Félix de Azara
Prólogo
La
noche que llegué a Buenos Aires del Río Grande de San Pedro, donde el
señor
virrey me envió para tratar con los portugueses algunos puntos
relativos
a la demarcación de límites entre ambas coronas, se me entregó
el
nombramiento de primer comisario y jefe de la tercera división que debe
demarcar
los linderos desde la confluencia de los ríos Igurey y Paraná
hasta
el del Paraguay, según el último tratado de paz. Al mismo tiempo se
me
mandó que en posta pasase al Paraguay, y que aprontase lo necesario a
efectuar
dicha obra para que cuando llegasen mi división y la cuarta, que
venían
embarcadas, no hubiese detención en su salida, ni los portugueses
pudiesen
quejarse con nuestra demora. Dio motivo a esta prisa el creer Su
Excelencia
que los portugueses, que debían concurrir conmigo, me estaban
esperando
en el río Ygatimy.
Llegué
a la Asunción, capital del Paraguay, donde supe que no había tales
portugueses
esperando ni noticia de ellos, por cuyo motivo no quise
aprontar
cosa alguna ni hacer el menor costo, porque además yo sospechaba,
con
bastante fundamento, que dichos portugueses tardarían en llegar y que
por
consecuencia mi demora en el Paraguay sería dilatada. No se me había
dado
instrucción para este caso, y me vi precisado a meditar sobre la
elección
de algún objeto que ocupase mi detención con utilidad. Desde
luego
vi que lo que convenía a mi profesión y circunstancias era acopiar
elementos
para hacer una buena carta o mapa, sin omitir lo que pudiera
ilustrar
la geografía física, la historia natural de las aves y
cuadrúpedos,
y finalmente lo que pudiera conducir al perfecto conocimiento
del
país y sus habitantes.
No
se me ocultaba que mi idea era buena pero para verificarla hallaba
muchas
dificultades, porque, además de que el conocimiento de mí mismo me
hacía
ver que no podía hacer cosa buena en materias de historia natural,
consideraba
que no se me abonarían los costos, que tendría que viajar a
caballo
y deprisa por países de pocos o ningunos auxilios con instrumentos
astronómicos
delicados, pertenecientes a Su Majestad, destinados
únicamente
a lo que es demarcación de límites, y cuya falta y descalabro
no
tiene aquí reemplazo ni compostura. Por otro lado, me persuadí que,
aunque
el señor Virrey desease ver efectuadas mis ideas, no me permitiría
la
separación de la división de mi mando porque podrían llegar los
portugueses
en mi ausencia, y que a lo sumo me daría permiso para
comisionar
a mis subalternos, cuya capacidad me era desconocida, y creo yo
que
jamás se hacen las cosas bien sino por el que las concibe.
Todas
estas dificultades, y otras no menos embarazosas, se vencieron
resolviendo
costear todos los gastos y llevar aquellos instrumentos que no
se
consideraban precisos para la demarcación; y para que el señor Virrey
no
llevase a mal mis dilatadas ausencias, callé mis designios y dividí mi
obra
en trozos de modo que los correos me hallasen en la capital, donde se
miraban
mis salidas como paseos de diversión.
Así,
insensiblemente, acopié las noticias que pude, y son suficientes para
dar
alguna idea de este país, aunque poco apreciable para los que sólo
buscan
las de metales que no hay aquí. Para dar alguna forma a mis
apuntamientos
escribiré primero mis derrotas particulares, y después todo
lo
que es general al país y habitantes. Las apuntaciones de aves y
cuadrúpedos
irán aparte, porque son tantos que componen una obra separada
y
no pequeña.
Careciendo
de libros, no he podido escribir cosa que valga de lo pasado y
me
he ceñido al estado natural. Sin embargo, no he omitido el origen y
transmigraciones
de los pueblos que intenté averiguar en los papeles del
Archivo
de la capital, que, aunque está en el mayor desorden, con todo
pude
utilizar algo hasta que se llegaron a conocer mis ideas y se
desbarataron
con frívolos pretextos, quitando la llave del Archivo a don
José
Antonio Zabala, sujeto honrado y capaz, que voluntariamente entendía,
y
sin estipendio, en coordinar dichos papeles, y al mismo tiempo me daba
las
noticias que yo apetecía.
Con
esto se cortaron las noticias que podían servir a aclarar la historia
antigua
del país, en cuyo obsequio he señalado con exactitud la situación
de
algunos pueblos destruidos o abandonados, pero todavía faltan bastantes
cuyas
ruinas e historia no he podido investigar.
Para
entender mis viajes basta saber que los rumbos son corregidos y
demarcados
con una buena agujita de pínulas que marcaba los medios grados.
Las
leguas y millas son del país o de cinco mil varas por legua, y no son
medidas
sino computadas por el andar del caballo y del reloj, de forma que
sólo
sirven para dar idea de la longitud de los caminos. El que quiera
reducirlas
a leguas contadas sobre el círculo máximo, o, como suelen
decir,
por el aire, podía deducirlas del cálculo que ofrecen las
longitudes
y latitudes, o de la carta o mapa adjunto, cuya formación no se
funda
en otras leguas o distancias, sino en observaciones astronómicas y
buenas
demarcaciones, calculadas con prolijidad y con el cuidado de
despreciar
las que pudieran influir yerro considerable en caso que ellas
lo
tuviesen pequeño.
He
observado con instrumentos marítimos de reflexión, buscando el
horizonte
en una vasija de agua, que son preferibles a todos los
instrumentos
y modos de observar en tierra, porque, sobre la comodidad en
el
transporte, tiene la ventaja de que cualquier error en la observación
sólo
influye su mitad en el resultado. Mr. Magallanes dice en su libro que
cuando
se practiquen observaciones del modo que yo lo he hecho, que se
aumente
o disminuya la altura del contacto de los limbos con un diámetro
del
astro. No merece la pena que yo me detenga con hacer ver su error tan
manifiesto,
y sólo sirve esta advertencia para que se sepa que he
corregido
las alturas con un semidiámetro, como se debe, y que he evitado
su
equivocación.
He
elegido por primer meridiano el que pasa por la ciudad de la Asunción,
capital
del país, el cual con facilidad puede reducirse a cualquier otro
sabiendo
que por muchas observaciones he deducido que cae 54º 40' 0" al
oeste
de Greenwich. En cada pueblo y punto notable se expresa su longitud
y
latitud, aunque una u otra, o ambas, dependan de datos posteriores. He
sido
tan prolijo en los cálculos de esto, y persuadido que ningún punto
sustancial
tiene una milla de error, y como mis observaciones y cálculos
abrazan
todos los cerros y alturas notables, con sólo dos demarcaciones, o
una
y una distancia, o con dos distancias, podrá situarse en la carta
cualquiera
pueblo nuevo o punto que se quiera, sin necesidad de recurrir a
la
astronomía; y del mismo modo se sabrá siempre la situación del pueblo
que
desapareciese.
Por
lo tocante a los ríos, he aquí cómo los he puesto en mi carta. El río
Paraguay,
y parte de sus vertientes que no he cortado, se ha dirigido por
el
mapa que de él hicieron los demarcadores de los límites del año de
1754.
Lo mismo he practicado con el río Paraná desde el pueblo de Corpus
para
el norte, y para el sur lo he dirigido hasta Corrientes por la
derrota
que de mi orden hicieron don Pedro Cerviño y don Ignacio Pazos,
aquél
ingeniero y éste piloto de mi división. De Corrientes para el sur he
puesto
el Paraná por la navegación que de él hizo don Juan Francisco
Aguirre,
teniente de navío y comandante de la cuarta división de
demarcadores.
Él mismo me ha facilitado el plano del río Paraguay desde su
unión
con el de Paraná hasta la Asunción. De aquí para el norte se ha
situado
por el mapa de dichos señores demarcadores del citado año, menos
el
Xexury que ha sido dirigido por la derrota de dicho ingeniero Cerviño,
quien,
juntamente con el teniente de navío don Martín Boneo, hizo la carta
del
río Tebicuary por mi mandato. Los demás ríos, de menos nota, se han
puesto
por los cortes que se le han dado en los viajes y por las mejores
noticias
que he podido adquirir, y no es fuera de caso advertir aquí que
anteriormente
hice otra carta en la que no están bien situados los ríos
Uruguay
y Paraná de Corpus para el norte, porque me valí entonces de las
observaciones
de longitudes hechas por dichos señores demarcadores, las
cuales
he despreciado en la carta presente, ateniéndome con exactitud a su
derrota,
porque he sabido después que llegaron a mi mano erradas; cosa que
antes
me pareció imposible porque eran cinco conformes. Así, mi carta
anterior
a esta fecha debe despreciarse y atenerse con toda seguridad a la
presente,
porque además de ser conforme, en cuanto a dichos ríos, a la
derrota
de dichos señores, tiene la confirmación de seis observaciones de
longitudes
hechas el año pasado en la boca del Yguazú, las cuales ajustan
pasmosamente
con la derrota de dichos señores.
He
conservado los nombres guaraní, escribiéndolos como ellos lo hacen,
cuya
pronunciación es la siguiente: toda y pronunciada guturalmente suena
casi
como yg. Toda vocal o semi-vocal con el acento O como y se pronuncia
narigalmente,
y toda by, py, my suenan buyg, puyg, muyg; y esto basta para
mis
ideas.
[Félix
de Azara (1742-1821). Descripción e historia del Paraguay y del Río
de
la Plata. Obra póstuma de Felix de Azara [anterior a 1809] ... La
publica
su sobrino y heredero el señor don Agustín de Azara, marqués de
Nibbiano
... bajo la direccion de don Basilio Sebastián Castellanos de
Losada
.... Madrid: Impr. de Sanchiz, 1847.
"Habitantes"
Los
hombres que voy a describir son los que habitan en lo que comprende mi
carta
y en sus inmediaciones, entre los cuales, aunque originariamente
vengan
de tres castas, a saber, españolas, india y africana, es preciso
hacer
varias subdivisiones porque así lo requiere su estado físico, moral
y
político. No hablaré de ellos sino de su estado actual, sin entrar en
más
discusiones antiguas que en la de la población de estas tierras cuando
llegaron
a ellas los primeros españoles.
Refiere
la historia que los conquistadores repartieron todos los indios de
la
dependencia de la Asunción y que eran 57.000. Éstos se comprendían en
los
trece pueblos de misiones jesuíticas agregados a la provincia del
Paraguay,
en las tierras que hay desde ellos hasta el río Mbotetey y entre
los
ríos Paraná y Paraguay. Según el padrón actual hoy subsisten 27.647 de
sus
descendientes en los pueblos existentes, como también 2.596 que llaman
criollos
y 753 que dicen originarios, que sumados todos hacen 31.000
almas.
Agréguense los que había en los pueblos de Candelaria, Terecañí,
Ybyrápariyá,
Maracayú, Perico, Xejuí, que fueron asolados por los
portugueses,
con otros muchos millares que los mismos paulistas han
llevado
en sus continuas molocas, y también las naciones que hoy existen
bárbaras
con los nombres de guayanas y caaguas, que ocupan la costa
occidental
del río Paraná y las tierras del norte del Paraguay, y se
hallará
que todas estas sumas, y otras que omito, ascienden a lo menos a
los
57.000 indios que hallaron aquí los conquistadores. De lo poco que he
hablado
del origen de los pueblos de indios paraguayos se deduce que su
número
total no ha disminuido. ¡Qué nación europea de las que han pisado
la
América podrá decir que conserva los mismos y más indios que halló en
ella!
Favorece este cálculo el que muchos indios han pasado a ser
españoles
y otros están confundidos con las castas mestizas.
Sin
embargo, de estos hechos constantes no faltan escritores ignorantes y
maliciosos
que, por sus fines particulares, tratan a los viejos honrados y
valerosos
conquistadores como pudieran a una tropa de tigres, dando motivo
a
los extranjeros a que desenfrenen sus lenguas y hablen de nuestros
abuelos
como pudieran de una legión de demonios. Ruy Díaz de Guzmán en su
Argentina
manuscrita dice que en el distrito de la Ciudad Real, situada
junto
al salto grande del Paraná, se empadronaron cuarenta mil familias de
indios,
y que floreció dicha ciudad hasta que con insoportables trabajos
perecieron
dichos indios. El padre Manuel de Lorenzana, jesuita que estuvo
en
la Villarica del Guayrá en 1577, dice, según refiere una historia
manuscrita,
que en sus vecindades había trescientos mil indios y que el
año
de 1622 ya no existía la sexta parte. Si creemos a estos maldicientes,
cada
español de dichos dos pueblos aniquiló en poco tiempo con
insoportables
trabajos 1.500 indios, que es lo que tocaría a cada uno
partiendo
el número de indios por el de los conquistadores. Yo quisiera
preguntar
ahora cuáles fueron los insoportables trabajos, porque los
conquistadores
no tuvieron manufacturas, fábricas, oficios, comercio,
ganados,
minas ni plata. Pero prescindiendo de esto y de que no citan
padrones
ni instrumentos, ni los hay que acrediten sus dichos, los indios
apenas
conocían la agricultura, no sabían conservar los frutos de un año
para
otro, la caza, sobre no abundar, no había medios de tenerla en
abundancia,
las frutas silvestres no son muchas y sólo dan en determinada
estación.
Todo esto arguye infaliblemente poca población indiana, la cual,
cuando
mucho, sería la que hoy existe.
Indios
payaguás
Habitaban
estos indios en el río Paraguay donde desde la conquista han
ejecutado
las mayores crueldades, estrenándose con el infeliz Juan Ayolas
y
toda su gente. No han cesado después de asaltar y matar cuantos
españoles
y guaranís han podido, no sólo en los ríos sino también en
tierra,
atacando las casas, estancias, y caminos, y pasando del Chaco en
sus
canoas a los bravos guaycurú. No ha tenido esta provincia enemigos más
continuos
y perjudiciales, cuyas fechorías no podrían contarse en resmas
de
papel. Jamás han dejado de hacer cuanto mal han podido a todos los
hombres
sin distinción de castas, y cuando han hecho paz con algunos es
para
destruir a otros.
Todavía
conservan los payaguá este carácter para con los demás indios,
pero
viven en grande paz con nosotros desde el año 1740 y tantos, en que
el
famoso gobernador don Rafael de la Moneda los sujetó y domó en términos
que
no han hecho después daños de consideración. Desde dicho tiempo están
los
payaguá divididos en dos parcialidades, la primera, y principal, se
halla
establecida en el río Paraguay en la latitud 22º 8' y se llama de
los
sarigués, componiéndose como de doscientas almas. La segunda, llamada
de
los tacumbú, tendrá como ciento cincuenta. Ésta vive en esta capital a
la
orilla del río, sin que por ello pague tributo ni se considere vasalla
del
rey. Aunque las referidas sean sus habitaciones ordinarias no dejan de
mudarse
cuando se les antoja, viviendo los sarigués en la capital y los
tacumbú
donde quieren, pero vuelven luego a los establecimientos
mencionados.
Son los únicos bárbaros que habitan en estos ríos.
Ambas
parcialidades hablan el mismo idioma, que parece muy gutural y tan
inconexo
con el guaraní que hasta ahora nadie lo ha entendido, pero la
mayor
parte de ellos hablan el guaraní y algunos entienden un poco de
castellano.
Los sarigués tienen por cacique al famoso Quaty, hombre de más
de
cien años y ya ciego; ha sido esforzado y en sus días se han consumado
muchas
maldades, entre ellas la de haber destrozado una flota portuguesa
que,
cargada de oro, iba de Cuyabá a San Pablo por el río Tacuarí. Las
distinciones
que este cacique recibe de su parcialidad se reducen a que le
dan
de comer si lo pide, y esto no siempre, y en todo lo demás es como el
último.
Los tacumbú no tienen cacique a no ser que quiera llamarse tal a
Asencio
Flecha, pardo, muy hombre de bien, que vive en la Asunción, el
cual
compone sus diferencias domésticas, y cuyo consejo suelen seguir. A
él
tratan estos bárbaros de ambas parcialidades con entera confianza, por
él
reprende el gobierno las raterías y se recobra lo robado. Se tiene en
Europa
ideas falsas de los caciques, creyendo que son indios de distinción
y
soberanos que dictan leyes, pero nada de esto hay porque el cacique nada
manda,
ni es obedecido, ni obsequiado, ni servido, ni considerado para más
que
para permitirle que tome algún pescado o comida, y esto no siempre. Es
un
bruto hediondo como todos, y si no es valiente o anciano ninguna cuenta
tienen
con él. La paz, la guerra, la mudanza de sitio y todo lo que toca
al
común se decide en una asamblea donde los ancianos y el pay tienen toda
la
influencia. Cuando salen del toldo a pescar, o a otra cosa, dejan
advertido
lo que van a hacer y en qué paraje, con el fin de que se sepa el
lugar
de la desgracia, si sobreviene, y de aquí inferir quién pudo
causarla.
Por
supuesto que estos indios no tienen ley ni costumbre que los sujete en
lo
más mínimo. Todo les es permitido, no ejercen el castigo ni el premio,
y
sólo cuando el gobernador se queja de alguno y les parece que los
compromete
en algunas discordias con nosotros, suelen darle alguna paliza
o
más frecuentemente lo hacen marchar a la otra parcialidad. Sus asuntos
se
deciden por las partes a cachetes y quedan muy amigos concluida la
pendencia,
en la cual nadie se entromete. Cuando los sarigués vienen en
cuerpo
a la capital acostumbran dar batalla a los tacumbú, reduciéndose a
embestirse
en cuerpo a cachetes, y cuando se han cansado quedan amigos.
Todos
tienen dos nombres, uno en su idioma y otro de algún santo o español
conocido,
y como no hay diferencias entre las dos parcialidades cuanto
diga
debe entenderse de ambas.
Tienen
un empleo de alguna consideración que llaman pay y médico, son dos
o
más en cada parcialidad, su destino es curar dolencias que lo hace de
este
modo. Se pone enteramente desnudo, muy pintado con un angosto cíngulo
y
una corbata de estopa que flota sobre el estómago, se ata la muñeca
izquierda
con una cuerda de muchas vueltas, se pone una pluma larga
vertical
sobre el cogote, toma una calabaza, larga dos pies, que tiene un
agujero
en cada extremo, el mayor de tres pulgadas de diámetro, la baña
dos
o tres veces, chupa de su pipa dos bocanadas de tabaco soplando el
humo
por el agujero menor, aplica después la borda del agujero mayor entre
la
nariz y el labio superior, de modo que la boca queda expedita en medio
del
agujero, y habla fuerte como cantando de forma que las voces suenan de
un
modo extraño y vario. Continúa así un rato golpeando el suelo con el
pie
derecho, contoneándose con el cuerpo encorvado sobre el enfermo. Con
la
mano derecha sostiene la calabaza y en la izquierda tiene la pipa con
el
brazo tendido. La pipa es un cilindro largo catorce pulgadas y dos de
diámetro,
barrenado por el eje, y en una de sus bases tiene un cañoncito
largo
dos pulgadas que sirve de boquilla. Cuando el pay se ha cansado de
sonar
la calabaza se sienta y soba ásperamente con la mano la inmediación
del
ombligo, y luego chupa con vehemencia cuatro o seis veces lo que sobó,
y
se acabó la curación. Si el enfermo es muchacho suele omitir muchas de
dichas
preparaciones contentándose con chupar. Creen los payaguá que
cuantos
curan o mueren es por voluntad del pay, que éste tiene en su mano
la
muerte y la vida. Este concepto suele perjudicarle porque si mueren
muchos
enfermos seguidamente suelen matar al médico.
Es
voz común entre los españoles que el pay logra las primicias de todas
las
mujeres, pero no creo que esto sea absolutamente cierto y ellos lo
niegan,
no obstante el pay no suele ser casado y no creo que guarde
castidad.
Este empleo no es hereditario como el de cacique, lo sirve el
que
se amaña a hacer creer que posee esta habilidad. Aunque es por lo
común
el más borracho, tienen por él algunas consideraciones que se
reducen
a alimentarlo y a atender su voto en los consejos. Dicen de él que
con
la calabaza espanta los males y al diablo, y que chupando los extrae
del
cuerpo. Esto hace sospechar que tienen alguna idea de religión;
también
alude a lo mismo el tener cementerios. El de los tacumbú está
dentro
de un bosque pegado a la orilla oriental del río Paraguay, poco más
arriba
del presidio de Arecutaguá. Allí enterraban antes a sus difuntos de
pie
dejando fuera la cabeza cubierta con una olla de barro, pero como los
tigres
se los comiesen hoy los entierran enteramente con sus flechas y
pequeñas
alhajas. Tienen mucho cuidado de barrer el cementerio, asearlo y
arrancar
las yerbas, cubriendo los sepulcros con toldo de esteras y
poniendo
encima multitud de campanas de barro, unas dentro de otras. En
las
tempestades de mucho viento, que desbaratan sus toldos, practican
conjuros
que se reducen a tomar tizones y hacer ademanes como de embestir
a
las nubes.
No
obstante todo esto, los payaguá no adoran a Dios ni a alguna de sus
criaturas,
ni se les conoce súplica, palabra, ni obra que signifique
política,
atención, obsequio, ni culto. Los que se figuran que no puede
haber
ateístas, creen que estos bárbaros adoran la luna nueva porque sus
grandes
fiestas se verifican en los novilunios, pero éstos no se hacen
cargo
de que como los payaguá no tienen cuenta alguna en la sucesión de
los
años, meses ni días, siéndoles preciso señalar anticipadamente día
para
la fiesta, no lo pueden hacer con certeza sino por la luna nueva, de
modo
que ésta es la convocadora y no el objeto de la festividad. Muchas
veces
les he hablado de su origen y destino, pero no gustan de esta
conversación.
Algunos me han dicho que su primer padre fue un pacú, el de
los
españoles un dorado y el de los guaraní un sapo. Otros añaden que el
payaguá
desciende de un lugar donde hay calderas y fuego, pero esto es
aprendido
de nosotros y en mi juicio no lo creen.
La
talla del payaguá es en mi juicio de seis pies y media pulgada
españoles,
y yo dudo que haya en Europa pueblo alguno en que tantos a
tantos
pueda compararse con estos bárbaros. Jamás he visto uno que tenga
más
ni menos carnes que las precisas para ser ágiles, robustos y
vigorosos.
En nada se parecen a las ridículas pinturas que muchos hacen de
los
indios, sino en tener un poco plana la cara y el color amulatado. Sus
días
son prolongadísimos. Su dentadura no les falta aun en la edad
decrépita.
No hay un calvo y, cuando mucho, a los setenta años se ven
algunas
canas en su cabellera abundante, lacia y gruesa. Tampoco se nota
en
ellos enfermedad alguna particular, ni el mal venéreo. Su semblante es
despejado,
alegre y risueño, diferente del guaraní, que es triste en
términos
que parece que no tiene músculos para explicar la alegría.
Los
varones en el toldo están en pelota, pero cuando han de entrar en la
ciudad
se ciñen a los riñones algún trapillo, o se echan al hombro una
manta
de algodón, o se ponen una estrecha camiseta sin mangas que por lo
común
no pasa a las ingles. Jamás usan sombrero, ni gorro, y sus
principales
adornos son los siguientes. En los pechos de la madre usan ya
el
barbote, que es un palito largo cuatro o cinco pulgadas y de línea y
media
de diámetro, afianzan uno de sus extremos, a frotación, en el
agujero
de otro palo más grueso que les atraviesa el labio inferior en la
raíz
de los dientes, quedando el otro extremo flotante. Tienen las orejas
agujereadas
y adornadas con aros, botones, plumas, palitos o pendientes de
abalorios
y planchuelas de plata. Desde que nacen no cesan las madres, de
arrancarles
el pelo de las cejas y pestañas, y en lo restante de la vida
hacen
lo mismo con todo el pelo del cuerpo que no les crece con la
abundancia
que a los españoles. Esta práctica hace ver que los climas no
influyen
lo que se cree en las costumbres, pues aquí debieran alargarse si
se
pudiese las pestañas, cejas y sombreros, para resguardar los ojos a la
vehemencia
del sol. Por esta causa los niños tienen los ojos muy abiertos
pero
los grandes al contrario, jamás descubren enteramente la pupila.
Cuando
se les antoja se ponen brazaletes de plumas o de cuero en lo grueso
del
brazo, en las muñecas cuelgan las pezuñas de venado y en los tobillos
cascabeles.
Algunos llevan un tahalí de lentejuelas de concha o canutillos
de
plata, o un simple cordoncito del que cuelga una bolsita en la que
apenas
puede entrar una peseta, y tal cual vez se ponen un copete de
plumas
sobre la cabeza. Además de todo lo dicho pintan su cuerpo
enteramente
de rojo, negro y amarillo, con dibujos inexplicables y cada
uno
según su antojo. Dividen el pelo, desde la frente a la sutura coronal,
en
tres partes. La del medio la cortan rasa, y las laterales caen sobre
las
sienes cortándolas horizontalmente a la mayor altura de la oreja. Lo
restante
del pelo lo dejan caer sobre la espalda y, a veces, lo atan con
una
tira de cuero de mono caay sin hacer trenza.
Las
mujeres son de inferior talla, no son a nuestra vista lindas porque su
color,
pinturas, el carecer de cejas y pestañas, y el ser muy puercas, nos
previene
sin dejarnos conocer sus buenas proporciones. Las manos y pies
son
menores que las españolas y sus pechos los mejores que he visto. Son
alegres,
vivas y halagüeñas, y sus palabras dulces. Su vestido consta de
sólo
dos piezas. La una es un trapo, largo un pie, ancho un palmo, que
flota
sobre el pubis y está afianzado con una cuerdecita a los riñones; la
otra
es una manta de algodón pintada de rojizo, con la que se envuelven
por
debajo del pecho y las llega casi a los tobillos. Esta envoltura se
hace
sin nudo ni ligadura que la sujete, poniendo el doblez superior bajo
del
inferior, por cuyo motivo tienen que componerla cada momento. Cuando
hace
frío, o entran en la ciudad o se halla presente algún sujeto que les
da
sujeción, ponen la manta sobre los hombros. Usan sortijas si las pueden
haber,
se cortan el pelo de delante como los varones pero no el que cae
sobre
las sienes, el cual, como el restante, flota libremente sobre los
hombros
y espaldas. Desenredan el pelo con peines y comen la basura viva,
y
también cuantas pulgas pueden haber, pero no usan barbote. Los varones
no
usan pintura durable, pero las mujeres tienen de esta especie las
siguientes.
De la raíz del pelo a la punta de la nariz llevan una tira
recta
y morada, ancha tres líneas, y desde el labio inferior a la barba
otra
igual. Así mismo, desde el pelo caen verticalmente siete, ocho o
nueve
rayas o líneas paralelas atravesando la frente, cejas y párpado
superior,
en donde, como ni en lo restante del cuerpo, sufren bello. De
cada
ángulo de la boca salen dos cadenitas paralelas a la mandíbula
inferior
que terminan a los dos tercios de la distancia a la oreja. De
cada
ángulo exterior del ojo cae una cadena de dos eslabones en dirección
perpendicular
a las que salen de la boca, y terminan sobre lo que
sobresale
más en la mejilla. Además de estas pinturas moradas y estables,
las
más presumidas se pintan una cadena de grandes eslabones desde el
hombro
a la muñeca. Sin perjuicio de estas pinturas, que son
características
a las mujeres, se pintan todo el cuerpo con varios colores
y
dibujos, lo mismo que los varones. Como éstos todos los indios viven en
pequeñas
sociedades que no comunican con otras, y donde todos se conocen y
ven
continuamente, no hay motivo para que tengan vergüenza unos de otros,
y
por consiguiente, no hay entre ellos vanidad, ni lujo, ni los demás
afectos
vivos que produce la vergüenza.
Para
construir sus habitaciones clavan tres o cinco horquillas paralelas,
la
más alta, para el caballete, de dos y media varas y las demás en
disminución.
Enfrente de éstas clavan otras tantas iguales y paralelas. De
cada
una a su correspondiente tienden una caña gruesa y sobre éstas
esteras
de juncos, no tejidos sino unidos por su longitud, y he aquí un
toldo
donde se acomodan de quince a veinte personas. Pegado a él por su
longitud
ponen otros y queda hecha la toldería abierta por los costados.
Cuando
hace frío ponen otras esteras verticales en el lado que conviene.
El
suelo dentro está cubierto de cueros y éstos son sus sillas, mesas, y
camas,
porque no tienen hamacas. Sus demás muebles se reducen a algunas
calabazas
y vasijas de barro.
Jamás
riñen, ni enseñan a los hijos, ni les prohíben cosa alguna, sin
embargo
los aman y tienen grande cuidado de pintarlos y de cargarlos de
abalorios,
planchuelas, etc. Los varoncitos están siempre desnudos, pero
las
hembras, casi desde que nacen, van envueltas de medio cuerpo abajo, de
modo
que hay más recato en las niñas que en las mozas, en éstas más que en
las
casadas, y ninguno en las viejas. Comúnmente no se separan las mujeres
del
toldo sin la compañía de algún hombre, y pocas veces se ve que hablen
unos
con otros, lo que quiere decir que no son tan habladores como
yo.
Hasta
casarse el payaguá no pesca ni trabaja, nadie tiene más de una
mujer,
que toma cuando quiere pidiéndola al padre y parentela, quienes se
la
dan sin más ceremonia que una media fiesta. No casan entre los
hermanos.
El divorcio es libre al hombre y mujer con motivo o sin él, pero
sucede
raras veces siendo admirable ver contentos a los hombres con las
viejas.
En caso de separación queda la madre con todos los hijos, con la
cama,
pala o remo y con el toldo, y todo lo que hay menos con la manta o
camiseta
del marido. Si no hay hijos, cada uno lleva lo suyo, esto es la
canoa,
pala, anzuelos y flechas el marido, y todo lo demás la mujer. En
más
de cinco años que diariamente visito sus toldos no he visto que los
sexos
se hagan la menor demostración que manifieste celo o apetito, aunque
estén
borrachos.
Las
mujeres hilan rara vez algodón para alguna manta que tejen a pala y
les
dura toda la vida. Ellas hacen las esteras, las vasijas de barro,
arman
y deshacen los toldos, y guisan las legumbres porque el varón guisa
la
carne y pescado. Son glotones, pero no tienen hora fija para comer.
Todo
lo que hay se pone al fuego en olla, o asador, y el que tiene gana
saca
su tajada sin esperar ni avisar a los demás de su familia, y si
sucede
que los padres y hermanos coman a un tiempo todos lo hacen con
alguna
separación, y jamás hablan en la comida ni la interrumpen para
beber,
cosa que hacen después.
Aunque
los muchachos son enredadores, los hombres y mujeres no tienen
baile
ni juego alguno. Todas sus diversiones se reducen a emborracharse
con
aguardiente y lo hacen con mucha frecuencia. El que se determina a
esto
ocupa todo el día en beber sin comer cosa alguna, y suelen responder,
cuando
se les pregunta ¿por qué no comen?, que no comen por beber, y
añaden:
«no somos como los cristianos, que se meten a beber teniendo las
tripas
todas llenas de comida que no les cabe sino un poquito de
aguardiente».
Todo borracho es acompañado por otro que no lo está o por su
mujer,
quienes lo conducen al toldo y lo sientan. Entonces canta en tono
bajo,
con algún compás, cierta canción que en todos es la misma, y según
la
traducción de uno de ellos dice: «¿quién se me opondrá que no le haga
pedazos?
Vengan uno, dos o muchos, yo soy bravo». Otros dan cachetes al
aire
como si riñeran y así pasan el día sin hacer daño, ni enfadarse, ni
meterse
nadie con él. En estas circunstancias en nada difiere uno de otro
haciéndose
increíble la uniformidad y sosiego. La debilidad por no haber
comido
les quita el vigor, el humor pendenciero, y el vomitar tan comunes
en
nuestros borrachos.
Tienen
con frecuencia sus fiestas que se reducen a emborracharse casi
todos
y rarísima vez alguna mujer, porque ellas no tienen parte en ninguna
diversión,
ni los varones les dan lo que a ellas les gusta, ni hacen caso
de
ellas. Los motivos de estas fiestas son el nacimiento de algún hijo, el
agujerearle
las orejas o labio inferior, el casarse, o aparecer el
menstruo
la primera vez a una mozuela, la cual entonces empieza a ponerse
las
mencionadas pinturas permanentes, y finalmente cualquiera cosa o nada
es
motivo de fiesta. No se baila, ni juega, ni canta, ni hay más diversión
que
las que sugieren las fantasmadas de Baco. Además de estas fiestas
menores,
en las inmediaciones de San Juan, hacen una mucho más solemne,
cuyas
vísperas se anuncian con tamborcitos hechos con vasijas de barro y
con
pintarse todo lo mejor que saben. El día siguiente, borrachos todos
los
varones, se presentan unos a otros, cogen cuanta carne pueden con un
pellizco
y la atraviesan muchas veces con un punzón o espina de raya.
Estos
pellizcos y pinchazos se dan en los brazos, muslos y piernas, y en
la
lengua, dependiendo la elección del lugar de quien los da y no de quien
los
recibe. Con la sangre se bañan la cara y de rato en rato repiten lo
mismo,
de modo que no queda uno sin sufrir muchas veces las referidas
punzaduras
de espina sin que se oiga queja ni se vea el menor indicio de
sentimiento.
Esta función es pública y no participan de ella las mujeres y
menos
lo muchachos, a quienes no se les permite la bebida o por lo menos
no
se emborrachan. Al anochecer acaba la fiesta dejando muchos días que
padecer,
porque se entumecen y llenan de materia las heridas, a quienes no
ponen
abrigo ni remedio, y las cicatrices duran toda la vida. El adorno y
pinturas
que usan estos bárbaros en esta festividad son absolutamente
extravagantes
e inexplicables.
Viven
los payaguá en el río, que navegan con canoas que ellos mismos
fabrican.
Son de cuatro a ocho varas de longitud y uno y medio a dos y
medio
pies de mayor anchura, que está a los dos tercios contados de la
proa,
que es puntiaguda y casi lo mismo la popa. Constan de tres planos,
dos
verticales y el tercero corvo de popa a proa. El remo es una pala
flexible
larga tres varas, las dos son de asta muy delgada y la tercera es
la
pala que tiene figura de lanza. Cuando pesca el payaguá se mantiene
sentado
en la canoa dejándose llevar por la corriente, pero cuando boga se
pone
en pie sobre la extremidad de la popa. Sucede algunas veces que al
meter
el pescado en la canoa se vuelca ésta porque son muy angostas y mal
hechas,
y se ve siempre con admiración que en un minuto o dos, sacudiendo
su
canoa como el tejedor su lanzadera, echa fuera el agua, salta dentro de
ella
sin haber perdido la pala, la caña con que pesca, ni el pescado, sin
que
para todo esto obste cualquier profundidad de agua. Viven de lo que
pescan
y de los yacaré y capiybaras que cogen a flechazos. Para esto
tienen
flechas a propósito que clavadas se separa la lengüeta del asta
quedando
amarradas por una cuerda. Si el herido se sumerge, como sucede
siempre,
flota el asta o caña y por ella tiran hasta ponerse sobre el
herido
y le dan lanzadas con la pala. No sólo hallan en el río y sus
orillas
los animales referidos, sino también leña, paja, cañas, sauces y
pasto,
que venden a los españoles para cubrir sus ranchos y alimentar sus
caballos.
También venden ollas de barro, esteras y alguna manta. Algunas
veces
se alquilan para cortar la caña dulce y para trajinar la carga de
las
embarcaciones; son amiguísimos de hacer pequeños cambios y tratos que
siempre
han de ser de presente, porque son muy desconfiados y mentirosos y
engañan
siempre que pueden. Son muy pedigüeños y si pueden robar alguna
cosa
no dejan de hacerlo, pero no atesoran. La plata que adquieren la
ponen
por lo común en la boca y luego la gastan en sal, frutas, legumbres,
tabaco,
miel y, principalmente, en aguardiente.
Las
armas del payaguá son flechas sin aljaba, macana, o garrote, y sobre
todo
el remo o pala que por ambos costados sirve de lanza. Sus
expediciones
guerreras se hacen siempre con secreto o con engaño, con la
idea
de sorprender, y si no lo consiguen se escapan porque no hallan
deshonor
en la fuga ni en la traición. Siempre matan a todos los varones
adultos
y se llevan a las mujeres y muchachos. No comen a los vencidos ni
usan
de instrumentos bélicos. Tampoco llevan las mujeres a la guerra, sino
que
las ocultan primero. Tampoco acopian provisiones porque van comiendo
lo
que pescan en la marcha.
Los
payaguá se hallan como en tiempo de la conquista porque no han
recibido
de los españoles armas, cuadrúpedos, ni costumbres que hayan
alterado
su constitución. Lo único que se ha adelantado con ellos es
fijarlos
bastante, que es el primer paso de la civilización, y enseñarles
las
delicias de la paz y a que tengan confianza de nosotros. Cuando alguna
vez
resuelven transferirse a otros parajes, las mujeres y niños hacen sus
esfuerzos
para oponerse y consiguen lo que desean, de modo que puede
esperarse
en breve la reducción completa de estos bárbaros. Ya en el día
son
muy útiles porque sobre que ponen temor a los bárbaros del Chaco,
ellos
pescan y trabajan con utilidad de esta ciudad y, aunque no sean
católicos,
pueden llamarse socios útiles. No falta más que hallar los
medios
de introducir entre ellos el lujo y el conocimiento de las
comodidades,
para que se aumente el fondo del comercio y se dediquen más a
los
trabajos. Estos indios serán antes vasallos útiles y civiles que
católicos,
cosa que hasta aquí ha parecido imposible porque ha prevalecido
la
opinión de que no puede ser útil vasallo y hombre sociable el que no
empieza
por ser católico. Así se ha procurado catequizar a costa de
grandísimas
sumas, descuidando la civilización, suponiendo ésta resulta de
aquélla,
y yo creo lo contrario.
