ELISEO
VERÓN *
INTERFACES.
Sobre la democracia audiovisual avanzada
1.
Ficha técnica
En
primer lugar, veremos algunas hipótesis que son interpretaciones de hechos
concernientes a la evolución reciente de las sociedades llamadas
“postindustriales”, y sobre las cuales no podré extenderme en el marco de este
trabajo. (1)
Las
sociedades postindustriales son sociedades en vías de mediatización, es
decir, sociedades en que las prácticas sociales (modalidades de funcionamiento
institucional, mecanismos de toma de decisión, hábitos de consumo, conductas más
o menos ritualizadas, etc.) se transforman por el hecho de que hay
medios.(2) El proceso de mediatización no avanza al mismo ritmo en
los distintos sectores del funcionamiento social; es cierto que el mecanismo
estatal (y, por lo general, el campo de lo político) es uno de los sectores en
que esta mediatización es bien visible.
Una
sociedad en vías de mediatización (distinguible de la sociedad mediática
del período anterior, es decir, una sociedad en que poco a poco se implantan
tecnologías de comunicación en la trama social) no por eso es una sociedad
dominada por una sola forma estructurante, lo cual explicaría la totalidad de su
funcionamiento.(3) La mediatización opera a través de diversos
mecanismos según los sectores de la práctica social que interese, y produce en
cada sector distintas consecuencias. Dicho de otro modo: una sociedad
mediatizada es más compleja que las que le han precedido. A pesar de lo que se
diga, la publicidad, el discurso político, el discurso informativo. el discurso
científico, etc., resultan de condiciones de producción y de reconocimiento
diferentes, específicas en cada caso.(4)
Respecto
del sistema político, la pantalla chica se convierte en el sitio por excelencia
de producción de acontecimientos que conciernen a la maquinaria estatal, a su
administración, y muy especialmente a uno de los mecanismos básicos del
funcionamiento de la democracia: los procesos electorales, lugar en que se
construye el vínculo entre el ciudadano y la ciudad. En otras palabras, ya
estamos en la democracia audiovisual. Más para bien que para mal, a mi juicio,
pero ése es otro debate.(5)
En
cada práctica discursiva, la mediatización ha implicado la incorporación
progresiva de nuevos registros significativos. En su historia, de una manera muy
esquemática, la mediatización influyó primero en la escritura, con la prensa
masiva (el orden de lo simbólico, en la terminología de Peirce); a
continuación se fue haciendo cargo del universo figurativo de la representación,
con la fotografía y el cine (el orden dé lo icónico, siempre según
Peirce), y finalmente se apoderó del registro del contacto, en forma parcial -en
primer lugar‑ con la radio, y luego en forma plena mediante la televisión para
el público en general (el orden de lo indicial peirciano).(6)
La incorporación de un nuevo registro significativo no ha implicado, claro está,
la anulación de los anteriores: mirar televisión no hace a uno sordo, lo cual
remite a la complejidad creciente de la discursividad en la sociedad
postin-dustrial. También aquí hay un debate que esquivo: todo lo que se podría
decir de los contrasentidos en que se incurrió respecto de nuestra “civilización
de la imagen”.(7)
En
lo que se refiere a la televisión, se habla mucho de la imagen; pero en ésta lo
fundamental es el registro del contacto: el cuerpo significante y la economía de
la mirada.(8)
A
continuación me aplicaré a algunos aspectos de la historia de la mediatización
de lo político en Francia.
Durante
un largo período se ha ido configurando como servicio público, en el marco de la
concepción de lo audiovisual. En esta mediatización de lo político en situación
de monopolio, lo fundamental ha sido la progresiva autonomización de la
información televisiva en relación con el poder público, pues en las
sociedades industriales de régimen democrático, la mediatización de lo político
siempre es un problema de interfaz entre lo político y la
información.
En
ocasión de la elección presidencial de 1981, esta mediatización se ha hecho
mucho más visible. Cuando ya Kennedy y Nixon se presentaban en televisión en
1960, la primera conferencia histórica francesa entre dos candidatos
presidenciales data de 1974.(9) La situación de monopolio seguramente
no es ajena a ese considerable retraso.
Esa
primera conferencia forma parte del período en que la información por televisión
todavía estaba directamente controlada por el poder político, época en que un
ministro anunciaba un cambio de “fórmula” en las informaciones nocturnas, en la
apertura del diario... El proceso de mediatización de lo político se aceleró
durante el septenio de Giscard d’Estaing y llegó a su plenitud en 1981: la
elección de 1981 ha sido escenario, por primera vez en Francia, de una
negociación política excepcional, que expresa de manera clamorosa toda la
ambivalencia de las relaciones entre lo político y la información televisiva,
mientras ésta se concibe como servicio público. Volveré sobre el
tema.
En
este contexto, cualquier discusión referida a las “reglas del juego” de los
medios revela el vínculo ambiguo, constituido a la vez por temor y fascinación,
que lo político mantiene con lo audiovisual. Ahora bien, si bien el temor
siempre induce en la administración un efecto típico ‑le hace producir
reglamentos‑, la fascinación, en cambio, a veces engendra el acontecimiento en
el campo de las estrategias. Los dos aspectos de esta ambivalencia ‑me parece-
pueden ilustrar el proceso de mediatización de lo político en un régimen de
televisión estatal.
2.
