traje.
Luego,
cuando ambos fueron bien martirizados, bien desgarrados, bien despojados, el
populacho los
arrastró
desnudos y sangrantes a una horca, donde los aficionados a verdugo les colgaron
por los pies.
Tras
éstos acudieron los más cobardes, que no habiéndose atrevido a golpear la carne
viviente, cortaron
en
tiras la carne muerta, y luego se fueron a vender por la ciudad los pedazos de
Jean y de Corneille a diez
sous el trozo.
No
podríamos decir si a través de la abertura casi imperceptible del postigo el
joven vio el final de
aquella
terrible escena, pero lo cierto es que en el mismo momento en que colgaban a los
dos mártires en la
horca,
él atravesaba la muchedumbre, que se hallaba demasiado ocupada con la alegre
tarea que realizaba
para
ocuparse de su presencia, y llegaba a la Tol-Hek, siempre
cerrada.
-¡Ah,
señor! -exclamó el portero-. ¿Me traéis la llave?
-Sí,
amigo mío, aquí está -respondió el joven.
-¡Oh!
Es una gran desgracia que no me hayáis traído esta llave solamente media hora
antes -dijo el por-
tero
suspirando.
-¿Y
por qué? -preguntó el joven.
-Porque
hubiese podido abrir a los señores De Witt. Mientras que, habiendo encontrado la
puerta cerrada,
se
han visto obligados a volver atrás. Han caído en manos de los que les
perseguían.
-¡La
puerta! ¡La puerta! -exclamó una voz que parecía pertenecer a un hombre con
prisas.
El
príncipe se volvió y reconoció al coronel Van Deken.
-¿Sois
vos, coronel? -dijo-. ¿No habéis salido todavía de La Haya? Esto es cumplir
tardíamente mi orden.
-Monseñor
-respondió el coronel-, ésta es la tercera puerta ante la que me presento. Las
otras dos las he
hallado
cerradas.
-¡Pues
bien! Este valiente nos abrirá ésta. Abrid, amigo mío -ordenó el príncipe al
portero que se había
quedado
pasmado ante el título de monseñor que acababa de darle el coronel Van Deken a
aquel joven tan
pálido
al que había tratado tan familiarmente.
Así,
para reparar su falta, se apresuró a abrir la TolHek, que giró chirriando sobre
sus goznes.
-¿Monseñor
quiere mi caballo? -preguntó el coronel a Guillermo.
-Gracias,
coronel, tengo una montura que me espera a unos pasos de
aquí.
Y
cogiendo un silbato de oro de su bolsillo, sacó de este instrumento, que en
aquella época servía para
llamar
a los criados, un sonido agudo y prolongado, al cual acudió un escudero a
caballo, llevando una
segunda
montura de la brida.
Guillermo
saltó sobre el caballo sin utilizar los estribos, y picando espuelas tomó el
camino de Leiden.
Cuando
estuvo en él, se volvió.
El
coronel le seguía a un largo de caballo.
El
príncipe le hizo señal de que se pusiera a su lado.
-¿Sabéis
-dijo sin detenerse- que aquellos bribones han matado también al señor Jean de
Witt al igual que
acababan
de matar a Corneille?
-¡Ah,
monseñor! -exclamó tristemente el coronel-. Preferiría por vos que todavía
quedasen esas dos
dificultades
a franquear para ser de hecho el estatúder de Holanda.
-Evidentemente,
hubiese sido mejor -dijo el joven- que lo que acaba de suceder no hubiera
ocurrido. Pero
en
fin, lo hecho hecho está, y nosotros no tenemos la culpa. Apresurémonos,
coronel, para llegar a Alphen
antes
que el mensaje que seguramente los Estados van a enviarme al
campamento.
El
coronel se inclinó, dejó pasar a su príncipe delante, y tomó a continuación el
lugar que tenía antes de
que
él le dirigiera la palabra.
-¡Ah!
Me gustaría -murmuró siniestramente Guillermo de Orange frunciendo las cejas,
apretando sus
labios
y hundiendo sus espuelas en el vientre de su caballo-, me gustaría ver la cara
que pondrá Luis el Sol,
cuando
sepa de qué forma acaban de tratar a sus buenos amigos los señores De Witt.
¡Oh!
Sol, sol, como
me
llamo Guillermo el Taciturno; ¡sol, guarda tus rayos!
Y
galopó sobre su buen caballo ese joven príncipe, el encarnizado rival del gran
rey, ese estatúder tan
poco
firme todavía la víspera en su nuevo poderío, pero al que los burgueses de La
Haya acababan de
ponerle
un estribo con los cadáveres de Jean y Corneille, dos nobles príncipes tanto
delante de los hombres
como
ante Dios.
V
EL
AFICIONADO A LOS TULIPANES Y SU VECINO
Entretanto,
mientras los burgueses de La Haya troceaban los cadáveres de Jean y de
Corneille, mientras
Guillermo
de Orange, después de haberse asegurado de que sus dos antagonistas estaban bien
muertos,
galopaba
por el camino de Leiden seguido del coronel Van Deken, al que hallaba demasiado
compasivo
para
continuar otorgándole la confianza con que le había honrado hasta entonces,
Craeke, el fiel servidor,
montado
por su parte en un buen caballo, y muy lejos de imaginarse los terribles sucesos
que habían
acontecido
desde su partida, galopó sobre las calzadas bordeadas de árboles hasta que
estuvo fuera de la
ciudad
y de los pueblos vecinos.
Una
vez en seguridad, para no despertar sospechas, dejó su caballo en una cuadra y
continuó
tranquilamente
su viaje en barcos que por etapas le condujeran a Dordrecht pasando con
habilidad por los
caminos
más cortos de esos brazos sinuosos del río los cuales estrechan bajo sus
caricias húmedas aquellas
islas
encantadoras bordeadas de sauces, juncos y hierbas floridas, en las que
ramoneaban indolentemente
los
gordos rebaños reluciendo al sol.
Craeke
reconoció desde lejos a Dordrecht, la ciudad alegre, al pie de su colina
sembrada de molinos. Vio
las
bellas casas rojas con líneas blancas, bañando en el agua sus pies de ladrillos,
y dejando flotar por los
balcones
abiertos sobre el río sus tapices de seda salpicados de flores de oro,
maravillas de India y China, y
al
lado de aquellos tapices, esos grandes sedales, trampas permanentes para coger
las voraces anguilas
atraídas
ante las viviendas por los desperdicios cotidianos que las cocinas lanzan al
agua por sus ventanas.
Craeke,
desde el puente de la barca, a través de todos aquellos molinos de aspas
giratorias, percibía en el
declive
de la colina la casa blanca y rosa, final de su misión. Los caballetes del
tejado se perdían en el folla-
je
amarillento de una cortina de álamos, destacando sobre el fondo sombrío que le
proporcionaba un bosque
de
olmos gigantescos. Se hallaba situada de tal modo que el sol, cayendo sobre ella
como en un embudo,
venía
a secar, templar a incluso fecundar las últimas neblinas que la barrera de
vegetación no podía impedir
al
viento del río que llevara cada mañana y cada noche.
Desembarcado
en medio del tumulto ordinario de la ciudad, Craeke se dirigió enseguida hacia
la casa de
la
que vamos a ofrecer a nuestros lectores una indispensable
descripción.
Blanca,
limpia, reluciente, más propiamente lavada, más cuidadosamente encerada en los
lugares ocultos
que
lo estaba en los sitios visibles, aquella casa encerraba un feliz
mortal.
Este
feliz mortal, rara avis, como dice Juvenal, era el doctor Van Baerle, ahijado de
Corneille. Habitaba
en
la casa que acabamos de describir, desde su infancia; porque aquélla era la casa
natal de su padre y de su
abuelo,
antiguos mercaderes nobles de la noble ciudad de
Dordrecht.
El
señor Van Baerle, el padre, había amasado en el comercio de las Indias de tres a
cuatrocientos mil
florines
que Van Baerle, hijo, había hallado completamente nuevos, en 1668, a la muerte
de sus buenos y
queridos
padres, aunque aquellos florines estuvieran grabados con las milésimas de 1640
unos, y 1610
otros;
lo que probaba que había florines del padre Van Baerle y florines del abuelo Van
Baerle esos
cuatrocientos
mil florines, apresurémonos a decirlo, no eran más que el efectivo, el dinero de
bolsillo de
Cornelius
van Baerle, el héroe de esta historia ya que sus propiedades en la provincia le
proporcionaban
unos
intereses de alrededor de los diez mil florines.
Cuando
el digno ciudadano que era el padre de Cornelius pasó a mejor vida, tres meses
después de los
funerales
de su mujer, que parecía haber partido la primera para hacerle más fácil el
camino de la muerte,
como
le había hecho más fácil el camino de la vida, díjole a su hijo abrazándole por
última vez:
-Bebe,
come y gasta si quieres vivir en realidad, porque no es vivir el trabajar todo
el día en una silla de
madera
o en un sillón de cuero, en un laboratorio o en un almacén. Morirás a tu vez y,
si no tienes la dicha
de
tener un hijo, se extinguirá nuestro nombre, y mis florines se asombrarán al
hallarse con un amo
desconocido,
esos florines nuevos que nadie ha pesado nunca más que mi padre, yo y el
fundidor. Sobre
todo,
no imites a tu padrino, Corneille de Witt, que se ha lanzado a la política, la
más ingrata de las carreras
y
que seguramente acabará mal.
Luego,
el digno señor Van Baerle murió, dejando completamente desolado a su hijo
Cornelius, el cual
amaba
muy pocó los florines y mucho a su padre.
Cornelius
se quedó, pues, solo en la gran casa.
En
vano su padrino Corneille le ofreció un empleo en los servicios públicos; en
vano quiso hacerle gustar
de
la gloria cúando Cornelius, por obedecer a su padrino, se embarcó con De Ruyter
en el navío Les Sept
Provinces,
que mandaba a los ciento treinta y nueve barcos con los cuales el ilustre
almirante iba a liquidar
solo
las fortunas de Francia y de Inglaterra reunidas. Cuando, conducido por el
piloto Léger, llegó al
alcance
de mosquete del navío Le Prince, sobre el que se hallaba el duque de York,
hermano del rey de
Inglaterra,
el ataque de De Ruyter, su jefe, fue realizado tan brusca y hábilmente que,
sintiendo su barco a
punto
de ser destruido, el duque de York no tuvo tiempo más que para retirarse a bordo
del Saint-Michel;
cuando
vio al Saint-Michel, roto, triturado bajo las balas holandesas, salirse de la
línea; cuando vio saltar un
navío,
Le Comte de Sanwick, y perecer en las olas o en el fuego a cuatrocientos
marineros; cuando vio que
al
final de todo aquello, después de ser destrozados veinte barcos, muertos tres
mil hombres, heridos cinco
mil,
nada se había decidido ni a favor ni en contra, que cada uno se atribuía la
victoria, que había que
comenzar
de nuevo, y que solamente un nombre más, la batalla de Southwood-Bay, se había
añadido al
catálogo
de las batallas; cuando hubo calculado el tiempo que pierde tapándose los ojos y
los oídos un
hombre
que quiere reflexionar incluso cuando sus semejantes se cañonean entre sí,
Cornelius dijo adiós a
De
Ruyter, al Ruart de Pulten y a la gloria, besó las rodillas del gran
pensionario, por el que sentía una pro-
funda
veneración, y regresó a su casa de Dordrecht, rico por su descanso adquirido,
por sus veintiocho
años,
por una salud de hierro, por una vista aguda y más que por sus cuatrocientos mil
florines de capital y
sus
diez mil florines de renta, por la convicción de que un hombre ha recibido
siempre del cielo mucho para
ser
feliz, bastante para no serlo.
En
consecuencia, y para labrarse una felicidad a su modo, Cornelius se puso a
estudiar las plantas y los
insectos,
recogió y clasificó toda la flora de las islas, pinchó a toda la entomología de
su provincia, sobre la
que
compuso un tratado manuscrito con dibujos realizados por su mano, y finalmente,
no sabiendo ya qué
hacer
con su tiempo y, sobre todo, con su dinero, que iba aumentando de una forma
espantosa, escogió
entre
todas las locuras de su país y de su época una de las más elegantes y de las más
costosas.
Se
dedicó al cultivo de los tulipanes.
Aquél
era el momento, como se sabe, en que los flamencos y los portugueses, explotando
a cual más este
género
de horticultura, habían llegado a divinizar el tulipán y a hacer de esta flor
venida de Oriente lo que
jamás
naturalista alguno se había atrevido a hacer con la raza humana, por miedo de
dar celos a Dios.
Muy
pronto, desde Dordrecht a Mons, no se habló más que de los tulipanes de
Mynheer Van Baerle;
y
sus parterres, sus fosos, sus cámaras de secado, sus cuadernos de bulbos fueron
visitados como
antiguamente
lo fueron las galerías y las bibliotecas de Alejandría por los ilustres viajeros
romanos.
Van
Baerle comenzó por gastar sus rentas del año en establecer su colección, luego
mermó sus florines
nuevos
en perfeccionarla; así, su trabajo fue recompensado con un magnífico resultado:
halló cinco
especies
diferentes a las que llamó la Jeanne, por el nombre de su madre, la Baerle, por
el nombre de su
padre,
la Corneille, por el nombre de su padrino... los otros nombres no los sabemos,
pero los aficionados
podrán
seguramente encontrarlos en los catálogos de la época.
En
1672, al comienzo del año, Corneille de Witt vino a Dordrecht para vivir tres
meses en su antigua
casa
familiar; porque se sabe que no solamente Corneille había nacido en Dordrecht,
sino que la familia de
los
De Witt era originaria de esta ciudad.
Corneille
comenzaba entonces, como decía Guillermo de Orange, a gozar de la más perfecta
impopulari-
dad.
Sin embargo, para sus conciudadanos, los buenos habitantes de Dordrecht, no era
todavía un
facineroso
a prender, y aquéllos, poco satisfechos de su republicanismo algo demasiado
puro, pero
orgullosos
de su valor personal, quisieron ofrecerle el vino de la ciudad cuando
llegó.
Después
de haber dado las gracias a sus conciudadanos, Corneille fue a ver su vieja casa
paterna, y
ordenó
algunas reparaciones antes de que madame De Witt, su mujer, viniera a ella para
instalarse con sus
hijos.
Luego,
el Ruart se dirigió a la casa de su ahijado, que tal vez era el único en
Dordrecht que ignoraba
todavía
la presencia del Ruart en su ciudad natal.
Tanto
como Corneille de Witt había levantado los odios manejando esas semillas nocivas
que se llaman
las
pasiones políticas, otro tanto había amasado Van Baerle simpatías olvidando
completamente el cultivo
de
la política, absorbido como estaba en el cultivo de los
tulipanes.
Por
eso, Van Baerle era querido por sus criados y por sus obreros; por eso no podía
suponer que existiera
en
el mundo un hombre que quisiera mal a otro hombre.
Y
sin embargo, digámoslo para vergüenza de la Humanidad, Cornelius van Baerle
tenía, sin saberlo, un
enemigo
mucho más feroz, mucho más encarnizado, mucho más irreconciliable, de los que
hasta entonces
habían
contado el Ruart y su hermano entre los orangistas más hostiles a esta admirable
fraternidad que, sin
nube
durante la vida, acababa de prolongarse por el sacrificio más allá de la
muerte.
En
el momento en que Cornelius comenzó a entregarse a los tulipanes, arrojó en
ellos sus rentas del año
y
los florines de su padre. Había en Dordrecht y viviendo puerta a puerta con él,
un burgués llamado Isaac
Boxtel,
el cual, desde el día en que había alcanzado la edad del conocimiento seguía la
misma pendiente y
se
pasmaba al solo enunciado de la palabra tulban, que, como asegura el f loriste
français, es decir, el
historiador
más erudito de esta flor, es la primera palabra que, en la lengua de Chingulais,
ha servido para
designar
esa obra muestra de la creación que se llama tulipán.
Boxtel
no tenía la suerte de ser rico como Van Baerle. Había conseguido, pues, con gran
trabajo, a fuerza
de
cuidados y de paciencia, un jardín adecuado para el cultivo en su casa de
Dordrecht; había preparado el
terreno
según las prescripciones requeridas y dado a sus bancales precisamente tanto
calor y frescor como
la
farmacopea de los jardineros autoriza.
Con
la casi veinteava parte de un grado, Isaac sabía la temperatura de sus
parterres. Conocía el peso del
viento
y lo tamizaba de forma que lo acomodaba al balanceo de los tallos de sus flores.
Así, sus productos
comenzaban
a gustar. Eran bellos, incluso poco comunes. Varios aficionados habían venido a
visitar los
tulipanes
de Boxtel. Por último, Boxtel había lanzado al mundo de los Limé y de los
Tournefort un tulipán
con
su nombre. Aquel tulipán viajó, atravesó Francia, entró en España, penetró hasta
Portugal, y el rey don
Alfonso
VI que, expulsado de Lisboa, se había retirado a la isla de Terceira, donde se
divertía, como el gran
Cond,
regando claveles, sino cultivando tulipanes, dijo: «No está mal», contemplando
el susodicho Boxtel.
De
pronto, como continuación a todos los estudios a que se había dedicado, y
habiendo invadido a
Cornelius
van Baerle la pasión por los tulipanes, decidió éste modificar su casa de
Dordrecht que, como
hemos
dicho, era vecina a la de Boxtel a hizo elevar un piso a cierto edificio de su
patio, el cual, al alzarse,
robó
medio grado de calor y, en cambio, produjo medio grado de frío al jardín de
Boxtel, sin contar con que
cortó
el viento y trastornó todos los cálculos y toda la economía hortícola de su
vecino.
Después
de todo, esa desgracia no era nada a los ojos del vecino Boxtel. Van Baerle no
era más que un
pintor,
es decir, una especie de loco que intenta reproducir sobre la tela,
desfigurándolas, las maravillas de
la
Naturaleza. El pintor hacía levantar un piso a su taller para tener mejor luz,
lo que entraba en su derecho.
El
señor Van Baerle era pintor como el señor Boxtel era florista-tulipanero; quería
sol para sus cuadros, y le
robaba
medio grado a los tulipanes del señor Boxtel.
La
ley estaba de parte del señor Van Baerle. Bene sit.
Por
otra parte, Boxtel había descubierto que demasiado sol perjudicaba al tulipán, y
que esta flor crece
mejor
y más coloreada con el tibio sol de la mañana o de la tarde que con el ardiente
sol del mediodía.
Tuvo,
pues, casi que agradecer a Cornelius van Baerle el haberle proporcionado gratis
un parasol.
Tal
vez no fuera esto enteramente verdad, y lo que decía Boxtel respecto a su vecino
Van Baerle no fuese
la
total expresión de su pensamiento. Sin embargo, las grandes almas hallan en la
filosofía asombrosos
recursos
en medio de las grandes catástrofes.
Pero
desgraciadamente, ¡qué fue de este infortunado Boxtel, cuando vio los vidrios
del nuevo piso edifi-
cado
llenarse de cebollas, de bulbos, de tulipanes en plena tierra, de tulipanes en
botes, en fin de todo lo
que
concierne a la profesión de un monómano tulipanero!
Había
paquetes de etiquetas, casilleros, cajas con compartimientos y los enrejados de
hierro destinados a
cerrar
esos casilleros para renovarles el aire sin permitir el acceso a las ratas, a
los lirones, a los turones
y
a los ratones, curiosos aficionados a los tulipanes de dos mil francos la
cebolla.
Boxtel
quedó muy impresionado cuando vio todo aquel material, pero todavía no
comprendía la
extensión
de su desgracia. Se sabía que Van Baerle era amigo de todo lo que alegraba la
vista. Estudiaba a
fondo
la Naturaleza para sus cuadros, acabados como los de Gérard Dow, su maestro, y
los de Miéris, su
amigo.
¡No era posible que teniendo que pintar el interior de un tulipanero, hubiera
reunido en su nuevo
taller
todos los accesorios de la decoración!
Sin
embargo, aunque tranquilizado por esta engañosa idea, Boxtel no pudo resistir la
ardiente curiosidad
que
le devoraba. Llegada la noche, aplicó una escala contra el muro medianero y,
mirando la casa de su ve-
cino
Baerle, se convenció de que la tierra de un enorme cuadrado, poblado hacía poco
de plantas diferentes,
había
sido removido, dispuesto en platabandas de mantillo mezclado con lodo de río,
combinación
esencialmente
simpática a los tulipanes, todo rodeado con un borde de césped para impedir los
desmoronamientos.
Además, al sol naciente, al sol poniente, sombra dispuesta para tamizar el sol
del
mediodía;
agua en abundancia y al alcance, exposición al sur suroeste, en fin, condiciones
completas, no
solamente
para el éxito, sino para el progreso. Sin ningún género de duda, Van Baerle se
había convertido
en
un tulipanero.
Boxtel
se representó inmediatamente a ese sabio de cuatrocientos mil florines de
capital y diez mil de
yenta,
empleando sus recursos morales y físicos en el cultivo de los tulipanes al por
mayor. Entrevió su
éxito
en un vago pero cercano porvenir, y concibió, por adelantado, tal dolor por ese
éxito, que sus manos
se
relajaron, las rodillas se debilitaron, y cayó desesperado al pie de su
escala.
Así
pues, no era por tulipanes pintados, sino por tulipanes reales por lo que Van
Baerle le robaba medio
grado
de calor. Así pues, Van Baerle iba a tener la más admirable de las exposiciones
solares y, además,
una
vasta habitación donde conservar sus cebollas y sus bulbos: habitación
alumbrada, aireada, ventilada,
riqueza
prohibida a Boxtel, que se había visto obligado a dedicar a ese use su
dormitorio y que, para no
perjudicar
con la influencia de los espíritus animales a sus bulbos y sus tubérculos, se
resignaba a acostarse
en
el granero.
Así,
puerta a puerta, pared por pared, Boxtel iba a tener un rival, un emulador, un
vencedor tal vez, y ese
rival,
en lugar de ser cualquier oscuro jardinero, desconocido, ¡era el ahijado del amo
Corneille de Witt, es
decir,
una celebridad!
Boxtel,
como se ve, tenía un espíritu menos fuerte que el de Porus, que se consolaba por
haber sido ven-
cido
por Alejandro justamente a causa de la celebridad de su
vencedor.
En
efecto, ¡qué sucedería si alguna vez Van Baerle hallaba un tulipán nuevo y lo
llamaba el Jean de Witt,
después
de haber llamado a uno el Corneille! Era como para ahogarse de
rabia.
Así,
en su envidiosa prevención, Boxtel, profeta de la desgracia para sí mismo,
adivinaba lo que iba a su-
ceder.
Hecho
este descubrimiento, Boxtel pasó la más execrable noche que imaginarse
pueda.
VI
EL
ODIO DE UN TULIPANERO
A
partir de aquel momento, en lugar de una preocupación, Boxtel tuvo un temor. Lo
que da vigor y
nobleza
a los esfuerzos del cuerpo y del espíritu, el cultivo de una idea favorita, lo
perdió Boxtel rumiando
todo
el daño que iba a causarle la acción del vecino.
Van
Baerle, como pueden imaginarse, desde el momento en que aplicó a esa idea la
perfecta inteligencia
con
que la Naturaleza le había dotado, consiguió obtener los más bellos
tulipanes.
Mejor
que los que se hallaban en Haarlem y en Leiden, ciudades que ofrecen los mejores
terrenos y los
climas
más sanos, Cornelius consiguió variar los colores, modelar las formas,
multiplicar las especies.
Pertenecía
a aquella escuela ingeniosa y sencilla que tomó por divisa, desde el siglo XVII,
este aforismo
desarrollado
en 1653 por uno de sus adeptos:
«Despreciar
las flores es ofender a Dios.»
Premisa
con la que la escuela tulipanera, la más exclusivista, enunció en 1653 el
siguiente silogismo:
«Despreciar
las flores es ofender a Dios.»
«Cuanto
más bella es la flor, más al despreciarla se ofende a
Dios.»
«El
tulipán es la más bella de todas las flores.»
«Por
to tanto, quien desprecia al tulipán ofende desmesuradamente a
Dios.»
Razonamiento
con ayuda del cual, según se ve con mala voluntad, los cuatro o cinco mil
tulipaneros de
Holanda,
de Francia y de Portugal, no hablemos ya de los de Ceilán, de India y China,
hubieran puesto al
Universo
fuera de la ley, y declarados cismáticos, heréticos y dignos de muerte a varios
centenares de
millones
de hombres indiferentes al tulipán.
No
cabe la menor duda que, por una causa semejante, Boxtel, aunque enemigo mortal
de Van Baerle, hu-
biera
marchado bajo la misma bandera que aquél.
Así
pues, Van Baerle obtuvo numerosos éxitos que le dieron cierta fama, y Boxtel
desapareció para
siempre
de la lista de los tulipaneros notables de Holanda, y la tulipanería de
Dordrecht fue representada
por
Cornelius van Baerle, el modesto e inofensivo sabio.
Así,
de la más humilde rama, el injerto hizo brotar los vástagos más orgullosos, como
el escaramujo de
cuatro
pétalos incoloros dio origen a la rosa gigantesca y perfumada. Así las casas
reales han nacido a veces
en
la choza de un leñador o en la cabaña de un pescador.
Van
Baerle, entregado por entero a sus trabajos de semillero, de plantador, de
cosechero, mimado por
toda
la tulipanería de Europa, ni siquiera sospechó que a su lado hubiera un
desgraciado destronado, y que
él
era el usurpador. Continuó sus experimentos, y por consiguiente sus victorias, y
en dos años cubrió sus
plantabandas
de especies tan maravillosas que puede decirse que nadie, excepto tal vez
Shakespeare y
Rubens,
había creado tanto después de Dios.
Con
tal motivo, era preciso ver a Boxtel durante ese tiempo para darse uno una idea
de un condenado
olvidado
por Dante. Mientras Van Baerle escarbaba, abonaba, humedecía sus platabandas,
mientras
arrodillado
sobre los taludes de césped, analizaba cada nervio del tulipán en floración y
meditaba sobre las
modificaciones
que se podían hacer, las combinaciones de color que podían ensayarse, Boxtel,
oculto tras
un
pequeño sicomoro que había plantado a lo largo del muro y que le hacía de
pantalla, seguía, con los ojos
dilatados,
la boca espumante, cada paso, cada gesto de su vecino, y, cuando creía verle
alegre, cuando
sorprendía
una sonrisa en sus labios, un destello de felicidad en sus ojos, entonces le
enviaba tantas
maldiciones,
tantas furiosas amenazas, que no puede concebirse cómo esos alientos
emponzoñados de
envidia
y de cólera no se filtraban en los tallos de las flores para llevarles los
principios de decadencia y los
gérmenes
de muerte.
Una
vez el mal adueñado de un alma humana, hace en ella tan rápidos progresos, que
pronto Boxtel no se
conformó
con ver a Van Baerle, y quiso ver también sus flores: en el fondo era un
artista, y la obra de arte
de
un rival tan calificado le atenazaba y corroía el corazón.
Compró
un telescopio con ayuda del cual, tan bien como al mismo rival, pudo seguir cada
evolución de
la
flor, desde el momento en que saca, el primer año, su pálida yema fuera de la
tierra, hasta que, después
de
haber cumplido su período de cinco años, redondea su noble y gracioso cilindro
sobre el que aparece el
incierto
matiz de su color y se desarrollan los pétalos de la flor, que solamente
entonces revela los tesoros
secretos
de su cáliz.
¡Oh,
cuántas veces el desgraciado celoso, inclinado sobre su escala, percibió en las
platabandas de Van
Baerle
tulipanes que le cegaban por su belleza, le sofocaban por su
perfección!
Entonces,
después del período de admiración que no podía vencer, sufría la fiebre de la
envidia, ese mal
que
roe el pecho y que transforma el corazón en una miríada de pequeñas serpientes
que se devoran la una
a
la otra, fuente infame de horribles dolores.
Cuántas
voces en medio de sus torturas, de las que ninguna descripción podría dar una
idea, Boxtel
estuvo
tentado de saltar por la noche al jardín, destrozar las plantas, devorar las
cebollas con los dientes, y
sacrificar
a su cólera al mismo propietario si se atrevía a defender sus
tulipanes.
¡Pero
matar un tulipán, a los ojos de un verdadero horticultor, es un crimen tan
espantoso!
Matar
a un hombre, puede ser excusable.
Sin
embargo, gracias a los progresos que realizaba todos los días Van Baerle en la
ciencia que parecía
adivinar
por instinto, Boxtel llegó a tal paroxismo de furor que pensó tirar piedras y
palos en los parterres
de
tulipanes de su vecino.
Pero
como reflexionó que al día siguiente, a la vista del destrozo, Van Baerle se
informaría, que se com-
probaría
entonces que la calle estaba lejana, que las piedras y los palos no caen del
cielo en el siglo XVII
como
en los tiempos de los amalecitas, que el autor del crimen, aunque hubiera
operado por la noche, sería
descubierto
y no solamente castigado por la ley, sino también deshonrado para siempre a los
ojos de la
Europa
tulipanera, Boxtel aguzó el odio por la astucia y resolvió emplear un medio que
no le
comprometiera.
Una
noche, ató dos gatos, cada uno por una pata trasera con un bramante de tres
metros de longitud, y los
lanzó
desde to alto del muro, en medio de la platabanda maestra, de la platabanda
magnífica, de la pla-
tabanda
real, que no solamente contenía el Corneille de Witt, sino también el
Babançonne, blanco de leche,
púrpura
y rojo; el Marbrée, de Rotre, gris amarillo, rojo y encarnado brillante; y el
Merveille, de Haarlem;
el
tulipán Colombin obscur y Colombin clair terni.
Los
asustados animales, cayendo de lo alto al pie del muro, rodaron primero sobre la
platabanda,
intentando
huir cada uno por su lado, hasta que el hilo que los retenía juntos quedó tenso;
pero entonces,
sintiendo
la imposibilidad de ir más lejos, vagaron inciertos con espantosos maullidos,
segando con su
cuerda
las flores en medio de las cuales se debatieron hasta que, por último, después
de un cuarto de hora
de
lucha encarnizada, habiendo conseguido romper el hilo que los unía,
desaparecieron.
Boxtel,
oculto detrás de su sicomoro, no veía nada a causa de la oscuridad de la noche;
pero a juzgar por
los
maullidos rabiosos de los dos gatos, lo suponía todo, y su corazón, aliviado de
la hiel, se hinchaba de
alegría.
El
deseo de asegurarse del destrozo cometido era tan grande en el corazón de
Boxtel, que se quedó hasta
el
alba para juzgar por sus propios ojos del estado en que la lucha de los dos
gatos por la libertad había
dejado
las platabandas de su vecino.
Estaba
helado por la neblina de la madrugada, pero no sentía el frío: la esperanza de
su venganza le
mantenía
caliente.
El
dolor de su rival iba a pagarle todas sus penas.
A
los primeros rayos del sol, la puerta de la casa blanca se abrió, apareció Van
Baerle y se acercó a sus
platabandas,
sonriendo como un hombre que ha pasado la noche en su lecho, teniendo buenos
sueños.
De
repente, percibió los surcos y los montículos en aquel terreno la víspera más
liso que un espejo;
enseguida,
percibió las filas simétricas de sus tulipanes, desordenadas como quedan las
picas de un batallón
en
medio del cual hubiera caído una bomba.
Acudió
muy pálido.
Boxtel
se estremecía de alegría. Quince o veinte tulipanes yacían desgarrados,
destrozados, los unos cur-
vados,
los otros completamente rotos y ya descoloridos; la savia corría de sus heridas;
la savia, esa sangre
preciosa
que Van Baerle hubiera querido rescatar al precio de la
suya.
Pero,
¡oh sorpresa!, ¡oh alegría de Van Baerle!, ¡oh dolor inexpresable de Boxtel!
Ninguno de los cuatro
tulipanes
amenazados por el atentado de aquél había sido alcanzado. Alzaban orgullosamente
sus nobles
cabezas
por encima de los cadáveres de sus compañeros. Esto era bastante para consolar a
Van Baerle,
bastante
para hacer reventar de disgusto al asesino, que se arrancaba los cabellos a la
vista de su crimen
cometido
inútilmente.
Van
Baerle, mientras deploraba la desgracia que acababa de golpearle, desgracia que,
por lo demás, por
la
providencia de Dios, era menos grande de to que hubiera podido ser, no pudo
adivinar la causa de la
misma.
Se informó solamente y supo que toda la noche había sido turbada por maullidos
terribles. Por lo
demás,
reconoció el paso de los gatos por el rastro dejado por sus garras, por el pelo
que había en el campo
de
batalla y en el cual las gotas indiferentes del rocío temblaban como lo hacían
al lado, sobre las hojas de
una
flor rota, y para evitar que desgracia semejante se reprodujera en el porvenir,
ordenó que un muchacho
jardinero
se acostara todas las noches en el jardín, en una caseta, al lado de las
platabandas.
Boxtel
oyó dar la orden. Vio alzarse la caseta en el mismo día, y muy feliz por no
haber sido considerado
como
sospechoso del estropicio y más animado que nunca contra el feliz horticultor,
esperó mejores oca-
siones.
Fue
hacia aquella época cuando la sociedad tulipanera de Haarlem propuso un premio
para el descubri-
miento,
no nos atrevemos a decir para la fabricación, del gran tulipán negro y sin
mácula, problema no
resuelto
y considerado como insoluble, si se considera que en aquella época ni siquiera
existía la especie de
color
pardo en la Naturaleza.
Lo
que hacía decir a todos, que los fundadores del premio hubieran podido ofrecer
dos millones en lugar
de
las cien mil libras, dado que la cosa resultaba imposible.
El
mundo tulipanero, sin embargo, no se quedó menos emocionado por la posibilidad
de su realización.
Algunos
aficionados acogieron la idea, pero sin creer en su aplicación; tal es el poder
imaginativo de los
horticultores
que, aun considerando su especulación como fallida por adelantado, no pensaron
al principio
más
que en este gran tulipán negro reputado quiméricamente como el cisne negro de
Horacio, y como el
mirlo
blanco de la tradición francesa.
Van
Baerle fue uno de los tulipaneros que acogieron la idea; Boxtel fue de los que
pensaron en la
especulación.
Desde el momento en que Van Baerle tuvo incrustada esta tarea en su perspicaz é
ingeniosa
cabeza,
comenzó lentamente las siembras y las operaciones necesarias para llevar del
rojo al pardo, y del
pardo
al marrón oscuro, los tulipanes que había cultivado hasta
entonces.
A
partir del año siguiente, obtuvo especies de un pardo perfecto, y Boxtel los
percibió en su platabanda,
cuando
él no había encontrado todavía más que el castaño claro.
Tal
vez resultaría interesante explicar a los lectores las bellas teorías que
tienden a demostrar que el
tulipán
toma sus colores de los elementos; tal vez nos agradaría establecer que nada es
imposible para el
horticultor
que pone a contribución, con su paciencia y su genio, el fuego del sol, el
candor del agua, los
jugos
de la tierra y los soplos del aire. Pero éste no es un tratado del tulipán en
general; es la historia de un
tulipán
en particular lo que hemos resuelto escribir; nos ceñiremos a él por atrayentes
que sean los
incentivos
del sujeto yuxtapuesto al que nos proponemos.
Boxtel,
una vez más vencido por la superioridad de su enemigo, se aburrió del cultivo y,
medio loco, se
dedicó
por entero a la observación.
La
casa de su rival era una claraboya. jardín abierto al sol, cuartos vidriados
penetrables a la vista,
casilleros,
armarios, botes y etiquetas en los cuales el telescopio se sumergía fácilmente;
Boxtel dejó
pudrirse
las cebollas en sus camas, secar los capullos en sus cajas, morir los tulipanes
en sus platabandas, y,
desde
entonces, concentrando su vida en su vista, no se ocupó más que de lo que
ocurría en casa de Van
Baerle:
respiró por el tallo de sus tulipanes, apagó su sed con el agua que les echaban,
y se sació con la
tierra
blanda y fina que espolvoreaba el vecino sobre sus queridas cebollas. Pero lo
más curioso del trabajo
no
se operaba en el jardín.
Sonaba
una hora, la una de la noche, y Van Baerle subía a su laboratorio, en el cuarto
vidriado donde el
telescopio
de Boxtel penetraba también, y allí, cuando las luces del sabio sucediendo a los
rayos del día
iluminaban
paredes y ventanas, Boxtel veía funcionar el genio inventivo de su
rival.
Le
contemplaba escoger sus granos, regándolos con sustancias destinadas a
modificarlos o a colorearlos.
Lo
adivinaba, cuando calentando algunos de aquellos granos, humedeciéndolos luego,
combinándolos
después
con otros en una especie de injerto, operación minuciosa y maravillosamente
realizada, encerraba
en
las tinieblas los que debían dar el color negro, exponía al sol o a la lámpara
los que debían dar el color
rojo,
miraba en el eterno reflejo del agua los que debían proporcionar el color
blanco, cándida
representación
hermética del elemento húmedo.
Esta
magia inocente, fruto del sueño infantil y del genio viril conjuntamente, ese
trabajo paciente, eterno,
del
que Boxtel se reconocía incapaz, vertía en el telescopio del envidioso toda su
vida, todo su
pensamiento,
toda su esperanza.
¡Cosa
extraña! Tanto interés y el amor propio del arte no había apagado en Isaac la
feroz envidia, la sed
de
venganza. Algunas veces, teniendo a Van Baerle bajo su telescopio, se hacía la
ilusión que lo apuntaba
con
un mosquete infalible, y buscaba con el dedo el gatillo para soltar el disparo
que debía matarlo; pero ya
es
tiempo de que volvamos de aquella época de los trabajos de uno y del espionaje
del otro a la visita que
Corneille
de Witt, Ruart de Pulten, acababa de hacer a su ciudad
natal.
VII
EL
HOMBRE FELIZ ENTABLA
CONOCIMIENTO
CON LA DESGRACIA
Corneille
después de haber atendido los asuntos de su familia, llegó a casa de su ahijado,
Cornelius van
Baerle,
en el mes de enero del año de gracia de 1672.
Caía
la noche.
Corneille,
aunque poco dado a la horticultura, y menos todavía a las artes, visitó toda la
casa, desde el
taller
hasta el invernadero; desde los cuadros hasta los tulipanes. Agradeció a su
sobrino el haberle dejado
en
buen lugar sobre el puente de la nave almirante Les Sept Provinces durante la
batalla de
Southwood-Bay,
y el haber dádo su nombre a un magnífico tulipán, y todo ello con la
complacencia y la
afabilidad
que pudiera tener un padre hacia su hijo; y mientras inspeccionaba así los
tesoros de Van Baerle,
la
muchedumbre se estacionaba con curiosidad, incluso con respeto, delante de la
puerta del hombre feliz.
Todo
este ruido despertó la atención de Boxtel, que cenaba cerca de su
fuego.
Se
informó de lo que ocurría, lo supo y trepó a su
laboratorio.
Y
allí, a pesar del frío, se instaló, con el ojo eri el
telescopio.
Este
telescopio no le era ya de gran utilidad desde el otoño de 1671. Los tulipanes,
frioleros como
verdaderos
hijos de Oriente, no se cultivan en la tierra en invierno. Necesitan el interior
de la casa, el lecho
mullido
de los cajones y las dulces caricias de la estufa. Así, Cornelius se pasaba todo
el invierno en su
laboratorio,
en medio de sus libros y de sus cuadros. Raramente iba a la habitación de las
cebollas si no era
para
dejar entrar allí algunos rayos de sol, que sorprendía en el cielo, y a los que
forzaba, abriendo una
trampilla
vidriada, a caer de buen o mal grado en su casa.
La
noche de la que hablamos, después de que Corneille y Cornelius hubieron visitado
juntos los aparta-
mentos,
seguidos de algunos criados, aquél le confió en voz baja a Van
Baerle:
-Hijo
mío, alejad a vuestras gentes y procurad que nos quedemos unos momentos a solas
y sin oídos
indiscretos.
Cornelius
se inclinó en señal de obediencia.
-Señor-preguntó
luego en voz alta-, ¿os agradaría visitar ahora mi secadero de tulipanes?, os
agradará.
¿El
secadero? Ese pandemónium de la tulipanería, ese tabernáculo, ese
sanctasanctórum estaba, como
Delfos
antiguamente, prohibido para los no iniciados.
Jamás
criado alguno había puesto allí un pie audaz, como hubiera dicho el gran Racine,
que florecía por
aquella
época. Cornelius no dejaba penetrar en él más que la escoba inofensiva de una
vieja sirvienta
frisona,
su nodriza, la cual, desde que Cornelius se dedicaba al cultivo de los
tulipanes, no se atrevía a
poner
cebollas en los guisos, por temor a mondar y condimentar el «corazón de su
niño».
Así,
a la sola palabra «secadero», los criados que llevaban las antorchas se
apartaron respetuosamente.
Cornelius
cogió las velas de manos del primero y precedió a su padrino en la
habitación.
Añadamos
a lo que acabamos de decir que el secadero era aquel mismo cuarto vidriado sobre
el que Box-
tel
asestaba incesantemente su telescopio.
El
envidioso estaba más que nunca en su lugar.
Vio
primero iluminarse las paredes y las vidrieras.
Luego
aparecieron dos sombras.
Una
de ellas, grande, majestuosa, severa, se sentó al lado de la mesa donde
Cornelius había depositado
las
velas.
En
esta sombra, Boxtel reconoció el pálido rostro de Corneille de Witt, cuyos
largos cabellos negros
separados
en la frente caían sobre sus hombros.
El
Ruart de Pulten, después de haber dicho a Cornelius algunas palabras de las que
el envidioso no pudo
comprender
el sentido por el movimiento de los labios, sacó de su pecho y le tendió un
paquete blanco
cuidadosamente
sellado, paquete que Boxtel, por la forma con que Cornelius lo cogió y lo
depositó en un
armario,
supuso eran papeles de la mayor importancia.
Pensó
en principio que aquel precioso paquete encerraba algunos bulbos recién llegados
de Bengala o de
Ceilán,
pero enseguida recordó que Corneille apenas cultivaba tulipanes y no se ocupaba
casi más que del
hombre,
mala planta, mucho menos agradable de ver y sobre todo mucho más difícil de
hacerla florecer.
Entonces
le vino la idea de que ese paquete contenía pura y simplemente papeles y que
estos papeles se
referían
a la política.
Mas
¿por qué entregar unos papeles que se relacionaban con la política a Cornelius,
que no solamente
era,
sino que se alababa de ser enteramente extraño a aquella ciencia, por otra parte
más oscura, a su
parecer,
que la química, la astronomía a incluso que la alquimia?
Aquél
era sin duda un depósito que Corneille, ya amenazado por la impopularidad con la
que
comenzaban
a honrarle sus compatriotas, entregaba a su ahijado Van Baerle, y la cosa era
tanto más hábil
por
parte del Ruart por cuanto no sería en la casa de Cornelius, extraño a toda
intriga, donde irían a
perseguir
este depósito.
Por
otra parte; si el paquete hubiera contenido bulbos, otra hubiera sido la
reacción de su vecino: Corne-
lius
no lo habría guardado, y en el mismo instante habría apreciado, como estudiante
aficionado el valor de
los
regalos que recibía.
Por
el contrario, Cornelius había recibido respetuosamente el depósito de manos del
Ruart, y, siempre
respetuosamente,
lo había metido en un cajón, empujándolo hasta el fondo, primero, seguramente
para que
no
fuera visto, luego, para que no ocupara un espacio demasiado grande al lugar
reservado a sus cebollas.
Una
vez el paquete en el cajón, Corneille de Witt se puso de pie, estrechó las manos
de su ahijado y se
encaminó
hacia la puerta.
Cornelius
agarró vivamente las velas y se adelantó para pasar el primero y alumbrar
convenientemente.
Entonces
la luz se extinguió insensiblemente en el cuarto vidriado para reaparecer en la
escalera, luego
en
el vestíbulo y por último en la calle, todavía llena de gente que quería ver al
Ruart subir a su carroza.
El
envidioso no se había equivocado en sus suposiciones. El depósito entregado por
el Ruart a su ahijado
y
cuidadosamente encerrado por éste, era la correspondencia de Jean con el señor
De Louvois.
Sólo
que era confiado, como le había dicho Corneille a su hermano, sin que Corneille
hubiese dejado su-
poner
en lo más mínimo a su ahijado la importancia política que
tenía.
La
única recomendación que le hizo era la de no entregar este depósito más que a
él, o con una palabra
de
él, a cualquiera que fuera que viniera a reclamarlo.
Y
Cornelius, como hemos visto, había encerrado el depósito en el armario de los
bulbos raros.
Luego,
una vez partido el Ruart y los ruidos y las luces extinguidas, nuestro hombre no
había pensado
más
en ese paquete, en el que por el contrario pensaba mucho Boxtel que, parecido a
un piloto hábil, veía
en
él la nube lejana a imperceptible que crece al avanzar y encierra la
tormenta.
Y
ahora, ya tenemos todos los jalones de nuestra historia plantados en esta fértil
tierra que se extiende de
Dordrecht
a La Haya. Los seguirá el que quiera, en el porvenir de los capítulos
siguientes; en cuanto a
nosotros,
hemos sostenido nuestra palabra, probando que jamás ni Corneille ni Jean de Witt
habían tenido
tan
feroces enemigos en toda Holanda como el que tenía Van Baerle en su vecino,
Mynheer Isaac Boxtel.
Sin
embargo, floreciendo en su ignorancia, el tulipanero había seguido su camino
hacia el fin propuesto
por
la sociedad de Haarlem: había pasado del tulipán pardo al tulipán café tostado;
y volviendo a él, ese
mismo
día en que ocurría en La Haya el gran suceso que hemos narrado, vamos a hallarle
hacia la una de la
tarde
sacando de su platabanda las cebollas, infructuosas todavía de una siembra. de
tulipanes café tostado,
tulipanes
cuya floración malograda hasta entonces estaba fijada para la primavera del año
1673, y que no
podían
por menos que dar el gran tulipán negro pedido por la sociedad de
Haarlem.
El
20 de agosto de 1672, a la una de la tarde, Cornelius estaba pues en su
secadero, con los pies sobre la
barra
de la mesa y los codos sobre el tapete, contemplando con delicia tres bulbos que
acababa de separar
de
su cebolla: bulbos puros, perfectos, intactos, principios inapreciables de uno
de los más maravillosos
productos
de la ciencia y de la Naturaleza, en esta combinación cuyo éxito debía
ennoblecer para siempre
el
nombre de Cornelius van Baerle.
«Hallaré
el gran tulipán negro -decía para sí Cornelius mientras separaba sus bulbos-.
Ganaré los cien mil
florines
de premio ofrecidos. Los distribuiré a los pobres de Dordrecht; de esta forma,
el odio que todo rico
inspira
en las guerras civiles se apaciguará, y yo podré, sin temer nada de los
republicanos o de los oran-
gistas,
continuar teniendo mis platabandas en magnífico estado. No temeré tampoco que un
día de alboroto,
los
tenderos de Dordrecht y los marineros del puerto vengan a arrancar mis cebollas
para alimentar a sus fa-
milias,
como me han amenazado por lo bajo a veces, cuando recuerdan que he comprado una
cebolla a dos
o
trescientos florines. Esto está resuelto, daré pues a los pobres los cien mil
florines del premio de Haarlem.
»Aunque...
»
Y
a este «aunque», Cornelius van Baerle hizo una pausa y
suspiró.
«Aunque
-continuó pensando- hubiera sido realmente un hermoso destino el de los cien mil
florines
aplicados
al engrandecimiento de mi parterre o incluso a un viaje al Oriente, patria de
bellas flores.
»Mas,
¡por desgracia!, no hay que pensar en todo eso; ¡mosquetes, banderas, tambores y
proclamaciones,
es
lo que domina la situación en este momento!»
Van
Baerle levantó los ojos al cielo y lanzó otro suspiro.
Luego,
volviendo la mirada hacia sus cebollas, que en su espíritu pasaban muy por
delante de aquellos
mosquetes,
de aquellas banderas, de aquellos tambores y de aquellas proclamaciones, cosas
todas ellas
propias
solamente para turbar el espíritu de un hombre honrado, se
dijo:
«He
aquí, mientras tanto, unos bulbos bien bonitos. ¡Qué lisos son, qué bien hechos
están, cómo tienen
ese
aire melancólico que promete el negro de ébano a mi tulipán! Sobre su piel, los
nervios de circulación
ni
siquiera aparecen a simple vista. ¡Oh! Evidentemente, ni una mancha estropeará
la ropa de luto de la flor
que
me deberá su existencia.
»¿Cómo
se llamará esta hija de mis desvelos, de mi trabajo, de mi pensamiento? Tulipa
nigra Barloensis.
»Sí,
Barloensis; bonito nombre. Toda la Europa tulipanera, es decir, toda la Europa
inteligente se
estremecerá
cuando este rumor corra como el viento por los cuatro puntos cardinales del
globo.
»¡Ha
sido hallado el gran tulipán negro! ¿Su nombre, preguntarán los aficionados?
Tulipa nigra
Barloensis.
¿Por qué Barloensis? A causa de su inventor Van Baerle, se responderá. ¿Quién es
ese Van
Baerle?
El que ha hallado cinco especies nuevas: la Jeanne, la Jean de Witt, la
Corneille, etcétera. Pues
bien,
ésta es mi ambición. No costará nunca lágrimas a nadie. Y se hablará todavíá de
la Tulipa nigra
Barloensis
cuando tal vez mi padrino, ese sublime político, no sea ya conocido más que por
el tulipán al
que
le di su nombre.»
¡Los
admirables bulbos...!
«Cuando
mi tulipán haya florecido -continuó pensando Cornelius-, quiero, si la
tranquilidad ha vuelto a
Holanda,
dar solamente a los pobres cincuenta mil florines; a fin de cuentas, ya es mucho
para un hombre
que
no debe absolutamente nada. Luego, con los otros cincuenta mil, realizaré
experimentos. Con esos
cincuenta
mil florines, quiero llegar a perfumar el tulipán. ¡Oh! Si llegara a dar al
tulipán el olor de la rosa
o
del clavel, o incluso un olor completamente nuevo, lo cual aún sería mejor; si
devolviera a este rey de las
flores
ese perfume natural genérico que ha perdido al pasar de su trono de Oriente a su
trono europeo, el
que
debe de tener en India, en Goa, en Bombay, en Madrás, y sobre todo en aquella
isla donde
antiguamente,
según me aseguran, estuvo el paraíso terrenal y que se llama Ceilán. ¡Ah! ¡Qué
gloria!