La
reducción de las naciones bárbaras sólo puede verificarse por tres
medios:
el primero es por el comercio y trato, el segundo por la fuerza, y
el
tercero por la persuasión. El primero jamás se ha intentado, es el más
largo
y difícil con algunas naciones pero muy fácil con los bárbaros caayá
y
guayaná y con los guaná. Aquéllos continuamente se presentan a nuestros
beneficiadores
de yerba solicitando que los ocupen y que les den en cambio
de
su trabajo herramientas y géneros, pero por lo común no se hace caso de
ellos
porque dicen que no saben dar a la yerba el beneficio que requiere;
pero
si se les diese un capataz que los instruyese, la maniobra es muy
simple
y con un poco de probidad se lograrían muchos trabajadores que en
breve
no sabrían vivir sin nosotros. Los guaná, que son tan numerosos como
todas
las naciones bárbaras juntas, vienen en tropas y viven entre
nosotros
a expensas de su trabajo, y después vuelven pero vienen otros, de
modo
que siempre tenemos muchos. Como jamás han hallado buena acogida en
el
gobierno, ni se ha dado una orden en su favor, no se determinan a traer
sus
mujeres, ni familias, por cuyo amor regresan a su patria casi todos.
Si
abiertamente se les protegiese y se regalase algunas frioleras a sus
mujeres
y niños, veríamos en breve veinte mil guaná entre nosotros, todos
chacareros
y medio civilizados según diré luego. Pero no se conseguirá el
fin
si se tratase de reducirlos en pueblos para hacerlos vivir en
comunidad,
como a los guaraní, cosa que luego pretenderían hacer los
gobernadores
y los eclesiásticos por sus fines particulares. Debíamos
contentarnos
con aprovecharnos de su trabajo y con aumentar nuestra
población,
las producciones y consumos, sin querer esclavizar sin motivo
ni
utilidad a unos hombres que voluntariamente se ofrecen a ser nuestros
conciudadanos,
amigos y parientes, quienes, sin trabajo, serían luego
católicos
porque ya está averiguado que todos los vasallos, tarde o
temprano,
abrazan la religión dominante sin que en ello se ponga cuidado y
aun
cuando se tomen medidas para lo contrario.
El
usar de la fuerza, o del respeto que infunde, para hacer reducciones es
el
medio más expedito. Todas las subsistentes en esta provincia se deben a
las
armas de la conquista, según consta de los años de su origen. Pasados
aquellos
tiempos primeros tomó el gobierno, para hacer reducciones, el
tercer
camino, que es el de la persuasión, fiándola a los eclesiásticos, y
así
ha salido ello. Después de la conquista, aunque se han gastado
ingentes
sumas, ninguna reducción ha subsistido fuera de sus límites. Hoy
tiene
esta provincia cuatro y cada gobernador funda cuantas quiere, de
modo
que no tienen número las que se han entablado y no hay una existente,
y
ninguna ni todas juntas han producido un solo católico, y si alguna vez
se
han bautizado algunos todos han apostatado. Subsisten los indios en la
reducción
porque se les da de comer con lo que el rey franquea, y cuando
se
acaba el fomento (porque no puede ser eterno), y tal vez antes, se
empieza
a quitar el crédito al gobierno diciendo que no dio bastante, y se
van
los bárbaros como vinieron sin haber oído el nombre de su redentor.
¿Quién
es capaz de persuadirse que subsista una reducción nueva encargada
totalmente
a un clérigo o religioso que ignora el idioma y que su vida es
breve
para aprenderlo? A esto responden que Dios obra y que cualquiera
cosa
que diga el cura lo entienden todos. Esto sucedió a los apóstoles y
no
en nuestros días, pero cuando esto fuese así, y que el cura les enseñe
los
sagrados misterios, nada había adelantado porque para que prevalezcan
estas
ideas abstractas, que serán las primeras que han oído y formado, es
necesario
hacer civiles a unos bárbaros fijándoles y enseñándoles a vivir
del
sudor de su rostro, sujetando a las leyes sociales a unos hombres que
no
tienen idea de ellas ni de los derechos de gentes y natural.
Finalmente,
para convencerse de que las persuasiones eclesiásticas no
tendrán
buen éxito sobre el particular, basta saber que desde la conquista
aquí
no lo han tenido en poco ni en mucho.
Si
los gobernadores reflexionasen el ningún fruto que han sacado sus
antecesores
en la reducción de los bárbaros, desde luego depondrían el
afán
que todos tienen de formar reducciones, nacido de un celo mal fundado
o
del deseo de inmortalizar su memoria, y buscarían otros caminos de sacar
utilidad
de los bárbaros que debe ser su principal atención; como que los
progresos
de la religión seguirían aún sin buscarlos, a la civilización.
Mis
ideas, aunque claras y fáciles, no son adoptadas aquí, y cuando he
querido
persuadirlas me han respondido que los jesuitas hicieron muchos
progresos
en sus misiones del Paraná y Uruguay, y en nuestros días en los
pueblos
de San Joaquín, San Estanislao y Belén. Estos hechos, que sólo
pueden
oponerse por los ignorantes a mis proposiciones absolutas, las
comprueban
y hacen ver que los padres jesuitas pensaban como yo y en su
consecuencia
usaron en sus reducciones no de la persuasión sino de otros
medios
más adecuados, bien imaginados, dirigidos, suaves, eficaces e
infalibles,
aunque los ocultaron siempre en sus escritos dando a entender
que
todo se debía a su predicación. Yo, que he procurado investigar las
cosas
originalmente, voy a explicar los progresos jesuíticos, y, sin
pensar
disminuir su mérito, haré ver que publicaban una cosa y hacían
otra,
la cual no les hace menor honor que la que querían
publicar.
Las
misiones del Paraná y Uruguay, según consta de su origen que
brevemente
he contado, son del tiempo de la conquista y por consiguiente
fruto
del temor de nuestras armas y de las de los mamelucos, quienes con
la
destrucción de muchos pueblos y naciones fueron causa principal de la
humillación
guaraní a los jesuitas, los cuales no tuvieran hoy un pueblo
si
no hubiese habido mamelucos. Así no deben tomarse en boca estas
misiones
para apoyar la eficacia de la predicación. Con que sólo nos resta
hablar
de los pueblos de San Joaquín, San Estanislao y Belén.
El
modo y cómo se fundaron son bien conocidos porque existen los
fundadores,
y otros instrumentos originales, y es el siguiente: teniéndose
noticia
de que el paraje donde están los pueblos había bárbaros de buenas
inclinaciones,
enviaron los jesuitas algunos guaraní de sus pueblos viejos
a
explorar la voluntad y proporciones del país, llevando algunos regalitos
que
les aseguren la buena acogida. Regresaron los emisarios con buenas
noticias,
y pasados algunos meses fueron otros en los mismos términos que
volvieron
igualmente. Poco después fue un jesuita con iguales embajadas y
regresó
corriendo a dar buenas nuevas, que fueron las decisivas. Se eligió
un
padre que fue con algunos guaranís a vivir con los bárbaros y cuando
halló
disposición les propuso si querían tener y comer vacas, aceptaron y
en
distintas remesas las llevaron los guaraní escogidos que quedaron con
el
padre; poco después les propuso si querían que los guaraní, sus
hermanos,
viniesen a hacerles casas, iglesia y chácaras, y como estuviesen
familiarizados
con los que fueron con el padre y con las vacas, aceptaron
y
vinieron todos o más guaranís cuantos eran los bárbaros. Hasta aquí no
se
había predicado, ni tratado a trabajar, ni de con qué pudiese
disgustar,
sino de todo lo contrario. Pero a poco tiempo del arribo de los
reclutas
se alzó un poco la voz y todos juntos trabajaban lo que se
ofrecía,
ya no hubo más que hacer sino cuidar de que no se escapasen, lo
que
se evitó con un poco de vigilancia. El ejemplo, el respeto y cuando
más
setenta y cinco azotes, allanaron todo lo que faltaba.
Sin
saber cómo me he dilatado en probar, con razones y con la experiencia
jamás
desmentida, que el gobierno es quien debe civilizar a estos bárbaros
y
no los eclesiásticos, siéndome muy sensible el ver las crecidas sumas
que
se han expedido y expiden sin fruto y con descrédito. Y para concluir
la
materia digo que el método con que se fomentaron las reducciones de San
Joaquín
y San Estanislao es excelente y fácil para civilizar los guayaná y
caaguá,
en caso de que no parezca mejor lo que insinué anteriormente, pero
de
ningún modo sirve para con las demás naciones porque todos los guaraní
juntos
no son capaces de dar sujeción a cincuenta mbayá, enimagá o lengua,
y
ésta es la causa porque los jesuitas jamás hicieron progresos en la
reducción
del Chaco. Así apuntaré lo que conviene hacer con las naciones
del
Chaco, porque son de otra casta, muy diversa de la guaraní, según se
verá
en sus breves descripciones particulares.
Para
civilizar los sumisos, laboriosos y pacíficos guaná, podría
intentarse
el expediente practicado por los jesuitas en San Joaquín, pero
será
mil veces mejor, y más útil, lo que apunté, y para mayor abundamiento
envíese
frailes escogidos a sus tierras porque los guaná jamás han puesto
embarazo
a que entremos en sus pueblos, ni han dejado de alimentar,
cortejar,
y solicitar a los eclesiásticos para que se queden a
catequizarlos.
Estos curas han de procurar darles buenas ideas de nosotros
y
excitarlos a que vengan sus tropas con las familias hasta la Concepción,
donde
el gobierno tendrá alguna embarcación que los traiga. Las guerras
continuas
que tienen entre sí y con los mbayá y las vejaciones que éstos
les
causan, darían frecuentes motivos para que salgan de su país dándoles
algún
auxilio, y aun sin él no han bastado para echarlos las órdenes que
he
visto dar al gobierno. Trátese bien a los que vengan sin prohibir
absolutamente
el que regresen algunos a su patria, que distando ciento
cincuenta
leguas no las andarían fácilmente a pie y con su familia. Cogió
la
expulsión jesuita al padre Manuel Durán en Belén, que con cinco
familias
de Santa María de Fe iba a formar una reducción en los guaná, y
es
probable que a esta hora, por el modo dicho, ya habría otras
reducciones
y que veríamos abierta la comunicación entre Belén y los
chiquitos,
que solo distan ochenta leguas y los guaná están en la
medianía.
La
reducción de los mbayá, lengua, y demás naciones del Chaco, no puede
racionalmente
intentarse por ninguno de los medios insinuados. Su talla y
vigor
excede a lo que se ve aquí y en Europa. Los bravos conquistadores no
los
sujetaron no obstante de que los hallaron a pie y estacionarios. Hoy
tienen
excelentes caballos y son errantes, y esto basta para comprender
que
su reducción es una cosa dificultosísima, que no puede lograrse sino
del
modo siguiente: se reduce a ir estrechando insensiblemente sus
correrías
formando poblaciones de mulatos y españoles que al mismo tiempo
corten
el Chaco y abran comunicación directa con el Perú; con lo que
lograría
esta provincia los crecidos aumentos que necesita más que otras,
porque
ella es la que, tarde o temprano, ha de destruir o cuando menos
participar
de los famosos minerales que hoy poseen los portugueses en
Matogroso,
Cuyabá y en las cabeceras del río Paraguay. Verdad es que,
según
se verá luego, hablando de los lengua no puede el gobierno, por
mucha
prisa que se dé, embarazar la total extinción de estos bárbaros,
porque
según mis cálculos no subsistirá uno de ellos en cien años contados
desde
hoy.
Indios
mbayá
Si
creemos la tradición de los bárbaros enimagá, los mbayá fueron en la
antigüedad
sus esclavos en las tierras del norte del río Confuso, que
emboca
en el del Paraguay por el oeste en 25º 8' 10" de latitud. Para
sacudir
el yugo hicieron fuga secretamente dirigiéndose al norte por los
años
en que vinieron aquí los españoles o poco después, y como hallasen
los
países de su tránsito poblados de guaná los dominaron y aun pasaron
más
al norte, de donde, atravesando el río Paraguay, arrojaron de sus
costas
del este a los pueblos que los españoles habían formado de indios
itatines
y ñuara, cuyas reliquias existen hoy en Santa María de la Fe, en
Santiago
y en sus colonias, como también en el de San Francisco Xavier de
los
Chiquitos. No pararon aquí sus conquistas sino que sin apartarse mucho
de
la costa oriental del río Paraguay se establecieron y, a fuerza de
armas,
ganaron todo lo que hay desde el río Mandubirá para el norte
matando
muchos guaraní y españoles, los cuales no estaban seguros de sus
incursiones
ni en los campos de Tapúa ni en las chácaras de la capital.
Don
Rafael de la Moneda fue el primero que, fundando el pueblo de la
Emboscada,
se atrevió a atajar sus conquistas, y después don Agustín
Fernando
de Pinedo, con el establecimiento de la Concepción, los redujo a
las
tierras que hay al norte del río Ypané, donde hoy existen. No sólo han
hecho
guerra a los españoles y guaraní sino también a los chiquitos, de
los
cuales hoy tienen más de ciento cincuenta cautivos, y hace como quince
años
que con apariencias pacíficas se llegaron a los pueblos que los
portugueses
han fundado uno en cada banda del río Paraguay, hacia la
latitud
de 19º 30', y en ellos mataron ciento veinticinco personas. Desde
el
año de 1756, en que hicieron la paz con nosotros, no la han quebrantado
y
sólo hacen la guerra a los pusilánimes caaguá o monteses, que habitan
los
bosques vecinos al río Xexuy, y alguna vez a los lengua en el Chaco.
Cautivan
en sus hostilidades a las mujeres y niños tratándolos bien, pero
matan
a todos los adultos sin comer su carne.
Hoy
están los mbayá divididos por el río Paraguay en dos trozos. Los que
habitan
el occidente, que llaman comúnmente guazús, se extienden desde la
latitud
de 21º 35' para el norte y a veces bajan hasta la latitud de 22º
6'
introduciéndose e incorporándose con los guaná. Los mismos pasan
algunas
veces a cazar y comer algarrobas a la costa oriental. Estos mbayá
tienen
varios caciques pero los principales son cuatro llamados
Codaaloteguí,
Natogotaladí, Navidrigí y Nalepenegrá, que en todos
compondrán
un número como de tres mil doscientas almas. Los que habitan al
este
del río Paraguay se prolongan desde el río Ypané al Mbotetey o entre
las
latitudes de 23º 28' a la 19º 30'. De este a oeste ocupan el espacio
que
hay entre el río Paraguay y la tierra alta y montuosa que media entre
dicho
río y el Paraná, cuyo espacio encierra los mejores yerbales y
tierras
que hay desde aquí a Buenos Aires, en las cuales hubo en otro
tiempo
los pueblos de indios nombrados Ipané, Guarambaré, Perico, Atyra,
Caaguazú,
Agraranamby, y también Xerez. El total de estos bárbaros
orientales
será, cuando más, de tres mil almas divididos en cuatro
parcialidades
principales y subdivididos en varias por los caciques
Lorenzo,
Ignacio, Antonio, Josef, Joaquín, Miguel, Laadeniguagui,
Eguagabique,
Maqueda, Quiniguigueguí y Ichipilgiguí, etc. Del total de
mbayá,
que he dicho compondrán como seis mil doscientas almas, deben
rebajarse
los dos tercios que son guaná y cautivos de chiquitos y caaguá o
monteses,
de modo que los mbayá netos no pasan de dos mil ni aun
llegan.
La
talla media del mbayá es elegante cuanto cabe y a lo regular de seis
pies
y una y media pulgadas españolas, y la europea de cinco pies, once
pulgadas.
Sus movimientos son libres y despejados. Hacen vanidad de ser
hombres
de palabra y los más nobles de toda la América. Tienen más
condescendencias
con sus caciques que los payaguá, pero se reducen éstas a
poca
cosa. Dicen que subsiste el alma después de la muerte vagando por el
mundo
sin pena ni gloria. Que Dios (a quien no adoran, ni algunas de sus
criaturas)
crió a todas las naciones y les repartió las tierras del mundo,
y
que después crió a sólo dos mbayá a quienes envió a decir por un
caracará
que por olvido los había criado cuando ya no tenía tierras que
repartir
y que para que subsistiesen anduviesen vagos, y que respecto a
que
sólo eran dos y las demás naciones eran numerosas que hiciesen la
guerra
continua a todas y adoptasen los cautivos para aumentarse con
ellos.
Uno y otro practican y a esto se reducen sus ideas
morales.
Llevan
el pelo cortado raso cuanto se puede con tijeras o navaja, lo mismo
las
mujeres, pero éstas dejan una tirita, ancha una pulgada, alta media,
que
empieza en la frente y acaba en la sutura coronal o alto de la cabeza.
Estas
no comen carne ni cosa de grasa cuando se hallan con la evacuación
periódica
porque no las nazcan cuernos, como suponen que sucedió a una que
la
comió. Son las más prostitutas que se conocen, de modo que cada una
tiene
un par de guaná que la divierten además de su marido, y éste mira
con
absoluta indiferencia estas cosas. Observan hoy la bárbara costumbre
de
no criar sino el último hijo o hija, abortando a todos los que nacen
antes
y muchas veces también al último porque esperan que no lo ha de ser.
Yo
pregunté a ocho mbayá que tenía en mi cuarto el motivo de esta
práctica,
y me dijeron que el parir los hijos grandes las estropeaba y
envejecía,
que después era mucho trabajo e incomodidad el criarlos en la
vida
errante y el darles que comer, cosa que muchas veces les faltaba a
ellas,
y queriéndome informar de los medios que practicaban para
abortarlos
me manifestaron el vientre y se lo estrujaron violentamente con
los
dedos sobre el pubis diciéndome: he aquí cómo hacemos en los primeros
días
de nuestro embarazo. Esta barbaridad, sin duda, tuvo su origen en las
solteras
y después el libertinaje la extendió a todas las casadas sin
exceptuar
una. Yo quise reprender a algunos mbayá sobre esta costumbre y
me
oyeron con risa diciéndome unos que el hombre no debía entrometerse en
las
cosas de las mujeres, y otros me dijeron que habiendo Dios mandado a
sus
primeros padres que viviesen errantes no podían verificarlo con el
embarazo
de sus hijos. Lo extraño está en que apetecen y crían con esmero
a
todos los niños cautivos que toman en la guerra aunque sean de pecho.
Esta
costumbre debe ser moderna, pues creo que nadie ha hecho mención de
ella.
Las
mujeres son más alegres que las payaguá y toman parte en las fiestas y
las
hacen, reduciéndose a hacer como procesión cantando las hazañas de los
mbayá
y llevando las cabelleras, armas y huesos de los vencidos, acabando
con
una pelea de moquetes en la que se pierden algunos dientes y se llenan
de
sangre, cosa que en seguida celebran los varones con la borrachera
causada
por la chicha hecha de miel o de algarroba o de maíz.
Los
payaguá no lloran los difuntos sino cuando son muertos por sus
enemigos,
pero los mbayá lloran mucho a sus parientes y a los caciques y
los
llevan a enterrar al cementerio que tienen junto al cerro
Itapucú-guazú,
que está muy distante, y entierran al mismo tiempo sus
alhajas
y matan cuatro o seis caballos, los mejores que tiene el difunto.
A
los enfermos nos les dan carne sino cocos y legumbres, si las hay, pero
si
se dilata la enfermedad los abandonan, y si hay fiesta grande suelen
perecer
de necesidad porque en estos días no se hace comida para nadie.
Los
cura el pay como a los payaguá, a quienes se parecen en el vestido, en
no
sufrir cejas, pestañas, ni pelos, en las pinturas y en todo lo que no
expreso,
pero difieren en que sus toldos son doblemente altos, espaciosos
y
aseados.
En
el tiempo de la conquista, todas las naciones, sin excepción, eran
estacionarias
y vivían como hoy los guaraní no reducidos. Entonces no les
era
dable coger los venados, avestruces, etc., que abundaban, pero
habiéndose
proveído de caballos todas las castas del Chaco, menos los
guaná,
caayá y minoquigla, tuvieron facilidad de cazar dichas bestias con
lo
que dejaron su poco cultivo, se hicieron errantes, salteadores e
irreducibles,
y vivieron con la caza. Ésta escasea hoy mucho, ya no les
basta
y suplen con la miel, frutas y palmas, pero ni esto es suficiente,
por
cuyo motivo, no habiéndose dedicado a criar vacas, padecen necesidades
extremas
que los obligan con frecuencia a pedirnos reducción y comida, y
esto
sólo bastaría para acabar con todos cuando no los condujese a su
total
exterminio la barbarie del aborto.
Los
primeros caballos que tuvieron los mbayá fueron pocos y muy malos, y
robados
una noche en las inmediaciones del pueblo de Ypané, en 1672, y
habiéndoles
gustado volvieron al mismo pueblo seis meses después y robaron
mayor
porción con algunas yeguas. Todavía no son buenos jinetes y aunque
muchos
se han procurado frenos de hierro los más lo usan de palo. Sin
aparejo
ni lazo manejan sus caballos que son muy mansos porque los montan
desde
que maman.
Su idioma es diferentísimo de los que hay
por aquí, y los muchachos y
mujeres
usan frases distintas de las que hablan los varones. Viven
errantes
bajo ciertos límites asignados a cada parcialidad.
Indios
guaná
Habitan
estos bárbaros al occidente del río Paraguay, desde la latitud
austral
de 22º 6' hasta la de 21º 35'. Esta es la nación más numerosa del
Chaco
y hoy está dividida en cinco parcialidades. La primera es la layana,
que
dista dos leguas y media del río Paraguay y se cree de tres mil almas.
La
segunda se reputa de seis mil y se nombra de los echoaladis o
chabaranás,
que dista de la anterior trece leguas. La tercera se llama
equiniquinau,
dista de la segunda jornada y media y se compone de dos mil
almas
que estando en paz con la segunda hacen ambas la guerra a la layana.
La
cuarta y más occidental o hacia los chiquitos es la ethelena, que dista
veinticinco
leguas de la tercera, pasa por la más numerosa y se cree de
siete
mil. La quinta es la negüicactem, que dista dos leguas del río
Paraguay
y es la más meridional y diminuta.
Tienen
estos indios los primeros principios de civilización, en lo que
difieren
de todos los del Chaco. Viven en pueblos estables formados a la
manera
que los indios del Paraguay, pero difieren las casas o ranchos en
que
los de los guaná son una bóveda cilíndrica que empieza en el suelo, es
larga
veinte varas de ancha, diez cerrando los costados con bóvedas, cuya
base
es un semicírculo. Esto basta para diez a doce familias. Las puertas
se
reducen a un agujero muy reducido, tienen bastante cuidado de barrerlo
y
no duermen en el suelo ni en hamacas, sino en catres hechos con cuatro
esteras
y palos atravesados, sobre los cuales ponen paja o esteras. Son
muy
hospitalarios y no sólo alimentan y regalan a los pasajeros, sino que
los
conducen de unos a otros pueblos. Sus tierras son bellísimas, altas y
muy
embarazadas de bosques, en las que rozan para sembrar tabaco, algodón,
mandioca,
batatas y más cosas que en el Paraguay, de que viven y no de la
caza
ni pesca. No habrá contribuido poco a fijarlos y a hacerlos
agricultores
al carecer de animales domésticos, de forma que su
constitución
física y civil no ha mudado con la venida de los europeos.
Su
talla es idéntica a la mbayá, como también el vestido y el no sufrir
cejas,
etc., pero son amiguísimos de pintarse y ponen en ello más estudio
que
los demás bárbaros. Cortan el pelo horizontalmente a media frente, se
afeitan
una grande media luna o semicírculo sobre cada oreja y el pelo de
atrás
cae flotante. Algunos se rapan toda la cabeza menos un mechón a la
mahometana,
y otros afeitan todo lo que está delante de la sutura coronal
o
la mitad anterior de la cabeza. Visten como los demás. Antes de casarse
ajustan
con la mujer y sus parientes el modo con que han de vivir y
tratarse,
y haciendo algún regalito a la novia queda concluido el
matrimonio
que lo verifican las mujeres a los ocho o nueve años y los
varones
a los veinte. Aunque comúnmente sólo tienen una mujer, los
caciques
y acomodados toman las que quieren. El repudio es libre a ambos
sexos,
como en los anteriores. Al adúltero matan los parientes y el
marido,
pero no castigan a la mujer. Dicen muchas que las mujeres son
poquísimo
fecundas y atribuyen la esterilidad a ciertos artificios que
ellas
saben practicar en el momento en que debían concebir, pero yo me
atengo
a lo que aseguran otros y es que algunas madres entierran vivos a
los
hijos, menos uno o dos, en el momento que nacen. Algunos me han
asegurado
que habiéndolos querido comprar no los han vendido las madres
por
precio alguno, prefiriendo enterrarlos. Esta práctica parece posterior
al
año de 1772, y es creíble que luego será general como lo es entre los
mbayá
el abortarlos. Suelen castigar las demasías de los hijos, cosa que
aquí
no hace ningún bárbaro. El empleo del pay o médico es ejercido por
mujeres
en los términos que los anteriores. Tienen las mismas
consideraciones
para con sus caciques que los mbayá, y disponen que todos
los
que nacen cuando uno de sus hijos sean vasallos de éste. Entierran sus
difuntos
después de haberlos llorado bien a la puerta de casa, para
tenerlos
más presentes según dicen. Son un poco menos borrachos que los
payaguá
y mbayá, a quienes en lo demás se parecen, pero las mujeres son
las
menos feas, más aseadas, fáciles, cariñosas, y de buen cuerpo y
agilidad.
Por
lo demás, no hay ley alguna. Los pleitos se deciden entre partes. No
tienen
culto ni adoración. Si se les pregunta dicen que hay un Dios que
tiene
cuerpo y que castiga a los malos y premia a los buenos, pero que no
hay
acción mala y que todos los guaná se salvan. Uno que entiende su
idioma
me asegura que es diferentísimo de todos y que no hay voz que
signifique
cosa de culto, adoración, cortesía, ni atención. Sin embargo,
se
advierte que al ver la luna nueva dan alaridos alegres y cachetes al
aire
para que les dé buenas venturas en su duración. Lo mismo hacen cuando
aparecen
las pléyadas, porque les anuncian que sus chácaras empezarán a
dar
en breve. En cierto tiempo del año salen los muchachos al campo y
vuelven
en ayunas al anochecer, en procesión silenciosa, al pueblo, donde
hay
pronta una fogata en que se calientan un poco las espaldas y luego les
punzan
los brazos con un hueso y les dan porotos y maíz hervido, y cada
uno
va a su casa.
Son
los guaná pacíficos y dóciles, sufren con paciencia que los mbayá del
oeste
o guazú se introduzcan temporadas en sus países y que les roben lo
mejor
que hallan en sus labranzas y casas. No sólo esto, sino que
voluntariamente
dejan su patria abandonada y van a mezclarse con los mbayá
en
todas partes, y allí chacarean sin más estipendio que los favores que
reciben
de las mujeres y el gusto de montar caballos que no tienen en su
patria.
Los vanos y fieros mbayá, en vista de estas cosas, se creen
señores
de los guaná, y dicen siempre que éstos son sus esclavos. Esta
supuesta
esclavitud se reduce a nada, porque ni el mbayá tiene que mandar
y
el guaná se va cuando se cansó de disfrutar a su señora o se le antoja.
En
lo poco que cultivan tienen ellos la misma parte que los que se figuran
dueños.
Sin embargo, es admirable la conducta del guaná en estas cosas,
mucho
más siendo diez veces más numerosos que los mbayá y de la misma
talla,
armados de las mismas lanzas, macanas o garrotes, flechas y de
igual
espíritu, y sin más diferencia que la de no tener
caballos.
También
es admirable que pidan licencia a los mbayá para venir en tropas a
pie
a esta provincia y capital con el fin de alquilar su trabajo para
cosas
de agricultura y de marina, en lo cual no se ajustan a jornal sino
por
un tanto la obra que se les pide, acreditando en ello su genio
laborioso.
Muchos de éstos se bautizan voluntariamente, otros se quedan
toda
la vida, pero la mayor parte vuelve a su patria con las alhajuelas o
prendas
que ha adquirido, que por lo común les quitan los mbayá al paso si
no
les hurtan en el camino, en cuyo caso se las roban los mbayá del oeste.
Por
lo común vienen de la nación Echoaladí y no traen sino rarísima mujer,
y
ésta es la causa principal de su regreso y de que se les atribuya alguna
propensión
al pecado nefando. Jamás estamos aquí, y en toda la provincia
son
muchas tropas o tolderías de estos guaná, y no faltan gentes de poder
que,
con fines particulares, solicitan de tanto en tanto que se arrojen de
la
provincia alegando que son ladrones de chácaras, y yo he visto mandar
que
no vengan y que se echen fuera y también que no se les admita si no
traen
permiso de los mbayá, que son todas cosas indecorosas, contrarias a
la
humanidad, a la política, y felicidad de esta provincia y del estado, a
la
religión y a la civilización de estos bárbaros. Los pequeños robos que
se
les imputan jamás se les han justificado y, cuando fuesen ciertos, en
el
mismo caso están los guaraní reducidos y los mbayá negros y mulatos.
Además
de que los guaná, que por lo común vienen con sus armas, las
entregan
y depositan en cualquiera justicia que se las pide, jamás han
usado
de ellas contra nosotros y se sujetan al castigo con mayor
resignación
que los de esta provincia. Por fortuna estas órdenes de
expulsión
no han sido suficientes para que nos abandonen los laboriosos
guaná,
cuyas peregrinaciones debía fomentar el gobierno declarándose su
protector
y auxiliando con embarcaciones y otros medios a todos los que se
presentasen
en la Concepción, añadiendo algunos regalitos a los que
trajesen
mujeres y familias para que no tuviesen motivo de
regresar.
Son
muchas las reducciones que en estos últimos tiempos se han fundado de
estos
bárbaros, ya en su país propio y ya en la banda oriental del río
Paraguay.
Cualquier fraile que ha ido a su tierra ha sacado de sus
pueblos,
voluntariamente, cuantas familias ha querido. Actualmente, en
veintisiete
de febrero de 1788, el padre lector fray Pedro Bartolomé,
franciscano,
fundó una en Tacuatí en la latitud de 23º 26' 16" y 1º 1' 35
de
longitud, como seiscientas varas al sur del río Ipané, en cuyas
inmediaciones
creo que estuvo fundado el pueblo de Atyrá. Consta de cerca
de
quinientas almas, las cuales, con su cacique Suyca, solicitaron ser
transferidos
e incorporados al diminuto pueblo de Itapé, y habiéndoseles
concedido
el permiso no han verificado su proposición porque el cura de
Belén
y el cacique de los mayabá, junto con éstos, han puesto mil cosas en
la
cabeza a los guaná y los han determinado a quedar en dicho Tacuatí,
donde
no pueden subsistir porque los mbayá se mezclan con ellos y les
roban
y comen cuanto tienen, que es la causa porque no han subsistido las
anteriores
ni subsistirán jamás en dichos parajes.
Indios
lenguas y otros
Viven
los bárbaros lenguas al oeste del río Paraguay y al sur de los
guaná.
Son indios de a caballo y, por consiguiente, es difícil su
reducción
y el contener sus piraterías. Nada cultivan y viven de lo que
cazan
y roban, y de las palmas y frutas silvestres. Usan lanzas, macanas y
flechas
que son comunes a todo indio. Hacen siempre la guerra como los
anteriores,
esto es por sorpresa y jamás de otro modo, matando los adultos
y
adoptando las mujeres y muchachos. No tienen domicilio fijo y bajan más
al
sur de la Asunción. Son crueles enemigos de los mbayá, payaguá y
españoles.
Viven debajo de esteras como los mbayá, a quienes se parecen en
el
color, traje, tallas, en arrancarse las cejas, etc., en no usar la
poligamia,
en no tener culto ni ley civil, pero su idioma es diferente y
sin
conexión con los de por acá. El pelo de delante lo cortan
horizontalmente
a media frente, y todo el restante flota libremente y lo
cortan
de modo que pasa poco de los hombros y espalda. Sus orejas son tan
largas
que casi tocan los hombros, a causa de un agujero que hacen en cada
una,
tan grande que, sin tener cosa alguna que lo dilate, es larga
dieciocho
líneas y ancho tres. Meten por él un palo de más de dos pulgadas
de
diámetro, una roldana o garrucha que algunas veces se quitan y hacen
rodar
para entretener a los muchachos. Pudiera sospecharse que descienden
de
los antiguos orejones que habitaban la isla del Paraíso situada en el
río
Paraguay. Cuando son muchachos dicho agujero no es muy grande, pero lo
van
toda la vida agrandando poniendo dentro cosas que lo dilaten. El
barbote
es también muy particular y diverso a los precedentes. Se reduce a
un
perfecto semicírculo de dieciocho líneas de diámetro hecho de una tabla
delgada,
cuyo diámetro introducen en una cortadura horizontal que tiene el
labio
inferior atravesándolo hasta la base de los dientes, el cual lo van
agrandando
desde la niñez como el agujero de las orejas. Como dicho
barbote
tiene alguna semejanza con la lengua que asoma por la boca, es
creíble
que de aquí han tomado el nombre de lenguas. Su total de almas es
veintiuno,
según consta de su padrón.
También
practicaban la barbaridad de no criar sino el último hijo o hija,
abortando
los restantes según dije de los mbayá. Sucede algunas veces que
las
mujeres crían un hijo que creyera el último y no lo es, pero nada se
adelanta
en ello porque abortan el concebido después. Estos casos son
raros
porque no dan vida a ningún hijo hasta que se conocen viejas, y
además
le dan mama hasta los doce años si hay leche. Esta práctica, que es
hoy
inviolablemente observada por todos los bárbaros que hay en el Chaco
al
norte del río Pilcomayo, menos por los guaná y papaguá, es muy moderna,
según
infiero de que nadie ha hablado de ella, y acabará con todas estas
gentes
en poco tiempo, que podremos fijar por el cálculo siguiente:
supongamos
que cada mujer conciba y para el último hijo a los cuarenta y
siete
años de edad, por cada ocho matrimonios de los actuales sólo
resultarían
ocho hijos. De éstos habrán muerto cuatro sin cumplir los ocho
años
y de los cuatro restantes sólo dos llegarán a los cuarenta y uno de
edad,
que es cuando han de procrear el último hijo o hija. Estas
aserciones
se fundan en la tabla de la probabilidad de la vida calculada
por
el conde de Buffon. Dichos dos individuos que llegaron a los cuarenta
y
un años de edad sólo procrea uno, que es la segunda generación, y siendo
la
primera de ocho se ve que las generaciones forman una serie tal que
cada
término o generación es la octava parte de la que la precedió. Esto
es,
que si las actuales naciones que siguen dicha bárbara práctica
componen
hoy doce mil almas o seis mil matrimonios, su primera generación
será
de seis mil, la siguiente de setecientos cincuenta, la tercera de
noventa
y cuatro, que puede reputarse por nada, de modo que a los ochenta
y
dos años contados desde hoy el número de estas gentes habrá casi
completamente
desaparecido. Lo único que puede oponerse a esta cuenta es
que
las mujeres aquí dejan de parir, y por consiguiente paren y crían el
último
hijo, a los treinta y dos años de edad, pero en compensación puede
tenerse
presente que hay bastantes infecundas, que muchas abortan el
último
figurándose que no lo será, y que entre bárbaros mueren muchos por
falta
de alimento, auxilios y cuidado, con todos los imperfectos; de modo
que
la probabilidad de la vida entre ellos es menor que entre nosotros y
de
lo que supone mi cálculo, sin embargo es preciso confesar que son gente
robustísima.
Es
la cosa más lastimosa que por esta diabólica práctica perezcan estas
gentes
tan bizarras y elegantes, que en mi juicio son la mejor casta de
los
descendientes de Adán, y no es menos sensible el que no haya medio de
embarazarlo
porque el de la fuerza abierta es insuficiente para con unos
bárbaros
errantes en dilatadísimos y desconocidos países, que corren con
facilidad
como que están más bien montados que nosotros; el de formar
poblaciones
para limitar sus correrías y estrechándolos obligarles a
recibir
la ley, éste es más largo de lo que es menester y sólo surtiría
efecto
cuando ya no existiesen. El medio de la persuasión es absolutamente
inútil.
Sería
muy del caso que llegasen a saber los extranjeros la noticia de esta
barbaridad,
para que de aquí a pocos años, cuando nos vean pacíficos
poseedores
del Chaco y a éste desierto, no se deleiten en acriminar, como
suelen,
sin fundamento diciendo que los bárbaros que hasta ahora nos han
disputado
su posesión han desaparecido a esfuerzos de nuestras
atrocidades.
Yo no sé cómo acomodar dicha práctica con lo que se dice,
comúnmente,
de que el amor a los hijos está impreso en el corazón del
hombre
y de las fieras, lo que estos bárbaros nos dan a entender es que
dicho
amor es ficticio. Pero dejando las reflexiones que este hecho
sugiere,
me contento con advertir a los españoles que se preparen para
reedificar
sus antiguas poblaciones destruidas en el Chaco, y para tomar
posesión
tranquila y perpetuamente de este dilatadísimo país tan disputado
hasta
aquí por multitud de hombres, los bravos guerreros y aventajados de
toda
la América. De aquí a pocos años ganados sin cuenta, domésticos y
silvestres,
poblarán, estos inmensos campos donde veremos innumerables
pilas
de cueros, y la comunicación directa de esta provincia y el Perú,
tan
solicitada de los antiguos como olvidada de los modernos, estará
franca
y abierta para todos.