La televisión como servicio público:
entre el temor y la
fascinación
El
temor, o el Estado en campaña
El
monopolio de Estado ha habituado a los franceses, para cada elección nacional
(presidencial o de otro tipo), a dos campañas: una oficial y otra que, si
le creemos al diccionario, no puede ser más que oficiosa. Es sabido que,
si bien la segunda puede interesar más o menos al público, según el grado de
“politización” de los diversos sectores de la población, la primera deja
indiferentes a la mayoría de los telespectadores. Hasta tanto la campaña oficial
no comienza, la distinción le permite al candidato que representa al Estado
aparecer en televisión diciendo que no está en campaña (observación preferida de
Valéry Giscard d’Estaing, candidato y presidente saliente, en 1981); cuando
comienza, lo fundamental de la estrategia de cada candidato ya se habrá puesto
en juego desde mucho antes.
Una
campaña oficial, en primer lugar, se reglamenta rigurosamente. Recordemos en dos
palabras las reglas que se formularon en 1981.
Cada
uno de los candidatos presentes en la primera vuelta (había diez) disponía de
una hora y diez minutos de tiempo por radio, y de otro tanto por televisión,
repartido en dos semanas. La duración de cada emisión variaba de un día a otro,
y la posición de cada candidato en la tabla horaria iba a sorteo. Se habían
habilitado especialmente dos estudios de radio y tres de televisión en la Maison
de la Radio.
Volvamos
a la disposición del discurso. Los tres estudios de televisión estaban equipados
con tres cámaras cada uno. Todas las cámaras tenían el mismo tipo de objetivo.
La comisión de control, que velaba por la aplicación de estas reglas, autorizaba
a cada candidato ya a hablar solo, ya a ser interrogado por un periodista, o a
invitar a otras personas (cuatro como máximo) para dialogar con él. La selección
de estas personas competía al candidato. El diálogo entre candidatos, en cambio,
estaba prohibido: dos candidatos no podían aparecer en el mismo programa (ese
diálogo sólo estaba autorizado para los dos candidatos que habían contendido en
la segunda vuelta).
Los
candidatos podían elegir entre tres decorados, de distinto color. Podían adornar
las paredes con carteles, cuadros o fotografías, pero se les prohibía incluir
diapositivas o cualquier otra grabación. De este modo se imponía una rigurosa
unidad de espacio y de tiempo: no podía aparecer ninguna imagen fuera de la del
estudio y de sus ocupantes.
Si
el programa duraba entre trece y veinte minutos, el candidato tenía derecho a
dos horas y media de estudio. Si duraba más de veinte minutos, se le asignaban
tres horas y media. Cada candidato podía asesorarse por un profesional de su
elección.
Cada
candidato tenía derecho a tres ensayos (tres “tomas”)de la integridad del
programa: dicho de otra manera, sólo podía grabar su emisión tres veces, a
reserva de elegir después la que le pareciera la más lograda. Sólo en los casos
en que la emisión durara más de doce minutos, la grabación se podía hacer en dos
fragmentos: en esos casos se permitía un añadido al
montaje.
Explícitamente,
estas reglas están destinadas a asegurar la igualdad de los candidatos respecto
de los medios que el Estado pone a su disposición. ¿Es una razón suficiente para
explicar semejante disposición jurídica? Nada es menos
seguro.
El
elemento decisivo que diferencia la campaña oficial de la campaña oficiosa es
que en la primera el político enfrenta medios audiovisuales sin
intermediarios. En efecto, en nuestras sociedades mediatizadas, las
intervenciones políticas suelen pasar por la información: salvo en
circunstancias excepcionales por definición (sobre las cuales volveré), toda
aparición del político en la televisión para el público en general implica una
interfaz entre el discurso político y la información: los que siempre reciben a
políticos son periodistas. En esta interfaz se desarrollan negociaciones
complejas.(10) La campaña “oficiosa” está íntegramente fundada en
esta forma. El dispositivo administrativo de la campaña oficial, en cambio,
anula esa mediación: la información queda fuera de juego. En la campaña oficial,
en el transcurso de pocos días, el político aparece directamente, sin
intermediarios, en perfecta transparencia, ante cada
ciudadano.
Lo
que durante mucho tiempo ha estado sometido al control más vigoroso ha sido,
pues, esa epifanía de lo político en lo audiovisual.
¿Acaso puede ser peligrosa? ¿En qué consiste, en definitiva, ese control? A los
políticos se les da acceso directo a los medios audiovisuales, siempre que a
éstos los empobrezcan radicalmente: nada de montajes, ninguna inserción
de imágenes fuera del decorado visible donde se encuentran los personajes, nada
de música de fondo ni de ficha técnica, nada de reportajes reales, nada de voz
en “off” que comente imágenes, nada de embutidos, nada de fondos encadenados,
nada de “flash back”, nada de cambios de profundidad de campo ni de cambios de
decorado. Esta es la condición para que pueda verificarse esa epifanía de lo
político en una televisión estatal: el discurso audiovisual está despojado de
todos sus recursos, desnudo de todas sus figuras retóricas, privado de todos sus
“efectos especiales” y vacío de su poder.