Preferiría,
digo, preferiría ser entonces Cornelius van Baerle que Alejandro, César o
Maximiliano.»
¡Los
admirables bulbos...!
Y
Cornelius se deleitaba en su contemplación, absorbiéndose en los más dulces
sueños.
De
repente, la campanilla de su cuarto sonó más fuerte que de
costumbre.
Cornelius
se sobresaltó, extendió la mano sobre sus bulbos y se
volvió.
-¿Quién
va? -preguntó.
-Señor
-respondió el servidor-, es un mensajeró de La Haya.
-Un
mensajero de La Haya... ¿Qué quiere?
-Señor,
es Craeke.
-¿Craeke,
el criado de confianza del señor Jean de Witt? ¡Bueno! Que
espere.
-No
puedo esperar -dijo una voz en el corredor.
Y
al mismo tiempo, forzando la consigna, Craeke se precipitó en el
secadero.
Esta
aparición casi violenta era una infracción tal a las costumbres establecidas en
la casa de Cornelius
van
Baerle, que éste, al percibir a Craeke que se precipitaba en el secadero, hizo
con la mano, que cubría
los
bulbos, un movimiento casi convulsivo, que envió rodando a dos de las preciosas
cebollas, una bajo una
mesa
vecina a la gran mesa, y la otra a la chimenea.
-¡Al
diablo! -exclamó Cornelius precipitándose en persecución de sus bulbos-. ¿Qué
ocurre, Craeke?
-Ocurre,
señor -contestó Craeke, depositando el papel sobre la gran mesa donde seguía la
tercera cebo-
lla-,
ocurre que se os invita a leer este papel sin perder un solo
instante.
Y
Craeke, que había creído notar en las calles de Dordrecht los síntomas de un
tumulto parecido al que
acababa
de dejar en La Haya, huyó sin volver la cabeza.
-¡Está
bien! ¡Está bien, mi querido Craeke! -dijo Cornelius, extendiendo el brazo bajo
la mesa para recu-
perar
la preciosa cebolla-. Se leerá tu papel.
Luego,
recogiendo el bulbo, que colocó en el hueco de su mano para examinarlo,
pensó:
«¡Bueno!
Éste está intacto. ¡Vaya con el diablo de Craeke! ¡Entrar así en mi secadero!
Veamos el otro,
ahora.»
Y
sin soltar la cebolla fugitiva, Van Baerle avanzó hacia la chimenea, y de
rodillas, con la punta de los
dedos,
se puso a palpar las cenizas que afortunadamente estaban
frías.
A1
cabo de un instante, sintió el segundo bulbo.
«Bueno.
Aquí está.»
Y
contemplándolo con una atención casi paternal dijo en voz
alta:
-Intacto
como el primero.
En
el mismo instante, y cuando Cornelius, todavía de rodillas, examinaba el segundo
bulbo, la puerta del
secadero
fue sacudida rudamente y se abrió de tal forma a continuación que sintió subir a
sus mejillas, a sus
orejas,
la llama de esta mala consejera que se llama cólera.
-¿Qué
más hay? -preguntó-. ¿Se han vuelto locos todos los de ahí
dentro?
-¡Señor!
¡Señor! -exclamó un criado precipitándose en el secadero con el rostro más
pálido y el aspecto
más
asustado aún del que tenía Craeke momentos antes.
-¿Y
bien? -preguntó Cornelius, presagiando una desgracia ante esta doble infracción
de todas las reglas.
-¡Ah,
señor! ¡Huid, huid deprisa! -gritó el criado.
-Huir,
¿y por qué?
-Señor,
la casa está llena de guardias de los Estados.
-¿Qué
quieren?
-Os
buscan.
-¿Para
qué?
-Para
arrestaros.
-¿Para
arrestarme, a mí?
-Sí,
señor, vienen precedidos de un magistrado.
-¿Qué
significa esto? -preguntó Van Baerle apretando sus dos bulbos en la mano y
dirigiendo su mirada
asombrada
hacia la escalera en la que se oía gran tumulto.
-¡Suben,
suben! -gritó el servidor.
-¡Oh!
Mi querido niño, mi digno amo -exclamó la nodriza entrando a su vez en el
secadero-. ¡Recoged
vuestro
oro, vuestras joyas, y huid, huid!
-Mas,
¿por dónde quieres que huya, nodriza? -preguntó Van
Baerle.
-Saltad
por la ventana.
-Siete
metros.
-Caeréis
sobre dos metros de tierra blanda.
-Sí,
pero caeré sobre mis tulipanes.
-No
importa, saltad.
Cornelius
cogió el tercer bulbo, se acercó a la ventana, la abrió, pero ante el destrozo
que iba a ocasionar
en
sus platabandas, mucho más todavía que a la vista de la distancia que tenía que
franquear, resolvió:
Jamás.
Y
dio un paso hacia atrás.
En
este momento se veía apuntar a través de los barrotes de la barandilla de la
escalera las alabardas de
los
soldados.
La
nodriza alzó los brazas al cielo.
En
cuanto a Cornelius van Baerle, hay que decirlo en elogio, no del hombre, sino
del tulipanero, su única
preocupación
fue para sus inestimables bulbos.
Buscó
con los ojos un papel donde envolverlos, percibió la hoja de la Biblia
depositada por Craeke sobre
el
secadero, la cogió sin acordarse, tan grande era su turbación, de dónde procedía
aquella hoja, envolvió en
ella
sus tres bulbos, los ocultó en su pecho y esperó.
Los
soldados, precedidos por el magistrádo, entraron en el mismo
instante.
-¿Sois
vos el doctor Cornelius van Baerle? -preguntó el magistrado, aunque reconoció
perfectamente al
joven;
pero en esto, se ajustaba a las reglas de la justicia, lo que daba, como se ve,
una gravedad a la
interrogación.
-Lo
soy, maese Van Spennen -respondió Cornelius saludando graciosamente al juez-, y
vos lo sabéis
bien.
-Entonces,
entregadnos los papeles sediciosos que ocultáis en vuestra
casa.
-¿Papeles
sediciosos? -exclamó Cornelius completamente aturdido por el
apóstrofe.
-¡Oh!
No os hagáis el sorprendido.
-Os
juro, maese Van Spennen -replicó Cornelius-, que ignoro completamente lo que vos
queréis decir.
-Entonces,
voy a explicároslo, doctor -dijo el juez-. Entregadnos los papeles que el
traidor Corneille de
Witt
depositó en vuestra casa en el mes de enero último.
Un
relámpago cruzó por la mente de Cornelius.
-¡Oh!
¡Oh! -exclamó Van Spennen-. Ahora comenzáis a recordar,
¿verdad?
-Sin
duda; pero vos habláis de papeles sediciosos, y yo no poseo ningún papel de ese
género.
-¡Ah!
¿Lo negáis?
-Naturalmente.
El
magistrado se volvió para abarcar de una ojeada todo el
cuarto.
-¿Cuál
es la habitación de vuestra casa que se llama el secadero?
-preguntó.
Justamente
ésta en la que nos hallamos, maese Van Spennen.
El
magistrado miró de reojo una pequeña nota colocada en la primera fila de sus
papeles.
-Está
bien -dijo como un hombre que está convencido.
Luego,
volviéndose hacia Cornelius, preguntó:
-¿Queréis
entregarme esos papeles?
~Pero
no puedo, maese Van Spennen. Esos papeles no son míos: me los han entregado a
título de depó-
sito,
y un depósito es sagrado.
Doctor
Cornelius -dijo el juez-, en nombre de los Estados, os ordeno abrir aquel cajón
y entregarme los
papeles
que están allí encerrados. No me obliguéis a usar la
violencia.
Y
con el dedo el magistrado señalaba justo el tercer cajón de un cofre-armario
situado al lado de la chi-
menea.
Era
en aquel tercer cajón, en efecto, donde se hallaban los papeles entregados por
el Ruart de Pulten a su
ahijado,
prueba de la que la policía había sido perfectamente
informada.
-¡Ah!
¿No queréis? -dijo Van Spennen, viendo que Cornelius permanecía inmóvil de
estupefacción-.
Pues
voy a abrir yo mismo.
Y
abriendo el cajón en toda su longitud, el magistrado puso al descubierto
primeramente una veintena de
cebollas,
alineadas y etiquetadas con cuidado, luego el paquete de papeles que seguían en
el mismo estado
exactamente
como había sido entregado a su ahijado por el desgraciado Corneille de
Witt.
El
magistrado rompió los sellos, desgarró el sobre, lanzó una ávida mirada sobre
las primeras hojas que
aparecieron
ante sus ojos, y exclamó con una voz terrible:
-¡Ah!
¡La justicia no había, pues, recibido un falso aviso!
--¡Cómo!
-dijo Cornelius-. ¿Qué es esto?
-¡Ah!
No os hagáis más el ignorante, señor Van Baerle -respondió el magistrado-, y
seguidme.
-¡Cómo!
¡Que os siga! -exclamó el doctor.
-Sí,
porque en nombre de los Estados, yo os arresto.
No
se arrestaba todavía en nombre de Guillermo de Orange. No hacía bastante tiempo
que era estatúder
para
esto.
-¡Arrestarme!
-exclamó Cornelius-. Pero ¿qué he hecho entonces?
-Esto
no me compete, doctor, os explicaréis ante vuestros
jueces.
-¿Dónde?
-En
La Haya.
Cornelius,
estupefacto, abrazó a su nodriza, que perdió el conocimiento, dio la mano a sus
servidores;
que
se deshacían en lágrimas, y siguió al magistrado, el cual lo encerró en un coche
como un prisionero de
Estado,
y lo hizo conducir al galope a La Haya.
VIII
UNA
DESAPARICION
Lo
que acababa de suceder era, como se supone, la obra diabólica de Mynheer Isaac
Boxtel. Recordamos
que
con la ayuda de su telescopio, no había perdido un solo detalle de aquella
entrevista de Corneille de
Witt
con su ahijado.
Recordamos
que no había oído nada, pero que lo había visto todo.
Recordamos
que había adivinado la importancia de los papeles confiados por el Ruart de
Pulten a su
ahijado,
viendo a éste encerrar cuidadosamente el paquete a él entregado en el cajón
donde guardaba las
cebollas
más preciosas.
Resultaba,
pues, que cuando Boxtel, que seguía la política con mucha más atención que su
vecino Corne-
lius,
supo que Corneille de Witt había sido arrestado como culpable de alta traición
hacia los Estados,
pensó
que, por su parte, no tendría probablemente más que decir una palabra para hacer
arrestar también al
ahijado.
Sin
embargo, por feliz que se sintiera el corazón de Boxtel, tembló al principio
ante la idea de denunciar
a
un hombre, máxime porque aquella denuncia podia conducirle al
patíbulo.
Pero
lo terrible de las malas ideas, es que, poco a poco, los malos espíritus se
familiarizan con ellas. Por
otra
parte, Mynheer Isaac Boxtel se envalentonaba con este
sofisma:
«Corneille
de Witt es un mal ciudadano, ya que es acusado de alta traición y
arrestado.»
«Yo
soy un buen ciudadano, ya que no soy acusado absolutamente de nada y soy libre
como el aire.»
«Ahora
bien, si Corneille de Witt es un mal ciudadano, lo cual es cosa cierta, ya que
es acusado de alta
traición
y arrestado, su cómplice, Cornelius van Baerle, no es menos mal ciudadano que
él.»
«Así
pues, como soy un buen ciudadano, y es deber de los buenos ciudadanos denunciar
a los malos
ciudadanos,
es deber mío, Isaac Boxtel, denunciar a Cornelius van
Baerle.»
Pero
este razonamiento no hubiera tal vez, por especioso que fuera, adquirido un
imperio completo sobre
Boxtel,
y quizá el envidioso no hubiese cedido al simple deseo de venganza que le roía
el corazón, si al
unísono
del demonio de la envidia no hubiera surgido el demonio de la
codicia.
Boxtel
no ignoraba hasta qué punto había llegado Van Baerle en su búsqueda del gran
tulipán negro.
Por
modesto que fuera Cornelius, no había podido ocultar a sus más íntimos que tenía
la casi certeza de
ganar
en el año de gracia de 1673 el premio de cien mil florines instituido por la
Sociedad Hortícola de
Haarlem.
Y
esta casi certeza de Cornelius van Baerle hacía consumir en fiebre a Isaac
Boxtel.
Si
Cornelius era arrestado, esto ocasionaría evidentemente un gran trastorno en la
casa. En la noche que
siguiera
al arresto, nadie pensaría en vigilar los tulipanes del
jardín.
Y
en aquella noche, Boxtel saltaría el muro, y como sabía dónde encontrar la
cebolla que debía dar el
gran
tulipán negro, se la llevaría; en lugar de florecer en la casa de Cornelius, el
tulipán negro florecería en
la
suya, y él sería quien consiguiera el premio de los cien mil florines, en vez de
Cornelius, sin contar con
ese
honor supremo de llamar a la nueva flor Tulipa nigra
Boxtellensis.
Resultado
que satisfacía no solamente su venganza, sino su codicia.
Despierto,
no pensaba más que en el gran tulipán negro; dormido, no soñaba más que con
él.
Por
último, el 19 de agosto, hacia las dos de la tarde, la tentación fue tan fuerte
que Mynheer Isaac no
pudo
resistirla más tiempo.
En
consecuencia, envió una denuncia anónima, la cual reemplazaba la autenticidad
por la precisión, y la
echó
al correo.
Jamás
papel venenoso deslizado en los buzones de Venecia produjo un más rápido y
terrible efecto.
Aquella
misma noche, el principal magistrado recibió la comunicación; en el mismo
instante convocó a
sus
colegas para la mañana siguiente. Al día siguiente por la mañana estaban
reunidos, habían decidido el
arresto
y entregado la orden, a fin de que fuera ejecutada, a maese Van Spennen, que la
había
desempeñado,
como hemos visto, con el deber de un digno holandés, arrestando a Cornelius van
Baerle en
el
preciso momento en que los orangistas de La Haya asaban los despojos de los
cadáveres de Corneille y
de
Jean de Witt.
Pero,
sea por vergüenza o por debilidad ante el crimen, Isaac Boxtel no había tenido
el valor de asestar
aquel
día su telescopio, ni sobre el jardín, ni sobre el taller, ni sobre el
secadero.
Sabía
muy bien to que iba a pasar en la casa del pobre Cornelius para tener necesidad
de mirar en ella.
Incluso
no se levantó cuando su único criado que envidiaba la suerte de los criados de
Cornelius no menos
amargamente
que Boxtel envidiaba la suerte del amo, entró en su habitación. Boxtel le
dijo:
-Hoy
no me levantaré; estoy enfermo.
Hacia
las nueve, oyó un gran ruido en la calle y tembló ante lo que significaba; en
ese momento estaba
más
pálido que un verdadero enfermo, más tembloroso que un verdadero
febril.
Entró
su criado y Boxtel se ocultó bajo la sábana.
-¡Ah,
señor! -exclamó el criado, no sin imaginarse que iba, aun deplorando la
desgracia ocurrida a Van
Baerle,
a anunciar una buena noticia a su amo-. ¡Ah, señor! ¿No sabéis lo que pasa en
este momento?
-¿Cómo
quieres tú que lo sepa? -respondió Boxtel con voz casi
ininteligible.
-¡Pues
bien! En este momento, mi señor Boxtel, están arrestando a vuestro vecino el
doctor Cornelius
van
Baerle, como culpable de alta traición a los Estados.
-¡Bah!
-murmuró Boxtel con voz débil-. ¡No es posible!
-¡Cáspita!
Esto es lo que se dice, por lo menos; por otra parte, acabo de ver entrar en su
casa al juez Van
Spennen
y a los arqueros.
-¡Ah!
Si los has visto -dijo Boxtel- es otra cosa.
-En
todo caso, voy a informarme -anunció el criado- y estad tranquilo, os mantendré
al corriente.
Boxtel
se contentó con aprobar con un signo el celo de su criado.
Éste
salió y volvió a entrar quince minutos después.
-¡Oh,
señor! Todo lo que os he contado -dijo- es la pura verdad.
-¿Cómo?
-Han
arrestado al señor Van Baerle; lo han metido en un coche y acaban de expedirlo a
La Haya.
-¡A
La Haya!
-Sí,
donde, si lo que dicen es verdad, no hará buen tiempo para
él.
-¿Y
qué dicen? -preguntó Boxtel.
-¡Cáspita,
señor! Se dice, pero no es muy seguro, que los burgueses deben de estar a esta
hora asesinando
a
los señores Corneille y Jean de Witt.
-¡Oh!
-murmuró o más bien.hipó Boxtel cerrando los ojos para no ver la terrible imagen
que se ofrecía
sin
duda a su mirada.
«¡Cáspita!
-exclamó para sí el criado al salir-. Es preciso que Mynheer Isaac Boxtel esté
muy enfermó
para
no haber saltado del lecho ante semejante noticia.»
En
efecto, Isaac Boxtel estaba muy enfermo; enfermo como un hombre que acaba de
asesinar a otro.
Pero
él había asesinado a ese hombre con una doble finalidad; la primera estaba
cumplida, faltaba
cumplir
la segunda.
Llegó
la noche. La noche que esperaba Boxtel.
Se
levantó del lecho y poco después se subía al sicomoro.
Había
calculado bien: nadie pensaba en guardar el jardín; casa y criados estaban
trastornados.
Oyó
sonar sucesivamente las diez, las once y medianoche.
A
la medianoche, con el corazón brincándole, las manos temblorosas y el rostro
lívido, descendió del ár-
bol,
cogió una escalera, la aplicó contra el muro, subió hasta el penúltimo escalón y
escuchó.
Todo
estaba tranquilo. Ni un ruido turbaba el silencio de la
noche.
Una
sola luz brillaba en toda la casa.
La
de la nodriza.
Ese
silencio y esta oscuridad enardecieron a Boxtel.
Pasó
una pierna por encima del muro, deteniéndose un momento sobre el remate; luego,
bien seguro de
que
no había.nada que temer, pasó la escalera de su jardín al de Cornelius y
descendió.
Después,
como sabía exactamente el lugar donde se hallaban enterrados los bulbos del
futuro tulipán
negro,
corrió en su dirección, siguiendo sin embargo los senderos para no ser
traicionado por la huella de
sus
pasos, y, llegado al sitio preciso, con una alegría salvaje, hundió sus manos en
la tierra blanda.
No
encontró nada y creyó haberse equivocado.
Mientras
tanto, el sudor perlaba su frente.
Buscó
al lado: nada.
Buscó
a la derecha, a la izquierda: nada.
Buscó
por delante y por detrás: nada.
Le
faltó poco para volverse loco, cuando se dio cuenta por último que la tierra
estaba removida ya desde
aquella
misma mañana.
En
efecto, mientras Boxtel se hallaba en el lecho, Cornelius había descendido a su
jardín desenterrando la
cebolla,
y como hemos visto, la había dividido en tres bulbos.
Boxtel
no podía decidirse a abandonar el lugar. Había revuelto con sus manos más de
tres metros cua-
drados.
Finalmente,
ya no le quedó ninguna duda de su désgracia.
Ebrio
de cólera, alcanzó la escalera, pasó la pierna por encima del muro, alzó la
escalera, tirándola a su
jardín
y saltó tras ella.
De
repente, le embargó una última esperanza.
Que
los bulbos estuvieran en el secadero.
Sólo
se trataba de penetrar en el secadero como había penetrado en
eljardín.
Allí
los encontraría.
Por
lo demás, la tarea no era mucho más difícil.
Las
vidrieras del secadero se alzaban como las de un
invernadero.
Cornelius
van Baerle las había abierto aquella misma mañana y a nadie se le había ocurrido
cerrarlas.
Todo
consistía en procurarse una escalera bastante larga, una escalera de seis metros
en lugar de cuatro.
Boxtel
había observado que en la calle donde vivía había una casa en reparación; a lo
largo de aquella
casa
habían levantado una escalera gigantesca.
Esa
escalera era la que necesitaba Boxtel, si los obreros no se la habían
llevado.
Corrió
a la casa; la escalera estaba allí.
La
cogió y se la llevó con gran trabajo a su jardín; con más trabajo todavía, la
apoyó contra el muro que
dividía
su casa de la de su vecino Cornelius van Baerle.
La
escalera alcanzaba de justeza las celosías.
Boxtel
se metió una linterna sorda encendida en su bolsillo, subió por la escalera y
penetró en el
secadero.
Llegado
a ese tabernáculo, se detuvo, apoyándose contra la mesa; las piernas le
flaqueaban y su corazón
latía
hasta ahogarle.
Allí,
era todavía peor que en el jardín: se diría que el aire del campo quitaba a la
propiedad lo que tenía
de
respetable; el que salta por encima de un seto o escala un muro, se detiene ante
la puerta o la ventana de
una
habitación.
En
el jardín, Boxtel no era más que un merodeador; en la habitación, era un
ladrón.
Sin
embargo, recobró el valor: no había llegado hasta allí para regresar a su casa
con las manos vacías.
Y
se puso a buscar, a abrir y cerrar todos los cajones, a incluso el cajón
privilegiado donde había estado
el
depósito que acababa de ser tan fatal a Cornelius; encontró, como en un jardín,
etiquetadas las plantas, la
Joannis,
la Witt, el tulipán marrón, el tulipán café tostado, pero del tulipán negro o
más bien de los bulbos
donde
estaba todavía dormido y oculto en los limbos de la floración, no había ninguna
señal.
Y,
sin embargo, en el registro de las simientes y de los bulbos llevado por partida
doble por Van Baerle
con
más cuidado y exactitud que el registro comercial de las primeras firmas de
Amsterdam, Boxtel leyó
estas
líneas:
Hoy,
20 de agosto de 1672, he desenterrado la cebolla del gran tulipán negro que he
separado en tres
bulbos
perfectos.
-¡Esos
bulbos! ¡Esos bulbos! -aulló Boxtel devastando todo el secadero-. ¿Dónde ha
podido ocultarlos?
Luego,
de repente, golpeándose la frente hasta aplastarse el cerebro, exclamó en voz
alta:
-¡Oh!
¡Miserable de mí! ¡Ah, tres veces perdido Boxtel! ¿Es que alguien se separa de
sus bulbos, es que
alguien
los abandona en Dordrecht cuando se parte para La Haya, es que alguien puede
vivir sin esos
bulbos,
cuando esos bulbos son los del gran tulipán negro? ¡Habrá tenido tiempo de
cogerlos, el muy
infame!
¡Los tiene encima, se los ha llevado a La Haya!
Fue
como un relámpago que mostrara a Boxtel el abismo de un crimen
inútil.
Cayó
fulminado sobre aquella misma mesa, en aquel mismo lugar donde, unas horas
antes, el infortunado
Baerle
había admirado tan largo rato y tan deliciosamente los bulbos del tulipán
negro.
«¡Pues
bien! Después de todo -se dijo el envidioso, levantando su lívida cabeza-, si él
los tiene, sólo
puede
guardarlos mientras esté vivo, y...»
El
resto de su horrible pensamiento se absorbió en una espantosa
sonrisa.
«Los
bulbos están en La Haya -pensó-. No es, pues, en Dordrecht donde he de
vivir.
»¡A
La Haya a por los bulbos! ¡A La Haya!»
Y
Boxtel, sin prestar atención a las inmensas riquezas que abandonaba, preocupado
por aquella otra ines-
timable
riqueza, salió por la celosía, se dejó deslizar a lo largo de la escalera, llevó
el instrumento de robo
adonde
to había cogido, y, parecido a un animal de presa, entró rugiendo en su
casa.
IX
LA
HABITACIÓN FAMILIAR
Era
alrededor de la medianoche cuando el pobre Van Baerle fue encarcelado en la
prisión de la Buyten-
hoff.
Lo
que previera Rosa había sucedido. Al hallar la celda de Corneille vacía, la
cólera del pueblo había
sido
grande, y si padre Gryphus se hubiera encontrado al alcance de aquellos furiosos
habría pagado
evidentemente
por su prisionero.
Pero
aquella cólera se había saciado largamente en los dos hermanos, que habían sido
alcanzados por los
asesinos,
gracias a la precaución tomada por Guillermo, el hombre de las precauciones, de
hacer cerrar las
puertas
de la ciudad.
Había
llegado, pues, el momento en que la prisión se había vaciado y donde el silencio
había sucedido al
espantosó
tronar de aullidos que rodaba por las escaleras.
Rosa
había aprovechado aquel momento para salir de su escondrijo y había hecho salir
a su padre.
La
prisión estaba completamente desierta; ¿para qué quedarse en la prisión cuando
se degollaba en la
Tol-Hek?
Gryphus
salió todo tembloroso detrás de la valiente Rosa. Fueron a cerrar bien que mal
la gran puerta, y
decimos
bien que mal, porque estaba medio desvencijada. Se veía que el torrente de una
poderosa cólera
había
pasado por allí.
Hacia
las cuatro, se oyó volver el ruido, pero ese ruido no tenía nada de inquietante
para Gryphus y su
hija.
Ese ruido era el de los cadáveres que arrastraban y que venían a ocupar el lugar
acostumbrado de las
ejecuciones.
Rosa
se ocultó una vez más, para no ver el horrible
espectáculo.
A
medianoche llamaron a la puerta de la Buytenhoff, o más bien a la barricada que
la reemplazaba.
Traían
a Cornelius van Baerle.
-Ahijado
de Corneille de Witt -murmuró Gryphus con su sonrisa de carcelero tras leer en
la tarjeta de
registro
la calidad del prisionero-. Ah, joven, aquí tenemos justamente la habitación
familiar; os la vamos a
dar.
Y
encantado por el chiste que acababa de hacer, el feroz orangista cogió su farol
y las llaves para
conducir
a Cornelius a la celda que aquella misma mañana había abandonado Corneille de
Witt para ir al
exilio
tal como lo entienden en tiempo de revolución esos grandes moralistas que dicen
como un axioma de
alta
política:
-Solamente
los muertos no vuelven.
Gryphus
se preparó, pues, para conducir al ahijado a la celda de su
padrino.
Por
el camino que tenía que recorrer para llegar a esa habitación, el desesperado
florista no oyó nada más
que
el ladrido de un perro, ni vio nada más que el rostro de una
joven.
El
perro salió de su caseta excavada en el muro sacudiendo una gruesa cadena, y
olfateó a Cornelius a fin
de
reconocerlo en el momento en que le ordenaran devorarlo.
La
joven, cuando el prisionero hizo gemir la barandilla de la escalera bajo su mano
entorpecida,
entreabrió
el postigo de la habitación en la que vivía en el hueco de esa misma escalera. Y
con la lámpara
en
la mano derecha, alumbró al mismo tiempo su encantador rostro rosado enmarcado
por una admirable
cabellera
rubia de espesas guedejas, mientras con la izquierda cruzaba sobre el pecho su
blanco camisón,
porque
había sido despertada de su primer sueño por la inesperada llegada de
Cornelius.
Aquel
era realmente un hermoso cuadro para pintar y en todo digno del maestro
Rembrandt: esa espiral
negra
de la escalera iluminada por el farol rojizo de Gryphus, con la sombría figura
del carcelero en lo alto,
la
melancólica figura de Cornelius que se inclinaba sobre la barandilla para mirar;
por debajo de él,
encuadrado
por el postigo luminoso, el suave rostro de Rosa, y su gesto púdico un poco
inútil tal vez por la
posición
elevada de Cornelius, colocado sobre aquellos escalones desde donde su mirada
acariciaba vaga y
tristemente
los hombros blancos y redondos de la joven.
Y,
abajo, completamente en la sombra, en ese lugar de la escalera donde la
oscuridad hace desaparecer
los
detalles, los ojos de carbunclo del moloso , sacudiendo su cadena de eslabones a
la cual la doble luz
de
la lámpara de Rosa y del farol de Gryphus venía a agregarle unas brillantes
lentejuelas.
Pero
lo que el sublime maestro no habría podido plasmar en su cuadro, era la
expresión dolorosa que apa-
reció
en el rostro de Rosa cuando vió a aquel hermoso joven, pálido, subir la escalera
lentamente y pudo
aplicarle
esas siniestras palabras pronunciadas por su padre:
-Tendréis
la habitación familiar.
Esta
visión duró un momento, mucho más corto del que hemos empleado en describirla.
Luego, Gryphus
continuó
su camino, Cornelius se vio obligado a seguirle, y cinco minutos después entraba
en el calabozo
que
resulta inútil describir, porque el lector ya lo conoce.
Gryphus,
después de haber mostrado con el dedo al prisionero el lecho sobre el que tanto
había sufrido el
mártir
que en aquella misma jornada había rendido su alma a Dios, recogió su farol y
salió.
En
cuanto a Cornelius, una vez solo, se arrojó sobre el lecho, pero no se durmió.
No cesó de fijar su
mirada
en la estrecha ventana enrejada que tomaba su día de la Buytenhoff; de esta
forma vio blanquear
más
allá de los árboles ese primer rayo de luz que el cielo deja caer sobre la
tierra como un blanco manto.
Aquí
y allá, durante la noche, algunos rápidos caballos habían galopado por la
Buytenhoff; los pasos
pesados
de las patrullas habían golpeado los pequeños guijarros redondos de la plaza, y
las mechas de los
arcabuces,
encendiéndose al viento del oeste, habían lanzado hasta los vidrios de la
prisión intermitentes
destellos.
Pero
cuando el naciente día argentó la techumbre acaballada de las casas, Cornelius,
impaciente por saber
si
algo vivía a su alrededor, se acercó a la ventana y paseó circularmente una
triste mirada.
En
el extremo de la plaza, se alzaba una masa negruzca teñida de azul oscuro por
las brumas matinales,
destacando
sobre las pálidas casas su silueta irregular.
Cornelius
reconoció el patíbulo.
De
este patíbulo colgaban dos informes pingajos que no eran más que unos esqueletos
todavía
sangrantes.
El
buen pueblo de La Haya había despedazado las carnes de sus víctimas, pero las
había traído fielmente
al
patíbulo para dar pretexto a una doble inscripción trazada sobre una enorme
pancarta.
Y
sobre aquella pancarta, con sus ojos de veintiocho años, Cornelius consiguió
leer las líneas trazadas
con
el grueso pincel de algún embadurnador de rótulos:
Aquí
cuelgan: el gran criminal llamado Jean de Witt, y el pequeño bribón Corneille de
Witt, su hermano,
dos
enemigos del pueblo, pero grandes amigos del rey de
Francia.
Cornelius
lanzó un grito de horror, y en un transporte de terror delirante golpeó la
puerta con pies y
manos,
tan rudamente y tan precipitadamente que Gryphus acudió furioso, con su manojo
de enormes lla-
ves
en la mano.
Abrió
la puerta profiriendo horribles imprecaciones contra el prisionero que le
importunaba en horas en
las
que no se acostumbraba a importunar.
-¡Encima
esto! Otro De Witt furioso -exclamó-. ¡Pero estos De Witt tienen el diablo en el
cuerpo!
-Señor,
señor-dijo Cornelius agarrando al carcelero por el brazo y arrastrándole hacia
la ventana- - .
Señor,
¿qué he leído allá abajo?
-¿Dónde?
-En
aquella pancarta.
Y
temblando, pálido y jadeante, le señaló, en el fondo de la plaza, el patíbulo
coronado por la cínica ins-
cripción.
Gryphus
se echó a reír.
-¡Ah,
eso! -respondió-. Sí, la habéis leído... ¡Pues bien, mi querido señor!, ahí es
donde se llega cuando
se
mantienen relaciones con los enemigos del señor príncipe de
Orange.
-¡Los
señores De Witt han sido asesinados! -murmuró Cornelius, el sudor bañándole la
frente y
dejándose
caer sobre el colchón, los brazos colgando, los ojos
cerrados.
-Los
señores De Witt han sufrido la justicia del pueblo -replicó Gryphus-. ¿Llamáis a
eso asesinato? Yo
digo
mejor, ejecutados.
Y,
viendo que el prisionero no sólo se había calmado, sino que permanecía postrado,
salió de la celda, ti-
rando
de la puerta con violencia, y haciendo correr los cerrojos con
ruido.
Volviendo
en sí, Cornelius se halló solo y reconoció el aposento en el que se encontraba,
la «habitación
familiar,
como la había llamado Gryphus, como el paso fatal que había de conducirle a una
triste muerte.
Y
como era un filósofo, como era sobre todo un cristiano, comenzó por rogar por el
alma de su padrino,
luego
por la del ex gran pensionario; después, por último, se resignó él mismo a todos
los males que Dios
quisiera
enviarle.
Luego,
después de haber descendido del cielo a la tierra, de haber entrado de la tierra
a su calabozo, de
haberse
asegurado bien de que en el calabozo estaba solo, sacó de su pecho los tres
bulbos del tulipán negro
y
los ocultó detrás de la piedra de arenisca sobre la que se colocaba el cántaro
tradicional, en el rincón más
oscuro
de la celda.
¡Inútil
labor de tantos años! ¡Destrucción de tan dulces esperanzas! ¡Su descubrimiento
iba pues a de-
sembocar
en la nada como él en la muerte... ! En esta prisión, sin una brizna de hierba,
sin un átomo de tie-
rra;
sin un rayo de sol.
Ante
ese pensamiento, Cornelius entró en una sombría desesperanza de la que no salió
más que por una
circunstancia
extraordinaria.
¿Cuál
fue esa circunstancia?
Esto
es to que nos reservamos para explicar en el capítulo
siguiente.
X
LA
HIJA DEL CARCELERO
Aquella
misma tarde, cuando traía la pitanza del prisionero, Gryphus, al abrir la puerta
de la prisión,
resbaló
en el húmedo enlosado y trastabilló intentando sostenerse. Pero, apoyando la
mano en falso, se
rompió
el brazo por encima de la muñeca.
Cornelius
hizo un movimiento hacia el carcelero.
-No
es nada -dijo Gryphus no dándose cuenta de la gravedad del accidente-. No os
mováis.
Y
quiso levantarse apoyándose sobre su brazo, pero el hueso se le dobló; solamente
entonces sintió Gry-
phus
el dolor y lanzó un grito.
Comprendió
que tenía el brazo roto, y este hombre tan duro para los demás cayó desmayado
sobre el um-
bral
de la puerta, donde se quedó inerte y frío, parecido a un
muerto.
Durante
ese tiempo, la puerta de la prisión había permanecido abierta, y Cornelius se
hallaba casi libre.
Pero
no se le ocurrió la idea de aprovecharse de este accidente; había visto la forma
en que el brazo se
había
doblado y el ruido que había hecho; sabía que existía fractura y dolor; no pensó
en otra cosa que en
socorrer
al herido, por mal intencionado que le hubiera parecido en la única entrevista
que había tenido con
él.
Al ruido que Gryphus hizo al caer, al gemido que había dejado escapar, se oyó un
paso precipitado en la
escalera,
y a la aparición que siguió inmediatamente al rumor de ese paso, Cornelius
profirió un pequeño
grito
al que respondió el grito agudo de una joven.
La
que había respondido al grito lanzado por Cornelius era la bella frisona, que
viendo a su padre tendido
en
el suelo y al prisionero inclinado sobre él, creyó al principio que Gryphus,
cuya brutalidad conocía, ha-
bía
caído a continuación de una lucha sostenida entre aquél y su
padre.
Cornelius
comprendió lo que ocurría en el corazón de la joven en el mismo momento en que
la sospecha
entraba
en la mente de aquélla.
Pero
traída por la primera ojeada a la verdad, y avergonzada por lo que había llegado
a pensar, levantó
hacia
el joven sus bellos ojos húmedos, diciendo:
-Perdón
y gracias, señor. Perdón por lo que había pensado, y gracias por lo que vos
hacéis.
Cornelius
enrojeció.
-No
hago más que cumplir con mi deber de cristiano -contestó-, al socorrer a mi
semejante.
-Sí,
y al socorrerlo esta tarde, habéis olvidado las injurias que os dirigió esta
mañana. Señor, esto es más
que
humanidad, es más que cristianismo.
Cornelius
alzó la mirada hacia la bella niña, completamente asombrado por haber oído salir
de la boca de
una
hija del pueblo una palabra a la vez tan noble y tan
compasiva.
Pero
no tuvo tiempo de testimoniarle su sorpresa. Gryphus, recobrado de su desmayo,
abrió los ojos, y su
acostumbrada
brutalidad le volvió con la vida:
-¡Ah!
Ved lo que ocurre -dijo-. Se da uno prisa en traer la cena, me caigo al
apresurarme, al caer me
rompo
el brazo, y vos me dejáis aquí sobre los ladrillos.
-Silencio,
padre mío -intervino Rosa-. Sois injusto con este joven, al que he hallado
ocupado en
socorreros.
-¡Él!
-exclamó Gryphus con aire de duda.
-Es
verdad, señor, y estoy dispuesto a socorreros más.
-¿Vos?
-dijo Gryphus-. ¿Sois, pues, médico?
-Ésa
es mi carrera primitiva -contestó el prisionero.
-¿De
forma que podríais componerme el brazo?
-Perfectamente.
-¿Y
qué necesitáis para ello, veamos?
-Dos
cuñas de madera y unas tiras de tela.
-Ya
oyes, Rosa -comentó Gryphus-. El prisionero va a arreglarme el brazo; esto es
una economía; vamos,
ayúdame
a levantarme, parezco de plomo.
Rosa
presentó su hombro al herido; éste rodeó el cuello de la joven con su brazo
intacto, y haciendo un
esfuerzo,
se puso de pie, mientras Cornelius, para ahorrarle camino, empujaba hacia él un
sillón.
Gryphus
se sentó y luego, volviéndose hacia su hija dijo:
-¡Y
bien! ¿No has oído? Ve a buscar lo que se te pide.
Rosa
descendió y regresó un instante después con dos duelas de barril y una gran
venda de tela.
Cornelius
había empleado aquel tiempo en guitar la chaqueta al carcelero y en subirle las
mangas.
-¿Esto
es to que deseáis, señor? -preguntó Rosa.
-Sí,
señorita -asintió Cornelius posando los ojos sobre los objetos traídos-. Sí, eso
es. Ahora, acercad esta
mesa
mientras sostengo el brazo de vuestro padre.
Rosa
empujó la mesa. Cornelius colocó el brazo roto encima, a fin de que se hallara
plano, y con una
habilidad
perfecta, reajustó la fractura, adaptó la cuña y apretó las
vendas.
Con
el último alfiler, el carcelero se desmayó por segunda
vez.
-Id
a buscar vinagre, señorita -pidió Cornelius-, le frotaremos las sienes y volverá
en sí.
Pero
en lugar de cumplir la prescripción que le había hecho, Rosa, después de
asegurarse de que su padre
se
hallaba realmente sin conocimiento, avanzó hacia
Cornelius.
-Señor
-dijo-, servicio por servicio.
-¿Es
decir, mi bella niña? -preguntó Cornelius.
-Es
decir, señor, que el juez que debe interrogaros mañana ha venido a informarse
hoy de la celda en la
que
os hallábais; que le han dicho que ocupábais la del señor Corneille de Witt, y
que a esa respuesta, se ha
reído
de una forma tan siniestra que me hace creer que no os espera nada
bueno.
-Pero
-preguntó Cornelius-, ¿qué pueden hacerme?
-¿Véis
desde aquí ese patíbulo?
-Pero
yo no soy culpable en absoluto -replicó Cornelius.
-¿Lo
eran ellos, los que están allá abajo, colgados, mutilados,
desgarrados?
-Es
verdad -dijo Cornelius entristeciéndose.
-Por
otra parte -continuo Rosa- la opinion pública quiere que seáis culpable. Pero en
fin, culpable o no,
vuestro
proceso comenzará mañana, pasado mañana seréis condenado: las cosas van deprisa
en los tiempos
que
corren.
-¡Y
bien! ¿Qué opináis de todo esto, señorita?
-Opino
que yo estoy sola, que soy débil, que mi padre está desmayado, que el perro
tiene el bozal puesto,
que
nada, por consiguiente, os impide salvaros. Salvaos, pues, esto es lo que
opino.
-¿Qué
decís?
-Digo
que no he podido salvar a los señores Corneille y Jean de Witt, por desgracia, y
que me gustaría
salvaros
a vos. Solo que, actuad deprisa, mirad cómo respira ya mi padre, dentro de un
minuto tal vez abrirá
los
ojos, y entonces será ya demasiado tarde. ¿Dudáis?
En
efecto, Cornelius permanecía inmóvil, contemplando a Rosa, pero como si la
mirara sin oírla.
-¿No
comprendéis? -insistió la joven impaciente.
-Sí,
claro que comprendo -contestó Cornelius-. Pero...
-¿Pero...
?
-Rehúso.
Os acusarían.
-¿Qué
importa? -dijo Rosa ruborizándose.
-Gracias,
niña -replicó Cornelius-, pero me quedo.
-¡Os
quedáis! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡No habéis comprendido, pues, que seréis
condenado... condenado a
muerte,
ejecutado sobre un patíbulo y tal vez asesinado, destrozado como han asesinado y
destrozado al
señor
Jean y al señor Corneille! En nombre del cielo, no os ocupéis de mí y huid de
esta celda en que os
halláis.
Tened cuidado, trae la desgracia a los De Witt.
-¡Eh!
-exclamó el carcelero despertándose-. ¿Quién habla de esos bribones, de esos
miserables, de esos
criminales
De Witt?
-No
os importa, buen hombre -dijo Cornelius con su dulce sonrisa-. Lo peor que hay
para las fracturas es
calentarse
la sangre -luego, por lo bajo, dijo a Rosa-: Niña mía, yo soy inocente, esperaré
a mis jueces con
la
tranquilidad y la calma de un inocente.
-Silencio
-advirtió Rosa.
-Silencio,
¿y por qué?
-Es
preciso que mi padre no sospeche que hemos conversado.
-¿Qué
mal habría?
-¿Qué
mal habría...? Me impediría volver aquí para siempre -explicó la
joven.
Cornelius
recibió esta inocente confidencia con una sonrisa, le parecía que un poco de
felicidad lucía en
su
infortunio.
-¡Y
bien! ¿Qué masculláis los dos ahí? -dijo Gryphus levantándose y sosteniendo su
brazo derecho con el
brazo
izquierdo.
-Nada
-respoñdió Rosa-. El señor me prescribe el régimen que habéis de
seguir.
-¡El
régimen que debo seguir! ¡El régimen que debo seguir! ¡Vos también, vos también
tenéis uno que
seguir,
bonita!
-¿Cuál,
padre mío?
-No
venir a la celda de los prisioneros, o, al menos, salir lo más aprisa posible;
¡caminad, pues, delante
de
mí, y ligerita!
Rosa
y Cornelius intercambiaron una mirada.
La
de Rosa quería decir:
«Ya
veis.»
La
de Cornelius significaba:
«¡Que
sea lo que el Señor quiera!»
XI
EL
TESTAMENTO DE CORNELIUS
VAN
BAERLE
Rosa
no se había equivocado. Los jueces acudieron al día siguiente a la Buytenhoff, a
interrogaron a Cor-
nelius
van Baerle. Por to demás, el interrogatorio no fue muy largo; estaba comprobado
que Cornelius
había
guardado en su casa aquella correspondencia fatal de los De Witt con
Francia.
No
lo negó en absoluto.
Solamente
existía, a los ojos de los jueces, la duda de que aquella correspondencia le
hubiera sido
entregada
por su padrino, Corneille de Witt.
Pero
como, después de la muerte de los dos mártires, Cornelius van Baerle no tenía
nada que ocultar, no
solamente
no negó que el depósito le había sido confiado por Corneille en persona, sino
que todavía contó
cómo,
de qué forma y en qué circunstancias le había sido
confiado.
Esta
confidencia implicaba al ahijado en el crimen de su
padrino.
Existía
complicidad patente entre Corneille y Cornelius.
Cornelius
no se limitó a esta confesión: dijo toda la verdad con respecto a sus simpatías,
sus costumbres
y
sus familiaridades. Explicó su indiferencia en políticas, su amor por el
estudio, por las artes, por las
ciencias
y por las flores. Contó que nunca, desde el día en que Corneille había venido a
Dordrecht y le
había
confiado aquel depósito, lo había tocado ni incluso
mirado.
Se
le objetó que a ese respecto era imposible que dijera la verdad, ya que los
papeles estaban encerrados
justamente
en un armario donde cada día se hundían las manos y los
ojos.
Cornelius
respondió que eso era verdad, pero que él no metía la mano en el cajón más que
para
asegurarse
de que sus cebollas estaban bien secas; y que solamente dirigía la mirada a él
para asegurarse de
si
sus cebollas comenzaban a germinar.
Se
le objetó que su pretendida indiferencia con respecto a ese depósito no podía
sostenerse
razonablemente,
porque resultaba imposible que habiendo recibido semejantes documentos de mano
de su
padrino,
no conociera su importancia.
A
lo que él respondió que su padrino Corneille le amaba mucho y, sobre todo, que
era un hombre dema-
siado
prudente como para haberle dicho nada acerca del contenido de aquellos papeles,
ya que esta
confidencia
no hubiera servido más que para atormentar al depositario.
Se
le objetó que si el señor De Witt hubiera actuado de esa forma, habría añadido
al paquete en caso de
accidente,
un certificado constatando que su ahijado era completamente extraño a esa
correspondencia, o
bien,
durante su proceso, le habría escrito alguna carta que pudiese servir para su
justificación.
Cornelius
respondió que probablemente su padrino no había pensado que su depósito corriera
ningún pe-
ligro,
oculto como estaba en un armario que era considerado tan sagrado como el Arca
por toda la casa Van
Baerle;
que por consiguiente había juzgado el certificado inútil; que, en cuanto a una
carta, tenía algún
recuerdo
de que un momento antes de su arresto, y cuando estaba absorto en la
contemplación de una
cebolla
de las más raras, el servidor del señor Jean de Witt había entrado en el
secadero y le había
entregado
un papel; pero que de todo aquello no le había quedado más que un recuerdo
parecido al que se
tiene
de una visión, que el sirviente había desaparecido, y que en cuanto al papel,
tal vez se encontraría si se
le
buscaba bien.
En
cuanto a Craeke, era imposible hallarlo, teniendo en cuenta que había abandonado
Holanda.
Y
en lo tocante al papel, era tan poco probable que se encontrara, que no se
tomaron el trabajo de
buscarlo.
El
mismo Cornelius no insistió mucho sobre ese punto, ya que, suponiendo que aquel
papel se hallara,
podía
no tener ninguna relación con la correspondencia que constituía el cuerpo del
delito.
Los
jueces parecieron querer empujar a Cornelius a defenderse mejor de lo que lo
hacía; utilizaron frente
a
él aquella benigna paciencia que denota o bien a un magistrado interesado por el
acusado, o bien a un
vencedor
que abate a su adversario, y que, siendo completamente dueño de él, no tiene
necesidad de
oprimirlo
para perderlo.
Cornelius
no aceptó en absoluto esta hipócrita protección, y en la última respuesta que
profirió con la
nobleza
de un mártir y la calma de un justo, dijo:
-Me
preguntáis, señores, cosas a las que no tengo nada que responder, sino la exacta
verdad. Ahora bien,
la
exacta verdad es ésta. El paquete entró en mi casa por el camino que he
explicado; protesto delante de
Dios
que ignoraba y que ignoro todavía su contenido; que solamente en el día de mi
arresto supe que ese
depósito
era la correspondencia del ex gran pensionario con el marqués de Louvois.
Protesto, finalmente,
que
ignoro cómo ha podido saberse que ese paquete estaba en mi casa, y sobre todo
cómo puedo ser
culpable
por haber recogido lo que me traía mi ilustre y desgraciado
padrino.
Éste
fue todo el alegato de Cornelius. Los jueces deliberaron.
Consideraron:
Que
todo brote de disención civil es funesto por cuanto resucita la guerra que a
todos interesa extinguir.
Uno
de ellos, y era un hombre que pasaba por un profundo observador, estableció que
ese joven tan fle-
mático
en apariencia, debía de ser muy peligroso en realidad, supuesto que debía
ocultar bajo su manto de
hielo
que le servía de envoltura un ardiente deseo de vengar a los señores De Witt,
sus allegados.
Otro
hizo observar que el amor a los tulipanes se alía perfectamente con la política,
y que está histórica-
mente
probado que varios hombres de los más peligrosos han trabajado en un jardín ni
más ni menos como
si
fuera su oficio, aunque en el fondo estuvieran ocupados realmente en otra cosa.
Ejemplo, Tarquino el
Viejo,
que cultivaba adormideras en Cumas, y el gran Condé, que regaba sus claveles en
la fortaleza de
Vicennes,
y ello en el momento en que el primero meditaba su regreso a Roma y el segundo
su salida de la
prisión.
El
juez concluyó con este dilema:
O
Cornelius van Baerle quiere mucho a los tulipanes o quiere mucho a la política;
en uno a otro caso, nos
ha
mentido: en primer lugar porque está probado que se ocupaba de la política y
ello por las cartas que se
han
hallado en su casa; a continuación porque se ha probado que se ocupaba de los
tulipanes. Los bulbos
que
están allí dan fe de ello. Finalmente, y aquí está la enormidad; ya que
Cornelius van Baerle se ocupaba
a
la vez de los tulipanes y de la política, el acusado era, pues, de una
naturaleza híbrida, de una
organización
anfibia, trabajando con igual ardor la política y el tulipán, lo que le
otorgaría todos los
caracteres
de la especie de hombres más peligrosos para la tranquilidad pública, y una
cierta o más bien,
una
completa analogía con los grandes cerebros de los que Tarquino el Viejo y el
señor De Condé
proporcionaban
hace un momento un ejemplo.