La
descripción de los lenguas debe servir, sin quitar ni poner, para los
guaycurú,
enimagá y machicuy. Así sólo añadiré de ellos pocas
palabras.
Aunque
por ignorancia se ha dado generalmente, en esta provincia, el
nombre
de guaycurú a todos los bárbaros del Chaco hubo una nación con
dicho
nombre e idioma particular, en la cual la mencionada bárbara
práctica
ha hecho tal estrago que hoy sólo existe un varón de talla
agigantada
agregado a los enimagá.
La
nación enimagá, numerosa y guerrera, que dominó gran parte del Chaco y
tuvo
mucho tiempo en esclavitud a la mbayá, según consta de su tradición,
hoy
se halla reducida a treinta y siete varones de diez años arriba, según
consta
del padrón que acaba de hacer don Francisco Amancio González, su
domicilio
se extiende desde el río Confuso para el norte.
La
nación machicuy tiene hoy ciento cincuenta soldados en cuatro tolderías
o
parcialidades que a veces se juntan con los enimagá y a veces se
separan.
La
nación caayé, según cuentan los machicuy, tiene igual número de gentes
que
la machicuy, habita las cabeceras del río Confuso, es pacífica, no
hace
jamás la guerra ni se la hacen, habita en cuevas que excava bajo la
tierra,
es estacionaria y va completamente desnuda, su nombre significa
habitador
de cuevas y quizás serán restos de los comechingones que se
hallaron
en Córdoba del Tucumán. No he podido averiguar sus restantes
costumbres.
Los enimagá y machicuy me han dado las referidas noticias y
añaden
que sus prácticas y usos son las mismas que ellos practican, pero
esto
no puede ser respecto a quien siendo estacionario y de a pie no
pueden
vivir de la caza, y precisamente han de conocer alguna agricultura.
Su
corto número hace sospechar que sus mujeres también abortan los
hijos.
Las
noticias mencionadas hasta aquí son muy positivas, pues que en estos
últimos
años hemos tenido ocasión de tratar a satisfacción y de empadronar
a
casi todas las naciones, pero las que voy a mencionar no son tan fijas y
son
únicamente deducidas de las mejores combinaciones que he podido hacer
de
las relaciones que he adquirido.
Al
occidente de los mbayá occidentales o guazú se halla una nación llamada
por
los mbayá «ninoquigla». Los mismos dicen que habitan los bosques en
pequeñas
tropillas como las fieras errantes, sin toldos ni cabalgaduras.
Alguna
vez se acercan furtivamente a los mbayá y les roban lo que pueden.
Todo
lo demás se ignora. Me persuado que son de casta guaraní o de la de
los
chiquitos, esto es, cuatro pulgadas y media inferior a la de los
mbayá,
enimagá, etc. Lo poco que he hablado de los ninoquigla manifiesta
que
se parecen a los tupy que describiré luego. He aquí toda la población
del
Chaco desde el Pilcomayo para el norte, por lo menos aquí no vemos, ni
los
bárbaros que todo lo corren nos dan noticia de otras naciones, sino de
la
chiriguana que es guaraní, de quien no hablo porque hallándose muy al
occidente
y retirados carezco de buenas noticias.
Al
sur del Pilcomayo viven los tobas, mbocoví, pitalacá y abipones. De
todos
hay reducciones principiadas en esta provincia, en Corrientes y
Santa
Fe, pero gran parte de ellos subsiste errantes como los lenguas,
viviendo
de lo que da el campo y de las mulas que roban en Santa-Fe para
venderlas
en el Paraguay. Su talla y vigor es algo inferior a la de los
mbayá
y lenguas, a quienes se parecen en lo sustancial, pero difieren en
los
idiomas y en que todavía no han adoptado la barbaridad de abortar los
hijos.
Sin embargo, son poco fecundas sus mujeres, como las de todos los
indios,
y como jamás desmaman los muchachos esto también embaraza la
concepción.
No falta quien diga que algunas mujeres han empezado a abortar
como
las lenguas. No tengo noticias ciertas del número de estos indios
pero
estoy persuadido que todos los bárbaros del sur del Pilcomayo no
componen
mil trescientas almas, no incluyendo en este número los que
existen
en las reducciones.
La
siguiente tabla explica los bárbaros que hoy pueblan el famoso Chaco,
pero
es preciso advertir que quizás habrá en él alguna otra nación muy
occidental
de quien no he tenido noticia.
TABLA
DE LA ACTUAL POBLACIÓN DEL CHACO
NacionesTalla
mediaAlmas
Payaguásseis
pies, media pulgada350
Mbayás
1.800
Guanásseis
pies, una pulgada y media19.000
Lenguas"21
Guaycurus"1
Enimagas"80
Machicuys"450
Caayes
450
Ninoquiglas
Chiriguanas
Tobas,
mbocobis, pitilacás, yseis pies, media pulgada
avipones
1.300
Acabé
la descripción de las naciones del Chaco que quizás será increíble a
los
que hayan leído u oído lo que de ellas se ha ponderado por los
gobernadores
y jesuitas. Yo puedo asegurar que nadie ha investigado más
sobre
el particular y que creo que hablo con más fundamento que el, que
han
tenido otros, quienes podrían contener sus ponderaciones con sólo
reflexionar
que es imposible haber multitud donde no hay agricultura,
comercio,
ni ganados ni otro alimento que la caza y frutas. Además de que
el
ejército más numeroso que los bárbaros han pasado al este del río
Paraguay,
de muchos años a esta parte, se componía de sólo treinta y dos
guerreros,
los cuales fueron destruidos en el Tiviquary. El actual
gobernador
se propuso castigar a los lenguas y me preguntó qué soldados
necesitaba
para ello y le dije que treinta, le parecieron pocos y los
aumentó
hasta sesenta poco más o menos. Los pasó al Chaco y toda la
provincia
declamó contra esta temeraria disposición, maldiciendo mi
dictamen,
que publicó el gobernador para disculparse, lloraba la muerte de
la
expedición; pero sucedió que cogieron a toda la nación lengua de
sorpresa
sin tirar un tiro y la hallaron de veintiún almas. Del mismo modo
se
lamentaban de mí cuando entré en el Chaco por el Pilcomayo con tan poca
gente
como queda dicho. El abultar tanto el número de indios siempre ha
tenido
por fundamento la ignorancia y poca reflexión, y más que todo los
intereses
particulares. También ha contribuido el que, siendo errantes, se
dejan
ver en todas partes y se cuenta arbitrariamente más naciones de las
que
pueden anotarse en las cartas, dando a cada una el número de indios
que
tienen todas juntas.
Después
de escribir lo que precede me envió las siguientes noticias don
Francisco
Amancio González, único sujeto instruido en estas cosas e
inteligente
en las lenguas enimagá, machicuy y lengua, el cual ha formado
de
estos bárbaros una reducción en el Chaco a sus expensas y movido de
celo
apostólico:
Después
de todo, debe tenerse entendido que no hay en el Chaco ni la
centésima
parte de las naciones que se describen en los mapas e historias,
ni
tampoco es cierta la casi infinita numerosidad que aseveran sin
fundamento,
pues el día de hoy no hay noticia ni aun memoria de los
infinitos
nombres y naciones fingidas o pintadas, creyendo firmemente que
los
mapistas y relacionarios numeran diez o doce por cada una, conforme a
las
diferentes lenguas en que los hablaron; como yo pudiera hacerlo ahora
hablando
de los lenguas a quienes los payaguá llaman cadulú. Los mismos
lenguas
se nombran jugadfechy. Los tobas los llaman cocoloth. Los
machicuy,
etaboslé y los enimagá, cochabot, que parecen seis naciones
siendo
una sola y tan diminuta que no tiene dieciséis varones.
Por
segundo ejemplo, vaya la nación machicuy, la más numerosa en el día,
repartida
en cuatro tolderías. A éstos llaman los lenguas «mascoy», en su
idioma
propio se dicen «cabanatayth». El primer toldo se llama jugtgé, el
segundo
cabaytiget, el tercero heynchaget y el cuarto yuanabayé, que
parecen
siete naciones no siendo más que una en sus cuatro divisiones,
cuyo
número total no llega a doscientos soldados.
La
pluralidad de tolderías es otro engaño aún mayor, porque pintan por
toldos
todos aquellos parajes en que suelen habitar por tiempos en el
distrito
que cada uno tiene asignado; y teniendo cada toldo o parcialidad
más
de doce sitios, se cuentan más de cuarenta y ocho a sólo la nación
machicuy
que sólo tiene cuatro.
Yo
confieso que antes serían más numerosas las naciones, que ahora están
menoscabadas
con la abortación de todas las preñadas, costumbre ya
introducida
en todas. Esta noticia sirve para desechar el terror que ha
causado
la multitud fabulosa, y como verdad lo firmo. Francisco Amancio
González.
Indios
tupys
Después
de haber hablado de los más sanos, robustos, vigorosos, bizarros y
elegantes
hijos de Adán, es preciso tratar de otras castas de talla cuatro
pulgadas
y media más baja, ridícula, cuadrada y pusilánime, que son los
tupy
y guarany.
Llaman
tupys y también caribes o comedores de carne humana a una nación
que
parece aislada y sin conexión con las otras, de la cual no tengo más
noticias
que las siguientes. Habita los espesos y casi impenetrables
bosques
que hay entre los pueblos de San Xavier y Santo Ángel. Ignoro
hasta
dónde extienden por el este y norte, pero se sabe que los hay en la
costa
oriental del Uruguay desde San Xavier hasta los 27º 23' de latitud,
y
que no los hay al occidente de dicho río Uruguay. Su número no puede ser
considerable
si atendemos a sus medios de subsistir. Sin embargo, los
guaraní
les tienen tal temor que han despoblado la estancia llamada del
Gasto,
situada en la banda opuesta del río, inmediata al pueblo de San
Xavier,
y han abandonado el camino que antes comunicaba directamente dicho
pueblo
y el de Santo Ángel. No hay cosa que infunda más miedo que la voz
de
que el enemigo come los muertos, como si al difunto le doliese la
masticación.
Cuentan
de estos indios, los que los han visto, que el color es de indio.
Su
figura baja y fea, que traen el labio inferior dividido verticalmente
en
dos, lo que les dificulta toda la pronunciación, y algunos añaden que
no
tienen idioma, infiriéndolo de que habiendo cogido dos en diversas
ocasiones
fueron llevados a los pueblos donde no se consiguió oírles
hablar
ni hacerles comer hasta que murieron de hambre. Algunas veces se
han
dejado ver, en corto número, en la orilla del Uruguay frente de San
Xavier,
y se ha notado que daban muchos alaridos por el término que los
dan
los lobos, sin que se conociese que articulaban palabras, pero jamás
han
atacado a los pueblos ni aun a los indios, y es cosa precisa que sean
cobardes
como todos los hombres que siempre están ocultos. La opinión de
que
son antropófagos creo que no está bien fundada.
No
siembran ni cultivan, se duda que usen toldos o tiendas de esteras,
viven
de la miel, frutas silvestres y caza. Van a pie, son errantes, no
pescadores,
y no salen de las mayores espesuras. Van completamente
desnudos,
llevando siempre un cesto amarrado con una cuerda a la cabeza,
que
descarga en la espalda donde ponen su cosas y lo que encuentran. Sus
armas
son flechas cortas y cachiporras cortas y gruesas. Yo he visto estas
armas
y el cesto, que era muy aseado y bien tejido de una cañita llamada
tacuarembó,
que se enreda y abunda mucho en los bosques. También he visto
una
de sus hachas que se reducía a un guijarro largo y no grueso metido en
la
hendidura de un mango, pero su filo era tan grueso y sin afilar que
parecía
imposible poder contar con ella.
Indios
guayanás
Las
noticias que he adquirido me precisan a hacer de ellos dos clases. La
primera
habita los bosques occidentales del río Uruguay desde el río
Guayray
para el norte, sin que yo sepa sus restantes linderos ni su
número.
Dicen los que los han visto y tratado que su semblante es alegre,
que
crían barbas, siendo en esto únicos entre estos bárbaros, que son
flacos,
de bella estatura y proporciones, que algunos tienen ojos azules,
los
restantes negros, que aunque su color no pueda decirse blanco lo es
respecto
a los demás indios, que son de a pie, que su vestido se reduce a
una
venda que ciñe la frente y es hecha de plumas tejidas con hilo, que
aprecian
mucho las plumas rojas, que son pacíficos y afables, que siembran
maíz,
calabazas y otras legumbres, aunque su alimento principal es la
caza,
miel y frutas, que no son pescadores, que temen mucho al agua, que
dan
buena acogida a los guaranís, que van a beneficiar la yerba, que usan
arcos
de once palmos de longitud con flechas de ocho hechas con puntas de
madera
y lengüetas en ambos costados o en uno solamente, que no hablan ni
entienden
el guaraní, que su idioma se parece a los gritos de perro.
Estas
noticias las apuntó el jefe portugués que trató a estos bárbaros en
1759
cuando iba demarcando los límites, y añade que usan la sangría en sus
dolencias
infiriéndolo de la multitud de cicatrices que advirtió
repartidas
en todo el cuerpo. En esto padeció equivocación pues dichas
cicatrices
son comunes a otros bárbaros que se las hacen en sus fiestas
según
queda dicho.
Suponiendo
cierta esta relación, podremos sospechar en vista de su talla,
idioma
y cicatrices, que tienen el mismo origen que los del Chaco. La
venda
los aproxima a los minuanes y charrúas, pero el color y los ojos los
separan
de unos y otros. Las armas y bella índole son las mismas que las
de
los monteses o caaguás, de quienes hablaré luego, pero la talla, color,
semblante
e idioma los apartan mucho. Como quiera, no habiéndolos visto ni
hallándome
en el estado de determinar la carta a que pertenecen, concluiré
la
conversación con la conjetura del mencionado portugués de que estos
bárbaros
son mestizos de paulistas y guayaná, corroborándola con la
noticia
de que la nación guayaná fue muy perseguida de los paulistas y la
que
les mereció particular aprecio entre todas; quizás en esta mezcla
entrarían
algunos charrúas, porque los portugueses han encastado con
todos.
La
segunda clase de guayaná es indubitablemente guaraní, porque así lo
justifican
plenamente su idioma, su baja, triste cuadrada y fea figura,
que
regulo de cinco pies y nueve pulgadas españolas. Habitan los bosques
de
ambas costas del Paraná, empezando sobre el río Caraguarapé y
dilatándose
por el río Monday hasta unir con los caaguás, y por la banda
del
este desde poco más arriba del pueblo de Corpus hasta el río Yguazú o
Curitiba,
ignorando los demás linderos. Sus cacicazgos se componen de
cuatro
a seis familias. Usan barbote como los antiguos guaraní, aunque
ignoro
su forma. Algunos usan canoas y pescan. Siembran maíz, calabazas,
etc.,
pero la principal comida es la miel, frutas y caza. Son tan dóciles
y
de bella índole que regalan y ayudan a los guaraní reducidos que van a
beneficiar
la yerba, recibiendo en pago cualesquiera andrajos y
herramientas,
de modo que no tienen más vestido que el adquirido por este
medio.
Son pusilánimes, llevan en la cabeza una corona como nuestros
clérigos,
de quienes habrán tomado la moda. Son pacíficos, sin embargo
tienen
lanzas y flechas. Son de a pie y carecen de religión y de leyes.
Los
jesuitas atrajeron algunos a sus pueblos donde hoy subsisten. Hoy hay
una
reducción principiada de que hablé, pero no subsistirá si no se toma
el
expediente jesuítico con que se fundó San Joaquín; y aun esto tiene el
inconveniente
de que en sus tierras no hay campos para ganados, pero en
cambio
hay muchos yerbales.
Indios
monteses o caaguás
Hacia
las cabeceras del río Ygatimí hay veintidós tolderías pequeñas de
esta
nación que se extiende por los montes que median entre los ríos
Paraná
y Paraguay hasta cerca de los campos de Xerez, como también por
toda
la, impropiamente, llamada cordillera de Maracayú y por la costa
oriental
del río Paraná y orilla de los ríos Xexuy y Aguaray, y hasta los
pueblos
de Curuguaty, San Joaquín, y San Estanislao están rodeados de
ellos.
Ignoro el número de estas gentes pero ocupan mucho país, todo
montuoso
y lleno de árboles de yerba paraguaya. Cuanto acabo de referir de
la
segunda clase de guayaná debe tenerse aquí por repetido, pues que son
la
misma nación aunque tienen diverso nombre; aunque carecen de religión y
leyes
tienen alguna noticia del cristianismo adquirida por los indios
desertores
de San Joaquín y San Estanislao, y quizás más antiguas porque
hay
entre ellos descendientes de los que fueron cristianos en los pueblos
de
Xexuy, Perico, Maracayá, Terecañí, Ybyrapariyá y Candelaria, que fueron
asolados
y muchos de sus indios huyeron a los bosques. La mitad de los
pueblos
de San Joaquín y San Estanislao son de estos indios, cuya casta se
ha
conservado porque lo fragoso de sus habitaciones no ha permitido la
entrada
a los paulistas y guaycurú o Chaqueños. Son tan pusilánimes que
jamás
hacen la guerra. Sus mayores hostilidades se reducen a quemar
furtivamente
la yerba que han hecho los españoles cuando la hallan
abandonada
y beneficiada en parajes que a ellos les incomoda. Por lo común
insinúan
este disgusto atravesando de noche ramas en las sendas. En muchas
ocasiones
salen a ofrecerse a los españoles para que los ocupen en sus
beneficios,
pidiendo por su trabajo abalorios y herramientas, pero antes
suelen
explorar la voluntad de los españoles, porque muchas veces los han
engañado
en los tratos y otras los han traído por fuerza a la provincia,
donde
al momento piden el bautismo y no quieren volver a su patria. Su
barbote
es una muletilla de goma muy transparente larga seis pulgadas y
cuatro
líneas de diámetro. Se pintan mucho y las mujeres llevan muchas
líneas
moradas verticales y paralelas que caen desde el pelo hasta el
plano
horizontal que pasa por las ventanas del olfato. Sus armas son
idénticas
a las de los guayaná de primera clase.
Comparación
de los indios del Chaco con los guaraní
Aunque
todavía no he tratado de los guaraní y tapés reducidos o vasallos
de
S. M., como no difieren en lo físico de los caaguás y guayaná de
segunda
clase debe saberse que entran en la parte física de esta
comparación.
Después hablaré de su estado actual, civil y político.
Parece
que unas naciones bárbaras, sin instituciones de ninguna especie y
reducidas
al estado natural, deben parecerse mucho, particularmente las de
que
trato, que habitan en la misma latitud, los mismos campos
horizontales,
donde se producen los mismos vegetales, animales e insectos,
y
finalmente que pueblan las riberas de los mismos ríos y que todas son
ateístas.
Sin embargo, las semejanzas de estas naciones no son más
admirables
que sus diferencias.
Estas
se reducen a la lengua, que en todas es diferente, a la agilidad,
alegría
de semblante, vigor, bizarría y talla, en que exceden con
notabilísima
diferencia los mbayá, guaná y demás habitantes del Chaco, con
los
charrúa, minuanes y payaguá, a los guaraní y tapés. Tan grande es el
desprecio
que aquéllos hacen de los últimos, que si alguno de ellos mata
en
la guerra a un tapé le ponen los de su nación un apodo equivalente a
matasapo;
y es cosa sabida y mil veces experimentada que una docena de los
primeros
ataca sin recelo a un pueblo o a cualquiera número de guaraní,
sin
que éstos se hayan jamás atrevido a combatir ni aun a mirar a los
otros,
no obstante de que tienen más caballos, cañones y armas de fuego.
De
las historias todas favorables a los guaraní consta que éstos siempre
fueron
lo que son, que jamás hicieron esfuerzo considerable contra los
españoles,
que los que formaban los pueblos de Caaguazú, Taré, Bomboy,
Perico,
Ypané, Guarambaré, Ayrá, Sexuy, Arecayá y otros en los mismos
tiempos
de la conquista, no esperaron jamás ser atacados por los del Chaco
y
huyeron enormes distancias. Por el contrario, las naciones chaqueñas
destrozaron
muchas armadas, pueblos, villas y ciudades españolas en todos
tiempos,
de modo que antes de llegar aquí los conquistadores eran
pusilánimes
como hoy los guaraní, y bizarros guerreros los otros.
No
quiera atribuirse tan visibles diferencias al dominio español en que
viven
los guaraní y a la plena libertad de los otros, porque ya queda
dicho
que unos y otros fueron lo que son; y además los guayaná de segunda
clase
y los monteses son guaraní netos que están y han estado en libertad
absoluta,
y sin embargo hoy son de talla más baja, cuadrada y fea, y de
espíritu
más pusilánime que los guaraní de nuestras viejas reducciones.
Hagan
reflexión a esto los que sin más fundamento que su capricho dicen
que
la talla, elegancia, espíritu y todos los bienes son resultas de la
que
llaman libertad y los males de la sujeción, y adviertan que los negros
y
mulatos que son esclavos, como suena en la América, son los más activos,
vigorosos,
sagaces, y los que han de poseer todos estos vastos
continentes,
sin que jamás se verifique que haya una corona en cabeza de
indio,
mucho menos en las de los del Chaco que en breve van a desaparecer
por
la costumbre de abortar que no han adoptado los tapé.
Si
estuviésemos asegurados que los elegantes chaqueños fuesen oriundos de
las
partes meridionales y los guaraní de la zona tórrida, podríamos
atribuir
sus diferencias a influencias del clima; pero como estos bárbaros
no
conservan memorias tan remotas tampoco podremos admitir lo dicho sino
como
mera conjetura, de la que se seguiría tener que confesar que las
tierras
australes tienen más antigüedad de población de la que se cree,
pues
sus influencias más perezosas en el hombre que la formación de los
montes,
son en el día tan sensibles.
He
dicho que los del Chaco tienen mayor viveza y alegría en el semblante
que
los guaraní, pero no se crea por esto que aquéllos estén siempre
risueños
pues su semblante es triste y muy grave pero más alegre que el
guaraní,
el cual parece que carece de músculos para expresar los afectos
del
alma.
Las
principales semejanzas se reducen a vivir bajo esteras o malas chozas,
a
no sufrir más pelo que en la cabeza, a tener el mismo vestido o, por
mejor
decir, a ir casi desnudos, sin sombrero ni gorro, a pintarse,
emborracharse,
tener las mismas armas y modo de hacer la guerra furtiva
matando
a los varones adultos y cautivando y adoptando los demás, a traer
barbote,
a vivir reunidos a caciques o jefes, que en realidad no lo son,
en
pequeñas partidas, a no ser polígamos, ni muy carnosos, ni flacos ni
enfermizos,
a tener el mismo color, la cara algo plana, y las mujeres el
pecho
abultado, el pie y manos pequeños, escasa menstruación y rayas
verticales
moradas de firme en la frente; a tener todas pays o médicos y
el
mismo modo de curar sus dolencias, a no conocer juego de ninguna
especie,
a hablar poco y sólo preciso, y jamás conversaciones ni juntas
ociosas
ni familiares, a cantar poco o nada, a ser inconstantes, falsas y
pedigüeñas,
desconfiadas, desagradecidas, ladronas y prontas para efectuar
cualquiera
maldad sin que se les eche de ver en el semblante, y a no
conocer
la vergüenza ni el honor, ni cuidar de otra cosa que de lo
presente.
Además,
todas producen más hembras que varones, aunque esto es general en
todas
las castas, y no sólo en las de aquí sino también a todo este
virreinato,
y también al ganado vacuno, a los monos carayá, y aun creo que
a
las aves annos, piráriguas, viudas, etc. También se parecen en las
débiles
influencias del amor, que no tienen la actividad española, jamás
se
mueve por su estímulo la menor pendencia, ni las mujeres son premio del
valor.
Este es un asunto tan frío como el paseo. Los pocos años, la
perfección
del cuerpo, la viveza y obsequios con otras calidades tan
apetecidas
de nuestras mujeres andan a la par entre los indios con las
canas
y jorobas. Cualquiera hombre es lo mismo para las mujeres, cuyos
negocios
nunca prolongan un minuto la conversación. Verdad es que esto no
es
tan absolutamente cierto de los hombres para con las mujeres pues,
aunque
no riñen por ellas ni las galantean, acostumbran dar alguna
preferencia,
no muy buscada, a las más lindas. Los guaná son los únicos
que
tienen algunos celos y en quienes se advierte un poco de mayor
estímulo
vivo, también son los menos bárbaros y más numerosos y los que
atienden
más a sus mujeres e hijos.
La
mencionada frialdad puede venir en parte de la superabundancia de
mujeres,
pero yo me inclino a creer que depende de un principio físico y
desconocido
que debilita las facultades venéreas. Indicios de él son el
tener
los indios la voz baja, jamás gruesa, en no gritar jamás aun para
quejarse
o llamar a otro, el convertirse sus huesos en tierra en poco
tiempo
en un país donde no existen materias calcinables, la escasez de
bello
y alguno en las partes, la poca fecundidad de las mujeres, que me
consta
porque habiendo escudriñado muchísimos padrones de pueblos en todos
he
visto más hembras que machos y sólo un indio con diez hijos; de forma
que
partiendo el número de individuos por el de familias cuando más ha
venido
al cociente cuatro y por lo común tres individuos y medio en cada
familia,
no obstante de que todos se casan. También confirma lo mismo lo
que
digo en mi discurso general sobre las aves paraguayas, y se reduce a
que
habiendo tenido multitud de nidos de aves chicas los más sólo tenían
dos
huevos sin que haya visto uno con cinco, cuando sus representantes en
Europa
ponen a lo menos cinco y algunas hasta veinte. La misma frialdad en
las
aves y cuadrúpedos corresponde siempre a sus pocas facultades
venéreas,
y el prevalecer las hembras también arguye lo mismo. Además de
que
hay muchas castas de cuadrúpedos que producen uno o dos y sus iguales,
y
quizás los mismos, en Europa cuatro o seis. Los que no tienen testículos
aparentes
son muchos, como también los que carecen de pene visible o lo
tienen
casi inusable. La pequeñez de las aves y cuadrúpedos tampoco arguye
otra
cosa. La abundancia de la casta débil e infecunda llamada albina está
aquí
mucho más extendida pues no he visto pago ni pueblo donde no haya
alguno,
y también los he hallado entre los venados, tigres, zorros, monos,
y
aun entre las aves, pero no en los negros y mulatos.
No
se opone a esto el que parece, y es opinión común, que los europeos y
africanos
con sus hijos son tan fecundos aquí como en su patria, porque
aunque
concedamos esto, que no está bien determinado, digo que su
generación
es incompleta porque los cinco novenos son hembras; además de
que
toda semilla, planta o animal transplantado se hace más fecundo y sus
productos
o generaciones van disminuyendo a proporción que toman las
cualidades
del nuevo país. Así creo que luego que los africanos, indios y
europeos,
en América se hallen bien confundidos se reducirá su fecundidad
a
la que vemos en los indios netos, que es bien poca cosa, a no ser que
entonces,
con los trabajos del hombre y con los nuevos alimentos vegetales
que
introducirá su industria, se mude el principio que hoy embaraza en su
contrario.
Sería
a mi ver muy del caso repetir mis observaciones en distintos parajes
y
provincias por sujetos de mayor instrucción que la mía, y que tengan
menos
embarazos y más auxilios, para venir en conocimiento de los hechos,
y
quizás hallaríamos en esta investigación conocimientos útiles. Los
sabios
naturalistas no deben omitir estas indagaciones que no son tan
dificultosas
como parece, pues basta proporcionarse buenas noticias de las
aves
y cuadrúpedos, ir a las estancias cuando yerran los ganados y contar
los
machos y hembras, haciendo lo mismo, y los cotejos convenientes, con
las
capitaciones o padrones de los pueblos.
Si
saliese generalmente cierta la existencia de dicho principio
anti-prolífico
podríamos intentar corregirlo, y entretanto vendríamos a
conocer
que la América no puede tener las felicidades que muchos le
pronostican,
y que esta cuarta parte del mundo ha de estar siempre
subordinada
y jamás poblada con proporción a su superficie.
Indios
guaraní y tapés reducidos
Llamaron
los antiguos provincia del Guayrá, de donde viene el nombre
guaraní,
a las tierras que caen al este del río Paraná desde los
veinticuatro
grados y medio de latitud austral para el norte. La provincia
del
Tapé, que dio nombre a los tapés, cae al sur de la anterior. En una y
otra
fundaron los conquistadores muchos pueblos de indios y de españoles,
que
fueron todos asolados o abandonados por las malocas o incursiones de
los
mamelucos. Gran parte de los indios que las habitaban han sido
exterminados
por las crueldades portuguesas, y los restantes se hallan
reducidos
en nuestras reducciones del Paraná y Uruguay, cuyo origen nos
hace
conocer que sólo seis de las treinta son originarias de donde están y
todas
las demás son reclutas del Guayrá y Tapé: y aun dichas seis tienen
parte
de dichas reclutas. Los guaraní y tapés tienen el mismo idioma,
talla
y costumbres, por cuyo motivo hoy son llamados indiferentemente con
uno
y otro nombre, y yo los reputo en la siguiente descripción por una
sola
nación a quien igualmente pertenecen los de las reducciones antiguas
del
Paraguay. Sus costumbres antiguas y todo lo que pertenece a los
tiempos
pasados puede verse en las historias, porque careciendo de libros
me
limitaré a lo presente.
No
existe vestigio alguno en estos países que dé indicios de que los
guaraní
conociesen alguna ciencia ni arte en la antigüedad, ni después de
reducidos
han hecho cosa que merezca atención; y no es extraño porque su
civilización
siempre ha sido y es muy imperfecta ni han visto cosa buena
que
imitar. Los que ponderan sus obras arquitectónicas y demás artefactos
del
tiempo jesuítico, son gentes preocupadas y absolutamente ignorantes de
lo
que es bueno y de lo mediano, pues no vemos otras cosas que unos
grandes
templos de madera desproporcionados, mal ensamblados, y sin regla
ni
concierto; y en cuanto a lo demás, no han sabido ni saben más que tejer
los
lienzos de algodón más ordinarios y despreciables del mundo. Lo mismo
digo
de los demás oficios.
Su
religión es católica si atendemos a que están bautizados, pero si
miramos
a sus prácticas parecen cosa muy diferente, porque los preceptos
eclesiásticos
son ningunos para ellos. A pronunciar el bendito u otra
exterioridad
a que se les obliga se reduce todo su culto, que mezclan con
supersticiones
e ignorancias. La embriaguez, inconstancia, mentira,
desagradecimiento
y el robo ratero no les causan rubor, y todo lo hacen
cuando
hay ocasión, recibiendo con igual semblante una recompensa y una
reprehensión.
Fácilmente se dejan seducir para lo malo. Los excesos contra
el
sexto precepto son la medida exacta de sus facultades físicas,
haciéndose
muy reparable que el mal gálico apenas se manifiesta entre
ellos
no obstante de ser cosa sabida que el español que se entrega a las
indias
queda por lo común desconocido, sin que baste muchas veces la
medicina
a socorrerlos. Una extrañeza de este mal es que aquí ataca por lo
común
las narices y jamás las glándulas del cuello. Para hacer cualquiera
cosa
necesitan mucho tiempo porque son espaciosísimos. No reparan en
casarse
con esclavas. El honor y la vergüenza son poco conocidos, sin
embargo
no dejan de intrigar los empleos de corregidor o alcalde, etc.
Tratan
malísimamente a los caballos y los descuidan, y jamás matan cuantos
perros
nacen de sus perras pero no los atienden. Aborrecen tanto las
lavativas
cuando están enfermos que no hay ejemplar de haberse verificado
una,
y prefieren el morir. Al oír tratar de ellas se levantan si tienen
fuerzas.
Por lo demás son dóciles, miran con mucho respeto a todo español,
particularmente
a los superiores, sufren con indecible constancia los
azotes,
los trabajos y el hambre, pero cuando tienen que comer no cesan,
ni
sabe uno dónde acomodan la cantidad. Jamás se irritan ni los domina la
ira,
y ejecutan todas sus acciones con igual frialdad y semblante. Su
vestido
se reduce a sombrero o montera, calzones, camisa y poncho en los
hombres,
y en las hembras a un tipóy o camisón sin mangas que llega a los
tobillos,
ceñido con una cinta de algodón. Son amigos de fiestas.
Todos
los indios reducidos trabajan bajo la dirección de un administrador
español
para el común del pueblo. Este método fue bueno y adaptable en los
principios,
pero hoy tiene los gravísimos inconvenientes que luego
insinuaré
de parte de los que gobiernan y dirigen, y además otros no
menores
de parte de los indios porque éstos no tienen interés en que su
pueblo
esté rico o pobre, pues en ambos casos su asistencia, condición y
comodidades,
son las mismas. Todo hombre tiene su ambición chica o grande,
y
si se le quita el tiempo o los medios de adquirir se disgusta, abandona
y
deserta. Jamás habrá civilización, ciencias, ni artes mientras exista el
gobierno
de comunidad, porque de nada sirven las disposiciones físicas ni
espirituales
en los que viven en ella respecto a que lo mismo ha de comer
y
vestir un pintor excelente que el pastor de las vacas. Pero escusado es
detenerme
en este punto.
Hasta
aquí he hablado en este capítulo de todos los guaraní reducidos o
cristianos,
y ahora es preciso dividirlos en dos clases que han tenido y
tienen
diferente gobierno. La primera será de los indios comprendidos en
la
provincia del Paraguay, que siempre han sido tratados espiritualmente
por
clérigos seculares y religiosos franciscanos, y la segunda por los
jesuitas
en el Paraná y Uruguay. La primera comprende los pueblos de
Ypané,
Guarambaré, Altos, Atyrá, Tobatí, Ytapé, Caazapá y Yutí. Todos
están
exentos de pagar diezmos y tributo pero, menos el de Ytapé, están
sujetos
a encomiendas en esta forma. Cada pueblo está dividido en
cacicazgos,
y cada uno de éstos es una encomienda que confiere el
gobernador
por una o dos vidas a los vecinos. Estos toman la lista de
indios
que la componen desde dieciocho años a cincuenta, que llaman
mitayos,
y lleva a su casa la sexta parte de ellos para que les sirvan dos
meses.
Luego los vuelve al pueblo de donde lleva otra sexta parte por
otros
dos meses, y así turna siempre. Las mujeres, niños, viejos,
caciques,
sus primogénitos y los empleados en el Ayuntamiento, no dan
servicio
al encomendero, quien está obligado a alimentar a los que le
trabajan
y a pagar al cura dos reales al año por cada indio mitayo. Además
paga
a S. M. doce reales por cada mitayo cuando le dan la encomienda por
razón
de media anata, e igual cantidad por el año que llaman de demora,
pues
S. M. se ha reservado un año de cada vacante que cede al encomendero
por
dicha cantidad.
Además
de estas encomiendas hay otras que llaman de originarios. Los
indios
de éstos no pertenecen a pueblo alguno y todas las edades y sexos
permanecen
siempre en casa del encomendero, y muerto éste pasan a la de
otro.
La obligación de éste es pagar a S. M. a su entrada lo que queda
dicho,
y vestir, alimentar, y enseñar la doctrina a los encomendados.
Escusado
es tratar los inconvenientes que ha hallado el gobierno en la
subsistencia
de las encomiendas, son muy visibles y se han quitado en toda
la
América, pero subsisten aquí.
Los
pueblos de esta clase han estado siempre bajo del cuidado inmediato de
los
gobernadores del Paraguay, los cuales, a su arbitrio, ponen y quitan
los
administradores. Estos dirigen las faenas y a todo el pueblo. Los
indios
trabajan para la comunidad cuatro días a la semana, y los restantes
en
las chácaras que cada familia tiene en particular. Cuando la comunidad
no
emplea las mujeres en chacarear las hace hilar una onza de algodón
bruta
cada día, y los lienzos que esto produce, y tejen los indios, sirven
para
vestuario, que se reduce a seis varas anuales para cada hombre y
cinco
para cada mujer. Los días que se trabaja en común, éste da la comida
y
los restantes nada. A esto se reduce el reglamento por mayor pero nada
se
verifica como suena, porque todo lo altera el administrador según las
exigencias.
El salario de éste es el 6 por 100 de lo que maneja y además
el
alimento.
Para
precaver que los administradores defrauden al pueblo han de
intervenir
en las entradas y salidas los del ayuntamiento que tiene cada
pueblo,
pero es cosa reservada al gobernador la licencia de hacer compras,
ventas
o permutas, en las cuales debe, además, intervenir el protector, de
forma
que parece que todo está tan bien dispuesto que no hay lugar para
monopolios.
Sin embargo, los hay frecuentemente porque no hay barrera que
pueda
contener la ambición de los hombres. Cuanto más circunstancias se
introducen
en las administraciones y cuanto más son los interventores peor
van
las cosas, son más los que chupan y nada basta para contener a los
jefes.
Si éstos son moderados se conservan los pueblos, porque distribuyen
sus
usurpaciones con proporción a lo que pueden sufrir las comunidades. Si
el
gobernador es justo adelantan los pueblos, pero si es ambicioso los
reduce
a la última miseria. El medio de que se valen para esto es hablar
al
administrador para que solicite comprar alguna factura o partida de
géneros
que le ofrece el comerciante favorito, y se le da el permiso. No
es
menester detallar más materia. También se considera que atrasa a los
pueblos
las pólizas que exigen del gobernador los dependientes de tabacos
para
servir de balde su factoría, y otras que el gobernador da para que
saquen
de los pueblos algunos indios los que los necesitan para servirse
de
ellos, pagando dos pesos y medio al mes para cada uno, cuya cantidad se
parte
entre la comunidad y los indios que trabajaron pero si es obra
pública
o de iglesia no se les paga cosa alguna.
