JUAN CARLOS
PORTANTIERO
EL
ORIGEN DE LA SOCIOLOGÍA
LOS PADRES
FUNDADORES
EN:
LA SOCIOLOGIA CLASICA: DURKHEIM Y WEBER.
ESTUDIO
PRELIMINAR.
¿Qué significa
el desarrollo de la Sociología? ¿De qué proviene que sintamos la necesidad de
aplicar la reflexión a las cosas sociales, sino de que nuestro estado social es
anormal, de que la organización colectiva es bamboleante, no funciona ya con la
autoridad del instinto, puesto que esto es lo que exige la reflexión científica
y su extensión a un nuevo orden de cosas?
Emile
Durkheim
Si
el origen histórico de la reflexión sobre los problemas sociales puede ubicarse
muchos siglos atrás, es un hecho que la sociología, como campo definido del
conocimiento, recién aparece al promediar el siglo XIX. Filosofías de la
sociedad y doctrinas para poner en marcha procesos de reformas aparecen en el
remoto pasado humano, a menudo ligadas a especulaciones religiosas y casi
siempre referidas a los problemas de organización de la sociedad y el Poder. En
el pensamiento occidental este proceso nace con los griegos, para prolongarse
sin mayores discontinuidades en la cultura medieval.
El
punto de ruptura de esa tradición, que permitirá progresivamente la constitución
autónoma del conjunto de las hoy llamadas ciencias sociales, se halla en el
Renacimiento. El precursor reconocido para este nuevo continente del
conocimiento será Nicolás Maquiavelo (1469-1527), cuya obra marca la liberación,
para la reflexión sobre la política, de sus condicionantes teológicas o
filosóficas. Lo que podríamos llamar ciencia política, esto es, teoría del
gobierno y de las relaciones entre el gobierno y la sociedad, es el primer campo
secularizado del saber que habrá de irse constituyendo dentro del orden más
vasto de las ciencias sociales. Campo en el que coexisten al lado de las
prescripciones de lo científico –aún balbuceante– las sutilezas del “arte”, es
decir, los cánones para la acción que permitan diferenciar al “buen” del “mal”
gobierno.
Esta
anticipación de la teoría política sobre el resto de las otras disciplinas no se
debe al azar. El origen y el desarrollo de cada campo del conocimiento se
vincula siempre con las preguntas que plantea el desenvolvimiento social. El
surgimiento de las naciones y de los estados centralizados ponía en el centro
del debate el tema de la organización del poder que, bajo el modo de producción
capitalista entonces en expansión, no podía ser pensado sino como un contrato
voluntario entre sujetos jurídicamente iguales. Hobbes, Locke, Montesquieu,
Rousseau, son algunos de los jalones en ese camino de constitución de un nuevo
saber, más riguroso, sobre el sentido de las relaciones sociales entre los
hombres. Lo social y lo político, que hasta entonces aparecía como algo dado,
invariante, fijo, absolutamente regulado por un sistema organizativo que no
distinguía lo público de lo privado, comienza a ser pensado como un proceso de
construcción colectiva en el que el hombre precede a la sociedad, la crea y la
organiza. Nace la idea del “contrato social”, de la soberanía popular y de las
formas de representación de esa soberanía que, con distintos matices, recorre el
pensamiento político desde el siglo XVI.
Este
es un producto, en el plano de la teoría, de la generalización de las relaciones
mercantiles: el nacimiento de la ciencia política, la primera –cronológicamente–
de las nuevas ciencias sociales.
El
segundo movimiento corresponde a la economía política. William Petty, Adam Smith
y David Ricardo significan en el plano del pensamiento económico lo que Hobbes,
Locke o Montesquieu en el de la reflexión sobre las relaciones entre la sociedad
y el poder. Las etapas de fundación de la economía política siguen también los
ritmos del desarrollo de la sociedad: en un principio eran los problemas del
cambio, de la circulación, los predominantes; más tarde, especialmente a partir
del siglo XVIII, la atención se dirigirá a los problemas de la producción. Es
que comenzaba la Revolución Industrial.
Tanto
la ciencia política cuanto la economía política no eran concebidas por sus
fundadores como compartimientos cerrados, como disciplinas irreductibles. Eran,
en realidad, fragmentos de una única ciencia de la sociedad. En algunos casos
los campos de interés común se entrelazaban en un solo individuo: Locke ha
pasado a la historia de las ideas como precursor de la ciencia política y
también de la economía política. Hechos políticos y hechos económicos eran
concebidos, en general, como fenómenos que se cruzaban y se condicionaban
mutuamente.
El
origen de la sociología
Ya
casi pertenece al sentido común definir a la sociología como “ciencia de la
crisis”. La definición, ambigua, merece ser aclarada, sobre todo porque para
algunos el acople del término de crisis importa cargar a la sociología con un
contenido intrínsecamente transformador o aun revolucionario. Piénsese, por
ejemplo, en la desconfianza con que el pensamiento más cerradamente
tradicionalista observa contemporáneamente a esta disciplina, a la que le
atribuye poco menos que significados destructivos del orden
social.
Nada
más lejano a esos propósitos podrá encontrarse, sin embargo, en la génesis de la
sociología, el tercero de los grandes campos del conocimiento referido a las
relaciones entre los hombres que surgirá después del Renacimiento. La sociología
es un producto del siglo XIX y en ese sentido puede decirse, efectivamente, que
aparece ligada a una situación de crisis. Pero la respuesta que a ella
propondrá, desde sus fundadores en adelante, es antes bien que revolucionaria,
conservadora o propulsora de algunas reformas tendientes a garantizar el mejor
funcionamiento del orden constituido.
En
este sentido, el origen de la sociología se diferencia nítidamente del
desarrollo de la ciencia política y de la economía. Ambas, girando alrededor de
las ideas de contrato y de mercado, sostenidas sobre el principio de la igualdad
jurídica de los hombres, construían las teorías específicas que generalizaban,
en el plano del pensamiento, las relaciones sociales históricamente necesarias
al desenvolvimiento del capitalismo. Complementaban en esta forma los avances de
las ciencias naturales contribuyendo a la secularización del mundo, a la
proyección del hombre burgués al plano de dueño y no de esclavo de la naturaleza
y de la sociedad.
El
nacimiento de la sociología se plantea cuando ese nuevo orden ha empezado a
madurar, cuando se han generalizado ya las relaciones de mercado y el
liberalismo representativo, y en el interior de la flamante sociedad aparecen
nuevos conflictos, radicalmente distintos a los del pasado, producto del
industrialismo.
El
estímulo para la aparición de la sociología es la llamada Revolución Industrial;
mejor, la crisis social y política que dicha transformación económica genera.