El
resultado de todos esos razonamientos fue que el príncipe estatúder de Holanda
sentiría, sin duda
alguna,
un agradecimiento infinito hacia la magistratura de La Haya por simplificarle la
administración de
las
Siete Provincias, al destruir hasta el menor germen de conspiración contra su
autoridad.
Este
argumento privó sobre todos los otros, y para destruir eficazmente el germen de
las conspiraciones,
fue
pronunciada por unanimidad la pena de muerte contra Cornelius van Baerle,
culpable y convicto de
haber
participado, bajo las inocentes apariencias de un aficionado a los tulipanes, en
las detestables intrigas
y
en los abominables complots de los señores De Witt contra la nacionalidad
holandesa, y en sus secretas
relaciones
con el enemigo francés.
La
sentencia llevaba subsidiariamente que el susodicho Cornelius van Baerle sería
sacado de la prisión de
la
Buytenhoff para ser conducido al cadalso erigido en la plaza del mismo nombre,
donde el ejecutor de las
condenas
le cortaría la cabeza.
Como
esta deliberación había sido formal, había durado una media hora, y durante esta
media hora, el
prisionero
había sido reintegrado a su prisión.
Fue
allí donde el escribano de los Estados vino a leerle el
fallo.
Maese
Gryphus estaba retenido en su lecho por la fiebre que le causaba la fractura de
su brazo. Sus llaves
habían
pasado a las manos de uno de sus criados supernumerarios, y detrás de ese
criado, que había intro-
ducido
al escribano, Rosa, la bella frisona, había venido a colocarse en el rincón de
la puerta, con un
pañuelo
sobre la boca para ahogar sus suspiros y sus sollozos.
Cornelius
escuchó la sentencia con un rostro más asombrado que
triste.
Leída
la sentencia, el escribano le preguntó si tenía algo que
objetar.
-Por
mi fe, no -respondió-. Confieso solamente que entre todos los motivos de muerte
que un hombre
precavido
puede prever para evitarlos, no hubiese sospechado jamás
éste.
Tras
esta respuesta, el escribano saludó a Cornelius van Baerle con toda la
consideración que ese tipo de
funcionarios
conceden a los grandes criminales de todo género.
-A
propósito, señor escribano -dijo Cornelius, cuando aquél se disponía a salir-.
¿Para qué día es la cosa,
si
me hacéis el favor?
-Pues,
para hoy -respondió el escribano, un poco molesto por la sangre fría del
condenado.
Un
sollozo estalló detrás de la puerta.
Cornelius
se inclinó para ver quién había dejado escapar aquel sollozo, pero Rosa,
adivinando el movi-
miento,
se había echado hacia atrás.
-Y
-añadió Cornelius-, ¿a qué hora es la ejecución?
-Al
mediodía, señor.
-¡Diablo!
-exclamó Cornelius-. Me parece que he oído dar las diez hace menos de veinte
minutos. No
tengo
tiempo que perder.
-Para
reconciliaros con Dios, sí, señor -dijo el escribano inclinándose hasta el
suelo-, y podéis solicitar al
ministro
de vuestra preferencia.
Diciendo
estas palabras, salió andando hacia atrás, y el carcelero suplente iba a
seguirle, cerrando la
puerta
de Cornelius cuando un brazo blanco y tembloroso se interpuso entre ese hombre y
la pesada puerta.
Cornelius
no vio más que el casco de oro con orejeras de puntillas blancas, tocado de las
bellas frisonas;
no
oyó más que un murmullo al oído del carcelero; pero éste entregó sus pesadas
llaves a la blanca mano
que
se le tendía y, descendiendo unos escalones, se sentó en medio de la escalera,
guardada así en lo alto
por
él, y abajo por el perro.
El
casco de oro dio media vuelta, y Cornelius reconoció el rostro surcado de
lágrimas y los grandes ojos
azules
anegados de la bella Rosa.
La
joven avanzó hacia Cornelius apoyando sus dos manos sobre su desgarrado
pecho.
-¡Oh,
señor, señor! -exclamó.
Y
no acabó.
-Mi
bella niña -replicó Cornelius emocionado-, ¿qué deseáis de mí? De ahora en
adelante no tengo ya
ningún
poder sobre nada, os lo advierto.
-Señor,
vengo a reclamar de vos una gracia -dijo Rosa tendiendo sus manos mitad hacia
Cornelius, mitad
hacia
el cielo.
-No
lloréis así, Rosa -advirtió el prisionero-, porque vuestras lágrimas me
enternecen mucho más que mi
próxima
muerte. Y, vos lo sabéis, cuanto más inocente es el prisionero, con más calma
debe morir a incluso
con
alegría, ya que muere mártir. Vamos, no lloréis más y decidme vuestro deseo, mi
bella Rosa.
La
joven se dejó caer de rodillas.
-Perdonad
a mi padre -pidió.
-¡A
vuestro padre! -exclamó Cornelius asombrado.
-Sí,
¡ha sido tan duro con vos! Pero es así por naturaleza, es así con todos, y no es
a vos particularmente a
quien
ha tratado con brutalidad.
-Ha
sido castigado, querida Rosa, incluso más que castigado por el accidente que le
sobrevino, y yo le
perdono.
-¡Gracias!
-contestó Rosa-. Y ahora, decidme, ¿puedo hacer a mi vez algo por
vos?
-Podéis
secar vuestros bellos ojos, querida niña -respondió Cornelius con su dulce
sonrisa.
-Pero
por vos... por vos...
-El
que no dispone más que de una hora para vivir, es un gran sibarita si tiene
necesidad de alguna cosa,
querida
Rosa.
-¿Ese
ministro que os han ofrecido?
-He
adorado a Dios toda mi vida, Rosa. Le he adorado en sus obras, bendecido en su
voluntad. Dios no
puede
tener nada contra mí. No os pediré, pues, un mimstro. El último pensamiento que
me ocupa, Rosa, se
relaciona
con la glorificación de Dios. Ayudadme, querida, os lo ruego, en el cumplimiento
de este último
pensamiento.
-¡Ah,
señor Cornelius, hablad, hablad! -exclamó la joven inundada en
lágrimas.
-Dadme
vuestra bella mano, y prometedme no reíros, niña mía.
-¡Reír!
-exclamó Rosa desesperada-. ¡Reír en este momento! Pero entonces ¿vos no me
habéis mirado,
señor
Cornelius?
-Os
he mirado, Rosa, con los ojos del cuerpo y los ojos del alma. Jamás mujer más
bella, jamás alma más
pura
se había ofrecido a mí; y si no os miro más a partir de este momento,
perdonadme, es porque, dispues-
to
a salir de la vida, prefiero no tener nada que echar de menos en
ella.
Rosa
se sobresaltó. Cuando el prisionero decía estas palabras, sonaban las once en la
torre de la Buyten-
hoff.
Cornelius
comprendió.
-Sí,
sí, apresurémonos -dijo-. Tenéis razón, Rosa.
Entonces,
sacando de su pecho, donde lo había ocultado de nuevo cuando pasó el temor de
ser registrado,
el
papel que envolvía los tres bulbos, explicó:
-Mi
bella amiga, he amado mucho las flores. Era en los tiempos en que ignoraba se
pudiera amar otra
cosa.
¡Oh! No os ruboricéis, no interpretéis mal, Rosa, aunque os hiciera una
declaración de amor, esto,
pobre
niña, no tendría ninguna consecuencia; abajo, en la Buytenhoff, hay un cierto
acero que dentro de
sesenta
minutos dará cuenta de mi temeridad. Así pues, decía que amaba las flores, y
había hallado, por lo
menos
así lo creo, el secreto del gran tulipán negro que se creía imposible, y que es,
lo sepáis o no, el
objeto
de un premio de cien mil florines propuesto por la Sociedad Hortícola de
Haarlem. Esos cien mil
florines,
y Dios sabe que no me lamento por ellos, esos cien mil florines los tengo aquí
en este papel; están
ganados
con los tres bulbos que encierra, y que podéis coger, Rosa, porque os los
doy.
-¡Señor
Cornelius!
-¡Oh!
Podéis cogerlos, Rosa, no causáis ningún mal a nadie, niña mía. Estoy solo en el
mundo; mi padre
y
mi madre han muerto; no he tenido nunca hermana ni hermano; no he pensado nunca
en enamorarme de
nadie,
y si alguien se ha enamorado de mí, no lo he sabido jamás. Por otra parte, ya
podéis ver, Rosa, que
estoy
abandonado, ya que en esta hora solamente vos estáis en mi calabozo,
consolándome y
socorriéndome.
-Pero,
señor, cien mil florines...
-¡Ah!
Seamos formales, querida niña -dijo Cornelius-. Cien mil florines serán una
hermosa dote a vuestra
belleza;
obtendréis los cien mil florines porque estoy seguro de mis bulbos. Los tendréis
pues, querida
Rosa,
y no os pido a cambio más que la promesa de casaros con un muchacho valiente,
joven, al que vos
améis
y que os ame tanto a vos como yo amaba las flores. No me interrumpáis, Rosa, que
no dispongo más
que
de unos minutos...
La
pobre chica se ahogaba bajo sus sollozos.
Cornelius
le cogió la mano.
-Escuchadme
-continuó-, así es cómo procederéis. Coged tierra en mi jardín de Dordrecht.
Pedid a
Butruysheim,
mi jardinero, tierra de mi platabanda número 6; plantad en ella y en una caja
profunda esos
tres
bulbos, que florecerán en el próximo mayo, es decir, dentro de siete meses, y
cuando veáis la flor en su
tallo,
pasad las noches protegiéndola del viento, los días salvándola del sol.
Florecerá negra, estoy seguro.
Entonces
haced llamar al presidente de la Sociedad Hortícola de Haarlem. Hará constatar
por el congreso el
color
de la flor, y os entregará los cien mil florines.
Rosa
lanzó un gran suspiro.
-Ahora
-continuó Cornelius enjugando una temblorosa lágrima en el borde de su párpado y
que era
causada
más bien por este maravilloso tullpán negro que no debía ver nunca- no deseo ya
nada, sino que el
tulipán
se llame Rosa Barloensis, es decir, que recuerde al mismo tiempo vuestro nombre
y el mío, y como
no
sabiendo latín, podríais olvidar seguramente esta palabra, procuradme un lápiz y
un papel para que os la
escriba.
Rosa
estalló en sollozos y le tendió un libro encuadernado en piel, que llevaba las
iniciales C. W.
-¿Qué
es esto? -preguntó el prisionero.
-¡Ay!
-respondió Rosa-, es la Biblia de vuestro pobre padrino, Corneille de Witt. De
ella tomó la fuerza
para
sufrir la tortura y oír sin palidecer su sentencia. La hallé en esta habitación
después de la muerte del
mártir,
y la he guardado como una reliquia; hoy os la traía, porque me parecía que había
en este libro una
fuerza
verdaderamente divina. No habéis tenido necesidad de esta fuerza que Dios ya
había puesto en vos.
¡Dios
sea loado! Escrlbid encima lo que debéis escribir, señor Cornelius, y aunque
tengo la desgracia de no
saber
leer, lo que escribáis será cumplido.
Cornelius
cogió la Biblia y la besó respetuosamente. -¿Con qué escribiré?
-preguntó.
-Hay
un lápiz en la Biblia -contestó Rosa-. Estaba ahí y to he
conservado.
Era
el lápiz que Jean de Witt había prestado a su hermano y que éste no había
pensado en devolverle.
Cornelius
lo cogió, y en la segunda página -porque, como se recuerda, la primera había
sido arrancada-,
próximo
a morir a su vez como su padrino, escribió con una mano no menos
firme:
Este
23 de agosto de 1672, a punto de rendir, aunque inocente, mi alma a Dios sobre
un
cadalso,
lego a Rosa Gryphus el único bien que me queda de todos mis bienes en este
mundo,
ya que los otros han sido confiscados; lego, digo, a Rosa Gryphus, tres bulbos
que,
en mi convicción profunda, deben dar en el mes de mayo próximo el gran tulipán
negro,
objeto del premio de clen mil florines ofrecido por la Sociedad de Haarlem,
de-
seando
que ella cobre esos cien mil florines en mi lugar y como mi única heredera, con
la
sola
condición de casarse con un hombre joven de aproximadamente mi edad, que la ame
y
a quien ella ame, y de dar al gran tulipán negro que creará una nueva especie el
nombre
de
Rosa Barloensis, es decir, su nombre y el mío reunidos.
¡Dios
me halle en gracia y a ella en salud!
CORNELIUS
VAN BAERLE.
Luego,
devolviendo la Biblia a Rosa:
-Leed
-dijo.
-Ya
os he dicho -respondió la joven- que, por desgracia, no sé
leer.
Entonces
Cornelius leyó a Rosa el testamento que acababa de hacer.
Los
sollozos de la pobre niña se redoblaron.
-¿Aceptáis
mis condiciones? -preguntó el prisionero sonriendo con melancolía y besando la
punta de los
dedos
temblorosos de la bella frisona.
-¡Oh!
No sabría, señor -balbuceó ella.
-No
sabríais, niña mía, y ¿por qué?
-Porque
hay una condición que no podría mantener.
-¿Cuál?
Creo, sin embargo, haber hecho lo conveniente para nuestro tratado de
alianza.
-¿Me
dais vos los cien mil florines a título de dote?
-Sí.
-¿Y
para casarme con el hombre que ame?
-Sin
duda.
-¡Pues
bien!, señor, ese dinero no puede ser para mí. No amaré jamás a nadie y no me
casaré.
Y
después de estas palabras penosamente pronunciadas, Rosa dobló las rodillas y
estuvo a punto de des-
mayarse
de dolor.
Cornelius,
asustado al verla tan pálida y desfallecida, iba a cogerla en sus brazos, cuando
un paso pesado,
seguido
de otros ruidos siniestros, sonó en las escaleras acompañado por los ladridos
del perro.
-¡Vienen
a buscaros! -exclamó Rosa retorciéndose las manos-. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Señor,
¿no tenéis
nada
más que decirme?
Y
cayó de rodillas, con la cabeza hundida en sus brazos, y completamente sofocada
por los sollozos y las
lágrimas.
-Tengo
que deciros que guardéis celosamente vuestros tres bulbos y los cuidéis según
las prescripciones
que
os he dado, y por mi amor. Adiós, Rosa.
-¡Oh,
sí! -murmuró ésta, sin levantar la cabeza-. ¡Oh, sí! Haré todo lo que vos habéis
dicho. Excepto ca-
sarme
-añadió por lo bajo-. Porque esto, ¡oh!, esto, lo juro, es para mí una cosa
imposible.
Y
hundió en su seno palpitante el querido tesoro de
Cornelius.
Este
ruido que habían oído Cornelius y Rosa, era el que hacía el carcelero que volvía
a buscar al
condenado,
seguido del ejecutor, de los soldados destinados a la guardia del paníbulo, y de
los curiosos
habituales
de la prisión.
Cornelius,
sin debilidad, pero sin fanfarronería, los recibió como amigos más que como
perseguidores y
se
dejó imponer las condiciones que quisieron aquellos hombres para la ejecución de
su oficio.
Luego,
de una ojeada lanzada sobre la plaza por su pequeña ventana enrejada, percibió
el patíbulo, y a
veinte
pasos del patíbulo, la horca, de la cual habían sido descolgadas por orden del
estatúder, las reliquias
ultrajadas
de los dos hermanos De Witt.
Cuando
se dispuso a descender para seguir a los guardias, Cornelius buscó con los ojos
la mirada ange-
lica
de Rosa; pero no vio detrás de las espadas y las alabardas más que un cuerpo
tendido al lado de un
banco
de madera y un rostro lívido medio velado por unos largos
cabellos.
Pero
al caer inanimada, Rosa, para seguir obedeciendo a su amigo, había apoyado su
mano sobre su
corpiño
de terciopelo, a incluso en el olvido de toda vida, continuaba recogiendo
instintivamente el
precioso
depósito que le había confiado Cornelius.
Y
al abandonar el calabozo, el joven pudo entrever en los dedos crispados de Rosa
la hoja amarillenta de
aquella
Biblia sobre la que Corneille de Witt había escrito tan penosa y dolorosamente
aquellas líneas que,
si
Cornelius las hubiese leído, habrían salvado infaliblemente a un hombre y a un
tulipán.
XII
LA
EJECUCIÔN
Cornelius
no tenía que dar más de trescientos pasos fuera de la prisión para llegar al pie
del patíbulo.
Al
final de la escalera, el perro lo miró pasar tranquilamente; Cornelius creyó
incluso observar en los
ojos
del moloso una cierta expresión de dulzura que lindaba con la
compasión.
Tal
vez el perro conociera a los condenados y no mordiera más que a los que salían
libres.
Se
comprende que cuanto más corto fuera el trayecto de la puerta de la prisión al
pie del patíbulo, más
lleno
estuviera de curiosos.
Eran
aquellos mismos que, mal apagada la sed de sangre de la que habían bebido ya
tres días antes, espe-
raban
una nueva víctima.
Así,
apenas apareció Cornelius, un aullido inmenso se prolongó por la calle, se
extendió por toda la
superficie
de la plaza, y se alejó en diferentes direcciones, por las calles que conducían
al patíbulo, y que la
muchedumbre
llenaba.
De
este modo, el patíbulo parecía una isla que estuviera batida por el oleaje de
cuatro o cinco
tumultuosos
ríos.
En
medio de aquellas amenazas, de esos aullidos y de estas vociferaciones, para no
oírlas, sin duda,
Cornelius
se había absorbido en sí mismo.
¿En
qué pensaba ese justo que iba a morir?
No
era ni en sus enemigos, ni en sus jueces, ni en sus
verdugos.
Era
en los bellos tulipanes que vería desde lo alto del cielo, bien en Ceilán, bien
en Bengala, bien más
lejos,
cuando sentado con todos los inocentes a la derecha de Dios, pudiera contemplar
con piedad esta
tierra
donde habían degollado a los señores Jean y Corneille de Witt por haber pensado
demasiado en la
política,
y donde iban a degollar al señor Cornelius van Baerle por haber pensado
demasiado en los
tulipanes.
«Cuestión
de un golpe de espada -decía el filósofo-, y mi bello sueño
comenzará.»
Solamente
quedaba por saber si como al señor De Chalais, al señor De Thou, y otras gentes
mal ajusticia-
das,
el verdugo no le reservaba más de un golpe, es decir, más de un martirio, al
pobre tulipanero.
No
por ello Van Baerle subió menos resueltamente los escalones del
patíbulo.
Subió
orgullosamente, porque lo estaba, de ser el amigo de aquel ilustre Jean y el
ahijado de aquel noble
Corneille
que los bellacos, reunidos para verle, habían despedazado y quemado tres días
antes y colgado en
aquel
mismo lugar.
Se
arrodilló, rezó su oración, y observó no sin experimenter una viva alegría que
al posar su cabeza sobre
el
tajo y manteniendo sus ojos abiertos, vería hasta el último momento la ventana
enrejada de la
Buytenhoff.
Por
fin llegó la hora de hacer ese terrible movimiento: Cornelius posó su mentón
sobre el bloque húmedo
y
frío. Pero en ese momento, a su pesar, sus ojos se cerraron para sostener más
resueltamente el horrible
alud
que iba a caer sobre su cabeza y a engullir su vida.
Un
destello brilló sobre el piso del patíbulo; el verdugo levantaba su
espada.
Van
Baerle dijo adiós al gran tulipán negro, seguro de despertarse diciendo buenos
días a Dios en un
mundo
hecho de otra luz y de otro color.
Tres
veces sintió pasar por su cuello tembloroso el viento frío de la
espada.
Pero
¡oh, sorpresa!
No
sintió ni dolor ni conmoción.
No
vio ningún cambio de matiz.
Luego,
de repente, sin saber por quién, Van Baerle se sintió levantado por unas manos
bastante dulces y
se
encontró pronto sobre sus pies, un poco vacilante.
Volvió
a abrir los ojos.
Alguien
leía algo a su lado, sobre un gran pergamino sellado con un gran timbre de cera
roja.
Y
el mismo sol, amarillo y pálido como conviene a un sol holandés, lucía en el
cielo; y la misma ventana
enrejada
le miraba desde to alto de la Buytenhoff; y los mismos bellacos, ya no aullantes
sino pasmados, le
contemplaban
desde abajo, en la plaza.
A
fuerza de abrir los ojos, de mirar, de escuchar, Van Baerle comenzó a comprender
esto:
Que
monseñor Guillermo, príncipe de Orange, temía sin duda que las diecisiete libras
de sangre que Van
Baerle,
con unas onzas más tenía en el cuerpo, no hicieran desbordar la copa de la
justicia celeste; que
había
sentido piedad por su carácter y sus apariencias de
inocencia.
En
consecuencia, Su Alteza le había otorgado la gracia de la vida... Por eso la
espada que se había alzado
con
aquel reflejo siniestro había volteado tres veces alrededor de su cabeza cómo el
pájaro fúnebre alrede-
dor
de la de Turnus, pero no se había abatido sobre ella y había dejado intactas sus
vértebras.
Por
eso era que no había sentido ni dolor ni conmoción. Por eso, que el sol
continuaba riendo en el
mediocre
azul, cierto, aunque muy soportable de las bóvedas
celestés.
Cornelius,
que había esperado a Dios y al panorama tulípido del Universo, quedó realmente
un poco
decepcionado;
pero se consoló haciendo jugar con cierto bienestar los resortes inteligentes de
esa parte del
cuerpo
que los griegos llamaban trachelos y que nosotros denominamos modestamente
cuello.
Y
luego Cornelius esperó que la gracia sería completa, y que se le iba a devolver
la libertad y sus
platabandas
de Dordrecht.
Pero
en eso se equivocó, porque como decía por aquel tiempo madame De Sévigné, había
un post scrip-
tum
en la carta, y lo más importante de esta carta estaba encerrado en el post
scriptum.
Por
ese post scriptum, Guillermo, estatúder de Holanda, condenaba a Cornelius van
Baerle a prisión
perpetua.
No
era demasiado culpable para la muerte, pero sí lo era para la
libertad.
Cornelius
escuchó, pues, el post scriptum, y luego, después de la primera contrariedad
producida por la
decepción
que aquél aportaba, pensó:
«¡Bah!
No se ha perdido todo. La reclusión perpetua tiene algo de bueno. Está Rosa en
la reclusión per-
petua.
Están también mis tres bulbos del tulipán negro.»
Pero
Cornelius olvidaba que las Siete Provincias pueden tener siete prisiones, una
por provincia, y que el
pan
del prisionero es menos caro en cualquier parte que en La Haya, que es una
capital.
Su
Alteza Guillermo, que no tenía, al parecer, los medios para alimentar a Van
Baerle en La Haya, lo en-
viaba
a cumplir su prisión perpetua a la fortaleza de Loevestein, muy cerca de
Dordrecht y, sin embargo,
por
desgracia, muy lejos.
Porque
Loevestein, dicen los geógrafos, está situada en la punta de la isla que forman,
frente a Gorcum,
el
Waal y el Mosa.
Van
Baerle sabía bastante historia de su país para no ignorar que el célebre Grotius
había sido encerrado
en
ese castillo después de la muerte de Barneveldt, y que los Estados, en su
generosidad hacia el célebre
publicista,
jurisconsulto, historiador, poeta y teólogo; le habían concedido la suma de
veinticuatro sous en
Holanda
por día para su alimentación.
«A
mí, que estoy muy lejos de valer lo que Grotius -se dijo Van Baerle-, me
asignarán doce sous con
gran
trabajo, y viviré muy mal, pero en fin, viviré.»
Luego,
de repente, golpeado por un terrible recuerdo, exclamó en voz
alta:
-¡Ah!
¡Ese país es húmedo y nuboso! ¡Y el terreno es malo para los tulipanes! Y
además, Rosa, Rosa que
no
estará en Loevestein -murmuró ya en tono menor, dejando caer sobre el pecho la
cabeza a la que tan
poco
había faltado para que cayera más abajo.
XIII
LO
QUE OCURRÍA DURANTE ESE TIEMPO
EN
EL ALMA DE UN ESPECTADOR
Mientras
Cornelius reflexionaba sobre su suerte, una carroza se había aproximado al
patiíbulo.
Aquella
carroza era para el prisionero. Se le invitó a subir a ella;
obedeció.
Su
última mirada fue para la Buytenhoff. Esperaba ver en la ventana el rostro
consolado de Rosa, pero la
carroza
estaba enganchada a buenos caballos que se llevaron enseguida a Van Baerle del
seno de las
aclamaciones
que vociferaba aquella multitud en honor del muy magnánimo estatúder, con una
cierta
mezcla
de invectivas dirigidas a los De Witt y a su ahijado salvado de la
muerte.
Lo
cual hacía decir a los espectadores:
-Ha
sido una suerte que nos hayamos apresurado a hacer justicia con aquel gran
criminal de Jean y el
muy
bribón de Corneille, pues de no haber obrado así, la clemencia de Su Alteza nos
los hubiera quitado
como
acaba de quitarnos a ése.
Entre
todos aquellos espectadores que la ejecución de Van Baerle había atraído a la
Buytenhoff, y a los
que
el giro de los acontecimientos había contrariado un poco, el que más era,
evidentemente, cierto burgués
vestido
adecuadamente y que, desde la mañana, había empleado tan bien los pies y las
manos, que había
llegado
a no estar separado del patíbulo más que por la fila de soldados que rodeaban el
instrumento de
suplicio.
Muchos
se habían mostrado ávidos de ver correr la sangre pérfida del culpable
Cornelius; pero nadie
había
puesto en la expresión de este funesto deseo el encarnizamiento que había
empleado el burgués en
cuestión.
Los
más furiosos habían acudido a la Buytenhoff al rayar el día para obtener un buen
puesto; pero él,
adelantándose
a los más furiosos, había pasado la noche en el umbral de la prisión, y de la
prisión había
llegado
a la primera fila, como hemos dicho, unguibus et rostro, acariciando a los unos
y golpeando a los
otros.
Y
cuando el verdugo había conducido a su condenado al patíbulo, el burgués, subido
a un mojón de la
fuente
para mejor ver y ser visto mejor, había hecho al verdugo un gesto que
significaba:
«Está
convenido, ¿verdad?»
Gesto
al que el verdugo había respondido con otro que quería
decir:
«Estad
tranquilo.»
¿Quién
era, pues, ese burgués que parecía estar tan a bien con el verdugo, y qué quería
decir ese
intercambio
de gestos?
Nada
más natural; aquel burgués era Mynheer Isaac Boxtel que desde el arresto de
Cornelius había
venido,
como hemos visto, a La Haya para tratar de apropiarse de los tres bulbos del
tulipán negro.
Boxtel
había intentado primero inclinar a Gryphus hacia sus intereses, pero éste tenía
algo de bulldog por
la
fidelidad, la desconfianza y la vigilancia de sus presas. En consecuencia, había
tomado a contrapelo el
odio
de Boxtel, al que había considerado como un ferviente amigo que se interesaba
por cosas indiferentes
para
preparar seguramente algún medio de evasión del
prisionero.
Así,
a las primeras proposiciones que Boxtel le había hecho, para sustraer los bulbos
que Cornelius van
Baerle
debía de ocultar, si no en su pecho, al menos en algún rincón de su calabozo,
Gryphus sólo había
respondido
con una expulsión acompañada de las caricias del perro de la
escalera.
Boxtel
no se había descorazonado por un fondillo de los pantalones dejado en los
dientes del moloso.
Había
vuelto a la carga.
Al
estar Gryphus en su lecho, febril y con el brazo roto, Boxtel se había vuelto
hacia Rosa, ofreciendo a
la
joven, a cambio de los tres bulbos, un tocado de oro puro. A lo que la noble
joven, aunque ignorando
todavía
el valor del robo que se le proponía y por el que le ofrecían pagar tan bien,
había enviado al
tentador
al verdugo, no solamente el último juez, sino también el último y macabro
heredero del condenado
a
muerte.
El
envío hizo nacer una idea en la mente de Boxtel.
Entretanto,
el fallo se había pronunciado, fallo expeditivo, como se vio. Isaac se detuvo en
consecuencia
en
la idea que le había sugerido Rosa; fue a buscar al
verdugo.
Isaac
no se imaginaba que Cornelius no muriera con sus tulipanes sobre el
corazón.
En
efecto, Boxtel no podía adivinar dos cosas:
Rosa,
es decir, el amor.
Guillermo,
es decir, la clemencia.
Menos
Rosa y Guillermo, los cálculos del envidioso eran exactos.
Menos
Guillermo, Cornelius moriría.
Menos
Rosa, Cornelius moriría, con sus bulbos sobre el corazón.
Mynheer
Boxtel fue, pues, a buscar al verdugo, se presentó a él como un gran amigo del
condenado, y
menos
las joyas de oro y el dinero que dejaba al ejecutor, compró todos los espolios
del futuro muerto por
la
suma un poco exorbitante de cien florines.
Pero
¿qué eran cien florines para un hombre casi seguro de adquirir por esa suma el
premio de la Socie-
dad
de Haarlem?
Aquello
era dinero invertido al mil por uno, lo que resulta, hay que convenir en ello,
una bonita
imposición.
La
tarea del verdugo, por su parte, era casi nula para ganarse sus cien florines.
Sólo debía, acabada la
ejecución,
dejar a Mynheer Boxtel subir al patibulo con sus criados para recoger los restos
inanimados de
su
amigo.
Lo
que, por lo demás, estaba en uso entre los fieles cuando uno de sus maestros
moría públicamente en la
Buytenhoff.
Un
fanático como Cornelius podía muy bien tener otro fanático que diera cien
florines por sus reliquias.
Así
pues, el verdugo aceptó la proposición. No había puesto más que una condición:
que sería pagado por
adelantado.
Boxtel,
como las gentes que entran en las barracas de feria, podía no quedar contento y
por consiguiente
no
querer pagar al salir.
Boxtel
pagó por adelantado y esperó.
Juzguemos
después de esto si Boxtel estaba emocionado, si vigilaba a los guardias y al
carcelero, si los
movimientos
de Van Baerle le inquietaban: cómo se colocaría éste sobre el tajo, cómo caería;
si al caer no
aplastaría
en su caída los inestimables bulbos; ¿habría tenido cuidado al menos de
encerrarlos en una caja
de
oro, por ejemplo, ya que el oro era el más duro de todos los
metales?
No
intentaremos describir el efecto producido en este digno mortal por la detención
producida en la eje-
cución
de la sentencia. ¿Para qué perdía el tiempo el verdugo haciendo brillar su
espada por encima de la
cabeza
de Cornelius, en lugar de abatir aquella cabeza? Pero cuando vio al carcelero
coger la mano del
condenado,
levantarlo mientras sacaba de su bolsillo un pergamino; cuando oyó la lectura
pública de la
gracia
concedida por el estatúder, Boxtel no fue ya un hombre. La rabia del tigre, de
la hiena y de la
serpiente
estalló en sus ojos, en su grito, en su gesto; si se hubiera hallado al alcance
de Van Baerle, se
habría
lanzado sobre él y lo habría asesinado.
Así
pues, Cornelius viviría, Cornelius iría a Loevestein; y se llevaría sus bulbos a
la prisión, y tal vez
encontraría
un jardín donde hacer florecer el tulipán negro.
Existen
ciertas catástrofes que la pluma de un pobre escritor no puede describir,
viéndose obligado a
dejar
suelta la imaginación de sus lectores en toda la simplicidad del
hecho.
Boxtel,
pasmado, cayó de su mojón sobre algunos orangistas descontentos como él del giro
que acababa
de
tomar el asunto, los cuales, creyendo que los gritos lanzados por Mynheer Isaac,
lo eran de alegría, le
colmaron
de puñetazos, que, ciertamente, no hubieran sido mejor dados por el bando
contrario.
Pero
¿qué podían añadir algunos puñetazos al dolor que sentía
Boxtel?
Quiso
entonces correr hacia la carroza que se llevaba a Cornelius con sus bulbos. Pero
en su
apresuramiento,
no vio un adoquín que sobresalía, tropezó, perdió su centro de gravedad, rodó
diez pasos y
sólo
se levantó enloquecido, magullado, cuando todo el fangoso populacho de La Haya
hubo pasado por
encima
de su cuerpo.
Dentro
de estas circunstancias, Boxtel, que se hallaba en vena de desgracias, lo fue
también por sus ropas
desgarradas,
su espalda martirizada y sus manos arañadas.
Podría
creerse que esto ya era bastante para Boxtel.
Nos
equivocaríamos.
Boxtel,
puesto en pie, se arrancó cuantos cabellos pudo, y los lanzó en holocausto a esa
divinidad feroz e
insensible
que se llama Envidia.
XIV
LOS
PALOMOS DE DORDRECHT
Constituía
ya ciertamente un gran honor para Cornelius van Baerle el ser encerrado
justamente en aquella
misma
prisión que había recibido al sabio Grotius.
Pero
una vez llegado a la prisión, le esperaba un honor mucho más grande. Ocurrió que
la celda ocupada
por
el ilustre amigo de Barneveldt estaba vacante en Loevestein cuando la clemencia
del príncipe
Guillermo
de Orange envió allí al tulipanero Cornelius van Baerle.
Esa
celda tenía realmente una mala reputación en el castillo desde que, gracias a la
imaginación de su
mujer,
Grotius había huido en el famoso baúl de libros que se habían olvidado de
registrar.
Por
otro lado, el que le dieran aquella celda por alojamiento, le pareció de muy
buen augurio a Van
Baerle,
porque nunca, según su punto de vista, un carcelero hubiera debido hacer habitar
a un segundo
palomo
la jaula de donde un primero había volado tan fácilmente.
La
celda es histórica. No perderemos, pues, nuestro tiempo consignando aquí los
detalles, salvo un hueco
que
había sido practicado por madame Grotius. Era una celda de prisión como las
otras, más alta tal vez;
así,
por la ventana enrejada, se disponía de una encantadora
vista.
Por
otra parte, el interés de nuestra historia no reside en un cierto número de
descripciones de interiores.
Para
Van Baerle, la vida era otra cosa que un aparato respiratorio, El pobre
prisionero amaba más allá de su
máquina
neumática dos cosas de las que sólo el pensamiento, este libre viajero, podía en
lo sucesivo conse-
guirle
la posesión artificial:
Una
flor y una mujer, la una y la otra perdidas para siempre para
él.
¡Por
fortuna, el bueno de Van Baerle se equivocaba! Dios, que en el momento en que
caminaba hacia el
patíbulo,
le había mirado con la sonrisa de un padre, le reservaba en el seno mismo de su
prisión, en la
celda
de Grotius, la existencia más venturosa que jamás tulipanero alguno hubiera
podido vivir.
Una
mañana, desde su ventana, mientras aspiraba el aire fresco que subía del Waal y
admiraba en la
lejanía,
tras un bosque de chimeneas, los molinos de Dordrecht, su patria, vio una
bandada de palomos que
venían
desde ese punto del horizonte a posarse, agitándose al sol, sobre los remates
agudos de Loevestein.
«Estos
palomos -se dijo Van Baerle- vienen de Dordrecht, y por consiguiente deben de
regresar allí.»
Alguien
que fijara un mensaje en el ala de uno de esos palomos tendría la oportunidad de
comunicar sus
noticias
a Dordrecht, donde alguien debía llorarlo.
«Ese
alguien -añadió Van Baerle para sí después de un momento de meditación- sere
yo.»
Se
es paciente cuando se tienen veintiocho años y se está condenado a prisión
perpetua, es decir, a algo
como
veintidós o veintitrés mil días de prisión.
Van
Baerle, siempre pensando en sus tres bulbos, porque este pensamiento latía
siempre en el fondo de
su
pecho, confeccionó una trampa para palomos. Intentó capturar esos volátiles con
todos los recursos de su
hacienda,
dieciocho sous de Holanda por día -doce sous de Francia- y al cabo de un mes de
infructuosas
tentativas,
cazó una hembra.
Tardó
otros dos meses para capturar un macho; luego los encerró juntos, y hacia
principios del año 1673,
habiendo
obtenido unos huevos, soltó a la hembra que, confiando en el macho que los
cubría en su lugar, se
dirigió
alegremente hacia Dordrecht con su mensaje bajo el ala.
Regresó
por la noche.
Había
conservado el mensaje.
Lo
guardó así quince días, con gran decepción de Van Baerle al principio y luego
con gran
desesperación.
Al
decimosexto día, por fin, regresó de vacío.
Ahora
bien, Van Baerle dirigía esa nota a su nodriza, la vieja frisona, y suplicaba a
las almas caritativas
que
la hallaran, que la entregaran con la mayor seguridad y rapidez
posible.
En
esta carta, dirigida a su nodriza, había una pequeña nota destinada a
Rosa.
Dios,
que transporta con su aliento las simientes de alhelíes a las murallas de los
viejos castillos y las
hace
florecer con un poco de lluvia, permitió que la nodriza de Van Baerle recibiera
aquella carta.
Sucedió
así:
Dejando
Dordrecht por La Haya y La Haya por Gorcum, Mynheer Isaac Boxtel había
abandonado no
solamente
su casa, a su criado, su observatorio, su telescopio, sino también sus
palomos.
El
criado, al que había dejado sin dinero, comenzó por comerse los pocos ahorros
que tenía y a continua-
ción
se puso a comerse los palomos.
Viendo
lo cual, los palomos emigraron del tejado de Isaac Boxtel al tejado de Cornelius
van Baerle.
La
nodriza poseía un bondadoso corazón y tenía necesidad de amar algo. Sintió una
buena amistad por
los
palomos que habían acudido demandándole hospitalidad, y cuando el criado de
Isaac reclamó para
comérselos
a los doce o quince últimos como se había comido los doce o quince primeros, le
ofreció
rescatarlos
mediante seis sous de Holanda el ejemplar.
Esto
era el doble de lo que valían los palomos; así pues, el criado lo aceptó con
gran alegría.
La
nodriza pasó a ser entonces la legítima propietaria de los palomos del
envidioso.
Estos
palomos estaban mezclados con aquellos que en sus peregrinaciones visitaban La
Haya, Loevestein
y
Rotterdam, yendo a buscar sin duda trigo de otra naturaleza, cañamones de otro
gusto.
El
azar, o más bien Dios, Dios al que vemos en el fondo de todas las cosas, había
hecho que Cornelius
van
Baerle cazara precisamente uno de aquellos palomos.
Resulta
de ello que si el envidioso no hubiera abandonado Dordrecht para seguir a su
rival a La Haya pri-
mero,
luego a Gorcum o a Loevestein, como se verá, no estando separadas las dos
localidades más que por
la
union del Waal y del Mosa, hubiera sido en sus manos y no en las de la nodriza
donde habría caído la
nota
escrita por Van Baerle, de suerte que el pobre prisionero, como el cuervo del
remendón romano,
habría
perdido su tiempo y su trabajo, y en lugar de tener que contar los variados
sucesos que, semejantes a
un
tapiz de mil colores van a desarrollarse bajo nuestra pluma, no hubiéramos
tenido que describir más que
una
serie de días pálidos, tristes y sombríos como el manto de la
noche.
La
nota cayó, pues, en manos de la nodriza de Van Baerle.
De
este modo, hacia los primeros días de febrero, cuando las primeras horas de la
noche descendían del
cielo
dejando tras ellas las estrellas nacientes, Cornelius oyó en la escalera de la
torrecilla una voz que le
hizo
estremecer.
Se
llevó la mano al corazón y escuchó.
Aquélla
era la voz dulce y armoniosa de Rosa.
Confesémoslo,
Cornelius no hubiera quedado tan aturdido por la sorpresa, tan loco de alegría
como lo
hubiese
estado sin la historia del palomo. El palomo le había traído la esperanza bajo
su ala vacía a cambio
de
su carta, y como conocía a Rosa esperaba tener cada día, si le habían entregado
la nota, noticias de su
amor
y de sus bulbos.
Se
levantó, aguzando el oído, inclinando el cuerpo hacia la
puerta.
Sí,
aquéllos eran realmente los acentos que tan dulcemente le habían emocionado en
La Haya.
Pero
ahora, Rosa, que había realizado el viaje de La Haya a Loevestein; Rosa, que
había conseguido,
Cornelius
no sabía cómo, penetrar en la prisión, ¿lograría llegar felizmente hasta el
prisionero?
Mientras
Cornelius, a ese respecto, amontonaba pensamiento sobre pensamiento, deseos
sobre inquietu-
des,
el postigo colocado en la puerta de su celda se abrió, y Rosa, resplandeciente
de alegría, de compostu-
ra,
bella sobre todo por la pena que había empalidecido sus mejillas desde hacía
cinco meses, pegó su
rostro
al enrejado de Cornelius diciéndole:
-¡Oh,
señor! Señor, aquí estoy.
Cornelius
extendió el brazo, miró al cielo y lanzó un grito de
alegría.
-¡Oh!
¡Rosa, Rosa! -exclamó.
-¡Silencio!
Hablemos bajo, mi padre me sigue -advirtió la joven.
-¿Vuestro
padre?
-Sí,
está en el patio, al pie de la escalera, recibe las instrucciones del
gobernador, va a subir.
-¿Las
instrucciones del gobernador...?
-Escuchadme,
voy a tratar de decíroslo todo en dos palabras: El estatúder tiene una casa de
campo a una
legua
de Leiden, una gran lechería no es otra cosa: mi tía, su nodriza, es la que
lleva la dirección de todos
los
animales que están encerrados en esa granja. Cuando recibí vuestra carta no pude
leerla, por desgracia,
pero
cuando vuestra nodriza me la leyó, corrí a casa de mi tía; allí me quedé hasta
que el príncipe vino a la
lechería,
y cuando vino, le pedí que mi padre cambiara sus funciones de primer portallaves
de la prisión de
La
Haya por las funciones de carcelero de la fortaleza de Loevestein. No se
imaginaba mi propósito; de
haberlo
sabido, tal vez hubiera rehusado; por el contrario, lo
concedió.
-De
forma que estáis aquí.
-Como
véis.
-¿De
forma que os veré todos los días?
-Lo
más a menudo que pueda.
-¡Oh,
Rosa! ¡Mi bella madona Rosa! -dijo Cornelius-. ¿Me amáis, pues, un
poco?
-Un
poco... -contestó ella-. ¡Oh! No sois bastante exigente, señor
Cornelius.
Cornelius
le tendió apasionadamente las manos, pero sólo sus dedos pudieron tocarse a
través del enre-
jado.
-¡Aquí
está mi padre! -exclamó la joven.
Y
Rosa abandonó vivamente la puerta y se lanzó hacia el viejo Gryphus que apareció
en lo alto de la
escalera.
XV
EL
POSTIGO
Gryphus
iba seguido del moloso.
Le
hacía realizar su ronda para que cuando llegara la ocasión reconociera a los
prisioneros.
-Padre
mío -dijo Rosa---, aquí está la famosa celda de la que el señor De Grotius se
evadió. ¿Recordáis al
señor
De Grotius?
-Sí,
sí, ese bribón de De Grotius; un amigo de aquel bandido de Barneveldt al que vi
ejecutar cuando yo
era
niño. ¡Ah! ¡Ah! Así que ésta es la celda de la que se evadió. Pues bien, yo
respondo de que nadie se
evadirá
de ella jamás.
Y,
abriendo la puerta, comenzó en la oscuridad su discurso al
prisionero.
En
cuanto al perro, se dirigió gruñendo a olfatear las pantorrillas de Van Baerle,
como preguntándole con
qué
derecho no estaba muerto, él a quien había visto salir entre el escribano y el
verdugo, camino del
cadalso.
Pero
la bella Rosa lo llamó, y el moloso acudió al lado de la
muchacha.
-Señor
-dijo Gryphus levantando su farol para tratar de proyectar un poco de luz
alrededor de él- , ved en
mí
a vuestro nuevo carcelero. Soy jefe de los portallaves y tengo las celdas bajo
mi vigilancia. No soy
malo,
pero sí inflexible en lo que concierne a la disciplina.
-Os
conozco perfectamente, mi querido señor Gryphus --contestó el prisionero
entrando en el círculo de
luz
que proyectaba el farol.
-Vaya,
vaya, sois vos, señor Van Baerle -se asombró Gryphus-. ¡Ah! Sois vos; ¡vaya,
vaya, vaya, como
nos
encontramos!
-Sí,
y veo con gran placer, mi querido señor Gryphus, que vuestro brazo va de
maravilla, ya que es el
brazo
con el que sostenéis el farol.
Gryphus
frunció el entrecejo.
-Ved
lo que ocurre en política -comentó-; siempre se cometen faltas. Su Alteza os ha
dejado la vida, yo
no
lo habría hecho.
-¡Bah!
-exclamó Cornelius-. ¿Y por qué?
-Porque
vos sois de los hombres que siempre conspiran; vosotros los sabios tenéis tratos
con el diablo.
-¡Ah,
maese Gryphus! ¿Estáis descontento de la forma en que os arreglé el brazo, o del
precio que os
pedí?
-preguntó riendo Cornelius.
-¡Por
el contrario, voto a bríos! ¡Por el contrario! -refunfuñó él carcelero-. Me
habéis arreglado muy bien
el
brazo; hay alguna brujería en esto: al cabo de seis semanas me servía de él como
si nada le hubiera suce-
dido.
Con tal motivo el médico de la Buytenhoff, que conoce su oficio, quería
rompérmelo de nuevo para
arreglármelo
según las reglas, prometiendo que, esta vez, estaría tres meses sin poderlo
utilizar.
-¿Y
vos no habéis querido?
-Yo
dije: «No.» Mientras pueda hacer la señal de la cruz con este brazo -Gryphus era
católico-, mientras
pueda
hacer la señal de la cruz, me río del diablo.
-Pero
si os reís del diablo, maese Gryphus, con mayor razón debéis reíros de los
sabios.
-¡Oh!
¡Los sabios, los sabios! -exclamó Gryphus sin responder a la interpelación-.
¡Los sabios! Preferiría
tener
diez militares a guardar, que un solo sabio. Los militares fuman, beben, se
emborrachan; son dulces
como
corderos cuando se les da aguardiente o vino del Mosa. Pero un sabio, ¿beber,
fumar, emborracharse?
¡Pues
sí! Es sobrio, no gasta nada en eso, y así mantiene su cabeza fresca para
conspirar. Pero empiezo por
deciros
que no os resultará fácil conspirar. En primer lugar nada de libros, nada de
papeles, nada de
galimatías.
Fue con los libros como el señor De Grotius se salvó.
-Yo
os aseguro, maese Gryphus -replicó Van Baerle- que tal vez haya tenido por un
instante la idea de
salvarme,
pero ciertamente ya no la tengo.
-¡Está
bien! ¡Está bien! -concedió Gryphus-. Vigilaos vos mismo, yo haré otro tanto.
Esto es igual, es
igual.
Su Alteza cometió una falta grave.
-¿No
dejando que me cortaran la cabeza...? Gracias, gracias, maese
Gryphus.
-Sin
duda. Ved si los señores De Witt no están ahora bien
tranquilos.
-Es
espantoso eso que decís, señor Gryphus -replicó Van Baerle volviéndose para
ocultar su desagrado-.
Olvidáis
que uno era mi amigo, y el otro... el otro mi segundo
padre.
-Sí,
pero recuerdo que tanto el uno como el otro eran unos conspiradores. Y además,
hablo por filan-
tropía.
-¡Ah!
¿De veras? Explicad, pues, un poco esto, querido Gryphus, pues no lo comprendo
muy bien.
-Sí.
Si vos os hubiérais quedado en el tajo de maese
Harbruck...
-¿Y
bien?
-¡Pues
bien! No sufriríais ya. Mientras que aquí, no os oculto que voy a haceros la
vida muy dura.
-Gracias
por la promesa, maese Gryphus.
Y
mientras el prisionero sonreía irónicamente al viejo carcelero, Rosa detrás de
la puerta le respondía con
una
sonrisa llena de angélica consolación.
Gryphus
se dirigió a la ventana.
Había
todavía bastante luz para que se viera, sin distinguirlo, un horizonte inmenso
que se perdía en una
bruma
grisácea.
-¿Qué
vista hay desde aquí? -preguntó el carcelero.
-Muy
hermosa -contestó Cornelius mirando a Rosa.
-Sí,
sí, demasiada vista, demasiada vista.
En
este momento, los dos palomos, espantados por la aparición y, sobre todo, por la
voz de aquel
desconocido,
salieron de su nido, y desaparecieron asustados en la
niebla.
-¡Oh!
¡Oh! ¿Qué es esto? -preguntó el carcelero.
-Mis
palomos -respondió Cornelius.
-¡Mis
palomos! -exclamó el carcelero-. ¡Mis palomos! ¿Es que un prisionero tiene
alguna cosa suya?
-Entonces
-dijo Cornelius- ¿los palomos que el Buen Dios me ha
prestado...?
-He
aquí una infracción -replicó Gryphus-. ¡Unos palomos! ¡Ah!, joven, joven, os
prevengo de una cosa,
y
es que, no más tarde de mañana, estos pájaros hervirán en mi
olla.
-Sería
preciso primero que vos los cogierais, maese Gryphus -dijo Van Baerle-. Vos no
queréis que sean
mis
palomos; todavía son menos vuestros, os lo juro, que lo son
míos.
-Lo
que está diferido, no está perdido -refunfuñó el carcelero- y no más tarde de
mañana, les retorceré el
cuello.
Y
mientras profería esta maligna promesa a Cornelius, Gryphus se inclinó hacia
fuera para examinar la
estructura
del nido. Lo que dio tiempo a Van Baerle para correr a la puerta y estrechar la
mano de Rosa que
le
dijo:
-Esta
noche, a las nueve.
Gryphus,
enteramente ocupado con el deseo de coger al día siguiente los palomos como
había prometido
hacer,
no vio nada, no oyó nada; y como había cerrado la ventana, agarró a su hija por
el brazo, salió, dio
una
doble vuelta a la llave, empujó los cerrojos, y se fue a hacer las mismas
promesas a otro prisionero.
Apenas
hubo desaparecido, Cornelius se acercó a la puerta para escuchar el ruido
decreciente de los
pasos.
Luego, cuando se apagaron, corrió a la ventana y demolió de punta a rabo el nido
de los palomos.