Los
indios que por este camino se hallan fuera de su pueblo no bajan
comúnmente
de la quinta parte, y ellos lo solicitan porque esto es el
medio
de adquirir algo en particular, y de que les sea más soportable la
esclavitud
en que los constituye la comunidad. Así estas pólizas o
extracción
de indios no son tan malas como parece. Lo que por su parte
pueden
hacer los malos administradores es fácil de concebirse.
Los
treinta pueblos, reducciones, o doctrinas del Paraná y Uruguay con las
de
San Joaquín, San Estanislao y Belén, que están en esta provincia, son
de
tapés y guaninís, y eran dirigidos por los padres jesuitas del modo
siguiente:
en Candelaria había un padre llamado superior de misiones que
por
mayor daba sus órdenes. En cada pueblo su padre cura atendía las
faenas
y bienes de la comunidad en que vivían los indios, y un padre
compañero,
o sota-cura, lo espiritual. Los indios eran todos iguales,
ninguno
tenía propiedad de cosa alguna y por consiguiente no había pleitos
ni
más leyes que las disposiciones del padre cura. Los delitos eran poca
cosa,
y se purgaban con algunos azotes que ordenaba el padre y disponían
el
corregidor y alcaldes. La religión se reducía al bautismo y a algunas
prácticas
exteriores, y es creíble que los padres no insistiesen mucho en
ello
contentándose con irla adelantando a igual proporción que la
civilización;
y en verdad que sus esfuerzos en esta parte no podían tener
el
mejor éxito con unas gentes que diferían poco de las bestias,
careciendo
de toda instrucción y de los medios de adquirirla. Ninguno
sabía
leer y los músicos decían de memoria las misas que cantaban. Algunos
habían
aprendido a escribir o más bien a pintar las palabras, porque no
las
leían.
Las
mujeres no sabían más que hilar y no se les permitía usar la aguja. El
tipóy
o camisa a que se reducía todo su vestuario era cosido por la tropa
de
sacristanes. A los indios no era permitido usar cabalgaduras porque
conocían
que con ellas serían menos dóciles y podrían escaparse, cosa que
además
evitaban cuidadosamente con los fosos o zanjas y guardias que
tenían
en todos los caminos, las cuales embarazaban el tránsito a todo
español,
y si alguno merecía introducirse por asuntos de comercio, que era
el
único motivo, era acompañado y guardado a la vista día y noche sin
permitirle
tratar con otro que el padre cura, quien procuraba despacharlo
con
brevedad. Justificaban los padres esta conducta desacreditando a los
españoles
y pintándolos con los colores más feos, que no convenían a los
gobernadores
y obispos ni a los demás, pues los malos influjos y vicios
que
les atribuían no podían tener mayor efecto en sus misiones que en las
del
Paraguay últimamente mencionadas; en las cuales no estaba la religión
en
peor estado que en los jesuíticos; ni los indios eran menos civiles. La
única
diferencia estaba en que en los pueblos paraguayos había más
desertores;
pero ni esto era un mal para el estado porque los prófugos
eran
tan vasallos en las casas españolas como en sus pueblos.
Tenían
cuidado los padres de que no faltasen ganados para alimentar los
indios,
y lo conseguían sin costo porque abundaban las estancias o
dehesas.
Con esto casi todo el trabajo de los indios entraba sin costo en
la
comunidad, y ésta comerciaba con tabacos, yerba, algodón y lienzos, de
todo
lo cual no pagaban diezmos, ni derechos al soberano, y lo introducían
en
el Paraguay, Corrientes, Santa Fe, y Buenos Aires conduciéndolo en
barcos
propios por el Paraná y Uruguay. Un padre llamado procurador de
misiones,
que había en cada uno de dichos parajes, daba salida a estas
cosas
y enviaba los retornos. Para entretener a los indios hacían
frecuentes
fiestas y bailes, y aun para ir a los trabajos se llevaban
música
y muchas veces unas andas con algunas figurillas. Jamás hostigaban
a
los trabajadores y se contentaban con lo que hiciesen buenamente en poco
mas
del tercio del día, supliendo el poco trabajo de los indios con la
multitud,
con el tiempo y la inimitable economía. Para dar crédito a sus
personas
se mantenían encerrados en sus colegios, donde no se dejaban ver
de
las mujeres sino de los hombres precisos, y para dar elevación al culto
tenían
grandes templos llenos de ornatos, de sacristanes y músicos, y
hacían
las funciones y sacrificios religiosos con extraordinario apartado,
de
forma que no había pueblos más puercos y pobres en el vestido y lujo ni
más
ricos y ostentosos en las iglesias. Con esto miraban los indios con
inexplicable
respeto a los padres, y éstos tenían la ventaja de gobernar
lo
temporal y el espíritu. La mayor parte de estas cosas parece que son
tomadas
del gobierno de los incas. Estas reducciones, como no sujetas a
encomiendas,
pagaban y pagan un peso de tributo por cada indio de
dieciocho
a cincuenta años, pero esta cantidad apenas bastaba a satisfacer
el
sínodo o salario de los curas, de modo que S. M. por ningún camino ni
título
utilizaba de estos pueblos.
Se
atribuyó la repugnancia de los jesuitas a que entrasen los
gobernadores,
obispos y todo español en sus pueblos a que había en ellos
ricos
minerales, pero ahora vemos que no hubo ni hay más metales que la
economía
e industria de los padres. También se dijo que extraían grandes
sumas
del comercio y manufacturas, lo que tampoco es creíble porque éstas
se
reducían a los peores lienzos del mundo, que sólo tenían salida en esta
provincia
despoblada y sin plata, lo mismo que la de Corrientes y Santa
Fe,
y en Buenos Aires tenían poco uso. Sólo la yerba y algún tabaco era lo
que
se desparramaba en este virreinato, Chile, y Perú, pero sabemos que no
fueron
estas partidas tan considerables como se suponía. Igualmente se
dijo
que los padres eran unos verdaderos y absolutos soberanos, que
aspiraban
al dominio de estos países. Lo primero es cierto, pero lo
segundo
muy falso. Los padres, aunque con varios pretextos o motivos
armaron
a sus guaraní, no ignoraban, ni era posible que se figurasen, que
los
tapé pudiesen jamás dar la menor sujeción a nadie, porque la continua
experiencia
les había hecho ver que sus indios, armados o desarmados,
muchos
o pocos, eran lo mismo y en realidad nada. Si alguna vez los
trajeron
a la Asunción armados, como en tiempo del señor Cárdenas, fue
porque
estando divididos los espíritus no se les hizo la menor
oposición.
No
ha faltado quien diga que los padres ponían en práctica medios ilícitos
contra
la propagación de los indios, trayendo a consideración lo poco que
multiplicaban;
pero sabemos que los padres amaban con extremo a sus
neófitos,
que los casaban sin dejar un celibato en la edad conveniente,
que
los atendían y alimentaban bien, tanto a los robustos como a los
huérfanos
e impedidos, que los conservaban sanos en un país que lo es
mucho,
y que no los hacían trabajar sino lo que humanamente podían sufrir
sin
apurarlos. Lo único que de este particular pudiera decirse es que no
tenían
médicos que los curasen, pero en aquel tiempo no los había por acá
y
les hubiera sido imposible hallarlos. Es cierto que la multiplicación de
estos
indios no correspondía a un país sano y a los cuidados y esmeros
jesuíticos,
pero esto no viene de otra causa que de la insinuada. Lo que
se
pudo reprender a los jesuitas es el no haber adelantado más la religión
y
civilización en sus neófitos, pero podrían disculparse diciendo que
estas
cosas necesitan muchos siglos, y en verdad que es así, pero debieran
a
lo menos haber puesto medios más eficaces para abreviar el tiempo; los
cuales
son incompatibles con el gobierno de comunidad, y quizás por no
destruir
ésta no se atrevieron a emprender eficazmente la grande obra de
la
civilización. También pudiera ser reprensible en los padres el que no
contribuyesen
al estado siquiera con mil pesos para cada pueblo, cuya
cantidad
no les hubiera sido gravosa siendo, como eran todos, tan ricos
que
desperdiciaban la plata en edificios, ornatos y alhajas inútiles, o
cuando
menos pudieran haberse sujetado a pagar los derechos comunes en sus
comercios.
Cuando
dejaron los jesuitas la dirección de estos pueblos se encargaron
los
de San Joaquín, de San Estanislao y Belén, al gobierno del Paraguay,
quien
los maneja como a los que antes le pertenecían. Para los demás se
dispuso
nombrar un gobernador, que equivaliese al superior de misiones, y
un
administrador secular para cada pueblo con dos curas, quedando todo lo
demás
lo mismo que en tiempo de los jesuitas. Dicho gobernador tiene dos
mil
quinientos pesos, cada administrador trescientos, y cada cura
doscientos,
y además la comida y servicio. El administrador general, que
reside
en Buenos Aires, para la venta y compra de los efectos de los
pueblos
tiene el 8 por 100 de las ventas y el 2 por las compras. Éste
propone
al señor virrey los empleados de administrador y con esto tiene en
misiones
más crédito que nadie, de cuyas resultas desde el principio movió
mil
pleitos contra el gobernador y consiguió que se hiciese de los pueblos
cinco
departamentos, poniendo en los cuatro un teniente-gobernador
independiente,
con quinientos pesos, dejando el quinto al gobernador. Esta
providencia
fue otro origen de enredos que redujeron los pueblos a la
última
miseria y a un desorden increíble, porque además los curas se
enredaron
con los administradores y todo era partidos y un caos de
confusión.
En menos de dieciocho años cayeron a fundamentos las dos
terceras
partes de los edificios, se desertaron la mitad de los indios y
se
agotaron los bienes comunes. El año de 1783 vino un nuevo reglamento
inserto
en la nueva ordenanza de intendentes, por el cual se agregaron a
la
intendencia del Paraguay los treinta pueblos del Paraná y los restantes
a
la de Buenos Aires. Sin embargo, de esta separación debe subsistir el
gobierno
de Misiones absoluto en los ramos de justicia y guerra, que en
verdad
son voces y no cosas, porque no hay guerra ni puede haber justicia
donde
no hay propiedad, pero en los ramos de policía y hacienda dicho
gobernador
es mero subdelegado de dichos intendentes; ni aun esto es,
porque
la referida ordenanza manda que los intendentes nombren
subdelegados
para estos ramos en los pueblos donde antes había
tenientes-gobernadores.
Este reglamento tiene las nulidades de conservar
la
anarquía, que es consiguiente a la multiplicidad de jefes, y la de
sobrecargar
los pueblos con sus sueldos, y ya se han empezado a ver que no
se
adelanta nada sino discordias y partidos. Mucho mejor sería quitar
todos
los tenientes-gobernadores y subdelegados dejando sólo al gobernador
con
los administradores, pero aun esto tiene gravísimos inconvenientes
porque
era exponer los pueblos a la ambición de los gobernadores, como
sucede
en los antiguos del Paraguay, y cuando escapasen de sus manos
caerían
en las del administrador general, el cual eternamente movería
pleitos
contra el gobernador, y éste contra aquél, porque el administrador
tiene
su interés en que todo vaya a venderse en Buenos Aires por su mano y
el
gobernador en que comercien los pueblos sin hacer remesas a dicho
Buenos
Aires. Además de que los indios ya no están en el estado de
docilidad
que cuando los dejaron los jesuitas y por consiguiente ya es
preciso
pensar en mudar de gobierno, esto es en dar plena libertad a los
indios
aboliendo las comunidades.
A
esta idea se oponen principalmente las razones siguientes: que los
indios
no están en el estado de cuidar por sí de su subsistencia y la de
sus
familias, y mucho menos de dar educación a sus hijos; que no
conservarán
sus edificios públicos y particulares; que no contribuirán
para
alimentar a sus curas e iglesias ni pagarán el tributo; etc. Pero lo
que
vemos es que hoy son los indios próvidos padres de familia dos días a
la
semana y además las fiestas, en que nada les dan, y es creíble que del
mismo
modo comerían los restantes días. Los bárbaros netos cuidan de su
subsistencia
y los indios reducidos del Perú. Aunque se descuide
plenamente
la educación de los hijos no se perderá nada, pues en este caso
están
y han estado siempre. De los diezmos y primicias que hoy no pagan
pueden
alimentarse los curas y templos. Exíjase el tributo en frutos como
algodón,
tabaco, yerba, lienzo o plata, duplicando en los pueblos y
cuadruplicándolo
a los guaraní desertores que hay en el Paraguay,
Corrientes,
Santa Fe y Montevideo. De los bienes comunes pueden formarse
propios,
y repártanse los restantes. Este plan, que por mayor insinúo,
acarrearía
en los primeros años un desorden espantoso porque
desaparecerían
las dehesas, los ganados y cuanto tienen los pueblos.
Veríamos
muchísimos indios que se hallarían en la última miseria, que
habría
una deserción que reduciría los pueblos a la mitad o menos, etc.,
pero
al mismo tiempo creo que algunos indios enriquecerían, como sucede en
el
Perú, que éstos darían que trabajar y alimentar a los pobres, que los
desertores
que inundarían estas provincias las harían florecer con su
trabajo.
En una palabra, quitando la comunidad podrían perecer los
pueblos,
pero subsistiendo los indios nada perdería el Estado. El tributo
de
que algunos hacen tanto caso es un nombre y no cosa en el día, porque
no
basta para pagar a los curas. Este trastorno, que espanta a los más, es
un
antecedente preciso para que los indios se civilicen, y si hoy no se
hace,
por las dificultades mencionadas, las mismas habrá siempre, porque
el
estado de pupilaje o comunidad en que viven no permite adelantamiento
en
la civilización. Hoy son cuanto pueden ser en la vida
común.
Negros
y mulatos
Diez
mil tiene esta provincia, de los cuales más de la mitad son libres,
cuyo
destino se indicó. Los demás son esclavos, de donde se deja inferir
la
grande diferencia que hay del pueblo de esta provincia, que no tiene la
undécima
parte de esclavos, al de las demás colonias que en América tiene
los
extranjeros, en las que para cada blanco hay diez o más esclavos. La
primera
diferencia que esto produce es el que nuestras culturas y
manufacturas,
como hechas por gente libre, no salen tan baratas ni pueden
competir
con las extranjeras. Si hiciesen reflexión a esto los escritores
no
atribuirían la mencionada diferencia a nuestra desidia y pereza, y
advertirían
lo expuestas que están sus colonias a que un negro de espíritu
alce
la voz y el alfanje destruyendo a los tiranos que contra el derecho
natural,
y por los medios más inicuos del mundo, entretiene un lujo y
vanidad
a costa de la sangre y sudor de sus semejantes.
En
estos seis años últimos no han encontrado en esta provincia sino cuatro
esclavos,
y suponiendo que en los años anteriores haya sucedido lo mismo,
con
mayor razón porque era sin comparación más pobre, vendremos a entender
que
todos los mulatos y negros son criollos o hijos del país, y que son
muy
fecundos pues han aumentado mucho. He aquí otra diferencia con las
colonias
extranjeras, donde las continuas reclutas de negros no bastan a
conservarlos.
Esto depende de que nosotros no tenemos aquellas leyes y
castigos
atroces, que quieren justificar algunos con la necesidad de
contener
a los esclavos. Aquí los tratan con tanta humanidad como a los
hombres
libres, no se les impide el casarse libremente y gran parte de
ellos
lo hacen con mujeres libres para que sus hijos lo sean. No se les
hostiga
al trabajo y puede decirse, con verdad, que cualquier muchacho
recibe
más azotes en la esquila de Europa que el esclavo de peor dueño
aquí.
No se les abandona en la vejez, se les permite elegir amo, y no hay
un
ejemplar de que se haya huido uno a los infieles, que los admiten
gustosos,
no obstante de que para conseguirlo les basta atravesar el río.
En
una palabra, la suerte del esclavo aquí difiere poco de la de un libre
pobre.
De la humanidad de estos españoles resulta el que hay muchos
esclavos
y libres de estas castas, honradísimos y fieles, que tienen más
honor
y vergüenza, sin comparación, que los indios civilizados. El ser más
los
negros y mulatos libres que los esclavos arguye la humanidad de estas
gentes
muy superior a la de los extranjeros.
El
clima es tan adecuado para estas gentes que todas son vigorosas, bien
formadas,
de bella talla y agilidad, alegres, y viven mucho. Entre los
animales
las terceras especies o mulatas exceden en vigor, talento y
agilidad
a sus padres, y yo creo que esto mismo ha de suceder con los
hombres,
y me parece que lo advierto en los mulatos. Las mulatas
corresponden
en lo físico a los hombres, y los españoles hallan en ellas
un
atractivo inexplicable que se las hace preferir a las españolas. Las
negras
no tienen igual fortuna y son las últimas para materias de amor.
Todas
estas castas, principalmente la mulata, son astutas, advertidas,
sagaces
más que los españoles, y es probable que en lo sucesivo harán un
papel
más brillante que el que hoy representan. Sus costumbres no son muy
católicas,
por lo menos los preceptos eclesiásticos, y el sexto del
Decálogo
no se guarda mucho. También son bastante ladrones, pero jamás
hacen
esto con violencia ni en grandes cantidades, y son bastante
borrachos
y mentirosos. Se tienen por más desarreglados los de los
conventos
porque los religiosos se contentan con exigir de ellos algunos
días
de trabajo, dejándoles los restantes para que se vistan y coman,
abandonándolos
en todo lo demás y protegiéndolos siempre ante las
justicias.
Españoles
Su
número puede verse en el estado que incluyo. Descienden estas gentes de
los
valerosos conquistadores que fueron nobles y de mejor sangre que los
que
conquistaron otros países americanos. Muchos tienen muy bien
justificado
su nobleza, la aprecian y sostienen, pero otros están en
estado
tan pobre que nadie les hace caso no obstante de que se saben que
descienden
de Irala y Adelantados.
Aunque
casi todos hablan castellano por lo común usan el guaraní, algo
distinto
del de los guaraní y tapé. Tanto hombres como mujeres son
descoloridos,
blancos, robustos, y de buena talla y facciones. Su carácter
es
sereno y un poco flemático. Jamás se advierte turbación en sus
semblantes,
ni su espíritu se agita de modo de que rompa con violencia
porque
los efectos de ira son amortiguados. Dicen y oyen con frescura, se
explican
con viveza y prontitud, y tienen el entendimiento claro. Son
reputados
por cavilosos e inquietos, porque esta fama les han dado los
pasados
alborotos con obispos y gobernadores, pero en verdad que esto ha
sido
efecto de su docilidad que se ha dejado seducir porque su carácter no
es
inquieto. Como jamás han conocido la plata, ni por consiguiente la
ambición,
y por otro lado esta provincia ha estado, y aún está, aislada,
los
espíritus se han reunido y conservado tan de un mismo modo de pensar
como
suelen los hermanos, por cuyo motivo los de Buenos Aires dicen de
ellos
que cuando un paraguayo se enfada con quien no lo es dice a sus
compañeros
o compatriotas, ayudadme a aborrecer a este hombre
bellaco.
Las
mujeres lo son a los diez años, tienen menos evacuación que las de
Europa
y dejan de parir ocho años antes, pero son ágiles, bien parecidas,
laboriosas,
dóciles, sencillas, retiradas, no conocen más lujo que el
preciso
para ir aseadas, y son atentísimas al cuidado de su casa. Todas
saben
beneficiar la leche, hilar, hacer dulces, bolas, jabón, y cuanto se
necesita
en sus casas. Son estas gentes apasionadísimas al dulce y apenas
les
basta la cosecha de miel y azúcar para el consumo, por cuyo motivo
padecen
dolores de muelas y hay bastantes portillos en las bocas. Una de
las
prendas más admirables de estas gentes es la hospitalidad. Cualquier
pobre
o rico, conocido o incógnito, patricio o extranjero que llega a un
rancho
o casa es convidado al momento con la mesa y con lo mejor que hay,
y
si quiere detenerse muchos días nadie le despide y siempre se le trata
con
el mismo agasajo, como si fuese amigo o pariente. De forma que hay
muchos
holgazanes que pasan la vida dando vueltas comiendo y vistiendo a
costa
ajena. Si alguno enferma compiten a porfía las mujeres por curarle y
asistirle.
Por esto, y porque comúnmente todos comen y visten lo mismo,
suelen
llamar algunos a esta provincia la tierra de los iguales; y como el
que
necesita halla en cualquiera parte la comida y el poco vestido que
permite
el país, se ven raros mendigos ni ladrones. Todos los robos se
reducen
a frioleras, sin que se verifique en ellos jamás muerte ni
violencia.
El
alimento común de las gentes son el mate, que toman a toda hora, aunque
no
en tanta cantidad como en Buenos Aires, el chipá o pan de mandioca o
maíz,
carne, mandioca, batata, calabazas, maíz, judías, leche y quesos. A
esto
agregan en las casas acomodadas el pan, vino y lo que pueden, pero
por
lo común no apetecen el pescado ni la caza. El vestido de los pobres
es
el mencionado pero el de los acomodados es lo mismo que en Buenos Aires
y
España, con la diferencia de no ser tan precioso ni abundante pero
aseado.
Los muchachos no quieren sufrir vestido alguno, induciéndolos a
ello
el calor y las esclavas que con esto tienen menos que vestir y que
lavar.
El desarreglo de costumbres que se nota en los esclavos parece que
debía
influir más de lo que influyen en los muchachos, que siempre andan
entre
ellos. Prefieren los paraguayos al comercio el vivir en el campo, en
sus
casas o estancias, donde gozan plena libertad y tienen abundancia de
carne
y legumbres; y si se dedicasen a beneficiar cueros podrían hacer con
ellos
un ramo de comercio. Viven largos años no obstante de que no conocen
los
auxilios de la medicina. Cuando alguno enferma sufre hasta no poder
más,
y entonces sus gentes toman la orina en un canuto de caña y lo llevan
el
día de fiesta a la capilla o parroquia, donde acude el curandero de la
comarca,
el cual en vista de la orina da algunas yerbas, ají o
aguardiente,
que el portador aplica al doliente. Los mencionados
curanderos
son unos rústicos o viejas que toman esta ocupación, y se deja
entender
lo que serán, sin embargo aquí se hallan muy bien con ellos y aun
en
la capital, donde hay un buen profesor y además dos cirujanos de la
demarcación
de límites, no hacen generalmente más caso de éstos que de sus
viejas.
Por lo demás el país es sanísimo.
Aunque
viven como sembrados en el campo, hay en cada valle o pago un
maestro
de escuela y son muchos los que saben leer y escribir. No están
tan
adelantados en la religión porque ignoran generalmente los preceptos
eclesiásticos,
y muchas veces los más precisos, pero esto no depende de
ellos
sino de muchos eclesiásticos del campo que se abandonan y cuidan
poco
de sus pastorales obligaciones. Las artes y oficios están en manos
esclavas,
y con esto se deja entender lo que serán.
La
pobreza del país se infiere de que hasta el año de 1779 no se conocía
la
moneda. El comercio se reducía a permutas, y los derechos reales del
correo
se cobraban en yerba, algodón y tabaco. No había una feria ni
mercado
en la provincia, y no costó poco trabajo, en mis días, al señor
don
Pedro Melo hacer que los que traían que vender fuesen a la plaza
pública,
porque tenían la costumbre de llevarlo todo a sus casas o las de
sus
amigos y era muy difícil averiguar dónde se vendían las cosas. Desde
dicho
año en que se introdujo la moneda, con motivo del estanco del tabaco
que
se pagaba con ella, ha mudado tanto la provincia que parecen
increíbles
sus progresos. La agricultura, las artes y el lujo se han
avivado
mucho, y el comercio ha duplicado y hallado facilidad y seguridad
en
sus ventas. Sin embargo, todavía no es la provincia lo que será porque
siendo
la única que puede surtir de maderas a Buenos Aires, que no las
tiene,
la que privativamente provee en el día a la misma capital y el
virreinato
de tabaco, algodón y yerba, estos son unos artículos de primera
y
segunda necesidad que, infaliblemente, han de traer a esta provincia los
metales
peruvianos y la han de hacer florecer sobre todas. Aún pudiera
aumentar
mucho los fondos de su comercio si se dedicase a plantar el café,
que
produciría muy bien, pues sabemos que de pocos años a esta parte se
beneficia
con utilidad en el Brasil y, siendo el suelo arenoso como el de
Moca,
quizás sería de tan buena calidad como el de la Arabia o por lo
menos
mejor que el de las Antillas. El cacao y el arroz prevalecerían
igualmente
en los muchos bajíos que hay. El último se beneficia sin riesgo
en
pequeñas cantidades y se halla silvestre en muchos parajes, pero
ignoran
el modo de limpiarlo. También el añil pudiera dar utilidad
cultivando
la planta que lo da en otros parajes, o la descrita
anteriormente,
pero todo esto requiere brazos y no es difícil haberlos
tratando
eficazmente de atraer a los guaná. Ya se sabe que cuesta infinito
trabajo
el introducir en todas partes nuevos cautivos, pero aquí las cosas
son
más fáciles respecto a que hay muchos pueblos de indios que viven en
comunidad,
y para emprender cualquiera cosa de esta especie bastaría
mandar
a los administradores que cultivasen lo que conviniese dándoles
algún
inteligente para la dirección.
Aunque
en estos últimos años, en que ha salido de la nada esta provincia,
se
han enriquecido bastantes comerciantes paraguayos que detienen los
fondos
en el país, todavía la mayor parte del comercio los saca de Buenos
Aires,
cuyos comerciantes se llevan casi toda la utilidad. Otro defecto de
este
comercio, que creo que es general a todo el que practican los
españoles,
es la ignorancia de los comerciantes que en su vida leen un
libro
geográfico ni de comercio, ni saben lo que pasa en el mundo ni lo
que
se necesita o se halla en los mercados, limitando sus ideas a una
práctica
sin especulaciones, que son las que enriquecen, y aseguran los
fondos
y fomentan los países aumentando los artículos conocidos y creando
otros.
No es extraño dicha ignorancia en esta tierra, donde casi todos los
ricos
han sido desertores de la armada o del ejército o polizones, pero ya
de
poco tiempo a esta parte han empezado los hijos del país a dedicarse al
comercio;
aunque tienen, por lo general, la nota de no ser de la actividad
que
tienen los europeos y, por consiguiente, consideran los comerciantes
sus
fondos más seguros en mano de los últimos, a quienes los primeros no
dejan
de tener envidia sin que ésta excite su emulación en el día, pero la
excitará
luego.
La
mencionada ignorancia de los comerciantes y sus ideas puramente
prácticas
son la causa de que nadie haya intentado llevar menestras a
Buenos
Aires, donde ganarían 400 por 100. Tampoco saben traer azúcar de la
Habana
algunos años como este en que vale en Buenos Aires a cuatro pesos y
aquí
de diez a doce, ni han llevado un cuero que vale aquí de uno a dos
reales
y en Buenos Aires de seis a dieciséis. No se saben más que vender
géneros
y cambiarlos por yerba, porque largar la plata por yerba es cosa a
que
pocos se determinan; de donde resulta que envían toda la plata para
comprar
géneros en Buenos Aires y traerlos, llenando la provincia de
mercancías
que hacen bajar su valor, quedando el país sin circulación y
limitando
la ambición a los que hacen la yerba, porque éstos siempre
trabajarían
a plata y no a mercancías.
Si
el comercio conociese sus utilidades se dedicaría a beneficiar la yerba
y
pagaría a los peones con plata sin hacerles adelantamientos. Con esto la
tendrían
de primera mano y la peonada enriquecería, lo que no puede
suceder
en el día porque se maneja este negocio de un modo bárbaro que
jamás
da que comer, ni aun que vestir, a los peones, según dije, y como
jamás
salen ni pueden de trampas, se abandonan. También prueba el descuido
en
el comercio el no haber reglamento para la navegación, en la cual se
padecen
muchas demoras voluntarias, averías y robos, sin que jamás se haya
hecho
el menor castigo ni el amago.
Aunque
no entrase en este detalle, digo que desde luego puede el comercio
pagar
dobles y triples fletes con tal que se duplique el sueldo a los
marineros,
adelantándoles la mitad río abajo y muy poco o nada río arriba,
para
que de este modo estén sujetos y sean castigados si abandonan al
barquero
en el apuro o roban, como lo hacen, cuando hallan ocasión.
La
siguiente tabla hace ver los artículos de extracción que hubo en esta
provincia
en 1781. Está sacada de instrumentos originales y los precios
son
los que entonces tuvieron en esta plazo:
PreciosValor total
CantidadesRealesPesosReales
Yerba,
arrobas125.271578.2943
Azúcar,
arrobas3.145166.290
Miel,
arrobas5.39185.351
Algodón,
arrobas9.49589.495
Trozos
de cedro, varas2.44851.530
Tirantes,
varas7.33921.8443
Tablazón,
varas1.72148604
Mazas
de carreta1298129
Camas
para carreta76219
Ejes
para carreta21024
Rayos
para carreta311/217
SUMA
TOTAL
103.8175
Como
el azúcar habano es mejor y más barato que el paraguayo en Buenos
Aires,
sólo se verificó la extracción en dicho año por la guerra y porque
abunda
aquí; pero debe suponerse que el azúcar no da en el Paraguay la
mitad
que en las Antillas y que apenas basta para el consumo de este país.
La
exportación se hace en barcos de hasta veintidós varas de quilla que
cargan
río abajo hasta 24.000 arrobas. La tripulación es paraguaya, por
cuyo
motivo debe aumentarse a favor de esta provincia el valor del flete y
lo
que sube el valor de las cosas puestas en Buenos Aires. Uno y otro
puede
computarse, cuando menos, en el 50 por 100, y así subirá el valor de
las
exportaciones a 155.725.pesos, a los que deben agregarse 50.000 que
entran
por el tabaco y su flete. Después del año de 1781 hasta el presente
del
90 puede computarse que la exportación y el comercio casi ha doblado,
subiendo
la yerba a 180.000 arrobas y lo demás en igual o mayor razón.
También
debe tenerse cuenta el contrabando de tabaco y alguna sal, que
todo
podrá ascender a 30.000 pesos.
Como
ha estado la provincia acosada de los bárbaros ha mantenido vigías en
la
costa del río y milicias. Recién llegado a esta capital, en marzo de
1784,
se formaron tres regimientos de caballería miliciana, completos cada
uno
de 816 plazas. Además hay en la ciudad seis compañías de caballería de
cuarenta
y seis hombres, y cuatro de infantería de cincuenta y siete, y
otra
ídem de artilleros. No se incluyen en esto las milicias de Villarica,
Curuguaty,
Concepción, Remolinos, y Ñeembucú. El destino de estas tropas
es
guarnecer dichas vigías la ciudad y acudir armados donde conviene. Si
se
cuentan los hombres efectivos de las guardias creo que no llegarán a
ochenta,
sin embargo se quejan del servicio ponderándolo como la mayor
pensión
que puede padecerse. Yo creo que la realidad de estas quejas
consiste
en que, por mal arreglo o ambición de los jefes de campo, todo el
peso
recae sobre pocos.
Para
los costos de la guerra hay un depósito que llaman ramo de guerra del
que
es árbitro el gobernador. Sus fondos son veintiuna arrobas de yerba
por
cada licencia que se da para beneficiar yerba, y ocho arrobas de la
misma
por cada mil arrobas que cargan los barcos. Los que no quieren hacer
servicio
militar pagan diez pesos de plata al año, si son encomenderos
quince,
y quizás tendrá alguna otra entrada. El total podrá ascender en el
día
a 2.500 pesos. No me atrevo asegurar si será o no conveniente que este
ramo
se administrase por los oficiales reales. Estos darían sujeción a los
gobernadores
y se ahorraría el salario del administrador, pero no dejarían
de
dificultar y obstruir las disposiciones guerreras, que siempre son
prontas,
perjudicando muchas veces y desbaratando las mejores
medidas.
El
jefe de la provincia es un gobernador con 6.600 pesos al que el rey
nombra
un asesor letrado con 1.500 pesos, de los cuales los mil debe
cobrarlos
de los propios de la ciudad, pero como éstos se reducen a casi
nada
percibe poco más de los quinientos. Si se le pagase por entero sería
el
sueldo suficiente aunque inferior respecto al del gobernador y
ministros
principales de real-hacienda, que tienen dos mil cobrados y la
casa.
Estos empleos se dan comúnmente a los europeos, entre los cuales los
más
acopian caudal para fundar un mayorazgo a su posteridad, y son muchas
veces
hombres a quienes sus desarreglos han hecho pobres y vienen con
ansia
de adquirir y de continuarlos sin peligro. Así sucede que atienden a
sus
fines y que las leyes no tienen cumplimiento, y por consiguiente hay
disgusto
general que tarde o temprano tendrá sus resultas. Mejor sería
poner
el mayor cuidado en la elección de sujetos, disminuir el número de
empleados
y sus sueldos a la mitad, que sería suficiente, y hacer un
arreglo
para que la mitad de los empleados de gobierno y real-hacienda
fuesen
americanos, sin permitir que viniese ningún eclesiástico sino la
mitad
de los obispos, porque estoy persuadido de que los que vienen para
canónigos
no son de los mejores. Con esto los criollos tomarían parte en
la
conservación del gobierno y disminuiría el odio que tienen a los
europeos
que, aunque aquí es poca cosa, por lo general es tal que los
hijos
aborrecen mortalmente a sus padres sin más motivo que el ser
europeos.
En realidad que en esto proceden los americanos sin hacer
reflexión
a que el mayor interés suyo consiste en que vengan europeos,
porque
éste es el camino de adelantar su población, las artes e industria,
y
de abreviar una felicidad que no están en estado de procurarse por sí
mismos
en muchos siglos sino admitiendo con voluntad y agasajo a los
europeos,
y procurando atraerlos a toda costa. Su poca instrucción en el
conocimiento
de lo que les conviene y el interés particular, a que
únicamente
atienden, no les dan lugar a que conozcan el bien general, por
cuyo
motivo me parece que sería muy conveniente aprovecharse de la mala
voluntad
que tienen a europeos y cuidar con vigilancia de que vengan
poquísimos
polizones y empleados, para que la América esté siempre
subordinada
y la España más poblada y vigorosa. Las residencias y
vigilancia
sobre la conducta de los empleados no debía ser una ceremonia,
como
lo es, sino una cosa efectiva que castigase con rigor a los
delincuentes,
cosa que hace siglos que no se ha visto.
Dirige
lo espiritual un señor obispo cuya renta se reputa de ocho mil
pesos,
los dos mil pagados en reales cajas de Potosí. Esta partida pudiera
rebatirse
pues basta lo demás para la decencia de la dignidad en esta
tierra,
donde siempre quedaría la persona más rica, que es más de lo que
basta
al carácter episcopal. La catedral tiene deán, tres dignidades y dos
canónigos,
todos con setecientos pesos, menos el deán que tiene mil
cincuenta.
Los curatos de españoles sólo tienen el pie de altar
proporcionado
al país y dos reales al año por cada casa, a que llaman
primicia.
Los curas de indios no tienen pie de altar. Los de pueblos
jesuíticos
gozan doscientos pesos, comida, servicio y casa, y los de los
demás
pueblos dos criados, una vaca por semana, y algunas otras frioleras,
y
además dos reales por cada indio mitayo, que le da su
encomendero.
De
lo dicho se infiere que no hay mucha reforma que hacer en las rentas
eclesiásticas
de esta provincia, pero en otras será muy del caso que la
haya,
invirtiendo las resultas en beneficio público fomentando las cosas
que
convengan. En América es esto fácil porque S. M. es dueño de los
diezmos,
que son la mayor contribución que puede imponerse a un pueblo, y
que
si se considera lo que es el diezmo líquido vale tanto o más que lo
que
queda, y no creo que sea justo que se emplee esta contribución en
mantener
en la ostentación, opulencia, y regalo, a los eclesiásticos que
no
deben pasar de la quingentésima parte del total del estado. Si se
atiende
a las sumas que por otros mil caminos reciben los mismos
eclesiásticos
de los fieles, se conocerá más visiblemente la necesidad de
contener
su riqueza que los saca de su juicio y base, que es la pobreza y
humildad,
cuyas fatales resultas se verán algún día porque la riqueza les
da
mucho crédito en el vulgo y los hace menos religiosos, de que resultará
que
no habrá jamás alboroto en que no tomen la mayor parte. Así el
principal
cuidado del estado debe ser vigilar sobre la conducta de estas
gentes,
que son tanto más consideradas aquí cuanto el vulgo está menos
instruido.
También debiera ponerse remedio a la manía de estas gentes en
fundar
capellanías laicas y no laicas, cuyas cargas no se cumplen ni
pueden.
Gran parte de las casas y haciendas se hallan tan pensionadas que
las
destruyen y llevan al infierno la descendencia del fundador. Es
menester
destruir la manía que tiene el hombre de querer disponer de sus
cosas
hasta el juicio final, quitando la libertad a los que vendrán
después
de él, que tendrán tan legítimo derecho y posesión como la que
tuvo
él para disfrutar las cosas. ¡Quién no tuviera por loco a Noé si nos
hubiese
querido limitar la libertad y usufructo de las cosas!
[Félix
de Azara (1742-1821). Descripción e historia del Paraguay y del Río
de
la Plata. Obra póstuma de Felix de Azara [anterior a 1809] ... La
publica
su sobrino y heredero el señor don Agustín de Azara, marqués de
Nibbiano
... bajo la direccion de don Basilio Sebastián Castellanos de
Losada
.... Madrid: Impr. de Sanchiz, 1847.