¿Qué
habría pasado si, al ser respetada la igualdad de tiempo de derivación (y
llegado el caso, también el de producción), a cada candidato se le hubiera
permitido emplear a su antojo la panoplia técnica de la televisión? Al quedar
asegurada la igualdad de los medios, el mejor dotado (o el mejor asesorado)
habría sacado ventaja de la maquinaria de los medios. Excluir semejante
modalidad de campaña oficial no puede tener sino un motivo: el temor de que
ciertos programas puedan revelarse más que
otros y, por eso, capaces de causar mayor "impacto", no debido al contenido del
discurso del candidato sino a su manera de estar elaborado, que resulte de un
mejor manejo de la herramienta audiovisual. Al vaciar al medio audiovisual de
todos sus recursos propios, ¿acaso no trataba de aislar, en toda su pureza, la
argumentación verbal del candidato, su palabra? El temor que se expresa mediante
ese empobrecimiento radical del lenguaje audiovisual es, pues, un temor a los
efectos enunciativos; el empobrecimiento, en la medida de lo posible,
intenta eliminar todas las variaciones en los modos de hablar para tratar de
restituir el enunciado y nada más que el enunciado.
El
Estado confirma su juicio: el poder de los medios acaso sea perjudicial para el
discurso político y para las condiciones de autenticidad y de verdad de sus
efectos. Cuando los recursos que constituyen la riqueza de la televisión son
empleados directamente por los políticos, se vuelven sospechosos y
podrían inducir consecuencias que dependan más de lo irracional que de lo
racional, y de la persuasión más que de la argumentación. Ahora bien, durante
meses, fuera de la campaña oficial, los periodistas intermediarios
emplean sin trabas ese poder. La maquinaria administrativa que define la campaña
oficial presupone también que la interfaz política/información es la única
garantía de un uso no peligroso (o menos peligroso) del poder de los
medios.
La
razón de Estado cayó en las redes de su ambigua relación con los medios
audiovi-suales: los efectos de ese objeto híbrido que es la campaña oficial,
desde todo punto de vista, son paradójicos. Por la forma que le impone, el
Estado descalifica esa campaña que él proclama oficial, y al proclamarla así
contribuye a que todos comprendan que la auténtica campaña está en otra parte:
curioso fracaso del poder representativo de la palabra del Estado. El esfuerzo
por preservar las “condiciones de verdad” del discurso político y evitar que la
retórica de los medios pueda contaminarlo acaba por quitarles toda credibilidad
a las palabras emitidas. Y el empobrecimiento impuesto al lenguaje hace aún más
visible el montaje. Sean efectos perversos o masoquismo de Estado, los
resultados son claros.
Esto
de ninguna manera se relaciona con la inhabilidad de los partidos políticos, que
serían incapaces de preparar esos programas: el malestar que siente el público
(y que éste adivina también en los candidatos que le hablan) es de orden
estructural; proviene de la transgresión de ciertas reglas
discursivas.
La
más importante atañe al acercamiento a la mirada del espectador: este
acercamiento es privilegio del periodista. Según las normas que la televisión
dirigida al público en general se ha ido dando a lo largo de su historia, cuando
se supone que la televisión nos habla de la realidad, del mundo, él y sólo él es
el que, con toda naturalidad, puede mirarme a los ojos.11
Durante todo el año, e incluso durante la campaña electoral, el político no me
mira a los ojos sino de modo indirecto, a través del periodista. El contacto
entre su mirada y la mía, invariablemente, se verifica en el contexto de la
interfaz política/información, a excepción ‑precisamente‑de la campaña oficial:
de golpe, los políticos se ponen a mirarme a los ojos durante varios minutos. Yo
sé que cada uno de ellos no está allí para informarme ni para divertirme, sino
para intentar convencerme de que vote por él. Yo sé que él sabe que yo lo sé.
Semejante enunciación no es fácil de sostener, tanto más cuanto que se reduce a
la palabra: dadas las restricciones a las cuales está sometido, el político no
domina la enunciación audiovisual.
En
1981, Georges Marchais, candidato del Partido Comunista francés, fue interrogado
por René Andrieu, redactor jefe del órgano oficial del Partido Comunista;
François Mitterrand, Pierre Mauroy y Michel Rocard, del Partido Socialista,
fueron interrogados por Christine Cottin, periodista de L’Unité, órgano
del Partido Socialista, y Jacques Chirac lo fue por un miembro de la comisión de
apoyo a su candidatura. Y así sucesivamente. El mundo del discurso es cerrado.
El que interroga conoce la respuesta antes de formular la pregunta; el que
responde conoce la pregunta antes de responder: todas las reglas de la
conversación son transgredidas de modo simultáneo. Las preguntas no son
preguntas, y las respuestas no son respuestas; los periodistas, en ese contexto,
no son periodistas. Y la menor expresión de espontaneidad o de naturalidad hará
vacilar todo, en un irremediable ridículo.
La
legitimidad de cada ejercicio discursivo se basa en el sistema de diferencias
entre esas prácticas, cristalizado por las reglas del funcionamiento de los
medios en las sociedades industrializadas. Porque el discurso político no se
confunde con el discurso informativo, aquél encuentra ‑en el marco del segundo‑
la legitimidad propia de su especificidad. En nuestras democracias industriales,
la aparición directa de lo político en lo audiovisual (es decir, fuera de
la información) queda reservada a
esas intervenciones institucionales del presidente de Francia o del jefe de
gobierno, cuya excepcionalidad pone de relieve el carácter solemne o la gravedad
de las situaciones que las provocan, y cuyo enunciador está en funciones,
ya investido de la legitimidad proveniente del voto. Cuando uno no es más que
candidato, la enunciación política sin mediaciones, frente a la cámara,
se revela extraordinariamente frágil.