Con ella aparece un nuevo actor social, el proletariado de las fábricas,
vindicador de un nuevo orden social, cuando todavía estaban calientes las ruinas
del “ancien Régime” abatido por la Revolución Francesa. Para dar respuesta a las
conmociones que esta presencia señala, en el plano de la teoría y de la práctica
social, aparecerán dos vertientes antitéticas: una será la del socialismo
–proyectado del plano de la utopía al de la ciencia por Karl Marx–; la otra lo
que configura la tradición sociológica clásica.
El
orden estamental del precapitalismo aseguraba una unificación entre lo social y
lo político-jurídico. El capitalismo disolvería esta identidad entre lo público
y lo privado y con ello la idea de la armonía de un orden integrado. La
sociología arrancará de este dato para intentar reconstruir las bases del orden
social perdido; de aquella antigua armonía sumida ahora en el caos de la lucha
de clases.
En
ese sentido, nace íntimamente ligada con los objetivos de estabilidad social de
las clases dominantes. Su función es dar respuestas conservadoras a la crisis
planteada en el siglo XIX. Es una ideología del orden, del equilibrio, aun
cuando sea, al mismo tiempo, testimonio de avance en la historia del saber, al
sistematizar, por primera vez, la posibilidad de constituir a la sociedad como
objeto de conocimiento. Al romper la alienación con el Estado, los temas de la
sociedad –de la sociedad civil– pasan a ser motivo autónomo de investigación: es
el penúltimo paso hacia la secularización del estudio sobre los hombres, y sus
relaciones mutuas; el psicoanálisis, en el siglo XX, conquistará un nuevo
territorio, el de la indagación sobre las causas profundas de la
conducta.
La
magnitud de los problemas que plantea la sociedad como objeto de conocimiento
impone un abordaje científico. La filosofía social o política, las doctrinas
jurídicas, no pueden ya dar cuenta de los conflictos colectivos impulsados por
la crisis de las monarquías y por la Revolución Industrial. Para quienes serán
los fundadores de la sociología, ha llegado la hora de indagar leyes científicas
de la evolución social y de instrumentar técnicas adecuadas para el ajuste de
los conflictos que recorren Europa.
La
ciencia social, a imagen de las ciencias de la naturaleza, debía constituirse
positivamente. En realidad su status no sería otro que el de una rama de
la ciencia general de la vida, necesariamente autónoma, porque el resto de las
ciencias positivas no podía dar respuesta a las preguntas que la dinámica de las
sociedades planteaba, pero integrada a ellas por idéntica actitud
metodológica.
La
sociedad, así, será comparable al modelo del organismo. Para su estudio habrá
que distinguir un análisis de sus partes –una morfología o anatomía– y otro de
su funcionamiento: una fisiología. Así definía Saint-Simon las tareas de la
nueva ciencia: “Una fisiología social, constituida por los hechos materiales que
derivan de la observación directa de la sociedad y una higiene encerrando los
preceptos aplicables a tales hechos, son, por tanto, las únicas bases positivas
sobre las que se puede establecer el sistema de organización reclamado por el
estado actual de la civilización”. Fisiología e Higiene: no pura especulación
sino también la posibilidad de instrumentar “preceptos aplicables” para la
corrección de las enfermedades del organismo social.
Este
positivismo, que exigía estudiar a la sociedad como se estudia a la naturaleza,
iba a encontrar su método en el de la biología, rama del conocimiento en
acelerada expansión durante el siglo XIX. Para Emile Durkheim, que representa a
la sociología ya en su momento de madurez, el modelo que apuntalará a su
fundamental Las reglas del método sociológico (1895) será la
Introducción al estudio de la medicina experimental (1865) del fisiólogo
Claude Bernard.
Pero
el positivismo con el que se recubre y virtualmente se confunde el origen de la
sociología, tendrá también otro sentido, no meramente referido a la necesidad de
constituir el estudio de la sociedad como una disciplina científica. Positivismo
significa también reacción contra el negativismo de la filosofía
racionalista de la Ilustración, contemporánea de la Revolución
Francesa.
En
realidad, los dos significados se cruzaban. La tradición revolucionaria del
Iluminismo operaba a través del contraste entre la realidad social tal cual era
y una Razón que trascendía el orden existente y permitía marcar la miseria, la
injusticia y el despotismo. En ese sentido, en tanto crítica de la realidad, era
considerada como una “filosofía negativa”.
El
punto de partida de la escuela positiva era radicalmente distinto. La realidad
no debía subordinarse a ninguna Razón Trascendental. Los hechos, la experiencia,
el reconocimiento de lo dado, predominaban sobre todo intento crítico, negador
de lo real. Hasta aquí, este rechazo del trascendentalismo estimula la
posibilidad de un avance del pensamiento científico por sobre la metafísica o la
teología. Pero esta supeditación de la ciencia a los hechos implicaba,
simultáneamente, una tendencia a la aceptación de lo dado como
natural.
La
sociedad puede incluir procesos de cambio, pero ellos deben estar incluidos
dentro del orden. La tarea a cumplir es desentrañar ese orden –es decir
desentrañar las leyes que lo gobiernan–, contemplarlo y corregir las
desviaciones que se produzcan en él. Así, todo conflicto que tendiera a destruir
radicalmente ese orden debía ser prevenido y combatido, lo mismo que la
enfermedad en el organismo.
Con
esta carga ideológica nace la sociología clásica. En la medida en que busca
incorporar a la ciencia el estudio de los hechos sociales por vía del modelo
organicista, desnuda su carácter conservador. Este rasgo incluye a todos sus
portavoces, aunque existan ecuaciones personales o culturales que diferencien a
cada uno. Entre esas diferencias culturales importantes –porque marcarán
derroteros distintos dentro de una misma preocupación global– están las que
separan a la tradición ideológica alemana de la francesa. Max Weber será la
culminación de la primera y Emile Durkheim de la segunda. Y aunque ese diferente
condicionamiento cultural hace diferir radicalmente sus puntos de partida, sus
preocupaciones últimas –como lúcidamente lo advirtiera Talcott Parsons, el
teórico mayor de la sociología burguesa en este siglo– se
integrarán.
Los
padres fundadores
La
sociología se estructura a partir de una doble discusión. Si en su madurez el
adversario es el marxismo, en su mocedad busca saldar cuentas con el Iluminismo.
Los pensadores racionalistas del siglo XVIII aparecen así como un antecedente
directo de la sociología, porque son los primeros que abren un campo de
investigación más o menos sistemático: el que lleva a descubrir leyes del
desarrollo social.
Uno
de esos escritores será particularmente significativo, Montesquieu (1689-1755),
a quien se prefiere recordar, sin embargo, como teórico de la ciencia política.
Durkheim, en cambio, lo menciona con razón como un precursor de la
sociología.
