GABRIELA MISTRAL
Nuestra
historia nacional no necesita ser cantada en un poema para
embellecerse.
Es hermosa como un canto, de su primera a su última página.
Si la
leemos a un extranjero, no necesitamos evitar un episodio torpe; no
se nos
quebrará la voz por la vergüenza en ningún período. Hasta nuestros
hombres
más discutidos son grandes. Las horas de mayor confusión son
breves,
y casi siempre, son transiciones de un estado a otro mejor. Es
hermosa
nuestra historia, y para dar en una narración a nuestros hijos la
llamarada
del heroísmo, no necesitamos recurrir ni a Grecia, ni Roma, si
Prat fue
toda Esparta.
Y es
sobria y simple, como un mármol clásico; la guerra de la
independencia,
dura y victoriosa; el período de organización, más breve
que en
cualquier otro país de América; la Guerra del Pacífico, en la que
no
lanzamos, recogimos la invitación a un desafío desigual y formidable. Y
hemos de
insistir en la justicia de nuestras guerras, para aventar la
acusación
gravemente odiosa de nación militarista que nos han formado.
Sabemos
demasiado bien que la espada debe ser el arma extrema que esgrima
el
derecho para salvarse; sabemos, y ojalá no lo olvidemos nunca, que el
horror
de una contienda armada sólo se excusa y se enaltece cuando parte
como un
imperativo de fuego, de los labios mismos de la justicia.
Esto es
lo que dice, si está honradamente escrita, la historia de
nosotros.
Pero es preciso corregir el vicio de algunos pueblos sobre el
concepto
del pasado y sus relaciones con el presente.
La
historia es algo más que un motivo para disertaciones sabias y para
arengas
líricas. No es una cosa de museo, no es una muerta, es una inmersa
viva,
erguida ante nosotros, sugiriéndonos y exaltándonos; es una fuente
plena y
palpitante, que, como las que manen en las quiebras de las
montañas,
necesita prolongarse por un río, que es el presente. Limitarla
en su
belleza y en su resplandor, fuera agotarla. Nosotros somos sus
continuadores;
hemos de forjarla sin un desmedro de su hermosura
pretérita,
en cada hora actual, en cada ley justa que entregamos, en cada
actividad
nueva que aparece sobre el país. Con ser tan grande la obra de
la
Independencia, que conmemoramos, es sólo un lienzo extendido, sobre la
cual los
próceres trazaron, con los colores rotundos, del carácter
antiguo,
un fondo inmenso en el cual las generaciones que venían, irían
trazando
las figuras, las divinas teorías, de las ciencias, las artes y
las
industrias, como en un fresco milagroso de Puvis de Chavannes. La
emancipación
política del país constituyó solamente un punto de partida.
No
podían darnos más los que la hicieron. Para su época era mucho.
Bolívar,
el organizador, no hubiera ido más lejos. Todo lo que se nos legó
tuvo que
ser incipiente; ciencias e industrias todo lo vamos reforzando y
definiendo;
la educación como las leyes y las poblaciones. Y a tales
campos,
hemos de llevar, como el artista moderno a su obra, este credo
altivo.
"No somos los copiadores de nuestros augustos modelos. Corregimos,
sin
insolencia, los errores de su legislación; mantendremos con ternura,
las
líneas generales, que son sabias. No tendremos el miedo del progreso,
el pavor
de lo nuevo, porque su empresa, fue la negación de ese miedo;
pero
rectificaremos sin precipitación y sin énfasis esta sagrada obra
suya,
confiada a nuestras manos amorosas y conscientes".
La
libertad no es como esos mármoles que, al ser exhumados después de
siglos,
mostraron a los excavadores trémulos, en cada línea, sobre cada
gesto
una perfección infinita, que hechizaba, por profana y bárbara
cualquier
toque de una mano de vivo. Lejos de eso, la libertad es una
estatua
vaciada en arcilla transitoria y dócil, en lugar del mármol
eterno,
y se erige sobre cada siglo, mostrando los yerros del pasado y
pidiendo,
exigiendo al los hombres otra línea más armoniosa, otra faz más
humana y
profunda. Es la diosa eternamente joven, pero eternamente
diversa,
en la que se mantiene la índole divina y se mudan la expresión y
el
movimiento. Y la tarea más de los hombres de una época es poner sobre
ese
semblante sagrado, con religiosa gravedad y moldearla mirando a las
multitudes
que dictaran su tipo, más que quede siempre sobre toda ella
aquel
resplandor que es su signo de hija de Dios.
Hay en
el fondo, de todos los pueblos, dos maneras en la búsqueda del
bienestar
social, que chocan violentamente, en apariencia, y en verdad
concurren
a la armonía, aspiran a ella, están destinadas a realizarla: son
el amor
de la tradición, y el del progreso. Ellas asoman en cada período
histórico
y se personifican en figuras opuestas, pero igualmente grandes.