La
fascinación o la negociación
de las interfaces
Rehabilitada
con el correr del tiempo y de las elecciones, la reglamentación de las campañas
oficiales resulta del poder legislativo del Estado, que reacciona ante la
mediatización del campo de lo político despejando la interfaz
políticos/periodistas. Otras reglas, en cambio, se producen en el seno mismo del
enfrentamiento de estrategias; se refieren al modo de negociar la articulación,
cada vez más compleja, entre el orden de lo político y el orden de la
información. Las elecciones presidenciales de 1981 nos brindan un ejemplo
ilustrativo de ese tipo de negociación.
Se
recordará que al final de la primera vuelta de esos comicios, la situación para
el presidente saliente era en extremo difícil: François Mitterrand había
recibido el 25,84% de los votos, o sea, la marca más elevada para el Partido
Socialista después de la Liberación; Valéry Giscard d’Estaing había obtenido el
28,31% de los votos; es decir, 4,1 puntos menos que en la primera vuelta de
1974.
En
la noche misma de la primera vuelta, cuando los resultados definitivos aún no se
conocen, el presidente saliente, en un comunicado propone,
Dos
imágenes llegaban a juntarse en la memoria colectiva: la del dominio de la
herramienta audiovisual, tradicionalmente reconocido a Valéry Giscard d’Estaing,
y la de la opinión generalizada según la cual, en ocasión de la entrevista de
1974, había vencido de lejos a François Mitterrand. Una frase de Valéry Giscard
d’Estaing, de 1974, asociada a esas dos imágenes, y que no era más que un
compendio de la segunda imagen: “Señor Mitterrand, ¡usted no tiene el monopolio
del corazón!”. En 1981, la televisión política comenzaba a tener su
historia.
Ambas
imágenes, en lo fundamental, eran correctas. La entrevista de 1974 había sido la
gran victoria de lo tecnócrata sobre lo político, y de la manera sobre el
concepto; más precisamente, de la metacomunicación sobre la comunicación, y de
la complementariedad sobre la simetría. En efecto, Mitterrand, cómodo en una
posición de enunciación mucho más clásica en el campo de lo político,
desarrollaba una estrategia de enfrentamiento simétrico con el otro candidato:
éste era un adversario, con otras ideas y otro programa. Valéry Giscard
d’Estaing practicaba (y sigue practicando) una estrategia destinada a situar a
su adversario en una posición complementaria inferior: hablando con propiedad,
éste no es alguien que quiere otra cosa o que cree en otra cosa, sino alguien
que no sabe, que no ha entendido. Es la estrategia pedagógica: el otro no es un
adversario sino un ignorante.(13)
Sería
inexacto decir que Valéry Giscard d’Estaing, durante la entrevista de 1974,
había dominado a su interlocutor: había dominado la situación, que es muy
distinto. La filmación de ese debate de 1974 es un documento histórico de
fundamental importancia: por primera vez en Francia, en forma cabal, muestra la
estrategia discursiva de la derecha liberal postindustrial: es la plenitud del
pedagogo.
Si
la enunciación pedagógica es una verdadera estrategia interaccional es porque
opera durante todo el intercambio, constantemente reactualizado y reintroducido
en la situación mediante maniobras que la reactivan, a cada paso, con el objeto
de preservar la distancia entre el enunciador y el destinatario; esa distancia
le permite al primero mantener la diferencia de nivel: el dominio de la
situación por parte del pedagogo se funda enteramente en ese matiz, primordial,
entre la comunicación y la metacomunicación. El debate de 1974 había sido
“ritmado”, de cabo a rabo, por los “metagolpes” de Valéry Giscard d’Estaing. En
ningún momento, en 1974, Valéry Giscard d’Estaing había perdido el dominio de la
relación complementaria que él instauraba mediante su posición didáctica; en
ningún momento François Miterrand había intentado desalojar a su adversario de
esa posición, en el plano metadiscursivo, o redefinir la estructura del
intercambio.
Volvamos
a 1981. Valéry Giscard d’Estaing buscaba el enfrentamiento directo sin
periodistas, lo que le iba a permitir ejercer su influencia pedagógica directa
en el adversario; Mitterrand insistía en la necesidad de la presencia de
periodistas que debían participar del debate, es decir, conducirlo y hacer
preguntas. Ese era el punto fundamental.(14)
El
miércoles 29 de abril, la discusión en torno de la presencia o la ausencia de
periodistas se precisa. Hacia el fin de la tarde, Robert Badinter, asesor del
candidato socialista, hace pública una carta que él había enviado a la Comisión
Nacional de Control Eleccionario, en la cual se formulan las condiciones que
presenta François Mitterrand para un eventual debate. Esta carta es acompañada
de un “anexo técnico”, que exige que haya “periodistas conocidos por su
objetividad y competencia, que en nombre del público, libremente, interroguen a
los candidatos”.