Es
cierto que el tema de Montesquieu es el análisis de las instituciones políticas,
pero la perspectiva con que lo encaraba era ya sociológica. En el prólogo a
El Espíritu de las Leyes, su obra más conocida, escribía: “Comencé a
examinar a los hombres con la creencia de que la infinita variedad de sus leyes
y costumbres no era únicamente un producto de sus caprichos. Formulé principios
y luego vi que los casos particulares se ajustaban a ellos; la historia de todas
las naciones no sería más que la consecuencia de tales principios y toda ley
especial está ligada a otra o depende de otra más general”. Para Montesquieu las
instituciones políticas dependen del tipo de Estado y éste, a su vez, del tipo
de sociedad. Por ello –deducía– no hay ningún tipo de régimen político
universalmente aceptable: cada sociedad debía constituir el suyo, de acuerdo a
sus particularidades. Este relativismo aleja a Montesquieu de sus
contemporáneos, partidarios de una Racionalidad universal, y en ese sentido
anticipa la crítica que los fundadores de la sociología habrán de aplicar a la
cosmovisión trascendentalista de los iluministas.
Montesquieu
piensa que es posible construir una tipología de sociedades, basada en la
experiencia histórica, y ordenada en una sucesión temporal de progresiva
complejidad. Este desarrollo creciente de las estructuras económicas y sociales
provoca modificaciones en el Estado. Lo que cambia son las formas de solidaridad
entre los individuos, desde las sociedades primitivas más simples hasta las más
modernas, caracterizadas por una compleja división del trabajo. Esta idea de
Montesquieu sobre los cambios en los tipos de solidaridad generados por la
división social del trabajo, será más tarde retomada casi literalmente por
Durkheim.
La
construcción de una tipología de sociedades, que permitiera la comparación entre
ellas y, por otra parte, la intención de encontrar leyes de lo social, junto con
una serie de hipótesis acerca de las relaciones entre el desarrollo social y el
desarrollo político, permiten considerar legítimamente a Montesquieu como un
precursor, como el primero de los pensadores adscriptos a la filosofía de la
Ilustración que tiende un puente conceptual hacia el desarrollo de la sociología
como disciplina centrada en un objeto autónomo de
conocimiento.
Los
principios del Iluminismo encontrarán su encarnación política en la Revolución
Francesa de 1789. Pero, pese al optimismo de los racionalistas, la crisis de las
monarquías y el desarrollo del capitalismo industrial no provocaron un ingreso
al reino del equilibrio social, sino todo lo contrario. Surge así la reacción
antiiluminista, la nostalgia por el orden perdido, la filosofía de la
restauración. El orden frente al cambio, lo sagrado frente a lo profano, la
autoridad frente a la anarquía; estas son las antinomias levantadas por la
ideología tradicionalista que se desarrollará particularmente en Francia,
inspirada en Louis de Bonald (1754-1850) y Joseph de Maistre
(1754-1821).
Este
pensamiento reaccionario es otro de los eslabones importantes en el proceso de
constitución de la sociología. Detrás de él se mueve explícitamente una
reivindicación del orden medieval, de su unidad, de su armonía. Como señala
Robert Nisbet, “el redescubrimiento de lo medieval –sus instituciones, valores,
preocupaciones y estructuras– es uno de los acontecimientos significativos de la
historia intelectual del siglo XIX”.
Esto
es muy claro en pensadores como los citados de Bonald, de Maistre o el inglés
Edmond Burke, pero la idea aparecerá también en los fundadores de la sociología,
aun cuando en su visión será la ciencia la que deberá reemplazar a la religión
de los tradicionalistas en su carácter de principal elemento integrador de la
sociedad.
Nisbet
ha señalado1 que las cinco ideas-elementos esenciales de la
sociología, que estarán presentes en todos los teóricos clásicos, se vinculan
con el pensamiento conservador, preocupado profundamente por las consecuencias
desintegradoras del conflicto de clases. Ellas son: comunidad, autoridad, lo
sagrado, status y alienación. En efecto, todas son tema principal en
Saint-Simon, en Comte, en Tönnies, en Durkheim o en Weber. Pero es posible dar
un paso más que el mero listado de estas ideas-fuerza; la sociología clásica
obtiene también del pensamiento tradicionalista una serie de proposiciones
entrelazadas acerca de la sociedad. Especialmente la concepción de ésta como un
todo orgánico, superior (y exterior) a los individuos que la componen, unificado
en sus elementos por valores que le dan cohesión y estabilidad y que
proporcionan sustento a las normas que reglan la conducta de los individuos y a
las instituciones en las que esas conductas se desenvuelven. Si esos valores,
esas normas y esas instituciones se alteran, la sociedad entrará en un proceso
de desgarramiento y de desintegración. El tema central es, pues, el orden
social; el cambio, la transformación sólo será un caso especial, controlado, del
equilibrio, postulado simultáneamente como punto de arranque metodológico para
el estudio científico de la sociedad y como ideal al que debe tender la
humanidad.
Habitualmente
se considera a Auguste Comte (1798-1857) como el fundador de la sociología. En
rigor, él es el inventor de la palabra, contra su voluntad, porque en un
principio había bautizado a su disciplina como “física social”, término que a su
juicio simbolizaba mejor sus intenciones de asimilar el estudio de los fenómenos
sociales a la perspectiva de las ciencias naturales.
Pero
más allá que la expresión introducida por él eternice a Comte como el padre de
la sociología, el conde Claude Henri de Saint-Simon (1760-1825) puede
reivindicar ese carácter con mejores títulos. Para algunos historiadores,
incluso, Comte no haría más que plagiar –dándole un sentido más conservador– a
la teoría saintsimoniana.
De
hecho ambos autores estuvieron en estrecha relación: Comte fue secretario de
Saint-Simon entre 1817 y 1823 y colaboró con él en la redacción del Plan de
las operaciones científicas necesarias para la reorganización de la
sociedad, trabajo en el que se sostenía que la política debía convertirse en
“física social”, cuya finalidad era descubrir las leyes naturales de la
evolución de la sociedad. Esta “física social” haría ascender al estudio de la
sociedad a la tercera etapa por la que tienen que pasar todas las disciplinas:
la positiva, culminación de los dos momentos anteriores del espíritu humano, el
teológico y el metafísico.
Esta
vinculación con Comte –quien señaló siempre su deuda con de Maistre y de Bonald–
parece chocar con una imagen difundida de Saint-Simon como precursor del
socialismo, como “socialista utópico”. En primer lugar, cabe señalar que el
pensamiento de Saint-Simon está plagado de tensiones internas que
alternativamente pueden ofrecer una perspectiva revolucionaria o conservadora.