Prefería
alejarlos para siempre de su presencia que exponer a la muerte a los gentiles
mensajeros a los
que
debía la dicha de haber vuelto a ver a Rosa.
Aquella
visita del carcelero, sus brutales amenazas, la sombría perspectiva de su
vigilancia de la que
conocía
los abusos, nada de todo eso pudo distraer a Cornelius de los dulces
pensamientos y, sobre todo, de
la
dulce esperanza que la presencia de Rosa acababa de resucitar en su
corazón.
Esperó
impacientemente a que sonaran las nueve horas en el torreón de
Loevestein.
Rosa
había dicho: «A las nueve, esperadme.»
La
última nota de bronce vibraba todavía en el aire cuando Cornelius oyó en la
escalera el paso ligero y
la
ropa susurrante de la bella frisona, y enseguida el enrejado de la puerta sobre
la que Cornelius van Baerle
fijaba
ardientemente los ojos se iluminó.
El
postigo acababa de abrirse por fuera.
-Aquí
estoy -dijo Rosa todavía completamente sofocada por haber tenido que subir la
escalera-. ¡Aquí
estoy!
-¡Oh,
buena Rosa!
-¿Estáis
contento de verme?
-¡Me
lo preguntáis! Pero ¿cómo os las habéis arreglado para venir?
Decidme.
-Escuchad,
mi padre se duerme cada noche casi enseguida después de cenar; entonces, le
acuesto un poco
aturdido
por la ginebra; no se to digáis a nadie porque, gracias a este sueño, podré
venir cada noche a
charlar
una hora con vos.
-¡Oh!
Os lo agradezco, Rosa, querida Rosa.
Y
diciendo estas palabras, Cornelius acercó tanto su rostro al postigo que Rosa
retiró el suyo.
-Os
he traído vuestros bulbos de tulipán -dijo.
El
corazón de Cornelius saltó. No se había atrevido a preguntar todavía a Rosa lo
que había hecho con el
precioso
tesoro que le había confiado cuando creyó que iba a la
muerte.
-¡Ah!
¡Los habéis, pues, conservado!
-¿No
me los habíais dado como una cosa que os era muy querida?
-Sí,
pero precisamente porque os los había dado, me parece que son
vuestros.
-Hubieran
sido míos después de vuestra muerte y estáis vivo, por fortuna. ¡Ah! Cómo he
bendecido a Su
Alteza.
Si Dios concede al príncipe Guillermo todas las felicidades que le he deseado,
el rey Guillermo será
ciertamente
no sólo el hombre más dichoso de su reino sino de toda la tierra. Vos estáis
vivo, digo, y aun-
que
conservando la Biblia de vuestro padrino Corneille, estaba resuelta a traeros
vuestros bulbos;
solamente,
que no sabía cómo hacerlo. Ahora bien, acababa de tomar la resolución de ir a
pedir al estatúder
la
plaza de carcelero de Gorcum para mi padre, cuando la nodriza me trajo vuestra
carta. ¡Ah! Lloramos
mucho
juntas, os respondo de ello. Pero vuestra carta no hizo más que reafirmarme en
mi resolución.
Entonces
fue cuando partí para Leiden; ya sabéis el resto.
-¿Cómo,
querida Rosa -exclamó Cornelius- pensabais, antes de recibir mi carta, venir a
reuniros
conmigo?
-¡Sí,
pensaba en ello! -respondió Rosa dejando que su amor pasara por delante de su
pudor-. ¡Pero si no
pensaba
en otra cosa!
Y
diciendo estas palabras, Rosa se puso tan bella que, por segunda vez, Cornelius
precipitó su frente y
sus
labios contra el enrejado, sin duda para agradecérselo a la hermosa
joven.
Rosa
retrocedió como la primera vez.
-En
verdad -dijo con aquella coquetería que late en el corazón de toda joven- en
verdad, he lamentado
muy
a menudo no saber leer; pero nunca tanto y de la misma forma que cuando vuestra
nodriza me trajo
vuestra
carta; tenía en mi mano esa carta que hablaba para los demás y que, pobre tonta
que soy, estaba
muda
para mí.
-¿Habéis
lamentado a menudo no saber leer? -preguntó Cornelius-. ¿Y con qué
motivo?
-Toma
-dijo la joven riendo- para leer todas la cartas que me
escribían.
-¿Vos
recibíais cartas, Rosa?
-Por
centenares.
-Pero
¿quién os las escribía...?
-¿Quién
me escribía? Primero, todos los estudiantes que pasaban por la Buytenhoff, todos
los oficiales
que
iban a la plaza de armas, todos los dependientes e incluso los mercaderes que me
veían en mi ventana.
-¿Y
con todas esas notas, querida Rosa, qué hacíais vos?
-Unas
veces -respondió Rosa- me las hacía leer por alguna amiga, y esto me divertía
mucho, pero al cabo
de
cierto tiempo, ¿para qué perderlo escuchando todas esas tonterías? Las
quemaba.
-¡Al
cabo de cierto tiempo! -exclamó Cornelius con una mirada turbada a la vez por el
amor y la alegría.
Rosa
bajó los ojos, ruborizada.
De
forma que no vio acercarse los labios de Cornelius que no encontraron, por
desgracia, más que el en-
rejado;
pero que a pesar de este obstáculo, enviaron hasta los labios de la joven el
aliento ardiente del más
tierno
de los besos.
Ante
esa llama que quemó sus labios, Rosa se puso muy pálida, más pálida tal vez que
en la Buytenhoff,
el
día de la ejecución. Lanzó un gemido lastimero, cerró sus bellos ojos y huyó con
el corazón palpitante,
intentando
en vano comprimir con la mano los latidos de su corazón. Cornelius, al quedarse
solo, se vio
reducido
a aspirar el dulce perfume de los cabellos de Rosa, que permaneció como cautivo
entre el
enrejado.
Rosa
había huido tan precipitadamente que se había olvidado de devolver a Cornelius
los tres bulbos del
tulipán
negro.
XVI
MAESTRO
Y ALUMNA
El
infeliz Gryphus, como ha podido verse, se hallaba lejos de participar de la
buena voluntad de su hija
por
el ahijado de Corneille de Witt.
No
había más que cinco prisioneros en Loevestein; la tarea de guardián no era,
pues, difícil de realizar, y
la
cárcel era una especie de sinecura dada la edad de
Gryphus.
Pero
en su celo, el digno carcelero había agrandado con toda la potencia de su
imaginación la tarea que le
habían
impuesto. Para él, Cornelius había adquirido la proporción gigantesca de un
criminal de primer
orden.
Se había convertido, en consecuencia, en el más peligroso de sus prisioneros.
Vigilaba cada uno de
sus
pasos, no le abordaba más que con el rostro airado, haciéndole sentir la carga
de lo que él llamaba su
espantosa
rebelión contra el elemento estatúder.
Entraba
tres veces por día en la celda de Van Baerle, esperando sorprenderlo en falta,
pero Cornelius ha-
bía
renunciado a sus corresponsales desde que tenía su correspondencia bajo mano.
Era incluso probable
que
Cornelius, si hubiera obtenido su libertad entera y el permiso completo para
retirarse donde hubiese
querido,
le habría parecido preferible el domicilio de la prisión con Rosa y sus bulbos a
cualquier otro
domicilio
sin sus bulbos y sin Rosa.
Y
es que, en efecto, cada noche a las nueve, Rosa había prometido venir a charlar
con el querido prisio-
nero,
y desde la primera noche, como hemos visto, mantuvo su
palabra.
Al
día siguiente, subió como la víspera, con el mismo misterio y las mismas
precauciones. Sólo que se
había
prometido a sí misma no acercar demasiado su rostro al enrejado. Por otra parte,
para abordar desde
el
primer momento una conversación que pudiera ocupar seriamente a Van Baerle,
comenzó por tenderle a
través
del enrejado sus tres bulbos siempre envueltos en el mismo
papel.
Mas,
con gran asombro de Rosa, Van Baerle rechazó su blanca mano con la punta de los
dedos.
El
joven había reflexionado.
-Escuchadme
-dijo-, arriesgaríamos demasiado, creo, poniendo toda nuestra fortuna en el
mismo saco.
Pensad
que se trata, mi querida Rosa, de realizar una empresa que se considera hasta
hoy como imposible.
Se
trata de hacer florecer el gran tulipán negro. Tomemos, pues, todas nuestras
precauciones, con el fin de
que,
si fracasamos, no tengamos nada que reprocharnos. Así es como he calculado que
conseguiremos
nuestro
objetivo.
Rosa
prestó toda su atención a lo que iba a decirle el prisionero, y ello más por la
importancia que le con-
cedía
el desgraciado tulipanero que por la que le concedía ella
misma.
-Así
es -repitió Cornelius- cómo he calculado nuestra común cooperación en este gran
asunto.
-Escucho
-dijo Rosa.
-Vos
¿tendréis en esta fortaleza un pequeño jardín, a falta de jardín un patio
cualquiera y a falta de patio
una
terraza?
-Tenemos
un bonito jardín -explicó Rosa-. Se extiende a lo largo del Waal y está lleno de
añosos árboles.
-¿Podéis,
querida Rosa, traerme un poco de la tierra de ese jardín, a fin de que la
examine?
-Mañana
mismo.
-La
cogeréis de la sombra y del sol para que la juzgue en sus dos cualidades, bajo
las dos condiciones de
sequedad
y de humedad.
-Estad
tranquilo.
-Una
vez escogida la tierra por mí y modificada si es preciso, haremos tres partes de
nuestros tres bulbos,
tomaréis
uno que plantaréis el día que os diga; florecerá ciertamente si lo cuidáis según
mis indicaciones.
-No
me alejaré de él ni un segundo.
-Me
daréis otro que intentaré criar aquí en mi habitación, lo que me ayudará a pasar
estas largas horas
durante
las cuales no os veo. Apenas tengo esperanzas de conseguirlo, os lo confieso, y
por adelantado,
considero
a ese desgraciado como sacrificado a mi egoísmo. Sin embargo, el sol me visita
alguna que otra
vez.
Sacaré artificialmente partido de todo, incluso del calor y de la ceniza de mi
pipa. Por último
tendremos,
o más bien tendréis en reserva el tercer bulbo, nuestro último recurso en el
caso de que nuestras
dos
primeras experiencias fracasen. De esta manera, mi querida Rosa, es imposible
que no lleguemos a
ganar
los cien mil florines de vuestra dote y procurarnos la suprema dicha de ver el
éxito de nuestra obra.
-He
comprendido -dijo Rosa-. Mañana os traeré la tierra, vos escogeréis la mía y la
vuestra. En cuanto a
la
vuestra, necesitaré vanos viajes, porque no podré traeros más que un poco cada
vez.
-¡Oh!
No tenemos prisa, querida Rosa; nuestros tulipanes no deben ser enterrados antes
de un mes. Así
pues,
ya veis que disponemos de mucho tiempo; sólo que, para plantar vuestro bulbo,
seguiréis todas mis
instrucciones,
¿no?
-Os
lo prometo.
-Y
una vez plantado, me participaréis todas las circunstancias que pueden interesar
a nuestro discípulo,
tales
como los cambios atmosféricos, rastros en los senderos, señales en las
platabandas. Escucharéis si por
la
noche, nuestro jardín es frecuentado por los gatos. Dos de estos animales me
destrozaron en Dordrecht
dos
platabandas.
-Escucharé.
-Los
días de luna... ¿La habéis visto sobre el jardín, querida
niña?
-La
ventana de mi dormitorio da allí.
-Bueno.
Los días de luna miraréis si de los agujeros del muro salen ratas. Las ratas son
roedores muy de
temer,
y yo he visto a desgraciados tulipaneros reprochar amargamente a Noé el haber
metido un par de ra-
tas
en el arca.
-Miraré,
y si hay gatos o ratas...
-¡Pues
bien! Tendréis que avisarme. Después -continuó Van Baerle, suspicaz desde que se
hallaba en
prisión-,
¡hay un animal mucho más de temer todavía que el gato y la
rata!
-¿Cuál
es?
-¡El
hombre! ¿Comprendéis, querida Rosa? Se roba un florín, y se arriesga el penal
por semejante mi-
seria;
con mucha mayor razón se puede robar un bulbo de tulipán que vale cien mil
florines.
-Nadie
más que yo entrará en el jardín.
-¿Me
lo prometéis?
-¡Os
lo juro!
-¡Bien!
¡Gracias, querida Rosa! ¡Oh! ¡Toda la alegria me va a provenir, pues, de
vos!
Y,
como los labios de Van Baerle se acercaron al enrejado con el mismo ardor de la
víspera, y como por
otra
parte, la hora de la retirada había llegado ya, Rosa alejó la cabeza y alargó la
mano.
En
esta linda mano, en la que la coqueta joven tenía un cuidado particular, estaba
el bulbo.
Cornelius
besó apasionadamente la punta de los dedos de esa mano. ¿Fue porque contenía uno
de los bul-
bos
del gran tulipán negro? ¿Fue por ser la mano de Rosa? Esto es lo que dejamos
para que lo adivinen
otros
más sagaces que nosotros.
Rosa
se retiró, pues, con los otros dos bulbos, apretándolos contra su
pecho.
¿Los
apretaba contra su pecho porque eran los bulbos del gran tulipán negro, o porque
los bulbos prove-
nían
de Cornelius van Baerle? Creemos que este punto sería más fácil de precisar que
el otro.
Fuera
lo que fuese, a partir de aquel momento, la vida se hizo dulce y llena para el
prisionero.
Rosa,
como hemos visto, le había entregado uno de los bulbos.
Cada
noche le traía puñado a puñado la tierra de la porción de jardín que había
hallado ser la mejor y
que,
en efecto, era excelente.
Una
ancha vasija que Cornelius había roto hábilmente le proporcionó un fondo
propicio, lo llenó hasta la
mitad
y mezcló la tierra traída por Rosa con un poco de lodo del río que dejó secar,
con lo cual se proveyó
de
un excelente terreno.
Decir
todo lo que Cornelius desplegó en cuidados, en habilidad y en añagazas para
escamotear a la
vigilancia
de Gryphus la alegría de sus trabajos, no lo conseguiríamos. Media hora es un
siglo de
sensaciones
y de pensamientos para un prisionero filósofo.
No
pasaba día sin que Rosa viniera a charlar con Cornelius.
Los
tulipanes, de los que la joven realizaba un curso completo, constituían el fondo
de la conversación;
mas,
por interesante que este tema sea, no se puede hablar siempre de
tulipanes.
Entonces
se hablaba de otra cosa, y para su mayor asombro el tulipanero percibía la
inmensa extension
que
podía tomar el círculo de la conversación.
Sólo
que Rosa había adquirido una costumbre: mantenía su bello rostro invariablemente
a veinte cen-
tímetros
del postigo, porque la bella frisona desconfiaba sin duda de ella misma, desde
que había sentido a
través
del enrejado cuánto puede quemar el aliento de un prisionero el corazón de una
joven.
Había
una cosa que inquietaba en aquel momento al tulipanero casi tanto como sus
bulbos y sobre la cual
volvía
sin cesar. Era la dependencia en que se hallaba Rosa con respecto a su
padre.
Así,
la vida de Van Baerle -el doctor sabio, el pintor pintoresco, el hombre
superior- de Van Baerle que
era
el primero que había descubierto, según toda probabilidad, esa obra de arte de
la creación que se
llamaría,
como se había dispuesto por adelantado, Rosa Barloensis, la vida, mucho más que
la vida, la
felicidad
de este hombre dependía del más simple capricho de otro hombre, y este hombre
era un ser de un
espíritu
inferior, de una casta ínfima; era un carcelero, algo menos inteligente que la
cerradura que
manipulaba,
más duro que la falleba que corría. Era algo como el Caliban de La Tempestad, un
paso entre
el
hombre y el bruto.
¡Pues
bien! La felicidad de Cornelius dependía de ese hombre; ese hombre podía una
hermosa mañana
aburrirse
de Loevestein, encontrar que el aire era allí malsano, que la ginebra no era
buena, y abandonar la
fortaleza,
y llevarse a su hija... y una vez más, Cornelius y Rosa se verían separados.
Dios, que se cansa de
hacer
mucho por sus criaturas, acabaría tal vez entonces por no reunirlos
más.
-Y
entonces, ¡para qué los palomos viajeros!-decía Cornelius a la joven-. Ya que,
querida Rosa, vos no
sabríais
ni leer to que yo os escribiera, ni escribirme lo que hubierais
pensado.
-Pensad
-respondía Rosa, que en el fondo de su corazón temía la separación tanto como
Cornelius que
disponemos
de una hora todas las noches; empleémosla bien.
-Me
parece -replicó Cornelius- que no la empleamos muy mal.
-Empleémosla
mejor todavía -insistió Rosa sonriendo-. Enseñadme a leer y a escribir;
aprovecharé
vuestras
lecciones, creedme; y de esta forma no estaremos ya nunca separados más que por
nuestra propia
voluntad.
-¡Oh!
-exclamó Cornelius-. Con eso tendremos la eternidad ante
nosotros.
Rosa
sonrió y se encogió levemente de hombros.
-¿Es
que vais a permanecer siempre en prisión? -respondió-. ¿Es que después de
haberos concedido la
vida,
Su Alteza no os concederá la libertad? ¿Es que no recuperaréis nunca vuestros
bienes? ¿Es que ya no
seréis
rico? ¿Os dignaréis mirar, cuando paséis a caballo o en carroza, a la pequeña
Rosa, una hija de carce-
lero,
casi una hija de verdugo?
Cornelius
quiso protestar, y ciertamente lo hubiera hecho con todo su corazón y con la
sinceridad de un
alma
llena de amor, si la joven no hubiera preguntado,
sonriendo:
-¿Cómo
va vuestro tulipán?
Hablar
a Cornelius de su tulipán, era un medio para que Cornelius lo olvidara todo,
incluso a Rosa.
-Bástante
bien -dijo-. La piel se ennegrece, el trabajo de fermentación ha comenzado, los
nervios del
bulbo
se calientan y crecen; de aquí a ocho días, antes tal vez, se podrán distinguir
las primeras
protuberancias
de la germinación. ¿Y el vuestro, Rosa?
-¡Oh!
Yo he hecho las cosas en grande y según vuestras
indicaciones.
-Veamos,
Rosa, ¿qué habéis hecho? -preguntó Cornelius, con los ojos casi tan ardientes,
el aliento casi
tan
jadeante como la noche en que esos ojos habían quemado el rostro y aquel aliento
el corazón de Rosa.
-Yo
he hecho las cosas en grande -repitió la joven sonriendo, porque en el fondo de
su corazón no podía
impedir
el considerar ese doble amor del prisionero por ella y por el tulipán negro-. Me
he preparado un
cuadrado
desnudo, lejos de los árboles y de los muros, en una tierra ligeramente arenosa,
más bien húmeda
que
seca, sin un grano de piedra, sin un guijarro; he dispuesto una platabanda como
vos me habéis descrito.
-Bien,
bien, Rosa.
-El
terreno está preparado de suerte que no espera más que vuestro aviso. Al primer
día bueno en que me
digáis
que plante mi bulbo, lo plantaré; sabéis que debo ir retrasada con respecto a
vos, ya que yo dispongo
de
todas las oportunidades de un aire bueno, el sol y de abundancia de jugos
terrestres.
-Es
verdad, es verdad -exclamó Cornelius, golpeándose con alegría las manos-, y sois
una buena alumna,
Rosa,
y ganaréis ciertamente vuestros cien mil florines.
-No
olvidéis -dijo riendo Rosa- que vuestra alumna, ya que me llamáis así, tiene
todavía que aprender
otra
cosa que el cultivo de los tulipanes.
-Sí,
sí, y estoy tan interesado como vos, bella Rosa, en que sepáis
leer.
-¿Cuándo
comenzaremos?
-Enseguida.
-No,
mañana.
-¿Por
qué mañana?
-Porque
hoy ya ha pasado nuestra hora, y es preciso que os deje.
-¡Ya!
Pero ¿en qué leeremos? -¡Oh! -dijo Rosa-. Tengo un libro, un libro que, espero,
nos traiga
felicidad.
-¿Hasta
mañana, pues?
-Hasta
mañana.
Al
día siguiente, Rosa acudió con la Biblia de Corneille de
Witt.
XVII
EL
PRIMER BULBO
Al
día siguiente, como hemos dicho, Rosa vino con la Biblia de Corneille de
Witt.
Entonces
comenzó entre el maestro y la alumna una de aquellas encantadoras escenas que
son la alegría
del
novelista cuando tiene la dicha de hallarlas bajo la
pluma.
El
postigo, única abertura que servía de comunicación a los dos amantes, era
demasiado elevado para
que,
los que hasta entonces se habían contentado con leerse mutuamente en el rostro
todo lo que tenían que
decirse,
pudieran leer cómodamente en el libro que Rosa había
traído.
En
consecuencia, la joven tuvo que apoyarse en el postigo, con la cabeza ladeada,
el libro a la altura de la
luz
que sostenía con la mano derecha y que, para descansarla un poco, Cornelius ideó
fijarla con un pañue-
lo
a la reja de hierro. Desde entonces, Rosa pudo seguir con sus dedos sobre el
libro las letras y las silabas
que
le hacía deletrear Cornelius, el cual, provisto de una paja, a guisa de puntero,
señalaba esas letras por el
agujero
del postigo a su atenta alumna.
La
luz de aquella lámpara iluminaba los ricos colores de Rosa, sus azules y
profundos ojos, sus rubias
trenzas
bajo el casco de oro bruñido que, como hemos dicho, sirve de tocado a las
frisonas; sus dedos
levantados
en el aire y de los que la sangre descendía, tomaban ese tono pálido y rosado
que resplandece a
las
luces y que indica la vida misteriosa que se ve circular bajo la
carne.
La
inteligencia de Rosa se desarrollaba rápidamente bajo el contacto vivificante
del espíritu de Cornelius
y,
cuando la dificultad parecía demasiado ardua, aquellos ojos que se sumergían el
uno en el otro, aquellas
pestañas
que se rozaban, aquellos cabellos que se mezclaban, despedían chispas
relampagueantes capaces
de
alumbrar las mismas tinieblas del idiotismo.
Y
Rosa, al descender a su cuarto, repasaba sola en su mente las lecciones de
lectura, y al mismo tiempo
en
su alma las lecciones no confesadas del amor.
Una
noche llegó media hora más tarde que de costumbre.
Esta
media hora de retraso constituía un suceso muy grave para que Cornelius no se
informara antes que
nada
sobre la causa del mismo.
-¡Oh!
No me regañéis -imploró la joven-, no ha sido por mi culpa. Mi padre ha renovado
conocimiento
en
Loevestein con un buen hombre que iba frecuentemente a visitarlo en La Haya. Es
un pobre diablo,
amigo
de la botella, y que cuenta divertidas historias, además de ser un gran pagador
que no retrocede ante
una
invitación.
-¿No
le conocíais de antes? -preguntó Cornelius asombrado.
-No
-respondió la joven-. Fue al cabo de unos quince días cuando mi padre se
apasionó por ese recién
llegado,
tan asiduo en sus visitas.
-¡Oh!
-exclamó Cornelius moviendo la cabeza con inquietud, porque todo nuevo suceso
presagiaba para
él
una catástrofe-. Tal vez se trate de algún espía del tipo de los que envían a
las fortalezas para vigilar
conjuntamente
a los prisioneros y a los guardianes.
-No
lo creo -contestó Rosa sonriendo-. Si ese hombre espía a alguien, no es a mi
padre.
-¿A
quién, entonces?
-A
mí, por ejemplo.
-¿A
vos?
-¿Por
qué no? -dijo riendo Rosa.
-¡Ah!
Es verdad -suspiró Cornelius-. Vos no tendréis pretendientes siempre en vano,
Rosa, y ese hombre
puede
convertirse en vuestro marido.
-No
digo que no.
-¿Y
en qué fundáis esta ventura?
-Decid
este temor, señor Cornelius.
-Gracias,
Rosa, porque tenéis razón; este temor...
-Lo
fundo en...
-Escucho,
decid -apremió Cornelius.
-Este
hombre había venido ya varias veces a la Buytenhoff, en La Haya; mirad, justo en
el momento en
que
vos fuisteis encerrado allí. Salida yo, salió él a su vez; venida yo aquí, él
viene. En La Haya tomaba
como
pretexto que quería veros.
-¿Verme,
a mí?
-¡Oh!
Un pretexto, seguramente, porque hoy que todavía podía hacer valer la misma
razón, ya que vos os
habéis
convertido en el prisionero de mi padre, o más bien, mi padre se ha convertido
en vuestro carcelero,
no
se acuerda ya de vos, sino al contrario. Le oí decir ayer a mi padre que no os
conocía.
-Continuad,
Rosa, os lo ruego, que intento adivinar quién es ese hombre y qué
quiere.
-¿Estáis
seguro, señor Cornelius, que ninguno de vuestros amigos puede interesarse por
vos?
-Yo
no tengo amigos, Rosa, no tenía más que a mi nodriza, vos la conocéis y ella os
conoce. ¡Ay! Esa
pobre
Zug vendría por sí misma y sin fingimientos diría llorando a vuestro padre o a
vos misma: «Querido
señor,
o querida señorita, mi niño está aquí, ved cuán desesperada estoy, dejádmelo ver
una hora solamente
y
rogaré a Dios toda mi vida por vos.» ¡Oh, no! -continuó Cornelius-. ¡Oh, no!
Aparte de mi buena Zug, no,
no
tengo amigos.
-Vuelvo,
pues, a lo que pensaba, tanto más cuanto ayer, al ponerse el sol, cuando
arreglaba la platabanda
donde
debo plantar vuestro bulbo, vi una sombra que, por la puerta entreabierta, se
deslizaba tras los saúcos
y
los álamos. No tuve que mirarlo, era nuestro hombre. Se ocultó, me vio remover
la tierra y, en verdad, era
realmente
a mí a quien había seguido; era realmente a mí a quien espiaba. Me daba yo un
golpe con el
rastrillo,
no tocaba un átomo de tierra, que él no se diera cuenta.
-¡Oh,
sí, sí! Es un enamorado -dijo Cornelius-. ¿Es joven, es
guapo?
Y
miró ávidamente a Rosa, esperando impaciente su respuesta.
-¡Joven,
guapo...! -exclamó Rosa estallando de risa-. Tiene un rostro horrible, el cuerpo
encorvado; se
acerca
a los cincuenta años, y no se atreve a mirarme de frente ni a hablar
alto.
-¿Y
se llama?
Jacob
Gisels.
-No
le conozco.
-Ya
veis, entonces, que no es por vos por quien viene.
-En
todo caso, si él os ama, Rosa, lo que es muy probable, porque veros es amaros,
¿vos no le amáis?
-¡Oh!
¡No por cierto!
-¿Queréis
que me tranquilice, no es eso?
-Os
lo prometo.
-¡Pues
bien! Ahora que comenzáis a saber leer,
Rosa,
¿leeréis todo lo que os escriba, verdad, sobre los tormentos de los celos y los
de la ausencia?
-Lo
leeré si escribís con letra bien grande.
Luego,
como el giro que tomaba la conversación comenzara a inquietar a Rosa,
dijo:
-A
propósito, ¿cómo se porta vuestro tulipán?
Juzgad
mi alegría, Rosa. Esta mañana lo miraba al sol, después de haber separado
cuidadosamente la
capa
de tierra que cubre al bulbo, y he visto asomar la punta del primer brote; ¡ah,
Rosa! Mi corazón se ha
fundido
de alegría. Esa imperceptible yema blancuzca, que un ala de mosca destrozaría al
rozarla, esa
sospecha
de existencia que se revela por un incomprensible testimonio, me ha emocionado
más que la
lectura
de aquella orden de Su Alteza que me devolvía la vida deteniendo la espada del
verdugo, sobre el
patíbulo
de la Buytenhoff.
-Entonces
¿esperáis? -dijo Rosa sonriente.
-¡Oh!
¡Sí, espero!
-¿Y
a mí, cuándo me llegará el turno de plantar mi bulbo-?
-Os
avisaré cuando llegue el primer día favorable; pero, sobre todo, no vayáis a
haceros ayudar por nadie,
no
confiéis vuestro secreto a nadie; un aficionado, ¿comprendéis?, sería capaz, con
sólo inspeccionar ese
bulbo,
de reconocer su valor; y sobre todo, sobre todo, mi querida Rosa, guardad
cuidadosamente la tercera
cebolla
que os queda.
-Todavía
está en el mismo papel donde vos la pusisteis y tal como me la disteis, señor
Cornelius, escon-
dida
en el fondo de mi armario y bajo mis encajes que la conservan en seco sin
alteraciones. Pero, adiós,
pobre
prisionero.
-¿Cómo,
ya?
-Es
preciso.
-¡Venir
tan tarde y marchar tan pronto!
-Mi
padre podría impacientarse al no verme regresar; el enamorado podría imaginarse
que hay un rival.
Y
escuchó, inquieta.
-¿Qué
os ocurre? -preguntó Van Baerle.
-Me
ha parecido oír...
-¿Qué?
-Algo
como un paso que crujía en la escalera.
-En
efecto -dijo el prisionero-, no puede ser otro que Gryphus. Se le oye de
lejos.
-No,
no es mi padre, estoy segura, pero...
-Pero...
-Podría
ser el señor Jacob.
Rosa
se lanzó hacia la escalera, y se oyó, en efecto, una puerta que se cerraba
rápidamente antes de que la
joven
hubiera descendido los diez primeros escalones.
Cornelius
se quedó muy quieto, pero esto no era para él más que un
preludio.
Cuando
la fatalidad comienza a realizar una mala obra, es raro que no prevenga
caritativamente a su víc-
tima,
como un espadachín hace con su adversario para darle tiempo a ponerse en
guardia.
Casi
siempre, estos avisos emanan del instinto del hombre o de la complicidad de los
objetos inanimados,
a
menudo menos inanimados de to que generalmente se cree; casi siempre, decimos
nosotros, estos avisos
se
desatienden. El golpe ha silbado en el aire y cae sobre una cabeza a la que ese
silbido hubiera debido de
advertir,
y que, advertida, habría tenido que precaverse.
El
día siguiente transcurrió sin que nada notable se señalara. Gryphus hizo sus
tres visitas. No descubrió
nada.
Cuando oía venir a su carcelero -con la esperanza de sorprender los secretos de
su prisionero,
Gryphus
no acudía nunca a las mismas horas-, Van Baerle, con la ayuda de un mecanismo
que había
inventado,
y que se parecía a aquéllos con ayuda de los cuales se suben y descienden los
sacos de trigo en
las
granjas, hacía descender su vasija por debajo de la cornisa de tejas primero, y
luego de las piedras que
había
por debajo de su ventana. En cuanto a los hilos, con ayuda de los cuales
realizaba el movimiento,
nuestro
mecánico había hallado el modo de ocultarlos entre los musgos que vegetaban en
las tejas y en los
huecos
de las piedras.
Gryphus
no veía ni podía sospechar nada.
Este
manejo tuvo éxito durante ocho días.
Pero
una mañana que Cornelius, absorto en la contemplación de su bulbo, en donde
aparecía ya un punto
de
vegetación, no había oído subir al viejo Gryphus -hacía mucho viento aquel día y
todo crujía en el to-
rreón-,
la puerta se abrió de repente, y Cornelius fue sorprendido con su vasija entre
las rodillas.
Gryphus,
viendo un objeto desconocido, y por consecuencia prohibido en manos de su
prisionero, se lan-
zó
sobre el objeto con más rapidez que el halcón sobre su
presa.
El
azar o aquella habilidad fatal que el espíritu del mal concede a veces a los
seres maléficos, hizo que su
gruesa
mano callosa se posara desde el principio en medio de la vasija, sobre la
porción de tierra deposita-
ria
de la preciosa cebolla, aquella mano rota por encima de la muñeca y que
Cornelius van Baerle le había
arreglado
tan bien.
-¿Qué
tenéis ahí? -gritó.
Y
hundió su mano en la tierra.
-¿Yo?
¡Nada, nada! -exclamó Cornelius muy tembloroso.
-¡Ah!
¡Una vasija! ¡Tierra! ¡Hay algún secreto oculto aquí! .
-¡Cuidado,
señor Gryphus! -suplicó Van Baerle, inquieto como la perdiz a la que el segador
acaba de
quitarle
su pollada.
Y
es que Gryphus comenzaba a escarbar en la tierra con sus ganchudos
dedos.
-¡Señor,
señor! ¡Tened cuidado! -imploró Cornelius palideciendo.
-¿A
qué? ¡Voto a Dios! ¿A qué? -aulló el carcelero.
-¡Tened
cuidado, os digo! ¡Vais a lastimarlo!
Y
con un rápido movimiento, casi desesperado, arrancó de las manos del carcelero
la vasija, que ocultó
como
un tesoro bajo el amparo de sus dos brazos.
Pero
Gryphus, testarudo como viejo, y cada vez más convencido de que acababa de
descubrir una cons-
piración
contra el príncipe de Orange, corrió hacia su prisionero con el garrote
levantado, y viendo la impa-
sible
resolución del cautivo en proteger su recipiente de flores, comprendió que
Cornelius temblaba mucho
menos
por su cabeza que por su vasija.
Trató,
pues, de arrancársela a viva fuerza.
-¡Ah!
-decía el carcelero furioso-. Ved que os estáis rebelando.
-¡Dejadme
mi tulipán! -gritaba Van Baerle.
-Sí,
sí, tulipán -replicaba el viejo-. Conocemos las tretas de los
prisioneros.
-Pero
yo os juro...
-Soltad
-repetía Gryphus pataleando-. Soltad, o llamo a la
guardia.
-Llamad
a quien queráis, pero no obtendréis esta pobre flor más que con mi
vida.
Gryphus,
exasperado, hundió sus dedos por segunda vez en la tierra, y esta vez sacó el
bulbo todo negro,
y
mientras Van Baerle se sentía feliz por haber salvado el continente, no
imaginándose que su adversario
poseía
el contenido, Gryphus lanzó violentamente el bulbo reblandecido que se aplastó
sobre la baldosa y
desapareció
casi enseguida triturado, casi convertido en papilla, bajo el grueso zapato del
carcelero.
Van
Baerle vio el crimen, entrevió los restos húmedos, comprendió aquella alegría
feroz de Gryphus y
lanzó
un grito desesperado que conmovió a ese carcelero asesino que, unos años antes,
había matado la ara-
ña
de Pellison.
La
idea de golpear a aquel mal hombre cruzó como un relámpago por el cerebro del
tulipanero. El fuego
y
la sangre le subieron conjuntamente hasta la frente, le cegaron, y levantó con
sus dos manos la pesada
vasija
con toda la inútil tierra que quedaba en ella. Un instante más, y la dejaría
caer sobre el calvo cráneo
del
viejo Gryphus.
Un
grito le detuvo, un grito lleno de lágrimas y de angustia, el grito que lanzó
detrás del enrejado del
postigo
la pobre Rosa, pálida, temblorosa, con los brazos elevados al cielo y colocada
entre su padre y su
amigo.
Cornelius
arrojó la vasija que se rompió en mil pedazos con un estrépito
terrible.
Y
entonces, Gryphus comprendió el peligro que acababa de correr y se entregó a
terribles amenazas.
-¡Oh!
-exclamó Cornelius-. Es preciso que seáis un hombre muy cobarde y muy villano
para arrancarle a
un
pobre prisionero su único consuelo, una cebolla de
tulipán.
-¡Apartaos,
padre mío! -añadió Rosa-. Es un crimen lo que acabáis de
cometer.
-¡Ah!
Sois vos, cotorra -gritó el viejo hirviendo de cólera, volviéndose hacia su
hija-. Meteos en lo que os
importe,
y, sobre todo, bajad enseguida.
-¡Desgraciado!
¡Desgraciado! -continuaba Cornelius desesperado.
-Después
de todo, no se trata más que de, un tulipán -añadió Gryphus un poco
avergonzado-. Os daremos
tantos
tulipanes como deseéis, tengo trescientos en mi desván.
-¡Al
diablo vuestros tulipanes! -exclamó Cornelius-. No valen más de lo que vos mismo
valéis. ¡Oh!
¡Cien
mil millones de millones! Si los tuviera, los daría por el que habéis
aplastado.
-¡Ah!
-exclamó Gryphus triunfante-. Ya veis que no es un tulipán lo que vos teníais.
Ya veis que en esta
falsa
cebolla había alguna brujería, tal vez un medio de correspondencia con los
enemigos de Su Alteza,
que
os perdonó. Ya decía yo que se había equivocado al no cortaros el
cuello.
-¡Padre
mío! ¡Padre mío! -exclamaba Rosa.
-¡Pues
bien! ¡Tanto mejor! ¡Tanto mejor! -repetía Gryphus animándose-. Yo lo he
destruido, yo lo he
destruido.
¡Y así lo haré cada vez que vos comencéis de nuevo! ¡Ah! Ya os había avisado, mi
guapo amigo,
que
os haría la vida dura.
-¡Maldito!
¡Maldito! -gritó Cornelius mientras completamente desesperado revolvía con sus
dedos
temblorosos
los últimos vestigios de su bulbo, cadáver de tantas alegrías y tantas
esperanzas.
-Plantaremos
el otro mañana, querido señor Corneflus -dijo en voz baja Rosa, que comprendía
el in-
menso
dolor del tulipanero y que lanzó -corazón santo- aquellas dulces palabras como
una gota de bálsamo
en
la herida sangrante de Cornelius.
XVIII
EL
ENAMORADO DE ROSA
Apenas
había pronunciado Rosa aquellas palabras de consuelo a Cornelius, cuando se oyó
en la escalera
una
voz que pedía a Gryphus noticias de lo que ocurría.
-Padre
mío -dijo Rosa-, ¿oís?
-¿Qué?
-El
señor Jacob os llama. Está inquieto.
-Se
ha hecho tanto ruido -exclamó Gryphus-. ¡Se hubiera dicho que este sabio me
estaba asesinando!
¡Ah!
¡Cuánto daño proporcionan siempre los sabios!
Luego,
señalando con el dedo la escalera a Rosa, ordenó:
-¡Caminad
por delante, señorita! -y cerrando la puerta, acabó-: Ya voy con vos, amigo
Jacob.
Y
Gryphus salió, llevándose a Rosa y dejando en su soledad y en su amargo dolor al
pobre Cornelius que
murmuraba:
-¡Oh!
Tú eres el que me has asesinado, viejo verdugo. ¡No sobreviviré a
esto!
Y,
en efecto, el pobre prisionero cayó enfermo sin ese contrapeso que la
Providencia había puesto en su
vida
y que se llamaba Rosa.
Por
la noche, regresó la joven.
Su
primera palabra fue para anunciar a Cornelius que de allí en adelante su padre
no se oponía a que él
cultivara
flores.
-¿Y
cómo sabéis esto? -preguntó el prisionero con aire doliente a la
joven.
-Lo
sé porque lo ha dicho.
-¿Para
engañarme, tal vez?
-No,
se arrepiente.
-¡Oh!
Sí, pero demasiado tarde.
-Este
arrepentimiento no le ha venido de sí mismo.
-¿Y
cómo le ha venido, pues?
-¡Si
vos supierais cuánto le ha reñido su amigo!
-¡Ah!
El señor Jacob. ¿No os deja, pues, ese caballero?
-En
todo caso, nos deja lo menos que puede.
Y
sonrió de tal forma que aquella pequeña nube de celos que había oscurecido la
frente de Cornelius se
disipó.
-¿Cómo
ha ocurrido? -preguntó el prisionero con interés.
-Pues
bien, interrogado por su amigo, mi padre, a la hora de cenar le contó la
historia del tulipán o más
bien
del bulbo, y la bonita explosión que hizo al aplastarse.
Cornelius
lanzó un suspiro que podía pasar por un gemido.
-¡Si
hubierais visto en aquel momento a maese Jacob...! -continuó Rosa-. En verdad,
creí que iba a pegar
fuego
a la fortaleza; sus ojos eran dos antorchas ardientes, sus cabellos se erizaron,
crispaba sus puños. Por
un
instante creí que quería estrangular a mi padre. «¿Vos habéis hecho esto
-gritó-, vos habéis aplastado el
bulbo?»
«Sin duda», dijo mi padre. «¡Esto es una infamia! -continuó-, ¡es odioso! ¡Es un
crimen lo que
habéis
cometido!», aulló Jacob. Mi padre se quedó estupefacto. «¿Es que vos también
estáis loco?»,
preguntó
a su amigo.
-¡Oh!
Es un hombre digno, ese Jacob -murmuró Cornelius-. Un corazón honrado, un alma
escogida.
-Lo
cierto es que resulta imposible tratar a un hombre más duramente de lo que él ha
tratado a mi padre
-añadió
Rosa-. Por su parte, sentía una verdadera desesperación; repetía sin cesar:
«Aplastado, el bulbo
aplastado;
¡oh, Dios mío, Dios mío! ¡Aplastado!», luego, volviéndose hacia mí, me preguntó:
«¿Pero no
sería
el único que tenía?»
-¿Os
ha preguntado eso? -inquirió Cornelius, prestando
atención.
-«¿Vos
creéis que no era el único?», dijo mi padre. «Bueno, buscaremos los otros.» «Vos
buscaréis los
otros»,
gritó Jacob cogiendo a mi padre por el cuello; pero enseguida lo soltó. Y luego,
volviéndose hacia
mí,
preguntó: «¿Y qué ha dicho el pobre hombre?» Yo no sabía qué responder. Vos me
habíais
recomendado
que no dejase de sospechar jamás el interés que teníais en ese bulbo.
Afortunadamente mi
padre
me sacó del aprieto. «¿Lo que ha dicho...? Se puso furioso.» «¿Cómo no iba a
estar furioso -le dije-,
si
vos fuisteis tan injusto y tan brutal?» «¡Vaya! Pero ¿están todos locos? -gritó
mi padre a su vez-. ¡Por
haber
aplastado una cebolla de tulipán!; las hay a centenares por un florín en el
mercado de Gorcum.»
«Pero
tal vez menos preciosos que éste», tuve la desgracia de
responder.
-¿Y
qué dijo Jacob a esas palabras? -preguntó Cornelius.
-Debo
confesar que, a esas palabras, me pareció que su mirada lanzaba
destellos.
-Sí
-apremió Cornelius-. Pero esto no sería todo. ¿Dijo algo?
-Dijo
con voz melosa: «Así pues, bella Rosa, ¿vos creéis que esa cebolla era
preciosa?» Entonces
comprendí
que había cometido una falta. «¿Qué sé yo? -respondí negligentemente-. ¿Acaso
conozco los
tulipanes?
Solamente sé que, por desgracia, estamos condenados a vivir con los
prisioneros... y sé que para
este
prisionero constituía todo su pasatiempo. El pobre señor Van Baerle se
entretenía con esa cebolla. Y
por
ello digo que es una crueldad quitarle esa diversión.» «Pero, en primer lugar
--dijo entonces mi padre-,
¿cómo
se había procurado esa cebolla? Esto es lo que me gustaría saber.» Desvié la
mirada para evitar la de
mi
padre. Pero me topé con los ojos de Jacob. Se diría que deseaba perseguir mi
pensamiento hasta el fondo
de
mi corazón. Un gesto displicente exime a menudo una respuesta. Me encogí de
hombros, me volví de
espaldas
y me dirigí hacia la puerta. Pero me detuve al oír pronunciar una palabra que oí
en voz baja. Jacob
le
dijo a mi padre: «No es cosa difícil asegurarse, pardiez. Es cuestión de
registrarle, y si tiene los otros
bulbos
los hallaremos. Generalmente, hay tres.»
-¡Hay
tres! -exclamó Cornelius-. ¡Dijó que había tres bulbos!
-Podéis
comprender que la frase me asombró tanto como a vos ahora. Me volví. Estaban los
dos tan ocu-
pados
que no vieron mi movimiento. «Pero -dijo mi padre- tal vez no tenga sus cebollas
consigo.» «Enton-
ces
sacadle de la celda con un pretexto cualquiera. Durante ese tiempo, yo la
registraré», concluyó Jacob.
-¡Oh!
¡Oh! -exclamó Cornelius-. Pero vuestro maese Jacob es un
bandido.
-Tengo
miedo.
-Decidme,
Rosa -continuó Cornelius, pensativo-. ¿No me habéis contado que el día en que
preparabais
vuestra
platabanda, ese hombre os había seguido?
-Sí.
-¿Que
se había deslizado como una sombra tras los saúcos?
-Sin
duda.
-¿Que
no había perdido ni uno de vuestros golpes de rastrillo?
-Ni
uno.
-Rosa...
-dijo Cornelius palideciendo.
-No
era a vos a quien seguía.
-¿A
quién, pues?
-No
es de vos de quien está enamorado.
-¿De
quién, entonces?
-Era
a mi bulbo a quien seguía; es de mi tulipán de quien está
enamorado.
-¡Ah!
¡Naturalmente! Eso podría ser -exclamó Rosa.
-¿Queréis
aseguraros?
-¿Cómo?
-¡Oh!
Es cosa fácil.
-Decidme.
-Id
mañana al jardín; procurad, como la primera vez, que Jacob sepa que vais allí.
Procurad, como la
primera
vez, que os siga; haced el ademán de enterrar el bulbo, salid del jardín, pero
mirad a través de la
puerta,
y ved lo que hace.
-¡Bien!
Pero ¿y después?
-¿Después?
Según él actúe, actuaremos nosotros.
-¡Ah!
-exclamó Rosa lanzando un suspiro-. Realmente, amáis mucho a vuestras cebollas,
señor
Cornelius.
-El
hecho es -dijo el prisionero con un suspiro que, desde que vuestro padre aplastó
ese desgraciado
bulbo,
me parece que una parte de mi vida se ha paralizado.
-¡Veamos!
-indicó Rosa-. ¿Queréis intentar otra cosa todavía?
-¿Qué?
-¿Queréis
aceptar la proposición de mi padre?
-¿Qué
proposición?
-Os
ha ofrecido cebollas de tulipanes por centenares.
-Es
verdad.
-Aceptad
dos o tres, y en medio de estas dos o tres cebollas, podéis criar el tercer
bulbo.
-Sí,
no estaría mal -aprobó Cornelius con el ceño fruncido- si vuestro padre
estuviera solo; pero ese otro,
ese
Jacob, que nos espía...
-¡Ah!
Es cierto. Sin embargo, ¡reflexionad! Os priváis aquí, lo veo, de una gran
distracción.
Y
pronunció estas palabras con una sonrisa que no estaba enteramente exenta de
ironía.
En
efecto, Cornelius reflexionó un instante, y era fácil de comprender que luchaba
contra un gran deseo.
-¡Pues
bien! ¡No! -exclamó estoicamente-. ¡No, esto sería una debilidad, una locura,
una cobardía! Si así
entrego
a todas las malvadas oportunidades de la cólera y de la envidia el último
recurso que nos queda,
sería
un hombre indigno de perdón. ¡No, Rosa, no! Mañana tomaremos una resolución
respecto a vuestro
tulipán;
lo cultivaréis según mis instrucciones; y en cuanto al tercer bulbo -suspiró
profundamente-, en
cuanto
al tercero, ¡guardadlo en vuestro armario! Guardadlo como el avaro guarda su
primera o su última
moneda
de oro, como la madre guarda a su hijo, como el herido guarda la última gota de
sangre de sus
venas;
¡guardadlo, Rosa! ¡Algo me dice que en él está nuestra salvación, que en él está
nuestra riqueza!
¡Guardadlo!
Y si el fuego del cielo cayera sobre Loevestein, juradme, Rosa, que en lugar de
vuestros
anillos,
de vuestras joyas, de este hermoso casco de oro que enmarca tan bien vuestro
rostro, juradme,
Rosa,
que os llevaríais este último bulbo que encierra mi tulipán
negro.
-Estad
tranquilo, señor Cornelius -asintió Rosa con una dulce mezcla de tristeza y de
solemnidad-. Estad
tranquilo,
vuestros deseos son órdenes para mí.
-E
incluso -continuó el joven enardeciéndose cada vez más-, si percibiéseis que
érais seguida, que se
espían
vuestros pasos, que vuestras conversaciones despiertan las -sospechas de vuestro
padre o de ese
espantoso
Jacob a quien detesto, ¡pues bien!, Rosa, sacrificadme enseguida, a mí que no
vivo más que para
vos,
que no tengo a nadie más que a vos en el mundo, sacrificadme... no me veáis
más.
Rosa
sintió oprimírsele el corazón en su pecho; las lágrimas brotaron de sus
ojos.
-¡Ay!
-exclamó.
-¿Qué?
-preguntó Cornelius.
-Veo
una cosa.
-¿Qué
veis?
-Veo
-dijo la joven estallando en sollozos-, veo que vos amáis tanto a los tulipanes,
que no queda lugar
en
vuestro corazón para otros afectos.
Y
huyó.
Cornelius
pasó una de las peores noches que jamás había pasado.
Ahora,
¿cómo vamos a explicar este extraño carácter a los tulipaneros perfectos como
los que todavía
existen
en este mundo?
Lo
confesamos para vergüenza de nuestro héroe y de la horticultura; de sus dos
amores, el que Cornelius
sentía
más inclinado a lamentar, era el de Rosa; y cuando hacia las tres de la
madrugada se durmió cansado
de
sus afanes, atormentado por los temores, lleno de remordimientos, el gran
tulipán negro cedió el primer
lugar,
en sus sueños, a los bellos ojos azules de la rubia
frisona.
XIX
LA
MUJER Y LA FLOR
Pero
la pobre Rosa, encerrada en su habitación, no podía saber en qué o con quién
soñaba Cornelius.
Por
consiguiente, después de lo que él le había dicho, Rosa se sentía más inclinada
a creer que pensaba
más
en su tulipán que en ella, y, sin embargo, se engañaba.
Pero
como nadie estaba allí para decirle que se engañaba, y las palabras imprudentes
de Cornelius habían
caído
sobre su alma como gotas de veneno, Rosa no soñaba,
lloraba.
En
efecto, como Rosa era una criatura de espíritu elevado, de sentir recto y
profundo, se hacía justicia a
sí
misma, no en cuanto a sus cualidades morales y físicas, sino en cuanto a su
posición social.