Félix
de Azara
Descripción
general del Paraguay
Prólogo
La
noche que llegué a Buenos Aires del Río Grande de San Pedro, donde el
señor
virrey me envió para tratar con los portugueses algunos puntos
relativos
a la demarcación de límites entre ambas coronas, se me entregó
el
nombramiento de primer comisario y jefe de la tercera división que debe
demarcar
los linderos desde la confluencia de los ríos Igurey y Paraná
hasta
el del Paraguay, según el último tratado de paz. Al mismo tiempo se
me
mandó que en posta pasase al Paraguay, y que aprontase lo necesario a
efectuar
dicha obra para que cuando llegasen mi división y la cuarta, que
venían
embarcadas, no hubiese detención en su salida, ni los portugueses
pudiesen
quejarse con nuestra demora. Dio motivo a esta prisa el creer Su
Excelencia
que los portugueses, que debían concurrir conmigo, me estaban
esperando
en el río Ygatimy.
Llegué
a la Asunción, capital del Paraguay, donde supe que no había tales
portugueses
esperando ni noticia de ellos, por cuyo motivo no quise
aprontar
cosa alguna ni hacer el menor costo, porque además yo sospechaba,
con
bastante fundamento, que dichos portugueses tardarían en llegar y que
por
consecuencia mi demora en el Paraguay sería dilatada. No se me había
dado
instrucción para este caso, y me vi precisado a meditar sobre la
elección
de algún objeto que ocupase mi detención con utilidad. Desde
luego
vi que lo que convenía a mi profesión y circunstancias era acopiar
elementos
para hacer una buena carta o mapa, sin omitir lo que pudiera
ilustrar
la geografía física, la historia natural de las aves y
cuadrúpedos,
y finalmente lo que pudiera conducir al perfecto conocimiento
del
país y sus habitantes.
No
se me ocultaba que mi idea era buena pero para verificarla hallaba
muchas
dificultades, porque, además de que el conocimiento de mí mismo me
hacía
ver que no podía hacer cosa buena en materias de historia natural,
consideraba
que no se me abonarían los costos, que tendría que viajar a
caballo
y deprisa por países de pocos o ningunos auxilios con instrumentos
astronómicos
delicados, pertenecientes a Su Majestad, destinados
únicamente
a lo que es demarcación de límites, y cuya falta y descalabro
no
tiene aquí reemplazo ni compostura. Por otro lado, me persuadí que,
aunque
el señor Virrey desease ver efectuadas mis ideas, no me permitiría
la
separación de la división de mi mando porque podrían llegar los
portugueses
en mi ausencia, y que a lo sumo me daría permiso para
comisionar
a mis subalternos, cuya capacidad me era desconocida, y creo yo
que
jamás se hacen las cosas bien sino por el que las concibe.
Todas
estas dificultades, y otras no menos embarazosas, se vencieron
resolviendo
costear todos los gastos y llevar aquellos instrumentos que no
se
consideraban precisos para la demarcación; y para que el señor Virrey
no
llevase a mal mis dilatadas ausencias, callé mis designios y dividí mi
obra
en trozos de modo que los correos me hallasen en la capital, donde se
miraban
mis salidas como paseos de diversión.
Así,
insensiblemente, acopié las noticias que pude, y son suficientes para
dar
alguna idea de este país, aunque poco apreciable para los que sólo
buscan
las de metales que no hay aquí. Para dar alguna forma a mis
apuntamientos
escribiré primero mis derrotas particulares, y después todo
lo
que es general al país y habitantes. Las apuntaciones de aves y
cuadrúpedos
irán aparte, porque son tantos que componen una obra separada
y
no pequeña.
Careciendo
de libros, no he podido escribir cosa que valga de lo pasado y
me
he ceñido al estado natural. Sin embargo, no he omitido el origen y
transmigraciones
de los pueblos que intenté averiguar en los papeles del
Archivo
de la capital, que, aunque está en el mayor desorden, con todo
pude
utilizar algo hasta que se llegaron a conocer mis ideas y se
desbarataron
con frívolos pretextos, quitando la llave del Archivo a don
José
Antonio Zabala, sujeto honrado y capaz, que voluntariamente entendía,
y
sin estipendio, en coordinar dichos papeles, y al mismo tiempo me daba
las
noticias que yo apetecía.
Con
esto se cortaron las noticias que podían servir a aclarar la historia
antigua
del país, en cuyo obsequio he señalado con exactitud la situación
de
algunos pueblos destruidos o abandonados, pero todavía faltan bastantes
cuyas
ruinas e historia no he podido investigar.
Para
entender mis viajes basta saber que los rumbos son corregidos y
demarcados
con una buena agujita de pínulas que marcaba los medios grados.
Las
leguas y millas son del país o de cinco mil varas por legua, y no son
medidas
sino computadas por el andar del caballo y del reloj, de forma que
sólo
sirven para dar idea de la longitud de los caminos. El que quiera
reducirlas
a leguas contadas sobre el círculo máximo, o, como suelen
decir,
por el aire, podía deducirlas del cálculo que ofrecen las
longitudes
y latitudes, o de la carta o mapa adjunto, cuya formación no se
funda
en otras leguas o distancias, sino en observaciones astronómicas y
buenas
demarcaciones, calculadas con prolijidad y con el cuidado de
despreciar
las que pudieran influir yerro considerable en caso que ellas
lo
tuviesen pequeño.
He
observado con instrumentos marítimos de reflexión, buscando el
horizonte
en una vasija de agua, que son preferibles a todos los
instrumentos
y modos de observar en tierra, porque, sobre la comodidad en
el
transporte, tiene la ventaja de que cualquier error en la observación
sólo
influye su mitad en el resultado. Mr. Magallanes dice en su libro que
cuando
se practiquen observaciones del modo que yo lo he hecho, que se
aumente
o disminuya la altura del contacto de los limbos con un diámetro
del
astro. No merece la pena que yo me detenga con hacer ver su error tan
manifiesto,
y sólo sirve esta advertencia para que se sepa que he
corregido
las alturas con un semidiámetro, como se debe, y que he evitado
su
equivocación.
He
elegido por primer meridiano el que pasa por la ciudad de la Asunción,
capital
del país, el cual con facilidad puede reducirse a cualquier otro
sabiendo
que por muchas observaciones he deducido que cae 54º 40' 0" al
oeste
de Greenwich. En cada pueblo y punto notable se expresa su longitud
y
latitud, aunque una u otra, o ambas, dependan de datos posteriores. He
sido
tan prolijo en los cálculos de esto, y persuadido que ningún punto
sustancial
tiene una milla de error, y como mis observaciones y cálculos
abrazan
todos los cerros y alturas notables, con sólo dos demarcaciones, o
una
y una distancia, o con dos distancias, podrá situarse en la carta
cualquiera
pueblo nuevo o punto que se quiera, sin necesidad de recurrir a
la
astronomía; y del mismo modo se sabrá siempre la situación del pueblo
que
desapareciese.
Por
lo tocante a los ríos, he aquí cómo los he puesto en mi carta. El río
Paraguay,
y parte de sus vertientes que no he cortado, se ha dirigido por
el
mapa que de él hicieron los demarcadores de los límites del año de
1754.
Lo mismo he practicado con el río Paraná desde el pueblo de Corpus
para
el norte, y para el sur lo he dirigido hasta Corrientes por la
derrota
que de mi orden hicieron don Pedro Cerviño y don Ignacio Pazos,
aquél
ingeniero y éste piloto de mi división. De Corrientes para el sur he
puesto
el Paraná por la navegación que de él hizo don Juan Francisco
Aguirre,
teniente de navío y comandante de la cuarta división de
demarcadores.
Él mismo me ha facilitado el plano del río Paraguay desde su
unión
con el de Paraná hasta la Asunción. De aquí para el norte se ha
situado
por el mapa de dichos señores demarcadores del citado año, menos
el
Xexury que ha sido dirigido por la derrota de dicho ingeniero Cerviño,
quien,
juntamente con el teniente de navío don Martín Boneo, hizo la carta
del
río Tebicuary por mi mandato. Los demás ríos, de menos nota, se han
puesto
por los cortes que se le han dado en los viajes y por las mejores
noticias
que he podido adquirir, y no es fuera de caso advertir aquí que
anteriormente
hice otra carta en la que no están bien situados los ríos
Uruguay
y Paraná de Corpus para el norte, porque me valí entonces de las
observaciones
de longitudes hechas por dichos señores demarcadores, las
cuales
he despreciado en la carta presente, ateniéndome con exactitud a su
derrota,
porque he sabido después que llegaron a mi mano erradas; cosa que
antes
me pareció imposible porque eran cinco conformes. Así, mi carta
anterior
a esta fecha debe despreciarse y atenerse con toda seguridad a la
presente,
porque además de ser conforme, en cuanto a dichos ríos, a la
derrota
de dichos señores, tiene la confirmación de seis observaciones de
longitudes
hechas el año pasado en la boca del Yguazú, las cuales ajustan
pasmosamente
con la derrota de dichos señores.
He
conservado los nombres guaraní, escribiéndolos como ellos lo hacen,
cuya
pronunciación es la siguiente: toda y pronunciada guturalmente suena
casi
como yg. Toda vocal o semi-vocal con el acento O como y se pronuncia
narigalmente,
y toda by, py, my suenan buyg, puyg, muyg; y esto basta para
mis
ideas.
[Félix
de Azara (1742-1821). Descripción e historia del Paraguay y del Río
de
la Plata. Obra póstuma de Felix de Azara [anterior a 1809] ... La
publica
su sobrino y heredero el señor don Agustín de Azara, marqués de
Nibbiano
... bajo la direccion de don Basilio Sebastián Castellanos de
Losada
.... Madrid: Impr. de Sanchiz, 1847.
"Habitantes"
Los
hombres que voy a describir son los que habitan en lo que comprende mi
carta
y en sus inmediaciones, entre los cuales, aunque originariamente
vengan
de tres castas, a saber, españolas, india y africana, es preciso
hacer
varias subdivisiones porque así lo requiere su estado físico, moral
y
político. No hablaré de ellos sino de su estado actual, sin entrar en
más
discusiones antiguas que en la de la población de estas tierras cuando
llegaron
a ellas los primeros españoles.
Refiere
la historia que los conquistadores repartieron todos los indios de
la
dependencia de la Asunción y que eran 57.000. Éstos se comprendían en
los
trece pueblos de misiones jesuíticas agregados a la provincia del
Paraguay,
en las tierras que hay desde ellos hasta el río Mbotetey y entre
los
ríos Paraná y Paraguay. Según el padrón actual hoy subsisten 27.647 de
sus
descendientes en los pueblos existentes, como también 2.596 que llaman
criollos
y 753 que dicen originarios, que sumados todos hacen 31.000
almas.
Agréguense los que había en los pueblos de Candelaria, Terecañí,
Ybyrápariyá,
Maracayú, Perico, Xejuí, que fueron asolados por los
portugueses,
con otros muchos millares que los mismos paulistas han
llevado
en sus continuas molocas, y también las naciones que hoy existen
bárbaras
con los nombres de guayanas y caaguas, que ocupan la costa
occidental
del río Paraná y las tierras del norte del Paraguay, y se
hallará
que todas estas sumas, y otras que omito, ascienden a lo menos a
los
57.000 indios que hallaron aquí los conquistadores. De lo poco que he
hablado
del origen de los pueblos de indios paraguayos se deduce que su
número
total no ha disminuido. ¡Qué nación europea de las que han pisado
la
América podrá decir que conserva los mismos y más indios que halló en
ella!
Favorece este cálculo el que muchos indios han pasado a ser
españoles
y otros están confundidos con las castas mestizas.
Sin
embargo, de estos hechos constantes no faltan escritores ignorantes y
maliciosos
que, por sus fines particulares, tratan a los viejos honrados y
valerosos
conquistadores como pudieran a una tropa de tigres, dando motivo
a
los extranjeros a que desenfrenen sus lenguas y hablen de nuestros
abuelos
como pudieran de una legión de demonios. Ruy Díaz de Guzmán en su
Argentina
manuscrita dice que en el distrito de la Ciudad Real, situada
junto
al salto grande del Paraná, se empadronaron cuarenta mil familias de
indios,
y que floreció dicha ciudad hasta que con insoportables trabajos
perecieron
dichos indios. El padre Manuel de Lorenzana, jesuita que estuvo
en
la Villarica del Guayrá en 1577, dice, según refiere una historia
manuscrita,
que en sus vecindades había trescientos mil indios y que el
año
de 1622 ya no existía la sexta parte. Si creemos a estos maldicientes,
cada
español de dichos dos pueblos aniquiló en poco tiempo con
insoportables
trabajos 1.500 indios, que es lo que tocaría a cada uno
partiendo
el número de indios por el de los conquistadores. Yo quisiera
preguntar
ahora cuáles fueron los insoportables trabajos, porque los
conquistadores
no tuvieron manufacturas, fábricas, oficios, comercio,
ganados,
minas ni plata. Pero prescindiendo de esto y de que no citan
padrones
ni instrumentos, ni los hay que acrediten sus dichos, los indios
apenas
conocían la agricultura, no sabían conservar los frutos de un año
para
otro, la caza, sobre no abundar, no había medios de tenerla en
abundancia,
las frutas silvestres no son muchas y sólo dan en determinada
estación.
Todo esto arguye infaliblemente poca población indiana, la cual,
cuando
mucho, sería la que hoy existe.
Indios
payaguás
Habitaban
estos indios en el río Paraguay donde desde la conquista han
ejecutado
las mayores crueldades, estrenándose con el infeliz Juan Ayolas
y
toda su gente. No han cesado después de asaltar y matar cuantos
españoles
y guaranís han podido, no sólo en los ríos sino también en
tierra,
atacando las casas, estancias, y caminos, y pasando del Chaco en
sus
canoas a los bravos guaycurú. No ha tenido esta provincia enemigos más
continuos
y perjudiciales, cuyas fechorías no podrían contarse en resmas
de
papel. Jamás han dejado de hacer cuanto mal han podido a todos los
hombres
sin distinción de castas, y cuando han hecho paz con algunos es
para
destruir a otros.
Todavía
conservan los payaguá este carácter para con los demás indios,
pero
viven en grande paz con nosotros desde el año 1740 y tantos, en que
el
famoso gobernador don Rafael de la Moneda los sujetó y domó en términos
que
no han hecho después daños de consideración. Desde dicho tiempo están
los
payaguá divididos en dos parcialidades, la primera, y principal, se
halla
establecida en el río Paraguay en la latitud 22º 8' y se llama de
los
sarigués, componiéndose como de doscientas almas. La segunda, llamada
de
los tacumbú, tendrá como ciento cincuenta. Ésta vive en esta capital a
la
orilla del río, sin que por ello pague tributo ni se considere vasalla
del
rey. Aunque las referidas sean sus habitaciones ordinarias no dejan de
mudarse
cuando se les antoja, viviendo los sarigués en la capital y los
tacumbú
donde quieren, pero vuelven luego a los establecimientos
mencionados.
Son los únicos bárbaros que habitan en estos ríos.
Ambas
parcialidades hablan el mismo idioma, que parece muy gutural y tan
inconexo
con el guaraní que hasta ahora nadie lo ha entendido, pero la
mayor
parte de ellos hablan el guaraní y algunos entienden un poco de
castellano.
Los sarigués tienen por cacique al famoso Quaty, hombre de más
de
cien años y ya ciego; ha sido esforzado y en sus días se han consumado
muchas
maldades, entre ellas la de haber destrozado una flota portuguesa
que,
cargada de oro, iba de Cuyabá a San Pablo por el río Tacuarí. Las
distinciones
que este cacique recibe de su parcialidad se reducen a que le
dan
de comer si lo pide, y esto no siempre, y en todo lo demás es como el
último.
Los tacumbú no tienen cacique a no ser que quiera llamarse tal a
Asencio
Flecha, pardo, muy hombre de bien, que vive en la Asunción, el
cual
compone sus diferencias domésticas, y cuyo consejo suelen seguir. A
él
tratan estos bárbaros de ambas parcialidades con entera confianza, por
él
reprende el gobierno las raterías y se recobra lo robado. Se tiene en
Europa
ideas falsas de los caciques, creyendo que son indios de distinción
y
soberanos que dictan leyes, pero nada de esto hay porque el cacique nada
manda,
ni es obedecido, ni obsequiado, ni servido, ni considerado para más
que
para permitirle que tome algún pescado o comida, y esto no siempre. Es
un
bruto hediondo como todos, y si no es valiente o anciano ninguna cuenta
tienen
con él. La paz, la guerra, la mudanza de sitio y todo lo que toca
al
común se decide en una asamblea donde los ancianos y el pay tienen toda
la
influencia. Cuando salen del toldo a pescar, o a otra cosa, dejan
advertido
lo que van a hacer y en qué paraje, con el fin de que se sepa el
lugar
de la desgracia, si sobreviene, y de aquí inferir quién pudo
causarla.
Por
supuesto que estos indios no tienen ley ni costumbre que los sujete en
lo
más mínimo. Todo les es permitido, no ejercen el castigo ni el premio,
y
sólo cuando el gobernador se queja de alguno y les parece que los
compromete
en algunas discordias con nosotros, suelen darle alguna paliza
o
más frecuentemente lo hacen marchar a la otra parcialidad. Sus asuntos
se
deciden por las partes a cachetes y quedan muy amigos concluida la
pendencia,
en la cual nadie se entromete. Cuando los sarigués vienen en
cuerpo
a la capital acostumbran dar batalla a los tacumbú, reduciéndose a
embestirse
en cuerpo a cachetes, y cuando se han cansado quedan amigos.
Todos
tienen dos nombres, uno en su idioma y otro de algún santo o español
conocido,
y como no hay diferencias entre las dos parcialidades cuanto
diga
debe entenderse de ambas.
Tienen
un empleo de alguna consideración que llaman pay y médico, son dos
o
más en cada parcialidad, su destino es curar dolencias que lo hace de
este
modo. Se pone enteramente desnudo, muy pintado con un angosto cíngulo
y
una corbata de estopa que flota sobre el estómago, se ata la muñeca
izquierda
con una cuerda de muchas vueltas, se pone una pluma larga
vertical
sobre el cogote, toma una calabaza, larga dos pies, que tiene un
agujero
en cada extremo, el mayor de tres pulgadas de diámetro, la baña
dos
o tres veces, chupa de su pipa dos bocanadas de tabaco soplando el
humo
por el agujero menor, aplica después la borda del agujero mayor entre
la
nariz y el labio superior, de modo que la boca queda expedita en medio
del
agujero, y habla fuerte como cantando de forma que las voces suenan de
un
modo extraño y vario. Continúa así un rato golpeando el suelo con el
pie
derecho, contoneándose con el cuerpo encorvado sobre el enfermo. Con
la
mano derecha sostiene la calabaza y en la izquierda tiene la pipa con
el
brazo tendido. La pipa es un cilindro largo catorce pulgadas y dos de
diámetro,
barrenado por el eje, y en una de sus bases tiene un cañoncito
largo
dos pulgadas que sirve de boquilla. Cuando el pay se ha cansado de
sonar
la calabaza se sienta y soba ásperamente con la mano la inmediación
del
ombligo, y luego chupa con vehemencia cuatro o seis veces lo que sobó,
y
se acabó la curación. Si el enfermo es muchacho suele omitir muchas de
dichas
preparaciones contentándose con chupar. Creen los payaguá que
cuantos
curan o mueren es por voluntad del pay, que éste tiene en su mano
la
muerte y la vida. Este concepto suele perjudicarle porque si mueren
muchos
enfermos seguidamente suelen matar al médico.
Es
voz común entre los españoles que el pay logra las primicias de todas
las
mujeres, pero no creo que esto sea absolutamente cierto y ellos lo
niegan,
no obstante el pay no suele ser casado y no creo que guarde
castidad.
Este empleo no es hereditario como el de cacique, lo sirve el
que
se amaña a hacer creer que posee esta habilidad. Aunque es por lo
común
el más borracho, tienen por él algunas consideraciones que se
reducen
a alimentarlo y a atender su voto en los consejos. Dicen de él que
con
la calabaza espanta los males y al diablo, y que chupando los extrae
del
cuerpo. Esto hace sospechar que tienen alguna idea de religión;
también
alude a lo mismo el tener cementerios. El de los tacumbú está
dentro
de un bosque pegado a la orilla oriental del río Paraguay, poco más
arriba
del presidio de Arecutaguá. Allí enterraban antes a sus difuntos de
pie
dejando fuera la cabeza cubierta con una olla de barro, pero como los
tigres
se los comiesen hoy los entierran enteramente con sus flechas y
pequeñas
alhajas. Tienen mucho cuidado de barrer el cementerio, asearlo y
arrancar
las yerbas, cubriendo los sepulcros con toldo de esteras y
poniendo
encima multitud de campanas de barro, unas dentro de otras. En
las
tempestades de mucho viento, que desbaratan sus toldos, practican
conjuros
que se reducen a tomar tizones y hacer ademanes como de embestir
a
las nubes.
No
obstante todo esto, los payaguá no adoran a Dios ni a alguna de sus
criaturas,
ni se les conoce súplica, palabra, ni obra que signifique
política,
atención, obsequio, ni culto. Los que se figuran que no puede
haber
ateístas, creen que estos bárbaros adoran la luna nueva porque sus
grandes
fiestas se verifican en los novilunios, pero éstos no se hacen
cargo
de que como los payaguá no tienen cuenta alguna en la sucesión de
los
años, meses ni días, siéndoles preciso señalar anticipadamente día
para
la fiesta, no lo pueden hacer con certeza sino por la luna nueva, de
modo
que ésta es la convocadora y no el objeto de la festividad. Muchas
veces
les he hablado de su origen y destino, pero no gustan de esta
conversación.
Algunos me han dicho que su primer padre fue un pacú, el de
los
españoles un dorado y el de los guaraní un sapo. Otros añaden que el
payaguá
desciende de un lugar donde hay calderas y fuego, pero esto es
aprendido
de nosotros y en mi juicio no lo creen.
La
talla del payaguá es en mi juicio de seis pies y media pulgada
españoles,
y yo dudo que haya en Europa pueblo alguno en que tantos a
tantos
pueda compararse con estos bárbaros. Jamás he visto uno que tenga
más
ni menos carnes que las precisas para ser ágiles, robustos y
vigorosos.
En nada se parecen a las ridículas pinturas que muchos hacen de
los
indios, sino en tener un poco plana la cara y el color amulatado. Sus
días
son prolongadísimos. Su dentadura no les falta aun en la edad
decrépita.
No hay un calvo y, cuando mucho, a los setenta años se ven
algunas
canas en su cabellera abundante, lacia y gruesa. Tampoco se nota
en
ellos enfermedad alguna particular, ni el mal venéreo. Su semblante es
despejado,
alegre y risueño, diferente del guaraní, que es triste en
términos
que parece que no tiene músculos para explicar la alegría.
Los
varones en el toldo están en pelota, pero cuando han de entrar en la
ciudad
se ciñen a los riñones algún trapillo, o se echan al hombro una
manta
de algodón, o se ponen una estrecha camiseta sin mangas que por lo
común
no pasa a las ingles. Jamás usan sombrero, ni gorro, y sus
principales
adornos son los siguientes. En los pechos de la madre usan ya
el
barbote, que es un palito largo cuatro o cinco pulgadas y de línea y
media
de diámetro, afianzan uno de sus extremos, a frotación, en el
agujero
de otro palo más grueso que les atraviesa el labio inferior en la
raíz
de los dientes, quedando el otro extremo flotante. Tienen las orejas
agujereadas
y adornadas con aros, botones, plumas, palitos o pendientes de
abalorios
y planchuelas de plata. Desde que nacen no cesan las madres, de
arrancarles
el pelo de las cejas y pestañas, y en lo restante de la vida
hacen
lo mismo con todo el pelo del cuerpo que no les crece con la
abundancia
que a los españoles. Esta práctica hace ver que los climas no
influyen
lo que se cree en las costumbres, pues aquí debieran alargarse si
se
pudiese las pestañas, cejas y sombreros, para resguardar los ojos a la
vehemencia
del sol. Por esta causa los niños tienen los ojos muy abiertos
pero
los grandes al contrario, jamás descubren enteramente la pupila.
Cuando
se les antoja se ponen brazaletes de plumas o de cuero en lo grueso
del
brazo, en las muñecas cuelgan las pezuñas de venado y en los tobillos
cascabeles.
Algunos llevan un tahalí de lentejuelas de concha o canutillos
de
plata, o un simple cordoncito del que cuelga una bolsita en la que
apenas
puede entrar una peseta, y tal cual vez se ponen un copete de
plumas
sobre la cabeza. Además de todo lo dicho pintan su cuerpo
enteramente
de rojo, negro y amarillo, con dibujos inexplicables y cada
uno
según su antojo. Dividen el pelo, desde la frente a la sutura coronal,
en
tres partes. La del medio la cortan rasa, y las laterales caen sobre
las
sienes cortándolas horizontalmente a la mayor altura de la oreja. Lo
restante
del pelo lo dejan caer sobre la espalda y, a veces, lo atan con
una
tira de cuero de mono caay sin hacer trenza.
Las
mujeres son de inferior talla, no son a nuestra vista lindas porque su
color,
pinturas, el carecer de cejas y pestañas, y el ser muy puercas, nos
previene
sin dejarnos conocer sus buenas proporciones. Las manos y pies
son
menores que las españolas y sus pechos los mejores que he visto. Son
alegres,
vivas y halagüeñas, y sus palabras dulces. Su vestido consta de
sólo
dos piezas. La una es un trapo, largo un pie, ancho un palmo, que
flota
sobre el pubis y está afianzado con una cuerdecita a los riñones; la
otra
es una manta de algodón pintada de rojizo, con la que se envuelven
por
debajo del pecho y las llega casi a los tobillos. Esta envoltura se
hace
sin nudo ni ligadura que la sujete, poniendo el doblez superior bajo
del
inferior, por cuyo motivo tienen que componerla cada momento. Cuando
hace
frío, o entran en la ciudad o se halla presente algún sujeto que les
da
sujeción, ponen la manta sobre los hombros. Usan sortijas si las pueden
haber,
se cortan el pelo de delante como los varones pero no el que cae
sobre
las sienes, el cual, como el restante, flota libremente sobre los
hombros
y espaldas. Desenredan el pelo con peines y comen la basura viva,
y
también cuantas pulgas pueden haber, pero no usan barbote. Los varones
no
usan pintura durable, pero las mujeres tienen de esta especie las
siguientes.
De la raíz del pelo a la punta de la nariz llevan una tira
recta
y morada, ancha tres líneas, y desde el labio inferior a la barba
otra
igual. Así mismo, desde el pelo caen verticalmente siete, ocho o
nueve
rayas o líneas paralelas atravesando la frente, cejas y párpado
superior,
en donde, como ni en lo restante del cuerpo, sufren bello. De
cada
ángulo de la boca salen dos cadenitas paralelas a la mandíbula
inferior
que terminan a los dos tercios de la distancia a la oreja. De
cada
ángulo exterior del ojo cae una cadena de dos eslabones en dirección
perpendicular
a las que salen de la boca, y terminan sobre lo que
sobresale
más en la mejilla. Además de estas pinturas moradas y estables,
las
más presumidas se pintan una cadena de grandes eslabones desde el
hombro
a la muñeca. Sin perjuicio de estas pinturas, que son
características
a las mujeres, se pintan todo el cuerpo con varios colores
y
dibujos, lo mismo que los varones. Como éstos todos los indios viven en
pequeñas
sociedades que no comunican con otras, y donde todos se conocen y
ven
continuamente, no hay motivo para que tengan vergüenza unos de otros,
y
por consiguiente, no hay entre ellos vanidad, ni lujo, ni los demás
afectos
vivos que produce la vergüenza.
Para
construir sus habitaciones clavan tres o cinco horquillas paralelas,
la
más alta, para el caballete, de dos y media varas y las demás en
disminución.
Enfrente de éstas clavan otras tantas iguales y paralelas. De
cada
una a su correspondiente tienden una caña gruesa y sobre éstas
esteras
de juncos, no tejidos sino unidos por su longitud, y he aquí un
toldo
donde se acomodan de quince a veinte personas. Pegado a él por su
longitud
ponen otros y queda hecha la toldería abierta por los costados.
Cuando
hace frío ponen otras esteras verticales en el lado que conviene.
El
suelo dentro está cubierto de cueros y éstos son sus sillas, mesas, y
camas,
porque no tienen hamacas. Sus demás muebles se reducen a algunas
calabazas
y vasijas de barro.
Jamás
riñen, ni enseñan a los hijos, ni les prohíben cosa alguna, sin
embargo
los aman y tienen grande cuidado de pintarlos y de cargarlos de
abalorios,
planchuelas, etc. Los varoncitos están siempre desnudos, pero
las
hembras, casi desde que nacen, van envueltas de medio cuerpo abajo, de
modo
que hay más recato en las niñas que en las mozas, en éstas más que en
las
casadas, y ninguno en las viejas. Comúnmente no se separan las mujeres
del
toldo sin la compañía de algún hombre, y pocas veces se ve que hablen
unos
con otros, lo que quiere decir que no son tan habladores como
yo.
Hasta
casarse el payaguá no pesca ni trabaja, nadie tiene más de una
mujer,
que toma cuando quiere pidiéndola al padre y parentela, quienes se
la
dan sin más ceremonia que una media fiesta. No casan entre los
hermanos.
El divorcio es libre al hombre y mujer con motivo o sin él, pero
sucede
raras veces siendo admirable ver contentos a los hombres con las
viejas.
En caso de separación queda la madre con todos los hijos, con la
cama,
pala o remo y con el toldo, y todo lo que hay menos con la manta o
camiseta
del marido. Si no hay hijos, cada uno lleva lo suyo, esto es la
canoa,
pala, anzuelos y flechas el marido, y todo lo demás la mujer. En
más
de cinco años que diariamente visito sus toldos no he visto que los
sexos
se hagan la menor demostración que manifieste celo o apetito, aunque
estén
borrachos.
Las
mujeres hilan rara vez algodón para alguna manta que tejen a pala y
les
dura toda la vida. Ellas hacen las esteras, las vasijas de barro,
arman
y deshacen los toldos, y guisan las legumbres porque el varón guisa
la
carne y pescado. Son glotones, pero no tienen hora fija para comer.
Todo
lo que hay se pone al fuego en olla, o asador, y el que tiene gana
saca
su tajada sin esperar ni avisar a los demás de su familia, y si
sucede
que los padres y hermanos coman a un tiempo todos lo hacen con
alguna
separación, y jamás hablan en la comida ni la interrumpen para
beber,
cosa que hacen después.
Aunque
los muchachos son enredadores, los hombres y mujeres no tienen
baile
ni juego alguno. Todas sus diversiones se reducen a emborracharse
con
aguardiente y lo hacen con mucha frecuencia. El que se determina a
esto
ocupa todo el día en beber sin comer cosa alguna, y suelen responder,
cuando
se les pregunta ¿por qué no comen?, que no comen por beber, y
añaden:
«no somos como los cristianos, que se meten a beber teniendo las
tripas
todas llenas de comida que no les cabe sino un poquito de
aguardiente».
Todo borracho es acompañado por otro que no lo está o por su
mujer,
quienes lo conducen al toldo y lo sientan. Entonces canta en tono
bajo,
con algún compás, cierta canción que en todos es la misma, y según
la
traducción de uno de ellos dice: «¿quién se me opondrá que no le haga
pedazos?
Vengan uno, dos o muchos, yo soy bravo». Otros dan cachetes al
aire
como si riñeran y así pasan el día sin hacer daño, ni enfadarse, ni
meterse
nadie con él. En estas circunstancias en nada difiere uno de otro
haciéndose
increíble la uniformidad y sosiego. La debilidad por no haber
comido
les quita el vigor, el humor pendenciero, y el vomitar tan comunes
en
nuestros borrachos.
Tienen
con frecuencia sus fiestas que se reducen a emborracharse casi
todos
y rarísima vez alguna mujer, porque ellas no tienen parte en ninguna
diversión,
ni los varones les dan lo que a ellas les gusta, ni hacen caso
de
ellas. Los motivos de estas fiestas son el nacimiento de algún hijo, el
agujerearle
las orejas o labio inferior, el casarse, o aparecer el
menstruo
la primera vez a una mozuela, la cual entonces empieza a ponerse
las
mencionadas pinturas permanentes, y finalmente cualquiera cosa o nada
es
motivo de fiesta. No se baila, ni juega, ni canta, ni hay más diversión
que
las que sugieren las fantasmadas de Baco. Además de estas fiestas
menores,
en las inmediaciones de San Juan, hacen una mucho más solemne,
cuyas
vísperas se anuncian con tamborcitos hechos con vasijas de barro y
con
pintarse todo lo mejor que saben. El día siguiente, borrachos todos
los
varones, se presentan unos a otros, cogen cuanta carne pueden con un
pellizco
y la atraviesan muchas veces con un punzón o espina de raya.
Estos
pellizcos y pinchazos se dan en los brazos, muslos y piernas, y en
la
lengua, dependiendo la elección del lugar de quien los da y no de quien
los
recibe. Con la sangre se bañan la cara y de rato en rato repiten lo
mismo,
de modo que no queda uno sin sufrir muchas veces las referidas
punzaduras
de espina sin que se oiga queja ni se vea el menor indicio de
sentimiento.
Esta función es pública y no participan de ella las mujeres y
menos
lo muchachos, a quienes no se les permite la bebida o por lo menos
no
se emborrachan. Al anochecer acaba la fiesta dejando muchos días que
padecer,
porque se entumecen y llenan de materia las heridas, a quienes no
ponen
abrigo ni remedio, y las cicatrices duran toda la vida. El adorno y
pinturas
que usan estos bárbaros en esta festividad son absolutamente
extravagantes
e inexplicables.
Viven
los payaguá en el río, que navegan con canoas que ellos mismos
fabrican.
Son de cuatro a ocho varas de longitud y uno y medio a dos y
medio
pies de mayor anchura, que está a los dos tercios contados de la
proa,
que es puntiaguda y casi lo mismo la popa. Constan de tres planos,
dos
verticales y el tercero corvo de popa a proa. El remo es una pala
flexible
larga tres varas, las dos son de asta muy delgada y la tercera es
la
pala que tiene figura de lanza. Cuando pesca el payaguá se mantiene
sentado
en la canoa dejándose llevar por la corriente, pero cuando boga se
pone
en pie sobre la extremidad de la popa. Sucede algunas veces que al
meter
el pescado en la canoa se vuelca ésta porque son muy angostas y mal
hechas,
y se ve siempre con admiración que en un minuto o dos, sacudiendo
su
canoa como el tejedor su lanzadera, echa fuera el agua, salta dentro de
ella
sin haber perdido la pala, la caña con que pesca, ni el pescado, sin
que
para todo esto obste cualquier profundidad de agua. Viven de lo que
pescan
y de los yacaré y capiybaras que cogen a flechazos. Para esto
tienen
flechas a propósito que clavadas se separa la lengüeta del asta
quedando
amarradas por una cuerda. Si el herido se sumerge, como sucede
siempre,
flota el asta o caña y por ella tiran hasta ponerse sobre el
herido
y le dan lanzadas con la pala. No sólo hallan en el río y sus
orillas
los animales referidos, sino también leña, paja, cañas, sauces y
pasto,
que venden a los españoles para cubrir sus ranchos y alimentar sus
caballos.
También venden ollas de barro, esteras y alguna manta. Algunas
veces
se alquilan para cortar la caña dulce y para trajinar la carga de
las
embarcaciones; son amiguísimos de hacer pequeños cambios y tratos que
siempre
han de ser de presente, porque son muy desconfiados y mentirosos y
engañan
siempre que pueden. Son muy pedigüeños y si pueden robar alguna
cosa
no dejan de hacerlo, pero no atesoran. La plata que adquieren la
ponen
por lo común en la boca y luego la gastan en sal, frutas, legumbres,
tabaco,
miel y, principalmente, en aguardiente.
Las
armas del payaguá son flechas sin aljaba, macana, o garrote, y sobre
todo
el remo o pala que por ambos costados sirve de lanza. Sus
expediciones
guerreras se hacen siempre con secreto o con engaño, con la
idea
de sorprender, y si no lo consiguen se escapan porque no hallan
deshonor
en la fuga ni en la traición. Siempre matan a todos los varones
adultos
y se llevan a las mujeres y muchachos. No comen a los vencidos ni
usan
de instrumentos bélicos. Tampoco llevan las mujeres a la guerra, sino
que
las ocultan primero. Tampoco acopian provisiones porque van comiendo
lo
que pescan en la marcha.
Los
payaguá se hallan como en tiempo de la conquista porque no han
recibido
de los españoles armas, cuadrúpedos, ni costumbres que hayan
alterado
su constitución. Lo único que se ha adelantado con ellos es
fijarlos
bastante, que es el primer paso de la civilización, y enseñarles
las
delicias de la paz y a que tengan confianza de nosotros. Cuando alguna
vez
resuelven transferirse a otros parajes, las mujeres y niños hacen sus
esfuerzos
para oponerse y consiguen lo que desean, de modo que puede
esperarse
en breve la reducción completa de estos bárbaros. Ya en el día
son
muy útiles porque sobre que ponen temor a los bárbaros del Chaco,
ellos
pescan y trabajan con utilidad de esta ciudad y, aunque no sean
católicos,
pueden llamarse socios útiles. No falta más que hallar los
medios
de introducir entre ellos el lujo y el conocimiento de las
comodidades,
para que se aumente el fondo del comercio y se dediquen más a
los
trabajos. Estos indios serán antes vasallos útiles y civiles que
católicos,
cosa que hasta aquí ha parecido imposible porque ha prevalecido
la
opinión de que no puede ser útil vasallo y hombre sociable el que no
empieza
por ser católico. Así se ha procurado catequizar a costa de
grandísimas
sumas, descuidando la civilización, suponiendo ésta resulta de
aquélla,
y yo creo lo contrario.