France
Soir,
en el documento del Partido Socialista, enumera veintiuna condiciones. Por la
noche, el portavoz del presidente saliente, Jean Philippe Lecat, reacciona
mediante una carta que envía a su vez a la Comisión, y en la cual señala que las
condiciones propuestas por François Mitterrand “... conducirían a un falso
debate en que los interlocutores no intercambiarían directamente sus argumentos
(...). Giscard d’Estaing acepta cualquier fórmula que permita una discusión
directa entre los interlocutores. (...) Miterrand, por un momento, vacila ante
esa forma clásica de debate cuyas reglas y modalidades todos los franceses
conocen... “
El
jueves 30 de abril, los socialistas fingen abandonar la negociación. La reacción
de Valéry Giscard d’Estaing es inmediata: ese mismo jueves, por la tarde, envía
una carta personal a François Mitterrand, que finaliza así: “Le sugiero que nos
ponga en manos del presidente de la Comisión Nacional de Control para que
designe él mismo a un moderador, que se sentará a la mesa y deberá contar con su
beneplácito. Estaré, pues, en el día y a la hora que usted mismo ha elegido ‑el
martes 5 de mayo a las 20:30- en el estudio de televisión, para debatir con
usted y sólo con usted temas referentes al porvenir de nuestro país”. En
este texto, la bastardilla es mía: el presidente saliente lo apostaba todo por
el rechazo de la intervención periodística.
Valéry
Giscard d’Estaing intentaba imponer una estructura dual, un espacio de
intercambio puramente político del cual estuvieran excluidos los
periodistas.(15) ¿Por qué? Porque toda relación pregunta‑respuesta
puede colocar al interrogado en posición complementaria inferior, con tal
que le siga un metagolpe destinado a mostrar que el otro es incapaz de responder
correctamente. Al mismo tiempo, el enunciador pedagógico trata de definir por sí
mismo las reglas del juego, partiendo de su posición
metacomunicacional.16 Los periodistas autorizados para llevar
adelante el debate y hacer preguntas no podían ser sino una fuente de
perturbación para la estrategia del presidente saliente; una intervención así le
quita al enunciador pedagógico la exclusividad de una de sus armas favoritas:
hacer preguntas. François Mitterrand, en cambio, tenía mucho interés en imponer
una relación ternaria, en la cual hubiera una imbricación entre el espacio
político y el de la información, en cuyo caso éste sirviera para “abrir” a
aquél. ¿Por qué? Porque la presencia activa de los periodistas le permitía a
Mitterrand enfrentar los “metagolpes” de su adversario: frente a una pregunta,
por ejemplo, él podía cambiar de interlocutor y dirigirse a los periodistas. La
estructura ternaria podía proporcionarle medios indirectos para “quebrar” los
metagolpes de su adversario.
Las
dos proposiciones de dirección que se enfrentaban implicaban, según se ve, dos
conjuntos de condiciones muy distintas para los intercambios de palabra. Pero en
un debate televisado sólo está la palabra. ¿Qué ocurre en la imagen? Desde el
punto de vista del funcionamiento de la imagen, las condiciones formuladas por
el Partido Socialista el 29 de abril de 1981 constituyen un documento
excepcional. Por primera vez se plantea una hipótesis respecto de los efectos
que en el campo de lo político pueden tener las modalidades de procesamiento de
la imagen, que lo audiovisual acostumbra aplicar en el marco de otras reglas
discursivas.
Hasta
las elecciones de 1981, en las discusiones referidas a los debates por
televisión, los políticos habían formulado una sola regla, grata a Valéry
Giscard d’Estaing: la igualdad de los tiempos de expresión. Esta regla,
puramente cuantitativa, se apoya ‑claro está‑ en un doble desconocimiento.
Desconoce, por un lado, el hecho de que la estructura del intercambio (cuya
importancia acabo de señalar), en el plano de los efectos, es más decisiva que
la igualdad del tiempo del que dispone cada adversario. Por otra parte,
desconoce el hecho de que la herramienta audiovisual es, antes que nada y sobre
todo, una imagen que produce efectos de contacto. Por supuesto, si el
presidente saliente se empeñaba tanto en no aplicar sino la única regla de la
igualdad de los tiempos de discurso era porque conocía a la perfección los otros
dos factores, y tenía mucho interés porque no fueran
controlados.
Ahora
bien, el “anexo técnico”, junto con la carta que Robert Badinter había dirigido
a la Comisión de Control el 29 de abril, no ha hecho más que poner sobre el
tapete los problemas planteados por esos otros dos factores, al imponerle al
adversario una negociación referida también a ellos. En lo que se refiere
a la estructura del intercambio, al insistir en la presencia de periodistas
autorizados para llevar adelante el debate y hacer preguntas. En lo referente a
la imagen, al proponer un nuevo principio la igualdad de los tiempos de
imagen‑, destinada a neutralizar una de las modalidades fundamentales del
lenguaje audiovisual: el “plano de corte”. Este es el pasaje del que
nos interesa: “Para garantizar una duración idéntica de proceso de la imagen de
los candidatos, la imagen del candidato en el momento de expresarse sólo será
retransmitida durante sus intervenciones, con exclusión de todo plano de corte o
de reacción de su interlocutor o del árbitro”.