Cornelius
era sabio, Cornelius era rico, o por lo menos lo había sido antes de la
confiscación de sus bie-
nes;
Cornelius pertenecía a aquella burguesía del comercio, más orgullosa de sus
rótulos pintados en las
tiendas,
convertidos en blasón, de lo que había estado jamás la nobleza de raza de sus
escudos hereditarios.
Cornelius
podía, pues, considerar a Rosa buena para una distracción, pero seguramente
cuando se tratara de
empeñar
el corazón, sería más bien a un tulipán, es decir, a la más noble y más
orgullosa de las flores a
quien
se lo empeñaría, que a Rosa, la humilde hija de un
carcelero.
Comprendía,
pues, esta preferencia que Cornelius concedía al tulipán negro sobre ella, pero
no estaba
menos
desesperada porque lo comprendiera.
Así
pues, Rosa tomó una resolución durante aquella noche terrible, durante aquella
noche de insomnio.
Esta
resolución consistía en no volver nunca más al postigo.
Mas
como sabía el ardiente deseo que sentía Cornelius por tener noticias de su
tulipán, mas como no que-
ría
exponerse a ver de nuevo a un hombre por el que sentía acrecentarse su piedad
hasta el punto de que
después
de haber pasado por la simpatía, esta piedad se encaminaba recta y a grandes
pasos hacia el amor;
mas
como no quería que ese hombre se desesperara, resolvió proseguir sola las
lecciones de lectura y
escritura
comenzadas, pues felizmente había llegado a un punto de su aprendizaje en que ya
no le hubiera
sido
necesario un maestro si ese maestro no se hubiese llamado
Cornelius.
Rosa,
pues, se puso a leer con encarnizamiento en la Biblia del pobre Corneille de
Witt, en la segunda
página,
convertida en primera después que la otra fue arrancada, donde estaba escrito el
testamento de
Cornelius
van Baerle.
«¡Ah!
-murmuraba para sí releyendo este testamento que nunca terminaba sin que una
lágrima, perla de
amor,
rodara de sus ojos límpidos por sus pálidas mejillas-. ¡Ah! En ese tiempo creí,
sin embargo, por un
instante
que él me amaba.»
¡Pobre
Rosa! Se equivocaba. Jamás el amor del prisionero había sido real hasta el
momento, ya que,
como
hemos dicho con vergüenza, en la lucha entre el gran tulipán negro y Rosa, era
el gran tulipán negro
el
que había sucumbido.
Pero
Rosa, repitámoslo, ignoraba la derrota del gran tulipán
negro.
Así
pues, terminada su lectura, operación en la cual Rosa había realizado grandes
progresos, cogía la
pluma
y se dedicaba con encarnizamiento no menos loable a la obra bastante más difícil
de la escritura.
Pero
en fin, como Rosa escribía ya casi legiblemente el día en que Cornelius había
dejado hablar a su
corazón
tan imprudentemente, no desesperó de realizar unos progresos bastante rápidos
para dar noticias de
su
tulipán al prisionero en ocho días lo más tarde.
No
había olvidado ni una palabra de las recomendaciones que le había hecho
Cornelius. Por otra parte,
Rosa
no olvidaba nunca una palabra de lo que decía el joven, incluso cuando lo que le
decía no tomaba la
apariencia
de una recomendación.
Por
su parte, él se despertó más enamorado que nunca. El tulipán estaba todavía
luminoso y vivo en su
pensamiento;
pero finalmente, no lo veía ya como un tesoro al que debiera sacrificarlo todo,
incluso a Rosa;
sino
como una flor preciosa, una maravillosa combinación de la Naturaleza y del arte,
que Dios le concedía
para
el corpiño de su dueña.
Sin
embargo, durante toda la jornada le persiguió una vaga inquietud. Se parecía a
aquellos hombres
cuyo
espíritu es lo bastante fuerte para olvidar momentáneamente que un gran peligro
les amenaza por la
noche
o al día siguiente. Una vez vencida la preocupación, viven una vida ordinaria.
Solamente, de cuando
en
cuando, ese peligro olvidado les muerde el corazón de repente con su agudo
diente. Se sobresaltan, se
preguntan
por qué se han sobresaltado, y luego, recordando lo que habían olvidado, dicen
con un suspiro:
-¡Oh,
sí! ¡Es esto!
El
esto de Cornelius era el temor de que Rosa no viniera aquella noche como de
costumbre.
Y
a medida que la tarde avanzaba, la preocupación se hacía más viva y más
presente, hasta que al fin esta
preocupación
se apoderó de todo el cuerpo de Cornelius, y no hubo nada más que viviera en
él.
Así
pues, saludó la oscuridad con un fuerte latido de su corazón; a medida que la
oscuridad crecía, las
palabras
que había dicho la víspera a Rosa, y que tanto habían afligido a la pobre chica,
se hacían más
presentes
en su mente; y se preguntaba cómo había podido decir a su consoladora que la
sacrificaba a su
tulipán,
es decir, a renunciar a verla si era preciso, cuando en él la vista de Rosa se
había convertido en una
necesidad
de su vida.
En
la celda de Cornelius se oían sonar las horas del reloj de la fortaleza. Dieron
las siete, las ocho, luego
las
nueve. Nunca un timbre de bronce vibró más profundamente en el fondo de un
corazón como lo hizo el
martillo
al golpear por novena vez señalando esta hora.
Después,
todo quedó en silencio. Cornelius apoyó la mano sobre su corazón para ahogar los
latidos, y
escuchó.
El
rumor del paso de Rosa, el roce de su ropa en los peldaños de la escalera, le
eran tan familiares que,
desde
el primer escalón subido por ella, se decía:
«¡Ah!
Ya viene Rosa.»
Aquella
noche, ningún ruido turbó el silencio del corredor; el reloj señaló las nueve y
cuarto. Luego, en
dos
sonidos diferentes, las nueve y media; después las nueve y tres cuartos; y
finalmente, con su voz grave
anunció
no sólo a los huéspedes de la fortaleza, sino también a los habitantes de
Loevestein, que eran las
diez.
Aquella
era la hora en la que Rosa abandonaba habitualmente a Cornelius. Había sonado la
hora, y Rosa
no
había venido todavía.
Así
pues, sus presentimientos no le habían engañado: Rosa, irritada, se encerraba en
su habitación y le
abandonaba.
-¡Oh!
Realmente me he merecido lo que me sucede -dijo Cornelius en voz alta-. Ya no
vendrá, y hará
bien;
en su lugar, yo hubiera hecho lo mismo.
Mas
a pesar de esto, Cornelius escuchaba, esperaba, y seguía
esperando.
Escuchó
y esperó hasta la medianoche, pero a medianoche dejó de esperar y, completamente
vestido, y
con
el corazón transido de dolor, se echó sobre el lecho.
La
noche fue larga y triste, hasta la llegada del día; pero el día no trajo ninguna
esperanza al prisionero.
A
las ocho de la mañana se abrió la puerta; pero Cornelius ni siquiera giró la
cabeza; había oído el paso
pesado
de Gryphus en el corredor, pero había percibido perfectamente que ese paso se
aproximaba solo.
Ni
siquiera miró hacia el carcelero.
Y,
sin embargo, hubiera querido interrogarle para pedirle noticias de Rosa. Estuvo
a punto, por extraña
que
esta demanda le hubiera parecido al padre de la joven, de hacerle esta pregunta.
Esperaba, en su
egoísmo,
que Gryphus le respondería que su hija estaba enferma.
A
menos que hubiera algún suceso extraordinario, Rosa no venía nunca durante la
jornada. Cornelius,
mientras
duró el día, no esperaba, pues, nada en realidad. Sin embargo, en sus súbitos
sobresaltos, en su
oído
tendido hacia la puerta, en su rápida mirada interrogando al postigo, se
comprendía que el prisionero
tenía
la sorda esperanza de que Rosa comenera una alteración en sus
costumbres.
A
la segunda visita de Gryphus, Cornelius, contra su costumbre, solicitó al viejo
carcelero, con su voz
más
dulce, noticias sobre su salud; pero Gryphus, lacónico como un espartano, se
limitó a responder:
-Va
bien.
En
la tercera visita, Cornelius varió la pregunta.
-¿No
hay nadie enfermo en Loevestein? -preguntó.
-¡Nadie!
-contestó Gryphus más lacónicamente todavía que la primera vez, cerrando la
puerta en las
narices
del prisionero.
Gryphus,
mal acostumbrado a semejantes afabilidades por parte de Cornelius, había
imaginado de parte
de
su prisionero un comienzo de tentativa de corrupción.
Cornelius
volvió a encontrarse solo; eran las siete de la tarde. Entonces se renovaron en
un grado más
intenso
que la víspera las angustias que hemos intentado
describir.
Pero,
como la víspera, las horas transcurrieron sin traer la dulce vision que
alumbraría, a través del posti-
go,
el calabozo del pobre Cornelius, y que, al retirarse, dejaría allí la luz
durante todo el tiempo de su
ausencia.
Van
Baerle pasó la tarde en una verdadera desesperación. Al día siguiente, Gryphus
le pareció más feo,
más
brutal, más desesperante todavía que de costumbre: le había cruzado por la mente
o más bien por el
corazón,
la esperanza de que era él el que impedía venir a Rosa.
Le
entraron unos deseos feroces de estrangular a Gryphus; pero con Gryphus
estrangulado por Cornelius,
todas
las leyes divinas y humanas impedirían a Rosa volver a ver jamás a
Cornelius.
El
carcelero escapó pues, sin imaginárselo, a uno de los más grandes peligros que
hubiera corrido jamás
en
su vida.
Llegó
la noche, y la desesperación se tornó en melancolía; esta melancolía era tanto
más sombría por
cuanto
que, a pesar de Van Baerle, los recuerdos de su pobre tulipán se mezclaban al
dolor que
experimentaba.
Se había llegado justamente a aquella época del mes de abril en que los
jardineros más
expertos
indican como el momento preciso para la plantación de los tulipanes; había dicho
a Rosa: «yo os
indicaré
el día en que deberéis meter el bulbo en la tierra». Ese día debía fijarlo
mañana para el atardecer
siguiente.
El tiempo era bueno, la atmósfera, aunque todavía un poco húmeda, comenzaba a
estar
atemperada
por esos pálidos rayos del sol de abril que, llegando los primeros, parecen tan
suaves, a pesar
de
su palidez. Pensó que Rosa iba a dejar pasar el tiempo de la plantación. Si al
dolor de no ver a la joven
se
unía el de ver abortar el bulbo, por haber sido plantado demasiado tarde, ¡o
incluso por no haber sido
plantado...!
Con
estos dos dolores reunidos, había ciertamente para perder el
apetito.
Que
fue lo que sucedió al cuarto día.
Daba
lástima ver a Cornelius, mudo de dolor y pálido de inanición, inclinarse fuera
de la ventana enreja-
da,
con el peligro de no poder retirar su cabeza de los barrotes, para tratar de
percibir a la izquierda el
pequeño
jardín del que le había hablado Rosa, y cuyo parapeto confinaba, según le había
dicho, con el río,
y
todo ello con la esperanza de descubrir, bajo esos primeros rayos del sol de
abril, a la joven o al tulipán,
sus
dos amores desgraciados.
Por
la tarde, Gryphus se llevó el desayuno y la comida de Cornelius; éste apenas los
había tocado.
Al
día siguiente, no los tocó en absoluto, y Gryphus descendió los comestibles
destinados a esas dos
comidas,
completamente intactos.
Cornelius
no se había levantado en toda la jornada.
-Bueno
-comentó Gryphus al descender después de la última visita-, creo que vamos a
vernos desemba-
razados
del sabio.
Rosa
se sobresaltó.
-¡Bah!
-exclamó Jacob-. ¿Por qué?
-Ya
no bebe, ya no come, no se levanta... -explicó Gryphus-. Como el señor Grotius,
saldrá de aquí en un
cofre,
sólo que ese cofre será un ataúd.
Rosa
se puso pálida como la muerte.
«¡Oh!
-murmuró para sí-. Ya comprendo; está inquieto por su
tulipán.»
Y
levantándose completamente deprimida, entró en su habitación, donde cogió pluma
y papel, y durante
toda
la noche se ejercitó en trazar unas letras.
Al
día siguiente, al levantarse para arrastrarse hasta la ventana, Cornelius
percibió un papel que habían
deslizado
por la noche bajo la puerta de su calabozo.
Se
lanzó sobre el papel, lo abrió, y leyó, con una escritura que apenas pudo
reconocer como perteneciente
a
Rosa, de tanto como había mejorado durante aquella ausencia de siete
días:
Estad
tranquilo, vuestro tulipán se porta bien.
Aunque
aquella pequeña frase de Rosa calmara una parte de los dolores de Cornelius, no
fue por ello
menos
sensible a la ironía. Así pues, era realmente eso, Rosa no estaba enferma en
absoluto, Rosa estaba
herida;
no era por la fuerza por lo que Rosa no venía, sino que había permanecido
voluntariamente alejada
de
Cornelius.
Así
pues, Rosa libre, Rosa hallaba en su voluntad la fuerza de no venir a ver al que
se moría de pena por
no
haberla visto.
Cornelius
tenía papel y un lápiz que le había traído Rosa. Comprendió que la joven
esperaba una respues-
ta,
pero que no vendría a buscar esta respuesta hasta la noche. En consecuencia,
escribió sobre un papel
parecido
al que había recibido:
No
es la inquietud que me causa el tulipán lo que me pone enfermo; es la pena que
experimento por no
veros.
Luego,
una vez que Gryphus hubo salido, y llegada la noche, deslizó el papel bajo la
puerta y escuchó.
Pero,
por mucha atención que puso, no oyó ni el paso ni el rozamiento de la ropa de la
hija del carcelero.
No
oyó más que una voz débil como un suspiro, y dulce como una caricia, que le
lanzaba por el postigo
estas
dos palabras:
-Hasta
mañana.
Mañana...
era el octavo día.
Durante
ocho días, Cornelius y Rosa no se habían visto.
XX
LO
QUE HABÍA OCURRIDO DURANTE
ESOS
OCHO DÍAS
Al
día siguiente, en efecto a la hora habitual, Van Baerle oyó rascar en su postigo
como tenía Rosa por
costumbre
hacer durante los felices días de su amistad.
Imaginamos
que Cornelius no se hallaba lejos de esta puerta a través de cuyo enrejado iba a
volver a ver,
por
fin, el encantador rostro desaparecido desde hacía tantos
días.
Rosa,
que esperaba con su lámpara en la mano, no pudo retener un estremecimiento
cuando vio al prisio-
nero
tan triste y pálido.
-¿Sufrís,
señor Cornelius? -preguntó.
-Sí,
señorita -respondió Cornelius-, sufro de espíritu y de
cuerpo.
-Ya
he visto, señor, que no coméis -dijo Rosa-. Mi padre me ha dicho que no os
levantáis; por eso os he
escrito,
para tranquilizaros sobre la suerte del precioso objeto de vuestras
inquietudes.
-Y
yo -replicó Cornelius- os he contestado. Creía, al veros venir, querida Rosa,
que habíais recibido mi
carta.
-Es
verdad, la he recibido.
-No
daréis por excusa esta vez que no sabéis leer. No sólo leéis correctamente, sino
que también habéis
aprovechado
enormemente las lecciones de escritura.
-En
efecto, no solamente he recibido, sino que también he leído vuestra nota. Por
eso es por lo que he
venido,
para ver si habría algún medio para devolveros la salud.
-¡Devolverme
la salud! -exclamó Cornelius-. Entonces ¿tenéis alguna buena noticia que
darme?
Y
al hablar así, el joven clavaba en Rosa dos ojos brillantes de
esperanza.
Sea
que ella no comprendiera esa mirada, sea que no quisiera comprenderla, la joven
respondió
gravemente:
-Solamente
puedo hablaros de vuestro tulipán que es, como sé, la más grave preocupación que
vos tenéis.
Rosa
pronunció estas pocas palabras con un acento helado que hizo sobresaltar a
Cornelius.
El
celoso tulipanero no comprendía todo lo que ocultaba, bajo el velo de la
indiferencia, la pobre niña
siempre
a la greña con su rival, el adorado tulipán negro.
-¡Ah!
-murmuró Cornelius-. ¡Todavía, todavía! Rosa, no os he dicho, ¡Dios mío!, que no
pienso más que
en
vos, que era a vos sola a quien echaba de menos, vos sola quien me faltaba, vos
sola quien, con vuestra
ausencia,
me retiraba el aire, el día, el calor, la luz, la vida.
Rosa
sonrió melancólicamente.
-¡Ah!
-dijo-. Es que vuestro tulipán ha corrido un peligro muy
grande.
Cornelius
se sobresaltó a su pesar, y se dejó coger en la trampa si es que aquello lo
era.
-¡Un
peligro muy grande! -exclamó tembloroso-. Dios mío, ¿cuál?
Rosa
le miró con una dulce compasión, sintiendo que lo que ella quería estaba por
encima de las fuerzas
de
aquel hombre, y que había que aceptar a éste con su
debilidad.
-Sí
-dijo-. Adivinasteis precisamente que el pretendiente amoroso, Jacob, no venía
por mí.
-¿Y
por quién venía, pues? -preguntó Cornelius con ansiedad.
-Por
el tulipán.
-¡Oh!
-exclamó Cornelius palideciendo ante esta noticia más de lo que había palidecido
cuando Rosa,
equivocándose,
le había anunciado quince días antes que Jacob acudía a la fortaleza por verla a
ella.
Rosa
vio este terror, y Cornelius percibió por la expresión de su rostro que ella
pensaba lo que acabamos
de
decir.
-¡Oh!
Perdonadme, Rosa -se excusó-. Yo os conozco, sé la bondad y la honestidad de
vuestro corazón. A
vos,
Dios os ha dado el pensamiento, el juicio, la fuerza y el movimiento para
defenderos, pero a mi pobre
tulipán
amenazado, Dios no le ha dado nada de todo eso.
Rosa
no respondió a esta excusa del prisionero y continuó:
-Desde
el momento en que ese hombre, que me había seguido al jardín y al que había
reconocido como
Jacob,
os inquietaba, me inquietaba a mí mucho más todavía. Hice, pues, lo que me
habíais dicho, a la
mañana
siguiente del día en que os vi por última vez y en el que me
dijisteis...
Cornelius
la interrumpió.
-Perdón,
una vez más, Rosa -exclamó-. Me equivoqué al deciros lo que os dije. Ya os he
pedido mi
perdón
por aquella fatal palabra. Os lo pido de nuevo. ¿Será, pues, siempre en
vano?
-A
la mañana siguiente a aquel día -prosiguió Rosa-, acordándome de lo que me
habíais dicho... de la
trampa
a emplear para asegurarme si era a mí o al tulipán a quien ese odioso hombre
seguía...
-Sí,
odioso... No es verdad -murmuró él- que vos odiéis realmente a ese
hombre.
-Sí,
le odio -afirmó Rosa- ¡porque es la causa de que esté sufriendo tanto desde hace
ocho días!
-¡Ah!
¿Vos también habéis sufrido, entonces? Gracias por esta hermosa palabra,
Rosa.
-A
la mañana siguiente de aquel desgraciado día -continuó Rosa- bajé al jardín, y
avancé hacia la pla-
tabanda
donde debía plantar el tulipán, siempre mirando detrás de mí si, esta vez como
la otra, era seguida.
-¿Y
bien? -preguntó Cornelius.
-¡Pues
bien! La misma sombra se deslizó entre la puerta y la muralla, y desapareció
también detrás de los
saúcos.
-Simulasteis
no verla, ¿verdad? -inquirió Cornelius, recordando con todo detalle el consejo
que le había
dado
a Rosa.
-Sí,
y me incliné sobre la platabanda que excavé con una azada como si plantara el
bulbo.
-¿Y
él... él... durante ese tiempo?
-Yo
veía brillar sus ojos ardientes como los de un tigre a través de las ramas de
los árboles.
-¿Veis?
¿Veis? -exclamó Cornelius.
-Luego,
acabado ese remedo de operación, me retiré.
-Pero
detrás de la puerta del jardín solamente, ¿verdad? De forma que a través de las
grietas o de la
cerradura
de esa puerta pudierais ver to que hacia él una vez vos hubieseis
partido.
-Esperó
un instante sin duda para asegurarse de que yo no volvería, luego salió a paso
de lobo de su
escondrijo,
se acercó a la platabanda dando un largo rodeo, llegó por fin a su meta, es
decir, frente al lugar
donde
la tierra aparecía recién removida, se detuvo con aire indiferente, miró hacia
todos lados, interrogó
cada
ángulo del jardín, interrogó cada ventana de las casas vecinas, interrogó la
tierra, el cielo, el aire, y
creyendo
que se hallaba realmente solo, fuera de la vista de todo el mundo, se precipitó
sobre la platabanda,
hundió
sus dos manos en la tierra blanda, recogió una porción que deshizo suavemente
entre sus manos
para
ver si el bulbo se encontraba allí, repitió tres veces el mismo manejo y cada
vez con una acción más
ardiente,
hasta que al fin, comenzando a comprender que podía haber sido engañado con
alguna
superchería,
calmó la agitación que le devoraba, cogió el rastrillo, igualó el terreno para
dejarlo en el
mismo
estado en que se hallaba antes de que lo hubiera registrado y, completamente
avergonzado,
completamente
corrido, cogió el camino de la puerta afectando el aspecto inocente de un
paseante
ordinario.
-¡Oh,
el miserable! -murmuró Cornelius, enjugando las gotas de sudor que perlaban su
frente-. ¡Oh, el
miserable!
Lo había adivinado. Pero entonces, Rosa, ¿qué habéis hecho con el bulbo? ¡Ay! Ya
es un poco
tarde
para plantarlo.
-El
bulbo está en la tierra desde hace seis días.
-¿Dónde?
¿Cómo? -exclamó Cornelius-. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué imprudencia! ¿Dónde está? ¿En
qué tierra
se
halla? ¿Está bien o mal expuesto? ¿No hay peligro de que ese espantoso Jacob nos
lo robe?
-No
hay peligro de que nos lo roben, a menos que Jacob fuerce la puerta de mi
habitación.
-¡Ah!
Está con vos, está en vuestra habitación, Rosa -dijo Cornelius un poco
tranquilizado-. Pero ¿en qué
tierra,
en qué recipiente? No le haréis germinar en el agua como las buenas mujeres de
Haarlem y de
Dordrecht
que se empeñan en creer que el agua puede reemplazar a la tierra, como si el
agua, que está com-
puesta
de treinta y tres partes de oxígeno y de sesenta y seis partes de hidrógeno,
pudiera reemplazar... Pero
¡qué
es lo que os digo, Rosa!
-Sí,
esto es un poco técnico para mí -respondió sonriendo, la joven-. Me contentaré,
pues, con
responderos,
para tranquilizaros, que vuestro bulbo no está en el agua.
-¡Ah!
Respiro.
-Está
en una buena vasija de mayólica, justo del ancho del recipiente donde habíais
enterrado el vuestro.
Está
en un terreno compuesto de tres cuartas partes de tierra ordinaria cogida del
mejor lugar del jardín, y
de
un cuarto de tierra de la calle. ¡Oh! ¡He oído decir tan a menudo a vos y a ese
infame de Jacob, como
vos
le llamáis, en qué tierra debe crecer el tulipán, que ya lo sé como el primer
jardinero de Haarlem!
-¡Ah!
Ahora queda la exposición. ¿Qué exposición tiene, Rosa?
-Está
al sol toda la jornada, los días en que luce. Pero cuando haya salido de la
tierra, cuando el sol sea
más
caliente, haré como vos hacíais aquí, querido señor Cornelius. Lo expondré en mi
ventana al levante
desde
las ocho de la mañana a las once, y en mi ventana al pomente, desde las tres de
la tarde hasta las
cinco.
-¡Ah!
¡Eso es, eso es! -exclamó Cornelius-. Sois una jardinera perfecta, mi bella
Rosa. Pero pienso que el
cultivo
de mi tulipán va a tomaros todo vuestro tiempo.
-Sí,
es verdad -concedió Rosa-, pero no importa; vuestro tulipán es mi hijo. Le
dedico el tiempo que
dedicaría
a mi niño, si fuera madre. Solamente convirtiéndome en su madre -añadió Rosa
sonriendo- puedo
dejar
de considerarme su rival. ¿No os parece?
-¡Buena
y querida Rosa! -murmuró Cornelius lanzando sobre la joven una mirada donde
había más de
amante
que de horticultor, y que consoló un poco a Rosa.
Luego,
al cabo de un instante de silencio, durante el cual Cornelius había buscado por
las aberturas del
enrejado
la mano fugitiva de Rosa:
-Así
pues -continuó Cornelius- ¿ya hace seis días que el bulbo está en la
tierra?
-Seis
días, sí, señor Cornelius -asintió la joven. -¿Y no aparece
todavía?
-No,
pero creo que mañana aparecerá.
-Mañana
entonces, me daréis noticias de él al darme las vuestras, ¿verdad, Rosa? Me
inquieto mucho por
el
hijo, como vos decíais hace un momento; pero me intereso muy de otro modo por la
madre.
-Mañana
-dijo Rosa, desviando la vista de la de Cornelius-, no sé si
podré.
-¿Eh?
¡Dios mío! -exclamó Cornelius-. ¿Por qué mañana no
podréis?
-Señor
Cornelius, tengo mil cosas que hacer.
-Mientras
que yo, no tengo más que una -murmuró Cornelius.
-Sí
-respondió Rosa-, amar vuestro tulipán.
-Amaros
a vos, Rosa.
Rosa
movió la cabeza.
Se
hizo un nuevo silencio.
-En
fin -continuó Van Baerle, interrumpiendo ese silencio- todo cambia en la
Naturaleza: a las flores de
la
primavera suceden otras flores, y vemos a las abejas, que acarician tiernamente
a las violetas y a los alhe-
líes,
posarse con el mismo amor sobre las madreselvas, las rosas, los jazmines, los
crisantemos y los
geranios.
-¿Qué
quiere decir esto? -preguntó Rosa.
-Esto
quiere decir, señorita, que vos habéis querido primero oír el relato de mis
alegrías y de mis penas;
habéis
acariciado la flor de nuestra mutua juventud; pero la mía se marchita en la
sombra. El jardín de las
esperanzas
y los placeres de un prisionero no tiene más que una estación. No ocurre como en
esos bellos
jardines
al aire libre y al sol. Una vez realizada la siega de mayo, una vez cosechado el
botín, las abejas
como
vos, Rosa, las abejas de fino talle, de antenas de oro, de alas diáfanas, pasan
por entre los barrotes,
desertan
del frío, de la soledad, de la tristeza, para ir a buscar más lejos los perfumes
y las calientes
exhalaciones.
¡La felicidad, en fin!
Rosa
miraba a Cornelius con una sonrisa que éste no veía, tenía la vista levantada al
cielo.
Continuó
con un suspiro:
-Vos
me habéis abandonado, señorita Rosa, para gozar de vuestras cuatro estaciones de
placeres. Habéis
hecho
bien; no me lamento. ¿Qué derecho tenía para exigir vuestra
fidelidad?
-¡Mi
fidelidad! -exclamó Rosa anegada en lágrimas, y sin tomarse el trabajo de
ocultar por más tiempo a
Cornelius
aquel rosario de perlas que rodaba por sus mejillas-. ¡Mi fidelidad! ¿No os he
sido fiel?
-¡Ay!
¿Es serme fiel -preguntó Cornelius abandonarme, dejarme morir
aquí?
-Pero,
señor Cornelius -protestó Rosa-, ¿no he hecho por vos todo lo que podía para
agradaros, no me he
ocupado
de vuestro tulipán?
-¡Con
amargura, Rosa! Me reprocháis la única alegría sin mancha que he tenido en este
mundo.
-No
os reprocho nada, señor Cornelius, sino la única pena profunda que he sentido
desde el día en que
vinieron
a decirme a la Buytenhoff que íbais a ser ajusticiado.
-Os
desagrada, Rosa, mi dulce Rosa, os desagrada que yo ame a las
flores.
-No
me desagrada que vos las améis, solamente me entristece que las améis más de lo
que me amáis a mí
misma.
-¡Ah!
Querida, querida bienamada -exclamó Cornelius-, mirad cómo tiemblan mis manos,
mirad cuán
pálida
está mi frente, escuchad, escuchad cómo late mi corazón; ¡pues bien!, no es
porque mi tulipán negro
me
sonríe y me llama, no. Es porque vos me sonreís, es porque vos inclináis vuestra
frente hacia mí; es
porque
-no sé si esto es verdad-, es porque me parece que, aun rehusándolas, vuestras
manos aspiran a las
mías
y siento el calor de vuestras bellas mejillas tras el frío enrejado. Rosa, amor
mío, romped el bulbo del
tulipán
negro, destruid la esperanza de esta flor, apagad la dulce luz de este sueño
casto y encantador con el
que
me había habituado cada día. ¡Sea! Nada de flores de ricos vestidos, de gracias
elegantes, de caprichos
divinos,
despojadme de todo esto, flor celosa de otras flores, despojadme de todo esto,
pero no me quitéis
vuestra
voz, vuestro gesto, el rumor de vuestros pasos por la pesada escalera, no me
quitéis el fuego de
vuestros
ojos en el sombrío corredor, la certeza de vuestro amor que acaricia
perpetuamente mi corazón;
amadme,
Rosa, porque realmente yo siento que os amo.
-Después
del tulipán negro -suspiró la joven, cuyas manos tibias y acariciantes
consentían por fin en en-
tregarse
a través del enrejado a los labios de Cornelius.
-Antes
que nada, Rosa...
-¿He
de creeros?
-Como
creéis en Dios.
-Sea,
¿no os compromete mucho el amarme?
-Muy
poco, desgraciadamente, querida Rosa, pero os compromete a
vos.
-¿A
mí? -preguntó Rosa-. ¿Y a qué me compromete esto?
-En
primer lugar, a no casaros.
Ella
sonrió.
-¡Ah!
Así es como sois los hombres -dijo-: tiranos. Adoráis a una belleza: no pensáis
más que en ella, no
soñáis
más que con ella. Sois condenados a muerte, y al marchar hacia el patíbulo le
consagráis vuestro
último
suspiro, y exigís de mí, pobre chica, exigís el sacrificio de mis sueños, de mi
ambición.
-Pero
¿de qué belleza me habláis, Rosa? -preguntó Cornelius buscando en sus recuerdos,
inútilmente, una
mujer
a la cual Rosa pudiera hacer alusión.
-Pues
de la belleza negra, señor, de la belleza negra de talle flexible, de pies
finos, de cabeza llena de
nobleza.
Me refiero a vuestra flor, naturalmente.
Cornelius
sonrió.
-Belleza
imaginaria, mi buena Rosa, mientras que vos, sin contar a vuestro enamorado, o
más bien a mi
enamorado
Jacob, estáis rodeada de galanes que os hacen la corte. ¿Recordáis, Rosa, lo que
me habéis
dicho
de los estudiantes, de los oficiales, de los dependientes de La Haya? Pues bien,
¿no hay en
Loevestein
dependientes, oficiales, estudiantes?
-¡Oh!
Sí que los hay por cierto, y hasta demasiados -dijo Rosa.
-¿Que
escriben?
-Que
escriben.
Y
Cornelius lanzó un suspiro al pensar que era a él, pobre prisionero, a quien
Rosa debía el privilegio de
leer
las notas que recibía.
-¡Pues
sí! -prosiguió Rosa-. Pero me parece, señor Cornelius, que al leer las notas que
me escriben, al
examinar
los galanes que se me presentan, no hay más que seguir vuestras
instrucciones.
-¿Cómo
mis instrucciones?
-Sí,
vuestras instrucciones. Olvidáis -continuo Rosa suspirando a su vez-, olvidáis
el testamento escrito
por
vos en la Biblia del señor Corneille de Witt. ¡Yo no lo olvido! Porque, ahora
que sé leer, lo releo todos
los
días, y más bien dos veces que una. ¡Pues bien! En ese testamento, me ordenáis
amar y casarme con un
guapo
joven de veintiséis a veintiocho años. Yo busco a ese joven, y como toda mi
jornada está consagrada
a
vuestro tulipán, es preciso que me dejéis la noche para
hallarlo.
-¡Ah,
Rosa! El testamento se hizo en prevision de mi muerte y, gracias al Cielo, estoy
vivo. Por lo tanto
queda
sin efecto, si así lo deseáis.
-¡Pues
bien! Entonces, no buscaré a ese guapo joven de veintiséis a veintiocho años, y
vendré a veros.
-¡Ah!
¡Sí, Rosa, venid! ¡Venid!
-Mas
con una condición.
-¡Está
aceptada de antemano!
-Que
durante tres días no hablemos del tulipán negro.
-No
hablaremos nunca si lo exigís, Rosa.
-¡Oh!
-exclamó la joven-. No hay que pedir lo imposible.
Y,
como por descuido, aproximó su fresca mejilla tan cerca del enrejado que
Cornelius pudo rozarla con
sus
labios.
Rosa
lanzó un pequeño grito lleno de amor, y desapareció.
XXI
EL
SEGUNDO BULBO
La
noche fue buena y la jornada del día siguiente mejor
todavía.
En
los días precedentes, la prisión se había hecho pesada, sombría, deprimente;
oprimía con todo su peso
al
pobre prisionero. Sus muros eran negros, su aire era frío, los barrotes estaban
dispuestos de forma que
apenas
dejaban pasar la luz del día.
Pero
cuando Cornelius despertó al nuevo día, un rayo de sol matinal jugaba en los
barrotes, los palomos
hendían
el aire con sus alas extendidas, mientras que otros se arrullaban amorosamente
sobre el tejadillo de
la
ventana todavía cerrada.
Cornelius
corrió hacia aquella ventana y la abrió; le pareció que la vida, la alegría,
casi la libertad,
entraban
con ese rayo de sol en la sombría celda.
Es
que el amor florecía y hacía florecer cada cosa a su alrededor; el amor, flor
del cielo de otro brillo,
perfumaba
de forma distinta a todas las flores de la Tierra.
Cuando
Gryphus entró en la celda del prisionero en lugar de encontrarlo taciturno y
acostado como los
otros
días, lo halló de pie y cantando un aria de ópera.
-¡Eh!
-exclamó aquél.
-¿Cómo
estamos esta mañana?
Gryphus
le miró con desdén.
-El
perro, y el señor Jacob, y nuestra bella Rosa, ¿cómo están
todos?
Gryphus
rechinó los dientes.
-Aquí
está vuestro desayuno -dijo.
-Gracias,
amigo cancerlero -contestó el prisionero-. Llegáis a tiempo porque tengo mucha
hambre.
-¡Ah!
¿Tenéis hambre? -comentó Gryphus.
-Toma,
¿por qué no? -preguntó Van Baerle.
-Parece
que la conspiración marcha -dijo Gryphus.
-¿Qué
conspiración? -inquirió Van Baerle.
-¡Bueno!
Sabemos lo que se dice, pero vigilaremos, señor sabio: estad tranquilo,
vigilaremos.
-¡Vigilad,
amigo Gryphus! -replicó Van Baerle-. ¡Vigilad! Mi conspiración, como mi persona,
se halla
toda
a vuestro servicio.
-Veremos
esto a mediodía -aseguró Gryphus.
-A
mediodía -repitió Cornelius-. ¿Qué querrá decir? Sea, esperemos al mediodía; a
mediodía veremos.
Era
fácil para Cornelius esperar hasta mediodía. Cornelius esperaba hasta las
nueve.
Mediodía
llegó y se oyó en la escalera, no solamente el paso de Gryphus, sino los pasos
de tres o cuatro
soldados
que subían con él.
La
puerta se abrió, Gryphus entró, introdujo a los hombres y cerró la puerta detrás
de ellos.
-¡Aquí!
Ahora, busquemos.
Buscaron
en los bolsillos de Cornelius, entre su chaqueta y su chaleco, entre su chaleco
y su camisa,
entre
su camisa y su piel; no se halló nada.
Buscaron
en las sábanas, en el colchón, en el jergón del lecho y no se halló
nada.
Fue
entonces cuando Cornelius se felicitó por no haber aceptado el tercer bulbo.
Gryphus, en esta
pesquisa,
lo hubiera ciertamente encontrado, por muy oculto que estuviese, y lo habría
tratado como al pri-
mero.
Por
lo demás, jamás asistió un prisionero con un rostro más sereno a una pesquisa
realizada en su celda.
Gryphus
se retiró con el lápiz y las tres o cuatro hojas de papel blanco que Rosa había
dado a Cornelius;
éste
fue el único trofeo de la expedición.
A
las seis, Gryphus regresó, pero solo; Cornelius quiso calmarle, pero Gryphus
gruñó, mostró el colmillo
que
sobresalía en una comisura de la boca, y salió andando hacia atrás, como un
hombre que tiene miedo de
que
le ataquen.
Cornelius
estalló en risas.
Lo
cual hizo que Gryphus, que conocía los refranes, le gritara a través de la
reja:
-Está
bien, está bien; mejor reirá quien ría el último.
El
que debía reír el último, aquella noche por lo menos, era Cornelius, porque
Cornelius esperaba a Rosa.
Rosa
acudió a las nueve; pero acudió sin farol; Rosa no tenía ya necesidad de la luz,
sabía leer.
Además,
la luz podía denunciar a Rosa, espiada más que nunca por
Jacob.
Por
último, bajo la luz, se veía demasiado el rubor de Rosa cuando se
ruborizaba.
¿De
qué hablaron los dos jóvenes aquella noche? De las cosas de que hablan los
enamorados en el
umbral
de una puerta en Francia, de uno a otro lado de una celosía en España, de lo
alto al pie de una
terraza
en Oriente.
Hablaron
de esas cosas que ponen alas a los pies de las horas, que añaden plumas a las
alas del tiempo.
Hablaron
de todo, excepto del tulipán negro..
Luego,
a las diez, como de costumbre, se separaron.
Cornelius
era feliz, tan completamente feliz como puede serlo un tulipanero a quien no se
le ha hablado
de
su tulipán.
Encontraba
a Rosa bonita como todos los amores de la Tierra; la hallaba buena, graciosa,
encantadora.
Mas
¿por qué Rosa prohibía que se hablara del tulipán?
Ésta
era una gran falta que Rosa cometía.
Cornelius
se dijo, suspirando, que la joven no era absolutamente
perfecta.
Una
parte de la noche la pasó meditando sobre esta imperfección. Lo que quiere decir
que, mientras
estuvo
despierto, pensó en Rosa.
Una
vez dormido, soñó con ella.
Pero
la Rosa de sus sueños era mucho más perfecta que la Rosa de la realidad. Aquélla
no solamente
hablaba
del tulipán, sino que además traía a Cornelius un magnífico tulipán negro nacido
en un jarro de
China.
Cornelius
se despertó temblando de alegría y murmurando: «Rosa, Rosa, te
amo.»
Y
como se hacía ya de día, Cornelius no juzgó oportuno volverse a
dormir.
Conservó,
pues, todo el día la idea que había tenido en su
despertar.
¡Ah!
Si Rosa le hubiera hablado del tulipán, Cornelius la hubiese preferido a la
reina Semiramis, a la
reina
Cleopatra, a la reina Isabel, a la reina Ana de Austria, es decir, a las más
grandes o a las más bellas
reinas
del mundo.
Pero
Rosa había prohibido, bajo pena de no volver más, que se hablara del tulipán
antes de tres largos
días.
Eran
setenta y dos horas concedidas al amante, es verdad; pero eran setenta y dos
horas restadas al horti-
cultor.
Cierto
que de esas setenta y dos horas, ya habían transcurrido treinta y
seis.
Las
otras treinta y seis pasarían muy pronto, dieciocho horas esperando, dieciocho
horas para recordar.
Rosa
volvió a la misma hora; Cornelius soportó heroicamente su penitencia. Hubiera
sido un pitagórico
más
distinguido que Cornelius, y con tal de qué se le hubiese permitido pedir una
vez por día noticias de su
tulipán,
se habría quedado cinco años, según los estatutos de la Orden, sin hablar de
otra cosa.
Por
lo demás, la bella visitante comprendía realmente que cuando se ordena por un
lado, hay que ceder
por
el otro. Rosa dejaba a Cornelius atraer sus dedos por el postigo; Rosa dejaba a
Cornelius besar sus
cabellos
a través del enrejado.
¡Pobre
niña! Todas esas delicadezas del amor eran mucho más peligrosas para ella que
hablar del tulipán.
Lo
comprendió al regresar a su habitación con el corazón palpitante, las mejillas
ardientes, los labios se-
cos
y los ojos húmedos.
Por
eso al día siguiente por la noche, después de cambiar las primeras palabras,
después de prodigarse las
primeras
caricias, miró a Cornelius á través del enrejado, y en la oscuridad,
dijo:
-¡Bien!
¡Ya se ha levantado!
-¡Se
ha levantado! ¿Qué? ¿Quién? -inquirió Cornelius no atreviéndose a creer que la
misma Rosa abre-
viara
la duración de su prueba.
-El
tulipán -contestó la joven.
-¿Cómo?
-exclamó Cornelius-. ¿Permitís, pues?
-¡Sí!
-concedió Rosa en el tono de una madre cariñosa que permite una alegría a su
hijo.
-¡Ah,
Rosa! -se alborozó Cornelius alargando sus labios a través del enrejado, con la
esperanza de tocar
una
mejilla, una mano, la frente, cualquier cosa.
Tocó
algo mejor que todo eso, tocó dos labios entreabiertos.
Rosa
lanzó un pequeño grito.
Cornelius
comprendió que debía apresurarse a continuar la conversación, sentía que ese
contacto inespe-
rado
había asustado mucho a Rosa.
-¿Se
ha levantado muy derecho? -preguntó.
-Derecho
como un huso de Frisia -dijo Rosa.
-¿Y
está muy alto?
-Seis
centímetros por lo menos.
-¡Oh!
Rosa, tened mucho cuidado y veréis cómo crece deprisa.
-¿Puedo
tener más cuidado? -explicó Rosa-. No pienso más que en
él.
-¿Sólo
en él, Rosa? Tened cuidado, soy yo el que voy a sentirme celoso a mi
vez.
-Y
vos sabéis ya que pensar en él es pensar en vos. No lo pierdo de vista. Lo veo
desde mi lecho; al
despertarme
es el primer objeto que miro, al dormirme es el último objeto que retengo en la
mirada.
Durante
el día me siento y trabajo a su lado, porque desde que se encuentra en mi
habitación, no lo
abandono.
-Tenéis
razón, Rosa, es vuestra dote, ¿sabéis?
-Sí,
y gracias a ella podré casarme con un hombre joven de veintiséis a veintiocho
años que me guste.
-Callaos,
malvada.
Y
Cornelius consiguió coger los dedos de la joven, lo cual hizo, si no cambiar de
conversación, por lo
menos
que el silencio siguiera al diálogo.
Aquella
noche, Cornelius fue el más feliz de los hombres. Rosa le dejó su mano cuanto
quiso retenerla, y
le
habló del tulipán a su entera satisfacción.
A
partir de aquel momento, cada día trajo un progreso en el tulipán y en el amor
de los dos jóvenes. Una
vez
eran las hojas que se habían abierto, otra, era la misma flor que había cuajado.
Ante esta noticia la ale-
gría
de Cornelius fue grande, y sus preguntas se sucedieron con una rapidez que
testimoniaba su impa-
ciencia.
-Cuajada
-exclamó Cornelius-. ¡Ha cuajado!
-Ha
cuajado -repitió Rosa.
Cornelius
se tambaleó de alegría y se vio obligado a agarrarse al
postigo.
-¡Ah!
¡Dios mío! -exclamó, y volviéndose a Rosa--. ¿Es regular el óvalo, está lleno el
cilindro, están bien
verdes
las puntas?
-El
óvalo tiene casi tres centímetros y está afilado como una aguja, el cilindro
hincha sus flancos, las
puntas
están listas para abrirse.
Aquella
noche, Cornelius durmió poco; era un momento supremo aquel en el que las puntas
se abrieran.
Dos
días después, Rosa anunció que se habían entreabierto.
-Entreabiertas,
Rosa -exclamó Cornelius-. ¡El involucro se ha entreabierto! Pero ¿entonces se
ve, se
puede
distinguir ya?
Y
el prisionero se detuvo jadeante.
-Sí
-respondió Rosa-; sí, se puede distinguir una línea de un color diferente,
delgada como un cabello.
-¿Y
el color? -preguntó Cornelius temblando.
-¡Ah!
-contestó Rosa-. Es muy oscuro.
-¿Pardo?
-¡Oh!
Más oscuro.
-¡Más
oscuro, buena Rosa, más oscuro! Gracias. Oscuro como el ébano, oscuro
como...
-Oscuro
como la tinta con la cual os he escrito.
Cornelius
lanzó un grito de loca alegría.
-¡Oh!
-exclamó juntando las manos-. ¡Oh! No hay un ángel que pueda compararse a vos,
Rosa.
-¿De
veras? -dijo Rosa sonriendo ante esta exaltación.
-Rosa,
habéis trabajado tanto, habéis hecho tanto por mí; Rosa, mi tulipán va a
florecer, y mi tulipán flo-
recerá
negro, Rosa, Rosa, ¡sois lo más perfecto que Dios ha creado sobre la
Tierra!
-¿Después
del tulipán, sin embargo?
-¡Ah!
Callaos, malvada. Callaos, por piedad, no echéis a perder mi alegría. Pero,
decidme, Rosa, si el
tulipán
ha llegado a ese punto, dentro de dos o tres días a más tardar
florecerá.
-Mañana
o pasado mañana, sí.
-¡Oh!
Y yo no lo veré -exclamó Cornelius, echándose hacia atrás-. Y no lo besaré como
una maravilla de
Dios
a la que se debe adorar, como beso vuestras manos, Rosa, como beso vuestros
cabellos, como beso
vuestras
mejillas, cuando por azar se hallan al alcance del
postigo.
Rosa
acercó su mejilla, no por azar, sino voluntariamente; los labios del joven se
pegaron a ella con
avidez.
-¡Vaya!
Lo traeré si vos queréis -dijo Rosa, emocionada.
-¡Ah!
¡No! ¡No! Tan pronto como se abra, ponedlo bien a la sombra, Rosa, y en el mismo
instante, inme-
diatamente,
enviad a Haarlem a prevenir al presidente de la Sociedad Hortícola que el gran
tulipán negro ha
florecido.
Haarlem está lejos, lo sé, pero con dinero hallaréis un mensajero. ¿Tenéis
dinero, Rosa?
Rosa
sonrió.
-¡Oh,
sí! -dijo.
-¿Bastante?
-preguntó Cornelius.
-Trescientos
florines.
-¡Oh!
Si tenéis trescientos florines, no es un mensajero a quien tenéis que enviar,
sino vos misma, vos
misma,
Rosa, quien debe ir a Haarlem.
-Pero
durante ese tiempo, la flor...
-¡Oh,
la flor! Lleváosla, comprended que no debéis separaros de ella ni un
instante.
-Pero,
aunque no me separe de ella, me separaré de vos, Cornelius -dijo Rosa
entristecida.
-¡Ah!
Es verdad, mi dulce, mi querida Rosa. ¡Dios mío! ¡Qué malvados son los hombres!
¿Qué les he
hecho
yo y por qué me han privado de la libertad? Tenéis razón, Rosa, yo no podría
vivir sin vos. ¡Pues
bien!
Enviad alguien a Haarlem, eso es. ¡Por mi fe! El milagro es lo bastante grande
como para que el
presidente
se moleste; él mismo vendrá a Loevestein a buscar el
tulipán.
Luego,
deteniéndose de repente, fue con voz temblorosa que
murmuró:
-¡Rosa!
¡Rosa! Si no fuese negro...
-¡Vaya!
Eso lo sabréis mañana o pasado mañana por la noche.
-¡Esperar
hasta la noche para saberlo, Rosa! Moriré de impaciencia. ¿No podríamos convenir
una señal?
-Lo
haré mejor.
-¿Qué
haréis?
-Si
es por la noche cuando se abra, vendré para decíroslo yo misma. Si es por el
día, pasaré por delante
de
la celda y os deslizaré una nota, bien por debajo de la puerta, bien por el
postigo, entre la primera y la
segunda
inspección de mi padre.
-¡Oh,
Rosa! ¡Eso es! Una palabra vuestra anunciándome esta noticia, será una doble
felicidad.
-Son
ya las diez -dijo Rosa-, es preciso que os abandone.
-¡Sí!
¡Sí! -exclamó Cornelius-. ¡Sí! ¡Marchaos, Rosa, marchaos!
Rosa
se retiró cabizbaja.
Cornelius
casi la había despedido.
Cierto
que era para vigilar el tulipán negro.
XXII
LA
FLORACIÓN
La
noche transcurrió muy lenta y al mismo tiempo muy agitada para Cornelius. A cada
instante le parecía
que
la dulce voz de Rosa lo llamaba: se despertaba sobresaltado, iba a la puerta,
acercaba su rostro al
postigo;
no había nada en el postigo, el corredor estaba vacío.
Sin
duda, Rosa velaba por su parte, pero más afortunada que él, velaba al tulipán.
Tenía allí, bajo sus
ojos,
a la noble flor, esta maravilla de las maravillas, no solamente todavía
desconocida, sino creída
imposible.
¿Qué
diría el mundo cuando supiera que se había logrado el tulipán negro, que
existía, y que era Corne-
lius
van Baerle, el prisionero, quien lo había logrado?
¡Cómo
Cornelius hubiera arrojado lejos de sí al hombre que hubiese venido a proponerle
la libertad a
cambio
de su tulipán!
El
día llegó sin noticias. El tulipán no había florecido
todavía.
La
jornada transcurrió como la noche.
La
noche vino y con la noche una Rosa alegre, ligera como un
pájaro.
-¿Y
bien? -preguntó Cornelius.
-¡Pues
bien! Todo va de maravilla. ¡Esta noche sin falta florecerá vuestro
tulipán!
-¿Y
florecerá negro?
-Negro
como el azabache.
-¿Sin
una sola mancha de otro color?
-Sin
una sola mancha.