La
reducción de las naciones bárbaras sólo puede verificarse por tres
medios:
el primero es por el comercio y trato, el segundo por la fuerza, y
el
tercero por la persuasión. El primero jamás se ha intentado, es el más
largo
y difícil con algunas naciones pero muy fácil con los bárbaros caayá
y
guayaná y con los guaná. Aquéllos continuamente se presentan a nuestros
beneficiadores
de yerba solicitando que los ocupen y que les den en cambio
de
su trabajo herramientas y géneros, pero por lo común no se hace caso de
ellos
porque dicen que no saben dar a la yerba el beneficio que requiere;
pero
si se les diese un capataz que los instruyese, la maniobra es muy
simple
y con un poco de probidad se lograrían muchos trabajadores que en
breve
no sabrían vivir sin nosotros. Los guaná, que son tan numerosos como
todas
las naciones bárbaras juntas, vienen en tropas y viven entre
nosotros
a expensas de su trabajo, y después vuelven pero vienen otros, de
modo
que siempre tenemos muchos. Como jamás han hallado buena acogida en
el
gobierno, ni se ha dado una orden en su favor, no se determinan a traer
sus
mujeres, ni familias, por cuyo amor regresan a su patria casi todos.
Si
abiertamente se les protegiese y se regalase algunas frioleras a sus
mujeres
y niños, veríamos en breve veinte mil guaná entre nosotros, todos
chacareros
y medio civilizados según diré luego. Pero no se conseguirá el
fin
si se tratase de reducirlos en pueblos para hacerlos vivir en
comunidad,
como a los guaraní, cosa que luego pretenderían hacer los
gobernadores
y los eclesiásticos por sus fines particulares. Debíamos
contentarnos
con aprovecharnos de su trabajo y con aumentar nuestra
población,
las producciones y consumos, sin querer esclavizar sin motivo
ni
utilidad a unos hombres que voluntariamente se ofrecen a ser nuestros
conciudadanos,
amigos y parientes, quienes, sin trabajo, serían luego
católicos
porque ya está averiguado que todos los vasallos, tarde o
temprano,
abrazan la religión dominante sin que en ello se ponga cuidado y
aun
cuando se tomen medidas para lo contrario.
El
usar de la fuerza, o del respeto que infunde, para hacer reducciones es
el
medio más expedito. Todas las subsistentes en esta provincia se deben a
las
armas de la conquista, según consta de los años de su origen. Pasados
aquellos
tiempos primeros tomó el gobierno, para hacer reducciones, el
tercer
camino, que es el de la persuasión, fiándola a los eclesiásticos, y
así
ha salido ello. Después de la conquista, aunque se han gastado
ingentes
sumas, ninguna reducción ha subsistido fuera de sus límites. Hoy
tiene
esta provincia cuatro y cada gobernador funda cuantas quiere, de
modo
que no tienen número las que se han entablado y no hay una existente,
y
ninguna ni todas juntas han producido un solo católico, y si alguna vez
se
han bautizado algunos todos han apostatado. Subsisten los indios en la
reducción
porque se les da de comer con lo que el rey franquea, y cuando
se
acaba el fomento (porque no puede ser eterno), y tal vez antes, se
empieza
a quitar el crédito al gobierno diciendo que no dio bastante, y se
van
los bárbaros como vinieron sin haber oído el nombre de su redentor.
¿Quién
es capaz de persuadirse que subsista una reducción nueva encargada
totalmente
a un clérigo o religioso que ignora el idioma y que su vida es
breve
para aprenderlo? A esto responden que Dios obra y que cualquiera
cosa
que diga el cura lo entienden todos. Esto sucedió a los apóstoles y
no
en nuestros días, pero cuando esto fuese así, y que el cura les enseñe
los
sagrados misterios, nada había adelantado porque para que prevalezcan
estas
ideas abstractas, que serán las primeras que han oído y formado, es
necesario
hacer civiles a unos bárbaros fijándoles y enseñándoles a vivir
del
sudor de su rostro, sujetando a las leyes sociales a unos hombres que
no
tienen idea de ellas ni de los derechos de gentes y natural.
Finalmente,
para convencerse de que las persuasiones eclesiásticas no
tendrán
buen éxito sobre el particular, basta saber que desde la conquista
aquí
no lo han tenido en poco ni en mucho.
Si
los gobernadores reflexionasen el ningún fruto que han sacado sus
antecesores
en la reducción de los bárbaros, desde luego depondrían el
afán
que todos tienen de formar reducciones, nacido de un celo mal fundado
o
del deseo de inmortalizar su memoria, y buscarían otros caminos de sacar
utilidad
de los bárbaros que debe ser su principal atención; como que los
progresos
de la religión seguirían aún sin buscarlos, a la civilización.
Mis
ideas, aunque claras y fáciles, no son adoptadas aquí, y cuando he
querido
persuadirlas me han respondido que los jesuitas hicieron muchos
progresos
en sus misiones del Paraná y Uruguay, y en nuestros días en los
pueblos
de San Joaquín, San Estanislao y Belén. Estos hechos, que sólo
pueden
oponerse por los ignorantes a mis proposiciones absolutas, las
comprueban
y hacen ver que los padres jesuitas pensaban como yo y en su
consecuencia
usaron en sus reducciones no de la persuasión sino de otros
medios
más adecuados, bien imaginados, dirigidos, suaves, eficaces e
infalibles,
aunque los ocultaron siempre en sus escritos dando a entender
que
todo se debía a su predicación. Yo, que he procurado investigar las
cosas
originalmente, voy a explicar los progresos jesuíticos, y, sin
pensar
disminuir su mérito, haré ver que publicaban una cosa y hacían
otra,
la cual no les hace menor honor que la que querían
publicar.
Las
misiones del Paraná y Uruguay, según consta de su origen que
brevemente
he contado, son del tiempo de la conquista y por consiguiente
fruto
del temor de nuestras armas y de las de los mamelucos, quienes con
la
destrucción de muchos pueblos y naciones fueron causa principal de la
humillación
guaraní a los jesuitas, los cuales no tuvieran hoy un pueblo
si
no hubiese habido mamelucos. Así no deben tomarse en boca estas
misiones
para apoyar la eficacia de la predicación. Con que sólo nos resta
hablar
de los pueblos de San Joaquín, San Estanislao y Belén.
El
modo y cómo se fundaron son bien conocidos porque existen los
fundadores,
y otros instrumentos originales, y es el siguiente: teniéndose
noticia
de que el paraje donde están los pueblos había bárbaros de buenas
inclinaciones,
enviaron los jesuitas algunos guaraní de sus pueblos viejos
a
explorar la voluntad y proporciones del país, llevando algunos regalitos
que
les aseguren la buena acogida. Regresaron los emisarios con buenas
noticias,
y pasados algunos meses fueron otros en los mismos términos que
volvieron
igualmente. Poco después fue un jesuita con iguales embajadas y
regresó
corriendo a dar buenas nuevas, que fueron las decisivas. Se eligió
un
padre que fue con algunos guaranís a vivir con los bárbaros y cuando
halló
disposición les propuso si querían tener y comer vacas, aceptaron y
en
distintas remesas las llevaron los guaraní escogidos que quedaron con
el
padre; poco después les propuso si querían que los guaraní, sus
hermanos,
viniesen a hacerles casas, iglesia y chácaras, y como estuviesen
familiarizados
con los que fueron con el padre y con las vacas, aceptaron
y
vinieron todos o más guaranís cuantos eran los bárbaros. Hasta aquí no
se
había predicado, ni tratado a trabajar, ni de con qué pudiese
disgustar,
sino de todo lo contrario. Pero a poco tiempo del arribo de los
reclutas
se alzó un poco la voz y todos juntos trabajaban lo que se
ofrecía,
ya no hubo más que hacer sino cuidar de que no se escapasen, lo
que
se evitó con un poco de vigilancia. El ejemplo, el respeto y cuando
más
setenta y cinco azotes, allanaron todo lo que faltaba.
Sin
saber cómo me he dilatado en probar, con razones y con la experiencia
jamás
desmentida, que el gobierno es quien debe civilizar a estos bárbaros
y
no los eclesiásticos, siéndome muy sensible el ver las crecidas sumas
que
se han expedido y expiden sin fruto y con descrédito. Y para concluir
la
materia digo que el método con que se fomentaron las reducciones de San
Joaquín
y San Estanislao es excelente y fácil para civilizar los guayaná y
caaguá,
en caso de que no parezca mejor lo que insinué anteriormente, pero
de
ningún modo sirve para con las demás naciones porque todos los guaraní
juntos
no son capaces de dar sujeción a cincuenta mbayá, enimagá o lengua,
y
ésta es la causa porque los jesuitas jamás hicieron progresos en la
reducción
del Chaco. Así apuntaré lo que conviene hacer con las naciones
del
Chaco, porque son de otra casta, muy diversa de la guaraní, según se
verá
en sus breves descripciones particulares.
Para
civilizar los sumisos, laboriosos y pacíficos guaná, podría
intentarse
el expediente practicado por los jesuitas en San Joaquín, pero
será
mil veces mejor, y más útil, lo que apunté, y para mayor abundamiento
envíese
frailes escogidos a sus tierras porque los guaná jamás han puesto
embarazo
a que entremos en sus pueblos, ni han dejado de alimentar,
cortejar,
y solicitar a los eclesiásticos para que se queden a
catequizarlos.
Estos curas han de procurar darles buenas ideas de nosotros
y
excitarlos a que vengan sus tropas con las familias hasta la Concepción,
donde
el gobierno tendrá alguna embarcación que los traiga. Las guerras
continuas
que tienen entre sí y con los mbayá y las vejaciones que éstos
les
causan, darían frecuentes motivos para que salgan de su país dándoles
algún
auxilio, y aun sin él no han bastado para echarlos las órdenes que
he
visto dar al gobierno. Trátese bien a los que vengan sin prohibir
absolutamente
el que regresen algunos a su patria, que distando ciento
cincuenta
leguas no las andarían fácilmente a pie y con su familia. Cogió
la
expulsión jesuita al padre Manuel Durán en Belén, que con cinco
familias
de Santa María de Fe iba a formar una reducción en los guaná, y
es
probable que a esta hora, por el modo dicho, ya habría otras
reducciones
y que veríamos abierta la comunicación entre Belén y los
chiquitos,
que solo distan ochenta leguas y los guaná están en la
medianía.
La
reducción de los mbayá, lengua, y demás naciones del Chaco, no puede
racionalmente
intentarse por ninguno de los medios insinuados. Su talla y
vigor
excede a lo que se ve aquí y en Europa. Los bravos conquistadores no
los
sujetaron no obstante de que los hallaron a pie y estacionarios. Hoy
tienen
excelentes caballos y son errantes, y esto basta para comprender
que
su reducción es una cosa dificultosísima, que no puede lograrse sino
del
modo siguiente: se reduce a ir estrechando insensiblemente sus
correrías
formando poblaciones de mulatos y españoles que al mismo tiempo
corten
el Chaco y abran comunicación directa con el Perú; con lo que
lograría
esta provincia los crecidos aumentos que necesita más que otras,
porque
ella es la que, tarde o temprano, ha de destruir o cuando menos
participar
de los famosos minerales que hoy poseen los portugueses en
Matogroso,
Cuyabá y en las cabeceras del río Paraguay. Verdad es que,
según
se verá luego, hablando de los lengua no puede el gobierno, por
mucha
prisa que se dé, embarazar la total extinción de estos bárbaros,
porque
según mis cálculos no subsistirá uno de ellos en cien años contados
desde
hoy.
Indios
mbayá
Si
creemos la tradición de los bárbaros enimagá, los mbayá fueron en la
antigüedad
sus esclavos en las tierras del norte del río Confuso, que
emboca
en el del Paraguay por el oeste en 25º 8' 10" de latitud. Para
sacudir
el yugo hicieron fuga secretamente dirigiéndose al norte por los
años
en que vinieron aquí los españoles o poco después, y como hallasen
los
países de su tránsito poblados de guaná los dominaron y aun pasaron
más
al norte, de donde, atravesando el río Paraguay, arrojaron de sus
costas
del este a los pueblos que los españoles habían formado de indios
itatines
y ñuara, cuyas reliquias existen hoy en Santa María de la Fe, en
Santiago
y en sus colonias, como también en el de San Francisco Xavier de
los
Chiquitos. No pararon aquí sus conquistas sino que sin apartarse mucho
de
la costa oriental del río Paraguay se establecieron y, a fuerza de
armas,
ganaron todo lo que hay desde el río Mandubirá para el norte
matando
muchos guaraní y españoles, los cuales no estaban seguros de sus
incursiones
ni en los campos de Tapúa ni en las chácaras de la capital.
Don
Rafael de la Moneda fue el primero que, fundando el pueblo de la
Emboscada,
se atrevió a atajar sus conquistas, y después don Agustín
Fernando
de Pinedo, con el establecimiento de la Concepción, los redujo a
las
tierras que hay al norte del río Ypané, donde hoy existen. No sólo han
hecho
guerra a los españoles y guaraní sino también a los chiquitos, de
los
cuales hoy tienen más de ciento cincuenta cautivos, y hace como quince
años
que con apariencias pacíficas se llegaron a los pueblos que los
portugueses
han fundado uno en cada banda del río Paraguay, hacia la
latitud
de 19º 30', y en ellos mataron ciento veinticinco personas. Desde
el
año de 1756, en que hicieron la paz con nosotros, no la han quebrantado
y
sólo hacen la guerra a los pusilánimes caaguá o monteses, que habitan
los
bosques vecinos al río Xexuy, y alguna vez a los lengua en el Chaco.
Cautivan
en sus hostilidades a las mujeres y niños tratándolos bien, pero
matan
a todos los adultos sin comer su carne.
Hoy
están los mbayá divididos por el río Paraguay en dos trozos. Los que
habitan
el occidente, que llaman comúnmente guazús, se extienden desde la
latitud
de 21º 35' para el norte y a veces bajan hasta la latitud de 22º
6'
introduciéndose e incorporándose con los guaná. Los mismos pasan
algunas
veces a cazar y comer algarrobas a la costa oriental. Estos mbayá
tienen
varios caciques pero los principales son cuatro llamados
Codaaloteguí,
Natogotaladí, Navidrigí y Nalepenegrá, que en todos
compondrán
un número como de tres mil doscientas almas. Los que habitan al
este
del río Paraguay se prolongan desde el río Ypané al Mbotetey o entre
las
latitudes de 23º 28' a la 19º 30'. De este a oeste ocupan el espacio
que
hay entre el río Paraguay y la tierra alta y montuosa que media entre
dicho
río y el Paraná, cuyo espacio encierra los mejores yerbales y
tierras
que hay desde aquí a Buenos Aires, en las cuales hubo en otro
tiempo
los pueblos de indios nombrados Ipané, Guarambaré, Perico, Atyra,
Caaguazú,
Agraranamby, y también Xerez. El total de estos bárbaros
orientales
será, cuando más, de tres mil almas divididos en cuatro
parcialidades
principales y subdivididos en varias por los caciques
Lorenzo,
Ignacio, Antonio, Josef, Joaquín, Miguel, Laadeniguagui,
Eguagabique,
Maqueda, Quiniguigueguí y Ichipilgiguí, etc. Del total de
mbayá,
que he dicho compondrán como seis mil doscientas almas, deben
rebajarse
los dos tercios que son guaná y cautivos de chiquitos y caaguá o
monteses,
de modo que los mbayá netos no pasan de dos mil ni aun
llegan.
La
talla media del mbayá es elegante cuanto cabe y a lo regular de seis
pies
y una y media pulgadas españolas, y la europea de cinco pies, once
pulgadas.
Sus movimientos son libres y despejados. Hacen vanidad de ser
hombres
de palabra y los más nobles de toda la América. Tienen más
condescendencias
con sus caciques que los payaguá, pero se reducen éstas a
poca
cosa. Dicen que subsiste el alma después de la muerte vagando por el
mundo
sin pena ni gloria. Que Dios (a quien no adoran, ni algunas de sus
criaturas)
crió a todas las naciones y les repartió las tierras del mundo,
y
que después crió a sólo dos mbayá a quienes envió a decir por un
caracará
que por olvido los había criado cuando ya no tenía tierras que
repartir
y que para que subsistiesen anduviesen vagos, y que respecto a
que
sólo eran dos y las demás naciones eran numerosas que hiciesen la
guerra
continua a todas y adoptasen los cautivos para aumentarse con
ellos.
Uno y otro practican y a esto se reducen sus ideas
morales.
Llevan
el pelo cortado raso cuanto se puede con tijeras o navaja, lo mismo
las
mujeres, pero éstas dejan una tirita, ancha una pulgada, alta media,
que
empieza en la frente y acaba en la sutura coronal o alto de la cabeza.
Estas
no comen carne ni cosa de grasa cuando se hallan con la evacuación
periódica
porque no las nazcan cuernos, como suponen que sucedió a una que
la
comió. Son las más prostitutas que se conocen, de modo que cada una
tiene
un par de guaná que la divierten además de su marido, y éste mira
con
absoluta indiferencia estas cosas. Observan hoy la bárbara costumbre
de
no criar sino el último hijo o hija, abortando a todos los que nacen
antes
y muchas veces también al último porque esperan que no lo ha de ser.
Yo
pregunté a ocho mbayá que tenía en mi cuarto el motivo de esta
práctica,
y me dijeron que el parir los hijos grandes las estropeaba y
envejecía,
que después era mucho trabajo e incomodidad el criarlos en la
vida
errante y el darles que comer, cosa que muchas veces les faltaba a
ellas,
y queriéndome informar de los medios que practicaban para
abortarlos
me manifestaron el vientre y se lo estrujaron violentamente con
los
dedos sobre el pubis diciéndome: he aquí cómo hacemos en los primeros
días
de nuestro embarazo. Esta barbaridad, sin duda, tuvo su origen en las
solteras
y después el libertinaje la extendió a todas las casadas sin
exceptuar
una. Yo quise reprender a algunos mbayá sobre esta costumbre y
me
oyeron con risa diciéndome unos que el hombre no debía entrometerse en
las
cosas de las mujeres, y otros me dijeron que habiendo Dios mandado a
sus
primeros padres que viviesen errantes no podían verificarlo con el
embarazo
de sus hijos. Lo extraño está en que apetecen y crían con esmero
a
todos los niños cautivos que toman en la guerra aunque sean de pecho.
Esta
costumbre debe ser moderna, pues creo que nadie ha hecho mención de
ella.
Las
mujeres son más alegres que las payaguá y toman parte en las fiestas y
las
hacen, reduciéndose a hacer como procesión cantando las hazañas de los
mbayá
y llevando las cabelleras, armas y huesos de los vencidos, acabando
con
una pelea de moquetes en la que se pierden algunos dientes y se llenan
de
sangre, cosa que en seguida celebran los varones con la borrachera
causada
por la chicha hecha de miel o de algarroba o de maíz.
Los
payaguá no lloran los difuntos sino cuando son muertos por sus
enemigos,
pero los mbayá lloran mucho a sus parientes y a los caciques y
los
llevan a enterrar al cementerio que tienen junto al cerro
Itapucú-guazú,
que está muy distante, y entierran al mismo tiempo sus
alhajas
y matan cuatro o seis caballos, los mejores que tiene el difunto.
A
los enfermos nos les dan carne sino cocos y legumbres, si las hay, pero
si
se dilata la enfermedad los abandonan, y si hay fiesta grande suelen
perecer
de necesidad porque en estos días no se hace comida para nadie.
Los
cura el pay como a los payaguá, a quienes se parecen en el vestido, en
no
sufrir cejas, pestañas, ni pelos, en las pinturas y en todo lo que no
expreso,
pero difieren en que sus toldos son doblemente altos, espaciosos
y
aseados.
En
el tiempo de la conquista, todas las naciones, sin excepción, eran
estacionarias
y vivían como hoy los guaraní no reducidos. Entonces no les
era
dable coger los venados, avestruces, etc., que abundaban, pero
habiéndose
proveído de caballos todas las castas del Chaco, menos los
guaná,
caayá y minoquigla, tuvieron facilidad de cazar dichas bestias con
lo
que dejaron su poco cultivo, se hicieron errantes, salteadores e
irreducibles,
y vivieron con la caza. Ésta escasea hoy mucho, ya no les
basta
y suplen con la miel, frutas y palmas, pero ni esto es suficiente,
por
cuyo motivo, no habiéndose dedicado a criar vacas, padecen necesidades
extremas
que los obligan con frecuencia a pedirnos reducción y comida, y
esto
sólo bastaría para acabar con todos cuando no los condujese a su
total
exterminio la barbarie del aborto.
Los
primeros caballos que tuvieron los mbayá fueron pocos y muy malos, y
robados
una noche en las inmediaciones del pueblo de Ypané, en 1672, y
habiéndoles
gustado volvieron al mismo pueblo seis meses después y robaron
mayor
porción con algunas yeguas. Todavía no son buenos jinetes y aunque
muchos
se han procurado frenos de hierro los más lo usan de palo. Sin
aparejo
ni lazo manejan sus caballos que son muy mansos porque los montan
desde
que maman.
Su idioma es diferentísimo de los que hay
por aquí, y los muchachos y
mujeres
usan frases distintas de las que hablan los varones. Viven
errantes
bajo ciertos límites asignados a cada parcialidad.
Indios
guaná
Habitan
estos bárbaros al occidente del río Paraguay, desde la latitud
austral
de 22º 6' hasta la de 21º 35'. Esta es la nación más numerosa del
Chaco
y hoy está dividida en cinco parcialidades. La primera es la layana,
que
dista dos leguas y media del río Paraguay y se cree de tres mil almas.
La
segunda se reputa de seis mil y se nombra de los echoaladis o
chabaranás,
que dista de la anterior trece leguas. La tercera se llama
equiniquinau,
dista de la segunda jornada y media y se compone de dos mil
almas
que estando en paz con la segunda hacen ambas la guerra a la layana.
La
cuarta y más occidental o hacia los chiquitos es la ethelena, que dista
veinticinco
leguas de la tercera, pasa por la más numerosa y se cree de
siete
mil. La quinta es la negüicactem, que dista dos leguas del río
Paraguay
y es la más meridional y diminuta.
Tienen
estos indios los primeros principios de civilización, en lo que
difieren
de todos los del Chaco. Viven en pueblos estables formados a la
manera
que los indios del Paraguay, pero difieren las casas o ranchos en
que
los de los guaná son una bóveda cilíndrica que empieza en el suelo, es
larga
veinte varas de ancha, diez cerrando los costados con bóvedas, cuya
base
es un semicírculo. Esto basta para diez a doce familias. Las puertas
se
reducen a un agujero muy reducido, tienen bastante cuidado de barrerlo
y
no duermen en el suelo ni en hamacas, sino en catres hechos con cuatro
esteras
y palos atravesados, sobre los cuales ponen paja o esteras. Son
muy
hospitalarios y no sólo alimentan y regalan a los pasajeros, sino que
los
conducen de unos a otros pueblos. Sus tierras son bellísimas, altas y
muy
embarazadas de bosques, en las que rozan para sembrar tabaco, algodón,
mandioca,
batatas y más cosas que en el Paraguay, de que viven y no de la
caza
ni pesca. No habrá contribuido poco a fijarlos y a hacerlos
agricultores
al carecer de animales domésticos, de forma que su
constitución
física y civil no ha mudado con la venida de los europeos.
Su
talla es idéntica a la mbayá, como también el vestido y el no sufrir
cejas,
etc., pero son amiguísimos de pintarse y ponen en ello más estudio
que
los demás bárbaros. Cortan el pelo horizontalmente a media frente, se
afeitan
una grande media luna o semicírculo sobre cada oreja y el pelo de
atrás
cae flotante. Algunos se rapan toda la cabeza menos un mechón a la
mahometana,
y otros afeitan todo lo que está delante de la sutura coronal
o
la mitad anterior de la cabeza. Visten como los demás. Antes de casarse
ajustan
con la mujer y sus parientes el modo con que han de vivir y
tratarse,
y haciendo algún regalito a la novia queda concluido el
matrimonio
que lo verifican las mujeres a los ocho o nueve años y los
varones
a los veinte. Aunque comúnmente sólo tienen una mujer, los
caciques
y acomodados toman las que quieren. El repudio es libre a ambos
sexos,
como en los anteriores. Al adúltero matan los parientes y el
marido,
pero no castigan a la mujer. Dicen muchas que las mujeres son
poquísimo
fecundas y atribuyen la esterilidad a ciertos artificios que
ellas
saben practicar en el momento en que debían concebir, pero yo me
atengo
a lo que aseguran otros y es que algunas madres entierran vivos a
los
hijos, menos uno o dos, en el momento que nacen. Algunos me han
asegurado
que habiéndolos querido comprar no los han vendido las madres
por
precio alguno, prefiriendo enterrarlos. Esta práctica parece posterior
al
año de 1772, y es creíble que luego será general como lo es entre los
mbayá
el abortarlos. Suelen castigar las demasías de los hijos, cosa que
aquí
no hace ningún bárbaro. El empleo del pay o médico es ejercido por
mujeres
en los términos que los anteriores. Tienen las mismas
consideraciones
para con sus caciques que los mbayá, y disponen que todos
los
que nacen cuando uno de sus hijos sean vasallos de éste. Entierran sus
difuntos
después de haberlos llorado bien a la puerta de casa, para
tenerlos
más presentes según dicen. Son un poco menos borrachos que los
payaguá
y mbayá, a quienes en lo demás se parecen, pero las mujeres son
las
menos feas, más aseadas, fáciles, cariñosas, y de buen cuerpo y
agilidad.
Por
lo demás, no hay ley alguna. Los pleitos se deciden entre partes. No
tienen
culto ni adoración. Si se les pregunta dicen que hay un Dios que
tiene
cuerpo y que castiga a los malos y premia a los buenos, pero que no
hay
acción mala y que todos los guaná se salvan. Uno que entiende su
idioma
me asegura que es diferentísimo de todos y que no hay voz que
signifique
cosa de culto, adoración, cortesía, ni atención. Sin embargo,
se
advierte que al ver la luna nueva dan alaridos alegres y cachetes al
aire
para que les dé buenas venturas en su duración. Lo mismo hacen cuando
aparecen
las pléyadas, porque les anuncian que sus chácaras empezarán a
dar
en breve. En cierto tiempo del año salen los muchachos al campo y
vuelven
en ayunas al anochecer, en procesión silenciosa, al pueblo, donde
hay
pronta una fogata en que se calientan un poco las espaldas y luego les
punzan
los brazos con un hueso y les dan porotos y maíz hervido, y cada
uno
va a su casa.
Son
los guaná pacíficos y dóciles, sufren con paciencia que los mbayá del
oeste
o guazú se introduzcan temporadas en sus países y que les roben lo
mejor
que hallan en sus labranzas y casas. No sólo esto, sino que
voluntariamente
dejan su patria abandonada y van a mezclarse con los mbayá
en
todas partes, y allí chacarean sin más estipendio que los favores que
reciben
de las mujeres y el gusto de montar caballos que no tienen en su
patria.
Los vanos y fieros mbayá, en vista de estas cosas, se creen
señores
de los guaná, y dicen siempre que éstos son sus esclavos. Esta
supuesta
esclavitud se reduce a nada, porque ni el mbayá tiene que mandar
y
el guaná se va cuando se cansó de disfrutar a su señora o se le antoja.
En
lo poco que cultivan tienen ellos la misma parte que los que se figuran
dueños.
Sin embargo, es admirable la conducta del guaná en estas cosas,
mucho
más siendo diez veces más numerosos que los mbayá y de la misma
talla,
armados de las mismas lanzas, macanas o garrotes, flechas y de
igual
espíritu, y sin más diferencia que la de no tener
caballos.
También
es admirable que pidan licencia a los mbayá para venir en tropas a
pie
a esta provincia y capital con el fin de alquilar su trabajo para
cosas
de agricultura y de marina, en lo cual no se ajustan a jornal sino
por
un tanto la obra que se les pide, acreditando en ello su genio
laborioso.
Muchos de éstos se bautizan voluntariamente, otros se quedan
toda
la vida, pero la mayor parte vuelve a su patria con las alhajuelas o
prendas
que ha adquirido, que por lo común les quitan los mbayá al paso si
no
les hurtan en el camino, en cuyo caso se las roban los mbayá del oeste.
Por
lo común vienen de la nación Echoaladí y no traen sino rarísima mujer,
y
ésta es la causa principal de su regreso y de que se les atribuya alguna
propensión
al pecado nefando. Jamás estamos aquí, y en toda la provincia
son
muchas tropas o tolderías de estos guaná, y no faltan gentes de poder
que,
con fines particulares, solicitan de tanto en tanto que se arrojen de
la
provincia alegando que son ladrones de chácaras, y yo he visto mandar
que
no vengan y que se echen fuera y también que no se les admita si no
traen
permiso de los mbayá, que son todas cosas indecorosas, contrarias a
la
humanidad, a la política, y felicidad de esta provincia y del estado, a
la
religión y a la civilización de estos bárbaros. Los pequeños robos que
se
les imputan jamás se les han justificado y, cuando fuesen ciertos, en
el
mismo caso están los guaraní reducidos y los mbayá negros y mulatos.
Además
de que los guaná, que por lo común vienen con sus armas, las
entregan
y depositan en cualquiera justicia que se las pide, jamás han
usado
de ellas contra nosotros y se sujetan al castigo con mayor
resignación
que los de esta provincia. Por fortuna estas órdenes de
expulsión
no han sido suficientes para que nos abandonen los laboriosos
guaná,
cuyas peregrinaciones debía fomentar el gobierno declarándose su
protector
y auxiliando con embarcaciones y otros medios a todos los que se
presentasen
en la Concepción, añadiendo algunos regalitos a los que
trajesen
mujeres y familias para que no tuviesen motivo de
regresar.
Son
muchas las reducciones que en estos últimos tiempos se han fundado de
estos
bárbaros, ya en su país propio y ya en la banda oriental del río
Paraguay.
Cualquier fraile que ha ido a su tierra ha sacado de sus
pueblos,
voluntariamente, cuantas familias ha querido. Actualmente, en
veintisiete
de febrero de 1788, el padre lector fray Pedro Bartolomé,
franciscano,
fundó una en Tacuatí en la latitud de 23º 26' 16" y 1º 1' 35
de
longitud, como seiscientas varas al sur del río Ipané, en cuyas
inmediaciones
creo que estuvo fundado el pueblo de Atyrá. Consta de cerca
de
quinientas almas, las cuales, con su cacique Suyca, solicitaron ser
transferidos
e incorporados al diminuto pueblo de Itapé, y habiéndoseles
concedido
el permiso no han verificado su proposición porque el cura de
Belén
y el cacique de los mayabá, junto con éstos, han puesto mil cosas en
la
cabeza a los guaná y los han determinado a quedar en dicho Tacuatí,
donde
no pueden subsistir porque los mbayá se mezclan con ellos y les
roban
y comen cuanto tienen, que es la causa porque no han subsistido las
anteriores
ni subsistirán jamás en dichos parajes.
Indios
lenguas y otros
Viven
los bárbaros lenguas al oeste del río Paraguay y al sur de los
guaná.
Son indios de a caballo y, por consiguiente, es difícil su
reducción
y el contener sus piraterías. Nada cultivan y viven de lo que
cazan
y roban, y de las palmas y frutas silvestres. Usan lanzas, macanas y
flechas
que son comunes a todo indio. Hacen siempre la guerra como los
anteriores,
esto es por sorpresa y jamás de otro modo, matando los adultos
y
adoptando las mujeres y muchachos. No tienen domicilio fijo y bajan más
al
sur de la Asunción. Son crueles enemigos de los mbayá, payaguá y
españoles.
Viven debajo de esteras como los mbayá, a quienes se parecen en
el
color, traje, tallas, en arrancarse las cejas, etc., en no usar la
poligamia,
en no tener culto ni ley civil, pero su idioma es diferente y
sin
conexión con los de por acá. El pelo de delante lo cortan
horizontalmente
a media frente, y todo el restante flota libremente y lo
cortan
de modo que pasa poco de los hombros y espalda. Sus orejas son tan
largas
que casi tocan los hombros, a causa de un agujero que hacen en cada
una,
tan grande que, sin tener cosa alguna que lo dilate, es larga
dieciocho
líneas y ancho tres. Meten por él un palo de más de dos pulgadas
de
diámetro, una roldana o garrucha que algunas veces se quitan y hacen
rodar
para entretener a los muchachos. Pudiera sospecharse que descienden
de
los antiguos orejones que habitaban la isla del Paraíso situada en el
río
Paraguay. Cuando son muchachos dicho agujero no es muy grande, pero lo
van
toda la vida agrandando poniendo dentro cosas que lo dilaten. El
barbote
es también muy particular y diverso a los precedentes. Se reduce a
un
perfecto semicírculo de dieciocho líneas de diámetro hecho de una tabla
delgada,
cuyo diámetro introducen en una cortadura horizontal que tiene el
labio
inferior atravesándolo hasta la base de los dientes, el cual lo van
agrandando
desde la niñez como el agujero de las orejas. Como dicho
barbote
tiene alguna semejanza con la lengua que asoma por la boca, es
creíble
que de aquí han tomado el nombre de lenguas. Su total de almas es
veintiuno,
según consta de su padrón.
También
practicaban la barbaridad de no criar sino el último hijo o hija,
abortando
los restantes según dije de los mbayá. Sucede algunas veces que
las
mujeres crían un hijo que creyera el último y no lo es, pero nada se
adelanta
en ello porque abortan el concebido después. Estos casos son
raros
porque no dan vida a ningún hijo hasta que se conocen viejas, y
además
le dan mama hasta los doce años si hay leche. Esta práctica, que es
hoy
inviolablemente observada por todos los bárbaros que hay en el Chaco
al
norte del río Pilcomayo, menos por los guaná y papaguá, es muy moderna,
según
infiero de que nadie ha hablado de ella, y acabará con todas estas
gentes
en poco tiempo, que podremos fijar por el cálculo siguiente:
supongamos
que cada mujer conciba y para el último hijo a los cuarenta y
siete
años de edad, por cada ocho matrimonios de los actuales sólo
resultarían
ocho hijos. De éstos habrán muerto cuatro sin cumplir los ocho
años
y de los cuatro restantes sólo dos llegarán a los cuarenta y uno de
edad,
que es cuando han de procrear el último hijo o hija. Estas
aserciones
se fundan en la tabla de la probabilidad de la vida calculada
por
el conde de Buffon. Dichos dos individuos que llegaron a los cuarenta
y
un años de edad sólo procrea uno, que es la segunda generación, y siendo
la
primera de ocho se ve que las generaciones forman una serie tal que
cada
término o generación es la octava parte de la que la precedió. Esto
es,
que si las actuales naciones que siguen dicha bárbara práctica
componen
hoy doce mil almas o seis mil matrimonios, su primera generación
será
de seis mil, la siguiente de setecientos cincuenta, la tercera de
noventa
y cuatro, que puede reputarse por nada, de modo que a los ochenta
y
dos años contados desde hoy el número de estas gentes habrá casi
completamente
desaparecido. Lo único que puede oponerse a esta cuenta es
que
las mujeres aquí dejan de parir, y por consiguiente paren y crían el
último
hijo, a los treinta y dos años de edad, pero en compensación puede
tenerse
presente que hay bastantes infecundas, que muchas abortan el
último
figurándose que no lo será, y que entre bárbaros mueren muchos por
falta
de alimento, auxilios y cuidado, con todos los imperfectos; de modo
que
la probabilidad de la vida entre ellos es menor que entre nosotros y
de
lo que supone mi cálculo, sin embargo es preciso confesar que son gente
robustísima.
Es
la cosa más lastimosa que por esta diabólica práctica perezcan estas
gentes
tan bizarras y elegantes, que en mi juicio son la mejor casta de
los
descendientes de Adán, y no es menos sensible el que no haya medio de
embarazarlo
porque el de la fuerza abierta es insuficiente para con unos
bárbaros
errantes en dilatadísimos y desconocidos países, que corren con
facilidad
como que están más bien montados que nosotros; el de formar
poblaciones
para limitar sus correrías y estrechándolos obligarles a
recibir
la ley, éste es más largo de lo que es menester y sólo surtiría
efecto
cuando ya no existiesen. El medio de la persuasión es absolutamente
inútil.
Sería
muy del caso que llegasen a saber los extranjeros la noticia de esta
barbaridad,
para que de aquí a pocos años, cuando nos vean pacíficos
poseedores
del Chaco y a éste desierto, no se deleiten en acriminar, como
suelen,
sin fundamento diciendo que los bárbaros que hasta ahora nos han
disputado
su posesión han desaparecido a esfuerzos de nuestras
atrocidades.
Yo no sé cómo acomodar dicha práctica con lo que se dice,
comúnmente,
de que el amor a los hijos está impreso en el corazón del
hombre
y de las fieras, lo que estos bárbaros nos dan a entender es que
dicho
amor es ficticio. Pero dejando las reflexiones que este hecho
sugiere,
me contento con advertir a los españoles que se preparen para
reedificar
sus antiguas poblaciones destruidas en el Chaco, y para tomar
posesión
tranquila y perpetuamente de este dilatadísimo país tan disputado
hasta
aquí por multitud de hombres, los bravos guerreros y aventajados de
toda
la América. De aquí a pocos años ganados sin cuenta, domésticos y
silvestres,
poblarán, estos inmensos campos donde veremos innumerables
pilas
de cueros, y la comunicación directa de esta provincia y el Perú,
tan
solicitada de los antiguos como olvidada de los modernos, estará
franca
y abierta para todos.