En
la interacción frente a frente, cada "golpe" es un paquete en extremo complejo
de elementos verbales y no verbales: los movimientos de los brazos, los gestos
de las manos, la expresión del rostro, el grado de tensión o de serenidad
transmitido por la postura, al rodear la palabra del enunciador, todos esos
indicadores sirven
para reforzar, atenuar, precisar, dramatizar, admitir o, por el contrario,
alejar de sí lo que se dijo. Cuando un emisor habla, los signos que expresa la
imagen de su cuerpo le sirven para modalizar su propia palabra; en realidad, son
‑respecto de ésta‑ metaseñales, metaco-municación. Pero los elementos
paralin-güísticos también son metaseñales, frente a la enunciación del otro: tal
es el caso en que hacemos gestos al
escuchar a nuestro interlocutor. Es la gestualidad emitida por un sujeto cuando
escucha a su interlocutor, privilegiada por el plano de corte: éste consiste en
llevar a la pantalla la imagen de B cuando A está hablando. En esas condiciones,
una simple elevación de hombros, un gesto con la mano o una sonrisa por parte de
B pueden bastar para descalificar por completo lo que A está diciendo. Lo que el
documento del Partido Socialista intentaba prohibir durante el debate era ese
funcionamiento “cruzado”, interaccional, de la metacomu-nicación no verbal. La
propuesta de una estructura ternaria para definir el envite del intercambio
verbal y la de excluir el plano de corte tenían el mismo sentido: neutralizar lo
más posible la panoplia de los metagolpes del pedagogo.
El
lunes 4 de mayo, François Mitterrand respondió a la carta que su adversario le
había enviado el 30 de abril. En ella se lee: “Le digo firmemente: o bien
conducirán el debate algunos periodistas y un realizador independientes, o no se
efectuará”.
Valéry
Giscard d’Estaing debió asentir. En la tarde del mismo día, durante una reunión
de más de dos horas entre los representantes de los dos candidatos y el ponente
general de la Comisión de Control, concluyó el acuerdo. El debate se efectuó el
martes 5 de mayo de 1981, a las 20:30, en las condiciones impuestas por el
Partido Socialista, con dos periodistas que lo organizaron y formularon
preguntas.
La
pantalla chica mostró cada cuerpo encerrado en sí mismo. Cada uno podía subrayar
sus propias palabras, pero no podía responder. El presidente saliente había
construido su cuerpo presidencial durante siete años; según algunos, incluso
había abusado. François Mitterrand había formado el suyo durante varios meses.
Jacques Séguéla lo había representado muy bien en los carteles de la campaña: un
cuerpo macizo, que recuerda por allí la imagen de Georges Pompidou, un cuerpo
que da una impresión de gravedad, pero que a la vez transmite algo así como
llaneza en la determinación. Aunque pueda animarse en la ironía de una réplica
muy acertada, es un cuerpo que fundamentalmente tiende a quedarse
autorreplegado, un cuerpo cuya compacidad raras veces se afloja. En el debate de
1981, ese cuerpo, siempre marcado por no sé qué reserva, fue largamente mostrado
mediante primeros planos, empleados sólo por el realizador del candidato
socialista, Serge Moati (punto 4 del ),
pero quedó preservado de las estocadas del presidente saliente, cuyo cuerpo era
animado por completo por una fuerza gestual centrífuga tanto en la agresividad
como en el desprecio. Y otra vez una frase, ahora de François Mitterrand, quedó
como signo del fracaso del adversario, a la vez que de un cambio de nivel en la
consideración de las estrategias: "¡No soy su alumno!".
3.
La irrupción de la lógica de mercado
Hasta
las elecciones de 1974, lo audiovisual como servicio público había constituido
lo que podemos llamar el espacio público mediático del Estado. La
mediatización de lo político todavía era embrionaria, y las potencialidades
espacio‑temporales de la imagen televisiva no estaban exploradas. En la historia
del periodismo televisivo, el cromo de ese período es el del ministro que
telefonea al director informativo de un canal, en relación con el tratamiento
que se le dará, por la noche, a tal o cual noticia referida a la política
gubernamental. Es la era gaullista de la televisión.
Durante
el septenio de Giscard d’Estaing, y hasta la campaña presidencial de 1981
inclusive, se perfila una disociación entre dos tipos de espacios: el espacio
público del Estado, que en cada plazo electoral se estructura según la forma
de la campaña oficial, estrictamente reglamentada, y lo que se puede llamar
el espacio mediático del Estado, a través del discurso de la información
por televisión, que poco a poco adquiere autonomía frente al poder político. A
medida que se va acentuando esa autonomía, la negociación de la interfaz
política/información cobra importancia. Nos hemos parado en el punto culminante
de esta negociación, en ocasión del debate de 1981. En este período, el lenguaje
de la información evoluciona con rapidez hacia formas audiovisuales nuevas, que
explotan cada vez más el espacio‑tiempo de la
imagen.(17)
Durante
el septenio de Mitterrand se inicia el fin del monopolio de Estado, proceso
acelerado durante el gobierno de Jacques Chirac, y cuyas consecuencias se hacen
visibles, por primera vez, en la campaña presidencial de 1988. Comparando las
campañas electorales de 1981 y 1988 por televisión, se puede medir la
importancia de la ruptura que ha habido en la evolución de los lenguajes
audiovisuales de lo político, en Francia: en comparación con lo anterior a 1981,
lo que hoy se ha convenido en llamar “PAF” es otro mundo.