-¡Bondad
del Cielo! Rosa, he pasado la noche pensando primero en
vos...
Rosa
esbozó un gesto de incredulidad.
-Luego,
en lo que teníamos que hacer.
-¿Y
bien?
-Esto
es lo que he decidido. Una vez el tulipán haya florecido, cuando se compruebe
que es negro y
perfectamente
negro, tenéis que encontrar un mensajero.
-Si
no es más que esto, ya he encontrado un mensajero.
-¿Un
mensajero seguro?
-Un
mensajero del que respondo, uno de mis enamorados.
-¿No
será Jacob, supongo?
-No,
no temáis. Es el barquero de Loevestein, un muchacho despierto, de veinticinco a
veintiséis años.
-¡Diablo!
-Estad
tranquilo -repitió Rosa riendo-. Todavía no tiene la edad, ya que vos mismo la
habéis fijado entre
veintiséis
y veintiocho años.
-En
fin, ¿creéis poder contar con ese joven?
-Como
conmigo. Se arrojaría de su barca al Waal o al Mosa, a mi elección, si se lo
ordenara.
-¡Pues
bien, Rosa! En diez horas ese muchacho puede estar en Haarlem; me daréis un
lápiz y un papel,
mejor
aún sería una pluma y tinta, y escribiré, o más bien, escribiréis vos. En mí,
pobre prisionero, tal vez
verían,
como ve vuestro padre, una conspiración en todo esto: Escribiréis al presidente
de la Sociedad
Hortícola
y, estoy seguro que el presidente vendrá.
-Pero,
¿y si tarda?
-Suponed
que tarde un día, hasta dos; pero esto es imposible, un aficionado a los
tulipanes como él no
tardará
ni una hora, ni un minuto, ni un segundo en ponerse en camino para ver la octava
maravilla del
mundo.
Pero, como decía, tarde un día, tarde dos, el tulipán estará todavía en todo su
esplendor. Una vez
visto
el tulipán por el presidente, y todo quede dicho en el atestado dirigido por él,
guardaréis una copia de
ese
atestado, Rosa, y le confiaréis el tulipán. ¡Ah! Si hubiésemos podido llevarlo
nosotros mismos, Rosa,
no
habría abandonado mis brazos más que para pasar a los vuestros; pero esto es una
ilusión en la que no
hay
que soñar-continuó Cornelius suspirando-. Otros ojos lo verán marchitarse. ¡Oh!
Sobre todo, Rosa,
antes
de que lo vea el presidente, no lo dejéis ver a nadie. ¡El tulipán negro, buen
Dios! ¡Si alguien viera el
tulipán
negro, lo robaría...!
.iOh!
-¿No
me habéis dicho vos misma lo que temíais con respecto a vuestro enamorado Jacob?
Si se roba un
florín,
¿por qué no robarían cien mil?
-Vigilaré,
estad tranquilo.
-¿Y
si en este momento se está abriendo?
-El
caprichoso es muy capaz de ello -bromeó Rosa.
-Si
lo hallarais abierto al entrar...
-¿Y
bien?
-¡Ah,
Rosa! Desde el momento en que se abra, recordad que no habrá ni un momento que
perder para
advertir
al presidente.
--Y
para preveniros a vos. Sí, comprendo.
Rosa
suspiró, pero sin amargura y como una mujer que no solamente comienza a
comprender una debili-
dad,
sino a habituarse a ella.
-Regreso
al lado del tulipán, señor Van Baerle, y tan pronto florezca, seréis advertido;
una vez vos adver-
tido,
el mensajero partirá.
-¡Rosa,
Rosa, ya no sé a qué maravilla del Cielo o de la Tierra
compararos!
-Comparadme
al tulipán negro, señor Cornelius, y quedaré muy halagada, os lo juror hasta la
vista, señor
Cornelius.
-¡Oh!
Decid: hasta la vista, amigo mío.
-Hasta
la vista, amigo mío -repitió Rosa un poco consolada.
-Decid:
Amigo mío bienamado.
-¡Oh!
Amigo mío...
-Bienamado,
Rosa, os lo suplico, bienamado, bienamado, ¿verdad?
-Bienamado,
sí, bienamado -dijo Rosa palpitante, embriagada, loca de
alegría.
-Entonces,
Rosa, ya que habéis dicho bienamado, decid también bienaventurado, decid feliz
como jamás
hombre
alguno hays sido feliz y bajo el cielo. No me falta más que una cosa,
Rosa.
-¿Cuál?
-Vuestra
mejilla, vuestra mejilla fresca, vuestra mejilla rosada, vuestra mejilla
aterciopelada. ¡Oh, Rosa!
Voluntariamente,
no por sorpresa, no por accidente, Rosa. ¡Ah!
El
prisionero terminó su ruego con un suspiro; acababa de encontrar los labios de
la joven, no por ac-
cidente,
no por sorpresa, como cien años más tarde Saint-Preux debía encontrar los labios
de Julie.
Rosa
huyó.
Cornelius
se quedó con el alma suspendida en sus labios, el rostro pegado al
postigo.
Se
ahogaba de alegría y de felicidad. Abrió la ventana y contempló largo tiempo,
con el corazón rebosan-
te
de dicha, el azul sin nubes del cielo, la luna que plateaba el doble río,
destellando más allá de las colinas.
Se
llenó los pulmones del aire generoso y puro, el espíritu de dulces ideas, el
alma de reconocimiento y de
admiración
religiosa.
-¡Oh!
¡Vos estáis siempre allá arriba, Dios mío! -exclamó, medio prosternado, con los
ojos ardientemente
tendidos
hacia las estrellas-. Perdonadme por haber casi dudado de Vos en estos últimos
días: Vos os
ocultábais
detrás de vuestras nubes, y por un instante dejé de veros, Dios bueno, Dios
eterno, Dios
misericordioso.
¡Pero hoy!, esta tarde, esta noche, ¡oh!, Os veo todo entero en el espejo de
vuestros cielos
y,
sobre todo, en el espejo de mi corazón.
¡Estaba
curado, el pobre enfermo; estaba libre, el pobre
prisionero!
Durante
una parte de la noche, Cornelius permaneció colgado de los barrotes de su
ventana, con el oído
presto;
concentrando sus cinco sentidos en uno solo, o más bien, en dos solamente,
miraba y escuchaba.
Miraba
el cielo y escuchaba a la tierra.
Luego,
con la mirada vuelta de cuando en cuando hacia el corredor, se
decía:
«Allá
abajo está Rosa, Rosa que vela como yo, que como yo espera de minuto en minuto;
allá abajo, ante
los
ojos de Rosa está la flor misteriosa, que vive, que se entreabre, que se abre.
Tal vez en este momento
Rosa
tiene el tallo del tulipán entre sus delicados y tibios dedos. Toca ese tallo
suavemente. Tal vez roce
con
sus labios su cáliz entreabierto; rózalo con precaución, Rosa, tus labios arden;
tal vez en este momento,
mis
dos amores se acarician bajo la mirada de Dios.»
En
aquel momento, una estrella se inflamó en lo alto, atravesó todo el espacio que
separaba el horizonte
de
la fortaleza y vino a abatirse sobre Loevestein.
Cornelius
se estremeció.
-¡Ah!
-exclamó-. Es Dios que envía un alma a mi flor.
Y
como si lo hubiera adivinado, casi en el mismo instante, el prisionero oyó en el
corredor unos pasos
ligeros,
como los de una sílfide, el roce de una ropa que parecía un batir de alas y una
voz bien conocida
que
decía:
-Cornelius,
amigo mío, amigo mío bienamado y bienaventurado, venid, venid
enseguida.
Cornelius
no dio más que un salto de la ventana al postigo; una vez más sus labios
encontraron los labios
murmuradores
de Rosa, que le dijo en un beso:
-Se
ha abierto, es negro, aquí está.
-¿Cómo,
aquí está? -exclamó Cornelius, separando sus labios de los labios de la
joven.
-Sí,
sí, es preciso correr un pequeño peligro para dar una gran alegría, aquí está,
tened.
Y,
con una mano, levantó a la altura del postigo un pequeño farol que acababa de
encender; mientras que
a
la misma altura, levantaba con la otra el milagroso
tulipán.
Cornelius
lanzó un grito y creyó desmayarse de emoción.
-¡Oh!
-murmuró-. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Me recompensáis mi inocencia y mi cautividad,
ya que habéis
hecho
crecer estas dos flores en el postigo de mi prisión.
-Besadla
-dijo Rosa- como yo la he besado hace un momento.
Cornelius,
reteniendo el aliento, tocó con la punta de los labios el extremo de la flor, y
jamás beso dado a
los
labios de una mujer, aunque fuera a los labios de Rosa, le entró tan
profundamente en el corazón.
El
tulipán era bello, espléndido, magnífico; su tallo tenía más de treinta
centímetros de altura; se alzaba
del
seno de cuatro hojas verdes, lisas, derechas como puntas de lanza; toda su flor
era negra y brillante
como
el azabache.
-Rosa
-dijo Cornelius jadeante-, Rosa, no hay un instante que perder, es preciso
escribir la carta.
-Ya
está escrita, mi bienamado Cornelius -contestó Rosa.
-¿De
veras?
-Mientras
el tulipán se abría, yo escribía, porque no quería que se perdiera ni un solo
instante. Mirad la
carta,
y decidme si la encontráis bien.
Cornelius
cogió la carta y leyó, en una escritura que había hecho grandes progresos desde
la primera
frase
que había recibido de Rosa:
Señor
presidente:
El
tulipán negro va a abrirse dentro de diez minutos tal vez. Tan pronto se abra,
os enviaré
un
mensajero para rogaros vengáis vos mismo en persona a buscarlo a la fortaleza de
Loevestein.
Soy la hija del carcelero Gryphus, casi tan prisionera como los prisioneros de
mi
padre.
No podré, pues, llevaros esta maravilla. Por eso es por lo que me atrevo a
suplicaros
que
vengáis a buscarlo vos mismo.
Mi
deseo es que se llame Rosa Barloensis.
Acaba
de abrirse; es perfectamente negro...
Venid,
señor presidente, venid.
Tengo
el honor de ser vuestra humilde servidora.
ROSA
GRYPHUS.
-Eso
es, eso es, querida Rosa. Esta carta es una maravilla. Yo no la hubiera escrito
con esta simplicidad.
En
el Congreso, daréis todos los informes que os pidan. Sabrán cómo ha sido creado
el tulipán, a cuántos
cuidados,
vigilias y temores ha dado lugar, mas, por el momento, Rosa, no hay un instante
que perder... ¡El
mensajero!
¡El mensajero!
-¿Cómo
se llama el presidente?
-Dádmela
para que ponga la dirección. ¡Oh! Es muy conocido. Es Mynheer Van Systens, el
burgomaestre
de
Haarlem... Dádmela, Rosa, dádmela.
Y,
con mano temblorosa, Cornelius escribió sobre la carta:
A
Mynheer Peters van Systens, burgomaestre y presidente de la Sociedad Hortícola
de Haarlem.
-Y
ahora, marchaos, Rosa, marchaos -dijo Cornelius-, y pongámonos bajo el amparo de
Dios que hasta
ahora
nos ha protegido tan bien.
XXIII
EL
ENVIDIOSO
En
efecto, los pobres jóvenes tenían gran necesidad de ser amparados por la
protección directa del Señor.
Jamás
habían estado tan cerca de la desesperación como en este mismo instante en que
creían tener
asegurada
su félicidad.
No
dudaremos en absoluto en la inteligencia de nuestro lector hasta el punto de
suponer que no haya
reconocido
en Jacob, nuestro antiguo amigo, o más bien nuestro antiguo enemigo, a Isaac
Boxtel el
tulipanero.
El
lector ha adivinado, pues, que Boxtel había seguido de la Buytenhoff a
Loevestein al objeto de su
amor
y al objeto de su odio:
El
tulipán negro y Cornelius van Baerle.
Lo
que cualquier otro tulipanero y más un tulipanero envidioso no hubiera podido
jamás descubrir, es de-
cir,
la existencia de los bulbos y las ambiciones del prisionero, la envidia había
hecho, sinó descubrir, por
lo
menos adivinar a Boxtel.
Lo
hemos visto más afortunado bajo el nombre de Jacob que bajo el nombre de Isaac,
entablar amistad
con
Gryphus, al que gratificó el reconocimiento y la hospitalidad durante unos
meses, con la mejor ginebra
que
se hubiera fabricado jamás desde Texel a Amberes.
Adormeció
sus desconfianzas; porque como hemos visto, el viejo Gryphus era desconfiado;
adormeció
sus
desconfianzas, decimos, halagándole con una alianza con
Rosa.
Acrecentó
por otra parte sus instintos de carcelero, después de haber halagado su orgullo
de padre. Acre-
centó
sus instintos de carcelero pintándole con los más sombríos colores al sabio
prisionero que Gryphus
tenía
bajo sus cerrojos, y que al decir del falso Jacob, había concertado un pacto con
Satán para perjudicar a
Su
Alteza el príncipe Guillermo de Orange.
También
había tenido éxito al principio con Rosa, no inspirándole sentimientos de
simpatía, ya que a
Rosa
siempre le había gustado muy poco Mynheer Jacob, pero al hablarle de matrimonio
y de loca pasión,
había
apagado en principio todas las sospechas que hubiera podido
tener.
Hemos
visto cómo su imprudencia al seguir a Rosa al jardín lo había denunciado a los
ojos de la
muchacha,
y cómo los temores instintivos de Cornelius habían puesto a los dos jóvenes en
guardia contra
él.
Lo
que había, sobre todo, inspirado las inquietudes al prisionero, nuestro lector
debe recordarlo, era
aquella
gran cólera que había invadido a Jacob contra Gryphus a propósito del bulbo
aplastado.
En
aquel momento, esa rabia era tanto mayor por cuanto aunque Boxtel suponía que
Cornelius tenía un
segundo
bulbo, no estaba muy seguro de ello.
Fue
entonces cúando espió a Rosa y la siguió no solamente al jardín, sino también
por los corredores.
Únicamente
que; como esta vez la seguía por la noche y con los pies descalzos, ni fue visto
ni oído.
Excepto
aquella vez en que Rosa creyó haber visto pasar algo como una sombra por la
escalera.
Pero
ya era demasiado tarde, Boxtel había sabido, de la misma boca del prisionero, la
existencia del
segundo
bulbo.
Engañado
por la trampa de Rosa, que había simulado el acto de enterrarlo en la
platabanda, y no dudando
que
esa pequeña comedia había sido ejecutada para forzarle a traicionarse, redobló
las precauciones y puso
en
juego todas las artimañas de su mente para continuar espiando a los otros sin
ser espiado él mismo.
Vio
a Rosa transportar una gran vasija de mayólica de la cocina de su padre a la
habitación que ella
ocupaba.
Vio
a Rosa lavarse, con mucha agua, sus bellas manos llenas de la tierra que había
amasado para preparar
al
tulipán el mejor lecho posible.
Finalmente
alquiló, en un granero, una pequeña habitación justo enfrente de la ventana de
Rosa; bastante
alejada
para que no se le pudiera reconocer a simple vista, pero bastante cerca para que
con la ayuda de su
telescopio
pudiera seguir todo to que ocurría en Loevestein en la habitación de la joven,
como había
seguido
en Dordrecht todo lo que pasaba en el secador de
Cornelius.
No
hacía más de tres días que estaba instalado en su granero, cuando no le cupo ya
ninguna duda.
Desde
que se levantaba el sol por la mañana, la vasija de mayólica estaba en la
ventana y, semejante a
esas
encantadoras mujeres de Miéris y de Metzu, Rosa aparecía en aquella ventana
encuadrada por las
primeras
ramas verdeantes de la parra y la madreselva.
Rosa
contemplaba la vasija de mayólica con una mirada que denunciaba a Boxtel el
valor real del objeto
encerrado
en ella.
Lo
que encerraba la vasija era, pues, el segundo bulbo, es decir, la suprema
esperanza del prisionero.
Cuando
las noches amenazaban ser demasiado frías, Rosa entraba la vasija de
mayólica.
Eso
indicaba que Rosa seguía las instrucciones de Cornelius, que temía que el bulbo
se helara.
Cuando
el sol se hizo más cálido, Rosa entraba la vasija de mayólica desde las once de
la mañana hasta
las
dos de la tarde.
Eso
indicaba, asimismo, que Cornelius temía que la tierra se
desecara.
Pero
cuando la lanza de la flor salió de la tierra, Boxtel quedó completamente
convencido: no tenía una
altura
mayor de tres centímetros cuando, gracias a su telescopio, no había lugar ya a
la duda para el
envidioso.
Cornelius
poseía dos bulbos, y el segundo estaba confiado al amor y a los cuidados de
Rosa.
Porque,
pensándolo bien, el amor de los dos jóvenes no había escapado a
Boxtel.
Era,
pues, a ese segundo bulbo al que había que hallar el medio de sustraer a los
cuidados de Rosa y al
amor
de Cornelius.
Sólo
que la cosa no era fácil.
Rosa
vigilaba a su tulipán como una madre vigilaría a su hijo; mejor que esto, como
una paloma empolla
sus
huevos.
Rosa
no abandonaba la habitación en toda la jornada; y había más; cosa extraña, Rosa
no abandonaba ya
su
habitación por la noche.
Durante
siete días, Boxtel espió inútilmente a Rosa; Rosa no salía en absoluto de su
habitación.
Esos
fueron aquellos siete días de riña que hicieron a Cornelius tan desgraciado, al
llevarse a la vez toda
noticia
de Rosa y de su tulipán.
¿Iba
a estar Rosa eternamente enojada con Cornelius? Esto hubiera hecho el robo
muchísimo más difícil
de
lo que había creído al principio Mynheer Isaac.
Decimos
robo, porque Isaac estaba completamente decidido en su proyecto de robar el
tulipán; y como
éste
crecía en el más profundo misterio, como los dos
jóvenes
ocultaban su existencia a todo el mundo, le creerían antes a él, tulipanero
reconocido, que a una
joven
extraña a todos los detalles de la horticultura o
que a un prisionero condenado por un crimen de alta
traición,
guardado, sobrevigilado, espiado, y que mal reclamaría desde el fondo de su
calabozo. Por otra
parte,
como sería poseedor del tulipán y como en el caso de muebles y otros objetos
transportables, la
posesión
da fe de la propiedad, él obtendría ciertamente el premio y sería realmente
coronado en lugar de
Cornelius,
y el tulipán, en vez de llamarse Tulipa nigra Barloensis, se llamaría Tulipa
nigra Boxtellensis o
Boxtellea.
Mynheer
Isaac no estaba todavía decidido sobre cuál de esos nombres daría al tulipán
negro; pero como
ambos
significaban la misma cosa, no era éste el punto más
importante.
El
punto más importante era robar el tulipán.
Mas,
para que Boxtel pudiera apoderarse del tulipán, era preciso que Rosa saliera de
su habitación.
Así
pues, fue con verdadera alegría que Jacob o Isaac, según se prefiera, vio
reemprenderse las citas
acostumbradas
de la noche.
Comenzó
por aprovechar la ausencia de Rosa para estudiar su
puerta.
La
puerta cerraba bien y a doble vuelta, por medio de una cerradura simple, pero de
la que únicamente
Rosa
poseía la llave.
Boxtel
tuvo la idea de robar la llave a Rosa, pero además de que no era cosa fácil
registrar el bolsillo de
la
joven, al apercibirse Rosa de que había perdido su llave haría cambiar la
cerradura, y no saldría de su ha-
bitación
hasta que la cerradura fuera cambiada, y Boxtel habría cometido un crimen
inútil.
Era
preferible, pues, emplear otro medio.
Boxtel
reunió todas las llaves que pudo hallar, y mientras Rosa y Cornelius pasaban en
el postigo una de
sus
horas afortunadas, las probó todas.
Dos
entraron en la cerradura, una de las dos dio la primera vuelta y se detuvo en la
segunda.
No
había más que retocar muy poca cosa a esta llave.
Boxtel
la impregnó con una ligera capa de cera y repitió la
experiencia.
El
obstáculo que la have había encontrado en la segunda vuelta había dejado su
huella sobre la cera.
Boxtel
no tuvo más que seguir esta huella con el mordiente de una lima de hoja estrecha
como la de un
cuchillo.
Con
otras dos horas de trabajo, Boxtel consiguió su llave a la
perfección.
La
puerta de Rosa se abrió sin ruidos, sin esfuerzo, y Boxtel se halló en la
habitación de la joven, a solas
con
el tulipán.
La
primera acción condenable de Boxtel había consistido en pasar por encima de un
muro, para
desenterrar
el tulipán; la segunda había sido penetrar en el secadero de Cornelius, por una
ventana abierta;
la
tercera, introducirse en la habitación de Rosa con una falsa
llave.
Como
se ve, la envidia hacía avanzar a Boxtel a grandes pasos en la abyecta y
desenfrenada carrera del
crimen.
Boxtel
se halló, pues, a solas con el tulipán.
Un
ladrón ordinario hubiera agarrado la vasija bajo su brazo y se la habría
llevado.
Pero
Boxtel no era un ladrón ordinario y reflexionó.
Reflexionó,
contemplando el tulipán con la ayuda de su farol, diciéndose que no estaba
todavía bastante
avanzado
para tener la certeza de que florecería negro aunque las apariencias ofrecían
todas las
probabilidades.
Reflexionó
que si no florecía negro, o que si florecía con una mancha cualquiera, habría
realizado un
robo
inútil.
Reflexionó
que la noticia de este robo se expandiría, que se le supondría el ladrón después
de lo que
había
pasado en el jardín, qué se realizarían investigaciones y que, por bien que
ocultara el tulipán, sería
posible
hallarlo.
Reflexionó
que, aunque ocultara el tulipán de forma que no fuera encontrado, podría, con
todos los trans-
portes
que estaría obligado a sufrir, sucederle alguna desgracia.
Reflexionó
finalmente que era preferible, puesto que tenía una llave de la habitación de
Rosa y podía
penetrar
en ella cuando quisiera, esperar a la floración, cogerlo una hora antes de que
se abriera, o una hora
después
de que se hubiera abierto, y partir en el mismo instante sin pérdida de tiempo
para Haarlem, donde,
antes
incluso de que fuera reclamado, el tulipán estaría delante de los
jueces.
Entonces
sería a éste o a aquélla que reclamara a quien Boxtel acusaría de
robo.
Era
un plan bien pensado y digno en todo punto del que lo
concebía.
Así
pues, todas las noches durante aquella hora que los jóvenes pasaban en el
postigo de la celda, Boxtel
entraba
en la habitación de la muchacha, no para violar el santuario de la virginidad,
sino para seguir los
progresos
que realizaba el tulipán negro en su floración.
La
noche a la que hemos llegado, iba a entrar como las otras noches; pero, como
hemos dicho, los
jóvenes
no habían intercambiado más que unas palabras, y Cornelius había enviado de
nuevo a Rosa para
vigilar
el tulipán.
Viendo
a Rosa penetrar en su habitación, diez minutos después de haber salido, Boxtel
comprendió que
el
tulipán había florecido o iba a florecer.
Era
entonces durante esta noche cuando la gran partida iba a jugarse; así pues,
Boxtel se presentó ante
Gryphus
con una provisión de ginebra doble que de costumbre.
Es
decir, con una botella en cada bolsillo.
Una
vez Gryphus bebido, Boxtel quedaba dueño de la fortaleza o poco
más.
A
las once, Gryphus estaba completamente borracho. A las dos de la madrugada,
Boxtel vio salir a Rosa
de
su habitación, pero sosteniendo visiblemente en sus brazos un objeto que llevaba
con precaución.
Este
objeto era sin duda alguna el tulipán negro que acababa de
florecer.
Pero
¿qué iba a hacer?
¿Iba
a partir en aquel mismo instante para Haarlem con él?
No
era posible que una joven emprendiera sola, de noche, un viaje
semejante.
¿Iba
únicamente a enseñar el tulipán a Cornelius? Esto era
probable.
Siguió
a Rosa con los pies descalzos y de puntillas.
La
vio acercarse al postigo.
La
oyó llamar a Cornelius.
Al
resplandor del farol, vio el tulipán abierto, negro como la oscuridad en la que
se ocultaba.
Oyó
todo el proyecto planeado entre Cornelius y Rosa para enviar un mensajero a
Haarlem.
Vio
juntarse los labios de los dos jóvenes y luego oyó a Cornelius despedir a
Rosa.
Vio
a Rosa apagar el farol y desandar el camino de su
habitación.
La
vio entrar en su habitación.
Luego
la vio, diez minutos después, salir de la habitación y cerrar con cuidado la
puerta con doble vuelta
de
llave.
Ya
que cerraba aquella puerta con tanto cuidado, es que detrás de la misma
encerraba al tulipán negro.
Boxtel,
que veía todo aquello oculto en el rellano del piso superior a la habitación de
Rosa, descendió un
escalón
de su piso, cuando Rosa descendía un escalón del suyo.
De
suerte que, cuando Rosa tocaba el último tramo de la escalera, con su pie
ligero, Boxtel, con una
mano
más ligera todavía, tocaba la cerradura de la habitación de Rosa con su
mano.
Y
en aquella mano, como puede comprenderse, estaba la llave falsa que abría la
puerta de Rosa ni más ni
menos
fácilmente que la verdadera.
Por
eso es por to que hemos dicho al comienzo de este capítulo que los pobres
jóvenes tenían mucha ne-
cesidad
de ser amparados por la protección del Señor.
XXIV
EN
EL QUE EL TULIPÁN NEGRO
CAMBIA
DE DUEÑO
Cornelius
se había quedado en el sitio donde lo había dejado Rosa, buscando casi
inútilmente en él la
fuerza
para soportar la doble carga de su felicidad.
Transcurrió
media hora.
Los
primeros rayos de sol entraban ya, azulinos y frescos, a través de los barrotes
de la ventana, en la cel-
da
de Cornelius, cuando éste se sobresaltó de repente ante unos pasos que subían
por la escalera y por unos
gritos
que se acercaban a él.
Casi
en el mismo instante, su rostro se halló frente al pálido y descompuesto rostro
de Rosa.
Retrocedió,
palideciendo él mismo de estupor y espanto.
-¡Cornelius!
¡Cornelius! -exclamó aquélla jadeante.
-¿Qué
ocurre, Dios mío? -preguntó el prisionero.
-Cornelius!
El tulipán...
-¿Y
bien?
-¿Cómo
deciros esto?
-Hablad,
hablad, Rosa.
-¡Nos
lo han cogido, nos lo han robado!
-¡Nos
lo han cogido, nos lo han robado! -repitió Cornelius.
-Sí
-afirmó Rosa apoyándose contra la puerta para no caer-. Sí, cogido,
robado.
Y,
muy a su pesar, las piernas le fallaron, se deslizó y cayó de
rodillas.
-Pero
¿cómo ha ocurrido? -preguntó Cornelius-. Decidme,
explicadme.
-¡Oh!
No ha sido por mi culpa, amigo mío.
Pobre
Rosa; no se atrevía a decir «mi bienamado».
-¡Lo
habéis dejado solo! -la acusó Cornelius con un acento
lamentable.
-Un
solo instante, para ir a prevenir al mensajero que vive apenas a cincuenta pasos
de aquí, a orillas del
Waal.
-Y
durante ese tiempo, a pesar de mis recomendaciones, habéis dejado la llave en la
puerta,
¡desventurada!
-No,
no, no, y eso es lo raro. No he abandonado la llave ni un instante; la he tenido
constantemente en la
mano,
apretándola como si tuviera miedo de que se me escapara.
-Pero,
entonces, ¿cómo ha ocurrido?
-¿Lo
sé yo, acaso? Había dado la carta al mensajero; el mensajero había partido
delante de mí. Regreso,
la
puerta estaba cerrada, cada cosa se hallaba en su lugar en mi habitación,
excepto el tulipán que había de-
saparecido.
Es preciso que alguien se haya procurado una llave de mi habitación, o se haya
hecho hacer una
falsa.
Se
ahogaba, las lágrimas cortándole la palabra.
Cornelius,
inmóvil, los rasgos alterados, escuchaba casi sin comprender, murmurando
solamente:
-¡Robado,
robado, robado! Estoy perdido,
-¡Oh,
señor Cornelius! ¡Perdón! ¡Perdón! -gritaba Rosa-. Yo me
moriré.
Ante
esta amenaza de Rosa, Cornelius agarró las rejas del postigo, en un vano intento
de sacudirlas con
furor.
-Rosa
-exclamó-, nos han robado, es verdad, pero ¿es preciso dejarnos abatir por eso?
No, la desgracia es
grande,
pero tal vez reparable, Rosa; conocemos al ladrón.
-¡Ay!
¿Cómo queréis que os lo diga positivamente?
-¡Oh!
Os lo digo yo, es ese infame de Jacob. ¿Le dejaremos llevar a Haarlem el fruto
de nuestros traba-
jos,
el fruto de nuestras vigilias, el hijo de nuestro amor? Rosa, hay que
perseguirlo, hay que alcanzarlo.
-Pero
¿cómo hacer todo eso, amigo mío, sin descubrir a mi padre nuestro secreto?
¿Cómo, yo, una mujer
tan
poco libre, tan poco hábil, conseguiría ese fin, que tal vez vos mismo no
alcanzaríais?
-Rosa,
Rosa, abridme esta puerta, y veréis si yo no lo alcanzo. Veréis si no descubro
al ladrón, veréis si
no
le hago confesar su crimen. ¡Veréis si no le hago gritar
perdón!
-¡Ay!
-exclamó Rosa estallando en sollozos-. ¿Puedo acaso abriros? ¿Tengo yo las
llaves? Si las tuviera,
¿no
estaríais libre desde hace tiempo?
-Vuestro
padre las tiene, vuestro infame padre, el verdugo que ha aplastado ya el primer
bulbo de mi tu-
lipán.
¡Oh, el miserable, el miserable! Es cómplice de Jacob.
-Más
bajo, más bajo, en nombre del cielo. ¡Os van a oír!
-¡Oh!
Si no me abrís, Rosa -gritó Cornelius en el paroxismo de la rabia-, hundo esta
reja y mato a todo el
que
halle en la prisión.
-¡Amigo
mío, por piedad...!
-Os
lo aviso, Rosa, voy a demoler el calabozo piedra a piedra.
Y
el infortunado, con sus dos manos, a las que la cólera decuplicaba las fuerzas,
sacudía la puerta con
gran
ruido, sin cuidarse del estrépito de su voz que iba a retumbar en el fondo de la
espiral sonora de la
escalera.
Rosa,
espantada, trataba inútilmente de calmar esta furiosa
tempestad.
-Os
digo que mataré al infame de Gryphus -aullaba Van Baerle-. Os digo que verteré
su sangre como él
ha
vertido la de mi tulipán negro.
El
desgraciado empezaba a volverse loco.
-Pues
bien, sí -dijo Rosa anhelante-. Sí, sí, pero calmaos. Sí, le cogeré las llaves,
os abriré, sí, pero cal-
maos,
mi Cornelius...
No
había acabado, cuando un alarido lanzado delante de ella interrumpió su
frase.
-¡Mi
padre! -exclamó Rosa:
-¡Gryphus!
-rugió Van Baerle-. ¡Ah! ¡Bandido!
El
viejo Gryphus, con todos esos gritos, había subido sin que le hubiesen
oído.
Agarró
rudamente a su hija por una muñeca.
-¡Ah!
Cogeréis mis llaves -dijo con voz ahogada por la cólera-. ¡Ah! ¡Este infame!
¡Este monstruo! Este
conspirador
para la horca es vuestro Cornelius. Así que se mantienen convivencias con los
prisioneros de
Estado.
Está bien.
Rosa
le golpeó con sus dos manos con desesperación.
-¡Oh!
-continuó Gryphus, pasando del acento febril de la cólera a la fría ironía del
vencedor-. ¡El
inocente
señor tulipanero! ¡El dulce señor sabio! ¡Vos me mataréis! ¡Os beberéis mi
sangre! ¡Muy bien! Y
todo
esto con la complicidad de mi hija. ¡jesús! ¡Pero entonces me hallo en un antro
de bandoleros, estoy en
una
caverna de ladrones! ¡Ah! El señor gobernador lo sabrá todo esta mañana, y Su
Alteza el estatúder lo
sabrá
todo mañana. Conocemos la ley. Todo el que se rebelara en prisión, artículo
sexto. Vamos a daros
una
segunda edición de la Buytenhoff, señor sabio, y ésta será una buena edición.
Sí, sí, roeros los puños
como
un oso en la jaula, y tú, hermosa, cómete con los ojos a tu Cornelius. Os
advierto, corderos míos, que
ya
no tendréis posibilidad de conspirar juntos. Así se desciende, hija
desnaturalizada. Y vos, señor sabio,
hasta
la vista; estad tranquilo, ¡hasta la vista!
Rosa,
loca de terror y desesperación, envió un beso a su amigo; luego, sin duda
iluminada por un pensa-
miento
repentino, se lanzó por la escalera diciendo:
-No
está perdido todo todavía, contad conmigo, mi Cornelius.
Su
padre la siguió gritando.
En
cuanto al pobre tulipanero, soltó poco a poco las rejas que retenían sus
convulsos dedos; su cabeza se
entonteció,
sus ojos oscilaron en órbitas, y cayó pesadamente sobre el piso de la celda
murmurando:
-¡Robado!
¡Me lo han robado!
Durante
ese tiempo, Boxtel salía del castillo por la puerta que había abierto la misma
Rosa. Boxtel, con el
tulipán
negro envuelto en un amplio manto, se había lanzado a una calesa que le esperaba
en Gorcum, y de-
saparecía,
sin haber advertido al amigo Gryphus, como es de suponer, de su
salida.
Y
ahora que le sabemos subido a la calesa, le seguiremos, si el lector consiente
en ello, hasta el término
de
su viaje.
Caminaba
lentamente; no se hace correr impunemente a un tulipán
negro.
Pero
Boxtel, temiendo no llegar bastante pronto, se hizo fabricar en Delft una caja
guarnecida en todo su
alrededor
con musgo fresco, en la cual encajó su tulipán; la flor se hallaba allí tan
muellemente reclinada
por
todos los lados, con aire por encima, que la calesa pudo emprender el galope sin
perjuicio.
Llegó
al día siguiente por la mañana a Haarlem cansado pero triunfante, cambió su
tulipán de vasija, con
el
fin de hacer desaparecer toda señal de robo, rompió la vasija de mayólica cuyos
trozos arrojó a un canal
y
escribió al presidente de la Sociedad Hortícola una carta en la que le anunciaba
que acababa de llegar a
Haarlem
con un tulipán perfectamente negro, y se instaló en una buena hospedería con su
flor intacta.
Y
allí esperó.
XXV
EL
PRESIDENTE VAN SYSTENS
Rosa,
al dejar a Cornelius, había tomado su decisión. Devolverle el tulipán que
acababa de robarle Jacob
o
no volverle a ver más.
Había
visto la desesperación del pobre prisionero, la doble a incurable
desesperación.
En
efecto, por un lado, ésta era una separación inevitable, al haber Gryphus
sorprendido a la vez el
secreto
de sus amores y de sus citas.
Por
el otro, era la ruina de todas las ambiciones de Cornelius van Baerle, y esas
ambiciones las
alimentaba
desde hacía siete años.
Rosa
era una de esas mujeres que se abaten por nada, pero que, llenas de fuerza
contra una desgracia
suprema,
hallan en la misma desgracia la energía que puede combatirla, o el recurso que
puede repararla.
La
joven entró en su habitación, lanzó una última mirada, para comprobar que no se
había equivocado,
no
fuese que el tulipán estuviese en algún rincón que hubiera escapado a sus
miradas. Pero Rosa busco en
vano;
el tulipán seguía ausente; el tulipán había sido robado.
Rosa
hizo un pequeño lío con las ropas que necesitaba, cogió sus trescientos florines
ahorrados, es decir,
toda
su fortuna, buscó bajo sus encajes donde había escondido el tercer bulbo, lo
ocultó cuidadosamente en
su
pecho, cerró la puerta con doble vuelta para retardar al máximo el tiempo que se
necesitaría para abrirla
en
el momento en que se conociera su fuga, bajó la escalera, salió de la prisión
por la puerta que, una hora
antes,
había dado paso a Boxtel, se llegó a una casa de alquiler de caballos y pidió
alquilar una calesa.
El
alquilador de caballos sólo tenía una calesa, precisamente la que Boxtel le
había alquilado desde la
víspera
y en la cual corría por el camino de Delft.
Decimos
por el camino de Delft, porque era preciso dar un enorme rodeo para ir de
Loevestein a Haar-
lem;
a vuelo de pájaro la distancia sólo hubiera sido la mitad.
Pero
únicamente los pájaros pueden viajar volando en Holanda, el país más cortado por
los ríos, arroyos,
riachuelos,
canales y lagos que haya en el mundo.
Por
fuerza tuvo, pues, Rosa que alquilar un caballo, que le fue confiado fácilmente,
porque el alquilador
de
caballos conocía a Rosa como a la hija del portero de la
fortaleza.
Rosa
tenía una esperanza, la de alcanzar a su mensajero, bueno y bravo muchacho al
que se llevaría con
ella
y que le serviría a la vez de guía y de sostén.
En
efecto, no había recorrido una legua cuando lo percibió caminando a paso largo
por una de las orillas
bajas
de una encantadora ruta que flanqueaba el río.
Puso
su caballo al trote y se reunió con él.
El
valiente muchacho ignoraba la importancia de su mensaje, y sin embargo marchaba
a tan buen tren
como
si lo conociese. En menos de una hora había recorrido ya legua y
media.
Rosa
recobró la nota, ya inútil, y le expuso la necesidad que tenía de él. El
barquero se puso a su disposi-
ción,
prometiendo ir tan deprisa como el caballo, con tal de que Rosa le permitiera
apoyar la mano bien
sobre
la grupa del animal, o sobre su cruz.
La
joven le permitió que apoyara la mano donde quisiera, mientras no la
retrasara.
Los
dos viajeros llevaban cinco horas de camino y habían recorrido ya más de ocho
leguas, cuando el pa-
dre
Gryphus todavía no se imaginaba que su hija hubiese abandonado la
fortaleza.
El
carcelero, por otra parte un hombre muy malvado en el fondo, gozaba con el
placer de haber inspirado
a
su hija un terror tan profundo.
Pero
mientras se felicitaba por tener una historia tan hermosa que contar a su
compañero Jacob, éste se
hallaba
también en el camino de Delft.
Sólo
que, gracias a su calesa, llevaba cuatro leguas de adelanto sobre Rosa y el
barquero.
Mientras
se figuraba a Rosa temblando o enojándose en su habitación, Rosa ganaba
terreno.
Nadie,
excepto el prisionero, se hallaba, pues, donde Gryphus creía que cada uno
estaba.
Rosa
aparecía tan pocas veces delante de su padre desde que cuidaba del tulipán, que
no fue hasta la hora
de
comer, es decir, al mediodía, cuando Gryphus se apercibió, a cuenta de su
apetito, de que su hija estaba
enfadada
desde hacía ya mucho tiempo.
La
hizo llamar por uno de sus portallaves; luego, como éste descendiera anunciando
que la había buscado
y
llamado en vano, resolvió buscarla y llamarla él mismo.
Comenzó
por dirigirse en derechura a la habitación de su hija; mas por mucho que golpeó
en la puerta,
Rosa
no respondió.
Llamó
al cerrajero de la fortaleza; el cerrajero abrió la puerta, pero Gryphus no
encontró a Rosa, como
Rosa
no había encontrado el tulipán.
Rosa,
en aquel momento, acababa de entrar en Rotterdam.
Lo
cual fue motivo de que Gryphus no la hallara en la cocina, como no la había
hallado en la habitación,
ni
en el jardín como en la cocina ni en parte alguna.
Juzguemos
la cólera del carcelero cuando habiendo batido los alrededores, supo que su hija
había
alquilado
un caballo y, como «Bradamante» o «Clorinda», había partido como una verdadera
buscadora de
aventuras,
sin decir adónde iba.
Gryphus
subió furioso a la celda de Van Baerle, al que injurió, amenazó, removiendo todo
su pobre mo-
biliario,
prometiéndole el calabozo, prometiéndole el fondo de una mazmorra, prometiéndole
hambre y
azotes.
Cornelius,
sin ni siquiera escuchar lo que decía el carcelero, se dejó maltratar, injuriar,
amenazar, perma-
neciendo
triste, inmóvil, aniquilado, insensible a todas las emociones, muerto a todo
temor.
Después
de haber buscado a Rosa por todos lados, Gryphus buscó a Jacob, y como no le
halló, al igual
que
había ocurrido con su hija, supuso desde aquel momento que Jacob se la había
llevado.
Mientras
tanto, la joven después de haber hecho un alto de dos horas en Rotterdam, se
había puesto de
nuevo
en camino. Aquella misma noche se acostaba en Delft, y al día siguiente llegaba
a Haarlem, cuatro
horas
después de que Boxtel hubiera hecho otro tanto.
Rosa
se hizo conducir enseguida a casa del presidente de la Sociedad Hortícola, maese
Van Systens.
Halló
al digno ciudadano en una situación que no podríamos dejar de describir, sin
faltar a todos nuestros
deberes
de pintor y de historiador.
El
presidente redactaba un informe al comité de la Sociedad.
Este
informe iba apareciendo sobre un gran papel y con la más bella escritura del
presidente.
Rosa
se hizo anunciar bajo su simple nombre de Rosa Gryphus, pero este nombre, por
sonoro que fuese,
resultaba
desconocido para el presidente, y Rosa fue rechazada. Es difícil forzar las
consignas en Holanda,
país
de los diques y de las esclusas.
Pero
Rosa no se desanimó; se había impuesto una misión y se había jurado a sí misma
no dejarse abatir
ni
por las malas acogidas, ni pór las brutalidades, ni por las
injurias.
-Anunciad
al señor presidente -dijo- que vengo a hablarle del tulipán
negro.
Estas
palabras, no menos mágicas que el famoso «Sésamo, ábrete», de Las mil y una
noches, le sirvieron
de
«pasaporte». Gracias a esas palabras, pudo penetrar hasta el despacho del
presidente Van Systens, al que
encontró
galantemente en camino para venir a su encuentro.
Era
un buen hombre, pequeño, de cuerpo delgado, representando con bastante éxactitud
el tallo de una
flor
de la que la cabeza formaba el cáliz, dos brazos indeterminados y colgantes
simulaban la doble hoja
oblonga
del tulipán y un cierto balanceo que le era habitual completaba su parecido con
esta flor cuando la
misma
se inclina bajo el soplo del viento.
Hemos
dicho que se llamaba Van Systens.
-Señorita
-exclamó-, ¿decís que venís de parte del tulipán negro?
Para
el señor presidente de la Sociedad Hortícola, la Tulipa nigra era una potencia
de primer orden, que
podía
muy bien, en su calidad de rey de los tulipanes, enviar
embajadores.
-Sí,
señor -respondió Rosa-. Por lo menos, vengo a hablaros de
él.
-¿Se
porta bien? -preguntó Van Systens con una sonrisa de tierna
veneración.
-¡Ay,
señor! No lo sé -dijo Rosa.
-¡Cómo!
¿Le ha sucedido alguna desgracia?
-Una
muy grande, sí, señor, pero no a ella, sino a mí.
-¿Cuál?
-Me
lo han robado.
-¿Os
han robado el tulipán negro?
-Sí,
señor.
-¿Sabéis
quién?
-¡Oh!
Me lo imagino, pero no me atrevo todavía a acusarle.
-Pero
el asunto será fácil de verificar.
-¿Cómo?
-Pues
porque el ladrón no debe de estar muy lejos.
-¿Por
qué no ha de estar muy lejos?
-Pues
porque he visto el tulipán no hace ni dos horas.
-¿Habéis
visto el tulipán negro? -exclamó Rosa precipitándose hacia Van
Systens.
-Como
os veo a vos, señorita.
-Pero
¿dónde?
-En
casa de vuestro amo, según creo.
-¿En
casa de mi amo?
-Sí.
¿No estáis al servicio del señor Isaac Boxtel?
-¿Yo?
-Naturalmente,
vos.
-Mas
¿por quién me tomáis entonces, señor?
-Mas
¿por quién me tomáis vos misma?
-Señor,
os tomo, espero, por quien sois, es decir, por el honorable señor Van Systens,
burgomaestre de
Haarlem
y presidente de la Sociedad Hortícola.
-¿Y
venís a decirme... ?
-Vengo
a deciros, señor, que me han robado mi tulipán.
-Vuestro
tulipán es, entonces, el del señor Boxtel. Entonces, os explicáis mal hija mía;
no es a vos, ¡sino
al
señor Boxtel a quien han robado el tulipán!
-Yo
os repito, señor, que no sé quién es ese señor Boxtel y que ésta es la primera
vez que oigo pronunciar
ese
nombre.
-Vos
no sabéis quién es el señor Boxtel, y tenéis también un tulipán
negro.
-Pero
¿es que hay otro? -preguntó Rosa, temblando.
-El
del señor Boxtel, sí.
-¿Cómo
es?
-Negro,
pardiez.
-¿Sin
mancha?
-Sin
una sola mancha, sin el menor punto.
-¿Y
vos tenéis ese tulipán? ¿Está depositado aquí?
-No,
pero será depositado, porque debo exhibirlo al comité antes de otorgar el premio
de cien mil flo-
rines.
-Señor
-exclamó Rosa-, ese Boxtel, ese Isaac Boxtel que se dice propietario del tulipán
negro...
-Y
que lo es en efecto...
-Señor,
¿no es un hombre delgado?
-Sí.
-¿Calvo?
-Sí.
-¿Con
la mirada huraña?
-Creo
que sí.
-¿Inquieto,
encorvado, con las piernas torcidas?
-En
verdad, describís el retrato, trazo por trazo, del señor
Boxtel.
-Señor,
¿el tulipán está en una vasija de mayólica azul y blanca, de flores amarillas
que representan un
canastillo
en tres caras de la vasija?
-¡Ah!
En cuanto a eso estoy menos seguro; me he fijado más en el hombre que en la
vasija.
-Señor,
ése es mi tulipán, el que me han robado; señor, es bien mío; señor, vengo a
reclamarlo aquí de-
lante
de vos; a vos.
-¡Oh!
¡Oh! -exclamó Van Systens mirando a Rosa-. ¿Qué? ¿Venís a reclamar aquí el
tulipán del señor
Boxtel?
¡Voto a Dios! Sois una atrevida comadre.
-Señor
-suplicó Rosa un poco turbada por este apóstrofe-, yo no digo que vengo a
reclamar el tulipán
negro
del señor Boxtel, digo que vengo a reclamar el mío.
-¿El
vuestro?
-Sí;
el que yo he plantado, el que he criado yo misma.
-¡Pues
bien! Id a buscar al señor Boxtel a la hospedería del Cisne Blanco, y entendeos
con él. En cuanto a
mí,
como el proceso me parece tan difícil de juzgar como el que llevaron ante el rey
Salomón, y no tengo la
pretensión
de poseer su sabiduría, me contentaré con redactar mi informe, con constatar la
existencia del tu-
lipán
negro y con conceder los cien mil florines a su descubridor. Adiós, hija
mía.
-¡Oh!
¡Señor! ¡Señor! -insistió Rosa.
-Sólo
que, hija mía -continuó Van Systens-, como sois bonita, como sois joven, como no
estáis todavía
pervertida,
recibid mi consejo: Sed prudente en este asunto, porque nosotros tenemos un
tribunal y una
prisión
en Haarlem; además, somos extremadamente puntillosos con el honor de los
tulipanes. Id, hija mía,
id.
Isaac Boxtel, hospedería del Cisne Blanco.
Y
poco después, Van Systens, volviendo a coger su bella pluma, continuó su
interrumpido informe.
XXVI
UN
MIEMBRO DE LA
SOCIEDAD
HORTÍCOLA
Desatinada,
Rosa, casi loca de alegría y de temor ante la idea de que había hallado el
tulipán negro, tomó
el
camino de la hospedería del Cisne Blanco, seguida siempre por su barquero,
robusto muchacho de Frisia,
capaz
de enfrentarse por sí solo a diez Boxtels.
Durante
el camino, el barquero había sido puesto al corriente, y no retrocedería ante la
lucha, en el
supuesto
de que la lucha se empeñara; sólo que, llegado ese caso, tenía la orden de
ocuparse del tulipán.
Pero
al llegar a la Grote-Markt, Rosa se detuvo de repente; un pensamiento súbito
acababa de
sobrecogerla,
al igual que a aquella Minerva de Homero, que agarraba a Aquiles por los
cabellos en el
momento
en que la cólera iba a llevárselo.
«¡Dios
mío! -murmuró-. ¡He cometido una falta enorme, tal vez haya perdido a Cornelius,
al tulipán y a
mí
misma! He dado la alarma, he despertado sospechas. Yo no soy más que una mujer,
esos hombres pue-
den
coaligarse contra mí, y entonces estoy perdida. ¡Oh! ¡Que yo me pierda, no sería
nada, pero Cornelius,
el
tulipán...!»
Meditó
un momento.
«Si
voy a casa de ese Boxtel y no le conozco, si ese Boxtel no es Jacob, si es otro
aficionado que también
ha
descubierto el tulipán negro, o bien, si mi tulipán ha sido robado por persona
de la que sospecho, o ha
pasado
ya a otras manos, si no reconozco al hombre sino solamente a mi tulipán, ¿cómo
probar que la flor
es
mía?
»Por
otro lado, si reconozco a ese Boxtel como el falso Jacob, ¿quién sabe lo que
sucederá? Mientras am-
bos
discutimos, ¡el tulipán negro morirá! ¡Oh! ¡Inspiradme, Virgen santa! Se trata
del porvenir de mi vida,
se
trata de un pobre prisionero que tal vez expire en este
momento.»
Hecho
este ruego, Rosa esperó piadosamente la inspiración que pedía al
Cielo.
Mientras
tanto, un gran alboroto reinaba en el extremo de la Grote-Markt. La gente
corría, las puertas se
abrían;
solamente Rosa permanecía insensible a todo aquel movimiento de la
población.