La
descripción de los lenguas debe servir, sin quitar ni poner, para los
guaycurú,
enimagá y machicuy. Así sólo añadiré de ellos pocas
palabras.
Aunque
por ignorancia se ha dado generalmente, en esta provincia, el
nombre
de guaycurú a todos los bárbaros del Chaco hubo una nación con
dicho
nombre e idioma particular, en la cual la mencionada bárbara
práctica
ha hecho tal estrago que hoy sólo existe un varón de talla
agigantada
agregado a los enimagá.
La
nación enimagá, numerosa y guerrera, que dominó gran parte del Chaco y
tuvo
mucho tiempo en esclavitud a la mbayá, según consta de su tradición,
hoy
se halla reducida a treinta y siete varones de diez años arriba, según
consta
del padrón que acaba de hacer don Francisco Amancio González, su
domicilio
se extiende desde el río Confuso para el norte.
La
nación machicuy tiene hoy ciento cincuenta soldados en cuatro tolderías
o
parcialidades que a veces se juntan con los enimagá y a veces se
separan.
La
nación caayé, según cuentan los machicuy, tiene igual número de gentes
que
la machicuy, habita las cabeceras del río Confuso, es pacífica, no
hace
jamás la guerra ni se la hacen, habita en cuevas que excava bajo la
tierra,
es estacionaria y va completamente desnuda, su nombre significa
habitador
de cuevas y quizás serán restos de los comechingones que se
hallaron
en Córdoba del Tucumán. No he podido averiguar sus restantes
costumbres.
Los enimagá y machicuy me han dado las referidas noticias y
añaden
que sus prácticas y usos son las mismas que ellos practican, pero
esto
no puede ser respecto a quien siendo estacionario y de a pie no
pueden
vivir de la caza, y precisamente han de conocer alguna agricultura.
Su
corto número hace sospechar que sus mujeres también abortan los
hijos.
Las
noticias mencionadas hasta aquí son muy positivas, pues que en estos
últimos
años hemos tenido ocasión de tratar a satisfacción y de empadronar
a
casi todas las naciones, pero las que voy a mencionar no son tan fijas y
son
únicamente deducidas de las mejores combinaciones que he podido hacer
de
las relaciones que he adquirido.
Al
occidente de los mbayá occidentales o guazú se halla una nación llamada
por
los mbayá «ninoquigla». Los mismos dicen que habitan los bosques en
pequeñas
tropillas como las fieras errantes, sin toldos ni cabalgaduras.
Alguna
vez se acercan furtivamente a los mbayá y les roban lo que pueden.
Todo
lo demás se ignora. Me persuado que son de casta guaraní o de la de
los
chiquitos, esto es, cuatro pulgadas y media inferior a la de los
mbayá,
enimagá, etc. Lo poco que he hablado de los ninoquigla manifiesta
que
se parecen a los tupy que describiré luego. He aquí toda la población
del
Chaco desde el Pilcomayo para el norte, por lo menos aquí no vemos, ni
los
bárbaros que todo lo corren nos dan noticia de otras naciones, sino de
la
chiriguana que es guaraní, de quien no hablo porque hallándose muy al
occidente
y retirados carezco de buenas noticias.
Al
sur del Pilcomayo viven los tobas, mbocoví, pitalacá y abipones. De
todos
hay reducciones principiadas en esta provincia, en Corrientes y
Santa
Fe, pero gran parte de ellos subsiste errantes como los lenguas,
viviendo
de lo que da el campo y de las mulas que roban en Santa-Fe para
venderlas
en el Paraguay. Su talla y vigor es algo inferior a la de los
mbayá
y lenguas, a quienes se parecen en lo sustancial, pero difieren en
los
idiomas y en que todavía no han adoptado la barbaridad de abortar los
hijos.
Sin embargo, son poco fecundas sus mujeres, como las de todos los
indios,
y como jamás desmaman los muchachos esto también embaraza la
concepción.
No falta quien diga que algunas mujeres han empezado a abortar
como
las lenguas. No tengo noticias ciertas del número de estos indios
pero
estoy persuadido que todos los bárbaros del sur del Pilcomayo no
componen
mil trescientas almas, no incluyendo en este número los que
existen
en las reducciones.
La
siguiente tabla explica los bárbaros que hoy pueblan el famoso Chaco,
pero
es preciso advertir que quizás habrá en él alguna otra nación muy
occidental
de quien no he tenido noticia.
TABLA
DE LA ACTUAL POBLACIÓN DEL CHACO
NacionesTalla
mediaAlmas
Payaguásseis
pies, media pulgada350
Mbayás
1.800
Guanásseis
pies, una pulgada y media19.000
Lenguas"21
Guaycurus"1
Enimagas"80
Machicuys"450
Caayes
450
Ninoquiglas
Chiriguanas
Tobas,
mbocobis, pitilacás, yseis pies, media pulgada
avipones
1.300
Acabé
la descripción de las naciones del Chaco que quizás será increíble a
los
que hayan leído u oído lo que de ellas se ha ponderado por los
gobernadores
y jesuitas. Yo puedo asegurar que nadie ha investigado más
sobre
el particular y que creo que hablo con más fundamento que el, que
han
tenido otros, quienes podrían contener sus ponderaciones con sólo
reflexionar
que es imposible haber multitud donde no hay agricultura,
comercio,
ni ganados ni otro alimento que la caza y frutas. Además de que
el
ejército más numeroso que los bárbaros han pasado al este del río
Paraguay,
de muchos años a esta parte, se componía de sólo treinta y dos
guerreros,
los cuales fueron destruidos en el Tiviquary. El actual
gobernador
se propuso castigar a los lenguas y me preguntó qué soldados
necesitaba
para ello y le dije que treinta, le parecieron pocos y los
aumentó
hasta sesenta poco más o menos. Los pasó al Chaco y toda la
provincia
declamó contra esta temeraria disposición, maldiciendo mi
dictamen,
que publicó el gobernador para disculparse, lloraba la muerte de
la
expedición; pero sucedió que cogieron a toda la nación lengua de
sorpresa
sin tirar un tiro y la hallaron de veintiún almas. Del mismo modo
se
lamentaban de mí cuando entré en el Chaco por el Pilcomayo con tan poca
gente
como queda dicho. El abultar tanto el número de indios siempre ha
tenido
por fundamento la ignorancia y poca reflexión, y más que todo los
intereses
particulares. También ha contribuido el que, siendo errantes, se
dejan
ver en todas partes y se cuenta arbitrariamente más naciones de las
que
pueden anotarse en las cartas, dando a cada una el número de indios
que
tienen todas juntas.
Después
de escribir lo que precede me envió las siguientes noticias don
Francisco
Amancio González, único sujeto instruido en estas cosas e
inteligente
en las lenguas enimagá, machicuy y lengua, el cual ha formado
de
estos bárbaros una reducción en el Chaco a sus expensas y movido de
celo
apostólico:
Después
de todo, debe tenerse entendido que no hay en el Chaco ni la
centésima
parte de las naciones que se describen en los mapas e historias,
ni
tampoco es cierta la casi infinita numerosidad que aseveran sin
fundamento,
pues el día de hoy no hay noticia ni aun memoria de los
infinitos
nombres y naciones fingidas o pintadas, creyendo firmemente que
los
mapistas y relacionarios numeran diez o doce por cada una, conforme a
las
diferentes lenguas en que los hablaron; como yo pudiera hacerlo ahora
hablando
de los lenguas a quienes los payaguá llaman cadulú. Los mismos
lenguas
se nombran jugadfechy. Los tobas los llaman cocoloth. Los
machicuy,
etaboslé y los enimagá, cochabot, que parecen seis naciones
siendo
una sola y tan diminuta que no tiene dieciséis varones.
Por
segundo ejemplo, vaya la nación machicuy, la más numerosa en el día,
repartida
en cuatro tolderías. A éstos llaman los lenguas «mascoy», en su
idioma
propio se dicen «cabanatayth». El primer toldo se llama jugtgé, el
segundo
cabaytiget, el tercero heynchaget y el cuarto yuanabayé, que
parecen
siete naciones no siendo más que una en sus cuatro divisiones,
cuyo
número total no llega a doscientos soldados.
La
pluralidad de tolderías es otro engaño aún mayor, porque pintan por
toldos
todos aquellos parajes en que suelen habitar por tiempos en el
distrito
que cada uno tiene asignado; y teniendo cada toldo o parcialidad
más
de doce sitios, se cuentan más de cuarenta y ocho a sólo la nación
machicuy
que sólo tiene cuatro.
Yo
confieso que antes serían más numerosas las naciones, que ahora están
menoscabadas
con la abortación de todas las preñadas, costumbre ya
introducida
en todas. Esta noticia sirve para desechar el terror que ha
causado
la multitud fabulosa, y como verdad lo firmo. Francisco Amancio
González.
Indios
tupys
Después
de haber hablado de los más sanos, robustos, vigorosos, bizarros y
elegantes
hijos de Adán, es preciso tratar de otras castas de talla cuatro
pulgadas
y media más baja, ridícula, cuadrada y pusilánime, que son los
tupy
y guarany.
Llaman
tupys y también caribes o comedores de carne humana a una nación
que
parece aislada y sin conexión con las otras, de la cual no tengo más
noticias
que las siguientes. Habita los espesos y casi impenetrables
bosques
que hay entre los pueblos de San Xavier y Santo Ángel. Ignoro
hasta
dónde extienden por el este y norte, pero se sabe que los hay en la
costa
oriental del Uruguay desde San Xavier hasta los 27º 23' de latitud,
y
que no los hay al occidente de dicho río Uruguay. Su número no puede ser
considerable
si atendemos a sus medios de subsistir. Sin embargo, los
guaraní
les tienen tal temor que han despoblado la estancia llamada del
Gasto,
situada en la banda opuesta del río, inmediata al pueblo de San
Xavier,
y han abandonado el camino que antes comunicaba directamente dicho
pueblo
y el de Santo Ángel. No hay cosa que infunda más miedo que la voz
de
que el enemigo come los muertos, como si al difunto le doliese la
masticación.
Cuentan
de estos indios, los que los han visto, que el color es de indio.
Su
figura baja y fea, que traen el labio inferior dividido verticalmente
en
dos, lo que les dificulta toda la pronunciación, y algunos añaden que
no
tienen idioma, infiriéndolo de que habiendo cogido dos en diversas
ocasiones
fueron llevados a los pueblos donde no se consiguió oírles
hablar
ni hacerles comer hasta que murieron de hambre. Algunas veces se
han
dejado ver, en corto número, en la orilla del Uruguay frente de San
Xavier,
y se ha notado que daban muchos alaridos por el término que los
dan
los lobos, sin que se conociese que articulaban palabras, pero jamás
han
atacado a los pueblos ni aun a los indios, y es cosa precisa que sean
cobardes
como todos los hombres que siempre están ocultos. La opinión de
que
son antropófagos creo que no está bien fundada.
No
siembran ni cultivan, se duda que usen toldos o tiendas de esteras,
viven
de la miel, frutas silvestres y caza. Van a pie, son errantes, no
pescadores,
y no salen de las mayores espesuras. Van completamente
desnudos,
llevando siempre un cesto amarrado con una cuerda a la cabeza,
que
descarga en la espalda donde ponen su cosas y lo que encuentran. Sus
armas
son flechas cortas y cachiporras cortas y gruesas. Yo he visto estas
armas
y el cesto, que era muy aseado y bien tejido de una cañita llamada
tacuarembó,
que se enreda y abunda mucho en los bosques. También he visto
una
de sus hachas que se reducía a un guijarro largo y no grueso metido en
la
hendidura de un mango, pero su filo era tan grueso y sin afilar que
parecía
imposible poder contar con ella.
Indios
guayanás
Las
noticias que he adquirido me precisan a hacer de ellos dos clases. La
primera
habita los bosques occidentales del río Uruguay desde el río
Guayray
para el norte, sin que yo sepa sus restantes linderos ni su
número.
Dicen los que los han visto y tratado que su semblante es alegre,
que
crían barbas, siendo en esto únicos entre estos bárbaros, que son
flacos,
de bella estatura y proporciones, que algunos tienen ojos azules,
los
restantes negros, que aunque su color no pueda decirse blanco lo es
respecto
a los demás indios, que son de a pie, que su vestido se reduce a
una
venda que ciñe la frente y es hecha de plumas tejidas con hilo, que
aprecian
mucho las plumas rojas, que son pacíficos y afables, que siembran
maíz,
calabazas y otras legumbres, aunque su alimento principal es la
caza,
miel y frutas, que no son pescadores, que temen mucho al agua, que
dan
buena acogida a los guaranís, que van a beneficiar la yerba, que usan
arcos
de once palmos de longitud con flechas de ocho hechas con puntas de
madera
y lengüetas en ambos costados o en uno solamente, que no hablan ni
entienden
el guaraní, que su idioma se parece a los gritos de perro.
Estas
noticias las apuntó el jefe portugués que trató a estos bárbaros en
1759
cuando iba demarcando los límites, y añade que usan la sangría en sus
dolencias
infiriéndolo de la multitud de cicatrices que advirtió
repartidas
en todo el cuerpo. En esto padeció equivocación pues dichas
cicatrices
son comunes a otros bárbaros que se las hacen en sus fiestas
según
queda dicho.
Suponiendo
cierta esta relación, podremos sospechar en vista de su talla,
idioma
y cicatrices, que tienen el mismo origen que los del Chaco. La
venda
los aproxima a los minuanes y charrúas, pero el color y los ojos los
separan
de unos y otros. Las armas y bella índole son las mismas que las
de
los monteses o caaguás, de quienes hablaré luego, pero la talla, color,
semblante
e idioma los apartan mucho. Como quiera, no habiéndolos visto ni
hallándome
en el estado de determinar la carta a que pertenecen, concluiré
la
conversación con la conjetura del mencionado portugués de que estos
bárbaros
son mestizos de paulistas y guayaná, corroborándola con la
noticia
de que la nación guayaná fue muy perseguida de los paulistas y la
que
les mereció particular aprecio entre todas; quizás en esta mezcla
entrarían
algunos charrúas, porque los portugueses han encastado con
todos.
La
segunda clase de guayaná es indubitablemente guaraní, porque así lo
justifican
plenamente su idioma, su baja, triste cuadrada y fea figura,
que
regulo de cinco pies y nueve pulgadas españolas. Habitan los bosques
de
ambas costas del Paraná, empezando sobre el río Caraguarapé y
dilatándose
por el río Monday hasta unir con los caaguás, y por la banda
del
este desde poco más arriba del pueblo de Corpus hasta el río Yguazú o
Curitiba,
ignorando los demás linderos. Sus cacicazgos se componen de
cuatro
a seis familias. Usan barbote como los antiguos guaraní, aunque
ignoro
su forma. Algunos usan canoas y pescan. Siembran maíz, calabazas,
etc.,
pero la principal comida es la miel, frutas y caza. Son tan dóciles
y
de bella índole que regalan y ayudan a los guaraní reducidos que van a
beneficiar
la yerba, recibiendo en pago cualesquiera andrajos y
herramientas,
de modo que no tienen más vestido que el adquirido por este
medio.
Son pusilánimes, llevan en la cabeza una corona como nuestros
clérigos,
de quienes habrán tomado la moda. Son pacíficos, sin embargo
tienen
lanzas y flechas. Son de a pie y carecen de religión y de leyes.
Los
jesuitas atrajeron algunos a sus pueblos donde hoy subsisten. Hoy hay
una
reducción principiada de que hablé, pero no subsistirá si no se toma
el
expediente jesuítico con que se fundó San Joaquín; y aun esto tiene el
inconveniente
de que en sus tierras no hay campos para ganados, pero en
cambio
hay muchos yerbales.
Indios
monteses o caaguás
Hacia
las cabeceras del río Ygatimí hay veintidós tolderías pequeñas de
esta
nación que se extiende por los montes que median entre los ríos
Paraná
y Paraguay hasta cerca de los campos de Xerez, como también por
toda
la, impropiamente, llamada cordillera de Maracayú y por la costa
oriental
del río Paraná y orilla de los ríos Xexuy y Aguaray, y hasta los
pueblos
de Curuguaty, San Joaquín, y San Estanislao están rodeados de
ellos.
Ignoro el número de estas gentes pero ocupan mucho país, todo
montuoso
y lleno de árboles de yerba paraguaya. Cuanto acabo de referir de
la
segunda clase de guayaná debe tenerse aquí por repetido, pues que son
la
misma nación aunque tienen diverso nombre; aunque carecen de religión y
leyes
tienen alguna noticia del cristianismo adquirida por los indios
desertores
de San Joaquín y San Estanislao, y quizás más antiguas porque
hay
entre ellos descendientes de los que fueron cristianos en los pueblos
de
Xexuy, Perico, Maracayá, Terecañí, Ybyrapariyá y Candelaria, que fueron
asolados
y muchos de sus indios huyeron a los bosques. La mitad de los
pueblos
de San Joaquín y San Estanislao son de estos indios, cuya casta se
ha
conservado porque lo fragoso de sus habitaciones no ha permitido la
entrada
a los paulistas y guaycurú o Chaqueños. Son tan pusilánimes que
jamás
hacen la guerra. Sus mayores hostilidades se reducen a quemar
furtivamente
la yerba que han hecho los españoles cuando la hallan
abandonada
y beneficiada en parajes que a ellos les incomoda. Por lo común
insinúan
este disgusto atravesando de noche ramas en las sendas. En muchas
ocasiones
salen a ofrecerse a los españoles para que los ocupen en sus
beneficios,
pidiendo por su trabajo abalorios y herramientas, pero antes
suelen
explorar la voluntad de los españoles, porque muchas veces los han
engañado
en los tratos y otras los han traído por fuerza a la provincia,
donde
al momento piden el bautismo y no quieren volver a su patria. Su
barbote
es una muletilla de goma muy transparente larga seis pulgadas y
cuatro
líneas de diámetro. Se pintan mucho y las mujeres llevan muchas
líneas
moradas verticales y paralelas que caen desde el pelo hasta el
plano
horizontal que pasa por las ventanas del olfato. Sus armas son
idénticas
a las de los guayaná de primera clase.
Comparación
de los indios del Chaco con los guaraní
Aunque
todavía no he tratado de los guaraní y tapés reducidos o vasallos
de
S. M., como no difieren en lo físico de los caaguás y guayaná de
segunda
clase debe saberse que entran en la parte física de esta
comparación.
Después hablaré de su estado actual, civil y político.
Parece
que unas naciones bárbaras, sin instituciones de ninguna especie y
reducidas
al estado natural, deben parecerse mucho, particularmente las de
que
trato, que habitan en la misma latitud, los mismos campos
horizontales,
donde se producen los mismos vegetales, animales e insectos,
y
finalmente que pueblan las riberas de los mismos ríos y que todas son
ateístas.
Sin embargo, las semejanzas de estas naciones no son más
admirables
que sus diferencias.
Estas
se reducen a la lengua, que en todas es diferente, a la agilidad,
alegría
de semblante, vigor, bizarría y talla, en que exceden con
notabilísima
diferencia los mbayá, guaná y demás habitantes del Chaco, con
los
charrúa, minuanes y payaguá, a los guaraní y tapés. Tan grande es el
desprecio
que aquéllos hacen de los últimos, que si alguno de ellos mata
en
la guerra a un tapé le ponen los de su nación un apodo equivalente a
matasapo;
y es cosa sabida y mil veces experimentada que una docena de los
primeros
ataca sin recelo a un pueblo o a cualquiera número de guaraní,
sin
que éstos se hayan jamás atrevido a combatir ni aun a mirar a los
otros,
no obstante de que tienen más caballos, cañones y armas de fuego.
De
las historias todas favorables a los guaraní consta que éstos siempre
fueron
lo que son, que jamás hicieron esfuerzo considerable contra los
españoles,
que los que formaban los pueblos de Caaguazú, Taré, Bomboy,
Perico,
Ypané, Guarambaré, Ayrá, Sexuy, Arecayá y otros en los mismos
tiempos
de la conquista, no esperaron jamás ser atacados por los del Chaco
y
huyeron enormes distancias. Por el contrario, las naciones chaqueñas
destrozaron
muchas armadas, pueblos, villas y ciudades españolas en todos
tiempos,
de modo que antes de llegar aquí los conquistadores eran
pusilánimes
como hoy los guaraní, y bizarros guerreros los otros.
No
quiera atribuirse tan visibles diferencias al dominio español en que
viven
los guaraní y a la plena libertad de los otros, porque ya queda
dicho
que unos y otros fueron lo que son; y además los guayaná de segunda
clase
y los monteses son guaraní netos que están y han estado en libertad
absoluta,
y sin embargo hoy son de talla más baja, cuadrada y fea, y de
espíritu
más pusilánime que los guaraní de nuestras viejas reducciones.
Hagan
reflexión a esto los que sin más fundamento que su capricho dicen
que
la talla, elegancia, espíritu y todos los bienes son resultas de la
que
llaman libertad y los males de la sujeción, y adviertan que los negros
y
mulatos que son esclavos, como suena en la América, son los más activos,
vigorosos,
sagaces, y los que han de poseer todos estos vastos
continentes,
sin que jamás se verifique que haya una corona en cabeza de
indio,
mucho menos en las de los del Chaco que en breve van a desaparecer
por
la costumbre de abortar que no han adoptado los tapé.
Si
estuviésemos asegurados que los elegantes chaqueños fuesen oriundos de
las
partes meridionales y los guaraní de la zona tórrida, podríamos
atribuir
sus diferencias a influencias del clima; pero como estos bárbaros
no
conservan memorias tan remotas tampoco podremos admitir lo dicho sino
como
mera conjetura, de la que se seguiría tener que confesar que las
tierras
australes tienen más antigüedad de población de la que se cree,
pues
sus influencias más perezosas en el hombre que la formación de los
montes,
son en el día tan sensibles.
He
dicho que los del Chaco tienen mayor viveza y alegría en el semblante
que
los guaraní, pero no se crea por esto que aquéllos estén siempre
risueños
pues su semblante es triste y muy grave pero más alegre que el
guaraní,
el cual parece que carece de músculos para expresar los afectos
del
alma.
Las
principales semejanzas se reducen a vivir bajo esteras o malas chozas,
a
no sufrir más pelo que en la cabeza, a tener el mismo vestido o, por
mejor
decir, a ir casi desnudos, sin sombrero ni gorro, a pintarse,
emborracharse,
tener las mismas armas y modo de hacer la guerra furtiva
matando
a los varones adultos y cautivando y adoptando los demás, a traer
barbote,
a vivir reunidos a caciques o jefes, que en realidad no lo son,
en
pequeñas partidas, a no ser polígamos, ni muy carnosos, ni flacos ni
enfermizos,
a tener el mismo color, la cara algo plana, y las mujeres el
pecho
abultado, el pie y manos pequeños, escasa menstruación y rayas
verticales
moradas de firme en la frente; a tener todas pays o médicos y
el
mismo modo de curar sus dolencias, a no conocer juego de ninguna
especie,
a hablar poco y sólo preciso, y jamás conversaciones ni juntas
ociosas
ni familiares, a cantar poco o nada, a ser inconstantes, falsas y
pedigüeñas,
desconfiadas, desagradecidas, ladronas y prontas para efectuar
cualquiera
maldad sin que se les eche de ver en el semblante, y a no
conocer
la vergüenza ni el honor, ni cuidar de otra cosa que de lo
presente.
Además,
todas producen más hembras que varones, aunque esto es general en
todas
las castas, y no sólo en las de aquí sino también a todo este
virreinato,
y también al ganado vacuno, a los monos carayá, y aun creo que
a
las aves annos, piráriguas, viudas, etc. También se parecen en las
débiles
influencias del amor, que no tienen la actividad española, jamás
se
mueve por su estímulo la menor pendencia, ni las mujeres son premio del
valor.
Este es un asunto tan frío como el paseo. Los pocos años, la
perfección
del cuerpo, la viveza y obsequios con otras calidades tan
apetecidas
de nuestras mujeres andan a la par entre los indios con las
canas
y jorobas. Cualquiera hombre es lo mismo para las mujeres, cuyos
negocios
nunca prolongan un minuto la conversación. Verdad es que esto no
es
tan absolutamente cierto de los hombres para con las mujeres pues,
aunque
no riñen por ellas ni las galantean, acostumbran dar alguna
preferencia,
no muy buscada, a las más lindas. Los guaná son los únicos
que
tienen algunos celos y en quienes se advierte un poco de mayor
estímulo
vivo, también son los menos bárbaros y más numerosos y los que
atienden
más a sus mujeres e hijos.
La
mencionada frialdad puede venir en parte de la superabundancia de
mujeres,
pero yo me inclino a creer que depende de un principio físico y
desconocido
que debilita las facultades venéreas. Indicios de él son el
tener
los indios la voz baja, jamás gruesa, en no gritar jamás aun para
quejarse
o llamar a otro, el convertirse sus huesos en tierra en poco
tiempo
en un país donde no existen materias calcinables, la escasez de
bello
y alguno en las partes, la poca fecundidad de las mujeres, que me
consta
porque habiendo escudriñado muchísimos padrones de pueblos en todos
he
visto más hembras que machos y sólo un indio con diez hijos; de forma
que
partiendo el número de individuos por el de familias cuando más ha
venido
al cociente cuatro y por lo común tres individuos y medio en cada
familia,
no obstante de que todos se casan. También confirma lo mismo lo
que
digo en mi discurso general sobre las aves paraguayas, y se reduce a
que
habiendo tenido multitud de nidos de aves chicas los más sólo tenían
dos
huevos sin que haya visto uno con cinco, cuando sus representantes en
Europa
ponen a lo menos cinco y algunas hasta veinte. La misma frialdad en
las
aves y cuadrúpedos corresponde siempre a sus pocas facultades
venéreas,
y el prevalecer las hembras también arguye lo mismo. Además de
que
hay muchas castas de cuadrúpedos que producen uno o dos y sus iguales,
y
quizás los mismos, en Europa cuatro o seis. Los que no tienen testículos
aparentes
son muchos, como también los que carecen de pene visible o lo
tienen
casi inusable. La pequeñez de las aves y cuadrúpedos tampoco arguye
otra
cosa. La abundancia de la casta débil e infecunda llamada albina está
aquí
mucho más extendida pues no he visto pago ni pueblo donde no haya
alguno,
y también los he hallado entre los venados, tigres, zorros, monos,
y
aun entre las aves, pero no en los negros y mulatos.
No
se opone a esto el que parece, y es opinión común, que los europeos y
africanos
con sus hijos son tan fecundos aquí como en su patria, porque
aunque
concedamos esto, que no está bien determinado, digo que su
generación
es incompleta porque los cinco novenos son hembras; además de
que
toda semilla, planta o animal transplantado se hace más fecundo y sus
productos
o generaciones van disminuyendo a proporción que toman las
cualidades
del nuevo país. Así creo que luego que los africanos, indios y
europeos,
en América se hallen bien confundidos se reducirá su fecundidad
a
la que vemos en los indios netos, que es bien poca cosa, a no ser que
entonces,
con los trabajos del hombre y con los nuevos alimentos vegetales
que
introducirá su industria, se mude el principio que hoy embaraza en su
contrario.
Sería
a mi ver muy del caso repetir mis observaciones en distintos parajes
y
provincias por sujetos de mayor instrucción que la mía, y que tengan
menos
embarazos y más auxilios, para venir en conocimiento de los hechos,
y
quizás hallaríamos en esta investigación conocimientos útiles. Los
sabios
naturalistas no deben omitir estas indagaciones que no son tan
dificultosas
como parece, pues basta proporcionarse buenas noticias de las
aves
y cuadrúpedos, ir a las estancias cuando yerran los ganados y contar
los
machos y hembras, haciendo lo mismo, y los cotejos convenientes, con
las
capitaciones o padrones de los pueblos.
Si
saliese generalmente cierta la existencia de dicho principio
anti-prolífico
podríamos intentar corregirlo, y entretanto vendríamos a
conocer
que la América no puede tener las felicidades que muchos le
pronostican,
y que esta cuarta parte del mundo ha de estar siempre
subordinada
y jamás poblada con proporción a su superficie.
Indios
guaraní y tapés reducidos
Llamaron
los antiguos provincia del Guayrá, de donde viene el nombre
guaraní,
a las tierras que caen al este del río Paraná desde los
veinticuatro
grados y medio de latitud austral para el norte. La provincia
del
Tapé, que dio nombre a los tapés, cae al sur de la anterior. En una y
otra
fundaron los conquistadores muchos pueblos de indios y de españoles,
que
fueron todos asolados o abandonados por las malocas o incursiones de
los
mamelucos. Gran parte de los indios que las habitaban han sido
exterminados
por las crueldades portuguesas, y los restantes se hallan
reducidos
en nuestras reducciones del Paraná y Uruguay, cuyo origen nos
hace
conocer que sólo seis de las treinta son originarias de donde están y
todas
las demás son reclutas del Guayrá y Tapé: y aun dichas seis tienen
parte
de dichas reclutas. Los guaraní y tapés tienen el mismo idioma,
talla
y costumbres, por cuyo motivo hoy son llamados indiferentemente con
uno
y otro nombre, y yo los reputo en la siguiente descripción por una
sola
nación a quien igualmente pertenecen los de las reducciones antiguas
del
Paraguay. Sus costumbres antiguas y todo lo que pertenece a los
tiempos
pasados puede verse en las historias, porque careciendo de libros
me
limitaré a lo presente.
No
existe vestigio alguno en estos países que dé indicios de que los
guaraní
conociesen alguna ciencia ni arte en la antigüedad, ni después de
reducidos
han hecho cosa que merezca atención; y no es extraño porque su
civilización
siempre ha sido y es muy imperfecta ni han visto cosa buena
que
imitar. Los que ponderan sus obras arquitectónicas y demás artefactos
del
tiempo jesuítico, son gentes preocupadas y absolutamente ignorantes de
lo
que es bueno y de lo mediano, pues no vemos otras cosas que unos
grandes
templos de madera desproporcionados, mal ensamblados, y sin regla
ni
concierto; y en cuanto a lo demás, no han sabido ni saben más que tejer
los
lienzos de algodón más ordinarios y despreciables del mundo. Lo mismo
digo
de los demás oficios.
Su
religión es católica si atendemos a que están bautizados, pero si
miramos
a sus prácticas parecen cosa muy diferente, porque los preceptos
eclesiásticos
son ningunos para ellos. A pronunciar el bendito u otra
exterioridad
a que se les obliga se reduce todo su culto, que mezclan con
supersticiones
e ignorancias. La embriaguez, inconstancia, mentira,
desagradecimiento
y el robo ratero no les causan rubor, y todo lo hacen
cuando
hay ocasión, recibiendo con igual semblante una recompensa y una
reprehensión.
Fácilmente se dejan seducir para lo malo. Los excesos contra
el
sexto precepto son la medida exacta de sus facultades físicas,
haciéndose
muy reparable que el mal gálico apenas se manifiesta entre
ellos
no obstante de ser cosa sabida que el español que se entrega a las
indias
queda por lo común desconocido, sin que baste muchas veces la
medicina
a socorrerlos. Una extrañeza de este mal es que aquí ataca por lo
común
las narices y jamás las glándulas del cuello. Para hacer cualquiera
cosa
necesitan mucho tiempo porque son espaciosísimos. No reparan en
casarse
con esclavas. El honor y la vergüenza son poco conocidos, sin
embargo
no dejan de intrigar los empleos de corregidor o alcalde, etc.
Tratan
malísimamente a los caballos y los descuidan, y jamás matan cuantos
perros
nacen de sus perras pero no los atienden. Aborrecen tanto las
lavativas
cuando están enfermos que no hay ejemplar de haberse verificado
una,
y prefieren el morir. Al oír tratar de ellas se levantan si tienen
fuerzas.
Por lo demás son dóciles, miran con mucho respeto a todo español,
particularmente
a los superiores, sufren con indecible constancia los
azotes,
los trabajos y el hambre, pero cuando tienen que comer no cesan,
ni
sabe uno dónde acomodan la cantidad. Jamás se irritan ni los domina la
ira,
y ejecutan todas sus acciones con igual frialdad y semblante. Su
vestido
se reduce a sombrero o montera, calzones, camisa y poncho en los
hombres,
y en las hembras a un tipóy o camisón sin mangas que llega a los
tobillos,
ceñido con una cinta de algodón. Son amigos de fiestas.
Todos
los indios reducidos trabajan bajo la dirección de un administrador
español
para el común del pueblo. Este método fue bueno y adaptable en los
principios,
pero hoy tiene los gravísimos inconvenientes que luego
insinuaré
de parte de los que gobiernan y dirigen, y además otros no
menores
de parte de los indios porque éstos no tienen interés en que su
pueblo
esté rico o pobre, pues en ambos casos su asistencia, condición y
comodidades,
son las mismas. Todo hombre tiene su ambición chica o grande,
y
si se le quita el tiempo o los medios de adquirir se disgusta, abandona
y
deserta. Jamás habrá civilización, ciencias, ni artes mientras exista el
gobierno
de comunidad, porque de nada sirven las disposiciones físicas ni
espirituales
en los que viven en ella respecto a que lo mismo ha de comer
y
vestir un pintor excelente que el pastor de las vacas. Pero escusado es
detenerme
en este punto.
Hasta
aquí he hablado en este capítulo de todos los guaraní reducidos o
cristianos,
y ahora es preciso dividirlos en dos clases que han tenido y
tienen
diferente gobierno. La primera será de los indios comprendidos en
la
provincia del Paraguay, que siempre han sido tratados espiritualmente
por
clérigos seculares y religiosos franciscanos, y la segunda por los
jesuitas
en el Paraná y Uruguay. La primera comprende los pueblos de
Ypané,
Guarambaré, Altos, Atyrá, Tobatí, Ytapé, Caazapá y Yutí. Todos
están
exentos de pagar diezmos y tributo pero, menos el de Ytapé, están
sujetos
a encomiendas en esta forma. Cada pueblo está dividido en
cacicazgos,
y cada uno de éstos es una encomienda que confiere el
gobernador
por una o dos vidas a los vecinos. Estos toman la lista de
indios
que la componen desde dieciocho años a cincuenta, que llaman
mitayos,
y lleva a su casa la sexta parte de ellos para que les sirvan dos
meses.
Luego los vuelve al pueblo de donde lleva otra sexta parte por
otros
dos meses, y así turna siempre. Las mujeres, niños, viejos,
caciques,
sus primogénitos y los empleados en el Ayuntamiento, no dan
servicio
al encomendero, quien está obligado a alimentar a los que le
trabajan
y a pagar al cura dos reales al año por cada indio mitayo. Además
paga
a S. M. doce reales por cada mitayo cuando le dan la encomienda por
razón
de media anata, e igual cantidad por el año que llaman de demora,
pues
S. M. se ha reservado un año de cada vacante que cede al encomendero
por
dicha cantidad.
Además
de estas encomiendas hay otras que llaman de originarios. Los
indios
de éstos no pertenecen a pueblo alguno y todas las edades y sexos
permanecen
siempre en casa del encomendero, y muerto éste pasan a la de
otro.
La obligación de éste es pagar a S. M. a su entrada lo que queda
dicho,
y vestir, alimentar, y enseñar la doctrina a los encomendados.
Escusado
es tratar los inconvenientes que ha hallado el gobierno en la
subsistencia
de las encomiendas, son muy visibles y se han quitado en toda
la
América, pero subsisten aquí.
Los
pueblos de esta clase han estado siempre bajo del cuidado inmediato de
los
gobernadores del Paraguay, los cuales, a su arbitrio, ponen y quitan
los
administradores. Estos dirigen las faenas y a todo el pueblo. Los
indios
trabajan para la comunidad cuatro días a la semana, y los restantes
en
las chácaras que cada familia tiene en particular. Cuando la comunidad
no
emplea las mujeres en chacarear las hace hilar una onza de algodón
bruta
cada día, y los lienzos que esto produce, y tejen los indios, sirven
para
vestuario, que se reduce a seis varas anuales para cada hombre y
cinco
para cada mujer. Los días que se trabaja en común, éste da la comida
y
los restantes nada. A esto se reduce el reglamento por mayor pero nada
se
verifica como suena, porque todo lo altera el administrador según las
exigencias.
El salario de éste es el 6 por 100 de lo que maneja y además
el
alimento.
Para
precaver que los administradores defrauden al pueblo han de
intervenir
en las entradas y salidas los del ayuntamiento que tiene cada
pueblo,
pero es cosa reservada al gobernador la licencia de hacer compras,
ventas
o permutas, en las cuales debe, además, intervenir el protector, de
forma
que parece que todo está tan bien dispuesto que no hay lugar para
monopolios.
Sin embargo, los hay frecuentemente porque no hay barrera que
pueda
contener la ambición de los hombres. Cuanto más circunstancias se
introducen
en las administraciones y cuanto más son los interventores peor
van
las cosas, son más los que chupan y nada basta para contener a los
jefes.