El
espacio público del Estado desaparece en forma progresiva a favor de un
espacio público de lo político, en que los partidos se irán apropiando
cada vez más de la herramienta audiovisual, aun cuando se siga hablando, aquí y
allí, de “campaña oficial”. Paralelamente se constituye un espacio mediático
de la información, en el cual la competencia comercial entre los diarios
televisados de los canales estatales y de los privados se convierte en
regla.(18) Digamos algunas palabras sobre estos dos espacios, cuyas
formas hoy están en gestación.
En
lo que se refiere a la campaña llamada “oficial”, el vacío que ha sustentado
durante muchos años literalmente lo ha hecho implosionar, en ocasión de las
elecciones presidenciales de 1988. La sujeción reglamentaria clásica desapareció
de un modo totalmente silencioso: nadie se conmovió por ello. Sólo han quedado
ciertos rituales, tales como la igualdad de tiempo de emisión para los
candidatos de la primera vuelta y el sorteo de su posición en la tabla de los
programas. Desde el punto de vista propiamente discursivo, todo lo que estaba
prohibido hasta 1981 se hizo posible en 1988. El ejemplo extremo es el del
‘“videoclip”, creado por el equipo de Jacques Séguéla para servir de
introducción a todos los programas del candidato a presidente: en ochenta
segundos desfilaba la historia de Francia desde la Revolución hasta las
elecciones de François Mitterrand, obra maestra de retórica
publicitaria.
En
lo que se refiere al espacio mediático de la información, éste ha engendrado una
extraña emisión: el encuentro entre François Mitterrand y Jacques Chirac.
Tradicionalmente, el encuentro entre los dos candidatos presidenciales de la
segunda vuelta era el último programa que formaba parte de la campaña oficial.
Ahora bien, el de 1988 fue transmitido simultáneamente por el principal canal
estatal (Antenne 2) y por el principal canal privado (TF 1). En éste, Patrick
Poivre d’Arvor, su presentador, anunció el encuentro en el transcurso del
telediario; de esta manera, el debate apareció en TF 1 como una especie de
edición especial del noticiero de las 20: el espacio mediático de la información
lo absorbió, literalmente. La negociación sobre las modalidades del debate se
condujo con la mayor discreción, y las reglas que en 1981 habían dado lugar a
una polémica porfiada parecieron casi “naturales”: así, la prohibición del plano
de corte se aplicó sin otro comentario que el de Patrick Poivre d’Arvor,
que les indicaba a los telespectadores del diario su significación
técnica.
Convendremos
en que esta doble difusión simultánea, desde el punto de vista de la lógica
comercial, voluntariamente introducida por el poder público en lo audiovisual,
es una aberración: ha acarreado un despilfarro gigantesco e injustificable del
tiempo de emisión cuyo precio, a las 20:30, es bien conocido. Por lo tanto no se
puede considerar sino como lo que es: un síntoma. Al no atreverse a elegir entre
el principal canal estatal (lugar institucional natural de ese debate, en el
marco de la campaña oficial)(19) y el principal canal privado, es
decir, al no atreverse a reservarle al canal estatal la única emisión de la
campaña oficial que iba a tener un índice de audiencia muy elevado, esa doble
difusión da pruebas de la ambivalencia del poder político, que no llega ni a
librarse de la fascinación que sobre él siempre ha ejercido lo audiovisual, ni a
asumirla plenamente.
Para
evitar que la evolución en curso llegue a una situación tal como la de los
Estados Unidos, donde las campañas electorales se reducen a la
publicidad audiovisual (y
cuyas consecuencias a menudo han sido severamente criticadas en ocasión del
enfren-tamiento entre Bush y Dukakis), hay un solo medio: que el poder político
sepa asumir sus responsabilidades, reconstituyendo el espacio público del
Estado, abierto (a diferencia de las campañas oficiales clásicas) a la
riqueza de la herramienta audiovisual, pero preservado del dominio total de la
lógica de mercado. Si se quiere parafrasear a Ducrot, proteger la “polifonía”
del discurso político (es decir, las tres dimensiones que históricamente siempre
lo han caracterizado: refuerzo, enfrentamiento y persuasión), evitando
que se reduzca a la última, el envite es fundamental.(20) Y es sólo
un aspecto (referido a lo audiovisual) de una problemática mucho más vasta y hoy
decisiva: cómo redefinir, en el umbral de los años noventa, la noción y la
función del servicio público.
El
empobrecimiento (a menudo denunciado) del discurso político no se debe a lo
audiovisual. El ingreso de lo político en la era audiovisual ha significado,
por el contrario, un enriquecimiento de la discursividad política, mediante la
incorporación de nuevos registros del sentido (en especial, el de lo indicial),
y mediante la complejización de las estrategias que de ella resultan. Este
empobrecimiento sólo es ineluctable cuando la forma publicidad se vuelve
la forma dominante de la comunicación política. Ahora bien, la publicidad, que
es un tipo de discurso con sus reglas específicas, no es, nunca fue, pese a las
apariencias, la discursividad estructurante de lo audiovisual para el público en
general: éste (por oposición al cine, cuya publicidad está mucho más cerca como
régimen discursivo) es una cuestión de contacto, y su fundamental
es lo directo: lo contrario, en cierto modo, de la publicidad. La publicidad por
televisión es un (como
lo son las películas que se pueden difundir a través de ella). Si el discurso
político queda anclado en la economía del régimen audiovisual, su complejidad
quedará preservada: esto se ha convertido hoy ‑me parece‑ en un asunto de
Estado.