-Es
preciso -murmuró- regresar a la casa del presidente.
-Regresemos
-aprobó el barquero.
Tomaron
la pequeña calle de la Paille que conducía directamente a la morada de Van
Systens, el cual,
con
su más bella escritura y con su mejor pluma, continuaba trabajando en su
informe.
Por
todas partes, a su paso, Rosa no oía hablar más que del tulipán negro y del
premio de cien mil
florines:
la noticia corría ya por la ciudad.
Rosa
apenas tuvo trabajo para penetrar de nuevo en la casa de Van Systens, quien se
sintió emocionado,
como
la primera vez, ante la mágica palabra del tulipán negro.
Pero
cuando reconoció a Rosa, a la que consideraba in mente como una loca, o peor que
esto, le invadió
la
cólera y quiso despedirla.
Pero
Rosa juntó las manos, y con ese acento de honrada verdad que penetra en los
corazones, suplicó:
-Señor,
¡en nombre del Cielo! No me rechacéis; escuchad, por el contrario, lo que voy a
deciros, y si vos
no
podéis hacerme justicia, por lo menos no podréis reprocharos un día, frente a
Dios, el haber sido cómpli-
ce
de una mala acción.
Van
Systens pataleaba de impaciencia; aquella era la segunda vez que Rosa le
molestaba en medio de
una
redacción en la cual ponía su doble amor propio de burgomaestre y de presidente
de la Sociedad
Hortícola.
-¡Pero
mi informe! -exclamó-. ¡Mi informe sobre el tulipán negro!
-Señor
-continuó Rosa con la firmeza de la inocencia y de la verdad-, señor, vuestro
informe sobre el
tulipán
negro descansará, si no me escucháis, sobre hechos criminales o sobre hechos
falsos. Os lo suplico,
señor,
haced venir aquí, delante de vos y ante mí, a ese señor Boxtel, del que yo
afirmo es Mynheer Jacob,
y
juro a Dios dejarle la propiedad de su tulipán si no reconozco ni al tulipán ni
a su propietario.
-¡Pardiez!
La bella se anticipa-dijo Von Systens.
-¿Qué
queréis decir?
-¿Os
puedo preguntar qué probará esto cuando vos los hayáis
reconocido?
-Pero,
en fin -dijo Rosa desesperada-, vos sois un hombre honrado, señor. ¡Pues bien!
No solamente vais
a
dar un premio a un hombre por una obra que no ha realizado, sino por una obra
robada.
Tal
vez el acento de Rosa produjo una cierta convicción en el corazón de Van
Systens, a iba éste a
responder
más dulcemente a la pobre chica, cuando se dejó oír un gran tumulto en la calle,
que parecía pura
y
simplemente ser un aumento del alboroto que Rosa ya había oído, sin concederle
importancia, en la
Grote-Markt,
y que no había podido despertarla de su ferviente
plegaria.
Unas
estrepitosas aclamaciones sacudieron la casa. Van Systens prestó atención a esas
exclamaciones
que
para Rosa no habían sido más que un alboroto primeramente, y ahora no eran más
que un ruido ordi-
nario.
-¿Qué
es esto? -exclamó el burgomaestre-. ¿Qué es esto? ¿Será posible lo que he oído?
No puedo dar
crédito
a mis oídos.
Y
se precipitó hacia su antecámara, sin preocuparse más de Rosa, a la que dejó en
su despacho.
Apenas
llegado a su antecámara, Van Systens lanzó un gran grito al percibir el
espectáculo de su escalera
invadida
hasta el vestíbulo.
Acompañado,
o más bien seguido por la multitud, un hombre joven, vestido simplemente con un
traje de
terciopelo
violeta bordado en plata, subía con noble lentitud los escalones de piedra,
brillantes de blancura
y
de limpieza.
Detrás
de él marchaban dos oficiales, uno de marina y otro de
caballería.
Van
Systens, abriéndose paso en medio de sus criados asustados, vino a inclinarse, a
prosternarse casi de-
lante
del recién llegado que causaba todo aquel alboroto.
-¡Monseñor!
-exclamó-. Monseñor, Vuestra Alteza en mi casa. Glorioso honor para siempre para
mi
humilde
mansión.
-Querido
señor Van Systens -dijo Guillermo de Orange con una serenidad que, en él,
reemplazaba a la
sonrisa-,
yo soy un verdadero holandés, me gusta el agua, la cerveza y las flores, a voces
incluso ese queso
que
tanto estiman los franceses; entre las flores, la que yo prefiero son,
naturalmente, los tulipanes, la que
yo
prefiero es, naturalmente, el tulipán. He oído decir en Leiden que la ciudad de
Haarlem poseía, por fin,
el
tulipán negro y, después de haberme asegurado de que la noticia era verdadera,
aunque increíble, vengo a
pedir
confirmación al presidente de la Sociedad Hortícola.
-¡Oh!
Monseñor, monseñor -contestó Van Systens arrebatado-, qué gloria para la
Sociedad si sus trabajos
agradan
a Vuestra Alteza.
-¿Tenéis
la flor aquí? -preguntó el príncipe, que sin duda se arrepentía ya de haber
hablado tanto.
-Por
desgracia, no, monseñor, no la tengo aquí.
-¿Y
dónde está?
-En
casa de su propietario.
-¿Quién
es ese propietario?
-Un
valiente tulipanero de Dordrecht.
-¿De
Dordrecht?
-Sí.
-¿Y
se llama... ?
-Boxtel.
-¿Se
aloja...?
-En
el Cisne Blanco, voy a llamarlo, y si, mientras tanto, Vuestra Alteza me hace el
honor de entrar en el
salón,
él se apresurará, sabiendo que monseñor está aquí, a traer el tulipán a
monseñor.
-Está
bien, llamadlo.
-Sí,
Vuestra Alteza, sólo que...
-¿Qué?
-¡Oh!
Nada importante, monseñor.
-Todo
es importante en este mundo, señor Van Systens.
-¡Pues
bien, monseñor! Se ha presentado una dificultad.
-¿Cuál?
-Ese
tulipán está ya reivindicado por los usurpadores. Es verdad que vale cien mil
florines.
-¿De
veras?
-Sí,
monseñor, por los usurpadores, por los falsarios.
-Eso
es un crimen, señor Van Systens.
-Sí,
Vuestra Alteza.
-¿Y
vos tenéis las pruebas de ese crimen?
-No,
monseñor, la culpable...
-¿La
culpable, señor...?
-Quiero
decir la que reclama el tulipán, monseñor, está ahí, en la habitación de al
lado.
-¡Aquí!
¿Qué pensáis de ello, señor Van Systens?
-Pienso,
monseñor, que el cebo de los cien mil florines la habrá
tentado.
-¿Y
ella reclama el tulipán?
-Sí,
monseñor.
-¿Y
qué ha presentado por su parte como prueba?
-Iba
a interrogarla cuando Vuestra Alteza se presentó.
-Escuchémosla,
señor Van Systens, escuchémosla; soy el primer magistrado del país, oiré la
causa y haré
justicia.
«Ya
he encontrado a mi rey Salomón» -se dijo Van Systens inclinándose y mostrando el
camino al
príncipe.
Éste
iba a pasar por delante de su interlocutor cuando se detuvo de
repente.
-Pasad
vos delante -dijo- y llamadme «señor».
Entraron
en el gabinete.
Rosa
seguía en el mismo sitio, apoyada en la ventana y mirando a través de los
cristales hacia el jardín.
-¡Ah!
¡Ah! Una frisona -murmuró el príncipe al percibir el casco de oro y las faldas
rojas de la hermosa
Rosa.
Ésta
se volvió, pero apenas pudo ver al príncipe, que se sentó en el ángulo más
oscuro del apartamento.
Toda
su atención, como se comprende, era para ese importante personaje que se llamaba
Van Systens, y
no
para aquel humilde extraño que seguía al amo de la casa, y que probablemente no
recibiría el
tratamiento
de señor.
El
humilde extraño cogió un libro de la biblioteca e hizo señas a Van Systens para
que comenzara el
interrogatorio.
Van
Systens, siempre por invitación del joven del traje violeta, se sentó a su vez,
y completamente feliz y
orgulloso
por la importancia que le habían concedido, empezó:
-Hija
mía, ¿me prometéis la verdad, toda la verdad sobre este
tulipán?
-Os
la prometo.
-¡Pues
bien! Hablad sin miedo delante del señor; el señor es uno de los miembros de la
Sociedad
Hortícola.
-Señor
-empezó Rosa-, ¿qué os diría que no os haya dicho ya?
-¿Entonces...
?
-Volveré
al ruego que os he dirigido.
-¿Cuál...
?
-El
de hacer venir aquí al señor Boxtel con su tulipán; si no lo reconozco como el
mío, lo diré franca-
mente;
pero si lo reconozco, lo reclamaré. ¿Deberé ir ante Su Alteza, el mismo
estatúder, con las pruebas
en
la mano?
-¿Tenéis,
entonces, pruebas, bella niña?
-Dios,
que conoce mi derecho, me las proveerá.
Van
Systens cambió una mirada con el príncipe que, desde las primeras palabras de
Rosa, parecía
intentar
recordar algo, como si no fuera la primera vez que aquella voz llegaba a sus
oídos.
Un
oficial partió para ir a buscar a Boxtel.
Van
Systens continuó el interrogatorio.
-¿Y
sobre qué -dijo- basáis la aserción de que vos sois la propietaria del tulipán
negro?
-Pues
sobre una cosa muy sencilla, ¿es que no soy yo quien lo ha plantado y cultivado
en mi propia habi-
tación?
-En
vuestra habitación, y ¿dónde queda vuestra habitación?
-En
Loevestein.
-¿Vos
sois de Loevestein?
-Soy
la hija del carcelero de la fortaleza.
El
príncipe hizo un pequeño gesto que quería decir:
«¡Ah!
Eso es, ahora me acuerdo.»
Y
mientras parecía leer, miró a Rosa con más atención que
antes.
-¿Y
vos amáis las flores? -continuó Van Systens.
-Sí,
señor.
-Entonces
¿sois una técnica florista?
Rosa
vaciló un instante, luego con un acento salido de lo más profundo de su corazón,
preguntó:
-Señores,
¿hablo a gentes de honor?
El
acento era tan veraz, que Van Systens y el príncipe respondieron ambos al mismo
tiempo con un mo-
vimiento
de cabeza afirmativo.
-¡Pues
bien, no! ¡Yo no soy una técnica florista, no! Yo no soy más que una pobre hija
del pueblo, una
pobre
aldeana de Frisia que, no hace tres meses todavía, no sabía ni leer ni escribir.
¡No! El tulipán negro
no
ha sido hallado por mí.
-¿Y
por quién ha sido hallado?
-Por
un pobre prisionero de Loevestein.
-¿Por
un prisionero de Loevestein? -inquirió el príncipe.
Al
sonido de esta voz, fue Rosa la que se sobresaltó a su
vez.
-Por
un prisionero de Estado, entonces -continuó el príncipe-, porque en Loevestein
no hay más que
prisioneros
de Estado.
Y
se puso a leer de nuevo, o por lo menos hizo como si se pusiera a
leer.
-Sí
-murmuró Rosa temblando-, sí, por un prisionero de Estado.
Van
Systens palideció al oír pronunciar tamaña confesión delante de un testigo
semejante.
-Continuad
-ordenó fríamente Guillermo al presidente de la Sociedad
Hortícola.
-¡Oh,
señor! -exclamó Rosa dirigiéndose a éste a quien creía su verdadero juez-. Es
que voy a acusarme
muy
seriamente.
-En
efecto -dijo Van Systens-, los prisioneros de Estado deben permanecer en secreto
en Loevestein.
-¡Por
desgracia, señor!
-Y,
después de lo que habéis dicho, parece que habéis aprovechado vuestra posición
como hija del car-
celero
y os habéis comunicado con él para cultivar unas flores.
-Sí,
señor -murmuró Rosa desatinada-. Sí, me veo forzada a confesarlo, le veía todos
los días.
-¡Desgraciada!
-exclamó Van Systens.
El
príncipe levantó la cabeza al observar el espanto de Rosa y la palidez del
presidente.
-Esto
-anunció con su voz clara y firmemente acentuada- no compete a los miembros de
la Sociedad
Hortícola.
Están para juzgar al tulipán negro y no conocen los delitos políticos.
Continuad, muchacha, con-
tinuad.
Van
Systens, con una elocuente mirada, le dio las gracias en nombre de los tulipanes
al nuevo miembro
de
la Sociedad Hortícola.
Rosa,
tranquilizada por esa especie de estímulo que le había dádo el desconocido,
relató todo to que
había
ocurrido desde hacía tres meses, todo lo que había hecho, todo lo que había
sufrido. Habló de la
dureza
de Gryphus, de la destrucción del primer bulbo, del dolor del prisionero, de las
precauciones
tomadas
para que el segundo bulbo llegara a buen fin, de la paciencia del prisionero, de
sus angustias
durante
su separación; cómo había querido morir de hambre porque no recibía noticias de
su tulipán; de la
alegría
que había experimentado en su reunión, y finalmente de la desesperación de ambos
cuando vieron
que
el tulipán que acababa de florecer les había sido robado una hora después de su
floración.
Todo
esto fue dicho con un acento de verdad que dejó al príncipe impasible, en
apariencia por lo menos,
pero
que no dejó de producir su efecto sobre Van Systens.
-Pero
-intervino el príncipe- no hace mucho tiempo que conocéis a ese
prisionero.
Rosa
abrió sus grandes ojos y miró al desconocido, que se hundió en la sombra, como
si quisiera huir de
esa
mirada
-¿Por
qué lo decís, señor? -preguntó.
-Porque
no hace más que cuatro meses que el carcelero Gryphus y su hija están en
Loevestein.
-Es
verdad, señor.
-Y
a menos que vos no hayáis solicitado el traslado de vuestro padre para seguir a
algún prisionero que
haya
sido transportado de La Haya a Loevestein...
-¡Señor!
-exclamó Rosa, enrojeciendo.
-Acabad
-ordenó Guillermo.
-Lo
confieso, conocí al prisionero en La Haya.
-¡Afortunado
prisionero! -comentó sonriendo Guillermo.
En
ese momento, el oficial que había sido enviado a buscar a Boxtel entró y anunció
al príncipe que
aquél
le seguía con su tulipán.
XXVII
EL
TERCER BULBO
Apenas
se había anunciado el retorno de Boxtel cuando éste entró en persona en el salón
de Van Systens,
seguido
de dos hombres que llevaban en una caja el precioso fardo, que fue depositado
sobre una mesa.
El
príncipe, prevenido, abandonó el despacho, pasó al salón, lo admiró y se calló,
y regresó
silenciosamente
para ocupar su lugar en el rincón oscuro donde él mismo había colocado su
sillón.
Rosa,
palpitante, pálida, llena de terror, esperaba a que se la invitara a ir a ver a
su vez.
Oyó
la voz de Boxtel.
-Es
él -exclamó.
El
príncipe le hizo señas para que fuese a mirar al salón por la puerta
entreabierta.
-Es
mi tulipán -dijo Rosa-, es él, lo reconozco. ¡Oh, mi pobre
Cornelius!
Y
se deshizo en lágrimas.
El
príncipe se levantó, dirigiéndose pausadamente hacia la puerta, donde permaneció
un instante en la
luz.
La
mirada de Rosa se detuvo en él. Más que nunca estaba segura de que aquélla no
era la primera vez
que
veía a ese extraño.
-Señor
Boxtel -ordenó el príncipe-, entrad aquí. Boxtel acudió apresuradamente y se
encontró frente a
frente
con Guillermo de Orange.
-¡Su
Alteza! -exclamó retrocediendo.
-¡Su
Alteza! -repitió Rosa completamente aturdida.
Ante
esta exclamación salida de su derecha, Boxtel se volvió y percibió a
Rosa.
A
su vista, todo el cuerpo del envidioso se estremeció como al contacto de una
pila de Volta.
«¡Ah!
-murmuró el príncipe hablando consigo mismo-. Está
turbado.»
Pero
Boxtel, con un poderoso esfuerzo de su dominio, ya se había
recobrado.
-Señor
Boxtel -dijo Guillermo-, parece que habéis hallado el secreto del tulipán
negro.
-Sí,
monseñor -respondió Boxtel con voz donde se descubría alguna
turbación.
Es
verdad que esa turbación podía provenir de la emoción que el tulipanero había
experimentado al reco-
nocer
a Guillermo.
-Pero
-continuó el príncipe- aquí hay una joven que también pretende haberlo
hallado.
Boxtel
sonrió desdeñosamente y se encogió de hombros.
Guillermo
seguía todos sus movimientos con una notable intensa
curiosidad.
-Así
pues, ¿reconocéis a esta joven? preguntó el príncipe.
-No,
monseñor.
-Y
vos, joven, ¿conocéis al señor Boxtel?
-No,
yo no conozco al señor Boxtel, pero conozco al señor
Jacob.
-¿Qué
queréis decir?
-Quiero
decir que en Loevestein, éste que se hace llamar Isaac Boxtel, se hacía llamar
Jacob.
-¿Qué
decís a eso, señor Boxtel?
-Digo
que esta joven miente, monseñor.
-¿Negáis
haber estado nunca en Loevestein?
Boxtel
vaciló; con la mirada fija a imperiosamente escrutadora, el príncipe le impedía
mentir.
-No
puedo negar haber estado en Loevestein, monseñor, pero niego haber robado el
tulipán.
-¡Vos
me lo habéis robado, y de mi habitación! -exclamó Rosa
indignada.
-Lo
niego.
-Escuchad,
¿negáis haberme seguido al jardín, el día en que yo preparaba la platabanda
donde debía en-
terrarlo?
¿Negáis haberme seguido al jardín donde hice ademán de plantarlo? ¿Negáis
haberos precipitado
aquella
noche, después de mi salida, sobre el lugar donde vos esperábais hallar el
bulbo? ¿Negáis haber
registrado
la tierra con vuestras manos, aunque inútilmente, ¡gracias a Dios!, porque
aquello no era más que
una
trampa para reconocer vuestras intenciones? Decid, ¿negáis todo eso? ¿Os
atrevéis a negarlo?
Boxtel
no juzgó oportuno responder a estas diversas interrogaciones. Pero, dejando la
polémica entablada
con
Rosa y volviéndose hacia el príncipe, dijo:
-Hace
veinte años, monseñor, que cultivo tulipanes en Dordrecht, a incluso he
adquirido en este arte una
cierta
reputación: uno de mis híbridos lleva en el catálogo un nombre ilustre. Lo
dediqué al rey de Portugal.
Ahora,
he aquí la verdad. Esta joven sabía que yo había hallado el tulipán negro, y de
acuerdo con cierto
amante
que tenía en la fortaleza de Loevestein, esta joven concibió el proyecto de
arruinarme apropiándose
del
premio de cien mil florines que ganaré, espero, gracias a vuestra
justicia.
-¡Oh!
-exclamó Rosa arrebatada de cólera.
.¡Silencio!
-ordenó el príncipe.
Luego,
volviéndose hacia Boxtel:
-¿Y
quién es -preguntó- ese prisionero que vos decís ser el amante de esta
joven?
Rosa
pareció ir a desmayarse, porque el prisionero estaba recomendado por el príncipe
como un gran cul-
pable.
Nada
podía ser más agradable a Boxtel que esta pregunta.
-¿Quién
es ese prisionero? -repitió el estatúder.
-Ese
prisionero, monseñor, es un hombre cuyo solo nombre probará a Vuestra Alteza
cuánta fe se puede
tener
en su veracidad. Ese prisionero es un criminal de Estado condenado una vez a
muerte.
-¿Y
que se llama...?
Rosa
ocultó la cabeza entre sus dos manos con un gesto
desesperado.
-Cornelius
van Baerle -anunció Boxtel-, y es el propio ahijado de aquel bandido de
Corneille de Witt.
El
príncipe se sobresaltó. Su mirada calmosa lanzó una llamarada, y el frío de la
muerte se extendió de
nuevo
por su rostro inmóvil.
Se
dirigió a Rosa y le hizo con el dedo una señal para que separara sus manos de la
cara.
Rosa
obedeció, como lo hubiera hecho sin ver, una mujer sometida a un poder
magnético.
-Fue,
pues, para seguir a ese hombre por lo que vinisteis a pedirme a Leiden el
traslado de vuestro padre.
Rosa
bajó la cabeza y se desplomó aplastada murmurando:
-Sí,
monseñor.
-Proseguid
-ordenó el príncipe a Boxtel.
-No
tengo nada más que decir -continuó éste-. Vuestra Alteza lo sabe todo. Sin
embargo, no quería decir
esto,
para no hacer enrojecer a esta muchacha por su ingratitud. Fui a Loevestein
porque mis negocios me
llamaron
allí; entablé conocimiento con el viejo Gryphus y me enamoré de su hija, a la
que pedí en
matrimonio,
y como yo no era rico, imprudentemente, le confié mi esperanza de ganar cien mil
florines. Y
para
justificar esta esperanza, le enseñé el tulipán negro. Entonces, como su amante,
para ocultar los
complots
que tramaba en Dordrecht, afectaba cultivar tulipanes, ambos concibieron mi
pérdida.
»La
víspera de la floración de la planta, el tulipán fue robado de mi casa por esta
joven y llevado a su
habitación,
donde tuve la suerte de recuperarlo en el momento en que ella tenía la audacia
de expedir un
mensajero
para anunciar a los señores miembros de la Sociedad de horticultura que acababa
de hallar el
gran
tulipán negro; pero no se ha desconcertado por esto. Sin duda, durante las pocas
horas que lo ha tenido
en
su habitación, lo habrá mostrado a algunas personas a las que llamará como
testigos. Pero,
afortunadamente,
monseñor, ya estáis vos prevenido contra esta intrigante y sus
testigos.
-¡Oh!
¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡El infame! -gimió Rosa llena de lágrimas, arrojándose a
los pies del esta-
túder,
el cual, aún creyéndola culpable, sentía piedad por su terrible
angustia.
-Habéis
obrado mal, muchacha -dijo-, y vuestro amante será castigado por haberos
aconsejado. Porque
vos
sois tan joven y tenéis un aspecto tan honesto, quiero creer que el mal proviene
de él y no de vos.
-¡Monseñor!
¡Monseñor! -exclamó Rosa-. Cornelius no es culpable.
Guillermo
hizo un gesto.
-No
es culpable por haberos aconsejado. Esto es lo que queréis decir,
¿verdad?
-Quiero
decir, monseñor; que Cornelius es tan culpable del segundo crimen que se le
imputa como lo es
del
primero.
-Del
primero, ¿y sabéis cuál ha sido ese primer crimen? ¿Sabéis de qué ha sido
acusado y convicto? De
haber
ocultado, como cómplice de Corneille de Witt, la correspondencia del gran
pensionario con el
marqués
de Louvois.
-¡Pues
bien, monseñor! Él ignoraba que fuera depositario de esa correspondencia; lo
ignoraba
completamente.
¡Oh! ¡Dios mío! Me lo hubiera dicho. ¿Es que ese corazón de diamante habría
podido
ocultarme
un secreto? No, no, monseñor, os lo repito, aunque deba incurrir en vuestra
cólera, Cornelius no
es
más culpable del primer crimen que del segundo, y del segundo que del primero.
¡Oh! ¡Si vos
conociérais
a mi Cornelius, monseñor!
-¡Un
De Witt! -exclamó Boxtel-. ¡Ah! Monseñor no lo conoce bien, ya que una vez le
hizo la gracia de la
vida.
-Silencio
-ordenó el príncipe-. Todas esas cosas del Estado, ya lo he dicho, no son de la
competencia de
-la
Sociedad Hortícola de Haarlem.
Luego,
frunciendo el entrecejo, añadió:
-En
cuanto al tulipán, estad tranquilo, señor Boxtel. Se hará
justicia.
Boxtel
saludó, con el corazón lleno de alegría, y recibió las felicitaciones del
presidente.
-Y
vos, muchacha -continuó Guillermo de Orange-, habéis estado a punto de cometer
un crimen. No os
castigaré,
pero el verdadero culpable pagará por los dos. Un hombre de su posición puede
conspirar, trai-
cionar
incluso... pero no debe robar.
-¡Robar!
-exclamó Rosa-. ¡Robar! ¡Él, Cornelius, oh! Monseñor, tened cuidado; si oyera
vuestras pa-
labras
moriría, porque vuestras palabras lo matarían con mayor seguridad de como lo
habría hecho la
espada
del verdugo en la Buytenhoff. Si ha habido un robo, monseñor, os lo juro, es
este hombre quien lo
ha
cometido.
-Probadlo
-dijo fríamente Boxtel.
-¡Pues
bien, sí! Con la ayuda de Dios lo probaré -replicó la frisona con
energía.
Luego,
volviéndose hacia Boxtel:
-¿El
tulipán es vuestro?
-Sí.
-¿Cuántos
bulbos tenía?
Boxtel
vaciló un instante, pero comprendió que la joven no haría esta pregunta si
únicamente existieran
los
dos bulbos conocidos.
-Tres
-contestó.
-¿Qué
ha sido de esos bulbos? -preguntó Rosa.
-¿Que
qué ha sido de ellos...? Uno abortó, el otro dio el tulipán
negro...
-¿Y
el tercero?
-¿El
tercero?
-El
tercero, ¿dónde está?
-El
tercero está en mi casa -dijo Boxtel completamente
turbado.
-¿En
vuestra casa? ¿Dónde, en Loevestein o en Dordrecht?
-En
Dordrecht -contestó Boxtel.
-¡Mentís!
-exclamó Rosa-. Monseñor -añadió volviéndose hacia el príncipe-, os voy a contar
la verdadera
historia
de esos tres bulbos. El primero fue aplastado por mi padre en la habitación del
prisionero, y este
hombre
lo sabe bien, porque esperaba apoderarse de él, y cuando vio fallida esta
esperanza, estuvo a punto
de
pelearse con mi padre por haberlo impedido. El segundo, criado por mí, dio el
tulipán negro, y el ter-
cero,
el último -la joven lo sacó de su pecho-, el tercero está aquí, en el mismo
papel que lo envolvía con
los
otros dos cuando, en el momento de subir al patíbulo, Cornelius van Baerle me
entregó los tres. Tomad,
monseñor,
tomad. Aquí tenéis el tercer bulbo.
Y
Rosa, desplegando el papel que lo envolvía, se lo entregó al príncipe, que lo
cogió en sus manos y lo
examinó.
-Pero,
monseñor, esta joven puede haberlo robado como hizo con el tulipán -balbuceó
Boxtel asustado
por
la atención con la que el príncipe examinaba el bulbo y sobre todo por aquella
con la que Rosa leía unas
líneas
trazadas sobre el papel que se había quedado entre sus
manos.
De
repente, los ojos de la joven se inflamaron, releyó jadeante este papel
misterioso, y lanzando un grito
se
lo tendió al príncipe:
-¡Oh!
Leed, monseñor -exclamó-. En nombre del Cielo, ¡leed!
Guillermo
pasó el tercer bulbo al presidente, cogió el papel y leyó.
Apenas
Guillermo hubo pasado los ojos sobre aquella hoja, se tambaleó, su mano tembló
como si
estuviera
dispuesta a dejar escapar el papel, y sus ojos tomaron una tremenda expresión de
dolor y de
piedad.
Aquella
hoja, que acababa de entregarle Rosa, era la página de la Biblia que Corneille
de Witt había
enviado
a Dordrecht, por Craeke, el mensajero de su hermano Jean, para rogar a Cornelius
quemara la
correspondencia
del gran pensionario con Louvois.
Esta
petición, como se recuerda, estaba concebida en estos
términos:
20
de agosto de 1672
Querido
ahijado:
Quema
el depósito que lo he confiado, quémalo sin mirarlo, sin abrirlo, a fin de que
continúe
desconocido para ti. Los secretos del género que éste contiene matan a los
depositarios.
Quémalo, y habrás salvado a Jean y a Corneille.
Adiós,
y quiéreme.
CORNEILLE
DE WITT.
Esta
hoja era a la vez la prueba de la inocencia de Van Baerle y su título de
propiedad de los bulbos del
tulipán.
Rosa
y el estatúder intercambiaron una sola mirada. La de Rosa quería decir: «¡Ya
veis!»
La
del estatúder significaba: «¡Silencio y espera!»
El
príncipe enjugó una gota de sudor frío que acababa de rodar de su frente a su
mejilla. Dobló
lentamente
el papel, dejando que su mirada se hundiera con su pensamiento en ese abismo sin
fondo y sin
recurso
que se llama arrepentimiento y vergüenza del pasado.
Enseguida,
levantando de nuevo la cabeza con esfuerzo:
-Id,
señor Boxtel -dijo-. Se hará justicia, ya os lo he
prometido.
Luego,
al presidente:
-Vos,
mi querido señor Van Systens -añadió-, guardad aquí a esa joven y al tulipán.
Adiós.
Todo
el mundo se inclinó, y el príncipe salió, agobiado bajo el ruido inmenso de las
aclamaciones popu-
lares.
Boxtel
regresó al Cisne Blanco, bastante atormentado. Aquel papel, que Guillermo había
recibido de ma-
nos
de Rosa, que había leído, doblado y metido en su bolsillo con tanto cuidado, le
inquietaba.
Rosa
se aproximó al tulipán, besando religiosamente la hoja, y se confió por entero a
Dios murmurando:
-¡Dios
mío! ¿Sabíais Vos con qué fin mi buen Cornelius me enseñaba a
leer?
Sí,
Dios lo sabía, ya que es Él quien castiga y quien recompensa a los hombres según
sus méritos.
XXVIII
LA
CANCIÓN DE LAS FLORES
Mientras
ocurrían los acontecimientos que acabamos de referir, el desgraciado Van Baerle,
olvidado en
la
celda de la fortaleza de Loevestein, sufría por parte de Gryphus todo cuanto un
prisionero puede sufrir
cuando
su carcelero ha tomado el decidido partido de transformarse en
verdugo.
Gryphus,
al no recibir noticias de Rosa, ni de Jacob, se persuadió de que todo lo que le
sucedía era obra
del
demonio, y de que el doctor Cornelius van Baerle era el enviado de ese demonio
sobre la tierra.
Resultó
de ello que una hermosa mañana -era el tercer día después de la desaparición de
Jacob y de Rosa-
subió
a la celda de Cornelius más furioso aún que de costumbre.
Éste,
acodado en la ventana, la cabeza recogida entre sus manos, la mirada perdida en
el horizonte
brumoso
donde los molinos de Dordrecht batían sus aspas, aspiraba el aire para rechazar
sus lágrimas a
impedir
que su filosofía se evaporara.
Los
palomos seguían allí, pero la esperanza ya no estaba porque le faltaba el
porvenir.
¡Ay!
Rosa, vigilada, ya no podría venir. ¿Podría ni tan siquiera escribir, y si
escribía, podría hacerle
llegar
sus cartas?
No.
Había visto la víspera y la antevíspera demasiado furor y malignidad en los ojos
del viejo Gryphus
para
que su vigilancia se descuidara un momento, y luego, además de la reclusión,
además de la ausencia,
¿no
iría a sufrir ella tormentos peores todavía? Ese bruto, ese mal bicho, ese
borracho, ¿no se vengaría a la
manera
de los padres de las tragedias griegas? Cuando la ginebra se le subiera a la
cabeza, ¿no daría a su
brazo,
tan bien arreglado por Cornelius, el vigor de dos brazos y un
garrote?
Esta
idea, la de que Rosa fuera tal vez maltratada, exasperaba a
Cornelius.
Sentía
entonces su inutilidad, su impotencia, su nulidad. Se preguntaba si Dios era
realmente justo al en-
viar
tantos males a dos criaturas inocentes. Y ciertamente, en esos momentos, dudaba.
La desgracia no
produce
credulidad.
Van
Baerle se había forjado el proyecto de escribir a Rosa. Pero ¿dónde estaba
Rosa?
Había
concebido la idea de escribir a La Haya para prevenir las nuevas tormentas que
sin duda Gryphus
quería
amontonar sobre su cabeza con una denuncia.
Mas
¿con qué escribir? Gryphus le había quitado el lápiz y el papel. Por otra parte,
aunque los tuviera, no
sería
evidentemente Gryphus quien se encargaría de su carta.
Entonces
Cornelius pasaba y repasaba en su mente todas esas pobres tretas empleadas por
los
prisioneros.
Había
realmente pensado en una evasión, cosa en la cual no soñaba cuando podía ver a
Rosa todos los
días.
Pero cuanto más pensaba en ello ahora, más imposible le parecía una evasión.
Pertenecía a esas
naturalezas
escogidas que sienten horror por to común y a las que les faltan a menudo todas
las buenas
ocasiones
de la vida, por culpa de no haber escogido el camino de to vulgar, ese gran
camino de las gentes
mediocres,
que les conduce a todo. «¿Cómo sería posible -se decía Cornelius-, que pudiera
escapar de
Loevestein,
de donde ya huyó el señor De Grotius? Después de la evasión de éste, ¿no se
habrá previsto
todo?
¿No estarán guardadas las ventanas? ¿No son las puertas dobles o triples? ¿No
están los puestos diez
veces
más vigilados?
»Y
además de las ventanas guardadas, las puertas dobles, los puestos más vigilados
que nunca, ¿no tengo
un
argos infalible? ¿Un argos tanto más peligroso por cuanto posee ojos de odio,
Gryphus?
»Finalmente,
¿no existe otra circunstancia que me paraliza? La ausencia de Rosa. Aunque
empleara diez
años
de mi vida en fabricar una lima para serrar mis barrotes, en trenzar cuerdas
para descender desde la
ventana,
o en pegarme unas alas en los hombros para volar como Dédalo... ¡estoy en un
período de mala
suerte!
La lima se embotará, la cuerda se romperá, mis alas se fundirán al sol. Me
mataría. Me recogerán
cojo,
manco, lisiado. Me clasificarán en el museo de La Haya, entre el jubón manchado
de sangre de
Guillermo
el Taciturno, y la sirena capturada en Stavensen, y mi empresa no obtendrá otro
resultado que el
de
procurarme el honor de formar parte de las curiosidades de
Holanda.
»Pero
no, y esto será mejor, un buen día Gryphus me hará alguna atrocidad. Pierdo la
paciencia desde
que
perdí la alegría y la compañía de Rosa y, sobre todo, desde que perdí mis
tulipanes. No cabe duda que
un
día u otro Gryphus me atacará de forma sensible a mi amor propio, a mi pasión o
a mi seguridad
personal.
Siento, desde mi reclusión, un vigor extraño, arisco, insoportable. Tengo
pruritos de lucha,
apetitos
de batalla, sed incomprensible de porrazos. ¡Saltaría a la garganta del viejo
bandido, y lo
estrangularía!
Cornelius,
a este último pensamiento, contrajo la boca, la mirada
fija.
Revolvía
ávidamente en su mente un pensamiento que le sonreía.
«Y
además -continuó-, una vez Gryphus estrangulado, ¿por qué no cogerle las llaves?
¿Por qué no
descender
la escalera como si acabara de cometer la acción más virtuosa? ¿Por qué no
explicarle a Rosa lo
hecho
al saltar con ella desde su ventana al Waal?
»En
verdad, sé nadar bastante bien por los dos.
»
¡Rosa! Pero, Dios mío, Gryphus es su padre; ella no aprobará nunca, por mucho
afecto que sienta hacia
mí,
el haber estrangulado a su padre, por brutal que sea, por malvado que haya sido.
Se producirá entonces
una
discusión, una exposición de hechos durante la cual llegará algún subjefe o
algún portallaves que haya
encontrado
a Gryphus jadeando todavía o completamente estrangulado, que me pondrá la mano
sobre el
hombro.
Volveré a ver entonces la Buytenhoff y el brillo de aquella villana espada, que
esta vez no se
detendrá
en su camino y establecerá contacto con mi nuca. Nada de eso, Cornelius, amigo
mío; ¡es un mal
procedimiento!
»Pero
entonces ¿qué hacer y cómo encontrar a Rosa?
Tales
eran las reflexiones de Cornelius tres días después de la funesta escena de la
separación entre Rosa
y
su padre, precisamente en el momento en que hemos mostrado al lector a Cornelius
acodado a su ventana.
Fue
en ese mismo instante cuando entró Gryphus.
Sostenía
en la mano un enorme garrote, sus ojos brillando con malvados pensamientos, una
espantosa
sonrisa
crispando sus labios, un sospechoso temblor agitando su cuerpo, en su taciturna
persona todo respi-
raba
mala disposición.
Cornelius,
abrumado como acabamos de ver por la necesidad de paciencia, necesidad que el
razonamiento
había conducido hasta la convicción, le oyó entrar, adivinó que era él, pero no
se volvió.
Sabía
que, esta vez, Rosa no vendría detrás de él. Nada es más desagradable a las
gentes que están
encolerizadas
que la indiferencia de aquéllos contra quienes se siente esa
cólera.
Hecho
el gasto, no se puede desperdiciar.
Se
ha subido a la cabeza, se ha puesto la sangre en ebullición. No vale la pena si
esta ebullición no da la
satisfacción
de un estallido.
Todo
honrado bribón que ha afilado su mal genio desea por lo menos producir una buena
herida a
alguien.
Así
pues, viendo Gryphus que Cornelius no se movía, empezó por interpelarlo con un
vigoroso:
-¡Hum!
¡Hum!
Cornelius
engarzó entre sus dientes la canción de las flores, triste pero encantadora
canción:
Somos
las hijas del fuego secreto,
del
fuego que circula en las venas de la tierra;
somos
las hijas de la aurora y del rocío,
somos
las hijas del aire,
somos
las hijas del agua;
pero
somos, antes que nada, las hijas del Cielo.
Esta
canción, cuyo aire tranquilo y dulce aumentaba la plácida melancolía, exasperó a
Gryphus.
Golpeó
el pavimento con su garrote gritando:
-¡Eh!
Señor cantor, ¿no me oís?
Cornelius
se volvió.
-Buenos
días -saludó.
Y
reemprendió su canción.
Los
hombres nos mancillan y nos matan al amarnos.
Este
hilo es nuestra raíz, es decir, nuestra vida.
Pero
nos levantamos lo más alto que podemos
con
nuestros brazos tendidos al cielo.
-¡Ah!
Brujo maldito, ¡creo que te burlas de mí! -gritó Gryphus. Cornelius
continuó:.
Es
que el Cielo es nuestra patria,
nuestra
verdadera patria, ya que de él viene nuestra alma,
ya
que a él retorna nuestra alma,
nuestra
alma, es decir, nuestro perfume.
Gryphus
se acercó al prisionero.
-Pero
¿no ves entonces que he encontrado el mejor medio para reducirte y para forzarte
a confesar tus
crímenes?
-¿Es
que estáis loco, mi querido señor Gryphus? -preguntó Cornelius
volviéndose.
Y,
como al decir esto, viera el rostro alterado, los ojos brillantes, la boca
espumante del viejo carcelero,
exclamó:
-¡Diablos!
Estamos más que locos, según parece; ¡estamos furiosos!
Gryphus
hizo un molinete con su garrote.
-¡Ah,
señor Gryphus! -dijo Van Baerle sin alterarse, cruzándose de brazos-. Parece que
me amenazáis.
-¡Oh,
sí! ¡Te amenazo! -gritó el carcelero.
-¿Y
con qué?
-En
primer lugar, mira lo que tengo en la mano.
-Creo
que es un garrote -observó Cornelius con calma-, a incluso un grueso garrote;
pero no me imagino
que
sea con esto con lo que me amenazáis.
-¡Ah!
¡No lo imaginas! Y ¿por qué?
-Porque
todo carcelero que golpea a un prisionero se expone a dos castigos; el primero,
artículo IX del
reglamento
de Loevestein: «Será expulsado todo carcelero, inspector o portallaves que ponga
la mano sobre
un
prisionero de Estado.»
-La
mano -exclamó Gryphus ebrio de cólera-, pero el garrote; ¡ah!, el reglamento no
habla del garrote.
-El
segundo --continuó Cornelius-, el segundo que no está inscrito en el reglamento
pero que se halla en
el
Evangelio, el segundo, es éste: «Quien golpea con la espada, morirá por la
espada. Quien toca con el ga-
rrote,
será apaleado con el garrote.»
Gryphus,
cada vez más exasperado por el tono tranquilo y sentencioso de Cornelius,
blandió la estaca;
pero
en el momento en que la levantaba, Cornelius se lanzó sobre él, se la arrancó de
las manos y se la puso
bajo
su propio brazo.
Gryphus
aullaba de cólera.
-Vamos,
vamos, buen hombre -dijo Cornelius-, os exponéis a perder vuestra
plaza.
-¡Ah,
brujo! Te trataré de otra forma -rugió Gryphus.
-En
buena hora.
-¿Ves
que mi mano está vacía?
-Sí,
lo veo, a incluso con satisfacción.
-Tú
sabes que no lo está habitualmente cuando subo la escalera por las
mañanas.
-¡Ah!
Es verdad. Me traéis por costumbre la más mala sopa o la más lastimosa comida
que imaginarse
pueda.
Pero esto no es un castigo para mí; yo no me alimento más que de pan, y el pan,
cuanto peor es a lo
gusto,
Gryphus, mejor lo es al mío.
-¿Mejor
lo es al tuyo?
-Sí.
-¿Y
la razón?
-¡Oh!
Es muy sencilla.
-Dila,
pues.
-De
buena gana. Yo sé que al darme pan malo, tú crees hacerme
sufrir.
-El
hecho es que no te lo doy para que te sea agradable,
¡ladrón!
-¡Pues
bien! Yo que soy brujo, como tú sabes, cambio tu pan malo en uno excelente, que
me deleita más
que
los pasteles, y entonces disfruto de un doble placer, el de comer a mi gusto
primero, y luego el de
hacerte
enrabiar infinitamente.
Gryphus
aulló de cólera.
-¡Ah!
Confiesas, pues, que eres brujo -exclamó.
-Vaya
si lo soy. No lo digo delante del mundo, porque ello podría conducirme a la
hoguera como
Godofredo
o Urbano Grandier; pero cuando sólo estamos vos y yo, no veo ningún
inconveniente en con-
fesarlo.
-Bueno,
bueno, bueno -respondió Gryphus-, pero si un brujo obtiene pan blanco del pan
negro, ¿no
muere
el brujo de hambre si no tiene pan en absoluto?
-¡Eh!
-exclamó Cornelius.
-Entonces,
no te traeré pan y veremos al cabo de ocho días.
Cornelius
palideció.
-Y
esto -continuó Gryphus- a partir de hoy mismo. Ya que eres tan buen brujo,
veamos, cambia en pan
los
muebles de tu habitación; en cuanto a mí, me ganaré todos los días los dieciocho
sous que me dan para
tu
alimentación.
-¡Pero
eso es un asesinato! -exclamó Cornelius, arrebatado por un primer movimiento de
terror bien
comprensible,
y que le era inspirado por ese horrible género de muerte.
-¡Bueno!
-continuó Gryphus mofándose-. Bueno, ya que eres brujo, vivirás a pesar de
todo.
Cornelius
recobró su aspecto alegre y se encogió de hombros.
-¿Es
que no me has visto hacer venir aquí los palomos de
Dordrecht?
-¿Y
bien? -replicó Gryphus.
-¡Pues
bien! El palomo proporciona un hermoso asado; un hombre que coma un palomo todos
los días no
morirá
de hambre, me parece.
-¿Y
el fuego? -preguntó Gryphus.
-¡El
fuego! Pero tú sabes bien que he hecho un pacto con el diablo. ¿Piensas que el
diablo dejará que me
falte
el fuego cuando el fuego es su elemento?
-Un
hombre, por fuerte que sea, no podría comer un palomo todos los días. Han habido
apuestas sobre
ello,
y los apostadores han renunciado.
-¡Bueno!
-dijo Cornelius-. Cuando me canse de los palomos, haré subir los peces del Waal
y del Mosa.
Gryphus
abrió unos grandes ojos asustados.
-Me
gusta bastante el pescado -continuó Cornelius-. Tú nunca me lo sirves. ¡Pues
bien! Me aprovecharé
de
que quieres hacerme morir de hambre para regalarme con
pescado.
Gryphus
estaba a punto de desmayarse de cólera e incluso de miedo.
-Entonces
-dijo, rehaciéndose y metiendo la mano en su bolsillo-, ya que me fuerzas a
ello...
-¡Ah!
¡Un cuchillo! --exclamó Cornelius poniéndose en guardia.
XXIX
EN
DONDE VAN BAERLE, ANTES DE
ABANDONAR
LOEVESTEIN, ARREGLA
SUS
CUENTAS CON GRYPHUS
Ambos
permanecieron quietos un instante, Gryphus a la ofensiva, Van Baerle a la
defensiva.
Luego,
como la situación podía prolongarse indefinidamente, Cornelius se interesó por
las causas de este
recrudecimiento
en la cólera de su antagonista:
-¡Y
bien! -preguntó-. ¿Qué más quieres todavía?
-Voy
a decirte lo que quiero -respondió Gryphus-. Quiero que me devuelvas a mi hija
Rosa.
-¡Tu
hija! -exclamó Cornelius.
-¡Sí,
Rosa! Rosa a la que me has quitado con tu arte demoníaco. Vamos, ¿quieres
decirme dónde está?
Y
la actitud de Gryphus se hizo cada vez más amenazante.
-¿Rosa
no está en Loevestein? -se extrañó Cornelius.
-Tú
lo sabes bien. Una vez más, ¿quieres devolverme a Rosa?
-Bueno
-dijo Cornelius-, ésta es una trampa que me tiendes.
-Por
última vez, ¿quieres decirme dónde está mi hija?
-¡Ah!
Adivínalo, bribón, si es que no to sabes.
-Espera,
espera -gruñó Gryphus, pálido y con los labios agitados por la locura que
comenzaba a invadir
su
cerebro-. ¡Ah! ¿No quieres decir nada? ¡Pues bien! Voy a despegarte los dientes
con este cuchillo.
Dio
un paso hacia Cornelius, y mostrándole el arma que brillaba en su rriano,
dijo:
-¿Ves
este cuchillo? Con él he matado más de cincuenta gallos negros. Mataré también a
su amo, el dia-
blo,
como los he matado a ellos, ¡espera, espera!
-Pero,
miserable -exclamó Cornelius-, ¡estás, pues, decidido a
asesinarme!
-Quiero
abrirte el corazón, para ver dentro el lugar donde ocultas a mi
hija.
Y
diciendo estas palabras, con la ofuscación de la fiebre, Gryphus se precipitó
sobre Cornelius, que ape-
nas
tuvo tiempo para saltar detrás de la mesa a fin de evitar el primer
golpe.
Gryphus
blandía su gran cuchillo profiriendo horribles amenazas.
Cornelius
previó que si se hallaba fuera del alcance de la mano, no lo estaba fuera del
alcance del arma,
que
lanzada a distancia podía atravesar el espacio, y venir a hundirse en su pecho;
no perdió, pues, el
tiempo,
y con el garrote que había conservado cuidadosamente, asestó un vigoroso golpe
sobre la muñeca
que
sostenía el cuchillo.
El
cuchillo cayó a tierra, y Cornelius apoyó su pie encima.
Luego,
como Gryphus parecía dispuesto a entablar una lucha a la que el dolor del
garrotazo y la vergüen-
za
de haber sido desarmado dos veces habrían convertido en implacable, Cornelius
tomó una gran decisión.
Arrolló
a golpes a su carcelero con una sangre fría de las más heroicas, escogiendo el
lugar donde caía
cada
vez la terrible estaca.
Gryphus
no tardó en pedir gracia.
Pero
antes de pedir gracia, había gritado, y mucho; sus gritos habían sido oídos y
habían puesto en
conmoción
a todos los empleados de la casa. Dos portallaves, un inspector y tres o cuatro
guardias,
aparecieron
de repente y sorprendieron a Cornelius operando eon el garrote en la mano, el
cuchillo bajo el
pie.
Ante
el aspecto de todos estos testimonios de la fechoría que acababa de cometer, y
cuyas circunstancias
atenuantes,
como se dice hoy en día, eran desconocidas, Cornelius se sintió perdido sin
remedio.
En
efecto, todas las apariencias se hallaban en su contra.
En
un santiamén, Cornelius fue desarmado, y Gryphus, rodeado, levantado, sostenido,
pudo contar,
rugiendo
de cólera, las magulladuras que hinchaban sus hombros y su espinazo, como otras
tantas colinas
salpicando
la cima de una montaña.
Se
levantó el atestado, inmediatamente, con las violencias ejercidas por el
prisionero sobre su guardián, y
el
atestado inspirado por Gryphus no podia ser tildado de tibio: se trataba nada
menos que de una tentativa
de
asesinato, proyectado desde hacía tiempo y realizado contra el carcelero, con
premeditación por
consiguiente,
y en abierta rebelión.
Mientras
se escribía contra Cornelius, los informes dados por Gryphus hacían su presencia
inútil, y los
portallaves
lo habían descendido a su habitación molido a golpes y
gimiendo.
Durante
ese tiempo, los guardias que se habían apoderado de Cornelius se ocupaban en
instruirlo caritati-
vamente
sobre los usos y costumbres de Loevestein, que él ya conocía, por lo demás, tan
bien como ellos,
por
la lectura que le habían hecho del reglamento en el momento de su entrada en
prisión, y algunos
artículos
de ese reglamento le habían entrado perfectamente en la
memoria.
Le
relataron además cómo se había aplicado este reglamento con respecto a un
prisionero llamado Ma-
thias,
el cual, en 1668, es decir, cinco años antes, había cometido un acto de
rebeldía, por otra parte mucho
más
anodino que el que acababa de permitirse Cornelius.
Había
hallado que su sopa estaba demasiado caliente y se la había arrojado a la cabeza
del jefe de los
guardianes,
el cual, a continuación de esta ablución, había tenido la desgracia de
levantarse un trozo de piel
del
rostro al enjugarse.
Mathias,
en doce horas, había sido sacado de su celda; luego, conducido a la oficina de
la prisión donde
había
sido inscrito como salido de Loevestein.
Después,
conducido a la explanada, desde donde la vista es muy hermosa y alcanza once
leguas de exten-
sión.