De estos
dos conceptos del bienestar social, sólo nos conoce uno el
extranjero;
el mesurado, el regulador, y suele llamarnos rezagados,
solamente
porque no somos impetuosos. "Chile, se ha dicho por varios
hombres
de estudio, es el país que realiza más serenamente —o más
tardíamente—
las reformas políticas entre las tres naciones más
importantes
de América; Chile es el menos democrático y el menos moderno
de
aquellos países". Los observadores lejanos se han engañado un poco. La
herencia
de Carrera, el apasionado, y la de Balmaceda, el demócrata, no se
han
perdido. Están latentes, luchan, hasta hoy sin sangre, con la opuesta,
y en las
nuevas leyes ambas ponen su que rotundo y febril la una, sabio y
sereno
la otra y de esta colaboración de adversarios, como de la síntesis
de los
elementos antagónicos en la química del universo, nos están
naciendo
reformas armónicas, hace diez años insospechadas, y que traen la
hermosura
de la justicia, una justicia social que alivia y reconforta. No
somos,
pues, los rezagados de esta hora magnífica. Aunque nuestra montaña
nos
separe del mundo, miramos por sobre ella, el momento universal y
recogemos
la lección inmensa. Por algo tenemos el mar, elemento de amor
entre
los pueblos, por algo tenemos una centuria de civilización, parece
curarnos
del error más fatal para un pueblo moderno. El odio a la
evolución.
A la
nueva época corresponde una nueva forma del patriotismo. Es necesario
saber
que no es sólo en el período guerrero cuando se hace patriotismo
militante
y cálido. En la paz más absoluta, la suerte de la patria se
sigue
jugando, sus destinos se están haciendo. La guardia no se efectúa en
las
fronteras y es que se hace a lo largo del territorio y por los
hombres,
las mujeres y hasta los niños. Saber esto, sentir profundamente
esta
verdad, es llevar en la faz, y en el pensamiento, la gravedad casi
sagrada
del héroe. Comprender que la hora que vivimos no es menos profunda
que la
que vivieron los hombres de la Independencia, es aplicar a nuestras
palabras
y a nuestras acciones la reflexión del que está decidiendo en una
empresa
solemne. Tal pensamiento engrandece de un modo inaudito nuestra
vida
cuotidiana y debe quitar banalidad a todos nuestros actos, y
mantenernos
a Dios como erigidos en nuestros corazones, para que hablemos
y
obremos sólo la justicia.
Es una
hora para los hombres justos, y para los pensadores. Nunca ha sido
tan
necesario como hoy, meditar y actuar sucesivamente, y con todas las
fuerzas
del alma. Y nunca tampoco ha sido más imperiosa la necesidad de
una
colaboración colectiva. Muchas veces han sido llamados a decidir sólo
los
hombres intelectuales en las reformas. El Chile de ochenta años ha
sido
dirigido por ellos. Ahora todas la voces son demandadas y tienen
igual
acceso la cátedra y la fábrica en la discusión del bien
común.
¿Cuáles
son las virtudes que exige a sus fieles el nuevo patriotismo de
que
hemos hablado? Primero, el trabajo, la actividad como deber de todos,
pero
desarrollada con alegría, para lo cual ha de perder lo brutal que
tiene en
ciertas faenas. La segunda virtud de este patriotismo ha de ser
la
elevación de la cultura. Hasta ahora no ha sido ella una obligación
común;
poseerla parece dichosa excepción, y ha de constituir un simple
deber
hacia la época. Forma parte de la dignidad humana; ésta el la
verdad.
Y no ha de dejarnos satisfechos aquella semicultura que suele ser
cosa tan
triste como el analfabetismo, porque no teniendo la capacidad
verdadera,
tiene la pretensión y suele recibir hasta los honores de la
cultura
real. Necesitamos una cultura general e intensa que, en los mejor
dotados
por la naturaleza, será la fuente natural de descubrimientos
científicos
y de obras de arte y en los peor dotados, dará la comprensión
honrada
de la labor de aquéllos. Es necesario saber, y decirlo
sinceramente,
crudamente, que en la crítica que de Chile se hace en el
extranjero
el mediocrísimo nivel de instrucción en nuestra clase media y
el nivel
bajo que tiene la clase humilde, son una formidable acusación y
un
motivo bien explotado de inferioridad nacional que nuestros enemigos
presentan
ante las grandes naciones para degradarnos. Esta vez no podemos
defendernos;
nuestros servicios están muy lejos de tener el brillo de
nuestro
Ejército y nuestra Marina. Y hay que pensar en que negarle cultura
a un
país, es como negarle el alma a un hombre. La tercera virtud del
patriotismo
de la paz ha de ser la simpatía por el mundo, precisamente lo
opuesto
de lo que suelen predicarnos los hombres del odio. Somos un
pequeño
pueblo, todavía en formación, que necesita de todos; de unos, la
influencia
intelectual y de otros los capitales, para sus industrias.