En segundo lugar no es al propio Saint-Simon a quien se debe adscribir al
socialismo utópico sino sobre todo a sus discípulos, en especial Bazard y
Enfantine, quienes entre las revoluciones del 30 y del 48 avanzaron
resueltamente en una dirección social y política anticapitalista. En Saint-Simon
se fusionan elementos progresivos y conservadores. Por un lado, admiraba el
orden social integrado del medioevo, pero por el otro ha quedado en la historia
del pensamiento como un teórico del industrialismo y como un profeta de la
sociedad tecnocrática. Tenía sobre la “escuela retrógrada”, como la llamaba, de
de Maistre y de Bonald un doble juicio. Por un lado –dice– han establecido “de
una manera elocuente y rigurosa” la necesidad de reorganizar a Europa de manera
sistemática, “necesaria para el establecimiento de un orden de cosas sosegado y
estable”. Por otro lado, al intentar “restablecer la tranquilidad”
reconstruyendo el poder teológico, y al señalar que “el único sistema que puede
convenir a Europa es aquel que había sido puesto en práctica antes de la reforma
de Lutero” yerran totalmente, pues “al sentido común repugna directamente la
idea de retroceso en civilización”. La pasión dominante del sentido común es “la
de prosperar mediante trabajos de producción y (...) por consiguiente no puede
ser satisfecha más que mediante el establecimiento del sistema
industrial”.
El
conocimiento científico deberá ocupar en la nueva sociedad el papel que la fe
religiosa ocupaba en la sociedad antigua. El sistema industrial del futuro será
gobernado autoritariamente por una élite integrada por científicos y por
“productores”, en los que Saint-Simon agrupa tanto a los capitalistas como a los
asalariados. Esta élite aseguraría la unidad orgánica de la sociedad, perdida
tras la destrucción del orden medieval, con la Ciencia ocupando el lugar de la
Religión, los técnicos el de los sacerdotes y los industriales el de los nobles
feudales.2 Esta
concepción, ciertamente, tiene muy poco que ver con el socialismo, utópico o
científico. Su mérito es haber reconocido en las leyes económicas el fundamento
de la sociedad. Esta conexión del análisis social con el análisis económico se
acentuará con la influencia que sobre él ejercen los Nuevos principios de
Economía Política de Sismondi (1773-1842), publicados en 1819. En ese texto,
uno de los pilares del anticapitalismo romántico, Sismondi señala que la
finalidad de la economía política es estudiar la actividad económica desde el
punto de vista de sus consecuencias sobre el bienestar de los hombres. De allí
arrancan, ambiguamente, nuevas preocupaciones de Saint-Simon sobre la situación
de las clases más pobres, aun sin llegar al nivel de las formulaciones
sismondianas que reconocen la existencia de un conflicto despiadado en el
interior de la clase de los “productores”, entre asalariados y
propietarios.
Esta
apertura la ensancharán sus discípulos que, en 1828, tres años después de la
muerte de Saint-Simon, crean la escuela saintsimoniana y comienzan a desarrollar
una tarea que violentará en mucho las conclusiones del
maestro.
En
1825 Francia había sido sacudida por una primera crisis general: las
consecuencias sociales del sistema industrial comenzaban a estar a la vista y
entre 1830 y 1848 la lucha de clases sacudirá al país. Los saintsimonianos
cambiarán de auditorio: ya no escribirán para los industriales sino,
preferentemente, para los intelectuales y para el pueblo, aunque no siempre con
buena fortuna. Ideas que no aparecían en Saint-Simon, como la de lucha de clases
o críticas violentas a la propiedad privada y a la nueva explotación capitalista
son comunes en sus textos, ellos sí adscriptos al socialismo utópico. En su
sistema de pensamiento, economía, sociedad y política aparecen íntimamente
relacionadas en una visión crítica y totalizadora.
Luego
de ellos –y notablemente con otro discípulo de Saint-Simon, Comte– esa unidad se
parcelará. El punto de partida metodológico de la sociología clásica, como
señala Lukacs, será el postulado de la independencia de los problemas sociales
con respecto a los económicos. Cada ciencia social extremará hasta la irritación
los pruritos de su “autonomía” con respecto a las otras: por un lado la
sociología, independiente de la economía y la ciencia política; por otro, desde
el triunfo de la escuela marginalista, la economía “pura”. Ambas limitadas a una
observación de la correlación entre los hechos.
Claro
está que esta exacerbación de la autonomía puede aportar conocimiento
científico, más allá del carácter ideológico de la teoría que la sustenta. Pero,
aferrados a “los hechos”, “a lo dado”, al nivel de las apariencias, las ciencias
sociales fragmentadas se enfrentarán a preguntas que no podrán responder o que
ni siquiera podrán plantearse, porque su formulación depende de una visión
globalizadora y dinámica de la totalidad de las relaciones sociales en un modo
de producción históricamente determinado. Citando otra vez a Samir Amin: “La
única ciencia posible es la de la sociedad, porque el hecho social es único: no
es ‘económico’ o ‘político’ o ‘ideológico’, etc., aunque el hecho social pueda
ser aproximado hasta un cierto punto bajo un ángulo particular, el de cada una
de las disciplinas universitarias tradicionales (la economía, la sociología, la
ciencia política, etc.). Pero esta operación de aproximación particular podrá
ser científica en la medida en que sepa medir sus límites y preparar el terreno
para la ciencia social global”.
La
autonomía de la sociología será finalmente fundada por Comte. A más de un siglo
de publicadas sus obras, ellas adolecen para el lector contemporáneo de una
antigüedad insanable; el contacto con ellas es, hoy, una tarea de
arqueólogos.
Comte
no hace más que resumir ideas ya circulantes en su tiempo e integrarlas a un
discurso pomposamente “totalizador”. Sin Saint-Simon y sus intuiciones quedaría
muy poco de Comte, cuya tarea fundamental consistió en depurar al saintsimonismo
de sus tensiones utopistas y enfatizar sus contenidos conservadores. El objetivo
de sus trabajos –Curso de filosofía positiva (1830-1842) y Sistema de
política positiva (1851-1854)– es contribuir a poner orden en una situación
social que definía como anárquica y caótica, mediante la construcción de una
ciencia que, en manos de los gobernantes, pudiera reconstruir la unidad del
cuerpo social. Su deuda con de Bonald y de Maistre era explícita, pero del mismo
modo que Saint-Simon, difería con “la escuela retrógrada” en cuanto no creía en
la posibilidad de una restauración puntual de “l’ancien
régime”.
Comte
incorpora a su discurso la idea de la evolución y del progreso, pero, en tanto
conservador, suponía que los cambios debían estar contenidos en el orden. La
sociedad debía ser considerada como un organismo y estudiada en dos dimensiones,
la de la Estática Social (análisis de sus condiciones de existencia; de su
orden) y la de la Dinámica Social (análisis de su movimiento; de su progreso).