Allí
le habían atado las manos; luego, vendado los ojos, recitando tres
oraciones.
Después
le habían invitado a hacer una genuflexión, y las guardias de Loevestein, en
número de doce, a
una
señal del sargento, le habían alojado hábilmente cada uno una bala de mosquete
en el cuerpo.
Aquel
tal Mathias había muerto al instante.
Cornelius
escuchó con la mayor atención este desagradable relato.
Luego,
habiéndolo escuchado, exclamó:
-¡Ah!
¡Ah! ¿En doce horas, decís?
-Sí,
la duodécima incluso ni siquiera había sonado aún, a lo que creo -dijo el
narrador muy satisfecho.
-Gracias
-repuso Cornelius.
El
guardia no había borrado la graciosa sonrisa que le servía de puntuación a su
relato cuando un paso so-
noro
se oyó en la escalera.
Unas
espuelas tintineaban en los bordes gastados de los
escalones.
Los
guardias se apartaron para dejar paso a un oficial.
Éste
entró en la celda de Cornelius en el momento en que el escribano de Loevestein
todavía instruía el
atestado.
-¿Es
aquí el número 11 ? -preguntó.
-Sí,
coronel -respondió un suboficial.
-Entonces
¿es ésta la celda del prisionero Cornelius van Baerle?
-Precisamente,
coronel.
-¿Dónde
está el prisionero?
-Aquí
estoy, señor -respondió Cornelius palideciendo un poco, a pesar de todo su
valor.
-¿Sois
vos el señor Cornelius van Baerle? -preguntó el recién llegado, dirigiéndose
esta vez al mismo
prisionero.
-Sí,
señor.
-Entonces,
seguidme.
-¡Oh!
¡Oh! -exclamó Cornelius, cuyo corazón se estremecía, preso de las primeras
angustias de la muer-
te-.
Qué deprisa va el trabajo en la fortaleza de Loevestein, ¡y el bellaco me había
hablado de doce horas!
-¡Eh!
¿Qué es lo que os he dicho? -observó el guardia historiador al oído del
paciente.
-Una
mentira.
-¿Cómo?
Vos
me habíais prometido doce horas.
-¡Ah,
sí! Pero os han enviado un ayuda de campo de Su Alteza, incluso uno de sus más
íntimos, ¡el señor
Van
Deken! ¡Cáspita! No le hicieron tal honor al pobre
Mathias.
«Vamos,
vamos -se dijo Cornelius, hinchando su pecho con la mayor cantidad de aire
posible-, vamos,
mostremos
a esa gente que un burgués, ahijado de Corneille de Witt, puede, sin poner mal
gesto, contener
balas
de mosquete como el llamado Mathias.»
Y
pasó orgullosamente por delante del escribano que, interrumpido en sus
funciones, se apresuró a decir
al
oficial:
-Pero,
coronel Van Deken, el atestado no se ha terminado todavía.
-No
vale la pena terminarlo -respondió el oficial.
-¡Bueno!
-replicó el escribano encerrando filosóficamente sus papeles y su pluma en una
cartera gastada
y
grasienta.
«Estaba
escrito -pensó el pobre Cornelius-, que no daría mi nombre en este mundo ni a un
niño, ni a una
flor,
ni a un libro, esas tres obligaciones de las que Dios impone una por lo menos,
según se asegura, a todo
hombre
un poco organizado al que digna dejar gozar sobre la tierra de la propiedad de
un alma y del
usufructo
de un cuerpo.»
Y
siguió al oficial con el ánimo resuelto y la cabeza alta.
Cornelius
contó los peldaños que conducían a la explanada, lamentando no haber preguntado
al guardián
cuántos
había; lo cual, en su oficiosa complacencia, éste no hubiera dejado de
decírselo.
Lo
que más lamentaba el reo en este trayecto, que consideraba como el que debía
conducirle definitiva-
mente
al comienzo del gran viaje, era el ver a Gryphus y no poder ver a Rosa. ¡Qué
satisfacción, en efecto,
debía
de brillar en el rostro del padre! ¡Qué dolor en el rostro de la
hija!
Cómo
iba a aplaudir Gryphus este suplicio, venganza feroz de un acto eminentemente
justo, al que
Cornelius
consideraba haber realizado como un deber.
Pero
a Rosa, la pobre muchacha, no la vería, ¡iba a morir sin haberle dado el último
beso o por lo menos
el
último adiós!
¡Iba
a morir finalmente, sin tener ninguna noticia del gran tulipán negro, y
despertaría allá arriba, sin sa-
ber
hacia qué lado debía volver los ojos para encontrarlo!
En
verdad, para no deshacerse en lágrimas en semejante momento, el pobre tulipanero
tenía más oes
triplex
alrededor del corazón de las que Horacio atribuye al navegante que visita por
primera vez los
infames
escollos coralíferos.
Cornelius
tuvo ocasión de mirar a la derecha; Cornelius tuvo ocasión de mirar a la
izquierda, pero llegó a
la
explanada sin haber percibido a Rosa; sin haber percibido a
Gryphus.
Había
en ello casi una compensación.
Cornelius
llegó a la explanada, buscó valientemente con los ojos a sus ejecutores, los
guardias, y vio, en
efecto,
a una docena de soldados reunidos y charlando.
Pero
reunidos y charlando sin mosquetes, reunidos y charlando sin estar
alineados.
Cuchicheando
incluso entre ellos más bien que charlando, conducta que le pareció a Cornelius
indigna de
la
gravedad que preside de ordinario semejantes sucesos.
De
repente, Gryphus, cojeando, tambaleándose, apoyándose en una muleta, apareció
fuera de su habita-
ción.
Había iluminado para una última mirada todo el fuego de sus viejos ojos grises
de gato. Entonces se
puso
a vomitar contra Cornelius tal torrente de abominables imprecaciones que
Cornelius, dirigiéndose al
oficial,
le dijo:
-Señor,
no creo que esté bien dejarme insultar así por este hombre, y sobre todo en
semejante momento.
-Escuchad,
pues -replicó el oficial riendo-, es muy natural que ese valiente os guarde
rencor. ¿Parece que
lo
habéis molido a golpes?
-Pero,
señor, lo hice defendiendo mi cuerpo.
-¡Bah!
-exclamó el coronel imprimiendo a sus hombros un gesto eminentemente
filosófico-. Bah; dejadle
decir.
¿Qué os importa al presente?
Un
sudor frío cruzó por la frente de Cornelius ante esa respuesta, que consideraba
como una ironía un
poco
brutal, por parte, sobre todo, de un oficial que se le había dicho estaba
agregado a la persona del
príncipe.
El
desgraciado comprendió que la cosa no tenía remedio, que no tenía ya amigos, y
se resignó.
-Sea
-murmuró bajando la cabeza-, cosas peores se le hicieron a Cristo, y por
inocente que yo sea, no
puedo
compararme a Él. Cristo se habría dejado golpear por su carcelero y no le
hubiera pegado.
Luego,
volviéndose hacia el oficial, que parecía esperar complaciente a que acabara sus
reflexiones, pre-
guntó:
-Veamos,
señor, ¿adónde me lleváis?
El
oficial le señaló una carroza enganchada a cuatro caballos, que le recordó mucho
a la carroza que en
parecidas
circunstancias había ya herido sus miradas en la
Buytenhoff.
-Subid
-ordenó.
-¡Ah!
-murmuró Cornelius-. ¡Parece que no se me harán a mí los honores de la
explanada!
Pronunció
estas palabras en voz bastante alta para que el historiador que parecía agregado
a su persona
las
oyera.
Éste
creyó, sin duda, que era deber suyo darle nuevos informes a Cornelius, porque se
acercó a la porte-
zuela,
y mientras el oficial, de pie sobre el estribo daba unas órdenes, le dijo por lo
bajo:
-Hemos
visto a condenados conducidos a su propia ciudad, y para que el ejemplo fuera
más eficaz, sufrir
allí
el suplicior delante de la puerta de su propia casa. Esto
depende.
Cornelius
hizo un gesto de agradecimiento.
«¡Pues
bien! -se dijo-. Aquí hay, en buena hora, un muchacho al que no le falta nunca
el placer de una
consolación
cuando se presenta la ocasión. Por mi fe, amigo mío, os estoy muy obligado.
¡Adiós!»
El
coche empezó a rodar.
-¡Ah!
¡Criminal! ¡Ah! ¡Bandido! -aulló Gryphus mostrando el puño a su víctima que se
le escapaba-. Y
decir
que se va sin devolverme a mi hija.
«Si
me conducen a Dordrecht -murmuró Cornelius para sí-, veré al pasar por delante
de mi casa si mis
pobres
platabandas han sido destrozadas.»
XXX
EN
EL QUE SE COMIENZA A IMAGINAR
CUÁL
ERA EL SUPLICIO RESERVADO
A
CORNELIUS VAN BAERLE
El
coche rodó todo el día. Dejó Dordrecht a la izquierda, atravesó Rotterdam,
alcanzó Delft. A las cinco
de
la tarde había recorrido, por lo menos, veinte leguas.
Cornelius
dirigió algunas preguntas al oficial que le servía a la vez de guardia y de
compañero, pero, por
circunspectas
que fueran sus demandas, tuvo el disgusto de verlas sin
respuesta.
Cornelius
lamentó no tener a su lado a aquel guardia tan complaciente que hablaba sin
hacérselo de
rogar.
Sin
duda, le hubiera proporcionado sobre los motivos de ésta, su extraña tercera
aventura, detalles tan
graciosos
y explicaciones tan precisas como sobre las dos primeras.
Pasaron
la noche en el coche. Al día siguiente, al alba, Cornelius se halló más allá de
Leiden, teniendo al
mar
del Norte a su izquierda y al mar de Haarlem a su derecha.
Tres
horas después entraban en Haarlem.
Cornelius
no sabía en absoluto lo que había ocurrido en Haarlem, y nosotros le dejaremos
en esta
ignorancia
hasta que sea sacado de ella por los acontecimientos.
Pero
no puede suceder lo mismo con el lector, que tiene el derecho de ser puesto al
corriente de las cosas,
incluso
antes que nuestro héroe.
Hemos
visto que Rosa y el tulipán, como dos hermanos o como dos huérfanos, habían sido
dejados, por
el
príncipe de Orange, en casa del presidente Van Systens.
Rosa
no recibió ninguna noticia del estatúder antes de la tarde del día en que lo
había visto de frente.
Hacia
la tarde, un oficial entró en la casa de Van Systens: venía de parte de Su
Alteza a invitar a Rosa a
que
se llegara al Ayuntamiento.
Allí,
en la gran sala de las deliberaciones donde fue introducida, halló al príncipe,
que escribía.
Estaba
solo y tenía a sus pies un gran lebrel de Frisia que le miraba fijamente, como
si el fiel animal qui-
siera
intentar hacer to que ningún hombre podía hacer... leer en el pensamiento de su
amo.
Guillermo
continuó escribiendo un instante todavía; luego, levantando la mirada y viendo a
Rosa de pie
cerca
de la puerta:
-Acercaos,
señorita-dijo sin dejar lo que escribía.
Rosa
dio unos pasos hacia la mesa.
-Monseñor
-saludó deteniéndose.
-Está
bien -contestó el príncipe-. Sentaos.
Rosa
obedeció, porque el príncipe la miraba. Pero apenas el príncipe hubo vuelto los
ojos sobre el papel,
se
retiró avergonzada.
El
príncipe acabó su carta.
Durante
ese tiempo, el lebrel había acudido ante Rosa y la había examinado y
acariciado.
¡Ah!
¡Ah! -exclamó Guillermo dirigiéndose a su perro-. Bien se ve que es una
compatriota; la reconoces.
Luego,
volviéndose hacia Rosa y fijando sobre ella su mirada escrutadora y velada al
mismo tiempo,
dijo:
-Veamos,
hija mía...
El
príncipe tenía veintitrés años, Rosa dieciocho. o veinte; habría hablado mejor
diciendo mi hermana.
-Hija
mía -repitió con ese acento extrañamente imponente que helaba a todos los que se
le acercaban-,
estamos
solos, charlemos. No temáis y hablad confiada.
Todos
los miembros de Rosa empezaron a temblar y, sin embargo, no había más que
benevolencia en la
fisonomía
del príncipe.
.
-Monseñor... -balbuceó.
-¿Vos
tenéis un padre en Loevestein?
-Sí,
monseñor.
-¿No
le amáis?
-No
le amo, por lo menos, monseñor, como una hija debería amar a su
padre.
-Es
malo no amar a su padre, hija mía, pero es bueno no mentir a su
príncipe.
Rosa
bajó los ojos.
-¿Y
por qué razón no amáis a vuestro padre?
-Mi
padre es malo.
-¿Y
de qué forma se manifiesta su maldad?
-Mi
padre maltrata a los prisioneros.
-¿A
todos?
-A
todos.
-Pero
¿no le reprocháis maltratar a uno en particular?
-Mi
padre maltrata particularmente al señor Van Baerle, que...
-¿Que
es vuestro amante?
Rosa
retrocedió un paso.
-Al
que yo amo, monseñor -respondió con orgullo. .
-¿Desde
hace tiempo? -preguntó el príncipe.
-Desde
el día en que le vi.
-¿Y
vos, le visteis...?
-A
la mañana siguiente del día en que fueron tan terriblemente ejecutados el ex
gran pensionario Jean y
su
hermano Corneille.
Los
labios del príncipe se apretaron, su frente se plegó, sus parpados se bajaron de
forma que ocultaron
un
instante sus ojos. Al cabo de un momento de silencio,
continuó:
-Pero
¿de qué os sirve amar a un hombre destinado a vivir y a morir en
prisión?
-Si
vive y muere en prisión, monseñor, me servirá para ayudarle a vivir y a
morir.
-¿Y
vos aceptaríais esta posición de ser la mujer de un
prisionero?
-Sería
la más orgullosa y la más feliz de las criaturas humanas siendo la esposa del
señor Van Baerle;
pero...
-Pero
¿qué?
-No
me atrevo a decirlo, monseñor. No me atrevo. Perdonad.
-Hay
una nota de esperanza en vuestro acento; ¿qué esperáis?
La
muchacha levantó sus bellos ojos sobre Guillermo, sus ojos límpidos y de una
inteligencia tan pe-
netrante
que fueron a buscar la clemencia dormida en el fondo de ese corazón sumido en un
sueño que
parecía
el de la muerte.
-¡Ah!
Ya comprendo.
Rosa
sonrió juntando sus manos.
-Confiáis
en mí -dijo el príncipe.
-Sí,
monseñor. ¡Hum!
El
príncipe selló la carta que acababa de escribir y llamó a uno de sus
oficiales.
-Señor
Van Deken -ordenó-, llevad a Loevestein este mensaje; tomaréis nota de las
órdenes que doy al
gobernador,
y en lo que a vos respecta, ejecutadlas. El oficial saludó, y pronto se oyó
repicar bajo la bóveda
sonora
de la casa el vigoroso galope de un caballo.
-Hija
mía -prosiguió después el príncipe-, el domingo es la fiesta del tulipán, y el
domingo es pasado
mañana.
Poneos muy bella con los quinientos florines que tengo aquí; porque deseo que
ese día sea una
gran
fiesta para vos.
-¿Cómo
quiere Vuestra Alteza que me vista? -murmuró Rosa.
-Poneos
el vestido de las esposas frisonas -dijo Guillermo-, os sentará muy
bien.
XXXI
HAARLEM
Haarlem,
donde entramos hace tres días con Rosa y donde acabamos de entrar siguiendo al
prisionero, es
una
hermosa ciudad que se enorgullece con todo derecho de ser una de las más umbrías
de Holanda.
Mientras
otras ponen todo su amor propio en destacar por sus arsenales y sus fábricas,
por sus almacenes
y
bazares, Haarlem cifraba toda su gloria en aventajar a todas las ciudades de los
Estados por sus bellos
olmos
frondosos, por sus álamos esbeltos, y, sobre todo, por sus paseos sombreados,
por encima de los
cuales
formaban bóveda la encina, el tilo y el castaño.
Haarlem,
viendo que Leiden su vecina, y Amsterdam su reina, tomaban, la una, el camino de
convertirse
en
una ciudad de ciencia, y la otra la de convertirse en una ciudad de comercio,
Haarlem había querido ser
una
ciudad agrícola o, más bien, hortícola.
En
efecto, bien cerrada, bien aireada, bien calentada al sol, ofrecía a los
jardineros garantías que
cualquier
otra ciudad, con sus vientos del mar o sus soles de plano, no habrían sabido
proporcionarlas.
Así
pues, se había visto establecerse en Haarlem a todos aquellos espíritus
tranquilos que poseían el amor
a
la tierra y a sus bienes, como se había visto establecerse en Rotterdam y en
Amsterdam a todos los
espíritus
inquietos y movidos, que poseían la afición a los viajes y al comercio, como se
había visto
establecerse
en La Haya a todos los políticos mundanos.
Hemos
dicho que Leiden había sido la conquista de los sabios.
Haarlem
adquirió, pues, el gusto por las cosas dulces: la música, la pintura, los
vergeles, los paseos, los
bosques
y los jardines.
Haarlem
se volvió loca por las flores y, entre todas las flores, por los
tulipanes.
Haarlem
propuso premios en honor de los tulipanes, y llegamos así, con toda naturalidad,
como se ve a
hablar
del que la ciudad proponía, el 15 de mayo de 1673, en honor del gran tulipán
negro sin mancha y sin
defecto,
que debía proporcionar cien mil florines a su cultivador.
Habiendo
manifestado Haarlem su especialidad, habiendo blasonado Haarlem de su gusto por
las flores
en
general y por los tulipanes en particular, en un tiempo en que todo se dedicaba
a la guerra y a las
sediciones,
habiendo tenido Haarlem la insigne alegría de ver florecer el ideal de los
tulipanes, Haarlem, la
hermosa
ciudad llena de bosques y de sol, de sombra y de luz, Haarlem había querido
hacer de esta
ceremonia
de la inauguración del premio una fiesta que perdurase eternamente en el
recuerdo de los
hombres.
Y
tenía a ello tanto más derecho por cuanto Holanda era el país de las fiestas;
jamás naturaleza más pere-
zosa
desplegó más ardor riente, cantante y danzante que la de los buenos republicanos
de las Siete
Provincias
con ocasión de las diversiones.
Observad,
por ejemplo, los cuadros de los dos Teniers.
Es
verdad que los perezosos son, de todos los hombres, los más resistentes al
cansancio, no cuando se po-
nen
a trabajar, sino cuando se dedican con alegría al placer.
Haarlem
se entregaba, pues, a una triple alegría, porque tenía que celebrar una triple
solemmdad: había
sido
descubierto el tulipán negro, el príncipe Guillermo de Orange asistía a la
ceremonia, como un
verdadero
holandés que era. Finalmente, constituía un honor para los Estados mostrar a los
franceses, a
continuación
de una guerra tan desastrosa como había sido la de 1672, que el suelo de la
república bátava
era
sólido hasta el punto de que se podía danzar en él con acompañamiento del cañón
de las flotas.
La
Sociedad Hortícola de Haarlem se había mostrado digna de sí misma al otorgar
cien mil florines por
una
cebolla de tulipán. La ciudad no había querido quedarse atrás, y había votado
una suma semejante, que
había
sido entregada en manos de sus notables para festejar ese premio
nacional.
Así
pues, había en este domingo fijado para esta ceremonia, tal apresuramiento del
gentío, tal entusiasmo
en
los ciudadanos, que no se habría podido impedir, incluso con esa sonrisa
solapada de los franceses, el
admirar
el carácter de estos buenos holandeses, dispuestos a gastar su dinero tan pronto
para construir un
navío
destinado a combatir al enemigo, es decir, a sostener el honor de la nación,
como para recompensar la
invención
de una nueva flor destinada a lucir un día, y destinada a distraer durante ese
día a las mujeres, a
los
niños, a los sabios y a los curiosos.
A
la cabeza de los notables y del comité hortícola, brillaba el señor Van Systens,
ataviado con sus más ri-
cos
ropajes.
El
digno hombre había realizado grandes esfuerzos para parecerse a su flor favorita
por la elegancia
sobria
y severa de sus vestidos, y apresurémonos a decir para su mayor gloria, que lo
había conseguido
plenamente.
Negro de azabache, terciopelo escabiosa , seda pensamiento, tal era, con la ropa
de una
blancura
deslumbrante, el traje ceremonial del presidente, el cual caminaba a la cabeza
de su comité con un
enorme
ramo semejante al que llevaría, ciento veintiún años más tarde, el señor De
Robespierre, en la fiesta
del
Ser Supremo.
Sólo
que, el bravo presidente, en lugar de aquel corazón hinchado de odio y de
resentimientos
ambiciosos
del tribuno francés, llevaba en el pecho una flor no menos inocente que la más
inocente de las
que
sostenía en la mano.
Se
veían detrás de ese comité, matizado como un césped, perfumado como una
primavera, los cuerpos
sabios
de la ciudad, los magistrados, los militares, los nobles y los
palurdos.
El
pueblo, incluso con los señores republicanos de las Siete Provincias, no
mantenía categorías en este
orden
de marcha; hacía de valladar.
Éste
era, por lo demás, el mejor de todos los sitios para ver... y para
estar.
Éste
era el lugar de las multitudes que esperan, filosofía de los Estados, que los
trofeos hayan desfilado,
para
saber lo que hay que decir, y algunas veces lo que hay que
hacer.
Pero
esta vez, no era cuestión, ni del triunfo de Pompeyo, ni del triunfo de César.
Esta vez, no se cele-
braba
ni la derrota de Mitríades, ni la conquista de las Galias. La procesión era
suave como el paso de un
rebaño
de corderos sobre la tierra, inofensiva como el vuelo de una bandada de pájaros
en el aire.
Haarlem
no tenía otros triunfadores que sus jardineros. Adorando las flores, Haarlem
divimzaba al
florista.
Se
veía en el centro del cortejo pacífico y perfumado, el tulipán negro, llevado
sobre unas angarillas cu-
biertas
de terciopelo blanco con franjas de oro. Cuatro hombres portaban las andas y se
veían relevados por
otros,
así como en Roma eran relevados los que llevaban a la madre Cibeles, cuando
entró en la ciudad
eterna,
traída de la Etruria al son de la charanga y con las adoraciones sumisas de todo
un pueblo.
Esta
exhibición del tulipán era un homenaje rendido por todo un pueblo sin cultura y
sin gusto, al gusto y
a
la cultura de los jefes célebres y piadosos que sabían verter la sangre sobre el
pavimento fangoso de la
Buytenhoff,
sin que por ello dejaran de inscribir más tarde los nombres de sus víctimas
sobre la piedra más
hermosa
del panteón holandés.
Estaba
convencido que el príncipe estatúder distribuiría, naturalmente, él mismo el
premio de los cien mil
florines,
lo cual interesaba a todo el mundo en general, y que pronunciaría tal vez un
discurso, lo que
interesaba
en particular a sus amigos y a sus enemigos.
En
efecto, en los discursos más indiferentes de los hombres políticos, los amigos o
los enemigos de esos
hombres
quieren ver siempre relucir en él, y creen siempre poder interpretar por
consiguiente, un rayo de
sus
pensamientos.
Como
si el sombrero del hombre político no fuera una pantalla destinada a interceptar
toda luz.
En
fin, ese gran día tan esperado del 15 de mayo de 1673 había llegado, y Haarlem
entera, reforzada por
sus
alrededores, estaba alineada a lo largo de los bellos árboles del bosque con la
resolución bien
determinada
de no aplaudir esta vez ni a los conquistadores de la guerra, ni a los de la
ciencia, sino
simplemente
a los de la Naturaleza, que acababan de forzar a esta inagotable madre al
alumbramiento,
hasta
entonces creído imposible, del tulipán negro.
Pero
nada se conserva menos entre los pueblos que esta resolución de no aplaudir más
que a tal o cual
cosa.
Cuando una ciudad está en trance de aplaudir, es como cuando se halla en trance
de silbar: no se sabe
nunca
dónde se detendrá.
Aplaudió,
pues, primero a Van Systens y a su ramo, aplaudió a sus corporaciones, se
aplaudió ella
misma;
y en fin, con toda justicia esta vez, confesémoslo, aplaudió las excelentes
melodías que los músicos
de
la ciudad prodigaban en cada alto.
Todos
los ojos buscaban cerca de la heroína de la fiesta, que era la flor del tulipán
negro, al héroe de la
fiesta
que, naturalmente, era el autor de este tulipán.
Ese
héroe, apareciendo a continuación del discurso que hemos visto elaborar con
tanto cuidado al bueno
de
Van Systens, ese héroe hubiera producido ciertamente más efecto que el mismo
estatúder.
Mas,
para nosotros, el interés de la jornada no estaba ni en ese venerable discurso
de nuestro amigo Van
Systens,
por elocuente que fuera, ni en los jóvenes aristócratas endomingados que
mascaban sus gruesas
tortas,
ni en los pobrecitos plebeyos, medio desnudos, que roían anguilas ahumadas,
semejantes a bastones
de
vainilla. El interés no residía tampoco en esas bellas holandesas, de tez rosa y
seno blanco, ni en los
Mynheer
grasientos y rechonchos que nunca habían abandonado sus casas, ni en los
delgados y jóvenes
viajeros
que venían de Ceilán o de Java, ni en el populacho alterado que tragaba, a guisa
de refresco,
pepino
confitado en salmuera. No, para nosotros, el interés de la situación, el interés
poderoso, el interés
dramático
no estaba ahí.
El
interés residía en una figura radiante y animada que caminaba en medio de los
miembros del comité
hortícola,
el interés estaba en ese personaje florido en la cintura, peinado, alisado,
vestido todo de escarlata,
color
que hacía resaltar su pelo negro y su tez amarilla.
Ese
triunfador radiante, excitado, ese héroe del día destinado al insigne honor de
hacer olvidar el discurso
de
Van Systens y la presencia del estatúder, era Isaac Boxtel, que veía marchar
delante de él, a su derecha,
sobre
un almohadón de terciopelo, el tulipán negro, su pretendido hijo, y a su
izquierda, en una gran bolsa,
los
cien mil florines en hermosas monedas de oro reluciente, brillante, y que se
veía obligado a bizquear
hacia
afuera para no perderlos un instante de vista.
De
cuando en cuando, Boxtel apresuraba el paso para ir a frotar su codo con el de
Van Systens. Boxtel
tomaba
así un poco de su valor, para darse valor a sí mismo, como robó a Rosa su
tulipán, para conseguir
su
gloria y su fortuna.
Todavía
un cuarto de hora de espera y el príncipe llegaría, el cortejo haría alto en la
última estación, el
tulipán
se colocaría en su trono, el príncipe, que cedería el paso a su rival en la
adoración pública, cogería
una
vitela magníficamente
coloreada sobre la que estaría escrito el nombre del autor, y proclamaría con
voz
alta e inteligible que había sido descubierta una maravilla; que Holanda, por
intermedio de él, Boxtel,
había
forzado a la Naturaleza a producir una flor negra, y que esa flor se llamaría
desde entonces en
adelante
Tulipa nigra Boxtellea.
De
cuando en cuando, sin embargo, Boxtel separaba por un momento los ojos del
tulipán y de la bolsa y
miraba
tímidamente al gentío, porque temía por encima de todo percibir en ese gentío la
pálida figura de la
bella
frisona.
Sería
un espectro, como se comprende, que turbaría su fiesta, ni más ni menos como el
espectro de
Banquo
turbó el festín de Macbeth.
Y,
apresurémonos a decirlo, ese miserable que había franqueado un muro que no era
su muro, que había
escalado
una ventana para entrar en la casa de su vecino, que, con una falsa llave, había
violado la
habitación
de Rosa, ese hombre, que había robado finalmente la gloria de un hombre y la
dote de una
mujer,
ese hombre no se consideraba un ladrón.
Había
velado tanto a este tulipán, lo había seguido tan ardientemente del cajón del
secador de Cornelius
hasta
el patíbulo de la Buytenhoff, del patíbulo de la Buytenhoff a la prisión de la
fortaleza de Loevestein,
lo
había visto tan bien nacer y crecer sobre la ventana de Rosa, había calentado
tantas veces el aire
alrededor
de él con su aliento, que nadie más que él era el autor; cualquiera que en este
momento le quitara
el
tulipán negro, se lo robaría.
Pero
no vio a Rosa.
Resultó
así que la alegría de Boxtel no fue turbada.
El
cortejo se detuvo en el centro de una.glorieta cuyos árboles magníficos estaban
decorados con guir-
naldas
a inscripciones; el cortejo se detuvo al son de una música brillante, y las
jóvenes de Haarlem
aparecieron
para escoltar al tulipán hasta el trono elevado que debía ocupar sobre el
estrado, al lado del
sillón
de oro de Su Alteza el estatúder.
Y
el tulipán orgulloso, alzado sobre su pedestal, dominó enseguida la asamblea,
que batió palmas a hizo
resonar
los ecos de Haarlem con un inmenso aplauso.
XXXII
EL
ÚLTIMO RUEGO
En
este solemne momento y cuando se dejaban oír esos aplausos, una carroza
discurría por la ruta que
bordeaba
el bosque, rodando lentamente a causa de los niños empujados fuera de la avenida
de los árboles
por
las prisas de los hombres y de las mujeres.
Esta
carroza, polvorienta, fatigados los caballos, chirriando sobre sus ejes,
encerraba al desgraciado Van
Baerle,
a quien, por la portezuela abierta, comenzaba a ofrecérsele el espectáculo que,
muy
imperfectamente
sin duda, hemos intentado poner bajo los ojos de nuestros
lectores.
Esta
muchedumbre, ese ruido, ese reflejo de todos los esplendores humanos y
naturales, deslumbraba al
prisionero
como un rayo que hubiera entrado en su calabozo.
A
pesar del poco interés que había puesto su compañero en responderle, cuando le
había interrogado
sobre
su propia suerte, se aventuró a interrogarle una última vez sobre qué
significaba aquel bullicio, que en
un
principio debía y podía creer le era totalmente extraño.
-Os
lo ruego, ¿qué es todo esto, señor coronel? -preguntó al oficial encargado de
escoltarle.
-Como
podéis ver, señor -replicó aquél-, se trata de una fiesta.
-¡Ah!
¡Una fiesta! -exclamó Cornelius con ese tono lúgubremente indiferente de un
hombre que no
disfruta
de ninguna alegría en este mundo desde hace mucho tiempo.
Después,
tras un instante de silencio y cuando el coche había rodado unas pocos metros
más, preguntó:
-¿La
fiesta patronal de Haarlem? Porque veo muchas flores.
-Es,
en efecto, una fiesta en la que las flores representan el papel principal,
señor.
-¡Oh!
¡Los dulces aromas! ¡Los bellos colores! -exclamó
Cornelius.
-Deteneos,
que el señor lo vea -ordenó el oficial, con uno de esos gestos de dulce piedad
que son propios
sólo
de los militares, al soldado encargado del postillón.
-¡Oh!
Gracias, señor, por vuestra cortesía -replicó melancólicamente Van Baerle-. Pero
esto constituye
para
mí una alegría más dolorosa que para los otros: ahorrádmela, os lo
ruego.
-Como
queráis; continuemos entonces. He ordenado que nos detuviéramos, porque pasáis
por amador de
las
flores, sobre todo, de aquellas por las que se celebra hoy la
fiesta.
-¿Y
por qué flores celebran hoy la fiesta, señor?
-Por
los tulipanes.
-¡Por
los tulipanes! -repitió Van Baerle-. ¿Hoy es la fiesta de los
tulipanes?
-Sí,
señor; pero ya que este espectáculo os resulta desagradable,
continuemos.
Y
el oficial se dispuso a dar la orden de continuar el
camino.
Pero
Cornelius le detuvo, pues una duda dolorosa acababa de cruzar su
mente.
-Señor
-preguntó con voz temblorosa-, ¿será hoy acaso cuando se otorga el
premio?
-El
premio del tulipán negro; sí.
Las
mejillas de Cornelius se tiñeron de púrpura, un temblor corrió por todo su
cuerpo y el sudor perló su
frente.
Luego,
pensando que, ausentes él y su tulipán, la fiesta abortaría sin duda a falta de
un hombre y de una
flor
que coronar, dijo:
-Por
desgracia, todas estas bravas gentes serán tan desdichadas como yo, porque no
verán esta gran
solemnidad
a la que son convidados, o por lo menos, la verán
incompleta.
-¿Qué
queréis decir, señor?
-Quiero
decir que nunca -contestó Cornelius reclinándose en el fondo del coche-, excepto
por alguien a
quien
yo conozco, será hallado el tulipán negro.
-Entonces,
señor -dijo el oficial-, ese alguien a quien vos conocéis lo ha hallado; porque
eso es lo que
todo
Haarlem contempla en este momento, la flor que vos consideráis como
inhallable.
-¡El
tulipán negro! -exclamó Van Baerle asomando la mitad de su cuerpo por la
portezuela-. ¿Dónde?
¿Dónde?
-Allá
abajo, sobre el trono, ¿lo veis?
-¡Lo
veo!
-¡Vamos,
señor! -dijo el oficial-. Ahora hay que partir.
-¡Oh!
Por piedad, por favor, señor -rogó Van Baerle-. No me llevéis. ¡Dejadme mirar
todavía! ¡Cómo,
eso
que veo allá abajo es el tulipán negro, bien negro...! ¿es posible? ¡Oh, señor!
¿Lo habéis visto? Debe de
tener
manchas, debe de ser imperfecto, tal vez esté teñido de negro solamente: ¡oh!,
si yo estuviera allí
sabría
decíroslo, señor; dejadme bajar, dejádmelo ver de cerca, os lo
ruego.
-¿Estáis
loco, señor?
-Os
lo suplico.
-Pero
¿olvidáis -que estáis prisionero?
-Soy
un prisionero, es verdad, pero soy un hombre de honor; y por mi honor, señor, no
me escaparé, no
intentaré
huir. ¡Dejadme solamente mirar la flor!
-Pero
¿mis órdenes, señor?
Y
el oficial hizo un nuevo movimiento para ordenar al soldado que reemprendiera el
camino.
Cornelius
le detuvo una vez más.
-¡Oh!
Sed paciente, sed generoso, toda mi vida descansa en un gesto de vuestra piedad.
¡Ay! Mi vida,
señor,
no será probablemente muy larga ahora. ¡Ah! Vos no sabéis lo que yo sufro; vos
no sabéis todo lo
que
combate en mi cabeza y en mi corazón; porque en fin -continuó Cornelius con
desesperación-, si fuera
mi
tulipán, si fuera el que le han robado a Rosa, ¡oh, señor! Comprendéis bien lo
que es haber hallado el
tulipán
negro, haberlo visto un instante, haber reconocido que era perfecto, que era a
la vez una obra
maestra
del arte y de la Naturaleza y perderla, perderla para siempre. ¡Oh! Es preciso
que vaya a verlo. Me
mataréis
después si queréis, pero lo veré, lo veré.
-Callad,
desdichado, y no os asoméis, porque aquí esta ya la escolta de Su Alteza el
estatúder que cruza
la
vuestra, y si el príncipe observa un escándalo, oye un ruido, ése sería vuestro
fin y el mío.
Van
Baerle, todavía más asustado por su compañero que por sí mismo, volvió a echarse
en el asiento,
pero
no pudo mantenerse allí ni medio minuto, y apenas acababan de pasar los veinte
primeros jinetes
cuando
se asomó de nuevo a la portezuela, gesticulando y suplicando al estatúder,
precisamente en el
momento
en que éste pasaba por su lado.
Guillermo,
impasible y sencillo, como de costumbre, se dirigía a la plaza para cumplir con
su deber de
presidente.
Tenía en la mano su rollo de vitela que, en esta jornada de fiesta, se había
convertido en su
bastón
de mando.
Viendo
a ese hombre que gesticulaba y suplicaba, reconociendo también quizá al oficial
que acompañaba
a
ese hombre, el príncipe estatúder dio la orden de
detenerse.
En
el mismo instante, sus caballos estremeciéndose bajo sus corvejones de acero,
hicieron alto a seis
pasos
de Van Baerle, encajado en su carroza.
-¿Qué
es esto? -preguntó el príncipe al oficial que, a la primera orden del estatúder,
había saltado del
coche
y se acercaba respetuosamente a él.
-Monseñor
-contestó-, es el prisionero de Estado que, por vuestra orden, a ido a buscar a
Loevestein, y
que
os lo traía a Haarlem, como Vuestra Alteza deseaba.
-¿Qué
quiere?
-Pide
con insistencia que se le permita detenerse un instante
aquí.
-Para
ver el tulipán negro, monseñor -gritó Van Baerle, juntando las manos- y luego,
cuando lo haya
visto,
cuando sepa lo que debo saber, moriré, si es preciso, pero al morir bendeciré a
Vuestra Alteza miseri-
cordiosa,
intermediaria entre la divinidad y yo; a Vuestra Alteza que permitirá que mi
obra haya tenido un
fin
y su glorificación.
Era,
en efecto, un curioso espectáculo éste de los dos hombres, cada uno a la
portezuela de su carroza,
rodeados
de sus guardias; el uno poderoso, el otro miserable; el uno dispuesto a subir a
su trono, el otro
creyéndose
a punto de subir al patíbulo.
Guillermo
había mirado fríamente a Cornelius y escuchado su vehemente
ruego.
Entonces,
dirigiéndose al oficial, dijo:
-Ese
hombre ¿es el prisionero rebelde que ha querido matar a su carcelero en
Loevestein?
Cornelius
lanzó un suspiro y bajó la cabeza. Su dulce y honrado rostro enrojeció y
palideció a la vez.
Estas
palabras del príncipe omnipotente, omnisciente, esta infalibilidad divina que,
por algún mensajero se-
creto
a invisible al resto de los hombres, conocía ya su crimen, le aseguraban no
solamente la severidad del
castigo,
sino también una negativa.
No
intentó luchar, no intentó defenderse en absoluto: ofreció al príncipe ese
espectáculo lindante a una
candorosa
desesperación, muy inteligible y muy emocionante para un corazón tan grande y
para un espíritu
tan
amplio como el del que to contemplaba.
-Permitid
al prisionero que baje -dijo el estatúder- y que vaya a ver el tulipán negro,
bien digno de ser
visto,
por lo menos, una vez.
-¡Oh!
-exclamó Cornelius a punto de desvanecerse de alegría y tambaleándose sobre el
estribo de la
carroza-.
¡Oh, monseñor!
Y
se sofocó; y sin el brazo del oficial que le prestó su apoyo, hubiera sido de
rodillas y con la frente en el
polvo
cómo el pobre Cornelius hubiera dado las gracias a Su
Alteza.
Dado
este permiso, el príncipe continuó su camino por el bosque, en medio de las
aclamaciones más
entusiastas.
Llegó
enseguida a su estrado, y el cañón tronó en las profundidades del
horizonte.
CONCLUSION
Van
Baerle, conducido por cuatro guardias que se abrían camino por entre el gentío,
atravesó
oblicuamente
hacia el tulipán negro, al que devoraban sus miradas cada vez más
próximas.
La
vio por fin, la flor única que debía, bajo unas combinaciones desconocidas de
calor, de frío, de som-
bra
y de luz, aparecer un día para desaparecer para siempre. La vio a seis pasos;
saboreó sus perfecciones y
sus
gracias; la vio detrás de las jóvenes que formaban una guardia de honor a esta
reina de la nobleza y de
la
pureza. Y, sin embargo, cuanto más se aseguraba por sus propios ojos de la
perfección de la flor, más
sentía
desgarrado su corazón. Buscaba a su alrededor para formular una pregunta, una
sola. Mas por todas
partes
veía rostros desconocidos; por todas partes la atención se dirigía hacia el
trono en el que acababa de
sentarse
el estatúder.
Guillermo,
que acaparaba toda la atención, -se levantó, paseó una tranquila mirada sobre la
muchedumbre
enajenada, y su ojo agudo se detuvo alternativamente en las tres extremidades de
un
triángulo
formado frente a él por tres intereses y por tres personajes muy
distintos.
En
uno de los ángulos, Boxtel, temblando de impaciencia y devorando con toda su
atención al príncipe, a
lós
florines, al tulipán negro y a la asamblea.
En
otro, con Cornelius jadeante, mudo, no teniendo mirada, vida, corazón, amor, más
que para el tulipán
negro,
su hijo.
Por
último, en el tercero, de pie sobre una tarima entre las vírgenes de Haarlem,
una bella frisona vestida
de
fina lana roja bordada de plata y cubierta de encajes que caían en oleadas desde
su casco de oro.
Rosa,
en fin, que se apoyaba desfallecida y con los ojos anegados, en el brazo de uno
de los oficiales de
Guillermo.
El
príncipe, entonces, viendo a todos sus auditores dispuestos, desenrolló
lentamente la vitela y, con voz
tranquila,
clara, aunque débil, pero de la que no se perdía m una sílaba gracias al
silencio religioso que se
abatió
de repente sobre los cincuenta mil espectadores, encadenó su aliento a sus
labios:
-Sabéis
-dijo- con qué fin habéis sido reunidos aquí. Se ha prometido un premio de cien
mil florines a
quien
hallara el tulipán negro. ¡El tulipán negro! Y esta maravilla de Holanda está
aquí expuesta ante
vuestros
ojos; el tulipán negro ha sido hallado y con todas las condiciones exigidas por
el programa de la
Sociedad
Hortícola de Haarlem. La historia de su nacimiento y el nombre de su autor serán
inscritos en el
libro
de honor de la ciudad. Haced aproximarse a la persona que es propietaria del
tulipán negro.
Y
al pronunciar estas palabras, el príncipe, para juzgar el efecto que las mismas
producirían, paseó su
clara
mirada sobre los tres ángulos del triángulo.
Vio
a Boxtel saltar de su grada.
Vio
a Cornelius hacer un movimiento involuntario.
Vio
finalmente al oficial encargado de velar por Rosa, conducirla o más bien
empujarla delante de su
trono.
Un
doble grito partió a la vez de la derecha y de la izquierda del
príncipe.
Boxtel
fulminado, Cornelius desatinado, habían gritado: ¡Rosa!
¡Rosa!
-Este
tulipán es realmente vuestro, ¿verdad, muchacha? -preguntó el
príncipe.
-¡Sí,
monseñor! -balbuceó Rosa, a la que un murmullo universal venía a saludarla en su
tierna belleza.
«
¡Oh! -murmuró Cornelius-. Ella mentía, pues, cuando decía que le habían robado
esta flor. ¡Oh! ¡Por
esto
era por lo que había abandonado Loevestein! ¡Olvidado, traicionado por ella, por
ella a quien creía mi
mejor
amiga!»
«¡Oh!
-gimió Boxtel por su parte-. Estoy perdido! »
-Este
tulipán -prosiguió el príncipe- llevará, pues, el nombre de su inventor, y será
inscrito en el catálogo
de
las flores con el título de Tulipa nigra Rosa Barloensis, a causa del nombre de
Van Baerle, que será de
ahora
en adelante el nombre de casada de esta joven.
Y
al mismo tiempo, Guillermo cogió la mano de Rosa y la puso en la mano de un
hombre que acababa de
abalanzarse,
pálido, aturdido, anonadado de alegría, al pie del trono, saludando
alternativamente a su prín-
cipe,
a su novia y a Dios que, desde el infinito del azur del cielo, contemplaba
sonriente el espectáculo de
dos
corazones felices.
Al
mismo tiempo, también caía a los pies del presidente Van Systens, otro hombre,
herido por una emo-
ción
muy diferente.
Boxtel,
aniquilado bajo las ruinas de sus esperanzas, acababa de perder el sentido. Lo
levantaron,
reconocieron
su pulso y su corazón; estaba muerto.
Este
incidente no turbó gran cosa la fiesta, dado que ni el presidente ni el príncipe
parecieron preocuparse
mucho
de él.
Cornelius
retrocedió espantado: en su ladrón, en su falso Jacob, acababa de reconocer al
verdadero Isaac
Boxtel,
su vecino, del que en la pureza de su alma, no había jamás sospechado ni por un
solo instante una
acción
tan malvada.
Fue
por lo demás una gran suerte para Boxtel que Dios le hubiera enviado tan a punto
ese ataque de apo-
plejía
fulminante, ya que ello le impidió ver por más tiempo cosas tan dolorosas para
su orgullo y su ava-
ricia.
Luego,
al son de las trompetas, la procesión reemprendió la marcha sin que nada hubiera
cambiado en su
ceremonial,
sino que Boxtel estaba muerto y que Cornelius y Rosa caminaban lado a lado y la
mano de uno
en
la mano de la otra. Cuando llegaron al Ayuntamiento, el príncipe, señalando con
el dedo la bolsa de los
cien
mil florines de oro a Cornelius, dijo:
-No
se sabe claramente quién ha ganado este dinero, si vos o Rosa; porque si vos
habéis hallado el
tulipán
negro, ella lo ha criado y hecho florecer; así pues, no ofrecérselo a ella como
dote sería injusto. Por
otra
parte, éste es el regalo de la ciudad de Haarlem al
tulipán.
Cornelius
esperaba para saber dónde quería ir a parar el príncipe. Éste
continuó:
-Doy
a Rosa cien mil florines, que bien se los ha ganado y que podrá ofrecéroslos a
vos; son el precio de
su
amor, de su coraje y de su honestidad. En cuanto a vos, señor, gracias una vez
más a Rosa, que ha traído
la
prueba de vuestra inocencia -y diciendo estas palabras, el príncipe tendió a
Cornelius la famosa hoja de
la
Biblia sobre la que estaba escrita la Carta de Corneille de Witt, y que había
servido para envolver el
tercer
bulbo-, en cuanto a vos, digo, nos hemos dado cuenta de que fuisteis encarcelado
por un crimen que
no
habíais cometido. Con esto quiero deciros, no solamente que sois libre, sino,
además, que los bienes de
un
hombre inocente no pueden ser confiscados. Vuestros bienes os serán, pues,
devueltos. Señor Van
Baerle,
vos sois el ahijado de Corneille de Witt y amigo de Jean. Permaneced digno del
nombre que os ha
confiado
el uno en las fuentes del bautismo, y de la amistad que el otro os había
profesado. Conservad la
tradición
de los méritos de ambos, porque esos señores De Witt, mal juzgados, mal
castigados, en un
momento
de error popular, eran dos grandes ciudadanos de los que Holanda se siente hoy
orgullosa.
El
príncipe, después de estas palabras que pronunció con voz emocionada, contra su
costumbre, dio sus
dos
manos a besar a los futuros esposos, que se arrodillaron a su
lado.
Luego,
lanzando un suspiro, exclamó:
-¡Ay!
Vosotros sois realmente felices, ya que al soñar con la verdadera gloria de
Holanda y, sobre todo,
con
su verdadera dicha, no buscáis conquistarle más que nuevos colores de
tulipanes.
Y
lanzando una mirada hacia el horizonte, por donde quedaba Francia, como si
hubiera visto nuevas
nubes
amontonarse por aquel lado, subió de nuevo a su carroza y
partió.
Cornelius,
por su parte, salió el mismo día para Dordrecht con Rosa, quien, por medio de la
vieja Zug, a
la
que se expidió en calidad de embajador, hizo prevenir a su padre de todo to que
había ocurrido.
Los
que, gracias a la exposición que hemos hecho, conocen el carácter del viejo
Gryphus, comprenderán
que
se reconcilió difícilmente con su yerno. Conservaba en su corazón los garrotazos
recibidos, los había
contado
por las magulladuras; mostraban, decía, cuarenta y uno; pero acabó por rendirse,
para no ser menos
generoso,
decía, que Su Alteza el estatúder.
Convertido
en guardián de tulipanes, después de haber sido carcelero de hombres, fue el más
celoso car-
celero
de flores que se hubiera encontrado nunca en Flandes. Así, había que verlo,
vigilando las mariposas
peligrosas,
matando los ratones campestres y espantando las abejas demasiado
hambrientas.
Cuando
supo la historia de Boxtel y furioso por haber sido engañado por el falso Jacob,
se dedicó a de-
moler
el observatorio elevado anteriormente por el envidioso detrás del sicomoro;
porque el recinto de
Boxtel
vendido en subasta, se incluyó en las platabandas de Cornelius, que aumentó su
hacienda de modo
que
pudiera defenderse de todos los telescopios de Dordrecht.
Rosa,
cada vez más bella, fue aprendiendo cada vez más y al cabo de dos años de
matrimonio, sabía leer
y
escribir tan bien, que pudo encargarse sola de la educación de dos hermosos
niños, que le habían nacido
en
los meses de mayo de 1674 y 1675, como los tulipanes, y que le dieron mucho
menos trabajo que la
famosa
flor a la que debía el haberlos tenido. Y no hay que decir que uno era un
muchacho y el otro una
chica,
y que el primero recibió el nombre de Cornelius, y la segunda, el de
Rosa.
Van
Baerle permaneció fiel a Rosa como a sus tulipanes; toda su vida se ocupó de la
felicidad de su mu-
jer
y del cultivo de las flores, cultivo gracias al cual halló un gran número de
variedades que están inscritas
en
el catálogo holandés. Los dos principales ornamentos de su salón estaban
enmarcados en marcos de oro,
y
eran las dos hojas de la Biblia de Corneille de Witt; sobre una, como se
recuerda, su padrino le había
escrito
que quemara la correspondencia del marqués de Louvois.
Sobre
la otra, había legado a Rosa el bulbo del tulipán negro, a condición de que con
su dote de cien mil
florines
se casara con un guapo muchacho de veintiséis a veintiocho años, al que amara y
que la quisiera.
Condición
que había sido escrupulosamente cumplida, aunque Cornelius no hubiera muerto y
justamente
porque
no había muerto.
Finalmente,
para combatir a los envidiosos del porvenir, a los que la Providencia tal vez no
hubiera teni-
do
el placer de desembarazarse de ellos como to había hecho con Mynheer Isaac
Boxtel, escribió encima de
su
puerta esta frase que De Grotius había grabado el día de su huida, en el muro de
su prisión:
Se
ha sufrido muchas veces lo bastante para tener el derecho de no decir jamás: soy
demasiado feliz.
FIN
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