Notas
1
Véanse al respecto mis artículos: Le séjour et ses doubles: architectures du
petit écran, Temps libre París, 11: 67-78,I985, y Corps et métacorps en
démocratie audiovisuelle,
Apresdemain, Paris,núm 293-294, abril‑mayo de I987, págs. 32-35.
2
En este caso hablo en el sentido estricto (y limitado) del término, es decir,
designo los dispositivos tecnológicos de producción-recepción de discursos. En
la tradición parsoniana (que retoma Habermas), el poder y el dinero también son
“medios”. Este sentido (amplio) del término está excluido de lo qu llamo
mediatización. Véase al respecto J Habermas, Théorie de l´agir
communicationnel, París, Fayard, 1987, vol. 2, cap. Vll y
VIII.
3
Los ejemplos de estos enfoques “totalizadores” que aquí rechazo no faltan;
oscilan siempre entre el catastrofismo y el optimismo exagerado: del hombre
unidimensional de Marcuse al tribalismo electrónico de MacLuhan, antaño; de la
función signo y el simulacro de Baudrillard a la forma‑modo de Lipovetsky,
hoy.
4
Se encuentra una discusión detallada de los conceptos de producción y
reconocimiento de los discursos sociales en mi libro La sémiosis sociale .
Fragments
d´une théore de la discursivité ,
op. cit.
5
De un modo más o menos explícito, la cuestión de la mediatización subtiende la
mayoría de los debates actuales en torno de la despolitización y la democracia.
Véase,
por ejemplo, Finkielkraut, A. y Gaucher, M.: “Malaise dans la démocratie.
L’école, la culture, L´individualisme”, en Le débat París, Gallimard,
nro. 51:130-152, septiembre‑octubre de 1988.
6
Acerca de los tres órdenes del sentido (símbolo, ícono, indicio), se puede leer
en francés: Peirce, CS: Ecrits sur le signe, París, Editions du Seuil,
1978. Véase también Verón, Eliseo: La sémiosis sociale. Fragments
d´une théorie de la discursivité, París,
Presses Universitaires de Vincennes, I988.
7
Jean- Claude Passeron, sin ternura alguna, ha recordado algunos de estos
contrasentidos en la nota preliminar de una obra reciente: “Les yeux et les
oreilles”, en Passeron, J. C. y Grumbach, Michel: L’oeil a la page.
Enquete
sur les images et les bibliotheques,
París, Centro Georges Pompidou, Bibliotheque Publique d‘lnformatión,
1984.
8
El análisis de la problemática del cuerpo significante y de la mirada como
“operador del contacto” en “ Le
corps retrouvé”, La sémiosis
sociale, op. cit.
9
A pesar de lo que se haya podido decir, el general De Gaulle era un político de
la era de la radio.
10He
descrito algunos aspectos de esta relación y la importancia, en su desarrollo,
de la situación en el espacio de la escena, en “Le séjour cet ses doubles:
architectures du petit ecran” , loc. cit.
11
Acerca de la cuestión de la mirada, véase mi artículo: “Il est la, je le
vois, il me parle», Communications,París Ed. du Seuil, 38: 98/120,
l983.
12
Comunicado que Valéry Giscard d’Estaing hizo público el domingo 26 de abril de
1981, hacia las 22:30.
13
Sobre la distinción entre simetría y complemen-tariedad, véase Gregory Bateson,
“ Vers une écologie de
l’esprit, Paris, Editions du Seuil, 2 volúmenes. 1977y
1980.
14
En 1974, en escena había habido dos periodistas, pero no podían hacer preguntas
ni participar de los intercambios: su única función era controlar el tiempo
discursivo de ambos candidatos.
15
Véase al respecto mi artículo “Le séjour et ses doubles... ‘´,loc.
cit.
16
El análisis muestra que, en la totalidad del debate de 1974, François Mitterrand
había planteado tres preguntas verdaderamente dirigidas a su adversario (es
decir, dejándole a este tiempo para responder), mientras que Valéry Giscard d
‘Estaing había hecho doce
preguntas tramposas.
17
Sobre la evolución de una discursividad de los telediarios en este período,
véase mi artículo “ Il est la, je Ie vois, il me parle”, op. cit. Con respecto
a la historia de las relaciones entre televisión y política, Jean‑Louis Missika
y Dominique Wolton, La folle du logis, París, Gallimard,
1983.
18
Respecto de la importancia nueva, en este contexto, del noticiero televisivo del
canal 5, véase mi artículo “Espaces énonciatifs du journal télévíse; un retour de I ‘énoncé?”,
L’information televiseé, Jornadas de estudios en la Universidad de Lille
III, noviembre de 1988.
19
Claro está, todas las demás emisiones de la campaña oficial sólo fueron
difundidas por los dos canales públicos.
20
Estas tres funciones corresponden, respectivamente, a los tres destinatarios del
discurso político desde el punto de vista de la estructuración de la
enunciación: el prodestinatario, el antidestinatario y el paradestinatario.
Véase al respecto mi artículo “La palabra adversativa: observaciones sobre la
enunciación política” , en El discurso político. Lenguajes y
acontecimientos, Buenos Aires, Hachette, 1987.
Se
agradece la donación de la presente obra a la Cátedra de Informática y
Relaciones Sociales de la Facultad de Ciencias Sociales, de la Universidad de Buenos
Aires, Argentina.
http://www.hipersociologia.org.ar/base.html