Orden y Progreso se relacionan estrechamente. El primero es posible sobre la
base del consenso, que asegura la solidaridad de los elementos del sistema. El
segundo, a su vez, debe ser conducido de tal manera que asegure el mantenimiento
de la solidaridad, pues de otro modo la sociedad se
desintegraría.
En
realidad, la idea de evolución es la del desarrollo sucesivo de un principio
espiritual de acuerdo con el cual la humanidad pasaría por tres etapas, la
teológica, la metafísica y la positiva. Esta última sería capaz de sintetizar
los polos de orden inmóvil y de progreso anárquico que caracterizaron a las dos
primeras etapas. La etapa positiva marcaría según Comte la llegada al estado
definitivo de la inteligencia humana y colocaría, en una nueva categorización
jerárquica de las ciencias, a la sociología en la cima de ellas. La sociología o
física social, esto es, "la ciencia que tiene por objeto el estudio de los
fenómenos sociales considerados con el mismo espíritu que los astronómicos, los
físicos, los químicos o los fisiológicos, es decir, sujetos a leyes naturales
invariables, cuyo descubrimiento es el objeto especial de
investigación”.
Tal
conocimiento permitiría a los gobernantes acelerar el progreso de la humanidad
dentro del orden. La nueva política positiva sólo podría ser aplicada por una
élite autoritaria; así, Comte habría de enviar su libro al zar Nicolás I de
Rusia, “jefe de los conservadores de Europa”, señalándole que sus teorías
estaban básicamente pensadas para la autocracia. El mismo Comte se autoproclamó,
hacia el final de sus días, como el papa de una nueva religión, la
positiva.
La
vinculación al positivismo, verdadero punto de arranque de la sociología
clásica, con los intereses políticos de quienes buscaban conservar el orden
social, será todavía más clara en Herbert Spencer (1820-1903). Su obra coincide
con el esplendor victoriano, es decir, con la consolidación de su país, Gran
Bretaña, como potencia hegemónica mundial.
Spencer
fue mucho más positivista –en el sentido de intentar aplicar a lo social el
método científico-natural– que Comte, a quien incluso atacó. Para Spencer no
existían diferencias metodológicas en el estudio de la naturaleza y de la
sociedad. El principio que unificaba ambos campos era el de la evolución; las
leyes de la misma, propuestas por la biología, eran universalmente válidas. Es
notorio que detrás de Spencer están las teorías de Darwin, quien publica El
origen de las especies en 1859, tres años antes de que comiencen a aparecer
los copiosos tratados de Spencer, diez volúmenes que abarcan la sociología, la
psicología, la ética y la biología.
La
teoría de Spencer no hace más que consagrar triunfalmente el predominio del
capitalismo libreempresista y la influencia imperialista británica. Ferozmente
individualista, toma de Darwin el principio de la supervivencia de los más aptos
y los traslada al campo social para justificar la conquista de un pueblo por
otro. Partidario extremo del laissez faire propugna la desaparición de
toda intervención estatal: uno de sus libros (1884) se llama El hombre contra
el Estado. Esto marca, ciertamente, una separación radical del paternalismo
político comtiano; a diferencia de éste,
Spencer señalaba que la sociología debía demostrar que los hombres no
debían intervenir sobre el proceso natural de las sociedades. Paradojalmente,
esta ciencia spenceriana, que de manera transparente no era otra cosa que la
con-ciencia de las clases dominantes británicas de su tiempo, influyó
considerablemente sobre élites de sociedades dependientes, como la propia
argentina de fines de siglo.
No
es difícil establecer las vinculaciones estrechas que existen entre los
problemas de la sociedad francesa y la teoría de Comte o la era victoriana en
Inglaterra y los principios de Spencer. La misma relación podría postularse
entre la Alemania de la segunda mitad del siglo XIX y la obra de Ferdinand
Tönnies (1855-1936), principal representante de la otra vertiente significativa
en los orígenes de la sociología clásica.
La
sociología es un fruto tardío en Alemania, con relación a Francia e Inglaterra.
La posibilidad de constituir un campo de conocimiento autónomo para los hechos
sociales fue primero rechazada a partir de la consideración que los problemas
sociales no eran otra cosa que problemas políticos del Estado, integrables en la
ciencia jurídica. Esta tradición, que duró bastantes años, fue reemplazada por
otra, igualmente negativa frente a las pretensiones de la sociología, pero
basada en argumentos de tipo epistemológico.
En
efecto, lo que está en discusión a fines del siglo XIX en Alemania es la
legitimidad de construcción de una ciencia de lo social equiparable a las
ciencias de la naturaleza. La orientación dominante, de origen neokantiano,
rechaza la posibilidad de aplicar métodos analíticos al mundo del hombre. Surge
así la distinción entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu,
culminación de la distinción kantiana entre Razón Pura y Razón Práctica. Sólo lo
fenoménico, lo material, puede ser conocido; lo cultural, lo propio del espíritu
sólo puede ser intuido. Los hechos históricos son únicos e irrepetibles; es
inútil buscar en ellos regularidades o invariantes para determinar leyes, tal
como lo hacen las ciencias naturales.
En
ese clima cultural, fuertemente marcado por el historicismo y por el rechazo al
cientificismo positivista y al marxismo, surge Tönnies cuya importancia –más
allá de sus aportes propios, que recogerán luego otras teorías– estriba sobre
todo en haber abierto el camino para una obra como la de Max
Weber.
El
libro fundamental de Tönnies es Comunidad y Sociedad, publicado en 1887.
La sociología aparece en él como conocimiento de las relaciones sociales y
éstas, a su vez, sólo pueden ser concebidas como producto de la voluntad de los
hombres. Dos tipos básicos de relación entre los hombres son los de “comunidad”
y “sociedad”. Ejemplo de la primera es la familia, el vecindario, el grupo de
amigos. Su característica es estar fundada sobre lazos naturales, asimilados al
modelo de un organismo. Ejemplo de sociedad sería la ciudad o el Estado,
fundados sobre el contrato, la racionalidad, el cálculo y asimilados los lazos
que unen a sus elementos con las piezas de una máquina.
Esta
tipología reaparecerá, directa o indirectamente, en Max Weber (quien utiliza las
definiciones de Tönnies sobre comunidad y sociedad explícitamente) y aun en
Durkheim, para quien los lazos de solidaridad que constituyen la comunidad
conformarán lo que llama solidaridad mecánica, y los que constituyen la sociedad
serán equivalentes a los de la solidaridad orgánica. Comunidad y Sociedad eran,
para Tönnies, lo que Weber llamaría después “tipos-ideales”: esto es, jamás se
dan puros en la realidad, pero, como extremos de una polaridad de relaciones
sociales, sirven para la confrontación comparativa y para el análisis de las
formas sociales concretas.