Suelen
las naciones por mantener la pureza de la raza, hacer la decadencia
de ella
misma. La naturaleza en este, como en todo única maestra, nos
demuestra
que mezclarse no es perderse, que es sólo transformarse en un
sentido
de belleza y de valores. Por otra parte, tenemos demasiado próximo
el
horror de la guerra europea para que, mirando en el Viejo Mundo la obra
del
odio, no nos hagamos los hombres del amor en América, si debemos ser
mejores.
Nada de prolongar en nuestra carne pura la gangrena de una lucha
de razas
que ha sido en Europa un doble y terrible pecado contra el alma y
contra
la vida, contra el alma, puesto que anuló los valores morales;
contra
la vida, puesto que arruinó el Estado económico.
Demasiados
conocidos ya los episodios de la Independencia, para que su
elogio
sea necesario en esta disertación, aludiremos al terminar, el
desarrollo
más importante del período de paz, que es sin duda, la
formación
y el desarrollo de las nuevas ciudades.
A las
tierras que la espada conquistó, o cubrió defendiéndolas, fueron los
hombres
del esfuerzo a alzar ciudades. Alabemos a todos aquellos que han
elevado
un Chile de 1810, sin industrias, sin comercio, con menos de un
millón
de habitantes, al Chile de hoy, con cuatro millones y con puertos
bullentes
de navíos. Son los colonizadores. No les preguntemos de dónde
vinieron;
trajeron su fiebre de actividad, respetaron nuestras leyes, y
nos
basta. Lucharon en Antofagasta con el desierto, conocieron la sed y
los
peligros como el beduino árabe, en la pampa atroz, llagada de sol
implacable;
arrancaron al suelo sus tesoros y fueron creando los puertos,
hacia
los que trajeron, con los frutos perfumados de la zona tórrida, las
gentes
nuevas y laboriosas. Lucharon en Valdivia con la selva hostil y
formidable
como una divinidad bárbara y la vencieron y levantaron la
ciudad
sobre los muñones sangrientos del bosque, y llamaron a los hombres
a seguir
su obra, ya más dulce y más humana. A aquí en Magallanes, los
colonizadores
lucharon con la selva y la nieve polar, el monstruo negro y
la
blancura resplandeciente, pero mortal, hasta hacer de la tierra de los
lobos
marinos y del silencio, la tierra para los hombres, la capaz de
sustentar
gentes, y de darles, con el trabajo, la dignidad y la hermosura
de la
vida.
Y
alabemos a los que acudieron después a los campos desmontados, a hacer
palpitar
las máquinas febriles y a crear las industrias y el comercio. Por
ellos
fue una ciudad cubriendo el llano y haciendo retroceder la guirnalda
tenaz de
la selva. Ladrillo a ladrillo, muro a muro, la ciudad fue
naciendo.
Son los brazos deformados por el esfuerzo brutal, más divinos
que los
que se alzan en los bronces; son las manos oscuras que tronchando
los
robles y descuajando el carbón, al entregar el fuego entregan la vida;
son los
hombres silenciosos y anónimos que la fábrica o el campo devuelven
al
atardecer, y pasan, sin soberbia, como si ignoraran su propio poema,
por las
calles, los que nos hicieron y nos siguen haciendo día a día este
organismo
poderoso que es la ciudad moderna. Toda la región dice su lucha
contra
la naturaleza, y si un poeta no la alabara, como en el milagro
bíblico,
las piedras y los árboles la cantarían ... La llanura patagónica
es menos
grande que su corazón y que su faena.
Alabemos,
por último, a los hombres del espíritu, que abrieron la escuela
para dar
la ciencia que es como la esposa de los hombres libres. Uno de
estos
sembradores, el más fatigado de labor cayó hace meses no más sin
haber
puesto entre su cátedra y su sepultura ni un paréntesis de reposo
feliz.
Fue ese don Nicetas Krziwan, y hemos de decir su nombre en esta
fecha en
que él reunía a sus discípulos para vivir con ellos, en una
alocución,
las glorias de una patria hecha suya por el amor.
Todos
estos que he enumerado, exploradores, obreros, maestros, han hecho
un
pueblo, y no hay nada más grande que realizar en el mundo. Por sobre
las
diferencias de faenas, los unifica hasta confundirlos al fin y el
resultado
de belleza. Ni todos hablan nuestra lengua ni en todos está
nuestra
sangre. ¡No importa! A una patria le basta tener leyes justas,
para
hacerse amar; le basta para incorporarlos a ella ofrecerles una
tierra
vasta, y esta patria, como cualquiera otra, para ser noble ha de
tener,
como Cristo, abiertos sus brazos hacia todos los hombres de la
tierra.
Magallanes,
1919.
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