Si éstos son moderados se conservan los pueblos, porque distribuyen
sus
usurpaciones con proporción a lo que pueden sufrir las comunidades. Si
el
gobernador es justo adelantan los pueblos, pero si es ambicioso los
reduce
a la última miseria. El medio de que se valen para esto es hablar
al
administrador para que solicite comprar alguna factura o partida de
géneros
que le ofrece el comerciante favorito, y se le da el permiso. No
es
menester detallar más materia. También se considera que atrasa a los
pueblos
las pólizas que exigen del gobernador los dependientes de tabacos
para
servir de balde su factoría, y otras que el gobernador da para que
saquen
de los pueblos algunos indios los que los necesitan para servirse
de
ellos, pagando dos pesos y medio al mes para cada uno, cuya cantidad se
parte
entre la comunidad y los indios que trabajaron pero si es obra
pública
o de iglesia no se les paga cosa alguna.
Los
indios que por este camino se hallan fuera de su pueblo no bajan
comúnmente
de la quinta parte, y ellos lo solicitan porque esto es el
medio
de adquirir algo en particular, y de que les sea más soportable la
esclavitud
en que los constituye la comunidad. Así estas pólizas o
extracción
de indios no son tan malas como parece. Lo que por su parte
pueden
hacer los malos administradores es fácil de concebirse.
Los
treinta pueblos, reducciones, o doctrinas del Paraná y Uruguay con las
de
San Joaquín, San Estanislao y Belén, que están en esta provincia, son
de
tapés y guaninís, y eran dirigidos por los padres jesuitas del modo
siguiente:
en Candelaria había un padre llamado superior de misiones que
por
mayor daba sus órdenes. En cada pueblo su padre cura atendía las
faenas
y bienes de la comunidad en que vivían los indios, y un padre
compañero,
o sota-cura, lo espiritual. Los indios eran todos iguales,
ninguno
tenía propiedad de cosa alguna y por consiguiente no había pleitos
ni
más leyes que las disposiciones del padre cura. Los delitos eran poca
cosa,
y se purgaban con algunos azotes que ordenaba el padre y disponían
el
corregidor y alcaldes. La religión se reducía al bautismo y a algunas
prácticas
exteriores, y es creíble que los padres no insistiesen mucho en
ello
contentándose con irla adelantando a igual proporción que la
civilización;
y en verdad que sus esfuerzos en esta parte no podían tener
el
mejor éxito con unas gentes que diferían poco de las bestias,
careciendo
de toda instrucción y de los medios de adquirirla. Ninguno
sabía
leer y los músicos decían de memoria las misas que cantaban. Algunos
habían
aprendido a escribir o más bien a pintar las palabras, porque no
las
leían.
Las
mujeres no sabían más que hilar y no se les permitía usar la aguja. El
tipóy
o camisa a que se reducía todo su vestuario era cosido por la tropa
de
sacristanes. A los indios no era permitido usar cabalgaduras porque
conocían
que con ellas serían menos dóciles y podrían escaparse, cosa que
además
evitaban cuidadosamente con los fosos o zanjas y guardias que
tenían
en todos los caminos, las cuales embarazaban el tránsito a todo
español,
y si alguno merecía introducirse por asuntos de comercio, que era
el
único motivo, era acompañado y guardado a la vista día y noche sin
permitirle
tratar con otro que el padre cura, quien procuraba despacharlo
con
brevedad. Justificaban los padres esta conducta desacreditando a los
españoles
y pintándolos con los colores más feos, que no convenían a los
gobernadores
y obispos ni a los demás, pues los malos influjos y vicios
que
les atribuían no podían tener mayor efecto en sus misiones que en las
del
Paraguay últimamente mencionadas; en las cuales no estaba la religión
en
peor estado que en los jesuíticos; ni los indios eran menos civiles. La
única
diferencia estaba en que en los pueblos paraguayos había más
desertores;
pero ni esto era un mal para el estado porque los prófugos
eran
tan vasallos en las casas españolas como en sus pueblos.
Tenían
cuidado los padres de que no faltasen ganados para alimentar los
indios,
y lo conseguían sin costo porque abundaban las estancias o
dehesas.
Con esto casi todo el trabajo de los indios entraba sin costo en
la
comunidad, y ésta comerciaba con tabacos, yerba, algodón y lienzos, de
todo
lo cual no pagaban diezmos, ni derechos al soberano, y lo introducían
en
el Paraguay, Corrientes, Santa Fe, y Buenos Aires conduciéndolo en
barcos
propios por el Paraná y Uruguay. Un padre llamado procurador de
misiones,
que había en cada uno de dichos parajes, daba salida a estas
cosas
y enviaba los retornos. Para entretener a los indios hacían
frecuentes
fiestas y bailes, y aun para ir a los trabajos se llevaban
música
y muchas veces unas andas con algunas figurillas. Jamás hostigaban
a
los trabajadores y se contentaban con lo que hiciesen buenamente en poco
mas
del tercio del día, supliendo el poco trabajo de los indios con la
multitud,
con el tiempo y la inimitable economía. Para dar crédito a sus
personas
se mantenían encerrados en sus colegios, donde no se dejaban ver
de
las mujeres sino de los hombres precisos, y para dar elevación al culto
tenían
grandes templos llenos de ornatos, de sacristanes y músicos, y
hacían
las funciones y sacrificios religiosos con extraordinario apartado,
de
forma que no había pueblos más puercos y pobres en el vestido y lujo ni
más
ricos y ostentosos en las iglesias. Con esto miraban los indios con
inexplicable
respeto a los padres, y éstos tenían la ventaja de gobernar
lo
temporal y el espíritu. La mayor parte de estas cosas parece que son
tomadas
del gobierno de los incas. Estas reducciones, como no sujetas a
encomiendas,
pagaban y pagan un peso de tributo por cada indio de
dieciocho
a cincuenta años, pero esta cantidad apenas bastaba a satisfacer
el
sínodo o salario de los curas, de modo que S. M. por ningún camino ni
título
utilizaba de estos pueblos.
Se
atribuyó la repugnancia de los jesuitas a que entrasen los
gobernadores,
obispos y todo español en sus pueblos a que había en ellos
ricos
minerales, pero ahora vemos que no hubo ni hay más metales que la
economía
e industria de los padres. También se dijo que extraían grandes
sumas
del comercio y manufacturas, lo que tampoco es creíble porque éstas
se
reducían a los peores lienzos del mundo, que sólo tenían salida en esta
provincia
despoblada y sin plata, lo mismo que la de Corrientes y Santa
Fe,
y en Buenos Aires tenían poco uso. Sólo la yerba y algún tabaco era lo
que
se desparramaba en este virreinato, Chile, y Perú, pero sabemos que no
fueron
estas partidas tan considerables como se suponía. Igualmente se
dijo
que los padres eran unos verdaderos y absolutos soberanos, que
aspiraban
al dominio de estos países. Lo primero es cierto, pero lo
segundo
muy falso. Los padres, aunque con varios pretextos o motivos
armaron
a sus guaraní, no ignoraban, ni era posible que se figurasen, que
los
tapé pudiesen jamás dar la menor sujeción a nadie, porque la continua
experiencia
les había hecho ver que sus indios, armados o desarmados,
muchos
o pocos, eran lo mismo y en realidad nada. Si alguna vez los
trajeron
a la Asunción armados, como en tiempo del señor Cárdenas, fue
porque
estando divididos los espíritus no se les hizo la menor
oposición.
No
ha faltado quien diga que los padres ponían en práctica medios ilícitos
contra
la propagación de los indios, trayendo a consideración lo poco que
multiplicaban;
pero sabemos que los padres amaban con extremo a sus
neófitos,
que los casaban sin dejar un celibato en la edad conveniente,
que
los atendían y alimentaban bien, tanto a los robustos como a los
huérfanos
e impedidos, que los conservaban sanos en un país que lo es
mucho,
y que no los hacían trabajar sino lo que humanamente podían sufrir
sin
apurarlos. Lo único que de este particular pudiera decirse es que no
tenían
médicos que los curasen, pero en aquel tiempo no los había por acá
y
les hubiera sido imposible hallarlos. Es cierto que la multiplicación de
estos
indios no correspondía a un país sano y a los cuidados y esmeros
jesuíticos,
pero esto no viene de otra causa que de la insinuada. Lo que
se
pudo reprender a los jesuitas es el no haber adelantado más la religión
y
civilización en sus neófitos, pero podrían disculparse diciendo que
estas
cosas necesitan muchos siglos, y en verdad que es así, pero debieran
a
lo menos haber puesto medios más eficaces para abreviar el tiempo; los
cuales
son incompatibles con el gobierno de comunidad, y quizás por no
destruir
ésta no se atrevieron a emprender eficazmente la grande obra de
la
civilización. También pudiera ser reprensible en los padres el que no
contribuyesen
al estado siquiera con mil pesos para cada pueblo, cuya
cantidad
no les hubiera sido gravosa siendo, como eran todos, tan ricos
que
desperdiciaban la plata en edificios, ornatos y alhajas inútiles, o
cuando
menos pudieran haberse sujetado a pagar los derechos comunes en sus
comercios.
Cuando
dejaron los jesuitas la dirección de estos pueblos se encargaron
los
de San Joaquín, de San Estanislao y Belén, al gobierno del Paraguay,
quien
los maneja como a los que antes le pertenecían. Para los demás se
dispuso
nombrar un gobernador, que equivaliese al superior de misiones, y
un
administrador secular para cada pueblo con dos curas, quedando todo lo
demás
lo mismo que en tiempo de los jesuitas. Dicho gobernador tiene dos
mil
quinientos pesos, cada administrador trescientos, y cada cura
doscientos,
y además la comida y servicio. El administrador general, que
reside
en Buenos Aires, para la venta y compra de los efectos de los
pueblos
tiene el 8 por 100 de las ventas y el 2 por las compras. Éste
propone
al señor virrey los empleados de administrador y con esto tiene en
misiones
más crédito que nadie, de cuyas resultas desde el principio movió
mil
pleitos contra el gobernador y consiguió que se hiciese de los pueblos
cinco
departamentos, poniendo en los cuatro un teniente-gobernador
independiente,
con quinientos pesos, dejando el quinto al gobernador. Esta
providencia
fue otro origen de enredos que redujeron los pueblos a la
última
miseria y a un desorden increíble, porque además los curas se
enredaron
con los administradores y todo era partidos y un caos de
confusión.
En menos de dieciocho años cayeron a fundamentos las dos
terceras
partes de los edificios, se desertaron la mitad de los indios y
se
agotaron los bienes comunes. El año de 1783 vino un nuevo reglamento
inserto
en la nueva ordenanza de intendentes, por el cual se agregaron a
la
intendencia del Paraguay los treinta pueblos del Paraná y los restantes
a
la de Buenos Aires. Sin embargo, de esta separación debe subsistir el
gobierno
de Misiones absoluto en los ramos de justicia y guerra, que en
verdad
son voces y no cosas, porque no hay guerra ni puede haber justicia
donde
no hay propiedad, pero en los ramos de policía y hacienda dicho
gobernador
es mero subdelegado de dichos intendentes; ni aun esto es,
porque
la referida ordenanza manda que los intendentes nombren
subdelegados
para estos ramos en los pueblos donde antes había
tenientes-gobernadores.
Este reglamento tiene las nulidades de conservar
la
anarquía, que es consiguiente a la multiplicidad de jefes, y la de
sobrecargar
los pueblos con sus sueldos, y ya se han empezado a ver que no
se
adelanta nada sino discordias y partidos. Mucho mejor sería quitar
todos
los tenientes-gobernadores y subdelegados dejando sólo al gobernador
con
los administradores, pero aun esto tiene gravísimos inconvenientes
porque
era exponer los pueblos a la ambición de los gobernadores, como
sucede
en los antiguos del Paraguay, y cuando escapasen de sus manos
caerían
en las del administrador general, el cual eternamente movería
pleitos
contra el gobernador, y éste contra aquél, porque el administrador
tiene
su interés en que todo vaya a venderse en Buenos Aires por su mano y
el
gobernador en que comercien los pueblos sin hacer remesas a dicho
Buenos
Aires. Además de que los indios ya no están en el estado de
docilidad
que cuando los dejaron los jesuitas y por consiguiente ya es
preciso
pensar en mudar de gobierno, esto es en dar plena libertad a los
indios
aboliendo las comunidades.
A
esta idea se oponen principalmente las razones siguientes: que los
indios
no están en el estado de cuidar por sí de su subsistencia y la de
sus
familias, y mucho menos de dar educación a sus hijos; que no
conservarán
sus edificios públicos y particulares; que no contribuirán
para
alimentar a sus curas e iglesias ni pagarán el tributo; etc. Pero lo
que
vemos es que hoy son los indios próvidos padres de familia dos días a
la
semana y además las fiestas, en que nada les dan, y es creíble que del
mismo
modo comerían los restantes días. Los bárbaros netos cuidan de su
subsistencia
y los indios reducidos del Perú. Aunque se descuide
plenamente
la educación de los hijos no se perderá nada, pues en este caso
están
y han estado siempre. De los diezmos y primicias que hoy no pagan
pueden
alimentarse los curas y templos. Exíjase el tributo en frutos como
algodón,
tabaco, yerba, lienzo o plata, duplicando en los pueblos y
cuadruplicándolo
a los guaraní desertores que hay en el Paraguay,
Corrientes,
Santa Fe y Montevideo. De los bienes comunes pueden formarse
propios,
y repártanse los restantes. Este plan, que por mayor insinúo,
acarrearía
en los primeros años un desorden espantoso porque
desaparecerían
las dehesas, los ganados y cuanto tienen los pueblos.
Veríamos
muchísimos indios que se hallarían en la última miseria, que
habría
una deserción que reduciría los pueblos a la mitad o menos, etc.,
pero
al mismo tiempo creo que algunos indios enriquecerían, como sucede en
el
Perú, que éstos darían que trabajar y alimentar a los pobres, que los
desertores
que inundarían estas provincias las harían florecer con su
trabajo.
En una palabra, quitando la comunidad podrían perecer los
pueblos,
pero subsistiendo los indios nada perdería el Estado. El tributo
de
que algunos hacen tanto caso es un nombre y no cosa en el día, porque
no
basta para pagar a los curas. Este trastorno, que espanta a los más, es
un
antecedente preciso para que los indios se civilicen, y si hoy no se
hace,
por las dificultades mencionadas, las mismas habrá siempre, porque
el
estado de pupilaje o comunidad en que viven no permite adelantamiento
en
la civilización. Hoy son cuanto pueden ser en la vida
común.
Negros
y mulatos
Diez
mil tiene esta provincia, de los cuales más de la mitad son libres,
cuyo
destino se indicó. Los demás son esclavos, de donde se deja inferir
la
grande diferencia que hay del pueblo de esta provincia, que no tiene la
undécima
parte de esclavos, al de las demás colonias que en América tiene
los
extranjeros, en las que para cada blanco hay diez o más esclavos. La
primera
diferencia que esto produce es el que nuestras culturas y
manufacturas,
como hechas por gente libre, no salen tan baratas ni pueden
competir
con las extranjeras. Si hiciesen reflexión a esto los escritores
no
atribuirían la mencionada diferencia a nuestra desidia y pereza, y
advertirían
lo expuestas que están sus colonias a que un negro de espíritu
alce
la voz y el alfanje destruyendo a los tiranos que contra el derecho
natural,
y por los medios más inicuos del mundo, entretiene un lujo y
vanidad
a costa de la sangre y sudor de sus semejantes.
En
estos seis años últimos no han encontrado en esta provincia sino cuatro
esclavos,
y suponiendo que en los años anteriores haya sucedido lo mismo,
con
mayor razón porque era sin comparación más pobre, vendremos a entender
que
todos los mulatos y negros son criollos o hijos del país, y que son
muy
fecundos pues han aumentado mucho. He aquí otra diferencia con las
colonias
extranjeras, donde las continuas reclutas de negros no bastan a
conservarlos.
Esto depende de que nosotros no tenemos aquellas leyes y
castigos
atroces, que quieren justificar algunos con la necesidad de
contener
a los esclavos. Aquí los tratan con tanta humanidad como a los
hombres
libres, no se les impide el casarse libremente y gran parte de
ellos
lo hacen con mujeres libres para que sus hijos lo sean. No se les
hostiga
al trabajo y puede decirse, con verdad, que cualquier muchacho
recibe
más azotes en la esquila de Europa que el esclavo de peor dueño
aquí.
No se les abandona en la vejez, se les permite elegir amo, y no hay
un
ejemplar de que se haya huido uno a los infieles, que los admiten
gustosos,
no obstante de que para conseguirlo les basta atravesar el río.
En
una palabra, la suerte del esclavo aquí difiere poco de la de un libre
pobre.
De la humanidad de estos españoles resulta el que hay muchos
esclavos
y libres de estas castas, honradísimos y fieles, que tienen más
honor
y vergüenza, sin comparación, que los indios civilizados. El ser más
los
negros y mulatos libres que los esclavos arguye la humanidad de estas
gentes
muy superior a la de los extranjeros.
El
clima es tan adecuado para estas gentes que todas son vigorosas, bien
formadas,
de bella talla y agilidad, alegres, y viven mucho. Entre los
animales
las terceras especies o mulatas exceden en vigor, talento y
agilidad
a sus padres, y yo creo que esto mismo ha de suceder con los
hombres,
y me parece que lo advierto en los mulatos. Las mulatas
corresponden
en lo físico a los hombres, y los españoles hallan en ellas
un
atractivo inexplicable que se las hace preferir a las españolas. Las
negras
no tienen igual fortuna y son las últimas para materias de amor.
Todas
estas castas, principalmente la mulata, son astutas, advertidas,
sagaces
más que los españoles, y es probable que en lo sucesivo harán un
papel
más brillante que el que hoy representan. Sus costumbres no son muy
católicas,
por lo menos los preceptos eclesiásticos, y el sexto del
Decálogo
no se guarda mucho. También son bastante ladrones, pero jamás
hacen
esto con violencia ni en grandes cantidades, y son bastante
borrachos
y mentirosos. Se tienen por más desarreglados los de los
conventos
porque los religiosos se contentan con exigir de ellos algunos
días
de trabajo, dejándoles los restantes para que se vistan y coman,
abandonándolos
en todo lo demás y protegiéndolos siempre ante las
justicias.
Españoles
Su
número puede verse en el estado que incluyo. Descienden estas gentes de
los
valerosos conquistadores que fueron nobles y de mejor sangre que los
que
conquistaron otros países americanos. Muchos tienen muy bien
justificado
su nobleza, la aprecian y sostienen, pero otros están en
estado
tan pobre que nadie les hace caso no obstante de que se saben que
descienden
de Irala y Adelantados.
Aunque
casi todos hablan castellano por lo común usan el guaraní, algo
distinto
del de los guaraní y tapé. Tanto hombres como mujeres son
descoloridos,
blancos, robustos, y de buena talla y facciones. Su carácter
es
sereno y un poco flemático. Jamás se advierte turbación en sus
semblantes,
ni su espíritu se agita de modo de que rompa con violencia
porque
los efectos de ira son amortiguados. Dicen y oyen con frescura, se
explican
con viveza y prontitud, y tienen el entendimiento claro. Son
reputados
por cavilosos e inquietos, porque esta fama les han dado los
pasados
alborotos con obispos y gobernadores, pero en verdad que esto ha
sido
efecto de su docilidad que se ha dejado seducir porque su carácter no
es
inquieto. Como jamás han conocido la plata, ni por consiguiente la
ambición,
y por otro lado esta provincia ha estado, y aún está, aislada,
los
espíritus se han reunido y conservado tan de un mismo modo de pensar
como
suelen los hermanos, por cuyo motivo los de Buenos Aires dicen de
ellos
que cuando un paraguayo se enfada con quien no lo es dice a sus
compañeros
o compatriotas, ayudadme a aborrecer a este hombre
bellaco.
Las
mujeres lo son a los diez años, tienen menos evacuación que las de
Europa
y dejan de parir ocho años antes, pero son ágiles, bien parecidas,
laboriosas,
dóciles, sencillas, retiradas, no conocen más lujo que el
preciso
para ir aseadas, y son atentísimas al cuidado de su casa. Todas
saben
beneficiar la leche, hilar, hacer dulces, bolas, jabón, y cuanto se
necesita
en sus casas. Son estas gentes apasionadísimas al dulce y apenas
les
basta la cosecha de miel y azúcar para el consumo, por cuyo motivo
padecen
dolores de muelas y hay bastantes portillos en las bocas. Una de
las
prendas más admirables de estas gentes es la hospitalidad. Cualquier
pobre
o rico, conocido o incógnito, patricio o extranjero que llega a un
rancho
o casa es convidado al momento con la mesa y con lo mejor que hay,
y
si quiere detenerse muchos días nadie le despide y siempre se le trata
con
el mismo agasajo, como si fuese amigo o pariente. De forma que hay
muchos
holgazanes que pasan la vida dando vueltas comiendo y vistiendo a
costa
ajena. Si alguno enferma compiten a porfía las mujeres por curarle y
asistirle.
Por esto, y porque comúnmente todos comen y visten lo mismo,
suelen
llamar algunos a esta provincia la tierra de los iguales; y como el
que
necesita halla en cualquiera parte la comida y el poco vestido que
permite
el país, se ven raros mendigos ni ladrones. Todos los robos se
reducen
a frioleras, sin que se verifique en ellos jamás muerte ni
violencia.
El
alimento común de las gentes son el mate, que toman a toda hora, aunque
no
en tanta cantidad como en Buenos Aires, el chipá o pan de mandioca o
maíz,
carne, mandioca, batata, calabazas, maíz, judías, leche y quesos. A
esto
agregan en las casas acomodadas el pan, vino y lo que pueden, pero
por
lo común no apetecen el pescado ni la caza. El vestido de los pobres
es
el mencionado pero el de los acomodados es lo mismo que en Buenos Aires
y
España, con la diferencia de no ser tan precioso ni abundante pero
aseado.
Los muchachos no quieren sufrir vestido alguno, induciéndolos a
ello
el calor y las esclavas que con esto tienen menos que vestir y que
lavar.
El desarreglo de costumbres que se nota en los esclavos parece que
debía
influir más de lo que influyen en los muchachos, que siempre andan
entre
ellos. Prefieren los paraguayos al comercio el vivir en el campo, en
sus
casas o estancias, donde gozan plena libertad y tienen abundancia de
carne
y legumbres; y si se dedicasen a beneficiar cueros podrían hacer con
ellos
un ramo de comercio. Viven largos años no obstante de que no conocen
los
auxilios de la medicina. Cuando alguno enferma sufre hasta no poder
más,
y entonces sus gentes toman la orina en un canuto de caña y lo llevan
el
día de fiesta a la capilla o parroquia, donde acude el curandero de la
comarca,
el cual en vista de la orina da algunas yerbas, ají o
aguardiente,
que el portador aplica al doliente. Los mencionados
curanderos
son unos rústicos o viejas que toman esta ocupación, y se deja
entender
lo que serán, sin embargo aquí se hallan muy bien con ellos y aun
en
la capital, donde hay un buen profesor y además dos cirujanos de la
demarcación
de límites, no hacen generalmente más caso de éstos que de sus
viejas.
Por lo demás el país es sanísimo.
Aunque
viven como sembrados en el campo, hay en cada valle o pago un
maestro
de escuela y son muchos los que saben leer y escribir. No están
tan
adelantados en la religión porque ignoran generalmente los preceptos
eclesiásticos,
y muchas veces los más precisos, pero esto no depende de
ellos
sino de muchos eclesiásticos del campo que se abandonan y cuidan
poco
de sus pastorales obligaciones. Las artes y oficios están en manos
esclavas,
y con esto se deja entender lo que serán.
La
pobreza del país se infiere de que hasta el año de 1779 no se conocía
la
moneda. El comercio se reducía a permutas, y los derechos reales del
correo
se cobraban en yerba, algodón y tabaco. No había una feria ni
mercado
en la provincia, y no costó poco trabajo, en mis días, al señor
don
Pedro Melo hacer que los que traían que vender fuesen a la plaza
pública,
porque tenían la costumbre de llevarlo todo a sus casas o las de
sus
amigos y era muy difícil averiguar dónde se vendían las cosas. Desde
dicho
año en que se introdujo la moneda, con motivo del estanco del tabaco
que
se pagaba con ella, ha mudado tanto la provincia que parecen
increíbles
sus progresos. La agricultura, las artes y el lujo se han
avivado
mucho, y el comercio ha duplicado y hallado facilidad y seguridad
en
sus ventas. Sin embargo, todavía no es la provincia lo que será porque
siendo
la única que puede surtir de maderas a Buenos Aires, que no las
tiene,
la que privativamente provee en el día a la misma capital y el
virreinato
de tabaco, algodón y yerba, estos son unos artículos de primera
y
segunda necesidad que, infaliblemente, han de traer a esta provincia los
metales
peruvianos y la han de hacer florecer sobre todas. Aún pudiera
aumentar
mucho los fondos de su comercio si se dedicase a plantar el café,
que
produciría muy bien, pues sabemos que de pocos años a esta parte se
beneficia
con utilidad en el Brasil y, siendo el suelo arenoso como el de
Moca,
quizás sería de tan buena calidad como el de la Arabia o por lo
menos
mejor que el de las Antillas. El cacao y el arroz prevalecerían
igualmente
en los muchos bajíos que hay. El último se beneficia sin riesgo
en
pequeñas cantidades y se halla silvestre en muchos parajes, pero
ignoran
el modo de limpiarlo. También el añil pudiera dar utilidad
cultivando
la planta que lo da en otros parajes, o la descrita
anteriormente,
pero todo esto requiere brazos y no es difícil haberlos
tratando
eficazmente de atraer a los guaná. Ya se sabe que cuesta infinito
trabajo
el introducir en todas partes nuevos cautivos, pero aquí las cosas
son
más fáciles respecto a que hay muchos pueblos de indios que viven en
comunidad,
y para emprender cualquiera cosa de esta especie bastaría
mandar
a los administradores que cultivasen lo que conviniese dándoles
algún
inteligente para la dirección.
Aunque
en estos últimos años, en que ha salido de la nada esta provincia,
se
han enriquecido bastantes comerciantes paraguayos que detienen los
fondos
en el país, todavía la mayor parte del comercio los saca de Buenos
Aires,
cuyos comerciantes se llevan casi toda la utilidad. Otro defecto de
este
comercio, que creo que es general a todo el que practican los
españoles,
es la ignorancia de los comerciantes que en su vida leen un
libro
geográfico ni de comercio, ni saben lo que pasa en el mundo ni lo
que
se necesita o se halla en los mercados, limitando sus ideas a una
práctica
sin especulaciones, que son las que enriquecen, y aseguran los
fondos
y fomentan los países aumentando los artículos conocidos y creando
otros.
No es extraño dicha ignorancia en esta tierra, donde casi todos los
ricos
han sido desertores de la armada o del ejército o polizones, pero ya
de
poco tiempo a esta parte han empezado los hijos del país a dedicarse al
comercio;
aunque tienen, por lo general, la nota de no ser de la actividad
que
tienen los europeos y, por consiguiente, consideran los comerciantes
sus
fondos más seguros en mano de los últimos, a quienes los primeros no
dejan
de tener envidia sin que ésta excite su emulación en el día, pero la
excitará
luego.
La
mencionada ignorancia de los comerciantes y sus ideas puramente
prácticas
son la causa de que nadie haya intentado llevar menestras a
Buenos
Aires, donde ganarían 400 por 100. Tampoco saben traer azúcar de la
Habana
algunos años como este en que vale en Buenos Aires a cuatro pesos y
aquí
de diez a doce, ni han llevado un cuero que vale aquí de uno a dos
reales
y en Buenos Aires de seis a dieciséis. No se saben más que vender
géneros
y cambiarlos por yerba, porque largar la plata por yerba es cosa a
que
pocos se determinan; de donde resulta que envían toda la plata para
comprar
géneros en Buenos Aires y traerlos, llenando la provincia de
mercancías
que hacen bajar su valor, quedando el país sin circulación y
limitando
la ambición a los que hacen la yerba, porque éstos siempre
trabajarían
a plata y no a mercancías.
Si
el comercio conociese sus utilidades se dedicaría a beneficiar la yerba
y
pagaría a los peones con plata sin hacerles adelantamientos. Con esto la
tendrían
de primera mano y la peonada enriquecería, lo que no puede
suceder
en el día porque se maneja este negocio de un modo bárbaro que
jamás
da que comer, ni aun que vestir, a los peones, según dije, y como
jamás
salen ni pueden de trampas, se abandonan. También prueba el descuido
en
el comercio el no haber reglamento para la navegación, en la cual se
padecen
muchas demoras voluntarias, averías y robos, sin que jamás se haya
hecho
el menor castigo ni el amago.
Aunque
no entrase en este detalle, digo que desde luego puede el comercio
pagar
dobles y triples fletes con tal que se duplique el sueldo a los
marineros,
adelantándoles la mitad río abajo y muy poco o nada río arriba,
para
que de este modo estén sujetos y sean castigados si abandonan al
barquero
en el apuro o roban, como lo hacen, cuando hallan ocasión.
La
siguiente tabla hace ver los artículos de extracción que hubo en esta
provincia
en 1781. Está sacada de instrumentos originales y los precios
son
los que entonces tuvieron en esta plazo:
PreciosValor total
CantidadesRealesPesosReales
Yerba,
arrobas125.271578.2943
Azúcar,
arrobas3.145166.290
Miel,
arrobas5.39185.351
Algodón,
arrobas9.49589.495
Trozos
de cedro, varas2.44851.530
Tirantes,
varas7.33921.8443
Tablazón,
varas1.72148604
Mazas
de carreta1298129
Camas
para carreta76219
Ejes
para carreta21024
Rayos
para carreta311/217
SUMA
TOTAL
103.8175
Como
el azúcar habano es mejor y más barato que el paraguayo en Buenos
Aires,
sólo se verificó la extracción en dicho año por la guerra y porque
abunda
aquí; pero debe suponerse que el azúcar no da en el Paraguay la
mitad
que en las Antillas y que apenas basta para el consumo de este país.
La
exportación se hace en barcos de hasta veintidós varas de quilla que
cargan
río abajo hasta 24.000 arrobas. La tripulación es paraguaya, por
cuyo
motivo debe aumentarse a favor de esta provincia el valor del flete y
lo
que sube el valor de las cosas puestas en Buenos Aires. Uno y otro
puede
computarse, cuando menos, en el 50 por 100, y así subirá el valor de
las
exportaciones a 155.725.pesos, a los que deben agregarse 50.000 que
entran
por el tabaco y su flete. Después del año de 1781 hasta el presente
del
90 puede computarse que la exportación y el comercio casi ha doblado,
subiendo
la yerba a 180.000 arrobas y lo demás en igual o mayor razón.
También
debe tenerse cuenta el contrabando de tabaco y alguna sal, que
todo
podrá ascender a 30.000 pesos.
Como
ha estado la provincia acosada de los bárbaros ha mantenido vigías en
la
costa del río y milicias. Recién llegado a esta capital, en marzo de
1784,
se formaron tres regimientos de caballería miliciana, completos cada
uno
de 816 plazas. Además hay en la ciudad seis compañías de caballería de
cuarenta
y seis hombres, y cuatro de infantería de cincuenta y siete, y
otra
ídem de artilleros. No se incluyen en esto las milicias de Villarica,
Curuguaty,
Concepción, Remolinos, y Ñeembucú. El destino de estas tropas
es
guarnecer dichas vigías la ciudad y acudir armados donde conviene. Si
se
cuentan los hombres efectivos de las guardias creo que no llegarán a
ochenta,
sin embargo se quejan del servicio ponderándolo como la mayor
pensión
que puede padecerse. Yo creo que la realidad de estas quejas
consiste
en que, por mal arreglo o ambición de los jefes de campo, todo el
peso
recae sobre pocos.
Para
los costos de la guerra hay un depósito que llaman ramo de guerra del
que
es árbitro el gobernador. Sus fondos son veintiuna arrobas de yerba
por
cada licencia que se da para beneficiar yerba, y ocho arrobas de la
misma
por cada mil arrobas que cargan los barcos. Los que no quieren hacer
servicio
militar pagan diez pesos de plata al año, si son encomenderos
quince,
y quizás tendrá alguna otra entrada. El total podrá ascender en el
día
a 2.500 pesos. No me atrevo asegurar si será o no conveniente que este
ramo
se administrase por los oficiales reales. Estos darían sujeción a los
gobernadores
y se ahorraría el salario del administrador, pero no dejarían
de
dificultar y obstruir las disposiciones guerreras, que siempre son
prontas,
perjudicando muchas veces y desbaratando las mejores
medidas.
El
jefe de la provincia es un gobernador con 6.600 pesos al que el rey
nombra
un asesor letrado con 1.500 pesos, de los cuales los mil debe
cobrarlos
de los propios de la ciudad, pero como éstos se reducen a casi
nada
percibe poco más de los quinientos. Si se le pagase por entero sería
el
sueldo suficiente aunque inferior respecto al del gobernador y
ministros
principales de real-hacienda, que tienen dos mil cobrados y la
casa.
Estos empleos se dan comúnmente a los europeos, entre los cuales los
más
acopian caudal para fundar un mayorazgo a su posteridad, y son muchas
veces
hombres a quienes sus desarreglos han hecho pobres y vienen con
ansia
de adquirir y de continuarlos sin peligro. Así sucede que atienden a
sus
fines y que las leyes no tienen cumplimiento, y por consiguiente hay
disgusto
general que tarde o temprano tendrá sus resultas. Mejor sería
poner
el mayor cuidado en la elección de sujetos, disminuir el número de
empleados
y sus sueldos a la mitad, que sería suficiente, y hacer un
arreglo
para que la mitad de los empleados de gobierno y real-hacienda
fuesen
americanos, sin permitir que viniese ningún eclesiástico sino la
mitad
de los obispos, porque estoy persuadido de que los que vienen para
canónigos
no son de los mejores. Con esto los criollos tomarían parte en
la
conservación del gobierno y disminuiría el odio que tienen a los
europeos
que, aunque aquí es poca cosa, por lo general es tal que los
hijos
aborrecen mortalmente a sus padres sin más motivo que el ser
europeos.
En realidad que en esto proceden los americanos sin hacer
reflexión
a que el mayor interés suyo consiste en que vengan europeos,
porque
éste es el camino de adelantar su población, las artes e industria,
y
de abreviar una felicidad que no están en estado de procurarse por sí
mismos
en muchos siglos sino admitiendo con voluntad y agasajo a los
europeos,
y procurando atraerlos a toda costa. Su poca instrucción en el
conocimiento
de lo que les conviene y el interés particular, a que
únicamente
atienden, no les dan lugar a que conozcan el bien general, por
cuyo
motivo me parece que sería muy conveniente aprovecharse de la mala
voluntad
que tienen a europeos y cuidar con vigilancia de que vengan
poquísimos
polizones y empleados, para que la América esté siempre
subordinada
y la España más poblada y vigorosa. Las residencias y
vigilancia
sobre la conducta de los empleados no debía ser una ceremonia,
como
lo es, sino una cosa efectiva que castigase con rigor a los
delincuentes,
cosa que hace siglos que no se ha visto.
Dirige
lo espiritual un señor obispo cuya renta se reputa de ocho mil
pesos,
los dos mil pagados en reales cajas de Potosí. Esta partida pudiera
rebatirse
pues basta lo demás para la decencia de la dignidad en esta
tierra,
donde siempre quedaría la persona más rica, que es más de lo que
basta
al carácter episcopal. La catedral tiene deán, tres dignidades y dos
canónigos,
todos con setecientos pesos, menos el deán que tiene mil
cincuenta.
Los curatos de españoles sólo tienen el pie de altar
proporcionado
al país y dos reales al año por cada casa, a que llaman
primicia.
Los curas de indios no tienen pie de altar. Los de pueblos
jesuíticos
gozan doscientos pesos, comida, servicio y casa, y los de los
demás
pueblos dos criados, una vaca por semana, y algunas otras frioleras,
y
además dos reales por cada indio mitayo, que le da su
encomendero.
De
lo dicho se infiere que no hay mucha reforma que hacer en las rentas
eclesiásticas
de esta provincia, pero en otras será muy del caso que la
haya,
invirtiendo las resultas en beneficio público fomentando las cosas
que
convengan. En América es esto fácil porque S. M. es dueño de los
diezmos,
que son la mayor contribución que puede imponerse a un pueblo, y
que
si se considera lo que es el diezmo líquido vale tanto o más que lo
que
queda, y no creo que sea justo que se emplee esta contribución en
mantener
en la ostentación, opulencia, y regalo, a los eclesiásticos que
no
deben pasar de la quingentésima parte del total del estado. Si se
atiende
a las sumas que por otros mil caminos reciben los mismos
eclesiásticos
de los fieles, se conocerá más visiblemente la necesidad de
contener
su riqueza que los saca de su juicio y base, que es la pobreza y
humildad,
cuyas fatales resultas se verán algún día porque la riqueza les
da
mucho crédito en el vulgo y los hace menos religiosos, de que resultará
que
no habrá jamás alboroto en que no tomen la mayor parte. Así el
principal
cuidado del estado debe ser vigilar sobre la conducta de estas
gentes,
que son tanto más consideradas aquí cuanto el vulgo está menos
instruido.
También debiera ponerse remedio a la manía de estas gentes en
fundar
capellanías laicas y no laicas, cuyas cargas no se cumplen ni
pueden.
Gran parte de las casas y haciendas se hallan tan pensionadas que
las
destruyen y llevan al infierno la descendencia del fundador. Es
menester
destruir la manía que tiene el hombre de querer disponer de sus
cosas
hasta el juicio final, quitando la libertad a los que vendrán
después
de él, que tendrán tan legítimo derecho y posesión como la que
tuvo
él para disfrutar las cosas. ¡Quién no tuviera por loco a Noé si nos
hubiese
querido limitar la libertad y usufructo de las cosas!
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