Saint-Simon,
Comte, Spencer, Tönnies y otros que podrían agregarse, comportan en conjunto una
suerte de prehistoria de la sociología clásica. En buena medida, como lo hemos
señalado, sus obras han perdido en sí mismas toda actualidad. Pero las
preocupaciones metodológicas que incorporan, tensionadas por el naturalismo y el
historicismo; la línea general que preconizan, en relación con la sociedad,
marcada por un afán conservador; incluso buena parte de los conceptos que
aportan, configuran un capítulo relevante para el ingreso de la sociología a su
etapa de madurez. En ésta, dos figuras habrán de desempeñar un papel
sobresaliente, muy por encima del de sus contemporáneos: Emile Durkheim y Max
Weber.
Durkheim:
el problema del orden
Emile
Durkheim nace en el año 1858 y muere en 1917. Su madurez intelectual abarca el
duro período de consolidación y crisis de la Tercera República francesa, en la
que la política de los liberales, anticlerical y antitradicionalista, pero
también duramente represiva frente a las reivindicaciones del movimiento obrero,
sufre los embates del neobonapartismo de Boulanger y del antisemitismo y
nacionalismo expresados en el proceso Dreyfus. Judío, descendiente de rabinos,
Durkheim fue un producto claro del laicismo y del cientificismo de esa Francia
republicana que se erigía luego de Luis Bonaparte, de la guerra con Alemania y
de la Comuna de París. En ese entorno, Durkheim asume una misión: colaborar en
la consolidación de un orden moral que le diera a la nación francesa la
estabilidad del antiguo régimen, pero fundada sobre otras
bases.
Su
pregunta central es, pues, una pregunta sobre el orden: ¿cómo asegurarlo en la
compleja sociedad industrial en donde los lazos tradicionales que ataban al
individuo a la comunidad están rotos?
En
uno de sus libros fundamentales, El suicidio, publicado en 1897, Durkheim
señala que la felicidad del ser humano sólo es posible si éste no exige más de
lo que le puede ser acordado. Pero “¿cómo fijar la cantidad de bienestar, de
comodidad, de lujo, que puede perseguir legítimamente un ser humano?”. Los
límites –añade– no deben buscarse ni en su constitución orgánica, ni
psicológica. Librado a sí mismo el hombre se plantea fines inaccesibles y así
cae en la decepción. En nombre de su propia felicidad, pues, habrá que conseguir
que sus pasiones sean contenidas hasta detenerse en un límite que sea reconocido
como justo. Ese límite debe ser impuesto a los hombres desde afuera por un poder
moral indiscutido que funde una ley de justicia. Pero ella “no podrán dictársela
ellos mismos; deben recibirla de una autoridad que respeten y ante la cual se
inclinen espontáneamente. Unicamente la sociedad, ya directamente y en su
totalidad, ya por mediación de uno de sus órganos, está en condiciones de
desempeñar ese papel moderador; porque ella es el único poder moral superior al
individuo y cuya superioridad es aceptada por
éste”.3
El
orden moral es, pues, equivalente al orden social. Este, a su vez, se expresa
como un sistema de normas que, por su parte, se constituyen en instituciones. La
sociología es el análisis de las instituciones; de la relación de los individuos
con ellas.
Esta
preocupación aparece nítida desde sus primeras obras. En 1893 publica su tesis
de doctorado, La división del trabajo social, cuyo eje problemático es ya
la relación entre el individuo y la sociedad. El supuesto es que hay una
primacía de la sociedad sobre el individuo y que lo que permite explicar la
forma en que los individuos se asocian entre sí es el análisis de los tipos de
solidaridad que se dan entre ellos. Durkheim reconoce dos: la solidaridad
mecánica y la solidaridad orgánica.
En
el primer tipo, vinculado a las formas más primitivas, la conexión entre los
individuos –esto es, el orden que configura la estructura social– se obtiene
sobre la base de su escasa diferenciación. Es una solidaridad construida a
partir de semejanzas y, por lo tanto, de la existencia de pocas posibilidades de
conflicto.
La
solidaridad orgánica es más compleja. Supone la diferenciación entre los
individuos y como consecuencia la recurrencia de conflictos entre ellos, que
sólo pueden ser zanjados si hay alguna autoridad exterior que fije los límites.
Es la solidaridad propia del industrialismo. Esa autoridad, esa fuerza externa
–moral, social, normativa– es la conciencia colectiva, que no está
constituida por la suma de las conciencias individuales, sino que es algo
exterior a cada individuo y resume el conjunto de creencias y sentimientos
comunes al término medio de una sociedad. Es esta conciencia colectiva la que
modela al individuo, la que permite finalmente que la sociedad no se transforme
en una guerra de todos contra todos. Estas ideas se perfilan mejor en otro
trabajo, el ya citado El suicidio, texto que, además de afinar la teoría
sustantiva que Durkheim tiene sobre la sociedad, se ha transformado en un
clásico de la investigación empírica, en un modelo todavía utilizado como
ejemplo del tratamiento específico de relaciones entre variables para probar
conexiones causales.
¿Por
qué tratar de explicar el suicidio en términos de la sociología? ¿No se trata,
acaso, de problemas individuales, cuyo campo de conocimiento sería la
psicología? En efecto, la psicología puede estudiar el suicidio, pero si en
lugar de ver en ellos acontecimientos aislados, consideramos a los suicidios en
conjunto, durante una unidad de tiempo y en una sociedad dada, esto ya
constituye un hecho nuevo, superior a la suma de los actos individuales: es un
hecho social. Y el estudio de los hechos sociales es el terreno de la
sociología.
Durkheim
tipifica tres tipos de suicidio: el altruista, el egoísta, el
anómico.
El
egoísta sería aquel tipo de suicidio motivado por un aislamiento demasiado
grande del individuo con respecto a la sociedad. Es el suicidio de los
marginados, de los solitarios, de los que no tienen lazos fuertes de solidaridad
social.
El
suicidio altruista correspondería al otro extremo; si el hombre se mata cuando
está desligado de la sociedad, también lo hace cuando está demasiado fuertemente
ligado a ella. El medio social en el que el suicidio altruista exista en estado
crónico es el orden militar. Sin un alto nivel de integración de sus miembros,
no existe ejército. De tal modo, cualquier obstáculo que corroa esa fuerte
solidaridad puede transformarse para el individuo en un impulso suicida. El
punto de partida empírico de Durkheim para la explicación del suicidio altruista
es que en su tiempo las estadísticas europeas marcaban que la tasa de muertes
voluntarias entre los militares era muy superior a la de la población
civil.
Pero
en realidad el tipo más significativo de suicidio es el suicidio anómico. Anomia
significa ausencia de normas. El suicida por anomia es aquel que no ha sabido
aceptar los límites que la sociedad impone; aquel que aspira a más de lo que
puede y cae, por lo tanto, en la desesperación.
En
los tres casos es la relación entre el individuo y las normas lo que lo lleva al
suicidio; se trata de fenómenos individuales que responden a causas sociales; a
“corrientes suicidógenas” de distinto tipo que están presentes en la sociedad.
Por ello, ese caso extremo, exasperado, de aparente individualismo que es el
suicidio, puede ser tema de la sociología.
Dos
años antes de la aparición de El suicidio Durkheim publica un libro en el
que define a la sociología y a su objeto. Se trata de Las reglas del método
sociológico, aparecido en 1895. El objeto de la sociología es el estudio de
los hechos sociales; el método para estudiarlos es considerarlos como cosas.
Sólo a partir de esto la sociología puede legítimamente ser considerada –según
Durkheim– como una ciencia similar al resto de las ramas del conocimiento
empírico. Un hecho social consiste en toda forma de obrar, de pensar y de
sentir que ejerce sobre el individuo una presión exterior. Es decir, los hechos
sociales son anteriores y externos al individuo; lo obligan a actuar, lo
coaccionan en determinada dirección. Se expresan en normas, en leyes, en
instituciones que aseguran la tendencia a la buena integración del individuo con
la sociedad. Sistema normativo, sistema de valores, sociedad, conciencia
colectiva, hechos sociales, son términos distintos que aluden a un mismo
concepto y acotan una misma problemática: la de la objetividad y exterioridad
del mundo social, por encima de los individuos concretos. Un mundo social que,
al ser aceptado como dato, se transforma en un orden natural, sostenido
sobre la normatividad establecida.
La
insuficiente integración del individuo con la sociedad es el síntoma patológico
de las sociedades modernas, que no han logrado recuperar, en las nuevas
condiciones del sistema industrial, los valores de equilibrio de la sociedad
pre-industrial.
¿Cómo
lograr esa integración? En el prefacio a la segunda edición de La división
del trabajo social, Durkheim plantea su solución. Ya no es la familia, ni el
grupo religioso, ni el Estado quienes pueden asegurar esa solidaridad. La
principal unidad integrativa es la profesión y la institución que agrupa a los
hombres por profesiones: el gremio, a la manera medieval. Allí en ese texto, el
liberal Durkheim se acerca, en tanto conservador social, al modelo corporativo
de organización de la comunidad como salida para la inestabilidad del mundo
moderno.
Weber:
racionalidad y dominación
Durkheim,
en su introducción a El suicidio, advertía sobre el error de definir
sociológicamente ese acto a partir de la voluntad de quien lo comete. La
intencionalidad de los actores es un inobservable y, por lo tanto, no puede ser
base de la ciencia. “La intención es cosa demasiado íntima para poder captarla
desde afuera si no es por groseras aproximaciones”, agregaba.4 El
punto de partida de Max Weber (1864-1920), su contemporáneo, fue precisamente el
criticado por Durkheim. Si éste construye el objeto de la sociología desde la
exterioridad y la coacción de lo social sobre el individuo, Weber considerará
como unidad de análisis a los individuos, precisamente porque son los únicos que
pueden albergar fines, intenciones, en sus actos. Se trata, por lo tanto, de dos
caminos metodológicos inversos, producto de dos tradiciones culturales opuestas
–el naturalismo positivista en Durkheim; el historicismo en Weber– que, sin
embargo, se reencuentran en la consideración sobre el papel que el sistema de
valores y el orden normativo juegan en el comportamiento
humano.
Talcott
Parsons, quien con su Teoría de la Acción tentó construir la síntesis de los
temas de la sociología clásica, lo señala lúcidamente: “A pesar de sus
diferencias –la absorción de Weber en los problemas de la dinámica social y la
casi completa indiferencia de Durkheim hacia ellos; la preocupación de Weber por
la acción y la de Durkheim por el conocimiento de la realidad– sus resultados
son casi idénticos en el esquema conceptual básico al que llegan. La identidad
se aplica a, cuando menos, dos puntos estratégicos: la distinción entre los
motivos morales y no morales de la acción en relación con las normas y la
distinción entre la calidad de las normas como tales (Weber, legitimidad;
Durkheim, autoridad moral) y el elemento más amplio del que ésta es una
manifestación: Weber, carisma; Durkheim,
sacralidad.”5
La
trama del discurso teórico de Weber es, pese a ello, distinta a la de Durkheim:
Weber es tanto un historiador y un científico de lo político como un sociólogo y
esto se reflejará en sus preocupaciones temáticas y en su método de
investigación, radicalmente distinto a los de Durkheim.
Weber
está trabajado por una doble determinación. Por un lado, la vigencia en Alemania
de la discusión sobre el status científico del estudio de lo social, expresada
en la ya comentada dicotomía entre “ciencias de la naturaleza” y “ciencias del
espíritu”. El intentará superar esa polémica, pero no a la manera durkheimiana,
es decir, naturalizando a la sociedad para transformar así a la sociología en
una ciencia empírica, sino diseñando un método de tipo histórico-comparativo que
le permita recuperar a la vez la particularidad y la universalidad del hecho
social.
Pero
la segunda determinación que opera sobre Weber tendrá quizás más importancia
como estímulo para su labor específica. En el momento en que él madura su obra,
el peso de la orientación marxista es grande en Alemania, mientras en Francia es
casi nula. Weber “dialoga” permanentemente con Marx o, mejor, con el marxismo
vulgar de tipo economicista, al que trata de superar, pero teniéndolo
permanentemente como interlocutor intelectual. Se ha dicho que el objetivo de
Weber era completar la imagen de un materialismo económico con un materialismo
militar y político; el tema central que le permitirá poner en práctica esa
propuesta es el origen y el carácter del capitalismo, preocupación absorbente en
la obra weberiana.
En
efecto, ese es su tema central y él aparece tanto en La ética protestante y
el espíritu del capitalismo (1904-1905) como en la Historia económica
general, publicada en 1924, cuatro años después de su muerte. Su obra
fundamental –también póstuma– Economía y Sociedad (1922) es una
monumental síntesis conceptual en la que su teoría sustantiva aparece
enriquecida por una abrumadora erudición histórica.
El
análisis de los orígenes y las características del capitalismo le permite a
Weber desplegar sus críticas al marxismo economicista. Según su punto de vista,
condiciones históricas para el capitalismo, entendido como “sistema de empresas
lucrativas unidas por relaciones de mercado”, han existido en numerosas
oportunidades. Sin embargo, tal sistema sólo se desarrolla en plenitud en la
Europa de los siglos XV y XVI. La razón de ello es que en ese momento, a los
datos económicos que ya habían aparecido en otras etapas de la humanidad, se
sumó la aparición de una ética, la protestante, que favorecía en el nivel
individual el desarrollo de comportamientos acordes con el espíritu de lucro y
las relaciones de mercado. Eso no había existido en China ni en la India,
sociedades en las que se habían dado en ciertas épocas condiciones económicas y
sociales similares a las europeas de 1400. De tal modo, la ética protestante
(entendiendo a la ética como un sistema de valores y de normas de conducta
derivadas) aparece como el factor principal para explicar el origen del
capitalismo.
El
método por el cual llega Weber a aislar la causa fundamental del capitalismo es
el histórico-comparativo. Si, comparando sociedades diferentes, logramos igualar
las principales variables –económicas, sociales, políticas, culturales, etc.–
que aparecen en ellas, quedando una y solo una cuyas características no son
compartidas por la totalidad, queda claro que es la decisiva para explicar la
diferencia específica. Sería el caso del papel que juega la ética protestante en
los orígenes del capitalismo como sistema social.
El
análisis histórico pasa a ser sociológico cuando el científico construye, a
partir de la realidad, conceptos-tipo o tipos-ideales. “Se obtiene un
tipo ideal –explica– al acentuar unilateralmente uno o varios puntos de vista y
encadenar una multitud de fenómenos aislados, difusos y discretos, que se
encuentran en gran o pequeño número y que se ordenan según los precedentes
puntos de vista elegidos unilateralmente para formar un cuadro de pensamiento
homogéneo".
Pero
el punto de partida para esta construcción es el actor y la acción social; las
relaciones sociales y los hombres interactuando. A diferencia de Durkheim, no la
sociedad naturalizada sino el comportamiento individual. La sociología es, de
tal modo, “una ciencia que pretende entender, interpretándola, la acción social,
para de esa manera explicarla causalmente en su desarrollo y
efectos”.6 El Estado, la
familia, cualquier formación social, deja de existir sociológicamente cuando no
existen relaciones sociales que le dan sentido.
La
característica básica de la vida social es la orientación de las acciones
humanas hacia la consecución de determinados fines a través de la utilización de
medios adecuados racionalmente para conseguirlos. Este sería el caso extremo de
la acción racional de acuerdo a fines, pero Weber reconocía otros tres tipos de
comportamientos probables: la acción tradicional, la acción afectiva y la acción
con arreglo a valores. La centralidad analítica de la acción con arreglo a fines
surge de la metodología propuesta para la construcción de tipos-ideales (que
siempre son tipos de acción): para explicar un comportamiento político, por
ejemplo, hay que fijar primero cómo se hubiera desarrollado esa acción de
haberse conocido todas las circunstancias y todas las intenciones de los
protagonistas y de haberse orientado éstos para la elección de los medios, de un
modo racional en relación con los fines. Este tipo-ideal así construido
permitirá analizar las acciones reales como desviaciones de ese
modelo.
En
realidad, resumir un pensamiento tan sistemático como el de Weber es una tarea
inabordable. Su discurso tiene una textura perfecta y cada concepto supone al
anterior en un escalonamiento lógico que opera por adición. El capítulo primero
de Economía y Sociedad actúa en ese sentido como un largo prólogo
imprescindible para comprender luego el derrotero total del
texto.
Pero,
pese al grado de abstracción alcanzado, el pensamiento weberiano no tiene nada
de gratuito. Tanto como una sociología hay en él una filosofía de la historia,
recorrida por una idea-fuerza, la de la Racionalidad. El desarrollo del hombre
es el de una creciente racionalidad en su relación con el
mundo.
Las
regularidades en la conducta humana se deben principalmente al reconocimiento
por los actores de la existencia de un orden legítimo que les otorga
validez. Esa legitimidad –tan parecida como acota Parsons a la “autoridad moral”
que respalda a los comportamientos en Durkheim– puede estar garantizada por la
tradición, por la entrega afectiva, por el acatamiento a valores absolutos o por
la adhesión a la legalidad estatuida positivamente. Esta última es la
legitimidad contemporánea, sobre la que se construye el moderno tipo de
dominación, legal y burocrática, racional.
Racionalidad
y dominación burocrática, impersonal, son dos temas conexos. El capitalismo
realiza ambos supuestos y los lleva a su grado máximo. Es así el punto de
llegada de la historia, y el socialismo propuesto por los marxistas
–interlocutores de Weber especialmente a través de la poderosa socialdemocracia
alemana– no significaría ningún cambio substancial: en todo caso, una variante
más dictatorial de esa misma trama histórica que arranca desde lo sagrado para
llegar al período actual de “desencantamiento del mundo”, en un proceso
indetenible que Max Weber reconocía en tanto científico, pero que íntimamente
rechazaba.
Max
Weber y Emile Durkheim coronan el edificio de la sociología clásica. Después de
ellos poco se avanzará teóricamente, salvo en el esquema del contemporáneo
Parsons, que comporta más una síntesis –a veces ecléctica– de los grandes
autores que lo antecedieron y de la cultura universitaria de su tiempo. El único
avance logrado lo ha sido en el campo de las técnicas específicas de
investigación, no en las grandes líneas teóricas. La sociología contemporánea
–que como ciencia del hombre ha quedado muy atrás de la lingüística, de la
psicología y de la economía– se ha reducido a una teoría general formal,
integrada por teoremas abstractos deducidos de un modelo de comportamiento
racional, acompañada por un cuerpo de técnicas aptas para estudiar correlaciones
empíricas, a partir de lo dado.
El
círculo abierto a mediados del siglo pasado para oponer una nueva ciencia de la
sociedad al fantasma del socialismo se ha cerrado sin que la sociedad haya
recuperado el equilibrio perdido.
NOTAS
1.
Robert Nisbet, La formación del pensamiento sociológico, Buenos Aires,
Amorrortu, 1969, tomo I, pág. 29.
2.
Saint-Simon, Catecismo político de los industriales, Madrid, Aguilar,
1960, pág. 190.
3.
Emile Durkheim, El suicidio, Buenos Aires, Schapire, 1965, pág.
197.
4.
Emile Durkheim, ibidem, pág. 13.
5.
Talcott Parsons, La estructura de la acción social, Madrid, Guadarrama,
1968, tomo II, pág. 816.
6.
Max Weber, Economía y Sociedad, México, FCE, 1964, tomo I, pág.
15.
Se
agradece la donación de la presente obra a la Cátedra de Informática y
Relaciones Sociales de la Facultad de Ciencias Sociales, de la Universidad de Buenos
Aires, Argentina.
http://www.hipersociologia.org.ar/base.html